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M iguel Me ll ino LA CRrTICA POSCOLONIAL Miguel Melllno emprende en La ctítica posco/onia/ un minucioso trabajo de lectura é!e los conceptos, las teorías y los supuestos de ciertas corrientes de pensamiento que comenzaron a cobrar protagonismo en el campo de los estudios culturales a partir de los a l\os ochenta. Esta amplitud en la clasi ficación del marco teórico - los estudios culturales- es desglosada aquí por el autor. El cuidado trabajo de diferenciación de las posturil s de cada uno de los autores dentro de estos estudios permite reflexionar acerca del alcance de otros términos, en este caso, especfficarnente, el de "es tu dios poscolonlales". ¿Qué validez tiene esta corriente? ¿Cómo se ubican l os intelectuales Inscriptos en esta lfnea con respecto a una realidad política en constante ca mbio? Melllno, como bien plantea desde el titulo, lejos de volcar con asepsia sus amplios conoc' 1mlentos acerca de la nutr'1da biblioeratla que existe en referencia a los estudios colonia les , advierte sobre la necesidad de una lectura crftlta de este tendal teórico. Desde Sald hasta Clifford, desde Geertz hasta Gilroy , todos los autores que han I nvest igado sobre la producc ión dentro del campo i deológico cultur al del (post)lmperlalis mo pasan por un tam iz acudo, reflexi vo y renovador. Es por todo esto que La crítica posco/onial es un texto que organiza e ilumina este campo t eórico que ha esta do en plena producción desde hace décadas. Asf, se logra ac tualiza r la mir ada sobre l os estudios cul\u1ales y el in\eré!., desde la po\1\\ca, desde la t rl\ita l iteraria y la artr opo l ogia, cracias a esta valiosa he rramienta de análisis social y discursivo. lllp l M elllno es especiali sta en etnoanl ropología, docente e investigador de Antropología C ultura l de la Universidad Orie ntal de N ápole s, e investigador de la Esc uela Superior de Es tudios Human ís ticos de la Universidad de Bol ogna. Sus trabajos se centran en los estudios poscoloniales, estudios cultura les y la investicación social, particulafmente temas de int cfts son et racismo y el mu lticult uralismo. www.paidos. com Miguel Mellino LA CR TI CA POSCOLONI Descolonización, capitalismo Y cosmopolitismo en los estudios poscoloniales

163402484 La Critica Poscolonial Descolonizacion Capitalismo y Cosmopolitismo en Los Estudios Poscoloniales Miguel Mellino

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Miguel Mellino LA CRrTICA POSCOLONIAL Miguel Melllno emprende en La ctítica posco/onia/ un minucioso trabajo de lectura é!e los conceptos, las teorías y los supuestos de ciertas corrientes de pensamiento que comenzaron a cobrar protagonismo en el campo de los estudios culturales a partir de los al\os ochenta. Esta amplitud en la clasificación del marco teórico - los estudios culturales­es desglosada aquí por el autor. El cuidado trabajo de diferenciación de las posturils de cada uno de los autores dentro de estos estudios permite reflexionar acerca del alcance de otros términos, en este caso, especfficarnente, el de "estudios poscolonlales". ¿Qué validez tiene esta corriente? ¿Cómo se ubican los intelectuales Inscriptos en esta lfnea con respecto a una realidad política en constante cambio? Melllno, como bien plantea desde el titulo, lejos de volcar con asepsia sus amplios conoc'1mlentos acerca de la nutr'1da biblioeratla que existe en referencia a los estudios coloniales, advierte sobre la necesidad de una lectura crftlta de este tendal teórico. Desde Sald hasta Clifford, desde Geertz hasta Gilroy, todos los autores que han Investigado sobre la producción dentro del campo ideológico cultural del (post)lmperlalismo pasan por un tamiz acudo, reflexivo y renovador. Es por todo esto que La crítica posco/onial es un texto que organiza e ilumina este campo teórico que ha estado en plena producción desde hace décadas. Asf, se logra actualizar la mirada sobre los estudios cul\u1ales y rt~llmtl)\ar el in\eré!., desde la po\1\\ca, desde la t rl\ita literaria y desd~ la artropologia, cracias a esta valiosa herramienta de análisis social y discursivo.

lllpl Melllno es especialista en etnoanlropología, docente e investigador de Antropología Cultural de la Universidad Oriental de Nápoles, e investigador de la Escuela Superior de Estudios Humanísticos de la Universidad de Bologna. Sus trabajos se centran en los estudios poscoloniales, estudios culturales y la investicación antrollO~ICiJ. social, particulafmente su~ temas de intcfts son et racismo y el multiculturalismo.

www.paidos.com

Miguel Mellino

LA CR TI CA POSCOLONI Descolonización, capitalismo Y cosmopolitismo en los estudios poscoloniales

Miguel Mellino

LA CRÍTICA POSCOLONIAL

Descolonización, capitalismo y cosmopolitismo en los

estudios poscoloniales

Título original: La o-itim poRoloninle. Decolonizz11zione, a1pit11lismo e tosmopolitismo nei postmlonilll.rtudieJ·, Roma, Meltemi, 2005.

Mellino, Miguel La crítica poscolonial : descolonización, capitalismo y cosmopolitismo en los

estudios poscoloniales. ~ 1a ed. ~Buenos Aires: Paidós, 2008. 224 p. ; 23x15 cm. ~ (Espacios del saber)

Traducido por: Alfredo Grieco y Bavio ISBN 978-950-12-6568-2

1. Crítica Literaria. 2. Estudios Culturales. J. Grieco y Bavio, Alfredo, trad. 11. Título CDD 801.95

Cubierta de Gustavo Macri Motivo de cubierta: Ltl torre de Btrbel (1 563), óleo de Pieter Brueghel el Viejo.

Traducción de Alfredo Grieco y Bavio Corrección de Lucía Malina

¡a edición, 2008

Reservados todns Jos derechos. Qued3 rigurus3meme prohihida, sin la auto­ri~"lcitín escrita de los timbres del copyright, lr.1ju bs s~ndunes ~st:lblecitbs en las leyes, la rcprmlucci<ín pucbl o tut:ll de esta olm1 por cuah]uicr medio u pr<Jccdimicnto, incluidos la rcprografí3 y el trat3micnto inform:ltico.

© 2008 de todas las ediciones en castellano Editorial Paidós SAICF Defensa 599, Buenos Aires E-mail: [email protected] www.paidosargentina.com.ar

Queda hecho el depélsito que previene la Ley 11.723 Impreso en la Argentina - Printed in Argentina

Impreso en Primera Clase, California 12 31, Ciudad de Buenos Aires, en abril de 2008

Tirada: 3.000 ejemplares

ISBN 978-950-6568-2

A Ángel y Lucía,

pm- sus esfim-zos cotidianos ... *

* En castellano en el original. [N. del T.]

/

Indice

Agradecimientos . .. .................. ....................... ............. ......... 11

Introducción ........................................................................ 13

l. La teoría social y la condición poscolonial................ 21 l. Poscolonial: entre descolonización y posmoderno.. 21

Usos y significados de un concepto equívoco ..... .. ........... 2 3 B1·eve excm:rus histórico: la raíz literaria de los

estztdios poscoloniales...... .. . . ... . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 31 Intermezzo: el (casi) silencio de Said .................. :....... 36 c,·ítica poscolonial y deconstnteción de la modemidad

occidental.............................................................. 44 2. La configuración de los estudios poscoloniales ...... S 4

Anticolonialisnzo y teoría social: el estímulo fanoniano .. 54 El 68 y la crisis del Iluminisnzo: el empuje posmodemo 6! De la teoría anticolonialista a la C1"Ítica poscoloninl ...... 66

3. La ética poscolonial y el espíritu de capitalismo tardío.................................................................. 88

Posmodmzo, poscolonial y capitalismo global: ¿un vínCJtlo de intimo panntesco? .......................... 88

Globalización y poscolonialismo: el paradigma poscolonial y la e1·isis de la "tem·ía de los tres mundos" . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 8

