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RECURSOS FORESTALESY CINEGÉTICOS

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Montes, bosques y zonas comunales: aprovechamientos agrícola-ganaderos, forestales…

Montes, bosques y zonas comunales: aprovechamientos agrícola-ganaderos,

forestales y cinegéticos

Ofelia Rey CastelaoUniversidad de Santiago

1. ESTADO DE LA CUESTIÓN

La incontestable importancia de las zonas de monte y bosque, fuesen o no de uso colectivo, en las economías agrarias de Antiguo Régimen radica tanto en sus posibi-lidades de aprovechamiento directo —pastoreo de ganado, obtención de leña, madera y otros elementos de empleo diario, cultivo periódico, práctica de determinadas acti-vidades profesionales— como indirecto —obtención de recursos para los concejos—, pero estuvo oscurecida en España durante largo tiempo por los debates en torno a los regímenes jurídicos a los que estaban sometidas hasta que se concedió atención y se impuso en el análisis el criterio de la funcionalidad, como se había impuesto en los estudios franceses desde los años cincuenta del siglo XX y en los anglosajones desde un poco después.

En efecto, ambos modelos de análisis, aun siendo muy diferentes, inciden en aspec-tos que en España hemos ignorado o minusvalorado debido a la atención concedida a otros que señalaremos más adelante. En Francia se pretendió seguir un programa integral de observación —propiciado por la magnífica documentación derivada del sistema oficial de vigilancia diseñado por las ordenanzas del XVI y por Colbert des-de 1661—, que obtuvo resultados desde fechas tan tempranas como 1959, cuando M. Duval publicó su obra sobre los bosques occidentales de Francia en el XVIII y

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su aprovechamiento por diferentes profesiones, y 1961, cuando M. Deveze publicó la suya sobre el conjunto del país y el efecto de las conmociones bélicas del XVI; ambas, siendo tan distintas, abrieron vías de estudio desarrolladas con vigor hasta llegar a la obra de A. Corvol (1984) que marcó un hito1. Ese programa estaba defi-nido por la regionalización, la comparación y la interdisciplinaridad2 y aunque se le puede criticar que los distintos planos y territorios se desarrollaron de modo desigual, que se dio prioridad a las zonas boscosas sobre las deficitarias y que se tendió más a disgregar y diferenciar que a comparar y sintetizar, no debe olvidarse que, en paralelo, las grandes tesis de historia rural facilitaban una visión diferente, observando sobre un territorio bien definido los aprovechamientos de los comunales en el conjunto de las economías campesinas, que las tesis de historia urbana abrían la perspectiva del consumo de madera, carbón y otros productos y la capacidad de succión de la ciudad y el consiguiente agotamiento sobre las zonas circundantes, o que la historia de la indus-tria hacía lo propio en lo referente al consumo generado por la construcción naval, la siderurgia, el vidrio, etcétera. Por su parte, en Inglaterra se desarrolló desde los años sesenta una potente bibliografía con un fuerte contenido naturalista pero también con gran interés por el consumo de madera, el personal forestal y las actividades del bos-que, los problemas políticos, la mentalidad y el comportamiento e incluso ese espacio en el que el bosque se sitúa entre lo real y lo imaginario, en donde el campesino que disfrutaba del bosque tendía a verlo como suyo —lo fuese o no—, ya no sólo por su evidente valor económico, sino afectivo —un árbol podía simbolizar un acto de transmisión patrimonial— o simbólico —el árbol/totem de todas las civilizaciones—, en tanto que el privilegiado hacía la misma consideración, dando al bosque un valor de distinción social (la caza) o de retorno a la naturaleza —los parques, cuya sola existencia, privados y cercados al lado de áreas comunales y abiertas provocó graves conflictos tanto económicos como sobre todo sociales y culturales3. La investigación anglosajona ha privilegiado este aspecto sin duda por el impacto popular de Robin de

1 DUVAL, M.: Fôret et civilisation dans l’Ouest au XVIIIe siècle. La fôret et ses métiers, s. l. s. a. (2ª ed. Rennes, 1984). DEVEZE, M.: La vie de la fôret francaise au XVI siècle, París, 1961, y «Les fôrets françaises à la veille de la Révolution de 1789», Revue d’Histoire Moderne et Contemporaine, 1966; en esa misma revista y año, el estudio comparativo «Fôrets françaises et fôrets allemandes. Etude historique comparée». En Besançon se realiza en 1966 un coloquio dedicado al bosque y en 1974 el Congrés National des Sociétés Savantes se dedica a lo mismo. La obra de CORVOL, A. responde al significativo título de L’Homme et l’arbre sous l’Ancien Régime, París, 1984.

2 El programa se puede ver en Histoire des fôrets françaises. Guide de recherche, s. l., s. a. 3 SEYMUR, S.: «Landed estates, the spirit of planting and woodland management in later Georgian

Britain: a case study from Dukeries, Nottinghmshire», en WATKINS, Ch., edt., European Woods and Forests. Studies in Cultural History, Nueva York, 1998, pp. 115 y ss., estudia el proceso de replantación forestal en muchos estados nobiliarios y la gran importancia cultural y de puro placer que se otorgaba a lo ornamental en el último tercio del XVIII.

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los Bosques, que ha dado lugar a estudios monográficos sobre el bosque de Sherwood —incluso sólo sobre árboles de ese bosque— y otros parecidos, que cuentan con la magnífica base de los archivos de la nobleza4.

En el caso español la sobreabundancia bibliográfica es territorialmente muy des-igual —en beneficio de la franja septentrional—, no ha respondido nunca a un pro-grama más o menos definido ni ha generado hasta ahora una buena síntesis y, por el contrario, se percibe una llamativa dispersión de objetivos en lo que influye mucho la participación sin coordinación de investigadores de muy diversa procedencia, que han perseguido fines muy diferentes y que, aun coincidiendo con frecuencia en el uso de las mismas fuentes de información, las observan de modo distinto. En efecto, buena parte de lo que sabemos deriva de los geógrafos que desde los años sesenta se han interesado por los montes y zonas comunales y por la definición de los espacios y pai-sajes forestales5, inicialmente con un enfoque naturalista y luego histórico y ocupado en la dominación y ordenación del territorio, y cuyos estudios tienen la ventaja de que están menos supeditados a las divisiones administrativas del espacio, a la cronología convencional de los historiadores y al interés por los sistemas de propiedad. Esto último es lo que, por el contrario, lastra en buena medida los estudios de los juristas e historiadores del Derecho, que tienen una importancia determinante en la definición jurídica de las situaciones6, pero cuya percepción resulta formalista y estática, derivada de cuando en XVIII/2 los ilustrados quisieron racionalizar las formas de propiedad y usufructo del patrimonio colectivo a través de complicadas definiciones y de clasifi-caciones jurídicas, hasta constituirse en el XIX en una verdadera corriente de análisis; sin embargo, en cuanto a los usos y aprovechamientos de las zonas comunales, el problema radica en que los observan a través de la normativa, en especial la municipal, y de los textos jurídicos, en los que suele parece claro lo que dista de serlo en la docu-mentación histórica, o en que se han introducido en ámbitos temáticos un tanto ajenos a los suyos —la siderurgia o la explotación de los montes de Marina, entre otros—. Los ingenieros de montes se han ocupado abundantemente de esta esfera de trabajo

4 WATKINS, Ch.: «A solemn and gloomy umbrage: changing interpretations of the ancient oaks of Sherwood Forest», en European Woods…, p. 93 y ss. Sobre un único bosque escocés, WATSON, F.: «Need versus greed? Attitudes to woodland management on a central Scottish Higland estate, 1630-1740», ib. id., pp. 135 y ss. COWELL, B.: «Parks, plebs an picturesque: Sherwood Forest as a Contested Landscape in later Georgian England, 1770-1830», en AGNOLETTI, M. Y ANDERSON, S.: Forest History (2), Nueva York, 2000, pp. 196.

5 J. García Fernández, J. Gómez Mendoza, E. García Zarza, J. M. Llorente Pinto, C. Montiel Molina, C.M. Manuel Valdés, A. Reguera Rodríguez, A. Ferrer, A. Urzainqui Miquélez, etc.

6 Por ejemplo, NIETO, A.: Bienes Comunales, Madrid, 1964, considerada como referencia. Tam-bién, R. Gibert, E. García de Enterría, L. M. Díez de Salazar, E. Cruz Aguilar, etc.

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—en especial desde la obra de Bauer Manderscheibd7—, y sus aportaciones desde el XIX pusieron orden en temas dominados entonces por los juristas y han servido para dar a conocer textos de silvicultura y las líneas de la política forestal, pero el resultado en intentos más propiamente históricos es muy desigual por deficiencias en la crítica de las fuentes históricas y desconocimiento metodológico. Hasta un buen puñado de marinos atraídos por la construcción naval se ha ocupado de la materia, pero unos y otros lo han hecho desde cotos cerrados.

¿Y los historiadores? Desde los setenta, la historia rural de base comarcal o regio-nal constituye un pozo sin fondo para estudiar este tema, pero por lo general, centrados en los problemas amplios de la agricultura, sus autores dieron demasiadas cosas por conocidas y se minimizaron hasta época reciente la importancia del suministro de leña, madera, helecho, hielo, etcétera, mientras que es unánime la atención al impacto de roturaciones y desamortizaciones. No obstante, estos estudios y su variante más actual de la historia agraria son los que mejor han abordado el problema en su dimensión socio-económica, como también los referidos a la determinación y medida del equili-brio silvo-pastoril en los que la vía más fructífera es el análisis individual o «estudio de casos». En las últimas décadas se ha incidido en dos líneas8: a) el análisis de la tendencia individualizadora y privatizadora por parte de ciertos grupos sociales sobre la propiedad colectiva y la conflictividad derivada de este proceso; b) la agresiva y contradictoria intervención del Estado, directamente —legislando para regular la pro-piedad y el ejercicio de la posesión y defendiendo en teoría a los colectivos frente a los particulares o racionalizando su uso y aprovechamiento o, por el contrario, vendiendo baldíos y legalizando usurpaciones y acciones enajenadoras del patrimonio colecti-vo— e indirectamente, a través de la presión fiscal, que obligó a muchos concejos a transformar los comunales en propios y de la repoblación forestal, que mermaba los usos posibles del suelo y los derechos de gestión de los concejos trasvasándolos a la Corona y reservando a esta el arbolado, o desde la actuación de los tribunales reales que encauzaron la conflictividad y trataron de ajustar los usos locales a las normas generales y de conciliar los intereses de la Corona con los de los grupos de poder.

¿Y todo lo demás? Los historiadores urbanos —salvo los dedicados a Madrid— no han sido muy precisos en el estudio del impacto del crecimiento urbano en el sumi-nistro de madera, leña, nieve y de todo aquello que pudiera afectar a las zonas rurales inmediatas, y los historiadores de la industria —salvo en el País Vasco y Cantabria y, en general, los dedicados a la Marina de guerra— no parece que hayan dado sufi-

7 BAUER MANDERSCHEID, D. E.: Los montes de España en la Historia, Madrid, 1980. A este grupo pertenecen G. de Aranda, J. López de Sebastián, J. M. Mangas Navas, etcétera.

8 REY CASTELAO, O.: «La propiedad colectiva en la España Moderna», Studia Historica, 1997, vol. 16, pp. 5 y ss.

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ciente importancia al suministro de materias primas y combustible y a su impacto. En general se han menospreciado facetas como la caza que, al reconocerle sólo un valor simbólico y no económico, ha generado poca bibliografía específica y la que existe, salvo excepciones, se mueve en líneas laterales como textos, prácticas y normativa cinegéticos; la silvicultura, vista como un sucedáneo del pensamiento económico o de la biología, la explotación forestal en sí misma y sus técnicas y utillaje, o el estudio simbólico al estilo anglosajón9.

Para resolver un programa de análisis, las fuentes documentales se resisten en muchas facetas. Sus principales problemas son: a) que las costumbres comunitarias dejan poco rastro documental y esto ha conducido a los investigadores al empleo de las ordenanzas concejiles como la fuente más próxima; b) que no hay una fuente global que permita establecer grandes parámetros, lo que nos ha conducido al empleo generalizado del Catastro de Ensenada —poco preciso y ambiguo para poder medir, calibrar y comparar la importancia de los usos agrícolas, industriales y cinegéticos—, o a fuentes con un cierto parecido, tratándose, aunque no siempre, de compararlas con otras sin el componente fiscal que lastra la utilidad del Catastro, al tiempo que, por ser fiscales, priman el interés en conocer los rendimientos económicos sobre los otros10. Las deficiencias del Catastro podrían subsanarse en amplios territorios mediante el empleo de las visitas de los ministros y operarios de Marina posteriores a 1748 —y las operaciones de señalamiento, apeo y saca—, ya que pueden considerarse como la primera descripción de la riqueza forestal, abrumadora en datos, si bien metodológi-camente muy compleja y sesgada por su finalidad oficial y utilitaria11.

Así pues, los investigadores son en gran medida dependientes de textos normativos en los que se regulan los usos —leyes castellanas de fines del XV y del XVI y de 1748 en adelante— tratando, aunque no siempre, de contrastar su aplicación con otras fuen-tes, como sería el caso de las leyes generales con las Actas de las Cortes de Castilla —abundantemente empleadas las del XVI sin mucha justificación porque no fueron muy activas en este tema12—, o con las peticiones y acuerdos emanados de organis-

9 Lo ha intentado sin conseguirlo, TORRENTE, J. P.: «The Muniellos Forests (Asturias, Spain)», en Forest History (2)..., pp. 119 y ss.

10 Por ejemplo, en Castilla-La Mancha, con las Relaciones Topográficas de Felipe II, como lo hicie-ron en su momento N. SALOMON y D. E. BAUER, entre otros que citaremos más adelante.

11 Las utilizan BAUER, D. E., op. cit.; DE ARANDA Y ANTÓN, G.: Los bosques flotantes. Historia de un roble del siglo XVIII, Madrid, 1990, p. 43 y ss. REY CASTELAO, O.: Montes y política forestal en la Galicia del Antiguo Régimen, Santiago, 1995. Es más frecuente el empleo de sus resultados resumidos, como los que en 1784 la Secretaría de Marina exige a los municipios vascos (OTAEGUI ARIZMENDI, A. «El paisaje forestal de Guipúzcoa en 1784», IX Congreso de Historia Agraria, Bilbao, 1999, p. 481 y ss.)

12 Más raro es el de las Cortes de 1789, de las que ha pasado desapercibido que los procuradores de Gerona, seguidos por otros, se quejaban de las limitaciones de la propiedad y el deterioro del monte (DE LA CRUZ AGUILAR, E.: La destrucción de los Montes. Claves histórico-jurídicas, Madrid, 1994, p. 113).

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mos forales o autóctonos —es el caso del entramado institucional del País Vasco y de Navarra, muy activo en este tema y ampliamente utilizado por los investigadores de ambos territorios o las Juntas Generales del Principado de Asturias, las Juntas de Reino de Galicia, etcétera—, o incluso organismos representantes de la Corona —las Audiencias de Galicia y Asturias—. Pero sobre todo han sido empleados aquellos textos normativos que por su proximidad al problema parecen más adecuados, como las ordenanzas municipales, fuente privilegiada pero con graves problemas, en espe-cial que en las zonas de señorío, los municipios ejercían poco o nada la facultad de emitirlas, propia del señor —cuyos intereses reflejan— aunque la ejerciera ante la asamblea municipal; que recogen los contenidos de la normativa de la Corona, lo que es especialmente evidente en lo concerniente a replantación o técnicas de cuidado13, y que, una vez que alcanzaron su plenitud entre 1450 y 1550, la normativa compilada normalmente no se modificó; que es decisivo en sus textos el componente negativo, tanto en la prohibición de prácticas dañinas —corta, descortezado y resinado de árbo-les, incendios para roza, entrada de ciertos ganados—, como en la limitación de unos usos para privilegiar otros —reserva de zonas, vedamientos—; que siendo muy especí-ficas en muchos temas relacionados con los montes, no siempre contienen disposicio-nes sobre caza u otros usos menores, etcétera. Su empleo es general, en especial entre los historiadores del derecho, si bien algunos recuerdan que «eran un cuerpo muerto que se revisaba constantemente por los acuerdos del regimiento»14 y por eso la norma suele ser contrastada con actas municipales, licencias de los concejos para corta de leña o de madera, etcétera, esto es, por aquellas vías en las que, mediante la acción de gobierno, el concejo administraba el patrimonio colectivo del modo más conveniente a sus propios intereses y a los de los sectores socio-económicos más influyentes en la vida local, claro está.

Sin embargo, podemos afirmar que, siendo una fuente idónea y observándose su empleo creciente, los pleitos pueden dar mucho más de sí de lo que hasta ahora lo han hecho, tanto porque son reveladores de la conflictividad en torno a los usos como porque contienen frecuentemente datos y relatos sobre esos usos y porque de ellos dimanaba la interpretación y adaptación de la normativa15, como sería el ejemplo de

13 Un repaso general a las ordenanzas, a través de las publicadas, en MANUEL VALDÉS, C. M.: «Características y transformaciones de la gestión forestal (siglos XVI-XIX)», en MARÍN PAGEO, F.: Los montes y su historia. Una perspectiva política, económica y social, Huelva, 1999, pp. 33 y ss.

14 DÍEZ DE SALAZAR, L. M.: Ferrerías de Guipúzcoa, ss. XIV-XVI, San Sebastián, 1983, p. 374.15 El problema está en los métodos: el cuantitativo deja fuera los factores exógenos difíciles de cons-

tatar; el narrativo caería en casuística y en una visión sesgada; el basado en un caso paradigmático rara vez resulta representativo. La clave está en un planteamiento combinado entre la evolución de la conflictividad a través de la seriación de los pleitos y de su estudio en profundidad, a través de muestras en momentos cuya idoneidad se fija a partir de las series.

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los numerosísimos que surgieron y se han estudiado en Andalucía entre la Corona, concejos y ayuntamientos, señores y particulares desde las ventas de baldíos del XVI y las ventas y repartos del XVII y XVIII que fueron destilando una doctrina sobre las modalidades de propiedad sistematizada por los ilustrados16. Lo mismo podría decirse de las escrituras notariales, de las que no hay más que un empleo parcial y poco sis-temático aunque sí hemos constatado el empleo de poderes —tanto judiciales como los específicos de las villas para la venta de maderas—, concordias, obligaciones, almonedas, cartas de pago, ventas, cesiones, donaciones, etcétera17.

Con carácter complementario también se han utilizado con profusión las descrip-ciones y viajes, desde el de Fernando Colón18, hasta los textos del XVIII final, de entre los que destaca por su uso generalizado el Viaje de España de Antonio Ponz, cuyo autor, muy influido por Duhamel de Monceau, se refiere con frecuencia al pro-blema de conservación de montes y plantíos; de modo menos asiduo, la Introducción a la historia natural y a la geografía fisica de España de G. Bowles (Madrid, 1781), las Memorias políticas y económicas de E. Larruga (Madrid, 1787), o textos más específicos, como las Observaciones sobre la historia natural de A. J. de Cavanilles (1795), etcétera. Y, también, para cubrir las deficiencias señaladas, se han empleado las Relaciones Topográficas, las licencias y correspondencia de la Secretaría de Mari-na19, las provisiones del Consejo de Órdenes Militares para atender a las peticiones de roturación elevadas por los concejos de su territorio20, las «cartas pueblas de Valencia» tras la expulsión de los moriscos21, los «Interrogatorios sobre cuestiones agrarias» de

16 BERNAL. A. M., «La tierra comunal en Andalucía durante la Edad Moderna», Studia Historica, 1997, p. 101 y ss. El empleo de pleitos puede verse en J. Gómez Mendoza (1967); A. Herrera García (1980) para Sevilla; C. Cevallos Cuerno en Cantabria, aunque no en gran medida; B. Barreiro Mallón para Asturias; V. Cabero Diéguez en La Cabrera leonesa (1984); mucho en P. Saavedra (1982) y O. Rey Castelao (1995) para Galicia; A. Aragón Ruano (2001) para el País Vasco, etcétera.

17 J. Bravo Lozano (1993); J. M. T. Grau y R. Puig (1990), I. M. Carrión (1991), O. Rey Castelao (1995), A. Aragón Ruano (2001).

18 CLEMENTE RAMOS, J.: «Explotación del bosque y paisaje natural en la Tierra de Plasencia (1350-1550)», IX Congreso de Historia Agraria..., p. 441 y ss.; SOBRADO CORREA, H.: «Los enemigos del campesino. La lucha contra el lobo y otras alimañas nocivas para la agricultura en la Galicia de la Edad Moderna», en prensa.

19 SORIANO MARTÍ, J.: «Los rompimientos de tierras forestales en el s. XVIII en el Norte del País Valenciano. Cambios paisajísticos en el marco de la tendencia española», IX Congreso de Historia Agraria, p. 487 y ss.

20 FERNÁNDEZ PETREMENT, L.: «Licencias de rotura y cerramiento de dehesas en el Campo de Montiel», Conflictos sociales y evolución económica en la Edad Moderna, I Congreso de Historia de Castilla-La Mancha, t. VII, Ciudad Real, 1988, p. 97 y ss.

21 CÍSCAR PALLARÉS, E.: Tierra y señorío en el País Valenciano, 1570-1620, Valencia, 1977; SORIANO MARTÍ, J. «Los rompimientos...», citado ya, entre otros.

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1792/94 elaborados por los funcionarios de la Audiencia de Extremadura22, las «valo-raciones de bienes muebles y raíces del ganado mayor y menor de los pueblos del Reino de Navarra» realizadas en 160723, las normas de la Corona sobre sus propios cotos y bosques reales24, etcétera.

2. TEORÍA DE LOS USOS FORESTALES

Si los historiadores desconocemos con frecuencia los resortes interpretativos de las fuentes, debemos tener en cuenta que los usos del monte y del bosque padecían en la Edad Moderna de una deficiencia no menos grave, el conocimiento deficiente de los resortes de la naturaleza. Por eso mismo, el tratamiento de los bosques era esen-cialmente empírico y muchas veces contradictorio. En Inglaterra, cuyo caso no era conocido en España más que de refilón, no hay apenas interés científico por este tema hasta que en 1611/13 el tratadista agrícola Arthur Standish estableció la conexión entre deforestación y hambre en dos obras apoyadas con entusiasmo por Jacobo I, pero cuyo ánimo racionalizador y conservacionista encajaba mal con los intereses de la Corona, obligada a depredar sus bosques para hacer frente a su endeudamiento; así pues, sus propuestas teórico-prácticas pasaron sin pena ni gloria durante décadas25 hasta que en 1662 John Evelyn defendió ante la la Royal Society su discurso Sylva haciéndose eco de aquellos abusos, si bien hasta mediados del XVIII no hubo un verdadero interés, surgido de la Sociedad de Artes en promocionar las publicaciones de silvicultura. En Francia, donde la legislación colbertista da la falsa impresión de un conocimiento pro-fundo, la silvicultura científica era rudimentaria en el XVI, y M. Deveze afirma con fundamento que la Ordenanza de 1544 significó su nacimiento y que fue el discurso oficial sobre la deforestación, desde 1661, lo que indujo a su desarrollo.

Podría decirse algo parecido con respecto a España, ya que la silvicultura no recibió atención y aparece subsumida en textos de botánica, en obras agronómicas o formando parte de la reflexión económica, y cuando surge lo hace tardíamente y sin

22 MELÓN, M. A.: Extremadura en el Antiguo Régimen. Economía y sociedad en tierras de Cáce-res, 1700-1814, Mérida, 1989; RODRÍGUEZ CANCHO, M.: La Información y el Estado. La necesidad de interrogar a los gobernados a finales del Antiguo Régimen, Cáceres, 1992.

