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Arte español del Barroco ARTE ESPAÑOL DEL BARROCO INTRODUCCIÓN El momento histórico El Barroco, como hemos visto, se desarrolla a lo largo del siglo XVII y gran parte del siglo XVIII. La monarquía hispánica entró en ese periodo como la potencia dominante en Europa aunque ya durante el reinado de Felipe II habían aparecido los síntomas de lo que sería su decadencia a lo largo del momento histórico que vamos a estudiar. Una determinada forma de entender la religiosidad y el honor, la situación económica en continuo deterioro, auténticas crisis de subsistencia, la pérdida de efectivos demográficos, los desequilibrios internos dentro de la monarquía (que llevaron a levantamientos como los de Cataluña y Nápoles y a la independencia de Portugal), los problemas derivados del mantenimiento de un imperio territorial de las dimensiones alcanzadas y un contexto internacional poco favorable, con una guerra generalizada en Europa central como fue la de los Treinta Años, llevaron a que España, a finales del XVIII, se convirtiese en una potencia de segundo orden. Durante el siglo XVII los Austrias se mantuvieron en el trono español. El reinado de Felipe III fue un periodo tranquilo en el que no se aprovechó la paz para realizar las reformas económicas y sociales adecuadas, por el contrario, se dilapidaron los tesoros que seguían llegando de América. El periodo de Felipe IV, con diferentes fases, resume toda la complejidad del momento; acuciado por el reputacionismo que se instaló en algunos sectores de la nobleza, los ejércitos de la monarquía se vieron envueltos en continuas guerras que terminaron por minar su prestigio y su poder efectivo obligando a firmar paces (Westfalia, 1648; Pirineos, 1659) que constataban la decadencia española. El periodo del Carlos II (a pesar de la imagen que la nueva monarquía transmitió de él) fue, en cierta medida, de paz y de ligera recuperación que se truncó con la llegada de los Borbones y la Guerra de Sucesión con la que se impusieron en la Península mientras se perdían los territorios que la corona poseía en Europa. Las colonias americanas pudieron mantenerse hasta bien entrado el siglo XIX pero España ya no contaba ni en el contexto internacional ni tenía la infraestructura económica para poder explotar de forma beneficiosa los territorios extrapeninsulares que aún poseía. Esta situación de progresivo deterioro político y económico no afectó a todos los territorios de la misma manera observándose una decadencia del centro de la Península mientras de forma lenta pero eficaz la periferia se fue recuperando. Por otra parte, no deja de ser una paradoja que un periodo de decadencia como el XVII forme parte del denominado Siglo de Oro y aporte algunas de las cumbres de nuestra cultura escrita (Cervantes, Lope, Calderón, Góngora, Quevedo, Gracián) y artística (Ribera, Zurbarán, Velázquez, Murillo, Martínez Montañés, Gregorio Fernández) configurando algunos de los Arturo Caballero Bastardo 1

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Arte español del Barroco

ARTE ESPAÑOL DEL BARROCO

INTRODUCCIÓN

El momento histórico

El Barroco, como hemos visto, se desarrolla a lo largo del siglo XVII y gran parte del siglo XVIII. La monarquía hispánica entró en ese periodo como la potencia dominante en Europa aunque ya durante el reinado de Felipe II habían aparecido los síntomas de lo que sería su decadencia a lo largo del momento histórico que vamos a estudiar. Una determinada forma de entender la religiosidad y el honor, la situación económica en continuo deterioro, auténticas crisis de subsistencia, la pérdida de efectivos demográficos, los desequilibrios internos dentro de la monarquía (que llevaron a levantamientos como los de Cataluña y Nápoles y a la independencia de Portugal), los problemas derivados del mantenimiento de un imperio territorial de las dimensiones alcanzadas y un contexto internacional poco favorable, con una guerra generalizada en Europa central como fue la de los Treinta Años, llevaron a que España, a finales del XVIII, se convirtiese en una potencia de segundo orden.

Durante el siglo XVII los Austrias se mantuvieron en el trono español. El reinado de Felipe III fue un periodo tranquilo en el que no se aprovechó la paz para realizar las reformas económicas y sociales adecuadas, por el contrario, se dilapidaron los tesoros que seguían llegando de América. El periodo de Felipe IV, con diferentes fases, resume toda la complejidad del momento; acuciado por el reputacionismo que se instaló en algunos sectores de la nobleza, los ejércitos de la monarquía se vieron envueltos en continuas guerras que terminaron por minar su prestigio y su poder efectivo obligando a firmar paces (Westfalia, 1648; Pirineos, 1659) que constataban la decadencia española. El periodo del Carlos II (a pesar de la imagen que la nueva monarquía transmitió de él) fue, en cierta medida, de paz y de ligera recuperación que se truncó con la llegada de los Borbones y la Guerra de Sucesión con la que se impusieron en la Península mientras se perdían los territorios que la corona poseía en Europa. Las colonias americanas pudieron mantenerse hasta bien entrado el siglo XIX pero España ya no contaba ni en el contexto internacional ni tenía la infraestructura económica para poder explotar de forma beneficiosa los territorios extrapeninsulares que aún poseía.

Esta situación de progresivo deterioro político y económico no afectó a todos los territorios de la misma manera observándose una decadencia del centro de la Península mientras de forma lenta pero eficaz la periferia se fue recuperando.

Por otra parte, no deja de ser una paradoja que un periodo de decadencia como el XVII forme parte del denominado Siglo de Oro y aporte algunas de las cumbres de nuestra cultura escrita (Cervantes, Lope, Calderón, Góngora, Quevedo, Gracián) y artística (Ribera, Zurbarán, Velázquez, Murillo, Martínez Montañés, Gregorio Fernández) configurando algunos de los

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paradigmas vitales de lo español y convirtiéndose en el periodo de nuestra historia que más ha sido valorado exteriormente. Y ello sin contar con la proyección americana de nuestra civilización que se consolidó y desarrolló a lo largo de esta etapa.

En definitiva, una época compleja, llena de luces y sombras y de contradicciones de las que el arte terminó por convertirse en espejo fiel.

Conceptos generales

El arte español del Barroco va a reflejar de forma clara el desequilibrio que se aprecia en el desarrollo histórico de este periodo; así, la arquitectura se realizará en muchas ocasiones con materiales deleznables y terminará por convertirse en una arquitectura de teatro, tanto por la copia de las decoraciones teatrales como por el hecho de que, muchas veces, con ella se trata de encubrir una situación poco agradable. El arte del XVII se termina convirtiendo en una pantalla que refleja un determinado tipo de realidad: la que le interesa al poder. De esta situación de decadencia se salva, a duras penas, la Iglesia que puede permitirse ciertos lujos.

En general, las tres artes mayores evolucionan cada una por su cuenta, sin que existan sistemáticamente relaciones entre ellas con el agravante, para el estudio, de que se producen marcadas diferencias regionales. Del mismo modo, el arte continuará siendo fundamentalmente religioso pues entorno a ese hecho se desarrollan los ejemplos más significativos de la arquitectura, la escultura (la más popular, con diferencia, va a ser la escultura, lo que no es extraño si tenemos en cuenta de que esto venía sucediendo desde la baja Edad Media) y la pintura.

Aunque la dependencia de los modelos extranjeros está en la base de algunas novedades artísticas, los creadores españoles serán capaces de evolucionar hasta generar obras originales que se prolongarán en América logrando un arte mestizo poco estudiado y mal comprendido y peor valorado.

Teorías artísticas

Desde el punto de vista de la estética, en España no se creará ninguna teoría original, incluso los debates del periodo siguen siendo los mismos que los que se desarrollaron en la segunda mitad del XVI, al igual que las ideas de las que se parte que son casi con exclusividad italianas. A esta situación hay que añadir que la mayor parte de quienes escriben sobre arte no son artistas (Pablo de Céspedes, Juan de Butrón, Lázaro Díaz del Valle) y que, en caso de serlo (Vicente Carducho, Francisco Pacheco, Jusepe Martínez, Antonio Palomino), no pertenecen al grupo de creadores avanzados artísticamente.

La polémica más repetida es si el arte debe o no copiar la realidad; se llega, en la mayoría de los casos, a una situación de compromiso: el arte debe ser una copia de la realidad matizada por un ideal (Texto 1).

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Dentro de la pintura, existe una evolución en el desarrollo de la sensibilidad barroca; el primero, de clara dependencia manierista, el segundo en el que irrumpe con fuerza la realidad (que se copia sin entender el cambio conceptual que se desarrolla a partir de las creaciones caravaggiescas) y un tercero en el que, gracias a las influencias de pintores extranjeros como Rubens, se evoluciona hacia un mayor dinamismo compositivo y un más rico cromatismo.

Gracias a la labor de Palomino (1652-1726) conocemos los datos biográficos de muchos de los artistas de este periodo

Artistas y patronos

A pesar de ejemplos como los de El Greco, la mayoría de los artistas españoles siguen vinculados a los modos de producción medieval que giraban entorno al taller y a las relaciones entre maestro y discípulo que en muchas ocasiones o bien es hijo o bien yerno del primero; el caso más sobresaliente podría ser el de Francisco Pacheco, Velázquez y Juan Bautista Martínez del Mazo. El gremio controlaba los sistemas de producción y otorgaba autorización para abrir taller; es por ello por lo que Zurbarán se niega en un primer momento a trabajar en Sevilla que estaba controlada por Alonso Cano. La mayor parte de los artistas tienen una extracción social baja, lo que se notará en el escaso nivel teórico que poseen del que se salvan muy pocos (Pacheco, Velázquez, Cano) dándose el caso de que muchos de ellos sean analfabetos (como es el caso del vallisoletano Antonio de Pereda, aunque ello no impedía que tuviese una espléndida biblioteca que se hacía leer por sus discípulos). Esta situación afecta a pintores y escultores; los arquitectos, como en la mayoría de las épocas históricas, requieren otra formación y, en consecuencia, algunos de ellos poseen otro estatus, como es el caso de Juan Gómez de Mora que dirige la Escuela de Matemáticas de Madrid fundada por Herrera. La escasa preparación impide el desarrollo de la imaginación y conduce a la dependencia inventiva de modelos extranjeros (Zurbarán copiaba estampas para crear sus composiciones y muchos motivos figurados, como sus ángeles, están sacados de ellas) al mismo tiempo que los talleres se encargaban de obras de mera decoración de objetos, lo que hoy resultaría impensable.

Los contratos con los que se obligaban eran muy minuciosos y el comitente ejercía de forma directa o indirecta una labor de control sobre el proceso y sobre el producto final. Desde el punto de vista moral había otra censura de la que era responsable el Santo Oficio (que velaba por la rectitud doctrinal de lo representado) del que llegaron a formar parte como oficiales algunos artistas como Pacheco o el vallisoletano Diego Valentín Díaz.

Los encargos llegaban de la Iglesia (regular, secular, instituciones piadosas como las cofradías), la monarquía y la nobleza. La escasa consideración social que poseen hace que sólo en círculos muy restringidos puedan ser considerados como creadores. Dado que no podían ascender dentro de la escala social (el caso de Velázquez es excepcional) no resulta

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extraño que terminen entrando en religión o que procedan de sectores del clero, especialmente el regular. Por otra parte, a pesar de ser obreros especializados, su nivel económico no era alto (salvo los casos rarísimos de Velázquez, Ribera, Alonso Cano o Murillo) o incluso podía producirse el hecho de que el cambio de gusto terminase por enviar a la pobreza a reputados creadores como Zurbarán.

URBANISMO Y ARQUITECTURA

Introducción

La arquitectura barroca española se desarrolla a lo largo de los siglo XVII y XVIII. La segunda mitad del siglo XVI estuvo dominada por el arte frío, aristocrático e intelectual de Juan de Herrera que procedía, a su vez, de Vignola; obedecía –según Chueca Goitia- al refinamiento estético de Felipe II pero arraigó en el pueblo de tal forma que fue capaz de originar formas nacionales que se prolongarán a lo largo del siglo XVII. A lo largo del XVIII, la arquitectura barroca ya españolizada, “castiza” se desarrolla de forma paralela y apenas sin contacto con las nuevas formas foráneas (especialmente francesas e italianas) importadas por la nueva dinastía de los Borbones.

En cuanto a las características generales, las plantas de los edificios siguen, en un primer momento, los modelos jesuíticos de nave única entre contrafuertes variando lentamente hasta introducirse algunos modelos circulares, elípticos o mixtilíneos. La decoración es inexistente o se reduce a placas alrededor de los vanos que van ganando en volumen a lo largo del siglo. Los materiales empleados bajan de calidad respecto al siglo XVII, en especial en Castilla, donde se usa abundantemente el ladrillo; las estructuras de las construcciones son simples, las cúpulas son fingidas (encamonadas) de yeso y sostenidas con armazón de madera (Texto 2), por el contrario, los interiores se recubrirán con grandes retablos, dorados y policromados que provocan una falsa sensación de lujo y riqueza. Algunas fachadas, se conciben casi como retablos y experimentan la misma evolución que estos y, como en ellos, a finales del siglo XVII aparecen las columnas salomónicas que se adoptarán en las fachadas. Frente al arte matemático, sereno y equilibrado del Renacimiento, el Barroco es más dinámico y musical; se abandonan las líneas rectas para dar paso a la línea curva, en especial en lo alto del edificio que se recorta de forma naturalista sobre el cielo. Las fachadas adquieren gran importancia llegando a independizarse del resto de la obra exigiendo una contemplación en diagonal para poderlas valorar en toda su plenitud. A ese dinamismo contribuyen los contrastes de luz y de sombra tanto en el exterior como en el interior donde las líneas constructivas desaparecen bajo una abundante ornamentación de carácter naturalista.

Generalmente se distinguen tres momentos en la evolución de la arquitectura española del barroco:

-Primer y segundo tercio del siglo XVII, caracterizado por el influjo herreriano.-Últimos tercio del siglo XVII y primera mitad del XVIII, en los que triunfa lo decorativo.

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-Influencias italianas y francesas introducidas por la nueva dinastía de los Borbones, que se desarrollan en la primera mitad del XVIII.

Urbanismo

El modelo más interesante aportado por España al urbanismo fue el de la plaza mayor y éste ya había sido definido en 1561 en Valladolid. A imitación suya se realizarán con posterioridad en América y España otras plazas emblemáticas. Una de las más notables –por ser la de la capital del reino- fue la Plaza Mayor de Madrid encargada por Felipe II a Juan de Herrera en 1580 haciéndose cargo de las obras en 1617 Juan Gómez de Mora quien la dio por concluida en 1619; sin embargo, el propio Gómez de Mora debió reconstruirla a causa de un incendio en 1631; todavía padecería otros dos, uno en 1670 (encargándose de la reconstrucción Tomás Román) y otro en 1790 corriendo las obras a cargo de Juan de Villanueva quien cerró las esquinas antes libres (como en Valladolid) y la proporcionó la imagen que ahora tenemos. Es elemento fundamental en estas plazas un símbolo del poder municipal (generalmente el ayuntamiento) que comparte con el de la autoridad real en la otra de las grandes plazas españolas del barroco, quizá la más armoniosa de todas, la Plaza Mayor de Salamanca iniciada en 1724 por Alberto de Churriguera aunque concluida, en 1755, por Andrés García de Quiñones quien temiendo por su estabilidad no construyó las torres previstas para la casa consistorial sirviéndose de su modelo para la cercana Clerecía.

