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WS AUTOII.ES

Ruggiero Romano

Nació en Fcrmo en 192). Es Director de Estudios en la Ecole Pr.tiquc des Hautes Etudcs (VI Se«i6n) de Pub, donde es 1itular de la dtedta de «Problemas y métodos de historia eco­

nómicu. Entre sus numerosas publiaciones resaltamos: Le co­

merce du Royaume de Naplts avec la Fmnce et les plt'ys dt l'Adr1atique tJu XVJIJlme siécle, Pads, 1951; N11vires et mar­ cha,rds d l't"trie du po,t de Ltvour,rr (en col.aboraci6n con

Fcrnand Bnudcl), Parfs, 19'1; Commercr ti prix d11- hll 1111 XVIII'""• silcle, Parll 19,6; Una rconomia colonial: Chile en el siglo XVIII, Buenos Aires, 196:5; Prez:;;i, sa/ari e serviri a "Napoli ,ul s«olo XVIII, Milano, 196:S; Cuestiones de historia «on6,,,ic11 l4ti,roamcricana, CarlCU, 19%; Coknnbo, Milano, l966; I puui in Europa del XIH sccolo" oui, Torino, 1967.

AJbtrto Tn,n,1i

Naci6 en Viarqgio en '192'. Es Dirtttor de Esrudios en la

· Erole Pratique des Hauta Erodes (VI Sección) de Pads, donde es titular de la cihecita de «Historia Social de la cultura eaeopea». Eotre sus obra, resaltamos: Il senso dtlla morir r l'11mare dtU• 11it11 ntl Rinascimtnto, Totino, 1957, y Vtnttia r i cimri, &ri, 1961.

TRADUCTOI.

Historia Univeml'

Siglo veintiuno

Volumen 1'.2

LOS FUNDAMENTOS DEL MUNDO MODERNO

Edad Media tardía, Renacimiento, Reforma

Ruggicro Romano

Alberto T cncnti

Marcial Sulrcz

DISEÑO III! LA CUBIEllTA

Julio Silva

México

Argentina

Eapaña

histori.,. universal

1iglo

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Primera edición en castellano, octubre de 1971 Segunda edición (corregida), marzo de 1972 Tercera edición en castellano, diciembre de 1972 Cuarta edición en castcllano, octubre de 1974 Quinta edición en castellano, diciembre de 197' Sexta edición en castellano, febrero de 1977 Séptima edición en castellano, septiembre de 1977 (Ménoo) Octava edición en castellano, noviembre de 1978 Novena edición en castellano, octubre de 1979 (México) Décima edición en castellano, noviembre de 1979 Undécima edición en castellano, octubre de 1980

iC) SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A Calle Plaza, 5. Madrid-33

En coedición con @ SIGLO XXI EDITORES, S. A. Cerro del Agua, 248. México.20, D. F.

iC) SIGLO XXI ARGENTINA, S. A Av. Perú, 952. Buenos Aires

Primera edición en alemán, 1967, rcvisa,;k y puesta al día por los ' autores pua la edición española

© FISCHER BÜCHEREI K G ' Frankfurt am Main Título original: Die Grundlegung der modmren W elt. Spitmittel­ alter, Rcnaissance, Reformation

DEJ.ECHOS RESE-..VADOS CONFORME A LA U!Y

Impreso y hecho en España Printtd and madc 11! .$pain

ISBN: 84-323'"".0ll"E:3 (O. C.)

ISBN: 84-323-0005·5 (Vol. 12) Depósito legal: M. 32.643 - 1980

Impreso en Clons-Orcoyen, S. L. Mardnei Paic, 5. Madrid-29

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9. La Reforma

I. U, fUNCiON DEL IIUMM,;ISMO

La zona en que maduró lo que comúnmente se llama la Reforma fue el área f�n�_.!!:.'_a __..¿Jl_�_SA9· C.omo se ha señalado anteriorRÍcllte-{CTr. cap." J-:-YJI),""allC se había censo­ lidado desde el 5jglg kIV, contra la tendencia curial y mon.ís, tica al m:�lio de 4! pic<!_ad y contra la burocrii.tica admi­ nimac��gt. d1a por �¿:te del clero, una_�chg10s1dad "iñiis in­ terior, un misticismo �lj�ry- ta exigencia de una sausf:ic. ción más directa de la necesidad de salvación a ¡�avés de la bú�.zk.@ .rimltKlón• a¿·emto. -- . ---·- ----

A finales del slg[O XV cStis'a"ctÍtÚdes, y en especial la última. enconnaroo un imponantc aliado en el movimiento humanfs­ tico. Más exactamente hombres como Eras:no .de Rom:rdam y Lcfb>rc d'Etaples llegaron a una mayor inmediación humana en !U experiencia religiosa con el auxilio de la renovada cul­ tura y valiéndose. de los medios más refinados que ésta ofrccia parlll dar cuerpo a sus ideales, en oposición e 11 rradióona! práctica cristiana, popular o teológica.

Mucho antes que en el Norte el humanismo había sido abra· zado en Italia por escritores pfos y te6[ogos que habían hecho de él un instrumento de celebrsci6n de las creencias. Sin cm· bargo, a pesar de las composiciones de Giovan 8a11i51a Spag· nuoli, del poema de Sannazzaro De partu virginis (1526) y de muchn otras obru, 11 aüan::a de la forma antigua con el con· tenido criuiano no habla ido mucho más allá de un cambio estilístico-lilerario. Lo, studi11 humfllfilaJis no estimularon, en general,.}mpµlsos reli¡joSQS-Srwóta CQ. la clase c11fr1 iríJiana; 6U:-Oemostr.Q.. Qllc no guerla valerse de ellos para rcsolvc¡ mn­ giín · pr� importante de _2!2.fnode y 9'11,11� ,espi.titualidad Adett!'l(ii, desde GlovannTlYominki (m. 1-419) a Savonarola (m. 1498), la palle m,s rlgida del clero de la península ita­ liana pareció manifiemuncnre contraria a los efectos que pro­ duda aquella conversión a los modos humanfsticos. "Columnas que perecen de pórfido y son de madera -afirmaba con indig­ ntci6n d fraile ferrar�. tal es la doctrina de los poetas, de k16 oradores, de los astr6Jogos y de los filósofos. Con CSGs co­ lutnnas se rige y gobierna la Iglesia Vete II Roma y II toda la cristiandad, en las C'11511S de los grllldes prelados y de los grandes maestros, no se atiende níás que a la poesía Y a la

"'

oratoria. Sin embargo, vete y mira: tú Je, encontrar-ís con libros de humanidades en Ja mano. Y se dedican a intentar saber regir Jas almas con Virgilio y Horado y Cicerón ... Nues­ tros predicadores han abandonado también la escritura sama Y se han dado a la astrología y a la 6.lo,ofía, y la predican en los pú,lpiro, y hacen de ella la reina, y la escritw-a s.1cra la utilizan como sierva, porque elloa predican la filo$0fla para parecer doctos Y no porque les sea útil p.ara expccer la esct­ tura sagradu, (Predicaciones para el adviento de 149), XXUI}.

El humanismo penetró ampli.amente en las regiones nórdi­ cas, cuando éstas se hallaban todavía mt.JCho más profundamente adheridas que Italia -por lo menos, que la Italia eutre-; a los t�ciona!� y biJK'm va.lores cristianos. Estos, por oua parte, hacia ya tiempo que tenían en aquellos países un peso una fisonomía y un vigor muy distintos a los que poseía.a e'n las regiones del Mediterráneo occidental. No sólo a causa. de las corrlenres espirituales a que acabamoli de hacer mcnci6n, sino también, por ejC1!1pio, a causa de la renovlld difundid, t�ncia a establecer un contacto mediato a abra

a. ha , te, respecto a la scgund1 mitad del siglo XV y comienace del xvr, de humanismo cristiano. Pero, en general, se ha imistido poco sobre la vuiedad de 1Spect0$ que e�te fer�cno adopta en las disfintu zonas culturales europeas. Si se qmere puede hablarse también de él ea Jo que se re· f�ere a Italia: peeo debe reconocerse que en este pafs ha ejer­ cido, predommantemcnte, una función en restringidos drculos cuhos. ÚMnpúcse roo lo que ocurre en España, donde el hu· manism.o cristiano, muy lejos de agotarse en un fenómeno de •Ita cultura y • menudo om,mcntal, se otgllniu cui inmedia­ tamente en el plano eclesiistico concrete, como bien se observa e? l, acción de Jiménei de Cisneros. En el Norte adopta um­ b1én una lisonomfa muy dislima. Si se examinan de cerca 1.as filas de los humanistas septentrionales, se comprueba lo muy densas que eran alrededor del 1500. L. celebridad de mue�

de sus- componentes se ha visto, tin duda, perjudicada por el h«ho -que no les es imputable, en 1broluto- de que, en general, afrontaron problemas de contenido mú que de forma exi�iendo de 11 �ucva clase de cultura mucho mis una apor'. ración II b 50Juc1ón de oonoe1»s exijlencias espirituales, que satisfacciones literarias o estillsticu. En otra parte (cfr. cap. 4, IV) hemos señalado q� carga de enei¡:fss colectivas ocultó tamhibl en Italia la nueva cultura Ulica de los humanistas pero es obU¡,do rccooocer que su marcad, autonomía de ex'. presión y su inici1l alejamiento de las trldicionales linfas cris­ tianas hicieron ele ella Wl movimiento de llitts aristocdtico que la crisis de la alta y media sociedad itaJian; del s.iglo xv

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implic6 finalmente en su caída. A las distintas suertes de las corrientes humanísticas septentrionales contribuy6, sin duda, en gran medida la fase general ascendente de las burguesías nórdi­ cas. Pero no contribuy6 menos la mayor adhesión de los hom­ bres cultos que salieron de sus filas a la coyuntura ética con· creta y a las necesidades de la sensibilidad colectiva. No es, en fin, casual, sino un fenómeno de gran importancia, que nin, gún humanista francés, alemán, flamenco o inglés haga suya la moral antigua y pagana, como habían hecho un Valla o un Alberti, o elabore con ella otra nueva y laica, en. una medida aunque sólo fuese remotamente comparable con las de Me, quiavelo y Pomponazzi. Casi todos los hombres cultos del Norte se hallan preocupadQS .l!<?E. se_r�1[��Jig10sas é!i!!_!_.ll.llas, y una � � irrg�!kttJ.dcs_ Js,mi!lJIJllC� • .J2!?.LD9-3roilii' pr!ncip11l, es la de satisfacerlas por medio de su sabor _renovad.9.

