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Las desventuras del matapacos

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Colección de cuentos correlativos, precuela de la novela KON ©2013

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Jorge araya poblete

Lasdesventuras

delMatapacos

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Las Desventuras del Matapacos por Jorge Araya Poblete seencuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro.Prohibida su distribución parcial.Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor.Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor.

©2013 Jorge Araya Poblete. Todos los derechos reservados.

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Índice

Presentación 6

Matapacos 8

La muerte de Pérez 15

El caso de las joyas fantasmas 24

El caso del marido engañado 34

Benavides y González 42

El caso de las hermanas gemelas 51

El caso de la mascota perdida 58

El retiro 64

El caso del auto perdido 71

El caso de la platería robada 78

El secuestro 86

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Presentación

“Las Desventuras del Matapacos” es una colección de once cuentos de medianaextensión, que relatan la vida profesional y parte de la historia personal deldetective privado Pablo “Matapacos” González desde su expulsión deCarabineros, hasta que llega a sus manos el caso que da origen a la novelapolicial ciberchamánica KON ©2013. Esta colección está pensada en quienesleyeron la novela y se interesan en conocer aspectos del pasado del detectiveprivado, para escudriñar en los hechos que forjaron la personalidad que lepermitirán enfrentar el caso más complejo de su carrera profesional.

El norte de esta colección de cuentos no es otra más que entretener. Los relatosson completamente ficticios, el uso de nombres de instituciones públicas es sólopara darle un entorno más realista a estos cuentos de ficción. Los nombres depersonas fueron creados por el autor, y cualquier alcance con personas vivas omuertas es mera casualidad.

Jorge Araya Poblete

Septiembre de 2013.

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Matapacos

I

—¿Estamos todos de acuerdo, correcto?—preguntó el coronel Gutiérrez.—Sí mi coronel—se apuró en contestar el capitán Pérez.—Sí mi coronel—respondió el carabinero González.—Está bien. Este incidente no se debe dar a conocer a la luz pública, ese es elcompromiso. Si no respetan este trato, esto llegará a la corte marcial y todossaldremos perdiendo, pero en especial ustedes, ¿quedó claro?—Sí mi coronel—respondieron al unísono los dos carabineros.—Correcto. Capitán Pérez, vaya a buscar sus cosas y diríjase a su nuevaasignación. Y no quiero saber nada más de usted en mucho tiempo, al menos deaquí hasta mi retiro—dijo el coronel con evidente enojo—. Carabinero González,vaya a buscar sus pertenencias y entregue su uniforme y su arma. Ojalá susaños como carabinero le sirvan de experiencia en la vida, y que esta destitución loayude a abrir los ojos para que no vuelva a cometer errores que comprometan sufuturo y el de su familia. Que le vaya bien.—Gracias mi coronel—respondió el ahora ex carabinero Pablo González,estrechando la mano de su ex oficial y mirando con rabia al capitán Pérez, quiendejaba ver una sonrisa socarrona luego de haberse salido con la suya.

Pablo González salió de la comisaría con rumbo a su casa. Ya había conversadocon algunos ex colegas para ver la posibilidad de conseguir empleo como guardiade seguridad, y poder ganarse la vida de modo digno, y darle a su esposa y a supequeña hija todo lo que merecían y necesitaban, pues ellas no eranresponsables de los hechos que habían terminado en su destitución. Gonzálezestaba destruido, había perdido el sueño de su vida y el sostén que le permitiríacumplir sus planes a futuro por culpa de su inocencia y sus ganas por hacer lascosas bien. De todos modos, y pese a la incertidumbre laboral en que seencontraba, estaba tranquilo con su conciencia y con las enseñanzas de suspadres, que siempre le inculcaron la rectitud como virtud principal.

Mientras caminaba por las polvorientas calles, González empezó a escuchar unasuerte de murmullo a su paso, a veces susurrado, otras hablado en voz baja perosin mirarlo directamente a él. De pronto, un hombre ebrio, que había estado en elinstante en que se había sellado su futuro días atrás, se paró frente a él y le gritó:

—Te pasaste matapacos, ese huevón del capitán… ese poh… se merecía lo quele pasó…

González esquivó al hombre que seguía gritando alabanzas y parabienes a sunombre en medio de la calle, mezclado con bendiciones religiosas para el exuniformado, y garabatos para el capitán Pérez, el gobierno, la locomoción y elclima. A esas alturas González sólo quería olvidar, pero al parecer su pueblo natalno se lo permitiría, al menos en el corto plazo.

Luego de cambiar un poco el rumbo para evitar al ebrio y su grandilocuentediscurso, González se encontró en una calle poco concurrida pero cercana a laplaza de armas de la ciudad. De pronto vio un letrero puesto en una anticuada y

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bastante mal mantenida construcción, que correspondía a una pequeña agenciade detectives privados, y que ofrecía empleo a ex uniformados para hacerinvestigaciones contratadas por particulares. Dado lo fortuito del hallazgo,González decidió pasar a preguntar por el aviso, al menos para saber si teníaalguna alternativa a terminar sus días como guardia en algún supermercado ocamión de transporte de valores. En cuando abrió la puerta y entró a la viejaoficina, un hombre enjuto y añoso apareció tras el escritorio situado al centro dellugar.

—Buenas tardes joven, soy Ernesto Benavides, ¿en qué lo puedo ayudar?—Buenas tardes, quería preguntar por el aviso que hay pegado en la pared, enque piden ex uniformados para trabajar en su agencia.—Ah, ya veo— dijo el hombre algo desilusionado al creer que tendría un clientenuevo—. Asiento joven, ¿trajo su currículum?—La verdad es que sólo pasé a preguntar… verá, acabo de quedar cesante yestaba viendo en qué ganarme la vida.—Pero el aviso dice claramente ex uniformados, y usted es muy joven para haberjubilado—dijo el anciano.—Soy ex carabinero, de hecho me acaban de… dar de baja—dijo algoavergonzado González.—Ah, ya veo. Entonces si lo acaban de dar de baja tiene que haber sido poralguna falta grave, por lo que es esperable que no tenga referencias—dijo eldueño de la agencia—. Y dígame, ¿qué falta cometió señor…?—González, Pablo González—dijo el ex carabinero, esperando que el hombre alotro lado del escritorio no hubiera escuchado su nombre, o al menos no lorecordara.—¿El matapacos?—preguntó sorprendido el viejo investigador privado—. ¿Y no lometieron preso por lo que hizo?—La historia tiene más aristas que lo que la gente sabe o cree saber, señorBenavides—dijo González, bastante contrariado, mientras se ponía de pie—.Disculpe por quitarle su tiempo, es obvio que no tengo el perfil profesional queusted espera.—¿Para dónde va, señor González?—preguntó Benavides—. La entrevista detrabajo está recién empezando, yo sólo manejo la historia que corre de boca enboca por este pueblo de viejas peladores y viejos copuchentos. Creo que lomenos que le debo es la posibilidad que me cuente su versión de los hechos, enuna de esas podemos llegar a algún arreglo laboral que nos convenga a ambos.—Está bien señor Benavides, le contaré lo sucedido, y usted decidirá si sirvo o nopara este trabajo—dijo González, disponiéndose a contar los hechos queterminaron con su destitución.

II

Dos semanas antes de la entrevista en la agencia de detectives privados, elcarabinero González se encontraba junto a otros colegas y suboficiales siguiendola pista de un grupo de burreros que estaban internando cocaína y pasta basedesde Bolivia, y que no habían podido ser capturados pues cada vez que habíaalgún dato, parecían enterarse justo a tiempo para cambiar sus planes, lo quellevó al servicio de inteligencia a suponer que había alguien pasándoles

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información desde alguna institución del Estado. El fiscal a cargo del caso estabafurioso con las constantes caídas de las pistas que lograban obtener, lo que lollevó a conseguir con el juez una orden para iniciar una investigación paralelaencubierta, que estaría a cargo de personal especializado, mientras la gente de lacomisaría seguiría en la investigación formal. Un martes en la tarde, cuandoGonzález iba saliendo de su turno, fue abordado por dos hombres desconocidos yvestidos de civil, quienes le mostraron credenciales que los identificaban comomiembros de la dirección de inteligencia de carabineros, y que lo hicieron subir auna van sin distintivos.

—¿Qué sucede mi teniente, hice algo indebido?—Parece que no sabe por qué está acá, González.—No mi teniente—respondió confundido González.—Estamos en una operación encubierta llamada Zorro Andino. ¿Sabe para quéson buenos los zorros, González?—No mi teniente—respondió casi asustado González.—Son buenos para robar sin dejar muchos rastros. Estamos siguiendo a un zorrode esta zona, que le está robando los arrestos a los carabineros.—No entiendo mi teniente. —Quiere decir que alguien de tu comisaría le pasa el dato a los traficantesbolivianos, o les roba la droga para hacerse de plata, huevón pavo—dijo elacompañante del teniente.—Mi sargento, yo no tengo nada que ver…—Claro que no, se necesita ser inteligente para una operación así—interrumpió elsargento—. Necesitamos de tu ayuda, González. Tenemos listo un palo blancoque pasará mercancía a través de un paso fronterizo, tú vienes con nosotros parahacer la identificación de quien detengamos.—Sí mi sargento, ¿y esto cuándo será?—No le comunicaremos fecha ni hora González, es imprescindible que nadie sepanada de esto—intervino el teniente—. Usted lo sabrá en el instante en que debasaberlo. Ah, y como comprenderá, nada de esta conversación debe salir de estelugar, no puede comentarlo ni con su familia, ni con sus superiores, ni menos consus compañeros. ¿Está claro, González?—Sí mi teniente—respondió González, mientras el sargento abría la puerta y lehacía señas para que bajara rápido de la van.

Una semana después, justo antes de entrar a su turno, la misma van estabaesperándolo frente a la comisaría, en esta ocasión con el motor encendido. En elinstante en que González pasó frente a la puerta lateral del vehículo ésta se abrió,y la desagradable cara del sargento haciéndole señas para que entrara aparecióentre varios rostros desconocidos, dos de los cuales iban con pasamontañas decolor verde institucional. En cuanto estuvo arriba la puerta se cerró y el vehículoinició su marcha con rumbo desconocido.

—Buenos días mi teniente, buenos días mi sargento—dijo con voz marcialGonzález, ante la desidia de todos quienes viajaban en el vehículo.—¿Andas con tu arma de servicio?—preguntó el sargento.—Sí mi sargento—respondió González, preocupado.—Ponte la pistolera y el arma, y deja tu mochila acá en la van—ordenó elsargento; una vez que González estuvo listo, el sargento echó mano a un chaleco

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antibalas negro, sin distintivos—. Póntelo, servirá para que el resto del personaldel operativo no te confunda con los carabineros corruptos. —De más está recordarle González, que todo lo que ocurra ahora es materia deinvestigación del servicio de inteligencia de carabineros, nada de esto se debesaber, bajo ninguna circunstancia.—No se preocupe mi teniente, no revelaré nada de lo que pase—respondióGonzález, cada vez más extrañado por el modo en que se estaban dando lascosas.—Ah, por si acaso yo no soy tan confiado como mi teniente—agregó el sargento—. Yo sé dónde vives, con tu joven y bella esposa Marta y tu pequeñita reciénnacida, la Marianita—al escuchar al sargento el semblante de González cambióde inmediato—. Qué bueno que te haya quedado claro el mensaje, huevón pavo.Nada de lo que pase se te puede salir, y si se te sale, te doy donde más te duele.—No le hagas caso al sargento, le gustan mucho las series de televisión deespías y esas cosas.—Dile eso al último huevón al que se le cayó el casete—dijo uno de los miembrosdel equipo que miraba fijamente al suelo. —Suficiente—dijo uno de los hombres con pasamontañas, al ver que Gonzálezacercaba su mano a su arma de servicio.—Vamos a lo nuestro señores—agregó el teniente—González, usted va junto alsargento, no se separe de él.—Sí mi teniente—respondió González mirando con odio al sargento, que loseguía mirando con una sonrisa en su rostro.

De pronto la van se detuvo, bajando todo el contingente en silencio, quedando alfinal el sargento y Pablo González. Cuando el sargento se devolvió a cerrar lapuerta de la van, González sujetó con fuerza el brazo del suboficial, lo miró a losojos y le dijo:

—No vuelvas a meter a mi familia en esto.—Si sigues la única regla, nunca se enterarán de nada—respondió el hombre,soltándose sin dificultad de la tomada del joven carabinero, para luego agregar—Ahora vamos a lo nuestro, mientras antes terminemos, antes dejarás de ver miinolvidable sonrisa.

III

El grupo de hombres seguía de cerca a los dos encapuchados, quienes subieronrápidamente una loma y se parapetaron tras unas rocas, lo suficientemente altas yextensas como para esconder a todo el grupo. González se ubicó al lado delsargento, y a una señal de éste se asomó con cuidado para tratar de ver sin servisto. Justo antes de asomarse, una voz conocida para él se dejó escuchar en eldesierto.

—¿Trajiste lo acordado?—dijo la voz del capitán Pérez, el comisario de latenencia donde él prestaba servicios.—Por supuesto jefecito, acá está la mercadería que hablamos—respondió unavoz con marcado acento altiplánico—. Es cocaína de alta pureza, quince kilos, talcomo acordamos, jefecito.

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—Así me gusta, que la gente cumpla sus compromisos—dijo Pérez mientrasmiraba los paquetes con la droga—. Déjalos en la parte de atrás de mi camioneta,y ándate luego para que no tengas problemas.—Bueno jefecito. ¿Cuándo puedo pasar mi cargamento con seguridad?—preguntó el tipo que trajo la droga.—Ah, eso, casi lo olvidaba—dijo Pérez mostrándole una gran sonrisa a suinterlocutor—. El martes próximo estaremos toda la tarde cuidando el paso quehay cinco kilómetros al norte, así que ahí tienes vía libre para que tu cargamentopase seguro.—Muchas gracias, jefecito Pérez—respondió el hombre.

En ese instante los dos hombres con pasamontañas se pusieron de pie y sacaronde entre sus ropas ametralladoras UZI de 9 milímetros: el policía encubierto habíadado la clave para que entrara el equipo en acción.

—¡Dipolcar, todos al suelo, mierda!—gritó uno de los hombres con pasamontañasidentificándose como miembro de inteligencia de carabineros, y apuntando suarma a la cabeza del capitán Pérez, mientras el resto de los hombres rodeaba alresto de los involucrados. En ese instante el sargento llamó a Pablo González y lollevó al lado del capitán.—¿Identifica a alguien acá?—preguntó el sargento mientras se desarrollaba larevisión de las vestimentas de los detenidos.—A mi capitán Pérez, mi sargento—respondió nervioso González, al serconfrontado con su comisario.—Tenemos identificación positiva—dijo el sargento a los carabineros depasamontañas, para luego girar hacia González y estrechar su mano—. Graciaspor su colaboración González, la información que nos dio nos permitió descabezaresta banda de policías corruptos.

González quedó paralizado: el sargento lo había sindicado en público como unsoplón. Justo cuando el carabinero se disponía a responder al sargento, fueviolentamente derribado: el capitán Pérez se había liberado de sus captores y sehabía abalanzado sobre él.

—¡Sapo conchetumadre, te voy a matar!—gritó descontrolado el oficial, mientrasse trenzaba a golpes con González, quien sólo atinó a enfrentar al capitán, sin sercapaz de hablar en su defensa. Antes que el sargento permitiera que el resto delos hombres interviniera, González logró ponerse de pie, y gracias al duro trabajofísico que le tocaba desempeñar, pudo tomar ventaja de la pelea y golpear con lasuficiente fuerza a Pérez como para derribarlo e impedirle volver a ponerse en pie.La rabia lo llevó a descontrolarse y a arrojarse sobre Pérez, a quien empezó agolpear con inusitada violencia en el suelo, debiendo ser reducido por el equipode inteligencia a cargo del procedimiento. Desde el suelo Pérez empezó a revisarsus heridas, para después sentarse en una piedra y mirar con odio a González.

—No te voy a matar conchetumadre porque no quiero, pero me voy a encargarque te echen y que nadie más te dé trabajo en tu puta vida, mierda—dijo mirandoa su subalterno.—No estás en condiciones de amenazar, te pescamos con suficiente evidenciapara que no salgas por años de la cárcel—intervino uno de los policías con

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pasamontañas.—Eso es lo que ustedes creen, manga de ahuevonados—dijo con soberbia elcapitán—. Tengo familiares influyentes en el parlamento y en el alto mando de lainstitución, y les aseguro que no me va a salir por nada esta huevada. Y esto te vaa costar carísimo, sapo de mierda—dijo Pérez, dirigiéndose a González.—El testimonio de González ya no es necesario—dijo el teniente que lo habíacontactado—. De todos modos no podemos dejar de agradecer su colaboración. —Pero…—intentó intervenir González, siendo asido por el brazo por el sargento,quien le habló en voz baja.—Recuerda a la Marta y a la Marianita huevón—dijo el sargento—. Necesitamosmantener en reserva a nuestros agentes encubiertos, así que para efectos de estecaso tú lo delataste. Y recuerda, si no rompes la regla, nada le pasará a tu familia.—Te van a echar y te vas a morir de hambre, hocicón culiao, nadie te va a dartrabajo en la ciudad, te lo juro mierda, no te vas a salir con la tuya—dijodescontrolado el capitán Pérez, mirando con furia a Pablo González, quien sóloatinaba a mirar el suelo sin poder responder.—Ya, se acabó esta cháchara—dijo uno de los hombres encubiertos—. Suban aeste huevón a la van, para trasladarlo a la fiscalía militar y hacer la formalizaciónde cargos. González, te vas en el otro vehículo.

IV

—Eso es todo señor Benavides. El capitán Pérez es sobrino del fiscal militar,primo de un diputado e hijo y sobrino de dos generales del alto mando decarabineros, así que movió sus influencias para salir limpio de la situación, siendocastigado sólo con un traslado forzoso a la frontera, donde estará varios años yserá vigilado por la gente a cargo de pasos fronterizos. A mi… a mi me dieron debaja por denunciar supuestamente esta operación fuera de tiempo. Según laresolución, si yo hubiera denunciado antes, se hubieran evitado variasoperaciones de los traficantes. ¿Le sirve mi versión de los hechos, señor?—Sólo tengo una duda, ¿por qué te dicen matapacos?—preguntó el detectiveprivado.—Ah, eso… porque en el arresto había también un consumidor, que llegó al lugarbuscando un mejor precio, y que vio cómo le pegué a mi capitán Pérez. Él llegódiciendo que hubo una pelea en que un carabinero casi mató al otro a puñetazos.—Vaya historia, hombre.—Bueno, esa es mi verdad. Gracias de todos modos por haberme escuchado,necesitaba contarle a alguien de mis desventuras. Buenas tardes, señorBenavides.—Buenas tardes señor González, lo espero el lunes a las ocho… no, nueve de lamañana—dijo Benavides, quien sonrió ante la aparatosa cara de sorpresa deGonzález—. Usted fue utilizado por la Dipolcar y por sus superiores, y pese a ellosigue hablando con respeto de todos. Eso señor González, respeto, es lo que lehace falta a esta sociedad. Tal vez encuentre algo aburrido el trabajo, pero tendráun sueldo seguro todos los meses. Le aconsejo que cuando su economía estémás estable saque algún seguro de vida a nombre de su familia, nunca está demás. Y bueno, si con los años le toma el gustito a este trabajo, puede que cuandodecida retirarme le venda a un precio conveniente esta agencia.—Gracias señor Benavides, le aseguro que no lo defraudaré. Buenas tardes, y

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gracias de nuevo.

Pablo González llegó caminando a su casa, a algunas cuadras de lo que sería sunuevo empleo. Cuando llegó encontró a Marta, su esposa, parada en la puertacon su hija Mariana en brazos, para darle un largo y cariñoso beso de bienvenida.

—Qué bueno que llegaste, me tenías algo preocupada—dijo la joven mujer, quemiraba con curiosidad la leve sonrisa que dejaba ver el rostro de su esposo—.¿Ya terminó todo?—No. De hecho acaba de empezar—respondió esperanzado el detective privadoPablo González.

FIN

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La muerte de Pérez

I

Pablo González estaba sentado en la barra del único bar decente del pueblo. Yallevaba dos meses trabajando en la agencia de detectives privados de ErnestoBenavides, y si bien es cierto ya estaba aprendiendo los gajes del oficio yutilizando su formación policial para facilitar su trabajo, no podía sacarse de lacabeza las amenazas del capitán Pérez. En el tiempo que llevaba aún no estabaparticipando activamente de ninguna investigación, pues primero debía aprenderlos asuntos administrativos del trabajo, que servían para informar a los clientes delos avances de aquello por lo que estaban pagando, y de paso podrían servir derespaldo ante algún requerimiento judicial, y todas las regulaciones que limitabansu campo de acción, para no cometer delitos que empeoraran más su aúnprecaria situación. Además, tuvo que comprarse un arma de fuego, pues al serdado de baja debió devolver su revólver institucional; por un asunto de costumbrey nostalgia, decidió comprar el mismo modelo que usaba en su trabajo anterior, unTaurus calibre 38 de seis tiros, cañón mediano y empuñadura de madera. Luegode una aburrida tarde de papeleos varios, González se regaló un tiempo para ir albar a tomar en silencio mientras miraba el espejo delante del cual estabanalineadas todas las botellas, y en el cual, además de reflejarse las etiquetastraseras de los licores, podía ver el alma amargada de quien aún no seacostumbraba a no ser quien había sido, y que no sabría si podría acostumbrarsea ser lo que era y tal vez sería por el resto de sus días.

González estaba bebiendo su segunda piscola; de pronto una voz conocidahablando tras él lo hizo girar bruscamente y quedar de frente a quien veníaentrando, casi como un reflejo.

—Mi sargento Salgado—dijo González poniéndose de pie y cuadrándose frente aun hombre canoso y obeso que entró al bar con ropa deportiva.—Despabílate huevón, ya no eres carabinero, no tienes que cuadrarte ni tratarmede “mi sargento”, menos cuando ando de franco—respondió el hombre, paraluego saludar efusivamente a González.—Qué gusto verlo de nuevo, mi sargento—dijo González, contento de ver por finuna cara conocida.—Manuel, me llamo Manuel huevón porfiado—respondió Salgado.—Prefiero que me diga Pablo, mi… perdón, Manuel—dijo González, tratando deacostumbrarse al nuevo trato que debía darle a quien fuera uno de sussuperiores.—Está bien, Pablo—dijo Salgado, sonriendo al ver la cara de González al tratarlopor su nombre—. ¿Qué ha sido de tu vida, hombre? ¿Cómo está tu familia?—Bien, estoy empezando a trabajar en una agencia de detectives privados. Porahora sólo estoy haciendo pega administrativa y pidiendo los permisosnecesarios, pero al menos me alcanza para mantenerme. Mi familia está bien, miesposa me ha apoyado en todo y el resto de mi familia le hace propaganda a laagencia para que tengamos clientes.—¿Detective? ¿Te pasaste al bando contrario, ahora eres tira?—dijo Salgadosonriendo, aludiendo a la histórica rivalidad entre carabineros e investigaciones.

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—Detective privado, nada que ver con los tiras, eso jamás—respondió González—. ¿Y qué ha pasado en la comisaría, cómo están todos por allá?—Quedó la cagada con lo de tu sapeo, Pablo. No creo que sea recomendable quete aparezcas por allá al menos por algunos meses—dijo Salgado.—¿Y por qué tanto?—preguntó González, debiendo tragarse la rabia al saber queno podía contar la verdad, pues ello pondría en riesgo la vida de su familia. —Lo de Pérez era sabido por muchos, y todos lo callaban. El día después que tedieron de baja y que trasladaron a Pérez, llegó un general con gente de laDipolcar para intervenir la comisaría. Dos semanas después había cinco bajasmás, incluido el teniente que estaba reemplazando a Pérez,—¿Mi teniente Gómez?—preguntó sorprendido González—Ya no es tuyo, ni es teniente.—Cierto, aún no me acostumbro.—El asunto es que ahora estamos haciendo la misma pega de antes, pero consiete menos—continuó Salgado—, así que no eres recordado con mucho cariñoque digamos.—Lo imagino—respondió González, mirando su vaso medio vacío. —Y han pasado más cosas, tanto o más importantes que las bajas y los arrestos.—¿Qué más podría haber pasado que fuera peor que lo que vivimos?—preguntóGonzález, cabizbajo.—Mataron anteayer a Pérez—contestó Salgado.—¿Qué?—dijo González, casi atragantándose con el sorbo del trago que estababebiendo. —Aún no ha llegado la información oficial a la comisaría—dijo Salgado—. Tengoun amigo que trabaja en la frontera, él me contó ayer cuando nos juntamos.—¿Pero qué chucha pasó, si apenas llevaba dos meses allá?—preguntóGonzález, sorprendido por la noticia.—¿Tienes tiempo?—dijo Salgado— Mi amigo me contó todo con lujo de detalles,incluidos los que no se sabrán.—Por supuesto que tengo tiempo—respondió González, recordando la amenazaque le había hecho Pérez, y que ya no se concretaría.

II

El capitán Dagoberto Pérez llevaba un mes y medio en el puesto fronterizo. Ellugar al que había sido destinado no tenía ni la mitad de las escasas comodidadesque había en su comisaría de origen, en la región de Atacama. El frío y la pocaconcentración de oxígeno en el aire hacían sus días cada vez másdesagradables, y los constantes roces con sus compañeros lo tenían aislado enuno de los lugares más aislados del país. Pero lo peor de todo para él era estarrodeado de “cholos”, gente con rasgos aymara por doquier, y con un modo dehablar arrastrado que le incomodaba sobremanera, máxime pensando en la cunaque lo había visto nacer, y con el entorno socioeconómico con el que le gustabacodearse, que no era otro que aquel que giraba en torno a las esferas de poder.Inserto en una familia cuyos miembros prominentes ostentaban cargos de altorango y responsabilidad dentro de carabineros, gracias a los sacrificios propios deuna carrera profesional bien llevada, y con un tío ejerciendo como diputadoreelecto debido al cariño que le tenían sus votantes, Pérez era la oveja negra dela familia, pues a cada rato intentaba usar a sus seres queridos como plataforma y

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escudo para cometer abusos de toda índole, sin pagar nunca las consecuenciasde sus actos. Sin embargo su último delito fue lo suficientemente grande comopara no quedar impune, haciendo obligatoria su destinación a otra comuna paraevitar un evidente ajuste de cuentas contra quien creían que lo había delatado, ytambién evitar que los traficantes intentaran cobrar su cuota en ese perversojuego.

El capitán Pérez se encontraba de turno una noche, en las cercanías de un pasofronterizo no habilitado, pero usado comúnmente por traficantes menores,burreros, y algunos aymaras que no se consideraban bolivianos ni chilenos, sinomiembros de la raza que los vio nacer y cuya sangre llevaban con orgullo. Lospolicías ya conocían a todos quienes frecuentaban ese paso, así que para evitarproblemas innecesarios dejaban pasar a los aymaras de siempre, lo que ocurría aambos lados de la frontera como una suerte de acuerdo tácito, destinado arespetar a la etnia originaria del lugar, y a mantener las buenas relaciones localesentre ambos pueblos, ajenos del todo a los discursos de la clase política que detanto en tanto inventaban conflictos limítrofes en una frontera administrativa.Cerca de las diez de la noche, y cuando el frío viento del altiplano arreciaba conviolencia en el lugar, el sargento Mamani fue a buscar un poco más de mate decoca al vehículo para soportar el frío y la puna: al ver que no quedaba nada,decidió manejar hasta la comisaría para tener con qué pasar la noche.

—Pérez, te quedas un rato solo acá. Si pasa algo me avisas por la radio—dijo elsargento.—Capitán Pérez, huevón, respeta mi rango—dijo Pérez mirando con odio al cholovestido de carabinero.—Y tienes cara de echar encima tu grado después del cagazo que te mandaste…agradece que no te mandaron a la conchetumadre, huevón—respondió elsargento, mientras encendía el vehículo y empezaba el viaje de media hora a lacomisaría.

Pérez se quedó en la inmensidad de la noche solo, vigilando un pedazo de tierraque no parecía terminar en ningún lugar, pensando en quién querría pasar por ahíque no fuera un traficante. De pronto tres sombras aparecieron entrecortadas a laluz de la luna, acercándose al lugar en que se encontraba; de inmediato Pérezencendió una linterna y pasó bala en su ametralladora UZI.

—¡Alto ahí, carabinero!—gritó Pérez hacia las sombras, dos de las cualesempezaron a mover sus manos en alto como si estuvieran saludando.—¿Sargento Mamani? Somos nosotros—dijo una arrastrada y parsimoniosa vozde mujer, con el típico timbre agudo del altiplano.—El sargento no está, soy el capitán Pérez, acérquense con las manos en alto ylentamente—dijo Pérez hacia las sombras.—Buenas noches capitán, soy Violeta Quispe y él es mi hermano José—dijo lajoven muchacha, acercándose a la luz de la linterna de Pérez.—¿Qué hacen por acá a estas horas de la noche?—Traemos un encargo de nuestro padre—dijo la morena y menuda joven de largacabellera, al hacerse visible en la inmensidad del desierto—. Nos pidió quefuéramos a comprar un llamito para una ceremonia a Bolivia, porque allá salenmás baratos.