9

2. La teoría poscolonial como crítica cultural ............ 111 l. Uso epistemológico y uso ontológico de la noción

de poscolonial .. ....... .................. ....... .. ...... .......... ...... 111 2. Ii·avelling cultures, o la condición poscolonial de la

cultura ...................................................................... 115 3. El discurso poscolonial: entre complicidad y crítica 122 4. La construcción del sujeto (objeto) poscolonial o la

deconstrucción de la deconstmcción .. .................... 12 5 5. Entre etnografía de la sociedad global y apología

de las culturas "débiles"............................................ 139

3. La hora de las diásporas. Anatomía de un sujeto poscolonial ................................................................... . l. En diáspora: ¿nuevos nacimientos en fermento o

desnacionalización? ............... .................. ............. .... 14 7 2. Diáspora o la crisis de la identidad norteamericana 151 3. El fantasma de los Balcanes recorre los Estados

Unidos ...................................................................... 155 4. Los dilemas de los nacionalismos diaspóricos:

tribus globales o nuevos cosmopolitismos .............. 159 5. El imperio contraataca: de las clases a las razas

o la economía cultural de la Gran Bretaña poscolonial...... .................................................... ...... 162

6. Diáspora o el cosmopolitismo tardío: genealogía de las contraculturas poscoloniales .......................... 165

4. Cosmopolitismos con rostro humano ...................... 169 l. Una nueva sensibilidad cosmopolita: el escenario

de debate ................................................... ............... 169 2. Una nueva sensibilidad cosmopolita y el

cosmopolitismo clásico ............................................ 174 3. Una nueva sensibilidad cosmopolita:

los cosmopolitismos con rostro humano ................ 178 4. Conclusión: cosmopolitismos antagonistas o

cosmoimperialismos ................................................ 189

Bibliografía .......................................................................... 197

JO

Agradecimientos

Entre las páginas de todo libro, como se sabe, se esconden huellas y referencias de un diálogo entre muchas voces. Incitaciones y estímulos, tanto directos como indirectos, sin los cuales sería imposible articular cualquier reflexión teórica, polí­tica o incluso científica. La forma-texto, con sus reglas y con­venciones, nos obliga luego a eliminar de nuestros trabajos todo residuo de alteridad. Por eso, deseo mencionar en estas líneas a todos aquellos que de una manera u otra, queriéndolo o no, han contribuido al desarrollo de mi trabajo.

Todo comenzó pocos meses antes de mi graduación como licenciado en Antropología Cultural en la Universidad La Sapienza de Roma. Agradezco a los profesores Pietro Clemente, Alberto Sobrero y Alessandro Simonicca por haberse interesado en mi trabajo y por haberme concedido la oportunidad de dis­cutir con ellos y publicar lo que sería posteriormente el núcleo de mi reflexión sobre los estudios poscoloniales. El doctorado en Investigación en Ciencias Antropológicas de la Universidad Oriental de Nápoles me consintió luego proseguir mis investi­gaciones sobre estos temas. Las sugerencias de la profesora Carla Gallini para la organización de mi tesis de doctorado y sus críticas a una parte del trabajo aquí presentado me fueron de gran ayuda en la puesta a punto del texto. Agradezco también al profesor Fabio Dei, con el cual he discutido en más de una oca­sión, tanto en modo formal como informal, sobre muchos de los temas tocados aquí. Estoy muy agradecido por su generosidad,

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Miguel Me/lino

disponibilidad y sobre todo por su "tolerancia intelectual" sin . ' olv1dar que me ha alentado mucho para que publicara estos ensayos.

Dedico un agradecimiento especial a la profesora Carla Pas­quinelli. No sólo porque me ha permitido presentar y debatir en público -en seminarios, convenios, clases, etc.- buena parte de lo que sigue, sino sobre todo porque sin la buena relación de estima y de colaboración desarrollada en los últimos años este pequeño aporte habría sido mucho más difícil.

También debo agradecer a la editorial Meltemi, en particular a Luisa Capelli por su gentileza conmigo y por los distintos pro-

. yectos que desarrollamos juntos. No puedo olvidar aquí tampo­co a mis amigos Vincenzo Bitti y Paolo Barberi, con los cuales he pasado días enteros discutiendo muchas de las posiciones expuestas aquí.

~inalmente, me gustaría agradecer a Guido, verdadero am1go. Mucho de lo que he escrito ha madurado en nuestras lar­gas conversaciones, a partir de sus sugerencias, sus críticas, su apoyo sincero. Y sobre todo a Gabriela, por su paciencia, su ayuda, su fuerza, su amor: gracias por estos m'ios, sin vos ... ¡nada!*

*En castellano en el original [N. del T]

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Introducción Descolonizane es descztbrir América.

GRAFFITI EN BUENOS AIRES

Hace dos siglos, una ex colonia de Europa decidió competir con la met1·ópoli. Tanto éxito tuvo en su intento que los Estados Unidos de América se convirtió en un país ntonstnwso en el cual/os taras, la náusea y la crueldad de Europa alcanzaron dimensiones pavorosas .

FRANTZ FANON

El presente trabajo es el producto de una reflexión iniciada hace ya varios años. En 1995, estaba yo en Londres por motivos de estudio, buscando poner un fin a las lecturas para mi tesis de grado. Durante estas investigaciones en bibliotecas, advertí que en muchos de los textos que llegaban a mis manos -correspon­dientes al campo de los estudios culturales, de los estudios de género, de los estudios sobre las migraciones y de la sociología del racismo- se hacía uso, de una manera enteramente "nueva", de la noción de poscolonial. La mayoría de las veces me des­orientaba ante el modo en que este término era utilizado en los análisis sociológicos acerca de la identidad cultural de las distin­tas minorías étnicas presentes en Gran Bretaña o en Estados Unidos, acerca del proceso de descolonización, de la globaliza­ción contemporánea, de la inmigración en las grandes metrópo­lis globales occidentales, en los análisis sobre el racismo, sobre las relaciones y la identidad de género. Para mí, nacido y criado en Buenos Aires, y habiendo llegado poco tiempo atrás a Italia, poscolonial podía significar sólo dos cosas. En el mejor de los casos, me sugería la aspiración a una condición (¿histórica?) cla­ramente utópica, seductora, deseable, pero que estaba lejos de hacerse realidad. No me resultaba difícil encuadrar poscolonial y poscolonialismo sobre la base de lo que Fredric Jameson, por ejemplo, afirmaba en relación al pensamiento dialéctico; me parecían la anticipación de una lógica colectiva más en potencia

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Miguel Mellino

que en acto Gameson 1981, pág. 359). En la más desencantada de las interpretaciones, en cambio, no podía sino considerarlas nociones ingenuas, extraviadas, políticamente retrógradas.

En efecto, en una realidad como la argentina, términos como (neo)colonialismo o imperialismo gozan (desde siempre) de una dramática actualidad. No remiten a algo vago o alejado, a sim­ples estrategias textuales o discursivas. Como en gran parte de los países del Tercer Mundo, recuerdan siglos de soberanía -económica, política, cultural- limitada, de (in)subordinaciórÍ a la potencia de turno (España, Gran Bretaña, Estados Unidos), de infinitas violencias sufridas en nombre del libre comercio, del orden y del progreso "ciyj]izados": exterminio de nativos, masa­cres étnicas, latifundios, saqueo de recursos naturales y materias primas, de.udas externas, pauperización de las masas, golpes de Est~do, dictaduras feroces, desaparecidos. Tal como gustan decir los posmodernos (y muchos poscoloniales), son fenómenos que tienen en la sociedad una presencia "corpórea", por no decir "material" (con el asentimiento del llamado posmarxismo tar­dío). Y las insurrecciones populares de 2001, contra las políticas neoliberales impuestas al país por Washington y por todos los organismos internaciones (FMI, OMC, Banco Mundial) a través de los cuales las grandes empresas multinacionales administran el capitalismo mundial, sólo constituyen una prueba adicional, y tangible, de esas situaciones de hecho.

