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Fantástico de ficción y fantástico de dicción. Otra mirada sobre el “realismo mágico” de Gabriel García Márquez A pesar de ser nuestro contemporáneo, para la historia literaria latinoamericana, Gabriel García Márquez fue un clásico mucho antes de su muerte. Con más razón lo es ahora, que ya no está. Y, si bien a primera vista, del otro lado espera la inmortalidad, en realidad el ingreso al panteón supone un alto costo. Se sabe que, al autor clásico, del otro lado también lo amenaza una segunda muerte, simbólica: a menudo con las mejores intenciones de rendirles homenaje, pero obviando su real comprensión, los contemporáneos suelen transformar a los clásicos en una imagen petrificada, rígida, esquemática, de la que se ha escurrido la vida. Inamovible y reiterada por comodidad, ésta se convierte en una etiqueta o un mero lugar común. Entonces ¿cómo leer hoy a García Márquez sin “matarlo” por segunda vez? En esta ocasión me propongo detenerme sobre el tópico quizás más recurrente y más importante, el tan pregonado “realismo mágico”, porque es el primero en desvirtuar la recepción de la obra de García Márquez y en falsear su perfil de escritor. Sin embargo, el análisis de este tópico conduce cada vez más lejos, hasta el punto en que se podría perfilar una propuesta conceptual que quizás refresque y arroje nueva luz sobre la categoría tan manoseada y desgastada del 1

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Fantástico de ficción y fantástico de dicción. Otra mirada sobre el “realismo

mágico” de Gabriel García Márquez

A pesar de ser nuestro contemporáneo, para la historia literaria

latinoamericana, Gabriel García Márquez fue un clásico mucho antes de su

muerte. Con más razón lo es ahora, que ya no está. Y, si bien a primera vista, del

otro lado espera la inmortalidad, en realidad el ingreso al panteón supone un alto

costo. Se sabe que, al autor clásico, del otro lado también lo amenaza una

segunda muerte, simbólica: a menudo con las mejores intenciones de rendirles

homenaje, pero obviando su real comprensión, los contemporáneos suelen

transformar a los clásicos en una imagen petrificada, rígida, esquemática, de la

que se ha escurrido la vida. Inamovible y reiterada por comodidad, ésta se

convierte en una etiqueta o un mero lugar común. Entonces ¿cómo leer hoy a

García Márquez sin “matarlo” por segunda vez?

En esta ocasión me propongo detenerme sobre el tópico quizás más

recurrente y más importante, el tan pregonado “realismo mágico”, porque es el

primero en desvirtuar la recepción de la obra de García Márquez y en falsear su

perfil de escritor. Sin embargo, el análisis de este tópico conduce cada vez más

lejos, hasta el punto en que se podría perfilar una propuesta conceptual que

quizás refresque y arroje nueva luz sobre la categoría tan manoseada y

desgastada del “realismo mágico”, a menudo convertida en mera etiqueta. La

referencia a lo mágico parece ser inevitable cuando se trata de la obra del nobel

colombiano. Pero, dependiendo de cómo se le entienda, lo mágico en García

Márquez puede ser una interesante clave de lectura o un mero lugar común, un

estorbo para la real comprensión de su obra.

Para poner de manifiesto esta relevante distinción conceptual y axiológica

recurriré a unas cuantas propuestas teóricas ya clásicas y a otras más recientes

sobre lo fantástico, categoría que abarca lo mágico en el sentido que cobra en

García Márquez, ya que ambos términos han sido empleados con referencia a

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textos literarios de muy diversa índole. Como punto de partida tomaré las

reflexiones del propio García Márquez en una de sus conversaciones con Plinio

Apuleyo Mendoza, publicadas en El olor de la guayaba (1982), donde distingue

dos tipos de fantástico: a uno lo llama fantasía y lo desprecia, al otro lo denomina

imaginación y lo reivindica. Partiendo de un caso concreto, el de “La

metamorfosis” de Kafka, el escritor llega a plantear el tema de la literatura

fantástica en general, de la auténtica, valiosa, y de la que considera parásita,

despreciable:

Por lo pronto comprendí que existían en la literatura otras posibilidades que las racionalistas y muy académicas que había conocido hasta entonces en los manuales del liceo. Era como despojarse de un cinturón de castidad. Con el tiempo descubrí, no obstante, que uno no puede inventar o imaginar lo que le da la gana, porque corre el riesgo de decir mentiras, y las mentiras son más graves en la literatura que en la vida real. Dentro de la mayor arbitrariedad aparente, hay leyes. Uno puede quitarse la hoja de parra racionalista, a condición de no caer en el caos, en el irracionalismo total. […] creo que la imaginación no es sino un instrumento de elaboración de la realidad. Pero la fuente de creación al fin y al cabo es siempre la realidad. Y la fantasía, o sea la invención pura y simple, a lo Walt Disney, sin ningún asidero en la realidad, es lo más detestable que pueda haber (1998: 44-45).

Entonces, para García Márquez, lo fantástico entendido como “imaginación”

(la categoría más amplia donde se inscribiría también el realismo mágico) es un

instrumento, más fino que el que ponía a disposición la estética realista, que

permite conocer en profundidad la realidad colombiana, o en general,

latinoamericana. Y, al mismo tiempo, captar unas verdades sobre la manera de

ser del colombiano y del latinoamericano, sobre su identidad, que no se habían

podido expresar en la novela regionalista, cuya estética es de corte realista-

costumbrista. Este tipo de fantástico, que es el así llamado “realismo mágico”, no

está en absoluto desvinculado de la realidad, al contrario, lejos de eludirla, se

plantea como instrumento para entenderla mejor. Recurriendo a la distinción

propuesta por Roger Caillois en Imágenes, imágenes (1970), se podría decir que

no es un fantástico como el de los cuentos de hadas1 ―tradicionales o

1 Ver el capítulo titulado “Del cuento de hadas a la ciencia-ficción”, pp. 9-42 del libro ya citado.

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modernos―, de tipo sobrenatural, mágico en este sentido. El realismo mágico de

García Márquez es más bien un fantástico que explora la parte desconocida del

mundo, misteriosa no porque sea sobrenatural, porque proceda del más allá, sino

porque representa otra dimensión de la realidad y de la existencia, que se escapa

al conocimiento racional y sólo puede ser explorada a través de instrumentos

como la imaginación.

