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LOS MOVIMIENTOS SOCIALES TRANSFORMACIONES POLITICAS Y CAMBIO CULTURAL EDITORES PEDRO IBARRA Y BENJAMIN TEJERINA NUEVOS CONTEXTOS, NUEVAS PROPUESTAS_________________________________________2 UNA CUESTIÓN PREVIA: LA FORMA/ INSTITUCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES________________________________________________________________________________4 EL PROCESO DE INSTITUCIONALIZACIÓN DE LOS MOVIMIENTOS POR LA SOLIDARIDAD___________________________________________________________________________6 NUEVOS ANÁLISIS EN EL CONTEXTO EMERGENTE___________________________________8 PROCESOS, CONTEXTOS Y TRANSFORMACIONESCONFLICTO POLÍTICO Y CAMBIO SOCIAL Charles Tilly_______________________________________________________11 2 MOVIMIENTOS SOCIALES Y DEMOCRACIA EN EUSKADI. INSUMISIÓN Y ECOLOGISMO Iñaki Bárcena, Pedro Ibarra, Mario Zubiaga______________________20 LA EVOLUCIÓN DE LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN EL ESTADO ESPAÑOL Jaime Pastor_______________________________________________________________33 ORÍGENES CONCEPTUALES, PROBLEMAS ACTUALES, DIRECCIONES FUTURAS Doug McAdam_________________________________________________________________________43 MOVIMIENTOS SOCIALES Y LA ACCIÓN COLECTIVA. LA PRODUCCIÓN SIMBÓLICA AL CAMBIO DE VALORES Benjamín Tejerina__________________________53 2. PROCESO DE MODERNIZACIÓN, CAMBIO CULTURAL Y PRODUCCIÓN SIMBÓLICA_____________________________________________________________________________58 PRODUCCIÓN SIMBÓLICA: DE LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD A LA TRANSFORMACIÓN DE LA SOCIEDAD________________________________________________63 LA PRAXIS CULTURAL DE LOS MOVIMIENTOS SOCLALES__________________________69 Ron Eyerman__________________________________________________________________________69 6. CONCLUSIÓN_______________________________________________80

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LOS MOVIMIENTOS SOCIALES TRANSFORMACIONES POLITICAS Y CAMBIO CULTURAL

EDITORES PEDRO IBARRA Y BENJAMIN TEJERINA

NUEVOS CONTEXTOS, NUEVAS PROPUESTAS____________________________________2

UNA CUESTIÓN PREVIA: LA FORMA/ INSTITUCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES____4

EL PROCESO DE INSTITUCIONALIZACIÓN DE LOS MOVIMIENTOS POR LA SOLIDARIDAD__6

NUEVOS ANÁLISIS EN EL CONTEXTO EMERGENTE_________________________________8

PROCESOS, CONTEXTOS Y TRANSFORMACIONESCONFLICTO POLÍTICO Y CAMBIO SOCIAL Charles Tilly______________________________________________________________11

2 MOVIMIENTOS SOCIALES Y DEMOCRACIA EN EUSKADI. INSUMISIÓN Y ECOLOGISMO Iñaki Bárcena, Pedro Ibarra, Mario Zubiaga____________________________________20

LA EVOLUCIÓN DE LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN EL ESTADO ESPAÑOL Jaime Pastor___________________________________________________________________33

ORÍGENES CONCEPTUALES, PROBLEMAS ACTUALES, DIRECCIONES FUTURAS Doug McAdam_________________________________________________________________43

MOVIMIENTOS SOCIALES Y LA ACCIÓN COLECTIVA. LA PRODUCCIÓN SIMBÓLICA AL CAMBIO DE VALORES Benjamín Tejerina_______________________________________53

2. PROCESO DE MODERNIZACIÓN, CAMBIO CULTURAL Y PRODUCCIÓN SIMBÓLICA____58

PRODUCCIÓN SIMBÓLICA: DE LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD A LA TRANSFORMACIÓN DE LA SOCIEDAD__________________________________________63

LA PRAXIS CULTURAL DE LOS MOVIMIENTOS SOCLALES___________________________69

Ron Eyerman_____________________________________________________________69

6. CONCLUSIÓN___________________________________________________________80

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INTRODUCCIÓN

HACÍA UNAS NUEVAS FORMAS DE ACCIÓN COLECTIVA

Ilustración 1

NUEVOS CONTEXTOS, NUEVAS PROPUESTAS

A lo largo de los últimos años las formas tradicionales de movilización han experimentado grandes cambios hasta el punto de que muchos analistas se preguntan si no estaremos asistiendo al nacimiento de un nuevo modelo de acción colectiva. Como han señalado los historiado re de los movimientos sociales, existe una cierta continuidad a lo lar g del tiempo, pero cada época impregna sus manifestaciones de un carácter peculiar. Distintos momentos históricos dejan improntas di versas sobre la forma de exteriorizar y conducir las protestas. En el pasado se ha apuntado como causas inmediatas de movilización social a las revoluciones burguesas y a los procesos de democratización del Estado-nació y, más recientemente, el desarrollo del Estado del bienestar y la etapa de prosperidad económica posterior a la Segunda Guerra Mundial. En los últimos años se apunta al proceso de globalización como contexto histórico que conforma la intensidad y la dirección que está tomando la acción colectiva. La globalización, entendida como las transformaciones sociales fruto de un conjunto de procesos que implican la movilización de re curso económicos y culturales desde los centros de poder tradicionales hasta alcanzar los últimos confines del planeta, aparece como el horizonte ineludible para reflexionar sobre las relaciones entre acción social y tiempo histórico. Asistimos a un progresivo desplazamiento de los centros de poder y su progresiva opacidad al transformarse en flujos tanto de bienes como de información. La consecuencia es una desestructuración del viejo orden industrial y la emergencia de estructuras sociales aún no consolidadas, a lo que acompaña una nueva conciencia de vivir en un momento de profunda transformación. Las ramificaciones de la presión política, de la imposición económica o de la influencia cultural no entienden de fronteras estatales o limites de clase o etnia, actuando con distinto grado de intensidad sobre todos ellos. También aquí la metáfora de la piedra que cae sobre el agua del estanque creando una serie de círculos que se van alejando desde el lugar de inmersión hasta alcanzar sus orillas sirve para mostrar gráficamente la expansión de los procesos de globalización. Sin embargo, las nuevas condiciones han hecho que el contexto sea mucho más complejo que en momentos históricos anteriores. No es éste el momento de detenernos sobre las características de este proceso de globalización, pero sí nos interesa señalar su influencia sobre la acción colectiva y los movimientos sociales. En este sentido queremos avanzar en las líneas que siguen una hipótesis que, aunque apoyada en selectivas observaciones empíricas, todavía necesita de una más extensa confrontación con la realidad para que adquiera la categoría de propuesta de un nuevo modelo. Desde esta perspectiva hipotética, analizamos los contenidos reivindicativos o las formas de acción de los movimientos sociales actuales y constatamos la presencia de distintas formas de movilización social que caracterizan tanto a las nuevas manifestaciones como a las ya presentes en espacios de conflicto social y político consolidados, tales como la ecología o el feminismo. Las organizaciones y grupos que configuran estas nuevas formas emergentes de movimientos sociales actúan en el ámbito de la solidaridad con los sectores menos favorecidos o marginados de

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las sociedades occidentales, así como con colectivos que se han visto impulsados a emigrar buscando mejorar su condición económica o su seguridad. Asociaciones antirracistas o de apoyo y colaboración al desarrollo muestran señales de relevantes diferencias con los movimientos sociales más consolidados’. Dicha relevancia no proviene tanto de que sus objetivos sean distintos a los de los movimientos tradicionales como de la manera en la que pretenden alcanzarlos. La significación que estas organizaciones han adquirido en los últimos anos es de tal magnitud que ya ha comenzado a influir en las formas de ser y actuar de los movimientos sociales tradicionales. De hecho, muchos grupos ecologistas, pacifistas o ligados al mundo del trabajo inician su actividad pública eligiendo o imitando las formas tradicionales y las estructuras de los movimientos por la solidaridad. Este nuevo escenario nos permite reflexionar sobre las relaciones entre contexto histórico y movimientos sociales y, eventualmente, plantear la cuestión de si no estaremos asistiendo a una nueva fase, o al menos nuevas formas, de acción colectiva. Aunque todavía es pronto para así afirmarlo, pensamos que esta hipótesis ha de rastrearse y analizarse seriamente para ver hasta qué punto esta amalgama de elementos nuevos y antiguos pudiera estar configurando una realidad novedosa. Para avanzar en esta dirección vamos a centrar nuestro análisis en la descripción de los rasgos de los movimientos por la solidaridad, puesto que consideramos que en ellos se pueden encontrar más fácilmente los elementos que mejor testimonian estas nuevas formas de acción colectiva. Estos movimientos no sólo testimonian sino que en muchos casos lideran la movilización social, ya sea porque han alcanzado mayor presencia en la esfera pública, tal como señalamos, o porque los otros movimientos imitan, de forma creciente, en sus formas reivindicativas e identitarias, a los movimientos sociales por la solidaridad. Nuestra tarea consistirá, en segundo lugar, en considerar la idea de que la institucionalización de los movimientos sociales es la característica principal, dominante, de estas nuevas formas de acción colectiva frente al carácter antinstitucional más o menos marcado de los otros movimientos sociales. Pensamos que la famosa contribución de Alberoni (1977), al describir la vida social como un proceso que va desde la efervescencia de la movilización a las aguas remansadas de la institución, debe incorporar esta nueva realidad de los movimientos sociales que adoptan desde sus orígenes formas más institucionales.

UNA CUESTIÓN PREVIA: LA FORMA/ INSTITUCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES

Los nuevos modos de comportamiento de los recientes movimientos sociales por la solidaridad, y en cierta medida también los de otros movimientos sociales más tradicionales, son más institucionales, en la medida que se aproximan a otras formas de acción colectiva, a otras organizaciones sociales o políticas comúnmente entendidas como instituciones, a las que también denominamos como instituciones convencionales. Sin embargo, cualquier movimiento social, todos los movimientos sociales al margen de sus evoluciones, de sus acercamientos o lejanías a otras instituciones, es en todo tiempo, un institución. Es una forma de acción colectiva que se inserta, como cualquier otra, en la forma/institución. Por tanto parece conveniente aclarar brevemente esta definición —estática— de la forma/institución, para que no sea confundida con al descripción —dinámica— del proceso de institucionalización. En un primer acercamiento al fenómeno de los movimientos sociales constatamos que una de sus características tanto en sus momentos de emergencia como en los de consolidación es, precisamente, su posición anti-institucional o, al menos, no institucional. Este carácter tiene una doble procedencia: en primer lugar, del hecho de organizarse y funcionar de manera distinta a como lo hacen otras instituciones sociales y políticas de la sociedad; en segundo lugar, porque sus reivindicaciones les llevan a entrar en conflicto como las instituciones políticas. Pero esta forma de ver a los movimientos sociales supone una simplificación excesiva, puesto que desde otro punto de vista un movimiento social es un una forma específica de institución social. Un movimiento social

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es una institución en la medida que está constituido por un conjunto de normas preestablecidas, provenientes de la sedimentación de una memoria y práctica histórica, y que formal o informalmente constituye una guía para la acción. Bajo esta perspectiva de forma/institución, los movimientos sociales son instituciones, ya que constituyen espacios delimitados en los que se desarrolla una forma de entender el mundo y de actuar en él. Un movimiento social es un sistema de narraciones, al mismo tiempo que un sistema de registros culturales, explicaciones y prescripciones de cómo determinados conflictos son expresados socialmente y de cómo y a través de qué medios la sociedad ha de ser reformada; cómo el orden correcto de la modernidad, una y otra vez aplazado y frustrado debe ser rediseñado. El actor colectivo constituido como un movimiento social no actúa o interactúa —más bien se adapta, se enfrenta o negocia— en el seno de un contexto institucional, diferenciándose de este contexto. La acción de un movimiento social, así como la de cualquier otro actor colectivo, es inherente a la definición social del propio actor político. Y la definición social de lo que representa el actor colectivo, de lo que debe ser y de lo que puede ser, es una institución (Thomas et al. 1987, 29-32). La construcción de un movimiento social es una acción extrema de libertad colectiva. Sin embargo, es una acción que nace y se desarrolla dentro de ciertos esquemas mentales de conocimiento, evaluación y afecto que, dado que son preexistentes y son percibidos como naturales, inevitablemente estructuran y determinan las opciones y límites de tal nacimiento y posterior desarrollo. De esta forma, no es una institución en el plano material y organizacional sino que lo es en el ámbito cultural, es decir, en cuanto sistema de creencias y códigos que interpretan la realidad. Dentro de un movimiento social se pueden discutir y cambiar los medios de actuación, las formas de toma de decisiones, incrementar o reducir las posibilidades de participación de sus miembros o intensificar en cierto momento sus reivindicaciones o bien reforzar los rasgos de su identidad. Pero todo esto tiene lugar en una cultura establecida en una institución, ya que como afirma Howarth (1997, 140) una institución es un discurso sedimentado. Por una parte, los movimientos sociales y otros actores colectivos constituyen definiciones estables de la realidad que incluyen espacios y normas del juego a los cuales, consciente o inconscientemente, sus participantes están sometidos. Son, sin duda alguna, diferentes espacios y normas pero el juego en última instancia no es muy distinto. Por otro lado, lo que sí es diferente entre los diversos actores colectivos es la intensidad y rigidez de los registros y normas que constituyen sus respectivas culturas, las cuales se transforman en instituciones a través de la estabilidad. Así, en el caso de los movimientos sociales, tal intensidad es menor, lo que posibilita para sus participantes un más amplio margen de acción cuando se trata de establecer fronteras, en ese momento de distinguirse de los demás o de construir un mundo en el cual sus participantes sientan o vivan de una forma diferenciada con respecto a los integrantes de otros colectivos. Los movimientos sociales eran y son una predeterminada forma de canalizar conflictos en la modernidad. Y esta afirmación sobre la modernidad nos da pie para apuntar ya unas primeras diferencias entre los movimientos sociales clásicos y los movimientos por la solidaridad, líderes y prefiguradores, como vimos, de nuevas formas de acción colectiva. Los movimientos sociales son productores de modernidad y al mismo tiempo producto de la misma. Los movimientos sociales extienden la cultura política moderna en cuanto que imponen el protagonismo del sujeto, la voluntad política —«civil»— de los ciudadanos, a la hora de decidir voluntariamente por qué, cómo y cuándo han de organizarse para defender sus intereses colectivos (Eyerman, 1992, 45) y en su caso transformar la sociedad y el mismo poder político. Y a su vez los movimientos sociales están, evidentemente, conformados por la modernidad. Esa dimensión consciente, voluntaria, pactada, libremente constitutiva, característica de gran parte de las instituciones de la modernidad, conforma a su vez los movimientos. Con la modernidad los movimientos dejan de ser comunitarios (predeterminados culturalmente por la tradición, espontáneos en la acción, cotidianamente informales, vitalmente radicales con objetivos defensivos y difusos) para convertirse en sociales (más conscientemente construidos, organizados, con intereses definidos y reivindicados de forma planificada) (Tilly, 1978; Della Porta y Diani, 1997, 176). Sin embargo, a lo largo de la modernidad, este paso de la comunidad a la sociedad nunca acaba de ser total, en cuanto que los movimientos sociales mantienen dentro de su opción

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societaria una dimensión comunitaria. Es hoy, en la postmodernidad, donde la ruptura (al menos con la dimensión tradicional de la comunidad) se ha consumado; desde la lógica —individual y colectiva— que define y prefigura la acción colectiva de los movimientos sociales es, en lo fundamental, societaria.

EL PROCESO DE INSTITUCIONALIZACIÓN DE LOS MOVIMIENTOS POR LA SOLIDARIDAD

Las nuevas tendencias emergentes en los movimientos sociales o en una parte protagonista de las mismas, que puede ejemplificarse en los movimientos por la solidaridad, se distancian de los movimientos sociales tradicionales y se aproximan, como dijimos, a otras instituciones más convencionales. Si nuestra hipótesis es cierta, estaríamos asistiendo a un proceso de convergencia interinstitucional, de institucionalización. Cuando observamos los movimientos por la solidaridad, sus formas de movilización y de construcción cotidiana de la identidad, vemos que van más allá de lo que podría considerarse un simple reajuste de las tendencias que encontramos en los movimientos sociales anteriores. En cierto modo funcionan de manera diferente a como lo harían éstos. Ya no parecen mostrarse como instituciones diferentes y alternativas frente al orden social dominante, sino que asumen —aunque no de idéntica forma— ciertas características y dinámicas de otras instituciones más convencionales. Las características dominantes nos recuerdan a las de aquellos colectivos que definimos como grupos de interés. En todo caso, es importante no confundir este proceso de institucionalización de los movimientos sociales que nos va a ayudar a entender las nuevas manifestaciones de la acción colectiva con el proceso de institucionalización de cualquier movimiento social que surge como resultado, entre otras razones, del éxito parcial o total de la movilización. De hecho, muchos movimientos sociales suelen entrar en un proceso de institucionalización después de un cierto tiempo de existencia, asemejándose a otras instituciones ampliando específicas funciones institucionales-como en el caso del movimiento obrero organizado en sindicatos. En la hipótesis que ahora manejamos ese proceso se da prácticamente desde el origen: desde su fase constitutiva hay voluntad de optar por modos más convencionalmente institucionales. Las diferencias entre ambas formas de acción colectiva se ven más claras si realizamos una rápida comparación de varios elementos clave como la concepción de bien colectivo, intereses representados, identidad colectiva o forma de organizarse. En este sentido resaltaríamos los siguientes: a) Las semejanzas entre ambos tipos de movimientos sociales prevalecen sobre las diferencias, tanto por lo que se refiere al tipo de bien colectivo que se construye en la acción colectiva como por los intereses que dicen representar. En ambos casos el bien se define como común tanto si atendemos a su demanda como a su solidario disfrute. Los movimientos por la solidaridad consideran que sólo en la práctica compartida es posible exigir determinados bienes, extendiendo dicha definición solidaria a la forma en que éstos deben ser consumidos: el desarrollo económico de los menos favorecidos, la paz, etc., son bienes para la comunidad, no susceptibles de un reparto individualizado. Por otro lado, desde el punto de vista de los intereses representados por los movimientos existe una unidad negativa entre los potenciales beneficiarlos y los activistas, ya que los miembros del movimiento no constituyen el agregado social al que se circunscriben los intereses buscados, característica habitual de los grupos de interés. Esta afirmación se puede mantener al margen de las dificultades que existen para determinar los colectivos representados y los eventuales

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beneficiarlos de la acción colectiva en algunos casos. b) Las diferencias entre ambos tipos de movimientos sociales se acrecientan, sin embargo, cuando consideramos la cuestión de la identidad colectiva. Los movimientos por la solidaridad son sólo formalmente comunitarios y tienen, al contrario que los movimientos sociales tradicionales, una identidad colectiva poco densa, débil y, en ocasiones, compartida con otras identidades colectivas o individuales. Los activistas de estos movimientos no muestran una excesiva vocación comunitaria, aceptando la diversidad y atomización de nuestra sociedad como algo natural. El resultado es que esta orientación empuja a no pretender recrear un mundo —el mundo— a imagen y semejanza de la identidad colectiva de su comunidad de pertenencia. La característica central es que muestran y construyen formas débiles de identidad cuando las comparamos con los que observamos en los movimientos tradicionales. c) En lo referente a la cultura, mientras los movimientos sociales clásicos tienden a insertar sus propuestas en ideologías (en el sentido de discurso con pretensiones de coherencia global), los movimientos por la solidaridad operan con sistemas de creencias más difusos, menos ideológicos, aunque presenten un conjunto de convicciones críticas frente a la sociedad existente. Esta misma distinción funciona en relación con la caracterización del enemigo. Si los movimientos por la solidaridad tienen una imagen difusa, lejana y abstracta, los movimientos sociales en general dibujan a sus oponentes de manera más definida y concreta.

d) En cuanto a la forma de organizarse, Los movimientos por la solidaridad se encuentran próximos a la trayectoria clásica de los movimientos sociales, ya que su funcionamiento interno se basa en prácticas horizontales y participativas, pero se alejan de ellos tanto por su mayor regulación formalizada como por el uso casi exclusivo de medios de acción convencionales. Una última distinción hace referencia al tipo de acción dominante, pues mientras que en los movimientos sociales en general predomina una opción estratégica por el conflicto, los movimientos por la solidaridad priorizan la acción cooperativa aunque sin llegar a los niveles de cooperación de los grupos de interés. e) Aunque más tarde hablaremos de la forma/institución, ahora queremos resaltar la idea de que un movimiento social es una institución en la medida que adopta una serie de normas de conducta, un conjunto de rutinas que reduce la incertidumbre en la acción. Las instituciones transmiten seguridad, pues previamente han establecido una serie de procedimientos estándares o rutinas a las que se someten sus miembros, constituyendo convenciones que evitan -ó reducen las incertidumbres características de tener que decidir o renegociar sistemáticamente cada conducta, proyecto o estrategia marcada por la institución. Como han señalado Berger y Luckman (1966), en la base de la objetivación de la realidad social —institucionalización— hay siempre una opción por la economía de recursos que impulsa una progresiva rutinización de la conducta. Los movimientos sociales no son ajenos a esta dimensión institucional participando hasta cierto punto de ella mediante el establecimiento de normas de procedimiento. En aquellas organizaciones que se caracterizan por una ausencia extrema de estructuras, estas constelaciones de pautas de actuación están también presentes. Igualmente éstas aparecen en los momentos de emergencia de un movimiento, cuando parece que todo está en cuestión o puede cuestionarse, y todo está por inventar. Incluso en estos momentos de emergencia el movimiento se levanta sobre la base de ciertas tradiciones «movimentalistas», sobre el sustrato cultural de movimientos anteriores. Pero un movimiento social es, además, la construcción colectiva de un grupo de personas dispuestas a adoptar riesgos. La participación en un movimiento social tiene una dimensión creativa que es más difícil de encontrar en instituciones más formalizadas. En un movimiento social la renegociación colectiva de identidad, intereses y normas individuales y colectivas de conducta no sólo es posible sino que constituye una práctica cotidiana. Un movimiento social intenta encontrar un equilibrio entre estas dos tendencias y, cínicamente, el mantenimiento de ambas hace posible su continuidad. Si nos acercamos ahora a los movimientos por la solidaridad, podemos observar que este equilibrio entre ambas tendencias se inclina claramente del lado de la seguridad. La idea que queremos subrayar es que en numerosas organizaciones —y de manera creciente en este tipo de movimientos— desde el mismo momento de su surgimiento nos encontramos con un alto grado de determinación de las rutinas colectivas que muestran un escaso margen de riesgo en cuestiones relacionadas con la identidad o la estrategia.

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f) Una cuestión de interés que plantea la existencia de nuevas organizaciones en los movimientos por la solidaridad es si pueden desempeñar el papel de equilibrar la incertidumbre que generan los complejos procesos de toma de decisiones que generalmente se desempeñan en el ámbito institucional. El enfoque del nuevo institucionalismo (March y Olsen, 1989; Powell y Dimaggio, 1991) sostiene que las instituciones ejercen una función de liderazgo en el proceso de ordenar o, cuando menos, reducir el desorden que produce la incoherencia sistemática en la toma de decisiones. Ya que de la suma de múltiples actos racionales llevados a cabo por los actores sociales no se alcanza una racionalidad en el nivel de la colectividad, las instituciones deben intervenir para hacer que la suma de dichas actuaciones no genere mayores grados de desorden o sea fuente de problemas imposibles de solucionar. Nos referimos al papel desempeñado por las instituciones en el proceso de encauzar esta más que probable tendencia a la dispersión, a la vulnerabilidad de la sociedad derivada de la imposibilidad de que las decisiones basadas en la elección racional puedan autorregularse para tener como resultado el interés general. Como señala Giddens (1994), la estructura institucional establece un conjunto de normas en cada ámbito de actuación concreto para que los individuos puedan tomar decisiones sobre sus intereses e, incluso, sus identidades sin poner en peligro la persistencia de la sociedad, mediante la transformación de la repetición de roles individuales en parte de la memoria colectiva. El carácter progresista implícito en este enfoque institucionalista se confirma especialmente en el caso de los movimientos sociales. Ciertamente, si a lo largo de la Historia ha habido una institución depositaria y reproductora de la memoria colectiva al servicio del progreso, ésta ha sido constituida por los movimientos sociales. Es en este tipo de institución donde su confirmación es más evidente no para ofrecer una respuesta al interés general, donde la continuidad social propuesta no es una simple reproducción del orden establecido, sino para promover y poner en práctica aquellos valores que han definido, al menos históricamente, la ideología del progreso; igualdad y libertad y más recientemente la defensa de la Lebenswelt (Habermas, 1987) como otra forma de lucha por la libertad. Sin embargo nos preguntamos si, aunque sea de una forma inconsciente, los movimientos por la solidaridad no estarán en la práctica llevando a cabo una función de equilibrio social, o de regulación del mercado (en este caso el mercado de significados), no tanto dirigida a la continuidad social progresista cuanto a la estricta conservación del orden social establecido. Algunas concretas instituciones políticas y comunicativas (obviamente no todas las instituciones tienen objetivos progresistas) están promoviendo el liderazgo de tales movimientos solidarlos hasta el punto de que estos fomentan ciertos valores y demandan un tipo de cambios que se sitúan en un terreno que, en principio, no parece cuestionar el orden —los valores dominantes y el sistema de asignación y distribución de recursos— establecido en el territorio controlado por tales instituciones. En este punto quisiéramos recordar que el conjunto de movimientos sociales puede cumplir, fuera de lo que sus objetivos explícitos pudieran indicar, una función sistémica. Efectivamente pueden desarrollar una labor de mediación entre las instituciones políticas y una población fragmentada, impredecible y potencialmente hostil. Como destacan Neidhart y Rucht, el surgimiento 4e movimientos sociales «está relacionado con las disfunciones y déficits de la mediación de intereses a través de partidos políticos y grupos de presión» (1991, 448-449). Si esta aseveración resultase cierta, entonces mucho más lo sería la afirmación de que los movimientos por la solidaridad cumplen una función integradora en tanto canalizan ciertas inquietudes sociales hacia un conjunto de demandas que tan sólo indirectamente cuestionan los referentes centrales del sistema. Así, si el rol de mediación de los movimientos sociales puede ser funcional en general con respecto al sistema, en el caso de los movimientos por la solidaridad el papel mediador contiene una potencialidad integradora y, asimismo, en nuestra opinión, ciertas consecuencias concretas y medibles. Si las afirmaciones que hemos ido exponiendo hasta aquí son correctas, la institucionalización parcial de los movimientos sociales sería, en síntesis, la característica dominante de estas nuevas formas de acción colectiva. En los párrafos siguientes reflexionaremos sobre las implicaciones de esta institucionalización.

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NUEVOS ANÁLISIS EN EL CONTEXTO EMERGENTE

En este libro presentamos una serie de contribuciones que abordan esta nueva situación del momento que atraviesa hoy la acción colectiva, agrupando dichas aportaciones en torno a cuatro cuestiones centrales en la reflexión sobre el devenir de los movimientos sociales. En primer lugar, se presentan las aportaciones que abordan los cambios en los procesos y con- textos políticos; en segundo lugar, aquellas cuestiones relativas a la dimensión cultural y a los aspectos simbólicos; en tercer lugar, a los problemas y dificultades de plantear la motivación para la participación individual y la dimensión organizativa; finalmente, aportamos cuatro reflexiones sobre los dilemas que atraviesa la reflexión sobre la acción colectiva. El primer bloque de artículos está orientado hacia la dimensión política de los movimientos sociales. En él se abordan los ajustes que es necesario realizar en el conjunto de los marcos analíticos y los conceptos instrumentales clásicos. Sus autores, más que fijar posiciones definitivas, nos sugieren nuevas vías de acercamiento o, más exactamente, nos proponen un cierto orden con el que utilizar estas herramientas y definiciones analíticas. Charles Tilly inicia la reflexión sobre los procesos y contextos de las transformaciones políticas recuperando los interrogantes que dieron origen a la obre de Kornhauser aún no resueltos por la investigación empírica. La cuestión fundamental gira en torno a las relaciones entre el cambio social y los cambios en la movilización política o, en otros términos, el impacto de las diversas formas de acción política y el cambio social a gran escala. Para ello Tilly lleva a cabo una tarea de clarificación conceptual sobre términos tan esquivos como «cambio social», «conflicto político» o «identidades en conflicto», estableciendo una distinción clara entre las formas de identidad asentadas («fuertes») y las formas de identidad segmentadas («débiles»), por entender que ello repercute en el transcurso de la movilización política y, obviamente, en sus resultados. Iñaki Bárcena, Pedro Ibarra y Mario Zubiaga presentan un análisis comparado de dos movimientos sociales, ecologistas e insumisos, para profundizar en las causas de su éxito y la incidencia de estas movilizaciones políticas en los procesos de democratización. Su estudio de caso es altamente relevante por convinar, además, la metodología del análisis de marcos y las variables de la estructura de oportunidad política. También Jaime Pastor estudia la evolución durante los últimos 30 años de los nuevos movimientos sociales en España (ecologismo, pacifismo, feminismo) a través de la aproximación a los cambios en la estructura de oportunidad política. El autor sugiere la existencia de un ciclo de movilización política relativamente corto cuando se compara España con otros países europeos. Este ciclo entra en crisis y declina rápidamente a inicios de los ochenta con la excepción del movimiento de objeción de conciencia. Doug McAdam realiza un repaso a los orígenes del concepto de estructura de oportunidad política para detenerse en tres problemas recurrentes: la dificultad de diferenciar las oportunidades políticas de otras condiciones favorables, lo problemático de alcanzar un consenso mínimo sobre las dimensiones fundamentales de dicha estructura de oportunidad y la necesidad de especificar la variable dependiente en dicho tipo de estudios. Finalmente señala algunas direcciones hacia las que parece conveniente orientar las investigaciones futuras, entre las que encontramos la compleja relación entre oportunidades políticas y ciclo de protesta, y la creciente importancia del contexto internacional en la movilización política. En la segunda parte del libro hemos agrupado los artículos con aportaciones en torno a la dimensión cultural y los aspectos simbólicos de los movimientos sociales. Benjamín Tejerina nos recuerda que los valores postmaterialistas, la cultura antimoderna de los sesenta y setenta, no es el motor de la movilización de estos años, sino el resultado de dicha movilización. Son los movimientos sociales los que construyen ese espacio cultural alternativo a través de la producción de nuevos valores y la construcción simbólica de vías todavía no transitadas por la cultura dominante en las sociedades avanzadas. De la mano de autores ya clásicos en el análisis de la acción colectiva y de las aportaciones más recientes de la teoría sociológica explora el espacio simbólico que los movimientos sociales construyen a su paso. Ron Eyerman nos presenta un estudio apasionante, ejemplo de cómo analizar esta praxis cultural

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de los movimientos sociales a través de la evolución y el cambio de las imágenes de la comunidad negra en los Estados Unidos. Se detiene en el análisis de los rituales y tradiciones artísticas sobre los que el Nuevo Movimiento Negro y el Renacimiento de Harlem en los años veinte y el movimiento por los derechos civiles de los sesenta llevan a cabo su proceso de redefinición y transformación de la identidad negra para poder mantener y extender la movilización social. José Manuel Sabucedo, Javier Grossi y Concepción Fernández resaltan la funcionalidad de lo emotivo y del sentido común emocional. Los individuos se incorporan a los movimientos o, al menos, responden a sus llamamientos movilizadores, porque su discurso es capaz de producir determinadas emociones en los receptores del mensaje. Los movimientos actúan más sobre hot cognitions que sobre frías cosmovisiones. Para estos autores la indignación moral con la que se vive la injusticia y muy particularmente la violación de los valores —el sentido común— compartidos, constituyen una insustituible fuente de motivación. La contribución de Antonio Rivas se centra en el análisis de los marcos interpretativos como herramienta metodológica para el estudio de los movimientos sociales. Después de rastrear la historia del concepto y sus antecedentes teóricos en diversas disciplinas, se detiene pormenorizadamente en las aportaciones más recientes de autores como Gamson, Snow y colaboradores, Donati, Gerhards y Johnston. La última parte de su aportación explora la utilidad y los límites del análisis de los marcos como metodología para el estudio de los movimientos sociales. La participación individual, las redes organizativas y las formas de analizar longitudinalmente los movimientos sociales son los temas que ocupan el tercer apartado de este libro. Un artículo sobre las motivaciones individuales en las organizaciones clandestinas es la importante contribución de Donatella della Porta. Las peculiares condiciones de sociedad secreta en la que viven los activistas cuya motivación explora la autora hacen de este trabajo una pieza clave para el estudio de la persistencia de los procesos de socialización política y de reclutamiento en condiciones muy adversas. El papel de la ideología, así como de los grupos pequeños y círculos de amistad resultan centrales en el mantenimiento del compromiso. Los movimientos sociales entendidos como redes de organizaciones y colectivos que mantienen estrategias de cooperación o confrontación con otros agentes que intervienen en el mismo campo de intereses es el argumento central del artículo escrito por Mario Diani. Después de establecer las definiciones teóricas previas en la primera parte, el autor explora la existencia de redes como pre-requisito y como resultado del proceso de movilización hasta convertirse en la línea de continuidad entre los momentos de la externalización de la acción colectiva. Las redes del movimiento son el resultado de los procesos de conflicto y de las elecciones racionales tomadas por los actores en torno a la búsqueda de cooperantes y aliados. El estudio de la participación en movimientos sociales requiere de técnicas de investigación longitudinal que nos permitan conocer las causas posibles de las entradas y salidas de los activistas según Bert Klandermans. El origen de esta propuesta se encuentra en la constatación de la insuficiencia de nuestras herramientas de medida de la movilización, dado su carácter cíclico. La conveniencia de estos estudios longitudinales se justifica por la utilidad a la hora de responder a preguntas que de otra manera quedarían sin respuesta, a pesar de las dificultades sin resolver y de los problemas que todavía persisten en este tipo de planteamiento metodológico. La última parte del libro tiene, en algunos de los artículos, un carácter más especulativo en la medida que se plantea una reflexión sobre los nuevos horizontes delineados para la acción colectiva por la globalización. Ludger Mees plantea el debate sobre los viejos y nuevos movimientos sociales en una perspectiva histórica en la que las discontinuidades se difuminan y se superponen las continuidades. Cuando el paradigma de los nuevos movimientos sociales se sienta en el banco de pruebas de la Historia, parece ganar fuerza el argumento de reduccionismo excesivo de los proponentes de dicho enfoque, con exclusiones poco razonables y que el paso del tiempo y los nuevos contextos van remarcando. Un conjunto de ejemplos bien seleccionados nos proporciona nuevos argumentos para su reconsideración teórica. El proceso de globalización permite a Jim Smth plantear en profundidad el devenir del nacionalismo y de los movimientos sociales que se construyen sobre identidades asentadas («fuertes’>). La búsqueda de la identidad, fundamentalmente colectiva, se manifiesta como un recurso recurrente e ineludible en el contexto de las sociedades de la tardomodernidad. La globalización no arrincona las viejas identidades nacionales, al contrario, las sitúa en el centro de la

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construcción social de la realidad en momentos de sobreglobalización económica y cultural. Una nueva perspectiva de relaciones dinámicas entre identidad nacional y universalismo parece estar dando paso a la dialéctica entre universalismo vacío y particularismo ciego. Klaus Eder comparte la tesis de la institucionalización de la acción colectiva, lo que estaría planteando el surgimiento de un nuevo objeto teórico. Este nuevo contexto es el resultado del progresivo acuerdo entre los científicos sociales de superar las viejas disputas teóricas. La imposibilidad actual de conseguir una integración teórica va dando paso a una moderación analítica que reivindica el pluralismo teórico y metodológico, indicativo de un progresivo asentamiento de este campo de análisis. Pero nuevas batallas aparecen en el horizonte teórico: ¿cómo hacer frente a la creciente complejidad sin caer en un reduccionismo analítico?, ¿es posible un mayor acercamiento entre el enfoque neo-institucionalista y el construccionista?

La experiencia individual y los asuntos globales en una sociedad planetaria es la aportación de Alberto Melucci. Una contribución abierta en lo teórico y en lo empírico que nos conduce entre los problemas y dilemas que la progresiva mundialización plantea a la existencia del individuo. La centralidad de los flujos de información y el predominio de los sistemas sobre los actores dejan poco espacio para la acción individual y colectiva. Sin embargo, los nuevos conflictos y las disputas por el control de los mecanismos y códigos de la dominación persisten en un nuevo escenario cuyos límites están todavía por diseñar.

PROCESOS, CONTEXTOS Y TRANSFORMACIONESCONFLICTO POLÍTICO Y CAMBIO SOCIAL Charles Tilly

Desde 1933 los intelectuales occidentales, contrarios tanto al comunismo como al fascismo, se han preocupado a menudo por el surgimiento de las sociedades de masas en el mundo occidental. A su juicio, estas sociedades de masas parecían más vulnerables que las sociedades precedentes a los movimientos políticos peligrosos, tanto en momentos convulsos como en tiempos de paz. Las versiones pesimistas de corte aristocrático enfatizaban el creciente sometimiento de las elites, que previamente habían decidido aislarse, a la voluntad popular; mientras, las versiones democráticas enfatizaban la ruptura de solidaridades que anteriormente habían integrado a la gente en vidas sociales confortables (y por tanto políticamente moderadas). Ambas versiones negaban la capacidad de las masas sin líderes para la acción política racional. En 1959 la influyente obra de William Kornhauser Politics of Mass Society moldeó ambas preocupaciones dotándolas de ropaje científico. En su análisis, Kornhauser señala cómo la conjunción de la accesibilidad de la elite y la disponibilidad de las masas para ser movilizadas son los dos factores centrales que promueven los grandes movimientos populares, cuya ideología y liderazgo determinan hasta qué punto está amenazado el orden social. El fascismo, el comunismo, el macarthismo, el poujadismo, así como otras formas de extremismo, nacían de acuerdo con este argumento, de similares raíces: uniendo públicos vulnerables con demagogos sin escrúpulos. Por tanto Kornhauser trenzaba hábilmente dos tendencias que se habían formado de manera separada, en oposición entre sí, como reacciones críticas del siglo XIX a la expansión del capitalismo y la democracia. El tema central de la obra de Kornhauser trata sobre las consecuencias políticas de las transformaciones políticas provocadas por la accesibilidad de la elite y la citada disponibilidad de la masa. Pero al reflexionar sobre los orígenes de esas trasformaciones políticas y sobre las condiciones que fomentan los movimientos de masas, recurre a argumentos causales tradicionales propios del siglo XIX. He aquí una de sus propuestas más llamativas: A través de esta teoría de la sociedad de masas se pueden aunar un buen número de observaciones acerca de los fenómenos políticos en organizaciones, clases, comunidades

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particulares, y sociedades en general, para formar una imagen coherente de las condiciones que favorecen las conductas de masas en política. Los grupos especialmente vulnerables a los movimientos de masas manifiestan grandes discontinuidades en su estructura durante períodos de cambio. Así, el Comunismo y el fascismo ganaron fuerza en sistemas sociales que estaban sufriendo cambios repentinos y amplios en la estructura de autoridad y de la comunidad. Graves rupturas causadas en el tejido social por el extenso desempleo o por una importante derrota militar son muy favorables a la acción política de masas, Las clases sociales que proporcionan un apoyo desproporcionado a los movimientos sociales suri aquellas que poseen menores lazos sociales entre sus miembros, es decir, sobre todo las clases sociales más bajas. Sin embargo, puesto que hay grupos de todas las clases sociales que tienden a estar socialmente atomizados, también se encuentran miembros de todas las clases sociales entre los participantes en la acción política de masas: intelectuales sin ataduras (especialmente autónomos), hombres de negocios y granjeros marginales (especialmente los pequeños), así como trabajadores aislados, se han dedicado a la movilización política de masas en tiempos de crisis (Kornhauser, 1959, 228-229). Dos teorías diferentes del cambio confluyen en este pasaje. La primera sostiene que el cambio estructural amplio y/o abrupto destruye los coercitivos y protectores lazos sociales. La segunda afirma que tal disolución de coacciones facilita las alianzas entre los individuos atomizados y los líderes extremistas. Ninguna de las teorías deja claros cuáles son sus mecanismos causales, pero en el primer caso parece estar actuando algo parecido al desmantelamiento de los refuerzos sociales producidos por normas internalizadas, mientras que en la segunda parecen actuar deseos complementarlos de poder (por parte de los líderes) y de estabilidad (por parte de los seguidores) en la dirección del sistema. Los procesos psicológicos juegan un papel central, generalmente implícito, en el drama de la sociedad de masas y sus resultados trágicos. En su famosa fórmula Kornhauser codifica los modelos teóricos tradicionales refiriéndolos a las consecuencias políticas del cambio social rápido y a gran escala. Críticos, teóricos e investigadores posteriores cuestionaron los argumentos de Kornhauser, no tanto refutando sus supuestas causas sino prestando atención preferente a los efectos, generalmente negativos, de la atomización y la marginalización de la participación popular en la política, así como en la significación de la integración en redes que posibilita el reclutamiento para el movimiento social (Halebsky, 1976; McAdam, 1982; McPhail, 1991; Morris, 1984). También recalcaron la importancia de creencias relevantes, intereses y compromisos culturales que existían anteriormente —en lugar de la mera disponibilidad o vulnerabilidad psíquica— a la hora de encauzar a los grupos sociales hacia diferentes tipos de acción política colectiva. Aunque pocos crítico han desarrollado alguna vez serias investigaciones sobre los mecanismos psíquicos que menciona la teoría, en los análisis que se hacen hoy en día de los movimientos sociales y de los conflictos políticos queda poco de la teoría de a sociedad de masas. Puede parecer, por tanto, que este texto no es sino la exhumación del cadáver de una teoría que lleva largo tiempo muerta, sometiéndola a una ejecución ritual para volverla a enterrar posteriormente. En absoluto. Aunque la formulación de Kornhauser sobre los rasgos de la sociedad de masas ha perdido el atractivo que tuvo en su día, la visión tradicional que subyace detrás de ella reaparece bajo un aspecto académico cada vez que una nueva serie de terribles fenómenos políticos llegan a la opinión pública. A la hora de explicar el genocidio, la limpieza étnica, la guerra civil, el terrorismo o la corrupción todavía se destacan regularmente la disolución de los lazos sociales integradores, sacudidos por el cambio social, así como el carisma que demagogos sin escrúpulos provocan en individuos desarraigados. Hasta entre teóricos más sofisticados de la transición política, la sociedad civil a menudo figura como un baluarte contra amenazas muy parecidas a aquellas censuradas por Kornhauser. Estos hechos cruciales todavía tienen lugar en mentes angustiadas y en toda una generación de trabajo académico que, en desacuerdo con tales explicaciones, han hecho bastante poco por alterar el curso de este discurso público. Es importante señalar que al rechazar las explicaciones de Kornhauser acerca de los movimientos de masas por inadecuadas, los posteriores estudiosos han abandonado indebidamente una serie de preguntas que se presentaban como urgentes desde la investigación de Kornhauser. ¿Qué relaciones sistemáticas existen, si es que existe alguna, entre el cambio social a gran escala y los cambios en la movilización política popular? ¿Qué impacto, si es que tiene alguno, tienen las variadas formas de acción política popular sobre el curso del cambio social a gran escala?

