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EL AGRICULTOR, GUARDIÁN DE LA CREACIÓN - FÉLIX REVILLA GRANDE, SJ.
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Sal Terrae 97 (2009) 485-496
El agricultor, guardián de la creación
Félix REVILLA GRANDE, SJ*
«La agricultura es la profesión propia del sabio,
la más adecuada para el sencillo
y la ocupación más digna para todo hombre libre»
(Cicerón).
«Si supiera que el mundo se ha de acabar mañana,
yo hoy aún plantaría un árbol»
(Martin Luther King).
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Escribo desde la meseta castellana, Comunidad de Castilla y León, con una
peculiaridad rural y agrícola muy distinta de otras zonas (aunque a los ojos
urbanícolas todo es campo). Nuestros pueblos, en otras épocas tan activos,
vivos y productivos, han sufrido desde la década de los 50 una sangría humana
tan drástica que hoy muchos de ellos son inviables; su desaparición sólo es
cuestión de tiempo. Densidades de población por debajo de 5 habitantes por
kilómetro cuadrado, y medias de edad por encima de los 60 años... Se están
muriendo en silencio y, en general, vivimos de espaldas a ellos, salvo cuando
hacemos «turismo rural».
1. El mundo rural y agrario del que muchos venimos
La vida agrícola y rural hasta los años 70
y su relación con la Buena Noticia del Evangelio
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Jesús, aunque no fuera agricultor, procede y vive inmerso en una cultura
agraria y mediterránea. De ella no sólo tomó el lenguaje (parábolas y
ejemplos); tomó mucho más que eso: modos de actuar y de ser, maneras de
afrontar la vida y relacionarse, valores culturales y sociales, concepciones
vitales...
Los recursos agrícolas, pecuarios, ambientales que usa Jesús en sus
palabras, en sus parábolas, en sus ejemplos, los entenderían bien los habitantes
de nuestra zona que vivieron hasta aproximadamente los años 70 del siglo
pasado. Porque las labores de la viña, el bieldo, las bellotas para los cerdos (ya
parece que existía el «pata negra» en tiempos de Jesús), el trigo y la cizaña, el
granero, la mano en el arado, etc. son carne de nuestra carne, son también
parte no sólo de nuestra actividad, sino también de nuestra cultura, de nuestras
concepciones vitales. Por eso, el mensaje, la Buena Noticia que Jesús
anunciaba a la gente sencilla, que entendían desde su realidad, entra en la
cabeza y el corazón de nuestras gentes: ellos no necesitan explicación del
mismo. No tanto en el de otras culturas rurales, y mucho menos en el de las
urbanas. Se trata, en definitiva, de un mensaje muy asequible para nuestra
cultura mediterránea y de secano, y hasta para el tiempo actual en que
vivimos1.
La agricultura cambió muy poco desde Jesús hasta los años 50. Hemos
producido lo mismo y con los mismos medios, por lo que el lenguaje de Jesús
ha sido no sólo entendible, sino actual, cotidiano, real, vivo... Y así también el
evangelio ha ido impregnando nuestra cultura rural, ha ido haciéndose parte de
nuestro lenguaje, de nuestra manera de entender las cosas de la vida; y lo ha
hecho como no ha ocurrido en ninguna otra parte del mundo. Y en el
transcurso del tiempo ha dado lugar a una bellísima historia de evangelio
encarnado en nuestros pueblos y en nuestra gente.
Y a esta cultura del evangelio se ha ido incorporando la historia de los
creyentes y de la Iglesia, que ha vestido sus acontecimientos, sus fiestas, sus
momentos importantes del año y de la vida social: las fiestas patronales, un
santoral unido a las labores agrícolas, a las atenciones que hay que prestar al
clima para el trabajo en el campo, que marca tiempos de siembra y siega, que
indica labores a realizar.
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Y así las propias labores agrícolas que se hacen cada día son repaso del
evangelio escuchado cada domingo y de la enseñanza de Jesús: el Pastor que
conoce a sus ovejas, el que coge el arado y echa la vista atrás, el sembrador
que sale a sembrar, las mujeres que van a por agua al pozo, o el que mira el
horizonte para ver el color del cielo y saber qué tiempo hará al día siguiente2.