AhOra "bJeñ;es·ie-cnéilelitro · en pro(uil.ctidad entre el humanis­ mo y la cultlll"!L.tt!l�al tuvo, durante dos sig!ÓS por lo menos, vasdsimas y decisivas resonancias en los países del Nor­ te y de él surgi6 el nuevQ__ equilibrio es�iritual de la g¡)tura europea. Es necesario reconocer que la re orma protestante, en p'"ifü"ínterrumpió, ��rtntbó yen Parte desvi.Q, tan am�tio pm:�:----Y-Cro, por otro lado, hay que señalar que el ItlOvfuiicñi:o humanístico septentrional di.o a la «reformas _d.anna.­ z6n técnico y la independencia mental s�cntc;s para cqnstruir y estructurar la verdadera rebelión religiO!_a. El inglés Juan

lC.OJetTm. D19), el flamenco Des1der10 Eiismo (m. 1536), el lfrancés del norte Jacobo 1.cfC:Vre (m. 1536), el suizo Ultico \Zwinglio (m. 1531) -por no citar más que algunos de los más importantes-, todos llevan sus experiencias de hombres tos

plano de las creencias y viven p ena nte a encía moral Qe n o ro rmmos su humanismo se tñi"du-:e menos en un renovado conocimiento del clasicismo que en un apasionado estudio de los antiguos textos religiosos, parrísti­ cos y, sobre todo, blblicos. Interpretando una profunda exi­ gencia colectiva, ellos no buscan tanto el modelo de lo hu· mano entre los autores griegos y latinos, como exploran en sus originarias formulaciones !iterarías el ideal del hombre cris­ tiano. Es obvio que as! como los humanistas italianos no eran empujados hacia la antigüedad por un interés histórico 6 sólo arqueológico, sino por concretas necesidades culturales presen­ tes, así los nórdicos intentaban responder a una problemática moral concreta. Sin embargo, mientras los primeros construyeron su renovada cultura al lado de la medieval, y su inicial supera. ci6n ética fue el preludio de una serie de compromisos Y de sin· eretismos, los segundos avanzaron algunos asertos preliminares y

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menos independientes en apariencia, pero que iban directamente

contra muchos aspectos de la espiritualidad medieval. Este movimiento cultural puede llamarse, pues, con justí­ sima razón, humanismo cristiano Lejos de ser panegirista o pa­ linódico constituyó la plataforma crítica de un amplio y duro combate, as[ como una premisa para la ruptura de la construc­ ción edesiástico--dcvocional que el clero había edificado en los siglos precedentes. El �t�1� cada vez_,giás _in5En�� 13.-. es­ crmµ:a en su texto griego Y� Ja,tc;o,"' qu�no'-1:iaDía stifo em­ p?f'ndiaO'Gs'j--p@-��uiñánista italiano, fue uno de los grandes temas comunes a los hombres doctos no italianos. Aho­ ta bien, no se valieron de ese estudio tanto para corregir los errores de traducción cometidos en la Vulgata, es decir, para restablecer una mejor forma literaria o una más atendi.ble base puramente filológica. La técnica y el espíritu humanístico des­ empeñaron, sin duda, una función indispensable, pero la em­ presa mayor cgpsistió en anJicar a la propia Biblia al libro sagrado por excelencia lcs., mismos procs:diÍvis;ptg§ ,JI qye habían estado sometidas, hasta entonces las oh ana­ lgs antmi: os. unque este trabajo no suponía ni la me­ nor dosis de irreverencia explícita, era la afirmación de una ca· pacidad de juicio que tendría enormes consecuencias. El deseo de leer la Escritura en su más genuina forma era, sin duda, pia doso; considerada depositaria de la revelación divina, parecía un deber cristiano el de saboreada en ro expresión más pura Pero tras este deseo se ocultaba la exigencia de encontrar la confirmad n a una es mtua 1 a a a no structu­ t!.:,!.,.�O e ramente QPllWi a Ja_tr rcroner, , en especial, a la delos ill.timos siglos de la Edad Media. No es extraño, ciertamente, que la sanción que se necesitaba fuese encontrada en seguida, proclamada progresivamente y de un modo cada vez más decidido.

Esta segunda fase, más incisiva, del humanismo, aparecida en los países nórdicos entre los siglos xv y xvr, alcanzaba, aun que indirectamente, 11 un público enorme. En efecto, entre 1466 y 1478, habían salido las primeras ediciones en alemán, ho­ landés, italiano y francés de la Biblia; en 1470 había visto la luz en Augsburgo la primera de las biblias ilustradas, más accesibles aún por su complemento iconográfico. Ya antes de que Lutero se rebelase contra Roma, las distintas edi.ciones de la Escritura no se contaban en Europa por decenas, smo por centenares. Los comentarios de los doctos y su� reivindi.caciones éticas no caían en el vado. El deseo de una espiritualidad meJ nos interferida eclesiásticamente y menos traducida en ritos y en prácticas externas, aunque surgido ya desde hacía tiempo, no sólo no había disminuido, sino que se había reforzado, y, po

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parte de la Iglesia, estaba muy lejos de haber sido satisfecho Gracias a la imprenta al cuidado ue humanistas y teólogos pusieron en estu 1ar y en osar text , muchos fieles en�tttáiOh, llt""fl:n, poco a poco: up.a jut&l�a_g\a la que acudir, distinta de la hasta entonces única e Indiscutida de la Iglesia. Como lo primitivo, lo autbitko y lo verOacláo con· fluían en un todo único para el creyente, se abría una vía mental a través de la cual, primero, las élites, pero después estratos cada vez más amplios, podrfgp wscrarrse a la obrdien da del clero y en último análísi"s, • la cerrada solidez de su pr • .fio&ma. Aunque 7610 implkita, no era, sm eñiba'rgQ, me nos fuerte, ni estaba menos difundida la necesidad de encon­

trar un nuevo camino para aceptar los preceptos divinos, para ser cmtzanos: la prolongada intervención eclesiástica, cada vez más intensa y frustratoria, lo había hecho imprescindible. Ya Wydif, siglo y medio antes, había formulado esta exigencia, pero con un difícil lenguaje teológico y en una situación gene· ral inmatura. Después de más de un siglo de revigorizado Y

polémico anhelo de retomo al Evangelio, a los «orlgenes», las deducciones y las denuncias de los humanistas --que, en su mayorla, abandonaban deliberadamente el viejo modo d� expre­ sarse propio de los teólogos- tenlan muy otra resonancia.

Los creyentes -Y los doctos lo cun- se atrevieron, pues, a remontarse a la forma filológicamente más correcta de la Se­

grada Escritura, porque estaban animados por el deseo de al· canzar la más pura fuente de la verdad revelada, y de oír, lo más directamente posible, la voz de Dios. La contraposición entre los resultados de esta actitud y la realidad eclesiástica de la época era tan inevitable como buscada. Desde luego, por sí sola no habrla bastado para provocar la rebelión protes­ tante. Pero a ella se unía un elemento ulterior, menos polémico y más profundo, al que el es.p(rin¡ bnmep{stico cootribuy6 de un modo sutil, pero poderoso: la legitimidad y como La necC; sidad de iniciativa individual y II no�·

sa. uan o re tap es ma que, p enten er la E�ñtura, el cristiano tiene necesidad de un maestro, es decir, del füpfritu Santo, adara en seguida que éste inspira, inde�ec· tiblemente, también a los humildes fieles. Sin embargo, es, bíen

sabido que los máximos jefes de la reforma protestante no de. jaron a sus seguidores el cuidado de elegirse personalmente un credo, pero la reforma estuvo muy lejos ele agotarse por com­ pleto en las nuevas iglesias. Un vastfsimo círculo de personas se mantuvo al margen de las más notables formaciones confe. sionales, y la levadura de esta amplia gama de sectas fue, pre: cisamente la iniciativa religiosa individual: los jefes fueron casi todos humanistas u hombres que habían experimentado más o

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menos la ínfluencia de ellos. Gradas a estos jefes la reforma vivió una esencial y segunda vida, en la que el propósito re· ligioso y el humanismo se fundieron de un modo sustancial.

Mucho antes de Lutero, pues, y a escala bastante extensa, confluyeron el uno en el otro, sobre todo en la Europa del noroeste, algunos de los más poderosos elementos disolventes de la cristiandad medieval. Así la antigua tendencia, especial­ mente viva en el Norte, de inducir a los fieles a negar a sus propios pastores·una obediencia muda y pasiva, a no escucharles sí no predicaban de acuerdo con todo lo que dice el Evangelio, se alió con otra más reciente que les estimulaba a leer por si mismos el texto auténtico o a confiarse a los que acudían a él El viejo criterio de que debían ser desterradas las formas de vida o de piedad no sancionadas por la Escritura adquirió una nueva y radícal significación por la mucho más amplia atención a su texto originario y por el carácter perentorio que el espl­ ritu humanístico imprimfa a aquella sanción. Por otra parte, y precisamente porque para la sensibilidad colectiva no se tre­ taba de alejarse de sus creencias, sino de adherirse a ellas de un modo éticamente más orgánico y autónomo, aquel retorno a la Escritura, aquella reaproximación sin mediadores al men saje divino no fortalecía la religiosidad individual y suscitaba el compromiso personal respecto a la fe común. En esta especie de nueva entrega al contacto directo --es decir, a la búsqueda del contacto- entre el hombre y Dios, el prestigio p.;rdido por las instituciontt.J:.E.,adkionales y tirpbmlio cie&c9ntento espi­ ritu r ellas rovocado, empujaban a s creyentes a poner, por lo menos, entre par ntesrs .! a Iglesia visí e, y a intentar !a .ri@lízacfóil d(�� C;C.2_eríü.t'iji""'iel��:sólo las prQPias fuerzas. La 1e que saTva, o la justificac!ór!" por la fe prediCii:aa por Lutero, serla el decisivo catalizador de este pro. ceso.

Así, antes de la rebelión germánica, es muy significativo te·

gistrar el inmenso éxito de Erasmo, que une el apasionado tra­ bajo filológico sobre los textos sagrados a una critica ya abier­ ta y directa de les degeneraciones eclesiásticas medievales, y que, precisamente al reivindicar muchos derechos terrenales de la personalidad humana, sigue la filosofía de Cristo. Mientras el humanista holandés hace del hombre-Dios el centro y el modelo de la vida ético-religiosa, su contemporáneo LefCVre cl'Etaples -algo mayor en años-- se vale también de criterios exquisitamente humanísticos para canalizar la espiritualidad de su tiempo dentro de un callee más vivificante que el tradicio­ nal. Ya casi no piensa -y está muy lejos de ser en esto el único --en hacer una reforma contando con la jerarquía. Como creyente aislado frente a Dios, el docto francés trata de alean·

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zar la inspiración necesaria a su vida intc:rior en la medita­ ción filológicamc:ntc: cuidada de: los tc:xtos sagrados. Como antc:s habfa hc:cho ya Colc:t, y como poco después hará Lutero, centra gran parte: de su atención en las Epístolas de San Pablo. En ellas da más libre curso a su iniciativa espiritual y crítica, po­

nic:ndo frente: a su texto latino una traducción realizada direc­ tamc:nte sobre un original griego. Convencido de: que la ver· sién de: aquellas Epístolas en la Vulgata no era de: San Jeró. nímo, Lc:fCVre se comporta sin prejuicio alguno respecto al texto oficial. No sólo las comenta, aunque: no sea un teólogo, sino que lo hace: de un modo muy distinto dc:1 teológico ha bitual, tratando también de situar el documento en su contexto histórico. Sin embargo, lo que más importa a este humanista, como también a muchos de sus contemporáneos y a los que están a punto de hacerse «protestantes», no es saborear la pa­ labra divina de un modo más refinado, sino extraer de ella el fundamento de sus propias creencias y alimentar con ella la rafa de su propia religiosidad. La concentración simultánea de tantas mc:ditaciones sobre las Epis:tolas de Pablo, por los años en torno a 1515, no es casual: su enérgico mc:nsaje es recogido por múl­ tiples corrientes espirituales que adivinan en ellas una posible vía de expresión y de coronación de sus experiencias interiores. As.! es como, antes que Lutero, LefCVre formula la idea de la justificación por la fe, es decir, de la prioridad de la fe para la sensibilidad de los más fervorosos creyentes.

