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TALLER DE PRODUCCIÓN DE CONTENIDOS Y NARRATIVAS GRÁFICAS – cátedra I
EJEMPLOS DE PERFILES Y SEMBLANZAS (2)
Alberto Laiseca
El maestro que espera junto a la puerta del viento
Los sorias, una novela de mil cuatrocientas páginas, es algo más que una excentricidad en la
literatura latinoamericana contemporánea. Piglia, Fogwill y Aira no dudaron en calificarla de
“extraordinaria”. Ese mismo aire extravagante tienen las apariciones públicas y los talleres de
su autor. Se trata de Alberto Laiseca, un escritor rabiosamente singular para quien la
heterodoxia ha sido una forma de vida y una apuesta literaria.
Por Cristian Vázquez (publicado en la revista Letras Libres, Nº 204, México, diciembre de 2015,
pp. 62-67).
Podemos imaginarlo: en algún punto perdido de la Pampa húmeda, el hombre —un
gigante de casi dos metros de altura y unos mostachos descomunales— saca los ojos de las
páginas de la Odisea y los lleva al cielo estrellado, y siente, una vez más, que el pedazo de
carne que se asa a un metro de él es, además de su cena, una ofrenda para los dioses. El
trabajo en la cosecha es durísimo, pero el hombre está feliz de haber dejado la universidad y
haber ido al campo en busca de su destino. Destino de escritor: el que el argentino Alberto
Laiseca había elegido para sí, el que creyó que tenía que comenzar de aquella manera. Con los
años forjaría una consigna de hierro para todo aquel que quiera dedicarse a escribir: leer más,
escribir más y sobre todo vivir más. Vivió todo lo que pudo. Fue empleado de limpieza,
operario telefónico, corrector en un periódico, narrador de historias en la televisión, maestro
en talleres literarios, actor de cine. Y escritor, claro.
Su obra es vasta y, como él, singular e inclasificable. Cuando uno lo ve, tiene la
impresión de que se halla ante una impostura, que esa mezcla rara de genio alucinado y ogro
bueno tiene que ser una máscara, un personaje. Pero no. Se puede aplicar a su persona la
definición que él da para su estilo, tan propio que se encargó hasta de ponerle nombre:
realismo delirante. “La realidad es delirante. La realidad está muy bien y el delirio está muy
bien, pero por separado no sirven. Si los juntamos, tenemos la verdadera realidad y el
verdadero delirio”, me dice desde el reposo que hoy, a sus 74 años, le exige su salud. Le
pregunto si, pese a todo lo vivido, le queda la sensación de que, según su propia consigna,
hubiera debido vivir más. “Tendría que haber vivido mucho más”, dice. “Mucho me queda de
reproche. Igual algunas cosas hice, por suerte”. Inmediatamente después, de repente, se pone
a tararear una melodía. A que no sé cuál es, me desafía. En efecto, no la sé. “El himno de la
Unión Soviética”, dice y estalla en una carcajada. La realidad es delirante.
Entre las “algunas cosas” que Laiseca sí hizo está Los sorias, una novela mítica de casi
1.400 páginas. La pergeñó desde niño, desechó tres versiones previas, tardó diez años en
escribir la definitiva y dieciséis en conseguir que se la publicasen. Y si lo logró fue, en buena
medida, gracias a que algunos de los escritores más prestigiosos de su generación —Ricardo
Piglia, César Aira, Fogwill— habían leído sus manuscritos y coincidían en calificarla de
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extraordinaria. “Extraordinaria en el sentido más literal de la expresión, una obra increíble”,
me dijo Piglia, que tuvo el privilegio de ir leyendo los borradores a medida que se gestaban.
“Laiseca llegaba con todos los papeles, escribía a mano y tenía copias muy difíciles de una
novela interminable”. Según Piglia, la primera impresión era “la de alguien que está haciendo
un cachivache”. Pero con la lectura todo cambiaba. “Me di cuenta de inmediato de que con
ese libro estaba pasando una cosa muy importante. Asocié a Laiseca con escritores que a mí
me interesan mucho, como Thomas Pynchon o Philip K. Dick”. Cuando por fin se publicó, en
una edición de lujo de 350 ejemplares numerados y firmados por el autor, el propio Piglia se
encargó del prólogo, en el que acuñó un elogio reiterado mil y una veces: “Los sorias es la
mejor novela que se ha escrito en la Argentina desde Los siete locos” (de Roberto Arlt,
publicada en 1929). No es poca cosa.
Los sorias es la obra maestra de Laiseca, el sol en torno al cual orbitan sus otros veinte
libros. Su gran tema es el poder. Y sus derivados: la ambición, las obsesiones, los delirios, las
mentiras, los usos y abusos del poder, la soledad. Cuenta, básicamente, una guerra feroz
entre tres superpotencias: Soria, la Tecnocracia y la Unión Soviética. Ahora, después de
escucharlo tararear su himno, le digo que a él no le caían bien los soviéticos. “Y siguen sin
caerme bien”, apunta. En la novela son los malos. “Pero también Soria —me aclara—. Y hasta
los tecnócratas en un determinado momento. El mal está repartido, m’hijo, no está
concentrado en unos pocos”. En muchas entrevistas, al hablar de su niñez, Laiseca también se
refirió a “la dictadura soviética” de su padre. “Ah, sí”, me dice ahora. “Papá fue el fundador
del PCUS, el Partido Comunista de la Unión Soviética. Y eso que toda su vida fue
anticomunista. Si llega a resucitar y me escucha, me mata”.
* * *
Laiseca nació el 11 de febrero de 1941 en Rosario. Pero nunca vivió allí: su infancia la pasó en
Camilo Aldao, un pequeño pueblo de la provincia de Córdoba. Cuando tenía tres años sufrió la
muerte de su madre, y fue entonces cuando comenzó “la dictadura soviética”. El padre lo
obligaba a cumplir órdenes contradictorias, lo sometía a castigos absurdos, lo hacía sentir el
último orejón del tarro. Cuando en una entrevista le preguntaron qué lo asustaba más de
niño, Laiseca respondió: el monstruo que vivía abajo de la cama. “Cosa curiosa, o no tanto, mi
monstruo era in abstractum, porque era mi padre. Tardé décadas en darme cuenta de que era
mi padre. El subconsciente no quiere deschavarse, no quiere admitir la realidad. ‘Papá es
bueno, no puede ser el monstruo que vive abajo de la cama’. Pero era él”.
Sin embargo, en la oscuridad de esa etapa hay un momento de luz, un día en que el
padre se presentó en su cuarto y le dijo: “Mirá, Alberto, creo que podrías leer este libro, a lo
mejor te gusta”. Era El fantasma de la ópera, de Gaston Leroux. “Mi padre tuvo muchísimas
cosas malas que a mí me hicieron un enorme daño, pero me estimuló la lectura y la lectura
me salvó la vida”. A lo largo de su vida, sus lecturas no siguieron, está claro, los consejos del
canon. Laiseca forjó sus propios derroteros, a partir de sus posibilidades materiales y sus
fascinaciones. Devoró páginas y páginas sobre el antiguo Egipto, la China imperial, la guerra, el
esoterismo, la magia. Se convirtió en, como escribió la periodista Flavia Costa, en un
verdadero “erudito en cosas raras”. Y un especialista, también, en el fantástico y el terror.
