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Un maestro socialistaVida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

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Un maestrosocialista

VIDA, PASIONES Y LEGADO DE

ALFREDO BRAVO

Jaime Rosemberg

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Imagen de tapa:Alfredo Bravo en un acto de campaña en Avellaneda, 2003.Gentileza: Prensa Partido Socialista

Imagen de página 4:En su despacho de director en la escuela Agote, donde ejerció entre 1961 y 1974.Gentileza: Familia Bravo.

© 2018 · Homo Sapiens EdicionesSarmiento 825 (S2000CMM) Rosario | Santa Fe | ArgentinaTel. 54 341 4243399 | 4406892 | [email protected]

Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.Prohibida su reproducción total o parcial.

ISBN 978-987-771-000-7

Coordinadora de edición: Laura Di LorenzoDiseño editorial: Lucas Mililli

Este libro se terminó de imprimir en abril de 2018en Borsellino Impresos S.R.L. | Ov Lagos 36532000 Rosario | Santa Fe | Argentina

Rosemberg, Jaime Un maestro socialista: vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo / Jaime Rosemberg. - 1a ed. - Rosario: Homo Sapiens Ediciones, 2018. 240 p.; 24 x 17 cm.

ISBN 978-987-771-000-7

1. Biografía. 2. Partidos Políticos. 3. Socialismo. I. Título. CDD 320.982

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A mis padres Doye y Leiba,que me inculcaron el amor a la lectura.

A Luciana y Simón, mis amores.

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Índice

PróloGo

Un genio atrevido .................................................................................................................................. 11por Susana Rinaldi

introducción

En el altillo ........................................................................................................................................................ 13

caPítulo 1Pan y socialismo ...................................................................................................................................... 17

caPítulo 2Contras bajo fuego peronista ............................................................................................ 31

caPítulo 3Un sarmientino entre sindicalistas ......................................................................... 43

caPítulo 4Sombras y niebla .................................................................................................................................... 59

caPítulo 5Funcionario de la democracia, testigo del horror .......................... 77

caPítulo 6Operativo retorno ................................................................................................................................ 91

caPítulo 7Pasiones públicas, logias secretas ......................................................................... 107

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caPítulo 8Encuentro con el diablo .......................................................................................................... 119

caPítulo 9Dos oportunidades perdidas ......................................................................................... 133

caPítulo 10Motor de la unidad, candidato a Presidente ........................................ 149

caPítulo 11Piso 13, oficina 1337 .................................................................................................................... 161

caPítulo 12La última carta, el último brindis .......................................................................... 173

ePíloGo

La herencia, quince años después ......................................................................... 189

aGradecimientos

El revés de la trama ........................................................................................................................ 227

Fuentes y biblioGraFía ........................................................................................................................ 233

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11UN MAESTRO SOCIALISTA

Prólogo

Un genio atrevido

acer en nuestra querida provincia de Entre Ríos (Concepción del Uruguay) no fue impedimento para recibir la categoría de MAESTRO de toda la vida en el Municipio de Avellaneda.

¡Quizás sea este el modo de nacer argentino!Hombre veraz y jugado como pocos. Siento la obligación de agra-

decerle cada una de las lecciones que, de solo estar y sin imaginar, supo entregar a la ciudadanía interesada como político y socialista sin vueltas.

Supo militar como pocos en cuanto a fundador del sindicato docente CTERA y como homenaje a los derechos humanos dando ejemplo desde su hombría de bien, siendo uno de los miembros funda-dores de la Asamblea Permanente a tal propósito.

Tuve la inmensa fortuna de aprender a militar políticamente a su lado. Suponía en aquel entonces que ser militante de la vida era un don preciado que Mario Benedetti nos había legado y que en ese entonces nos obligaba a seguir adelante con la convicción de que toda lucha ciu-dadana en favor del otro era una obligación inexcusable que no debía-mos hacer a un lado.

Alfredo Bravo y su actividad sin descanso eran nuestro sostén. Su ejemplo permanente nos obligaba a no mirar hacia atrás. Lástima que personajes de su talla no se reproducen fácilmente en nuestra sociedad. Así nos va…

Sin embargo, quien ha tenido la suerte de tenerlo al lado no podrá olvidar sus dichos atrevidos sin tomar en cuenta que la memoria colec-tiva es quizás la única de las pocas memorias que no perdonan a quienes

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12 UN MAESTRO SOCIALISTA | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

pretenden franquear sus pesadas puertas. La vida a veces se compadece con algunos geniales atrevidos permitiéndoles enaltecer sus presencias en nuestra historia política, social y cultural, a través de miradas profun-das. Como en este caso nos ofrece nuestro circunstancial amigo Jaime Rosemberg, haciendo una prolija exposición sobre la vida y obra de nuestro siempre bien amado y respetado Don Alfredo Bravo.

Dicho esto en beneficio de instalar en cada interesado sobre su vida ejemplar la curiosidad satisfecha de todos y todas que sepan abrevar de momentos que sin duda enaltecerán mucho mejor estas palabras de vida y obra poco común de gran socialista.

Sigue siendo ejemplo perdurable para nuevas generaciones que no merecerían ignorar su testimonio que espera siempre nuestro recono-cimiento tardío.

¡Que así sea! 

Susana RinaldiCantante, Socialista y Embajadora Itinerante de UNESCO

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13UN MAESTRO SOCIALISTA

IntroduccIón

En el altillo

gudo, tenaz, insoportable. El dolor vuelve, una y otra vez, a esas piernas maltrechas que le recuerdan, a cada paso, el infierno por el que debió pasar, un cuarto de siglo atrás. Está termi-

nando mayo de 2003, y Alfredo Bravo mira las trajinadas paredes de su altillo en la casa de la calle Vilela, su refugio desde hace más de tres décadas, el lugar silencioso e íntimo donde anidan retazos de su vida personal y política.

–Acá no entran las mujeres –piensa en voz alta, y se permite esbo-zar una sonrisa irónica, aunque esté solo en ese pequeño y desordenado espacio que construyeron el tiempo y las vivencias de casi ocho déca-das. En un rincón aparecen centenares de grabaciones de tango de todas las épocas. Más cerca de la puerta sobresale una pila con carpetas de borradores anillados de su libro sobre la vida de Enrique Delfino, el querido primo mayor que lo metió sin avisarle en el mundo de la bohemia y la noche porteña, un lugar en el que siempre se sintió a gusto, y al que siempre le gustaba volver.

En una pared, las fotos de sus admirados Juan B. Justo, Alicia Moreau de Justo y Alfredo Palacios, emblemas centrales de un ideario socialista que abrazó sin ser aún mayor de edad y que no abandonaría nunca. En otra pared, entre la foto de Delfino y los banderines de River Plate, una serie de fotos de su hijita Liliana Isabel, una herida abierta a mediados de la década del cincuenta que no pudo ni supo cómo cerrar.

Retrocede, en su mente, hacia ese niño que alguna vez fue, el que repartía pan por orden de su padre anarquista en el barrio de Villa Urquiza

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14 UN MAESTRO SOCIALISTA | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

antes de ir a la escuela. Repasa su vida como maestro, que comenzó cuando era poco más que un adolescente en parajes desolados de la pro-vincia de Buenos Aires, y se forjó en miles de horas frente a alumnos pequeños y adultos con vocación por aprender. Aparece también el día en el que, de la mano de su mentor Italo Américo Foradori, decidió enrolarse en el gremio docente para extender a todo el país el precepto sarmientino de «educar al soberano» para rescatarlo de la pobreza y la ignorancia.

Cierra los ojos. Le parece sentir todavía las caricias en forma de aplausos de una sala llena, aquella noche de 1966 cuando en el teatro Sarmiento se estrenó El Cerco se Cierra, su obra de teatro más exitosa.

Por su cabeza, pero por sobre todo por su cuerpo, pasa la crucial y dolorosa década del setenta. Repasa una vieja carpeta: aparece allí como uno de los fundadores de la CTERA, la entidad que corporizó la ansiada unidad de los gremios de la educación; también se encuentra con un recorte que detalla la fundación, junto a otros dirigentes, de la APDH, que a fines de 1975 comenzó a trabajar por la defensa de los derechos ciudadanos cuando el país se debatía entre los ataques de las organizaciones armadas y la violencia paraestatal conducida en las sombras por el «brujo» José López Rega, en el final del gobierno de Isabel Perón.

Mueve una pierna, aletargada y casi inútil. Retrocede al momento del secuestro, a los golpes que lo atontan dentro de un auto que va, veloz e impune, hacia el infierno, en aquella noche de septiembre de 1977. Trece días desaparecido, en un limbo entre la vida y la muerte, nueve meses preso, otros seis en prisión domiciliaria y libertad vigi-lada. Se junta en su memoria la vuelta al gremio, allá por 1979, y las visitas diarias a las escuelas con Francisco Montesanto para vender libros, siempre con la felicidad del sobreviviente y la emoción que se repetía en cada encuentro con las maestras.

La voz de Dominga, su empleada de siempre que lo busca desde la planta baja, lo obliga a un alto en el recuerdo. Piensa en su familia: en su esposa Marta Becerini, con quien lleva compartido más de medio siglo, en sus hijos Daniel y Rubén, ya maduros. Calibra las miles de ver-dades no dichas en estos años, los secretos que lastiman, los silencios acumulados que nunca se aclararon, los abrazos propios y ajenos que nunca llegaron. Se consuela pensando que Lidia «la Negra» Cattani, su inseparable compañera y colaboradora, estará como desde hace cuatro décadas cerca suyo cuando regrese al Congreso.

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15EN EL ALTILLO

Una nueva señal lo pone en alerta. Además del maldito dolor de piernas, y de una diabetes tipo 2 que nunca parece dar tregua, el pecho le trae molestias desde hace unos días. No da demasiada importancia a las señales: las atribuye al trajín de una campaña reciente que terminó en aplastante derrota, que lo dejó exhausto y por sobre todo, enojado con propios y ajenos.

Una nube enrojecida se posa sobre su conciencia y distorsiona sus pensamientos. Se siente traicionado, usado, ninguneado, por los líderes de la centroizquierda en los que creyó y a quienes apoyó sucesivamente en la última década: el peronista Carlos «Chacho» Alvarez, con quien armaron el Frepaso, y la líder de ARI, Elisa Carrió, a quien también quiso mucho y ante quien en ese mayo de 2003 sólo siente enojo y des-ilusión. Está seguro de haber sido utilizado y descartado por aquellos jóvenes socialistas que lo sostuvieron en mil batallas y llegaron a tener un nombre y una banca a su sombra. También lo enojan otros veteranos del partido que –está seguro– no se preocuparon por ayudarlo o al menos amortiguar una caída electoral previsible, una despedida electoral que –cree– no merecía. 

–Son unos desagradecidos. Y ahora piensan que soy un viejo pelo-tudo –masculla. Sabe que desde el regreso de la democracia, cuando su amigo el presidente Raúl Alfonsín lo premió con un cargo en el Ministe-rio de Educación, se transformó en un símbolo de pelea por los derechos humanos en los tiempos más oscuros. Y en su monólogo solitario les vuelve a recordar, a todos esos socialistas que miraron para otro lado –o fueron funcionarios– de largas y feroces dictaduras, que él los «blan-queó» cuando decidió regresar al viejo partido, en 1988. 

En otra vieja caja aparecen recortes y boletas de sus participacio-nes electorales, en las que –salvo los que tiene más presentes– siem-pre recibió el apoyo popular de los porteños, que en última instancia era lo que más le importaba. Recuerda que sumó prestigio (y bancas, y empleos) compartidos con sus compañeros socialistas, a través de sus performances de 1989 como doble candidato a vicepresidente y diputado; en los comicios que marcaron su llegada al Congreso en 1991como diputado porteño; y en sus reelecciones de 1995 con el Frepaso que enfrentó a Carlos Menem y 1999 por la Alianza que llegó a la Casa Rosada, ambas como cabeza de lista. Vuelve a poner una mueca de disgusto cuando piensa en aquella elección de octubre de 2001, en la que tenía tantas esperanzas y en la que terminó enredado, gritando al

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16 UN MAESTRO SOCIALISTA | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

cielo por una banca de senador a la que nunca accedería. Se pregunta por qué Néstor y Cristina Kirchner –sobre todo ella– pudieron darle vuelta la cara cuando los necesitó, y cómo optaron por algunos de sus enemigos a la hora de llegar al poder.

–Basta de recuerdos –se dice. Camina unos pasos, estira las piernas, se mira al espejo. Tiene 78 años recién cumplidos y un cuerpo magu-llado, pero no quiere bajar la guardia. «Creo que una derrota, como muchas que he tenido en mi vida, es un estímulo eficaz para producir una buena lectura de la historia, pero no puedo bajar los brazos y reti-rarme de la actividad política, como pensé en algún momento», escribe con bronca apenas contenida en un papel que pronto será una carta que circulará entre los miembros del partido, y que leerá en la cara de aquellos a los que ahora critica.

Deja una pila de libros de castellano y francés, apaga la vieja com-putadora. Aliviado, silba «Adiós, Nonino», de Astor Piazzolla, mientras camina hacia la terraza a regar sus plantas, las 22 azaleas rosas de las que está orgulloso y que le traen tanta paz. «No me considero parte de la vieja política. Como la gente, yo también estoy enojado con los polí-ticos», le había dicho días antes a una periodista del diario La Nación que le preguntó por el «que se vayan todos» y las cacerolas, que todavía seguían sonando. 

Es tiempo de dejar el altillo. Mientras baja con dificultad los dieci-séis escalones que lo separan de la planta baja, recuerda que su célebre amiga Susana Rinaldi, compañera de tantas noches de tango y política, recibe un premio en la embajada de Finlandia y claro, como no va a ir a acompañarla en un momento tan lindo, se dice. No sabe, aunque tal vez lo presienta, que ese compromiso será el último acto público de su vida. Que horas más tarde de aquella reunión en una casona bonaerense, en la que se permitió bromear con diplomáticos de gesto adusto, cantu-rrear algún tango y brindar junto a varios de sus amigos de siempre, su corazón dirá basta.

Se irá dejando una larga lista de alumnos del corazón, pensándose a sí mismo como un «rebelde» que desafió a todos, y que a pesar de gol-pes y derrotas se mantendría fiel a un puñado de ideas, hasta el último suspiro.

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17UN MAESTRO SOCIALISTA

Capítulo 1

Pan y socialismo

ací un 30 de abril, entre el Día del Animal y el día del Traba-jador. Y así soy: mitad animal, mitad trabajador.De esa forma le gustaba definirse, con gracia y una pizca de

ironía, a Alfredo Bravo cuando le preguntaban por su día de llegada a este mundo. La casualidad, el destino y las vicisitudes de una familia de inmigrantes se conjugaron para que su primer hogar –al menos el declarado por él mismo– fuera Concepción del Uruguay, un por entonces pequeño poblado entrerriano. Se trató, si es que ocurrió, sólo de una transición: más allá de su posible nacimiento a 400 kilómetros de la Capital, vivió y murió como un porteño de ley, adoptó y amó a la ciudad de Buenos Aires, sus lugares y su impronta, desde que usaba pantalones cortos y hasta su último suspiro.

Tal como decía, con su prosa inigualable, el gran Jorge Luis Borges, los argentinos descendemos «de los barcos», por lo que el origen fami-liar de Alfredo Bravo debe rastrearse hasta una embarcación que vino desde Europa. Francisco Bravo Vega, su padre, era un andaluz mala-gueño nacido en septiembre de 1887 que llegó a la Argentina a prin-cipios de siglo desde la España atravesada por la pobreza y el auge de movimientos de izquierda como el socialismo, el comunismo y el anar-quismo. «Mi viejo se había ido de España escapando del servicio militar, que en aquella época se hacía en Celta y Melilla y duraba varios años», recordaría su hijo años después. El joven Francisco tenía sus razones para huir: su propio padre había muerto durante la guerra entre Cuba y España que terminó con la independencia de la isla caribeña. De menos

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18 UN MAESTRO SOCIALISTA | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

de 1.60 de estatura, peinado siempre a la gomina y dueño de una per-sonalidad avasallante, Francisco fue parte de una ola de inmigrantes imparable: el censo de 1914 indicaba que el país contaba con un 30 por ciento de habitantes extranjeros –en su mayoría españoles e italianos–, y Buenos Aires había pasado de 665.000 habitantes en 1895 a 1.575.000 en ese mismo año, cuando comenzó la Primera Guerra Mundial en el Viejo Continente.

Como la mayoría de los inmigrantes que llegaron por esos años al puerto de Buenos Aires, Francisco arribó sin dinero ni contactos en la gran ciudad, por lo que debió pasar por muchos sufrimientos antes de asentarse. Consiguió trabajo en la sucursal de Villa Urquiza de la Unión Telefónica, el antecedente de la empresa estatal Entel, que había surgido en 1882 de la fusión de las primeras empresas de tele-fonía de la Argentina: la Société du Pantéléphone L. de Locht et Cie. (francesa); la Compañía de Teléfono Gower-Bell (inglesa) y la Com-pañía Telefónica del Río de La Plata (norteamericana). Además de tener trabajo estable, Francisco conoció por aquellos años a Angela Luisa Conte, una muchacha hija de piamonteses de religión protestante a la que llamaban Rosa, que vivía en la Siberia (zona obrera de la actual Villa Urquiza). Su padre italiano trabajaba en la entonces famosa fábrica de toscanos Avanti y tenía como hobby tocar el trombón.

El romance avanzó sin problemas y de ese amor, luego del matri-monio, surgieron Nivardo Andrés, nacido en 1917, y Susana Julia, que llegó cuatro años después. Con Angela embarazada de su tercer hijo, y según el relato de Bravo y el de su hijo Daniel, Francisco acata las órde-nes de la empresa telefónica y se traslada por un tiempo hacia Concep-ción del Uruguay, una por entonces pequeña ciudad del norte de Entre Ríos, a las costas del río Uruguay. Allí vivían Nicolás e Isabel, parientes cercanos de Angela, nacida en diciembre de 1893 y seis años menor que Francisco.

El «mito» del nacimiento

Fue en ese paraje agreste y todavía algo virgen, ese 30 de abril de 1925 y según se encargaría de contar el propio protagonista, donde nació Alfredo Pedro Bravo, tercer hijo del matrimonio, en el hospital

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19PAN Y SOCIALISMO

de ese poblado entrerriano. Aquí los documentos difieren del «mito» que alguien echó a correr y que Bravo, con picardía, nunca desmintió: según su Libreta de Enrolamiento número 4.016.773, el niño Alfredo nació en Buenos Aires, y la misma ciudad aparece en la libreta de casa-miento del ya joven Bravo con Marta Becerini, veinticinco años des-pués. Pudo, es cierto, haber nacido en Entre Ríos, y luego ser anotado en Buenos Aires, como solía ocurrir en aquella época, pero esta teoría –esgrimida por su hijo Daniel, algún periodista y varios de los que más tarde fueron sus colaboradores– no tiene base de sustentación en pape-les o documentos.

«En el 94, la nueva Constitución se jura en el Palacio San José, en Concepción del Uruguay. Fuimos un día antes con mi viejo a visitar al partero, que vivía ahí nomás de los parientes y cuyo hijo también era médico», asegura Daniel Bravo en defensa de la tesis de su padre y sin dar nombres ni direcciones. «Creo que a él le gustaba generar ese mito, como el de Gardel, del que nunca se supo dónde había nacido. Y si ese misterio lo tenía Gardel, por qué no lo iba a tener él», se divierte Hugo Campos, que llegaría a la vida de Bravo en 1978 y viviría a su lado casi como un hijo más durante veinticinco años.

Haya nacido o no en Entre Ríos, lo cierto es que los cinco miem-bros de la familia, sin demasiados recursos, vivieron un tiempo en aque-lla casa hasta que pudieron regresar a Buenos Aires.

En aquel 1925 gobernaba la Argentina el radical Marcelo T. de Alvear, elegido por Hipólito Yrigoyen para sucederlo tres años antes. Llegado desde la embajada argentina en París, Alvear comandaba entonces un gobierno conservador en lo político, austero en lo econó-mico y abierto a las inversiones extranjeras, pero a la vez sin contacto ni interés en las clases medias en ascenso que se sentían identificadas con su antecesor. Tres años después, y con una bonanza económica que amenazaba con extinguirse, los argentinos votarían el regreso de Yrigoyen, ya deteriorado y senil, una elección equivocada que derivó en el inicio del largo y penoso ciclo de golpes militares en el país.

La historia de la probable ciudad natal de Alfredo tendrá muchos puntos en común con lo que luego serían sus intereses y desvelos, sobre todo en lo vinculado a la enseñanza. Un detalle histórico lo ejemplifica. El 16 de junio de 1879 se resolvió crear un escudo municipal para la ciudad, fundada en 1783 por Tomás de Rocamora. La ordenanza que disponía su creación tenía cuatro artículos. El primero rezaba: «Créase

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un escudo para la municipalidad que simbolizará la educación prima-ria». En el tercer artículo se puntualizaba: «El emblema será en campo gris, el siguiente: una maestra colocada a la derecha dando lecciones de geografía a una niña y designando con el puntero la parte del globo en la que se halla la República Argentina. El globo geográfico se repre-sentará colocado sobre una mesa presentando la faz de América. En la parte superior llevará una estrella entre dos gajos de laurel», decía la ordenanza, casi como un homenaje al impulso que, por entonces, la generación del 80 que integraron Domingo Faustino Sarmiento, Nico-lás Avellaneda (por entonces presidente) y Julio A. Roca le daba a la educación pública en el país.

Otra «casualidad» no tan casual une al recién nacido con esa ciu-dad. Concepción del Uruguay, que en el momento de nacer Bravo tenía poco más de 14.303 habitantes (datos del censo de 1914) es la ciudad de Justo José de Urquiza, el caudillo entrerriano que derrotó a Juan Manuel de Rosas en la batalla de Caseros, que llegó a presidente de la Nación en 1854 y que fue varias veces gobernador de su provincia. Desde su amplia residencia en el palacio San José, Urquiza fue a la vez un gran impulsor de la instalación de escuelas en su querido terruño. «Mi heredero es el Colegio del Uruguay» decía el caudillo, que en 1849 fundó el Colegio Nacional Justo José de Urquiza, primer colegio laico del país y tercer establecimiento de educación superior de la Argentina, detrás de las universidades de Córdoba y Buenos Aires. Desde 1942, ese colegio es Monumento Histórico Nacional. La ciudad entrerriana también contaba, desde 1869, con la Escuela Normal Mixta de Maes-tros y Profesores. El afán educador de Sarmiento otorgó, así, a Concep-ción del Uruguay la segunda escuela normal de formación de maestras del país. La primera fue la de Paraná, que desde 1883 fue designada como la capital provincial. Tal vez este cúmulo de «lindas historias» vinculadas a la educación hayan persuadido a Bravo de «dejar pasar» el rumor y afirmar que nació en territorio de los «panza verde», como le dicen a los entrerrianos por su afición al mate.

Los primeros recuerdos del pequeño Alfredo remiten a Villa Urquiza, un por entonces despoblado y agreste paraje de los suburbios porteños. Fundada por Francisco Seeber en 1887, el poblado se llamó «La Loma» y Villa Modelo», hasta que en octubre de 1901 los vecinos (muchos de los cuales eran justamente entrerrianos) decidieron lla-marla Villa General Urquiza. Treinta años después, Alfredo comenzó

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a jugar a la bolita, al balero y al futbol de los potreros de La Villurca, alejada del centro y caracterizada por su frondosa vegetación y la tran-quilidad que allí se respiraba, sin edificios y con tránsito escaso.

Rutina y licencias

Mientras educaba a sus tres hijos con la moral estricta y los ideales libertarios del anarquismo, y ya fuera de la empresa telefónica, Francisco Bravo empezó a darle a su hijo menor las primeras responsabilidades. A los siete años, y al igual que sus hermanos, el niño comenzó a traba-jar en la panadería La Belga Italiana, en la actual esquina de las calles Andonaegui y Le Bretón, con la que la familia Bravo obtenía su princi-pal fuente de ingreso. El malagueño creía, al igual que los anarquistas y socialistas de aquella época, que incentivar la cultura del trabajo mol-dearía para bien la personalidad de sus hijos.

Cada mañana la secuencia se repetía. El menor de los hijos del matri-monio repartía el pan a sus vecinos, una rutina que repetía cerca del mediodía, cuando retornaba del colegio de varones Juana Manuela Gorriti, en la intersección de las calles Triunvirato y Cullen, a metros de la estación de tren de Villa Urquiza. «A las seis era la primera horneada, repartía de seis y media a siete y cuarto, tomaba la leche y me iba a la escuela. Volvía pasadas las diez, cuando se hacía la segunda horneada», contaba.

Sus amigos de entonces lo miraban con una mezcla de asombro y admiración. «Era el único de nosotros que trabajaba desde tan chico. Creo que esa experiencia le dio una fuerza muy grande», recordaba Héctor Pellerano, uno de sus mejores amigos de entonces y que más tarde sería su dentista. El futuro profesor comenzó así a relacionarse y recibir el cariño de la gente, un hábito que nunca abandonaría, y que necesitaría como el agua para seguir viviendo.

La calle le daba licencias, y el pequeño Alfredo se hacía tiempo para conocer el barrio. Una vez, un circo se estableció cerca de la panade-ría, y la curiosidad lo llevó hasta allí. Conoció a un joven acróbata, sin plata y con una historia de maltratos recibidos por su mentor en el arte de las acrobacias y los gags. El mentor había sido el payaso brasileño Chocolate, y el joven payaso José «Pepe» Biondi, que en los años cin-cuenta y sesenta se transformaría en un fenómeno de taquilla, no sólo en el circo sino también en el teatro y la televisión, donde personajes

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como «Pepe Galleta», «Narciso Bello» o «Pepe Curdeles» hicieron reír a varias generaciones de argentinos.

«Siempre nos contaba que le llevaba medialunas y bolas de fraile, a escondidas de su padre porque Biondi no las podía pagar», recordarían Esteban Tzicas y Rubén Gerli, dos colaboradores de Bravo en su paso por el Congreso.

En aquellos años, a partir de 1932 y hasta 1938, gobernaba el gene-ral conservador Agustín P. Justo, que llegaría a la Casa Rosada apo-yado por la dictadura de José Félix Uriburu, cabeza del primer golpe de Estado en al país, en septiembre de 1930 y luego de derrocar a Yrigoyen. Era una democracia restringida, en la que el fraude era «patriótico», un método utilizado por las élites para impedir el regreso de la UCR u otras expresiones populares al poder que también utilizarían sus suce-sores Roberto M. Ortiz y Ramón Castillo. La llamada «Década Infame» incluiría la postura de «neutralidad» de los distintos presidentes en relación a los conflictos armados que sacudían a Europa y desemboca-rían en una reacción nacionalista.

A través de la radio, Francisco y sus pequeños hijos seguían con atención las noticias que llegaban de España, desgarrada por una cruenta guerra civil desde 1936, preanuncio de la ola de horror y muerte que sacudiría a Europa a partir de 1939, con la invasión nazi a Polonia y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

En una casa politizada de clase media baja, donde muchas veces a la semana se comía puchero, el niño también comenzó entonces a identificar a los enemigos del anarquismo, el movimiento surgido de los jóvenes inmigrantes, que se había hecho fuerte en fábricas y barria-das obreras, y que había tenido su sangriento bautismo de fuego el 14 de noviembre de 1909, cuando el joven Simón Radowitzky asesinara al entonces jefe de policía Ramón L. Falcón. Así, Alfredo aprendió de boca de su padre que el Ejército y la Iglesia eran «instituciones donde abundaban la hipocresía y maldad», integradas por hombres que sólo en sus excepciones podían identificarse como tales. A pesar de su fuerte carácter y de su alergia a la Iglesia, Francisco perdió la pelea interna con Angela: el niño fue bautizado en el rito cristiano.

–Era estricto, tenía su moral, pero siempre era fiel a sus ideas. Ahora los políticos son tan higiénicos que se cambian de camiseta cada vez que se bañan. Mi padre era más bien un roñoso –se reía Bravo una

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mañana de febrero de 2002, cuando recordaba a su padre. ¿Y su madre? «Seguía a mi padre, en todo», resumía Daniel, aunque Angela viviría casi cien años y sería también una figura fuerte e indeleble en la vida de su hijo.

El panadero Francisco había llegado a un país en el que durante las primeras décadas del siglo habían florecido los movimientos socialistas y anarquistas, de la mano de una inmigración vertiginosa y caótica, que dio lugar a protestas y manifestaciones de esos grupos. Estaban disconformes con sus condiciones de trabajo e integración a la sociedad argentina, que sostenía un modelo económico exportador de materias primas que dejaba a miles de personas en situación de orfandad.

Los caminos por los que iban ambos grupos de izquierda eran diametralmente opuestos: mientras los socialistas apuntaban a ganar espacio a través de la lucha política y parlamentaria, la organización y la educación de las clases populares, los anarquistas creían que todo eso era, al decir del historiador Emilio J. Corbiere, no más que «filisteísmo reformista» y «una forma de adormecer a los trabajadores». Proponían métodos violentos de «acción directa» y el recurso de la huelga general. Muchas veces esos métodos le daban la excusa perfecta a la represión de las fuerzas policiales y de los gobiernos a los que se enfrentaron.

A pesar de los deseos paternos, y un poco también como gesto de rebeldía contra esos deseos, las ansias políticas de Alfredo no se incli-naron por esos métodos violentos, que tantos seguidores cosecharon en las primeras dos décadas del siglo veinte y que fueron perdiendo fuerza con el correr de los años. Obnubilado por la original estampa y el discurso encendido del dirigente Alfredo Palacios, que en 1904 se había convertido en el primer legislador socialista de la historia argen-tina y de América latina, el por entonces joven estudiante de magisterio en la Escuela Popular San Martín se afilió al Partido Socialista en 1943. Lo hizo el día que cumplió los 18 años, y mientras él comenzaba a militar en un local de la calle Nahuel Huapi el país asistía, desde una posición de no intervención que despertaba sospechas y resquemores, a la lucha de los aliados contra el nazismo. Promediaba la Segunda Guerra Mundial.

Quince años antes, en 1928, había muerto de manera sorpresiva Juan B.Justo, el intelectual y político que había traducido del alemán al castellano El Capital, la obra cumbre de Karl Marx, y fundado el Partido

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Socialista en 1896. Bravo rescataría siempre a ese médico e intelectual que junto a su esposa, la médica y militante feminista Alicia Moreau de Justo, dio los primeros y fundamentales pasos del socialismo demo-crático en el país.

En sólo 63 años de vida, Justo fundó el partido, el diario La Van-guardia y la Cooperativa el Hogar Obrero, fue diputado y senador, inauguró la Casa del Pueblo para educar allí a los obreros nacionales y extranjeros. La educación era, para los primeros socialistas, fundamen-tal: el propio PS y sus afiliados fundaron escuelas para niños y adultos donde nativos y recién llegados aprendían desde las primeras letras hasta cursos que los habilitaban para conseguir empleos mejor remune-rados. Organizaban campañas contra el alcoholismo y la trata de blan-cas, que consideraba «vicios» que «contribuían a la miseria de la clase trabajadora». Y conscientes de que buena parte de su base electoral eran los inmigrantes, abogaban por la «naturalización» de los extran-jeros desde su órgano de difusión y en campañas públicas.

Juan B. Justo siempre creyó posible combinar la teoría marxista y la vigencia de derechos sociales, en una sociedad con libertades eco-nómicas y políticas, dentro de un esquema capitalista. Murió de un síncope en su casa en Los Cardales, cuando el niño Alfredo no había cumplido 3 años.

Pero aunque respetaba y respetó siempre a Juan B. Justo, su pasión juvenil estaba del lado de Palacios, que ya de joven impresionaba con su sombrero de ala ancha, su capa y sus llamativos bigotes de mosquetero. Fue el modelo a seguir por el joven Bravo, aunque no siempre coincidió con sus posturas y poco después de afiliarse tomaría un rumbo dife-rente al de su ídolo político.

«Nunca me gustó la violencia, y Palacios representó muy bien ese pensamiento que yo tenía, en el sentido de cambiar las cosas para el pueblo, para los trabajadores, enseñarles sus derechos y darles una vida mejor», rememoraría Bravo años después. «Dedicó su vida a los traba-jadores, creó leyes para ellos que luego fueron usadas por otros y con-vertidas en políticas de Estado», definió Bravo con algo de rencor hacia el peronismo, que vendría poco tiempo después a quitarle banderas y argumentos a ese caballero de talante quijotesco con carácter irascible que marcó sus primeros años de carrera política.

Polemista incansable –fue expulsado en 1915 del PS por batirse a duelo con el también diputado Horacio Oyhanarte– Palacios fue el

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creador de las primeras leyes de protección laboral dictadas en el país, que establecían derechos y limitaban a un mercado claramente abu-sivo: la Ley de Descanso Dominical y la Reglamentación del Trabajo de Mujeres y Niños. También fue autor de la primera ley contra la explotación sexual en tiempos de proxenetas y explotación de jóvenes inmigrantes. Intentó, sin éxito y en minoría, reglamentar la jornada de 8 horas para los empleados, la ley del voto femenino y una ley de accidentes de trabajo. A Bravo le impresionó siempre la denominada Ley de la Silla, un reclamo de los gremios socialistas y anarquistas que agrupaban a costureras, tejedoras y textiles, y que Palacios logró con-vertir en ley en 1907. «Fue una ley simbólica y hoy risueña para que el trabajador cumpliera su labor sentado y no siempre parado», lo explicó el propio Bravo en una entrevista de 1999, todavía asombrado por las pésimas condiciones laborales de principios del siglo 20 en el país.

Además de político, Palacios era por entonces todavía maestro y profesor universitario. Al caudillo socialista le gustaba contar que se había cruzado por la calle Cuyo, una mañana de 1886, con el pro-pio padre del aula Domingo Faustino Sarmiento. Que el ex presidente le había tocado la cabeza a ese niño de 8 años, y que ante su pregunta de quién era le había contestado: «yo soy un niño que lee».

«Palacios era impresionante. Tenía un discurso muy abierto, que

gustaba a los inmigrantes y la clase media porteña, y convalidaba sus palabras con su prestigio, basado en la honestidad», recuerda Alejandro Rofman, militante y político socialista que pudo, al igual que Bravo, tratar al veterano líder en sus últimos años de vida.

Inspirado por Palacios, el joven Alfredo empezó a militar con fuerza en el socialismo de los años cuarenta, pero ya de adolescente tenía otras «inquietudes» muy porteñas que lo atraían con igual fuerza: el fútbol y el tango.

Después de transitar junto a Nivardo y otros amigos los potreros y las calles de su barrio con pelotas y arcos improvisados, Francisco y Angela lo llevaron el primer día de entrenamiento al club Almagro, que por entonces quedaba en Parque Chas, barrio de calles arboladas y circulares pegado a Villa Urquiza. No era un virtuoso en el dominio de la pelota, coinciden familiares y amigos de aquella época, pero se las rebuscaba como defensor lateral derecho, aguerrido y seguidor.

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Así llegó a la quinta división de Platense, hoy con su estadio en Vicente López, pegado a la Avenida General Paz. En la cancha que entonces quedaba en la esquina de Manuela Pedraza y Crámer le tocó una vez marcar a Jorge Enrico y Roberto Alarcón, hábiles delanteros de San Lorenzo que llegarían a la primera división del equipo azulgrana. «Fue durísimo», recordaría Bravo años después. Esteban Tzicas, uno de sus colaboradores parlamentarios más cercanos, pondría en duda aquellos logros. «Sí, nos decía que había jugado en Platense, pero no le creíamos. Y entre risas le decíamos que no podía haber hecho en su vida todo lo que él decía que había hecho. Se enojaba mucho cuando lo cuestionábamos», recuerda Tzicas con una sonrisa.

Lo cierto es que el fútbol en las grandes ligas se terminó rápido, y Alfredo canalizaría esa pasión con su fanatismo por River Plate, club que estaría ligado a su vida personal y política desde allí y para siempre.

Risas y tangos

El joven Alfredo escuchaba sin cansarse aquel bandoneón en primer plano, el piano ágil y la voz inconfundible de Carlos Gardel saliendo de ese tocadisco.

Otario, que andás penando Sin un motivo mayor, ¿Quién te dijo que en la vida Todo es mentira, todo es dolor? Si tras la noche más oscura, sale el sol… Y de la vida hay que reírse Igual que yo… Jajarai, jajai, jajá, Jarajajai, jajai, jojó… 

El tema terminaba, y Enrique Delfino le sonreía, satisfecho por la devoción que le regalaba su primo a una de sus mejores composicio-nes. Treinta años menor que él, Alfredo se hizo fanático de aquel por entonces célebre familiar de cabeza calva y gruesos anteojos, que tenía la llave de ese atractivo mundo que se moría por conocer.

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Delfino había nacido en 1895, y vivía en Villa Urquiza al igual que la familia de Alfredo, que se amontonaba en una casa de Echeverría al 5200. Se había iniciado a fines de la década del diez como músico y compositor, y en 1920 crearía, al decir de los estudiosos del dos por cuatro, el «molde del tango-canción» cuando escribió la música de Milonguita, con letra de Samuel Linning. A partir de allí inició una carrera prolífica, que lo llevó a escribir más de 200 tangos, música para películas y obras de teatro.

Además de Otario que Andas Penando, el tema que a Alfredo le gustaba tanto por su toque optimista, Gardel grabó otros 25 temas compuestos por Delfino, que logró notoriedad adicional con el tango-milonga Re-Fa-Si. «Los tangos soy yo, así de porteño, de romántico, de nostálgico», le gustaba definirse a Delfy, como lo llamaban en la farándula. También fue actor y humorista, una combinación que para Alfredo resultó inolvidable, tanto que durante años escribiría pági-nas y páginas de un libro que nunca editó sobre la vida de su primo famoso.

De su mano, y casi sin darse cuenta, Bravo conoció por dentro a la noche porteña de los años cuarenta y cincuenta, las denominadas déca-das de oro del tango argentino. «Imagínese… conocer al que cantaba, al que tocaba, al que salía en las revistas», recuerda, mientras sube el tono de voz y esboza una gran sonrisa. Homero Manzi, el reconocido poeta autor de Naranjo en Flor, los actores Enrique Muiño y Francisco Petrone y el escritor Ulises Petit de Murat fueron solo algunas de las celebridades de la época que Bravo pudo conocer apadrinado por Delfino, y compartir con ellos largas tertulias en el teatro El Ateneo.

Fueron los años en los que los cantantes y orquestas de moda tenían admiradores que los seguían por los cafés y cabarets del centro, los clubes de barrio, o las audiciones de radio. «Las orquestas termina-ban temprano, así que la cosa seguía en algún café, o en algún lugar… menos público», recordaba su amigo Pellerano con ojos achinados y sonrisa pícara.

Para Bravo, como para sus compañeros de salidas, las conquistas del sexo opuesto eran un tema prioritario. «En ese momento, el éxito de un varón se medía por la cantidad de nombres de mujer anotados en la libreta», decía décadas después sin dar demasiados detalles. La foto de su Libreta de Enrolamiento, que le tomaron en julio de 1943 y conservó impecable durante décadas, lo mostraba serio, con el pelo

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negro lacio peinado para atrás con raya a la izquierda, saco gris, camisa blanca y corbata oscura. 

Entusiasmado con la cercanía a ese mundo mágico, Bravo se animó a incursionar en el arte. Tomó clases en el Conservatorio de Música y Arte Escénico, y con el tiempo se transformó en autor: escribió una obra de teatro, a la que llamó el Cerco se cierra, y su primo Delfino compuso la música. El Cerco se Cierra sería un gran éxito de taquilla en los años sesenta, cuando se representaría en el teatro auditorio Sarmiento, dentro del predio del actual Jardín Zoológico, en Palermo. «La obra ofrece una anécdota central cuyos protagonistas son dos jóve-nes que por incomprensión de un medio hostil no logran concretar su amor. Se pierden en una maraña de prejuicios, se estrellan contra una arcaica y generalizada concepción de la relación hombre-mujer», rezaba un comentario periodístico de la prensa gráfica.

Con el tiempo, Bravo escribiría otras obras de teatro tituladas Un Extraño Suicidio, El Hombre Opuesto y Los Intrusos, y libretos para el primer actor Narciso Ibañez Menta. Hasta garabateó por aquellos años la letra de varios tangos, entre ellos dos, Sorpresa y Sueño Gris, que no trascendieron demasiado, pero que de todos modos inscribió en Sadaic en 1950. Su amigo de entonces, Luis Fernando Albanese, compuso la música.

Estos desvelos y distracciones, que recién comenzaban, tuvieron un costo. Alfredo perdió un año de estudios de magisterio, y su padre le dio solo dos opciones: o agarraba los libros, o se iba a escuchar com-pases de dos por cuatro a otra parte.

–Si no estudia, se va a tener que ir –le dijo Francisco con tono solemne mientras tomaba un mate en su casa.

Sin mejor alternativa, el joven optó entonces por concentrarse más en el estudio y luego en la docencia, aunque nunca dejó del todo ese mundo de luces y bohemia porteña que lo atraía tanto.

Luego de comenzar sus estudios secundarios en el Normal Popular de San Martín (hoy escuela Estados Unidos de esa localidad bonae-rense), Bravo cambió de colegio y se recibió de maestro en el Normal de Avellaneda, a pocas cuadras del Riachuelo, hacia fines de 1944.

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Ya con el título bajo el brazo, y con un espíritu aventurero propio de su carácter y también de su edad, emprendió una tarea que lo marcó para siempre: se fue de la ciudad para enseñar a niños y adultos de una modesta escuela rural bonaerense las primeras letras. «Allí vi las ganas que tenía esa gente de aprender, a pesar de que le faltaba casi todo. Entendí que la educación es una mano solidaria que debe extenderse a quienes lo están necesitando», resumía Bravo, en una calurosa mañana de sábado, sesenta años después.

Pellerano valoraba mucho el accionar de su amigo. «Se mandó solo, a adquirir experiencia. Ninguno de nosotros se fue al Interior como él, e intentamos conseguir trabajo en alguna escuela local. Tal vez fuimos más cómodos», reflexionaba.

Más allá de los recuerdos de Pellerano y los propios de Alfredo, que hablaban del paso de Bravo por «el Chaco Santafecino» –zona en la que ejerció como maestra su hermana Susana– donde sí enseñó el joven maestro fue en la escuela Láinez número 72 de la localidad de Vedia, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires al límite con Santa Fe. Una foto de aquellos años cuarenta, dedicada por quienes habían sido sus alumnos cuatro décadas después, lo muestra muy joven posando con la clase entera del colegio, con árboles y un descampado de fondo.

El paso por esa fuerte experiencia enseñando a leer y escribir a quienes nada tenían fue breve y duró sólo unos meses: sorteado con el número 388, a Alfredo le tocó comenzar el 11 de enero de 1946 el servicio militar, la «colimba», en el Ejército. Revistó en la Dirección General de Personal, dependiente del Ministerio de Guerra, y le tocó custodiar urnas en las elecciones de febrero de ese año, en la que se produciría un dramático vuelco en la historia argentina. Allí conoció a Héctor Cuevas, un joven de bigote finito y simpatía desbordante del que se hizo amigo y que terminaría casado con su hermana Susana. En marzo de 1947, terminó con «muy buena conducta» y el título de «soldado escribiente» esos largos catorce meses «bajo bandera», atado a una disciplina que lo ponía incómodo. Bravo retomó entonces su rol de docente en las escuelas porteñas, aunque a los pocos meses recibió un golpe fuerte: a los 61 años, fallecía su papá Francisco, el panadero anarquista que tantas enseñanzas le había dejado.

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Italo Américo Foradori era maestro, dirigente socialista y miem-bro de la masonería, director de una escuela de Villa Urquiza, uno de los primeros destinos que le tocaron en la docencia al volver del ser-vicio militar. «Él le da trabajo, lo lleva al Partido Socialista, y también le enseña lo que significa el gremialismo docente», recuerda su hijo Daniel Bravo, en un bar del barrio porteño de Saavedra. Foradori, un intelectual con raíces anarquistas y larga trayectoria en el partido de Juan B.Justo y Palacios, sería fundamental en su formación ideoló-gica y actividad política. «Era un tipo equilibrado, prudente y mesu-rado. Nada que ver con Alfredo», se ríe el dirigente socialista Oscar González, que conoció a Foradori en los años sesenta cuando éste era concejal porteño, y que acompañaría a Bravo en varias de sus luchas por más de veinticinco años.

En la escuela número 7 de la calle Triunvirato al 3300, siempre con el traje y la corbata oscuros debajo del guardapolvo y peinado a la gomina, Bravo enseñó castellano durante un par de años. Ricardo Marcos, que lo tuvo de maestro en cuarto grado hacia 1948, lo recuerda como un maestro exigente, pero querible. «Es de esos maestros que te marcan, hacía las cosas fáciles para los alumnos y se hacía entender», dice Marcos, que por entonces tenía diez años y su maestro veintitrés. «Era estricto, pero no usaba el látigo. Tenía autoridad», lo recuerda. Las vueltas de la vida los volverían a unir: en 1991 ambos ingresaron como diputados nacionales al Congreso –Marcos por la UCR, Bravo por la Unidad Socialista– y compartirían cuatro años como colegas en el recinto.

Mientras enseñaba, militaba y a la vez disfrutaba de la farándula y la noche porteña, el joven Bravo asistía a la irrupción de un fenó-meno avasallante y complejo que la izquierda nacional en sus distintas vertientes tardó en comprender: el peronismo. Desde junio de 1943, como parte de la revolución nacionalista que tomó el poder y desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, el coronel Juan Domingo Perón había comenzado a edificar una vertiginosa carrera que desembocaría, menos de tres años después, en la fundación del movimiento político más influyente de la política nacional en el siglo veinte. Un movimiento que chocaría, más temprano que tarde y de manera frontal, con el socialismo y otros partidos de la oposición.

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Capítulo 2

Contras bajo fuego peronista

udíos! ¡Váyanse a Moscú! ¡Patria sí, Colonia no!Ramón Muñiz escuchó los gritos desaforados que venían desde la calle. No tuvo tiempo para reaccionar: de inme-

diato sintió el impacto de las pedradas en los vidrios de la entrada y un estruendo indescriptible: un camión municipal estrellado contra la vieja y noble puerta de hierro.

–Hay que llamar a la policía –dijo el entonces secretario general del Partido Socialista, mientras los atacantes trepaban hasta el primer piso y arrojaban por las ventanas los libros de la Biblioteca Obrera Juan B. Justo. De inmediato, los libros comenzaron a ser devorados por las llamas en plena avenida Rivadavia, mientras el fuego también convertía en cenizas los talleres y el archivo del diario La Vanguardia, fundado por Juan B. Justo medio siglo atrás. Los bomberos intentan apagar el fuego, pero los atacantes lo rechazan mientras cantan con-signas peronistas. La Casa del Pueblo socialista se convertía en una montaña de humo y escombros, en aquel anochecer del 15 de abril de 1953.

Atónitos, unos treinta dirigentes y militantes socialistas aguarda-ron que Muñiz terminara el llamado telefónico. «Me dicen que toda la policía fue destinada al acto de Plaza de Mayo», dijo Muñiz, resignado. Sin dudarlo, y sólo pensando en escapar del incendio, todos corrieron a los fondos del edificio, que un día después se desplomaría ante la inacción de policías y bomberos.

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En aquella ola de desconcierto, Alfredo Palacios llegó a la puerta dañada, frente a la que se agolpaban dirigentes, curiosos y policías que sólo atinaban a mirar el dantesco espectáculo.

–Pero, ¿cómo es que no impide este salvajismo? –le gritó sin poder controlar sus impulsos el veterano dirigente a un oficial que sólo observaba.

–Vea, doctor, ¡mejor que se calme…! ¡Son órdenes de arriba! –le contestó el uniformado sin dar precisiones. Al igual que otros sesenta dirigentes de la entonces primera plana del PS, entre ellos Nico-lás Repetto y Carlos Sánchez Viamonte y otros opositores al peronismo como los radicales Ricardo Balbín y Arturo Frondizi, Palacios pasaría varios días en la cárcel de Villa Devoto luego de aquel anochecer de sangre y fuego.

Al día siguiente, el techo del edificio se desplomó, pero nadie hizo nada para apagar los restos de las llamas, que aún seguían allí. Héctor Polino, entonces veinteañero dirigente socialista, recuerda con emo-ción apenas contenida aquellos momentos de tensión y violencia. «El día después del ataque, pasé por la puerta para ver cómo había que-dado. Sorprendido, vi que el edificio todavía estaba humeando, sin que la policía hiciera nada. Un hombre, al lado mío, empezó a murmurar: qué barbaridad, qué barbaridad. Vinieron varios policías, lo molieron a patadas y lo metieron en un patrullero. Esa imagen me quedó impreg-nada para siempre: imagínese, ¡no se podía hablar! En términos de liber-tad de opinión el gobierno de Perón era una dictadura», se indigna Polino, que desarrollaría en las seis décadas siguientes una extensa y prolífica carrera en las filas socialistas. Bravo, entonces de 28 años, era un asiduo concurrente a la biblioteca obrera, y también quedó impre-sionado por aquel episodio, una verdadera divisoria de aguas entre el peronismo y sectores que el propio Perón bautizó como «la contra».

–Esto fue un hecho vandálico, que hay que resumirlo en lo que constituía la Casa del Pueblo, lo que sirvió su biblioteca para todos los que fueron ahí a estudiar y a abrevar el conocimiento –recordó Bravo en un canal de televisión, cuarenta años después del episodio. «Todos estos hechos que nos vuelven un poco al pasado nos demuestran que no hubo ninguna generación en la República Argentina que no creyera que debía apelar a la violencia para solucionar los conflictos políticos, cualquiera sea la situación, tanto de un lado como del otro», resumió

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el entonces diputado de la Unidad Socialista, en una emisión del pro-grama televisivo Cambalache compartido con el ex presidente radical Raúl Alfonsín y el ex gobernador peronista de la provincia de Buenos Aires, Antonio Cafiero.

Todo había comenzado algunas horas antes, cuando una multitud convocada por la CGT concurrió a la Plaza de Mayo a escuchar a su líder, acosado por la inflación y el desabastecimiento de productos bási-cos, que provocaba un creciente malestar en buena parte de la sociedad.

–Para los comerciantes que quieren los precios libres, he expli-cado hasta el cansancio que tal libertad de precios no puede, por el momento, establecerse. Bastaría un rá… un rápido análisis…», decía Perón, que tartamudeó cuando escuchó el primer estruendo. No serían, por cierto, fuegos de artífico: ataques con bombas de grupos antipero-nistas en el subte A y adyacencias de la plaza provocarían entre 5 y 7 muertos, y más de 90 heridos. 

«Compañeros, vamos a tener que volver a la época de andar con el alambre de fardo en los bolsillos», lanzó un enojado Perón, mientras los miles de asistentes gritaban: «¡Leña, leña!».

–Eso de la leña que ustedes me aconsejan, ¿por qué no empiezan ustedes a darla? –provocó Perón, y la multitud volvió a rugir.

El carismático líder siguió hablando en términos violentos, y hasta insinuó la posibilidad de «colgar» a los empresarios que remarcaban los precios. Apeló, hacia el final de su discurso, a que los manifestantes se fueran «tranquilos a sus casas y a sus trabajos», pero la mecha de la venganza ya había sido encendida. En las horas siguientes, sufrieron ataques la sede de la UCR, del partido Demócrata, el Jockey Club y la Casa del Pueblo, todos símbolos de la «oligarquía». Los manifes-tantes también intentaron quemar la confitería «Petit Café» y el diario La Nación, pero allí la policía actuó con celeridad para impedir que lograran lo que se proponían.

¿Cómo se llegó a aquel intercambio de violencia desenfrenada? Al morir Eva Perón en febrero de 1952, y en coincidencia con una severa crisis económica, el gobierno de Perón se había endurecido en discurso y acción contra los sectores que consideraba enemigos: el campo, la oligarquía, la Iglesia, y también los partidos políticos de la oposición.

Para el historiador Luis Alberto Romero, la violencia de aquel 15 de abril cortó una «tenue apertura» que había iniciado Perón,

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siete años después de haber comenzado a presidir el país y con el obje-tivo de encarrilar su segundo mandato. «Perón procuraba simultánea-mente –aunque con menor consecuencia– reconstruir un espacio de convivencia con los opositores, empezando por un objetivo mínimo: el reconocimiento recíproco», afirmaba el historiador. Los lazos entre gobierno peronista y el socialismo eran difíciles e intrincados: dema-siada rivalidad acumulada convertía en poco menos que una quimera algún acercamiento por la vía institucional. A fines de 1952, el enton-ces veterano dirigente socialista, Enrique Dickman quiso dar el primer paso: negoció con Perón la liberación de presos políticos socialistas y la reapertura del periódico La Vanguardia. No le fue nada bien con sus compañeros: fue de inmediato expulsado del partido. Ya con apoyo oficial, Dickman fundó el Partido Socialista de la Revolución Nacional, que según Romero «recolectó disidentes varios de la izquierda, y fue el instrumento con el que Perón proyectó infructuosamente dividir al socialismo».

En realidad, los socialistas se habían sentido desplazados desde el momento mismo en el que Perón comenzó a ganarse la simpatía de las masas obreras, que a principios de los años cuarenta contaban con pocos derechos, y eran ignorados por la clase política y militar que gobernaba el país.

Hasta la irrupción del peronismo, el socialismo gozaba de sim-patía entre los inmigrantes y los obreros, y había tomado posiciones que lo marcarían por el resto del siglo. «Por un lado, se manifestó con-trario a los autoritarismos triunfantes en Italia (Benito Mussolini) y Alemania (Adolf Hitler), pero también del stalinismo que gobernaba la Unión Soviética. En lo local, siguiendo las enseñanzas de Juan B. Justo, se manifestaron herederos de la tradición liberal, se veían a sí mismos como un capítulo avanzado de la generación de Sarmiento y Alberdi», afirmó el politólogo Carlos Altamirano.

Pero no todo era unidad de criterios en el socialismo. «Convivían sectores más o menos marxistas, liberales, más o menos nacionalis-tas. Américo Ghioldi y Alfredo Palacios representaban dos tendencias dominantes», agrega. «Los dos eran grandes oradores. Ghioldi repre-sentaba una visión liberal y pro-norteamericana, mientras Palacios tendía más al nacionalismo y la izquierda partidaria, tendencias que se agudizaron en la década del cincuenta», describía el periodista político José María Pasquini Durán a principios de 2002.