Lá posición de Lc:fCvre, señalada también por las vicisitudes de su existencia, es la dd equilibrio inestable entre el huma­ nismo y lo que estaba convirtiéndose en «reformu luterana. LefCvre tiene una firme confianza en que basta iluminar las almas de Ios fieles con la luz de la Escritura, para que éstos «rc:formen» su fe y sus costumbres. No es diferente en lo sus­ tancial, al menos en su primera fase, la actitud -del suizo Zwin­ glio, erasmiano convencido y, además de humanista, diligente párroco rt:formador de su propia grey. Con Zwinglio, y natural· mente con las dramáticas vicisitudes que pronto desembocan en el choque entre Etasmo y Lutero, el humanismo cristiano vive su primera gran batalla y conoce la primera derrota par­ cial. Erasmo se proponía reformar la Iglesia al margen 1de la jerarquía, pero no contra ella, sino eventualmente gracias a ella. Totalmente adscrito a la renovación de los estudios híblicos y teológicos, así como a la polémica centra los abusos y las des· viaciones de la práctica eclesiástica, tenía confianza en la cola­ cidencia entre una religión sencilla y sobria y una moral laica elevada, entre la sabiduría terrena y la cristiana. Zwinglio con· servó notables huellas de su formación humanística, incluso cuando entró decidid11.mente en el campo ereformadoe. Pero este

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paso le llevó a un terreno muy distinto, no ya sólo ético, sino nuevamente teológico.

La personalidad del suizo es, sin duda, una de las menos dogmáticas entre las de los grandes jefc:s protestantes, indinada siempre a rechazar todo lo que su inteligencia no comprende claramente. Menos clemente que: un Lutero e incluso que un Calvino con la tradición eclesiástica y con la doctrina por ella elaborada, él no se limita a atacar a los que colocan las pres­ cripciones humanas en el mismo plano que las evangélicas, o tal vez en un plano más alto, ni a reivindicar la libertad de los fieles contra los diversos preceptos lentamente consagrados por la Iglesia. Además de la presunción o la idolatría de: los votos, como el de castidad, además del purgatorio y las indul­ gencias, Zwinglio repudia el carácter sacramental de la confesión e incluso de la eucaristía y de la misa. Como Dios sólo per­ dona los pecadas por medio de Jesucristo, y no por la vía del ministerio sacerdotal, así Cristo se ha inmolado, de una vez para siempre, con el fin de expiar las culpas humanas. Por lo tanto, la misa no es ya un sacrificio real, sino una conme­ moración de él y una prenda simbólica de: su c:fecto. Por aná­ logos motivos es simple cerc:monia y prenda el bautismo. Pero lo que mejor caracteriza la «reforma» zwingliana es el concepto de la fe, íntimamente ligado al de la divinidad -ya no eclesiás­ tico, y celosamente ético--. Las acciones humanas, c:n efecto, - desde las buenas obras a los ritos sacros, quedan siempre infi­ nitamente por debajo de cualquier nivd meritorio a los ojos de Dios. Este exige de los hombres, en verdadera forma de culto, el esfuerzo por un grado cada vez mú alto de justicia y de integridad moral. La vida eterna sería Inaccesible para ellos sin la fe en el Redentor que la ha merecido con sus sufri­ mientos; gracias a él la ley divina, que nos es revelada pre, dsamente para hacemos conocer la imposibilidad de realizar el bien y de vencer el pecado, no se traduce ya en condena­ ción inevitable, sino en gcacia.

Esta concepci6n extremadamente sobria constituía el fruto de la simbiosis entre las exigencias laicas de «reforma» repre­ sentadas por el humanismo «cristiano» ( tal como se: ha tra­ tado de dc:finirlo) y las teol6gko-dogmáticas ttadicionales. Con Zwinglio comenzaba a afirmarse la preeminencia de las funcio­ nes moralc:s y civiles sobre las eclesiásticas y litúrgicas; se introducía en el contexto de la propia óptica cristiana la es­ cisión entre la práctica positiva y la religiosidad interior, perp universal, y se configuraba una sensibilidad supraconfesional.. A finales del año 1519, en c:fecto, el reformador suizo escribía con evidente desenvoltura acerca dd mito de la Iglesia «Indi. visible» y a propósito de sus adversarios «romanos»; «Esta

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turba. vcrgora.osa de armcmtos nos acusa tambi(!!n de impru­ dencia y de impudicia; no nos inquietam0$. N_osouos empe­ zamos ahora a no ser ya heréticos, aunque lo griten a grandes voces como �ntir0501l que son. Ya no estamos solos. En Zurich más de dos mil, entre los grandes y los pcqu�ños, bebe� ya la leche espiritual y pronto podrin asimilar un alimento :-s W!ido mientras la gente allá muere de h3mbru {carta a 1- conio' de 31 diciembre 1519), En sus «tesiSJ> de 1'23 el r�or­ mado� precisaba categóricamente que,., �icntras la auror1dt civil era de ins1itoción divina, la eclcstamc.1 no lo era, en ack scluro, y por ello todo lo que la segunda se arrog,iba era competencia de la primera.

II. LuTEII.O

Al comempler en conjunto el mensaje de Lutero (1483-1.546), reaparecen todos los puntos que hemos tratado de seftalar en tas �inas prcttden1es. El monic alanán es, �le iodo, el �r­ tavoz de las exigencias de reforma de �u nempo: y umbi(!!n el que h11 vivido y elaborado la formulación tcol6¡¡tca mis ade­ cuada pua ca11llizar y galvanizar las fuerus moraks de la nueva sensibilidad 1cligios11. Como la ortodmi:ia tradicional era .. una coirstrucdón que se sostenla gracias II su propia comple1idad jerárquica y a su inextricable dominio sobre las esmu:rum sociales la rebelión luterana pudo llevarse a cabo sólo aban· donan<kl cl cmccho ámbito espiritual o ético, Y. 11.frontando sin va<:ilaciones los problemas c,eonómkos y poHuoos. Nu: se insiste bastenre en que el éxito del ptotestantlsmo dcpen menos de ¡1 acción de los propios reformadores que de la Y• madura predisposición de la sociedad laica y del 1poyo de sus mb altos representante,.

En primer lugar, no es ext!año que. i;utero pueda W escu­ chado cuando se nicg• a acudir al concilio y cuando •c';-Ill. que Ja sabiduría romana ha logrado dominar mediante lae gesuoti!I directas con ttyC$ y príncipes: •Así se ha «hado u� � para impedir toda reforma, par• mantener la protCCCJ6n Y V libertad para cualquier granujerfa» (De las buenar obrat, , 1'9) Como el Papa hJ, conseguido hacer rcronocer su amaluu 11uto�idad sobre la Iglesi•, no queda mh. rc.cun� q;e retlm�

contra él. La Iglesia no esrtl en Roma, t11 �tS liga .ª a � ¿Por qui!: no en Praga, por e;cmpto? Adcmllli, no tiene.ª dad de semejante ;efe sobre la tierra. Lu1e.ro afirma �Jlm:: que por medio de mil vejaciones, Roma nene sometida • 1 la :nuiandacl. c:Allf los hijos de Ju pulas pueden hacenc �; timos; allf toda vergüen2a y deshonor puede ascender • di¡ni·

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dad ... , por lo que parece que todo el derecho ,anóniro no ha 1ido creado mis que pata convertirle en un, red dcltinada a recoger dinero» (A la nobler.á cristiana de Alem�ni11, P., 159). Hay que apartarse de ella, si se quiere ser bU('n cristiano. La 1icn1 alemana, alcula aprolC.imadamerue ti refornwlor, cnvia a Roina trescientos mil florines anuales: «No es justo -¡tita­ quc nosotros alimentemos a los criadcs del papa, a su pueblo e induso • su.s bribones y • sus mercadncs para 11 perdición de nuestra almaJ>.

Lutero predica, pues, iina auténtica cruzada contra el pa­ pado, que es y11 más funesto p•u la cristiandad que los pro­

pio,, turcos. Todo lo que el pondúcc dlsponc debe ser juzgado a !1 luz de la Escritura, sin dar oldos a los que hacen de 8 su infalible intérprete pan pasar como ardculo de fe todo Jo que se les ocurre. De ah! la llamada a la nobleza y a los prfncipes alemanes para que ningún henc6cio sea pedido ya a Rotn1, paill que ningún prelado acuda all.1 a hacerse confirmu en 1u dignidad. be ahí la exhortación: «Prohíbe y desacon­ se}I que ,e hagan fr11iles, aacerdotes, DM)njas. Y quicu }'11 lo es, 511lga de la orden sacerdotal y monástica. No ¡astes inís di­ nero en los privilegios del Papa, velas, campanas, tabliUu ve­ tivu, iglc.ias, pero di quc la vida aís1iana está en la le y en la cuidad. Y deja pasar dos años más, y vcrtfs lo que quede del papa, del obispo, del cardenal, del fraile, de la monja, de 111 campanas, de la torre, de la misa, de )15 vigiliH, de las túnicas, de las capas, de las tonsuras, de las reglas, de los Cltatutos y de todo el podrido sobicrno papal. Se desvaneceré como el hutn01> (E,cho,tadón ... , V., 294).

Las incitaciones de Lutero fueron escuchadas, y sus preví­ siOOC!, aunque optimistas, resultaron sustancialmente justas. Se ha inltstido mucho sobre la coyuntura i:uroJ)ell como elro,enro favorable a la difusíón del luteranismo, pero las coyunturas 500

profundamente favorables cuando lo son también las estrec­ tuns. Ciert1unente el baOOo del &operador y de la Diera, pu­ blicado en Wonns en 1.521 contra el monje, ad como la so­ lctnne condew papal, fueron ----cosa hana entonces inusilada­ lctra muert1. Por las di6cultade5 encontradas por Carlos V, re­ cién elegido y en plena lucha contra su rival Francisco I; por el interesado apoyo ultedor de este último al putido PK!· tcatantc, por la intolerancia de los prlncipes alemanes respec10 a su soberano, pero también, desde luego, por los motivos ge. 9Uuei que se han apun10 anteriormemc (dr. cap. 8, V), asi C1lllDO por 11 especial homlidad del imperio a las cargas im­ JIQeltu por Roma. De maneras muy diversas laJ grandes igle,ias tic Occidente hab{an visto 1111isfcchr.s sus exigeocil5 nacion1Je,, �to la ¡crmsnica, carente, en su m.11yotfa, de la protección

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de un s6liclo poder político. Adem,s, ecerce de la cuestión que hizo estallar la rebcli6n religiosa -la de Ju índulgendu-, tos llcmancs se habl,n mom.do, dc,dc hada 1icmpo, especial· mente contrarios a las prkticu ro,ntnas: baste recordar los nornbrcs do Matlas Docring, de Schwere, de Wesscl Gansfort. &taba, pues, ya extendida toda una opinión dispuesta a rec:�r clenos procalimiemos. Y hiy mú: la scns1bi.lid.d rokc1iv1 h1bla llegado al punto de: poder cscuchu la proclamación de nueves verdades, es decir, de afirmaciones conuarias a las de 11 jerarquía eclesidstics. .

