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> Dos crónicas periodísticas de EnriqueRaabPorcel o la ilusión de los desposeídos

“Rude... Rude... Rude...”. Narigona, prepotentemente fea, obcecada con su noviazgo, la Paloma (Diana Maggi)perseguía a codazos a este cuerpo humano inabarcablemente gordo, le cebaba los mates del amor y del desprecio,toleraba sin darse por enterada sus desaires de gaucho huidizo y tímido. El Rudecindo inventaba alguna imperiosadiarrea para huir del asalto amoroso y lograba dos objetivos: eludir al enemigo que aquí asumía la forma de lavoracidad sexual y ser cómplice del público, que veía en esa subvariante de la agresión una forma sublime detodas las agresiones que debía padecer en su vida diaria.

El Rude, demás está decirlo, es el cómico argentino Jorge Porcel y el episodio con la Paloma estaba incluido enPorcelandia, uno de los pocos programas de la televisión argentina que hasta 1975 aportaban matices de análisissocial valederos, sin caer en el mentiroso naturalismo en circulación por los teleteatros de Alberto Migré.

Plurivalente pero no ambivalente, la imagen de Porcel se metió a través de la pantalla de la televisión en laconciencia de los argentinos. ¿Qué significado adquirió esa figura monstruosamente desobediente a las reglasconvencionales de la apostura humana? Algo de su carisma tiene que ver ciertamente con el culto a lo anómalo ydesaforado. Pero también puede intuirse en el cariño por Porcel la costumbre inveterada de los pueblos oprimidosde labrarse héroes cuya dimensión física es ajena a la normalidad: así los asirios sojuzgados por Babilonia forjaronal gigante Gilgamesh, protagonista de mil heroísmos y picardías; la clase media inglesa del siglo XVII engendró,junto al demagogopopulista Cromwell, la figura satírica de Gulliver, que pasea su desproporcionada monstruosidadpor el país de los enanos. Que los argentinos de hoy encuentren una fuerte imagen proyectiva en ese ser humanode 135 kilos revela, quizá, muchas verdades: entre otras, la contradicción básica en un país de alta productividadalimenticia –y cuyos habitantes han hecho siempre de la alimentación un culto– sometido sin embargo a la

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enajenación permanente de su fuerza productiva.

No hay que exagerar: el gordo Porcel no es Charles Chaplin, ni Buster Keaton, ni siquiera Jerry Lewis. Buena partede sus posibilidades de penetración depende de su carisma físico y no de una elaboración consciente del mensajeque, inconscientemente, transmite. El gordo de América –cuarta película suya, estrenada hace una semana–confirma plenamente las limitaciones de ese símbolo y de sus significados. Si el film es malo, no es atribuible aeso que la crítica pequeñoburguesa llama la “falta de libertad creativa”. El libro es del mismo Porcel; el envoltoriotécnico del muy profesional Enrique Cahen Salaberry; la producción es generosa, dentro de lo que eso puedesignificar en el cine argentino. O sea que lo que muestra El gordo de América es un catálogo casi total de lasposibilidades del mito Porcel. Porcel ansioso de sexo; Porcel temeroso del sexo; Porcel travestido en mujergrotesca y horripilante: todos esos ingredientes no llegan a conformar una buena comedia, pero sí el repertorio demuchos miedos, inquietudes, terrores y expectativas del pueblo argentino.

Porque antes que nada hay que hacer un distingo entre el Porcel de la televisión y el del cine (para no hablar deotro Porcel, increíblemente grosero y abyecto, el de los teatros de revistas). Pero en la televisión, Porcel sueleapuntar una sutil, conmovedora sonrisa, entre las réplicas, los chistes buenos o malos, los gags que hamemorizado; en casi todos los programas de Porcelandia, los reflectoristas, los apuntadores, los traspuntesparticipaban activamente del espectáculo: Porcel les daba cabida, comentaba con sus ojos resignados la falta deeficacia de un texto, se dejaba tentar, como un cómplice alegre, por las salidas de guión a que se atrevían suscompañeros. Su actitud era claramente la de quien dice mírenme las cosas que estoy obligado a hacer y esaactitud de distanciamiento –brechtiano, ¿por qué no?– agregaba la inevitable connotación crítica a las mediocrescríticas que sus personajes estaban ensayando.