En realidad, todos los grandes autores de literatura fantástica del siglo XX

latinoamericano comparten esta concepción de lo fantástico y rechazan, más o

menos vehementemente, el fantástico de tipo cuento de hadas (Roger Caillois).

Cortázar ironiza la mala literatura fantástica donde la otra lógica no alcanza a

cuajar y, por lo tanto, lo extraordinario aparece como la incrustación de un cuerpo

extraño, como una intrusión ilógica e incoherente que el escritor argentino ilustra

con un ejemplo revelador: “una señora que se ha ganado el odio minucioso del

lector, es meritoriamente estrangulada a último minuto gracias a una mano

fantasmal que entra por la chimenea y se va por la ventana sin mayores rodeos”

(1993: 406). Encuentra todavía peor el “socorrido modelo de la casa encantada

donde todo rezuma manifestaciones insólitas, desde que el protagonista hace

sonar el aldabón de las primeras frases hasta la ventana de la buhardilla donde

culmina espasmódicamente el relato” (1993: 407). Un fantástico de esta índole

supone la cancelación momentánea o total de la realidad desplazada, en este

último caso, por “una especie de full-time de lo fantástico” que invade “la casi

totalidad del escenario con gran despliegue de cotillón sobrenatural” (1993: 403).

Es un fantástico de tipo anecdótico, a menudo kitsch, de efectos especiales,

diríamos hoy, bajo la influencia del lenguaje cinematográfico, un fantástico de

contenido. Todos los grandes autores de literatura fantástica del siglo XX

latinoamericano se distancian de esta clase de fantástico: a través de su obra o de

reflexiones críticas en artículos y entrevistas, dejan en claro que el fantástico que

ellos practican es de índole muy distinta.

Por supuesto, la propuesta de García Márquez es también muy diferente de

esta literatura que recurre a la magia para distraer, divertir o consolar al lector,

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sacándolo por un rato de su aburrimiento cotidiano: tiene una importante

dimensión crítica, que hoy en día a menudo se olvida cuando se pinta al nobel

colombiano ―de manera exagerada y unilateral― como a un ser acrítico,

aproblemático, inauténtico, que pactó con el poder. De hecho, desde sus primeras

obras, García Márquez es un rebelde ante la realidad, en el sentido en que Mario

Vargas Llosa entiende la rebeldía del escritor2, como condición sine qua non de su

autenticidad. Sinónimo de espíritu crítico, cuestionador a la hora de interpretar el

mundo, la rebeldía ante la realidad, que experimenta todo verdadero escritor,

queda según Vargas Llosa perfectamente ilustrada por el caso concreto de García

Márquez.

Los protagonistas de las obras de García Márquez, anteriores a Cien años

de soledad, también son seres rebeldes y muy críticos, aunque su apariencia sea

a menudo modesta. Como ejemplos elegiré una obra situada en Macondo y otra

cuyo escenario es el pueblo, para tener en cuenta la clasificación que propone

Vargas Llosa en el libro ya citado. Recordemos al personaje del médico de la

primera novela, La hojarasca, al que Adelaida, la esposa del coronel,

confundiéndolo con un alto mando del ejército, lo recibe con todos los honores,

saca la mejor losa que hay en la casa y pone la mesa como para un invitado

especial. Y luego, desengañada de que sea un hombre sencillo, no se lo perdona

el resto de la vida. El doctor se sienta a la mesa y pide hierba para comer.

“¿Qué clase de hierba, doctor?”

Y él, con su parsimoniosa voz de rumiante, todavía perturbada por la nasalidad:

“Hierba común, señora. De ésa que comen los burros” (p.28).

Sin embargo, este hombre tan sencillo, tan descomplicado, ante la traición

del pueblo se muestra incorruptible. La gente del pueblo, novelera, prefiere a los

médicos de la compañía bananera, que reparten píldoras de colores, y se olvida

de su doctor de siempre. Por eso, “iluminados los duros ojos amarillos”, según lo

subraya el texto, el doctor se niega a prestar ayuda médica cuando llegan, de

2 Ver García Márquez: Historia de un deicidio (1971).

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golpe, cantidad de heridos al pueblo, a los que, se sobreentiende, los médicos de

la compañía no atienden. El trasfondo histórico de la escena es la masacre de las

bananeras, uno de los “demonios históricos” más importantes en García Márquez,

según Vargas Llosa, en el libro ya citado. El médico opta por encerrarse de por

vida en su casa, enfrentando el rencor colectivo. Es su manera de rebelarse ante

una realidad mediocre, que no le da la talla, y lo decepciona. Un solo hombre lo

entiende y se le acerca como amigo: el coronel, cuya altura moral le había

proporcionado indiscutible prestigio y autoridad en el pueblo. Sin embargo, en el

único conflicto que tienen, es la altura moral del médico la que sobresale y

empequeñece al propio coronel. La escena es provocada por el enredo amoroso

del médico con la criada, Meme, hecho que contraría gravemente los principios

que gobiernan la casa del coronel. El médico debe abandonar inmediatamente la

casa a petición de su único amigo, pero el que se queda se siente “trastornado,

culpable”, mientras que el que se va lo hace con la frente en alto y “en paz consigo

mismo” (2008: 104), echándole encima al coronel “todo el peso de su dignidad”

(2008: 103).

Recordemos también al protagonista de El coronel no tiene quien le escriba:

un hombre honesto y muy decente, muy formal, pero al fin y al cabo un perdedor

desde el punto de vista del curso de la historia. El mundo ya no es de los seres

como el coronel, sino de los don Sabas, arribistas sin escrúpulos que, gracias a la

política, llegan rápidamente a ser los nuevos ricos del pueblo. Sin embargo, a

pesar de ser un hombre intachable, muy sobrio y educado, el coronel se rebela

con una fuerza y una grandeza excepcionales ante la corrupción de su mundo,

con sus valores y su orden social. Desengañado por el comportamiento mediocre

de su compañera de toda una vida, sigue resistiendo solo: medio siglo después de

la rendición de Neerlandia, se da cuenta de que él personalmente aún no se ha

rendido. Decide no vender el gallo, no aceptar el trato deshonesto, el chantaje del

nuevo rico del pueblo y los desafía a todos al pronunciar la única grosería de su

vida en el inolvidable final de la novela3.

