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Dimitri Polyméris, griego asentado en Chile, comparte con sus descendientes parte de la historia de su familia, con alusión al dominio turco, los intercambios territoriales entre Grecia y Bulgaria, y los sufrimientos padecidos durante la Primera Guerra Mundial.
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MEMORIAS
Dimitri Polyméris
1977
Mi objetivo es describir someramente la ascendencia de la actual familia
Polyméris, anotando lo que les escuché a mis abuelos, mis padres, mis tíos y
tías, primas y primos, y también lo que vi, escuché y sentí yo mismo.
Polyméris
Un día del año 1825, un muchacho llegaba a la región de Serres. Si este muchacho
hubiera debido rellenar un formulario de ingreso (obligatorio para todos los
que hoy ingresan a Grecia), este hubiera resultado más o menos como sigue:
NOMBRE: Dimitri
APELLIDO: No tengo
EDAD: 15 años
LUGAR DE ORIGEN: Arta, en el Epiro
PROFESIÓN: Obrero agrícola
OBJETOS DE VALOR INGRESADOS: Mi bastón
DIVISAS Y DINERO INGRESADO: 5 Dracmas en monedas chicas
MEDIO DE LOCOMOCIÓN: Mis sandalias (o pies)
DURACIÓN DE LA ESTADÍA: Para siempre
OBJETIVO DE INGRESO: Ganarme la vida
INSTRUCCIÓN: Ninguna
FIRMA: X
En el lugar de la X, estaría la firma del que completó el formulario; debajo de
la aclaración: en lugar del analfabeto.
Pues bien, el formulario de arriba, correspondería a mi abuelo, por el lado
paterno. Abandonó su pueblo natal por la misma razón que sus otros compatriotas:
Encontrar un empleo; puesto que eso era, y aún sigue siendo en nuestro días, muy
difícil, sin emigrar; debido a la baja productividad del Epiro. Un buen
porcentaje de esos emigrantes llegó a dar a los Estados Unidos de América, y
otro porcentaje importante se fue a instalar a Constantinopla o a otras ciudades
turcas pobladas por griegos. Muy frecuentemente esos emigrantes se hacían pasar
por panaderos, porque pensaban que con tal profesión siempre tendrían cerca de
ellos suficiente pan como para satisfacer sus hambres.
A la edad de 30 años, mi abuelo se casó con mi abuela Dafné, de 18 años. Ella
era una pequeña campesina, de pelo café, de un pueblito de Serres que hoy ya no
existe y que se llamaba Vissiani. Su grado de instrucción era el mismo de su
marido, es decir que era completamente analfabeta. Luego nació el primer hijo:
Stoilas, sin apellido; así como el segundo: Doitsinis; y la niña: María. Más
tarde, al primero lo llamaban Stoilas el Carnicero, porque fue carnicero; y al
segundo, Doitsinis el Zapatero, porque ejercía el oficio de zapatero. No
tuvieron necesidad de apellidos, tampoco en la escuela, ya que ¡jamás tuvieron
la extravagante y bizarra idea de ir a alguna escuela!
Muchos años más tarde, como debido a un feliz capricho de la naturaleza, nació
mi padre, Triandáfilos; cuando su madre ya tenía 50 años. Es decir, que había
una diferencia de 30 años entre mi padre y su hermano mayor. Hasta la edad de 5
o 6 años de mi padre, todo transcurría normalmente en su familia paterna. Mi
abuelo llegó a ser propietario de una viña de una hectárea, y también, de tres
vacas. Muchas veces me contaron que las nucas y espaldas de esas vacas
configuraban líneas absolutamente rectas, y que eso era una prueba de que las
vacas eran de raza muy fina: todo el mundo las admiraba por sus bellezas, y
también por la cantidad de leche que ofrecían a mi abuelo.
Sin embargo, luego la suerte de algunos de los miembros de esta familia se tornó
mala. La viña de mi abuelo, así como 5 otras viñas que pertenecían a griegos,
estaban rodeadas de campos de propiedad turca. Había un pequeño sendero de un
metro de ancho, que atravesaba estos últimos y conducía a las viñas griegas.
Esta mala disposición (entorno y pasaje) fue la razón por la cual, griegos y
turcos, un buen día tuvieron que comparecer frente a un tribunal turco, ya que
los turcos acusaban a los griegos que usaban el sendero, de dañar los campos
turcos; y los griegos acusaban a los turcos de comerse más de la mitad de sus
uvas. El tribunal turco (en ese tiempo todas esas regiones formaban parte del
Imperio Otomano) constató que la situación era insostenible, y que un tal
sendero, que causaba perjuicio a los propietarios turcos, no podía seguir
existiendo; por lo que decretó el cierre del pasaje y la expropiación de las
viñas griegas, a favor de sus vecinos turcos, contra una compensación a ser
pagada en un número indeterminado de años; número, que el tribunal fijaría más
tarde..., cuando los viñateros griegos entablaran una nueva demanda. Eso
correspondía a la manera de hacer justicia para casos en que se produjeran
diferencias entre turcos y griegos. Para los otros casos en que la diferencia
surgía entre dos griegos o dos turcos, los principios cambiaban: Entre el día en
que se anunciaba el proceso y el de su realización, pasaban siempre unos 4 a 5
meses que servían a los adversarios para enviar regalos al juez. Por ejemplo, el
caso de dos adversarios A y B: Entonces A le enviaba al juez una gallina. El
adversario B tomaba conocimiento de ello y enviaba al juez un regalo algo mayor:
digamos, un pavo. En ese caso A, reforzaba su regalo entregándole al juez un
cordero, y B (si no quería perder el proceso) le entregaba un ternero; y así
sucesivamente. En muchos casos esta competencia continuaba más allá, y -de
acuerdo al punto de vista del juez- el hombre que enviaba el mayor regalo,
demostraba al mismo tiempo ser el que tenía el mayor respeto por la justicia, lo
que probaba que no era capaz de infringirle males a su próximo, y que por lo
tanto ¡había que decidir a su favor! Así, mi abuelo perdió su viña, y fuimos
nosotros, sus herederos, los que la recuperaron 35 años más tarde, es decir,
luego de la retirada de ejército turco de Macedonia, en 1912.
La segunda tragedia de mis abuelos fue, el que luego la hija muriera de
tuberculosis. Esa maldita enfermedad estaba tremendamente diseminada en todo el
mundo, pero especialmente en esta región en que la malaria preparaba el cuerpo
para el microbio de Koch. Fue el gran terror de la gente, hasta los años
alrededor de 1945, época en que moría mi hermana María, a los 28 años, de la
misma enfermedad. Había frecuentemente casos en que la tuberculosis mataba
familias enteras en pocos meses.
La tercera calamidad de la familia aconteció cuando, de un golpe, las cuatro
vacas murieron de epizotía, es decir, de una enfermedad contagiosa. Mis abuelos
pensaron que se debía al mal de ojo (fascinación) atraído por la excepcional
belleza de esos animales, y no se podían consolar de haber sido tan negligentes,
de no haber llamado a tiempo a un brujo capaz de ahuyentar al demonio que mataba
a sus vacas.
La cuarta calamidad, que no concernió a toda la familia, sino solamente a mi
abuelo, se debió a que mi abuela un día decidió quebrar su mandolina. Mis
abuelos se estimaban, pero durante ese período se dio entre ellos un desacuerdo
que crecía más y más, y que tenía que ver con la mandolina de mi abuelo. El
consideraba que tocar mandolina era un alivio. En cambio, mi abuela declaraba
que tocar la mandolina en la casa en que había muerto la hija, era una vergüenza
de las peores. Por eso, como no pudieron mediar la diferencia, Dafné, mi abuela,
medió la mandolina en dos pedazos.
En ese tiempo la situación de mi abuelo se tornó muy difícil: No tenía trabajo,
no tenía recursos para vivir y no tenía mandolina. Tomó la decisión de emplearse
como cuidador de campos, lo que era un trabajo mal pagado pero que correspondía
a su edad (más o menos 70). Para gozar de la música y distraerse, los domingos,
cuando había un reemplazante en su puesto, partía a una plaza de Serres, o de un
pueblo vecino, a la que la gente acudía a bailar. Escuché comentar que, cuando
se entusiasmaba, también bailaba él mismo, en la ronda con los otros, y que
bailaba con una vitalidad que superaba su edad. Sin embargo murió luego; cuando
mi padre tenía 8 años.
Algunas semanas antes de su muerte se le informó que la escuela de mi padre
había comenzado a desarrollar una investigación basada en una correspondencia
acuciosa con el pueblo de origen de mi abuelo, y que de ella resultaba evidente
que el apellido de la familia era POLYM'ERIS. Mi abuelo se sintió muy aliviado y
muy contento gracias a esa importante novedad; así como también lo agradeció mi
abuela y mi mismo padre, ya que por fin llegó a ser un alumno perfecto: con
apellido. Durante toda su vida, mi padre atesoró su apellido Polyméris. Lo
encontraba mucho más bonito que su nombre Triandáfilos. Más tarde, ya casado, su
esposa se dio cuenta de esta preferencia, y debido a ello, durante toda su vida
lo llamó Polyméris en vez de Triandáfilos. Sus amigos encontraban eso muy
divertido. En cambio, los hermanos de mi padre no dieron importancia al
descubrimiento del apellido, y continuaron a llamarse Stoilas el Carnicero y
Doitsinis el Zapatero, y es por eso que el apellido de los descendientes de mi
tío Doitsinis es Doitsinis. Por ejemplo, mi primo se llama Tomás Doitsinis.
Con la muerte de mi abuelo coincidió, para mi padre, el comienzo de una vida
llena de luchas. Era un niño especialmente inteligente, de un carácter ideal, y
ambicionaba llegar lejos, en conocimientos y creatividad. Los maestros de su
escuela repararon en sus capacidades y por eso declaraban a su madre y a sus
hermanos que, según ellos, debía continuar su instrucción, ir al gimnasio -ciclo
de educación media- e incluso efectuar estudios universitarios. La madre estaba
totalmente de acuerdo con los maestros, pero los hermanos se oponían, sin
ninguna reserva. Era gente buena, pero la mentalidad de ese tiempo y esa clase
de gente, no les permitía ver las cosas de otra manera. De acuerdo a sus
principios: a.- Las clases superiores de la escuela primaria y del gimnasio son
para los hijos de familias ricas, de los diplomáticos, los grandes comerciantes,
de lo médicos y los banqueros; hijos que nunca tendrían necesidad de trabajar.
b.- Los otros niños, aquellos que vivirán gracias a sus trabajos, tienen que
acostumbrarse a trabajar; y conviene adquirir esa costumbre lo antes posible;
así como sucede con la natación y todos los deportes, en los cuales, para ser
bueno, hay que comenzar a muy temprana edad. c.- Si los maestros hablan bien del
colegio, no hay que creerles, porque es pura propaganda; como la de los monjes
que dicen que es bueno estar encerrado en un convento. d.- ¿Cuánto gana,
anualmente, un maestro de escuela? ¡Menos que un carnicero o un zapatero!
Además, el maestro de escuela tiene constantemente cara de estar mareado, lo que
es consecuencia de haber llenado su cabeza de esas cosas que llaman acentos
graves o circunflejos; cosas tan peligrosas como los clavos, cuando uno las
tiene en el cerebro. Sus únicas ventajas consisten en conocer las fechas de
celebración de los santos, de poder leer todas las mentiras que se publican en
los diarios, y de tener el derecho de llevar una corbata, ¡incluso durante los
días de semana! e.- No es culpa del pequeño Triandáfilos, el querer continuar en
la escuela. Es culpa de la madre que, desde que se descubrió el apellido
(Polyméris), cambió de carácter. Se cree ennoblecida. Puede ser que luego se la
vea salir a la calle llevando sombrero con plumas doradas; claro que con el
azadón a la espalda, para ir a trabajar al campo. ¡Pobre vieja!¡Se volvió loca!
Y no hay que olvidar que la culpa de esta tragedia, una vez más, la tiene la
escuela; porque fueron ellos los que removieron todo el universo para descubrir
ese apellido. f.- No cabe duda que la escuela entrega ventajas, como son
aprender a sumar, a multiplicar y a firmar; pero hay que saber sacarles partido.
Hay que darse cuenta que está bien, asistir a la primera clase, o incluso, al
segundo año. Es como cuando uno va a bañarse: Se nada en la orilla del mar; y el
hombre prudente no va a lanzarse a las profundidades del océano.
En virtud de esos principios tan sabios..., mi tío Stoilas se presentó en la
casa de mi abuela, el último día del año escolar. Mi padre, ese día, terminaba
la segunda clase de la escuela primaria, y tenía 8 años. El tío, guiando un
pequeño burro cargado de hierba seca, declaró a mi abuela: A partir de mañana
por la mañana, nuestro Triandáfilos comenzará a trabajar conmigo. Dejo aquí,
para él, este burro. Voy a descargar esta hierba, que será la comida del burro
para los primeros días. Nuestro Triandáfilos comenzará a aprender su trabajo
haciendo transportes de carnes, con este burro, entre la carnicería y los
restorantes que son parte de mi clientela. La escuela que visitó hasta hoy, es
más que suficiente para que se gane la vida como hombre honesto, es decir, con
el sudor de su frente. Hace un mes, examiné sus conocimientos de cálculo. Le
puse el mismo problema que le había planteado al hijo de uno de mis colegas
cuando tenía 18 años; y que no supo responderme. Pues le pregunté que, si un
cordero cuesta 30 dracmas y se lo divide en 5 clientes, ¿cuánto debe pagar cada
uno? Triandáfilos inmediatamente respondió que 6. En cambio el necio hijo de mi
colega, como no sabía responder, se puso a reír estúpidamente, diciéndome que un
buen carnicero que conoce su trabajo, no aceptaría jamás esa división. Si no lo
vende entero, lo corta en dos o en cuatro pedazos, o lo vende por kilo. El
impertinente con eso pretendía decir, ¡que yo no conozco mi oficio! Nuestro
Triandáfilos también me confió que -echando una mirada, en casa de uno de sus
compañeros ricos, leyendo alguna frases, se dio cuenta que- es capaz de leer los
diarios. O sea que ¡de escuela, tiene mucho más que suficiente! Y además, esto
otro: Debe levantarse temprano por las mañana. El trabajo no es como la escuela
a la que uno llega a las 8, lo que ya significa casi la mitad de la jornada. Ese
es otro defecto de la escuela: el que deje los niños adormecidos; en cambio el
trabajo despierta a los seres humanos. En el matadero -hay que decirle- tiene
que estar cuando salga el sol.
Las vacaciones de verano fueron de un trabajo duro y concienzudo para los dos
amigos, Triandáfilos y el burrito, dedicados a transportar carne. Pero llegado
el primer día de clases, mi abuela tenía muy claro lo que debía hacer: Tomó con
una mano la de su hijo y con la otra, el cabestro del burro, y se puso en
marcha. ¡Depositó a Polyméris en la escuela y al burro en la carnicería de
Stoilas! Esta acción que indicaba la vuelta de mi padre a la escuela, consternó
profundamente a mis dos tíos y a toda la sociedad racional. Atribuyeron este
suceso al delirio de grandeza de mi abuela que se manifestaba desde que pasó a
llamarse Dafné Polyméris. Mis tíos echaron toda la culpa y responsabilidad de
esta mala decisión a la madre. ¡Estaban enojadísimos! Sin embargo Stoilas igual
declaró que ella o Triandáfilos podían continuar yendo todos los sábados a
recibir de él la carne para el domingo; pero que debían aparecer en la
carnicería muy por la tarde, para que no se lleven (desde el punto de vista de
la calidad o la cantidad) un pedazo de carne que uno de sus clientes
eventualmente hubiera querido comprar. Es decir, debían comer la carne que los
clientes desechaban. Doitsinis también emitió declaraciones similares. A saber,
que mi abuela, como también Polyméris, que en otros tiempos tenía el bonito
nombre de Triandáfilos, podían ir a buscar a su taller, dos veces por año, un
par de nuevos zapatos, simples y baratos (al estilo de los campesinos), de color
negro y de una sola talla para hombres; de color negro y también sólo de una
talla para niños; y de colores negro o rojo, de dos diferentes tallas para
damas. Estas especies de calzados eran confeccionados por el tío Doitsinis, y la
común gracia de todos estos zapatos consistía en que todos eran muy cómodos a
llevar, porque eran siempre muy anchos, y porque con la menor humedad ambiental
se volvían muy blanditos ... ¡gracias a la calidad (económica) de los cueros
empleados para confeccionarlos!
Mi abuela -luego de sus catástrofes (viñas, vacas)- había retomado su profesión
de soltera: trabajaba como jornalera desyerbando los campos. Más allá de algunas
chauchas que le pagaban, tenía derecho a llevarse, al atardecer, algunas papas,
o tomates, o puerros, u otra legumbre de la temporada, pero solamente de una
especie, salvo los sábados, cuando tenía derecho a llevarse de dos especies, por
ejemplo, puerros y tomates. Ella vivía con su hijo Triandáfilos Polyméris en un
barrio muy popular que se encuentra a la derecha del que aparece cuando se entra
a Serres viniendo de Salónica. Ese barrio se llamaba Kato-Kamenikia - kato
significa inferior. El barrio de Ano-Kamenikia - ano significa superior- se
encontraba a la izquierda de la entrada a Serres desde Salónica, y en ese barrio
que era considerado barrio de ricos, vivía -como veremos más adelante- la
familia de mi madre. La casa que habitaban mi abuela y mi padre, era una cosa
muy humilde. Cuando yo tenía 10 años, mi padre me llevó para que la viera: Muros
exteriores construidos de albañilería sin cemento. Los muros no estaban
estucados. El techo era de tejas, y como la casa no tenía cielos, el aspecto del
techo desde el interior, era igual al que daba desde el exterior. Antes de la
entrada había un pequeño patio donde también se encontraba el baño. El interior
de la casa estaba dividido en tres piezas. Era evidentemente imposible
calefaccionar esa casa. Y naturalmente que no había luz en las noches, lo que
era un problema para el pequeño Polyméris cuando tenía que hacer sus tareas. Por
eso que frecuentemente se iba a refugiar a la casa de uno de sus compañeros que
vivía en Ano-Kamenikia.
La madre partía a su trabajo antes que el sol saliera, y un poco más tarde, el
hijo partía a la escuela. A mediodía el hijo volvía a almorzar, pero la madre
sólo regresaba al atardecer, porque los campos se encontraban distantes de su
domicilio. El hijo encontraba algo que comer en un pequeño paquete colgado de un
pilar de la viguería mediante un alambre; para que estuviera protegido de los
ratones. En el paquete había siempre un pedazo de pan y frecuentemente algunas
zanahorias o papas cocidas. En la noche, la comida era mejor. La madre, tan
luego regresaba, se ponía a preparar una sopa de legumbres, y a veces le echaba
una cuchara de aceite; pero las más, se limitaba a hacer el gesto de llevar la
botella de aceite a la olla hirviente, y luego retirarla sin verter ni una
gota. Todo dependía del grado de optimismo que en ese momento sentía respecto a
sus finanzas. ¡Pobre gente! ¡Había mucha, en esos tiempos! Los hermanos de mi
padre también fueron, durante mucho tiempo, bastante pobres. En la casa descrita
mi padre vivió hasta el fin del gimnasio. Mi abuela vivió en ella 5 años más.
En la escuela, mi padre se distinguía de todos sus compañeros por su progreso.
En el gimnasio también empezó a distinguirse en gimnasia artística de
competición, sobre todo en la barra fija y en los anillos. A la vez, se
distinguía en caligrafía y en música. ¡La mandolina! Los profesores y el consejo
administrativo del gimnasio estaban impresionados por sus múltiples talentos. El
Obispo de Serres, que también era el presidente del mencionado consejo,
comenzando el 4"o año del gimnasio, le ofreció el almorzar cotidianamente en el
Obispado; y una pequeña paga todos los fines de semana, contra el deber de
copiar, sirviéndose de su caligrafía, los documentos importantes que debían ser
expedidos por esa institución; dado que aquellos documentos debían ser de
excelente presentación, y que, por otra parte, no había máquinas de escribir.
Esas copias tenía que realizarlas los miércoles y sábados por las tardes, cuando
no tenía clases. Mi padre aceptó la oferta con alegría y agradeciéndoselo al
Obispo. Es evidente que entonces la situación de la pequeña familia Polyméris se
tornó un poco más soportable, de un punto de vista económico. Muy luego el
Obispo hizo saber a mi padre que podía, cuando terminara sus estudios del
gimnasio, entrar al gran seminario de Constantinopla, y así prepararse para
ingresar a la iglesia; y todo eso sin pagar nada. A ello, Dafné, mi abuela, ¡se
opuso inmediatamente! Ella soñaba verlo como buen ciudadano, ¡casado! Mi padre
le dijo al Obispo que lo pensaría una vez terminado el gimnasio. Paralelamente
mis dos tíos perdían la cabeza con el entusiasmo que les provocaban los triunfos
de aquel hermanito del que empezaban a estar tan orgullosos. Prevían con toda
seguridad que llegaría a ser Obispo, Arzobispo y más tarde ¡Patriarca! Estaban
convencidos que luego se daría en el hermano un nuevo cambio de nombre:
Triandáfilos quién devino Polyméris, luego tomaría otro nombre, un nombre
eclesiástico, que tal vez sería ¡Timoteo, Daniel o Serafín! A Stoilas le pesaba
la conciencia por haber, hace un par de años, obligado al futuro Patriarca a
tirar de un burro para transportar carne a su carnicería. Doitsinis se frotaba
las manos pensando que si su hermano llegara a ser un gran religioso, el ya no
estaría en peligro de tener que pasar por el purgatorio, debido a los malos
cueros que de vez en cuando usaba para la confección de sus zapatos.
Mi padre, terminando el gimnasio a los 18 años, decidió trabajar durante 2 a 3
años como maestro de escuela en un pueblo de la región de Serres. Quería hacerse
de algunas economías para poder luego hacer otros estudios. Encontró un puesto
bien pagado en la comuna de Pentápolis. Todo iba bien, pero durante el segundo
año decidió dimitir; a lo que mucho contribuyó el incidente siguiente: En el
mismo pueblo vivía una señorita que también trabajaba como maestra, en la
escuela de niñas. Mi padre la visitaba de vez en cuando para pasar las monótonas
tardes del pueblo. En invierno, para atravesar las calles de ese pueblo, había
que caminar en un barro que tenía una profundidad de algunos centímetros. Para
ello mi padre usaba unos zuecos de caucho que se llevaban sobre los botines. O
sea que cuando se entraba a una casa, para no ensuciarla de barro, uno se sacaba
los zuecos a la entrada y pasaba con los botines limpiecitos. En ese pueblo sólo
mi padre tenía tales zuecos; y para ir a visitar a la maestra de escuela, una
tarde de enero, cuando se habían acumulado enormes cantidades de barro en las
calles, partió a su casa calzado como se ha descrito. Luego de la visita, y un
poco ya tarde por la noche, saliendo de la casa de la señorita, mi padre perdió
uno de sus zuecos, y como llovía y no había la más mínima luz en la calle, le
fue imposible volver a encontrar el zueco y por eso decidió abandonarlo. A la
mañana siguiente se fue directo al lugar, pero no encontró nada, y tuvo que
partir a la escuela calzando solamente sus botines. Era domingo, y en la
escuela tenía lugar una gran fiesta, por lo que mi padre tenía que pronunciar un
discurso en presencia de todos los paisanos y, sobre todo, en presencia de un
inspector de escuelas que había llegado expresamente para esa fiesta escolar.
Ahora viene el momento dramático ... En el momento en que se preparaba a
comenzar su discurso, una buena mujer se apuró en llegar a él con un pequeño
paquete, y asegurando que este contenía su zueco, que ella había encontrado esta
mañana, ¡delante de la puerta de la maestra ...! Mi padre agradeció a la paisana
por su preocupación ... y se dispuso a mirar en torno a sí. Se dio cuenta que el
inspector que se encontraba a su derecha perdía sus espejuelos, que la señorita
que se encontraba un poco más allá, perdía su color rosa y se volvía pálida, y
que los padres y apoderados ya habían comenzado a murmurar. Luego del discurso
(esta vez, penoso) de mi padre, y de las canciones de los niños, acompañados por
la mandolina del maestro y la guitarra de la maestra, la fiesta llegó a su fin.
Los paisanos, hombres y mujeres, abandonaron la sala muy animados por la fiesta,
pero más aún, porque tenían un tema muy interesante a comentar: ¡el zueco del
maestro de escuela, delante de la puerta de la maestra de escuela! El viejo
inspector invitó a los dos culpables a pasar a la oficina para comentar la
fiesta. Estaba claro para los dos jóvenes que el inspector decía fiesta
aludiendo a la fiesta de ayer, celebrada en la casa de la maestra que entonces
tenía 23 años. Sin embargo el inspector quiso hablar de las dos fiestas. Primero
felicitó a los dos por la buena organización de la fiesta de este domingo, por
el sólido discurso del maestro, los emotivos poemas presentados por diferentes
alumnos, las bellas canciones acompañadas de guitarra y mandolina, y después
llegó al ¡escándalo! Los jóvenes le explicaron que se habían reunido para
discutir la fiesta, y que no había nada más. El inspector les repuso que estaba
convencido de que no había nada malo, pero les hizo ver la mentalidad maliciosa
que reina en los pueblos de esa región, donde siempre se sospecha que la gente
de sexo opuesto cultivan relaciones íntimas; y les presentó como ejemplo de ello
a los paisanos del pueblo vecino, que a él mismo lo habían calumniado tanto en
la época en que había trabajado como maestro de escuela; y también a la maestra
de la escuela ... que luego pasó a ser su esposa. Mi padre que entretanto tomaba
decisiones, repuso que que no firmaría contrato para el año próximo, porque se
dedicaría a seguir estudios; y la señorita afirmó que para el año próximo ya
tenía un puesto en un pueblo de otra región.
A la edad de 21 mi padre entró a la Escuela Guerraud de Salónica. Parece que era
una especie de universidad privada, como las que existen en los Estados Unidos.
Hoy, aquella escuela ya no existe. A esa institución mi padre entró como
estudiante y, a la vez, como profesor. Siguió cursos de contabilidad, francés,
química industrial y máquinas industriales. Enseñaba lo que la dirección le
pedía. Permaneció en esa escuela durante tres años y la abandonó decidido a
instalar en Serres una fábrica de ladrillos, moderna y mecanizada. Para llevar
su decisión a la práctica, sabía muy bien que le faltaban el capital y los
conocimientos especializados. Por lo cual se dispuso a hacerse de esas dos
cosas: Primero partió a Francia y asumió, durante un año, un empleo en una
fábrica de ladrillos cerca de Burdeos. Su salario era bajo, pero la
administración de la fábrica le concedió todo el tiempo, la información y las
facilidades para que lograra aprender bien todo lo que concierne al
funcionamiento de una fábrica de ladrillos. A los 24 años de edad regresaba a
Serres y arrendaba una pequeña casa, cómoda, para vivir junto a su madre.
Paralelamente entabló una asociación comercial con otro hombre joven, quién
disponía de capital, pero que no tenía conocimientos ni energía para el
comercio. Comercio que comenzó a desarrollarse. Se trataba de la
comercialización de vinos, en grande, con una clientela que estaba a lo largo de
toda la franja que va desde Constantinopla a Salónica. Todo marcha a maravillas.
