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Robin Hood

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Robin HoodEditado por Eme Comunicación y Cuentos

Enero de 2017Adaptación y revisión del texto: Mireia Corachán

Ilustración y maquetación: Marta Herguedas

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Para Eric. Conocer a tus papis y a tu hermana fue un regalo para Pepe y para mí.

Conocerte a ti ha completado el círculo.

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La mañana era deliciosa. Un niño llamado Eric Robin Hood y su inseparable compañero el Pequeño Juan, go-zaban del sol paseando por el camino real que atraviesa el bosque de Sherwood. Con sólo pronunciar sus nom-bres ambos amigos tenían el don de despertar las iras del tirano que gobernaba el país: el príncipe Juan había puesto precio a sus cabezas debido a una vieja historia que no podía olvidar...Cuando el gran rey Ricardo, querido y respetado por su pueblo, partió a las Cruzadas de Oriente, su hermano, el príncipe Juan, aprovechó para usurpar su trono y so-meter a su pueblo a una cruel tiranía. Robin Hood, el Pequeño Juan y un nutrido grupo de amigos valientes no podían soportar las injusticias y creían firmemente que si algo no se hace respetando al otro no hay que aceptarlo. Por eso, con algunas inge-niosas armas inofensivas pero bien engorrosas para sus incómodos enemigos decidieron acabar con este poder desmedido para siempre.

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– Este es un buen sitio para sorprenderlos – dijo Robin de-teniéndose en un revés del camino. Planeaba un asalto a la comitiva del príncipe, que pasaría por allí.– ¿Y qué haremos para quitarle el dinero? – preguntó Pe-queño Juan, haciendo referencia a las sacas de dinero que arrebataba a los aldeanos de Nottingham en concepto de impuestos.– No te preocupes, algo se nos ocurrirá.

Todo el grupo aguardó en silencio a que llegara el corte-jo. El príncipe se aproximó entre redobles de tambor. Y los dos amigos, disfrazados de zíngaras, aguardaban a la vera del camino. Cuando no hay recursos el ingenio es una gran estrategia.– ¿Conocéis vuestro provenir, oh príncipe? – gritó Eric Ro-bin en el instante oportuno.– ¡Nosotras lo leemos en las líneas de tu mano! – exclamó el Pequeño Juan.– ¡Alto! – ordenó el tirano a sus lacayos, repentinamente interesado.

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Robin se introdujo en su litera y le distrajo con artificios mientras se apoderaba de cuantos objetos de valor había allí. Mientras, el Pequeño Juan se las ingenió para practi-car un orificio en el arcón que contenía las recaudaciones. En un periquete se hacía con el tesoro sin que sus guar-dianes se diesen cuenta.

Eric Robin Hood y el Pequeño Juan no dudaron ni un ins-tante cuál iba a ser su próxima misión: sus vecinos pasa-ban hambre y el dinero debía volver a sus bolsillos lo antes posible. Con ayuda de Fray Tuck, cada moneda sustraída al mal-vado Príncipe regresaba a las casas de los aldeanos.

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– Ya falta poco para el concurso de tiro, Eric Robin. – Lo sé, Fray Tuck, y no faltaré.– ¿Sabes quién entregará el premio al vencedor? – pregun-tó Fray Tuck burlón con una mueca de enamorado-. Pues será lady Marian, ninguna otra.– ¿Marian? ¡Oh! – el asombro de Robin no tenía límites ni se preocupaba en disimularlo. ¡Hacía tanto tiempo desde la última vez que la vio…!

