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041 Fitzcarraldo, dirigida y escrita por el alemán Werner Herzog

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Muchos indios salvajes, un río, un barco y una locura.

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Titulo originalFitzcarraldo

Titulo en españolFitzcarraldo: el sueño deun hombre

DirecciónWerner Herzog

RepartoKlaus KinskiClaudia CardinaleJosé LewgoyMiguel Angel FuentesPaul HittscherMilton Nascimento

Guión originalWerner Herzog

Año1982

Fotografías

Vamos a construir una Opera, en Iquitos

Brian Sweeney Fitzgerald (Klaus Kinski)

Molly (Claudia Cardinale)

Molly y Fitzcarraldo contra la pared

Advertencia----------------Este listado de mis cien,y más, películas favoritases una excusa para escri-bir sobre éstas, de formapaulatina y contarle a loseventuales lectores porqué me parecen notoriasy maravillosas. El texto noes una reseña, por lo quese sugiere haber visto, deantemano, la película.------

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Titulo originalFitzcarraldo

Titulo en españolFitzcarraldo: el sueño deun hombre

DirecciónWerner Herzog

RepartoKlaus KinskiClaudia CardinaleJosé LewgoyMiguel Angel FuentesPaul HittscherMilton Nascimento

Guión originalWerner Herzog

Año1982

Fotografías

Vamos a construir una Opera, en Iquitos

Brian Sweeney Fitzgerald (Klaus Kinski)

Molly (Claudia Cardinale)

Molly y Fitzcarraldo contra la pared

Advertencia----------------Este listado de mis cien,y más, películas favoritases una excusa para escri-bir sobre éstas, de formapaulatina y contarle a loseventuales lectores porqué me parecen notoriasy maravillosas. El texto noes una reseña, por lo quese sugiere haber visto, deantemano, la película.------

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De ida

Todo lo que sube, tiene que bajar

¡Bien anclados!

De vuelta

Vislumbrando a Quetzalcoatl-----------------

“Donde hay un hombre osado, hay una película” decía John Wayne, y eso debió pensar Werner Herzog cuando le dijo, en la mitad de una sobremesa aburrida, a alguien: “¿Qué tal un irlandés en la ribera del río Amazonas, con ganas de construir una ópera?” Ahora bien, no era una ocu-rrencia sin antecedentes: en la febril época del caucho se construyó en Manaos un teatro para la ópera, con mármoles de Carrara y cristales de Murano. De hecho la primera secuencia muestra a Klaus Kinski y Claudia Cardinale llegar remando –se ha-bía fundido el motor de su embarcación– y entrar embarrados al nal de la ópera Ernani, de Guiseppe Verdi, cantada por Enrico Caruso. La escena es lmada, por supuesto, en la Ópera de Manaos.

Él es Brian Sweeney Fitzgerald, llamado en la región Fitzcarraldo, un oportunista meló-mano que aparece vendiendo hielo –a co-mienzos del Siglo XX– después de haber fracasado en el intento de construir un ferrocarril, y cuya única posesión –salvo un vestido de lino blanco y un par de camisas de cuello almidonado– es un fonógrafo de cuerda; y ella es Molly, la madame del bur-del más fastuoso de Iquitos, quien costea la aventura de su reincidente amante porque lo ama y, más importante aún: la divierte. Entre los dos, logran conseguir el permiso de explotación cauchera de unas

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De ida

Todo lo que sube, tiene que bajar

¡Bien anclados!

De vuelta

Vislumbrando a Quetzalcoatl-----------------

“Donde hay un hombre osado, hay una película” decía John Wayne, y eso debió pensar Werner Herzog cuando le dijo, en la mitad de una sobremesa aburrida, a alguien: “¿Qué tal un irlandés en la ribera del río Amazonas, con ganas de construir una ópera?” Ahora bien, no era una ocu-rrencia sin antecedentes: en la febril época del caucho se construyó en Manaos un teatro para la ópera, con mármoles de Carrara y cristales de Murano. De hecho la primera secuencia muestra a Klaus Kinski y Claudia Cardinale llegar remando –se ha-bía fundido el motor de su embarcación– y entrar embarrados al nal de la ópera Ernani, de Guiseppe Verdi, cantada por Enrico Caruso. La escena es lmada, por supuesto, en la Ópera de Manaos.

Él es Brian Sweeney Fitzgerald, llamado en la región Fitzcarraldo, un oportunista meló-mano que aparece vendiendo hielo –a co-mienzos del Siglo XX– después de haber fracasado en el intento de construir un ferrocarril, y cuya única posesión –salvo un vestido de lino blanco y un par de camisas de cuello almidonado– es un fonógrafo de cuerda; y ella es Molly, la madame del bur-del más fastuoso de Iquitos, quien costea la aventura de su reincidente amante porque lo ama y, más importante aún: la divierte. Entre los dos, logran conseguir el permiso de explotación cauchera de unas

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tierras que quedan en una encrucijada geográca que obliga a atravesar, un barco de vapor de 340 toneladas, de un brazo del río a otro, por una montaña. Es, además, la aventura misma de la producción de la película pues esto, según se va haciendo, se va lmando, sin efectos cinematográ-cos de ninguna clase.