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—Un llamito para una ceremonia… ¿de verdad creen que me voy a tragar esamentira?—dijo Pérez con voz altanera—Ese animal debe estar cargado decocaína.—Esperemos al sargento Mamani, él nos conoce y le explicará…—empezó adecir el muchacho.—¿No sabes la diferencia entre un capitán y un sargento, pendejo?—preguntóPérez, para luego agregar—. Ese huevón es mi subalterno, yo soy acá el quedecide de ahora en adelante, cholos de mierda.—No le haga caso a mi hermano capitán, es arrebatado desde chico. Le diré a mipapá para que lo ponga en regla—dijo la muchacha, sujetando del brazo a suhermano y medio escondiéndolo tras ella.—No es asunto mío este cholo malcriado, lo que me interesa es la droga quetraen en ese animal—respondió Pérez, cada vez más enojado.—Capitán, el llamito es para un ritual religioso, nosotros no llevamos droga, nisiquiera mascamos hoja de coca porque nacimos acá, así que no nos apunamos.Si quiere revise el llamito, no lleva nada encima.—No llevará nada encima, pero probablemente sí adentro—dijo Pérez pasando laametralladora hacia su espalda y sacando un gran cuchillo con filo en un lado yborde aserrado en el otro.—¿Qué va a hacer con ese cuchillo?—preguntó asustada la muchacha.—¿Qué crees que voy a hacer, chola de mierda?—dijo airado Pérez—. Voy aabrirle la panza a tu bicho para sacarle la coca que trae dentro, y despuésmeterlos presos a ustedes por tráfico.—¡No puede hacer eso!—gritó espantado el muchacho, cruzándose por delantedel animal—. El llamito es sagrado, lo vamos a usar en una ceremonia, no lopuedes matar.—Quítate maricón, estás obstruyendo una operación policial—dijo Pérezavanzando hacia el animal, siendo nuevamente bloqueado por el joven aymara.—Por favor, esperemos al sargento, él le explicará—dijo la muchacha, casiparalizada en su lugar.—No metan a esa mierda de Mamani acá, el caso es mío—dijo Pérez dirigiéndosea la muchacha, para luego girar y tomar por la ropa al joven—. Y tú te sales de enmedio, o no respondo.—No lo puede matar…—en ese instante Pérez tiró con fuerza de la ropa almuchacho lanzándolo al suelo, para luego tomar al llamito por la correa y darle uncertero corte en el cuello, matándolo de inmediato. Cuando el joven vio morir alanimal, se abalanzó sobre Pérez, el cual lo recibió con un violento puñetazo en lacara, para luego botar el cuchillo, tomar la ametralladora, y dispararle almuchacho cuatro tiros al abdomen.

La muchacha estaba consternada, de la nada su hermano yacía en el sueloherido a bala y desangrándose, en un viaje que revestía una connotación religiosay que ahora se había convertido en un desastre.

—¡Maldito maricón, mataste a mi hermanito!—gritó la muchacha en medio de laslágrimas.—Fue en defensa propia. Además, cuando le abra las tripas a ese bicho y lesaque de dentro la droga, se van a ir en cana por años—respondió Pérezponiéndole el seguro a la ametralladora. Justo en ese instante llegó al lugar elsargento Mamani, iluminando el lugar con las luces de la camioneta verde y

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blanca.—¿Qué chucha hiciste, pedazo de ahuevonado?—gritó Mamani, al ver al menudoJosé Quispe desangrándose en el suelo, y a Pérez con la ametralladora aúnhumeante.—Pillé a estos tratando de pasar ese animal cargado con cocaína…—Ni siquiera sabes de qué estás hablando, mierda—interrumpió Mamani—.¿Sabes quiénes son estos niños? Qué vas a saber, si lo único que sabes es dejarla cagada en donde estás.—Te digo que son traficantes…—¡Cállate mierda!—gritó desaforado Mamani, tratando de encontrarle el pulso aljoven—. Estos niños son los hijos del chamán Alfonso Quispe, él es una autoridadreligiosa aymara, es conocido en todo el sur de Bolivia y el norte de Chile, malditohuevón.—¿Y qué me importa a mi, acaso le van a creer más a los cholos que a un capitánde carabineros?—dijo soberbio Pérez.—No te preocupes Violeta, tu hermano aún tiene pulso. Vamos en la camioneta alhospital regional—dijo Pérez, tomando en brazos al muchacho agónico ysubiéndolo a la doble cabina del vehículo, al lado de su hermana.—Voy contigo adelante para completar el procedimiento—dijo Pérez, acercándosea la puerta del copiloto. En ese instante Mamani pasó por delante del capitán,empujándolo con violencia, lo que desestabilizó al oficial, dejándolo sentado en elsuelo.—No sabes lo que hiciste huevón, no tienes idea lo que hiciste—dijo Mamani,mirando al capitán casi con pena, para luego subir a la cabina y partir raudo haciael hospital para tratar de salvar a José Quispe.

III

—¿Que le disparaste a quién?—preguntó con voz incrédula el coronel Gamboa.—Mi coronel, los sospechosos aparecieron…—Llevas apenas seis semanas acá, seis semanas y baleaste al hijo del chamánQuispe—interrumpió iracundo Gamboa—. ¿Qué mierda tienes en la cabeza paradegollar un llamito que traen dos hermanos en medio de la nada, y luego balear aun cabro de doce años porque te empujó? Maldito huevón, si no fueras sobrinodel general Pérez ya estarías fuera de la institución hace años, ¿cómo mierdapuedes ser tan distinto al resto de tu familia?—Coronel, si me deja explicarle…—Sal de aquí, ándate a tu casa, mañana haré un par de llamados para decidir tupróxima destinación—dijo Gamboa—. Y trata por favor de no toparte con nadie enel camino.—Coronel, si me da la oportunidad…—Yo te puedo dar todas las oportunidades que se me antojen Pérez, pero elasunto no es tan simple como parece—dijo Gamboa, mirando por la ventana—.Yo tampoco estoy de voluntario, no hay que ser un genio para darse cuenta quees un tremendo esfuerzo vivir y trabajar acá. Cuando llegué me costó entender unpoco a esta gente, pero a diferencia tuya me dediqué varios meses a observar alos lugareños, y por sobre todo a los carabineros que estaban desde antes queyo. Aunque tu orgullo te diga otra cosa, hasta el raso más rasca sabe más que túcuando llegas a un lugar que desconoces.

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—Entiendo mi coronel, le prometo que de ahora en adelante seguiré en silencio alsargento Mamani, aprenderé todo lo que él sepa, y lograré limpiar mi imagen—dijo Pérez, tratando de convencer con su discurso al coronel.—Lo que te acabo de decir es para que lo apliques en tu próxima destinación, dete acá te irás lo antes posible por tu propio bien—dijo Gamboa.—¿Por qué insiste en que debo irme, mi coronel?—preguntó casi con rabia Pérez—, ¿acaso teme que lo habitantes del lugar intenten hacerme algo, o que lafamilia del chamán tome represalias en mi contra? —Pérez…—empezó a decir Gamboa, para luego suspirar profundamente—. Mira,hay cosas que no se entienden desde nuestra formación. El chamán Quispe es unlíder religioso querido y respetado, pero también temido, porque la gente leatribuye poderes. Yo nunca he visto nada por mis propios ojos, pero los rumoresvuelan, y mucha gente cuenta cosas de este chamán. Inclusive un carabinero diceque vio cosas no explicables respecto de alguien que le quedó debiendo unanimalito a Quispe.—Disculpe mi coronel, pero eso para mi es ignorancia. —Ese es otro motivo por el que tienes que irte, no puedes andar gritando a loscuatro vientos que las creencias de la gente que nos rodea es ignorancia. Ándatea tu casa, estás con permiso hasta el lunes. Buenos días—terminó de decirGamboa, no dando pie a continuar el diálogo.

Dagoberto Pérez estaba frustrado, nada estaba saliendo como debía salir, éldebería estar en alguna oficina en Santiago haciendo trabajo administrativo y noen el extremo norte de Chile, cuidando la frontera y siendo cuestionado por baleara un cholo que de seguro era traficante, o que en poco tiempo más lo sería. Yahora más encima estaban preparando una nueva destinación, por el miedo quetodos le tenían al padre del cholo. Pero Pérez no pensaba quedarse callado o sinhacer nada, estaba dispuesto a desenmascarar a ese tal chamán Quispe, pues lomás probable es que fuera un traficante de marca mayor que usaba como pantallalo de ser chamán. Si era capaz de aclarar ese caso, en vez de redestinarlo ledarían la jefatura de la comisaría, y por fin podría limpiar ese antro de toda labasura que lo contaminaba.

Pérez estaba terminando de vestirse. En ese momento, unos pasos apagados yque avanzaban con lentitud empezaron a sentirse en el pasillo que daba alvestidor, y que no se correspondía con el sonido característico de los bototosoficiales que todos usaban en la comisaría. Pérez sacó su arma de servicio y seacercó lentamente a la puerta.

—¿Quién anda ahí?—preguntó con voz fuerte, sin recibir respuesta—. Soy elcapitán Pérez, ¿quién anda ahí?

De pronto Pérez vio una silueta menuda acercarse por el lado del pasillo en quehabía un tubo fluorescente quemado. Su semblante palideció al ver que se tratabade José Quispe, el chico al que le había disparado la jornada anterior. Deinmediato Pérez amartilló su revólver y apuntó al joven.

—¿Qué haces acá, cholo de mierda?—preguntó con miedo Pérez—. Ayer te metícuatro tiros, no te pueden haber dado de alta altiro. Levanta las manos huevón, ote juro que con la quinta bala no fallo.

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El muchacho pareció no escuchar, y siguió caminando con su lenta y leve marchahacia Pérez, quien sin mediar una nueva advertencia disparó de inmediato a lacabeza del niño. En ese instante el tubo fluorescente quemado se encendió,dejando el pasillo iluminado, una bala incrustada en la pared, y nadie másacompañando al oficial. Un par de segundos después todos los carabinerosllegaron al lugar con sus armas desenfundadas.

—Capitán Pérez, ¿qué pasó?—preguntó el sargento Mamani, mientras guardabasu revólver.—El cholo de mierda al que le disparé, vino a atacarme… ¿dónde chucha semetió?—dijo Pérez, aún asustado.—Mi capitán, con todo respeto, yo soy amigo del chamán Quispe, y ayer fui avisitarlo al hospital—dijo un carabinero de evidentes facciones aymaras—. El hijodel chamán está en la UTI, conectado a no sé qué máquina porque no puederespirar por sus propios medios. Quien sea que se haya metido acá, no era elniño.—¿Me están agarrando para el hueveo acaso?—preguntó Pérez, desconcertado—. Si creen que van a lograr echarme están muy equivocados, yo sé lo que vi,estaba en penumbras, justo debajo del tubo fluorescente malo, el que ahora estáfuncionando.—Capitán Pérez, por favor guarde su arma—dijo Mamani—. Acá no hay ningúntubo fluorescente malo, están todos funcionando normal, y evidentemente lo quesea que usted vio no fue el muchacho al que baleó.—¿Estás insinuando acaso que lo inventé?—preguntó enrabiado Pérez.—No capitán, estoy diciendo que no hay nadie en el pasillo que no seacarabinero, que el tubo fluorescente nunca ha estado malo, y que el muchacho alque le disparó está grave e internado en el hospital. No tengo idea qué habrávisto, yo sólo veo una bala incrustada en la pared—respondió calmadamenteMamani.

Dagoberto Pérez guardó su arma, y enfiló sus pasos hacia los vestidores,mientras el resto de los carabineros volvía a su rutina normal. Mientras terminabade amarrarse los zapatos intentaba entender qué diablos había pasado, sin lograrencontrar explicación alguna. Luego de cerrar su mochila salió al pasillo paradirigirse a la salida, encontrándose nuevamente con el tubo fluorescente en malestado; de inmediato sacó su revólver y empezó a caminar apegado a una de lasparedes. Cuando miró hacia atrás, a la puerta del vestidor, vio nuevamente lasilueta de José Quispe, quien avanzaba lentamente hacia él.

—Pendejo culiao—dijo el capitán, para dispararle dos tiros al cuerpo, instante enel cual la luz se normalizó, y la silueta desapareció en el aire.

Pérez se devolvió al vestidor, viendo afirmado frente a su casillero al muchacho,quien parecía mirar permanentemente al suelo.

—Cholo de mierda, ¡muérete de una vez!—gritó Pérez, descerrajándolenuevamente dos disparos.

Dagoberto Pérez salió despavorido corriendo del pasillo de los vestidores, parallegar al salón central de la comisaría donde todos los carabineros estaban con

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sus armas desenfundadas y listos para ir en ayuda del capitán. El hombreapareció con ojos desorbitados y el arma apuntando al cielo, mirando a todos aver si en alguno encontraba la explicación que necesitaba para no volverse loco.

—Pérez, guarda el arma hombre, acá estás seguro—dijo frente a él el coronelGamboa—. Veremos el modo de ayudarte, pero por favor, guarda ese revólver.—El cholo de mierda ese anda por acá, me está buscando para matarme—dijoPérez, sin dejar de mirar a todos lados.—Tranquilo capitán, ya lo hablamos en el vestidor, el niño Quispe estáhospitalizado grave, no pudo ser él a quien vio—dijo con voz suave Mamani.—Sé lo que vi, ese pendejo me está buscando para matarme—dijo Pérez.—Pérez…—empezó a decir el coronel.—¡Cállense mierda!—gritó Pérez, mirando para todos lados, y sin bajar su arma—. Ustedes le tienen miedo a ese…—de pronto su mirada se clavó en la puertade entrada de la comisaría—. Ahí está…

Los ojos de los carabineros se dirigieron al punto que indicaba Pérez con su arma.En el lugar todos vieron la silueta de José Quispe, parado mirando al suelo, y conlas cuatro heridas visibles en su polera ensangrentada.

—Dios mío, este huevón tenía razón—dijo espantado el coronel Gamboa.—Les dije que era ese cholo de mierda, se los dije—dijo Pérez. En ese instante lasilueta levantó la cabeza y miró con sus vacíos ojos al capitán.—No puede ser, ese niño estaba hospitalizado grave anoche—comentó casi comoun susurro el carabinero amigo de la familia. —Pero no te saldrás con la tuya, jamás, cholo de mierda—dijo Pérez, para luegoabrir su boca, introducir el cañón de su revólver y disparar la última bala quequedaba en la nuez. En ese preciso momento, la silueta en la comisaríadesapareció, para no volver a aparecer nunca más.

IV

Pablo González estaba casi paralizado en su asiento, con la piscola aún en sumano y sin querer creer lo que Manuel Salgado le estaba contando.

—No lo entiendo… ¿pero no me acababa de decir que lo habían muerto?—preguntó González, aún sorprendido con la historia.—Esa es la versión oficial que llegará a la comisaría—dijo Salgado, apurando elúltimo sorbo de su trago—. La historia dirá que hubo un enfrentamiento contraficantes en la frontera, que Pérez disparó su carga completa, y que una baladisparada por los traficantes le dio de lleno en la boca, matándoloinstantáneamente.—¿Y alguien sabe qué diablos fue lo que pasó, acaso era el fantasma del niño elque lo andaba penando?—preguntó intrigado González.—Parece que no, porque el niño no murió, dicen que ya despertó y que siguerecuperándose de sus heridas—respondió Salgado.—Entonces nadie sabe qué o quién era ese niño—dijo González—Mi amigo dice que es obra del chamán, que así se encargó de vengar el baleo asu hijo—dijo Salgado—. Yo no sé de esas cosas Pablo, lo único que sé es que

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Pérez se mató, y por fin nos sacamos ese cacho de encima. Ahora simplementehay que seguir viviendo no más.—¿Y la familia del capitán aceptará esa historia sin chistar?—preguntó Gonzáleza Salgado, quien sacaba en ese instante su billetera.—Eso espero; si no, empezarán las investigaciones y esta cosa se pondrá colorde hormiga—comentó Salgado—. De todos modos, como fueron ellos los queencubrieron lo de tu sapeo, no me extrañaría que también hubieran inventadoesta historia medio heroica. Tú sabes, siempre es bueno tener un mártir en lafamilia. Ya Pablo, me voy, voy a dejar pagada la cuenta.—No es necesario…—Por lo menos esta vez pago yo—dijo Salgado—. Cuando ya tengas un sueldoseguro, tú invitas.—Está bien. Gracias Manuel, estamos en contacto—dijo González—Por supuesto, cuídate—dijo Salgado, despidiéndose de González yabandonando el bar.

Un par de minutos después, Pablo González salió del bar para ir a su hogar. Sibien es cierto la extraña muerte de Pérez lo sorprendió, al menos ahora tenía unproblema menos del cual preocuparse. Pese a todo, el destino empezaba amostrarle una cara algo más sonriente para su incierto futuro.

FIN

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El caso de las joyas fantasmas

I

Ernesto Benavides estaba terminando de ordenar el dinero para pagar el mes detrabajo a Pablo González. El joven ex carabinero le era de mucha ayuda parapoder agilizar los trámites necesarios para terminar todas las investigacionespendientes, pero luego de cuatro meses dedicado sólo a labores administrativasse notaba algo alicaído. Si bien es cierto González no se quejaba ni reclamaba,sus años de experiencia le permitieron darse cuenta que si no empezaba acompartir los casos, el joven decidiría en cualquier instante buscar un nuevorumbo para su futuro.

Esa mañana González estaba a las nueve de la mañana en la oficina, listo paraempezar a revisar sus pendientes y ordenar el día para alcanzar a hacer todos lostrámites que pudiera. Cuando llegó, se encontró con su pequeño escritorio mediodesordenado, y a su jefe reordenando todo lo que había hecho el día anterior.

—Buenos días don Ernesto, ¿cómo está, necesita algún certificado para luego?—preguntó González, sacándose la chaqueta para empezar a trabajar.—Buenos días. No Pablo, no necesito nada especial, al menos no por ahora.—Ah… ¿está revisando cómo voy de atrasado con la pega, entonces?—volvió apreguntar González, tratando de entender en qué estaba su jefe.—No, no te estoy controlando Pablo.—¿Pasó algo, don Ernesto?—preguntó González, temiendo que las finanzas delnegocio no alcanzaran para dos personas.—Sí Pablo, pasó algo—dijo Benavides sacándose los lentes y dejando de lado lacarpeta que estaba leyendo—. Pasa que has estado trabajando mucho y muybien estos cuatro meses, haciendo toda la pega administrativa que estabapendiente. Pero yo no te contraté para eso, mi idea era y es tener un segundoinvestigador, para poder abarcar más casos. Así que desde hoy me dedicaré acompletar tu pega, pues el próximo caso que llegue será tuyo. Yo te voy a ayudaren lo que necesites, pero la cara visible y quien tome las decisiones serás tú.—Muchas gracias don Ernesto, haré todo lo posible por no defraudarlo.—Más te vale, porque tu sueldo y parte del mío saldrá de ese caso—respondióBenavides, volviendo a sumergirse en la papelería pendiente.

Tres días después, González estaba aburrido de no hacer nada, mientrasBenavides estaba absorto en terminar de cerrar los casos pendientes, pasando lamayor parte del tiempo fuera de la oficina. Esos días le permitieron a Gonzálezdarse cuenta de lo difícil que debía ser para Benavides coordinar todo para tenerel dinero de su sueldo a fin de mes; inclusive había llegado a pensar que a vecesel viejo dueño de la agencia podría hasta sacar menos ganancias para no quedaren deuda con él. Mientras su mente divagaba en las dudas que le generaba sutrabajo, la puerta de acceso se abrió, dejando entrar a una mujer añosa de ropaantigua pero bien cuidada y limpia, con aspecto de haber vivido tiempos mejores.

—Buenos días, ¿usted es el detective privado?—preguntó la mujer.—Buenos días—respondió algo descolocado González—. Mi nombre es Pablo

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González, trabajo con don Ernesto Benavides, el dueño de la agencia. Asiento,cuénteme en qué la puedo ayudar.—Mi nombre es Marta Goya, y necesito ayuda por un problema del robo de unasjoyas—dijo la mujer.—¿Hizo la denuncia a carabineros o investigaciones?—preguntó González,intentando empezar a recabar información.—El problema señor González, es que sospecho que el ladrón es un fantasma—dijo con seriedad la mujer.—Disculpe señora Goya, pero no entiendo a qué se refiere.—Verá, hace años estuve casada con un hombre millonario, muy dadivoso peroextremadamente mujeriego. Luego de diez años de aguantar sus infidelidadesdecidí separarme, a lo que él accedió sin problemas, dejándome una cantidadmuy considerable de dinero, pero en joyas y oro, pues siempre consideró que eldinero era demasiado volátil, y uno siempre podría echar mano a metales ypiedras preciosas.—Y supongo que él le enseñó a guardar dichas joyas en el hogar, porque losbancos cobran y son inseguros—comentó González, recordando más de algúnrobo similar que le tocó ver en gente añosa y desconfiada.—Exactamente—respondió la mujer—. Bueno, el asunto es que algunos añosdespués conocí a un hombre bueno y tierno, cariñoso y fiel, pero sin los mediosde mi primer marido. Con él convivo hace treinta años, tenemos un hijomaravilloso de veintiocho años que ya es profesional y vive con su pareja hace unaño, así que nuevamente estamos solos en casa.—Ya veo.—Después que mi hijo se fue de la casa, empezaron las desapariciones de misjoyas. Al principio no me daba cuenta, hasta que un día se me ocurrió revisar miescondite secreto, y encontré que…—Disculpe que la interrumpa—intervino González—, ¿a qué se refiere conescondite secreto? Supongo que no es una caja fuerte con clave.—Bueno…—dijo la mujer algo avergonzada—, mi ex marido me enseñó que elescondite más seguro es a la vista de todos, así que mandé a hacer un amobladode comedor cuya mesa y sillas tienen las patas huecas…—Y utiliza esos espacios para guardar sus joyas—dijo González—. Bueno, ahoracuénteme cómo se dio cuenta del robo y por qué sospecha que los hechores sonfantasmas.—Bueno, cuando me di cuenta que una de las patas de las sillas estaba sin lascorrespondientes joyas, llamé de inmediato a carabineros y empecé a buscar loscertificados para hacer la denuncia formal—siguió relatando la mujer—. Cuandollegaron los carabineros les quise mostrar la pata hueca de la silla, pero al sacarleel tapón, encontramos las joyas en su lugar.—Ajá… ¿Y está segura de no haberse equivocado de silla, o de pata?—preguntóGonzález, mientras intentaba encontrarle la lógica a un caso que parecía no tenermucho futuro.—No, porque sé qué es lo que hay en cada pata.—Cuénteme señora Goya, ¿de qué viven usted y su conviviente?—preguntóGonzález.—Los dos recibimos jubilaciones, no muy grandes que digamos pero al juntarlasalcanza para sobrevivir—respondió Goya—. La casa es propia así que nopagamos arriendo, y cuando hay algún imprevisto, recurrimos a alguna de misjoyitas para empeñar o vender, dependiendo del apego y de la necesidad

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económica.—Bueno señora Goya, me gustaría visitar su casa mañana, para revisar el lugar yver qué encuentro—dijo González—. Después la pondré en contacto con el dueñode la agencia para que se pongan de acuerdo con los pagos y los plazos de lainvestigación.—Muchas gracias señor González, lo espero mañana entonces, y gracias portomar mi caso—dijo la mujer, poniéndose de pie y saliendo de la oficina, en elpreciso instante en que Ernesto Benavides venía de vuelta de hacer los trámitespendientes.—¿Quién es esa señora, Pablo?—preguntó Benavides.—Mi primera clienta—respondió González, preocupado.

II

Poco antes del mediodía del día siguiente, Pablo González estaba llegando a lacasa de la señora Goya. La construcción era antigua pero de material sólido, yaún parecía presentar reminiscencias de un pasado mejor. González golpeó lapuerta, siendo recibido por un hombre alto y viejo, apoyado en un bastón.

—¿Qué desea, joven?—preguntó el hombre con voz grave pero suave.—Buenos días, soy el detective privado Pablo González. ¿Se encuentra laseñora… Marta Goya?—dijo González, leyendo el nombre de la mujer en unapequeña libreta de bolsillo.—Ah, usted es el detective que contrató mi señora por lo de sus joyas. Pasejoven, adelante—dijo el hombre, haciendo pasar a González. En el instante enque entró, un fuerte golpe se escuchó en el piso, bajo el anfitrión—. No se asuste,es mi pata de palo. Hace años tuve un accidente laboral y me amputaron la piernaizquierda bajo la rodilla. Se supone que esta cosa sería temporal, hasta conseguiruna prótesis, pero la mentada pata ortopédica nunca llegó, así que me quedé conesta.—Ya veo—dijo González, mirando la arcaica prótesis de madera, pero queparecía ser completamente funcional, al menos para su dueño—. Disculpeseñor…—Manríquez, Arturo Manríquez—respondió el hombre a la frase abierta deGonzález—. Asiento joven, y perdone el no haberme presentado, creí que miseñora le había dado mis datos.—No, de hecho conversamos muy someramente acerca del caso. Quería saberqué piensa usted acerca de la desaparición y reaparición de las joyas de suseñora—preguntó González, mientras sacaba su libreta de notas.—No lo sé, es algo muy extraño—dijo el hombre, dejándose caer en uno de lossillones—. Mi señora es muy metódica para todo, tiene todas las facturas yboletas de lo que hay en esta casa, de lo que ella tenía y de las cosas que hemoscomprado. Si usted viera nuestro ropero… le faltan letreritos a cada cosa, no haynada que se le escape. Todos esos chiches que están en ese mueble, están enesa misma posición hace años. Mi señora es de las que va de compras sin lista ysaca la cuenta mental, antes que el vendedor le diga el total.—O sea es extremadamente metódica, ¿y eso qué tendría que ver con el asuntode las joyas?—preguntó González.—Que lo de sus joyas no tiene que ver con que se le hayan extraviado ni que se

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le olvide dónde están, que es lo primero que la gente joven piensa de nosotros,los viejos—respondió Manríquez.—Ah claro—comentó González—. ¿Y qué cree usted que pueda estar pasando?Porque su señora comentó en la oficina que ella cree que esto es obra defantasmas.—Es lo único que se nos puede ocurrir, señor González—dijo Manríquez—. A estacasa casi no vienen visitas, y si mi esposa no hace la denuncia a carabineros,jamás me hubiera enterado que ella tenía joyas; digo, ¿a cuánta gente se lepodría ocurrir perforar patas de muebles para meter una fortuna?—Si bien es cierto no son muchos, tampoco es la única—respondió González.—Ahora, lo que más nos intriga es que las joyas reaparezcan. Se supone que unladrón común se las roba y las vende, por eso lo único que se nos ocurrió es quefueran fantasmas—dijo Manríquez.—Señor González, ¿cómo está?—dijo Marta Goya, apareciendo por el pasillo quecomunicaba el estar con los dormitorios—. Qué bueno que haya venido. Veo queha estado confesando a mi Arturo.—Buenos días señora Goya—respondió González, poniéndose de pie ysaludando de mano a la dueña de casa—. Para nada, hemos estado conversandoun poco acerca de usted y el asunto de sus joyas.—¿Y a qué conclusión llegaron?—preguntó Goya.—Hasta ahora a ninguna. Señora Goya, ¿podría ver dónde y cómo oculta susjoyas?—pidió González.—Claro. Quédese sentado no más—dijo Goya.

La añosa mujer ataviada con una vieja bata de levantar de seda se puso de pie,tomó una de las sillas del comedor y la llevó donde González, sentándose a sulado en el sofá, con la silla con las patas hacia arriba. La mujer tiró con fuerza deuna de las patas, la cual se empezó a separar del cuerpo de la silla con lentitud;de pronto se sintió un leve crujido, luego del cual la mujer giró la pata de modo talque quedó completamente por fuera del asiento de la silla. En ese instanteempezó a resbalar desde el interior de la pata una delgada bolsa plástica, en cuyointerior se podían ver varias cadenas de oro, y un par de piedras redondas detamaño considerable, aparentemente perlas. La señora Goya le pasó la silla aGonzález, quien vio que la pata tenía al menos tres gruesas espigas de madera,que le daban la fuerza y estabilidad como para no quebrarse con el uso, ni salirseaccidentalmente al levantar la silla; el cuarto soporte era un eje metálico cilíndricoque hacía las veces de bisagra, y sobre el cual giraba la pata para así poderliberar su contenido. Con la venia de la dueña de casa, González abrió las otrastres patas, dejando caer bolsas plásticas parecidas a la primera expuesta, quecontenían todo tipo de joyas de metales y piedras preciosas.

—Muy ingenioso el sistema—comentó González.—Es el invento de un mueblista amigo de mi ex esposo, fue diseñado para éloriginalmente, pero luego lo convencí de hacerme un trabajo similar—dijo lamujer, casi orgullosa.—Y estas bolsas, ¿de dónde las sacó?—preguntó González, viendo que algunastenían inscripciones impresas algo borrosas, pero donde se podía ver el apellidode alguien y un número telefónico.—Esas son bolsas de la casa de empeño donde he llevado alguna de mis piezaspara venta o empeño—respondió la mujer—. Como me gustó el modelo, después

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conseguí otras similares para guardar el resto de mi patrimonio.—Ya veo—dijo González mientras descifraba el nombre y el número telefónico, ylos anotaba en su libreta, para luego devolverlas a su dueña—. Muchas graciasseñora Goya, voy a ver qué otros datos logro conseguir para ayudarla con ladesaparición de sus joyas.—Le agradezco la visita, señor González—dijo Goya—. Déjeme guardar las joyaspara acompañarlo a la puerta.

La mujer tomó las bolsitas y casi de memoria las guardó en las patas de cadasilla. De pronto miró al trasluz una de ellas, para luego vaciar el contenido de otrade las patas e intercambiar ambos envases, mientras susurraba en voz baja “viejaloca”.

—¿Necesita ayuda, señora Goya?—preguntó González.—No, no, fue una tontería mía, me equivoqué de pata, parece que confundí lasbolsas—dijo la mujer, contrariada consigo misma.—Un error lo comete cualquiera Martita, no te mortifiques con tan poco—dijoManríquez.—Ya, está todo en su lugar, ya pasó—dijo Goya, para luego dirigirse al visitante—Señor González, lo acompaño a la puerta, gracias nuevamente por su visita.—Por nada señora Goya. Acá está el teléfono de mi jefe, llámelo para que sepongan de acuerdo en el contrato y en los plazos del trabajo. Hasta pronto señoraGoya, señor Manríquez—dijo González, para abandonar el domicilio y dirigirse ala agencia.

Diez minutos después, González estaba de vuelta en la agencia, dondeBenavides seguía con el trabajo administrativo.

—Hola Pablo, ¿y, cómo va el caso?—preguntó el dueño de la agencia.—Por ahora creo que va, jefe. Esperaré a que la señora Goya lo llameconfirmando el trabajo para empezar con las diligencias—respondió González.—Entonces empieza al tiro, porque llamó hace unos ocho minutos para dar elvisto bueno y empezar a investigar—dijo Benavides. —Excelente jefe, iré entonces de inmediato a la casa de empeños a conseguir lainformación que necesito—dijo González, esbozando una sonrisa.

III

—Buenos días señor, ¿en qué lo puedo ayudar?—preguntó la mujer tras laventanilla.—Buenos días, mi nombre es Pablo González, soy detective privado. Necesitosaber si puedo hablar con el dueño de la casa de empeño.—No, el dueño no se encuentra, anda fuera de Chile. ¿En qué lo puedo ayudar?—Necesito información acerca de una cliente de acá—dijo González.—No se puede, tenemos prohibido entregar información acerca de los clientes—lamujer pareció mirar hacia los lados, para luego inclinarse hacia delante en laventanilla, acto que replicó González al entender que le quería decir algo ensecreto—. Hable con el tasador, él es medio suelto de lengua, pero como hacebien su trabajo, no lo echan.