Todavía en Camilo Aldao, el pequeño Alberto tenía prohibido visitar a unas viejitas a las
que les gustaba contar historias de miedo. Pero se escapaba y las iba a ver igual. “Yo creía en
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todas esas historias y me cagaba de susto —recuerda tantos años después—. Ese fue mi
primer contacto con el terror”. Las historias de miedo le llegaron después a través de algunos
de los autores que él menciona entre sus principales influencias, como Edgar Allan Poe, Bram
Stoker, Gustav Meyrink y Stephen King. Muchos años después, Laiseca se convertiría él mismo
en contador de historias de miedo, en un ciclo televisivo que se emitió a comienzos de la
década del 2000 y que hoy ya es de culto. Se lo puede ver en YouTube: un ambiente oscuro,
con una única y débil luz que llega desde arriba, las aspas de un ventilador girando lentas en el
techo, siempre en la boca el cigarrillo encendido y toda la maestría en la narración para rendir
homenaje a aquellas viejitas de Camilo Aldao.
Después de unos años Laiseca dejó la tele, pero siguió narrando cuentos de terror en
centros culturales y reuniones literarias. En diciembre de 2010 lo invitaron a hacerlo para los
niños de la que había sido su escuela, en Camilo Aldao. Les contó “El gato negro”, de Edgar
Allan Poe. En esa ocasión recibió dos galardones: el título de ciudadano ilustre del pueblo y la
Medalla de Cuero’e Sapo. “Qué vivo que sos, ¿eh? Te vamos a dar una medalla de cuero ’e
sapo”. Esa era “una burla sangrienta” que Laiseca recordaba de su niñez, de modo que se
propuso rehabilitarla y les pidió a unos amigos que le entregasen una medalla de cuero’e sapo
de verdad. “Me puso muy contento”, reconoce. Tiempo atrás le habían preguntado qué
premios que creía merecer no había ganado aún. Dijo tres: el Nobel, el Cervantes y la Medalla
de Cuero’e Sapo. Ahora ya solo le faltan dos.
* * *
“La de los Talleres Literarios es una vieja tradición china, de modo que Lai inauguró uno”. Ese
pasaje de su novela La mujer en la Muralla se puede copiar y pegar en su propia biografía. Los
talleres que Laiseca dicta desde hace más de veinte años, en centros culturales y en su casa,
se fueron convirtiendo en un auténtico semillero. Algunas de las voces más destacadas del
panorama joven de la literatura argentina se han formado allí: Leonardo Oyola, Selva Almada,
Sebastián Pandolfelli, Gabriela Cabezón Cámara o Leandro Ávalos Blacha son algunos
ejemplos. Como no podía ser de otro modo, sus talleres también tienen un estilo muy
personal.
“Muy oriental”, dicen sus discípulos, que a él lo llaman, sin excepción, Maestro. Durante
la primera etapa del aprendizaje, Laiseca casi no da indicaciones, no señala errores, no insiste
en la corrección. “Es como el señor Miyagi”, dice Pandolfelli, en alusión al personaje de Pat
Morita en Karate Kid. “Te hace pintar la cerca y pulir y encerar, y llega un momento en que
decís: ‘¿Qué onda?, yo venía acá a escribir un par de cuentos, pero vos no me corregís una
coma durante meses, me decís qué lindo, flaquito, y encima voy a hacerte los mandados’.
Pero después llega un momento en que te das cuenta de que el aprendizaje viene por otro
lado, que va más allá de lo literario”.
Almada, por su parte, reconoce haber sentido “la ansiedad que siente mucha gente
cuando vas y te dice ‘está bien’ y te estimula pero no te marca errores en el texto”. Pero aun
en esos momentos confiaba en su criterio: “Sabía que quedándome iban a mejorar, sentía que
mis textos estaban mejorando aunque él no me marcara defectos o errores”. Alejandro Millán
Pastori, alias el Rusi, otro de sus discípulos, cuenta que, con el tiempo, “entre los mismos
integrantes del taller se empieza a producir un ambiente medio raro, y después te das cuenta
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de que terminaste escribiendo como escribís vos realmente. Te encontrás a vos mismo
escribiendo”.
El Rusi Millán, además de discípulo, es cineasta. Y lleva un lustro embarcado en un
proyecto al que le está dando las puntadas finales: El mostro (deformación cordobesa de
“monstruo”), un documental sobre Alberto Laiseca. La idea surgió con el viaje a Camilo Aldao
en 2010. Además de momentos de esa visita, la película incluirá entrevistas, clases en sus
talleres y alguno de los cuentos de I-Sat, entre otras cosas. Para Laiseca no será su debut en el
cine. En El artista (2008), de Mariano Cohn y Gastón Duprat, interpretó a un anciano que solo
pronuncia, varias veces, una palabra: “¡Pucho!” (en argentino: “cigarrillo”).
Tres años después, los mismos directores llevaron al cine su cuento Querida, voy a
comprar cigarrillos y vuelvo. Además de participar en la elaboración del guion, Laiseca actúa
como presentador. Sentado a un escritorio, con cientos de libros custodiando sus espaldas y
los bigotes marrones de tabaco ocultándole la boca, dice: “La historia que vamos a contar se
supone que es ficción. Pero no. Nunca hubo diferencia entre ficción y realidad, porque este es
un mundo mágico y no se puede imaginar lo que no existe”. Hace de sí mismo, es él: el de los
cuentos de terror, el de los talleres, el que uno ve en persona cuando lo entrevista, el genio
alucinado, el ogro bueno. “Cuán grande es el parecido entre un Maestro de verdad y un loco
—afirma otro pasaje de La mujer en la Muralla—. La única diferencia consiste en que uno es
un loco y el otro es un Maestro”.
* * *
Laiseca cree que tendría que haberse ido antes de su pueblo. “Pero, claro, no podía. ¿Quién se
animaba a enfrentarlo a mi viejo?”. Había encontrado un recurso para, ya que no enfrentarlo,
al menos defenderse de su padre: la imaginación. Recortaba figuritas y las hacía vivir
aventuras. Las envolvía en papelitos como si fueran vendas y las guardaba, como a momias,
en cofres hechos con cajitas de fósforos. O las disponía en ejércitos y las hacía guerrear hasta
morir. Así, escribiendo sin escribir, fue como nació, en su cabeza, Los sorias. “Mucho después
me puse a escribirla. Escribí tres porquerías, tres versiones, las deseché. Y empecé de nuevo
todo por cuarta vez, a principios de los setenta, sin tomar como base el texto anterior”.