Mi padre gana mucha plata. Luego de 5 años comienza con la construcción de la
fábrica de ladrillos, y al sexto año se casa; y por eso es que debemos dejarlo,
juntando plata para la fábrica, y nosotros, pasar a ver quién es la joven con la
cual se casa.
Tzelepis
Hacia el año 1860, otro Dimitri, mi abuelo por el lado materno, llegaba a Serres
a comprar ganado. Tenía 26 años y venía de Kárditsa (Tesalia). Comparándolo al
otro abuelo (del lado paterno), es diametralmente distinto. En primer lugar,
tiene apellido: Tzelepis; en cambio el otro que había llegado a Serres 15 años
antes, no tenía. Es rico, comerciante de ganado a gran escala; en cambio el otro
fue pobre. Lleva una fustanela, es decir una especie de falda hecha de tela
blanca, plisada, cuyo largo solía ser proporcional a la importancia del que la
llevaba. En los hombres del pueblo la fustanela llegaba solamente a unos 30
centímetros sobre la rodilla y no era más que la prolongación de una camisa
blanca. Pero la de mi abuelo le llegaba a 30 centímetros bajo la rodilla, y era
una pieza independiente de las otras vestimentas. La parte superior de su cuerpo
estaba cubierta por una camisa blanca de mangas muy anchas; y sobre esta camisa
llevaba un chaleco azul y rojo, bordado con hilos dorados. Calzaba botas con
espuelas, porque siempre iba a caballo. Se cubría la cabeza con un fes del cual
pendía un penacho negro, largo, que le llegaba a las espaldas. Además, debido a
que viajaba siempre con mucho dinero, tenía permiso para portar armas, y por
ello es que un sable pendía siempre de su cintura. Para completar la comparación
entre mis dos abuelos hay que notar que mi abuelo paterno llegó peinado por sus
propios cabellos, que llevaba una camiseta y unos pantalones que corresponderían
a unos blue-jeans de hoy; que calzaba sandalias, y que en vez de un sable es
posible que llevara en un bolsillo un pequeño cuchillo oxidado. En lo que
concierne a sus domicilios ya notamos que el del Dimitri paterno se encontraba
en Kato-Kamenikia, en cambio Dimitri Tzelepis comprará luego una gran casa en
el barrio de los ricos, en Ano-Kamenikia.
Durante su primer viaje a la provincia de Serres el abuelo Tzelepis quedó
impresionado por la riqueza de la región, en todo sentido: cereales, ganado, y
dinero debido a que se estaba comenzando a cultivar el tabaco que cada año
dejaba considerables monedas de oro en los bolsillos de los paisanos. De vuelta
a Kárditsa describió a su padre su buenas impresiones y eso llevó a los dos
hombres a pensar que tal vez sería bueno para mi abuelo, ir a instalarse a
Serres. Luego esto se convirtió en una decisión definitiva y mi abuelo Tzelepis,
con la bendición de su padre, volvió a Serres acompañado de un número de
sirvientes que eran sus cow-boys, gente habituada a arrear ganado sobre largos
trayectos, como por ejemplo entre Constantinopla y Atenas. Luego de esta segunda
aparición de mi abuelo en Serres, compró su gran casa que tenía un patio muy
grande y muchas caballerizas. A la vez anunció que buscaba una joven para
casarse.
El casamiento tuvo lugar muy luego. Fue una fiesta que duró una semana y que
reunió un centenar de invitados. La joven esposa se llama Katerina, tiene 19
años y es bonita y alta. Desciende de la familia Varyemez. La etimología de este
nombre en turco revela: posée, pero no come. Ella sabía escribir y leer de
manera elemental, lo que también era el caso de su marido. Sus antepasados, como
los del abuelo Tzelepis, eran de esos nómades denominados sarakatsiani. El
abuelo Tzelepis continuó con sus empresas de viajes y transportes de ganados, y,
paralelamente, su familia se comenzó a formar. Entretanto su hermano Nicolás que
se dedicaba al comercio de lanas, emigra también a Serres y compra una casa en
el mismo barrio de la del abuelo. Y poco después sus padres deciden venir a
pasar sus últimos años cerca de sus hijos, compran una casa frente a la del hijo
Dimitri, en la que se instalan con dos sirvientes, una empleada y sus caballos.
El viejo ya no trabajaba. Vivían de la renta de los capitales que habían
invertido en los negocios de sus hijos.
Los hijos de Dimitri y Katerina Tzelepis fueron, en orden de nacimiento: 1.-
Jorge, 2.- Christakos, 3.- Athiná, 4.- Alecos, 5.- Evanthía, 6.- Tomás, 7.-
Agathí, 8.- Penélope. En lo que sigue presento someramente las biografías de
estos hombres y mujeres.
Tío Jorge: Era un hombre grande, honesto y muy autoritario. En lo que se refiere
a su instrucción, había hecho las seis clases de la escuela primaria. Luego de
la inesperada muerte de su padre, fue él quién capitaneó, severamente, a toda la
familia. Se dedicaba al comercio de ganado, pero a una escala muy reducida.
Viajó, pero sin salir de Macedonia. También fue carnicero. Fue mi padrino. Murió
a la edad de 52 años a causa de la cirrosis, consecuencia de un excesivo consumo
de ouzo en los últimos 3 o 4 años. No estaba casado.
Tío Christakos: Era un hombre grande, honesto, pero poco activo. Llegó a hacer
el tercer año de la escuela primaria. Era carnicero y estuvo casado con tía
Elena. La pareja se entendía bien. No tuvieron hijos. Murió a los 75 años.
Tía Athiná: Era una bella mujer. Era grande también. Hizo cuatro años de escuela
primaria y se casó teniendo luego cuatro hijas y dos hijos. Fue una esposa y
madre muy dedicada. Murió a los 50 años a causa de una disentería, y porque no
había medicamentos, ya que Serres en aquella época estaba ocupada por los
búlgaros.
Tío Alecos: Era un hombre grande, como sus hermanos. Cursó el gimnasio de Serres
y la Escuela Politécnica de Viena, donde obtuvo el diploma de ingeniero civil.
Se especializó en la construcción de vías férreas. Cuando tenía 21 años, durante
una batalla entre la caravana de su padre y unos bandidos, logró hacer
retroceder al enemigo. Gracias a esa proesa pasó a ser el niño mimado de toda la
familia, y así fue como decidieron pagarle los gastos de sus estudios. Luego
hablaremos de la batalla mencionada; cuando relatemos el último viaje del abuelo
Tzelepis.
El tío Alecos estuvo casado con la tía Olga, una dama rusa. Ella fue una persona
de una carácter excelente y de una instrucción superior. Se conocieron en Rusia,
a donde mi tío fue a trabajar luego de diplomarse. No tuvieron hijos. Luego de
su casamiento, este tío empezó a manifestar, más y más, una pasión por el trago;
y sus actividades se tornaron bizarras: Aceptaba un empleo, por ejemplo en
Singapur, trabajaba normalmente y ganaba una cierta suma de dinero; pero luego
de eso no trabajaba más. Solamente bebía, hasta acabar con el dinero ganado. Y
cuando luego busca otro empleo en la misma región, no lo encuentra, porque se lo
conoce como gran borracho. Debido a ello se desplaza a otro país en el que se
dedica a trabajar seriamente, pero, una vez finiquitado el contrato y habiendo
acumulado ciertas economías, recomienza con el período de ebriedad. Así es como
llega a trabajar en una infinidad de lugares, como por ejemplo Japón, Port-
Arthur, Australia, Nueva Zelanda, Argentina, Chile, Brasil, etc. En 1919 vuelve
a Grecia. Establece relaciones sexuales con una de sus sobrinas y en 4 a 5 años,
a la edad de 55, muere alcohólico y en la miseria. Mi tía Olga se instala en
Amarusi, barrio de Atenas, donde instala una pensión para niñas tuberculosas, y
con esta se gana su vida. Murió hace 4 o 5 años, a la edad de 85, y se la
recuerda como una dama de gran dignidad.
Tía Evanthía: Era una mujer muy bonita, grande y rubia. Hizo cuatro años de
escuela primaria. Cuando joven se interesó mucho por el sexo. Debido a un suceso
relacionado al sexo, su madre y su hermano mayor concluyeron que debían
encontrarle marido lo más pronto posible. Una casamentera propone un peluquero
20 años más viejo que mi tía. El peluquero fue aceptado por mi tía y su familia.
El casamiento tiene lugar inmediatamente. Ella tenía 20 años. El marido es una
apasionado de la caza, asunto que lo fatigaba físicamente.
Unos 15 años después la pareja decide ir a pasar unos días de vacaciones a
Salónica. Van por lo tanto a la estación de ferrocarriles de Serres. El tren
pasará por esta estación en media hora. En ese momento mi tía, alarmada, le
anuncia a su marido que por distracción había dejado todas sus joyas sobre una
mesa de la casa, que podrían fácilmente ser robadas, y que por lo tanto él, el
marido, debía rápidamente tomar un coche y correr a la casa a salvar las joyas.
El marido monta un coche que sale a gran velocidad. Y en ese momento llega a la
estación otro tren que atraviesa Serres, pero en el sentido inverso, es decir,
hacia Constantinopla. Sin pensarlo dos veces mi buena tía se precipita a tomar
lugar en ese tren junto a un joven amante que tiene 15 años menos que ella; y
parten. El marido de mi tía regresa pronto a la estación, pero ya no encuentra a
su mujer para decirle ... que no pudo encontrar las joyas en la casa ... La
noticia fue sensación en Serres, y gracias a la prensa mucha gente se divirtió
de lo lindo. En cambio, en la casa maternal de la tía Evanthía, por vergüenza,
las persianas de las ventanas permanecieron cerradas por un largo período. Luego
de una estadía ilegal de más o menos un año en Constantinopla y en Smirna, la
pareja vuelve -casada- a instalarse en Drama, ciudad vecina a Serres, donde
Panagiotis, el segundo marido de mi tía, había encontrado un empleo en una
compañía de tabacos. Mi tía no tuvo hijos, ni con el primer, ni con el segundo
marido. Siempre mantuvo su buen humor y su especial interés por las historias
privadas de las gentes. Con su segundo marido se amaron siempre. Murió a la edad
de 85 años, en 1955.
Tío Tomás: Era un hombre de estatura mediana. Cursó 4 o 5 años de escuela
primaria. A los 20 años decidió emigrar a Estados Unidos, pero luego de 5 meses
regresó a Serres porque sentía mucha nostalgia por su país. Era carnicero. A la
edad de 29 años participó en una riña entre griegos y búlgaros que tuvo lugar
sobre la plaza central de Serres: cayó herido. En el hospital tuvieron que
amputarle una pierna a la altura de 20 centímetros sobre la rodilla. De su
estadía en el hospital conservo tres recuerdos impresionantes:
Primero, que tuvieron que transportar una buena cantidad de botellas de bebidas
alcohólicas al hospital para emborrachar a mi tío hasta dejarlo inconsciente,
para así poder efectuar la amputación, debido a que en ese tiempo no había en el
hospital de Serres narcóticos como cloroformo u otros. Luego vi como los
enfermeros sacaban de la sala de operaciones un gran paquete que contenía la
parte amputada de mi tío Tomás que yo amaba mucho. Y el tercer recuerdo
traumático consiste en que, subiendo las escaleras del hospital para llevarle
algo a mi tío, pasé frente a la ventana de una celda en la que estaba encerrado
un monje loco. Felizmente la ventana tenía barrotes de sólido fierro y por eso
el monje loco no pudo introducirme a su celda cuando atrapó mis vestimentas.
Tenía entonces 6 años y gritaba con todas mis fuerzas. Estaba tan asustado, por
la fuerza que usaba para jalarme, pero también por su aspecto salvaje, su barba
y su pelo enredado delante de su cara de maniaco. Mis gritos de alarma me
ayudaron. Gente y el personal del hospital corrieron a salvarme. Para ello
tuvieron que golpearle fuerte sobre sus brazos y cara que sacaba entre los
barrotes de la ventana. Un médico tuvo que desinfectar los rasguños de mi cara y
manos. Luego clavaron gruesos tablones de madera sobre la ventana, pero durante
todo el tiempo que mi tío estuvo en el hospital no volví a pasar ni una sola vez
por aquella escalera.
Luego de un año, tío Tomás fue a Atenas donde le confeccionaron una pierna
artificial, pero sin rodilla que se doblara cuando caminaba. Poco tiempo después
se casó con su enfermera. Yo asistí a la ceremonia de su casamiento y me
recuerdo que la gente que estaba en la iglesia miraba mucho a mi tía Aneta cuyo
vientre estaba muy hinchado por un embarazo bien avanzado. El niño nació luego
de un mes. Fue un muchacho, y luego tuvieron una niña. Pero el destino de esa
familia no fue bueno. Cuatro años luego de este casamiento, en 1918, mi tío y su
hijo mueren de la gripe española. Fue una terrible epidemia mundial que se
expandió al término de la Primera Guerra Mundial. Esta epidemia causó el doble
de víctimas que la guerra misma. La hija de mi tío tampoco vivió mucho tiempo.
Murió a la edad de 30 años. Esta prima, así como la esposa de mi tío, fueron
excelentes personas. Tía Aneta murió 40 años después de la muerte de su marido.
Hasta el fin de su vida trabajó como enfermera.
Tía Agathí: Murió de niña, a los 12 años, de una enfermedad que no supieron
describirme.
Mi madre, Penélope: Fue una bella mujer que nació en 1885. Era grande y a la
edad de 20 años se casó: con mi padre. Tenía el carácter de una amazona. Gente
que conocía cuando yo era joven me decía que durante sus años escolares ella
solía portar, bajo sus faldas, una fusta de montar que empleaba contra los
muchachos cuando se enojaba con ellos por cualquier razón. La gente que me
describió el humor ... de mi madre, eran parte de aquellos muchachos que habían
sufrido su fusta. Uno de ellos explicaba que uno no alcanzaba a defenderse
porque !la fusta caía con la velocidad de un rayo! Yo mismo, más tarde, la vi
por lo menos tres veces pegarle a hombres. Sin embargo mi padre, que tenía un
carácter dulce y tranquilo, se atrevió a casarse con ella. El milagro fue que mi
madre, durante toda su vida conyugal, se comportó de manera totalmente sumisa a
mi padre; y eso hizo hablar a algunos de la historia de la pantera y del buen
domador. Entre toda esa gente maravillada por la dulzura de mi madre se
encontraban los hermanos y hermanas de mi madre.
Antes de continuar con la descripción de la vida conyugal de mis padres, pienso
que debo describir la vida de mis abuelos Tzelepis. Pues bien, mi abuelo
continuaba con sus largos viajes que le reportaban bastante plata. De mi abuela
Katerina y de los otros miembros de la familia escuché muchas historias de ese
período, entre las cuales retuve bien dos acontecimientos porque fueron muy
impresionantes. Estos dos acontecimientos tienen que ver con bandidos, que,
organizados en bandas bien armadas, atacan a la gente en sus viajes y se
introducen también en sus habitaciones. Casi siempre estos bandidos eran
albaneses. La policía (turca) era impotente contra estos bandidos. Cada uno
tenía que defenderse como podía.
Primer Acontecimiento
Dejo que cuente mi abuela Katerina: Vivíamos en una gran casa que se encontraba
al borde de la ciudad. Eramos jóvenes y teníamos entonces sólo cuatro niños de
edades entre un y diez años. Era la tarde de un día de otoño cuando escuché un
ruido que venía del sótano en que guardábamos el carbón. Vuestro abuelo no
estaba de viaje pero andaba en la ciudad. Llamo a una empleada y le digo que
baje al sótano a aclarar la razón del ruido. Vuelve y me dice que vio un gato
corriendo sobre el carbón y que por lo demás no pasaba nada especial. Luego
vuestro abuelo regresó; cenamos y nos retiramos a los dormitorios. Estos estaban
en el segundo piso y sus puertas daban hacia un gran vestíbulo. Ahí se
encontraban el dormitorio de los niños grandes, uno para los más chicos, en el
que dormía también una nana; y otros tres dormitorios de los cuales uno era
ocupado por las otras empleadas, uno estaba vacío, y el quinto era el dormitorio
en que dormíamos nosotros mismos. Al lado de nuestra puerta había además una
ventana que daba al vestíbulo y que estaba protegida por una reja de fierro
igual a las que protegían las ventanas que daban al patio. En el primer piso,
aparte de la cocina, se encontraba el comedor y otras piezas, de las cuales una
era el dormitorio de dos sirvientes, los más fieles a mi marido. Los otros cinco
sirvientes dormían en otra construcción que daba al mismo patio; al lado de las
caballerizas.
Todos los que se encontraban en casa se echaron a dormir, salvo un bandido que
el día anterior había entrado clandestinamente al sótano del carbón y se había
enterrado bajo este. Entonces, hacia medianoche, esa vil serpiente resurge del
carbón, abre la puerta de la casa y llega, sin ser escuchado por nadie, a abrir
el portón que da libre acceso de la calle al patio. Es decir, que con esa acción
del bandido, el acceso a nuestra propiedad privada quedó súbitamente libre. Sólo
a último momento uno de nuestros sirvientes que dormía en el primer piso,
escuchó el ruido del portón e inmediatamente da la alarma. Pero era demasiado
tarde, porque los bandidos ya se precipitaban al patio y al gran vestíbulo de
abajo; donde comenzó a desarrollarse una lucha encarecida entre los bandidos,
que eran como diez, y los siete sirvientes de mi marido que, afortunadamente,
estaban bien armados. Entretanto, tres de esos criminales suben y llegan a
nuestro dormitorio. Al mismo tiempo mi suegro que vivía al otro lado de la
calle, y que ya se daba cuenta de la gravedad de la situación, acompañado de sus
dos sirvientes armados, entra en nuestro patio después de haber vaciado su
pistola en el pecho de un bandido que estaba emplazado frente a nuestro portón
sujetando las riendas de los caballos de los bandidos. Cayó muerto y los
caballos, así liberados, comenzaron a dispersarse y alejarse.
La intervención de mi suegro y sus sirvientes sorprendió a los criminales y
comenzaron a perder coraje. Sin embargo los bandidos que estaban frente a
nuestro dormitorio usaban todas sus fuerzas para echar abajo la puerta, hacerse
del cofre con las piezas de oro y atraparnos vivos, para obligarnos a confesar
el escondite de nuestro tesoro. Yo tenía en mis manos la pistola que siempre
guardábamos en nuestro dormitorio, y mi marido alzaba en sus manos el yatagán -
un espada curva que se empleaba dejándola caer sobre el enemigo, como una hacha-
, listo para atacar a los bandidos que dentro de un momento lograrían romper la
puerta. Frente a esa terrible situación, se me ocurre vaciar la pistola sobre
los asaltantes, lo que logro abriendo la ventana al vestíbulo y haciendo salir
la pistola entre los barrotes de la reja. Y en ese momento la puerta cede y el
yatagán de mi marido cae con furia sobre ellos, lo que los hace recular, sobre
todo porque se dan cuenta que ya mi suegro estaba a una distancia de 4 a 5
metros tras ellos.
Uno de los bandidos cae pesadamente delante de nuestro dormitorio y,
simultáneamente, yo siento la sangre que moja mi cara. Parece que fui herida por
el yatagán de mi marido, cuando lo echó hacia atrás para tomar impulso y dejarlo
caer sobre los enemigos. Lo que me sucedía era por lo tanto lo siguiente: Por
miedo a los bandidos, a los que además venía de disparar, corrí a salvarme tras
mi marido, y entonces la punta de su arma rasgó la piel de mi cabeza, piel que,
cabello incluido, cayó hacia mi oído izquierdo, dejando así descubierta una
parte de mi cráneo. Felizmente, junto con la constatación de mi cara
ensangrentada, se dio, simultáneamente, la constatación de nuestra victoria. Los
bandidos, presos de pánico, trataban de salvarse huyendo sobre el adoquinado, a
pié, porque ya no encontraban sus caballos. Y nuestra gente gritaba
triunfalmente invitándolos a esperarlos ... otro poco ... o ¡que regresaran!
Las empleadas salieron de sus dormitorios y todo el mundo comenzó a prender
velas. Las empleadas constataron que mi estado no era de los más graves.
Simplemente estiraron la piel para ponerla en su lugar y me rodearon la cabeza
con un paño. Mi marido, montado en un caballo, me toma en sus brazos y salimos a
gran velocidad a la casa del médico, acompañados por tres sirvientes montados y
armados. El médico, el Dr. Loe, me cosió la piel y me vendó la cabeza, y
volvimos a casa, tristes por la muerte de Tólios, uno de los más fieles
sirvientes de mi marido. Fue el primero que se dio cuenta de la invasión, y el
primero en atacar. Me informaron de ese hecho trágico en el momento en que las
empleadas me vendaban la cabeza, y entonces mis lágrimas se mezclaron con la
sangre que corría sobre mis mejillas. Cuando hubimos regresado, ya lo habían
vestido con su ropa buena, con la imagen de la Virgen sobre su pecho y algunas
velas alrededor de él. Todo el mundo lloraba su muerte. Nosotros también
lloramos mucho. Pobre Tólios. Seguro que se fue derecho al paraíso donde ahora
es un ángel.
Regresando a casa nos encontramos con Nicolás, el hermano de mi marido que vivía
algo alejado de nuestra casa y se informó algo tarde de los acontecimientos.
También había otros vecinos que pretendían haber vaciado sus pistolas sobre los
ladrones, haber lanzado sus perros a la persecución cuando corrían frente a sus
casas para salvarse. Casi todos los nuestros estaban más o menos heridos, pero
felizmente ninguno se quejaba de dolores fuertes, o de la sangre que seguían
perdiendo su heridas. También mi suegro resultó herido en el brazo. Las
empleadas habían rasgado unas sábanas para hacer vendas. El Dr. Loe nos había
prometido que vendría por la mañana para examinar a los heridos. Y lo más
importante: A nuestra vuelta de la casa del médico, nos encontramos con el
balance de la batalla en detalle:
a.- Tres cadáveres de bandidos, que correspondían, en primer lugar, al de aquel
que mi suegro abatió con su pistola y que estaba frente al portón. Era un tipo
miserable, descalzo; era el que en la noche abría las puertas; porque su cara y
todos sus vestimentas estaban cubiertas de carboncillo. Las empleadas ya habían
arrastrado ese cadáver hacia el interior del patio; para así satisfacer a la
legislación turca de acuerdo a la cual estaba permitido matar a un malhechor si
este se introducía a la propiedad. Para ello estaba permitido tener armas y
usarlas al interior de la propiedad. Matar a un malhechor fuera de la propiedad
era considerado homicidio de un inocente. El segundo cadáver era el de un
gigante que se encontraba en una esquina del patio. El tercero era el que estaba
frente a la puerta de nuestro dormitorio. b.- Parece que había muchos bandidos
heridos, porque se encontraron bastantes manchas de sangre incluso muy lejos de
la casa, sobre el adoquinado. c.- Cuatro caballos que habían quedado
aprisionados detrás de nuestra gran caballeriza. d.- Dos sacos llenos de
esposas, cadenas e instrumentos de tortura; porque el plan de los bandidos
incluía torturarnos para arrancarnos indicaciones sobre los escondites de
nuestros tesoros.
Poco antes del mediodía llegó el Dr. Loe y, casi simultáneamente, algunos
gendarmes turcos. El Dr. Loe examinaba a los heridos mientras que los gendarmes
procedían en sus investigaciones. Suponían que el tipo que se había introducido
en el sótano del carbón probablemente había alguna vez trabajado descargando
carbón en nuestra casa, y que por eso conocía el lugar. Suponían también que el
cadáver frente a nuestro dormitorio pertenecía a uno de los superiores de la
banda, porque sus vestimentas, cinturón y espada, eran de buena calidad; no
estaba excluido que fuera el cadáver del jefe. Los gendarmes declaraban estar
felices de que hubiéramos vencido a los malhechores. Luego cargaron sobre los
caballos de los bandidos los tres cadáveres y el material abandonado por los
bandidos y su superior nos preguntó a qué hora del día siguiente tendría lugar
el entierro de Tólios, porque decidieron escoltarnos durante la ceremonia, ya
que nuestra gente no podía portar armas fuera de la casa y, por otro lado, no se
podía excluir un nuevo ataque de los bandidos sedientos de venganza.
Así era como mi abuela contaba a sus nietos esta historia tan sensacional.
Frecuentemente nosotros le pedíamos que vuelva a contárnosla, al menos aquella
parte en la que su suegro mata al miserable tipo que había abierto las puertas,
y la parte en que ella dispara con su pistola sobre los bandidos.
El miedo a la venganza por parte de los bandidos tuvo a mi abuelo enormemente
ocupado. Durante 2 a 3 años no emprendió ningún viaje que lo hubiera obligado a
alejarse de su familia. Sin embargo, poco a poco se vio obligado a actuar.
Contrató algunos sirvientes adicionales para poder dejar en casa una guardia de
la familia, y retomó sus desplazamientos que al comienzo sólo exigían ausencias
de 5 a 6 días. Como todo se mantenía en calma, esto, con el tiempo le dio valor
para retomar el ritmo inicial de trabajo, es decir, volver a hacer viajes
largos. Además, sus hijos Jorge, Christakos y Alecos ya eran mozos crecidos y
muy capaces de colaborar en la protección de toda la familia en caso de peligro.
Segundo Acontecimiento
Corriendo el año 1890, el abuelo decide hacer un largo viaje. Partió de Serres
para llegar a Atenas y vender unos 200 vacunos. Iba escoltado por 5 sirvientes
armados y, además, por su hijo Alecos que hace algunos meses había terminado el
gimnasio y, no sabiendo qué hacer, le pidió a su padre que lo dejara
acompañarlo. Su padre está de acuerdo; se obtiene también para él un permiso de
portar fusil y el viaje comienza. Al comienzo todo va muy bien. Llegaron a
Atenas y vendieron el ganado a buen precio. Con la plata en un cofre inician
luego el camino de regreso. Llegan a Kárditsa, lugar de origen de mi abuelo
Tzelepis, donde descansan durante 2 a 3 días, y donde el abuelo se reencuentra
con viejos amigos que no había visto durante largos años. Luego de esa detención
en Kárditsa los 7 caballeros, con sus fusiles colgados a la espalda, retoman el
camino hacia Macedonia.
Pero pronto, a una distancia de 20 kilómetros de Kárditsa, se encuentran con una
sorpresa: Se encuentran de frente con una banda de bandidos, nuevamente
Albaneses, que también llevan fusiles. Eran como 9 o 10, los criminales. También
montaban, y parece que ellos también fueron sorprendidos, porque en caso
contrario habrían tendido una emboscada. Los dos bandos opuestos se detuvieron a
una distancia de un centenar de metros entre unos y otros, y comenzaron a
prepararse para una batalla de fusilería, desmontando de sus caballos que tratan
de esconder amarrándolos detrás de cada uno de ellos, y corriendo para hacerse
de un pertrecho cualquiera, árbol o roca, para así poder comenzar a disparar
contra los adversarios lo más pronto posible.
El primer acontecimiento, que fue el de la batalla contra los bandidos en la
casa, está separado de este segundo por un lapso de 22 años. Entretanto parece
que se dio una evolución de las armas, y es por eso que ahora había fusiles en
las manos de todos los enemigos que se oponían. El fuego luego fue muy nutrido
por ambos lados. Después de una hora mi abuelo es herido, y luego tres
sirvientes se encuentran en la misma situación. Ahora es el tío Alecos quién
comanda y pide a su padre que se retire lo antes posible con los otros heridos,
mientras tengan aún sangre y fuerzas para galopar a caballo. Deben ir a
refugiarse a Kárditsa. El, con los otros dos sirvientes conformará la
retaguardia para apoyar la retirada de los heridos. Sobre uno de sus caballos se
había cargado el pequeño cofre con la plata.
