Numéro consacré au Brésil || El veraneo

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Presses Universitaires du Mirail

El veraneoAuthor(s): Helena ARAÚJOSource: Cahiers du monde hispanique et luso-brésilien, No. 30, Numéro consacré au Brésil(1978), pp. 141-148Published by: Presses Universitaires du MirailStable URL: http://www.jstor.org/stable/40852373 .

Accessed: 12/06/2014 21:23

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Helena ARAÚJO

El veraneo

Hoy, leyendo la traducción del Vate, al fin publicada después de tantos años, evocas de pronto a Fuzán y al Arpista, lamentas no haberlos vuelto a ver, te preguntas si lo de Paipa sería en la misma época en que todos cuatro fundaron la Cofradía después de pasar los exámenes de post-grado. Lo que sí recuerdas, Enrique, es que en ese entonces te vino por primera vez lo que el médico llamaba fatiga nerviosa (por exceso de estudio) y los cofrades, burlándose, llamaban bruma, niebla, nebeln, decía el Vate. Ese mismo año, el Arpista se la había pasado quejándose de la tos, seguramente por la fumadera y por el encierro, fuera de que se había vuelto obsesivo hasta en la música, andaba practicando a toda hora el andantino de un concierto que le gustaba, inclusive llegaba a levantarse por las noches, repetir y repetir la misma nota hasta equivocarse otra vez. Bueno, seguramente el arpista acabó consultando al mismo médico tuyo y éste acabó convenciéndolo de las múltiples virtudes del agua sulfurosa, tal como te había convencido a ti. De lo contrario no hubieran inventado el veraneo aquel. Ni hubieran encargado a Fuzán y al Vate de buscar un lugar cercano a pozos termales, ¿verdad? Dicho y hecho. Después de varías infructuosas gestiones se habían decidido por une hacienda vecina a Paipa, donde supuestamente había pernoctado Bolívar cien años antes de que un grupo de señoras piadosas y encopetadas decidieran fundar allí un centro de retiros espirituales con el edificante nombre de « Hogar de la Caridad ». Por algunas sema- nas, milagro, aquello estaba vacio ! Fuzán había hecho la diligencia, el arriendo resultaba más que accesible, se trataba de una casona

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de construcción colonial, remendada y refaccionada, situada junto a los pozos, al final de un camino de hurapanes. La rodeaban pantanos, cerros enmalezados, y a lo lejos, casi perdiéndose entre nubarrones, la ondulación oscura de la cordillera.

Lo que no puedes precisar, Enrique, es cuánto tiempo duró esa estadía con los cofrades, iniciada en un viaje tan incómodo, pues por puro capricho el Arpista se negó a llevar su precioso instrumento amarrado al techo de la camioneta, exigiéndote en cambio que lo sostuvieras atrás, reclinado sobre almohadones, sí, un peso que te oprimía el estómago y te mantenía una pierna dormida. Por eso ni pudiste bajarte en el puente de Boyacá, donde Fuzán tam- poco quiso detenerse, seguramente por culpa de ese pedestal como un cubilete donde Bolívar parecía haciendo equilibrio, en fin, a Fuzán lo sacaban de quicio las iniciativas del arte oficial, fuera de que no le gustaba manejar por tanta curva y tanto precipicio, y el Vate no podía colaborar sino a trechos por la miopía y El Arpista tosía mucho y a Fuzán lo enervaban esos camiones que pasaban pitando como trombas, fuera de que tú te quejabas todo el tiempo del peso del bulto, recuerdas? En la ventanilla siempre un cielo paramuno, sementeras o monte enzar- zado. Solamente al arrancar de Paipa, cuando principió a sacu- dirse la camioneta, vinieron esas nubes cardadas, la carretera cor- tando una esplanada de tierras color achiote a medida que se iba agotando el pavimento asfaltado y el arpa principiaba a re- mecerse con violencia. Sólo entonces, sí, el panorama reverdecía. La camioneta se había metido entre dos hileras de hurapanes, la polvareda blanqueaba sus troncos delgados tras un potrero de más en más pantanoso cuando avanzaban hacia esa portada de piedra donde decía en letras góticas « Hogar de la Caridad ».