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En algo coincidían Ghioldi y Palacios: en su aversión al pero-nismo naciente, a pesar de que Palacios rescataría siempre la figura de Evita, y consideraba que había sido «usada» por su marido. «Ambos veían al peronismo como un heredero del fascismo euro-peo», define Altamirano, para quien algunas actitudes del propio Perón coincidían con esa imagen. «El lenguaje que usaba era fascis-toide, y sus principales intelectuales, en la primera época, pertene-cían al nacionalismo más acérrimo, como Hugo Wast», describe el autor de Bajo el signo de las masas: 1943-1973. «Y la actitud del socia-lismo fue de oposición directa», define.

Ghioldi mismo definió esa postura contraria al coronel que se había formado en España e Italia, y que años más tarde polarizaría a la sociedad. Para quienes lo querían, era el «salvador» de la clase obrera, mientras que para sus opositores sería la imagen de la demagogia y el populismo autoritario importado de Europa.

–El concepto sindical de la Secretaría de Trabajo es tan parecido a la idea corporativa del fascismo mussoliniano como una gota de agua a otra –escribió el líder socialista cuando el crecimiento de Perón era amenazante e imparable.

«Perón tenía una concepción que se nutría de su formación en Italia. Trató de imponer el corporativismo en el campo sindical», coin-cidiría Bravo a fines de 1991, ya electo como diputado nacional por la Capital Federal.

Mantuvo esa postura, con algunos cambios, con el correr de los años. «No soy antiperonista, pero tampoco soy peronista. Le marco defectos, como la falta de respeto por las libertades públicas y la prensa independiente que hubo en sus gobiernos, y señalo también sus virtu-des, como poner en práctica las leyes sociales por las que trabajaron Palacios y otros dirigentes en el parlamento», decía Bravo al autor de estas líneas a fines de 2001.

Lo cierto es que el vendaval político y social desatado por el caris-mático y audaz coronel desde la secretaría de Trabajo y Previsión recién estaba comenzando. Su llegada al poder terminó de plasmarse aquel mítico 17 de octubre de 1945, cuando el gobierno militar encabezado por Edelmiro Farrell que lo había encarcelado por temor al creci-miento indetenible de su popularidad le «regaló» el balcón de la Plaza de Mayo, donde se había congregado una impresionante manifes-tación popular que contó con la adhesión de varios de los principales

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sindicatos. El llamado a elecciones nacionales fue tan inevitable como el comienzo del fin de la dictadura iniciada en 1943.

Los entonces partidos tradicionales –la UCR, el PS, el comunismo y la democracia progresista, a quienes se sumaron los sectores conser-vadores– forjaron la Unión Democrática con el objetivo de impedir la llegada de Perón al poder a través del voto. La unidad, de la que el socialismo formaba parte, se concretó en la fórmula presidencial com-puesta por los radicales alvearistas José Tamborini y Enrique Mosca, bendecida por el embajador norteamericano en el país, Wiliam Braden, representante de la primera potencia mundial, que junto a los aliados había ganado la segunda gran batalla contra Hitler en Europa.

Recibieron el apoyo de muchos de los principales intelectuales y pensadores del país, asustados por la posibilidad del triunfo de un can-didato «que ha levantado como estandarte la rehabilitación económica de las masas obreras y su acceso al gobierno, propósito legítimo en sí mismo, pero nefasto cuando se lo quiere cumplir por el camino que siguieron el nazismo en Alemania y el fascismo en Italia», como rezaba la declaración de escritores publicada en el diario La Prensa el 1 de febrero de 1946. Firmaban la solicitada, entre muchos otros, escritores de la talla de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato y Alberto Gerchunoff, a quienes se sumaron el poeta Homero Manzi y Ulises Petit de Murat, a quienes el veinteañero Bravo ya conocía de las noches porteñas de bohemia y tango.

A pesar de congregar detrás de sí a toda la «política tradicional», la Unión Democrática corre en desventaja. Como aún manejaba los resortes del poder –era el vicepresidente desde fines de 1944– Perón concretó durante la campaña electoral varias de sus promesas de cambio: la más concreta, la institución del aguinaldo en las horas previas a los comicios que cambiarían para siempre el destino del país. La consigna «Braden o Perón» logra galvanizar a los sectores nacionalistas y a las masas de obreros industriales, a quienes como candidato del partido laborista promete mejorar su estándar de vida de manera revolucionaria.

Contra lo que suponía la entente opositora, y utilizando muy bien la «intromisión» de Estados Unidos en el proceso eleccionario, Perón obtuvo en los comicios del 24 de febrero de 1946, los primeros lim-pios en veinte años y los últimos sin la participación de mujeres, una abrumadora victoria, derrotando a la Unión Democrática por más de

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trescientos mil votos y diez puntos porcentuales (52, 8 a 42,8 por ciento de los votos totales).

A pesar de la contundencia de la derrota, los socialistas pen-saban que el peronismo era un fenómeno pasajero. «Creían que la contradicción entre una dirigencia burguesa y una base obrera llevarían al fracaso del movimiento, veían al peronismo como una enfermedad de la que las masas debían curarse», agregó Altamirano. Pagarían caro en términos de relación con los votantes su apoyo a la Unión Democrática que los metían en la misma bolsa con los «dueños del país».

Los líderes del PS lucían desorientados por el crecimiento imparable del justicialismo, que durante la primera presidencia y con la omnipresente influencia de Eva Perón había terminado de convencer a millones de votantes, «grasitas» y «descamisados» con profundas reformas que incluyeron leyes que mejoraban los dere-chos del trabajador como el aguinaldo, la protección de la niñez y la tercera edad a través de subsidios y jubilaciones, además del voto femenino, una conquista motorizada por la «Abanderada de los Humildes».

Aún con la oposición abroquelada en contra de sus planes, Perón reforma la constitución en 1949 y logra la posibilidad de reelegirse en el cargo. Dos años después, los líderes socialistas retiran su fórmula presidencial Alfredo Palacios-Nicolás Repetto por «falta de garantías». En la intimidad, Perón subestimaba a Palacios y lo trataba de «payaso», y aunque quiso un acercamiento con él el veterano líder lo rechazó.

–Dígale a Perón que este payaso no trabaja en ese circo –le mandó a decir al presidente y todopoderoso líder justicialista.

Sin oposición consistente –sólo el radicalismo le presentó alguna batalla– Perón obtuvo en 1952 su reelección con más del 60 por ciento de los votos y profundizó su hostigamiento a las distintas corrientes opositoras.

Mientras muchos de los dirigentes socialistas eran encarcelados –como ocurrió aquel 15 de abril de 1953– Bravo estaba entre los jóve-nes que afirmaban que el partido debía renovarse para reconquistar los favores de la clase obrera. Menos optimistas, otros dirigentes ya habían empezado a participar de los complots entre militares y civiles para derrocar a Perón.

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Un sándwich y un vaso de leche

Mientras el socialismo buscaba su destino ante un rival todopode-roso y a menudo prepotente, el joven Alfredo comenzaba a desarrollar su carrera de maestro, de la mano del maestro, gremialista y militante socialista Italo Américo Foradori. Como el sueldo de docente raso en la escuela de la calle Triunvirato no le alcanzaba, buscó trabajó y con-siguió uno con el que sintió más que cómodo: inspector de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores (Sadaic), entidad fundada en 1936 para defender los derechos de los autores de obras musicales.

El salario que cobraba por verificar y anotar los temas musicales que se emitían en cada boliche apenas le permitía solventar sus gastos de soltero mientras seguía viviendo con sus padres, pero era por sobre todo la llave para poder seguir yendo a concursos y bailes de tango, conocer chicas en lugares limpios e iluminados, pero también en cabarets más sórdidos en los que de todos modos se sentía a gusto. En la intimidad de su despacho de diputado, con mayoría de hombres y muchos años des-pués, Bravo mencionaba sobre todo al cabaret Marabú, en Maipú al 300, y le gustaba recordar que de jovencito se había hecho amigo de varias prostitutas que alternaban allí, y que «cuando tenía hambre me dejaban ellas mismas un vaso de leche y un sándwich para que comiera algo».

A pesar de estar cómodo con la soltería, y mientras probaba sin éxito cursar la carrera de derecho, Alfredo se enamoró. En el casa-miento de un amigo docente de entonces conoció a Marta Isabel Becerini, una entonces flamante y joven maestra con simpatías radi-cales. La invitó a bailar un tango, y entre cortes y quebradas comenzó el noviazgo, que duró un par de años. Alfredo y Marta se casaron un 28 de diciembre de 1950 en el registro civil de Villa Urquiza y después hubo fiesta en la casa de la novia.

–Fue el peor chiste del Día de los Inocentes que me hicieron en mi vida –solía bromear cuando recordaba su casamiento, mientras Marta reprobaba el chiste.

A los pocos meses de la fiesta, que incluyó ceremonia religiosa a pesar del agnosticismo de Alfredo, la pareja recibió la primera ben-dición, con la llegada, en enero de 1952, de su primera hija, Liliana Isabel, y los tres se fueron a vivir a la casa de los padres de Marta, César Antonio Becerini y Trinidad Giménez, en la calle San José 1863, en el barrio de Constitución.

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Fueron años intensos, de trabajo y militancia, y todo parecía andar bien en la flamante familia, hasta que la tragedia les golpeó la puerta. En enero de 1957, Liliana muere fulminada por un cáncer de hígado a los cinco años de edad. «Nunca nos olvidamos de ella. Está con noso-tros en cada reunión familiar», decía Daniel con voz firme y serena años después. Para Alfredo, la sorpresiva pérdida fue un golpe del que nunca pudo recuperarse del todo. En el altillo que Bravo supo construir más tarde en la casa de la calle Vilela, Liliana ocupaba un rincón a través de una serie de fotos que la mostraban sonriente, con su pelo enrulado atado al estilo de aquellos años.

A pesar de la tremenda e inesperada desgracia, y después de una década de trabajo constante como maestro, Bravo logró escalar posi-ciones, de la mano de su mayor involucramiento gremial. De maestro de grado logró pasar a ser maestro de adultos, electo por concurso en 1950. En 1956 inició su actividad gremial desde la Confederación de Maestros y Profesores (Camyp), una de las entidades que entonces agrupaba a docentes con simpatías socialistas, radicales y comunistas, lejos de los gremios peronistas. Desde esa entidad, Alfredo se conver-tiría en un dirigente respetado y conocido, con incidencia en logros importantes como la sanción, durante el gobierno de Arturo Frondizi en 1958 del Estatuto del Docente, que establecía mecanismos de esta-bilidad laboral, acceso a los cargos por concurso y remuneración actua-lizada anualmente. Pero para eso aún faltaba el divorcio con su partido de toda la vida.

El primer portazo

Poco antes de la muerte de su hija, y ya con treinta años cumplidos, Bravo asiste –sin participar– del golpe de la Revolución Libertadora, que derrocó a Perón y lo envió a un exilio que duraría 18 años. Eduardo Lonardi, Isaac Rojas y Pedro Eugenio Aramburu fueron las cabezas del gobierno que terminó con el primer peronismo e intentó «borrar» al peronismo a punta de pistola.

Los militares sublevados habían llegado al poder haciendo correr mucha sangre: en junio bombardearon la Plaza de Mayo con aviones de la Armada, aunque el golpe terminó en fracaso. Con el crucial apoyo de la Iglesia y la oposición política, la sublevación militar volvió a estallar

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el 16 de septiembre de 1955, y ya entonces hubo poca resistencia: debi-litado, Perón renunció y se refugió en la embajada de Paraguay, primer capítulo de sus largos años fuera de la Argentina.

 »Los socialistas tuvieron un papel importante en ese golpe, que fue una alianza cívico-militar», recuerda Altamirano. «Los socialistas argentinos saludan emocionados el gran esfuerzo de liberación de la tiranía que acaba de realizar el pueblo argentino con la ayuda principal y decisiva de la aviación, de la escuadra y del Ejército, y confía en que la magna tarea de reordenamiento que espera el gobierno militar será conducida hasta el fin con la misma decisión, cordura y patriotismo con que ha sido llevada hasta aquí» , afirmó la dirigencia del PS luego del golpe y a través de las páginas de La Vanguardia, reabierta un mes después del derrocamiento de Perón y dirigida por Ghioldi.

La adhesión al nuevo régimen no fue sólo verbal. Tal como recuerda el historiador Claudio Panella, la lista de socialistas que cola-boraron con la Revolución Libertadora fue amplia: Alfredo Palacios, fue designado embajador en la República Oriental del Uruguay y José Luis Romero interventor de la Universidad de Buenos Aires, mien-tras Ghioldi, Alicia Moreau de Justo, Nicolás Repetto y Ramón Muñiz integraban la Junta Consultiva Nacional, «un organismo político ase-sor integrado por representantes de las fuerzas políticas antiperonistas presidido por el vicepresidente Rojas», con el que el gobierno de facto intentó lograr legitimidad política. 

Como devolución de gentilezas por su apoyo, los militares acce-dieron a algunas demandas del socialismo, como la anulación de la reforma constitucional de 1949. La dirigencia del PS aplaudió el intento de «desperonización» llevado adelante por el gobierno militar una vez que Aramburu reemplazó a Lonardi en lo más alto del poder. La ini-ciativa incluía ni siquiera poder mencionar a Perón y Evita a riesgo de recibir un castigo monetario o cárcel de varios meses.

La «comprensión» del socialismo oficial a los fusilamientos que siguieron al levantamiento de los generales Juan J. Valle y Raúl Tanco y que llevaba el nombre de Movimiento de Recuperación Nacional, ter-minó de sublevar a 31 jóvenes del partido, entre los que se encontraba Bravo. «Queríamos abrir un debate interno que nos permitiera enten-der de qué manera nosotros, que éramos un partido de trabajadores, no teníamos ninguno. También nos opusimos a formar parte de la Junta Consultiva, queríamos la apertura de cargos partidarios. Se agarraron

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de esto último para invalidar todo lo demás, hicieron una junta de dis-ciplina y nos expulsaron», recordó Bravo mucho después.

La expulsión de los rebeldes, concretada en el congreso de junio de ese año 1956 en el club Unione e Benevolenza de la entonces calle Cangallo, fue el preanuncio de la gran división que sobrevendría dos años después. Un mes antes, un acto por el 1 de mayo en el monu-mento a Roque Sáenz Peña había desnudado las divisiones: allí, mien-tras Palacios y Alicia Moreau de Justo habían sido ovacionados, un grupo de jóvenes le impidió hablar a Ghioldi durante largo rato, mien-tras gritaban: «¡Socialismo, socialismo!»

Liderados por Pablo Giussani, Abel Latendorff y Torcuato Di Tella, los jóvenes insisten ante Palacios para que dé la pelea contra Repetto y Ghioldi. En el Congreso del Centro Asturiano de Rosario, el 10 de julio de 1958, el PS quedó fracturado: los viejos líderes, junto a Juan Antonio Solari y Jacinto Oddone, entre otros, se quedaron en el naciente Par-tido Socialista Democrático (PSD), mientras Palacios, Muñiz, Romero, Sánchez Viamonte y Alicia Moreau de Justo, con el apoyo de la juven-tud, se agruparon en torno al Partido Socialista Argentino (PSA).

Nadie sacó provecho de la grieta socialista, que sería profunda y duraría 44 años. «En las elecciones de 1958 salimos terceros a nivel nacional. Fue una división trágica para nosotros y para el país, que hubiera sido otro teniendo al socialismo como control de los actos de gobierno», reflexionaba, en 2002, el dirigente socialista porteño Nor-berto Laporta, que en 1960 comenzó su militancia partidaria.

«No había grandes diferencias entre Palacios y Ghioldi, pero el partido no supo encontrar los caminos de convivencia necesarios. De todos modos, el peronismo fue una de las principales razones para la división», opinaba La Porta, que en los ochenta y noventa sostendría una relación de mutuo recelo y desconfianza con Bravo. «No supimos distinguir entre los trabajadores, que se sentían identificados con Perón, y la superestructura peronista. Esto nos divorció de las masas obreras», sostuvo Polino. 

Al margen de ambos grupos de socialistas, y durante tres décadas, Bravo miraría las divisiones y la decadencia de su partido desde afuera, mientras diseñaba su propio camino entre el sindicalismo docente y la militancia por los derechos humanos. 

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Capítulo 3

Un sarmientino entre sindicalistas

ravo, traidor, ¡a vos te va a pasar lo mismo que le pasó a Vandor!!!El grito de guerra de los docentes peronistas bonaerenses, al sonar de bombos y redoblantes, le dolía más que nada en

el mundo. «No se los perdono. En Europa si sos socialdemócrata te aplauden, acá te gritan traidor», mascullaba Alfredo Bravo a principios de aquellos años setenta, una época donde la violencia era moneda corriente y asesinatos como el del «Lobo» Augusto Timoteo Vandor, el dirigente metalúrgico que desafió el liderazgo de Perón, en junio de 1969 –eran moneda corriente.

–Fue la lucha, su vida y su elemento… –cantaban para defen-derlo en los plenarios los miembros de la Confederación Argentina de Maestros y Profesores (CAMYP), la organización a la que Bravo se incorporó luego de ser expulsado del Partido Socialista, en 1956. Cantar el himno de Sarmiento no era para nada casual: esa organiza-ción, que nucleaba a radicales, socialistas y comunistas, reivindicaba la larga pelea del sanguíneo alborotador cuyano en pos de instalar las bases educativas que establezcan igualdad de oportunidades a nati-vos e inmigrantes. «Lo importante de Sarmiento no fue sólo que fue un gran educador, un autodidacta, sino que fue uno de los hombres que pensó un proyecto de Nación y lo llevó adelante. Un proyecto de Nación donde todos tuvieran la libertad de elegir, donde no hubiese diferencias entre el pobre y el rico a la hora de educarse, y eso fue el puntapié inicial para la ley 1420, la más importante de todos los tiem-pos. Esa ley creó a los argentinos y creo la argentinidad, inspirada en

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el pensamiento sarmientino», reflexiona, en enero de 2018, el ministro de Educación Alejandro Finocchiaro, un dirigente lejano del socia-lismo en términos ideológicos pero igualmente fanático de la herencia de Sarmiento desde sus ideas liberales.

La CAMYP en la que Bravo se hizo fuerte con el correr de los años fue la contracara ideológica y metodológica del peronismo, que durante toda la década del sesenta intentó homogeneizar el gremia-lismo docente hasta lograr su objetivo: que los docentes pasaran a ser considerados «trabajadores de la educación» en lugar de «apóstoles» dedicados a transmitir conocimientos.

La fundación de CTERA, el conglomerado en el que las dos prin-cipales corrientes del gremialismo docente y otras minoritarias con-fluyeron en septiembre de 1973, fue un éxito del consenso por sobre la intolerancia luego de más de quince años de batallas compartidas, aunque poco tiempo después serían los docentes peronistas quienes lograrían hegemonizar al gremio y eclipsar –hasta hoy– a las otras corrientes ideológicas que nucleaban a maestros y profesores.

Gremialista con guardapolvo

Durante la Revolución Libertadora que comenzó en 1955, y tam-bién durante el gobierno del radical desarrollista Arturo Frondizi, que comenzó en 1958, siempre con el peronismo proscripto, Bravo enca-bezó junto a otros dirigentes los reclamos de la entonces Confedera-ción Nacional de Maestros (a partir de 1959 cambió su nombre por CAMYP) de mayor presupuesto, y una orientación laica y gratuita para la enseñanza en todos sus niveles. La Iglesia, que desde hacía décadas determinaba las políticas educativas y los ministros que las llevaban a cabo, era el enemigo a vencer en ese terreno. 

En 1956, y junto a Italo Américo Foradori y otros jóvenes socia-listas, Bravo había colaborado con el profesor Próspero Alemandri a redactar el proyecto de ley de Estatuto Docente, aprobado dos años después, cuando la Libertadora ya había salido del poder. Según ese estatuto, se establecía el «acceso a los cargos por concurso, por orden de mérito y antecedentes», se otorgaba estabilidad a los docentes una vez que asumían un cargo, y un detalle no menor: se fijaba una «remu-neración justa y actualizada anualmente». También establecía por ley

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el «derecho a vacaciones» y la participación en el gobierno escolar por medio de juntas de clasificación y disciplina. Un detalle: el estatuto omitía la palabra «sindicato», y sólo hablaba de «libre agremiación». Todo a pedir de CAMYP –de mayoría socialista– y para enojo de los sindicatos docentes que respondían a un Perón que vivía sus primeros años de exilio.

Los socialistas –que eran mayoría en la CAMYP pero también en la Liga Argentina de Cultura Laica (LALC), que dependía directamente del Partido Socialista Democrático–creyeron que con el fin del pero-nismo en el poder se terminaría la influencia de la Iglesia en el ámbito educativo, y que podría consolidarse el modelo de educación laica y gratuita que proponía la ley 1420. Por eso reforzaron la actividad gre-mial de estas organizaciones, que presionaban a cada gobierno –mili-tar o radical– que asumía en esos años para que nombrara ministros laicos, que dejara de subsidiar a las escuelas privadas y que consoli-dara una visión de la historia liberal, basada en la figura de Sarmiento. Lo logró parcialmente: si bien evitó la derogación de esa ley (los mili-tares lo intentarían en 1968 y 1979) no pudo evitar la consolidación de la red de educación privada, que siguió creciendo hasta nuestros días.

Mientras sus integrantes compartían esos postulados laicistas, aun-que la manera de acceder a ellos, el sector «sindicalizado» comenzó a mostrar los dientes durante 1958 y 1959, a través de huelgas moto-rizadas en Tucumán por la Agremiación Tucumana de Educadores Provinciales (ATEP), conducida por Isauro Arancibia, un ex miembro de CAMYP que se alejó de esa entidad y que llegaría a ser el gran líder del gremialismo docente hasta el golpe militar de 1976.

Junto a otros dirigentes jóvenes como Carlos Alberto Rocchi, el joven Alfredo tenía además una postura favorable a la unidad de todos los gremios docentes, que chocaba en aquel momento con la dirigen-cia de la CAMYP, encarnada en Emilio de Cecco y Jaime Grinberg. «A Bravo y Rocchi les costaba hacerse conocidos, la conducción de la CAMYP era muy dura y a veces inflexible», recuerda Juan Carlos Valdéz, que compartió con Bravo actividad en el gremialismo docente desde mediados de la década del sesenta.

Como sus pares de dentro y fuera del PS, Bravo provenía del concepto del «maestro sarmientino», dedicado de manera exclusiva a la enseñanza por «vocación», y rechazaba las protestas y medi-das de fuerza que eran el caballito de batalla de las organizaciones

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más combativas del peronismo y la izquierda dura. «La CAMYP se ocupaba de la educación en su aspecto formativo, para mejorarla. Otros gremialistas decían: vamos a hablar de nuestros derechos, no de educación. Y creían que hablando de educación no se defendían los derechos, incluidos los de los educadores», se enojaba por aque-llos años.

Rocchi y Bravo, pero también Valdéz y el dirigente de origen comunista Juan Carlos Comínguez formaron parte de la corriente «profesionalista», que durante años rivalizaría con la «sindicalista», partidaria de acciones drásticas que pusieran en aprietos a los gobier-nos y de ese modo arrancarles mejoras salariales para los docentes. La «corriente de sindicalización» proponía la incorporación de los gremios docentes a la CGT, por entonces el principal sostén organi-zativo y «columna vertebral» del peronismo mientras su líder conti-nuaba exiliado y lejos del poder.

–La liberación se afirma en la educación. Sin ella vamos a estar siempre sometidos –empezó a repetir Bravo por aquellos años sesenta, inspirado en el teórico brasileño Paulo Freire, autor de los libros Pedagogía del oprimido y La educación como práctica de la libertad.

«En esa época los maestros veían su trabajo como un apostolado. Nada de organización, nada de huelgas, y menos en conjunto con el peronismo», afirma Alicia Herbor, entonces docente, y más tarde diri-gente de la CTERA. «El socialismo hereda los rasgos del iluminismo, para quienes una minoría puede rescatar a las masas de la ignorancia», afirma el sociólogo Carlos Altamirano.

Aun a pesar de su proverbial antiperonismo, y una vez que logró mayor peso específico en la CAMYP, Bravo ayudó a cambiar esa con-cepción del gremialista docente, típica de la clase media urbana nacio-nal. «Nos ayudó mucho, peleó por nosotros dentro de la CAMYP, aun-que teníamos diferencias. Nosotros creíamos que no teníamos nada para enseñarle a otros gremios. Al contrario, teníamos mucho que aprender de ellos, en lo que hace a la organización y conciencia de ser trabajadores», sostuvo Cecilia Martínez, dirigente de los docen-tes peronistas bonaerenses, luego nucleados en el Sindicato Único de Trabajadores de la Educación Bonaerense (Suteba). «Con respecto al cantito en el que lo comparábamos con Vandor, sabemos que nunca nos perdonó, no era más que una muestra de la intolerancia que a veces nos alcanzaba», se disculpa la dirigente.

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En 1960 llega el primer antecedente en la búsqueda de la unidad de los gremios docentes. Ese año, y con el gobierno de Frondizi ya jaqueado por una sucesión de asonadas militares, se crea el Comité Unificador Docente de Acción Gremial (CUDAG), que incluía, además de CAMYP, a otros sindicatos como la católica Federación Asociacio-nes Gremiales de Educadores (FAGE), la Coordinadora Intersindical Docente (CCID) –que incluía a los maestros suplentes– y la Unión Nacional de Educadores (UNE), donde se destacaba el dirigente comu-nista Simón Furlán, egresado del Normal de Avellaneda como Bravo.

Arancibia, en tanto, fortaleció su perfil combativo desde ATEP, al que se incorporaron gremios de Salta, Mendoza y Córdoba. Con la llegada a la Casa Rosada de otro radical, Arturo Illia, y más aún durante la dictadura que lo expulsó del cargo, encabezada en 1966 por Juan Carlos Onganía, se aceleraría el proceso de unidad de las distin-tas corrientes, esta vez en un contexto de mayor violencia estatal y la resistencia, a través de protestas y paros, de los sectores «gremialistas» docentes.

El armado de una central de educadores unidos coincide con momentos especiales en la vida personal de Bravo. Después de aban-donar la casa de la calle San José, que tan malos recuerdos les traía después de la muerte de la pequeña Liliana, Alfredo y Marta vuelven a Villa Urquiza, a una casa en la calle Pacheco al 2158, casi Olazábal. Con la mudanza también llegaron sus hijos Daniel, nacido en 1959 en la clínica Cerdá, y Gustavo, que nació dos años después en la misma maternidad pública. Los dos hijos varones fueron, a su manera, una «compensación» para la pareja por la pérdida de la pequeña Liliana, aunque la armonía familiar nunca pudo restablecerse de manera com-pleta. Por esos años, una joven santiagueña llamada Dominga Campos comenzó a ayudar con los quehaceres de la casa y cuidar a los chicos. Con el nacimiento, veinte años más tarde, de Hugo, hijo de Dominga, ambos se convertirían en parte del círculo familiar y afectivo que rodeaba al maestro y gremialista. 

Además de completar la familia, Bravo siguió con su rol de docente primario. Trabajó como maestro en la escuela porteña Juan José Castelli, de Ayacucho al 1600 en el barrio de Recoleta, donde tuvo muchísimos alumnos, entre ellos uno que años más tarde se haría famoso entre los rockeros argentinos: Carlos «Machi» Rufino, el célebre bajista de rock que trabajó con Luis Alberto Spinetta y en

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bandas como Invisible y Pappo`s Blues. «Yo también «caí» en la escuela pública (escuela Juan José Castelli) y tuve de maestro de último grado de la primaria al profesor Alfredo Bravo, que guía mis pensamientos políticos hasta el día de hoy entre muchas otras cosas», escribió el músico en su perfil de la red social facebook hacia marzo de 2017.

El tiempo de crecer también en ese campo llegaría por esos años. En 1960 ganó el concurso de antecedentes para ser director de escuela. Ejercería, desde aquel 1961 y hasta fines de 1974, como director del colegio Luis Agote, a pocas cuadras del cementerio de la Chacarita.

Entre la familia y su rol de gremialista docente, Bravo se hacía tiempo para el arte, con énfasis en el teatro y en el armado de guiones para la recién llegada televisión y el cine. Así, durante esa década escri-bió algunos de los capítulos de la serie «Obras Maestras del Terror» que luego se transformaría en una película de Enrique Carreras prota-gonizada por Narciso Ibañez Menta; también fue el creador del guión del documental «La cruz en el camino del Inca».

El director Horacio Ferrari estrenó en el teatro Sarmiento su obra El Cerco se Cierra con éxito de taquilla y aplauso de los críticos. La obra era protagonizada por Silvia Montanari y Héctor Sturman, dos jóvenes actores de aquella época que luego se hicieron conocidos en televisión. Reconocido como autor, Alfredo conoció entonces a más figuras del arte como la fotógrafa alemana Annemarie Heinrich y la actriz Alejandra Boero, con quienes sostendría fluidas y largas relaciones de amistad. Empezó también, con dedicación y entusiasmo, a recopilar material sobre la vida de su primo «Delfy» Delfino, que falleció en 1967, con el objetivo de escribir un libro sobre él. Para colmo, su hermano Nivardo, que había incursionado en el periodismo y después se dedicó al mundo del espectáculo, lo invitaba seguido a La Cueva, un reducto en el que trabajaba y en el que se combinaban los bailes de tango con algunos rockeros pelilargos, que tocaban y cantaban en castellano en un espacio mínimo rodeados de alcohol, humo de cigarrillo y tentaciones varias. 

Las distracciones y atractivos de la noche porteña en su máximo apogeo coincidían con una etapa de inestabilidad política en el país. Luego de cuatro años de gobierno, y aun contando con el aval inicial de Perón desde su exilio, el radical intransigente Frondizi es derrocado por los militares en 1962. Luego de un interregno de poco más de un año al mando del titular del Senado, José María Guido, que asume

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con acuerdo de las Fuerzas Armas y la Corte Suprema, el país va nue-vamente a elecciones. Con el fundador del peronismo y su partido fuera de carrera, el radical Arturo Umberto Illia gana las elecciones con un ínfimo 25 por ciento de los votos totales y asume la Presiden-cia. Paciente, modesto y sin demasiados enemigos, aunque con un innegable déficit de legitimidad de origen, el médico radical cordobés desarrolla una gestión nacionalista en lo económico e introduce polí-ticas sociales efectivas, pero para los militares –y algunos comunica-dores importantes como Mariano Grondona o Jacobo Timerman– es «lento» e «inoperante». Su final llegaría menos de tres años después de llegar a la Casa Rosada, de la que Illia se iría tan pobre como al momento de llegar.

Adiós al mosquetero

En abril de 1965, el socialismo pierde a una de sus figuras más repre-sentativas y emblemáticas: muere en Buenos Aires Alfredo Palacios. El veterano dirigente socialista, que a los 84 años había ganado en 1961 representando al Partido Socialista Argentino (PSA) una banca en el Senado, es llorado por una multitud en el cementerio de la Recoleta.

El luchador por los derechos de los inmigrantes y las mujeres, el legislador antiperonista amado por las clases medias porteñas, el pin-toresco personaje expulsado del partido por batirse a duelo y reincor-porado quince años después, fue motivo de polémica hasta el último adiós. «Comunistas y socialistas nos peleamos para ver quien llevaba el cajón», recuerda Oscar González, entonces joven socialista que asistió al entierro del veterano legislador, que luego de ser velado en el Congreso fue despedido también frente a la sede del PSA, en Sarandí 56 casi Rivadavia. En la última campaña electoral de su vida, Palacios había apoyado sin tapujos la Revolución Cubana encabezada por Fidel Castro en 1959, aunque en los últimos meses de su vida había tomado distancia de ese experimento del socialismo marxista.

En Cuba los barbudosAquí los BigotudosVote, vote, voteVótelo a bigote

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Con ese lema en la calle y sus 84 años a cuestas, Palacios fue a las elecciones de febrero de 1961 en las que obtendría su segunda senadu-ría por la Capital. En ese punto acordaban parcialmente: Bravo admi-raba la figura de Ernesto «Che» Guevara, sus «principios e ideales», pero nunca compartió la violencia guerrillera como método político. Esta postura le haría ganar el odio y la desconfianza de los jóvenes que, por esos años, tomaron las armas para hacer la «patria socialista» desde la izquierda peronista o la izquierda. El tiempo haría que esas divisiones se hicieran más evidentes.

A sus cuarenta años, y ya como secretario de la CAMYP, Bravo fue uno más en la larga lista de oradores de la interminable despedida formal del patriarca socialista. En la Recoleta, hablaron, entre otros, el ministro del Interior, Juan S. Palmero; el vicepresidente, Carlos H. Perette; el dirigente socialista y amigo de Palacios, Carlos Sánchez Viamonte; el entonces abogado y más tarde juez de la Corte Suprema Carlos Fayt y el entonces concejal y «mentor» de Bravo, Ítalo Américo Foradori.

Su discurso de aquel día, publicado el 28 de abril en La Vanguardia es, a la vez, un homenaje a quien fuera su modelo e inspiración para ingresar en la política y un resumen de su pensamiento en relación a la educación y el rol de la dirigencia.

La Confederación de Maestros rinde, con estas palabras, su conmovido homenaje al Maestro. Por encima de colores políticos, más allá de postulados filosóficos o metafísicos, los educadores vemos en este paladín que ahora descansa, al maestro eminente, heredero de aquel que también fue polí-tico y también fue combativo legislador, y a quien recorda-mos como al maestro por excelencia.

Cuando la Confederación de Maestros evoca a Sarmiento, lo hace con una profunda y entrañable veneración, pues se siente consubstanciada con su prédica y con su obra. Por eso señalo a Palacios como al hombre que nuestro destino nos había deparado, cuando la luz del genio americano se apa-gaba en el Paraguay. Palacios, profundo admirador de Alberdi y de Sarmiento, parece acuñar el pensamiento de ambas figu-ras monitoras cuando dice: «GOBERNAR ES FORTALECER, INSTRUIR, EDUCAR AL SOBERANO».

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Cuando la Confederación de Maestros creó la «Acade-mia Argentina de la Educación», con figuras señeras del que-hacer pedagógico –y baste recordar que Alfredo D. Calcagno fue su primer presidente– recibió con alborozo la noticia de que los académicos, por unanimidad, habían elegido al Dr. Alfredo L. Palacios, Presidente Honorario. Afirmábase de tal manera nuestro respeto, hecho homenaje, a quien fue con su acción un verdadero artífice de la educación popular y de la más elevada cultura universitaria.

Sabio maestro de la juventud, con la que siempre se sintió identificado, fue un removedor de ideas y un ejecutor de su pro-pio pensamiento. Quizás hubo de buscar en los ricos anaqueles de su biblioteca la forma de las leyes que dieron carácter nuevo a la vieja hidalguía argentina, pero el fondo de esas leyes no lo encontró en sus libros sino en su corazón. La obra de Palacios, como la de un verdadero y prodigioso maestro, es una obra de amor. Hombre cabal, su amor se orienta hacia la mujer y hacia el niño, por cuya redención combate con la claridad de pensamiento y el rigor lógico que ha de menester al legislador, para que su obra no quede en los papeles sino que se arraigue en la sociedad donde trabaja. Ahí están las leyes de trabajo de mujeres y niños, de amparo a los menores abandonados, de protección a la maternidad; sus proyectos de divorcio, enca-rados como una liberación femenina, de derechos políticos para la mujer, de lucha contra la explotación organizada interna-cionalmente. Ahí están sus escritos: «Por las mujeres y los niños que trabajan», «Enseñanza secundaria», «La democratización de la enseñanza», y su ensayo tan completo sobre los derechos argentinos a la posesión de las islas Malvinas, constantemente consultado y comentado por los maestros de nuestras escuelas primarias y secundarias de todas las latitudes del país.

Palacios sintió como pocos en nuestra tierra, el dolor del argentino que ve marchitarse casi al nacer la esperanza de nuestro futuro, el dolor de ver a los niños del interior mal alimentados y mal cubiertos para soportar rigores de clima, y él creó las escuelas hogares que el Consejo Nacional de Edu-cación tiene a su cargo y que han remediado muchos males, aun siendo escasas y no siempre bien provistas.

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Alfredo L. Palacios fue maestro de vastos sectores popula-res que escucharon su palabra siempre rectora porque surgía de un hombre cuya dignidad de conducta fue siempre incues-tionable. A tal punto, que la interesada difamación política nunca pudo morderlo, pues todo nuestro pueblo sabía que Palacios era el paradigma del caballero sin miedo y sin tacha.

Él podía recluirse en el retiro de meditación que fue su casa austera, sin por eso perder un ápice de su popularidad. Con él estaban los hombres de conciencia más vigilantes y exigentes de los sectores obreros y campesinos, como lo estaba la juventud estudiosa y como lo estaban los hombres de dere-cho de habla española, que respetaban en Palacios a una figura prócer. Tan alto magisterio tuvo su mejor escenario en las universidades, donde fue creador de una cátedra, la del «Derecho del Trabajo». Él se ocupó con autoridad, con esa autoridad que dan el saber y la experiencia cuando van unidas con la más estricta probidad intelectual, del régimen de las universidades, y fue no sólo profesor, sino que cumplió funciones directivas como Presidente de la Universidad de La Plata.

Toda la vida de Palacios fue una lección magnífica, uno de esos ejemplos aparentemente inalcanzables que hacen decir a la gente: «Era un hombre de otros tiempos». ¿De qué tiempo? Palacios es una gran figura del ayer en nuestro siglo, y fue siempre una figura vigente y presente.

Al marcharse nos deja la impresión de que era un hombre del porvenir.

Los grandes maestros, los que refuerzan el valor de la pala-bra con el más alto valor de la conducta, son como Sócrates o como Jesús, como Sarmiento o como Palacios, hombres de todos los tiempos, porque se proyectan luminosamente hacia las horas que vendrán.

Su elogioso discurso fue seguido con atención por propios y extraños. «La imagen que me quedó es la de alguien enérgico, vehe-mente. Fue un discurso exaltado y emotivo», recuerda Oscar Gonzá-lez, que años más tarde sería estrecho colaborador y diputado nacio-nal por el PSD.

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«Alfredo era igual que Palacios, hacía lo que se le daba la gana, se iba o se quedaba en el partido según su estómago y su intuición polí-tica. Los dos basaron su carrera en el prestigio personal y la simpatía que generaban», recuerda Alejandro Rofman.

Lo cierto es que más allá de la admiración, Bravo y Palacios compar-tieron algo más que el primer nombre. Ambos desarrollaron sus carreras políticas en territorio porteño, eran inorgánicos y poco apegados a las estructuras. Bravo, que con los años se convertiría en el socialista por-teño más taquillero en décadas, intentaría, sin éxito, emular a su ante-cesor y arribar «de grande» a la Cámara de Senadores como lo hiciera Palacios en 1961 y como broche de hora para su extensa carrera política.

Bastones largos, acercamientos profundos

El gobierno militar del general Juan Carlos Onganía, que derrocó a Illia en junio de 1966, vio en los docentes –y sus conquistas– un enemigo a quien era necesario destruir para poner en marcha los prin-cipios de la denominada Revolución Argentina.

A poco más de un mes de asumir, el 29 de julio de 1966, el régi-men militar interviene la Universidad de Buenos Aires y disuelve todos los centros de estudiantes. La respuesta fue la ocupación de las universidades, a la que le siguió una feroz represión, con un saldo de más de 200 detenidos, profesores y alumnos heridos. La «Noche de los Bastones Largos» tuvo nefastas consecuencias: más de mil docentes e investigadores renunciaron o se fueron del país.

Dos años después, Onganía fue por más: intentó derogar el Esta-tuto Docente, y de paso demoler la ley 1420 de enseñanza laica, gra-tuita y obligatoria, aquella iniciativa aprobada en 1884 y que fuera bandera fundacional de los socialistas sarmientinos. La respuesta, por primera vez de manera orgánica, fue contundente. Desde la CAMYP, se acusó a la iniciativa de «simple pragmática medieval», mientras los docentes de todos los gremios fueron una y otra vez a la huelga, esta vez con una estrategia en común. «Todavía lo recuerdo por televisión, explicándole a Mirtha Legrand los por qué de la medida», rememoró alguna vez su hijo Daniel, quien ya en aquel momento empezó a acos-tumbrarse a ver a su papá Alfredo poco y nada. O a oírlo y verlo, sí, pero en los medios de comunicación.

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Ya por entonces líder de la CAMYP junto a De Cecco, Bravo estaba indignado con las intenciones del gobierno militar. Calificaba a las reformas que se proponían de «totalitarias, negativas e inconsultas», afirmaba que «desvirtuaban la escuela sarmientina» y que estaban inspiradas en el gobierno dictatorial del generalísimo español Fran-cisco Franco. Escribió un artículo que tituló «la reedición de la escuela intermedia», y allí denunciaba que otro de los objetivos de la reforma era acortar de siete a cinco años la obligatoriedad de la enseñanza secundaria.

El experimento de lucha en común, que derivó en el fracaso del proyecto oficialista en 1971, aceleró los contactos entre «sindicalis-tas» y «profesionalistas». Desde la CAMYP, Bravo y Rocchi iniciaron una serie de extensas recorridas por el Interior para convencer a los docentes sobre la conveniencia de una central única en materia edu-cativa. Daniel Bravo recuerda a su padre en su Renault 4 rojo, o en el Siam Di Tella de Rocchi, yéndose a algún paraje desconocido del país «para conseguir el apoyo a la unidad. Hicieron millones de kilóme-tros, era un laburo», se ríe el hijo del maestro, que también recuerda a Furlán y Comínguez quedándose a dormir en su casa, tras largas jornadas de recorridas.

Valdéz, que formaba parte de uno de los gremios cercanos a la CAMYP, recuerda que la unidad no fue sencilla. «Como docentes suplentes no teníamos derecho alguno. Por eso, y junto a Comínguez empezamos a reunirnos con Alfredo y los demás dirigentes de esa entidad para ver cómo nos podían ayudar. Nos miraban mal porque éramos docentes pero no usábamos corbata», recuerda Valdéz, a sus 75 años y desde sus oficinas de la Obra Social Docente (OSPLAD).

En una de los centenares de ajetreadas reuniones con docentes y alumnos, Bravo conocería por casualidad a una mujer con la que compartiría búsquedas personales y políticas: Graciela Fernández Meijide, entonces profesora de francés sin militancia política. «Era gritón, organizador, dispuesto a la batalla. Años después se acordaba del color del vestido que usé esa primera vez que nos vimos, y también de mis lindas piernas», se sonreía Fernández Meijide, cuatro décadas después del primer cara a cara. La amistad entre ambos se mantuvo en el tiempo, trabajaron juntos en la APDH y llegaron incluso a com-partir un programa de radio en los años noventa, donde la lucha por los derechos humanos era el tema central.

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Arancibia, que en 1967 había motorizado la creación de la Confe-deración General de Educadores de la República Argentina (CGERA), consiguió apoyo para unificar fuerzas, mientras apoya las marchas de docentes y estudiantes universitarios en 1969 contra el régimen de Onganía, ya en su período final de gobierno. Se resistía la Federa-ción de Educadores Bonaerenses (FEB), que finalmente sufriría una profunda división, y serían los «rebeldes» de La Matanza, Morón y Almirante Brown, donde se destacaban Mary Sánchez y Hugo Yasky, quienes se sumarían al proceso de unidad.

En octubre de 1970, la CAMYP de Bravo y la CGERA liderada por Arancibia alcanzan un mínimo de acuerdos, y ya no sólo en su oposición a la dictadura. En Córdoba, dan forma al Acuerdo de Nucleamientos Docentes (ADN), antecedente directo de la CTERA, aunque los recelos seguían vivos. «Los tucumanos no querían ir a la Capital, los porteños no querían ir a Tucumán. Por eso el acuerdo se firmó en Córdoba», recuerda con una sonrisa Valdéz. El 18 de noviembre de ese año, la nueva entidad protesta en conjunto contra el gobierno militar y crecen las posibilidades de un acuerdo más amplio.

De todos modos, y debido a las eternas divergencias, debieron pasar más de dos años para que ese acuerdo se transformara en una central única, con el ingreso de otros sectores referenciados en Marcos Garcetti (CUTE) y los docentes bonaerenses.

Bravo recorría el país sumando adherentes, aunque el gobierno militar que desde 1972 conducía el general Agustín Lanusse le ponía trabas. Una tarde de ese año, llegó a la pequeña localidad misionera de 2 de mayo, donde se elegían las autoridades de la Federación Gremial de Docentes Provinciales. El escenario era complejo: la intervención militar de la provincia había mandado dos micros repletos de docentes «afines» para volcar la votación. «Cuando llega, Alfredo nos pregunta si podemos traer más docen-tes para emparejar. Le dijimos que no, que era un lugar alejado den-tro del monte, entonces pensó un rato y nos dijo: vamos a prolongar la reunión», recordó Héctor Dalmau, entonces maestro y dirigente gremial docente de Misiones. La estrategia se cumplió: Bravo des-cansó un rato mientras sus aliados hablaban, después habló él como dos horas, y cuando se le acababan los argumentos se acercó a uno de sus colaboradores docentes.

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–Háganme preguntas, pelotudos –les espetó. «Por ahí se escuchó un motor: un micro se estaba yendo. Les ganamos por cansancio», recuerda Dalmau con una sonrisa.

Después de provocar a Perón y denunciar que «no le daba el cuero» para volver al país, Lanusse se convenció de que no habría una salida elegante para la Revolución Argentina que había comenzado en 1966 si no se aseguraba el retorno de la democracia y el fin de la proscripción al peronismo. Las elecciones se hicieron el 11 de marzo de 1973, y con Perón aún proscripto, la mayoría de los votos fueron para su delegado, Héctor J. Cámpora, y el Frente Justicialista de Libe-ración (FREJULI), que derrotaron al radical Ricardo Balbín. Miembro del ala izquierda del peronismo, y con la simpatía de Montoneros, Cámpora asumió el 25 de mayo de ese año, aunque su gobierno duró menos de dos meses: el 20 de junio, el retorno definitivo de Perón al país derivó en una pelea abierta entre la izquierda y la derecha pero-nistas, conocida como la Masacre de Ezeiza, que tuvo un saldo de al menos trescientos muertos y centenares heridos. Cámpora, que había abierto las cárceles para liberar a los presos políticos del régimen mili-tar, renunció el 23 de julio.

Mientras la derecha peronista tomaba el poder, y hasta tanto se concretaran el retorno de Perón y su tercera presidencia, los esfuer-zos de Bravo y otros dirigentes por la unidad de los gremios docen-tes hasta entonces dispersos dieron sus frutos. A fines de julio, en la localidad cordobesa de Huerta Grande, todos los sectores acuerdan dirimir cargos mediante una interna y suscriben una declaración de principios. El 11 de septiembre, en una modesta escuela de la calle Terrada, en el barrio porteño de Villa Pueyrredón, se crea la Confe-deración de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (CTERA), un logro que Bravo sintió siempre como propio, aunque su estilo de conducción y sus decisiones dentro de la entidad no siempre tuvieron consenso entre sus pares.

El primer secretario general fue su amigo Rocchi, quien según Valdéz «era la persona indicada para ese cargo, muy inteligente y per-mitía la confluencia de las distintas corrientes». Integraron la primera mesa directiva como secretarios generales adjuntos Furlán, Arancibia, Comínguez y Carlos de la Torre. Bravo fue designado secretario de Relaciones Gremiales, el equivalente a un secretario ejecutivo de la flamante entidad. A fines de 1975, después del fallecimiento de Rocchi

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57UN SARMIENTINO ENTRE SINDICALISTAS

y un interinato a cargo de De la Torre, Bravo sería designado secre-tario general de la CTERA, cargo que ocupó en los papeles hasta 1983. 

«En realidad todo terminó el 12 a la madrugada, y no el 11 (día del Maestro), como queríamos. Lo primero que hice fue un comuni-cado repudiando el golpe de Estado en Chile y la muerte de Salvador Allende», recordaría Bravo años después.

La unidad llegaba, finalmente, pero a un alto costo para los sin-dicatos no peronistas. En la declaración final se hablaba de que «los trabajadores de la educación han asumido recientemente su condición social y su rol frente a las políticas que, en el plano educacional y en el país en su conjunto, deterioran la educación popular». No le gritaron «traidor» a Bravo, pero los peronistas festejaron su triunfo.

–Vamos a hacer la CTERA combatiente, en su medida y armonio-samente –cantaron los gremios leales al General, que se preparaba para asumir, tres meses después, su tercer mandato en medio de la violencia protagonizada por los grupos guerrilleros como Montoneros y ERP, antes y después del retorno de Perón al poder.

Aunque siempre rescató la figura de Ernesto «Che» Guevara y valoró su «coherencia política», Bravo detestaba la violencia armada, tanto que los líderes de Montoneros desconfiaban de él. El dirigente juvenil Rodolfo Galimberti, que terminaría fuera del movimiento y relacionado con la CIA, lo consideraba un «oscuro miembro del Partido Comunista», por sus vinculaciones gremiales con dirigentes de ese partido en el contexto de la CAMYP. A dife-rencia de Bravo y otros dirigentes, que desconfiaban de sus inten-ciones, Montoneros y otros grupos del peronismo de izquierda habían creído en Perón cuando, a propósito de la violenta muerte del Che en Bolivia, el General había escrito: «La hora de los pueblos ha llegado. Las revoluciones socialistas son inevitables». Sería un aval directo a la lucha armada que toda una generación haría suyo en los sangrientos años que vendrían.

Bravo también era denostado por esa «Juventud Maravillosa» que Perón usaría para regresar al poder porque se oponía al método de huelga permanente de los docentes peronistas combativos.

–Es como si un médico abandonara a su paciente porque no le pagan bien –reflexionaba, tozudo, el por entonces director de escuela y miembro de las juntas de calificación y disciplina designado por sus pares docentes.

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En diciembre de 1973, un Perón activo pero con su salud deterio-rada llegaba finalmente a asumir el poder luego de 18 años de exilio, pero su gobierno –que duraría unos pocos meses– desembocaría en una seguidilla inédita e interminable de muerte y sangre que escalaría de manera dramática en los meses y años siguientes. Con su muerte se aceleraría el caos con el gobierno de Isabel Perón y bajo la tenebrosa influencia de su ministro José López Rega. Años que decantarían en la peor tragedia vivida por la Argentina en el siglo veinte: los años del denominado Proceso de Reorganización Nacional, con su terrible saldo de miles de desaparecidos, secuestros, torturas, robos de bebés y una guerra absurda, en el contexto de un país devastado en la eco-nómico. En esos años, Bravo se convertiría en víctima, y también en denunciante incansable del terrorismo de Estado.

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59UN MAESTRO SOCIALISTA

Capítulo 4

Sombras y niebla

a cacería empezó pasadas las siete de la tarde, cuando los ofi-ciales Ortiz y Rossi tocaron el timbre de la casa de los Bravo en la calle Vilela, del barrio de Saavedra.

–Somos de Coordinación Federal. Venimos a buscar a Alfredo Bravo, lo quiere ver el ministro Harguindeguy.

–No está –contestó Gustavo mientras temblaba de miedo en la puerta blanca y vidriada. Al rato, y luego de un interrogatorio tan breve como áspero, el adolescente de 17 años se quebró. «Mi viejo está en la escuela, dando clases», murmuró, y les dijo dónde: en la escuela para adultos de Rivadavia al 5200, en Primera Junta. No sospechaba que el argumento del encuentro con el entonces poderoso ministro del Inte-rior de la dictadura era sólo una estrategia para averiguar dónde estaba su padre.

–La puta madre. Es en la otra punta de la ciudad –coincidieron los miembros del grupo de tareas, mientras se subían al Renault 4 que, más de una hora después, llegaba a destino para cumplir con el operativo.

Eran las 20.40 de aquel viernes 8 de septiembre de 1977, y Bravo se estaba poniendo el guardapolvo dentro del aula. Iba a comenzar su última clase del día, en el único trabajo que la dictadura le había dejado tener: enseñar castellano a un grupo de extranjeros en horario noc-turno. Ya había arreglado con su amigo Juan Carlos Valdez encontrarse

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luego para comer unas empanadas tucumanas, en un bar cercano, y después volver a casa para festejar el cumpleaños número 18 de su hijo Daniel. Llegó a escribir el primer ejercicio en el pizarrón cuando se abrió violentamente la puerta: eran Ortiz y Rossi, con el mismo argu-mento que habían esgrimido ante Gustavo: la mano derecha de Jorge Rafael Videla lo quería ver.

–Díganle que mañana voy –se defendió el maestro, intuyendo lo que vendría.

–No, tiene que ser ahora, el ministro lo pidió con urgencia –dijo Rossi, mientras agarraba del brazo al profesor. Ortiz, mientras tanto, exhibía su arma como un preciado e intimidante trofeo.

Los alumnos –polacos, italianos, alemanes– se levantaron con la intención de impedirles el paso.

–Sentados. Vamos a ir con los señores a la dirección a conversar –intentó tranquilizarlos Bravo.

Mientras le sacaban el guardapolvo recibió el primer culatazo en la cabeza. Después supo que no había sido el primero: ya le habían pegado al director y al portero, que opuso resistencia cuando los secuestrado-res ingresaron a la escuela nocturna. Encerraron a todos antes de irse, salvo a Juan Carlos Giúdice, entonces joven maestro sin militancia polí-tica, que sin pensarlo hizo lo inesperado: levantó el teléfono y discó el número de la CTERA. Atendió Valdéz, y al rato, las agencias de noticias internacionales Asociated Press (AP) y France Press (AFP) ya distribuían la noticia a radios y diarios de la Argentina y el mundo.

El auto avanzaba velozmente mientras al profesor lo demolían a golpes, atado y con los ojos vendados. El Renault hizo dos o tres para-das intimidantes: en cada una de ellas Bravo se preparaba para morir acribillado mientras escuchaba el crepitar de ametralladoras. Fueron simulacros de fusilamiento, tan comunes para los represores y tan ate-rrorizantes para quienes los sufrieron en aquellos años de plomo.

–Hijos de puta. Pegó en el poste –dijo uno de los militares de civil un rato después. En el camino hacia cruzar la avenida general Paz y pasar a territorio bonaerense, habían escuchado en radio Colonia, la emisora de radio uruguaya que se escuchaba en Buenos Aires, que Bravo había sido secuestrado.

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Allí comenzaron trece largos días que se parecieron bastante a una eternidad en el infierno. Interminables jornadas en las que Bravo conoció las distintas formas de la perversión y la tortura, sin que sus desesperados familiares y amigos supieran a ciencia cierta que había sido de su destino.