Hoy, después del primer domingo de Cuaresma cualquier agricultor que el
lunes salga al campo y vea el arco iris se acordará de que Dios tiene un pacto
con él y con toda la creación (Gn 9,8-15)
Es cierto, la propia actividad agrícola tradicional invita por su naturaleza
tanto a la confianza, a la esperanza, a poner uno los medios y esperar que la
naturaleza ponga el resto; invita a la resistencia, a la paciencia, a mirar al
cielo. Por eso, no deja de ser una Escuela para la vida y para la vida cristiana,
donde son tan necesarias todas esas virtudes...
Puedo añadir que, en lo que yo he llegado a conocer, esta historia y esta
cultura han dado lugar a un mundo rural profundamente creyente en el Dios de
Jesús, lleno de valores evangélicos que nacen de un corazón agradecido al
Dios de la vida. Personas que valoran la palabra dada y recibida, la verdad, el
servicio y la ayuda a los otros, el cuidado de los enfermos, la honestidad, el
amor a los padres y a los hijos; personas que saben recibir del cielo con
agradecimiento el fruto de su trabajo, que saben partir el pan con el
hambriento y el forastero que pasa por el pueblo... Personas con gran
profundidad espiritual... Por eso, si algunos de los que esto leen son
originarios de este contexto, recordarán enseguida muchos nombres: muchos
de nuestros mejores compañeros-as, mamaron de esa leche. ¡Y cuántas
vocaciones de servicio y entrega auténticas han dado nuestros pueblos!
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En definitiva, en ese mundo, sentir la actividad agrícola como algo
vocacional, como lugar de encuentro con Dios y el prójimo era tan evidente
que no necesitaba mucha reflexión.
2. La crisis de los 60
El fuerte desarrollo económico de la España de los 60 estuvo falto de una
ordenación del territorio conforme a un modelo que pudiera dar lugar a un
desarrollo armónico, sostenible, que evitase fuertes desequilibrios. Y eso en
nuestra tierra dio lugar a una emigración masiva del campo a la ciudad, y en
muchos casos a ciudades muy lejanas de nuestros pueblos. Ello dio lugar a un
despoblamiento en algunas zonas y comarcas que prácticamente lo hacen
irreversible. Lo que podía haber sido una apuesta por un desarrollo económico
disperso del territorio, como ocurre en otras zonas de España y de Europa, se
convirtió en una industrialización intensa de núcleos urbanos que creó
problemas irreversibles en el mundo rural y no pocos problemas en el propio
medio urbano, sobre todo para las clases más populares, como se ve ahora, en
tiempos de crisis.
Esta despoblación llega al medio rural acompañada de la «modernización»
de la agricultura. En 30 años, la agricultura cambió más que en los 12.000
años anteriores. Ya ni el santoral nos sirve para sembrar, plantar, o cosechar...
Nuestro campo, el castellano, ha quedado humanamente arrasado. Se podría
decir con el Licenciado Rodrigo Caro: «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado, fueron un día Itálica famosa». Y esto es lo
que cada domingo, cuando otro jesuita y yo nos acercamos a celebrar la
Eucaristía a unos pueblos vallisoletanos, nos cuenta la gente: «esto, hace
cuarenta años, tenía tantos habitantes y aquí se hacía, se trabajaba... se tenían
unas fiestas...».
La agricultura ha superado los límites del clima, la producción, etc., pero
ha empezado a depender de nuevos factores: el mercado, la política agraria
comunitaria, las multinacionales, los agroquímicos y las semillas certificadas,
la energía, etc.
La agricultura moderna se ha echado en brazos de las empresas
agroquímicas y de maquinaria que les ha ido dictando lo que tenían que hacer
en cada momento: más agroquímicos, mejores semillas, maquinaria más
grande y de mayor consumo energético. Así se produce más, aunque los
precios de los productos bajen y, al final, ganemos lo mismo, o menos, o haya
excedentes. Todo esto ha hecho perder libertad al agricultor, que no fija los
precios de lo que compra (tampoco de lo que vende), que tiene inmensos
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patrimonios fruto de muchos años de trabajo, pero que apenas rinden para
llevar una vida digna y de los que sería muy difícil desprenderse. Estas
empresas multinacionales procuran que el agricultor se mueva en el terreno
justo para no abandonar lo que para ellos sí es una actividad productiva.
Estamos atrapados y hemos perdido la libertad.
¿Qué queda, entonces, de la cita de Cicerón que abre este artículo?