El Porcel del cine es distinto: más encasillado por el medio, menos libre para la improvisación, menos posibilitadopara arrojar esa crítica espontánea en medio de un chiste malo o de una réplica penosa. En cine, la imagen y losguiones mandan y en El gordo de América resulta evidente que las deficiencias de la espontaneidad pretenden sercorregidas por el intelecto. Es bastante aleccionador que esa tentativa solo tiene algún éxito en aquellos momentoslaterales donde Porcel no interviene: en la propuesta de un curda, tan curda (Raimundo Soto), capaz de creer queviaja a Mar del Plata cuando en realidad está volando a Bariloche y de mantener esa ilusión agarrándose, a fuerzade vino y whisky, de pequeñas partículas de la realidad que lo va rozando; o de una futura suegra tan mala (EloísaCañizares) que rebasa la caricatura para convertirse en una suerte de suegra hiperrealista, como podía haberlasoñado el expresionista alemán George Grosz.

Todo eso no eso no está en El gordo de América, film relativamente fastuoso, aburrido y pedante. Pero de vez encuando, en el atisbo de un segundo de humanidad filtrado a través de las académicas cámaras de CahenSalaberry, puede intuirse lo que ese gordo inmenso, tierno y desvalido significa para las clases popularesargentinas. Por ejemplo, cuando le pide al supermacho Jorge Martínez, perseguido por centenares de mujeres, lareceta para convertirse también él, en un supermacho. “Supermacho no va a ser”, lo desalienta Martínez. “¿Y unmacho, nada más...?”, suplica el gordo. “Tampoco...”, contesta, implacable, el galán. “¿Y un machito...?”, implora,casi sin voz, Porcel. “Bueno, si seguís mis consejos, un machito sí”, promete Martínez. Y el gordo, ante laperspectiva, cae al suelo, desmayado. De tanto oír promesas, al gordo –oprimido perpetuo– le da un soponciocuando los que tienen la manija le permiten acariciar una pequeñísima ilusión.

Publicado en Nuevo Hombre, el 17 de marzo de 1976

Los gauchos judíos

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El pueblo quedará a la izquierda de la ruta 202, pero todavía no está terminado. Dos casas solamente tendrán unacabado completo: la del poderoso Liske –que servirá también como casa del rabí Isaac Keliner–, otro rancho deadobe y paja, techo alternativo para varias de las familias habitantes de Rajil. La sinagoga, donde dentro de pocassemanas el gordo, torpe y rústico Pascual Liske intentará dar las siete vueltas rituales alrededor de la Torá,consagrando así sus nupcias con la bellísima Raquel, tampoco está construida. Un pequeño cuadrado de maderaterciada, rematado por otra forma hexagonal, marca el lugar donde –según el libro cinematográfico de Los gauchosjudíos, basado en la obra de Alberto Gerchunoff– podrá reunirse, en los atardeceres entrerrianos, la minján, o sealos diez hebreos mínimos que, a los efectos de la oración, constituyen una colectividad.

Solo que los atardeceres entrerrianos son en realidad lentos atardeceres en Campo de Mayo, provincia de BuenosAires, en una fracción de tierras que el Comando General del Ejército Argentino cedió para esta filmación. Desde ellunes, el director Juan José Jusid ha plantado sus cámaras a la derecha de la ruta, mientras a la izquierda, unas 15cuadras más arriba, 35 carpinteros se afanan para que la semana próxima, Rajil esté en condiciones. Una angostaruta de yuyos aplastados servirá de calle principal –y única– de esta reconstrucción de la pequeña colonia judíadonde Gerchunoff pasó su infancia, un pequeño caserío cuya evocación significa sin embargo, en términosmateriales, una de las obras más ambiciosas del cine argentino. “Después de La dama duende y de La Quintrala,este pueblito es el trabajo escenográfico más costoso que yo recuerde”, asegura Juan Romano, un veterano queviene dirigiendo construcciones de decorados desde 1935, año en que ayudó a construir otro pueblo, el de Elcaballo del pueblo. “Estamos terminando dos casas completas, con su exterior e interior totalmente terminados.Las otras cuatro casas sólo tendrán sus fachadas. Para la filmación, no hace falta más” (...)