De cualquier modo, las novedades desde el punto de vista del urbanismo llegarían en la planificación de dos conjuntos urbanos: en Lerma y en Nuevo Baztán. A comienzos del siglo XVII, el Duque de Lerma, valido de Felipe III, encarga a Francisco de Mora, que se había formado en el herrerianismo escurialense, el diseño de La villa de Lerma (Burgos); el arquitecto realizó también el Palacio Ducal y algunos de los múltiples edificios religiosos que posee logrando un armonioso y modélico núcleo urbano bien conservado donde se hacen patentes los gustos imperantes a finales del manierismo y a comienzos de la época barroca. El otro proyecto es de comienzos del XVIII; en esas fechas el hidalgo y hombre de negocios navarro Juan de Goyeneche encargó el Nuevo Baztán (Madrid) a José Benito de Churriguera quien diseñó, además del palacio y la iglesia, las instalaciones y viviendas donde se alojaron y trabajaron familias navarras, castellanas, flamencas y portuguesas y donde producían diversos artículos manufacturados como cristalería, cerámica, sombreros, pieles, tejidos de seda y lana, al mismo tiempo que se realizaban plantaciones de olivos y viñas, en línea de las innovaciones productivas introducidas el siglo anterior en Francia por Colbert.

Los Borbones realizaron labores urbanísticas tanto en los entornos de los palacios reales (especialmente en La Granja y Aranjuez) como en diversas ciudades de las que cabría destacar los proyectos de Carlos III para la colonización de Sierra Morena (La Carlota y la Carolina, ambas en Jaén)

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mientras que en los primeros ejemplos sí podríamos hablar de un urbanismo barroco que sigue, más o menos, el modelo establecido en Versalles, en los segundos nos encontramos ya con ejemplos que podemos identificar como de incipientemente neoclásicos.

Arquitectura de los dos primeros tercios del s. XVII

Las grandes obras iniciadas por Herrera permitieron la formación de multitud de arquitectos, maestros de obra y operarios en la zona centro y norte de la Península; en este ambiente se gesta el estilo dominante a lo largo de los dos primeros tercios del siglo XVII que se caracteriza por unas plantas simples y escasísima decoración en la que se incluyen las pirámides con bolas vignolescas prefiriéndose el orden dórico con su entablamento de triglifos o de ménsulas.

A principios de siglo trabaja Francisco de Mora (h. 1553-1610) que continuó las obras de Herrera en el Escorial y, como arquitecto real, inició las de la Plaza Mayor de Madrid y dio las trazas para diferentes edificios religiosos del que podrían citarse el Monasterio de Uclés, el Convento de las Descalzas Reales en Valladolid y la iglesia del convento carmelita de San José en Ávila (1607); de cualquier forma su empeño más notable fue el diseño de la Ciudad ducal de Lerma por encargo del todopoderoso y corrupto valido de Felipe III donde inició la construcción del Palacio ducal y otros conventos e iglesias. El estilo de Mora simplifica los diseños herrerianos y busca un arte equilibrado, clásico, con marcada preferencia por lo cúbico, remates de frontones triangulares, con decoraciones reducidas a pequeños recuadros en vanos, pirámides con bolas, impostas planas y combinaciones de cuadrados, rectángulos, arcos y círculos.

Esas mismas características poseen los diseños de Fray Alberto de la Madre de Dios (1575-1635) que, a partir de 1610, se encarga de la realización del Monasterio de la Encarnación de Madrid, antes atribuido a Gómez de Mora, donde codifica, en cierto modo, los diseños herrerianos de Francisco de Mora y los convierte en canónicos para la arquitectura religiosa española durante decenios; puede comprobarse la elegancia de la solución si se compara con otra obra atribuida a él, el Convento de San Blas en Lerma.

Juan Gómez de Mora (1586-1648) fue sobrino de Francisco e hijo de un pintor de cámara de Felipe II. A partir de 1610 se hace cargo de las obras reales e introduce algunas variantes en los diseños de su tío como son los pilares con columnas adosadas, las esquinas fuertemente destacas y los vanos recuadrados y en resalte que proporcionan sensación de claroscuro. Su preferencia por los edificios civiles de planta cuadrada con torres en las esquinas rematados por elaborados chapiteles de pizarra son evidentes en sus proyectos para la Antigua cárcel de Corte (hoy Ministerio de Asuntos Exteriores) y la actual Casa de la Villa de Madrid; de entre la arquitectura religiosa se podría destacar la Clerecía, de Salamanca, sede de los jesuitas en esa ciudad, quizá el ejemplo más barroco de su trayectoria, que por sus dimensiones debió ser continuado por

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otros arquitectos, ya en el siglo XVIII, como García de Quiñones. Su labor como arquitecto real hace que sea difícil distinguir qué obras son suyas y a cuáles dio su aprobación; se supone que colaboró con Juan Bautista Crescenci (1577-1635) en la realización del Panteón de los Reyes en el monasterio del Escorial.

Otro edificio significativo del momento fue el Palacio del Buen Retiro (1532-1640), de Madrid, encargado por el Conde Duque de Olivares a Alonso Carbonell (+1660) quien sucedería a Gómez de Mora como maestro mayor de las obras reales. Sigue la estética de las construcciones civiles de Gómez de Mora aunque realizado con materiales más deleznables como el ladrillo (Texto 3) lo que ha propiciado su casi total desaparición (sólo se conservan el antiguo Salón de Reinos, el Salón del baile y, eso sí, los espléndidos jardines).

Otros arquitectos de interés son Pedro Sánchez que inició la Catedral de San Isidro, de Madrid, en 1622 siendo continuada por Francisco Bautista; ambos eran jesuitas y mantienen la monumentalidad de lo herreriano aunque separándose de los modelos, un tanto simplificados, de los Mora. En 1642, en la desparecida iglesia de San Andrés, Pedro de la Torre inició la construcción de la Capilla de San Francisco, iniciando el camino hacia un barroco más decorativo. En Toledo, la obra más notable del primer tercio del XVII es el Sagrario de la catedral en el que intervinieron Nicolás de Vergara el Joven, Juan Bautista Monegro y Jorge Manuel Theotocopuli. Valladolid, que había perdido la capitalidad aunque la recupera por breves años a comienzos del XVII, tiene como obra fundamental la continuación de su templo catedralicio que servirá de inspiración a otros edificios en Galicia, Palencia, Burgos, Bilbao y Santander.

Un caso excepcional es el de Alonso Cano (1601-1667) fundamentalmente pintor y escultor aunque aprendió con sus padres (su padre era ensamblador de retablos y su madre era profesora de dibujo) algunas nociones de dibujo arquitectónico que perfeccionaría con Francisco Pacheco y con Juan Martínez Montañés. Vinculado a la corte por mediación del Conde-Duque de Olivares y envuelto en problemas por la muerte de su mujer, terminó por recalar en Granada en 1652 logrando allí el cargo de racionero, terminando el altar mayor y dando las trazas para la Fachada de la Catedral de Granada que se inicia en 1664 organizándose en tres amplios arcos (más alto el central) que cobijan cada uno dos cuerpos con óculos y pilastras sin capiteles; en ella se introducen elementos barrocos como resaltes decorativos y mediorelieves con figuras.

En Aragón la obra más sobresaliente es la construcción de la Basílica del Pilar, de Zaragoza, a instancias de don Juan José de Austria (Virrey de Aragón) quien promovió desde 1670 unas obras que se iniciaron en 1681 y en las que intervino Francisco de Herrera el Mozo; los diferentes añadidos posteriores han enmascarado el aspecto de los diseños originales

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Arquitectura del último tercio del XVII y primera mitad del XVIII

A mediados de siglo, un aumento del gusto por la decoración lleva al abandono de la estética herreriana; los muros comienzan a enriquecerse con motivos de carácter naturalista y abstracto como guirnaldas, cartelas de hojas, placas recortadas y molduras y baquetones salientes, además de incorporarse la escultura a las fachadas. Por otra parte, la arquitectura regional muestra una gran vitalidad creativa que se realiza, muchas veces, sin seguir los modelos cortesanos.

El caso de Galicia podría ser muy representativo; allí se produce una cierta recuperación económica que unida a la tradicional capacidad de sus operarios para el trabajo de la piedra permite que exista una arquitectura de calidad que tiene en la transformación de la catedral de Santiago su elemento detonante. Estas transformaciones se realizan sin solución de continuidad desde los años 60 del siglo XVII hasta mediados del siglo XVIII. José de la Vega y Verdugo (1623-96) fue el gran impulsor del barroco gallego a partir de 1658 fecha en la que fue nombrado arquitecto de la fábrica de Santiago y cuando redacta su famoso informe que servirá de guía a los trabajos posteriores; pertenecía a la aristocracia (Conde de Alba Real) y había estado en Roma donde conoció de primera mano los trabajos de Bernini para el Vaticano; realizó el Tabernáculo y la Puerta de la Quintana; otra obra importante de este momento fue el Monasterio e iglesia de S. Martín Pinario en el que intervienen muchos de los más interesantes arquitectos del momento en Santiago, entre ellos José de la Peña de Toro (que trabajó en la Torre de las campanas y en la Puerta de la Quintana) y fray Gabriel Casas. A Domingo de Andrade (1639-1712) se le considera el más importante de los artistas gallegos del Barroco; en 1672 fue nombrado aparejador de la catedral y cuatro años más tarde, a la muerte de Peña de Toro, arquitecto mayor; su formación intelectual, propiciada por su mecenas Vega y Verdugo, hace que en su obra inicial, la Torre del reloj (1676-1680), muestre ya su madurez debiéndose valorar, fundamentalmente, la transición que imprime a los diversos cuerpos a los que dota de mayor sensación de movilidad a medida que van ascendiendo en altura; esta torre sirvió de modelo para muchos otros templos de Galicia y España. Además de completar la zona de la catedral que da a la Plaza de la Quintana realizó retablos y tabernáculos para diversos templos y monasterios de Galicia. La obra barroca más conocida de la catedral es, seguramente, la Fachada del Obradoiro (1738-1750) realizada por Fernando Casas y Novoa (1670-1750) que antes de convertirse en el arquitecto mayor de Santiago, lo había sido de la catedral de Lugo y de San Martín Pinario (realizó el claustro y el remate de la fachada del monasterio). La fachada del Obradoiro, además de proteger el Pórtico de la Gloria que se encontraba en estado ruinoso, posee un notable efecto escenográfico acentuado por el amplio espacio anterior; está compuesta por dos cuerpos con grandes ventanales flanqueado por dos impresionantes torres (la de las Campanas y la de la Carraca) que la convierten en uno de los monumentos barrocos más significativos de la península a la vez que culmina el proceso iniciado por el barroco gallego a mediados del siglo XVII.

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Tradicionalmente se ha denominado este periodo que estudiamos como “churrigueresco” porque uno de los primeros artistas en introducir a gran escala los elementos decorativos en la arquitectura fue el escultor y arquitecto José Benito Churriguera (1665-1725) que en 1690 fue designado arquitecto real por Carlos II hasta ser relevado de su puesto a la llegada de Felipe V que prefirió a Teodoro de Ardemans; alejado de la corte por insubordinación trabajó en la catedral de Segovia y realizó el Retablo mayor de san Esteban, Salamanca (1690) en el que define su estilo caracterizado por el uso de la columna salomónica (introducida en Levante algunos decenios antes) ornamentada con pámpanos y racimos y una abigarrada decoración de origen retablístico. Es destacable, también, su participación como urbanista en el Nuevo Baztán. Sus hermanos Alberto Churriguera (1676-1750) que inició la Plaza Mayor de Salamanca en 1725 y Joaquín Churriguera (1674-1724) que proyectó, entre otras obras, la cúpula de la Catedral nueva de Salamanca y dos de sus hijos contribuyeron a la difusión de un estilo que tuvo en su momento tantos defensores como detractores.

Otro de los continuadores de esta estética es Narciso Tomé (1690-1742) que con su hermano Diego se formó en el ambiente salmantino de comienzos de siglo XVIII dominado por los Churriguera y que realizó la Fachada de la Universidad de Valladolid (1717) y, especialmente, el Transparente de la catedral de Toledo (1721-32) en el que fue ayudado por sus hijos; ambas obras muestran la difícil separación entre actividades artísticas como la arquitectura y la escultura en este periodo.

En la corte, la figura más destacada va a ser la de Pedro de Ribera (1681-1742). Posee un estilo muy definido como es la concentración decorativa en una zona determinada del muro, señalándola por medio de baquetones en sección asimétrica y muy salientes que enmarcan la puerta del edificio que engloba también la balconada superior y que rompe la línea de la cornisa creando frontones quebrados; en este conjunto se incluyen habitualmente imitaciones en piedra de cortinajes plegados y estípites que se convierten en uno de sus elementos más característicos. Ribera, además, explotó al máximo las posibilidades decorativas de las cúpulas. Sus obras más representativas son el Cuartel del Conde-Duque (iniciado en 1717), el Puente de Toledo (1718), la Iglesia de Nuestra Señora de Montserrat (en la que puede apreciarse cómo a la estructura herreriana se le añade progresiva decoración en sectores concretos, especialmente en la torre que aumenta en altura su movimiento) el Real Hospicio del Ave María y san Fernando (1721-26) que es considerada su obra más emblemática, la Iglesia de san José (1730-48) y el Monasterio de Uclés (1735).

A pesar de que la columna salomónica ya había sido utilizada en levante como elemento arquitectónico en el siglo XVII, no será hasta el XVIII cuando se realicen las obras maestras de este estilo. El escultor austriaco Conrad Rudolf ganó el concurso para la realización de la Fachada de la catedral de Valencia en 1703 para la que diseña una estructura basada en aspectos de obras (realizadas por arquitectos y escultores de

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la zona y mucho más cuando Rudolf debió retirarse con la corte del Archiduque) de Guarino Guarini y de Borromini; en ella se saca partido al espacio angosto creando un movimiento en planta de curva y contracurva y en altura acrecentando el dinamismo de los remates; la novedad de su diseño fue valorada por quienes tuvieron que dar por bueno el proyecto. En los años cuarenta del siglo XVIII se realizó en Valencia otra obra notable en la que se podía apreciar la influencia rococó: el Palacio del Marqués de Dos Aguas, de planta cuadrada muy simple pero excelentemente decorada según diseño de Hipólito Rovira (quien también pintó todos los paramentos exteriores) por Francisco Vergara quien realizó una dinámica portada en alabastro, llena de motivos naturalistas, coronada por la Virgen y con dos figuras alegóricas de los ríos Júcar y Turia flanqueando la entrada; a mediados del s. XIX desaparecieron los frescos de Rovira y se remodelaron las ventanas; desde mediados del XX se ubica en él el Museo de Cerámica. Otra obra notable de la arquitectura levantina fue la Fachada de la Catedral de Murcia (1736-53), de notable belleza y monumentalidad; se diseñó como un retablo de piedra abierto a la plaza, según el encargo del Cabildo, realizándola Jaime Bort y Meliá (+1754) bajo el proyecto de un ingeniero militar, Sebastián Feringán, y se dedicó a la Santísima Virgen María, recogiéndose, además, imágenes de santos vinculados a la zona, muchas de ellas realizadas por el escultor francés Antonio Dupar; la fachada es un excelente ejemplo del barroco español en la que se logra la sensación de dinamismo por medio del juego de luz y sombra proporcionado por los elementos que sobresalen de la línea de la fachada.

Los modelos extranjeros

La nueva dinastía de origen francés marcó de forma inmediata las diferencias con el arte que se había estado realizando en España. Los primeros años fueron difíciles a causa de la Guerra de Sucesión pero aún así se realizaron diversas obras de reformas en los Reales Sitios a cargo de arquitectos de formación francesa; superados los momentos bélicos y garantizada la permanencia en el trono se inició la primera de las obras de envergadura, la construcción de La Granja de San Ildefonso (Segovia), a partir de 1718, encargada en su arquitectura a Teodoro Ardemans quien creó un edificio híbrido entre lo francés y lo hispánico (palacio de planta cuadrada con torres insertas en el bloque del edificio) y unos espectaculares jardines según modelo francés, respetuosos con la topografía del lugar, debidos a René Carlier quien intervendría, también, en otras obras reales; el edificio fue ampliado en sus extremos añadiéndose dos patios abiertos a cargo de Andrea Procaccini, que incorporan influencias del rococó europeo, y una nueva fachada, a partir de 1734, diseñada por Filippo Juvarra (1678-1736) y llevada a cabo por su discípulo Giovanni Battista Sacchetti (1690-1764) que inician la influencia italiana en la arquitectura bórbónica.