A pesar de esta disonancia inicial, me sentí sin embargo atra­ído por los emergentes "estudios poscoloniales". Encontraba sugerente que en la atmósfera de "totalitarismo (neo)liberal" de los primeros años noventa (Cumings 1993, págs. 47-48, en Panitch, Gindin 2004, pág. 11) una parte de la teoría social insis­tiera -aunque con modalizaciones ambiguas y opinables- en enfatizar la centralidad del colonialismo y del imperialismo occi­dental para la configuración del mundo contemporáneo y recal­cara la necesidad de no remover de la historia (y por ende del presente) los otros "holocaustos" (Davis 2001), aquellos provo­cados por el imperialismo blanco y liberal democrático.

De esta manera, comenzaba a tomar conciencia de cuáles eran mis propios límites e intentaba una comprensión "desde adentro" de la problemática poscolonial. Poco a poco me daba

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Introducción

cuenta de que el prefijo post no estaba usado aquí de manera lite­ral. Posee valencias totalmente diversas; podríamos decir, "metafóricas". El post de poscolonial se presenta como otra provo­cación posmoderna, irónica y trágica al mismo tiempo (véase Gandhi 1998, págs. 5-9). Más que indicar una fractura o un níti­do desapego en sus relaciones con el pasado, en el caso presen­te quiere significar, en una especie de retorsión epistemológica lyotardiana, precisamente lo contrario: la imposibilidad de una superación, dadas las dinámicas neocoloniales que caracteriza­ron a la mayor parte de los procesos históricos de descoloniza­ción formal. Y por ello simboliza la persistencia de la condición colonial en el mundo global contemporáneo (Spivak 1990, pág. 166; Childs, Williams 1997, págs. 1-23). Post parece convertirse, entonces, en la prosecución de anti por otros medios:

llo poscolonial se concibe como un conjunto de prácticas discursi-

~ vas (también) de resistencia al colonialismo, a las ideologías colonia-listas, y a sus formas contemporáneas de dominio y de sujeción (Adam, Tiffin, eds., 1991, pág. xii).

Ésta es sin dudas la acepción más convincente y estimulante del término. En los últimos años, el retorno de un imperialismo

\

occidental agresivo e intolerante, encastrado en una lógica "civi­lizatoria" (Gilroy, en Mellino 2004), perversa y maniquea, y sobre formas de acumulación del capital en parte nuevamente primitivas y salvajes, sólo contribuye a probar su fecundidad y

loportunidad heurística o epistemológica. Pero las ambigüedades de la crítica poscolonial no terminaban con estos esclarecimien-tos, ni se podía reducir su Weltanschauzmg al valor semántico de una sola palabra. Para tener una idea menos superficial de esta perspectiva, el significado del término poscolonial debía ser nece­sariamente puesto en relación con los discursos poscoloniales sobre la historia, sobre el capitalismo, sobre la cultura, sobre el cosmopolitismo, sobre el marxismo, sobre el racismo. Sin una mirada panorámica, por decirlo así, se corría el riesgo de bana­lizar y de entender a medias una parte importante del mensaje y de las posiciones que los críticos ¡Íoscoloniales buscaban promo­ver.

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Miguel Mellino

El objetivo principal de este libro es ofrecer al lector los con­tornos de un debate que hasta ahora ha sido recibido en Italia sólo de manera fragmentaria. En el primer capítulo propongo una introducción a la problemática poscolonial. Se trata de una especie de guía didáctica sobre el pensamiento poscolonial, aun­que no desprovista, espero, de una perspectiva crítica. Procuré traicionar lo menos posible el punto de vista y las posiciones de los autores tratados, mantener un cierto equilibrio entre la expo­sición de argumentos y perspectivas, y su crítica. A pesar de haber sugerido una identificación bastante estricta de lo poseo­Jonia! con lo posmoderno, espero haber logrado expresar en cada caso la heterogeneidad que caracteriza a los estudios pos­coloniales y transmitir la idea de que estamos frente a un deba­te teórico y político muy articulado y en continua evolución.

Una última consideración en lo que respecta a esta primera parte. En diferentes ocasiones he especificado la actividad y el lugar de trabajo de los críticos citados. Esta elección no obede­ce a una superficial manía de exhaustividad, sino a la voluntad de situar (ulteriormente) los discursos. Me ha parecido útil añadir algunas informaciones sobre autores casi desconocidos en la escena italiana. Por lo demás, el ansia de ubicación geocultural (the politics of location!) impregna el trabajo de casi todos los inte­lectuales poscoloniales más conocidos, en el sentido de que pocos dudan en plantear cuestiones vinculadas a su "doble pasa­porte", a su "doble ciudadanía", o bien a su condición "híbrida", "mestiza", "marginal", o "diaspórica" con referencia a las posi­ciones teóricas y/o políticas que aspiran a promover. Por ello, agregar el lugar (casi siempre Estados Unidos) y el background (casi siempre la crítica literaria) desde los cuales esas posiciones son enunciadas no ha de constituir, al menos a sus ojos, ningún error.

Los tres capítulos restantes persiguen un objetivo diferente. Ya no se trata de reproducir desde el exterior los contornos de un debate, sino de entrar de lleno en el valor de la (de)construc­ción misma del discurso poscolonial. En otras palabras, lo que propongo es someter a pmeba los modos con que procede la crí­tica poscolonial en sus propios análisis y hacerlo a través de la profundización de ~tos clave: crí_~<:a.cultural,

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lnt1·oducción

diáspora y cosmopolitis_mo. Dada mi formación socioantropoló­gica, creoque·s-ófO--a través de una valoración de algún mo~o menos "abstracta" de las categorías, conceptos y metodolog1as poscoloniales puede establecerse con mayor claridad su efec_tiva riqueza epistemológica en los diversos campos de la mvestrga­ción sociocultural.

Muchos críticos han sido acusados de mantener una posición ambigua ante el término poscolonial, de proceder con ataques y críticas aun radicales con respecto a esta noción que sin embar­go después adoptan (y legitiman) en sus análisis o estudios. No me atemoriza una eventual crítica de este tipo. No creo que sea en torno a la palabra en sí que se resuelva el debate. Dado el carácter eminentemente político de los estudios poscoloniales, su futuro dependerá casi exclusivamente de las posiciones que puedan emerger de allí en relación a los conflictos contempo_r!­neos más urgentes. Peter Hulme lamentaba la escasa ~tencwn que un texto como Cultzn-a e imperialismo (1993), de S~~d reser­va para las dinámicas poscoloniales en una macrorreg1_on como América Latina y para el análisis de la naturaleza colomal-!mpe­rial (la excepcionalidad) de un país como Estados Unidos. En la práctica, Hulme critica a Said por haber restringido el examen del rol imperial de Estados Unidos a los años de la segunda pos­guerra, descuidando así el origen de esta nación como_ ex colo­nia de Gran Bretaña, Francia y España, y omitiendo as1 los pro­cesos de expansión y colonización interna a través de los cuales los nativos norteamericanos fueron sometidos. Según Hulme, entonces a fuerza de concentrar la atención en el imperialismo , . francés e inglés y en un área geográfica que grosso modo se extien-de desde Argelia hasta la India, Said parece colocar _en un_segun­do plano la importancia histórica de los proyectos 1mpenales de Estados Unidos en América y en el resto del mundo (Hulme 1996).

A pesar de la progresiva politización de los estudios poscolo­niales no es difícil constatar que análisis como los sugendos por las crfticas de Hulme permanecen aún en un estado embriona­rio. La teoría poscolonial continúa mostrándose excesivamente

---l \ anglo(euro)céntrica. Por lo demás, salvo algunas ?xcepcwnes,_ en la escena latinoamericana los estudiOs poscolomales contmuan

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Niiguel Niellino

siendo percibidos por una parte importante de la izquierda no como un instrumento de liberación del secular dominio colo­nial, sino como otra forma perversa de imperialismo cultural (Fernández Nada! 2004; Grüner 2002; Castro Gómez, Mendieta 1998; De Toro, De Toro 1999). Creo que es justo interrogarse, desde uno y otro lado, acerca de los motivos de este encuentro fallido. Mi trabajo aspira a ser una pequeña con­tribución también en este sentido. En todo caso, estoy conven­cido de que los tiempos para un diálogo más fluido entre mar­xismo y teoría poscolonial están ahora maduros. Sin embargo, como sostiene Neil Lazarus, esto sólo podrá ocurrir en un momento en que los intelectuales marxistas reconozcan final­mente los méritos de las contribuciones aportadas por una parte de los estudios poscoloniales a la teoría social y política radical y, viceversa, cuando los intelectuales poscoloniales finalmente admitan que la problemática compleja desarrollada por el mar­xismo no puede ser apartada o desclasada de ningún enfoque con finalidades auténticamente antagónicas (Lazarus 1999, pág. 15).