Desde hace 9 días, Jusid ha comenzado la tarea de darle imágenes a esta austera serie de estampas queGerchunoff escribió en 1910, a los 27 años, recordando entonces un pasado para él no muy lejano: los días en quesus padres decidieron abandonar la aldea rusa de Proskuroff, los días en que –hostigados por los pogroms cadavez más frecuentes y seducidos por el plan del barón Hirsch y de la Jewish International Agency– emprendieron sularga travesía hacia Entre Ríos. La curiosa estructura del libro –una serie de historias aisladas que se vinculanentre sí por un escenario común y por la presencia de los mismos personajes, alternadamente dispuestos comoprotagonistas o figuras secundarias– ha obligado a los guionistas a una reescritura total: el equipo, integradotambién por Ana María Gerchunoff, una de las hijas del escritor, trabajó durante meses hasta obtener la historiaexplícita de Rajil, un argumento lineal y cronológico que de algún modo transforma, sin traicionarlo, el mosaicoimpresionista de Gerchunoff.

Queda en pie, al menos en el guión, el choque brutal entre dos civilizaciones y también la impronta casi traumáticade esa colisión. Judíos y gauchos se enfrentan, inesperadamente, en la década del 80 en una de las provinciasmás fértiles de la Argentina: para Gerchunoff, la evocación de ese hecho atípico da pie a un relato elegíaco, noépico, de la más empinada calidad literaria; para Jusid, a más de 60 años de distancia, la historia puede tener otrasimplicancias más dramáticas, menos suavizadas por la dulzura del recuerdo (...)

Así encara el equipo de Los gauchos judíos una filmación dura que terminará, si los cálculos son justos, el 10 deenero. Entretanto los actores, todavía confinados a la responsabilidad menor de las escenas de conjunto, estánafilando sus armas para las caracterizaciones individuales. Osvaldo Terranova, desde el sulky, presencia la carreratirado en el piso con casi oriental concupiscencia; China Zorrilla –desde otro sulky vecino– asiste a ese torneoelemental con la prestancia matronil de quien concurre a una función de gala en un teatro de San Petersburgo. Elcolmo de las precauciones las tomó Oscar Viale, el almacenero de Rajil. Lleva a todas partes su cuaderno deanotaciones, porque –recuerda– en el pueblo se vendía al fiado, tanto a gauchos como a judíos. Pero Viale ha

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inventado para ese inseparable cuaderno negro una sutileza especial: las compras de los criollos se anotan encastellano, a partir de la primera página; las de los judíos se anotan en caracteres hebreos, comenzando por lapágina de atrás.

Es casi imposible predecir cómo lucirá en la pantalla esta visión bucólica de Gerchunoff, soñada al amparo de laeuforia del Año Centenario, en un momento en que el concepto del crisol de razas teñía el futuro de rosadasilusiones. Han pasado seis décadas y el monumento literario sigue vigente, aunque muchas de esas ilusiones quesirvieron para nutrirlo han cambiado de signo o se han desvanecido. El lunes, al terminar la filmación, elmicroómnibus del equipo iba desagotando actores y extras hacia Estudios San Miguel, porque ninguna de las rutasinteriores de Campo de Mayo puede ser transitada después de las 19.

Mientras el ómnibus hacía su primer viaje –hicieron falta dos– una cantidad de rabís, mamushkas, ventrudoscolonos y gauchitos de fin de siglo se quedó ante el acceso, esperando la vuelta del micro. Un centinela,respetuoso, se acercó al grupo: “Les ruego que se muevan –dijo– porque si se quedan quietos tengo orden dedisparar”.

Y comenzaron a moverse, en desorden, los judíos plácidos y las matronas robustas; los gauchitos y los petimetresporteños de 1880. Caminaban de un lado a otro para cumplir con la consigna. Daban vueltas en círculo, simulabanel movimiento.

Se lo veía un tanto alocado, ese mundo pretérito de Alberto Gerchunoff.

Publicado en La Opinión el jueves 14 de noviembre de 1974

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