Al día siguiente del secuestro, Marta y Daniel presentaron un Habeas Corpus ante el juez Manuel Horacio Larrea para que les infor-maran dónde estaba su marido y padre. Ante la requisitoria del juez, el Ministerio del Interior contestó de manera negativa. No sabían nada. 

«Se desconoce desde hace días la suerte corrida por el profesor Bravo», titulaba el 14 de septiembre el diario La Opinión, dirigido por Jacobo Timerman, el periodista y editor que había sido secuestrado de forma similar en abril. El artículo daba cuenta de las peripecias de Marta, su hijo Daniel y allegados al profesor, que recorrían comisarías, ministerios y juzgados tratando de localizarlo, mientras Bravo sufría, atado y encapuchado, torturas como la picana eléctrica en los dientes y genitales, la «crucifixión» y «el cubo», y escuchaba los insultos de sus captores, comandados por el general Ramón Camps, jefe de la policía bonaerense, y su mano derecha, el comisario Miguel Etchecolatz. Esas voces quedarían grabadas en su memoria, y formarían parte de su declaración en el Juicio a las Juntas Militares, ocho años después.

El miércoles 13, el ministro de Educación Juan José Catalán recibió a Marta y Daniel en su despacho. Le hablaron de la extensa trayectoria de Bravo como docente y le pidieron –le rogaron– por su vida.

–Se están haciendo gestiones al máximo nivel para saber dónde está –les contestó el ministro de Videla con altas dosis de cinismo. 

Sin prestar atención a las voces que se alzaban para pedir por su liberación, los uniformados lo golpeaban sin piedad, desnudo, sin darle comida ni bebida. Lo sumergían en agua hasta casi ahogarlo, lo volvían a picanear. De un lugar de detención a otro, lo metían en camionetas que a la vez trasladaban muertos y u otros detenidos destruidos por la tortura. En la desesperación, Bravo se desgarraba las piernas tortura-das para no quedar apretado en la montaña de cadáveres. Una noche, lo obligaron a levantar las manos junto a otros prisioneros, y los pica-nearon mientras, a pocos metros, una mujer era violada; su pareja, que quiso defenderla, fue asesinado al instante.

Desencajados, Camps y Etchecolatz querían saber quién era el correo de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH)

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que enviaba al exterior la información sobre lo que ocurría en la Argen-tina. No tenían demasiada paciencia.

–Pena de muerte puede ser de dos formas: o que lo matemos noso-tros, o que se suicide usted –le dijo Camps en uno de los interrogatorios. En uno de los vértices de su escritorio descansaba una cruz esvástica.

En esas horas desesperantes, Daniel, Marta y el abogado Rubén Bravo, primo del profesor, hablaron con funcionarios y embajadas, visi-taron a miembros de la Iglesia y llegaron hasta el despacho del propio ministro Albano Harguindeguy.

–Lo tienen los locos –les dijo el ministro–. La gente de la provincia de Buenos Aires, y Camps.

–Y ustedes, ¿no pueden hacer nada? –inquirieron Marta y Daniel con desesperación.

–Esas cosas pasan –contestó el ministro, a quien Daniel Bravo cali-ficaría años más tarde como «un gran cínico».

Las represalias no paraban. Mientras la familia Bravo y sus amigos recorrían la ciudad con su reclamo, otro grupo de tareas volvió a la calle Vilela, que Alfredo y Marta habían comprado en el 73. Esta vez no había nadie en la casa, pero los asaltantes dejaron su sello: rompieron el tele-visor Philips y se llevaron fotos, documentos y libros, como un ejemplar forrado en cuero de El Capital, de Marx, que Bravo se había traído de un viaje por la Unión Soviética.

El 20 de septiembre, y a través de las gestiones que motorizaba su amiga Graciela Fernández Meijide, la APDH había conseguido la adhe-sión de casi todo el abanico político y social argentino a un memorial entregado al entonces presidente Videla. «Me acuerdo la cara triste y la angustia de Marta por esos días», recuerda Fernández Meijide, quien ya entonces sufría por la desaparición de su hijo Pablo, de 17 años.

El pedido de clemencia contenía nombres esperables, como los de sus compañeros de lucha de la APDH, Alicia Moreau de Justo, el diri-gente radical Raúl Alfonsín y el intransigente Oscar Alende. También firmaron el ex presidente radical Arturo Illia, el peronista Angel Fede-rico Robledo, el dirigente comunista Rubéns Iscaro y varios religiosos, como el rabino Roberto Graetz y el obispo metodista Aldo Etchegoyen. Pero hubo dos firmas que inclinaron la balanza y abrieron los ojos del poder: la del obispo de Neuquén, Monseñor Jaime de Nevares y la sor-presiva adhesión del titular del radicalismo, Ricardo Balbín, poco afecto a participar de iniciativas conjuntas de este tipo.

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A las 9 y media de la noche de ese largo día llegó la respuesta espe-rada, que los tres integrantes de la familia que quedaban y Dominga, la señora que se encargaba de los quehaceres domésticos, escucharon a través de la radio. A través de un comunicado, el Ministerio del Interior informaba: «el profesor Alfredo P. Bravo ha sido puesto a disposición del Poder Ejecutivo, encontrándose detenido en la ciudad de La Plata». El comunicado no tenía número, ni se explicaba allí por qué lo habían puesto en prisión. No importaba: a pesar de seguir detenido, el «blan-queo» permitía a los familiares albergar esperanzas de que Bravo saliera vivo de aquella traumática experiencia.

Un desayuno complicado

En realidad, no fue sólo la carta de la APDH la que torció el destino. El sábado 9 de septiembre, a las 9 de la mañana, Videla había llegado a la Casa Blanca para una reunión con el presidente James Carter, luego de firmar el tratado de Panamá. Según confirman los documentos desclasi-ficados y entregados al gobierno argentino en 2016 y 2017 por la secre-taría de Estado norteamericano, el presidente demócrata usó buena parte del tiempo de la reunión bilateral para reclamarle al dictador por los miles de casos de desapariciones que ya se conocían en Washington.

Enojado por el secuestro de Bravo, que juzgaba como una nueva jugada de Massera en su contra en el contexto de la sórdida lucha por el poder que protagonizaban, Videla le prometió a Carter hacer lo que estuviera a su alcance para resolver la situación del maestro y la del edi-tor Jacobo Timerman, las dos preocupaciones principales del entonces inquilino de la Casa Blanca.

«Hablamos de derechos humanos. Yo sé que las cosas no suelen ser fáciles en ese terreno. Escuché las explicaciones del presidente de los argentinos con mucha atención. Mi país está dispuesto a ayudar a la Argentina para que la próxima Navidad sea una Navidad feliz», dijo Carter a la prensa luego del encuentro.

«En esa reunión, el presidente norteamericano le enrostró a Videla los telegramas de las asociaciones de maestros de Suecia, Noruega y Francia, que ya reclamaban por la libertad del profesor y dirigente gre-mial», recordó el militante socialista y editor Francisco Montesanto, para quien ese mal momento vivido por el jefe de Estado de facto ayudó

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de manera sustancial a su viejo amigo. A la embajada argentina en Washington había llegado otro telegrama, salido de la APDH y dirigido a Videla. «Denunciámosle secuestro con fecha ocho del corriente de nuestro co-presidente Alfredo Bravo. Solicitamos su urgente interven-ción y ratificamos nuestra afirmación (de los) derechos humanos que el señor presidente sostiene en forma reiterada», rezaba el telegrama, firmado por los co-presidentes Eduardo Pimentel y Augusto Conte, y el co-secretario José Federico Westerkamp, pero que tenía implícita la inconfundible mano de Raúl Alfonsín.

«Toda esa movida le salvó la vida», coincidieron Montesanto y Daniel Bravo. Según explican esos documentos desclasificados, Videla hizo ante el presidente norteamericano una airada defensa de su ges-tión, y le dijo que «todas las guerras tienen consecuencias indeseables». También le aclaró que el terrorismo buscaba «aislar al país con denun-cias falsas». Pero a los pocos días de esa reunión, la presión internacio-nal surtía efecto, y Bravo pasó de «desaparecido» a detenido. 

El miércoles 21 de septiembre, Marta y Daniel llegaron, junto con mamá Angela (por entonces con 84 años) y el hermano Nivardo hasta el comisario Etchecolatz. Después de esperar seis horas, y luego de que el torturador diera la autorización, los familiares atravesaron la requisa y pudieron volver a ver a Alfredo, aunque rodeados de policía y sin posibi-lidad de intimidad alguna. Los recibió con el traje de preso puesto, una mueca entre alegre y dolorida, y veinticinco kilos menos. «Estaba muy mal, pero estaba vivo», cuenta Daniel, con los ojos brillosos.

Empezaron a poder verlo una vez por semana, aunque las con-diciones de detención no eran las mejores. Alfredo recibía, como una bendición, el queso y dulce que le traían y los cigarrillos 43/70. Fumaba entre 3 y 4 atados por día. 

El revuelo internacional que provocó la noticia de su detención hizo que la Junta Militar quisiera sacarse de encima el problema. En una reunión con los familiares, Harguindeguy les propuso una solu-ción: ya estaba gestionada la salida de Bravo hacia Suecia, negociada con los militares por el ex primer ministro y líder socialdemócrata sueco Olof Palme, un viejo conocido de Bravo. La relación entre ambos países no era, de todos modos, la mejor después de la desapa-rición, unos meses antes, de la joven de origen sueco Dagmar Hagelin, por cuyo paradero reclamaba no sólo su padre Ragmar y su abogado en Argentina, Luis Zamora, sino también la delegación sueca en el país.

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Los familiares, que estaban divididos en relación a la propuesta de Harguindeguy, le transmitieron de todos modos la novedad al preso.

–Jamás. No tengo por qué irme, no soy culpable de nada. Lo único que les pido es que nunca firmen nada para que me saquen del país –les contestó Bravo, temerario y sin darles chance a negociar. Unos días des-pués, quien lo intentó fue el embajador de Suecia en el país. También se llevó un rotundo no como respuesta.

Las consecuencias de la negativa fueron terribles: estuvo confinado 15 días en «Los Chanchos», las celdas de castigo de la Unidad 9. Pasa-rían largos meses hasta que su penosa situación se modificara, sin llegar todavía a volver a ser libre.

El Brujo, los Montos, la «salida» militar 

Luego de la muerte de Perón, en julio de 1974, su esposa María Estela «Isabel» Martínez se había hecho cargo del Poder Ejecutivo, pero José López Rega quedó como virtual amo y señor del país. La violencia, que venía in crescendo, se hizo entonces cotidiana.

En su pulseada contra los «imberbes» y «estúpidos» que lo habían desafiado matando a su sindicalista preferido, José Ignacio Rucci, en septiembre de 1973 y poco antes de reasumir el cargo, Perón había dejado las manos libres a «Lopecito» para que reprimiera a la organiza-ción peronista Montoneros, la guerrilla que había tenido su bautismo de fuego en 1970, con el secuestro y posterior asesinato de Eugenio Aramburu, una de las cabezas de la Revolución Libertadora.

Enojado ante el desafío de los Montoneros, a quien había alentado durante sus últimos años de exilio, el viejo general había autorizado sin demasiados eufemismos a su siempre misterioso secretario y minis-tro de Bienestar Social para que éste comenzara a cumplir su deseo de «limpiar de zurdos» el escenario político nacional. Había dado una señal inequívoca en su discurso del 1 de mayo de 1974, cuando echó de la plaza de Mayo a la guerrilla liderada por Mario Firmenich y a otros grupos de peronistas de izquierda, que luego de su muerte sostendrían una guerra sin cuartel con López Rega y la derecha peronista por la herencia del fundador del justicialismo.

Por entonces, y lejos de los grupos violentos, Bravo trabó relación con un reducido grupo de dirigentes, quienes decidieron jugarse el

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todo por el todo para que las garantías constitucionales tuvieran vigen-cia. Así, con la ayuda del periodista César Luis Pelazza, redactaron la primera proclama pública contra la Triple A, la banda clandestina y paramilitar conducida por el comisario Alberto Villar con la que «El Brujo» detenía, torturaba y mataba a gusto y piacere militantes, diri-gentes gremiales y políticos opositores, acusando a todos de ser parte de un complot del comunismo antiargentino. El título de la denuncia era sugestivo. «No se puede vivir sin garantías», se titulaba.

«Sabíamos que esa solicitada, publicada en el diario La Prensa, equivalía a una sentencia a muerte», relata el profesor Raúl Aragón, antiguo abogado de la CGT de los Argentinos que conducía el sindica-lista Raimundo Ongaro, y que por las amenazas contra su vida debió dejar su cargo de rector del Nacional Buenos Aires al que había llegado durante la efímera presidencia de Cámpora con el aval de las juventudes peronistas y de izquierda revolucionaria. Aragón, Bravo y Adolfo Pérez Esquivel estaban entre los firmantes, que tenía además vínculos con el denominado Foro por los Derechos Humanos, creado en Montevideo y que integraban además Noé Jitrik, Ronaldo García, Héctor Sandler y Haydeé Brigini, entre otras personalidades de la cultura y la política.

Bravo, cuyo nombre figuraba en las listas de posibles víctimas de la Triple A, no se exilió en Francia como su amigo Aragón –volvería en 1983 para ser secretario de la Conadep– pero pagó un alto precio: el 30 de diciembre de 1974, y a través de la resolución 1502, fue cesanteado en su cargo de director por el Ministerio de Educación de Isabel Perón, Oscar Ivanissevich. Por un descuido, los funcionarios de Isabel Perón le dejaron un resquicio por donde subsistir: no lo removieron de su cargo de maestro de adultos, por lo que Bravo siguió teniendo un ingreso mínimo de dinero para sostener a su familia.

Desde el primer ataque –fallido– contra el dirigente radical Hipó-lito Solari Yrigoyen, la Triple A llevaría a cabo centenares de atentados –unos 220 sólo entre julio y septiembre de 1974, un promedio de tres por día– y se haría cargo de unos sesenta asesinatos en ese período. El diputado peronista Rodolfo Ortega Peña, asesinado en pleno centro porteño el 31 de julio de ese año, fue el primero de una larga lista que incluyó al sacerdote Carlos Mugica, el ex subjefe de policía Julio Troxler y al dirigente y académico Silvio Frondizi, entre muchos otros. Actores, periodistas y políticos que fueron amenazados públicamente debieron exiliarse durante esos años.

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En medio de aquella espiral de violencia que dejó miles de víctimas, un heterogéneo grupo de dirigentes de distintas extracciones políticas, religiosas y sociales fundan la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH). Si bien los encuentros reservados comenzaron un tiempo antes, la primera reunión pública fue en la Casa de Nazareth, perteneciente a la Iglesia Santa Cruz, el 18 de diciembre de 1975, y formaron parte de aquel grupo inicial, además de Bravo y Aragón, el radical Alfonsín, la ya veterana Alicia Moreau de Justo, el intransigente Oscar Alende, monseñor Jaime de Nevares, el obispo Carlos Gattinoni, el dirigente católico Eduardo Pimentel; el titular de Servicio Paz y Jus-ticia, Adolfo Pérez Esquivel; el pastor metodista Aldo Etchegoyen; el dirigente peronista Vicente Leónidas Saadi. También Ariel Gomez, José Miguez Bonino, la diputada Susana Pérez Gallart, Jorge Vázquez, Guillermo Frugoni Rey y Jaime Schmirgeld.

«Había que converger, unir los esfuerzos. La que lanzó la idea del nombre fue Alicia Moreau de Justo, que propuso que tuviéramos como bandera la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que hicié-ramos miles de copias y las repartiéramos en las escuelas, en la calle, en todos lados», recordó alguna vez Susana Pérez Gallart, otra de las personalidades que estuvo aquella tarde en la iglesia de la calle Estados Unidos al 3100, donde se realizó el primer encuentro. «Yo venía de un hogar católico, para mí ver a un rabino y un cura discutiendo, conver-sando, era como estar en Marte. Aprendimos a convivir, a compren-der y entender al otro», agregó Pérez Gallart en un video que repasaba aquellos momentos fundacionales.

«La violencia no comenzó en el 76 con el golpe. Y nosotros venía-mos trabajando con las víctimas de la represión de la Triple A y del Gobierno, y a la vez pensábamos de qué manera podíamos ayudar desde el rol de las iglesias», afirmó Pérez Esquivel en una entrevista para este libro. El titular del Serpaj recordó además que la intención de la APDH, la primera organización de derechos humanos creada en el país, fue sumar también a otras figuras, como el ex presidente peronista Héctor J. Cámpora, el mismo que había presidido el país durante aque-llos tumultuosos 50 días de mayo, junio y julio de 1973, antes del regreso de Perón y el inicio de su tercer mandato.

Para Bravo, que más tarde sería designado copresidente, la APDH era «una forma de luchar contra la impunidad que se ejercía desde el poder». Y valoraba que, en un mismo espacio, dirigentes laicos y

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religiosos, radicales o peronistas, socialistas o independientes, pudie-ran ponerse de acuerdo para pelear por mantener los derechos básicos como la vida o la libertad.

La agobiante y complicada tarea que aquel puñado de dirigentes en ese caluroso final de 1975 fue muy útil para dar apoyo a quienes sufrían, denunciar lo que ocurría en el país y comenzar a recolectar datos sobre secuestros y asesinatos, pero resultaría insuficiente para detener el clima de violencia que se vivía a diario en el país. Tampoco, por cierto, alcan-zaría para evitar la «carnicería mayor», que sobrevendría pocos meses después, cuando el país comenzó uno de los períodos más oscuros de su historia.

A horas de derrocar el gobierno institucional de Isabel, los inte-grantes de la Junta Militar que asumió el poder el 24 de marzo de 1976 (Jorge Rafael Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti) comenzaron una política sistemática de detenciones a políticos, activistas sociales y gre-miales. La CTERA, por caso, debió llorar a muchos de sus principales dirigentes, como Isauro Arancibia, asesinado en Tucumán el mismo día del golpe, el cordobés Eduardo Requena (en julio), y la jujeña Marina Vilte (en diciembre de ese año). En septiembre, una decena de ado-lescentes que reclamaban en La Plata por el boleto estudiantil fueron desaparecidos, torturados y asesinados. Sobrevivieron sólo cuatro, y el hecho fue conocido como La Noche de los Lápices, todo un símbolo de la feroz ofensiva del régimen contra la educación en su conjunto.

Aunque Bravo detestaba la violencia armada, y no tenía vínculos directos con las organizaciones gremiales más combativas, también entró en la lista de enemigos del autodenominado Proceso de Reor-ganización Nacional, que fueron por él en aquel septiembre de 1977. Unos días antes de su secuestro, la CTERA –de la que ya era secretario general en reemplazo de Rocchi desde 1975– se había quejado por la designación de docentes interinos promovida por la dictadura. Bravo también trabajaba, en silencio, para que la central y los distintos grupos de docentes que la integraban siguieran funcionando a pesar de la represión y la falta total de libertades públicas.

«De la APDH no se podía tocar a ningún cura, ni acusar a Alicia Moreau de Justo de guerrillera. Por eso los militares lo eligieron a él», razonaba Raúl Aragón, que debió exiliarse para no pasar a ser otra víc-tima. «Creo que me eligieron por luchar por los derechos humanos toda mi vida», opinó Bravo.

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Tres décadas después, Etchegoyen recordaba muy bien una de las primeras reuniones del grupo, ya durante la dictadura militar. Se llevó a cabo en una iglesia metodista de la calle Corrientes al 700, unas cien personas, a principios de abril de 1976. «Recuerdo que hablé en relación al compromiso de los cristianos con los derechos humanos. A las 4 de la tarde llegó a la iglesia un telegrama de Videla adhiriendo a la creación de la APDH. Una hora más tarde apareció un patrullero, quisieron requi-sar el edificio. No los dejé y les dije que me hacía responsable. Después apareció una tanqueta, y estuvo ahí hasta que terminamos», recordó el obispo metodista.

La detención de Bravo, meses después, no sólo movilizó a distintos sectores políticos y sociales: también dejó marcas indelebles en el seno familiar. Mientras Marta trataba a duras penas de superar el estado shock y seguía como directora en la escuela España del barrio de Saa-vedra, Daniel se mostraba muy activo a los 18 años, tenía tres trabajos y dedicaba el escaso tiempo que le quedaba libre a bregar por la aparición de su padre. Gustavo, en cambio, pagaba con el cuerpo tanto estrés acumulado. El menor de los hijos de Bravo debió pasar cuarenta y cinco días con cura de sueño antes de superar, al menos de manera provisoria, la sensación de culpa que lo invadió después de aquella violenta irrup-ción en su casa. Un tiempo después se iría a México por unos años para alejarse de un ambiente que le hacía daño. Su hermano Nivardo, pero por sobre todo su mamá Angela, ya por entonces muy mayor, también sufrieron con la desaparición del gremialista y docente. En aquel 1978, Dominga fue mamá soltera: nació Hugo, y para Alfredo y Marta la lle-gada del bebé fue un remanso de alegría en medio de tanta angustia.

Una colonia sin diversión

En la unidad 9 de La Plata, en medio del encierro, el frío y las priva-ciones, Bravo conoció a varios jóvenes que lo acompañarían más tarde en su despacho de diputado nacional. Jorge Ríos, un joven estudiante de abogacía y simpatizante del socialismo en Jujuy, compartió con él tres meses de encierro en la misma celda, entre febrero y mayo de 1978.

«Yo ya estaba preso desde julio de 1976, nos detuvieron en Ledesma durante la Noche del Apagón sin haber hecho absolutamente nada, sólo por ser joven estudiante y simpatizante del socialismo. Me tienen unos

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meses detenido, luego me trasladan a Buenos Aires y en febrero del 78 lo conocí a Alfredo», cuenta Ríos en un bar frente al Congreso, donde sigue trabajando a principios de 2018.

Un día, Ríos volvió del «recreo» de una hora que le daban los mili-tares a su celda del pabellón 4. En la cama libre de las dos cuchetas estaba Bravo.

–Qué hacés, pibe –lo recibió el maestro y dirigente gremial, que según Ríos aparentaba mucho más que los 52 años que tenía por aquel entonces, treinta más que su compañero de cautiverio.

Con el correr de los días, y superadas las desconfianzas mutuas, Bravo y Ríos se hicieron amigos, y el maestro le contó sobre las torturas que había padecido el año anterior.

–Acá hay tres tipos de presos. Los Montos, los del ERP y los PPP, los presos por pelotudos. Vos y yo estamos en el tercer grupo –le decía Bravo a Ríos, a quien bautizó «Cri-Cri», porque había otro preso, el ladrón de bancos Juan José Aranda, al que le decían «Cra-Cra» imitando el sonido de las cajas fuertes cuando las robaba.

La rutina de la cárcel era implacable y se cumplía a rajatabla. Ambos se levantaban muy temprano, tomaban el mate cocido y hacían «nada» hasta el mediodía, sin poder acostarse en sus literas. Comían casi todos los días un guiso «incomible» y no recibían aten-ción médica de ningún tipo. Vestidos de uniforme azul, sólo tenían una hora a la mañana y otra a la tarde para estirar las piernas y ver a otros presos en el patio de la unidad carcelaria, y el resto del tiempo conversaban para matar el aburrimiento. Ríos recuerda haber visto en esas recorridas al dirigente Dardo Cabo (muerto en enero de 1977), al actor y productor Guillermo Fernández Luro y a Isidoro Graiver, hermano del banquero ligado a Montoneros David Graiver. También se cruzó con el intelectual socialista Jorge Tula, a quien volvería a ver pero como compañero de trabajo en el despacho de Bravo, dos décadas después.

Después de la tortura recibida en los pies los días en los que estuvo desaparecido, a Bravo le costaba correr por el pasillo desde su celda hacia la ducha, un castigo adicional al que lo sometían los militares. Ríos lo sostenía del brazo para que pudiera acelerar sus pasos y que no lo castigaran.

–Él es mi secretario, mi asistente, mi bastón –lo presentaría Bravo mucho después ante cada visitante de su despacho o en plena calle.

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Una vez por semana se aceptaban visitas de familiares, visitas que se hacían en un gran salón con banquetas de madera, sin privacidad y con oficiales custodiando. En una de ellas, Ríos estaba conversando con su madre –que se venía de Jujuy todas las semanas a verlo– mien-tras Bravo se reencontraba con Marta y su hijo Daniel. En un gesto inesperado, Bravo se acuclilló, y sin pedir permiso se acercó hasta su compañero de celda.

–Señora, tiene un hijo maravilloso –le dijo Bravo a la madre de Ríos, en un gesto que el entonces joven estudiante de derecho aún recuerda con emoción contenida. A fines de mayo, un mes antes que Bravo, Ríos fue liberado. Había pasado, en total, 22 meses entre rejas. 

En la unidad 9, Bravo también pasaba horas charlando con Pérez Esquivel, a que veía cuando las circunstancias y la suerte así se lo per-mitían. «Estuvimos presos en la misma colonia de vacaciones, aunque yo estuve 14 meses», bromea Pérez Esquivel, cuatro décadas después. ¿Cómo se encontraban? «Ambos simulábamos estar enfermos al uní-sono para que nos mandaran a la enfermería y ahí charlábamos», cuenta el premio Nobel de la Paz en 1980.

–¿Cómo estás, Alfredo?–Bárbaro de jodido –le contestaba el maestro en sus encuentros

programados.Mientras Bravo seguía encerrado, la APDH organizaba solicitadas

y recurría a sus conexiones internacionales para lograr la liberación de su titular. También su familia apelaba a la «misericordia» del régimen militar, al cumplirse seis meses de su detención.

«En estos momentos en que el prolongado encierro está tu dete-riorando tu salud, te exhortamos a que no decaigas y esperes, con reno-vada fe y esperanza que se haga justicia. Piensa que tu madre, con 84 años y su delicado estado físico vive soñando con tu libertad, que esposa e hijos te necesitan más que nunca», decía uno de los párrafos de la solicitada publicada el 7 de marzo de 1978 en el matutino La Prensa. «Apelamos a los sentimientos cristianos de los miembros de la Junta Militar de Gobierno, teniendo presente que Dios es fuente de toda razón y justicia, y solicitamos decreten su pronta libertad», culmi-naba la solicitada. La firmaban su madre Angela, su esposa Marta, sus hijos Daniel y Gustavo, sus hermanos Nivardo y Susana Julia. El 9 de marzo, Alende, y Moreau de Justo acompañaron a Marta en una con-ferencia de prensa donde volvieron a reclamar. «Su único delito fue

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haber luchado permanentemente por la plena vigencia del estatuto del magisterio», dijo Alende.

Veinte días más tarde, el grupo de personalidades que le había pedido a Videla por su paradero de Bravo cuando estaba desaparecido, reiteró su pedido al Presidente, ahora para lograr su liberación. Lo encabezaba, otra vez, el obispo de Neuquén Jaime de Nevares. «Quienes peticionamos respetuosamente su libertad promovemos un movimiento patriótico tendiente a la materialización de tan noble obje-tivo, como contribución a la pacificación de la República», decían los firmantes con un sobrio y cuidado estilo, con el objetivo de no despertar la ira de los militares.

Las buenas noticias se hicieron rogar, pero finalmente llegaron. El 3 de junio de 1978, dos días después de comenzado el mundial de futbol que organizó la Argentina a través del Ente Autárquico Mundial 78 (EAM) que encabezaba el brigadier Carlos Alberto Lacoste, Videla firmó el decreto 1219 que encuadraba a Bravo dentro del régimen de «libertad vigilada», un régimen al que también se incluyó, casi en la misma fecha, a Pérez Esquivel.

–Nos van a dar la libertad vigilada este mes –le anticipó Bravo al titular del Serpaj horas antes de ser trasladado a su casa en Saavedra, donde continuó siendo rehén de la dictadura. Pérez Esquivel pasó a «gozar» de ese régimen el 23, dos días antes de la final que Argentina le ganó a Holanda.

«Dormían en el living, se servían comida de la heladera, me leían la correspondencia y atendían el teléfono. Al único lugar que no llega-ban era hasta acá, aunque a veces venían», recordaba Bravo en 2002, desde el altillo que fue su refugio durante los momentos más aciagos. «Yo estaba muy molesto, pero él me decía que había que tratarlos bien, que era lo mejor», recordaba su hijo Daniel sobre aquellos días.

Pasaron más de seis meses, aunque de alguna manera Bravo pudo contar lo que estaba viviendo a la influyente embajada norteamericana en Buenos Aires mientras atravesaba la libertad vigilada. El 28 de agosto de 1978, el entonces joven funcionario norteamericano Robert Pastor detalló a través de un memorándum interno a su jefe, el secretario de Estado Zbigniew Brzezinski, un diálogo de cuatro horas mantenidos por «nuestros oficiales de la embajada en Buenos Aires» con Bravo, en los que el maestro y gremialista «detalló los horrores de su detención y tortura a manos de la policía de Buenos Aires». Pastor escribió en ese

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memo que el testimonio podía ser «muy importante en el contexto de nuestra nueva estrategia con Argentina», y detalla en un sumario las torturas físicas y psicológicas que Bravo había recibido durante los trece días en los que estuvo desaparecido.

«En su diálogo con los funcionarios de la embajada, Bravo enfatizó que no era Superman y que había llorado de dolor como cualquier otra persona», escribió. También les dejó a los diplomáticos de Washington en el país dos consejos.

–Les cuento esto para mostrarles por lo que están peleando. Y traten esta información que les doy con cuidado. Mi vida está en sus manos –les rogó antes de finalizar el diálogo según detalló Pastor.

El 21 de diciembre de 1978, a través del decreto 3051, el gobierno de facto decidió dar por terminada la prisión tutelada domiciliaria de Bravo. Y aclaró en el mismo decreto que «no se registra la existencia de procesos judiciales en su contra». El régimen militar intentó apro-vechar la medida en su favor. «Esta medida, considerada feliz en dis-tintos medios consultados, demuestra los propósitos de pacificación del gobierno nacional», celebró entonces la revista Confirmado, que a la vez recordaba que por esas horas se había otorgado un incremento a los docentes de todo el país del 40 por ciento.

Para el docente y gremialista, empezaba otra etapa: de cero, sin dinero ni salud, pero con la certeza de que el futuro sería mucho mejor que los casi 16 meses que había pasado a merced de la dictadura. 

Libros para sobrevivir

Pocos meses después de su liberación, las heridas internas comen-zaron a sanar. Bravo llegó una noche a una reunión de la Confederación Socialista Argentina, entidad creada en 1974 por un grupo de dirigentes liderados por la ya anciana pero muy activa Moreau de Justo y cuyo secretario era Héctor Polino, ambos alejados de la conducción del PSD. Alfredo llegó al edificio de Rivadavia al 2000 con un doble objetivo: sumarse a la agrupación y conseguir trabajo. «La dictadura lo había dejado cesante en su rol docente y él necesitaba volver a trabajar», recordaba Polino, quien lo conectó con Francisco Montesanto, que además de simpatizante socialista y colaborador de Moreau de Justo era por entonces vendedor de libros de la editorial Aguilar.

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Fue él quien propuso a otros militantes de la novel fundación Juan B. Justo, darle una mano a Bravo. «Uno decía yo tengo un laboratorio, otro que trabajaba en una fábrica de aceite. Me pareció que lo que yo le ofrecía, vender libros y materiales docentes, era lo que más se acercaba a lo que él necesitaba», recordaba Montesanto.

El asunto fue que Bravo aceptó, y a eso se dedicó para sobrevivir durante más de dos años, entre 1979 y 1981. «La tarea le gustaba, porque estaba otra vez cerca de los alumnos y los docentes. Eso sí, vendía yo, porque él no podía vender ni una manzana», asegura Montesanto, quien agrega que directoras y maestras le demostraban afecto, le pedían que contara su experiencia, le daban el cariño que tanto necesitaba. «Nos iba bien, nos dividíamos la comisión y el maestro en esa época tenía posibi-lidades de comprar. Eso sí: muchas veces terminábamos todos llorando cuando él contaba lo que le habían hecho», recordaba Montesanto.

La rutina era invariable. Después de desayunar, los vendedores de libros visitaban una escuela, y a mediodía paraban para almorzar «en general carne, y siempre con vino», volvían cada uno a su casa para una siesta y visitaban otra escuela por la tarde. «Eso sí, tenía que ser un colegio del centro, para que Alfredo se fuera desde allí a la sede de la APDH», rememora el editor a sus vitales 78 años.

Cada tanto, en las largas caminatas por las calles porteñas, entre escuela y escuela, Bravo le pedía a Montesanto un respiro. «Esperá, que se me duermen las piernas», le decía. Las marcas del horror le impedían seguir, pero solo por un rato.

Bravo nunca se olvidó de aquella mano fraterna que lo ayudó a salir del pozo espiritual y material en el que estaba metido. «Eso es un amigo, ¿no?» elogiaba Bravo a Montesanto, mientras recordaba sus épocas de vendedor de libros en la esquina de Homero Manzi, una noche de octu-bre de 2001. «De esa gente ya queda muy poca», pontificaba en aquel reducto tanguero, mientras repasaba esos meses donde se reencontró con la libertad, y en buena medida también con él mismo.

Su regreso a la APDH también fue motivo de controversia familiar. «Ni Marta ni sus hijos querían que volviese, y era lógico», recuerda Gra-ciela Fernández Meijide. Pero era más fuerte que él, así que desoyó los consejos y volvió a integrarse a ese grupo, al que se había incorporado el rabino norteamericano Marshall T. Meyer, que visitaba juzgados, despachos y cárceles para reclamar y consolar a las víctimas de los militares y por cuya gestión directa el editor Jacobo Timerman había

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sido liberado. También intercedió por Bravo cuando estuvo desapare-cido, tanto ante las autoridades militares como a través de las organiza-ciones judías en Estados Unidos, gestos que Marta siempre recordaría.

Bravo y Meyer se hicieron muy amigos, y tiempo después el maes-tro contaría que toda la documentación valiosa de la organización, con testimonios de las víctimas incluidas, había sido escondida en la sina-goga Bet-El, fundada a principios de los años sesenta por el rabino libe-ral que hablaba castellano con acento inglés en el barrio de Belgrano. «Busqué esos archivos cuando llegué acá, decían que estaban debajo el púlpito. Y aunque no los encontré, creo que es una hermosa historia de valentía», cuenta Daniel Goldman, quien sucedió a Meyer en la APDH durante los años ochenta y es hoy rabino de esa misma comunidad.

Antes de volver a su país, Meyer había fundado el Movimiento Judío por los Derechos Humanos junto al periodista Herman Schiller, director del diario Nueva Presencia, uno de los pocos medios que publi-caban avisos de familiares buscando a los desaparecidos. En abril de 1984, ya con la democracia instalada, Bravo sería uno de los oradores de un impresionante acto de ese movimiento en el Obelisco, del que también participaron Timerman, la madre de Plaza de Mayo Reneé Epelbaum y el diputado justicialista Miguel Unamuno. Allí, Bravo se sumó al pedido de Juicio y Castigo a los responsables de los horrores de la dictadura militar.

Además de volver a trabajar y a participar de la APDH, Bravo retomó en 1979 su actividad gremial en la CTERA. «A los diez días ya estaba de nuevo con nosotros», recuerda Juan Carlos Valdéz, quien junto a la entonces joven gremialista Lidia Cattani se preocupó por sos-tener las tareas que el maestro había dejado pendientes. Era una tarea difícil: el gobierno tenía suspendida la aplicación del estatuto docente desde 1976, prohibía el derecho de huelga y tenía intervenido la mayoría de los sindicatos. Encontró, además, que muchas cosas habían cam-biado en su ausencia: los habían echado de su sede original y debieron mudarse a otro espacio, en la calle México al 1600.

Su vieja entidad de base, la CAMYP, le había dado definitivamente la espalda. Asociada al régimen militar –varios de sus integrantes socialis-tas apoyaron o fueron funcionarios de la dictadura, que recibía elogios desde las páginas de La Vanguardia–, la Confederación de Maestros lo terminó expulsando en 1980 de sus filas, alegando que su con-tinuidad como secretario general de la CTERA, de la que CAMYP se

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había desvinculado, era motivo suficiente para «dejar sin efecto su situa-ción de asociado y proceder a su baja en el correspondiente registro de socios», como reza en la carta firmada por el presidente de la entidad, Héctor A. Robles, y su secretaria general, María Sánchez Navarro.

Bravo, que apeló la decisión de Robles sin éxito, nunca olvidaría aquel desplante de sus ex compañeros de agrupación y de partido, que habían avalado la represión contra la «subversión» mientras él la pade-cía junto a otros miles de compatriotas.

Aún sin contar con fondos ni libertad de asociación, en esos años comenzó un largo proceso de rearmado de los sindicatos de maes-tros en cada provincia, con ayuda de organismos internacionales que nucleaban a los docentes. «En 1980 hicimos unas jornadas educativas, pero teníamos cuidado: hablábamos de las condiciones de vida, de los presupuestos y los salarios de los maestros. Nada de política, por las dudas», recuerda Valdéz.

Al año siguiente, y ya con el Proceso con claros síntomas de dete-rioro (Roberto Viola había reemplazado a Videla luego de cinco años) la CTERA tomó un rumbo que no era, por cierto, el que Bravo hubiera querido: aceleró los contactos para integrarse a la CGT. Su amigo Valdéz sería, finalmente, el primer representante de los docentes en la central obrera. «Fue difícil, los docentes en general no querían, y muchos de los peronistas tampoco porque pensaban que éramos zurdos. Pero se terminó dando», resumió Valdéz.

Aún sin irse del todo, Bravo comprendió entonces que su ciclo en el gremialismo docente había terminado. Echado de la CAMYP por su postura dialoguista con los gremios peronistas y su férrea oposición a la dictadura, y ya sin margen de acción en la CTERA, Bravo se concentró en la Confederación Socialista. Una agrupación que buscaba un lugar en el escenario político nacional sin contacto con el PSD, todavía manejado por Américo Ghioldi, que había aceptado ser embajador en Portugal durante la dictadura y seguía pensando que «el problema» de la Argen-tina era la posibilidad de un nuevo retorno del peronismo al poder. 

El retorno a la democracia era ya por entonces un horizonte cer-cano. Bravo, que motorizó durante 1983 varias huelgas de la CTERA contra el régimen militar en retirada y en reclamo de mejoras salariales, llegaría a ser, después de vivir sus años más dramáticos, lo que nunca había sido ni soñado: funcionario en el área educativa de un gobierno nacional, convocado por su amigo radical Raúl Alfonsín.

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Capítulo 5

Funcionario de la democracia,testigo del horror

l teléfono sonaba con insistencia en la planta baja de la casa de la calle Vilela. La voz que escuchó Alfredo Bravo al levantar el tubo era cálida y convincente.

–Alfredo, te necesito en el Ministerio de Educación. Haceme el favor de aceptar –le pidió Raúl Alfonsín a su viejo amigo, que tardó pocas horas en llegar al búnker del Hotel Panamericano, a metros del Obelisco, y decirle que sí a esa nueva aventura que encaraban juntos.

Pocos días después de aquella charla, en aquel soleado y caluroso sábado 10 de diciembre de 1983, la democracia volvió, al fin, a la Argentina. A mediodía, Bravo llegaba casi sin proponérselo a la fun-ción pública: asumía como subsecretario para la Actividad Profesional Docente, y se convertía en parte del gabinete radical que comandaba su amigo y compañero en los tiempos de la dictadura.

«Fue un raviol que me tiraron para no darme algo menos que una subsecretaría», se reía Bravo cuando repasaba el pomposo título del cargo que le ofrecía su antiguo compañero de la APDH, ya electo en el sillón de Rivadavia luego de las elecciones del 27 de octubre, cuando la fórmula Alfonsín –Víctor Martínez se había impuesto con el 51, 7 por ciento de los votos a la fórmula peronista de Italo Luder-Deolindo Bittel, que obtenía el 40,1 y sufría la primera derrota de su historia como partido desde su creación, en 1946.

Aceptar el cargo era, además de un honor para él, un enorme desa-fío a sus dotes de equilibrista: sus viejos compañeros de gremio, sobre todo los de origen peronista, aceptaban a regañadientes su decisión y

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no tardarían en cobrarle la factura. Puertas adentro del ministerio tam-poco la tuvo fácil: sus reiterados reclamos por mejoras salariales para los docentes de todo el país derivaron en desconfianza, roces y conflictos con funcionarios del alfonsinismo, y serían importantes –aunque no la causa principal–de su renuncia, tres años y medio más tarde.

Guerra y final

El 2 de abril de 1982, el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri dispo-nía, de manera inconsulta e irreflexiva, la «recuperación» por la fuerza las Islas Malvinas, bajo dominio británico desde 1833. Aún no lo sabía, pero ese desesperado e irresponsable manotazo de ahogado terminaría poco más de dos meses después en aplastante derrota y trauma nacio-nal. Y sería el principio del fin para la peor dictadura que vivió el país a lo largo de su historia.

Durante la larga agonía de un régimen que ya entonces se desmo-ronaba día a día, Bravo siguió combinando el trabajo gremial docente a la cabeza de la CTERA con su militancia política en grupos socialis-tas y una presencia constante en la APDH. Junto con otros socialistas disidentes, participaba de los reclamos por el retorno de democracia desde la Confederación Socialista, que aún reprochaba al entonces veterano líder Américo Ghioldi y a la vieja rama del partido su par-ticipación en el régimen militar, y algunos editoriales laudatorios al general Jorge Rafael Videla desde las páginas del periódico partidario La Vanguardia.

Como integrante de la Confederación Socialista, Bravo adhirió en 1982 a la Multipartidaria Nacional, que un año antes habían fundado dirigentes de la UCR, el PJ, el PI de Oscar Alende, el MID y la Democra-cia Cristiana, una unidad precaria que buscaba encontrar una salida institucional ante el descalabro del gobierno militar. «Damos por ini-ciada la etapa de transición hacia la democracia, objetivo que constituye nuestra decisión intransferible e irrevocable», afirmaba el texto funda-cional de la convocatoria, del 14 de julio de 1981, donde firmaban los radicales Ricardo Balbín, Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa; los pero-nistas Deolindo Bittel y Herminio Iglesias; los democristianos Francisco Cerro, Augusto Conte y Carlos Auyero, el intransigente Oscar Alende y el ex presidente Arturo Frondizi por el MID, entre otros.

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79FUNCIONARIO DE LA DEMOCRACIA, TESTIGO DEL HORROR

El heterogéneo conglomerado daría un fuerte empujón al gobierno militar cuando organizó, en conjunto con un sector de la Confedera-ción General del Trabajo (CGT-Brasil) que lideraba el dirigente cerve-cero Saúl Ubaldini, una multitudinaria marcha de protesta a Plaza de Mayo para reclamar el retorno de la democracia. Miles de personas llenaron la plaza ese 30 de marzo de 1982, y pusieron al borde de un ataque de nervios al régimen, que ordenó una feroz represión y detuvo a decenas de manifestantes, entre ellos a varios de los líderes sindi-cales que la organizaron. «Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar», tronaba la multitud en los alrededores de la Casa Rosada. Dos días después, Galtieri ordenaba el desembarco de las tropas argentinas en Malvinas.

La guerra puso en aprietos, y dividió casi de manera irremedia-ble, a la Multipartidaria. La mayoría de los líderes partidarios leyeron encuestas y apoyaron sin reservas la aventura militar por tratarse de una «reivindicación del pueblo argentino». Casi en soledad, aunque de manera vehemente, Alfonsín alertó sobre el «uso político» que el gobierno militar pretendía dar al conflicto bélico y hasta se peleó con algunos de sus correligionarios que, como Carlos Contín, proponían «posponer los reclamos» hasta pasada la guerra. Tampoco se subió al avión que, repleto de dirigentes políticos, fue a Malvinas a apoyar la asunción del gobernador militar, Luciano Menéndez. Su rival interno, Fernando de la Rúa, fue uno de los dirigentes que se ofreció a defender la posición argentina en el Exterior.

La discusión también dividió a los socialistas. «Me he sentido pro-fundamente conmovido y lleno de gozo por la decisión de las Fuerzas Armadas, intérpretes fieles del sentimiento popular más profundo de los argentinos», festejó el viejo líder del PSD, Américo Ghioldi, el día de la «reconquista» militar. Más moderada, la Confederación Socialista que integraba Bravo tomaba distancia junto a otros movimientos políti-cos. «El histórico momento que vive la Patria con la recuperación de las islas Malvinas no puede soslayar la necesidad de recuperar también la soberanía del pueblo, para que éste sea el único que decida su destino», decía el comunicado conjunto firmado por una decena de partidos por-teños: además de la Confederación, estaban el PJ porteño, los demó-crata cristianos, el Partido Intransigente, el Partido Socialista Popu-lar, el Socialista Unificado, Partido Comunista, Conservador Popular, Movimiento Progresista, Movimiento Yrigoyenista y Línea Popular.

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Pasada la guerra, con las secuelas de la derrota su terrible y san-griento saldo de 649 muertos, el país comenzó a pensar seriamente en el regreso de la democracia. El último gobierno militar, encabezado por el general Reynaldo Bignone, prometió restablecer de manera paulatina los derechos a las organizaciones políticas, que de ese modo comen-zaron a prepararse para las elecciones luego de siete años de dicta-dura. Se sentía más cómodo con un regreso del peronismo al poder (el PJ aceptaba la autoamnistía militar por sus crímenes) que con el por momentos improbable triunfo de Alfonsín, quien rechazó negociar impunidad con los militares antes de las elecciones. La Confederación Socialista, lejos de las autoridades del PSD, debatió su posición a tomar.

«Claramente no podíamos apoyar a la fórmula partidaria, así que nos dividimos. Una parte apoyó la fórmula Luder-Bittel, entre ellos Alicia Moreau de Justo, que estaba muy viejita, y otros como Alfredo y yo apoyamos a Oscar Alende y al PI», recuerda Héctor Polino. El vete-rano dirigente, al que apodaban «el Bisonte», invitó a los por entonces socialistas díscolos a participar de algunos actos de campaña e incluso a dar un discurso en algunos de ellos.

Pero la ola alfonsinista que apasionaba a las clases medias y la vieja raigambre peronista entre los sectores populares fueron un escollo demasiado alto para las terceras opciones. En una elección altamente polarizada, Alende y sus aliados socialistas terminaron terceros, pero con un magro 2,33 por ciento de los votos. Peor le fue, de todos modos, a otras fórmulas que incluyeron socialistas: el PSD, que fue en alianza con los demoprogresistas (la fórmula la integraron Rafael Martínez Raymonda y René Balestra), obtuvo el 0,32 por ciento de los votos, y el Partido Socialista Popular, con Guillermo Estévez Boero como candi-dato presidencial acompañado por Edgardo Rossi, el 0,14 por ciento.

Al día siguiente de ganar la elección, y con su repetida promesa de juicio y castigo a las juntas militares, Alfonsín ya pensaba en la com-posición de su gabinete. «Su idea era hacer un gran gobierno de unión nacional, pero la cantidad de votos que obtuvo le impidió llevar esa idea a la práctica», recordaba años después Federico Polak, uno de los dirigentes más cercanos al presidente radical durante décadas. De todos modos, el líder de Renovación y Cambio pensó en Polino y Bravo para completar algunos casilleros trascendentes. «Alfonsín venía siguiendo la trayectoria de Polino y su fuerte pelea pública con el intendente porteño Osvaldo Cacciatore por la construcción de las autopistas. Y con Bravo

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había una amistad de años de compartir la APDH, las marchas y la lucha contra la dictadura», explicaba Polak.

Treinta y cuatro años después del ofrecimiento presidencial, Polino recuerda muy bien su reunión con Alfonsín en el Panamericano. «Estaba con (Bernardo) Grinspun. Me dijo que iba a crear la secretaría de Acción Cooperativa para jerarquizar la actividad, y pensaba que nada mejor que un socialista para ese cargo», afirma Polino, que le pidió unos días para consultar a la Confederación Socialista. «Lo discutimos, y me autorizaron a formar parte del Gobierno. A la semana lo llamaron a Bravo, así que él no tuvo que consultar a las bases», rememora el vete-rano dirigente. Alejandro Rofman fue otro de los dirigentes socialistas que se sumó a aquella gestión.

Apenas aceptó el cargo, Alfredo Bravo convocó a Ricardo Solbes, un dirigente de origen radical a quien conoció en la CTERA y que com-partía su vocación por la docencia. «Me llamó y me pidió que me fuera a trabajar con él. Alfonsín le permitió nombrar cuatro asesores, pero él cuidaba mucho el mango: me nombró a mí solo durante todos los años que estuvo», rememora Solbes con una sonrisa, en un bar de la Avenida de Mayo. La «pesada herencia recibida» de la que hablaba Alfonsín en sus discursos también podía verse en el señorial palacio Pizzurno, sede del Ministerio de Educación y Justicia. «Cuando entramos al edificio nos dimos cuenta que los milicos se habían llevado los pisos de roble de Eslavonia y hasta los postigos de las puertas. Se habían robado todo», agrega Solbes. Bravo también se reunió con los integrantes de la con-ducción de la CTERA, a la que renunció para asumir como subsecre-tario. «Lo discutimos internamente y le dijimos que no había ningún problema, que asumiera. Lo que sí le advertimos era que no sabíamos si lo iban a dejar ejercer el cargo», recuerda Juan Carlos Valdéz, amigo personal del profesor y entonces parte de la conducción de la central docente.

Sin prestar atención a las advertencias, el profesor comenzó su tarea con muchísimo entusiasmo. «Lo recuerdo trabajar mucho, con todas las pilas», rememoraba Alfonsín veinte años después del inicio de su gobierno. Su oficina se llenó de carpetas con expedientes de pro-fesores y maestros cesanteados por la dictadura, y su labor permitió la reincorporación de decenas de ellos.

Solbes rescata «muchos logros» durante los «los primeros dos años de gestión», de Bravo en la subsecretaría, bajo el mando del ministro

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Carlos Alconada Aramburú y el secretario Bernardo Solá. «Tuvimos que reorganizar las juntas de calificación y disciplina, que no funciona-ron durante la dictadura. Y Alfredo tuvo un rol muy fuerte de enlace con las escuelas de todo el país, donde viajábamos todas las semanas», rememora.

Los reclamos de aumentos salariales para los docentes, con todo, eran el motivo principal de roces con otros sectores del Gobierno. Solbes recuerda una reunión con funcionarios del ministro de Econo-mía, Juan Vital Sourrouille, en aquel momento embarcado en la «eco-nomía de guerra» que impulsaba el Presidente desde 1985. «Fuimos a ver a (Norberto) Bertaina, secretario de Hacienda de Sourrouille. Nos hizo esperar más de una hora, y cuando nos atendió Alfredo ya estaba enojado, así que la discusión fue a los gritos», recuerda Solbes, testigo diario del «carácter fuerte» de su entonces jefe.

En su pulseada con los gremios de origen peronista, Alfonsín jugó junto con Bravo una carta importante: la inclusión de los docentes en la creación del Movimiento Nacional de Renovación Sindical (Monars). En paralelo, desde la CTERA que Bravo había dejado de conducir crecían figuras menos dialoguistas, como los jóvenes bonaerenses Hugo Yasky y Mary Sánchez y el mendocino Marcos Garcetti, líder de la agrupación La Celeste, que día a día licuaban su poder sindical y que más temprano que tarde encarnarían la oposición frontal a la política educativa alfon-sinista. «La democracia recién empezaba, pero le hicimos paros igual a Alfonsín», reconoce Valdéz, que formaba parte de la tendencia «profe-sionalista» que conducía Wenceslao Arizcuren, heredero ideológico de Bravo en la central educativa.

El 30 de septiembre de 1984, y con la democracia recién estrenada, el gobierno de Alfonsín convoca a los distintos sectores de la educación al Congreso Pedagógico Nacional, con el objeto de discutir el futuro de la educación en el país. Los gremios docentes sospechaban de algún tipo de acuerdo previo con la Iglesia, que desvirtuara a través de aquella herramienta la legislación laicista que había regido desde el primer Congreso Pedagógico, en 1882, y que terminó con la sanción de la ley 1420, inspirada en los postulados de laicidad y gratuidad para la ense-ñanza, bases del pensamiento de Sarmiento.

«Nos molestó que Alfonsín llamara al Congreso Pedagógico sin consultar a los gremios, y en su alianza con sectores de la Iglesia que-daba afuera la realidad de los colegios. Por eso empezamos a protestar»,

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afirma Eduardo Macaluse, por entonces un joven docente enrolado en La Celeste. En el mismo 1985, el paro y movilización de la CTERA para denunciar el Congreso Pedagógico es declarado ilegal por el Gobierno. Bravo quedó como el jamón del sándwich. «Muchos le echaban en cara su postura y le ponían un límite: o sos sindicalista o estás con el Gobierno, le decían», rememora Macaluse. Las asambleas y debates del congreso, donde la Iglesia fue siempre mayoría, comenzaron en abril de 1986 y terminaron cuando Bravo ya se había ido del gobierno alfonsinista.

Empecinado en seguir formando parte del Gobierno y a la vez no perder terreno frente a los docentes, Bravo hacía enojar a su amigo Alfonsín. Solbes recuerda una reunión del Monars en la quinta de Olivos, en la que el Presidente escuchó quejas por su política salarial docente.

–Hay que resolver el tema salarial, doctor. El profesor Bravo está pagando un alto costo político –dijo María Eugenia Solbes, secretaria de Atelz, gremio docente de Lomas de Zamora, y esposa del secretario de Bravo.

–Mirá, nena, con amigos como vos no necesito enemigos –le espetó el Presidente antes de levantarse de la reunión y dejar a sus invitados solos y con la boca abierta.

Desde el radicalismo no había resistencias a su figura, pero sí hacia sus reclamos, sin cuestionar a Alfonsín por haberlo designado. «Estába-mos encantados de tener un socialista en el gobierno, y más a Bravo, a quien Alfonsín premió con un cargo como una distinción general a todo el gremio», recuerda Adolfo Stubrin, que sería secretario de Educación ante la salida de Solá y protagonizaría duros encontronazos públicos con el viejo profesor.

El ánimo general en el ministerio cambió, justamente, de la mano de algunos cambios de nombres. En junio de 1986, El radical rione-grino Raúl Rajneri reemplazó a Carlos Alconada Aramburu al frente del ministerio, y las tensiones con Bravo se hicieron sentir. «No se podían ni ver, y eso influyó de manera negativa en el trabajo conjunto», asegura un ex funcionario de Alfonsín que conocía de memoria la cotidianeidad del palacio Pizzurno y prefirió hablar off the record.

