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8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño
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JONATHAN
BROWN
Velazquez y lo velazqueño:
los problemas de las atribuciones
L
as atribuciones son uno de los más arriesgados cometidos de la histo-
ria del arte sobre todo cuando se trata de obras de un artista famoso.
Com o es bien sabid o las atribucio nes sirven para d os cosas. Par a los histo-
riadores del arte son un primer paso a la hora de responder a preguntas
sobre un artista y sobre el lugar que ocupa en la historia. Inevitablemente
sin embargo las atribuciones se han convertido también en un instrumen-
to del mercado del arte. La cuestión de la autenticidad que se planteó p or
vez primera en el Renacimiento y cristalizó en el siglo XVII
1
no ha dejado
de tener importancia de sde entonces. De hecho es aún más decisiva en
nuestr a época en la que la oferta de grande s maestros del pasado se ha re-
ducido y en esa misma medida ha aumentado el valor monetario de las
obras importantes.
La mayoría de los historiadores del arte reconoce que los problemas
que plantean las atribuciones pueden ser extraordinariamente complejos y
que su resolución puede exigir años e incluso décadas. Aparte de las dificul-
tades intrínsecas de interpretar unos datos tanto visuales como documenta-
les
que suelen ser imprecisos o ambiguos cabe siempre la posibilidad de
que en un olvidado rincón del mu ndo aparezca una versión mejor y hasta
entonces desconocida de un determinado cuadro
2
. Ésa es la razón de que
las atribuciones deban considerarse como hipótesis no como hechos com-
probados hipótesis que se ponen a prueba y se modifican constantemente.
Ésa es la razón también de que periódicamente se publiquen catálogos revi-
sados de la producción de los artistas
3
. Ésa «inestabilidad» se deriva quizás
del hecho de que en las atribuciones interviene en buena medida la subje-
tividad de quien las hace lo que las priva necesariam ente d e la certeza
con que se trabaja por ejemplo en las ciencias de la naturaleza. Ni siquiera
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Jonathan rown
la aplicación de datos técnicos cada vez más frecuente perm ite tener férreas
garantías. Los hechos técnicos como cualquier otro tipo de hechos han de
interp retarse y por lo tanto cabe en ellos la misma apreciación subjetiva
que en el análisis estilístico. Pu ede n con tribuir a resolver problem as per o
no son suficientes para resolverlos por sí solos. Volveremos sobre esta
cuestión.
La falta de certeza es d esde luego el gran enem igo del me rcad o en el
que se apuesta muy fuerte y en el que se funciona a un ritmo mucho más
rápido que en la investigación histórica. Los signos de interrogación son
un lujo de los estudiosos que los marchantes simplemente no pueden per-
mitirse. El carácter monetario de sus transacciones atrae asimismo la aten-
ción de los medios de comun icación que entienden con razón que al pú-
blico nunca le fascina tanto el valor del arte como cuando éste se cuantifica
en cifras concretas. Las controversias sobre atribuciones son siempre un ti-
tular seguro.
Así pue s la atribución sigue siendo un proce so básicamen te subjetivo
condicionado como es lógico por la experiencia y prestigio del especialista.
De ello se sigue qu e a veces no es posible llegar a una conclusión definitiva
que satisfaga a todos los expertos. Una forma de sortear este recurrente
prob lema tal vez la única es redefinir las categorías de atribución amplian-
do los posibles veredictos sobre la autenticidad de maner a que al «sí» y el
«no» se añada el «quizás» aplicable a los casos en qu e los exper tos no con -
siguen ponerse de acuerd o. Au nqu e esta solución n o gustará a los coleccio-
nistas y marchantes al menos a corto plazo a mi juicio se corresponde con
lo que es en realidad establecer atribucio nes y a la larga será la mejor pa ra
los intereses de tod as las partes.
Tras esta introducción nos centraremos ahora en el problema de Velaz-
quez. Como era de esperar la conmem oración del cuarto centenario del na-
cimiento del artista en 1999 fue un catalizador de nuevas atribuciones. Aun-
que analizaremos con más detalle un par de ellas en las páginas que siguen
este artículo tiene un prop ósito más amplio a saber llamar la atención so-
bre los problemas aún sustanciales a que se enfrentan quienes proponen
modificar con adiciones o supresiones el corpus de pinturas auténticas de
Velázquez.
La principal dificultad tiene su origen en el taller de Velázquez. Tras su
designación como pintor real en 1623 Velázquez contrató a un equipo de
asistentes que le ayudara n a cumplir con su obligación básica pin tar retra-
tos de la familia real de los qu e había una dem and a con stante. Esos retratos
se utilizaban para decorar los sitios reales para regalar a otros soberanos y
cortesanos imp ortan tes y para pro mo ver las alianzas matrimo niales qu e
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Velazquez y lo velaxqueño: los problemas de las atribuciones
1
Velázquez,
Felipe IV.
2,01 x 1,02. Madrid, Museo
del Prado .
2 V e l á z q u e z
i),
e l i p e
IV .
2x1,02.
Nueva York,
Metropolitan Museum of Art.
eran esenciales para la continuación de la dinastía y para la política exterior.
Al igual que su contemporáneo Van Dyck y que el venerado predecesor de
ambos que era Tiziano, Velázquez organizó un taller que le ayudara a satis-
facer esa demanda. Aunque pueda parecer increíble, nunca se ha intentado
estudiar de una manera sistemática el funcionamiento y composición d e ese
taller. No es éste el lugar adecuado para abordar tan complejo asunto, pero
sí es posible plantear algunas de las preguntas básicas a las que tal estudio
podría tratar de responder.
Como entre las funciones del taller estaba la reproducción de obras,
uno de los principales problemas de las atribuciones velazqueñas es el que
se refiere a las copias de originales del maestro. Para empezar, hay que decir
que Velázquez casi nunca copiaba sus propias obras. Por los datos que te-
nemos, sólo lo hizo en contadas ocasiones, incluidas las que se comentan a
continuación. Del Retrato de la madre ]erónima de la Fuente, aunque es an-
terior a la llegada de Velázquez a la corte, tenemos dos versiones autógrafas,
una en el Prad o y la otra en la Colección Fernán dez Araoz Mad rid)
4
. Tras
su designación para el cargo real, Velázquez siguió siendo reacio a copiar
sus propias composiciones. Un ejemplo sería la versión reducida del Inocen-
c i o X,
pintado en Roma en 1650. Después realizó una versión más pequeña,
que para la mayoría de los estudiosos es el cuadro que se guarda en el We-
llington Museum de Londres
3
. Salvo en obras como éstas, Velázquez dejaba
que fueran sus ayudantes quienes realizaran las copias y versiones que se ne-
cesitaban de sus com posiciones.
Aunque las pruebas son indirectas, hay razones para pensar que Veláz-
quez organizó su taller poco después de ser nombrado pintor real el 6 de
octubre de 1623. Como su obligación básica era realizar multiples imágenes
del monarca y su familia, h abría necesitado ayuda desd e el mismo mo men to
en que empezó a desempeñar su función. Que el taller ya existía queda de-
mo strad o en su prim er retrato oficial de Felipe IV fig. 1). Co mo cab e apre-
ciar en los visibles
pentimenti,
la composición original se modificó sustan-
cialmente cambiando la postura y colocación de la figura y la posición de la
mesa de la derecha. Las radiografías revelan también que Velázquez intro-
dujo cambios asimismo en la cabeza y el rostro del rey
6
. Per o antes de intro-
ducir esas modificaciones se hicieron dos copias del original, que están en
Nueva Y ork fig. 2) y en el Museum of Fine Arts de Boston. Mientras que
la versión de Boston se suele asignar al taller, la de Nueva York ha resulta-
do más problemática pese a que Velázquez firmó, el 4 de diciembre de
1 6 2 4
un recibo por el pago de esta obra junto con el de otros dos
retratos)
7
. No obstante, este documento sólo confirma que el artista recibió
el dinero, y no se refiere directamente a la autoría de los retratos pagados.
