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111 WALTER BENJAMIN. LA CRÍTICA LITERARIA Y EL ROMANTICISMO EN SU OBRA TEMPRANA (1914-1924) David Jiménez 1. Sobre Hölderlin El ensayo sobre Hölderlin fue escrito en el invierno de 1914- 1915, pero permaneció inédito hasta 1955, cuando fue inclui- do en una recopilación de escritos de Benjamin, publicada por Adorno y Scholem. Se ha señalado que este trabajo surgió bajo la influencia del círculo de Stefan George, cuyo empeño, en los años anteriores a la primera guerra mundial, fue dar nueva vida a la figura de Hölderlin como poeta heroico y revalorizar su poesía, empresa en la cual fue fundamental la edición de 1910 preparada por Norbert von Hellingrath. En su artículo sobre Las afinidades electivas de Goethe, escrito entre 1919 y 1922, Benjamin dedica al Hölderlin surgido de la interpretación de la escuela de George, y a su concepción del poeta como semidiós, unos cuantos renglo- nes de muy severa crítica. El propósito del ensayo es comparar dos versiones de un mis- mo poema: la primera titulada “Coraje del poeta” y la segunda, “Timidez”. Benjamin explicita, desde el párrafo inicial, que su intención no es hacer un comentario filológico sobre los dos poe- mas de Hölderlin sino un trabajo de crítica estética, por lo cual se siente obligado a comenzar con algunas precisiones metodo- lógicas, fundamentales para comprender su concepto de crítica en ese momento. Afirma, en primer lugar, que la condición pre- liminar para evaluar un poema es comprender la tarea poética implícita en él. Lo que determina la evaluación es la seriedad y la grandeza de la tarea en sí misma, aunque esto no implica tomar como punto de partida del análisis una supuesta visión del mun- do del autor o ciertos rasgos de su personalidad, como si la tarea pudiera derivarse de ellos. Por el contrario, la tarea poética se de-

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WALTER BENJAMIN. LA CRÍTICA LITERARIA Y EL ROMANTICISMO EN SU OBRA TEMPRANA (1914-1924)

David Jiménez

1. Sobre Hölderlin

El ensayo sobre Hölderlin fue escrito en el invierno de 1914-1915, pero permaneció inédito hasta 1955, cuando fue inclui-do en una recopilación de escritos de Benjamin, publicada por Adorno y Scholem. Se ha señalado que este trabajo surgió bajo la influencia del círculo de Stefan George, cuyo empeño, en los años anteriores a la primera guerra mundial, fue dar nueva vida a la figura de Hölderlin como poeta heroico y revalorizar su poesía, empresa en la cual fue fundamental la edición de 1910 preparada por Norbert von Hellingrath. En su artículo sobre Las afinidades electivas de Goethe, escrito entre 1919 y 1922, Benjamin dedica al Hölderlin surgido de la interpretación de la escuela de George, y a su concepción del poeta como semidiós, unos cuantos renglo-nes de muy severa crítica.

El propósito del ensayo es comparar dos versiones de un mis-mo poema: la primera titulada “Coraje del poeta” y la segunda, “Timidez”. Benjamin explicita, desde el párrafo inicial, que su intención no es hacer un comentario filológico sobre los dos poe-mas de Hölderlin sino un trabajo de crítica estética, por lo cual se siente obligado a comenzar con algunas precisiones metodo-lógicas, fundamentales para comprender su concepto de crítica en ese momento. Afirma, en primer lugar, que la condición pre-liminar para evaluar un poema es comprender la tarea poética implícita en él. Lo que determina la evaluación es la seriedad y la grandeza de la tarea en sí misma, aunque esto no implica tomar como punto de partida del análisis una supuesta visión del mun-do del autor o ciertos rasgos de su personalidad, como si la tarea pudiera derivarse de ellos. Por el contrario, la tarea poética se de-

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duce del poema mismo y no de datos biográficos o de manifies-tos ideológicos anteriores al texto comentado. Benjamin supone que cada poema crea una esfera particular y única, producto de su especial configuración. La esfera, por tradición figurativa, es la metáfora de la autonomía y en este caso significa que el poema impone sus propias leyes a los elementos de que está compuesto. Pero la imagen se extiende para aludir a un contenido de verdad que la obra, en sus límites formales, abarca y delimita. La bús-queda de esa verdad es tarea que corresponde por esencia a la crítica literaria. Cada obra de arte, afirma Benjamin, valiéndose de una cita de Novalis, posee en sí misma un “ideal a priori” que es la necesidad misma de su existencia y lo que le da su universa-lidad. En el poema, lo ideal aparece en síntesis con los elementos sensibles de la configuración, esto es, como “lo poetizado”. La obra es, pues, una nueva unidad: en ella se reúne lo que en la realidad se encuentra separado.

El término “lo poetizado”, central para la exposición metodoló-gica de Benjamin, proviene de Goethe (Hanssen 1997)1. Es un tér-mino para referirse a la obra artística como un microcosmos en el que se han armonizado lo semántico y lo fonético, lo ético y lo estético, lo sensorial y lo intelectual. Una categoría de síntesis y, añade Benjamin, un “concepto límite”, pues marca tanto las fron-teras como las transiciones entre los dos opuestos: forma y vida. Con el término “vida” no se refiere Benjamin a la biografía indi-vidual del poeta, sino a un material ya determinado por la forma.

1 El término alemán “das Gedichtete”, dice Lacoue-Labarthe, es considerado intraducible, porque el verbo “dichten” lo es, según él. Uno de los traductores franceses de Benjamin, Maurice de Gandillac, traduce “das Gedichtete” como “dictamen”, en el mismo sentido que tiene la palabra en español: lo que dicta la conciencia o un juicio de autoridad. Lacoue-Labarthe, en sus escritos sobre Benjamin, se atiene a esa traducción, basado en consideraciones etimológicas: “dichten” y “dictamen”, al parecer, vienen de la misma raíz latina. Tanto Hei-degger como Adorno utilizan la palabra, y sus traductores franceses, según anota Lacoue-Labarthe, por lo general, lo traducen como “poématique”. El tra-ductor español en la edición de Paidós, Luis Martínez de Velasco, traduce “lo poético”. El traductor del ensayo de Benjamin al inglés en Selected Writings, Stanley Corngold, traduce “the poetized”. Si, literalmente, “dichten” es poeti-zar y “Dichter” significa “poeta”, parece la mejor opción mantener la forma de participio sustantivado que posee “Gedichtete” en alemán y adoptar, como lo hizo el traductor inglés y lo respalda la destacada especialista Beatriz Hanssen, el témino “lo poetizado”. El contexto del ensayo también lo aconseja, por enci-ma de “lo poético”, “lo poemático” o “dictamen”.

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“La vida”, escribe, “es, en general, lo poetizado en el poema” (“Two Poems by Friedrich Hölderlin”, 2004, 20; “Dos poemas de Friedrich Hölderlin”, 1993, 140-141). Sin embargo, mientras más intenta el poeta convertir la vida inmediata, sin transformarla, en elemento artístico, más clara aparece su ineptitud. Es común en-contrar este tipo de torpeza en obras cuya defensa, e incluso de-manda, se basa en supuestos como “el sentimiento inmediato de la vida”, “la calidez afectiva” o la sensibilidad. En Hölderlin, en cambio, son otros los criterios para juzgar la poesía: la cohesión interna y la grandeza de sus elementos. “La vida, como uni-dad última, subyace a lo poetizado. Pero cuanto más prematu-ramente recurra el análisis de un poema a la vida misma como lo poetizado, sin enfrentar la elaboración de la intuición y la cons-trucción de un mundo espiritual, tanto más material, informe e insignificante, en sentido estricto, resultará ser el poema”, afirma Benjamin (2004, 20; 1993, 141). El método que se despliega en es-tas páginas toma como objeto propio del análisis no los elemen-tos sino las relaciones. Y el criterio de valoración derivado no es otro que la unidad del poema, la intensidad de la conexión entre los elementos intuitivos e intelectuales, entre la vida y la forma artística, ya indistinguibles en cada obra individual.

Lo poetizado implica la unión de forma y vida en un todo armó-nico, pero excluye, por igual, la vida como producto natural, sin arte, y la forma como artefacto mecánico, sin vida. Se trata, sin duda, de una unidad metafísica, a cuya tradición filosófica no es ajeno el pensamiento mismo de Hölderlin (Hanssen 1997). Esto puede atestiguarse fácilmente con algunas citas tomadas de los ensayos del poeta. Existe entre los hombres y su mundo, afirma Hölderlin, una “conexión más alta” que la mera conexión me-cánica entre las cosas, un “más alto destino”; a esta “conexión” le da Hölderlin el nombre de “lo más sagrado”, porque “en ella se sienten reunidos ellos mismos y su mundo” (Hölderlin 90). Esta unidad no puede ser obra sólo del pensamiento, pues éste, en sí mismo, no puede reproducir sino las relaciones vitales, las leyes de la vida, y no lo que está por encima de la vida como necesidad. Las relaciones infinitas pueden ser pensadas, pero no agotadas por el pensamiento:

Ni sólo a partir de sí mismo ni únicamente a partir de los obje-tos que lo rodean puede el hombre experimentar que hay en el

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mundo más que un discurrir mecánico, que hay un espíritu, un dios, pero sí puede experimentarlo en una relación más viviente, elevada por encima de la necesidad, relación en la que él se sos-tiene con aquello que le rodea. (Hölderlin 93)

Esa unidad de todo lo viviente en una conexión más elevada es lo que busca Benjamin, y no encuentra, en la primera versión del poema de Hölderlin, “Coraje del poeta”. El sentimiento de la vida aquí es difuso e indeterminado, porque se fundamenta en una convención formal, la mitología griega, y no en una intuición viva del mundo. El dios sol, deidad agonizante al finalizar el día, es el símbolo de la identidad entre el ocaso y el destino del poe-ta, un morir convencionalmente poético, según Benjamin, pues depende todavía de una visión idílica de la naturaleza y de su belleza plástica y puramente formal. Por otro lado, el coraje del poeta se basa en el sentimiento de unión con el pueblo. Y aquí, de nuevo, Benjamin cuestiona el valor de la conexión entre el destino del pueblo y el destino del poeta: como nexo natural, no alcanza a dar razón de una vida poética, pues para ello tendría que insertarse en un orden espiritual más elevado. Si el coraje del poeta, el valor de su propia muerte, depende de su unión con Dios y con el pueblo, la objeción apunta a que, en este poema, el dios pertenece a una mitología antigua ya sin vigencia y no dispone de vida para comunicar a la obra poética, mientras que el pueblo, un tópico al cual fue particularmente afecto el poeta Hölderlin, constituye apenas un lazo natural entre los hombres, no una conexión trascendente.

Benjamin distingue, en este ensayo, lo mítico de lo mitológico. Lo mitológico es una organización estereotipada de mitemas, con el consiguiente debilitamiento de sus tensiones recíprocas. Por el contrario, escribe Benjamin, “el análisis de las grandes obras de la literatura deberá enfrentar, como expresión genuina de la vida, no el mito sino la unidad producida por la fuerza de los elementos míticos en tensión entre sí” (2004, 20; 1993, 141). El mismo título de la primera versión, “Coraje del poeta”, es un topos mitológi-co: el topos del poeta heroico, del intercesor o mediador entre los dioses y los hombres. En la segunda versión se abandonan los mitologemas del sol poniente, del héroe mediador y del bardo del pueblo. Como lo ha señalado Lacoue-Labarthe, Benjamin in-tuye que, deshaciendo lo mitológico y sus rígidas subordinacio-

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nes jerárquicas, la segunda versión refuerza lo mítico (“Poetry’s Courage”, Lacoue-Labarthe 174-175). A diferencia de la primera, en que la vida aparece representada sin mito y sin destino, den-tro de una esfera espiritual reducida y con débiles y convencio-nales vínculos entre dioses y hombres, la segunda es mítica en el sentido más fuerte: “la identidad de cada ser individual está allí en función de una cadena infinita dentro de la cual se desplie-ga lo poetizado” (Benjamin 2004, 25; 1993, 148). Benjamin afirma que esta ley de identidad que rige las relaciones entre las esferas de la vida y de lo celestial es también la ley formal fundamental de “lo poetizado”: todos los elementos del poema manifiestan una intensa interdependencia y ninguno puede ser comprendido ais-ladamente sino en su articulación con el todo. En este ensayo, lo mítico significa un mundo de nexos infinitos, de múltiples rela-ciones presididas por la ley de la identidad. La poesía convierte las figuras extraídas de la vida en elementos de un orden mítico, al cual pertenecen tanto el pueblo como el poeta, ambos trans-puestos al círculo del canto como si compartieran la unidad de un mismo destino poético (2004, 28; 1993, 154)2. Se cumple, así, el criterio de valoración estética ya propuesto en otro lugar del ensayo: “las obras artísticas más débiles se vinculan a un senti-miento inmediato de la vida; las más fuertes, con respecto a su propia verdad, se vinculan con una esfera ligada a lo mítico: lo poetizado” (2004, 20; 1993, 140).

En el plano sensible del sonido, la unidad está simbolizada por la rima. El poema “Timidez” de Hölderlin, en su segunda estro-fa, dice: “¡Que sea conveniente para ti todo cuanto te suceda! / Que rime con la alegría”. Benjamin llama la atención sobre el uso del verbo rimar en estos versos. Su función es hacer audible, perceptible en el tiempo, un orden espiritual, el de la alegría, en

2 En el ensayo sobre Hölderlin, la palabra “mítico” carece de las connotacio-nes peyorativas que adquirirá más tarde en otros trabajos de Benjamin. Mito no significa aquí lo opuesto a la verdad de la filosofía, significado que surgirá más tarde en la obra de Benjamin, y quizá por primera vez, según Hanssen, en su ensayo sobre Las afinidades electivas de Goethe. Sin embargo, la idea del mito, con resonancias positivas o negativas, aparecerá a lo largo de toda su obra, lo cual explica por qué Adorno considera que “la reconciliación del mito es el tema de la filosofía de Benjamin” (1995, 18). También Scholem escribió: “el espíritu de Benjamin gira, y seguirá girando mucho tiempo aún, alrededor del fenómeno del mito, que él aborda desde los más diferentes puntos de vista” (1987, 46).

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una cadena infinita correspondiente a las infinitas posibilidades de la rima. La homofonía es la manifestación sensible de una identidad no sensible, de un principio de asociación no discur-sivo mediante el cual las rimas, en series o cadenas abiertas a lo infinito, atestiguan que todo lo real es signo de algo oculto, un mundo de múltiples y armónicas correspondencias. De la misma manera, en los dos versos iniciales del poema: “¿Acaso no te son conocidos muchos seres vivos? / ¿No se deslizan tus pies por la verdad como por una alfombra?”, Benjamin resalta la asociación disonante en la imagen del segundo verso, de nuevo, como una relación unificadora, destinada a simbolizar, a través del símil “por la verdad como por una alfombra”, la identidad entre órde-nes tan distanciados.

En un ensayo sobre Hölderlin, emparentado con el de Benjamin, Adorno sostiene que en la poesía tardía de Hölderlin se cuestio-na la idea de la obra de arte como unidad simbólica y armonía estética entre lo finito y lo infinito (“Parataxis”, 1992, 119 y 125). Menciona las correspondencias hölderlinianas, súbitas asociacio-nes entre cosas remotas y no conectadas, y advierte que, por ser una búsqueda de los signos de lo absoluto en la más insignifican-te realidad, aproximan la poesía a la zona de la demencia y cons-tituyen una tendencia opuesta al principio discursivo (138). Sin embargo, no resalta su función unificadora sino, por el contrario, su pertenencia al campo de la parataxis, entendida ésta como las rupturas en las jerarquías lógicas y las interrupciones en las sub-ordinaciones sintácticas, que transforman el lenguaje del poema en un orden serial cuyos elementos se ligan de manera similar a la música. En un intento de incluir a Benjamin en la misma línea de su interpretación, Adorno señala que en el ensayo sobre los dos poemas de Hölderlin hay una clara percepción de la manera como el poeta suspende la lógica tradicional de la síntesis, en favor del concepto de serie (130). Y cita este pasaje: “en el centro del poema, hombres, dioses y príncipes están dispuestos en for-ma serial, separados de sus viejos órdenes jerárquicos”. La crítica de la síntesis y el repudio del idealismo, sostiene Adorno, alejan a Hölderlin de la esfera mítica (144). No obstante, en el contex-to de las palabras de Benjamin citadas por Adorno, se entiende que las divinidades, seres humanos y príncipes han perdido su conexión con las viejas jerarquías, sólo para reintegrarse en otra unidad más alta, mítica, impuesta por el poema según el princi-

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pio de la identidad. En este aspecto, el ensayo de Benjamin más bien se contrapone al de Adorno y queda muy lejos de las ruptu-ras paratácticas y de la técnica serial, centrado en su idea de un cosmos poético regido por la unidad y la armonía como princi-pios no sólo estéticos sino metafísicos3.

Para la interpretación de Benjamin es muy significativo que, en la segunda versión del poema de Hölderlin, la palabra “ancestro” haya sido reemplazada por “padre” y el dios sol por un dios del cielo, pues “la significación plástica, arquitectónica, del cielo es infinitamente mayor que la del sol” y, aun más decisivo para la argumentación, “el cielo significa tanto una expansión como una disminución de la forma, en comparación con el sol” (2004, 31; 1993, 161). De aquí se desprende un comentario importante para la argumentación de Benjamin: en la poesía tardía de Hölderlin hay una progresiva superación de la diferencia entre la forma y lo informe. En este punto del ensayo, se multiplican afirmaciones como éstas: “las formas del mundo poético son infinitas y al mis-mo tiempo limitantes”, “hasta la misma forma debe ser superada en el poema y disolverse en él” (2004, 32; 1993, 161-162), todo esto en función de un principio que Benjamin denomina “oriental”, principio místico que sobrepasa los límites y que, en la poesía tar-día de Hölderlin, niega dialécticamente el principio griego de la forma y del cosmos intelectual armónico (2004, 34; 1993, 167).

En la primera versión, “Coraje del poeta”, la belleza griega, vene-rada en la figura de Apolo, servía como refugio frente a la ame-naza de la muerte. La condición ética de la conducta del poeta consistía en la aceptación voluntaria del destino como determi-nado por la naturaleza, como necesidad. En “Timidez” hay una transición desde el campo de la pura necesidad y la preponde-rancia de la vida al reino de la libertad. Ni siquiera el dios deter-mina el destino del poeta: por el contrario, la deidad griega cae presa de su propio principio, la forma. Hasta el dios debe poner-se al servicio del poema (2004, 32; 1993, 162). Benjamin destaca

3 “Las intenciones filosóficas de Benjamin difícilmente pueden asimilarse a la dialéctica negativa que Adorno proyectó sobre el ensayo de su amigo. En lugar de aislar las operaciones de ruptura que Adorno llama técnica serial de Hölderlin, Benjamin buscó captar la ‘absoluta conexión’ del universo poético de Hölderlin”, escribe Beatrice Hanssen al respecto, en su detallado estudio “Two Poems by Hölderlin Interpreted by Walter Benjamin” (790).

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dos versos del final de la segunda versión: “nosotros venimos, con arte, y de los celestiales / traemos uno”. El dios es traído al poema y convertido en forma4. Hay aquí, según señala Benja-min en su exégesis, una inversión: en su muerta infinitud, el dios se ha transformado en objeto y el poema se apodera de él para que entre a formar parte de un todo cuyo punto determinante es ahora el destino poético. La muerte del poeta es el centro de la segunda versión; de este centro surge, en su origen, el canto. Y tanto la idea del arte como la idea de la verdad son expresiones de esa nueva unidad (2004, 34; 1993, 167).

En la primera versión, el coraje es sólo una cualidad. Hombre y muerte se encuentran encarados como rígidos opuestos, sin un mundo sensible compartido. El intento de encontrar una rela-ción profunda del poeta con la muerte pasa por la mediación del dios mitológico al cual pertenece la muerte en su figura de Parca. Pero siguen siendo ajenos el uno al otro, cada cual en su mundo. En la segunda versión hay una desmitologización de la muerte, “un abandono de los estereotipos de la sacralización”, como dice Lacoue-Labarthe en “Poetry’s Courage”. En cambio, el mundo del héroe muerto se transforma en un nuevo mundo mítico al cual confluyen todas las relaciones: “en la muerte está la forma infinita y lo informe, la plasticidad temporal y la existencia espa-cial, la idea y lo sensorial” (Benjamin 2004, 34; 1993, 166). El prin-cipio que domina esta segunda versión del poema es el principio de identidad entre el poeta y el mundo. El coraje se define ahora como pasividad, inmóvil presencia, timidez.

El ensayo se cierra con una breve alusión al término “sobrie-dad”. Benjamin menciona la expresión de Hölderlin “sagrada sobriedad” para referirla a las últimas obras del poeta, surgidas, según él, de la más íntima certeza acerca del carácter sagrado de la vida que se expresa en ellas, más allá de cualquier exalta-

4 Benjamin utiliza dos veces la frase “Der Himmlische wird gebracht” (li-teralmente: “el celestial es traído”), derivada del verso de Hölderlin: “und von den Himmlischen / einen bringen” (“y de los celestiales / traer uno”). En la traducción española, las dos veces aparece “bringen” como “producir”: “produce lo celestial” y “produce a Dios” (1993, 162), con lo cual el lector podría desviarse hacia una comprensión por completo ajena al pensamiento de Benjamin en este ensayo. La traducción inglesa dice: “The heavenly one is brought” (2004, 32).