- Un crimen, - denunciaba Fuzán, mordiendo la pipa y arru- gando la cara, al descubrir en cada arquería y en cada pilastra, los alrevesados remiendos de la casona. Dos salones habían pasado a refectorio y capilla, mientras las alcobas eran parceladas, sacri- ficando marquesinas o artesonados para lograr mayor número de celdas. - Esos bárbaros solamente respetaron el solar, - insistía Fuzán, recorriendo a grandes pasos la terraza parapetada, sombreada por un eucaliptu. El solar, sí, una especie de hexágono en lajas de piedra, al fondo una puerta gorgo jeada que daba a la cocina y detrás un huerto a donde fue a parar Fuzán finalmente, para verificar las dimensiones originales de la edificación. En- tonces fue que descubrió, escandalizado, cómo habían amontonado allí las antiguas celosías del recibo, reemplazándolas por horribles rejas prefabricadas. Sí, sí, luego de esa primera inspección ocular,

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Fuzán anunció solemnemente que la casona todavía tenía dos tramos, abajo las bodegas y las caballerizas, arriba el refectorio, la capilla y une serie de celdas que daban sobre el solar, allí donde al Arpista le dio por instalarse.

¿Recuerdas, Enrique? Por culpa de unas escaleras demasiado empinadas para subir el arpa, optaron por improvisar una especie de grúa a base de mantas y lazos. El mismo Fuzán dirigía la operación, improvisando técnicas y teoremas con ayuda de dibujos rápidamente trazados en su carnet de bolsillo. Bueno, se les fue casi toda la tarde en medir distancias y anudar cordeles, el arpista señalaba nerviosamente los puntos de apoyo, al Vate se le escurrían cada nada las gafas, a ti, Enrique, se te descarnó una uña y se te machacaron los dedos antes de que el bulto estuviera al fin amar- rado y listo y se iniciara el milagroso proceso de la levitación. Lenta, temblorosamente, Fuzán tiraba las cuerdas desde el solar, encor- vado sobre el parapeto, su rostro de buda flaco contraído en una mueca, mientras ustedes, abajo, soltaban la momia como quien suelta un globo y Fuzán empezaba a jalar y a jadear acezando, mordiéndose los labios, espelucándose y poniéndose colorado cuando tiraba y la momia ascendía estremeciéndose, girando, lade- ándose y finalmente aterrizando y maldiciendo mientras el Arpista se precipitaba escaleras arriba, frenético y jorobado, llegando ape- nas a tiempo de enderezarla, nivelarla, desnudar esas formas dora- das que aquel día contemplaron los cuatro por primera vez en el sol.

Sí, delante del refectorio quedaría el arpa. Lugar muy apro- piado gracias al aire salobre de los pozos vecinos. Sobre todo que el Arpista se negaba a bañarse (nunca lo convencieron) antes de practicar al menos cien veces ese andantino que repetía y repetía, fatalmente contagiado de las manías perfeccionistas del Vate, ya por aquel entonces en pleno furor de traducciones poéticas (ver- sión tras versión desbordando la papelera), con Fuzán sentado junto, trazando cada media hora un nuevo plano para la casona, mientras tú Enrique, te marchabas a dormir, o a descansar de tantas vueltas, tantos paseos sin rumbo, entradas y salidas de ese comedor tan desapacible, techos altos y paredes encaladas, con litografías venecianas (Canaletto, Guardi, Longhi) que Fuzán des- preciaba tanto como esa charrísima mesa de caoba donde el Vate deletreaba los memorables versos de Hesse.

Sí, recuerda, el Vate leyendo y releyendo, « seltzam im nebeln zu wandern », voz cavernosa, labiales y palatales como en chas- quido. Después, con solemne guturalidad, « c'est étrange de mar- cher dans le brouillard », lo cual equivalía a « extraño vagar