Para entonces ya había decidido ser escritor y ya se había animado, por fin, a romper
con su padre. De la única manera que podía hacerlo: a los 23 años abandonó la carrera de
ingeniería química, que había iniciado por mandato paterno, y se fue. Lejos. A trabajar a las
cosechas y a leer a Homero y ofrendar carne a los dioses. Después de dos años en el campo
llegó, para quedarse, a Buenos Aires. Trabajó como peón de limpieza durante siete años, por
sueldos de miseria. “No sabés lo que fue. No tener guita para arreglarte los zapatos que
tienen un agujero grande así. ¿Qué hacés? Le ponés cartón, para no tocar el piso con la piel
del pie. Por eso en Los sorias cuento que con las lluvias no hay pobreza que no salga afuera. Se
te mojan los cartones y ahí te quiero ver”.
Frecuentaba el bar Moderno, en la calle Maipú, reducto de poetas y pintores y otros
artistas calificados alguna vez como “los beatniks argentinos”. Él recuerda esa época como su
existencia underground. Escribía como un desaforado, pero las editoriales rechazaban sus
textos con unanimidad. Hasta que una amiga, la poeta Tamara Kamenszain, le dijo que le iba a
presentar a un par de periodistas del diario La Opinión. Bueno, respondió Laiseca, a quien por
entonces los nombres de Tomás Eloy Martínez y Osvaldo Soriano no le decían nada. Fue
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gracias a Soriano que ese diario publicó “Mi mujer”, su primer cuento, en agosto de 1973, y
que tres años más tarde Corregidor editó Su turno para morir, su primera novela.
Pero antes de eso, en algún momento de esa existencia underground, Laiseca tomó una
de las decisiones más peculiares de su peculiar vida: trató de alistarse en el ejército de Estados
Unidos para combatir en la guerra de Vietnam. Intentó obtener la ciudadanía estadounidense
y, como no se la dieron, le escribió una carta al entonces presidente Lyndon Johnson. Nunca
obtuvo respuesta. La primera vez que hablé con él le hice la gran pregunta: ¿por qué? “Tenía
un potencial de miedo que gastar. Me dije: ‘Sigo un curso ontológico rápido y gano y vuelvo
sano y salvo, o cagué fuego’. No era por una cuestión política, ni mucho menos para correr
aventuras. No soy tan estúpido. La guerra no es una aventura, sino una experiencia
trascendental en la cual usted puede perder la vida o volver mutilado. Pierde la vida si tiene
buena suerte”.
No pudo ir y esa guerra se convirtió en una obsesión. “Vietnam nunca terminó para mí.
Sigue estando. Todavía veo las colinas altas centrales, los boinas verdes, la ofensiva del Tet.
Todo eso está pasando hoy”. Sabe de las otras guerras, pero no le interesan. “Yo ya tengo con
la mía, que continúa. Saigón para mí está cayendo todos los días. Y jamás caerá. Cuando a mí
me ha ido mal con mujeres, lo sentí así: como que me echaban de Saigón con helicópteros y
todo”.
* * *
¿Cómo es ser la hija de Alberto Laiseca? “Es raro”, se ríe Julieta, la única que puede responder
esa pregunta. “Lindo, pero raro. Él es súper especial, por todo lo que sabe de cultura, de
libros, por su forma de vida, sus creencias. Es un papá fuera de serie”. En otros aspectos, sin
embargo, es un padre como cualquier otro: “Súper cariñoso, muy amoroso y muy bueno
conmigo”.
Años antes, cuando lo entrevisté por primera vez, él me había dicho que “los hijos
deben ser conquistados”. “Conquistados por el amor, se entiende: no hay otra manera de
conquistarlos. Y no es cosa fácil. Pero vale la pena”. No es cosa fácil. Lo sabe a la perfección
ese hombre cuya vida fue marcada para siempre por la dictadura soviética de su padre. Que
necesitó irse y dedicarse a trabajos durísimos, como sacrificios a los dioses, para liberarse de
su yugo. Pero que años después caminaba por el zoológico de la ciudad de Mendoza y se
cruzó por casualidad con un conocido de Camilo Aldao. “Me dijo —cuenta Laiseca— esta frase
mágica y terrible: ‘Qué viejo que está tu papá’. Eso me hizo mierda. Entonces lo fui a visitar.
Hice bien, no me arrepiento. Mucho peor hubiera sido que no le pasara bola nunca más.
Después lo hubiera tenido que pagar yo. Después, hasta su muerte, nunca dejé de visitarlo. Le
escribía para su cumpleaños, para el día del padre, esas cosas. Y me alegro. Me alegro. Me
alegro”, repite como un mantra.
Uno de los pocos recuerdos agradables que Laiseca guarda de los tiempos de la
dictadura soviética de su padre son las visitas de unos tíos que le llevaban de regalo alfajores y
libros: los Pequeños Grandes Libros de la editorial Abril y los cuentos infantiles de Constancio
C. Vigil. Ya de mayor, se propuso “recuperar” aquellos tesoros, al igual que la colección de
revistas Más Allá, con relatos de ciencia ficción, que leía en su adolescencia. Y casi lo ha
logrado, rastreándolos en librerías de usados y expertos en coleccionismo. Antes de eso se
había propuesto recuperar no los objetos sino, de otra manera, los momentos. “Tengo un
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pilón inmenso de revistas de historietas —relata su hija Julieta—. Cuando era chica y salíamos
a pasear, pasábamos por un kiosco y él me compraba tres revistas para mí. ¡Un montón! Nos
íbamos a un barcito y nos sentábamos y leíamos juntos… Es algo que él me transmitió a mí.
Sólo que yo no las recortaba, ni metía las figuritas en cofres”, se ríe.
* * *
Todos los libros de su biblioteca personal están forrados de blanco. Él asegura que es para que
no se los roben. Pero también se dice que es porque el blanco los protege de las malas
energías. O porque los fantasmas no pueden ver a través del blanco. “Hacen tanta leyenda
sobre mi vida que ya ni sé”, se ríe, enigmático. ¿Qué más dicen las leyendas sobre su vida?
Que era tan pobre que se llevaba el papel de las pizzerías de la calle Corrientes para escribir
Los sorias con bolígrafos que le regalaban sus amigos. Que cuando dejó de trabajar en la
limpieza y empezó a instalar cables de teléfonos aprovechaba para llamar gratis a sus amigos
desde lo alto de los postes y leerles largos pasajes de la novela que no paraba de crecer. Que a
su primer libro de cuentos, Matando enanos a garrotazos, le negaron un premio literario
debido a la inclusión de un gerundio en su título. Pero el libro se publicó, en 1982. El mismo
año también vio la luz editorial su segunda novela, Aventuras de un novelista atonal, que
contaba la historia de un escritor un poco desquiciado que, en un sucucho miserable escribe
una novela interminable. También ese año terminaba Los sorias, pero su publicación sería
mucho más difícil. “Che Lai, ¿por qué no la acortás apenas un poco para que la acepte alguna
editorial?”, le preguntaron una vez, según la leyenda, Jorge Dorio y Ricardo Ragendorfer.
“¡Mercenarios!”, respondió Laiseca furioso, “¡son unos mercenarios igual que todos!”.
Los libros tienen la extensión que deben tener. Esa es una de las máximas de Laiseca.
