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La última semana de César En un rincón de la celda, sentado sobre una silla despintada de color musgo que chillaba como una cama de recién casados se encontraba Cesar, escribiendo su carta dónde relataba su emoción por todos los buenos recuerdos que le venía a la mente antes de ingresar al penal y porque le faltaba sólo una semana para compurgar la pena que pesaba sobre él. El habitáculo le recordaba a su lugar de estudio cuando se preparaba para ingresar a la Facultad de Derecho. Estaba limpio, pero con poca luz. Era un cuadrilátero de seis por seis donde compartían varios presos. El único lugar donde uno se estrechaba con mayor privacidad era en la cama de dos niveles. el que dormía abajo tenía la ventaja decubrir con sábanas toda la abertura que da con la cama del segundo nivel. La mesita y silla eran compartidas entre todos los presos para escribir cartas o jugar truco. Se encontraba hacia un extremo del lugar donde dormía Cesar. La mañana del lunes, a ocho días de su fecha de salida, se levantó a las cuatro de la mañana, se duchó y preparó el mate con manzanilla y boldo que le había traído un amigo. Tomó un sorbo del mate que humeaba y dejaba ver su vapor con nitidez por el frío que hacía, se rascó la cabeza y pensó en sus momentos felices en Caaguazú, cuando aún era libre. -Emañaminahesé Decía la abuela Narcisatendiendo a la criatura, recién nacida, hacia César, quien miraba atónico a su pequeño hijo. Julia y César se pusieron muy felices al saber que se venía un hijo porque el médico le había advertido que la mujer no podría engendrar. Lo llamaron Francisco. Había nacido un cuatro de octubre y en honor a su Santo Ara se ofrecía todos los años un Karu guasú en el vecindario.

La última semana de césar

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La última semana de César

En un rincón de la celda, sentado sobre una silla despintada de color musgo que chillaba

como una cama de recién casados se encontraba Cesar, escribiendo su carta dónde

relataba su emoción por todos los buenos recuerdos que le venía a la mente antes de

ingresar al penal y porque le faltaba sólo una semana para compurgar la pena que

pesaba sobre él.

El habitáculo le recordaba a su lugar de estudio cuando se preparaba para ingresar a la

Facultad de Derecho. Estaba limpio, pero con poca luz. Era un cuadrilátero de seis por

seis donde compartían varios presos. El único lugar donde uno se estrechaba con mayor

privacidad era en la cama de dos niveles. el que dormía abajo tenía la ventaja decubrir

con sábanas toda la abertura que da con la cama del segundo nivel.

La mesita y silla eran compartidas entre todos los presos para escribir cartas o jugar

truco. Se encontraba hacia un extremo del lugar donde dormía Cesar.

La mañana del lunes, a ocho días de su fecha de salida, se levantó a las cuatro de la

mañana, se duchó y preparó el mate con manzanilla y boldo que le había traído un

amigo. Tomó un sorbo del mate que humeaba y dejaba ver su vapor con nitidez por el

frío que hacía, se rascó la cabeza y pensó en sus momentos felices en Caaguazú, cuando

aún era libre.

-Emañaminahesé – Decía la abuela Narcisa– tendiendo a la criatura, recién nacida, hacia

César, quien miraba atónico a su pequeño hijo.

Julia y César se pusieron muy felices al saber que se venía un hijo porque el médico le

había advertido que la mujer no podría engendrar.

Lo llamaron Francisco. Había nacido un cuatro de octubre y en honor a su Santo Ara se

ofrecía todos los años un Karu guasú en el vecindario.

-Edevariamapio che kape – le grita López, su compañero de celda – Te estás riendo ya

otra vez solo.

Volviendo en sí, César le dijo: Avy`a arma, en una semana ya voy a abrazar a mi hijo.

Voy a jugar con él y recuperar todo el tiempo perdido en estos ocho años.

A César le dieron 13 años por estafa, pero por buena conducta le redujeron la pena a

ocho. - Cada minuto que uno pasa adentro es una eternidad -, solía repetir a los amigos

que de vez en cuando lo visitaban.

Le pudieron haber reducido la pena, pero no se declaró culpable – che ndaha´ei

mba´evaiapoha – repetía a sus amigos y familiares. Asegura que el contador lo engañó y

huyó.