También de Juvarra y Sachetti, aunque con más intervención de éste último, es la obra de mayor empeño de este momento: el Palacio Real de Madrid (1737-1764); Sachetti introdujo notables innovaciones el proyecto inicial de Juvarra, reduciendo el espacio y elevando su altura por exigencias de

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la corte, que prefirió construir sobre el solar del viejo Alcázar de los Austrias destruido por un incendio en 1734; a pesar de estos cambios la composición y la ordenación de los elementos no varió sustancialmente de uno a otro: el zócalo almohadillado, la alternancia de frontones, el orden gigante, la balaustrada con jarrones y esculturas que lo convirtieron en un excelente ejemplo de arquitectura del barroco clasicista, y el mayor de toda Europa Occidental, en la línea de lo propugnado por Bernini. A partir de 1670 fue ampliado por Francisco Sabatini (ala de San Gil).

Otras intervenciones de menor empeño fueron las realizadas en Riofrío, Aranjuez y El Pardo. En Aranjuez trabajó Giácomo Bonavía que diseñó la Iglesia de los santos Justo y Pastor de Madrid, 1739, con una fachada convexa aunque con escasa volumetría; también es destacable la iglesia de las Salesas Reales (Santa Bárbara), 1750-58, obra de Francisco Carlier, más interesante por su decoración interior que por sus formas externas .

A mediados del XVIII comienzan a recibirse las influencias que darán origen al Neoclasicismo.

ESCULTURA

Características generales

Al igual que ocurre en arquitectura, el paso entre el siglo XVI y el XVII se produce de forma casi imperceptible por la enorme fuerza creativa del los grandes maestros, en especial de Gaspar Becerra, y porque muchos de los tracistas de los retablos de comienzos del barroco se habían formado en el entorno herreriano.

Los escultores trabajan, mayoritariamente, para una clientela vinculada a lo religioso, bien directamente (clero) o indirectamente (enterramientos, donaciones, importancia de las cofradías); en general los escultores proceden de estratos sociales bajos y no mejoran (salvo casos excepcionales) su estatus; tampoco estaban especialmente considerados a pesar de la importancia que tenían para la piedad popular, aunque ello no era obstáculo para que algunos firmaran sus obras, hecho que se va haciendo cada vez más habitual durante el desarrollo del estilo y está bastante generalizado en el XVIII.

Respecto a la creación escultórica, en muchas ocasiones está inspirada en grabados aunque eso no implica que los artistas no se afanen en el dibujo (en la mayoría de los casos es necesario elaborar un proyecto antes de formar el contrato, que se han perdido por el poco interés que ha existido por su coleccionismo); por otra parte, era común que realizasen un modelo a escala en barro, terracotta o cera. El material más común es la madera (omnipresente en los retablos y las sillerías) aunque se usa de la piedra generalmente para sepulcros y excepcionalmente del barro policromado e incluso del plomo; las figuras “de papelón” tenían su importancia para los pasos procesionales.

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La iconografía le viene al artista dada por el comitente. El Concilio de Trento introdujo diversas restricciones intentando poner orden en el batiburrillo de sentimientos piadosos y de auténticas mentiras que se habían apoderado de las representaciones religiosas a mediados del siglo XVI, lo que no impide que se insista en el culto a las reliquias para las que se construyen retablos enteros. A los temas tradicionales (vida de Cristo, de la Virgen, vidas de santos de importancia local) se unen los de las nuevas canonizaciones del XVII: Ignacio de Loyola y otros santos jesuitas, Teresa de Jesús, san Isidro Labrador; la nueva sensibilidad religiosa potencia otros ya conocidos (san Francisco, san Bruno, Santiago) y nuevos como el de la Inmaculada, la Sagrada Familia, san José, Cristo niño y el de los ángeles.

Con respecto a los géneros, no hay apenas innovación y se siguen realizando retablos, sillerías, sepulcros, escasísima escultura monumental, urbanística y efímera. Una aportación puramente española, que se trasladará a América, y que tiene su origen a finales del XVII pero que se consagra en el Barroco es el de los pasos procesionales, especialmente los de Semana Santa con imágenes de la Pasión de Cristo. En la escuela castellana, al igual que en Murcia, hay una predilección por los grupos escultóricos mientras que en Sevilla y Granada se prefieren los pasos con imágenes únicas (en muchas ocasiones tallados sólo el rostro, las manos y los pies y convertidos en auténticas imágenes de vestir, modalidad que se trasladará a Hispanoamérica). En Madrid se alternan unas y otras.

El denominador común de esta escultura es el de la identificación del espectador con la imagen representada; en esa búsqueda de la compasión se recurre a las representaciones de raíz naturalista que conllevan cualquier tipo de artificio, en especial los postizos, bien sean añadidos de telas o de diferentes materiales (cristal para los ojos, cuerno para las uñas, corcho para las heridas). La policromía tiene un papel importante en todo el periodo y era encargada en muchas ocasiones a artistas de renombre (como ocurre con Martínez Montañés y Pacheco y con Gregorio Fernández y Diego Valentín Díaz) la policromía acentúa los valores expresivos y decorativos de las obras sobre las que se aplica de las que, progresivamente, va desapareciendo el fondo de pan de oro.

La evolución del estilo está perfectamente marcada: a una primera mitad de siglo XVII en la que predomina el naturalismo, le sucede una segunda y gran parte del XVIII en la que el barroquismo en sus extremos más ornamentales y grandilocuentes triunfa plenamente; al mismo tiempo, y a comienzos del XVIII, la nueva dinastía de los Borbones introducirá nuevos modelos clasicistas en los encargos de la corte que triunfarán definitivamente en el último tercio del XVIII.

Respecto a los centros escultóricos también se encuentran bien definidos: la escuela castellana, con centro fundamental en Valladolid, la andaluza, con centros en Sevilla y Granada, la madrileña y, ya en el siglo XVIII, la murciana.

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La escuela castellana: Gregorio Fernández

El arte de Juan de Juni, de Esteban Jordán y el de Gaspar Becerra marcaron la evolución escultórica castellana del último tercio del XVI. A comienzos del XVII trabajaba en Valladolid Francisco Rincón (+1608) al que puede considerarse como el iniciador (además del primer paso procesional, en 1606) de una tendencia artística que abandonaba la “terribilitá” miguelangelesca a la búsqueda de una representación más humana de los temas religiosos, tal como puede verse en la fachada y el retablo mayor de la Iglesia de las Angustias de Valladolid.

La escultura castellana se configura a partir de expresiones como las de Rincón y, fundamentalmente, de las de Gregorio Fernández, creando figuras en las que el realismo se convierte en elemento fundamental llegando hasta las más duras expresiones del dramatismo, del dolor y cayendo en el patetismo, lo que es más evidente en la escultura procesional; en estos pasos, las diferencias entre las figuras son evidentes, apareciendo la Virgen, Cristo y los apóstoles con una cierta idealización (incluyendo un peculiar “clasicismo” en los vestidos) mientras que se acentúan el carácter caricaturesco de los sayones –en los que la fealdad de su rostro es representativa de la maldad de su carácter- que aparecen con abigarradas ropas coetáneas a la realización.

El gallego Gregorio Fernández (1576-1636) es el artista más notable del momento y quien define la escultura barroca castellana; tuvo notable fama y fue admirado (se conserva un retrato suyo pintado por Diego Valentín Díaz) y valorado por su clientela en la que se incluían los Condes de Fuensaldaña para los que hizo sus bustos funerarios orantes (1620) en San Miguel de Valladolid y el propio rey Felipe IV. Llegó a Valladolid a comienzos de siglo y estuvo en el taller de Francisco de Rincón pero a partir de 1605 ya se había instalado por su cuenta, lo que nos hace pensar que cuando viene posee un dominio de la profesión que se completa con Rincón y con Pompeyo Leoni (escultor italiano que viaja con la corte) y debe conocer directa o indirectamente obras de Juan de Bolonia; además tuvo sensibilidad para modelos anteriores como los creados por Juan de Juni (en cuyas casas vivió). Con estos elementos concreta su estilo que se caracterizará por el carácter directo y convincente de sus representaciones, de un realismo patético que cuando se trata de figuras importantes nunca cae en la vulgaridad aunque ésta es acentuada en el caso de los esbirros, un dominio de la representación del cuerpo humano, reflejado con corrección anatómica y una concentración de la expresividad en las cabezas, unos desnudos suaves y unos pliegues metálicos en las telas representadas. En vez de seguir a la corte cuando esta marcha definitivamente a Madrid, Fernández prefirió quedarse en Valladolid donde crea un enorme taller con el que hace frente a múltiples encargos que no sólo le llegan de la ciudad y de su entorno sino que provienen de todo el norte (Aránzazu, Eibar, Vergara, Azcoitia, Vitoria, Alfaro, Calahorra) y centro (Plasencia y Madrid) e incluso de Galicia y Portugal.

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Aunque se le ha criticado no tanto por la calidad de sus figuras sino porque no parece adaptarse convincentemente a la arquitectura de sus retablos, no parece que esta fuese la opinión de sus coetáneos para los que realizó (con ayuda de su taller) numerosísimos encargos de este género entre los que cabe destacar su participación en San Miguel de Valladolid (1606), el Retablo Mayor de Miranda do Douro (1610), Retablo Mayor del Monasterio de las Huelgas de Valladolid (1613), el de los Santos Juanes en Nava del Rey (Valladolid), el de San Miguel de Vitoria y el Retablo Mayor de la Catedral de Plasencia (1625) que puede considerarse la culminación de este tipo de obras en la primera mitad del XVII.

De entre sus figuras exentas cabría destacar sus aportaciones iconográficas en los temas de Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola y San Isidro Labrador pero especialmente el tema de Cristo yacente (siendo quizá el primero el del Pardo que generó numerosas réplicas y copias de taller) siendo, probablemente, quien mejor ha sido capaz de transmitir la sensación de un cuerpo muerto, con un desnudo excepcionalmente modelado, una cabeza suavemente inclinada a la derecha, la boca y los párpados entreabiertos y unos acertados toques de postizos y policromía. No es tan interesante su representación de la Inmaculada pero sí la de Jesucristo en la cruz de la que la más importante representación es el Cristo de la luz.

El arte de Fernández brilla en los pasos procesionales (Texto 4) que todavía hoy siguen maravillando a los miles de espectadores que los contemplan en su ambiente propio, es decir, la calle y las cofradías penitenciales para las que fueron creados. La Piedad (1616) del Museo de Escultura de Valladolid (al que le faltan algunas imágenes que se conservan en su ubicación original, la Iglesia de las Angustias) fue parte de uno de ellos; María acoge en su regazo el cuerpo de Cristo, que es un trasunto del yacente que antes hemos comentado aunque con los ojos cerrados, mientras los dos ladrones (Dimas con el rostro sereno y Gestas con gesto sufriente) denotan la salvación y condenación. En 1623, para la Vera Cruz, realizó el paso del Descendimiento en el que, posiblemente, se lleven hasta sus últimas consecuencias las posibilidades plásticas de este tema; la Virgen de los Dolores (una recreación de Virgen de las Angustias de Juni) recibe una veneración especial y fue sustituida en el conjunto por una copia a mediados del XVIII. Para la misma cofradía había hecho la Flagelación (1619) y la Coronación de espinas (1620) de los que se han extraído las dos figuras principales que, dada su calidad procesionan individualmente.

Su calidad y capacidad inventiva hizo que, junto con la pérdida de la importancia política de Valladolid, sus discípulos y continuadores no hiciesen más que repetir sus composiciones y modelos sin que ninguno pudiese superar sus creaciones. Sólo por citar algunos: Francisco Alonso de los Ríos, Francisco Díez de Tudanca, Juan Rodríguez, Alonso y José de Rozas y Juan y Pedro de Ávila.

En el siglo XVIII se detecta en Castilla una cierta recuperación escultórica que se orienta fundamentalmente a lo decorativo pues no en vano, en 1693, realizó José Benito Churriguera

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en Retablo Mayor de San Esteban (Salamanca) donde define las características de este estilo difundido por su familia y al que pertenecen, también, las esculturas de los Hermanos Tomé (Narciso y Diego) para la Fachada de la Universidad de Valladolid (1717) uno de los pocos ejemplos de arte “profano” de este momento. Otros escultores nacidos o instalados en Castilla se vincularon a esta estética dinámica y brillante, podríamos decir que rococó, entre los que cabe mencionar a otra saga de escultores iniciada por Tomás de Sierra y seguida por sus hijos (Pedro -que se establecería en Valladolid-, Francisco, José y Tomás, que continuarían –como su padre- en Medina de Rioseco) y que realizan numerosos encargos de los que podría ser buena representación el trabajo de Pedro de Sierra para la Sillería del convento de San Francisco en Valladolid. Alejandro Carnicero (1693-1756) es otro notable creador que se forma en el entorno churrigueresco y que trabajó, entre otros lugares para Salamanca (Sillería de la Catedral), Extremadura (Sillería del Monasterio de Guadalupe) y Madrid (Estatuas para el Palacio Real). Felipe de Espinabete (1719-98) se formó en el taller de los Sierra y continuó su estética (fundamentada en el gusto por lo decorativo y lo morboso) que prolonga hasta finales del XVIII, cuando el Neoclasicismo había ganado la batalla artística.

La escuela andaluza: Martínez Montañés y Alonso Cano

A lo largo del siglo XVI, los trabajos en la catedral de Granada habían llevado a esta ciudad a escultores como Ordóñez, Bigarny y Siloé. En ellos se fundamentaría el desarrollo de la escuela andaluza de escultura que tendría sus continuadores en Juan Bautista Vázquez, en Jerónimo Hernández, en Juan de Oviedo y de la Bandera y, especialmente, en Pablo de Rojas (1560-d.1607) quien trabajó en Granada y fue maestro de Martínez Montañés convirtiéndose en la figura fundamental del tránsito al XVII.

Se ha caracterizado la escultura andaluza, en oposición a la castellana, por un naturalismo idealizado, por un mayor refinamiento estético, por un recurso durante más tiempo al oro como fondo para los retablos y por un cierto clasicismo. Además, la escultura andaluza concibe sus pasos procesionales para figuras únicas y busca el efectismo en los ropajes y los añadidos bastando un cuidadoso trabajo en las manos y los rostros lo que provoca que, en muchas ocasiones, se construyan simples maniquíes o “imágenes de palo”.

En Sevilla se instaló, en 1582, Juan Martínez Montañés (1568-1649) después de su formación granadina con Pablo de Rojas. Su escultura se caracteriza por la serenidad y la quietud muy en la línea postridentina, con un sedimento clásico de profundo humanismo y un naturalismo matizado por la idealización que convierte a sus modelos en intemporales, apoyándolos -como las esculturas clásicas- en una pierna con una gracia natural, son notas dominantes de su trabajo la corrección, el equilibrio y la belleza, huyendo del patetismo; en los últimos años de su vida realizará concesiones al barroquismo (movimientos en las esculturas, ángeles

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revoloteando) tal como manifiestan sus obras en las que, por otra parte, hay numerosa intervención del taller.

En 1597 realizó un San Cristóbal en el que apunta lo que será su estilo que aparece claramente en el relieve de la Purificación (1606) y especialmente en el retablo de San Isidoro del Campo, Santiponce (1609-1613) que es un exponente del equilibrio entre escultura y arquitectura que muchas veces está ausente en la escuela castellana. Este retablo posee una de sus piezas maestras, la Adoración de los pastores; a la izquierda se sitúan la Virgen (que descorre suavemente los paños que tapan a su Hijo) y los ángeles y a la derecha los pastores y los animales; el centro está reservado para el Niño y para un San José relativamente joven. Todo ello envuelto en un equilibrio formal y conceptual basado en las recatadas actitudes de todos los participantes en el hecho. También realizó los retablos de Santa Clara y San Leandro. Su última gran obra fue el retablo de San Miguel en Jerez de la Frontera en el que intervino decisivamente José de Arce, realizando el maestro la Derrota de los demonios y la Transfiguración, ambas en la calle central.