Otra: lo que no es exagerado no vive. Además de las 1.400 páginas de Los sorias, su
bibliografía incluye las 300 de La hija de Kheops (1989), otras 300 de La mujer en la Muralla
(1990), las 700 de El jardín de las máquinas parlantes (1993), las 600 de sus Cuentos
completos (2011) y varias centenas más. “Narrador excepcional, compulsivo, sin filtro ni
techo, absoluto dueño de los resortes de la seducción y sujeción del lector amarrado”,
describe Juan Sasturain en su prólogo a los cuentos de En sueños he llorado (2001), “Laiseca
consigue como nadie que la pregunta básica —durante y al final— no sea por qué ni para qué
sino la anterior, la que desde Sherezade halaga y desvela al contador de raza: ¿Y?”.
Es casi paradójico que un narrador desaforado como él, en las antípodas de la
hipercorrección que lleva a otros autores a la poda casi inacabable de sus textos, haya
trabajado durante diez años, tras dejar los cables telefónicos, como corrector en el diario La
Razón. “Ahí me movía con un poquito más de plata —cuenta— aunque seguía siendo medio
soviético a nivel económico. Había mucho sacrificio, muchas privaciones, pero estaba en el
paraíso respecto de lo que era antes”. Los soviéticos, otra vez. Y sin embargo, no todo son
críticas contra ellos. “Esta es mi computadora checoslovaca, de las épocas soviéticas”, me dijo
señalando la máquina de escribir en la que tipea sus textos después de escribir la primera
versión a mano. Nunca usó computadoras: igual que a los teléfonos celulares, las considera un
invento del Anti-Ser, del Príncipe de las Tinieblas. “Los soviéticos tenían cosas geniales. Acá no
entran virus, no se desploma el sistema, ¡nada! Un gran logro de los soviéticos”.
* * *
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Con su última novela, Laiseca saldó una deuda con su juventud. La puerta del viento (2014)
fue su intento de exorcizar el fantasma de Vietnam. “Yo, el Teniente Lai —dice un
conmovedor fragmento autobiográfico—, desde que tenía tres años, cuando murió mi madre
y mi padre se volvió loco, no paro de decir: ‘No sé qué hacer para salir de esta lluvia, no sé qué
hacer para salir de esta lluvia, no sé qué hacer para…’ Desde los tres años que estoy en
Vietnam. Creo ser el veterano más antiguo. No sé qué hacer para salir de Vietnam”.
“La soledad, no tener una pareja: ese es su Vietnam”, me dice Sebastián Pandolfelli, a
quien el maestro considera no solo su discípulo sino también su “lugarteniente”. Laiseca ha
vivido solo desde 2001, cuando murió la que fue su última pareja. En una entrevista de hace
un par de años, tras pedir perdón “por ser tan vulgar”, confesaba que su única cuenta
pendiente es el amor. “No estoy enojado con las mujeres —decía—. Creo que ellas en su
inmensa mayoría me quisieron todo lo que pudieron. Pero no fue bastante. En el otro mundo
voy a estar muy solo. A mis 72 años, tengo que conseguir un amor más o menos completo, o si
no voy a estar muy jodido”.
Su hija Julieta reconoce que “es algo bastante pesado para él. Creo que es lo que más le
preocupa. Tratamos de estar lo más cerca posible de él, pero no es lo mismo. Nunca es lo
mismo, obvio”. La soledad aparece retratada en un bellísimo fragmento de Los sorias. Cuando
unos científicos desarrollan unos reproductores hogareños de hologramas, un solitario
adquiere “una filmación para tener alguien con quien tomar mate”. “Exactamente a los siete
minutos de comenzada la proyección —explica la novela—, la chica decía: ‘¿Vamos a tomar
mate, mi amor?’, extendiéndole su mate desértico, inasible. A veces el tipo computaba la
máquina para que repitiese la holografía una vez y otra: cuatro, cinco veces o más. Y aquella
ilusión fantástica, en el momento previsto, repetía siempre lo mismo: ‘¿Vamos a tomar mate,
mi amor?’”.
En una oportunidad le pregunté a Laiseca si se consideraba un hombre solitario. “La
soledad es una maldición —respondió—. Hay que exorcizarla todos los días. No me gusta. Uno
tiene que iniciar grandes campañas militares para derrotar a esa señora. Tiene muchos
ejércitos. Pero, como en Vietnam, triunfaremos. Jamás nos echarán de Saigón. Mientras yo
viva, por lo menos, nunca me van a echar de Saigón”. Le señalo que antes me había pedido no
hablar más de Vietnam pero al final fue él quien lo volvió a traer a la charla. Él no está de
acuerdo. “La culpa la tiene usted, que habló de la soledad —me dice—. ¿O cree que son dos
temas distintos la soledad y Vietnam?”.
El título La puerta del viento alude a una expresión china referida tanto a un ataque
mortal como a una técnica del taichí para distribuir de forma armónica la energía por todo el
cuerpo. “Vale decir, la puerta es la vida o la muerte”. Poco después de decir que no sabe qué
hacer para salir de Vietnam, el narrador encuentra una respuesta: “De aquí solo puede
sacarte el amor de una mujer. Tuve muchas mujeres y a veces hasta me lo creí. Pero soy un
zombie. ¿Vos sabés qué es un zombie? El que nunca pudo conseguir la felicidad”. Cuando le
pregunto por esta novela, su respuesta —desde el reposo que le exige su salud— es lacónica y
definitiva. “La terminé, la entregué, gustó y me la publicaron. Fue una gran suerte, porque ya
no quiero hablar más de ese tema. No quiero hablar más de Vietnam”.
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* * *
En el cuento “Los santos”, Laiseca describe el ritual hindú de los adoradores de la planta
Tulasi. Consiste en lo siguiente: un hombre toma un puñado de tierra con una semilla de esa
planta adentro, cierra la mano, se sienta en el pasto con el brazo extendido y ya no se mueve
de allí en lo que le queda de vida. Un discípulo le lleva alimentos y agua para él y para la
planta. Cuando esta germina, invade y rodea y penetra la mano y parte del brazo, que acaban
siendo parte del vegetal. Las raíces alcanzan el suelo y la planta Tulasi llega a ser inmensa. “El
hombre sigue vivo y a su sombra, incrustado, orándole”, termina el brevísimo relato dentro
del relato.
Sebastián Pandolfelli, “lugarteniente” de Laiseca, cuenta que, sin querer, le inventó un
final a la fábula de la planta Tulasi. En ese final alternativo, el maestro muere y se incorpora
definitivamente al árbol, pasa a ser parte de él. Entonces cae una semilla, y el discípulo que le
llevaba alimentos y agua la recoge, la encierra en el puño y recomienza el culto. “Eso resume
lo que hace Lai con sus discípulos”, afirma.
Hay que tener paciencia y confiar en el maestro: otra de las máximas de Laiseca.
Siempre lo enojaron —cuentan sus discípulos— los aprendices que se ofuscan por su falta de
indicaciones en la primera parte del aprendizaje y abandonan el camino. Paciencia. La misma
con la que ahora escribe, poco a poco, una novela sobre Camilo Aldao. Cuando le pregunto si
esa también es una deuda con su juventud o con su niñez, responde con timidez: “Creo que
sí”. Como si quisiera atar los cabos sueltos de su vida. Una vida un poco delirante en la que ha
leído mucho, ha escrito mucho y sobre todo ha vivido mucho.