Mba´e la rejapojeyma hina lentuky – Le dice López – cuando una mañana lo encontró

sentado en el suelo dibujando unos gráficos alusivos al genio Leonardo Da Vinci. La

réplica del dibujo del hombre de Vitruvio plasmada en la pared de la mugrosa celda era

perfecta.

Ehechapama – Le dice César -, en tono aburrido.

¡Eñemboloco jeyma hina nde satánico! – grita López -. ¿Vos pio estas drogado chera´a,

no te das cuenta que estos son actos satánicos?, dejá de dibujar esta porquería por la

pared porque o sino patadape romoseta hina – Dice López - con tono enfadado.

Cuando iba por el tercer sorbo otro recuerdo le viene a César: un día Julia fue a visitarlo

en la Facultad de Derecho de la UNA, era el día en que se definía el futuro del precoz

padre. Cuando Julia llegó en el lugar había una algarabía, lagrimas y sonrisas ¡Ingresé,

mi amor!, - grita César a su mujer - y ambos se confunden en un abrazo. César siempre

evoca ese recuerdo en los momentos en que el encierro lo desanima.

Era un asiduo lector de la literatura, derecho, historia y poesía. Era tan apasionado de la

lectura que el Código Da Vinci de seiscientas páginas que le regaló su compadre lo leyó

todo, en tres días. Leía días y noches para no aburrirse durante su encierro.

César recuerda que un domingo lo visitó Ramón, su ex compañero de cursillo de

ingreso. Luego de haber hablado con él por más de tres horas, se le hizo tarde y no tuvo

más remedio que ir hasta su celda ingresando por el pavoroso pasillo donde están los

presos más temibles, incluso a nivel de Latinoamérica.

Los “pasilleros” como son denominados, duermen en la intemperie, a lo largo de un

pasillo equivalente a tres cuadras con sus harapientas ropas y frazadas a cuesta para que

otros no se los quiten.

César llevaba escondido entre su cintura un libro de cuatrocientas páginas y un par de

chocolates que le había regalado Ramón.

Obnubilado aún por las heridas, César despierta lentamente en el hospital de sanidad.

López fue el primero en visitarlo y le preguntó, ¿Qué pio ya otra vez te hicieron arma?

-César responde - Lo que me acuerdo es que venía caminando rápidamente cuando

algunos de los pasilleros empezaron a seguirme como una jauría de perros hambrientos.

Cuando llevé la mano hacía mis pantalones para sostener lo que traía oculto habrán

pensado que quitaría un arma, alguien me puso una zancadilla y mi nariz fue a parar

contra el suelo.

En ese momento cuando intenté levantarme para correr recibí una fuerte patada por la

espalda tirándome contra la pared, nuevamente intenté reponerme cuando recibí un

fuerte puntapié en la sien y al mismo tiempo un refilón de algo puntiagudo al costado de

mi costilla derecha. Luego ya no sentí nada, hasta que desperté en la sanidad....

Para los internos, el libro y, con más razón, de gran volumen es un tesoro preciado, no

porque lo leen, sino porque es un armatoste ideal para ocultar la coca, un veintido´i o un

yvapara.

Luego de que su compañero de celda se retirara de la pequeña sala de sanidad, César se

durmió profundamente y de golpe lo asaltó una escena que durante un almuerzo había

ocurrido dentro del penal.

El tumulto inició cuando una persona de un metro noventa llegó tarde a la fila donde se

distribuía la porción del so´o apu´a porque estaba hablando por teléfono con su hijo

quien lo había llamado desde Concepción después de casi un año.

César recuerda que durante aquella escena se encontraba tercero en la lista de llegada a

la olla.

Nde edebeoi cheve hina, eguerucheve pea – dice el tipo de un metro noventa -

arrancándole la vianda cuando al mismo tiempo extrae un yvapara de su cintura – a

José´i, quien ya se había incorporado en la fila, este al parecer ya sabía que en cualquier

momento podría suceder algo, también respondió rayando el suelo con un pedazo de

metal trabajado de forma meticulosa para que se convierta en arma letal en el momento

que sea necesario.