En el interior de un estado de guerra global permanente, por lo demás, será cada vez más arduo enfrentar temas vinculados al imperialismo, al colonialismo, al dominio occidental, al euro-

-----? centrismo, etc., refiriéndose sólo al pasado. Cada vez resultará más grotesco, me parece, hablar del colonialismo y del imperia­lismo británico, francés, o europeo en general, sin un análisis más incisivo de la naturaleza imperial de Estados Unidos, de su rol en el sistema mundial actual, de la relación_histórica entre

--3 capitalismo e imperialismo. Lo que quie;o decir es q-,_;;;-¿óiü tra­zanooae "ffia;,era ;;}~s-explícita la línea de continuidad entre el

( imperialismo del pasado y el del presente, el poscolonialismo · podrá transformarse en el heredero lógico y legítimo del antico­

lonialismo histórico (véase Young 2001). Esto es lo que invoca, por ejemplo, Paul Gilroy (en Mellino 2004, pág. 177):

Para comprender hoy al imperio norteamericano es necesario reflexionar sobre su relación con los proyectos coloniales europeos precedentes, es necesario comprender, por ejemplo, por qué los norteamericanos en los años cincuenta sustituyeron a los franceses

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hmwlucción

en lndochina, por qué se ubicaron como los herederos del colonia­lismo británico en el mundo. Pienso que debemos plantear estos interrogantes para no sucumbir a las categorías raciales que hoy encontramos en el mundo.

La última palabra, como siempre, corresponderá a la historia. Sólo con el transcurrir del tiempo nos daremos cuenta si en la teoría poscolonial ha prevalecido la crítica o la apología, la polí­tica o la academia.

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l. La teoría social y la condición poscolonial

Los que no son capaces de defender viejas posiciones, nunca lograrán conquistar otras nuevas.

LEV TROTSKY, En defema del marxismo

Millones de personas ban sido asesinadas por causa de su nmr­~·dsmo; nadie, pm· el contrario, c017'eni algún riesgo de mue1-te merced a su deconstruccionismo .

.MrcHAEL RYAN, Marxism and DeconstJ7tction

l. POSCOLONIAL: ENTRE DESCOLONIZACIÓN Y POSMODERl'JO

· En un amplio sector de la teoría social anglosajona el térmi­no poscolonial se ha .consolidado como uno de los conceptos clave para el análisis y la comprensión de la sociedad contem­poránea. Sobre la huella de este éxito se ha legitimado en el curso de los últimos años un imponente campo de ~tl1clie>.-~ i1,1vestigación~ansversa.~ las vari:¡~~~-<_!i~<:ip}ii!~s_hu_!nanjsticas, que se hizo conOci<fo como estudios poscoloniales. Así, expre­siones del tipo identidad poscolonial, cultllra poscolonial, literatztra poscolonial, intelectual poscolonial, pensamiento poscolonial y final­mente sociedad o realidad poscolonial se filtran en el vocabulario de buena parte de los estudios sociales de ese universo académico:

--¿de la crítica literaria a la sociología, de la historia a la antropo­logía. El intelectual marxista Aijaz Ahmad, profesor de Ciencias Políticas en la York University de Ontario, en Canadá, nos ofre­ce una primera clave para ingresar en el variado mundo posco­lonial, que me parece particularmente útil para paliar la inquie­tud y el sentido de extravío inducido por la vastedad de lo que contiene hoi el campo de los estudios poscoloniales:

Vivimos en el período poscolonial, vale decir en un mundo posco­Ionial, ·pero no todos los intelectuales ni todas las teorías de este período son poscoloniales, porque el discurso, para ser poscolonial,

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Miguel Me/lino

debe ser un discurso posmoderno, principalmente de tipo decons­truccionista; por lo tanto, los intelectuales poscoloniales pueden ser

i sólo los posmodernos (Ahmad 1995a, pág. 9).

. Las palabras de Ahmad nos ofrecen una primera delimitac!ón del espacio en cuestión. Nos dicen que no todos pueden partici­par del juego, algunas reglas sancionan la etiqueta: el club se reserva el derecho de admisión. A propósito de esto, Neil Lazarus, profesor de Inglés y de Literatura Comparada en la Universidad de Warwick, recuerda que las obras de u·es de los intelectuales más prestigiosos en el ámbito de la crítica literaria o de la teoría crítica anglosajona -Raymond WI!Iiams, Terry Eagleton y Fredric J ameson- no encuentran espacio en el interior del mainstream de los estudios poscoloniales (Lazarus 1999, pág. 12).

Sin embargo, las preguntas que surgen espontáneame~te a un lector italiano, menos habituado que Ahmad a la notonedad de la noción, tienen que ver seguramente con el significado en sí de lo poscolonial: ¿qué denota este concepto?. ¿Cuále~ s~n sus objetivos? ¿Qué relaciones guarda con el propio colomahsmo? ¿Remite a un estadio lústórico específico, un par.tlcular :s~ado de ánimo o simplemente a un nuevo enfoque epistemologico? ¿Por qué ha sido adoptado principalmente en el a.mbiente aca­démico anglosajón, mientras le cuesta mucho más Imponerse en otros contextos? Y finalmente, ¿cuál es su nexo con la contem­poraneidad?

Se percibe de inmediato que el proceso de inflación del que ha sido objeto este término ha producido resultados contrastan­tes: si, por un lado, ha decretado .su institucionalización en los departamentos humanísticQ~ de muchas universidades en el mundo anglosajón, por otro ha vuelto la noción poscolomal tan elástica que se ha convertido en vaga y heterogénea, muy pare­cida a un "concepto contenedor" en .cuyo interior pueden con-

, vivir perspectivas muy diversas entre sí. La causa principal de esto debe buscarse, acaso, en la naturaleza interdisciplinaria de ]os estudios poscoloniales cuya extrema variedad de enfoques, Intereses y temáticas vuelve sin embargo difícil la identificación .de un objeto particular del discurso (Loomba 1998, pág. 11). Pero no nos dejemos engañar por .las apariencias: hasta el

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La te01·ía social y la condición poscolonial

momento, como sugieren las observaciones de Ahmad, pqscolo­nial puede significar muchas cosas, pero no cualquier cosa. El objetivo de este primer capítulo será precisamente poner en foco el proceso de significación abierto por el éxito de tal noción en una parte importante de la teoría social. En términos althusse­rianos, podría definir mi trabajo como una "lectura sintomática" de la "problemática" poscolonial.

Usos y significados de un concepto equívoco.

. La ambigüedad epistemológica fundamental del término pos­colonial puede ser explicada en el conflicto entre lo que pode­mos definir como una acepción literal y una metafórica. En sen­tido literal, la nocló!l de poscolonial parece reclamar para sí un presunto nuevo estadio históric!=>, un período sucesivo al procec so de descolonización. Según Stuart Hall (1996a, pág. 301), por ejemplo:

A lo que el concepto podría ayudarnos es a describir o caracterizar el cambio que se ha verificado en las relaciones globales que marca la transición (necesariamente no uniforme) de la edad del imperio al momento de lapostil)dependel).cia o posdescolonización. Por otra parte, podrÍa ayudarnos (aun cuando en este caso su valor sea sobre todo indicativo) a identificar las nuevas relaciones y disposi­cin¡;],es de poder que están emergiendo en la coyuntura presente ( ... ]. Esto se refiere a un proceso general de descolonización que, como la misma colonización, ha signado las sociedades colonizado­ras tanto o más profundamente que las colonizadas.