3 La mujer se desesperó.“Y mientras tanto qué comemos”, preguntó, y agarró al coronel por el cuello de franela. Lo sacudió con energía.

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Ambos personajes, tanto el médico como el coronel, son producto de una

mirada aguda sobre la realidad colombiana de comienzos del siglo XX. Una

mirada crítica sobre la penetración de la modernidad en Colombia con todos los

procesos y fenómenos sociales y culturales que ésta conlleva. García Márquez

constata con nostalgia y reproche como, en los albores del nuevo mundo, quedan

cada vez menos seres humanos tan nobles y valiosos como el médico y los

coroneles de ambas obras.

Estos dos ejemplos rápidos, extraídos de dos textos muy conocidos, dejan

en claro que los protagonistas de García Márquez, lejos de ser superhéroes de

cuentos de hadas tradicionales o contemporáneos, son verdaderos héroes

problemáticos en el sentido de G. Lukács. Expresada sobre todo a través de los

perfiles axiológicos de los protagonistas, la dimensión crítica y social de estas

obras se hace evidente para el lector. No así ocurre con Cien años de soledad,

cuyo caso merece un comentario aparte.

De toda la gran literatura fantástica latinoamericana del siglo XX, la que

más ha sido confundida con el fantástico del cuento de hadas ha sido la literatura

de Gabriel García Márquez, debido precisamente a Cien años de soledad.

Estamos ante un fenómeno complejo, cuya explicación involucra también muchos

factores extra-literarios, relacionados con la recepción de la obra; por ejemplo, el

enorme éxito de esta visión de América Latina y de este tipo de escritura

identificadas de manera banal por el gran público como “realismo mágico”. En el

prólogo a una ambiciosa antología del cuento contemporáneo latinoamericano

(Líneas aéreas, 1999), Eduardo Becerra analiza el fenómeno desde la perspectiva

del momento actual, en el umbral del nuevo milenio:

El éxito reciente de algunas narradoras tiene mucho que ver, aparte de otros

factores, con la revitalización en sus argumentos del aparato mágico, que

últimamente parece haberse instalado en los fogones de las cocinas; en parecida

―Dime, qué comemos.El coronel necesitó setenta y cinco años ―los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto― para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:―Mierda (2002: 95).

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dirección, no resulta infrecuente en el espacio de la crítica la aplicación

indiscriminada del sambenito mágico-realista a todo libro y autor latinoamericano

que desembarque en las librerías españolas (1999: XXI).

De otra parte, el éxito de ventas y el consumo masivo en América y en

Europa afecta también la recepción de la obra de García Márquez, favoreciendo la

aparición de muchas lecturas pobres de su obra. Varios epígonos usan el realismo

mágico como una receta de cocina o una fórmula mágica. Tanto las editoriales

como el gran público exigen con avidez más y más de lo mismo. En este contexto,

muchos lectores, y frecuentemente la crítica también, acaban metiendo en el

mismo gran saco del “realismo mágico” todas estas producciones.

Sin embargo, lo que hacen los epígonos al tratar de copiar a García

Márquez no es sino aparentemente lo mismo. En realidad, es todo lo contrario:

imitar la apariencia del discurso del realismo mágico, pero traicionar su esencia,

convertirlo en un cuento de hadas, desprendiéndolo de lo que era su fin último:

alcanzar una visión comprensiva y profunda sobre América Latina y sobre

Colombia. De Cien años de soledad sólo se han quedado con las lluvias de flores

amarillas, con los fantasmas que pasean como Pedro por su casa y con

Remedios, la bella, que sube a los cielos envuelta en las sábanas que tendía al

sol, en el patio. Esta es la recepción masiva y, desde luego, reductora de la visión

de García Márquez sobre Colombia y América Latina. Desafortunadamente la

propia casa memorial de Aracataca difunde tales imágenes para el consumo de

turistas de todo meridiano. Bacinillas adquiridas por el museo y expuestas para el

asombro del japonés, con la esperanza de hacerle creer que son las mismas

mismísimas del famoso episodio de Cien años de soledad…. Las infaltables

mariposas amarillas, confeccionadas en papel y prendidas con chinches al tronco

de los árboles… (Quizás éste sea uno de los recursos más socorridos para situar

a García Márquez en un ambiente feérico, “diferente”, de cuento de hadas: ver

también la etiqueta del ron “Maestro Gabo”, “realmente mágico”, como dice la

publicidad, donde una figura vetusta de García Márquez aparece en un nimbo de

maripositas amarillas.) Y, para coronar, los mágicos souvenirs con lemas

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entusiastas: “¡Vive el realismo mágico!”, rayando en el spot publicitario al estilo del

Ministerio de Comercio, Industria y Turismo: “Colombia es realismo mágico…” Son

unos cuantos ejemplos solamente de lecturas reductoras, empobrecedoras, muy

poco comprensivas con la gran novela que es Cien años de soledad, a pesar de

que aparentemente le rindan homenaje.

Tal como lo practican los epígonos, el realismo mágico se transforma en un

fantástico gratuito, de evasión, parásito, a lo Walt Disney, que es justamente el

tipo de fantástico que García Márquez más odiaba y del que toma claramente

distancia. Un fantástico que explota la fascinación ejercida desde siempre por los

poderes sobrenaturales sobre el ser humano. Hacerle trampa a la muerte y a la

vejez, vivir y permanecer joven eternamente. O desaparecerse como tocado por la

varita mágica el día cuando toca cumplir con algún deber o tarea ingratos. Pero,

en el fondo, este tipo de magia, que desde siempre ha fascinado al ser humano,

muy explotado en la literatura comercial ―los best-seller de Paulo Coelho, por

ejemplo―, no deja de ser un truco barato y fácil para enganchar al lector. Lo

explica con mucha agudeza crítica, y a la vez con mucho humor, Héctor Abad

Faciolince en un artículo titulado “¿Por qué es tan malo Paulo Coelho?”, aparecido

en El Malpensante.