En los pasillos del palacio, los radicales murmuraban que a Bravo «lo aburrían las labores técnicas» de su función, que no terminaba de entender del todo algunas de ellas, que trabajaba prácticamente solo y que le resultaba difícil negociar con los gremios docentes, que venían

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con argumentos similares a los que había él mismo había defendido meses antes desde el otro lado del mostrador.

Si los radicales lo criticaban, sus ex compañeros de la CTERA no lo trataban mejor. En julio de 1986, durante un nuevo paro contra el gobierno de Alfonsín, volvieron a acusarlo de «traidor», una acusación que lo motivó a contestarles a través de la prensa.

–Parece que he cometido el pecado de colaborar con la democra-cia y con un gobierno elegido por el voto popular. Parece que si uno es gremialista tiene que morir gremialista, que no puede seguir luchando por lo mismo desde otro lugar –le dijo al diario La Razón a fines de ese mes. Estaba cercado entre su antiguo gremio, que lo presionaba para que consiguiera mejoras para el sector, y el gobierno alfonsinista, que cedía con cuentagotas a sus demandas. Más de una vez Alfonsín tuvo que apelar a su poder disuasivo para evitar que su amigo presentara la renuncia.

«Creo que fue un error haber pensado que como había sido docente y dirigente gremial podía desempeñarse como funcionario», reflexionó años más tarde Graciela Fernández Meijide. «Estaba dema-siado condicionado para estar en ese lugar», lo criticó la dirigente de derechos humanos. Para Solbes, «era claro que el sector que encabe-zaba Enrique «Coti» Nosiglia, que tenía mucha llegada a Alfonsín, no lo quería, y pretendía que otro dirigente ocupara su lugar. Stubrin fue parte de esa movida», revela el ex funcionario.

Razones de Estado

Hacia principios de 1987 comenzaron los problemas graves. Enojado y con cada vez menos paciencia, Bravo amenazó públicamente con su renuncia en al menos dos oportunidades, indignado porque su propuesta de aumento a 300 australes del sueldo básico docente era rechazada por otros funcionarios del área, encabezados por el propio Stubrin. La jugada le granjeó de manera provisional la confianza de los dirigentes de la CTERA, quienes volvieron a ver en él a un aliado. «Les regaló un reclamo, una reivindicación. Esta fue una bola de nieve que terminó en el gran paro de 1988», concluye Stubrin, que de todos modos rescató «la excelente relación profesional» que tuvo con Bravo durante y después de la gestión. 

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Pero sus días en la función pública estaban contados. El 4 de junio de 1987, el Congreso aprobó la ley de Obediencia Debida, por la cual decenas de militares que habían sido condenados por la Cámara Federal dos años antes, quedaban libres. Pocos días después, la Corte Suprema estableció su constitucionalidad por un reñido 3 a 2, con el voto afir-mativo de un antiguo militante socialista que firmó todas los pedidos a favor de la libertad de Bravo cuando éste se encontraba detenido: el juez Carlos Fayt. Uno de los exonerados por la ley era nada menos que su torturador: el comisario Etchecolatz, condenado por la Cámara Federal a 23 años de prisión por 91 casos de torturas comprobados.

Al enterarse de la noticia, Bravo se encontró de nuevo allí, en esa celda miserable. Ojos vendados. Miedo. Picana eléctrica en las encías y en los genitales. Las venas de las piernas reventando por el contacto con el agua hirviendo. Y una misteriosa voz que le susurraba «aguante, maestro». Decidió ir a la Casa Rosada.

–Dame una razón por la que pueda seguir al lado tuyo, defen-diendo a tu gobierno –le dijo al Presidente.

–Son razones de Estado –le contestó Alfonsín.La suerte estaba echada. El 30 de junio, Bravo renunció a su cargo

y a la jubilación de privilegio que le correspondía, y profetizó sobre su futuro inmediato. «Lo que me quede de vida lo dedicaré a la defensa de la libertad, el pluralismo ideológico y la dignidad humana», dijo enton-ces. Aprovechó, en una entrevista con la revista Humor publicada dos semanas después, para devolverle gentilezas al sector de la UCR que había trabajado para desplazarlo. «Siempre, salvo en el período en que fue secretario el doctor Solá, siempre estuve jaqueado», afirmó en el diálogo con la periodista Mona Moncalvillo. «Siempre había objeciones a lo que se había hecho anteriormente, como a los que surgimos en el gobierno constitucional, y a partir de él llegaba la cruzada liberadora», dijo en relación a Stubrin. Con Rajneri no fue más amable. «Él es muy afecto a la Fundación Mediterránea que tiene como presidente a Domingo Cavallo», dijo del rionegrino. Ni una palabra de crítica a Alfonsín pudo sacarle la periodista en toda la entrevista.

Su amigo presidente no la tenía fácil. Unos meses antes de la renun-cia de Bravo sufría la primera rebelión carapintada, comandada por Aldo Rico, cuya principal preocupación era la continuidad de los juicios a militares del Proceso. A pesar de que las leyes de perdón entraron en vigencia, durante ese período se registraron otros dos alzamientos

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militares, que tenían como objetivo agregado desestabilizar al gobierno que se había atrevido a poner a los «ganadores de la guerra contra la subversión» en el banquillo de los acusados y promovido que fueran condenados por la Justicia. Además del frente militar, Alfonsín debió hacer frente a un sindicalismo peronista que no le dio tregua (trece paros generales liderados por Ubaldini y la CGT), una Iglesia discon-forme y una situación económica que luego de estabilizarse con el plan Austral, en 1985, comenzaba a deteriorarse dos años después.

Mientras tanto, y al poco tiempo de su renuncia, el ya ex funcio-nario volvió a la docencia: asumió como director en la escuela número 3 de la calle Moldes, en el barrio porteño de Belgrano, y retomó las clases para adultos en la escuela Pablo Pizzurno, en Monroe al 3000. Se jubilaría allí en 1990 luego de 45 años dedicado a la enseñanza. Retomó también, y con mucha energía, su labor en la presidencia de la APDH. El regreso a la CTERA, sin embargo, fue misión imposible: la nueva conducción, a la que criticaba con dureza por su oposición cerrada al gobierno de Alfonsín, le cerró definitivamente el paso y nunca volvió a ocupar un cargo directivo. «No entendieron el momento que estábamos viviendo. No se supo diferenciar: se siguió con el mismo lenguaje que se usaba en la dictadura», asestó Bravo a sus vie-jos compañeros de ruta.

Triste por su renuncia, Alfonsín le dejó sin embargo un consejo al oído que le serviría de mucho. «Yo que vos, me vuelvo al Partido Socia-lista», le dijo el Presidente según rememora su amigo Valdéz. «¡Y claro que le hizo caso!», agrega, enfático, el gremialista desde su despacho en la obra social OSPLAD.

Años más tarde, Bravo defendería su paso por la función pública ante las críticas de la izquierda. «Hay algo que hay que entender: yo no fui funcionario de un gobierno radical, sino funcionario de la democra-cia, un régimen al que había que reconstruir después de muchos años de dictadura», se defendió desde su despacho de diputado, más de una década después.

Al poco tiempo de su renuncia al gobierno, el viejo PSD le tendió una mano: decidió abrir sus puertas a todos aquellos que alguna vez hubie-ran militado en sus filas. Después de 30 años, el profesor Bravo volvió al partido, junto a Oscar González, Héctor Polino y otros hombres de la Confederación Socialista. A los pocos años, y con su prestigio personal como as en la manga, se convertiría en una de sus principales figuras.

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La larga lucha por Justicia

En paralelo con el inicio de su gobierno, el presidente Alfonsín puso en marcha otra batalla no menor: la de la búsqueda de justicia y castigo a los máximos líderes de la dictadura que acababa de terminar. El 13 de diciembre de 1983, sólo tres días después de asumir el cargo, Alfonsín firmó el decreto 158 que ordenaba al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas juzgar a los integrantes de la Junta Militar que «usurpó el Gobierno de la Nación el 24 de marzo de 1976» y a los miembros de las dos juntas subsiguientes. El 15 de diciembre, y a través del decreto 187, el Presidente creó la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas (Conadep), integrada por un conjunto de hombres y mujeres con trayec-toria impecable en la lucha por los derechos humanos, muchos de los cuales habían participado en la APDH. La integraron Ricardo Colombres, el médico René Favaloro, Hilario Fernández Long, el obispo metodista Carlos Gattinoni, el epistemólogo Gregorio Klimovsky, el rabino Marshall T. Meyer, el obispo católico Jaime de Nevares, Eduardo Rabossi, la periodista Magdalena Ruiz Guiñazú y el escritor Ernesto Sábato.

Fueron 280 días ininterrumpidos de trabajo los que dieron como fruto el Nunca Más, la recopilación de miles de testimonios del horror que se vivió en los campos de concentración de la dictadura, y que la comisión le entregó a Alfonsín el 20 de septiembre de 1984. La APDH colaboró y mucho con ese libro tan emblemático como conmovedor, a través de la recolección previa de testimonios de cientos de hombres y mujeres, que servirían como base para reconstruir el pasado. «Fue un trabajo titánico, a veces insoportable», recordó hacia fines de 2001 el pastor metodista Aldo Etchegoyen. «De todos modos, juntamos más de cinco mil denuncias de desapariciones en condiciones realmente terri-bles, que sirvieron para los juicios que se hicieron después», agregaba el pastor protestante, fallecido en noviembre de 2015.

Sin esperar que lo llamen, Bravo brindó su testimonio. Sus palabras aparecen consignadas en el subtítulo «El profesor Alfredo Bravo», que reseña brevemente su caso, en el apartado llamado «El compromiso de impunidad». En ese pasaje del libro que sintetizó los testimonios del horror, las palabras de Bravo son breves pero contundentes. Se cen-tran en las amenazas que sufrió de parte del entonces coronel Camps y describen de manera resumida los momentos previos a las sesiones de tortura a las que fue sometido.

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«También recuerdo que en la conversación mantenida con dicho señor (Camps), éste me manifestó que pesaban sobre mi persona graves cargos, que me hallaba muy comprometido, que en las próximas horas iba a tener contacto con mis familiares y que si contaba lo que me había pasado, me iba a suicidar en la celda… Le respondí entonces que yo no pensaba suicidarme, lo cual le molestó y lanzó una serie de amenazas e improperios para terminar reiterándome lo del suicidio… A las sesiones de tortura llegaba desnudo, con los ojos tabicados y la capucha puesta», contó Bravo, en la transcripción de su testimonio del 2 de febrero de 1984 ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas.

El informe de la Conadep destaca que Bravo fue «aprehendido ile-galmente en la escuela donde se encontraba dictando clases, el 8 de septiembre de 1977». Y cuenta que, desde ese momento, «fue reite-radamente golpeado y variadamente torturado para que respondiera a preguntas sobre cada una de las organizaciones que dirigía». En el libro se agrega que las organizaciones que despertaban interés para la dictadura eran la CTERA y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Querían saber cómo se financiaban, quien las integraba, como subsistían a pesar del ahogo y la política del terrorismo de Estado. El Nunca Más describe a Bravo como una personalidad «de notoriedad en el ámbito sindical», que «revistaba como secretario general de la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argen-tina (CTERA), uno de los gremios más representativos del país, y copre-sidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos». El resumen del caso Bravo resalta que el dirigente fue «posteriormente “legalizado”» en su detención y «encarcelado como sometido al régimen del Estado de Sitio, que más tarde continuó bajo la forma de libertad vigilada luego del 16 de junio de 1978». El por entonces líder gremial, «durante ese periplo perdió 25 kilos de peso», dice el texto.

Con altas dosis de cinismo, el gobierno militar negó durante déca-das haber violado los derechos humanos de Bravo, y así lo subrayó ante un organismo internacional de peso como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El Nunca Más contiene un párrafo de una nota de la dictadura argentina enviada a la CIDH, fechada el 21 de diciembre de 1978. «El gobierno argentino niega que la actividad seguida con el sr. Alfredo Bravo configure violación alguna de los dere-chos humanos, sino que se halla encuadrada dentro de los procedimien-tos legales vigentes», sostuvieron en aquella comunicación. A pesar de

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esa tímida y poco creíble defensa, el testimonio de Bravo en el Nunca Más fue una de las 707 declaraciones de detenciones ilegales y torturas que sirvieron de base para la condena de los ex comandantes de las tres primeras juntas del gobierno de facto, que la Cámara Federal desarrolló en ese ajetreado 1985.

Los miembros del aparato represivo, de todos modos, insistieron en su inocencia. En agosto, Bravo querelló al contraalmirante Horacio Zaratiegui, quien en el contexto de su declaración judicial había dicho que el profesor «había sido beneficiado un puesto en el Ministerio de Bienestar Social al igual que su esposa» durante la primera etapa del Proceso. El argumento de «algún tipo de ayuda» fue esgrimido, más de diez años después, por uno de sus torturadores, el comisario Etcheco-latz, para quien «a Bravo lo ayudó (Emilio) Massera». En las dos opor-tunidades, Bravo reaccionó igual: se enojó, pero también los querelló en Tribunales por mentir. En ambos casos, la Justicia le daría la razón, aunque sería muchos años después.

–Jamás en mi vida hice del odio una forma de vivir y proyec-tarme, ni aún contra los que me torturaron y destruyeron mi familia. Un hombre con odio no puede ser un maestro, no puede inculcar el resentimiento a los chicos. Si uno se encasilla en el odio, éste termina destruyéndolo a uno –afirmaba en sus últimos y ajetreados días de fun-cionario, en los que el pasado volvía una y otra vez.

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91UN MAESTRO SOCIALISTA

Capítulo 6

Operativo retorno

on el estilo de dos vendedores callejeros algo tímidos, Antonio Cartañá y Lino Di Giorgio tocaron el timbre de Vilela 4620. Después de un rato que les pareció interminable, Alfredo

Bravo les abrió la puerta y los hizo pasar al jardín de la planta baja para conversar. Los dirigentes del Partido Socialista Democrático llegaban hasta el barrio de Saavedra en aquel invierno de 1988 a cumplir con la misión encomendada por la dirección partidaria: seducir a la «figurita difícil» del progresismo de entonces y reafiliar a Bravo después de más de treinta años de distanciamiento. El partido pasaba por esos años por una grave crisis de legitimidad, sin poderse sacar de encima el estigma de su cercanía con los sucesivos gobiernos militares.

–Alfredo, tenés que volver –le dijeron a coro los visitantes.–No sé, déjenme que lo piense. Además, tendría que firmar la ficha

de reafiliación y no tengo los papeles conmigo.–Mirá, acá te los trajimos, firmá –le retrucó Di Giorgio mientras

le extendía las planillas con cara de póker. Preocupado, Cartañá se aga-rraba la cara con las dos manos, temiendo lo peor. Pero Bravo agarró el papel y firmó. Estaba de vuelta en el partido en el que se había afiliado el día que cumplió los 18.

«Nos miró con cara sorprendida, pero lo hizo rápido: ya tenía la decisión de firmar», contaría Di Giorgio muchos años después de aquel episodio, que terminó con los visitantes aliviados y Bravo embarcado en una nueva aventura, esta vez desde la política partidaria. «Fue un nuevo bautismo ideológico de Alfredo, que permitió revalorizar la idea

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socialista en el partido con su militancia», rememora Di Giorgio, que luego de ofrecerle en bandeja reingresar al PSD se arrepentiría en tér-minos políticos de aquella decisión.

«La aparición en escena de Alfredo Bravo nos sirvió para alen-tarnos, y convencernos de que había una pequeña brecha por la cual podíamos reingresar a la actividad político-partidaria en otras condi-ciones con un liderazgo distinto, una voluntad política distinta a la que había anquilosado al histórico partido socialista», recuerda Oscar González, uno de los jóvenes de la Confederación Socialista que vol-vieron junto con Bravo al PSD en ese año.

«Resolvimos volver porque consideramos que la Confederación había surgido para lograr, en última instancia, la unificación de los socialistas. Y también tomamos en cuenta que los dirigentes con los que habíamos tenido las mayores diferencias ya no estaban», sin-tetizó Polino. Se refería a Ghioldi, que había fallecido en 1984 a los 85 años, Juan Solari, muerto en 1980, Walter Constanzo y Luis Pan, todos con alguna relación con la dictadura de Videla. «De todos modos, tuvi-mos que votar el regreso porque no todos estábamos de acuerdo y con-siderábamos que el PSD era un partido de derecha. Yo, por ejemplo, me fui a Villa Gesell para que no me llamaran», agrega el veterano dirigente.

En ese contexto, el intento de unidad de las distintas corrientes del socialismo no se hizo en forma armónica. «Era un partido anquilosado, con dirigentes que se creían herederos de una tradición gloriosa, pero que era casi una agrupación de centroderecha», asegura González, uno de quienes acompañó a Bravo en el retorno al PSD y que más tarde se sumaría al kirchnerismo. «Es como una familia que está enemistada desde hace tiempo. Algunos querían la unidad, pero a la vez ponían peros a tal o cual nombre. Los entonces jóvenes no teníamos esos pruri-tos», dice Fernando Finvarb, uno de los dirigentes socialistas que asistió al regreso de Bravo. «Había un poco de envidia, y lo consideraban un outsider, cosa que hasta hoy siguen haciendo», destacaba el economista y militante Alejandro Rofman poco antes de la muerte del maestro.

Lo cierto es que la dirigencia del PS no despreció el caudal de votos potenciales que le garantizaba su trayectoria gremial, política y en el campo de los derechos humanos, sobre todo en un partido con mala imagen pública, acusado de apoyar a la dictadura más sangrienta de la historia argentina (y también las anteriores, por cierto). «Alfredo nos blanqueaba, eso era así», se sincera Finvarb.

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Hubo otras razones, menos conocidas, por las que Bravo, Polino y González, entre otros dirigentes aceptaron la invitación para regresar al viejo partido. Jorge Fernández, gerente de la entonces floreciente Coo-perativa El Hogar Obrero, fundada por Juan B. Justo y Nicolás Repetto a principios del siglo 20, los invitó a una reunión en la que les prometió apoyo moral y material para que revitalizaran la alicaída estructura. 

–Los podemos ayudar con las afiliaciones, y les facilitamos un local para que puedan trabajar –dijo Fernández acompañado por su segundo Eduardo Lazzati.

El «local» era un hermoso y amplio petit hotel en la calle Larrea al 1300 con escaleras de mármol, que el grupo de dirigentes que retorna-ron utilizó durante varios años. El Hogar Obrero era, por entonces, el séptimo conglomerado económico del país en el sector servicios y el primero en las instituciones privadas, y contaba con múltiples ingre-sos: además de la cadena de los supermercados Supercoop, estaban bajo su dominio frigoríficos como el Huinca Renancó, bancos como el Roca, el Mercado de Abasto, radios importantes como Continental y Rivada-via. Tenía miles de empleados y cerca de dos millones de socios, un poder nada desdeñable que sirvió de sostén para Bravo y quienes lo acompañaron en el camino de regreso. En 1991, la llegada de Domingo Cavallo al Ministerio de Economía aceleraría su estrepitosa caída, un motivo más que tuvo Bravo para odiar al ministro, a quien años más tarde le dedicaría una carta llena de ironías en la que lo llamaba «el ilusionista».

A principios de octubre de 1988, y a pesar de lo mucho que sufría los viajes en avión, Bravo encabeza una delegación de la APDH que llegó a Chile, invitada a participar como veedora en el plebiscito que decidía la continuidad o no del dictador Augusto Pinochet en el cargo que había usurpado tras el golpe militar de 1973 en aquel país. Junto a Simón Lázara y Graciela Fernández Meijide, Bravo fue seleccionado para fis-calizar uno de los centros de votación, pero el régimen militar chileno no quería irse del poder por nada del mundo.

«Estábamos en el hotel, ya habiendo hecho la recorrida, cuando llegan dos jóvenes, uno ensangrentado por un golpe en la cabeza, otro con asma, no podía respirar. Pedí una ambulancia, Alfredo estaba con un susto bárbaro, un poco más y había que meterlo a él a que le dieran oxígeno», recuerda Fernández Meijide. «Empezamos a hablarle des-pacio, a tranquilizarlo, y el chico empezó a respirar. Al rato nos llaman

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de la embajada: la cosa se había puesto complicada, Pinochet estaba reprimiendo porque no quería aceptar la derrota. Tuvimos que ir con nuestras valijas para allá a refugiarnos», agregó. «Hicimos de veedores, de asistentes médicos y de refugiados, pero valió la pena y nos volvimos con el deber cumplido», se ríe Fernández Meijide. El no a la continuidad de Pinochet ganó ese plebiscito con el 56 por ciento de los votos, y el dictador debió dejar el poder menos de dos años después.

La primera aventura electoral

Mientras Bravo retornaba a las actividades partidarias y mantenía a los derechos humanos en su agenda diaria, a su amigo Alfonsín le costaba hacer pie en la Casa Rosada. Luego de sufrir una dura derrota en las elecciones legislativas de 1987 a manos del peronismo –Anto-nio Cafiero derrotó entonces al radical Juan Manuel Casella y se con-virtió en gobernador de la provincia de Buenos Aires– los intentos del Presidente por estabilizar la economía durante 1988 habían sido estériles. En enero de 1989, para colmo de males, retornó la violencia armada, cuando un grupo de guerrilleros del Movimiento Todos por la Patria (MTP) entró a sangre y fuego al cuartel de La Tablada, con la intención de «evitar un golpe de Estado», según su líder, Enrique Gorriarán Merlo. Treinta y dos guerrilleros y once militares murieron en aquel feroz intento de copamiento, que también hirió de muerte al gobierno radical.

El 14 de mayo de 1989, mientras el gobierno alfonsinista se esfor-zaba sin éxito por detener el espiral hiperinflacionario, con el fantasma de los saqueos y la anarquía a la vuelta de la esquina, los argentinos fue-ron a las urnas a elegir el segundo presidente de la democracia restau-rada. Ya como figura casi excluyente en su viejo partido meses después de su regreso, Bravo participó activamente de esa campaña, esta vez lejos del gobierno de su amigo el presidente Alfonsín, que debilitado y con su poder licuado por la crisis económica y el deterioro social no tuvo otra opción que apoyar a un viejo adversario partidario, el cordo-bés Eduardo Angeloz, como candidato a sucederlo.

En aquella elección que definiría el rumbo de los diez años siguien-tes para el país, Bravo fue protagonista de toda una rareza política: fue a su vez candidato a vicepresidente y a diputado nacional por la todavía

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entonces Capital Federal. ¿Cómo lo hizo? Por un lado, integró la fór-mula presidencial de la Unidad Socialista, que llevaba como candidato a presidente al santafecino Guillermo Estévez Boero, fundador en 1972 y líder indiscutido del Partido Socialista Popular, heredero del PSA y con fuerte arraigo en esa provincia del centro del país.

«En principio se pensó en una fórmula con Estévez Boero y Raúl Dellepiane, dirigente del PS y del Hogar Obrero. Pero vienen Jorge Fernández y Antonio Méndez y le ofrecen a Alfredo ser candidato a vice. Él lo rechaza, pero Dellepiane se entera y también se baja de la candidatura. Ahí Bravo agarra las dos candidaturas, y deja sin nada a Di Giorgio y Mario Ganora, que lo sostenían en la Capital», contó Finvarb, que finalmente se encargó de la prensa de aquella campaña.

A pesar de compartir la fórmula, Estévez Boero, que ya era dipu-tado nacional por el PSP santafecino desde diciembre de 1987, y Bravo representaban a dos corrientes antagónicas, y tampoco se llevaban del todo bien entre ellos. «En aquella confluencia, Alfredo representaba al viejo partido socialista y Guillermo una agrupación más cercana a lo nacional. Creía en la necesidad de no ser antagónicos con los trabaja-dores, de no culpar a la gente por ser peronista, cosa que en el PSP no teníamos y mucha gente del PSD sí», afirma Juan Carlos Zabalza, uno de los entonces seguidores de Estévez Boero. «En el socialismo de entonces había dos cabezas muy fuertes», recuerda el hoy veterano dirigente con diplomacia.

Además de su candidatura a vicepresidente, Bravo figuró por dupli-cado en las boletas porteñas: buscaba, por primera vez, una banca en el Congreso por la Capital. Su candidatura despertó entusiasmo y espe-ranzas en figuras de renombre del espacio progresista que no perte-necían orgánicamente al PSD, como lo demuestran las solicitadas que aparecieron, tres días antes de las elecciones, en los principales diarios del país, bajo el título: «Por qué apoyamos la candidatura de Alfredo Bravo a diputado nacional».

Allí, y luego de elogiar al «maestro que ha educado a varias genera-ciones en torno a principios de reafirmación de la dignidad humana», al «gremialista que ha dado muestras de capacidad y honestidad» y al «defensor de los derechos humanos que ha puesto en juego su vida para mantenerlos vigentes», aparecían dirigentes del partido como Polino, pero también nombres de intelectuales como José Aricó, Beatriz Sarlo, Isidoro Cheresky y Juan Carlos Portantiero (candidato

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en la misma lista); militantes de derechos humanos como Graciela Fernández Meijide, Emilio de Ippola o Jorge Tula; el ecologista Miguel Grinberg; el fiscal de investigaciones administrativas, Ricardo Molinas, que también fue candidato; dirigentes de la comunidad judía como Gilbert Lewi y Simón Lewintal; músicos como Manuel Abrodo, y periodistas como María Seoane, que luego se enojaría con Oscar González –factótum de la solicitada– por haberla incluido sin consul-tarla entre los firmantes.

 En esta, su primera y doble aventura no le fue nada bien, al menos en la pelea por la Casa Rosada: la fórmula obtuvo 236. 532 votos, un magro 1,41 por ciento, y quedó séptima, muy lejos de la fórmula Carlos Menem-Eduardo Duhalde, que derrotó sin problemas a un radicalismo deteriorado por las sucesivas crisis y un candidato, Angeloz, distanciado del Presidente. En aquel contexto de deterioro económico y social cre-ciente, Menem recibiría la banda presidencial de manos de Alfonsín el 9 de julio, cinco meses antes del fin del mandato constitucional del líder radical.

Menem había llegado a la Casa Rosada prometiendo un aumento general de salarios, conocido como «salariazo», y la «revolución pro-ductiva» del país. Carismático, el gobernador y caudillo de la pequeña y árida La Rioja había recorrido el país, besado a niños, mujeres y ancianos con su estilo campechano y directo que contrastó con la rigidez y la ima-gen de inflexible que daba el cordobés Angeloz, quien nunca resolvió si debía atacar o defender a un gobierno de Alfonsín que terminaba de la peor forma.

A pesar de los magros resultados obtenidos en la pelea por la Pre-sidencia, la cosecha de Bravo como candidato a diputado nacional porteño fue tan diferente como alentadora: obtuvo 90.000 votos, y aunque no alcanzaron para ingresar a la Cámara baja, en la misma elección, y «colgado» de su boleta, fue electo concejal capitalino uno de los dirigentes del viejo tronco partidario heredero de Ghioldi que se transformaría en su principal contracara interna durante quince años: Norberto La Porta.

«En aquella elección no hubo casi corte de boleta. Nos fue mal en la presidencial, pero nos dimos cuenta que Bravo era la locomotora que nos traía votos urbanos», recuerda Finvarb, diputado por la ciudad de Buenos Aires por dos períodos y cercano a La Porta. Allí todas fueron flores y agradecimientos, pero la lucha interna entre ambos dirigentes

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por espacios de poder comenzó en aquel momento y se extendió con el correr de los años. «Por momentos se llevaban bien, pero hay épocas donde no se podían ni ver», graficó alguna vez Rofman. «Nada los unía, ni el fútbol: Bravo era de River y La Porta de Boca», lo definió Carlos Lancioni, ex dirigente del club de Nuñez y compañero de agrupación del maestro. «De todos modos, se tenían respeto. Nunca se enfrentaron en una interna por un cargo electivo nacional, y Alfredo lo defendió cuando a La Porta lo acusaban de procesista», tercia Finvarb, el «número dos» del concejal porteño durante varios años. Para Javier García, secre-tario de prensa de Bravo en los últimos dos años de su vida, Alfredo le «cobró» a La Porta con una cuestión extra política. «Le puso bolilla negra para entrar a la masonería. Y si un miembro no te quiere dejar entrar, no entrás», se ríe García a fines de 2017 al recordar la picardía de su jefe y su miltancia «no muy orgánica, pero persistente» en las secretas logias masónicas.

Al terminar el proceso electoral en el que concretó su regreso al partido, Bravo dedicó buena parte de su tiempo libre a escribir. Así, com-piló una serie de textos sobre el Congreso Pedagógico de 1882 que tanto veneraba y, sobre todo, se propuso reutilizar sus dramáticas expe-riencias de vida para combatir a Menem y una de sus iniciativas más polémicas: el intento por reimplantar la pena de muerte en el país.

El sábado 16 de junio de 1990, los jóvenes Osvaldo Aguirre y Carlos González robaron un pasacasete del auto del ingeniero bonae-rense Horacio Santos. Indignado –era la vez número 12 que lo asalta-ban–, el ingeniero de clase media que vivía en Loma Hermosa les dio alcance y los mató de un tiro a cada uno. El caso conmovió a la opinión pública, que se dividió entre quienes consideraron a Santos un «justi-ciero» y quienes criticaron duramente su accionar. Menem aprovechó el debate para impulsar, a través de un proyecto de ley presentado por la diputada Yorga Salomón, la pena capital en caso de secuestro seguido de muerte. El Presidente argumentaba que aplicarla tendría un efecto «disuasivo» que prevendría nuevos delitos, y hasta desafió a quienes lo criticaban. «Si en este momento se hace un plebiscito, van a ver que el Presidente tiene razón», dijo Menem en su mensaje al país del 15 de agosto de ese mismo año.

En respuesta a esa iniciativa surgió Historia y Presente de la Pena de Muerte, un libro de 127 páginas en las que, con prólogo de su abogado Juan Ramos Padilla, Bravo hace un repaso de la utilización de la pena

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máxima en el país y en el mundo, con una posición muy clara en contra de su regreso al ordenamiento legal argentino.

«El argumento de la eficacia disuasiva es absolutamente falso, como lo demuestran los estudios criminológicos, ya que ha sido probado en los países donde se aplica la pena máxima que ésta no ha tenido efica-cia alguna sobre el futuro comportamiento criminal de las personas», escribió Bravo en las páginas finales. «¿Y qué pasa con la vida –única e irrepetible– del condenado? ¿Nadie la tiene en cuenta? ¿Está relegada solamente a la fría letra de un Código o a la ley del Talión?», agregaba en el capítulo final, dedicado a sus reflexiones sobre el tema. Mientras el libro estaba en etapa de impresión, Menem retiró el proyecto del Congreso por falta de consenso para aprobarlo. La misión de quienes, como Bravo, militaron en contra, estaba cumplida.

Querido Chacho

Las históricas disidencias entre el PSD y el PSP, y la no menos encar-nizada pelea que se llevaba adelante en el seno del propio socialismo democrático, no impidieron que Bravo fuera primer candidato a diputado nacional de un frente común en las elecciones parlamentarias de 1991.

La fecha elegida para aquellas elecciones –8 de septiembre– lo conmovía. Además del cumpleaños número 32 de su hijo Daniel, ya afiliado y militante de la UCR como Marta, se cumplían ese día 14 años de su secuestro. «El Gobierno no está dispuesto a escuchar a nadie. A nosotros los socialistas no nos van a hacer cómplices de nuevos ajus-tes, de más recesión y desocupación», afirmaba durante la campaña en referencia al llamado al diálogo que promovía Menem.

Llegó la noche, y con ella el conteo de los votos y la gran alegría. En su segundo intento, Bravo ingresaba por primera vez al parlamento (la Unidad Socialista consiguió tres bancas sumando dos por Santa Fe), mientras Raúl Puy era elegido concejal de la Capital Federal. Menem atravesaba con éxito el primer test electoral de su gestión presidencial, con el 40 por ciento de los votos totales, y triunfos en la mayoría de las provincias.

En una campaña cuyos principales slogans eran «un diputado sin fines de lucro» y «un diputado como la gente», la lista de la Unidad Socialista (PSD-PSP) que encabezaba en Capital sacó 381.000 votos,

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el 2,5 por ciento del padrón, ganando una lucha por los favores de la centroizquierda contra su amiga y antigua compañera de la APDH, Graciela Fernández Meijide, que representaba al Frente por la Demo-cracia y la Justicia Social (Fredejuso), una alianza entre democristia-nos disidentes encabezados por Carlos Auyero, y el grupo de diputa-dos rebeldes del PJ que conducía Carlos «Chacho» Alvarez, conocidos como El Grupo de los Ocho.

Los dos sectores tienen diferentes versiones de lo que pasó. «Graciela no quiso pactar, y perdió», dice González. «Al contrario, era el socia-lismo el que no quería ir junto con una agrupación donde había muchos peronistas», se defiende Fernández Meijide. «Alfredo estaba muy insta-lado en Capital, los socialistas siempre mantenían un caudal de votos, y nosotros éramos una fuerza nueva y con líderes no tan conocidos», recuerda Darío Alessandro, uno de los lugartenientes de «Chacho» en la década del noventa. A partir de entonces, la relación entre ambas vertientes combinaría iguales dosis de cordialidad y competencia, pero tendiente hacia la unidad.

Al entrar al Congreso, y ya instalado en el despacho 1337 del edifi-cio anexo, Bravo se hizo amigo y compinche de Alvarez, el carismático líder del grupo de los 8, dirigentes peronistas que, disconformes con los indultos dictados por el presidente Menem a los miembros de las Jun-tas Militares a fines de 1989 y en diciembre de 1990, se habían alejado rápidamente del Gobierno.

–¿Dónde está Chacho? –preguntaba algún legislador que lo visi-taba en el despacho.

–Fíjese en el despacho de Alfredo, seguro que está ahí –comenzó a ser la respuesta que daban sus colaboradores a cada visitante despre-venido.

Para Alessandro, la sintonía entre ambos excedía lo coyuntural, la necesidad de aunar fuerzas contra el menemismo entonces en su apogeo. «Los unía el antimenemismo, claro, y la oposición por supuesto a los indultos también, pero tenían una preocupación común por la educa-ción. Los dos eran porteños de ley, y eran los menos extremistas de sus agrupaciones: Alfredo, el menos antiperonista del PS, y Chacho el menos peronista de los 8», resume Alessandro, cuyo padre homónimo formó parte de ese grupo de rebeldes, y él lo continuaría desde el Congreso.

El acuerdo era, por cierto, beneficioso para ambos. A Alvarez, Bravo le servía para mitigar su «soledad» política, ya que estaba aislado

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tanto del PJ al que combatía como de la UCR. Para Bravo y los socialis-tas, la cercanía con aquel joven e impetuoso diputado peronista rebelde prometía acercarlos, aunque sea a mediano plazo, a un proyecto de poder con el que en aquel momento ni siquiera soñaban.

La APDH seguía siendo, para Bravo, uno de sus lugares en el mundo, un lugar en el que enhebró amistades duraderas, en el que se olvidaba de las diferencias políticas y en el que transformaba en acción el sufri-miento propio y ajeno. A fines del 89, uno de sus compañeros de tra-bajo, el peronista Alfredo Carballeda sufrió un infarto en plena reunión y murió en sus brazos. Junto a Fernández Meijide, Carmen Blanco y Rosa Pantaleón, Bravo lo homenajeó días después de su fallecimiento y lo recordaría en cada oportunidad que se le presentara.

Además de asistir a reuniones y encabezar campañas públicas, Bravo y Meijide animaban un programa de radio: se llamaba «Toda la Vida», y salía al aire por radio Municipal. El proyecto, que surgió por invi-tación de José «Pepe» Eliaschev (director de esa radio en los inicios del menemismo) duró varios años, pero naufragó con la llegada de Horacio Frega, un peronista de derecha incondicional de Menem, a ese mismo cargo directivo. «Primero nos cambiaron de horario, de un sábado a la tarde en un buen horario a los domingos a la mañana. Después nos echa-ron», recuerda Esteban Tzicas, colaborador en el despacho de Bravo y productor de aquella experiencia radial, que salió del aire por las críticas que sus conductores disparaban contra el menemismo.

En 1993, y luego de lograr la reelección de La Porta como concejal, con 210.000 votos, y el ingreso de Héctor Polino a la Cámara de Diputa-dos, La Unidad Socialista que conducían Bravo y Estévez Boero se había estabilizado en su promedio histórico de votos, cercano al 3 por ciento a nivel nacional, y el 10 por ciento en la ciudad de Buenos Aires. Alvarez, que había conformado el Frente Grande sumando al cineasta y mili-tante peronista Fernando «Pino Solanas», había obtenido en esa misma elección su reelección como diputado y ampliaba su influencia. Era el momento de dar pasos concretos por una unidad más ambiciosa y abar-cativa que frenara en seco el proyecto reeleccionista del caudillo riojano.

Hacia 1994, Alvarez y el Frente Grande estaban dispuestos a ampliar su base para derrotar a Menem en las presidenciales previstas

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para 1995. No era, por cierto, tarea fácil: gracias a la convertibilidad de Domingo Cavallo, el país lucía estándares económicos aceptables y un boom del consumo, aunque por ese entonces ya empezaban a sentirse los efectos de la desocupación. Para colmo, a fines de 1993 Menem –confiado en su triunfo– lanzó un llamado a consulta popular para reformar la constitución y poder quedarse otro período al frente del Poder Ejecutivo.

Incorporado Fernando «Pino» Solanas, el Frente Grande es la gran sorpresa de esa elección constituyente, más allá de que la mayoría de los constituyentes serán radicales y peronistas que apoyarán el acuerdo Menem-Alfonsín, luego conocido como Pacto de Olivos, que incluía algunas mejoras institucionales arrancadas por el radical al presidente peronista, como el acortamiento del mandato presidencial de seis a cua-tro años de duración, la elección presidencial a través del mecanismo de doble vuelta o ballotage, la instauración de la figura del jefe de gabi-nete, la creación del Consejo de la Magistratura, y la elección directa del intendente de la Capital, que obtendría de ese modo una mayor autonomía de la Nación.

En efecto, el PJ obtuvo casi seis millones de votos y 134 escaños en la asamblea; la UCR, poco más de tres millones y 74 asientos. Detrás de los partidos provinciales, que en su conjunto obtuvieron 32 escaños, estuvo el Frente Grande, que logró 31 y poco más de dos millones de votos en todo el país, el 13,2 por ciento de los votos totales.

La Unidad Socialista, que fue por separado, logró 3 bancas para la Convención Constituyente que sesionaría meses después: Alfredo Bravo, Norberto Laporta y Guillermo Estévez Boero fueron los elegidos.

En esa verdadera «selección» de políticos que concurrió a esas lar-gas y tediosas jornadas de debates en Santa Fe, Bravo conoció a una por entonces joven radical chaqueña, que se hizo conocida al oponerse a viva voz al denominado «núcleo de coincidencias básicas» promovidas por Menem y Alfonsín. Allí, entre discursos interminables y charlas hasta la madrugada, fue donde nació el romance político entre Bravo y Elisa Carrió.

Consciente de estar siendo mirado por todo un país, Bravo aprove-chó sus intervenciones para dejar una huella personal. Defendió, casi en soledad, la actitud del obispo de Neuquén Jaime de Nevares, que a pesar de haber sido electo convencional decidió no participar, en rechazo a la inclusión de la reelección presidencial en la nueva Carta Magna.

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El contrapunto comenzó luego de que el convencional Daniel Baum (PJ-Neuquén) cuestionara su decisión.

–Su actitud nos ha dejado un dolor en el espíritu que costará mucho superar, fundamentalmente por la imposibilidad de compren-der sus explicaciones tan duras y sin salida. ¿De qué otra manera se podrían describir afirmaciones tan categóricas como aquella en la que aseguró que no quería quedarse a asistir a los funerales de la República? Muchos funerales de la República hemos tenido que sufrir los argen-tinos a lo largo de nuestra historia. El último y más atroz venimos de dejarlo atrás en 1983 –dijo Baum.

Bravo pidió entonces la palabra. Se lo notaba agitado, pero dis-puesto a defender a su amigo.

–Soy copresidente de la APDH, entidad que también integran muchos de los convencionales aquí presentes. Esa Asamblea contó con la participación de monseñor De Nevares que era, junto con Alicia Moreau de Justo, copresidente honorario. Esas dos designaciones fue-ron como un símbolo que quisimos mostrar a la sociedad, en el sentido de que dos personalidades provenientes de distintos campos y, a lo mejor con ideologías distintas, confluían en la defensa de los derechos humanos. Por lo tanto, creo que la actitud de monseñor De Nevares no debe dar motivo a que nosotros juzguemos si está bien o mal. Es la acti-tud de un humanista, de un hombre que tuvo una excelente actuación en defensa de los trabajadores de la huelga de El Chocón y que cuando perteneció a la Conadep demostró cómo se elaboraba una investigación sobre la metodología del terrorismo de Estado que se había instaurado en el país –dijo entonces, antes de que llegaran los aplausos.

En otro día de acalorado debate, Bravo también dejó claro su repu-dio a la presencia allí de miembros de la dictadura, entre ellos el tucu-mano Antonio Domingo Bussi, que ingresó por Fuerza Republicana y sería gobernador de su provincia al año siguiente, y ex carapintadas del MODIN encabezados por Aldo Rico, que también estuvo en la con-vención, siete años después de atentar contra el régimen democrático.

La mecha que lo encendió fue la negativa de Bussi, su abogado Horacio Conesa Mones Ruiz, Rico y otros ex militares a la adhesión del país a tratados internacionales. «Yo creía que cuando tratáramos nada más ni nada menos que el tema de los tratados internacionales, las con-venciones y los pactos que estaban referidos a los derechos humanos, nos encontraríamos con una adhesión total, con algunas modificaciones

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en cuanto a aspectos técnicos, desde el punto de vista jurídico, pero no en cuanto a la esencia de lo que significan estos tratados. Pero des-graciadamente no fue así», comenzó diciendo Bravo. Bussi y los con-vencionales del MODIN lo escuchaban en silencio.

«¿Cómo no vamos a reaccionar quienes en la vida institucional del país hemos defendido los derechos humanos, conociendo quiénes eran los agresores, los victimarios, si hoy debemos tenerlos aquí sentados al lado de nosotros –por esos artilugios legales y por el amplio espíritu que tiene un sistema democrático– declamando y hablando de derechos humanos? Se trata de personas que violaron permanentemente los dere-chos humanos, que se olvidaron de la Constitución Nacional y que la archivaron durante un período bastante extenso, en una noche larga de nuestra historia. A ellos les pediría que se callen la boca, o que formulen nada más que apreciaciones desde el punto de vista técnico-jurídico. Esto lo pido porque, indudablemente, no hay una coherencia, no se hace una introspección desde la posición y el puesto que cada uno ha tenido en la vida y en la lucha por esos tratados o convenciones», afirmó.

Eduardo Menem, entonces a cargo de la presidencia de la conven-ción, le llamó la atención y le pidió «ceñirse al tema en tratamiento». Bravo aceptó el mensaje, pero subrayó, al finalizar su intervención: «Estas son las cosas que quería mencionar y pido mil disculpas si me he apartado momentáneamente del tema, pero creo que tengo dere-cho a decir algo de lo mucho que he tenido que venir callando desde el comienzo de la Convención». Fuertes y sostenidos aplausos acompa-ñaron su cierre.

Con el «ganso» a regañadientes

Terminada la Convención Constituyente, Bravo y «Chacho» ace-leraron las tratativas para la unidad, con vistas a las elecciones del 14 de mayo del año siguiente, en las que Menem aparecía como claro favorito luego de haber estabilizado la economía con el plan de Convertibilidad motorizado por su ministro de Economía, Domingo Cavallo. La unidad entre el Frente Grande y el PSD, a la que se sumaron otras agrupaciones como la Democracia Cristiana y el Partido Intransigente, fue armada por Bravo con el entonces diputado peronista disidente, y resistida por los socialistas históricos.

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No todas fueron rosas. Al diputado socialista, como a todo su par-tido, le cayó como una comida pesada cuando Alvarez le confirmó otra incorporación: la de José Octavio Bordón, el peronista ex gobernador de Mendoza y líder del partido País, de tono conservador.

–No me gusta. Es «ganso», como todos los mendocinos –refunfu-ñaba el viejo maestro en sus charlas con Alvarez, que de todos modos optó por hacer equilibrio y mantener a ambos dentro del frente anti-menemista que fraguaba.

Chacho buscaba una alianza amplia que incluyera al radicalismo, aunque en aquel momento quienes se oponían a una confluencia amplia eran mayoría dentro del centenario partido.

Algunas negociaciones por debajo de la mesa con la UCR se hicie-ron visibles en agosto de 1994, cuando Chacho, Bordón y el entonces diputado Federico Storani se fotografiaron en la confitería El Molino, frente al Congreso. Las sonrisas y la disposición a acordar no alcanza-ron, sobre todo porque Storani no consiguió el aval de Alfonsín y la cúpula partidaria para avanzar en una confluencia orgánica. «Yo estaba un poco «radiado» por mi oposición al Pacto de Olivos, y por eso mi propuesta no funcionó. Tres años después, el partido lo aceptó», recor-daba Storani. Así, ambas fuerzas decidieron ir por separado a enfrentar al menemismo.

Bordón fue finalmente el candidato a presidente del Frepaso, con Chacho como vice. Increíblemente, el mendocino había derrotado al fundador del Frepaso en una interna abierta en la que, se sospechaba, las huestes de Menem habían «influido» de algún modo. Con el apoyo de Alfonsín, el gobernador de Río Negro Horacio Massacesi fue el candidato radical luego de derrotar en una interna a Storani y Rodolfo Terragno. El socialismo quedó afuera de la fórmula, aunque Bravo tuvo un premio: Chacho acordó con sus socios que él encabezaría la lista de diputados nacionales porteños.

Los resultados, finalmente, fueron aceptables, pero no alcanzaron: La fórmula Menem-Carlos Ruckauf derrotó por amplio margen a la de Bordón-Alvarez y consiguió cuatro años más en el poder. Ni las incon-tables denuncias de corrupción acumuladas, ni los atentados terroristas a la embajada de Israel (1992) y AMIA (1994), ni el innegable efecto que produjeron las privatizaciones y que dejaron miles de desempleados fueron suficientes para torcer la voluntad de la mayoría del electorado, «enamorado» de la convertibilidad y el «uno a uno» entre peso y dólar

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que sostenía el tándem que componían Menem y su ministro de Eco-nomía, Domingo Cavallo. La UCR, mientras tanto, quedaba por primera vez en su historia en un lejano tercer lugar, con el rionegrino Horacio Massacesi como candidato presidencial.

En la Capital, sin embargo, la ecuación fue positiva: la fórmula presidencial del Frepaso obtuvo el 44 por ciento de los votos y le sacó ventaja a Menem en ese distrito, mientras que en la elección para dipu-tados, en la que Bravo fue cabeza de lista y Alessandro el número dos, obtuvo más de 3.500.000 votos, un 20,6 por ciento de los sufragios.

A pesar del éxito alcanzado en suelo porteño, Alvarez siguió pen-sando en una «alianza más grande» para las próximas citas electorales, con la UCR como objetivo final. También empezó a dividir, a partir de entonces, sus preferencias entre Bravo y La Porta como interlocuto-res socialistas. «Eso a Alfredo le dolía, como siempre que no recibía el cariño o la preferencia para la que él estimaba había hecho suficientes méritos», grafica Finvarb. Lo cierto es que, al comenzar 1996, el apoyo «irrestricto» de Alvarez a la candidatura de La Porta a jefe de gobierno porteño suscitó los resquemores del diputado nacional socialista, más allá de servir a otros fines: Bordón, que proponía la inclusión de Gus-tavo Béliz, montó en cólera cuando «Chacho» le dijo que no al ingreso del dirigente de Nueva Dirigencia. Sería el preanuncio del regreso de Bordón al peronismo.

Ese mismo año, y con el 40 por ciento de los votos, el radical Fer-nando de la Rúa derrotó finalmente a La Porta (salió segundo, con 26 puntos porcentuales y a 9 del candidato menemista Jorge Dominguez, que terminó tercero) y se convirtió en el primer jefe de gobierno por-teño elegido por las urnas. Más allá de la oportunidad perdida en la pelea por la ciudad de Buenos Aires, y de que consideraba a De la Rúa como demasiado conservador, «Chacho» siguió acercándose al radica-lismo con vistas a las elecciones legislativas de 1997. El 12 de septiembre de 1996, Bravo participa del «apagón» opositor contra el menemismo que organizaron Chacho y el radical Rodolfo Terragno. Entre quienes también se anotaron estaba Béliz y el líder del MAS, Luis Zamora. Chacho intentaba manejar esa masa política heterogénea, intentando a la vez hacer equilibrio con sus socios socialistas, cada vez más relegados de las grandes decisiones de la fuerza que habían ayudado a crear.

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107UN MAESTRO SOCIALISTA

Capítulo 7

Pasiones públicas, logias secretas

a noche caía, fría e impiadosa, sobre el estadio Monumental de Nuñez, en aquel domingo 21 de mayo de 1995. Sentado en un banco del espacioso y semivacío vestuario, el árbitro

Humberto Dellacasa (hijo) conversaba con uno de los jueces de línea, Gabriel Favale, sobre las alternativas del conflictivo partido que acababa de terminar. Dellacasa, que había comenzado hacía poco a dirigir en la primera división, se quejaba de la mala conducta que había tenido aquel equipo de River Plate, repleto de estrellas, acostumbrado a ganar y salir campeón: repasaba las «tiradas a la pileta» de Ariel Ortega en el área rival, las «bravuconadas» del defensor Hernán Díaz, y sobre todo el insulto de Enzo Francescoli, el máximo ídolo riverplatense, a quien había expulsado veinte minutos antes de terminar un partido raro, que terminó con la sorpresiva victoria del modesto Deportivo Español sobre el local por 2 a 0. De repente, la puerta del vestuario se abrió, y con ella la voz del jefe de los custodios.

–Humberto, el diputado Bravo lo quiere saludar –le dijeron al árbi-tro, que todavía tenía en sus oídos la catarata de insultos con los que la hinchada local lo despidió al terminar el match.

–Hágalo pasar, no hay problemas en que me salude –respondió Dellacasa, aunque al rato la amabilidad se transformó en un encuentro cargado de tensión. Y la tensión derivó en discusión franca y abierta.

–Qué alegría que haya venido, le quiero decir que los voté a usted y a Chacho Alvarez –dijo Dellacasa para aflojar tensiones. El domingo anterior, el riojano Carlos Menem le había ganado a la fórmula

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frepasista José Bordón-Carlos «Chacho» Alvarez y se había asegurado la continuidad en la Casa Rosada hasta 1999.

–Eso está muy bien, le agradezco. Le vengo a preguntar algo: ¿Por qué lo echó a Francescoli?

–No se lo puedo decir…–¿Cómo que no me lo va a decir? Soy un diputado de la Nación

–se enardeció Bravo–Eso queda entre él y yo…–¿Pero cómo lo va a echar? ¿Usted no sabe que es el ídolo de River?

–le discutió el diputado, dando inicio a un recordado intercambio de palabras que terminó con la posterior denuncia del árbitro y la suspen-sión, como socio de River, de uno de los hinchas famosos más pasiona-les que recuerde la historia del equipo millonario.

Se trataba, al decir de sus amigos y familiares, de una «enfer-medad incurable, un vicio que no pudimos erradicar ni moderar» según bromeó alguna vez su compañero de partido y colega en el Congreso, Oscar González. «Se transformaba cuando iba a la cancha. Me lo crucé muchas veces y siempre era igual: si River ganaba estaba feliz, si perdía estaba enfurecido. No tenía término medio», recuerda Eduardo Macaluse, ex gremialista docente y diputado nacional por el Frepaso y ARI.

La pasión de Bravo por River nació cuando el pequeño Alfredo aún correteaba por las calles de Villa Urquiza. Tuvo uno de sus principales hitos cuando recibió el carnet número 12125-1, que lo acreditaba como socio del club, allá por 1958, y fue un fuego que no menguó nunca, ni siquiera en los momentos más oscuros de su vida.

«En mi familia éramos todos muy fanáticos. Mi tío Nivardo, mi primo Norberto y yo, todos de River, lo acompañábamos a mi viejo a la cancha», rememora Daniel. En su memoria hay un River-Vélez, en 1964, «que fue el primer partido que me llevó a ver». Los Bravo tam-bién estuvieron en otro River-Vélez histórico: fue el partido en el que el entonces árbitro Guillermo Nimo ignoró una grosera mano en el área de Gallo, por entonces defensor velezano, y el campeonato terminó en manos del equipo de Liniers. «Cuando salimos campeones en el 75 después de 18 años, él no pudo ir. Estaba en el gremio», le recrimina, a su manera, su hijo mayor, muchos años después.

Con los años, la intensa actividad gremial y política del maes-tro socialista hizo que la familia fuera menos a la cancha, pero en los

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ochenta y noventa renació el amor: Bravo ocupaba, cada domingo que River jugaba de local, su asiento en el sector K de la platea San Martín, la reservada para los «hinchas de paladar negro», esos que no se confor-man sólo con ganar, sino que además quieren ver buen juego. Durante muchos años, se repitió el ritual: Bravo sacaba el Ford Taunus amarillo modelo 80 del estacionamiento de su casa y se iba, solo o acompañado, al club de sus amores. «Había que ser de River sí o sí. En eso mi viejo no era democrático», recuerda Daniel, que al igual que su padre, incursionó durante muchos años en la política interna del club de sus amores.

El fanatismo de Alfredo y Daniel no era, por cierto, compartida por toda su familia: para su esposa Marta, el futbol era un «motivo de división» familiar aunque después terminó valorando ese «metejón» de su marido, y a su hijo menor Gustavo no le interesaba para nada.

De la mano de su pasión, a principios de la década del ochenta, Bravo empieza a incursionar en la política interna del club de sus amo-res. Como integrante de la agrupación interna Mar25, colabora con el triunfo de Hugo Santilli, que a la cabeza del Movimiento de Conduc-ción Riverplatense (Mocri) desplaza a Aragón Cabrera, vinculado a la dictadura militar, de la presidencia del club. «Mi papá y Alfredo tenían una muy buena relación, aunque uno era peronista y el otro socialista aliado con los radicales», recuerda Diego Santilli, vicejefe de gobierno porteño desde diciembre de 2015 e hijo del presidente que condujo a River al hasta hoy único campeonato mundial de su larga historia, obte-nido en diciembre de 1986 con aquel gol del puntero uruguayo Antonio Alzamendi ante el modesto Steaua Bucarest de Rumania.