Sin embargo, la fama de Martínez Montañés se fundamenta especialmente en sus figuras de devoción. Una de ellas muy temprana, el Cristo de la Clemencia o de los Cálices (1603), policromado por Francisco Pacheco, en el que logra una de las mejores representaciones del Crucificado que abre los ojos, antes de expirar a cualquiera que estuviese orando ante él, tal como estaba especificado en el contrato de su realización que firmó con Mateo Vázquez de Leca; son notas destacables en él, su cuerpo perfecto en el que apenas aparecen rastros de los padecimientos, su rostro cerrado por la corona de espinas en forma de casquete, su paño de la pureza rompiendo el eje vertical gracias a sus abundantes plegados y los cuatro clavos característicos de la escuela andaluza. Otro tanto podrái decirse de una de las imágenes más bellas talladas de la Virgen, la Inmaculada de la catedral de Sevilla (1628) conocida como la “Cieguecita” que marcaría un modelo a repetir por sus contemporáneos y seguidores; se trata de una mujer madura, recatada, que dirige su mirada al suelo, con las manos juntas, apoyada en la pierna derecha y con un manto recogido en innumerables pliegues que proporcionan un contrapunto de dinamismo a una figura fundamentalmente estable y clásica. Podríamos mencionar, también, otro tipo iconográfico que fija Montañés, el de las imágenes de Niño Jesús de vestir, muy propias de los conventos de monjas, y desde este punto de vista podríamos interpretarlo como una concesión al sentimentalismo y la balandenguería, pero que también fueron encargadas por catedrales e iglesias.

La personalidad de este artista, su alto concepto de sí mismo y su calidad hace que apenas existan seguidores (Juan Gómez, Felipe de Ribas y José de Arce), que continúen su estela, salvo Juan de Mesa (1583-1627) que fue su discípulo más sobresaliente y cuya muerte parece que afectó al maestro; Mesa copia los modelos de Montañés aunque buscando su lado más expresivo y emocional, más barroco, descuidando en ocasiones el modelado y llegando a la desproporción; realizó obras de devoción y pasos procesionales de figura única entre los que habría que destacar su Jesús del Gran Poder (1620) en

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el que parte de una obra de Montañés, Jesús de la Pasión (1910-15), una talla de vestir esculpida por entero pero dando más importancia a los elementos visibles..

Avanzado el siglo, el barroquismo triunfa plenamente en la obra de Pedro Roldán (1624-1700) formado en Granada con Pedro de Mena pero que se establece en Sevilla donde realiza sus trabajos más sobresalientes, en especial el Retablo mayor del Hospital de la Caridad (1670-72) en el que la arquitectura actúa de escenario en el que se representa el Entierro de Cristo que culmina el programa iconográfico de obras de misericordia; verismo, dramatismo y una cierta teatralidad son sus notas distintivas. Su hija Luisa Roldán, la Roldana (1656-1704) parte de muchos de los modelos paternos pero sus esculturas, que gozaron de extraordinaria fama en su época, posee unas características más menudas, dulces, delicadas, anecdóticas y narrativas que se concretan en los grupos de barro policromado en los que preludia la estética rococó (La Educación de la Virgen, Sagrada Familia con el Niño dando sus primeros pasos); en 1692 el rey Carlos II la nombró Escultor de Cámara por un San Miguel para el Monasterio del Escorial, cargo en el que fue mantenida por Felipe V. Otro discípulo de Pedro Roldán fue Pedro Duque Cornejo (1677-1757) autor, entre otras obras de la Sillería de la catedral de Córdoba.

En Granada la figura más importante en el segundo tercio del XVII es la de Alonso Cano (1601-1667), nacido en Granada, hijo de un ensamblador manchego, su padre se trasladado a Sevilla donde, con trece años, Alonso entra en el taller de Francisco Pacheco; allí conoció y se hizo amigo de Velázquez. Además del aprendizaje con Pacheco, la influencia que recibió de Martínez Montañés (de quien policromó diversas obras) fue decisiva en su formación que abarcaría la pintura, la escultura y la arquitectura poseyendo unas grandes dotes de inventiva como muestra en los dibujos que de él se han conservado. En 1626 obtenía su título de pintor y antes del 29 el de escultor. Su vida fue bastante azarosa; su primer matrimonio duró dos años y su segundo le proporcionó una cuantiosa dote que Cano dilapidó siendo encarcelado por deudas en 1636. En 1629 se había hecho cargo del Retablo de Nuestra Señora de Oliva, en Lebrija, donde realiza una traza que significará un antes y un después para la retablística andaluza y donde se libera de la influencia de Montañés. La figura de la Virgen posee sus características de esta etapa: cabeza inclinada a la derecha, manto caído en diagonal que deja descubierto el hombro y sustitución de los paños plegados de Martínez Montañés por otros más ondulados. En 1638 fue a Madrid, llamado por el Conde-Duque, dedicándose fundamentalmente a la pintura. En 1644 moría apuñalada su segunda esposa y Cano fue acusado del asesinato llegando a recibir tormento; exonerado, marchó un año a Valencia. Realizó escasas obras escultóricas en ese tiempo destacándose un Niño Jesús con la cruz a cuestas. En 1652 decide irse a Granada a ocupar un cargo en el cabildo.

En Granada había un vacío escultórico por el fallecimiento de Alonso de Mena y la marcha a Sevilla de Pedro Roldán, por lo que Alonso se convierte en un referente escultórico a lo que el

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artista responde alcanzando la culminación de su capacidad creativa. Las figuras quedan cerradas en un esquema oval y resaltadas por una sencilla policromía de colores planos, tal como puede apreciarse en la Inmaculada (1655-56) que fue altamente considerada por sus compañeros del cabildo. De esa época es la Cabeza de San Juan de Dios. Con él colaboraría su discípulo Pedro de Mena con el que realizaría, en 1657, diversas piezas de gran tamaño (San Diego de Alcalá, San Antonio de Padua, San José y el Niño). Sus disputas con el Cabildo determinan su vuelta a Madrid (1657-60) para retornar a Granada después de haberse ordenado sacerdote en Salamanca y realizar algunas de sus últimas obras maestras (Cabeza de San Pablo, San Antonio de Padua, bustos de Adán y Eva).

La influencia de Cano tanto en Andalucía como en Castilla fue enorme y de él se derivan muchos tipos iconográficos de la segunda mitad del XVII.

De todos sus discípulos, el más notable fue Pedro de Mena (1628-1688), hijo del escultor Alonso de Mena que, después de una formación inicial con su padre y con Bernardo de Mora, entró en el taller de Cano en 1652 colaborando inmediatamente con él en sus encargos más importantes. Por recomendación de Cano hizo el Coro de la catedral de Málaga (1658) que se distingue por su corrección en el trabajo de manos y cabezas y por su sencillez. Mena se instala en Málaga y comienza a producir algunos de sus modelos más solicitados desde otros lugares de España: las imágenes de la Dolorosa y del Ecce-Homo en los que acentúa el carácter dramático y patético de las figuras, tal como puede apreciarse en su escultura de la Magdalena penitente.

Otros dos escultores notables de la escuela Granadina del XVII son José de Mora (1642-1724) miembro de una familia de artistas que llegó a ser escultor de cámara de Carlos II. Se instaló definitivamente en Granada, donde moriría loco, en 1680; su estilo puede relacionarse tanto con el de Alonso Cano como con el de Pedro de Mena así como sus tipos iconográficos (Dolorosas, Inmaculadas, Ecce-Homos). José Risueño (1665-1732) fue un artista polifacético cuya obra guarda semejanzas con la de Mora; domina todas las técnicas aunque donde alcanza mayor capacidad expresiva (para la que no duda en recurrir a postizos de todo tipo) en sus barros de pequeño tamaño llenos de movimiento y de rica policromía.

La corte

Los monarcas españoles del XVII mostraron su preferencia más por la pintura que por la escultura; además, estando Madrid en el centro de la Península, no fue difícil recabar los servicios de los escultores cuando se trató de realizar algún tipo de encargo. En Madrid estuvieron Gregorio Fernández, Alonso Cano (aunque más como pintor que como escultor), Martínez Montañés (de quien realizó el retrato Velásquez) y la Roldana, entre otros.

Por otra parte, los dominios hispanos en Europa surtían de buenos artífices en técnicas no utilizadas habitualmente por

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los españoles, así, Pompeyo Leoni realiza en bronce las estatuas orantes del Duque de Lerma y su mujer y Juan de Bolonia la estatua ecuestre de Felipe III que prolonga los modelos tardomanieristas de este autor y que fue concluida por su discípulo Pietro Tacca quien funde la de Felipe IV (quizá siguiendo un diseño de Velázquez y con un modelo de cabeza del rey realizado por Martínez Montañés), uno de los ejemplos más sobresalientes de estatuaria barroca digna de mayor difusión. Puramente nacionales, pero siguiendo influencias foráneas, trabajan en el entorno cortesano Antonio de Riera, Antonio Herrera Barnuevo y Giraldo de Merlo, sin que sus obras aporten novedades sobresalientes en la plástica del momento.

El segundo tercio del siglo está dominado por la figura de un escultor portugués afincado definitivamente en Madrid: Manuel Pereira (1588-1683). Fue exclusivamente escultor trabajando bultos exentos y despreocupándose totalmente de la arquitectura de los retablos; no formó escuela a pesar de tener algunos discípulos y aunque formalmente podría relacionarse con obras castellanas, hay un sentimiento contenido en casi todas sus obras, una delicadeza en la realización, una concentración mística en sus rostros y un cierto clasicismo que lo separan de esta escuela; como buenos ejemplos de su trabajo podrían citarse dos obras que tocan el mismo tema: el San Bruno, de la cartuja de Miraflores, en Burgos, realizado en madera policromada (trabajaban con él pintores de la talla de Jusepe Leonardo y Francisco Camilo) absorto en la contemplación del crucifijo que tiene en su mano y el San Bruno de la hospedería de la cartuja de la calle Alcalá de Madrid (ahora en la academia de San Fernando) por el que, según Palomino, hacía desviar su coche el rey Felipe IV para contemplar la pétrea escultura meditando sobre la fugacidad de la vida representada por una calavera que porta en su mano izquierda mientras se lleva al pecho la derecha.

En el último tercio de siglo destaca la obra de Pedro Alonso de los Ríos que rehizo, entre 1681 y 1683, parte del trascoro de la catedral de Burgos. Es posible que con este artista se formase el más destacado de los escultores de tradición española a comienzos del XVIII en la capital: Juan Alonso Villabrille y Ron, del que no se poseen muchos datos (posiblemente porque se trate de un artífice que fue conocido indistintamente como Alonso Villabrille y como Juan Ron) aunque sabemos que nació en 1663 y que murió después de 1732. De entre sus obras destacan la escultura de San Fernando, en la fachada del Hospicio de Madrid y la espectacular Cabeza de San Pablo obra autógrafa datada en 1707 en la que extrae con magistral virtuosismo todas las posibilidades de la madera policromada haciendo visibles los tópicos con los que se caracterizan al Barroco, en especial los relacionados con la compasión que se busca en el espectador para lo que se usan los recursos de teatralidad (la cabeza se dispone sobre un atril), realismo (son visibles los huecos de la laringe, las venas, las vértebras cercenadas) y patetismo (la boca entreabierta y los ojos vidriados recuerdan a la expresión del Laocoonte). No podríamos concluir sin mencionar a un discípulo de Villabrille, Luis Salvador Carmona (1708-1767) nacido en Nava del Rey (Valladolid) pero formado en Madrid e Italia y que dejó en la capital de España alguna de sus obras

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más relevantes; continuador de la estética de la escuela castellana, participó en las labores previas a la fundación de la Academia de San Fernando de la que llegó a ser profesor y Teniente-Director de la Sección de Escultura. Su Cristo del Perdón (1756) combina características de la nueva escultura que está triunfando (con un estudio anatómico en la línea más académica) con el recurso a los postizos tan propios de la escuela castellana.

Bien por razones estéticas o bien porque los artistas nacionales no estaban acostumbrados a trabajar ciertos materiales y géneros, la nueva dinastía de los Borbones manifestó un total desprecio por el “casticismo” español. Por ello, para las nuevas empresas que acomete manda llamar a artistas extranjeros que serán quienes se encarguen de las labores decorativas de las nuevas iglesias y palacios que se construyen en el ambiente cortesano hasta que, progresivamente, se puedan ir incorporando a la tarea artistas nacionales. Para La Granja trabajaron René Frémin (Fuente de la Fama) y Jean Thierry a los que se unirían después los hermanos Dumandré, Pierre Pitué y algunos otros escultores que también trabajarían en Aranjuez aunque las obras principales allí fueron realizadas por Juan Domingo Olivieri quien también se encargará de dirigir los trabajos decorativos en el Palacio Real donde fue ayudado por Felipe de Castro. Olivieri puso las bases de lo que sería la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (que supondría progresivamente el paso al Neoclasicismo gracias a la instauración de nuevos métodos de enseñanza) a cuya tareas de enseñanza y dirección de incorporó Castro. Ambos repartieron encargos a Luis Salvador Carmona, Juan Pascual de Mena (quien realizaría la Fuente de Neptuno en el Paseo del Prado, obra ya totalmente neoclásica), Roberto Michel, Alejandro Carnicero y otros.

Murcia: Salzillo

A finales del XVII trabajaba en la zona de Murcia un escultor natural de Estrasburgo, Nicolás de Bussy quien, tras haber pasado por la corte, creó el ambiente adecuado para el gran desarrollo de la escultura murciana del siglo siguiente. A Murcia llegó en 1700 el escultor napolitano Nicolás Salzillo que allí estableció su taller y allí nacería, en 1707, su tercer hijo, Francisco Salzillo (1707-1783) que a partir de los trece años intervenía de forma eficaz en el trabajo paterno. Gozó de consideración y de riqueza no queriendo trasladarse a la corte a pesar de que se le hicieron ofrecimientos al respecto. De su rica producción podrían destacarse algunas imágenes de devoción como el grupo de la Sagrada Familia o el San Jerónimo (firmado y fechado en 1755) donde pueden apreciarse las características de un estilo vibrante, movido, colorista aunque un tanto superficial. De cualquier forma, su fama a nivel nacional se fundamente en los pasos procesionales de grupo (dentro de la tradición castellana) para la cofradía de Jesús Nazareno realizados en agrupaciones naturales, con gestos veraces y figuras naturalistas identificables como retratos. La Oración del Huerto (1752) o el Prendimiento (1763) son un buen ejemplo de ello. Tanto éxito como con sus pasos obtuvo con sus belenes.