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Panzeri: anatomía de un periodista
Rebelde, intenso, irreverente, frontal, inconformista, fiscal innegociable. Si hubiera que salvar
del fuego una sola de sus virtudes, primero habría que rescatar su libertad. No decía lo que
quería, sino lo que creía, y por eso se llenó de prestigio y de enemigos. Un prócer gigantesco
de nuestra profesión.
Por Andrés Burgo (publicado en revista El Gráfico, 8/7/2013).
Era un pelado con actitud punk, o sea alguien único en su especie. Dante Panzeri tenía
una calvicie franciscana y una filosofía hardcore, la de un libertario en rebeldía contra una
atmósfera futbolística que, más que rodearlo, lo ahogaba.
Parapetado desde su alopecia sin maquillaje (lo que también era una manera de
exponer su transparencia, en tiempos en los que aún no se había instalado el raimiento severo
de Juan Sebastián Verón, los claritos refinados de Martín Palermo o los implantes
esponsorizados de Pablo Lunati), Panzeri fue un librepensador que militó por la abolición de la
inmoralidad, el fútbol mal jugado y los directores técnicos: desglosaba las siglas DT como “Dan
Tristeza” o “Decí Tarado”, y los trataba de “hombres de dignidad resentida” o “ladrones de
azul”.
Sus artículos debían leerse con La Marsellesa de fondo. Sus palabras fueron, según el
caso, barricadas o puntas de lanza. Su obra especuló menos que el vuelo de un meteorito.
Eligió ser mil veces más agudo que poético. Desbarrancó más de una vez, pero no le
importaba. Despotricó porque al fútbol le faltaban “dirigentes, decencia y wines”, pero su
proclama quedó incompleta: también le faltaban periodistas como él. Y 34 años después de su
muerte, le siguen faltando.
La publicación de una antología de sus mejores artículos (Dirigentes, decencia y wines,
Editorial Sudamericana, 2013, una selección a cargo de Matías Bauso), más sendas reediciones
de los libros que escribió en 1967 (Fútbol, dinámica de lo impensado, Capitán Swing, 2012,
mérito de Sebastián Kohan Esquenazi) y en 1974 (Burguesía y gangsterismo en el deporte,
Capital Intelectual, 2012), dejan una evidencia: para tener una visión completa de fútbol
argentino es necesario repasar los escritos de Panzeri, paradójicamente el periodista más
citado y menos leído. Somos los Salieri de Dante: le robamos sus textos a él.
El legado que dejó en las miles de notas y los dos libros que escribió excede su profesión
e ilumina al lector promedio, al hincha de River, Boca, Racing (su club, junto a Sportivo
Belgrano de San Francisco), Tristán Suárez o Altos Hornos Zapla: la misión de Panzeri gira
alrededor del fútbol y la honestidad, pero ante todo es una perpetua y a veces desesperada
búsqueda hacia la verdad, o al menos su verdad.
En sus textos –y en sus columnas televisivas y radiales– aparecían en primer plano la
pelota, el estado de los clubes, los dirigentes, los héroes, los antihéroes, los dirigentes y el
periodismo, pero el trazo de atrás era, siempre, la libertad. Ese fue su dogma. Ese fue,
también, su codicilo.
La vindicación de Panzeri no implica santificarlo, o tal vez sí, pero tampoco es cuestión
de suscribir sus desbordes talibanes y adherir a todos los “panzeriazos”, desde los
futbolísticos, como su minoración de Garrincha en el Mundial 62 (“No llamamos jugador cabal
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a Garrincha, sino que tomamos su habilidad, un factor individualmente importante en ciertas
ocasiones. (…) Garrincha dejó al descubierto su fútbol negativo para un equipo, brillante acaso
para el público”), hasta los políticos, como determinados guiños a las políticas deportivas del
gobierno militar que derrocó a Juan Domingo Perón (era antiperonista: “A partir de 1945, el
país perdió la personalidad ética y estética que lo había definido”) y su rol como interventor
en la Federación de Ciclismo en 1956 (“La Revolución –en referencia a la Revolución
Libertadora– que puso término a una larga noche de la vida argentina no podía prescindir del
deporte entre las actividades que imponía un revisionismo (…). Limpiar al deporte de lo sucio
que estaba –pero que aún está– fue consigna seguramente muy noble, muy bien intencionada
y muy justificada dentro de este proceso intervencionista”). Igual, es cierto, hasta el propio
Dante habría rechazado con acidez su propia canonización: “Ni el más genial de los hombres
merece ser admirable porque lo que hace como cosa difícil para los demás, es fácil para él. El
mayor genio humano fue hasta ahora Leonardo Da Vinci, y no creo que haya sido capaz de
jugar bien al fútbol, o de tejerse un pullover”.
Puntualizadas también algunas anacronías (en 1973 insistía en que lo mejor que podía
hacer un técnico era “elegir lo mejor y no hablar para otra cosa que recomendarles a los
futbolistas ‘jueguen como ustedes saben’ o ‘hagan lo que tienen que hacer’”), el medio de
Panzeri no sólo era el mensaje. Muchas veces fue magnífico qué decía, pero siempre fue
magnífico cómo decía. Si hubiera que salvar del fuego una sola de sus virtudes, primero habría
que rescatar su libertad (más que su opinión en sí). No decía lo que quería, sino lo que creía, y
por eso se llenó de prestigio y de enemigos. En la apoteosis de sus principios, hasta rechazó
agasajos para no perder independencia.
Como si fueran aforismos, Panzeri decía de su trabajo: “Todo periodista tiene que estar
preparado para perder amigos. La actividad no tiene por objetivo ganarlos”; “El periodista es y
debe ser un descontento”; “Ni la popularidad ni el gustar son los objetivos de la misión
periodística”; “Somos fiscales, no jueces, y debemos ser parciales a favor del bien y en contra
del mal”; “Con la verdad se vende menos pero se gana más”; “Aunque siempre muy resistida,
la verdad fue siempre respetada. La mentira es aplaudida, pero nunca respetada. Los
periodistas tenemos que meditar cuál de los dos negocios es mejor”; “El periodismo es el
cumplimiento de la obligación de enseñar a pensar a la gente”, “Yo no busco adeptos. Es más,
en algún caso me molestan”; o, cuando un lector de El Gráfico escribió que su opinión debía
ser más importante que la de la revista porque “el cliente siempre tiene la razón”, Panzeri se
negó: “El Gráfico no es una tienda ni una fiambrería. Entre el cliente y la verdad seguimos
optando por la verdad, que entendemos es la mejor manera de defender al cliente”.
No aceptaba presiones. Su libertad era más importante que su (posible) popularidad.