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Centrados en refutar las medrosas explicaciones que desacreditan la acción popular, los especialistas en movimientos sociales, rebeliones y otras formas de conflicto social, han empleado poco esfuerzo en encontrar las consecuencias de estas acciones para la organización social existente. Estos analistas han hecho menos, incluso, para descubrir las cadenas causales precisas entre la acción colectiva y la transformación social. Este capítulo no reparará todo el daño dejado por tres décadas de abandono, pero al menos esbozará un programa de rehabilitación. Pretende: 1) especificar qué entendemos por cambio social, conflictos políticos y sus relaciones; 2) identificar algunas regularidades dentro del conflicto político, y 3) identificar algunos procesos causales que conectan las políticas conflictivas con el cambio social. Debido a las dificultades conceptuales del estudio del conflicto político, este apartado será denso en la utilización de definiciones y dedicaremos bastante tiempo a los esquemas conceptuales; y sin embargo reduciremos los aspectos empíricos de la cuestión, en mayor medida de lo que cualquier lector exigente —incluyéndome a mí mismo— estimaría adecuado. Esperemos que el texto compense su abstracción con la identificación de nuevas oportunidades para investigaciones empíricas, incluyendo mis propios estudios históricos sobre los cambios en los conflictos populares europeos.

1. CAMBIO SOCIAL

¿Qué queremos decir con cambio social? Puesto que el mundo nunca está quieto, cambio social a veces parece significar todo lo que sucede a las personas para definir al gran río en el que todos los humanos nadan. Desde Vico hasta Sorokin, los analistas sociales han intentado repetidamente captar esa comprehensión con las teorías generales del progreso, la evolución social, los ciclos o la decadencia. Una teoría de este tipo que tuviese éxito sería una Teoría del Todo. Aunque podemos aprender mucho acerca de las conexiones del mundo social desde estas teorías, todas ellas fallan porque asumen un proceso unitario dominante que determina todos los cambios en la experiencia social, es decir, todas asumen la existencia de una sola corriente. ¿Existe una corriente unitaria? ¿El cambio social discurre en general como un río? ¿Podemos trazar su dirección, medir su profundidad, identificar sus contenidos y estimar su impacto? Un río tiene un curso bien marcado, una dirección clara de flujo y sus propias reglas. Las reglas del río dependen además de los climas por los que discurre el río, el terreno por el que discurre y las criaturas que viven en sus profundidades. Una persona que vaya en kayak puede conocer sus rápidos, un pescador con mosca los mejores puntos de pesca, un hidrólogo su física, un ecologista sus sistemas de vida, un capitán de barco su curso entero. El cambio social en general no se parece al cauce de un río. La expresión cambio social simplemente etiqueta ciertos aspectos de multitud de diferentes procesos sociales, cada uno de los cuales sigue su propia lógica individual. Es cierto que los procesos sociales, al contrario que el cambio social, a veces se parecen a los ríos y funcionan de manera unitaria. Podemos aprender ciertos cambios sociales concretos, por ejemplo, las recientes alteraciones en los procesos nacionalistas de los Balcanes, o la globalización de los mercados financieros, de igual manera a como conocemos un riachuelo cercano. Pero no podemos aprender el cambio social como un todo.

La noción de cambio social en general se parece más a la idea abstracta de una corriente. Las corrientes incluyen todo tipo de permanentes movimientos de fluidos que corren hacia delante. Por supuesto que podemos cartografiar las corrientes de un río en concreto, pero la idea general de una corriente es el término medio de una gran variedad de torbellinos, remolinos y remansos. De hecho podemos aplicar la misma idea a cualquier cuerpo fluido, buscar las direcciones dominantes del movimiento e identificarlas como sus corrientes. Sin embargo, aun en esos casos la idea no se ajusta correctamente a todos los supuestos: algunos cuerpos fluidos permanecen tan quietos que no podemos detectar ninguna corriente, mientras que otros sufren tal turbulencia que la propia idea de direccionalidad pierde su sentido. Tan sólo como un término medio, la idea amplia y abstracta de corriente nos ayuda a ordenar nuestras observaciones. La analogía funciona razonablemente bien para el cambio social. Examinando cualquier grupo concreto de cambios sociales podemos, lógicamente, preguntarnos por las relaciones de éstos con

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la variable tiempo. Entre otras cosas podemos preguntarnos acerca de la variación simultánea, la direccionalidad y la recurrencia: 1. Simultaneidad: ¿Se mueven juntos los cambios en el tiempo de la misma manera en que suelen hacerlo las huelgas reivindicativas (aquellas que los trabajadores plantean para la mejora de salarlos y condiciones de trabajo) en relación con los ciclos económicos? Si es así, tenemos ya una cierta garantía para investigar estas conexiones causales entre sí o con algún otro proceso subyacente. 2. Direccionalidad ¿Se dirigen los cambios sociales en una dirección durante largos períodos, tal y como hacen los procesos acumulativos como, por ejemplo, la difusión de innovaciones operativas en la estrategia militar? Si es así, nos enfrentamos a la posibilidad de descubrir mecanismos que fomentan la dependencia de cambios trazados, la autoreproducción y/o efectos multiplicadores. 3. Recurrencia: ¿Son cíclicos los cambios sociales, volviendo regularmente a sus puntos de partida, como en el caso de acontecimientos programados (por ejemplo las campañas electorales)? Si es así, podemos razonablemente buscar ritmos institucionalmente impuestos, procesos que se agotan en sí mismos, y mecanismos equilibradores. Igual que la palabra «corriente» implica preguntarse acerca de las direcciones del movimiento en fluidos encauzados, las palabras «cambio simultáneo», «direccionalidad» y «recurrencia» plantean preguntas abstractas sobre procesos concretos de cambio. A tan altos niveles de abstracción, parecidas preguntas son aplicables al proceso de urbanización europea, a los cambios en la composición de la familia india, a cambios en la política islámica, o a la difusión mundial de la música rock. Podemos hacer preguntas generales acerca de muchos cambios sociales concretos sin suponer que las respuestas siempre serán las mismas, sin asumir que todas las preguntas tienen respuestas significativas en cada caso, y sin imaginar que existe un fenómeno general y auténtico llamado cambio social del que los cambios particulares son simplemente casos especiales. En este caso, nuestro conocimiento general acerca del cambio social consistirá no en acumular respuestas, sino en hacer preguntas urgentes. También podemos invertir el ángulo de observación, aportando diferentes sistemas de conocimiento para referirnos a un único caso. Al igual que los hidrólogos, ecologistas, navegantes, especialistas en salud pública y geólogos tienen importantes y diferentes cosas que decir acerca de cualquier río concreto, las distintas ramas del análisis social presentan, de hecho, diferentes enfoques en el análisis de cualquier dimensión concreta del cambio social.

2. CONFLICTO POLÍTICO

Para reconocer el espacio de los conflictos políticos necesitamos dos definiciones cruciales: 1. Las reivindicaciones consisten en declarar determinadas preferencias respecto al comportamiento de otros actores: incluyen demandas, ataques, peticiones, súplicas, muestras de apoyo u oposición, y declaraciones de compromiso. 2. Un gobierno es una organización que controla el principal medio concentrado de coerción dentro de un territorio importante. El gobierno es un Estado si claramente no cae bajo la jurisdicción de otro gobierno y recibe reconocimiento de otros gobiernos relativamente autónomos. El conflicto político incluye todas las ocasiones 1) en las que algún grupo de personas realiza reivindicaciones colectivas públicas visibles sobre otros actores (reivindicaciones que si se cumpliesen afectarían los intereses de estos últimos) y 2) en las que al menos una de las partes afectadas por reivindicaciones, incluyendo terceras partes, es un gobierno. Por lo tanto, el conflicto político abarca revoluciones, rebeliones, guerras, conflictos étnicos, movimientos sociales, genocidio, campañas electorales, la mayoría de las huelgas y cierres patronales, parodias públicas, incautaciones colectivas de mercancías, y muchas otras formas de interacción. (Me concentraré aquí en el conflicto dentro de un solo ámbito político —un Estado y sus relaciones con actores bajo su jurisdicción—, pero en principio las regularidades dentro del conflicto político se pueden aplicar mutatis mutandis también al conflicto interestatal y transnacional). El plantear reivindicaciones dentro de la familia, grupos de parientes, vecindarios y redes de amigos/as sólo se pueden catalogar de conflicto político en la medida en que los gobiernos se convierten en parte de las reivindicaciones.

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¿Por qué tiene lugar el conflicto político? Cuatro tipos de explicaciones disponibles se corresponden con las cuatro principales ontologías de la ciencia social: las teorías de sistemas, el individualismo metodológico, el individualismo fenomenológico y los modelos relacionales: 1. En la teoría de sistemas, tal y como ha sido ejemplificado en el análisis de la sociedad de masas de Kornhauser, el conflicto político se explica como una interrupción de los procesos de equilibrio, lo que genera la aparición de reivindicaciones conflictivas, más a menudo denominadas como «protestas» o «disturbios». 2. En el individualismo metodológico (el modo dominante dentro del estudio del conflicto político), el conflicto político se explica como el choque entre los intereses de los individuos o las colectividades, impulsando la competencia dentro de los límites impuestos por la estructura de oportunidad política y la capacidad organizativa. 3. En el individualismo fenomenológico (una orientación cada vez más popular), el cambio de las definiciones compartidas de la situación política promueve y regula las tendencias a la competencia. 4. En el análisis relacional (la menos conocida pero más prometedora ontología, no sólo para el conflicto político sino para todos los procesos sociales), los cambios en las conexiones entre actores potenciales conforman las identidades sociales, las definiciones compartidas de lo que es posible y deseable, los costes y beneficios colectivos de la acción conjunta, y los compromisos mutuos; en definitiva, los actores moldean la confrontación. En el análisis relacional, por tanto, la pregunta sobre por qué las personas están en conflicto puede tener un gran sentido o ninguno en absoluto. Es lo mismo que preguntar el por qué la gente habla, crea lazos sociales y protege del daño a sus semejantes. Aunque algún impulso, gen o capacidad social universal pudiera subyacer muy en el fondo de todas esas interacciones, éstas, en la práctica, surgen a partir de una amplia variedad de motivaciones y actividades humanas. De momento es mejor preguntarse por qué las personas entran en conflicto de distintas maneras, con diferentes intensidades, que buscar modelos universales de conflicto. Creo que mi insistencia en subrayar la mutua y cambiante construcción de las reivindicaciones en vez de fijarme en disturbios, cálculos individuales o actitudes generalizadas, lo deja bastante claro: soy partidario de hacer un análisis relacional de las variaciones sistemáticas que se dan en los conflictos políticos. No tenemos a mano ninguna teoría general fuerte, relacional o de cualquier otro tipo. Aunque cada cierto tiempo alguien propone una síntesis del conflicto social o de la acción colectiva en general (p.e. Boulding, 1962; Gamson, 1968; Hardin, 1983; Marwell y Oliver, 1993; 01- son, 1965; Schellenberg, 1982; Schelling, 1960; Smelser, 1963), los estudiosos del conflicto político se especializan generalmente en una o dos de sus variantes: conflicto industrial, revoluciones, movimientos sociales o alguna otra cosa parecida. Esta especialización tiene la ventaja de que hace controlable las investigaciones y reduce las dificultades al sacar del estudio la institucionalización históricamente condicionada de las relaciones causales recurrentes. ¿Cuánto de la diferencia entre huelgas y manifestaciones proviene del desarrollo de tradiciones culturales y legales diferentes en cada una de ellas, cuánto se debe a la presencia de secuencias causales diferentes para cada una de ellas, y cómo interactúan las tradiciones legalescultUrale5 con las causas generales? Sin embargo, la especialización tiene sus costes, sobre todo en la duplicación de esfuerzos y las oportunidades perdidas para la analogía. Doug McAdam, Sidney Tarrow y yo mismo estamos en la actualidad intentando reducir las barreras que impiden hacer la síntesis en el análisis del conflicto político (McAdam, Tarrow y Tilly, 1996). Nuestra cautelosa estrategia es la de impulsar ideas relativamente bien establecidas, sacadas principalmente del estudio comparativo de los movimientos sociales en las democracias occidentales a zonas adyacentes de conflicto para ver qué tal se sostienen determinadas propuestas, o si por el contrario estos conflictos se sustentan en otros principios diferentes. Por ejemplo, creemos que existen paralelismos entre los ciclos del movimiento social y las situaciones revolucionarias (Cattacín y Passy, 1993; Fillieule, 1993; Goodwin, 1994b; Hoerder, 1977; Joppke, 1991; Koopmans, 1993; Traugott, 1995). En ambos aparecen simultáneamente una serie de condiciones para que un actor previamente desfavorecido pueda lograr el éxito en su desafío reivindicativo: 1) publicitar la vulnerabilidad de las autoridades; 2) proporcionar un modelo para un planteamiento operativo de las reivindicaciones; 3) identificar posibles aliados y 4) poner en peligro los intereses de Otros actores políticos que tienen interés en el statu quo, y conseguir así también su activación.

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Una situación tan abierta se convierte en un ciclo si alguno de los grupos en lucha contra el poder logra alcanzarlo. Entonces se alían para fortificar sus posiciones contra Otros nuevos contrincantes, y así al final el proceso divide a los actores colectivos movilizados entre grupos en el poder y grupos fuera de él, alguna de cuya gente es desmovilizada. Luego mueve a los restantes hacia acciones cada vez más arriesgadas hasta que la represión, la cooptación y la fragmentación acaban con el ciclo. Tales ciclos se repiten tanto en los movimientos sociales como en las revoluciones. Sin lugar a dudas también podemos identificar secuencias equivalentes en la guerra, conflictos industriales, y otras formas de política conflictiva (Botz, 1976, 1987; Cohn, 1993; Cruz, 1992-1993; Franzosi, 1995; Kriesi et al., 1981; Most y Starr, 1983; Porter, 1994; Shorter y Tilly, 1974; Starr, 1994; Stevenson, 1992). Trabajando simultáneamente con dos o tres formas bien documentadas de conflicto, McAdam, Tarrow y yo mismo estamos intentando localizar analogías dentro de los ámbitos de estrategias de enmarque discursivo, identidades políticas, procesos de movilización, repertorios de acción y redes sociales. Este capítulo se centra en mi parte de nuestra empresa común, pero por supuesto se hace eco de la continua conversación que mantenemos entre todos nosotros.

3. IDENTIDADES EN CONFLICTO

A través de este diálogo con McAdam, Tarrow y otros investigadores, espero poder definir las condiciones bajo las cuales el conflicto pone en juego diferentes tipos de identidad. Quizás finalmente podamos abandonar el viejo conflicto entre «interés» o «identidad», reconociendo que todo conflicto implica afirmaciones de identidad al igual que el desarrollo de intereses colectivos. (Confieso que como reacción a los relatos irracionalistas de la acción colectiva popular, incluyendo el de KornhauSer, mis colaboradores y yo mismo una vez que habíamos decidido subrayar los intereses y dar por supuesta su presencia en las identidades de cada grupo, la necesidad de esta desproporcionada polémica había pasado). En general las identidades son experiencias compartidas de determinadas relaciones sociales y representaciones de esas relaciones sociales. Los trabajadores se convierten en trabajadores en relación con los patronos y otros trabajadores, las mujeres se convierten en mujeres en relación con los hombres y otras mujeres, los judíos ortodoxos se convierten en judíos ortodoxos en relación con judíos no ortodoxos, con no judíos y con otros judíos ortodoxos. Las identidades políticas son un subconjunto del que forman parte los gobiernos. A pesar de su enorme variación en forma y contenido: 1. Las identidades políticas son siempre, y en cualquier lugar, relacionales y colectivas. 2. Por lo tanto cambian según cambien las redes, las oportunidades y las estrategias políticas. 3. La confirmación de las identidades políticas depende de las actuaciones contingentes, en las que resulta crucial la aceptación o rechazo de las otras partes implicadas en la relación. 4. Esta validación restringe y facilita la acción colectiva de aquellos que comparten una determinada identidad. 5. Existen profundas diferencias entre las identidades políticas insertadas en la vida social rutinaria y aquellas que se presentan sobre todo en el espacio público: identidades colectivas desconexas. Estas propuestas rompen con tres formas comunes, aunque muy diferentes, de entender las identidades políticas: 1) como una sencilla activación de rasgos personales —individuales o colectivos— duraderos; 2) como aspectos moldeables de la conciencia individual; 3) como puras construcciones discursivas. El primer punto de vista aparece sistemáticamente en los análisis ligados a alguna versión del individualismo metodológico y de la participación política basada en el interés. El segundo se repite en los análisis del compromiso político como proceso de autorrealización, y se tiende a correlacionar con un supuesto de individualismo fenomenológico, el enfoque que afirma que la conciencia personal es la principal o, en el extremo solipsista, la única realidad social. El tercer enfoque aparece repetidamente en los relatos postmodernos de la identidad, muchos de los cuales también se orientan hacia el solipsismo. Mi propio punto de vista no niega ni la construcción discursiva ni los rasgos personales, ni las psiques individuales, sino que coloca las relaciones entre los actores en el centro de los procesos sociales. ¿Qué significa «relacional y colectivo»? Una identidad política es la experiencia que tiene un actor

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de una relación social compartida en la que al menos una de las partes, incluyendo las terceras partes, es un individuo u organización que controla medios de coerción concentrados. Generalmente las identidades políticas se solapan con representaciones públicas compartidas tanto de la relación como de la experiencia. En diferentes momentos las mismas personas se representan a sí mismas como trabajadores, vecinos, minorías étnicas, mujeres, ciudadanos, homosexuales, revolucionarlos, y otras categorías que les distinguen de otros segmentos de la población. En cada caso se implican en actuaciones que confirman el mérito, la unidad y el compromiso, por ejemplo desfilando juntos, llevando insignias, cantando cánticos de solidaridad o gritando eslóganes. Bajo condiciones sociales determinadas, las identidades colectivas que la gente utiliza en los conflictos se corresponden con «identidades colectivas, enraizadas o asentadas>, aquellas que forman parte de las rutinas de su vida diaria, raza, género, clase, etnicidad, localidad, relaciones de parentesco, etc. Los analistas sociales tienden a etiquetar como «espontáneas» o «tradicionales» las acciones colectivas de venganza, ridículo, obstrucción y manipulación mutua que surgen de las identidades asentadas. Los observadores también imaginan que los mecanismos causales centrales de la movilización derivan de transformaciones de la conciencia individual, cuando de hecho lo que impulsa tales movilizaciones es el reforzamiento selectivo de ciertos lazos sociales a costa de otros. Aunque generalmente operen a pequeña escala, cuando son presionadas por los detentadores del poder o sus enemigos, las identidades colectivas asentadas, como las de base religiosa o étnica, pueden provocar duros y extensos conflictos. La Reforma protestante y la quiebra de la Unión Soviética se enmarcan en la activación de este tipo de identidades colectivas asentadas. Bajo otras condiciones sociales, la gente puede organizarse en «identidades colectivas segmentadas», las cuales rara vez, o nunca, están presentes en las relaciones sociales cotidianas. Las identidades colectivas segmentadas a menudo incluyen asociaciones voluntarias, grupos nacionales y categorías legales como «minoría», «tribu» o «personas discapacitadas». En estos casos, las personas invocan la relevancia de lazos sociales de forma mucho más selectiva que en las identidades asentadas, y los líderes políticos, en general, juegan un papel mucho más relevante en su puesta en marcha. El análisis de Beth Roy acerca de cómo los campesinos bengalís llegan a redefinir los conflictos locales alineando a los «hindúes» contra los «musulmanes» ilustra de manera perfecta el modelo de una movilización mediada por profesionales de la política (Roy, 1994). La diferencia entre identidades colectivas asentadas y segmentadas sirve para señalar los extremos de un continuum. Así, por ejemplo, la identidad colectiva «ciudadano» se encuentra en un término intermedio, moldeando las relaciones entre empresarios y trabajadores, y afectando de forma notable los compromisos políticos, pero sin tener relevancia alguna por lo que se refiere a un amplio conjunto de otras prácticas sociales. Por otro lado, sin embargo, la distinción asentadasegmenta5 niega dos formas extremas (y contradictorias) de entender las identidades que prevalecen en el conflicto político: 1) como simples activaciones de atributos individuales pre-existentes, o incluso primordiales o 2) como puras construcciones discursivas que tienen poca o ninguna base en la organización social. Desde las más asentadas a las más segmentadas, las identidades colectivas se asemejan a géneros lingüísticos en la manera que vinculan una colaboración interpersonal coherente, pero varían eventualmente en contenido, forma y aplicabilidad de acuerdo con el contexto. Reforzadas por el conflicto, la organización interna o la obtención de privilegios, las identidades segmentadas en ocasiones también se convierten en fuente de relaciones sociales cotidianas aunque hayan comenzado en otra parte. A través de sus diferentes políticas entre 1903 y 1981, el Estado de Sudáfrica cosificó y ratificó categorías raciales que finalmente acabaron teniendo gran importancia en las rutinas sociales (Marx, 1995). El Estado y sus diversos agentes impusieron categorías como zulú, xhosa, afrikaner y de color a toda su población con tal fuerza que las categorías gobernaban una parte significativa de las relaciones sociales cotidianas. De esta manera, identidades colectivas inicialmente segmentadas se convirtieron en identidades asentadas. A través del reforzamiento de fronteras categoriales, y de fomento de actividades compartidas, los movimientos sociales también han insertado en parte sus identidades segmentadas en la vida social cotidiana de mujeres, minorías étnicas o veteranos de la guerra. Aunque el proceso también

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circula en la dirección contraria, generalizando y convirtiendo en segmentadas identidades inicialmente asentadas como, por ejemplo, cuando los carpinteros de una fábrica, los mecánicos de otra y los fontaneros de una tercera se juntan no sobre la base de esas identidades sino como trabajadores en general. Sin embargo, la diferenciación mantiene su importancia: el grado en que las identidades políticas son asentadas o segmentadas afecta de manera importante a la cantidad de conocimiento disponible para aprovechamiento de sus miembros, la densidad que apuntala los lazos sociales, la fuerza de los compromisos en conflicto, la facilidad de adaptación a uno u otro contexto y, en última instancia, la efectividad de las diferentes estrategias organizativas.

4. CAMBLOS EN EL REPERTORIO

La diferenciación entre identidades colectivas asentadas y segmentadas se corresponde más o menos con la diferencia entre conflicto local y la política de los movimientos sociales nacionales en la Europa de principios del siglo XIX, cuando un cambio importante dirigido a plantear los conflictos en la arena nacional estaba transformando la política popular (Tarrow, 1994; Traugott, 1995). En formas de interacción reivindicativa como ceremonias burlescas (p.e. parodias, tamborradas), apropiación del grano y quema de efigies, la gente generalmente expresaba identidades colectivas que se correspondían casi completamente con las dominantes en las rutinas de la vida social: inquilino, carpintero, vecino, etc. Podemos llamar a estas formas de interacción parroquial y particularista, puesto que generalmente tenían lugar dentro de entramados de relaciones sociales locales, incorporando las prácticas y la comprensión características de esos entramados locales. A menudo también tomaban una forma clientelista, confiando en la intervención de intermediarlos privilegiados ante las autoridades más lejanas. Por otro lado, en manifestaciones, campañas electorales y reuniones públicas, los participantes a menudo se presentaban como seguidores de un partido, miembros de asociaciones, ciudadanos y parecidas identidades colectivas segmentadas. El carácter nacional, flexible y autónomo de estas reivindicaciones definía su frecuente fijación en los temas y objetos nacionales, su estandarización de un asunto u otro, y la frecuencia con la que los participantes se dirigían directamente a los detentadores del poder, con los que no tenían ningún contacto social cotidiano. La diferencia marcaba grandes contrastes en las relaciones sociales entre los participantes, en las pautas de movilización y en la propia organización de la acción. El cambio de las formas de acción parroquiales y particularistas, frecuentemente formas clientelares de reivindicación, a otras autónomas, nacionales y flexibles se articuló con profundos cambios en la estructura social. Estas modificaciones en las formas predominantes de plantear reivindicaciones en Europa aparecieron, de distinto modo, en diferentes momentos y con diversas trayectorias de una región a otra. En conjunto constituyeron una impresionante alteración de los repertorios de acción colectiva. Los repertorios se asemejan a convenciones lingüísticas que enlazan entre sí grupos concretos de interlocutores: mucho más que por las capacidades técnicas de los actores, o por las exigencias de los intereses en juego, los repertorios se forman y cambian por medio de la mutua interacción de las propias reivindicaciones. Al igual que las instituciones económicas evolucionan a través de la interrelación entre las organizaciones, restringiendo de manera significativa las formas de relación económica en un momento concreto del tiempo, también las reivindicaciones limitan las posibilidades de la acción colectiva (Nelson, 1995). La evolución de la manifestación como medio de plantear reivindicaciones presenta a activistas, policías, espectadores, rivales y funcionarlos públicos ante formas perfectamente definidas de organizar, anticipar y responder a las demandas realizadas a través de este medio, y en marcada distinción con medios como la colocación de bombas o el soborno (Favre, 1990). Las huelgas, sentadas, reuniones de masas, otras formas de exigir cambios, enlazan entre sí identidades bien pre definidas y producen incesantes innovaciones hasta el punto de cambiar, a la larga, su configuración, ya que acumulan sus propias historias, memorias, tradiciones, leyes y prácticas

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rutinarias. En resumen, los repertorios son productos culturales que aunque evolucionan históricamente tienden a ser fuertemente restrictivos a los cambios.

5. CONFLICTO Y CAMBIO

Preguntarse por qué tiene lugar un giro de un tipo de repertorio a otro nos plantea la cuestión de las relaciones generales entre el conflicto y el cambio social. En el caso de la Europa de los siglos XVII y XIX, las causas posibles del cambio de repertorio incluyen las transformaciones en la organización de los gobiernos nacionales, el incremento de las relaciones de propiedad capitalista, los movimientos de población desde áreas rurales a urbanas, el papel cada vez más importante de dirigentes profesionales en los movimientos sociales y la difusión de modelos para plantear reivindicaciones claramente efectivas en estas circunstancias cambiantes. Todas estas supuestas causas promueven cambios dentro del conflicto político. Pero si miramos el asunto desde el otro lado, también podemos observar cómo la propagación de manifestaciones afecta a la práctica policial, cómo las huelgas repetidas provocan cambios en los niveles de los sueldos, en qué casos la coordinación de demandas conduce a la extensión del sufragio, en resumen, cómo el conflicto político provoca el cambio social. El conflicto y el cambio social se influyen mutuamente. Las presuposiciones políticas y la desigual observación de los acontecimientos han producido una gran desproporción. Si bien todas las proposiciones referentes al conflicto político son conflictivas, sabemos mucho más acerca de cómo el cambio social produce el conflicto que cómo el conflicto produce el cambio social. Cuanto más nos alejemos de los efectos evidentes del conflicto, tales como las pérdidas y ganancias de una huelga, menos información sistemática tendremos acerca de las consecuencias de la contienda en los participantes, sus objetivos reivindicativos, las terceras partes y sus contextos sociales. Sin embargo, los analistas del conflicto político suelen relacionar con frecuencia los efectos incluidos dentro de estas categorías superpuestas: 1. Reorganización: El esfuerzo del conflicto transforma las relaciones sociales internas y externas de los actores implicados, incluyendo autoridades, terceras partes y el objeto de sus reivindicaciones. 2. Realineamiento: Más concretamente, la lucha, la defensa y la cooptación alteran las alianzas, rivalidades y enemistades entre gobernantes, otros contendientes y los grupos reivindicativos.

3. Represión: Los esfuerzos de las autoridades en la represión o consentimiento de los que los desafían producen cambios directos —la declaración de poderes de emergencia— e indirectos —efectos en los gastos de vigilancia, actividad policial y fuerzas militares— en el ejercicio del poder 4. Realización, Los demandantes exigen cambios específicos, negocian con éxito con los detentadores del poder y hasta los desplazan.

No es ninguna coincidencia que las categorías se correspondan aproximadamente con los elementos de la estructura de oportunidad política (EOP), tal y como la entienden la mayoría de los analistas de los movimientos sociales: organización de instituciones políticas, alineamientos entre las elites, represión-facilitación, y apertura del sistema político (Fillieule, 1993; Giugni, 1995; Kitschelt, 1986; Kriesi, 1993; della Porta, 1995; Tarrow, 1994). Desde el punto de vista de los que desafían al poder, la EOP es más favorable allí donde las instituciones políticas proporcionen múltiples espacios para plantear reivindicaciones, las elites están divididas, la represión es débil y existen canales sólidamente establecidos por donde encauzar eficazmente las reivindicaciones. A su vez estas condiciones se corresponden con cuatro ejes que nos jerarquizan los diferentes regímenes desde los autoritarios hasta los democráticos:

1. Extensión de los derechos ciudadanos (0 a 1). 2. Igualdad entre los ciudadanos (0 a 1). 3. Protección de los ciudadanos frente a la acción arbitraria del gobierno (0 a 1). 4. Consulta vinculante a los ciudadanos respecto al personal del gobierno y a las políticas (0 a 1).

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De este modo, 0000 implica un régimen puramente despótico, 0010 una autocracia benevolente, 1100 un autoritarismo participativo y 1111 una democracia ideal (actualmente inexistente). Los casos reales ocupan lugares intermedios: por ejemplo, .20, .50, .75, .8, para una fuerte oligarquía como la de Venecia del siglo XIV. El marco analítico de la EOP implica que los niveles de conflicto siguen un patrón curvilíneo: aumenta continuamente con el movimiento desde el 0000 hacia el 1111, pero decae con niveles de democracia muy altos (alrededor de .80, .75, .85, .90). En este punto, el razonamiento es que para la movilización de los actores es menor el costo de acceder a determinados centros de poder que llevar a cabo un conflicto colectivo. Cuanto mayor sea la capacidad del Estado para proporcionar bienes colectivos, inferior será el nivel de democracia en el que se produce el punto de inflexión descendente del conflicto, puesto que un estado de alta capacidad democrática integra más reivindicaciones en respuesta a menos presión que un estado de baja capacidad. Una de las preguntas más conflictivas en el estudio de los conflictos políticos se centra en saber silos niveles de conflicto se comportan de esta manera sectorial y longitudinalmente (y si es así, por qué). La pregunta merece que se le preste gran atención porque, si la invertimos, se convierte en una de los mayores interrogantes respecto a la propia democracia: a partir de un cierto grado de democracia, los regímenes democráticos ¿inevitablemente se autodevoran en la gestión de agendas conflictivas? Quizás resulte satisfactorio descubrir que las investigaciones sobre el conflicto político, lejos de constituir un campo analítico separado, nos llevan directamente a problemas profundos de la teoría democrática. ¿Proporcionan estas reflexiones una alternativa comprensiva a la teoría de Kornhauser de la sociedad de masas y el razonamiento popular que subyace implícito detrás de ello? ¿Logran llenar los huecos generados por el olvido del estudio de las relaciones entre cambio social y conflicto político? Existen numerosos espacios vacíos en este ámbito, pero ¿abren nuevas direcciones a la reflexión teórica? Sí, dirigen la investigación a perspectivas relacionales de los procesos políticos, a tratar de especificar mecanismos causales socialmente efectivos, en vez de procesos psíquicos patológicos, hacia una comprensión más clara de las interdependencias —en ambas direcciones— entre el conflicto político y las diferentes variedades del cambio social.

2 MOVIMIENTOS SOCIALES Y DEMOCRACIA EN EUSKADI. INSUMISIÓN Y ECOLOGISMO Iñaki Bárcena, Pedro Ibarra, Mario Zubiaga

1. INTRODUCCIÓN AL CONTEXTO

Las relaciones entre los movimientos sociales y la democracia en Euskadi —o más exactamente los procesos de democratización— no son comprensibles sin hacer referencia a su especial contexto político. No nos referimos ahora a la influencia de las distintas variables de la estructura de oportunidad política en el desarrollo de los movimientos, sino a un factor mucho más determinante. El conflicto nacional vasco —las diferentes opciones de autoidentificación nacional, las mayores o menores exigencias de

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soberanía nacional— sigue siendo uno de los cleavages más influyentes de la sociedad civil y política vasca. En consecuencia, nuevos y viejos movimientos sociales están insertos en este conflicto nacional, con las consecuencias para los movimientos y su interactiva relación con la democracia que luego veremos. Siguiendo a Eder (1993) hay que considerar que las democracias modernas se expresan y legitiman dentro de específicos y compartidos marcos culturales. El fenómeno nacionalista puede tener muchos enfoques e interpretaciones, y muchos de ellos son contradictorios. Pero evidentemente, bajo cualquier punto de vista, es un fenómeno que hace referencia a procesos de identificación colectiva con un determinado conjunto de creencias. Espacio compartido que marca identidades, fronteras, exclusiones y entusiasmos. Que tiñe, como en nuestro caso vasco, casi todo lo que se mueve. Y ello en muchos casos aunque no lo deseen los actores colectivos, sujetos o receptores, de los procesos de movilización. Evidentemente no es éste el momento de explicar en qué consiste el conflicto nacional vasco, su historia y cuáles son las distintas estrategias de los actores políticos inmersos en él1, pero sí conviene recordar que el mismo no se expresa sólo a través de la violencia de ETA y el nacionalismo radical del MLNV (Movimiento de Liberación Nacional Vasco). En Euskadi el conflicto cruza toda la sociedad al margen de cuáles sean los deseos divergentes de la población sobre cómo solucionar el problema nacional, y siendo evidente que la mayoría de la misma rechaza la violencia de ETA como instrumento para solucionar este conflicto, también resulta notorio que a una significativa parte de la población le gustaría un mayor nivel de autogobierno2. Dicho de otra forma, aunque el espacio político nacionalista en el que se inserta la violencia de ETA constituye el movimiento nacionalista más espectacular y el que más determina, en la medida que veremos, a los movimientos sociales, el otro nacionalismo vasco —sus partidos o simplemente sus sentimientos nacionales más o menos intensos— también es nacionalismo y también influye en los movimientos sociales que vamos a estudiar. Teniendo en cuenta este marco, trataremos de presentar una serie de argumentos con los que construir nuestra hipótesis. Nuestra propuesta —fundamentada en un nivel de evidencia empírica que deberá ser profundizado en posteriores investigaciones— consistirá en afirmar que los movimientos sociales que hemos estudiado —el ecologista y el antimilitarista de objetores e insumisos— han favorecido determinados procesos de democratización en Euskadi.

2. DEFINICIONES Y MARCO DE ANÁLISIS

2.1. Los movimientos

Movimientos sociales y democratización en Euskadi. El título exige delimitar y precisar dos conceptos claves. ¿A qué democracia, o democratización, nos estamos refiriendo? ¿Cómo son los movimientos de los que vamos a hablar? Empezamos por la segunda pregunta, contestando que hemos escogido para este estudio el movimiento ecologista y el movimiento antimilitarista. Dentro del primero nos centraremos en analizar los dos conflictos medioambientales más importantes en Euskadi en los últimos años: la confrontación antinuclear de finales de los años setenta y principios de los ochenta, y el reciente conflicto derivado de la construcción de una autovía entre las provincias de Navarra y Gipuzkoa. En el segundo focalizaremos la investigación en la campaña del movimiento antimilitarista contra el servicio militar obligatorio y el Ejército, a través de la objeción de conciencia e insumisión. Apuntamos tres razones para escoger estos movimientos: 1) Con la excepción del movimiento obrero —movimiento con larga tradición, por el carácter industrial de Euskadi—, son los dos movimientos sociales3 que más capacidad movilizadora han exhibido en los últimos años. 2) Estos dos movimientos han producido concretos y medibles efectos en la democratización de Euskadi. 3) Por último, el nacionalismo —su ideario, sus organizaciones

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ha influido en estos dos movimientos, o al menos en estos dos procesos de movilización social. De forma determinante en el primero (los conflictos medioambientales) y de forma más indirecta y matizada en el segundo (la insumisión).

2.2. Tres marcos democráticos La segunda cuestión, referente al prisma democrático con el que vamos a 1uzgar a los movimientos sociales, exige mayores precisiones.

2.2.1. El pluralismo democrático

En un primer enfoque, consideraremos en qué medida unos concretos movimientos sociales mejoran la democracia preexistente4 similar a las democracias occidentales. O más precisamente en qué medida hacen operativas las propuestas/definiciones más extensivas de las democracias realmente existente. Efectivamente, sin salirnos ahora del marco conceptual de las democracias representativas, sí creemos que éstas no pueden considerarse como tales si tan sólo constituyen un conjunto de normas establecidas para impedir el establecimiento de una tiranía (Sartori, 1988). El conjunto de prescripciones (DahI, 1992) que garantizan unas elecciones libres y los rasgos mínimos del principio de representatividad constituyen una condición necesaria pero no suficiente para considerar que nos hallamos ante una verdadera democracia. Y por supuesto no estamos hablando de condiciones que nos sitúan fuera del marco de las democracias representativas, que hagan por ejemplo referencia a la democracia participativa. Ahora operamos sólo en el marco de la democracia representativa (o competitiva o poliarquía democrática 5) y afirmamos que la misma exige, no sólo para su perfeccionamiento sino para su misma consideración como tal, otras realidades además de una adecuada circulación de élites, y regulares y limpios procesos electorales. Exige (Schmiter y Karl, 1993; Schmiter y Offe, 1995) una sociedad plural y políticamente activa. Desde este primer enfoque consideraremos en qué medida nuestros movimientos sociales han posibilitado una sociedad cuyos ciudadanos se asocian, agrupan u organizan de forma plural para discutir6, proponer y presionar a favor de medidas políticas de interés general, una sociedad que es civil no tanto porque sus ciudadanos tengan derechos civiles con los que defenderse de los abusos de sus élites políticas, sino porque se organizan civilmente para tratar de influir (e influir de hecho) en las decisiones políticas. Que es una sociedad civil porque ha sido capaz de expresar intensamente su pluralismo autoorganizado, influyendo en tal intensidad la acción de los movimientos sociales (Cohen y Arato, 1992; Keane, 1993), y extendiéndose así los rasgos democráticos del poder político.