23 FLORISTÁN IMIZCOZ, A.: La Merindad de Estella en la Edad Moderna. Los hombres y la tierra, Pamplona, 1982; ARIZCUN CELA, A., Economía y sociedad en un valle pirenaico del Antiguo Régimen. Baztán, 1600-1841, Pamplona, 1988.

24 Recogidas por D. Pedro de Cervantes —Recopilacion de Reales Ordenanzas, Madrid, 1687— y estudiadas por GIBERT SÁNCHEZ DE LA VEGA, R., en Antiguo régimen español de montes y caza, entre otros.

25 Las obras de Standish, The Commons’ Complain y The New directions of Experience to the Com-mon Complant, no se conocieron en España. Su contenido es estudiado por PERLIN, J.: Historia de los bosques. El significado de la madera en el desarrollo de la civilización, Madrid, 1999, p. 97.

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originalidad, reproduciendo o adaptando la de procedencia extranjera, traducida por quienes se interesaban en ella o porque el poder consideró conveniente esa traducción. En el plano científico aparece con un ánimo clasificatorio, inventarial y poco analítico, a pesar de lo cual fue muy útil para la planificación de XVIII/2: cuando a mediados del XVIII llega a Madrid el discípulo de Linneo, Pehr Logling, encontró un interesante grupo de botánicos pero que se apoyaba en el sistema de clasificación de Tourne-fort —perceptible en Quer y su Flora Española, 1762-6426—; el jardín Botánico de Madrid, fundado por Fernando VI, y el Gabinete de Historia Natural eran los princi-pales instrumentos de este interés ilustrado por la naturaleza. En el plano económico, antes de que en 1766/67 se iniciase el informe para el expediente de la ley agraria, no se puede hablar de producción original y con trascendencia práctica y la «nueva agri-cultura» se conoció por traducciones27; además, las ideas de fragilidad del equilibrio natural y de la capacidad destructiva del hombre contenidas en Sarmiento, Cornide de Saavedra o Sánchez Reguart, más observadores que analistas movidos por un ánimo conservacionista, se pierden en XVIII/2 en un proceso que culmina con Jovellanos o Cabarrús, animados sólo por un interés economicista en el que la naturaleza era «un obstáculo». Respecto a la silvicultura propiamente dicha28, en la que la descripción botánica se une a la planificación económica —única combinación que podía resolver los problemas de ignorancia de la historia natural y de codicia a los que Sarmiento (1757) atribuía la destrucción de la naturaleza—, se siguieron utilizando hasta media-dos del XVIII las obras de Gabriel Alonso de Herrera (Agricultura General, 1513) y fray Miguel Agustín (Libro de secretos de Agricultura,1617)29 y las reediciones de los clásicos, y no hubo un texto innovador hasta Villarroel de Bérriz (1736)30, autor vasco, noble, empresario y científico que combinaba sus observaciones con lecturas, pero cuya obra se difundió poco, de modo que la literatura extranjera —francesa casi en exclusiva—, cubrió esa deficiencia interna, en especial las obras, traducidas por

26 LAFUENTE, A. y otros, «Literatura científica moderna», en AGUILAR PIÑAL, F.: Historia Lite-raria de España en el siglo XVIII, Madrid, 1996, pp. 984 y ss.; ARANDA, G. de: «Visión histórica de la silvicultura popular española», en MARÍN PAGEO, F., Los montes y su historia..., p. 9 y ss.

27 LLUCH, E. y ARGEMÍ, L. L.: Agronomía y fisiocracia en España, 1750-1820, Valencia, 1985, p. 2 y ss. ARGEMÍ. LL. (comp.): Agricultura e Ilustración, Madrid, 1988, p. 18 y ss.

28 Estudiada por URTEAGA, L.: La tierra esquilmada. Las ideas sobre la conservación de la natu-raleza en la cultura española del siglo XVIII, Girona, 1987, sobre todo, p. 145 y ss.

29 Basado el primero en la experiencia y en los agrónomos griegos y romanos y en los árabes españo-les, tuvo 28 ediciones hasta 1850. El segundo lo hacía en los clásicos de la «literatura para padres de familia» francesa (Ch. Estienne, Ch.-E. y J. Liebault) y no cita a Herrera (BAUER, D.E., op. cit., p. 207).

30 VILLARROEL DE BERRIZ, P. B., Máquinas hidraulicas de Molinos y Herrerías y Govierno de Arboles y Montes de Vizcaya... dedicadas a los Amigos Caballeros y Propietarios del Infanzonado del Señorío de Vizcaya, Madrid, 1736.

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encargo del Consejo de Castilla, de Duhamel de Monceau, que se adaptaban bien al reformismo borbónico.

Obviamente, en XVIII/2, las publicaciones autóctonas, la importación y traducción de obras extranjeras, la difusión prestada por la prensa periódica, en especial el Sema-nario de Agricultura, y la acción institucional, obtuvieron un efecto acumulativo que modificó la situación de abandono anterior. En este sentido, la actuación de las Socie-dades Económicas —y de algunos antecedentes como la Academia de Agricultura de Galicia o las discusiones de la Conferencia de Física Experimental de Barcelona—, fue muy importante, tanto por la recopilación de datos y las iniciativas de repoblación forestal en los entornos urbanos —Valladolid, Segovia— como porque en su ámbito se produjeron textos relacionados con los bosques, los montes y el arbolado merced a las convocatorias de premios —Madrid, Zaragoza, Valencia— o la promoción de discursos adecuados a las realidades territoriales concretas. Por eso mismo, las ideas que defendían no eran unánimes sino que reflejaban los intereses de las oligarquías locales, pero en torno a ellas se movió una nube de notables o de aspirantes a serlo31, que alcanzaron notoriedad local escribiendo textos, breves y que permanecieron inéditos o se publicaron total o parcialmente en las «memorias» de las SEAP o en la prensa periódica, y que se basaban en la observación personal, o decían hacerlo, aunque muchas veces no pasaban de hacerlo en lecturas. Pero no debe olvidarse que la Marina en cierto modo cumplió también una función de creación y difusión y que algunos ofi-ciales dejaron buenos escritos, como los J. García Sarmiento sobre Galicia, L. García de Longoria sobre Asturias y Galicia (1798), J. de La Croix sobre Valencia (1801) o M. Fernández de Navarrete sobre la Sierra de Segura (1811), si bien suelen tener un fuerte contenido técnico32.

Así pues, desconocimiento y empirismo explican tanto la racionalidad de determi-nados métodos de explotación del monte —por ejemplo, los aplicados por los monas-terios, a los que debe mucho la preservación de grandes masas boscosas33— como

31 En sus escritos se identifican como labradores o vecinos de pueblos y villas de fuerte componente rural —por ejemplo, Pedro Fernández de Quevedo, «labrador de Caravaca», autor de Memoria sobre el aumento de los pastos sin perjuicio de la labranza, 1777, publicada en extracto en las Memorias de la Sociedad Matritense, al igual que la Memoria para el fomento del pasto de G. Fernández López, vecino de Arévalo—, o boticarios como Pedro Ucero, autor «Sobre las utilidades del piñón», en las Actas de la SEAP de Segovia, II, 1786, p. 358.

32 URTEAGA, L.: op. cit., p. 154 y ss.33 En Castilla, por ejemplo, desde 1550 la abadía de la Santa Espina —en cuya reserva había 1.594

Has. de bosque— inicia la tala de árboles de su monte para comercializar la leña, para lo cual en 1593 divi-dió el monte en 30 cortas rotativas —22 de encinas y 8 de robles— y así conservó el equilibrio ecológico; cambió las vacas que allí pastaban por caballos, arrendaba la «casca» del roble, vendía la leña en Rioseco y Villalón y a principios del XVII empezaron a producir carbón. La abadía llegó a ingresar por el monte 55.000 rs. en 1793, aunque los gastos eran muy fuertes (LÓPEZ GARCÍA, J. M.: «Las economías monásticas ante la crisis del siglo XVII: Fray Hernando de Aedo y la reorganización de la abadía de la Santa Espina», Congreso

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la irracionalidad de la oposición de métodos de corta y desmoche de árboles entre ferrones, de un lado, y Marina y constructores navales, de otro, que obligó a los muni-cipios vascos en el XVIII a establecer «personas inteligentes» para evitar la dicotomía de tratamiento dependiendo de si predominaba la actividad ferrona o la naval. Sin embargo, a través de las ordenanzas reales se establecía un elenco básico de normas que pretendía conservar el patrimonio forestal y es que, en efecto, la política forestal, en tanto que «plasmación de las normas de gestión, aprovechamiento y regeneración de los montes establecidas a raíz de la resolución de los conflictos que existe entre los conocimientos científico-silvícolas y los intereses económicos, sociales, culturales y ambientales que los diferentes sectores de la sociedad tiene o quieren impulsar»34, desarrolló, como en Francia o en Inglaterra y después de un vacío normativo que va de 1389 a 1496, un sistema de actuación basado en un discurso oficial de defores-tación —comprobada o no— y en la convicción de que se podía restaurar el bosque cambiando su administración35. El encadenamiento de leyes hasta 1803 —1518, 1574, 1716, 1748...— revela su fracaso, porque tratando de respetar el régimen de propiedad y aprovechamiento tradicionales, se regía por la coacción, era incapaz de conciliar la presión de la población sobre los montes con necesidades que escapaban al marco local y trataba de orientar a las comunidades y de intervenir en los usos colectivos con la mirada puesta en la construcción naval36. La pragmática de 149637 prohibía la tala sin licencia y establecía que la leña sólo se obtuviese en montes grandes, sin cortar por el pie, en tanto que los otros quedaban para bellota y resguardo de ganado y todos para pasto, pero su efectividad fue nula y hubo que esperar a la pragmática de 1518 —inspirada, según Bauer38, en la Agricultura de Alonso de Herrera—, que inicia el

de Historia Rural, Madrid, 1984, p. 659; «Una aportación al estudio de las reservas señoriales en Castilla: la explotación de la abadía cisterciense de la Santa Espina», Revista de Historia Económica, 1984, 3, p. 215 y ss.). En la catalana Conca del Barberá, zona agrícola complementada con el bosque, éste era en su mayor parte del Monasterio de Poblet y varios pueblos lo aprovechaban basándose en concordias medievales y bajo supervisión del monasterio, que fijaba las normas y ponía un guardabosques (GRAU, J. M. T. y PUIG TARRECH, R.: L’aprofitament del bosc a l’época Moderna. La Conca del Barberá. S. XVIII, Barcelona, 1990). Algo parecido a lo que hicieron las catedrales inglesas: la legislación de la Corona codificaba la prác-tica del mantenimiento y la prevención del bosque y esas normas eran seguidas luego por obispos y deanes en las zonas que en las expropiaciones se les dejaron para su aprovisionamiento (SIMPSON, G.: «English cathedrals as sources of forest and woodland history», en European Woods..., pp. 39 y ss.).

34 GROOME, H. J.: Historia de la política forestal en el Estado español, Madrid, 1990, p. 23.35 Es lo que inspiraba la legislación francesa de Colbert, aunque no obtuviese resultados hasta XVIII/2

(CORVOL, A., op. cit., p. 187).36 DE LA CRUZ AGUILAR, E.: La destrucción de los Montes..., pp. 66 y otras.37 La ley de Toledo de 1480 fue esencial para la protección de los comunales (VASSBERG, D. E.:

La venta de tierras baldías. El comunitarismo agrario y la Corona de Castilla durante el siglo XVI, Madrid, 1983, p. 83 y ss.), pero es poco relevante a nuestros efectos.

38 BAUER, D. E.: op. cit., p. 202.

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ciclo recogiendo un sistema de guarda y conservación de los montes y de organización y supervisión de las nuevas plantaciones, por medio de las justicias de los lugares, de realengo o de señorío, que quedaban obligadas a su atención y visita, y al nombra-miento de guardas de montes, en tanto que los corregidores más próximos vigilaban su cumplimento. Desde entonces los concejos pasaron a redactar verdaderos códigos forestales, aunque en algunos casos bastó con reformar y ampliar reglamentaciones antiguas39, pero las reiteradas reclamaciones de las Cortes hablan de que la Pragmática no se cumplía y lo imputaban a los corregidores —sin poder ejecutivo pero represen-tantes del rey—, exculpando a las autoridades locales de las que los diputados eran portavoces indirectos y sin incidir en el difícil equilibrio que los Austrias intentaron mantener entre protección del arbolado, roturaciones e intereses de la Mesta40.

3. LOS USOS

Pero, más allá de lo que la ley dispusiera, el monte y el bosque constituían no sólo espacios de aprovechamiento económico, sino también de desarrollo de buena parte de la actividad cotidiana rural. Integrados en la existencia de las comunidades, eran objeto de usos cinegéticos —con una vertiente lúdica y simbólica y otra econó-mica y de necesidad—, ganaderos en medida mayor y agrarios —mediante el cultivo periódico—, pero, además, leñadores, aserradores, carpinteros, zapateros, curtidores, carboneros, herreros, toneleros, etcétera, obtenían allí materias primas y combusti-bles, al igual que lo hacían los agricultores, y allí se asentaban las herrerías y forjas, los hornos de cal y de teja o los comunales de pan, las canteras de piedra, las minas, etcétera, además de que generaban madera, leña y carbón que surtían a los núcleos urbanos para construcción y usos domésticos y artesanales, y nutrían a los astilleros y a todo tipo de industrias.

¿Pero cómo podemos medir la relevancia socio-económica de cada uno de los usos del bosque si, además de no ser comparables entre sí, dependen de condiciones físicas no siempre manipulables por la sociedad? Clima, suelos, ubicación, supeditaban los usos posibles y recomiendan la regionalización del análisis, pero si éste se hiciera a partir de unos mismos parámetros permitiría ver, además, el impacto de las diferencias en las formas de dominio, posesión y gestión de los terrenos de uso colectivo. Como es lógico, había diferencias pronunciadas entre zonas en cuyos montes se practicaba

39 MANGAS NAVAS, J. M.: El régimen comunal agrario en los concejos de Castilla, Madrid, 1981, p. 205.

40 RUIZ MARTÍN, F.: «Pastos y ganaderos en Castilla: La Mesta, 1450-1600», en RUIZ MARTÍN, F.: Mesta, trashumancia y lana en la España Moderna, Barcelona, 1998, p. 42 y ss. ANES, G. y GARCÍA SANZ, A.: Mesta, trashumancia y vida pastoril, Valladolid, 1994; ANES, G.: Cultivos, cosechas y pastoreo en la España Moderna, Madrid, 1999, pp. 20 y ss., etc.

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el cultivo periódico y aquellas en que no existía o se había abandonado o entre las que contaban con un arbolado más o menos abundante y aquellas en las que predomi-naba el monte bajo, toda vez que suelo y vuelo tenían consideraciones distintas, tanto en la legislación castellana como en los usos y costumbres de las comunidades. Las había dependiendo del grado de aprovechamiento del monte como zona de pasto para ganados y del volumen, composición y evolución de la cabaña ganadera y en relación con la existencia o no de dedicaciones profesionales exigentes de leña o de madera y con intereses contrarios al interés general en la medida en que convertían en materia prima aquello que se producía en terrenos de la comunidad y en la medida en que contravenían el ánimo conservacionista del Estado. Tenía que haberlas en función del grado de utilización del monte y de su conversión en componente mitigador de la necesidad de tierras y pastos y, a su vez, ese grado de utilización no sólo debería de establecer diferencias zonales sino también provocar oscilaciones en el tiempo. Y tenía que haberlas en función de la proximidad, número, importancia y ubicación de núcleos urbanos, de los reales sitios, de los cazaderos, de los arsenales, etcétera. Por todo esto, los territorios con abundante masa forestal o potencialmente forestales son los de análisis más complejo porque todos los usos posibles se daban al mismo tiempo y porque concitaban los intereses de particulares y comunidades y los del Estado, y porque, particularmente en el Norte, coinciden además con altas densidades de pobla-ción. Por eso, para evitar la dispersión, nos centraremos en la Corona de Castilla y en el período anterior a las Ordenanzas de 1803.

3.1. Usos agrarios y ganaderos

Fijando nuestra atención inicial en la franja que va de la raya de Portugal a la de Francia, la homogeneidad de sus características físicas explica la existente en los usos, aunque las diferencias jurídico-políticas explican a su vez las diferencias de organización. En esa zona, el espacio inculto y comunal ocupaba un 75% y su enor-me importancia para las pequeñas e insuficientes explotaciones agrícolas explica que resistiese las tendencias privatizadoras —lo que no excluía roturaciones controladas por las comunidades cuando la presión demográfica lo requería—, si bien, finalmente, la triple presión de la demanda de tierras y su privatización, la intromisión del Estado en la explotación de los bosques y la fiscalidad que endeudó a las haciendas locales, alteró profundamente el sistema en XVIII/241.

En Galicia, la masa forestal era muy reducida, pero el monte era esencial en todas partes. En el interior lucense, el arbolado apenas ocupaba el 2,3% de la superficie y

41 BARREIRO MALLÓN, B.: «Montes comunales y vida campesina en las regiones cantábricas», Studia Historica, 1997, pp. 17 y ss.

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era de propiedad particular, pero también era escasa la superficie de cultivo —16/17%, con barbecho de año y vez—, de modo que si la repercusión económica del arbolado maderable era irrelevante, por el contrario el complemento alimentario de las castañas —10% de la masa diezmal de productos alimentarios— fue clave en algunas comarcas hasta su sustitución por la patata, pero sobre todo era importante el cultivo periódico del monte —cada 21 a 41 años— mediante rozas: aunque la zona rozada equivalía al 3 ó 4% del monte cultivable, aportaba el 8,3% del centeno cosechado y el 19,5% del trigo —en ciertas zonas llegaba al 25 o al 32%42—. Además, esa práctica servía como forma de limpieza y preparación del terreno para pasto, evitando el desarrollo de una población arbustiva poco aprovechable y entorpecedora de los usos tradicionales del monte. Así, la dedicación ganadera —con 5,4 cabezas de vacuno y 15,5 de ovino/caprino por explotación, por encima de la media gallega, de 2,7 y 7,7 respectivamen-te43—, era el destino fundamental del «monte inútil» y los montes bajos y los sotos, y aun las dehesas de robles, permanecían también abiertos al pastoreo. Sumando la producción cerealera del monte, las castañas de los sotos y los productos ganaderos, en torno a un 25%-30% del producto agropecuario tenía su fundamento en la disponibili-dad de monte y su mayor o menor abundancia influía sobre las economías campesinas; esa dependencia se fundamentaba en un sistema de acceso al inculto sumamente par-ticularizado —y muy conflictivo—, denominado «de voces» o «de varas», basado en fracciones de monte que cada casa podía disfrutar para leña, pasto y cultivo44.

La Galicia costera septentrional compartía con esa zona la práctica generalizada del cultivo periódico del monte, la abundante cabaña ganadera45 y el régimen jurí-dico de los montes, pero, además, se caracterizaba por una cierta demanda urbana de leña y madera, cereal y ganado, incrementada en XVIII/2 con el arsenal y astilleros de Ferrol y por una intensa intervención del Estado desde fines del XVI —en 1752 había unidades forestales de la Corona en dos tercios de las localidades—, a pesar de lo cual el arbolado ocupaba menos del 5% de la superficie y era insuficiente para suministrar maderas a los arsenales. En conjunto, dos tercios de la superficie estaba ocupada por monte con poco o ningún arbolado y un sector importante era terreno inútil, pero el resto —58,9% en Coruña, 50,1% en Betanzos—, se cultivaba cada 12, 16 ó 20 años

42 SAAVEDRA, P., Economía rural antigua en la Montaña lucense, Santiago, 1979, p. 43.43 EIRAS ROEL, A.: «Hautes terres et basses terres: la concentration régionale du bétail», Actes

du Colloque International, Elevage et vie pastorale à l’époque moderne, Clermont-Ferrand, 1984, pp. 121 y ss.

44 BOUHIER, A.: La Galice. Essai Géographique d’analyse et interpretation d’un vieux complexe agrarire, La Roche-Sur-Yon, 1979; SAAVEDRA, P.: «Los montes abiertos y los concejos rurales en Galicia en los siglos XVI-XVIII: aproximación a un problema», Cuadernos de Estudios Gallegos, 1982, 98, pp. 179 y ss.

45 En Coruña, en 1752 era de 4,4 cabezas de vacuno y 15,3 de ovino/caprino por explotación; en Betanzos, de 4,8 y 9,6 y en Mondoñedo, 4,2 y 7,3.

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—frecuencia o dictada por la recuperación del terreno que no recibía más abonado que las cenizas de la quema del monte o del matorral—, para cereales de invierno —trigo y centeno— y, con poca frecuencia, avena. La rentabilidad de las rozas no puede medirse en términos reales —los rendimientos decaían pronto— porque es imposible conocer la inversión de mano de obra y tiempo de trabajo en la preparación de la tierra —roza, quema, roturación, siembra...—, porque el grano era sólo una de las aporta-ciones del monte rozado ya que de él se obtenía leña y broza, tojo o retama para uso doméstico o mantenimiento del ganado estabulado, y porque el pastoreo se mantenía. Aun así, puede calcularse que si en torno a 32/34% de la tierra declarada se sometía a cultivo periódico, el producto de las rozas equivalía al 10/11% de la producción cerealera, al 15/16% del trigo y al 23% del centeno46.

En la Galicia costera occidental, rica y densamente poblada a partir de la entrada del maíz, el cultivo periódico del monte sólo se hacía en zonas de interior y era una práctica en regresión en 1752 —se conservaba en el 34,7% de las localidades de la provincia de Santiago y en el 14,6% de Tui— y la cabaña ganadera era más reducida que en el resto de Galicia tras su contracción y mejora asociadas con la implantación del maíz, la extensión de los cultivos sobre el monte bajo y la estabulación47. En la mitad meridional predominaba el régimen de montes «del común de los vecinos» o concejiles y en la septentrional predominaban los montes «de voces» o «de varas», pero importa saber que fue la más afectada por la política forestal del Estado, lo que implicó la exis-tencia de numerosos plantíos y dehesas reales, la instauración de un estrecho control oficial de los comunales y el comienzo de cambios radicales en la masa arbórea con la introducción obligatoria del pino. En la provincia de Santiago, el monte de uso común ni se cultivaba ni tenía arbolado, pero se empleaba para pasto, abonado y combustible, y en las inmediaciones de las villas y ciudades se constata la existencia de un activo comercio de leña y la fabricación de carbón en las comarcas interiores; al castaño no se le daba otra utilidad que la producción de madera y la castaña significaba poco o nada en el cómputo de los productos diezmables. En Tui, el monte y el terreno inculto, tenían una trascendencia económica menor, pero las áreas de arbolado fueron objeto de la atención del Estado por la calidad del terreno, el clima, la existencia de un río navegable, el Miño, y la extensa franja costera, que podían facilitar la producción y transporte de madera con destino a la construcción naval, por lo que quedó sometida desde el reinado de Felipe II a una política de repoblación forestal más insistente que realista y efectiva: los plantíos reales desarticularon los usos y costumbres tradicionales,

46 En Mondoñedo, las áreas de roza suponían el 31,1% de la superficie cultivada en 1595/1665, el 26,2% en 1680/1700, 16,9% en 1750/65 y 21,0% en 1785/1800 (SAAVEDRA, P.: Economía, Política y Sociedad en Galicia: La Provincia de Mondoñedo, 1480-1830, Madrid, 1985, p. 223).