César se asustó y se salió de la fila perdiendo su puesto y la comida. Era la primera vez

que veía un espectáculo tan cruel desde que entró a la cárcel.

Aquella escena fue mortal. Ambos contendientes, al parecer eran hábiles manipuladores

del cuchillo.

¡Guardia!,¡Guardia!, ¡Guardia! – grita, César cuando siente que le curten la piel

penetrándole la vacuna antitetánica. Repentinamente despierta y se da cuenta que lo

calmaba un médico cubano muy amable que prestaba servicio en el lugar.

César da las gracias a Dios de que haya sido sólo un sueño y baja suavemente la cabeza

de nuevo sobre la dura almohada donde reposaba su cabeza vendada.

Te rompieron la boca, cabeza y tenés una herida al costado derecho de tu costilla.

Además tenés hematoma. ¡Suerte que no te mataron!, le dice el médico cubano.

Desde aquella vez, César llevaba un rosario de madera colgado de su cuello que le había

regalado el pa´i Luis, Capellán de la cárcel quien además sabiendo que a César le

gustaba leer le regaló un libro del Padre Carlos Heyn, historiador que escribió sobre la

vida del sacerdote carapegueño Julio César Ortellado.

Luego de recordar todas aquellas escenas, César se puso a rezar el santo rosario antes de

ir a trabajar en la panadería donde lo habían acogido por su buen comportamiento.

4.30: - César, ¿Mba´ere pio voieterepu´a chakeko ro´y? - preguntó López - a su

compañero de celda.

Che kyre´yetereinio kape, porque la otra semana asetama, manifestó sonriente él.

5.00: Cuando la temperatura promediaba los cuatro grados, César se dirigió al baño para

ir y reportarse en la fila de inspección general que se hace diariamente.

Jajotopata kape - se despide César -. Oima - le dijo López -, quien seguía acostado.

Sólo el chorro de agua que golpeaba la amarillenta pileta del baño hacía ruido en ese

momento.

César llevó las dos manos llenas de agua fría, que humeaba por la evaporación, a la cara

y mirándose al espejo pensó en cómo correría en el brazo de su pequeño hijo de 9 años

y en el de su esposa, quienes lo esperaban al otro lado de los barrotes de hierros, cuando

saliera.

Luego de asearse, caminó lentamente por el oscuro pasillo que lo conducía al sector de

inspección general.

Su mirada reflejaba una inmensa alegría. Descendió una escalera pensando en una

pendiente pastizal que su mamá tiene en la granja de Caaguazú.

Era el tercer lugar que visitaría luego de la casa de su esposa y la basílica de la

virgencita de Caacupé, al salir de prisión.

Agradecido a Dios por la oportunidad de reconciliarse con su familia y la sociedad,

César, se santiguó besando su rosario de madera al pasar frente a la Parroquia de los

presos, Virgen de la Merced.

É, mbaeiko oîta, voiete repu´a - le dice Don Atilano – al ofrecerle un mate caliente con

manzanilla.

Avy´a, chamigo, ya osema cheve la che liberta. La otra semana ya voy a estar con mi

familia de vuelta, dijo César.

Luego del tercer sorbo de mate se dirigió a la panadería donde trabajaba, en el interior

de la Penitenciaría.

A las 5.50, después de haber auxiliado a un grupo de ancianos que buscaban pan, lo

encontró tendido en el suelo su compañero de celda, quien fue alertado por los

desesperados gritos de los demás internos al ver el voraz incendio que se iniciaba en el

interior de la panadería aquel 10 de junio.

López, quien sabe algo de primeros auxilios destrozó la sucia camisa que llevaba puesta

su amigo y presionándole el pecho contó: uno, dos, tres..

César tragó mucho humo. Cerró los ojos lentamente llevándose consigo todo el sueño

que se hubiese cumplido la próxima semana, al salir en libertad.

Autor: Aníbal Casco

Obtuvo el tercer puesto en el concurso de cuentos “Dr. Jorge Ritter” XIX edición, organizado por el Comité cultural, social y deportivo de la

COMECIPAR, el 25 de octubre de 2016. Fueron miembros del jurado: entre otros, Nelson Aguilera, Milia Gayoso Manzur y Lourdes Aquino.