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González se acercó a una parte abierta del mesón, donde se encontraba unhombre gordo rodeado de lupas, linternas, reactivos químicos y pocillos deporcelana de diversos tamaños, con cara de pocos amigos.

—Buenos días, ¿le puedo quitar un par de minutos?—preguntó González alhombre que parecía no hacer nada.—Tu cara me suena—dijo el hombre, frunciendo el ceño como para poder enfocarmejor la vista—. Tú eres el matapacos, ¿cierto? Un amigo mío estuvo metidocuando le sacaste la cresta a un capitán. ¿En qué te ganas la vida ahora?—Soy detective privado—respondió secamente González.—Ah, ¿y ya no le pegas a los pacos?—Ese incidente está en el pasado. Y no, no golpearía a un carabinero ni a nadiepor puro gusto—dijo González, pensando que en ese caso podría hacer laexcepción.—¿Y qué andas haciendo por acá, quieres empeñar algo o estás investigando aalgún traficante o ladrón de joyas?—preguntó el tasador con curiosidad.—Necesito información de una cliente de acá, pero la señorita de la ventanilla medijo que tienen prohibido dar algún dato de la gente que empeña cosas acá.—Estas lolas le tienen miedo al jefe—dijo el hombre, tomando un sorbo de bebidaque tenía en un vaso al lado de su lupa más grande—. Cuéntame, ¿a quiéninvestigas?—Necesito que me cuentes qué sabes de una señora Marta Goya—dijoGonzález.—¿La señora Martita?—preguntó el hombre—Esa señora tiene un gustoexquisito, y trae unas joyas maravillosas. Es extremadamente ordenada, cada vezque viene trae un catálogo donde aparecen las fotos de sus joyas para demostrarque son legales, y las facturas para acreditar su propiedad.—¿Viene muy seguido?—Si mal no recuerdo, algo así como dos o tres veces al año—respondió eltasador—Generalmente se aparece por acá cuando tiene que hacerse algúnexamen caro, y para cumpleaños de su marido y su hijo. No se lleva la tasacióncompleta, sólo pide el dinero que necesita, y lo cancela siempre a tiempo. Conella nunca ha habido problemas.—¿Cuando fue la última vez que vino?—preguntó González.—No sé, hace siete u ocho meses al menos—dijo el hombre gordo, lo que no secondecía con las fechas de los robos.—¿Y siempre le dan de esas bolsitas largas?—Sí, en esas bolsitas devolvemos las joyas—dijo el tasador—. En todo caso ellacasi no las necesita pues trae las propias, pero por cortesía igual se lasentregamos. El que sí las necesita es el marido, el cojo Henríquez, se pasó paradesordenado ese hombre.—¿Y cuándo estuvo acá por última vez el señor Manríquez?—preguntó algosorprendido González.—La semana antepasada—respondió el gordo—. El tipo siempre anda apurado,su dichosa pata de palo resuena cada vez que viene por acá, pero es igual debuen pagador que su esposa, así que no hay dramas con él; eso sí, el tipo no dejaque pase mucho tiempo, en un par de días paga y recupera las joyas.—¿Y son las mismas joyas que trae su señora?—preguntó González.—Sí, las mismas. De hecho no le pido los certificados, porque se los he visto a

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ella. Y como sé que el tipo pagará rápido, es negocio seguro—respondió elhombre, mirando divertido cómo González anotaba todo lo que él decía.—Muchas gracias por su tiempo—dijo González, extendiendo su mano paradespedirse del tasador.—De nada, es un honor haber conocido en persona al matapacos—respondió elgordo, quien agregó, mientras González salía del lugar satisfecho pero algocontrariado—. Vuelve cuando quieras, te tendré un crédito mayor para cualquierempeño.

IV

Pablo González estaba en la oficina redactando el informe del caso. Aún lecostaba un poco ordenar las ideas de modo tal que no pareciera un parte policial,y que se entendiera lo que quería decir. De pronto sintió a alguien tras él, leyendopor sobre su hombro.

—Veo que te tocó un caso fácil para empezar, ya descubriste al culpable—dijoBenavides, satisfecho.—Tengo el quién, pero aún me falta el cómo y el por qué—respondió González.—¿Y cómo pretendes hacerlo, lo encararás frente a su esposa o tratarás dehablar con él en privado?—preguntó Benavides.—El informe final es para la clienta, a ella le debo entregar este documento—dijoGonzález—. Aún no he decidido cómo lo haré para aclarar lo que me resta, peroprobablemente conversaré con los dos juntos.—Bueno, el caso es tuyo así que tú decides los procesos. Espero tus novedades—dijo Benavides, para luego salir a una notaría para legalizar una fotocopia.

Para González el caso estaba terminado gracias al testimonio del tasador, quienreconoció sin problemas al marido de Marta Goya como el culpable de lasustracción de las joyas. La redacción del informe lo estaba complicando al nopoder incorporar el móvil y el modus operandi, así que decidió visitar a la parejapara confrontar los hechos y aclarar todo de una vez; sólo esperaba tener lacapacidad de resolver la situación sin que se le escapara de las manos.

González llegó a pie al domicilio de los Manríquez Goya. Luego de los saludos derigor pasaron a la sala de estar: había llegado el momento de probar que podíadesempeñarse como detective privado.

—Cuéntenos señor González, ¿qué novedades nos tiene?—preguntó ansiosaMarta Goya.—Bueno, después de entrevistarme con ustedes decidí visitar la casa deempeños de donde vienen las bolsitas de sus joyas—empezó a relatar González—. Cuando conversé con su marido, él me contó que usted es casiobsesivamente metódica para todo.—Sí, eso es verdad, a veces se me pasa la mano, pero así me educaron—respondió Goya.—Cuando usted estaba guardando las joyas en las patas de sus sillas, seequivocó en una de ellas.—Sí, es que ando un poco distraída tal vez—argumentó la mujer.

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—Me parece que no—dijo González—. Lo más probable es que se equivocóporque la bolsa original en que estaba era de las transparentes, y ahora estabaguardada en una rotulada.—Tiene razón—dijo la mujer, sorprendida—Vaya, si no me lo cuenta usted, aún nome habría dado cuenta del por qué de mi error.—El asunto es que el tasador de la casa de empeños me dijo que sus joyashabían sido empeñadas hace dos semanas—dijo González, tragando saliva—.Este hombre reconoció a su esposo como el hechor.—¿Qué, está loco acaso, joven?—dijo el hombre, algo descolocado—Le dije queno sabía lo de las joyas de mi esposa. Ese tipo debe estar equivocado.—Señor Henríquez, el tasador mencionó su apellido, y el hecho que usted usauna prótesis de madera, que suena mucho cada vez que usted visita la casa deempeños—dijo González.—De partida no soy Henríquez sino Manríquez, y por otro lado no conozco la casade empeños que visita mi señora—el hombre se puso de pie y se dirigió a lapuerta—. Marta, vamos a ir con el señor González a la casa de empeños aencarar a ese mentiroso, espéranos acá por favor.—Arturo, si fuiste tú no importa, después me explicas en privado por qué lohiciste, no hay problema—dijo la mujer, mirando con pena a su conviviente.—Que no fui yo Marta, ¿acaso no me crees?—dijo el hombre, yendo hacia sumujer y dejando en la puerta a González, quien se quedo sujetando el picaporte yjugando con él mientras la pareja discutía.—En serio Arturo, no me importa, no quiero discutir frente al señor González, nique pases malos ratos en la casa de empeños. No vale la pena, tú sabes quepese a todo…—Disculpe señora Goya—interrumpió González—, ¿por casualidad el mueblistaque fabricó su mesa y sus sillas hizo también la puerta de entrada?—Veo que se dio cuenta de la mano del señor Henríquez—dijo Goya—. Cuandomandé hacer el comedor quise que hiciera juego con el entorno, y lo único que seme ocurrió fue la puerta.—Sí, me acabo de dar cuenta de la mano de este señor Henríquez—dijoGonzález, enrabiado—. Necesito que vayamos a su taller, por favor.

V

Dionisio Henríquez se encontraba terminando de encolar las espigas de maderade una cava de madera que le habían encargado. Como buen mueblista de lavieja escuela, estaba acostumbrado a usar la menor cantidad de clavos y tornillos,pues las uniones por encaje de madera contra madera reforzadas con cola oneoprén duraban mucho más y su acabado era de mejor calidad. Cuando sedisponía a poner las prensas para fijar las uniones, tres personas entraron a sutaller, dejándolo con el alma en un hilo.

—Bue… buenas tardes… señora Goya, ¿cómo está?—dijo con voz entrecortadaHenríquez.—Buenas tardes señor Henríquez, soy el detective privado Pablo González. Sabepor qué estamos aquí, ¿correcto?—dijo González, parándose delante de lapareja.—Yo… no… es que…

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—Señor Henríquez, podemos hacer esto por las buenas o por las malas—dijoGonzález con voz firme—Siéntese y explíquenos por qué robó las joyas de laseñora Goya.—Yo… yo no robé nada… sólo las tomo prestadas y después las devuelvo, nadamás—dijo avergonzado el hombre, dejándose caer en la banca en que reposaba,evidenciando una prótesis de madera en su pierna derecha.—Por eso lo confundieron conmigo, también está amputado—dijo sorprendidoManríquez.—Yo no quería hacer daño… no soy un hombre malo… sólo tengo unaenfermedad que no puedo controlar… soy ludópata—dijo el hombre al borde delas lágrimas. —¿Esa enfermedad en que la gente necesita apostar?—preguntó Goya.—Yo nunca le he robado nada a nadie, pero no puedo controlar mis apuestascompulsivas—empezó a relatar Henríquez—. Cuando me contrataron para hacerel amoblado de comedor, y la señora Goya me pidió que hiciera esas patashuecas falsas, entendí que era para esconder joyas.—¿Y cuándo se le ocurrió lo de la puerta?—preguntó González.—La señora me dijo que quería hacer algo en el comedor que hiciera juego con elamoblado. Ella me pidió colocar unas vigas desnudas en el techo, y ahí se meocurrió sugerir una puerta.—Y en la puerta colocó un sistema similar al de las patas para correr el picaportey abrir desde fuera sin forzar la cerradura—dijo González.—Sí… cuando fui a instalar la puerta vi a la pasada al marido de la señora Goya…cuando me di cuenta que tenía una pata de palo como la mía, pensé que en vezde robar las joyas las podría sacar de la casa, empeñarlas y luego devolverlas…no me gusta robar, por eso preferí empeñar.—Supongo que siguió alguna vez a la señora Goya para ver la casa de empeño, yluego simplemente se hizo pasar por su marido, llevando las mismas joyas—agregó González.—Así es… por favor perdónenme, nuca quise hacerles daño—dijo Henríquez.—¿Y cómo sacaba las joyas de la casa?—preguntó Goya.—Así—dijo González, acercándose a Henríquez para tomar el extremo de suprótesis de madera, traccionarlo, y dejar ver un espacio suficiente como para quecupieran dos o tres bolsas de joyas—. Lo más seguro es que en alguna ocasión lecambiaron las bolsas en la casa de empeños, y eso hizo que la señora Goya seconfundiera al rellenar las patas de las sillas.—Sólo hay algo que no logro entender, ¿cómo es que siempre logró recuperar eldinero de las joyas para devolverlas a su lugar?—preguntó Manríquez, algomenos enojado.—Es que soy hípico, desde cabro chico le apuesto a los caballos, y nuncapierdo… por eso uso una parte del dinero empeñado para jugar todo lo quepueda, y reservo lo justo para recuperar la plata apostando a los caballos—dijoHenríquez, para luego quedar mirando al piso, avergonzado—. ¿Qué va a pasarconmigo ahora?—Mi trabajo termina acá—dijo González—, les dejo a ustedes la decisión dedenunciar o no. Señora Goya, pase por favor en un par de días más a la oficina abuscar el informe final de la investigación y a arreglar con mi jefe lo de loshonorarios. Señor Manríquez, le pido mil disculpas, nunca fue mi intenciónacusarlo injustamente, creo que me dejé llevar por las evidencias incompletas, ypor mi inexperiencia.

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—Gracias por todo señor González, y no se preocupe por el mal rato, al fin y alcabo logró resolver el caso—dijo Manríquez, estrechando la mano de González,quien salió del taller del mueblista ludópata conforme con el resultado de sutrabajo, y feliz al haber encontrado un nuevo camino en su vida.

FIN

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El caso del marido engañado

I

Ernesto Benavides y Pablo González estaban trabajando afanosamente cada cualen su escritorio, poniéndose al día con el papeleo necesario para poder cerrarcada caso. Luego de meses trabajando juntos, la agencia de detectives privadoshabía tomado un nuevo aire, ampliando la cartera de clientes lo cual les permitíatener una mayor holgura económica, dentro del restringido mercado existentefuera de la capital, pero que estaba tomando bríos gracias al auge de la minería ydel turismo no convencional; así, con una población flotante mayor y con lallegada de nuevos habitantes a la región, paulatinamente se estaban haciendo deun nombre, y ganándose la confianza de la población.

Esa mañana llegó a la oficina un hombre alto y obeso, con cara de asustado y deindeciso, que parecía no estar seguro de querer estar en ese lugar. Benavides lehizo una seña a González para que él se hiciera cargo del voluminoso y temerosohombre.

—Buenos días señor, pase, siéntese—dijo González en tono afable—. Mi nombrees Pablo González, ¿en qué lo puedo ayudar?—Eh… buenos días… no estoy seguro de estar haciendo lo correcto—dijo elhombre, poniéndose de pie.—No hay problema señor, si está indeciso en lo que necesita tómese el tiempoque requiera para pensarlo—dijo González, con una leve sonrisa.—Es que… ¿le puedo contar mi problema?—preguntó el hombre mientras sevolvía a sentar.—Por supuesto, cuénteme su problema sin compromiso, a ver si lo podemosayudar.—Bueno, mi nombre es Ernesto Navarro, soy de Santiago, me vine a trabajar acáen una minera, como chofer—dijo el hombre, aparentemente algo más cómodo—.Como usted sabrá nosotros trabajamos en sistema de turnos, en que estamosuna semana en la mina y otra en nuestras casas.—¿Hace cuánto tiempo está trabajando acá?—preguntó González.—Yo llevo algo más de dos años trabajando y viviendo acá—dijo Navarro—. Elcontacto para el trabajo lo hizo un amigo mío, con el que trabajábamos enSantiago. Un conocido de él le dijo que había dos puestos disponibles, y él deinmediato pensó en mí, así que lo conversé con mi señora y nos vinimos paraacá, junto con él y su esposa.—¿Y acá les va mejor que allá?—Por supuesto, acá el trabajo es con contrato, allá trabajábamos haciendo fletesde carga, y la competencia se estaba haciendo cada vez más complicada—dijoNavarro—. Acá uno cumple sus turnos, recibe un sueldo fijo bastante bueno, ytiene tiempo para compartir con la familia.—Ya veo—dijo González—. ¿Y qué necesita de nuestra agencia, señor Navarro? —Parece que mi esposa me está gorreando—respondió el hombre avergonzado,y mirando hacia el piso.—¿Por qué sospecha que su esposa lo está engañando?—preguntó Gonzálezcon un tono más suave.

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—Ya no es igual conmigo—dijo Navarro—. En Santiago la pasábamos muy bien,salíamos harto, teníamos buen sexo. Pero desde que llegamos acá la cosaempezó a apagarse, ella como que no tiene ganas de estar conmigo cuando metoca estar en la casa, salimos poco, estamos casi todo el tiempo mirándonos lascaras en la casa. Mi amigo me dijo que tenía que reconquistarla, sacarla a fiestas,salir de compras o a comer, lo que fuera, pero hasta ahora nada de eso haresultado.—¿Ustedes tienen hijos, señor Navarro?—preguntó González, para intentarentender el entorno familiar del apesadumbrado hombre.—No, aún no, preferimos postergar lo de los niños hasta tener mayor estabilidadeconómica. Tal vez fue mejor así… —¿Usted sospecha de alguien, señor Navarro?—preguntó González.—Lamentablemente sí—dijo el hombre—. Estoy casi seguro que mi señora meengaña con mi amigo, el que me consiguió el trabajo.—¿Alguna razón en especial por la que sospeche de él?—preguntó González,mientras miraba de reojo a Benavides, quien no dejaba de hacer su papeleo.—Es demasiado evidente, cuando mi amigo y su señora llegan a la casa, el ánimode mi señora mejora de inmediato. Además, no tenemos el mismo turno con miamigo, nos topamos a veces no más en la pega, así que la mayor parte del tiempoen que yo estoy arriba, él está acá en la ciudad—respondió Navarro.—Está bien señor Navarro, necesito que me de sus datos personales y las fechasde sus turnos, y luego pase a conversar con mi jefe para ver el asunto de lastarifas de nuestros servicios. En cuanto haya novedades me pondré en contactocon usted para ponerlo al tanto de mis hallazgos—dijo González.

Una vez que Ernesto Navarro acordó la forma de pago con Ernesto Benavides, seretiró de la oficina a esperar que en el menor plazo posible le entregaran unarespuesta a su duda. Mientras tanto, González empezó a revisar en su agendacuándo tendría tiempo de empezar a seguir a la esposa del cliente.

—Parece que tendremos que comprar otra cámara fotográfica, Pablo—dijoBenavides.—Eso creo jefe, con este asunto de los contratos de los mineros cada vez lleganhombres con más plata y mujeres con más tiempo libre—respondió González—.Lo más terrible de todo es que parece que es tal y como este señor dice, queentre los mismos trabajadores de la minera se gorrean.—Demasiado tiempo libre y demasiadas lucas circulando echan a perder lasrelaciones, Pablo—comentó Benavides—. A veces es mejor no ganar tanto, perotener la seguridad de que tu familia no está buscando suplir sus carenciasafectivas por otros lados.—Sí… parece que podré empezar esta semana el seguimiento de la esposa deeste señor Navarro—dijo González.—¿Tan luego, estás seguro?—preguntó Benavides.—Sí, porque el resto de los gorreados… o sea, de los clientes, vienen reciénbajando de la mina hoy en la tarde, así que a partir de ahora y por una semanapuedo trabajar tranquilo este caso—respondió González.—Y lo más probable es que justo hoy esté bajando de la mina el mejor amigo delcliente—agregó Benavides—. Ya, llévate tú la cámara entonces. Y trata que no tepillen como la otra vez.

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II

Pablo González estaba sentado en su escritorio, bostezando tal como cadamañana de esa semana. Mientras se tomaba el tercer café desde su llegada,entró a la oficina Ernesto Benavides, siendo recibido por un inmenso bostezo desu empelado.

—Vaya hombre, parece que estás durmiendo muy mal, o tu esposa andademasiado cariñosa—dijo Benavides, soltando una carcajada.—Buenos días don Ernesto. Nada de eso, estoy muerto de sueño con estedichoso seguimiento—respondió González, sujetando su cabeza con el brazoapoyado en la mesa.—¿Cómo tanto hombre? Si ya has hecho un par de seguimientos antes, y nuncate había visto tan cansado, ¿pasa algo malo acaso?—preguntó Benavides.—No pasa nada, jefe.—¿Cómo que no pasa nada? No puedes estar tan cansado por nada—dijoBenavides, incrédulo.—Parece que no me entendió jefe, literalmente no pasa nada en este seguimiento—respondió González—. Llevo cinco noches completas de vigilancia, apostadofrente a la casa de la esposa de Navarro y nada. Nadie entra, nadie sale, la mujerapenas se junta con una amiga, que es la que aparece todas las noches en sucasa como a las diez de la noche y se va cerca de las doce. Inclusive un par dedías también la seguí de día, por si ella iba a la casa de algún amante o algo peronada; sólo en uno de ellos visitó a esta mujer que la visita en las noches, peronada más. El problema es que el cliente vuelve pasado mañana, y hasta ahora notengo ningún avance, y el tipo está seguro del engaño.—Pablo, ¿conoces ese viejo refrán que dice “no hay peor ciego que el que noquiere ver”?—preguntó Benavides, sonriendo.—Sí jefe, pero no entiendo qué relación tiene con este caso, si aquí no hay nadaque ver—respondió González.—Entonces quiere decir que eres demasiado inocente, hombre—dijo Benavides—. ¿Por qué dices que nadie va a la casa si todas las noches va una mujer entrelas diez y las doce de la noche? ¿O es que acaso descartaste de plano que laesposa del cliente lo pueda engañar con una mujer?—¿Qué? ¿Usted cree que es tortillera?—dijo sorprendido González.—Creo que en el informe se leerá mejor homosexual o lesbiana, Pablo—dijoBenavides.—Pucha jefe… claro, tiene razón, no se me ocurrió pese a lo evidente—dijoGonzález, pareciendo atar cabos sueltos en su mente—. Y por eso es que sepone contenta cuando los visitan…—¿A qué te refieres?—preguntó Benavides.—Ah, es que aún no le digo que la mujer que la visita es la esposa del amigo aquien el cliente sindicaba como el culpable—dijo González.—Vaya, parece que la soledad le echó a perder la vida a esas dos mujeres—dijoBenavides—. Ellos se preocuparon de sus trabajos, pero al parecer dejaron delado el resto de sus vidas.—Pucha jefe, esto es mucho más complicado aún—dijo González—. En este casoal cliente le costará más creer la conclusión a que llegamos. Por un cuento demachismo no lo creerá… parece que deberá obtener fotos explícitas de ambasjuntas.

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—Estoy de acuerdo Pablo, no se convencerá si no las ve a ambas juntas—dijoBenavides—. El problema es que la cámara no es tan buena como para tomarfotos de noche sin flash.—Tendría que llamar a un amigo de la comisaría, a ver si me puede prestar unode los visores nocturnos que usábamos a veces cuando seguíamos a losburreros… no, es casi imposible que me lo pueda conseguir—dijo González,pensando en voz alta.—Gracias por la idea—replicó Benavides—. Yo tengo un amigo que es fotógrafoprofesional, y que de vez en cuando saca fotos para estas revistas de fauna,como la National Geographic. Él tiene una cámara con lente de visión nocturna,esa podríamos usar… lo voy a llamar para arrendársela y para que te enseñe ausarla. Si no la logras fotografiar con eso, no hay nada que hacer y habremosperdido una semana de trabajo.

A la noche siguiente Pablo González estaba instalado frente a la casa del cliente ysu mujer, escondido en la parte de atrás de un viejo camión, el que teníahabilitado un agujero estratégicamente situado en la parte más alta del sector decarga, lo que le permitía esconderse en dicho lugar y grabar a través de esasuerte de claraboya artesanal con la cámara que había arrendado su jefe paraese caso. En cuanto apareció la esposa del amigo de Navarro, Gonzálezencendió la cámara y empezó a vigilar a través de la ventana del living por sobrela muralla, gracias a lo alto del camión. El artilugio le permitió ver cómo lasmujeres, luego de saludarse, desaparecían por una puerta que parecía dar a lacocina, para aparecer a los pocos minutos con un par de vasos con algún jugo olicor. Durante las dos horas de la visita las mujeres no se movieron de delante deltelevisor, donde parecían estar viendo algún programa por capítulos, sin sentarsecerca ni hacer ningún gesto que le hiciera pensar alguna cercanía distinta a unabuena amistad. Pocos minutos antes de las doce las mujeres apagaron eltelevisor, y la visitante se fue, tal y como había llegado.

González estaba muy contrariado, pese a todos sus esfuerzos, y a la inversiónque había significado el arriendo de la cámara de visión nocturna, nada habíaresultado. De todos modos había grabado todo, para tener material paraentregarle al cliente. Para completar el trabajo seguiría grabando hasta que lamujer se fuera a su dormitorio: no tenía intenciones de pasar más allá, por elriesgo de ser sorprendido y terminar la noche en su antigua comisaría, pero comovisitante a la fuerza. Luego de la salida de su amiga, la mujer apagó las luces y sesentó en el sofá al medio del living, como si esperara algo o a alguien. Justo enese instante, lo que se empezó a grabar llevó a González a exclamar:

—Pero qué chucha…

III

El detective González estaba nervioso, en cualquier momento llegaría ErnestoNavarro, y desde que terminó de grabar con la cámara de visión nocturna esanoche, no había logrado conciliar el sueño, tratando de entender qué era lo quehabía grabado, y peor aún, cómo intentaría explicárselo a su cliente. Su jefe,Ernesto Benavides, había visto la grabación, y al no encontrar explicación lógica a

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lo que había visto, le dejó la responsabilidad de las decisiones a González.

González tenía instalado un televisor con el equipo de VHS conectado, y elcasette de video sobre la mesa, listo a que llegara Navarro para encerrarse con ély ver juntos el resultado de su trabajo. Mientras la mente de González buscabapalabras para explicar lo sucedido, su cliente apareció por la puerta, con cara deprofecía autocumplida.

—Buenos días señor Navarro, adelante, asiento, ¿cómo estuvo su trabajo estasemana?—se apuró en decir González, estrechando la mano de su cliente.—Buenos días señor González. Debo suponer que me citó para darme las malasnoticias en privado—dijo Navarro con voz algo temblorosa.—Bueno… será mejor que empiece de inmediato—dijo González, poniendo frentea Navarro una carpeta con fotografías, las que el hombre empezó a revisar—.Durante esta semana de seguimiento su esposa tuvo actividades completamentenormales, haciendo trámites, yendo de compras, y en una ocasión visitando lacasa de sus amigos. No hubo ninguna actividad diurna sospechosa.—Es algo obvio supongo, si tenía la casa disponible toda la noche—comentóNavarro.—No tanto como usted supone… pero eso no viene al caso—dijo González,tratando de ordenar sus ideas—. En las noches su esposa fue visitada todos losdías, entre las diez y las doce, por la esposa de su amigo, al parecer para verjuntas alguna serie de televisión o algo similar.—¿Y cuándo aparece en escena mi amigo?—dijo Navarro.—Señor Navarro, dentro de los días de seguimiento que hice, su amigo noapareció por ninguna parte—dijo González, tratando de encontrar cómo explicar loque se vendría después.—O sea que mi amigo no es el patas negras—dijo González con voz algo másaliviada—. Pero si estoy acá es por algo, y debo suponer que el video que está enla mesa es una evidencia.—Así es, señor Navarro.—¿Sabe? Prefiero no verlo, basta con que usted me diga quién es, yo le creeré yveré qué hacer al respecto—dijo Navarro.—El problema señor Navarro… es imprescindible que lo vea… no tengo cómoexplicar lo que grabé y lo que verá—dijo González, buscando las palabras paraexplicar lo inexplicable.—¿Por qué tiene tantas ganas que vea a mi mujer revolcándose con otro huevón,tan morboso es usted acaso?—preguntó casi furioso Navarro.—Señor Navarro, yo no quiero que vea nada—respondió González, mirando alhombre a los ojos—. La mayoría de las veces intentamos que la gente no vea losvideos probatorios para que no salgan lastimados, y la mayoría de las veces nonos hacen caso. Pero en esta situación, le juro que es imprescindible que lo vea.—Espero que de verdad esto tenga una justificación señor González, no quierover a mi esposa en… eso, simplemente por verlo.—Le aseguro que no será así—dijo González, más nervioso por el contenido delvideo que por la amenaza velada de Navarro.

Pablo González instaló el casette en el reproductor de VHS. De inmediato en lapantalla apareció todo teñido de verde, propio de las grabaciones con lentes devisión nocturna. En ella se veía a la mujer despidiéndose de su amiga, luego de lo

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cual se sentó en el sofá con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas, ensilencio y con la luz apagada. De pronto, y ante los atónitos ojos de Navarro y laaún sorprendida mirada de González, la ropa de la mujer empezó a salir de sucuerpo sin que ella ni otra persona intervinieran. A los pocos segundos la mujerterminó desnuda, y antes que alcanzara a cubrirse, sus mamas se vieron comoaplastadas por manos invisibles, para luego ver cómo el cuerpo de la joven seelevaba cerca de un metro y medio en el aire y terminara depositado con suavidadsobre la alfombra. Desde ese instante en adelante ambos hombres presenciaroncómo la mujer parecía estar en pleno acto sexual, pero sin nadie sobre ella, pesea lo cual se veía cómo partes de su cuerpo eran movidas casi contra su voluntad.A los pocos minutos la mujer se puso de pie, recogió su ropa y se dirigió al baño aducharse para luego acostarse a dormir.

—¿Qué significa…?—empezó a preguntar Navarro, siendo callado con unademán por González, indicándole la pantalla. Justo cuando la mujer apagó la luzdel dormitorio, una especie de sombra transparente pasó frente a la pantalla.—Por eso le dije que era imprescindible que viera el video—dijo González,mientras apagaba el aparato y sacaba la cinta, para incluirla dentro del sobre queluego entregaría a Navarro—. Antes que me lo pregunte, no tengo idea de lo queaparece en la grabación, y le juro que me costó mucho grabar eso sin que medieran ganas de dejar todo botado y salir arrancando. —¿Mi esposa me pone el gorro… con un fantasma?—dijo estupefacto Navarro.—No sé cómo le llamarán a eso, pero es lo que encontré—dijo González, aúnconfundido—. No sé si estas sean buenas o malas noticias para usted, pero es elresultado de mi trabajo. Si lo desea, lo puedo acompañar cuando vaya a aclararlas cosas con su esposa, si es que está en sus planes hablar esto con ella.—No sé… la verdad es que estoy tratando de entender algo de esto—dijoNavarro, con la misma cara de confusión de González—. Creo que deberéenfrentar a solas a mi esposa, si es que decido que vale la pena hablar con ella.Le agradezco el trabajo señor González, y las agallas para mostrarme esto.—Por nada señor Navarro. Si necesita algo más, no dude en contactarme.—Gracias, y adiós—dijo Navarro, llevando consigo el sobre que le habíaentregado González.

IV

Pablo González estaba terminando de ordenar las boletas para incorporarlas alítem de gastos de un seguimiento que estaba terminando, y que lo había obligadoa incurrir en gastos más allá de los estipulados en el avance que solicitaban atodos los clientes. Justo cuando se disponía a hacer el documento paraentregárselo a Ernesto Benavides, una cara conocida se asomó a su puerta.