A dla apela, y oon gran éxi10, Lutero. y ante ella gosuenc que basta hablar claro sobre el papado, hacerlo ooooccr y "des­ enmascararlo», para que todo se dettumbc con gran confusión y ruina: eporque -a,clar11- ningún hombre es 1an loco pua :1tguir en lugar de odiar la mentira y falsedad mani6c:sru• (Eic·

hortación ... , V, 286). En las cuestiones dogmáticas el reforma­ dor recurriré a !a escritura, como niterio di�imcnte; para W de la creencia más Intima, se apoyarí en J.. exigencia de un1 religiosidad personal; pero sobre los problcrnu edcs�útico_s le parece suficiente, y con ranSn, remitirse al general duccrnt· miento de los fieles. Bastaré hablar, atacu con discursos y con escritos al !)llpado, •para que en todo el mundo Ra descu­ bierto, tcconocido y puesto tn vergüenza; en efecto, ante todo hay que rolltllrlo con palabus.. Cuando se le pone frente a ill JU2 de la verdad, frente a Criuo y a su doctrina y a su evan­ gelio se le Jucc ceer, se te reduce a la nada, sin c,fuct'3:l,. (ibíd., V., 293). Hay, en suma, un consenso muy amplio para que Lutero pueda •firmar; .Ha sido descubierto todo lo que twta hoy le hll servido pau hcchiur al mundo, par� ai:ncdrcn­ tarlo para extraviarlo. Se ve bien que sólo cu una impostura• (ibÚ, V., 29'.5). En la fucru de este consenso, en ;t .sentido crítico que los sec:ulares abusos y la cultura humanuuat han hecho madurar, se funda, pues, el éxito polémico dd rdot· mador. Ws que al diablo o al anticristo, el cristiano Cit,¡: muy apaciudo ya para atribuir los males de la Iglesia a la int�c­ sada iniquid.d de un grupo social. Lll idee � llamar �Ü5- ricos a lo.s papas y obispos, sacerdotes Y mon1es; y JaKOS, en cambio, a los prfricipcs, a Jo, comerciantes y a los ciud9?anos fue considerada finlsima e hipócrita usanza. l,ll obediencia de los segundos a los primeros en cuestiones docuioalcs, el poda y el derecho a juzgar lo que sea cristiano o herético, rcsult� presunciones ilegltimu. Los preceptos papales son lar,os arbi­ uarios para tener acados a los fieles y poder dCSJ1wle1 luc:¡o

por dinero. La, órdenes •sa&í11dn• son una �agn[6ot ma­ quinación para imponer a 11 mayoría una pretendida supenon­ dad y una detestable tiranla. El sacerdocio mismo está const-

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denido como una provechosa sialida paza los p.r,sitos de t. so­ ciedad, y el celibato de Jos sacctdote1, como una antirmura! e indebida coberiurt del vicio. .Si uno se ha acostlldo con 11tiKientu mujeres de mala vida, si ha violldo matronas o vír­ genes, $1 ha mantenido rameras, no hay impedimento al¡uoo puia que llc¡ue a ser ohispo, cudcnal, papa -escribe Lu, tero-; $1 NI contrafdo murimonio, si•.

La autónoma cap1cidi1d de juicio del crisrieno ccnetitula pues, una de las lllayozes dimensiones en que se llevaba a cabe la reforma !uccrarui: era la plataforma mental adecuad, para sostener la nueva ettructura, al margen del catolicismo trsdi­ dona!, de la. sensibilidad religiosa en Alemania, y, muy pronto, eo otros VU!Oll países de la Europa del noroeste. Lutero rervin dica el ejercicio de: esra facuhad como un derecho inalienable del fiel. En realidad utiliza una fuerza cuya extensión había percibido y por la que él mlsmo estaba apoyado. En efecto por místico que pueda set el corx.cp10 de: comunidad -w'. prema depositaria, precisamente, del discernimien10 de lo V1:r· dadcro-, DO oculta la realista convergencia en la rebelión del sentido crítico individual y de la fe colectiva. Toda comunidad criatiana tiene el deber, según el reformador, de apartiarsc de 11 autotidlld espiritual, de sunracne a ella, de dcsrituirill, cuan­ do se comporte como el clero del siglo xvr. Es ya grave que el pa�a actúe de un modo un necio y loco, pero es rcalrocntc demasiado que 5C le tolere y se le epreebe. ¿úS010 puede un corazón crisuaoo vct, por ejemplo, que el papa, cuando quiere comulgar, cst4 sentado coJDO un noble caballero v se hace ofre­ cer el sacramento en un cazo de oro. por uo c�dcnal arrodi, lt.do? Por otra panc, es muy cierto que quien quien saber algo. de Cristo no debe confiarse a si mismo y construir su prepro puente hacia el ciclo por medio de su raWn privada, SJtlO acudir a la Iglesia, vi.si1arl1 e interrogula. Pero la Jglcsla es la multi1ud de b creyentes, y II doctrina que se predica debe serles sometida: lo que enseñan, debe juzgarlo y censu, rulo la comunidad. 11.demjs Lutero comprende que los m:Íl! vi¡jlantcs cri11ianos de: su tieltlpo están dispu,stos a intervenir, pua expresar en voz alta lo que ven en la Escritura. De ahí el reconocimiento del derecho y del deber de cuantos seen ca· PICCS de ello, de enseñar la p1!11bra de Dios; .Nadie puede nc:aar que todo crisriano l)Ol5CC la palabra de Dios, y que por Dios es� adoctrinado y ungido Hccrdo1c• (Derecho a 1uzttJr ... , V., 428). El lid nene, incluso, la facuhad de presentarse y en· ICáu en medio de los otros, sin ser llamado si se descubre que falla quien pueda hacerlo, siempre que iodo' se lleve a cabo ron boocstidad y disciplina. La condición de un sacerdote en la i81tsi1 no debería diferir de lt de cualquier m1gistrado: mlee-

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tras cumpla con su ministerio, se halla en posición cmin�te, pero, en cuanto sea depuesto, no será más que un cempesmc o un ciudadano como los demás.

Es preciso situarse en esta óptica ... laica» y potencialmente igualitaria, para comprender la adhesión de numerosos huma­ nistas al luteranismo, además de la de muchos ex pertenecientes I distintas órdenes, al clero secular y al laicado. Entre los «re­ formadores» y los seguidores pontificios se entabla una extensa y durísima lucha. La predicación de Lutero y de sus partida­ rios o competidores no alcanza sólo a las creencias, sino tam­ bién al otorgamiento y a 11 posesión de bienes eclesiásticos, a las costumbres litúrgicas, 11 la piedad popular -tod• una in­

mensa realidad-. Pero no faltan los nuevos pastores, desde Melanchton (m. 1560) a Martín Bucer, desde Ecolampadio a Crotus Rubianus, desde Capito a Osiander, a Miconio y a Conrad Pelican, por no citar mú que a algunos de los prime­ ros seguidores alemanes de Lutero. En realidad, se trata de un gran número de predicadores y de hombres doctos que aban­ donan toda vacilación y emprenden un debate duro, amplio y directo con el pueblo cristiano. El afán de discusión de aquellos hombres triunfa muy pronto, alll donde la autoridad política o re­ ligiosa no interpone o no consigue interponer obstáculos in­

salvables. No obstante, el luteranismo no tardará en penetrar en los otros paises europeos, a veces incluso en los más cerra­ dos y hostiles, gracias a la imprenta y a los contactos con los comerciantes y los estudiantes alemanes con el exterior. La primera área «reformada» corresponde, aproximadamente, a Sa­

jonia y a Turingia (con Wittcnbc:rg, Zwickau, Magdcburgo y Weimar), a la Alemania meridional (con Nurcmberg Y Augsbur­ go, Ulm y NOrdlingcn), pero también foIIIWl parte de ella las ciudades de Estrasburgo y Brc:mc:n, Hamburgo Y Ambc:rcs, Utrccht y Dordrccht, Breslau y Riga. '

No hay que volver a describir aqu[ las vicisitudes iniciales del luteranismo, ni recorrer de nuevo el inevitablemente com­

plejo tejido de los acontecimientos políticos, de los intereses económicos y de las polémicas teológicas. Los príncipes católicos del Imperio se coaligaron a partir de 1525 en Dessau, susci­ tanda la reacción de los príncipes «reformados», que al año siguiente sellaron una alianza en Torgau. U. Dicta de Spira de 1529 reconocía ya el hecho consumado, es decir, el derecho de los luteranos a profesar su doctrina públicamente donde se hubiera impuesto ya. Sin embargo, estos últimos, no contentos con ello, protestaron inmediatamente -c-preclsamente desde en­ tonces se les llamó «protestantes»-, y ya al año siguiente Melanchton redactó, con la aprobación de Lutero, su primera coufesión de fe común (Cvnfessio augustana). La mixim• difu-

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sióu del luteranismo se produjo, justamente, en los años suce­ sivos, gracias al landgrave Felipe de Hessc:, a los electores Fe­ derico y Juan Federico de Sajonia, al duque Enrique y a su sobrino Mauricio, también de Sajonia, y a Joaquín II de Bran­ dcburgo. Fueron ganados para la nueva fe: los episcopados de: Mamz, de Münster, de Osnabrück y de Colonia, y se consolidó ampliamente en Brunswick y en el Palatinado, en Pomcrania y en el condado de Nassau, en el ducado de ClCvcs y en Hannovc:r, en Anhalt y en Prusia

Si Lutero se hubiera limitado a lanzar a sus coterráneos a una cruzada antipapa! y anticclesiástica, su acción no habría alcanzado, sin duda, un radio tan amplio y una resonancia tan profunda. En toda la Europa del Noroeste, en efecto, su predicación suscitó progresivamente adhesiones y apoyos; casi toda la cristiandad fue sacudida a fondo por ella, y salió desgarrada. La suma de energías que el luteranismo aunó Y estimuló fue: tan grande porque el reformador afrontó plena­ mente el problema religioso, es decir, simultáneamente en el plano externo de la organización y en el interno de las creen­ cias. Y no podía ser de otro modo, pues las estructuras de la Iglesia medieval se habían establecido orgánicamente en formas que recíprocamente se sostcnian: combatir a las unas sin ata­ car a las otras habría ccnsnruido una empresa parcial o frus­ trada. Toda la máquina de los conventos y de las reliquias, de los beneficios y de las indulgencias estaba amalgamada Y alimentada por poderosas formas de piedad y por creencias arraigadas. Contra éstas, sobre todo, intentaron lanzarse los re· formadores.

Lutero examinó el núcleo central del sistema católico en la concepción y en la préctica de las llamadas obras buenas. Es verdaderamente poco útil plantear la cuestión en el plano teo­ lógico y tratar de determinar si el rdormador tenia razón o no desde el punto de vista del dogma. Ciertamente, Lutero quiso demostrar que la tenía y se preocupó mucho de orientar la Escritura hacia el significado que él deseaba darle, es decir, se comportó como todos los teólogos que le hablan precedido. Desde luego, la fuerza de: choque de sus afirmaciones no pro­ cedió de la mayor o menor conformidad de éstas con los reatos biblico-evangélicos, sino ele la renovada conciencia ético­ cristiana de sus contemporáneos. Lutero vivió el drama interior de aquella conciencia y trató de acrisolar sus términos dialéc­ ticos: su planteamiento correspondió al estadio de la sensibilidad colectiva -sobre todo en la Europa del Noroeste-, tendente a la personalización de la experiencia religiosa y, en un plano más amplio, de la vida cultural, moral e intelectual.

Como Zwinglio, el monje alemán considera que las prescrip-

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clones divinas enseñan lo que debe hacerse, pero no dan las fuerzas necesaria, para ello; por tanto, estllfi otdcnadas 56lo para que d hombre rcconotta, gracias a das, su propia impotencia para d bien y, gracias a ellas, aprenda a desespe­ rar de sf mismo. En otros thminos, la divinidad no se con­ cibe a la manera antropomórfica menos elevada, sino que se postula human1mentc in1k:amable, deber-set' mprcmo. U re­ bción con e111 divinidad no consiste, por ello, en la realiza­ ción de sacrificios externos, sino en un compromiso moral permanente de !ud. contra el mal. As( como no son n�csarios mediadores cdesiisticos ni or¡aniudoncs sedrceues pildosas, tampoco son vcrdadaamente cristianos los ritos que se: cele­ bran de un modo pasivo o los actos mis arbitrarios llevados a cabo m «honor• de l);os.