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Jonathan Brown
Aunque el cuadro se encuentra en mal estado, las partes que están intactas
parecen planas y secas cuando se comparan con la versión del Prado. En
consecuencia, siguiendo la opinión de Elizabeth du Gué Trapier y tras con-
sultar con John Brealy, que dirigía entonces el Departamento de Conserva-
ción de Pinturas del Museo, rechacé la atribución en mi monografía
8
. Sin
embargo, José López-Rey estaba convencido de su autenticidad, que defen-
dió enérgicamen te en las diversas ediciones d e su catálogo
9
.
Aunque no concluyente, el análisis de esta atribución confirma no obs-
tante dos cosas significativas: que Velázquez ya empleaba a ayudantes poco
después de entrar a servir en la corte como dem uestra la versión de Bos-
ton) y que esos ayudantes eran buenos pintores. Si reflexionamos un mo-
mento comprenderemos que no podía por menos de contratar a artistas
competentes. En su calidad de jefe del taller, era responsable de la calidad
de su producción. Además, a diferencia de Rubens, quien a veces retocaba
el trabajo de sus ayudantes, parece que Velázquez entregaba la mayor parte
de las versiones del taller sin mejorarlas. Por tanto, le interesaba mucho que
sus ayudantes fueran buen os en la imitación de su estilo.
Hay otro ejemplo que corrobora esta tesis. A mediados de la década de
1630 Velázquez pintó, en gran formato, el retrato ecuestre Don Gaspar de
Guzmán, conde-duque de Olivares fig. 3). Una versión re duc ida de este cua-
dro que se halla hoy en el Metropolitan Museu m of Art fig. 4) y que m ide
124,5 x 101,6 cm, es una atribución muy discutida. En 1951 Enriqueta Ha-
rris aceptaba que era una variante autógrafa de la composición del Prado,
con respecto a la cual la diferencia principal era que el caballo ya no era
castaño sino blanco
10
. Sin embargo, al año siguiente José M. Pita Andrade
publicó una entrada del inventario de Gaspar Méndez de Haro, séptimo
marqués del Carpio, fechado en 1651, que dice lo siguiente: «una pintura
en lienco del retrato del Code {sic Duque armado con un bastón en la
man o en un cavallo blanco copia de Velázquez de la mano de Jua n Bautista
Maco de bara y media en cuadro poco mas o menos con su marco ne-
gro...»
11
.
A juicio de López-Rey este dato era definitivo para su atribución, si
bien reforzaba su opinión comentando que había en el cuadro una «sobrea-
bundancia de toques de luz que era ajena a Velázquez y característica de
Mazo»-
2
. Señalaba también la discrepancia entre las dimensiones que se ci-
taban en el inventario y las del cuadro del Metropolitan Museum, que es
unos 27 cm más estrecho, aunque no dejaba de advertir que la expresión
«mas o menos» indicaba que las medidas eran sólo aproximadas. Aunque es
verdad que las medidas que se citan en los inventarios del siglo XVII suelen
ser aproximaciones, 27 cm no es una diferencia despreciable. En realidad,
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Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones
3
Velazquez,
D on
Gaspar
d e
Guzmán
conde duque
de Olivares.
3,13 x 2,39. Madrid, Museo del
Prado.
4
Juan Bautista Martínez del
Mazo ?),
Retrato
ecuestre
d el
conde duque
de Olivares.
1,245 x
1 016.
Nueva Y ork,
Metropolitan Museum of Art.
el cuadro que vemos hoy tiene claramente la forma de un rectángulo en ver-
tical, no de un cuadrado.
A mi juicio, el cuadro sí parece obra del taller, y al menos por ahora la
atribución a Mazo no deja de ser plausible. La comparación detallada del
original y la copia pon e de manifiesto algunas diferencias reveladoras, em-
pezando por el tratamiento de los toques de luz dorada y los flecos de la
banda roja. Velázquez obtiene esos toques de luz con aplicaciones irregu-
lares de pigmento, dispuestas con gran precisión y seguridad pese a que
aparentan una caprichosa distribución sobre la superficie. Los flecos, en
cambio, están realizados con pinceladas largas y casi paralelas, muy carga-
das de pigmento, que se arrastran sobre el lienzo. Se aprecia la huella de los
pelos del pincel, así como pequeños fragmentos de pigmento gruesamente
molido, elemento característico de las obras maduras del maestro. En el
cuadro atribuido a Mazo, estas sutilezas están esquematizadas y simplifica-
das. Las luces doradas se obtienen mediante unos toques serpenteantes y
someros que carecen d e un sen tido innato de la estructura, mientras que los
flecos están tratados de manera sumaria como una zona tonal, sin el sutil
manejo del pincel que hallamos en el original.
Aun más llamativa es la diferencia en la postura del conde-duque. En el
cuadro del Prado está sentado con firmeza, descansando todo su peso en la
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silla, mientras que en la copia p arece levitar ligeramente, como si no fuera la
persona obesa que es a todas luces. Por último, el cambio más obvio, el del
color del caballo, no es un mero capricho de Mazo. En el cuadro de Velaz-
quez, el flanco del animal está recorrido por zonas irregulares de transpira-
ción, efecto tan difícil de copiar que Mazo renuncia a intentarlo. El sudor
en la piel de un caballo blanco es obviamente invisible.
Como se pone de manifiesto en estos dos ejemplos, el trabajo de los
ayudantes puede confundirse con el del maestro, y no siempre es fácil esta-
blecer las diferencias. De hecho, los ayudantes no son en modo alguno anó-
nimos; las fuentes y documentos nos ofrecen varios nombres, de los que
unos son bien conocidos y otros son oscuros. Además de Mazo, tenemos a
Diego Melgar, Francisco de Burgos Mantilla, Juan de Pareja, Èrcole Barto-
lossi, Andrés de Brizuela, Domingo Guerra Coronel Juan de Alfaro. Hay
asimismo motivos para pensar que pintores tan célebres como A lonso Cano
y Juan C arreño de Miranda pud ieron haber participado en las actividades
del taller. Nos referiremos brevemente a las obras independientes de algu-
nos de estos artistas, lo que nos permitirá confirmar que fueron algo más
que meros apéndices d e Velazquez.
Hay que empezar obviamente por Mazo. Aunque no disponemos de
ninguna monografía completa sobre su vida y su obra, su actividad nos es
en parte conocida
13
. Nacido en Cuenca hacia 1611, entró en la órbita de
Velázquez poco después de que éste regresara de Italia en 1631. Dos años
después, el 21 de agosto de 1633, casó con Francisca, la hija mayor de Ve-
lázquez. Aun después de la muerte de su esposa, acaecida en 1653, Mazo si-
guió junto a su suegro, al que sucedió como pintor de cámara en 1661. Fa-
lleció en 1667.
Mazo se nos presenta como un pintor fecundo y dotad o de auténtico ta-
lento.
No han ayudado a su reputación las imitaciones que hizo de retratos
de Velázquez, pues en cierto mod o han perjudicado a su imagen como p in-
tor independiente. Algunas de sus aproximaciones son tan fieles que han
provocado una notable confusión entre los estudiosos de la obra velazque-
ña. La infanta doña Margarita de Austria fig. 5) se ha solido considerar
como una colaboración entre el maestro y el ayudante, aunque López-Rey
sostiene decididamente, y con razón a mi juicio, que es sólo de mano de
Mazo
14
. Al margen del ámbito de la retratística de corte, Mazo siguió tam-
bién un camino personal. Era un cumplido paisajista, como se aprecia en la
Vista de la ciudad de Zaragoza de 1647, obra que, aunque firmada por
Mazo, se considera a veces realizada en parte por Velázquez. E incluso en el
género del retrato Mazo revela una personalidad propia, ha familia del pin-
tor de 1665 fig. 6), es uno de los pocos retra tos no oficiales d e grupo s fa-
5
Juan Bautista Martínez del
Mazo,
La infanta doña Margarita
de Austria.