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Arte español del Barroco

PINTURA

Características generalesA comienzos del siglo XVII el arte español estaba totalmente condicionado por la ideología contrarreformista tanto desde el punto de vista de los contenidos (fundamentalmente religiosos) como por la contención formal que poseían sus representaciones. El caso de la pintura de un manierismo desbocado de El Greco (que muere en Toledo en la tardía fecha de 1614) era totalmente excepcional y como prueba de ello fue el escaso número de discípulos que dejó, de los que sólo merece un cierto respeto la obra de Luis Tristán (1585-1624). La sociedad española estaba acostumbrada a un arte más severo, más comedido que había triunfado en la corte con la llegada de los italianos que vinieron a decorar El Escorial (Carducho, Cajés, Zúcari) y con los flamencos utilizados como retratistas (Antonio Moro). Los encargos que recibían los pintores procedían de las instituciones religiosas de una forma abrumadora; igualmente eran de religiosos muchos de los retratos que se encargaban; también se cultivaba el bodegón (a veces con el contenido simbólico que, “per se”, poseen las “vanitas”) y en un lugar casi insignificante la pintura de género, el paisaje, nuca cultivado por él mismo (Francisco Collantes, 1599-1656), la pintura de historia (Juan de Toledo, h. 1615-1665) salvo los magnos ejemplos del Salón de Reinos) y la mitología (a la que se consideraba poco menos que pecaminosa y siempre bajo la mirada de la Inquisición). La escasez de un burguesía impidió más variaciones y no desarrolló el coleccionismo que estaba en manos de la aristocracia (Felipe IV llegó a poseer 5.500 cuadros, el Marqués del Carpio 3.000 y el Marqués de Leganés más de 1.1000) que podían permitirse adquirir en el extranjero las obras que los pintores españoles no estaban acostumbrados a realizar. Desde el punto de vista de los centros creativos, a comienzos del XVII la capital de la corte, Madrid, apenas estaba desarrollada si exceptuamos en entorno directo del rey porque desde el punto de vista religioso el centro fundamental estaba en Toledo; Valencia seguía manteniendo sus contactos tradicionales con el mundo italiano y sólo Sevilla, que gozaba de la exclusiva del comercio con Indias, podía recordar un poco el ambiente de lo que eran los grandes núcleos financieros y culturales de Europa. La cronología se adapta bastante bien a los diferentes reinados del s. XVII; el de Felipe III (1598-1621) supone el abandono del Manierismo italo-flamenco, que no encajaba bien con la mentalidad española, y la implantación progresiva del naturalismo barroco; el de Felipe IV (1621-1665) es la época de los grandes maestros que no sólo desarrollan los modelos de la etapa anterior sino que se llega a soluciones plásticas que se han convertido en prototípicas de lo barroco español y en el de Carlos II (1665-1700) triunfa de forma definitiva el barroquismo de origen flamenco en su formas más extrovertidas, dinámicas, coloristas y exaltadas.

La transiciónUna serie de notables artistas ayudará al tránsito entre el manierismo tardío y el naturalismo barroco. En Valencia

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trabajó Francisco Ribalta (1565-1628) que posiblemente se formo en el entorno de Navarrete el Mudo en el Escorial completando sus conocimientos con un viaja a Italia donde conocería la obra de Caravaggio; en cualquier caso, sus cuadros están marcados por un fuerte naturalismo e incluso en algunas obras por el tenebrismo tal como puede apreciarse en el Cristo abrazando a San Bernardo (1625-27) que se encuentra en la línea de lo que serán las obras de Ribera. En el entorno de la corte, concretamente en Toledo, trabajó fray Juan Sánchez Cotán (h.1560-1627) que hacia 1603 se hizo cartujo permaneciendo su obra en el ámbito de esta orden; Sánchez Cotán es un maestro en el naturalismo de raíz caravaggiesca sin que podamos precisar de dónde procede concretamente su arte; sus mejores obras son los bodegones, calificados “de cuaresma” por la humildad de los alimentos representados, absolutamente fieles al objeto natural pero con cuidadísimas composiciones, tal como queda en evidencia en Bodegón con membrillo, col, melón y pepino de 1603; ejerció una notable influencia en otros bodegonistas como Felipe Ramírez , Juan van der Hamen e incluso sobre Zurbarán. A caballo entre Toledo y Madrid, se reealizó la obra de Juan Bautista Maíno (1578-1649) hijo de un milanés y de una noble portuguesa que se formó en Italia donde conoció la pintura de Caravaggio y la de Orazio Gentilleschi, Guido Renni y Annibale Carracci; a su vuelta estuvo en Pastrana y Toledo donde, además de realizar alguno de sus cuadros más notables como la Adoración de los Magos y la Adoración de los pastores en 1613 se hizo dominico; fue llamado a la corte en 1620 para ser profesor de dibujo del futuro Felipe IV; allí trabó amistad con Velázquez y realizaría para la decoración del Salón de Reinos del Buen Retiro una obra en la que manifiesta todo su conocimiento pictórico, La recuperación de Bahía (1635), en la que narra, con elementos formales en los que se combinan tanto la lección naturalista (nunca tenebrista) con el clasicismo, un acontecimiento de 1625 en el que las tropas castellanas recuperan esa colonia portuguesa arrebatada por los holandeses jugando un papel destacado el simbolismo -don Fadrique de Toledo muestra un tapiz de Felipe IV coronado por Minerva y el Conde-Duque en el que pisotea a la Herejía, la Discordia y la Traición (quizá representaciones de Holanda, Inglaterra y Francia) y en primer plano diversas obras de misericordia.En Sevilla el paso del Manierismo al Barroco se puede ejemplificar en la obra de Francisco Pacheco (1564-1654) quizá mejor maestro que pintor, Juan de Roelas (h. 1570-1625), de origen flamenco que supo aunar la fuerza con la dulzura y el estudio del natural y, en especial Francisco de Herrera “el Viejo” (h. 1590-1556) que evolucionó desde unos planteamientos artísticos afines al manierismo veneciano hacia el naturalismo debido, quizá, a la llegada a Sevilla de obras de Ribera procedentes de Nápoles y a su contacto con Zurbarán en Sevilla.

Los grandes maestros: Ribera, Zurbarán, Cano y Velázquez.

RiberaJosé de Ribera (1591-1652), conocido en Italia como “lo Spagnoletto” (él habitualmente firmaba sus obras como

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español, añadiendo en algunas ocasiones valenciano y haciendo alarde ser académico romano), nació en Xátiva y se le supone una primera formación con Ribalta antes de ir a Italia estando en Roma entre 1613 y 1616 (donde recibe la influencia de Caravaggio y de los caravaggistas) y antes de asentarse definitivamente en Nápoles a partir de 1616; allí logra notoriedad y eso que tuvo como competidores a discípulos directos de Caravaggio como Massimo Stanzione, Artemisia Gentilleschi, Giovanni Lanfranco e incluso Domenichino). Consciente de ser mejor valorado en Italia de lo que podía serlo en España, tal como le dijo al pintor aragonés Giuseppe Martínez en 1625 (Texto 5), no tuvo pretensiones de regresar nunca aunque sus pinturas llegaron con regularidad a nuestro país enviadas por los virreyes españoles en aquella ciudad que le protegieron desde su llegada hasta su muerte (salvo entre 1620-29); su fama era tal que el propio Velázquez le visita cuando está en Italia. Una fama basada tanto en aspectos de su vida bohemia (aireados en el XVIII pero no comprobados documentalmente) como en su fuerza dramática, en sus martirios tremebundos (Lord Byron exageró hasta tal punto este aspecto que llegó a decir que su paleta se nutría de la sangre de todos los santos), en sus anacoretas hirsutos lo cual no deja de ser un planteamiento romántico que suele obviar sus grandes dotes como colorista y sus habilidades técnicas en el dibujo y en el grabado (es uno de los escasos ejemplos de grabadores españoles de su tiempo e incluso proyectó realizar una cartilla de dibujo).Las primeras obras que se conservan son ejemplos del naturalismo tenebrista, como podemos apreciar en su serie de Los cinco sentidos o en el Arquímedes (1630) o en La mujer barbuda (1631); el primero es una crítica encubierta al mundo de la antigüedad (casi igual que los temas semejantes de Velázquez) acudiendo a modelos tomados de la calle mientras que el segundo, lo podemos relacionar con esa tendencia apreciable en algunas manifestaciones barrocas que tratan de reflejar las extravagancias o las monstruosidades de la naturaleza. Por influencia de la pintura veneciana, y algunos piensan que también de Van Dyck, a partir de 1630 se inicia una etapa de notable colorismo y movimiento como puede apreciarse en la Inmaculada (1635) para el convento de las Agustinas de Monterrey en Salamanca quizá uno de los más brillantes ejemplos de este tema en toda la pintura europea del momento, en la Trinidad, de 1635-36, cuya comparación con el Apolo y Marsyas, de 1637 (ejemplo de cómo la presencia en Italia abrió las puertas al uso de temática mitológica) es muy interesante tanto por el colorido como por la composición, en el Martirio de san Felipe, de 1639 (en el que la composición en diagonal queda matizada por una “v” muy marcada que deja espacio en el centro para un cielo luminoso), y especialmente en la Magdalena de 1641 entonada en ricos carmesíes. En algunos casos se llega a un cierto clasicismo que no es incompatible con el retorno al naturalismo, por ello no es extraño que en 1642 realice un temas de los considerados “bajos” por la estética clasicista: El patizambo, de 1642, que se encuentra en la línea de los bufones velazqueños, mostrando una alegría con la que lleva sus taras físicas que es muestra su propia dignidad.Después de la Revuelta de Massaniello en 1647 (que acude a sofocar el hijo ilegítimo de Felipe IV, don Juan José de Austria

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quien mantendrá una relación ilegítima con una hija o una sobrina del pintor con el consiguiente escándalo), su creatividad disminuye aunque todavía realiza algunas obras maestras como La adoración de los pastores, de 1650 o La comunión de los apóstoles, de 1651.

ZurbaránFrancisco de Zurbarán (1598-1664) era extremeño y se formó en Sevilla, entre 1614 y 1617, con un pintor del que apenas se tiene noticia (Pedro Díaz de Villanueva) debiendo conocer en ese periodo a Velázquez y Cano que estudiaban con Pacheco. Establecido en Llerena, envió algunas series a Sevilla, siendo la más interesante la de la Merced Calzada, con obras espléndidas (con composiciones tomadas de grabados) como la Aparición de san Pedro a san Pedro Nolasco y especialmente el San Serapio, de 1628, donde muestra sus verdaderas capacidades como artista: la fiel copia de los modelos naturales y su habilidad para transmitir los sentimientos sin recurrir a la representación del martirio, en este caso mostrándonos su resultado y no su realización. Al mismo tiempo atiende demandas de los franciscanos (Muerte de san Buenaventura, 1629) siendo apreciable el hecho de que su taller pueda asumir estos encargos de forma paralela. Su fama crece en Sevilla de donde es llamado en 1629 en contra de la opinión de Cano y otros pintores que exigían su examen para poder abrir taller. Su pintura es demandada para importantes encargos como se puede apreciar en La apoteosis de santo Tomás, 1631, que recuerda las composiciones de Roelas y que seguramente sea su obra más ambiciosa hasta el momento. Este éxito le lleva a ser reclamado, en 1634, para contribuir a la decoración del Salón de Reinos donde pinta la Defensa de Cádiz y los Trabajos de Hércules, si la primera resulta simplemente aceptable, los segundos muestran la incapacidad del artista para crear composiciones originales y adecuadas a la temática exigida porque las imágenes más se acercan a las formas de cualquier gañán que a las del héroe mitológico. Regresa a Sevilla habiendo contactado con las colecciones reales y con los pintores más innovadores del momento que usaban una paleta mucho más clara que la suya que terminará por ser asumida por Zurbarán. Así puede apreciarse en sus cuadros para la Cartuja de Jerez y, especialmente, en el conjunto de mayor calidad de todos los que realiza: la Sacristía del monasterio de Guadalupe (Cáceres) que todavía se puede apreciar “in situ” y que se realiza entre 1638 y 1647; muchos de los cuadros con jerónimos resultan inolvidables destacando, por encima de todos, el de Fray Gonzalo de Illescas, un asombroso retrato de veracidad total y de interesante simbolismo (la “vanitas” de la mesa coronada por el símbolo del pecado –manzana- que puede redimirse gracias a la caridad ejercida por el fraile en la lejanía); más ricos en colorido son los lienzos que recrean diversos episodios de la vida de san Jerónimo. A finales de la década de los cuarenta diversos problemas (peste de 1649, muerte de su hijo Juan que era oficial en su taller) afectan negativamente a la demanda lo que le obliga a trabajar para América (que se consideraba un mercado secundario). Todavía hacia 1655 puede que realice obras para la sacristía de la Cartuja de las Cuevas en Sevilla (San Hugo en el refectorio) aunque los historiadores no se ponen de acuerdo

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en la fecha; en cualquier caso, su pintura está pasada de moda en esas fechas como se puede comprobar si la comparamos con la realizada por Murillo; esto le lleva a buscar trabajo en Madrid, realizando en sus últimos años obras de encargos particulares y conjuntos para instituciones más conservadoras; en contra de la opinión que le hace morir pobre, los inventarios nos transmiten una sensación de cierto acomodo logrado, es cierto, con una pintura más vinculada al pasado que al presente.Zurbarán ha sido considerado el mejor exponente de la sensibilidad religiosa española del Siglo de Oro. Fue el pintor de series monásticas como las referidas pero también el de cuadros de un piadoso sentimentalismo tal como puede apreciarse en la Inmaculada de 1628-30, apenas una niña, o el Cristo niño contemplando la corona de espinas, de 1630. Parece lógico que cautivase la imaginación de los extranjeros que valoraron su obra mucho antes que la de Velázquez, por ejemplo. Especialmente ponderados son sus bodegones, en los que manifiesta su amor por las cosas, género muchas veces cargado de simbolismo, y que se adaptaba de forma admirable a sus posibilidades técnicas porque el naturalismo caravaggiesco que usa (Texto 6), y especialmente la iluminación, permite proporcionar a los objetos una corporeidad extraordinaria, una esencialidad trascendente que encantó, también, a los vanguardistas del siglo XX que valoraron su espiritualidad cándida y reflexiva. De igual modo, fueron muy estimados sus figuras de apóstoles, santos y, en especial, santas que en algunas ocasiones podrían ser “retratos a los divino” es decir, retratos bajo forma de una devoción particular.

CanoLa obra pictórica de Alonso Cano (1601-1667), de quien se han dado algunas noticias al tratarlo como escultor, ha sido injustamente relegada al valorársele tanto o más como imaginero o arquitecto y por ponerlo en comparación con los otros artistas coetáneos suyos. Cano, sin embargo, fue el artista español que más se aproximó al ideal de genio universal típico del Renacimiento y del alto Barroco y a pesar de sus diversas contribuciones a las artes, fue fundamentalmente pintor y uno de los mejores dibujantes españoles de todos los tiempos. Su estilo pictórico parte del naturalismo para ir evolucionando en contacto con ejemplos extranjeros (fundamentalmente los venecianos y en especial Veronés) hasta una pintura con una base adecuada de dibujo y composición, con unas figuras dulces y serenas, rica de colorido, e incluso monumental en sus últimos conjuntos, a la que podría calificarse como clásica. Y todo ello resulta más sorprendente si tenemos en cuenta que su vida (incluso obviando muchos de los retazos novelescos transmitidos por sus primeros biógrafos) estuvo llena de tensiones y problemas derivados de su carácter fogoso y problemático.Las primeras pinturas de Cano en Sevilla apenas se han conservado pero de los pocos ejemplos podemos deducir lo novedosa que era respecto a lo que hacían sus contemporáneos, con un colorido claro y delicado. Un ejemplo de ello es el San Juan Evangelista, organizado con un interesante escorzo. A comienzos de 1638 es llamado a Madrid por el Conde-Duque y en la Corte realiza diversos trabajos no cayendo en desgracia real cuando lo hace su protector; en

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1644 el asesinato de su mujer y los problemas legales que le causa este hecho hace que vaya a Valencia aunque en 1645 ya está de vuelta; desde este momento hasta 1651 realiza una serie de obras maestras que van desde los velazqueño (Milagro del pozo) a composiciones plenamente personales (reinterpretando en ocasiones estampas extranjeras) cargadas de colorido sensible (Cristo sostenido por un ángel, Inmaculada) e interesantes estudios de desnudos (Cristo a la columna, Bajada al limbo). La marcha a Granada a ocupar un puesto en el cabildo (con el fértil paréntesis -Premio lácteo a S. Bernardo- en la Corte de 1657 a 1660 debido a diversos problemas –entre ellos el no haber sido ordenado- con sus compañeros clérigos) abre su última etapa pictórica a la que pertenecen los ocho lienzos para decorar la capilla mayor de la catedral de Granada que concluye antes de su fallecimiento aunque algunos de ellos (la Anunciación y la Visitación,) habían sido realizados antes de su última estancia madrileña.