Es dificil negar que, especililllcnte en los siglos xrv y xv, la religión en Europa había descmpdi1do cada vez menos su fuoción ética en la sociedad y que, en primer lugar, se h.abfa oonvcrtido en un gnn 5i1teaa administrativo del cuho, ad como en d in1ttumento de poder de un aguerrido grupo hu­ JlllnO, Es también di{kil no reconocer que la prictka cristiana habf.a sufrido ditect.amcnte la repercusiones de cm i=volución, dando tc11lmentc el primer puesto cu la piC<Ud a votn1 y pere­

grinaciones, • oraciones mis o menos estereotipadas, a devo­ ciones vulgares, a auténtic.as supcnticklnes. L.a élite hu�nfstica habf1 levantado acu de t.a1 esta.do de oos.as y h.abfa reclabo­ rado wa moral sobre btses puramente hurnanu. Aunque no hllbfan podido prescindir totalmente de los valores cristitnos, los humaniscu italian<ll h.ab{ao rechazado -en lo que de más

nuevo y wtónomo babi.a en su rooccpci6n- W) coloquio pro­ fundo con J.11 instancias religiosas y h,bfan mirado con dcs­ pCCtiva superioridad • los modos de sentir de tu multitudes. Admidllll de buen gi:Ado que cen w.lquier hombre, por muy bueno y IWIÚlmlo QUI!: sea, puesto que IIOmOJ tcrrcno5 y cui ob).j¡ados, con nub estímulo, a seguir la voluntad y ,pctito que, con verdadero juicio e integridad, a obedecer a la ruóa, sin cmbuao, siempre en nosotros se halla alguna tACha y defecto• (L. B. Alberti, DeU• /llmi¡li4, IV). Pero p.rs ellos, la reJ.i&i6u no constitufa ya un medio de devaci6n étic.a, sino sólo una cons«ucnda implícita y como un •tributo de: la rectitud moral. -.NUIIC9 aucedcn que la religión oo 1e11. hobcatbima � también Alberti, precisamente después de un.a feroclsim• invcc­ tiv• contra los viciosos sacerdcres de su tiempo-; ni fue nunca rdigioso quien en primer tusar no arrwara la bonestid.d, ni

mcontrarb honesto que no sea muy rcligio8o• (ibrd.). Si­ ¡uicndo l• huella del humanismo cristiano nordcuropco, en cam­ bio, y ,ún mis en C\11.Dto a su visión teológka, Lutero idcntific1

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tambio!:n totalmente moralidad y cnsuanismo. Pero en la base de su rcbeli6n, a pesar de su lenguaje bfhlico evangélico, cst4 el poderoso aliento de la sensibilidad de orientación laica del aig.lo XVI.

Lutero afuma, pues, que si presumimos de agradar a Dios por medio de las obras, todo eso no es más que engaño pua hon.r.ar a DK>S Clf;tcrnlltlCDte, mientra, in1criormcnte nos erigi­ mos en ídolos a nosotros mismos. Nadie s.irve • Dios, excepto guíen le dei• ser 1u Dios y realizar sus obras en él. .. Pero hoy -prosigue- a la expmi6n 'servicio divino' se le ha dlldo un ,ignifiotdo y un uso tan e:iruVlo que quien la oye no piensa, de ningún modo, en riles obras, sino en el sonido de las campan11, en el salmodiar en la8 iglesies, en' el oro, en 11 Kd.a y en lu piedru preciosas de kM birretes de !011 coristu y de los indumentos s.ccrdota!C1 pan J.a mi&1, en los cll.ices y

cunodias, en órganos e iná¡e-nes, en procesiones, en d ir a la iglesia y, en todo caso, en recitar el roearie y conur sus pcrlu• (M,111ifiut, V, 267-268). Lu obras, en suma, no hacen pildoso • m1die, y cl hombre debe haccrsc piiadoso antes de nada. Ninguna obn, ningún mandamiemo son necesario, al cris­ ti1no par.a su salvación; no está sujeto • ningún !Dandtm.icnto y todo kt que hace lo htcc espontáneamente y en absolut.a libertad, sin bu11C1r con las obras su propia utilidad o ru

salv1eión. Pu, salit de cata situación monlmcntc f.alu, u! CODlO de

la penosa inotttidumbre de los que no saben (1ambién Erasmo era uno de ,&tos) huta qué punto están COll Dios, Lutero pro­ d1.111a de cien maneras su descubrimiento espiritual. En decto, agrada a Oi01 todo Jo que en J,, Je puede ser hecho, clicho, pensado y, por tuto, también d ejercicio de 11 propi1 activi­ dad, el caminar y el detenerse, el comer y el beber, el dormir y toda clase de acciones necesarias pm 1a nutrición del cuerpo o para d beneficio común. Las obras son ¡tita& no por si mismas, sino en ruón de la fe que uniúca, y esti indistinta· mente en todas las obras y en cada ull.l de cllts y, por nume­ rosas y diversas que seen, vive en ellat y por incdio de ellas h.:ie sentir N cfiaicia. Con nifl&UDI oua obra se puede encon­ trar o perder a Dial, 5ino COf'I la fe o con 1a incredulidad, con 11 confianza o con la duda; ninguna otra obr.a llega. huta él. La fe, as! como bau1 para hacer piadoso al hombre, Wllbién le hltt rcaliz.ar obras buena. En c1.D1bfo, el que presume de tranquilizarse con su propi, contricióa y su propia pcnitcnci.a no alcanzará nunca Ja p.az moral y ac•htrá deSdpcrando.

Mis de: un &iglo antes de que Oc,cartu, ron el principio del Cogito, diese .al intelecto su propio fundamento en si mismo y la prueba Irrefutable de ,u autonomía 16gica, Lutero indicó

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al cristiano d punto de apoyo de la propia rdi¡i.osidad pct·

IOllal y aul'Óool:D8. Como 111 penudor francés Dios le . r:u"i6 despu�s part. prantiur l.f absoluta valido de las in� claras y distintas, Dios sirve ahor� a Lutero como pranuudor -o proyc«ión ideal de la necesidad de prantia- de la fe individual. En efecto, no se puede creer ai no hay una pro­ mcu. Pero como Dios no ha tratado nunca con el hombre infs que por medio de promesas, nosotros no podemos, por nuestra parte, acercamos a B tampoco, mÁ! que C.O? t. fe en ellu El tiene netffidad de ser coimdcrado verídico en sus pro�sas, y quiere que esperemos p1cien1cmcnte que ellas se cumplan, honrándole con la fe, con la espcz:anu J con 11 ca­ ridad. As( manifiesta B en nosotfOI 5U glorui " . En t. P� de Dios eSt4 tode t1uestra posibilidad de 11lvac1ón; por medio del bautismo Dios, 'que no míeme, se ha comprometido I no culparnos de nuesuos pccldos. El rdormadot n_o �la 5: mb ell'plídto en este punto fundam�ntal: «N1n¡un . pecad puede Ucvar 11 cristano a la condcnac1ón excepto 11 1�u­ lioad. Si la fe vuelve o pct!DIOCCC sólida en la promesa div1n1 hecha a quien recibe el b1utismo, todos los pecados quedan en un momento borrlOOs por la fe misma, asf coro.o por la veracidad de Dios, que no puede renegar de sf ltumio, ti tú \e reconoces y tienes firme confianza en � rrome�a• (Dt ct1p­

tivittltt Babylrmic<1, p., 279). Así, pues, ll Dios ve que el alma le hace justicia y Je honra con w fe, también ll, a w vu, la honrará y la considerar, piadosa y verdadera; Y ella es, precisamente, hecha piadon y .verdadera. por su fe, porque: el recoooccr a Oi06 verdad y piedad es 1uno y �c:raz, Y � veraces y justos. Mientras subsiste eaee compromiso con Dios, ésre le concede en compensación la gracia, se compromete con d alma I no considerar los pecado5 que también de�• del bautismo catl.n en ru naturaleza '! a no condenarla por ellos, sino que se contenta y se complace con que esté en conunuo ejercicio para m1t.1t aquellos pcc9dos y en el continuo deseo de liberarse de ello, después de Ja ffluefte, .

:&te lc:n¡uaje, susrancialmcntc: nuevo, fundaba el protes�a.nus­ mo sobre: un plano espiritual claramente distinto dcl catolicismo iradicional. Todu In sectas o 1u nuc:,ns Jglesiu que se opu­ sieron a 11 vieja Iglesia de Rotn• lo hicieron a la Jw: de eatas lllltmacionca del reformador alcm4n, aunque se separaron. del luterinismo o acaso trataron de combatirlo por sus compromisos. El pacto de cada creyente con 0105 constituyó la clave de la renovada experiencia cristiana de 11 Euro'!ª del Noroeste:; �ste comprooiiso era entendido como predonunantcrocnte religioso, teniendo todavla por objeto una orrcvclloción•, Y la promesa divina no wia mantenida en ene mundo, sino en el mí.s all:i.

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Sin embar¡o, al apoyar scbre este pnncp10 la fe cr1suana, Lu1c:ro 11 tnclaba ai la cnergla ética individual y ht.da de c*1I cttyaue el mpoosabk: aut6oomo y directo de N propia Wvación. La fe, en efecto, al ver 1• inmuttblc vcrdld de Dios, aterra y humilla a la conciencia, y dcsp� vuelve a levan· tarl,,, la conforta y la salva cuando se haya arrepentido; de inodo que la amenaza es ausa de arrepcntimien10 y promeu de consuelo p,ira' quien tiene fe en ella. Por la fe, d hombre mcm:c la rcmiu6n de su, pecados. Eo esta renovada pcrs pcctiva, que dcstrufa la bue de 1• piedad ro:rieme, los fieles podJan abtindonar, vud,den.mcnte, sus prkticas exteriores, re­ nunciar I Jo. vo1oa y I lis i:ercmoNas superilua, al culto de los santos y a las indulgencias, al purgatorio. En efecto, en lupr de eiprcsar las propias creencias, sobee todo en actos atemos o ritu1lcs, y de fosilizarlu, en cieno modo, en ellos, 18()tttndoee I sf tnumo, el reformado volvia sobre si la 1m­ sión de aqu&u, cUndoles una repercusión dinúnica y sín pausa sobre ,u propia conductt.. El mismo pecado humano, en Ju¡at de una mancha que habla que quitar como de un vestido, se convertfl para cada uno en un azote pira ercer con mayor intcnsid.d, es decir, p,ra querer rePudiarlo y ven­ «1:lo coo retlOVllda fuer.ta.

Por mucho que los reformadores, después de lol hurrnmistas, hayan querido creerlo, la nueva reliajosidad. no era en absoluto un retorno 1 11, del periodo ev1n¡élko. EJ mito de 12 Jgbi1 primitiva er1, sobre todo, pol6nico e in1trumcntal. Los pro­ tcstt.ntes de la primera l!Utad del siglo :x:v1 no hicieron otra cou -pero era un1 conquista cscntia!- que dar una 1n1yor � a la �icocia cristiana, procl1�ndou. contra W ins­ tituciones y las aberraciones de la Iglesia wclomedicval, rcpu­ dando abier1ameme a las unas y I las onas, y sentando las prctnUg,;, aunque sólo implkitamcnte, ¡au. una nueva moral cclecdva. Habían hecho salir de su míncete de edad al cee­ yente, rompiendo la tutela de la jerarquía romana y de su ,i!tcma dcvociond. Pero, en rdl.idtid, rompieron t1mbifo la clausura mental que la cr:iltiandad se habla cons1ruido en tomo a cU.. La Iglesia, b.sta emcnces, habla sido una, su autorid,d ind.iswtible (coipo la de quienes R erigían en intérpretes de ella) y su predominio cultural, incontestable. Tras su dcsapm· bación clamorosa y bien ac:ogida, ¿qué olra Iglesia habría po­ dido nunca aspiru I tener una autoridad mayor o iguali' Al romper el monopolio teológico, Lutero no liberaba sólo la fe, sino todas las facultades espirituales del hombre. Esto su­ tcdió, sin duda, a pesar SU)'Q, y la procba es que con el pre· tci:to de b ucfornui .. rclie:iOia csta� rcalizáll005C ya un mti

amplio reajuste cultural. Lu vicisitudes que siguieron durante

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muchos decenios no hicieron rnis que confirmarlo. Era na11.1ral que, después de vuios ti¡los de vida colectiva dominad, por d dogma que no tdmitll iocertidumbrcs o discu11onc,, l,1 fuer· zas humanas de raciod.aio y de crltic1 -hasu cntooces sherro­ jadas y oprimldas, pero t1mbi61 dormido y 1lctargadu.- cm­ pczum de nueve 1 :fluir, inoontcniblcs, 1 través de 11 bri,;h1 1biett1 en el di� de lis crcmciu uadkiolllllcs.

lll. llEPOUIA Y SOCUDAD

El hecho de que 11 posición lutcran1 de la relación cr1suana entre hombre y Dios constituyese el punto de partida de las diferentes tendci,cias prutesW,les, prucbl auficimtcmcnte su fun­ cionalidad espititu1l respcao • la coyuntura ttk:1 europea de \1 primera mitad dd siglo XVI. Pero la encr¡¡i1 religiosa, une vtt liberada de 11 pesada arm.tura t.col6fµco-dcvoc.iooal, comen­ -' de nuevo I vivir de un modo IDM orpnico, et decir, en formu más adecuado 11 carktcr de los pueblos, a las upira­ dones de lu clases y, en fin, 1 los demú interues humanos más imporl.lntcs. Los cstimul6 todos, dndc: d coonómico y polltK:o al intclcctusl y místico, pues tcptescnt1bi, nccc,ui• mcnre, la dimensión mental todavla dominante de la cultura y del dcs1rrollo ético colectivo.