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ción sublime. Sin embargo, la vida de que se ocupa el poeta mo-derno ya no es la de los griegos ni admite la antigüedad clásica como modelo. Cuatro años más tarde, en su tesis sobre la crí-tica de arte en el romanticismo alemán, el autor va a detenerse en la contraposición entre lo prosaico, designación metafórica de lo sobrio, y el éxtasis o “pathos sagrado” del arte griego. Hölderlin, según el erudito estudio de Peter Szondi, concibe esa pasión sagrada como “el arcaísmo oriental de la antigüedad clásica” (113). Para el moderno, se trata de aprender la sobrie-dad, propia del arte occidental, sin perder el fuego arcaico. Y es la tensión entre “estado de ánimo fundamental” y “carácter artístico”, entre pasión y precisión, lo que constituye la esencia misma de la poesía.

Benjamin afirma, en El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán, que Hölderlin debe ser comprendido y valorado no sólo como poeta en el sentido moderno sino, en igual medida, como filósofo del arte, en unidad de concepción con la escuela román-tica en sentido amplio, en especial por su posición acerca de la sobriedad. La filosofía romántica del arte está impregnada por la concepción de la idea de la poesía como prosa. Identificada con lo prosaico, la sobriedad es tratada por Hölderlin, finalmente, como “la habilidad”, el lado constructivo, calculado, el aspecto técnico del arte. Pero el sentido de la técnica en poesía es dar una relación viva al poema, hacer de éste “una imagen de lo vi-viente” (“Fundamento para el Empédocles”, Holderlin 104). Sin embargo, Benjamin termina su ensayo con una consideración acerca del elemento oriental en los poemas finales de Hölderlin y, de manera particular, en “Timidez”. Casi todos los cambios de la segunda versión se orientan en esa dirección: imágenes, ideas, el significado de la muerte, todo parece surgir de la lucha de lo ilimitado contra la forma como apariencia que descansa en sí misma, en sus propios límites.

2. Sobre el lenguaje

En 1916 redactó Benjamin un borrador en el que recogía sus ano-taciones de lecturas y conversaciones con Gershom Scholem so-bre filosofía del lenguaje. El texto, titulado “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”, no estaba destinado a la publicación, pues era sólo una manera de “proseguir por es-

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crito las discusiones con Scholem sobre la esencia del lenguaje” (Witte 39; Scholem 1987, 48). Sin embargo, las implicaciones de este esbozo teórico se expanden por gran parte de su obra pos-terior, en especial por sus ensayos críticos sobre Goethe, Kafka, Proust y Baudelaire. Y podría afirmarse que también se aplican al ensayo sobre Hölderlin en cuanto proveen el marco para la concepción simbólica de la obra de arte.

En otro esbozo, redactado dos años más tarde y concebido igual-mente como anotaciones personales, esta vez sobre la filosofía de Kant, sin intención de publicarlas, Benjamin escribió:

Con la convicción de que el conocimiento filosófico era absolu-tamente cierto y a priori, en lo cual venía a ser el par de las ma-temáticas, Kant pasó casi inadvertido el hecho de que el conoci-miento filosófico tiene su expresión única en el lenguaje y no en fórmulas y números. [...] Un concepto de conocimiento adquirido por la reflexión sobre la naturaleza lingüística del conocimiento creará un concepto correspondiente de experiencia capaz de in-tegrar campos que el sistema de Kant no logró abarcar. El más destacado entre estos campos es la religión. (“On the Program of the Coming Philosophy”, 2004, 108)

Tanto en el ensayo sobre Hölderlin como en las notas sobre Kant y sobre el lenguaje resulta muy claro que Benjamin no admite una filosofía de la experiencia o del lenguaje que no se funda-mente en la noción religiosa de verdad. La experiencia es un continuum que va de lo sensible a lo suprasensible, así como los lenguajes se escalonan desde el lenguaje de las cosas hasta el len-guaje puro de origen edénico. En estos textos se encuentran las raíces de la idea de Benjamin sobre la función “redentora” de la crítica, esto es, de la crítica orientada hacia “el secreto de la redención codificada en el lenguaje”. Según Richard Wolin, la filosofía del lenguaje es uno de los capítulos más recónditos de una obra que no se caracteriza ciertamente por su fácil acceso; pero es ahí donde arraiga y se despliega la dimensión teológica del pensamiento de Benjamin, cuyos orígenes se esconden en los oscuros recovecos del saber cabalístico (37). La oposición entre la filosofía de Benjamin en estos primeros textos y la herencia de la Ilustración ha sido justamente subrayada por Wolin. En esto son muy explícitos los primeros párrafos del ensayo “Sobre el pro-grama de la filosofía futura” en los cuales aparece Kant restringi-

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do por el horizonte de su época y su obra bajo la constelación del Iluminismo. Toda crítica que se haga a su reducido concepto de experiencia, dice Benjamin, se extiende a la era moderna como conjunto. Y la principal crítica se dirige a la ceguera religiosa que aniquila los elementos metafísicos y deja la noción de experien-cia casi vacía de sus contenidos más elevados.

Para una aproximación inicial a la teoría de Benjamin sobre el lenguaje en su relación con la cábala, bastaría leer el primer ca-pítulo del libro de Gershom Scholem Las grandes tendencias de la mística judía, en especial el numeral cinco. Ahí aparecen los prin-cipios básicos de la concepción cabalística del lenguaje que, con escasas variaciones, son los mismos que fundamentan el ensayo de Benjamin. Para los cabalistas, dice Scholem, el lenguaje es mu-cho más que un instrumento de comunicación. En su forma pura, el lenguaje tiene un valor místico, pues se origina en la palabra creadora de Dios y no en una convención. Aun el habla corriente del hombre, cuya función principal es, en apariencia, de naturale-za práctica, refleja el lenguaje creador de Dios:

Toda creación —y éste es un principio fundamental para la ma-yoría de los cabalistas— no es, desde el punto de vista de Dios, más que una expresión de su ser oculto que comienza y termina al darse a sí mismo un nombre, el nombre sagrado de Dios, el acto perpetuo de creación. Todo lo que vive es una expresión del lenguaje de Dios y, en última instancia, ¿qué es lo que manifiesta la Revelación sino el nombre de Dios? (Scholem 1996, 27-28)

En la facultad del lenguaje y en su análisis místico, concluye Scholem, está la clave para llegar a los secretos más profundos del Creador y de su creación, fórmula que vale, parcialmente, para la obra de Benjamin dedicada al tema, sin distinciones, en este caso, entre textos tempranos y textos tardíos5. Wolin, en la

5 Benjamin insinuó, más de una vez, que sólo quien estuviera familiarizado con la Cábala podía entender algunos de sus textos más difíciles, en particular la introducción al estudio sobre el drama barroco alemán (Trauerspiel). En la dedicatoria de este libro a su amigo Scholem, Benjamin escribió: “A Gershom Scholem, para la última Thule de su biblioteca sobre la Cábala”, como si pensara que el lugar apropiado para esa obra era una colección de libros sobre el tema. Scholem mismo se muestra sorprendido y comenta que Adorno alguna vez le preguntó qué tan justificada era la declaración de Benjamin. “¿Había cedido a la tentación de una pequeña fanfarronada, o bien pretendía cifrar de esta mane-

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misma dirección, propone un paralelo entre la concepción benja-miniana de la obra literaria como jeroglífico de la vida redimida y la idea cabalística de un estado de redención cuya naturaleza puede intuirse a través del análisis lingüístico de los textos sa-grados (39).

El punto de partida de Benjamin en su ensayo sobre el lenguaje es una afirmación muy cercana a la cita de Scholem: la realidad del lenguaje no se extiende sólo a los campos de expresión espiri-tual del hombre, sino a todo sin excepción. No hay acontecimien-to o cosa en la naturaleza animada o inanimada que no participe de alguna forma en el lenguaje, pues es esencial a toda cosa co-municar su propio contenido espiritual. Una de las declaraciones esenciales, legible entre líneas a lo largo de todo el ensayo, es ésta: “el lenguaje es el ser espiritual de las cosas” (“Sobre el lengua-je en general y sobre el lenguaje de los hombres”, 1967, 93; “On Language as such and on the Language of Man”, 2004, 66). La im-portancia de este principio para la argumentación de Benjamin aparece más clara si se relaciona con la idea del lenguaje como medium en el cual se comunica el ser espiritual de cada creatura y cuyo flujo ininterrumpido recorre toda la naturaleza, desde las formas inferiores de existencia hasta el hombre y desde el hom-bre hasta Dios. La naturaleza entera también está atravesada por el lenguaje no hablado, residuo de la palabra creadora. Cada len-guaje superior es traducción de otro inferior y este despliegue, hasta llegar a la palabra de Dios, constituye la unidad espiritual que abarca todo (1967, 102-103; 2004, 74).

En el relato bíblico de la creación se dice que el hombre no fue creado, como lo fueron las cosas, mediante la palabra. El hombre fue hecho de tierra y luego recibió el aliento de Dios. En la creación de la naturaleza, aparece clara la relación de cada acto con el len-guaje creador: comienza con la omnipotencia creadora de la pala-bra y finaliza con la asignación del nombre a cada cosa. La relación absoluta del nombre con el conocimiento de la cosa existe sólo en Dios, pues sólo en Él coinciden la palabra creadora y el conoci-

ra el reproche de incomprensibilidad, remitiéndose a algo más incomprensible todavía, como en general parecía ser la Cábala?”, se pregunta Scholem. Entre líneas puede leerse el escepticismo del más importante estudioso del tema con respecto a la pretensión de Benjamin (1987, 132-133).

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miento perfecto de lo creado, lo cual quiere decir que Dios hizo las cosas cognoscibles en sus nombres. Al hombre, por el contrario, no lo creó Dios mediante la palabra ni lo nombró. Le fue otorgado el don del lenguaje y fue así elevado por encima de la naturaleza. Dios descansó cuando le confió el lenguaje que le había servido como medio de creación. Pero el lenguaje humano, privado de la virtud creadora, se limita al conocimiento. Aunque el ser espiri-tual del hombre sea el lenguaje en el cual se originó la creación, el lenguaje humano es sólo el reflejo de la Palabra divina, por lo cual el nombre queda tan distante de la Palabra como el conocimiento lo está de la creación. El lenguaje humano permanece limitado y analítico por naturaleza, en comparación con la infinitud absoluta y creativa de la Palabra divina (1967, 96; 2004, 68).

La pregunta que no tarda en surgir con respecto a este ensayo de Benjamin es la siguiente: ¿Existe la posibilidad de plantear el problema del lenguaje de otra manera que no sea en relación con Dios? ¿Estamos frente a un argumento teológico que implica aceptar el texto bíblico en cuanto revelación? Benjamin mismo responde a estas preguntas cuando explicita que no está den-tro de sus propósitos hacer una interpretación de la Biblia ni considerarla como verdad revelada, sino indagar sobre aquello que en el texto bíblico pueda arrojar luces sobre la naturaleza del lenguaje. Para tal fin la Biblia sigue siendo insustituible, y Benjamin declara que sus reflexiones la siguen en el presupuesto fundamental, a saber, que “el lenguaje es una realidad última, inexplicable y mística, perceptible sólo en sus manifestaciones” (1967, 95; 2004, 67). Este escrito contiene una referencia ineludi-ble a Dios, porque cada una de sus afirmaciones sólo puede ser entendida en relación con un lenguaje preexistente, anterior a la caída, que el autor denomina lenguaje puro.

El lenguaje de las cosas es imperfecto y mudo, pues las cosas carecen del principio puro formal del lenguaje: el sonido. Se co-munican entre sí sólo a través de una comunidad más o menos material, pero inmediata e infinita como la de toda comunicación lingüística. En el lenguaje humano, la comunidad con las cosas es inmaterial, puramente espiritual, y su símbolo es el sonido. Este simbolismo se expresa en la Biblia cuando se dice que Dios ha inspirado al hombre su aliento y que éste es a la vez vida, espíri-tu y lenguaje. Símbolo significa aquí nexo transcendente, vínculo

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que va del soplo divino creador al sonido de la palabra huma-na, unidad de lo sensible y lo suprasensible. Benjamin formula una serie de extrañas preguntas y respuestas: “¿Con quién se comunican la lámpara, la montaña, el zorro?” Y responde: con el hombre. “¿Con quién se comunica el hombre?” La respuesta es: “el ser espiritual del hombre se comunica a sí mismo con Dios” (1967, 91-92; 2004, 64-65). Es como si el filósofo se aden-trara en los territorios del mito para poder hacer sus preguntas. Toda la naturaleza, en cuanto se comunica, se comunica en el lenguaje, y en última instancia, en el hombre que es quien da nombre a las cosas.

La traducción del lenguaje de las cosas al lenguaje de los hombres es no sólo una traducción de lo mudo a lo sonoro, sino también la traducción al nombre de aquello que no tiene nombre. Es, por lo tanto, la traducción de un lenguaje imperfecto a otro más perfecto en la cual hay algo que se añade: conocimiento. La objetividad de la traducción sólo puede estar respaldada por Dios, pues la pala-bra creativa es el germen del nombre en el cual son conocidas las cosas. Al recibir el lenguaje no hablado y sin nombres de las cosas y traducirlo a los sonidos de los nombres, el hombre realiza su ta-rea, pero ésta sería insoluble si el lenguaje de nombres del hombre y el lenguaje sin nombres de las cosas no estuvieran emparentados en Dios, salidos de la misma palabra creadora que en las cosas se convirtió en comunión mágica con la materia y, en el hombre, en lenguaje del conocimiento. Una vez que el hombre cayó del esta-do paradisíaco en el cual había sólo un lenguaje, se hizo necesaria la traducción para que el lenguaje de las cosas pudiera pasar al lenguaje de los hombres. Si el lenguaje paradisíaco era perfecto en el conocimiento, la caída señala el nacimiento de la palabra pro-piamente humana y del conocimiento como abstracción. De ahí proviene el lenguaje tal como se describe en la teoría burguesa: instrumental, hecho de signos arbitrarios, convencional y abstrac-to. Se pierde la inmediatez en la comunicación de lo concreto y el nombre cae en el abismo de la mediatez de la comunicación, la palabra como medio, la palabra vacía, lo que Benjamin llama, tomando el término de Kierkegaard, la charlatanería.

Antes de la caída, la mudez de la naturaleza, nombrada por el hombre, era bienaventurada. Después de la caída, cuando Dios maldice la tierra, comienza otra mudez, “la profunda tristeza de

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la naturaleza”. Es una verdad metafísica, dice Benjamin, que toda la naturaleza, si pudiera hablar, comenzaría a lamentarse. La gran tristeza de la naturaleza es la incapacidad de hablar y para redimirla están la vida y el lenguaje del hombre en la na-turaleza, no sólo del poeta. El lamento es la expresión más in-diferenciada e impotente del lenguaje: apenas contiene un poco más que el aliento sensible. Donde se oye el susurro de las hojas hay siempre un lamento, escribe Benjamin. Lo que se lamenta se siente a sí mismo conocido por lo incognoscible. Ser nombra-do —aun cuando el nombrador sea bienaventurado y similar a Dios— quizá es siempre un presagio de tristeza. Mucho más lo es cuando se es nombrado no en la lengua paradisíaca de los nombres sino en los cientos de lenguas humanas en las que el nombre ya se ha marchitado. Si las cosas no tienen nombre pro-pio sino en Dios, en las lenguas humanas están sobredenomina-das (überbenennen). La sobredenominación, el exceso de nomi-nación, es la más profunda razón para la tristeza y la mudez, el ser lingüístico de la melancolía.

Benjamin habla de un concepto de traducción al nivel más pro-fundo de la teoría lingüística. Cada lenguaje desarrollado, con excepción de la palabra de Dios, puede considerarse una tra-ducción de todos los otros. Si bien la necesidad de traducción es una consecuencia de la caída, la traducibilidad universal es una consecuencia de la idea de participación, en grados diferentes, de todos los lenguajes en la palabra divina. La comunicación en-tre los lenguajes es un tipo de comunidad que abarca el mundo como tal en una totalidad indivisa. Incluso las formas artísticas, entendidas como lenguajes, están en conexión con los lenguajes naturales. Pero Benjamin añade algo decisivo para su teoría: el lenguaje no es sólo la comunicación de lo comunicable sino, al mismo tiempo, el signo de lo incomunicable. Éste es el lado sim-bólico del lenguaje. Cinco años más tarde, en un ensayo titulado “La tarea del traductor”, el autor retoma esta idea y hace explí-cito el significado de “lo incomunicable”: esta realidad última fundamental es “el lenguaje puro” (1967, 86; “The Task of the Translator”, 2004, 261). En un intento de definirlo por la vía ne-gativa, Benjamin dice que ya no significa ni expresa nada, pero se encuentra como sustrato del significado en todas las lenguas; es palabra creadora pero inexpresiva; y, aunque oculto y fragmen-tario, es “lo que se quiere decir en todos los idiomas”, el núcleo

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que pervive y sigue presente en las lenguas como lo simbolizado. La tarea del traductor consiste en rescatar en su propia lengua ese lenguaje puro exiliado en lenguas extrañas y liberarlo de su prisión en la obra mediante la traducción.

En una conferencia sobre “La tarea del traductor”, en 1985, Paul de Man advierte que, a primera vista, el texto de Benjamin puede parecer regresivo, por mesiánico y religioso (“Walter Benjamin’s ‘The Task of the Translator’”, 76). Esto mismo podría decirse de todos los escritos del autor sobre el tema del lenguaje. Dan la im-presión de haber recaído en una ingenuidad premoderna, pues se encuentran muy alejados del frío espíritu crítico que caracte-riza la modernidad desde Hegel. Igual que en el ensayo sobre Hölderlin, hay aquí toda una apología de la poesía como eco del lenguaje sagrado, y de Man no deja de subrayar que los poetas mencionados por Benjamin se asocian fácilmente con una fun-ción sacerdotal de la poesía: Hölderlin, Stefan George, Mallarmé. Hay una cita de este último, en “La tarea del traductor”, que vale la pena transcribir, pues sugiere que los poetas “proféticos” sa-ben de qué se habla cuando un filósofo trae a cuento expresiones como lenguaje puro o lo inexpresable:

Imperfectas las lenguas, por ser muchas, falta la suprema: si pensar es escribir sin accesorios ni cuchicheo sino tácita aún la inmortal palabra, la diversidad, sobre la tierra, de los idiomas impide proferir los vocablos que, de otro modo, se convertirían, por único cuño, en ella misma, materialmente la verdad. (Citado, en francés, en Benjamin 1967, 84; 2004, 259)

El contexto del escrito de Mallarmé (“Crisis del verso” 88) en el que se encuentra la cita se refiere a las limitaciones de las lenguas, en cuanto sistemas convencionales de signos, para ser expresión poética de los objetos. Se queja el poeta, por ejemplo, de que la palabra nuit (noche) tenga un timbre claro mientras jour (día) lo tiene oscuro. Su conclusión es que el verso se define precisa-mente como el intento de compensar el defecto de las lenguas y que si éstas fueran perfectas en cuanto a la correspondencia de los sonidos con los sentidos, la poesía no tendría razón de ser. El punto en el que confluyen Mallarmé y Benjamin está en que, para ambos, la imperfección de las lenguas, su multiplicidad, lle-va implícita la noción de un lenguaje puro que subyace a todas y que es el revés de la moneda de la convención y la utilidad. El

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verso, según Mallarmé, “rehace una palabra total”, una pala-bra ajena a la lengua, diferente de la palabra “en estado bruto”. Esta palabra “en estado esencial” es el acorde perfecto formado por el sonido musical del significante y el sentido como idea, de la cual está ausente la cosa, aunque mantiene una reminiscen-cia del objeto nombrado, envuelto en una nueva atmósfera. En palabras de Mallarmé, es “la maravilla de transponer un hecho de la naturaleza en su casi desaparición vibratoria [...], para que de ella emane, sin el apuro de un próximo o concreto llamado, su noción pura” (Mallarmé 94).