VelázquezEl caso de Diego de Silva Velázquez (1599-1660) es totalmente excepcional en el panorama artístico español anterior al siglo XX. Nadie alcanzó en la Edad Moderna la consideración social de la que gozó el pintor sevillano y sólo los casos del arquitecto de Felipe II Juan de Herrera en el siglo XVI y mucho más alejado el de Goya a finales del XVIII y principios del XIX pueden parecérsele. Los primeros datos, aunque fragmentarios, publicados (1649) sobre Velázquez nos los proporciona su propio suegro Francisco Pacheco y la primera biografía completa (1715-24) la escribió Palomino que contó con datos y documentos de primera mano aunque cargando las tintas siempre a favor del biografiado. De ambos se derivan la mayoría de las consideraciones y detalles que conocemos de su vida y de su obra. Velázquez nació en Sevilla y fue bautizado el 6 de junio de 1599 su padre era de origen portugués y su madre era de ascendencia sevillana; adoptó el apellido de su madre según la costumbre portuguesa, también habitual en Andalucía. Antes de los diez años comenzó su formación en el taller del mejor pintor sevillano del momento Francisco de Herrera el Viejo aunque, dado el mal carácter del artista, Velázquez cambió de maestro pocos meses después y formalizó contrato de aprendizaje con Francisco Pacheco 1564-1644), hombre de amplitud de miras y gran cultura que plasmaría en su obra El arte de la pintura, con quien iba a estar seis años. Pacheco, que tuvo como discípulos en aquél momento a Alonso Cano le enseñaría los fundamentos del oficio pero entre uno y otro no existen similitudes de estilo; en 1617, aprobó el examen ante el gremio de pintores de Sevilla y recibió licencia para ejercer como maestro de imaginería y al óleo pudiendo, excepcionalmente por demanda de los examinadores, practicar su arte en todo el reino, tener tienda pública y contratar aprendices. Antes de cumplir los 20 años, en abril de 1618, se casó, como era bastante común en el ambiente gremial, con la hija de Pacheco con la que tendría dos hijas.

Primera etapa como pintor Es posible que existiese en Sevilla alguna obra de Caravaggio; con independencia de este hecho, resulta claro que en el ambiente español del momento había prendido el arte naturalista al que se aferran la mayoría de los artistas

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innovadores del momento; Velázquez iba a ser uno de los más destacados cultivadores de esta tendencia artística que se basaba en el fiel retrato de la naturaleza que se concreta de forma excepcional en el tratamiento de los objetos de la vida cotidiana que aparecen en sus cuadros porque bodegones como tales nunca llegó a pintar. El pintor busca, a través de la fuerte iluminación y el claroscuro la plasmación de una pintura de calidades con fuerte relieve acompañada de tipos extraídos de los ambientes populares de Sevilla (su maestro nos dirá que tenía contratado un muchacho que le servía como modelo). Esta fidelidad al natural la transmitirá, también, a sus retratos como puede apreciarse en el de la madre Jerónima de la Fuente que, a sus 66 años marchó a fundar un monasterio de Clarisas en Manila pasando por Méjico . A este periodo pertenecen, entre otros, los cuadros Vieja friendo huevos (1618) extraordinario ejemplo de lo que venimos diciendo con un bodegón al que dan vida y justifican la figura de la anciana y del muchacho y El aguador de Sevilla en el que tanto o más que la magnífica representación de los objetos (incluyendo la copa de agua transparente en la que se ha introducido un higo, hay que analizar la sabia disposición de los elementos para dar coherencia al conjunto) realizado en 1620. Algunas de sus pocas obras religiosas son de este periodo como Cristo en casa de Marta y María (un típico ejemplo barroco de cuadro dentro del cuadro), una Inmaculada y, en especial, La adoración de los magos (1619).

Velázquez en la corteLa muerte de Felipe III en 1621 permite la subida al trono de Felipe IV y el ascenso político de un sevillano, Gaspar de Guzmán (Conde-Duque de Olivares) que favorecerá los intereses de los sevillanos en Madrid; esperanzado con esta presencia, Velázquez marcha a la corte en 1622 y aunque no pudo retratar al rey (sí lo hizo con el capellán real honorífico y excelso poeta Luis de Góngora) pudo visitar las colecciones reales y conocer la pintura veneciana del quinientos (Tiziano, Veronés, Tintoretto) que influirían en su cambio de estilo. Fue llamado a la corte en el verano de 1623 para pintar al rey con aplauso generalizado lo que determinó su nombramiento como pintor real y que se le ordenase el traslado de su familia a Madrid. Su éxito motivó el recelo de otros pintores (Vicente Carducho y Eugenio Cajés) que le acusaron de ignorancia y de ser únicamente un pintor práctico. El contacto con las colecciones reales supone una revelación para el pintor y esto se traduce en un aligeramiento de su pintura que abandona progresivamente los empastes que van siendo sustituidos por las transparencias en una evolución que ya no se detendrá nunca, tal como podemos apreciar en obras como los retratos del Conde-Duque de Olivares y de Felipe IV. En 1628 ya se había convertido en pintor de cámara, el cargo más alto como pintor en la corte teniendo como misión retratar a la familia real. Este hecho hace que desdeñe los encargos privados, tanto de instituciones (iglesias, órdenes religiosas) como de particulares. En esa misma fecha llegó a Madrid Pedro Pablo Rubens que, ante las dotes observadas en el sevillano, le recomendó que viajase a Italia a perfeccionar su estilo (el propio Rubens se dedicó a copiar los tizianos de la colección real); obtenida la licencia del rey, Velázquez marcha a Italia en 1629; antes había realizado una de sus primeras obras maestras (que posiblemente retocó a su vuelta) el Triunfo de

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Baco o Los borrachos en el que aparece de forma clara cómo la influencia de Caravaggio (hay reminiscencias de alguno de sus Bacos) se va matizando en contacto con la pintura veneciana del quinientos.

Primer viaje a ItaliaAcompañado de un criado, con dos años de salario y diversas ayudas del propio Conde-Duque, Velázquez va a Italia donde admira "in situ" las obras de Tiziano y Tintoretto (Venecia), Guercino (Cento) y Miguel Ángel y Rafael (Roma); en esta última tarea fue ayudado por el cardenal Francesco Barberini. En Roma trabajaban en aquel momento, entre otros, Pietro da Cortona, Nicolás Poussin, Claudio Lorena y Gianlorenzo Bernini. Lo que aprende en Italia es fácilmente apreciable en obras como La túnica de José (plasma, con influencias de Guercino, el momento en que los hijos de Jacob le entregan la túnica ensangrentada de su envidiado hijo) y La fragua de Vulcano, en la que se recoge el momento en el que el dios del fuego es avisado por Apolo-Febo de que su esposa Afrodita le está engañando con Ares; se trata de un prodigio de habilidad técnica y de compromiso entre el naturalismo y el clasicismo con influencias de Guido Renni; regresó a España en 1631 pasando por Nápoles donde conoció a Ribera. A su vuelta, se había convertido en el pintor español que había tenido la formación más completa.

La madurez madrileñaVelázquez, que es favorecido progresivamente por el rey con diversos cargos palaciegos (Ujier de Cámara primero, Ayuda de Cámara después), asume, a su retorno, el trabajo en dos encargos regios: Las decoraciones del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro (cuyo programa iconográfico, compuesto de obras que narraban diversos triunfos de las tropas españolas en todo el mundo en la década de los veinte a cargo de tres generaciones de pintores –Maíno, Jusepe Leonardo, Vicente Carducho, Zurbarán, Pereda, Castelo y Cajés- podría haber sido diseñado por el propio Velázquez) y la de la Torre de la Parada, realizados a mediados de los años treinta.Para el primero realiza los retratos ecuestres del Felipe III, Felipe IV (con atavío militar y caballos en corbeta), los de sus respectivas esposas (en actitud mucho más estática) y el del príncipe Baltasar Carlos, que ocupaba un posición algo más elevada y por ello presenta el caballo una panza mucho más voluminosa. Además de ellos, realiza la Rendición de Breda (Las lanzas), que ha sido bien estudiado documentando la procedencia de los motivos iconográficos (composición, paisaje, general holandés); es destacable, además del gesto caballeroso de Ambrosio de Espínola que recibe las llaves de manos de Justino de Nassau y de los diferentes retratos, el papel que se otorga a las lanzas –enhiestas las de los soldados españoles de los tercios, más cortas y escasas las de los holandeses- al caballo que, extrañamente para los convencionalismos de la época, muestra al espectador su grupa y contribuye a dar profundidad a la escena. Del mismo momento es el Retrato ecuestre del Conde-Duque en el que Velázquez representa al político, excelente jinete por otra parte, como un general dirigiendo los ejércitos permitiéndose el lujo, quizá porque el propio encargo lo facilitaba, de crear

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una dinámica diagonal en la que el efigiado se gira mirándonos por encima del hombro.Para el segundo, diversos retratos reales (Felipe IV, El Cardenal-Infante, Baltasar Carlos) en traje de caza, recortados sobre el limpio panorama de la sierra madrileña y acompañado por fieles perros de caza; estos impresionantes retratos se han realizado de una forma tan natural y transmiten tan excepcionalmente la calidad de los efigiados que cualquiera que los contempla sabe que se trata de miembros de la realeza y no de simples caballeros. También para el mismo ámbito realizó las figuras de Esopo, Menipo y Marte, quizá a finales de los treinta; los dos primeros son de tonalidades ocres y representan, en cierto modo, esa vulgarización y distanciamiento de los modelos de la antigüedad que aparece, también, en las obras de Ribera.En esta línea, tan distantes en la categoría social de la nobleza pero tan admirables en su dimensión humana son los retratos de "hombres de placer" que realiza en esas fechas; bufones, enanos, anormales de variopinto pelaje formaban parte de las cortes del momento y como tal recibían –cuando ello era posible- su sueldo; su presencia se justificaba como una forma de aliviar el aburrimiento de la nobleza; es difícil decir cuál de ellos es el más notable: El niño de Vallecas, El bufón Calabacillas, Don Sebastián de Mora, Don Diego de Acedo “el Primo”, El bufón Barbarroja, Don Juan de Austria… Que alguno de ellos gozó de la estimación de sus regios patronos queda atestiguado porque pueden aparecer como beneficiarios de los testamentos (es el caso de don Sebastián de Morra y el príncipe Baltasar Carlos); por la importancia para la pintura moderna podríamos destacar el de Pablillos de Valladolid, recortándose en un fondo neuitro apenas insinuado por por la leve sombra de su cuerpo y que fue tan admirado por Manet (“quizá el trozo de pintura más asombroso que se haya realizado jamás”) que lo versiona en su Pífano.Dos composiciones religiosas son de esta época: la versión completamente clasicista del Cristo en la cruz (al que se da como origen la expiación por parte del rey Felipe IV de sus pecados en las continuas visitas que realizaba a las novicias de las benedictinas del convento de San Plácido) y la Coronación de la Virgen, de asombrosas entonaciones carmesíes.A pesar de la caída del Conde-Duque, su protector, el apoyo real no disminuye.

Segundo viaje a ItaliaA pesar de la crisis en la que se halla sumida la monarquía española, Velázquez emprende un segundo viaje a Italia con el fin de adquirir obras de escultura antigua y de pintura para los palacios reales; también con la intención de traer a la corte de quien se consideraba el mejor decorador del momento: Pietro da Cortona, lo que no pudo conseguir debiéndose conformar con la venida de Angelo Michele Colonna y de Agostino Mitelli. Partió en enero de 1649 y no regresó hasta mediados de 1651; estuvo en casi los mismos lugares que en el primer viaje pero añadiendo Florencia y profundizando en la obra de los venecianos, Leonardo (de quien admiró su Cena) Correggio y el Parmigianino, además de volverse a encontrar con Ribera. El trabajo diplomático también le supuso tiempo lo que le impidió pintar todo lo que le hubiese gustado; a pesar de ello realiza varias obras maestras: el retrato de su esclavo (costumbre

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bastante común en ciertos ambientes de la época), y también pintor, Juan de Pareja, expuesto en el pórtico del Panteón romano destacando tanto que llevó a decir “que todo parecía pintura pero éste sólo real”; posiblemente era un ejercicio de mano para emprender otra obra maestra absoluta, el retrato del papa Inocencio X Panfili, de un verismo asombroso, casi salvaje, que motivó otros encargos de las altas dignidades de la curia. A pesar del reconocimiento papal y de su ingreso en la Academia de San Lucas en Roma (1650) no parece que gozase mucho del aprecio de los artistas de la ciudad eterna. Se supone que es de esta etapa la Venus del espejo, uno de los escasísimos ejemplos de pintura de desnudo realizada por españoles que ha llegado hasta nosotros; se trata de una variante del tema de Tiziano aunque colocando a la diosa, que ve su rostro reflejado en un espejo sostenido por un Cupido, de espaldas, también había tocado el tema Rubens; ambos precedentes son asumidos de forma asombrosa por Velázquez que convierte el asunto en un prodigio de naturalidad y novedad. Para este cuadro se cree que toma como modelo a una pintora, madre de un hijo ilegítimo nacido en Roma; este hecho puede explicar el retraso su viaje de vuelta para el que es acuciado por el rey.

Los años finalesA su retorno, que debe realizar por mar en contra de su intención de hacerlo por tierra para visitar París, Felipe IV le nombra Aposentador Real, un alto cargo de la corte, que le quita tiempo de pintar y más cuando debe centrarse en retratos de la nueva reina Mariana, de los hijos nacidos de esta unión, en especial de Margarita y los de la infanta María Teresa, además de algún otro del rey Felipe IV en el que lo refleja, en un alarde técnico de facilidad pictórica y de economía de medios plásticos, con toda la melancolía propia del momento histórico que está viviendo la Corona. Sus dos obras maestras del periodo son Las Meninas y La fábula de Aracne y Palas, conocida como Las hilanderas.Las Meninas, conocido originalmente como el retrato de La familia (de Felipe IV, evidentemente) plasma el espacio de forma magistral y sin apenas mostrar artificiosidad (Téophile Gautier se preguntó ante él: “Pero ¿dónde está el cuadro?”); la obra se realizó en 1656 aunque no se sabe si por iniciativa del rey o del propio pintor que se autorretrata con una naturalidad que impide presuponer insolencia de ningún tipo. Se ha interpretado la obra en multitud de claves pero la explicación de Palomino (Texto 7) sigue siendo la más convincente: refleja el momento en el que la infanta Margarita, acompañada por sus meninas (María Agustina de Sarmiento, Isabel de Velasco), bufones (la enana Maribárbola, Nicolasito Pertusato) y otro personal de su servicio (Marcela de Ulloa, un guardadamas no identificado) irrumpe en la sala en la que Velázquez está pintando a los reyes, a los que acompañaba un tranquilo mastín, que se reflejan en el espejo veneciano del fondo. El propio Palomino es consciente de que el protagonista es el espacio (en el que el espectador se encuentra) y que los distintos elementos (perspectiva lineal y aérea, sabia distribución de luz y sombra, el aposentador José Nieto que se recorta sobre un vano luminoso, copias de cuadros de Rubens y Jordaens) contribuyen maravillosamente a este efecto y ello por no citar la libertad de la pincelada que sugiere

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movimientos (mano de Velázquez, enano Nicolasito) y formas (infanta Margarita).Las hilanderas (afectadas por el incendio del Alcázar de Madrid en 1734) representa la competición entre la diosa Palas (representada como la mujer mayor) y Aracne (a la derecha de la composición) que será convertida en araña por haber reflejado en el tapiz que realiza los amoríos de Júpiter con Europa. El cuadro, que es admirado por la captación del movimiento de la rueca, ha sido interpretado, también, como una amonestación por parte de la monarquía a los territorios que intentaban independizarse de la corona, considerando que el concierto de todos los reinos (viola de gamba) era la mejor forma de evitar la decadencia hispana.El rey, queriendo honrar aún más a Velázquez, solicitó su ingreso en 1558 en la Orden de Santiago, lo que no fue admitido por no encontrarse antecedentes nobiliarios en su familia, a pesar de las declaraciones de casi 150 personas (algunas de ellas de Alonso Cano y otras falsas como la de su amigo Zurbarán que llegó a jurar que no había ejercido la pintura como oficio) lo que obligó al rey a solicitar la dispensa papal, lo que obtuvo, pudiendo ser nombrado caballero de Santiago a finales de 1659. Su último encargo real fue pintar diversos cuadros para el Salón de los Espejos del que sólo se ha conservado el Mercurio y Argos. En 1660 se encargó de los actos del recibimiento de la infanta María Teresa como futura mujer de Luis XIV de Francia en la Isla de los Faisanes; a su vuelta a Madrid, enfermo de viruela, murió. Fue enterrado con todos los honores en la iglesia de San Juan Bautista; siete días después fallecía su mujer Juana Pacheco. Curiosamente, una hija de ambos se casaría con un discípulo del pintor, quizá el más cualificado de todos y que realizó parte de muchas obras que se adjudican al maestro, Juan Bautista Martínez del Mazo y por esas casualidades del destino, y a través de diversos matrimonios, la descendencia del Velázquez llega en la actualidad al príncipe Felipe de España que es descendiente del pintor y del soberano que supo entender el arte y valorar la persona del artista: Felipe IV.