2,12 x 1,47. Madrid,
Museo del Prado.
6
Juan Bautista Martínez del
Mazo, a familia del pintor.
1,50 x 1,72. Viena,
Kunsthistorisches Museum.
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Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones
7 Alonso Cano, Retrato de
Baltasar Carlos. 1,41 x 1,09.
Budapest, Museo de Bellas Artes.
8
Juan Carreño de Miranda (?),
Bufón mal supuesto don ntonio
«el
Inglés». 1,42 x 1,07. Madrid,
Museo del Prado.
miliares que tenemos en la España del siglo XVII, y está pintado con gran se-
guridad y genuino encanto.
Otros dos pintores de prestigio pudieron participar asimismo en el ta-
ller velazqueño. Alonso Cano (1601-1667), que coincidió con Velázquez
como aprendiz, se trasladó a Madrid en 1638, probablemente por recomen-
dación de éste. Aunque pintó sobre todo cuadros religiosos, su Retrato de
Baltasar Carlos
(fig. 7) dem uestra qu e estudió aten tamen te la pr odu cción
velazqueña en este género .
La hipótesis de que Carreño (1614-1685) estuvo vinculado al taller de
Velázquez es menos indirecta. Testificó a favor de Velázquez en la «prue-
ba» para el ingreso de éste en la Orden de Santiago, y fue uno de sus suce-
sores como pintor de cámara (1671). Como pintor real desde 1669, Carreño
dedicó gran parte de sus energías al retrato, en el que desarrolló un estilo
muy influido por Velázquez. De hecho, el Bufón mal supuesto don Antonio
«el
Inglés»
(fig. 8) fue considerado durante mucho tiempo una obra auténti-
ca de Velázquez, y recientemente se ha resucitado un a atribuc ión anterior a
Carreño aunque López-Rey ya había considerado, y descartado, esa posibi-
lidad
16
.
Si gran parte del taller consiste en pintores sin pinturas, hay asimismo
una notable cantidad de pinturas sin pintores. Es lo que tradicionalmente se
ha denominado «lo velazqueño», un conjunto de obras con frecuencia exce-
lentes que se han atribuido a Velázquez pero que nunca han podido entrar
con certeza en el catálogo de su producción. En otras palabras, se trata de
obras candidatas a la nueva categoría de atribución —el «quizás»— que se
proponía al comienzo de este artículo para designar irreconciliables diferen-
cias de opinión entre los expertos. Algunos ejemplos bastarán para ilustrar
la utilidad de esta taxonomía.
Uno de los casos más complejos es el
Calabazas
con un
retrato
y un m oli
nillo
(fig. 9). La larga y tortuosa historia de la atribución de esta obra se
analiza con detalle en mi monografía de 1986
17
. En resumen, con la excep-
ción de Trapier, la mayoría de los estudiosos aceptaba su autenticidad hasta
que fue puesta en duda por Steinberg en 1965 y, más sistemáticamente, por
John F. Moffitt en 1982
l8
. Yo me sumé a los que disentían. En cambio, la
atribución a Velázquez fue enérgicamente defendida por López-Rey, quien
en 1967 propuso una nueva interpretación de los datos documentales e in-
cluyó la obra como auténtica en todas las ediciones ulteriores de su
catálogo
19
.
Sin repetir todos los argumentos a favor y en contra, cabe señalar que
López-Rey estaba convencido de que una entrada del inventario del Buen
Retiro de 1701 apoyaba la atribución a Velázquez que él y otros autores ha-
57
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bían basado en razones estilísticas. Sin embargo, como ya hemos visto y
como volveremos a ver, los inventarios no son m ás infalibles a este respecto
que los expertos de nuestros días. Además, la defensa que hacía López-Rey
basándose en el estilo tenía un fallo importante. Reconociendo que el cua-
dro,
si es de Velazquez, no pudo haberse pintado después de su primer via-
je a Italia 1629-163 1), lo fechaba en 16 28-1629, y eso plante aba la dificul-
tad de hacerlo anterior a la primera aparición documentada de Calabazas
en la corte, que se produjo en 1630. Para solucionar este problema López-
Rey lanzaba la idea de que el modelo «podría haber actuado ocasionalmen-
te como bufón en la corte antes de ser admitido en el servicio normal».
Pero no hay prueba alguna de que Calabazas actuara antes en la corte como
«artista invitado».
En la exposición dedicada a Velázquez en 1989-1990 se pudieron com-
probar los problemas del
alabazas
con un retrato y un molinillo aunque
hay que admitir que el cuadro no se encuentra en el mejor estado de con-
servación
20
. Esos problemas van desde el escenario arquitectónico monu-
mental, inusual y algo amorfo, de un tipo del que no hay ningún otro ejem-
plo en la producción velazqueña, hasta la pincelada plana y uniforme,
pasando por fragmentos tan poco afortunados como la fornida mano dere-
cha del bufón y la torpe e inestable posición de las piernas y los pies. Sin
embargo, pese a todos sus defectos, el cuadro no carece de calidad. Quien
quiera que lo pintara hacia 1632-1633 era un diestro imitador de Velázquez,
poseedor de una buena formación.
Un segundo caso es Don }uan
Francisco
Pimentel X con de de Benavente
fig. 10). En su catálogo de 1963, López-Rey lo aceptaba siguiendo la opi-
nión establecida como obra auténtica y lo fechaba en 1648, el año en que el
décimo conde de Benavente ingresó en la Orden del Toisón de Oro cuyo
distintivo sin embargo no se ve en el retrato)
21
. No obstante, el Don Juan
Francisco
Pimentel desapareció de las ediciones ulteriores de su catálogo,
evidentemente porque López-Rey había cambiado de opinión. Con todo,
en la edición española del catálogo de la exposición de 1989-1990 Julián
Gallego lo volvía recuperar, y coincidía con ella en 1992 Carmen Garrido,
quien lo retrasaba a principios de la década de 1630 y proponía que el re-
tratado no era el décimo conde sino el noveno
22
.
Siguiendo a López-Rey, no incluí este cuadro en mi monografía, pues
entendía que el tratamiento de la damasquinada armadura era demasiado
recargado y que la factura de la banda roja carecía de las sutiles y complejas
texturas que se aprecian por ejemplo en la que lleva el conde-duque de Oli-
vares en su retrato ecuestre fig. 3). Adem ás, me resulta incómoda la yuxta-
posición de la cortina roja y la vista parcial del paisaje, sin ningún elem ento
9 Velázquez ?),
alabazas con un
retrato y un molinillo.
1,75 x 1,06.
Cleveland, Museum of Art.
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Velazquez y lo velazqueño:
los
problemas de las atribuciones
10
Ve lazquez (? ) ,
Donjuán
rancisco
Pimentel X conde de
Benavente.
1,09 x 0,88.
Madrid, Museo del Prado.
arquitectónico de transición entre ambas. Velázquez nunca emplea cortina-
jes en sus retratos salvo cuando se trata de interiores. Aquí su colocación ca-
rece prácticamente de lógica. Por consiguiente, creo que este excelente cua-
dro d ebe atribuirse a un m iembro del taller de Velázquez.
El propósito del presente trabajo no es resolver esos problemas, si es
que de h echo pu eden resolverse, sino más bien p oner de manifiesto las múl-
tiples dificultades que rodean a las atribuciones velazqueñas. Hasta que se
estudien los procedimientos del taller y los diversos pintores q ue lo com pu-
sieron a lo largo del tiempo , habrá necesariamente opiniones enfrentadas en
materia de autenticidad, sobre todo cuando se trata de obras que se hallan
en los márgenes de la prod ucción del maestro.