47 PÉREZ GARCÍA, J. M., «Niveles y transformaciones de la Ganadería de Galicia en el siglo XVII», Cuadernos de Estudios Gallegos, n. 98, 1982, pp. 87 y ss.

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transformaron el monte bajo en arbolado y/o limitaron y modificaron el aprovecha-miento del ya existente y rompieron el equilibrio entre especies autóctonas fomentando los robles y, desde el 1er tercio del XVIII, los pinos. Finalmente, en el poblado cuadrante S. E. de Galicia —antigua provincia de Ourense—, bajo predominio de los «montes del común», sin gradación de derechos entre los vecinos ni cuotas de participación, estrictamente reglamentados en sus usos y vigilados por los concejos, se ejercía menor presión sobre el monte debido a la escasa ganadería —el producto ganadero era sólo el 16,6% del agropecuario y sólo había 2,6 piezas de vacuno y 8,6 de ovino/caprino por explotación en 1753— y a la reducida y localizada incidencia del cultivo periódico del monte, si bien la presencia generalizada del castaño aportaba la madera necesaria en las amplias comarcas vitícolas para estacar viñas y hacer arcos de pipa y una cuota alimenticia importante, -16/17% de la producción de maíz, mijo, centeno y trigo.

El comunal abarcaba en Asturias el 66% de la superficie catastrada en 1753, pero en los concejos del interior montañoso era mucho más amplio que en los valles y franja costera y esto se traducía en una cabaña ganadera importante en aquellos y escasa y estabulada en los otros48. No era general la presencia de «propios» en concejos de realengo y sus pastos y montes abiertos no estaban en función de estos sino de los vecinos; en los de señorío del vecindario, los montes abiertos se consideraban de titularidad vecinal y el disfrute dependía de la condición de vecino, en tanto que en los de señorío se mantuvieron extensas zonas de aprovechamiento, sin interferencias señoriales o combinando los intereses de señores y vecinos, de modo que las diferen-cias jurídicas en la propiedad no parecen trascendentales, lo que no evitó una fuerte conflictividad sobre el aprovechamiento de los pastos y las roturaciones. El modelo agrario oficial desde el XVI a XVIII/1 se basó en privilegiar los derechos de pasto sobre los agrícolas, pero esto se modificó durante el despegue demográfico de XVIII/2, de modo que las Ordenanzas del Principado de 1781 y las de diversos concejos dieron primacía a la agricultura sobre los pastos extensivos, lo que conllevó un proceso de cierres y privatizaciones. Por lo que atañe a Cantabria49, su abundancia boscosa fue

48 BARREIRO MALLÓN, B.: «Agricultura e industria en Asturias en el siglo XVIII», en FERNÁN-DEZ DE PINEDO, E. y otros, La industria en el Norte de España, Barcelona, 1988, p. 37; «La introducción de nuevos cultivos y la evolución de la ganadería asturiana durante la Edad Moderna», Congreso de Historia Rural, cit.; «Los montes comunales y la coyuntura socio-económica de Asturias en los siglos XVI a XVIII», en Homenaje a Juan Uría, Oviedo, 1997; «Masa arbórea y su producto en Asturias durante la Edad Moder-na», en CAVERO, J. y otros, El medio rural español. Cultura, paisaje y naturaleza, Salamanca, 1992, p. 240 y ss. MORO, J. M.: «Los montes públicos en Asturias a mediados del siglo XIX», Agricultura y Sociedad, n. 12, 1979, p. 227 y ss.

49 AEDO, C.: El bosque en Cantabria, Santander, 1990. LANZA GARCÍA, R.: «Economía y socie-dad rural en Cantabria en la temprana Edad Moderna», en Los espacios rurales cantábricos y su evolución, Santander, 1990, p. 157 y ss. DOMÍNGUEZ MARTÍN, R. y LANZA GARCÍA, R.: «Propiedad y pequeña explotación campesina en Cantabria a fines del Antiguo Régimen», en Señores y campesinos en la Península Ibérica, Barcelona, 1991, vol. 2, p. 173.

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muy esquilmada por razones concomitantes que luego veremos, pero además porque los concejos obtenían beneficios vendiendo comunales, repartiendo leñas entre los vecinos e incluso hipotecando árboles; fue una oportunidad para la intervención del Estado y para su presencia en los montes concejiles y comunales.

El País Vasco constituye desde este punto de vista un caso extremo50 por la presión de la construcción naval, la siderurgia y la ocupación agrícola-ganadera del suelo, cuyo equilibrio se trató de regular mediante las ordenanzas municipales y las provinciales ya desde fines del XV51, si bien la normativa solía ser sobrepasada por la realidad. En los siglos XVI y XVII, cuando el interés por los pastos era menor que el maderero, se mantuvo un amplio margen al disfrute libre y gratuito por el vecindario, pero los concejos —cuya hacienda dependía de los comunales— interfirieron impidiendo la entrada de ganados en zonas deforestadas, bajo pretexto de recuperarlos, o pasando a propios los comunales al arrendarlos a los abastecedores de carne de las villas; en el XVII, cuando la crisis de la producción de hierro se compensó con las roturaciones, los concejos prohibieron (1644) roturar y sembrar los terrenos concejiles con dedicación forestal o susceptibles de ella, en beneficio de la construcción naval, la siderurgia y la ganadería y potenciaron los viveros y la repoblación convirtiendo las licencias de roturación en un ingreso para financiarla; la necesidad de estercolado para las tierras puestas en cultivo hizo que aumentase el consumo de helecho —cuyo corte perjudica-

50 Pero bien conocido gracias a una tradición de estudios movida por la cuestión de la deforestación y a un sólido análisis sobre las especificidades jurídicas de los montes y bosques vascos. Véase un reciente estado de la cuestión en ARAGÓN RUANO, A.: El bosque guipuzcoano en la Edad Moderna: aprove-chamiento, ordenamiento legal y conflictividad, San Sebastián, 2001. Hemos empleado para estas líneas: FERNÁNDEZ DE PINEDO, E.: Crecimiento económico y transformaciones sociales en el País Vasco. 1100-1850. Madrid, 1974; FERNÁNDEZ ALBALADEJO, P.: La crisis del Antiguo Régimen en Guipúzcoa (1766-1833). Crecimiento económico e historia. Madrid, 1975 y otras obras que ya se han citado o se harán al hablar de la siderurgia y la construcción naval.

51 O mediante sistemas de organización como las parzonerías, comunidades de montes o terrenos forestales de propiedad proindivisa de dos o más entidades locales, modelo de aprovechamiento colectivo de maderas, leñas, aguas y pastos, surgido en la Edad Media destinado al pastoreo de ganado en zonas mar-ginales y fronterizas, lo que permitía disociar la ganadería de la agricultura, al menos estacionalmente sin tener que limitar el número de cabezas —lo que era habitual en otras zonas vascas y navarras para no sobre-pasar lo que el comunal podía soportar—, y eso permitía que los vecinos incluso llevasen ganados ajenos cobrándoles. La madera y la leña eran muy importantes y estaban reguladas en su uso; las villas y pueblos, como propietarios, mantuvieron el derecho a disponer del patrimonio forestal, sin compartirlo con los pue-blos vecinos; las ventas de madera resolvían problemas del erario municipal (URZAINQUI MIQUÉLEZ, A., Comunidades de montes en Guipúzcoa: las Parzonerías, San Sebastián, 1990, pp. 14, 29, 31, 130, 154 y ss., 217 y ss.). Todo indica que no hubo cortapisas al aprovechamiento del arbolado para hogares, aperos, reparación de casas y consumo urbano; el control vino, en el caso de la Parzonería General de Encía, por parte de la Junta, que asumió la tala de arbolado demandado por los vecinos para usos básicos (GARAYO, J. M.: «Deforestación del territorio: el hayedo de los montes de la Parzonería General de Encía (siglos XVIII-XX)», Agricultura y Sociedad, n. 62, 1992, pp. 73 y ss.).

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ba al arbolado— y árgoma, e incluso hoja seca, obligando desde 1730 a los concejos a limitar la libertad de uso y a establecer un repartimiento vecinal, orientación que se mantuvo en el siglo XVIII. La cabaña de vacuno y porcino se redujo en los siglos XVI y XVII a medida que se reducía el bosque y la de ovino creció lentamente haciendo necesaria la trashumancia entre la costa y las sierras, y en todos los casos, la inob-servancia de las ordenanzas de pastos colaboró en la deforestación. En fin, mantener al unísono tantos intereses no era tarea sencilla y a esto se unía la complejidad de la situación jurídico-administrativa del territorio vasco y la multiplicidad de ordenanzas regidas por objetivos diferentes.

En lo referente al bosque, a pesar de que estamos ante un país con cierta especia-lización laboral desde el siglo XVI —bosqueros, taladores, devastadores, aserradores, acarreadores, transportistas— y con una temprana política de repoblación forestal, las ordenanzas tampoco eran obedecidas, en especial las procedentes de la Corona, vistas con recelo por municipios e instituciones forales y esto derivaba en inobservancia de las leyes generales, de las disposiciones del Corregidor y, luego, del Superintendente y del Ministro de Marina. La legislación real de 1547 estableció en Guipúzcoa y Vizca-ya, antes que en el resto, la norma de plantar dos árboles por cada uno que se cortase, pero fueron las ordenanzas forales de 1548 las que pusieron en marcha la creación de viveros para cubrir la demanda creciente para plantación; las Juntas ordenaron que en cada lugar se sembrasen dos fanegas de bellota y en 1670 los Fueros impusieron su obligatoriedad, aunque el reglamento de 1738 permitió que fueran privados. La expan-sión entre 1749 y 1807 fue importante, dependiendo de las condiciones naturales, de las necesidades industriales y de la disponibilidad de terreno, y no sin problemas, toda vez que el cuidado de viveros, el transplante, el transporte, la erección de setos..., se hacían mediante contrata con viveristas, por lo general concejantes o relacionados con ellos, que suscribían contratos de suministro con los concejos —se llevaba en algunos casos el 90% del gasto general— y, convertidos en sus acreedores, cobraron las deu-das en terreno. Dicho de otro modo, si la apropiación de bienes concejiles y el recorte de usos comunales fueron un proceso contínuo desde mediados del siglo XIV, en el bosque se hizo por apropiación de plantíos, viveros y porciones repartidas en manos de particulares pasando de tenerlos de hecho a serlo de derecho y mediante la con-cesión de superficies forestales a cambio de deudas. Los grupos oligárquicos locales formaban parte de las Juntas y Diputaciones acaparando los bienes comunales que se ponían a la venta por resolución de los concejos, ocupados por los únicos con dinero para comprarlos; esto conllevó la pérdida de comunales y un descenso de los ingresos municipales acelerado al tener que afrontar los gastos de construcción del Camino Real de Coches, el creciente peso de la burocracia municipal y los destrozos de la Guerra de la Convención (1793/95). Los recursos forestales vascos se resintieron por la presencia de tropas y su necesidad de combustible y por la aportación de maderas

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para las fortificaciones; para mitigar la situación, las Juntas de 1797 acordaron que los ayuntamientos dieran gratis a los vecinos los terrenos comunales yermos para que se repoblasen de árboles, pero los procedimientos erróneos y la Guerra de Independencia agravaron la situación52.

En la vecina Navarra, las ordenanzas eran muy precisas en el uso de los bosques pero esto no evitó que su deterioro fuera grave hacia 1700 y que se agudizara en el XVIII/2 por las roturaciones, el aumento de la población, de la cabaña ganadera, de las comunicaciones, del comercio, etcétera. Hacia 1750 se nota la preocupación y en 1757 las Cortes dictaron las primeras Ordenanzas —retocadas en 1765-66, 1780-81, 1794-97, etcétera— para la plantación y conservación de árboles y las Diputaciones, con poder de las Cortes, intentaron controlar los montes comunes y privados enviando comisarios y creando en 1780-81 un «juez conservador de plantíos», miembro del Consejo real —si bien fue suprimido en las Cortes de 1794-97— y que los pueblos organizasen mejor los aprovechamientos y repoblasen, pero se logró poco porque el peso de tradiciones y usos se oponía a las novedades. Si tomamos como ejemplo la merindad de Estella53, entre el 80% de la tierra en 1607 y el 70% en 1817 eran baldíos, comunales en su inmensa mayoría, que estaban regulados por las ordenanzas según sus usos —se destinaban zonas específicas para ganado de labor y de carnicería, robledal y encinar para pasto de bellota, etcétera—, y, si tenían acceso a ellos, ricos y pobres podían obtener piedra y madera, leña, rama y hoja, etcétera, en tanto que el concejo arrendaba los usos que no interesaban directamente a todos los vecinos, como podía ser la obtención de nieve, esparto, anea, juncos, madera de carbón54. Las rastrojeas del sistema de año y vez garantizaban el pasto pero aún así, la insuficiencia obligaba o a salir del pueblo en trashumancia o a limitar el número de cabezas —así aparece en ordenanzas de los siglos XVI y XVII pero se generaliza en XVIII/2 por presión de los agricultores—; las dehesas boyerales alimentaban al ganado de labor, que no tenía limitación en su número, y casi todos los pueblos tenían un encinar o un robledal que se abría mientras no había fruto. Un guarda de montes o de campo vigilaba que se compaginasen los usos ganaderos y agrícolas, lo que se resolvía cercando los terrenos

52 OTAEGUI ARIZMENDI, A.: Guerra y crisis de la hacienda local. Las ventas de bienes comu-nales y de propios de Guipúzcoa, 1764-1814, Guipúzcoa, 1991, pp. 19 y ss.

53 FLORISTÁN IMIZCOZ, A.: La Merindad de Estella en la Edad Moderna..., pp. 198, 214, 285 y otras.

54 La nieve se vendía en las ciudades y era una actividad rentable para el patrimonial del Rey, que la arrendaba; pueblos, instituciones eclesiásticas y algunos particulares tenían neveros en los comunales y vendían la nieve a los arrendadores. En muchos pueblos del Somontano y Ribera se usaban juncos para cama del ganado o para abobo, y tamarices para curtir piel, para hacer tinte negro, para hacer rodrigones o como leña y las ordenanzas lo regulaban. El esparto para cuerdas, esteras, cestas..., actividad muy extendida en la Ribera (Ib. id., p. 231).

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como permitía el Fuero General, si bien los intereses ganaderos comunes a todos los vecinos sólo lo permitían allí donde la abundancia de ganados lo convertía en una necesidad. En los valles montañosos y sub-montañosos de la merindad, la abundancia de pastos hacía posible que casi todos los vecinos tuvieran reses —media de 24,9—, de vacuno mayoritariamente, en tanto que en la Ribera y en los Somontanos, por las limitaciones en la cantidad y calidad de los pastos, la media era mayor —33,6— pero casi un tercio de los labradores carecían de ganado y la mayoría del ovino se concen-traba en unas cuantas manos. En esos mismos valles se hacían rozas o limpias anuales y comunitarias en los bosques comunales o faceros para conseguir leña para las casas y hoja y ramaje para los animales, que se repartían en lotes y se sorteaban; en el Somon-tano y la Ribera las necesidades eran mucho mayores y las restricciones más duras. En cualquier caso, la saca de madera para construcción y usos domésticos como la corta de leña se hacían bajo vigilancia de los vecinos y permiso del concejo.

En el Valle pirenaico de Baztán55, la Junta general de los vecinos regulaba los usos colectivos a través de las Ordenanzas —las de 1603, que recogen otras anteriores—, y de las decisiones tomadas por la Junta Particular, en las que se percibe la defensa de la ganadería frente a la agricultura, dado que la debilidad de la producción agraria —por el predominio del cultivo de año y vez— se compensaba con una abundante cabaña: las vacas se llevaban a los montes de primavera a otoño y las ovejas en invierno, en tanto que los cerdos se aprovechaban de las bellotas —la reducción de los robles por el carboneo obligó a limitar en 1696 el número a 30 por vecino—, si bien la introducción del maíz provocó algunos cambios; el enorme incremento de la superficie cultivada entre 1607 y 1817 motivó la disminución del ganado vacuno —agravada por la epide-mia de 1774 y las guerras finiseculares— pero el ganado menudo creció en un 51.2%. El retroceso del aprovechamiento común del suelo y la propiedad comunal en XVII/2 y XVIII, no fue ajeno a la formación de una oligarquía local que se benefició del pro-ceso; en los pastos bajos de uso invernal se produjo un control creciente por parte de particulares mediante la construcción de bordas o refugios para ganado en torno a los cuales se fue reconociendo una zona de uso particular y en los altos mediante la no incorporación de rebaños particulares en los colectivos —lo que estaba prohibido por las ordenanzas de 1603—; paulatinamente, se permitió el cierre de las tierras que no habían sido cultivadas por un tiempo y que debían volver al común —las ordenanzas de 1696 aún obligaban a abrirlas, pero en XVIII la realidad se impuso— y se constata la detracción de parcelas del común, incorporadas a las privadas, y la venta por la Junta de terrenos del común para hacer frente a sus necesidades —1644, 1665-66,

55 ARIZCUN CELA, A., Economía y sociedad en un valle pirenaico, citado ya, pp. 42, 19, 344 y otras.

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1750, 1811...—, lo que se hizo con la aquiescencia de los vecinos que eludían así la carga fiscal y de los gastos concejiles.

Por lo que atañe a los territorios castellanos, la gran variedad cuantitativa supe-dita el estudio de situaciones56, ya que si la escasa extensión y la poca utilidad de los co munales es una nota común a la zona de Burgos y Palencia, en donde sólo los propios de las villas tenían cierta relevancia57, en la Rioja no eran desdeñables58 y en Tierra de Campos eran extensos y útiles59, si bien el efecto de las ventas por la Corona los habría disminuido, como en general en toda la Cuenca del Duero, que aportó una cuarta parte de los ingresos obtenidos por la venta del baldíos de XVI/2: si los campesinos usurpaban por necesidad y valiéndose de la indefinición jurídica, las leyes que obligaban a retornar las roturaciones a pasto fueron el argumento jus-tificativo de las ventas; y si los concejos usurpaban tierras que permanecían dentro del ámbito comunal, por necesidades de las arcas municipales, acabaron dándose en explotación rentística y apartados del disfrute común, cuando no fueron los concejos los que compraron baldíos vendidos por la Corona, endeudándose, y si por esta vía los poderosos se hicieron con buena parte del territorio de uso público en el XVI y en el XVII, la Corona, para obtener recursos, consintió todo tipo de arreglos con los que roturaban, acotaban y adehesaban ilegalmente, pero aún así, seguía siendo importante en el XVIII, en especial en áreas montañosas y en las comunidades de villa/ciudad y

56 Nos remitimos a la magnífica síntesis de MARCOS MARTÍN, A.: «Evolución de la propiedad pública municipal en Castilla la Vieja durante la época moderna», Studia Historica, 1997, pp. 57 y ss.

57 En aquellas zonas, los comunales no aprovechaban a los vecinos sino a los concejos; los quiñones que se repartían entre los pobres para el cultivo no rendían y los pastos, ejidos y montes eran insuficientes para practicar la ganadería (BRUMONT, F.: Paysans de Vieille-Castille aux XVIe et XVII siècles, Madrid, 1994, pp. 75 y ss.).

58 Por lo menos, a mediados del XVIII la mayoría de los terrenos improductivos estaba bajo domi-nio y propiedad de ayuntamientos y comunes de los pueblos, los pastos eran gratuitos en su mayoría, y no había limitaciones al número de reses por vecino, al menos en la sierra; la leña de fuego no estaba restringida y en muchos casos tampoco la leña y ramaje para ferrerías y tintes de paños, aunque se prohibía la saca, y sólo se controló la madera de construcción (MORENO FERNÁNDEZ, J. R.: El monte público en La Rioja durante los siglos XVIII y XIX: aproximación a la desarticulación del régimen comunal, Logroño, 1994, pp. 44 y ss.).

59 Las tierras baldías y concejiles abarcaban en XVI una cuarta parte del territorio de los términos y toda vez que eran inalienables, las economías familiares se beneficiaban de ellos a través del reparto anual, o vitalicio o en el momento de casarse, lo que si por un lado favoreció la expansión de cultivos en el XVI, también favoreció una privatización de la tierra. Los años 1500-20 son cruciales para la redacción de orde-nanzas en las que una de las cláusulas más comunes era la limitación del número de cabezas de ganado, para preservar el cultivo y la vid, en tanto que la regulación del cultivo en hojas lo hacía sobre la derrota de mieses; preservaban las zonas de monte, las navas, y pastos entrepanes o en las riberas de los arroyos con un preciso calendario de aprovechamiento. Las ventas de baldíos por la Corona afectaron ampliamente a esta zona; YUN CASALILLA, B.: Sobre la transición al Capitalismo en Castilla. Economía y sociedad en Tierra de Campos (1500-1830), Salamanca, 1987, pp. 109 y ss.

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tierra. En el setecientos, las enajenaciones de baldíos y despoblados de 1737/38 no tuvieron gran efecto, pero sí las talas y rompimientos de la segunda mitad, ya que se hicieron sobre terrenos de uso comunal y las R. C. de 1767, 1768 y 1770 que preten-dían beneficiar a los menos favorecidos lo hicieron a los hacendados al dar preferencia a quienes poseían yuntas con las que poner en cultivo las tierras60.

Por lo que atañe a los ejemplos zonales, señalemos que a mediados del XVIII, la superficie forestal de Segovia era el 23%61, desigualmente repartida por zonas —entre el 31,8% de Tierra de Pinares y el 15,8% de la campiña— y especies, con un 12,1% de robles, 27,5% de matorral y 41,9% de pinos, que desde fines del XV se impulsaron para hacer frente a la creciente demanda de leña62. La venta de baldíos del XVI fue muy agresiva y generalizada y tuvo largos efectos que no se detuvieron en el XVII pues aun no haciendo falta nuevas tierras era preciso hacer nuevos rompimientos para afrontar la carga tributaria; en el XVIII las roturaciones periódicas no redujeron los pastos porque se rozaban unos lugares y se cerraban otros, pero a fines de siglo la necesidad de extender los cultivos tendió a la permanencia y a repoblar lo que había sido abandonado. Por lo que afecta a la importante ganadería segoviana —671.935 cabezas en 1753, de las que 446.082 eran estantes— las Ordenanzas de 1514 definían con pormenor las cuestiones referidas a la cabaña y fijaban un número máximo de reses que podían pastar gratis en terrenos colectivos dependiendo de la propiedad de la tierra más que de la condición de vecino, así que los únicos que podían tener muchas reses eran los vecinos de los pueblos serranos —exceptuados de la limitación— y aquellos que tuvieran propiedades en distintos pueblos. Las hierbas eran utilizadas mayoritariamente por los grandes ganaderos y los campesinos apenas en un 20% lo que explica que la venta forzosa de los montes y matas de pinares y robledales de Valsaín, Pirón y Riofrío, impuesta por la Corona en 1761 a la Comunidad de Segovia, y la compra de varias dehesas con ese dinero, beneficiase a los grandes ganaderos ya que no perdían el usufructo de lo vendido. No era ese el único efecto de la proximidad de la Corte y de los reales sitios, como veremos.