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Los rebeldes, liderados por Eric Robin Hood no tenían un pelo de tontos y se imaginaban que el consejo del Prínci-pe Juan sin duda prepararía una jugada como revancha por la última emboscada. Pero el mundo no es para los cobardes y hay que saber actuar también con miedo. Im-petuoso, Eric entró en el castillo de Nottingham disfraza-do de paje con dos objetivos claros: ganar en noble lid y liberar a su amada.Un misterioso duque que decía venir de un lejano conda-do, se presentó ante el Príncipe Juan y logró una cómoda butaca en la tribuna principal… Si no fuera porque te-nían una misión que cumplir, hasta se hubiera echado una siesta como a él le gustaba. El tirano rey no podía suponer que estaba invitando al torneo a uno de sus trai-dores más despreciados: el Pequeño Juan. Marian, hermosa y triste, ocupaba el asiento a la derecha del usurpador del trono. El concurso se desarrolló con normalidad, y pronto quedaron en liza los mejores arque-ros: la pericia de Robin y del sheriff recaudador de Nottin-gham fueron sobresalientes. El sheriff colocó su última flecha en el centro de la diana en una jugada insuperable. Pero Eric Robin desbarató sus planes desplazando la fle-cha del rival con la suya, en un alarde de precisión que entusiasmó a los espectadores. Todo el público se levantó a aplaudir y vitorear al único y más habilidoso vencedor.

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Pero el príncipe Juan había reconocido la maestría de Robin, y esta vez no se dejó engañar por el falso atuendo del arquero, maestro de los disfraces. En el momento del espaldarazo ritual al triunfador, rasgó con su espalda el disfraz del proscrito y mostró a su rival, que no era otro que Eric Robin Hood, el príncipe de los ladrones.– ¡Detened al impostor y lo condenaré a muerte! – rugió el príncipe a sus soldados. - ¡Ejecutad aquí mismo la sen-tencia!Un poderoso brazo se enroscó en la garganta del prínci-pe mostrando un extraño brebaje que hacía arder al más pintado.– ¡Manda que suelten a Eric Robin, o verás que rato más entretenido pasamos juntos! – le conminó Pequeño Juan.– ¡Soltadle! – gimió el tirano.Apenas se vio libre, Eric corrió hacia Marian, tomó una de sus manos, y gritó al Pequeño Juan:– ¡Huyamos de aquí enseguida!Nuestros héroes corrían hacia una puerta secundaria del castillo ante un gran tumulto.– ¡Que no escape ninguno! – gritaba el príncipe, fuera de sí.– ¡Doblaré, triplicaré los impuestos a esos miserables! Pero... ¡Ay del que no pueda pagar! ¡Acabará podrido en las mazmorras de este castillo!

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El herrero Tristán era una de las muchas víctimas del temi-do y falso Rey. Era ya mayor y tenía la pierna rota, no tenía dinero para comer porque todo lo destinaba a pagar los altos impuestos. Fray Tuck le llevaba alimentos cuando podía, y se esforzaba en consolarle.– Pronto cambiarán las cosas en este país, amigo mío – afir-maba.– ¡Ojalá Fray Tuck, porque mis pobres huesos ya no resisten! – solía responderle Tristán.En una sus visitas a la herrería, Fray Tuck encontró allí al Sheriff de Nottingham, que, como de costumbre, se proponía esquilmar a Tristán. Tal fue su irritación, que se enfrentó a él. El sheriff llamó a sus soldados, y tanto Fray Tuck como Tristán fueron apresados.– ¡Sois un prisionero por alta traición! – gritó el Sheriff al clé-rigo -. ¡Conducidles a las mazmorras! – ordenó seguidamente a sus hombres.Media cuidad de Nottingham estaba ya entre rejas por ne-garse a pagar los nuevos impuestos. El sheriff acudió a la celda de Fray Tuck.– Mañana tendrás una cita con el verdugo. ¿Estás preparado para rendir cuentas?– Espero que sí – murmuró débilmente el prisionero.– ¡Ja, ja, ja! Te veo ahora menos arrogante – se burló el She-riff, antes de retirarse.

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Esa misma noche, dos sombras furtivas se deslizaron por las almenas del castillo. Eran Eric Robin y Pequeño Juan, que se proponían liberar a Fray Tuck y demás prisioneros de las garras del tirano.