Todas estas dudas, contradicciones e incertidumbres pasan a primerísi-
mo plano cada vez que se anuncia que se ha redescub ierto una pintura teni-
da durante mucho tiempo por perdida. Hemos elegido un caso reciente de
ese tipo como ejemplo del conjunto de problemas que plantean las atribu-
ciones a Velázquez: la llamada Santa Rufina (fig. 11), que se vendió en
Christie s, por un precio réco rd, el 29 de enero de 1999. Su autenticidad se
ha defendido en dos ocasiones, una por Peter Cherry en el catálogo de la
subasta y después, en una breve argumentación, por Alfonso E. Pérez Sán-
chez
23
. Como éste acepta algunos de los argumentos del texto de Cherry,
empezaremos po r ahí el análisis del prob lema.
El elemento clave que aduce Cherry a favor de la atribución es una en-
trada en el que se supone que es el inventario post-mortem de Luis de
Haro, sexto marqués del Carpio, que fue un célebre coleccionista de obras
de arte. El texto dice lo siguiente: «Una pintura de Santa Rufina, de medio
cuerpo, con palma y unas tazas en las manos, original de Diego Velázquez,
de tres cuartos y media de alto y dos tercias y dos dedos de ancho»
24
. Estas
dimensiones equivalen a 73,5 x 59,6 cm, y se corresponden en gran medida
con las del lienzo reaparecido.
Pero hay algunos factores que restan fuerza a la pretendida seguridad
de este elemento clave. Conocemos este inventario únicamente por una co-
pia del siglo XIX, en la que se combinan obras de la colección de Luis de
Haro con otras de su hijo Gaspar, también famoso coleccionista
25
. Por des-
gracia, no se ha perdido únicamente el inventario original, sino también la
copia. En 1960 José M . Pita An dra de, q ue fuera archivista de la Casa de
Alba, donde supuestamente se guardaba el documento, escribió que no ha-
bía podido hallar rastro de la lista ni mención alguna del cuadro: «En los
docum entos que he manejado, no he p odid o hallar la cita del cuadro»
26
. Sin
poner en duda la buena fe ni la integridad de Barcia, la desaparición del ori-
ginal y de la copia hace que no sea posible verificar la fidelidad de la cita.
59
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No obstante, aun suponiendo que la referencia está citada correcta-
mente, el documento sigue sin ser garantía de autenticidad. En el siglo
XVII, los inventarios de colecciones se realizaban con fines legales, no cien-
tíficos, y como ya se ha mencionado carecen de fiabilidad. Así se puede
comprobar en los diversos inventarios de la colección de Gaspar de Haro,
en los que figuran más de veinte cuadros atribuidos a Velazquez
2
. A lgunos
de ellos —la
Venus del
espejo (Londres, T he N ational Gallery) y la
Lección
de equ itación del príncipe Baltasar Carlos (Duque de Westminster)— están
aceptados como obras del maestro. Aunque la mayoría de los demás no se
han identificado, los pocos que sabemos que existen son atribuciones dis-
cutibles o rechazadas. Entre ellos figuran
«ha gallega»
(Japón, colección
particular), una versión del Sebastián de Morra (Suiza, colección particu-
lar),
la Mujer con velo y vestido amarillo (Chatsworth, Duque de Devonshi-
re) y una versión reducida de has Meninas (Kingston Lacy)
28
. Como de-
muestran estas pinturas, el inventario no puede considerarse una prueba
concluyente.
El otro arg ume nto a favor de la atribució n se apoya en el análisis estilís-
tico y técnico. En una ficha sin firmar que aparece en el catálogo de la su-
basta, y en la que se utilizan en igual medida argum entos basados en el exa-
men técnico y en el análisis estilístico, se aduce que en el cuadro se emplean
los mismos materiales y métodos que utilizaba Velázquez nada más regresar
de Italia en 1631
29
. Se citan dos términos de comparación, la llamada
Sibila
[ oña
juana
Pacheco,
m ujer del autor ?),
caracterizada
como una sibila,
fig.
12) y Doña María de Austria, reina de Hung ría, aunque es la primera la que
parece más adec uada para C herry y para el autor de la ficha técnica.
Antes de aplicarlos para respaldar la atribución de Santa Rufina a Ve-
lázquez, es preciso valorar en términos generales la utilidad de los argumen-
tos técnicos tanto en este caso como en el de cualquier otro cuadro de un
maestro del pasado. Hace mucho tiempo que los historiadores del arte, los
restauradores y los especialistas en el análisis técnico de la pintura coinci-
den en que no deben tener prioridad sobre otro tipo de argumentos que se
pueden aducir en materia de atribución. Así lo defendía López-Rey en
1973:
Pese a su utilidad, los procedimientos técnicos no pueden ser más que instrumentos
para el experto. Este ha de evaluar además los datos de que dispone —estilísticos,
documentales, tecnológicos, etc. Como siempre, la auténtica expertización depende
y es el resultado de la intuición sensible, armonizada con el conocimiento y contro-
lada por el pensamiento crítico.
30
12
Velázquez,
Doña juana
Pacheco, mujer del autor ?),
caracterizada como una sibila.
0,62 x 0,50. Madrid, Museo del
Prado.
60
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Velazquez y lo velazqueño: los problemas de l s atribuciones
11 Velázquez ?), Santa Rufina 0,77 x 0,64. Colección particular antes de su restauración).
61
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Jonathan Brown
Refuerza esta afirmación la suerte que ha corrido el muy divulgado
Rem brandt Research Project proyecto de investigación sobre la prod ucció n
rembrandtiana en el que un equipo de historiadores del arte y restauradores
trató de dar respuesta a los problemas de atribución del maestro holandés.
Com o es bien sabido los resultados fueron al cabo tan polémicos como las
conclusiones de los expe rtos tradicionales y el proyec to está m urien do
poco a poco sin haber cumplido su misión. En un artículo reciente Lyckle
de Vries ha resumido las frustradas ambiciones del experimento y las ense-
ñanzas que se pueden extraer de él:
El objetivo inicial del Proyecto era la autentificación de pinturas atribuidas a Rem-
brandt. Los esfuerzos individuales de expertos como Bauch Gerson habían susci-
tado algunos interrogantes — más sobre sus métodos que sobre los resultados efec-
tivos. Se buscó así la solución combinando el trabajo en equipo con las ciencias de
la naturaleza. No obs tante la idea de que el «ojo del experto» p odría en cierto
modo formar parte de un proceso decisorio democrático se ha abandonado. Los
resultados de los exámenes técnicos se consideran como pruebas circunstanciales
ni más ni menos. Los historiadores del arte en suma siguen haciendo lo que han
hecho siempre aunque con una cantidad de información objetiva considerable-
mente m ayor.
31
En resumen el examen técnico ofrece información sobre el proceso
pictórico y el exp erto sirviéndose de esta y de otras fuentes de informa-
ción y conocimientos se pronuncia sobre los resultados del proceso estu-
diando lo que se pu ede ap reciar a simple vista es decir la superficie del
lienzo.
Para el «ojo» del expe rto que esto escribe hay notables diferencias de
calidad y factura entre Santa Rufina y la Sibila. Es indudable que lo mejor
de Santa Rufina es la ejecución de la palma y del plato con las tazas. Sin em-
bargo hay notables diferencias de calidad y ejecución entre las dos obras .
Una de las principales se refiere al uso del tejido del lienzo para crear efec-
tos tonales. Esta es una de las más sutiles características de los cuadros de
Velázquez a partir de 1631 y desempeña un papel muy importante en la
ejecución de la Sibila del mismo modo que está claramente ausente de San-
ta Rufina. La diferencia se aprecia incluso en las reproducciones en color de
calidad.
Otra zona problemática es el paño de color púrpura que envuelve a la
figura en su parte central. Su forma su función y su colocación no pa recen
definidas: ¿de qué tipo de prenda se trata? ¿cómo se relaciona con las de-
más prendas que viste la santa?
