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Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
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Entre la ley y la autonomía: Una mirada al proceso de participación, formulación y legislación del Sistema Educativo Indígena Propio
“Yo siempre he dicho que hay que morir; o sea que en el momento que uno entra en la
escuela de aquí uno empieza a morir, porque te empiezan a quitar ojo para ponerte otro ojo, te empiezan a quitar la lengua para poner otra lengua, para que escuches los otros
saberes de la otra cultura. Y así uno pasa la primaria, el bachillerato, la universidad, entonces a medida que uno va avanzando, uno va muriendo, uno va muriendo.”
- Manipiniktikinya (Abadio Green Stocel), filósofo y lingüista Tule, ex-presidente de la Organización Nacional Indígena de Colombia.
La educación indígena en Colombia ha recibido tratos diversos por parte del Estado dependiendo
del tipo de relación que se estableciera entre la sociedad mayoritaria y los pueblos indígenas en
distintos contextos históricos (FLAPE, 2005; Rojas y Castillo, 2005; Molina-Betancur, 2012; Colom,
2005; Williamson, 2004; Castro, 2009). Gracias a la Constitución del 91 y a la presencia prolongada
de programas y políticas de etnoeducación desde hace más de 30 años, hoy en día los pueblos
indígenas gozan de un mayor reconocimiento a sus derechos, sus particularidades culturales y sus
formas de transmitir, producir y recrear su conocimiento. Sin embargo, en la esfera educativa
continúan siendo receptores de políticas y programas que no siempre se adecúan a sus necesidades, e
incluso en ocasiones minan los fundamentos culturales necesarios para la continuidad y pervivencia de
sus comunidades (CONTCEPI, 2012). Esto se debe a distintas razones, entre las cuales destacan los
efectos negativos de la descentralización educativa, la baja o nula capacidad de los funcionarios
públicos para manejar y dialogar con pueblos indígenas, y la orientación conceptual y metodológica de
la política educativa nacional (Rodríguez, 2011; Gómez y Castaño, 2013; Engel, 2008).
A pesar de ello, los pueblos indígenas a través de sus organizaciones locales, regionales y
nacionales han logrado consolidar programas de educación autónomos al interior de sus comunidades,
y algunos han conservado modelos de educación ancestrales que aún reproducen de manera informal
(Rodríguez, 2011; CONTCEPI, 2012). Gracias a la mezcla entre estos modelos y la imposición de la
educación pública escolar en territorios indígenas, la educación indígena contemporánea ha sufrido de
una hibridación interesante a la luz de las discusiones sobre interculturalidad y políticas educativas
(FLAPE, 2005; Williamson, 2004; De la Peña, 2002; De Puelles, 2005). Asimismo, debido a la fuerte
movilización social, legal y política de los pueblos indígenas en Colombia (Lemaitre, 2013; Molina-
Betancur, 2012) y al surgimiento de un movimiento pedagógico étnico ligado a “las luchas por otras
educaciones” como resistencia frente a las formas de escolarización impuestas por el Estado nacional
(Castillo y Caicedo 2008 citado en Rodríguez, 2011:42), ha habido una creciente tendencia a brindar
mayor libertad a las comunidades para que formulen sus propios modelos pedagógicos mediante un
instrumento basado en disposiciones normativas estatales: el Proyecto Educativo Comunitario (MEN,
2004).
Aun así, parece ser que esta libertad no es suficiente para garantizarles a las comunidades indígenas
su derecho a una educación justa, pertinente y de calidad. Las limitaciones (legales, sociales,
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
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económicas, administrativas, políticas, culturales) a las que se enfrenta hoy en día la educación pública
para indígenas –mencionadas anteriormente– han generado una creciente presión en el mundo político
indígena por una de sus demandas con mayor eco histórico: la posibilidad de tener autonomía casi
absoluta sobre sus territorios y sobre su educación. En el caso a analizar en el presente trabajo, esta
demanda se manifiesta en el proyecto de política pública para educación indígena mediante la
consolidación de un Sistema Educativo Indígena Propio, con independencia y autonomía para
formular, regular e implementar políticas educativas pero que funcionan a través de recursos públicos.
Esto plantea un desafío complejo tanto para las organizaciones indígenas como para el gobierno,
puesto que se trata de un proyecto político (Rodríguez, 2011) de gran escala que requiere
disposiciones normativas especiales de legislación educativa y administración de recursos, así como
personal capacitado para responder adecuadamente a las demandas educativas (por lo demás
complejas) de los indígenas (diario de campo, octubre de 2013).
En este contexto se enmarca el presente trabajo, cuyo objetivo principal es analizar a la luz de las
discusiones sobre el derecho a la educación en contextos multiculturales (De Puelles, 2005;
Williamson, 2004; De la Peña, 2002; FLAPE, 2005; Rojas y Castillo, 2005; Castro, 2009; Torres,
2006; Erazo y de Vlamming, 1998; Sichra, 2003), la formulación de políticas públicas (Shore, 2010;
MEN, 2004; Rodríguez, 2011; Restrepo, 2010) y la antropología jurídica (Van Cott, 2000; Cotterrell,
2004; Darian-Smith, 2008; Latour, 2010; García, 2001; Merry, 2010; Lemaitre, 2009, 2013; Comaroff
y Comaroff, 2009), el sentido de la elección por parte de los líderes políticos indígenas (Rappaport,
2003) de buscar su la autonomía educativa indígena por vías políticas y legales. ¿Por qué el
movimiento indígena colombiano, representado en sus organizaciones de orden nacional y regional, ha
optado por la negociación política y la formulación legislativa de políticas públicas para lograr
autonomía educativa?
Esta pregunta es relevante en la coyuntura actual, pues existiendo ya una legislación de educación
pública para indígenas y unas condiciones para que éstos tengan “educación propia” al interior de sus
territorios, cabe hallar las razones por las cuales la formulación y legislación de un sistema autónomo
se consideran necesarias. Sobre todo teniendo en cuenta que este sistema, más que plantear una
propuesta radicalmente distinta de las que ya se han venido realizando, propone una mezcla entre el
sistema establecido por el Ministerio de Educación y las maneras de educar de los pueblos indígenas
(cosa que ya se ha intentado en el pasado, ver: Von Hildebrand, 1985; Rodríguez, 2011; MEN, 2004,
Rojas y Castillo, 2005).
Se verá que la participación en el diseño de políticas públicas está condicionada por algunos
factores relativos a la Constitución del 91 y a la manera que tiene el Estado de dialogar con la sociedad
civil. Esto es importante porque el modelo de participación establecido plantea serias limitaciones al
diálogo político –sobre todo para la ejecución de proyectos a gran escala– y porque la participación a
su vez está relacionada con el papel de la educación en la preparación para el ejercicio de la
ciudadanía y los derechos humanos (Erazo y de Vlaming, 1998; Gimeno, 2005, Colom, 2005). En la
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esfera de los derechos humanos, tanto local como globalmente se asume que la educación es un
requisito para poder acceder a los demás derechos, incluídos los civiles y políticos. Sin un movimiento
indígena educado, la interlocución con el Estado no sería posible, por lo que la educación como
derecho es también una apuesta política (Rodríguez, 2011; Rojas y Castillo, 2005).
Siendo así, inicialmente expondré de forma general las discusiones en torno al derecho a la
educación, las políticas educativas y su relación con la ciudadanía en contextos de diversidad cultural.
Seguidamente abordaré en detalle el tema de la participación en la formulación de políticas públicas,
para luego hacer un esbozo de la actual legislación educativa para pueblos indígenas y las limitaciones
a las que se enfrenta la educación pública para los mismos. Por útlimo trataré de brindar indicios que
permitan responder a la pregunta de esta investigación, para concluir con algunas afirmaciones sobre
la necesidad de crear un sistema educativo autónomo para indígenas y el por qué los líderes e
intelectuales indígenas eligieron para ello la vía legal. A lo largo del texto se hará evidente que esta
elección no obedece únicamente a criterios locales de movilización social y civil por parte de los
pueblos indígenas de Colombia, sino que está inscrita en una tensión entre lo global (manifestado en el
derecho internacional, la movilización indígena latinoamericana y la influencia del neoliberalismo y la
globalización en los estados modernos) y lo local (expresado en términos de políticas educativas y la
apropiación del concepto de interculturalidad en Colombia, así como de modelos pedagógicos locales
elaborados por los pueblos indígenas).
Contextualizaré este análisis con ejemplos a partir de información obtenida mediante el método de
etnografía multi-situada (Marcus, 1985), que sirve como marco integrador de la observación
participante realizada entre febrero y octubre de 2013 en distintos escenarios: en espacios de diálogo y
concertación nacional y regional [Mesa Permanente de Concertación, Mesa Regional Amazónica,
Mesa Temática de Educación], en el resguardo inga Condagua en Mocoa, Putumayo, y en las
dinámicas y prácticas cotidianas de la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonía
Colombiana. Esta metodología, en conjunto con una perspectiva antropológica sobre las políticas
públicas, sirvió como marco de trabajo útil para “explorar la relación entre actores locales y globales
dentro de una comunidad epistémica en particular” y para “rastrear las conexiones entre actores,
instituciones y lugares situados diferencialmente dentro de determinada comunidad objeto de la
política pública” (Shore, 2010:33-34).
