GUATEMALA, DOMINGO 022 16 DE N O VIEMBRE...

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02 G U AT E M A L A , D O M I N G O | elAcordeón0202´22 | 1 6 D E N OV I E M B R E D E 2 0 0 8 03 G U AT E M A L A , D O M I N G O | elAcordeón0303´33 | 1 6 D E N OV I E M B R E D E 2 0 0 8

Permítanme iniciar mi inter-vención, que no quiero quesea larga, pues el verdade-ro protagonista esta tardedebe ser Eduardo Halfon,con la cita de unos versos de

un poeta polaco judío de nombre descono-cido. Esos versos rezan así:

“A todos nos acompaña una sombra,pero sólo unos pocos conocen esa luz quenos habla.”

En el libro que presentamos esta tarde, no les quepa la menor duda, hay una luzque nos habla. Y nos habla a media voz,pero también con la firmeza de saber quelo que nos está contando es reflejo de una revelación más antigua que la muerte.

Me costaría mucho destacar uno entre el conjunto de cuentos, dado que para elque se les dirige todos constituyen una unidad con clara independencia de suspartes. Con todo, voy a fijar mi mirada enel que lleva por título El boxeador polaco, porque fue un cuento que desde que lo leí me estremeció y mantuvo mi ánimo en sus-penso merced a una habilidad fuera de lo común para yuxtaponer los tiempos en un presente cuya carga de trascendencia opri-me al personaje narrativo. Es un relato quepodría usarse –creo que ya se lo indiqué alautor en una carta– para enseñar a un aspi-rante cómo escribir cuentos. En él se nos narra de manera muy sucinta una historia emocionante, la de la peripecia de super-vivencia del abuelo polaco del narrador enel malhadado campo de exterminio nazide Auschwitz. La intensidad emocional deeste relato comienza cuando el personajese pregunta a sí mismo cómo plantear la pregunta que nunca debe hacerse, la pre-gunta de cómo pudo sobrevivir alguien alhorror, además de con el hecho de subra-yar el efecto salvador que tiene la palabra.Una palabra o un conjunto de ellas que una

vez enunciadas frente a una situación depeligro ya no se recordaban porque habíandejado de ser importantes o simplementeporque habían cumplido ya con su propó-sito como tales, y entonces habían desapa-recido para siempre junto con el boxeadorpolaco, el salvador del abuelo del narrador,que alguna noche oscura las había pronun-ciado.

En el relato con que se abre el libro,Lejano, ya puede leerse, a modo de avisopara navegantes, que un cuento siemprecuenta dos historias y que un relato visibleesconde otro invisible. Ambas verdades,créanme, van a ir desovillándose cuentoa cuento en El boxeador. Libro en el que rrhay más, mucho más de lo que podemosver, y que estando sólo sugerido, comodice el propio alter ego de Halfon, tantomonta, se encuentra igualmente presenteentre líneas. Nos hace fijar la mirada encosas que en realidad nos están diciendootras sólo con señalarnos simplemente ellugar donde acontecieron unos hechos.En el cuento al que vengo refiriéndome,se nos desvela que una ilusión solamentefunciona si confiamos en ella, y confiare-mos en ella en la medida en que en ningúnmomento a lo largo del libro nos abandonea nosotros, los lectores.

Alguna vez cualquiera de nosotros,aunque sólo sea por unos instantes, nosabemos quiénes somos. Ése es, a mi juicio,el leitmotiv del tercer cuento de este volu-men, Twaineando, y quizás también del segundo, Fumata blanca, donde la peri-pecia narrada se diluye con naturalidad enperplejidad hacia los otros, hacia el propioyo, hacia la esencia inaprensible que habita en lo real. Un congreso en Durham sobreMark Twain; una historia de amor fugaz–mejor dicho, de amago de amor fugaz–con una mochilera europea de turismopor Centroamérica en Fumata blanca; la

ESA LUZ QUE NOS HABLA

intensidad de la relación profesor-alumnoque lleva –volviendo a Lejano– al maes-tro a perseguir el porqué de la renuncia de su brillante pupilo de origen indígena a continuar sus estudios becados en la uni-versidad.

En Epístrofe ya se nos advierte desde la primera frase que ese cuento, comotodo otro cuento, quedará inconcluso oal menos parecerá quedar inconcluso. Y también cómo se gestiona el genio, cómose reconoce el estilo y lo complicado queresulta saber cuál es éste cuando en eserelato se nos habla de dos heterodoxos delpiano, uno por el lado jazzístico, TheloniusMonk, y otro por el clásico, el gran pianista judío Lazar Berman, que por cierto, y sinánimo de enmendarle la plana a nuestroautor, no estaba tan reñido con Chopincomo se asegura, y como prueba de lo queafirmo sólo hay que escuchar sus magis-trales interpretaciones de los Estudios delcompositor romántico.