Mientras cumplía su primer mandato como diputado nacional, y bajo la presidencia de Alfredo Davicce, Bravo fue representante de socios de River desde 1994 a 1997, y como muchos otros diri-gentes combinó entonces la pasión futbolera con sus ideas polí-ticas. Fue durante ese período que denunció que el ex represor de la dictadura Raúl Delaico y varios miembros del sector carapintada del Ejército que se habían alzado en armas contra varios gobiernos demo-cráticos se desempeñaban aún como miembros de la seguridad del club.

No se trataba, por cierto, de una novedad: según explica el perio-dista Andrés Burgo en su libro «Ser de River, en las buenas y en las malas», hacia 1990 Davicce había contratado a militares carapinta-das para neutralizar a la feroz barra brava millonaria, conocida como «los borrachos del tablón». José Handulla, designado entonces jefe de

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seguridad deportiva del club, había combatido en la Guerra de Malvinas en 1982, y cinco años más tarde entregó el regimiento de Monte Case-ros al teniente coronel Aldo Rico, donde el líder carapintada se acuar-teló y desde allí dirigió su intento de golpe de Estado contra el gobierno de Alfonsín. Tanto él como Delaico y otros de sus colaboradores cerca-nos pertenecían a ese grupo y respondían aún a Rico y a Mohamed Alí Seineldín. Las protestas de Bravo fueron escuchadas, y terminaron con la presencia de los militares en la seguridad del club.

Dictadores afuera

Bravo también logró, el 24 de abril de 1997 y junto al abogado y dirigente de izquierda Marcelo Parrilli, que el club les quitara el título de socios honorarios a los miembros de la Junta Militar (Jorge Videla, Eduardo Massera y Orlando Agosti), a quienes Aragón Cabrera les había otorgado, en octubre de 1978, ese título de honor que veinte años después todavía ostentaban. Unos meses antes de aquella distinción, el 25 de junio de 1978, Videla había entregado la Copa del Mundo al capitán Daniel Passarella, en un Monumental repleto y un estado de euforia generalizada luego del triunfo en la final ante Holanda por 3 a1. El proyecto de repudio a los dictadores lo redactó José María Aguilar, entonces joven y promisorio dirigente riverplatense, amigo de su hijo Daniel, y que poco más tarde llegaría a la presidencia del club de Nuñez.

–Señor presidente: no voy a hacer ningún discurso acá, todos estamos conscientes de lo que pasó en Argentina entre el 76 y el 83 –arrancó Bravo en una reunión posterior de la Comisión Directiva de River. Aprovechó para recordar que había presentado varias veces el pedido de expulsión de los miembros de la Junta Militar hasta que fue atendido, y fue por más: pidió extender esa desafiliación a otros funcio-narios del Proceso, como el ex presidente Roberto Viola, el general de Brigada Oscar Corrado, el contraalmirante Jorge Fraga, y el capitán de Navío Luis Ugarte, que aún seguían siendo socios honorarios del club de Nuñez. Su pedido se aprobó por unanimidad, y Bravo pudo tomarse otra pequeña «revancha» contra los representantes de esa dic-tadura que lo había maltratado más allá del límite de lo tolerable.

River era, claramente, uno de sus lugares en el mundo. En esa época, los colaboradores del despacho del diputado lo escuchaban

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repetir una frase que pintaba como nada su fanatismo por la camiseta riverplatense: «Me gusta el rojo porque es el color de cuatro cosas fun-damentales: el amor, la pasión, el socialismo y River», decía Bravo.

Y vaya si era pasional. Aquella escandalosa tarde de mayo de 1995 cuando fue a «conversar» con el juez Dellacasa después de la derrota de River ante Español (los dos goles los hizo un ignoto Hugo Castillo), su hijo Daniel lo acompañaba. «Como siempre, tomamos algo en el hall del estadio, después él le pide a la policía entrar a hablar con el árbitro. Y le dijo que le parecía que había dirigido mal… fue sólo eso, creo que Dellacasa necesitaba justificar su mal arbitraje», dice el hijo de Alfredo en defensa de su padre. Consultado para este libro, Dellacasa dio una versión algo diferente. «Francescoli hablaba mucho, y me que-ría dirigir el partido. Después de una posición adelantada que cobré, vino y me dijo cagón. Yo le dije que le iba a demostrar que no lo era y lo eché», dice el ex árbitro con voz pausada. ¿Y con Bravo que pasó? «Me pidió que le dijera por qué lo había echado a Francescoli y me negué. Después de un rato, como seguía insistiendo, le pedí a la custodia que lo saque del vestuario», afirmó el ex juez, aunque reconoció que horas más tarde lo llamó el presidente de River, Alfredo Davicce, y a él sí le contó lo sucedido en la cancha con la estrella uruguaya «para que se quede tranquilo».

Insultado por todo el estadio, Dellacasa se fue de la cancha de River sin hacer declaraciones. Era, según el diario Crónica del día después, «el hombre más buscado por la prensa –e insultado por el público–». El matutino contó en su crónica de los incidentes pos-teriores al encuentro que el juez «con el único que conversó fue con el diputado nacional y representante de socios de River, Alfredo Bravo», quien «argumentando estar indignado por la expulsión de Francescoli y la actuación del juez, logró franquear las barreras que no nos permi-tieron charlar con Dellacasa», decía la crónica.

Enojado, pero con ganas de hablar, Bravo sí enfrentó a los periodis-tas después del bochorno. «Con respecto a la expulsión de Francescoli, me dijo que había sido el promotor no sólo de su salida de la cancha, sino también de la de todo el cuerpo técnico. Esto porque lo siguieron insultando. Además, aclaró que el jugador no debía haber insistido en que no le había dicho nada al (juez de) línea. Este señor cree que todo lo que hace es la más absoluta verdad, lo cual forma parte de una cul-tura que ejerce el que cuenta con poder y lo ejecuta sin importar que

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sea justo, o injusto. Él es la ley, lo reconozco, pero debe saber aplicarla. ¿Si voy a hacer algo? Presentaré una nota a la Comisión Directiva para que la lleven a la AFA, y si me llaman a declarar, iré con todo gusto», se desahogó Bravo al mismo medio.

Las autoridades deportivas no le creyeron: debido a ese episodio, Bravo fue suspendido por el Tribunal de Disciplina de la AFA en su condición de socio de River. «Ingresé al vestuario en mi condición de representante de los socios, ya que ocupo ese cargo en la asamblea de asociados del club. Mi intención no fue utilizar los fueros parlamen-tarios», dijo en su descargo después de aquella mala tarde.

Bravo presidente

Meses después de lograr que le retiraran el carnet a las caras visi-bles de la dictadura, Bravo fue a la caza del premio mayor: se presentó como candidato a presidente del club, en aquel 1997, a la cabeza de la lista Alianza Ética Riverplatense. Lo acompañaban en la lista Jorge Perillo, Jorge Kiper y Carlos Lancioni, entre otros. «La consigna es salir campeón sin corrupción, con honestidad, responsabilidad y decen-cia», afirmó en un reportaje publicado por el diario La Nación horas antes de las elecciones. «River tiene un pasivo de 30 millones de dólares y la corrupción también se extiende a los padrones electorales. Hay 177.000 números en blanco. Los mismos no se han renovado, hasta figuran socios fallecidos», se quejaba Bravo en aquella nota previa a los comicios.

Durante aquella campaña tuvo un encontronazo insólito y risueño con su amigo Juan Carlos Valdéz. «Faltaba poco para las elecciones, y él quería pasar al sector de cabinas de prensa para charlar con los perio-distas. Yo en aquella época hacía changas en seguridad los domingos y no lo dejé pasar. ¡No sabés cómo se puso! Me decía, Negro, ya vamos a hablar, me gritaba que cómo le hacía eso, encima que no era de River», se ríe Valdéz, sindicalista docente de origen comunista que compartió con Bravo largos años en la CTERA. Valdéz recuerda esa postulación de su amigo como «testimonial».

 Lo cierto es que, a pesar de los esfuerzos que hizo por revitalizar una candidatura casi artesanal, no le demasiado bien: las elecciones fue-ron ganadas por David Pintado (con Davicce como candidato a vice),

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que obtuvieron 3963 votos. Segundo terminó la lista encabezada por otro ídolo del club, el ex futbolista Norberto «Beto» Alonso, quienes junto a Francisco y Nigro obtuvieron 994 votos. Bravo y su lista ter-minaron terceros, con sólo 668 votos, aunque superaron a una cuarta fórmula, integrada por los dirigentes Cavallero, Kent y Liporace, que obtuvieron 544 votos.

A pesar del resultado adverso, Bravo no se dio por vencido. Siguió participando de la política del club, y los domingos cumplía con el rito de ir a la cancha. En aquellos años se sumó al grupo que lo acom-pañaba el joven diputado frepasista Juan Pablo Cafiero, con quien Bravo compartía también maratónicas sesiones en el Congreso. «Era un enfermo de River, pero yo también así que sufríamos y nos alegrába-mos juntos. Eso sí: antes de los partidos me hacía subir al altillo, escu-char unos tangos y a veces tomarnos algún whiskicito. Después nos íbamos en su Taunus a la cancha», recuerda el ex diputado, que años después retornaría a la primera línea de batalla como embajador en el Vaticano durante el kirchnerismo. Su nieto Leandro Ezequiel, que ya de chiquito formaba parte de la «delegación» que llegaba en el Taunus, fue tomado como «cábala» luego de que «El Millonario» ganara varios partidos seguidos con él presente. Consecuencia: no había domingo en el que su abuelo no lo llevara con él al Monumental.

A Bravo lo fastidiaba que en la calle lo confundieran con el ministro del Interior menemista, Carlos Corach, con quien tenía algún parecido físico. Salvo una vez, cuando llegó al Monumental y se dio cuenta de que se había olvidado el carnet de socio.

–Pase, ministro, por favor –le dijo el despistado empleado de con-trol de la platea San Martín. «Marta, estás hablando con el ministro, más respeto», bromeó con su esposa cuando volvió a su casa esa tarde.

Con esa particular mezcla de fanatismo futbolero y principismo político, Bravo atacó todo lo que pudo al por muchos años «intocable» presidente de la AFA, Julio Grondona, que desde 1979 regía con mano de hierro a la entidad rectora del futbol profesional en el país. Con un guiño del todopoderoso Don Julio, el gobierno menemista había pre-sentado en julio de 1998 un anteproyecto para implantar la figura de la sociedad anónima en los clubes de fútbol, cuyo borrador fue redactado por el ministro de Justicia, Raúl Granillo Ocampo. Bravo, un defensor de los clubes como entidades civiles, era en ese momento el vicepresi-dente primero de la Comisión de Deportes de la Cámara de Diputados,

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y reaccionó de la peor manera ante el proyecto de los riojanos en el poder aliados al mandamás del futbol.

–Sólo beneficiará a los intereses privados que hay en el fútbol y generará una corrupción generalizada. De Grondona para abajo, tengo derecho de sospechar de todo el mundo –se despachó Bravo. 

Para el diputado socialista, la creación de sociedades anónimas deportivas era «robarle el patrimonio a los socios de los clubes. Lo que se busca es hacer desaparecer todo tipo de control dentro de las institu-ciones y permitir el ingreso de capital extranjero en el paquete acciona-rio de los clubes», dijo entonces. La iniciativa, finalmente, no prosperó, y tanto el presidente Carlos Menem como Grondona se quedaron con las ganas de privatizar el futbol de primera división.

Cuatro años después de su primer intento, Alfredo volvió a intentar ganar una elección en el club de la banda roja. El 8 de diciembre de 2001, y ya con el gobierno de la Alianza a punto de explotar, Bravo intentó llegar al poder del club, aunque esta vez como candidato a miembro de la Comisión Directiva. Su lista de la Agrupación Tradicional River-platense la encabezaban sus amigos Carlos Lancioni como candidato a presidente y Carlos Delfino. Ese día, Bravo llegó en su viejo Ford al estadio, devolvió el saludo a todos y cada uno de quienes lo reconocían, y se sintió tranquilo: sabía que no tenía chances, pero él y sus amigos querían intentarlo de todos modos.

«Es que en este país siempre ganan los corruptos, y eso me da bronca», se lamentaba Delfino en los pasillos del estadio Monumen-tal. A pocos metros, el cabeza de la lista Lancioni, agregaba que todos sabían que no iban a ganar, pero que eso no les importaba. «Lo impor-tante es luchar por las convicciones, como lo hizo Alfredo siempre», decía sin dejar de fumar un cigarrillo. Horas después ocurrió lo que se preveía: la lista terminó tercero cómoda, entre tres listas participantes, muy lejos no sólo de los vencedores, sino también de los segundos. El ganador en esas elecciones fue Aguilar (Frente Riverplatense de sus Socios), con 4886 votos. La lista que escoltó a la del presidente electo la encabezaba el ex presidente Hugo Santilli (Acuerdo Riverplatense 2001), que logró 3532 adhesiones. Lancioni y Bravo terminaron sacando sólo 270 votos. Testimonial sí, claramente, pero se dieron el gusto de dar la pelea.

«Alfredo era de River, pero también utilizaba al futbol como conexión y acercamiento con la gente. En los actos, con los de River

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generaba una corriente de empatía, y a los de Boca los cargaba y tam-bién se los compraba», recuerda Rubén Giustiniani, su compañero de fórmula presidencial en 2003.

En los pasillos del estadio, aquel día de elecciones de finales de 2001, esa corriente de afecto era palpable: muchos lo palmeaban, le gri-taban «maestro» y «senador», el cargo al que se había postulado pocos días antes y que terminó envuelto en la discusión y la polémica.

Ese cariño –al igual que en varias de sus incursiones en política– no siempre se tradujo en votos concretos. «Tenía tres anhelos en su vida: unir a los gremios docentes, presidir el socialismo y ser presidente de River. Sólo esto último le quedó pendiente», resume su hijo Daniel con una sonrisa.

Hermano Alfredo

No hablaba con nadie de eso. Y al decir nadie se incluía allí a los integrantes de su propia familia, a quienes durante décadas les negó de manera frontal y sistemática una pertenencia que mantuvo en el mayor de los secretos.

Alfredo Bravo era masón. Como sus admirados Domingo Faustino Sarmiento y Alfredo Palacios, como los próceres Mariano Moreno, José de San Martin, Bartolomé Mitre, Julio A. Roca o el fundador del Par-tido Socialista Juan B. Justo, Bravo cultivó durante muchas décadas su pertenencia a una logia, en su caso denominada Fénix, a la que había juramentado no delatar y en la que participaba de manera esporádica. No era, por cierto, un fanático: según uno de sus colaboradores llegó hasta el grado intermedio de «compañero», preparaba informes y era uno más en las charlas internas de la logia, sin ocupar un rol prota-gónico. «Le gustaba todo lo que estuviera prohibido», lo define con gracia Fernando Finvarb, legislador porteño por el socialismo en dos oportunidades. 

Muchos se enteraron de su participación en la logia Fénix el día de su muerte. «La Masonería Argentina participa el fallecimiento de su querido hermano y distinguido ciudadano», rezaba el aviso fúnebre publicado el 26 de mayo de 2003 en los principales diarios del país. Durante el velorio de sus restos en el Congreso estuvo el entonces ex gran Maestre masón, Jorge Wesolowski.

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116 UN MAESTRO SOCIALISTA | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

En realidad, la conexión entre Bravo y la masonería se había sellado el 23 de julio de 1962, cuando el entonces dirigente de la Confedera-ción Argentina de Maestros y Profesores (CAMYP) atravesó los ritos de iniciación. Durante esa ceremonia, muy antigua y con pasos bien marcados, los aspirantes entran en el templo con los ojos vendados, se los hace girar sobre sí mismos para que pierdan la noción de la ubi-cación en el espacio, y del brazo de un acompañante van pasando por diferentes paradas donde otros «hermanos» les hacen preguntas. Deben atravesar las pruebas del agua (les mojan las manos) y el fuego (les pasan una llama frente a la cara para evaluar su reacción), y pueden dejarlos en un cuarto oscuro un momento, para reflexionar. Ya con los ojos descubiertos, de pronto, al encenderse la luz, se encuentran con varios masones apuntándoles con espadas. De ese mismo modo Bravo fue incorporado a la logia, que como muchas otras funcionaba en la calle Cangallo (luego Juan D. Perón) al 1200.

Quien lo recomendó (la única forma de ingreso era y es a tra-vés de la presentación de un miembro activo) no fue otro que Italo Américo Foradori, el mismo dirigente socialista que le dio uno de sus primeros trabajos como maestro de grado, y que lo apadrinó en su ingreso al sindicalismo docente a mediados de los años cin-cuenta. Bravo, que solía preparar informes sobre Educación y más tarde sobre derechos humanos, fue un «masón en sueños», parte de la logia pero menos activo que otros de sus integrantes. «Le gustaba ir a las reuniones, pero más por una cuestión social que por otra cosa», recordaba un discreto compañero de partido que también pertenece a una logia masónica. Simón Lázara, dirigente socialista y uno de sus mejores amigos de la política, con quien compartió luchas en la APDH y en el Congreso, también mantuvo en secreto hasta la muerte su pertenencia a la «Logia Independencia». El «gordo» Lázara fue durante años vocero de Raúl Alfonsín, de quien nunca pudo demos-trarse pertenencia alguna a la masonería, aunque sí lo eran colabo-radores estrechos del ex presidente radical, como Germán López o Roque Carranza.

Desde que descubrió la masonería, Bravo estudió sobre su origen, que se remonta a las corporaciones de albañiles (masón significa alba-ñil) y picapedreros de la Edad Media, quienes guardaban los secretos de la construcción de templos y catedrales para preservar su profesión. La Gran Logia Argentina de Libres y Aceptados Masones, de la que

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117PASIONES PÚBLICAS, LOGIAS SECRETAS

Fénix formaba parte, nació en 1857, y después de décadas de actividad incesante ha ido perdiendo fuerza con el correr de los años.

En la logia Fénix, que como todas las demás no admitía mujeres, Bravo comulgaba con los ideales masones, basados en el lema «Liber-tad, Igualdad, Fraternidad» de la Revolución Francesa, base de las socie-dades liberales y democráticas. ¿Por qué sólo hombres? La atracción entre hombres y mujeres es inevitable y puede perjudicar los trabajos en las logias, explican los maestros masones. Bravo, que no dudaba en considerarse «machista», nunca cuestionó esa regla que hoy sería con-siderada al menos una incorrección política y que se sigue implemen-tando, más allá de la aparición de logias de mujeres en la masonería en las últimas décadas.

Según escribió el historiador y experto en masonería Emilio Corbière, los masones «son herederos del liberalismo revolucionario del siglo 19, el liberalismo político y filosófico, no del llamado libera-lismo económico». Eso explica que no haya habido demasiados diri-gentes peronistas o de centroderecha que se hayan sumado, y sí que hubiera muchos socialistas incorporados a sus filas, incluido Bravo, que de la mano de sus mentores formó parte, aunque siempre de una manera periférica, de ese mundo íntimo y misterioso de valores univer-sales compartidos. 

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119UN MAESTRO SOCIALISTA

Capítulo 8

Encuentro con el diablo

o pensó una, dos, mil veces. Ir a ese estudio frío y hostil, donde lo obligarían a rebobinar y volver hacia el pozo más oscuro y profundo en el que estuvo en su vida no era lo más recomen-

dable. Se lo advirtieron sus familiares, su abogado Juan Ramos Padilla, su entonces amiga personal y política Elisa Carrió.

–Ma sí, ese milico no me va a joder la vida –pensó antes de prepa-rarse y agarrar su carterita marrón para ir al canal 9.

Mientras intentaba hacer pie en la intrincada interna del Fre-paso, que con la incorporación de la UCR se mostraba ya por entonces como una potente opción electoral al menemismo, Alfredo Bravo retrocedió al lugar más doloroso de su pasado. Fue la noche del 28 de agosto de 1997, en los estudios de Canal 9, durante el programa «Hora Clave» que conducía el periodista Mariano Grondona, enton-ces cita obligada para la clase política y el periodismo. Cuando Bravo llegó al estudio, acompañado por dirigentes y allegados, sintió un profundo malestar en la boca del estómago. Ahí, sentado a pocos metros, estaba uno de sus torturadores: el comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz, invitado por Grondona a presentar su libro, titulado «La otra campana del Nunca Más», en el cual acusaba de «subversivos» y mentirosos a miembros de la APDH y la Conadep como el escritor Ernesto Sábato, Alicia Moreau de Justo, Raúl Alfonsín y el mismo Bravo, uno de sus torturados.

Luego de presentarlo, Grondona empezó el segmento entrevis-tando al todavía entonces comisario.

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–Dígame, comisario, ¿usted cree que la gente que usted reprimió tuvo derecho a la libertad, tuvieron derecho a una defensa en juicio? –pre-guntó Grondona, con sus delgados anteojos casi en la punta de la nariz.

–Sí, sí, ese es el engaño precisamente de ese famoso libro Nunca Más –le respondió mirándolo a los ojos el represor, que había traído su libro y unas carpetas para darle una pátina de seriedad a sus dichos. Bravo miraba hacia los costados, contrariado e incómodo.

Grondona leyó al aire los graves cargos que pesaban sobre él. Etchecolatz se permitió entonces una siniestra humorada «El trata-miento que le hicimos (a Bravo), a lo mejor le curó el pie plano y los callos que tenía desde joven», dijo el policía sin pestañear, con una media sonrisa.

–¿Usted conoce en algún lugar del mundo el caso de detenidos que después desaparecen? Porque después desaparecían…

–Sí, los desaparecidos, que aquí se manipulean (sic) con tanta arbi-trariedad, no son la suma que se está manipulando.

La paciencia de Bravo llegó entonces al límite.–Usted, señor, es un personaje siniestro. Y no le digo el califica-

tivo que le corresponde –empezó a gritar Bravo desde la otra punta del estudio.

A partir de ese momento, los dos se trenzaron en una discusión que fue sumando virulencia, con tonos de voz cada vez más altos, mientras las cámaras los ponían a ambos en pantalla y el conductor hacía poco para detenerlos. Daba la impresión de que la disputa podía abandonar en cualquier momento el cauce dialéctico para pasar a una etapa más fuerte de agresión directa.

Etchecolatz: Cálmese, cálmese.Bravo: No, no, si yo estoy muy calmado.Etchecolatz: No mienta.Bravo: Usted es un mentiroso. Acá (mostrando una carpeta) tiene

los docentes que usted hizo desaparecer.Etchecolatz: Doctor… Perdón, maestro Bravo. Usted dice que

yo lo torturé. ¿Me puede explicar en qué consistía la tortura?Bravo: La picana, en primer término. Y ahí escuché una voz,

cuando me dejaron tirado en el suelo, que me dijo al oído: «Maestro, escupa todo y no trague nada». Los 21 tormentos que le han compro-bado están acá, en este juicio (muestra otra vez la carpeta). Acá está cómo me torturaron, acá está la comprobación –insistía Bravo.

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121ENCUENTRO CON EL DIABLO

Grondona sólo miraba la escena, en silencio.La tensión se palpaba en el clima denso del estudio de «Hora

Clave». El director de cámaras decidió, en el momento en el que Bravo le contestaba a Etchecolatz su pregunta sobre las torturas, mostrar lo que sucedía detrás la escena. La imagen, elocuente, era la de la diputada Carrió, que lloraba sin contener su angustia y cargada de bronca.

Etchecolatz estaba dispuesto a aprovechar el escenario para seguir sembrando dudas y haciendo enojar a Bravo.

Etchecolatz: ¿Quién le dio la libertad a usted?»Bravo: No me la dio usted, no me la dio Camps. Me la dio la reu-

nión que se estaba realizando en Norteamérica…Etchecolatz: (Interrumpiendo a Bravo y a los gritos) «¡No

mienta, se la dio Massera!»Bravo: ¿A mí? Por Dios.Etchecolatz se para y camina hasta quedar frente a Bravo.Etchecolatz: Fue a la casa de Massera usted…Bravo se puso de pie y empezó a desconectarse el micrófono cor-

batero, con la clara intención de defenderse más allá de las palabras.Bravo: Yo no fui a la casa de ninguno.Etchecolatz: Le dio empleo a usted y a su señora. Por favor, no

mienta.En aquel momento, Grondona decidió que el espectáculo ya era

suficiente. Se levantó y le pidió a Etchecolatz que volviera a sentarse.Bravo: ¡Usted es un mentiroso!!!Etchecolatz: No le mienta a la gente, usted es un hombre grande…Fue el último intercambio, antes de que Grondona pidiera silencio

a ambos, como un árbitro neutral entre dos boxeadores. Llegó el corte comercial, casi un manto de piedad después del dramático momento que se había vivido.

Sin piedad

Las repercusiones de aquella emisión fueron inmediatas y no dejaban, en su mayoría, bien parado al conductor del envío, que desde su «divorcio» de Bernardo Neustadt había ascendido escalones en el periodismo televisivo y solía tener en su programa a personajes que, en algunos casos, no creían en el sistema democrático y violaban, con sus

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122 UN MAESTRO SOCIALISTA | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

dichos, la ley antidiscriminatoria. En septiembre de 1991, por ejemplo, había entrevistado al neonazi Alejandro Biondini, quien reivindicó a Adolf Hitler durante esa emisión. Y el antecedente directo de la nota con Etchecolatz habían sido los larguísimos minutos sin interrupciones que Grondona le había concedido a Emilio Massera durante 1995.

–No me arrepiento. Él (por Etchecolatz) mandó el libro a la pro-ducción y quería presentarlo, yo me negué a invitarlo si alguien no venía a discutir con él. Bravo quiso venir, (Miguel) Bonasso y (Héctor) Timerman también, no los puse tres contra uno por una cuestión de paridad. Puse a Bravo y Etchecolatz en lugares distintos. Cuando Etchecolatz lo interrumpió, me asusté y pensé que a Bravo le daba un ataque. De todos modos, creo que lo que se dijo allí mostró bien quien era Etchecoltaz, fue ilustrativo y no me arrepiento –repitió Grondona años más tarde.

Bravo, por supuesto, tenía otra versión. «Grondona me mintió, me dijo que no nos iba a cruzar, y que yo iba a cerrar. Menos mal que me contuve, porque le iba a pegar una piña», concedió años después.

Dos décadas después del episodio, la productora de aquel ciclo, Miriam Passarello, tiene cosas para decir. «Me acuerdo muy bien de esa noche, porque yo hice la producción de ese programa y me tocó hablar con ambos. Semanas antes del programa Etchecolatz se apareció por el canal, entonces en la calle Conde, con un ejemplar de su libro, pidiendo un espacio donde publicarlo. Lo hablé con Grondona y me dijo: no voy a tocar el tema si no conseguimos a alguien como contrapartida», dice Passarello, en defensa del conductor de Hora Clave.

«Llamé por teléfono a Bravo, le conté como venía la situación, y para mi sorpresa me pidió unos días para pensarlo. A los pocos días me dijo que sí, que iba a ir, me dio la impresión de que quería enfrentarlo (a Etchecolatz) a pesar de las advertencias que seguro le habían hecho sus familiares», afirmó la productora en un diálogo telefónico con el autor de este libro. «Durante el programa había una gran tensión, y todo se fue de las manos. Cuando Etchecolatz hablaba, otros dirigentes que fue-ron aludidos, como Bonasso y Héctor Timerman, hijo de Jacobo, pidie-ron contestarle al aire. Lo hicimos, Timerman salió y me acuerdo que Etchecolatz gritaba: «¡Timerman miente, Timerman miente!». Durante el intercambio de gritos y acusaciones, Bonasso acusó a Etchecolatz de haber violado a Lidia Papaleo de Graiver durante su cautiverio.

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123ENCUENTRO CON EL DIABLO

–Hubiera sido un privilegio –le contestó el comisario sin ru-borizarse.

Sentado en un bar frente al Parque Saavedra a fines de 2017, Daniel Bravo tiene una visión parecida a la que tenía su padre sobre aquel epi-sodio. «No le avisaron que vendría Etchecolatz, si vos ves los videos te das cuenta que se sorprende cuando lo ve. Le jugaron mal, le hicieron una cama», concluye, con bronca en el tono de voz. «Nunca le hicimos una cama, no se lo engañó, él aceptó venir. Grondona no quería sor-presas, ni para él ni para sus invitados», contesta Passarello. Las reper-cusiones, en aquel momento, continuaron: al jueves siguiente, Daniel Bravo fue al estudio a defender a su padre, mientras a la misma hora las organizaciones de derechos humanos y el PS organizaron dos días después una cena de desagravio público para el maestro. El Comité Ejecutivo del Partido Socialista Democrático impulsó esa comida, en un restaurante de Riobamba y Bartolomé Mitre, que contó con pre-sencias de dirigentes radicales y del Frepaso que se solidarizaron con el referente socialista. Por aquellos días, Bravo recibió otra caricia para el alma: sus pares del PS lo nombraron director del histórico periódico partidario La Vanguardia.

Mientras tanto, el ex policía, que había sido la mano derecha de Camps durante la represión, recibió 20 días de arresto por sus declara-ciones. La sanción fue aplicada por el jefe de la policía provincial, comi-sario general Adolfo Vitelli, quien cumplió un pedido del secretario de Seguridad, Carlos Brown. La decisión política de sancionarlo corrió por cuenta del gobernador bonaerense Eduardo Duhalde, ya entonces enfrentado con el presidente Menem.

La sanción, de todos modos, no alcanzaba para calmar a los orga-nismos ni a los amigos del maestro. Graciela Fernández Meijide, por entonces candidata a diputada nacional por el Frepaso, definió el sentir de los compañeros del campo de los derechos humanos. «No les queremos ver más la cara», sostuvo en referencia a los mili-tares indultados que salían por televisión. Otros la emprendieron con-tra el conductor del ciclo. «Reponerlo en televisión es prolongar mediáticamente el vale todo. Eso no es pluralismo», dijo entonces el analista y catedrático universitario Oscar Landi. Un colega de extensa trayectoria como el periodista José Ricardo Eliaschev le mandó decir entonces a Grondona que nunca más iría a su programa. «Lo que hizo fue innoble y canallesco, generó una vez más una situación artificial

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de alta emotividad para recalentar la pantalla. Yo estoy en contra de eso y me parece lamentable. Lo que lamento profundamente es que Bravo haya ido», sostuvo Eliaschev en una entrevista posterior con el perio-dista Luis Majul.

Dos días después del cruce, el diario La Nación consignaba que Bravo «admitía como un error» haber ido al programa. Pero la opinión pública culpaba a Grondona por haber traspasado todos los límites en un formato televisivo, y tomaba partido por Bravo. Desde el Gobierno también hubo repudios. Eduardo Duhalde, entonces gobernador de la provincia de Buenos Aires manifestó, según publicó Clarín el 4 de sep-tiembre de 1997, «su rechazo total a la defensa de la represión ilegal que hizo días atrás el comisario general retirado Etchecolatz», además de considerar «que es deplorable la actitud de este señor, que no merece mayores comentarios».

Luego de reponerse del mal trago, Bravo la siguió en Tribunales y allí consiguió la reparación moral que buscaba. En agosto de 2008, la jueza María Bulacio de Rúa procesó a Etchecolatz por sus declaraciones, en una causa que habían iniciado la APDH y su abogado Juan Ramos Padilla. El 26 de octubre, Bravo y Etchecolatz volvieron a cruzarse en el juicio oral. Fue un instante eterno de tensión: el maestro pasó por delante de su torturador sin mirarlo, mientras el comisario retirado se quedaba sentado junto a su abogado, Pedro Bianchi, que años atrás había defendido al ex capitán de las SS nazis Erich Priebke, juzgado y condenado por la masacre de las Fosas Ardeatinas durante la segunda guerra mundial. Hubo otro momento de encuentro casual e íntimo, en el baño del juzgado. El torturador, en este caso, fue quien titubeó, y se fue rápido, con los pantalones mojados.

Ramos Padilla pidió cinco años de condena efectiva y comparó a Etchecolatz con Al Capone, el capo mafioso que había sido con-denado por evasión impositiva luego de haber cometido decenas de crímenes.

–Me reservo el derecho para más adelante –dijo Etchecolatz para justificar su decisión de no declarar ese día. Dos días después buscaría clemencia. «Hemos sido enemigos, espero que seamos adversarios en el campo de las ideas políticas», dijo el comisario.

Luego de varios días de alegatos y testimonios de testigos. Las dipu-tadas Carrió y Elisa Carca; el vicepresidente de la Legislatura, Aníbal Ibarra; el entonces defensor del pueblo porteño, Antonio Cartañá,

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y el periodista Leonardo Bousquet entre otros, defendieron la posición de Bravo. La jueza emitió su dictamen: tres años de prisión en suspenso para Etchecolatz por el delito de calumnias.

–Hemos avanzado, esto es un triunfo y ahora hay que esperar otro juicio contra Etchecolatz por apología del delito –desafió el maestro al comentar el fallo.

Bravo estaba contento, pero no podía olvidar aquel momento de tensión extrema cuando se encontró con su verdugo. Siempre recor-daba ese momento, pero también que aquella noche había terminado de la manera que más le gustaba.

«Cuando terminó el programa nos fuimos a comer con Lilita, Ramos Padilla y todos los que me acompañaban. No iba a dejar que ese tipo me jodiera la vida», decía Bravo, mientras reconocía que a la gente que vio aquel programa le quedó otra imagen. «Ahí empezaron a decir que era un viejo cascarrabias. Viejo soy, y cascarrabias… a veces», definía, en su altillo, en el hoy lejano 2002.

Profesión, genocida

El tenso episodio televisivo de agosto de 1997 lo hizo tristemente célebre, pero Etchecolatz ya tenía una extensa foja de servicios como una de las figuras centrales de la represión de la dictadura. Con el trans-curso de los años, su rol en el plan dictatorial comenzó a ser cada vez más conocido por la opinión pública, al calor de las condenas que se iban acumulando en su contra y de las noticias sobre él que fueron cir-culando en los medios masivos de comunicación, novedades que llegan incluso hasta los días de cierre de los textos de este libro, a principios de 2018. Era, mientras estuvo en actividad, un torturador cínico y perverso, y ni entonces ni retirado expresó una mínima palabra de disculpa o arrepentimiento por todo el daño cometido.

Un rápido repaso por la oscura foja de «servicios» de Etchecolatz resulta interesante para poner en su justa dimensión al torturador que Bravo debió resistir en aquellos días de septiembre de 1977, y veinte años más tarde en un estudio de televisión.

Nacido en 1929 en Azul, ingresó en la escuela Juan Vucetich en 1947, durante la primera presidencia de Perón. Desde los 22 años, cuando le abrieron el primer sumario por «vejámenes», tuvo reiterados

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llamados de atención y sanciones por distintas irregularidades, entre ellas «apremios ilegales», «tentativa de violación» y «cohecho».

En 1976, y con la llegada de la dictadura al poder, logró escalar varios peldaños. Como subdirector de Investigaciones de la Policía de la Provincia de Buenos Aires primero, y director poco después, Etche-colatz tuvo a su cargo más de una veintena centros clandestinos de detención y tortura, conocidos como el circuito Camps, a las órdenes precisamente del general Ramón Camps.

En abril de 1986, como consecuencia de los juicios, recibiría una dura condena judicial: 23 años de prisión por 91 tormentos comproba-dos contra personas detenidas ilegalmente.

Al año siguiente, esa sentencia fue anulada por la Corte Suprema por la aplicación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, la polémica iniciativa del presidente Alfonsín para sobreponerse a la pre-sión militar que provocó el portazo de Bravo como funcionario del Ministerio de Educación. Había pasado sólo un año en prisión.

Libre de culpa y cargo, Etchecolatz reapareció diez años después con su libro y las acusaciones a Bravo en el programa de Grondona. La condena a tres años en suspenso de 1998 por apología del delito no le impidió continuar en libertad, aunque los nuevos vientos políticos que comenzarían a soplar tiempo después le jugarían definitivamente en contra.

En 2001, cuando el robo de bebés era el único delito que aún se podía judicializar, fue detenido por la apropiación de Carmen Gallo Sanz, hija de los desaparecidos uruguayos Aída Sanz y Eduardo Gallo. Después de sólo diez días de detención, pasó a cumplir prisión domici-liaria en su domicilio de la avenida Pueyrredón al 1000.

En 2003, las leyes de Obediencia Debida y Punto Final fueron finalmente derogadas por una ley del Congreso, y allí su situación dejó definitivamente de ser cómoda. Y se agravó en 2005, cuando la Corte Suprema dictaminó que ambas normas ya no tenían «ningún efecto». A partir de ese momento, y mientras cumplía arresto domiciliario en su casa del Bosque Peralta Ramos, en Mar del Plata, Etchecolatz fue enjuiciado por la muerte de Diana Teruggi; por la privación ilegal de la libertad, torturas y homicidio de Patricia Dell’Orto, Ambrosio de Marco, Nora Formiga, Elena Arce y Margarita Delgado. También por los secuestros y torturas de Nilda Eloy, y del albañil Jorge Julio López, torturado de la misma forma que Bravo en 1976 y desaparecido por

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segunda vez el 18 de septiembre de 2006, un día antes de que se cono-ciera la sentencia que lo condenó a perpetua en la denominada «Causa Etchecolatz», en la que fue querellante.

La secuencia fue, en el caso de López, más que macabra. Tres horas antes de desaparecer, López identificó ante los jueces a Etchecolatz como su verdugo y mandamás, responsable de las torturas y las muer-tes de Dell’Orto y De Marco. Lo consideró un «asesino serial», y relató las prácticas de tortura aplicadas por el ex policía y sus cómplices en La Plata, en el denominado «Circuito Camps». Desapareció aquel 18 de septiembre de 2006 y nunca más se supo de él.

Los abogados de Etchecolatz en aquellos juicios, Luis Eduardo Boffi Carri Pérez y Adolfo Casabal Elía, también defendieron a la primera cabeza de la dictadura, Jorge Rafael Videla. Se lo vio desafiante, e incluso en un momento de los alegatos se paró y mostró un cartel al público y la prensa: «162 policías muertos. ¿Justicia, dónde estás? Ya llegará el juicio y castigo a la Justicia corrupta».

En total, el represor recibió entonces seis condenas por delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. Además de los 23 años que le habían dado en 1986 por la denominada «Causa Camps» y los siete a los que fue condenado en 2004 por apropiarse de Carmen Gallo (más tarde, esa condena se redujo a cuatro años), fue sentenciado a reclusión perpetua en la causa que llevó su nombre. Fue enviado a la cárcel de Marcos Paz.

En 2012, mientras seguía preso, lo condenaron a prisión perpe-tua por la causa denominada «Circuito Camps». También recibió una condena a prisión perpetua por doble homicidio en 2014, en la causa «La Cacha», un centro clandestino en el que estuvo detenida Laura Carlotto, hija de la titular de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto. También lo condenaron a 25 años de prisión, en 2016, por secuestrar y torturar a otra pareja.

En abril de 2017, y ya con Mauricio Macri como presidente, la Sala I de la Cámara Federal de Casación Penal le concedió a Etchecolatz, de 88 años, la prisión domiciliaria por razones de salud. Sin embargo, ese beneficio no se hizo efectivo porque tenía otras causas pendientes en la Justicia.

El policía al que Bravo identificó como su interrogador y torturador buscó también beneficiarse con el 2x1, tras un fallo de la Corte Suprema que otorgó, en mayo de ese mismo año, ese beneficio al represor

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Luis Muiña. Luego de una gran polémica pública, el pedido de Etche-colatz fue rechazado por el juez federal Germán Castelli.

A pesar de las múltiples condenas por delitos de lesa humanidad en su contra había una deuda pendiente. Se saldó recién el 21 de agosto de 2017, cuando Etchecolatz fue exonerado de la Policía Bonaerense. Por una decisión de la Auditoría General de Asuntos Internos del Ministerio de Seguridad bonaerense, Etchecolatz y otros once efectivos implicados en delitos de lesa humanidad fueron sepa-rados de la fuerza. La gobernadora de Cambiemos, María Eugenia Vidal, había dado la orden política de terminar con esa situación tan irregular como indignante.

Al firmar su exoneración, a los 88 años, Etchecolatz escribió, desa-fiante, debajo de su nombre: «Prisionero de guerra». Una semana des-pués, el represor detenido en el penal de Ezeiza sufrió un principio de ACV y debió ser internado en el Hospital Interzonal General de Agudos «Doctor Alberto A. Eurnekian», de esa localidad del conur-bano bonaerense. Parecía que nunca se recuperaría de ese episodio y que había ingresado definitivamente en su ocaso personal y público.

Pero había más: a fines de diciembre de 2017 recibió el beneficio de la prisión domiciliaria por parte del Tribunal Oral Federal Nº 6 de la ciudad de Buenos Aires, por su «delicado cuadro de salud». Volvió a su cálida casa en el bosque Peralta Ramos, para indignación de los organismos de derechos humanos y los familiares de desaparecidos, que encabezaron varias marchas en repudio a ese beneficio, que incluso le permitió alguna salida no programada. »Disfruta de la «domiciliaria» en un country adonde algunos «patas negras» van a recibir sus órdenes. Como las que sin duda dio para hacer desaparecer a Jorge Julio López», se indignó Bonasso a través de las redes sociales.

Freno para el menemismo

Dos meses después de aquel reencuentro televisivo entre torturado y torturador, y ya como aliado a la UCR, el Frepaso que integraba Bravo recibió un gran espaldarazo en las urnas, y se posicionó como el gran candidato para terminar con el menemismo.

Todas fueron sonrisas aquel domingo 26 de octubre de 1997, cuando la Alianza ganó las elecciones legislativas en los principales

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distritos como Buenos Aires, la Capital, Santa Fe, Entre Ríos y Chaco. La gran sorpresa fue Graciela Fernández Meijide, que en provincia de Buenos Aires derrotó a Hilda «Chiche» Duhalde por más de siete pun-tos (48 a 41), y le propinó un fuerte golpe a su esposo, el gobernador peronista Eduardo Duhalde, que tenía intenciones y trabajaba para suceder a Menem. En Capital, «Chacho» fue imparable: ganó nueve bancas en el Congreso con el 56, 7 por ciento de los votos, un récord que veinte años después todavía no pudo ser superado. Abrazados, Alvarez y Fernández Meijide festejaron en el hotel Intercontinental, y más tarde fueron al Obelisco, donde compartieron escenario con los radicales Fernando De la Rúa, Rodolfo Terragno y Federico Storani.

–¡Se acabó la Argentina de la desmesura y el decretazo! –gritó Chacho ante la multitud, unas cuatro mil personas según Clarín y La Nación, mientras los bocinazos atronaban la avenida 9 de julio. 

–Ganamos por escándalo –le decía Fernández Meijide a los periodistas sin ocultar su emoción. Mientras tanto, Terragno y Alvarez comenzaban a pensar de qué manera iban a llegar a las elecciones de 1999. La interna entre De la Rúa y Fernández Meijide parecía inevi-table para dirimir, ya en aquel momento, al sucesor de Menem en Balcarce 50.

Relegados, los socialistas se limitaron a acompañar los festejos, aunque pronto comenzaron a palpar que serían, de allí en adelante un «socio menor» en la coalición. Ni siquiera encabezaron la lista de legisladores porteños, que Chacho reservó para la extrapartidaria Marta Oyhanarte, la viuda del empresario Osvaldo Sivak, secuestrado y asesinado en 1985. Sólo en Santa Fe hubo un festejo propio, aunque a medias: el extrapartidario René Balestra, que había integrado el PSD en el regreso de la democracia, encabezó la lista que venció al PJ de Carlos Reutemann. Mientras Héctor Polino renovaba su banca (fue en el quinto lugar de la lista de diputados porteños), Bravo sintió como un triunfo personal el ingreso a la Cámara baja de Jorge Rivas, un joven miembro del partido a quien impulsó y que desde el puesto 12 en la lista bonaerense llegaba por primera vez, a los 36 años, a una banca en el Congreso.

En ese escenario decididamente incómodo –su amistad con Alfon-sín era muy fuerte y se llevaba bien con otros radicales como Storani, pero la presencia protagónica de De la Rúa en la Alianza lo ponía ner-vioso y lo enojaba–. Bravo se abocó a sus tareas en el Congreso, con

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proyectos polémicos que llevaron su sello, sin descuidar la presidencia de la APDH, desde donde disparaba contra el menemismo.

En la Alianza que por entonces cobraba forma definitiva Bravo sen-tía que ni él ni su partido ocupaban el lugar que merecía. El entonces diputado frepasista se sentía más cómodo desde la presidencia de la APDH, desde la cual y junto a viejos compañeros de militancia comba-tía la política de derechos humanos de Menem, a la que consideraba «desastrosa» y un «retroceso inaceptable» desde los indultos presiden-ciales de 1989 y 1990 a militares y líderes montoneros.

Acostumbrado a polemizar con el gobierno, Bravo y otros dirigen-tes como Simón Lázara y Graciela Fernández Meijide solicitaron una audiencia con el entonces ministro del Interior, Carlos Corach en la Casa Rosada. El funcionario, que no les tenía simpatía, los hizo hacer «banco» durante horas, y logró sacar de las casillas al viejo maestro.

–Bueno, nos vamos –gritó Bravo mientras se levantaba del sillón en el que esperaban al ministro político. En ese momento se abrió la puerta, y Corach los invitó a pasar. «Estaban esperando que nos enoje-mos un poco», recordaba el rabino Daniel Goldman, que acompañó a Bravo a aquella visita.

El grave deterioro social y los hechos de corrupción desde el Estado que fueron moneda corriente en la década menemista lle-varon a la APDH a reunirse, por primera vez en su historia, con la jerarquía de la Iglesia, que bajo la conducción de Estanislao Karlic compartía el diagnóstico crítico y abría el diálogo con distintos sec-tores de la sociedad.

Bravo, que nunca tuvo una buena relación con la Iglesia, fue a ese encuentro con Lázara y el dirigente y diplomático radical Adolfo Gass, además de tres representantes de distintos credos: el metodista Aldo Etchegoyen, el rabino Goldman y el pastor José Miguel Bonino. En realidad, el resto de los invitados llegó por su lado, y el veterano socialista un buen rato más tarde a la sede del Episcopado.

–Pensé que como era una reunión importante se hacía en la Cate-dral, fui allá y no encontré a nadie –dijo Bravo a modo de disculpa cuando entró a la reunión–. Lo que pasa es que ustedes tienen dema-siadas propiedades –le espetó a Karlic, que sólo atinó a reírse de la ocu-rrencia– y pase de facturas incluida –del dirigente recién llegado a su propia casa.

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131ENCUENTRO CON EL DIABLO

Un Chupete que incomoda

En 1998, y ya declarada la interna De la Rúa-Fernández Meijide, Bravo decidió jugar sus fichas en favor de su antigua compañera en la APDH y, a la vez, trabajó para poner nerviosos a los radicales que apos-taban al entonces jefe de gobierno porteño.

En enero de ese año, presentó el primer proyecto de ley de anu-lación y derogación del Punto Final y la Obediencia Debida, en con-junto con el frepasista Juan Pablo Cafiero, y acompañados por otros legisladores de ese espacio como Marcela Bordenave, Diana Conti, Alfredo Villalba, Adriana Puiggros y el también socialista Jorge Rivas. El enojo de los radicales fue visible, pero también de Chacho y de la propia Fernández Meijide, que se preocupaban por mantener la rela-ción con sus aliados en los límites de la amabilidad y rechazaban la nulidad de ambas leyes.

Se convocó una reunión de bloque, antes de la votación, a fines de marzo de ese año. Se escucharon discusiones fuertes, y hasta insultos entre miembros de la propia Alianza.

–Ustedes son unos pendejos –le dijo Fernández Meijide a Bor-denave y Conti sin ocultar su fastidio en un pasillo.

–¿Tenemos que mirar para otro lado y hacer como el avestruz? –le contestaba Bravo a través de los medios.

Después de dos meses de debate interno, y luego de acordar con el PJ, la derogación de ambas leyes se aprobó en la Cámara baja el 25 de marzo casi por unanimidad (sólo Alvaro Alsogaray, líder de la Ucedé, votó en contra) y al día siguiente se terminó de concretar en el Senado. La derogación de las leyes de perdón a los militares tuvo un efecto meramente simbólico, ya que resultaba –y resulta– impo-sible «legislar hacia atrás», pero dejó claras las diferencias en el inte-rior mismo de un conglomerado que se preparaba para gobernar el país. «La Alianza pudo acompañar la derogación, pero no su nulidad. Llegó hasta ahí lo que podíamos hacer en aquel momento», recordó Cafiero.

No sería la última vez que Bravo y los socialistas desafiarían a «Chupete» De la Rúa, y más después del cimbronazo de la interna con Meijide. El 29 de noviembre de 1998, el líder radical derrotó de manera concluyente a la dirigente frepasista (63 puntos contra 35) y se convirtió en el candidato a presidente de la Alianza.

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–Hemos ganado la elección interna de la Alianza. Las urnas siem-pre tienen un mensaje y el mensaje de hoy es que debemos fortalecer la unidad de la Alianza, su integración –dijo el triunfador, en el salón del Comité Capital y un rato después de recibir el abrazo de Alfonsín. «Volveremos a ser gobierno, como en el 83», cantaba la juventud radical en medio del fervor de la victoria.

–Ganó la Alianza; tenemos que pelear en el mejor lugar, para enfrentar al menem-duhaldismo; ese es el desafío –dijo Fernández Meijide sin ocultar su desánimo. En el mismo momento, Alvarez la confirmó como candidata a gobernadora bonaerense para el año siguiente, y a Aníbal Ibarra para intentar suceder a De la Rúa en la ciudad. El propio Chacho acompañaría a De la Rúa en la fórmula presi-dencial, a pesar de las quejas –ya visibles– de Bravo y sus compañeros de partido por el perfil «conservador» del postulante presidencial.

Las urnas le darían respaldo, un año después, a quienes enarbola-ban la bandera de una política más justa y honesta como contracara del desborde y la corrupción menemista, aunque las tensiones internas y malas decisiones políticas acelerarían su temprana debacle.

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133UN MAESTRO SOCIALISTA

Capítulo 9

Dos oportunidades perdidas

ómo lo ve a De la Rúa? –preguntó la periodista Nancy Pazos esperando una respuesta picante de su entrevistado.–…es como las rotondas. No tiene esquina –contestó

Alfredo Bravo, que se rió junto a la periodista y la producción de su pro-grama de radio de su ocurrencia con acento tanguero. Había terminado de destrozar por «falta de calle» al dirigente radical, quien compartiría con él la boleta de la Alianza, y ya se perfilaba como futuro presidente de la Nación.

Bravo no soportaba a De la Rúa. No lo quería, ni ideológica ni per-sonalmente. Durante la campaña trató de defender su proyecto, aun-que dejó claro más de una vez que no tenían demasiados puntos en común. Evitó, de todas las maneras posibles, sacarse fotos junto a él, a pesar de que fue designado –después de una pelea interna con la UCR, que proponía a Adalberto Rodríguez Giavarini– como cabeza de lista de diputados nacionales porteños de la Alianza para las elecciones de octubre de 1999. Lo acompañaron en la lista el radical Jesús Rodríguez, el frepasista Darío Alessandro, Beatriz Nofal y Marcelo Stubrin, en los primeros cinco lugares.

Y para colmo, durante los días previos a la elección aparecieron en agenda temas que profundizaron las diferencias con el delarruismo. El propio De la Rúa, en agosto, había aclarado en una reunión con la cúpula de la Iglesia su posición contraria al aborto, un tema que des-pertó el enojo de su entonces primer candidato a diputado en suelo porteño.

–¿C

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–La gente tiene que entender que una alianza es una unidad, pero unidad en la divergencia. Unidad no significa verticalismo –dijo en una entrevista a la agencia de noticias DyN. De inmediato, recordó que el socialismo tenía una «postura histórica» en favor del aborto, y dijo que De la Rúa «no podía hablar en nombre de la Alianza porque este tema no se había tratado en el compromiso programático que firmamos», disparó.

Con tal de no cruzarse con el candidato a Presidente, Bravo diseñó una agenda propia que incluía el apoyo a candidatos socialistas en otros rincones del país. Así llegó a Tierra del Fuego para apoyar la fórmula a gobernador que encabezaba el radical Jorge Colazo, y donde una por entonces ignota farmacéutica y militante llamada Fabiana Ríos inten-taba hacer pie en el distrito más austral del país, a la cabeza de las listas a diputados provinciales de la Alianza.

«Vino con sus colaboradores Jorge Ríos y Rodolfo Mangas a hacer campaña con nosotros. Me pidió tomar un café y me sometió a un interrogatorio larguísimo, hasta que consideró que ya era suficiente. Después le dijo a la prensa que las banderas del socialismo estaban bien en alto con mi postulación», recordaba una emocionada Ríos en un bar porteño, a fines de 2017.

A pesar de las tensiones internas, de las diferencias ideológicas y de las enemistades personales, el envión que llevaba la Alianza en su camino al poder fue imparable. En las elecciones del 24 de octubre de 1999, la fórmula De la Rúa-Alvarez derrotó a la compuesta por los pero-nistas Eduardo Duhalde y Ramón «Palito» Ortega con casi el 50 por ciento de los votos y dio fin a diez años y medio de menemismo. Sólo dos años después de haberse conformado, la Alianza llegaba a gober-nar un país finalmente harto de los excesos del menemismo y con la promesa de sostener la convertibilidad (el uno a uno con el dólar) sin producir un descalabro económico.

«Me han elegido para conducir el cambio, para terminar de una vez con la corrupción. Se acaba la impunidad, el que las hace las paga», dijo De la Rúa desde el «Chupete- móvil», acompañado por Alvarez y su esposa Inés Pertiné. «Y ya lo ve, y ya lo ve, es para el turco que lo mira por tevé», cantaba la multitud que festejó, otra vez, frente al Obelisco.

El festejo, con todo, no fue completo: Carlos Ruckauf dio la sor-presa y se quedó con la crucial gobernación bonaerense, derrotando

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135DOS OPORTUNIDADES PERDIDAS

a Graciela Fernández Meijide, la protegida de Chacho Alvarez que lamentó su segunda caída en dos años. El escenario se vislumbraba complicado: aún con la derrota de Duhalde y el inicio del ocaso de Menem el PJ se quedó, además, con la mayoría en el Senado y muchas otras gobernaciones del país.