3. Una cultura que se pierde
Cada vez que me acerco al pueblo de mis abuelos a dar el último adiós a
alguno de mis seres queridos, tengo la vivencia de estar asistiendo a la
despedida de algo más que una persona cercana a mí; se va con ellos una
manera de entender la vida llena de cosas muy profundas y bellas desde el
punto de vista de la fe y de la persona humana en su relación con el medio. Y
esta herencia se pierde, no es como las fincas, las naves o la maquinaria, que,
aunque sea de mala manera, se reparten. Se pierde una cultura rural que
también es Creatura de Dios, además tan evangelizada, tan llena de sentido,
tan conocedora de la agricultura, del campo, de la naturaleza en sus
entresijos... ¡Y eso no lo hereda nadie! O, al menos, deja de ser casa común. Y
con eso se van modos y maneras muy profundas de entender la palabra de
Dios.
4. Nuestro hoy
«Primero fue necesario civilizar al hombre
en su relación con el hombre.
Ahora es necesario civilizar al hombre
en su relación con la naturaleza y los animales»
(Victor Hugo).
Hoy el panorama de la agricultura es muy distinto en los diversos lugares del
mundo. Pero, en conjunto. diríamos que hay dos grandes polos:
a) Una agricultura moderna, tecnificada, industrializada, que en algún caso no
se puede llamar «agricultura» (como los cultivos superintensivos bajo
plástico o cultivos industrializados). Pero, en conjunto, con muy poco peso
en la economía mundial. Primer mundo.
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b) Una agricultura de subsistencia normalmente, en países pobres, que sufre la
presión de las grandes empresas (que buscan mayores superficies para sus
cultivos transgénicos que alimenten ganados, o produzcan energía) y de los
aranceles de los países ricos proteccionistas. Resto del mundo.
¿A qué nos anima nuestra fe en el panorama actual a quienes estamos
involucrados en la actividad agraria y en el mundo rural? ¿Cuáles son los
retos, las esperanzas, los horizontes a perseguir, los demonios a combatir...?
Asistí hace unos meses a unas conferencias sobre teología y ecología que
dieron en Burgos dos compañeros jesuitas, José Ignacio García y Jacques
Haers, que me han ayudado a poner palabras más concretas a lo que ahora
escribo y a lo que llevo tiempo sintiendo por dentro.
En el mundo moderno estamos obligados a entender nuestra nueva realidad
y a reformular nuestra fe en esta realidad. Lo que ahora nos toca no es peor
que el pasado. No podemos vivir del pasado, ni tener la fe de épocas
pretéritas; sencillamente, tenemos que abrirnos a lo que nos toca vivir hoy.
Eso quiere decir que hemos de estar atentos a los signos de los tiempos, a
aquellas realidades importantes que acontecen en nuestro entorno vital y
profesional y que iluminan nuestra vida y nuestra fe.
«No recordéis lo de antaño,
no penséis en lo antiguo;
mirad que realizo algo nuevo;
ya está brotando, ¿no lo notáis?»
(Isaías 43,18).
Una de esas cuestiones que acucian hoy nuestro mundo es la crisis
medioambiental. Esta crisis, que afecta a la relación del hombre con su medio,
es un signo de los tiempos también para nosotros los agricultores. Tenemos
que leer esa situación desde nuestra profesión de agricultores y desde nuestra
fe y nuestro compromiso; y desde ahí comprender cómo esta situación nos
apunta con el dedo, nos abre interrogantes y nos plantea algunos retos:
a) En primer lugar, el agricultor, por la esencia de la propia actividad que es
trabajar con el medio natural para producir alimentos para hombres y
animales, puede y debe sentirse en una labor co-creadora con Dios. Esta
creación inacabada, que cada día pide lo mejor de nosotros para hacerla
avanzar. Una creación llamada a un desarrollo armónico. Tenemos mucho
que decir ahí. Comenzaremos por reconocer nuestra responsabilidad en la
crisis medioambiental del mundo actual. Por haber dejado entrar en nuestra
casa muchos modos de hacer sin discernimiento alguno (demonios), hemos
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contribuido a la contaminación de acuíferos, a la desertización del
territorio, al derroche del agua, a la producción de alimentos insanos.