Tanto Benjamin como Mallarmé escriben la palabra “verdad” al hablar del lenguaje puro. Para Benjamin, “si existe un lenguaje de la verdad, en el cual los misterios definitivos que todo pensa-miento se esfuerza por descifrar se hallan recogidos tácitamente y sin violencias, entonces el lenguaje de la verdad es el verda-dero lenguaje” (1967, 84; 2004, 259). Según Mallarmé, la palabra inmortal convertiría cada vocablo proferido en la verdad mate-rializada, si no fuera porque la diversidad de los idiomas lo im-pide. Pero Benjamin remite la verdad del lenguaje a una fuente remota de origen divino, un original del cual son ecos las distin-tas lenguas históricas, y supone que la traducción tiene el poder, y el encargo, de despertar esos ecos dormidos del lenguaje pri-mero en la lengua a la cual se hace la traducción. Mallarmé sólo dice que ese lenguaje inmortal está ausente, que el verso aspira a él con medios imperfectos y, además, que la experiencia de la poesía, llevada al último extremo, conduce a la verdad que es un abismo: la Nada. Esto último aflora en una carta del poeta:

Por desgracia, al cavar en el verso hasta este punto, me he encon-trado con dos abismos que me desesperan. Uno es la Nada [...]. Sí, lo sé, sólo somos formas vanas de la materia, pero lo bastante sublimes como para haber inventado a Dios y nuestra alma. [...] La materia consciente de sí misma y que se lanza, empero, arre-batadamente, a ese Sueño que ella sabe no ser, cantando el alma y todas las divinas impresiones parecidas que se han acumulado en nosotros desde las primeras edades, y proclamando ante la Nada, que es la verdad, estas espléndidas mentiras. (“Carta a Henri Cazalis”, Mallarmé 52)

“Cavar en el verso”, profundizar en él, es encontrarse con la Nada, que es la verdad, y ésta convierte el Sueño y los dioses

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que inventa en espléndidas mentiras. Dicho esto y entendido lo que significan Dios y verdad, según la cita, han terminado las concordancias con Benjamin. Para Mallarmé, es en el lenguaje donde no sólo desaparecen las cosas reales, convertidas en pura ausencia, pura “ficción”, sino también donde brilla lo irreal. “Quien profundiza el verso, encuentra la ausencia de los dioses, vive en la intimidad de esa ausencia; debe renunciar a todo ídolo, no tener la verdad por horizonte ni el futuro por morada, porque de ningún modo tiene derecho a la esperanza”, escribe Maurice Blanchot en el capítulo sobre Mallarmé de El espacio literario (32). Benjamin sostiene todo lo contrario: el lenguaje no puede entenderse en marcos de explicación que le quedan estrechos, como la filosofía o la experiencia poética, porque su principio es trascendente y su nexo con la verdad sólo está salvaguardado por su origen divino. Es en el lenguaje donde se esconde el germen de la esperanza, en cuanto el desarrollo de las lenguas aspira a un fin mesiánico y su traducibilidad apunta a un ámbito lingüístico más puro y elevado: el reino inaccesible, pero predestinado, de la reconciliación y la plenitud de los lenguajes. De manera explícita se afirma en “La tarea del traductor” que son las religiones en su desarrollo las que hacen madurar en los idiomas la semilla oculta de otro lenguaje más alto (1967, 82; 2004, 257).

Tanto en “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres” como en “La tarea del traductor”, Benjamin recurre a todas las variaciones posibles para dejar sentada la verdad del parentesco suprahistórico de las lenguas en su origen común, su complementariedad, su traducibilidad, la comunidad de su meta final en el cumplimiento mesiánico y, sobre todo, el hecho de que, si bien en todas el significado último es el mismo, esto es, el lenguaje puro, ninguna de ellas puede alcanzarlo por separado. Una de esas variaciones es la siguiente:

Tomadas aisladamente, las lenguas son incompletas y lo sig-nificado nunca aparece en ellas en una independencia relativa, como en las palabras aisladas o las frases, sino que se encuentra más bien en una continua transformación, a la espera de emer-ger, desde la armonía de todos esos modos de significar, como el lenguaje puro. (“La tarea del traductor”, 1967, 81; “The Task of the Translator”, 2004, 257).

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La traducción tiene como propósito, en últimas, expresar la más profunda relación entre las lenguas, sin que esto implique semejanza entre ellas. Igual que los fragmentos de una vasija rota deben encajar en sus menores detalles para reconstruir el todo, aunque no por eso se parezcan unos a otros, las lenguas son fragmentos de un todo que es el lenguaje puro. Y así, tam-bién, la traducción, en lugar de parecerse al sentido del origi-nal, debe reconstruir en detalle los modos de significar del texto traducido, de manera que ambos, original y traducción, puedan reconocerse como fragmentos de un lenguaje superior.

Paul de Man afirma que “La tarea del traductor” está lleno de tropos como éste de la vasija rota y sus fragmentos. Según él, Benjamin selecciona tropos que transmiten la ilusión de la tota-lidad y cae en errores al establecer analogías entre la naturaleza y el lenguaje. Los tropos, dice de Man, no deben basarse en pa-recidos con la naturaleza, como sucede en Benjamin con las imá-genes de la semilla y la maduración (89). Lo cierto es que esas imágenes son la expresión más adecuada para el pensamiento que el autor expone en estos ensayos y su función consiste, sin duda, en producir la ilusión de la totalidad porque éste es el concepto central de su exposición. El símil de la vasija rota es la sinécdoque perfecta para representar la relación entre la parte y el todo, entre la pluralidad de las lenguas y su unidad en el lenguaje puro, un tropo que tiene largo recorrido en la historia de la imaginación poética. La sinécdoque es el tropo en el que se expresa el pensamiento simbólico y estos textos de Benjamin no pueden ser leídos de otra manera. De Man asegura que si se admite que la traducción se relaciona con el original de la mis-ma manera que el fragmento se relaciona con el todo, en una perfecta correspondencia simbólica, entonces estaríamos ante una afirmación religiosa sobre la unidad fundamental del len-guaje. Y, efectivamente, así es. De Man replica que Benjamin, sin embargo, nos ha dicho que el símbolo y lo que simboliza no se corresponden. Pero Benjamin siempre agrega: ya no se corresponden o todavía no se corresponden. El origen y la pro-mesa, la vasija antes de romperse y después de restaurada, dos horizontes supratemporales que no pueden ignorarse cuando se leen estos textos, so pena de malentenderlos.

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De Man se apoya en un ensayo de Carol Jacobs, “The Monstrosity of Translation”, en el que la autora corrige al traductor de Benja-min al inglés, Harry Zohn, en este preciso pasaje de la vasija rota (Jacobs 762). La traducción de Zohn dice que los fragmentos de la vasija que han de pegarse (“to be glued together”) deben ajus-tarse (“match”) hasta el más mínimo detalle. Jacobs enmienda dos palabras: “glued” y “match”. Sustituye la primera por “ar-ticulated together” y la segunda por “follow”, que corresponde mejor al verbo “folgen” que utiliza Benjamin. De esta corrección deduce de Man conclusiones definitivas para la interpretación del pasaje. Por ejemplo, que el verbo “follow” cambia el sentido del tropo: éste deja de ser una sinécdoque para convertirse en meto-nimia, puesto que los nexos de simultaneidad han pasado a ser de sucesión. Ya no se trata de un modelo metafórico totalizador, en el que los fragmentos se unifican por semejanza, sino de un modelo metonímico en el que se suceden uno tras otro sin uni-dad. Sin embargo, para cualquier lector que trate de entender el pasaje en conjunto, con los cambios de Jacobs o sin ellos, la figura sigue siendo una sinécdoque: los fragmentos se pegan (glue) o se articulan (articulate) con el fin de restaurar la unidad de la vasija rota. Y para pegarse o articularse, deben ajustarse (match) o se-guirse (follow) uno a otro hasta en los menores detalles, con el fin de restablecer la unidad, que es la idea central de estos renglones y de todo el ensayo de Benjamin sobre “La tarea del traductor”, así como de “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”. El verbo “follow” da la idea de que los pedazos se pegan o articulan sucesivamente, uno por uno, pero no por eso se niega el fin, o la promesa, de la reparación que es la unidad, la simultaneidad de los fragmentos en el todo restablecido. Es algo que Benjamin no se cansa de repetir. La sinécdoque sigue en pie. Y no se trata de rechazar o considerar inconducente un análisis retórico de estos textos de Benjamin, incluso con el pro-pósito de ilustrar cómo una lectura deconstructiva puede poner en cuestión los supuestos en los que el texto mismo pretende fundamentarse, sino de “reconocer que, en la obra inicial de Benjamin, el lenguaje puro no es metáfora ni alegoría sino sím-bolo. Todo depende de cómo se conciba el valor del fragmento. En el pensamiento temprano de Benjamin, el fragmento no existe en sí y por sí, sino siempre como parte que completa una inten-cionalidad simbólica” (Hanssen 2004, 62).

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En la argumentación de Paul de Man, el énfasis se pone, precisa-mente, en negar la relación del fragmento con el todo: “Benjamin no dice que los fragmentos constituyan una totalidad, dice que los fragmentos son fragmentos y que permanecen esencialmente fragmentarios” (91). Éste es el meollo del asunto, para él. Cuando aparece el verbo “follow” (“folgen”), el sentido de todo el ensayo cambia, de arriba a abajo, y se borran los demás enunciados como por arte de magia: la metonimia es una especie de sentencia bí-blica que prohíbe a los fragmentos volver a constituir una totali-dad. Pero la teoría del lenguaje de Benjamin, en estos dos textos, es explícitamente simbólica y, por lo tanto, la sinécdoque es su tropo correspondiente. Las partes proceden de un todo y están destinadas a regresar a él. Si la función de la traducción es hacer que dos lenguas, la del original y la del texto traducido, se reco-nozcan como fragmentos de una lengua superior, en espera de una reconciliación final de todas las lenguas en el lenguaje puro, esta espera sólo puede entenderse como respuesta a una prome-sa mesiánica. A menos que los contenidos mesiánicos de la obra de Benjamin sean considerados sólo como elementos lingüísti-cos de una retórica despojada de toda implicación metafísica, tal como lo entienden Jacobs y de Man. Sin embargo, es la misma Jacobs (763, nota 9) quien recuerda, citando a Scholem, que la pa-rábola de los recipientes rotos proviene de la cábala luriánica. La tarea mesiánica, dice Scholem, consiste en enmendar y restaurar el ser original de las cosas, así como de la historia, después del destrozo causado por el evento suprahistórico de “la ruptura de los vasos” (Scholem 1991, 84). Y en el capítulo dedicado a Luria en Las grandes tendencias de la mística judía, escribe: “La salvación no significa sino la restitución, la reintegración del todo original” (221). La doctrina de la unidad de todo en el origen tiene su re-verso necesario en el retorno final de todas las cosas a la unidad perdida por causa de la culpa original, esto es, por la ruptura de los vasos, y a esa restauración de la armonía primordial se refiere la promesa mesiánica de la redención (226-227). Benjamin utiliza la sinécdoque del recipiente roto con toda la conciencia de que ésta tiene un pasado poético cargado de misticismo religioso, y es el mismo Scholem quien anota que a Benjamin no le eran aje-nas las implicaciones cabalísticas de esta figura6.

6 Harold Bloom retoma la imagen de la “creación-catástrofe” de Luria, “la fragmentación de los recipientes, que produjo el mundo tal como lo conoce-

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Hay dos interpretaciones de la interpretación, dice Jacques De-rrida, en un contexto que se ajusta perfectamente a la discusión sobre los textos tempranos de Benjamin: la primera “busca des-cifrar, o sueña con descifrar una verdad o un origen que escapan al juego y al orden del signo, y vive como un exilio la necesidad de la interpretación. La otra, que ya no se vuelve hacia el origen, afirma el juego e intenta ir más allá del hombre y del humanis-mo” (427). La primera, la de “La tarea del traductor” y “Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres”, se ha dedicado, a través de la historia de la metafísica o de la onto-teología, a soñar la presencia plena, el fundamento seguro, el ori-gen y el fin del juego. Todos los términos filosóficos que Derrida menciona como sinónimos de “el ser como presencia”, forma matriz de esta concepción metafísica, son los que constituyen el léxico de estos primeros ensayos de Benjamin: verdad, origen, finalidad, trascendencia, conciencia, Dios (411). Aunque Derrida concluye que no es cuestión de escoger entre las dos interpre-taciones irreconciliables, “pues las vivimos simultáneamente y las reconciliamos en una oscura economía”, lo indudable es que Benjamin, dentro de este esquema, debe ser considerado “un metafísico tardío de la presencia” (Wohlfarth 167), y quizá no exclusivamente por sus primeros textos.

3. Sobre El idiota de Dostoyevski

En una breve nota sobre Dostoyevski, escrita en 1917, Benjamin toma como punto de partida la siguiente afirmación: “La gran-deza de la novela se revela en la manera como las leyes metafísi-cas que gobiernan el desarrollo de la humanidad como un todo y aquellas que gobiernan a una nación individual muestran su interdependencia” (“Dostoyevski’s The Idiot”, 2004, 78). Aunque la frase tiene un inesperado giro nacionalista, ajeno a Benjamin, la importancia del nacionalismo ruso en este ensayo depende ex-

mos”, y sostiene que no sólo es traducible a términos poéticos sino que es el modelo mismo de la figuración poética como sustitución de una imagen por otra: “La sustitución es el proceso real gracias al cual funcionan los poemas”. Así como “las imágenes de la limitación se centran en la ausencia y el vacío, aunque cualquier poema preferiría deleitarse en la presencia y en la pleni-tud”, así también hay un movimiento de “restitución redentora” en la poesía que es la sinécdoque en la que lo ausente vuelve a hacerse presente y así es representado (70-71).

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clusivamente de su valor místico. Un autor como Dostoyevski no puede concebir el destino del mundo sino a través del destino de su pueblo, convencido de que no hay impulso humano profundo que no esté firmemente arraigado en el espíritu ruso. Por ello el gran novelista representa esos impulsos siempre en íntima com-penetración con el espíritu nacional. En contraste con otros au-tores nacionalistas, cuyo esmero se invierte en describir los tipos regionales y su fachada sociológica y psicológica, Dostoyevski no toma la psicología de los personajes como punto de partida. Cuan-do el crítico asume que su tarea es aprehender las características de la psicología nacional o los rasgos psicológicos del autor y exalta la obra por el realismo de sus personajes, probablemente lo que se está produciendo es un malentendido: el novelista pro-medio utiliza, de hecho, una serie de estereotipos que el crítico reconoce, y si los elogia es precisamente porque los reconoce. La tarea del crítico consiste, por el contrario, en captar la identidad metafísica de lo nacional y humano en “la idea creadora” de la novela, esto es, en “su ideal a priori, su necesidad implícita de existir” (79), expresión de Novalis que Benjamin ya había emplea-do en su ensayo sobre los dos poemas de Hölderlin.

La acción de la novela El idiota de Dostoyevski se concentra en un episodio de la vida del protagonista, el príncipe Mishkin. El antes y el después de este episodio son incógnitas que el lector no llega a despejar, por lo cual la existencia del personaje parece emerger de la oscuridad y transcurrir sin meta ni propósito fijo, rodeado por un aura de aislamiento, una especie de campo de fuerza que impide a los otros personajes acercarse y llegar a su intimidad. De su vida, escribe Benjamin, emana cierto orden en cuyo centro encontramos una soledad casi absoluta. Sin embargo, cada evento de la novela parece gravitar a su alrededor y el curso entero del relato se dirige hacia él como ese punto en el que se condensa el contenido de la novela. Todos estos rasgos anotados por Benjamin conducen a una conclusión que enlaza este ensayo con los anteriores sobre Hölderlin y sobre el lenguaje: “La vida del príncipe Mishkin se presenta ante nosotros como un episodio sólo para hacer visible simbólicamente su inmortalidad” (80). En contraste con la novela psicológica, basada en estereotipos pre-visibles, lo que Benjamin encuentra de más valioso en El idiota de Dostoyevski es su carácter simbólico: no la comunicación de lo comunicable, como dice en su escrito sobre el lenguaje, sino el

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símbolo de lo incomunicable. El pedazo de vida que vemos no es sino la parte visible de un todo invisible, inmortal, trascendente: una sinécdoque, de nuevo.

Así como el lenguaje humano es el medium del lenguaje puro en la concepción religiosa de Benjamin, así el personaje de Dostoyevski es el medium en el que el poder de la idea brilla y atrae precisamen-te por la nulidad del yo psicológico. Desde el punto de vista de las expectativas sociales, Mishkin es un desorientado. En su sim-plicidad infantil, en su inhabilidad para la expresión verbal y en su profunda relación con la vida natural parece residir su mag-netismo y la promesa de salvación que encarna para los otros. “En lugar del carisma mítico del líder, posee el aura mesiánica del medium”, dice Irving Wohlfarth. “Si forma un círculo mágico a su alrededor no es tanto por su capacidad de comunicación con los otros sino porque los orienta hacia la idea. Es un medium metafísico en la misma medida de su ineptitud como mediador social” (Wohlfarth 167). Él evoca la oposición entre medium y me-dio sobre la cual se funda toda la filosofía del lenguaje de Benja-min: “Como medium, Mishkin está singularmente privado de to-dos los medios” (168), escribe el autor antes citado, en un ensayo cuyo propósito es mostrar la analogía entre las ideas de Benjamin sobre el lenguaje y su análisis de la novela de Dostoyevski. Los personajes de El idiota gravitan alrededor de Mishkin como su centro, de la misma manera como la multiplicidad de los lengua-jes aspiran a la unidad del lenguaje puro. Mishkin es el medium de la “humanidad pura”. También debería serlo, por lo tanto, del “lenguaje puro”. Y lo es, precisamente, por su aura de idiota y su incapacidad para la comunicación verbal. Este portador del lenguaje puro es incapaz de expresarse con propiedad. Parece extraño, pero ya Benjamin lo había dicho en “La tarea del traduc-tor”: el lenguaje puro es inexpresivo e incomunicable. Como si le fuera dado traducir el lenguaje de los otros al lenguaje original de la humanidad pura, el idiota es un traductor cuya tarea con-siste en apuntar hacia el predestinado aunque inaccesible reino de la reconciliación. Mishkin, según Wohlfarth, es un pasaje que conduce del pueblo ruso a la humanidad pura.

Esta novela, como toda obra de arte en concepto de Benjamin, reposa en una idea, un ideal a priori que es su fundamento y su necesidad. Encontrar y desplegar esta idea es la función del críti-

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co literario. La cita de Novalis, afirma Richard Wolin, “es repre-sentativa de la peculiar apoteosis de las obras de arte practicada por los románticos alemanes: una elevación de la obra artística, y en especial de la obra literaria, al estatus de objeto con acceso pri-vilegiado a la verdad. El respaldo de Benjamin a esta concepción de las virtudes de la literatura es inequívoco” (44). De acuerdo con este método, que Wolin llama “crítica redentora”, el crítico inmola el material histórico anacrónico de la obra, de manera que la relevancia contemporánea de su “contenido de verdad” pueda brillar con más intensidad. Sin embargo, queda mucho más claramente expresado con la figura de la sinécdoque: mejor que de inmolación, se trata de un símbolo. El contenido histórico que sitúa la obra en un momento fechado es la parte visible que da piso material a la idea. La crítica literaria, según Wolin, es una tarea de rememoración, un proceso que preserva la idea, o conte-nido de verdad, de las fuerzas amenazantes de la amnesia social. Y aunque esta preservación es contingente, encarna, no obstante, la más cercana aproximación a la trascendencia que conocemos. Los dos textos sobre el lenguaje, el primero anterior y el segundo posterior al ensayo sobre Dostoyevski, constituyen la base teóri-ca sobre la cual se afirma la crítica literaria de Benjamin en estos años y, parcialmente, también en las épocas más tardías.

4. El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán

En 1917 comienza Benjamin su estudio sobre el romanticismo alemán, con el propósito de escribir su disertación doctoral so-bre este tema, después de abandonar un proyecto inicial sobre Kant. En una carta de junio de ese año afirma que va a dedicar su antención, ante todo, a Friedrich Schlegel y a Novalis, fuentes principales de su trabajo. En marzo de 1918 hace una nueva re-ferencia al tema:

Estoy esperando que mi profesor sugiera un tópico; mientras tanto, yo me he decidido ya por uno. Sólo a partir del romanti-cismo ha llegado a ser predominante el punto de vista siguiente: que una obra de arte en sí misma, y sin referencia a la teoría o a la moral, puede comprenderse en contemplación solitaria, y que la persona que la contempla puede hacerle justicia. La autono-mía relativa de la obra con respecto al arte, o mejor, su depen-dencia exclusivamente trascendental del arte, ha llegado a ser

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el prerrequisito de la crítica romántica del arte. Intentaría pro-bar que, a este respecto, la estética de Kant constituye la premisa subyacente a la crítica romántica del arte. (1994, 119)

Benjamin estaba convencido no sólo de que el concepto moderno de crítica se había desarrollado a partir de las ideas románticas, sino de que la nueva concepción de arte, contenida en las mejo-res intuiciones de los poetas románticos, era todavía, en muchos aspectos, el concepto de arte predominante en los primeros de-cenios del siglo XX. En junio de 1919 recibió Benjamin el docto-rado, en la universidad de Berna, y un reconocimiento de summa cum laude a su disertación. El libro fue publicado en 1920 con el título de El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán.

El nexo más evidente entre este libro y los ensayos anteriores de Benjamin sobre el lenguaje y sobre Hölderlin es la cita de Novalis que se repite en cada uno de ellos: “toda obra de arte lleva en sí un ideal a priori, una necesidad intrínseca de existir” (1988, 115; 2004, 158). Este principio significa, según él, la su-peración de la preceptiva clásica que somete la obra particular a normas prefijadas de belleza artística, con lo cual se limita la función del crítico literario a formular juicios dogmáticos sobre el cumplimiento o no de las reglas del arte en cada caso. Uno de los logros fundamentales del romanticismo consiste en que ya no concibe la forma artística de manera preceptiva y el placer estético del lector como un efecto de la observancia del precep-to. La forma no es una regla ni depende de reglas. La crítica ro-mántica se aleja del juicio evaluativo y de la apreciación aislada de la obra singular, para centrarse en las relaciones de ésta con las demás obras y, ante todo, con la idea del arte implícita en ella. La tarea crítica no consiste ahora en someter la obra a juicio sino en “desarrollar el germen crítico que le es inmanente a la obra” (1988, 117; 2004, 159).