EDUCACIÓN COMO DERECHO EN CONTEXTOS DE DIVERSIDAD CULTURAL
Si queremos esbozar un panorama actual de las políticas educativas para pueblos indígenas, es
importante reconocer también que éstas están inmersas en una realidad contemporánea que es
compleja, que está en constante transformación, y que se fundamenta en las diversas relaciones
sociales, económicas y políticas del mundo globalizado (Comaroff y Comaroff, 2009; Merry, 2010).
Esta realidad afecta múltiples esferas de la vida indígena, de las cuales la educación es una piedra
angular “porque la educación no es aislada de toda la problemática política, económica de nuestro
país. Por eso cuando hablo estas cosas yo tengo que hablar del territorio, yo tengo que hablar de la
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cultura y de las tradiciones, tengo que hablar de la parte organizativa” (Abadio Green, comunicación
personal, 5 de septiembre de 2013). El modelo que hoy se plantea para las políticas educativas tiene
que ver con las luchas de los pueblos al interior del país y su movilización en los escenarios
internacionales en los que se actualizan los términos de la discusión sobre el tema. Tanto en estos
escenarios (sobre todo de derechos humanos) como en las discusiones académicas hay muchas
maneras de definir la educación en contextos de diversidad y para minorías indígenas (Williamson,
2004; FLAPE, 2005; De Puelles, 2005; De la Peña, 2002). Casi todas ellas aluden a la
interculturalidad como recomendación indispensable para el “diálogo respetuoso de saberes e
intercambio de conocimientos” que se debe dar transversalmente al interior de toda la sociedad
(Castro, 2009) y a la multiculturalidad como el hecho social que yace a la base de ello, siendo el
multiculturalismo “un hecho de orden político y jurídico referido a las políticas que se formulan en
una sociedad determinada con el fin de hacer explícito el reconocimiento de determinados derechos a
los diferentes grupos humanos que integran dicha sociedad” (FLAPE, 2005:5; Colom, 2005).
Con base en lo anterior se hacen evidentes tres series de relaciones relevantes para contextualizar la
educación indígena contemporánea. En primer lugar, que en su acepción actual, la educación está
intrínsecamente ligada al discurso y la declaración de los derechos humanos (Gimeno, 2005, 2012;
Erazo y de Vlaming, 1998; Torres, 2006). En segundo lugar, existe una conexión entre modelos
políticos, modelos de ciudadanía y modelos educativos (Fernández, 2005; Colom, 2005; FLAPE,
2005) que repercute en la formulación de políticas públicas. Por último, la educación en contextos de
diversidad cultural depende de la relación que tengan los grupos minoritarios con la sociedad
mayoritaria y el Estado; según el tipo de relación se generan distintos modelos de educación pública
para pueblos indígenas (Williamson, 2004; De la Peña, 2002), de los cuales la Educación Bilingüe
Intercultural bajo la bandera de la Etnoeducación es la que hoy se promueve y a la vez se ignora en los
territorios indígenas colombianos (MEN, 2004; Rodríguez, 2011; Von Hildebrand, 1985).
El hecho de que la educación se enmarque en la esfera de los derechos humanos tiene su origen en
la revolución francesa y la idea de ciudadanía como aspiración de las sociedades modernas (De
Puelles, 2005; Gimeno, 2005, 2012; FLAPE, 2005). Fue entonces que se comenzó a hablar de
“educación pública” como responsabilidad de los Estados-Nación para garantizar las condiciones
necesarias a sus ciudadanos para desenvolverse de manera digna, armoniosa y efectiva al interior de la
sociedad. Las actuales ideas que hoy movilizan la acción colectiva a favor de una educación
incluyente y de calidad, se encuentran enmarcadas (McAdam, McArthy y Zald citado en Keck y
Sikkink, 2000; Tarrow citado en Van Cott, 2000) en los planteamientos de la Ilustración sobre la
educación: como un bien que debe ser universal “para formar ciudadanos libres y autónomos”, como
un “mecanismo para mejorar las capacidades de los seres humanos” y como un espacio donde “se
garantiza el acceso libre al conocimiento, a su propagación y discusión” (Gimeno, 2012: 84). Aquí hay
una interesante imbricación de lo global y sus apropiaciones en lo local, que es expuesta por José
Gimeno en su artículo sobre la educación pública como cultura: “este modelo de educación pública
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constituye una invención política, ética, intelectual, social, cultural y pedagógica que debemos
apreciar y preservar como si fuese una conquista convertida en patrimonio de la humanidad, por su
valor y por ser un eficaz medio para cimentar las sociedades modernas” (2012: 84).
En el contexto actual, en donde se ha asumido la Declaración de los Derechos del Hombre como
una condición universal para la dignidad de todos los seres humanos, la educación se asume como una
piedra angular (casi que una condición) para el ejercicio de la ciudadanía, los derechos que ésta
conlleva y el goce de condiciones de vida dignas (Gimeno, 2004). Esto se debe a que se ha hecho de la
ciudadanía y la democracia, entre otros elementos como la socialización temprana y la preparación
para los mercados laborales, las metas esenciales de la educación moderna (Gimeno, 2012), lo que
genera la asunción de que sin cierto nivel de educación otros derechos, como la libertad de expresión o
la participación política, no pueden ser efectivamente ejercidos (Gimeno, 2005; Erazo y de Vlaming,
1998). Con todo, la diversidad cultural al interior de los Estados plantea retos y rupturas significativas
en las concepciones hegemónicas de ciudadanía y democracia puesto que introducen la necesidad de
“pensar en la convivencia de lógicas culturales diferentes e incluso antagónicas”, refiriendo la
ciudadanía a unos “derechos y deberes fundamentados en unos criterios democráticos y solidarios [los
cuales] están en permanente cambio” (FLAPE, 2005:13-14).
Es así como la educación se ha construido en forma de derecho universal y necesario, “basado
sólidamente en el derecho internacional de los derechos humanos” y “consagrado en varios
documentos universales y regionales, como por ejemplo la Declaración Universal de Derechos
Humanos (…), la Convención contra la Discriminación en Educación de la UNESCO, el Pacto
Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales” (Coomans, 1998:13) y la Convención
de los Derechos del Niño (Gimeno, 2005). Estos documentos, una vez ratificados, tienen diversas
implicaciones para los Estados, entre ellas la obligación de garantizar un cumplimiento universal de
este derecho de una manera progresiva y con el mejor uso de los recursos disponibles para garantizarlo
(Chapman, 1998). Como parte de este discurso y las obligaciones de los Estados se encuentra otro
criterio fundamental para analizar el derecho a la educación: la igualdad, entendida ésta en términos de
las condiciones materiales que lo aseguren, de las oportunidades de acceso al sistema educativo y con
ello la pertinencia y calidad necesarias en el mismo para garantizar condiciones igualitarias de
desarrollo a todas las personas (Gimeno, 2005; De Puelles, 2005). Esta igualdad, en el caso
colombiano y para los pueblos indígenas como minorías étnicas, ha sido históricamente ficticia debido
al estatus civil que tenían los indígenas anterior a la Constitución del 91 (Van Cott, 2000): “las
ciudadanías nacionales bajo cuyo amparo se construyó la igualdad política moderna funcionaron en
numerosos casos como patrones de exclusión social” (Colom, 2005:175).
Debido a ello, en nuestro proceso de transformación constitucional se iniciaron una serie de actos
legislativos y políticos para integrar de una manera distinta a los pueblos indígenas dentro de las
estructuras estatales, ofreciéndoles, además de reconocimiento identitario, una ciudadanía tanto como
colombianos como pueblos indígenas (Van Cott, 2000) que permitiera crear una relación distinta entre
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la ciudadanía e identidad nacional y el pluralismo cultural. Francisco Colom (2005) identifica cuatro
modelos de ciudadanía en relación con la dimensión y el papel de la etnicidad al interior de las
tradiciones nacionales (culturas legales) desde las que se interpreta la ciudadanía. De ellos, los que
más interesan a este estudio son el modelo republicano y la ciudadanía multicultural desarrollados por
el autor.
El modelo republicano hace alusión a las concepciones emanadas de la revolución francesa para
incorporar a las personas culturalmente diferentes mediante la coerción y represión de sus rasgos
socioculturales específicos, en función del desarrollo de una “virtud cívica” que los tornase
indiscernibles al resto de la población:
“su tradición política ha sido fuertemente centralista y homogeneizadora, tendiendo a descalificar como ‘faccionalismo’ determinadas formas pluralistas de articulación jurídica y política (…) Esta incorporación estatalmente dirigida se caracteriza por tomar a los individuos, y no a los colectivos, como centro de referencia y por seguir unas pautas de intervención social que emanan unidireccionalmente de la esfera de la administración pública, sin mayores intermediaciones asociativas” (p. 177).
Cabe resaltar que el autor menciona el hecho de que este modelo ha sido practicado por numerosos
países latinoamericanos. La ciudadanía multicultural, por el contrario, es una experiencia reciente “que
se propone conciliar la promoción política de la diversidad y de la autonomía cultural con su
integración en un sistema cívico igualitario” (Colom, 2005:179). En este modelo es sobresaliente la
presencia de estructuras institucionales que permiten integrar organizaciones civiles de minorías en un
marco de negociación colectiva, las cuales tienen la función de representar los intereses, formular las
políticas específicas y promocionar los derechos de estos grupos, las cuales reciben a cambio el
reconocimiento administrativo de las diversas categorías étnicas por el Estado. Volveré sobre el caso
colombiano en relación con ambos modelos más adelante.