Hemos introducido en nuestra tarea, sin la suficiente maduración, prácticas
que no son fruto de una decisión sopesada, sino, simplemente, porque así
se ganaba más dinero, o porque nos han dicho que los rendimientos serían
mayores, etc. Si me siento actor principal en esta labor creadora de Dios, en
una creación en la que considero importante un mundo en equilibrio, sano
y con futuro para todas las criaturas humanas y no humanas, tengo mucho
que aprender, que trabajar, que hacer. Se puede hacer otra agricultura. o
agricultura de otra manera.
b) Creo sinceramente que todos los agricultores disfrutan con su trabajo, por
la libertad, por vivir en la naturaleza, porque posibilita la creatividad. Este
disfrute es también una actitud cristiana. Hemos de pasar, de la amargura
que muchas veces nos envuelve por nuestra situación, a disfrutar con lo que
hacemos. El Señor, al terminar la Creación, se paró a ver lo que había
hecho y lo disfrutó. Recuperemos esa capacidad contemplativa sobre
nuestra tarea: es bonito sembrar, y ver nacer, y ver crecer, y espigar y
recoger un grano que es pan para todos; es bonito podar el viñedo y aclarar
racimos y cortar nietos y ver que nuestra vendimia es buena y que será vino
de alegría, que cura heridas, como dice una bonita Plegaria Eucarística.
Ponernos a tiro de que la contemplación de la naturaleza nos haga ver el
milagro3.
c) Tenemos que procesar también una parte importante de fracaso que
conlleva nuestro trabajo. Sigue existiendo la imagen del agricultor como el
hombre paleto, poco formado y que no entiende el mundo moderno4. A eso,
desde que estamos en Europa y en una agricultura global, hay que añadir
que en las ciudades piensan que nos comemos en subvenciones el
presupuesto de Europa, que nos pagan por no trabajar y no cultivar y que,
por tanto, vivimos del cuento... Nadie parece darse cuenta de que sin la
presencia de la actividad agrícola en el medio rural la crisis ecológica de
nuestro hábitat sería brutal. No entienden nada de lo nuestro, y tal vez
tampoco quieran entenderlo. Tenemos que elaborar interiormente esta
disminución o fracaso. Tendremos muchas cruces en nuestra tarea, pero
ésta será probablemente la Cruz. Porque se puede estar mal, pero, si al
menos te consuelan o te entienden... Ahora bien, si te abandonan y te
desprecian...
d) Está por delante el reto de –en terminología de un amigo dominicano–
importantizar nuestra profesión de agricultores. Y esto es también un reto
creyente, porque se trata de asumir con responsabilidad la tarea
encomendada en este proceso creativo. No es cuestión de que la prensa dé
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importancia a lo que hacemos; somos nosotros los que tenemos que valorar
lo que hacemos, dar categoría de Misión a nuestro trabajo. ¿Cómo?
– Mediante la formación y profesionalización: formarnos como
profesionales, para no ser engañados («la serpiente me engañó y comí»),
para ser capaces de tomar las decisiones adecuadas desde el punto de
vista de nuestra responsabilidad moral como creyentes (que no siempre
será producir más y a cualquier precio). Y los que trabajamos en la
formación debemos ofrecer con seguridad nuevas formas agrícolas y
ganaderas que sean rentables y que sean medioambientalmente
sostenibles. Todos debemos ir apostando por una agricultura profesional
y a la vez sostenible. Y la boina y el hablar menos finolis que el del
urbano han de ser señales de identidad cultural y no de ignorancia,
porque somos personas que trabajamos y sabemos trabajar en lo nuestro.
– Sintiéndonos responsables y respetuosos en nuestra relación con el
medio ambiente. Manejamos muchos parámetros ambientales: somos
una fábrica de consumo de CO2, trabajamos agroquímicos y semillas,
gestionamos el 80% del agua dulce del país... ¿Acaso no es ésa una gran
responsabilidad? Una responsabilidad que debemos manejar con orgullo
y con pasión, para la que, como hemos señalado, debemos estar
formados. Tenemos que hacer agricultura responsable, que defienda la
biodiversidad, que ponga en juego el conocimiento científico y técnico
para producir y, a la vez, mantener la tierra fértil. Hay que recuperar el
respeto por el campo y la tierra para que los demás la respeten. Como
dijo Columela en su obra «Los Doce Libros de Agricultura», hace dos
mil años: «Con frecuencia oigo a los primeros hombres de nuestra
ciudad culpar unas veces a la esterilidad de los campos, otros a la
intemperie que se nota en el aire de mucho tiempo acá, como
perjudiciales a los frutos; también oigo a algunos mitigar estas quejas
con una razón cierta a su parecer, pues piensan que la tierra fatigada y
desustanciada con la excesiva fertilidad de los primeros tiempos no nos
puede dar alimento a los mortales con la abundancia que le daba
entonces... Hemos puesto el cultivo de nuestras tierras a cargo del peor
de nuestros esclavos, como si fuera un verdugo que las castiga por
delitos que hubieran cometido, siendo así que nuestros antepasados...