El boxeador polaco reúne una serie de relatos de diversa índole que, sin embar-go, tienen puntos en común. Sobre todo,la literatura y sus mecanismos, la vida y sus durezas y, por qué no señalarlo, susextrañezas, el mal. Estos cuentos son, a mi juicio, tan buenos que aun al lectormenos avisado le revelan una voz narrativa madura, con gran conocimiento del géne-ro y con gran habilidad para desplegarlo enforma de imágenes, pausas, extraídas, noles quepa la menor duda, del lenguaje poé-tico. Es un libro, pues, en el que hay poesía,dolor, estupefacción y unas grandes dosis,como la preceptiva narrativa exige, unasgrandes dosis, repito, de realidad.

Desde Twaineando, cuyo pretextotemático, repito, es un congreso de escrito-res alrededor de la figura de Mark Twain,hasta el relato que da título al libro, en elque se nos narra la historia del númerotatuado en el campo de concentración deAuschwitz en el brazo del abuelo del narra-dor (y por cierto, detalle mencionado enotros de los cuentos del volumen y que seresuelve prodigiosamente en forma de his-toria al final del libro), Halfon mantieneuna regularidad y un dominio de los recur-sos propios de un escritor muy dotado y deuna voz propia muy consolidada.

Son sinnúmeros, y lo recalco, los recur-sos que nuestro autor despliega en cada uno de sus relatos para lograr que fun-cionen. Y lo consigue en todos y cada unode ellos. Desde apuntes del desenlace alprincipio hasta la ocultación sutil de datospara crear pequeñas catarsis de extrañeza y, ante todo, y lo más personal, una especiede talento para las sinestesias que irrum-pe en los cuentos cambiando su direccióno estableciendo puntos de contacto contodos los niveles de realidad, desde el lin-güístico hasta el de las cosas, los animales,el hombre común, los nazis imaginarios y

reales a un mismo tiempo, etcétera.Para terminar me gustaría simple-

mente hacer hincapié en algo en lo que sereflexiona en el relato que cierra el libro deEduardo Halfon, El discurso de Póvoa. Enqué es la realidad. El autor reconoce que nosabe la respuesta y aún menos cómo puedeconcebirla. Aunque de pronto rectifica y sele ocurre que lo único posible para lograrentender algo de eso que creemos lo reales volcarse sobre la propia experiencia. La literatura no es más que un buen truco,como el de un mago o un brujo, que hace a la realidad parecer entera, que crea la ilu-sión de que la realidad es una o que tal vezla literatura necesite construir una reali-dad destruyendo otra, es decir, destruyén-dose a sí misma y luego construyéndose denuevo a partir de sus propios escombros. Y al final concluye en algo que suscribo ple-namente: que al escribir sabemos que hay algo muy importante que decir respectoa la realidad, y que lo tenemos al alcance,muy cerca, en la punta de la lengua, y queno debemos olvidarlo. Pero siempre, sinduda, lo olvidamos. Nunca se puede estarseguro de lo que se escribe, uno muere,como dice más o menos W.S. Merwin enuno de sus poemas, sin saber si algo de loque se escribió era bueno, y si le hace falta saberlo, mejor que no escriba. De ahí quedijese al principio de mi intervención quelo que se nos cuenta en este libro es reflejode una revelación mucho más antigua quela muerte.

(Texto leído durante la presentación de “El boxeador polaco” en Ginebra y Madrid,

Octubre de 2008.)

“El boxeador Polaco”, que acaba de publicar la editorial española Pre-Textos, es el más reciente libro del escritor guatemalteco Eduardo Halfon. Una reunión de ocho cuentos independientes entre sí que pueden leersecomo una unidad, como una novela construída a retazos. Un libro en el que hay poesía, dolor, estupefacción y unas grandes dosis de realidad. A continuación reproducimos una apreciación de la obra debida a su editor

Manuel Borrás y un fragmento de uno de los cuentos.

P O R | MANUEL BORR ÁSP O R | EDUARDO HALFON

69752. Que era su número de teléfono. Quelo tenía tatuado allí, sobre su antebrazoizquierdo, para no olvidarlo. Eso me decía mi abuelo. Y eso creí mientras crecía. Enlos años setenta, los números telefónicosdel país eran de cinco dígitos.