8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño
13/19
Velazquez
y
lo
velazqueño:
los problemas
d e
las atribuciones
13 Velázquez,
etrato de una
joven. 0,51 x 0,41. Nueva York,
The Hispanic Society of America.
Igualmente difíciles son la posición y el dibujo del brazo izquierdo de la
figura, el que sostiene las tazas y el plato de color blanco. Aunque esta parte
no se encuentra en buen estado y por lo tanto es difícil de interpretar, es
claro que, debido a lo deficiente del escorzo, parece que la santa no tiene
brazo izquierdo. Hay otras deficiencias anatómicas comparables en los de-
dos.
Siempre se ha considerado a Velázquez un maestro del color, y lo era
por supuesto, pero era también un dibujante de pulso firme. Los dedos de
la man o derecha, esponjosos, nacidos y torpem ente d ibujados, no están a su
altura. Y el puñ o blanco de la manga d erecha no sólo es de deficiente dibu-
jo; también está cargado de pesados empastes que imitan pero n o consiguen
reproducir la sutileza del detalle que aparece en la parte posterior del cuello
de la Sibila.
Muy reveladora es la representación del rostro, con una expresión ca-
rente de vida que recuerda a la de una máscara. Cherry avanza la hipótesis
de que se utilizó un mod elo del natural, y llega incluso a sugerir que po -
dría tratarse de una de las hijas de Velázquez. Como no tenemos ningún
retrato seguro ni de Francisca ni de Ignacia Velázquez, esto no puede con-
siderarse más allá de una conjetura. Hay algo que sin embargo sí está cla-
ro .
Comparado con el único retrato velazqueño de una joven que no es
mie mb ro de la familia real (fig. 13), las diferencias d e exp resión y vivaci-
dad son extremas. La mirada fija de Santa Rufina y el mo delado duro y li-
neal de los párpados, las cejas y el contorno de la nariz (reforzado por una
línea negra) hacen que la expresión parezca rígida, mientras que en el Re-
trato de una joven e l sut i l modelado de esos mismos rasgos produce el
efecto de un ros tro suave y atractivo. En su ma, si se utiliza la
Sibila
como
término de referencia para la atribución,
Santa Rufina
se queda palmaria-
mente corta.
Tal vez sea ésta la razón por la que Pérez Sánchez prefiere utilizar como
término de comparación el
D oña M aría de Austria
en un artículo en el que
propone nada menos que cinco nuevas atribuciones a Velázquez, obras que
se encuentran todas ellas en colecciones particulares
32
. Aunque en alguno
de sus argumentos sigue a los de Cherry, introduce en ellos algunas preci-
siones que los mejoran. Por ejemp lo, suscribe la identificación de Santa Ru-
fina con la pintura que se menciona en el inventario de Haro pero reconoce
que la documentación publicada p resenta el problem a d e lo tardío de su fe-
cha y de que es aparantemente irrecuperable. En cuanto a su procedencia
ulterio r, men ciona dos referencias en inventar ios inéd itos del siglo XIX a
una
Santa Justa
que supone que es la misma obra que la
Santa R ufina
que
se vend ió en Chr istie s. Pero resulta qu e uno de estos inventarios ya se ha
mencionado en la bibliografía y apunta a establecer que el cuadro que se
8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño
14/19
Jonathan Brown
vendió en Christie's no es el que perteneció a Luis o Gaspar de Haro y que
posiblemente no repre senta a Santa Rufina sino a Santa Justa.
En el inventario de Francisco Casado de Torres (que está sin fechar) fi-
gura un cuadro de «Sa Justa de Dn Diego Belazquez alto tres cuartas y me-
dia y ancho tres... 5 000 [reales]» . Hoy podemos reconstruir como se ad-
quirió. Casado de Torres estaba casado con Catalina Martínez, hija de
Sebastián Martínez, conocido coleccionista de finales del siglo XVIII que
mantuvo una estrecha amistad con Goya. Martínez murió en Madrid en
1800 y le dejó parte de su colección a Catalina, incluida una pintura «que re-
presenta una Santa Justa tasada en mil y quinientos reales»
34
, evidentemente
la misma obra que después se menciona en el inventario de Casado de To-
rres.
Como señala Pérez Sánchez, el cuadro vuelve a aparecer en un inventa-
rio de 1844 (Celestino García Fernández), tras lo cual se envió a Inglaterra.
Este descubrimiento es de gran importancia, pues desconecta a la lla-
mada Santa Rufina de la procedencia de la colección de Haro. Ésta había
pasado a la familia Alba; el inventario que cita Barcia se levantó, con toda
probabilidad, para el pleito que siguió a la muerte de la duquesa de Alba en
1802.
(Había fallecido sin descendencia.) P or esas fechas
« anta Rufina»
es-
taba ya en poder de Catalina Martínez y Francisco Casado de Torres, para
quienes representaba a Santa Justa
35
. En otras palabras, la S anta Justa pro-
piedad de Martínez y la Santa Rufina que supuestamente estaba en la colec-
ción de Haro son dos obras distintas. Aunque la procedencia de la colec-
ción de Martínez es sin duda prestigiosa, no establece una relación directa
entre el cuadro y los dos célebres coleccionistas del siglo XVII, que estuvie-
ron ambos en contacto con Velázquez.
En cuanto a la decisiva cuestión de la autoría, Pérez Sánchez analiza
brevemente y rechaza las atribuciones anteriores de Santa Rufina a Murillo
y a Mazo
36
. Aunque la primera no es en modo alguno sostenible, la segun-
da, como veremos, no debe descartarse con tanta rapidez. En su argumen-
tación Pérez Sánchez se aparta de la línea propuesta por Cherry en un as-
pecto crucial. Reconociendo implícitamente que Santa Rufina no puede
compararse en calidad con la Sibila opta por mover la datación a inmedia-
tamente antes del viaje a Italia, para lo cual construye un momento de tran-
sición en la evolución del artista. Durante este período, sostiene, Velázquez
empezó a absorber ideas y técnicas de las pinturas italianas de la colección
real, que se combinan con elementos anteriores de su estilo. Los términos
de referencia son el retrato Doña María de Austria (fig. 14), que a su juicio
anuncia los cambios radicales de la fase postitaliana, y determinadas carac-
terísticas de la técnica empleada en Santa Rufina que parecen algo menos
avanzadas que las de las obras realizadas en Italia y después. Un argumento
8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño
15/19
elazquez
y lo vclazqueño:
los
problemas de las atribuciones
14 Velázquez, D oña María de
Austria reina de Hungría.
0,58 x 0,44. Madrid, Museo del
Prado.
secundario se basa en una similitud tipológica entre la santa y algunas obras
realizadas en Sevilla.
La primera de esas dos obras de referencia es más discutible de lo que
parece sugerir el breve análisis de Pérez Sánchez. En su tratado Arte de la
pintura (1649), Francisco Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, relata
con bastante detalle la primera estancia de su yerno en Italia, probablemen-
te sobre la base de información que le facilitó el propio Velázquez. Cuenta
Pacheco que, estando en Ñapóles, Velázquez pintó un retrato de la infanta
(que estaba de camino hacia Viena para contraer m atrimonio con el futuro
Fernand o I II). El encuentro se habría produc ido en el otoño de 1630, cuan-
do ambos estaban en la ciudad: «A la vuelta de Roma paró en Ñapóles,
donde pintó un lindo retrato, para traerlo a Su Majestad»
3
.