Sin embargo, Benjamin afirma que esta nueva teoría no carece de consecuencias para la aproximación crítica evaluadora. Tales consecuencias se condensan en tres proposiciones. La primera afirma que el enjuiciamiento de la obra nunca debe ser explícito sino implicado en el despliegue que la crítica hace del ideal a priori intrínseco a la obra. La segunda, que la crítica no dispone de ninguna escala de valores objetiva y universal para enjuiciar

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la obra artística singular. Aquí, Benjamin vuelve a citar a Nova-lis: “La crítica de la poesía es un absurdo. Ya es difícil decidir, y ésta es sin embargo la única decisión posible, si algo es poesía o no lo es”. La materia de la crítica, según Schlegel, también citado por Benjamin, es lo eterno en la obra. Si una obra es criticable, esto es, si permite el despliegue crítico de su idea implícita, de “lo eterno” en ella, ahí está su evaluación positiva como verda-dera obra de arte. La tercera proposición formula el principio de la no criticabilidad de lo malo, por la razón antes expuesta: si una obra no está en relación con la idea del arte ni contribuye a su de-sarrollo, no admitirá crítica en el sentido romántico. Para tal tipo de obra, la crítica romántica será sólo una “refutación indirecta por medio del silencio, por medio de su glorificación irónica o bien a través de la magnificación de lo bueno”.

En el extremo opuesto a la apreciación sujetiva de las obras, la concepción romántica de la crítica se presenta, por el contrario, como “la instancia regulativa de toda sujetividad, de toda con-tingencia y arbitrariedad” (1988, 119; 2004, 160). Lo característico del concepto romántico consiste en “no reconocer una particular estimación sujetiva de la obra en el juicio del gusto”. Y añade Benjamin, con los indudables ecos de idealismo que permean todo este libro: “No es el crítico el que pronuncia un juicio sobre la obra, sino el arte mismo, en tanto que, o bien asume la obra en el medium de la crítica, o bien la repudia y, justamente por ello, la evalúa por debajo de toda crítica” (1988, 120; 2004, 161). Lo que sí establece la crítica, resultado inevitable de su preferir o des-deñar en el momento de elegir la materia de su trabajo, es una selección de obras, y es precisamente la perduración histórica de las valoraciones lo que constituye un indicio de su objetividad. La validez de los juicios críticos del romanticismo, dice Benja-min, queda confirmada porque mediante ellos se establecieron, hasta hoy, los fundamentos valorativos de obras históricas tan significativas como la de Goethe, su contemporáneo, y las de Dante, Boccaccio, Shakespeare, Cervantes y Calderón.

Si Benjamin insiste en la famosa cita de Novalis sobre el ideal a priori que cada obra singular lleva en sí, y la relaciona con la concepción de Schlegel sobre la tarea de la crítica centrada en la relación entre la obra y la idea del arte, es porque considera que ahí se encuentra el núcleo teórico y la novedad de la críti-

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ca romántica: “un concepto riguroso de obra en relación con un concepto de forma que descansa en la filosofía de la reflexión” (1988, 113; 2004, 156). La filosofía anterior proporcionaba, según Schlegel, apenas una explicación al arte mecánico del relojero de la forma: “del arte y de la forma en sentido superior no halláis por ningún lado ni el menor indicio”. El concepto romántico de crítica, por el contrario, “es un caso ejemplar de terminología mística”, afirma Benjamin (1988, 81; 2004, 141). Y en una carta dirigida a Gershom Scholem en 1917, cuando apenas comenzaba la investigación para su tesis, escribe:

El corazón del romanticismo temprano está en la religión y la historia. Su infinita profundidad y belleza en comparación con todo el romanticismo tardío deriva de que los románticos tem-pranos no apelaron a hechos históricos y religiosos por el ínti-mo nexo entre estas dos esferas, sino que intentaron producir en su propio pensamiento y en su vida una esfera más alta en la cual las otras dos tenían que coincidir. El resultado no fue religioso sino esa atmósfera en la cual todo lo ostensiblemente religioso y lo no religioso ardieron por igual y se desintegraron en cenizas. (1994, 88)

Los jóvenes románticos alemanes habían atribuido un significado casi mágico al concepto de “crítica”, y la palabra “crítico” había perdido, para ellos, la connotación preponderante hasta entonces de juez evaluador, para adquirir la de creador, dentro de una estre-cha afinidad con el término “reflexión”, en una de sus acepciones, como actividad en la que el creador es a su vez observador de su propio procedimiento. Los románticos, herederos de Kant, vieron en la crítica un momento cognitivo. Su posición se distancia de las ideas del Sturm und Drang, pues para el romanticismo temprano la verdad de la obra no consiste simplemente en la manifestación de la fuerza expresiva del sujeto creador, sino que proviene de su participación en “leyes del espíritu” objetivas que le son inma-nentes. Una objeción muy parecida le merece a Benjamin la crítica literaria posterior al romanticismo: aunque comparten el rechazo al dogmatismo, los críticos post-románticos siguen considerando la obra de arte como un subproducto de la sujetividad.

El concepto moderno de crítica se desarrolló a partir de la con-cepción romántica, pero ésta era, según Benjamin, excesiva-

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mente esotérica y se basó en presupuestos místicos acerca del conocimiento. En una carta de 1919, ya terminada su disertación, confiesa que si hubiera intentado expresar en ella lo más pro-fundo del romanticismo, esto es, sus tendencias mesiánicas, se habría cerrado a sí mismo las puertas de la aprobación académi-ca, limitada por convenciones que él distinguía de la auténtica actitud intelectual (1994, 139-140). Sin embargo, en esta obra no son pocos los momentos en que el autor se ocupa de los “presu-puestos místicos” del romanticismo temprano como centro de su exposición, no siempre de manera crítica sino al contrario:

La obra no es esencialmente, como la consideraba Herder, una revelación y un misterio de genialidad creadora, que bien podría ser llamado misterio de la substancia; es un misterio del orden, revelación de su dependencia absoluta de la idea del arte, de su eterno e indestructible ser superada en aquella. En este sentido reconoce Schlegel unos “límites de la obra visible”, más allá de los cuales se revela el ámbito de la obra invisible, de la idea del arte. (1988, 127; 2004, 165)

“Misterio del orden”, límites de la obra visible, más allá de los cuales se revela otro “ámbito”, el de “la obra invisible”: una ter-minología idealista que, en todo caso, no está muy lejos de la empleada en los ensayos sobre Hölderlin y Dostoyevski, y me-nos lejos aun de la concepción expresada en los textos sobre el lenguaje y sobre la tarea del traductor. Benjamin, no obstante, in-tenta por momentos traducir ese léxico romántico a otro un poco más secular, como cuando afirma, con Schlegel, que aunque hay un saber anterior a toda exposición o más allá de ella misma, incluso incomunicable, sólo mediante la exposición es posible la comunicación y privado de ella todo saber sería incomprensible (1988, 76; 2004, 139).

La categoría bajo la cual concibieron los románticos el arte es la idea, y ésta se define, para ellos, como la expresión de la infini-tud del arte y de su unidad (1988, 156; 2004, 179). La esencia del arte consiste, por consiguiente, en la determinación de su idea, así como la forma de la obra artística, en su propia dialéctica de autolimitación y autoexpansión, expresa la unidad e infinitud. Idea significa, pues, en este contexto, el a priori al que responde cada obra. La crítica, según el concepto romántico, sería el me-dium en el que la limitación de la obra singular se remite metodo-

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lógicamente a la infinitud del arte, momento que con propiedad puede denominarse “reflexión”, palabra clave en la exposición de Benjamin. Novalis da a este proceder de la crítica el nombre de “romantizar”: “En tanto que yo… confiera a lo finito una apa-riencia infinita, lo estoy romantizando”. “Absolutización, uni-versalización, clasificación del momento individual… tal es la esencia auténtica del romantizar” (citado en Benjamin 1988, 103; 2004, 152-153).

En términos de forma, las obras de arte singulares son reflejos autolimitados, contingentes, del medium de la reflexión. A la crítica le corresponde liberarlos de su limitación y contingen-cia, y disolverlos en una reflexión más elevada, en el continuum de las formas, es decir, en la idea misma del arte. “Dado que el órgano de la reflexión artística es la forma”, escribe Benjamin, “la idea del arte queda definida como el medium de reflexión de las formas. En este medium coinciden de manera constante todas las formas de exposición, se conectan recíprocamente y se unifican en la forma absoluta del arte, que es idéntica a su idea” (1988, 129; 2004, 165). En la imagen de un continuum de las formas anida, según él, la idea romántica por excelencia de la unidad del arte. Schlegel, en el fragmento 116 del Athenäum, describe el “designio” de la poesía romántica en dos direcciones, dos versiones distintas de esa misma unidad: la primera, “volver a unir todos los géneros disgregados y poner en contacto la poe-sía con la filosofía y la retórica”; y la segunda, “mezclar poesía y prosa, genialidad y crítica, poesía del arte y poesía de la natura-leza, fundirlas, hacer viva y sociable la poesía y poética la vida y la sociedad” (Fragmentos para una teoría romántica 137).

El concepto de la obra singular que se disuelve en el medium del arte se encuentra en una curiosa conexión con la concepción romántica de la función del lector: “el verdadero lector debe ser el autor ampliado”, afirma Novalis. “Si el lector reelabora el libro según su idea, un segundo lector lo purificará aun más, y así la masa… deviene finalmente… parte del espíritu activo” (citado en Benjamin 1988, 103-104; 2004, 153). Ese mismo pro-ceso puede representarse por una multiplicidad de críticos, pero éstos deberían entenderse, no como intelectos empíricos, sino como “niveles de reflexión personificados” (1988, 104; 2004, 153). Otra vez la idea de la unidad del arte, pero esta vez bajo la apa-

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riencia de la unidad de la crítica e, incluso, del lector ideal como una suma de lectores que reelaboran el libro, no según el arbitrio sujetivo de cada uno, sino según la idea implícita en la obra, una especie de tarea espiritual colectiva que se cumple sin propósito individual deliberado.

La tarea de la crítica es el conocimiento de la obra singular en el medium de reflexión del arte. Ésta es, quizá, en múltiples variaciones, la frase más repetida del libro. Aunque Benjamin deja explícito que la crítica romántica no es cuestión de punto de vista filosófico o de teoría del conocimiento, lo cierto es que la forma como se expone en este libro la muestra fuertemente fundada en presupuestos epistemológicos:

Para los románticos, epistemología y metafísica estaban íntima-mente ligadas. Su filosofía, como la presenta Benjamin, com-prende una teoría del Absoluto como “medium de reflexión” (expresión acuñada por Benjamin) y una teoría de la intuición in-mediata del Absoluto. [...] Los románticos liberan la reflexión de la restricción impuesta por la filosofía de Fichte según la cual la reflexión se reduce al Yo que se piensa a sí mismo, y la extienden al pensar en general: la reflexión se convierte en “el carácter infi-nito y puramente metódico del pensamiento”. (Gasché 55-56)

Si en Fichte la reflexión se refiere al yo, en los románticos remi-te al pensar como tal, dice Benjamin (1988, 55; 2004, 128). Esto aparece claro en Schlegel, quien, “de un modo inmediato y sin considerar necesaria demostración alguna al respecto, ve la to-talidad de lo real, en la plenitud de su contenido, desplegarse en las reflexiones con evidencia creciente hasta la suprema cla-ridad en el absoluto” (1988, 58; 2004, 130). Aunque el proceso de reflexión como totalidad es infinito, según la cita anterior, no es en modo alguno evidente que cada yo individual lo sea, según Schlegel. Pero se podría especular que cada yo es frag-mento de un “yo originario”, y éste el medium de la totalidad de la reflexión y, por consiguiente, infinito. “Este yo originario”, agrega Benjamin, “es el absoluto, la substancia de la reflexión infinitamente plena” (1988, 61; 2004, 131)7. Habría que agregar

7 Benjamin habla de “dos inciertas esferas”, dos momentos divergentes del pensamiento de Schlegel, a este respecto. En la época de las Lecciones Windis-chmann (1804-1806), Schlegel considera que el punto central de la reflexión, el absoluto, es un yo originario. En el período del Athenäum (1798), momento del

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que, para los románticos, “todo lo que puede ser pensado, pien-sa a su vez” (1988, 87; 2004, 145). El pensar es propiedad de todo. Así, “el medium de la reflexión es al mismo tiempo una infinitud de centros interconectados en reflexión infinitamen-te creciente como también el conocimiento inmediato que cada uno de esos centros tiene de sí mismo y de los otros. El Abso-luto, como medium de reflexión, es la totalidad de esos centros pensantes” (Gasché 56).

La crítica de arte no debe hacer otra cosa que “descubrir la secreta disposición de la obra misma, ejecutar sus recónditas intenciones” (Benjamin 1988, 105; 2004, 153). Esta crítica inmanente constituye a su vez, para el crítico romántico, el autoconocimiento de la obra, en el sentido en que Schlegel afirma, en un texto sobre el Wilhelm Meister de Goethe, que “éste es uno de esos libros que se juzgan a sí mismos” (citado en Benjamin 1988, 102; 2004, 152). Novalis, por su parte, sostiene que “la recensión es el complemento del libro” y que “ciertos libros no necesitan recensión alguna” por-que ya la contienen en sí. Si bien es cierto que la reflexión crítica comprende los momentos universales de la obra y los sumerge en el medium del arte, el procedimiento crítico no tiene por qué entrar en conflicto con la recepción primaria y puramente sen-timental de la obra, puesto que no se trata solamente de com-prenderla sino también de intensificarla. Benjamin cita un pasaje de Schlegel al respecto:

Es hermoso y necesario entregarse por entero a la impresión de una poesía… y tal vez reforzar, bien que sólo en el detalle, el sentimiento a través de la reflexión… completarlo… y elevarlo a pensamiento. Pero no es menos necesario poder hacer abstrac-ción de toda singularidad, aprehender lo universal en estado de suspensión. (1988, 104; 2004, 153)

Si “toda obra es por necesidad incompleta frente al absoluto del arte” o, lo que es lo mismo, “incompleta frente a su propia idea absoluta” (1988, 106; 2004, 154), completar la obra, rejuvenecerla, configurarla de nuevo, todo eso forma parte de las tareas de la crítica, concebida como crítica poética. Los románticos abolieron la diferencia entre crítica y poesía. “La poesía puede ser criticada

primer romanticismo, este concepto desempeña un papel reducido y es el arte el que ocupa el centro de la reflexión (1988, 67; 2004, 134).

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sólo por la poesía. Un juicio artístico que no es él mismo una obra de arte… como exposición de la necesaria impresión en su deve-nir… no tiene ningún derecho de ciudadanía en el reino del arte”, escribe Schlegel (citado en Benjamin 1988, 105; 2004, 153-154).

Aunque Benjamin le otorga una decisiva importancia a la teoría del medium de la reflexión como fundamento gnoseológico del concepto romántico de crítica y la considera imprescindible para su disertación, no es fácil determinar hasta qué punto la juzga aceptable y de interés más allá de sus necesidades expositivas. En una nota de pie de página, afirma que no se propone seguirla más allá del punto en el que la dejaron los románticos y que, si bien podría ser de algún interés puramente lógico y crítico ela-borarla en aquellos aspectos que los románticos dejaron oscuros, también sería de temer que esa ulterior elaboración no condujera sino a más oscuridad (1988, 89-90; 2004, 192). En otro lugar del li-bro dice que “los románticos no podían dejar de percatarse de la enorme discrepancia existente entre las pretensiones y los resul-tados de su filosofía teorética”. Y agrega que “por muy altamente que se estime la validez de una obra crítica, ésta no puede ser algo concluyente” (1988, 82-83; 2004, 143). Bajo el nombre de crí-tica los románticos asumieron la inevitable insuficiencia de sus esfuerzos y trataron de definirla como una insuficiencia necesa-ria. No obstante, son innegables tanto la fascinación de Benjamin con el pensamiento romántico como sus coincidencias de fondo, y no exclusivamente en su obra de juventud.

En el esfuerzo por preservar el concepto de idea del arte del malentendido según el cual sería sólo una abstracción de las obras empíricamente existentes, Friedrich Schlegel intentó de-terminar ese concepto como una idea en sentido platónico, esto es, como fundamento real de todas las obras empíricas. Con esto, dice Benjamin, recayó en la antigua confusión entre abs-tracto y universal. Por ello, cuando se trata de describir la uni-dad del arte en el continuum de las formas, Schlegel la define como una obra, la invisible que acoge en sí la visible. Así como Winckelmann leyó a todos los antiguos como si fueran un solo autor, Schlegel ve todas las poesías de la antigüedad como si se conjugaran en un todo orgánico inseparable, “una única poesía indivisible y perfecta”, y concluye que “todos los libros deben constituir un solo libro en una literatura perfecta”, “un todo

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inconmensurable” (citado en Benjamin 1988, 132; 2004, 167). La tesis según la cual la idea del arte sería una obra es una tesis mís-tica, dice Benjamin. El acuerdo y la reconciliación de las formas constituyen el proceso visible que determina el devenir de la poe-sía hacia la unidad en la obra invisible. No se trata, pues, de una perfección estática. La idea del arte no es una proposición, dice Schlegel, sino una serie infinita de proposiciones, cuya progresión, no obstante, debería ser posible establecer. Benjamin, por su par-te, se esfuerza para apartar esa idea de un posible “malentendi-do modernizante” como progreso indefinido, pues se trata de un proceso que ocurre “en el medium de las formas”, “un despliegue y ascensión de las formas poéticas”, “un proceso infinito de cum-plimiento” (1988, 134; 2004, 168). Con palabras como “reconcilia-ción” y “cumplimiento” se abre camino la terminología mesiáni-ca, al tiempo que se cierra el de la interpretación modernizante.

Sucede con mucha frecuencia en este libro que, llegada la expo-sición a cierto momento de particular dificultad teórica, aparece una cita de Novalis para traducirla con la mayor exactitud al len-guaje de la poesía:

Hay en nosotros ciertos poemas que parecen poseer un carác-ter del todo diferente a los demás, pues van acompañados del sentimiento de una necesidad y no ha existido en absoluto, sin embargo, ninguna motivación exterior para ellos. El hombre tie-ne la impresión de que toma parte en una conversación y de que alguien, una esencia espiritual desconocida, de una manera pro-digiosa, lo induce al desarrollo de los pensamientos más eviden-tes. Este ente debe ser un ente superior, dado que establece con él una clase de relación que no le es posible a otro ente ligado a los fenómenos. Debe ser un ente homogéneo, puesto que trata al hombre como un ente espiritual y únicamente le solicita la más elevada autonomía. Este yo de clase superior se conduce para con el hombre como el hombre con la naturaleza o el sabio con el niño. (1988, 136; 2004, 169)

Esta cita sirve en el texto para describir lo que los románticos llaman “poesía trascendental”, aquélla en la que se manifiesta un nexo con un “yo superior” y con la obra absoluta que es la idea del arte. Es la misma “conversación”, de que habla Novalis, con una “esencia espiritual desconocida”. “Poesía de la poesía”, ex-presión de la unidad entre lo ideal y lo real, que contiene a su vez

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la reflexión crítica, el autoconocimiento estético, la conciencia de sí misma. En contraposición a las “formas profanas”, Schlegel llama “forma simbólica” a aquélla que se refiere al absoluto poé-tico. La palabra “símbolo” es definida por él como “el elemento mediante el cual la apariencia de lo finito es puesta en relación con la verdad de lo eterno y, justamente por eso, queda en ella disuelta” (citado en Benjamin 1988, 140; 2004, 171). Es función de la crítica exponer esta forma simbólica en toda su pureza, liberán-dola de los momentos extraños a su naturaleza a los que pudiera estar ligada en la obra. Esa función culmina cuando la apariencia finita se disuelve y la reflexión se eleva hasta el absoluto.

Benjamin anota que en la teoría romántica no se alcanza claridad plena sobre la distinción entre forma profana y forma simbólica y entre ésta y la crítica. Las delimitaciones son borrosas y éste es el precio que deben pagar los conceptos por ser incluidos en el dominio del absoluto. Esta objeción no se dirige a un aspecto secundario del romanticismo. Por el contrario, tiene que ver con uno de los principios básicos de su metafísica: la continuidad entre lo profano y lo absoluto. Según afirma Gasché, el pen-samiento romántico produjo un concepto secular de Absoluto, por completo desligado de la idea de trascendencia. Y tal con-cepto, según él, no podía ser aceptable para Benjamin8. En 1803, Friedrich Schlegel, ya concluida la experiencia del Athenäum, vuelve sobre ella y declara que, en las primeras entregas de la revista, predominaban la crítica y la universalidad como pro-pósito, mientras en la segunda etapa es “el espíritu del mis-ticismo” lo más esencial. Y aclara que la palabra “misticismo”, que podría producir alguna alarma, “designa el anuncio de los Misterios del arte y de la ciencia” y, sobre todo, “la más vigorosa defensa de las formas simbólicas y de su necesidad, contra el sen-tido profano” (citado en L’Absolu littéraire 201). Lacoue-Labarthe y Nancy comentan: “la religión, aquí, no es la religión”. Tampoco

8 “Benjamin está de acuerdo con los románticos en que toda crítica debe cumplirse con referencia al Absoluto, pero a un Absoluto trascendente, radi-calmente distinto de todo lo profano o finito. Entre lo Absoluto y lo profano no es pensable una continuidad. [...] Puesto que el Absoluto —o mejor, la verdad, como Benjamin lo llamaría— pertenece a un orden por completo distinto al de lo profano, la relación crítica no puede tener necesariamente la certeza de tras-cender lo dado. Tal certeza [...] está más allá del alcance cognitivo de cualquier acto crítico” (Gasché 73).