Es importante, entonces, volver a revisar las reflexiones teóricas más

resistentes sobre lo fantástico y lo mágico, o maravilloso. En la introducción a una

antología reciente, trabajo de referencia sobre la literatura fantástica (Teorías de lo

fantástico, 2001), David Roas insiste en la importancia que tiene para la definición

de la literatura fantástica la oposición, ya señalada por muchos autores, entre lo

fantástico y lo maravilloso, y no solamente la más general (y, desde luego, muy

controvertida) entre lo fantástico y lo real. El realismo mágico sería para el teórico

español una “forma híbrida entre lo fantástico y lo maravilloso” (2001: 13).

Comparto su visión en cuanto reconoce la necesidad de abrirle un espacio propio

al realismo mágico entre las categorías propuestas por Todorov, entre las que no

encaja sino en los intersticios. Sin embargo, más que situarlo a medio camino

entre lo fantástico y lo maravilloso, me parece importante destacar que el realismo

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mágico problematiza la frontera entre lo fantástico y lo maravilloso, lo cual no

implica en absoluto que esté más cercano al inocuo, aproblemático cuento de

hadas que otros tipos de fantástico. Por lo tanto, a mi entender, no estamos

solamente ante una forma híbrida más, semejante al “maravilloso cristiano”4, sino

que el realismo mágico ofrece mucho más: a través del encantamiento no

conflictivo que propone, problematiza y cuestiona la realidad que todos

conocemos. En otras palabras, la ausencia de conflicto, de choque violento y

desestabilizador entre dos órdenes distintos no convierte automáticamente lo

fantástico en un cuento de hadas, porque no implica obligadamente la ausencia de

la dimensión crítica y del carácter problemático. Este choque, que origina la

famosa “vacilación” del lector, clave en la propuesta de Todorov, no es la única

posibilidad que tiene la literatura fantástica para cuestionar la realidad, como

intentaré demostrar más adelante, analizando el caso del realismo mágico. Es

más, me atrevería a decir que no solamente no es condición sine qua non para

que el discurso fantástico tenga una dimensión crítica, sino que su presencia ya no

la garantiza en absoluto. Todo recurso acaba automatizándose, como lo

demuestra la evolución del cuento contemporáneo5.

Para dilucidar este asunto es esencial distinguir entre fantástico y

“neofantástico”, según la propuesta de Jaime Alazraki (1983), o entre un

“fantástico decimonónico” y un “fantástico contemporáneo”, según David Roas

(2001). Mientras Todorov analiza el fantástico decimonónico, el realismo mágico

se inscribiría, a mi modo de ver, como un caso particular de discurso fantástico 4 Según David Roas, “en este tipo de relatos, lo aparentemente fantástico dejaría de ser percibido como tal puesto que se refiere a un orden ya codificado (en este caso, el cristianismo), lo que elimina toda posibilidad de transgresión (los fenómenos sobrenaturales entran en el dominio de la fe como acontecimientos extraordinarios pero no imposibles). Eso explica otra de las características fundamentales de estos relatos: la ausencia de asombro en narrador y personajes” (2001: 13). Sin embargo, al final del subcapítulo, el autor matiza la semejanza que había establecido entre el realismo mágico y lo “maravilloso cristiano”, situando al primero más cerca de lo fantástico y al segundo más cerca de lo maravilloso, lo “fantástico puro” (14).5 Ver “Tesis sobre el cuento” en Formas breves, donde Ricardo Piglia distingue dos modelos de cuento, el “clásico (Poe, Quiroga)” y la “versión moderna” que “viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, y del Joyce de Dublineses”. Partiendo de la premisa de que “un cuento siempre cuenta dos historias”, Piglia analiza la manera cómo éstas se relacionan: “El cuento clásico a la Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola”. La aguda observación del escritor argentino permite pensar que el cuento, cuyos rasgos genéricos son especialmente afines a los propósitos de la literatura fantástica, experimenta quizás una evolución paralela a la de la categoría de lo fantástico.

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cuyo trasfondo histórico ya no son la modernidad temprana y la ideología ilustrada,

sino la modernidad tardía, en crisis (y, además, criolla, latinoamericana, periférica,

en el caso de García Márquez), o la posmodernidad. Por esta razón, la propuesta

de Todorov y otras anteriores glosadas por él, cuyo corpus de referencia es

igualmente el fantástico decimonónico, no pueden ofrecer los instrumentos

teóricos adecuados para abordar el discurso mágico-realista. Al contrario, podrían

desenfocar su visión de la realidad americana y conducir al crítico a conclusiones

equivocadas. Sin embargo, los límites de estas propuestas se derivan, a mi modo

de ver, de las diferencias notables del corpus de textos abordado y no tanto de los

límites del enfoque, como a menudo se le ha reprochado a Todorov. La noción de

orden (fantástico vs. natural) es fundamental tanto para las propuestas de los

autores franceses glosadas por Todorov, como para la propia teoría del crítico

búlgaro, según la cual el fantástico surge en el momento de “vacilación” o

“incertidumbre” (1999: 24) entre los dos órdenes, que no permite al lector optar

definitivamente por una de las dos lógicas. Pero, a diferencia de las propuestas

anteriores, Todorov insiste en que el rasgo diferenciador del género fantástico es

que la vacilación, que puede experimentar también el protagonista o los

personajes, acompañe siempre y durante toda la obra al lector.

La crítica contemporánea me parece muchas veces injusta con el Todorov

de los setenta, autor de la Introducción a la literatura fantástica, cuya propuesta

considero irreductible al enfoque temático o estructuralista, pues a ambos supera

con creces. Su insistencia en la famosa y tan criticada “vacilación del lector” es

mucho más que el reverso o la consecuencia directa de la causa que la produce,

lo cual anclaría la propuesta en lo temático, según la interpretación de David Roas

(cfr. 2001: 15-18). La verdadera intención de Todorov es, a mi entender, definir el

género según el nuevo tipo de lector que crea y la nueva manera de leer que

propone (“ni poética, ni alegórica”, 1999: 29). En últimas, así Todorov no lo afirme,

dejándolo leer solamente entre líneas, se trata de una definición según el pacto de

lectura, un “pacto fantástico”, se podría decir, propio del fantástico decimonónico,

que implica creer firmemente en el mundo real, en la referencialidad de las

palabras, y no solamente en su dimensión simbólica. Sin este ancla firme en la

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realidad no tendría sentido el choque de los dos órdenes, natural y sobrenatural,

de las dos lógicas distintas que provocan la “vacilación” definitoria del género. Se

hace patente aquí, una vez más, que Todorov concibe lo fantástico como un

instrumento para explorar la realidad, por supuesto, desde una nueva perspectiva,

insólita. Por esta razón, no lo convencen las definiciones que ven en la literatura

fantástica el antónimo de la literatura realista-documental, o naturalista.