Primero la independencia, después la fuente de trabajo. Así se fue de El Gráfico. La historia es
conocida: era el director de la revista cuando, en 1962, uno de los dueños de la editorial le
pidió que publicara un texto del ministro de Economía, Álvaro Alsogaray. El periodista se negó,
pero el empresario insistió y la columna fue publicada (un vulgar recuadro sobre el River-Boca
de la fecha anterior). Panzeri se sintió desautorizado, renunció a su cargo y acordó retornar a
su viejo puesto de redactor, pero enseguida surgió otra incompatibilidad: ¿ante quién pasaría
a responder? ¿Quién podría estar por encima de él? “Como a la empresa se le hacía difícil
ponerme bajo tutela de nuevos rectores, se me propuso una indemnización material para
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retirarme (…). Jamás supe si aquella publicación de Alsogaray formó parte de un plan para
provocarme sabiendo de mi temperamento, pero soy un permanente agradecido de El
Gráfico”, explicó en 1964.
Su último deseo fue cumplido: que Antonio Báez, ex jugador de River y Platense retirado
hacía 8 años (y sin haber llegado a la tapa de la revista), fuera la portada del siguiente
número.
El Gráfico fue, por amplia diferencia, el medio que más disfrutó a Panzeri (tres años
como director y otros 17 como redactor). A partir de su salida pasó por varias redacciones. Se
convirtió en un trotamundo. En una golondrina. Como suscribe Bauso en su libro, una
antología de artículos panzerianos que debería ser obligatoria en las escuelas de periodismo
deportivo, “Panzeri duró poco en la mayoría de sus trabajos”. Era indomable, sañoso, cabrón y
difícil de llevar. Lo acusaban de amargo y resentido. “Y se fue quedando solo. Sin lectores, sin
colegas, sin editores”, concluye Bauso.
Hasta su muerte, en 1978, pasó por Así, El Día, El Ciclón, Crónica, Ahora, Panorama,
Noticias Argentinas, Análisis, Chaupinela, La Opinión, Satiricón, La Prensa, radio Colonia y los
canales 7 y 11. Jamás se acobardó: “Yo no participo de la comodidad del periodismo sin
opinión”, “Antes el periodista era un individuo que veía, pensaba y opinaba. Ahora oye y
después repite”, o “El grueso de la opinión no tiene opinión. Nadie sabe nada. Gusta o no
gusta de las cosas, y nada más”.
Sus notas rebalsaban coraje. En El Día coincidió con el Estudiantes tricampeón de
América y campeón del mundo, pero Panzeri, justo en el diario de mayor circulación de La
Plata, trataba al equipo de Osvaldo Zubeldía con su habitual acrimonia: “Por este camino el
fútbol se muere”; “Estudiantes es la representación de la violencia para el lucro aplicada al
fútbol”; “Insisto en llamarlo asociación ilícita para producir resultados lícitos” o “Es un imperio
de la ilegalidad futbolística”.
Ya en la década del 70 se convirtió en el único futbolero que, como Jorge Luis Borges
desde otro ambiente, criticó la realización del Mundial 78. Se enfrentó a los militares.
Tampoco a ellos les temía. En septiembre de 1976 fue a la casa de Carlos Lacoste, el
vicealmirante a cargo de la organización del torneo, y le explicó los motivos por los que
Argentina debía rechazar el Mundial. Repetía que no éramos Suiza y que existían otras
prioridades en el país: salud, vivienda y educación. “La imagen de Argentina se beneficiaría
con la renuncia. Nos haría más serios”, decía. No lo consiguió, por supuesto, y murió tres
meses antes del torneo, cuando había dejado de trabajar como periodista. “El periodismo ya
no tenía lugar para él. Vivía de hacer cobranzas en una financiera”, develó el periodista
Alejandro Wall.
Había nacido en Rosario y se crió en San Francisco, Córdoba. Fue un “self made man”:
estudió hasta sexto grado y, cuando tenía 14 años, comenzó a escribir en La Voz de San Justo,
el gran diario de la región. Trabajar en El Gráfico era más que un sueño: era su objetivo. Y
cuando cumplió 21 años, en noviembre de 1942, lo consiguió: Enrique García, crack de la
época (wing izquierdo de Racing), se lo presentó a otras dos glorias de la revista: Borocotó y
Félix Frascara, quien años después lo comparó con un terremoto: “El día que Panzeri llegó a El
Gráfico, ¡temblaron las paredes!”.
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Durante 20 años escribió notas hermosas. Marcó a una generación. Su comentario de un
amistoso entre Racing y el Santos de Pelé, en la cancha de Huracán (publicado en la edición
del 4 de octubre de 1961), es formidable. No menos brillante fue una crónica de febrero de
ese año, cuando pasó una tarde junto a un Bernabé Ferreyra “en la posdata de la gloria”.
La obra de Panzeri entrega decenas de apotegmas similares a “Fútbol, dinámica de lo
impensado”, su frase más conocida: “La gente confunde honradez con imparcialidad y
honestidad con prescindencia”; “Hemos perdido noción de lo que no se debe aunque se
pueda”; “La disposición táctica de los equipos es una cuestión moral”; “Ya no quedan mejores,
sólo quedan ganadores”; “El fútbol es un arte del imprevisto”; “La ley básica del fútbol es que
gana el que mejor engaña”; “La Copa Corruptores de América, también conocida por el
irreverente nombre de Copa Libertadores de América”; “No hay fútbol viejo o moderno, hay
buen fútbol o mal fútbol” o, en el Everest de su acritud, “Los jugadores de ahora (1974) no son
jugadores, son financistas. Tienen miedo de jugar. Tienen coraje para invertir. Con estos
jugadores no puedo hacer amigos y es más: trato de no conocer a ninguno para sentirme
mejor de salud”.
También sentía aversión por las entrevistas. “Los deportistas no tienen mucho para
decir. Hablan con su cuerpo, con su performance. Nada encuentro interesante de lo que
puedan decir (…) El reportaje es algo a lo que le tengo aberración”.
Era tan fundamentalista que, en el Mundial 1962, los enviados de El Gráfico a Chile (él
fue uno de ellos) no realizaron ninguna entrevista, lo que implica haber desistido de hablar
con Pelé, Di Stéfano, Sívori, Maschio, Puskas, Bobby Charlton, Gianni Rivera, Masopust o
Yashin.
Para combatir la violencia propuso “la Cruzada honoraria de la decencia”: los hinchas
debían delatar a quiénes cometieran desmanes, pero fracasó. No consideraba deporte al
boxeo ni al automovilismo. Cuando fue director en La Prensa, al primero lo denominaba
“Homicidio legalizado” y al otro, “actividad industrial”.
Tenía una lista prolífica de gente a la que despreciaba (Zubeldía, Carlos Bilardo, Alberto
Jacinto Armando, Antonio Liberti, Rafael Aragón Cabrera, Juan Carlos Lorenzo y José María
Muñoz, entre muchos otros) y una pequeña a la que admiraba: Pelé, José Amalfitani y
Roberto De Vicenzo.
A la pelada de Panzeri sólo le falta convertirse en un icono pop.
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Truman Capote, un genio frívolo que desnudó sin piedad a la alta sociedad de su
tiempo
Su mirada de lince y su lengua de serpiente fueron la clave de una obra sin concesiones, que le
dio un éxito sin precedentes pero que también le valió una tremenda soledad. Una reciente
biografía reconstruye la tormentosa vida del gran autor estadounidense.