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– Quieren ejecutar a Fray Tuck para atraer a Robin – dijo uno de los prisioneros que atendían a Tristán.– Si apresan a Robin, no tendremos ya esperanzas – conjeturó otro de los allí presentes.Eric Robin y el Pequeño Juan cruzaron el patio del castillo con el mayor sigilo, penetraron en un pasadizo, y pronto se halla-ron a la vista de los calabozos, que estaban custodiados por dos guardianes.– ¿Cuál es tu preferido? – susurró Robin.– El de la izquierda; parece más fuerte – repuso Pequeño Juan, con voz casi inaudible.Para ellos, fue sencillo inmovilizar a esos esbirros, pero des-pués se toparon con el Sheriff de Nottingham, que dormía jun-to a la entrada principal de las mazmorras.– Él debe tener las llaves – murmuró Robin. Y así fue. Hábil-mente, se hizo con ellas, abrió la puerta, y dijo a su compañero:– Toma, entra en las celdas y libera a todos los prisioneros. Procura que no hagan ruido. Yo, entretanto, haré una visita al príncipe Juan.

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En poco tiempo, cientos de cautivos abandonaron los calabozos y siguieron a Pequeño Juan.Eric Robin, por su parte, trepó hasta la ventana del apo-sento del príncipe y pasó al interior. El tirano dormía en su lecho, rodeado de bolsas de oro.Robin ató una cuerda al extremo de una flecha, disparó hacia una ventana de la prisión, y estableció un puente con Pequeño Juan. A través de la cuerda se fueron des-lizando cuantas bolsas de oro encontró Eric Robin en la estancia; pero una de las últimas bolsas se rompió con estrépito.El príncipe despertó sobresaltado, y dio la voz de alar-ma. Al momento, el Sheriff y su guarnición entraron en acción. Robin distrajo a todos como bien pudo para dar tiempo a que los prisioneros escapasen.Cercado en lo alto de una torre, Eric Robin vendía caro su pellejo. Las flechas silbaban en torno a él cuando las espadas adversarias no buscaban su cuerpo. También las llamas provocadas por el Sheriff acosaban a Robin, que se asomó al borde de la muralla, y comprendió que sólo tenía una posible escapatoria: saltar al foso. Y eso fue lo que hizo, pese a la gran altura. Como no podía ser de otra forma salió con mucha suerte del trance.

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Días después, el rey Ricardo regresó de las Cruzadas sin previo aviso, venció al falso monarca, y devolvió la libertad a su pueblo. Todos los vecinos del reino fueron invitados por el rey Ricardo a Palacio y cele-braron una gran Fiesta de la Libertad que será recor-dada por siglos y siglos en toda Inglaterra. La música, las canciones, los bailes, la bebida y los manjares del chef real no fueron suficientes y la fiesta se selló de madrugada con un gran castillo de fuegos artificiales que todos contemplaron orgullosos.El rey Ricardo, enterado de las hazaña de Robin Hood, quiso apadrinar su boda con Marian, y la ceremonia se celebró en medio del júbilo popular; grandes eran las perspectivas de paz y prosperidad en el reino.

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nos recursos. Trabajaban codo a codo en la cocina po-niendo en práctica las recetas de la abuela Mayte.Mal lo pasó desde entonces el príncipe Juan, quién le-jos de un merecido encierro en las mazmorras a per-petuidad, fue castigado con una lección mucho más conveniente, convirtiéndose en el servil camarero de la Taberna de Marian y Eric Hood, que se encargaron de enseñar al príncipe Juan el valor de la generosidad y la capacidad de ponerse en el lugar del que pasa hambre. Y por supuesto, el pequeño Juan, gran amigo de am-bos, se convirtió en el mejor de sus clientes y un orgu-lloso tío de los retoños de la feliz pareja.Y vivieron felices para siempre, y repartieron justicia y amistad allá donde fueron.

Eric Hood y Marian, fieles a sus principios, no estaban destinados a vivir una vida de nobles ni rodearse de lujos y apostaron por convertirse en jóvenes emprendedores. Abrie-ron una taberna en la que además de servir excelentes delicias a quien pudiera pagarlas, daban de comer a los campesinos y aldeanos con me-

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