2.2.2. El pluralismo comunicativo

Del marco de análisis anterior se puede derivar un enfoque más específico. Así, en general, deberá observarse el incremento del pluralismo activo, y en particular tendremos que fijarnos en qué medida los movimientos sociales han increm5ntado la cantidad y variedad de los flujos y contenidos informativos. Este es un buen baremo para comprobar el empuje democrático de la sociedad y sus consecuencias en el espacio político. De acuerdo con Eder (Eder, 1993; ver también en similar sentido Melucci, 1988b) los movimientos sociales en general han logrado ensanchar —y activar— tanto el espacio de interacción institucional (no entendido en el exclusivo sentido político convencional) como el espacio de comunicación pública, aumentando la democracia. Deberemos nosotros comprobar si tal extensión comunicativa se ha producido a través de nuestros movimientos.

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2.2.3. La participación

También cabe otro marco de análisis, porque los movimientos sociales, tanto por su actividad inmersa en el contexto y conflicto nacional como por otras causas que veremos, han hecho visible la dimensión democrática participativa. La existencia de una reclamación nacional sin resolver, las demandas de una comunidad —o parte relevante de una comunidad— que afirma y exige el reconocimiento de su soberanía nacional evocan sistemáticamente el discurso de la democracia participativa. De aquel que nos recuerda que la «otra» democracia es aquella en la que el poder permanece en la sociedad (o en la comunidad), de aquel que subraya el control, subordinación, limitación y permanentes posibilidades de sustitución de los elegidos por los electores. El conflicto y discurso nacional tiende a activar el marco democrático participativo latente en la sociedad. Dada su necesidad de afirmar la sociedad —la sociedad o comunidad nacional— frente al Estado —el Estado de los Otros—, prioriza aquellos «sensores» de ese marco democrático interpretativo de los acontecimientos orientados a activar las actitudes democráticas básicas, primordiales; a movilizar la exigencia del consentimiento constante del individuo, del grupo, frente a los imperativos de la clase política; a afirmar la soberanía original de los individuos; de los individuos que viven en sociedad, en comunidad. Resulta evidente que los movimientos sociales son especialmente vulnerables a esta «contaminación» democrática en cuanto que uno de sus rasgos más originales es precisamente la exigencia participativa, la defensa de la autonomía de los individuos y de los grupos, la desconfianza respecto a las élites políticas10. Más en concreto nuestros dos movimientos se caracterizan, y muy llamativamente el antimilitarista de los insumisos, por la desobediencia civil. Este movimiento rechaza las órdenes del Estado, porque supedita, día a día, la capacidad normativa de los representantes políticos a las prescripciones, al poder, de la conciencia individual. Demanda, pues, de democracia «pura», en la que el medio —la insumisión— se ha convertido en un símbolo, o más exactamente en una cultura socialmente aceptada. En todo caso conviene precisar que la exigencia de democracia participativa proveniente del movimiento nacionalista es diferente de la surgida de los movimientos sociales. La primera prioriza la comunidad nacional sobre el individuo. La segunda tiende a anteponer la autonomía del individuo sobre cualquier otra imposición exterior, incluida la societaria. Pero ello no elimina la mutua influencia, porque tienen, aun por distintas razones, un enemigo común: el Estado.

2.2.4. Las relaciones entre los movimientos y las democracias

Los incrementos democráticos resultantes —en el nivel instrumental procedimental y en el sustantivo/de conciencia— no guardan una correlación directa con las reclamaciones democráticas expresas de los movimientos sociales. Se deben más a la presión, a la capacidad de movilización y logro de apoyos sociales exhibidos por los movimientos en la demanda de resolución de sus reivindicaciones materiales (Kaase, 1993). De alguna forma, sin embargo, nuestros movimientos sociales constituyen una excepción a esta regla, porque al margen de que los éxitos democráticos se hayan alcanzado sobre todo como consecuencia indirecta de los procesos de movilización, de hecho tales movimientos han tenido en parte un específico discurso democrático. Con lo que sí hay correlación directa es con el éxito en su movilización social. Porque es obvio que por muy sugerentes que hubiesen sido los programas de democratización contenidos en sus convocatorias y discursos, si no hubiesen conseguido movilizar a nadie, nunca se habrían obtenido las favorables rectificaciones democráticas que veremos. Para analizar estos éxitos, para determinar por qué estos dos movimientos sociales han logrado una relevante movilización social, hemos

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considerado oportuno siguiendo las aportaciones de Neidharth y Rucht (1992) sobre condiciones de emergencia y estabilización de los movimientos sociales, operar con dos variantes. La correspondiente al análisis de marcos/frame analysis —en sus tres niveles de diagnóstico, identidad y pronóstico (Neidharth y Rucht 1992; Snow y Benford, 1988; Hunt, Benford y Snow, 1993, 1994) — para observar cómo el discurso ha sido capaz tanto de reforzar la identidad colectiva del movimiento como de conectar, y activar a su favor, las culturas disponibles en la sociedad vasca. Y dentro del nivel estructural utilizaremos la estructura de oportunidad política (según las aportaciones de Eisinger, 1973; Kitschelt, 1986; y más recientemente Kriesi, 1991; Della Porta y Rucht, 1991; Diani y Van der Heíjden, 1993, entre otros) por considerarla en nuestro caso, junto con el discurso, uno de los factores más relevantes para comprender la capacidad movilizado de los dos movimientos. En síntesis, podemos avanzar que 1) la conexión entre el espacio democrátic0 pluralista y nuestros dos movimientos sociales ha sido algo más fructífera —ha incrementado más ese espacio— en el caso del movimiento ecologista, 2) ha sido similar en el supuesto de la democracia comunicativa, 3) y en la participación democrática ha resultado más relevante el papel jugado por la insumisión.

3.1. Introducción. Datos del movimiento en Euskadi

Sumando las cifras de la Comunidad Autónoma del País Vasco y Navarra existen hoy (marzo de 1997) aproximadamente 7.000 insumisos, sobre un total de 12.000 en todo el Estado español11. Es decir, más de 10.000 jóvenes se niegan a hacer el servicio militar obligatorio (SMO) y la prestación social sustitutoria (PSS) correspondiente a su condición de objetores de conciencia. La mayoría de los insumisos no sólo pretenden rechazar el SMO por razones de conciencia, además quieren que se elimine para todos los jóvenes hoy el SMO y mañana todos los Ejércitos. Con su radical actitud de rechazar también la PSS, por entender que es un sistema que legitima al SMO, son castigados por la justicia1. En este momento hay más de 250 insumisos presos en las cárceles del Euskadi. Comparando ahora el grado de implantación y apoyo social a este movimiento en Euskadi (incluida Navarra) con el resto del Estado, resultan las siguientes cifras: 1) número de insumisos: mas del 60% del total del conjunto del Estado español; 2) número de objetores: a 31 de diciembre de 1996 existían en - todo el Estado 419.726 objetores de conciencia, más del 50% de los llamados a filas. En Euskadi el porcentaje se eleva a más del 80%; 3) opinión pública: en 1993 sólo un 1,1% de los ciudadanos vascos era partidario de penalizar la insumisión (porcentaje notablemente inferior al de los ciudadanos españoles, que alcanza el 15%). Dentro de esta dinámica no podemos olvidar el apoyo que los objetores e insumisos han recibido desde más de 100 ayuntamientos de todo Euskadi. Estos ayuntamientos se han negado a tramitar el reclutamiento de soldados y a facilitar las tareas de represión contra los insumisos (la más reciente del Ayuntamiento de Donostia —1 de febrero 1997— negándose a aplicar las sanciones administrativas a los insumisos ha sido especialmente significativa). Por otro lado, y en un nivel institucional más alto, el propio Parlamento Vasco ha realizado varias declaraciones solicitando la despenalización de la insumisión (entre ellas la más notoria fue la del 6 de abril de 1993). Desde la perspectiva de los partidos políticos resulta sumamente revelador observar cómo el movimiento ha recibido el apoyo de un amplio espectro de fuerzas políticas. Desde el partido líder en el Gobierno de Euskadi, el Partido Nacionalista Vasco (ya hay declaraciones de este partido en contra del SMO desde el año 1989) hasta Jarrai, rama juvenil del MLNV, que, tras una primera fase de desconfianza, a partir de 1993 —declaración de 20 de noviembre— decide apoyarlo plenamente. Los datos transcritos evidencian el notable éxito del movimiento. Objetores e insumisos crecen espectacularmente. Los apoyos sociales y políticos (desde muy distintos espacios) son abrumadores. Y por fin, en 1996, un gran éxito, ahora para todo el movimiento: el nuevo Gobierno del Partido Popular decide suprimir a partir del año 2000 el SMO. Desde esta declaración, se «dispara» aun más el número de objetores e insumisos y la opinión pública es casi unánime a la hora de pedir la despenalización de la insumisión. Ciertamente, el movimiento antimilitarista es un movimiento social que no surge originaria y exclusivamente en Euskadi. Es un movimiento de carácter estatal con presencia muy notable en

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Euskadi. Este origen le Otorga, en principio, un cierto margen de independencia frente al conflicto nacional en general y al particular conflicto nacional violento en Euskadi. Sin embargo, tal independencia —que no estricta neutralidad— es en cualquier caso relativa. El conflicto nacional en todas sus facetas ha influido, de forma significativa, en la extensión, discurso y estructura de oportunidad política del movimiento. ¿Por qué este éxito? Por qué especialmente en Euskadi? ¿En qué medida el mismo movimiento hizo crecer la democracia? Pero antes de contestar a estas preguntas, resulta obligado hacer dos precisiones. Explicaremos los logros del movimiento en la expansión y obtención de apoyos antes de la promesa del Gobierno de abolir el SMO, puesto que la existencia posterior de un horizonte próximo y cierto sin «mili» incrementa de forma espectacular el número de objetores e insumisos y sus correspondientes apoyos; y ello ya no tanto por militancia antimilitarista sino por razones más pragmáticas. Decir que el movimiento ha logrado un éxito espectacular con la próxima desaparición del SMO es una afirmación que debe ser matizada. En lo que hace referencia a la capacidad de convocatoria del movimiento ha perdido empuje movilizador, dado que ha logrado su objetivo programático más asumido por la sociedad: el fin del SMO. Ello le va a suponer serias dificultades en su intento de movilizar a la sociedad en su otro objetivo más profundo, la abolición de los Ejércitos permanentes y el consiguiente rechazo al futuro Ejército profesional. Así, puede decirse que el movimiento se está «muriendo de éxito». Por otro lado, veremos los efectos de esta progresiva y actual desmovilización sobre los procesos democratizadores antes apuntados.

3.2. El discurso

En el análisis del discurso del movimiento, indicaremos cómo ha sido encuadrado y cómo ha tratado de alinearse con los marcos culturales preexistentes en la sociedad. a) En primer lugar el diagnóstico, la problematización. O, utilizando la sugerente expresión de Neidhart y Rucht (1992), la escandalización. Descubrir cómo los recursos enmarcadores magnifican la injusticia —escandalizando al receptor del mensaje— de la situación que se trata de modificar. En nuestro caso esta estrategia enmarcadora discursiva es la represión. La represión del Estado frente a aquellos que tratan de oponerse a sus mandatos. Represión cuya injusticia sobresale porque el represaliado no es ningún violento, ningún destructor. Es simplemente alguien que, por dictados de su conciencia, se niega a ir al SMO y pretende abolir la violencia institucional de los Ejércitos. Su eficacia agitadora adquiere mayor impacto, más extensión, en Euskadi. El nacionalismo vasco radical lideró, en la última etapa del franquismo y la transición democrática, la construcción de una cultura de resistencia. Resistencia nacional frente a la represión del Estado español. Sensibilidad antirrepresiva y desconfianza institucional. Es en esta cultura, en este marco interpretativo de la realidad, especialmente extendido entre las jóvenes generaciones, donde es bien acogido el mensaje denunciador de la represión citado. Así, la cultura de resistencia, antirrepresiva, acrecienta y refuerza esa indignación «natural» frente a un gobierno que encarcela a pacifistas. - La represión ha sido la respuesta del Gobierno. Pero su exitosa utilización por el movimiento es tan evidente que el propio movimiento no ha tenido inconveniente en reconocerlo públicamente: «Si hoy somos un problema para militares y Gobierno, si hemos conseguido algo que ningún otro país ha conseguido, es porque hemos sabido hacer de esa represión nuestra arma más eficaz» (Egin, 13 de septiembre de 1993). b) En la estrategia comunicativa identitaria, el objetivo del movimiento a través de su discurso es marcar unas señas, delimitar un territorio común y compartido, con el fin de definir una identidad colectiva por la que —hacia dentro— resulte satisfactoria la permanencia y militancia en el grupo y —hacia fuera— el grupo sea apoyado, visto con simpatía, o al menos tolerado. Los dos frames discursivos centrales, constructores de la identidad colectiva, han sido el antimilitarismo’5 y el distanciamiento frente a la utilización de medios violentos’6

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Creemos que los dos frames han resultado acertados para los propósitos movilizadores (en sus aspectos de cohesión interna y solidaridad exterior) de los objetores e insumisos, aunque jugando distinto papel cada uno. El antimilitarismo ha conectado de forma extraordinariamente fluida con la cultura anti-Ejército español de la sociedad. Desprestigio del Ejército en general, basado en su identificación con la dictadura franquista, con el autoritarismo del régimen anterior. Desprestigio del SMO en- particular, al considerarlo la sociedad tanto inútil como contrario a los valores socialmente aceptados. En Euskadi este rechazo es notablemente más elevado’7 porque el Ejército simboliza, además, la opresión del Estado español sobre la nación vasca. Nuevamente hemos de observar cómo la cultura nacionalista alienta tanto el movimiento como el apoyo a la insumisión. La función llevada a cabo por el segundo rasgo —la exclusividad de métodos de lucha no convencional, pero pacíficos— debe ser matizada. Creemos que tal factor y su utilización discursiva como seña de identidad tienen un rol más exterior que interior. No es tanto un rasgo de identidad colectiva, percibido desde dentro del movimiento como conformador, y confortador, de ese compartir colectivo, sino una opción identitaria valorada positivamente —y por ello eficaz desde las necesidades de apoyo— por la sociedad. Desde esta perspectiva el movimiento ha adecuado su discurso a la cultura contra la violencia de ETA hoy dominante en Euskadi. Las élites políticas mayoritarias en Euskadi, que en un principio vieron con recelo la radicalidad del fenómeno de la insumisión, han apoyado más tarde al movimiento, entre otras razones, porque él mismo ha marcado sus distancias frente a la violencia de ETA. -Sin embargo, ello tampoco ha supuesto la hostilidad de la otra parte, del nacionalismo radical favorable a ETA, en cuanto que el movimiento tampoco ha atacado expresamente la violencia de la organización armada. Por ello el movimiento ha utilizado a su favor dos culturas que sin embargo hoy se presentan como enfrentadas: la cultura nacional de resistencia, antirrepresiva, en cuyo surgimiento y desarrollo ETA jugó, y en parte sigue jugando, un papel importante; y la cultura antiviolenta en la cual ETA ha tenido y tiene, obviamente desde el ángulo inverso, el mayor protagonismo. c) Una tercera estrategia discursiva, a caballo entre el diagnóstico y el proceso identitario, es el frame democrático, en el sentido radical del término que apuntábamos al principio de este trabajo: la afirmación tanto de la soberanía del individuo frente a la imposición del Estado’ 8, como de la supeditación de los gobiernos a la voluntad colectiva de la sociedad. Discurso que conecta sin duda con una cultura democrática preexistente bastante sensible. Una cultura prácticamente recién estrenada (la dictadura franquista no es todavía un recuerdo lejano) y que por tanto todavía mantiene una cierta ingenuidad «populista». A esta conciencia nuevamente se añade la cultura nacional por la que se reivindica el original poder decisorio de la nación/sociedad vasca frente al Estado español. Antiestatalismo que, aunque por razones estratégicas distintas, alimenta y extiende el apoyo a la democracia original, primitiva, de los desobedientes civiles, de los insumisos.

d) Por último tenemos que hacer una breve referencia a los en- marques motivadores, generadores de esperanza. Esto es, cómo la estrategia y el futuro del movimiento son presentados de forma optimista. Es evidente que en este caso resultan muy fáciles de encontrar los recursos discursivos, porque son los hechos los que han demostrado que las afirmaciones esperanzadas sobre un triunfo cercano no eran falsas (al menos en lo que se refiere a la abolición del SMO). Es aquí donde se evidencia aun más la eficacia del discurso, en cuanto que los frames utilizados en su discurso son empíricamente creíbles (Snow y Benford, 1988).

3.3. La estructura de oportunidad política

Aplicando de forma algo abreviada las cuatro principales variables de la estructura de oportunidad política (input, output, alianzas, alineamiento de élites), obtenemos los siguientes resultados: a) La capacidad de acceder al sistema político, el input, presenta perfiles ambivalentes. Por un lado, las competencias legales relativas al servicio militar son exclusivas del Estado y giran en

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torno a la más inflexible de sus instituciones: las Fuerzas Armadas. Todo ello cierra el input institucional. Sin embargo, por otro lado, una vez reconocida la posibilidad de plantear la objeción de conciencia —legal desde 1984—, los canales de presión —en ocasiones exitosos— del movimiento se han ampliado considerablemente. Y ello porque las competencias relativas al reclutamiento y a los servicios sociales sustituto ríos están repartidas entre multitud de instituciones, muchas veces inconexas y des- coordinadas. b) Esta situación de descoordinación tiene más relación, sin embargo, con la capacidad institucional de imposición de decisiones —output—. En efecto, en este nivel la debilidad institucional es manifiesta. En primer lugar porque tanto la implantación del SMC y la PSS como los procedimientos disuasorios a los insumisos, dependen de múltiples organismos (ayuntamientos, ONGs que deben acoger a los objetores, jueces, etc.). Dispersión a la que se debe añadir la manifiesta hostilidad de algunas instituciones locales y de ciertos miembros de la Judicatura, así como el obstruccionismo de bastantes ONGs. Pero el fracaso principal es el que hace referencia al objetivo estratégico central del Gobierno, ya que se ha visto obligado a decretar la supresión del SMO. c) Por lo que se refiere al sistema de alianzas hemos de considerar que los aliados del movimiento son principalmente el nacionalismo radical y también los grupos de extrema izquierda y el Partido Comunista, hoy bajo la sigla de JU. El nacionalismo radical, tras una etapa inicial de relaciones no enfrentadas, pero sí competitivas con el movimiento —al estar en juego el reclutamiento de grupos y redes juveniles— ha pasado a relacionarse de forma algo más cooperativa, y los segundos —la izquierda— lo han hecho siempre sin reticencia alguna.

d) Sin embargo, lo más llamativo de este movimiento consiste en que los alineamientos de las elites (es decir, el cómo habitualmente se organizan los grupos dirigentes para oponerse a un movimiento) en nuestro caso en cierto modo se confunden con el sistema de alianzas. Las élites políticas de implantación vasca, los partidos políticos nacionalistas —incluido el mayoritario PNV— han expresado su apoyo al movimiento. Porque el movimiento ha conseguido mantener la distancia, en la cuestión de la violencia, con el nacionalismo radical, principal enemigo del bloque político institucional, en el que se incluyen tales partidos nacionalistas moderados. Y, porque el apoyo a la reivindicación contra el SMC permitió a los nacionalistas moderados ofrecer una cierta credibilidad a sus declaraciones de «fe» nacionalista, sin que ello desestabilizase excesivamente sus relaciones con el Estado español y sus anteriores gobernantes socialistas. Hoy, esta estrategia de apoyo todavía es más sencilla para el PNV, en cuanto que el PP, nuevo partido en el Gobierno, antiguo aliado con el PSOE en la defensa del SMO, se ha hecho abolicionista. En resumen, el movimiento antimilitarista ha utilizado adecuadamente los dos contextos disponibles. El cultural/discursivo, en el que todas sus estrategias enmarcadoras coincidían con los frames dominantes, y el correspondiente a la estructura de oportunidad política, en el que, con sólo la relativa excepción del input, todas las demás variables han jugado a su favor. El movimiento ha logrado el éxito y ha expandido un discurso, a través de la desobediencia civil, que reclama la democracia originaria. Luego veremos los efectos democratizadores de uno y otro.

4. EL MOVIMIENTO ECOLOGISTA

4.1. Introducción. Las grandes campañas

En Euskadi encontramos también las condiciones que han hecho aparecer en Europa o en Norteamérica lo que se ha convenido en llamar «nuevos movimientos sociales» (y entre ellos el ecologista), aunque la dictadura franquista retrasó su aparición hasta mediados de los años setenta. Pero a pesar de estas condiciones en gran medida homologables a las democracias occidentales, el movimiento ecologista nace en Euskadi con una específica particularidad: su relevante conexión —muy superior al antimilitarismo_ tanto con la cultura como con las redes sociales del nacionalismo de izquierdas, con el tejido social y organizativo del hoy denominado MLNV. Los dos momentos, los dos procesos más conocidos, conflictivos y también de mayor éxito para el movimiento ecologista vasco (MEV) fueron «Lemoiz» y «Leizarán»

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a) El primero, la lucha antinuclear, fue el que dio carta de naturaleza al movimiento ecologista. El Ministerio de Industria español y la empresa Iberduero (1972-1973) proyectaron siete reactores nucleares en la geografía vasca. Eran años de auge industrial y de autarquía política. El negocio nuclear estaba asegurado. En un sistema político autoritario como el franquismo resultaba muy difícil hacer una Oposición eficaz a los proyectos del Gobierno, y cuando Franco murió (1975) las obras de la central nuclear de Lemoiz ya estaban en marcha. En contra de este proyecto nuclear se inició en 1976 un movimiento a partir de las pioneras Asociaciones de Vecinos de Bizkaia. La Comisión por una Costa Vasca No Nuclear (CCVNN) se establece en 1977 en la mayoría de los pueblos y barrios de Euskadi, los Comités Antinucleares (CCAA), la organización que liderará la movilización antinuclear, cuyo final —paralización definitiva de las obras en 1982 tras las acciones mortales de ETA— es sobradamente conocido. En una época en que las ansias de libertad y de cambio político estaban al orden del día, el rechazo a este proyecto nuclear aunó muchas voluntades que pusieron en serias dificultades a las nuevas y por tanto escasamente «rodadas» instituciones vascas pre y post-autonómicas Dificultades crecientes porque la movilización contra las centrales nucleares se inserta, para gran parte de esas voluntades, en una confrontación política radical. De todo o nada: «Con Lemoiz funcionando, desaparecerían para siempre las posibilidades de edificar una Euskadi libre y en paz y la ansiada autodeterminación del pueblo vasco»23. b) El otro momento escogido para nuestro análisis, una década después, se refiere a la movilización contra la autovía de Leizarán, una campaña ecologista de gran relevancia social y eco en los medios de comunicación. El enfrentamiento se produce a partir de los planes mancomunados de las Diputaciones de Navarra y Gipuzkoa para mejorar las vías de comunicación por carretera entre ambas capitales Donostia (San Sebastián) e Iruña (Pamplona) con una nueva autovía entre lrurzun y Andoain. La Coordinadora Anti-autovía (1985), que en 1989 pasará a llamarse Lurraldea, planteará desde el comienzo su radical oposición al proyecto, por la destrucción del único valle sin urbanizar que quedaba en Gipuzkoa (valle de Leizarán) y por los efectos destructivos en otros tramos de Su recorrido, planteando la necesidad de mejorar la carretera ya existente entre Donostia e Iruña. Después de un largo proceso movilizador, en 1992 se logró un acuerdo entre la Coordinadora y las Instituciones por el que se modificaba el trazado original, estableciéndose uno menos agresivo con el entorno. Estas luchas medio-ambientales, en distintos marcos históricos, ante administraciones y regímenes políticos diferentes y con objetivos también distintos (paralizar una central nuclear y una autovía en construcción) han logrado movilizar a una parte muy considerable de la sociedad vasca. En un caso ha hecho inviable el proyecto institucional, y en el otro ha obligado a aceptar al movimiento como interlocutor válido y alterar el trazado originario del proyecto. Estos éxitos hubieran sido poco probables si el MEV no hubiera sido capaz de conectarse con las redes de militantes y simpatizantes del MLNV y con gran parte de su cultura reivindicativa. Esta dinámica de imbricación de «lo ecologista’> con «lo nacional» trajo críticas y rupturas, invocándose las más de las veces que los fines ecologistas quedaban desvirtuados con este «compañero de viaje» nacionalista y sobre todo con la aparición violenta y conflictiva, en ambos casos, de ETA. Es cierta la distorsión creada por este cruce de intereses y proyectos. Pero también lo es que sólo desde este solapamiento nacional y ecologista es entendible el éxito medioambiental —y eventualmente democratizador— del MEV.

4.2. El discurso

Nos adentramos en el estudio del discurso público del MEV en los dos casos elegidos siguiendo la propuesta analítica de Neidharth y Rucht (1992). a) ¿Dónde pone el acento discursivo el MEV para encuadrar el diagnóstico del problema? En ambos casos el frame discursivo se basa en la represión, en la imposición autoritaria. Lo que se busca es conectar con la «cultura de resistencia» existente en la sociedad vasca. Al igual que lo hemos planteado en el apartado del movimiento antimilitarista, durante la oposición a la central nuclear de Lemoiz (1976- 1981), nos encontramos con una estrategia comunicativa medio- ambiental que trata de activar esta cultura de resistencia, generando indignación en el marco

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cognitivo de la responsabilidad moral (Eder, 1996, 162 ss.) al presentar a los culpables del proyecto nuclear como unos auténticos depravados, desde la perspectiva social, política y nacional. En los documentos del MEV de la época encontramos los apelativos de «Estado fascista», «violento y represor», con un proyecto «centralista», «tecnofranquista» llevado acabo por una empresa «capitalista explotadora», «apátrida», que pretende imponer una «sociedad militarizada» que «atenta contra el pueblo vasco», «hipoteca su futuro», etc. Se busca el efecto impactante y en gran medida se consigue. Este discurso penetra tanto en un medio cultural potencialmente movilizable por este tipo de mensajes como en redes organizativas preexistentes 25. Diez años después, en el conflicto de la autovía de Leizarán se suaviza el discurso ante una estructura política distinta, más democrática y legitimada, aunque para el MEV «los políticos» siguen siendo los culpables de la imposición, de la falta de diálogo. b) ¿Cuál es el recurso discursivo que generó la cohesión identitaria en el MEV y también una mayor capacidad movilizadora? Dos son las principales estrategias enmarcadoras. Por un lado, «la defensa de la tierra» frente a la agresión industrialista, frente a los macro-proyectos destructores del hábitat y, en segundo lugar, la propia «democracia» como factor identitario y cohesionador. Durante la lucha contra Lemoiz y sobre todo en sus primeros tiempos, el eje discursivo identitario del MEV consiste en llamar al pueblo vasco para que se movilice en defensa de esa pequeña comunidad bucólica y armónica, que no puede llegar a ser ella misma por las imposiciones, las coacciones provenientes de fuera, de los sucesores del aparato económico-político franquista. No se habla a un pueblo atomizado, suma de individuos particulares, sino a una comunidad de intereses y personas en lucha por un objetivo de un pueblo vasco, de una Euskadi no nuclearizada, no dependiente de fuerzas exteriores, y por tanto políticamente independiente. En el caso de la autovía de Leizarán no es casual que la Coordinadora Anti-autovía adopta el nombre de Lurraldea (tierra, territorio) en el momento en que trata de oponer su propio modelo de comunicaciones, más en consonancia con la defensa de la tierra y de sus gentes, a la «faraónica y depredadora» política de obras públicas de la Administración, a su «incompetente política planificadora». Si la cohesión ad intra se trata de lograr con el discurso de defensa de la tierra, hacia el exterior se utiliza preferentemente el frame comunicativo de la democracia. Como declaración de autenticidad, del «nosotros los demócratas» frente al enemigo que nos impone su voluntad sin consenso, por vías autoritarias26. Este discurso estará presente en el caso de Lemoiz, donde se presenta el enfrentamiento de la indivisible —y armónicamente democrática— comunidad vasca contra los últimos coletazos autoritarios del franquismo. Además, el mensaje antinuclear se enmarcaba —y así se reforzaba— con el discurso de las exigencias democráticas del período de la transición política: la amnistía, las libertades formales, la disolución de las fuerzas represivas, el derecho a la autodeterminación. Una década después el MEV utilizará a fondo el frame democrático, hasta el punto de abandonar, en cierta medida, los propios contenidos, las específicas reivindicaciones medioambientales (Ibarra y Rivas, 1996). Ahora, ciertamente desde una visión más societaria y menos dicotómica (el «enemigo», las Instituciones políticas vascas, resulta más cercano) se sigue planteando que la falta de diálogo y negociación es el gran problema de la sociedad vasca y que esta carencia también afecta a las demandas ecologistas. Desde esta perspectiva, esta lucha por la negociación resuena favorablemente en el específico frame democrático del MLNV, que tenía como estrategia central la exigencia de la negociación política nacional. Es evidente que en el seno del MLNV había gentes con sensibilidad medioambiental, pero lo que les hará acercarse a la movilización ecologista será compartir un similar marco sobre la democracia: la democracia como diálogo. c) ¿Cómo ha trasmitido el MEV la motivación, la esperanza de triunfo, capaz de activar y movilizar al público a su favor? En este punto pensamos que el propio devenir de los acontecimientos, y sobre todo, la retroalimentación que produce una experiencia movilizadora in crescendo, permiten que la gente piense que va a ganar. En el caso vasco, cuando además esta movilización se liga, como hemos visto, a consignas como diálogo y negociación, hace que el activo y numeroso grupo social de los nacionalistas de izquierdas se sume a apoyar las reivindicaciones de quienes comparten su objetivo final y los medios para conseguirlo, reforzándose así la confianza en los objetivos propuestos.

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4.3. La estructura de oportunidad política

a) En ambos conflictos el input es, en lo fundamental, cerrado. Muy cerrado en el caso de Lemoiz, ya que las demandas se originan en un período pre-democrático, con cauces de formalización de demandas colectivas poco operativos. Y en el conflicto de la autovía, tampoco las Instituciones podían asumir —y orientar— el conflicto con la adecuada flexibilidad, ya que el input se mantiene, en la mayor parte del proceso, relativamente cerrado (al final, los contactos anteriores al acuerdo y el acuerdo mismo suponen una evidente apertura). En general, eran muy limitados los cauces de entrada que la nueva administración vasca, o la española en su caso, ofrecían al movimiento ecologista. El trámite de audiencia del procedimiento administrativo formal, incumplido en ocasiones, era casi la única oportunidad de intentar variar en algo los proyectos institucionales29. b) En lo que respecta al output, si bien en el caso de Lemoiz el cambio de régimen político debilita la capacidad de la vieja administración para llevar adelante sus planes, y a la nueva de realizar los heredados del antiguo régimen, en la coyuntura de Leizarán las Instituciones han recuperado la capacidad de implementación de sus políticas públicas. En todo caso sigue existiendo una importante capacidad de veto a algunas de ellas, sobre todo en Gipuzkoa —donde básicamente se expresó este conflicto medioambiental—, en cuyo territorio Herri Batasuna, expresión política del MLNV y aliado del MEV en este conflicto, presentaba no sólo una espectacular capacidad de movilización, sino también un recurrente liderazgo electoral. Por otro lado, la descoordinación existente entre la pluralidad de Instituciones presentes en el espacio político vasco y su relativa juventud reducía esa capacidad de puesta en práctica normativa. c) Mirando a las alianzas, hemos de decir que el MLNV, en general, ha condicionado en muchas ocasiones la dinámica de los movimientos sociales. Y es lógica esta tendencia, consciente o inconsciente, a la fagocitación cuando, como en el caso del MEV, existen serias dificultades para obtener, al margen del nacionalismo radical, medios y redes sociales potencialmente movilizables. En Lemoiz el movimiento antinuclear nace ya muy conectado al nacionalismo radical y con Lurraldea el movimiento buscará más tarde el apoyo del MLNV. Procesos de absorción del movimiento ecologista (más claro en Lemoiz) y cooperación poco pacífica sobre todo cuando ETA hace su aparición (más claro en Leizarán) que no deben impedirnos reiterar otra afirmación: la alianza incrementó sensiblemente la capacidad movilizadora del MEV. d) Los alineamientos de las élites presentan un panorama distinto al descrito para el movimiento antimilitarista. El conjunto de las élites políticas mantuvo una común línea de enfrentamiento con el MEV. De forma más contundente en el conflicto de Lemoiz, y menor y más matizado en el de Leizarán. El enfrentamiento se intentó legitimar con el recurso comunicativo del efecto contaminador: en la medida en que el MLNV —el enemigo principal— es un aliado de los ecologistas, éstos y sus reivindicaciones no merecen crédito alguno. Ello generó una dinámica de exclusión-represión y consiguiente polarización social sobre el MEV. En resumen, en el caso de Lemoiz la combinación de una política de cierre para encauzar las demandas del movimiento antinuclear junto a la debilidad para llevar adelante los planes institucionales, una política de alianzas reforzadora y ampliadora de las posiciones contrarias al proyecto nuclear y unas élites cambiantes entre dictadura y democracia y, por lo tanto, poco legitimadas, presentaba una muy adecuada combinación de variables para lograr las reivindicaciones planteadas. Con una combinación de variables menos rígida —y menos dicotómica—, en el caso de la autovía también se logra el éxito, aunque no tanto en las estrictas reivindicaciones ecológicos del conflicto solo sobre todo en el hecho de conseguir establecer un diálogo, negociar y lograr un acuerdo. Y en ambos casos las estrategias discursivas conectaron, incrementando así su capacidad de resonancia, con marcos culturales extendidos en la sociedad vasca.

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5. COMPARACIÓN DE LOS ÉXITOS. UNA SÍNTESIS

1. El tipo de éxito que los movimientos ecologista y antimilitarista han obtenido en cada uno de sus ámbitos es bastante similar. Por un lado,’ éxitos sustantivos: en el movin3ientO ecologista, la paralización de una central nuclear y un trazado menos agresivo de una autopista —veto absoluto y relativo (Kriesi, 1991) —, y en el movimiento antimilitarista, la futura pero próxima desaparición del SMO. Por otro lado, éxitos expresivos —culturales (McAdam, 1994) — en cuanto que ambos han sido capaces de proponer y legitimar otros marcos de comprensión y evaluación de la realidad. Y en última instancia, más allá de los objetivos concretos logrados, el éxito en la movilización del consenso (Klandermans, 1989) ha servido y puede servir (esta posibilidad es notoriamente evidente en el movimiento antimilitarista) para movilizar recursos en posteriores ocasiones y conflictos de similares resonancias culturales.

2. Independientemente de la clase de éxito obtenida, las causas en ambos supuestos responden básicamente al mismo patrón: a una muy adecuada combinación de estrategias discursivas y estructura de oportunidad política (EOP). Como señala Diani (1994), las oportunidades políticas pueden estar relacionadas de distinta manera con los procesos de enmarque. Algunos analistas otorgan prioridad a la EOP (Kriesi, 1991; Snow y Benford, 1992), y otros, por el contrario, consideran que los marcos discursivos previos determinan la EOP, potenciando u obstaculizando algunos tipos de alianzas, o reforzando/debilitando el alineamiento de las élites y su estrategia (Johnston, 1991). En nuestro caso la influencia ha sido recíproca: el discurso de los movimientos ha puesto a su favor aquellos elementos potencialmente favorables de la EOP y, al mismo tiempo, las estructuras de oportunidad han definido y priorizado —otorgándole una mayor capacidad movilizadora— un determinado tipo de discurso. Creemos, de acuerdo con la propuesta teórica de Gamson (1992), que el éxito de estos movimientos en Euskadi es fruto de una interpenetración de estrategias discursivas y estructuras de oportunidad política, en la que se manifiestan de un modo u otro los procesos interactivos que acabamos de citar. Ambos movimientos han sabido alinear muy eficazmente sus discursos identitarios de defensa del medio natural y de resistencia frente al Estado con un frame relativamente dominante en el espacio político vasco: el nacionalista. En el ámbito de la EOP, tal propuesta discursiva ha impulsado una estrategia de colaboración por parte del mayor aliado antisistémico de los nuevos movimientos sociales en Euskadi: el MLNV. En un caso (movimiento ecologista) fue anterior la ayuda del aliado y posterior el discurso, y en el otro (movimiento antimilitarista) el discurso fue anterior a la cooperación del MLNV. En todo caso, lo interesante es destacar hasta qué punto han confluido el discurso y el espacio de oportunidad del MLNV en la dirección de reforzar las posibilidades de éxito de los movimientos. En relación con otros elementos constitutivos de la EOP —los canales de acceso al sistema político y la estabilidad y estrategia de las élites—, la estrategia discursiva de los movimientos ha sido más compleja. Las rigideces del input en las Instituciones, así como las estrategias excluyentes y polarizantes de las élites políticas que, especialmente a partir del Pacto de Ajuria-Enea, presentan frente a las movilizaciones no convencionales, se convierten en materia de discurso para los movimientos. Estos enmarcan, para sus fines movilizadores, esa EOP hostil. El movimiento ecologista enfrenta «diálogo y negociación« al cierre institucional; y mientras tanto, el movimiento antimilitarista propone su «identidad no violenta» introduciendo contradicciones a una praxis institucional tendente a identificar cualquier protesta no convencional con el MLNV y la violencia de ETA. Los delgados cauces de acceso al sistema político, y la identificación simplificadora de lo extrainstitucional con lo violento, hacen difícilmente sostenible la estrategia propugnada por las élites. La competición discursiva acerca de la valoración de la EOP, acerca de lo que es «democracia« y «violencia», parece resolverse a favor de los movimientos. Por otra parte, esta misma circunstancia produce inestabilidad en las relaciones entre las élites, precariamente unidas alrededor de un pacto antiterrorista, pero difícilmente alineables alrededor de otros conflictos, como el ecologista o el antimilitarista32. Además, y como consecuencia de la

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contradicción que acabamos de indicar, en el caso del movimiento antimilitarista su componente no violenta ha favorecido un tratamiento menos excluyente por parte de algunas élites. En fin, todo ello —élites inestables y buenas alianzas— ha debilitado la capacidad institucional para imponer sus decisiones, facilitando el éxito de los movimientos.