Valoración críticaA pesar del éxito del que gozó en vida, con la propia afirmación de Lucas Jordán que llegó a decir de Las Meninas que eran “la Teología de la Pintura” Velázquez, a diferencia de lo que ocurrió con otros pintores del Siglo de Oro como Murillo, no fue valorado en el siglo XVIII (algo lógico si entendemos el cambio de gusto que introdujeron los Borbones) ni en la primera mitad del XIX salvo el caso excepcional de Goya; todavía hoy es solamente considerado por muchos críticos e historiadores como uno de los mejores retratistas de su tiempo, al nivel de Van Dyck, por ejemplo, pero nada más. Sin embargo, las cosas comenzaron a cambiar a mediados del XIX; los naturalistas e impresionistas, y en especial a Manet, entendieron la complejidad de su propuesta pictórica de tal forma que, como pintor, se le consideró sólo equiparable a Tiziano o a Rembrandt. Émile Bernard consideraba que si se quería aprender a pintar había que estudiar a Velázquez aunque era consciente de que como él no podía haber otro y que seguirle acarreaba el peligro de caer en el abismo de la vulgaridad. Velázquez, a pesar de su impresionante biblioteca para la época, llena de tratados de teoría artística y de obras de filosofía (curiosamente con muy pocos títulos religiosos), ha

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pasado por ser un fiel imitador de la realidad, falto de imaginación, lo que a todas luces es una simpleza si analizamos Las Meninas, uno de los cuadro más asombrosos que jamás se ha pintado. Aunque su consideración volvió a bajar a partir de los años veinte del pasado siglo, la obsesión ejercida sobre algunos pintores fundamentales del último tercio del XX como Francis Bacon, las exposiciones antológicas que se han hecho (especialmente la de Madrid en 1990) y la limpieza realizada sobre algunos cuadros (Las Meninas) han vuelto a colocar su obra en la más alta consideración. ¿Qué aporta Velázquez a la Historia del Arte? Es difícil decir. Su técnica es asombrosa; las imprimaciones de los cuadros fueron haciéndose cada vez más claras; su paleta siempre fue restringida pero fue variando su utilización; las pinceladas, rápidas, buscando, y logrando, los más estupendos efectos de realidad. A Velázquez, pintor flemático lo más alejado del tópico del andaluz extrovertido y muy dado a frecuentes cambios de dirección en sus obras (con múltiples arrepentimientos puesto que parece que no trabajaba con bocetos previos muy elaborados), también podría aplicársele lo que se decía de Monet, que era sólo un ojo, pero, ¡qué ojo! Se ha pretendido convertirlo en avanzado de movimientos modernos como el Impresionismo pero Velázquez es el pintor barroco que mejor ha plasmado la contingencia, el puro existir, su pintura es el resultado de la pura acción de ahí esas formas inacabadas, esas manchas distantes que no son el resultado de una rapidez en la ejecución exigida por sus obligaciones palaciegas sino un recurso que va dominando progresivamente y para el que solía utilizar pinceles y brochas preparadas al efecto. Velázquez es el maestro supremo en la representación de la realidad que logra a través de su fina percepción de la tonalidad y de su gradación a la búsqueda del espacio, un espacio infinito que obsesionaban a algunos pensadores del momento como Descartes. Una realidad absoluta, en continuo movimiento, ajena a la trascendencia, caótica, casi atea. Un artista inalcanzable, inabarcable, inasible que se mueve magistralmente en la indefinición porque, tal como decía Ortega y Gasset, nos muestra una verdad incuestionable: la realidad, a diferencia del mito, nunca está acabada.

Otros artistas de la época de Felipe IV.Velázquez no agotó en absoluto el panorama pictórico de la corte durante el reinado de Felipe IV; más o menos de su generación son destacables las pinturas de fray Juan Rizi (1600-1681), teórico y excelente pintor de la orden benedictina como puede verse en sus cuadros de San Millán de la Cogolla (La Rioja) o las del malogrado José Leonardo (1605-1656) que había dejado de pintar en 1648 afectado por la locura y que deja una excelente muestra de sus posibilidades como colorista en La Rendición de Juliers o en La toma de Brisachs para el Salón de Reinos. Algo más joven era el vallisoletano Antonio de Pereda (1608-1678) en el que se manifiestan muchísimas contradicciones (no sabe leer pero posee una importante biblioteca, realiza cuadros de muy desigual calidad) que, a pesar de las dotes que manifiesta en El socorro a Génova para el Salón de Reinos no gozó del aprecio del Conde-Duque y debió dedicarse a la pintura religiosa, destacando, también, como bodegonista y en un género que aúna estas dos tendencias, el de las “vanitas”

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(reflexión sobre la fugacidad de los bienes y placeres mundanos) de las que se conservan varias siendo la más conocida la denominada El sueño del caballero que ahora se sospecha pudiera ser de Francisco Palacios pero que no impide que la consideremos quizá como la obra cumbre de este género en la España del XVII. Fuera de este ambiente, todavía podrían mencionarse al valenciano Jerónimo Jacinto Espinosa (1600-1667) que recibió influencias de Ribalta, de quien podría considerarse su sucesor en Valencia, de Orrente e incluso de Zurbarán y al pintor y tratadista aragonés Jusepe Martínez (1600-1682) que completó su formación en Roma (se relacionó con Guido Renni, Domenichino y, en Nápoles, con Ribera) habiendo sido valorada su pintura por el propio Velázquez quien lo recomendó a Felipe IV.

El reinado de Carlos II.

Sevilla: Murillo y Valdés LealA pesar de la crisis económica, de la peste y, desde el punto de vista artístico, de la marcha a la Corte de sus mejores artistas, el mundo sevillano (el único en el que existe con propiedad una clientela a la que puede considerarse como burguesa) del pleno barroco mantiene la actividad artística a un considerable nivel de calidad como puede comprobarse en la obra de dos pintores que señalan uno de los puntos culminantes de la pintura española de todos los tiempos: Murillo y Valdés Leal.Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682) hijo de un barbero y cirujano, se formó en el taller de Juan del Castillo. Su primera obra de consideración es el ciclo para el convento de San Francisco donde realiza algunas pinturas en estilo zurbaranesco (San Diego y los pobres y La cocina de los ángeles) en los que, con algunos problemas de dibujo y de composición, manifiesta –especialmente en el último- sus dotes para el bodegón y apunta en sus ángeles a lo que será más tarde característica de su estilo, visible, también, en La muerte de Sta. Clara. El éxito de esta serie lo convierte en un pintor aclamado en Sevilla y, junto a la superación de la crisis de los años 50, hace que aumenten los encargos. Estos pueden ser cuadros de piedad inspirados en temas religiosos como La Sagrada Familia del pajarito, que muestra un ambiente especialmente atractivo para el pintor: la vinculación entre lo sagrado y la vida cotidiana que le colocan en el delicado borde de la sensiblería. También son de este momento sus primeras interpretaciones del tema de la Virgen con el Niño (Virgen del Rosario) y de la Inmaculada. A mediados de los cincuenta, la llegada de Herrera el Mozo supone un descubrimiento para él; el caso es que en 1658 va a Madrid donde debe conocer las colecciones reales y, como era habitual en la evolución del estilo, a través del contacto con la pintura veneciana, y tal vez con la Van Dyck, hace que su obra se haga mucho más colorista y dinámica. La conciencia de dignidad profesional hace que junto con Herrera el Mozo y Valdés Leal funde la Academia de Pintura de Sevilla en 1660. En esas fechas ya es el maestro indiscutible de Sevilla. Entre esa fecha y finales de los setenta realiza ciclos para San Agustín, para los capuchinos (Sto. Tomás de Villanueva repartiendo limosnas al que él consideraba “su cuadro”), para Sta. María la Blanca, y para el Hospicio de la

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Caridad (Sta. Isabel de Hungría y los pobres, Retorno del hijo pródigo) que puede considerarse como su último gran encargo.Durante todos estos años atendió al mercado particular con temas tomados del Antiguo y del Nuevo Testamento, de la tradición piadosa (Sta. Ana dando lección a la Virgen en la que se destaca el aspecto de “letradas” tanto de María como de su madre o en Las dos Trinidades o en Los niños de la concha), de las vidas de santos o las diferentes versiones de la Inmaculada, en especial la de Soult de 1678. Estas obras son las que le dieron fama en su época y en el siglo XVIII siendo bastante demandados sus cuadros en toda Europa, crédito que siguió aumentando a comienzos del XIX cuando los románticos le consideraron el Rafael español. Esta valoración por encima de todos los demás pintores del XVII cayó cuando a finales del XIX, y especialmente a principios del XX, comenzaron a destacarse los aspectos plásticos de otros artistas como Zurbarán. Los temas infantiles que desgrana a lo largo de su carrera (Niño espulgándose y Niños comiendo fruta –de hacia 1650- y Niñas contanto dinero, de hacia 1670-75) en los que refleja la vida cotidiana con notable sensibilidad fueron muy apreciados entonces y en la actualidad; no tienen parangón con otros de la pintura europea y han sido interpretados en diferentes claves estéticas y sociológicas. A veces los convierte en temas religiosos como con el Sto. Tomás de Villanueva niño repartiendo limosnas y, en otras ocasiones, muestra el más crudo aspecto de la vida sevillana en sus Gallegas a la ventana (h. 1670) en la que refleja a una celestina y a su joven pupila.Artista de un copiosa producción bastante bien documentada, Murillo es el más “moderno” de los pintores de su época si excluimos a Velázquez.Un poco más joven que Murillo fue Juan de Valdés Leal (1622-1690), artista de gran prestigio en la Sevilla de su tiempo (gozó del privilegio de ejercer sin examinarse para ello) aunque de carácter bastante alejado al de aquél. Su obra se caracteriza por el dinamismo y el uso expresivo del color (como podemos apreciar en sus Moros derrotados, del Ayuntamiento de Sevilla), cultivó el grabado e incluso realizó incursiones, al final de su vida, en aspectos del barroco decorativo. Todo ello ha quedado ensombrecido por dos pinturas que realiza para el Hospital de la Caridad (en el que trabaja junto a Murillo y policroma el Santo Entierro de Pedro de Roldán) que han hecho las delicias de todos quienes, especialmente los románticos extranjeros, han manifestado una visión tópica de lo español circunscrita a lo místico, lo tremebundo y lo exagerado; se trataba de una fundación de Miguel de Mañara, personaje sobre el que ha corrido una leyenda que lo hacía aparecer como un prototipo del don Juan, que es quien crea el programa iconográfico del conjunto (Texto 8). Son la Postrimerías (In ictu oculi y Finis Gloriae Mundi) dos “vanitas” en las que se recogen todos los convencionalismos de este género de pinturas (cadáveres putrefactos, esqueletos con guadaña y ataúd, objetos manifestación de lujo y de poder) a los que se añade un claro simbolismo del pecado y la salvación: en Finis… la mano de Cristo (lleva el estigma) mantiene una balanza en cuyos platillos están los pecados capiteles representados por el pavo real (soberbia), un murciélago sobre un corazón (envidia), un perro (ira), un cerdo (gula), una cabra (avaricia), un mono (lujuria) y un perezoso

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(pereza) que se contrarrestan en el otro platillo con libros de piedad (entre ellos los Salmos de David), unas disciplinas, unas cadenas, un látigo, un cilicio, una cruz de púas unos panes y un corazón con el símbolo de los jesuitas. La corte: Francisco Rizi, Herrera el Mozo, Juan Carreño de Miranda, Claudio Coello y Lucas Jordán.Aunque ninguno de los artistas que trabajan en el último tercio del XVII en la Corte superó los modelos precedentes, el alto nivel de los artistas que llegan a ella y los ejemplos de excelente pintura que tenían gracias a las colecciones de Felipe IV hizo que existiese un buen tono medio en sus producciones en las que se puede apreciar un aumento de los valores dinámicos, coloristas y, especialmente, decorativos.Francisco Rizi (1608-1685) tuvo el aprecio de Felipe IV y fue contratado frecuentemente como decorador de iglesias por la teatralidad que supo imprimir a sus obras que se encuentran tanto en Madrid (San Antonio de los Portugueses) como en la zona de Toledo (Capilla de la Virgen del Sagrario en la catedral).Francisco Herrera el Mozo (1622-1685) se formó con su padre y luego (h. 1650) en Roma y Nápoles donde aprendió los efectos decorativos de los fresquistas italianos; allí tuvo un cierto éxito y aprendió un tipo de pintura llena de dinamismo y de pincelada suelta. A su vuelta estuvo a caballo entre Madrid, donde realizaría una de sus obras maestras, el Triunfo de San Hermenegildo (1654) seguramente una de las obras más barrocas, en el sentido que habitualmente usamos del arte español, y Sevilla donde pintó la Apoteosis de la Eucaristía (1656). A comienzo de la década de los setenta volvió a la Corte donde fue pintor de Carlos II y Maestro Mayor de las obras reales.Juan Carreño de Miranda (1614-1685) desempeñó el mismo papel en la corte de Carlos II que Velázquez en la de Felipe IV solo que ni sus propias capacidades ni el modelo ni las circunstancias históricas jugaban a su favor; aún así, hay que destacar sus cualidades pictóricas con las que nos ha transmitido la melancolía, la decadencia, el ambiente enrarecido y terminal de la época del rey “hechizado” que intentaba mantener unas formas vacías de contenido. Son espléndidos sus retratos de los que destacan los de Mariana de Austria y Carlos II que quizá no sean tan coloristas como otros (Potemkin) ni tan interesantes como las versiones que realiza de La monstrua.Claudio Coello (1642-1693) fue el último gran pintor español del XVII. Autor de decoraciones que se han perdido en su mayoría, hoy es recordado por sus excelentes retratos y por sus dinámicos cuadros de altar; por encima de todos destaca la Adoración de la Sagrada Forma por Carlos II en la sacristía de El Escorial (1684) en el que se recoge todo su repertorio formal (trampantojos, ángeles volando, excelente capacidad para la composición y habilidad de captación psicológica en los retratos.La muerte prematura de otros pintores excelentemente dotados (Mateo Cerezo, Juan Antonio de Frías Escalante, José Antolínez) impidió dar continuidad a esta escuela y dejó convertido en un práctico erial el tránsito entre el XVII y el XVIII.En 1692 vino a España el napolitano Lucas Jordán (Luca Giordano) donde permanecería diez años en los que decoró

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diversos palacios reales (El Escorial, El Buen Retiro) e iglesias (Catedral de Toledo) y monasterios (Guadalupe); a pesar de que luego se le achacaría haber pervertido el desarrollo de la pintura barroca española, su trabajo causó impresión en el ambiente cortesano por su libertad de factura y por su inventiva; el cambio de dinastía le llevó a regresar a su tierra. En cierto sentido, su pintura influyó en otro decorador Acisclo Antonio Palomino (1653-1726) quien, más que como pintor, es recordado por su libro en tres volúmenes Museo pictórico y escala óptica (1715-24), tratado teórico y práctico de pintura cuyo último volumen, El Parnaso español, pintoresco y laureado, recoge –con bastantes errores- las primeras biografías de artistas españoles, habiendo sido denominado, por ello, el Vasari español.