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se trata, “como en las recaídas posteriores o tardías del romanti-cismo”, de una “religión del arte” ni de una “religión estética”. De lo que se trata es de otra cosa, dicen: “del arte como religión”. La producción de la obra de arte no se somete a ninguna ins-tancia exterior: permanece en su propia ley. Lo que reivindican Schelling y Schlegel, bajo el nombre de religión, no es otra cosa que aquello a lo que aspira la metafísica especulativa: “la pre-sentación (Darstellung) absoluta de la verdad. Pero en el arte, en la forma”. Dicho de otra manera, “la religión es el arte mismo”, pues en él se hace inmediatamente accesible la verdad en su in-finitud, mientras su acceso teórico se posterga hasta el infinito. Para Lacoue-Labarthe y Nancy, no se trata aquí de “la religión en los límites de la mera razón”, según la fórmula kantiana, sino de “la religión en los límites del arte”, esto es, de la ilimitación que el arte confiere al contenido dentro de sus propios límites (L’Absolu littéraire 203). Para la religión así concebida, el proble-ma fundamental es la forma y ésta ya no es más una forma de representar sino de hacer surgir la verdad: precisamente, lo que Schlegel llamaba símbolo.

Existe en la concepción romántica, como bien lo dice Benjamin, un “tránsito” entre el ámbito de lo absoluto y las formas singula-res. Y es precisamente el arte la vía privilegiada de ese tránsito: ahí vislumbraron los románticos la posibilidad de una reconci-liación de lo condicionado y lo incondicionado9. Sin embargo, habría que volver a la cita de Novalis, cuando habla del senti-do de la palabra “romantizar” y su relación con el concepto de “reflexión”. Según él, ese principio implica un “tránsito” en las

9 Todas las definiciones románticas de símbolo se refieren a esa continui-dad. Schelling define la belleza como “lo infinito representado de manera fi-nita”. August Wilhelm Schlegel afirma estar de acuerdo con la definición de Schelling, pero dice que preferiría mejorarla y propone esta fórmula: “lo bello es una representación simbólica de lo infinito”. Luego se pregunta: “¿Cómo puede llevarse lo infinito a la superficie, a la aparición?” Y responde: “Sólo simbólicamente, con imágenes y signos [...] Hacer poesía no es otra cosa que un eterno simbolizar” (citado en Todorov 279). Según Todorov, podría afirmarse sin exageración que si hubiera que condensar en una sola palabra toda la esté-tica romántica, habría que acudir sin duda a la que A. W. Schlegel introduce en esta cita: símbolo. “Para comprender el sentido moderno de la palabra ‘símbo-lo’ es necesario y suficiente releer los textos románticos. En ninguna otra parte el sentido de ‘símbolo’ aparece de manera tan clara como en la oposición entre símbolo y alegoría, oposición inventada por los románticos” (279-280).

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dos direcciones: no sólo que lo vulgar tiene a su vez el sentido más elevado y lo conocido adquiere la dignidad de lo desconoci-do, sino también que, en la operación contraria, lo más elevado y místico se expresa en lo más habitual y corriente. La fórmula sintética del principio, en palabras de Novalis, reza: “Filosofía romántica. Elevación y rebajamiento cambiantes” (Fragmentos para una teoría romántica 109). Y Schlegel, en uno de los fragmen-tos del Lyceum, se refiere a ciertos poemas, tanto antiguos como modernos, que “exhalan por doquier universalmente el divino hálito de la ironía” (no. 42, Schlegel 53). En ellos, dice, vive una verdadera “bufonería trascendental”, una disposición de ánimo que “lo abarca todo y se eleva infinitamente por encima de lo condicionado”. La ironía, afirma en otro aparte, todo lo contie-ne: la seriedad y la burla, la necesidad de la comunicación y al mismo tiempo la imposibilidad de la misma, el sentimiento del irresoluble conflicto entre lo incondicionado y lo condicionado (no. 108, Schlegel 63). En el espíritu de la poesía romántica se encuentra siempre esta convivencia del entusiasmo con la ironía y de lo más elevado con lo más grotesco. En el Diálogo sobre la poesía, uno de los personajes habla de

un primer elemento originario e inimitable, absolutamente in-disoluble, que después de todas las reconfiguraciones, todavía deja traslucir la antigua naturaleza y fuerza, allí donde la inge-nua profundidad deja traslucir la apariencia de lo absurdo y de lo enloquecido, o de lo simple y de lo estúpido. Pues éste es el principio de toda poesía: anular el curso y las leyes de la razón pensante-razonante y volvernos a poner de nuevo en el bello desorden de la fantasía, en el caos originario de la naturaleza humana, para el que no conozco hasta ahora ningún símbolo más bello que el hormigueo multicolor de los antiguos dioses. (Schlegel 123)

Esta cita, con sus radicales afirmaciones, como aquélla de que el principio de la poesía está en relación con lo absurdo y lo estúpi-do y con la anulación de las leyes de la razón, se conecta directa-mente con el concepto de ironía tal como se define en uno de los fragmentos de Ideas: “la ironía es la conciencia clara del caos y su infinita plenitud” (no. 69, Schlegel 159). Hegel, en la introducción a las Lecciones sobre la estética, dedica unas páginas, ilustrativas en este contexto, al concepto de ironía en algunos escritores román-ticos y, particularmente, en Friedrich Schlegel. Su explicación se

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centra en el sujetivismo romántico que Schlegel hereda de Fichte y que lo conduce, según Hegel, a establecer el yo como principio absoluto de todo saber. El problema consiste en que tal concep-ción, al negarle particularidad y contenido al yo, lo reduce a un principio abstracto y formal, ajeno al individuo vivo y activo. Como nada es considerado en y para sí, valioso en sí mismo, sino en cuanto producido por la sujetividad del yo, todo queda a la libre disposición y arbitrio del yo. Pero, dice Hegel, “sólo hay verdadera seriedad en un interés sustancial, en una cosa en sí misma plena de contenido, en la verdad, en la eticidad, etc., en un contenido que como tal valga para mí como esencial, de tal modo que yo sólo devenga esencial para mí mismo en la medida en que me sumerja en tal contenido y haya devenido conforme a él en todo mi saber y mi actuar” (50). La vida irónico-artística se aprehende a sí misma como una genialidad divina para la cual todas las cosas son inesenciales frente al libre creador que no se compromete con nada, a nada se ata, pues tiene el poder de crear o aniquilar. Tal es la perspectiva irónica, según Hegel. Todo es nulo y vano, salvo la propia sujetividad, pero ésta por ello mis-mo se vuelve igualmente vacía y termina por añorar algo firme y sustancial. Para la individualidad genial, lo irónico es tanto la destrucción de lo elevado y grandioso como la autodestrucción. El principio artístico de estas producciones es “la representación de lo divino como lo irónico” (51), con lo cual aproxima lo excel-so a lo cómico. “Si se toma la ironía como la nota fundamental de la representación”, afirma Hegel, “con ello se toma como princi-pio de la obra de arte el menos artístico de todos, pues hacen su aparición figuras [...] sin contenido ni designio, ya que en ellas lo sustancial se evidencia como lo nulo” (52).

Benjamin, por su parte, sostiene que el concepto de ironía tiene un doble significado para la teoría romántica del arte. En un primer sentido, en efecto, es “expresión de un puro sujetivismo” y así se ha entendido, en general, por parte de los críticos del roman-ticismo. Según él, ésta es una visión unilateral y sobrevalorada, si bien no es raro que encuentre apoyo en algunos textos de los mismos románticos. En el famoso fragmento 116 del Athenäum, Schlegel dice de la poesía romántica que no puede ser agotada por ninguna teoría, que sólo ella es libre y que “su ley primera es que el arbitrio del poeta no admite ley alguna por encima de él” (Fragmentos para una teoría romántica 138). Sobre esta frase de

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Schlegel comenta Benjamin que ella deja abierta la duda de si se trata de una declaración positiva sobre los derechos legales del artista creativo o es sólo una extravagante formulación. Lejos de admitir que la teoría romántica del arte queda bien representada en una cita como la de Schlegel, con la cual se podría validar la crítica de Hegel, Benjamin piensa que el verdadero principio romántico es el contrario: “el autor de obras de arte auténticas encuentra su límite en aquellas relaciones en las que la obra se somete a una legalidad objetiva” (1988, 122-123; 2004, 162). Y esta legalidad objetiva consiste en su forma. El arbitrio del poeta tie-ne su propio espacio de ejercicio en su relación con la materia de la obra; es ahí donde su proceder se convierte en ironía en la medida en que actúa con libertad y lucidez. Ésta es la “ironía sujetiva”. En cuanto a la segunda acepción, que Benjamin deno-mina “ironía formal”, se refiere a la función de destruir la ilusión de realidad que necesariamente produce la forma artística. Si la primera depende del proceder del sujeto, la segunda representa un momento objetivo de la obra. En la primera se asume que el poeta es la poesía misma y por eso su arbitrio no tolera ley algu-na sobre sí. La sujetividad del artista se convierte de esta manera en “una pobre metáfora de la autonomía del arte”, dice Benjamin (1988, 122; 2004, 162). En la segunda, el autor se considera res-tringido por la legalidad objetiva de la forma artística.

En un fragmento póstumo, Schlegel define la ironía como “una parábasis permanente” (citado en Albert 840-841). Y es el mismo Schlegel quien explica que la parábasis era, en el teatro griego antiguo, un discurso que el coro dirigía al público y cuyo con-tenido se refería, con frecuencia, no a la acción del drama, sino a cuestiones contemporáneas de la audiencia. Schlegel dice que, en realidad, era una interrupción en mitad de la representación, una ruptura de la continuidad de la obra, durante la cual el coro se aproximaba al borde del escenario para que su interpelación a los espectadores fuera directa. La ironía formal es una parábasis permanente, una interrupción permanente de la ilusión de otra realidad producida en la obra. En ella se enfrentan, por un mo-mento, dos realidades: la ilusoria de la obra y la realidad com-partida por fuera de la ilusión artística. La unidad formal de la obra se rompe y deja ver su carácter ficticio y convencional. En el drama romántico, la forma más extrema de esta interrupción se encuentra en las comedias de Tieck. Para los románticos, la for-

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ma dramática era la que mejor se prestaba para el juego de la iro-nización, porque es la que posee mayor poder de ilusión y la que admite un grado más alto de ironía sin desintegrarse. Schlegel, refiriéndose a la destrucción de la ilusión en las comedias de Aris-tófanes, escribe: “Esa transgresión no es impericia sino resolución voluntaria, rebosante plenitud vital, y no produce en general mal efecto sino que más bien eleva, pues, con todo, no puede aniquilar la ilusión. La máxima intensidad de la vida… hiere… para estimu-lar sin destruir” (citado en Benjamin 1988, 124; 2004, 163).

“La ironización de la forma consiste en su destrucción voluntaria”. Esta formulación aproxima la ironía formal a la tarea de la crítica y muestra la afinidad entre ambas. La crítica, en su sentido románti-co, “disuelve la forma para transformar la obra singular en obra de arte absoluta, para romantizarla” (Benjamin 1988, 124; 2004, 163). Lejos de representar una veleidad sujetiva del autor, la destrucción irónica de la forma significa la asimilación de la obra contingente al absoluto, “su plena objetivación al precio de su ruina” (1988, 125; 2004, 164). Benjamin se pregunta cuál es la diferencia entre la des-trucción irónica de la ilusión en la forma artística y la destrucción de la obra mediante la crítica. Según su respuesta, la ironía formal no sólo no destruye la obra sino que la aproxima a la indestructi-bilidad. Y distingue, para su explicación, entre dos conceptos de forma: la forma determinada, empírica, de la obra singular, que se puede llamar también “la forma de exposición”; y “la forma eter-na, la idea de las formas”, que podría designarse como “forma ab-soluta”. La primera es propiamente “la víctima de la destrucción irónica”. La segunda garantiza, por el contrario, la supervivencia de la obra, pues de esa esfera más elevada extrae su indestructi-bilidad, una vez que la forma empírica ha sido consumida por la forma absoluta. Benjamin recurre a la tradicional metáfora de los velos, ligada aquí a la de la tempestad que los rompe, una de sus favoritas: “la ironización de la forma de exposición es semejante a la tempestad que levanta el velo del orden trascen-dental del arte y lo descubre, al tiempo que desvela también el inmediato subsistir de la obra en ese orden, como un misterio” (1988, 126-127; 2004, 164). Y otra variación del mismo tema, esta vez referida a la pareja de contrarios “obra visible” y “obra invisi-ble”: más allá de los límites de la primera, se revela el ámbito de la segunda, de la idea del arte. Benjamin concluye que los románticos no se conformaron con el concepto de ironía reducido a la disposi-

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ción interior del artista, pues la ironía formal no puede entenderse como una sujetiva carencia de límites del artista ni se confunde con su sinceridad, su esfuerzo o sus intenciones. Es objetiva, dice él, en el sentido de que apunta a “demostrar en la obra misma su relación con la idea” (1988, 127; 2004, 165).

Benjamin termina este capítulo con una serie de consideracio-nes sobre la novela y la prosa en la teoría romántica del arte. La primera y más contundente afirmación es ésta: en la novela encontró el romanticismo temprano “su más extraordinaria con-firmación trascendental, en tanto que la situó en una más vasta e inmediata relación con su concepción fundamental de la idea del arte” (1988, 143; 2004, 173). Para sustentarlo, recurre Benjamin a una larga cita de Novalis, tomada de una carta a Schlegel, de enero de 1798:

Si la poesía quiere expandirse, sólo puede hacerlo limitándose; contrayéndose, se diría que deja correr su materia inflamable hasta que coagula. Adquiere una apariencia prosaica; sus par-tes constitutivas no se encuentran en una relación tan estrecha —y tampoco bajo unas leyes rítmicas demasiado severas— y deviene más apta para la representación de lo limitado. Pero sigue siendo poesía —y, con ello, fiel a las leyes esenciales de su naturaleza [...]. Sólo la mezcolanza de sus miembros carece de reglas; su ordenación, su relación con el todo, es todavía la mis-ma [...]; los miembros se mueven en torno a lo que reposa eter-namente, en torno a un todo… Cuanto más simples, uniformes y calmos son aquí los movimientos de las frases, cuanto más concorde su mezcla en el todo, cuanto más suelta la conexión, cuanto más transparente e incolora la expresión, tanto más per-fecta —a la inversa que la prosa decorativa— es esta poesía des-cuidada, aparentemente dependiente de los objetos. La poesía parece abandonar el rigor de su exigencia y hacerse dócil y ma-leable. Pero a quien se aventura en la poesía con una tentativa de este género pronto se le pondrá de manifiesto lo difícil que es realizarla perfectamente en esa forma. Esta poesía dilatada es justamente el supremo problema del escritor poético —un problema que sólo puede ser resuelto por aproximación y que pertenece propiamente a la más elevada poesía… Aquí queda aún un campo inconmensurable, un territorio infinito en el más auténtico sentido. A aquella poesía superior se la podría llamar poesía del infinito. (1988, 144-145; 2004, 174)

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La cita reúne una cantidad de temas y problemas que aún hoy forman parte de la teoría de la novela. Ante todo, para Benjamin es importante subrayar que la novela no sólo no queda por fuera de la teoría romántica del arte como reflexión sino que, por el contrario, es la forma más elevada de autolimitación y autoex-pansión reflexivas. La novela es “la forma simbólica suprema”, aunque lo que primero resalta en su forma expositiva es la apa-rente libertad y carencia de reglas. Si la novela sigue siendo poe-sía, según los románticos, es poesía que parece haber renunciado al rigor de las exigencias del arte y haberse vuelto deliberada-mente descuidada y prosaica. Novalis dice que las leyes rítmi-cas de la novela ya no son demasiado severas y que el ajuste interno de sus partes constitutivas no tiene el rigor de otros gé-neros. Pero eso mismo la hace más apta para la representación del mundo histórico en toda su contingencia. Es la apariencia de desorden y mezcolanza de los elementos empíricos que la constituyen y su expresión incolora, menos poética en el senti-do convencional de la lírica, lo que le permite a la novela “re-flejarse a discreción en sí misma y reflejar desde una posición más elevada, en consideraciones siempre nuevas, cada nivel dado de conciencia” (1988, 141; 2004, 172), pues ya no la limita una forma de exposición sometida a reglas estrictas. Así pue-de Schlegel afirmar que la novela es la poesía más espiritual, no obstante su aparente dependencia de las cosas menudas y de las circunstancias más fortuitas. La novela, según él, es una summa de todo lo poético y, por consiguiente, “una denominación del absoluto poético” (1988, 143; 2004, 173). Si el arte es el continuum de las formas, la novela es la aparición perceptible de ese conti-nuum, y lo es a través de la prosa. La unidad de toda la poesía en una sola obra, concebida como la idea del arte, visión romántica en la que Benjamin insiste a través de toda su disertación, recibe su representación ideal en la novela como suprema forma poéti-ca. La prosa es el suelo creativo de las formas poéticas: todas es-tán mediadas y disueltas en ella como en su común fundamento creativo. Los ritmos se entremezclan y combinan en una nueva unidad, la unidad prosaica que, según Novalis, es el “ritmo ro-mántico” (1988, 145; 2004, 174). La prosa tiene, pues, una función unificadora en la teoría estética romántica y a eso alude Novalis cuando se pregunta si no debería la novela abarcar todos los gé-neros estilísticos en una secuencia diversamente enlazada, ligada por un espíritu común.

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En relación con la idea de la poesía como prosa, Benjamin re-gresa a un concepto que ya había aparecido en su ensayo sobre Hölderlin: la sobriedad. “Lo prosaico”, dice, “donde la reflexión alcanza suprema expresión como principio del arte, es directa-mente, incluso en el lenguaje ordinario, una designación metafó-rica de lo sobrio” (1988, 147; 2004, 175). Las citas de Hölderlin, en este pasaje, apuntan a un aspecto que complementa la exposición anterior: la obra de arte como cálculo regulado por leyes, no juz-gada según las impresiones que suscita. Lo que le falta a la poe-sía moderna es escuela y maestría artesanal, procedimientos que puedan ser enseñados y repetidos. El autor, según Schlegel, debe ser un “fabricante” y “dedicar su vida al negocio de configurar una materia literaria en formas que sean, en una escala mayor, útiles y apropiadas” (citado en Benjamin 1988, 149; 2004, 176). En contraste con el entusiasmo y el éxtasis, términos que parecen los más esenciales para explicar la teoría romántica, el concepto de sobriedad pone en primer plano el espíritu prosaico: “lo que se disuelve en el rayo de la ironía es la ilusión”, escribe Benjamin; “indestructible permanece el núcleo de la obra, porque no se sos-tiene sobre el éxtasis, que puede ser destruido, sino en la sobria, la intangible forma prosaica. Por medio de la razón artesanal se constituye sobriamente la obra, aun cuando apunte al infinito” (1988, 150; 2004, 176). Y la novela viene a ser como el paradigma de esta concepción en el que la obra trasciende las formas bellas. La teoría romántica da un nuevo lugar a la belleza en el arte: “la forma no es ya expresión de la belleza sino del arte como la idea misma” (1988, 150; 2004, 176-177). El concepto de belleza ya no corresponde a la teoría estética del romanticismo y Ben-jamin explica por qué: “no sólo porque estaba complicado con el concepto de regla según la concepción racionalista, sino ante todo porque la belleza como objeto de diversión, del agrado, del gusto, no parecía concordar con la rigurosa sobriedad que, según la nueva concepción, determinaría la esencia del arte” (1988, 150; 2004, 177). El arte y sus obras no son necesariamente apariciones de la belleza: esta doctrina del primer romanticismo no le es ajena, según Benjamin, ni siquiera al esteticismo post-romántico.

También la crítica literaria queda incluida en la condición prosai-ca y en su sobriedad. La legitimidad de la crítica no proviene de una supuesta guerra declarada a lo malo, pues su función no con-

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siste en opinar sobre la obra singular, sino de su positividad, en la tarea que los románticos llaman “llevar la obra a su cumplimien-to”, a su disolución en la forma absoluta. Dicho en otra forma, en relación con el concepto de prosa, “la crítica es la exposición del núcleo prosaico en cada obra” (1988, 153-154; 2004, 178).

El capítulo final de El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán fue añadido por Benjamin como una especie de “epílogo esotérico” (1994, 141), según sus palabras, dedicado a comparar la teoría de la crítica del romanticismo temprano con las ideas de Goethe. Allí se afirma, de entrada, que hay entre ellos una contraposición:

Toda la actividad de los primeros románticos en filosofía del arte puede quedar resumida en el hecho de que trataron de demostrar por principio la criticabilidad de la obra. La entera teoría del arte de Goethe evidencia su intuición de la no cri-ticabilidad de las obras. [...] Compuso no pocas críticas. Pero en muchas de ellas se encontrará una cierta reserva irónica, no sólo frente a la obra, sino también respecto a la propia labor; y la intención de sus críticas, en todo caso, era sólo exotérica y pedagógica. (1988, 155-156; 2004, 179)

Para Goethe, la crítica de la obra de arte no era posible ni necesa-ria. Según Benjamin, todo lo que Goethe podía esperar del crítico era un elogio para lo bueno y una advertencia contra lo malo, en contraposición a lo que pensaban los románticos. La crítica, para Goethe, no era un momento esencial de la obra, mientras en la teoría romántica no sólo era posible y necesaria sino que “se da la paradoja de una superior estimación de la crítica con respecto a la obra” (1988, 166; 2004, 185).