6. CONCLUSIONES. EL EFECTO DEMOCRATIZADOR

Si bien es cierto que los movimientos mencionados han obtenido éxitos incontestables en sus diversos objetivos programáticos e identitarios, debemos hacernos ahora la pregunta central de nuestro análisis. ¿Hasta qué punto esos éxitos han impulsado la democratización en Euskadi? ¿De qué tipo de democratización estamos hablando? En principio, debemos retomar las dimensiones democráticas planteadas en la introducción: poliarquía/pluralismo, comunicación/nuevos temas en la opinión pública y cultura/valores democráticos. Y, posteriormente analizar la influencia de los movimientos en cada uno de esos niveles. Es interesante observar cómo los éxitos democratizadores en cada una de tales dimensiones pueden ser estudiados a la luz del análisis de la EOP en el primer caso —a través de la reestructuración del contexto político—, o del análisis de frames en los otros dos casos —a través de la multiplicación de frames disponibles y de la renovación de los frames dominantes. 1. El carácter decididamente político del movimiento ecologista vasco ha determinado mayores éxitos democratizadores en el ámbito de los cauces de participación política, el pluralismo y la multiplicación de actores decisorios. El mejor ejemplo de tal efecto democratizador es el impacto producido por la resolución consensuada del conflicto de la autovía de «Leizarán« en los sistemas decisorios de ciertas políticas públicas. La creación en 1992 de una Comisión arbitral de conflictos medioambientales en Navarra y la elaboración de un nuevo mecanismo de participación ciudadana, los NIP (Núcleos de Intervención Participativa), en Gipuzkoa, son consecuencia directa de la presión que las instituciones han sufrido en el mencionado conflicto. Así, los NIP han sido utilizados en 1994 para conocer la opinión ciudadana respecto de un nuevo proyecto de autopista Urbina-Maltzaga. El efecto democratizador es ya directamente medible en la práctica de la political decision making. En cuanto al movimiento antimilitarista, su influencia democratizadora ha sido también significativa. La multiplicación de actores colectivos alrededor del tema antimilitarista, y su presencia en las diversas instancias políticas, son una clara señal de la ampliación del pluralismo y la poliarquía en el contexto político vasco. Cientos de mociones favorables a los postulados del movimiento han sido aprobadas en los ayuntamientos; alguna, incluso, en el Parlamento Vasco. El espacio político vasco es, de hecho, más rico y más democrático. 2. Por otra parte, la democratización puede medirse en términos de comunicación. Es ampliamente conocida la destreza de los nuevos movimientos sociales para colocar sus temas en la agenda de los medios e intensificar la comunicación pública alrededor de esos temas. Desde la perspectiva neoinstitucionalista defendida por Eder (1993), tales efectos, y el incremento de rituales de debate que conllevan, son positivos para la racionalización de los principios democráticos o, como señala Melucci (1988), hacen visible el poder y permiten que la comunidad se proteja frente al ejercicio arbitrario del mismo. Desde este punto de vista, ambos movimientos han logrado un claro éxito democratizador. Al margen de quién haya intentado rentabilizar la aparición de estos nuevos issues, lo ecologista/antimilitarista ha invadido la agenda pública vasca de los últimos años. En concreto, la comunicación se ha intensificado hasta tal punto alrededor de las cuestiones ecológicas que ya ningún proyecto público con repercusión medioambiental puede ser hurtado a la opinión pública vasca. 3. Finalmente, el alcance de los efectos democratizadores en el nivel de la cultura/valores democráticos es mucho más difícil de evaluar. S aceptamos que los movimientos sociales no son intrínsecamente heraldos de más democracia, ¿hasta qué punto el éxito de los movimientos conlleva una extensión de los valores democráticos en la sociedad? ¿O en qué medida son estos movimientos los sujetos de una re- democratización en la sociedad postindustrial? Quizás, como afirma Rochon, los movimientos no aspiran a tanto, no buscan un replanteamiento total de la

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democracia en busca de la democracia «profundas. Pero también es cierto que la cuestión no puede estribar tan sólo en la democratización obtenida por la simple multiplicación de los actores y de discursos disponibles en un contexto político determinado. Es necesario observar si ese pluralismo y esa mayor comunicación generados por los movimientos sociales han producido también un cambio cultural efectivo, una extensión de los valores de la democracia entre la ciudadanía vasca: una reafirmación de la soberanía de la sociedad civil, una mayor exigencia de autodeterminación individual y colectiva, una mayor valoración de la decisión popular, del diálogo y la tolerancia, del respeto a las minorías. Sólo con deducciones, sin posibilidad de prueba empírica, podemos presumir que tal intensificación en los valores democráticos se ha producido en Euskadi. Así, por ejemplo, el triunfo de la estrategia de desobediencia civil desarrollada por el movimiento antimilitarista debería de haber reforzado una cultura en la que se otorga protagonismo a la soberanía del individuo y la sociedad frente al Estado, en la que, dicho de otra forma, se reivindica la soberanía original. En un terreno más concreto, es interesante observar cómo el relativo éxito de la coordinadora ecologista «Lurraldea» alrededor de un discurso esencialmente democrático (negociación y diálogo) ha permitido un consenso movilizador suficiente como para provocar la transformación de dicho grupo ecologista en la organización pacifista «Elkarri» (1992), que plantea nuevamente la negociación y el diálogo social como vía de solución al conflicto violento en Euskadi. El notable éxito de este movimiento puede llevarnos a pensar que la fuerza de los valores democráticos en Euskadi permite que también éstos se extiendan de la mano de un grupo ecologista —originalmente cercano al MLNV. — readaptado al pacifismo. En cualquier caso resulta difícil cuantificar la presencia de esos valores, de ese deseo de radicalidad democrática, y menos todavía precisaren qué exacta medida se ha incrementado el mismo a partir de la actividad de los movimientos sociales estudiados. Sólo podemos formular una hipótesis para acabar. Que si algún día la democracia se transforma desde ser un sistema político por el cual se decide quién ha de decidir entre todos cuáles… transformación los movimientos sociales habrán tenido un papel protagonista.

3

LA EVOLUCIÓN DE LOS NUEVOS MOVIMIENTOS SOCIALES EN EL ESTADO ESPAÑOL Jaime Pastor

1. INTRODUCCIÓN: CONTEXTO HISTÓRICO Y CULTURAL. ESTRUCTURA DE OPORTUNIDAD POLÍTICA

El propósito de este trabajo es ofrecer una visión de las principales etapas atravesadas por los «nuevos»>movimientos sociales en el Estado español. Para ello conviene partir de una referencia previa, si bien sumaria, a los factores que han condicionado su desarrollo: en primer lugar, el particular proceso de «modernización» que ha vivido la sociedad española y los rasgos que adquieren los conflictos de clases y el Estado de bienestar; en segundo lugar, el proceso de transición política que se ha ido dando desde la dictadura franquista hasta el régimen democrático-liberal actual, con la consiguiente modificación de la estructura de oportunidad política; en tercer lugar, los tipos de cultura política que se han ido configurando en todo este proceso. 1.1. En cuanto al proceso de «modernización», hay que recordar que ya desde mediados del decenio de los años cincuenta se inicia el intento de salir de la política «autárquica» que había mantenido el franquismo para, de manera gradual, buscar un lugar dentro de la división internacional del trabajo y, sobre todo, integrarse en el «centro» de la economía mundial. Sin embargo, esa inserción se produce en el ámbito económico —y bajo formas de subordinación—, pero no en el político y cultural. El resultado es, pese a todo, una relativa superación del retraso económico, una profunda modificación de la estructura productiva y de clases y, sobre todo, la

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creación de un marco más favorable para la expresión pública de nuevas demandas sociales, políticas y culturales. De esta forma, el desarrollo de los sectores industrial y de servicios, con la consiguiente formación de una clase obrera más numerosa y concentrada, y la emergencia de «nuevas capas medias» que tienden a desplazar social y políticamente a la vieja pequeña burguesía, así como el creciente acceso de la juventud a la educación, van configurando un nuevo escenario a lo largo de los años sesenta y comienzos de los setenta. Pero no hay que olvidar que se trata de una modernización «desequilibrada y desarticulada» (Ortega, 1990) de la estructura social, caracterizada, entre otros rasgos, por una alta tasa migratoria interna (sin olvidar la que desde hace tiempo se dirige a Europa occidental>, una incipiente incorporación de mujeres al trabajo, una crisis de la familia tradicional, la aparición de nuevas expectativas de movilidad social ascendente, el desarrollo de nuevas desigualdades o la acentuación de las viejas (nacionales, regionales o en áreas urbanas y metropolitanas>, así como una tendencia a la secularización que pone en cuestión la influencia de la Iglesia católica. Ese marco general de lo que se ha definido convencionalmente como «modernización tardía» (si la comparamos con la conocida históricamente en los principales países de Occidente) ayuda a entender el desarrollo de un Estado de bienestar más débil. En efecto, prácticamente cuando en los países vecinos está iniciándose su crisis, comienzan a asentarse aquí sus primeras bases. En ese sentido, podríamos aceptar la tesis de que la Ley General de Educación de 1970 y la Ley de Bases de la Seguridad Social de 1972, todavía bajo el franquismo, marcan el «punto de arranque de un proceso de crecimiento del gasto social» (Rodríguez Cabrero, 1989, 81- 82) durante los años siguientes. Pero es más tarde, ya en los años 80, cuando se produce una tendencia a la universalización de sus prestaciones, si bien acompañada de un deterioro en la calidad de las mismas y todavía muy por debajo de la media de los países de la UE (Ruiz Huerta, 1991), porque en el momento de la llegada al gobierno de un partido socialdemócrata, la viabilidad del Estado de bienestar aparece cuestionada en el marco de la fase crítica que atraviesa el capitalismo, dispuesto a entrar en una nueva etapa de acumulación bajo inspiración neoliberal que va a generar sociedades duales, centrífugas y fragmentadas (Miguélez, 1995 y Alonso, 1995). Esto último es porque ha conducido, con tan sólo cierta exageración, a un conocido sociólogo a afirmar que en el caso español se ha pasado en poco tiempo de la etapa preindustrial a la postindustrial, sin haber agotado, ni aun medio vivido, la industrial. Lo que interesa destacar de todo esto es que esa especificidad económica y social determina que, a diferencia de otros países vecinos, el peso de la conflictividad social, los valores «materialistas» y la dimensión derecha-izquierda hayan tenido y sigan teniendo un mayor protagonismo. 1.2. La existencia hasta 1977 de un régimen político dictatorial constituía un obstáculo al proceso de«modernización» en su dimensión estrictamente política. Se producía así un contraste entre desarrollo económico y bloqueo político que estimulaba la presión popular a favor de la transición a un régimen democrático parlamentario y de una, aunque más confusa, voluntad de cambio. Pero el resultado de ese proceso, tras la caída de la dictadura, ha sido complejo: por un lado, se constituye un nuevo sistema político que, a diferencia del anterior, podría estar abierto a nuevas demandas; pero, por otro, debido a la peculiar dinámica de consenso y a las prioridades establecidas entre los grupos procedentes del franquismo y los partidos de la oposición democrática, pronto queda limitado el grado de accesibilidad al sistema político de cuestiones que puedan generar líneas de conflicto o fractura, ya se trate de las reivindicaciones nacionalistas o de los valores « postmaterialistas » emergentes. Simultáneamente, se han ido produciendo un corto auge y una prolongada crisis del sistema de partidos y del «neocorporatismo», siguiendo —siempre con retraso— pautas parecidas en esto último a las vividas en los países de la UE. No obstante, en octubre de 1982 la victoria electoral del PSOE introduce una modificación importante en la estructura de oportunidad política, ya que su acceso al gobierno genera nuevas expectativas, en particular respecto a algunas de las demandas procedentes de los «nuevos» movimientos sociales, como veremos más adelante. Los límites de esa apertura también serán comprobados pocos años después. Resumiendo este punto, y como ya se ha sostenido en diversos trabajos, si bien los beneficios de la transición política se han reflejado en la conquista innegable de libertades básicas y de instituciones democráticas, los costes se han revelado demasiado elevados, especialmente como resultado de la ya mencionada dinámica en la que se insertan los principales partidos de la oposición antifranquista. Esos costes se van convirtiendo además en estructurales (del Águila, 1992; del Águila y Montoro, 1984)1, lo cual provoca una frustración participativa en muchos de los

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sectores políticamente activos en lo que fue el ciclo de movilización y protesta más intenso de la lucha antifranquista. 1 .3. Los modelos de cultura política conocen así una evolución que va desde el oficial autoritario del franquismo hasta el «cinismo democrático» 2 de la post-transición, pasando por el de la «modernización democrática» de los años 70. El proceso no ha sido, por tanto, lineal sino que ha conocido notables discontinuidades en cuanto a los tipos y niveles de participación política. Primero, bajo el franquismo y tras el fin de la guerra civil se fomenta la desmovilización, la despolitización, la apatía y el antipartidismo; luego, a lo largo de los años sesenta y setenta, se desarrolla una cultura democrática y participativa que, pese a no alcanzar la ruptura deseada, frustra los intentos de continuismo de la dictadura y favorece el crecimiento de partidos y sindicatos; finalmente, la relativa consolidación democrática y la función protagonista de las direcciones de los partidos y los medios de comunicación en el establecimiento de las nuevas reglas del juego relegan a un segundo plano el papel de los afiliados en las organizaciones políticas y sociales y facilitan la transformación de aquéllas en partidos catch-all. Baste mencionar el dato de que la relación afiliados-electores es de las más bajas de Europa en todos los partidos; en cuanto a los sindicatos, según datos de la OCDE, la afiliación se redujo casi a la mitad durante los años ochenta3 (Montero, 1981, y Cotarelo, 1982). En efecto, como se ha podido comprobar a través de numerosos estudios realizados a lo largo de todo este período, una mayoría de la opinión pública ha asumido un «apoyo difuso>’ a la democracia, compatible con un bajo interés por la política, una notable desconfianza respecto a determinadas instituciones, un muy bajo nivel de identificación partidista y un aumento del abstencionismo electoral, especialmente en las grandes ciudades, si dejamos aparte las primeras elecciones democráticas de 1977 y las del «cambio» en 1982 (Montero, 1984 y 1989; Benedicto, 1989; Justel, 1990, y del Castillo, 1990). En líneas generales, los valores de seguridad física y seguridad material han continuado teniendo mayor peso que en los principales países de la UE. No obstante, paralelamente se revela una tendencia superior a la media europea a favor de una política de reformas. Pero junto a estos rasgos dominantes, es importante resaltar que, a través de diferentes etapas y con sus inevitables flujos y reflujos, se ha ido expresando también una minoría ciudadana significativa con un grado de intensidad participativa no convencional nada despreciable. Este fenómeno era ya evidente en la última etapa del franquismo, con su consiguiente radicalización —e ilusiones— en la primera mitad de los años setenta y posterior disponibilidad potencial para impulsar o apoyar valores «postmaterialistas» y, con ellos, la emergencia de los «nuevos» movimientos sociales. La localización socio-económica y cultural de esa minoría crítica no es muy diferente de la que se da en otros países, aunque en nuestro caso sea cuantitativamente mucho menor. Se trata de grupos situados dentro de las nuevas capas medias funcionariales y urbanas, de trabajadores del sector público con un nivel adquisitivo y cultural medio-alto y de una parte de la juventud, si bien en lugares como Catalunya y Euskadi ese espectro social es más amplio. No obstante, no hay que olvidar que factores como el cambio de régimen político y la renovación general de la administración y la «clase política», las posibilidades individuales de ascenso en el estatus social y la frustración participativa que se produce en el decenio de los ochenta influyen en una franja importante de esas capas, conduciéndolas a actitudes más pragmáticas en unos casos, a la vuelta a la vida privada en otros o, simplemente, a la adhesión a «contra-valores» en auge

. 2. UNA APARICIÓN TARDÍA. UNA CRISIS PREMATURA

El desarrollo de los movimientos sociales en general y, en lo que aquí nos ocupa, el de los que han sido definidos como «nuevos», ha de ser analizado dentro de las coordenadas anteriormente expuestas: una «modernización» tardía y desequilibrada, un Estado de bienestar débil, una transición de una dictadura a una democracia y a un neocorporatismo con partidos y grupos de interés pronto profesionalizados y, en fin, la extensión de una cultura política mayoritariamente «materialista» y poco participativa. No obstante, a la hora de describir e interpretar la trayectoria de los «nuevos» movimientos, tendremos en cuenta fundamentalmente la variable política, es decir, los cambios que se van dando en la estructura de oportunidad política. 2.1. En el período que transcurre desde comienzos de los años sesenta hasta 1978 podemos

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encontrar los precedentes de los «nuevos» movimientos sociales en el movimiento estudiantil y en el ciudadano. El primero se configura como una fuerza social emergente, apoyada en la primera ola de masificación del acceso a la Universidad: su función será, esencialmente, ejercer presión a favor de la «modernización» de la sociedad española y, por tanto, la lucha abierta contra el régimen franquista. Los acontecimientos internacionales del 68, y particularmente la revuelta francesa, influyen sin duda en una parte minoritaria del estudiantado, introduciendo así una nueva dimensión crítica de la incipiente cultura consumista y estimulando la aparición de grupos de la «nueva izquierda». Pero, en líneas generales, predomina su papel de fuerza de sustitución, primero, y complementaria después, de los partidos políticos, de forma paralela y en creciente coordinación con las organizaciones pre-sindicales del movimiento obrero. En cuanto al movimiento ciudadano, su evolución está estrechamente unida a las protestas contra las consecuencias del proceso de industrialización y concentración de la población en la periferia de las grandes urbes bajo el franquismo. Su papel reivindicativo y participativo fue también esencial a lo largo de los años setenta, si bien su «unidimensionalidad» reivindicativa y su función también parcialmente de sustitución o complementaria de los partidos ayudan a entender la crisis que termina produciéndose con la llegada de los Ayuntamientos democráticos en 1979; ésta, junto con la cooptación de cuadros activos de ese movimiento, empuja hacia una institucionalización del asociacionismo vecinal, convertido así, al menos mayoritariamente, en un conjunto de grupos de interés en detrimento de su función movilizadora. Pero, como ya se ha indicado antes, el gran protagonista como fuerza social durante este período es el movimiento obrero, el cual llega a alcanzar las mayores cotas de activismo en los años 197519776. El denominador común de todos estos movimientos es su presión a favor de un nuevo orden «moderno», producido socialmente y en conflicto abierto con la estructura institucional franquista. Pero se mantiene en sectores significativos de todos ellos la expectativa de que el mismo llegue a través de una «ruptura» con la dictadura que abra camino a procesos de cambio social y a formas de democracia participativa.

2.2. A partir de 1978, tras los pactos de la Moncloa y la aprobación de la Constitución, se configura una nueva estructura de oportunidad política: se establecen las bases de un sistema político-administrativo en torno a una monarquía parlamentaria y a un Estado social, democrático y de derecho, pero sin que se haya procedido a una renovación de los aparatos coercitivos procedentes del franquismo. Al mismo tiempo, la prioridad consensuada respecto al objetivo de la consolidación democrática relega a un segundo plano la transición en Otros ámbitos y la apertura ante otras demandas. Hay otros rasgos de esa nueva estructura a tener en cuenta: uno, que irá teniendo creciente importancia, es el relacionado con el proceso de construcción de un Estado de las autonomías que, aunque insatisfactorio para las «nacionalidades históricas», permite cierto debilitamiento del carácter centralista del Estado; otro, las dificultades, pese a haberse dotado de un sistema electoral proporcional corregido (basado en circunscripciones provinciales con muy desigual población y en la barrera electoral del 3%), de consolidar un sistema de partidos estable y basado en un bipartidismo imperfecto o, al menos, en un pluralismo moderado; otro, en fin, la regulación restrictiva del referéndum y de la iniciativa legislativa popular, limitando así la posibilidad de acceso a los mismos por parte de los movimientos sociales y la ciudadanía en general. No obstante, pese a la configuración de un contexto político escasamente abierto a valores «postmaterialistas» y a una democracia participativa, podemos situar en los años que van de 1978 a 1982 una primera fase de desarrollo de movimientos como el feminista, el ecologista y el pacifista. Respecto al primero, conviene recordar que ya bajo el franquismo habían surgido los primeros grupos de mujeres que tendían a expresarse públicamente a través de actividades de tipo democrático o de iniciativas ya abiertamente feministas, como las que se dan alrededor del Día Internacional de la Mujer. Pero el punto de partida principal del nuevo feminismo se halla en las manifestaciones durante el Año Internacional de la Mujer de 1975 y las Jornadas de Madrid de ese mismo año, así como en las de Barcelona y Bilbao en los años siguientes y, ya bajo un régimen democrático, en las que tuvieron lugar en Granada en 1979. Si bien es cierto que en un primer momento son principalmente mujeres vinculadas a partidos de izquierda las que impulsan estas actividades y se da cierta subordinación a otros movimientos, pronto se va elaborando un discurso feminista que, junto a demandas democráticas elementales (como el derecho al divorcio) y a la voluntad de esbozar una «teoría» propia, va reclamando autonomía política y orgánica frente a los

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partidos y a las nuevas instituciones democráticas. Se desarrolla así una pluralidad y diversidad de grupos que conduce a la creación de formas de coordinación que garanticen la continuidad del movimiento, constituyéndose en el mismo año 1977 la Coordinadora Estatal de Organizaciones Feministas; muy pronto, el derecho al aborto libre y gratuito se convierte en eje central de debate con el conjunto de la sociedad. En el caso del movimiento ecologista, también sus primeros grupos surgen bajo el franquismo a partir de 1969. Su actuación pública como tal y sus principales referencias ideológicas parten de su oposición al Plan Energético Nacional aprobado en 1975 y a las primeras centrales nucleares, así como de la reunión coordinadora que se celebra en 1978, en la que se establecen las llamadas Bases de Daimiel, un documento con rasgos marcadamente libertarlos y distantes de los partidos políticos existentes. Fenómeno aparte es el movimiento antinuclear en Euskadi, el cual desarrolla una fuerte oposición a la central nuclear de Lemóniz, con el apoyo de la mayoría de los partidos, hasta el punto de conseguir su paralización en septiembre de 1982v. Pero muy pronto tanto el panorama de nueva «guerra fría» que se genera en Europa a partir de 1979 como el protagonismo de los movimientos obrero y de algunas nacionalidades en el Estado español dejan en segundo plano a movimientos como el feminista o el ecologista. No ocurre lo mismo con el pacifismo, que, pese a la escasa fuerza de sus primeros grupos, recibe la influencia del movimiento por la paz europeo y puede contar con la simpatía de una opinión pública tradicionalmente «neutralista» y «antinorteamericana», así como con el apoyo de partidos de izquierda, sindicatos y organizaciones nacionalistas críticas con el nuevo Estado de las autonomías. La existencia de instalaciones militares norteamericanas en territorio español y, sobre todo, el anuncio hecho por el gobierno de UCD de una posible entrada en la OTAN se constituyen en los principales motivos de rechazo en torno a los cuales ese movimiento aspira a configurar una plural y amplia coalición. No obstante, no podemos dejar de mencionar un acontecimiento significativo como es el intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981. El mismo revela, por un lado, la fragilidad de las relaciones poder civil-poder militar, derivada de las particularidades de la transición y de la propia Constitución8 pero, por otro, su mismo fracaso conduce a una mayor aspiración popular de cambio político. Reflejo de ello es el crecimiento de las expectativas electorales del PSOE, las cuales terminarían confirmándose con su victoria en las legislativas de octubre de 1982v. 2.3. El resultado electoral modifica la estructura de oportunidad política, ya que el nuevo gobierno socialista surge, por un lado, como el proyecto de culminación de la «modernización» tardía de la sociedad española y, por otro, como un posible aliado de los «nuevos» movimientos sociales: las promesas de salir de la OTAN, de reconocer el derecho al aborto o de modificar el Plan Energético Nacional así lo anuncian. Este cambio de contexto político crea, por tanto, condiciones más favorables para la satisfacción de demandas de estos movimientos; pero les plantea asimismo nuevos problemas, ya que tienen que afrontar el grado de apoyo que han de dar a nuevas medidas legislativas y su actitud ante nuevas formas de colaboración en el marco institucional que se les ofrece. Esto último crea tensiones en algunos grupos del movimiento de mujeres (en relación, sobre todo, a la cooptación de dirigentes por el nuevo Instituto de la Mujer y al proyecto de ley sobre el derecho al aborto10) y el ecologista (ante la «<moratoria» nuclear decidida por el gobierno en 1984 y, también, la cooptación de algunos de sus miembros más conocidos por la Administración). Pese a esas polémicas, las nuevas expectativas políticas contribuyen a que en los años 1983-1984 se vaya desarrollando un «nuevo» movimiento social, el pacifista, el cual se convierte en actor político central de un conflicto que va interesando al conjunto de la sociedad. Por eso queremos dedicarle especial atención. En primer lugar, conviene recordar los antecedentes históricos en que pueden apoyarse los grupos pacifistas para ir generando un amplio movimiento: por un lado, la profunda decadencia del Imperio español tras las guerras de Cuba y Marruecos había terminado fomentando una opción ambiguamente «aislacionista>i o neutralista; por otro, el franquismo había chocado ya con ella tras convertirse durante los años cincuenta en aliado de Estados Unidos de Norteamérica. En segundo lugar, la memoria de la guerra civil y del papel jugado en ella por un ejército cuyo origen franquista había sido recordado de nuevo en el intento de golpe de estado del 23-F de 1981 también actuaba a favor de un rechazo popular a las guerras y de un distanciamiento social respecto a la institución militar. En ese marco de referencia el anuncio gubernamental de entrada en la OTAN en medio de un clima internacional de <guerra fría» permite una reaparición pública de unos sentimientos neutralistas, antinorteamericanos y pacifistas. A esto se añade la crítica al procedimiento mismo

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por el que el gobierno de la UCD, en plena crisis tras el 23-F, había roto el consenso que había presidido la transición española en estas materias al hacer aprobar por el Parlamento la incorporación a la Alianza Atlántica el 29 de mayo de 1982. La oposición del PSOE a esa iniciativa y su promesa de un referéndum en caso de que ganara las elecciones de octubre del 82 facilita, además, la concreción de un objetivo común y una amplia convergencia social y política. La realidad del movimiento por la paz, a partir ya del otoño del año 1981, se revela enormemente plural y compleja: desde grupos vinculados a la izquierda radical y a la objeción de conciencia hasta instituciones religiosas, un gran número de organizaciones consigue ir ganando el apoyo de la opinión pública en torno a iniciativas que renuevan los discursos y las formas de acción, siguiendo el ejemplo del movimiento por la paz europeo. Comienza así la fase ascendente: es importante recordar que junto a las grandes movilizaciones (sobre todo la del 15 de noviembre de 1981) y a acciones espectaculares, se realizan varias campañas de recogida de firmas a favor del referéndum que superan con creces el medio millón, pese a no tener ninguna fuerza legal debido a que se mantiene la iniciativa legislativa popular y, además, se excluye la posibilidad de solicitarla en torno a materias de política internacional). Pero la alianza con el PSOE, primero en la oposición y luego en el gobierno, se transformaría pronto en conflicto abierto. Las declaraciones de Felipe González en octubre de 1984 y, luego, el congreso de su partido en diciembre del mismo año marcan un giro a favor de la permanencia en la OTAN, aunque se mantiene con cierta ambigüedad la promesa de referéndum. La explicación de este cambio de actitud sería compleja, pero no cabe duda que tiene que ver con su adaptación a la presión ambiental ejercida desde el marco de alianzas internacionales —económicas, políticas y militares— en el que el nuevo gobierno socialista está integrándose, especialmente a través de la Comunidad Europea. En esas nuevas condiciones el movimiento por la paz, configurado definitivamente como anti-OTAN, aspira a seguir manteniendo una amplia alianza social, pero simultáneamente adquiere una dimensión antigubernamental difícilmente evitable. El año 1985 es testigo de la consolidación organizativa de este movimiento, a través de la Coordinadora Estatal de Organizaciones Pacifistas, creada dos años antes, y de una presión sostenida en pro del referéndum, cuya convocatoria es finalmente hecha por el gobierno. Se produce así un éxito «procesal’> importante del movimiento justamente en la cúspide del ciclo de movilización ascendente que está viviendo 11. Pero el referéndum de marzo de 1986 (es decir, dos meses después de la definitiva integración en la Comunidad Europea) da un resultado desfavorable para el «no» a la OTAN, si bien dentro del «sí>’ se ha incluido los compromisos de reducir progresivamente la presencia militar USA y de negarse a la instalación de armas nucleares en territorio español’2. No se alcanza, por tanto, el éxito «sustancial» deseado por el movimiento y sus aliados. Y, además, con esa derrota se manifiesta pronto una frustración participativa en amplios sectores vinculados al movimiento por la paz, lo que conduce muy rápidamente a la fase descendente en las actividades. Haciendo un somero balance, se comprueba que el discurso del movimiento no había conseguido contrarrestar suficientemente los argumentos del gobierno y la mayoría de los medios de comunicación en torno a la asociación CE-OTAN y a la crisis política que hubiera podido abrirse en caso de victoria del «no». Tampoco se había logrado reducir a lo largo de la campaña la distancia entre el alto grado de simpatía con que contaba el pacifismo y la escasa afiliación a sus colectivos, con lo cual no se llega a evitar que se produzca un segundo «desencanto», que se manifestaría más tarde en un nuevo tipo de abstencionismo electoral, más político, particularmente en las grandes ciudadesi3. Desde entonces, la crisis del movimiento pacifista en su expresión pública más política no ha sido superada. Pero no por ello su discurso ha dejado de calar en sectores de la población ni todas sus redes organizativas han desaparecido. Además, no se puede ignorar que el posterior auge de un movimiento contra el servicio militar obligatorio no es ajeno a la influencia que en la juventud ha ejercido la campaña contra la OTAN. Otro elemento a no desdeñar en absoluto es el hecho de que el «no» a la OTAN ha sido mayoritario en lugares como Euskadi, Catalunya y Canarias, confirmándose así el peso de las subculturas nacionalistas y [as especificidades de los subsistemas políticos dentro del Estado de las autonomías. 2.4. La fase posterior al referéndum de la OTAN y a las elecciones de junio de 1986 (con nueva mayoría absoluta del PSOE) viene a crear un marco más complejo de actuación para los «nuevos» movimientos sociales. Por un lado, se van cerrando en gran parte las expectativas creadas en 1982; pero, por otro, se produce una reanudación de formas de acción política no convencional desde el movimiento obrero y otros movimientos, e incluso surge un nuevo movimiento estudiantil

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durante el curso 86-87iEl clima de relativa recuperación económica no va acompañado de avances en el Estado de bienestar, con lo que el distanciamiento de los sindicatos respecto al gobierno conduce incluso a la huelga general de diciembre de 1988, que será luego seguida por dos más. La opinión pública parece estar más abierta a nuevas demandas y el malestar popular se hace visible, pero el «giro social» reclamado no se produce, con lo cual se va entrando en una etapa de bloqueo político y de movilizaciones sin fuerza suficiente para lograr algún tipo de éxito parcial significativos.

2.5. Finalmente, el acceso del Partido Popular en marzo de 1996 al gobierno no parece modificar de forma significativa la estructura de oportunidad política anterior, si bien cabe la hipótesis de que su política en ámbitos como el medioambiental, el cultural o el familiar provoque respuestas reactivas mayores por parte de los «nuevos» movimientos sociales. No obstante, y aunque sea inicialmente por razones de «gobernabilidad», los pactos del PP con partidos que gobiernan en sus Comunidades Autónomas respectivas anuncian un debilitamiento del Estado central y pueden configurar un marco más autónomo de tipo federalizante que acentúe las particularidades del contexto político de actuación de los movimientos sociales en cada Comunidad. Otro elemento de cambio, al menos parcial, puede ser el comportamiento del PSOE en la oposición, ya que, pese a su coincidencia con el PP en importantes «cuestiones de Estado», deberá reformular sus relaciones con los movimientos sociales, si bien parece más probable que lo haga con los dos principales sindicatos, UGT y CC.00., que con los «nuevos» movimientos sociales.

3. FRACASO DEL PROYECTO DE PARTIDO VERDE

La experiencia de un gobierno socialdemócrata que se va distanciando pronto de los movimientos sociales así como el desgaste político que va sufriendo podrían haber favorecido, en principio, al igual que ha ocurrido en otros países, el desarrollo de una formación política verde o de izquierda libertaria. Sin embargo, no ha sido así y merece la pena intentar una interpretación de las razones de lo ocurrido. En primer lugar, y como ya se ha indicado antes, hay que tener en cuenta que los valores «materialistas» y la cuestión social siguen polarizando a la mayoría de-la población, mientras que los sectores más preocupados por los valores «postmaterialistas» son más reducidos que la media europea. En segundo lugar, no hay que olvidar que tras la experiencia de confrontación más clara con el partido gubernamental —el referéndum de la OTAN— se constituye en abril de 1986 Izquierda Unida, impulsada por el PCE, pero en la que se integran socialistas de izquierda, republicanos e independientes, contando con el apoyo de uno de los dos grandes sindicatos, CC.00. Aunque no se puede definir esta coalición como izquierda libertaria, hay que reconocer que la misma recibe los votos de una parte importante de lo que sería electorado potencial de una «nueva izquierda». En tercer lugar, el carácter plurinacional del Estado español se refleja también en la presencia de fuerzas nacionalistas de izquierda que, al menos parcialmente, se muestran abiertas a recoger en sus programas muchas de las demandas de los «nuevos» movimientos. En cuarto lugar, la debilidad del movimiento ecologista y de los primeros grupos verdes explica que los sucesivos proyectos emprendidos desde 1983 no hayan cuajado ni política ni electoralmente (salvo en Baleares), teniendo en cuenta además que tropiezan con la barrera electoral legal del 5 o el 3%, según el tipo de convocatoria, para poder obtener representación institucional’4. Por último, hay que considerar también el peso de una cultura «anti-política» en una parte del movimiento ecologista que, unida a la desconfianza frente a fuerzas electorales ajenas al mismo, 0pta por la abstención. Pero las dificultades de un proyecto verde no han impedido un crecimiento gradual y sostenido del movimiento ecologista, debido tanto al impacto en la opinión pública de catástrofes como la de Chernóbil como a la aparición de manifestaciones constantes de deterioro medioambiental en el territorio español y en el planeta. Ejemplos de todo esto se

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encuentran en campañas como la defensa de los parques naturales, la oposición a las incineradoras, al trazado de nuevas autovías (Leizarán), referendos informales como el que se celebró en Madrid para prohibir el tráfico urbano en el centro, así como otras de carácter más general, como la Iniciativa Legislativa Popular para el cierre de las centrales nucleares, emprendida tras el accidente en la central de Vandellós 1 en octubre de 1989’. Luego han seguido otras, con ocasión de la guerra del Golfo y, sobre todo, más recientemente de las pruebas nucleares francesas en Mururoa, que han confirmado la extensión de las redes organizadas de este movimiento, pero todavía con una capacidad de convocatoria débil y distanciada de cualquier referencia política verde. Cabe sin embargo la hipótesis de que una corriente política verde se desarrolle en el futuro en el marco de una formación como IU —o en coalición con ella— y en confluencia con lo que se puede definir como un conjunto de «espacios alternativos» vinculados a los sectores más activos de los movimientos sociales.

4. EL. ANTIMILITARISMO JUVENIL EN LA ESCENA PÚBLICA

Se ha indicado antes que, pese a la crisis del movimiento pacifista, se ha podido constatar la extensión entre la juventud de un fuerte movimiento de objeción de conciencia e insumisión al servicio militar obligatorio. Es obvio que en su notable desarrollo influyen motivaciones muy diversas, pero el hecho de que desde hace tiempo se caracterice por su expresión pública a través de acciones colectivas confirma su dimensión como tal movimiento, con un discurso predominantemente pacifista radical, si bien en quienes optan por esas formas de desobediencia civil también pesan argumentaciones de tipo nacionalista o simplemente individualista. Lo que sí es evidente es el crecimiento del número de jóvenes que se niegan no sólo a hacer el servicio militar Sino también a cumplir la prestación social sustitutoria establecida por la Ley de Objeción de Conciencia de 1984. Los datos son irrefutables en este aspecto (Ibarra, 1992). En efecto, la simpatía obtenida entre la opinión pública por la actitud de estos jóvenes así como la incidencia de otros factores de orden tecnológico o internacional (final de la «guerra fría» y caída del bloque soviético) en la crisis de credibilidad del servicio militar obligatorio, han proporcionado una notable legitimidad social a este movimiento. Esta se ha podido reflejar en distintos ámbitos, logrando así modificar la estructura de oportunidad política en un sentido favorable: instituciones autonómicas y municipales, medios de comunicación y, sobre todo, sentencias benignas con los insumisos por parte de los tribunales han ejercido una presión real para la reforma de la Ley sobre los poderes ejecutivo y legislativo. Esto último se ha podido comprobar con ocasión de las confrontaciones electorales y la importancia de las promesas de reducción e incluso abolición de la mili o la despenalización de la insumisión. La especificidad de este movimiento se refleja también en que el principal impulsor del mismo ha sido un grupo independiente de los partidos políticos y en el que inicialmente confluían ideas y valores de tipo religioso o libertario. Se trata del Movimiento de Objeción de Conciencia (MOC) que, tras el rechazo por el Tribunal Constitucional del recurso contra la Ley de Objeción de Conciencia antes mencionada, optó por radicalizar sus formas de acción mediante el impulso de la insumisión colectiva. No obstante, a partir de 1984 también se incorporan grupos de jóvenes vinculados a la izquierda extraparlamentaria que, no sin tensiones, llegan a establecer formas de coordinación con el MOC. El año 1996 se configura sin embargo como un momento de transición entre una fase de aumento de la simpatía del movimiento en la sociedad y en agentes significativos del sistema político y otra en la que la promesa de un proyecto de ley de creación de un ejército profesional por parte del nuevo gobierno ha restado protagonismo a este movimiento pese a que la insumisión continúa penalizada en el nuevo Código Penal. En cuanto al movimiento pacifista, la guerra del Golfo en 1991 constituyó un acontecimiento precipitante de su reaparición en la escena política. Pero en esta ocasión, y a diferencia de la etapa anterior, ya no fueron los grupos centrales los que llevaron la iniciativa en el discurso y en la acción colectiva, manifestándose una diversidad de actividades ciudadanas en las que terminan confluyendo pacifistas, objetores e insumisos, sindicatos, estudiantes, grupos cristianos, colectivos de mujeres, Izquierda Unida y grupos políticos extraparlamentarios (Alonso, Barceló y Bustamante, 1991; Barroso, Río y Santacara, 1992). Más recientemente, únicamente en Andalucía se puede

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observar cierta continuidad del movimiento, relacionada sin duda con la protesta contra la permanencia de bases «hispano norteamericanas» como la de Rota. Aunque no conviene tampoco ignorar el trabajo que en ámbitos como la enseñanza o la cultura pacifista realizan distintos colectivos y, en particular, el que se expresa a través de la publicación periódica En Pie de Paz. Respecto a la decisión del gobierno del PP sobre una integración completa en la estructura militar de la OTAN antes de finales de 1996, pese a cuestionar el contenido mismo del referéndum de 1986, no parece que se esté encontrando con una fuerte oposición social capaz de frenar dicha postura. En lo que se refiere al movimiento de mujeres, su actividad ha sido muy diversificada en los últimos años, ya que toda una variedad de grupos se ha ido consolidando, pese a que su difusión pública ha sido muy desigual. Baste mencionar los Encuentros organizados por la Coordinadora Estatal de Organizaciones Feministas o las jornadas celebradas en Barcelona en 1996, en conmemoración de las que tuvieron lugar hace veinte años, para comprobar la vitalidad asociativa y cultural del movimiento. Pero ese reconocimiento de su continuidad no impide reconocer que este movimiento sigue enfrentado a riesgos de fragmentación y «ghetización» respecto a su capacidad de incidencia en la estructura de oportunidad política. Se puede ir produciendo así un creciente distanciamiento entre los grupos que privilegian una estrategia de reflexión y autoconstrucción de la identidad y otros que bien se consolidan como grupos de interés o asistencial, bien se dirigen a sectores de mujeres muy específicos, como las prostitutas. De cualquier forma, el cambio de valores, aunque desigual y contrarrestado por la ola neoconservadora y neoliberal, ha afectado a capas significativas de la sociedad. Desde el apoyo mayoritario de la opinión pública a la ampliación de los supuestos del derecho al aborto hasta la denuncia de la «feminización de la pobreza» por los sindicatos, una variedad de temas han sido objeto de debate y de maduración de sus discursos por parte de los colectivos feministas. En el ámbito más estrictamente político, las polémicas sobre la discriminación positiva y la democracia paritaria en los partidos y en el sistema político siguen abiertas y han forzado ya ciertas modificaciones internas en determinados partidos parlamentarlos. Habría que incluir también entre los «nuevos» movimientos sociales al reciente movimiento antirracista que se está desarrollando en España, pese a que el fenómeno migratorio no tiene la misma importancia que en otros países de la UE. La aparición de colectivos del tipo «SOS Racismo» en muchas ciudades apunta hacia un nuevo espacio público de actividad relacionada directa o indirectamente con organismos de solidaridad Norte-Sur y con las ONGs de cooperación para el desarrollo (Alonso, 1996). Es obligado añadir que también se ha podido comprobar una relativa renovación de los movimientos urbanos, caracterizados por una reformulación de su discurso y sus objetivos en el marco de la crisis ecológica, de la lucha contra la carestía de la vivienda y por la «pacificación» del tráfico urbano en beneficio del transporte colectivo, así como en la apuesta por nuevas formas de ocio y estilo de vida cotidiana. De esta forma, particularmente en su componente juvenil, podrían ser punto de partida para la reconstrucción de un tejido asociativo dotado de una dimensión comunitaria.