Detrás de esta concepción de lo fantástico hay, desde luego, una visión

moderna de la realidad, conforme a la cual, el mundo se puede conocer, al menos

en parte, de manera que en la realidad conocida, estable, firme, siempre habrá un

punto de referencia sólido, una base segura desde la cual indagar lo desconocido,

las zonas misteriosas del mundo. Nuestra época ya no comparte esta visión, ya no

cree en una realidad inmutable, que actúe como referente firme y seguro, como

sustancia de contraste para revelar aquello que permanece en la oscuridad.

Según la percepción actual, la realidad es más bien caótica y todo intento de

conocerla no pasa de ser una pía ilusión, lo cual modifica sensiblemente también

la concepción de lo fantástico. Es con este fantástico contemporáneo que debe

relacionarse el realismo mágico y no con el fantástico decimonónico, o con sus

prolongaciones a comienzos del siglo XX. Comparado con este último, el realismo

mágico es efectivamente de índole distinta y superior, en el sentido que desarrolla

Irlemar Chiampi en El realismo maravilloso. Forma e ideología en la novela

hispanoamericana (1983). El planteamiento de la autora brasileña es muy

revelador para el asunto que nos ocupa. No obstante, se echa de menos la

conexión del realismo mágico con el fantástico contemporáneo, con la gran

literatura fantástica latinoamericana del siglo XX y no solamente con sus

comienzos modernistas, que de hecho estaban prolongando un fantástico de tipo

decimonónico.

Según Irlemar Chiampi, a diferencia del discurso disyuntivo de la literatura

fantástica6, que hoy se siente tan caduco como los ideales ilustrados de la

6 Por “literatura fantástica” la autora entiende lo que he llamado aquí “fantástico decimonónico”.

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modernidad, el discurso del realismo maravilloso7 se libera de todo sistema

disyuntivo y, por lo tanto, representa la verdadera superación del discurso realista.

Tratar en términos realistas lo sobrenatural mientras se mitifican los objetos reales

tiene como efecto el desvanecimiento de las fronteras entre ambos mundos, que

permite la no-contradicción entre los dos órdenes, natural y sobrenatural, la

reconciliación de lo que tanto la estética realista como la fantástica decimonónica

concebían como contrarios excluyentes. El efecto es una sensación, reconfortante

para el lector, de libertad, de ensanchamiento del mundo, porque la mirada del

realismo mágico rechaza cualquier tipo de terror frente a lo insólito y propone, en

su lugar, el encantamiento, la integración no antitética: “Lo insólito, en óptica

racional, deja de ser el otro lado, lo desconocido, para incorporarse a lo real: la

maravilla es (está en) la realidad” (1983: 70). Al contrario, la literatura fantástica

(añadamos, decimonónica) se limita a conmover desde los cimientos las

convenciones culturales del lector, sin ofrecerle nada más allá de la incertidumbre,

desestabiliza un orden sin reemplazarlo con ninguna propuesta nueva y por lo

tanto provoca el famoso efecto de extrañamiento, de miedo al sinsentido.

Sin embargo, leyendo a Chiampi se entiende muy bien que el efecto

reconfortante del realismo mágico no se debe confundir con la comodidad

intelectual, con el carácter aproblemático. El lector no recibe nada resuelto de

antemano, al contrario: mientras la literatura fantástica (recordemos, modernista)

instala al lector en lo real, que será su referencia obligada, el realismo mágico lo

deja completamente libre. En el nuevo pacto narrativo del realismo mágico, las

únicas leyes que valen son las inventadas por el propio relato, que no se somete a

ninguna ley ajena, impuesta desde el exterior. Mientras en la narrativa realista

existe una causalidad explícita y en la fantástica (decimonónica) esta causalidad

es cuestionada, en el realismo mágico simplemente es abolida, está totalmente

7 Respeto aquí la opción de Irlemar Chiampi por el término “realismo maravilloso” y no “realismo mágico”. Ver el capítulo “Lo mágico y lo maravilloso” (1983: 49-56) del libro ya citado, donde la autora expone los argumentos en que basa su elección. Sin embargo, en el resto de mi artículo prefiero el término de “realismo mágico”, tanto por razones de uso, como porque el elemento mágico se encuentra efectivamente en la obra de García Márquez, pero resignificado, a través de la forma, y precisamente este hecho ha dado pie a un malentendido recurrente que ha desvirtuado la recepción de su obra.

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ausente. El lector no se ve forzado a optar por uno de ambos órdenes (real o

fantástico), sino más bien invitado a aceptar la coexistencia no conflictiva de estos

dos órdenes distintos y a dudar de la separación entre ambas zonas de sentido.

En conclusión, el realismo mágico es para Chiampi la modalidad no disyunctiva

por excelencia, razón por la cual lo considera un tipo de discurso todavía muy

vigente. A diferencia del discurso fantástico (decimonónico), ya caduco, el

realismo mágico es perfectamente apto para cuestionar el mundo moderno en

crisis y también muy apropiado para abordar la realidad latinoamericana, su

compleja identidad cultural. Por consiguiente, sólo en manos de epígonos, el

realismo mágico puede desconectarse de la realidad sociocultural

latinoamericana, riesgo que en cambio sí asecha a la literatura fantástica

(modernista).