El bito de la «reforma» pfOlCSlante msrca d oomicmo del ocuo del monopolio cristiano tobrc la vida de Occidente. Es10 no es vilido para Ju dos grandes pcofnsulas mediterdneas, España e ltslia, donde, por d conturio, y en pule por reec­

ción frente a la ttbelión nórdica, la ettolicidad se rcfueru muy pronto y mantendrá tod1vfa durante mocho tiempo su pesado dominio. En apariencia, adernís, esto no es muy v.ílido -al menos en d sWo siguiente a 11 acción lutcrana- wnporo pmr• los pi.bes de l• Europ1 ccntroseptenuion1l, donde, preti­ samcnte desde i,2, en adelante, se desencadena una serie de desórdenes y de auténtiois guerras, uno de cuyo¡ prlnelpales Iecrcres es, indi5CUtiblcmcnte, 11 rdigí6n. A pcur de todo, hay que tener en c:ucnta el deshielo cspiriwal obrado por el pro

testantismo, del que ac:ab11mo1 de hacer mención. Las luchas entre las clases, entre Í8CCiooa polfticas o entre Esudos 1dop- 1amn, sin duds alguna, un color y también una motivación mental de las recién producidas fracturas de lu ettencias. C.Omo hasta entonces el sistema eclesíésríco y los políticos habían cs1ado profundamente: compcnettsdos, aunque Jos rdormadorcs hubieran querido b.c:cr vslcr 11 o:igcncia de la. distinci6n ra­ dícel entre vida rcli¡iosa y gobierno civil, no era posible lle· gar de un solo golpe • la separación de Ju dos esferas. Durante

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muchísimos decenios, pues, no es seriamente considerada la independencia de las opiniones religiosas y, menos aún, la libcr-· tAd de conciencia. Aunque, tt'lhncnte, la crfati1ndad se había fraccionado, no por eso vino inmediatamente a menos la men­ talidad dogmática. Los jefes de Ju mayores agrupaciones confe· sionales serán los primeros en promover la luda contra Ju ouas lglcs.iu; incvílllbkrnente, su ferocidad tc0lógica se une a las oposiciones y a lu rivalidades ya esistentcs. Como, por esta causa, no es posible separar en estas últimas lo que es puramente religioso de lo que no lo cs. asl resulta necesario ver, en esus rcoovadu formas de amal¡¡:am1 entre crccnciu e intereses terrenos, una politizad6n todavte más 1eentuada de !as y1 diferentes Iglesias. Por otra parte, y prcciumente desde este momento, por reacción, se desarrolla y 5C afirma un sentido de la religiosidad como valor distinto de la adhcsión a una de-­ terminada confesión religiosa.

Lutero no scníeoe durante mucho tiempo que ya no es po­ sible impedir la herejía ooo la violencia y que los herejes deben ser vencidos con la Escritura y no con el fuego. Sobre todo al principio, 11 «reforma» no llevó la tole.rancia a la sociedad occidental. Protestante, y católicos siguieron conlidedndose obs­

tinad•mente como único, dueños de la verdad y verdedercs representantes del autl!nt.ico cristianismo. La fiebre dogm,rka y la rabia teológica contribuyeren a 12uz1r aún mis a los europeos unos contra otros; al choque de los ioterescs eco. nómicos y a las rcivindicscioncs patrimoniales de las distin1as monarquías se añadieron los furores de las pniones erelí­ giosas•.

Este fr:n6mcno se inició cuando Lutero, al no ver cómo po­ dría sostener de otro modo su rcbcli6n, 1pdó al poder laico de los príncipes y de la nobleza alemana (d. cap. 10, 11). Pero inmediatamente se acentuó, compliainclosc y repercutiendo hasta en d plano interno de la, iglcsiu cristianas. H1st1 entonces, en efecto, el papado se había erigido en celoso custodio de la autonomla cclesi.ística frente al poder civil. Sobre todo en las rnom.rquias ocddcnt.alcs, y en el cuno de los des siglos preee­ dente,, este (J.Jtin,o mis bien se habla afirmado progrcsin· mente, a expensas del clero, pero los poodficcs romanos tta· tt.ban aún con él, por Jo menos de igual a igual. El éxito de la desaprobación protestante de la autoridacd papal reforzó, necesenamente y en gtln medida, la soberanía l•ic:a, y esta razón tuvo importancia en la decisión de muchos príncipes que favorecieron, o incluso impusieron, la rcform1 en sus es­ tados. En algunos de ellos los sobcr1no5 llega."On a eseablecer, bajo ,u conttol, un sistema de vigilancia de la actividad reli­ giosa, castigando con dureza sus manifestaciones.

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Los contragolpes de la «reforma» en este campo se hicieron sentir también por el renovado relieve público que adquirieron las escisiones producidas en las creencias. La diversificaci6n de la fe implicaba la subversi6n de costumbres arraigadas Y producía desórdenes de todas clases. Hubo, por tanto, una raz6n objetiva que justificó la más decidida, y a menudo deci­ siva, intervenci6n del soberano en las controversias dogmáticas. Por otra parte, rulbía ocurrido desde siempre que el llam�OO brazo secular persiguiese a los herejes y asumiese la función de asegurar la unidad de los súbditos en la ortodoxia. Cuando el protestantismo, en sus diversas formas, hubo penetrado en un país y cuando el príncipe se decidi6 a tomar partido, por él o contra é1, lo hizo con la tradicional resolución. Sin que nadie lo impusiese, y por la fuerza misma de las cos�s, se afirmó 11sí un principio, en ciertos aspectos revolucionano: el de cuius regio, eius et religio. Sobre tal base, los súbditos, en general, tenían que seguir la religión de su soberano. . .

Mientras las luchas armadas, que el nuevo reajuste cristiano increment6 en Europa, estallaron sobre todo en el J?:Críodo siguiente al aquí tratado, pertenecen a éste, en cambio, los primeros choques que perturbaron desde el comienzo las _filas mismas de los que se habían rebelado contra la autoridad rdtnana. Los fundamentos de la doctrina luterana trastornaron, desde luego, la organizaci6n jerárquica y la piedad usual, pero, además de una enorme cantidad de asentimientos, suscitaron nuevas y ulteriores reflexiones que los sobrepasaban. Lutero, apoyándose cuanto le era posible en la Escritura, se �cela inspirado por el Espíritu Santo, pero el propio dina°:11smo de su interpretación espiritual suscitaba otras interpretaciones. Así al lado de su doctrina, y muy pronto contra ella, surgieron otr�s que la fecundaron y aportaron una gran contribuci6� al desarrollo del occidente europeo, pero provocaron, al mismo tiempo, debates durísimos y enormes desórdenes.

Los primeros, y basta mediados del siglo XVI, los mayores, fueron los provocados por los anabaptistas. Según éstos, el principio luterano de la justificación por la fe implicaba que los creyentes se hiciesen rebautizar, puesto que no habían po­

dido formular ningún acto de fe cuando, todavía en pañales, habían recibido aquel sacramento. Esta radical deducción fue elaborada, desde 1520 aproximadamente, por hombres doctos, como su propio maestro Karlstadt, por predicadores como To­ más Münzer y por laicos como Nicolás Storch. Estos, además, insistieron sobre la inspiración directa que el Espiritu Santo concedía al fiel, acentuando místicamente, por una parte, la hostilidad hacia las ceremonias y cualquier forma de culto externo, y proclamando, por otra, la igualdad social y econ6-

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mica de todos los creyentes en el espíritu evangélico. Esta segunda parte de su mensaje tuvo especial resonancia e inme­ diatas consecuencias. Los desheredados, y sobre todo las masas campesinas alemanas, en efervescencia desde hacía muchos años, vieron en la nueva fe también un medio de redención social y la abrezaron con desesperado ardor. Por eso siguieron no s6lo a Karlstadt, que les exhortaba a destruir las imágenes e incluso las iglesias y los libros, sino todavía més a Münzer, que proclamaba la necesidad de abatir el inicuo poder polítko existente, para sustituirlo con un reinado de Cristo en el que los bienes volvcrian a la comunidad. Ante las prof.ana­ dones y los excesos llevados a cabo por estos pobres fanáticos, reaccionaron Lutero con toda la violencia verbal de que era capaz y los' nobles alemanes, con una ferocidad militar aún mayor. El anabaptismo fue expulsado de la cristiandad y obli­ gado a ser profesado en secreto. Pero continuó ejerciendo una fuerte influencia y una poderosa sugestión, constituyendo, du­ rante mucho tiempo, una de las' más vivas levaduras de la sensibilidad reformada. Estas mataru:as fueron, sin duda, horri­ bles, y más aún porque no tuvieron consecue�das positivas.

Sin embargo, desde el punto de vista dogmático, no f�eron menores, sino más amplias e inmensamente más beneficiosas, las ruinas doctrinales que provocó el terremoto mental de la «reforma». Como a los pocos decenios de predicaci6n libre y local y del más variado debate religioso, siguí6 un largo periodo de represión y de duro enfrentamiento recíproco entre las prin­ cipales ortodoxias, no es fácil calcular en qué medida real su­ pervivieron las doctrinas cristianas en Occidente. De todos modos, aunque más tarde, el restablecimiento de un� ob�r­ vancia externa casi obligatoria, detuvo el proceso de disolución de las creencias nunca se extinguieron los efectos de la colee· tiva experiencia' liberadora, que se prolongó, aproximadamente, desde 1.520 a 1550. En este período, en efecto, vivieron o cre­ cieron la mayor parte de los que pusieron a punto los medios intelectuales má, eficaces para acabar con las principales bases teológico-dogmáticas del cristianismo medieval. Además, � di· fundieron actitudes y tendencias espirituales, como el nicode­ mismo y el llamado libertinismo, que -sí bien C';1 forma parcial e implícita- suponían una condena o un repudio moral de la religi6n tradicional, asi como la de los principios en que se fundaba.

Sobre todo después de la derrota del anabaptismo, níccde­ mitas y libertinos se confirmaron en la convicción de que un cristiano, por su fe, es libre de hacer cualquier obra y cualquier cosa; y que s6lo mientras los otros no son todavía capaces de creer como él, se les une para llevar sus cargas y observa

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las Jeye, que no estaría obligado a observar. A partir de l5,0, en suma, nu sólo se produjo en Europa la ruptura rd.iaiosa entre católicos y no católicos, 1ino que se hizo notar un amplio sector de cristianos que no se alinc.ron ni con los unos ni ron los otros, y un número aún mayor de personas que ICCP.