Ahora bien, volviendo al concepto de igualdad en la educación, cabe decir que se asume en
múltiples esferas que la educación hace parte de un reclamo generalizado por la igualdad para los
seres humanos, por lo que es a su vez un instrumento para lograrla (Gimeno, 2005). Recientemente, y
gracias a la pedagogía crítica de Paulo Freire, distintos actores cobran consciencia de que la
desigualdad dentro de la educación no es sólo efecto de desigualdades sociales existentes que se
trasladan a los ámbitos escolares (Gimeno, 2005), sino también es causa de la reproducción de estas
mismas desigualdades en escenarios extra-escolares (Erazo y de Vlaming, 1998; Williamson, 2004;
FLAPE, 2005). Por ende, una apuesta por la igualdad en educación abarca no sólo la universalidad del
acceso al sistema educativo, sino también las cualidades al interior del mismo que garanticen la
gradual eliminación de las desigualdades tanto dentro como fuera de la escuela. En esta apuesta entra
la interculturalidad como propuesta que permita crear diálogos de saberes y enriquecimiento cultural
en sociedades diversas para garantizar igualdad para las minorías étnicas o culturales.
Aquí cabe incluir la propuesta de los distintos modelos de igualdad de oportunidades en educación
y sus efectos en las políticas educativas propuesto por María Fernández en España (2005). Esta
propuesta es interesante pues plantea una relación entre el pensamiento o ideología política de una
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sociedad y los criterios de igualdad de oportunidades que establece para formular políticas educativas
a partir de ello. La autora distingue cuatro variantes de igualdad de oportunidades en educación que
distribuye equitativamente entre pensamientos conservadores y socialdemócratas de después de la
Segunda Guerra Mundial: para ella, los conservadores tienden a invisibilizar del todo o parcialmente
la igualdad de oportunidades (sistema de libertad natural), manteniendo un sistema meritocrático con
mecanismos objetivos de selección entre estudiantes privilegiados y en fomento a la educación privada
(igualdad de oportunidades meritocrática); mientras que los socialdemócratas defienden la idea de una
política educativa para todos de manera gratuita (igualdad de oportunidades universal), en la que se
trate por igual a todos los alumnos y en la que se ofrezcan medidas compensatorias a estudiantes con
desventajas (igualdad de oportunidades compensatoria). En general las múltiples aproximaciones que
se han hecho para manejar la educación para pueblos indígenas se enmarcan tanto en el
multiculturalismo como en la interculturalidad para resolver las dificultades particulares que plantean
estos grupos a la educación pública, y muestran una tendencia hacia modelos de igualdad de
oportunidades universal y compensatorio bajo los nuevos paradigmas educativos de eficiencia y
calidad (MEN, 2004).
Antes de proceder a exponer algunos modelos de educación indígena, es importante resaltar un
elemento fundamental a considerar para la misma, que es evidente no sólo a partir de análisis teóricos
sino también del trabajo de campo: se asume que educación es sinónimo de escuela, cuando en
realidad la educación es un fenómeno mucho más amplio que desborda el sistema escolar y atañe a la
familia, la comunidad, los procesos de socialización en general y la experiencia personal de la historia
de vida de los individuos, entre otros elementos del desarrollo personal, espiritual, psicológico y social
(Gimeno, 2005; diario de campo, abril de 2013). Lo importante en este caso es que debido a la
posición dominante (y con sesgos claramente occidentales) del discurso del derecho internacional
sobre los derechos humanos como requisito para el ejercicio de una ciudadanía plena y digna, y su
clara influencia en la consolidación del movimiento indígena en Colombia (CEPAL, 2003), los
pueblos indígenas tampoco se desprenden de esta concepción tradicional de la educación como
escuela. Por ende sus demandas están articuladas a la reivindicación dentro del sistema escolar (por
ejemplo, en términos de currículos integrados a la vida comunitaria o la enseñanza bilingüe de los
contenidos curriculares) (diario de campo, marzo de 2013). Por otro lado, sobra decir que el Ministerio
de Educación jamás pone en cuestión su manera de concebir el “servicio educativo” a través de la
escolarización, lo cual ha generado múltiples limitaciones para el crecimiento y desarrollo de
pedagogías indígenas innovadoras, que se ven limitadas por la estructura del sistema escolar y por los
estándares nacionales e internacionales requeridos para el seguimiento y evaluación del cumplimiento
al derecho a la educación (Chapman, 1998; Rodríguez, 2011; Castaño, 2013).
Ahora bien, en cuanto a modelos de educación en contextos multiculturales, en lo único en lo que
muchos intelectuales y analistas tienen un consenso es que no hay un consenso en las
conceptualizaciones sobre ellos (Williamson, 2004; FLAPE, 2005; De la Peña, 2002; MEN, 2004;
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Rodríguez, 2011). “Educación Intercultural Bilingüe”, “Etnoeducación”, “Educación Multicultural”,
“Educación Bicultural o Bilingüe”, “Educación Indígena”, “Educación Endógena” y recientemente en
Colombia “Educación Propia”, son todos maneras de definir modelos de atención educativa en
contextos de diversidad cultural, la mayoría enmarcados bajo la conceptualización (también ambigua y
amplia) de la interculturalidad (Castro, 2009; FLAPE, 2005; Rodríguez, 2011). No hay una
homogeneidad conceptual con respecto a la definición de lo que atañe la educación para pueblos
indígenas, lo que hace que se presenten tanto tensiones como coexistencias complementarias entre las
distintas formas de definir estos modelos de atención educativa. La elección de oficializar uno u otro
modelo en políticas educativas estatales depende de las relaciones entre los grupos étnicos o minorías
culturales (en este caso los indígenas), el Estado y la sociedad dominante o mayoritaria (Williamson,
2004; Colom, 2005).
Según el educador y académico chileno Guillermo Williamson: “Esta variedad conceptual refleja
no sólo teorías diferentes sino también contextos históricos de apropiación, desarrollo y aplicación de
categorías referidas a la pluralidad de identidades y lenguajes, a las contradicciones fundamentales
entre culturas en las sociedades, así como a las identidades plurales que se van constituyendo
progresivamente” (2004:25). Para este autor, como para Guillermo de la Peña (2002), el modelo más
expandido y privilegiado en América Latina es el de la Educación Intercultural Bilingüe (EIB), cuyas
formas elementales están presentes en muchos países aunque se definan bajo otra fachada. A pesar de
que no existe una sola visión frente al sentido y los principios de la EIB, las distintas variaciones
teóricas e ideológicas permiten ver dos asuntos importantes. En primer lugar, según las distintas
acepciones del multiculturalismo en los contextos de apropiación de la EIB y los modelos de
ciudadanía asociados a éste (Colom, 2005), la categoría de “intercultural” es más o menos integradora
del reconocimiento de las diferencias por parte del Estado o la sociedad nacional, y tiene una mayor o
menor connotación “contra-hegemónica y de transformación tanto de las relaciones sociales entre los
diversos sectores que constituyen al país, como de las estructuras e instituciones públicas” (FLAPE,
2005:6). En segundo lugar, tanto la EIB como sus piedras angulares conceptuales (diversidad cultural,
pluralismo cultural, diálogo de saberes) se afirman en los Derechos Humanos (como expuesto
anteriormente); y como parte de adaptaciones locales de leyes globales, las EIB y los mecanismos para
implementarla no necesariamente provienen de dentro de los pueblos indígenas.
Desde otro punto de vista, debido a la importancia que se le atribuye al Estado como garante de la
educación, muchas veces los programas de EIB pueden desarrollarse fuera de los pueblos indígenas y
tienden a consolidarse como políticas de Estado con predominancia de la visión de los Ministerios de
Educación (Williamson, 2004; De la Peña, 2002; FLAPE, 2005). Por este motivo, la EIB ha sido
fuertemente criticada tachada como una forma más de integración y asimilación de los indígenas a las
sociedades mayoritarias, mediante la cual se presentaría un tipo de traducción cultural, “una forma
más rápida de inculcar en estos pueblos la aceptación y tolerancia de otras culturas diferentes a las de
ellos” aunque de otro lado se perciba que “le permite a nuestra cultura [la occidental] aceptar la
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diferencia y reconocer el gran valor que tienen otros grupos” (Molina-Betancur, 2012:285). A pesar de
que con la EIB la intención era plantear un modelo que verdaderamente pudiera “completar la
transformación de una educación abiertamente asimilacionista en una educación que busca fortalecer
la diversidad cultural y al mismo tiempo preparar para la ciudadanía en una nación moderna” a los
pueblos indígenas (De la Peña, 2002, p. 50), parecía ser que las iniciativas ofrecidas no siempre tenían
éxito en sus objetivos, y lo que generaban era una implantación gradual y sin conflictos de la
modernización y las identidades nacionales dentro de las comunidades originarias (De la Peña, 2002).