Para entender del todo bs palabras de Hall conviene com­pletar su razonamiento. Siguiendo lo que sostiene Peter Hulme (1995), director del Departamento de Literatura, Film y Estudios Teatrales de la Universidad de Essex, en Gran Bretaña, y otra de las voces más notorias dentro de los estudios poscolo­niales, Hall se pronuncia aquí en favor de una acepción "des­criptiva" del término en perjuicio de cualquier acepción "valo­rativa". En .consecuencia, poscolonial debe significm· el "proceso global de liberación del síndrome colonial" (Hulme 1995, en Hall1996a, pág. 301).

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Existen, sin embargo, modos de discriminar entre los usos del tér­mino que no son, a mi entender, de ~inguna ayuda. Algunos recha­zarían usarlo para las colonias de blancos, reservándolo exclusiva­mente para las sociedades colonizadas no occidentales. Otros recha.zarían usarlo para las sociedades colonizadoras metropolita­nas, reservándolo sólo para las colonias de la periferia. Esto signifi­ca ~_onfundir una categoría descriptiva con una valora_Eiva.

Más allá de las intenciones de Hall, no se puede negar que una lectura estrictamente histórico-cronológica de esta acepción des­criptiva del concepto presenta no pocos problemas de tipo heu­rístico. El prefijo pqst, asociado al colonialismo entendido como hecho histórico, evoca un fin cuyos usos y peculiaridades en el análisis político y sociocultural conllevan peligros de ambigüe­.dad. Como anota Ella Shohat (1992, pág. 99), del Departamento de Artes y Políticas Públicas y Estudios del Medio Oriente de la New York University:

La oposición a la Guerra del Golfo en el interior del mundo acadé­Inico ha mov_ilizado términos para nosotros muy familiares -"impe­rialismo", "neocolonialismo", "neoimperialismo"- en una suerte de guerrilla verbal contra el Nuevo Orden Mundial. El término posco­lonial estaba increíblemente ausente en esta discusión, y no fue invocado ni siquiera por sus principales defensores. Dada la impre­sionante difusión de tal concepto en el debate académico más reciente, esta invisibilidad repentina era más bien desconcertante.

Individualizar en la historia un eventual período catalogable, como poscolonial es una empresa cuanto menos problemática. Las dificultades se presentan desde un principio. De hecho, cuando se hace referencia a un determinado estadio histórico, con cautela y con un cierto margen de elasticidad, es necesario primeramente establecer un comienzo y, si es posible, un final. Tal tarea elemental, en este caso, no parece de fácil solución. Es por este motivo que Shohat polemiza con ese uso abstracto y genérico del concepto preguntándose "cuándo es que efectiva­mente tuvo inicio el poscolonialismo" y, dada la vaguedad y las connotaciones de la noción, "¿tendremos alguna vez un final?" (Shohat 1992, pág. 103; véase Ahmad 1995a, pág. 9).

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La te01·ía social y la condición poscolonial

Esta perplejidad se vincula, en primer lugar, con la propia ambivalencia del término colonialismo. Por colonialismo se entiende, propiamente, la conquista, la posesión y el control' directo de territorios que pertenecen a otros pueblos o grupos sociales definidos a partir de tal situación en tanto colonia. Según esta acepción, el colonialismo no representaría de hecho un fenómeno exclusivamente circunscrito a los últimos cuatro­cientos años de historia, sino que resultaría aplicable incluso a la antigua Grecia, al Imperio Romano, a los aztecas, etcétera. Como parece obvio, sería del todo estéril a los fines epistemoló­gicos identificar en la historia un segmento de tiempo para defi­nirlo como poscolonial (véase Loomba 1998, págs. 18-35).

Sin embargo, el colonialismo de la edad moderna posee .. características que lo distinguen. Mientras los distintos tipos de

colonialismo preeedente eran de naturaleza precapitalista, la expansión colonial de la edad moderna tenía como fin progra­mático el nacimiento y el desarrollo del capitalismo mercantil primero, e industrial después. Por este motivo, el colonialismo moderno no se limitó a extraer bienes, tributos y riquezas de los países conquistados sino que, por medio de un particular siste­ma de intercambios comerciales, dio lugar a un proceso de reor­ganización global de sus economías y de sus estructuras socio­políticas internas. El término poscolonial, a partir de esta última consideración, podría volverse útil si hiciera referencia a esa situación histórica específica que sucedió al proceso de descolo­nización formal que se produjo en las más diversas colonias del planeta. Y es ésta, de hecho, la perspectiva en la cual se mueven los autores australianos de uno de los textos fundadores de la crí­tica poscolonial: Tbe Empire Writes Back: The01y and Practice in Postcolonial Literatures (1989). Ashcroft, Griffiths y Tiffin, en el ámbito de la crítica literaria, definen como poscoloniales a todos los países cuya producción literaria surgió en tensión con ei sis~ tema colonial y con el imperialismo europeo:

Utilizamos el término poscolonial para designar toda la cultura condicionada por el proceso colonial desde el momento de la colo­nización hasta el presente. Y esto porque existe una notable c~m_ti_­nuidad en los tema~ y en las preocupaciones durante todo el proceso

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iniciado con la agresión imperial europe~. [ ... ] la literatura de los paises africanos, de Australia, de Bangladesh, de Canadá, de los paí­ses del Caribe, de India, Malasia, Pakistán, Singapur, Sri-Lanka son todas "literaturas poscoloniales". También la literatura de Estados Unidos debe ser colocada dentro de esta categoría. Quizás por su poder actual y por su rol de potencia neocolonialista, su naturaleza "poscolonial" no ha sido jamás reconocida. Pero la evolución de su relación con el centro metropolitano en los llltimos doscientos años ha sido paradigmática para casi todas las literaturas poscoloniales. Lo que estas literaturas tienen en común, más allá de sus particula­res características regionales, es que han emergido en su forma actual de la experiencia de la colonización y se han afirmado en ten­sión con el poder imperial, enfatizando su diferencia con la madre patria. Es precisamente tal circunstancia la que las vuelve típica­mente poscoloniales (Ashcroft, Griffiths, Tiffin 1989, pág. 2).

Ni siquiera en este caso, sin embargo, la noción de poscolo­nial tendría alguna pregnancia teórico-cognitiva, dado el tiempo excesivamente largo transcurrido, por ejemplo, entre la inde­pendencia de los Estados Unidos en 1776 y la de Angola y Mozambique, hecha realidad recién en 1975, y sobre todo con­siderando las distintas contingencias histórico-políticas que han caracterizado al colonialismo y en consecuencia al proceso de descolonización en países como Australia o Nueva Zelanda por un lado, y Argelia y Zimbabwe por otro (Shohat 1992, pág. 102). Desde este punto de vista, definir como igualmente poscolonia­les a países cuya posición en la jerarquía internacional de la geo­política es tan distinta parece una invitación al equívoco.

Una tesis de algún modo similar a la de Aschcroft, Grifiths y Tiffin ha sido propuesta por Edward Said en Cultura e impe­rialismo. Said ve en el imperialismo a caballo entre los siglos XIX y XX el embrión de la actual sociedad global. En este período, en efecto, el 85% de la superficie del planeta estaba bajo el con­trol, directo e indirecto, de los países europeos. Para el autor de Orientalismo tal escenario representaba una situación sin prece­dentes en la historia:

Basta pensar que en el siglo XIX las potencias occidentales reivin­dicaban el 55% del territorio mundial poseyendo en realidad aire-

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La teoría social y la condición poscolonial

dedor del35% y que en 1878 tal porcentaje llegaba al 67%, con un incremento de 83.000 millas cuadradas al aüo. En !914 tal creci­miento anual alcanzó la increíble cifra de 240.000 millas cuadradas y Europa controlaba alrededor de 85% de la superficie terrestre bajo la fonna de colonias, protectorados, posesiones, dominios y Coumzomvealtb. Ningún otro conjunto de colonias ha sido tan vasto, tan completamente dominado, y tan desigual en términos de poder en favor de las metrópolis occidentales. Como consecuencia, sos­tiene William McNeil en La búsqueda del pode~·, "el mundo se unió en un único conjunto que interactuaba en su interior como nunca antes". Y en la misma Europa de finales del siglo XIX no había un solo aspecto de la vida que no hubiera sido tocado por la realidad del imperio; las economías estaban repletas de mercancías de ultra­mar, de materias primas, de mano de obra a bajo costo, de tierras con alta renta mientras las instituciones militares y diplomáticas estaban siempre más ocupadas en mantener vastas y lejanas zonas de territorio y someter a un número siempre creciente de pobla­ciones (Said 1993, págs. 33-34).