1aron d culto como una cmtumbre y una convención, descu· biertas, de pronto, como exreeaes. Al lado de los que se enfrentan abiertamente a favor o en contra de los do¡mu y las ceremonias hay una muchedumbre que no intervicne, pero que no se limita a uistir al oombtte sin reaccionar. Su actitud es 1anto mencis, J>lliva cuanto que se separan ronscicnterneore de los ul'l0$ y de los cecs, rcserviodose la libertad de ceer y de juz¡u. Unos se concentran en una fe «nelmente interior, fuertemente impregnada de misticismo; otros adoptan diversos grados de indifercnci1; aquéll05 relkxionan y desarrollen una persooal posición 1u1ónoma y crhka, y, por último, no fahao quienes comienzan a revolverse contra el propio cristi,nismo.

Los trastornos reli¡iosos, que duraron decenios y 1lcanu,ron a todas Ju capas de la sociedad, condujeron, pues, a un reajuste no sólo litúrgico o jeárquioo, sirw cultural y menttl. El paoo rama que ofrece la sensibilidad colectiva ya no es el de ro. mienaos de siglo. Si aparece aún &minado pot la problemj¡tiu teológica, vieja y nueva, estin bien claras ya lu grietas de numerosos hundimientos que lo modificarán radicalmente. ¿Qu� poderosa fuerza de erosión no tendrá, en efecto, la idea de la tolerancia, que empieza a eW>otaRC en este período por. los doctos laKOll o ex eclesiilsticos reformado,, pero aborrecidos por sus ideas personales? La reivindicación del derecho 1 11 libre discusión de los problema, concernientes a la relación del hombre con Dios, dar, pronto origen a la afirmación deci­ siva de que todas las religiones son forn:w escocia.lmentc human:at de culto, a las que oo a lícito dar significados tras· cen<lentes. ¿Qué profunda sacudida no provocaron las re6cii� nes criticas sobre la Trinidad y, en especial, les múltiples interpretaciones, todas heterodoxu, de la. naturaleza y de la funci6o de Cristo? Una de las formas de 1CgUir siendo cris· tiano es, en suma, prcciumente 1, de becerse hereje respecto a todas \11 Iglesias principales, a.plorar el sentido del mito de Crísro y attihuirle nuevos !ll{lnificados morales, mils directos y humanos.

Así puede 9plicanc también -y no s61o como trasposición de los permanentes puntos de vi1ta cdesiútkos- la feroa aversión de rodas las Iglesias, lu viejas y lu nueves, respecto al libre despliegue y a la racional expresión del pensamiento individual. Este último, hasta ahora, s6lo desprende chispas, pero sus resplandores aterran ya a cuaarcs piensan todavía

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1eológicamente. Una rdle11:i6n como la de Serve1, que pane de la negación de la doble naturaleza ---divina y humana-­ en la persona de Cristo, ¿no lleva a la negación del dogma íundamcntal de toda iglesia cristiana: la redención? Por eso Calvino y la Inquisición española, en todas part� enemigos acérrimos, unieron sus esfuerzos para quemar --<OolO Jo con, siguió el primero, en una hoguera ginebrina- al sustentador de tal audacia. Un largo período de reacción cultural y social s.i¡uió al humanismo y a la «reforma», pero la encr¡(a creada pee aquellos dos movimientos estaba destinada a transformar, aunque con leruítud, todo el Occidcote.

IV, LOS DESARROLLOS DE LA REFORMA

Se ha hecho ya costumbre señalar la lentitud y, sobre todo, k, inadccu1do de la reacción papal ame las primcus tn&nifes­ tacioncs de la Reforma. Implldtemente, se ruana ad: « ¡Ah! Si el pontífice hubiera tomado providCJ'ICia! e intcrverúdo a tiempo, si sus represeoumcs hubieren J.ido m.ís sagaces, la fcbcli6n luterana habría podido ser sofocada y toda las que en ella se ori¡inaron uml)OCO habrían tenido suerte.. De todo lo dicho hasta aquJ deberla resultar claro que elitt perspec­ tiva es errónea. Ni los papas que se sucedieron en la cátedra romana desde León X en adelante fueron especialmente inhii.­ bilcs ni sus ministros menos capacC$ que sus pttidece,orcg de los siglos XIV y xv. Sin embarso, ti la primeta posición no es dlida, no podtia serlo tampoco la tesi.s opuesta que defen­ díese a la Iglesia romana de la primera mitad del XVI. Aban­ donando la óptica procesal, fundamentalmente tendente • con· clcnu o a ab,olver, hay que remitirse a algunos puntos de referencia.

Ante todo, lo que puede parecer un malentendido, un cho­ que de susceptibilidades, enee rcfotmadotcs y minisuos ponti­ ficios, es algo mb amplio y profundo. Se ha visto qué camino habla emprmdido el pap!ldo después de los grmcks ccccíllos del siglo xv, su ,lejamie:nto de los cuidados putorafcs y, sobre todo, m acc.ocu1do asentamiento en Ju estructuras itico-poH­ tico-rcligiosas de la Europa meridional. La progresiva. diferencia entre las lgleliu de la Europa C.cntral y las i..tinu es un fenómeno que abarca un la.rgo período y que se remonta, por lo menos, al siglo xtv. Cuando Lutero y el kg&do pontificio Alctndto se encuentran uno frecte a ou:o en !.a Dicta de Wonm, de l'.521, tienen tru sí dos mundos que se han dife­ renetedo suficientemente corno para no •kanzar ya un entendi­ miento profundo. El desarrollo mismo de los acontecimientos

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demuestra que entre ellos no puede haber diálogo, sino, ya desde el principio, oposición. El monje e.lcmán, ya excomulgado, comparece en la Dieta no como un hereje en espera de ser confundido ante todos y enviado a la inevitable hoguera, sino como el obstinado representante de una opinión y de un par­ tido. Y no cederá. Y unos años después incluso habrá triunfado.

Roma, pues, ya no es ahora lenta en reaccionar como lo babia sido anteriormente; recordemos los muchos años que, ya un siglo antes, le habían sido necesarios para dar cuenta de Juan Huss, a la vieja manera, en este sector europeo. Su reacción tampoco es menos amplia y poderosa. Al contrario, a la difusión del protestantismo responderá con un vigor insos­ pechado y con una fuerza que el cristianismo no habla mani­ festado nunca desde el tiempo de las Cruzadas. Pero, precisa­ mente su acción no hará más que sancionar el divorcio entre la religiosidad germánica, en líneas generales, y la latina, que era ya una realidad a la aparición de Lutero. Sin embargo, no se trata en absoluto de una diferenciación espiritual o eclesiás­ tica pura y simple. Instintivamente, el joven Carlos de Borgoña, apenas coronado emperador de Aquisgrán por el propio Alejan· dro, forma en las filas del papa en Worms. Pero el mundo que él pretende resucitar, el Sacre Imperio Romano, es una etapa tan irremediablemente superada como la de la cristiandad me, dieve.l (dr. cap. 10, 1). Es más que natural que, al principio, el pondfice y el emperador se comportasen de acuerdo con todo un largo y prestigioso pasado; es natural que no midiesen inmediatamente la diferencia entre su visión del mundo y el nuevo reajuste de las cosas. El papado será, en cierto modo, más rápido que el propio Carlos V en darse cuenta, en sacar consecuencias y en organizarse para hacer frente a la situación. En suma, la evolución de la Reforma está dominada por la existencia de estructuras político-económicas que se han lmpues­

to en Occidente entre el siglo- XIV y el XVI, aunque los con· temporáneos no se dieran cuenta de ello más que d� un modo incierto y confuso. El peso específico de la Iglesia ha disminuido enormemente respecto al de los distintos Estad.os. Hacia 1540, Europa, por el aumento de su poblaci6n, por el incremento de la riqueza de muchas de sus zonas, por la orga­ nización administrativa y financiera de tantos centros de poder político, es una realidad infinitamente más s6lida Y, sin compa­ ración más importante que la de dos siglos o incluso que la de u; siglo antes. EJ sistema de poder eclesiástico no puede dominarla ya, no puede ya desempeñar la función de victo­ rioso contrapeso de la sociedad. laica. Las dimensiones Y las articulaciones de Occidente Yll no son tan débiles y fáciles de manejar por parte de la clase clerical. Estructurándose en

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áreas nacionales de magnitud media en el interior de la antigua zom imperial, los europeos van abandonando, insensiblemeote, también la vieja universalidad cristiana; al fundir, de un modo más .intenso, sus creencias con las otras formas colectivas que dan coherencia y apoyo ll los nuevos sistemas polltico-sociales se encuentran predispuestos a aceptar la diversificación de la fe y de los ritos.

Ya hemos señalado (cfr. Clip. 3, II, y cap. 8, I) cómo, en el cuno del siglo XV, la Iglesia -como poder central romano Y como clero de los principales países-- se labia adaptado a. aquella larga evolución. Durante d siglo siguiente se orga­ ruza de modo totalmente funcional y adecuado al nuevo sis­ tema de la vida europea. Al no poder imponerse ya como clase principal dirigente, los eclesiásticos adoptan posiciones de compromiso que constituirán su fuerza durante varios siglos todavía. La vieja pretensi6n de la supremacía de la esfera espi­ ritual es sostenida aún por las distintas Iglesias, pero éstas si1ben muy bien que no pueden defenderla más que de un modo totalmente limitado. La época de las luchas entre el poder político y el religioso está superada; ahora se inicia la del acuerdo y de lt. alianza, que no será menos fructuosa para el segundo. Al abrazar lll causa de las diferentes razones de Est1do, las Iglesias se convierten en sostén del orden cense­ tuido aun con mayor intensidad que antes. La uni6n del trono y del altar, en el seaddc moderno de la expresión, data de este momento. Frente a la abdicación, que no parece muy sen­ sible, • la absoluta supremacía ética, se produce una beneficiosa inserción del clero en la vida de las nuevas clases dirigentes. Los poderes políticos y las socicdlldes eeropees aún tenían necesidad de él. Las iglesias --atólicas en los países católicos, protestantes en los demás-- ofrecían todas magníficos instru­ mentos de gobierno: desde la beneficencia a la instrucción, desde la predicación a la diplomacia. Así, no wda en prcdu­ cirse una extraordinaria coincidencia de intereses religiosos y politicos en el seno de determinadas áreas, y un orgánico, amplisimo y recíproco intercambio de servicios, 1sí como un enorme entrelazamiento de funciones.

O.da. país se inserta en este proceso según formas propias, pero no por ello con una smctODfa mecánica, sino más bien con una simultaneidad fundamental que 11barca más de un siglo. El primer Estado europeo en que esto se revela claramente -ya lo hemos dicho-- es España, plfs en que el problema religioso se afronta juntamente con el étnico desde la segunda mítad del siglo xv. Aunque d problema se orienta inmediat1.mente hacia una rápida e imperiosa solución, sus secuelas se prolon­ prúi huta comienzos del siglo XVII. También por esta anti-

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dpaci6n sobre el resto de Occidente en unir la política y las creencias, en España será menor la penetración de la refor­ ma protestante, de igual modo que está fuera de duda que su decisión de resolver las propias cuestiones internas de esta índole la situará en primera fila en la reorganización católica europea. Del imperio ya hemos hablado también. Este repre­ senta el extremo opuesto, la zona del contmeme donde el pro· ceso de reajuste ha sido más laborioso y donde no llegará a una verdadera r,:alización. Baste añadir ahora que la lucha entre católicos y protestantes se desarrolla en una amplísima escala y continúa después de medrados del siglo XVI. En la primera mitad del siglo se asiste en la zona occidental a la difusi6n del luteranismo, pero no a la imposición de un gran Estado protestante; cada príncipe instaura el nuevo credo o restablece el viejo en su propia casa. Por otra parte, la futura reacción católie1 de la Austria imperial de los Habsburgo cho­ cará contra la Alemania luterana y reftuirá hacia los Balcanes. En cambio, es mucho más clero el destino religioso de Francia. Decididamente caracterizado por la afirmación en este país de la otra tendencia mayor del campo protestante, el calviniamo, tal destino no se resolverá hasta el curso de la segunda mitad del siglo XVI. Aunque de doble signo, desde el punto de vista confesional en cuanto al resultado, el caso de los Falses Bajos es totalmente análogo al francés; aderruís, los Países Bajos tien­ den a resolver, y en parte lo consiguen, su problema nacional juntamente con el de su fe.