5. DE LA CRISIS A LA SUPERVIVENCIA

A lo largo de esta exposición he intentado resaltar las peculiaridades de los «nuevos» movimientos sociales en el caso español. He empezado con una descripción a grandes trazos del contexto histórico, económico, político y cultural para poder así comprender el retraso y las dificultades que tuvieron para aparecer en la escena pública, siempre teniendo como referencia la comparación con los que han ido surgiendo en Europa occidental. Pero esas particularidades no impiden que también aquí se haya compartido y difundido entre determinadas capas sociales una crítica cultural de las contradicciones de la modernidad y de los límites del Estado de bienestar, del sistema de partidos o del ya frágil neocorporativismo que ha llegado a instalarse en el Estado español. Esos

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movimientos han conocido distintas fases de evolución en función, sobre todo, de cómo ha ido modificándose la estructura de oportunidad política en su conjunto, especialmente tras el acceso del PSOE al gobierno en 1982, y los cambios que esto fue produciendo, en la izquierda, en el movimiento obrero y en los movimientos nacionalistas. Como balance de toda esta trayectoria, se podría concluir que, del mismo modo que ha sucedido con los partidos, su surgimiento ha sido tardío y, en cambio, su crisis ha llegado demasiado pronto, sin dar tiempo a estos movimientos para obtener los recursos necesarios que garantizaran su consolidación o arraigo social. En cuanto a su estrategia orientada hacia el poder (independientemente de las distintas vías elegidas), estos movimientos han obtenido escasos éxitos y, sobre todo, el desenlace desfavorable del referéndum sobre la OTAN ha sido visto por todos ellos como una derrota. Tampoco su fuerza ha sido suficiente para que, apoyándose en ella, surgiera una formación política «verde» o de izquierda libertaria que pudiera actuar como exponente de sus demandas en el seno de las instituciones. Cabe no obstante la duda respecto a cuál habría sido la evolución de estos movimientos y de una posible nueva formación política en el caso de que se hubiera producido una victoria del «no» en el referéndum mencionado. Pero en las condiciones creadas tras marzo de 1986 es constatable el predominio en estos movimientos de la orientación socio-cultural, basada en una estrategia dirigida a la formulación de unas señas de identidad propias y a la difusión de un discurso alternativo entre los sectores sociales potencialmente afines a estos movimientos. En ese sentido sí se puede sostener que se han constituido unas «redes de interacciones informales entre una pluralidad de individuos, grupos y/u organizaciones, comprometidos en conflictos políticos o culturales, sobre la base de identidades colectivas compartidas» (Diani, 1992; Pastor, 1992). Pese a que esa realidad no se hace muy «visible» en el momento actual a través de un nuevo ciclo de movilizaciones, son esas redes las que permiten al menos concluir que se ha logrado asegurar la continuidad de estos movimientos. La celebración del Foro Alternativo a las reuniones en Madrid del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial en septiembre de 1994 podría ser considerada como la demostración de la relativa buena salud de esas redes y colectivos que, aun con su débil realidad organizativa, obtuvieron una respetable capacidad de convocatoria y repercusión pública de sus debates y actividades a lo largo de una semana. Iniciativas similares, aunque de menor impacto, han sido la Conferencia Mediterránea Alternativa en Barcelona y el Foro Alternativo a la Europa de Maastricht en Madrid, celebrados ambos durante 1995. En relación con el sistema político, en cambio, dada su escasa apertura y su dependencia creciente de la estructura de oportunidad política que se está conformando en el marco de la UE (Tarrow, 1995), la mayoría de los grupos presentes en estos movimientos parece optar por el distanciamt0 y la selección de las iniciativas ciudadanas que pudieran obtener mayores apoyos, dadas las escasas oportunidades de éxito. Probablemente sea el movimiento ecologista el que cuente con más posibilidades de logros parciales, como de hecho ha conseguido, obteniendo así mayores recursos y alianzas para ofrecer propuestas alternativas respecto a problemas que cuentan con cierta sensibilidad favorable de la opinión pública, con lo cual se puede ir recreando nuevos espacios de acción política no institucional. A este respecto no hay que olvidar tampoco que las particularidades de la estructura de oportunidad política en determinadas Comunidades Autónomas (sistema de partidos y grupos de interés, alianzas posibles entre movimientos nacionalistas y «nuevos» movimientos, papel de los medios de comunicación) pueden favorecer esas expectativas16. Mención aparte ha merecido el desarrollo de un movimiento juvenil de objeción de conciencia e insumisión que ha logrado deslegitimar socialmente el servicio militar obligatorio y que parece poder combinar las lógicas instrumental y expresiva en sus discursos y acciones. En este ámbito sí hemos podido observar un proceso de diferenciación notable dentro de la estructura de oportunidad política que, aunque augura nuevas dificultades para este movimiento a medida que se ponga en pie un ejército profesional integrado en la OTAN, a corto plazo le ha proporcionado sin duda cierto grado de éxito. En resumen, también en el Estado español se puede concluir que han emergido unos movimientos dispuestos a ser expresión de una minoría crítica y ética enfrentada a un momento histórico de crisis civilizatoria y de ofensiva neoconservadora en todos los órdenes. En realidad, su problema sigue siendo el común a la historia de los movimientos sociales en el Estado español, según nos ha recordado Álvarez junco: el de superar una «doble vida un tanto esquizofrénica» que les lleva a combinar largos momentos de impotencia con otros breves de acción colectiva en los que la respuesta ciudadana puede llegar a sorprender a sus propios convocantes (Álvarez junco, 1994).

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ORÍGENES CONCEPTUALES, PROBLEMAS ACTUALES, DIRECCIONES FUTURAS Doug McAdam

En 1970 Michael Lipsky instó a los analistas de la política a que dirigiesen su atención «lejos del sistema de caracterizaciones presumible- mente válidas para todos los tiempos y lugares...»: Estamos acostumbrados a describir los sistemas políticos comunistas como «experimentando un deshielo» o ‘<atravesando por un proceso de retraimiento’>. ¿No debiera al menos preguntarse abiertamente si el sistema político americano experimenta tales fases y fluctuaciones? De igual manera, ¿no es prudente asumir que el sistema estará más o menos abierto a grupos específicos en diferentes momentos y diferentes lugares? Lipsky pensaba que la respuesta a ambas preguntas era afirmativa. Creía que el flujo y reflujo de la actividad de protesta era una función de los cambios que hacían al sistema político más vulnerable o receptivo a las exigencias de grupos determinados. Tres años después Peter Eisinger (1973) utilizó el término <‘estructura de oportunidades políticas» para ayudar a explicar la variación en «la conducta de disturbio» en cuarenta y tres ciudades americanas. Coincidiendo con el punto de vista de Lipsky, Eisinger (1973) encontró que «la incidencia de la protesta está...1 relacionada con la naturaleza de la estructura de oportunidad política de la ciudad», que definió como «el grado en el que es probable que los grupos sean capaces de acceder al poder y manipular el sistema político».

Diez años después la premisa central en la que se basaban las obras de Lipsky y Eisinger ha sido adoptada como el principio central en un nuevo modelo de análisis de los movimientos sociales: el «proceso político». Defensores de este modelo (por ejemplo Jenkins y Perrow, 1977; McAdam, 1982; Tarrow, 1983; Tilly, 1978) vieron el ritmo y el destino de los movimientos como dependientes en gran medida de las oportunidades ofrecidas a los insurgentes por la cambiante estructura institucional y la disposición ideológica de los detentadores del poder.

Desde entonces este supuesto central y el concepto de «oportunidad política» se ha convertido en el elemento esencial en la investigación en movimientos sociales. La aparición y desarrollo de acciones colectivas tan diferentes como el movimiento de mujeres americanas (Costain, 1992), la teología de la liberación (Smith, 1991), la movilización de campesinos en Centroamérica (Brockett, 1991), el movimiento contra el despliegue de armas nucleares (Meyer, 1993) y el ciclo de protesta italiano (Tarrow, 1989) han sido atribuidos a la expansión y/o contracción de las oportunidades políticas. La mayoría de las teorías contemporáneas de la revolución parten, en gran medida, de la misma premisa, afirmando que las revoluciones deben menos a los esfuerzos de los insurgentes que a la labor de las crisis del sistema que debilitan al régimen existente y lo hacen vulnerable al desafío desde prácticamente cualquier parte (Arjomand, 1988; Goldstone, 1991; Skocpol, 1979). Finalmente, este énfasis en las dimensiones institucionales de la política ha producido una tradición

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comparativa entre los científicos políticos europeos en la que se ha utilizado la variación en la «estructura de oportunidades políticas> de varios Estados nacionales para explicar el destino de movimientos semejantes en diferentes países (Kriesi eta. 1992, 1995; Kitschelt, 1986; Rucht, 1990). El concepto de oportunidades políticas se ha revelado como un complemento al arsenal analítico de los estudiosos de los movimientos sociales. Pero la extensión del concepto y su atractivo generalizado llevan en sí mismo sus propios peligros. Como han señalado Gamson y Meyer, «el concepto de estructura de oportunidad política corre el peligro de convertirse en una especie de esponja que absorbe prácticamente todos los aspectos del contexto de los movimientos sociales —instituciones políticas y cultura, diferentes tipos de crisis, alianzas políticas y cambios sociales...—. Utilizado para explicar tanto, podría terminar por no explicar nada en absoluto» (McAdam, McCarthy y Zald, 1996, 275). Consciente del peligro real al que se refieren Gamson y Meyer, espero utilizar este trabajo para aportar una mayor claridad analítica al concepto, refiriéndome a tres cuestiones que han enturbiado las aguas conceptuales. Estos temas se refieren a 1) las oportunidades «políticas» frente a otros tipos de «oportunidades», 2) las dimensiones que componen la «estructura de oportunidades políticas», y 3) las diferentes variables dependientes a las que se ha aplicado el concepto. Después de referirme a las fuentes principales de variación en la utilización del concepto, mencionaré brevemente tres ternas que en gran medida no se han examinado en los trabajos sobre oportunidades políticas. Estos temas representan tanto vacíos conceptuales como excitantes fronteras, para la investigación, como la teoría futura sobre los vínculos entre la política institucional y los movimientos sociales. Concluiré destacando las líneas de investigación de la teoría de las oportunidades políticas que puedan ser de interés en el futuro.

1. TRES CUESTIONES EN EL ESTUDIO DF LAS OPORTUNIDADES POLÍTICAS

Al igual que con la mayoría de los conceptos generales, el consenso referido al término «oportunidad política» ha demostrado ser esquivo. Los estudiosos han definido o interpretado el término de manera diferente, aplicándolo a una variedad de fenómenos empíricos, y utilizándolo para referirse a una igualmente amplia serie de preguntas en el estudio de los movimientos sociales. Esta falta de consenso es claramente un problema. En la medida en que el concepto se define o es utilizado de formas muy diferentes, amenaza con ser de poca utilidad para cualquiera. En este apartado quiero referirme a lo que percibo como tres tientes claves de variación en la utilización actual del término, tratando también de delimitar el concepto en la forma que creo más justificable. De esta manera espero contribuir a alcanzar un mayor consenso entre los estudiosos de los movimientos sociales en la comprensión y utilización del concepto.

1.1. Diferenciar las oportunidades políticas de otras condiciones favorables

Las primeras formulaciones del concepto eran, sin excepción, bastante imprecisas. Cualquier factor contextual que facilitase la actividad del movimiento podía ser conceptualizado como una oportunidad política. Esta plasticidad conceptual ha continuado afectando al trabajo en esta área, amenazando con vaciar al concepto de buena parte de su poder analítico. En palabras de Gamson y Meyer, el término «oportunidad política» amenaza con convertirse en un factor difuso que engloba todas las condiciones y circunstancias que forman el contexto para la acción colectiva». Irónicamente, a pesar de su elocuente cautela, Gamson y Meyer bien pudieran ser acusados de contribuir al mismo problema que intentan remediar. Destacan que «la oportunidad tiene un fuerte componente cultural y que perdemos algo importante cuando limitamos nuestra atención al cambio en las instituciones políticas y las relaciones entre actores políticos» (Gamson y Meyer, 1996). Gamson y Meyer tienen, por supuesto, razón. Uno puede ciertamente pensar en maneras en las que los factores o procesos culturales crean oportunidades para la actividad del movimiento.

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Tampoco están solos al realizar tal afirmación. Karl-Werner Brand (1990) ha intentado enlazar el flujo y reflujo de la actividad del movimiento en el Oeste industrializado con cambios cíclicos en el «clima cultural». En otro trabajo (1994) he identificado cuatro tipos generales de «oportunidades culturales expansivas» que parecen aumentar la probabilidad de la actividad del movimiento. Estos cuatro tipos son: 1) la dramatización de una manifiesta contradicción entre un valor cultural altamente significativo y las prácticas sociales convencionales; 2) «agravios repentinamente impuestos»; 3) dramatizaciones de la vulnerabilidad o ilegitimidad de un sistema; 4) la disponibilidad de un «marco general» innovador dentro del cual los insurgentes posteriores pueden situar sus propias reclamaciones y demandas. Por su parte, Gamson y Meyer enfatizan la importancia crucial de enmarcar la oportunidad política y el importante papel que juegan los medios de comunicación en el proceso de estructuración de este proceso. De nuevo no hay ninguna duda de que tienen razón al enfatizar la importancia de estos procesos para lograr una total comprensión de las dinámicas del movimiento, pero, al hacer esto, empañan una importante distinción analítica. Los tipos de cambios estructurales y cambios de poder que de manera más clara son concebidos como oportunidades políticas no debieran confundirse con los procesos colectivos por medio de los cuales son estos cambios interpretados y enmarcados. A pesar de que ambos están íntimamente relacionados, no son lo mismo. Tratarles como separados no sólo preserva la integridad de la definición de las oportunidades políticas sino que también nos permite discernir dos fenómenos empíricos muy interesantes: aquellos casos en los que cambios políticos claramente favorables no traen consigo los tipos de interpretaciones autorizadas tan necesarias para la acción colectiva, y aquellos en los que la acción colectiva se desarrolla en ausencia de cualquier cambio significativo en la posición de poder relativa del grupo o de los grupos contrincantes. Otro ejemplo de la confusión de las oportunidades políticas con otros tipos de condiciones facilitadoras tiene relación con los primeros intentos de incorporar el concepto a la perspectiva clásica de la movilización de recursos. Los defensores de esta perspectiva afirmaban que las oportunidades políticas simplemente eran uno de los muchos recursos cuya disponibilidad generalmente constituía la clave de la aparición y desarrollo de los movimientos sociales. Esta conceptualización de recursos era problemática por el mismo motivo que una definición excesivamente inclusiva de las oportunidades políticas es peligrosa. Definir los recursos como cualquier cosa que facilita la movilización vacía al concepto de su agudeza analítica. Es mejor definir los recursos y las oportunidades políticas de manera restringida para determinar su contribución relativa a la aparición y destino de los movimientos sociales. Por lo tanto mi argumento formulado de manera más general es que necesitamos reconocer que un número de factores y procesos facilitan la movilización y asimismo intentar definir y operacionalizarlos de manera que se mantenga su singularidad analítica. Tan sólo haciendo esto podemos esperar alguna vez determinar su importancia relativa en la aparición y desarrollo de la acción colectiva.

1.2. Especificar las dimensiones de la oportunidad política

Aun ciñéndonos a factores políticos restringidos, los analistas de los movimientos han demostrado una amplia libertad al interpretar este concepto. Como destacaba Tarrow en 1988: «la oportunidad política puede ser percibida a lo largo de tantas direcciones y de tantas maneras que es menos una variable que un agregado de variables, algunas más fácilmente observables que otras» (Tarrow, 1988, 430). En un esfuerzo por traer más claridad analítica al concepto, varios autores han buscado últimamente especificar lo que consideran como las dimensiones relevantes de la «estructura de oportunidades políticas» de un determinado sistema. Entre aquellos que han ofrecido tal esquema destacan Charles Brockett (1991), Kriesi et al. (1992), Dieter Rucht (1996) y Sidney Tarrow (1994). En la tabla 1.1 se muestra un listado de las dimensiones señaladas por cada uno de estos autores. Ignorando las diferencias terminológicas, se puede observar que existe de hecho una importante

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cantidad de coincidencias entre estas cuatro listas. Básicamente, los cuatro autores han buscado diferenciar la estructura institucional o legal formal de un determinado sistema político de la estructura más informal de relaciones de poder que caracterizan al sistema en un momento dado. El primer ítem señalado por los cuatro autores hace referencia a esta primera dimensión, mientras que los ítems 2-3 de Brockett, 2-4 de Tarrow, 3-4 de Rucht y 2-3 de Kriesi se refieren la segunda dimensión. Sintetizando estas cuatro perspectivas nos dan como resultado la siguiente lista altamente consensuada de las dimensiones de la oportunidad política: 1) la apertura o cierre relativos del sistema político institucionaliza do; 2) la estabilidad o inestabilidad de ese grupo amplio de alineamientos de la dite que típicamente subyacen a la política; 3) la presencia o ausencia de cutes aliadas; 4) la capacidad y la propensión del Estado a la represión. La primera dimensión simplemente enfatiza la importancia atribuida a la estructura formal legal e institucional de un determinado sistema político por parte de todos los autores. De igual manera, los ítems 2 y 3 se refieren a la importancia concedida, por todos los autores, a la estructura informal de relaciones de poder característico de un determinado sistema. La única diferencia entre mi formulación y algunas de las otras se refiere a mi esfuerzo por distinguir aquel grupo perdurable de alianzas entre las cutes (p.e. en el contexto americano el movimiento sindical y los demócratas) que tienden a estructurar los sistemas políticos a lo largo del tiempo de la presencia o ausencia de elites aliadas de una forma más efímera. Incluidos en la segunda categoría estarían los cambios en las tareas de administración, por ejemplo los laboristas reemplazando a los conservado-res en Inglaterra, que conceden mayor o menor entrada a todo tipo de grupos opositores. La única dimensión no consensuada que he incluido en mi lista es la represión del Estado. Aparte de Brockett, ninguno de los otros autores incluye ésta en su esquema. Encuentro esta omisión incomprensible. Hay bastante evidencia empírica que atestigua la importancia que tiene este factor en moldear el nivel y naturaleza de la actividad del movimiento. Algunos observadores (p.c. della Porta, 1995) han especulado con la idea de que la represión por parte del Estado es en realidad más una expresión de la receptividad o vulnerabilidad general de la estructura de oportunidad política que una dimensión independiente de la misma. No estoy convencido de que esto sea así. Ver a los sistemas de represión como meras expresiones de otros rasgos de una política o como meras herramientas de intereses políticos específicos es no querer ver la naturaleza impredecible de la represión y los complejos procesos sociales que estructuran su funcionamiento. Cualquiera que dude sobre este punto haría bien en reflexionar un momento sobre el destino del movimiento estudiantil chino en 1989. En muchas dimensiones claves de la oportunidad política el movimiento parece —aun visto de forma retrospectiva— haber estado en general en óptimas condiciones. Mientras que el sistema…. cerrado a los estudiantes, ellos fueron claramente capaces de movilizar a un número importantes de aliados de las elites durante el conflicto, destacando, los medios de comunicación de masas controlados por el Listado. Además, existían claras divisiones entre la dite dirigente que proporcionaban una oportunidad sin precedentes a los estudiantes. Sin barg0, el sector duro del Partido Comunista todavía fue capaz de movilizar la capacidad de control social y la voluntad política necesaria para reprimir concienzudamente al movimiento. El hecho de que en ocasiones aparentemente similares (p.c. Irán en 1979) la dite dirigente o fuese capaz de hacer lo que el sector duro chino hizo nos sugiere lo acertado de considerar la represión del Estado como una dimensión separada aunque claramente relacionada, de la estructura de oportunidad política. Por último comentaré brevemente las dos dimensiones que he dejado fuera de mi lista. La primera es la inclusión de Brockett de «la localización temporal en el ciclo de protesta» como una de sus cinco dimensiones de oportunidad política. Yo ciertamente coincido con el juicio de Brockett en relación a la importancia de este factor. De hecho la relación entre oportunidades políticas y ciclos de protesta es uno de los tres temas ignorados que pretendo acometer al finalizar este capítulo. Sin embargo, por importante que pueda ser este factor en la configuración del ritmo y el destino de un movimiento, no veo qué le convierte en una forma de oportunidad política, en oposición a un facilitador temporal (o una restricción) más general de la actividad del movimiento. Por esta razón la he omitido de mi lista. La segunda ausencia hace referencia a la «capacidad de implementación de políticas» por parte de

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un sistema que incluye Rucht, y que define como «el poder de las autoridades para llevar a cabo políticas adoptadas, sin considerar resistencias internas o externas». Este factor guarda una gran semejanza con el énfasis que pone Kitschelt (1986) en la enorme importancia de la «capacidad del sistema político para de manera efectiva cumplir las demandas». He omitido esta dimensión por la misma razón por la que Brockett lo hizo en su conceptualización de la oportunidad política. Brockett escribió que este factor «es a menudo uno de los determinantes decisivos del resultado final. Sin embargo, los determinantes de los resultados del conflicto político a menudo difieren de los de la acción colectiva; por lo tanto la posición que defendemos es que es más útil no combinar y confundir ambas discusiones» (Brockett, 1991, 254). El punto de vista de Brockett es importante, puesto que las dimensiones de las oportunidades políticas varían dependiendo de la pregunta que se pretende responder. Esto nos lleva a la tercera fuente importante de variación: la utilización que efectúan los estudiosos del concepto de oportunidad política.

1.3. Especificar la variable dependiente relevante

El concepto de estructura de oportunidad política ha sido utilizado como una variable explicativa clave con respecto a dos variables dependientes principales: el desarrollo temporal de la acción colectiva y los resultados de la actividad del movimiento. En apariencia, la utilización primigenia del concepto estaba relacionada con la primera de estas preguntas. Intentando comprender la aparición de movimientos concretos, los defensores del modelo de proceso político buscaron enlazar el desarrollo inicial de la insurgencia con «una expansión en las oportunidades políticas» que fuese beneficiosa para el grupo opositor (Costain, 1992; McAdam, 1982). Paradójicamente, sin embargo, la utilización inicial de Eisinger (1973) del concepto fue motivada por un deseo de explicar la variación en la intensidad de la revuelta a lo largo de una amplia muestra de ciudades americanas. Por lo tanto, la reciente avalancha de trabajos comparativos que analizan la fuerza de la actividad del movimiento a lo largo de una serie de sistemas políticos nacionales (p.e. Kitschelt, 1986; Kriesi et al., 1992; Rucht, 1990) está más de acuerdo con la utilización inicial de Eisinger que con la nominalmente «más vieja» tradición de estudios de caso únicos de la aparición del movimiento. Tampoco está claro que estas dos variables independientes agoten el espectro de fenómenos del movimiento que son atribuidos a los efectos de las oportunidades políticas. Como hemos sugerido anteriormente, la forma del movimiento aparecería como otra variable que es debida, en parte, a las diferencias en la naturaleza de las oportunidades que ponen los movimientos en funcionamiento. Si ordenamos los movimientos a lo largo de un continuum desde los más pequeños esfuerzos institucionales por la reforma en un polo a las revoluciones en el otro, creo que podemos discernir una relación general entre el tipo o forma del movimiento y los cambios en las dimensiones de la oportunidad política de las que hemos hablado anteriormente. Cambios en la estructura legal o institucional que conceden mayor acceso político formal a los grupos opositores probablemente pondrán en funcionamiento el más estrecho e institucionalizado de los movimientos reformistas. Por estrecho me refiero fundamentalmente a las tácticas que uno puede esperar que tales movimientos empleen. En la medida en que el movimiento se ha movilizado como respuesta a cambios concretos en las reglas de acceso, podemos esperar que actúe fundamentalmente para explotar esa nueva grieta en el sistema. Así, por ejemplo, la candidatura independiente de Ross Perot en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 1992 buscaba aprovecharse de procedimientos y pautas recién liberalizadas que estructuran la movilización y el funcionamiento de campañas de terceros partidos. La aparición de nuevos aliados dentro de un sistema político anteriormente cerrado es posible que esté relacionado también con el auge…. do. La mayor parte de los movimientos que encajan dentro de la imagen de la perspectiva clásica de la movilización de recursos parecen ser este tipo. Así el movimiento en contra de conducir bebido, con su focalización en un solo tema y su énfasis en tácticas institucionalizadas, nació del apoyo de la National Highway Transportation Safety Agency (Agencia Nacional de Seguridad en el Transporte por Autopista) y Otros aliados en la Administración Reagan. De igual manera, la Administración Nixon ayudó a iniciar el movimiento medioambiental en los Estados Unidos por medio de su esponsorización activa del primer Día de la Tierra en 1970. Y aunque grupos medioambientales radicales como Earth First continúan

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recibiendo una desproporcionada cantidad de atención por parte de los medios de comunicación, el movimiento como tal continúa adhiriéndose a la perspectiva de reforma generalmente institucionalizada cristalizado en el liderazgo de asociaciones como Sierra Club y Nature Conservancy. Según nos movemos hacia el extremo más radical o hasta revolucionario del continuum, las otras dos dimensiones de la oportunidad política adquieren mayor relevancia. Un descenso significativo en el deseo o la habilidad de reprimir tiende a estar relacionado con el auge de los movimientos de protesta no institucionalizados, del tipo ejemplificado por el primer movimiento, cronológicamente hablando, de los que habla Elena Zdravomyslova durante la transición a la democracia en Rusia. La Unión Democrática, fue fundada en Leningrado/San Petersburgo en 1988, en gran medida como respuesta al deshielo en el discurso público inspirado por Gorbachov y la concomitante relajación del control social por parte de las autoridades estatales. Destaquemos, sin embargo, que este descenso en la represión no otorgó a los disidentes mayor acceso institucionalizado al sistema. Por lo tanto el movimiento permaneció amorfamente radical en sus objetivos y no institucionalizado en sus formas. Finalmente, tal y como han afirmado prácticamente todos los grandes teóricos de las revoluciones, el desarrollo de divisiones significativas entre las elites políticas previamente estables se encuentra entre los desencadenantes más importantes de esta muy especial e importante forma de acción colectiva (Goldstone, 1991; Skocpol, 1979). Debe destacarse que el surgimiento de los movimientos de reforma política con una base amplia, como por ejemplo el movimiento de los derechos civiles americano (McAdam, 1982), también ha sido atribuido, en parte, al colapso de alineamientos de dite duraderos. El caso es que la simple diferenciación entre reforma y revolución se encuentra desdibujado llegado a este punto. La distinción sólo tiene sentido retrospectivamente. Las revoluciones por definición están asociadas con transformaciones generalizadas del sistema, mientras que no es el caso de los movimientos de reforma amplios. En otras palabras, la distinción se debe menos a las diferencias internas entre los movimientos y más a la fuerza o debilidad relativa de los sistemas con los que entran en confrontación. En su forma interna… reforma radicales son parecidos, adoptando un amplio abanico de metas y utilizando una mezcla de estrategias institucionalizadas y no institucionalizadas para conseguirlas. Lo que se pretende en esta sección no es delinear una teoría completa acerca de la conexión entre la oportunidad política y la forma del movimiento, sino simplemente llamar la atención sobre el hecho de que existe una variedad de fenómenos que los analistas de los movimientos pueden y han intentado explicar utilizando como referencia el concepto de estructura de oportunidad política. Mientras que esto atestigua la riqueza potencial del concepto, también nos debiera servir como una advertencia. Si hemos de evitar los peligros de la confusión conceptual, es de vital importancia que seamos explícitos acerca de qué variable dependiente buscamos explicar y qué dimensiones de la oportunidad política están relacionadas con tal explicación.

2. DIRECCIONES PARA INVESTIGACIONES FUTURAS

A pesar de todas las interesantes investigaciones que se han realizado hasta la fecha, todavía quedan nuevos y excitantes ámbitos de reflexión teórica, de investigación que explorar en relación al concepto de oportunidades políticas. Problemas de espacio hacen imposible proporcionar algo que se aproxime a un relato exhaustivo de estas posibilidades investigadoras. En vez de ello, simplemente he identificado tres temas relacionados con el concepto que creo que son fascinantes y que todavía no han sido estudiados de manera seria por los analistas de los movimientos. Estos tres temas debieran transmitir un sentido de la amplitud y diversidad de posibles nuevas direcciones en el estudio de las oportunidades políticas.

2.1. Ciclos de protesta y oportunidades políticas

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Mientras que anteriormente disentía de la inclusión efectuada por Brockett (1991, 254) de la «localización temporal en el ciclo de protesta» de un movimiento como una dimensión separada de la oportunidad política, sin embargo creo que tiene razón al enfatizar la importancia de esta variable como un factor crítico en las diferentes trayectorias evolutivas de los movimientos. Existen buenas razones para creer que los movimientos que contribuyen a poner en funcionamiento un ciclo están sujetos a dinámicas evolutivas muy diferentes de las de aquellos que surgen en un momento posterior del propio ciclo:

La primera categoría consiste en los poco frecuentes pero sumamente importantes, movimientos iniciadores que señalan o ponen en funcionamiento un ciclo de protesta identificable... la segunda y más numerosa categoría de movimientos incluye aquellos movimientos beneficiados que, en diversa medida, obtienen su ímpetu e inspiración del movimiento iniciador original (McAdam, 1995).

¿Qué tiene todo esto que ver con el concepto de oportunidades políticas? Desde mi punto de vista, todo. La aparición de un movimiento iniciador altamente visible cambia de manera significativa las dinámicas de surgimiento de todos los movimientos posteriores. Esto se hace patente cuando intentamos explicar el auge de movimientos beneficiados con los tres factores explicativos que hemos enfatizado en este capítulo. Mientras que las estructuras movilizadoras y los procesos de 7nmarcaje parecen ser importantes en el caso de todos los movimientos, «la expansión de las oportunidades políticas» puede ser menos relevante para el auge de muchos movimientos beneficiados. Al hablar de la expansión de las oportunidades políticas me refiero a cambios ya sea en los rasgos institucionales, en los alineamientos políticos informales o en la capacidad represiva de un determinado sistema político que reducen de manera significativa la disparidad de poder entre un determinado grupo opositor y el Estado. Con esta definición nos veríamos con dificultades para documentar una expansión significativa en las oportunidades políticas en el caso de todos —o la mayoría— de los movimientos beneficiados. Existe una excepción general a esta afirmación. Esta se refiere a la extraordinaria expansión en oportunidades que acompaña a cualquier ciclo revolucionario. En el caso de las revoluciones, el viejo régimen está tan paralizado por los movimientos iniciadores —o lo que Tarrow (1994) llama «madrugadores»— que lo hacen vulnerable al desafío de todo tipo de retadores. En el caso de los ciclos de reforma, sin embargo, no hay un aumento necesario en la vulnerabilidad del sistema en relación a todos los posteriores movimientos beneficiados. Si tomamos el ejemplo del ciclo de reforma americano de los años sesenta, a pesar de que muchos en la izquierda creyesen que a finales de los años sesenta el Estado americano estaba al borde del colapso, una rápida mirada a diversas medidas de estabilidad fiscal y política parece apoyar la conclusión opuesta. El Estado se mantuvo fuerte a lo largo del período y en general invulnerable a la mayor parte de los movimientos que proliferaron durante esos años. El movimiento a favor de los derechos de los homosexuales nos proporciona un buen ejemplo. La denominada revuelta de Stonewall en julio de 1969 es vista generalmente como el origen del movimiento. La revuelta se originó cuando los clientes del Stonewall, un bar de homosexuales en Greenwich Village, se defendieron después de una redada policial en el establecimiento. Desde este instante el movimiento se desarrolló rápidamente, dando origen a un número de grupos pro-derechos de los homosexuales, pero para finales de los años setenta había decaído como fenómeno organizado. Es difícil dar cuenta del auge de este movimiento sobre la base de la expansión de las oportunidades políticas. Sería difícil identificar cualquier cambio concreto en los rasgos institucionales del sistema que repentinamente diera ventajas a los homosexuales. Tampoco parece que el movimiento se beneficiase de ningún alineamiento político fuerte durante este período. De hecho el movimiento se vio precedido por un re- alineamiento electoral altamente significativo que tan sólo puede ser interpretado como desventajoso para los homosexuales. Me estoy refiriendo por supuesto a la llegada a la Casa Blanca de Richard Nixon en 1968, marcando el final de un largo período de dominio demócrata en la política presidencial. Por lo tanto, si

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analizamos el contexto, parece ser que el movimiento surgió en una situación en la que las oportunidades políticas menguaban. En general, parecería haber cierta falta de lógica en el argumento de que un ciclo de protesta mejora la fuerza de negociación de todos los contendientes organizados. Sin embargo, las demandas del iniciador y otros movimientos madrugadores parecen cerrar el camino a los últimos en aparecer. Por supuesto que la historia del ciclo de protesta americano de los años sesenta puede ser interpretada en estos términos. En torno al movimiento de los derechos civiles y otros movimientos madrugadores —fundamentalmente los movimientos estudiantiles, anti-guerra y de mujeres— se concentraron la mayor parte de la atención y victorias importantes, y los que llegaron posteriormente —derechos de los homosexuales, movimiento indio, etc.— nunca fueron realmente capaces de atraer la atención del público al nivel necesario para alcanzar el éxito. No puedo estar seguro de que mi interpretación sea la correcta, pero al menos es consistente con la sospecha más general de que no todos los movimientos beneficiados necesariamente obtienen ventajas por estar incluidos en un ciclo de reforma más amplio. En concreto, creo que hay buenas razones para sospechar que esos movimientos que surgen relativamente tarde en el ciclo de protesta de reforma sufren una desventaja por la necesidad de tener que enfrentarse a un estado que ya está preocupado por las sustanciales demandas y las presiones políticas generadas por los madrugadores. Finalmente, al argumentar en contra de la idea de que los ciclos de protesta invariablemente hacen al sistema político afectado vulnerable al reto por parte de todos los movimientos participantes, me he mantenido lejos de aquella categoría especial de los movimientos beneficiados para los cuales el argumento de las oportunidades es claramente insostenible. Me refiero sobre todo a aquellos movimientos beneficiados que se desarrollan en países que no son los del movimiento iniciador. La idea es, a pesar de nuestro lenguaje descriptivo (p.e. «el ciclo de protesta italiano de los años sesenta y setenta»), que los ciclos de protesta no necesariamente se ajustan a divisiones nacionales claras. La turbulencia política generalizada que caracterizó a gran parte de la Europa occidental en 1847-1848 es un ejemplo obvio e instructivo. La mayor parte de la atención que los estudiosos han prestado a esta época se ha prodigado en Francia y en la revolución de París que tuvo lugar en febrero de 1848. Pero como señala Tarrow (1994), «un historiador eminentemente francés como es Halevy afirmará que “la revolución de 1848 no surgió de las barricadas parisinas sino de la guerra civil suiza”. Los resultados preliminares obtenidos en un estudio que se está llevando a cabo sobre los lazos entre la nueva izquierda estudiantil americana y alemana de los años sesenta apoyan una conclusión similar. El surgimiento del movimiento estudiantil alemán parece ser deudor tanto de los hechos acontecidos en los Estados Unidos como de los cambios políticos sustantivos dentro de Alemania (McAdam y Rucht, 1993). La implicación teórica importante de todo esto es que al centrar la parte más relevante de la atención empírica en movimientos iniciadores muy visibles tales como por ejemplo el movimiento americano de derechos civiles (McAdam, 1982) y el movimiento de mujeres americano (Costain, 1992), quizás hayamos exagerado el papel de las oportunidades políticas en la aparición de la acción colectiva. Para entender mejor el papel de las oportunidades políticas en la aparición del movimiento hemos de mirar hacia las dinámicas tanto evolutivas de los recién llegados como de los madrugadores. Mi propia sospecha es que los movimientos beneficiados deben menos a las oportunidades políticas expansivas que a complejos procesos de difusión por los cuales las lecciones en ideas, tácticas y organización de los madrugadores se encuentran disponibles para los siguientes opositores. Pero sólo a través de un trabajo empírico sistemático seremos capaces de probar esta sospecha impresionista.

2.2. El contexto internacional de las oportunidades políticas

Al igual que con tantos aspectos de la vida política, el trabajo disponible sobre las oportunidades políticas ha tendido a revelar un sesgo centrado en el Estado o en la política cerrada. Es decir, los estudiosos de los movimientos han concebido la estructura de las oportunidades políticas casi

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exclusivamente en términos de instituciones y procesos políticos domésticos. Lo que se echa en falta en esta conceptualización es el papel crítico de las tendencias y hechos internacionales en modelar las instituciones y alineamientos domésticos. En resumen, los estudiosos de los movimientos, hasta la fecha, han subestimado gravemente el impacto de los procesos políticos y económicos globales en la estructuración de las posibilidades domésticas para el éxito de la acción colectiva. Afortunadamente, existen signos de que este olvido puede estar desvaneciéndose. El trabajo más importante potencialmente en esta línea es la investigación de Azza Salama Layton (1995) acerca de las presiones políticas internacionales que de manera tan profunda han extendido las oportunidades políticas domésticas del movimiento de los derechos civiles americano. En su tesis, Layton documenta de manera exhaustiva y Convincente el papel tan importante de las presiones emergentes de la guerra fría en socavar el cálculo y alineamiento político sobre el cual se habían estructurado antes de la Segunda Guerra Mundial las políticas raciales americanas. La Segunda Guerra Mundial, al acabar de manera efectiva con la política exterior aislacionista que durante mucho tiempo había… so a los funcionarlos federales —especialmente en la rama ejecutiva— a las presiones y consideraciones políticas internacionales de las que se habían librado sus predecesores. Con los Estados Unidos enzarzados en una intensa lucha ideológica con la Unión Soviética por influir sobre las emergentes naciones del Tercer Mundo, el racismo americano cobró significado a nivel internacional como una efectiva arma propagandística de los soviéticos. Motivados por un deseo de desactivar esta arma, una sucesión de presidentes de la Guerra Fría, principalmente Truman, Eisenhower y Kennedy, fueron llevados a adoptar políticas de derechos civiles que eran inimaginables antes de la guerra. De igual manera, funcionarlos de los departamentos de Estado y Justicia fueron empujados a la acción como nunca lo habían sido antes. En los años de la postguerra se hizo habitual que funcionarlos de cualquiera de las dos agencias, o de ambas, apareciesen ante comités del Congreso o presentasen recursos legales en relación con casos del Tribunal Supremo presionando para que hubiese cambios en la política federal de derechos civiles. Traducidas al lenguaje de las oportunidades políticas, estas y otras muchas acciones documentadas por Layton otorgaron a las fuerzas de los derechos civiles nuevas «elites aliadas» y nuevas «aperturas legales/institucionales», mientras que simultáneamente socavaban el duradero grupo de «alineamientos entre elites> sobre los cuales se había estructurado anteriormente el statu quo segregacionista. Tampoco está sola Layton al seguir esta línea de investigación. En su análisis de la aparición a mediados de los años setenta del amplio movimiento de protesta en contra de un Estado taiwanés dominado por ancianos chinos del continente, Wang (1989) también concede considerable importancia a las cambiantes condiciones internacionales. En concreto, Wang afirma que la histórica visita del presidente Nixon a China en 1969 y la eventual integración de la República Popular en la comunidad internacional socavó seriamente las bases ideológicas e institucionales del dominio chino del continente en Taiwán. Arraigados en reivindicaciones de que ellos eran la verdadera voz de los chinos y los herederos de una inminente vuelta a la autoridad en el continente, la envejecida dite taiwanesa tuvo problemas para retener su dominio a la vista de las cambiantes realidades internacionales. El efecto de estos cambios fue el de dar al emergente movimiento de protesta nuevos aliados entre las etites, tanto a nivel doméstico como internacional, y crear nuevas oportunidades institucionales cuando sectores de la sociedad taiwanesa comenzaron a enfrentarse con éxito a la base legal de la dominación china del continente sobre las políticas domésticas. Otros ejemplos de movimientos puestos en funcionamiento o, por otra parte, seriamente afectados por la acción decisiva de las presiones o hechos internacionales nos vienen rápidamente a la mente. El auge y triunfo final de los sandinistas en Nicaragua ciertamente parece ser deudor, al menos en parte, de un declive significativo en la capacidad represiva del anterior régimen bajo Anastasio Somoza. A su vez, este declive estuvo ocasionado por la retirada repentina de la ayuda militar americana y de la ayuda internacional al régimen de Somoza, bajo los impulsos de la iniciativa en derechos humanos en política exterior del presidente Carter. De igual manera, la señalada resistencia de Gorbachov a intervenir militarmente en los asuntos domésticos de las naciones del Pacto de Varsovia debilitó de manera significativa la capacidad represiva de esos regímenes, y por lo tanto ayudó a marcar el comienzo de la cadena de revoluciones que desmantelaron el bloque soviético en 1989-1991. Acabaré con un ejemplo más actual. Desde el comienzo de la integración europea el temor a que

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regiones diferenciadas o subgrupos regionales fueran sacrificados en el camino hacia la unión continental condujo a los planificadores de la UE a privilegiar las regiones en sus deliberaciones y en el diseño de las instituciones de la UE (Marks y McAdam, 1993). Así, por ejemplo, se estableció un Comité de las Regiones consultivo para asegurar una voz a las regiones en las deliberaciones de la UE. Más importante, la UE juzgó adecuado establecer un Fondo Regional para facilitar la realización de varios proyectos regionales. Al organizar los intereses regionales dentro de la estructura institucional de la embrionaria CE, los planificadores comunitarios expandieron de manera significativa las oportunidades domésticas para la movilización regional étnica. Un número de movimientos, desde los separatistas vascos y catalanes en España a los nacionalistas galeses en el Reino Unido, se han beneficiado de esta expansión en las oportunidades políticas inducidas por la UE.