Por este motivo, sostiene Said, la idea del imperio y de su hegemonía sobre las colonias, protectorados, dependencias y dominios debe ser vista como un metadiscurso, como un discur­so omnipresente en las prácticas y representaciones culturales de tal período. En otras palabras, el análisis de las expresiones cul­turales de la época en cuestión no puede prescindir de tomar en consideración al imperialismo como un dato de hecho y vice­versa; cultura e imperialismo resultan inevitablemente imbrica­dos. La sombra del imperialismo y de sus estereotipos y precon­ceptos sobrevuela, por citar sólo unos ejemplos, tanto las nove­las de Kipling, Conrad, Gide, Austen y Camus, como la obra de Verdi y Wagner; tanto la filosofía de Hegel y Marx cuanto la sociología de Comte, Weber y Durkheim. Y esto, agrega Said, no porque tales autores deban considerarse como meros reflejos mecánicos de una ideología, sino porque tanto sus ansias y moti­vaciones como sus trabajos tomaron forma en tensión con el espíritu de la época y por lo tanto resultan inextricables de la experiencia social.

Esta observación lleva a Said a releer la historia del colonia­lismo no ya como una vivencia que le toca sólo a Europa sino

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~omo una experiencia común a colonizadores;y.coltmizados,.En este sentido, nos recuerda siempre Said, tbhüindo•las.célebres palabras de ] oseph Conrad, "la existencia del 'imperialismo dependía también de la idea de tener un imperio"; es decir era inseparable de ciertas estructuras mentales ·y concepciones del mundo que ineluctablemente llamaban la ati:mción sobre la rela­ción y la actitud hacia el otro; proceso sobre cuya base se perci­be, por lo demás, la propia identida<;l. En definitiva, lo que Said busca poner en evidencia aquí, volviendo más generales las pre­misas del Orientalismo, es que la formación de la identidad · moderna occidental está intrínsecamente ligada a las; p¡~pi~s construcciones culturales de lo exótico, a una particular percep·­ción de los otros no-europeos (Said 1993, pág.15). · · ·

A partir de la perspectiva de Said, por lo tanto, se da por des­contado que si el período que va de 1870 al desmantelamiento formal de todas las colonias en la segunda posguerra puede ser definido a partir de aquello que Eric Hobsbawm ha denomina­do ~'la edad del imperiq",. la realidad histórica sucesiva estará entonces caracterizada esencialmente por el fin de tal continui­dad y por lo tanto por el poscolonialismo. Sin embargo, subraya Said, poscolonial y postimperial no significan de hecho el fin de la hegemonía política y económica de los países occidentales. Por un lado, los desequilibrios de poder característicos del mundo colonial persisten aún hoy, por otro, esa realidad, en modos muy distintos, ejerce aún en la actualidad una notable influencia en las configuraciones del mundo contemporáneo.

Estas últimas objeciones planteadas por Said nos llevan a los problemas de naturaleza ideológica que conlleva el uso del tér­mino poscolonial en sentido literal.

Tratar los fenómenos relativos al colonialismo como algo ya ocurrido o de igual modo como perteneciente al pasado impide afrontar cuestiones espinosas como el neocolonialismo y el neoimperialismo. Debido a que muchos de los conflictos típicos del mundo colonial, como el racismo o la lucha por la hegemo­_nía entre grupos étnicos diversos, persisten no sólo en las rela­ciones entre las distintas naciones, sino también dentro de muchos países que se han hecho independientes y en las socie­dades metropolitanas occidentales, poscolonial puec\e parecer

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La teoría social y la condición poscolonial

un concepto falsamente celebratorio, por no decir ideológico. Como sugiere Ania Loomba (1998, pág. 28), profesora de Inglés en la Universidad de Illinois:

El Estado-nación de reciente independencia vuelve los frutos de la liberación disponibles sólo selectiva e irregularmente: la elimina­ción del gobierno colonial, en la mayor parte de los países, no llevó automáticamente al mejoramiento en las condiciones de la mujer, de los obreros y de los campesinos. El "colonialismo" no es sólo algo que ocurre fuera de un país o de un pueblo, no es sólo algo que adviene con la complicidad de fuerzas internas, porque una versión del colonialismo puede también ser duplicada al interior. Por lo tanto "poscolonialismo", más que ser un término aplicable indis­criminadamente, resulta por el contrario cargado de numerosas contradicciones.

Para entender cuán poco apropiado resulta el término pos­colonial para describir ciertas situaciones basta pensar en las recientes agresiones y ocupaciones neoimperialistas de los Estados Unidos en Mganistán e Irak o también en zonas o regiones como Palestina, Irlanda del Norte, Kurdistán, el País Vasco, hasta en la entera América Latina (véase McClintock 1992). El mismo tipo de observación vale para aquellas pobla­ciones nativas o indígenas, como los mayas o maoríes, cuya posi­ción de subalternidad colonial no ha cambiado luego de la inde­pendencia de los país.es de los que formaban parte. En este sen­tido, hay que pensar también en los colonos blancos de Sudáfrica, de Australia o de los Estados Unidos, que si bien for­maban parte de países que alguna vez fueron colonias, éstos difí­cilmente puedan ser considerados poscoloniales. O también podemos reparar en el racismo y la xenofobia (institucional y no institucional) que dominan hoy las relaciones entre las metró­polis occidentales y los migrantes; las podemos calificar como relaciones poscoloniales sólo por llamarlas de algún rriodo. Se puede agregar, finalmente, que muchos países como India, Haití, Argelia o Argentina se han vuelto poscoloniales de hecho, es decir formalmente independientes, y neocoloniales al mismo tiempo, sujetos a la influencia política y económica, ahora indi­recta, de países como Estados Unidos, Gran Bretaña o Francia.

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Hay quien sostiene que el surgimiento de conflictos típicos del mundo colonial dentro de la soc~edad descolonizada repre­senta uno de los rasgos fundamentales del mundo poscolonial. Stuart Hall, por ejemplo, al reaccionar ante las críticas dirigidas contra el carácter ideológicamente inocuo de lo poscolonial en cuanto demarcador epoca!, afirma que tal concepto tiende, por un lado, a poner en evidencia la persistencia de los efectos de la coloniza~ión y, por el otro, }1 reproducir la prese¡,cia del eje colonizador/ colonizado dentro de la -sociedad descolonizada acentuando de este modo el fracaso del nacionalismo anticolo­nialista. En la óptica de Hall, escenarios como el de la Primera Guerra del Golfo Pérsico, en el que un país imperialista ataca a un régimen ocupado en la destrucción y el aniquilamiento de algunas minorías étnicas locales, o como el de Ruanda, en el cual miembros pertenecientes a dos grupos étnicos distintos han dado lugar a una masacre sin fin, o, incluso, como el de la gue­rra entre vietnamitas, chinos y camboyanos a finales de los años sesenta, son considerados acontecimientos típicos del mundo poscolonial:

El término "poscolonial" ciertamente no designa a una de esas periodizaciones basadas en "estadios" epocales donde de pronto todo cambia contemporáneamente, todas las viejas relaciones desa­parecen para siempre y otras enteramente nuevas vienen a susti­tuirlas. Claramente, desengancharse del proceso colonizante ha sido una tarea larga, extendida y diferenciada, en la que los más recientes movimientos posbélicos de descolonización figuran como sólo uno de los momentos "distintivos". Aquí, "colonización" está para indicar ocupació~ y gobierno colonial directo, y la transición al "poscolonial" está caracterizada por la independencia del gobier­no colonial directo, la formación de nuevos estados nacionales, el crecimiento económico, el incremento del capital local y de las relaciones de dependencia neocoloniales del mundo capitalista des­arrollado, así como también por las políticas que surgen con la emergencia de poderosas élites locales que controlan los efectos contradictorios del subdesarrollo. Es igualmente significativo que tal transición esté caracterizada por la persistencia de muchos de los efectOs de la colonización, sólo que ahora éstos han sufrido una dis­locación: se han corrido del eje colonizador/colonizado y se han interiorizado en la misma sociedad descqlonliada. [ ... ] En este

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escenario, lo "colonial" no ha muerto, desde el momento en que continúa viviendo en sus secuelas (Hall1996a, págs. 303-304). ·

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Podemos compartir o no la tesis de Hall, pero en todo caso una cosa resulta clara: el término poscolonial ni siquiera aquí puede ser entendido en sentido literal. De otro modo, se vuelve arduo entender en qué modo pueda conservar un valor teórico­cognitivo en la descripción de situaciones, como las recién evo­cadas, que no son para nada poscoloniales en sentido estricto.