En Capital, la lista de candidatos a diputados nacionales encabe-zada por Bravo alcanzó 5.800.000 votos, un 40 por ciento del total. Pero apenas terminaron de contarse los votos, el socialismo, que por primera vez en su historia formaba parte de un gobierno nacional, comenzó a ser marginado de las grandes decisiones. Bravo, que fue electo diputado nacional por tercer período consecutivo, compartía ese enojo creciente, con Alvarez como blanco.

«Mientras todos los demás dirigentes lo tomaban con prevención, habíamos trabajado mucho para potabilizar la imagen de Chacho den-tro del partido. Por eso, a Alfredo le dolieron sus desplantes», graficaba su colaborador y luego diputado Oscar González.

Apenas puesto a gobernar De la Rúa, las disidencias en el interior de la Alianza no tardaron en llegar. Cuando se conoció el nombra-miento de Juan José Llach al frente del Ministerio de Educación, Bravo puso el grito en el cielo, y acusó al economista liberal de «imponer recetas neoliberales a la educación» y proponer planes «contrarios a garantizar a todas las personas la igualdad de condiciones».

«Sabía que se opondrían a mi nombramiento, porque yo no for-maba parte de la Alianza, y para ella la cuestión educativa era funda-mental. Pero es mentira que la educación sea gratuita, porque se paga con impuestos», contestó Llach años después.

Según explicaría después el ministro, «se quiso eliminar sobre-costos burocráticos por 1200 millones, y transferirlos a las escuelas. También que las escuelas fueran autónomas, con participación de los padres, control de gestión y predilección por ayudar a las escuelas más pobres. Tal vez no fui lo suficientemente convincente», se consuela. Ver a Llach en el ministerio de Educación convenció a Bravo de que la batalla ideológica dentro de la propia coalición de gobierno estaba perdida. «No vamos a durar mucho acá», les transmitía por esos días a sus colaboradores.

Enojado por la falta de peso del socialismo en las decisiones de un bloque dominado por radicales y frepasistas, Bravo protagonizó a los pocos meses otro salto hacia adelante. Decidió, en abril de 2000,

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abandonar el bloque oficialista, junto a los otros diputados del socia-lismo que lo acompañaban, Héctor Polino y Jorge Rivas, a quienes se sumaron el peronista Juan Domingo Zacarías y la hasta entonces radi-cal Elisa Carrió. La posterior renuncia del radical Melchor Cruchaga a su banca –asumió como viceministro de Justicia– le permitió a Oscar González asumir en su lugar y sumarse a los rebeldes.

El portazo fue luego de la primera sesión parlamentaria del gobierno de la Alianza, el 24 de febrero de 2000, que trató la reforma laboral que impulsaba De la Rúa. «El Gobierno tiene buenas intencio-nes, pero no creemos que la norma solucione el problema del desem-pleo», dijo Polino en aquella sesión, en representación de su bloque. La norma, que el Senado convirtió en ley en abril, era contraria a los postulados de la Alianza: establecía un período de prueba de tres meses que podía ampliarse a seis, la descentralización de los convenios colec-tivos, la continuidad de los aportes gremiales de los trabajadores y la caída de los convenios de ultraactividad, entre otros puntos. Bravo sen-tía que no podía apoyarla, aunque se lo pidieran las autoridades de su propio interbloque.

«Recuerdo que me vinieron a ver a mi despacho Bravo, Polino y Rivas. De manera muy civilizada, pero sin lugar a discusión, me dijeron que se iban del bloque porque las disidencias eran insalvables, sobre todo en materia económica», recordó Alessandro, por entonces jefe del bloque aliancista en la Cámara baja. «También se quejaron de la falta de comunicación en el bloque, decían que no funcionábamos como una coalición. Ellos habían quedado relegados en ese conjunto en el que sobresalían los radicales y nosotros», agrega el lugarteniente de «Chacho» Alvarez.

Ese mismo abril de 2000, Bravo pierde a uno de sus mejores amigos de la política y los derechos humanos. El «gordo» Simón Lázara, viejo compañero de la APDH, que compartía su amor por el socialismo y su pertenencia a logias masónicas, moría de un ataque al corazón, antes de cumplir los 60 años. «Me acuerdo que cruzamos la calle Rivadavia para el velorio, en el Congreso. Me pidió que lo agarrara del brazo porque le temblaban las piernas», recuerda Sergio García, su colaborador en el despacho de la Cámara de Diputados. Alfredo recordó siempre que estaba unido a Lázara en muchos prin-cipios, sintetizados en una graciosa autodefinición de su vínculo con la religión.

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137DOS OPORTUNIDADES PERDIDAS

–Soy ateo, gracias a Dios –decían ambos en las reuniones de la APDH, en las que bromeaban con los religiosos de distintos credos que participaban.

Un mes después, en mayo, Bravo se dio uno de sus grandes gustos parlamentarios. Antonio Domingo Bussi, aquel inflexible y fiero general que había comandado la represión en Tucumán durante la dictadura y a quien se había cruzado en la Asamblea Constituyente, no pudo jurar como diputado nacional, a pesar de haber sido electo en las elecciones de octubre de 1999. Bravo había sido uno de los impulsores de su des-afuero por «inhabilidad moral», que tuvo 182 votos a favor y sólo siete en contra. El proyecto lo habían presentado su compañero de bancada socialista Jorge Rivas y el peronista entrerriano Jorge Busti.

El Superagente 86 y la 99

Enojado con Chacho y con De la Rúa, Bravo estaba convencido por aquellos días de que la mejor aliada política que podía elegir era Carrió, esa diputada radical chaqueña impetuosa y decidida, que en la Convención Constituyente de 1994 le había dicho que no a su padre político, Raúl Alfonsín, y que había crecido en la consideración pública con un lenguaje mediático filoso y efectivo, a través de presencias cada vez más frecuentes en programas de tevé de alto rating.

Carrió y Bravo conformaban, además, una pareja política única: se reían mucho juntos, salían a comer y tomar junto a otros legisla-dores, y hasta se «celaban» cuando uno de los dos no era invitado a participar de esas tertulias. En lo político, por esos días, mostraban muchas más coincidencias que divergencias. «Somos el superagente 86 y la 99», bromeaba con gracia la chaqueña, que arrastraba a Bravo en sus denuncias contra los miembros de la Corte menemista pri-mero, y contra las políticas de Domingo Cavallo en el Ministerio de Economía después.

El 6 de octubre de 2000, a menos de un año de asumir la Presiden-cia, la Alianza comenzó a resquebrajarse de manera definitiva. Enojado por los cambios en el gabinete dispuestos por De la Rúa, que incluían la ratificación de su amigo Fernando de Santibañes en la SIDE, y sin sen-tirse respaldado en sus críticas a un Senado salpicado por sospechas de corrupción, el vicepresidente Carlos Chacho Alvarez renunciaba a su

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cargo. Junto al frepasista Alberto Flamarique –distanciado del vicepre-sidente– De Santibañes había sido comprometido por el arrepentido Mario Pontaquarto, que lo sindicaba como uno de los protagonistas del pago de coimas a senadores del PJ a cambio de aprobar la reforma laboral.

«Respeto las determinaciones del Presidente, sin embargo no puedo acompañarlas en silencio porque son contradictorias con las decisiones que vengo reclamando en el Senado», dijo un Chacho com-pungido, acompañado por su esposa Liliana Chiernajovsky, en el hotel Castelar. «Quiero decirles a todos mis compatriotas que no se necesita ser vicepresidente para luchar por una Argentina mejor. Para luchar por lo que hemos soñado, para luchar por lo que sentimos, les quiero decir a mucha gente, que me dijo o que me puede decir que no renun-cie, que voy a seguir peleando por los mismos ideales que peleé en mi vida, desde el llano», improvisó Alvarez. Alfonsín y algunos de sus com-pañeros del Frepaso habían intentado, de manera infructuosa, de que revea su decisión. «No hay crisis, estoy al frente de la lucha contra la corrupción», dijo De la Rúa al caer la noche, luego de haber intentado él también convencer a su vice para que se mantuviera en su puesto.

Los socialistas, que ya se habían ido del bloque cuando explotara el escándalo en torno a la reforma laboral, hicieron poco para defender a su ex socio. «Después de meses de no consultarnos en nada, el dipu-tado frepasista José Vitar lo llamó por teléfono ese día a Alfredo para que armáramos una manifestación a favor de Chacho en su casa de Palermo. Por supuesto, le dijimos que no», recordaba Polino.

A principios de 2001, y ya en una postura opositora al gobierno de De la Rúa, que había convocado a Domingo Cavallo para que se hiciera cargo de la economía, Elisa Carrió y Alfredo Bravo se convirtieron en los máximos referentes de la Alternativa por una República de Iguales (ARI), y comenzaron a trabajar juntos con vistas a las elecciones legis-lativas de octubre de ese año.

Disconforme con los plenos poderes a Cavallo que De la Rúa había pedido votar en el Congreso, Carrió había dejado la UCR, el partido de su fallecido padre Coco, y el de su querido Raúl Alfonsín. «No soy yo la que deja de ser radical, sino los mismos que me expulsaron», le escribió Carrió al ex presidente en su carta de despedida.

En mayo, Carrió y Bravo llenaron el teatro Coliseo y compartieron un escenario repleto de figuras, con críticas a De la Rúa y Cavallo.

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–El modelo económico que impusieron en la Argentina es ética-mente reprochable y económicamente deficiente –afirmó Carrió, antes de que el teatro céntrico estallara en aplausos.

–El Presidente es el hombre invisible. Ojalá nos oiga –coincidió Bravo con su habitual ironía. Lo aplaudía un público heterogéneo, en el que se mezclaban el rabino Daniel Goldman con el cura Luis Farinello, el peronista y abogado de la CGT Héctor Recalde con el ex funcionario menemista Moisés Ikonicoff, Laura Bonaparte (de Madres de Plaza de Mayo) con el actor Gastón Pauls.

La sociedad Bravo-Carrió iba viento en popa. «La verdad es que son dos almas gemelas. Ambos son intempestivos, ocurrentes, arbitra-rios, amantes del buen comer. Fue un amor a primera vista y sigue fun-cionando», graficaba entonces González, periodista de profesión antes de ingresar como asesor de Bravo al Congreso.

En su partido, el PSD, no estaban tan conformes con la unidad. «Bravo fue así, siempre terminaba haciendo lo que quería. Y a Lilita, a quien le respeté siempre su fuerza, su coraje, sus ovarios, tenía gente alrededor que le alimentaba el ego, y se creía la dueña del espacio», recordaba Fernando Finvarb. «Lo que nunca quisimos es que cuatro diputados manejen el partido. Le dijimos a Bravo que debía conducir, pero que al menos nos consultara», decía entonces el diputado Raúl Puy, integrante de una línea interna opositora. «No sé cómo está al lado de alguien tan creyente. Pero si está, es porque quiere», terciaba Fer-nández Meijide por aquellos años. A pesar de la sintonía y la expectativa que generó, los resultados de las elecciones legislativas de octubre de 2001 dieron la razón a quienes criticaban el acuerdo.

El senador que no fue

Una vez que se acordó que Elisa Carrió no sería candidata a nada en las elecciones previstas para el 14 de octubre, Bravo y Polino fueron designados a la cabeza de las listas para senador y diputado de ARI, res-pectivamente. Aunque contento por su designación, acompañado en la fórmula al Senado por su amiga Susana Rinaldi, Bravo había padecido semanas de tironeos por las listas con sus nuevos socios. La gran pro-tagonista de esas divergencias fue, como lo sería durante la campaña, la explosiva diputada chaqueña.

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Una de las peleas más fuertes entre ambos, que incluso tuvo estado público, fue el coqueteo de Carrió con «Chacho» Alvarez, casi un año después de su renuncia a la vicepresidencia. Fue en septiembre de ese 2001, poco antes de la elección y del cierre de listas.

–Liliana está con nosotros y quiero que sea una de nuestras diputa-das nacionales –sorprendió Carrió durante la presentación del informe preliminar de la comisión antilavado, que presidía la diputada y que apuntó, entre otros, a Cavallo, el banquero Raúl Moneta, el presidente del Banco Central menemista Pedro Pou y el empresario Juan Navarro.

La «promoción» de Liliana Cherniajovsky (la esposa de Chacho) que hizo Carrió sin consulta previa enardeció a Bravo, todavía enojado con Alvarez porque no le atendía el teléfono cuando era vice, y tampoco le avisó de su renuncia. Esperaba que ARI fuera «totalmente diferente» al Frepaso y no lo quería cerca. 

«Esto es injusto. Yo peleo sola en la comisión. Yo renuncio a la candidatura a pesar de tener el respaldo del 70 por ciento de la gente, y ellos no quieren que Liliana sea candidata porque es la esposa de Chacho. No es justo, no hay grandeza y siento que me están forreando», reaccionó Carrió con amargura, días después y ante sus más cercanos colaboradores, según consignaron los diarios de aquellos días.

Desafiante, Carrió redobló la apuesta y anunció que Alvarez estaba «colaborando» con el ARI. Bravo se enojó. «Esto lo arreglamos tomando unos vinitos entre Alfredo y yo, porque nos amamos», bromeó Lilita durante la presentación de los candidatos. Unas horas antes, ambos habían mantenido una larga conversación. ¿Qué se dijeron? Bravo le recordó el apoyo de Chacho a medidas impopulares del gobierno de la Alianza, mientras Carrió prefería insistir con la «construcción aluvio-nal» y diferenciar a los cómplices de los honestos, incluyendo a Alvarez en este último grupo.

–¿Vos me jurás que no hay un acuerdo secreto entre ustedes? –le preguntó Bravo.

–No. No hay nada de eso –respondió, seca, seria, la diputada.Aún con esos reparos, ambos afrontaron juntos la campaña legis-

lativa. «Votá a Carrió votando al ARI. La verdad al Congreso» rezaban los panfletos callejeros, en los que había dos imágenes de Carrió, una sola y de perfil, la otra flanqueda por Bravo y Polino.

Esta omnipresencia de Carrió no se dio sólo en los afiches. En un debate televisado entre los candidatos a senador, el 20 de septiembre,

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Bravo no hizo más que nombrar a Carrió, y sólo afloró algo de su espí-ritu cuando Gustavo Béliz, el líder de Nueva Dirigencia, lo acusó de pro-pugnar la liberación de los guerrilleros del MTP presos por la sangrienta toma del cuartel de La Tablada, hacia el final del gobierno de su amigo Alfonsín. Era cierto que Bravo los había ido a visitar a la cárcel, y hasta les tomó cariño: uno de ellos, Roberto Felicetti, le regaló un cuadro en donde se lo veía vestido de Quijote. El veterano diputado lo tenía col-gado en la pared de su despacho.

Después de defenderse, explicando que quería un trato justo para los guerrilleros presos de acuerdo a las Convención de Ginebra, acusó al joven candidato de ser «miembro del Opus Dei», cosechando el mote de «discriminador» por parte del ex ministro menemista. No fue su mejor actuación televisiva, a juzgar por las repercusiones.

 »No lo dejaron ser Alfredo Bravo, le dijeron que se pare así, que diga asá. Y él tiene que ser como es», interpretó en 2002 el dirigente peronista Juan Carlos Dante Gullo, quien encabezó en esa elección una lista de diputados por su partido Nuevo Milenio, que tenía su base de sustentación en villas y barrios carenciados de la ciudad y que también llevaba a Bravo como candidato a senador. Esta «doble candidatura» de Bravo, con dos listas de diputados que lo llevaban al tope de sus boletas como aspirante a la Cámara alta, derivaría en el mayúsculo escándalo que se suscitaría al contar los votos.

«No nos conocíamos con la gente de la otra lista. Carrió no se que-ría mostrar con nosotros y a Bravo se le complicaba dentro del partido explicar que se hubiera aliado a dirigentes del peronismo», recuerda el peronista misionero Héctor Dalmau, que ocupó el sexto lugar de aque-lla lista «paralela» que encabezaba Gullo –ex miembro de la Juventud de Trabajadores Peronistas (JTP)– y que tenía la «simpatía» de ex diri-gentes montoneros. ¿Cómo se explicaba esta confluencia entre Bravo y dirigentes que veinte o veinticinco años antes habían promovido la violencia armada? «Es así. La política, a veces, te hace caminar en cuatro patas», polemiza Dalmau.

La campaña fue entonces de perfil bajo, con pocos actos públicos. Cuando estuvo en contacto con la gente, y siempre rodeado de socialis-tas, Bravo desplegó toda su experiencia. «Claro que hay que cambiar. Si usted cree en mí, tenga confianza y fe», le dijo a una mujer mayor mien-tras la tomaba de la mano, un domingo lluvioso de fines de septiembre en una recorrida por la feria de Mataderos.

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Mientras él repartía claveles, besaba a mujeres y chicos, y saludaba con una sonrisa a los puesteros de la feria, la gente tomaba posición. «Él es como el bisonte (Oscar) Alende, que murió pobre», dijo una mujer de pullover celeste que reconocía 75 años. «Como tipo la sufrió, y dio la cara. Pero siempre está con la gente equivocada», aclaraba una mujer con rulos, abdomen prominente y dientes desparejos, que pro-testaba porque la municipalidad le había quitado autorización para vender empanadas. «No sé, yo vine a bailar. A la única que le creo es a la Carrió», dijo una señora de unos cincuenta años que se encaminaba hacia un local bailable, a metros del puesto del ARI. Entre quienes se acercaban a hablarle había reclamos por la situación económica y el gobierno de la Alianza. «Nunca voté ni votaré a Cavallo», respondía el candidato. «Tengo 76, y la sigo peleando», les decía para conseguir su adhesión.

La gente le preguntaba por «Lilita», y él la defendía con ardor. «Ha puesto en la picota a la mafia de este país, que no le manda flo-res como estas», le dijo con énfasis a una veintena de personas que se habían rodeado a escucharlo.

En privado pensaba otras cosas de su compañera de ruta. «Tiene mucha polenta, pero hay que ponerle límites», decía Bravo por lo bajo la noche del 25 de septiembre de ese 2001, mientras comía ensalada rusa en la esquina Homero Manzi, con música de tango de fondo. Los can-tantes María Graña, Guillermito Fernández y Mariquita Gallegos lo acompañaron esa noche, en la esquina donde Manzi había compuesto el tango «Sur». También estuvieron Susana Rinaldi y Carrió, que llegó muy tarde pero no perdió tiempo: comió, se rió y pidió un brindis «a la salud» del candidato a senador. Quince días después, en el cierre formal de campaña, Bravo no podría disimular su incomodidad por no ser el protagonista de su propia postulación.

Actor de reparto

La noche del 10 de octubre de 2001, el microestadio de Ferro Carril Oeste, en el barrio de Caballito, lucía repleto. En el vestuario local algu-nos dirigentes conversaban entre sí mientras otros atendían a la prensa. Sentado solo en un banco, con los hombros caídos y la mirada perdida, Bravo parecía estar masticando una decisión que le dolía: Elisa Carrió

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sería la única oradora del acto de cierre. «Son cosas de la organización», susurró. Ni él ni Polino dirían una sola palabra a la gente, a pesar de ser los candidatos.

«Te daré una cosa que empieza con c… Carrió», gritaban los mili-tantes mientras la líder del ARI presentaba a cada uno de los integrantes de la lista. En el palco y las tribunas saltaban y cantaban Liliana Cherna-jovsky, la sindicalista Mary Sanchez, el editor e hijo de Jacobo, Héctor Timerman, la actriz Soledad Silveyra y el periodista Diego Bonadeo, entre otras figuras que más temprano que tarde abandonarían el barco que encabezaba la diputada chaqueña. 

Sin hablar, al lado del atril, Bravo escuchó a Carrió que sólo tuvo elogios cuando lo presentó. «Tiene una conciencia tan limpia como clara. Jamás se equivocó donde tuvo que estar, y como tuvo que votar. Es el garante moral y un orgullo nacional», gritaba la diputada desde el escenario, mientras Bravo saludaba con una mano a la gente.

Minutos antes, Carrió había dejado una visión más personal. «Lo amo como si fuera su hija. Él fue mi refugio, y cuando me dejaron sola en la UCR me dijo: no importa que te dejen sola, si después vuel-ven». La relación personal entre ambos se mantuvo por mucho tiempo, y Carrió lo seguiría rescatando mientras se distanciaba del socialismo de manera definitiva, aunque Bravo no le perdonaría algunos desplan-tes. Muchos años después, en 2015 y lejos de los socialistas, Carrió apor-taría votos y su alta imagen pública para que Mauricio Macri y la coali-ción Cambiemos que incluía a la UCR llegaran a la Casa Rosada.

Pero volvamos a ese convulsionado fin de 2001, cuando la renuncia de Chacho Alvarez y la crisis económica ya se habían convertido en una com-binación letal para la supervivencia del Gobierno, jaqueado por los gober-nadores y los legisladores del PJ, ansiosos por sacarlo de la Casa Rosada.

Una encuesta preelectoral de Gallup, realizada en octubre sobre 500 casos, designaba a Bravo como «el más honesto» de los candida-tos a senador, y el que «más se preocupaba por la gente». Un 48 por ciento decía que Bravo era honesto, contra un 42 por ciento de Gustavo Béliz, del frente Nuevo País; asignaba un 28 por ciento al radical Rodolfo Terragno y un 17 por ciento a Horacio Liendo, de Acción por la Repú-blica. En un contexto de alta apatía y descreimiento, un 15 por ciento de la gente creía que Bravo se preocupaba por la gente, contra el 14 de Liendo y Béliz, y un 5 por ciento que confiaba en las preocupaciones de Terragno.

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Los datos remitidos a Poder Ciudadano por esos días coincidían con la percepción de honestidad que tenía la opinión pública. En su declaración de bienes, Bravo sostuvo entonces que sus ingresos totales ascendían a 6514 pesos (5014 de dieta y 1500 del sueldo de su esposa Marta). También asumió un patrimonio total de 95.000 pesos. Sólo la casa de la calle Vilela donde vivía desde 1973 y el Taunus amarillo modelo 1980. Muy poco, por cierto, para alguien que había dedicado su vida a la actividad pública.

Su talón de Aquiles era, a criterio de los encuestados, la «capaci-dad» como legislador. Sólo un 7 por ciento de la gente lo creía capaz como legislador, muy lejos del 41 por ciento asignado a Terragno, y el 28 por ciento de Béliz.

Y eso que en su larga década como diputado, que había comen-zado a fines de 1991, había presentado o acompañado más de mil proyectos de ley. Se había opuesto a las privatizaciones, al indulto y la ley de Convertibilidad del menemismo, al igual que a las medidas de Domingo Cavallo en la gestión de Fernando de la Rúa. «Creo que he ayudado a sancionar algunas leyes favorables al pueblo, y me he opuesto a todas las medidas antipopulares», sostenía Bravo antes de la elección.

Sus intereses giraban en aquel momento alrededor de dos comi-siones parlamentarias: derechos humanos, de la que era por entonces presidente, y deportes. Había propuesto, por ejemplo, una pensión para madres de hijos discapacitados, sostenido el derecho a la rectificación sexual, promovido un régimen de deberes y prohibiciones para dirigen-tes deportivos.

Aquel trascendente día de la elección legislativa, con el gobierno de Fernando de la Rúa ya sumido en una crisis terminal, fue tan largo como cambiante. Ya a eso de las 6 de la tarde, el Hotel Castelar, en la Avenida de Mayo, contenía la expectativa y la incertidumbre. En una de las habita-ciones del tercer piso, Bravo y Carrió estaban tirados en la cama, mirando los resultados. Bravo aparecía resignado, Carrió pedía paciencia.

–Somos la tercera fuerza nacional, y eso no nos lo quita nadie –gritaba Lilita mientras Polino tomaba del hombro a Bravo en señal de afecto.

–¡Vamos, vamos en provincia! –se consolaba el candidato a sena-dor porteño mientras miraba la pantalla. Su esposa Marta y su hijo Gustavo eran testigos de la escena, junto a otros colaboradores.

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A las 22.50, ya todo era desánimo en el Castelar, por una elección muy lejana a la prevista. A pesar de que encuestas serias, como las de Gallup, habían pronosticado un empate entre Bravo y el candidato aliancista Rodolfo Terragno en alrededor del 15 por ciento de los sufra-gios, los resultados finales dijeron otra cosa. En un ambiente de des-creimiento general, simbolizado por el «voto a Clemente» (la imagen del personaje del humorista Caloi figuró en muchos sobres que fueron impugnados), la lista encabezada por Terragno ganó el primer lugar y dos bancas (también ingresó Vilma Ibarra), y Bravo tuvo que pelear, voto por voto, con el Frente Nuevo País de Béliz por el segundo lugar, que significaba la tercera banca en juego.

Nadie podía festejar del todo: sólo dos diputados electos en Capital (La Porta, que iba tercero en la lista, quedó afuera), segundo puesto y senaduría obtenida por muy escaso margen, a sólo 3963 votos del tercer candidato, Gustavo Béliz.

Y como lo esperaba, además de vivir la incertidumbre del resultado final, Bravo debió soportar los pases de factura de su propio partido, furioso por los resultados obtenidos.

«Fue un desastre. Decían que íbamos a ganar, y salimos detrás de los votos a Clemente y Rodolfo Terragno», aseguraba Raúl Puy. «Lo que pasa es que, como siempre, el viejo hace lo que se da la gana, pero le salió mal», disparaba Finvarb, que señaló como un error haber ido en listas separadas con Dante Gullo. «Si nos hubieran consultado, le hubiéramos dado un lugar en la lista, pero todo se arregló entre poca gente, sin consultarnos», aseguraba el entonces diputado porteño.

Fiel a su estilo intempestivo, Bravo amenazó con renunciar.–No me siento cómodo, presento mi renuncia, ustedes sabrán

lo que tienen que hacer – dijo en una reunión del Comité Ejecutivo ampliado del PSD, el viernes 19 de octubre, y se fue sin saludar. Horas más tarde se tranquilizó: a pedido de algunos de sus compañeros de partido cambió de actitud y decidió continuar como secretario general. 

Cinco días después, sin invitar a ningún miembro del partido, Bravo fue al restaurant Quórum, frente al Congreso, a festejar con Gullo y Carrió la obtención de la banca que nunca asumiría. Allí pasó algo inédito: Carrió y Bravo (a medias) cantaron la marcha peronista.

–¿Y si cantamos la marcha? –propuso «Solita» Silveyra, antes de que Carrió, divertida con la ocurrencia de la actriz, le hiciera caso y comenzara a tararear con firmeza «los muchachos peronistas».

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A regañadientes, Bravo se limitaba a aplaudir, mientras sonreía, algo incómodo, y soportaba el mal trago abrazado al peronista Dalmau. «Se puso incómodo, por eso me llamó mientras los otros cantaban la marcha. Él no cantó», recuerda el peronista misionero en un bar cercano al Congreso, en enero de 2018.

Otra noche de noviembre, Bravo se encontró con sus ex compañe-ros del Normal de Avellaneda para festejar el fin de año. Al volver a su casa, estaba algo decepcionado.

–Y… te encontrás con la que tuviste un filito, tantos años después. Bueno, en realidad hay que mirarse al espejo –se autocriticaba.

A las pocas horas comenzó otra historia, que complicaría aún más el balance de la aventura electoral. Días después de anunciar que respe-taría «absolutamente la voluntad popular» y no haría reclamo alguno, Béliz cambió de idea, y fue a la Justicia para reclamar la banca. La razón era muy clara, y el resquicio lo había dejado la dirigencia de ARI. Bravo no había logrado vencer por sí solo a Béliz, sino que había recibido 54.127 votos de Nuevo Milenio. «No sacamos ni un diputado, pero si los votos nuestros se sumaban a los de la otra lista alcanzaban para ganar», sostuvo Dalmau.

«La Constitución dice que la banca le corresponde al partido que saque más votos, no al candidato», esgrimieron los técnicos belicistas, que pidieron sucesivos recuentos de votos que achicaron la diferencia final a 2000 sufragios. El 7 de noviembre, La Junta Nacional Electoral dio la razón a Bravo, apuntando que era legal sumar votos de las dos listas, pero Béliz apeló y el 10 de diciembre de 2001, fecha de asunción de los senadores electos, hubo una banca vacía, la del tercer senador por la Capital.

«Este mozo dice que está en contra de las listas sábana, pero desco-noce la voluntad de la gente», gruñó furioso Bravo a principios de aquel diciembre caliente, cuando intuía que la batalla sería larga y difícil de ganar. «No tengo nada contra Bravo, al contrario. Es él quien me discri-mina por mis convicciones religiosas», dijo Béliz, católico practicante, por esos días.

Mientras crecía la bronca dentro de su partido, sus amigos defen-dían la estrategia electoral. «La verdad es que el socialismo histórico no quería saber nada con Gullo, aunque la jueza (María) Servini de Cubría había autorizado que fuéramos en dos listas distintas antes de la elección», afirmó Juan Ramos Padilla, abogado de Bravo, meses después. «Es cierto que la alianza se hizo a las apuradas», recordó el

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combativo ex jefe de la JTP mientras comía una galletita en el local de la APDH, a fines de febrero de 2002. «Pero no fue un error, al contrario. Para mí fue un orgullo estar al lado de alguien como Alfredo que man-tuvo una línea de conducta intachable en todos estos años», dice Gullo, quien se acercó a la APDH en los comienzos de la gestión presidencial de Alfonsín, luego de estar preso desde el gobierno de Isabel Perón hasta los inicios de la democracia.

Mientras Bravo y Béliz se peleaban en los medios y en la Justicia por la banca de senador, el gobierno de Fernando de la Rúa vivía sus dramá-ticas horas finales. Aferrado la decisión de no devaluar la moneda, el presidente radical había apostado todas sus fichas a su ministro de Eco-nomía, Domingo Cavallo, quien poco pudo hacer para evitar la catás-trofe económica, que se manifestó en el «corralón» y semanas más tarde en el «corralito» que impidió a los ahorristas disponer de su dinero. Las protestas callejeras fueron in crescendo hasta llegar a la Plaza de Mayo, donde el 19 de diciembre se produjeron graves incidentes, con decenas de muertos, situación que se repitió en las grandes ciudades del país. De la Rúa decretó el Estado de Sitio, e intentó un tardío llamado al diálogo con mediación de la Iglesia, pero su suerte estaba escrita. Abandonado hasta por su propio partido, que le reclamó hasta los últi-mos días y sin éxito un viraje en su política económica, De la Rúa renun-ció el 20 a la Presidencia y partió en helicóptero de la Casa Rosada. La experiencia de la Alianza había fracasado de manera rotunda, y tanto al radicalismo como a sus socios les llevaría años recuperarse del golpe.

La Cámara Nacional Electoral, compuesta por Santiago Corcuera, Alberto Dalla Vía y Rodolfo Munné, otorgó la banca a Béliz a fines de ese mismo diciembre. Bravo contraatacó en enero de 2002 impugnando la decisión, y denunciando a los tres integrantes de la Cámara por pre-varicato, abuso de autoridad y engaño al electorado por haber «cam-biado el sentido del voto». Indignado, acusaba en forma directa y poco sutil a los camaristas. «En un sistema capitalista, las cosas se arreglan de una sola forma», protestaba. «Es un mal perdedor y peor mentiroso», contraatacó Béliz dos días después. 

La causa quedó en manos de la Corte Suprema de Justicia, que finalmente –a través de conjueces– le daría la razón a Béliz, quien de todos modos nunca asumiría esa banca. Pero para ese desenlace faltaba poco más de un año. 

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149UN MAESTRO SOCIALISTA

Capítulo 10

Motor de la unidad,candidato a Presidente

espués de diez días en los que la incertidumbre fue la única certeza, el peronista Eduardo Duhalde asumió la presidencia del país, electo por los diputados y senadores en Asamblea

Legislativa. Empezaba 2002, y habían pasado por la Casa Rosada, de manera efímera y después de la renuncia de De la Rúa, los también peronistas Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo Camaño. El caos institucional y político se había llevado puestos proyectos polí-ticos y personales, sin que se avizorara salida alguna en el horizonte.

El desconcierto era tal que no se sabía si Duhalde, el gobernador de la provincia de Buenos Aires durante ocho años y candidato derrotado en las elecciones de 1999 por el presidente renunciante, iba a poder enderezar un barco con severas grietas y con serios riesgos de hundirse. El «que se vayan todos, que no quede ni uno solo», se escuchaba por todos los rincones del país, casi tan fuerte como las cacerolas que recla-maban por los ahorros que se habían esfumado de los bancos. Con el aval de la Iglesia, el flamante Presidente llamó de inmediato a todas las fuerzas sociales, políticas y económicas a una concertación denominada Diálogo Argentino, que contaba con el apoyo y la organización del Plan de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Parecía poco para miti-gar el aluvión de desocupados y pobres que la crisis había generado, aunque de allí saldrían planes sociales efectivos como el plan Jefes y Jefas que daría subsidios a millones de familias devastadas.

En pocos días, y necesitado de golpes de timón, Duhalde hizo lo que De la Rúa se negó a hacer: abandonar la paridad del peso con el

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dólar, de la que los argentinos se habían enamorado. El ministro de Economía Jorge Remes Lenicov devaluaría de manera brutal el peso, mientras se multiplicaban las cuasi monedas y reaparecerían los clubes del trueque, un crudo símbolo de la crisis. Bravo y su esposa serían dos de los miles de damnificados por el corralito y la posterior devaluación: perdieron los pocos ahorros que tenían depositados en el banco.

–Ahora nunca voy a poder conocer Europa –se lamentaba Marta por esos días. El viaje que habían fantaseado con Alfredo para celebrar los 50 años de casados quedaba definitivamente cancelado.

En aquel contexto general de incertidumbre, el comedor del quinto piso del anexo de la Cámara de Diputados asistió al inicio de una recon-ciliación histórica. Ya no estaban grandes figuras y símbolos partida-rios de la división socialista como Américo Ghioldi o Alfredo Palacios. Tampoco Guillermo Estévez Boero, el fundador del Partido Socialista Popular, fallecido de un cáncer en febrero de 2000, quien con su prédica constante por la unidad de los socialistas colaboró con el sueño de la confluencia que se hizo realidad por aquellos días de principios de 2002.

A aquella mesa se sentaron, junto a Bravo, los socialistas democrá-ticos Jorge Rivas, Oscar González y Héctor Polino. Del otro lado de la mesa, los socialistas populares Rubén Giustiniani, Gustavo Galland y Eduardo García. Entre bocado y bocado, y también en un respiro entre chicana y chicana, Alfredo se levantó y mientras alzaba la copa dijo, muy serio.

–Bueno, hagamos un acto juntos el 1º de mayo, y convoquemos a un congreso de unidad.

La moción fue aceptada, y allí comenzó el proceso de unificación de las distintas corrientes del socialismo, después de 44 años de divisiones, incomprensión y diferencias políticas casi irreconciliables. Como cabe-zas de ambos partidos, Bravo y Giustiniani organizaron un modesto acto en el teatro porteño IFT, y otro multitudinario en el club Sportivo América de Rosario. Se eligió como fecha el 28 de junio, en la misma ciudad en la que, 44 años atrás, los seguidores de Ghioldi y Palacios se separaban y daban inicio a una prolongada serie de desencuentros.

Allí en Rosario, Bravo, Giustiniani y el intendente socialista Hermes Binner firmaron el acta de unificación de ambos partidos, y la crea-ción de una mesa única de conducción nacional. También aprobaron la Declaración de Rosario, que contenía el espíritu de unidad que sos-tenían los dirigentes de uno y otro partido. «Será un Partido Socialista

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151MOTOR DE LA UNIDAD, CANDIDATO A PRESIDENTE

único, fuerte, popular y democrático» decía la declaración. «Está en condiciones de convertirse en la avanzada de una gran coalición, para transformarse en una herramienta capaz de encarnar una alternativa de poder y llevar adelante el cambio que la sociedad argentina nos está demandando», rezaba en otro de sus párrafos.

«Desde su origen el socialismo tuvo una razón de ser: enfrentar las injusticias que producen sistemas políticos y económicos pensados para bien de unos pocos, y trabajar para construir modelos más justos, más humanos, solidarios. Esta es una razón de ser que es una cuestión de vocación y sensibilidad. Para eso tenemos en la honestidad nuestra herramienta más valiosa», dijo Bravo en aquel acto. En tanto, Giustiniani confió que la nueva fuerza pretendía ser «un canal de participación de los trabajadores, de los desocupados, de las asambleas y de tanta gente que mira la política con desconfianza ante la crisis de representatividad de la política tradicional. Nos unimos para aportar lo más importante que tenemos como historia, presente y futuro: honestidad y lucha por la igualdad».

El Congreso de la unidad se hizo, finalmente, el 14 de septiembre en el microestadio de River, donde Bravo jugaba obviamente de local. «Alfredo, lógicamente, había gestionado que nos cedieran el lugar para hacer el acto», se ríe Giustiniani al recordar aquel momento. Fiel a su estilo de hacerse esperar, Elisa Carrió llegó allí pasadas las seis de la tarde, y al enfrentar a los periodistas dijo una frase que parecía contra-dictoria, pero que evidenciaba sus intenciones futuras.

–La campaña está suspendida. Pero soy candidata a Presidente –dijo la diputada. En el contexto del «que se vayan todos», Carrió había aceptado suspender la campaña previa a las elecciones convocadas para mayo de 2003, y se había sumado a una movida para que cadu-caran todos los mandatos, junto al gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, el jefe de gobierno porteño Aníbal Ibarra y sobre todo junto al líder del Movimiento Al Socialismo (MAS), Luis Zamora, una con-fluencia que a Bravo le hacía mucho ruido.

Poco después, y ante la baja en su imagen pública, Carrió se des-pegaría del entonces diputado nacional trotskista, y buscaría proyectar una imagen más moderada ante el electorado, mientras confiaba que el PS unificado apoyaría su proyecto presidencial.

En aquel encuentro en River, al que asistieron unas 5000 militantes, quedaron aprobadas la Carta Orgánica, la Declaración de Principios de

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Rosario y el programa del nuevo partido. Bravo llegaba entonces a la presidencia del partido al que se había afiliado a los 18, y Giustiniani asumía como su secretario general. Todo fue fervor en el cierre, que se cerró con los dirigentes cantando las estrofas de la marcha «La Internacional».

–En este momento tan crítico del país, la unidad del socialismo significa que hay una esperanza. Pero la esperanza no está en un túnel como una lucecita perdida sino brillando como un sol. Un sol que piensa en la clase trabajadora y en establecer una sociedad mejor –dijo Bravo, emocionado. Giustiniani reclamó una «renovación total de los mandatos» en las elecciones. Rivas, entonces referente del socia-lismo bonaerense, fue más allá. «Queremos profundizar la vigencia de la democracia, no con el abstencionismo sino ganando la voluntad popular, que en democracia se expresa en los procesos electorales», afirmó. «Queremos un socialismo sea profundamente de izquierda con los poros abiertos para dejar entrar la demanda de los sectores más vulnerables y sumergidos de la sociedad», agregó el legislador.  Semanas después de aquel acto se sumaría a la unidad el por enton-ces modesto Partido Socialista Auténtico (PSA), cuya cabeza visible era Mario Mazzitelli, y en ese contexto de unidad el PS fue a negociar un entendimiento con Carrió.

Se terminó el amor

Pensando en el futuro de ARI, Bravo había advertido en Rosario que las relaciones con la temperamental diputada Carrió podían no ser tan armónicas.

–Somos como los novios que se dan el primer beso, ahora vamos a ver si la novia se muestra esquiva, y entonces tendremos que darnos otra estrategia –dijo, con lógica de galán romántico empedernido.

Lo cierto es que después de las elecciones de octubre de 2001, en las que los resultados que no fueron los esperados, la relación entre Carrió y los socialistas había comenzado a deteriorarse rápidamente. Leales a Bravo sugerían que la nueva composición de ARI, con el ingreso de diri-gentes como Eduardo Macaluse, Elsa Quiroz, Rafael Romá y Graciela Ocaña (todos de origen peronista) fueron dinamitando los puentes entre la diputada y el socialismo, aunque el vínculo personal entre Bravo y

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Carrió no se viera afectado. «Le decían todo el tiempo que los socialistas no le habíamos dado lugares en las listas, y eso fue creando tensión entre ambos», recuerda Javier García, vocero de prensa de Bravo desde 2001. 

En el Congreso del PSD de abril de 2002 habían quedado expuestas las disidencias internas, aunque Bravo (en conjunto con los también diputados González, Rivas y Polino) logró sostener entonces la alianza con Carrió. «Debemos continuar a la vanguardia de la coalición de cen-troizquierda que hoy se expresa en ARI, transformándola en una alter-nativa de poder», se entusiasmó entonces el veterano dirigente en su informe ante los delegados.

La estructura tradicional del partido, conducida por el ex conce-jal y funcionario porteño Norberto La Porta, y el legislador porteño Raúl Puy, cuestionaba entonces la «falta de participación partidaria» en la política de alianzas, acaparada por los cuatro diputados nacio-nales. Aseguraban que la prioridad debía ser fortalecer el socialismo mediante la conformación de un partido único que incluyera a los socialistas populares y al socialismo auténtico. «Esto es un Frepaso II, y va a terminar mal», pronosticaba Alejandro Rofman. «Es el Frepaso con polleras», graficaba Finvarb. «Lo que nos duele es enterarnos de alianzas por los diarios», decía Puy.

Poco después las críticas hacia Carrió se extenderían por muchas razones, entre ellas una muy concreta: la líder de ARI había decidido que sólo con sus socios socialistas «no alcanzaba» para tener chances de ganar, y pensaba ubicar como compañero de fórmula a un dirigente de centroderecha para captar más votos. Lo «masticó» durante todo ese 2002 y lo anunciaría en febrero de 2003: se trataba de Gustavo Gutié-rrez, el demócrata mendocino que la había acompañado en la comisión antilavado de la Cámara de Diputados. Ya en aquel momento el divorcio estaba planteado, pero llevó meses de tironeos la llegada a esa instancia.

«Teníamos mucha afinidad con Alfredo, pero Lilita decía que había todo un conjunto de votantes a los que no llegábamos. Y Gutiérrez había tenido posiciones dignas en las investigaciones por lavado, y con-tra la corrupción menemista», recuerda Eduardo Macaluse, que llegaría a ganarse la confianza de su jefa política por aquellos años. Macaluse, hoy retirado de la política y dedicado a la enseñanza, niega que su sec-tor, proveniente del gremialismo docente, influyera para que Carrió y Bravo comenzaran a recelarse. «Alfredo era muy cariñoso con nosotros, y no todos éramos peronistas», aclara.

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Una madrugada de ese largo 2002, Bravo y Macaluse salían del departamento de Carrió, en Santa Fe y Paraná. Eran como las tres de la mañana y él disparaba insultos al aire hacia la diputada, que ya daba muestras de su búsqueda por subir el «techo» electoral de su propuesta y de ese modo liberarse del corset progresista. De repente, un taxista clavó los frenos en la puerta y se ofreció a llevarlo.

–Eh, Alfredo, vení que para vos es gratis –le dijo el chofer, con intenciones de llevarlo a su casa en Saavedra.

«Me miró como diciendo… ¿y ahora qué me decís? Y le tenía que contestar», recordaba Macaluse.

–Eso, hace 30 años, te lo decían las putas –le dijo Macaluse. Bravo no se tragó la ofensa, y al otro día, en la comisión de Educación

llegó con la reunión empezada, interrumpió a quien estaba hablando en aquel momento y le siguió la discusión a su antiguo compañero en el gremialismo docente.

–¿Ayer me dijiste que soy un viejo choto? –le gritaba Bravo al peli-largo diputado sin reparar en cuidar su vocabulario y ante la mirada atónita de diputados y asesores.

Haber llegado a la presidencia del PS a los 77 y estar todavía peleándola era motivo de alegría para sus amigos. «No es el más bri-llante, pero las pelea todas», decía Ramos Padilla, orgulloso y algo sorprendido por la vigencia de su amigo. «Es un hombre de lucha, de discusión, aunque mi opinión está teñida por una profunda amistad, a través de pesares, pocas alegrías, pérdidas», le dedicó Alfonsín en aquellos meses. «A él lo aburren las peleas partidarias. Va a la APDH y es jefe, en el ARI Lilita le da un lugar. Pero si fuera solo en cualquier elección porteña, por fuera del partido, sacaría una carrada de votos», graficaba Rofman.

Bravo, mientras tanto, continuaba con su rutina. Se levantaba a las seis, y sus días solían terminar de madrugada, en la parrillita de Via-monte y Rodríguez Peña, a la que arrastraba a sus colaboradores. Los fines de semana, se la pasaba en River, o llevaba a sus nietos Leandro y Paula (hijos de Daniel) a las piletas del Parque Sarmiento. Pasaba horas en el altillo, regando sus azaleas, caléndulas y pensamientos, o fumando sus pipas curadas con whisky.

«Quedan pocos como él, eso hay que decirlo. Le interesa más escuchar un tango, o que River salga campeón, que acumular dinero», afirmaba su amigo Rofman por ese entonces.

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Sus enemigos eran, por cierto, los mismos de siempre. «No han hecho autocrítica, y les siguen enseñando que ganaron la Guerra Sucia y perdieron la guerra psicológica», decía Bravo sobre el Ejército. «Ha sido la Iglesia del silencio, y muchos de sus representantes estuvieron en ese proceso», aseguraba con lógica setentista sobre el rol de los obispos en tiempos del gobierno militar. La crisis que sacudía a la política durante la presidencia de Duhalde, y sobre todo el descreimiento que reflejaban las encuestas lo hacían enervar. «No se olvide que los cacerolazos voltearon a Allende en Chile», decía casi indignado al autor de este libro. «Si en el país hubiera un criterio más justo, haríamos una verdadera distinción. Los corruptos tienen nombre y apellido», disparaba. Y aún pensaba en pelear su senaduría hasta el final. «No es por el cargo, es para saber si los partidos se ganan en la cancha, como debe ser, o en el vestuario», definía.

–Si hay un cambio en la vida política, como lo piden las cacerolas no tendría problemas en renunciar, e irme a mi casa. Estoy en paz con mi conciencia, y feliz con todo lo que he hecho –decía en su altillo en aquel 2002. En la calle lo trataban mucho mejor que a muchos de sus colegas diputados, que debían esconderse o camuflar las chapas de sus autos por miedo a los escraches violentos.

El 9 de noviembre, Carrió presentó su programa de gobierno en el teatro Coliseo. Proponía, al igual que el socialismo, revisar la deuda externa, controlar las privatizaciones, dar un seguro de desempleo. La acompañaron, en primera fila, José «Pepe» Nun, Marcela Rodríguez, el economista Rubén Lo Vuolo, y su amiga radical Elisa Carca. Faltaron los socialistas, enojados por la falta de participación en las decisiones de la fuerza que habían fundado juntos.

Una vez más, Bravo masticó bronca. Aún no sabía que el destino le tenía preparado un último desafío: ser candidato a Presidente por el partido al que se abrazó cuando aún era un adolescente.

El sábado 11 de enero de 2003, militantes socialistas de todo el país llegaron hasta la sede de la Asociación Cultural Armenia, en el barrio de Palermo, para participar del cónclave que decidiría la fórmula para competir en las presidenciales previstas para el 27 de abril. Fue la primera reunión realizada en conjunto por socialistas democráticos y populares luego de la unidad alcanzada el año anterior.

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A poco de comenzados los discursos, que fueron muchos y varia-dos, quedaron claras dos posturas. La primera, encabezada por el enton-ces intendente de Rosario Hermes Binner y el PSP en su conjunto, pro-ponía la fórmula presidencial Bravo-Giustiniani, siguiendo los deseos del intendente rosarino, quien prefería concentrar todas sus fuerzas para disputarle meses después la gobernación al peronismo en Santa Fe, algo que no lograría en aquel 2003, pero sí en 2007. La segunda postura, que paradójicamente alentaban sectores tradicionalmente cercanos a Bravo, como los diputados nacionales del PSD Oscar González, Jorge Rivas, Héctor Polino y Ariel Basteiro, jugaba sus fichas a una fórmula Binner-Bravo.

El propio Binner abrió el juego. Alabó a Bravo («muchos partidos quisieran un candidato como él», dijo) y criticó duramente a Carrió.

–No nos molestan ni la cruz ni la Virgen Desatanudos, sino que no nos consulten –dijo Binner con tono monocorde.

Luego de sus palabras se desató la tormenta. «Tenemos que armar una fórmula competitiva, no testimonial», dijo un partidario que desa-fiaba a Binner a «animarse» a competir. Otro congresal, menos diplo-mático, dijo que Bravo, que pisaba los 78 años, estaba «desgastado» para pelear la presidencia.

Del otro lado, se insistió en la necesidad de «ser orgánicos» y respe-tar las decisiones de la mesa directiva. «Preservemos al intendente, que es nuestro mejor capital», insistieron muy cerca del rosarino.

Al caer la tarde llegó la votación. La mayoría de los 600 congresales que colmaron el salón levantó la mano por la fórmula Bravo-Giusti-niani, y tan sólo medio centenar marcó la división con su apoyo a la segunda opción.

Al rato llegaron los aplausos, los papelitos rojos y el estribillo repe-tido: «Está creciendo el socialismo en el país», cantaban los jóvenes del partido. Bravo y Binner se daban un abrazo, mientras el intendente rosarino parecía aliviado. «Vamos a crecer en poco tiempo por la crisis de legitimidad de los grandes partidos», se entusiasmó Giustiniani. «El socialismo aprendió la lección: no nos van a dividir», gritó un emo-cionado Bravo, ya candidato a presidente por el socialismo unificado.

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Un quijote en campaña

La campaña fue, como se esperaba, extremadamente compli-cada. Junto a Giustiniani, un Bravo con dolores en las piernas casi permanentes y mareos ocasionales recorría pueblos ignotos y ciuda-des, se encontraba con dirigentes, intentaba remar en un mar polí-tico embravecido con pocos recursos políticos y económicos. Para colmo, sentía día a día que sus aliados de los últimos años (sobre todo González y Rivas, que poco más tarde serían funcionarios de Néstor Kirchner) lo habían dejado casi solo. De ese enojo acumu-lado saldría, luego de la elección, la carta pública que les enviaría «a los compañeros del partido», en la que los criticaría duramente (no sólo a ellos, por cierto) y donde establecía una oscura mancha en los largos años de amistad y afecto que había sostenido con varios de ellos con el correr de los años.

Para colmo, las presiones para que retirara su candidatura para no estropear el proyecto presidencial de Elisa Carrió, que ansiaba llegar al ballotage previsto para el 18 de mayo, fueron muchas e insistentes, desde dentro y fuera del socialismo.

–Tenemos todo acordado con Carrió. Tenés que bajarte –le pedían Carrió, González, Basteiro y otros dirigentes, incluso miembros de su familia. Los diarios de aquellos días detallaban incluso los términos del pacto: ARI aceptaba retirar a sus candidatos propios y apoyar tanto a Binner en la candidatura a gobernador de Santa Fe como a la fór-mula Rivas-Basteiro en Buenos Aires, a cambio de que Bravo desistiera de presentarse. A ello se sumaba el respaldo conjunto a la reelección de Aníbal Ibarra en la ciudad de Buenos Aires, a pesar de que la con-ducción del socialismo porteño –que se resistía a la confluencia con Carrió– tenía a La Porta como postulante en la ciudad.

González, responsable político de la campaña de Bravo, agregaba una advertencia a Giustiniani y a la diputada Silvia Ausburger, y augu-raba que la aventura no terminaría bien.

–Si ustedes quieren a Alfredo de candidato a Presidente, perfecto. Pero háganse cargo, porque él no está bien –les dijo González, que había tenido que acompañar a Bravo en varias ocasiones a la clínica Bazterrica, luego de sucesivos desvanecimientos. 

Dolido por los pedidos, Bravo siguió adelante con una campaña que se le presentaba adversa.

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–No me bajo. No voy a tirar 50 años de lucha y militancia a la basura –era la respuesta calcada que recibía cada uno de quienes intentaban convencerlo.

Giustiniani recuerda con una sonrisa aquellos días de campaña casi quijotesca. «Alfredo le tenía miedo a los aviones, los evitaba todo lo que podía. Lo convencí para ir a Córdoba a una reunión con las autoridades de una universidad, y aceptó volar, pero la pasó mal», rememora.

–La verdad es que estoy contento de estar acá con ustedes. Lo único que lamento es que me haya acompañado el mayor –dijo Bravo al encontrarse con el auditorio.

–¿Qué mayor? Preguntaron desde la audiencia, compuesta por catedráticos, dirigentes y estudiantes.

–El mayor de los cagazos –contestó.«Era un ambiente académico y él salía con esa humorada, todos

se rieron con ganas», asegura el hoy diputado provincial, quince años después y sin poder creer del todo el episodio. 

En las recorridas, muchas veces sólo los acompañaba Fernando Suárez como chofer de un Peugeot 504 modelo 1995, sin aire acondi-cionado. Bravo «mataba» a sus acompañantes sacando casetes de tango de una caja, y les hacía escuchar una y otra vez las grabaciones de Roberto Goyeneche en su juventud. Iba adelante con Suárez, mientras Giustiniani aprovechaba para descansar en el asiento de atrás. «Hici-mos 50.000 kilómetros, por La Pampa, Córdoba, Entre Ríos. Después, cuando terminó todo, me dejó la caja con casetes», recuerda Fernando con una sonrisa.

Otro día llegaron a un acto en Jardín América, en la siempre calu-rosa provincia de Misiones y un grupo de gente grande lo reconoció de inmediato.

–Maestro, maestro, como lo admiro –le dijo uno de sus anfitriones–Todo muy lindo, le agradezco. ¿Pero usted, me va a votar? le retrucó

el candidato.En otro viaje, camino a la Costa Atlántica, pidió parar en Chasco-

mús. «Le decíamos que se cuidara con las comidas, pero no hubo caso», recuerda su entonces candidato a vice. El menú elegido era explosivo: milanesa, papas fritas con huevo frito, y vino, infaltable en la mesa del candidato.

Una semana antes de los comicios, Bravo apostó sus últimas fichas y dio varias entrevistas a medios gráficos. A la periodista de La Nación

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Susana Reinoso, por ejemplo, le dijo que no se consideraba aludido por el «que se vayan todos» y que «como la gente, estoy enojado». Contó una historia que también le trajo problemas familiares: dijo que había enamorado a una mujer leyéndole un poema en el colectivo 39, hacía 53 años, y que después esa mujer fue su esposa.

–No fue así como nos conocimos –le recriminó Marta cuando leyó el artículo.