—Señor Navarro, buenas tardes, ¿cómo está?—dijo González, sorprendido dever al hombre de vuelta.—Buenas tardes señor González. Tuve un tiempo y quise pasar a contarle lo quepasó desde que usted me entregó el sobre con el seguimiento de mi esposa—dijoNavarro.—Asiento, cuénteme—dijo González, realmente interesado en escuchar lo quehabía sucedido en ese caso.

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—Bueno, luego de un par de días y noches dando vueltas por toda la ciudad,decidí hablar con mi esposa. Ella me contó que desde que llegamos a esa casase empezó a sentir como observada, y en más de una ocasión sintió cosasextrañas cuando se bañaba. De a poco esas sensaciones empezaron a hacersemás recurrentes, hasta que una noche este… fantasma la poseyó… usted meentiende, no posesión de fantasma…—Claro que lo entiendo—dijo González.—Bueno, el asunto es que desde esa fecha este fantasma empezó a aparecersecada vez que yo estaba de turno, y esta especie de relación empezó a hacersealgo normal—dijo Navarro.—Ya veo.—Cuando encaré a mi esposa ella me contó que lo pasaba muy bien, y por ellosentía que ya no necesitaba tener sexo normal conmigo, y que además, como eraun fantasma y no una persona de carne y hueso, sentía que no me estabatraicionando.—¿Y por qué ella se veía tan feliz cuando llegaban sus amigos?—preguntóGonzález.—Porque estando ellos, las posibilidades de que yo le preguntara por su pobreapetito sexual eran menores—respondió Navarro.—¿Y las visitas de la esposa de su amigo todas las noches?—preguntó González,tratando de entender el entorno del caso.—Es que desde siempre se juntan todas las noches a ver unas teleseries—dijoNavarro—. Si de un momento a otro ella dejaba esa costumbre, podría haberlevantado sospechas.—Vaya… ¿y pudo saber de dónde salió ese fantasma?—preguntó González.—Verá, una vez que conversé con mi esposa para arreglar nuestra relación,decidimos empezar a preguntar a los vecinos más viejos por nuestra cuenta, a verqué lográbamos averiguar—dijo Navarro—. Una de las señoras de la cuadraconocía una viejita a punto de cumplir un siglo de vida, que había vivido hacecomo setenta años en esa casa. Esta señora nos contó que esa abuelita, cuandojoven, había tenido un amante muy fogoso que la visitaba cuando su marido salíaa trabajar.—Ya veo—dijo González, imaginando lo que tal vez había sucedido.—Esta abuelita le contó que este joven, por lo fogoso, era medio arriesgado parasus cosas, y un día se fue a meter a la casa sin avisar—prosiguió Navarro—.Justo ese día ella había salido y estaba su esposo, un hombre algo mayor ybastante celoso, que sospechaba que su señora andaba en malos pasos. Puesbien, en cuanto entró este joven reconoció a quien las vecinas describían comoquien ocupaba sus sábanas en su ausencia, y luego de una fuerte discusión y unapelea, lo mató estrangulándolo.—Vaya, bastante sórdido el caso—comentó González.—El asunto es que cuando esta abuelita llegó, encontró a su marido enfurecido yarrepentido, y a su amante muerto—dijo Navarro—. Para no complicar más lasituación, decidió ayudar a su esposo a enterrar el cadáver del joven bajo el pisodel subterráneo de la casa, y no hablar nunca más del tema. Como la abuelitaenviudó hace como quince años, le pudo contar a su amiga lo sucedido.—Es increíble todo lo que les tocó vivir señor Navarro—dijo González, aúnsorprendido con la historia—. ¿Y qué van a hacer de ahora en adelante?—Con mi esposa decidimos dar vuelta la página y empezar de nuevo—respondióNavarro—. Lo primero que hicimos, ya que este fantasma es demasiado

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insistente, fue vender la casa a una empresa constructora que se encargará dedemolerla para hacer un edificio. Suponemos que al hacer la excavación seencontrarán con los restos de este tipo y se encargarán de dar aviso a lasautoridades.—¿Y dónde están viviendo ahora?—Nos mudamos a un departamento grande, cerca de la plaza—dijo Navarro—.De a poco estamos empezando a rearmar nuestra relación, a retomar loentretenido del pololeo, la conquista, todas esas cosas que uno erróneamentedeja de lado cuando está casado porque cree que la libreta de matrimonio seencarga de hacer la pega por uno.—Qué bueno que al menos han podido rehacer sus vidas desde este evento. Esteasunto siempre es tremendamente doloroso, pero en su caso además eracomplejo de entender y de creer. Bueno, supongo que ya no lo volveré a ver,señor Navarro—dijo González, sonriendo.—Espero no tener que necesitar de sus servicios de nuevo señor González, almenos en lo que a seguimiento de pareja se refiere—dijo Navarro—. De todosmodos gracias, por tener el valor de mostrarme una grabación tan descabelladacomo esa, y de no huir al hacerla. Si no fuera por eso, tal vez mi matrimonio ya sehabría desmoronado.—Por supuesto, no es fácil de creer que el tercero en la relación es un fantasma.—Y si no hubiera sido por ese video, jamás lo podría haber creído. Adiós señorGonzález, y gracias de nuevo—dijo Navarro.—Hasta siempre señor Navarro—dijo González, estrechando con fuerza la manode Navarro.

Esa tarde Pablo González salió un poco más temprano del trabajo. Ese era el díade la semana en que la madre de Marta, su esposa, tenía tiempo de quedarse consu hija Mariana, para que ellos pudieran salir a pasear, a comer, al cine, osimplemente a mirar el estrellado cielo del norte de Chile, y a recordar que surelación perduraría en la medida que no se olvidaran el uno del otro.

FIN

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Benavides y González, detectives privados

I

—Buenos días, “Benavides, detectives privados”, habla Pablo González, ¿conquién hablo?—dijo el detective González, repitiendo la frase de presentación quedecidió usar en su trabajo en la agencia de seguimientos.—Bah, ¿desde cuándo el maricón Ernesto tiene empleados? Parece que le ha idobien al viejo hijo de perra—dijo una voz al otro lado del teléfono.—Ya que no desea contratar nuestros servicios voy a cortar—respondióGonzález, usando otra de de las frases que tenía a mano para facilitar sudesempeño como telefonista—. ¿Desea dejar algún recado?—Sí, dile a ese viejo hijo de puta que voy a ir por él cuando menos lo espere—dijola voz.—Su recado será entregado a la brevedad. Buenos días.

Pablo González siguió organizando su horario del día, tenía un par deseguimientos pendientes, y uno de ellos debía realizarse ese día, pues habíaaveriguado que el esposo infiel de una de sus clientas se juntaría con su parejafurtiva esa tarde en un café de la periferia. Era imprescindible llevar pruebasfehacientes, para que la mujer se convenciera y asumiera que su esposo laengañaba, pero no con otra mujer. Justo cuando se aprestaba a salir, llegóErnesto Benavides.

—Buenos días don Ernesto, ¿cómo está?—Hola Pablo, bien—respondió Benavides—. ¿Y tú cómo has estado?—Bien jefe, ordenando el tiempo del día para alcanzar a hacer todo lo que debo.Hay que cerrar los casos para poder cobrar las lucas—dijo González.—¿Ha habido alguna novedad?—preguntó Benavides.—Una llamada hace unos diez minutos de algún tarado al que probablementeusted pilló en malos pasos, y que ahora llama para insultar—respondió González—. Le corté educadamente, como usted me enseñó.—¿Y dijo algo en especial quien llamó, o sólo las típicas amenazas de siempre?—preguntó Benavides mientras se servía un café.—¿Aparte de los garabatos? Dijo que vendría por usted cuando menos loesperara—respondió González, poniéndose de pie para salir a su primer destinode la jornada.—¿Por casualidad se refirió a mi de algún modo distinto?—preguntó Benavides,mirando a González.—No, con garabatos, como todos los infieles a los que desenmascaramos y creenque somos los culpables de sus fracasos matrimoniales—respondió González, sindarle mayor importancia al tema.—¿No te fijaste si se refirió a mi por mi nombre o por mi apellido?—volvió apreguntar Benavides, haciendo que González se devolviera y se sentara en unade sus sillas.—Por su nombre—dijo González—, de hecho lo llamó el “maricón Ernesto”—Apareció este chuchesumadre—dijo Benavides, dejándose caer en su silla yllamando la atención de González, quien nunca había escuchado salir de la bocade su jefe alguna mala palabra, ni menos un improperio de ese calibre.

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—¿Qué pasa don Ernesto, hay algo en que lo pueda ayudar?—preguntópreocupado González.—No Pablo, no hay nada que me puedas ayudar, esto es parte de mi pasado y esmi obligación hacerle frente solo—respondió Benavides.—Don Ernesto, tal vez esto no sea asunto mío, pero si estoy trabajando es porusted, que me dio la confianza después que me dieran de baja de carabineros—dijo González, casi emocionado—. Déjeme agradecer todo el apoyo que me hadado, yo sé que puedo hacer algo, cuente conmigo.—Gracias Pablo, de verdad, pero esto es más bien personal. Anda a hacer losseguimientos del día, los clientes no van a esperarnos eternamente—dijoBenavides, poniéndose de pie y entrando a su privado.

González salió algo contrariado a hacer su trabajo, no le gustaba ver complicadoa su jefe; mal que mal el añoso hombre le enseñaba día a día los trucos del oficio,y pese a que a veces los clientes escaseaban, se daba la maña para pagarle elsueldo íntegro y a tiempo. Muchas veces González había intentado escudriñar enla vida personal de Benavides, pero el hombre de inmediato se cerraba a laposibilidad de compartir algo más que trabajo con su empleado y aprendiz, y porun asunto de respeto, González no intentaría investigar el pasado de su jefe.Luego de masticar su momentánea rabia, González salió en busca del marido desu clienta y su amante.

Un par de horas más tarde González volvió a la oficina, luego de haber ido a dejarel rollo fotográfico al revelador que se encargaría de entregarle el material queserviría para cerrar un nuevo caso. En cuanto entró, notó que había algo dedesorden en el estar, y que tras la puerta del privado de Benavides seescuchaban algunos quejidos. De inmediato sacó su revólver y entró a la oficina,encontrando a su jefe tirado en el suelo con evidencias de haber sido golpeado enel rostro en reiteradas ocasiones, y con un gran corte en el cuero cabelludo, justodonde se hacía la partidura para peinarse. González, luego de mirar a todos ladosy cerciorarse que no hubiera nadie oculto, guardó su arma, llamó una ambulanciae intentó confortar a Benavides mientras llegaba el vehículo de emergencias.Cuando González empezaba a limpiar la sangre de su rostro e intentaba evitarque su jefe se incorporara, el viejo detective se desmayó, no sin antes decir:

—Aléjate del tiburón Albornoz…

II

Pablo González estaba en la sala de espera del servicio de urgencias del hospitalbase. Al no ser familiar de Benavides no tenía autorizada la entrada, así que noquedaba más que esperar la llegada de la esposa de su jefe, a ver si a ella ledecían algo. Cerca de una hora después de haber llegado, las puertas de la salade atención se abrieron, y por ella salió Ernesto Benavides en una silla de ruedas,acompañado por una enfermera.

—Don Ernesto, ¿cómo está?—dijo preocupado pero más tranquilo González.—¿Usted es Pablo González?—preguntó la enfermera—. Quería darle las graciaspor cuidar a mi marido y conseguir una ambulancia tan rápido. En general se

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demoran mucho más en atender los llamados.—Por nada, señora…—Ay, disculpe, me llamo Antonieta Garrido. Creí que Ernesto le había contado demi—dijo la mujer.—No, don Ernesto en general es muy reservado con su vida personal—comentóGonzález—. ¿Cómo quedó don Ernesto, no le pasó nada grave? —Gracias a dios no—respondió Garrido—. El médico de turno tuvo que ponerlepuntos a la herida de la cabeza, y además encontró la nariz y un par de costillasrotas, todo muy doloroso pero nada grave. Ah, y perdió un diente. —¿Tienen cómo irse a su casa?—preguntó González.—Conseguí que me prestaran la ambulancia, no estamos tan lejos de la casa, yen esas condiciones no puede caminar. ¿Nos acompaña?—dijo Garrido, mientrassu esposo la miraba contrariado.—No quiero importunarlos—dijo González, viendo la expresión de su jefe.—Para nada. Además, es bueno que sepa dónde vivimos, ante cualquiereventualidad—dijo la mujer, mientras ayudaba al conductor y a González a subirla silla de ruedas a la parte de atrás del vehículo de emergencias.

Diez minutos después Ernesto Benavides estaba durmiendo profundamente en sucama, luego que al llegar al hogar su esposa lo obligara a tomar una pastillatranquilizante. Luego de dejarlo con las cortinas y las puertas cerradas, la mujervolvió donde González, quien esperaba sentado en el living.

—¿Quiere un café, señor González?—preguntó la mujer.—No, muchas gracias, debo volver luego al trabajo, tengo un seguimientopendiente—dijo González.—¿Usted sabe quién le puede haber hecho esto a mi marido?—preguntó Garrido,con evidente cara de cansancio.—No sé si sea prudente hablar de eso ahora—dijo González—, de hecho donErnesto evitó hablarlo conmigo antes que lo atacaran.—Eso quiere decir que lo amenazaron—dijo Garrido.—Sí, hoy en la mañana llamó alguien que lo trató en duros términos.—¿A qué se refiere con “duros términos”?—preguntó Garrido—. Señor González,trabajo en un servicio de urgencias, estoy acostumbrada al trato con “durostérminos”.—La persona al otro lado de la línea se refirió a él como el maricón Ernesto—dijoGonzález.—Maldita sea, no puede ser Albornoz, no otra vez…—dijo la mujer, rompiendo enllanto.—Disculpe señora, ¿quién es ese tal tiburón Albornoz?—preguntó confundidoGonzález.—Necesito conversar con mi marido, señor González—dijo Garrido, secándoselas lágrimas—, quédese por mientras a cargo de la agencia, nosotros lollamaremos cuando sea oportuno.

González se fue a la agencia con las llaves, sin entender el por qué de tantomisterio con el tal “tiburón” Albornoz. En cuanto llegó se puso a ordenar eldesorden que había quedado luego de la agresión, y de la intervención de laPolicía de Investigaciones en busca de huellas o evidencias que aportaran datos ala investigación judicial. Mientras metía los papeles en sus correspondientes

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carpetas para luego organizarlas dentro del mueble que hacía las veces dearchivador, el teléfono sonó una vez más.

—Buenas tardes…—¿Cómo quedó el maricón Ernesto después de mi visita, está hospitalizadotodavía?—preguntó la misma voz de la llamada de la mañana.—No sé de qué me habla, vengo recién llegando a la oficina y me encontré con…—No sabes mentir, huevón—interrumpió la voz—. Tú ayudaste a llevar al maricónErnesto a la posta, y después lo llevaste a su casa junto con la Antonieta.—No entiendo entonces para qué pregunta si está hospitalizado, si me vio llevarlode vuelta a su casa—respondió rápidamente González para no ser interrumpidootra vez.—¿Te doy un consejo, mariconcito? Cierra ese cuchitril, entrega tu renuncia y tevas para tu casa. El problema es entre…—Lo lamento, no puedo renunciar por un asunto de lealtad—interrumpió ahoraGonzález.—Pobre pendejo, el maricón Ernesto no sabe de lealtad, en cuanto pueda te va acagar… bueno, es cosa tuya, si sales herido será bajo tu responsabilidad. Datepor avisado—dijo la voz, para luego colgar.

Justo en ese instante un ruido extraño, como de una explosión pero algoapagado, sonó contra la vieja pared externa de adobe de la oficina. En cuantosalió se encontró con la pared cubierta por fuego y restos de vidrio en el suelo. Enel instante en se aprestaba a entrar para sacar el extintor que había en el privadode Benavides, un golpe con un objeto duro contra sus costillas lo desestabilizó porel dolor, cayendo de rodillas al lado de las llamas; sólo los reflejos adquiridos ensus años lidiando con narcotraficantes le permitieron bloquear el bastonazo queiba a su cabeza y que habría terminado con él sobre las llamas. Fue el instinto elque lo hizo rodar por el piso hacia el agresor con el bastón, enredándolo con sucuerpo y derribándolo junto con él, dándole el tiempo suficiente para darle uncertero puñetazo en el rostro que de inmediato le quebró la nariz, lo que no fuesuficiente como para evitar la huida del hombre. González no fue capaz de correrpor el dolor en sus costillas, así que se devolvió a buscar el extintor para apagar elincendio y llamar nuevamente a Carabineros e Investigaciones para que tomaranconocimiento de lo sucedido.

Una hora después, tres fuertes golpes sonaron en la puerta de la casa delmatrimonio Benavides Garrido. Dejando a su esposa encerrada con llave en elbaño de la casa, Ernesto Benavides se acercó a abrir la puerta, con una pistolasemiautomática en su mano derecha y ataviado con un chaleco antibalas. Encuanto la abrió encañonó a quien golpeaba.

—¿Qué mierda…?

III

Pablo González entró al comedor y se sentó en el living. Aún tenía el rostro algoahumado, le costaba bastante caminar y respirar, y traía una voluminosa venda ensu antebrazo izquierdo. Luego de sentarse y de dejar su revólver en la mesita de

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centro, al lado de la pistola Smith & Wesson calibre 45 de Benavides, y mientraséste iba en busca de su esposa, González volvió a tocar sus costillas, a ver silograba identificar algún crujido que se le hubiera escapado al médico que loexaminó, y que explicara el por qué de tanto dolor. De pronto una voz de mujer losacó de su concentración.

—Dios mío señor González, ¿se siente bien, qué le pasó?—dijo AntonietaGarrido, al ver el estado en que había quedado el ex carabinero.—Eso mismo iba a preguntar—dijo Benavides.—El tal tiburón Albornoz, supongo—dijo González—. El tipo llamó a la tarde paradecirme que renunciara y huyera del lugar. Luego tiró una molotov a la muralla, yme atacó cuando quise apagar el fuego.—¿No te pasó nada grave?—preguntó preocupado Benavides.—Un palo en las costillas y otro en el brazo, pero que iba a la cabeza… ah, y elolor a humo—dijo González—. Igual me guardé su nariz de recuerdo.—No debiste involucrarte en esto Pablo, ahora hasta tu familia está en peligro—dijo Benavides, apesadumbrado.—Por mi familia no se preocupe don Ernesto, están con un sargento amigo míoen la comisaría, fue lo primero que hice después de apagar el fuego—dijoGonzález—. Bueno, supongo que ahora sí puedo saber quién es el tal tiburónAlbornoz.

Benavides y Garrido se miraron; de inmediato la mujer se dirigió al mueble delcomedor, a buscar una botella de pisco y tres vasos.

—Evaristo Albornoz, nombre de combate Tiburón, ex sargento primero de laArmada, buzo táctico e instructor de fuerzas especiales hasta su retiro hace dosaños de la institución—recitó casi como un mantra Benavides.—Vaya, no me gustó para nada ese currículo—dijo González—. ¿Y cuál era sunombre de combate, don Ernesto?—Parece que ha aprendido a hacer la pega, Ernesto—dijo su esposa, pasándolea cada uno un vaso corto, para luego llenarlos hasta la mitad con un amarillentopisco envejecido.—Sí, la lleva en la sangre—dijo Benavides mirando su vaso, para luego mirar aGonzález y responder—. Sargento segundo en retiro, nombre de combateBarracuda.—Debo suponer que usted nadaba más rápido, y él era más agresivo—dijoGonzález, degustando el pisco.—Sí. Hacíamos un buen equipo entrenando a los buzos tácticos y fuerzasespeciales… teníamos a los aspirantes derechitos, y a la primera caída losmandábamos de vuelta a sus unidades—dijo Benavides mirando con nostalgia através del dorado licor.—¿Y qué pasó entre ustedes, que ahora son enemigos?—preguntó González.—Yo—respondió a secas Garrido, mientras Benavides la miraba sonriendo paraluego volver a perder la vista en la nada—. En esa época yo estaba recibida hacíaun par de años, y una amiga me dijo que el hospital de la armada necesitabaenfermeras, así que postulé y quedé de inmediato. El trabajo era excelente, metocaba ver muchos casos graves, así que además del sueldo la pasaba bienhaciendo mi pega. Un día llegaron dos buzos jóvenes que habían tenido unaccidente en un entrenamiento, y los ingresaron para evaluación de eventuales

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lesiones internas.—Tiburón y Barracuda—dijo González.—Exacto—dijo Garrido—. El asunto es que Evaristo estaba casi totalmente sano,así que se fue de alta al día siguiente, y Ernesto tenía algo raro en uno de suspulmones, que el médico jefe de sala decidió estudiar en profundidad pues podíajugarle en contra para su actividad de buzo táctico, así que lo dejó hospitalizadopor diez días. —En esa época nos llevábamos muy bien con Evaristo, así que no me extrañóque me viniera a visitar todos los días—agregó Benavides—. Después supe queen realidad me usaba como excusa para ver a Antonieta e intentar conquistarla.—Lamentablemente para Evaristo, en cuanto llegó Ernesto a la sala me enamoréde él, y los días que estuvo hospitalizado me sirvieron para conocerlo y terminarde convencerme que era el hombre de mi vida—dijo Garrido.—Y supongo que Albornoz no tomó muy bien eso—comentó González.—Exacto Pablo—dijo Benavides—. Evaristo creyó que yo lo traicioné alenamorarme de la mujer que él había elegido, y desde esa fecha en adelante élse convirtió en mi enemigo. Una vez que nos casamos, decidí alejarme del equipode buzos tácticos y cambiar de rubro dentro de la armada, para evitarlo; pero detodos modos se dio maña para hacerme la vida imposible, hasta que decidimoscon Antonieta mi retiro.—Y como tenía contactos dentro, supo la fecha en que Ernesto firmaría su retirovoluntario, así que también se apareció ese día—dijo Garrido.—Y ahí me juró que una vez que se retirara, cobraría su venganza—dijoBenavides—. Es por eso que llevo dos años esperando a que se aparezca ennuestras vidas, a cumplir su palabra de hombre de mar.—¿Tuvo algo que ver el retiro de Albornoz con mi contratación?—preguntóGonzález, recordando que llevaba dos años ya junto a Benavides.—Por supuesto—respondió Benavides—. A partir de esa fecha empecé a prepararlas cosas ante su eventual reaparición, así que necesitaba tiempo para dejar todolisto, sin descuidar mucho el trabajo. Por eso cuando llegaste recién dado de baja,te tomé de inmediato, por tu experiencia y juventud.—A qué se refiere con preparar las cosas?—preguntó González.—Contratar seguros de vida, comprar armas y chalecos antibalas, mandar a hacerpuertas de seguridad, todo lo que dificulte el accionar de Albornoz. De hecho creoque sería útil que te lleves esta pistola, es mucho mejor que tu viejo Taurus—dijoBenavides, ofreciéndole a González la pistola calibre 45 que había usado alrecibirlo.—Gracias don Ernesto pero no, desde siempre he usado mi revólver institucional,,no sabría cargar otra arma que no fuera el modelo de toda mi vida—respondióGonzález, afirmando su mano en la empuñadura de madera del revólver—. ¿Yqué se supone que hay que hacer ahora, esperar a que este tipo aparezca, irlo abuscar, qué?—Por ahora hay que tratar de hacer nuestras vidas lo más normal que se pueda,Evaristo aparecerá sin que lo llamemos—respondió Benavides—. Él viene porAntonieta y por mi, por mucho que le hayas pegado tú eres un actor secundarioen esta historia, y sólo cobrarás importancia si logra acabar con nosotros.—Bueno, entonces volveré a la agencia a tratar de ordenar todo y ver si puedoseguir cerrando alguno de los casos pendientes—dijo González, poniéndose depie—. Al fin y al cabo, con plata se compran balas.

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IV

—Buenas tardes, “Benavides detectives privados”…—¿No te cansa repetir esa cantinela huevona, pendejo?—preguntó al otro lado dela línea Albornoz.—Menos que lo que a usted le debe cansar respirar, señor Albornoz—respondióGonzález.—No te vanaglories pendejo, un golpe de suerte lo tiene cualquiera. Supongo queel maricón Ernesto está escondido bajo siete llaves con la Antonieta, ¿cierto?—No pregunte lo que sabe, señor Albornoz—dijo González, con la mano en laempuñadura de su revólver.—Cierto, ya no tengo que seguir jugando, estamos en los descuentos… empiezaa buscar trabajo pendejo, voy a matar al maricón Ernesto—dijo Albornoz.—Haré todo lo posible por impedirlo—dijo González.—Lo posible no es suficiente a mi nivel, pendejo—dijo Albornoz—. Por si no tediste cuenta, no dije que intentaría matarlo, sino que lo voy a hacer… aunque melo puedo cagar peor aún… ya, date por cesante pendejo, aunque en una de esaspuede que no—dijo misterioso, para luego colgar.

González colgó el teléfono y se dispuso a seguir ordenando. De pronto cayó encuenta que en las dos ocasiones en que Albornoz había actuado, había sido pocodespués de cortar una llamada telefónica. De inmediato González empezó acerrar todo para ir a la casa de Benavides; justo en ese instante, comprendiócuando Albornoz dijo que podía perjudicar a Benavides sin matarlo, y que tal vezél no quedaría cesante. Sin pensarlo dos veces dejó todo como estaba e inicióuna vertiginosa carrera hasta la casa de su jefe, para intentar impedir el asesinatode Antonieta Garrido.

Algunos minutos después, González llegaba a la casa de Benavides, jadeandoluego de haber corrido casi como si su vida dependiera de ello. A lo lejos vio quela puerta de la entrada estaba abierta hasta atrás, y que faltaba el pedazo en queiba la cerradura, por lo que desenfundó su revólver y empezó a correr más lento yagachado, tratando de evaluar la situación a la distancia. Al llegar a la rejaempezó a mirar sin entrar, por si Albornoz había dejado algún tipo de trampa,anticipándose a su evidente llegada. De pronto, y cuando se disponía a entrar,divisó desde la reja al fondo del pasillo principal a Albornoz de espaldas, con unapistola en su mano, y botados en el suelo a Benavides y a su esposa; justo bajo elpie derecho de Albornoz, se veía un delgado bulto que de inmediato Gonzálezreconoció como el arma de puño de su jefe. Era el momento de actuar, pero debíamedir muy bien lo que haría, pues Albornoz estaba justo frente a sus víctimas, loque aumentaba el riesgo que un disparo de su arma no hiriera sólo al atacante.

Evaristo Albornoz miraba con odio y satisfacción a Benavides y a Garrido, botadosa sus pies, todos los años de rencor estaban por terminar, en el instante en que seconcretara su venganza.

—¿No te da vergüenza maricón?—preguntó enrabiado Albornoz—, ¿no te davergüenza no ser capaz siquiera de defender a tu mujer? —Evaristo, por favor, no vayas a hacer una locura—dijo Garrido—. No vale lapena, nunca hubo nada entre nosotros, nunca me fijé en ti, todo lo que haya

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pasado por tu mente siempre estuvo ahí, en tu mente.—Cállate, puta de mierda—dijo con odio Albornoz—. ¿Cómo te fuiste a fijar enesta mierda? El maldito maricón está botado en el suelo en vez de estar peleandopor tu vida, eso no es ser hombre.—Está bien Evaristo, ganaste—dijo Benavides, adolorido por la herida de bala ensu pierna, luego que Albornoz volara la puerta con su arma con silenciador y ledisparara bajo el chaleco antibalas—. Mátame de una vez, y deja tranquila a mimujer.—¿Matarte a ti? No te quiero muerto conchetumadre, te quiero sufriendo por elresto de tus putos días en esta tierra—dijo Albornoz, apuntando a la cabeza de lamujer, quien sólo atinó a cerrar los ojos.

En ese momento dos fuertes impactos sonaron contra la pared al lado deAlbornoz, quien instintivamente se agachó y giró para ver qué los habíaproducido. Justo frente a la reja de la entrada se encontraba Pablo González, conel revólver sujeto con ambas manos, apuntando a Albornoz, quien en vez deintimidarse dio un paso adelante para poner rodilla en tierra y acabar con la vidadel entrometido ex carabinero. En el instante en que lo hizo se dio cuenta de suerror: Benavides se incorporó con su pierna sana y empujó a Albornozderribándolo, y dándole el tiempo suficiente como para tomar su pistola del sueloy descargar tres tiros al pecho de su enemigo, destrozando con las enormes balascalibre 45 el corazón y los pulmones de quien otrora fuera su compañero dearmas en la marina, acabando con su triste existencia instantáneamente. PabloGonzález llegó corriendo al lado de Benavides y Garrido, para ver la precisión delos disparos de su viejo jefe, y la copiosa pérdida de sangre por el agujero en lapierna de Benavides.

—No se preocupe don Ernesto, llamaré a carabineros y al SAMU de inmediato—dijo González, para luego girar hacia Antonieta Garrido, quien intentaba contenerel sangrado de su esposo mientras lloraba por la situación que le había tocadovivir—. No se preocupe señora Garrido, todo estará bien.—Claro que todo estará bien Pablo, gracias a tu llegada todo estará bien—dijoBenavides, mientras luchaba por no perder el conocimiento.

V

Pablo González se había desocupado recién, luego de entregarle a un clientetoda la evidencia que demostraba que su esposa no lo engañaba, junto con lasugerencia de buscar ayuda psicológica para controlar sus celos sin sentido.Justo cuando se aprestaba a tomarse un café, la puerta se abrió.

—Don Ernesto, señora Antonieta, ¿cómo están? No sabía que había terminado sulicencia médica—dijo González, feliz de ver a su jefe volviendo a la oficina,ayudado por su esposa y un bastón canadiense. —Hola Pablo. No te quisimos avisar para que no dejaras todo botado por irme abuscar—dijo Benavides, estrechando la mano de González—. ¿Cómo ha estadotodo por acá?—Gracias a dios sin sobresaltos jefe, sólo casos comunes y corrientes, sinnovedades y sin balazos.