Por último, es característica la separación de Inglaterra de la catolicidad y su ingreso en el campo reformado. Las exigen­ cias de renovación y de liberación eclesiástica se unen en est1 isla a las del poder centralizador monlllquico. La repudiación de Catalina de Aragón pot parte de Enrique VIII fue la causa ocuional y el demento catalizador del cambio político-religioso. Hechos de naturaleza tan diversa como la rebelión teológico. dogmática de Lutero y la sucesión dinástie1 de la familia real ll)glesa resultan ligados entre sí, en la Europa de la primera mitad del siglo XVI, por el conjunto de problemas que hemos tratado de esclarecer. Que el incentivo proceda del drama de un monje o del de un rey, la necesidad de un replanteamiento de las estructuras religiosas respecto • las políticas y sociales es ya tal que da origen a que fenómenos aparentemente hetero­ géneos produzcan efectos enteramente análogos. Por lo demás, el conflicto de las indulgcnciu que encendi6 la lucha confe­ sional en Alemania no difería tanto del ceeedc en Inglaterra por los preceptos canónicos sobre el matrimonio: los dos eran ramificaciones de la fronda burocrático-espiritual con que el PIPldO y el clero hab[m cubierto • Occidente. Pua asegurar la

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continuidad de su propia familia en el trono, y al ver que de otro modo no habría podido vencer la obstinación romana, Enri­ que VIII, apenas discutido por los prdados y por la nobleza de su país, se hizo proclamar jefe supremo de la Iglesia de Ingla­ terra (febrero-mayo 1531) e hizo coronar reina a su nueva espo­ sa, Ana Bolena (1 junio 1533). Al mismo tiempo, sin embargo, intervenía vigorosamente en la reforma del clero, aboliendo las anualidades y suprimiendo los privilegios eclesiásticos en el campo legishitivo y en el jurisdiccional El nombramiento de obispos puaba a ser una prerrogativa real, a la vez que se prohibla todo tributo financiero a la Santa Sede y una parte de las rentas del clero pasaba a la corona. Las órdenes religiosas no fueron suprimidas inmediatamente, pero todos sus miembros, como cualquier sacerdote, fueron obligados a predicar pública­ mente la supremada del rey en materia de jurisclicción reli­ giosa.

Así, hacia mediados del siglo XVI la geografía eclesiástica de la Europa Occidental estaba ya profundamente transformada, al

igual que la política, respecto a un siglo antes. Sin dude, los historiadores han prestado a estos cambios, muy espectaculares y a veces más institucionales que inmediatamente efectivos, superior atención que a las continuidades o a las v1tiaciones que no llegaron a resultados claros y duraderos. Se conocen muy bien las vicisitudes de las disputas teológicas, la aparición de las doctrinas diferentes del dogma tndicionll o contrarils a él, las actitudes de los distintos poderes eclesiifsticos y polí­ ticos. Pero no se conoce tan bien en qué medida las elabora­ ciones te6ricas, debidas en gran parte I miembros del clero antiguo o nuevo, fruto de una mentalidad fuertemente marcada por el patrimonio teológico, forresponden a las reacciones de la sensibilidad colectiva, a los repliegues de las creenciu en la masa de los fieles, a las tendencias de su piedad. Por otra parte, debe subrayarse el hecho de que ya es muy claramente perceptible, hacia mediados del siglo xvr, una cultura laica que no se encuentra ya en posición de inferioridad ante b visión tradicional del mundo, sea religios1 o filosófica.

Si nos limitamos al sector de las creencias, tal como apare­ cen en sus formas eclesiásticas, se observan también novedades de gran relieve. Ante todo muestran un renuevo de vitalidad, tanto en el campo que sigue siendo católico como en el que se ha hecho protestante. Ya hemos dicho cómo del protestan­ tismo, y casi simultáneamente con su primera aparición, se separan, muy pronto y en gran número, movimientos de dife­ rente amplitud y duración. Estos tuvieron un éxito correlativo a la importancia de los estratos socíeles en que se difundieron, a la fuerza de los poderes políticos que los 509tuvicron, a las

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coyunturas económicu, 1 las persecuciones de que fucrOtl ob, jeto. La suerte de cada Iglesia reformada estuvo inB.uida pot tales facton:s ¡enerales, pero también los demento, que articu· lm la vida de los Estados occidentales extrajeron a menudo de las nueves formulacionca religiosas mayor vigor o clatidlld. En ocos 1bmin011, 11 dlmcnsi6n 1cnéricameme llunada rdigiQU es todavía una de las estructuru bbicas de la vida europea del siglo xvt, pues a navés de ella se manifiestan pcxlcrosas energfu que forjan y moldean d desarrollo hlst&ko general. La religión, en ruma, se manifiesta todavía en este periodo como una fuen.a (de inercia o dinámica, según las aprccücio­ nes, y a veces según las 1itu1<:iones objetivas), peto, de todos modos, real y dctermin1t1te. Esto sucede no sólo en la forma arriba mencionada, corno inserci6n fuertemente acentuada del clero en la vida pública, lino tambiffl oomo m1nifcstación con· creta de fe y 16rmaci6o activa de ttecncias. Inevitebjereente, estas cncraln espirituales pasan, en general, por el tamiz del clero y son canalizadat lo más po,ible por los ministros del culto; sin embargo, brot1t1 abundantes, obstlllldu u obtusas, libcradous o destructor-u, según lo1 ceses.

Como este fenómeno se desarrolb, sobre todo, más allá del pedodo aqul considerado, bastar, hk-er alusi6n a sus dos "" pcctos dplc:o., uno en el ampo católico y ouo en el protes­ unte.

Es indispcnuble &ituar en d cuadro de las nuevas órdenes �ligiosu dd sig)o xvr y en d conjunto de la reorganización cclcsiútia rotn.1na la fuoción y el si1nificado de la C,ompañh de Jesi1s. Pero, ¿cómo no subraytir que ést1 c1, al miemc tiempo, un producto espontáneo de 11 temper1tur1 religiosa y un instrumento de la polftica eclcsiistica que se impone I

putir de 11 primerl mitad dd siglo XVI en los Plbes que han permanecido 6eks a Roma? Se uata, lllte todo, de una oorn­

pa6!1, es decir, de un1 agrupación de soldadoa. En lenguaje actual, por tratarse de funciones no militares ni prácticas, se podría traducir: de 1<:tivistas. El espatiol Ignacio de Loyola (1491-ll16) la e:sbo2a en Parf¡¡ en 1.5}4, l.11 funda en Vena:11 en J5J7 y obtiene la 1probld6n de Paulo 111 en 1540. En los mismo, dios, la comisión cardenalicia encarpc\1 por el pon· dfice de esrudler los métodos más adecuados para una reforma del clero había proyectado la extinción de rodas las órdene1 Wltcntcs. -fuentes de tantos csc,ndalos- y 11 no creación de otras. Pero la Compafifa 6oC parufa muy poco I las comu· nidades medievales. No se preocupaba de los oficio, litúraicos a recitar en común en J05 diferentes momentos del día, y repu­

diaba el principio ideal en que se hahllll inspirado las 6rdenes mendicantes: C111da colegio y cada noviciado jesuiu debía tener

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11 propiedad de bienes establecidos, suficientes para el -,cm.

miento de maestros y disdpulos. En cambio, eoarbolaba un programa destinado a convertirla en uno de los pilares de la nueva catolicidad: la obediencia absoluta al papa (consagrada por un voto cspccW) y la conformidad mis estricta ron 11 doctrina que Li lglcs.ia de Roma sancionase. Es decir, el jesuita se convcrtl1 oo en un monje mú o mcoos extraño, el menos teóricamente, a los nego<:ios de este mundo, y tampoco s6la en un sacerdote dedicado al cuidado de los fieles, sino en un sacezdote polhico; un reli¡io50, dl wm•, compk:tlltDCDtc entre­ gado a la aun pontificia y pal.elfo de ella, tanto cu el pl1DO del dosma come en el de la propa¡mda o en d de los asuntos rn.'5 terrenales.

El éxito de la Compañia de Jesús, para la que la gloria de Dios se idc.ntificaba con d triunfo de los intereses c•tólicot 111 como 11 monarquía pepal los ddi.nfa y ensdaba, fue irunc. diato y fulgurante. EU. representaba el cuerpo ec1ai,1tico mis funcional del mundo romano. Los miniltros calvinistas fueron, a su vez, los activistas mis dinámicos de II reforma prores­ ante. N,nuralmcnte, no pueden olvidarte, al m1rgen de en• analogfa, las profundas diferencias entre los aetivi,m de la catolicidad y Jo, de la rdorma, J)CfO ñ;tas proceden, sobre todo, de las diferendu entre las estructuras culturales y sociales a que están unidas. Ciertamente, el jesuita sólo quiere su soldado de Cristo con la bandera del papa y del propio ¡eocral, mientras el calvinUta quiere vivir su propia fe I la hn directa de la Escrinua. Pero s.i d Dios de Calvino (1509·1564) es, sin dudl, más elevado moralmente que d de cualquier pontífice romano, la organización cclesiútica creada por el re­ formador franté, tiende a hacerse férrea y tiránica. En electo, no hay dios má, pedll&Ógioo que: el de Calvino, y sólo sw mini.siros pueden sciie1ar convenien1croen1e sus designios. En el plano de la eficacia pnk1ic1, no hay libro, en toda la literatura protestante, que haya consolidado llllto y prestado dinamismo I la causa de la reforma como la Instilution de /11 rdi¡ion chrt­ tkn1't (15.36 y sucesivas reviSIDncs). La excomunión es conaide­ nda un honor, as.l romo la lucha contra los •hercies•, hasta su supresión füica. La Iglesia calvinista, en suma,, se consagra pron­ to como la más sólida y fuerte entre todas las que la rebcli6n luterana ha üriginado, gradas no sólo a lu medidas disciplinarias, sino tambifo a la decidida afumaci6n de ciertos dogmas, como, sobre iodo, el de II prcdestioaci6n. En efecto, este Ultimo canaliza la exigencia de Wvación individual, discíplinándola en el seno de un organismo ecleslésdcc renovado. Las energfaa religiosas liberadas pot lt reforma, durante un período casi sin otro control que el de si mismas, se reúnen ahora de nuevo

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en torno a instituciones eclesiástku como el consistorio de los pastores y los sínodos. A su vez, la teCOnStituida Iglesia calvi·

nista se preocupa mucho más que la medieval de la rectitud, al menos exterior, de sus fieles y de su morigeración. Ella contribuirá a formar colectividades humanas de costumbres so­ cialmente vi¡iladas, compuestas de miembros éticamente mís

conscientes y civiles. Por primera vez en la historia de Occí­

dente la función moral del cristianismo será ejercida, or¡á. nicamente, atendiendo más a la vida terrenal que al destino celestial del creyente.