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La Iglesia rejuvenece en cada nueva JMJ, pero el 14% de los jóvenes participantes tienen una vivencia un tanto alejada de la Iglesia; un 37,1% tiene un compromiso concreto; un 15,3% vive intensamente su fe; y un 32,8% acude sólo por costumbre.
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Aún están calientes las cenizas que
dejó el paso de los indignados y
están a punto de encenderse las
luminarias del próximo campeo-
nato mundial de fútbol en Brasil, cuando
comienza a palpitar, como un corazón, la
Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), la
que hace la edición número 28.
De este modo, como punto de equilibrio
entre la protesta y el carnaval, la JMJ invita
al examen crítico, a la reflexión profunda
y también a la celebración y al festejo.
Así ha sido desde 1983, cuando el papa
Juan Pablo II, desde Milán, invitó a la
celebración del jubileo del Año Santo ex-
traordinario. La respuesta a ese llamado
fue en ese año, y en los que siguieron, una
sorpresa. En los protagonistas principales
de estas jornadas, la Iglesia ha encontrado
un corazón joven, según la expresión de
Juan Pablo II. Lo dijo en Roma, en donde,
recordando un dicho común en su país,
observó con evidente alegría: “Si vivimos
con jóvenes, tendremos que convertirnos
en jóvenes, así yo me rejuvenezco”.
La Iglesia rejuvenece en cada nueva JMJ.
“La esperanza mana eternamente en el
corazón de los jóvenes”, diría el Papa en
Toronto, nuevamente impactado por un
evento en el que el factor común ha sido
la presencia bulliciosa de jóvenes que se
enorgullecen de su condición de creyentes
y que, al sumergirse en el espíritu de las
jornadas, buscan vivir “una experiencia
vital e inolvidable”.
El estudio citado en estas páginas por el
asesor de juventudes de la Conferencia de
Religiosos de Brasil, Frei Rubens Nunes,
señala que el 14% de los jóvenes partici-
pantes en las JMJ tienen una vivencia un
tanto alejada de la Iglesia; un 37,1% tiene
un compromiso concreto; un 15,3% vive
intensamente su fe; y un 32,8% va a la
JMJ por costumbre.
Cuando se pregunta directamente a los
jóvenes, estos ofrecen su visión sobre la
Iglesia que sueñan y que quieren encontrar
en estas jornadas. La sueñan abierta a la
sociedad, a la diversidad, creciendo no en
número, sino en valores; una Iglesia cer-
cana, sencilla, alegre, humilde, peregrina,
sensible a los signos de los tiempos; que
replantee la fe y la manera de vivirla a
todos los de religión rutinaria y estancada;
una Iglesia menos dedicada al servicio
de sí misma y más al de los demás; una
Iglesia que demande y escuche también
su opinión. Tales fueron las respuestas
ofrecidas por jóvenes durante la última
JMJ, celebrada en Madrid en 2011.
Puede imaginarse lo que sentirían estos
jóvenes al escuchar al papa Benedicto XVI
cuando, dirigiéndose a
ellos, y como si les diera
respuesta a sus inquie-
tudes, dijo: “No tengáis
miedo de afrontar esas
preguntas. Expresan las
grandes aspiraciones que
están presentes en vues-
tro corazón y esperan res-
puestas, no superficiales,
sino capaces de satisfa-
cer vuestras constantes
esperanzas de vida y de
felicidad”. “Ustedes re-
presentan la esperanza
y el futuro de la Iglesia”.
Aquel Papa que así los
estimuló, compuso, con
su renuncia, un magno
gesto y abrió un sende-
ro de cambio heredado
por Francisco, el primer
papa latinoamericano de
la historia, y que, provi-
dencialmente, retorna al
fin del mundo del cual
provino, el continente
joven, para este nuevo
encuentro con la juven-
tud con una prédica que
recoge el eco de aquellos
sueños.
Es probable que entre los participantes
en la Jornada en Río de Janeiro se repi-
ta el pronóstico de otras jornadas: “Este
encuentro servirá para darnos cuenta de
que no estamos solos”. Es un sentimiento
extendido en el mundo de hoy: la soledad
de los creyentes. Es el mundo en que les ha
tocado vivir a los jóvenes. Así lo describió
Benedicto XVI: “La cultura actual tiende
a excluir a Dios o a considerar la fe como
un hecho privado, sin relevancia en la
vida social; se constata una especie de
eclipse de Dios, de verdadero rechazo del
cristianismo”.
Agregaba el Papa en la Jornada de Ma-
drid: “Uno de los males del ser humano
no es más que creerse dioses y pensar no
necesitar de más cimientos que uno mis-
mo”. Ante esto, planteaba el reto: “Sean
una alternativa válida para un mundo sin
Dios, pesimista y egoís-
ta. No es este un suelo
firme para edificar la
civilización del amor y
de la vida, capaz de hu-
manizar a todo hombre”.
Puestos a identificar
sus expectativas para
Río, la lista de los jóve-
nes es extensa. Según
ellos, la JMJ debería glo-
balizar los valores cris-
tianos de la misma ma-
nera que los medios de
comunicación globalizan
los criterios de consumo;
deberá ser, agregan, una
jornada que difunda el
sentido del compartir y
de aprender del otro; allí
se deberá sentir que to-
dos hacemos parte de esa
familia que es la Iglesia;
y se ha de reforzar el sen-
tido de la unidad en Cris-
to; de allí debe surgir un
mensaje juvenil diverso
y plural para el mundo;
puesto que América La-
tina aporta su singula-
ridad de continente en
fuga, el propósito para
Río es que la migración forzada, con sus
redes de solidaridad, llegue a ser una co-
yuntura evangelizadora; pero, sobre todo,
que Río sea una sacudida para los que aún
no han vivido su encuentro con Cristo.
Aquel clima, a la vez de oración, de me-
ditación y de gozosa fraternidad y fiesta,
toca el corazón y motiva para seguir la
consigna de Río: Vayan y hagan discípulos
en todos los pueblos.
▶EDITORIAL
En Río late el corazón joven de la Iglesia
La Iglesia, que
rejuvenece con
cada edición
de la JMJ, nos
invita con ella al
examen crítico,
a la reflexión
profunda, pero
también a la
celebración
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