Esta fecha fue mayoritaria aunque no unánimemente aceptada hasta
que Enriqueta Harris
John Elliott publicaron un documento del 21 de oc-
tubre de 1628
38
que menciona el deseo del conde-duque de Olivares de en-
viar a Viena retratos de la familia real y su intención de encargarle a Veláz-
quez que los pintara. Ignoramos si estos retratos llegaron a realizarse. El
encargo com pleto habría consistido en cinco retratos — del rey y la reina,
los infantes Carlos y Fernando y la infanta María— y, lógicamente, de no
haberse perdido, estarían hoy en el Kunsthistoriches Museum de Viena,
destino final de los retratos reales pintados posteriormente por Velázquez
para la corte austríaca. Sin embargo, posteriormente no hay mención alguna
de cinco retratos reales de esta fecha, lo que plantea la posibilidad de que
no llegaran a pintarse.
En consecuencia, la datación se convierte una vez más en una cuestión
de análisis estilístico, y, no hace falta decirlo, no hay unanimidad en este
frente. Si Gudiol se inclinaba por fecharlo antes del viaje a Italia, Du Gué
Trapier, López-Rey y yo mismo creemos que el dato pertinente es el que fi-
gura en el texto de Pacheco
39
. En el análisis técnico de Garrido y en la anó-
nima ficha de subasta se propone asimismo la fecha de 1630
40
.
Habida cuenta de esta división de opiniones, es arriesgado utilizar el re-
trato de la infanta María como base para fechar la realización de Santa Rufi-
na hacia 1629. Hay además otros factores que agravan el problema. Doña
María de Austria es un retrato en busto, frente a los tres cuartos de Santa
Rufina
y la
Sibila.
Ese formato hace que carezca necesariamente de comple-
jidades posturales y detalles de naturalezas muertas, reduciendo por así de-
cir el terreno de comparación. Tampoco puede utilizarse como base la eje-
cución del rostro de la infanta, pues Velázquez, ateniéndose a un
convencionalismo ya antiguo en la retratística de los Habsburgo, le dio un
alto grado de acabado.
8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño
16/19
Jonathan Brown
Con todo, aunque es difícil establecer una comparación cualitativa en-
tr e D oña María de Austria y Sania Rufina hay no obstante diferencias nota-
bles entre ellas. Quizás la más importante sea el tratamiento del cabello.
El traje está inacabado). El cabello castaño claro de la infanta es una ma-
ravillosa maraña de rizos y mechones obtenida mediante la complicada in-
teracción de pinceladas de diferente longitud, forma y densidad lo que
por cierto induce a pensar en 1630 como fecha). El autor de Santa Rufina
trata de imitar estos efectos, pero el resultado es plano y confuso; simple-
mente, la extraordinaria complejidad de la técnica velazqueña está fuera de
su alcance.
Otro detalle revelador es el tratamiento de las cejas. Las de la infanta
parecen incorporadas a la estructura del rostro, mientras que las de Santa
Rufina dan la impresión de que se hubieran pintado encima de la piel o se
hubieran pegado a ella. Y, como siempre, la sensación de vida que transmi-
te la expresión de la infanta se torna en una mirada fija, estática, casi ausen-
te , en anta
Rufina.
La otra parte de la argumentación de Pérez Sánchez en torno a la fecha
se basa en conexiones con otras pinturas realizadas por Velázquez antes de
marchar a Italia, entre ellas algunas realizadas varios años antes en Sevilla.
Se menciona brevemente un cierto parecido de tipo facial entre la santa y
las figuras femeninas de La imposición de la casulla a San Ildefonso Sevilla,
Museo de Bellas Artes), así como con dos dibujos de una joven que se guar-
dan en la Biblioteca Nacional de Madrid. Complica la comparación con el
lienzo de Sevilla el hecho de que éste ha sido muy restaurado, mientras que
la atribución de los dibujos, como nos ha recordado recientemente Harms,
sigue siendo poco segura
41
.
Más peso tiene un breve análisis de la técnica de Santa Rufina en la que
se ve «un dibujo más prieto y una mayor densidad de pasta en pormenores
como la soberbia palma y las tazas blancas». Estas observaciones, que se
emplean para proponer la fecha de hacia 1629, entran en conflicto con la fi-
cha técnica del catálogo de la subasta que Pérez Sánchez cita en apoyo de
su defensa de la autenticidad del cuadro. El autor de ese texto escribe sin
reservas que el examen técnico «pone de manifiesto numerosas semejanzas
con la técnica que empleó Velázquez en otras obras de la década de 1630».
De hecho, la comparación de la radiografía de Los borrachos obra termina-
da en 1629, con la de Santa Rufina supuestamente de la misma fecha, hace
difícil aceptar qu e estos dos cuadro s se pintaran en el mism o año
42
.
Con ello no queremos decir que Santa Rufina sea una pintura mediocre.
Y si no lo es, y si resulta difícil atribuírsela a Velázquez, ¿quién podría ser
entonces su autor? Mayer había sugerido el nombre de Mazo, hipótesis que
66
8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño
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Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones
Pérez Sánchez rechaza con firmeza. Aun reconociendo que la personalidad
artística de Mazo aun n o está definida con precisión y por lo tanto no es un
término de comparación fiable para establecer nuevas atribuciones, Pérez
Sánchez sí que señala que el estilo de Mazo, si bien dependiente del de Ve-
lázquez, es «más libre y deshecho, llevando la peculiar técnica del maestro a
un punto de deshacimiento e inmaterial idad extremo». Es sin duda una
exacta descripción de los cuadros qu e Mazo pintó en las décadas de 1650 y
1660.
Sin embargo, nadie ha sugerido hasta ahora que
Santa Rufina
se pin-
tara en otro momento que no fuera el final de la década de 1620 o el princi-
pio de la de 1630, es decir, antes de que el propio Velázquez desarrollara su
técnica más avanzada. El Mazo de principios de la década de 1630 habría
imitado al Velázquez de esos mismos años. De ahí que la defensa de la auto-
ría de Mazo haya de basarse en el conocimiento del estilo que cultivaba al
poco tiempo de ingresar en el taller de Velázquez. Llegados a este punto,
resulta imposible decir qué aspecto tendrían las obras de ese Mazo «tem-
prano», aunque no sería de extrañar que utilizara los métodos y materiales
velazqueños pero de una manera menos avanzada. Esa anomalía podría ex-
plicar la técnica algo más conserv adora q ue Pérez Sánchez observa en el
cuadro.
Si la historia sirve de guía, lo único de lo que podemos estar seguros en
este debate es de que aún no se ha dicho la última palabra sobre la atribu-
ción de
Santa Rufina.
Es posible que un día se encuentre un documento
que no suscite dud as, o quizás que aparezca una versión mejor o peor, q ue
también podría ser de utilidad), o que se descubra la pareja, Santa justa si
la obra de qu e estamos tratando representa en efecto a Santa Rufina). Y hay
todas las razones para esperar que las futuras generaciones de velazquistas
investiguen el taller del maestro, asignando nombres a cuadros problemáti-
cos y acabando con la falta de seguridad de estas atribuciones. Hasta que
esas cosas sucedan el único veredicto prudente sobre la autenticidad de esta
y otras pinturas marginales es «quizás de Velázquez».
JON TH N BROWN
ocupa la cátedra
Carroll
y Milton Petrie en el Institute of
Fine Arts, New York University, y es autor de numerosos libros, entre ellos
Imágenes e ideas en la pintura española del siglo XVII 1980), Velázquez.
Pintor y cortesano 1986) y, con John H. Elliott, Un palacio para el rey. El
Buen Retiro y la corte de Felipe IV 1981). Recientemente ha sido comisario
de la exposición Velázquez, Rub ens y Van Dyck, pin tores cortesanos del si-
glo XVII Museo del Prado, 1999-2000).
8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño
18/19
Jonathan Brown
1 Véase sobre este proceso
J.
B R O W N , Kings and Connoisseurs.
ollecting
Art in Seventeenth Century Europe,
New
Haven
y
Londres, 1995, pp. 232-235
[ed.
esp.: El triunfo de
la
pintura.
Sobre
el
coleccionismo cortesano
e n
el siglo XVII Madrid, 1995].