Tal es el caso colombiano, en donde la EIB es el modelo teórico que guía la normativa vigente
referente a pueblos indígenas, pero que se incluye en el marco general de la etnoeducación
(Williamson 2004) debido a la condición de grupo étnico de los pueblos indígenas. Una ventaja que
inserta este modelo es la posibilidad de auto-determinación, producción auto-sostenible e
investigación para el desarrollo comunitario y pedagógico como parte del proceso educativo, lo cual
está basado en la definición de etnodesarrollo de Bonfil Batalla (Rodríguez, 2011; Rojas y Castillo,
2005; Williamson, 2004). La etnoeducación como base para el desarrollo dirigido desde las mismas
comunidades es un elemento importante que abrió las puertas para la construcción de una educación
pertinente que naciera desde y para los pueblos indígenas.
Siguiendo este orden de ideas, los intelectuales del Grupo de Trabajo para el Foro Latinoamericano
de Políticas Educativas identifican cinco aproximaciones desde las cuales se puede abordar la relación
entre inclusión, interculturalidad y escuela, las cuales a su vez están relacionadas con cinco modelos
de educación intercultural (para más detalle en los modelos y aproximaciones ver FLAPE, 2005). Para
el caso colombiano podría señalarse una convivencia entre tres de estos modelos educativos que
acompañan sobre todo dos tipos de aproximación particular a la relación inclusión-interculturalidad-
escuela. En primer lugar, podría decirse que debido a la posición particular que han adoptado las
secretarías de educación departamentales de rigidez escolar (Gimeno, 2005) y de prejuicio y
subvaloración de los pueblos indígenas y sus espacios de participación (Rodríguez, 2011; diario de
campo, 2013), la educación indígena que se proyecta por parte de los funcionarios del Estado
colombiano obedece a un modelo afirmativista (FLAPE, 2005). En este modelo se reconoce la
diversidad de pueblos y culturas, pero desde una posición que sobrevalora lo propio del Estado en
desmedro de lo ajeno (es decir, lo indígena), “con lo cual se rompen las posibilidades de diálogo,
comprensión y respeto intercultural” (p. 10). Esto está relacionado con el planteamiento anterior sobre
la falta de cuestionamiento por parte del Ministerio de Educación sobre su manera de concebir y
otorgar el derecho a la educación como un servicio escolar, pues se sobrevalora el sistema escolar (que
por lo demás obedece a las formas de administración moderna del Estado: con sub-divisiones
estratégicas, cada una organizada mediante categorías de información educativa basadas en estándares
globales, cuya evaluación se realiza a través de datos estadísticos y cuya reglamentación se hace
mediante vehículos legales) y se lo asume como la estructura necesaria y ejemplar para el manejo de la
educación (diario de campo, octubre de 2013). Tal estructura entra en conflicto con la educación
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indígena, no sólo en términos formales y de contenido sino también normativos (Van Cott, 2000), y
por su posición hegemónica tiende a reforzar la idea naturalizada de que la educación es sinónimo de
la escuela.
Por otro lado, el modelo de educación que se proyecta en la legislación, las políticas y los
programas de etnoeducación resuenan con el modelo de educación bi-pluri-cultural planteado por el
FLAPE (2005). Aquí se propone el desarrollo de competencias y habilidades para actuar y
desempeñarse en dos o más culturas diferentes, con el fin de garantizar posibilidades de diálogo e
intercambio intercultural. A este modelo refieren también las demandas actuales por autonomía
educativa y a los comentarios de algunos indígenas y asistentes a los espacios de diálogo, quienes
afirman que sus hijos necesitan saber matemática y español para poder interactuar con la sociedad
mayoritaria, pero que también necesitan formarse en lo que sus comunidades necesitan (Abadio
Green, comunicación personal, 5 de septiembre de 2013). Tanto este modelo como el modelo
afirmativista tienen que ver con una manera de abordar las relaciones entre interculturalidad, inclusión
y escuela: lo que el equipo del FLAPE llama “metodología de trabajo intercultural”. Esta metodología
responde a la necesidad de crear mecanismos para que la inclusión y la interculturalidad sean posibles
al interior de las políticas educativas, para lo cual se establece la diferencia cultural como campo de
experimentación democrática (la búsqueda por otras ciudadanías y otras educaciones), se “concibe la
cultura como parte de la condición humana y como el horizonte que da sentido a la acción educativa”
y se da una “negociación cultural” desde espacios de concertación, interlocución y encuentro de
experiencias, enfoques de trabajo, estrategias de intervención, subjetividades, intereses y sentidos
culturales (FLAPE, 2005:16-17).
Esta posibilidad de negociación cultural se materializó en la Mesa Permanente de Concertación
(MPC) entre el gobierno y los pueblos indígenas, la cual fue uno de los mecanismos de participación
creados después de la implementación de la Constitución del 91. Mediante su consolidación legal a
través del Decreto 1394 de 1996, la MPC abrió por primera vez la posibilidad de interlocución directa
y creación conjunta del proyecto de Nación (Van Cott, 2000) entre el “alto gobierno” y las
organizaciones indígenas en condiciones de diálogo abierto dentro de la burocracia estatal (diario de
campo, febrero de 2013). Este espacio tiene la capacidad de delegar mesas especializada de trabajo
para temas concretos, por lo que para trabajar el tema específico de la educación se creó en el 2007 la
Comisión Nacional de Trabajo y Concertación de la Educación para Pueblos Indígenas (CONTCEPI).
Ambos escenarios (tanto la MPC como la CONTCEPI) involucran actores a nivel nacional y regional
por parte de los indígenas, y delegaciones de los Ministerios y Vice-ministerios por parte del Estado
(diario de campo, marzo de 2013; Rodríguez, 2011). Volveré sobre estos escenarios de discusión más
adelante.
Por último, y a diferencia de lo anteriormente descrito, la otra aproximación identificada por el
equipo FLAPE a la relación interculturalidad-inclusión-escuela “proviene de una reflexión que
desborda el marco tradicional de la escuela y propone el reconocimiento de otros espacios en los
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
11
cuales se están dando procesos educativos relevantes como es el proveniente de espacios no formales”
(2005:17). Es hacia esta aproximación que se dirige la apuesta política del Sistema Educativo Indígena
Propio, pues implica reconocer que los pueblos indígenas tienen sus propias maneras de garantizar la
educación necesaria y pertinente a sus comunidades, que no necesariamente se limitan a cuatro
paredes y un listado de materias segmentado en períodos de tiempo arbitrariamente impuestos por el
calendario escolar. A esto alude la llamada “Educación Propia” (Rodríguez, 2011), que si bien no
excluye por completo la concepción occidental y escolar de la educación, sí la reevalúa a la luz de
formas distintas de producir conocimiento y de metas diferentes para el proceso educativo. Esto
resuena con el modelo de “educación para la transformación”, que ejemplificado por la actividad
pionera de los pueblos del Cauca, da cuenta de iniciativas propias para “concienciar a los sujetos de la
alienación que padecen y a incentivar actos de resistencia” (FLAPE, 2005:10) que desemboquen en
nuevas formas de trabajo comunitario y de apoyo a iniciativas locales (Rodríguez, 2011). Difiere
fundamentalmente de los anteriores modelos puesto que sí se cuestiona la escuela como espacio único
de la educación, así como plantea posibilidades de innovar en los métodos y los personajes indicados
para garantizar el aprendizaje de las comunidades.
PARTICIPACIÓN Y ORGANIZACIÓN INDÍGENA EN LA POLÍTICA PÚBLICA
La anterior exposición tiene relevancia en términos de la legislación vigente para las políticas
etnoeducativas en Colombia. A su vez, está relacionado con la manera en la que los pueblos indígenas
a través de sus organizaciones participan en la formulación de estas políticas, en miras a transformar
“desde arriba” las condiciones que les son desfavorables en materia educativa. Los mecanismos de
participación y la manera de organización del movimiento indígena para lograrlo tienen que ver con
las disposiciones constitucionales de 1991 y las condiciones particulares de las sociedades indígenas al
interior del país, sobre todo en relación con sus representantes políticos, que son quienes en últimas
negocian las políticas con el gobierno. En los espacios de concertación se hace evidente la posición de
estos representantes frente a la actual legislación y las condiciones precarias de la educación pública
para pueblos indígenas, así como se exponen los alcances y las limitaciones que pueden tener las
propuestas locales en el marco general de la política etnoeducativa.
Fue gracias al movimiento indígena que se gestaba en Colombia desde comienzos del siglo XX y a
la “coyuntura constitucional” (Van Cott, 2000) de comienzos de los noventa, que fue posible que los
pueblos indígenas insertaran en la carta constitucional de 1991 una serie de reconocimientos a sus
derechos colectivos e individuales como pueblos y como ciudadanos de Colombia (Molina-Betancur,
2012; Rojas y Castillo, 2005; Rodríguez, 2011). Parte de esta integración de las peticiones y
sociedades indígenas en el nuevo proyecto de construcción de la Nación fue la “institucionalización-
oficialización de la etnoeducación como propuesta política y de desarrollo de [los derechos étnicos
basados en el reconocimiento y del derecho a] una educación más apropiada para la población
indígena” (Rodríguez, 2011:41). Como se verá en las páginas a continuación, este reconocimiento a
una “educación indígena” bajo la bandera de la etnoeducación ha creado efectos diversos para las
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
12
comunidades de base a lo largo del tiempo, y ha planteado retos para el Estado colombiano en la
efectiva realización de políticas públicas y normativas institucionales que permitan a los pueblos
indígenas el goce del derecho a una educación pertinente (Rojas y Castillo, 2005; FLAPE, 2005;
Castro, 2009; Molina-Betancur, 2012). Sobre todo, ha sido evidente la reacción de los pueblos
indígenas frente a las formas de interlocución que el Estado ha abierto para ellos, y la presión política
que han debido ejercer sus organizaciones sobre el gobierno para que lo dispuesto en la Constitución
del 91 y en el Plan Nacional de Desarrollo se manifieste en acciones concretas, acordadas en
escenarios de concertación y construcción conjunta de políticas públicas y consolidadas efectivamente
en los territorios indígenas (Rodríguez, 2011; Van Cott, 2000, CEPAL, 2003).