Por Alfredo Serra (publicado en www.infobae.com, 14/8/2017).
Vivió apenas 59 años. Fue un chico abandonado. Se crió entre las supersticiones y las
brujerías del sur profundo de los Estados Unidos. Trazó a solas y desde muy temprano su
destino literario. Un crimen en Kansas, que para el periodismo fue apenas una crónica policial,
le dictó una novela inmortal: In Cold Blood (A sangre fría). Vivió y fue estrella entre la high
society neoyorkina, que después lo condenó al exilio social. Pero el castigo que lo derrumbó
no pudo eclipsar su talla ni su gloria de escritor.
Sobre esta síntesis de apenas 304 caracteres propia de una enciclopedia (no la
británica…), la doctora en Letras e investigadora Liliane Kerjan (Francia, 1940) publicó hace
dos años el ensayo Truman Capote, en Argentina hay una edición publicada por El Ateneo.
Son 250 páginas imprescindibles, y sin duda el más profundo estudio sobre la vida y la obra
del insoslayable autor de A Sangre Fría, inauguración de la novela–testimonio, sin duda su
cumbre, pero también un maestro de la observación, de la entrevista como género mayor, y
de retratos brillantes del algo más de medio siglo que le tocó vivir.
Rigurosa en cada línea, Kerjan rastreó no sólo la obra completa de Capote –citada al
final con sus datos esenciales–: también su vida, sintetizada en una útil y completa cronología
ideal para buscadores de perlas…
Y por supuesto, recupera su voz en una colección de recuerdos de alto lirismo, como
este fragmento:
"Para mí, la dulce furia de la trompeta de Armstrong, la ronca exuberancia de sus gestos,
son en cierto modo como la magdalena de Proust: hacen que vuelvan a levantarse las lunas
del Misisipi, evocan las luces fangosas de las ciudades ribereñas y el sonido de las sirenas en el
río, que se parece al bostezo de un caimán. Oigo la embestida del agua mulata contra los
flancos del barco. Sigo oyendo el compás marcado con el pie de ese Buda burlón al tocar The
Sunny Side of the Street, para acompañar sus rugidos…".
(Nota: Sobre la entrega y la casi inmediata publicación de una nota sobre Capote, la
sección Cultura de Infobae recibió el libro de Kerjan. Los editores creyeron, con razón, que
ambos no se excluían: se complementaban. Sin duda, quienes lean la versión periodística no
se conformarán con llegar al punto final: sentirán el fuerte impulso de abordar el libro y
conocer cada resquicio de esa vida extraordinaria.)
……
Tenía apenas 16 años cuando entró –o mejor: irrumpió–en la redacción de la célebre,
refinada, intelectual revista The New Yorker, con su aspecto aniñado, su homosexualidad
evidente e indisimulada, y cierto inquietante aire de perversión. Ya había decidido "ser
escritor, ser rico y ser famoso", aunque su primer trabajo estaba lejos de augurarlo: consiguió
un modesto empleo de cadete, y su gris tarea no iba más allá de seleccionar los chistes de
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cada edición, "pero usaba traje, chaleco, y los mismos y muy caros zapatos del director,
porque así todos sabrían lo que les esperaba cuando mis cuentos cortos empezaran a
publicarse. ¿O creían que yo era realmente el cadete, y no un genio?".
Con todo, el atuendo y las ínfulas no evitaron que el poeta Robert Frost, una de las
estrellas de la revista, Gran Dama del periodismo Made in Manhattan, "por celos, me hiciera
echar dos años después. Sin embargo, no sabían con quién se enfrentaban…".
Era 1940. Correría mucha agua bajo los puentes del río Hudson antes de la gloria y los
millones. Pero la simiente floreció…
–"Tengo que irme corriendo. Pero me ha gustado mucho volver a verlo, señor Dewey.
-Yo me he alegrado también, Sue. ¡Que tengas suerte! –le gritó mientras ella desaparecía
sendero abajo, una graciosa jovencita llena de prisa, con el pelo suelto flotando, brillante.
Nancy hubiera podido ser una jovencita igual.
Se fue hacia los árboles de vuelta a casa dejando tras de sí el ancho cielo, el susurro de
las voces del viento en el trigo encorvado".
Así termina A sangre fría, la novela de Truman Capote (Truman Streckfus Persons,
Nueva Orleans, 30 de septiembre de 1924–Los Ángeles, 25 de agosto de 1984). Que, editada
por Random House New York en 1965, no sólo agotaría dos millones de ejemplares en menos
de un mes y abultaría la cuenta bancaria de T. C. en más de dos millones de dólares: crearía,
de paso, un género periodístico–literario (la non fiction), instalaría a su autor en una doble
cumbre (una fama arrasadora y un departamento de cinco ambientes en el piso 22 del edificio
United Nations Plaza, coto de millonarios), y lo convertiría en el niño mimado de la high
society neoyorkina: primero su Paraíso, más tarde su Infierno.
Alabama, 1933. Truman tiene 9 años, vaga por el bosque, y al cruzar un riacho lo pica
una serpiente mocasín de agua. Su rodilla derecha se hincha y se ennegrece. Grita. Dos
campesinos lo ayudan, pero el hospital y el antídoto están demasiado lejos, de modo que esos
ocasionales asistentes degüellan tres pollos, y a lo largo del viaje van empapando la herida
con su sangre. Se salva. La escena, junto a las oscuras historias de fantasmas y aparecidos que
cada noche le cuenta su tía Sook –una retardada mental que sólo lee la Biblia y calma los
muchos dolores de su cuerpo con morfina– y las leyendas sureñas (las mismas que oyeron
William Faulkner y Tennessee Williams), urden en su mente de genio precoz la materia de su
primera novela: Otras voces, otros ámbitos, que escribe con apenas 23 años y es aclamada
como "una fascinante obra del género gótico americano".
Pero ¿quién es Truman Capote? ¿Quién es ese escritor de aire infantil, cara de ángel
rematada por un rubio flequillo, que se hizo fotografiar sobre un diván, ataviado con un
chaleco, y que mira desafiante desde la contratapa?
Su madre, Lilly Mae Fulk, es una dama sureña que, como Amanda Winfield, la
exasperante y conmovedora madre de El zoo de cristal –la eterna pieza teatral de Tennessee
Williams–, trata de escapar de la trampa pueblerina y el recuerdo de tiempos mejores.
Amanda no lo consigue –recala en un modesto departamento de una callejuela de Saint Louis-
, pero Lilly sí. Su pasaje de salida es el vendedor Arch Persons, feo pero dueño de cierto
encanto. El matrimonio dura apenas cuatro años, genera a Truman, empuja aún más al
alcoholismo a Lilly que, además de vaciar botellas, colecciona amantes ("mi padre llegó a
contar veintinueve", recordará el escritor en un reportaje), y marca a fuego su niñez: "Mi
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madre me encerraba horas y horas, y salía de juerga. Desde entonces no soporto los cuartos
pequeños y cerrados, asfixiantes y con olor a muerte".
