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LOS RECUERDOS DEL CORONEL
NARRATIVA
Autora: María del Coral Morales Espinosa
Premio Nacional del concurso de Símbolos Patrios 2010
Estoy seguro que soy uno de los últimos que quedan; si no es que soy el
último. Sólo me llaman cuando hay un acto importante, cuando requieren en el
presídium de una figura que exalte el orgullo patriótico de ser mexicano; y yo, me
siento ahí donde me indiquen, a veces junto a algún diputado, gobernador e
inclusive meritito junto al señor Presidente de la República. Estoy ahí, portando en
la pechera de mi gastado traje militar, las medallas que nadie ve y que sin
embargo son las que me confieren el mérito de ser quien soy: Serafín Rivera
López, Coronel del Cuarto Regimiento del Ejército Insurgente del Sur, que fuera
encabezado por el mismísimo General Don Emiliano Zapata.
Hoy, 28 de noviembre de 1992, me invitaron a conmemorar el 81
aniversario del Plan de Ayala y, aunque no parezca, a mis 99 años entiendo que
con la reforma al artículo 27 Constitucional, realizada este mismo año, el espíritu
zapatista de aquel documento firmado en 1911 ha muerto para dar paso a la
modernidad del México de mis tataranietos. Escuché con atención los discursos;
después de entonar el glorioso Himno Nacional caí exhausto sobre mi silla
mientras altos funcionarios se congratulaban y estrechaban eufóricamente las
manos de todo aquel que se acercara, ya sea para saludar o para solicitar
intercesión y arreglar todo tipo de asuntos burocráticos. Pues como la mera
verdad, es que a mí nadie se me acercaba y apenas me saludaban, de manera
sigilosa baje como pude del templete y me dirigí al taxi que tan amablemente, año
con año en esta fecha, pone a mi servicio el jefe de la delegación de Coyoacán. Le
solicite al chofer que me llevara a “la pagaduría de finanzas”, —ni modo—, le dije,
—hoy es fin de mes y hay que ir a cobrar mi pensión—. A través del cristal
constaté que ella ya estaba sentadita en una de las butacas que había apartado
para mí. Apenas me vio y corrió a saludarme, “siéntese ´buelito y écheme uno de
esos choros que siempre me cuenta”. Emocionado, le platiqué a Charito que hoy
recordé el día aquel, en el que con voz ronca pero entusiasta el maestro Otilio
Montaño nos leyó el famoso Plan de Ayala en aquel lugar perdido en la sierra
llamado Ayoxustla. Lo que más recordé fueron las lágrimas de emoción
derramadas por aquellos hombres recios, cuyos rostros curtidos por el polvo y el
sol, se enternecían al presenciar la manera en la que despacito y delicadamente
se deslizaba nuestra bandera por aquella asta de carrizo macizo. —Sí Charito,
ese lienzo de seda tricolor era un tesoro preciado, era nuestra bandera desde la
campaña maderista; sabía de nuestros triunfos y era testigo de nuestras derrotas,
era la única cosa capaz de remover nuestros sentimientos, era la presencia misma
de nuestra madre Patria. Para hombres como nosotros, que por la causa agrarista
dejamos la tierra que nos parió, en aquella bandera teníamos la esperanza de un
inmenso campo verde que volvería a acunarnos en el momento aquel en el que
por bala enemiga cayéramos en campo de batalla, o fulminados por la terrible
fiebre causada por la viruela, o por la tifoidea, o por la bronquitis, o porque de
manera apacible nos llegara el ocaso y la hora de volver de dónde venimos.