Breve excursus histórico: la raíz literaria de los estudios poscoloniales

Tomado al pie de la letra, entonces, poscolonial se revela como un concepto de. dudoso valor heurístico. No pocos autores, de hecho, se han aferrado a los límites, por así decirlo, semánticos del término, a los fines de una deslegitimación epistemológica. Anne McClintock, profesora de English and Woman Studies en la Universidad de Wisconsin-Madison, en relación a lo observa­do más arriba, define poscolonial como una noción ahistórica. El aspecto más contradictorio de esta expresión, precisa McClintock, reside en su reclamo de un "espacio históricamen­te vacío", en su hacer referencia, mediante el prefijo post, a un "eterno presente cuya historia está siempre de espaldas". Poscolonial, para McClintock, refleja de cerca esa idea de un fin ~e la historia, uno de los puntos clave del pensamiento posmo­derno, tan en boga hacia el fin de los años ochenta (McC!intock 1992, págs. 253-266).1

Este contexto histórico-cultural, definido por algunos estu­diosos, sobre todo franceses, como "edad del consen~o" para subrayar la hegemonía alcanzada en --¡a visión neoliberal: del mundo en la teoría social (Augé 1997, págs. 30-52), es para Rajagopalan Radhakrishnan de vital importancia para entender el mundo en que ha advenido la institucionalización de la noción de poscolonial en las universidades de los Estados Unidos. Para

l. Como se recordará, para citar el ejemplo más conocido· y discutido, Francis Fukuyama, en El fin de In bistorin, veía en el inminente triunfo del capi­talismo sobre la alternativa comunista el arranque de una fase posthistórica en la historia de la humanidad.

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Radhakrishnan, profesor de Inglés de la Universidad de Massachusetts, el concepto de poscolonial representa el producto "ideológico", elaborado por las academias del Primer Mundo, de un particular momento histórico, caracterizado por la caída del muro de Berlín y por lo tanto por el triunfo del capitalismo occidental sobre el resto de las alternativas político-culturales:

Es importante historizar este término en relación a sus lugares de producción, vale- decir al Primer Mundo en general y, más precisa­mente, a su campo teórico-intelectual-académico-cultural. En otras palabras, debemos contextualizar tal ténnino en cuanto "proyecto" y en cuanto "formación" tanto a nivel macrop~iiti-co como micropolí­tico. La coyuntura del Primer Mundo en cuyo interior está toman­do forma el concepto de poscolonialismo presenta por un lado tonos triunfalistas y por el otro tonos celebra torios. Occidente es prisione­ro de este decantado triunfo (vivido casi como una epifanía), que sujeta en una mordida sincrónica y letal, en forma mucho más inten­sa que en el pasado; al resto del mundo. Eufórico a causa de los pro­pios éxitos Qa derrota del comunismo, la desaparición de toda alter­nativa) Occidente vive hoy en un estado de inocencia contramne­mónica, donde elige libremente y unilateralmente qué recordar y qué remover de las págioas de la historia. Hemos oído al presidente Bush (padre) declarar orgullosamente que la memoria de Vietnam ha sido sepultada en modo legítimo y definitivo en las arenas de la Guerra del Golfo. Existe hoy un pensamiento dominante segón el cual "Nosotros", habiendo de algún ,modo vencido la Guerra Fría, disponemos de una suerte de autoridad ético-política absoluta, en los enfrentamientos con el resto del mundo. [ ... ] En breve, la feliz contramemoria occidental parece triunfar en el intento de remover esa historia problemática y todavía en crirso -como el colonialismo, el neocolonialismo, el imperialismo-. Dentro de la espacialidad inde­terminada del prefijo "post", el Primer Mundo no halla p1·oblemas o con­n·adicciones, no vive sentimientos de culpa o de vergüenza, mientras con­tinúa reclamando para sí un rol dominante en los poyectos para la recons­trucción de la identidades en todo el mundo (Radhakrishnan 1996, págs. 155-156, las cursivas son mías).

N o obstante la fuerza de estas palabras, Radhakrishnan no arriesga más allá de ellas y no aclara esta relación. Retomando una expresión de Linda Hutcheon (1989a, se puede afirmar que

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su juicio sobre el poscolonialismo queda suspendido en un espa­cio intermedio (in-between.'): entre "complicidad" y "crítica" de la ideología del capitalismo tardío. Es por este motivo que, algu­nas frases más arriba, he escrito "ideológico" y no simplemente ideológico. Lo que, de todas formas, me parece importante des­tacar es que, acaso a pesar suyo, Radhakrishnan sugiere un vín­culo para nada inocente entre "euforia poscolonial" y "furor neocapitalista". Un dato acerca del cual los ánimos más batalla­dores y antagonistas de la crítica poscolonial deberían seguir reflexionando.

Este tipo de crítica, sobre la cual volveremos en la parte final' de nuestro trabajo, nos dice poco, sin embargo, sobre el éxito o la atracción de tal noción, sobre las razones y motivaciones por las cuales el concepto de poscolonial se ha impuesto en cierto universo académico para definir tanto un particular campo de estudio, los estudios poscoloniales, como una determinada con­dición histórica. Para dar una respuesta a tales interrogantes, vale la pena concentrar la atención en la acepción metafórica de poscolonial cuya connotación y valencia, por otra parte, puede ser comprendida más claramente a partir de una breve incursión en la historia del término.

La expresión poscolonial ha tenido una relativa difusión en los años sesenta dentro de la sociología del subdesarrollo. Nacido en los años sucesivos a la Segunda Guerra Mundial, este campo específico de estudios, a mitad de camino entre sociología, his­toria, economía y ciencias políticas, tuvo como primer objetivo la comprensión y el análisis de las causas y motivos del retraso socioeconómico de las sociedades del Tercer Mundo. El des­arrollo del proceso de descolonización y el creciente deseo de modernización de las naciones que se habían independizado favorecieron la consolidación de tal disciplina. En este contexto, el debate sobre lo poscolonial trata esencialmente de la situación social, política y económica de los Estados recién descoloniza­dos. Se puede estar de acuerdo con Ahmad (1995a, pág. 5) cuan­do señala que:

el primer gran debate acerca del poscolonialismo no es un produc­to de los años más recientes, sino que se remonta a algunos dece-

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nios antes. No tuvo lugar dentro de la teoría política. Su objeto principal no tenía que ver con la "literatura poscolortial" o los "intelec:_~ales poscoloniales" sino co.p. la naruraleza del estado pos­colonial[ ... ]. En el pensamiento marxista, [esto] no significaba pri­vilegiar el momento de la descolonización, sino focalizar la aten­ción sobre los cambios estructurales en el Estado y en la sociedad de las ex colonias, vale decir en la jerarquía de los condicionamien­tos sistémicos que estructuran las relaciones entre la burgu~sía imperialista y los productores directos de estos Estados-nación ahora soberanos pero siempre filoimperiales.