Parece que las bajas entre los bandidos eran en ese momento apreciables, y que
por eso no intentaron dar alcance a mi abuelo y a los otros heridos; pero
continuaron el intercambio de fusiladas con el tío Alecos y los dos sirvientes
que se quedaron. El tío Alecos era un excelente tirador y el fusil que venía de
comprar en Serres era uno de los más caros, y a repetición. Seguro que fue él
mismo quién había causado las más de las bajas en el enemigo. Dos horas después
de la partida de los primeros heridos, y de acuerdo a lo que había convenido con
ellos, él también se prepara para retirarse hacia Kárditsa, porque en ese
momento hay una razón adicional para echarse a la huida: un sirviente viene de
ser herido gravemente: la sangre corre, fuertes dolores lo invaden, y no tiene
ni la mínima fuerza para moverse. Alecos carga al herido sobre un caballo sobre
el que monta también el otro sirviente para galopar, de acuerdo a las
instrucciones del tío, lo más rápidamente posible hacia Kárditsa. Mi tío
continúa disparando a los bandidos, durante un momento, y luego abandona el
lugar a gran velocidad montado sobre su caballo. No fue perseguido por los
brigantes, lo que indica que ellos tampoco se encontraban en el mejor de los
estados.
Todo el mundo llegó al hospital de Kárditsa donde queda claro que hay dos que
deben ser internados: mi abuelo y el sirviente gravemente herido. A los otros
sólo los vendaron. Cada día el estado de mi abuelo va de mal en peor, porque
simultáneamente a sus heridas ahora sufre de una pulmonía. El otro internado
deberá pasar tres meses en el hospital, pero finalmente saldrá restablecido.
Todos los amigos de mi abuelo están a su lado. El abuelo les explaya su
admiración por su hijo Alecos, por su valentía, su capacidad en la batalla, su
sangre fría. Dice que sin Alecos, él y los demás hubieran sido masacrados. Les
dicta una carta para su mujer y su hijo mayor, Jorge, para decirles cuánto le
debía reconocimiento a Alecos, y que su última voluntad era la siguiente: Que
deben ponerse de acuerdo con él, respecto a cualquier decisión que hubiera
tomado en relación a su futuro. Si decide seguir estudios superiores, deben
ayudarlo materialmente. Y otro consejo: que sus hijos no continúen estos largos
y peligrosos transportes de ganado. Luego de una semana en el hospital, mi
abuelo Dimitri Polyméris muere a la edad de 52 años. Su hijo, sus sirvientes,
sus amigos y muchos de los ciudadanos de Kárditsa le ofrecen una gran ceremonia
de sepultura.
Después de 4 a 5 días, tío Alecos con sus cuatro sirvientes retornan a Serres.
En este viaje, durante los dos primeros días, se hacen escoltar por una veintena
de amigos de Kárditsa, para evitar todo peligro que los bandidos de los días
anteriores habrían podido provocar. Llegan en unos 7 a 10 días a Serres, sin el
abuelo ni el sirviente gravemente herido. Traen la maleta del abuelo dentro de
la cual, fuera de sus vestimentas, se encontraba su espada y una gran foto de él
en su ataúd; y también una foto de su tumba cubierta de coronas de flores. La
desesperación de la familia era desgarradora. Los amigos estaban consternados.
También había toda una muchedumbre de niños pobres que estaban muy tristes. Se
trataba sobre todo de niños de Kato-Kamenikia, y ello, debido a que mi abuelo,
cada vez que volvía de un viaje largo, traía centenas de pequeños regalos para
esos niños. Estos regalos consistían casi siempre de sandalias multicolores y
dulces en pequeños y graciosos saquitos. Tenía la costumbre de traer de estos
artículos una completa carga de caballo. Los compraba al por mayor en Salónica
durante su pasada de regreso; o en Drama, si regresaba del otro lado. Por eso es
que en la conversación de esos niños siempre estaba presente la cuestión de si
el Tío Dimitri había salido de viaje y cuándo regresaría. Incluso enviaban una
delegación ... para informarse discretamente ... a casa de mi abuela.
Lamentablemente esta vez se informaron que el Tío Dimitri ya no volvería nunca
más; y por eso sus caritas estaban mojadas por sus lágrimas.
El Matrimonio de Mis Padres
Tuvo lugar 15 años después de la muerte del padre de mi madre. Es primavera de
1905. Mi padre se ocupa de su comercio de vinos, pero también de la construcción
de la fábrica de ladrillos que viene de comenzar. Piensa casarse, y, entre otras
señoritas, piensa en Penélope, que es tan bonita y que es la hermana de Jorge
Tzelepis, quién es muy amigo de su hermano Stoilas. Por eso es que últimamente
pasa mucho frente a la casa de los Tzelepis, para mirar a Penélope cuando por
casualidad ella se encuentra en la ventana. Finalmente decide hablarle a su
hermano Stoilas quién encuentra muy buena la idea. Esa misma tarde Stoilas
invita a su colega Jorge a tomar ouzo a un bar que los dos amigos solían
frecuentar. Stoilas le cuenta a su amigo que su hermano Polyméris piensa en
Penélope como eventual esposa, y le pregunta a Jorge su opinión. Jorge,
bruscamente vacía su vaso de ouzo, limpia sus bigotes con su mano, y luego de un
momento, responde diciendo que todo el mundo habla bien de ese maestro de
escuela, que aparentemente hace buenos negocios como mercader de vino a gran
escala, y que incluso se dice que está construyendo una fábrica. Notemos que
llamarlo maestro de escuela se debía a que había mucha gente que lo llamaba
así, debido a su primera actividad de dos años. Los dos amigos continuaron
vaciando alegremente sus múltiples vasos de ouzo y se pusieron de acuerdo para
organizar en casa de Jorge un encuentro de presentación, para observar la
reacción de ambas partes.
Jorge luego habló de ello a su madre y también, un poco ..., con Penélope. Y así
fue como en 3 o 4 días, un domingo por la tarde, tío Stoilas con su hermano
Polyméris llegaron a la casa de los Tzelepis, invitados a tomar un ouzo. En
casa, además de Penélope, estaba la madre de Jorge, tío Christakos y tía
Evanthía, que ya estaba casada con su viejo peluquero. Hablaron mucho del frío
del invierno pasado, y que la primavera se presentaba lluviosa ...; salvo mi
padre que habló poco, y mi madre que no dijo nada. Ella se limitaba a sonrojar
... Finalmente las visitas se dispusieron a partir y todos se saludaron de
manos, pero mi padre depuso un beso sobre la mano de mi abuela Katerina y otro
sobre ¡la mejilla de Penélope! Una vez que las visitas habían salido, Penélope
entró en cólera y declaró que el maestro de escuela era un impertinente porque
había osado abrazarla. Incluso se echó a llorar diciendo que no le gustaba ...
También su hermana Evanthía está disgustada, pero por razones totalmente
opuestas, y le dice a su hermana que hizo bien en abrazarla, pero que si
realmente era bien educado, debería haberla abrazado también a ella, ya que
¡luego irían a ser parientes!
Penélope no durmió en toda la noche. Su hermano Jorge, informado de su confusión
síquica, antes de partir a su trabajo por la mañana, la llama a presentarse ante
él y su madre, y le dice que entiende que deberá informar a Stoilas, decirle que
ella no tiene ninguna simpatía por su hermano y que por lo tanto ese maestro de
escuela deberá buscarse otra señorita para casarse. Penélope se encontraba
terriblemente confundida. No podía hablar, y sólo luego de un buen momento de
silencio, haciendo grandes esfuerzos y con lágrimas en los ojos, logra
preguntarle a su hermano qué piensa él del candidato. Tío Jorge responde sin
titubear que, según él, ese joven sería ¡un marido ideal! Con eso, mi madre
abandonó la pieza llorando y diciendo: Estoy de acuerdo, ¡puesto que tú lo
encuentras bueno!
Luego las buenas nuevas llegaron a Stoilas, y de ahí a mi padre; y es por eso
que en la tarde de ese día tuvo nuevamente lugar, en casa de los Tzelepis, una
alegre convivencia. Estaba la gente del día anterior y además mi abuela Dafné.
Era para dar la promesa. Despidiéndose, mi padre volvió a dar exactamente los
mismos dos besos, a las mismas personas del día anterior. Al domingo siguiente
se celebraron en casa de los Tzelepis las promesas oficiales, con la asistencia
de todos los miembros Tzelepis, los hermanos de mis padres con sus familias, y
los amigos cercanos de ambas partes. Stoilas aportó los anillos de los novios.
Al final todo el mundo se abrazaba, y mi tía Evanthía, celosa de que el novio no
cometiera error, ... lo abraza, y ¡el novio le corresponde su beso!
Durante todo el período de noviazgo mis padres se veían frecuentemente, y
también salían de paseo. De acuerdo a la moral y a las costumbres de aquella
época, los novios no podían salir solos, sin ser acompañados al menos por una
persona seria, representante de la familia de la novia. Esta medida había sido
inventada para que los novios no abusaran de sus libertades ... El rol de esta
persona seria fue siempre asumido por mi tía Evanthía, y así ... ¡todo el mundo
se sentía feliz! Mi madre se enamoró profundamente de mi padre, y continuó a
sentirse así hasta el fin de su vida.
El matrimonio de mis padres tuvo lugar en pocos meses, en julio de 1905. Mi
padre tenía entonces 30 años, y mi madre, 20. Fue un matrimonio feliz. No
obstante, durante los primeros tres años la situación de mi padre se tornó
difícil, debido a que mi abuela Dafné, quién convivía con la pareja, no se
entendía para nada con su nuera. Se daban continuas pelas entre esas dos damas,
y mi padre no podía inmiscuirse, ni contra su madre, ni contra su esposa. Sabía
que tenía que proteger y servir a su madre en su vejez, ya que ella había dado
todo para él, y paralelamente tenía que dar satisfacción a su mujer que tanto
amaba. Sin embargo, conciliar esos dos frentes opuestos era imposible. Esas dos
damas ¡se detestaban! Los motivos de las pelas eran frecuentemente cómicos.
Veamos un ejemplo que también fue el que llevó a la declaración de hostilidades
entre las damas.
Al primer domingo luego del matrimonio, la joven casada, de acuerdo a la
tradición, tenía que asistir obligatoriamente a misa. Ello demostraba su
religiosidad, pero también su voluntad de integrarse al círculo de las damas
casadas, puesto que iría a tomar lugar en el gineceo de la iglesia, es decir en
el lugar en que se reunen todas las mujeres ya casadas. Por lo tanto, en la
mañana de ese domingo, la llegada a, y presencia de mi madre en ese lugar, sería
acompañada por toda la muchedumbre congregada en la iglesia. Resulta entonces
que la importancia de ese domingo no escapaba al pensamiento de mi abuela Dafné,
ni al de mi madre. Ellas ya habían pensado en ese momento muchas semanas antes
del día del matrimonio; y consideraron particularmente, cada una por separado,
el vestido que mi madre habría de llevar ese domingo que seguía al domingo del
matrimonio. Es así como mi madre había encomendado un vestido muy bonito, y su
suegra, por su lado, quiso ofrecerle una sorpresa a su nuera, regalándole una
bella ... chaqueta larga, hasta las rodillas, confeccionada por la costurera que
mi madre conocía y apreciaba porque era una artesana consciente y conservaba ...
en sus obras ¡el buen estilo de los viejos tiempos! La chaqueta era de seda, con
cuello, y en las extremidades de las mangas lucía unos buenos retazos de ¡piel
de oveja teñida de azul!
La chaqueta llegó a la casa dos días antes del famoso domingo. Graciosamente la
suegra se la ofrece a su nuera, y graciosamente esta la recibe, agradece y
prueba con entusiasmo. Mi abuela encuentra que esa chaqueta es algo digno de ser
admirado por toda la muchedumbre de la iglesia, por todo el mundo, y le anuncia
a su nuera: ¡Es para el domingo! Sin embargo ... el domingo por la mañana mi
madre sale de su pieza llevando ¡el vestido que ella misma había encomendado! Su
suegra la increpa: ¿Cómo, eso?, y la nuera responde: Hoy no hace tanto frió
(era el mes de julio) como para llevar una chaqueta decorada con piel de oveja.
En ese momento la pobre Dafné llegó a una constatación muy triste: que su bien
amado hijo se había casado con una mujer ¡excéntrica e insolente! Después de
eso, los temporales eran continuos en esa casa. ¡No se entendían en nada! Abuela
Dafné incluso comenzó a enojarse con su hijo.
Por ejemplo: ¿Por qué, él y su mujer, vuelven siempre tan tarde del teatro al
que asisten 2 a 3 veces por mes? Estaba naturalmente convencida que ello se
debía a la mala influencia de la nuera. Decía: Está bien que vayas con ella al
teatro, pero es suficiente ... que se demoren una hora o un poco más. Es una
locura volver tres horas más tarde, a la una de la mañana, ¡con todos los
peligros que a esas horas hay en las calles! La pobre vieja no tenía la más
mínima idea de lo que era una representación teatral, y era imposible, a su
edad, hacerle comprender la función del teatro. Pasados dos años desde el
matrimonio de mis padres, ella cae enferma. Había atrapado un resfrio que le
causaba fiebres, y de entonces en adelante se fue a instalar definitivamente en
su cama. Su estado de salud se tornó triste. Mi madre, para animar a su suegra,
cuando la iba a cuidar, frecuentemente vestía la larga chaqueta con los retazos
de piel azul. Llegó a ponerse la chaqueta una vez que el médico pasó a visitar a
la suegra, y a decir: ¡Es un regalo de Mamá! Dijo eso para complacer a su
suegra, pero también para hacer saber al médico que la chaqueta estaba
confeccionada de acuerdo al gusto de la anciana, y no de acuerdo al suyo
propio. Sin embargo todo eso ya no producía ningún efecto en mi abuela que
miraba a su nuera impasiblemente. Sólo mi padre respondía a su esposa: ¡Estás
realmente muy bella con esa chaqueta! Mi abuela Dafné murió luego, a la edad de
82 años. En ese momento yo tenía un año y medio. Vagamente la recuerdo y
guardo la imagen de una persona muy amable.
Después de la muerte de abuela Dafné nos cambiamos de casa. Mis padres
alquilaron otra casa, a la que se vinieron a vivir con nosotros mi abuela
Katerina, mis tíos Jorge y Tomás, así como también Eleni, la hija de la hermana
muerta de mi padre. Además vivían ahí dos empleadas y un sirviente. En esa casa
nueva tuvo lugar el nacimiento de mi hermano Odíseo. La casa era grande y
también había un amplio patio con caballerizas para los caballos de mi padre y
los de mis tíos. En medio del patio había un pozo con una bomba de agua. Yo
encontraba la vida en esa gran familia patriarcal muy alegre. Sin embargo, poco
después se produjeron dos desgracias: La muerte de tío Jorge, y luego, la de
Odíseo, a un año de edad, debido a una disentería.
Mi hermana Ariadni nació dos años después, en 1910, y mi hermano Jorge, en 1912.
La fábrica de ladrillos de mi padre estaba, en 1912, lista para poder comenzar
con la producción. Nuestra numerosa familia vivía en absoluta armonía. Mi padre
y su suegra se querían mucho. Era el caso contrario de lo que fueron las
relaciones entre mi madre y su suegra. Frecuentemente mi madre molestaba a mi
padre preguntándole: ¿Cuántos pares de sandalias multicolores, regaladas por mi
padre, recibiste durante tu infancia de las manos de tu suegra; para que la
quieras tanto? ¡Confiesa de una vez! No obstante, ese año 1912 es el del
comienzo del largo período de cuatro guerras en las que habríamos de participar;
y del sufrimiento de esas crueles guerras que duraron 11 años: la guerra
balcánica, la guerra greco-búlgara, la primera guerra mundial, y la guerra
greco-turca.
La Guerra Balcánica
Se dio entre Turquía, por un lado, y los tres aliados que eran Grecia, Bulgaria
y Serbia, por el otro. Estos países querían liberar sus territorios del yugo
turco, imperio que los ocupaba desde hace más de cuatro siglos. Turquía de
entonces ocupaba más de la mitad de lo que es hoy Grecia, ocupaba la mitad de lo
que es Serbia hoy, y un tercio del territorio Búlgaro actual. Es decir, los
turcos ocupaban en 1912 toda Macedonia y toda Tracia. Los tres países aliados
eran débiles, comparados a su rival, el Imperio Otomano. Grecia y Serbia habían,
sólo a partir de 1821, comenzado a ganar, poco a poco, sus independencias,
mediante heroicas luchas contra ese cochino imperio de los mongoles. También
Bulgaria hacía poco tiempo que había formado un estado, gracias a la
intervención de Rusia contra Turquía. Debido entonces a que los tres aliados
eran tan débiles, era muy importante que elaboraran buenos planes estratégicos
contra su enemigo común. De acuerdo a ese plan:
A.- La marina de guerra griega (los otros dos aliados no tenían) debía, en el
momento en que se declararan las hostilidades, destruir, lo más rápidamente
posible, a la marina turca y ganar la soberanía del mar Egéo, para impedir la
llegada de nuevas tropas turcas, por vía marítima, desde los otros territorios
turcos de Africa y Asia Menor.
B.- El ejército búlgaro debía avanzar hacia el sur, ocupar Tracia Oriental y así
cerrar el paso a nuevas tropas turcas provenientes de Constantinopla y, en
general, de Asia Menor.
C.- Los ejércitos de los tres aliados debían atacar las guarniciones turcas que
se encontraban en la parte europea del Imperio Otomano; y eliminarlas.
Los aliados aplicaron muy bien estos planes y tuvieron éxitos espléndidos. La
marina griega rápidamente destruyó la mayor parte de la marina turca; y lo que
se salvó fue a refugiarse al estrecho del Bósforo. Los búlgaros bloquearon el
paso en Tracia. Los tres ejércitos, en 10 meses y por medio de batallas
encarnizadas, lograron eliminar completamente las fuerzas turcas en Europa.
En Serres, las primeras en llegar, fueron las tropas búlgaras; y luego de una
semana llegó un escuadrón de caballería griega que el día anterior, en una
batalla contra una unidad de caballería turca, había sufrido muchas pérdidas,
debido a lo cual caballeros y caballos llegaban vendados. Muchos caballeros
conducían, a sus lados, un segundo caballo, sin caballero. La recepción de ese
escuadrón llevó a un delirio por parte de los habitantes griegos de Serres. La
calle principal de la ciudad, por la que ese cortejo de caballeros transitó,
quedó cubierta por las flores que la muchedumbre había lanzado a esos héroes.
Para nosotros, los griegos de Serres, con la llegada de ese escuadrón de
caballería griega, la guerra balcánica prácticamente llegó a su fin. Lo que fue
una gran suerte para nosotros, porque lo que sufrimos, se limitó a la angustia
que nos producían las batallas entre turcos y aliados en los diferentes frentes;
así como al miedo a ser masacrados por los turcos si osábamos abandonar nuestra
ciudad. Este miedo se disipó cuando los aliados búlgaros comenzaron a entrar en
la ciudad y a ordenar que los queridos aliados griegos, para su seguridad,
debían pintar una cruz sobre las puertas de sus residencias. Pensamos que una
masacre de los ciudadanos turcos iba a tener lugar y, debido a ello, en una hora
ya había grandes cruces pintadas sobre las puertas de todas las casas de Serres,
incluidas las casas turcas y las casas judías.
Como ven, nosotros, los Polyméris, no sufrimos de otra manera de esta guerra.
Sin embargo corrimos el peligro de la epidemia del cólera que durante unos tres
meses de este período de la guerra balcánica mató un enorme número de personas
en Serres. En nuestra vecindad, por ejemplo, una familia de cinco personas fue
totalmente eliminada. Nuestra salvación se debió a nuestra buena suerte y, sobre
todo, a la energía de mi madre que hizo uso de muchas medidas de protección: En
primer lugar, durante ese período de cólera, sólo mi padre entraba y salía de la
casa. Y cuando regresaba, pasando el portón del patio, entraba a una pequeña
casita que estaba al costado del portón. Ahí mi madre lo esperaba con agua
caliente para el baño que tomaba luego de haberse desprendido de todos sus
vestimentas; las que iban a dar a un balde lleno de agua hirviendo. Luego se
ponía ropa fresca. Mi padre, en aquella época salía sólo para comprar víveres
que, una vez llevados a casa y antes de ser consumidos, tenían que ser hervidos
y puestos en el horno por un buen rato. Además, sentados a la mesa, antes de
cualquier comida, se vertía alcohol en los platos en los que también se habían
depositado los tenedores, cuchillos, etc., y se les prendía fuego. Esta
ceremonia era muy divertida para nosotros, los niños, y la echamos de menos más
tarde, cuando nuestros padres pensaron que este fuego especial ya no era
necesario.
Los búlgaros demostraron hostilidad contra los habitantes turcos de Serres
durante las primeras 3 a 4 semanas que pasaron en nuestra ciudad. Mataron a
algunos. Muchos turcos se refugiaron con los griegos, y es así como mi padre
escondió en el sótano de su oficina comercial dos hermanos turcos de apellido
Afuz. Durante todo ese tiempo de hospitalidad, que duró más o menos un mes, en
casa tuvo que cocinarse también para los hermanos Afuz. Y mi madre iba cada 2 o
3 días a sus casas para llevar mensajes y enterarse de las novedades en sus
harem, noticias que mi padre transmitía a sus huéspedes.
La Guerra Greco-Búlgara
Naturalmente que existía un acuerdo elaborado antes de la guerra balcánica entre
los tres aliados, acuerdo que determinaba con precisión la distribución de los
territorios liberados por la acción común de los tres vencedores. No obstante,
luego de la derrota y eliminación de las fuerzas armadas turcas, los búlgaros
comenzaron a sentir apetito de mucho más territorio que el que estaba previsto
en el acuerdo inicial de la alianza. Declararon que todas las regiones en que se
encontraban fuerzas búlgaras debían unirse a Bulgaria; incluso Salónica, ciudad
a la que habían llegado primero los griegos, pero a la cual se permitió la
entrada de una unidad búlgara, luego de una solicitud de ellos, que decía que
era para alimentar a los soldados búlgaros, y que ello duraría sólo una semana.
De ahí que fue quedando claro para todo el mundo, que una guerra inmediata entre
Grecia y Bulgaria era algo ya completamente inevitable. Hay que hacer notar que
de acuerdo a las nuevas disposiciones de los búlgaros, Grecia debía quedar casi
sin ganancias provenientes de la victoria contra los turcos; aún si esa victoria
se debió sobre todo a la marina de guerra griega que pudo impedir a los turcos
el enviar ayuda a sus tropas de Europa. La meta griega consistía ahora en atacar
a los búlgaros, si es posible, por sorpresa, y echarlos de los territorios donde
la población era griega. Las fuerzas armadas griegas estaban debilitadas,
después de las sangrientas batallas contra los turcos; y por eso era muy
necesario, aprovechar el factor sorpresa. Debido a ello es que Grecia se
preparaba afanosamente para esa guerra contra el odioso aliado. Pero ni el
gobierno griego, ni los periódicos griegos decían que luego tendría lugar una
guerra contra los búlgaros. Esa apatía aparente de la Grecia libre llevaba a la
desesperación a las poblaciones griegas de las regiones ocupadas por los
búlgaros.
Por eso que desde Serres partió a Atenas, secretamente, una delegación compuesta
por diez ciudadanos que tenían como misión, convencer al primer ministro
Venizelos y al Rey Constantino, que Grecia debía echar a los búlgaros de Serres.
Venizelos, por prudencia, camufló sus verdaderas intenciones y respondió que los
griegos de las regiones ocupadas por los búlgaros tenían que tener paciencia, y
que tenían que intentar vivir en paz con los búlgaros, y que el gobierno griego,
por su lado, usando la vía diplomática, llegaría algún día a convencer a los
búlgaros de que se retiren de esos territorios. Se entiende que esas diez
personas se deprimieron con la respuesta de Venizelos, y que hubieran salido de
Atenas totalmente desesperados, si en su visita al Palacio las respuestas en lo
que concierne a la liberación, no hubiesen sido muy diferentes: El Rey
Constantino que hace ya un par de horas estaba sirviéndose ouzo, su aperitivo
preferido de la mañana, pasando por el mediodía, a la noche, invitando a la
delegación a probar su ouzo, y luego de una descripción larga del cochino
carácter de los búlgaros, les dijo que muy luego les iba romper totalmente la
cara a los búlgaros ..., y que debían volver a Serres muy tranquilos. Ni
siquiera les dijo que había que guardar silencio. Eso concluyeron ellos mismos,
recordando la actitud de Venizelos.
Este viaje de la delegación duró un mes, y estaban seguros que los búlgaros no
sabían nada de todo esto, lo que fue un error fatal. Los traidores no faltan
nunca, y en Serres había un tal al servicio de los búlgaros. Era un médico de
apellido Despotidis. Un tío del Despotidis que hoy es el propietario de la casa
que hemos arrendado estos últimos años en Polygyros. Pues, este sucio criminal,
el Dr. Despotidis que pasaba por buen griego, pudo informarse de todo gracias a
su amante, que fue capaz de sacarle los secretos a la esposa idiota de uno de
los miembros de la delegación. Por eso, un día, soldados búlgaros visitaron una
centena de casas de notables griegos para avisarles que tendría lugar una
reunión en la comandancia, y que debían aparecer en ese lugar en la tarde, a las
15 horas. En esa lista figuraban, naturalmente, los nombres de los diez miembros
de la delegación. Si los búlgaros hablaban de una reunión de 100 personas, era
sólo para tender una trampa y atrapar más fácilmente, en la sala de reunión, a
los diez culpables. Si los búlgaros hubieran invitado solamente a los miembros
de la delegación, sabían que no estarían haciendo más que asustarlos y avisarles
que se escondieran.