La antología ya mencionada de David Roas incluye dos capítulos dedicados

a señalar los “nuevos caminos” de lo fantástico, es decir, a lo que hemos llamado

el fantástico contemporáneo: uno de Jaime Alazraki, sobre lo “neofantástico”, y el

otro, firmado por Teodosio Fernández, que interesa especialmente aquí porque

pone el foco en lo real maravilloso de América y en el realismo mágico. A

diferencia de Irlemar Chiampi, cuyo enfoque desafortunadamente no contempla

este aspecto esencial, Teodosio Fernández plantea la necesidad de conectar el

realismo mágico con la literatura fantástica contemporánea (cuya vigencia, de

hecho, demuestra), y no solamente con el fantástico decimonónico, producto del

exceso de racionalismo de su época. Desde esta óptica, Teodosio Fernández

supera las limitaciones e inexactitudes de la propuesta de Todorov, con el cual

entabla un enriquecedor diálogo: siempre que se pueda reconocer un ancla en la

realidad, mejor dicho en una concepción de la realidad considerada “normal”, este

punto de referencia no tiene por qué ser identificado automáticamente con la

lógica del racionalismo, como ocurre con el fantástico decimonónico. Lo fantástico

se define en función de una concepción de la realidad que, desde luego, es

histórica, y que no siempre da pie al choque de dos órdenes distintos: puede ser

que se nos estén proponiendo nuevas reglas de juego, como en el caso del

realismo mágico, que los dos órdenes distintos no se puedan distinguir

13

Page 14:  · Web viewSe sabe que, al autor clásico, del otro lado también lo amenaza una segunda muerte, simbólica: a menudo con las mejores intenciones de rendirles homenaje, pero obviando

claramente, pero que precisamente a través de esta ambigüedad se cuestionen

las explicaciones racionales del mundo.

Por lo tanto, si bien con la crisis del positivismo decimonónico nace la

literatura fantástica, su vitalidad no se agota en este período histórico, según los

pronósticos de Todorov. La literatura fantástica no desaparece porque, según le

replica Teodosio Fernández a Todorov, “lo fantástico habla de las zonas oscuras e

inciertas que están más allá de lo familiar y lo conocido. El movimiento de esas

fronteras no implica su desaparición: los avances científicos no terminan con los

misterios, como el desarrollo de la teología no anuló lo insólito de los milagros, ni

el psicoanálisis (contra lo que aparentaba creer Todorov) ha puesto fin al horror de

las pesadillas” (2001: 296). Es innegable que nuestra actual concepción de la

realidad difiere esencialmente de la decimonónica: los contemporáneos ya no

perciben la realidad como inmutable, sólida y ordenada, sino más bien como

indescifrable, incierta, descentrada. Pero, según aclara Teodosio Fernández, esto

no implica la extinción del género porque “postular un orden para la realidad no es

esencialmente diferente de postular un desorden”. Definitorio del género fantástico

no es “la alteración por elementos extraños de un mundo ordenado por las leyes

rigurosas de la razón y de la ciencia”, sino “la alteración de lo reconocible, del

orden o desorden familiares. Basta con la sospecha de que otro orden secreto (u

otro desorden) puede poner en peligro la precaria estabilidad de nuestra visión del

mundo” (2001: 296-297). Por lo tanto, en los siglos XX y XXI, el género fantástico,

lejos de ser desplazado por los avances de las ciencias, naturales y humanas, que

supuestamente lo iban a dejar sin razón de ser, sigue con buena salud y, si para

una mirada más tradicionalista pueda parecer irreconocible, es porque, como todo

género, se redefine a la par que nuestra percepción del mundo.

A mi modo de ver, esta redefinición del género implica una mayor

relevancia de la forma, así como la entiendo aquí, con sus dos vertientes

orientadas hacia la ficción y hacia la dicción, mientras el componente anecdótico,

de contenido extra-estético, puede incluso faltar, como ocurre a menudo en los

cuentos de Borges. A la vez que comprueba esta hipótesis, el planteamiento que

14

Page 15:  · Web viewSe sabe que, al autor clásico, del otro lado también lo amenaza una segunda muerte, simbólica: a menudo con las mejores intenciones de rendirles homenaje, pero obviando

propongo a continuación podría aclarar varios problemas de recepción ya

señalados, que acompañan al realismo mágico: ¿cuáles son la razón y el

mecanismo por los cuales el oro se convierte como por arte de magia en hojalata y

todo el reino rico y esplendoroso de Macondo queda reducido a baratijas de feria,

a un espectáculo kitsch? Y, sobre todo, ¿por qué este fenómeno de recepción se

da precisamente con la aparición de Cien años de soledad, máxima expresión del

así llamado “realismo mágico”? Para mostrar cómo opera esta reducción haré uso,

de manera libre y algo heterodoxa, de las categorías de ficción y dicción que

distingue el teórico francés G. Genette en el libro homónimo. Según Genette,

recordemos, “es literatura de ficción la que se impone esencialmente por el

carácter imaginario de sus objetos, literatura de dicción la que se impone

esencialmente por sus características formales” (1993: 27). Si tenemos en cuenta

la distinción básica que plantea la narratología entre dos estratos del relato, la

fábula o la historia, de una parte, y el discurso, de otra, la ficción se relacionaría

con la historia y la dicción con el nivel del discurso.

En la oposición ficción vs. dicción planteada por Genette, de mucho meollo,

encuentro especial relevancia para el caso de la literatura fantástica, en cuanto

permitiría distinguir entre un fantástico de ficción y un fantástico de dicción. Sin

embargo, tomo distancia de su propuesta cuando asimila el nivel de la historia al

contenido pre-estético, mientras, a mi modo de ver, pertenece al nivel estético.

Como lo explico más detalladamente en un libro recién publicado8, me parece que

se trata de una confusión debida al enfoque esencialista y formal dentro del que

trabaja Genette. Propongo superarlo a través de los conceptos de contenido y

forma (arquitectónica y composicional) elaborados por Bajtin9, que permiten

8 Véanse las pp. 36-48 (Diaconu, 2013).9 En el conocido ensayo titulado «El problema del contenido, del material y de la forma en la creación artística verbal» (1924), incluido luego en Problemas literarios y estéticos (1986), Bajtin propone unos conceptos de contenido y forma muy diferentes de los vehiculados por las estéticas esencialistas que dominaban el campo teórico de la época. Partiendo de la convicción de que la literatura no trabaja con la realidad virgen, neutra, no significada anteriormente, sino con elaboraciones de la realidad existentes en la sociedad, en la cultura, Bajtin considera contenido pre-estético las elaboraciones de los diferentes sistemas interpretativos del mundo existentes en la sociedad, entre los cuales considera más importantes aquellos mediante los cuales el hombre trata de conocer y de valorar el mundo: los valores cognoscitivos y los valores éticos. En la obra literaria los valores cognoscitivos y éticos de la realidad evocada, eso es, del contenido pre-estético, están presentes, pero no en estado bruto sino que se encuentran unificados, culminados, resignificados