Tal reacción se ha manifestado en la organización particular que tomó el movimiento indígena
colombiano para poder articularse al Estado. Por un lado, de acuerdo a Donna Lee Van Cott (2000) en
la fase de implementación de las transformaciones constitucionales es necesario que la sociedad civil
permanezca activa en la creación de los mecanismos e instituciones necesarias para garantizar el
cumplimiento de sus nuevos derechos. Esta actividad fue clave para que el movimiento indígena
lograra consolidar nuevos espacios de diálogo con el gobierno y mecanismos de acceso a la
participación política, como la MPC. Sin embargo, los pueblos indígenas tuvieron que organizarse de
una manera particular para poder “ser considerados parte de la Nación con el goce pleno de garantías
para el ejercicio de la ciudadanía” y “para poderse visibilizar a nivel político y social, como grupos
diferenciados y [que] por tanto, se avale su participación en el campo de la política social como
actores y protagonistas de sus propias concepciones de vida” (Rodríguez, 2011:13). En este campo de
la política social, Ana María Restrepo ilustra “dos aspectos clave para entender los efectos de las
políticas públicas en la manera como es estructurada la sociedad. El primero hace referencia a la
tendencia del Estado a relacionarse a través de rutas institucionales previamente establecidas, y el
segundo, a su predisposición de dialogar prioritariamente con población organizada” (2010:96).
La forma de organización del movimiento indígena que se contempla actualmente (estratificada en
lo regional y nacional, obedeciendo a delimitaciones territoriales o culturales discretas, respondiendo a
la estructura moderna de organización civil -vertical, jerárquica y atomizada en dependencias
articuladas entre sí por vínculos diversos-, y sometida a la burocracia estatal [diario de campo,
septiembre de 2013]) está relacionada con las disposiciones normativas de la Constitución del 91, las
cuales promueven el establecimiento de esferas participativas fuera del Estado en tanto su estructura y
funcionamiento interno operen de acuerdo a “principios democráticos” que no contravengan con él
(Van Cott, 2000). Más aún, las formas de organización indígena están ligadas a actores políticos
estratégicos con una orientación “fuertemente institucionalista” encaminada por el deseo de
transformar instituciones políticas y la relación de los pueblos indígenas con ellas (Van Cott,
2000:24). Estos actores estratégicos son referentes de lo que Joanne Rappaport (2003) denomina
“intelectuales indígenas”, “líderes políticos indígenas” y “planeadores legales indígenas”, quienes
operan en distintas esferas a modo de traductores, mediadores y creadores de la política y la
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
13
legislación para pueblos indígenas. Estos siguen un proceso similar al delineado por Sally Merry
(2010) en su descripción de la adaptación local del discurso global de los derechos humanos, en tanto
que, en su uso del derecho como herramienta de reivindicación, añaden una nueva dimensión a la
forma en la que los individuos de las comunidades piensan sus problemas, así como confrontan a los
funcionarios públicos sobre la aplicación uniforme de principios universales a situaciones diversas,
cambiando en ocasiones los términos del discurso y sometiendo a discusión diferentes enfoques sobre
el sentido de la justicia social, la ciudadanía y la igualdad (FLAPE, 2005; Lemaitre, 2013).
Esta estructura particular de organización quizá obedece a cierto fetichismo legal por parte de los
líderes políticos indígenas, el cual está históricamente arraigado y conlleva ciertos beneficios y
limitaciones para esta lucha en particular (Lemaitre, 2009, 2013; Comaroff y Comaroff, 2009; diario
de campo, noviembre de 2013). La participación en la formulación legal y diseño formal de políticas
públicas por parte del movimiento indígena se enmarca en una “cultura de la legalidad” (Latour, 2010;
Cotterrell, 2004; Comaroff, 2009) que sirve a los líderes políticos e intelectuales indígenas en tres
esferas. En primer lugar, como ya se mencionó, en la esfera de la lucha social utilizan el derecho como
herramienta de manera subversiva para que los indígenas como pueblos históricamente marginados y
dominados por el Estado introduzcan sus términos y condiciones de lucha a manera de reivindicación
social y política (Lemaitre, 2009). En segundo lugar, en el escenario del aparato estatal y la
burocracia, donde las políticas son los “dientes” de las leyes (Latour, 2010), los líderes indígenas
aprovechan el derecho y la judicialización de la política como una forma de perpetuar que la élite
indígena de la cual estos hacen parte –formada gracias a la Constitución del 91 y a las diferencias
históricas y jerarquías políticas entre los pueblos (Van Cott, 2000; Rodríguez, 2011; diario de campo,
mayo de 2013)– permanezca encargada de la legislación, continúe con la interlocución con el Estado y
tenga el monopolio de la representación política en escenarios de coyuntura nacional (Gómez y
Castaño, 2013). En tercer lugar, en la esfera de la captación o imitación del Estado (Comaroff y
Comaroff, 2009; Carolina Ángel, comunicación personal, 5 de noviembre de 2013) se puede hablar de
la invención de “burocracias indígenas” que funcionan paralelamente a las del Estado, que también
operan en el marco del discurso legal para establecer un orden social que sirve a los intereses (en
ocasiones clientelistas) de los representantes políticos indígenas, permitiendo así ejercer cierto tipo de
poder que se sale de la estructura normativa y cultural del manejo de la autoridad entre los pueblos
indígenas (esto es, a través de las autoridades tradicionales, los consejos de mayores, los cabildos y la
participación comunitaria).
Aunado a este tipo de prácticas y condiciones en la organización del movimiento indígena, y a
pesar del sobresaliente logro de su participación al interior de la Asamblea Nacional Constituyente y
de los acuerdos allí logrados sobre la apertura a una democracia participativa e incluyente, en el
período de implementación de la Constitución del 91 y en los años posteriores han salido a la
superficie diversas limitaciones a la participación política de la sociedad civil:
…the constitution’s rhetorical emphasis on fostering participation has been contradicted by legislative provisions and government policies restricting access to effective participation:
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
14
… confining it to implementation rather than the design of policies and programs, removing all possibility of citizen input in certain ‘off-limit’ areas. (Van Cott, 2000:92)
Por esta misma razón, a pesar de que legalmente existen posibilidades para la participación política,
éstas están limitadas por el carácter difuso, indeterminado y superficial del texto constitucional, lo cual
permite múltiples interpretaciones y adaptaciones de la legislación que haga efectivas sus
disposiciones (Latour, 2010; García, 2001). Asimismo, es importante tener en cuenta la relación de la
reforma constitucional con la comunidad política de la cual heredó su “cultura legal” (Cotterrell, 2004;
Darian-Smith, 2008) para reconocer cómo se puede manifestar esta participación y las razones por las
cuales hay ciertas esferas en las que los pueblos indígenas no han podido penetrar.
Además, hay limitaciones a la participación que provienen de las mismas organizaciones indígenas
y sus representantes. Ejemplo de ello es el testimonio ofrecido por Maria Ernestina Garreta, abogada y
gobernadora del resguardo inga de Condagua en el municipio de Mocoa, Putumayo. Ella ha trabajado
con la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Colombiana (OPIAC) y conoce el
funcionamiento de estas burocracias y la existencia del clientelismo, razón por la cual optó por salir de
ese tipo de vida política (diario de campo, septiembre de 2013). Para ella, hay un problema de
participación en las organizaciones zonales y regionales, pues en la mayoría de los casos éstas no
tienen interlocución con las comunidades de base. Se supone que los candidatos para la representación
política son elegidos a través de la participación comunitaria en conjunto con las autoridades
tradicionales, pero muchas veces éstas seleccionan arbitrariamente o por parentela política a los
candidatos que conocen o que les sirven a sus intereses, reproduciendo así el círculo de élite y
evitando una retroalimentación con las bases sobre quiénes les representan. Esto resuena con varios
comentarios enunciados en las mesas de concertación (diario de campo, mayo de 2013) por parte de
asistentes o invitados especiales, que dicen que los delegados indígenas no tienen mayor preocupación
porque son los únicos que reciben un sueldo, una alimentación subsidiada por el Estado en sus
encuentros y unas garantías básicas para subsistir, a diferencia de la mayoría de personas en las
comunidades de base que sufren condiciones de extrema pobreza o de conflicto armado. Estas ventajas
ofrecen aún más incentivos para manipular la ley en función de intereses personales y de élite en
detrimento de la consolidación de una representación política legítima y articulada con las
comunidades de base.