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en la niebla », siendo que el Vate enunciaba primero en alemán, aunque estuviera traduciendo a Hesse del francés y aunque olvi- dara pronunciar la ch como j y la s como ch, salpicando tanta saliva en « einsam ist jeder busch und stein », que debía quitarse las gafas y frotarlas y calárselas de nuevo y decir con voz más fuerte solitarias-piedras, solitarios árboles, golpeando el aire con el lápiz como una batuta, pero sin zafar la mirada del libro porque ni siquiera se fijaba en el cielo rasgado de aquellas mañanas, los pastizales despeinados por una brisa que también agitaba las hojas del eucaliptu, produciendo ruidos secos y quebradizos, o mezclando ese aroma agridulce de las hojas marchitas a los eflu- vios que llegaban del pantano hasta el solar donde el Arpista se desgastaba practicando el andantino y el Vate se agotaba tradu- ciendo los versos de Hesse, leyendo y releyendo « lebens ist ein- samsein », traduciendo « la vie est solitaire », preguntando esa misma mañana si quedaría bien decir la vida es solitaria, y en- tonces tú, Enrique, tú habías respondido vida y soledad se con- funden, sí, lo habías respondido sin fijarte siquiera en lo que decías, ni en esa mirada del Vate luego, cuando ya te despedías y salías hacia el pozo, todavía temprano, a más o menos la hora de siempre, con ese caminado fatigoso, desalentado, azogado por los setenta kilos de aquella época más el peso de unos libros que llevabas bajo el brazo, cual si realmente fueras a buscar un buen sitio para leer. Sin embargo, sabías muy bien que no tenías rumbo fijo. Como de costumbre, andarías, vagarías un par de horas arrastrando los pies y buscando sombra y acabarías casi segura- mente delante de la alambrada que debías levantar con tanto es- fuerzo para pasar a ese potrero donde había unas ovejas balando estridentemente, con la lana motuda y los rabos untados de esa caca rilosa que ya se mezclaba al pastizal empantanado, salpicado de ojos de agua de un color purulento que también te obligaba a contener la respiración. Pero acuérdate, Enrique, el malestar te principiaba de veras cuando ibas añadiéndote a la turba de campe- sinos que se acercaba al pozo. Avanzaban en grupo, lentamente, rostros y labios chiteados por la ventizca, ojos chiquitos, llorosos de tanta luz, luego el sofoco de los sombreros, los pañolones, las ruanas, los brazos cargados de canastos y talegos y las manos curtidas con uñas comidas por la tierra, sí, esos dedos romos agi- tándose para enfatizar interjecciones seguidas de risotadas como rebuznos o relinchos, dentaduras desportilladas, entreveradas de oros, labios saliveando en espera del fiambre cocinado a la orilla misma del pozo. Sí, comían papas y huevos salados, los enjuagaban con cerveza traída en cajones, por eso el ruidajo de tiestos irritaba

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tanto a Fuzán, ya enervado como estaba por los pitazos de los buses y esa algarabía que le impedía concentrarse en los vapores que brotaban del agua sulfurosa y que Fuzán inhalaba religiosa- mente para curarse una sinusitis, el rostro hermético, la cabeza inclinándose cada tantos minutos en una especie de reverencia que le dejaba los ojos llorosos hasta que estornudaba otra vez y resoplaba y declaraba sentirse al fin aliviado, supuestamente justificando la venida, el haber salido de la casa tan temprano y en traje de baño. Sí, en esas mañanas, Fuzán solía atravesar el solar a trote y coger por la carretera principal, donde buses y camiones pitaban o disminuían la marcha al verlo así de carrera, con apenas un taparrabo y una toalla en la mano y trotando y tú, Enrique, siguiéndolo a media cuadra, el paso vacilante y los ojos entrecerrados por el sol, azogado y avanzando trabajosamente y mirando hacia los lados como si no fueras a encontrar la tranquera de la cerca. Finalmente, los balidos de las ovejas del potrero de junto te molestaban tanto que preferías desviar, coger por el otro lado de la carretera, aunque te tocara enfrentarte al tráfico, a los camiones, finalmente al naranja chillón de las tapias que rodeaban la pileta municipal. Ahí los buses llegaban con estrépito de cláxones y exostos, parecían monstruos bufando y piafando en la polvareda, antes de frenar, detenerse y arrojar por los flancos esa turba gar- ladora y mugrienta. Ahí estaban los campesinos, enruanados y sudorosos, empujándose a la salida, luego parados en medio de la plazoleta, bostezando o mirándolo todo con abulia, antes de coger turno en la taquilla de la pileta.

- Es horrible, - decía Fuzán, - es horrible el color de ese muro.