El siglo XVIIITradicionalmente se ha pensado que la pintura barroca del siglo XVIII no estaba a la altura de su predecesora y rompía con la espléndida evolución mostrada durante la centuria anterior; aunque es verdad que la falta de buenos modelos y el cambio de gusto influyeron negativamente en el desarrollo, es posible que los estudios que se están realizando sobre ella nos proporcionen una visión menos negativa de la que se nos ha transmitido. La nueva dinastía mostró preferencias por pintores extranjeros, especialmente retratistas en un primer momento, de los que cabría destacar el sensible paisajista Michel Angel Houasse, que manifestó mostró un cierto interés por el arte español del siglo anterior, y los decoradores Giovanni Battista Tiépolo (1696-1670), gran pintor rococó que deja en el Palacio Real de Madrid alguna de sus últimas obras, y Anton Rafael Mengs (1728-1779) que sienta las bases del Neoclasicismo.De los españoles, y antes de la eclosión de Goya, podrían mencionarse Antonio González Velázquez (1723-1793), los hermanos Francisco Bayeu (1734-1795) y Ramón Bayeu (1746-1793) y José del Castillo (1737-1793) que, con una estética ecléctica donde tiene cabida lo clasicista, lo rococó y lo popular, trabajaron como decoradores y proporcionaron cartones para la Real Fábrica de Tapices. Muy por encima de ellos desde el punto de vista de la calidad plástica se encuentran el bodegonista Luis Eugenio Meléndez (1716-1780), muy valorado en la actualidad pero viviendo pobremente toda su vida, que recuperó el género de la naturaleza muerta (aunque despojándola de todo tipo de trascendencia) que tanta importancia había tenido en el siglo XVII; tampoco tuvo mayor éxito en su momento Luis Paret y Alcázar (1746-1799), sensible pintor de escenas de género, muy dentro de la estética rocoó, y de paisajes,

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TEXTOS

Texto1El pintor no podrá dar vida a sus ideas y pinturas sin el natural: pero de la manera que el alimento del cuerpo no usado con proporción, tiempo y preparación puede matar, así en la pintura usando del natural sin preparación y sin ciencia será ocasión de grandes daños. Por eso yo dijera que se ha de estudiar del natural y no copiar.Vicente Carducho, Diálogos de la pintura, 1633.

Texto 2En España, particularmente en esta Corte, se va introduciendo el cubrir las capillas con cimborrio de madera, y es obra muy segura, y muy fuerte, y que imita en lo exterior a las de cantería, ésta se ha usado della en edificios, o que tienen pocos gruesos de paredes, o que lo caro de la piedra es causa de que se hagan con materia más ligera, y menos costosa. En Madrid mi patria, Corte del Rey de España, hizo la primera un famoso arquitecto de la Compañía de Jesús, por nombre el Padre Francisco Bautista, en el Colegio Imperial de su Religión, en su gran fabrica de su Iglesia, que por los malos materiales de esta Corte, fue necesario echarla de madera.Fray Lorenzo de San Nicolás, Arte y uso de arquitectura, 1633-63

Texto 3El edificio resulta proporcionado a la grandeza del lugar, pero su arquitectura en general es desabrida por no haber atendido a los consejos de los arquitectos, aunque eran italianos y eminentes. Sólo les preocupó la comodidad y el acabarlo rápidamente sin importarles la majestad y la firmeza de la obra, cualidades que deben ser tenidas en cuenta en las obras reales. Así el edificio ha que dado demasiado bajo, las ventanas mezquinas, desnudas y vulgares, las habitaciones demasiado largas y estrechas. En comparación con una casa bien hecha, esta más parece monasterio que residencia real. Y porque tan sólo prepararon los terrenos para lo que se ha construido apenas podrán ampliarlo en el futuro, aunque incluso ahora cada día cambian los proyectos y los engrandecen.Bernardo MONANNI, 1633

Texto 4"Sea notorio e manifiesto a todos Quantos vieren esta publica escritura de obligación cómo yo Gregorio Fernández escultor vezino desta ciudad de Valladolid otorgo e conozco por esta presente carta que me obligo con mi persona e vienes muebles e raizes abidos e por aber de azer e que are y dare echo y acabados en toda perfezion de madera un paso, para la cofradía de la Santa Vera Cruz desta dicha ziudad de la historia del Descendimiento de Cristo Nuestro Señor de la Cruz con siete figuras que an de ser de Cristo Nuestro Señor quando le descendieron y Nicodemos y Josefz y Nuestra Señora San Juan y la Magdalena y otra figura todo conforme a la traza que del dicho paso esta echa y en mi poder de lo cual me otorgo por Contento a mi voluntad... el cual dicho paso de talla en toda perfezion de la escoltura le dare y entregare echo y acavado a Juan Ximeno y Francisco Ruiz alcaldes de la dicha cofradía para el día de Carnestolendas primero que vendrá del año venidero de mill e seiscientos veinte y quatro por cuya obra madera y talle y demas manufactura e trabajo de las dichas siete figuras del dicho paso se me a de dar la cantidad de maravedís que Francisco Diez platero de oro vecino desta ziudad dijeren que valen más cada una que cada una de las figuras del paso que hize para la dicha cofradía del Azotamiento de Nuestro Señor tasandose en mas valor y trabajo de cada una de las dichas figuras que allare e de azer della que hize del dicho paso del Azotamiento de manera que para el dicho paso qne ansí me obligo de azer del santo Descendimiento se me ha de dar y pagar todo lo que se me dio por el otro paso que ansí hize del Azotamiento para la dicha cofradía con el más valor quel dicho Francisco Diez dijere vale cada una de las dichas siete figuras que ansí me obligo de azer para el nuebo paso del Descendimiento y para le yr asiendo y acabarle se me a de dar dinero el que fuere menester para madera y oficiales y que me obligo que para el dicho día de Carnestolendas dare echas y acabadas las dichas siete figuras todas enteramente y cada una en perfezion conforme la dicha traza y zeras que de dicho paso esta hecho y como dicho es en mi poder y le dare para el dicho dia puesto plantado y asentado en su tablero cruces y escaleras... en la ciudad de Valladolid a diez y seis días del mes de junio de mili seiscientos veinte y tres años...”

Texto 5Habiendo ido a Roma en 1625, deseando ya volver a España, por no marcharme sin ver alguna parte de Italia me dirigí a la insigne ciudad de

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Nápoles, la más opulenta de Italia por sus muchos príncipes y señores y la gran corte de sus virreyes. En la corte hay un insigne pintor (Ribera), que imita del natural con notables capacidades, nuestro connacional de la región de Valencia, que me recibió con extrema cortesía, mostrándome algunos aposentos y galerías de grandes palacios. Todo me agradó, pero como venía de Roma todo me parecía pequeño, ya que en esta ciudad se ocupan sobre todo de milicia y caballería más que de cosas relativas al arte del dibujo; así se lo dije a este connacional, y el mismo lo admitió. Entre otras cosas hablamos de por que, siendo ya famoso en todo el mundo, no pensaba volver a España, donde sus obras se consideraban con gran respeto. Me respondió: queridísimo amigo, personalmente tendría muchos deseos, pero, sobre la base de la experiencia de muchas personas bien informadas y veraces, me siento impedido de hacerlo por el hecho de que, si al primer año seria recibido como un gran pintor, al segundo nade haría más caso de mí, porque, viéndome personalmente, terminarían por no sentir mas respeto por mí; lo que me resulta confirmado por lo que he sabido sobre algunas obras de excelentes maestros españoles que hoy reciben escasa consideración; de modo que pienso que España es madre piadosa para los extranjeros y crudelísima madrastra para sus propios hijos. Por lo tanto, me quedo en esta ciudad donde reino muy bien acogido y estimado; mis obras se pagan a mi plena satisfacción, y puedo probar la justicia del proverbio que dice: "quien se encuentra bien, no se mueva". Jusepe MARTÍNEZ, Discurso practicables, 1675.

Texto 6(A propósito del ciclo de San Pedro Nolasco, en el claustro segundo de la Merced Calzada, en Sevilla). Es una admiración ver los hábitos de los religiosos, que, con ser todos blancos, se distinguen unos de otros, según el grado en que se hallan, con tan admirable propiedad en trazos, color y hechura, que desmienten al mismo natural; porque este artífice era tan estudioso que todos los paños los hacía por el maniquí, y las carnes por el natural; y así hizo cosas ma-ravillosas, siguiendo por este medio la escuela de Caravaggio, a quien fue tan aficionado que quien viera sus obras, no sabiendo cuyas son, no dudara de atribuírselas al Caravaggio.

En dicho sitio tiene un cuadro que llaman el de la Perra, donde tiene hecha una tan al natural que se teme no embista a los que la miran; y allí mismo está una figura de un mancebo con unas mangas de lama o tela de plata, que cualquiera conoce de que tela son. Un aficionado tiene en Sevilla un borreguillo de mano de este artífice, hecho por el natural, que dice lo estima más que cien cameros vivos (…). Antonio PALOMINO, Museo pictórico y escala óptica, 1724.

Texto 7En que se describe la más ilustre obra de don Diego VelázquezEntre las pinturas maravillosas, que hizo don Diego Velázquez, fue una del cuadro grande con el retrato de la señora emperatriz (entonces Infanta de España) dona Margarita María de Austria, siendo de muy poca edad: faltan palabras para explicar su mucha gracia, viveza, y hermosura; pero su mismo retrato es el mejor panegírico. A sus pies esta de rodillas dona María Agustina, menina de la reina, hija de don Diego Sarmiento, administrándole agua en un búcaro. A el otro lado esta dona Isabel de Velasco (hija de don Bernardino López de Avala y Velasco, conde de Fuensalida, gentilhombre de cámara de Su Majestad, menina también y después dama, con un movimiento y acción propicia de hablar: en principal término está un perro echado, y junto a él Nicolasico Pertusato, enano, pisándolo, para explicar a el mismo tiempo, que su ferocidad en la figura, lo doméstico, y manso en el sufrimiento; pues cuando Le retrataban se quedaba inmóvil en la acción, que Le ponían; esta figura es obscura, y principal, y hace a la composición gran armonía: detrás esta Mari Bárbola, enana de aspecto formidable: en término más distante, y en media tinta esta dona Marcela de Ulloa, señora de honor, y un guardadamas, que hacen a lo historiado maravilloso efecto. A el otro lado están don Diego Velazquez pintando: tiene la tabla de colores en la mana siniestra, y en la diestra el pincel, la llave de la cámara, y de aposentador en la cinta y en el pecho el hábito de Santiago, que después de muerto le mandó Su Majestad se Le pintasen; y algunos dicen, que Su Majestad mismo se lo pintó, para aliento de los profesores de esta nobilísima arte, con tan superior cronista; porque cuando pintó Velazquez este cuadro, no le había hecho el rey esta merced. Con no menos artificio considero este retrato de Velazquez, que el de Fidias escultor V pintor famoso, que puso su retrato en el escudo de la estatua, que hizo de la diosa Minerva fabricándole con tal artificio, que si de allí se quitase, se

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deshiciese también de todo punto la estatua. No menos eterno hizo Tiziano su nombre, con haberse retratado teniendo en sus manos otro con la efigie del señor rey don Felipe II; y así como el nombre de Fidias jamás se borró, en cuanto estuvo entera la estatua de Minerva, y el de Tiziano, en cuanto durase el del señor Felipe Segundo; así también el de Velazquez durara de unos siglos en otros, en cuanto durase el de la excelsa, cuanto preciosa Margarita; a cuya sombra inmortaliza su imagen con los benignos influjos de tan soberano dueño. EI lienzo en que esta pintado es grande, y no se ve nada de lo pintado, porque se mira por la parte posterior, que arrima a el caballete. Dio muestra de su claro ingenio Velazquez en descubrir lo que pintaba con ingeniosa traza, valiéndose de la cristalina luz de un espejo, que pintó en lo último de la galería, y frontero a el cuadro, en el cual la reflexión, o repercusión nos representa a nuestros católicos reyes Felipe y María Ana. En esta galería, que es la del cuarto del príncipe, donde se finge, y donde se pintó, se ven varias pinturas por las paredes, aunque con poca claridad; conócese ser de Rubens, e historias de los Metamorfosis de Ovidio. Tiene esta galería varias ventanas, que se ven en disminución, que hacen parecer grande la distancia; es la luz izquierda, que entra por ellas, y sólo por las principales y ultimas. El pavimento es liso, y con tal perspectiva, que parece se puede caminar por el; y en el techo se descubre la misma cantidad. A el lado izquierdo del espejo esta una puerta abierta, que sale a una escalera, en la cual esta José Nieto, aposentador de la reina, muy parecido, no obstante la distancia, y degradación de cantidad, y luz, en que Le supone; entre las figuras hay ambiente; lo historiado es superior; el capricho, nuevo; y, en fin, no hay encarecimiento, que iguale al gusto y diligencia de esta obra; porque es verdad, no pintura. Acabola don Diego Velázquez el ano de 1656, dejando en ella mucho que admirar y nada que exceder. Pudiera decir Velazquez (a no ser más modesto) de esta pintura, lo que dijo Zeuxis de la bella Penélope (de cuya obra quedó tan satisfecho): In visurum aliquem, facilius, quam imitaturum; que más fácil seria envidiarla, que imitarla. Esta pintura fue de Su Majestad muy estimada, y en tanto que se hacia asistió frecuentemente a verla pintar; y asimismo la reina nuestra señora dona María Ana de Austria bajaba muchas veces, y las señoras infantas, y damas, estimándolo por agradable deleite, y entretenimiento. Colocose en el cuarto bajo de Su Majestad, en la pieza del despacho, entre otras excelentes; y habiendo venido en estos tiempos Lucas Jordan, llegando a verla, preguntole el señor Carlos Segundo, viéndole como atónito: ¿Qué os parece? Y dijo: Señor, esta es la Teología de la Pintura: queriendo dar a entender, que así como la Teología es la superior de las ciencias, así aquel cuadro era lo superior de la Pintura.Antonio PALOMINO, Museo pictórico y escala óptica, 1724.

Texto 8Mira una bóveda: entra en ella con la consideración, y ponte a mirar a tus padres o a tu mujer (si la has perdido) o los amigos que conocías: mira qué silencio. No se oye ruido; solo el roer de las carcomas y gusanos tan solamente se percibe. Y el estruendo de pajes y lacayos ¿dónde están? Acá se queda todo: repara las alhajas del palacio de los muertos, algunas telarañas son. ¿Y la mitra y la corona? También acá la dejaron. Repara hermano mío que esto sin duda ha de pasar, y toda tu compostura ha de ser deshecha en huesos áridos, horribles y espantosos; tanto que la persona que hoy juzgas más te quiere, sea tu mujer, tu hijo, o tu marido, al instante que espires, se ha de asombrar de verte; y a quien hacías compañía, has de servir de asombro.Miguel de MAÑARA, Discurso de la verdad, 1671.

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Arte español del Barroco

BIBLIOGRAFÍA:

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Arturo Caballero Bastardo

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