Todo lo anterior está relacionado con el fenómeno de la “judicialización de la política” y las
razones por las cuales muchas organizaciones están optando por vías legales o de hecho para lograr
que se cumplan sus reclamos políticos y sociales. Este fenómeno y las condiciones internas del
movimiento indígena, en ocasiones, más que agilizar o facilitar una interlocución con el Estado que
ofrezca resultados tangibles, entorpece el proceso para lograr que los acuerdos realizados en los
espacios de concertación tengan efectos reales en los territorios indígenas (diario de campo, octubre de
2013). Más aún, organizaciones como la OPIAC que se definen a sí mismas como las defensoras de
los derechos de los pueblos indígenas, debido a su escaso arraigo a las bases y al círculo de élite
reproducido casi desde su surgimiento, no sólo son desconocidas para la mayoría de población que
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
15
dice representar, sino que no cumplen con su función primordial de garantía de derechos. Esto se ve en
las demandas de los delegados indígenas en la mesa departamental de concertación de la
etnoeducación del Caquetá. Aquí, no se sabe nada de la iniciativa por un sistema autónomo y aún
peor: se desconocen los mecanismos para hacer efectivo el uso de las disposiciones vigentes en
materia educativa indígena, pues la petición más reiterativa y contundente ha sido la asesoría en la
implementación de Proyecto Educativo Comunitario (Lorena Gómez, comunicación personal, 27 de
octubre de 2013). El PEC es, en éste momento, uno de los pocos dispositivos que los pueblos
indígenas poseen como instrumento diferencial para la formulación de sus propios modelos y
programas educativos (factor que, como se vio anteriormente, es una condición importante para el
goce del derecho a la educación y los beneficios que ésta conlleva). Éste está basado en la
normatividad del MEN, que exige la formulación de un Plan Educativo Institucional a cualquier
entidad educativa que quiera consolidarse como tal, con la diferencia de que permite enmarcar los
contenidos y metodologías de la educación en las necesidades de la comunidad y lo que ésta considera
importante para el aprendizaje de sus niños y jóvenes (Rodríguez, 2011; MEN, 2004; CONTCEPI,
2012). La OPIAC como organización regional, al no dar el acompañamiento que requieren las
organizaciones locales y las comunidades en algo tan básico como el manejo de este instrumento, es al
parecer ignorante y negligente frente a las múltiples acciones que debe realizar para garantizar el
derecho a la educación en los pueblos indígenas.
En otro orden de ideas, y acercándonos la resolución de la pregunta de investigación del presente
trabajo, a pesar de las limitaciones a la participación y a la representación, la oportunidad que
acogieron las organizaciones indígenas de actuar como sujetos en la creación del régimen político, y
no como objetos de una legislación impuesta y compuesta por un Estado hostil y distante (Van Cott,
2000:1), dio paso a que las organizaciones indígenas pudiesen proponer acciones concretas,
materializadas en acuerdos y políticas públicas, que estuviesen orientadas a fomentar su auto-
determinación y a garantizar el cumplimiento de sus derechos constitucionales. La apuesta por la
educación indígena como proyecto político y legal (Molina-Betancur, 2012; Rodríguez, 2011; Rojas y
Castillo, 2005; FLAPE, 2005) tiene su expresión propositiva en el proceso de negociación al interior
de la CONTCEPI sobre la consolidación de un sistema educativo autónomo: el Sistema Educativo
Indígena Propio (SEIP). Éste es una iniciativa nacional por parte de organizaciones, docentes y líderes
políticos indígenas de distintos pueblos del país, orientado a lograr que la educación de los indígenas
esté en sus propias manos. A su vez esta propuesta está encaminada a fortalecer su autonomía e
identidad cultural y asegurar su pervivencia como pueblos (Gómez y Castaño, 2013).
El SEIP es un proyecto que se ha trabajado desde el 2003 por delegados y expertos indígenas en
temas pedagógicos y de viabilidad jurídica, y por representantes del Ministerio de Educación
Nacional; ha sido planteado como una política pública para el manejo de la educación indígena y se
encuentra en este momento en fase de discusión sobre su normatividad jurídica y manejo
administrativo (diario de campo, mayo de 2013; Rodríguez, 2011). El SEIP en su documento base
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
16
(CONTCEPI, 2012) se relaciona explícitamente con el derecho a la preservación de la identidad
cultural, puesto que para los pueblos indígenas “lo fundamental que debe tener y desarrollar un
proceso educativo es que se mantenga su identidad étnica y cultural”(Rodríguez, 2011:82). Aquí, el
Estado y las organizaciones indígenas están llamadas a “tomar las medidas necesarias para que el
sistema educativo nacional permita desarrollar los elementos pedagógicos, didácticos y
administrativos” (Rodríguez, 2011:82), adoptando medidas que en cierta forma se salen del modelo
republicano de ciudadanía y se encaminan hacia la ciudadanía multicultural (Colom, 2005) a través de
un modelo de políticas educativas de tipo compensatorio (Fernández, 2005).
LIMITACIONES DE LA POLÍTICA ETNOEDUCATIVA: ¿POR QUÉ LEGALIZAR UN
SISTEMA AUTÓNOMO?
Teniendo en cuenta las mútiples caracterizaciones de Bruno Latour (2010) sobre el derecho como
algo que circula constantemente entre lo social y lo legal, y sus aspectos constitutivos del orden social,
así como la propuesta de Roger Cotterrell (2004) sobre las múltiples formas que tiene la ley de
articularse con la cultura y las comunidades, haré una breve exposición únicamente de los elementos
de la actual política etnoeducativa que presentan razones de peso para la decisión del movimiento
indígena de optar por las vías legales para la consolidación del SEIP (para un recuento detallado de la
etnoeducación en Colombia y los cambios en su legislación véase Rojas y Castillo, 2005; Molina-
Betancur, 2012; Rodríguez, 2011; MEN, 2004). La pregunta fundamental sobre el sentido de esta
decisión se basa no sólo en la necesidad de hallar una justificación a tal apuesta, sino también al hecho
de que existiendo ya ciertas condiciones que brindan a los pueblos indígenas la oportunidad de auto-
gestionar localmente sus experiencias educativas, resulta sugestivo e interesante el que no se apueste
por fortalecerlas o renovarlas a la luz de nuevos acuerdos y modificaciones a la política pública
existente.
En el tiempo que llevo asistiendo a la Coordinación de Educación y Cultura de la OPIAC ha sido
evidente para mí el hecho de que el SEIP es uno de los retos más complejos a los que se enfrentaría no
sólo el Estado sino también las organizaciones indígenas. Este proyecto -a pesar de que en términos
generales es una fusión entre el sistema escolar y los modos y concepciones no escolarizados de
educación por parte de los indígenas- presenta una transformación radical a la manera en la que se ha
venido administrando la educación para este sector de la población. A ojos de esta investigadora, esa
transformación radical se da tanto en la reestructuración institucional necesaria para el proceso de
implementación del SEIP, como en la cantidad de recursos (humanos y financieros) que éste requiere.
A nivel general, éste se adecúa en cierta medida a los intereses de la política educativa nacional en
tanto que continúa, como la etnoeducación, siendo orientada por criterios de integralidad,
interculturalidad, diversidad lingüística, participación comunitaria, flexibilidad y progresividad
(Molina-Betancur, 2012).
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
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En su documento base (CONTCEPI, 2012) es claro el énfasis en tres componentes principales que
corresponden con las preocupaciones centrales de las organizaciones indígenas en cuando a la
estructuración coherente de un sistema de educación que responda a sus necesidades educativas: el
componente político-organizativo, encargado de articular la toma de decisiones educativas con la
participación comunitaria y las autoridades tradicionales; el componente pedagógico, encargado de
caracterizar a la población objeto de la política pública, la creación de métodos y modelos
pedagógicos indígenas, la temporalidad en la que se inscribe el sistema y demás criterios de
integración de la vida escolar y la educación informal tanto a la comunidad como a las demandas por
una mejor articulación con la sociedad nacional; y el componente administrativo, que trata de asuntos
sobre contratación docente, personal administrativo, recursos financieros y articulación inter-
institucional necesarios para “dinamizar” el SEIP. Asimismo, la propuesta operativa del SEIP resuena
con lo que se expondrá a continuación en materia de descentralización educativa, lo cual fue evidente
en una reunión técnica con una sub-comisión delegada para la edición del documento base y la
formulación de sus elementos faltantes (diario de campo, marzo de 2013). Aquí, la delegación elaboró
una matriz administrativa, en la que la formulación, regulación y diseño de las políticas educativas
estaría centrada en la CONTCEPI como órgano intermediario entre el MEN y el seguimiento al SEIP;
las organizaciones regionales tendrían el deber de facilitar los recursos a las organizaciones locales o
zonales, así como la asesoría en cualquier tema relacionado a la implementación del SEIP; mientras
que las comunidades de base y los docentes en compañía de las autoridades estarían encargados de
formular autónomamente sus PEC de acuerdo con la normatividad dispuesta por la CONTCEPI y con
lo consignado en sus Planes de Vida.
En la actualidad, similar a lo propuesto en la sub-comisión técnica de la CONTCEPI, la
descentralización educativa y territorial ha hecho que muchos programas de educación a nivel
nacional se estructuren mediante un sistema articulado en los niveles nacional, departamental y
municipal. Las Secretarías Departamentales de Educación, de acuerdo a su tipología educativa, un
sistema de clasificación mediante el cual, a través de indicadores pre-establecidos, se evalúan las
condiciones generales del sistema escolar en una entidad territorial, reciben más o menos recursos por
parte del Estado para atender a la población bajo su jurisdicción a través del Sistema General de
Participaciones. Los criterios para la tipología educativa abarcan, entre otras cosas, las necesidades de
las escuelas públicas en cuanto a material didáctico e infraestructura, población vulnerable atendida
por la entidad territorial, subsidios necesarios para alimentación y/o transporte escolar, la relación
entre número de estudiantes por docente y el personal administrativo necesario para manejar el
sistema a nivel local.