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Page 16:  · Web viewSe sabe que, al autor clásico, del otro lado también lo amenaza una segunda muerte, simbólica: a menudo con las mejores intenciones de rendirles homenaje, pero obviando

entender que la fábula o la historia no pertenece al contenido pre-estético, sino a

la forma composicional. Ficción y dicción serían, entonces, en mi concepto, dos

aspectos de la forma composicional, ambas pertenecientes al nivel estético y no al

pre-estético, del contenido. Habría, por lo tanto, un fantástico más orientado hacia

la historia, el fantástico de ficción, y un fantástico más orientado al discurso, el

fantástico de dicción, lo cual haría legítimo un estudio que privilegie el contenido

diegético o de la historia, en el caso de las obras de ficción, y un énfasis en el nivel

del discurso, en el caso de las obras de dicción. Desde mi perspectiva, es

inconcebible la obra pura de ficción o de dicción de la que trata Genette: no

existen estos “estados puros”, sólo existen grados.

Toda obra literaria me parece ser una combinación, eso sí, en distintas

proporciones, de ficción y dicción. En este caso, existiría un fantástico

preponderantemente de ficción y un fantástico preponderantemente de dicción.

Pero el fantástico de ficción no debe confundirse con lo que antes he llamado

“fantástico anecdótico” o “de contenido”. El fantástico de ficción contiene

elementos diegéticos, productos de la imaginación, pero también incluye su

selección, elaboración, reevaluación, que ocurren a través de la forma. En los

elementos de la trama también se plasma, a base de la imaginación, la

elaboración del contenido procedente de la realidad. Ellos no pertenecen a la

realidad extra-literaria, al contenido pre-estético, sino que son parte de la forma

composicional en la cual cuaja la evaluación del mundo que propone la obra.

En la última página de “Tesis sobre el cuento”, el ensayo más conocido de

Formas breves, Ricardo Piglia apunta: “Borges (como Poe, como Kafka) sabía

transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar” (2000: 111). Si la

trama fuera puro contenido pre-estético, arrancado de la realidad, la aguda

observación de Piglia carecería por completo de sentido. De hecho, varios cuentos

antológicos de Borges pueden servir como ejemplos esclarecedores para

demostrar que el fantástico de ficción, que le apuesta fundamentalmente a la

por el artista a través de la forma y a partir del material verbal. La forma, que representa el nivel estético de la obra, es el resultado de la actitud valorativa del autor-creador ante el contenido (forma arquitectónica) y se plasma de manera concreta en la forma composicional, orientada hacia el material verbal.

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trama, no debe confundirse con lo que he llamado “fantástico anecdótico” o “de

contenido”, ni tampoco se puede desprender nítidamente del fantástico de dicción,

su otra cara. En “La muerte y la brújula”, con su trama policial, o “Emma Zunz”,

con su tono realista, el fantástico de ficción surge exclusivamente de la

combinación insólita de los diferentes elementos (estrictamente verídicos, reales)

de la trama. No hay absolutamente nada fantástico en las piezas que componen la

trama, es decir, en el contenido propiamente dicho. El final de “Emma Zunz” puede

ser leído también como un comentario sobre este tipo de fantástico que he

llamado “de ficción”, y no sólo como el epitafio de la intriga criminal urdida por la

protagonista para vengarse:

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era

cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio.

Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la

hora y uno o dos nombres propios (2007: 682; el subrayado es mío).

Desde luego, esta reordenación ingeniosa de los elementos de una trama

aparentemente realista ocurre a nivel del discurso, por lo tanto, el fantástico de

ficción, en realidad, no puede desprenderse del todo del fantástico de dicción. Este

es el caso también de Cien años de soledad. La mayoría de las lecturas

extraviadas o empobrecedoras que se han hecho de esta gran novela han caído

en uno de los siguientes errores ya analizados: o bien han confundido el fantástico

de ficción con el fantástico anecdótico, o bien han ignorado la parte de dicción que

acompaña siempre al fantástico de ficción. En ambos casos, el resultado es, en

últimas, igual: se reduce toda la problemática debatida a nivel estético, a un mero

asunto de contenido.

Cerraré estas reflexiones con unos ejemplos textuales: dos episodios muy

conocidos de Cien años de soledad, donde la presencia de lo fantástico como

elemento del contenido diegético es evidente e incontestable; sin embargo, leerlos

como un fantástico anecdótico, de tipo Harry Potter, significa hacerle una grave

injusticia al texto de García Márquez. Volvamos sobre la escena en la que José

Arcadio Buendía, con el pequeño Aureliano de la mano, recorre la feria de los

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nuevos gitanos en busca de noticias sobre Melquíades. Con desencanto, el

intrépido e inquieto José Arcadio debe reconocer que estos nuevos gitanos no

practican el tipo de magia que lo fascina, la magia que permite conocer,

desentrañar los misterios del mundo, y proporciona aquellas explicaciones que no

le son accesibles a la razón. Son meros “saltimbanquis y malabaristas” y “a

diferencia de la tribu de Melquíades, habían demostrado en poco tiempo que no

eran heraldos del progreso, sino mercachifles de diversiones” (1997ª: 38). Es

decir, los típicos explotadores del fantástico sobrenatural, propio del cuento de

hadas, el fantástico que más despreciaba García Márquez y al que llamaba

“fantasía, a lo Walt Disney”. Quizás no sea descabellado ver en estos “nuevos”

pero inauténticos gitanos una imagen profética de los epígonos del propio García

Márquez, que redujeron la visión y la escritura mágico-realistas del maestro a un

fantástico anecdótico, de cuento de hadas, simplificándolas y esquematizándolas.

Ante la feria aparatosa y alborotada que montaron los nuevos gitanos, “José

Arcadio Buendía andaba como un loco buscando a Melquíades por todas partes,

para que le revelara los infinitos secretos de aquella pesadilla fabulosa” (1997: 23).