–Vos sabés como son los periodistas –dijo Alfredo en un intento por diluir el asunto.

Tanto esfuerzo y tanto trajín no tuvieron su correlato en la cose-cha de votos. El resultado era esperado y sería lógico, pero no por eso fue menos doloroso. En su primera y última incursión como candidato a Presidente, la fórmula compartida con Giustiniani obtuvo apenas 217.387 votos, un magro 1,12 por ciento y el octavo puesto, superado por tres fórmulas peronistas (la del gobernador santacruceño Néstor Kirchner y el ex presidente Carlos Menem, que ganaron el derecho a disputar el ballotage, y la del puntano Adolfo Rodríguez Saá), tres radi-cales (Ricardo Lopez Murphy, Carrió y Leopoldo Moreau) y hasta la de la izquierda dura, que con la fórmula Patricia Walsh-Marcelo Parrilli los superó en cantidad de votos. El socialismo volvía, por obra y gra-cia de una campaña desarticulada y polémicas decisiones políticas, a su mínima expresión electoral nacional luego de una década de creci-miento sostenido.

La campaña, claro está, había dejado hondas huellas en la ya pre-caria salud de Bravo. Y también en su espíritu, siempre indomable y desafiante. 

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Capítulo 11

Piso 13, oficina 1337

a puerta de su despacho se abría, intempestiva, y la diputada Cristina Fernández de Kirchner se sobresaltaba una vez más.–Buen día, ¿cómo amaneció la diputada más soberbia de la

Cámara? –decía con tono socarrón Alfredo Bravo antes de cerrar la puerta sin dar tiempo a la respuesta de la entonces legisladora santa-cruceña, que se quedaba con las ganas de devolver gentilezas.

Bravo respetaba y apreciaba a Cristina, la «rebelde» del bloque jus-ticialista en el período final de Carlos Menem en la Casa Rosada. La confianza que se tenían, aún sin estar de acuerdo en muchos temas, le daba libertad al diputado socialista para cargar a la esposa del gober-nador de Santa Cruz Néstor Kirchner por su tono y sus modos, además de algunas costumbres particulares que le parecían ridículas. El tiempo de las disidencias políticas llegaría después.

–¿Qué me va a decir? Estoy más allá del bien y del mal –se justifi-caba Alfredo luego de la travesura.

No sólo le abría la puerta para gritarle barbaridades, sin ver si estaba ocupada o en una reunión importante. También se le ocurrió, con la complicidad de uno de sus colaboradores, Esteban Tzicas, jugar a las escondidas con el felpudo marrón que Cristina había colocado en la puerta de su oficina, toda una rareza en aquella composición de la Cámara baja de fines de los años noventa.

–Vení, fíjate que no venga nadie –le decía Bravo a Tzicas antes de correr el felpudo hacia la puerta del despacho de la diputada peronista Norma Godoy, en diagonal al de Cristina. Al otro día, le pidió a Hugo,

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el hijo de Dominga, que lo hiciera por él. Después volvía a golpearle la puerta.

–Mire, diputada, otra vez alguien le cambió de lugar el felpudo –decía Bravo con cara de póker.

–Ay, qué barbaridad –contestaba Cristina siguiéndole el juego.

Después de tres o cuatro días, quien años después sería presidenta durante dos mandatos se cansó: cuando Bravo fue a correr el felpudo, se encontró con una novedad: estaba pegado al piso y no podía moverlo. La broma terminó allí, o no: entusiasmada ella también con el detalle, Godoy también colocó un llamativo felpudo en la puerta de su oficina.

Un despacho muy particular Apenas asumió como diputado, en diciembre de 1991, Bravo aban-

donó unas modestas oficinas que alquilaba en el centro y se mudó al Congreso. Se llevó a trabajar con él a viejos conocidos como Jorge Tula, el intelectual que formaba parte del Club de Cultura Socialista junto a Beatriz Sarlo, José Aricó y Juan Carlos Portantiero; al periodista Oscar González, a quien había conocido en el Confederación Socialista y que había regresado de su exilio en México; a Horacio Redondo, un «cere-bro» de origen trotskista; a Osvaldo Mario Gazzola, compañero de la APDH que se encargaba de la prensa; Rosa Pantaleón, su secretaria de la APDH a quien llamaba «la Rusa», y la joven Alicia Sanguinetti, hija de la fotógrafa Annemarie Heinrich, rivalizaban entre ellas para ver quien estaba más cerca de su jefe en la confección de la agenda de reuniones y compromisos. 

También se incorporaron entonces el joven Tzicas, abogado y militante socialista que lo ayudaba con los temas legales y jurídicos además de la redacción de los proyectos; el también joven socialista Sergio García, una especie de todoterreno que le simplificaba la vida con trámites del trabajo pero también favores personales y hasta la redacción de su libro sobre su primo «Delfy». Con el tiempo se suma-rían Rubén Gerli, uno de sus asesores más cercanos desde 1997, y Jorge Ríos, con quien había compartido meses de encierro y priva-ciones en la unidad 9 de La Plata, por donde también había pasado Tula. En los últimos dos años se incorporó al grupo Javier García,

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vocero de prensa y ex colaborador de su archirrival interno, Norberto La Porta.

En el bar del anexo de la Cámara baja, quince años después, Sergio García recuerda bien aquel despacho. Las infaltables fotos de Palacios, Juan B. Justo y Alicia Moreau de Justo y el escudo socialista compartían espacio en las paredes con el Guernica, de Pablo Picasso, fotos de algún equipo de River Plate campeón o algún poema de Almafuerte. Con el tiempo aparecieron algunas variaciones: una foto de Germán Abdala, fallecido en 2000, lo acompañó un par de años, al igual que una frase del artista Alberto Bruzzone, «la liberación se basa en la educación» y el Quijote de madera que le regalara, con dedicatoria incluida, Roberto Felicetti, uno de los miembros del MTP que protagonizaron el cruento copamiento del regimiento de La Tablada, en el verano de 1989. Tenía pocas sillas, una computadora y un solo teléfono.

Bravo estaba tan cómodo en aquel estrecho despacho de dos plan-tas que muchas veces, sobre todo en el verano y cuando no había muje-res cerca, Alfredo se sacaba los pantalones y quedaba trabajando en calzoncillos. A menudo esa comodidad que le aliviaba el dolor crónico en las piernas le traía problemas, como cuando Claudia Bordignón, la entonces joven vocera de prensa del diputado Rubén Giustiniani, tocaba la puerta para traerle algún proyecto para firmar.

–¡Avísenme que viene la nena, pelotudos! –gritaba con su voz ronca mientras corría a vestirse. Sus asesores apenas podían reprimir las carcajadas y Bordignon esperaba, haciéndose la distraída, que el dipu-tado esté en condiciones de recibirla.

La rutina comenzaba, para él, muy temprano. Cerca de las 6.30 ya estaba levantado, y a eso de las diez llegaba al despacho. Se enojaba mucho si alguien llegaba tarde, y sus días terminaban a medianoche en algún bar o cantina de su elección. «No teníamos opción. Sólo nos quedaba seguirlo», cuenta, todavía resignado, Oscar González.

«Cuando almorzábamos en el restaurant del quinto piso del Con-greso siempre éramos cinco o seis en la mesa, e invariablemente pagaba él. No le gustaba estar solo, vos veías a otros diputados comiendo soli-tos, era muy distinto al resto», recuerda Ríos.

Amante del buen comer –y beber–, Alfredo tenía sus reductos pre-feridos más allá del Congreso. En Villa Urquiza, su lugar era la cantina de Bruno, donde pedía siempre revuelto gramajo, uno de sus platos preferidos. Los dueños de la cantina, ubicada en la esquina de Bucarelli

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y Rivera, aún recuerdan las noches en las que Bravo y sus amigos se quedaban contando anécdotas y repasando alguna novedad política o electoral. Si a Bruno solía llegar con Elisa Carrió, con su abogado Juan Ramos Padilla solían pasar horas en la parrillita «Peña» de Viamonte y Rodríguez Peña, a ocho cuadras del Congreso. Fue tantas veces allí que sus dueños habían diseñado el «postre Bravo» en honor a las interminables tertulias que protagonizaba el diputado con sus amigos y colaboradores. Bravo también disfrutaba la pizza de parado en El Tropezón, en Colegiales, o las noches de tango en la Esquina de Homero Manzi, en Boedo. Los jueves a mediodía se juntaba con sus amigos tangueros en Combate de los Pozos e Hipólito Yrigoyen, frente al Congreso. El grupo se autodenominaba «aves de un mismo plumaje».

–Pibe, vamos a lo del japonés a tomar champagne –le decía con voz ronca a alguno de sus colaboradores mientras lo invitaba a un tugurio semi-clandestino en Luis Sáenz Peña y Cochabamba. Sea cual fuere el sitio elegido, Bravo hacía un culto de la amistad y el diálogo sin apuros, aunque al día siguiente tuviera un compromiso ineludible o una sesión que se preveía extensa. Los mozos, en su mayoría, se convertían en compinches, y lo ayudaban a transgredir aún hasta la veda alcohólica de los días de elecciones.

–Marchen cuatro pepsis –decía el mozo de la parrillita de Viamonte cuando llegaba Bravo, en general con Tula, Sergio García y algún otro invitado. Le traía las botellas de esa bebida gaseosa, pero rellenas con vino.

No todo era jolgorio, por cierto. Desde aquel despacho del piso trece de la Cámara de Diputados se organizaba la vida pública de Alfredo, que tenía múltiples facetas. La parlamentaria era, por cierto, sólo una de ellas, aunque muchas jornadas importantes de su carrera transcurrieron en los pasillos y el recinto de la Cámara de Diputados.

Durante el menemismo, Bravo esperaba con ansias la llegada de los ministros, que iban al Congreso a dar sus informes de gestión, y aprovechaba para castigarlos por sus decisiones y estrategias. Cuestio-narlos era, para él, una cuestión de principios, aunque para eso violara las reglas de la Cámara baja, interrumpiera al orador o se quejara por ser censurado cuando no le permitían expresarse.

En diciembre de 1993, el debate de la reforma constitucional pro-pugnada por Menem para conseguir su reelección coincidía, por esos

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días, con la intervención federal a Santiago del Estero luego de graves incidentes que incluyeron incendios en edificios públicos.

«Mientras los habitantes de Santiago del Estero hacían un lla-mado de atención a quienes gobiernan el país con un plan de rigu-roso y cruel ajuste; mientras los gendarmes eran enviados a preservar la paz en provincias que padecen situaciones de extrema pobreza, yo sentía la imperiosa necesidad de citar esos versos que tienen un significado. Hay algo en esta actitud que se asemeja a la de ese señor ricachón al que su mayordomo le dice, según Serrat: Disculpe el señor si lo interrumpo pero en el recibidor hay un par de pobres que preguntan insistentemente por usted. No piden limosnas ni venden alfombras de lana, tampoco elefantes de ébano. Son pobres que no tienen nada de nada. No entendí muy bien si nada que vender o nada que perder. Pero por lo que parece, tiene usted alguna cosa que les pertenece», para-fraseó Bravo citando al cantautor español Joan Manuel Serrat, a quien conoció en una de sus visitas al país.

En noviembre de 1994, el ministro de Obras y Servicios Públicos Roberto Dromi defendió en Diputados su política de achicamiento del Estado, que incluía las privatizaciones de servicios públicos. Luego de defender la importancia de la «administración presupuestaria», Dromi atacó sin piedad a los socialistas Bravo y Polino que lo habían criticado.

–El socialismo no pudo plasmar sus ideas en políticas prácticas, por lo que no se transformó en un partido popular como ocurrió en España o en Brasil.

–¡No le voy a permitir, señor ministro! ¡No fue un partido de poder pero sí popular! –lo interrumpió Bravo. Al rato, Dromi le pidió discul-pas y dijo que se refería estrictamente a la relación del socialismo con el poder.

Al año siguiente, el Ministro de Trabajo Armando Caro Figueroa expuso ante los diputados sus planes para mejorar el empleo, en momen-tos en los que la desocupación tocaba picos históricos.

–No tendremos un estado de bienestar mínimamente dotado si no somos capaces de derrotar el trabajo clandestino en la Argentina, qué hoy llega al 40 por ciento –dijo el ministro.

–¡El Estado paga en negro, señor ministro! –se exaltó el socialista. –Los señores diputados ya tendrán oportunidad de expresar

sus preguntas y observaciones –terció el titular de la Cámara baja, el

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peronista Miguel Angel Pierri, como modo de dilatar la respuesta del ministro, que nunca llegó.

El Mingo, en la mira

Si Dromi y Caro Figueroa le caían mal, Domingo «Mingo» Cavallo era el centro de su furia apenas contenida. En marzo de 1995 el minis-tro de Economía dio uno de sus informes de gestión, y Bravo lo estaba esperando.

–El señor ministro ha reiterado más de una vez –no solamente hoy sino también en la interpelación a la que fue sometido en el mes de noviembre del año pasado– que hay provincias que son inviables y que existe el problema previsional. Entonces pareciera ser que la solu-ción es borrar esas provincias del mapa de la República Argentina y matar a los jubilados, porque son los causantes de estas cosas. O sea que encontramos la culpa en los otros y nunca miramos hacia adentro ni hacemos una autocrítica y decimos qué es lo que nos sucede a los argentinos-monologó. 

–Aquí se ha hablado del pago del servicio de la deuda externa, pero nunca se nos ha dicho a los argentinos cuál es el verdadero monto de la deuda externa. No sabemos cómo se generó esa deuda ni de qué manera. Pero sabemos que su mayor dimensión se produjo en el gobierno de la dictadura militar, en el cual el señor ministro también fue funcionario, y que en el año 1982 él estatizó la deuda privada –dijo Bravo. Cavallo le dedicaba, cada tanto, una fría mirada desde sus ojos azules, pero en ningún momento de aquella sesión le contestó de manera directa. En 2001, cuando reapareció en el Con-greso como ministro de Economía de De la Rúa, Cavallo se llevó otro «elogio» de Bravo.

–Usted es el antipueblo, ya lo sabemos –le dijo entonces Bravo, que incluso llegó a dedicarle un texto irónico que nunca se publicó, en el que lo denominaba «El Ilusionista».

Sus amores y sus odios, tanto durante el menemismo como en los años que le siguieron, quedaban a la vista con sólo escucharlo en las sesiones. A fines de 1999, la Iglesia organizaba los festejos locales del Jubileo convocado por el Papa Juan Pablo II, y desde la Cámara de Dipu-tados se discutía la creación de una comisión bicameral para organizar

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y apoyar la serie de eventos a realizarse. Bravo sacó entonces a relucir su espíritu agnóstico cuando pidió la palabra.

–No desconozco ni las razones que impulsaron este Jubileo ni el derecho que tienen los católicos de manifestarse como lo crean conve-niente dentro de su fe y su religión. Como todos quienes integramos este cuerpo, tengo fe y religión. Nuestra fe está puesta en el hombre, y nuestra religión en su bienestar y en la justicia social que debe imperar en el país –se despachó.

Con el correr de los años, sus pares del Congreso lo erigieron como una especie de «encargado» de los homenajes póstumos a figuras públi-cas, a las que el viejo socialista se encargaba de despedir. El, obviamente, seleccionaba a quien y de qué modo haría esos tributos. Eran, en todos los casos, dirigentes a quienes admiraba y con quienes había tenido una relación estrecha.

Uno de los más sentidos fue su homenaje a Germán Abdala, sindi-calista y diputado del grupo de los 8, en junio de 2000.

–Fue un hombre que integró cuanta acción solidaria humanitaria y progresista podía realizarse en la República Argentina. Quiero decirles que lo admiré y que también compartí con él muchas acciones gremia-les cuando era secretario general de la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina. Aprendí de él algo recién señalado por el señor diputado (Jorge) Giles en el sentido de que parece que hay palabras oxidadas. Abdala era el sentido de la coherencia y la dignidad, de cómo se debe luchar para transformar esta sociedad y hacerla más justa y equitativa. Agradezco a Germán Abdala las lec-ciones que nos ha dejado en el tiempo y también a su compañera, con quien hemos compartido la creación de la CTERA, ya que muchas de las discusiones que hemos mantenido han ido abriendo caminos de entendimiento, reflexión y acercamiento.

Unos meses antes le había tocado despedir a su compañero de fórmula presidencial, Guillermo Estévez Boero, el fundador del Par-tido Socialista Popular y principal puntal en el renacimiento del socia-lismo luego de años de ostracismo. Bravo, que había rivalizado con él durante décadas, se sumó a la lista de oradores y lo elogió en el recinto de manera repetida, mientras rescataba lo que más le interesaba de las personas: su faceta humana, más que los cargos o las distinciones que hubiera podido cosechar.

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–Resulta muy difícil hablar de Guillermo Estévez Boero en su rea-lización como político, en su lucha por el socialismo, en todas las accio-nes que ha desarrollado durante toda su vida, porque muy bien lo han reseñado sus entrañables compañeros Giustiniani y Galland, como así todos aquellos que han militado junto a él.

Debemos rescatar otra faceta de Guillermo, que es la humana, aquella que a veces se pierde en la maraña de los elogios, de las citas cro-nológicas de los hechos sobresalientes. No nos olvidemos de que detrás de todo eso había un ser humano. Quiero rescatar a ese ser humano que militó y que entendió la política a pesar de que no le resultó fácil pues tuvo tropiezos, como todos los tuvimos. Recuerdo aquellas largas conversaciones sobre cuál era el camino y cómo debíamos hacer para acercarnos cada día más al pueblo y decirle nuestras inquietudes, de qué manera estábamos representándolo y de qué modo se podía proyectar institucionalmente. Guillermo Estévez Boero fue un hombre cabal. Sin duda fue una bella persona que dejó de lado todos los oropeles y las fastuosidades que rodean la vida política para seguir trabajando desde el llano, con el pueblo y para el pueblo. Este es el aspecto que quiero rescatar de su persona, su diálogo franco, su amistad permanente, la forma en que encaraba sus problemas y la manera en que vivía. Su vida fue austera, y la dedicó también a su gran compañera: Inés, quien lo estimuló y acompañó. Todos sabemos lo que significa una gran mujer al lado de un gran hombre. También debo rescatar en este momento –cosa que no hice cuando despedí su cuerpo– la figura de sus hijos Enrique y Eduardo. Si bien ellos también sintieron la pérdida de su padre, recibieron ese legado que tienen que levantar por Guillermo –sostuvo antes de recibir los aplausos de los diputados.

En julio de 2001, Bravo se encargó de despedir a Jorge Taiana (padre), dirigente peronista, médico personal de Perón y ministro de Educación en los días de la creación de la CTERA.

–Para el movimiento docente fue el gran referente en el marco de la demorada unidad que estábamos buscando. Los docentes que en ese momento participábamos en el congreso constitutivo de la Confedera-ción de Trabajadores de la Educación de la República Argentina obtu-vimos del doctor Taiana el permiso de reunimos en una de las escuelas públicas del Estado. Además de ser un hombre político era dueño de un cultura fina y un modo que valoramos –lo recordó Bravo.

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Galán eterno

Las despedidas, además de ser un honor, significaban para él todo un peso adicional, sobre todo porque denotaban su edad. Mitad en broma, mitad en serio, se resistía al paso del tiempo y pretendía seguir siempre «en carrera». 

Agradezco a los señores diputados esta designación, pero aclaro que, si bien ocupo esta presidencia por ser el legislador de mayor edad, considero que aquí hay diputados mayores que quien les habla –se defendió entre risas en diciembre de 2000, cuando lo eligieron para presidir las sesiones de la Cámara baja. Un ratito antes, cuando había bajado desde su banca para sentarse en el estrado, sus pares lo habían aplaudido con ganas.

Su vocación de «eterno galán» le mereció las bromas de algunos de sus colegas, tan «viejos zorros» como él. Durante una sesión de 2000, Bravo llegaba a sentarse en su banca cuando vio una cajita con pastillas de color azul en su pupitre, a la vista de todos.

–¿Qué es esto, sabés? –le preguntó al diputado que se sentaba a su lado.

–Me parece que es para que se te pare el pito –le contestó Saúl Ubaldini, el histórico gremialista de la CGT, que fue diputado entre 1997 y 2005.

–Este fue el hijo de puta de Oraldo –se enojó Bravo, y salió en búsqueda de Oraldo Britos, el veterano dirigente justicialista con quien solían bromear casi sin descanso.

Las bromas alrededor del sexo eran sus preferidas, aunque el audi-torio no fuera el adecuado.

–Es la única persona que conozco que hace un chiste fuera de lugar y queda bien –se sorprendía su colaborador Tula.

Una tarde fue a dar una conferencia a la organización judía Tzavta junto al legislador porteño Fernando Finvarb.

–A este le dicen carabina recortada –bromeó Bravo en referencia a la identidad judía de su acompañante.

En las charlas, solía contar un chiste que tenía puntos en común con su pasado docente, aunque le agregaba una «cuota sexual» que hacía reír al auditorio.

–Una maestra entre a clase y le pide a los alumnos que escriban una composición que contenga religión, realeza, sexo y misterio. Jaimito

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termina el texto y lo lee: Por Dios, dijo la princesa, estoy embarazada y no sé de quién –remataba sin reírse.

Bravo tenía una relación padre-hijo con varios de sus colaborado-res. A Gerli, por ejemplo, lo retaba y le decía que «parecía peronista» porque llegaba tarde o porque se arremangaba la camisa. Luego de la tremenda crisis del 2001, el presidente de la Cámara baja Eduardo Camaño decidió dar de baja cientos de contratos temporarios, entre ellos los de Gerli y Tzicas.

–Escuchame, Eduardo, estos dos pelotudos vienen todos los días a trabajar, no los podés dejar afuera –le espetó Bravo al peronista quil-meño cuando se cruzaron en el comedor del quinto piso del edificio anexo. Camaño escuchó el pedido con atención y le hizo caso: ambos continuaron trabajando en el despacho del socialista.

Con González, a diferencia de otros colaboradores a quienes lo ligaba en primer lugar el afecto, Bravo intentaba trabajar de manera sistemática. «Yo le daba indicaciones, le rompía las guindas con que se parase así o asá, que no dijera tal o cual cosa. Después usaba lo que yo le traía pero le jodía porque en el fondo era un anarco, un libertario», grafica el periodista y editor. En verdad, tampoco a González le hacía demasiado caso y confiaba más en su instinto político que en los con-sejos de sus asesores. Durante un viaje en taxi hacia Canal 11, donde lo entrevistaría el periodista Charly Fernández, González le recomendó no ser demasiado agresivo con el entonces presidente Carlos Menem. Bravo asintió y prometió ser moderado.

–¿Menem? Es el jefe de la banda –dijo ante la primera pregunta de su entrevistador.

Además de las intervenciones en el recinto, y con la ayuda de sus colaboradores, Bravo puso energía en la presentación de proyectos de ley, declaración y resolución. Cuando algún colaborador le pasaba los originales antes de ser presentados, los revisaba y marcaba con lápiz negro y una goma siempre al lado. Por supuesto, se quejaba si sus ase-sores le corregían o agregaban alguna cuestión gramatical o de fondo cuando él consideraba que el proyecto estaba listo.

–¿Puedo presentar un proyecto sin que me corrijan algo? La puta madre –insultaba al aire para que lo oyeran en el despacho.

Desde su primer proyecto de ley, presentado en junio de 1992 y vinculado a los sueldos del Poder Legislativo junto a Ricardo Molinas y Guillermo Estévez Boero, Bravo se inclinó por sus temas favoritos a

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la hora de presentar sus iniciativas. El pedido de expropiación del Café de los Angelitos y la casa de Carlos Gardel, en la calle Jean Jaures al 700, denotaban que su preocupación por el tango no se apagó con el paso de los años. En relación a derechos y libertades públicas, presentó uno de los primeros proyectos de ley de acceso a la información (1997), propuso la creación del Instituto Nacional de Planificación Familiar que incluía la «interrupción voluntaria del embarazo» (2000), y pidió el Derecho Personal a la Rectificación Sexual para transexuales y her-mafroditas, primero en 1999 y nuevamente en abril de 2001. Los años setenta, por supuesto, siguieron en su mente a la hora de sentarse a idear proyectos de ley: propuso antes que nadie declarar monumento histórico al edificio de la ESMA, y en 1998 propuso la restitución de su grado de coronel del Ejército a Jaime Cesio, un militar democrático que la dictadura expulsó de sus filas por denunciar las desapariciones y los horrores que se cometían a diario. En 2006, ocho años después de su presentación, el presidente Néstor Kirchner le restituyó a Cesio su anti-guo grado. Bravo también propuso, denominar al 25 de enero, día del asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas en 1997, como Día Nacional contra la Impunidad.

Para los fines de semana –y alguna vez para las vacaciones– dejaba a su familia, sus hijos y sobre todo sus nietos Daniela y Leandro, a quienes acompañaba a hacer deporte en los clubes del barrio como El Trébol. Le gustaba mucho lavar con cera el Taunus y de paso repa-saba el garaje, en el que el auto apenas entraba. Le ponía tanto ahínco a la tarea que un día Daniela pasó por ahí, se trastabilló y se rompió la clavícula por el golpe.

A veces desde el garaje salía a limpiar la vereda con la manguera, en ojotas, short y sin remera.

–Qué bárbaro, un diputado nacional con esa pinta –le decían los vecinos cuando lo veían.

–Soy un diputado, pero del pueblo –les contestaba, canchero.A pesar del esmero de su dueño, el Taunus tenía, por obra del paso

del tiempo, sus problemas de funcionamiento, y más de una vez lo dejó varado. En unas vacaciones en Costa del Este con Marta y sus nietos ya adolescentes, el menor Leandro desapareció por unas horas en la zona de la playa. Alfredo quiso ir a buscarlo y el viejo auto se le quedó entre los médanos. «Los basureros que pasaban por ahí lo ayudaron a sacarlo», se ríe hoy Leandro con el recuerdo de su abuelo.

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Cuando Bravo murió, su «segunda casa», aquel despacho con tanta historia y vivencias compartidas, quedó en manos de su amiga Fabiana Ríos, a quien había ayudado en su campaña para ser diputada provin-cial en 1999. Ríos juró por él cuando asumió como diputada nacional, en diciembre de 2003 y lo mismo haría en 2007 y 2011, cuando fue dos veces electa gobernadora de Tierra del Fuego. Ríos se quedó también, por decisión de Marta, con parte de su biblioteca, que donó al instituto Paulo Freire de Río Grande.

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173UN MAESTRO SOCIALISTA

Capítulo 12

La última carta, el último brindis

asemos al jardín, así nos sacamos una linda foto –dijo con amabilidad nórdica y un castellano rústico el embajador Risto Veltheim, contento en su rol de anfitrión.

El homenaje a Susana Rinaldi, en la casona que la embajada de Finlandia tenía en la calle Quintana, en la localidad bonaerense de Martínez, era todo un éxito. Figuras tangueras emblemáticas como el poeta Horacio Ferrer y el bandoneonista Leopoldo Federico se habían acercado para acompañar a su amiga, que había recibido la Gran Cruz de la Orden de León de Finlandia por su trayectoria artística y su labor como embajadora cultural del país.

Feliz por el agasajo, y ya fuera del living en el que estaban reunidos, Rinaldi se rodeó de sus amigos tangueros, diplomáticos españoles e ita-lianos, y los socialistas Fernando Finvarb y Héctor Polino, que también habían sido invitados a fotografiarse. «¿Y Alfredo?», preguntó Rinaldi. «No quiere venir», le contestó su hija Ligia Piro, a quien su madre le había encargado ir a buscar al diputado. Ligia recordaría para siempre las palabras de Bravo cuando junto a su hermano Alfredo y a Finvarb lo fueron a buscar otra vez para que se sume a la foto posada.

–¿Para qué voy a ir? ¿Para que después miren la foto y digan este no está, el otro se murió? –les respondió Bravo con tono protestón. Ese mediodía del viernes 23 de mayo de 2003, Bravo fue fiel a sí mismo: brindó con Rinaldi –según testigos se excedió en la cantidad de copas– y hasta se animó a tararear unos tangos junto al viejo poeta Ferrer. El embajador le ofreció conocer Finlandia, y él recurrió a su viejo chiste,

–P

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el que contó durante el acto en Córdoba, para hacerles conocer su miedo a subirse a un avión.

Fue su última aparición pública, horas antes de descomponerse en la cocina de su casa de la calle Vilela y quedar internado en una clínica privada, a pocas cuadras del Congreso.

Pasó su cumpleaños 78 amargado, sin ganas de nada, con bronca apenas contenida.

–Me dejaron solo y nos fue para el carajo –le había contestado a Fabiana Ríos cuando la dirigente fueguina lo llamó para felicitarlo aquel 30 de abril. Esa sensación de soledad, de sentirse traicionado, lo perseguía en los días que siguieron a la derrota electoral, al igual que el cansancio por el trajín de una campaña que lo había llevado por todo el país, con magros resultados. Decidió volcar al papel todo lo que sen-tía en esos momentos, conformando una especie de testamento político en el que mezclaba citas de personalidades mundiales con broncas acu-muladas y rabietas del momento con los jóvenes y veteranos compañe-ros del partido que presidía. Pasó largos ratos subrayando palabras que le interesaba destacar, ubicando mayúsculas y frases en el texto.

Con la ayuda de Horacio Redondo, terminó de escribir la carta y de inmediato partió para la sede partidaria, en la calle Entre Ríos. En la entrada lo esperaba Susana Rinaldi, a quien le había pedido espe-cialmente que llegara temprano.

–M’ija, necesito que me espere, pero no suba antes de que yo llegue –le había dicho a la cantante y militante socialista con tono misterioso.

Ya con los principales dirigentes reunidos en torno de la larga mesa, y junto a su compañera de fórmula al Senado, Bravo sacó de su bolsillo las 17 páginas de catarsis que tenía ganas de sacarse de encima.

Empezó con una cita del científico Albert Einstein, y después se centró de lleno en los destinatarios de su furia incontenible. Arrancó por orden cronológico y le apuntó a sus antiguos socios del Frepaso.

Es sabido que los socialistas participamos de diferentes convocatorias políticas que, en algunos casos, en forma exage-rada, fueron señaladas como de centroizquierda. De ese modo fuimos parte del FREPASO (de donde debimos alejarnos por la personalidad invasora de un hombre como Chacho Álvarez, cuyas definiciones políticas no podían ser discutidas, pero sí

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175LA ÚLTIMA CARTA, EL ÚLTIMO BRINDIS

aplaudidas, sostenidas y proyectadas como lo hacían invaria-blemente y sin ningún rubor, los compañeros de su primera militancia partidaria).

Bravo recordaba el debate parlamentario de aquel proyecto de derogación y nulidad de las leyes del perdón a los represores, y se cen-traba en la actitud de sus viejos socios, con quienes tuvo roces incluso luego de la llegada de la Alianza al poder.

En el Diario de Sesiones de la Cámara, consta el debate y el voto negativo de Álvarez (en cuanto a la nulidad de la Obe-diencia Debida), como también de la Sra. Graciela Fernández Meijide. Con la ALIANZA, de la cual pasamos a formar parte por decisión unilateral de la cúpula del FREPASO, después de haber trabajado más de un año en el Instituto Programático de la Alianza –IPA– y de haber realizado la síntesis del pro-grama la «Carta de los Argentinos» nos tuvimos que ir tras comprobar que las prácticas políticas de nuestros aliados del centro –radicales, ex peronistas y otros que políticamente esta-ban recién «aggiornados» contra el neoliberalismo de Menem & Cía.– eran acordes a postulaciones poco vinculadas a la izquierda y mucho tenían que ver con aquellas a los que nos proponíamos combatir (…) En ambas experiencias no nos fue bien, aunque sumáramos algunos cargos legislativos, porque el perfil del socialismo se iba desdibujando en beneficio de nuestros sucesivos socios políticos.

 En esos días, Elisa Carrió le había mandado una carta de reconcilia-

ción en la que le decía que lo seguía viendo «como a un padre, aunque sé que estás enojado conmigo».

 –Qué gorda sinvergüenza, ¿a vos te parece? –se había desahogado mientras le contaba a Fabiana Ríos por esos días. «Estaba tan enojado que no podía valorar un gesto de grandeza», recuerda la entonces dipu-tada provincial fueguina.

 Lo cierto es que en la carta, Bravo hizo un apartado para criticar

a su socia de ARI –y también a sus compañeros del socialismo– sobre todo por su actitud en el reclamo por la banca de senador.

 

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176 UN MAESTRO SOCIALISTA | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

Durante el tiempo que se tramitó el expediente, el «Opus Dei» no dejó de ejercer, en el ámbito de la justicia, su influen-cia, actitud que no se correspondió con la pasividad asumida por el ARI y el Partido Socialista Democrático. El ex juez y constitucionalista, doctor Juan Ramos Padilla y su hijo Alejo, abogado patrocinante también de la causa, junto al que suscribe, nos tuvimos que mover en soledad, para impe-dir que se cumpliera lo dispuesto por la Cámara Nacional Electoral. 

No había carta, ni «mimo» público o privado hacia él que calmara su enojo con la líder de ARI, que en aquellos primeros meses de 2003 había recorrido el país con parecidos y escasos recursos en su campaña presidencial, en una clara superposición de esfuerzos con propuestas muy similares. Los reclamos venían de lejos.

 A pesar del rechazo público que hacia los partidos políticos

se manifestara siempre su máxima titular, el ARI se constituyó en partido y con esa decisión Carrió se apropió de la sigla. En el 2002, los socialistas unificamos a los partidos preexisten-tes –Democrático y Popular– le volvimos a reiterar a la con-ductora del ARI la necesidad de instrumentar una verdadera y formal coaligada y de ir definiendo el procedimiento para designar a quien la acompañaría en la fórmula presidencial, en la próxima elección. 

La solicitud nunca fue atendida y en nuestro partido unifi-cado se tuvo la certeza –a tenor de las declaraciones de Carrió a la prensa– de que ningún socialista ocuparía la vicepresi-dencia de la fórmula del ARI, cuyos integrantes en las distintas reuniones mantenidas sólo transmitían «lo decidido por la jefa»: el contrato debe ser adhesión. 

Frente a la perspectiva de seguir enterándonos por los diarios de lo que se decidía ante cualquier situación polí-tica o social, que se producía en el país, sin poder consen-suar opiniones con los componentes de la fuerza que, en su momento, habíamos creado y someternos a las estrategias y a las predicciones apocalípticas de Elisa Carrió como si fueran verdades absolutas, el Comité Ejecutivo Nacional del

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177LA ÚLTIMA CARTA, EL ÚLTIMO BRINDIS

Socialismo, integrado por los representantes de las veinticua-tro jurisdicciones políticas de la República, ante la propuesta del que suscribe, decidió retirar el apoyo del socialismo al ARI, recobrar nuestra identidad partidaria y participar en las elecciones presidenciales del 2003 con candidatos propios. 

 La aplastante derrota en las urnas todavía le dolía y mucho. Y más

le dolían las críticas que sus «hijos políticos» como Jorge Rivas hicie-ron en los medios de comunicación cuando los votos terminaron de contarse.

 La noche del 27 de abril, si bien nos cruzamos en el local

partidario algunas veces con el compañero Jorge Rivas, en ningún momento cambiamos palabra alguna sobre el evento electoral; cuál era su parecer sobre la operación del «voto útil» y la desenfadada presión que ejercieron los poderosos medios de comunicación orientando y condicionando a la opinión pública, de acuerdo con sus intereses. 

Tampoco Rivas efectuó una valorización respecto al com-portamiento de los electores ni transmitió las noticias que podría tener sobre la actuación de la fórmula socialista en el interior del país, como tampoco dejó caer un comentario sobre el esfuerzo realizado al recorrer el país sin posibilidades econó-micas ni medios de locomoción actualizados. 

Sin embargo, el día 29, en Página/12, Rivas escribió un artículo que titulara «La necesidad de una autocrítica», ante lo que calificó como «una derrota muy dura en las elecciones del domingo». 

Reconozco que fue una derrota. Doy fe de que fue dura y estoy de acuerdo con su afirmación de que las derrotas «pue-den transformarse en un estímulo eficaz para producir una buena lectura de la historia» y que debemos desechar «cual-quier actitud indulgente con nosotros mismos». 

Sin embargo, no creo que la derrota se deba a lo expuesto por Rivas. Por eso nos preguntamos concretamente ¿en qué «nos hemos equivocado sin atenuantes? No creemos que haya sido en la redacción de nuestro programa, donde se con-signaron las soluciones que proponíamos al pueblo y que fuera

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aprobado por la Mesa Nacional, en la que participó Rivas y dio su visto bueno. 

Tampoco creemos que haya sido la fundamentación de cada uno de los puntos que proponíamos en nuestra pro-puesta: un nuevo sistema impositivo; las políticas productivas para satisfacer las necesidades sociales; la estrategia solida-ria mediante la economía social; la participación, el prota-gonismo y la transparencia de un Estado fuerte y activo; una política financiera que contemplara un sistema bancario al servicio del país; la nueva regulación de los bienes y servicios públicos con la participación de los usuarios; la integración a partir del Mercosur, como prioridad en la política interna-cional; un desarrollo sustentable y equitativo en la calidad de vida; una explicita cobertura para todos los argentinos en un sistema único de salud; una política educativa que, con el sufi-ciente respaldo presupuestario, pusiera el acento en la escuela pública obligatoria, gratuita y laica (de la Ley 1420) y en una Universidad también pública, que conforma su esencia edu-cativa con los permanentes principios del ideario Reformis-tas; una firme y digna postura ante los organismos financie-ros internacionales, externa, haciendo valer el dictamen de la justicia argentina y la soberanía de nuestro pueblo; fomentar el primer empleo para los jóvenes y establecer el pleno empleo para todos, con aumentos salariales acordes con la situación de la economía familiar; planificar un shock redistributivo a través del ingreso mínimo garantizado; la reorganización del sistema policial y judicial que permite garantizar justicia y seguridad y, por último, políticas para los procesos de crea-ción, ciencia y tecnología. 

El diputado Rivas, presidente de la bancada socialista, señala «que nuestros errores han contribuido a la relegi-timación electoral del modelo económico y político al que pretendemos poner fin». 

Había, en esa parte del escrito, una búsqueda de razones que ni él mismo tenía. Pero el desahogo tenía que llegar, y lle-gaba en forma de duros dardos verbales hacia sus antiguos compañeros, a lo que sumaba una filosa crítica de la cruda realidad social y política que vivía el país.

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Por favor, quisiéramos que el compañero precisara cuáles fueron nuestros errores porque no logramos visualizarlos. ¿No le hemos dicho la verdad al pueblo lo que representaba el modelo económico neoliberal? ¿No dijimos y explicamos en toda la campaña que los gobiernos de Carlos S. Menem, Fernando de la Rúa, Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo Duhalde profundizaron el cierre de las pocas fuentes de trabajo existentes, generalizaron como epidemia la desocupación, la miseria y la desnutrición más pavorosa que afecta a los niños de este granero del mundo? 

En nuestras conferencias de prensa o en los actos no dejá-bamos de señalar el dolor y la preocupación que nos acuciaba: por la partida de los jóvenes a otras tierras; por el peregrinaje de nuestros mayores en búsqueda de «algo más» para sumar a la mísera jubilación que reciben y por el «cacerolazo» frente a los bancos que le cosificaron los ahorros a cientos de miles de conciudadanos. 

Ante las preguntas que estimulaban al diálogo, puntualizá-bamos lo que significaba la pérdida de confianza en las institu-ciones; el porqué del pasaje de los últimos y sucesivos presidentes; la profunda crisis social que padecemos; la irresponsabilidad de ciertos dirigentes que hoy viven escondiéndose de la gente y, sobre todo, a simple título de ejemplo, poníamos sobre el tapete la descarada corrupción que se anidó en esos gobiernos. 

Además, nadie podía llamarse a engaño porque lo que decíamos no era nada nuevo. Las radios, los medios gráficos y televisivos lo habían reflejado igual que nosotros, aunque ellos en sus comentarios, adjudicaban todas las culpas a los políticos sin diferencias entre corruptos y no corruptos. 

 A Rivas, a quien llama «compañero», le cuestiona que haga «auto-

crítica» sin entrar a analizar su «mea culpa». Le deja, antes de volver a pasar facturas, un espacio a la crítica de las distintas versiones del PJ que participaron de las presidenciales.

 Frente a tantas notas publicadas sobre la división entre

los tres postulantes surge la duda de que no haya habido con-versaciones o un acuerdo previo entre los tres candidatos o sus jefes de campaña. 

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En síntesis, el desempeño electoral del «frente conserva-dor» a través de la plurioferta de candidatos logró más apoyo en el 2003 que cualquiera de las fuerzas triunfantes en los dis-tintos comicios presidenciales realizados desde 1983. 

Pero este resultado brindó un «plus» a favor de las ramas intelectuales y empresariales del «frente conservador» que lograron corroer el poder de la rama política, en tanto ninguno de los candidatos alcanzó un número de adhesiones lo suficien-temente significativas como para acumular poder propio. 

Como podrá apreciar el diputado Rivas no se trata de emplear giros y palabras que permitan elaborar discursos inte-resantes pero carentes de un camino que nos lleve a alcanzar precisas soluciones. 

 En su última carta, Bravo pedía darle tiempo al cambio en la socie-

dad para que los resultados mejoren en el futuro.No alcanza con articular una fuerza alternativa superestructural

para afrontar elecciones, sino que se necesita trabajar fuerte y coti-dianamente para producir un cambio cultural en la sociedad que sea permeable a las ideas socialistas. 

La tarea inmediata en la sociedad es vencer el miedo a lo nuevo de quienes se aferran a la rutina por aquello del axioma popular «mejor es malo conocido que bueno por conocer». 

Otro obstáculo a superar es «el miedo a la libertad», un tema central del hombre frente a sí mismo y frente a la sociedad que, como la nuestra, vive culturalmente la crisis total de sus valores y no se visuali-zan en ella modelos dignos a imitar. 

 Los dirigentes se movían en sus sillas, incómodos. Aún faltaban las

acusaciones más fuertes, las que para él olían a traición. 

En jurisdicciones para nosotros tan importantes como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y la provincia de Buenos Aires, Mar del Plata, la ciudad de Rosario y el resto de la provincia de Santa Fe alcanzamos índices de votación que se ubican muy por debajo de los obtenidos en elecciones anteriores. 

En el caso de la provincia de Buenos Aires, que la fórmula socialista recorrió en soledad, sin el debido acompañamiento

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de las autoridades de la Federación –resulta significativo que nos hayan votado menos ciudadanos que los que sufragaron por el «carapintada» Enrique Venturino, personaje que no se caracteriza por «vertebrar proyectos totalizadores» ni por «la claridad y racionalidad política» que reclama el presi-dente de la bancada socialista. 

 Si con Rivas estaba enojado por su nota en el matutino Página/12,

con Oscar González la bronca tenía también una fecha: la conferencia de prensa conjunta posterior a la elección en la que el diputado había anticipado que votaría a Néstor Kirchner en la segunda vuelta progra-mada para fines de mayo.

 Acordamos con él que ante la pregunta de los periodistas

por saber a quién íbamos a votar en la segunda vuelta, les res-pondiéramos que el partido iba a reunir a la Mesa y al Comité Ejecutivo para decidir la conducta a seguir. Esto último no se cumplió. El compañero González a título personal anunció que votaría a Kirchner. 

Pero quizás, lo más trascendente que se desprende de sus declaraciones es la rotunda afirmación de que «teníamos clara conciencia de que no podíamos vender el mismo pro-ducto en dos envases distintos», en clara referencia a Carrió sobre quien no descartó un futuro acercamiento. 

Cabe entonces preguntar si la «clara conciencia» a la que alude el compañero, ¿la tiene solamente él? o ¿el conjunto de los compañeros que integran la dirección de la Federación de la provincia de Buenos Aires? o ¿el total de los socialistas bonaerenses? 

 El texto giró entonces hacia su territorio, el porteño, entonces

manejado por Norberto La Porta y Raúl Puy, sus antiguos adversarios en el PSD.

 Las autoridades de la Federación creyeron que cinco

caminatas y dos actos bastaban para constituir toda una cam-paña electoral. Salvo honrosas excepciones de algunos centros, comprometidos con la proyección de las propuestas socialistas,

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una marcada indiferencia caracterizó el accionar del Partido en esa jurisdicción política. No es la primera vez que el des-interés de quienes no son candidatos atenta contra los inte-reses partidarios. 

No se hizo nada. A las autoridades de la Federación sólo les interesaban las idas y vueltas de Aníbal Ibarra, en la bús-queda por lograr el beneplácito de él y acordar, a su vez, la inclusión de algunos nombres de amigos, en las listas de legis-ladores y diputados nacionales que irían a representar a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. ¿Y la labor proselitista que tenían la obligación de encarar a favor del socialismo? ¡Quedó archivada para una mejor oportunidad! 

La Federación no aportó afiches ni volantes de su crea-ción. La contribución económica fue nula para promocionar la fórmula presidencial. No hubo ningún interés en hacer una campaña significativa. No se colocaron mes en las calles para demostrar que el socialismo participaba en la elección. Hasta ese recurso simple y nada costoso se obvió. 

Faltaba, en su exaltado testamento político, una crítica hacia los socialistas del PSP, con quienes hacía poco más de un año había vuelto a compartir reuniones y proyectos, luego de cuatro décadas de frialdad y distancia. Hermes Binner y su entonces cercanía con Carrió fue el foco de los pasajes siguientes.

 ¿Qué pasó en Rosario con los votos socialistas? ¿Qué llevó

al socialismo gobernante en esa ciudad a olvidarse de sufra-gar por su fórmula partidaria? ¿Puede aceptarse que en sus declaraciones el intendente Hermes Binner evalué que «los importante es que en Rosario y también en la pro-vincia no recurren al pasado sino al porvenir»? 

¿O acaso ese «porvenir» lo constituye Carrió y su alqui-mia, donde propone mezclar a Leandro Alem con Evita y con otras figuras políticas del pasado? 

Es la misma Elisa Carrió que se siente muy amiga de nuestro intendente y piensa trabajar para que él sea gober-nador, «sin pedir nada a cambio»; la que nunca quiso que un socialista la acompañara en la fórmula presidencial y se

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inclinó por un «ganso»; la que dijo de nosotros «que no formu-lamos denuncias ni pensamos en gobernar, sino que actuamos como una agencia de empleos»; la que no aceptaba una coali-ción de fuerzas, sino la adhesión lisa y llana; la defensora a ultranza de los derechos feministas que no trepidó en censu-rar nuestro proyecto de despenalización del aborto en ciertos casos terapéuticos; la que en un momento y ante la incertidum-bre de los porcentajes que le asignaban los encuestadores, habló con el intendente y se orquestó una operación para que se bajara la fórmula presidencial socialista, operación que uti-lizaron profusamente los medios de comunicación social y cuyo daño todavía no ha sido evaluado, y es la misma que falta a la verdad y culpa a Ruben Giustiniani de la rotura de rela-ciones con el ARI Carrió sabe muy bien cuál fue la verdadera causa, lo mismo que su entorno monocolor. 

 De nuevo centrado en lo que había ocurrido antes del 27 de abril,

Bravo no quiso ponerle nombres propios al doble juego, y profetizaba el nuevo divorcio –ocurrido años más tarde– entre el socialismo y Carrió.

 No creemos que la responsabilidad de esta sucia campaña

recaiga exclusivamente en una persona; estamos convencidos de que parte de la operación de prensa fue impulsada tanto por cercanos como por distantes compañeros del que suscribe. 

En síntesis, las opiniones vestidas por Rivas, acompañadas por el cambio de postura de González, la pasividad de la diri-gencia política porteña y el «optimismo» que con Binner ana-liza el resultado electoral, parecen que no están destinadas a revisar lo que pasó sino a prepararse para lo que vendrá. Y lo que vendrá son elecciones provinciales para las cuales plantean armar una conjunción de fuerzas que tememos podrían transformarse en la reedición de experiencias frus-trantes por las que ya atravesamos los socialistas. 

 Bravo toma agua. Está agitado y no se siente bien, pero quiere ter-

minar de leer sin dar señales de cansancio o flaqueza. Y sus palabras finales suenan a sincera despedida.

 

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Para terminar, desecho cualquier actitud indulgente por-que creo que una derrota, como muchas que he tenido en mi vida, es un estímulo eficaz para producir una buena lectura de la Historia. Por eso no puedo bajar los brazos y retirarme de la actividad política, como pensé en algún momento. Soy socialista y rescato a todo aquel compañero que sinceramente lo sienta y lo manifieste. Rechazo a los oportunistas, que nunca faltan y a los que traicionan el ideario, los principios y valores que sustentan el socialismo. 

Asimismo, quiero agradecer especialmente a los compañe-ros socialistas que han ayudado y contribuido a la campaña y sostenido la fórmula presidencial. 

Alfredo Pedro Bravo, Presidente del Partido Socialista  Un silencio sepulcral le siguió a esa catarata visceral que cortaba

casi todas las amarras y dejaba a su autor aún más solo que antes de leer la carta. Nadie se animaba a tomar la palabra.

–Bueno, ¿ya está? ¿Podemos seguir la reunión? –preguntó Hermes Binner con tono serio.

Rinaldi miró a Bravo, que estaba con el rostro descompuesto por la reacción del entonces intendente de Rosario y líder emergente del PS a nivel nacional.

–Vamos, Alfredo, tomemos un cafecito en el bar de enfrente –dijo la cantante mientras lo tomaba del brazo y como modo sutil de cortar la tensión acumulada en el ambiente. Fue esa, también, su despedida formal como presidente del partido al que había regresado después de 30 años, y al que le había dedicado, con su candidatura a presidente, lo que le quedaba de salud y energía. «Para mí esa reunión y todo lo que pasó ahí fue como el choque de dos épocas, de dos mundos. Alfredo, un chapado a la antigua, les decía en la cara a los más jóvenes lo que sentía en aquel momento», recordaba Roy Cortina, actual titular del PS Capital y en aquel entonces integrante de la mesa ejecutiva del partido.

Traición a la patagónica

Los días pasaron, y a Bravo se le fue pasando el enojo con sus com-pañeros de partido, aunque la última semana una noticia lo puso del

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peor de los humores. El lunes 19 de mayo, Bravo se cruzó al despacho de Giustiniani, y mientras charlaban relojeaban el televisor encendido.

«Ahí apareció Néstor Kirchner, anunciando que Béliz sería su ministro de Justicia. Ahí levantó el teléfono y llamó a Cristina, estaba muy enojado», rememoró el entonces diputado por Santa Fe. «Este es un gabinete homogéneo, con gente con la que tenemos la misma visión, con pluralidad», seguía hablando desde Río Gallegos el presi-dente electo, mientras a Bravo le subía la temperatura. 

–No me pueden hacer esto, Cristina –le repetía, sin poder creer que su adversario en las elecciones por la senaduría en 2001, que según él le había «robado» la banca, era premiado por el flamante gobierno con un cargo. Con esa movida, intuyó que en la pelea judi-cial que sostenía con Nueva Dirigencia por su banca de senador lle-vaba las de perder.

Compartió, el miércoles 21 de mayo, una conferencia de prensa con Rivas, uno de sus blancos en los días y noches que siguieron a la elección presidencial. Y presentó varios proyectos como diputado. El último como firmante, el 19 de ese mes, fue un proyecto de resolu-ción pidiéndole al Gobierno que «libere» la información oficial sobre la entrada al país de criminales de guerra nazis a partir de 1945. Lo acompañaron con su firma seis socialistas: Rivas, González, Basteiro, Giustiniani, Polino y el socialista cordobés Eduardo García. El 23, des-pués del homenaje en la embajada de Finlandia, Bravo tenía pensado ir al Congreso, pero durante el viaje de vuelta desde Martínez se sintió mal y le pidió a Polino que desvíe el auto oficial hacia su casa. Se había hecho un chequeo por los dolores en el pecho hacía una semana en su casa, y los resultados habían sido óptimos. Se dedicó ese día a limpiar su biblioteca de la planta baja, llena de libros, cuadros y recuerdos.

El sábado 24 a las 4 y media de la mañana, Bravo se sintió mal. Dominga lo escuchó trastabillar en la cocina de su casa y corrió a auxi-liarlo. Atontada por la sorpresa, Marta derivó las cuestiones operativas en Hugo, que lo acompañó en la ambulancia. Los choferes del móvil aceleraron desesperados por encontrar una clínica que lo recibiese. Per-dieron un tiempo vital: en el hospital Pirovano no había camas, y des-pués de deambular un largo rato por el centro el paciente fue derivado a la Clínica Quirúrgica del Callao, a cuadras del Congreso, en un viaje que fue demasiado largo y durante el cual tuvo varios paros cardíacos. «Me decía que tenía frío, yo les decía que se apurasen, pero tuvimos mala

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suerte. No sé si lo atendían en el Pirovano, tal vez la historia hubiera sido distinta», recuerda Hugo mientras Dominga asiente.

Después de ser operado de urgencia, quedó sedado, y entró en un coma del que no se despertó. En la madrugada del 26 de mayo, los médicos les dieron la peor noticia a Marta, Daniel y Gustavo. Alfredo Bravo se había ido para siempre.

 El largo adiós

Martín Balza llegó al Congreso, en aquella mañana del 27 de mayo. Muy temprano, como lo exige la rutina militar, y mucho antes que el resto de quienes se acercaron esa mañana para darle el último adiós a Alfredo Bravo. Se habían visto y conversado varias veces a partir de esa tarde de 1994 cuando el entonces dirigente de la APDH llegó, junto a Graciela Fernández Meijide, a visitarlo al despacho que ocupaba como jefe del Ejército.

Después de aquella reunión, en la que la APDH le pidió explica-ciones por la violenta muerte del soldado Omar Carrasco en Zapala, ambos habían construido una relación de mutuo aprecio: Bravo respe-taba a ese general que se había atrevido a hacer una pública autocrítica de lo ocurrido durante la dictadura militar, y Balza admiraba las agallas de aquel dirigente que se había sobrepuesto a la desaparición y la tor-tura y que había sido consecuente con sus principios.

Balza fue el primero en llegar a un homenaje multitudinario y a la vez íntimo, donde se mezclaron militares y las Madres de Plaza de Mayo con sus pañuelos blancos, peronistas y radicales, socialistas de todas las agrupaciones, y gente, mucha gente de a pie. El flamante presidente Néstor Kirchner y su esposa Cristina no vinieron una, sino dos veces a darle el último adiós sin emitir palabra. Fueron una excepción: incon-table cantidad de dirigentes se anotaron para hablar en aquel colmado Salón de los Pasos Perdidos, el espacio por donde Bravo había transi-tado tantas veces en los últimos doce años.