2 Un ejemplo reciente es La Sagrada
Familia
en una
escalera,
de Poussin.
La
célebre versión
de la
N ational Gallery
of
A rt
de W ashington está considerada
hoy
como
una
copia, reali-
zada
por un
imitador,
del
lienzo original,
que se
encuentra
en el Cleveland Museum of Art.
3 El catálogo de la obra velazqueña d e José López-R ey, que se
ha publicado en tres ediciones, es estimable aunque defi-
ciente
en
algunos aspectos. Sólo
en la
primera edición (Lon-
dres, 1963) figuran
las
réplicas
y
copias.
La
segunda (Lausa-
na y París, 1981; citamos de la edición francesa) y la tercera
(Colonia, 1996, publicada para el Instituto W íldenstein) in-
cluyen únicamente las obras que su autor considera auténti-
cas.
Si bien algunas de las entrad as del catálogo se modifica-
ro n y ampliaron en las sucesivas ediciones, todas ellas
carecen sistemáticamente
de
análisis iconográfico (para
el
que López-Rey tenía poca paciencia),
y
nunca
se
refutan
con
argumentos
las
opiniones
o
interpretaciones
con las que el
autor no está de acuerdo —suelen más bien descartarse de
manera perentoria. En cambio, las nuevas ediciones son no-
tablemente más ricas en la reconstrucción de la procedencia
de las obras, sobre todo
en el
caso
de
las que provienen
de la
colección real española.
En la
nota
9
infra figuran
las re-
ferencias bibliográficas completas.
4 Una tercera versión en media figura, perteneciente a la Ape-
lles Collection,
se
expuso
en la
muestra Velazquez y Sevilla
(Sevilla, 1999). Véase
el
catálogo
de la
misma,
p.
210, con
la
ficha de Zahira V eliz, asesora del coleccionista. Su autentici-
da d ha sido refutada por Enriqueta Harris («Review of
Ve -
lazquez
y
Sevilla», Burlington M agazine,
147 (2000), p. 126),
quien cree, con razón, que se trata de «una copia de otra
mano de
la
versión
del
Prado».
5 Sobre este cuadro , véase E. HARRIS, «Ino cencio X», en Ve-
lázquez,
Madrid, Fundación Amigos del Museo del Prado,
1999,
pp. 203-219.
6 Véase un análisis completo en C. GARRIDO, Velazquez. Téc-
nica
y evolución, Madrid, 1992, pp. 122-123.
7 Para
el
documento, véase Varia velazqueña, Madrid,
1960,
voi.
il, p. 224.
8 E. DU G.
TRAPIER, Velázquez,
N ueva York, 1948, pp. 97 y
100. Sobre mi monografía, véase la nota 17. Un nuevo exa-
men
del
cuadro
que he
hecho recientemente aco mpañ ado
por Hubert
von
Sonnenburg, jefe
del
Departamento
de
R es-
tauración de Pinturas, me ha reforzado en la opinión de que
se trata de un producto del taller.
9 J.
LÓPEZ-REY, Velazquez.
A atalogue
Raisonné of His Oeuvre,
Londres , 1963, pp. 207-208, num. 236; IDEM Velasquez,
Artiste et Créateur, Lausana
y
París , 1981,
pp.
254-255,
num.
29; IDEM,
Velazquez. Maler der Maler, Colonia,
1996,
vol.
II, pp. 66-69, num. 29.
10 E. HARRIS, «Spanish Painting from Morales to Goya in The
N ational Gallery of Scotland»,
Burlington Magazine,
93
(1951), pp. 314-317.
11 T-M. PlTA AÍNDRADE, «LOS cuadros
de
Velázquez
que
poseyó
el séptimo Marqués
del
Carpio», Archivo Español de Arte,
25(1952), p. 230.
12 LÓPEZ-REY,
op. cit.
(nota 9, 1963), pp. 198-200, núm. 216, e
IDEM op. cit. (nota
9,
1966),
p.
164, bajo num . 66. Citando
a
M. AGULLÓ COBO, Noticias sobre pintores madrileños de los
siglos X VI y
XVII
Granada, 1978, p. 140, López-Rey mencio-
na la existencia de otra versión que figura en el inventario de
un tal Diego R odríguez (1654).
13 Los artículos esenciales sobre Mazo no hay ninguna mono-
grafía)
son los
siguientes: J.A. GAYA N ux o, «Juan B autista
Martínez
del
Mazo,
el
gran discípulo
de
Velázquez»,
en
Va -
ria velazqueña, op. cit.
(nota 7), vol. I, pp.
471-481;
J. LÓPEZ
NAVIO,
«Matrimonio de Juan B. del Mazo con la hija de V e-
lázquez»,
Archivo Español de Arte,
33 (1960), pp. 398-419;
E. DU G. TRAPIER, «Martínez del Mazo as a Landscapist»,
Gazette des Beaux-Arts,
61
(1963),
pp.
293-310;
P.
CHERRY,
«Juan Bautista Martínez
del
Mazo, viudo
de
Francisca
Ve-
lázquez»,
Archivo Español de Arte,
63 (1990), pp. 511-527, y
N .
AVALA MALLOR Y, «Juan B auti sta del Mazo; retratos y
paisajes»,
Goya,
221 (1991), pp. 265-276.
14 LÓPEZ-REY, op , cit. (nota
9,
1963),
pp.
258-260,
núm. 409.
15 La atribución de este retrato a Cano, que parece plausible,
se defiende
en E.
NYERGES,
«El
retrato
de Don
Baltasar Car-
los en el Museo de Bellas Artes de B udapest»,
Archivo
Espa-
ño l de Arte, 56 (1983), pp. 143-150. En cambio, se rechaza
en H.E. WETI-IEY, Alonso Cano. Pintor, escultor y arquitecto,
Madrid, 1983,
p.
155, num. X-17.
16 La atribución a Car reño , p ropues ta por vez pr imera en
J.
ALLENDE-SAI.AZAR
(ed.),
Velázquez.
Des
Meisters Gemdl-
de ,
Klassiker der Kunst, vol. 6, 4* ed., B erlín y Leipzig, 1925,
pp. 227 y 286-287, es rechazada en LÓ PEZ-REY, op. cit. (nota
9, 1963),
pp.
269-270, núm. 437,
y
recuperada, aunque
sin
comentarios,
en A.E.
PÉREZ SÁNCHEZ, Juan Carreño
de Mi-
randa (1614-1685),
Aviles, 1985, p. 197.
17 J. BROWN, Velázquez. Painter and Courtier, New Haven y
Londres ,
1986, pp.
270-271
[ed. esp.:
Velázquez. Pintor y
cortesano,
Madrid, 1986)].
18 L.
STEINBERG,
«Review of José López-Rey,
Velázquez.
A
Ca-
talogue Raisonné
of
His Oeuvre»,
Art
Bulletin,
47 (1965),
pp.
282-283,
y
J.F. MOFFITT, «Velázquez, Fools, Calabacillas
and Ripa»,
Pantheon,
40 (1982), pp. 304-309.
19 J. LÓPEZ-REY, «Velazquez s Calabazas with a Portrait and a
Pinwheel», Gazette des Beaux-Arts,
70
(1967),
pp.
218-226;
LÓPEZ-REY, op. cit. (nota
9,
1981),
pp.
284-285,
num. 39, e
ÍDEM,
op.
cit.
(nota 9, 1996), vol. II, pp. 92-95, num. 39.
20 Velázquez, cat. exp. (Museo del Prado, 23 de enero a 31 de
marzo
de
1990), Madrid, 1990,
pp.
142-145, num.
20;
ficha
de catàlogo de Julián Gallego.
21 LÓPEZ-REY,
op .
cit. (nota 9, 1963), pp. 289-290, núm. 487.
22
Velázquez, op. cit.
(nota 20), pp. 352-355, num. 60, y
GARRI-
DO , op.
cit.