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—Justamente por eso vinimos Pablo, tenemos que hablar acerca de tu trabajo—dijo Benavides.—No entiendo, ¿pasó algo malo?—preguntó extrañado González.—No señor González, nada malo—respondió Garrido—. Después de lo que nostocó vivir, ya nada puede catalogarse de malo.—Después que nos salvaste la vida…—empezó a decir Benavides.—Disculpe don Ernesto, pero yo no les salvé la vida—interrumpió González—, yosólo disparé a la muralla para distraer a este tipo, y darle tiempo a usted parareaccionar y hacerse cargo de la situación.—No sea modesto señor González, si usted no hubiera llegado a tiempo…—dijola mujer, sin poder aguantar las lágrimas—, si usted no hubiera llegado, estohabría terminado mal para todos nosotros.—Como te iba diciendo Pablo, después que nos salvaste la vida estuvimosconversando con Antonieta acerca de cómo se vendrá nuestro futuro—dijoBenavides—. Demostraste una lealtad a todo dar, y es tiempo de agradecer esabuena leche.—Simplemente es una vuelta de mano don Ernesto, en agradecimiento por darmeeste trabajo y acogerme pese a mis antecedentes—respondió González.—Bueno, de todos modos tomamos una decisión con Ernesto, que vinimos acomunicarte—dijo Garrido.—Decidimos cambiarle el nombre a la agencia—dijo Benavides—. A partir deahora somos “Benavides y González, detectives privados”—Con todo lo que ello implica—agregó Garrido.—¿Qué significa eso?—preguntó extrañado González.—Que a partir de ahora somos socios—dijo Benavides—Ya no eres mi empleadosino mi compañero de trabajo.—Pero… ¿no se les habrá pasado un poco la mano?—preguntó González,emocionado con la decisión de su jefe.—No señor González, es lo justo, ustedes reparten responsabilidades, ahora llególa hora de repartir las ganancias—dijo Garrido.—Tampoco te hagas tantas ilusiones Pablo, esta agencia no es una fábrica deplata. Ya te darás cuenta lo que cuesta llegar a fin de mes—dijo Benavides,sonriendo.—Gracias, de verdad, infinitas gracias—dijo González, abrazando al añosomatrimonio—. Tengan por seguro que no los defraudaré—agregó González,siendo interrumpido por el teléfono.—Te toca hacer los honores—dijo Garrido.—Está bien—dijo Pablo González, levantando el auricular y contestando porprimera vez—. Buenos días, Benavides y González detectives privados, hablaPablo González.

FIN

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El caso de las hermanas gemelas

I

Ernesto Benavides venía de vuelta del centro, donde había ido a comprar rollosfotográficos para documentar los seguimientos que hacían con Pablo González enla agencia de detectives privados en la que ahora eran socios. Luego de la graveherida en su pierna le había costado reincorporarse al trabajo, pero pese a ello nole gustaba quedarse en casa haciendo nada. Cuando entró a la oficina, encontró aGonzález mirando unas fotos que le había dejado una clienta.

—Hola Pablo, acá están los rollos que conseguí en el centro—dijo Benavides—.Con este asunto de la aparición de las cámaras digitales cada vez cuesta másconseguir material para trabajar.—Gracias don Ernesto. Yo creo que en algún momento tendremos que comprarde esas camaritas, la gente está cada vez más metida en este cuento de internet,y en algún momento deberemos modernizarnos—respondió González—. Además,como esas cámaras no usan rollo, puede que al final hasta terminemosahorrando.—Sí, puede ser… bueno, lo veremos en su momento—dijo Benavides—. Ya, mevoy de nuevo al centro, tengo que ir a buscar unas fotos que aún no estaban listascuando pasé de vuelta para acá. —Tómese su tiempo don Ernesto, el día ha estado flojo, y si llegara a apareceralguien, yo me encargo.—Pensaba ir corriendo—dijo Benavides, apoyando la mano en su pierna herida,lo que sacó una sonrisa a González—. Nos vemos más tarde.

Pablo González siguió revisando las fotos que le había dejado una clienta, quequería hacerle un seguimiento a su esposo, pues sentía que algo raro estabapasando con él, y si tenía una relación paralela, necesitaba aclararlo lo antesposible para intentar salvar su matrimonio. La pareja se veía feliz en lasfotografías, no había algún dejo de un sentimiento reprimido en las facciones dealguno de los dos, lo que lo hacía pensar en celos enfermizos de parte de ella, ode una relación paralela de años y que ya no generaba culpas en él. El detective,una vez que terminó de revisar todo el material, guardó todo en un sobre, y dadoque no pasaba nada, empezó a dormitar una breve siesta. Algunos minutosdespués, algunos suaves golpes en la puerta lo despertaron: la clienta habíavuelto a conversar del caso con González.

—Buenas tardes señora Pérez, adelante, asiento—dijo González, acomodando lasilla de su clienta.—Buenas tardes señor González, ¿revisó las fotos que le pasé?—preguntódirectamente la mujer.—Por supuesto, acabo de guardarlas recién—respondió González, pasándole elsobre a la mujer con el material que le había facilitado—. Se ven una parejabastante feliz, ¿hace cuánto están casados?—Nos conocemos hace cinco años y estamos casados hace cuatro—dijo Pérez—. Tenemos dos hijos, un niño de cuatro y una pequeñita de dos.—¿Y hace cuánto se mudaron para acá?—preguntó González, seguro al ver las

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fotos que no eran oriundos del lugar por lo pálidos que se veían y la ausencia delacento y los rasgos propios de la gente nacida y criada en Atacama.—Hace un poco menos de dos años, luego del nacimiento de la Martina—respondió la mujer—. Nosotros somos concesionarios de casinos, y nos ganamosla concesión de una empresa que le presta servicios a varias mineras de laregión. Mi hermana vive cerca de acá hace años, y ella nos avisó de la licitación.—¿Y cómo les ha ido, hay problemas económicos de por medio, demasiadoestrés?—preguntó González, para saber la calidad de vida de su clienta.—No nos podemos quejar, nos ha ido excelente, el trato con la gente es muybueno, y nunca ha habido malos entendidos mayores, ni con nuestrosempleadores ni con los proveedores—dijo la mujer.—Bueno, vamos entonces a lo nuestro—dijo González, enderezándose en la silla—, ¿por qué piensa usted que su marido anda en malos pasos?—Es que ni siquiera sé si sean malos pasos… la verdad señor González es quemi marido anda muy extraño este último tiempo. Su mente… no funciona comoantes.—¿Podría ser un poco más concreta, señora Pérez?—preguntó González, sinlograr descifrar lo que su clienta decía.—Mi marido a veces habla de cosas que hemos hecho y que no han sucedido,habla de lugares que hemos visitado que no conozco…—de pronto la mujeragachó la cabeza y se puso a llorar desconsoladamente.—Tranquilícese señora Pérez—dijo González, acercándole una caja de pañuelosdesechables—, entiendo que la situación es complicada, y que usted crea que lascosas que relata su marido las haya hecho con otra persona. De ser así, ustedmás adelante deberá buscar ayuda psiquiátrica para él, y algo de apoyopsicológico para usted. Debe comprender que si su marido está en un estadomental alterado, no es tan responsable de sus actos que digamos.—El problema señor González es que me falta contarle una parte de la historiaque es importantísima—dijo la mujer, secando sus lágrimas—. Yo… mi hermanaes… es mi gemela.—Ajá—dijo González, creyendo entender el razonamiento de su clienta—.Entonces debo entender que su marido anda con su hermana, sin saber que noes usted, ¿eso me quiere decir?—Eso creo yo—respondió la mujer, algo más tranquila.—La verdad no me queda muy claro, señora Pérez. Es muy difícil que después detantos años su marido aún la confunda con su hermana.—Si no tuviera ese problema de memoria que le conté, tal vez—argumentó lamujer—. Pero con esa memoria alterada dando vueltas, todo puede pasar. —¿Cómo es la relación con su hermana, señora Pérez?—preguntó González, asabiendas que la respuesta jamás sería “buena” o “normal”.—Casi inexistente—respondió a secas la mujer.—¿Y usted sabe por qué les avisó de la licitación?—preguntó González.—La verdad no tengo idea, simplemente lo hizo, y gracias a ello estamos aquí, yen esta situación.—Señora Pérez, ¿su marido se ausenta mucho de la casa o del trabajo?—No, sólo lo que el trabajo obliga, cuando debe ir a hacer compras específicas dealgún producto que nuestros proveedores no tienen en stock—respondió Pérez—.En general es malo para salir.—¿Y a qué hora cree usted que su marido está con su hermana gemela?—Supongo que aprovechan esos tiempos para juntarse… de pronto mi marido

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sale a comer fuera, y como almorzamos en horarios distintos para no descuidar laatención de la concesión, cada cual come donde se le antoja y por su cuenta—dijo la mujer.—Bueno señora Pérez, ¿trajo el adelanto que le pedí?—preguntó González.—Sí claro, acá está—dijo la mujer, entregándole a González un sobre con dineroen efectivo.—Bien, empezaré ahora mismo con el seguimiento. En cuanto tenga novedadesme comunicaré con usted, y si usted lo cree necesario, puede llamarme cuandoquiera para ver el avance del caso—dijo González.—Muchas gracias señor González, ojalá yo esté equivocada, pero estoy casisegura que no es así. Buenas tardes—dijo la mujer, estrechando la mano deGonzález y retirándose de la oficina.—Buenas tardes señora Pérez, estamos en contacto.

El detective González se quedó sentado en su silla, tratando de desenredar lapoco coherente historia de la mujer. Había algo en su relato que lo llevaba apensar que la mujer no le había contado la historia completa, pero en ese instanteera incapaz de descubrir qué era; sólo los avances de la investigación lepermitirían aclarar sus dudas.

II

Un hombre algo nervioso se paseaba por el hall de entrada de la empresa mineracon un maletín algo ajado colgando de su mano derecha; llevaba puestos unosanteojos y vestía un terno más bien mal cuidado, con partes de tela bastantebrillantes y un par de botones de las mangas menos. De pronto se acercó a él unguardia de seguridad que lo estaba mirando hacía un buen rato, al ver que elhombre parecía no ir hacia ningún lado.

—Buenos días señor, ¿qué necesita?—preguntó con voz gruesa y fuerte elguardia.—Ehh… buenos días… no, buenas tardes, ya son las doce—dijo el hombremirando su reloj—. Disculpe, ¿usted sabe dónde puedo comer por acá? Mecitaron por una entrevista de trabajo y la persona que me iba a entrevistar…bueno, me dijeron cuando llegué que no vino, que estaba enferma de la guatita… —¿La señora Marta, de contabilidad? Sí, en la mañana avisó que no vendría—dijo el guardia, mirando al hombre que parecía mirar a todos lados—. Siga por esepasillo hasta el fondo, a mano izquierda, ahí está el casino de los funcionarios,pero también venden colaciones a visitantes. Y no son careros.—Muchas gracias, se pasó—dijo Pablo González, tras sus lentes sin aumento ysu caracterización para pasar desapercibido y poder hacer su trabajo con mayortranquilidad.

González llegó al casino tratando de pasar desapercibido. Una rápida mirada allugar le permitió encontrar de inmediato al esposo de la señora Pérez, quienestaba tras un gran ventanal que separaba la zona de preparación de losalimentos del lugar en que se servían las porciones; por más que buscó, noencontró por ninguna parte a su clienta. De inmediato se acercó al autoserviciopara poner en práctica su plan de acción: luego de pedir una colación se dirigió a

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una mesa, y sin que nadie lo notara dejó caer en el plato un cabello largo, delmismo color y tamaño que el de la señora Pérez. Un par de minutos después, yluego de hacer un par de muecas de asco, se acercó al mesón y pidió hablar conel administrador.

—Buenas tardes señor ¿en qué lo puedo ayudar?—dijo el marido de su clienta.—Buenas tardes señor… Matamala—dijo González, leyendo la identificación delconcesionario—, mire lo que apareció en mi colación, señor. Parece que la genteque trabaja con usted no sigue bien las medidas de higiene.—Mil disculpas señor, esto no había sucedido nunca en nuestro casino—dijoMatamala, con cara de desagrado—. De inmediato le reembolsaremos el dinero.Lo único que puedo decir en nuestra defensa es que nadie del personal es dueñode ese cabello, porque todos usan acá gorro para manipular alimentos, y lasfuncionarias de hoy día tienen todas el pelo corto. Lo más probable es que esecabello viene de alguno de nuestros proveedores, y no lo notamos a tiempo.—Pero puede haber alguien de administración que tenga el pelo así de largo…—No señor, ninguna de las trabajadoras, o del personal administrativo, tiene elcabello tan largo. Es más, nadie siquiera de otro de los turnos, o del personalinterno de la minera, usa el cabello así. Le reitero mis disculpas por no haber vistoesta asquerosidad a tiempo, pero le doy mi palabra que este cabello no es de acá—dijo Matamala.—Está bien, no hay problema. Creo que deberé comer en otro lado entonces.Gracias señor Matamala—dijo González, recogiendo su maletín y acomodandosus falsos anteojos.

Esa misma tarde Pablo González estaba al volante del viejo Kia Pop que habíacomprado a crédito cuando aún era funcionario de carabineros, y que habíaalcanzado a pagar antes de ser dado de baja. El vehículo, por lo poco llamativo,era ideal para los seguimientos que debía hacer, pues era casi invisible en mediode los gigantescos todo terrenos que usaban los trabajadores de las empresasmineras. En cuanto vio salir a Matamala encendió el motor y empezó a seguirlo,hasta dar con una casa de grandes dimensiones, pese a lo cual se destacaba porsu austeridad y buen gusto; el marido de su clienta se bajó a abrir la reja paraguardar el vehículo; una vez dentro se dirigió a la casa, siendo recibido por unniño pequeño que se colgó de él en cuanto abrió la puerta de entrada.

González estaba algo confundido, pues el domicilio en el que estaba no secorrespondía con la dirección que su clienta le había dado. La historia se hizo másconfusa cuando vio llegar a una mujer añosa a la reja quien tocó el timbre y entró,para que a los pocos minutos su clienta junto a su marido salieran de la mano, sesubieran al vehículo y condujeran hasta el centro de la ciudad, a un conocido yconcurrido restaurante. Un par de horas después la pareja se dirigió en suvehículo a una disco que quedaba cerca del lugar, de la cual no salieron hastacasi el amanecer del día siguiente. Algunas horas después, cerca de las diez de lamañana, Matamala salió del domicilio en el vehículo, llevándose con él a la mujerañosa que se había quedado la noche anterior al cuidado de los niños. Lasrespuestas parecían cada vez más lejanas, y González no estaba dispuesto aseguir en el caso hasta tener claro de qué se trataba todo lo que estabaocurriendo; luego de sopesar todo lo que había pasado en el seguimiento, habíallegado la hora de tomar el toro por las astas.

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III

Pablo González estaba en la oficina ordenando las fotografías del caso, paraentregarle su informe a la señora Pérez, la cual llegaría en cualquier momento.Una vez que tuvo todo listo, se sirvió un café para hacer la espera más llevadera,y terminar luego con esa investigación, para ponerse al día con el resto de loscasos. Un par de minutos después que el detective terminó de tomarse el café, lamujer apareció en su oficina.

—Buenos días señora Pérez, adelante, asiento—dijo González, poniéndose depie y acomodando la silla de su clienta.—Buenos días señor González. Gracias por llamarme tan pronto, veo que esextremadamente eficiente en su trabajo—dijo la mujer, sonriendo—. Cuénteme,¿qué novedades me tiene?—Muchísimas, señora…María Millar—dijo González, abriendo su carpeta yrevisando el primer papel que había dentro de la carpeta que contenía el resultadode la investigación.—¿Qué…? No entiendo a qué se refiere, ni quién es esa persona que…—Acá está una fotocopia de su carnet de identidad—interrumpió González—,¿sabe cómo lo conseguí?—Supongo que en el registro civil…—No señora Millar, el registro civil no facilita información a privados. La fotocopiame la facilitó Ana Millar, ¿le suena el nombre?—preguntó González.—Veo que encontró a mi hermana—dijo la mujer—. Ella es la que se estáaprovechando de mi marido por su estado de enajenación mental. —Es interesante esa historia—dijo González—, porque no tiene nada que ver conla que ella me contó.—Por supuesto, si mi hermana tiene convencido a mi marido de…—Señora Millar, es suficiente—dijo enojado González—. Ayer fui al casino dondetrabaja el señor Matamala, lo seguí a su casa, lo vi junto a sus hijos, vi llegar a lanana, vi cuando salieron a comer y bailar. Ellos son una familia completamentenormal.—Usted no entiende…—Ayer me decidí a hablar con la supuesta usurpadora, y resultó que toda lahistoria que usted me contó es cierta, con la única salvedad que la gemela que lesconsiguió el dato de la concesión a su hermana y su esposo es usted—dijoGonzález.—Señor González, está cometiendo un error terrible, mi hermana…—Y si estoy cometiendo un error terrible, ¿por qué aparece usted en la lista debuscados de la Policía de Investigaciones?—preguntó González, mirando a losojos a la ahora asustada mujer.—Por favor señor González, créame, mi hermana se está aprovechando…—¿Señora Ana María del Pilar Millar Echeverría?—preguntó una voz de mujertras la clienta de González—. Policía de Investigaciones, queda detenida por eldelito de falsa identidad, intento de chantaje, e intento de secuestro. Por favor,acompáñenos—agregó la inspectora, tomando por el brazo a la mujer, quien noopuso resistencia.—Están cometiendo el error más grande de sus vidas, esta maldita perra…—Es mejor que guarde silencio señora Millar, por su bien—dijo González,mientras la mujer era sacada de su oficina y subida al vehículo policial.

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—Señor González, se lo ruego, revise las fotos una vez más…—dijo Ana MaríaMillar, antes que el vehículo policial emprendiera el viaje al cuartel.

Pablo González se sentó en su silla, y sacó nuevamente las fotos, para volver amirar los detalles del extraño caso. Algunos minutos después Héctor Matamala, elconcesionario del casino de la empresa minera, entró tímidamente a la oficina.

—¿Señor González?—preguntó con voz temblorosa.—Adelante señor Matamala, pase por favor, asiento—dijo González, estrechandola mano del nervioso hombre—. ¿Cómo se siente?—Mal señor González, esta situación es lo más extraño que me ha tocado vivir—dijo el hombre, que en cuanto vio un cenicero con un par de colillas encendió uncigarrillo y empezó a fumar apresuradamente—. ¿Cómo se dio cuenta de lo queestaba pasando? —La historia de la señora Pérez y su supuesta hermana gemela obsesiva erademasiado extraña, así es que antes de empezar a gastar recursos en unseguimiento como tal, decidí visitarlo encubierto en su casino para poder ver endónde vivía en realidad—dijo González, guardando las fotos en el sobre quehabía traído la mujer—. Cuando llegué a su domicilio me contacté con un amigoque tengo en el conservador de bienes raíces, quien averiguó a nombre de quiénestaba esta casa: ahí apareció el verdadero nombre de su esposa, junto al suyo.Pero también en ese instante apareció el aviso de búsqueda por parte de laPolicía de Investigaciones, los que me contactaron para que les explicara el porqué de mi interés en el caso. La inspectora a cargo entonces me contó que noeran dos sino una sola persona, que usaba sus dos nombres como identidadesaparte, Ana y María, y que en los antecedentes figuraba el trastorno depersonalidad de su esposa, el que se había mantenido estable, hasta ahora. —No lo entiendo, no entiendo nada de esto—dijo Matamala.—De hecho necesitaba confirmar la situación, y con el permiso de la inspectorame entrevisté con su esposa, quien no me reconoció, y me pasó la fotocopia de lafalsa identidad de la gemela—dijo González, mostrándole a Matamala lasfotocopias de las dos cédulas de identidad que tenía su esposa, aparte de la real—. Con eso confirmamos que era la persona que ellos estaban buscando, y nospusimos de acuerdo para hacer la detención aquí, lejos de sus hijos. —Es que aún no lo puedo creer, ¿cómo nunca me di cuenta…?—Es difícil de creer y de entender en realidad—dijo González, mientras miraba alcabizbajo hombre—, de hecho si no hubiera contactado a mi amigo delconservador de bienes raíces, o su esposa no hubiera usado la misma ropadespués que usted salió de su casa esa mañana, que cuando me trajo las fotosen la primera entrevista, jamás hubiera sabido que era la misma persona.—¿Pero cómo no me di cuenta de su enfermedad mental? Estuve casado cincoaños con ella, y ahora resulta que está detenida por varios delitos…—dijoangustiado Matamala.—Tiene que entender que los delitos que cometió fueron antes que ustedes seconocieran, y lo más probable es que hayan sido provocados por su enfermedadmental—respondió González—. Lo que la inspectora sospecha es que la vida enpareja haya estabilizado su cuadro, y la decisión de trasladarse de ciudad y demodo de vida lo haya reactivado. Ahora viene un proceso largo, que requerirá desu ayuda para demostrar que su esposa es inimputable, y que más que una cárcelnecesita del apoyo de una clínica psiquiátrica y del cariño de su familia para salir

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adelante. Debe entender señor Matamala que aquí no hay maldad sinoenfermedad. —No sé si pueda hacerlo…—No puede, debe hacerlo, recuerde a sus hijos—dijo González en tonopaternalista—. De hecho le recomiendo que busque lo antes posible ayudapsiquiátrica para usted y sus hijos. Ustedes tienen que salir adelante, y para esonecesitarán apoyo profesional. Y si alguna vez decide que la madre de sus hijospuede volver a ejercer esa labor, usted y sus hijos deben estar preparados paraesa determinación. —Gracias señor González, trataré de seguir mi camino con mis hijos, y de ayudara que mi esposa mejore lo antes posible. No dejaré que mi familia se desarme porculpa de esta enfermedad—dijo Matamala, poniéndose de pie y despidiéndose dePablo González, para empezar a recorrer la nueva vida que el destino le habíaimpuesto.

FIN

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El caso de la mascota perdida

I

Pablo González estaba sentado frente a su escritorio leyendo el diario y haciendoel crucigrama para matar el tiempo a la espera que alguien apareciera con algúncaso que investigar. La época estival era una temporada de muy baja demanda,por lo que debían prepararse durante el año juntando dinero para sobrevivir laeventual cesantía que sufrirían entre diciembre y febrero. De pronto un hombreañoso y algo desgarbado entró, siendo recibido y atendido por Benavides.Mientras González seguía haciendo el crucigrama, notó que el hombre se inclinóhacia delante para hablar en voz baja con Benavides, quien luego de un par decruces de palabras, se puso de pie y se acercó al escritorio de González.

—Pablo, te presento al señor Jaime Pereira—dijo Benavides con aireceremonioso—. Señor Pereira, el detective González es experto en el tema que loaflige, él se hará cargo de su caso.—Asiento señor Pereira, cuénteme en qué lo puedo ayudar—dijo González,viendo con curiosidad cómo Benavides salía de la agencia aguantando la risa.—Buenas tardes señor González. Me da gusto saber que su agencia cuenta condetectives especializados en el caso que traigo—dijo el añoso cliente.—Bueno, dígame qué lo trae por acá—dijo González, temiendo un fiasco por laactitud de su socio.—Le cuento. Mi señora y yo vivimos cerca de uno de los cerros que dan haciaArgentina—dijo Pereira—. Ahí tenemos una parcela con animalitos de crianza,para tener leche, huevos, y carne para comer. Además de eso tenemos variasmascotas. Una de esas mascotas, el perrito regalón de mi señora, se extravióhace cinco días.—Ah, ya veo por qué mi colega lo derivó conmigo—dijo González, pensando en lavenganza que debería planificar para su viejo socio—. Veamos, ¿cuándo sedieron cuenta que no estaba su perro? —Hace cuatro días lo estamos buscando. Mi esposa vio que la comida que ledamos estaba íntegra y lo empezó a buscar, sin encontrar rastro de él.—¿Qué raza es su perro?—preguntó González.—Ninguna, es un quiltro grandote y lanudo, muy juguetón y muy cariñoso—dijoPereira—. Mi esposa teme que algún turista haya creído que era callejero y se lohaya llevado.—Debo suponer entonces que no lo tienen inscrito, ni usa alguna placa deidentificación—dijo González, pensando en el lío en que su jefe lo había metido.—Bueno, inscrito no, pero sí tiene una placa de identificación con su nombre—respondió Pereira—. Nuestro perro se llama Lligul.—¿Lligul, es acaso un nombre mapuche o algo así?—preguntó extrañadoGonzález.—La verdad no lo sé, mi señora le puso así, y como es su regalón, obedece a esenombre.—Bueno, ¿tiene alguna foto del perro?—preguntó González, mientras anotaba elextraño nombre del animal.—Sí, acá hay unas cuantas—dijo Pereira, sacando un aparatoso computadorportátil del maletín que traía, y en el cual desplegó en pantalla un álbum con fotos

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del perro, acompañado siempre de la mujer, quien en todas las imágenesaparecía luciendo grandes joyas de oro y piedras preciosas.—Vaya, el animal es enorme, parece un pastor inglés por lo lanudo, peroclaramente está mezclado con un… perro sin raza—comentó González, tratandode entender cómo es que la pareja tenía dinero para comprar joyas de esetamaño y no tenían un perro de raza, o al menos con inscripción o registro.—Yo siempre creí que era quiltro no más. Todos los días se aprende algo nuevo—dijo Pereira, algo ruborizado. —Bueno, déme su dirección y el sector donde se extravió el perro, para poderiniciar su búsqueda—dijo González—. Con esto de los perros es un poco másdifícil comprometerse con fechas, pero haré todo lo que esté a mi alcance porencontrarlo lo antes posible.—Muchas gracias señor González, mi señora y nuestro perro le estaráneternamente agradecidos—dijo Pereira, para luego retirarse. Justo en el instanteen que el cliente iba saliendo, Benavides volvió a entrar a la oficina; cuandoestuvo seguro que el hombre se había alejado lo suficiente del lugar, soltó unaenorme carcajada.

—No crea que se va a salir con la suya don Ernesto, esta me la va a pagar—dijoGonzález, sonriendo.—Te juro, en todos los años que llevo metido en el negocio, jamás había venidoalguien para que buscáramos una mascota—dijo Benavides—. Te creo en algunaciudad de más de un millón de habitantes, pero acá no somos tantos ni tenemostanta población de perros vagos, como para que necesites de un detective privadopara encontrar un perro.—Sí, es muy loco el caso—respondió González—. Pero más loco será ver cómobusco pistas de un perro… bueno, supongo que algo se me ocurrirá.—¿Te dejó el adelanto?—preguntó Benavides.—Por supuesto, con un caso tan loco no voy a correr ningún riesgo—dijoGonzález.

II

Pablo González llegó en su pequeño automóvil al sector donde estaba la parceladesde donde su cliente le indicó que se había extraviado Lligul, el perro mestizo.El viaje era largo y agotador, pues las parcelas se encontraban efectivamente enmedio de la cordillera y relativamente cerca de la frontera con Argentina, por locual el oxígeno escaseaba a esa altura sobre el nivel del mar. El lugar era extraño,no se condecían las fotos de la mujer ataviada con joyas enormes yaparentemente muy costosas con el entorno de la zona en que estaba: terrenodesértico por todos lados, divisiones entre parcelas apenas demarcadas conestacas de madera mal trabajadas y alambre de púas a punto de cortarse,algunos llamitos y guanacos paseando desordenadamente en busca de cualquierbrizna vegetal para comer, y la ausencia total de seres humanos, al menos hastadonde su vista era capaz de ver. Para cerciorarse de estar en el lugar correcto,González sacó un viejo mapa geográfico del sector, en donde se identificaba confacilidad el sitio en que se encontraba: la zona no le era desconocida, puesmientras trabajó como carabinero le tocó en más de una oportunidad patrullar enel lugar en busca de traficantes o burreros que quisieran evitar los pasos

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fronterizos habilitados para internar o sacar su mercancía. El detective estabadesconcertado, y no sabía de qué modo podría encontrar en ese pedazo dedesierto altiplánico un perro mestizo de nombre mapuche. De pronto unacamioneta todo terreno apareció levantando polvo por la vieja huella de tierra quehacía las veces de camino, deteniéndose al lado del pequeño automóvil delinvestigador.

—¿Está perdido, joven?—preguntó el conductor de la camioneta, sin apagar elmotor.—Algo así—respondió González—. ¿Usted sabe si por acá las parcelas tienennúmero para ubicarlas?—¿Número? No pues hombre, acá las tierras no tienen nombre ni número, acáusted pregunta por el dueño y ahí le dicen cuál es.—Si no hubiera aparecido usted, tendría que haberle preguntado a un llamito—dijo González, sonriendo—. Busco la parcela de don Jaime Pereira.—¿Pereira?—preguntó el hombre de la camioneta—. No, no hay nadie de apellidoPereira por acá.—Qué extraño, me dijeron que él y Leontina Espinoza…—¿La Leontina? Ella sí, ella vive hace tiempo acá, y esta es justo la entrada de suterrenito—dijo el hombre.—Ah bueno, muchas gracias, se pasó—dijo González, alejándose del vehículopara empezar a buscar a la mujer. —Tenga cuidado joven, la Leontina es guapa y anda armada. Adiós—dijo elhombre, poniendo en movimiento la camioneta para seguir su camino.

González estaba incómodo con la situación, su cliente le había mentido y ahoraestaba en medio del altiplano buscando una mujer armada, que quién sabe quénegocios tenía pendientes con Pereira. González fue hacia su automóvil desdedonde sacó unos binoculares enormes, con los que empezó a mirar por todoslados, a ver si encontraba la casa, o donde fuera que la mujer se encontrara;luego de un par de minutos, decidió subir al techo del Kia Pop, a ver si desde esaaltura podía abarcar más terreno. Justo hacia el oeste de donde estabaestacionado, a cerca de dos kilómetros de distancia, había una casa prefabricadaque no parecía corresponder con el lugar en que se encontraba, por la lejanía y laaltura; de todos modos, era el único punto de referencia que tenía, y si queríaaclarar algunas dudas, debería ir a esa casa e intentar hablar con su dueña. Eldetective guardó los binoculares, cerró el auto, y empezó la caminata hacia lacasa, tratando de hacerse lo más visible posible para no sorprender ni provocar ala dueña del terreno.

Quince minutos más tarde, González estaba llegando a la casa. Si bien es ciertola construcción era de madera, tenía un leve aire señorial que no tenía relaciónalguna con su ubicación. Justo antes que la puerta de casa se abriera, un perrolanudo enorme salió a su encuentro, deteniéndose frente a él y moviendo la colacasi exageradamente: había encontrado a Lligul.

—Buenas tardes, ¿qué desea?—dijo una voz gruesa de mujer desde la puerta deentrada de la casa.—Busco a la señora Leontina Espinoza—dijo González, sacándoseaparatosamente la chaqueta para que la mujer viera que andaba desarmado.