El tercer ingrediente que hace la trama aún más peligrosa, como si fueran pocos los peligros de la selva y de la baja estopa de los hombres reclutados para tal peripecia, son los indios, que en ese territorio espe-cíco del Amazonas son reconocidos por su ferocidad, sangre guerrera y la maña de reducirle el cráneo, después de cortada la cabeza, con un sistema de cocido y raspa-do, a sus enemigos. Con todo esto en mente, Fitzcarraldo se lanza a establecer su propia cauchería con el único derrotero de gastarse las utilidades, de ese futuro negocio –como ya se dijo– en la construc-ción y puesta en marcha de un teatro operático.

Los planos medios son escasos. Herzog muestra la majestad del río Amazonas con planos muy amplios, paneos cortos y cortes a planos bien cerrados, ya sea para mostrar un marrano, una mazorca asada, un jugador de cartas sin un diente e, inclusive, las expresiones faciales de Fitz-carraldo, cuya gesticulación es capaz de expresar la intensidad del drama. El zoom,

lo utiliza muy discretamente sólo para marcar la lentitud con que se mueve el barco y la imperturbable cadencia del río. Hace lo mismo con el sonido. Hay un ruido de selva constante pero es apagado, dándole posibilidades al silencio de mani-festar la paulatina elongación de la aven-tura, siempre con el ronroneo de las má-quinas del barco, constante, muy al fondo. De cuando en vez se acercan en alto volu-men las guacamayas, los mosquitos, los monos, las libélulas y el siseo de las iguanas y las serpientes. Para dar un ejem-plo de lo primero, cuando van a ver el bar-co recién comprado, sin remodelar, con los pisos levantados e invadido por la herrumbre, con tanto que mostrar el direc-tor escoge un corte, en primerísimo plano, de la encantadora sonrisa y los dientes sublimes de Claudia Cardinale que con-trastan mágicamente con el desorden imperante.

El tercer protagonista es el calor. Las caras y las musculaturas se ven sudadas pero no como en la playa, o donde el viento refres-ca, sino con esa acuosidad aceitosa que no se renueva, que se mete en cada mean-dro de la piel y que en el caso de Fitz-carraldo causa impacto porque siempre está de vestido blanco, saco y pantalón de lino y una corbata oscura que, en los momentos de mayor desespero, se ve lige-ramente desajustada; igual su sombrero claro encintado que, sin causar ningún

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tierras que quedan en una encrucijada geográca que obliga a atravesar, un barco de vapor de 340 toneladas, de un brazo del río a otro, por una montaña. Es, además, la aventura misma de la producción de la película pues esto, según se va haciendo, se va lmando, sin efectos cinematográ-cos de ninguna clase.

El tercer ingrediente que hace la trama aún más peligrosa, como si fueran pocos los peligros de la selva y de la baja estopa de los hombres reclutados para tal peripecia, son los indios, que en ese territorio espe-cíco del Amazonas son reconocidos por su ferocidad, sangre guerrera y la maña de reducirle el cráneo, después de cortada la cabeza, con un sistema de cocido y raspa-do, a sus enemigos. Con todo esto en mente, Fitzcarraldo se lanza a establecer su propia cauchería con el único derrotero de gastarse las utilidades, de ese futuro negocio –como ya se dijo– en la construc-ción y puesta en marcha de un teatro operático.

Los planos medios son escasos. Herzog muestra la majestad del río Amazonas con planos muy amplios, paneos cortos y cortes a planos bien cerrados, ya sea para mostrar un marrano, una mazorca asada, un jugador de cartas sin un diente e, inclusive, las expresiones faciales de Fitz-carraldo, cuya gesticulación es capaz de expresar la intensidad del drama. El zoom,

lo utiliza muy discretamente sólo para marcar la lentitud con que se mueve el barco y la imperturbable cadencia del río. Hace lo mismo con el sonido. Hay un ruido de selva constante pero es apagado, dándole posibilidades al silencio de mani-festar la paulatina elongación de la aven-tura, siempre con el ronroneo de las má-quinas del barco, constante, muy al fondo. De cuando en vez se acercan en alto volu-men las guacamayas, los mosquitos, los monos, las libélulas y el siseo de las iguanas y las serpientes. Para dar un ejem-plo de lo primero, cuando van a ver el bar-co recién comprado, sin remodelar, con los pisos levantados e invadido por la herrumbre, con tanto que mostrar el direc-tor escoge un corte, en primerísimo plano, de la encantadora sonrisa y los dientes sublimes de Claudia Cardinale que con-trastan mágicamente con el desorden imperante.