Encontrar morada en algún rinconcito verde de nuestra bandera de seda, siempre
y cuando sea territorio liberado, siempre y cuando sea de aquel que lo trabaja. Un
pedacito verde en donde el chile, el maíz y la calabaza se nos dieran en
abundancia, para que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos saciaran su
hambre después de labrar su tierra. Verde esperanza, campo verde, el verde de
nuestra bandera—. Así es Charito, estos hombres además de rudos éramos muy,
pero muy sentimentales y soñadores. Imaginábamos pues, que un día, este
pueblo levantado en armas dejaría de teñir la tierra con la sangre de sus hijos, de
sus padres, de sus mujeres; y no es que pensáramos que fuera en vano, la causa
era justa y bien valía la pena luchar por los ideales sino que, a nuestros ojos, el
único color en nuestro lienzo de seda que nunca perdía brillo era el rojo; creíamos
pues que la Patria ya no deseaba mártires, ya no quería ríos de sangre y que por
eso mismo un tercio de todos y cada uno de los lábaros nacionales mantenían el
color de la sangre derramada desde el México antiguo, la Independencia y las
guerras de invasión e intervención extranjeras. La sangre revolucionaria sería la
última cuota que el pueblo mexicano pagaría para conseguir tierra y libertad
¡Estábamos seguros! Tal vez el color rojo de nuestra bandera era el que nos
hacía llorar. Yo por ejemplo pensaba, cuando me daban el parte militar, en
aquellos hijos huérfanos, en las mujeres sin marido, en los hombres sin su
"adelita", en aquellos cuerpos inermes sobre los campos verdes, abonados con la
sangre de mexicanos que preferían morir luchando por sus ideales, que vivir
siendo lacayos de intereses e ideales ajenos—.
—¿Y el águilita ´buelito?, ¿tenía aguilita tu Bandera de seda?—.
—Sí Charito, ese espacio blanco en el que el águila demostraba su majestuosidad
devorando la serpiente nos recordaba que, como los antiguos mexicas, había un
lugar prometido para nosotros. Un lugar en el que la madre tierra de manera
prodigiosa, diera a cada quien lo ganado. Un lugar: nuestro hogar, en el que la
dictadura y la voracidad, fueran castigados cuál serpiente incitadora del mal. Un
hogar: nuestro jacal con su maizal, en el que la solidaridad y las ganas de trabajar
fueran premiadas con el fructífero nopal. Por llegar a ese lugar muchos de
nosotros andábamos en la bola. Sabíamos que faltaba poco para jugar como
niños en las aguas del gran lago. Un lago que saciaría nuestra sed y regaría
generosamente nuestras tierras libres. Un lago de aguas apacibles y espejo de un
cielo azul—.
Absorto en la plática con Charito, sólo escuche que repetían mi clave de
seguridad social cuando el bastón de Doña Mica picaba mi espalda mientras me
gritaba malhumorada: ¡Su turno Coronel! Ayudado por Charito, me incorporé lo
más rápido que pude y me dirigí hacia la ventanilla, mientras insistentemente
anunciaban:
¡17055PH- Rivera López Serafín! Me dieron el sobre y conté el dinero de mi
pensión. Mil ciento veinte pesos. Guardé mi sobre y su preciado contenido y le di
sus veinte a Charito. —¡Gracias ´buelito. Que Dios te dé más y ya no te mande a
pelear!, ¡Hasta el mes que entra!—
Me ayudó a subir al taxi y se perdió como siempre en una de las calles de
esta enorme ciudad. Sentí unas ganas inmensas de llorar cuando aquel costal de
huesitos desapareció de mi vista. No cabe duda, entre más viejo más chillón.
Llegué a mi casa y descansé bajo la sombra de aquel árbol que con tanto esmero
planté y cuidé; éste era el único símbolo que quedaba de mí ser y quehacer
campesino. No me arrepiento, soy testimonio vivo; ¡El último Coronel del Cuarto
Regimiento! — ¡Que Viva mi General Emiliano Zapata! —
No se cuánto tiempo dormí, el caso es que estoy chamuscado por la
resolana. Mi nieta la mayor me lleva hacia adentro y con tono regañón me susurra:
—cada mes es lo mismo, ves a esa Charito, regresas muy triste y hasta la
nombras en tus sueños; ¿Pues quién es Charito. Abue?—
—Charito, mi´jita, es una pequeñita adulta a sus doce años, solitaria y precoz;
mamá de sus propios hermanitos y esperanza para ellos de un mañana mejor.
Charito, mi´jita, espera hoy en día que le llegue la justicia de nuestra revolución—.
Nanatzin
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