Estos soldados búlgaros pasaron también, un poco antes de mediodía, por nuestra
casa y hablaron con mi abuela Katerina. Ella respondió: ¡Muy bien! Sin
embargo... cuando mi padre llegó a casa, le dijo que tenía que irse
inmediatamente de la casa, ir a alguna parte a esconderse. Le explicó la
situación tal como de hecho se estaba dando. Le dijo: Toda esta famosa reunión
de esta tarde es sólo para atraparte a ti y a los otros nueve, por vuestro
imprudente viaje a Atenas. Tu, come rápidamente alguna cosa y anda a esconderte
a casa de algún amigo en algún pueblo. No muy lejos de nosotros vivía otro
miembro de la delegación, de apellido Papapaulu, que era el director del
gimnasio de Serres. Mi padre fue un momento a su casa, a discutir con él las
sospechas de su suegra en relación a la reunión. El director del gimnasio no
compartía para nada los temores de mi abuela, y ello influenció a mi padre
quien, volviendo a casa dijo que él tampoco veía ningún peligro en ir a esa
reunión. Fue entonces que su suegra cortó la discusión asegurándole que no le
permitiría traspasar la puerta de la casa, y que incluso estaba dispuesta a
emplear la fuerza. Le decía: Al menos quédate aquí hasta que termine esa
reunión. Si todos abandonan la sala, mañana por la mañana vas donde el
comandante y te excusas diciendo que te sentías muy enfermo, y que por eso no
asististe a la reunión. Si en cambio de repente vienen a buscarte, saltas por
una de las ventanas de detrás de la casa al patio de los vecinos e intentas huir
y esconderte en alguna parte. Ahora esperemos, y verás que lamentablemente tengo
razón de considerar este momento como el comienzo de una situación terrible. Mi
padre obedeció a su suegra, y luego se vio que ella tenía toda la razón: 2 o 3
horas después del comienzo de la reunión, gente alarmada discutía en las calles
la razón por la cual nueve notables de la reunión habían sido arrestados; y por
qué el comandante de los búlgaros había amenazado brutalmente a los otros antes
de permitirles abandonar la sala. Les había dicho que exigía de todos los
ciudadanos de Serres una sumisión absoluta a las autoridades búlgaras; y que les
prohibía tomar contacto con los agentes del gobierno de Atenas; y que quién se
comportara mal, sería severamente castigado. Pronto una nueva patrulla llegó a
nuestra casa, a revisarla y arrestar a mi padre. No prestaron ninguna atención a
mi abuela que les decía que Polyméris hoy no vino a casa a almorzar; lamento...
no haberle podido anunciar que el Sr. Comandante lo había invitado a la reunión
de la tarde .... Entretanto mi padre, con dos pistolas en los bolsillo, había
saltado al patio de los vecinos y desaparecido para ir a esconderse a casa de un
amigo.
Las horas pasaron y hacia la noche todos conocían los sucesos en detalle: Que
además de los nueve notables arrestados, los búlgaros buscan por todos lados a
Polyméris, quién fue el décimo miembro de la delegación. Estas noticias llegaron
a todos lados, incluso al barrio turco; y fue así como los amigos turcos de mi
padre, los hermanos Afuz, comenzaron a reflexionar sobre lo que podrían hacer
para ayudar a mi padre a escapar; dado que hacía solamente un par de meses que
mi padre los había ayudado a escapar del peligro búlgaro a ellos. Antes, los
amigos queridos de los búlgaros eran los griegos; y los turcos eran los enemigos
tradicionales. En este momento, en cambio, los griegos son los falsos aliados, y
los turcos son un pueblo tranquilo e inocente. Es por eso que ahora, turcos y
judíos repintan sus puertas de calle, para hacer desaparecer las cruces que
habían pintado al momento de la entrada de los búlgaros a Serres; porque
entonces pensaron que era conveniente para ellos, disimularse entre los griegos.
También se decía que los búlgaros intentaban mejorar sus relaciones políticas
con Turquía; pensando en una inminente guerra contra Grecia, país que ya
resforzaba el ejército que tenía estacionado a lo largo del río Strymon, 14
kilómetros al sur de Serres, así como también, las unidades que tenía aparcadas
en la región de Salónica, de Kilkis y otros puntos estratégicos.
Por eso, en ese momento los habitantes turcos de Serres se sentían bastante
seguros. Así, el resultados de las reflexiones de los hermanos Afuz finalmente
los llevó a enviar a una de sus esposas donde mi madre, para decirle que sería
sensato que ella fuera con nosotros, los hijos, a esconderse en casa de ellos;
dado que los búlgaros podían decidir encerrarnos en alguna parte, como rehenes,
para obligar a mi padre a entregarse. Mi madre y mi abuela encontraron estos
consejos conmovedores y muy razonables. Ya las dos damas habían pensado ir a
refugiarse a una iglesia, pensando que los búlgaros -puesto que cristianos y
además ortodoxos- no osarían hacernos abandonar la iglesia a la fuerza, cosa que
habrían hecho, si nuestro refugio hubiese sido una casa griega. Consideraban a
San Vlassis, la iglesia de nuestro barrio. Sin embargo, cuando la dama turca
llegó, mi madre y mi abuela recordaron el trágico caso de la iglesia de Doxato
(una localidad cercana a Cavala). En esa iglesia, dos meses antes, mujeres y
niños se habían refugiado para escapar a una masacre decidida por los búlgaros,
como represalia, por alguna razón. Pues bien, en ese caso se pensó que los
búlgaros, como cristianos devotos, no osarían derribar la sagrada puerta de la
iglesia para proceder a la masacre de los suplicantes; y que solamente ... para
tranquilizar sus conciencias ... y cumplir sus deberes patrióticos, habían
incendiado aquella iglesia, y disparado sólo ... sobre aquellos que la
abandonaban. En base a todas esas reflexiones, mi madre y mi abuela encontraron
que la protección ofrecida por los Afuz era preferible a la que ofrecía San
Vlassis. Para evitar todo malentendido por parte de San Vlassis, pensaron
ofrecerle una misa y explicarle sus decisiones.
Fue así como mi madre y nosotros, los tres niños, seguimos a la buena Hanum-
Efendi, esposa mayor de Ali Afuz, y esa misma tarde nos hayamos acomodados en el
harem del amigo de mi padre. Mi abuela Katerina, con el tío Tomás y mi prima
Eleni, fueron a vivir provisoriamente donde tía Athiná; en casa sólo quedaron
las dos empleadas y el sirviente. Cada uno de los hermanos Afuz tenía una casa,
y cada casa estaba compuesta por dos edificaciones: la edificación para los
hombres que daba hacia la calle, y la construcción para las mujeres, que se
encontraba al fondo del patio. Los dos patios eran vecinos. Estaban separados
por un muro y se comunicaban por una pequeña puerta en el muro de separación de
las propiedades. Esta pequeña puerta se llamaba, para los turcos, capitzique.
Como todas las propiedades de ese barrio turco estaban pegadas unas a las otras
y se comunicaban a través de las capitziques, las mujeres turcas de todo el
barrio se visitaban sin necesidad de salir a la calle. Solamente los hombres y
los niños mayores de 12 años ya no osaban circular en ese laberinto; laberinto
que para nosotros representaba una seguridad adicional, para escapar en caso de
necesidad.
En la construcción del harem vivían tres esposas de Ali Afuz, una decena de
niños y 2 o 3 empleadas. Luego íbamos a recibir la bienvenida de las tres
esposas de Mustafá Afuz. En aquella casa no había muebles, lo que era el caso en
todas las casas turcas. En cambio había, sobre el piso, alfombras y cojines para
sentarse a la manera turca (con las piernas cruzadas); y cunas suspendidas del
techo. Las esposas de Ali Afuz pusieron a nuestra disposición una gran pieza con
alfombras, colchones extendidos sobre el piso y una cuna colgada para mi hermano
Jorge. Comíamos en el salón. Todo el mundo se sentaba sobre cojines en torno a
una mesa redonda de 25 centímetros de altura. Para los niños había una o dos
mesas parecidas. No se empleaban cuchillos ni tenedores. Solamente cucharas y
las manos. A mediodía había un amplio surtido de platos y en la noche se comía
simple: arroz y yogurt. Una vez terminado el almuerzo, se retiraba la mesa de
las damas para arrumarla en una esquina de la sala, y en su lugar se colocaba un
brasero, una cafetera, un plato lleno de tabaco, papel para liar cigarrillos,
las tazas y los materiales para preparar el café. Estas mujeres eran capaces de
quedarse ahí toda la tarde bebiendo café y fumando cigarrillos continuamente,
ocupándose a lo más en teñir 2 a 3 centímetros de las puntas de sus dedos de un
color zanahoria. Con nosotros, esas damas, así como las empleadas, eran muy
gentiles.
Nos quedamos en ese harem unas tres semanas, aún si de vez en cuando visitábamos
nuestra casa durante algunas horas, para luego retornar donde las damas Afuz. Mi
madre también tenía que salir para cumplir con el siguiente deber: transportar,
bajo su abrigo, fusiles, desde una casa en que estaban escondidos, a otras casas
bastante lejanas de la primera. Eran armas que debían llegar a manos de
ciudadanos que podrían emplearlas luego, contra los búlgaros, en el momento que
sería fijado por el ejercito griego que se encontraba estacionado a lo largo del
río Strymon, a 14 kilómetros de Serres. Estos fusiles eran tan largos, que sólo
podían ser disimulados bajo los abrigos de damas grandes, las que no eran
muchas. En cambio, para el transporte de pistolas y municiones había muchas
damas disponibles. Mi madre transportaba cada vez, hacia el anochecer, dos
fusiles colgados de su cuello, llevando en una mano mi mano, y en la otra, su
saco. Ella me decía: Con lo que estamos haciendo vamos a salvar al papá.
Entretanto mi padre, para esconderse, se movía de un amigo al otro, y a veces
incluso llegaba hasta su fábrica. Frecuentemente encontraba formas para enviar
noticias a su esposa y a su suegra.
Llegó el 29 de junio de 1913. Es el día que los habitantes de Serres irían a
recordar continuamente durante todas sus vidas. Nosotros estábamos con las damas
turcas, pero ese día, temprano por la mañana, yo tenía fiebre de malaria. Tenía
que ser examinado por nuestro médico, pero como estaba absolutamente prohibido
que un hombre entrara en el harem, mi madre nos llevó a nuestra casa, a donde el
médico pronto concurrió a examinarme. Luego que el médico se fue, de golpe, la
situación en la ciudad se tornó infernal. Pronto hay barrios enteros quemándose.
El cielo está cubierto de humo mezclado a llamas enormes. En las calles, la
gente corre como un torrente en dirección al río Strymon, donde saben que se
encuentra el ejército griego; pero hay personas que caen a tierra heridas por
los obuses búlgaros. En un sector de la ciudad se desarrolla una batalla entre
ciudadanos y búlgaros que intentan cortar el camino a la muchedumbre que huye
hacia el Strymon. Nuestras empleadas no estaban en casa. Estaban en sus pueblos.
Cuando mi madre se dio cuenta de la gravedad de la situación, también se unió al
torrente de gente, llevando en sus brazos a la guagua Jorge, y mi hermana
Ariadni y yo corríamos. Tenía mi mano sólidamente agarrada a su vestido. Ella me
decía: Estás enfermo, pero debes correr.
Lean ahora los sensacionales acontecimientos que tuvieron lugar durante esa
estampida hacia el refugio que era el ejército griego. Mi madre, que entonces
llevaba en sus brazos a mi hermana Ariadni (Jorge estaba, hace algunos minutos,
en brazos de la mujer de mi tío Doitsinis), se da cuenta que la gente que corre
a su lado, habla del cochino puerco Despotidis. Ella pregunta a esa gente, a
propósito de qué hablan del traidor. Responden que se preguntan por qué los
búlgaros no le avisaron a tiempo que irían a bombardear la ciudad; que así lo
obligaron a seguir ahora a los otros para alejarse de la ciudad. Pero ¿donde
está?, pregunta mi madre. Está justo a nuestra izquierda, responden. ¡Lo veo!
dice mi madre, les pide cuidar un rato a Ariadni, y se lanza como un cohete. Lo
atrapa por el cuello y le da de bofetadas. Luego lo bota al suelo y le propina
patadas gritándole: ¿Por qué no te quedaste con tus queridos búlgaros?. Lo deja
realmente en mal estado.
¡De repente nos encontramos con mi padre! Cuando el bombardeo y el incendio de
la ciudad comenzaron, mi padre se encontraba en su fábrica que está hacia el
lado norte de la ciudad. Montó a caballo y contornó la ciudad para acercarse a
la muchedumbre que se dirigía hacia el sur. Una vez alcanzada la masa de gente,
se encontró con su hermano Stoilas que estaba totalmente exhausto. Mi padre hace
montar a su hermano sobre el caballo y continúa corriendo a pié, entre la
muchedumbre, buscándonos, luego que la gente le informara que estábamos más
adelante. El encuentro fue de una alegría indescriptible. Pone su boina sobre mi
cabeza para protegerme del sol ardiente, y me toma en sus brazos, porque estaba
con fiebre. Pronto mi padre se da cuenta que paralelamente a nosotros camina un
campesino que conduce un caballo montado por su hijo que tenía mi edad. Mi padre
le da a ese campesino una moneda bastante grande para que me haga montar a mi
también a ese caballo, detrás de su hijo. Entonces mi padre toma en brazos a
Ariadni y mi madre retoma a Jorge. Al comienzo, todo iba relativamente bien,
salvo la sed, de la que todo el mundo sufría, y especialmente yo que tenía
fiebre. Luego comencé a perder de vista a los mios. Parece que el campesino
caminaba más lento que mis padres, y así la distancia que nos separaba,
¡aumentaba! Por no poder ver a mis padres, comienzo a desesperarme. Sin embargo
hay un consuelo: veo a Nicos, quién es un joven de unos 17 o 18 años, de nuestro
barrio. Le suplico que me lleve con él. Nicos está de acuerdo, y el campesino
también. Pero ahora es el campesino quién comienza a distanciarse de nosotros, y
eso porque yo ya no tengo fuerzas, sino para caminar muy lentamente. Luego Nicos
me sube a sus espaldas, pero el pobre también comienza a cansarse, y así es como
nos encontramos a la cola de la muchedumbre, y luego la muchedumbre se aleja y
no vemos más que la nube de polvo que deja tras si. Parece que mis padres, en
ese momento, creían lo contrario, es decir, que el campesino y yo nos
encontrábamos más adelante. Hay que entender que mis padres también ya estaban
confundidos.
Llega el momento en que Nicos ya no tiene más fuerzas y entonces nos tendimos al
borde de la ruta. Ahora desaparece incluso la nube de polvo de la muchedumbre
que huye. Alrededor de nosotros hay tranquilidad, salvo que a lo lejos se
escuchan las explosiones en la ciudad de Serres. Es muy fácil saber donde se
encuentra Serres: Está en la base de una columna, muy ancha y alta, de ¡humo
negro! La nube de polvo de la muchedumbre, en cambio, había totalmente
desaparecido. Sin embargo ahora vemos otra nube de polvo, hacia el mismo punto
en el horizonte, pero con la diferencia que esta otra nube tiene cara de ir
acercándose a nosotros, en vez de alejarse (como la anterior), y que es mucho
más grande que la otra. Esta se eleva además a lo ancho del campo a ambos lados
de la ruta. Es la nube de 10.000 soldados y oficiales griegos que corren hacia
Serres con las armas en las manos, al encuentro con los búlgaros. Pronto
nuestros bravos muchachos pasan el punto en que nos encontramos. No tienen
tiempo para ocuparse de nosotros, pero dejan caer a nuestro lado una gran
calabaza llena de agua fresca; porque Nicos les había gritado que ¡este niño
tiene una sed terrible! En ese momento nos sentimos muy felices: teníamos agua
para beber, y no había más peligro que llegaran los búlgaros. Satisficimos
totalmente nuestra sed y Nicos, con su pañuelo, hizo una compresa para mi
frente.
Esa nube de polvo ahora se aleja y se dirige hacia Serres, para mezclarse luego
a la columna de humo. No obstante, las nubes de polvo no nos faltan. Hay una
pequeña nube que se dirige hacia nosotros, desde la misma dirección que la
anterior. Son cuatro ambulancias y cuatro carros tirados por caballos. Esos ocho
vehículos no llegaron al punto en que nos encontrábamos nosotros. Se detuvieron
a unos 200 metros. Las ambulancias son blancas y tienen la cruz roja pintada
sobre sus lados. Entonces Nicos exclama: Dimitri, ¡estás salvado! y parte hacia
las ambulancias. Pero ahora tengo que agregar algo más respecto a Despotidis:
Ese traidor estaba casado y tenía cuatro hijas. Desde hace ya algunos años vivía
separado de su esposa y de dos de sus hijas que habían dejado Serres para ir a
vivir a Atenas. La razón principal de la separación era, que la Sra. Despotidis
y las dos hijas que la habían seguido, eran griegas fanáticas, mientras que las
otras dos, eran búlgaras fanáticas. Para ilustrar el fanatismo de ambos lados,
hay que mencionar que más tarde las dos primeras se casaron con oficiales
griegos, mientras que las dos otras, con oficiales búlgaros. Pues bien, la
enfermera en jefe de esas cuatro ambulancias era la Sra. Despotidis que hace
tiempo se había puesto a disposición del ejército griego. Nicos volvió a
buscarme acompañado por dos enfermeros que traían una camilla. La Sra.
Despotidis fue muy gentil conmigo. Me lavó bien la cara, los brazos y los pies,
me dio de beber y comer; un médico me examinó, y me tendieron sobre una cama de
la ambulancia. A Nicos también le dieron de comer y beber. Luego Nicos partió,
encargado por la Sra. Despotidis de avisar a mis padres, decirles que yo
pasaría la noche en la ambulancia, y que mi padre podía venir a buscarme al día
siguiente. También envió un mensaje por teléfono a sus superiores militares. Yo
fui por lo tanto el primer cliente que llegó a las ambulancias. La noche había
comenzado a caer, y como ya me sentía mucho mejor, baje de la cama y salí de la
ambulancia para ir a ver lo que hacían los otros. Se ocupaban de un trabajo muy
simple, pero curioso: Cortaban limones en cuatro pedazos que depositaban en
canastos. También distribuían camas de campaña en el espacio en torno de las
ambulancias. La Sra. Despotidis me dijo que debía tomar quinina e irme a la
cama; que no era una cama, sino una tabla que los enfermeros habían colocado
para mi, sobre el piso de la ambulancia, para así economizar camas destinadas a
los heridos. Esa noche dormí mal, porque tan luego me retiré a mi tabla,
comenzaron a traer heridos que gemían; y que pasaban, mientras el tiempo
avanzaba, a ser cada vez más números. En la mañana me ayudaron a descender de mi
cama sin pisar la cama del herido que estaba abajo; y vi que los heridos que
estaban tendidos afuera sobre sus camas tenían, cada uno de ellos, un pedazo de
limón en la boca. Parece que no había que darles agua de beber, aún si la
reclamaban continuamente. Muchos habían sido operados.
En la tarde llegó mi padre, a caballo, a buscarme; y al atardecer nos
encontrábamos en un pueblo en el que se había refugiado mi familia, y desde el
cual se veían muy bien las llamas que devoraban Serres. En ese pueblo, llamado
Tsírpista, nos quedamos más o menos dos semanas; y durante todo ese tiempo hubo
noticias importantes a destacar: Serres estaba casi completamente destruido,
salvo los barrios turcos y judíos. Los nueve miembros de la delegación que
habían ido a visitar al rey y a Venizelos, fueron cruelmente ejecutados. Los
búlgaros los habían metido en sacos y tirado al río. La unidad búlgara que
astutamente había ingresado a Salónica, fue eliminada. Grandes y muy
sanguinarias batallas habían tenido lugar entre griegos y búlgaros. Las bajas
eran enormes, por ambos lados; pero, como resultado general, conducían al
triunfo de los batallones griegos. Estos ya se encontraban cerca de Sofia, la
capital búlgara, cuando las grandes potencias, Alemania, Francia, Austria,
solicitaron al gobierno griego que detuviera las hostilidades e hiciera la paz
con los búlgaros.
Pero también hubo buenas noticias de importancia para la familia: Abuela
Katerina, tío Tomás y el resto de la parentela estaban sanos y salvos, se
encontraban en otro pueblo; y la fábrica de ladrillos, debido a que estaba a 5
kilómetros de la ciudad, no había sido dañada. Entretanto, un obrero de la
fábrica había logrado traernos un pequeño carruaje tirado por un caballo.
Decidimos quedarnos en ese pueblo durante esas dos semanas, porque aún se
desarrollaban grandes batallas en la región, y se recomendaba no viajar. Cuando
el día llegó en que podíamos nuevamente viajar, no sabíamos a donde dirigirnos.
En Serres nuestra casa estaba, naturalmente, transformada en cenizas. Era
difícil encontrar una casa turca disponible para arrendar, y el cólera,
discretamente, volvía a Serres. Debido a ello, mis padres decidieron usar el
pequeño carruaje para viajar a Salónica, quedarse algunas semanas, y comprar
algunas ropas que nos hacían terriblemente falta. Por ejemplo, mi madre sólo
tenía un vestido de seda que llevaba siempre y que ya estaba hecho hilachas.
Para la guagua Jorge ya no había pañales; y todos los demás tenían sólo lo que
llevaban puesto. Así fue como iniciamos nuestro viaje a Salónica que estaba a 95
kilómetros de nuestro pueblo.
Al segundo día de viaje, en el camino, nos encontramos con una veintena de
carros militares que se desplazaban en el mismo sentido que nosotros y que
tenían como misión, recoger las armas de los búlgaros muertos la semana anterior
en batallas que tuvieron lugar en diferentes sectores de la ruta que en ese
momento seguíamos. Hicimos todo el viaje a Salónica, que duró una semana, en
compañia de esos soldados, y ello, por las siguientes razones: En primer lugar,
porque nuestro pobre caballo estaba cansado de tirar del carruaje sobre el que
iba toda la familia; sobre todo en las partes de la ruta con pendientes fuertes.
Los militares, cuando nuestro caballo no daba más, enganchaban uno de sus
caballos de reserva a nuestro carruaje. Otra razón para viajar en compañia de
nuestros soldados, era el sentimiento de seguridad que nos daban. Una razón que
yo consideraba muy importante, era que no quería perder mi lugar sobre el carro
militar; ni el cinturón que llevaba, conjuntamente con una pistola que los
soldados griegos habían recogido del cadáver de un oficial búlgaro. Mis amigos,
los soldados, riéndose habían ajustado ese cinturón a mi cintura, pero yo
sospechaba que no se trataba de un regalo para siempre ... Además de mi, también
los caballos de los carros llevaban objetos búlgaros. Se trataba de boinas a las
que los soldados abrían dos huecos para hacer pasar las orejas de las bestias,
para proteger sus cabezas del sol, pero en realidad, para divertirse. Estaba
prohibido recoger otra cosa que no fueran armas; sin embargo los bolsillos de
los soldados estaban llenos de relojes.
En el campo al lado de la ruta, en varios casos había nuevos cementerios. Se
trataba de soldados griegos ya enterrados. Los búlgaros serían enterrados por
una unidad de prisioneros búlgaros que debía estar siguiéndonos. Frecuentemente
se olía insoportablemente mal; dependiendo de la cantidad de cadáveres y la
dirección del viento. Llevábamos pañuelos sobre nuestras narices, y los lugares
que se escogían para detenerse a comer, estaban siempre lo más lejos posible de
acumulaciones de cadáveres. Había lugares en que les resultaba muy difícil a
nuestro soldados recoger las armas. Por ejemplo en casos en que los muertos
rodaban por las pendientes de las colinas y dejaban sus cadáveres en las raíces
de árboles de difícil acceso. A veces había muchos cadáveres superpuestos, uno
sobre el otro, atrapados en las raíces de un mismo árbol. Había soldados que
rezongaban porque no se había tomado en cuenta la accesibilidad del lugar en
que se mata al enemigo ....
En Salónica nos quedamos dos meses y volvimos en tren una vez que mi padre, que
ya había hecho un par de viajes a Serres, logró arrendar una casa turca. Era
entonces septiembre y yo iba por primera vez a la escuela, a la segunda clase.
Vivíamos nuevamente conjuntamente con mi abuela Katerina y el tío Tomás. El
comercio de vinos de mi padre estaba destruido, pero como la fábrica de
ladrillos estaba intacta, mi padre estaba feliz y nosotros, el resto, también.
Al año siguiente -1914- la fábrica había sido completada y comenzaba a producir.
Durante el año 1915, que fue el segundo año de la fábrica, toda la producción
fue totalmente absorbida por los constructores, y las ganancias producidas por
la fábrica eran considerables. Frecuentemente toda la familia visitaba la
fábrica, pero mi madre, al menos 3 o 4 veces por semana, montaba en su caballo
y partía en la tarde de la casa para juntarse a su marido en la fábrica. En
verano, toda la familia pasaba el día en la fábrica; desde la mañana hasta el
anochecer. Era muy bonito ahí. Había un gran jardín de flores y muchas palomas
que mi padre se esmeraba en cuidar. El pequeño riachuelo que pasaba al costado
de la fábrica estaba lleno de gansos y patos. Había caballos que corrían en las
praderas. Todo era bonito y alegre. Yo tuve la ocasión de hacer mil tonteras con
los carruajes, los perros y las máquinas. Una vez incluso salté de lo alto de
la chimenea, a donde mi padre tuvo que subirse para salvarme. Desgraciadamente,
como veremos más abajo, era el último año de vida de la fábrica de ladrillos.
La Primera Guerra Mundial
Esta guerra comenzó en 1914. Por un lado estaban los franceses, los ingleses,
los rusos, y más tarde los italianos, los americanos, los rumanos y los serbos;
y por el otro lado, los alemanes, los austríacos, los húngaros, los turcos y los
búlgaros. Grecia aún permanecía neutral, y por eso nosotros teníamos
tranquilidad. Sin embargo esta tranquilidad era muy precaria, porque, si los
búlgaros se habían enrolado con los alemanes, era, entre otras razones, para
conquistar Macedonia y Tracia, las provincias griegas que no pudieron mantener
luego de la Guerra Greco-Búlgara. También los turcos pensaban rehacer su Imperio
Otomano.
En ese entonces Grecia era gobernada por Venizelos, como Primer Ministro, y por
el Rey Constantino; y entre esos dos hombres se había dado una divergencia total
en relación a lo que Grecia debía hacer. Venizelos opinaba que Grecia debía
aliarse a los franceses, ingleses y demases, porque sola no podía defenderse
contra los búlgaros y turcos que ahora tenían aliados poderosos; y porque además
previa que la victoria final se daría por el lado de Francia-Inglaterra, ya que
la batalla de Verdun, aquella batalla crítica, se volcaba contra los alemanes
que la iniciaron. El Rey Constantino, que era el yerno del Kaiser Guillermo II,
pensaba sobre todo en cómo ser útil a la causa de su suegro. Quería que Grecia
permaneciera neutral, sin preocuparse de pensar, que en caso de una victoria
alemana, los búlgaros y turcos se tomarían la mitad de Grecia; y que en caso de
una victoria franco-inglesa, sin participación de Grecia, sería la futura
Yugoslavia quién sería recompensada adjudicándole Macedonia, Salónica incluida.
Así fue como Venizelos permitió el desembarco de tropas inglesas y francesas en
la región de Salónica, lugar al que luego (en 1916) acudiría a fundar La
Defensa, es decir, un sitial de gobierno, independiente de Atenas y del Rey. Por
el otro lado, nuestro simpático ... Rey, furioso, ordenó a la 5"a División del
ejército griego, rendirse a los alemanes. Esta división tenía la misión de
mantener las puertas del norte de Grecia cerradas, por que sin ella, los
búlgaros podrían libremente llegar nuevamente hasta el río Strymon y ocupar de
nuevo las regiones de Cavala, Drama y Serres. Como era natural, pronto se echó a
Constantino de Grecia, pero la catástrofe para nosotros ¡ya estaba asegurada!
Era mayo de 1916. La gente de esas regiones fueron presas de pánico; y
especialmente nosotros, la familia Polyméris, porque pensábamos que ahora el
10"o miembro de la Delegación a Atenas, es decir mi padre, se encontraba en gran
peligro. La gente de Serres volvió a echarse a correr hacia el río Strymon,
hacia donde convergían desde el otro lado, es decir desde Salónica, tropas
inglesas y francesas. Nosotros también huimos hacia el Strymon, pero cometimos
un error capital. Quisimos llevarnos muebles y vestimentas y, debido a ello,
perdimos tiempo cargando dos grandes carruajes. Este error lo cometimos porque
creíamos que los búlgaros y alemanes se encontraban mucho más lejos de lo que
estaban en realidad.