Mirando acusadoramente la pared anaranjada que protegía la pileta, se secaba el sudor con la toalla antes de volverse y tomar el desecho campo adentro, por un pastizal que se sentía más em- pantanado a medida que avanzaba contigo, Enrique, ambos apu- rándose, anticipándose a esa primera visión del pozo, súbitamente ante ustedes, redondo y espeso y humeante como un platado de sopa servido en medio de la meseta. Ya más cerca, se veían los cráteres exhalando burbuja, luego esas zonas donde el agua se estancaba y se hacía más viscosa, la hierba convertida en algas que los campesinos hurgaban para untarse y supuestamente ali- viarse de reumatismo. En el momento del baño, las mujeres se echaban casi siempre de primeras. Se bajaban la pollera o la dejaban sobre el pasto antes de aproximares al pozo, todas erizadas y con los brazos cruzados por el frío o tal vez la vergüenza de llevar esos chingues chirosos y remendados que se les inflaban

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como sombrillas al entrar al agua. Sin embargo, una vez adentro, parecían alegrarse, excitarse, se consumían y se salpicaban chillando y jugueteando y gritando Virgen Santísima y blanqueando los ojos sin lograr con todo y eso que Fuzán volviera la cara, absorto como estaba sacando barro del cuenco de una piedra, para embadurnarse brazos y piernas y vientre con esa greda negruzca y después que- darse parado en la orilla, crucificado en el aire, la cara una máscara, el cabello apelmazado y los ojos cerrados por el brillo del sol.

Ahí, sí, estaba Fuzán exhibiéndose, asoleándose de pie, abso- lutamente inmóvil y ojicerrado, hasta que el viento le iba sacando esa especie de betún que se le iba chiteando hasta formar costras sobre la piel y descascararse como ceniza casi cuando le llegaba la hora de meterse al agua, lenta, solemnemente, como una encar- nación legendaria de un eldorado-encenizado, Fuzán avanzando y entrando al pozo y hundiéndose y consumiendo hasta la cabeza y majestuosamente flotando sobre dos piedras enormes y porosas donde el agua surtía casi a borbollones. Sí, Fuzán se quedaba ahí bocarriba y se aguantaba el hervor a pesar de que toda esa gen- te lo mirara como si realmente se le fuera a ampollar la espalda, al fin se ponía inquieto y pataleaba y hacía muecas y le transpiraba la frente y cerraba los ojos y aguantaba calor sin poner atención a lo que le decías tú, Enrique, mientras lo vigilabas desde la orilla, advirtiéndole, gritándole que se iba a desollar vivo, que se iba a quemar, que se iba a enfermar, pero en realidad eras tú quien te ibas a enfermar así sin sombrero y ni un árbol para escampar ese sol que ya te bullía en las orejas y te lavaba en sudor. De verdad, tú eras el primero en darte por vencido, despedirte y devolverte con tanto afán que ni sabías cómo atravesar el pantano y el potrero, cuándo pasar la cerca y doblar y desviar en busca de un cobertizo. Por fortuna, al otro lado de la carretera habla ese corte hecho por un bull-dozer, allí donde el declive mordía el asfalto dejando en la base una zona erosionada y sombreada, casi una gruta. Las lluvias, al rodar hacia abajo, habían formado aden- tro pirámides, estalactitas, vagas figuras liliputenses, perfiles si- nuosos, cogullas y mitras en una suerte de procesión misteriosa. Tú, Enrique, no te cansabas de mirarlas. Cada día te parecían diferentes. Te repetías que seguramente el próximo aguacero las lavaría y el próximo sol las calcinaría, inventando todavía otras formas atormentadas y delirantes.

Aquella mañana, precisamente, se te ocurría que esa ladera carcomida por la luz y la lluvia, simbolizaba tiempos lejanos, ajenos, rezagos de una memoria que se perdía. Sin saber porqué, la relacionabas con las horas de ocio y vagabundeo en que te

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era tan difícil diferenciar las sensaciones de los recuerdos. En- tonces propósitos, intenciones, renuncias, parecían entremezclarse, fundiéndose unos en otros como los estoraques de aquel montí- culo. Al mirarlos, te atemorizabas sin saber bien porqué, se te parecían de pronto a terrores sin nombre, conjuros silenciados por ese viento que solía sacudir los zarzales con un crujido como de fuego ardiendo. Al sentirlo, te sobresaltabas, te ponías de pie bruscamente, te marchabas y te alejabas a paso corto, apurando a pesar del sol y de la fatiga. Avanzabas con afán, te parecía que el viento soplaba colérico, los nubarrones huyendo hacia el cerro y tú sin atreverte a mirar ese cielo tan brillante y tan liso cuando emprendías el regreso por entre la sombra móvil de los hura- panes. Lavado en sudor, jadeando casi, llegabas finalmente a la portada aquella con el letrero, junto a la escalinata de piedra que daba al solar donde infaliblemente estaba Fuzán esperándote, con el Vate y el Arpista.