2.3. La estructura de oportunidad política como variable dependiente

Finalmente, como Gamson y Meyer (1996) nos recuerdan, «las oportunidades abren el camino para la acción política, pero los movimientos también crean las oportunidades». Aunque esto es indiscutiblemente cierto, la observación de Gamson y Meyer no está ampliamente reflejada en la literatura existente. Mientras los analistas de los movimientos sociales han dedicado gran atención al impacto de las oportunidades políticas sobre el ritmo, la forma y las consecuencias de los movimientos sociales, han dedicado comparativamente poco tiempo y energía al estudio sistemático del papel que los movimientos han desempeñado en rehacer la estructura institucional y los alineamientos políticos de un determinado orden político. Ya que la mayoría de los estudiosos de los movimientos dirán posiblemente que analizan los movimientos porque los consideran una poderosa fuerza para el cambio en la sociedad, es incomprensible y lamentable nuestro fracaso colectivo en llevar a cabo una evaluación seria del efecto de pasados movimientos sobre las diversas dimensiones de las .oportunidades políticas. Esperemos que esto cambie, ya que el puñado de estudios de primer orden que existen sobre el tema ejemplifican el alto valor potencial de dichos estudios.

Entre los mejores está la valoración sistemática de James Button (1989) acerca del impacto del movimiento de derechos civiles sobre la estructura política de seis comunidades sureñas. Los datos de Button muestran claramente que el movimiento ha expandido de manera dramática las oportunidades políticas en todas las dimensiones mencionadas anteriormente. El movimiento ha creado un número de nuevas oportunidades legales e institucionales en la estructura de las políticas del Sur. Entre éstas destacan, tal y como muestra Button, el acceso electoral sin precedentes y el consiguiente auge en el número de funcionarlos negros elegidos. Un beneficio colateral de este acceso electoral ha sido un notorio declive en la utilización rutinaria de la violencia contra los negros en el Sur. El acceso electoral ha eliminado la impunidad política que hizo que la utilización rutinaria de la violencia por parte de los funcionarlos del Sur fuese posible. Finalmente, la re-democratización de los derechos de electores en el Sur y los beneficios institucionales alcanzados por los negros han servido para destruir los viejos alineamientos políticos —tanto a nivel nacional como regional— sobre los cuales se sustentaba el statu quo segregacionista. En su reciente estudio comparativo del «seguimiento policial de la protesta» en Alemania e Italia en los años sesenta, setenta y ochenta, Donatella della Porta (1995) muestra claramente que los nuevos movimientos sociales han tenido efectos similares en las prácticas policiales en ambos países. Desde los años sesenta ha habido una rutinización y profesionalización generalizada de la vigilancia policial de la protesta por miembros del orden público tanto en Alemania como en Italia, y también se ha promulgado legislación en ambos países que clarifica y aumenta los derechos de los ciudadanos para legitimar la disidencia. El efecto neto ha sido el de un declive general en la capacidad represiva de ambos Estados con respecto a los movimientos sociales. Los dos primeros ejemplos se refieren a cambios en dimensiones de oportunidades políticas que fueron buscados al menos por algunos segmentos del movimiento. También son interesantes

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aquellas modificaciones no intencionadas de la estructura de oportunidad política que resultan de los esfuerzos del movimiento. Analistas del movimiento feminista americano como Ann Costain (1992) y Jo Freeman (1973) han reconocido hace tiempo la importancia de una de estas consecuencias no intencionadas del desarrollo del movimiento feminista. Me refiero a la inclusión de mujeres en la lista de grupos objetivo enunciados en las provisiones del Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964. Resultado de la lucha por los derechos civiles, la ley creó nuevas posibilidades legales e institucionales para otros grupos «minoritarios», incluidas las mujeres. Un ejemplo menos conocido, pero quizás más importante, de un cambio no intencionado iniciado por un movimiento en la estructura de oportunidades políticas se refiere al papel del movimiento de los derechos civiles en socavar los alineamientos electorales que habían servido como base del control demócrata de la Casa Blanca desde 1932. Al re democratizar los derechos de voto en el Sur, el movimiento no sólo expandió el acceso electoral para los negros, sino que también destruyó el monopolio que (los políticos sureños) habían tenido de la política sureña. Como consecuencia de ello, renacieron partidos republicanos en cada Estado del sur de Estados Unidos. Al unir esta fuerza electoral recién encontrada con los votos de sus baluartes tradicionales (sobre todo el Oeste y el Medioeste), los republicanos no sólo fueron capaces de socavar la coalición del New Deal, sino de formar una coalición electoral que ha dominado la política presidencial desde 1968. Desde el punto de vista de los movimientos sociales, el efecto práctico de esta transferencia de poder electoral ha sido el cerrar opciones institucionales para los movimientos progresistas, mientras que ha abierto nuevos canales de acceso para el tipo de grupos conservadores asociados desde hace tiempo con la «revolución de Reagan». Estos dos últimos ejemplos captan lo que creo que es la relación típicamente fluida, impredecible y crucial de los movimientos sociales con las estructuras de oportunidad política. Esas estructuras restringen y facilitan simultáneamente la acción colectiva a un amplio abanico de grupos de oposición. Aquellos que se benefician temporalmente de dicha estructura están preparados para actuar agresivamente y aprovecharse de las oportunidades que se les ofrecen. Al hacerlo así, es posible que pongan en funcionamiento cambios legislativos o de otro tipo que sirven para re-estructurar —tanto de manera intencionada como casual— las bases legal e institucional o relacional del sistema político, o ambas. Por lo tanto, una vez transformada, la estructura de oportunidades políticas actúa de nuevo sobre los grupos contrincantes con nuevas restricciones y posibilidades para la acción.

MOVIMIENTOS SOCIALES Y LA ACCIÓN COLECTIVA. LA PRODUCCIÓN SIMBÓLICA AL CAMBIO DE VALORES Benjamín Tejerina

A lo largo de las dos últimas décadas ha ido apareciendo un número considerable de publicaciones que tienen como objeto el análisis de la acción colectiva y de los movimientos sociales. Esta expansión científica visto impulsada por la aparición de nuevos enfoques teóricos. Buena parte de las investigaciones realizadas durante la segunda mitad de la de los años setenta y mediados de los ochenta se basaba en enfoques de inspiración racionalista que utilizaban la categoría de «recursos para la movilización>’ como concepto fundamental (ZaId, McCarthy).También durante la década de los ochenta comienzan a multiplicarse las acciones que toman como categoría central el concepto de « identidad colectiva», siguiendo las aportaciones de A. Touraine y A. Melucci mentalmente. Más recientemente, la investigación de los motivos sociales se ha visto impulsada por el enfoque del proceso político que utiliza como categoría central el concepto de «estructura de unidad política» (McAdam, Tarrow,

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Kriesi). En los últimos años se ha generado un debate sobre la posibilidad de integrar distintos aspectos de cada uno de los enfoques que se consideran imprescindibles para comprender la trayectoria de los movimientos sociales. Existe un creciente acuerdo entre los diferentes analistas sobre la necesidad de integración teórica de, al menos, tres elementos: las oportunidades políticas, las estructuras de movilización y los procesos sociales de interpretación de la realidad y asignación de significado Mdam, McCarthy y Zald). Pero esta reconocida necesidad contrasta profundamente con la atomización y la especialización de la investigación empírica. Un aspecto que atraviesa los diferentes enfoques y que desempeña una gran centralidad para la comprensión de la acción colectiva se rea los «elementos normativos y simbólicos que acompañan a la acción social». Para la práctica totalidad de los analistas (desde Blumer, Haberle, Turner y Killian o Smelser, pasando por McCarthy, Zaid o McAdam, para finalizar con Offe, Habermas, Touraine o Melucci) la existencia de elementos simbólicos compartidos y de un sentimiento de solidaridad es una característica constitutiva de todo movimiento social (Diani, 1992). No obstante, el reconocimiento de la significación de la producción simbólica llevada a cabo por los movimientos sociales y su incidencia en el cambio de valores del orden social en el que actúan no ha conducido a un análisis sistemático de sus dimensiones y características. En las próximas páginas intentaré rastrear a través de varias aproximaciones teóricas las relaciones entre elementos simbólicos y movimientos sociales. Para este objetivo tomaré en consideración las aportaciones de Kornhauser, Smelser, Blumer, Turner y Killian, Inglehart, Melucci, Snow y Benford.

1. LAS FUENTES DE LA PRODUCCIÓN SIMBÓLICA EN LAS TEORÍAS CLÁSICAS DE LA ACCIÓN COLECTIVA

La teoría de la sociedad de masas encuentra en las características propias de la sociedad moderna i>s condiciones apropiadas para la movilización colectiva. Entre estas características estarían la pérdida de autoridad por parte de las elites institucionales y la pérdida de comunidad que conduce a un aislamiento progresivo de los individuos y a la aparición de unas relaciones sociales amorfas. El aislamiento conduce a una atomización social, engendrando fuertes sentimientos de alienación y ansiedad, antesala de la predisposición a los comportamientos extremos para evadirse de las tensiones. Como afirma Kornhauser, «la sociedad de masas es objetivamente la sociedad atomizada y subjetivamente la población alienada» (Kornhauser, 1969, 30). En este tipo de sociedad los individuos se comportan como masas porque tienen un comportamiento colectivo que presenta las siguientes características: a) el foco de la atención se halla muy alejado de la experiencia personal y de la vida cotidiana, b) la modalidad de reacción ante objetos lejanos es directa, c) tiende a la inestabilidad, cambiando con rapidez su foco de atención y la intensidad de la reacción, d) cuando se organiza en torno a un programa y adquiere continuidad de esfuerzos, asume carácter de movimiento de masas (Kornhauser, 1969, 40-44). Junto a estas masas también existen elites, constituidas por aquellos que ocupan las posiciones sociales más elevadas dentro de la estructura social, y grupos disponibles que no constituyen elites. Las elites son fácilmente accesibles a la influencia de los grupos que no constituyen elites, y estos últimos se encuentran en alta disponibilidad para ser movilizados por aquéllos. Un rasgo peculiar de la estructura de la sociedad de masas es que carece de relaciones intermedias, por lo que se puede considerar como una sociedad atomizada. Existen tres niveles de relaciones sociales: a) las relaciones altamente personales o primarias como a familia, b) las relaciones intermedias como las comunidades locales, las asociaciones voluntarias y los grupos ocupacionales, y c) las relaciones que abarcan la población: el Estado. La sociedad de masas se diferencia por amiento de las relaciones personales, la debilidad de las relaciones intermedias y la centralización de las relaciones nacionales. Esta estructura de relaciones genera una cultura y una personalidad características. A nivel cultural, la ausencia de variedad de grupos locales produce carencia de variedad de culturas locales, y la existencia de relaciones de masas se asocia con la presencia de normas de masas, lo debilita la base cultural de las lealtades múltiples y fortalece la legitimación de la masa; las normas de masas son uniformes y fluidas, ya 1cambian con facilidad. A nivel psicológico, la sociedad de masas tiende a separar a los individuos entre sí, y el auto

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extrañamiento acentúa predisposición del individuo a buscar «soluciones» activistas para la angustia que acompaña a la alienación personal. De esta manera el hombre-masa se halla disponible para ser movilizado por movimientos de masas, ya que carece de un conjunto vigoroso de normas internalizadas que han sido reemplazadas por las normas de la masa. En estas condiciones, «el individuo busca vencer la angustia que acompaña a la auto alienación con la apatía o el activismo. Tanto el retiro de la actividad como el sumergirse en ella constituyen reacciones características del hombre-masa» (Kornhauser, 1969, 108-109). Para los teóricos de la sociedad de masas son las discontinuidades que se producen en el orden social las causas inmediatas del surgimiento de movimientos sociales. Son situaciones como la guerra, con su proceso de desintegración de las estructuras sociales, o una depresión económica, con sus secuelas sobre el desempleo, el caldo cultivo de comportamientos de masas; pero son, sobre todo, las discontinuidades en la autoridad (existencia de un gobierno democrático carente de la presencia de grupos independientes que defienden los derechos individuales y la estructura básica de la autoridad) y las fracturas en la comunidad (la manera en que se introduce la industria y el proceso de urbanización con sus ritmos de cambio) las ates sociales de los movimientos de masas (Kornhauser, 1969, -164). El elemento central sobre el que pivota la interpretación s movimientos de masas resulta ser el grado de cohesión social en una determinada sociedad. La cohesión social se mide r el grado de legitimación de la autoridad y por el número y carácter de las estructuras intermedias existentes entre los individuos aislados y el orden social. Muy cercana a la teoría de la sociedad de masas se encuentra el en que del comportamiento colectivo de N. Smelser. Una de las diferencias fundamentales entre ambos enfoques es que el comportamiento « Colectivo no trata de analizar los movimientos sociales con criterios distintos sino con las mismas categorías que el comportamiento convencional. Ello se debe, según Smelser, al hecho de que aunque el comportamiento colectivo es un intento de redefinición colectiva de una situación estructurada, y el comportamiento convencional implica la realización o adecuación a unas expectativas ya establecidas, ambos tipos deben hacer frente a las exigencias impuestas por la vida social y, por lo tanto, pueden ser analizados con los componentes de la acción social. Para Smelser el comportamiento colectivo es una «movilización no institucionalizada para la acción, a fin de modificar tina o más clases de tensión, basadas en una reconstrucción generalizada de un componente de la acción» (Smelser, 1989, 86). Existen diferencias importantes entre los distintos episodios colectivos, ya que nos podemos encontrar con estallidos colectivos como el miedo, el pánico y las locuras o disturbios hostiles, y los movimientos colectivos que se refieren a esfuerzos colectivos conscientes por modificar las normas o valores sociales. Ahora bien, en todo comportamiento colectivo existe una tensión estructural subyacente. Los individuos se unen para actuar cooperativamente cuando algo funciona mal en su ambiente social o las personas deciden unirse a un movimiento social porque padecen las injusticias de las convenciones sociales existentes. Al conjunto de determinantes de la génesis del comportamiento colectivo Smelser lo denomina tensión estructural. En la acción colectiva se ven implicados varios niveles de los componentes de la acción que son: a) los instrumentos de situación que el actor utiliza como medios (el conocimiento del ambiente, la previsibilidad de las consecuencias de la acción, etc.), b) la movilización de la energía necesaria para alcanzar los fines definidos (motivaciones en el caso de personas individuales y organización en el caso de sistemas sociales o interacciones entre individuos), c) las reglas que orientan la búsqueda de ciertas metas que deben encontrarse entre las normas, y d) los fines generalizados o valores que proporcionan guías para la orientación del comportamiento (Smelser, 1989, 36). El comportamiento colectivo es un intento de solucionar las consecuencias generadas por la tensión. Los individuos combinan varios componentes de la acción en una creencia que pretende aportar soluciones a la situación. Cuando las personas se movilizan como consecuencia de la extensión de dicha creencia nos encontramos ante una situación de comportamiento colectivo. Estas creencias generalizadas mueven a las personas a participar en la acción colectiva y crean una cultura común que hace posible el liderazgo, la movilización y la acción concertada (Smelser, 1989, 97). Pero el comportamiento colectivo se encuentra determinado por seis componentes: 1) la conductividad estructural, 2) la tensión estructural, 3) la cristalización de una creencia generalizada, 4) los factores precipitantes, 5) la movilización para la acción, 6) el control social. Por conductividad estructural debemos entender el grado en que cualquier estructura permite cierto tipo de comportamiento colectivo. Si nos centramos en los dos tipos de comportamiento colectivo más

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próximos a nuestra idea de movimiento social, la conductividad se refiere a la posibilidad de demandar modificaciones de normas (movimiento normativo) o valores sociales (movimiento valorativo). Algunas características de la estructura social facilitan o dificultan la acción de un movimiento social. Así, la diferenciación institucional, la disponibilidad de medios para la expresión de quejas, el alejamiento y aislamiento entre movimientos y la posibilidad de comunicarse a fin de que puedan extenderse las creencias y se luzca una movilización para la acción son algunas características i conductividad. La tensión indica el deterioro de las relaciones entre las partes de un sistema. Así, la presencia de un movimiento normativo señala la ausencia de armonía ente los estándares normativos y las condiciones sociales reales. Estas situaciones suelen producirse cuando las normas o las condiciones sociales experimentan un cambio rápido en un período de tiempo relativamente breve. La aparición de nuevos valores suele dar lugar a nuevas formas de definición social de la realidad por las e condiciones sociales que habían pasado inadvertidas hasta entonces pasan a categorizarse como «males». Las creencias suponen una definición compartida de la realidad, mediante la que se trata de «explicar» la situación en la que se encuentran las personas. Según Smelser las creencias han podido existir durante mucho tiempo en estado latente, activándose bajo determinadas condiciones de conductividad estructural y de tensión. Las creencias generalizadas incorporan habitualmente un diagnóstico sobre las fuerzas y agentes responsables del fracaso de la regulación normativa o valorativa, así como un esbozo de programa alternativo. La combinación de estos elementos constituye lo que podríamos denominar una causa en cuyo nombre se movilizan los agraviados. Para el desarrollo de las creencias generalizadas es importante la aparición de factores precipitantes que crean una sensación de urgencia y aceleran la movilización para la acción. Estos factores precipitantes den ser accidentales o buscados, pero en cualquier caso alcanzan a1to grado de significación social para aquellos que se movilizan. El proceso de valor agregado que es un movimiento normativo o valorativo se encuentra determinado por la movilización de sus participantes en una acción colectiva. Esta movilización depende de factores como el papel desempeñado por los líderes en la organización de la movilización, la gestión de la fase real y posterior de la movilización, el éxito o fracaso de las tácticas utilizadas, así como el desarrollo posterior al éxito o fracaso durante la fase de agitación activa. Un último determinante de un movimiento normativo o valorativo depende, en opinión de Smelser, del comportamiento de los agentes de control social, ya que éstos pueden responder a las demandas de aquéllos de forma flexible y abierta o de manera contundente, cerrándose a sus reivindicaciones y utilizando mecanismos de contención y represión de la movilización social. Un elemento importante que encontramos entre las aportaciones de la teoría del comportamiento colectivo es haber señalado la contribución de los movimientos sociales a la transformación de las normas y valores que rigen en la sociedad. Mientras Smelser parece detenerse en los procesos estructurales que acompañan dichos cambios, autores como Blumer o Turner y Killian se han centrado más en lo que estos procesos tienen de tarea colectiva. Blumer lo expresa correctamente cuando afirma que el término comportamiento colectivo se refiere a las acciones de dos o más individuos que actúan juntos o colectivamente. Este factor colectivo es el que hace que sea esta forma de acción distinta a otras, puesto que sirve para: a) apoyar, reforzar, influenciar, inhibir o suprimir la participación individual, b) establecer formas de relación diferentes de las que existen en grupos pequeños, lo que tiene efectos sobre el proceso de interacción y sobre las formas de comunicación, c) la organización sobre la que debe descansar la movilización para la acción, en la medida en que una organización tan extensa, diversificada y conectada indirectamente requiere formas de liderazgo, coordinación y control distintivos de los existentes en grupos pequeños (Blumer, 1957, 128-130). Los movimientos sociales son una manifestación de la acción colectiva que Blumer define como un esfuerzo colectivo por transformar las relaciones sociales establecidas en un área determinada, o también un amplio cambio en las relaciones sociales sin guía que implica, aunque de forma inconsciente, un número importante de participantes. Para Blumer un movimiento conscientemente dirigido y organizado no puede explicarse simplemente en términos de la disposición psicológica o motivación de las personas, o de la difusión de una ideología. Estas explicaciones olvidan el hecho de que «un movimiento tiene que ser construido». Estos dos factores o variables son importantes,

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y deben ser tenidos en cuenta. Sin embargo, el incremento de simpatizantes o miembros raramente se produce a través de la mera combinación de un llamamiento y una inclinación psicológica individual previa sobre las cuales se ejerce presión. Por el contrario, el probable simpatizante o miembro tiene que ser activado, alimentado y dirigido, y el llamamiento tiene que ser desarrollado y adaptado. Ello ocurre a través de un proceso en el que «la atención ha de ser ganada, los intereses despertados, los agravios explotados, las ideas implantadas, las dudas disipadas, los sentimientos activados, nuevos objetos creados y nuevas perspectivas desarrolladas [...] ello ocurre a través del contacto interpersonal, en una situación social estructurada donde los individuos in(tan mutuamente» (Blumer, 1957, 148). Lo que en nuestra opinión tiene de relevante la aportación de Blumer es haber llamado la n sobre la relevancia de dedicar más atención a los procesos de construcción social de la protesta, en lo que afecta al control y retención de los miembros de un movimiento, el desarrollo del entusiasmo, la cohesión interna y el compromiso individual, así como el papel de los objetivos, los mitos, las reivindicaciones, los argumentos y las racionalizaciones que colectivamente constituyen una ideología y que tienen un afecto importante sobre los participantes en un movimiento social. En esta misma dirección insisten Turner y Killian al analizar los movimientos sociales como una acción colectiva continuada encaminada a promover o resistir un cambio en la sociedad o grupo del cual forma parte (Turner y Killian, 1957, 308). De esta definición, Killian extrae cuatro características de un movimiento social: 1) la existencia de valores compartidos, una meta o un objetivo sostenido por una ideología, 2) un sentido de pertenencia, un sentimiento de «nosotros», que establece una distinción entre los que están a favor y en contra, 3) normas compartidas de cómo deben actuar los seguidores y definiciones de los no miembros, y 4) una estructura con una división del trabajo entre los líderes y las diferentes clases de seguidores. La génesis de un movimiento social debe buscarse en la insatisfacción o no conformidad con una determinada situación social, que al ser transmitida o otros o compartida por otros individuos puede dar lugar a la emergencia de un movimiento social. Sin embargo, dos condiciones debe reunir para su desarrollo: la existencia de una visión, una creencia en, la posibilidad de un estado de cosas diferente y una organización duradera dedicad a la consecución de dicha visión (Killian, 1964, 433). En opinión de Killian, los valores de un movimiento nunca son completamente nuevos ni exclusivos del movimiento, ya que en muchos os esos valores han existido antes en la sociedad —quizás durante largo tiempo— y pueden ser compartidos por muchos miembros de la sociedad. Por ello, lo que constituye el sello de un movimiento social es el carácter estructurado de la acción colectiva. Dos aspectos se resaltan: el liderazgo y los partidarios. Existen, al menos, tres tipos diferentes de liderazgo: el carismático, el administrativo y el intelectual. En relación con los partidarios, el autor señala su heterogeneidad, tanto por sus características (edad, sexo o clase social) como por sus Orientaciones hacia el movimiento y sus valores. Si consideramos la naturaleza colectiva de un movimiento social, lo realmente relevante no es tanto por qué razón un activista decide incorporarse a él como lo que sucede a sus miembros con posterioridad a este momento y como resultado de las interacciones que se producen dentro de él. Tanto el desarrollo como el resultado de un movimiento social dependen de las interacciones que se producen en su interior entre líderes, el núcleo reducido de activistas y los partidarios, así como de las interacciones que se establecen entre el movimiento, los oponentes y contra- movimientos y el entorno más amplio de la sociedad en que actúa. El hecho de tener que desenvolverse en un entorno afable u hostil tiene una profunda influencia en la dinámica del movimiento. Durante los primeros momentos de vida de un movimiento tiene lugar un período de profunda producción cultural en el que intervienen un número mayor o menor de personas que entran en interacción y que contribuyen a crear un sentido de unidad, a definir de manera general los valores que se desean alcanzar, así como los objetivos que se pretenden conseguir y la estrategia a seguir. La razón de ser de un movimiento es un valor o conjunto de valores, la visión de un objetivo que será alcanzado con el esfuerzo voluntario de sus activistas y en torno al cual se congregan sus partidarios. Estos valores pueden ser progresistas o reaccionarlos, generales o restringidos, explícitos o implícitos. Los valores tienen una segunda dimensión que hace referencia a los medios a través de los cuales los fines pueden ser alcanzados. Estos medios, en tanto que escalones intermedios hacia la conquista de los valores más abstractos, pueden transformarse en valores en sí mismos (la reorganización de la sociedad, la transformación personal). El sistema de valores de un movimiento abarca la ideología, la justificación de los valores. En ocasiones la ideología es el

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resultado de la producción de los intelectuales pero también se desarrolla a través de las interacciones informales de sus miembros y llega a formar una parte estable del sistema de creencias. La ideología estaría constituida por cuatro elementos: 1) una visión de la historia que pretende mostrar que los objetivos del movimiento están en armonía con las tradiciones de la sociedad; 2) también incorpora dos visiones del futuro, una visión del paraíso y una visión del infierno; 3) la necesidad del éxito del movimiento es dramatizada con un retrato de las condiciones miserables que resultarán si el movimiento fracasa; 4) muy cercano a los mitos, encontramos un conjunto de concepciones estereotipadas de los «héroes» y «villanos» del conflicto en el que se encuentra envuelto el movimiento. Además de una ideología, un movimiento social también desarrolla ciertas normas sociales. Estas normas se orientan a procurar la disciplina interna del movimiento. Hacen mención al comportamiento de los activistas para que actúen lealmente, refuercen su identificación con el movimiento y, en algunos casos, se separen de los no miembros. Estas normas se refieren a los activistas propios del movimiento, pero pueden llegar a dirigir el conjunto de las actividades cotidianas de los miembros. La conformidad con las demandas culturales de un movimiento refuerza el sentimiento de pertenencia del individuo y asegura la lealtad hacia los compañeros (Killian, 1964, 434-43 9).

2. PROCESO DE MODERNIZACIÓN, CAMBIO CULTURAL Y PRODUCCIÓN SIMBÓLICA

Los mecanismos de cambio y transformación sociales han visto acelerada su acción a lo largo de los dos últimos siglos como consecuencia proceso de industrialización y de la progresiva extensión de las relaciones de producción capitalistas. La combinación de varios elementos presentes en ambos procesos ha dado lugar a la elaboración de distas versiones sobre la formación de la sociedad moderna. Aunque en diferencias notables entre los analistas, la transformación de la sociedad tradicional en una sociedad industrial o, más recientemente, post-industrial se viene explicando con enfoques que ponen su énfasis bien en el desarrollo económico bien en el proceso de creación simbólica y el cambio cultural. Lo que me interesa destacar es la idea del proceso de modernización como espacio de cambio simbólico y cultural. Un buen punto de partida para analizar este proceso es la obra The Homeless Mind. Modernization and Consciousness de P. Berger, B. Berger y H. Kellner. Para estos autores la modernización consiste en la difusión de un conjunto de instituciones cuya base es la transr111ación de la economía por medio de la tecnología y la organización política del Estado moderno:

Concedemos capital importancia a aquellas instituciones directamente relacionadas con la economía tecnologizada. En estrecha conexión con éstas, las instituciones políticas tiene mucho que ver con lo que conocemos como Estado moderno, especialmente la institución de la burocracia. A medida que la modernización avanza y se extiende más allá de su primitivo territorio, vemos cómo las instituciones de la producción tecnológica y la burocracia, juntas y por separado, son los agentes primarlos del cambio social (Berger, Berger y KeHner, 1979, 14-15).

Un análisis de la sociedad moderna en términos de procesos institucionales olvida una dimensión central: la dimensión de la conciencia. La tarea de estos autores es centrar su atención en los designios de la conciencia moderna constituida por «el entramado de significados que permite al individuo “navegar” a su modo entre los acontecimientos ordinarios y encuentros con otras personas que se producen en su vida. La totalidad de estos significados, que comparte con otros, da lugar a la formación de un mundo de vida social determinado» (Berger, Berger y, Kellner, 1979, 17). La conciencia moderna hunde sus raíces en la producción tecnológica, la burocracia y la pluralización de los mundos le vida social. Como resultado de los procesos de producción

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tecnológica aparece un estilo cognitivo que afecta a la conciencia y tiene las siguientes características: la componencialidad, la separación entre medios y fines, el anonimato en las relaciones sociales, la maximización, la multi-relacionalidad. Como resultado de la burocracia la conciencia se moldea en torno a los elementos siguientes: la metodicidad, que se basa en una propensión taxonómica, la organizabilidad, la predecibilidad y un sentimiento de anonimato. Pero para comprender la realidad social «no basta con entender los símbolos o modelos de interacción propios de cada situación individual. Hay que entender también la estructura global de significación en la que dichos modelos y símbolos particulares están localizados y de la que obtienen el significado que comparten colectivamente. En otras palabras, [...] es muy importante entender el mundo-de-vida social» (Berger, Berger y Kellner, 1979, 63). Una de las características de la sociedad moderna es la pluralidad de mundos de vida, uno de cuyos aspectos fundamentales es la dicotomía entre la esfera pública y la privada. El desconcierto que el individuo experimenta en sus relaciones con los mundos de las instituciones del trabajo, la organización y la burocracia trata de compensarlo construyendo una serie de significaciones integradoras y sustentadoras a partir de un mundo privado capaz de servirle de centro significativo de su vida en la sociedad. A partir de las significaciones de esta esfera, el proyecto vital se convierte en fuente primaria de identidad, pero la pluralización de los mundos de vida en los que el individuo se ve obligado a desarrollar su actividad cotidiana hace que esta identidad sea abierta, diferenciada, reflexiva e individuada. Los procesos institucionales y los agregados de conciencia que se dan como resultado de la modernización constituyen un paquete (package). Estos paquetes, una vez que se producen, son muy difíciles de deshacer y dejan su impronta sobre la sociedad en la que tienen lugar. Aunque existen otros portadores secundarlos de la modernidad como la urbanización, el sistemas de estratificación, la privatización de la vida, la innovación científica y tecnológica, la educación de masas o los medios de comunicación de masas, son los portadores primarlos (producción tecnológica y burocracia) los más influyentes sobre el uní- verso simbólico dominante en las sociedades modernas. Las prácticas sociales típicas de estos portadores primarlos generan también descontentos. Así, nos encontramos con aquellos descontentos que se derivan del proceso de racionalización generalizado por la economía tecnologizada, que se transfiere del ámbito de la producción al ámbito de las relaciones sociales. El anonimato con su constante amenaza de anomía acompaña este proceso de racionalización, posibilitando una situación en la que «el individuo se ve amenazado no sólo por la falta de sentido en el mundo de su trabajo, sino también por la pérdida de sentido en amplios sectores de sus relaciones con otras personas» (Berger, Berger y Kellner, 1979, 173). Los descontentos de la burocratización de las principales instituciones han afectado a casi todos los ámbitos de la vida en sociedad, pero «la principal y más profunda localización de la burocracia se halla en la esfera política y es aquí donde estos descontentos han tenido su expresión más espectacular. En las sociedades industriales avanzadas [...] la gente se ha sentido cada vez más “alienada” de la política y sus símbolos [...]. Pero sería un error limitar al área política los descontentos de la burocracia. La capacidad de penetración de ésta es mucho mayor que todo eso. Todas los principales instituciones de la sociedad moderna se han hecho “abstractas” Es decir, estas instituciones se experimentan como entidades formales remotas, con escaso o ningún significado que pueda concretarse en la experiencia viva del individuo» (Berger, Berger y Kellner, 1979, 175). También aparecen descontentos de la pluralización de los mundos de vida social que podemos definir como «falta de hogar», consecuencia de la movilidad social, cognitiva y normativa que los individuos experimentan de forma creciente en la vida moderna.

Los descontentos generados por la modernización han conducido a aparición de movimientos contramodernizantes allí donde la implementación de la modernidad amenaza con desestructurar las formas de a tradicional, o de movimientos desmodernizantes en aquellos casos en que se rechazan las consecuencias no deseadas del proceso de modernización. La liberación del individuo que ha producido la modernidad ha supuesto un elevado coste en términos de alienación individual social en relación con las antiguas o nuevas estructuras colectivas.

Los descontentos de la sociedad moderna pueden cristalizar en propuestas ideológica o disolverse en distintas formas de búsqueda de alternativas individuales o en fórmulas personales de escapada de las situaciones de anomía. Una de las formas en que se ha manifestado la conciencia

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desmodernizante se puede identificar en torno a algunas respuestas de la contracultura que en la década de los años sesenta y setenta prolifera entre los jóvenes. Esta contracultura, según Berger, Berger y Kellner, se rebela contra la racionalidad funcional que incorpora controles racionales sobre el universo material, sobre las relaciones sociales y sobre uno mismo. Frente a ella, la contracultura postula, el abandono natural y da prioridad a la sensación y la naturalidad, dando lugar a «un neo-misticismo en el que la trascendencia de la individualidad y la unión con la naturaleza constituyen temas claves» (Berger, Berger y Kellner, 1979, 193). Frente a la componencialidad y la multi-relacionalidad, la unificación y la simplificación son los elementos que aparecen en la cultura de los jóvenes. Las ideas de abandono, el dejarlo estar», una postura esencialmente pasiva con respecto al mundo y la idea de una economía de no crecimiento se prefieren a la hacibilidad y el mito del progreso (E. Morin). En referencia a las consecuencias de la burocracia para la conciencia moderna, la cultura juvenil procura la comunidad frente a la idea de sistema, así como una cierta hostilidad frente a la ley y el orden que conduce a un fuerte anti-institucionalismo. Un diagnóstico similar sobre las sociedades modernas es el que presenta J. Habermas:

Entre las condiciones de partida del proceso de modernización figura una profunda racionalización del mundo de la vida. El dinero y el poder tienen que poder quedar anclados como medios en el mundo de la vida 1.1. Una vez cumplidas estas condiciones de partida, pueden diferenciarse un sistema económico y un sistema administrativo que guardan entre sí una relación de complementariedad y que entablan una relación de intercambio con su entorno a través de medios de control. Este es el nivel de diferenciación sistémica en que han surgido las sociedades modernas j...]. A medida que se implantan estos principios de organización surgen relaciones de intercambio entre estos dos subsistemas funcionalmente complementarlos y los componentes sociales del mundo de la vida en que están anclados los medios. Una vez descargado de las tareas de la reproducción material, el mundo de la vida puede, por un lado, diferenciarse en sus estructuras simbólicas, poniéndose así en marcha la lógica propia de las evoluciones que caracterizan la modernidad cultural; por otro lado, la esfera de la vida privada y la esfera de la opinión pública política quedan ahora puestas también a distancia en tanto que entornos del sistema (Habermas, 1987, 543544). Su diagnóstico guarda una fuerte conexión con la teoría weberiana de la racionalización social y con la crítica de la razón funcionalista expuesta anteriormente de la mano de P. Berger. Sin embargo, su tesis de la colonización del mundo de la vida dentro de la fundamentación de una teoría de la acción comunicativa entiende el mundo de la vida como algo más que un simple ámbito en el que se manifiestan de forma refleja los dictados de la economía tecnológica y de un aparato estatal autoritario. Para Habermas, los nuevos conflictos surgen en los puntos de intersección entre sistema y mundo: El intercambio entre las esferas de la vida privada y de la opinión pública, por un lado, y el sistema económico y el sistema administrativo, por Otro, discurre a través de los medios dinero y poder, y… ese intercambio queda institucionalizado en los papeles de trabajador y consumidor, de cliente y ciudadano. Precisamente estos roles son los blancos de la protesta. La práctica de los movimientos alternativos se dirige contra la instrumentalización del trabajo profesional para fines de lucro, contra la movilización de la fuerza de trabajo por presiones del mercado, contra la extensión de la compulsión a la competitividad y al rendimiento 1...]. También se dirige contra la monetarización de los servicios, de las relaciones y del tiempo, contra la redefinición consumista de los ámbitos de la vida privada y de los estilos de vida personal (Habermas, 1987, 560-561). ¿Dónde se manifiestan estos nuevos conflictos? A pesar de que en ellos participan numerosos grupos que se enfrentan a grandes dificultades y a realidades que cambian con notoria celeridad, lo que les convierte en manifestaciones con un carácter bastante difuso, se puede intentar agrupar a las diferentes corrientes en las que estarían presentes grupos como los movimientos antinuclear y ecologista, pacifista, vecinal, alternativo, minorías como los homosexuales o discapacitados, religiosos, antiimpuestos, feministas, nacionalistas o etnolingüísticos. Según Habermas, algunos de estos movimientos tienen un carácter emancipador, mientras que otros adoptan una actitud de repliegue y resistencia. Algunos de estos movimientos como el juvenil y el alternativo compartirían una crítica del crecimiento centrada alrededor de los temas ecológicos y de la paz, lo que podría interpretarse como una resistencia contra las tendencias a la colonización del mundo de la vida que

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atraviesan las sociedades modernas. Los problemas a los que se enfrentan con gran sensibilidad estos movimientos son aquellos que afectan a las bases orgánicas del mundo de la vida, que proceden de la supercomplejidad o de las sobrecargas de la infraestructura comunicativa (Habermas, 1987, 559-560). Estas sobrecargas proceden del «sufrimiento por las renuncias que impone y la frustración que genera una practica cotidiana culturalmente empobrecida y unilateralmente racionalizada. Así, las características adscriptivas como el sexo, la edad, el color de la piel y también los grupos de pertenencia confesional sirven 1a construcción y delimitación de comunidades, al establecimiento de comunidades de comunicación que se autoprotegen en forma de subculturas, buscando condiciones propicias para el desarrollo de una identidad personal y colectiva» (Habermas, 1987, 560).

Las nuevas formas sociales del conflicto de las que nos habla Ha- as se han venido desarrollando a lo largo de las últimas décadas, y en contraste con otros conflictos más tradicionales, no se sitúan en el ámbito de la reproducción material y del reparto de recompensas. Los nuevos conflictos remiten al ámbito de la reproducción cultural, la integración social y la socialización. Las fuentes de la protesta en las sociedades avanzadas se encuentran en la defensa y restauración de formas amenazadas de vida y en el intento de implantación de nuevas formas de vida social, o como afirma Habermas: «los nuevos conflictos no se desencadenan en torno a problemas de distribución, sino en no a cuestiones relativas a la gramática de las formas de la vida» (Habermas, 1987, 556).

La actividad de los nuevos movimientos sociales que se mueven en el seno de la sociedad civil, a medio camino de la vida privada y el ámbito de la política institucionalizada, ha permitido a C. Offe formular el argumento de que estos conflictos nos sitúan ante un nuevo paradigma que ha desplazado al viejo paradigma dominante durante las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El viejo paradigma de la política se asentaba sobre un amplio consenso entre los actores colectivos fundamentales, en torno a la idea de garantizar un crecimiento económico capaz de asegurar el mantenimiento de un Estado de bienestar, para proporcionar un estándar de vida adecuado a todos los ciudadanos. Este acuerdo implicaba un consenso sobre los intereses, los temas, los actores y las formas institucionalizadas de resolución de conflictos. Al mismo tiempo, «los actores colectivos dominantes eran grupos de interés particulares, amplios y altamente institucionalizados, y partidos políticos» (Offe, 1988, 172).

El nuevo paradigma estaría representado por una serie de movimientos sociales (ecologistas, pacifistas, alternativos, feministas) que defenderían nuevos contenidos y valores. Los contenidos dominantes en los nuevos movimientos sociales se centrarían en el interés por «un territorio (físico), un espacio de actividades o “mundo de vida”, como el cuerpo, la salud e identidad sexual; la vecindad, la ciudad, el entorno físico; la herencia y la identidad cultural, étnica, nacional y lingüística; las condiciones físicas de vida y la supervivencia de la humanidad en general» (Offe, 1988, 177). Todos estos intereses y contenidos tienen una raíz común en unos valores que han adquirido una creciente centralidad en las reivindicaciones de los movimientos sociales. Los valores más importantes hacen mención a la búsqueda de autonomía e identidad tanto personal como colectiva, en oposición a la manipulación, el control, la dependencia, la regulación y la burocratización.