Yo le decía Oitze, porque él me decía Oitze, que en yiddish significa alguna cur-silería. Me gustaba su acento polaco. Megustaba mojar el meñique (único rasgo físi-co que le heredé: ese par de meñiques cada día más combados) en su vasito de whisky.Me gustaba pedirle que me hiciera dibu-jos, aunque en realidad sólo sabía hacer undibujo, trazado vertiginosamente, siempreidéntico, de un sinuoso y desfigurado som-brero. Me gustaba el color remolacha de la salsa (jrein, en yiddish) que él vertía encima de su bola blanca de pescado (guefiltefish,en yiddish). Me gustaba acompañarlo ensus caminatas por el barrio, ese mismobarrio donde alguna noche, en medio de uninmenso terreno baldío, se había estrelladoun avión lleno de vacas. Pero sobre todo megustaba aquel número. Su número.

No tardé tanto, sin embargo, en com-prender su broma telefónica, y la impor-tancia psicológica de esa broma, y eventual-mente, aunque nunca nadie lo admitía, elorigen histórico de ese número. Entonces,cuando caminábamos juntos o cuando él seponía a dibujarme una serie de sombreros,yo me quedaba viendo aquellos cinco dígitosy, extrañamente feliz, jugaba a inventarmela escena secreta de cómo los había conse-guido. Mi abuelo boca arriba en una camilla de hospital mientras, sentado a horcajadassobre él, un inmenso comandante alemán(vestido de cuero negro) le gritaba númeropor número a una anémica enfermera ale-mana (también vestida de cuero negro) y ella entonces le iba entregando a él, uno por uno,los hierros calientes. O mi abuelo sentado enun banquito de madera frente a una media luna de alemanes en batas blancas y guantesblancos y luces blancas atadas alrededor desus cabezas, como de mineros, cuando derepente uno de los alemanes balbucía unnúmero y entraba un payaso en monocicloy todas las luces blancas lo iluminaban deblanco mientras el payaso Ðcon un granmarcador cuya mágica tinta verde jamásse borrabaÐ escribía ese número sobre elantebrazo de mi abuelo, y todos los cientí-ficos alemanes aplaudían. O mi abuelo, depie ante una taquilla de cine, insertandoel brazo izquierdo a través de la redonda apertura en el vidrio por donde se pasan losbilletes, y entonces, del otro lado de la venta-nilla, una alemana gorda y peluda se ponía a ajustar los cinco dígitos en uno de esos sella-

dores como de fecha variable que usan losbancos (los mismos selladores que mi papá mantenía sobre el escritorio de su oficina y con los que tanto me gustaba jugar), y luego,como si fuese una fecha importantísima,estampaba ella con ímpetu y para siempreel antebrazo de mi abuelo.

Así jugaba yo con su número.Clandestinamente. Hipnotizado por aque-llos cinco dígitos verdes y misteriosos que,mucho más que en el antebrazo, me parecía que él llevaba tatuados en alguna parte delalma.

Verdes y misteriosos hasta hace poco.A media tarde, sentados sobre su viejo

sofá de cuero color manteca, estaba tomán-dome un whisky con mi abuelo.

Noté que el verde ya no era verde, sinoun grisáceo diluido y pálido que me hizopensar en algo pudriéndose. El 7 se había casi amalgamado con el 5. El 6 y el 9, irre-conocibles, eran ahora dos masas hincha-das, deformes, fuera de foco. El 2, en plena huida, daba la impresión de haberse sepa-rado unos cuantos milímetros de todos losdemás. Observé el rostro de mi abuelo y depronto caí en la cuenta de que en aquel juegode niño, en cada una de aquellas fantasíasde niño, me lo había imaginado ya viejo, ya abuelo. Como si hubiese nacido un abueloo como si hubiese envejecido para siempreen el momento mismo que recibió aquelnúmero que yo ahora examinaba con tanta meticulosidad.

Fue en Auschwitz. Al principio no estaba seguro de haber-

lo escuchado. Subí la mirada. Él estaba tapándose el número con la mano derecha.Llovizna ronroneaba sobre las tejas.

Esto, dijo frotándose suave el antebrazo.Fue en Auschwitz, dijo. Fue con el boxea-dor, dijo sin mirarme y sin emoción algu-na y empleando un acento que ya no era elsuyo.

Me hubiese gustado preguntarle quésintió cuando finalmente, tras casi sesen-ta años de silencio, dijo algo verídico sobreel origen de ese número. Preguntarle porqué me lo había dicho a mí. Preguntarlesi soltar palabras almacenadas durantetanto tiempo provoca algún efecto libera-dor. Preguntarle si palabras almacenadasdurante tanto tiempo tienen el mismosaborcillo al deslizarse ásperas sobre la lengua. Pero me quedé callado, impaciente,escuchando la lluvia, temiéndole a algo, qui-zás a la violenta trascendencia del momento,quizás a que ya no me dijera nada más, qui-zás a que la verdadera historia detrás de esoscinco dígitos no fuera tan fantástica comotodas mis versiones de niño.

EL BOXEADORPOLACO(FRAGMENTO)

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