Así llegamos al río Strymon sólo hacia las 19 horas. Era el mes de mayo. Delante
del puente había un oficial francés con algunos soldados. Cuando nos vieron
acercarnos, intervinieron para advertirnos que sería muy peligroso para
nosotros, cruzar el puente; porque los obuses del enemigo, que en ese momento
pasaban silbando sobre nuestras cabezas, caían en el lugar en que nos
encontraríamos atravesando el puente. Evidentemente había en ese lugar tropas
francesas e inglesas, pero se protegían en trincheras, cosa que nosotros no
podíamos hacer, sobre todo con nuestros enormes carruajes. Además, nos
aconsejaban insistentemente que nos retiráramos inmediatamente del lugar en que
nos encontrábamos en ese momento; porque consideraban que pronto la infantería
enemiga se acercaría, y que una batalla tendría lugar.
Con nosotros estaba mi tía Athiná y mi primo Dimos que tenía la misma edad que
yo (10 años). Pues bien, sólo Dimos y yo estábamos encantados con los silbidos
de los obuses, y sobre todo con la buena ... noticia: que luego se daría una
batalla en torno nuestro, acontecimiento muy interesante que podríamos contar al
día siguiente a nuestros amigos ...; los otros, es decir los adultos que tenían
capacidad de reflexión, perdían en ese momento su sangre fría; debido a nuestra
desesperada situación, sobre todo porque cada minuto que pasaba hacía aumentar
el silbido de los obuses que se cruzaban; y además, porque no muy lejos de
nosotros y cerca del puente, caían proyectiles que explotaban.
A pesar de ello comenzamos a movernos paralelamente al río, hacia el oeste. Fue
una decisión dictada por el pánico, y no por la razón. Luego de 2 o 3 kilómetros
nos encontramos con un batallón de caballería inglesa. Estaba oscuro y los
divisamos sólo cuando ya nos habíamos acercado a una distancia de 50 metros de
la primera fila de caballeros. Estos ingleses también expresaron su sorpresa de
vernos circular sobre un plano que luego sería campo de batalla. Entonces
giramos 90 grados hacia la izquierda, es decir, hacia Serres. Cuando nos
separamos de los ingleses, Dimos y yo los saludamos militarmente y echamos una
última mirada de admiración a sus grandes caballos. Nuestra abuela murmuraba
diciendo que nosotros dos, Dimos y yo, estábamos chiflados. Los ingleses
pidieron a mi padre no hablar de ellos si éramos interrogados.
Cuando estábamos a medio camino hacia Serres, desde el lado izquierdo,
escuchamos un ¡deténganse! y nos dimos cuenta que esa orden venía de una
patrulla búlgara que estaba a una distancia de 20 a 30 metros de nuestra ruta.
Nos detuvimos. La segunda orden de la patrulla fue ¡acérquense! Entonces mi
padre y mi abuela que hablaban búlgaro, descendieron del carruaje y se acercaron
a los búlgaros. ¿Quiénes son ustedes?, preguntaron; y les respondieron Una
familia que va a Serres. ¿Por qué van a Serres?, preguntaron los búlgaros. Mi
abuela entonces explicó: Venimos de un pueblo que se encuentra al otro ... lado
del río Strymon, y vamos a Serres por razones de seguridad ... porque, como
hemos escuchado, a la altura de ese pueblo se formará un frente entre los
búlgaros y los otros, y nosotros preferimos ... pasar este tiempo difícil con
los búlgaros .... Luego vinieron a vernos a nosotros, los otros, y nos
autorizaron seguir nuestro camino hacia Serres. Proseguimos nuestra ruta. Era
medianoche. Las tres mujeres lloraban.
Sin otro encuentro, en 2 o 3 horas (los caballos estaban terriblemente cansados
y avanzaban muy lentamente) llegamos a casa; y luego de una hora comenzó un
desfile de soldados y carros búlgaros que pasaban delante de nuestras ventanas;
las cuales manteníamos muy cerradas, así como también las persianas. Eso duró
unas 2 o 3 horas. Iban al frente del Strymon. Cuando el silencio se restableció
en la calle quisimos abrir las ventanas para tomar aire; pero las cerramos
rápidamente otra vez, porque en la calle, los búlgaros que habían pasado, habían
dejado su horrible olor nacional, que era una mezcla de pies sucios y de ajo que
tragaban en abundancia. Sin embargo la mañana era tranquila; fuera de las
explosiones lejanas (desde el Strymon) de los obuses. De cuando en cuando se
veía un ciudadano atravesar rápidamente la calle mirando hacia todos lados.
Incluso llegó hasta nosotros un amigo de mi padre que vivía a unos 100 metros de
nosotros; para comentar la situación que se había creado. Era de aquellos
ciudadanos que no se habían movido de sus casas, convencidos de que no había
peligro que los búlgaros llegaran a Serres. Los comentarios llevaban
naturalmente a felicitar a aquellos que decidieron huir de Serres ayer por la
mañana; o más bien concluían en pesimismo, por lo que se refiere a la suerte de
aquellos que habían quedado a disposición de los búlgaros.
Hacia mediodía escuchamos batir el tambor de los pregoneros, primero desde
lejos y luego cerca de nosotros. Los pregoneros gritaban primero en lengua
búlgara, luego en turco y en griego. El texto de la proclamación era el
siguiente: Desde hoy, la ciudad de Serres se encuentra bajo la protección del
Reino de Bulgaria. Los ciudadanos pueden permanecer completamente tranquilos, en
lo que se refiere a sus honores, sus vidas y su fortunas. Los griegos deben
sentirse especialmente honorados, porque el alcalde de la ciudad que fue
nombrado esta mañana por Sofia, es uno de ellos. Se trata de el Sr. Dr.
Despotidis. Esta última noticia fue un relámpago para nosotros. Las mujeres
volvieron a llorar. Hace 2 o 3 años que no se hablaba de Despotidis. En 1913, y
luego de haber sido golpeado por mi madre, la policía militar griega lo había
arrestado cerca del Strymon. En Salónica la policía había efectuado una
investigación, y como no obtuvo pruebas concretas de su culpabilidad, luego de
algunos meses de prisión, lo liberó; a lo cual él aprovechó la primera ocasión
para evadirse a Bulgaria con sus dos hijas. Luego nadie supo nada más de él. Sin
embargo, de repente aparece en Serres y ¡se hace nombrar alcalde!
Mi padre reflexiona sobre su actual situación. Esconderse como la otra vez, hace
tres años, ya no es posible, porque ahora se ve claramente que este régimen va a
durar; y además: ¿dónde esconder a la familia? Discute continuamente con su
suegra y su mujer para encontrar la solución menos mala. Por fin se decidieron,
y fue así como al día siguiente mi padre fue a encontrarse con Despotidis. Una
vez que se encontraron solos en la oficina de Despotidis, este le preguntó si
continúa teniendo como esposa a aquella hiena llamada Penélope; y si continúa
considerando que Serres no debe ser incorporado al reino búlgaro. Mi padre
repuso que su mujer no era una hiena y que lo que había hecho, respondía a los
actos de el mismo (de Despotidis); y que venía ahora a proponerle lo siguiente:
Pagarle 50.000 dracmas como indemnización por lo que sufrió a manos de mi madre,
y quedarle debiendo otras 50.000 dracmas, pagables una vez la guerra haya
terminado y el pueda ir a buscar ese dinero a un banco de Salónica, con el cual
hoy evidentemente no se puede comunicar, debido a que entre Serres y Salónica se
ha instalado un frente de hostilidades. El valor de 50.000 dracmas de ese
tiempo, corresponde tal vez al valor de 500.000 francos suizos de nuestros días.
Sin embargo Despotidis le respondía a mi padre que prefería obtener en ese
momento 70.000 dracmas (en lugar de 50.000) y al término de la guerra los otros
30.000 dracmas. Mi padre le dijo que en total sólo poseía 60.000 dracmas, y que
como consideraba que al menos 10.000 dracmas serían necesarias para asegurar la
vida de la familia, se le hacía imposible ofrecerle más que las mencionadas
50.000 dracmas.
Despotidis, al final, parece que se frotaba las manos. Razonaba que en ese
momento tendría 50.000 dracmas y, como estaba seguro que la guerra sería ganada
por Bulgaria, luego tendría las otras 50.000 dracmas. Para ello tenía que velar
por la seguridad de Polyméris, y si al fin de la guerra Polyméris no paga las
otras 50.000 dracmas, siempre podría denunciarlo como 10"o miembro de la
delegación de 1913; o incluso denunciarlo, pero luego de haber cobrado las otras
50.000 dracmas. Mi padre, que no tenía ningún depósito de 50.000 dracmas en
algún banco de Salónica, estaba seguro que los búlgaros no ganarían la guerra; y
que entretanto la lógica obligaría a Despotidis a no emprender nada contra él,
para no perder el segundo pago de 50.000 dracmas. Cuando en la tarde del mismo
día mi padre pagó las 50.000 dracmas, el Dr. Despotidis, ese traidor, tenía cara
de estar muy contento, y le aseguró a mi padre que podía sentirse muy
tranquilo, en lo que se refiere a su seguridad, y que también debiera estar
seguro que los búlgaros son muy buena gente. Mi padre repuso que estaba
convencido de la amistad de Despotidis, así como de la bondad de los búlgaros; y
que no había nada que separara a los griegos de los búlgaros, ya que los dos
pueblos son cristianos. Parece que Despotidis incluso agregó, cuando se separaba
de mi padre: ¡Dile a Penélope que se sienta tranquila!
Quiero anotar inmediatamente que ese cochino individuo del Dr. Despotidis, hacia
el fin de las hostilidades, durante 1918, en Sofia, súbitamente murió de un
ataque al corazón; seguramente debido al desespero que le causaban los
resultados de la guerra. La muerte del traidor apenó ... a mi madre, porque así
no tendría nunca ocasión para exigirle ciertas explicaciones ... concernientes
a la expresión la hiena, a las 50.000 dracmas, y a todo lo demás.
Durante el período que comenzó el día en que Serres fue ocupada por los
búlgaros, y terminó con el fin de la guerra y nuestra liberación, un tiempo de 2
y 1/2 años, tuvimos que pasar por sufrimientos enormes: hambre, peligros y
persecuciones. Yo recuerdo esos años como los más angustiosos y más crueles de
mi vida; aunque al comienzo de este período sólo tenía 10 años. Es ilustrativo,
el que la población de la ciudad, que al comienzo de la ocupación búlgara
constaba de 18.000 habitantes, al fin de ese período sólo era de 8.000
habitantes. El resto, murió. Probablemente tenía razón aquel que dijo que,
durante la Primera Guerra Mundial, la localidad que más sufrió, fue la ciudad de
Serres.
Describamos la posición de Serres, desde el punto de vista estratégico, posición
que no cambió durante todo este período de la ocupación búlgara. Al sur de
Serres, y a la distancia de más o menos 14 kilómetros, está el río Strymon que
conformaba la línea de separación entre los dos bloques. A partir de la orilla
sur (hacia Salónica) comenzaba el dominio de las fuerzas francesas e inglesas.
Entre la orilla norte y la ciudad hay una planicie en la cual se encontraban las
trincheras búlgaras y alemanas. Al norte de la ciudad hay colinas y montañas, y
ahí estaba apostada la artillería búlgara y alemana. También sobre esas colinas
había muchas trincheras, así como a ambos lados, este y oeste, de la ciudad.
Debido a este arreglo ... los ingleses y franceses hacían funcionar sus miles de
cañones a fin de destruir las posiciones búlgaras y alemanas. Sus obuses pasaban
sobre nuestros techos, así como también lo hacían los obuses búlgaro-alemanes
dirigidos a sus enemigos. Había casos en que estas demostraciones de amabilidad
... duraban 3 a 4 días y noches; con una frecuencia de obuses expedidos por los
búlgaro-alemanes de 10 por segundo, contra 50 por segundo, expedidos por los
franco-ingleses. Se decía, después de la guerra, que en los campos franco-
ingleses había escritos que indicaban: No ahorre obuses; en cambio, donde los
enemigos, los escritos indicaban lo contrario. Eso era así, porque las fuerzas
del sur contaban con los recursos del Imperio Británico, entonces muy rico, y
con los de los Estados Unidos de América.
Serres, por lo tanto, era el lugar de tránsito de esos miles de obuses. Sin
embargo, frecuentemente aparecían obuses que, cuando llegaban sobre nuestra
ciudad, por cansancio del impulso, decidían ... pasarnos a visitar. Entonces
había muertos, heridos, y casas desplomadas. Las autoridades búlgaras que se
habían ocupado ... de nosotros, nos impartieron instrucciones sobre cómo
instalar refugios en nuestros patios. Se cavaba un hoyo en la tierra, 2 metros
de ancho, de una profundidad de 2 metros también, y 4 a 5 metros de largo; y se
lo cubría con troncos de madera, sobre los que se echaba tierra. Mi padre, con
un vecino, el Sr. Michaloglou, excavaron en nuestro patio, ya que ese vecino no
tenía espacio suficiente en su propio patio, un buen refugio, suficientemente
grande para las dos familias.
La familia del vecino tenía cinco hijas, de 8 hasta 20 años, y dos niños, uno de
mi edad y otro de dos años. Lamentablemente todas las niñas y el niño chico, el
pobre Toto, fueron muertos una tarde en que un obús cayó en el centro del
círculo que habían formado para bailar y jugar. ¿Por qué no habían usado el
refugio? Por razones sicológicas: la gente estaba harta de salir corriendo cada
vez a los refugios; y también porque le perdieron la confianza a los refugios,
porque hubo suficientes casos en que la gente había encontrado la muerte en los
mismos refugios. Así fue como la gente corría menos y menos cuando los obuses no
eran tan frecuentes; lo que fue el caso el día de la catástrofe de esa familia.
Además hacía buen tiempo, y esos niños encontraban que era una lástima, tener
que abandonar su juego.
Veamos la situación de la ciudad desde el punto de vista de los víveres: Durante
las guerras, proveer a las ciudades, fue siempre difícil; pero en nuestro caso,
se tornó imposible, debido a que la ciudad estaba encerrada, por los cuatro
costados, por tropas que no tenían ningún interés en tomar medidas que hubieran
facilitado el aprovisionamiento. No hubo por lo tanto, ninguna importación de
víveres. Los habitantes de la ciudad tenían que vivir sólo de la producción de
algunos campos que se encontraban al sur y al oeste de Serres. Se trataba de
estrechas zonas de campos accesibles. El acceso a zonas más amplias estaba
prohibido por los búlgaros. Desde los primeros días de la ocupación, la comida
preocupó a la gente. Muchos habían comprado vacas. También mi padre compró dos.
Había un pastor que llevaba las vacas del barrio a pastar en la mañana,
raramente también en la tarde. Al comienzo aún teníamos un poco de harina y
hacíamos el pan en la casa.
Noticias Trágicas
Unos 4 a 5 meses después de la invasión de los Búlgaros, el tambor de los
pregoneros nuevamente llamó la atención de la gente, y el tan doloroso anuncio
fue el siguiente: De acuerdo a la decisión tomada por el supremo gobierno
búlgaro, todos los hombres griegos de edades entre 16 y 60 años, partirán a
trabajar a la Vieja Bulgaria -La Nueva Bulgaria eran nuestras regiones ... El
desplazamiento comenzará dentro de tres días a partir de hoy. Cada uno deberá
llevar consigo sus vestimentas de invierno y pan suficiente para cinco días.
Cualquier desobediencia será castigada con la ejecución inmediata. Lugar de
concentración para la partida: este y aquél, a las 14 horas. La gente llamada a
emigrar temporalmente, debe agradecérselo al gobierno búlgaro, porque tendrán la
ocasión de aprender nuevos oficios, o perfeccionarse en los que ya conocen.
Este anuncio concernía a las tres ciudades de Serres, Drama y Cavala, así como a
todos los pueblos entorno a ellas. Los búlgaros con esa medida querían evitar
todo peligro de revolución griega. Por nuestro lado temíamos que esta
emigración se transformara en una masacre de todos los hombres, una vez alejados
de sus casas y llevados a campo travieso. Mi padre, llevando sobre sus espaldas
una maleta con algunas vestimentas y su abrigo, con un saco al hombro, en el que
llevaba pan, queso y una botella de agua, y con otro saco más pequeño colgado de
su cuello, en el que llevaba tabaco, abandonó la casa y se echó a la calle para
juntarse con los otros ciudadanos que iban equipados más o menos de la misma
forma y que se dirigían a mi escuela, que era el centro de concentración para la
partida. Eran las dos de la tarde de un frío día de octubre. Acompañamos a mi
padre hasta la escuela, y las otras familias hicieron lo mismo con su gente.
Pero una vez que llegamos a la escuela, tuvimos que separarnos inmediatamente de
mi padre, porque tuvo que entrar en ese gran patio de la escuela que ya estaba
circunvalado por soldados búlgaros con sus bayonetas encajadas sobre sus
fusiles.
Durante horas y horas los búlgaros registraron a los hombres, redactando listas
con sus nombres, edades y profesiones. Entre tanto, las familias que esperaban
hasta verlos partir y saludarlos de lejos, quién sabe por última vez, pasaron
el tiempo llorando o declamando que Dios es grande y que los protegerá. Los
hombres, así concentrados, tendrían que marchar a pié unos 30 kilómetros para
llegar a una estación ferroviaria, ya que la estación de Serres había ya sido
destruida por la artillería de los aliados. Hacia la noche los prisioneros se
pusieron en marcha, escoltados por soldados búlgaros que siempre llevaban las
bayonetas sobre sus fusiles. En todas las familias hubo lágrimas y noches en
blanco. También en casa mi madre y mi abuela estaban inconsolables. Durante los
días siguientes temíamos malas noticias; por ejemplo: Fueron masacrados.
Felizmente nunca llegó una tal noticia fatal. Sin embargo, durante aquella larga
marcha hubo algunas víctimas entre los hombres de edad y enfermos. Hubo muertos
debido a esa marcha nocturna y fría.
Luego de un mes hubo familias de Serres que comenzaron a recibir tarjetas
postales desde Bulgaria. También nosotros recibimos una tal tarjeta escrita en
búlgaro (para facilitar la lectura) que contenía frases que eran más o menos las
mismas en todas las tarjetas de los rehenes: Estoy muy bien, así como mis
compatriotas. Somos bien tratados. Afectuosos saludos. Comprendimos entonces que
no habían sido masacrados a la salida de la ciudad. Pero en los 30 meses
siguientes, hasta el día del armisticio, los búlgaros ejercieron en estos
griegos un genocidio: 70\% de esta gente se perdió para siempre.
Una vez llegados a los campos de concentración de las diferentes ciudades,
comenzaron a separar a los prisioneros en base a sus oficios: Luego de algunos
meses de permanencia en los campos de concentración, a los instruidos se les
permitió arrendar piezas en las ciudades, pero obligándolos a portar la
indicación INTR (= internado) sobre la manga de sus vestones y abrigos; y
exigiéndoles presentarse cada segundo día a la policía de sus respectivos
barrios. Si las instituciones búlgaras tenían necesidad de sus servicios, no
podían negarse a cooperar. Fue así como mi padre se tornó contador en una
fábrica de cerveza, y como los médicos asumieron puestos en hospitales.
Una segunda categoría correspondió a la de los agricultores, quienes tuvieron
que ir a trabajar en fincas. Todo el resto fue llevado a los bosques (por
ejemplo, a la montaña Kitsiovo), a aserrar madera, frecuentemente sin techo ni
comida. Esta fue la forma en que eliminaron a un gran porcentaje de los griegos:
mediante frío y hambre. Estas montañas estaban rodeadas de centinelas que
impedían la evasión de los condenados. Y estas montañas también fueron el medio
con que se castigó y amenazó a los griegos de las dos otras categorías, cuando
estos se comportaban poco agradablemente.
Mi padre tuvo suerte con su empleo. El director de la fábrica en que trabajó,
era un viejo austríaco muy gentil, el Sr. Weiss. Por su lado, mi padre
rápidamente aprendió búlgaro y pasó a ser muy indispensable para el Sr. Weiss;
quién declaraba que la contabilidad de la fábrica nunca había sido tan buena
como ahora, con el trabajo de mi padre. El Sr. Weiss, por otro lado, tenía mucha
influencia con los búlgaros.
Pero veamos primero lo que pasó con nosotros, en Serres, durante los 14 meses de
nuestra separación de mi padre. Inmediatamente después de la partida de mi
padre, los búlgaros destruyeron la fábrica de ladrillos; la demolieron para usar
los materiales y construir un campo militar. Las máquinas fueron transportadas a
Bulgaria.
El hambre, en Serres, se volvía cada vez más amenazador. Luego de la partida de
mi padre, hicimos matar a una de nuestras vacas para tener algo de carne para
nosotros e intercambiar el resto contra trigo. Como el pastor de las vacas había
también partido a Bulgaria, yo mismo pasé a ser el pastor de nuestra vaca y de
dos otras vacas del barrio; contra el pago de una dracma por vaca y por día.
También otros niños se volvieron pastores. En el campo nos juntábamos cada día
una decena de pillos (`pastores') y teníamos como jefe de nuestra banda a una
niña de 15 años que llevaba a pastar a cuatro vacas. Se llamaba Xrisula. Entre
los pastores el más viejo era Antoni que tenía 14 años. Yo, 1 o 2 veces por
semana, dejaba mis vacas al cuidado de la banda y partía a la ciudad, ¡a robar!
Se trataba del robo de papel desde un gran edificio que antes de la llegada de
los búlgaros fue un centro de administración de la provincia, y que ahora estaba
cerrado y custodiado por centinelas búlgaros que daban vueltas en torno al
edificio. El robo se cometía con la colaboración de mi primo Dimos. Cuando el
centinela doblaba la esquina del edificio, teníamos que saltar el muro del patio
y luego introducirnos al interior del edificio por una ventana rota, llenar dos
sacos con papeles de los archivos, volver a salir con las mismas precauciones
tomadas al entrar, para finalmente desaparecer corriendo. En casa
confeccionábamos, con el papel robado, sacos que vendíamos al miserable
comercio.
También iba frecuentemente a los campamentos militares a vender tabaco, fósforos
y zoquetes que las mujeres de nuestro barrio tejían. Llevaba estos artículos en
un cajón que portaba sobre mi guata, suspendido de mi cuello por un cordel.
Estas ventas se efectuaban en forma de trueque por pan. Cada 15 a 20 días tenía
que ir a los molinos de agua que se encontraban cerca de nuestra fábrica
arruinada, para hacer moler una quincena de kilos de trigo mezclado con maíz;
porque no había que comprar nunca harina, debido a que con toda seguridad
estaría mezclada con tierra. Iba a los molinos por la mañana y volvía al
atardecer, porque siempre había muchos otros clientes como yo.
Una vez una pequeña señora, flaca como un fósforo, que tenía 5 o 6 kilos de
trigo a moler, me pidió poder acompañarme a los molinos. Esa tarde había llovido
y de vuelta tuvimos que atravesar un torrente saltando de una piedra a otra,
porque no había puente. Resultado: la señora resbaló y cayó en el torrente
perdiendo su harina tan preciada. Quedó mojada, desesperada e incapaz de
caminar. Yo la remolqué ... tirando del cinturón de su vestido, hasta nuestra
casa. Mi abuela y mi madre la vistieron con ropa seca, le dieron algo de comer y
pasó esa noche en nuestra casa. Mi abuela insistió al día siguiente que aceptara
4 o 5 kilos de nuestra harina. Esta señora era la esposa de un general griego
del que hablaré más adelante. El había quedado en la parte liberada de Grecia.
Estaban separados, evidentemente sin quererlo.
La impresión más profunda de aquel período, que aún hoy guardo, concierne a la
facilidad con que los niños abandonan el camino moral. A ello ayuda mucho,
evidentemente, la indiferencia de sus padres que en circunstancias de este tipo
se preocupan sólo de que sus hijos no sucumban al hambre. Les permiten sin
ninguna discusión todo tipo de tonteras, toda decadencia. Yo exigía vestirme de
apache, llevar un puñal en el bolsillo interior de mi vestón, insultar, escupir,
amenazar, fumar; y sin embargo mi madre y mi abuela no decían nada. Estaban
constantemente agobiadas por el miedo a vernos pronto morir de hambre. Para
agregar más palabras sobre mi apariencia y mis nuevas costumbres, voy a recordar
un encuentro con una cierta Sra. Katina que tuvo lugar en el centro de la
ciudad. La Sra. Katina era una pequeña señora de 50 años y durante los buenos
tiempos ella confeccionaba los sombreros que mi madre portaba. Me conocía bien,
y cuando un día me vio en el estado en que me encontraba, y como no sabía nada
de mis cambios de principios ..., se encontró profundamente sorprendida ... Osó
... detenerse y preguntarme por la razón de ese horrible cambio en mi
vestimenta. Llevaba yo además ese día mi grueso bastón que usaba para guiar las
vacas. La respuesta que esa señora obtuvo de mi parte fue: Vieja puta cochina
... no te pongas frente a mi, ¡porque te mando al diablo ...! Pobre Sra. Katina
que salió corriendo, horrorizada.
Los lugares más importantes para las manifestaciones de nuestra decadencia, eran
los campos pastizales de nuestras vacas. En esos lugares, la pastora de 15 años,
Xrisula, en íntima colaboración ... con el pastor Antoni, de 14 años, nos daban
lecciones de sexo ... Nosotros, los otros, seguíamos el espectáculo mientras
fumábamos y escupíamos. Xrisula también fue la que ideó una estrategia que nos
dio muchos frutos: Al costado de los pastizales había un jardín con árboles
frutales, y por eso Xrisula nos decía: Yo voy a ir a robar fruta y entonces el
viejo guardia va a agarrarme y llevarme a su cabaña. Entonces, cuando esté
castigándome ..., ustedes otros ¡ atacan las frutas!
Mientras más pasaba el tiempo, más trágica se volvía la situación de los
habitantes de Serres en lo que respecta a las provisiones para sus existencias.
Hacia el otoño de 1917 la gente moría de hambre en las calles. Sus
desesperaciones eran las que los llevaban frecuentemente a morir en las calles.
En los últimos momentos de sus vidas pensaban que saliendo de sus casas, tal vez
encontrarían algo con qué salvarse. También vi gente que sacudía ramas de un
árbol de damascos, esperando que un damasco cayera ..., y eso, durante el mes de
noviembre ... Había algunos que salían al campo a arrancar hierba, y si no
encontraban, intentaban desenterrar raíces de hierbas. La gente había comido
ratas, gatos, perros y cigüeñas. Incluso hubo canibalismo en los barrios de los
gitanos. Las pobres bestias que aún existían estaban totalmente descarnadas.
Roían los postes de madera, cuando encontraban alguno. Nuestra vaca era un
esqueleto. Tenía una horrible mancha negra.
A veces llegaban, desde Bulgaria, búlgaros a Serres, para intercambiar, contra
pan, joyas, muebles, tapices, etc. Mi madre participó en aquel tiempo en muchos
de estos trueques, y la única cosa que aún interesaba a los búlgaros era la
máquina de coser. A fines de noviembre esta máquina fue intercambiada por sólo
¡cuatro panes! Mi madre y mi abuela estaban ese día del trueque muy
desesperadas, porque pensaban que sería imposible conseguir más pan, y que
tendríamos que morir de hambre dentro de 10 días, salvo milagro. Cortaron el
primer pan en 14 porciones; porque éramos 7 personas, con la empleada Dimitra y
mi nueva hermanita de 8 meses. Así un pan duraría dos días, calculando que sólo
comeríamos una vez por día. Felizmente, para nosotros, el milagro tuvo lugar al
día siguiente: desde la comandancia búlgara llegó una orden de acuerdo a la cual
debíamos partir dentro de tres días a Bulgaria.