En Soria los concejos controlaban la casi totalidad de las dehesas, más de la mitad de los montes y una décima parte de los prados, en tanto que los baldíos ocupaban un

60 GARCÍA SANZ, A.: «El reparto de tierras concejiles en Segovia entre 1768 y 1770», Congreso de Historia Rural..., p. 251 y ss.; «La política agraria ilustrada y su realización», Estructuras agrarias y reformismo ilustrado en la España del siglo XVIII, Madrid, 1989, p. 629 y ss. SÁNCHEZ SALAZAR, F.: Extensión de cultivos en España en el siglo XVIII, Madrid, 1988. ORTEGA LÓPEZ, M.: La lucha por la tierra en la Corona de Castilla al final del Antiguo Régimen, Madrid, 1986.

61 GARCÍA SANZ, A.: Desarrollo y crisis del Antiguo Régimen en Castilla la Vieja. Economía y sociedad en tierras de Segovia, 1500-1814, Madrid, 1977, pp. 32, 128, 145, 275, 281 y otras.

62 CLÉMENT, V.: «El modelo de la transición forestal y su interés para la comprensión de los bosques actuales. El ejemplo de los pinares de la campiña segoviana», IX Congreso de Historia Agraria..., pp. 413 y ss.

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35% del territorio y los despoblados el 20% en total, el 72% de la superficie, de la que los baldíos de uso ganadero y los comunes eran el apoyo esencial de las economías campesinas. Cada pueblo tenía una o varias dehesas que aportaban buena parte de los ingresos del concejo y su aprovechamiento iba de las vedadas a los no vecinos a las que se acotaba temporalmente, de modo que cuando se abrían, entraban los trashuman-tes63. Durante el XVIII, la presión roturadora y el crecimiento de los rebaños motivó tensiones agravadas en 1738/39 cuando la Corona intentó enajenar los baldíos, ante lo cual, Soria protestó rápidamente pero acabó comprándolos y endeudándose por ellos; los conflictos volvieron a reproducirse en 1761/68 y a fines del XVIII, y el resultado fue, finalmente, la restricción en los usos de los baldíos que pasaron a arrendarse por «quintos»; en 1798 los mejores fueron acotados y los ganaderos tuvieron que pagar por las hierbas. Por lo que respecta a la superficie forestal sólo un 5% era particular y el resto era concejil o realenga, ocupados a mediados del XVIII por robles y encinas en un 56,8% —vinculadas a una economía agropecuaria de autoabastecimiento— y en cerca de un 40% de pinos, que generaron un modo de vida alternativo basado en la carretería y la madera; la inmensa mayoría de los montes eran comunales y abier-tos, los concejiles estaban restringidos a los vecinos y los realengos estaban abiertos a todos, por eso eran los menos controlados y los más abusivamente esquilmados en sus maderas.

En el ámbito leonés, en la zona montañosa noroccidental —en cuyas zonas altas la propiedad comunal era el 75,6% frente al 25,2% de las bajas—, predominando las tie-rras centeneras de año y vez en las que las rastrojeras eran muy importantes; el ganado vacuno pastaba en cotos y en las brañas de las zonas altas, pero lo más peculiar, dada la insuficiencia del terrazgo permanente era la importancia que para las economías campesinas tenían las «bouzas», terrazgo marginal que se rozaba y cultivaba comu-nalmente y del que se obtenía una cosecha complementaria de centeno un año de cada nueve; el concejo marcaba las zonas que debían rozarse y el producto se destinaba a gastos generales o a pan para los vecinos, pero había casos en los que se roturaba en comunidad y el cultivo y cosecha se hacía por suertes o quiñones —en función del número de yuntas— que se disfrutaban por varios años o con carácter vitalicio y con derecho de sucesión sin pagar por ello; en otros pueblos, la abundancia de monte bajo

63 La abundancia de pastos permitió el desarrollo de una gran ganadería estante —de propiedad dis-persa y complementaria de las economías campesinas— y, sobre todo, trashumante, que se beneficiaba de la existencia de una comunidad de pastos, de la pobreza de los propios y las necesidades económicas del con-cejo que obligaban a arrendar rastrojeras y dehesas como agostaderos. PÉREZ ROMERO, E.: Patrimonios comunales, ganadería trashumante y sociedad en la Tierra de Soria, siglos XVIII-XIX, Castilla-León, 1995, pp. 38, 49, 79, 289, 294 y otras; «La trashumancia y sus repercusiones económicas y sociales en zonas de agostadero: el caso de la Tierra de Soria en el siglo XVIII», en RUIZ MARTÍN, F., Mesta, trashumancia..., Barcelona, 1998, p. 198.

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no obligaba a esa rigidez comunal. El pasto de la importante cabaña ganadera —de 32 a 38 cabezas por vecino en la zona alta y de 20 a 26 en la baja— estaba controlado mediante las «veceras», cuya utilidad colectiva vigilaba el concejo: este señalaba un espacio en los baldíos e incultos del común, dependiendo de la época y de los sembra-dos, y allí podían llevar sus ganados los vecinos de modo individual o concertándose con pastores, siempre y cuando fueran a donde lo hicieran todos los demás; en julio llegaban los mesteños hasta setiembre, ya que estas tierras eran una terminal de cañada y los puertos, que eran bienes de propios eran arrendados por los concejos64. Las orde-nanzas eran muy precisas en la defensa del bosque, estableciendo un aprovechamiento selectivo fijando las zonas de recogida —los «cotos» de leña y de escoba y piorno, los de madera para construcción ya que de los nogales, castaños y tilos sólo el fruto era de propiedad de los vecinos—, prohibiendo la saca de madera, obligando a replantar y vigilando y castigando su incumplimiento. Esto no evitó que hacia 1775 este equilibrio se rompiese a causa de la deforestación, la pérdida de pastizales y el avance progre-sivo de las tierras centeneras65. En La Bañeza, los comunes fueron progresivamente acaparados por la nobleza señorial, pero aún así los numerosos campesinos deficitarios —también las oligarquías—, se beneficiaban de sus pastos para el ganado, por lo que los concejos los defendían frente a sus enemigos —lo que no pudo evitar su privatiza-ción— y trataban de regularlos mediante las ordenanzas aprobadas por el corregidor del señorío. Los concejos mantenían un sistema de praderas para primavera, rastrojeras para otoño y monte en invierno y los pueblos excedentarios de pastos y montes, para recaudar fondos y sin perjudicar a la ganadería estante, los arrendaban para pasto de ovejas trashumantes, a pesar de lo cual, la cabaña se repliega en el XVIII. En cuanto a los usos forestales, en los lugares que tenían montes de encinas el aprovechamiento de leña era colectivo: el concejo repartía cada año entre los vecinos un pedazo de monte o suerte para leña de hogar y fijaba plazos para ese fin, aunque el concejo también podía vender leña para obtener recursos, en tanto que las bellotas eran esenciales para mantener al ganado porcino66.

Más al Sur, en las zonas de la Sierra meridional de Salamanca y Norte de Extrema-dura predominaba un «sistema concejil y serrano» en el que las comunidades de villa y tierra, con un poblamiento escaso y cultivo al tercio generalizado, disponían de extensas áreas del común de los vecinos —los devasos o baldíos— dedicadas a uso

64 Sobre estas zonas, CABERO DIÉGUEZ,V.: «Cultivos marginales temporales y concejiles en la montaña galaico-leonesa», Congreso de Historia Rural, pp. 769 y ss. PÉREZ ÁLVAREZ, M. J.: La Montaña Noroccidental leonesa en la Edad Moderna, León, 1996, pp. 68, 103 a 107, 149 y otras.

65 Las ordenanzas oficiales de 1748 se obedecieron en zonas muy deforestadas como Babia, agosta-dero de la Mesta en el que rebaños y pastores habían destruido el arbolado.

66 RUBIO PÉREZ, L.: La Bañeza y su Tierra, 1650-1850. Un modelo de sociedad rural leonesa, León, 1987, pp. 202 a 215.

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ganadero —todos los vecinos podían llevar sus ganados— y forestal67. Las ordenanzas regulaban los castañares, en los que se podía entrar a pastar una vez recogida la castaña ya que si el suelo era comunal los castaños eran particulares —las bellotas caídas, por el contrario, se podían aprovechar libremente—, se acotaban por cinco años aquellos que hubieran sido incendiados y se protegía a los montes maderables del pastoreo eliminándolo estacionalmente, en tanto que se fijaba el descorchado de alcornoques cada 9 ó 10 años; así, por ejemplo, las ordenanzas de Miranda de 1755 dedicaban un amplio espacio a defender a los castaños y robles, de modo que el corte no era libre sino con permiso del concejo cabecera de la comunidad, pero al mismo tiempo, este concejo y los de las aldeas arreglaban sus finanzas vendiendo o arrendando maderas, de modo que la gratuidad sólo se garantizaba para los aperos y los arreglos de casas, y leñas; en algunos casos, el corte de leñas y maderas estaba prohibido —especialmente en las zonas de abrigo de ganados—, aprovechándose sólo los despojos de los árboles secos o caídos. El cultivo por roza no era muy habitual y se localizaba en zonas mon-tanares y de baldíos, reguladas por la Villa y Tierra, sin intervención de los concejos. En cualquier caso, comunales y propios estuvieron sometidos a una creciente munici-palización y, en menor medida, privatización.

En Extremadura68, la gran propiedad procede de cuando en la Edad Media se die-ron grandes espacios a los servidores de la Corona, y se agravó cuando, para amorti-guar el poder de la Mesta, se concedió a los concejos, controlados por los poderosos, el adehesamiento de parte de sus alfoces para sus propios ganados; los grandes dominios particulares en el XVIII afectaban sobre todo a las tierras de pastizal y montes que en principio habían tenido más acusado carácter comunal y en los señoríos el señor los consideraba como suyos y arrendaba el uso del vuelo y herbaje a los grandes gana deros trashumantes. En la Tierra de Cáceres en el XVI, las dehesas eran de la oligarquía cacereña, pero los baldíos y montes constituían enormes extensiones de titu-laridad concejil aprovechados por los vecinos, de modo que en muchos pueblos eran la única posibilidad de subsistencia de pequeños propietarios, arrendatarios, pegujaleros y jornaleros que se resistieron a su privatización hasta que los agobios de la monarquía llevaron a enajenarlos; las ordenanzas de la Renta del Monte, pretendían controlar las

67 GARCÍA ZARZA, E.: Los despoblados-dehesas salmantinos en el siglo XVIII, Salamanca, 1978, p. 93 y ss. LLORENTE PINTO, J. M.: Tradición y crisis en los sistemas de explotación serrano, Salamanca, 1995, p. 27.

68 Empleamos para este territorio: CABO ALONSO, A.: «Constantes históricas de gran propiedad en el campo extremeño», Congreso de Historia Rural..., p. 173 y ss. PEREIRA IGLESIAS, J. L.: Cáceres y su Tierra en el siglo XVI. Economía y sociedad, Cáceres, 1990, p. 177 y 188. PEREIRA IGLESIAS, J. L. y otros, «Evolución de los precios de los invernaderos de las dehesas extremeñas durante el Antiguo Régimen, 1536-1830», en CABERO, V. y otros, El medio rural español. Cultura, paisaje y naturaleza, Salamanca, 1992, pp. 461 y ss. MELÓN, M. A.: Extremadura en el Antiguo Régimen, citado ya, pp. 110, 265, 273, 277 y otras.

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talas abusivas e incendios que causaron la deforestación de extensas superficies de bos-que y matorral, y su aplicación se hacía por el concejo, que daba licencias para arrayar dehesas, cortar madera, carbonear o hacer rozas, prohibía la saca de corcho, penalizaba la extracción de leña, regulaba el aprovechamiento de las bellotas y granillos y el acoto y descoto del vuelo y los usos cinegéticos69. Pero las intensas roturaciones del XVI produjeron la contracción de los pastos y ésta el incremento del precio de las hierbas, de modo que la política pro-ganadera de la Corona resolvió en 1580 la reconversión de dehesas de labor a pasto, a pesar de las quejas por falta de tierras de labor; durante el XVII mantuvo esa política de favorecer el descenso de los precios y permanecieron los enfrentamientos entre los concejos, defensores de los ganados concejiles, y los trashumantes. Además, el patrimonio concejil estaba muy disminuido por las ventas hechas en los siglos XVI y XVII, por la transformación en tierras de dominio par-ticular de las suertes repartidas por los municipios en los montes comunales para la siembra de cereales o vides y por los abusos de las oligarquías. Sobre ese trasfondo, el crecimiento demográfico del XVIII provocó grandes roturaciones y al amparo de las Reales Cédulas de 1766 y 1770 se roturaron espacios de las tierras del común, pero fue aquí donde la presión de la ganadería sobre la tierra adquirió una enorme trascendencia (Memorial Ajustado de 1771). En XVIII/1 los mesteños se apoderaron de un creciente volumen de pastos y Extremadura se quejaba ante la Corona de una usurpación que arruinaba a la ganadería estante y a la agricultura y si bien exageraban, todo indica que había una verdadera crisis provocada por la trashumancia y el paralelo incremento de las roturaciones; la escasez de terrenos hacía que los municipios repartieran tierras entre los yunteros en lotes de 5 a 10 fanegas y la escasez de ganado redundaba en falta de abonado. Campomanes era consciente de que el aumento de los ganados mesteños frenaba el crecimiento demográfico y agrícola y las rentas reales y trató de poner coto a los poderes de la Mesta; el pleito entre la Provincia y la Mesta se resolvió en 1793 al declarar de pasto y labor todas las dehesas extremeñas y la misma cédula real el aprovechamiento de los montes y el repartimiento de tierras de modo que «cuando

69 Cinco guardas de monte pagados con la renta de propios y con las multas, trataban de controlar los delitos más reiterativos: el corte de madera y leña, el descortezado, el ramoneo y el carboneo sin permiso, la falta de respeto a los marcos de las labranzas, la recogida de bellota y granillos fuera de tiempo, etcétera. Algo parecido puede decirse de la zona de Plasencia en el tránsito del XV al XVI se advierte la explotación abusiva del arbolado cuyo aprovechamiento se reguló a través de las ordenanzas municipales y señoriales que pretendían evitar el corte de encinas y alcornoques y el desmochado, reducir el ramoneo y controlar el uso de la madera, prohibiendo su saca. Las licencias concedidas en 1522/26 revelan que son cada vez menos fáciles y que al mismo tiempo se intentó delimitar los montes y renovar pinares y castañares, especies casi exclusivas de explotación maderera por entonces, en especial el castaño, empleado en la construcción y en la fabricación de mobiliario doméstico y aperaje, y suministro de alimentación de los pobres; también se protegía a las querníceas, base de la alimentación del porcino (CLEMENTE RAMOS, J.: «Explotación del bosque...», citado ya, p. 441; ANES, G.: Cultivos, cosechas..., p. 116)

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en los montes el suelo perteneciese a particulares y el arbolado y su fruto a los pueblos (en propios) se vendiese por su justa tasación el usufructo y propiedad de las arboledas al dueño o dueños del suelo». Era una victoria de los labradores.

En los territorios castellano-manchegos70, las Relaciones Topográficas de Felipe II dan para 1574/79 una información abundante, aunque sesgada, sobre el déficit maderero: en el entorno de Madrid, sólo quedaban manchas forestales en la Sierra de Guadarrama y cerca de la propia villa, porque el arbolado habría sido arrasado por el pastoreo y las rozas; el abasto de leña sería difícil en el 80% de los pueblos así como el de madera para construcción, herramientas y muebles —los pinos se conseguían en las sierras de Cuenca y de Guadarrama y raras veces en otras comarcas—, y habría zonas en donde el arbolado faltaba por completo. Pero el déficit era, en realidad, pro-pio de unas condiciones naturales que, salvo en determinadas zonas, no favorecían el crecimiento de árboles; el cultivo de rozas sólo tenía cierta importancia en las zonas marginales en las que, si la vegetación era abundante, no se ponían obstáculos a la quema o se limitaba la superficie que podía rozar cada vecino y el pastoreo de gana-dos se nutría en gran medida de las rastrojeras de los amplios terrenos de cereal, de modo que, más bien habría que hablar de una situación que no era propicia al man-tenimiento o a la ampliación del arbolado. Los distintos aprovechamientos71 revelan una fuerte tensión durante el XVI, cuando este territorio vivió un fuerte crecimiento demográfico y de la producción cerealera basado en roturaciones fomentadas por los concejos porque, al realizarse en terrenos comunes, estos se convertían en propios y así resolvían los problemas de las arcas municipales; algunos poderosos locales se interesaban en ello y sobre todo los titulares de las encomiendas de las Órdenes Milita-res, dado que por su carácter vitalicio animaban las roturaciones que podían aumentar

70 Empleamos para su estudio el artículo clásico de GÓMEZ MENDOZA, J.: «La venta de baldíos y comunales en el siglo XVI. Estudio de su proceso en Guadalajara», Estudios Geográficos, 1967, p. 499 y ss., que sintetizó los problemas y efecto de las ventas de baldíos y comunales en este territorio en el XVI, que luego han sido reiteradamente estudiados y que inciden en la difícil solución de las tensiones entre el cambio de titularidad en tanto que los comunes pasan a propios y a privados. LÓPEZ SALAZAR, J: Estruc-turas agrarias y sociedad rural en La Mancha, ss. XVI-XVII, Ciudad Real, 1986, en especial las pp. 160, 194-97, 204, 217. FERNÁNDEZ PETREMENT, L.: «Licencias de rotura...», citado ya, p. 97. FLAQUER MONTEQUI, R.: «El aprovechamiento de los comunales (las ordenanzas de Buitrago)», Agricultura y Sociedad, n. 11, 1979, pp. 323 y ss. DONEZAR DÍAZ DE ULZURRUM, J. M.: Riqueza y propiedad en la Castilla del Antiguo Régimen. La provincia de Toledo en el siglo XVIII, Madrid, 1984, p. 317. RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ, V.: La tierra de la Sagra toledana: su evolución de los ss. XVI a XX, Toledo, 1984. MARÍN BARRIGUETE, F.: «La Mesta: las cañadas y pasos castellano-manchegos en el primer tercio del siglo XVII», en Congreso de Historia de Castilla-La Mancha, VIII, pp. 65 y ss.

71 Es importante la organización de las comunidades de términos, establecidas desde la Edad Media para lograr una complementariedad: por ejemplo, los vecinos de los territorios santiaguistas tenían derecho a pastar con sus ganados, cortar leña, rozar... y a cambio las villas no solían tener bienes propios para arrendar ni comunes para disfrute exclusivo de los vecinos de una localidad.

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su percepción diezmal. El movimiento roturador entraba en contradicción con otros aprovechamientos de dehesas y montes, como lo hacían también las cañadas y pasos castellano-manchegos de la Mesta, que generaron fricciones con los agricultores —las roturaciones y ocupaciones de esos pasos fueron la consecuencia del reforzamiento de los poderes locales y de un nuevo juego de fuerzas—. En ese contexto, el punto de roce más importante entre la administración de los Austrias y los concejos a la hora de confirmar unas ordenanzas era el tratamiento que se daba a los árboles: en general, se establecía la conservación de encinas, alcornoques y otros árboles caudales salvo lo necesario para que los vecinos pudieran hacer casas y aperos, que no se penalizaran las quemas y cortas para hacer rozas, que no se varease la bellota sin licencia, que se permitiera el desmochado de árboles para ramoneo de ganado en años especial mente fríos. Las ordenanzas posteriores al mandato de Felipe II de 1567 fueron las que realmente regularon la conservación del arbolado castigando las cortas, ordenando plantar pinos —para sustituir a las encinas—, estableciendo la figura de los guardas o caballeros de sierra cada año y que dos vecinos anualmente hicieran las plantaciones y dispusiesen la recogida de la grana. Así por ejemplo, las ordenanzas de 1567 de Bui-trago, cuya tierra ocupaba cerca de 40.000 has. de las que una cuarta parte cultivable y el resto era pasto, la obtención de madera y carbón y el pastoreo eran la clave del aprovechamiento, en especial este último, para los enormes rebaños de nobles como el duque de Osuna y de las oligarquías ganaderas; las ordenanzas del XVI establecían fuertes restricciones de tala y leña, madera, carbón y linueso; el control de los rom-pimientos, restricciones a la deforestación imponiendo vedamientos de amplias zonas cada diez años y topes de utilización para los carpinteros —no así para los zapateros en lo que afectaba al descortezado de encina y acebo—, a la libre obtención de leña por los vecinos en las zonas de común y carboneo, restringido a obrajes de paños o a las herrerías de la jurisdicción.

Finalmente, más al Sur, en Andalucía, si a fines del XV y principios del XVI eran abundantes las tierras realengas, incultas y baldías, las ventas, usurpaciones y repartos significaron las cifras de privatización más altas del país72, pero aún así, a mediados

72 En todas las tierras de señorío donde hubiera tierras comunales, los señores se encargaron de incorporarlas como de propiedad particular, asimilándolos a los latifundios. Las ventas tuvieron un efecto enorme sobre Andalucía: el 49,4% de los baldíos vendidos en 1557/90, reforzado luego por las ventas de jurisdicciones y vasallos y por las roturaciones ilegales y autorizadas —el 66,8% en XVI, 79,8% en XVII, 44% en XVIII—. BERNAL. A. M.: Economía e historia de los latifundios, Madrid, 1988. «La tierra comunal en Andalucía...», citado ya, p. 101 y ss. CRUZ VILLALÓN, J.: Propiedad y uso de la tierra en la Baja Andalucía. Carmona, ss. XVIII-XIX, Madrid, 1980, pp, 65, 110, 118 y otras). HERRERA GARCÍA, A.: «Labradores, ganaderos y aprovechamientos comunales. Algunos aspectos de su conflictividad en las tierras sevillanas durante el Antiguo Régimen», Agricultura y Sociedad, n. 17, 1980, p. 255. CALVO POYATO, J.: Del siglo XVII al XVIII en los señoríos al Sur de Córdoba, Córdoba, 1986, p. 418. LADERO QUESADA, M. A. e GALÁN, I.: «Sector agrario y ordenanzas locales: el ejemplo del Ducado de Medina Sidonia y Condado de Niebla», Congreso de Historia Rural, pp. 75 y ss.

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del XVIII los concejos eran aún el primer gran propietario, con un 22% del total. Las tierras comunales fueron otorgadas a los municipios tras la Reconquista y quizá al comienzo los que tuvieran sobrantes de uso común las habrían arrendado para obte-ner recursos; en los procesos tardíos de repoblación, incluso en el XVIII, también la Co rona, o los señores, otorgaban una dotación de comunes, se establecía permiso para roza de leña y se fijaba un ejido del concejo y una dehesa boyal. En las nuevas pobla-ciones del XVIII como las de Sierra Morena, dirigidas por ilustrados y por razones de eficiencia económica, no se habla de «comunal» o de uso común, pero sí de la dehesa boyal y de que los vecinos se aprovecharan de los ejidos y sitios comunes para el gana-do «y en su respectiva suerte», de modo que se acerca al aprovechamiento particular —sin derrota de mieses— de los pastos que cada uno tuviera y si no se negaba que esos pueblos pudieran tener comunales, no se podrían arrendar ni arbitrar73.

La diversidad territorial que de modo somero hemos reflejado hasta aquí, deja en penumbra aquellos usos que de un modo más general o, por el contrario, más disperso territorialmente pero de interés global, afectaban a sectores de actividad o a prácticas sociales. Les dedicamos las páginas que siguen.