Esta descentralización educativa, como lo exponen Engel (2008) y Rodríguez (2011), ha traído
consecuencias negativas para la calidad y el manejo de la educación en el nivel local, por lo cual vale
la pena preguntarse por el sentido de la descentralización que se propone en el SEIP. Laura Engel
(2008) establece que el debate sobre la descentralización educativa ha crecido en los últimos años en
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
18
la esfera internacional, siendo un modo de gobernanza educativa (educational governance)
fuertemente fomentado por organizaciones internacionales para la política pública como la
Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo, el Fondo Monetario Internacional, el
Banco Mundial y la UNESCO. Este modelo se promueve supuestamente para mejorar el poder
político local y sub-nacional, reorganizar las finanzas educativas para mayor eficiencia y equidad,
incrementar la calidad e innovación educativa, y sobre todo crear un sistema educativo más eficiente.
En tanto se concibe como un modo de gobernanza “bottom-up” (Engel, 2008), la descentralización
educativa fomentada por estas organizaciones internacionales en nombre de la eficiencia está siendo
priorizada en su aspecto administrativo, en donde se hace de la eficiencia la preocupación principal.
Sin embargo, esto no garantiza mayor poder o un incremento en la autonomía de esferas locales y sub-
nacionales de toma de decisión, sino que, por el contrario, éstas esferas implementan políticas públicas
dictadas por el Estado. (Engel, 2008). En últimas, siendo los Estados presionados globalmente por una
perspectiva de eficiencia social, éstos enfocan sus esfuerzos en la construcción de sistemas educativos
más productivos y económicamente eficientes, en detrimento de las metas educativas primordiales de
mejorar el bienestar social y promover la igualdad. Esto se relaciona con el derecho a la educación y
las obligaciones que impone a los Estados, los cuales suelen preocuparse excesivamente por la
cobertura universal y la eficiencia administrativa, dejando de lado la calidad y la pertinencia (Erazo y
de Vlaming, 1998).
A su vez, el contexto colombiano resuena con estos debates internacionales en lo que se conoce
como “La Revolución Educativa” que se dio al interior del Ministerio de Educación Nacional en el
año 2002 y que se implementó con el Acto legislativo 01 de 2001, desarrollado por la ley 715, y a
partir de la cual se incrementó la descentralización educativa (MEN, 2004; Rodríguez, 2011). Este
fenómeno obedece a una reorientación del sistema escolar hacia la calidad, la cobertura y la eficiencia,
y está ligado a una serie de reestructuraciones del Ministerio para adecuarse a los cambios de
administración y a las condiciones sociales dinámicas con las que tienen que lidiar las políticas
educativas. De acuerdo con la antropóloga Sonia Rodríguez, “las demandas de los grupos étnicos
quedaron supeditadas a unos débiles procesos de descentralización regida por la lógica neoliberal de
reducción del gasto y de la estandarización de la educación” (2011:). Más aún, dentro del proceso de
adecuación institucional para desarrollar lo propuesto por la Ley general de Educación 115 de 1994 se
realizaron entre 1992 y el año 2003 más de cuatro reestructuraciones internas de los grupos de trabajo
del Ministerio de Educación (Rodríguez, 2011), razón por la cual los pueblos indígenas hace mucho
que no gozan de un interlocutor estable encargado de darle continuidad al manejo de la educación
indígena ni de asesorar prolongadamente a los delegados en cuando a las posibilidades materiales y
restricciones legales de sus propuestas. Debido a ello, la etnoeducación como modelo diferencial de
educación indígena muchas veces “no encuentra respaldo ni apertura para poderse desarrollar, a pesar
de que los aspectos reclamados están contenidos en la normativa” (Rodríguez, 2011:85).
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
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Aquí es importante agregar el hecho de que muchos funcionarios del Ministerio son
constantemente cambiados entre sus múltiples dependencias, razón por la cual al llegar al proceso con
la CONTCEPI o con las Mesas de Educación de las organizaciones regionales o bien desconocen por
completo el proceso histórico y la política etnoeducativa, o peor aún, desconocen por completo cómo
interlocutar con los pueblos indígenas en el marco de sus derechos constitucionales y sus particulares
maneras de organizarse y expresarse en los espacios de concertación (Rodríguez, 2011; diario de
campo, octubre de 2013). Lo mismo podría decirse de algunos delegados indígenas, aunque debido a
la perpetuación de los intelectuales y las élites anteriormente mencionada, esto sucede en menor
medida. Todo esto promueve el interés por parte de los líderes políticos indígenas de establecer un
sistema autónomo, manejado por personajes que pertenezcan a los pueblos indígenas o que hagan
parte activa de sus procesos educativos, sin que tengan que atenerse a las restricciones burocráticas ni
a la mala administración por parte de las secretarías de educación (Rodríguez, 2011). De esta manera
solucionarían en parte el problema de la descontextualización de los funcionarios en materia de
educación indígena, así como otorgarían a las comunidades de base el poder que necesitan para
formular sus PEC de manera autónoma y abrirían más oportunidades de trabajo para los pueblos
debido a la formación docente y a la contratación de personal administrativo.
En otro orden de ideas, la ley general de educación define en múltiples artículos la atención
educativa para grupos étnicos, y mediante el decreto 805 de 1995 generó una estructura de
oportunidad (Keck y sikkink, 2000) para el establecimiento de un espacio para la educación indígena
dentro de la política educativa nacional, ya que “contribuyó a la consolidación de la política oficial a
partir del reconocimiento efectivo que se hizo de la propuesta de una educación indígena y que dentro
de la lógica del Estado se asumió como etnoeducación” (Rodríguez, 2011:97). Esto se facilitó por la
experiencia adquirida en más de 32 años del proceso de etnoeducación en Colombia y por la
posibilidad de reconceptualizar tanto este modelo como el modelo de la EIB y la educación propia. La
pugna por la consolidación del SEIP se enmarca por parte de algunas organizaciones regionales en el
derecho a la diferencia, por lo cual la vía legal se asume como vehículo para consolidar “la capacidad
de decisión de cada pueblo sobre el tipo de educación que quieren para sus hijos. Por esta razón, han
incluido la educación como uno de los componentes fundamentales en sus propuestas de autonomía y
de fortalecimiento organizativo” (Rodríguez, 2011:56).
Enmarcar la movida indígena por la autonomía educativa de esta manera representaría lo que
Cotterrell (2004) y Latour (2010) identifican como el poder del derecho y las leyes para moldear los
significados de las relaciones sociales y las instituciones sociales y, como lo señala Shore (2010) sobre
el caso de las políticas públicas, para definir nuevas subjetividades e identidades personales. Desde
este punto de vista, pareciera que el “movimiento pedagógico étnico” (Rodríguez, 2011) de los
pueblos indígenas se relaciona con una concepción del derecho como un asunto de la dominación de la
cultura por parte de la ley (law’s domination of culture) o de la ley como un objeto de competencia o
lucha cultural (law as an object of cultural competition) (Cotterrell, 2004). Esto a su vez se enmarca
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
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en una cultura legalista del movimiento indígena identificada por Lemaitre (2013) en los orígenes del
mismo con Quintín Lame, así como en el fetichismo legal en los países poscoloniales señalado
anteriormente y expuesto por Comaroff y Comaroff (2009). La idea del derecho y la participación
política como campos de lucha cultural entre el gobierno y los pueblos indígenas, tiene su expresión
evidente en el campo de los escenarios de concertación, “donde aparece el distanciamiento o
acercamiento de las posiciones, de acuerdo con los intereses de cada uno, y en el que generalmente
prevalecen las iniciativas gubernamentales frente a las de los indígenas” (Rodríguez, 2011:85).
Enmarcado en sus procesos de resistencia histórica, el proyecto del SEIP por vías legales constituye
una forma más de legitimar esas luchas y de posicionarse ante los ojos del Estado como pueblos que
tienen poder sobre sí mismos y sobre la educación que desean, lo cual está ligado a lo mencionado
arriba sobre el derecho a la diferencia.
A pesar de la legislación vigente, debido a la dispersión de los pueblos, a la descentralización
política y territorial del Estado, a la diversidad geográfica y cultural del país y a las dificultades que
este paisaje plantea para la administración educativa (Van Cott, 2000), “se genera una ruptura entre la
legislación y la práctica debido a las contradicciones, a la ausencia de aspectos especiales y de
mecanismos de articulación con las propias leyes que hacen muy difícil su aplicación. A esto se suma
la brecha entre el marco legal y las políticas públicas” (Rodríguez, 2011:87). En palabras de Bruno
Latour (2010) el derecho establece formatos para múltiples esferas de la vida social, y la educación no
escapa de ello; pero para que la ley tenga fuerza y “tenga dientes”: “the entire circle of representation
and obediente constantly has to be covered; this is statesmen job. If there is one thing that law does not
know how to replace, it is the gradual composition of sovereignty that is achieved by politics” (p.