Gracias a la actividad del Sr. Weiss, y a la enorme influencia que ejercía en
los servicios búlgaros. Consiguió que los búlgaros consintieran exiliar a toda
la familia Polyméris a Bulgaria, más precisamente, a la ciudad de Siumen, donde
estaba mi padre. Por eso que ese mismo día hicimos venir un carnicero a matar la
vaca, pagándole con la cabeza y el cuero de la vaca. Otros pedazos fueron
entregados a la parentela, así como a los vecinos de al frente, que nos habían
regalado un pedazo de carne cuando el mes pasado habían matado a su caballo. Mi
abuela, mi madre y la empleada se pusieron a moler el resto de la carne y a
hacer bolitas fritas con las cuales llenaron dos grandes recipientes que serían
nuestro alimento para el viaje. Viaje que debíamos iniciar sobre un gran
carreta, arrastrada por dos búfalos, hasta la estación que estaba a 30
kilómetros de Serres; para luego continuar en un vagón de carga.
La primera etapa, con los búfalos, duró 20 horas (una tarde y una noche), y la
otra etapa, 14 días; en vez de las 14 horas que se necesitan para hacer ese
trayecto en condiciones normales. Este retraso se debió a la poca importancia de
nuestro vagón. Se lo ponía en movimiento sólo si no había otros vagones para
completar el tren. En caso contrario, nuestro vagón quedaba parado sobre una vía
muerta, y a veces durante días. Fuimos siempre escoltados, cada vez por soldados
diferentes que debían viajar, por diversas razones, en nuestra dirección.
Usualmente, soldados con permiso que iban a visitar a sus familias. Hubo malos,
pero también buenos. Nunca olvidaré a aquel malo que me encerró en un vagón que
rodaba acoplado al nuestro y que estaba cargado de metralletas que eran enviadas
a la misma ciudad a la que éramos enviados nosotros, para repararlas. La razón
de este castigo fue que lo enojaba verme salir con un brasero en las manos para
ir a mendigar a las locomotoras un poco de carbón incandescente con el que
calefaccionar al menos un poquito el entorno de la guagua. Probablemente estuve
encerrado en ese vagón una o dos horas, pero como ahí dentro estaba totalmente
oscuro y muy frío, y como no sabía cuándo me sacarían de esa prisión, me pareció
que ese tormento duró algunos días. Cuando por fin me dejó salir, tenía una sed
terrible. Se debía a mi angustia. Me juré entonces que luego de la victoria iría
a buscar ... a ese búlgaro, ¡para ejecutarlo!
Pero no debo olvidar escribir sobre un muy buen sargento de policía que tuvo que
escoltarnos desde Sofia a un punto a 48 horas de distancia. Este hombre, cuando
vio en Sofia que se trataba de una familia, volvió a la estación a comprar, para
nosotros, unos panes fresquitos, algunas salchichas calientes, queso y manzanas;
y el mismo fue varias veces a llenar el brasero con carbón. Cuando se separó de
nosotros, no olvidó recomendar a su sucesor, tratarnos bien. Mi madre le pidió
su dirección y así mi padre pudo mandarle una carta de agradecimiento. Parece
que intercambiaron algunas cartas gentiles, incluso después de nuestra
liberación. El sucesor de nuestro sargento amigo, fue el guardia de la última
etapa de nuestro viaje a Siumen. Cuando llegamos a la estación, tomó su fusil y
se marchó sin decirnos nada. Supusimos que ello se debió a las buenas
recomendaciones de nuestro amigo policía; o que estaba enormemente apurado para
unirse a su familia. Comprendíamos, pero no sabíamos qué hacer para tomar
contacto con mi padre.
Había nieve en el suelo, pero era un bello y asoleado día de diciembre. Eran
casi las 11 de la mañana cuando tomé el camino que llevaba al centro de la
ciudad. De cuando en cuando preguntaba dónde podría encontrar emigrantes
griegos. Al fin alguien me explicó que solían frecuentar un café de la próxima
plaza. Abrí las puertas de algunos cafés que se encontraban en la plaza
indicada, y así fue como vi a mi viejo maestro de escuela Tsalópulos. En su
tiempo también había sido maestro de mi padre. Cuando me vio se echó a llorar.
Vamos a encontrar a tu padre muy luego, me dijo, y agregó: Hoy es sábado y no
trabaja en la tarde. Debe estar en su pieza. Así que tomamos el camino a la
pieza de mi padre, pero ya cerca de nuestro destino lo vimos frente al mesón de
una panadería en que compraba su pan. El pobre no tenía la más mínima idea de
que pudiéramos en ese momento encontrarnos en Siumen. Estaba sorprendido y
emocionado. Me preguntó por nosotros, uno a uno, con lágrimas. Yo también
lloraba y el Sr. Tsalópulos volvió a echarse a llorar por segunda vez.
Mi padre dejó su pan en la panadería y retomamos el camino a la estación. El
encuentro con los otros fue igual de emocionante. Mi padre conoció a su nueva
hija Marika. Ella había nacido después de su partida al exilio. Luego mi padre
nos llevó a un pequeño restorán de la estación donde pedimos unos platos muy
ricos: asado de chancho, porotos verdes y papas fritas; y también un poco de
vino para los adultos. Entretanto mis padres hablaban de cómo seríamos alojados
hasta poder alquilar una casita. Mi padre decía que algunos de nosotros
podríamos provisoriamente alojarnos en su pieza, y los otros, en otra pieza que
la patrona de la casa pondría a nuestra disposición. Pero mientras hablaban de
esos arreglos, llegaron dos gendarmes que nos presentaron una muy diferente
solución de alojamiento ...
Primero nos hicieron saber severamente que nos estábamos comportando de manera
inadmisible: En vez de ir a presentarnos a su cuartel, habíamos venido al
restorán a organizar una fiesta en que no faltaba ni el vino. En lo que
concierne al lugar de alojamiento, según los gendarmes, teníamos que saber que
este es el campo de concentración que se encuentra fuera de la ciudad, a 15
kilómetros de distancia de ella. Un cambio brusco y muy desagradable de nuestros
planes. Menos mal que los dos gendarmes tuvieron paciencia y permitieron que mi
padre fuera a buscar una carreta para transportarnos al Lager, y nosotros
pudiéramos rápidamente completar nuestro almuerzo. Eran casi las 15 horas
cuando, instalados sobre la carreta y cubiertos lo mejor posible, porque hacía
mucho frío, tomamos el camino hacia el campo de concentración. Mi padre caminaba
al costado de la carreta y un gendarme nos seguía a caballo.
Mi padre tenía cara de estar angustiado, y la razón de ello nos fue quedando
clara en los días siguientes; tenía que ver con el Lager al que nos dirigíamos.
Era un lugar muy conocido por mi padre, ya que ahí había estado encerrado
durante algunos meses, antes de ser autorizado a trabajar en la fábrica de
cerveza. Es por ello que mi padre sabía que el Lager estaba dividido en dos
clases muy diferentes entre si: había el Lager de arriba y el Lager de abajo.
Estos dos sectores estaban divididos por alambres de púas y un camino de 30
metros de ancho. Los alojamientos del Lager de arriba eran cabañas de una sola
pieza cuyas paredes estaban hechas de planchas de madera. El techo era de tejas
onduladas. El alojamiento del Lager de abajo consistía en hoyos que habían
sido cavados en la tierra, de 2 metros de profundidad, 5 a 6 metros de largo y 3
metros de ancho. El techo consistía de troncos de árbol sobre los cuales se
acumuló la tierra de la excavación. En una esquina había una apertura de uno por
un metro, para subir y descender al alojamiento. Abajo había barro. En suma,
había que concluir que el Lager de arriba estaba destinado a los prisioneros
que podían tener la suerte de sobrevivir, en cambio los otros alojamientos (de
abajo), no les daban muchas chances a sus huéspedes ... Había más o menos 300
cabañas y la misma cantidad de hoyos cubiertos por tierra, pero según recordaba
mi padre, las cabañas estaban siempre llenas, y por eso la idea que nos hicieran
bajar a un hoyo lo hacía temblar ...
Llegando a la comandancia del campo de concentración, mi padre presentó todos
los documentos que teníamos y, además, presentó un certificado de la fábrica de
cerveza que indicaba que él era un empleado distinguido y se rogaba a las
autoridades, protegerlo. Firma: el Director Weiss. ¡Tuvimos suerte! El
comandante se mostró bien dispuesto con nosotros y nos dijo que aún habían 3 o 4
cabañas vacías y que podíamos escoger una; el nos aconsejaba decidirnos por
aquella que no tenía suelo de tablas, pero que en cambio tenía una pequeña
chimenea para calefaccionar; y que el nos daría permiso para ir a buscar leña al
depósito correspondiente. Agregó que no podía comenzar a darnos nuestras
raciones de comida antes del próximo martes, porque nuestra llegada no había
sido prevista. Mis padres le agradecieron, mi padre le dijo que no se preocupara
por nuestra comida, y partimos a ocupar la cabaña indicada, acompañados por un
guardia que también nos mostró el lugar en que se encontraba el depósito de
leña. Llegando a la cabaña, mi padre, la empleada Dimitra y yo, fuimos a buscar
un poco de leña. Mi padre partió a Siumen cuando ya era de noche. Comimos
algunos restos del viaje, nos envolvimos en nuestras frazadas, y nos dormimos;
salvo mi madre, que vigilaba y alimentaba el fuego, porque hacía mucho frío.
En Bulgaria
Al día siguiente, hacia las 12 hrs., mi padre llegó cuando caía una tormenta de
nieve. Estaba cargado de pan, queso, salchichas, y traía una pequeña botella de
vino. Era domingo. Hacia la noche partió de nuevo a la ciudad. El lunes, hacia
las 14 hrs., mi padre llegó en un coche de la fábrica y nos trajo muchos víveres
y una caserola para poder cocinar en la cabaña. Pero además nos trajo muy buenas
noticias: el Sr. Weiss había sido informado por el comandante de la plaza que
iríamos a quedarnos sólo 40 días en el Lager, y que después, luego de un examen
médico, seríamos autorizados a vivir en la ciudad con mi padre. Mi padre nos
visitaba casi todos los días y nos traía víveres. Una semana luego de nuestra
instalación en la cabaña del Lager, un sábado por la tarde, tuvimos la visita
del Sr. y la Sra. Weiss que nos trajeron alegría, así como mermelada y
bombones.
Nuestra vida en ese campo de concentración era relativamente buena, pero era tan
triste ver la suerte de la gente que llegaba al Lager de abajo. Durante todo el
tiempo que permanecimos en ese campo, asistimos cotidianamente al siguiente
espectáculo trágico: Hacia las 4 de la tarde se veía a lo lejos una fila de
seres humanos que se dirigía al Lager. Cuando los divisábamos, se encontraban
tal vez a una distancia de dos kilómetros de nosotros, y sin embargo llegaban al
Lager sólo en 2 a 3 horas. Se trataba de prisioneros de guerra; Servos, Rusos o
Rumanos que se encontraban en un estado de salud horrible. Eran unos esqueletos,
debido a la falta de nutrición y a los malos tratos. Sus vestimentas y calzados
eran harapientos. A veces se apoyaban entre dos, o tres, o más incluso, para no
caer a tierra. No podíamos comprender por qué los búlgaros tenían tanto odio
contra esa pobre gente. Cuando por fin llegaban al Lager, se los introducía en
los hoyos que representaban las viviendas del Lager de abajo. No sé si les
daban un pedazo de pan o no; o una taza de líquido caliente. La continuación de
la tragedia, la veíamos al día siguiente: Hacia las 9 de la mañana llegaba una
decena de carretas tiradas por bueyes que desfilaban sobre los caminos del
Lager de abajo. La misión de este convoy de carretas consistía en recoger los
prisioneros muertos que habían sido empujados fuera de los hoyos por sus
compañeros aún vivos. Se arrumaban los cuerpos muertos sobre las carretas, unos
sobre otros, así como se procede para transportar troncos, y el convoy se
alejaba; para volver al día siguiente, a la misma hora, con la misma misión.
Parece que no tenían los medios para enterrar a esos cadáveres, y que
simplemente los abandonaban sobre una planicie; y que por eso que se observaba
una gran nube de aves rapaces que se alimentan de carroña, que sobrevolaban un
punto en el horizonte pero también el convoy de carretas que se alejaba del
Lager.
Durante las noches se escuchaban muchos disparos. Los guardias tiraban, tal vez
para asustar a los prisioneros, o bien para disparar sobre un prisionero
desesperado que salía de su fosa decidido a evadirse, ignorando el deténgase
de los centinelas. Es decir, suicidas. Suicidios de ese tipo también se
producían durante el día, y una vez vimos una tal representación ... El evadido
cayó sobre los alambres de púas, no lejos de nuestra cabaña. Al cuarentavo día
de nuestra estadía en el Lager, el médico del campo vino a mirarnos (digamos,
examinarnos) y nos dio un certificado con el cual podíamos partir.
Luego llegó mi padre con una carreta de la fábrica de cerveza, tirada por un
caballo, y partimos a instalarnos en una pequeña casa de dos pisos, cerca de la
villa del Sr. Weiss. Era una casita simpática que también tenía un pequeño
jardín con tres manzanos. En la planta baja estaba la cocina, un pequeño comedor
y el baño; arriba, tres pequeños dormitorios. En el comedor mi padre ya había
instalado una estufa a leña. Nuestra vida en esa casita tuvo variaciones desde
el punto de vista de las provisiones. Durante el primer trimestre había víveres
en abundancia y se vendían libremente. Había escasez sólo de aceite, de limones
y naranjas, así como también de géneros y zapatos. El semestre siguiente lo
pasamos con racionamientos, pero después, durante los dos meses que siguieron,
hasta el armisticio, nuestra situación alimenticia se tornó muy difícil, porque
los búlgaros nos dejaron sin cupones de racionamiento. La situación se volvió
difícil para toda la población de Bulgaria y parece que decidieron que los
primeros que deberían morir de hambre, seríamos nosotros, los extranjeros.
Durante ese mal período vivíamos solamente de pan que hacíamos en casa con una
mala harina de cebada que el Sr. Weiss, a hurtadillas, nos cedía de la fábrica;
y de algunas galletas, también de la fábrica, pero llenas de vidrios.
Poco antes del armisticio, de golpe, se produjo un cambio fundamental que nos
favoreció: Los búlgaros nos devolvieron nuestros cupones y nos invitaron a ir a
buscar todos los víveres de los cuales habíamos sido privados a partir del día
en que nos habían dejado sin cupones. Así, súbitamente teníamos una enorme
cantidad de víveres a nuestra disposición, y eso sucedió en un momento en que
los búlgaros tenían terriblemente pocos para ellos mismos. Evidentemente que esa
gentileza se debía al convencimiento que luego tendrían que rendir cuentas de
sus comportamientos a los aliados que estaban ganando la guerra. De todos esos
víveres que tuvimos el derecho de retirar nosotros, los privilegiados ..., dimos
una cierta cantidad al Sr. Weiss y también a algunos vecinos que siempre fueron
muy gentiles con nosotros.
En el mes de junio de ese año 1918 tuvo lugar un evento triste: la muerte de
nuestra abuela Katerina. Así ella se quedó para siempre en Bulgaria.
Bajo la influencia de mi padre, mis principios de vagabundo se fueron disipando.
Ya en la época del Lager tuvimos, mi padre y yo, una conversación íntima ...,
sin que los otros escucharan nada. Al final de esta confié ... a mi padre el
resto de mi tabaco y de mis papelillos para liar cigarrillos, así como los otros
instrumentos ... que servían para encender los cigarrillos, a saber, un pedazo
de piedra lumbre, un pequeño pedazo de acero, y un pedazo de champiñón seco.
Cuando se frota el acero sobre la piedra lumbre se producen chispas que prenden,
poco a poco, en el champiñón seco, y con ese, soplándolo, se logra, con
paciencia, encender el cigarrillo. Lo que aún quedaba en mis bolsillos era un
trozo de caña, 15 centímetros de largo, que servía de boquilla, y que hizo reír
a mi padre más que los otros artículos. También estaba mi puñal, que iría, a
partir de ese momento, a instalarse en la caja de cuchillos y tenedores. Al
final saqué del bolsillo interior de mi vestón, mi pequeña bandera de escolar,
de dimensiones 30 por 20 centímetros, aquella que yo agitaba durante las fiestas
nacionales y la visita del Rey. Esa banderita provocó sorpresa en mis padres (mi
madre no sabía que yo la andaba trayendo), pero también preocupación, para que
no la vieran los búlgaros. Una cosa de este tipo les hubiera bastado a los
búlgaros para enviarnos a Kitsiovo (la montaña donde la gente moría de hambre y
frío). Mi madre, para disimularla, inmediatamente la cosió al interior de un
doblez de una de sus faldas.
Una vez que estuvimos instalados en nuestra casita, el maestro de escuela, el
Sr. Tsalópulos, venía dos veces por semana a darme lecciones de griego y
aritmética. Mis otras ocupaciones consistían en llevarle el almuerzo a mi padre,
y en hacer cola delante de las carnicerías para conseguir un pedazo de carne;
carne que durante mucho tiempo era vendida sin racionamiento, aunque las colas
eran siempre largas y los pedazos, pequeños. Aprendí muy bien el búlgaro, así
que nadie dudaba que yo fuera un niño búlgaro. Debo mencionar que la gente de
nuestro barrio eran amables con nosotros. Las damas venían a visitar a mi madre,
y mi madre también iba a visitarlas. Había solamente una dama -vestida siempre
de negro- que nunca nos dirigía una palabra, a pesar de que nuestros jardines
estaban separados sólo por una reja de madera de un metro de altura. Hasta las
otras damas aconsejaban a mi madre no dejarme entrar en esa casa, aún si fuera
invitado por el hijo de esa dama. El hijo tenía mi edad y se llamaba Zdrafco.
Estas otras damas pensaban que muy probablemente yo sería maltratado por la Sra.
Giovánova, que era la viuda de un coronel búlgaro muerto en una batalla contra
los griegos, hacía 5 años. Efectivamente mi amigo Zdrafco, con el que conversaba
frecuentemente a través de la empalizada, ya me había invitado algunas veces a
saltarla y venir a su casa a ver sus trenes. Mi respuesta era: ¡Tengo miedo de
tu madre!
Fue así como Zdrafco una tarde me llamó con regocijo para darme la buena noticia
que su madre estaría fuera toda la tarde y que ahora sí debía saltar la reja
para ver los trenes. No tardé en entrar a la casa de la mala dama de negro.
Cuando llegamos al salón, Zdrafco me mostró una fotografía de su padre diciendo
que ¡ustedes lo mataron, pero sé muy bien que tu no fuiste! Era un cuadro
grande, tal vez de un metro de altura y 70 centímetros de ancho, cubierto de
gasa negra. Luego fuimos a la pieza de los trenes y, mientras Zdrafco vertía
alcohol a la locomotora (como combustible), yo trataba de acordarme si la cara
del padre de Zdrafco que yo venía de ver, se parecía a la de alguno de los
cadáveres que los soldados griegos desarmaban en julio de 1913. Antes de
decidirme si debía decirle a mi amigo: creo haber visto a tu padre entre los
cadáveres que nosotros ... desarmamos, o decirle: yo no vi a tu padre, escuché
la puerta del recibidor abrirse y luego cerrarse, al mismo tiempo que Zdrafco
decía: es curioso, pero ¡es mi madre!
En un segundo la dama de negro estaba en la puerta de la pieza de los trenes y
constataba que yo estaba muerto de miedo, y que con inquieta mirada buscaba
alguna abertura (puerta o ventana) para escapar de un gran peligro ... Por su
lado, la dama de negro, seguramente porque se daba cuenta de mi estado síquico,
se decidió a decirme que no tenía que tener miedo, y que podía quedarme y
esperar su regreso, a la vez que se movía un paso alejándose de la puerta de la
pieza. Esperé sin estar seguro que esa fuera una decisión muy razonable de mi
parte, y ella volvió en 2 o 3 minutos con un bandeja sobre la cual había
manzanas y un cuchillo ..., pero que era para pelar las manzanas, y no para
matarme ... Se puso a cortar las manzanas para mi y su hijo diciéndome que la
muerte del padre de Zdrafco no era mi culpa; mientras yo movía decididamente mi
cabeza para indicarle que estaba absolutamente de acuerdo con ella (que yo no
era culpable). Agregó que Zdrafco era víctima de hombres malos que organizan
guerras, y que estos también eran los culpables de todos los sufrimientos de mi
familia y de mi mismo. El alcohol que Zdrafco había echado a la locomotora de
vapor no fue suficiente y por eso el tren -luego de una lenta vuelta- se detuvo
definitivamente. Así mismo, los estímulos de la Sra. Giovánova parece que no
fueron suficientes para hacerme sentir cómodo en esa casa, y por eso decidí
irme, disculpándome con que era tarde ... La Sra. Giovánova continuaba siendo
amable conmigo y me decía que la próxima semana se procuraría alcohol para la
locomotora y que nos haría un queque a nosotros, los tres niños. El tercero era
Milio, otro niño búlgaro del barrio, con el cual yo tenía mucho más contacto que
con Zdrafco, asunto que la Sra. Giovánova había captado. Zdrafco me acompañó a
la puerta de salida (yo no quería volver a saltar la empalizada) diciéndome que
ahora debía convencerme que su madre no era mala; y que ¡habría queque la
próxima vez!
Esa noche conté todo eso en mi casa. Mi padre estaba emocionado y sólo dijo:
¡pobre señora!. El día siguiente era día de clases con el Sr. Tsalópulos y mi
madre contó a mi institutor toda mi visita del día anterior. El Sr. Tsalópulos,
con una lágrima en los ojos, concluyó: ¡pobre Zdrafco!. Mi madre también les
habló de mi visita a sus amigas del barrio, a Bulia -es decir, Doña- Zedska y a
Bulia Xijmanova, la madre de Milio. Quedaron muy impresionadas y replicaron que
Giovánova en realidad no era mala, sólo desequilibrada, por la pérdida de su
marido. La fiesta con el alcohol para la locomotora y el queque para nosotros,
los tres niños, se realizó casi sin la presencia de la Sra. Giovánova. Apareció
solamente para saludarnos y para traernos las manzanas, el queque y la botella
de sidra.
Otro evento relacionado con nuestro barrio fue el siguiente: Una noche, bastante
tarde, escuchamos, en casa de Bulia Lucova, prolongados ruidos de alegría. Al
día siguiente obtuvimos una explicación de esa alegría: Ella misma -Bulia
Lucova- vino a contarnos que su alegría se debía a la llegada inesperada de su
marido que era un sargento y había sido prisionero de los griegos. Pudo
evadirse, y luego de algunos días llegó a su casa dándole esa feliz sorpresa a
su familia. De todo lo que contó de su vida de prisionero, resultaba que en
Grecia todo iba muy bien, que tuvo abundancia de víveres y que él había sido
tratado muy bien. Bulio Lucova nos invitaba a su casa esa misma tarde, para que
supiéramos noticias frescas de Grecia; directamente de la boca de su marido.
Efectivamente las noticias eran muy buenas. En primer lugar estaba la cara
rosada del Sr. Lucof, la que demostraba que en Grecia se podía saciar el hambre,
y demás. Luego contaba que en Grecia todo el mundo estaba contento y optimista.
Nos mostró el dinero griego que había ganado trabajando, como prisionero, en la
construcción de una ruta; y al fin, para divertirnos, nos citó algunos insultos
en griego. Su hija Raíno, de 15 años, quiso aprender esos insultos de memoria,
pero mi madre le dijo que no están permitidos para las jóvenes. El Sr. Lucof
hizo por lo tanto, en nuestro barrio, una buena propaganda a favor de los
griegos.
Pero luego dominó la propaganda contraria, que provino de miles de búlgaros
heridos que llegaron a los hospitales de Siumen. Estos desdichados venían de la
batalla de Skra, una batalla entre griegos y búlgaros que fue muy sangrienta.
Fue la primera victoria de los aliados de la guerra de 1914-1918, contra los
alemanes, búlgaros y otros. Hubo enormes pérdidas por ambos lados; y tal vez aún
más por parte de los griegos, puesto que fueron ellos los que atacaron para
conquistar las líneas fortificadas del enemigo; para así romper el frente. Luego
de esa batalla de Skra y la otra de Raviné, los frentes balcánicos estaban
prácticamente quebrados y ya nadie dudaba que la guerra estaba definitivamente
perdida para los búlgaros y sus aliados. Los heridos llegaban en tren a la
estación de Siumen y luego eran transportados a los hospitales, extendidos sobre
las carretas y automóviles que había en la ciudad. Muchos de esos vehículos
pasaban por nuestra calle. Algunos heridos gemían y otros gritaban. La gente del
barrio salía de sus casas y con sus ojos llenos de lágrimas acudían a ofrecerles
algo contra la sed; y cuando les preguntaban por qué estaban en ese estado, los
heridos respondían: ¡debido a esos perros rabiosos de los griegos!
Tres veces por semana nuestro comedor se transformaba al atardecer en sala de
clases: mi padre daba lecciones de francés a niños y niñas de un gimnasio de
nuestra vecindad. En los tiempos del cortejo de vehículos cargados de heridos,
estos niños comenzaron ha tornarse pensativos. No había duda que la amistad que
nuestros vecinos sentían por nosotros, devino ligeramente menos afectuosa. Sin
embargo, Bulia Zedska le confió a mi madre que había llorado mucho debido a los
heridos búlgaros que había visto, pero que también, debido a los heridos griegos
que había visto, en su imaginación, ser transportados por las calles de una
ciudad griega. Había que creer en la sinceridad de Bulia Zedska, pero no se
podía creer en la de mi madre cuando ella decía también; porque los
sentimientos de mi madre, como los mios, volaban lejos, exclusivamente dedicados
a los heridos griegos. Nuestro fanatismo contra los búlgaros era más grande que
el de los búlgaros de Siumen contra nosotros. La razón era, que proveníamos de
una región situada cerca de la frontera; y siempre habíamos sufrido mucho debido
a los búlgaros; en cambio Siumen se encontraba en el otro extremo de Bulgaria, y
sus habitantes no habían nunca sido molestados por los griegos. En todo caso, si
el afecto que nos tenían nuestros vecinos disminuía en cierta medida, la
consideración que nos tenían, aumentaba en la misma medida. Se acercaba el fin
de la guerra y cada día estaba más claro que nosotros éramos los vencedores.
MIR O PREMIR
¡Por fin! Durante una tarde del comienzo de noviembre, el diario de Siumen, en
edición especial, fue lanzado a las calles de la ciudad con gritos que
correspondían al título que ocupaba toda la primera página: MIR O PREMIR,
asunto que en traducido del búlgaro significaba: PAZ O ARMISTICIO. Esta feliz
noticia causó alegría a todo el mundo, sin importar nacionalidad. En 2 o 3 días
supimos que efectivamente el armisticio había sido firmado en Compiègne el
11.11.1918. Luego de 4 a 5 días, hacia el 15 de noviembre, la policía de la
ciudad avisó a mi padre y a 2 o 3 otros griegos, que eran invitados, por el
comandante de la plaza de Siumen, a participar en la recepción de un oficial de
los aliados que llegaría a la estación de Siumen esa misma tarde. Efectivamente:
se trataba de un muy joven subteniente inglés que llegó acompañado de un
sargento y dos soldados ingleses. Llegaba para efectuar las primeras
investigaciones relacionadas al número de prisioneros y rehenes aliados, a sus
situaciones y necesidades. A partir de ese día mi padre dejó su trabajo en la
fábrica de cerveza, porque debía acompañar al oficial inglés, el Sr. Stevenson,
para hacer de traductor entre él y los búlgaros.