3.2. Los usos forestales

3.2.1. El suministro urbano

De menor envergadura que los usos industriales y de efecto territorial muy des-igual, el análisis del suministro urbano parte de la obviedad de que cualquier núcleo urbano era un consumidor sistemático de madera, leña y sus derivados que no com-pensaba lo que consumía y que cuanto mayor era, más consumía y más se ampliaba su radio de suministro por cuanto, por su capacidad de compra tanto particular como pública y por la capacidad normativa de los organismos urbanos, se convertía en un competidor agresivo contra el que de nada valían las prácticas conservacionistas. Sin necesidad de recurrir a casos extremos como Venecia, en donde en los siglos XV-XVI se combinaron el consumo tanto de madera y leña como de alimentos —lo que indujo

73 Los derechos individuales que se establecían eran: 50 fanegas de tierra a censo enfitéutico y dere-chos de pasto en la propia suerte y a plantar árboles en las tierras comunales. Como derechos comunes: de pastos en las tierras comunales y en las dehesas boyales y derecho de pampanera y rastrojera. También se establecían obligaciones: cercamiento o plantación de árboles en los linderos, descuaje y desmonte, obras de riego, constitución de la cabaña propia —aunque se prohibía el ganado lanar— ... La Mesta no podía introducirse (LÓPEZ DE SEBASTIÁN, J.: Reforma agraria en España. Sierra Morena en el siglo XVIII, Madrid, 1968; AVILÉS, M. y otros: Las Nuevas Poblaciones de Carlos III en Sierra Morena y Andalucía, Córdoba, 1985; REGUERA RODRÍGUEZ, A.: Territorio ordenado, territorio domado. Espacios, políticas y conflictos en la España de la Ilustración, León, 1993, pp. 79 y otras.

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a deforestar para cultivar el territorio circundante—, con la construcción naval, las vidrierías y otras industrias, hasta hacer quebrar el sistema, tomemos el ejemplo de París: su enorme crecimiento demográfico, acompañado de un cambio en los modos de vida, supuso no sólo que el consumo de madera para fuego se quintuplicase entre mediados del XVI y 170074, sino que su contorno, esquilmado, fuese cada vez menos eficaz para garantizar el suministro, lo que se resolvía ampliando el cordón asignado a este impidiendo que se instalasen en él «competidores» —la industria siderúrgica se hunde antes de 155075—, y llevando a la capital maderas por flotación76; distinto era el caso de Londres, que sufría también el crecimiento del consumo, pero que inicio la sustitución del carbón de madera por el de piedra hacia 160077, lo que no fue posible en París hasta fines del XVIII.

En el caso español, este aspecto se ha estudiado poco, subsumido por lo general en el estudio de los otros componentes del consumo de villas y ciudades, en el que, como es lógico, el consumo alimentario es preferente. Las comunidades de villa/ciudad y tierra resolvían este problema, aunque es evidente que la regulación favorable a los núcleos urbanos era fuente de conflicto permanente entre estos y el territorio circun-dante; por ejemplo, las dehesas de la ciudad de Soria eran grandes —2.860 has.— y protegían los usos forestales de los vecinos pero por esto mismo estaba muy res-tringido el uso ganadero78. Sin que obedeciese a esa nomenclatura, en el País Vasco la práctica libre de la roturación se reguló en el último tramo del XVI excluyendo zonas alrededor de los núcleos urbanos, destinadas a leña y sometidas a concesión para garantizar el suministro. En todas partes, las ordenanzas municipales preveían la entrada de leña y carbón para combustible, fijaban sus precios y establecían las formas de acceso al recinto urbano; esta necesidad cotidiana era cubierta parcialmente por las rentas en leña y madera que las instituciones y familias rentistas percibían, pero los sectores medianos y humildes recogían leña en los alrededores o la compra-ban, así como algunas entidades colectivas —hospitales, por ejemplo— cuyas rentas eran insuficientes para cubrir su consumo interno. En ese mecanismo solían suceder situaciones que incrementaban el consumo, como los acantonamientos de tropas, que interfería en la venta libre mediante los «procedimientos y tiranías» de los asentistas, quienes obligaban a los vecinos a recoger la leña en sus montes o en parcelas privadas

74 WORONOFF, D.: Histoire de l’industrie en France, du XVIe à nos jours, París, 1994, p. 112.75 BOISSIÈRE, J.: «Le consommation parisienne de bois et la sidérurgie périphérique: essai de misse

en parallèle (milieu XV-milieu XIXe s.)», en WORONOFF, D., Forges et fôrets. Recherches sur la consom-mation proto-industrielle de «bois», París, 1990, pp. 29 y ss.

76 Desde comienzos del XVI, el Nivernais tuvo en París una zona de venta de sus maderas (MEGRON, H.: Petite Histoire de la Fôret nivernaise, s. l., 1972, p. 12).

77 PERLIN, J.: op. cit.., pp. 159-61 y 192.78 PÉREZ ROMERO, E., op. cit., p. 111.

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y a conducirla a la ciudad en sus carros, reclutando hombres, instrumentos de trabajo y materiales de venta en beneficio de los asentistas, con el amparo de las autoridades locales, beneficiadas también en el suministro de sus domicilios privados79. Ciuda-des y villas provocaban efectos parecidos en todas partes en la medida de su población pero también de sus actividades y no siempre negativos: así, por ejemplo, en Navarra, la villa de Estella, con su industria lanera, y otras villas del Somontano, favorecieron que un cierto número de familias de los valles montañeses se dedicasen como activi-dad complementaria al carboneo y a la venta de leña y madera; los pueblos regulaban esta actividad en las zonas donde la madera era escasa y prohibían la saca, pero no se respetaba y fue esta una actividad al alza desde XVIII/2 gracias a la mejora de las comunicaciones80.

Ciertamente, Madrid ha centrado la mayor atención, tanto por ser una ciudad de fuerte crecimiento como porque su conversión en capital y sede estable de la Corte agrandaron los problemas señalados y porque la presencia misma de las casas reales, grandes consumidoras81, permitió actuar con notable impunidad sobre las zonas más próximas. Además, esto se agravaba porque dentro de la zona de suministro se ubica-ron otros sitios reales —El Escorial, El Pardo, Riofrío, San Ildefonso...—, cuya fábrica primero y luego su mantenimiento implicaban una competencia en el consumo o lo impedían al eximir de este a los cazaderos, y eso repercutía en una presión creciente sobre las comunidades circundantes. No era el único problema. En torno a 1500, cuan-do se redactan las ordenanzas que regirán por largo tiempo, Madrid se había asegurado el reconocimiento de sus derechos y que se derribaran las cercas de los comunales. En estos, los pueblos sembraban cereal, o se dedicaban a dehesas, pastos y sotos pero además, el arriendo de las yerbas de invierno a los obligados de la carne —el verano se reservaba a los ganados de los vecinos—, era una fuente de ingresos para los con-cejos82; las dehesas concejiles eran un espacio fundamental en la sierra madrileña y

79 Hemos podido comprobarlo para Santiago de Compostela. Conviene no desdeñar el hecho de que algunos núcleos urbanos situados dentro de la jurisdicción de Marina fueron favorables a la política forestal del Estado, y así, por ejemplo, las ordenanzas municipales de Tui recogían las normas de la Ordenanza de 1748 y Pontevedra se destacó en la vigilancia de los montes desde el XVI al XIX; la presencia de las autoridades de Marina no fue ajena a esa atención, pero es indudable que el regimiento fue el garante de las plantaciones (REY CASTELAO, O.: Montes y política forestal..., p. 213).

80 FLORISTÁN IMIZCOZ, A., op. cit., p. 224.81 Ya en 1523 y 1542 dispusieron las Cortes que se moderase el consumo y se pusiera orden en las

cortas de leña, pero no se hizo y la presión siguió en aumento.82 Por ejemplo, el abasto de Madrid introducía enormes hatos de ganado en XVIII/2 en la dehesa de

Moncalvillo —1.338 Has.— perteneciente al concejo de Guadalix, por lo que este percibía un arrendamiento que se endureció en sus condiciones y precios para defender los otros usos que los vecinos locales daban a la dehesa, esto es, el pasto de sus propios ganados, la leña, etc. LÓPEZ ESTÉBANEZ, N. y SÁEZ POMBO, E.: «Gestión, aprovechamiento y paisaje de las dehesas del sector septentrional de la Sierra de Guadarrama y de la Somosierra, ss. XVIII y XX: estudio de casos», IX Congreso de Historia Agraria, pp. 587 y ss.

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una buena parte de su superficie —40% de ellas se dedicaba en 1752 a carbón/leña y pasto—, combinando el disfrute vecinal y gratuito del pasto con la venta de leña y productos arbóreos y aun con el arrendamiento de «pastos sobrantes»83. A la impor-tancia que para los pueblos tenían sus terrenos habría que añadir el efecto territorial-mente diferenciado «de la trascendencia que aún tenían las relaciones de producción y comercialización según la jurisdicción donde se asentaba cada población», eso es, todo indica que no todos los señores facilitaban las cosas para el suministro madrileño84.

De modo que la zona de suministro de Madrid era proporcionalmente mayor que la de París —150 Km frente a 200—, por eso el abastecimiento de leña y de madera de construcción fue una de las preocupaciones más importantes cuando en 1561 la Corte se traslada a la villa, momento en el que el ayuntamiento procedió a un interro-gatorio para ver cuál era la disponibilidad del territorio y cómo podría gestionarse su suministro, optando por los arriendos, frecuentemente alterados por las urgencias de la Corona. En el XVII dependía de los obligados establecidos con consorcios, los únicos capaces de abordarlos, a los que se daba poder para obligar a los propieta-rios a venderles leña y madera; en general eran los montes de propios de los pueblos los que aportaban mayor cantidad y así se cubría, según diversos cálculos85, el quinto artículo de consumo de la ciudad, el carbón, lo que equivalía a cifras en torno a un millón de arrobas anuales en el XVII —entre 1644 y 1676—, 1,2 millones en 1695, 2 en 1759, 1,7 en torno a 1766/67, 3,6 en 1789 y en torno a 2 millones después —unas 25.000 toneladas anuales— debido esto último a un descenso del consumo per capita. La madera de construcción, carpintería y ebanistería venía de las mismas zonas y de otras más alejadas como la tierra de Soria y era también esencial, aunque mucho más difícil de calcular —Ringrose habla de 1.600 carros anuales a principios del XIX—. Por todo ello, las necesidades forestales provocaron una aceleración de la deforesta-ción del entorno madrileño —desde 1700 se impone en los arriendos la obligación

83 HERNANDO ORTEGO, J.: «Aprovechamientos forestales y gestión municipal en la ribera del Jarama. Los sotos de la Villa de Madrid durante el Antiguo Régimen», IX Congreso de Historia Agraria, p. 471 y ss. EQUIPO MADRID, «La tierra de Madrid», en MADRAZO, S. y PINTO, V.: Madrid en la Epoca Moderna. Espacio, sociedad y cultura, Madrid, 1991, pp. 27 y ss.

84 Así opina MANUEL VALDÉS, C. M.: Tierras y montes públicos en la Sierra de Madrid. Sectores central y meridional, Madrid, 1996, p. 131 y ss. El papel jugado por los montes de la Sierra de Madrid en el abasto de maderas y leñas a la capital queda reflejado en las Relaciones Topográficas. De la Tierra de Alcalá y lugares de jurisdicción de la Orden de Santiago predominaba el suministro de madera por el Tajo procedente de las sierras de Cuenca, mientras que la leña se obtenía de los sotos de los ríos del sector..

85 RINGROSE, D. R.: Madrid y la economía española, 1560-1850, Madrid, 1985, pp. 146 y otras. BRAVO LOZANO, J.: Montes para Madrid. El abastecimiento de carbón vegetal de la Villa y Corte entre los ss. XVII y XVIII, Madrid, 1993, div. pp. MANUEL VALDÉS, C. M.: opus cit. p. 131. Carecemos de datos para el siglo XVI ya que A. ALVAR, El nacimiento de una capital europea. Madrid entre 1561 y 1606, Madrid, 1989, no se refiere a esto.

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de replantar— y más de un enfrentamiento con los pueblos vecinos: por ejemplo, la trascendencia que para el abasto de leña y carbón tenían los montes del Real de Man-zanares supuso la reacción de los habitantes y del titular del señorío, que se concretó en pleito en 1600 y en concordia en 1625, y en conflictos posteriores hasta el arreglo definitivo de 1679. Un informe de 1759 habla de continuos abusos en la administra-ción de las 24 leguas en torno a la corte achacados a los corregidores y justicias de los pueblos y a los escribanos de ayuntamiento.

3.2.2. Los usos industriales

La madera era el motor de la proto-industria y por eso mismo condicionaba sus posibilidades de desarrollo86, de modo que era un problema, cuando no un obstáculo, que las zonas boscosas no estuviesen comunicadas con las de consumo, aunque al mismo tiempo ciertas industrias podían desarrollarse sin producción autóctona. Baste pensar en Inglaterra, en donde el desarrollo industrial sufrió los efectos de esa desco-nexión hasta que en el XVIII se resolvió, al menos parcialmente, mediante la construc-ción de canales y carriles87. Eso explica, por ejemplo, que bajo Enrique VIII exportase madera a Holanda, Flandes y el Norte de Francia e importase de todo, especialmente armamento, lo que la convertía en un país vulnerable; el impulso a la industria bajo su gobierno debió mucho a la venta de los bosques del clero —que favoreció sobre todo a la industria del hierro—, pero fue corto respecto al de Isabel I —hornos de cobre y hierro, sal, vidrio, y sobre todo, barcos—, sin que ellos ni sus sucesores tomasen medi-das conservacionistas, hasta el punto de que la destrucción del bosque, el incremento del precio de la madera y la lucha por su obtención se tradujera en varias revueltas y obligara a cambiar de emplazamiento ciertas industrias —llevándolas a Irlanda—, a ampliar la zona de suministro y a depender del exterior —hasta 1660 de Holanda y desde esa fecha del Báltico—88. En Francia, desde el XVI al XVIII se tenía la sensa-ción de que las fábricas se comían el bosque —aunque más bien lo degradaban89—, por lo que el sistema de Colbert (1669) estableció tres niveles en los que la industria ocupaba el tercero después de la construcción naval y el consumo urbano y para con-trolarla se estableció desde 1723 un sistema de licencias de apertura que obligaba a evaluar previamente las posibilidades de obtención de combustible90.

86 WORONOFF, D.: Forges et fôrets..., p. 7 e Histoire de l’industrie..., p. 112 y ss.87 JAMES, N. D.: A history a English Forestry, Oxford, 1981, p. 123.88 PERLIN, J.: op. cit., p. 187, 202, 220 y otras.89 BROSSELIN, A. y otros, «Les doléances contre l’industrie», en WORONOFF, D., Forges et

fôrets..., pp. 11 y ss.90 WORONOFF, D.: «La politique des autorisations d’usines et la question du bois», Forges et

Fôrets..., pp. 57 y ss.

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Sin que en el caso español podamos hablar de las mismas magnitudes, la madera era materia prima esencial para los productos artesanales de uso cotidiano y general que no suponían un consumo depredador ni exigían piezas grandes que destruyeran el arbolado —cuando lo había—. En el ámbito rural se necesitaban piezas pequeñas para hacer menaje de casa, zuecos, aperos, recipientes, cercados, y, si se trataba de una zona vitícola eran necesarias estacas para viñas, emparrados y tonelería. En muchos casos, por falta de leñas y maderas, esa necesidad distaba de estar garantizada y era preciso comprar fuera esos elementos —era el caso de extensas zonas de Castilla la Nueva, como ya dijimos91—, pero, al contrario, localmente generó un tipo específico y relativamente intenso de aprovechamientos, como en las zonas de coníferas del extremo Noroeste de la Tierra de Soria en donde la abundancia de madera permitió que se desarrollase como actividad la de los aserradores, y, además de la producción de combustibles, la artesanal de aros, gamellas, utensilios diversos, puertas..., así como de carros que, a su vez, se vendían o servían para una intensa actividad carretera92. En la montaña Noroccidental leonesa surgió también una pequeña industria artesanal, familiar y complementaria de aperos y otros componentes para autoconsumo, cuyo excedente se colocaba en las ferias comarcales y aun en Castilla, adonde los arrieros leoneses porteaban duelas, rejas de arado, carros, etcétera93. En zonas de la sierra meri-dional de Salamanca y norte de Extremadura, la masa forestal —en retroceso— era empleada, no sólo para el carboneo destinado a ferrerías y fraguas, caleras y consumo urbano, sino para la producción de carros y carretas con los que se animó una arriería dedicada a comercializar carbón94. En Galicia y en Asturias, las actividades profesio-nales que se servían de la masa forestal para obtener madera eran escasas en las zonas de interior a mediados del XVIII —carpinteros en su mayoría, algunos serradores, tor-neros, escudilleros, silleros, tallistas o fabricantes de peines de telar—, siempre como dedicación a tiempo parcial, sin especialización y sin apenas concentraciones zonales respondiendo a la relativa abundancia de madera; no había muchos más en las zonas de costa, a excepción de pocos carpinteros de ribera, toneleros o silleros, pero estaban generalizados —76% de los pueblos en 1752—, aunque no generaron un sector espe-cífico con verdadera trascendencia económica, predominando, entre las de transfor-mación, las actividades menos especializadas; los carpinteros de ribera formaban parte del entramado de la economía del litoral pero no dependían del suministro de madera

91 En la zona de Buitrago en XVI se impusieron límites a la cantidad de madera utilizable por los carpinteros en XVI, y en la zona de Plasencia, en el tránsito del XV al XVI se limitó la del castaño para la construcción y para el aperaje y el mobiliario y al que fue preciso proteger contra la tala excesiva (CLE-MENTE RAMOS, J.: art. cit.).

92 PÉREZ ROMERO, E., op. cit., div. pp.93 PÉREZ ÁLVAREZ, M. J., op. cit., p. 68.94 LLORENTE PINTO, J. M., op. cit., div. pp.

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desde el interior, toda vez que podían surtirse por vía marítima, pero tampoco los car-pinteros dedicados a la fabricación y reparación de muebles y casas tenían una relación directa con la producción maderera de sus comarcas95: las mayores concentraciones de carpinteros se localizaban en Galicia en el cuadrante Suroeste coincidiendo con las de canteros, pedreros y mamposteros y con un modelo de emigración estacional de tipo profesional bien conocido, trasladándose al resto de Galicia y, sobre todo, a Castilla y Andalucía a desarrollar su trabajo en colaboración con los canteros, a cuyas cuadrillas y contratos se asociaban96. Más al Este, en Cantabria, zona especialmente dotada, los oficios relacionados con la madera o con su comercio y con el carboneo eran el 8,3% en 1752 muy por encima de la media; era práctica habitual que los vecinos hiciesen aperos y útiles para vender en Castilla a cambio de trigo, e incluso algunas actividades como las de los carboneros del valle de Guriezo, o los leñeros de las salinas del Saja, o los cesteros... generaron también un tipo especial de desplazamiento97.

Como combustible, convertida o no en carbón, la masa forestal sufría localmente los efectos de caleras, hornos de teja o alfares, como, por ejemplo, en la zona norocci-dental de Galicia, la leña de cuyos bosques explica la concentración de hornos de teja —en 1752 funcionaban al menos 39—, que cubrían la demanda local, pero sobre todo la de construcción en A Coruña, Betanzos y villas próximas y en el Arsenal de Ferrol. En Asturias sucedía lo mismo con los alfares de Nava, Rojas, Cangas de Onís, Ovie-do y Miranda. En Guipúzcoa, la obtención de árgoma era libre aunque bajo licencia cuando la leña era para las caleras y sometida a un concierto sobre el precio de la cal98. Caleras y tejeras eran en Navarra de los concejos, que contrataban estacionalmente a trabajadores foráneos... Se podrían multiplicar los ejemplos, incluyendo ramos tan dispares como el destilado de aguardiente en Cataluña, creciente en XVIII99.

Menos destructivo pero lesivo, el descortezado para la obtención de tanino des-tinado al teñido de redes de pescadores y, sobre todo, al curtido de pieles, estaba en permanente conflicto con otros intereses referidos al arbolado y, por ello, sometido a control o prohibido por ordenanzas concejiles —por ejemplo en Navarra100— y por las

95 CARMONA BADIA, X.: El atraso industrial de Galicia. Auge y liquidación de las manufactu-ras textiles (1750-1900), Barcelona, 1990, pp. 88 y ss. REY CASTELAO, O.: Montes y política forestal..., p. 134.

96 FERNÁNDEZ CORTIZO, C., «Ganando la vida con el oficio de cantero: explotación campesina y emigración estacional en la Galicia occidental del siglo XVIII», Migraciones internas y médium distance en la Península Ibérica, Santiago, 1994, vol. II, p. 337.

97 CEVALLOS CUERNO, C.: Arozas y ferrones. Las ferrerías de Cantabria en el Antiguo Régimen, Santander, 2001, p. 103. GRUPO 75: La Economía del Antiguo Régimen. La «Renta Nacional» de la Corona de Castilla, Madrid, 1977, div. pp.

98 SORIA SESE, L., Derecho municipal guipuzcoano, Bilbao, 1992, p. 235.99 GRAU, J. M. T. y PUIG TARRECH, R.: L’aprofitament del bosc..., div. pp.100 Ordenanzas de Estella de 1632 y 1757 (FLORISTÁN IMIZCOZ, A., op. cit.).

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ordenanzas de Marina. En Galicia el curtido de pieles y el aprovechamiento de la corteza del roble, en crecimiento rápido en XVIII/2, se concentraba en lugares de fácil aprovi-sionamiento y en Asturias era abundante en torno a Gijón y Oviedo, pero el aumento de producción de curtidos, también en el último tercio del XVIII, y el consiguiente del consumo de corteza fue más visible en Guipúzcoa —sobre todo en torno a Bilbao—; era también una actividad clave de la provincia de Burgos. En el mismo orden de cosas, la difusión del pino, además de emplearse en el XVI para corrales, casetas y barracas, en las ferias de Medina o de Toro, para madera y leña y carboneo, su corteza y casca era útil a los curtidores, aunque lo era más la resina y sus derivados, de modo que, por ejemplo, los jerónimos de El Escorial tenían en su pinar de Navalonga un «horno de pez» que daba 400 arrobas en 1563101.

Por lo que atañe a otros rangos, la industria textil sólo era gran consumidora allí donde se concentraba —como en Kent—, pero en Segovia durante el XVI fue impor-tante el consumo de leña para tintes; en el mismo siglo, en Buitrago, los obrajes de paños —y las herrerías— se beneficiaban, aunque de modo restringido, del permiso de carboneo y en la zona de Almansa, la quema periódica de los montes se regene-raba con coscoja de la que se extraía la grana cuya comercialización alcanzó gran envergadura102. Pero sobre todo, la industria catalana de la segunda mitad del XVIII fue una fuerte consumidora de madera, aunque se trató de sustituir el carbón vegetal por el de piedra103.

La alimentación de combustible para otras industrias nos llevaría a ejemplos que van desde las fábricas de latón de Riopar, cuyo servicio maderero fue establecido sobre la sierra de Segura por real cédula de 1775, a las reservas fijadas por la Corona para las fábricas de cristal como la de La Granja en 1761104, pasando por muchas otras cuya ubicación se explica en gran parte por la necesidad de madera o carbón para quemar.

Podríamos continuar por las necesidades de la industria extractiva: las minas de Guadalcanal en Sierra Morena tenían en 1570 ocho hornos de fundición de plata y 12 de refino pero rara vez funcionaban al mismo tiempo por falta de combustible. En Alcudia o Almadén era necesaria la explotación maderera de las dehesas para entibar y para las jabecas; sustituidas éstas en Almadén a principios del XVII por hornos

101 GIL SÁNCHEZ, L.: «La transformación histórica del paisaje: la permanencia y la extinción local del pino piñonero», Los montes y su historia... pp. 151 y ss. SANTAMARÍA, J. M.: Los bosques en Castilla y León, León, 1987, p. 74.