Muerte que dos veces vuelve a rozarlo. Una: apendicitis aguda, cirujano ausente,
operación ejecutada por un especialista en caballos. Resultado: una brutal cicatriz. La otra:
borrachera –la inaugural– con el perfume Evening in Paris, predilecto de Lilly y odiado por
Truman "porque se mezclaba con el aliento a alcohol de mi madre, fanática consumidora del
cóctel Old Fashion. Una tarde, como venganza, me tomé todo el frasco…".
Lilly sigue su huida y –con Truman–se muda a New York, conoce a Joseph García Capote,
un cubano rumboso y perpetuo protagonista de negocios tan audaces como frágiles, se casa
con él, se hace llamar Nina Capote, vive unos años dorados (cruceros, bailes, copas) y en 1953,
cuando Joseph va a parar a la cárcel por desfalco, se suicida.
A lo largo de ese loco periplo, Truman es una víctima. Mientras la pareja se divierte, él
queda encerrado en cuartos de hotel, llorando.
Esa cruel etapa le dicta, años después, reflexiones amargas. "Siempre he pensado que
soy un vagabundo en este planeta, un turista en el Sahara, que se acerca en la oscuridad a
tiendas y fogatas del desierto alrededor de las cuales acechan peligrosos nativos atentos a los
ladridos de sus perros. Me parece que he pasado mucho tiempo domesticando o eludiendo a
nativos y perros, y el contenido de este libro casi lo prueba. Como reza el proverbio árabe, los
perros ladran, pero la caravana sigue".
El libro que "casi lo prueba" es Los perros ladran, una colección de relatos breves en los
que muestra su arte, su garra, su feroz capacidad de observación (un escalpelo), que alcanza
su desiderátum en "El duque en sus dominios": la más perfecta radiografía de Marlon Brando,
escrita después de una entrevista en un hotel de Kyoto, Japón, mientras Marlon
filmaba Sayonara, que arrancó a las siete y media de la tarde y terminó pasado el mediodía
siguiente.
Todo lo demás (Desayuno en Tiffany´s, Música para Camaleones, A Sangre Fría) fueron
los peldaños que lo llevarían a la fortuna, a coleccionar celebridades –los Onassis, los
Kennedy, los Vanderbilt, los Niarchos, los Radziwill, todas las estrellas del cine de su tiempo–,
a los colosales escándalos, a las memorables peleas con Norman Mailer y Gore Vidal, a los
tribunales, y los amantes ocasionales y la promiscuidad sexual a la que se lanzó luego de
romper su larga historia de amor –más de tres décadas- con el escritor Jack Dunphy.
Aquel famoso "Soy borracho, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio" es apenas
el lugar común, la estampilla, el sello de goma de cuanto en materia de shock produjo su
pequeño cuerpo –1,55–, su filosa lengua, su voz chillona y gangosa, su espíritu burlón.
Abramos el álbum: "Todo abstemio es, en principio, sospechoso… Sé patinar sobre hielo, leer
al revés, andar en patineta, meterle una bala 38, en el aire, a una lata, correr en Maserati a
doscientos setenta kilómetros por hora, escribir –a mano y con lápiz– sesenta palabras por
minuto, zapatear y cocinar un maravilloso soufflé Furstenberg –queso, verdura y seis yemas–,
pero soy horrible para las matemáticas… Faulkner jamás salió de su pueblo, Salinger tuvo que
esconderse para ser famoso, Hemingway nunca hizo mucho más que perseguir toros y
toreros, y Norman (Mailer) me plagió: tardé siete años en investigar y escribir A Sangre Fría, y
él escribió La Canción del Verdugo en unos pocos meses y con recortes de diarios… ¿Gente
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importante? Muy poca: la única gente importante es la que consigue cincuenta millones de
dólares cash con sólo levantar un teléfono".
Amado por la alta sociedad neoyorkina, invitado de honor a sus mansiones, taumaturgo
de la inolvidable fiesta Black and White en el hotel Plaza (28 de noviembre del 66), que le
costó 150 mil dólares y en la que obligó a todos a "vestirse de blanco y negro, y usar sólo
diamantes", no tardó en cruzar el más peligroso de los límites: creer que príncipes y
multimillonarios estaban a sus pies, y traicionar las reglas de juego.
De pronto, cuando el Paraíso parecía conquistado para siempre, empezó a
escribir Plegarias atendidas, una novela de la que sólo llegó a completar tres largos capítulos –
acaso el más famoso de los libros inconclusos–, pero que le explotó como una granada cuando
sus acólitos se vieron reflejados de la peor manera en “La Côte Basque”, cuarenta páginas –
publicadas inicialmente por la revista Esquire– en las que reveló vida, milagros, misterios,
miserias y adulterios de esa dorada corte.
La reacción fue tan previsible como brutal, y Truman, niño mimado ayer y enfant terrible
desde ese día, fue expulsado de ese mundo y condenado a la muerte civil. Se defendió ("¿Qué
creían, que estaban con un bufón contratado para divertirlos? No: estaban con un escritor, y
pagaron el precio") y duplicó sus disparos con sangrientas burlas contra John y Jackie
Kennedy… and company: toda la pléyade.
Las otrora dulces damas pasaron a ser "arpías, vulgares, estúpidas y de mal gusto", y los
grandes capitanes del dinero, "cornudos, homosexuales encubiertos, drogadictos, gángsters".
Los siete años que siguieron fueron una larga pesadilla de desenfreno, enfermedades y
aridez literaria. Truman vivió borracho y drogado día, noche y trasnoche, cayó preso por
estrellar su auto contra un bar (seis heridos), fue expulsado del Towson State College por
presentarse a una conferencia tambaleante, con una botella de vodka en la mano y
mascullando incoherencias, mientras mil quinientos estudiantes que pagaron cinco dólares el
asiento esperaban sus palabras, y su cuerpo fue martirizado por cirrosis, flebitis, insomnio,
insoportables dolores en las piernas y ataques de epilepsia.
En julio del 84 viajó a Los Angeles, se refugió en la casa de Joanne Carson, la única amiga
que le quedaba, y en el atardecer del 25 de agosto le dijo: "Estoy muriendo. No llames al
médico. Sólo abrázame".
Dijo tres veces "Mamá", y se fue.
Su libro Plegarias atendidas, mortal vuelta de tuerca, tomó su nombre de una cita de
Santa Teresa de Jesús: "Se derraman más lágrimas por plegarias atendidas que por no
atendidas". Nadie mejor que Truman lo supo. Su plegaria mayor fue ser escritor, rico y
famoso. Lo logró, pero murió en soledad y entre lágrimas.
Sin embargo, su autodestructiva vida, que no alcanzó las seis décadas, es apenas el
olvidable telón que jamás eclipsó (ni eclipsará) su genio literario. Si sólo hubiera escrito A
sangre fría, nacido de una breve noticia aparecida en The New York Times que recortó con la
chispa de inspiración de los grandes escritores y se lanzó a la investigación del bestial y
gratuito crimen de la familia Clutter hasta el final (la muerte en la horca de los dos asesinos),
Truman Capote sería lo mismo que fue y que aun es: un escritor colosal.
Cualquiera de sus capítulos, cualquiera de sus líneas, lo instala en la leyenda. Y en ella
seguirá para siempre.
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