270). Por eso la importancia de los espacios de concertación en los que hagan presencia los secretarios
de educación y delegaciones de los vice-ministerios de educación, pues sólo es mediante la acción
conjunta de lo político y lo jurídico que se puede llegar a cambios generalizados en las políticas
educativas. El autor recalca que el derecho sólo tiene significado en tanto se desdoble, se desenvuelva,
se esparza en el ámbito social, y ya que la actual política educativa no cumple estos tres requisitos, se
hace necesario pensar en una nueva forma de manifestar la ley sobre educación indígena que sí posea
los “dientes” necesarios, lo cual se manifiesta en la esperanza por el SEIP. Este problema lo ilustra
Sonia Rodríguez en su estudio sobre la política etnoeducativa:
“existe poco desarrollo de la reglamentación en los aspectos fundamentales de la ley como el tema de la obligación del uso y trabajo con la lengua en los contenidos curriculares y en el proceso escolar, lo relacionado con la posibilidad de desarrollar proyectos propios etnoeducativos, frente al proyecto educativo institucional (PEI), y la formación e incorporación de los docentes de las mismas comunidades, además del hecho de que todo el tiempo hay una tensión entre la aplicación de la normativa especial y la nacional” (2011:88).
Agregado a ello, la normativa etnoeducativa no es acatada por las entidades territoriales. Ejemplo
de ello es el caso de Condagua, en Mocoa, donde al interior de un resguardo indígena se encuentra un
establecimiento educativo manejado por colonos en su totalidad (diario de campo, septiembre de
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
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2013). Asimismo, Rodríguez expone el hecho de que en varios casos se le obliga a las comunidades a
hacer uso del PEI argumentando que los proyectos educativos comunitarios no tienen la calidad
exigida ni los estándares ni las competencias establecidas por el MEN: “De esta manera no se admite
que su propuesta curricular se salga de las nueve áreas fundamentales, es decir, que no pueden
proponer sus propios contenidos curriculares, sino los que ya están establecidos para el resto del
sistema educativo” (2011:89). Tal situación aplica no sólo para el diseño de propuestas educativas sino
también para la contratación, formación y selección de docentes. Esto provee una razón más para optar
por generar una normativa especial para la educación indígena, que no tenga que estar exclusivamente
sometida a los criterios universales del sistema nacional, sino que permita flexibilidad y pertinencia
cultural y lingüística en el diseño de programas educativos. En el momento en que las entidades
territoriales no tengan poder alguno para limitar la creatividad de los pueblos en materia educativa,
éstos lograran no sólo mejorar sus propios modelos pedagógicos sino también generar propuestas para
la sociedad en general que partan de la diversidad y la interculturalidad. Hasta que esta normativa
especial no se logre, la política etnoeducativa seguirá siendo concebida en parte como asimilacionista
y asistencialista, pues seguirá sometida a los caprichos y prejuicios de las secretarías departamentales
de educación y continuará siendo formulada en términos generales como una política de integración y
de asistencia a la categoría generalizada de los grupos étnicos.
Por último, existe un obstáculo fundamental al establecimiento del SEIP como sistema autónomo,
el cual tiene que ver con la eterna postergación a la consolidación y definición de las Entidades
Territoriales Indígenas (ETIs) como territorios autónomos (Van Cott, 2000) y a la imposibilidad
institucional y jurídica que esto brinda para garantizar un flujo libre de recursos económicos por parte
del MEN o cualquier otro ministerio a los resguardos y cabildos. Una propuesta fundamental del SEIP
presentada en la propuesta de la sub-comisión técnica es aquélla de la autonomía entendida como la
capacidad de la CONTCEPI de formular y regular sus propias políticas educativas, aunque en esta
autonomía continuaría relacionándose con el MEN para garantizar un buen seguimiento al proceso del
SEIP y, sobre todo, para justificar los recursos que el MEN enviaría periódicamente a las
organizaciones y resguardos para que realicen de manera efectiva su derecho a la educación. Uno de
los problemas que esta propuesta plantea para el Estado está, entre otras cosas, en el hecho de que
establece como metas ciertos objetivos que son a duras penas medibles, mucho menos cuantificables.
El MEN mide la cantidad de recursos asignada a cada entidad territorial a través de la tipología
educativa, por lo cual si los pueblos indígenas tienen unas categorías distintas de evaluación o de
categorización de las necesidades educativas sería necesario formular una norma específica para la
administración de recursos para los pueblos indígenas. Esto devendría en que para la implementación
del SEIP no sería necesario únicamente una legislación que lo reconozca y lo consolide efectivamente
al interior del Estado, sino que también generaría una “cascada de leyes y decretos” que sería
necesario establecer para la regulación de cada uno de esos “aspectos problemáticos” de la educación
propia. A pesar de ello, la condición indefinida de las ETIs y la lucha histórica de los pueblos
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
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indígenas por el territorio como el eje de sus reivindicaciones sería un incentivo más de optar por la
vía legal para el reconocimiento del SEIP. Mediante el derecho sería posible garantizar una verdadera
autonomía territorial a los pueblos, cosa que no ha sido posible por vías de hecho u otras formas de
manifestación política. Esta lucha es indefinida puesto que los pueblos indígenas, a pesar de
representar a duras penas el 3% de la población, habitan casi un tercio de las tierras del país, por lo
cual garantizar este tipo de autonomía presentaría para algunos intereses un error estratégico, sobre
todo en lo que tiene que ver con la extracción de recursos naturales (Van Cott, 2000).
A manera de conclusión, la siguiente cita acoge muy bien y de manera sintética algunos elementos
que justifican la decisión del movimiento indígena por optar por las vías legales para la consecución
de su autonomía educativa:
a nivel de las políticas educativas adoptadas para hacer realidad la visibilización de este nuevo ciudadano colombiano [promulgado por la Constitución del 91, los pueblos indígenas] han tenido varios y difíciles obstáculos que atravesar, como la falta de reglamentación completa de los derechos fundamentales, la imposibilidad del uso de la lengua propia en sus territorios y en sus procesos educativos, lo dificultoso o imposible que ha sido hasta el momento desarrollar la Ley 115 de 1994 y el Decreto 804 de 1995 a nivel territorial, el choque entre la normativa nacional con la especial, la ausencia de propuestas, presupuestos y políticas territoriales, la falta de la Ley Orgánica de Ordenamiento Territorial que entregaría la posibilidad de administrar la educación en sus territorios, evidenciando así la resistencia por parte de la institucionalidad para desarrollar jurídicamente lo que se propuso, lo que generó una posibilidad en el discurso político y en las reclamaciones (Rodríguez, 2011:112).
En suma, lo que buscan los pueblos con esta apuesta legal y política es que la educación parta de sus
necesidades y expectativas, que la gestión esté bajo su control y que puedan interactuar con las
autoridades estatales para generar las condiciones necesarias para la conservación de su identidad
étnica y que se faciliten los medios económicos necesarios para su autonomía (Rodríguez, 2011).
“Paradójico resulta que a la vez que se garantizan por ley los espacios de construcción participativa, la
distribución de las competencias y los recursos entre la Nación y las entidades territoriales, haya una
infinidad de obstáculos para que las autoridades indígenas decidan sobre los aspectos relacionados con
la prestación efectiva y pertinente del servicio educativo” (Rodríguez, 2011:95-96). La pugna legal por
la autonomía educativa pareciera ser una superimposición de la ley en una realidad a la cual no altera
fundamentalmente pero sobre la cual actúa de todos modos (Latour, 2010).
A pesar de las limitaciones y los constantes fracasos en su lucha legal y política, los delegados del
movimiento indígena le dan al derecho la esperanza del cambio pues se le atribuye poder como la
forma más generalizada de resolución de conflictos, participación política y atención a reclamos
(Lemaitre, 2009, 2013). Esto está relacionado con el contexto histórico de la Constitución del 91 y la
asunción generalizada de que la causa de los conflictos sociales y la crisis del Estado yacía en la
institucionalidad y normatividad vigentes para ese momento, por lo que la esperanza de una nación
pluralista y sin conflictos sociales recaía en la reestructuración del Estado y en la apertura del mismo a
una democracia participativa (Van Cott, 2000). Asimismo, la concepción tradicional de la educación
como escuela, y de la escuela pública como espacio para la formación ciudadana, hace que la lucha se
Ana Lucía Castaño Galvis Entre la ley y la autonomía…
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de dentro del marco de la escolaridad y el sistema educativo. Tal lucha pareciera que sólo puede darse
en términos de negociaciones a gran escala entre el Estado y las organizaciones, y no en procesos
locales o en vías de hecho que se desenvuelvan discreta y paralelamente a la escolaridad como lo han
venido haciendo por siglos (CONTCEPI, 2012). Esto quizá esté ligado al reconocimiento ganado en
los últimos años por parte de los pueblos indígenas y a la necesidad de agregar más fundamentos
solidificados en el derecho a ese reconocimiento que permitan trabajar, tejer, arreglar, destinar,
imputar y envolver el mundo social indígena (Latour, 2010). Por último, cabe decir que a pesar de que
se ha dado una oportunidad política a los pueblos indígenas de transformar la cultura legal y de la
legalidad contemporánea, éstos no han hallado una manera de salirse del fetichismo legal e innovar en
concepciones alternativas de democracia y ciudadanía, sino que, por el contrario, lo han reproducido y
adaptado a sus propias maneras de estructurar el ejercicio de la autoridad y del poder.
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