102 GARCÍA SANZ, A. opus cit. p. 255; PEREDA HERNÁNDEZ, M. J.: «Conservación y repobla-ción de arbolado en Almansa a mediados del siglo XVI, I Congreso de Historia de Castilla-La Mancha, t. VII, Ciudad Real, 1988, pp. 89 y ss.

103 VILAR, P.: Cataluña en la España Moderna, 2, edc. de Barcelona, 1987, div. pp.104 DE LA CRUZ, E.: op. cit., p. 224; LÓPEZ ESTÉBANEZ, N. y SÁEZ POMBO, E.:, art. cit., p.

587; MANGAS NAVAS, J. M., op. cit., p. 194.

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nuevos de reverberación (buitrones), funcionaban gracias a la leña transportada desde las dehesas de Castilsera y Alcudia transportada por carros de bueyes105. Incluso las salinas, que en las zonas del Norte y en los pozos de Burgos y Santander, a falta de calor solar, recurrían al artificial para la evaporación utilizando hornos de leña106.

Pero obviamente, en ningún caso supusieron problemas de la magnitud de los planteados en Francia o en Inglaterra por la escasa entidad y la dispersión de esas industrias. De modo que en el caso español, sólo se puede hablar de cuestiones pare-cidas en lo que afecta al sector siderúrgico y a la construcción naval.

El sector siderúrgico

Este sector era especialmente exigente en combustible, sobre todo si se trataba de una fábrica completa —alto horno y forjas107—, por eso su distribución espacial dependía tanto de la vena de hierro como de la abundancia de leña para carboneo y por eso la agresión que significaba sobre el arbolado se tradujo en una general animadversión contra los ferrones —en las revueltas inglesas el campesinado arremetía contra estos imputándoles la alteración de los usos comunales y el aumento del precio de la made-ra108— y en la necesidad de equilibrar el consumo, de ahí la intervención del Estado o la sustitución del carbón vegetal por el mineral.

España mantuvo un buen nivel de producción siderúrgica en los siglos XV y XVI de modo que se exportaba y el nivel técnico era bueno —sin altos hornos hasta el XVII—, pero la producción descendió en el XVII por falta de competitividad y si bien hubo una recuperación en el XVIII, conviene tener en cuenta que esa producción se concentraba en el País Vasco, Navarra y la Cataluña pirenaica109, que disponían de bosques, mineral y proximidad al mar, en tanto que en Galicia, Asturias, Cantabria, Burgos, Guadalajara, Cuenca y otras zonas las ferrerías eran dispersas y su desarrollo dependió más bien del agotamiento de las anteriores.

105 En otras zonas castellano-manchegas, la explotación maderera de las dehesas era ocasional, porque se valoraba más la bellota y la corcha de los alcornoques y porque estaban en zonas marginales en donde no entraban carros (LÓPEZ-SALAZAR PÉREZ, J.: «La Mesta y el Campo de Calatrava en la Edad Moderna», en RUIZ MARTÍN, F.: Mesta, trashumancia..., pp. 259 y ss.).

106 VÁZQUEZ DE PRADA, V.: Historia económica y social de España. Siglos XVI y XVII. Madrid, 1978, p. 609.

107 De ahí que, por ejemplo, en el Franco Condado, nada menos que un tercio de la leña para fuego se destinase a la siderurgia. BÉNOIT, S.: «La consommation de combustible vegetal et l’évolution des syste-mes techniques», Forges et fôrets…, p. 87. BONHOTE, J. y FRUHAUF, C.: «Le métallurgie au bois et les espaces forestiers dans le Pyrénées de l’Aude et de l’Ariège», Ib. id..., pp. 151 y ss.

108 También en la Revolución francesa (WORONOFF, D., «La crise de la Fôret française pendant la Révolution et l’Empire: l’indicateur sidérurgique», Cahiers d’Histoire, 1979, 3).

109 VÁZQUEZ DE PRADA, V.: «Aportación al estudio de la siderurgia catalana (siglos XVI-XVII), en Homenaje al Dr. D. Juan Reglá, Valencia, 1975, I, p. 665.

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Las ferrerías vascas constituyen el ejemplo mejor estudiado, interesante y más significativo cuantitativamente110: baste decir que a fines del XV Guipúzcoa tenía unas 110 ferrerías, entre 170 y 180 en 1581 y unas 120 a principios del XVII y Vizcaya 183 en 1581, lo que suponía un elevadísimo consumo de carbón vegetal111 y aunque la producción de hierro descendió en el XVII —en Guipúzcoa se redujo el número de ferrerías y se mantuvo en Vizcaya—, liberando la presión sobre el bosque, en el XVIII tendió a recuperarse con el consiguiente aumento de la demanda de combustible vegetal, a falta de su sustitución por el de piedra. La importancia económica de este sector, junto con el peso social que los ferrones tenían en los concejos y el sistema de financiación de estos, basado en la explotación y venta de productos forestales —suponía en torno al 46% de los ingresos a mediados del XVIII112—, se combinaron para que los intereses de esta industria saliesen, por lo general, beneficiados, aunque fue preciso sostener delicados equilibrios con el creciente consumo doméstico y la demanda de las villas, el cultivo agrícola y la dedicación ganadera y la construcción naval, en un contexto en el que ya en la etapa final de la Edad Media se advertían síntomas de deforestación y una creciente conflictividad. En buena medida, las orde-nanzas municipales de fines del XV y del XVI113, regulando los bosques y montes, estableciendo reservas temporales, fijando el sistema de corta y obligando a replantar, trataron de compatibilizar esos intereses, restringiendo unos usos, castigando otros, pero el control de los ferrones sobre los concejos —cuando no eran estos mismos los propietarios de las ferrerías—, hizo que la balanza se inclinara a su favor, y aunque fueron perdiendo privilegios, mantuvieron algunos muy importantes, como el derecho de tanteo, hasta fines del XVIII. Por encima del entramado municipal, las instituciones provinciales y los fueros protegían a la siderurgia y a la construcción naval, de modo que, por ejemplo, la provincia de Guipuzcoa llegó a imponer casti-gos a los ganados que dañaban los montes de las ferrerías.

El sistema de suministro de carbón vegetal a las ferrerías tenía su base en la conce-sión hecha por Alfonso XI a los ferrones o fuero de ferrerías, corregido posteriormente mediante acuerdos con villas y concejos para hacer frente a la progresiva escasez de leña. Las ferrerías, fuesen concejiles o particulares, se surtían de los bosques munici-pales y los concejos solían asignarles masas forestales «a precios que si no eran nece-

110 Además de las obras ya citadas y otras que se mencionarán, VÁZQUEZ DE PRADA, V.: «Las antiguas ferrerías de Vizcaya», en Mélanges à l’honneur de Fernand Braudel, Toulouse, 1973, I, p. 661

111 Para hacer una carga de carbón eran necesarias tres de leña. En 1508, se calcula que consumían el equivalente a 66 millones de Kilos anuales: DÍEZ DE SALAZAR, L. M.: Ferrerías de Guipúzcoa..., p. 161.

112 CARRIÓN ARREGUI, M.: La siderurgia guipuzcoana en el siglo XVIII, Bilbao, 1991, p. 53.113 La profusa redacción de ordenanzas —1483/1517, 1518-52 y 1553-1606 en las villas de Guipúz-

coa—, puede verse en SORIA SESE, L., Derecho municipal..., sobre todo pp. 222 y ss.

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sariamente bajos, lo eran en régimen de monopolio»114. Se trataba de los montes acotados o reservados en concepto de propios, cuyo uso controlaba el concejo, toda vez que los montes francos se destinaban a las necesidades de los vecinos; en 1608 un concierto a instancias del Corregidor, en un momento de descenso del número de ferrerías y de crisis de su aprovisionamiento de carbón, además de prohibir la saca de carbón de la provincia, estableció en Guipúzcoa que los montes francos se reserva-ran a las ferrerías pagando al concejo una cantidad por carga, en tanto que los vecinos retenían en uno de los ejidos reservados a la villa la posibilidad de talar para tonelería y cestería115. Los concejos de Guipúzcoa vendían la madera en almoneda —después de que los ferrones y guardamontes decidiesen cuál y los peritos carboneros la midiesen y fijasen las condiciones de venta—, directamente —en 1756 un auto del corregidor lo prohíbe— o en ajuste, fórmulas que se prestaban a todo tipo de corruptelas.

Pero, además de la producción autóctona, las ferrerías que, por proximidad o por facilidad de transporte podían hacerlo, importaban carbón de Francia y Navarra, sobre todo de esta última, con la que la importación estuvo regulada desde 1528 y, aunque fue discutida en 1566 y 1590, cuando se pretendió cobrar un impuesto que no fue aprobado por la Cámara de Comptos navarra, lo cierto es que los fueros navarros la permitían y no se puso verdaderamente en entredicho hasta 1751; no en vano, Navarra tenía su propia producción férrica —a principios del XVII había 32 ferrerías concentradas en Cinco Villas y zona pirenaica y desde 1689 hubo dos altos hornos en Engui— aprovechando la existencia de madera y cursos de agua116. La importación sólo era factible por cercanía, dado que en el precio del carbón, dependiente a su vez de la demanda y precio del hierro y de la necesidad de los concejos de vender más o menos leña y madera, era muy importante la distancia con respecto a las ferrerías y la densidad vegetal de las zonas circundantes. El proceso de deforestación —en el que colaboraron las roturaciones y la construcción naval— hizo que los precios del carbón creciesen desde 1730/57 y a lo largo de XVIII/2, lo que no sólo afectó a las ferrerías sino también a las reales fábricas de armas de Placencia y Tolosa —creadas en 1573 y 1616—, Mondragón y Eibar en el XVIII117, que consumían grandes cantidades de

114 Por ejemplo, las 3.600 Has. de los montes francos del Urumea, propiedad de San Sebastián, Her-nani y Urrieta, se reservaron mediante concordia de 1671 al abasto de leña de los vecinos y a las ferrerías del Valle del Urumea y sólo si había leña sobrante se repartía entre ferrerías labrantes (CARRIÓN ARREGUI, I. M., op. cit., p. 34).

115 CARRIÓN ARREGUI, M.: op. cit. p. 33; GONZÁLEZ GONZÁLEZ, A. F.: La realidad econó-mica guipuzcoana en los años de superación de la crisis económica del siglo XVII (1680-1730), Gipuzkoa, 1994.

116 Por ejemplo, en el Valle de Baztan, donde la ferrería de Bakeola proporcionaba a la Junta del Valle buenos ingresos y se administraba por arriendo (ARIZCUN CELA, A., opus cit. p. 297). Véase también, VÁZQUEZ DE PRADA, V., op. cit. p. 622.

117 FERNÁNDEZ ALBALADEJO, P.: La crisis del Antiguo Régimen en Guipúzcoa..., p. 53.

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madera, para cuyo mantenimiento se embargaban nogales o, ante su insuficiencia y la falta de plantío, se importaban de Castilla y Asturias; en 1749 se intentó imponer la venta obligatoria pero sólo se obtuvo preferencia en el remate y cuando en 1750 se pretendió abrir en Rentería una Real Fábrica de Anclas, fracasó por falta de madera. Pero fue esa deficiencia forestal lo que permitió en el XVIII que, como un apéndice de la siderurgia vasca y utilizando mineral de Somorrostro, se desarrollaran las ferrerías del Norte de la provincia de Burgos, justo al pie de grandes masas forestales cuyas existencias permitieron que su crisis fuera posterior a la del País Vasco118 o que lo hicieran las de los territorios más al Oeste.

Un buen número de ferrerías se estableció en Cantabria durante el XVI a la sombra de la actividad militar y las facilidades fiscales, pero ya en ese siglo se notó el efecto de las talas excesivas119, y los problemas fueron patentes al tener que competir con el suministro de los astilleros y de los altos hornos de Liérganes y La Cavada, a pesar de lo cual, el número de ferrerías pasó de 21 en XV/2 a 36 a lo largo del XVII, 51 en XVIII/1 y 37 en XIX/1. La explicación de esta aparente contradicción radica en que la abundancia de bosques maderables y mineral, la cercanía de la costa y la abundan-cia de mano de obra cualificada recomendaron instalar en Liérganes los altos hornos (1628) y, dado su éxito120, dos más en La Cavada —a los que se añadieron otros dos en el XVIII—, para lo cual, la Corona se ganó la colaboración de las oligarquías locales dueñas de las ferrerías a cambio de privilegios en los montes —Instrucción de Pérez Bustamante de 1650—. Los altos hornos recibieron en 1633 igualdad de trato con los ferrones, esto es, madera en función del consumo, pero en 1634 los asentistas recla-maron un espacio exclusivo o «dotación» de tres leguas, que fueron insuficientes, de modo que en 1709 y 1715 se tomaron nuevas medidas hasta que en 1718 obtuvieron el privilegio —corroborado en 1726, 1738 y 1747— de acotamiento de bosques121. Nacionalizados desde 1760, el territorio de suministro fue cada vez mayor y de acceso cada vez más difícil, para lo que se hicieron obras de infraestructura muy caras, se intentó la alternativa del carbón de piedra122 y se intensificaron las prohibiciones de quemas, rozas y cercamientos en los montes comunes; al mismo tiempo, se reforzaba

118 OJEDA SAN MIGUEL, R.: «La no industrialización en Castilla la Vieja: el caso burgalés», en La Industrialización del Norte de España, pp. 54 y ss.

119 CEVALLOS CUERNO, C.: Arozas y ferrones..., pp. 26, 58, 83. MAISO GONZÁLEZ, J.: La difícil modernización de Cantabria en el siglo XVIII. D. Juan F. de Isla y Alvear, Santander, 1990; AEDO, C.: El bosque en Cantabria..., citado ya.

120 En 1640-42 se abrió un alto horno en Corduente, cerca de Molina de Aragón, abandonado en 1647.

121 A los que se atribuye el asolamiento de unas 50.000 has. (ALCALÁ-ZAMORA, J.: Historia de una empresa siderúrgica española. Los altos hornos de Liérganes y La Cavada, 1622-1834. Santander, 1974).

122 La alternativa del carbón de piedra se usó en 1640 y ya antes de 1779 en los martinetes y fraguas de Fernández de Isla, CEVALLOS CUERNO, C., op. cit., pp. 114 y ss.

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la vigilancia y se diseñaba un plan de repoblación, impulsado por Jovellanos, que fracasó por las necesidades de la Real Hacienda y por ausencia de colaboración de los pueblos, ya que no compartían objetivos —les interesaba el pastoreo, quemar y rozar para hacer abono y cercar para cultivo— y porque había otras necesidades como el consumo doméstico y urbano (Santander) y el de las caleras, tenerías y ferrerías externas a la dotación123. A este proceso destructivo hay que añadir el provocado por las ferrerías privadas, cada una de las cuales contaba con una dotación de dos leguas otorgada por la Corona en el momento de la licencia, en la que podían aprovechar las leñas secas, muertas y rodadas de los comunales y obtener de los vecinos cada tres años el suministro de leña a precio fijo, lo que si disgustaba a los concejos, más lo hizo desde que el agotamiento de reservas hizo insuficientes las dotaciones y desde que las repoblaciones forestales realizadas por los ferrones provocaron una auténtica expropiación de los espacios comunes: en el XVII el precio del carbón no se alteró de modo significativo, pero desde 1722 dio un salto y fue precisamente en el XVIII cuando los ferrones intensificaron la privatización adquiriendo árboles o helgueros poblados de árboles, en tanto que las fábricas reales y los astilleros tuvieron que seguir pagando a concejos y particulares.

Cuanto más al Oeste, la producción de hierro se hacía más débil. En Asturias, ciertas fuentes hablan de la existencia de 45 ferrerías en el XVIII, pero en su mayoría eran instalaciones menores —habría 11 ferrerías, propiedad de monasterios y nobles, y los demás serían martinetes para fabricar ollas y clavazón— concentradas en el centro y zona occidental del Principado. A fines del XVIII, en Trubia, Mieres y Oviedo se abrieron centros de producción para subsanar las deficiencias que mostraban los altos hornos cántabros y vasco-navarros a causa de la deforestación y de los problemas bélicos, pero es muy significativo que el asturiano Raymundo Ibáñez, marqués de Sargadelos, intentase abrir sus altos hornos en Galicia o que el comerciante Andrés A. Bravo hubiera desistido a fines del XVIII de crear una red de herrerías en la zona occi-dental de su país ante las resistencias del vecindario y las limitaciones impuestas por la administración. Precisamente a fines del XVIII fracasaron los proyectos de Casado de Torres, Jovellanos y Campomanes para analizar el carbón de piedra asturiano y poner-lo en explotación —el poco que se extraía era enviado a Ferrol y a La Cavada—, por lo que la producción férrica siguió dependiendo de los bosques y sufriendo la oposición de vecinos y comunidades que veían transgredidos sus derechos de pasto y leña en los comunales124. Como una prolongación, en la zona oriental de Galicia, la producción de

123 MILLÁN CORBERA, M.: «Siderurgia tradicional y deforestación en Cantabria», IX Congreso de Historia Agraria..., pp. 497 y ss. J. Alcalá Zamora...

124 OCAMPO SUÁREZ-VALDÉS, J.: Campesinos y cortesanos en la Asturias pre-industrial, 1750-1850, Oviedo, 1990; BARREIRO MALLÓN, B.: «Agricultura e industria...», art. cit.; ANES ÁLVAREZ, R.: «La industrialización de Asturias en el siglo XIX: una transformación económica parcial», en La industria en el Norte, p. 126.

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hierro y el importante número de ferrerías y fraguas se justifican por la posibilidad de obtener carbón de uz o de leña del monte bajo, lo que en algunos pueblos hacía que casi todos los vecinos una parte del año lo produjesen para las herrerías125.

La construcción naval

Por lo que a este otro sector se refiere, a comienzos del XVI los países occidentales empezaron a desarrollar su poder naval y la obtención de materiales se convirtió en un problema importante. Podía darse el caso de que se tuviese madera y fuese difícil hacerla llegar a la costa, como en Inglaterra: en tanto que isla, era muy dependiente de la economía naval, y la construcción de barcos consumía mucha, de modo que Enrique VIII no sólo intentó salvaguardar sus suministros madereros de Holanda sino maximizar sus propios bosques, por lo que a fines de los años treinta se instituyó un supervisor de los bosques expropiados a los monasterios —en 1542 existe como Master of the Woods—, en 1543 pasó por el Parlamento el Primer Acta de preservación y la legislación intentó codificar el mantenimiento y la prevención, aunque realmente fue la Royal Navy la que impulsó una verdadera política forestal en el XVIII126. Para resolver el transporte de madera desde los bosques en los que crecían los grandes árboles a la costa, en donde se hacían los barcos127, el transporte fluvial fue esencial en muchas zonas europeas y esto explica que países sin madera autóctona pudieran tener una industria naval potente: el Mosa, habilitado como ruta maderera mediante obras de regulación del cauce en el XV, fue clave para el transporte entre las Ardenas y Zelanda, Holanda y Gelderland, en donde en el XVI debía cubrir las necesidades de ciudades en crecimiento y de la poderosa construcción naval holandesa128.

En el caso español, la insuficiencia de las medidas adoptadas desde 1518 explica que Felipe II imputase la decadencia de la construcción naval «a las negligencias que ha havido en plantar montes y no conservarlos», lo que justifica el conjunto de normas que dictó en 1560/70 con el objetivo de relanzarla. Esas normas, con el precedente vasco de 1547, se fijaban inicialmente, en 1563, para Guipúzcoa, Vizcaya y las Cuatro

125 Las 18 ferrerías mayores que existían en Galicia en 1752/53 se ubicaban a caballo entre las provincias de Lugo y Ourense; había además 46 martinetes o machucos distribuidos por las provincias de Lugo, Betanzos y Mondoñedo y, en general, el número de ingenios para producir hierro creció en XVIII/2 (CARMONA BADIA, X.: El atraso industrial de Galicia..., p. 70; SAAVEDRA, P., Economía, política y sociedad..., pp. 323 y ss.).

126 JAMES, N. D., op. cit., p. 165.127 GANGEMI, M.: «Impossible roads and inaccessible woods: aspects and problems of wood trans-

port in the 18th century; Sounthern Italy», en Forest History (2), pp. 185 y ss.128 SUTTOR, M.: «Les resources forestières et le développement économique de la Vallée Mosane du

11e au 17e siècles d’apes l’etude du traffic fluvial», en Forest History (2), Nueva York, 2000, pp. 21 y ss.

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Villas, zona tradicional de construcción naval, y se ampliaban en 1566 a Asturias y Galicia, su aplicación se encomendaba a las justicias ordinarias y la vigilancia a los Corregidores —en Galicia, la Audiencia. En las ordenanzas, el interés común se hacía coincidir con el de la monarquía a costa de alterar los usos privados y colectivos de los montes modificando el estatuto jurídico de los ubicados en la franja costera y en los valles fluviales al trasvasarla al control del Estado; imponiendo la replantación obligatoria sin otra consideración que la calidad y cantidad de terreno disponible en cada término y sólo con robles, anulando cualquier decisión más favorable a los vecinos pero menos adecuada a la finalidad que el Estado perseguía; reconociendo como únicos usos posibles de la madera, la construcción de navíos y, de modo secun-dario, «de casa que se hiciere en la propia costa», para asegurar el asentamiento de la población en la peligrosa línea costera; impidiendo el descortezado de los robles, en perjuicio de industrias como el curtido de pieles, y el aprovechamiento libre de la rama —se reconocía sin embargo el de la bellota y del pasto—; acotando espacios del comunal o concejiles para plantación y viveros, que quedaban sometidos así al control del Estado a través del Superintendente, alterando el funcionamiento interno de las comunidades mediante el repartimiento de la obligación de plantar y estableciendo un sistema de inspección en el que cada eslabón era responsable de vigilar a sus inmedia-tos, pagando su descuido o su desidia con penas en metálico. Quedaban aspectos que dejaban un margen de libertad a los pueblos, por lo que en 1574 se redactaron unas ordenanzas más precisas en las que se prohibía talar árboles sin licencia —incluso para construcción de casas, fabricación de duelas y arcos de pipas—, roturar el suelo y vender madera fuera del Reino. En definitiva, se pretendía la sumisión a un orden en el que el interés de las comunidades era lateralizado en beneficio del Estado y este se centraba en la construcción naval y en el fomento del plantío, la conservación de lo existente y la prohibición de exportación, todo lo cual alteraba y distorsionaba el sistema previo, irracional en muchos aspectos pero mejor adaptado a la subsistencia de la población. Por otra parte, establecía de un modo embrionario el sistema jurídico al que los montes quedaban sometidos, consolidando la intervención de la monarquía mediante la figura del Superintendente.

En 1650, tras un lapso normativo129, la Instrucción de Pérez Bustamante reforzó la existente con la intención de aplicarla a la franja que va de la frontera de Portugal a la de Francia. Noticias dispersas permiten pensar que las normas fueron obedecidas

129 REY CASTELAO, O.: «Repoblación y expropiación: la política de plantíos en el N. O. peninsular antes de las Ordenanzas de 1748», Homenaje a Antonio de Béthencourt, Las Palmas, 1995, vol. III, pp. 251-278; GIBERT Y SÁNCHEZ DE LA VEGA, R.: «Ordenanzas Reales de Montes en Castilla (1496-1803)», Actas del II Symposium de Historia de la Administración, Madrid, 1971. GÓMEZ RIVERO, R.: «La Super-intendencia de construcción naval y fomento forestal en Guipúzcoa (1598-1611)», Anuario de Historia del Derecho Español, 1986, p. 591.