(nota 6), pp. 181-189.
23 P. CHERRY en Spanish Old Master Paintings Including Velaz-
quez s Saint Rufina, Christie s,
29 de
enero
de
1999,
pp. 54-
56 , y A.E. PÉREZ SÁNCHEZ, «Novedades velazqueñas»,
Ar-
chivo Español de Arte,
72 (1999), pp. 380-383.
La atribución a Velázquez es rechazada por Enriqueta Ha-
rris.
Según una carta suya al autor de este artículo 29 de ju-
ni o de 1999), Harris fue consultada acerca del cuadro por
Christie s
en 1993 y
1994. Tras examinarlo
en
Londres
en
1994, época
en la que yo lo
atribuía
a
Mazo, siguió estando
«convencida de que no era de Velázquez ni de ningún otro
8/19/2019 BROWN, Jonathan - Velazquez y Lo Velazqueño
19/19
Velazquez y lo velazqueño: los problemas de las atribuciones
artista cuya obra yo conozca... ¿Es tal vez de un artista sevi-
llano que había visto cuadros de Velázquez y Murillo? Para
m í,
es un cuadro anónim o» (citado con autorización).
Mi análisis se basa en el estudio del cuadro antes de la res-
tauración qu e al parecer se está realizando. El anonim ato del
com prador de la pintura, cuya identidad n o ha sido revelada
por la casa de subastas, im pide lógicam ente el acceso a ella.
Sin em bargo, com o se verá en los com entarios que siguen, el
cuadro presenta problem as form ales y estructurales que no
es probable que se m odifiquen al elim inarse los repintes y el
barniz descolorido que afeaban su superficie cuando se ex-
puso antes de la subasta.
24 A.M.
DE BARCIA PAVÓN,
Catálogo
de la
colección
de pinturas
del Excmo. Sr. Duque de Berwick y de Alba,
Madrid, 1911, p.
245.
25 En
ibidem
se señala que el inventario es una am algam a algo
desordenada de las colecciones de Luis y Gaspar de Har o, y
se advierte una cierta confusión en sus contenidos: «Apare-
cen 708 cuadros; algunos de ellos parece que están cataloga-
dos dos veces».
26 J.M . PlTA ANDRADE, «N oticias en torno a Velázquez en el
Archivo de la Casa de Alba», Varia velazqueña, op. cit. (nota
7), voi. il, p. 413.
27 Están cóm odam ente reunidos en E. HARRIS, «Las Meninas
at Kingston Lacy»,
Burlington Magazine,
132 (1990), p. 130.
28 Sobre
«La gallega»,
véase
LÓPEZ-REY, op. cit.
(nota 9, 1996),
pp.
274-277
,
num . I l l (posiblem ente obra del siglo XIX); so-
br e
Sebastián de Morra, ibidem,
pp. 254-256; sobre
Mujer
con velo y vestido amarillo, ibidem, pp . 198-201, y sobre L as
Meninas, HARRIS,
op .
cit. (nota 27).
29 C hristie s, 29 de enero de 1999, pp. 57-58.
30 J. LÓPEZ-REY, «The R eattributed V elázquez: Faulty C on-
noisseurship», Art News, 12, núm . 3 (m arzo de 1973), p. 50.
31 L. DE VRIES, «Review of Rembrandt: The Painter at Work»,
Simioks,26
(1998),
p.
317.
32 D e las cinco nuevas atribuciones que se prop onen en este ar-
tículo, solam ente dos,
Santa Justa y Lágrimas de San Pedro,
se han m ostrado en público. La segunda estuvo en la exposi-
ción
Velázquez y Sevilla
(Sevilla, 1999). En el catálogo
(p.
198, núm . 92), la atribución es propuesta por M anuela
Mena Marqués, conservadora de pintura española del siglo
XVIII y Goya en el Museo del Prado. Véase una refutación
convincente en HARRIS, op. cit. (nota 4), pp. 126-127, dond e
se atribuye al círculo de Zurbarán. Estando este artículo en
prensa, he tenido la oportunidad de estudiar otra de estas
atribuciones,
San Simón de Rojas difunto,
que no parece es-
tar relacionado ni con Velázquez ni con ninguno de sus se-
guidores inm ediatos.
33 Sobre el descubrim iento del inventario de C asado de To-
rres,
véase J.
BATICLE,
«Les amis norteños de Goya en An-
dalousie. Ceán B erm údez, Sebastián Martínez», en
Actas del
XXI11 Congreso
Internacional de Historia del Arte. España en-
tre el Mediterráneo y el Atlántico, Granada , 197),
Granada,
1978,
vol. 3, pp. 22 y 29, n. 70. C om o señala Baticle, Casado
de Torres había hered ado p arte de su colección de Sebastián
Martínez (véase nota 34 infra). Le agradezco a José Luis Co-
lom er la transcripción de las entradas del inventario de C a-
sado de Torres.
34 El inventario de la colección de Martínez fue descub ierto y
analizado por María Pem án: M. PEMÁN, «La colección artís-
tica de don Sebastián M artínez, el am igo de Goya, en Cá-
diz»,
Archivo Español de Arte,
51 (1978), pp. 53-62. Pem án
depo sitó una copia de la transcripción com pleta (que no fi-
guraba en su artículo) en el D epartam ento d e Historia del
Arte «Diego Velázquez» del C .S.I.C ., Madrid. El docum en-
to se titula «Partición convencional de los bienes quedados
por m uerte del sr D . Sebastián Martínez, thesorero General
del Reino. Escribano: Cayetano Rodríguez Villanueva y Mo-
ran, 1805, II, legajo 5387, ff. 1233-1394, Archivo de Protoco-
los de Cádiz». La entrada sobre Santa Justa figura en el fol.
1316v.
35 N o carece de lógica identificar com o Santa Justa al persona-
je del retrato de la colección de Martínez. Aunque las santas
Justa y R ufina poseen los m ismos atr ibutos , sus nom bres
siem pre se m encionan en este orden. Siguiendo la costum -
bre de «leer» las parejas de izquierda a derecha, a la santa de
la izquierda se la suele identificar com o Santa Justa, y com o
Santa Rufina a la de la derecha. Es posible que el autor de
este cuadro pintara otro de la segunda santa, que podría ser
la obra que según B arcia figuraba en el inventarío del m ar-
qués de Haro. Pero hasta el m om ento no hay prueba alguna
de su existencia.
36 Sobre la atribución a Mazo , véase A.L. MAYER, «Tres cua-
dros interesantes desconocidos», Arte Español, 19 (1930),
p. 118. Por una m acabra errata tipográfica, Augustus Mayer
es citado en el artículo de Pérez Sánchez com o Angu stias
{sic)
Mayer, involuntaria referencia a la trágica m uerte d e
este hispanista alem án en un cam po de concentración nazi.
37 F. PACHECO,
Arte de la pintura,
ed. B. Bassegoda i Hugas,
Madrid, 1990, p. 210.
38 E.
HARRIS y
J. ELLIOTT, «Velázquez and the Queen of Hun-
gary», Burlington Magazine, 118 (1976), pp. 24-26.
39 J. GU D I OL , Velázquez 1599-1660, Londres, 1974, p. 85; TRA-
PIER, op. cit. (nota 8), p. 165; LÓPHZ-REY, op. cit. (nota 9,
1996), pp. 114-117 num. 48, y B R O W N , op. cit. (nota 17), pp.
79 y 290, n. 28.
40 C hristie s, 29 de enero de 1999, p. 58, y GARRIDO, op. cit.
(nota 6), pp. 94-95 .
41 H A R R I S ,
op. at. nota
4) , p. 125.
42 Sobre la radiografía, en la que se aprecia una abu nda nte
cantidad de blanco de plom o para m odelar las figuras, véase
GARRIDO, op. cit.
(nota 6), pp. 170-176.
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