Por supuesto que el oficial inglés en una hora ya estaba al corriente de todo:
la suerte de los prisioneros servos, rumanos y rusos que habían llegado y sido
acogidos ... en el Lager de abajo; así como la de los rehenes griegos que
habían sido enviados a la montaña Kitsiovo a morir de frío y hambre. Nuestro
oficial inglés, así como los otros tres ingleses, eran personas muy agradables;
pero yo le confesaba a mi padre que me desilusionaba su manera de invadir
Bulgaria ... Mucho antes yo ya había soñado que de repente la ciudad de Siumen
sería llenada de tropas aliadas, y que la avenida de nuestro barrio sería
inundada de caballería griega, de artillería inglesa y de infantería francesa.
Imaginaba que ninguno de nuestros vecinos podría salir a la calle si no iba
acompañado por mi ...; me imaginaba, por ejemplo, solicitando a los militares
aliados que les permitieran a Zdrafco o a Milio el paso, para que pudieran ir
buscar el pan a la panadería; dándoles mi palabra de honor ... a nuestros
aliados, garantizando de que eran buenos muchachos. Incluso tenía la intención
de hacer lo mismo por Ivan, que era un amigo, pero que una vez pretendió que
nuestros cañones no eran tan buenos y grandes como los cañones de los búlgaros y
alemanes. En realidad estaba gravemente desilusionado. De esos cuatro ingleses,
ninguno tenía un cañón, y ni siquiera portaban una pistola a la vista. No tenían
cara de ser fieros conquistadores; más bien se parecían a los turistas ingleses
de hoy; a pesar de que usaban zapatos, llevaban uniformes y estaban siempre
recién afeitados y peinados.
Habían llegado a Siumen con una camioneta cerrada que había sido transportada,
hasta la estación, en tren. Luego esta camioneta casi siempre se encontraba
estacionada frente al hotel de lujo Bulgaria, donde se hospedaban los cuatro
ingleses, y era cuidada por policías búlgaros que impedían a los curiosos
acercarse. Nuestro amigo, el Sr. Stevenson, que parecía muy amable, era sin
embargo severo con los búlgaros. No toleraba el más mínimo retraso en relación
a las diferentes informaciones que exigía a propósito de los campos de
concentración de prisioneros, de listas de prisioneros de las diferentes épocas,
de la suerte de la gente que visitaba acompañado por mi padre; es decir, del
Lager de Siumen, pero también de los otros campos de concentración de la región.
También visitaba las fincas e industrias en que se encontraban prisioneros. No
cabía duda que los búlgaros estaban molestos con mi padre, debido a los consejos
y la ayuda que brindaba al oficial inglés; y por eso que este le pidió a mi
padre no volver a circular sólo por las calles de la ciudad, sino siempre
acompañado por un soldado inglés. Temía un accidente, arreglado por los búlgaros
para desembarazarse de mi padre.
Paralelamente a la misión del Sr. Stevenson funcionaban otras misiones en otras
ciudades de Bulgaria. Todas estas tenían que completar sus informes en dos
semanas y presentárselos a un general aliado que recorrería luego todas esas
ciudades. En efecto el Sr. Stevenson recibió luego un telegrama que le confirmó
que al día siguiente pasaría por Siumen un general griego, el Sr.
Paraskevópulos; noticia que también fue anunciada por los diarios de Siumen. Al
día siguiente -evidentemente- toda la familia se encontraba en la estación. Yo
quería ir con mi pequeña banderita griega, pero mis padres encontraban que no
sería nada de extraño que un búlgaro fanático me diera un par de cachetadas.
Todo lo que hasta ese momento mi banderita había conseguido, era su
independencia de la falda de mi madre. Porque, como recordarán, ella la había
cosido, y así escondido, al interior de una de sus faldas.
La llegada del general a la estación de Siumen fue un evento grandioso: El tren
del general era precedido por un tren de seguridad que llegó diez minutos antes
que el tren del general. Ese tren se detuvo delante de nosotros un minuto, y
luego se alejó para dejar espacio al gran tren que seguía. Los búlgaros habían
tomado medidas de seguridad. Habían dispuesto un doble cordón de sus gendarmes
alrededor de la plaza de la estación, y no permitían a nadie entrar en ese
círculo, salvo: el oficial inglés, el Sr. Stevenson que por fin portaba una
espada (hecho que me produjo un gran placer), su sargento, mi padre, y luego el
comandante de la plaza búlgara, el jefe de la policía búlgara y el alcalde de
Siumen, así como 9 o 10 oficiales servos, rumanos y rusos, prisioneros que
habían sido invitados por el Sr. Stevenson; y finalmente el Sr. Tsalópulos, 10 o
15 otros rehenes, nuestra familia y otras 2 o 3 familias griegas.
Cuando el tren del general se detuvo, una centenar de soldados senegaleses
saltaron de sus vagones y corrieron a formar otro cordón, frente al de los
gendarmes búlgaros. Al mismo tiempo que este cordón de hombres de piel de
ébano, con sus bayonetas sobre sus fusiles, rápidamente se formó, un grupo de
oficiales también saltaba a tierra y fue a plantarse frente a la puerta del
vagón del general Paraskevópulos. Estos oficiales eran todos aliados, pero de
diferentes nacionalidades: franceses, ingleses, servos, rumanos, italianos,
griegos. Este tren era muy largo. Llevaba al menos cinco vagones abiertos,
cargados de automóviles. También había un vagón con una avioneta. Había algunos
vagones con bellos caballos, y muchos vagones cerrados que seguramente contenían
víveres. El tren se completaba por una decena de vagones de pasajeros, para los
soldados y los oficiales que acompañaban al general.
Tras 2 o 3 minutos un oficial francés abrió la puerta del vagón del general, y
entonces este pareció llenar toda la puerta, porque el Sr. Paraskevópulos era un
hombre grande y ancho. Llevaba un largo abrigo de piel, entreabierto, de manera
que se veían los dobleces rojos de su chaqueta. Delante de su puerta estaban, en
primer plano, sus oficiales; que le rendían honor al general desenvainando sus
espadas, al mismo tiempo que los soldados senegaleses así como los gendarmes
búlgaros presentaban sus armas. En el segundo plano estaban los oficiales
prisioneros aliados que saludaban militarmente, así como las autoridades
búlgaras que estaban cerca del Sr. Stevenson y de mi padre. En el tercer plano,
cerca de los senegaleses, nos encontrábamos nosotros, las familias griegas,
aplaudiendo y gritando ¡zito!, que significa ¡viva!
Luego de los saludos de honor, y cuando las espadas se encontraban en sus vainas
y los fusiles de los soldados y gendarmes se encontraban apoyados sobre la
tierra, el general descendió y habló durante media hora con el Sr. Stevenson y
mi padre. Luego hizo acercarse a él a las autoridades búlgaras y les impartió
una serie de órdenes. Al final fueron los oficiales aliados prisioneros los que
se acercaron al general, y a ellos el Sr. Paraskevópulos les dijo que sus
órdenes apuntaban a acelerar lo más posible sus retornos a casa. Para terminar,
nos saludó a nosotros, los otros, y volvió a remontar a su vagón. Luego el tren
de seguridad partía y en algunos minutos el gran tren también se ponía en marcha
mientras que los gendarmes búlgaros presentaban sus armas y las autoridades de
Siumen volvían a rendir honores, y el Sr. Stevenson nuevamente desenvainaba su
espada; y nosotros, los otros, volvíamos a gritar ¡zito!
También nosotros retomamos el camino a casa mientras comparábamos la gloriosa
situación del Sr. Paraskevópulos con la trágica de su mujer, que 15 meses atrás,
en Serres, me había acompañado al molino, y que a la vuelta había caído en el
torrente, perdiendo sus cinco kilos de harina. El Sr. Paraskevópulos, cuando
supo que mi padre era de Serres, le habló de su esposa que por una mala suerte
había quedado en Serres, y que luego del reencuentro con él fue llevada a un
sanatorio cercano a Atenas, desde el cual, tan luego haya recobrado algo de
fuerzas, partiría a un sanatorio en Suiza. Yo estaba bastante disgustado con mi
padre porque no le había dicho al general que yo estuve con su mujer cuando ella
cayó en el torrente. Suponía que me hubiera regalado uno de sus caballos ...
como expresión de su gratitud. También sentí mucho que ninguno de mis amigos
búlgaros haya venido a ver el glorioso paso del general griego por la estación.
Yo, por supuesto, conté extensamente ... este acontecimiento a mis vecinos, por
ejemplo, que nuestro amigo, el oficial inglés, asistió a la recepción armado
hasta los dientes ..., y que había muchos vagones cerrados que seguramente ...
contenían ¡cañones!
Al día siguiente el Sr. Stevenson explicó a mi padre que, conforme a las órdenes
del general, debíamos emprender nuestro viaje de regreso a Serres dentro de
cinco días. Hablando por teléfono con sus superiores que se encontraban en
Sofia, le habían asegurado que un tren especial para los civiles griegos de
Siumen llegaría en cuatro días. También contaba que, desde Sofia, con ese tren,
llegaría un joven oficial rumano que hablaba bien el inglés y el búlgaro, y que
reemplazaría a mi padre. Finalmente el Sr. Stevenson informó a mi padre que su
camioneta pasaría a dejarnos una segunda caja de conservas de corned beef (la
primera, la obtuvimos a la llegada del Sr. Stevenson a Siumen); y preguntó a mi
padre si consideraba conveniente enviar otra caja de estas conservas al Sr.
Weiss, ya que este siempre había sido tan bueno con nosotros, de acuerdo a lo
que habían conversado este oficial y mi padre. Efectivamente el Sr. Weiss estuvo
encantado de recibir ese precisos regalo y fue al hotel Bulgaria para
agradecerle al Sr. Stevenson.
Por nuestro lado, distribuimos casi todo el contenido de la nueva caja de
corned beef a nuestros amigos del vecindario; porque la primera caja sólo había
sido vaciada hasta la mitad, luego de haber regalado conservas al Sr. Tsalópulos
y a otros griegos. Hasta la Sra. Giovánova comió corned beef inglés, ya que le
di a Zdrafco cinco conservas. También le di cinco conservas a Liuba, quien era
una alumna del gimnasio y estaba encargada, como las otras niñas del sexto
curso, de distribuir la leche todas las mañanas, transformando la sala de clases
de sus escuela en lechería. Mi amiga Liuba echaba todos los días en mi taza más
leche de la que yo tenía derecho. Hacía eso a escondidas de las otras lecheras
... y sonriéndome maliciosamente. Evidentemente sus compañeras habían captado
sus favores para conmigo, y nos molestaban anunciándole a Liuba: Tu viejo
pololo ya llega ... A las damas del vecindario fue mi madre quién les llevó el
corned beef; y todos estaban muy agradecidos, porque en ese momento los víveres
en Bulgaria eran extremamente escasos.
Por fin llegó el día en que nos instalamos en el tren especial. Estaba formado
por dos vagones de mercaderías, un furgón y una locomotora a vapor enorme que
los ingleses venían de desembarcar en Salónica. Los dos vagones estaban
destinados a nosotros, los civiles griegos. El primer día transcurrió con la
limpieza de los vagones, nuestro transporte a la estación y nuestra instalación
en el tren. Era mediados de diciembre. Nuestro tren partió a la mañana del día
siguiente, llevando en la ventana de nuestro vagón, una pequeña banderita
griega, aunque también viajaba en el furgón un soldado inglés. El Sr. Stevenson
asistió a la partida. En los dos vagones íbamos unas 40 personas y estábamos
cómodamente instalados, sentados sobre nuestros colchones, cojines y frazadas.
Hacia la noche llegamos a Stara-Zagora, donde pasamos la noche. En esa ciudad
habían tropas inglesas. A la mañana siguiente pasamos un examen médico con los
médicos militares ingleses; y cada uno, adulto o niño, recibió una nueva frazada
inglesa. Luego los ingleses se pusieron a cargar nuestros vagones de víveres, de
manera que nuestro espacio vital ... disminuyó considerablemente. Nos
preguntábamos si el Sr. Stevenson no habría cometido un error, avisando que
habrían 200 personas en los vagones, en vez de 40. Había nuevamente cajas de
corned beef, cajas de lata con galletas, cajas con potes de mermelada y leche
condensada, paquetes de té, azúcar y cigarrillos. Se notaba que éramos los niños
mimados de los aliados.
El viaje de vuelta a Serres duró una semana, y el aprovisionamiento de víveres
para nosotros fue repetido 3 o 4 veces, así que dormíamos sobre cajas. Nuestro
viaje se retrasó algo debido al gran movimiento de trenes con tropas aliadas.
También perdimos un día debido a la mejilla hinchada de nuestra empleada,
Dimitra. Durante el examen médico en Pludiv, los médicos ingleses constataron
que Dimitra debía ser transportada a una clínica dentaria militar que estaba
situada bastante lejos de la estación. Por eso hicieron subir a Dimitra y a mi
padre a una ambulancia que partió como una flecha y con su sirena emitiendo
sonidos de alarma. Sólo luego de cuatro horas se volvió a escuchar la sirena de
la ambulancia que regresaba a la estación. Así que dejamos esa ciudad recién al
día siguiente.
De Regreso
Por fin, el 22 de diciembre de 1918, llegamos a la estación de Serres. Había al
menos 50 camiones ingleses dispuestos a transportarnos de la estación a nuestros
domicilios. Pero nosotros no teníamos domicilio en ese momento. Hacía algunos
meses que nos habíamos enterado, que todos nuestros muebles habían sido
requisados por los búlgaros, y que el propietario de la casa, ya que esta se
encontraba vacía, la había arrendado a otra familia. Entonces, para resolver el
problema del domicilio, mi padre partió a la ciudad donde se encontró con un
amigo que durante todos nuestros años de sufrimiento vivió con su familia en
Atenas. Todo lo que había dejado en su casa, evidentemente también había sido
robado por los búlgaros, y por eso nos ofreció su casa vacía, por unas 5 a 6
semanas, hasta que su familia volviera de Atenas. Hacia el anochecer un camión
inglés nos transportaba, con nuestras maletas y cajas, a la casa del amigo de mi
padre; donde festejamos la primera Navidad de nuestra liberación. Para Navidad y
Año Nuevo los víveres no nos faltaron, gracias a nuestras provisiones de viaje.
Sin embargo había tristeza entre mis padres. Los dos estaban muy cansados por
todo lo que había sucedido. Los atormentaba el que la fábrica de ladrillos
estuviera destruida; y que no tuvieran otros recursos; que no tuvieran dos
dracmas en sus bolsillos, y que ninguno de nosotros calzara zapatos sin hoyos.
Además, todos estábamos más o menos resfriados; y en Serres ya se hablaba de la
famosa ... gripe española. No obstante, yo estaba optimista. Tenía una
confianza enorme en las capacidades de mis padres, y estaba convencido que
luego encontrarían las soluciones a nuestros problemas. Recuerdo que el 1.1.1919
yo me decía: ¡Haz un balance el 1.1.1920, y verás que todo estará mucho mejor!
Efectivamente, pocos días después mi padre comenzó a trabajar como empleado de
un servicio estatal que se hacía cargo de la reconstrucción. Dentro de 2 a 3
semanas todos nosotros obtuvimos zapatos sólidos, que abrigaban. Mi hermana
mayor, mi hermano y yo, íbamos a la escuela. No tardó mucho, y obtuvimos abrigos
nuevos hechos de las frazadas inglesas que habíamos obtenido durante el viaje de
regreso. Mis padres encontraron una casa que arrendar, una mesa y algunas sillas
prestadas. Yo debía llevar una gorra de escolar, pero esta costaba 2 dracmas,
que mi padre no pudo economizar hasta como el mes de mayo. El día en que por
primera vez porté, con orgullo, mi nueva gorra, me encontré con la vieja Sra.
Katina, a la que había insultado 30 meses antes, cuando era un sucio gañán.
Primero, luego de reconocerme, la Sra. Katina quiso evitarme y refugiarse en la
vereda de enfrente; pero tan luego se dio cuenta que estaba limpio y que me
quitaba mi gorra para saludarla, decidió examinarme de cerca; y cuando le dije
Buen día Sra Katina, tuvo lágrimas en los ojos, y haciendo el signo de la cruz
glorificaba a Dios por haberme hecho cambiar tan milagrosamente. Me acarició la
cabeza y estaba, la pobre, emocionada de verdad.
A propósito: De todos esos años de la Primera Guerra Mundial, mis experiencias
dejan claro que los niños fácilmente pierden toda moral, si las condiciones de
existencia se tornan malas; y que esos mismos niños vuelven bastante fácilmente
a sus estados normales y decentes, bajo la buena influencia de condiciones de
vida normales y la vigilancia de sus padres. Ejemplo: yo mismo. Veinte años más
tarde me encontré, por casualidad, en Lárisa, con Xrisula, la jefe de nuestra
banda de gañanes. Ella ya no era para nada ni vulgar ni sucia; al contrario, era
una dama que se vestía decentemente y paseaba por el parque con su guagua en el
cochecito. Su lenguaje era absolutamente correcto. Se había casado con un
funcionario de rango, y supe de un amigo, que ese señor estaba orgulloso de
tener a Xrisula como esposa.
Gracias a la actividad de mis padres, a la hora del balance que hacía el
1.1.1920, constataba que ya llevábamos una vida muy normal en lo que se refiere
a nutrición, habitación y vestimentas; que teníamos un canapé, un bufé, una
mesa con sillas totalmente nuevas; y que mis padres recuperaban el optimismo y
la alegría de preguerra. Mi padre, paralelamente a su trabajo de empleado,
preparaba la siguiente labor: Lo único que aún podía tener uso, entre las ruinas
de su fábrica, eran tres decenas de carruajes destrozados. Por eso es que pasó
ese material a un fabricante de carretas, a cambio de cuatro carruajes nuevos.
Por otro lado formó una asociación con alguien que tenía caballos; todo eso para
ganar algo ofreciendo transportes.
En mi balance del 1.1.1921, nuestras condiciones de vida se presentaban aún
mejores que el año anterior. Mi padre había dejado su empleo estatal y había
instalado una oficina de transportes para dar servicios al comercio y, sobre
todo, a las compañías de tabaco. La casa que habíamos arrendado estaba al borde
de la ciudad, es decir, que estábamos casi en el campo; y como teníamos una gran
extensión frente a nuestra casa, mi padre hizo construir un establo para tres
vacas que compró en 1921; y yo, durante mis horas libres, construí unos
gallineros, gracias a lo cual al año próximo llegué a tener más de 150 gallinas
y pollos. Como se constata de todo lo que vengo escribiendo, la situación de
nuestra familia era buena, y mejoraba constantemente.
Sin embargo, durante esos años 1920-1923, la situación de Grecia se tornó
dramática, debido a la guerra greco-turca que se desarrollaba en Asia Menor; y
que terminó catastróficamente para Grecia. No quiero analizar ese capítulo
triste de la historia griega, porque nosotros, como familia, no fuimos
afectados. Durante todos esos años, mi padre evidentemente hizo grandes
esfuerzos para ayudar a los refugiados que llegaban a nuestra región por
millares. Para ilustrar la tragedia, hay que mencionar que 1.500.000 personas
llegaron, desde Asia Menor y Tracia Oriental, a refugiarse a Grecia; y que más
de 200.000 fueron masacrados por los turcos. El estado griego edificó varias
centenas de nuevos poblados para los refugiados, sobre todo en Macedonia; y les
pasó tierra para que la cultiven. También aumentó considerablemente la población
de algunas ciudades como Atenas, Pireo, Salónica, Serres y otras.
No tengo nada especial que relatar, hasta el año 1925, durante el cual terminaba
el gimnasio. Entonces había que decidir las actividades que debían llevar a
prepararme para el futuro. Yo hallaba conveniente, entrar a la Escuela
Politécnica de Atenas; que hiciera los estudios de ingeniería mecánica. Mi
padre no estaba completamente de acuerdo conmigo. Decía que, debido a que no
hay grandes industrias en Grecia, yo sería obligado a buscar un puesto en el
extranjero; y que sería una lástima, tener que separarse. Además nunca me
pagarían tanto como lo que podría ganar, si dispusiera de 3 o 4 camiones de
transporte. Sólo que para hacer ese trabajo yo tendría que saber bien lo que es
un camión. En caso contrario los choferes de los camiones podrían abusar de mi
ignorancia, y el negocio no marcharía. Por eso nuestra decisión estipuló que yo
entrara a trabajar, sin salario, durante algunos meses, en los grandes garajes
de reparación de Atenas o del Pireo. Hice esa escuela durante seis meses y me
convertí en un buen mecánico de los camiones de esos tiempos. Al final era capaz
de reparar completamente el motor de un camión; y en general, me volví un
experto en esa materia; así que no había peligro de que fuéramos engañados por
los choferes que, efectivamente, en aquella época eran achacadizos. Luego de
este aprendizaje compramos tres camiones grandes y un pequeño. El trabajo iba
bien y de verdad ganaba mucho más de lo que un ingeniero mecánico podría haber
ganado en las mejores condiciones. Tampoco tuvimos problemas con los choferes,
sea porque eran hombres honestos, o porque sabían que teníamos la capacidad de
controlarlos.
Luego de un año, mi padre tuvo una nueva idea: Que sería bueno para mi
instrucción y para los negocios, si yo pudiera hacer estudios de derecho; ello,
sin seguir los cursos de la universidad, sino participando cada año en algunos
seminarios que duraban 50 a 60 días y que bastaban para lograr pasar los
exámenes del año. Hice eso durante un año y logré pasar con éxito los exámenes
del primer año de la Escuela de Derecho de Atenas. Mi padre tenía como
principio, que todo es posible, si se tiene la voluntad correspondiente. A la
vez estaba convencido, que yo podía desarrollar voluntad para muchas cosas. Así
fue como un día me dijo: Paralelamente a los transportes, vamos a hacer
comercio de tabaco. ¡Los que lo hacen, ganan mucha plata!
Para comercializar el tabaco había que hacer lo siguiente: a) En otoño, comprar
a los campesinos productores las hojas secas de tabaco. b) Acarrear ese material
a un edificio con sótanos para almacenarlo, y con grandes salas donde las
obreras y obreros especializados procedan a la manipulación del tabaco. Esta
consiste en separar las hojas en 5 a 6 categorías, así como en eliminar las
hojas malas. c) Embalar el tabaco en unidades de 20 a 40 kilos. d) Esperar a los
grandes comerciantes americanos o alemanes que llegarían a hacer sus compras.
Naturalmente que para realizar la manipulación someramente descrita, era
necesario tener una experiencia más o menos prolongada. Mi padre contaba con la
colaboración del marido de la tía Evanthía, quién conocía bien el trabajo. Pero,
decía, igual sería bueno, si yo pudiera hacerme de algunas nociones trabajando
en las grandes fábricas de manipulación de tabaco; como obrero, como ya lo había
hecho en los garajes de reparación de camiones. Hice por lo tanto una tal
escuela durante 4 a 5 meses, y comenzamos el comercio de tabaco. Durante dos
años, el negocio marchó muy bien. Procedíamos a la compra y manipulación de
unas 50 toneladas de tabaco por año, y se las vendíamos a mayoristas a un precio
que nos dejaba bastantes ganancias. Después, todo se vino abajo, debido a la
crisis económica mundial de los años 1928 a 1935. Nos vimos obligados a vender
el tabaco del tercer año con grandes pérdidas de dinero.
Debido a esa misma crisis, nada marchaba convenientemente; tampoco,
evidentemente, nuestros transportes. Mi padre estaba deprimido debido a esta
situación general, pero también, porque se sentía responsable de haberme
desaconsejado hacer estudios de ingeniería. Por eso, un día me dijo: Hice un
grave error. Ayúdame a arreglar la cosa. Ve ahora a hacer tus estudios. ¡Más
vale tarde que nunca! Entonces, por primera vez en mi vida, yo me opuse a la
voluntad de mi padre, y le dije que ahora me daba vergüenza comenzar los
estudios de la Escuela Politécnica; porque mis antiguos camaradas ya casi se
encontraban finalizando sus estudios. Le propuse buscar un puesto como empleado
en alguna parte. El insistía con su idea, pero no sabía qué hacer para
convencerme. Al final me dijo: ¿Y si te vas al extranjero, por ejemplo a
Inglaterra, ya que hablas inglés? ¡Así no tendrías el problema de estarte
comparando con tus camaradas más avanzados! Yo, al comienzo le decía que no;
pero luego decidí hacer lo que mi padre quería, porque mi madre aseguraba que mi
padre enfermaría gravemente, que pasaba noches en blanco debido a mi testarudez.
Carmen Paravicini
Finalmente me decidí por Lausanne, porque la vida en esa ciudad era menos cara
que en Inglaterra. Llegué a Lausanne a fines de octubre de 1930, pero como era
ignorante en francés y en matemáticas, comencé con una escuela preparatoria y
con clases particulares para aprender francés. En julio de 1931 conocí a la
encantadora joven, Srta. Carmen Paravicini, que seis años más tarde sería mi
esposa.
Con el tiempo, mis dificultades de idioma y matemáticas disminuían; pero se
dieron los decrementos de las situaciones económicas de mi familia y, sobre
todo, del estado griego que comenzó a poner obstáculos en mi camino. Las malas
circunstancias originadas en la crisis económica mundial, obligaron a mi padre,
enviarme menos dinero por mes; asunto que el sintió mucho tener que hacer.
Entretanto el estado griego, en 1932, tomó la decisión de hacer volver a Grecia
a todos los estudiantes griegos del extranjero; para así evitar gastos de
divisas. Para ello, el estado prohibió el envío de dinero a los estudiantes del
extranjero, y decretó que todo estudiante que retorne a Grecia tendría el
derecho de continuar sus estudios en las universidades griegas, sin ningún tipo
de dificultades. Bastaba presentar un certificado que indicara el año de estudio
que uno había aprobado en el extranjero. Por eso, en otoño de 1932, los
estudiantes griegos retornaron y se inscribieron en masa en las universidades y
en la Escuela Politécnica griega; salvo muy pocas excepciones.
Yo formaba parte de esas excepciones; debido a dos razones: No quería separarme
de mi novia, y mi padre había descubierto una forma de enviarme, por una vía
lateral, 150 Francos Suizos por mes. Pensaba que viviendo en una pieza barata y
economizando en todo, podía continuar mis estudios de ingeniería civil en Suiza.
Sin embargo, el año siguiente demostró que era imposible vivir con sólo 150
Francos por mes. Entonces escribí una carta a la Escuela Politécnica de Grecia
en que preguntaba si puedo, en 1933, ingresar al cuarto año, presentando un
certificado que atestiguara el haber aprobado lo que corresponde al tercer año
de la Escuela Politécnica de Atenas. Me respondieron que ¡SI! Por eso es que en
octubre de 1933 me presenté en esa Escuela Politécnica, para inscribirme.