En este momento el lector presencia la irrupción del hecho fantástico-sobrenatural,

como elemento del contenido diegético: justamente en el momento de preguntarle

José Arcadio por Melquíades, el gitano ingiere una bebida mágica para volverse

invisible, y al instante queda convertido “en un charco de alquitrán pestilente y

humeante” sobre el cual queda flotando la terrible noticia de la muerte del sabio

Melquíades. Hasta aquí y contado de esta manera, el episodio es equiparable a

tantos otros de la saga de El Señor de los anillos o de Harry Potter. Pero contarlo

así también supone ignorar completamente el nivel de la dicción presente en la

novela. Porque la escritura mágico-realista se encarga de borrar la frontera que

separa los dos órdenes, natural y sobrenatural, produciendo como efectos no sólo

el encantamiento del mundo, sino también su “ensanchamiento”, la ampliación

eufórica de sus límites, aspecto que comentaba en su libro Irlemar Chiampi.

Con una sutil maniobra que pasa inadvertida por el lector, el discurso le

desvía la atención del hecho mágico y se la enfoca exclusivamente en la aflicción

y el aturdimiento que experimenta José Arcadio al enterarse de la muerte de

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Melquíades. Lo sobrenatural, lo inaceptable e inconcebible para la razón, se ve así

naturalizado: “Aturdido por la noticia, José Arcadio Buendía permaneció inmóvil,

tratando de sobreponerse a la aflicción”. Ante una noticia tan terrible (entre otras,

también porque a pesar de su halo mágico, no es menos real), la volatilización del

gitano queda olvidada al instante, como un truco barato y vulgar, por extraordinario

que parezca. A través de una sutil técnica de dicción, el discurso logra instalar al

lector en una nueva lógica, no disyunctiva, dentro de la cual los contrarios no se

excluyen, haciéndole experimentar lo que Irlemar Chiampi llama un “efecto de

encantamiento” (1983: 62), diferente del miedo ante lo extraño y el sinsentido

provocado por el tipo de fantástico que la investigadora considera en su estudio a

manera de contrapunto. Chiampi subraya el hecho de que tanto el encantamiento

como el terror son “efectos discursivos” (1983: 63), en otras palabras, dependen

de la dicción.

Otro ejemplo. En el emblemático episodio de la ascensión al cielo de

Remedios, la bella, envuelta en las sábanas que estaba tendiendo al sol, el

mecanismo discursivo funciona de manera análoga. Esta vez lo mágico, lo

sobrenatural, queda naturalizado por el comportamiento de Fernanda, de un

prosaísmo cachaco: “Fernanda, mordida por la envidia, terminó por aceptar el

prodigio, y durante mucho tiempo siguió rogando a Dios que le devolviera las

sábanas”. El efecto de este apunte, a nivel de la dicción, se conjuga con otro

similar, producido a nivel de la ficción: el “bárbaro exterminio de los Aurelianos”,

episodio que se cuenta inmediatamente después de la irrupción del hecho

sobrenatural, hace que todos, personajes y lectores, se olviden del “asombro” por

el “espanto” (1997: 236). La frontera entre los dos órdenes se esfuma nuevamente

con toda naturalidad, dejando percibir una realidad más amplia, más rica, liberada

de la “hoja de parra racionalista” a la que aludía García Márquez en la entrevista

citada al comienzo de este artículo.

Como se pudo comprobar a través de los ejemplos comentados, en el texto

de la obra maestra de García Márquez, la dicción es, en realidad, inseparable de

la ficción y ambas pertenecen al nivel estético, a la forma. Concebida como

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reevaluación del mundo, única e irrepetible, propuesta por el autor, la forma es la

modalidad a través de la cual el contenido fantástico responde a los llamados del

presente y se articula con la realidad. Y la razón por la cual el tipo particular de

fantástico que representa el realismo mágico de García Márquez es un fantástico

histórico y no atemporal, un fantástico compatible con el espíritu crítico y con la

sensibilidad social y política.

Sin embargo, si hoy en día se ignora a menudo la dimensión crítica de la

obra de García Márquez, esto se debe no sólo al malentendido creado alrededor

de términos como “fantástico” o “mágico”, sino también a su peculiar personalidad

creadora. Desde cierto punto de vista, García Márquez parece correr una suerte

similar a la de Juan Rulfo, al que también se le ha retratado muchas veces como

un creador intuitivo, puro talento bruto, una aparición “mágica” en el campo

desolado de las letras. En ambos casos, la visión mágica parece rebasar los

límites de sus obras y apoderarse también del perfil del escritor, convirtiéndolo en

un mito. En gran medida, este fenómeno ocurre porque, dentro de la gran

narrativa latinoamericana del siglo XX, los dos escritores son de los pocos que no

practicaron también la crítica literaria, ni reflexionaron por escrito, sino de manera

muy ocasional, en torno al proceso creador.

Mientras Vargas Llosa propone su teoría sobre la obra literaria y el escritor,

y publica varios libros de crítica literaria, Carlos Fuentes teoriza sobre la nueva

novela al calor del boom, Cortázar sobre el género del cuento y su importancia en

América Latina, en cambio, García Márquez es sin duda el autor del así llamado

boom que menos se interesó por la crítica y la teoría literarias. Seguramente esta

circunstancia contribuyó también a desenfocar su perfil de escritor. Se pasó así

por alto muchas veces que, si bien no escribía crítica ni teorizaba, García Márquez

era un lector muy perspicaz, capaz de intuir la esencia de muchos problemas de

teoría literaria. Una muestra de ello son sus reflexiones sobre la literatura

fantástica, ya citadas al comienzo, que son profundas y certeras a pesar de su

apariencia modesta, de meras conversaciones. De su conciencia crítica muy

aguda dan fe también varios textos periodísticos de su juventud. Artículos como

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“La literatura colombiana, un fraude a la nación” (1960) o “Dos o tres cosas sobre

la novela de la violencia” (1959) son muestras de un espíritu crítico que se expresa

con vehemencia y desparpajo. Asoma aquí un García Márquez crítico con la

cultura oficial, interesado en el rescate de los auténticos valores, en decir la

verdad y desenmascarar la mentira. Un García Márquez bien diferente del

canónico que circula por ahí…

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