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—Yo soy, ¿qué necesita?—dijo la mujer, alejándose de la puerta lentamente.—Señora Espinoza, soy el detective privado Pablo González, vengo de parte dedon Jaime Pereira por el asunto de un perro llamado Lligul—dijo González.—¿Qué quiere ese desgraciado con mi perro?—dijo la mujer enrabiada,retrocediendo hacia la entrada y metiendo su mano izquierda al interior del lugar,al parecer para tomar un arma larga.—El señor Pereira me dijo que su perro se había extraviado, y lo estaba buscando—respondió González, retrocediendo un paso, el mismo que el perro avanzó paracolocar su cabeza bajo la mano del detective.—Venga, pase, si mi perro lo acepta no puede ser tan malo—dijo la mujer.

González avanzó hacia la casa con el perro a su lado, moviendo la cola yhaciendo fiestas para recibir alguna caricia. Cuando ya estuvo dentro, vio a lamujer guardando la escopeta que tenía oculta por dentro del marco de la puerta.

—¿Así que el Jaime quiere mi perro? ¿Y para qué, si se puede saber?—preguntóla mujer, mientras González seguía flanqueado por el lanudo animal.—Lo que mi cliente me dijo es que el perro estaba extraviado. Obviamente memintió—dijo González acariciando al perro, y mirando por primera vez su placa deidentificación—. Pero este no es el perro.—Este es el único perro grande que tengo—dijo la mujer.—Entonces cometí un error, el señor Pereira me dijo que el perro que buscaba sellama Lligul, y según veo su mascota se llama… Jewel, como sea que sepronuncie eso.—Señor González, ¿por casualidad sabe algo de inglés?—preguntó la mujer,sonriendo.

III

Pablo González estaba en su escritorio, masticando la rabia. En cualquiermomento llegaría Jaime Pereira, así que el detective privado trataba por todos losmedios de reprimir sus impulsos. Un par de minutos después de servirse un café,y justo cuando iba a encender el tercer cigarrillo de la mañana, un par de golpes ala puerta anunciaron la entrada de Pereira a la oficina.

—Buenos días, señor González, qué bueno que me llamó, mi esposa y yo…—Siéntese Pereira—dijo González, interrumpiendo el ceremonioso saludo de sucliente—. ¿Sabe qué es lo qué más odio en la vida, después que me disparen?Que me mientan y me hagan quedar como huevón.—Disculpe señor González, no…—Ayer fui al domicilio de Leontina Espinoza, Pereira, no me siga mintiendo—dijoGonzález, mientras su cliente lo miraba desconcertado—. ¿Sabe cómo se refirió austed la señora Espinoza?—El desgraciado—dijo Pereira, mirando al techo.—¿Pensaba en algún instante acaso que me robaría el dichoso perro paratraérselo a usted?—dijo González.—Creí que el perro se iría con usted, como se va con toda la gente—dijo Pereira—. Ese perro es regalón hasta del aire, sigue a todo el mundo.—¿Y por casualidad creyó que no me enteraría de la historia del perro?—

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preguntó casi iracundo González.—Supuse que usted no sabría inglés, y no se enteraría que Jewel en ingléssignifica “joya”—dijo Pereira, apesadumbrado—. Esa vieja de mierda de laLeontina… ¿sabe usted para qué tiene al perro?—Para hacer caer a tipos inmorales y estúpidos como usted—dijo González.—¿A qué se refiere, González?—preguntó Pereira.—A la mentira que inventé acerca de mi perro, huevón estúpido—dijo tras Pereirala gruesa voz de Leontina Espinoza, acompañada del perro mestizo.—Leontina… ¿cómo se te ocurre andar con ese perro en la calle, mujer?—preguntó Pereira, quien recibió un par de lengüetazos en la cara de parte deJewel.—No eres más que otro maldito ladrón bastardo hijo de puta que quiereapoderarse de mi supuesta fortuna—dijo la mujer con rabia, mientras tiraba de lacadena de Jewel para que dejara de hacerle fiestas a Pereira.—Pero si todo el mundo sabe… ¿supuesta fortuna?—dijo Pereira, mirando aEspinoza, González y al perro.—Verá Pereira, la señora Espinoza me contó la historia acerca de su perro—dijoGonzález, quien estaba de pie por si debía interponerse entre algún eventualconflicto entre los humanos presentes en su oficina—. La señora Espinoza tuvouna pareja años atrás, que tenía bastante buena situación económica, pero cuyoestilo de vida no era compatible con esta ciudad. Pese a que la relación terminó,el hombre en cuestión decidió ayudar a la señora Espinoza enseñándole un trucopara que supiera con qué tipo de personas se relacionaba.—No entiendo de qué está hablando—dijo Pereira, desconcertado.—A que las joyas de las fotos no son mías, ladrón de mierda—dijo la mujer.—Según me contó la señora Espinoza, su ex pareja le regaló a Jewel, quien tieneuna cicatriz en su abdomen por una operación que hubo que hacerle de cachorropor un problema intestinal—dijo González—. Este señor le prestó las joyas de sufamilia a la señora Espinoza, para que se fotografiara con ellas y el perro, y le dijoque contara que la cicatriz del perro era una especie de bolsillo superficial dondeguarda dichas joyas.—Por eso se llama Jewel—dijo Pereira, cabizbajo.—Desde ese entonces, cada vez que conozco a alguien le cuento la historia delperro, y si me lo intentan robar, ya sé que a esa persona debo alejarla de mi vida—dijo Espinoza, enojada—. Debí haberte dado un par de escopetazos cuandopude, maldito maricón. —Qué quieres que te diga, las deudas me tiene acogotado, ya no sabía quéhacer, a lo único que podía apostar era a salvarme con las joyas en la guata de tuperro—dijo Pereira—. Lo peor de todo es que la plata para el adelanto a Gonzálezse la pedí a un prestamista, ese no me la va a perdonar.—Y no habrá reembolso, ya te dije que no me gusta que me vean la cara—dijoGonzález, mirando a Pereira para luego voltear hacia la mujer—. SeñoraEspinoza, ¿va a denunciar a este tipo a las autoridades?—No, no me interesa hacerle daño a este huevón patético, que el prestamista seencargue de él—respondió Espinoza, mientras Pereira se ponía de pie y salía ensilencio de la agencia de detectives.—Nuevamente le pido disculpas por todas las molestias, señora Espinoza—dijoGonzález—, creo que de ahora en adelante deberemos seleccionar mejor anuestros clientes—dijo el detective, mirando de reojo a Benavides, quien leía unospapeles en el escritorio contiguo..

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—No se preocupe señor González, de todas maneras ya sé que el truco que meregaló mi ex pareja de verdad funciona. Sea como sea, ahora me siento mássegura, y por fin veo que Jewel sirve para algo—dijo Espinoza.—Bueno, ojalá encuentre alguna vez quien en quien confiar. Adiós señoraEspinoza—dijo González, estrechando la mano de la mujer y acariciando porúltima vez a Jewel.

González volvió a su escritorio; cuando estaba a punto de sentarse, Benavidesdijo, sin despegar la vista de sus papeles:

—Sal a ver a ese perro sin que la dueña se dé cuenta.

González fue de inmediato a la puerta, y en cuanto salió dejó caer sus llaves parapoder agacharse y mirar al perro y la mujer sin que nadie se diera cuenta. Mediacuadra hacia el sur se alejaba Leontina Espinoza con el perro tomado de sucorrea. Bajo el abdomen, y justo en la zona de la cicatriz, un bulto casi rectangularse dejaba ver colgando del simpático Jewel, quien giró su cabeza para mirarlo consu larga lengua colgando, y movió con más energía su incontrolable cola.

FIN

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El retiro

I

Ernesto Benavides estaba tomándose el cuarto café del día. Pese a que el médicoy su esposa le habían dicho que el café no era una buena elección pensando ensu hipertensión, ya sentía haber hecho suficiente con haber bajado a la mitad suconsumo de cigarrillos, por lo cual, al menos en el trabajo, seguiría calentando susmañanas con su bebestible de siempre. Pablo González se había tomado el díapara acompañar a su esposa y a su hija a una actuación en el colegio de lapequeña, así que esa jornada la pasaría solo, si es que nadie se decidía a traerleun nuevo caso. Justo cuando había abierto el diario para empezar a leer lasnoticias del día anterior, un par de golpes en la puerta dieron paso a un potencialcliente.

—Buenos días, ¿esta es la agencia de detectives privados?—preguntótímidamente una mujer obesa de mediana edad y desordenada apariencia.—Buenos días. Sí, este es la agencia Benavides y González. Soy ErnestoBenavides, asiento—dijo el viejo detective poniéndose de pie y estrechando lamano de su interlocutor—. Cuénteme en qué la puedo ayudar.—Señor Benavides, tengo un problema con mi marido—dijo con vozapesadumbrada la mujer—. Estoy seguro que me está engañando con una mujermás joven.—¿Cuál es su nombre, señora?—preguntó Benavides mientras empezaba aescribir en una hoja en blanco.—Me llamo Violeta Flores—dijo la mujer, esperando la sonrisa del detective por elnombre que escogió para ese apellido su padre, que finalmente nunca llegó—.Soy nacida y criada en la región, igual que mi marido.—Ya veo. ¿Y por qué sospecha de su marido, señora Flores?—preguntóBenavides.—Es que este último tiempo ha estado día tras día más extraño, se ha idoalejando cada vez más de mi, a veces parece que estuviera con la cabeza en otrolado, le hablo y es como si no me escuchara—dijo la mujer con cara de tristeza—.Yo sé que no me he cuidado como corresponde, que he engordado demasiado,que tengo casi diez años más que él… pero aún lo quiero, y esta incertidumbrecasi me está matando—agregó entre sollozos Flores.—¿Cuál es el nombre de su marido, señora Flores?—preguntó Benavides,mientras anotaba los datos personales de su eventual nuevo caso.—Él se llama Arturo… Arturo Cofré—dijo la mujer, enjugando sus lágrimas.—¿En qué trabaja su marido, señora Flores?—preguntó Benavides.—Es recepcionista de un hotel de turismo que hay cerca de San Pedro deAtacama—respondió la mujer—. Como tiene que hacer turnos de noche a veces,temo que aproveche ese tiempo para estar con alguien más… atractiva que yo. —¿Cuánto tiempo llevan casados, señora Flores?—preguntó Benavides, casiautomáticamente.—Cumplimos dieciséis años hace poco—respondió Flores.—¿Y hace cuánto que sospecha que su marido la engaña?—Ya son como seis meses en que su actitud no es la misma de siempre—dijo lamujer, ahogando un sollozo en su relato—. Siento que son seis meses de convivir

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con un extraño.—Señora Flores, ¿ustedes tienen hijos?—preguntó Benavides, sin dejar de mirara la mujer de cuando en cuando mientras escribía.—Sí, un lolo de catorce años.—¿Y él le ha dicho si ha notado extraño a su padre?—preguntó el viejo ex marino.—No… es que está en la edad del pavo—respondió la mujer, aludiendo a laadolescencia de su hijo—, a su edad los padres son meros proveedores que nosaben nada de nada. No creo que se haya dado cuenta de algo, ni que tampocole interese.—Bien—dijo Benavides escueto, luego de años viviendo entrevistas similares,para luego entregarle a la mujer un documento impreso—. Estas son nuestrastarifas. Si desea que empecemos el seguimiento, necesito que me adelante lamitad del precio base, y le informo que cualquier gasto imprevisto derivado de lainvestigación y que sea imprescindible para llegar al objetivo, correrá por sucuenta. ¿Está de acuerdo?—Sí, en estos instantes lo que me interesa es saber la verdad, al precio que sea—respondió Flores, mientras empezaba a llenar el cheque con el avancesolicitado por Benavides—. Tome señor Benavides.—Gracias señora Flores—dijo Benavides guardando el cheque—. En esteinstante no tengo casos pendientes, así que empezaré a la brevedad, y en cuantotenga novedades me comunicaré con usted. De todos modos, si desea saber elavance de la investigación, puede venir cuando quiera—agregó Benavides,recitando el discurso de costumbre en esos casos.

Luego que su nueva clienta se fue de la oficina, Benavides se reclinó hacia atrásen la silla, para pensar en el extraño curso que había seguido su vida: de serinstructor de buzos tácticos en la armada a seguir a personas casadas infieles, o acumplir caprichos de inseguros y celópatas. Justo cuando la amargura estaba porempezar a invadir su alma, un par de suaves golpes en la puerta le devolvieron laalegría a su vida.

—¿Se puede?—preguntó Antonieta Garrido.—Por supuesto amor, pasa—dijo Benavides, poniéndose de pie con rapidez parasaludar de beso a su esposa—. ¿Y qué estás haciendo acá, te arrancaste delturno acaso?—Se nota que estás preocupado solamente de tu pega, Ernesto—dijo la mujersonriendo, mientras dejaba sobre el escritorio un gran ramo de flores, un par debolsas llenas de regalos, y una caja de cartón con una pizza recién horneada ensu interior—. ¿Recuerdas qué día es hoy?—Martes… no… sí, martes—dijo Benavides, tratando de entender qué estabasucediendo—. Pero no estamos de aniversario, ni es mi cumpleaños… tampocoes el tuyo… me rindo, no sé qué se supone que pase hoy.—Es mi último día de trabajo, acabo de jubilar—dijo la mujer, sonriendo.—Dios santo, tienes razón—dijo Benavides golpeándose la frente con la mano,para de inmediato buscar en el último cajón de su escritorio, desde donde sacóuna pequeña caja de regalo con un gran moño amarillo.—Menos mal que te habías olvidado, loco—dijo Garrido, abrazando a su marido.—De verdad que me olvidé, y como sabía que se me iba a olvidar, en cuanto mecontaste a principios de año compré el regalo y lo dejé guardado ahí—dijoBenavides, algo sonrojado—. Ojalá no se le haya agotado la pila—agregó el

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detective privado, mientras su mujer sacaba de la caja un reloj bañado en oro.—No se le puede acabar la pila, es a cuerda—dijo la mujer mientras se colocabael reloj y volvía a abrazar a su marido—. Ya, comámonos la pizza antes que seenfríe, o que te empiecen a llegar clientes.

Esa tarde Benavides y Garrido se dedicaron a comer pizza y a recordar la carreraprofesional de la enfermera, y a soñar con el futuro que tenían por delante. Unavez acabada la jornada, la pareja volvió al hogar, sin que Benavides sepreocupara del caso en que empezaría a trabajar al día siguiente.

II

Pablo González llegó a la hora de siempre a la agencia. A esa hora Benavides yaestaba instalado en su escritorio, preparando la cámara fotográfica para elseguimiento que debería empezar ese día.

—Buenos días don Ernesto, ¿cómo estuvo la pega ayer?—preguntó González.—Hola Pablo. La pega estuvo tranquila, llegó un caso en el que voy a empezar atrabajar hoy—respondió Benavides.—¿Y le gustó a su señora el reloj que le tenía de regalo?—preguntó González,sonriendo.—Parece que al único que se le olvidó lo de la jubilación de la Antonieta fue a mí.Si no hubiera comprado ese regalo a tiempo…—Pero don Ernesto, yo no me acordé de la fecha, si lo tiene marcado con esetremendo círculo rojo en el calendario—dijo González, mostrándole a su jefe laexagerada marca en el calendario colgado en la pared.—No puedo creerlo, nunca lo vi—dijo Benavides, mirando incrédulo la hojamarcada en la vieja muralla de adobe—. Parece que tendré que andar concuidado, estoy muy desconcentrado y olvidadizo.—No se complique don Ernesto, son sólo detalles—dijo González, mientras seservía un café y empezaba a buscar qué hacer.—Sí, tienes razón, es sólo un detalle—dijo Benavides—. Te dejo Pablo, voy aubicar el trabajo del esposo de la clienta para empezar a seguirlo.—Bueno don Ernesto, yo me quedaré acá a ver si llega algún cliente. ¿Dejóanotada la dirección en alguna parte, por si necesitara ir a buscarlo?—preguntóGonzález.—Sí Pablo, ahí está—dijo Benavides, mostrándole a González un papel encimadel escritorio.—Gracias jefe. Nos vemos—dijo González, mirando de reojo la dirección.—Hasta más tarde, Pablo.

Ernesto Benavides salió en su auto rumbo a San Pedro de Atacama, paraencontrar el hotel donde trabajaba Arturo Cofré, identificarlo, y empezar con elseguimiento. Benavides llevaba un termo con café y otro con mate de coca:acostumbrado en su juventud a vivir y trabajar a nivel del mar y a grandesprofundidades, le costaba sentirse bien en la medida que ascendía en la cordillerade Los Andes; además, las bajas temperaturas con que se encontraba alascender hacían que su pierna herida a bala un par de años atrás doliera más quede costumbre, recordándole además ese desagradable incidente que casi cobró

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su vida y la de su esposa. Luego de detenerse y tomar un vaso de cada termo,Benavides reanudó su viaje hacia el hotel.

Cuando llevaba alrededor de quince minutos manejando, Benavides debiódetener de nuevo el vehículo. La ruta que seguía no se parecía a la que habíarecorrido un par de veces en su juventud, cuando fue de visita a la zona turística:si bien es cierto era probable que luego de un par de décadas todo se hubieramodernizado, la geografía del lugar no cuadraba con sus recuerdos. Sin embargoy pese a ello, sentía que lo que veía a través de la ventanilla no le era totalmentedesconocido. Luego de asegurarse por los espejos que no había nadie cerca sebajó del vehículo y empezó a recorrer el lugar, a ver si encontraba algo que leindicara dónde había perdido el rumbo. Después de un par de minutos decidiócaminar hacia la siguiente curva en el camino; tras ella dio con la ruta querecordaba, por lo cual se devolvió al vehículo para seguir hacia su destino.

Diez minutos después Benavides se detuvo de nuevo, bajando de su auto en estaocasión con su arma en la mano: tras otra de las numerosas curvas con que sehabía encontrado, había dado con una edificación que no podía estar en eselugar, y cuyo entorno ya no era altiplánico, pues en vez de una huella de caminopolvoriento, se encontraba en una especie de calle asfaltada propia de la ciudad.Diez metros hacia el este había una especie de edificio antiguo, bien conservado,cuya arquitectura se parecía más bien a la de un edificio estatal de los añossesenta o setenta, que a la de un hotel de pasajeros para turistas ávidos deaventuras arqueológicas o de crecimiento espiritual. Lentamente Benavides seacercó a la puerta de entrada, encontrando tras ella un gran salón cuadrado quedaba a tres escalinatas, tras cuyo ascenso cada cual desembocaba en un pasilloancho y corto que parecían terminar en sendos pasillos distribuidores. Benavideseligió uno de los pasillos, en los cuales sólo había puertas cerradas, y en dondeno encontraba a nadie para preguntarle qué era ese lugar. De pronto su mente seaclaró, dejándolo más confundido que nunca: el edificio era idéntico a donde seencontraba la escuela de buzos tácticos de la armada.

Benavides avanzaba nervioso por los pasillos de la construcción que no podía serlo que parecía. En ese instante no era capaz de ordenar su mente como paratratar de encontrar el sentido de lo que le estaba pasando, así que simplementese dejó guiar por su instinto: si la edificación era idéntica al lugar en que se habíaformado, y en la cual luego se había convertido en instructor, debía conocerla casicomo la palma de su mano. Luego de recorrer todos los pasillos de la planta enque se encontraba, los cuales no tenían diferencia alguna con los del edificio enque trabajó por años, enfiló sus pasos hacia donde debería estar la escalera parasubir al segundo nivel: efectivamente la escalera se encontraba donde suponía,así que simplemente dejó de lado su prudencia y subió sus peldaños para seguirdescubriendo ese conocido lugar.

Benavides miró para todos lados. El segundo nivel del edificio original era dondeestaba su oficina, y también la de su viejo amigo y posterior enemigo, EvaristoAlbornoz. La avalancha de recuerdos que en ese instante inundaron su mentecasi lo agobiaron, pues sabía a ciencia cierta que el lugar no era lo que parecía,pero eran tales las similitudes que temía que no sólo el edificio las tuviera. Surespiración se agitó al acercarse a la habitación que se correspondería con su

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oficina: en cuanto abrió la puerta se encontró con una réplica exacta del lugar enel que se había desempeñado en su juventud, y que se veía tal y como lo dejócuando pidió su primer traslado, para huir del acoso del Tiburón. Luego de mirar asu alrededor, abrir cajones y ver que en cada uno de ellos estaban artefactossimilares a sus recuerdos, dejó todo como estaba y volvió al pasillo: había llegadoel momento de visitar la oficina contigua a la suya, la de Evaristo Albornoz.

Benavides avanzó con lentitud los escasos metros que lo separaban de la oficinaque se correspondería con la de su viejo enemigo, si estuviera en el edificiooriginal. Su pulso empezó a subir, producto de los nervios y de la altura sobre elnivel del mar a la que se encontraba. El mismo instinto que lo había llevado hastaese lugar le hizo amartillar su pistola semiautomática, acercar el arma a su pechopara evitar un eventual intento de arrebatársela, y avanzar de espaldas pegado ala pared: su mente racional sabía que Albornoz había muerto hacía ya dos añospor su mano, y que el edificio en que estaba no podía ser lo que parecía, pero suinstinto de comando de la armada lo mantenía en una incómoda situación dealerta. Benavides se agachó lo suficiente como para no poder ser visto por elvidrio de la puerta, y pasar su brazo hacia el picaporte sin delatarlo. Con cuidadogiró el pomo y abrió la puerta: en el escritorio ubicado al medio de la oficinaestaba sentado Evaristo Albornoz, mirándolo fijamente y con su típica sonrisairónica que recordaba de todos los años en que convivieron en la armada. Deinmediato Benavides apuntó a la cabeza de su enemigo, sin darle tiempo parareaccionar:

—Maldito hijo de perra… no puede ser… no puedes ser tú… te maté hace dosaños…—dijo Benavides, decidido a acabar de una vez por todas con quien casiterminó con todo lo que quería en su vida.—Tranquilícese don Ernesto, ya estoy aquí—dijo una voz familiar salida de bocade Albornoz. En ese instante todo se puso borroso, y más confuso de lo que yahabía vivido.

III

Ernesto Benavides despertó algo mareado. Estaba acostado en una cama dehospital, y a su lado dormía en una silla su esposa.

—Antonieta… ¿qué pasó, no se supone que te habías jubilado?—preguntóBenavides, despertando a su esposa quien lo miró con ternura.—Viejo tonto, casi me mataste del susto—dijo la mujer, incorporándose yabrazando a su esposo, quien aún no entendía lo que estaba sucediendo.—Don Ernesto, señora Antonieta, qué bueno verlos así—dijo Pablo González,entrando por la puerta de la habitación del hospital—. Realmente me dio un sustoenorme ayer, jefe.—¿Ayer?—preguntó Benavides— ¿Estoy acá desde ayer?—Cuando me mostró el papel de la dirección adonde iría lo miré apenas, y noalcancé a ver la ubicación. Cuando me paré a verlo luego que usted salió, nopude entender su letra, eran sólo rayas sin sentido—dijo González—. Deinmediato pensé que le pasaba algo raro, así que busqué en los papeles del casoy encontré el cheque del adelanto de su clienta, y la llamé para que me diera la

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dirección del trabajo de su esposo y poder seguirlo. Gracias a eso lo encontré conel auto en la berma del camino, y hablando cosas raras con la pistoladesenfundada.—Lo que pasó es que te subió la presión en la mañana por tanto café y cigarros—dijo su esposa—, y te dio un accidente isquémico transitorio, algo así como uninfarto cerebral pero reversible. Con la mezcla de café, mate de coca y la altura lapresión siguió subiendo, y terminó por agravar el cuadro, hacerte teneralucinaciones y perder el sentido.—O sea que nuevamente me salvaste la vida, Pablo—dijo Benavides,entendiendo por fin toda la extraña escena que le tocó vivir—. Ya no sé cómoagradecerte todo lo que has hecho por mí.—Tal vez podría dejar el café y el tabaco, jefe—dijo González, mirando aAntonieta Garrido—. Bueno don Ernesto, los dejo, ahora que por fin despertó yque parece estar bien, volveré a la agencia y me haré cargo del seguimiento enque usted estaba. No se preocupe de nada más que de recuperarse, yo seguirécon la pega.—Gracias Pablo—dijo Garrido, sonriendo—, yo cuidaré a este viejo porfiado y meharé cargo que deje el pucho y el café.

Una semana después Pablo González se despedía de Violeta Flores, luego deentregarle la evidencia que mostraba que su marido efectivamente la engañabacon una de las guías turísticas del hotel en que trabajaba. Luego de conversarlargamente con el detective privado, la mujer decidió encarar a su marido paraintentar salvar su matrimonio, y se comprometió consigo misma para empezar aquererse un poco más, y preocuparse de su salud y su apariencia. CuandoGonzález terminaba de guardar el cheque con el pago final para ir a depositarlo ala mañana siguiente, dos suaves golpes en la puerta le anunciaron la llegada deuna esperada visita.

—Hola don Ernesto, qué gusto verlo de nuevo por acá—dijo González,estrechando la mano de Benavides, para luego hacer lo mismo con su esposa—. Señora Antonieta, ¿cómo se ha portado mi jefe?—Socio Pablo, socio, hace dos años que no soy tu jefe—dijo Benavides.—Para mí siempre lo será, don Ernesto—dijo González, sonriendo.—Eso no será por mucho tiempo—dijo Garrido.—De hecho sólo será por algunos minutos más—agregó Benavides.—¿Qué significa eso? No me irán a decir acaso que… ¿van a cerrar la agencia?—preguntó algo temeroso González.—No Pablo, no vamos a cerrar la agencia. A partir de hoy me retiro del trabajo dedetective privado—respondió Benavides.—Ah, ya veo, ahora sólo administrará la agencia—dijo González.—No Pablo, Ernesto se retira del todo de la agencia—dijo Garrido.—¿Y qué va a pasar con la agencia, entonces?—preguntó González, algoextrañado.—A partir de ahora te traspaso la agencia Pablo—dijo Benavides—. Conversamosel tema con Antonieta, y como tengo claro que no tienes los medios paracomprarla de una vez, diseñamos un sistema de pago.—No entiendo a qué se refieren—dijo González, confundido.—A que a partir de ahora le pagarás mensualmente a Ernesto el treinta por cientode las ganancias netas, descontando los gastos, y con eso amortizarás el valor de

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la propiedad, hasta que con el paso del tiempo completes el precio del avalúofiscal. Cuando eso suceda, la agencia será completamente tuya—dijo Garrido,sujetando la mano de su marido, quien estaba visiblemente emocionado.—¿Están seguros de esta decisión?—preguntó González.—Sí Pablo—respondió Benavides—. Ya estoy viejo para este tipo de trabajo, y sime quedo de administrador, al poco tiempo estaré de nuevo en las calles. Elneurólogo y el cardiólogo me dijeron que me salvé por poco, y que probablementeno la cuente dos veces. Además, quiero disfrutar el tiempo con Antonieta, ahoraque dejó de hacer turnos, es justo que yo también deje de trasnochar con losseguimientos para estar con ella.—En realidad no sé qué decirles—dijo González, casi emocionado.—No digas nada, tenemos que ir a la notaría a oficializar el traspaso—dijoBenavides.—Y luego a nuestra casa—agregó Garrido—. Tenemos una pequeña celebraciónpreparada, y tu esposa y tu hija también están invitadas. Cierra todo y vamos.

A la mañana siguiente Pablo González llegó temprano a abrir la agencia y aesperar la aparición de algún cliente, mientras terminaba de sacar los efectospersonales de Ernesto Benavides para pasar a dejarlos a su casa por la tarde,junto con su viejo escritorio. El camino que tenía por delante se veía complicado,pero era el instante adecuado para empezar una nueva etapa en su vida, quizásla más importante: la independencia económica.

FIN

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El caso del auto perdido

I

Pablo González estaba terminando de instalar el nuevo letrero de la que era ahorasu agencia de seguimientos. “Investigaciones González” fue el nombre que el excarabinero eligió para el nuevo paso en su cada vez más atípica carreraprofesional. A sabiendas que la situación se pondría un poco más complicada,pues muchos de los clientes no vieron con buenos ojos el alejamiento de ErnestoBenavides y por ende ya no servirían como promotores de las bondades de laagencia, González debería empezar a hacerle propaganda a su trabajo, si queríasubsistir en un medio de escasa demanda, haciendo uso de su creatividad, ypidiendo la ayuda a todos sus familiares, amigos y clientes satisfechos con susservicios. Justo al bajar del escabel que había usado para llegar a la altura delviejo letrero para hacer el cambio, una conocida voz llamó su atención.

—Parece que estamos creciendo bastante rápido, don Pablo.—Hola don Joaquín, ¿cómo está?—dijo González, estrechando la mano deldueño del bar al que iba de vez en cuando a beber un trago para sacarse de lacabeza alguna mala jornada.—Bien don Pablo. Hace tiempo que no se aparece por mi negocito, ahora veo porqué—dijo Joaquín Henríquez—. Oiga, ¿y qué se hizo don Ernesto?—Don Ernesto se retiró y me dejó a cargo de la agencia. Ahora soy algo así comosu arrendatario.—Ya veo. ¿Y no me invita a pasar a conocer su oficina?—dijo Henríquez.—Me pasé para mal anfitrión, por supuesto don Joaquín, pase—dijo Gonzálezlevantando el escabel y haciendo pasar a Henríquez, quien de inmediato se sentófrente al escritorio.—Bonito lugar, no parece agencia de detectives—dijo Henríquez—. Bueno, dehecho es la única agencia de detectives que conozco, así que no tengo muchocon qué comparar.—Es que no es mucha la gente que necesita de una agencia de detectivestampoco, don Joaquín.—Claro, yo no he necesitado nunca de una… al menos hasta ahora—dijoHenríquez.—¿Necesita mis servicios don Joaquín?—preguntó González, sentándose de sulado del escritorio.—Necesitar no es la palabra precisa, don Pablo—respondió Henríquez.—Bueno, cuénteme de qué se trata la situación y ahí veremos qué se puedehacer—dijo González.—No sé ni siquiera si lo que quiero se puede hacer o no… —titubeó el hombre—.Pero bueno, lo mejor es contarle. Quiero que encuentre un auto.—¿Le robaron su auto? ¿Hizo ya la denuncia a carabineros?—preguntó deinmediato González.—No don Pablo, no me han robado nada—se apuró en contestar Henríquez—.Verá, el bar que tengo es herencia de mi padre, él lo abrió y lo trabajó hasta viejo,y me enseñó todo lo que sé del rubro. Pero mi padre, antes de abrir el bar,trabajaba como mecánico, y por cosas del destino tuvo que cambiar de giro.—Ya veo—dijo González, tratando de encontrar la conexión de la historia con elcaso.