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en algunas zonas, en especial en la franja costera o en el ámbito de influencia de villas y ciudades antes de la legislación borbónica, pero la confusa y superpuesta situación jurídica dificultó el cumplimiento en realidad hasta 1748130. Las Visitas llevadas a cabo entre la Instrucción y la Ordenanza de 1748 pretendían establecer una especie de historia individual de cada dehesa o bien de las dehesas de cada pueblo y se realizaban coincidiendo con las labores anuales de poda y cuidado, bajo la dirección del Juez de Montes. Sus resultados revelan que el crecimiento de las unidades forestales del Esta-do era lento y descuidado, aunque contra todas las resistencias y agresiones, la política de plantíos, antes de los Borbones, estaba dando sus frutos. La omisión en el plantío es el problema más grave, unido al descuido y la incompetencia en la siembra de los viveros y la resistencia a cercarlos, aspectos que conllevaban un coste para el vecin-dario, en dinero o en trabajo personal, pero, además, el cercamiento de un sector del monte comunal era observado con prevención en tanto que significaba un emporio del Estado. Persistían las talas sin licencia porque los vecinos consideraban de su uso y aprovechamiento los robledales que ellos mismos plantaban y mantenían, el descor-tezado de robles por parte de curtidores y pescadores para sus trabajos y en el XVII final y en el XVIII se detecta el uso privado por parte de algunos vecinos del terreno fijado para dehesa real, no cultivándolo sino plantando árboles, castaños y no robles, en su propio beneficio: debe tenerse en cuenta que la normativa oficial regulaba el uso del vuelo y no del suelo, pero no era posible deslindarlos y si los jueces de montes pudieron suprimir en XVII/2 el cultivo en terrenos reservados a plantío, los vecinos encontraron otra fórmula de agresión plantando árboles de uso propio y producción frutícola. En teoría sólo el plantío de árboles era para la Corona y el terreno seguía

130 Y sólo revela la existencia de un régimen especial privatizado —en 1608, por ejemplo, la oligar-quía de Trasmiera compró el derecho de visita, lo que fue confirmado en 1656 y en Galicia se sabe que los oficios de jueces de montes fueron vendidos desde 1679 al menos— para los montes de la Marina y no consta oficialmente hasta 1695 que los justicias ordinarias de los distritos en donde hubiese jueces de montes y plantíos hubiesen quedado privadas de su jurisdicción sobre estos; las justicias locales pasarían a ser un instrumento de vigilancia, sin capacidad jurídica y esta recaería íntegramente a los Jueces de Montes y, en apelación, al Consejo de Guerra y Junta de Armadas; la privatización derivó en irregularidades al cobrar los jueces sus emolumentos a partir de las multas impuestas en las visitas, lo que explica tanto el celo en realizarlas como la dureza de las condenaciones. Felipe V intentó recuperar esos oficios, pero la presión económica de los más interesados en el cargo impidió que este retornase a la Corona hasta 1748, cuando la Ordenanza de Montes de Marina incorporaba la jurisdicción a los Intendentes de Marina, a los que quedaban supeditadas las justicias ordinarias; pero, además, los ministros de Marina cobrarían salarios y las multas se destinaban a pagar las dietas de escribanos, alguaciles y peritos que intervenían en las Visitas. Estas y la correcta administración de justicia necesitó retoques (1751) para reducir tensiones entre justicias locales y el poder central, pero no evitó conflictos, que se encadenaron hasta la Ordenanza de 1802/1803, que impone el «privativo conocimiento de los Tribunales de Marina en todo lo económico, gubernativo y contencioso de los montes en sus tres departamentos».

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siendo comunal, pero en la práctica, el terreno ocupado por los árboles quedaba limita-do en su aprovechamiento —corte de ramas para el fuego, recogida de hoja para esta-blos, pasto para ganados, etcétera— e imposibilitaba, por ejemplo, la roza y el cultivo, más aún cuando los pueblos carentes de terreno comunal quedaron obligadas a hacer plantío en terrenos de localidades próximas. En fin, frente al interés del Estado, cen-trado en la construcción naval y el suministro de la flota, las comunidades utilizaron todos los recursos posibles para frustrar lo que consideraban una interferencia en su sistema de uso del monte y una expropiación de su patrimonio común necesario para la subsistencia cotidiana y la consiguiente necesidad de combustible y de alimento —cultivando cereal después de rozar el monte o bien plantando árboles de fruto—. Por una parte un sentido de urgencia e inmediatez de las comunidades, por otra, la visión a largo plazo, más previsora pero menos realista, del Estado, cuyos visitadores debían explicar a los pueblos que los plantíos no sólo era un filón de madera para barcos de guerra, sino «para el pasto y abrigo de los ganados, las fábricas de ferrerías y carbón, templos, casas, puentes, molinos y otros», y un medio para evitar importaciones.

Las Ordenanzas de 1748, más racionales, establecían las visitas bianuales, pero tras una oleada de correcto cumplimiento, la práctica decayó por costosa, trabajosa y dificultosa. Los resultados son territorialmente desiguales, pero revelan que el incremento del espacio dedicado a la explotación forestal en beneficio del Estado había sido notable —sólo quedaban fuera de esta obligación las zonas de interior y difícil comunicación con la costa—, que la obtención de madera se observaba como un objetivo a largo plazo y que la prioridad se dio a la incorporación de terrenos para su control por las autoridades de Marina ensanchando las antiguas dehesas y/o los viveros, incorporando viveros viejos a las dehesas y fijando la medida y situación de los nuevos a costa del comunal o, incluso, de monte particular y estableciendo pinos o sustituyendo antiguos robledales por pinares, cambio sustancial al restar posibilida-des de explotación cotidiana del bosque ya que si el robledal no impedía el uso del suelo para pasto de ganado y producía bellota, su hoja era utilizada como cama en los establos y servía para la producción de abono, el pino no ofrecía más posibilidades que servir de combustible o de madera de calidad mediocre para la construcción, pero era una especie de fácil reproducción y crecimiento. Frente a la aplicación de la Ordenanza de 1748 las alegaciones más frecuentes de los vecinos fueron la invasión de terreno común, la presión demográfica y la falta de tierra, además de la dificultad legal de interpretar los conceptos de uso y propiedad ante la intervención del Estado. La política forestal siguió siendo vista como algo ajeno que modificaba los hábitos y comportamiento de la comunidad y como una forma de expropiación, y no sin razón, ya que los visitadores de mediados del XVIII califican de «realengos» los terrenos sometidos a plantío, confirmando las sospechas del vecindario y primer paso hacia su definitiva conversión en «montes del Estado».

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Los mandatos de las visitas de 1748/51 y posteriores provocaron una reacción negativa inmediata. En 1752 la Junta del Reino de Galicia, por ejemplo, protestó contra esas visitas y contra el plantío, poniendo el acento en que el monte no era sólo un espacio de pastoreo o de cultivo, sino que aportaba leñas y maderas para la construcción de viviendas y mobiliario, cercado de cultivos, fabricación de aperos e instrumental o de recipientes para vino y cereal o materia prima para determinadas profesiones —posibilidades coartadas por la construcción naval o el suministro del ejército— y en que la atención prioritaria a la construcción naval facilitaba las intromi-siones y abusos que bajo amparo oficial se cometían en bienes particulares y comunes por los encargados de seleccionar y cortar las maderas para los arsenales y la paradó-jica escasez de maderas y el consiguiente aumento de precio y la tala de árboles para usos oficiales, sin tener en cuenta si se trataba de plantíos reales, comunales e incluso privados. En los años sesenta y setenta se denunciaba el escaso cuidado y capacitación de los Visitadores, los errores en la selección de especies, las talas incontroladas pero también las concedidas por la administración de Marina y realizadas en beneficio de la Armada y las contradicciones de la propia legislación y las modificaciones hechas bajo presión de los pueblos. En las visitas de los ochenta se observa que las tierras destinadas a plantío eran cruzadas por caminos de carros e invadidas por los ganados y los árboles eran ahogados por la maleza; que el cuidado de los viveros era escaso y no se respetaban las reglas técnicas de poda y mantenimiento contenidas en la Ordenanza de 1748 y que no se había nombrado celadores y no se llevaban libros de registro. Los visitadores trataban de subsanar esas carencias pero no podían resolver la tradicional resistencia de los vecinos a ceder parte del comunal para la instalación de plantíos y la creciente usurpación de los terrenos de estos por parte de los vecinos a pesar de las cuantiosas condenaciones impuestas a los jueces ordinarios encargados de la vigilan-cia, si bien es verdad que los ministros de Marina trataban de dar una imagen negativa que permitiese, por la vía de los mandatos y de una mayor intervención, aumentar la superficie forestal del Estado y ejercer su control sobre el total del comunal y de los montes de particulares que dispusiesen de arbolado.

La inoperancia de esa vía hizo que en 1790/93 se optase por la racionalización del espacio forestal del Estado, se superase el ánimo expansivo y se sustituye por la rentabilización de dehesas, plantíos, viveros y pinares que cumpliesen unos requi-sitos básicos y garantizasen su viabilidad a partir del respeto a los intereses de las comunidades rurales. Así, se suprimieron las unidades forestales del Estado situadas en tierras o zonas inadecuadas para el arbolado, retornándolas al común a cambio de que los vecinos cerrasen las subsistentes. Se reiteraban mandatos antiguos como el cuidado, cercamiento y sembrado de los viveros, pero estos debían de ser al mismo tiempo una fuente de aprovisionamiento de bellota de siembra «para el Real Servicio y para los naturales». El plantío tendría que seguir las normas técnicas habituales y su

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ejecución obligaría a todos los vecinos, pero se exoneraba a las comunidades de hacer plantar tres árboles por vecino y año que mandaban las Ordenanzas «a condición de que pongan roble en lo que queda libre de la Real Dehesa, reemplazando los secos», medida más realista y factible que su precedente. Finalmente, la idea básica que rigió la reforma fue «que de ninguna suerte se permita que en los montes se hicieran divi-siones ni repartimientos, sino que estuvieran abiertos. La reforma de 1790/93 marcaba un final de etapa y el reconocimiento de un conjunto de excesos que, sin obtener los logros que la Ordenanza de 1748 preveía, habían puesto en peligro el sistema tradi-cional de aprovechamiento del monte y provocado un abierto enfrentamiento entre los intereses de particulares y comunidades, y los del Estado. La experiencia negativa del intervencionismo de los 80 indicaba la conveniencia de reconducir la política de montes hacia un equilibrio entre intereses: se mantenía la oposición oficial a todo tipo de cercamiento, pero se obligaba a cerrar las superficies forestales del Estado para deslindarlas del comunal y para estorbar lo menos posible los usos tradicionales y las iniciativas particulares. A partir de entonces se inició un período de decadencia del patrimonio forestal del Estado que a los ojos del historiador no deja de plantear la sospecha de que el Estado no sabía muy bien qué hacer con él; voces autorizadas como Jovellanos en su Informe sobre la Ley Agraria se inclinaban hacia permitir el cercamiento de los montes por los particulares y consideraban que la reforestación obligatoria era contraproducente y se decantaban en favor de una libertad vigilada, cooperando el Estado en la conservación pero no responsabilizándose de una inicia-tiva que debía recaer en los ciudadanos como ejecutores131. Jovellanos denunciaba las Ordenanzas de montes por opresoras, a las visitas por policiales y al sistema de licencias para tala por ineficaz y lesivo.

En la práctica, la construcción naval vasca había favorecido desde mediados del XIV el desarrollo de coerciones de los municipios sobre los vecinos para prohibir la tala de árboles especiales para barcos132 y el suministro de madera ayuda a entender como los navieros bilbaínos pudieron construir durante el XVI toda una cadena naval. Hasta 1570/80 los vascos hicieron casi todo el armamento de la Corona pero entran en crisis en el siglo XVII133 y cuando la Corona renovó su interés por la construcción naval, hubo de mirar hacia las maderas del Cantábrico, esenciales en la elección de Guarnizo —cuya actividad decae desde 1630— como primer gran astillero. Pero fue

131 ANES, R.: «Pensamiento agrario de los ilustrados asturianos», Estructuras agrarias y reformismo ilustrado en la España del siglo XVIII, Madrid, 1989, pp. 529 y ss.

132 En Guipúzcoa, una de las más tempranas coerciones de los municipios sobre los vecinos fue pro-hibir la tala de árboles especiales para barcos: en algunos lugares desde 1379 aunque la Junta General no lo hizo propio hasta 1552 (SORIA SESE, L., op. cit., p. 226; PERLIN, J., op. cit., p. 166).

133 FERNÁNDEZ ALBALADEJO, P., op. cit., p. 59. RAHN PHILLIPS, C.: Seis galeones para el rey de España. La defensa imperial a principios del siglo XVII, Madrid, 1991, pp. 44 y ss.

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bajo el impulso de la construcción naval con los Borbones cuando se definió el mode-lo de actuación. En 1723 se redactaron las ordenanzas de Arsenales para economizar medios y racionalizar la producción y en 1724 se inició la construcción de La Carraca y se planificaron los arsenales de Ferrol y Cartagena. Dado que se buscaba utilizar materias autóctonas, uno de los aspectos fundamentales fue controlar los bosques que podían suministrar madera y otros productos —breas, alquitrán, carbón— por lo que a cada astillero se adscribieron zonas específicas de suministro atribuyendo a los Capita-nes Generales de los Departamentos Marítimos la jurisdicción sobre los montes134:

A Ferrol (1726) se adscribieron los de Galicia, Asturias, Cantabria, Señorío de Vizcaya, Guipúzcoa y Reino de Navarra, que ni por sus circunstancias naturales, socio-económicas y políticas podían responder del mismo modo. En Galicia, la zona más lógica por próxima y porque en 1752 contaba con 1.854 dehesas, 426 viveros y 113 pinares de la Corona, no hubo talas importantes, tanto por la escasez de madera como por dificultades de transporte hasta la costa —a fines del XVIII operaciones de acondicionamiento del río Eo para conducir a través de este las maderas de los montes del interior lucense y llevarlas luego por mar hasta Ferrol—, pero su potencial capacidad fue suficiente para que la Corona ejerciese un permanente control sobre el arbolado —incluso sobre el de propiedad privada— y sobre el número de piezas útiles para el servicio. Asturias, que tenía reservas del Estado en el 83% de los pueblos y bosques como el de Muniellos, aportó en 1767/69 un 44% de la madera pero fue más importante en el último tercio del XVIII —sobre todo entre 1775 y 1786—; un intenso transporte de madera se produjo desde Asturias a Ferrol, pero su coste —hasta un 75% del precio final— no se rebajó con respecto a la etapa de suministro desde Santander, ya que la proximidad se contrapesaba con la dificultad de traslado de la madera desde los bosques asturianos al mar, y la relación se interrumpió desde 1811, en el contexto de la decadencia de la actividad ferrolana135. La apertura del camino de Reinosa-San-tander fue trascendental para que las maderas de Cantabria llegasen desde el interior a los puertos136 y las grandes talas se iniciaron en 1747 cuando el Marqués de La Ensenada proyectaba la idea de una armada potente —que por su falta de concreción inicial perjudicó a los bosques—, y desde mediados del XVIII se produjo un intenso tráfico de cabotaje hacia Ferrol —en algunos casos se reenviaban a Cádiz y Cartage-na—, lo que, junto con el consumo en Guarnizo y el destrozo del arbolado, hizo que en 1757 una Real Cédula reconociese el agotamiento de los bosques e indicase a los arsenales la necesidad de autoabastecerse, pero lo cierto es que poco después se volvió a intensificar la explotación del bosque santanderino.

134 DE ARANDA Y ANTÓN, G.: Los bosques flotantes, citado ya, p. 26 y ss.135 MERINO NAVARRO, J. P.: La armada española en el siglo XVIII, Madrid, 1981, pp. 232 y ss.136 MERINO NAVARRO, J. P., op. cit., pp. 182 y ss. MAISO, J., op. cit., div. pp.

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Por lo que respecta a los territorios vascos, según un informe de 78 municipios guipuzcoanos a la Secretaría de Marina, contaban en 1784 con 11,2 millones de árbo-les —48% robles y 42% hayas—, que ocuparían un 25% del suelo137, pero esa riqueza forestal no era de fácil acceso directo para la Corona, sino para la producción naval propia. En el XVII final, los astilleros estaban muy afectados por la crisis de la Coro-na y pocos querían construir para la armada, pero en el XVIII en todos los puertos hay astilleros que consumían grandes cantidades de madera, al tiempo que las rotu-raciones disminuían la superficie forestal y tenían que competir con el consumo de las ferrerías; villas como Rentería, Orio y otras, con mucha madera, daban prioridad en su venta a los astilleros frente a otros interesados como la Compañía de Caracas y el Real Servicio, pero, aún así, hubo astilleros como los de Deva que decayeron por falta de maderas, y otros que optaron por la compra fuera o por obligar al comprador a aportar la madera138. A la Corona se oponían sobre todo, los Fueros139, por lo que la Armada intentó aprovechar los montes de Navarra para Ferrol, pero las dificultades de llevar la madera por los puertos vascos fueron grandes por lo que hasta la firma del asiento de maderas con la Compañía de Caracas —se comprometía a suministrar maderas por diez años—, la Corona no recurrió a ellos. La Real Orden de 1749, para evitar los altos costes de transporte de madera desde el interior y Navarra, por Guipúzcoa propuso hacer navegables los ríos Deva, Usola, Oria, pero sólo era algo parcial; en XVIII/2 (1766) la madera destinada a hacer bajeles reales en Guarnizo y Ferrol se sacaba de Guipúzcoa y el Pirineo por el Camino Real y por ríos hasta los puertos y por barco iban a Bilbao, Cantabria y Ferrol; toda esta madera debía llevar una guía pero el contrabando era fuerte, creando serios problemas entre las distintas autoridades reales y provinciales.

A Cádiz se adjudicaron Andalucía y Sierra de Segura. Las visitas de 1748 en ade-lante revelan que la población forestal andaluza no era abundante ni adaptada a los usos de la Marina, pero la replantación con pinos se dejaba notar ya en determinadas

137 OTAEGUI ARIZMENDI, A. «El paisaje forestal de Guipúzcoa en 1784», cit., p. 481 y ss.138 ODRIOZOLA OYARBIDE, L.: La construcción naval en Gipuzkoa. Siglo XVIII, Gipuzkoa, 1997,

pp. 41, 51, 255, 257. 139 La Ordenanza de Provincia de Guipuzcoa de 1548 duró hasta la de 1738, que daba preferencia a los

intereses navales sobre la siderurgia, lo que se vio reforzado en 1712 y 1740 por la Marina. Las Ordenanzas de 1748 fueron enfrentadas por los Fueros, de modo que en 1749 Guipúzcoa recibió una ordenanza especial que apenas fue aplicada; fue el «Auto General» del Corregidor dictado en 1756 el que tuvo mayor trascen-dencia. Los conflictos con el Superintendente terminaron en 1718 cuando las normas de éste se ajustaron a los Fueros, a los que también hubo de ajustarse el ministro desde 1749, momento en el que Guipúzcoa con-siguió un régimen privilegiado y diferente del resto de la Corona, en tanto que Vizcaya tuvo que conformarse con que la Diputación ostentase la jurisdicción sobre lo gubernativo y económico quedando lo jurisdiccional al Corregidor (FERNÁNDEZ DE PINEDO, E.: op. cit., p. 227 y otras).

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áreas140, en donde había sido impulsada para cubrir las necesidades del astillero gadi-tano y en los demás partidos —Sevilla, Tarifa, Xerez, Málaga, etcétera— con predo-minio de frondosas, el pino fue promocionado en replantaciones posteriores. Así pues, la política forestal impulsada por el Estado preconizaba el incremento del arbolado y una modificación clara de su composición para cubrir las necesidades de madera y resina de la construcción naval.

Pero, obviamente, fue la situación privilegiada y la abundancia maderera de la Sierra de Segura las que atrajeron la atención del Estado en el primer tercio del XVIII y desde 1751 La Ensenada la fijó como Provincia Marítima. Es una zona muy intere-sante y con características bien definidas, cuyos aprovechamientos estaban regulados desde la Edad Media —estaba sometido al Fuero de Cuenca—, y por las Ordenanzas del Común de Segura (1580), dada la importancia que tenía la ganadería —era zona de agostaderos y dentro había una trashumancia corta— y la explotación de madera para venderla en Andalucía y Castilla-La Mancha; para el concejo eran esen-ciales los ingresos procedentes de esa misma explotación porque tenía la exclusiva de las conducciones fluviales y arrendaba los pastos sobrantes, y, al atribuir a cada vecino una cuota de disfrute, se había establecido una pequeña industria maderera, sierras de agua y salinas, todo lo cual, junto con la caza y la pesca y las posibilidades de roturar en tierras del común que se repartían cada cierto tiempo, hacían que fuera una zona con una sociedad considerablemente homogénea que se vio alterada desde 1733/34141. Y es que, a pesar de la dificultad del transporte —las maderas bajaban por flotación por los ríos Guadalimar y Guadalquivir y así se documenta a fines del XVI— se los disputaron o los compartieron la Hacienda, interesada en maderas para construir la Fábrica de Tabacos de Sevilla (1734) y crear un «negociado de maderas» en esa ciudad para comerciar los sobrantes, y la Marina, interesada en suministrar a los arsenales de Cartagena y La Carraca, a los que, según el recuento de 1786/90, de los 265 mill. de árboles se destinaban 183 y 82 respectivamente-. Si por un lado, la Hacienda carecía de ánimo conservacionista y no pagaba las maderas alegando que eran de los vecinos y el primer vecino era el rey, por otro, la Marina procuró incre-

140 En 1752, 96% de los árboles del Partido de Cádiz y en Sanlúcar, 91% en el Coto de Doñana era, 76% en Pº de Huelva, 64% en las subdelegaciones de Marina de Ayamonte y Cartaya (BAUER, D. E., op.cit., pp. 126 y ss.).

141 Esta visión idílica en la que la interferencia sería un desastre puede verse en DE LA CRUZ AGUI-LAR, E.: La destrucción de los Montes..., pp. 207 y ss., quizá por basarse en el expediente de 1811, al que se refiere FERNÁNDEZ DE NAVARRETE, M. en Reflexiones sobre los montes de Segura de la Sierra y sobre las ventajas que resultarían al Estado de convertiros en propiedades particulares. Informe al Excmo. D. José de Mazarredo, Madrid, 1811. ARAQUE JIMÉNEZ, E.: Los montes públicos en la Sierra de Segura, siglos XIX y XX, Granada, 1990, p. 14 y ss. El mismo es el compilador de Escritos forestales sobre las Sierras de Segura y Cazorla, Jaén, 1996. MERINO NAVARRO, J. P.: La armada española..., p. 199. DE LA CRUZ, E.: op. cit., pp. 224 y ss.

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mentar el arbolado de esta zona y al menos sobre el papel lo consiguió —el 76% de los árboles recontados en 1786/90 eran nuevos y si en 1750 el pino suponía el 18%, en 1786/90 era el 62%—, pero esto no oculta la destrucción de un sistema de vida. En esto tuvo un papel fundamental el mal trato dado a hacheros, carreros y pineros y la corrupción de los empleados oficiales y de los asentistas, lo que condujo a situaciones de violencia extrema y a constantes conflictos con particulares y municipios y con los titulares de la Encomienda de Segura de la Orden de Santiago, tanto por cuestiones de jurisdicción como porque el crecimiento demográfico impulsaba las roturaciones y estas apuntaban sobre todo contra los pinares. En fin, en 1809/10 dejaron de descender maderas por el río para la Marina.