Una de las diferencias mayores que Benjamin destaca entre Goethe y los románticos se encuentra en los respectivos puntos de partida de su filosofía del arte. En Goethe, el ideal constituye la suprema unidad conceptual del arte, unidad de los contenidos, al contrario de la idea, principio formal de la concepción romántica, expre-sión de la infinitud del arte y de su unidad como un continuum de formas. Goethe define el ideal como “un limitado y armónico dis-continuum de puros contenidos” (1988, 156; 2004, 179). Estos con-tenidos puros no se encuentran, como tales, en ninguna obra individual: son “arquetipos invisibles, aunque intuibles”, a los

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cuales cada obra singular aspira en términos de “semejanza”. De manera que no es el artista quien crea sus propios arquetipos, pues éstos son anteriores a toda obra creada y residen “en aquella es-fera del arte donde éste no es creación sino naturaleza”. Benjamin afirma que el esfuerzo de Goethe en sus investigaciones sobre los fenómenos originarios (Urphänomene) consistió en “aprehender la idea de la naturaleza y con ello hacerla idónea como arquetipo del arte” (1988, 158; 2004, 180). El concepto de verdadera naturaleza coincide, para él, con el reino de los arquetipos, proto-fenómenos o ideales, y no debe identificarse, en cuanto contenido de la obra de arte, con la naturaleza visible y aparente del mundo. Hay una paradoja aquí, pues sólo en el arte, no en el mundo, se haría visible la verdadera naturaleza, en su forma de semejanza, mientras en la naturaleza del mundo fenoménico estaría presente pero oculta, oscurecida por las apariencias.

Cada obra singular existe, según la teoría del arte de Goethe, de manera contingente, frente al ideal del arte, pues éste no es algo producido sino una idea en el sentido platónico, sin comienzo, inmóvil en su esfera, cerrado en su unidad:

Acaso las obras individuales participen de los arquetipos, pero desde su reino al de las obras no se da una transición como la que sin duda existe en el medium del arte desde la forma absoluta a la singular. En su relación con el ideal, la obra singular se queda, por así decir, en torso. Constituye un esfuerzo aislado por repre-sentar el arquetipo, y sólo como modelo puede perdurar junto a otros que le son semejantes, pero nunca pueden éstos crecer conjuntamente desde una forma viva hasta la unidad del ideal mismo. (1988, 159-160; 2004, 181)

En lo que se refiere a la relación entre la obra individual y lo in-condicionado, Goethe pensó que la solución era renunciar a ella, contra lo cual se rebelaron los románticos, pues todo en su pen-samiento se dirigía, por el contrario, hacia la idea del arte como reconciliación de lo condicionado y lo incondicionado. Para ellos, la obra no podía ser un torso. Cada poema, cada obra, se-gún Schlegel, debía significar el todo y serlo verdaderamente. La superación de la contingencia, del carácter de torso de las obras, era la intención del concepto de forma en Schlegel. Sin embargo, anota Benjamin, la solución romántica se logró al costo de la di-solución de la obra como individualidad. No reconocieron, por

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lo tanto, la posibilidad señalada por Goethe de que ciertas obras se convirtieran en modelos sustraídos a la eterna progresión. La misma Antigüedad, dice Novalis, no existe como un hecho sino como producto de nuestra imaginación y nuestro estudio. Tene-mos una literatura clásica antigua que los antiguos mismos no tuvieron, pues fue producida por el esfuerzo intelectual de épo-cas posteriores.

Ni los románticos ni Goethe, afirma Benjamin, resolvieron el pro-blema de la relación entre forma y contenido en el arte. Para los primeros, la idea del arte es la idea de su forma, así como para el segundo el ideal del arte es el ideal de su contenido. Así como los románticos no abarcaron en su teoría el ideal del arte, la solución de Goethe al problema de la forma no alcanza la importancia filosófica de su determinación del contenido. Goethe entiende la forma artística como estilo. Y si vio en éste el principio de la for-ma en la obra, ello se debe a que tenía en mente un estilo más o menos históricamente determinado. Pero el concepto de estilo no es suficiente como definición filosófica del problema de la forma y sólo proporciona un criterio para juzgar la autoridad de ciertos modelos. La insuficiencia filosófica del concepto de estilo, según la objeción de Benjamin, consiste en la falta de distinción que en él prevalece entre la forma de exposición y la forma absoluta, pues identificar el problema estético de la forma con la forma de exposición de la obra individual equivale, desde la perspectiva romántica, a pasar por alto la cuestión.

La teoría del arte de Goethe, según Benjamin, no sólo deja sin re-solver el problema de la forma absoluta sino también el de la críti-ca. Para Goethe, la relación entre la crítica y el arte era puramente contingente, limitada a un juicio de valoración relativo. “Sólo para el artista que posee una intuición del arquetipo es posible el juicio apodíctico sobre las obras”, mientras la posibilidad de “una crítica metódica”, esto es, “objetivamente necesaria”, queda invalidada desde su perspectiva (1988, 165-166; 2004, 184-185).

5. Sobre Las afinidades electivas

Benjamin comenzó a preparar su trabajo sobre Las afinidades electi-vas de Goethe desde 1919 y lo escribió, según Scholem (1987, 120), entre noviembre de 1921 y febrero de 1922. En una carta de no-

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viembre de 1921, escribe a su amigo: “Tengo que terminar la re-dacción de mi crítica sobre Las afinidades electivas. Es importante para mí no sólo como crítica ejemplar sino como prolegóme-no a ciertas exposiciones puramente filosóficas” (1994, 194). El texto fue publicado, tras algunas dificultades editoriales, en la revista Neue Deutsche Beiträge, dirigida por el poeta Hugo von Hofmannsthal, en dos entregas, la primera en abril de 1924 y la segunda en enero de 192510.

El ensayo se inicia con una distinción metodológica entre el concepto de crítica y el de comentario. La crítica, según él, bus-ca el contenido de verdad de la obra, mientras el comentario se ocupa del contenido objetivo. La distinción no implica que se encuentren desligados; por el contrario, mientras más sig-nificativa sea la obra, tanto más sumergido estará el conteni-do de verdad en su contenido objetivo. No obstante, la misma duración histórica de la obra, dice Benjamin, irá separándolos. Interpretar lo extraño y desconcertante en el contenido objeti-vo se convierte en requisito para los críticos posteriores, como si fueran paleógrafos que se enfrentan a un pergamino, cuyo texto desvanecido se encuentra cubierto por otra escritura más fuerte que se refiere a él. La crítica tiene que comenzar por el comentario, así como el paleógrafo debe empezar por la escri-tura más reciente.

Inmediatamente después del símil del palimpsesto, Benjamin recurre a un segundo símil, aun más original: la obra en cre-cimiento, dice ahora, se parece a una pira funeraria. Frente a ésta, el comentarista es como un químico: madera y cenizas son su objeto de análisis. El crítico, en cambio, se comporta como un alquimista: la llama es el objeto de su atención, pues en ella se preserva el enigma de lo que aún vive. El crítico va tras la verdad, cuya viviente llama sigue ardiendo por encima de los

10 La reacción de Hofmannsthal a la primera lectura del manuscrito había sido de inmediato entusiasmo y sus elogios incluyen frases como éstas: “sólo puedo decir que ha hecho época en mi vida interior y que mi pensamiento [...] casi no ha podido despegarse de él”, “trata lo elevado con inusual energía, alcanzando una belleza de la exposición aun más inusual” (citado en Benjamin 1996, 109 y 111). Sin embargo, la recepción crítica del ensayo, en el que tantas esperanzas había puesto Benjamin, fue decepcionante.

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pesados leños del pasado y las ligeras cenizas de lo vivido. En la imagen de la llama, Benjamin deja en claro que entiende la obra de arte como el medio de una verdad metafísica, religiosa, comenta con razón su biógrafo Bernd Witte. Y agrega: “queda empero el hecho extraño de que Benjamin compare su propia actividad, no con el trabajo racional del investigador moderno, sino con las prácticas mágicas de la época precientífica” (57).

En las consideraciones iniciales del ensayo sobre Las afinidades elec-tivas, el concepto de contenido de verdad como lo eterno en la obra, aquello que se encuentra más allá de los contenidos históricos con-cretos, mantiene el planteamiento en un contexto muy cercano al de los ensayos anteriores. También aquí, Benjamin sostiene que lo permanente sólo resalta sobre el trasfondo de las realidades tran-sitorias. Por eso el crítico siempre capta en la obra el efecto cam-biante antes que el contenido de verdad. Hofmannsthal, uno de los primeros lectores del texto, advirtió en él una manera de practicar la crítica “con la seriedad más profunda y decisiva: como una verdadera ciencia del espíritu” y, además, “religio-samente, es decir, animada por la creencia de que la verdad existe” (citado en Benjamin 1996, 111)11. Benjamin, por su parte, había escrito en una carta a Hofmannsthal lo siguiente:

Es de suma importancia para mí que usted destaque tan clara-mente la convicción que me guía en mis ensayos literarios y que, si entiendo bien, usted comparte: esa convicción de que cada ver-dad tiene su casa, su palacio ancestral en el lenguaje; que aquél está erigido a partir de los más antiguos logoi y que, ante la ver-dad fundada de tal modo, los exámenes de las ciencias particula-res siguen siendo subalternos. (1996, 111)

Igual que en el ensayo sobre Hölderlin, en éste se reafirma que el objeto propio de la crítica es el contenido de verdad de la obra. Las primeras páginas de la segunda parte del texto están dedi-cadas a objetar el presupuesto metodológico de cierta posición crítica según la cual sólo puede comprenderse el contenido de la obra a partir de la vida del autor o del lugar común, incom-prensible y vacío, de la “experiencia vivida”. Para Benjamin, la obra debe estar siempre en el primer plano. “La única conexión

11 Hugo von Hofmannsthal, Carta a Florens Christian Rang, enero de 1924.

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racional entre el creador y la obra”, afirma, “es el testimonio que la obra dé sobre el creador” (2004, 321; 1996, 50). E incluso la obra misma sólo puede tomarse como un testimonio parcial e incierto de la vida del escritor. Allí donde predomina la doctrina según la cual vida, obra y carácter constituyen un todo armónico, apa-rece la visión del artista como héroe mítico, dice Benjamin. Y es el libro de Friedrich Gundolf sobre Goethe12 el que se mencio-na y refuta en este ensayo, como ilustración de una biografía que intenta convertir la vida del biografiado en una vida míti-ca (2004, 323; 1996, 53). La forma canónica de la vida mítica es precisamente la del héroe, pues “en ella el carácter es demonio, la vida es destino y la obra es forma viva” mediante la cual aparecen los otros dos en unidad. No es vida verdaderamen-te humana sino sobrehumana, cuyo simbolismo manifiesto no corresponde a la esfera de la individualidad, separado de ésta por el destino ineluctable que carece de singularidad mo-ral responsable. Desde el heroísmo patriótico hasta la muerte sacrificial del Redentor, toda representación moral del héroe pertenece al campo de la naturaleza mítica.

En la escuela de George, la concepción del poeta semidiós con-duce a considerar la obra como una tarea asignada por manda-to divino, de la misma manera como el héroe está predestinado para la hazaña que realiza. Benjamin asegura, por el contrario, que la obra literaria en su verdadero sentido sólo surge cuando la palabra se libera del hechizo de la gran misión. Incluso el título de “creador” no le pertenece al poeta y su valor es exclusivamen-te metafórico, una reminiscencia del verdadero Creador. La obra de arte no es la criatura del artista sino el producto de la configu-ración, del trabajo de dar forma. Esta diferencia es importante, porque se liga con otro tema central del ensayo: el tema de la redención. “Solamente la vida de la criatura, no la de lo configu-

12 El libro de Gundolf fue publicado en 1916. Al año siguiente, Benjamin escribió un comentario breve, sin intención de publicarlo, en el que enume-ra algunos aspectos de la obra que le merecen particular repudio. Habla, por ejemplo, de su “falsa monumentalidad”, del retrato de Goethe “aparentemente poderoso pero en realidad vacío” y de “la falsificación de un individuo históri-co, transformándolo en un héroe mítico” (“Comments on Gundolf´s Goethe”, 2004, 97-99). Friedrich Gundolf perteneció al círculo de Stefan George y era considerado, en el momento en que Benjamin escribió su comentario, uno de los más eminentes críticos literarios de Alemania.

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rado, participa sin reservas en la intención de salvación”, afirma Benjamin (2004, 324; 1996, 54). La contraposición entre verdad y mito, constante en el ensayo sobre Las afinidades electivas, deja de ser un argumento en términos de la Ilustración para entrar al cam-po de la argumentación teológica, puesto que Benjamin atribuye aquí un valor religioso a la verdad. “La oposición entre el poder divino y el poder mítico por parte del primer Benjamin proviene de la crítica religiosa del mito”, dice Winfried Menninghaus (535)13. Conceptos teológicos como redención y reino mesiánico pertene-cen a este orden de oposición, y se conservan aun en las obras posteriores en relación dialéctica con el concepto de mito.

Aunque hay momentos míticos importantes en la vida y la obra de Goethe, éstos no proveen la base para el conocimiento de una u otra: ni la vida ni las obras quedan plenamente representadas en el dominio del mito, sostiene Benjamin contra Gundolf. Al-gunos elementos míticos pueden considerarse, en el contexto biográfico, testimonios válidos del curso final de su vida, e in-cluso es posible interpretar Las afinidades electivas como parte de su lucha por librarse de las fuerzas míticas. Aunque su propó-sito durante los años de madurez consistió en someterse a los poderes míticos allí donde éstos aún imperaban, e incluso en ponerlos a su favor, como suele hacer quien sirve al poderoso, este intento se quebró después de la última y más difícil sumi-sión: su capitulación en la lucha de más de treinta años contra el matrimonio, símbolo amenazante de la prisión mítica. Un año después de su propio matrimonio, comenzó a escribir Las afinidades electivas, protesta tardía contra el mundo con el cual había firmado el pacto.

Benjamin afirma que el tema de esta novela no es el matrimonio sino los poderes que surgen de su disolución, esto es, “los po-deres míticos de la ley”, y éstos deben necesariamente triunfar porque son precisamente los del destino. Una cita de Goethe pa-rece ilustrar adecuadamente esta idea del matrimonio como un destino más poderoso que la elección a la cual se entregan los que se aman: “Se debe perseverar allí donde nos puso el destino

13 La idea de liberar el pensamiento de sus ataduras con el mito la recibe Benjamin de Hermann Cohen, un autor cuya influencia fue importante en su juventud.

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más que la elección. Apegarse a un pueblo, a una ciudad, a un príncipe, a un amigo, a una esposa y referirlo todo a eso, hacer-lo todo, renunciar a todo y resistirlo todo: eso es lo que vale” (2004, 308-309; 1996, 30). Juzgada desde el punto de vista de la fatalidad, cualquier elección es “ciega” y conduce directamente al desastre. Benjamin introduce en este ensayo una diferencia entre elección y decisión. La primera pertenece al orden natural mítico; la segunda, a la esfera de la ética. La elección está de-terminada por las afinidades electivas, por la atracción natural, cuyo desenlace lleva a la culpa y al sacrificio sin redención. La decisión es el acto propiamente humano, no determinado por el orden natural sino por la posibilidad de la trascendencia14. Cuando el matrimonio, que la cita de Goethe supone producto de una decisión, es destruido por una elección de afinidad, la ley violada se erige en contra de esa elección, con poder sufi-ciente para exigir un sacrificio como expiación por el matrimo-nio destruido. El simbolismo de la muerte se cumple, a través de este destino, en el arquetipo mítico del sacrificio. Otilia es la predestinada para ello. Es la reconciliadora. Su muerte es el sacrificio mítico, consumado según los designios más hondos de esta novela. No se sacrifica por decisión propia: es la vícti-ma del destino, y la suya es la muerte mítica del inocente que expía las culpas ajenas. A pesar de su suicidio, muere como una mártir y sus restos mortales incorruptos adquieren poderes milagrosos.

“Lo mítico es el contenido objetivo de este libro”, afirma Benjamin. “Su contenido aparece como un mítico juego de sombras puesto en escena con disfraces de la época de Goethe” (2004, 309; 1996, 32). Desde el principio, los personajes se encuentran bajo el hechizo de las afinidades electivas, pero éstas no crean una armonía espi-ritual interna sino la particular armonía de los estratos naturales más profundos. Aunque pertenecen al rango más elevado de la educación, los protagonistas se someten a fuerzas que la educa-ción proclama haber dominado. Según Rolf Tiedemann, la inter-

14 Elección (Wahl en alemán) es la palabra presente en el título de la no-vela. Según N. K. Leacock, Benjamin interpreta Las afinidades electivas como un mundo ficticio en el cual las elecciones sustituyen las decisiones éticas. Wahlverwandtschaften puede traducirse, entonces, como “relaciones por elec-ción” y, por lo tanto, míticas y no sagradas, naturales y no trascendentes, ligadas a un final sacrificial y no redentor (284).

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pretación de Benjamin muestra que detrás del orden social siempre irrumpe el orden mítico de la naturaleza. Y agrega: “Si la tragedia protesta contra la dominación de los dioses olímpicos, la novela de Goethe expresa la oposición al derecho burgués; tragedia y novela se oponen a la fuerza mítica, igual que todo arte” (101). Tiedemann cita un texto de Benjamin, “Para la crítica de la violencia”, es-crito por la misma época del ensayo sobre la novela de Goethe, en el cual se afirma que la violencia inmediata en las manifes-taciones míticas es afín, o por completo idéntica, a la violencia que funda el derecho (Benjamin 1967, 124)15. Si esto es así, las obras de arte serían figuras provisionales de una tarea histórica de destrucción de la violencia mítica, si bien cada una de ellas supone la presencia activa del mito, por más oculta que ésta sea. Benjamin señala que difícilmente podrían escapársele a un lector las tendencias paganas de esta novela. El autor, dice, sacrificó la felicidad de los amantes a los oscuros poderes de la naturaleza; pero, por ello mismo, se siente la ausencia del poder opuesto, lo divino trascendente, y se echa de menos en la obra.

“Cargada de fuerzas sobrehumanas, como sólo la naturaleza mítica lo está, entra amenazante en juego”, escribe Benjamin (2004, 303; 1996, 22). Es un poder oculto que se manifiesta de forma irónica en la vida de los personajes. Hasta la energía magnética del interior de la tierra juega su papel, pues la natu-raleza, dice Goethe, “en ninguna parte está muerta ni muda”. Las aguas son también una fuerza siniestra en esta obra, pero no en la forma de oleaje tumultuoso sino en su calma enigmáti-ca. Cuando los hombres desatienden lo humano y se entregan al poder de la naturaleza, entonces la vida natural, que sólo preserva su inocencia en el hombre si se liga a algo más eleva-do, lo arrastra hacia abajo. Con la desaparición de lo sobrena-tural en la vida del hombre, dice Benjamin, su vida natural se vuelve culpable, incluso si al actuar no incurre en falta contra la

15 Unos renglones más adelante escribe Benjamin: “Creación de derecho es creación de poder, y en tal medida un acto de inmediata manifestación de vio-lencia. Justicia es el principio de toda finalidad divina; poder, el principio de todo derecho mítico”. Y unas páginas más adelante: “Lejos de abrirnos una es-fera más pura, la manifestación mítica de la violencia inmediata se nos aparece como profundamente idéntica a todo poder y transforma la sospecha respecto a su problematicidad en una certeza respecto al carácter pernicioso de su fun-ción histórica, que se trata por lo tanto de destruir” (125-126).

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moral. Cada acto le acarreará desgracia y no podrá escapar al in-fortunio que la culpa atrae sobre él. Una vez ha descendido a ese nivel, hasta las cosas muertas tendrán poder sobre su vida. La casa, por ejemplo: colocar la primera piedra, inaugurar la obra construida, habitarla, marcan las etapas de una caída; el destino de los personajes avanza hacia su cumplimiento a medida que la construcción se aproxima a su fin.

Para Goethe, la naturaleza era el modelo de la obra artística. Benjamin dedica algunas páginas de su ensayo a examinar de manera muy crítica esta idea y comienza por anotar que en los estudios científicos de Goethe hay una ambigüedad con respec-to al concepto de naturaleza. Ésta designa tanto la esfera de los fenómenos empíricos como la de los fenómenos originarios o arquetipos. Aunque en sus investigaciones empíricas intentó en vano encontrar evidencias que permitieran afirmar la identidad entre las dos esferas, Goethe pensó que existía una conexión en-tre sus búsquedas científicas y sus obras literarias, en particular, Las afinidades electivas. Tal conexión significó para Goethe no sólo la posibilidad de verificar sus obras literarias a la luz de sus con-clusiones científicas, sino reforzar la indiferencia frente a la crí-tica, considerada innecesaria, puesto que la naturaleza proveía el parámetro para las obras artísticas. Según Benjamin, la equi-vocación de Goethe consistió en no advertir que los fenómenos originarios no son anteriores al arte y que sólo subsisten en él, por lo cual no pueden proporcionarle ningún parámetro. “Sólo en el dominio del arte pueden los fenómenos originarios, como ideales, presentarse de forma adecuada a la percepción, mientras en la ciencia son reemplazados por la idea, capaz de iluminar el objeto de la percepción, pero no de transformarlo en intuición”, escribe Benjamin (2004, 315; 1996, 40). En esta confusión entre el dominio puro de los arquetipos y el dominio empírico, donde la naturaleza sensible parece reclamar el lugar más elevado, se pro-duce el triunfo del lado mítico en la totalidad de sus apariencias:

Desde el aliento más leve hasta el ruido más salvaje, desde el so-nido más simple hasta la armonía suprema, desde el más violento grito apasionado hasta la más delicada palabra de la razón, es sólo la naturaleza la que habla, revela su existencia, su fuerza, su vida y sus relaciones, de modo que un ciego, a quien le está vedado lo

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infinitamente visible, puede aprehender en lo audible lo infinita-mente vivo. (Goethe citado en Benjamin 2004, 315; 1996, 40-41)

El comentario de Benjamin es categórico: si hasta “las palabras de la razón” se incluyen en el patrimonio de la naturaleza, no es de extrañar que el imperio de los fenómenos primigenios no pueda ser deslindado de lo empírico ni clarificado por el pensa-miento. La existencia queda sujeta al concepto de naturaleza y se vuelve monstruosa. Tal visión del mundo conduce al mito, y éste se impone, sin límites, como único poder en el ámbito de la existencia. “El rechazo de toda crítica y la idolatría de la natura-leza”, concluye Benjamin, “son las formas míticas de la vida en la existencia del artista” (2004, 316; 1996, 41).