La modificación de énfasis en la búsqueda de determinadas metas y el progresivo desplazamiento de las nuevas generaciones hacia este conjunto de valores han dado pie a la afirmación de que en las sociedades occidentales se estaría produciendo una revolución silenciosa:

Los valores de las poblaciones occidentales han ido cambiando de un énfasis abrumador sobre el bienestar material y la seguridad económica hacia un énfasis mucho mayor en la calidad de vida. [...] Hoy en día un porcentaje sin precedentes de la población occidental ha sido educado bajo condiciones excepcionales de seguridad económica. La seguridad física y económica es algo que sigue siendo evaluado positivamente, pero su prioridad relativa es más baja que en el pasado. Mantenemos la hipótesis de que también está teniendo lugar un cambio significativo en la distribución de las cualificaciones políticas. Un porcentaje cada vez más alto de la población está mostrando la suficiente comprensión e interés por la política nacional e internacional como para

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poder participar en la toma de decisiones a ese nivel [...j. El nuevo estilo político que hemos llamado de <desafío a la elites>’ ofrece a la población un papel cada vez más importante en la toma de de7 cisiones específicas y no sólo la posibilidad de elección entre dos o más grupos de personas que tomen las decisiones (Inglehart, 1977, 3).

El cambio social, que se ha acelerado en las modernas sociedades industriales como consecuencia de la innovación científica, el desarrollo económico y la multiplicación de la información, estaría transformando la forma en que los actores sociales evalúan la sociedad y su propio destino vital. A lo largo de las últimas décadas se viene produciendo un cambio cultural que afecta sobre todo a los más jóvenes, que han sido educados y han vivido una época de «seguridad y prosperidad económicas sin precedentes». Esta generación se caracterizaría por tu presencia importante de valores postmaterialistas, mientras que las generaciones anteriores socializadas en momentos de inseguridad y escasez económica se inclinarían en mayor grado hacia valores materialistas. Esta tesis se basa en dos hipótesis:

1) Una hipótesis de la escasez, que sugiere que las prioridades de un individuo reflejan su medio ambiente socio-económico, de manera que uno concede un mayor valor subjetivo a aquellas cosas de las que tiene una provisión relativamente escasa. 2) Una hipótesis de socialización según la cual, en gran medida, los valores básicos que uno tiene reflejan las condiciones que prevalecieron durante los años pre adultos que uno ha vivido. Unidas, estas dos hipótesis implican que como resultado de una prosperidad sin precedentes históricos y de la ausencia de guerras que ha prevalecido en los países occidentales desde 1945, las cohortes de nacimiento más jóvenes ponen menos énfasis en la seguridad física y económica de lo que lo hacen los grupos más viejos, que han experimentado un grado mucho mayor de inseguridad económica. Por el contrario, las cohortes de nacimiento más jóvenes tienden a dar mayor prioridad a las necesidades no-materiales, como el sentido de comunidad y la calidad de vida (Inglehart, 1991, 47-48).

El surgimiento de los nuevos movimientos sociales durante la década de los años sesenta se ve impulsado por este proceso de cambio de valores intergeneracional La prioridad de los valores postmaterialistas produciendo que las instituciones presten atención a nuevos temas políticos que coinciden con las reivindicaciones de los nuevos movimientos sociales. La constatación empírica de un mayor apoyo a los valores postmaterialistas entre los jóvenes no refleja sólo un efecto de la edad sino un cambio generacional. Por otro lado, así como ocurrió anteriormente con las sociedades agraria e industrial, el surgimiento de la sociedad postindustrial está generando una forma propia de ver el cosmos:

La mayoría de la gente pasa sus horas productivas enfrentándose a otras personas y a símbolos [...1. No se centran en la producción de objetos materiales, sino j la comunicación y el procesamiento de información y el producto crucial es la novación y el conocimiento. Sería de esperar que este desarrollo condujera al surgimiento de una visión del mundo menos mecanicista e instrumental, una visión que concediera más importancia a la comprensión del sentido y el propósito de la vida humana (Inglehart, 1991, 197).

En cambio de unos valores materialistas a otros postmaterialistas un impacto significativo sobre el comportamiento electoral. Algunos analistas hablan del modelo de la «nueva política>>, consistiría en la aparición de una nueva polarización frente a la c6n ideológica tradicional entre izquierda y derecha. Según Inglehart, cada vez más las masas se ven implicadas en la vida política, entre otras razones por el cambio inducido por los valores postmaterialistas, lo que ha conducido a una situación un tanto paradójica:

Por un lado, se ha producido un estancamiento de la participación electoral y otras formas de participación dirigidas por elites; pero, por otro lado, se da un aumento de las formas de

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participación en las que se dirige a las elites.... Las tasas en alza de discusión política, un aumento en las formas de participación política convencional y el surgimiento de nuevos movimientos sociales son manifestaciones del nacimiento de la participación directora de elites (Inglehart, 1991, 375-376).

Pero donde realmente la dimensión materialista/pos materialista resulta fundamental es a la hora de explicar el auge de los nuevos movimientos sociales. Para Inglehart los problemas u organizaciones son secundarlos frente a los sistemas de valores, ya que éstos proporcionan la motivación para que las personas actúen. La dimensión pos materialista «ha jugado un papel crucial en el surgimiento de la ola de nuevos movimientos sociales»: En realidad los valores postmaterialistas subyacen a muchos de los nuevos movimientos sociales. ... Las antiguas orientaciones (el conflicto entre clases sociales) ya no reflejan adecuadamente temas conflictivos nuevos como el movimiento feminista, el ecologista o la oposición a la energía nuclear. Como persiguen metas que los partidos políticos existentes no buscan porque no están adaptados para hacerlo, los postmaterialistas tienden a volcarse en los nuevos movimientos sociales (Inglehart, 1991, 421). Después de analizar datos relativos a los movimientos pacifista, ecologista y antinuclear de doce países europeos, Inglehart concluye que la adhesión a valores materialistas o postmaterialistas es el factor más importante para explicar tanto las intenciones de conducta como la conducta efectiva. Este factor es un mejor predictor que la movilización cognitiva (nivel de estudios más frecuencia de conversaciones políticas con los amigos) o la ideología. De todos los factores explicativos de la participación en los nuevos movimientos sociales, la adhesión a valores postmaterialistas es el más fuerte (Inglehart, 1990). Los enfoques teóricos sobre el proceso de modernización que hemos considerado tienen en común el hecho de poner su énfasis en los elementos estructurales de la sociedad. La existencia de un mundo sin hogar era, para Berger, el resultado de un doble proceso de racionalización y burocratización de la sociedad moderna. La gramática de las formas de vida aparece como necesidad de respuesta ante la colonización del mundo-de-la-vida que los medios poder y dinero llevan a cabo, en palabras de Habermas. El nuevo paradigma era para Offe el resultado de una búsqueda de autonomía e identidad individual y colectiva, más allá de las atrofiantes estructuras emanadas del consenso postbélico en torno al mantenimiento del Estado de bienestar. La aparición de valores postmaterialistas eran para Inglehart resultado de factores como el bienestar y la socialización. Lo que autores como Berger, Habermas, Offe o Inglehart están planteando con absoluta radicalidad son las condiciones estructurales de la producción simbólica en las sociedades industriales avanzadas. Hay, sin embargo, un problema que no termina de plantearse adecuadamente. Al margen de las dificultades, no sólo terminológicas, que plantea la dicotomía radicalizada entre materialistas y pos materialistas utilizada por Inglehart, lo que me parece que puede conducir a una interpretación equivocada es la afirmación de que «la dimensión pos materialista ha jugado un papel crucial en el surgimiento de la ola de nuevos movimientos sociales» o que «el surgimiento del pos materialismo fue una de las condiciones clave que facilitaron el desarrollo del miento pacifista o ecologista». De estas afirmaciones puede deducirse que la existencia y extensión de los valores pos materialistas son precondición de la aparición y auge de los movimientos sociales, minando el hecho de que son los movimientos sociales los que producen, hacen surgir y reformulan los valores. Y es esta relación la que de quedar oculta en la formulación de Inglehart. En el próximo apartado dedicaremos nuestra atención a dicho problema.

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PRODUCCIÓN SIMBÓLICA: DE LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD A LA TRANSFORMACIÓN DE LA SOCIEDAD

La idea de que el comportamiento colectivo es un ámbito de producción simbólica que opera en el seno de cualquier sociedad no estaba presente en las primeras aproximaciones al análisis de la acción colectiva. Para la teoría de la sociedad masa, como tuvimos oportunidad de aquellos que se movilizaban pertenecían a los sectores menos integrados de la sociedad. Individuos anómicos volvían su comportamiento contra una sociedad en la que no podían o no querían sentirse integrados. Algo parecido sucedía con la mayor parte de aquellas manifestaciones del comportamiento colectivo a las que Smelser prestó su atención analítica. Sólo en autores como Blumer y, posteriormente, Turner y Killian encontramos una atención prioritaria a la elaboración nievas formas de relaciones sociales y a la extensión de nuevos significados de la vida social (Gusfield, 1994, 60). La influencia de la obra de M. Olson La lógica de la acción colectiva en el estudio de los movimientos sociales desplazó la atención de los analistas hacia las metas e intereses individuales de los participantes y su comportamiento racional, sobre todo hacia la racionalidad de la acción individual en términos de costes y beneficios, y de los incentivos selectivos de que disponen las organizaciones para reforzar la participación individual. Su influencia se intensificó gracias a la aplicación de este esquema a los movimientos sociales considerados como formas de comportamiento organizado que precisan de una permanente movilización de recursos (McCarthy y Zald, 1977). ‘Esta nueva manera de entender el comportamiento colectivo se planteaba, en opinión de Gusfield, como una crítica justificada a la teoría del comportamiento colectivo, pero contribuyó a «restar importancia al papel de las ideas y los significados cambiantes como factores fundamentales para la comprensión de los movimiento sociales. Sin embargo, el carácter difuso y, con frecuencia, apolítico de muchos movimientos actuales nos hace dudar considerablemente de la utilidad de herramientas como los elementos asociativos y organizativos. Los movimientos actuales que han atraído la atención de muchos sociólogos pocas veces han mostrado una clara relación con intereses utilitarios, con agentes organizativos, creando sectas comunitarias o surgiendo como intentos de alterar las instituciones existentes. Lo que conocemos como “nuevos movimientos sociales” son, en alguna de estas características, distintos del modelo de movimiento social que los sociólogos han descrito en el pasado» (Gusfield, 1994, 61-62). Los límites auto impuestos por la teoría de la elección racional y las limitaciones que encuentran los enfoques de la movilización de recursos han sido apuntados por numerosos autores. Por ejemplo, Ferre ha señalado que «debido al individualismo radical de esta teoría, se hacen muy problemáticos los aspectos relacionados con la búsqueda de una comunidad y el valor motivador de los bienes colectivos. Al ser un modelo unidimensional de la conducta “racional” (estratégicamente instrumental), las formas de conducta no instrumentales no sólo no pueden ser tratadas, sino que otros sistemas de valores y formas de conocimiento son sistemáticamente excluidos de consideración» (Ferre, 1994, 175). En alguna de sus versiones, la teoría de la elección racional considera la acción colectiva como un grupo de individuos egoístas que se reúnen para alcanzar sus objetivos. En este proceso «las relaciones comunitarias y de dominación anteriores al surgimiento de los movimientos no parecen ser relevantes, y se presta poca atención a los activos procesos cognitivos a través de los cuales las personas se perciben a sí mismas como miembros de los grupos y reafirman estas identidades con sus decisiones» (Ferre, 1994, 176). Una crítica más radical es la elaborada por Pizzorno. Para este autor, el análisis de la participación en la acción colectiva que se realiza desde las teorías utilitaristas presupone unas condiciones de información perfecta y una situación en que «la incertidumbre del cálculo individual es superada (parcialmente) por la seguridad de que el mercado social en el que los beneficios sociales (prestigio, honor, afecto; el “reconocimiento”, en una palabra) pueden ser consumidos permanecerá inalterado. Pero aquí entramos en el campo de la formación de la identidad colectiva. Durante el proceso de formación de la identidad colectiva, el individuo no puede comparar sus costes actuales con los beneficios futuros porque no posee todavía el criterio (la identidad) con que evaluarlos. Su

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único objetivo (en el caso puro) es entonces el de formar su propia identidad, esto es, el de asegurar un mercado que acepte (reconozca) su propia moneda. Si alguno trata de «hacer el viaje gratis», obteniendo los beneficios derivados de la acción colectiva sin pagar los costes de la participación, acaba simplemente por quedarse sin reconocimiento (Pizzorno, 1994,136).

La identidad colectiva y su reconocimiento resultan fundamentales competencia entre grupos. La competencia entre individuos utiliza distinto tipo de recursos que la competencia entre grupos. Cuando los luchan por alcanzar mayor cantidad de un determinado producto social, lo hacen mediante la utilización de la movilización o la amenaza de determinadas acciones políticas. Lo que la sociedad alcanza a cambio es el consenso social por parte de estos grupos. Por otro lada, algunos grupos pueden reclamar un cambio en las reglas del juego de la competencia, sobre todo en el caso de nuevos colectivos o nuevas demandas sociales. Pueden aparecer grupos interesados racionalmente en modificar unas normas que no les benefician o, por decirlo en otros términos, el grupo no se identifica con el mantenimiento de las del sistema. En la sociedad aparecen con cierta frecuencia grupos que plantean s específicos. Pero estos intereses deben ser reconocidos (identificados) y deben movilizarse colectivamente. Como quiera que nos movemos ámbitos de recursos limitados (económicos) o conflictivos (simbólicos), unos intereses tenderán a verse sobre representados en la medida en que la agregación incrementa el poder de un grupo, mientras que otros estarán infra representados o se verán privados de representación. Este proceso opera sobre un mecanismo de exclusión, ya que las circunstancias tienden a limitar los intereses que pueden ser reatados permitiendo la absorción de la presión de ciertos intereses y rechazando o reduciendo otros. Al mismo tiempo, la organización de la representación introduce una distorsión en los mecanismos de mercado o entre grupos que compiten por recursos escasos. El proceso de representación funciona con un recurso específico que podemos llamar militancia, participación o movilización, y son los representantes (líderes, activistas) los poseedores de dicho recurso. En el momento en que estos intereses se organicen, los representantes tendrán que buscar fórmulas para hacer compatibles los objetivos inmediatos con los intereses a largo plazo de sus representados. Llegamos así a la paradoja de la máxima utilitarista según la cual cada individuo es el mejor juez de sus propios intereses sólo resulta válida en condiciones de información perfecta. En el mundo real, al contrario, la acción se desarrolla siempre en condiciones de incertidumbre. La representación es un instrumento para reducir la incertidumbre. Un sistema representativo presupone que el mejor juez de los intereses a largo plazo de un individuo es su representante» (Pizzorno, 1994, 140). Los intereses defendidos por aquellos grupos excluidos tienen que ser reconocidos por los grupos que constituyen el sistema. Ambos tipos de grupos se encuentran en situaciones muy distintas. Mientras que los antiguos encuentran representación para la defensa de intereses definidos y reconocidos, los nuevos grupos luchan por conseguir el ingreso en el sistema y ser reconocidos como representantes de los nuevos intereses a través de un procedimiento distinto, que Pizzorno denomina de «formación de identidades colectivas». En este proceso constitutivo, las acciones desarrolladas por los grupos no están orientadas hacia la maximización del beneficio personal, sino hacia la consolidación de la identidad grupal. En esta situación «tal objetivo no es negociable, se coloca más bien como la premisa de eventuales negociaciones e intercambios futuros. Durante esta fase, cierto tipo de acciones (como los conflictos, la polarización de posiciones, las opciones de coherencia ideológica, la adopción de objetivos no realistas) que parecerían “irracionales” desde el punto de vista de los beneficios individuales adquieren, por el contrario, significado si se consideran en la perspectiva de la formación de identidad» (Pizzorno, 1994, 141). Diferenciando estos dos momentos en el proceso de construcción de la identidad colectiva es posible superar las limitaciones de la teoría de Olson sobre la acción colectiva, así como la disputa entre comportamiento patológico o racional, ya que buena parte de las manifestaciones de la conducta colectiva en su proceso inicial de génesis responde a una racionalidad de formación de identidad y no tanto al cálculo individual utilitarista. Durante esta fase de formación de la identidad colectiva se intensifica la participación y se incrementa la dedicación a la militancia. Con posterioridad, «una vez alcanzado el objetivo del reconocimiento de la identidad, cuando los objetivos subsiguientes pueden conseguirse a través de la negociación, la participación tiende a caer. ... En realidad, encontramos a menudo una fase intermedia en la que la nueva identidad colectiva se sitúa todavía como antagónica al sistema. En este caso se verificará probablemente

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una situación de bloqueo polarizado, en la que algunos miembros participan intensamente, mientras que otros desisten, desanimados por la ineficacia a corto plazo de la acción política. La militancia (incentivada por la fuerte necesidad de nueva identidad y por el alto grado de compromiso con ésta) aumentará entonces paralelamente al declive de la participación general» (Pizzorno, 1994, 143). Una idea parecida al concepto de identidad colectiva encontramos en la definición de movimiento social de A. Touraine, para quien se presenta como una combinación de un principio de identidad, un principio de oposición y un principio de totalidad (Touraine, 1978, 108). Pero, sin duda, quien mejor ha sabido plasmar la idea de la identidad colectiva como elemento central en el análisis de los movimientos sociales ha sido A. Melucci. A partir de una crítica de la teoría de la movilización de recursos, en el sentido de que conceptos como recursos discrecionales o estructura de oportunidades no responden a realidades «objetivas» sino que son interpretados y evaluados por parte de los actores, Melucci llega a la conclusión de que tal teoría supone la existencia de una identidad (capacidad de definirse a sí mismo y a su ambiente) colectiva a partir de la cual el actor es capaz de construir unas expectativas y compararlas con la realidad y su estructura de oportunidades. Pero esta identidad construida colectivamente se da por supuesta sin explicitar nunca sus procesos de elaboración y transformación. Para Melucci una identidad colectiva «es una definición interactiva y compartida, producida por varios individuos que interactúan y que hace referencia a las orientaciones de su acción, así como al ámbito de oportunidades y restricciones en el que tiene lugar su acción» (Meluucci, 1989, 34). La identidad colectiva de la que habla Melucci responde a un proceso de construcción social por parte de los individuos o grupos que forman parte de un movimiento social. Como resultado de un continuo proceso de hacerse y rehacerse o, para ser más exactos, definirse y redefinirse, la identidad colectiva está en constante transformación, lo que rompe la idea de la identidad colectiva como algo que permanece inalterado a lo largo del tiempo con el consiguiente peligro de «reificación». Por otro lado, la identidad colectiva como proceso se distancia de aquella concepción que la considera como algo unitario y coherente. En realidad, dentro del ámbito de una identidad colectiva concreta encontramos definiciones diferentes e incluso contradictorias que compiten entre sí, sin negar la existencia de un acuerdo sobre aspectos más generales de dicha identidad colectiva. Esta segunda consideración nos lleva a la reflexión sobre los elementos constitutivos de la identidad colectiva.

Tres tipos de elementos pueden encontrarse en una identidad colectiva. En primer lugar, implica la presencia de aspectos cognitivos que se refieren a una definición sobre los fines, los medios y el ámbito de la u colectiva. Este nivel cognitivo está presente en una serie de rituales, prácticas y producciones culturales que en ocasiones muestran gran coherencia (cuando son ampliamente compartidos por los participantes en la acción colectiva o, incluso, en el conjunto de una determinada sociedad), y en otras circunstancias presenta una amplia redad de visiones divergentes o conflictivas. En segundo lugar, hacer referencia a una red de relaciones entre actores que comunican, influencian, interactúan, negocian entre sí y adoptan decisiones. Según Melucci, este entramado de relaciones puede presentar una gran versati1idad en cuanto a formas de organización, modelos de liderazgo, canales y tecnologías de comunicación. En tercer lugar, requiere un cierto grado de implicación emocional, posibilitando a los activistas sentirse parte de un «nosotros». Puesto que las emociones también forman parte de una identidad colectiva, su significación no puede ser enteramente reducida a un cálculo de costes y beneficios, y este aspecto es especialmente relevante en aquellas manifestaciones menos institucionalizadas de la vida social como son los movimientos sociales (Melucci, 1989, 1995 y 1996). El concepto de identidad colectiva formulado por Melucci permite entroncar con aquella tradición teórica clásica de la acción colectiva que se fijaba sobre todo en la producción cultural de los movimientos sociales. En esta tradición, Melucci ha sabido ver como nadie esta dimensión, constructivista de la acción colectiva, al tiempo que resalta los desafíos simbólicos que emergen en las redes sumergidas de los movimientos sociales en un largo proceso de elaboración durante los momentos de latencia o inactividad pública (visibilidad).

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El gran mérito de Melucci ha consistido en señalar el proceso de producción de la identidad colectiva y su centralidad en la dinámica de la acción colectiva, dando respuesta así a la pregunta que otros enfoques teóricos daban por supuesta a la hora de explicar el cómo de la movilización. Me gustaría reflexionar sobre tres últimas ideas que considero importantes. La primera remite a los agentes de la producción cognitiva; la segunda, a los procesos y condiciones estructurales de la extensión de dicha producción al conjunto de la sociedad, y, finalmente, el instrumental analítico para el estudio de este proceso de extensión de los aspectos cognitivos y simbólicos. El papel atribuido a los intelectuales en el proceso de formulación de los significados y valores que proponen los movimientos sociales es un lugar común entre los analistas. Sin embargo, Eyerman y Jameson en su enfoque cognitivo sobre los movimientos sociales llaman nuestra atención sobre un aspecto menos señalado: el hecho de que los movimientos sociales proporcionan un espacio en el que tiene lugar la innovación intelectual. En este ámbito en el que las prácticas e identidades establecidas son transformadas, y los viejos roles son reelaborados, se puede analizar la actividad intelectual o praxis cognitiva de los movimientos sociales que se produce en la tensión entre las prácticas establecidas y la innovación. «Actores importantes en esta praxis cognitiva son aquellos que hemos identificado como intelectuales del movimiento (movement intellectuals). Intelectuales del movimiento son actores que articulan la identidad colectiva que es fundamental en el proceso de construcción de un movimiento social» (Eyerman y Jameson, 1991, 118). Algunos son intelectuales desencantados que habiendo adquirido sus habilidades en alguna institución de la sociedad pasan a desempeñar un importante papel en el movimiento, sobre todo en sus primeros momentos de desarrollo. Sin embargo, lo que Eyerman y Jameson quieren señalar no es este hecho, que ya había sido apuntado por otros teóricos de los movimientos sociales. Su contribución es que estos intelectuales, así como sus ideas, sus redes sociales y el capital cultural que aportan con ellos al movimiento, se transforman a través de su actividad en el movimiento. Además, los movimientos sociales proporcionan un espacio en el que activistas sin un bagaje formal previo encuentran la oportunidad de aprender y practicar nuevas habilidades, convirtiéndose en un laboratorio de nuevos intelectuales (Eyerman y Jameson 1991). Con ejemplos convincentes tomados del movimiento ecologista, pacifista y del movimiento por los derechos civiles en Norteamérica, Eyerman y Jameson formulan la idea de que aunque todos los activistas son en cierto sentido intelectuales, puesto que a través de su acción contribuyen a la formación de la identidad colectiva del movimiento, no todos los activistas participan de la misma forma en la praxis cognitiva de los movimientos sociales. Algunos se convierten en organizadores, líderes o portavoces, mientras que otros son menos visibles. Por otro lado, estos autores establecen una distinción entre los established intellectuals que se han formado dentro de contextos institucionales establecidos y los movement intellectuals que realizan sus actividades dentro de un movimiento social. Tanto la idea de Melucci de los movimientos sociales como laboratorios en los que se producen continuamente desafíos simbólicos como de Eyerman y Jameson de la praxis intelectual que se produce a través de estas formas de acción colectiva, señalan el origen de esa forma de actividad humana que denominamos producción simbólica. El de estas fuentes simbólicas de los movimientos sociales continúa creciendo de un desarrollo suficiente, aunque no sucede lo mismo con los mecanismos de su reproducción y extensión. En realidad, el ámbito de estudio de los movimientos sociales ha estado dominado dulas dos últimas décadas por enfoques que se han centrado, preferentemente, en el conocimiento de los procesos de extensión de las diversas formas de acción colectiva, así como en las condiciones políticas que la impulsan o retrasan. Aunque existen grandes diferencias entre autores y trabajos que se enmarcan en cada una de estas corrientes, la mayor parte de la investigación empírica realizada recientemente ha encontrado inspiración teórica en lo que se ha dado en llamar la teoría de la movilización de recursos y la teoría del proceso político. Para los analistas de la movilización de recursos la acción colectiva es el resultado de un cálculo racional de los costes y beneficios de las diferentes posibilidades de actuación. La movilización social es el producto de factores como los recursos disponibles, la organización de los grupos y las oportunidades que encuentran los participantes en la acción colectiva. Tanto los factores estratégicos como el tipo de organización son elementos relevantes en la eficacia de la movilización de recursos y, por lo tanto, para la consecución de los objetivos de la acción. Los aspectos sobre los que inciden estos autores son los recursos, la estrategia y la organización.

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Junto al énfasis en la organización, en los últimos años se ha desarrollado ampliamente el estudio del contexto político de la movilización. Autores como Tilly, Kriesi o Tarrow han sistematizado una serie de variables de las que dependen las oportunidades políticas que encuentran los movimientos sociales durante la protesta. S. Tarrow ha definido la estructura de oportunidad política como unto de dimensiones del entorno político que proporciona incentivos para que se produzca una acción colectiva, afectando a sus expectativas de éxito o fracaso. Este enfoque enfatiza, sobre todo, la movilización de los recursos externos disponibles a un grupo determinado. Con este concepto se pretende ayudar a entender por qué los movimientos sociales obtienen temporalmente incentivos frente a las elites o las autoridades y, después, los pierden rápidamente a pesar de sus mejores esfuerzos (Tarrow, 1994, 85). Tarrow diferencia dos tipos de elementos en la estructura de Oportunidad política, unos más estables y otros que responden más fácilmente a procesos de cambio. Entre los primeros, se subraya la importancia de la fortaleza del Estado, medida a través del grado de centralización/descentralización de su estructura administrativa, y la posibilidad de reprimir o facilitar (control social) la acción colectiva. Mientras un Estado centralizado tiende a concentrar las demandas de los actores colectivos en la cima del sistema político, los Estados descentralizados proporcionan a los movimientos sociales un gran número de puntos de acceso para la reivindicación de sus objetivos en la base del sistema institucional. En referencia a las formas de represión y control social, el Estado puede optar por una estrategia más represiva, o por la utilización de medios más efectivos de control social como la legitimación y la institucionalización de la acción colectiva. Entre los aspectos cambiantes de la estructura política que proporcionan oportunidades y recursos a los movimientos sociales, S. Tarrow enumera cuatro: el grado de apertura a la participación que repercute en la acción colectiva; los cambios en las alianzas dominantes, sobre todo cuando se producen alianzas inestables; la existencia y disponibilidad de aliados influyentes; y la división entre elites que se manifiesta en conflictos dentro de y entre las elites. Estas cuatro dimensiones más coyunturales de la estructura política son otros tantos factores que pueden extender y difundir las oportunidades de ciertos grupos para llevar a cabo una movilización colectiva. Tanto los recursos económicos y organizativos como las características del contexto político influyen en la evolución de los movimientos sociales, pero ya que éstos plantean cambios más o menos profundos en uno o varios aspectos del orden social debiéramos considerar, aunque sea brevemente, el instrumental para analizar las propuestas y contenidos que persiguen a través de su acción. Una de las aportaciones más sugerentes en este ámbito es, en mi opinión, lo que se ha dado en llamar el frame analysis, o análisis de los marcos interpretativos. Con el concepto de frame alignment, Snow et al. se refieren a la relación entre las interpretaciones de los individuos y las de las organizaciones en un movimiento social, de tal manera que cuando se produce ese alineamiento el conjunto de intereses, valores y creencias individuales y las actividades, objetivos e ideología de la organización llegan a ser congruentes y complementarlos (Snow et al., 1986, 464). El concepto de frame alignment es bastante similar al de consensus mobilization (Klandermans), y ambos se utilizan para analizar la comunicación persuasiva de las organizaciones de un movimiento. Snow et al. definen frame alignment como el resultado de un proceso interactivo que implica hasta cuatro tipos distintos de procesos: la conexión de marcos interpretativos (bridging), la explicación y desarrollo de un marco (amplification), la extensión de un marco interpretativo (extension) y su transformación (frame transformation) (Snow et al., 1986). Los programas, causas y valores que algunas organizaciones promueven pueden no estar en consonancia con o parecer antitéticos a los estilos de vida convencionales y a los marcos interpretativos existentes. En tales casos, la transformación de los frames existentes requiere la propuesta de nuevos valores y el abandono de los viejos significados y creencias. El resultado de este proceso puede ser la transformación de un ámbito o dominio específico como los hábitos dietéticos, las pautas de consumo, las actividades de ocio, los cambios de estatus para determinadas categorías de personas, etc. En otras ocasiones, este proceso transforma los marcos interpretativos globales, llegando a funcionar como una especie de marco maestro que interpreta acontecimientos y experiencias bajo una clave diferente y sobre el que se apoyan otros marcos de alcance más limitado (Snow et al., 1986). A estos marcos generales Snow y Benford (1992) los denominan master frames. Con la caracterización y atribución de contenidos a este concepto,

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estos autores pretenden elaborar una herramienta útil para analizar el proceso de producción de los modelos culturales dominantes con los que interpretamos la realidad social, así como los mecanismos simbólicos de extensión de los marcos emergentes y de su posible éxito social, con el resultado del progresivo abandono de los marcos preexistentes. Los marcos interpretativos dominantes funcionarían como la gramática para un código lingüístico, permitiendo entender y hablar de lo sucede en el mundo con sentido. Sin embargo, aunque todos los marcos funcionan de la misma manera pueden mostrar diferencias en los tres aspectos de que se componen. Cualquier marco dominante tienen que cumplir una función explicativa a través de la elaboración de un diagnóstico que implica tanto la identificación de un problema como la atribución de culpabilidad o causalidad. En segundo lugar, desarrolla una función de articulación, pudiéndose diferenciar entre unos marcos más restringidos y rígidos y otros más elaborados y flexibles. En tercer lugar, encontramos la función de movilización potencial que dependería de dos variables: a) la relevancia para el mundo y la vida de adherentes y simpatizantes y b) la capacidad de resonancia potencial, basada en la credibilidad simbólica o fidelidad narrativa (Snow y Benford, 1992, 138-141). Con estos útiles metodológicos es posible analizar el proceso de extensión de la producción simbólica, que emergiendo a través de la acción colectiva de los movimientos sociales se va extendiendo progresivamente a otros ámbitos sociales hasta producir, en determinadas circunstancias, un cambio de valores.

4. COMENTARLOS FINAI.ES

Los enfoques que consideraban la acción colectiva característica de individuos poco o mal integrados en la sociedad y procedente de sectores marginados han sido reemplazados por otros que ponen su acento en la búsqueda racional de determinados objetivos privados o metas colectivas. El predominio de los análisis basados en la teoría de la elección racional ha conducido a privilegiar aspectos como los recursos, la organización y las oportunidades que los grupos estructurados deben gestionar eficazmente en su acción estratégica con que pretenden alcanzar éxito en su movilización. Lamentablemente, esta forma de entender la acción colectiva no ha prestado tanta atención a los aspectos simbólicos y culturales también presentes en el proceso de movilización colectiva. El análisis de los aspectos simbólicos cuenta con una larga tradición, como hemos puesto de manifiesto recuperando las aportaciones de autores clásicos como Blumer, Killian o Turner. También pensadores como Smelser reconocen su relevancia, aunque se centran más en los aspectos estructurales que enmarcan la acción colectiva de los movimientos sociales. En las sociedades capitalistas avanzadas nuevas condiciones estructurales acompañan la emergencia y desarrollo de nuevas o renovadas formas de movilización colectiva, como han puesto de manifiesto los diagnósticos de Berger, Habermas, Offe e Inglehart. Para estos autores una de las aportaciones centrales de los movimientos sociales en la modernidad es proponer nuevas formulaciones simbólicas e impulsar una renovación de los valores sociales de la modernidad. Un valor básico de esa modernidad ha sido la búsqueda de crecientes espacios de autonomía individual y social para que los individuos construyan y defiendan tanto su identidad personal como una multiplicidad de identidades colectivas. Las aportaciones de autores como Eyerman, Jameson y Melucci nos ayudan a entender el proceso de construcción social de dichas identidades, mientras que metodologías como la propuesta por Snow y Benford pueden arrojar luz sobre el proceso de transformación de los desafíos simbólicos en nuevos valores sociales.

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LA PRAXIS CULTURAL DE LOS MOVIMIENTOS SOCLALES

Ron Eyerman

Ha sido notorio el creciente interés que la cultura, entendida como el conjunto de las construcciones simbólicas de significado, despierta entre los teóricos de los movimientos sociales (McAdam, 1994; Johnston y Klandermans, 1995). Sin duda, podemos relacionar este interés con lo que Richard Rorty y otros han denominado el «giro lingüístico» en el campo de la filosofía y con su influencia en la teoría y práctica de la ciencia social. Podríamos incluir también aquí el debate que ha tenido lugar en torno a elaboraciones tan recientes como el constructivismo y el surgimiento de la teoría social postmoderna en la estela del estructuralismo lingüístico de finales de los años setenta. Y también podría incluirse el «posta-estructuralismo que le siguió y, por último, el declive de lo que Habermas ha denominado la «filosofía de la conciencia». Una secuencia que en el campo de la historia de las ideas contemporáneas bien da para un ejercicio de reflexión y que podría incluso convertirse, por obra de Habermas, en el punto de partida de una nueva «teoría de la acción comunicativa». Este renovado interés por la cultura es también manifiesto entre los teóricos de los movimientos sociales que aúnan las dos tradiciones europea y americana, como resultado positivo de la globalización de su trabajo académico. Cuando, en un artículo ya clásico, Jean Cohen (1985) retrató estos dos «paradigmas» de la investigación de los movimientos sociales, e intentó después integrarlos, estaba de hecho haciendo referencia a desarrollos que venían operando desde el final de la Segunda Guerra Mundial (Eyerman yJamison, 1991). De un lado, la tradición del conductismo colectivo que había dominado la investigación americana sobre movimientos sociales hasta los años sesenta, y que en los años ochenta había sido relevada por el análisis de las organizaciones y un enfoque de la elección racional que los teóricos de la movilización de recursos lideraban de forma hegemónica. Del otro lado del Atlántico, la preocupación por la movilización de intereses y un enfoque que se centraba en las cuestiones del poder y la dominación. En el primer caso, lo habitual es que movimientos sociales, actores y organizaciones fueran estudiados «desde fuera», es decir, como objetos, para ser explicados en términos de estrategias colectivas o individuales. El interés fundamental era determinar el éxito o fracaso de los movimientos en función de su longevidad, poder e influencia. La última aportación de esta línea argumental es la obra de Sidney Tarrow Power in Movement (1994), que bien puede convertirse en su texto canónico. Desde esta perspectiva, los significados que desarrollan los actores de los movimientos sociales se tratan como cuestiones de importancia menor en relación al ejercicio del poder orientado al cambio social, así como el modo en que estos significados contribuyen tanto al proceso de formación de la identidad colectiva dentro de un movimiento como, en un sentido más genérico, a la cultura de la sociedad en la que surgen. Rara vez se ha tenido en cuenta que los cambios de «significado», esa lucha por «definir la situación», pueden constituir en sí mismos un aspecto fundamental del poder y del cambio social.

1. El. ANÁLISIS DE LOS MARCOS INTERPRETATIVOS (FRAME ANAL YSIS)

Esta falta de interés de los teóricos de los movimientos sociales en relación con el significado, especialmente cuando se refiere a la lucha por definir una situación, ha sido advertida por McAdam (1994) y reformulada por Roger Friedland (1995). No es nuestra intención entrar ahora en consideraciones sobre los porqués o cómos de esta circunstancia. Baste con decir que lo que

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Cohen vino a identificar como el «paradigma de la identidad», que ella relacionaba con Habermas y Touraine, y que desde entonces ha sido rebautizado por Alberto Melucci y otros autores con el nombre de «perspectiva de los nuevos movimientos sociales», ha desafiado con eficacia la hegemonía del pequeño pero poderoso círculo de autores de la movilización de recursos, un grupo que, lejos de ser uniforme, encierra una cierta diversidad y algunas tensiones internas. Que gane terreno un enfoque como éste, básicamente europeo, puede representar una especie de golpe de estado de la sociología europea en lo que ha sido un dominio de la sociología americana. Un producto evidente en esta lucha por la hegemonía y por establecer el enfoque teórico del «poder en movimiento» es el concepto de marcos» (en sí mismo una aportación americana) y la centralidad que se concede al proceso de enmarque (framing) en relación tanto con significado como con la cultura de los movimientos sociales. La más reciente expresión de esta nueva alineación hegemónica es la obra Social Movements and Culture (Johnston y Klandermans, 1995). En un reciente artículo, Doug McAdam (1994) rastrea en Erving Goffman los orígenes de esta noción de marco (ver también Johnston, 1995). Sin embargo, sus raíces americanas son más profundas, ya que entroncan con el interaccionismo simbólico que formuló Herbert Blumer los años treinta, a su vez inspirado en la obra de G. H. Mead. En frame Analysis Goffman propone un debate sobre la definición de situación que hacen los actores inmersos en experiencias cotidla8, es decir, sobre cómo esos actores «dan sentido» a su experiencia. Y dice lo siguiente:

Mi punto de partida es que la definición de una situación se construye de acuerdo con unos principios organizativos que rigen esos hechos —al menos los sociales— y nuestra implicación subjetiva en ellos; marco es la palabra que utilizo para referirme a esos elementos básicos que soy capaz de identificar (1997, 10-1 1).

Desde entonces los teóricos americanos sobre movimientos sociales han tomado esta noción del concepto «marco» como el punto de partida para analizar de qué mecanismos se valen los movimientos sociales para <<enmarcar>>la realidad, es decir, cómo se convierten los movimientos en promotores de marcos «alternativos» en la interpretación de esa realidad. En su discurso presidencial de la Asociación Americana de Sociología de 1994, Willlam A. Gamson llamó la atención sobre el hecho de que «los estudiosos de los movimientos sociales están subrayando la importancia de los marcos de acción colectiva en la definición y legitimación de acciones y campañas» (1995, 13). Estos «marcos de acción colectiva», o lo que McAdam denomina «culturas de los movimientos», son interpretados hoy como un elemento que es central en la formación de la identidad de los movimientos sociales y en la definición, el «enmarque», de sus adversarios. Esta conceptualización del significado y la «cultura» entraña un problema: es una conceptualización a la vez demasiado general y demasiado específica. Es demasiado general porque su punto de partida fenomenológico se ubica en el nivel más alto de abstracción, desde donde se puede decir que todo el conocimiento humano está «enmarcado». Es el nivel desde el que Kant nos habla sobre las elementales «categorías de toda experiencia». Así, partiendo de lo más abstracto, la adaptación que hace el movimiento social tiende a trasladarse ininterrumpidamente hacia lo más concreto, a los modos de construcción de los «marcos» que desarrolla cada movimiento específico. Enlazando con un ejemplo anterior y remedando el ejemplo de Snow y Benford (1988, 1992), Gamson (1995) se centra en cuáles han sido los procesos que han convertido a los medios de comunicación en protagonistas centrales del proceso de construcción de los marcos adversarios. Al situarse en este nivel de «mi enmarque fue...», se tiende a olvidar todo lo que media entre, específicamente, lo histórico y lo que calificamos como lo tradicional. El enmarque de este nivel no interactúa con las estructuras básicas de la experiencia humana sino con la experiencia que ha sido «enmarcada» anteriormente. Este enmarque es el resultado agregado de la experiencia personal, la memoria colectiva y las prácticas objetivadoras que habitualmente asociamos al concepto de cultura. Las tradiciones, esas formas de interpretar la realidad y dar significado a la

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experiencia que hemos heredado, forman parte de la memoria colectiva y, por tanto, de los marcos de significado que utilizamos para interpretar la realidad. En el siguiente apartado esbozaré una conceptualización de la tradición, referida a formas de arte y música, en tanto que redes de significado que se construyen colectivamente y que van pasando de individuo a individuo y de generación en generación. Esas tradiciones, a menudo personificadas en prácticas rituales, pueden servir de soporte a la actividad del movimiento social, bien como un recurso para la movilización o bien conformadas como marcos de significado e interpretación de gran fuerza emotiva. E, igualmente, también funcionan como invisibles lazos entre individuos y entre movimientos, que llenan vacíos de tiempo y espacio y hacen de puente entre generaciones. Al ser parte de la cultura, las formas estéticas de la representación simbólica acarrean en sí la tradición y la memoria colectiva al ser marcos de significado e interpretación que hemos heredado, el arte y la música, por ejemplo, pueden ser unos recursos idóneos que los movimientos sociales pueden utilizar para movilizar y organizar la protesta y un nivel más profundo todavía, convertirse en el fundamento de una redefinición de una situación. Al ser marcos estructurados de significado, las tradiciones forman redes simbólicas o «culturales» que acompañan o refuerzan las redes «materiales», la organización, los círculos de amistades, la comunidad, etc., dimensiones que ocupan una parte importante en la actual teorización sobre movimientos sociales. Como mensajeros o vehículos de tradición, la música y el arte transmiten imágenes y símbolos que provocan emoción, alientan la interpretación y pueden convertirse en el soporte que haga posible la acción, in4a la que se define estrictamente como acción política.