A Cartagena se aplicaron los montes de Segura en su vertiente oriental —a pesar de las dificultades de transporte—, Reino de Granada142, Murcia, Almería, Valencia y Cataluña. Murcia contaba en 1751 con una importante población forestal, cerca de 602 millones de árboles de los que el 85,3% eran pinos nuevos, como es lógico, dada su proximidad al arsenal; mucho más reducido era el arbolado del Reino de Valencia comprendido en las gobernaciones destinadas a Marina, donde los pinos abarcaban entre el 36 y el 44% y esta proporción aún era menor en la Provincia Marítima de San Feliu de Guixols, en tanto que era mayoritarios en otras zonas catalanas143. Los bosques de Gerona, Barcelona, Tortosa y el delta del Ebro eran importantes en XVIII/1 y al menos desde fines del XVII, se explotaban para la Armada, pero su decadencia hizo que los tradicionales pinos de Tortosa fueran sustituidos desde mediados del XVIII por los de procedencia rusa—; Cartagena se surtía de sus maderas, pero la industria catalana fue una fuerte competencia para la Marina y en 1793 se suspendie-ron las cortas de pinos catalanes144.

En fin, a pesar de que las estimaciones de consumo son difícilmente inteligibles, puede considerarse que la construcción naval para la Corona no fue especialmente dañina para las masas forestales españolas, aunque el sistema de selección no era el mejor y el de cortas era destructivo. El suministro maderero desde las colonias y la importación de zonas europeas fueron muy importantes pero las necesidades de made-

142 Por ejemplo, en Alhama, la extensa tierra inculta estaba deforestada y los aprovechamientos fores-tales se reducían a la corta de leñas o de algunos pies para uso de los vecinos y previo permiso municipal: las únicas talas masivas y sistemáticas fueron las ordenadas por la comandancia de Marina de Málaga (FERRER, A.: Paisaje y propiedad en la tierra de Alhama. Granada, ss. XVIII-XX, Granada, 1982, p. 299 y 301).

143 Los datos en BAUER, D. E., op. cit., pp. 138, 142 y otras.144 La despoblación forestal y las roturaciones y la construcción naval atacaron al bosque (VILAR,

P.: Cataluña en la España Modernak..., div. pp. FERRER Y ALOS, LL.: Pagesos, rabassaires y industrials a la Catalunya central, ss. XVIII-XIX, Barcelona, 1987, p. 185). BADOSA COLL, E.: «El cercamiento de tierras en Cataluña, 1770-1820», Revista de Historia Económica, 3, 1984, pp. 149 y ss.

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ra en los arsenales obligaron a abandonar ideas conservacionistas y la explotación se fue adentrando en la Península145, más aún cuando zonas destinadas a Marina vivieron un fortísimo proceso roturador146. Fuera de algunas concesiones, el objetivo básico de las maderas y del producto de las dehesas fue la cobertura de las necesidades del Estado y la obtención de madera para la construcción naval, pero hasta el XVIII no podemos observar en qué medida se consiguió. Las fuentes indican más bien que se pretendía convertirlas en una gran reserva para el futuro y evitar los problemas sufri-dos en el XVI.

3.3. Los usos cinegéticos

Finalizamos nuestra visión panorámica con los usos cinegéticos ya que se pueden considerar un uso menor y una actividad poco relevante en términos de cuantificación económica, si bien era socialmente significativa y formaba parte de las prácticas coti-dianas, y por ambas razones estaba regulada mediante normas cuya existencia misma es reveladora de la necesidad de limitarla. Los textos cinegéticos publicados durante la Edad Moderna entendían la caza como la ocupación más natural del hombre, paulati-namente socializada —en un proceso en el que la caza sin abuso es reconocida como un placer y rango de distinción, en tanto que como oficio se consideraba ruinoso—, perfeccionada en su ejercicio —se distingue una caza selectiva de otra indiscrimina-da, popular— y conservacionista, en un doble sentido, en tanto que la armas como la escopeta y en general las prácticas más socialmente selectivas se consideraban poco agresivas mientras que las artes populares, como las cuerdas, se veían como perver-sas, y en tanto que la caza en cierto modo servía para proteger los bosques ya que los reservados como cazaderos se conservaron mucho mejor que los otros147.

145 Las maderas del Pirineo y del Maestrazgo también fueron utilizadas por la Marina (Pérez Sarrión) Desde 1765 se explotan los montes de Cuenca para Cartagena así como Aragón y Valencia y para Ferrol, los de Burgos-Soria. En 1781 se extrajo madera de Soria y Burgos, para Ferrol (PÉREZ ROMERO, E.: op. cit. pp. 135 y ss.), lo que se abandona en 1805 por el coste de transporte.

146 Como el Norte valenciano, donde la presión demográfica del último tercio del XVIII obligó a un proceso roturador que afectó a zonas forestales provocando un severo cambio de paisaje. Por tratarse de territorio afectado por el suministro de Marina, las licencias parece revelar que la legislación forestal pudo condicionarlas —por ejemplo, cambiando de emplazamiento las dehesas de Marina— pero no anularlas y al final se llegó a una especie de equilibrio en el que se preservaron las zonas más interesantes para aquella en tanto que se dejaban las menos adecuadas para cultivo (SORIANO MARTÍ, J.: «Los rompimientos de tierras forestales en el siglo XVIII...», citado ya, p. 487 y ss). Véanse también: BERNABÉ GIL, D.: Tierra y Sociedad en el Bajo Segura, Alicante, 1982, pp. 62 y 71; «Bienes rústicos de aprovechamiento público en la Valencia moderna», Studia Historica, 1997, p. 129 y ss. CÍSCAR PALLARÉS, E.: La propiedad forestal de raigambre señorial en tierras valencianas, Alicante, 1995, pp. 18, 29, 58 y 59.

147 DEVEZE, M., op. cit., vol. II, p. 75 lo comenta a partir de las ordenanzas francesas sobre los bosques reales redactadas desde 1516.

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El Libro de Montería de Alfonso XI, perpetuado por la imprenta como texto de cabecera de los cazadores148, mostraba la nobleza de la caza mayor y sostenía su condición elitista, pero no se contradecía con el principio del derecho a la caza como derecho natural defendido por autores como Pedro Núñez de Avendaño —letrado al servicio del duque del Infantado—, quien en su Aviso de cazadores —Alcalá, 1543, sucesivamente reimpreso—, argüía que debía ser protegido y regulado a través de ordenanzas —entre cuyas finalidades estaba defender a los humanos prohibiendo la caza con cepos—: basándose en la libertad de caza, criticaba que los concejos la acota-sen y arrendasen para obtener recursos y reconocía que podía ejercitarse en terrenos de propiedad privada, ya que los propietarios no podían impedirla, pero también que estos podían vetar la entrada, con lo que en la práctica el derecho natural a cazar se veía limitado por el de propiedad. Textos posteriores no se plantean la caza en términos de tanta envergadura jurídica sino que dan por asentada la idea de la nobleza de la caza o se dedican a determinados tipos de práctica cinegética, a reivindicar la tradición e historia de determinados oficios relacionados con esa práctica o a relatar cacerías, y lo que se advierte es la reiteración y falta de originalidad y el progresivo descenso de los autores en la jerarquía social, toda vez que en el XVIII ya no suelen pertenecer, como los del XVI y XVII, a los círculos próximos a la Corona o a la alta nobleza149.

Por el contrario, se consideraba que la caza no sólo no era una actividad económica rentable sino que era una pérdida de tiempo para aquellos que como los agricultores y artesanos tenían una actividad regular pero era asumida, incluso por la normativa150, como un recurso necesario y complemento alimentario para los más pobres, ya que como actividades profesionales, las relacionadas con la caza eran muy raras. Sin embargo, no debe verse este planteamiento socialmente polarizado en términos de oposición: recientes

148 Impreso en varias ocasiones durante el XVI —en 1582 se hizo con una introducción de Argote de Molina— sus contenidos eran además reproducidos en descripciones de territorios y en libros de viajes. Véase, DELGADO, F. y MUÑOZ, R.: Libros de caza de la biblioteca del Palacio de Viana, Córdoba, 1982, pp. 9, 12, y otras. FRADEJAS RUEDA, J. M., Bibliotheca cinegetica hispana: bibliografía crítica de los libros de cetrería y montería hispano-portugueses anteriores a 1799, Londres, 1991.

149 De 1634 es el libro del ballestero real Juan Mateos, Origen y dignidad de la caza (Madrid, 1634), redactado a partir de la experiencia propia y en el que se trata de perros, tipos de caza, cazaderos, etc., con un estilo menos técnico que el Arte de Ballestería y Montería de Alonso Martínez de Espinar, ayuda de cámara del príncipe Baltasar Carlos. De 1644 el Tratado de la caza del buelo de D. Fernando Tamariz de la Escalera, de 1655 el Libro de cetrería de caza de Azor, de D. Fadrique de Zúñiga y Sotomayor. En el XVII hay también obras de historia como el de D. Pedro de la Escalera —Origen de los Monteros de Espinosa, Madrid, 1632— y relatos de cacerías reales. Ya en el XVIII son reeditados algunos y aparecen otros no siem-pre originales: J. M. de Arellano El cazador instruido y arte de cazar con escopeta y perros, Madrid, 1745, A. Calvo Pinto y Velarde, montero del rey, Silva venatoria. Modo de cazar todo género de aves, Madrid, 1754, o el regidor plasentino Varona y Vargas, Instrucción de cazadores, Plasencia, 1798.

150 La ordenanza francesa de 1516 recogía esa consideración en su texto (DEVEZE, M., op. cit., II, p. 75).

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intentos de estudiar «la racionalidad económica en el uso de los recursos cinegéticos dentro de los aprovechamientos forestales»151, chocan con la realidad de que si la caza era una actividad que para reyes o aristócratas tenía un sentido de entretenimiento, dis-tinción social, representación, relación e incluso de entrenamiento militar, en tanto que para los sectores campesinos era una actividad complementaria o servía para mejorar la alimentación de los más débiles, esas perspectivas sólo entraban en conflicto en territorios concretos dedicados a cazaderos —especialmente los de la Corona— o situados en sus cercanías, por eso mismo no parece adecuado establecer macroteorías y generalizar a partir de casos específicos en donde las tensiones se concentraban. Tampoco parece adecuado sostener que mientras Corona y nobleza pretendieron aco-tar espacios de caza «los campesinos, que deberían haber hecho lo mismo, tendieron a la conservación del carácter comunitario de sus cazaderos» y es que, en efecto, la Corona fue prolija en dictar normas sobre sus propios cotos de caza —algunos sólo de nombre debido a la distancia o al desuso como los de Hinojos y Almonte en Sevilla y en la Alhambra de Granada—, porque constituyeron un cuerpo de ordenanzas específico que no debe confundirse con la legislación general sobre caza y afirmar que «todo el ciclo normativo se articuló en torno a una determinada representación que la justicia cortesana se hacía del potencial sujeto trasgresor cinegético como un individuo ajeno a la comunidad campesina y especializado en caza delictiva».

Los cotos reales plantean un caso irrelevante en términos globales aunque significa-tivo por su modo de constitución y su evolución bajo Austrias y Borbones. El monte de El Pardo, por ejemplo152, era en la Baja Edad Media un coto real con una fortaleza, pero la fijación de la Corte hizo que bajo los Austrias se revalorizase y se expandiese, obligando a los vecinos y concejos de los pueblos circundantes a abandonar las tierras que habían roturado en los comunales y propios de Madrid que rodeaban al coto, de modo que la villa, entre otros perjuicios, vio descender sistemáticamente la renta que percibía; los pastos también se vieron alterados, lo que perjudicó a los obligados de la carne y las restricciones en la corta de leña afectaron a los consumidores. Los conflic-tos entre el concejo de Madrid, defensor del uso agrícola y silvo-pastoril, y los reyes, interesados en la caza, fueron constantes y sólo hubo una solución con la «cesión», consentida por las oligarquías municipales de la villa a Felipe V, a cambio de una compensación; Fernando VI cercó la nueva unidad y el municipio de Madrid vio como

151 IZQUIERDO MARTÍN, J. y P. SÁNCHEZ LEÓN, P.: «Representación versus utilitarismo: en torno a la racionalidad de los usos cinegéticos (Castilla, ss. XVI-XVIII)», en IX Congreso de Historia Agra-ria, p. 455 y ss. y «Racionalidad sin utilitarismo. La caza y sus conflictos en El Escorial durante el Antiguo Régimen», Historia Agraria, 2001, agosto, pp. 123 y ss.

152 HERNANDO ORTEGO, F. J.: «Control del espacio y control del municipio: Carlos III y El Par-do», Equipo Madrid, Carlos III. Madrid y la Ilustración, Madrid, 1988, p. 49 y ss. MANUEL VALDÉS, C.: pp. 136, 151 y ss.

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28.000 fanegas de su propiedad quedaban dentro del cierre, de modo que con la indem-nización tuvo que comprar dehesas para el abasto de la carne. No obstante, en 1752 la Corona aprobó las ordenanzas del bosque de El Pardo pretendiendo no sólo defender la caza sino también la producción de leña, madera y carbón que Madrid necesitaba, por lo que el vedamiento del cazadero real se restringió al recinto cercado.

El cazadero de El Escorial es todavía más significativo porque el proceso de su constitución, tardío en su comienzo —al asentarse la Corte en Madrid—, permite ver como se formó a partir de «compras» por parte de la Corona que provocaron una seria alteración de la existencia de los pueblos vecinos —sólo la villa de El Escorial perdió 2.304 Has. lo que obligó a Felipe II a una ampliación de la dehesa boyal y el ejido para uso ganadero— y la definición de un espacio en el que desde 1566 se prohibió toda actividad silvícola y cinegética y se sometió a jurisdicción específica —en 1574 se instruyen las funciones del Alcalde Mayor del Real Sitio—, ampliada a un radio cada vez mayor para evitar las transgresiones de los vecinos y la connivencia de los guardas —lo que bajo los Borbones recomendó que la concesión de licencias pasase de estos a la Junta de Obras y Bosques y el establecimiento de fusileros guardabosques en XVIII/2—. Pero las transgresiones revelan que el respeto al cazadero real distaba de ser reverencial: 954 procesos ante el Alcalde Mayor de El Escorial con un máximo a fines del XVI —cuando el proceso de consolidación aún no había concluido—, no todos relacionados con la caza —49,6%—, sino con la corta de leña —25%—, el pastoreo —23,7%— o el carboneo, y protagonizados por agricultores en su mayoría, de fuera de las localidades inmediatas y en actuaciones individuales.

Pero, además, inmediatamente por debajo de los cazaderos reales, entre la práctica cinegética de las elites y la de los sectores inferiores, se establece un amplio arco intermedio que corrobora nuestra opinión de que no se puede hablar en términos de antagonismo generalizado:

1. En los territorios de señorío, las ordenanzas señoriales solían ser más precisas que las municipales en lo referente a este tema y en especial en lo que afectaba a la caza mayor, frecuentemente sometida a monopolios y cotos, en tanto que las munici-pales o no entraban en la cuestión o se ocupaban de la caza menor o de las prácticas defensivas contra las alimañas —e incluso contra aves— que dañaban al ganado o a las aves de corral o a los sembrados. Por lo general —como ha indicado M. A. Lade-ro153— esas ordenanzas se remitían a las leyes reales que desde la baja Edad Media, aun protegiendo un uso social selectivo, trataban de someter la caza a normas que protegiesen la fauna, de modo que el ordenamiento de Alcalá de 1348 —corroborado

153 LADERO QUESADA, M. A.: «La caza en la legislación municipal castellana. Siglos XIII a XVIII», en La España Medieval. Estudios dedicados al Prof. D. Julio González González, Madrid, 1980, pp. 193 y ss. La obra más completa es la de GIBERT, R., Derecho de caza, Granada, 1970.

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por la reina Juana en 1515— se regulaba la veda en tiempo de cría —de marzo a mayo— y prohibía el uso de artes especialmente agresivas y de ciertas armas, lo que se hizo urgente desde que a fines del XV se advirtiese la proliferación de armas de fuego individuales; el proceso normativo culminó cuando en 1552 Carlos V hizo publicar las «pragmáticas y ordenanzas» —vigentes hasta la Ordenanza General de Caza y Pesca de 1804—, reflejadas en las ordenanzas municipales, que debían hacerse «según la diversidad de las provincias» dependiendo de las condiciones naturales del territorio o de los grupos sociales asentados o interesados en él154. Así, en las ordenanzas de la Tierra de Soria de 1526 regulaba la caza ampliando la veda legal en dos meses, fuera de la cual los vecinos cazadores podían entrar a cazar con arcabuz y se establecía un guarda que vigilaba su cumplimiento; las de la Tierra de Cáceres también fijaban los usos cinegéticos y castigaban la caza y la pesca en tiempo de veda; en los territorios leoneses de La Bañeza, los concejos establecían las vedas y vigilaban el furtivismo y en las montañas noroccidentales de León se encargaban de retirar las escopetas a los vecinos en época de veda, etc155.

2. Por otro lado, debe tenerse en cuenta que en las tierras baldías de dominio común concejil la caza era una actividad o aprovechamiento económico frecuente y libre pero era muy habitual que se estableciesen adehesamientos o cotos para obtener recursos —sobre todo en territorios de señorío—. Los municipios acotaban la caza como un apro-vechamiento del que se beneficiaban los arrendadores o explotadores de ellos156, pero era frecuente que se fijasen lugares y condiciones —precios, prohibición de sacas, reventas, regatoneo— para la venta de la caza —en las de La Mancha incluso se fijaban el precio de determinadas piezas en el mercado y la prioridad de los vecinos para comprarla157—, tanto para preservar los derechos de los vecinos, como para percibir algún impuesto como la renta de la caza. Las diferencias entre zonas de mayor o menor intensidad del poder señorial se notan también a este respecto: en La Bañeza, mientras que en la juris-dicción de los Bazán eran los pueblos los que administraban los derechos de caza, en los dominios de la casa de Benavente debían pagarlos cuando no conseguirlos en subasta pública; en las encomiendas de Órdenes Militares en Extremadura se conservaba aún en el XVIII el derecho por el que se debía pagar un cuarto de cada jabalí o ciervo que se

154 MANGAS NAVAS, J. M., op. cit., p. 199; LADERO QUESADA, M. A., art. cit. pp. 203 y ss.155 PÉREZ ROMERO, E., op. cit., p. 114; PEREIRA IGLESIAS, J. L., op. cit., p. 188; RUBIO PÉREZ,

L., op. cit., p. 212; PÉREZ ÁLVAREZ, M. J., op. cit., p. 80.156 A principios del XVI el mayor ingreso del concejo de Madrid era el arriendo de la caza y de la pesca

(LADERO, M. A., art. cit., pp. 206 y ss.). En la Merindad de Estella algunos concejos arrendaban la caza con esa finalidad (FLORISTÁN IMIZCOZ, A., op. cit., p. 231).

157 LÓPEZ-SALAZAR, J., op. cit., p. 207.

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matase y el de «palomería» por el que nadie podía entrar a cazar palomas —se valoraba tanto el abono como su carne— sin permiso158, pero en Galicia ya no había tal cosa.

3. La caza del lobo debe considerarse como un nivel intermedio entre la caza como elemento de diferenciación social y la necesidad, ya que atendía a la urgencia cotidiana de defender los ganados de sus ataques. La preocupación por los lobos aparece en las peticiones de las Cortes de Castilla del XVI —1538, 1542, 1548, 1551, 1559— espe-cíficamente para Galicia y otras zonas montañosas y las ordenanzas municipales solían especificar las recompensas a cazadores individuales con cargo a los fondos del concejo. Pero, sobre todo allí donde el sistema concejil era débil, eran los orga-nismos representantes de la Corona los que controlaban su persecución: en Galicia desde el XVI los pueblos eran autorizados a dar recompensas por lobo muerto, pero era la Real Audiencia la que tenía la potestad denominada de «correlobos» para dar licencia de repartimientos entre los vecinos destinados a pagar a los cazadores en tanto que las justicias ordinarias supervisaban la entrega de pellejos; en 1635 esa facultad fue reclamada por el Consejo de Castilla pero pronto fue recuperada por la Audiencia a causa de la lejanía del Consejo. En Asturias, los vecinos de Oviedo salían aún a comienzos del XVII a hacer monterías semanales, pero en el XVIII y parte del XIX, la acción administrativa ejercida contra las alimañas mediante la incitación de caza-dores individuales y de monterías, pretendía su extinción definitiva159; sin embargo, la posición oficial no fue estable, ya que si en 1788 se daba permiso para organizar batidas y monterías, en 1795 y 1804 se prohibieron. Las monterías que se constatan en la Montaña noroccidental de León solían hacerse por los propios vecinos en épo-cas de baja actividad160. Dado que las armas eran escasas, se empleaban redes, lazos, trampas, aperos, fosos, veneno... y se atacaba el mal de raíz matando a los lobeznos161; como práctica económica, se constata la existencia de monteros profesionales162 que

158 MELÓN, M. A., op. cit., p. 273.159 La «talla de fieras» aplicada en el Principado pretendía extinguir a los lobos, en 1748 se extiende

a los osos y luego a otras especies; para realizar los pagos a los cazadores, los curas párrocos certificaban cada pieza a la vista de las pieles y se enviaban al Consejo de Castilla. TORRENTE, J. P.: «La chasse deux grands carnivores dans les Asturies au XVIIIe siècle. Les papeletas de fieras (billets de bêtes sauvages)», en Histoire et Sociétés Rurales, 1997, n. 8, 1997, pp. 163 y ss.

160 Las monterías se hacían sobre todo cuando el ganado salía a pastar a los bosques y en algunos lugares los vecinos debían hacer batidas de lobos cada quince días, actividad que parece habitual a deducir del número de escopetas que figuran en los inventarios (PÉREZ ÁLVAREZ, M. J., op. cit., p. 80). En la Conca del Barberá en el XVIII se constata las batidas contra lobos (GRAU, J. M. T. y PUIG TARRECH, R., op. cit., p. 15).

161 Entre 1586 y 1591 se abatieron 866 lobos en Lugo. SOBRADO CORREA, H.: «Los enemigos del campesino...», citado ya.

162 En los pueblos del señorío del obispo de Lugo se mantenía en el XVIII el pago del derecho de montería, «establecido para las correrías de los animales nocivos y es de cada fuego del estado llano un real...» que se pagaba «al montero mayor del Señor Obispo de Lugo...»; su significado no iba más allá de un reconocimiento de vasallaje sin que respondiese a la ejecución de las «correrías». Por otro lado, convie-

Page 62: 050-MONTES - Digital CSICdigital.csic.es/bitstream/10261/139240/1/R.C.FEHM_Ciudad...a los suyos —la siderurgia o la explotación de los montes de Marina, entre otros—. Los ingenieros

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OFELIA REY CASTELAO

se dedicaban a la caza del lobo aprovechando las oportunidades de participar en las batidas o de hacerse con las contratas públicas para realizarlas, pero en general no era un sector profesional definido, sino complementario.

ne tener en cuenta que raras veces se establecía un personal específico con esta finalidad: por ejemplo, en Salamanca se nombraba a un guarda mayor de caza, que era un regidor, y a otro menor, un vecino. Ahora bien, al menos en el XVI, era un elemento interesante la guardería de montes —los caballeros o ballesteros de sierra o de monte—: en las ordenanzas de Granada de 1522 eran dos con doce guardias.