cuanto mejores eran ellos, tanto mejor las trataban». A veces se presenta
al agricultor como el principal agente contrario al cuidado del medio
ambiente. Esto, a la vez que es radicalmente falso, debe mantenernos
muy alerta para apostar siempre por la tierra y su cuidado como nuestro
primer factor productivo.
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– Producimos alimentos. Las crisis alimentarias (vacas locas, dioxinas,
hambrunas, productos OGM, etc.) no hacen sino revelar que no hacemos
las cosas bien. A veces, no por nuestra responsabilidad, pero casi
siempre con nuestro concurso. No podemos permitir que eso ocurra, que
se nos utilice para ser vehículo de algo que afecta negativamente a las
criaturas. Debemos sentir la profunda satisfacción de saber que nuestro
trabajo hace posible que la gente coma, y coma sano. Hay que estar en la
punta de lanza de la apuesta por la agricultura respetuosa del medio
ambiente, la agricultura limpia, sin residuos, la agricultura sostenible, la
agricultura ecológica.
– No podemos sentirnos en un mundo en que los intereses de los
agricultores de Occidente se oponen a los de los pobres campesinos
indígenas; o que para que podamos tener un buen precio en el cereal
tiene que haber una mala cosecha en Europa del Este. Apostemos por
una agricultura solidaria. No es posible salvarse unos sí y otros no: ésa
no es una opción creyente. La opción creyente apuesta por el «todos
juntos» buscamos la manera de salir adelante (esto es hacer Iglesia, en
palabras de mi compañero belga Jacques Haers, citado anteriormente). Y
en ese «todos» entran todos los agricultores del mundo y todas las
criaturas urbanas y rurales. Pero para poder construir un mundo en
común, para hacer iglesia, una iglesia ecológica, debemos sacudirnos el
yugo de los poderes que no nos dejan ser dueños de nuestra actividad y
de nuestro futuro.
– Es importante apostar por trabajar juntos: las formas asociativas, que
nos permiten trabajar juntos, son una responsabilidad de nuestra vida
como cristianos. La salvación individual tiene poco sentido en una
creación que es única. En agricultura, lo único que logra el
individualismo es favorecer un sistema que es a todas luces injusto.
Tenemos que pertenecer a grupos, cooperativas, organizaciones
profesionales... y participar activamente en ellas, para, desde ahí, buscar
la justicia y la equidad. A pesar de que el camino esté lleno de fracasos.
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5. Hacia una nueva espiritualidad que brota
de nuestra relación con la tierra
«Hice huertos y jardines
y planté en ellos toda suerte de árboles frutales.
Hice estanques para regar con ellos
el bosque donde los árboles crecían»
(Eclesiastés 2,4-6).
Granjas-escuela, neo-rurales, turismo rural, agroturismo, comunidades de
postmodernos que reabren pueblos... En lenguaje castizo, diríamos que «la
cabra tira al monte»; en lenguaje más cuaresmal, «Acuérdate de que eres
polvo...». Tal vez la tierra nos sigue llamando como ofreciendo una alternativa
a nuestros modos actuales de vivir.
Creo que no es casualidad que en el proyecto de huertos ecológicos para
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personas mayores que funciona en nuestra Escuela de Valladolid (INEA)
tengamos 435 hortelanos y una larga lista de espera. Más de cuatrocientas
treinta familias de mayores se han juntado para cultivar. Comparten la ilusión
de tener un huerto ecológico donde poder expresar su saber y su creatividad.
Cultivan poco más de cien metros cuadrados cada uno, a los que dedican
muchas horas y sudores. El huerto les compensa con abundantes frutos... de
todo tipo.
Al caer la tarde, muchas decenas y cientos de personas asoman su
sombrero entre el denso follaje de su huertos y, como si fueran monjes,
trabajan en silencio los surcos de su huerto, recolectan los frutos después de
meses de espera y siembran y plantan para que siga habiendo futuro.