En este ensayo se hace explícita una distinción entre forma y téc-nica, paralela a la que aparece en El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán entre forma absoluta y forma de exposi-ción. Aquello que tanto el escritor como la crítica contemporánea suya reconocen conscientemente como su técnica, se refiere al contenido objetivo de la obra. Por el contrario, del contenido de verdad no son conscientes ni el autor ni la crítica de su época. Por eso dice Benjamin que la técnica constituye una barrera que separa un estrato manifiesto de otro oculto, más profundo, de las obras. En contraste con la forma, determinada por la verdad, la técnica está determinada por los contenidos objetivos que, por definición, pertenecen al mundo de lo perceptible. Para el escri-tor, la representación del contenido objetivo es el enigma que debe resolver mediante la técnica. Así lo hizo Goethe al enfatizar los contenidos míticos en Las afinidades electivas. El significado úl-timo, el contenido de verdad, se le tenía que escapar, por lo cual hizo de la técnica su secreto artístico y ocultó conscientemente los procedimientos constructivos, hasta el punto de destruir los borradores de su novela.

El problema que plantea Benjamin al final del ensayo tiene que ver con la posibilidad de formular el contenido de verdad. Si éste es o no formulable constituye, según él, el problema filosófico más elevado. La argumentación se desarrolla en los términos clásicos de oposición entre apariencia y verdad: todo lo esencial-mente bello está siempre unido a la apariencia, aunque en grados diferentes. En toda obra y género de arte está presente la belleza

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y todo lo bello en el arte debe asignarse al dominio de la aparien-cia. Esta unidad alcanza su más alta intensidad en lo manifies-tamente vivo. Una obra de arte es tanto más bella cuanto más viva parezca. Sin embargo, “ninguna obra puede parecer comple-tamente viva sin convertirse en mera apariencia y dejar de ser una obra de arte. La vida que se agita en ella debe aparecer paralizada y como hechizada en un instante” (2004, 340; 1996, 79). Todo en ella es pura belleza, pura armonía que fluye a través del caos. Lo que detiene este flujo de la apariencia, hechiza su movimiento e inte-rrumpe la armonía, según Benjamin, es “lo inexpresivo”. La vida que vibra es la apariencia bella de la obra; la parálisis es lo que define su verdad. “La vida vibrante nunca es simbólica, porque carece de forma; lo bello, menos aun, porque es apariencia. Pero lo que ha sido hechizado, lo paralizado, se encuentra sin duda en posición de indicar lo simbólico”, dice en un breve fragmento titulado “Sobre la apariencia”, escrito por los mismos días de la redacción del ensayo sobre Goethe (“On Semblance”, 2004, 224). Lo inexpresivo completa la obra al romper su bella apariencia, al destruir su falsa totalidad y convertirla en fragmento del mundo verdadero, en torso de un símbolo. Es en lo inexpresivo donde aparece la sublime violencia de lo verdadero.

Con la pregunta por la formulabilidad del contenido de ver-dad, el arte alcanza la más cercana afinidad con la filosofía, dice Benjamin. Y la respuesta es la misma que ya había aparecido en el ensayo sobre Hölderlin: la verdad consiste, precisamente, en su imposibilidad de ser formulada. Por definición, la verdad se resiste a la apariencia de la obra. Sin la apariencia, la belleza del arte sería imposible. No obstante, la esencia apunta más pro-fundamente hacia lo que, en la obra de arte, se puede designar, en oposición a la apariencia, como lo inexpresivo, pero que por fuera de esta oposición no podría aparecer ni ser nombrado sin ambigüedad. Benjamin califica de trivial la fórmula de Solger: “la belleza es la verdad hecha visible”, pues la belleza no es en sí misma apariencia sino esencia que sólo permanece idéntica a sí misma cuando está velada. El velo es la bella apariencia. Sin velo, la belleza sería invisible, sin apariencia perceptible. La tarea de la crítica no consiste en levantar el velo de la apariencia, tarea por lo demás imposible. Consiste, por el contrario, en elevarse a sí misma a la verdadera contemplación de lo bello, esto es, a la con-templación de lo bello como misterio. “El fundamento divino de la belleza reside en el misterio”, afirma Benjamin (2004, 351; 1996, 96).

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La apariencia no es, pues, un superfluo velar las cosas en sí mismas sino el necesario velo sin el cual la verdad se evapora en la nada. Volviendo a la máxima de Solger, Benjamin propone esta varia-ción: la belleza hace visible no la verdad sino su misterio.

El nombre de Hölderlin aparece de nuevo en este ensayo, mencionado como autoridad para respaldar el concepto de lo inexpresivo. Una cita tomada de las “Notas sobre Edipo” le permite a Benjamin definir lo inexpresivo con los términos que Hölderlin utiliza para describir la cesura: “en la secuencia rítmica de las representaciones, se hace necesario aquello que en la medida de las sílabas se llama cesura, la pura palabra, la interrupción contrarrítmica”. En el pasaje se aclara que esto su-cede “frente al arrebatador cambio de las representaciones en su punto más alto” (Hölderlin 135) y Benjamin comenta que en esta interrupción no sólo se detiene la armonía sino toda expre-sión, para ceder el puesto a un poder que es, dentro de todos los medios artísticos, inexpresivo. Raras veces se presenta este poder de manera más clara que en la tragedia griega y en los himnos de Hölderlin: en la primera se hace perceptible en el silencio del héroe; en los segundos, por la cesura como contra-rritmo. “Algo más allá del poeta interrumpe el lenguaje de la poesía”, dice Benjamin (2004, 341; 1996, 80). Lacoue-Labarthe, en su ensayo “La cesura de lo especulativo”, habla de la cesura como “un lugar tan singular… que probablemente marca el límite del poder de la crítica como tal”. Y David Ferris, en un comentario sobre las últimas páginas del ensayo acerca de Las afinidades electivas, trae la cita de Lacoue-Labarthe para insistir en que se trata de una experiencia del límite de la crítica: “Que Benjamin transformara tal límite en la más poderosa visión de la crítica sobre la obra de arte es un signo del vigor de su com-promiso con un proyecto romántico que persiste en la teoría literaria de hoy”, afirma (195).

Ya en sus ensayos sobre el lenguaje, Benjamin había afirmado que el lenguaje puro es inexpresivo. Y en la reseña sobre El idio-ta de Dostoyevski había mostrado en el príncipe Mishkin la in-habilidad para la comunicación verbal como rasgo ligado a la promesa de salvación que encarnaba para los otros. Él era un símbolo de lo incomunicable, privado del don de la comunica-ción. El análisis de Otilia, en Las afinidades electivas, se centra en el silencio del personaje, pero se trata, en este caso, de un “mu-

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tismo vegetal”: no sólo para sus amigos permanece muda en su resolución de morir, sino que para ella misma también su inte-rior parece ser, de manera incomprensible, un secreto. Benjamin acentúa aquí las implicaciones morales del silencio de Otilia: es el espíritu del lenguaje el que ilumina el mundo moral y por ello ninguna decisión moral puede cobrar vida sin adquirir forma verbal y convertirse en objeto de comunicación. Otilia es juzgada aquí con categorías que difieren de las utilizadas para interpretar el personaje de El idiota, en cuya incomunicación brillaba el len-guaje puro. “En el silencio absoluto de Otilia, la moralidad de la voluntad de morir que la anima se torna dudosa. En verdad no la motiva una decisión sino una pulsión. Por eso su muerte no es, como ella parece expresarlo ambiguamente, sagrada”, escribe Benjamin (2004, 336; 1996, 74). La muerte de Otilia no puede ser entendida como una purificación sagrada sino como expiación en sentido mítico:

La existencia de Otilia, que Gundolf llama sagrada, es una exis-tencia no santificada, no tanto porque haya pecado contra un matrimonio en disolución, sino porque ella, sometida hasta la muerte en su apariencia y en su ser a un poder fatal, vive su vida en la indecisión. Esta oscilación entre culpable e inocente en el ámbito del destino es lo que le confiere, ante la mirada superfi-cial, una condición trágica. (2004, 336-337; 1996, 74)

Benjamin considera equivocado el juicio de Gundolf sobre lo trá-gico en el personaje de Otilia. El carácter trágico del héroe depen-de de su capacidad de decidir y es precisamente eso lo que falta en Otilia. Nada menos trágico que su luctuoso final. Lo suyo es pulsión muda. En cambio, la claridad en el actuar es sólo apa-riencia, pues su interior no es menos oscuro para ella que para los demás. Ni siquiera su diario íntimo da luces suficientes sobre su vida interior: ésta permanece cerrada a lo largo de las nume-rosas páginas. Es en la belleza donde reside lo verdaderamente esencial de este personaje, pero la de Otilia es sólo aparente, así como su inocencia es ambigua. Benjamin anota que apariencia y ambigüedad están figuradas en esta novela a través de la ima-gen del lago: la superficie calma del agua atrae con su claridad inocente, pero conduce a la oscuridad más profunda. “El agua participa de esta magia extraña”, dice, “porque por una parte es lo negro, oscuro, insondable, pero por otra es lo especular, claro y clarificador” (2004, 341; 1996, 81). También el estilo de

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Goethe se asemeja al encantamiento especular del agua, con su apariencia tranquila y su fondo inquietante, como ya lo había re-saltado un contemporáneo suyo, Zelter, citado por Benjamin. El poder de esa ambigüedad es dominante en Las afinidades electivas y remite al origen mítico de la imagen de la belleza femenina, ligada al oleaje armónico-caótico, a Venus y Tetis, a Oceánidas y Nereidas. Bettina von Arnim le escribía a Goethe en una carta, refiriéndose a Otilia: “Esa Venus ha salido del mar embravecido de tu pasión, y una vez que ha esparcido una simiente de perlas de lágrimas, vuelve a desaparecer en medio de un resplandor sobrenatural” (citada en Benjamin 2004, 342; 1996, 82).

La belleza aparente de Otilia promete una reconciliación igual-mente aparente y mítica, según Benjamin, pues “sólo con Dios hay verdadera reconciliación”. En este ensayo es literal la per-manente contraposición entre la existencia como destino natural, lo que aparece enunciado como “mera vida”, y la existencia en-tendida como vínculo entre lo natural y lo sobrenatural. Los per-sonajes de Las afinidades electivas permanecen en el primer plano, determinados por nexos naturales y míticos, de culpa y expiación, lo cual da lugar a una reconciliación aparente. La verdadera recon-ciliación, según Benjamin, es de orden sobrenatural, difícilmente objeto de descripción novelística. Esta verdadera reconciliación se da, en la novela de Goethe, en un relato intercalado hacia mitad de la segunda parte, titulado “Los extraños vecinitos”. Si las rela-ciones entre los personajes de la novela se desarrollan dentro de un pacto con la vida burguesa, abundante y segura, en el ámbito del refinamiento, la cortesía y el autocontrol, los dos jóvenes del relato arriesgan la propia vida por decisión, para salvar el amor, no como sacrificio mítico. En la novela reina la calma que prece-de la tormenta; en el relato, la tormenta precede la reconciliación. Benjamin resalta el contraste entre la joven del relato que toma la decisión sobre su futuro y Otilia que reposa en la pasividad de su belleza: “El amor”, dice, “acompaña a los reconciliados, mientras en los otros sólo queda la belleza como apariencia de reconcilia-ción” (2004, 343; 1996, 84).

Al final del ensayo se esboza una crítica a los momentos mís-ticos cristianos de Las afinidades electivas, en especial a la últi-ma frase: “¡Qué dulce será el momento en que de nuevo vuel-van a despertarse juntos!” (Goethe 903). Benjamin afirma que

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si lo mítico puede considerarse como la tesis de esta novela, la reconciliación es su antítesis y la esperanza es la síntesis. Pero la esperanza que se enuncia en la frase final, como creencia en la inmortalidad, es inapropiada, pues se trata de un intento por ennoblecer lo mítico. “La expresión apropiada del misterio se al-canza”, según él, “en el momento en que éste se eleva desde el ámbito de la lengua que le es propia hacia una superior e inal-canzable para aquélla” (2004, 355; 1996, 102), lo cual quiere decir que no le es dado a las palabras expresarlo adecuadamente. A la esperanza cristiana expresada en la frase final, Benjamin opone otro momento de la obra, en el que la esperanza de los enamo-rados aparece simbolizada en una estrella fugaz que pasa sobre sus cabezas. Por supuesto que ellos no la perciben, comenta, pues en la novela esta esperanza sólo se cumple en la posición del narrador que conoce el sentido de los acontecimientos. Es una esperanza paradójica y fugaz que surge de la apariencia de reconciliación, pero esta última es justificada finalmente por aquélla. “La esperanza pasó sobre sus cabezas como una estre-lla fugaz” es, para Benjamin, la frase que contiene la cesura de la obra, lo inexpresable. La esperanza no es lo presentado en la forma expositiva. Es más bien lo que interrumpe el lenguaje de la obra y se resiste a la expresión verbal. Este más allá del lenguaje y del poeta es el símbolo que marca el momento del misterio en la obra que apunta a un ámbito más allá de ella16.

6. Símbolo y alegoría

Entre 1920 y 1921 escribió Benjamin dos páginas de apuntes, no destinadas a publicación, sobre las relaciones entre verdad, co-nocimiento y símbolo. El concepto de conocimiento, dice allí, es un punto ilusorio de intersección de los actos de conocimiento,

16 “La huella del ‘más allá’ y del ‘orden divino’ que atraviesa el ensayo ha sido, sin embargo, ampliamente olvidada o ignorada en la recepción”, afirma Sigrid Weigel en su ensayo “The Artwork as Breach of a Beyond” (199-200). Y más adelante, comentando la frase de Benjamin sobre el misterio como “fun-damento divino del ser de la belleza”, agrega: “Este fundamento divino provee una especie de matriz a la teoría del arte de Benjamin y sólo puede ignorarse al costo de una gran distorsión de su filosofía del arte” (200). Y Vicente Jarque, en un tono distinto, más bien crítico, dice que el lenguaje expositivo de Benjamin admite siempre “una doble lectura, profana y sagrada. El fundamento de esta ambigüedad reside, desde luego, en su indistinción entre la tradición cultural y la religiosa, entre la historia de lo escrito y la Escritura sagrada” (89).

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su imposible unidad, pues el conocimiento sólo es entendible como multiplicidad. No existe una unidad de los conocimien-tos. Es la verdad la que permite pensar su unidad, pero ésta no es el resultado empírico de la suma de conocimientos sino su quintaesencia como símbolo:

Las verdades no pueden expresarse sistemática ni conceptual-mente: las obras de arte son el lugar propio de las verdades. Hay tantas verdades últimas como genuinas obras de arte. Pero estas verdades últimas son partes auténticas, pedazos, fragmentos de la verdad. (2004, 278)

De nuevo, el tropo que representa la relación entre verdad y obra de arte es la sinécdoque: la relación de las partes con el todo. Benjamin continúa en la tradición figurativa de la cábala, con la imagen obsesiva de los vasos rotos. Conocimiento y ver-dad nunca son idénticos: no hay conocimiento verdadero sino correcto, así como “no hay verdad conocida” (279). Esta con-cepción está presente en toda su obra inicial y sigue viva en el ensayo sobre Las afinidades electivas. Todavía la Introducción a El origen del drama barroco alemán parafrasea los apuntes de 1921: “la verdad se manifiesta en la danza de las ideas pero se resiste a ser proyectada en el dominio del conocimiento” (11).

A finales de 1923, cuando ya iniciaba su disertación sobre el dra-ma barroco, para habilitarse como profesor en la universidad de Frankfurt, último intento de integrarse a la carrera académica, escribe una extensa carta a su amigo Florens Christian Rang, en la cual afirma que su preocupación mayor en ese momento es la relación de las obras de arte con la vida histórica. “El arte es en esencia ahistórico”, afirma, y los intentos de insertar la obra de arte en el contexto de una época, lejos de abrir perspectivas nuevas que conduzcan al núcleo interno de las obras, se apartan de lo esencial y de los nexos intensivos entre ellas (1994, 223). No existe una historia del arte. Las investigaciones así llamadas se reducen a una historia de los contenidos temáticos o de las for-mas, para lo cual las obras individuales vienen a ser consideradas simples ejemplos. Los nexos históricos entre las obras de arte no son comprehensivos ni fundamentales. Sin embargo, existe un tipo de relación entre las obras de arte, no temporal y extensiva sino intensiva e intemporal: la interpretación. La historicidad es-

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pecífica de las obras de arte se encuentra en las interpretaciones, no en las historias del arte, pues el proceso de interpretación saca a luz conexiones entre las obras que, si bien son intemporales, no carecen de dimensión histórica. “Cuando la crítica se identifica con la interpretación y entra en conflicto con todos los métodos actuales de concebir el arte, se convierte en representación de una idea”, dice Benjamin (224). Y las ideas no aparecen a la luz diurna de la historia: trabajan en ella pero de manera invisible. Son estrellas en relación con el sol de la revelación.

En esta carta aparece un tema que pocos meses más tarde de-sarrollará en El origen del drama barroco alemán: en su infinitud intensiva, las ideas son como las mónadas de Leibniz, pues con-tienen, preestablecida, una representación de todos los fenóme-nos posibles que, tomados en conjunto, constituyen la realidad empírica. En cuanto mónada, la idea encierra una imagen del mundo del cual es interpretación objetiva (1990, 31). Así pue-de Benjamin afirmar que la tarea de interpretar obras de arte consiste en concentrar la vida contingente en ideas, rescatar los fenómenos para permitirles participar en el ser de las ideas, “salvarlos”, según su expresión, lo cual significa disolver su existencia empírica y su unidad fenoménica, de manera que en-tren en el reino de las ideas como fragmentos y formen parte de la genuina unidad de la verdad. “Con la salvación de los fenó-menos por medio de las ideas”, dice Benjamin, “se lleva a cabo también la manifestación de las ideas en el medio de la realidad empírica, pues las ideas no se manifiestan en sí mismas sino a través de una ordenación, en el concepto, de elementos perte-necientes al orden de las cosas” (16).

Lo que se evidencia en las reflexiones de la carta a Florens Chris-tian Rang es que Benjamin mantiene su planteamiento sobre el contenido de verdad como objetivo último de la crítica literaria. Y que, en los contextos en que se refiere a la verdad, la sitúa en un ámbito de relaciones simbólicas: el símbolo señala siempre el paso a una relación mesiánica con la realidad, no intencional, no desfigurada. Solamente en el lenguaje reside la posibilidad de realizar “la unidad de lo sensible y lo suprasensible”, uni-dad simbólica, teológica, no empírica, pues las intenciones ma-nifiestas en la realidad no requieren simbolización, sino que se

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comunican por su propia fuerza, mientras el símbolo permanece en lo no intencional, lo olvidado en esta realidad (Tiedemann 53). Benjamin parece, por estos años anteriores a la redacción del capítulo sobre “Alegoría y Trauerspiel” de El origen del drama barro-co alemán, estar ensayando todas las variaciones posibles para la formulación del concepto teológico de símbolo que va a someter luego a crítica en ese texto. “El misterio habita en el corazón del símbolo”, escribe, por ejemplo, en un breve apunte titulado “Enig-ma y misterio”. Allí mismo anota: “todo ser existe en un estado de misterio en virtud de la fuerza simbólica de la palabra” (2004, 267). Los vínculos entre símbolo, misterio y palabra son indisolu-bles en estos pasajes, pues para Benjamin, como se sabe desde su primer escrito sobre el lenguaje, en toda palabra hay un núcleo simbólico más allá del significado que comunica, un núcleo que es el símbolo de lo incomunicable. El apunte concluye con esta frase en la que resaltan no sólo el carácter teológico del símbolo sino su condición estática, fuera del tiempo: “El símbolo que es un misterio sólo puede pensarse como el acto de un ser viviente que en sí mismo está completamente en reposo. Este ser viviente es siempre Dios” (268).