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—El asunto es que mi padre tenía un Chevrolet 1956 Bel Air, un clásico para losamantes de las cuatro ruedas. El viejo lo trabajó mucho, lo pintó con los coloresoriginales, le arregló el motor decenas de veces—dijo Henríquez entusiasmado,para de pronto guardar unos segundos de silencio y cambiar su semblante—. Mipadre me dijo que esa era la mejor herencia que me podía dejar, mejor aún que elbar. Me dijo que ese vehículo era casi una cuenta de ahorros.—Vaya, no logro imaginar cómo se habrá visto esa joya—comentó González, alescuchar la voz algo apenada del hombre.—Era espectacular… bueno, mi padre era un hombre sabio, y efectivamente elauto era una cuenta de ahorros—continuó Henríquez—. Un par de años despuésde su muerte, tuve muchos problemas de deudas por malas decisiones deinversión. Antes de cerrar el bar o de terminar en la cárcel, decidí venderle el autoa un coleccionista, que me dio una pequeña fortuna por él. Con ese dinero pudepagar todas mis deudas, mejorar y ampliar el bar, e inclusive hacer un par deinversiones inteligentes.—Y ese es el auto que quiere que encuentre.—Por supuesto don Pablo—dijo presto Henríquez—. Usted comprenderá que yallamé al coleccionista al que le vendí el Bel Air, pero me dio pésimas noticias: éltambién tuvo problemas económicos y debió deshacerse de varios vehículos,dentro de los cuales estaba mi auto.—Vaya, se ve difícil lo que usted necesita don Joaquín—dijo González, pensandoen cómo encontraría el vehículo—. ¿Y ahora tiene el dinero suficiente como parapagar por él?—Por supuesto, para pagar el auto y también sus servicios—dijo Henríquez,pasándole un cheque a González—. Según recuerdo de una conversación condon Ernesto, ese es el adelanto que él pedía. ¿Es suficiente para que acepte micaso?—Por supuesto don Joaquín, es suficiente para empezar a investigar su caso—respondió González, pensando en el peculiar encargo que recibió como primercaso de su nueva etapa dentro del rubro de los detectives privados.

II

Pablo González venía saliendo de la oficina del suboficial Manuel Salgadobastante frustrado, luego de comprobar que la placa patente del Bel Air que habíapertenecido a Joaquín Henríquez estaba registrada a nombre de quien se locompró a él, pero que de ahí en más había desaparecido su rastro. Sin tenerdatos oficiales, encontrar el vehículo se podría convertir en una tarea imposible decumplir. Lo primero que haría sería buscar en rubros de servicios para vehículos,y luego buscaría en compra ventas y arriendos de automóviles, para tratar deencontrar alguna pista. Su primera parada fueron las bencineras: en una de ellas,a la salida de la calle que daba a la carretera Panamericana, uno de los bomberosviejos pudo identificar el modelo que se veía en la fotografía que les mostróGonzález. El hombre le comentó que cada vez venía un conductor diferente, queel vehículo cargaba combustible una vez al mes, y que esa vez había ocurrido porúltima vez un par de semanas atrás. Desalentado por el tiempo que deberíaesperar para apenas ver el vehículo y comprobar que se trataba del que buscabasu cliente, González fue a su segundo objetivo: los talleres mecánicos. Unvehículo de esa antigüedad necesitaría recurrentes ajustes y reparaciones, y

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obviamente el dueño lo llevaría donde algún mecánico viejo que conociera de esamecánica automotriz clásica, y no lo andaría paseando de un lugar a otroarriesgando su integridad. Para ganar tiempo empezó con los talleres másantiguos, cuyos dueños fueran mecánicos añosos, lo que aumentaba laposibilidad de obtener algo con lo que poder trabajar: en todos ellos le fue mal,pues nadie parecía haber visto alguna vez un vehículo como el que aparecía enlas fotografías. Luego de recorrer todos los talleres de la zona sin resultados,quedaba solamente buscar en locales de arriendo y compraventa: si no lograbanada con ellos, debería esperar dos semanas hasta que volviera a cargarcombustible en la bencinera de la carretera.

El detective González iba de vuelta a la agencia a buscar la cámara fotográficapara hacer un seguimiento pendiente. Luego de una semana dando vueltas porbencineras y talleres mecánicos, había conseguido un segundo caso que tambiénnecesitaba para poder mantener funcionando el negocio y de paso, reforzar sunombre dentro del medio. Su esposa sabía que esa noche no llegaría, así quedecidió irse junto con su hija a la casa de su madre, a regalonear en familia; así,González podría trabajar con la tranquilidad que su familia estaría segura ypasándola bien en su ausencia. El detective entró a la oficina, encendió la luz, ysintió un fuerte y agudo dolor en su nuca que le hizo perder casi de inmediato elconocimiento.

La cabeza de González sonaba dentro de sus oídos, como si un silbato dentro desu cráneo fuera soplado sin descanso. Junto con ello, voces a lo lejos parecíanquerer decirle algo, pero en su estado no lograba captar nada. De pronto un vasode agua en su cara lo hizo reaccionar abruptamente, y escuchar lo que las vocesle decían.

—Despierta conchetumadre… tan mina que salió este huevón—dijo una agudavoz de hombre.—Te dije que se te pasó la mano con el palo que le diste, ahuevonao—dijo unavoz diferente, también de hombre pero más grave.

González por fin pudo abrir los ojos, estaba en una especie de galpón pequeño,como una bodega de forraje para el ganado pero vacía. Frente a él había doshombres, uno joven y obeso, muy malagestado y con un bate de madera en sumano derecha, y el otro más viejo, alto y huesudo, con un rostro poco expresivo yun cigarro en la mano. Cuando intentó pararse de la silla en que estaba sentado,sintió las amarras en sus muñecas atadas por detrás del respaldo de madera.

—Menos mal que despertaste maricón, ya me tenías aburrido de verte dormir—dijo el joven obeso de voz aguda, jugando con el palo.—Trata de decirme maricón de frente y desatado, chancho culiao—respondióGonzález, haciendo que el gordo se abalanzara sobre él, siendo apenas detenidopor el viejo.—Cálmate huevón, te está provocando—dijo el viejo, alejando al gordo de unempujón y quitándole el arma de madera, para luego dirigirse a González—. Y vohno te hagai el choro, te trajimos vivo porque el jefe quiere hablar contigo.—¿Qué jefe?—preguntó González.

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De pronto un crujido en la puerta alertó a los dos hombres: González desde susilla vio entrar a un tipo canoso, bajo, gordo, vestido con ropa de marca pero sinun estilo definido. El hombre caminó hacia él, se detuvo a un metro de distancia, yjusto antes de empezar a hablar lo observó con detención, inclinándose un pocohacia adelante para ver mejor su rostro. Luego de un par de segundos seenderezó y dijo con voz sorprendida:

—No puedo creerlo, el matapacos en persona.

III

Pablo González estaba desconcertado. Lo habían golpeado, secuestrado,inmovilizado, y ahora que llegaba el autor intelectual del plagio, parecía conocersu historia de vida.

—Parece que no te acuerdas de mí—dijo el hombre, todavía con expresión desorpresa en su mirada. —No sé quién es usted—dijo González, esforzándose por hacer memoriamientras el tipo pareciera estar viendo un fantasma.—Claro, lo más seguro es que ni te acuerdes de mí, si estabas ocupadosacándole la chucha al Pérez ese, tu capitán traficante—dijo el hombre—. No hascambiado mucho, según recuerdo. Y por lo que veo seguiste en el rubro, pero porfuera.—No te recuerdo. ¿Tienes nombre?—preguntó González, sin lograr asociar lacara del hombre con el día en que empezó a cambiar su vida.—Mi nombre no importa, dime Marco si quieres—respondió el hombre—. Cuandohicieron la operación, yo era uno de los burreros, me tragué completita la historiadel paco encubierto… el maricón estuvo meses, casi un año viviendo connosotros, para poder pescar al maricón del Pérez… me costó un mundo salir de lacana, menos mal que tenía con qué pagarle al abogado para que me consiguierala condicional. De ahí me fugué y volví al negocio.—¿Y por qué me secuestraron?—preguntó González—. Yo no tengo nada que vercon carabineros ni investigaciones, no me dedico a cuentos de drogas, y como tedecía no te recuerdo, pese a que estuviste ahí.—Ah eso, verdad—dijo el autodenominado Marco, sonriendo—. No tiene nadaque ver con esto, olvídalo, es algo más importante aún: ¿por qué andas comoloco buscando mi auto? Un conocido mío le avisó a mis soldados que alguienandaba preguntando por todos lados por mi joyita, y por eso te mandé buscar ytraer.—¿Tu auto?—preguntó González, maldiciendo su mala suerte—. ¿Tú eres elactual dueño del Bel Air que me encargaron encontrar?—A ver… ¿cómo es eso que te encargaron mi auto?—preguntó Marco.—El primer dueño del auto me contrató para encontrarlo porque quiere intentarrecuperarlo, por eso tengo las fotos, la patente, y toda la información original delvehículo—dijo González, pensando en comprar algún tipo de sahumerio una vezsalvara la situación y terminara el caso—. Fui primero a la comisaría, luego a lasbencineras, después a los talleres mecánicos, me quedaban sólo las automotoras.—Ya… el auto se lo compré a un coleccionista, junto con cinco autos más, ¿esees el que lo quiere recuperar?—preguntó Marco.

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—No te puedo decir quién es mi cliente, pero no es él—dijo González—. Túentiendes, secreto profesional.—Sí claro… es raro el cuento matapacos, el coleccionista que me lo vendió dijoque eran autos heredados de su padre, que él era el segundo y único dueño, yque nunca habían salido de la familia—dijo Marco, poniéndose nervioso—. ¿Ycómo es tu cliente?—Así—dijo la voz de Joaquín Henríquez abriendo la puerta; acto seguido eldueño del bar apuntó su pistola semi automática y sin pensarlo dos veces disparócuatro tiros, matando a los dos soldados de Marco, y dejando al traficante derodillas y tapándose la cabeza—. ¿Cómo estás Marco, me echaste de menos? —No me matís Joaco, la dura, nunca quise cagarte… mi contacto en Bolivia mejugó chueco y pasé a pérdida, y tuve que elegir a quién cargar… huevón, te voy adevolver todo, te lo juro—dijo casi al borde de las lágrimas el traficante.—¿También me vas a devolver a mi señora, maraco hijo de puta?—dijoHenríquez, mirando con frialdad al narcotraficante que seguía botado en el sueloen posición fetal.—Don Joaquín, ¿qué está pasando aquí?—preguntó González, mientrasintentaba forzar sus amarras.—Lamento haberlo usado don Pablo—dijo el hombre, sacando una cortaplumasautomática con la que cortó las ataduras de González, quien lentamente se paró yretrocedió, lejos de la línea de fuego de su cliente.—No sé a qué se refiere—dijo González, mirando a ambos hombres sin entenderlo que estaba sucediendo.—¿Recuerda que le conté que había tenido problemas económicos y había tenidoque vender mi auto? Pues bien, esos problemas fueron causados por este maricade mierda que me jugó chueco con la compra de varios kilos de cocaína, paravender en el bar—dijo Henríquez, para sorpresa de González—. Por favor, nocreerá que con lo que deja un bar se pueda vivir con comodidades en esta zonadel norte, don Pablo.—Está claro que no, que todos los beneficios se los lleva Santiago—dijoGonzález, buscando su revólver en la pistolera de la espalda.—No busque su arma don Pablo, acá la tengo—dijo Henríquez mostrándole elrevólver con la mano izquierda—, esos dos tarados no la notaron cuando loaturdieron, pero yo sí.—¿Qué tiene que ver su señora en todo esto?—preguntó González.—La Juanita…—dijo Henríquez en medio de un suspiro, para luego patear en lascostillas a Marco—. Mi Juanita tenía cáncer, y una parte importante del dinero delas ganancias de la cocaína se me iban en pagar sus terapias, y en hacer su vidamás llevadera… gracias a esta mierda me quedé sin cocaína y sin plata, yatochado en deudas del bar. Con la plata del auto pude pagar a tiempo para queno me mataran, pero lamentablemente las lucas no me alcanzaron… mi Juanitase murió… yo sabía que iba a morir, que era irreversible, pero quería que murierasin sentir dolor… mi mujer se murió llorando de dolor, porque no tenía plata parapagar la cantidad de morfina que necesitaba, y el médico nunca le dio la dosissuficiente para que muriera al menos tranquila.—Joaco, perdóname, te juro…—intentó decir Marco, siendo interrumpido por unviolento pisotón que le quebró todos los dedos de la mano derecha, haciéndologritar desaforadamente.—Duele harto, ¿cierto conchetumadre?—dijo Henríquez, mirando a Marco—. Asíle dolía a mi esposa, pero ella aguantó una semana, y así y todo no gritaba tanto

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como tú. —Don Joaquín… déjelo, péguele un par de patadas más y de ahí lo entrega acarabineros—dijo González, preocupado por lo que le podía hacer al traficante y aél mismo—. Yo voy a testificar en su favor.—Escucha al matapacos Joaco, sácame la chucha y estamos, no me matís, tevoy a pagar todo, por favor…—Llevo años esperando este momento, y no lo voy a desaprovechar, don Pablo—dijo Henríquez—. Ni se imagina cuánto he gastado para dar con este mal parido.Todo lo que usted hizo para ubicarlo, yo ya lo había hecho, pero cuandodescubrían que era yo, arrancaban. Por eso decidí contratarlo a usted, para poderusarlo para dar con el escondite de estos desgraciados. Yo jamás quiseperjudicarlo don Pablo, y le pido mil disculpas por lo que ha tenido que pasar—dicho eso, Henríquez se acercó a la puerta de la bodega en que se encontraban,y lanzó con fuerza el revólver de González hacia fuera, sin objetivo definido.—¿Qué está haciendo?—preguntó González.—Don Pablo, este es el fin del camino para este hijo de puta y para mí, pero notiene por qué serlo para usted—dijo Henríquez—. Una vez que salga de acá,buscará su revólver, lo recogerá, y… bueno, usted decidirá qué hacer. Yo ya vendíel bar, y en cuanto termine de torturar y matar a este huevón desapareceré parasiempre. Si usted decide ser un héroe, y se devuelve armado a salvar a estamierda, lamentablemente tendré que matarlo.—Matapacos, por favor… si matai a este huevón te paso veinte… no, treinta kilosde cocaína pura, tú sabís cuánto vale—dijo Marcos, llorando en el suelo—. Te doylo que querái huevón, pide y será tuyo pero por favor mata a este huevón… porfavor, me va a hacer mierda…—Don Joaquín… usted sabe que fui carabinero, no puedo hacerme el tonto—dijoGonzález, mirando a Henríquez y tratando de adivinar qué pasaba por suatormentada mente.—Lo imagino… bueno, vaya por su revólver. Ojalá se demore harto—dijoHenríquez, volviéndose hacia Marco para empezar a pisotear sus manos yantebrazos y patear sus costillas, mientras apuntaba a González.

Pablo González salió del lugar. El ex carabinero se encontraba en medio de lanada, con un frío que calaba los huesos y una gran luna llena iluminando la zona.De inmediato el detective empezó a adivinar dónde podía haber caído su armasegún la posición de la puerta de la bodega, mientras se escuchaban de fondo losgritos destemplados de Marco: en esos momentos le hubiera servido un armacromada, para poder ver el reflejo de la luz de la luna sobre ella. González apuróel paso y calculó cuánta distancia podría haber recorrido su revólver. De prontovio al lado de una piedra su Taurus 38 intacto; justo cuando se agachó arecogerlo, un largo y sonoro “No” salido de la bodega fue interrumpido por unaimpresionante explosión que casi desintegró la construcción, dejando trozos demadera, carne y fibra esparcidos por doquier. Luego que logró ponerse de pie yque sus oídos dejaran de sonar, podría haber jurado que de fondo se escuchó elmotor de una motocicleta.

IV

El detective González estaba de vuelta a la tarde siguiente en su oficina, luego depasar toda la noche declarando en el lugar de los hechos y posteriormente en la

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comisaría con sus ex colegas, y la mañana completa en la oficina del fiscal, paradespués ir a su casa a bañarse y a contarle a su esposa todo lo que le habíatocado vivir esa extraña jornada, y almorzar para reponer fuerzas y retomar eltrabajo habitual. En la oficina se dedicó a eliminar los pre informes que tenía paraHenríquez, y a buscar los datos para el seguimiento que no había podido hacer lanoche anterior. Lo único positivo de toda esa situación era que había cobrado elcheque del adelanto que le había dejado Henríquez, y que había quedado consaldo a favor luego de esos días de investigación. Terminada la jornada, y antesde ir al domicilio donde debía empezar el seguimiento, decidió pasar al bar deHenríquez, a ver qué sucedería con el lugar y quién sería el nuevo propietario delnegocio. Para sorpresa suya el local estaba abierto, por lo que decidió entrar:pese a estar varios segundos mirando a quienes estaba tras la barra, no podía darcrédito a lo que sus ojos veían.

—¿Qué te pasa Pablo? Parece que estuvieras viendo un fantasma. —¿Don Ernesto? ¿Señora Antonieta? ¿Qué diablos están haciendo acá?—exclamó estupefacto González, al ver a su ex jefe y su esposa tras la barra delbar.—Ni te imaginas lo que sucedió Pablo—dijo Ernesto Benavides, estrechando lamano de González—. Ayer por la tarde apareció por nuestra casa don JoaquínHenríquez, el dueño del bar. Dijo que había hablado contigo, que te había hechoun encargo, pero que por motivos personales debía irse rápidamente de Chile, yque necesitaba vender con urgencia el bar.—El señor Henríquez nos lo ofreció, lo conversamos con Ernesto, y decidimosque era una buena idea tener esta fuente de entradas—dijo Antonieta Garrido—.Le hicimos una oferta con la plata de mi jubilación y unos ahorros que teníaErnesto, y la aceptó de inmediato.—Así que estás frente a los flamantes nuevos empresarios de la noche nortina…ah, casi lo olvidaba, el señor Henríquez dejó el cheque por lo que te debía delencargo que te hizo—dijo Benavides entregándole el documento al detective,mientras González no salía de su asombro.—¿Se siente bien, Pablo? Lo veo demasiado sorprendido—dijo Garrido, algopreocupada.—Por lo visto no tienen idea de lo que pasó con Joaquín Henríquez—dijoGonzález—. Hace una semana…—Espera un poco—interrumpió Benavides, sacando de la vitrina tres vasos cortosy una botella de whisky—. Por lo visto esta será nuestra primera historia de bar, ytienes que contarla como corresponde—dijo Benavides, sirviendo los tres vasospara luego, junto con su mujer, escuchar atentos el relato que Pablo González lestenía que contar.

FIN

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El caso de la platería robada

I

Pablo González estaba fuera de la oficina lavando su viejo pero bien mantenidoKia Pop. Pese a los años, el vehículo casi no tenía problemas, y para el uso quele daba su rendimiento resultaba bastante económico. La economía no estaba ensu mejor pie en ese instante por la escasez de clientes, por lo cual debía extremarrecursos para ajustarse al exiguo presupuesto que manejaba, y no poner enriesgo el sustento de su familia. Pese a todo, González era un agradecido de lavida, pues no obstante las dificultades, nunca había dejado de proveer lonecesario para su hogar, aparte del amor que reinaba en su joven familia.

Media hora más tarde, González se aprestaba a ir a su casa, luego de esperarpacientemente a que alguien apareciera a pedir sus servicios, cosa que nuncasucedió. Cuando ya tenía todo cerrado, decidió pasar al bar de su ex jefe y exsocio Ernesto Benavides y su señora Antonieta Garrido, para tomar un combinadoy disfrutar de una amena charla. En cuanto entró fue saludado cariñosamente porla pareja, quienes se aprestaban para retirarse del lugar. De pronto Garrido miróhacia una mesa en que esperaba sentada una vieja mujer.

—Dios mío Ernesto, se nos olvidó la Filomena—exclamó la mujer.—¿Qué Filomena? Ah chucha, la señora Filomena—dijo Benavides.—¿Qué les pasó, se les olvidó la señora en la mesa?—dijo González, divertido.—La señora Filomena es una abuelita buena onda, que viene a tomarse un tragoviejo de vez en cuando—dijo Benavides—. A veces está acompañada, otrasdemasiado sola.—Habíamos quedado con Ernesto de acompañarla un rato, pero de verdad quese nos olvidó—agregó Garrido—. Y ahora viene para acá.—¿Les viene a cobrar sentimientos?—preguntó González.—No, no le habíamos dicho, simplemente se nos olvidó—dijo Benavides.—Hola señora Filomena—dijo Garrido, abrazando a la añosa mujer.—Hola hijita, ¿cómo estás?—dijo la anciana, para luego girar y abrazar aBenavides—Y usted Ernesto, ¿cómo ha estado?—Bien señora Filomena, justamente nos estábamos acordando de usted—respondió Benavides.—Y este chiquillo es amigo de ustedes?—preguntó la mujer, refiriéndose aGonzález.—Buenas tardes, mi nombre es Pablo González y sí, soy amigo de la familia hacealgunos años—respondió González poniéndose de pie y estrechando la mano dela mujer.—Ya que no me presentan, mi nombre es Filomena Almonacid—dijo la mujer,para luego girar nuevamente hacia Benavides—. Oiga Ernesto, necesito pedirleuna ayudita, como usted fue detective privado… —Es que yo ya estoy retirado hace años, doña Filomena—dijo Benavides—. Peroel señor González es quien quedó a cargo de mi vieja oficina, tal vez él la puedaayudar.—Es que me da no sé qué molestar a alguien a quien no conozco—dijoAlmonacid.

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—Cuénteme qué le pasa, y veré si le puedo dar un consejo, señora Filomena—dijo González, viendo en los rostros del matrimonio una expresión deagradecimiento al dejar a la mujer acompañada y poder volver a su hogar.—Bueno, nosotros los dejamos, buenas tardes—dijo Garrido, mientras la parejase despedía de la anciana y el detective.

Pablo González quedó en la pequeña mesita del bar junto a Filomena Almonacid.La mujer parecía ser octogenaria, de ojos vivaces y sonrisa amable, con ropapasada de moda pero bien cuidada y limpia, y llevaba en su mano derecha unapequeña copa con una sombrilla de adorno.

—Bueno señora Filomena, ¿en qué la puedo ayudar?—dijo González, mirandocon curiosidad a la mujer.—Le cuento señor González. Tengo una casa vieja, la única herencia grande quele dejaré a mis hijos; el resto de las cosas, todo, son más que nada chucherías—dijo Almonacid—. Pero hay algunas de esas chucherías que estándesapareciendo de mi casa, muy lentamente, y eso me tiene un poco angustiada.—¿Qué está desapareciendo de su casa?—preguntó González, empezando deinmediato a dudar del estado mental de la anciana.—Mi abuela me heredó un viejo juego de cubiertos, que según ella eran de plata,pero que en realidad no parecen más que una imitación de alpaca—dijo la mujer—. El juego viene en una maleta de madera con terciopelo, donde viene elespacio preciso para cada pieza. Bueno, desde hace algunos meses, estánempezando a desaparecer de la caja de a poquitito, como para que no se note.—A ver, vamos por partes, ¿está segura de no estar usando usted esas piezas yque luego no recuerda dónde las dejó?—preguntó de inmediato González.—No, yo no uso esos cubiertos, son el único recuerdo de mi abuelita—dijo lamujer—. Esas piezas tienen más de ciento ochenta años, y deben estar oxidadas.Yo tengo un servicio que me trajo una nieta, con mangos de color rosado, muybonitos.—Y si no usa regularmente las piezas, ¿cómo se dio cuenta que le faltabanalgunas?—Señor González, no tengo muchos quehaceres durante el día. A veces paramatar el tiempo, saco mis recuerdos y los reviso, los miro, los atesoro y los sueño—dijo Almonacid.—Ya veo… ahora, si es del siglo diecinueve, lo más probable es que sí sean deplata, porque en esa época era común usar ese tipo de metales—dijo González—.¿Sus cubiertos son muy pesados?—Sí, bastante… en verdad no había pensado que pudiera ser plata pura… dehecho tampoco me importa, lo que me importa es que es el único recuerdo de miabuela, y que de a poco se escapa de mis manos—dijo la mujer, con voz algoangustiada.—Claro, la entiendo bien—dijo González—. ¿Usted vive con alguien, señoraFilomena?—No, vivo sola. Yo enviudé hace cinco años, y desde esa fecha la gente pareceturnarse para acompañarme—dijo Almonacid—. Mis hijos han tratado muchasveces de convencerme que me vaya a vivir con ellos, pero la verdad es que noquiero, me siento bien tal y como estoy. Ellos le pagan a una señora que vaya ahacer las cosas más pesadas de la casa tres veces a la semana, y el resto deltiempo siempre aparece alguien a visitarme, y a ayudarme a matar el tiempo.

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—Qué bien, se nota que su gente la quiere—dijo González—. Y aparte de veniracá de vez en cuando, ¿hace alguna otra salida?—De vez en cuando visito a alguna amiga en su casa… la verdad es que esteúltimo tiempo las visitas a las casas se han transformado en visitas alcementerio… Mi generación está muriendo, señor González—dijo la mujer,melancólica—Eso es lo que más me duele, sé que me queda poco tiempo en estemundo, y que todas estas chucherías quedarán tal vez botadas o arrumbadas enun rincón… pero así y todo aún son mías, y no quiero que desaparezcan de mivida antes que yo.—Claro, es lo mínimo que puede esperar—comentó González, para luegopreguntar—Señora Filomena, ¿mañana en la tarde estará acompañada en sucasa?—Sí, mañana viene mi hija mayor a tomar once, ¿por qué?—preguntó Almonacid.—¿La puedo visitar en su casa, para ver si la puedo ayudar con sus cubiertosdesaparecidos?—La verdad señor González es que no tengo dinero para pagar sus honorarios—respondió Almonacid.—No le cobraré, señora Filomena—dijo González—. No voy a hacer unainvestigación formal, simplemente iré a su casa a hablar con su hija y a que memuestre su caja de chucherías, a ver si se me ocurre algo para ayudarla.—De verdad lo haría?—dijo la mujer, esperanzada—. Muchísimas gracias señorGonzález. Lo espero mañana en la tarde, a la hora que pueda. Tendré algo rico…una torta para la once.—Pierda cuidado señora Filomena—dijo González—. Y por favor, no se hagamuchas ilusiones, recuerde que sólo iré a mirar sus chucherías, y a comer torta.

II

Pablo González llegó a las seis en punto a la casa de Filomena Almonacid. Lavieja propiedad aún tenía los aires señoriales de las edificaciones de la primeramitad del siglo XX, y se veía bastante bien cuidada para su antigüedad. Como nopudo encontrar un timbre, el detective abrió la reja para llegar a la puerta ygolpear un par de veces. Algunos segundos más tarde abrió la puerta una mujermuy parecida a la señora Almonacid, pero con unos veinte años menos a cuestas.

—Buenas tardes, qué necesita?—preguntó la mujer.—Buenas tardes, soy Pablo González, conocido de unos amigos de la señoraFilomena Almonacid.—Ah sí, el detective privado—dijo la mujer, sonriendo—Pase por favor, mi madreha hablado todo este rato de usted. Mucho gusto de conocerlo, me llamoFilomena Poblete, y soy la hija mayor de Filomena.—Mucho gusto, señora.

González siguió a Poblete por un pasillo distribuidor hasta un gran comedor dondedestacaban varias vitrinas llenas de adornos de loza y metal, y varias cajas demadera de incierta antigüedad y contenido. Al centro de la sala había una mesarectangular bastante larga, en cuya cabecera se encontraba Filomena Almonacid,sentada en un sitial con patas y brazos tallados.

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—Señor González, buenas tardes, qué gusto de verlo nuevamente—dijoAlmonacid, poniéndose de pie para saludar al detective.—Buenas tardes señora Filomena, ¿cómo ha estado?—Muy bien, muy bien—dijo la mujer—. Asiento por favor. Veo que ya conoció a mihija Filomena.—Gracias—dijo González, mirando a ambas mujeres—Bueno señora Filomena,vamos a lo nuestro, ¿cuál de todas las cajas es la que tiene la platería que usteddice que ha empezado a desaparecer?—Esta es—dijo Almonacid, poniéndose de pie y dirigiéndose a la vitrina másantigua del comedor, desde la cual sacó una caja de madera oscura con unseguro, bisagras y bordes de bronce oxidado. Con sumo cuidado la mujer corrió elmantel de encaje para poner sobre la madera desnuda la caja, la cual crujiócuando Almonacid soltó el seguro, y luego al abrir la tapa por lo oxidado de lasbisagras. Dentro de la caja había una cubierta de terciopelo negro con espacioscon la forma de cada pieza del juego de cubiertos, los cuales estaban casi en sutotalidad ocupados, salvo unos cuantos vacíos. Con mucho cuidado Gonzálezsacó una de las cucharas de café para mirarla con detención: el trabajo delorfebre era sobrio y pulcro, con unas pocas líneas labradas en paralelo a la formade la pieza, y un pequeño número grabado en la parte posterior del mango. —Esto es plata—dijo González—. Tengo un conocido que es anticuario, y él meexplicó que en los metales preciosos se graba el número de kilates en algunapare de la pieza. Ese es el número que tiene ahí; no lo alcanzo a ver, peroconfirma que es plata.—O sea que la colección tiene algo de valor—dijo la hija.—Tal vez bastante, pensando en la antigüedad y en la cantidad de plata utilizada—dijo González—. Aparte de la familia, ¿qué otras personas visitan la casa?—Además de un par de amigas de mi edad, a las que espero no tener que ir a vera sus velorios todavía, la señora Ester es la única que viene para acá—dijoAlmonacid—. Ella es la señora que contrataron mis hijos para que me ayude conlos quehaceres del hogar.—Bueno señor González, supongo que no habrá venido sólo a ver los cubiertosde mi madre—dijo la hija de la dueña de casa—Usted es nuestro invitado a tomaronces, y es lo que vamos a hacer ahora, ¿les parece?

Durante la siguiente hora, el detective compartió una opípara once con madre ehija, donde conversaron de historias de vida y sueños para el futuro. Luego deagradecimientos y parabienes, y después de comprometerse a ayudar a investigarla desaparición de las piezas de plata faltantes, González se despidió deAlmonacid, y fue escoltado por la hija de ésta a la puerta. Justo antes dedespedirse, la mujer salió con él de la casa y cerró la puerta tras de sí.