Era la hora del almuerzo. Se trataba entonces de comer abun- dante, consumir ese fiambre traído de una pensión vecina, atra- gantarse a grandes bocados juagados con cerveza, engullidos ávi- damente, como encontrando al fin una razón para saciar esa ape- tencia, esa necesidad de inventarle a la mañana una espera diferente de la dosis de sedantes del medio día. ¿ Recuerdas, Enrique ? Dos pastillas tragadas con un tazón de café tinto, que sin embargo no alcanzaba a aliviarte la flojera, la lentitud con que luego mar- chabas hacia tu pieza. Allí estaría el catre esperándote, bajo un tragaluz que filtraba la resolana. Al entrar, apenas se podía distin- guir la mesa de noche con el candelero, y una cortinilla tan deste- ñida como la misma sobrecama que retirarías antes de tenderte al fin, suspirando y cerrando los ojos con esa sensación de desa- pego y ese inconfesable temor de dejarte vencer por el sueño. Las siestas eran un tormento más. Una vez cerrados los ojos, debías atreverte a recorrer ese tramo de sustos y vacíos, suerte de fuga iniciada en un lento descenso por entre un socavón que parecía alargarse a medida que avanzabas hacia abajo, siempre hacia abajo, resbalándote, deslizándote casi por lo cenagoso del suelo, el barro te salpicaba y el hedor te llegaba a las narices a medida que se te prendía a los tobillos y se te filtraba por entre los dedos de los pies, así grumoso, riloso, tibio, de manera que seguías hundiéndote aunque te debatieras desesperadamente, los brazos como aspas y cerrando los puños y sofocando casi a medida que esas voces se hacían más sonoras y próximas y sabías que pronto verías esos rostros y entonces tendrías que escapar, huir, salir, salirte afuera embistiendo la luz como un toro enceguecido, aton-

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tado y vacilando y dando traspiés hasta el baño, al fin agua, baldosín frío, grifos abiertos, agua, manotadas de agua en la cara.

Sólo ahí despertabas en realidad, Enrique, ahí, tratando de borrar el sabor amargo de los sedantes con el dentífrico. Después de algunos buches y todavía otro poco de agua fría, podías recono- cer finalmente en el espejo tu propio rostro abotagado, la mirada sin brillo, un indicio de papada donde la barbera te había ras- pado por la mañana, ese rasguño como un cordoncillo de sangre seca, y enseguida te venía la urgencia de acabar con la abotonadura de la camisa o la amarrada de los zapatos y pasarte el peine antes de irte al solar. ¿Recuerdas? El aire más pálido de tal vez las cinco de la tarde, ahora tamizado por esa primera niebla que comenzaba a caer sobre los pastizales, la sombra del eucaliptu mezclándose a las manchas de liquen sobre las piedras. Sí, esa luz nublada era premonición de horas borrosas, horas sin nitidez y sin contorno, tú presintiéndolas, temiéndolas, tú anticipándote a esa tensión, a ese apretamiento adentro, allí donde el sedante no había podido amortiguar las arremetidas de la ansiedad, el desesperado esfuerzo de sacar algo en claro, de saber algo en claro, de ver algo en claro mientras pensabas y andabas y vagabas de un lado a otro del solar, caminando cada vez más rápido, contorneando ese tronco humedecido y ya casi esfumado por la niebla que ahora caía sigilosamente, opacaba el aire convirtiéndolo en vaho, obligándote al fin a desplazarte, sin poder disimular el malestar que te embargaba al entrar al comedor y acercarte a la mesa donde discutían el Vate y Fuzán sobre poesía. ¿Recuerdas? Poesía, la sílaba -ía retintineaba en tu cabeza como un badajillo lejano, campanilleo de nombres y palabras perdidas, algo que habías buscado durante el día, algo que habías rastreado tanteando, perseverando, como si de todos modos lo fueras a hallar más adelante. Sí, quizás al recuperar un recuerdo, o quizás al encontrar un signo, una palabra, quizás una frase de las que el Vate tanto anotaba y tachaba y repetía y después otra vez rasgaba la hoja y la arrojaba lejos sin siquiera reparar en tu presencia, Enrique, tú parado a su lado, tú inclinándote, tú leyendo sobre su hombro esa frase de « cada uno está solo » y repitiendo y repitiendo en voz queda « cada hombre está solo », como tratando de convencerte por fin.

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