–Estaba tan convencido de lo que creía que caía en la intoleran-cia, porque no soportaba la autonomía de los otros, pero igual siempre lograba el apoyo de todos y el acuerdo –lo recordó Alfonsín–. Estoy seguro de que pronto nos vamos a encontrar para compartir un asado juntos –remató el ex presidente, compungido.

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–Querido compañero socialista, compañero maestro de la educa-ción laica y gratuita, senador nacional por elección del pueblo, com-pañero defensor de los derechos humanos, compañero articulador de diferencias –lo definió Laura Bonaparte, de Madres de Plaza de Mayo, Línea Fundadora. «Te elegimos y te nombramos senador nacional, compañero defensor de los derechos de la mujer, compañero luchador contra cansancios, vientos y mareas, compañero doblegador de torturas y torturadores, compañero de ideales llevados a la práctica» emocionó Bonaparte. Nora Cortiñas, de la misma entidad, derramaba lágrimas, muy cerca del féretro.

–Alfredo decía la verdad frontalmente, y no le importaba como cayese esa verdad –dijo Ramos Padilla, su abogado en las causas contra los represores. Horacio Ravenna, su compañero en la APDH, recordó que los taxistas le gritaban «profesor» y él los corregía diciéndoles: «soy maestro, maestro de grado». «Odiado por los genocidas y sus cóm-plices, respetado por muchos y querido por las grandes mayorías, fue actor fundamental de una etapa difícil y riesgosa de la política argentina. Siempre estuvo en la primera línea, al lado de los que luchaban y los que sufrían», agregó Ravenna.

El sindicalista docente Hugo Yasky afirmó que el Bravo diputado «no se equivocó nunca, en ninguna votación, votó siempre bien cuando se trataba de la escuela pública y los trabajadores». Con tono contenido, Carrió prefirió no entrar en polémicas y eligió darle cabida a su emo-ción. «Alfredo está colgado de una estrella, y desde allí nos va a seguir queriendo y nos va a seguir retando», dijo la líder de ARI. «Coherente, íntegro, inflexible, protestón, cascarrabias, insobornable, defensor de los derechos humanos, honesto, riverplatense», lo definió Aníbal Ibarra. «Alfredo no conocía matices, lo cual era su mayor defecto y su mayor virtud, pero esa falta de grises hacía que luchara siempre contra quien había que estar luchando», se despidió Jorge Rivas. Para cerrar, su com-pañero de fórmula Giustiniani lo ubicó entre las grandes figuras parti-darias, como Juan B. Justo, su amado Alfredo Palacios y Estévez Boero.

En su camino desde el Congreso hacia el cementerio, el cortejo fúnebre hizo otras dos paradas: su casa de la calle Vilela y la escuela Agote, donde fuera director por trece años, dos de los lugares en los que el viejo maestro había sido feliz. El venezolano Hugo Chávez y el cubano Fidel Castro, de paso por Buenos Aires para la asunción de Néstor Kirchner, lo habían definido como un gran dirigente socialista

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y dado su pésame en declaraciones periodísticas. En esas horas de luto llegó también, de manera tardía, la Orden de O`Higgins entregada por el gobierno chileno.

Cubierto por una lluvia de claveles rojos y acompañado por un silencioso respeto de todos quienes lo veían pasar, el ataúd llegó a su última morada, en el panteón número 1812 del cementerio de la Chacarita.

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189UN MAESTRO SOCIALISTA

Epílogo

La herencia, quince años después

lfredo Bravo murió sin haber visto ni formado parte de la nueva era política que había nacido en los días previos a su final.

Aquel 26 de mayo de 2003, el hasta hacía poco desconocido gober-nador de Santa Cruz Néstor Kirchner arrancaba su mandato presiden-cial y un ambicioso proyecto de poder nacional, que continuaría su esposa Cristina Fernández y se extendería por doce largos años. La magnitud del cambio que siguió al «que se vayan todos» y la apari-ción del kirchnerismo fue tan fuerte que obligó a los distintos actores y sectores del progresismo vernáculo a posicionarse, en favor, en contra o desde una posición expectante, con el objetivo de sobrevivir a una corriente que comenzó débil y que llegó, con el correr de los años, a transformarse en hegemónica.

Aunque intuía el final de la historia, Bravo partió sin conocer el resultado de sus esfuerzos para sentarse en la banca de senador que había ganado por mandato popular. El 5 de junio de ese mismo año –diez días después de su entierro y ya con Kirchner gobernando el país– la Corte Suprema, integrada por nueve conjueces (los jueces habían sido recusados por las partes) y en una ajustada votación de cinco votos contra cuatro, le asignó la tercera banca a María Laura Leguizamón, compañera de fórmula de Béliz en aquellas elecciones a senador por la Capital de octubre de 2001.

«La invocación de la defensa de la voluntad popular no puede des-conocer el orden jurídico», afirmaron en los fundamentos de su voto

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mayoritario los conjueces Alejandro Tazza, Ana María Durañona y Vedia, Mirta Skanata, Guillermo Galli y Antonio Pacilio. Estimaron que la «alianza de hecho» entre Bravo y el partido Nuevo Milenio de Juan Carlos Dante Gullo no era una alianza concreta, por lo que los votos obtenidos en esa boleta no debían sumarse a los obtenidos con la lista de ARI. Se manifestaron a favor de Bravo (su lugar era pretendido por Susana Rinaldi, segunda en aquella lista) Eduardo Voco Conesa, Juan Poclava La Fuente, Enrique García y Víctor Ricardo Planes. «El viejo se murió con tal de no ver a Béliz de ministro y a Leguizamón de sena-dora», ironizó Sergio García, uno de sus colaboradores más estrechos en el Congreso.

Cinco meses después de ese fallo, el debate llegó a la comisión de Asuntos Constitucionales del Senado, que tuvo tres dictámenes, uno de mayoría y otros dos de minoría. El de mayoría, que le daría una semana después la banca a la joven dirigente vinculada al duhaldismo, lo firma-ban los peronistas Cristina Kirchner, Marcelo Guinle, Guillermo Jene-fes, Eduardo Menem, Mabel Müller, Malvina Seguí y el dirigente de Fuerza Republicana, Pablo Walter. Uno de los de minoría, que intentó sin éxito torcer una historia ya escrita, fue suscripto por el peronista disidente Jorge Yoma y Vilma Ibarra, que había ido segunda de Rodolfo Terragno en la lista porteña de la Alianza. El otro lo firmaban los radi-cales Raúl Baglini (Mendoza) y Eduardo Moro (Chaco). El proyecto de mayoría recibió despacho el 20 de noviembre, y se incluyó en el temario de la sesión del 27 de noviembre.

Contra lo que se suponía, el debate aquel día fue áspero y duró dos horas. Todos querían hablar y sentar posición, más allá de que el pero-nismo tuviera los votos suficientes para que una de sus dirigentes fuera la ganadora final del pleito. En los palcos del Senado, Marta Bravo, los diputados socialistas y su compañero de fórmula presidencial Rubén Giustiniani (asumiría su banca de senador por Santa Fe al día siguiente) observaban expectantes.

El presidente del Senado, Daniel Scioli, abrió el debate minutos antes de las dos de la tarde. Defendió los argumentos mayoritarios el senador peronista por Chubut Marcelo Guinle, quien se escudó en el fallo de la Corte para defender su postura.

–El Senado no puede decir «Me quedo con el otro contendiente a pesar de lo que dijo la Corte en examen final de la controversia». No lo puede decir, y sé que a nadie se le ocurre decir esto porque no se

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ha debatido, probado ni alegado ante este Senado la cuestión sino ante los jueces competentes. Se trata de una cuestión resuelta sobre la que no puede volver el Senado –dijo Guinle. Cristina Kirchner no defendió su despacho de comisión, ni siquiera votó: había viajado sorpresivamente a París para un encuentro con el embajador en la Unesco Miguel Angel Estrella.

Todo parecía dicho, pero el radicalismo decidió defender los dere-chos del maestro fallecido. Con la venia de Alfonsín, Baglini encabezó la oposición a la postura de la mayoría. Y se valió de una «picardía» para intentar detener lo inevitable.

–Me gustaría que me dijera qué firmas tiene el despacho, porque hasta ahora no lo hemos podido ver, para saber si efectivamente ese es el de mayoría o no. Si tiene las ocho firmas necesarias es lo que quiero saber –dijo Baglini, un viejo zorro de la mecánica parlamentaria. 

–Veo que la interrupción del senador Baglini es para que me permita tomar aire, cosa que me viene bien. Obviamente, que por Secretaría le digan si tiene las ochos firmas y se lea cuáles son, por favor –dijo Guinle, algo molesto.

El prosecretario del Senado, Manuel «Manolo» Canals, leyó los nombres de los «señores senadores» Kirchner, Müller, Walter, Menem, Guinle, Jenefes y Seguí.

–¿En total? –dijo Baglini sabiendo de antemano la respuesta.–Siete firmas, señor presidente –dijo Canals, tan radical como

Baglini.Guinle se ofuscó y desafió al morrudo senador por Mendoza.–Es el que tiene más firmas, senador Baglini, ¿no? ¿Cuántas tiene

el suyo? –dijo el senador peronista.–Yo creía que el reglamento establecía cuál era el número mínimo

para determinar un dictamen –retrucó Baglini, satisfecho por el éxito de su iniciativa.

Miguel Angel Pichetto, el eterno escudero del PJ en el Congreso, estalló de furia.

–¡Que no interponga chicanas! Las reglas de juego estaban puestas en labor parlamentaria –dijo el senador rionegrino mirando fijamente a Baglini. Al rato, la senadora salteña Sonia Escudero pidió que su nom-bre se agregue al dictamen.

–No estuve presente en la reunión de comisión –argumentó la senadora.

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Baglini protestó: era a todas luces irregular agregar una firma en medio de la sesión. Pero ni Scioli ni José Luis Gioja, en aquel momento a cargo, le prestaron atención y Escudero se sumó a los firmantes. Pichetto le pidió diculpas a Baglini por su exabrupto y la sesión conti-nuó. Vilma Ibarra, que había competido con Bravo y Rinaldi, defendió su posición con un vibrante discurso.

–Se encuentran presentes familiares del fallecido maestro Alfredo Bravo, a quien he tenido un enorme cariño personal en este país donde es muy difícil tener tanto respeto a la trayectoria de un dirigente. Alfredo era una de esas personas a las que uno siente que ha tomado como ejemplo de conducta durante toda la vida. Pero aclaro que la posición que adoptaré hoy no tiene nada que ver con el afecto personal y que no tengo relación personal ni política con Susana Rinaldi –dijo la hermana del entonces jefe de gobierno porteño Aníbal Ibarra.

–El primer punto que tiene que explicar el dictamen en mayoría es por qué el que ganó perdió; por qué el que fue más votado, el que recibió mayor número de adhesiones y el que la gente quiso que fuera senador –porque le dio más votos– no va a ser senador. ¿Por qué no va a ser senador? ¿Y por qué quien sacó menos votos, o sea a quien la gente eligió menos a través de las urnas puede ser consagrado senador? –dijo Ibarra, desafiante.

Guinle la interrumpió para recordarle que ella misma se había mostrado en favor de «acatar el fallo de la Corte», en junio. Ibarra reconoció que había cambiado su postura, pero afirmó que se había manifestado primero en contra de la postura de Bravo porque des-conocía los argumentos de la defensa, encarnada por el abogado Juan Ramos Padilla.

–No vengo a defender candidatos. No. Ni siquiera hay alguno de mi partido. Vengo a defender al elector de esta ciudad, a ese ciudadano común que fue a la urna y puso su voto. Ese ciudadano común que le puso su voto a Bravo no pensó que votaba contra Bravo –agregó la senadora porteña. Baglini habló largo y tendido en el mismo sentido, pero no alcanzaba. Pichetto tomó la palabra para cerrar el debate.

–No sé por qué causas el partido Nuevo Milenio y el ARI, que en ese momento llevaban a Alfredo Bravo, no hicieron la alianza electoral en tiempo y forma, y la ratificaron ante la Justicia. Con eso se habría obviado cualquier inconveniente y se habrían sumado los votos –dijo el rionegrino con su estilo directo y sin sonreír.

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–Existe un procedimiento electoral que indica que si hay alianza se suma; si no hay alianza, no se suma. Y este fue el argumento que sostuvo la Cámara Electoral. Por eso vamos a ratificar lo que dispuso la Corte –finalizó el senador peronista.

Y así fue: 39 manos levantadas le dieron la banca a Leguizamón, contra 18 que proponían otorgársela a Rinaldi en reemplazo de Bravo.

Paredón y después

Desde su despacho de ministro de Justicia de Néstor Kirchner, Béliz festejó la asunción de Leguizamón como senadora. Pero su enton-ces promisoria carrera política se terminaría pronto: En 2004, luego de denunciar al todopoderoso jefe de la SIDE Antonio «Jaime» Stiusso por manejos irregulares de fondos (incluso divulgó una foto suya en el programa Hora Clave de Mariano Grondona), Kirchner lo echó del Gobierno. No pudo volver a trabajar en el país: Debió exiliarse en Esta-dos Unidos y Uruguay, primero como funcionario del Banco Mundial y luego en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID).

El debate por la banca terminó, y los reacomodamientos comenza-ron a paso acelerado. Buena parte de los dirigentes que acompañaron a Bravo desde su regreso al PSD en 1988, y que permanecían hasta entonces dentro del socialismo unificado, optó por un acercamiento, sea de simple adhesión personal o a través de un cargo público, al poder naciente. El socialista bonaerense Jorge Rivas dejó la Cámara de Dipu-tados y en noviembre de 2007 fue designado secretario de Relaciones Parlamentarias (virtual vicejefe de gabinete) a las órdenes de Alberto Fernández, un cargo que debió dejar luego de sufrir un violento ataque callejero que le dejó secuelas permanentes. Oscar González, uno de los dirigentes más cercanos que tuvo Bravo desde la década del setenta, asumió pocos meses después ese mismo cargo y se mantuvo hasta el final del segundo gobierno de Cristina Kirchner, mientras que el tam-bién diputado nacional Ariel Basteiro cumplió roles directivos en Aero-líneas Argentinas antes de ser designado embajador en Bolivia. Los tres fueron la punta de un significativo iceberg de dirigentes socialistas que vieron en el kirchnerismo la concreción de muchas de sus ideas y prin-cipios y optaron por irse de la estructura partidaria a nivel nacional, que los trató de traidores y los terminó echando del partido.

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La amplia mayoría de la dirigencia del PS, con su compañero de fórmula presidencial Rubén Giustiniani como secretario general y en acuerdo con los principales actores del socialismo santafecino, prefirió mantenerse lejos de la gestión de los Kirchner y apostar muchas de sus fichas al territorio santafecino. No le fue mal, al menos en su principal bastión: a la intendencia de Rosario, que Hermes Binner condujo entre 1995 y 2003, se le sumó el control de la gobernación de la provincia de Santa Fe, que el mismo Binner ganó en 2007, cuando se convirtió en el primer gobernador socialista en la historia argentina. Su camino lo continuaron Antonio Bonfatti (que gobernó la provincia entre 2011y 2015), y Miguel Lifschitz, que transita actualmente la segunda mitad de su mandato.

La candidatura presidencial de Binner, en 2011, sirvió para aglu-tinar a buena parte del espacio progresista no kirchnerista y alcanzar el segundo puesto en aquella elección –obtuvo el 17 por ciento de los votos– pero la dispersión opositora (la UCR y Carrió, por ejemplo, pre-sentaron candidaturas por separado) facilitó el abrumador triunfo y reelección de Cristina Kirchner, con aquel inalcanzable 54 por ciento de los sufragios. Binner reemplazaría a Giustiniani en la presidencia del PS desde 2012, y sería a su vez reemplazado por Bonfatti a partir de junio de 2016, y hasta estos días.

Planteadas las diferencias internas en torno al kirchnerismo, la rela-ción entre el oficialismo partidario y los socialistas que adhirieron al Gobierno no fue, por cierto, nada armónica en estos últimos años. En febrero de 2009, y a través del Comité de Etica partidaria, Giustiniani y Binner acordaron echar del partido a González y Basteiro, a quienes culparon entonces por los violentos incidentes registrados en septiem-bre de 2008 en Costa Salguero, que obligaron a suspender el congreso partidario que se disponía justamente a votar su salida. El PS negociaba entonces con la Coalición Cívica de Elisa Carrió y la UCR un renovado acuerdo electoral que disgustaba a la Casa Rosada.

El cimbronazo también afectó de manera decisiva a Carrió, que a pesar de sus desencuentros y por mucho tiempo siguió considerando a Bravo como un «padre político». Luego de participar de las elecciones presidenciales de 2003 y obtener un 15 por ciento de los votos, el ARI que fundara junto a Bravo y otros socialistas comenzó a sufrir un pro-ceso de migración de dirigentes, y su líder debió modificar estrategias. Algunas figuras trascendentes de aquel espacio se pasaron rápidamente

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al kirchnerismo, como Graciela Ocaña, que veinte días después de asumir su banca de diputada pidió licencia para conducir el PAMI, o Rafael Romá, luego embajador kirchnerista en Paraguay. Otros refe-rentes, como Eduardo Macaluse, Mario Cafiero o Carlos Raimundi, abandonaron el espacio años después cuando llegaron a la conclusión de que su jefa política se había «corrido a la derecha», modificando su plan original para sobrevivir en la escena política. La Coalición Cívica en las presidenciales de 2007 –en alianza con el socialismo y con Gius-tiniani como candidato a vice– UNEN y más tarde Cambiemos, con Mauricio Macri y la UCR como aliados, fueron las agrupaciones desde las que la fundadora de ARI continuó una carrera política con picos muy altos y caídas pronunciadas, pero que continúa hasta el presente, con base de sustentación en la ciudad de Buenos Aires. En buena medida, los mismos votantes porteños que apoyaron a Bravo en las urnas durante la década del noventa optaron por la rubia y volcánica diputada en las elecciones legislativas que siguieron a 2003, aunque esos mismos votantes le dieran la espalda cada vez que se candidateó para llegar a la Casa Rosada.

A diferencia de Carrió y ARI, el Frepaso diseñado por Carlos «Cha-cho» Alvarez en acuerdo con Bravo y otros dirigentes a mediados de los noventa, tuvo poca sobrevida. Dirigentes de su entorno, como Nilda Garré, Juan Pablo Cafiero, Darío Alessandro o Diana Conti participaron con entusiasmo de las distintas etapas del kirchnerismo, tuvieron cargos legislativos, embajadas y reconocimientos, mientras el Frente Grande –su agrupación original luego de dejar el PJ menemista– adhería al oficialista Frente para la Victoria. Golpeado de manera concluyente por su renuncia a la vicepresidencia en 2000, Alvarez se «autoexilió» en Montevideo: recomendado por los Kirchner, estuvo más de cuatro años como presidente de la Comisión de Representantes del Mercosur (desde 2005 hasta fines de 2009), y otros seis como secretario general de Aladi, hasta finalizar su mandato en agosto de 2017 y volver defini-tivamente al llano.

La reconfiguración del espacio progresista en torno al proyecto «nacional y popular» encarnado en Néstor y Cristina no sólo alcanzó al socialismo y al progresismo. Los otros dos campos de acción de Bravo durante más de medio siglo, el sindicalismo docente y los dere-chos humanos, también sufrieron severas mutaciones, influidos por la coyuntura y el posicionamiento de sus liderazgos.

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El liderazgo de la CTERA y los organismos de derechos huma-nos enfrentaron durante el kirchnerismo una situación análoga a la de Bravo cuando asumiera como funcionario de Raúl Alfonsín, a fines de aquel trascendente 1983. Tanto los sindicalistas docentes como las cabezas de la mayoría de los organismos de derechos humanos (incluida la APDH) tuvieron dificultades para señalar errores o criticar aspec-tos del kirchnerismo que buena parte de la opinión pública rechazaba, como los crecientes y repetidos casos de corrupción que afectaban a altos funcionarios.

Para el socialista, su cercanía al líder radical y sus deberes como integrante del Ministerio de Educación lo inhibieron por un tiempo de señalar con total libertad sus divergencias de manera abierta, aunque sí lo hiciera –y muy seguido– en privado. Eso ocurrió, al menos, mientras fue parte de aquel proyecto que abandonó a mediados de 1987, enojado por las leyes de perdón que beneficiaron a integrantes y responsables de las atrocidades cometidas durante la dictadura militar.

Terminado el gobierno de la Alianza, al que combatió desde la continuidad de la Carpa Docente e incontables medidas de fuerza –apoyadas por Bravo desde su banca de diputado socialista–, y luego de la transición encabezada por Eduardo Duhalde, el gremialismo docente dejó de lado las protestas y los paros. Entusiasmados por las mejoras introducidas en las condiciones laborales y salariales de los maestros y profesores, la entidad se transformó en fervoroso acompa-ñante de la política oficial, con Hugo Yasky como cabeza visible. Ya en la última etapa de su vida Bravo había dejado en claro sus diferencias metodológicas con esa dirección de la CTERA que, desde su partida, había sido copada por el peronismo. Medidas dispuestas desde la Casa Rosada por Mauricio Macri a partir de diciembre de 2015, como las reformas previsional y laboral, los cambios en la representación de las entidades educativas durante la discusión paritaria o el achicamiento sistemático de la planta de empleados estatales, incentivaron procesos reunificación de los espacios gremiales y la vuelta a la protesta calle-jera, con final aún abierto.

Los organismos de derechos humanos, un colectivo donde Bravo era y es considerado todavía una figura emblemática, recibieron apoyo y honores desde el poder por primera vez desde que comenzaron su lucha por la aparición con vida de sus hijos y nietos. El resultado de ese acercamiento, que sin dudas no fue del todo inocente y que en algunos

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casos incluyó además la cesión de cuantiosos fondos públicos por parte del Estado, era previsible: muchos de ellos, como la titular de Madres de Plaza de Mayo Hebe de Bonafini –con quien Bravo siempre se llevó muy mal– o la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, se convirtieron en férreos defensores de las políticas oficiales. Otros dirigentes cercanos al maestro, como el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, compañero de celda de Bravo en la unidad 9 de La Plata en los años setenta, Nora Cortiñas (Madres Línea Fundadora) o Graciela Fernández Meijide, su ex compañera de la APDH, se man-tuvieron a distancia de las políticas de seducción de la década kirchne-rista. La «grieta» también llegó a los organismos, que ya no contaron con demasiados dirigentes como Bravo para trabajar sobre consensos y buscar puntos en común, mientras el kirchnerismo reescribía la historia de la lucha de los derechos humanos. En ese punto, Kirchner minimizó el aporte de Alfonsín al bajar los cuadros de los militares en la ex EMA, y llegó incluso a revisar el Nunca Más: promovió una nueva edición en 2006 sin el prólogo de Ernesto Sábato, y abjuró de la teoría de los Dos Demonios, glorificando la violencia de los grupos armados, sobre todo los de origen peronista.

 En este contexto, y sin el desgaste que le hubiera significado tener

que tomar una posición, Bravo fue tomado como «bandera» por unos y otros. Hubo quienes lo hicieron porque lo querían y respetaban, mien-tras que otros intentaron utilizar la figura del maestro con indisimuladas intenciones políticas. Los unió, con todo, un objetivo común: rescatar su memoria y mostrarlo como un ejemplo para las nuevas generaciones. 

En mayo de 2007, Marta Bravo se quejó porque Jorge Telerman, candidato a continuar como jefe de gobierno porteño –terminó el man-dato de Aníbal Ibarra, destituido luego de la tragedia de Cromagnón– llevaba la foto de su marido en los afiches de campaña. La viuda de Bravo decía que la familia no había sido consultada, aunque el presi-dente del Partido Socialista porteño, Roy Cortina, sostuvo que sí había hablado con ella. «Hablé con Marta, la viuda de Bravo, pero a (Héctor) Polino y a (Raúl) Puy les duele el afiche porque no lo pueden refutar», sostuvo Cortina en referencia a sus dos compañeros de partido, que no compartían la iniciativa. «No creo que él hubiera apoyado al pelado», le volvió a contestar Marta, mientras daba su apoyo al kirchnerista Daniel Filmus. «Es como Alfredo Bravo, un educador destacado y una persona

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honorable», dijo Marta. Junto a Telerman estaba Elisa Carrió, a quien Marta veía «detrás» de la iniciativa.

Fue, en todo caso, una pelea estéril. Telerman y Filmus perdieron esa elección, que dio inició a los ocho años que Mauricio Macri estuvo al frente de la jefatura de gobierno porteña.

En mayo de 2008, el entonces vicepresidente Julio Cobos y la ya gobernadora de Tierra del Fuego, Fabiana Ríos, encabezaron en el salón de los Pasos Perdidos del Congreso un acto en su homenaje, al cumplirse cinco años de la partida de Bravo. También estuvieron los socialistas Oscar González y Ariel Basteiro, y el ex jefe de gobierno porteño Aníbal Ibarra. El evento se denominó «Querido Alfredo» y allí se recordó el nunca publicado libro de Bravo sobre la vida de su primo tanguero, Enrique Delfino, que terminó redondeando su colaborador de siempre, Jorge Tula. Susana Rinaldi cantó, esa tarde, Naranjo en Flor, de Homero Manzi. «Como docente lo admiraba por su lucha, su empuje, su calidad de persona. Después viene la lucha militante, y toda la persecución, la tortura, el secuestro, y rendirle al país todo lo que pudo hasta sus últimos días. Ha sido un hombre impecable, con una trayectoria limpia, desinteresada, y un compañero inestimable», dijo Estela de Carlotto cuando terminó el homenaje. «Miles de argentinos que aprendieron a leer y escribir de la mano de Alfredo hubiesen que-rido decirle gracias Alfredo por el ser humano que fuiste y lo que nos dejaste», agregó entonces Fabiana Ríos.

A fines de julio de ese 2008, Marta llegó a la Casa Rosada. La reci-bió la ya presidenta Cristina Kirchner, y el intermediario fue González, entonces flamante funcionario de la jefatura de gabinete. También estuvo Basteiro en aquella reunión, donde Cristina le dijo a Marta que admiraba a Bravo, sin mencionar que cinco años antes había impul-sado que la banca que pretendía el PS fuera asignada a María Laura Leguizamón. 

Cinco años después, en 2013, una legislatura porteña repleta de referentes de la política se reunió para homenajearlo a diez años de su fallecimiento, convocados por la entonces legisladora porteña Susana Rinaldi. Hablaron, además de la organizadora, la madre de Plaza de Mayo Nora Cortiñas, la ex titular de la CTERA Marta Maffei y el perio-dista Horacio Verbitsky.

«Alfredo fue un maestro, no sólo para mí sino para toda una gene-ración de militantes socialistas. No fue sólo nuestro referente político y

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símbolo de la resistencia frente a la dictadura, también ha sido un ejem-plo de consecuencia militante», expresó Jorge Rivas en el video que se emitió ese día. «Teníamos dos miradas diferentes de cómo construir la CTERA (…) siempre estaba de buen humor, más allá de sus berrinches y lo cascarrabias que era. Siempre con un chiste, y normalmente de los picantes», lo recordaba Delia Bisutti, ex dirigente de la central educativa y legisladora por ARI y más tarde el kirchnerismo.

En la misma semana, la legislatura porteña sancionó (por iniciativa de Rinaldi y Bisutti) la ley que impuso el nombre de «Maestro Alfredo Bravo» a la plazoleta ubicada en la calle Vilela, entre Mariano Acha y la Avenida Ricardo Balbín, en el barrio de Saavedra, a doscientos metros de su casa. Un homenaje que, seguramente, le habría despertado alguna sonrisa socarrona al homenajeado.

Un ejercicio, varias certezas

¿Qué hubiera hecho Bravo ante ese escenario tan cambiante? ¿Cuáles hubieran sido sus posturas frente a la pareja presidencial kir-chnerista, que lo apreciaba personalmente aunque distó de apoyarlo en sus batallas finales? ¿Y frente al gobierno de Cambiemos, del que su ex aliada Carrió y los radicales son hoy parte integrante? La polarización de la sociedad, que se mantiene intacta más de dos años después del fin del gobierno de Cristina Kirchner, tiñe las hipótesis de quienes lo conocieron bien.

Para Antonio Bonfatti, actual presidente del Partido Socialista, «Bravo era un hombre de principios, estoy convencido de que hubiera apoyado cosas que le hubieran hecho bien al país, como terminar con las AFJP o estatizar Aerolíneas. Pero en la gestión, y sobre todo en la política, hubiera estado en contra (del kirchnerismo)», asegura el ex gobernador santafecino. El ex gobernador tiene menos dudas todavía en relación a la postura de Bravo con respecto a Cambiemos. «No hay mucho que pensar, hubiera movilizado, impulsado alternativas, creo que sufriría si viera todo este retroceso, y apoyaría a los jubilados, los trabajadores, las pymes, es decir la mayoría de la Argentina», concluyó el actual presidente de la Cámara de Diputados de Santa Fe. 

«Sin dudas habría acompañado la política de derechos humanos del kirchnerismo. Pero era muy antiperonista, no creo que se hubiera

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sumado al Frente para la Victoria», analiza su hijo Daniel Bravo. Ricardo Solbes, su colaborador en el Ministerio de Educación, tiene una visión similar. «Creo que Alfredo hubiera apoyado lo que hizo Néstor en dere-chos humanos, más allá del dolor que sentía por la senaduría», agrega el dirigente radical. Para González, Bravo sí se hubiera sumado al proyecto kirchnerista.

«La vida de Alfredo esta indeleblemente marcada por tres obsesio-nes: la escuela pública –laica, gratuita y obligatoria–, incluido su des-precio por todo lo que significara enseñanza privada y, menos, confe-sional; los Derechos Humanos –en todas sus facetas– y, la lucha sindical de los trabajadores en general y de los docentes en particu-lar. A esas tres causas le dedico su vida. Ante las políticas llevadas ade-lante por el macrismo, ninguna favorable, sino al contrario, a aquellas preocupaciones, está claro que nunca podría haberlo apoyado y no me cabe ninguna duda de que hoy sería un claro opositor (rol en el que, además, se sentía siempre más cómodo que siendo oficialista).Y sobre todo estaría a las puteadas con los radicales, con quienes siempre tuvo una relación ambigua, de cercanía y polémica. No quería a los radicales de derecha tipo Angeloz pero recelaba también de los «pibes» de la Coordinadora; al que rescataba era a Alfonsin, pese a que le renunció. Y de sólo imaginarme lo que diría de Lilita, me estallan los oídos», bro-mea el ex funcionario kirchnerista.

«Alfredo fundó la APDH y presentó el primer proyecto de nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, por lo tanto siempre hubiera acompañado cualquier acción contra la impunidad», reflexionó su compañero de fórmula presidencial Rubén Giustiniani. De todos modos, aclaró que Bravo «no hubiera avalado los hechos de corrup-ción», y recordó que su posición frente al ballotage de 2003, que final-mente no se hizo, era la de votar en blanco. «El socialismo fue, de hecho, oposición al gobierno kirchnerista, más allá de apoyar medidas como la estatización de YPF o el fin de las AFJP», resumió el hoy diputado provincial santafecino.

 »Si hoy estuviera vivo estaría a las puteadas contra el gobierno macrista por cuestiones como la desaparición de Santiago Maldonado. Y marcaría diferencias con los dirigentes de derechos humanos, hoy tan teñidos por sus intereses. Hubiera pateado tableros, y la prensa lo habría escuchado», confronta Lucía Alberti, miembro de la mesa chica de la APDH en el retorno de la democracia al país. «Hubiera representado

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al verdadero socialismo, decía que los peronistas eran burros. Entre Cristina y Néstor se quedaba con ella, decía que era más inteligente», se sonríe Susana Rinaldi.

«No tengo ni idea de qué hubiese hecho, he tenido tantas sorpre-sas estos años que no quiero arriesgar. Pero de lo que sí estoy segura es que hubiera hecho las cosas por convicción, no por conveniencia económica o política. Más allá de las diferencias que tuvimos, eso me queda claro: no hubiera buscado estar donde calienta el sol», define Fernández Meijide.

«Es un personaje de un socialismo que ya no existe, de una política que tampoco existe. Sus convicciones eran principios, era lo opuesto a lo acomodaticio y no se dejaba llevar por los sondeos de opinión», reflexiona Daniel Goldman, rabino e integrante de la APDH desde los años ochenta.

Más allá de las diferencias de criterio y postura en el análisis de lo que pudo haber sido, hay de todos modos, algunos consensos básicos: el nulo interés que Bravo demostraba por lo material –vivió en la misma casa durante treinta años, nunca cambió el auto ni le interesaban las vacaciones en playas exclusivas, renunció a su jubilación como funcio-nario– es digno de los mejores elogios y lo convierte, de por sí, en un rara avis para una clase política acostumbrada a los privilegios, la ostentación de una riqueza no siempre bien conseguida y la búsqueda del poder en sí mismo.

La coherencia entre el decir y el hacer –representada por sus suce-sivas renuncias a cargos importantes en un ministerio, en un partido o en una coalición oficialista– refuerza ante socialistas de todos los pela-jes, radicales, peronistas y hasta miembros de Cambiemos la imagen del político comprometido con el destino de su país, pero por sobre todo consecuente con las ideas que lo formaron como dirigente gremial, político y de derechos humanos.

Es cierto: tuvo limitaciones. No llegó a Presidente, ni a gobernador, ni siquiera a ministro. Tal vez no accedió a esos cargos y privilegios porque le faltaba ambición real de poder; o por no querer pagar el costo personal que implicaban algunas decisiones trascendentes; o porque siempre se sintió más cómodo como opositor que en el oficialismo en todos los frentes, o porque nunca pudo ni quiso moderar un carácter volcánico e impulsivo que muchas veces le hacía decir lo que pensaba sin reparar en las consecuencias. En todo caso, es tarea de quienes

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202 UN MAESTRO SOCIALISTA | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

representan hoy el espacio progresista preguntarse por la construcción de una alternativa tan alejada del neoliberalismo como de la tentación populista.

A Bravo le disgustaba que a la gente la recordaran en su día de nacimiento, y odiaba la «vocación por festejar la muerte» que tenía la Argentina. Se hayan hecho los homenajes el 30 de abril o el 26 de mayo, el recuerdo de su múltiple actividad pública sigue vigente tres lustros después de su adiós. Varias calles, escuelas y bibliotecas de distintas partes del país (una callecita de su Concepción del Uruguay natal, una escuela de Godoy Cruz en Mendoza, otra escuela en La Matanza, una biblioteca popular en Avellaneda, por dar sólo algunos ejemplos) llevan su nombre. Uno de los dirigentes más cercanos a Elisa Carrió, el legis-lador porteño Maximiliano Ferraro, presentó en 2014 un proyecto para que el Ministerio de Educación de la ciudad se llame Alfredo Bravo. En diciembre de 2017 la legislatura porteña aprobó un proyecto del titu-lar del PS porteño Roy Cortina para que la estación Callao, del subte B, a metros de la clínica en la que falleció, sea renombrada con su apellido.

En la escuela Agote, donde fue director desde 1961 hasta fines de 1974, sus huellas también siguen vigentes en el caluroso final de 2017. En las paredes del amplio patio con techo de chapa resisten las placas de homenaje de la legislatura porteña a su memoria, en su primer y décimo aniversarios póstumos. En el lugar donde funcionaba la dirección, que Bravo había adornado con recuerdos personales y un cuadro del escri-tor Esteban Echeverría, sigue estando la misma bandera argentina den-tro de un armario vidriado, donde el director solía sacarse fotos.

«Él se reconocía siempre como maestro de grado, y si perdés ese perspectiva, que tiene al alumno y al aula en el centro de tu preocu-pación, perdés tu identidad, la identidad del maestro argentino», dice Adriana Marcet, que desde 2011 es la directora de esa modesta escuela primaria estatal del barrio de Chacarita en la que Bravo llegó a lo más alto de su carrera como docente.

Alfredo Bravo fue, como él mismo se definía, muchas cosas a la vez, y nunca un político tradicional. Marcet recuerda esa frase que siempre emocionaba a sus colegas y simpatizantes.

–Soy maestro, maestro de grado –corregía a quienes lo llamaban profesor. Toda una definición de sus prioridades en la vida.

Quince años después de su muerte, y más allá de que toda idealiza-ción supone obviar errores políticos y personales evidentes propios de

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203LA HERENCIA, QUINCE AÑOS DESPUÉS

su condición de dirigente y ser humano, su original legado de autentici-dad política y personal, honestidad en el ejercicio de la función pública, coraje y consecuencia con sus ideas en los lugares por los que transitó, aporta luz y claridad en una Argentina que parece condenada a repetir viejos vicios y errores. Un país que todavía sigue buscando, a los tumbos y barquinazos, su verdadera identidad. 

A lo largo de su vida, Bravo fue el socialista que se negó a ser anti-peronista furioso y avalar los golpes de Estado, por lo que fue echado de su partido; también el sindicalista docente que durante décadas puso a la enseñanza y a los alumnos en el centro de sus intereses, lo que le valió el recelo de sus pares; el dirigente que se puso el traje del funcionario y abandonó más tarde la comodidad de ese cargo público cuando no pudo soportar una decisión que le dolía en el alma; quien se convirtió, desde la década del setenta en un símbolo de los derechos humanos que desechó utilizar su sufrimiento personal como trampolín para llegar más alto en la política; quien se embarcó, en el crepúsculo de su vida, en una prédica quijotesca en el desierto sólo para cumplir un sueño y difundir los valores en los que creía.

Tal vez ese puñado de pequeñas grandes decisiones de su vida pública sirvan de módico pero potente ejemplo para las generaciones de políticos y ciudadanos que vienen.

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205Un maestro socialista

Libreta de enrolamiento, otorgada en 1943, y que contiene sus antecedentes militares.Gentileza: Familia Bravo.

Francisco Bravo y Angela Conte, padres de Alfredo. Gentileza: Familia Bravo.

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206 Un maestro socialista | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

Con su cuñado Héctor Cuevas, Plaza España, enero de 1948. Gentileza: Familia Bravo.

El joven maestro Bravo en su primer destino: la escuela de la localidad de Vedia,a mediados años de los años cuarenta. Gentileza: Familia Bravo.

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207Un maestro socialista

Bravo y su mentor, Américo Foradori, a fines de los años cincuenta. imaGen de video

Bravo y Marta se casaron en diciembre de 1950. Gentileza: Familia Bravo.

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208 Un maestro socialista | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

El Maestro y su alumno «Cachi» Rufino, escuela Alberdi, 1959. Fuente: Facebook.

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209Un maestro socialista

Alfredo y Marta con amigos, la noche de la presentación de su obra «El Cerco Se Cierra», 1966. Gentileza: Familia Bravo.

Bravo en un acto de la Confederación de Maestros, en 1966. Gentileza: Familia Bravo.

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210 Un maestro socialista | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

Archivos desclasificados donde aparece la declaración de Bravo en la Embajada de EEUU, agosto de 1978. Gentileza: Secretaría de DDHH de la Nación.

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211Un maestro socialista

Bravo con Carlos Alberto Rocchi, que sería el primer secretario general de la CTERA.Gentileza: Familia Bravo.

Telegrama de la APDH pidiendo al general Videla por la vida de Bravo. Gentileza: Memoria Abierta.

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212 Un maestro socialista | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

Junto a Francisco Montesanto, con quien vendió libros al ser liberado en 1979.Gentileza: Francisco Montesanto.

Foto de familia luego de su liberación, en 1978. Aparecen sus hijos Gustavo, Daniel,su esposa Marta, Dominga y su bebé, Hugo. Gentileza: Familia Bravo.

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213Un maestro socialista

Acto del Movimiento Judío por los Derechos Humanos, abril de 1984, junto a Jacobo Timerman y el rabino Marshall Meyer. Fuente: Facebook.

Acto de la CTERA, antes de las elecciones de 1983. Fuente: Agencia DyN.

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214 Un maestro socialista | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

Conferencia de prensa de la APDH, 1988, junto al pastor Etchegoyen, Eduardo Pimentely Graciela Fernández Meijide. Foto: La Nación.

Un cálido apretón de manos con el presidente Alfonsín,de quien Bravo fue subsecretario de la actividad docente. Gentileza: Familia Bravo.

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215Un maestro socialista

Bravo emocionado junto a su hijo Daniel, se convierte en diputado nacional, 1991.Foto: Francisco Pizarro La Nación.

Bravo, Estévez Boero y Raúl Dellepiane en la presentación de la fórmula presidencialdel Partido Socialista. Foto: Adriana Lestido, Agencia DyN.

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216 Un maestro socialista | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

Bravo y Meijide ingresan al despacho del jefe del Ejército, Martin Balza, 1994.Foto: Agencia DyN.

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217Un maestro socialista

Bravo reparte rosas junto a Carlos Jáuregui, elecciones de 1995.Foto: Claudio Espeche, Télam.

Jorge Tula le acomoda el saco, día de elecciones de 1995. Foto: Juan J. Rojas, La Nación.

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218 Un maestro socialista | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

Afiche de Bravo candidato a presidente de River, 1997. imaGen de video

Con Chacho Alvarez, en los buenos tiempos del Frepaso. Gentileza: Familia Bravo.

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219Un maestro socialista

Bravo con Nora Cortiñas y Adolfo Pérez Esquivel. Foto: La Nación.

Bravo ingresa al juzgado, donde está su torturador Etchecolatz, octubre de 1998.Foto: La Nación.

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220 Un maestro socialista | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

Brindando con De la Rúa y otros socialistas, antes del triunfo de la Alianza.Gentileza: Familia Bravo.

Boleta de lista de candidatos de la Alianza, 1999. archivo autor

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Boleta de lista de candidatos de la Alianza, 1999. archivo autor

Un maestro socialista

Los diputados aplauden y felicitan a Bravo, el legislador más veterano en 2002.Gentileza: Prensa Partido Socialista.

Abrazo con Elisa Carrió, durante la campaña de 2001. Gentileza: Prensa Partido Socialista.

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222 Un maestro socialista | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

Bravo electo candidato a Presidente 2003, junto a Giustiniani y González.Gentileza: Prensa Partido Socialista.

Bravo y Macaluse bromean con la camiseta de River, durante la Carpa Docente.Gentileza: Prensa Partido Socialista.

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223Un maestro socialista

Cuidando sus azaleas en la casa de la calle Vilela. Foto: La Nación.

Bravo preside una reunión ejecutiva del PS, en 2003. Gentileza: Prensa Partido Socialista.

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224 Un maestro socialista | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

Bravo pensativo en su despacho del Congreso. Foto: La Nación.

Bravo y su nieto Leandro en el Taunus. Gentileza: Familia Bravo.

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225Un maestro socialista

En un acto de campaña, hacia 1989. Gentileza: Javier García.

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227UN MAESTRO SOCIALISTA

AgrAdecimientos

El revés de la trama

onocí a Alfredo Bravo a fines de septiembre de 1994. Era entonces un joven periodista del semanario Masortí («El tradicionalista»), publicación del Seminario Rabínico

Latinoamericano, y llegaba a su despacho en el piso 13 del anexo de la Cámara baja para consultarlo a propósito del décimo aniversario de la aparición del Nunca Más.

De aquella entrevista en su escritorio, lleno de carpetas con pape-les y fotos, me quedaron grabadas en la mente señales de un combo original e irrepetible. Se alojaron allí en la memoria las marcas que los torturadores habían dejado en la boca y los movimientos del enton-ces diputado de la Unidad Socialista, que convivían con un tono can-chero y amigable, junto a las bromas subidas de tono casi permanentes y una disposición casi insólita para abrirme las puertas de su despacho y brindarme su tiempo, siendo el representante de un medio ignoto de repercusión estrictamente comunitaria. No fue, por cierto, una casua-lidad: el fundador del seminario, el rabino norteamericano Marshall T. Meyer, había sido uno de sus mejores compañeros de lucha en la APDH durante los tormentosos años setenta, y había fallecido pocos meses antes de aquella nota.

También recuerdo de aquel primer encuentro que me causaron gracia sus gruñidos y quejas por tener que posar, una y otra vez, para la cámara de Alejandro Awruch, el fotógrafo que me acompañó a su despacho en el anexo de la Cámara de Diputados.

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228 UN MAESTRO SOCIALISTA | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

A través de los años seguí en contacto periodístico con él, por lo que me pareció natural, hacia 2001, trabajar en un perfil de su vida polí-tica y personal para afrontar el trabajo de tesis del Master en Periodismo del diario La Nación y la Universidad Di Tella, que cursé en ese convul-sionado año para el país y el mundo. Por espacio de varios meses, que se transformaron en un año por obra y gracia de sucesivas y mejoradas versiones, me transformé en una insistente –y muchas veces molesta– estampilla pegada a Bravo: lo acompañé a varios actos de la campaña a senador, estuve en su casa y sobre todo en su altillo, fui con él en el Taunus amarillo modelo 80 hasta su amado club River Plate un día de votación, comí con él en una calurosa noche tanguera en la esquina Homero Manzi del barrio de Boedo. Cada tanto, mientras me comen-taba sobre sus amores y odios vinculados al mundo del periodismo, o de lo lindas que eran las piernas de alguna ministra menemista, me hacía notar, también, que le interesaba dejar su propia versión de los momentos más importantes de su historia.

–¿Usted quiere hacer mi biografía y no tiene mi teléfono? Anote –me retó en una de las primeras actividades a las que asistí.

Muchas de las entrevistas que realicé para aquel trabajo, hoy irre-petibles por el paso del tiempo, fueron reutilizadas en este libro. Los recuerdos de Héctor Pellerano, su dentista y compañero de la escuela primaria; un fax de puño y letra y ya casi ilegible del ex presi-dente Raúl Alfonsín hablando con cariño de su amigo y ex funcionario; un diálogo telefónico con su hijo menor ya fallecido Gustavo, forman parte de los tesoros que periodísticos que encontré de aquella primera investigación y que no pude ni quise dejar fuera del nuevo texto.

Ya como redactor de la sección política del diario La Nación, me tocó cubrir la trabajosa unidad del socialismo en 2002, la pelea final con Elisa Carrió luego de años de idilio político y su estrepitosa caída electoral en las elecciones presidenciales del 27 de abril de 2003. Debí también, por obra y gracia de mi editor de entonces Ricardo Carpena, escribir la nota necrológica sobre su muerte, cerrando un círculo que volvió a abrirse de manera sorpresiva quince años des-pués, cuando una serie de mudanzas familiares me permitió reencon-trar ese rico material de archivo y borradores de la investigación que creía perdidos para siempre.

Con cuarenta nuevas entrevistas, el movilizante regreso a su casa y a varias de las escuelas donde enseñó, y mucho material inédito

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229EL REVÉS DE LA TRAMA

descubierto durante la investigación, me embarqué en la dura travesía de escribir la historia de una vida intensa, o mejor dicho, varias vidas (la del maestro, el gremialista, el autor de obras de teatro y tango, el político, el funcionario, el militante, el bohemio irreductible) conden-sadas en una sola existencia. Destaco de ese cúmulo de información el resumen de su charla con diplomáticos de la embajada de Estados Unidos contando los horrores vividos, en agosto de 1978, que fue uno de los hallazgos más impactantes, no menos que su dolida y casi des-conocida carta a los compañeros socialistas, escrita días antes de su muerte, en mayo de 2003.

No puedo dejar de aclarar que me encontré, en el difícil y arduo trabajo de reconstrucción de esa vida extensa y multifacética, con una constante: todos aquellos que lo conocieron y estuvieron cerca de él, aún aquellos con quienes tenía un vínculo conflictivo, lo sentían cer-cano, como si no hubieran pasado quince años de su partida.

Tal vez para encontrar una respuesta a ese cariño inextinguible volví a repasar una y mil veces las notas que tomé en mis encuentros con él.

–Si va a escribir de mí, haga algo divertido. Yo no soy un político tradicional, siempre fui un rebelde y muchas cosas a la vez –me dijo entonces con tono admonitorio. Este libro es, entonces, un intento por contar los amores, los odios y las pasiones de un hombre convertido en un símbolo de austeridad, instinto de supervivencia y lucha por las convicciones, que tenía una visión lúdica de la existencia, alejada del marketing político y las encuestas. Parte de una generación de políticos y políticas que ya no existe o está en camino a desaparecer.

Como habrá notado el lector, el libro está estructurado, en su mayoría, de manera cronológica, aunque me permití tres excepciones: la introducción, en la que intenté condensar en tono literario charlas y visitas personales con frases dichas por Bravo a dirigentes y familia-res; el capítulo dedicado a sus pasiones, el futbol y la masonería, que atraviesan cada una de las etapas de su vida; y el apartado dedicado a su actividad parlamentaria, que contiene además anécdotas y curiosidades que podrían haber ocurrido casi en cualquiera de los doce años que Bravo pasó en el Congreso.

Agradezco aquí a todos aquellos particulares e instituciones que me ayudaron a reconstruir fragmentos de una vida tan particular como multifacética. El periodista Javier Fuego Simondet recorrió bibliotecas,

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230 UN MAESTRO SOCIALISTA | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

archivos y videos para juntar el material que sirvió de base para varios de los capítulos de este libro, sobre todo los vinculados a los primeros años y a sus pasiones futboleras. Esteban Tzicas llegó a nuestro primer encuentro con una lista de personas a las que «tenía» que entrevistar, y le puso humor ácido a mis pedidos más insólitos. Rubén Gerli y Sergio García, también miembros de aquel despacho tan particular, fueron muy generosos al compartir sus recuerdos casi a cualquier hora del día, al igual que Javier García, vocero de Bravo en sus últimos años, que me cedió videos, fotos y proyectos parlamentarios casi sin quejarse. Sin Daniel Bravo, muchas de las páginas de este libro hubieran sido imposibles, y por eso le agradezco la paciencia, al igual que a sus hijos Daniela y Leandro. Dominga y Hugo Campos me abrieron, con cariño y mucho interés por ayudar, las puertas de la casa de la calle Vilela, que custodian como un tesoro y en la que casi todo está como hace 15 años. En la planta baja, en su dormitorio, en los tres jardines con azaleas y en su pequeño pero entrañable altillo parece aún flotar el espíritu gruñón y divertido de Bravo.

Jorge Ríos accedió, después de cuarenta años de silencio público, a hablar de sus meses de cautiverio junto a Bravo, en una charla que recordaré siempre. La secretaría de Derechos Humanos que encabeza Claudio Avruj colaboró gentilmente con la cesión de los archivos del Departamento de Estado en los que aparece la charla de Bravo con diplomáticos norteamericanos en 1978. Oscar González también fue generoso al cederme perlas de sus archivos y detalles más que interesan-tes. El personal del Colegio Normal de Avellaneda revisó viejas carpetas y biblioratos hasta encontrar las huellas del Bravo estudiante de magis-terio a mediados de la década del cuarenta, y el diputado provincial Guillermo Bardón fue tenaz en su pedido a la Secretaría de Información Parlamentaria de la Cámara de Diputados hasta conseguir las interven-ciones en el recinto y los principales proyectos presentados. El fotógrafo Dante Cosenza y el encargado del archivo del diario La Nación, Juan Manuel Trenado, perdieron mucho tiempo buscando fotos significa-tivas para ilustrar este recorrido vital. Los periodistas Felipe Celesia y Damián Nabot leyeron el texto y me dieron útiles consejos. A través de Luciana Bertoia pude acceder a los documentos de la ONG Memoria Abierta, que el colega Werner Pertot me recomendó hacia el final de este trabajo. Fernando Finvarb fue a quien primero consulté cuando el libro era sólo una idea, y su respaldo y sabiduría me sirvieron de guía.

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Antonio Bonfatti, Presidente de la Cámara de Diputados de la Provincia de Santa Fe, creyó en el proyecto y en el potente ejemplo de coherencia que fue la vida de Bravo.

Vaya para todos ellos, y para otros tantos que seguramente olvido, mi gratitud, y un agradecimiento adicional por la confianza en mi honestidad intelectual, en tiempos difíciles para el periodismo y los periodistas.

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233Un maestro socialista

Fuentes consultadas

(2001-2002)

(2017-2018)

Héctor PelleranoOsvaldo Gazzola Norberto La PortaFernando FinvarbRaúl PuyElisa CarrióRaúl AragónJuan LlachAlicia HerborCarlos DelfinoCarlos AltamiranoJosé María Pasquini DuránCecilia MartinezHéctor Polino

Eduardo MacaluseJuan Carlos ValdézAdolfo Pérez EsquivelRicardo SolbesSusana RinaldiJuan Pablo CafieroFabiana RíosDarío AlessandroLucía Alberti

Alfredo BravoDaniel BravoGustavo BravoFrancisco MontesantoPaula Daniela BravoPastor Aldo EtechegoyenCarlos LancioniOscar GonzálezAlejandro RofmanJuan Ramos PadillaGustavo BélizAdolfo StubrinRaúl AlfonsínGraciela Fernández MeijideJuan Carlos Dante Gullo

Javier GarcíaMiriam PassarelloDaniel BravoEsteban TzicasSergio GarcíaFernando FinvarbHéctor PolinoMatías MendezRubén Giustiniani

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Rabino Daniel GoldmanHumberto Dellacasa (h)Rubén GerliMirta GianelliFederico StoraniFrancisco MontesantoRicardo MarcosGraciela Fernández MeijideMartin BalzaOscar González

BiBliograFía consultada

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Antonio BonfattiLeandro BravoJorge RíosAdriana MarcetHéctor DalmauDominga CamposHugo CamposAlejandro FinocchiaroFernando SuárezRoy Cortina

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238 Un maestro socialista | Vida, pasiones y legado de Alfredo Bravo

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Links y videosBravo habla sobre los sucesos de abril de 1953. Siglo XX Cambalache, primera parte.

Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=WucVz00eO1cSiglo XX Cambalache, segunda parte.

Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=1XuFoabKTdAVideo historia de la Camyp.

Ver en http://www.camyp.com.ar/articulo/Historia_44Programa Hora Clave, debate Bravo-Etchecolatz.

Disponible en www.youtube.com/watch?v=RoUB0aliTIY (Hora Clave)Video homenaje décimo aniversario del fallecimiento de Bravo. Legis-latura porteña, 2013.Video homenaje CTERA (2013)

Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=sKu3eHqwvK8Video homenaje Confederación Socialista (2013).

Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=ovXxI-s595QVideo homenaje de la Cámara de Diputados a la APDH, junio de 2014.

Disponible en http://www.apdh-argentina.org.ar/20140617_homenaje

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