El tercer protagonista es el calor. Las caras y las musculaturas se ven sudadas pero no como en la playa, o donde el viento refres-ca, sino con esa acuosidad aceitosa que no se renueva, que se mete en cada mean-dro de la piel y que en el caso de Fitz-carraldo causa impacto porque siempre está de vestido blanco, saco y pantalón de lino y una corbata oscura que, en los momentos de mayor desespero, se ve lige-ramente desajustada; igual su sombrero claro encintado que, sin causar ningún

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estorbo en la composición cinematográ-ca, no siempre lo tiene consigo; yo creo que Herzog prescinde de éste, por mo-mentos, para mostrar su lustrosa cabellera plateada que, en mi opinión, hace parte de los elementos dramáticos de la película. Lo que nos lleva a una subtextualidad que, en denitiva, prima por encima de la supuesta estructura operática de la narración que, en mi sentir, no es más que un facilismo de algunos críticos en su afán por intelec-tualizar la película.

A menos que exista una ópera de Hernán Cortés llegando a las costas de México, el asunto es el siguiente: Fitzcarraldo se sal-va de la crueldad de los indios y, además, logra que lo ayuden en su idea superlativa porque lo confunden con un Dios. No va-mos a decir que este pueblo indígena ha-bía predeterminado la llegada de una divi-nidad de tales características, como los aztecas lo hicieron esperando a Quet-zalcoatl, pero de alguna manera queda-ron igual de maravillados con su barco, primero que todo, con el sonido celestial emanado de su fonógrafo, con su cabeza color plata y con su apostura de persona segura de sí misma, más allá de toda comprensión.

No es imperativo, para el espectador, hacer dicha analogía para presentir una masacre. Se empiezan a dar elementos que, poco a poco, van desacralizando lo

que, de entrada, fue causa de revelación. Los indios, siempre vigilantes, y cada vez mostrando más los dientes, celebran como propia la hazaña de haber abierto una trocha inmensa, de haberle incorpo-rado unos rieles sobrantes de la expe-riencia frustrada del ferrocarril y de haber aplicado unos mínimos conocimientos de física, para lograr el casi imposible come-tido. Una vez la embarcación, pasa al otro brazo del río, los navegantes se descuidan y, mientras duermen, el barco atraviesa los rápidos que, en un principio, debieron evi-tar y, como por ensalmo, la película podría volver a comenzar de ceros. Sin embargo, no hay frustración, no hay amargura; el río en su constante devenir le enseña a los hombres que: continuar no es, para nada, empezar de nuevo.

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estorbo en la composición cinematográ-ca, no siempre lo tiene consigo; yo creo que Herzog prescinde de éste, por mo-mentos, para mostrar su lustrosa cabellera plateada que, en mi opinión, hace parte de los elementos dramáticos de la película. Lo que nos lleva a una subtextualidad que, en denitiva, prima por encima de la supuesta estructura operática de la narración que, en mi sentir, no es más que un facilismo de algunos críticos en su afán por intelec-tualizar la película.

A menos que exista una ópera de Hernán Cortés llegando a las costas de México, el asunto es el siguiente: Fitzcarraldo se sal-va de la crueldad de los indios y, además, logra que lo ayuden en su idea superlativa porque lo confunden con un Dios. No va-mos a decir que este pueblo indígena ha-bía predeterminado la llegada de una divi-nidad de tales características, como los aztecas lo hicieron esperando a Quet-zalcoatl, pero de alguna manera queda-ron igual de maravillados con su barco, primero que todo, con el sonido celestial emanado de su fonógrafo, con su cabeza color plata y con su apostura de persona segura de sí misma, más allá de toda comprensión.

No es imperativo, para el espectador, hacer dicha analogía para presentir una masacre. Se empiezan a dar elementos que, poco a poco, van desacralizando lo

que, de entrada, fue causa de revelación. Los indios, siempre vigilantes, y cada vez mostrando más los dientes, celebran como propia la hazaña de haber abierto una trocha inmensa, de haberle incorpo-rado unos rieles sobrantes de la expe-riencia frustrada del ferrocarril y de haber aplicado unos mínimos conocimientos de física, para lograr el casi imposible come-tido. Una vez la embarcación, pasa al otro brazo del río, los navegantes se descuidan y, mientras duermen, el barco atraviesa los rápidos que, en un principio, debieron evi-tar y, como por ensalmo, la película podría volver a comenzar de ceros. Sin embargo, no hay frustración, no hay amargura; el río en su constante devenir le enseña a los hombres que: continuar no es, para nada, empezar de nuevo.

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“¡Quiero un teatro parala ópera! Esta iglesia

permanecerá cerrada,hasta que lo tengamos.”

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