Entonces comenzaron a manifestarse las peores sorpresas: El jefe del
secretariado me dice que para inscribirme debo presentar una petición, por
escrito, sobre papel sellado. Hago todo eso, mencionando la fecha y el número de
registro de la carta de ellos. Me responden luego de 15 días, oralmente, que
ingresar al cuarto año, sólo en base al certificado de Lausanne, es imposible;
que tendría que rendir exámenes para conquistar un nivel, que podía ser el del
cuarto año, el del tercero, del segundo, etc. ..., que eso dependería de los
exámenes que propondrían, ¡y de los resultados! Les hablé de la carta que
llevaba en mis bolsillos. Respondieron, sin ninguna vergüenza, que el Consejo
de la Escuela tiene el derecho de revisar, en cualquier momento, sus decisiones
... Así de deshonestos fueron; y yo estaba tan hastiado que quise volver a
partir al extranjero, para siempre. Pero era imposible, debido a los gastos; y
porque ya era demasiado tarde para retomar las asignaturas en Lausanne; ya que
me habían hecho perder meses de este año. Tuve por lo tanto que aprobar exámenes
severos, y finalmente me admitieron al cuarto año.
Parece que toda esa maniobra era para vengarse, porque no había retornado a
Grecia el año pasado, con todos los otros. Al año siguiente cursé el quinto y
último año, y luego partí a hacer mi servicio militar. Mi novia había llegado a
Atenas en verano de 1935. En esos tiempos yo efectuaba mis ejercicios
topográficos. Mi padre vino a Atenas para conocerla, pero también para salvarla
de los calores excesivos de Atenas, llevándosela a nuestra familia que en esa
época se encontraba en una montaña cercana a Serres donde teníamos una casita
campestre. Mi padre encontraba que mi novia era una joven muy distinguida, desde
todo punto de vista. Luego, cuando los otros miembros de la familia la
conocieron, quedaron igualmente encantados con ella. En otoño, mi novia retornó
a Suiza, pero mi padre la había invitado a volver en el verano del año próximo.
Así fue como efectivamente regresó durante el mes de agosto de 1936 y se quedó
con nosotros hasta mayo de 1937.
Entretanto aconteció la muerte de mi padre. Fue un acontecimiento muy triste e
inesperado. Fue durante la noche del 19 de diciembre de 1936. Yo hacía mi
servicio militar, pero durante ese mes tenía permiso para retirarme hacia el
anochecer, y pasar la noche en mi casa. Partía a las 6 de la tarde del cuartel,
pasaba un momento a la oficina de mi padre, y luego, hacia las 8, me dirigía a
casa. Cuando esa noche llegué a casa, me encontré con que mi novia estaba muy
inquieta por la salud de mi padre. Ella tuvo, de este triste acontecimiento,
como un sorprendente presentimiento que ni ella misma jamás pudo explicar. Traté
de tranquilizarla diciéndole que no había notado nada inquietante, cuando, hace
un momento, había pasado por su oficina. No se dejó convencer por lo que le
decía, y, al contrario, me preguntaba por qué mi padre tardaba tanto en llegar a
casa; cuando en realidad no estaba tardando más que habitualmente.
Luego llegó mi padre; cenamos y finalmente nos quedamos a conversar, sólo
nosotros tres, mi padre, mi novia y yo. Los otros se fueron a acostar. La
conversación de mi padre de esa noche, fue extraordinariamente interesante; y la
claridad de su espíritu, admirable. Yo me felicitaba por tenerlo como padre y
poder escucharlo; y pensaba también que esa claridad de espíritu eliminaría los
temores de mi novia. Por eso que, cuando hacia la una de la mañana mi padre se
alejaba para irse a acostar, le dije a Carmen: ¡Viste que no hay ninguna razón
para inquietarse! Ella me repuso: ¡Esta noche temo mucho por él!, e incluso
parecía temblar, debido a todo lo que prevía. Entonces decidí acostarme sobre
una mesa, casi en contacto con la puerta del dormitorio de mi padre; para darme
cuenta a tiempo, si tuviera que llamar al médico. Más aún: me acosté sobre esa
mesa con la ropa que tenía puesta. Luego de una hora supimos que mi novia tuvo
toda la razón. De repente se sintieron unos gemidos que llegaban del lecho de mi
padre, y luego, ¡nada más! Estaba muerto.
Lo constató el médico que llegó: fue un ataque al corazón. Todos nosotros,
reunidos alrededor de él, estábamos inconsolables. Tenía apenas 63 años. La
mitad de la ciudad asistió a sus funerales. Todo el mundo lo respetaba mucho;
porque no tenía más que virtudes, y porque consideraba que su misión en este
mundo consistía en ayudar a cualquiera, con todos los medios que tuviera a su
disposición. Eran muchos los que declaraban haber sido beneficiados por él. Su
preocupación por sus próximos fue con seguridad la causa, debido a la cual no se
permitió un reposo; porque sabía muy bien lo que es la pobreza. La había
conocido a fondo durante su infancia.
Lo que no sabía tolerar, eran las mentiras. Nosotros, cuando niños, nos
desembarazábamos fácilmente de nuestras travesuras diciéndole cada vez la
verdad; tal vez porque estábamos seguros que igual se daría cuenta
inmediatamente, si le hubiéramos mentido. Confieso ... a propósito, que con mi
madre la diplomacia ... resultaba más gratificante ...
Otra de sus innumerables virtudes, era su manera invencible de apoyar sus puntos
de vista; respecto a cualquier tema en que tenía una opinión que le pareciera
justa. Sus interlocutores siempre terminaban admitiendo que mi padre tiene toda
la razón. Al norte de la ciudad de Serres, hay una colina cubierta por un bello
bosque de pinos. La gente de Serres no olvidaron nunca, que esos millares de
árboles fueron plantados por los habitantes, entusiasmados por un discurso que
mi padre pronunció en la plaza central; relacionado a la bondad del árbol. Fue
un domingo, y después del discurso la gente corrió a sus casas a hacerse de
azadones y palas para plantar la colina con pinos. Frecuentemente encontramos,
sobre la tumba de mi padre, arreglos florales anónimos. Una vez había una rama
de pino de la colina.
Luego de la muerte de mi padre, terminé mi servicio militar y asumí un puesto de
ingeniero en la municipalidad de Serres. A la vez, me ocupaba de trabajos
privados. Mi novia y yo decidimos casarnos en otoño. Ya teníamos nuestros
anillos. Los encontramos en un bolsillo de una chaqueta de mi padre; después de
su muerte. Parece que nos preparaba una sorpresa, estaba organizando una
fiesta. El 18 de noviembre de 1937 tuvo lugar la celebración de nuestro
matrimonio, en la Iglesia Rusa de Zürich. Padrinos de nuestra boda fueron el Sr.
Dr. Ernst Irniger y la Srta. Silvia Paravicini, primo y hermana de mi esposa,
respectivamente. La iglesia era nueva y nuestro matrimonio fue el primero que se
celebró en esa iglesia. Los miembros de la colonia rusa fueron muy gentiles con
nosotros: habían decorado el interior de la iglesia con flores y asistieron
encantados a nuestra ceremonia nupcial.
Felizmente ... todo el mundo quedó contento y alegre; y el mérito ... de ello
nos correspondió a nosotros, los dos jóvenes casados. Porque no teníamos ningún
conocimiento de la lengua rusa; salvo da, que significa si, y niet, que
significa no. Estas dos palabras las habíamos aprendido el día anterior, para
usarlas como respuestas a las preguntas que el cura nos plantearía en ruso
durante el oficio de la boda. Con estas, nuestras respuestas, con da y niet,
íbamos a dejar claro nuestro amor recíproco. Sólo que sucedió ..., que los dos
nos complicamos varias veces: Por ejemplo, la novia, cuando el cura le preguntó
si estaba decidida a casarse conmigo, respondió ¡niet! Y yo, cuando me
preguntaron si le había prometido casamiento a alguna otra mujer, respondí
gentilmente ¡da! El cura era una persona muy amable, y para salvar ... nuestro
matrimonio, invitó a una dama rusa a situarse cerca de nosotros y soplarnos
nuestros verdaderos sentimientos, aquellos que debíamos expresar con las
palabras da y niet. Con ese sistema se acallaron las grandes risotadas del
público ruso. Pero al final, cada uno de los que nos dio la mano para
felicitarnos, tenía un alegre aire de admiración por nosotros, gracias a
nuestras respuestas que los habían divertido ... tanto; incluso tenían cara de
querernos agradecer todo lo que habíamos hecho para divertirlos. También mi
suegra se entusiasmó con los ritos de la iglesia ortodoxa, especialmente con una
especie de baile (llamado danza de Isaias) de los recién casados, con el cura y
los padrinos, alrededor de la mesa sobre la cual reposa el evangelio. Aplaudió
con ganas, pidiendo la repetición del baile.
Después del matrimonio, mi esposa y yo nos sentimos muy contentos. No sólo por
la declaración oficial de nuestra unión. Yo constataba con mucha alegría que era
integrado a la muy preciosa parentela de mi esposa. Se trataba del conjunto de
familias Paravicini, Bebié, Irniger y Siegrist. Todos los miembros de esas
familias eran personas de cultura profunda, muy cultivada; y a la vez tenían
expresiones de gente simple que conmigo se comportaban como si me conocieran
desde siempre. Sus afectos hacia nosotros dos brillaban cada vez que nos
encontrábamos; tanto por parte de las personas de más edad, como entre sus hijos
que tenían más o menos nuestra edad.
Aquí termino este primer volumen; teniendo la intención de escribir más tarde,
un segundo volumen que incluya lo siguiente: a) La copia de una exposición
sumaria que mi esposa hará sobre la vida de sus ancestros, sus padres, y su
propia vida en su familia paternal. b) Los nacimientos, y los progresos durante
sus instrucciones, de nuestros hijos; así como de sus felices desarrollos. c)
Los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial que se relacionan con lo
nuestro. d) Nuestra emigración a Sudamérica y nuestro retorno a Europa. e) Los
acontecimientos en general, de la historia de nuestra familia hasta el día de
hoy.
Polygyros, Diciembre de 1977, Dimitri Polyméris.
Epílogo -de Andrés Polyméris, Concepción, 1998
Para los Polyméris, gente de muchos-lugares, tribu de nómades, las historias
ancestrales no son sólo eso, sino también una de las pocas referencias
orientadoras. En particular si, como en estas Memorias, reflejan, y son el
reflejo de una relación padre-hijo. El andar de los Polyméris reitera lugares,
reproduce rasgos y situaciones, revaloriza herencias; pero la única verdadera
ilación es la de nuestras relaciones humanas; y entre estas, no cabe duda, la
de padre-hijo, desde el primer Polyméris que conocemos, ha sido contundente.
Es por eso que mi padre, Dimitri Polyméris, tradujo sus memorias al francés:
para que las pudiéramos leer nosotros, sus tres hijos, Alex, Andrés y Juan, que
en nuestro nomadismo familiar, en los años setenta ya nos habíamos alejado mucho
de Grecia y parábamos en Suiza. Es por lo mismo, que, veinte años después, yo
necesité volver a traducir sus Memorias: para que ustedes, mis dos hijos Camilo
y Aldir, que habiendo crecido en Chile dejaron atrás el Viejo Mundo, las usen en
sus nuevas migraciones.
Con sus Memorias, mi padre rinde homenaje al suyo. Con mi traducción, yo quiero
recordar al mío. Para que ustedes dos, que no lo conocieron, lo tengan aún más
presente; pero tal vez también, porque en este momento, en que nuestros ciclos
nuevamente divergen, algo me lleva a mirar hacia atrás y buscar en el recuerdo
de mi padre respuestas a las preguntas de ahora. Respuestas diferentes. Porque
estamos alejados de esos lugares y tiempos, habrá que aventurar una vez más una
delicada traducción.
Traté de traducir sus escritos lo más fielmente posible. Me gusta su estilo
directo, su hablar sin sofisticaciones que podrían pulverizar los eventos, su
renuncia a sentimentalismos que podrían traicionar la complicidad que el
escritor -y con él, también el lector- establece con la historia. Recordé al
ameno contador de cuentos que era mi padre. Pero recordé y viajé también por
tantos otros lugares y tiempos que las Memorias no alcanzan.
Me adentré en ellas mismas y concluí que Triandáfilos no fue hijo de sus padres;
sino de su hermana María y un maestro de escuela -probablemente un padre, pero
de los que miran hacia los cielos- que luego regresa a Atenas. Llegué incluso a
simpatizar con ese antepasado que para salvar la cara, la perdió; que sólo le
dejó a mi abuelo el apellido que él luego tanto atesoró; a pesar de que sus
hermanos -que eran sus tíos- lo molestaban por eso; y que su padre, Dimitri -
que era su abuelo-, recién aceptara su apellido poco antes de su muerte. Mi
prima Lena Abadzi Polyméris no me cree. Entiende que Dafné perfectamente puede
haber tenido un conchito después de los cincuenta: porque es una facultad que
sus nietas parecen haber heredado; y porque su Dimitri, a pesar de ser ya
bastante viejo, seguía siendo muy juvenil. Yo, en cambio, después de ver que
aquí en Chile es frecuente el que la abuela suplante a la madre soltera, pienso
que con la muerte de María, es normal que la versión relatada en las Memorias
haya pasado a ser definitivamente la oficial; pero sólo eso.
Diferentes perspectivas: diferentes formas de leer, de encariñarse con, de
traducir estas historias. No importa. Porque: ¿qué importa si el primer
Polyméris de esta historia fue Dimitri? O si lo fue ese que yo llamo Odíseo;
para recordar al segundo hijito de Triandáfilos, mi tío muerto de guagua; pero
también porque -a más tardar, desde que Homero nos contó cómo Odíseo engaño al
Cíclope desgritando su propio nombre- este nombre está etimológicamente
emparentado con Nadie, con el yo no fui. No importa, porque no hay primer
Polyméris; porque Polyméris es una historia de este mundo, llena de puntos de
encuentro y líneas de fuga que no cabe más que reivindicar, como lo hace mi papá
en tantos otros momentos de sus Memorias.
Lo que a mi sí me importa, es que de una determinada relación padre-hijo surja
tal o tal otra traducción. Traducción de memorias, remembranzas de relaciones.
Nadie conoce la ilación Odíseo-Triandáfilos. Todos conocemos la intensa comunión
Triandáfilos-Dimitri que inspiró estas Memorias. Ustedes, Camilo y Aldir,
conocen nuestros encuentros y desencuentros. Falta, por lo tanto, que les cuente
de la relación Dimitri-Andrés; y como es la regla, desde la perspectiva del
hijo.
A Dimitri, todos sus amigos lo recuerdan con profundo cariño; y sus opositores,
con mucho respeto. Aquí en Chile me encontré varias veces con hoy ancianos que
al saber que yo era hijo suyo, se derritieron en alabanzas que rememoraban al
tan bueno y tan capaz Dimitri que conocieron entre 1948 y 1962. Pero de aquella
época también recuerdo que él mismo no soportaba ver, que en sus fotos de carné
se revelara esa mirada que tanto asustaba a muchos; entre ellos a nosotros, sus
hijos. Fue un hombre que casi sólo tenía virtudes, pero de una rectitud social
que con sus hijos fácilmente podía transformarse en cólera; así como la
naturaleza afable que le conocieron sus amigos, podía, pero sólo cuando alguno
de nosotros se encontraba enfermo, manifestarse casi con ternura.
Quiso enseñarme griego -fue en 1951, yo ya tenía 5 años-, pero él ya no tenía la
paciencia y yo ya no tenía interés: sólo aprendí astodialo -vete al diablo- y
kalinijta -buenas noches. Sin embargo siempre se preocupó de nuestro bienestar;
él nos compraba los zapatos, la ropa, traía la comida; nunca dejó de llevarnos
e ir a buscarnos en su camioneta al colegio. Pero los viajes eran mudos. En la
casa nos esperaba mi madre; quién no cambiaba las cosas -ella sí lo entendía, y
tal vez por eso siempre lo apoyaba en todo. Durante el almuerzo había que
callar. Luego también; porque prendía la radio para seguir los acontecimientos
mundiales que a él le presagiaban más guerras. Se recomenzaba a respirar cuando
él volvía al trabajo y el resto nos relajábamos.
Era enigmático para mi. Sólo se apoyaba en su mujer. Solamente una vez buscó
nuestra ayuda: nos habló y nos pidió que renunciáramos a la anual semana de
vacaciones de esquí; porque no había plata. A él lo entristecía, tener que
quitarnos esa diversión. Probablemente no entendió que yo me sentiera feliz de
poder cooperar en un momento tan importante. Por lo demás, para saber algo de
él, había que esperar el momento de las visitas de amigos; entonces se relajaba
y frecuentemente contaba historias que ustedes ahora también conocen. O aquellas
otras, de la Segunda Guerra Mundial. Una en que dinamitaba puentes con al menos
dieciséis veces tanta dinamita como él, el ingeniero, había requerido; porque su
teniente, para no correr riesgos, había doblado el pedido, y lo mismo había
hecho luego el capitán, y luego el coronel .... O aquella que lo hace aparecer
durmiendo en una cueva, para guarecerse del frió de las montañas, hasta que en
la noche alcanza a ver -antes de salir disparado- como se descuelgan del techo
una especie de calcetines que luego resultaban ser culebras que buscaban su
calor ... O de cuando tuvo que huir en bote, cruzar gran parte del Mar Egéo
alimentándose de puras aceitunas, que era una de las cosas de la Grecia
tradicional que él detestaba ... Pero justo cuando los cuentos se ponían más
coloridos, cuando los adultos comenzaban a reirse maliciosamente, nos mandaba,
irrevocablemente, a la cama.
Parece que yo también fui enigmático para él; o al menos raro: No comprendía
que yo pudiera ser tan volado, tan sentimentaloide y a la vez, tan testarudo.
Pero igual me aceptaba con cierto orgullo; debido a mi buena reputación, gracias
al colegio y a las opiniones de otros adultos -o al menos eso era lo que yo
pensaba. Con él nunca pude atinar: Pasé a evitar la relación directa; sublimé a
mi padre.
Después, la distancia consolida: En 1962 mis padres, nostálgicos, retornan a
Suiza y luego a Grecia. Entonces me independizo definitivamente. En 1963 no
puedo dejar de ir a reunirme con ellos a Suiza. Pero ellos siguen a Grecia, y yo
me quedo cerca de mi hermano Alex que ya hace años vive en Zürich. Mi padre está
lejos, ocupado, rehaciendo su vida profesional. Sólo nos visitamos muy de vez en
cuando. La verdad es que yo muchas veces preferí pasar mis vacaciones de verano
con mi colegas universitarios, en una España que me recordaba Chile.
Sé, eso si, siempre, que él se preocupa; que igual me apoya aunque no me
entienda. Sé que aprecia mis logros, que acepta de buena gana mis
esparcimientos, que se desespera con mis excentricidades. Nunca dejó de ser mi
padre. Y sé que cuando viejo quiso reencontrarse conmigo; que afloraron
ternuras; pero que ya inevitablemente se consumían en nuestras disputas socio-
políticas. En 1980 me doy cuenta que se está muriendo de cáncer. Lo voy a
visitar, pero es demasiado tarde: no puedo con su severidad y mal talante; él no
puede con mi romanticismo, mis desterritorializadas líneas de fuga.
Hay una época que no recuerdo; la de mis tres primeros años: Sé que entonces la
Guerra Civil Griega nos aconseja emigrar a Suiza; y que luego la inhospitalidad
suiza nos catapulta a Chile -mi madre había sido desnacionalizada por haberse
casado con mi padre; y la Segunda Guerra Mundial había horadado el charme de su
burguesa familia. Hay que atreverse a atravesar el océano, con dos hijos chicos,
sin seguridad ni aquí ni allá. Así es como mis primeras migraciones se detienen
en 1948, en un recóndito Santiago de Chile. Luego viene ese período de Avenida
Pedro de Valdivia, esquina Irrarrázabal, que es lo primero que recuerdo bien,
con todo cariño por los que lo poblaron, y por el dicharachero niño que me
gustó ser. Pero período, en que mi padre está ausente, atinando para nuestra
sobrevivencia; en que casi sólo lo recuerdo cuando, ya de noche, desesperado,
salía a buscarme a mi mundo-vecindario y aterrizaba mis fugas con manos que
parecen ruedas; según una de mis amiguitas, en casa de cuya madre solía
refugiarme. Fue la época que más debe haber lastimado nuestra relación. A
partir de entonces sólo supimos sublimarla.
Porque pareciera que luego nuestra comunicación se desarrolla bajo el signo del
antagonismo, sólo negativamente. Pero no es tan simple. Mi hermano Alex opina
que soy yo el hijo que más se parece a Dimitri. ¿Será? Físicamente, sí. Por lo
fumador, también. Incluso, tal vez, en lo severo. Ustedes dirán. El era más
gracioso. Pero yo al menos con un par de copas me relajo y comienzo a
relativizar mi moralidad; estimulado, caigo en la cháchara y en la afectividad.
El apenas se permitía tomar un Pisco Sour con las visitas que llegaban; y desde
chico fui yo quién se los preparaba con mucho entusiasmo. ¿Será que seguía
esperando que algún día, embriagado, me demostrara su afecto?
Porque en todo caso siempre lo tuve muy presente, a pesar de las distancias, a
pesar de que yo mismo no lo supiera ni ya lo buscara. Era una figura distante
pero omnipresente. La distancia imposibilitaba aterrizarlo, para así tal vez
atrapar y suavizar su imagen -foto que le tomaba, irremediablemente se revelaba
dura. No quedaba más que el camino inverso: salir al mundo a buscarlo.
Enfrentarlo a él, al mundo enigmático, con toda su severidad, aperado con el ya
absurdo convencimiento de que en los libros, en el reconocimiento social y en el
hacerse hombre, detrás de todo eso, aparecería su afecto. Fue en esa, después
de mucho buscar y ya recorriendo el camino de vuelta, que, luego de su muerte,
inesperadamente me encuentro con sus Memorias y con él otra vez.
Pero parece que la primera vez que leí sus Memorias sólo me deleité con las
imágenes: por fin tenía fotografías autorizadas de esos tiempos y personajes,
hasta entonces tan escurridizos; incluido su autoretrato. ¡Qué calma y
bienestar! Casi logré olvidarlo -sí, los supersticiosos tienen razón, es la
territorialización de la historia, aunque sea en papel, como foto o escrito, la
que permite olvidar. Pero como ustedes bien saben, Camilo y Aldir, cuando en
1988, ahora nosotros le damos la espalda a Suiza y afrentamos un nuevo retorno
a Chile, nuevas desterritorializaciones, nuevos nomadismos, nuevos desafíos,
sensibilizado yo por el encanto de nuestra relación padre-hijos, me revivieron a
mi padre enigmático y me replantearon toda su problemática.
Será por eso que sólo en esta segunda lectura se me aparece el errante Odíseo;
aquel que para no dejarse agarrar por el primitivo Cíclope, a diferencia de lo
que sucede en la historia de Homero, en la nuestra oculta su nombre pero echa a
correr un apellido que, a pesar de su modernidad y empuje, en su etimología aún
arrastra su primitivo origen cíclico. Será por eso que esta segunda vez
entiendo que, nuevamente a diferencia de lo que relata Homero, el que llega a
Itaca, a reunirse con Penélope y establecer los nuevos valores que nos gusta
asociar a nuestro apellido, no es Odíseo, sino Triandáfilos: que es él quién, de
la mano de Dafné y con sus treinta pétalos, construye, ladrillo a ladrillo, el
Itaca que aún nos mueve y conmueve. Que ese Itaca es la isla principal de las
Memorias de Dimitri. Itaca, hoy en ruinas, pero que aún despliega esa
voluntariosa chimenea de ladrillos que mi prima Lena desea transformar en
monumento.
Pero en esta segunda lectura conozco también por fin el drama del Dimitri hijo,
cuyo padre es tan lúcido, que sólo tiene virtudes, que le indica el camino
sensato, pero que sin embargo se va joven. Leo que Dimitri deserta. Porque no es
a él, al ejemplar Triandáfilos Polyméris que tanto los sedujo en aquella última
conversa nocturna, a quién luego Dimitri y Carmen siguen en sus nomadismos.
¿Revivieron sus genes nómades? ¿O ganó presencia el legendario tío Alecos, que
ya mucho antes había estudiado ingeniería y se había casado con otra hija de
buena familia en el extranjero? ¿Fue el fascinante pero inestable Alecos quién
llevó a mis padres al Chile que en algún momento lo sedujo? Alex: ¿qué piensas
tú, que heredaste su nombre? Juan: ¿qué piensas tú, que fuiste a nacer al Chile
migrante? ¿Y tú, Lena, Helena anterior a Homero, que no quieres reconocer a
Odíseo, y que sin embargo también te has enredado en sus ciclos?
Ciclos cíclopes; no círculos centrados. De retroalimentación dinámica; no de
identidades. De relativas estabilizaciones, sí, en algunos lugares recurrentes:
Chile, Suiza, Salónica. Gracias a mares que los separan, a ríos Strymon que
siempre cuesta alcanzar; líneas de fuego que a veces el destino te ayuda a
cruzar, y que otras veces te rechazan; que amplificando pequeños atrasos te
desestabilizan, catapultándote a otros ciclos de largas divergencias. Distancias
en que sin embargo igual se presiente el testarudo reencuentro. Porque también
eso fueron las Memorias para mí: encuentro con el padre que siempre presentí, a
pesar de las divergencias. Con aquel que si lo hubiera conocido de niño, podría
haber sido tan amigo: por sus ganas de encaramarse a las chimeneas; por cuánto
admiraba los caballos de batalla; porque fue choro y pícaro. Encuentro pero
también con aquel Dimitri adulto que lamentablemente poco conocí: aquel que se
regocija con lo humano, que se deleita con las transgresiones, que no tiene
reparo en jugar con su historia, que se deleita confundiendo al lector para
poder luego entregarle el desenlace de forma más sabrosa -que prefiere el sabor
novelesco al protagonismo de sus héroes.
El, que nunca supo demostrarnos la pícara ternura que en sus Memorias le
inspiran los niños en situaciones extremas; que cuidó para que precisamente no
se revancharan esas desventuras con nosotros; preocupación que es la única que
en sus Memorias lo lleva a teoretizar -repitiendo dos veces la única y misma
verdad; como para que ni a él le surjan dudas-; él, en sus emociones, igual era
diferente. De las batallas, quiso quedarse sólo con el amor por los caballos.
Repílogo -de Camilo Polyméris, Berna, 19.11.98
Querido Dimitri,
hoy es el día más helado de esta helada estación, pero, no es el frío lo que
siento, el frío. Mucho recorre mi mente, que descansa de de de los pensamientos
lógicos, vacíos, que la cargan. Pasa por mi mente la seguridad de que me parezco
otra vez más al Andrés, y la lástima de no conocerte nunca.
El año pasado leí dos veces tus memorias, para descubrir una historia de la que
me siento personaje sin sentirlo. Pero, al menos, sé hoy porqué no las
terminaste, porque no tienen fin, se siguen escribiendo en una hoja de una sola
cara. Se fin-sin repite-se.
Camilo.
Fotografías:
Portada: Ladrillo producido en la fábrica de T.D. Polyméris, Serres. Página 31:
Chimenea de la fábrica de ladrillos (que aún sobrevive). Página 54: El autor,
Dimitri Polyméris, a la edad de unos 16 años.
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