—Señor González, necesito conversar algo con usted—dijo la mujer.—Dígame, señora Filomena—dijo González.—Mi madre está con problemas severos de memoria, señor González. Comousted se dio cuenta, ella maneja sus vitrinas con llaves, de las cuales no haycopias, por tanto el único modo que esas cucharas se hayan extraviado es queella las haya cambiado de lugar y no recuerde dónde las dejó.—Ya veo—dijo González.—Yo de verdad le quiero agradecer su visita, y el tiempo que le ha dedicado, peroaquí no hay nada que investigar—dijo la mujer.

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—Claro, la comprendo—respondió González—. ¿Y han pensado en buscar ayudaprofesional?—De hecho estábamos esperando su visita—dijo Filomena—Conversamos connuestra mamá y quedamos en que después que usted la visitara, nos permitiríallevarla a un médico. Como acá no hay geriatras, la vamos a llevar a un neurólogopara ver qué opina él.—Ojalá todo resulte bien, y no sea algo irreversible ni muy grave. De todosmodos, si creen que puedo ayudar en algo, no duden en ubicarme.—Muchísimas gracias señor González, usted es una persona admirable—dijoFilomena, emocionada.

III

Pablo González estaba en la agencia una semana después, trabajando en unseguimiento. Aparentemente la infidelidad y los celos se estaban poniendo denuevo de moda, lo que le traería cierta bonanza económica; sin embargo, como eltema era casi estacional, tenía que aprovechar la racha para poder guardar algode dinero para el período de vacas flacas. Mientras terminaba de revisar el audiode un micrófono escondido en la oficina de la pareja de su cliente, una caraconocida se asomó por la puerta.

—Hola don Ernesto, ¿cómo ha estado?—dijo González, saludando a su ex jefe yex socio.—Hola Pablo, ¿cómo está todo en tu agencia?—preguntó Benavides.—Bien don Ernesto, tal como usted me dijo, no llueve pero gotea—respondióGonzález—. ¿Cómo va todo en el bar, se acostumbró bien a la nueva pega? —Excelente, con Antonieta estamos felices, fue una buena inversión desde elpunto de vista económico y humano, porque además recuperamos a muchosamigos alejados por el asunto pega—dijo Benavides, contento.—¿Y a qué se debe su visita, don Ernesto?—preguntó González.—Nos tiene preocupados la Filomena, Pablo—respondió Benavides—. Desde quete dejamos hablando con ella no ha vuelto a aparecerse por el bar. —Qué raro… tal vez el control con el neurólogo…—¿Qué neurólogo?—preguntó preocupado Benavides.—Los hijos la querían llevar al neurólogo, porque decían que lo de la desapariciónde las cucharas de plata tenía que ver con su memoria—dijo González.—Pucha, ojalá no sea así—dijo Benavides.

De pronto el ruido de un vehículo frenando bruscamente se sintió a la salida de laoficina. Un par de segundos después, un joven entró con cara de asustado a laoficina.

—¿Usted es el detective González? Soy nieto de Filomena Almonacid, por favorvenga conmigo, el psiquiatra de mi nona necesita hablar con usted, urgente.—Te sigo en mi auto—dijo González, para luego girar hacia Benavides—. DonErnesto, ¿me cuida la oficina?—Por supuesto Pablo, que te vaya bien.

González subió a su Kia Pop y salió raudo tras el vehículo del nieto de Almonacid.

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Luego de menos de cinco minutos de conducción, ambos automóviles seinstalaron frente a la puerta de la casa de la simpática anciana. En el antejardínhabía dos o tres personas con cara de miedo, una de las cuales temblaba de piesa cabeza.

—Sígame, rápido—dijo el muchacho, para luego subir corriendo la escalera hastael segundo piso, donde se encontraba la habitación de su abuela. Cuando entró,vio a la mujer sentada en la cama, rodeada de familiares y de un hombre demediana edad.—Hola señora Filomena, ¿cómo ha estado?—dijo González.—Hola señor González. He estado bien, pero parece que he asustado a muchagente estos días—dijo Almonacid, mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.—Señor González, ¿podríamos hablar un instante afuera?—dijo el hombredesconocido de mediana edad.

González, el hombre desconocido y la hija mayor de Almonacid salieron al pasilloque daba al dormitorio de la mujer.

—Señor González, soy el doctor Alberto Herrera, soy psiquiatra, y estoy viendo elcaso de la señora Almonacid—se presentó el hombre.—¿Psiquiatra? Pucha, no sabía que la señora Filomena estaba tan mal—dijoGonzález—. ¿No se suponía que la vendría a ver un neurólogo?—Señor González, quien haya venido a ver a mi madre no importa mucho ahora—dijo Filomena, con cara de asustada—, ¿usted no le dejó ningún aparato deesos que usan en espionaje por casualidad?—¿Cómo? Disculpe pero no entiendo la pregunta—dijo el detective.—Señor González, no sé cómo explicarle esto… de hecho desde mi visiónprofesional no encuentro explicación alguna—dijo Herrera.—Bueno, ¿alguien me va a decir qué diablos pasa?—dijo González, algo molesto.—Venga, pasemos para que lo vea con sus propios ojos—dijo Filomena.

González entró de nuevo a la habitación de Almonacid, escoltado por el psiquiatray la hija; antes que alguien interviniera, González tomó la palabra.

—Señora Filomena, ¿por qué me dijo recién que ha asustado a mucha genteestos días?—Bueno, es que por fin descubrí a quien me robaba las cucharas de plata—dijo lamujer, poniendo cara de seriedad.—Qué bien, ¿quién es el ladrón?—Ladrona para ser más precisos—dijo Almonacid—. Es mi abuelita.—Ajá—dijo González, algo apenado al ver el estado de enajenación mental de laanciana mujer.—La misma cara puso mi hija cuando le conté—dijo Almonacid, sentándoseerguida en la cama—. Verá, después que usted me visitó, decidí tomar el toro porlas astas y ver qué pasaba con mis cubiertos, luego que mi hija me dijera quequería traer a un neurólogo a mi casa. Así que esa noche me quedé en pie y bajéen la madrugada al comedor: ahí vi que la vitrina estaba abierta, y que mi abuelitaestaba sacando una cucharita de café. Me quedé bien calladita para que no meviera, para saber qué hacía con la cucharita. Lentamente mi abuelita subió laescalera, entró a mi habitación, y la guardó debajo de mi colchón.

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—Cuando mi madre me contó esto, de inmediato supe que no debía llamar a unneurólogo sino al psiquiatra—dijo la hija de la mujer—. Así di con el doctorHerrera, el único que aceptó atenderla acá.—¿Y por qué su abuelita guardó la cuchara bajo su colchón?—preguntóGonzález, confundido por el curso de la historia.—Cuando yo era niña no había mucho en qué entretenerse señor González, y a lagente adulta le costaba pasarla bien con los niños—dijo Almonacid—. Entonces ami abuelita se le ocurrió un juego: ella me escondía una cucharita en cualquierparte de mi habitación, y yo tenía que encontrarla. Si la encontraba antes de unahora, me regalaba una chaucha.—Pero usted sabe que su abuelita falleció—dijo González, con suavidad.—Por supuesto, si yo estuve con ella cuando se murió—dijo Almonacid—. Yotenía como ocho o nueve años, y mi abuelita me había escondido hacía poco ratola cuchara de ese día. Yo estaba en lo mejor buscándola cuando escuché ungolpe enorme y prolongado: mi abuelita se había tropezado, y rodó escaleraabajo. Cuando llegué a su lado ya había fallecido, parece que se quebró el cuelloen la caída. Pobrecita, a sus noventa años tenía sus huesitos demasiado frágilesy no aguantó el porrazo.—Y entonces, ¿cómo es posible que su abuelita haya vuelto a jugar con usted,señora Filomena?—preguntó González.—Es lo mismo que le pregunté a la señora Filomena cuando la entrevisté hace unrato atrás—dijo el psiquiatra—. El problema es que no alcanzó a responderme.—¿Por qué?—preguntó curioso González.—Porque mi abuelita decidió ponerse a jugar justo cuando estaba hablando con eldoctor—dijo Almonacid, para de pronto fijar su vista en la puerta de entrada de lahabitación—. Mire, ahí viene de nuevo.

González miró hacia la puerta de entrada. Por ella venía entrando una cuchara decafé del juego de Filomena Almonacid, flotando en el aire y dirigiéndose hacia laañosa mujer.

—¿Ahora entiende por qué la pregunta acerca de si usted le había traído algúnaparato a mi madre?—preguntó asustada la hija de la mujer.

González miró con detención la cuchara. Luego de convencerse que no teníaningún hilo ni imán, se acercó con lentitud y sin titubear la sujetó con la punta desus dedos. La pequeña cuchara, en vez de dejarse estar en su mano, pareciócobrar fuerzas y empezó a moverse hacia el ropero de Almonacid, a vista ypaciencia de todos en la habitación: cuando González llegó a la puerta del viejoropero, sintió un par de tirones en la cuchara, guiándolo hacia la manilla. Cuandoabrió la puerta, la cuchara guió su mano hasta el fondo de madera, para luegoempezar a ascender hasta llegar a la barra donde se colgaban los ganchos con laropa; luego la cuchara se desplazó hacia uno de los soportes en que se unía labarra con la estructura del mueble. Justo sobre dicho soporte la cuchara chocócontra algo metálico.

—Acá está, doña Filomena—dijo González.—No puede ser…—dijo la anciana mujer, al ver en la mano de González lacuchara que había entrado volando a su habitación, y junto a ella la cuchara quenunca había encontrado, luego del deceso de su abuela.

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—Al parecer su abuelita quería terminar el juego—dijo González, entregándole ala mujer ambas cucharas. De inmediato Almonacid se puso de pie, sacó de suvelador las cucharas restantes, bajó al comedor, sacó la caja, y colocó todas laspiezas faltantes en sus respectivos lugares: pasadas varias décadas, el juego porfin había terminado.

IV

Ernesto Benavides estaba recordando viejos tiempos en el escritorio de la agenciade detectives. De pronto un enojado Pablo González entró por la puerta,refunfuñando.

—Hola Pablo, ¿qué te pasó que estás tan enojado?—Hola don Ernesto, estoy choreado por lo que le pasó a la señora Filomena—dijoGonzález.—¿Le pasó algo grave?—preguntó preocupado Benavides, al ver que la actitudde González no cambiaba—Sus hijas y un psiquiatra decidieron internarla en un hogar de ancianos.—Pobrecita, ¿tiene Alzheimer?—preguntó Benavides.—No, no tiene nada.—dijo González.—¿Y entonces?—Tiene un fantasma en su casa, y para la familia y el psiquiatra reconocer queexiste ese fantasma está fuera de toda lógica, pese a haber visto las pruebas desu existencia—dijo González, aún molesto.—Definitivamente no hay peor ciego que el que no quiere ver—dijo Benavides—.Vamos, te invito un combinado, necesitas despejar tu mente un rato que sea.—Está bien don Ernesto—dijo González, aún apesadumbrado—. Creo que deboponer en práctica uno de los tantos consejos que me ha dado en esta pega.—¿Cuál sería?—preguntó Benavides.—Que no me olvide de olvidar.

FIN

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El secuestro

I

El detective privado Pablo González se encontraba en su oficina, esperando algúncliente para poder mantener su cada vez más alicaído rubro. Luego de quinceaños metiéndose con la infidelidad, los celos y la inseguridad de las personas, nohabía muchas sorpresas en el día a día. El único cambio real vino de la mano dela masificación de las tecnologías de la información, y de la sobre exposición de lavida de los privados por internet, lo que llevó a que día tras día sus serviciosfueran cada vez menos requeridos: era más fácil buscar por el computador o elteléfono “inteligente” a la persona que perturbaba los pensamientos de celosos einseguros, además de ser mucho más económico. Así, sus trabajos se restringíana quienes no dominaban dichas tecnologías, o a aquellos que necesitabanevidencias específicas para algún proceso judicial o inclusive, para algunaextorsión.

Esa mañana González había sobrevivido la eterna mañana a punta de café,cigarrillos y el diario. Cuando ya estaba pensando en ir a almorzar a su casa, y talvez quedarse en ella el resto del día, una mujer de mediana edad, vestida a lamoda y alhajada con joyas que parecían reales, entró a la agencia con cara devergüenza.

—Buenos días… ¿usted es el detective privado?—preguntó la mujer, queocultaba parcialmente su rostro tras unos grandes lentes oscuros.—Buenos días señora. Soy el detective privado Pablo González, ¿en qué puedoayudarla?—preguntó presto González.—Le cuento. Me llamo Verónica, y creo que mi esposo me está engañando—dijola mujer, sin sacarse los lentes pese a lo oscuro de la oficina.—¿Hace cuánto que sospecha de su esposo?—preguntó González, empezandola rutina de preguntas clásicas para esa situación.—Hace más o menos seis meses. De la nada empezó a comprarme joyas, arenovar mi guardarropa, a darme dinero para que viajara fuera de la ciudad conmis amigas, con la excusa que para él era imposible darme más tiempo porasuntos del trabajo—respondió la mujer, inclinando su cabeza.—Y antes no era así de dadivoso.—No era tacaño pero tampoco tan desprendido—dijo la mujer.—¿Y usted sospecha de alguien?—preguntó González.—La verdad es que no conozco a mucha gente del trabajo de mi marido—dijo lamujer—. Yo no soy muy sociable que digamos, así que son pocos los amigos quecompartimos y menos los que van a la casa.—Ya veo, ¿y ustedes tienen hijos?—preguntó González.—Una lola de diecisiete que adora a su padre, y que me cree paranoica—dijo lamujer, nuevamente inclinando su cabeza hacia delante.—Bueno, estas son mis tarifas—dijo González, entregándole el documento conlos valores actualizados de sus servicios—. Si está de acuerdo me deja eladelanto, los datos de dónde ubicar a su marido, y empezaré lo antes posible conel seguimiento.—Tome, acá está el cheque, ya había visto sus tarifas por internet así que venía

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lista—dijo la mujer, esbozando una forzada sonrisa—. Esta es la dirección denuestra casa, mi marido sale todas las mañanas como a las ocho y media rumboa su trabajo, o al menos eso creo.—Bien señora Verónica, empezaré entonces mañana a las ocho y media. Buenosdías.

Luego que la extraña mujer se retiró, González llamó de inmediato al banco paraasegurarse que el cheque tenía fondos. Si bien es cierto de vez en cuandoaparecía gente misteriosa en la oficina, algo en esa mujer le daba mala espina;sin embargo, en cuanto le confirmaron que el cheque era legal, empezó apreparar las cosas para trabajar en el caso al día siguiente.

II

Ocho y media de la mañana. Un vehículo sedán del año salió desde elestacionamiento de la casa. Un par de segundos después, el Kia Pop ya casidestartalado de Pablo González salió tras él a distancia prudente, para podercumplir los requerimientos de su empleadora. El detective estaba aún un pocopreocupado por el secretismo de la mujer: no mencionó su apellido —pese a queestaba impreso en el cheque—, no se sacó nunca los anteojos, no dijo en quétrabajaba su marido, y siempre parecía estar mirando para todos lados, comoesperando o temiendo algo. La primera sorpresa de la mañana llegó a los quinceminutos de recorrido, cuando el vehículo entró a dependencias del ejército: alparecer el hombre era funcionario civil de la institución, pues al bajar de suautomóvil iba con ropa de calle, y no con alguno de los uniformes característicosque usaban los miembros de la institución castrense según la ocasión. En generallos seguimientos a uniformados eran siempre más complicados e inclusive másriesgosos, pero ya había empezado el trabajo y trataría de hacer lo más posiblesin correr riesgos ni meterse en problemas. La segunda sorpresa llegó a los pocosminutos, cuando el hombre salió del edificio para subir nuevamente a su vehículo,sin dar tiempo a González ni para sacar la cámara fotográfica. De inmediato eldetective echó a andar su viejo Kia Pop, y salió tras el marido de su cliente.

Cinco minutos después, y luego de manejar casi en línea recta algunas cuadraspara luego virar en una población de edificios de baja altura, González vio cómo elhombre se detenía frente a uno de esos edificios, para de inmediato estacionar elauto y subir raudo por las escaleras hasta el cuarto piso. El trabajo empezó a darfrutos de inmediato, así que había que empezar a documentar con imágenes loantes posible.

Media hora después, González había fotografiado el auto, la patente, el edificio, elletrero donde se veían claramente los nombres de las calles en donde se ubicabael edificio, y la numeración del mismo. El trabajo entraba en esos instantes en latediosa fase en que debía esperar a que el hombre saliera del lugar para terminarde establecer su itinerario, para los días siguientes poder obtener pruebasfehacientes del engaño, o de la inocencia del hombre.

Seis horas más tarde, González estaba con el asiento del conductor levementereclinado, comiendo un sándwich seco que traía en una bolsa plástica para esos

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días. La jornada había sido extremadamente aburrida, y al parecer el hombre sequedaría bastantes horas más en el lugar. Ya que la situación no iba a variar,González enderezó el asiento y se dispuso a encender el motor, para ir a laagencia a buscar comida para la noche, y avisarle a su esposa queprobablemente no llegaría sino hasta el día siguiente. Justo cuando estaba porencender el motor para abandonar el lugar, sintió en su mejilla derecha un objetometálico apoyándose en ella, seguido de un crujido metálico, típico al amartillar unarma de fuego de puño.

—A ver huevoncito, ¿a qué se supone que estamos jugando?—dijo una voz dehombre que no se dejó ver directamente, pero que pudo identificar por el espejolateral como el marido de su clienta.—No sé a qué…—Te voy a preguntar una vez más no más, ¿¿a qué estamos jugando? Y no merespondas huevadas, porque no tengo ningún drama en pegarte un tunazo—dijoel hombre.—Me llamo Pablo González, soy detective privado…—Ah… déjame hasta ahí no más—dijo el hombre, parándose al lado de laventanilla sin dejar de apuntar a la cara de González—. Déjame adivinar, lahuevona de mi esposa te contrató para seguirme porque cree que le estoyponiendo el gorro, ¿cierto?—Sí señor—dijo González con voz marcial, para tratar de ponerse a tono con sucaptor.—Y esta tonta juraba que no me iba a dar cuenta que me estaban siguiendo…esta no es más huevona porque no nació antes no más—dijo el hombre de durasfacciones y cabello entrecano.—Supongo que eso creyó ella—respondió escueto González.—A ver lolito, déjame aclararte la película un poco—dijo el hombre—. Soy militarretirado, hago funciones administrativas en el edificio institucional porque no mepueden mover de ahí. ¿Sabes por qué no me pueden mover, te lo dijo mi esposa?—No señor, hasta hoy ni siquiera sabía que usted trabajaba en el edificio delejército.—No me pueden mover porque fui de la CNI durante el gobierno de mi generalPinochet, y le sé muchas yayitas a mis superiores. Si algún huevón me toca, caenvarios generales conmigo.—Entiendo señor—dijo González, enrabiado con la actitud de la mujer que lo pusoen esa difícil disyuntiva.—En cuanto llevabas dos cuadras a la siga mía te caché, no sabes hacerseguimientos a gente con experiencia, lolito—dijo el ex militar, desamartillando elarma.—Usted tiene demasiada experiencia.—Claro que la tengo, ni te imaginas la cantidad de marxistas que me tocó seguir asus casitas de seguridad—dijo el hombre con orgullo—. Esos huevones sabíanhacerla, hasta que les aprendimos las rutinas, y hasta ahí no más llegaron.Contigo fue demasiado fácil. Te llevé a mi pega, le avisé a mi jefe que necesitabasalir, y te traje al departamento de mi hermano, que anda fuera de la ciudad. Asíque si pensabas decirle bajo cuerda a mi esposa de esta ubicación, te va a salir eltiro por la culata.—Supongo entonces que este trabajo llegó hasta aquí no más—dijo González.—Por supuesto huevoncito, hasta aquí no más llegaste—dijo el hombre,

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guardando el arma—. Ah, quiero que le devuelvas la plata a mi esposa, y le digasque no la supiste hacer. No te preocupes por lo que ella diga, si le devolviste laplata, aunque lo niegue, lo sabré. —Está bien señor—dijo González, algo más tranquilo—. Creo que se la devolverémañana, debo esperar al banco al menos veinticuatro horas.—No hay problema—dijo el ex militar, para luego agregar—. Ah, y si llego a saberque mi esposa te dejó la plata y me dice que se la devolviste, la mato a ella y voypor ti. Ya cachaste que no me voy a demorar mucho en encontrarte, ¿estamos?—Sí señor, estamos.—Ya, ándate antes que me arrepienta y te haga pasar por mirista vengativo,huevón—dijo el hombre, para dirigirse a su auto y partir sin rumbo definido.

Pablo González estaba algo más tranquilo. Había salvado una situacióncomplicada, y ahora simplemente debía volver a su oficina para ordenar el asuntodel dinero y llamar al día siguiente a su clienta, para acordar la devolución deldinero.

III

El detective González había por fin terminado de cuadrar el dinero, y al parecer nosaldría tan mal parado de la situación en que se había visto envuelto esa tarde. Lajornada había terminado, y era hora de ir a su casa a estar con su esposa y suhija para olvidar el mal rato, y tener tiempo esa noche para inventar un discursoconvincente para la mujer, y tratar de recuperar algo del dinero invertido en elseguimiento. Justo cuando el ex policía se disponía a abandonar el lugar, un parde golpes en la puerta hicieron que su semblante empeorara un poco más. Deinmediato tomó su desgastada mochila y abrió la puerta, saliendo de inmediatopara así evitar que su eventual cliente entrara.

—Lo lamento… señora, cerramos por hoy, cualquier cosa que necesite vengamañana a partir de las ocho… no, nueve de la mañana— dijo el detective mirandoal piso, para evitar un incómodo cruce de miradas que lo hiciera cambiar deparecer.—Señor, necesito hablar con usted ahora, es urgente— dijo la mujer que habíatocado a su puerta en un castellano mal pronunciado, mezclado con francés.

González levantó la vista: su interlocutora era una mujer madura, alta y delgada,que no parecía pertenecer a ese lugar. No tenía el aspecto de las mujereseuropeas que se quedaban a vivir en el norte de Chile, que en general eran algodesordenadas, como si fueran hippies extemporáneas o “alternativas”, como lesgustaba que les dijeran; esta parecía una suerte de ejecutiva bancaria o secretariaejecutiva, por lo pulcra en su vestuario y lo sutil en el uso del maquillaje. Sus casitransparentes ojos celestes y la expresión de angustia en su rostro terminaron porquebrar su voluntad y postergar su cansancio.

—Adelante señora, pase y siéntese— dijo el detective González encendiendo laluz y sentándose en la silla del otro lado del escritorio—. Cuénteme, ¿en qué lapuedo ayudar?—Mi nombre es Marie Olivie, soy ciudadana francesa nacionalizada chilena.

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Llegué hace veintidós años a Chile como turista, me enamoré de un chileno deorigen aymara y me quedé a vivir acá. Con mi marido tenemos un hijo de veintiúnaños, José Condori, artesano y estudiante universitario, tiene un puesto en la feriaartesanal cercana a la playa, el que abre los días que no tiene clases y durantetodo el verano, para juntar dinero para el año. Hace tres días salió de la casahacia la feria, y no hemos tenido noticia alguna de él.—Ya veo— dijo González, al menos satisfecho por no tener que meterse en unnuevo seguimiento por supuesta infidelidad—. ¿Ya hizo la denuncia formal aCarabineros o Investigaciones?—Sí, ya está hecha— dijo la mujer—, pero ambos creen que mi hijo se fue defiesta por ahí con alguna turista, y que aparecerá en un par de días más conresaca y sin dinero.—¿Y qué le hace pensar que están equivocados?—Señor González, mi hijo es un joven moderno pero responsable. Le gustan lasfiestas pero siempre avisa si va a estar fuera más de un día. Por otro lado él esmuy ordenado con su negocio, va a trabajar inclusive estando enfermo, pues sabeque así mantiene el nombre que tiene entre los turistas, y se financia gran partede los materiales que requiere para su carrera universitaria.—Señora… Olivie— dijo González, revisando sus notas—, ¿su hijo se droga, otoma en exceso?—Hasta donde sé, sólo consume marihuana— dijo la mujer con cierta naturalidad,lo que no causó mayor extrañeza en González, acostumbrado a las rarezas dealgunos habitantes de la zona—, pero no la compra, tiene un cultivo oculto en uncerro. Según me contó, es un cultivo hidropónico.—Hidropónico —repitió González mientras anotaba y se divertía en silencio de lasocurrencias del muchacho—. Señora, ¿tienen usted o su marido enemigos odeudas?—No, tenemos un buen pasar y no molestamos a nadie.—¿A qué se dedican su marido y usted?— preguntó el hombre, más que nadapara averiguar si estaba tratando con una cliente rentable. —Yo tengo una agencia de turismo esotérico— respondió la mujer—. Administroviajes y tours donde aparte de lo habitual, de gastronomía y naturaleza, le damosal cliente la oportunidad de conocer la magia del norte de Chile, que fue una delas cosas que me dejó en este país.—¿Y su marido?—Él es un chamán.—Eh… ¿eso se puede considerar como un trabajo?— preguntó algo curioso eldetective, tratando de no reírse en una situación incómoda como esa—, es decir,¿es rentable ser chamán? No quiero desmerecer la labor religiosa o hasta elaporte a la medicina alternativa de su marido, simplemente necesito entender unpoco el entorno social, cultural y económico de su grupo familiar—Tal vez para la visión occidental tradicional no lo sea— dijo la mujer, sin cambiarsu tono de voz ni su expresión—. Desde el punto de vista social y cultural, él esuna suerte de líder de la comunidad, es respetado y hasta querido por muchaspersonas a las que ha ayudado e inclusive protegido en algunas circunstancias. Ydesde el punto de vista económico, aparte de los animales y pequeños regalosque pueda recibir después de alguna ceremonia, él está encargado de toda laparte esotérica de la agencia de turismo. —Puntualmente, ¿a qué se refiere con eso?—A que él organiza las visitas a los distintos centros de meditación y sanación,

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coordina las actividades con los distintos maestros, y también aporta con susconocimientos como guía para los turistas e inclusive hasta haciendo algunasceremonias.—Ya veo— dijo González, tratando de entender quién podría querer raptar al hijode esa familia de locos—. Mire señora Olivie, lo único que se me ocurre en esteinstante aparte de la teoría de las policías, que comparto plenamente, es quehayan secuestrado a su hijo para pedir un rescate. Necesito saber el nombre desu marido y dónde ubicarlo, para conversar con él y obtener algo más deinformación para ver si les puedo ofrecer algo útil y no hacerles perder su tiempo.—Mi marido se llama José Condori, igual que nuestro hijo, y estará toda estasemana en la oficina de la agencia de turismo. Acá está una tarjeta con ladirección. Vaya cuando quiera, lo estaremos esperando para responder todas suspreguntas y que nos ayude con nuestro hijo. —Muy bien, trataré de ir mañana en la mañana, supongo que entre las nueve ylas once—respondió González, poniéndose de pie y estirando su mano paradespedirse de su potencial cliente.—Lo esperamos mañana señor González— dijo la mujer, poniendo en la manoextendida del detective un sobre blanco cerrado—. Ese es un adelanto, para loque necesite. Más adelante me dirá las formas de pago del resto de lainvestigación. Buenas tardes.

González se dejó caer en su destartalada silla reclinable, que parecía que iba aromperse cada vez que se sentaba en ella. Cuando abrió el sobre se encontró conuna gran cantidad de billetes de veinte mil pesos, que sumaban más que todas lasganancias del semestre anterior. Esa sola imagen fue suficiente para dejar en elolvido el mal día que había pasado; ahora debería preocuparse de buscar en sucasa aquel terno que guardaba para matrimonios y funerales, pues sus clienteseran de una categoría a la cual en general no tenía acceso gente como él. Másadelante se preocuparía de averiguar por qué lo eligieron a él, habiendo otrasagencias más famosas y de un entorno y trato más agradable que su minúsculaoficina y sus modales sobre actuados.

A las ocho de la mañana del día siguiente, el detective González se habíalevantado, para sorpresa de su esposa e hija, acostumbradas a que el hombre dela casa tuviera horarios incompatibles con colegios y oficinas. La sorpresa fuemayor cuando lo vieron de tenida formal, cosa que jamás hacía por su voluntad ysin antes reclamar por lo incómodo y ridículo de la existencia de las corbatas.

—¿Cuál es la idea Pablo, que llueva en verano para echarnos a perder lasvacaciones?— preguntó su esposa en broma, luego de un gran y sonoro bostezo.—No te burles Marta, tú sabes el sacrificio que significa ponerme esta tenida—respondió el detective privado, evidentemente incómodo con la corbata—, si lohago es exclusivamente porque las circunstancias lo requieren. Además, tú sabesque yo no tengo vacaciones.—Si sé gordo, estoy jugando un rato— dijo la mujer, con una enorme sonrisa ensu rostro—. Oye, ahora en serio, ¿por qué el disfraz de caballero?—Porque por fin tengo clientela que vale la pena, y por algo que no es unseguimiento por infidelidad.—Qué bueno, ¿y de qué es el caso, si se puede saber?— preguntó curiosa suhija, apoyada en el hombro de su madre mientras veía divertida a su padre

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tratando de desayunar sin manchar su atuendo.—La desaparición del hijo de unos millonarios medio excéntricos. Prefiero nocontarles más porque puede que los conozcan, y a esta gente le gusta ladiscreción— dijo González.—Claro, como si hubiera tan pocos millonarios excéntricos por acá— dijo Marta—.Aparecen de un día para otro casi como hippies, y bajan a la ciudad encamionetas del año. —Tú sabes que todos son traficantes mamá— dijo la muchacha—. Nunca me hetragado esa onda mística con que invaden los valles de por acá.—Da lo mismo Mariana— intervino su padre—, no somos jueces ni autoridades,sólo personas comunes y corrientes que buscan ganarse la vida en paz. Ya, bastade conversa, no quiero llegar atrasado a mi reunión. —Que te vaya bien con tus millonarios excéntricos— dijo Marta, besandocariñosamente a su marido.—Y sácales harta plata, que yo también quiero hacer excentricidades— dijoMariana.—Nos vemos a la tarde, de ahí les cuento qué pasó.

Pablo González salió de su casa, al encuentro del que sería el caso másimportante de su carrera como detective privado, y del misterio más difícil deentender y aceptar que cualquiera de sus aventuras vividas en sus quince añosde ejercicio profesional.

FIN

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