2. LA PRAXIS CULTURAL DE LOS MOVIMIENTOS SOCLALES

Entendemos la praxis cultural como el desarrollo estético de lo que se ha etiquetado como praxis cognitiva de los movimientos sociales (Eyery Jamison, 1991; ver también Lash, en Beck et al., 1993). Allí donde la praxis cognitiva se refiere a la formación de la conciencia dentro de los movimientos sociales y al papel que en ello juegan los intelectuales del movimiento, la praxis cultural se centra en la contribución de lo estético a la construcción del significado y la formación de la identidad colectiva en el seno de un movimiento social y entre los distintos movimientos sociales.

En la praxis cultural de los movimientos sociales podemos identificar dos niveles: un nivel pre-político, (sub)cultural, y un nivel abiertamente político. Al hablar de pre-político me refiero a los procesos cotidianos de construcción del significado en los que el arte y la música pueden llegar a ser elementos importantes de identificación (sub)cultural también de «enmarque» de la realidad y, por tanto, convertirse en un recurso semioculto y hasta invisible del que se pueden valer los movimientos políticos. Estoy de acuerdo con Murray Edelman cuando escribe que «contrariamente a la opinión general, que concibe el arte como algo subordinado al hecho social, separado de él o, en el mejor de los casos, su representación, tenemos que entender el arte como un tiento importante en la transacción que da lugar al comportamiento político (1995, 2). El arte, especialmente en lo que Walter Benjamin nominó la edad de la reproducción mecánica, y que hoy en día se ha convertido en electrónica y global, proporciona un medio de imágenes que pueden estimular «impulsos políticos» y convertirse en el origen de acciones de orden político. Tomando esta idea como punto de partida concebimos el arte desde una perspectiva amplia, lo consideramos algo central en la cultura, ya que opera en «ese nivel en el que los grupos sociales elaboran los distintos patrones de vida y dan forma expresiva a su experiencia vital social y material» (Hall y Jefferson, 1975), y también «tradición» en un sentido más amplio, ya que forma parte de un contexto, un espacio relativamente amorfo, donde se materializan los movimientos sociales. El segundo nivel hace referencia a la utilización expresa de los artefactos culturales, canciones y obras de arte, etc., como herramientas para la movilización de la protesta y la solidaridad social. En este nivel, que ilustraré mediante el análisis de la canción «No nos moverán», Serge Denisoff (1972) describió diferentes arquetipos de lo que él denominaba «canciones de protesta», que cumplían con la función de dar voz a la disidencia, y se pueden vincular directamente a los movimientos sociales: 1) El tipo «seductor», que atrae a los no participantes o refuerza el grado de compromiso de los participantes. Su estructura, construida sobre melodías bien conocidas y pegadizas, para cantar en grupo, con repetición de versos y acordes sencillos, está pensada para

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motivar la participación, incluyendo además un mensaje político. Lo central es lo verbal, el texto y el hecho de cantar, mientras que la música es algo secundario, un medio para el mensaje. 2) El tipo «retórico», cuyo objetivo es provocar indignación y mover a la disidencia individual, pero sin llegar a ofrecer soluciones. Las canciones retóricas se ocupan de la letra en mayor medida, pero abren también un mayor espacio a la sofisticación y la destreza musical. Pueden también mencionarse otros tipos, por ejemplo las canciones de marcha, las canciones que cuentan la historia de un movimiento o relatan un acontecimiento importante, y las canciones de fuerza, coraje y solidaridad, que en la clasificación de Denisoff están por encima de las «seductoras». Debemos decir en relación con este vínculo entre música y movilización que las canciones son algo más que unos textos que portan ideas, son también representaciones teatrales, un tipo de conducta ritualizada dentro de la cual, y por medio de la cual, se integra el significado y la significación. La música adquiere una nueva dimensión al convertirse en vehículo de la memoria colectiva, de la tradición. La música está impregnada de significado a más niveles que el nivel puramente cognitivo, literal; la música incorpora la tradición a través del ritual de la representación. Puede fortalecer, ayudar a construir la identidad colectiva, el sentido de ser movimiento, de forma emocional, casi física. Es una fuerza central en la percepción y práctica de los movimientos sociales.

3. TRADICIÓN Y RITUAL

Los conceptos parejos de tradición y ritual son claves para comprender la praxis cultural de los movimientos sociales. La tradición ha sido entendida frecuentemente como lo contrario al cambio social y, por tanto aquello que combaten los movimientos sociales «progresistas». Ha sido concebida como esos modos habituales de conducta legados del pasado que tienden a impedir la innovación y frenar el progreso. La teoría social, al igual que las ideologías políticas «progresistas», ha entendido las tradiciones como esas formas de vida conservadoras, hasta reaccionarlas, que las fuerzas de la modernidad deben superar. El así llamado proyecto de la modernidad y su correspondiente racionalidad, por consiguiente, ha sido descrito a menudo como una lucha contra el pasado una pugna orientada hacia el futuro que quiere liberar a la sociedad de las limitaciones de la cultura. Como revela Edward Shils (1981) en su historia del concepto, puede entenderse la tradición como un conjunto de creencias o costumbres que pasan de generación en generación y que influyen en el ejercicio e interpretación de la vida. «La tradición —nos dice Shils— es todo lo que se transmite de forma persistente o repetitiva» (1981, 16). Este proceso de ir pasando las tradiciones puede ser algo consciente, hasta «inventado», o algo más bien inconsciente que se transmite mediante la costumbre ritualizada6. Restaurar la conciencia de la tradición, es decir, articular como «tradición» esas costumbres «persistentes o repetitivas, ha sido una de las labores fundamentales de los intelectuales de los movimientos sociales. En parte, es la articulación, este nombrar y hacer consciente, lo que distingue la tradición de la costumbre o el hábito, realidades que se asemejan por el hecho de ser repetitivas. La costumbre hace referencia a las creencias y prácticas que están menos articuladas que la tradición, son menos duraderas, tienen una vida más corta, y son, por tanto, más fácilmente alterables. Por otro lado, los hábitos normalmente hacen referencia a individuos y no a grupos o a sociedades enteras, algo que sí puede decirse de ambas: tradición y costumbre. Se puede escribir y hablar sobre las tradiciones, incluso sobre las que corresponden a culturas orales, que además pueden ser conscientemente elegidas, de manera reflexiva, algo que no ocurre con los hábitos y las costumbres, que son algo rutinario y obvio a la vez. Uno puede ejercitarse en ellos pero no se adquieren sin esfuerzo. Como portadora de tradiciones (pasadas), la música está cargada de imágenes y símbolos (tan naturales) que ayudan a enmarcar la realidad (presente). Al ser el resultado histórico de diversas fuerzas y procesos sociales, culturas locales, intereses personales, comerciales y políticos, etc., la música lleva en su seno muchas tradiciones a la vez. En sentido, la música es parte de lo que Gene Bluestein (1994) ha denominado «Poplore>, el proceso sincrético por medio del cual se

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forman las culturas modernas. La música, al ser portadora de muchas tradiciones, hace referencia a imágenes y símbolos que están abiertos, no cerrados o determinados. Este hecho distingue a la música de la ideología. Ideología y música, definida aquí como portadora de tradición, de imágenes y símbolos, tienen cosas en común. La ideología, que puede definirse como el sistema interpretativo integrado que explica por qué las cosas son como son (Eyerman, 1981), también es un conjunto de genes y símbolos que provocan una respuesta de tipo emocional y que constituyen el fundamento sobre el que se enmarca o interpreta la realidad. La diferencia está en que, aunque ambas favorecen la interpretación y la acción por medio de la representación simbólica, la ideología es más directa en su función. La música sugiere interpretación, la ideología la impone. La ideología le dice a uno qué ha de pensar, cómo ha de interpretar y qué debe hacer; la música es mucho más ambigua y abierta e incluye, como cualquier forma de arte, un cierto ingrediente utópico. La música, como en general cualquier arte, abre la posibilidad de experimentar con lo que es posible y probable en la vida, pero no descarta ni tampoco describe ninguna opción. Admitamos que la línea divisoria entre ambos es tenue y que ciertamente hay un punto en el que la música se convierte en ideología y propaganda y deja de ser arte. A pesar de todo, las dos pueden y deben ser diferenciadas. El arte y la música transportan tradiciones en forma de imágenes y símbolos que sugieren respuestas y ayudan a enmarcar la interpretación y la acción. De esta manera nos llega el pasado al presente. Los movimientos sociales crean un contexto en el que se actualizan, reinventan y revitalizan las tradiciones que transporta el arte. Sin embargo debe haber ajuste, coherencia entre las tradiciones presentes en una forma concreta de arte o, para ser más concretos, forma o pieza de música, y las ideas e ideales de un movimiento social emergente. De igual manera que no todas las ideologías políticas se ajustan a cualquier grupo o individuo, tampoco cualquier tipo de música o mecanismo cultural como es una canción conectará con cualquier movimiento social. Las tradiciones musicales encarnan experiencias y marcos interpretativos concretos que condicionan su reinvención, contienen incluso imágenes utópicas de posibles futuros. Es difícil imaginarse la música country americana, que surgió de la experiencia cotidiana de una clase trabajadora blanca rural, siendo utilizada para movilizar una protesta del movimiento negro. Es más probable que los «valores familiares» rurales, de pueblo pequeño, que a menudo encierra este tipo de música, conecten con una experiencia o manifestación conservadora de blancos. Esto también funciona en sentido inverso. Aunque se puede entonar la canción Swing Low Sweet Chariot en partidos de fútbol ingleses (como se me hizo saber cuando presenté este artículo), es difícil imaginar algo parecido con otra vieja canción gospel como es «No nos moverán». Es cierto que ambas tienen raíces similares (y quizás también similares «imágenes utópicas»), pero la segunda canción se ha convertido en parte de la experiencia ritualizada de una tradición política concreta, y si se cantase en un partido de fútbol muy probablemente provocaría sentimientos de ira y enfado, de algo que está fuera de lugar, a no ser que con ello se pretenda ser irónico o provocador de manera conscientemente política.

4. EL RITUAL

Cantar una canción del tipo «No nos moverán» en una manifestación política es un acto ritual, de igual manera que lo es cantar «Solidaridad para siempre» o «La Internacional» en reuniones sindicales o en el Primero de Mayo. Tales ceremonias predeterminadas sirven para aglutinar a los participantes y revivir su concurrencia en el «movimiento’>, y también para ubicarles en una dilatada tradición de protesta y de lucha. En este caso, la motivación es probablemente más ideológica que utópica. Al igual que la tradición, el ritual es central en la construcción del significado. Se puede definir el ritual como «una acción que dramatiza y recupera la mitología compartida de un grupo social (Small, 87, 75). En su estudio de la música vernácula, Christopher Small muestra cómo los esclavos africanos de Estados Unidos produjeron rituales que les permitieron preservar su dignidad, e incluso «celebrar su identidad» en los momentos de mayor penuria. Por razones culturales e históricas, la música se convirtió en parte fundamental de estos rituales. Lo que se logró y se preservó mediante la interpretación ritual de la música fue la afirmación de la unidad en la variedad, el sentido de comunidad. «Hacer música y bailar eran rituales gemelos de afirmación, exploración y celebración de los vínculos, con su peculiar poder

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para fundir en una unidad superior las divergentes vivencias de pena, dolor y esperanza y desesperación...» (Small, 1997, 87). En el relato de Small esto es lo que confiere la fuerza a esa música y lo que explica por qué otros grupos, en circunstancias muy diferentes, pueden también emocionarse tanto con ella. Al igual que con la tradición, los teóricos sociales habitualmente han relegado el ritual a cuestiones del pasado más lejano y a las sociedades más «primitivas» del presente (una excepción entre los investigadores de movimientos sociales son Taylor y Whittier, 1995). Este peligro incluso se produce en análisis como el de Small que hemos citado más arriba, en el que se llega a explicar la música afroamericana como un vestigio de un pasado «primitivo». Sin embargo, como han señalado recientes investigaciones y teorizaciones de lo que se ha venido en llamar estudios culturales, los rituales son también una parte importante en la construcción de significado en la realidad social más moderna o post-moderna. De manera ceremonial en acontecimientos públicos como eventos deportivos o campañas políticas, las prácticas rituales, el saludo a la bandera sin ir más lejos, o los tratamientos específicos para dirigirse a una persona, ayudan a determinar el significado de una ocasión y, en el proceso, a aglutinar al grupo evocando la imagen de experiencia común. Durkheim afirmaba que los rituales son centrales en la construcción de la solidaridad grupal y en la creación y mantenimiento del orden social. Los rituales cumplen una función semejante en los movimientos sociales, más exactamente en el proceso central de la formación de la identidad colectiva.

Sin embargo, el significado de un hecho ritual no se produce de la forma que un análisis funcional durkheimiano puede darnos a entender. En su estudio sobre la relación existente entre el arte y la política en la Barcelona de finales del siglo XIX y principios del XX, Temma Kaplan demuestra cómo dos fuerzas políticas radicalmente opuestas se valían de unos mismos rituales, las fiestas populares en la calle. «Las fiestas podían expresar o reforzar la solidaridad con las autoridades locales o la lucha contra ellas, la conmemoración o la disconformidad» (Kaplan, 1992, 1). Para las autoridades políticas y religiosas oficiales, el objetivo de estos acontecimientos ritualizados era convalidar y legitimar su poder y autoridad oficial. Pero estas autoridades no podían dictar cómo debían interpretarlos y vivirlos quienes en ellos participaban. En el caso que nos ocupa, los rituales que estaban pensados para sancionar la autoridad favorecían, de hecho, su deslegitimación, ya que los participantes, incluyendo ese grupo de artistas sedicentes entre los que estaba el joven Picasso, se valían de esas oportunidades para desarrollar interpretaciones y solidaridades grupales alternativas. Basándose en la obra de Víctor Turner, Richard Schechner (1993) presenta el ritual como una forma de resistencia y de rebelión frente a las ideas y rutinas establecidas antes que como una manera de reproducirlas. Haciendo referencia a la praxis estética de los movimientos sociales, se centra en el análisis de la liminality, un término que introdujo Turner (1969) y que hace referencia a los estados o períodos de transición, sean individuales o colectivos, que tienen lugar entre estructuras formalizadas, en los que los actores «se dejan llevar» en representaciones ritualizadas. Estos períodos pueden estar más o menos ordenados y estructurados en sí mismos, como las fiestas y carnavales estudiados por Kaplan o las más espontáneas manifestaciones que organizan los movimientos sociales. Ejemplos de estas segundas que nos ofrece Schechner son las marchas en contra de la guerra en los Estados Unidos durante los años sesenta y setenta y el movimiento democrático chino tal y como se manifestó en la Plaza de Tiananmen en 1989. De forma distinta al caso que exponía Kaplan, en el que las clases populares se apropiaban de una práctica ritual establecida para sus propios fines, los ejemplos que menciona Schechner se centran en movimientos que, a través de representaciones ritualizadas, canciones, bailes, nudismo y sexualidad, etc., construyen la posibilidad de expresar su rebeldía y su aspiración (utópica) a la libertad. El movimiento abre un espacio donde se pueden dejar a un lado las restricciones establecidas y donde se puede expresar la «libertad». Los ideales del movimiento son por tanto objetivados, personificados y expresados mediante prácticas que pueden ser vistas, aprendidas y transmitidas a los otros. En la era de los medios de comunicación global esta transmisión puede llegar a miles de millones de personas

5. LA PRAXIS CULTURAL EN LA PRÁCTICA

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5.1 El Nuevo Movimiento Negro

No tengo ninguna duda de que el nuevo arte que nos llegará de la gente negra va a ser tan bello, y ello en todas sus dimensiones, como el arte que nos llega de la gente blanca... pero lo relevante hoy en día es que los negros no serán concebidos como seres humanos hasta que su arte obtenga reconocimiento (Do Bois, 1926). En los años veinte los Estados Unidos experimentaron un gran desarrollo de la actividad creativa de los afroamericanos. Con base en las ciudades industriales del Norte, y a medida que las áreas urbanas se fan más grandes para poder acoger a las olas de inmigrantes que llegaban de las regiones sureñas del país, empezó a surgir lo que podría llamarse un espacio público negro. Dentro de los barrios que se crearon transformaron en las concurridas zonas negras de Chicago, De Cleveland y Filadelfia, nacieron pequeños clubs y lugares de encuentro, restaurantes, cines, teatros y salas de baile. Se fueron creando formas de entretenimiento popular a medida que los que acababan de llegar reajustaban sus culturas tradicionales al entorno y estilo de vida urbanos”. Y simultáneamente fue desarrollándose entre los pocos afroamericanos de clase media que tenían estudios un creciente interés por la historia, la literatura y el arte negros. Estos dos procesos estaban interconectados, en parte gracias a una serie de revistas, diarios y periódicos que llegaban a esta amplia y muy diversa comunidad racial. Valiéndose de esos medios, «los líderes raciales» y los intelectuales pretendían fomentar la creación de una nueva identidad colectiva, fuera y dentro de los movimientos sociales, que integrara el movimiento nacionalista de Marcus Garvey y el integracionista National Association for the Advancement of Colored People (NAACP), cuyo dirigente intelectual era W. E. B. Du Bois, un sociólogo y editor educado en Harvard. Un aspecto fundamental de esta creación de identidad tenía que ver con el significado y la forma de la «cultura» y con su uso como medio y símbolo de práctica política y moral. La impresión de muchos participantes y observadores a medrados de los años veinte era que estaba naciendo una nueva era en los Estados Unidos. Se pensaba que un «nuevo negro», sofisticado, urbano y sobre todo con un sentimiento de orgullo racial, estaba reemplazando al estereotípico patán de campo ignorante, el «negrazo» y servil «tío Tom», y a otras imágenes simbólicas por el estilo que la América blanca despreciaba encantada, y que muchos afroamericanos parecían aceptar como una consecuencia inevitable de la política cultural de discriminación racial de su país. El arte fue una de las principales armas de esta lucha cultural. Como ya expresó un «líder racial» de esa época, «mediante sus desvelos artísticos el negro está desmontando a toda velocidad un estereotipo ancestral [...]. Está introduciendo en el pensar nacional la convicción de que es un creador activo y también un ser humano [...j que sus capacidades no sólo son obvias y materializables, sino además espirituales y estéticas...» (James Weldon Johnson, citado en Cruse, 1967, 34). Mientras, en el Norte urbano se experimentaba en mayor medida este sentimiento de cambio, por razones que tienen que ver tanto con el hecho de que era un centro de producción cultural como con el he- e que eran muchos los negros que vivían allí. En 1910 eran 91,709 los negros viviendo en la ciudad de Nueva York, en 1920 había 152,467 y desde entonces se produjo un gran incremento hasta alcanzar la cifra de 327.706 en 1930; los números en Chicago, Detroit y Cleveland aumentaban en una proporción aun mayor (Wintz, 1988, la ciudad de Nueva York se convirtió en el lugar de referencia de revitalización cultural. La zona alta de Manhattan conocida como Harlem, un antiguo paraíso rural que aún en 1910 hacía posible que las familias más adineradas de Nueva York pudieran vivir al estilo rústico y campestre, estaba rápidamente evolucionando hacia una «metrópolis negra», un centro cultural y a la vez un gueto urbano. En la conciencia de sus actores, cuyo núcleo estaba compuesto por una coalición laxa de alrededor de veinte personas, artistas, escritores, músicos y poetas, y por otros cientos en su periferia, lo que vino a llamarse el Renacimiento de Harlem (RH) era un símbolo de la promesa de la América negra. Aunque su núcleo de activistas fuese pequeño, su impacto fue grande, especialmente dado el empuje proporcionado por el enlace con la industria cultural en Nueva York. Un historiador ha o que más que un movimiento «el Renacimiento de Harlem fue básicamente una psicología, un estado de la mente o una actitud [...] una conciencia (de estar participando) en un nuevo despertar de la cultura negra en los Estados Unidos» (Wintz, 1988, 2). Adoptando una visión más amplia de los componentes del cambio social, y del significado de cultura y política, se puede ver al RH corno un movimiento político o, mejor aun, como un

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movimiento cultural con un efecto político, de manera bastante diferente a la defendida por algunos intelectuales de la estrategia de «integración por medio del arte». Esto supondría interpretar el cambio social en términos de cambios graduales en valores y actitudes que tienen lugar a largo plazo e implican el efecto acumulativo de un conjunto complejo de fuerzas sociales, incluyendo por supuesto movimientos artísticos y más directamente políticos. Esto une el largo y corto plazo, lo «político» y lo «cultural» dentro del marco de la sociología histórica, mientras que al mismo tiempo ilustra la dimensión estética de la práctica cultural de los movimientos soclales’5. La práctica cultural del RH pretendió conmover la propia naturaleza y significado de la experiencia, cómo el self (negro) había de ser entendido, e identificar el papel del arte y el artista en ese intento de (re)definir la situación de los afroamericanos. Aunque el propio movimiento fue pequeño y de corta duración, los resultados que produjo, al que las tradiciones que recordó e inventó, pusieron los cimientos sobre los cuales podrían nutrirse no sólo los sujetos individuales afroamericanos, sino también los posteriores movimientos sociales. La lucha sobre el significado y lugar de la cultura tenía tanto aspectos internos como externos. Internamente la lucha adoptó la forma de negros «viejos» contra «jóvenes», entre el sistema y la juventud. El RH movimiento juvenil además de ser un movimiento cultural político. Desde este punto de vista, muchos de los intelectuales más importantes de la época, aun aquellos que eran paladines del movimiento, fueron considerados como «viejos» negros, medidos en términos de edad, posición social e ideología. Eran considerados parte de una generación anterior de «profesionales» y «líderes raciales» negros de clase media cuyas preocupaciones prioritarias consistían en ser reconocidos y aceptados por la comunidad blanca. Para la nueva generación eran parte del problema, no la solución, aunque algunos, como el filósofo Alain Locke, cuya antología The New Negro (1925) generalmente es vista como el primer intento de juntar el «movimiento» bajo un techo, fueran benévolos con las exploraciones de las generaciones más jóvenes hacia áreas de cultura popular como el jazz y el blues, mientras que otros miembros de la generación de más edad consideraban estas manifestaciones culturales algo vergonzoso y degradante. Aunque se preocupaban principalmente por la integración política, cuando los viejos líderes negros discutían sobre «cultura» como un medio estratégico para dicha integración, su alcance se limitaba a las bellas, artes. Esta noción de cultura también era central para el «nuevo negro» de Locke y su comprensión del RH. La mayor parte de la vieja generación de líderes negros compartía los prejuicios culturales euros que tenían los blancos (de los que buscaban su aceptación): la verdadera cultura era la cultura superior y la música seria era la música clásica compuesta y tocada por aquellos con una instrucción formal. Aquellos que estaban fueran de esta denominación eran artistas músicos sin instrucción que mantenían las tradiciones orales populares del pasado rural y esclavo. En el mejor de los casos eran tolerados como representantes de una era ya pasada, y en el peor de los casos cómo una vergüenza y un recuerdo y reproducción constante de estereotipos raciales desfavorables. Robert S. Abbott, el editor y fundador de The Chicago Defender, el principal periódico negro de la ciudad, escribió en los años treinta en sus páginas: «en algún momento de nuestra madurez intelectual se espera de nosotros que tengamos en nuestro repertorio algo más que St. James Infirmary, Minnie the Moocher y Ah God’s Chillun Have Shoes.... Debemos entrenarnos para disfrutar de la música formal, conciertos sinfónicos y música de cámara. Esta música tiende a purificar los sentidos y edificar la imaginación. Ayuda a refinar los sentimientos al apelar a nuestros sí mismos estéticos superiores» (citado en Spenser, 1993, 113). También en el Defender, Lucius C. Harper escribió: Mientras que hemos fallado en estos temas fundamentales [recogiendo el reconocimiento político por parte de los blancos], hemos tenido éxito en ganar el apoyo y casi unánime popularidad en nuestras canciones de blues, espirituales, y logros en bailes de danzas acrobáticas. ¿Por qué? Nuestras melodías de blues se han hecho populares porque son diferentes, humorísticas y tontas. Cuanto más tontas mejor. Excitan la emoción primitiva en el hombre y hacen surgir la bestialidad. Comienza a tararear y lamentarse y saltar generalmente en cuanto se ponen en acción. Despiertan las emociones y encajan de buena manera con el licor ilegal. Rompen la tensión serla de la vida e inspiran la filosofía de «continuemos con el baile» (citado en Spenser, 1993). Lo mismo se podría decir de la literatura. Los escritores negros preferidos por las generaciones más viejas eran aquellos que escribían de la protesta o, en la literatura más popular, con mensajes a favor del «enriquecimiento» moral o económico parecido a esos cuentos de Horatio Alger con los

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que la población étnica blanca disfrutaba. La nueva generación ligada con el RH fue la primera en volverse hacia el interior, a escribir de manera expresiva acerca de las emociones, incluyendo los efectos psicológicos del racismo, y a escribir de manera realista acerca de la vida afroamericana. Estos eran temas que tendían a avergonzar a la generación más vieja. Con respecto a James Weldon Johnson, una figura importante en la transición entre el viejo y el nuevo negro, Cary Wintz escribió lo siguiente: El principal problema con el que se tenían que enfrentar los negros (en los años veinte) ya no era cómo tratar con el prejuicio sino cómo alcanzar la identidad racial (piénsese aquí en Jean Cohen, los dos «paradigmas» también pueden ser dos estrategias); la mayor tarea de los escritores negros no era la de mostrar la injustica racial sino la de poner al descubierto, describir y posiblemente explicar la vida de los negros americanos [...l antes de los años veinte la mayoría de los escritores negros evitaban descripciones detalladas y realistas de la vida colorista de los negros urbanos de clase baja, puesto que pensaban que detallar la miseria y vicio de los barrios del gueto sólo reforzaría los estereotipos raciales negativos. Generalmente describían a los negros en contextos de clase media y recalcaban las semejanzas entre la sociedad negra y blanca (Wintz, 1 988, 67). Existía una separación entre la elite y las masas que abarcaba el significado y meta de la cultura, y también los ingresos y la posición social. La nueva generación estaba construyendo su propia estética, algo que formaría una parte central de la práctica cognitiva de su formación identitaria colectiva. En la literatura y el arte esto significará una búsqueda de la «autenticidad» y la verdad, un giro hacia el realismo y alejarse del romanticismo edificante de la generación más vieja. Significaba el retrato realista de la vida callejera de Harlem que apareen el éxito de ventas de 1928 escrito por Claude Mckay titulado Home to Harlem, que para Du Bois era una expresión de lo «vicioso» en vez de lo «talentoso», el uso del dialecto y de la jerga callejera en el que inspiró la poesía de Langston Hughes, los cuentos populares historias recogidas y transformadas por Zora Neale Hurston, y el primitivismo y realismo naif en la pintura de Palmer Hayden y Willlam H. Johnson. Además la nueva generación estaba más abierta a la reproducción «mediada» de la cultura de lo que lo estaban sus mayores. Al igual que los movimientos juveniles de los años sesenta, los participantes y partidarios estaban mucho más abiertos a aceptar diversas formas de expresión y reproducción cultural (Eyerman, 1995). La radio y las grabaciones habían comenzado a jugar un papel importante promoción de la fusión de formas y géneros culturales, al igual que en su dispersión. De igual manera que sus contrapartes de épocas posteriores, esta nueva generación en los años veinte estaba más acostumbrada a escuchar la música de manera mediada y posiblemente más abierta a estilos convergentes y transgresiones que sus mayores. Langston Hughes, una de las figuras más importantes del RH, no tuvo ningún problema en fusionar jazz y poesía, o en escribir poemas en dialecto rural (algo que marcó a la generación mayor y que la vieja elite negra miraba con desprecio, y por tanto en mezclar los géneros «intelectual» y «no intelectual», y también las formas musicales y literarias . Tampoco tuvo problemas en burlarse de aquellos que lo hacían: Dejad que el estrépito de las bandas de jazz negras y el bramar de la voz de Bessie Smith cantando blues penetre en los oídos cerrados de los casi-intelectuales de color hasta que escuchen y quizás comprendan [...] Nosotros los artistas negros más jóvenes ahora pretendemos expresar nuestros sí mismos de piel oscura sin miedo o vergüenza (citado en Floyd, 1993, 9). Esta breve discusión acerca del Nuevo Movimiento Negro y el RH tenía la finalidad de ilustrar la práctica cultural de los movimientos sociales. En este caso el movimiento «social» era, a los ojos de muchos teóricos actuales de los movimientos sociales, un movimiento «cultural» y por tanto no un «verdadero» movimiento, puesto que su fuerza motivadora no era el poder político. Parte de lo que he querido expresar ha sido discutir esta distinción y noción de movimiento social. Sin embargo la finalidad más amplia era la de mostrar que la lucha por el significado, la manera en la cual se entiende el mundo, es una parte central de la propia esencia de los movimientos sociales. Tal y como lo expresa Roger Friedland en un reciente ensayo, «el significado de la sociedad está en juego en todos los movimientos sociales importantes».

Tan sólo quisiera preguntarme acerca del adjetivo <<importante» Estoy convencido que lo que yo he llamado práctica cultural la lucha sobre el significado, que también incluye una dimensión estética, es parte de la definición de aquello que identificamos como movimientos sociales.

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5.2. Práctica cultural. La música y el movimiento en pro de los derechos civiles

Un panfleto, no Importa lo bueno que sea, tan sólo se lee tina vez, pero una canción se aprende de memoria y se repite una y otra vez y yo sostengo que si una persona puede poner algunos hechos fríos de sentido común en una canción, y arroparlos en un manto de humor para quitar la sequedad, entonces tendrá el éxito de alcanzar a un gran número de trabajadores que son demasiado inteligentes o demasiado indiferentes para leer un panfleto o un editorial sobre ciencia económica (Joe Hill, citado en Reagon, 1975, 54). «Aprendido de memoria y repetido una y otra Vez»; ése es el proceso básico de la tradición y de lo que trata la interpretación ritual. Y el cantar y las canciones, como portadores de tradiciones, Son por tan poderosas armas en las manos de los movimientos sociales. Ese aspecto de la práctica cultural y el nivel de práctica estética en el que la tradición proporciona un recurso donde los movimientos sociales pueden inspirarse, puede ser ilustrado mediante el papel histórico de la música en la vida afroamericana. Comenzando con las canciones de los esclavos, la música ha proporcionado a los afroamericanos una forma expresarse y comunicarse bajo condiciones de gran opresión. Mientras que la discriminación es materia de controversia, tanto en su forma sagrada como secular, estas canciones llevaban un mensaje de esperanza y trascendencia a lo largo de décadas de lucha, aun después de la, emancipación formal. Estas canciones formaron la base de las «canciones de libertad» que fueron tan importantes durante el movimiento de los derechos civiles en los años cincuenta y principios de los Sesenta. Bernice Johnson Reagon escribe:

Las canciones de los esclavos representaban un cuerpo de datos que permanecía presente en la comunidad negra para ser usado en futuras situaciones de crisis […] En muchas ocasiones, lo nuevo salía de lo antiguo en medio de la actividad del movimiento. Este proceso evolutivo fue posible porque la estructura del materia1 tradicional le permitió funcionar en contextos contemporáneos. Había continuidad cambiándose algunas letras tradicionales por afirmaciones de ese momento. Estas canciones transformadas fueron usadas junto a canciones más s para expresar el mensaje de que la lucha de los negros tenía una larga historia (1975, 38 y 96). La evolución del «No nos moverán» que Berníce Johnson Reagon nos presenta en su obra acerca del papel de la música en el movimiento de los derechos civiles nos proporciona un ejemplo instructivo acerca del poder de la tradición en los movimientos sociales. Esa canción, que comenzó como un espiritual, fue recogida por el movimiento obrero y finalmente, debido al contacto entre el movimiento obrero y los activistas de derechos civiles en el Highlander Center en Tennessee a principios de los años sesenta, fue transformada en el himno del movimiento de los derechos civiles y, al final, utilizada por parecidos movimientos el mundo. Rastrear la «historia» de esa canción es un ejercicio instructivo sobre como la tradición y el ritual enlazan los movimientos sociales, proporcionando un río invisible de prácticas culturales personificadas, al igual que ideas e imágenes, entre movimientos y generaciones de activistas (potenciales). «No nos moverán» surgió de la tradición colectiva creada por los esclavos africanos en los Estados Unidos. Apareció por primera vez en forma escrita en una colección realizada en 1901 con el titulo «Yo estaré bien, no me moverán». En seguida aparecerá junto espirituales en hojas de partituras al alcanzar este género cierta popularidad, al crear la música de iglesia un nuevo mercado. Un giro importante tuvo lugar en los años treinta cuando la canción fue tomada por la Unión de Trabajadores del Tabaco (una unión negra) como parte de su campaña de movilización durante los conflictos laborales en el Sur. Durante este proceso se cambió el título a «Nosotros estaremos bien, no nos moverán». El pronombre colectivo reemplazó al singular reflejando un cambio en el locus de redención, si no de lo sagrado a lo secular, sí al menos de lo singular a lo plural. En 1947 tuvo lugar un segundo gran giro al transformarse la canción en una tonada organizativa de unión blanca en el Highlander Centre de Tennessee. Simbólicamente el título fue alterado a una forma gramaticalmente más correcta (en inglés se pasó del «We Will Overcome» al «We Shall Overcome). Esto fue

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llevado a cabo por un estudiante que había abandonado Harvard, Pete Seeger, entonces activo en el Centro, lugar que sirvió como espacio institucional en la lucha por mantener vivas las tradiciones del movimiento sindical en el extremadamente hostil Sur rural. Fue en el Highlander Centre, que no sólo era una de las pocas instituciones de su tipo, sino también una de las pocas en reconocer el valor de la música para los movimientos sociales, donde la canción fue finalmente devuelta a los negros y los derechos civiles. En 1954 se organizó un taller para enseñar canciones tradicionales de movimientos sindicales a jóvenes activistas en el movimiento desegregación de la escuela en la cercana Knoxville. Aquí el siempre activo Seeger enseñó a un grupo de jóvenes estudiantes femeninas las palabras y la manera ritual de interpretar el «No nos moverán». Lo llevaron a las calle y cárceles del Sur, y por supuesto modificaron su forma de presentación en el proceso. Finalmente, grabado por cantantes de folk populares como Joan Baez, la canción se ha convertido en parte de una cultura global de disidencia y generalmente se canta de manera rituailizada, como una canción en la que todos participan, con el público entrelazando las manos mientras canta. En los Estados Unidos la técnica tradicional de la llamada y la respuesta de la cultura musical afroamericana también se utiliza generalmente. Aquí el líder, como por ejemplo Pete Seeger en una de sus muchas versiones en vivo, «llama» un verso y’ el público responde con el ya bien conocido estribillo. «No nos moverán» y otras canciones asociadas con el movimiento en pro de los derechos civiles nos proporcionan una muestra del segundo nivel de la dimensión estética, en el que las canciones ayudan a movilizar la protesta y crear la solidaridad grupal en situaciones específicas. Bernice Johnson Reagon (sobre cuya investigación está basada la anterior discusión) escribe: «la música proporcionó la cohesión a la masa de personas en el boicot de autobuses de Montgomery; transmitió la esencia y unidad de su movimiento» (1975, 93). En el proceso, muchas canciones tradicionales fueron transformadas; por ejemplo Onward Christlan Soldiers, un himno cristiano, se convirtió en la canción de marchas y lucha más popular dentro del contexto del movimiento. «Desde las presiones y las necesidades implicadas en mantener la unidad grupal mientras se trabaja bajo intensa hostilidad y oposición física, el movimiento de resistencia pasiva con sentadas, desarrolló su cultura. La música era el sostén de esa cultura» (Reagon, 1975, 101). Mary King, activista del Comité de Coordinación No Violento de Estudiantes (SNCC), el brazo estudiantil del movimiento en pro de los derechos civiles en sus primeros momentos, escribió en sus memorias Freedoin Song:

El repertorio de «canciones de libertad» (cantadas en las manifestaciones) tenía una habilidad sin precedentes para evocar el poder moral de las metas del movimiento, para despertar el espíritu, confortar al afligido, infundir valor y compromiso, y unir extraños separados en una «banda de hermanos y hermanas» y un «círculo de confianza» (King, 1987, 23).

6. CONCLUSIÓN

Con los ejemplos proporcionados por el RH y el movimiento en pro de los derechos civiles espero haber ilustrado la importancia de lo que he llamado la práctica cultural de los movimientos sociales. Esta importancia funciona a dos niveles, a un nivel profundo en el que se interpreta y experimenta la realidad, el nivel de la cultura. Aquí lo que he llamado tradición y ritual trabajan para proporcionar puentes entre movimientos y generaciones de activistas. Las tradiciones ejemplificadas por medio de la música y el arte forman parte de la memoria colectiva que trae consigo maneras de ver y conectar el pasado y el presente, y de relacionarse individuos del pasado y del presente. Los rituales, actuaciones con una fuerte carga simbólica personifican las ideas y orientaciones contenidas en las tradiciones, y también proporcionan un enlace estructurado entre los movimientos y las generaciones. El Nuevo Movimiento Negro y el RH y la historia de la canción «No nos moverán» intentaban ser ejemplos ilustrativos de la práctica estética de los movimientos sociales. La literatura y las formas de arte del Nuevo Movimiento

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Negro originaron y ayudaron a personificar una tradición, una manera de definir la «negritud», que serviría como base de la que se nutrirían otros movimientos posteriormente. Rastrear la historia de la canción «No nos moverán» pretendía ilustrar cómo la música también puede enlazar movimientos, a lo largo del tiempo y de barreras raciales, y contribuir a la creación y continuidad de una cultura y habitus de protesta. Desde la perspectiva de la teoría de los movimientos sociales, la finalidad ha sido la de elaborar la noción de cultura tal y como actualmente está siendo debatida e ilustrar el papel de la tradición y el ritual en enlazar movimientos e individuos. La protesta muy bien puede tener lugar en olas y ciclos visibles, pero existen lazos invisibles entre ellos. El concepto de cultura actualmente usado por los teóricos de los movimientos sociales, aun en el caso de aquellos que intentan salirse de los marcos tradicionales de análisis, es utilizado de forma demasiado estrecha para captar la profundidad de la dimensión estética y la práctica cultural de un movimiento.

Roger Friedland escribe: «no se trata de si las ideas importan, sino de cuándo, cómo y qué materializan; ni de si idealizan o no, sino cuándo, cómo y qué hacen» (1995, 34). Las ideas y las tradiciones de la protesta importan cuando los movimientos sociales las revitalizan. He sugerido que pueden ser revitalizadas porque se han objetivado, como actos culturales, en canciones y otras representaciones simbólicas e llamamos arte. La práctica cultural de los movimientos sociales es movilización de las tradiciones contenidas en el arte y la música. Un hecho a explorar es cómo y bajo qué condiciones sirven las tradiciones y las prácticas rituales para el cambio social, y no para su reproducción. Éste es el reto y la tarea de una sociología cultural de los movimientos sociales.