El contacto con la tierra beneficia al ser humano; el contacto con las plantas
y animales nos enriquece como personas, pues forman parte de la creación de
la que somos también parte.
La gente ya mayor busca en este contacto con la tierra poner en juego
valores, actitudes y capacidades que muchas veces la vida no nos deja
desarrollar. Busca curar heridas y dar descanso al espíritu. Tener un huerto
ecológico al lado de cientos de huertos nos sitúa en un contexto humano y
relacional donde se pueden desarrollar valores que nos hacen crecer por
dentro, a la vez que las plantas crecen por fuera: la relación del hortelano y su
huerto, del agricultor y su campo es como el relato del Genésis en pequeño. La
Naturaleza seduce, serena, reconcilia, da vida... Hace poco, una hortelana,
perteneciente al grupo de los 435 mencionados y cuyos problemas familiares
son de tal magnitud que podrían desequilibrar a cualquiera que no tenga su
fortaleza, me decía: «Y me dicen en casa que deje el huerto... y yo les digo
que no, que no lo dejo, porque para mí el huerto es la vida...».
Tal vez una de las buenas aportaciones que todavía puede hacer el campo
es ayudar a que esta espiritualidad ligada al campo, a la tierra y a la agricultura
pueda ser saboreada, vivida por otros que quieran acercarse a ella.
De la relación con la tierra, de la relación que se entabla con personas en
este entorno, puede surgir una nueva fuerza interior, que nos puede reconstruir
espiritualmente de una manera novedosa, dando lugar a personas que nos
sintamos más criaturas, más agradecidas, más naturales, más creyentes en un
Dios que es derroche de amor por las criaturas («ya está brotando, ¿no lo
notáis?»).
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«Del monte en la ladera,
por mi mano plantado, tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto»
(Fray Luis de León).
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6. Una palabra para nuestra Iglesia
Hace poco, leí una reflexión de un compañero jesuita, Marc Vilarassau, en
torno al libro bíblico de Rut. Uno de sus personajes, Noemí, no tiene hijos que
ofrecer a sus nueras viudas y les ofrece que la abandonen y se vayan en busca
de la vida. Sin embargo, una de ellas, Rut, le responde: «No insistas en que te
abandone y me separe de ti, porque donde tú vayas, yo iré, donde habites,
habitaré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios». Ojalá que los que
formamos la Iglesia seamos capaces de hablar como habló Rut y no olvidemos
el medio rural; en especial ahora que aparentemente tiene poco que ofrecer,
pues parece que ha perdido poder, influencia, y ya no produce vocaciones.
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* Director de la Escuela Universitaria de Ingeniería Técnica Agrícola
(INEA). Valladolid. <felix@inea.uva.es>.
1. Recuerdo que una vez, en una aldea de Honduras, leímos el evangelio de la
vid y los sarmientos... Y después de un rato de predicación sobre esta
imagen, se nos ocurre preguntar: porque ustedes saben que es la vid,
¿verdad? Y nos respondieron: sí, es como una casa, una construcción....
Con ello recordamos que mucha gente hoy no entiende los ejemplos del
evangelio. ¡Y cuidado que los ejemplos son importantes para entender!
2. Recuerdo a un hermano jesuita, Elifio, hombre de gran experiencia
espiritual unida a la tierra y a la agricultura, que, siendo yo novicio y
estando de «prueba» en una finca en Tierra de Campos, y viajando en su
destartalado coche 4L, me paró un día en lo alto de una loma y, señalando a
un rebaño, me dijo: «¿Ves?, lo de Jesús es cierto: ese pastor conoce a cada
una de sus ovejas, aunque a ti y a mí todas nos parezcan iguales... Así nos
conoce y nos quiere a nosotros».
3. Según Jesús, un profesor y compañero mío, fue A. Einstein quien dijo que
se puede mirar la naturaleza y que nada parezca un milagro, y se puede
mirar la naturaleza y que todo parezca un milagro.
4. La caricatura es la boina y personas que se expresan rudamente, lo cual
puede verse en parodias en la televisión aún hoy, sin que nadie se
escandalice por la falta de respeto que supone; no tenemos un «lobby» que
se preocupe del mundo rural.
http://historial.pastoralsj.org/secciones/formacion.asp?id=114
[11/03/2014]
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