La imagen del ser viviente en absoluta quietud, que sólo puede ser Dios, tiene su contraparte en la imagen del tiempo detenido en el instante, mónada aislada, sin continuidad con el flujo tem-poral, en el que ha cesado el acontecer histórico. Estas “eterni-zaciones del instante” (Adorno 1995, 32) son, para Benjamin, la imagen misma de la vida reconciliada, iluminaciones profanas que explican el carácter fragmentario de ciertas obras de arte. En su “Introducción a los Escritos de Benjamin” dice Adorno: “Sus frases no invocaban la revelación sino cierto tipo de experiencia que únicamente se distinguía de la general en que no respetaba las limitaciones y prohibiciones ante las cuales suele doblegar-se la conciencia elaborada” (36-37). Según Adorno, Benjamin no reconoció el límite obvio de todo pensamiento moderno, formu-lado por Kant, de “no huir hacia mundos ininteligibles”. No se dejó cortar el paso hacia la relación con el Absoluto, “porque lo sobrenatural es inseparable del cumplimiento de lo natural”. Si bien le estaba vedado hacer cualquier afirmación directa sobre la trascendencia, era esto, precisamente, lo que daba a su filosofía su calidad alegórica (42).

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En la Introducción a El origen del drama barroco alemán retoma Benjamin sus ideas sobre el lenguaje expuestas en “La tarea del traductor” y en “Sobre el lenguaje en general y sobre el lengua-je de los hombres”. El ser de la verdad pertenece al orden de las ideas y éstas son de naturaleza lingüística. La esencia de la palabra es, pues, simbólica, aunque esta dimensión permanezca oscura en la percepción empírica de las palabras y lo evidente sea su significado profano. Al intérprete le corresponde restaurar en su primacía, haciéndolo manifiesto, el carácter simbólico de la palabra que es todo lo contrario de la comunicación dirigida hacia afuera. La doctrina platónica de las ideas no es, en el fondo, sino “una divinización de las palabras”, dice Benjamin, citando a Hermann Güntert (18)17. Y la restauración del núcleo simbóli-co de la palabra sólo puede llevarse a cabo mediante el recurso a una reminiscencia, una especie de anamnesis platónica, que se remonta a la percepción original en la que las palabras no habían perdido aún su naturaleza denominativa a favor de su signifi-cado cognoscitivo. La idea, en cuanto palabra, es rememoración del nombre original de las cosas y, como tal, reclama de nuevo su derecho a nombrar. Esto ya no es platónico sino adánico, dice Benjamin: Adán no es sólo el padre de los hombres sino también el padre de la filosofía (18-19). La filosofía, así concebida, no sería más que la lucha por la exposición de unas pocas palabras, siem-pre las mismas: las ideas. Y las nuevas terminologías, intentos fallidos de nominación18.

17 Benjamin compara el mundo inteligible con la armonía pre-establecida del concierto cósmico: “Igual que la armonía de las esferas depende del rotar de los astros que no se tocan, así también la existencia del mundus intelligibilis depen-de de la distancia insalvable que separa a las esencias puras. Cada idea es un sol y se relaciona con las demás lo mismo que los soles se relacionan entre sí. La verdad es la resonancia producida por la relación entre tales esencias, cuya multiplicidad concreta es finita” (19-20). La verdad es la música de las ideas en su danza celeste, la música de las palabras primordiales, de los nombres. Ador-no escribió que la Idea de la música es la forma del Nombre divino. “Plegaria desmitificada, librada de la magia del efecto, la música representa la tentativa humana, por vana que sea, de enunciar el Nombre mismo, no de comunicar significados” (“Music, Language and Composition”, 2002, 114).

18 “Por su fuerza simbólica, el lenguaje filosófico se define más precisamente como lenguaje secularizado de la teología, lenguaje en busca del nombre de las cosas, incapaz de realizar concretamente ‘la unidad de lo sensible y lo su-prasensible’, obligado por lo mismo a presentarla de manera simbólica”, dice Tiedemann en su libro sobre la filosofía de Benjamin (56).

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En Las grandes tendencias de la mística judía, Scholem define la ale-goría en contraste con el símbolo, dentro de un contexto que per-tenece al pensamiento de la Cábala, pero que se aleja muy poco de los conceptos de Benjamin:

La alegoría consiste en una red infinita de significados y corre-laciones en la que todo puede convertirse en una representación de todo, pero siempre dentro de los límites del lenguaje y de la expresión. En este sentido se puede hablar de inmanencia alegó-rica. Lo que se expresa por y en el signo alegórico es, en primer lugar, algo que tiene su propio contexto significativo, pero que, al volverse alegórico, pierde su propio significado y se convierte en vehículo de otra cosa. En realidad, la alegoría surge, por así decirlo, de la brecha que se abre en ese momento entre la forma y su significado. Ambos han dejado de estar indisolublemente unidos; el significado ya no se limita a esa forma particular, ni la forma a ese contenido significativo particular. En suma, lo que aparece en la alegoría es la infinidad de significados que acom-pañan a toda representación. (34)

Lo fundamental de la cita está en lo que afirma sobre la relación entre forma y significado: se abre entre ellos una brecha, han de-jado de estar indisolublemente unidos, como sucedía en el sím-bolo. En la alegoría, cualquier forma puede ligarse, de manera contingente, a cualquier contenido; es un proceso de sustitución, una metonimia, una serie progresiva de momentos, al contrario del símbolo que es una sinécdoque, una totalidad instantánea. El símbolo, según Scholem, es una forma de expresión que trascien-de radicalmente la esfera de la alegoría:

En el símbolo místico, una realidad que para nosotros no está por sí sola dotada de forma ni de contorno se vuelve transparente y, de alguna manera, visible a través de otra realidad que recubre su contenido con un significado visible y expresable. Aquello que se convierte en símbolo conserva su forma y contenido ori-ginales. No se transforma, por así decirlo, en una concha vacía en la que se vierte un nuevo contenido, sino que por sí mismo, por su propia existencia, vuelve transparente otra realidad que no puede manifestarse de ninguna otra forma. Si podemos definir la alegoría como la representación de algo expresable por medio de otra cosa expresable, el símbolo místico es la representación expresable de algo que se encuentra más allá de la esfera de la expresión y de la comunicación, algo que proviene de una esfera

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cuyo rostro está, por así decirlo, vuelto hacia dentro y alejado de nosotros. Una realidad oculta e inexpresable encuentra su expre-sión en el símbolo. (35)

El símbolo es una “totalidad instantánea” que se percibe intuiti-vamente en un ahora místico, dice Scholem. El misterio inefable de la divinidad se vuelve visible y el mundo entero se convierte en un corpus symbolicum. Scholem emplea fórmulas muy cerca-nas a la que Benjamin había utilizado en el ensayo sobre Las afi-nidades electivas, cuando hablaba de lo inexpresivo: “El símbolo no significa nada y no comunica nada”. Lo que agrega Scholem, sin embargo, es propio del símbolo místico y Benjamin lo omite al referirse al núcleo simbólico de la obra artística: “pero hace trans-parente algo que está más allá de toda expresión” (35). Aquello que para Scholem debe ser objeto de inmediata intuición, pues se ha hecho transparente a través de la revelación mística, para Ben-jamin, por el contrario, es tarea de la crítica como interpretación.

En El origen del drama barroco alemán, Benjamin desarrolla am-pliamente el concepto de alegoría, y adopta una posición muy crítica en relación con el concepto romántico de símbolo. Es precisamente la “búsqueda de un conocimiento deslumbrador del absoluto” en el campo estético lo que le parece inauténtico en los primeros románticos, aunque reconozca su legitimidad en el terreno de la teología. La unidad del objeto sensible y el suprasensible, paradoja del símbolo teológico, pasa de manera distorsionada al terreno de la estética en la forma de una unidad indisoluble entre forma y contenido, “extravagancia romántica”, dice Benjamin, que pretendía encontrar en lo bello, en cuanto creación simbólica, un todo continuo con lo divino. La alegoría barroca, en contraposición, es dialéctica, pues se sumerge en el abismo que se abre entre el significado y su manifestación. En contraste con el símbolo, cuya medida temporal es el instante de la revelación, la experiencia alegórica es profana e histórica: “Mientras en el símbolo, el rostro transformado de la naturaleza se revela fugazmente a la luz de la redención, en la alegoría la facies hippocratica de la historia se ofrece a los ojos del observa-dor como paisaje primordial petrificado. Todo lo que la historia desde el principio tiene de intempestivo, de doloroso, de fallido, se plasma en un rostro o, mejor dicho, en una calavera”, escribe Benjamin. En la facies hippocratica, rostro del agonizante, así como

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en la calavera, precisamente porque carecen de la armonía for-mal clásica y la plenitud del símbolo, se expresa la condición de la existencia humana y la historicidad biográfica del individuo: “Tal es el núcleo de la visión alegórica, de la exposición barroca y secular de la historia en cuanto historia de los padecimientos del mundo, el cual sólo es significativo en las fases de su deca-dencia” (159).

El símbolo es a la alegoría lo que la naturaleza muda, grandiosa y potente de las montañas y las plantas es a la historia humana, dice Benjamin, citando a Görres. La historia humana, en lo que tiene de caducidad y fracaso, es el fundamento de la alegoría. Pero la naturaleza, en cuanto escenario de la historia, está también go-bernada por la muerte y, en consecuencia, posee su lado alegóri-co. El estudio del drama barroco tiene como propósito revelar la violencia del movimiento dialéctico que se agita en la alegoría, su carácter secular e histórico. Si cada persona, cada cosa, cada relación puede significar otra cualquiera, “esta posibilidad pro-fiere contra el mundo profano un veredicto devastador, aunque justo”: es un mundo en el que lo singular apenas cuenta. Sin em-bargo, todos esos objetos utilizados para significar, precisamente por el hecho de referirse a algo distinto, “cobran una fuerza que los hace aparecer inconmensurables con las cosas profanas y los sitúa en un plano más elevado” (167-168). El mundo profano se eleva y se devalúa al mismo tiempo, cuando se toma alegórica-mente. La alegoría es convención y expresión, y éstas son por naturaleza antagónicas. En ese antagonismo se expresa la lucha entre el contenido teológico y la intención artística.

“Las alegorías son en el reino del pensamiento lo que las ruinas en el reino de las cosas”, dice Benjamin; “de ahí el culto barro-co a las ruinas”. La fisonomía alegórica de la naturaleza-historia está presente en el Trauerspiel en forma de ruina. No es vida eter-na sino decadencia, con lo cual la alegoría reconoce encontrarse “más allá de la categoría de lo bello” (171). La sensibilidad barro-ca, al contrario de la clásica, considera el fragmento, el trozo, lo reducido a escombros, como el material más noble del arte:

Podría decirse que la naturaleza siguió siendo la gran maestra también para los escritores de este período. Sólo que no se les manifiesta en la yema y en la flor sino en la excesiva madurez y

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en el decaer de sus criaturas. La naturaleza es sentida por ellos como una eterna caducidad y era sólo en esa caducidad donde la mirada saturnina de aquellas generaciones reconocía la historia. (172-173)

Es el polo opuesto del concepto de naturaleza transfigurada, elaborado por el primer Renacimiento. Entre el siglo XIV y el XVI lo que la teoría del arte entiende por imitación de la natu-raleza es la imitación de la naturaleza modelada por Dios. En el barroco, la naturaleza lleva impresa la imagen del transcurrir histórico: es la naturaleza caída. Difícil encontrar un arte que haya expulsado más radicalmente de sus obras la “apariencia radiante”, afirma Benjamin; lo que perdura es el detalle raro de las referencias alegóricas. Una culpa original impide al signifi-cante alegórico encontrar su significado pleno, y ello explica la proliferación de las imágenes y los significados, como si la can-tidad pudiera compensar su arbitrariedad. “En contraste con la palabra de Dios, una y verdadera, los alegoristas, igual que los alquimistas, tuvieron dominio sobre una infinita transformación de significados”, comenta Susan Buck-Morss. En consecuencia, la naturaleza aparece, no como un todo orgánico sino como un conjunto arbitrario, un revoltijo de emblemas, desordenado y fragmentario. La coherencia del lenguaje se destroza igualmente y los significados, además de múltiples, se vuelven antitéticos (Buck-Morss 173)19.

Si la crítica es “una mortificación de las obras”, son las del Ba-rroco las que mejor se prestan a esa mortificación. Parecen pre-

19 En su ensayo titulado “El París del Segundo Imperio en Baudelaire”, es-crito quince años después de El origen del drama barroco alemán, Benjamin cita un texto en prosa de Baudelaire, en el cual aparece la alegoría con el mismo sentido de amontonamiento de desechos, esta vez en el contexto de la ciudad capitalista: “He aquí un hombre encargado de recoger las basuras del día an-terior en la capital. Todo lo que la gran ciudad desechó, todo lo que perdió, todo lo que desdeñó, todo lo que rompió, él lo cataloga, lo colecciona. Cote-ja los archivos del libertinaje, el cafarnaún de los desechos; selecciona, hace una elección inteligente; recoge, como un avaro su tesoro, las basuras que, remasticadas por la diosa Industria, se convertirán en objetos de utilidad o de goce” (1979, 115-116). El comportamiento del trapero, descrito en el texto, se transforma en comportamiento del poeta: ambos se interesan en los desechos y ambos ejercen una ocupación solitaria en la hora en que los burgueses se abandonan al sueño, según el comentario de Benjamin.

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dispuestas para la desarticulación crítica que ejerce sobre ellas el transcurso del tiempo. “El objeto de la crítica filosófica”, afirma Benjamin, “consiste en convertir en contenidos de verdad, de carácter filosófico, los contenidos factuales, de carácter históri-co, que constituyen el fundamento de toda obra significativa”. Esta transformación de los contenidos factuales en contenido de verdad hace que la pérdida de efectividad que sufre la obra de arte por obra del tiempo, debido a la cual de década en década disminuye el atractivo de sus antiguos encantos, se convierta en “el punto de partida de un renacimiento en el que toda la belleza efímera cae por entero y la obra se afirma como ruina”. En la es-tructura alegórica del Trauerspiel barroco se destacan claramente tales formas reducidas a escombros que son características de la obra de arte redimida (1990, 175-176). Como se hace explícito en las citas anteriores, la mortificación de la obra que ejerce la críti-ca, su reducción a escombros, tiene por finalidad un renacer: al paso que la belleza contingente decae, la obra es trasladada del medio de lo bello al medio de lo verdadero, para así rescatarla y redimirla (Habermas 305)20.

Benjamin sostiene que fue la armazón alegórica del Trauerspiel lo que hizo posible que esta forma absorbiera el contenido te-mático que le ofrecían las condiciones históricas de su tiempo. Tal contenido, agrega, “no se puede elucidar plenamente al margen de los conceptos teológicos”, pues la forma límite del Trauerspiel, la alegórica, sólo puede ser resuelta críticamente desde un plano más elevado, el de la teología, mientras que las limitaciones de un enfoque puramente estético terminan con-duciendo por fuerza a la paradoja (1990, 212). La visión ale-górica está fundada en la doctrina de la caída del hombre, que arrastró consigo a la naturaleza, según Benjamin. Se repite aquí, literalmente, lo que ya había dicho en “Sobre el lenguaje en ge-neral y sobre el lenguaje de los hombres”: la naturaleza caída se entristece y su tristeza la hace enmudecer, pues en todo sen-timiento luctuoso hay una tendencia a prescindir del lenguaje. Cuanto más cargadas de culpa se percibían la naturaleza y la

20 En este ensayo, titulado “Walter Benjamin. Crítica conscienciadora o crí-tica salvadora”, Habermas se esfuerza por trazar un deslinde entre la crítica ideológica de la Escuela de Frankfurt y la crítica como “intervención salvadora en el pasado” de Benjamin.

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Antigüedad, más imprescindible resultaba su interpretación alegórica, “único modo de redención concebible” (222).

San Agustín había advertido con horror que los mármoles y bronces de las esculturas antiguas eran todavía, en cierto modo, “los cuerpos de los dioses”, y algo de ese horror se conservó du-rante el Renacimiento y el Barroco. Se creía que en los restos de los cultos antiguos, y sobre todo en sus imágenes, seguían ope-rando fuerzas mágicas maléficas. Las palabras y los nombres, al perderse el contexto vivo en el que habían surgido, recibían nue-vos contenidos, susceptibles de representación alegórica, como es el caso de la Fortuna o de Venus. La muerte o la abstracción constituyen el requisito previo para la transformación alegóri-ca de las figuras. “Desde el final de la Antigüedad y en calidad de demonios cósmicos, los antiguos dioses no dejaron de formar parte de las fuerzas religiosas de la Europa cristiana [...]. La ale-goría corresponde a los antiguos dioses, reducidos a la condición de cosa muerta”, escribe Benjamin (223). La fórmula ya mencio-nada, según la cual la visión alegórica se basa en la doctrina bí-blica de la criatura caída que arrastró consigo a la naturaleza, se reformula ahora de esta manera: “El origen de la visión alegórica se encuentra en la confrontación entre una physis abrumada de culpa, instituida por el Cristianismo, y una natura deorum más pura, encarnada en el Panteón” (224). El componente pagano co-bra nueva vida con el Renacimiento, así como el cristiano con la Contrarreforma, por lo cual la alegoría, en cuanto forma de esa confrontación, se ve obligada a renovarse, tarea en la cual fue de fundamental importancia el Trauerspiel.

La figura de Satán fue considerada por algunos alegoristas como “protoalegórica”. La Edad Media estrechó los lazos entre lo ma-terial y lo demoníaco, para acentuar la esencia diabólica de la materia. La tentación satánica induce a un saber que constituye la base de la conducta punible, saber que no adopta la forma de una luz interior, sino de un resplandor subterráneo que despun-ta del seno de la tierra, el mismo que brilla en la mirada rebelde de Satán. Al que no persigue pacientemente la verdad sino que rumia su saber en soledad y pretende alcanzar el absoluto de un modo incondicionado, las cosas se le escapan en la sencillez de su esencia, para presentársele como enigmáticas alusiones ale-góricas. El saber mágico era la tentación y la amenaza en esta

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época, como se ve en las escenas de conjuros del Trauerspiel o en la divulgación de la alquimia. La magia convierte en significante todo lo que toca: las metamorfosis de todo tipo son su elemen-to y el esquema de éstas es la alegoría. “La más peculiar forma de existencia del mal no consiste en obrar sino en saber”, dice Benjamin. La tentación meramente sensorial es secundaria. Lo fundamental es “el espejismo de un dominio de espiritualidad absoluta, es decir, sin Dios, que sólo puede ser experimentado concretamente gracias al mal, vinculado a la materia en cuanto réplica simétrica suya”. Lo que tienta es la ilusión de la libertad, como exploración de lo prohibido, la ilusión de la independen-cia, como separación de la comunidad, y la ilusión de lo infinito, en el abismo vacío del mal (227-228).

La espiritualidad absoluta, satánica, se destruye a sí misma al emanciparse de lo sagrado, concluye Benjamin. Y la intención alegórica también caería en el vértigo de su propia profundidad sin fondo, de su arbitrariedad que rebota de imagen en imagen, si no fuera porque algunas de ellas, las más radicales, la obligan a cambiar de dirección, al hacer aparecer como puro y simple autoengaño toda su oscuridad, vanagloria y distanciamiento de Dios. Sin embargo, no se puede separar el acervo de imágenes salvadoras del otro tipo sombrío de imágenes que significan muerte e infierno. Entre las primeras, la imagen del Gólgota es el esquema de cientos de figuras alegóricas, no sólo como ima-gen simbólica de la desolación de la existencia humana sino en cuanto alegoría de la resurrección. El enfoque alegórico cambia así de dirección: traicionándose, termina por no perseverar en la contemplación de las osamentas y da un salto hacia Dios. Pero con ello, dice Benjamin, “la alegoría pierde todo lo que tenía de más propio: el saber secreto y privilegiado, el régimen de la arbi-trariedad en el dominio de las cosas muertas, la infinitud supues-tamente implícita en la desesperanza” (230).

Volviendo a su escrito más temprano sobre el lenguaje, Benjamin reitera que el conocimiento del mal carece de su objeto correspon-diente, pues el mal no existe en el mundo. La alegoría se ha queda-do con las manos vacías: el puro y simple mal que ella custodiaba con tanto celo no existe más que en ella, “es única y exclusivamen-te alegoría: significa algo distinto de lo que es”, fenómeno sujetivo que se reduce a conocimiento del mal, es decir, “cháchara”, en el

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sentido en que Kierkegaard entiende la palabra, ya utilizada en el ensayo sobre el lenguaje. Este conocimiento, que representa, según Benjamin, el triunfo de la sujetividad y la irrupción de un régimen de arbitrariedad sobre las cosas, “constituye el origen de toda contemplación alegórica” (231).

En esta obra, el concepto de alegoría no se ha emancipado aún del símbolo teológico, a pesar de algunas frases en sentido con-trario. Y resulta curioso que el libro termine con una reflexión sobre el lenguaje en los mismos términos que Benjamin había elaborado en 1916, en el breve texto que se convirtió en punto de referencia para todos los escritos de su primera época. La alego-ría necesita del símbolo para no sumergirse en la charlatanería del lenguaje arbitrario y debe apelar a la solución teológica sin la cual no sería más que paradoja: ésta es la última palabra de El origen del drama barroco alemán, obra que muchos comenta-ristas consideran el despegue definitivo de su autor hacia una concepción no simbólica de la obra de arte y fundadora de un nuevo concepto, el de alegoría, base de todo su trabajo poste-rior. Es muy diciente que Benjamin haya puesto, como epígrafe del último aparte del libro, estos versos de un poeta barroco alemán: “Sí, cuando el Altísimo venga a hacer su cosecha en el camposanto / Yo, que soy una calavera, tendré un rostro de ángel” (212). La alegoría es, por ahora, sólo un momento que preludia el regreso del símbolo.

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