Sin embargo, como evidencian las palabras de Ahmad, el de­sarrollo particular del proceso de descolonización hizo que el término poscolonial fuera sustituido por el de neocolonial, con­siderado, sobre todo por los teóricos de la dependencia como André Gunder Frank, Immanuel Wallerstein y Samir Amin, más acorde a la descripción de lo que estaba suced~endo en los países recientemente independizados (véase Hettne 1986; Solivetti 1993; Hoogvelt 1997).

Muy distinta ha sido en cambio la fortuna de lo poscolonial dentro de la crítica literaria anglosajona. En efecto, es en el ámbito de esta tradición que se buscará la raíz de los estudios poscoloniales, esa específica problemática teórico-epistemoló­gica, para usar aún un término althusseriano, que habría per­mitido en los años sucesivos la configuración de un campo de estudio particular.

En torno al área académica de los "English Studies", existía una subdisciplina llamada "literaturas del Commonwealth" cuyo campo de estudios específico estaba constituido por la producción literaria en inglés de autores no ingleses. En los años sesenta, bajo el peso de la descolonización y de la hegemonía del nacionalismo tercermundista, el área de la literaturas del Commonwealth se constituyó como disciplina autónoma. El clímax de este proceso está representado seguramente por el congreso de Leeds de 1964 en el cual, siguiendo el impulso de la euforia de la lucha anticolo­nialista, se encaró abiertamente la cuestión de la relación entre k lengua inglesa, en cuanto instrumento político de control, y las distintas tradiciones literarias nacionales.

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La teoría social y la condición poscolonial

Es así que el interés principal de esta rama de estudios se ha centrado casi exclusivamente en la experiencia política, lingüís­tica y cultural de las ex colonias y dominios del imperio británi­co. La etiqueta de literaturas del Commonwealth, anacrónica para países ahora independientes o en vías de serlo, fue cambia­da por la de "New Literatures". En este contexto político-ideo­lógico, lo que definía la especificidad de las literaturas del Commonwealth (o de las "New Literatures"), respecto a una categoría más genérica como "English Literature", era el presu­puesto según el cual en la base de toda tradición literaria nacio­nal había peculiaridades y singularidades que de algún modo la disi:inguían de las formas literarias surgidas en la madre patria. Como observó algunos años después, en tono polémico, Salman Rushdie (1991, págs. 74-75):

Una de las reglas, una de las ideas sobre las cuales se funda todo el edificio, es que l_aliteratura es la expresión de una nacionalidad dada. Lo que la "literatura del Commonwealth" encuentra intere-

- san te en Patrick VVhite es su .!!!__tstraJlanfda_cf:; en Doris Lessing su africanida_d; en V. S. Naipul su antillan!4_qd, aunque es dudoso que algliien tenga el coraje de decírselo a ellos en la cara. Se festejan los libros casi siempre porque contienen motivos y símbolos que per-

. ,tenecen a la tradición nacional del autor, o cuando en su forni<i resuena cierta forma tradicional, naturalmente pre inglesa, y cuan­do las influencias activas en el escritor pueden interpretarse como internas a la cultura de la cual deriva.

De estas palabras de Rushdie, puede concluirse que el inte­rés específico de esta disciplina, es decir su principal campo de reflexión, tiene que ver con el problema de la identidad cultural en una sociedad sacudida en su continuidad histórica por la

·irrupción del colonialismo y por lo tanto de la modernidad occi­dental.

Hacia el fin de los años ochenta, con el cambio del clima político e intelectual, signado profundamente por la desilusión y el fracaso de los proyectos de emancipación y modernización de los países apenas descolonizados, lo que antes era definido, según los casos y contextos, como "Commonwealth Literatures", "New Literatures" o incluso "Third World

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Literatures" será crecientemente etiquetado por los departa­mentos literarios de las universidades del mundo anglosajón como "Postcolonial Literatures" (véase Ashcroft, Griffiths, Tiffin 1998, pág. 162). En esta acepción, poscolonial habla en modo genérico del área de competencia de un campo de estu­dios literarios que se ocupa sobre todo de la comprensión, aná­lisis e indagación de los efectos culturales de la colonización sobre la sociedad colonizada.

Intermezzo: el (casi) silencio de Said

Con la irrupción y consolidación del postestructuralismo, de la deconstrucción y del posmodernismo en la crítica literaria, el término poscolonial carga con otras connotaciones (Barker, Hulme, !versen 1994, págs. 4-5). Desde los años ochenta, de hecho, la noción de poscolonial está ampliamente asociada a autores como Edward Said, Homi K. Bhabha y Gaya tri Sp~vak,_ la llamada ''Holy Trinity" de la teoría poscolonial (Young 1995), cuyos enfoques se remontan en modo explícito a la premisa de tales direcciones de pensamiento. La influencia de Foucault sobre Said; de Barthes, Lacan y Althusser sobre Bhabha; y de Derrida sobre Spivak revelan una precisa afinidad epistemológi­ca entre la problemática poscolonial surgida de la perspectiva de estos autores y las temáticas del postestructuralismo y por lo tanto del posmodernismo (Slemon 1988; Hutcheon 1989b; Adam, Tiffin 1991; Appiah 1991; Young 1990; Moore-Gilbert )997; Gandhi 1998).

Con seguridad, la publicación de Orientalismo de Edward . Said ha constituido un hecho de singular importancia en la con­figuración de los estudios poscoloniales. La publicación de este texto en 1978 constituye un verdadero momento de desarrollo en el estudio del colonialismo y por ende un acontecimiento cruCial en la historia de la teoría poscolonial. N o hay genealogía de los estudios poscoloniales que no cite el trabajo de Said como uno de los textos fundadores. Me· parece sin embargo oportuno señalar que Said no se reconocería jamás como perteneciente a esta corriente de estudios. En sus trabajos, las referencias a otros autores centrales en el desarrollo de la crítica poscolonial son

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escasísimas e incluso resulta muy difícil hallar alguna mención del propio término poscolonial en una acepción que no sea del todo genérica. Si se exceptúa el pequeño ensayo "Orientalism Reconsidered", publicado en Europe and Its Others (1984), el póstfacio a la reedición de Orientalismo, de 1994, y muy poco más, hay un silencio sospechoso tanto sobre el postcolonial think­ing como con sus principales partidarios. Hace algunos años, de hecho, Said hablaba así de su relación con el movimiento encar­nado en la crítica poscolonial:

En realidad, ya no me interesa escribir para colegas de la Universi­dad. Es curioso, más pasan los años y menos logro digerir la crítica académica. Recibo numerosos libros al día, algunos hasta dedica­dos, se trata de investigaciones académicas que se fundan sobre mi trabajo y que me citan como uno de los artífices de las nuevas corrientes críticas: Debo decir no obstante que no me identifico para nada con la mayor párte de estos trabajos. El problema es que ciertos sectores de la teoría literaria, de la crítica feminista y de la crítica poscolonial no traspasan los confines universitarios o acadé­micos. Hay algunos·cambios de perspectiva que no comparto para nada. Mi reflexión sobre el imperialismo tenía como punto de par­tida la experiencia colonial desde el punto de vista del mundo colo­nizado y ahora me encuentro- d~Íante de trabajos cuyo interés fun­damental refiere a "la angustia del colonizador" o diatribas sobre la inseguridad, el ansia y ¡los "nervios"! de los británicos durante la colonización. No tengo ningún tipo de interés por este tipo de enfoque (Speranza 1998, pág. 5).

Sobre estas expresiones de Said, acerca de su malestar hacia el mainstream de la teoría poscolonial, volveremos más adelante. Sin embargo desde ya se puede intuir cuánto desaprueba Said una cierta despolitización de su enfoque, producto de la institu­cionalización y consecuente banalización de su trabajo dentro de buena parte de los estudios poscoloniales. Para un intelectual públicamente comprometido con la crítica antiimperialista y con la defensa de una causa como la palestina en un país como Estados Unidos, debía resultar más que deprimente constatar el barroquismo estetizante y el academicismo abstruso y jergoso del que ha sido objeto la vulgata de su obra en algunos ambientes

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literarios. A diferencia del peor deconstruccionismo o posmo­dernismo literario, Said consideraba al imperialismo una viven­cia extra textual, un fenómeno histórico, algo, por decirlo con y contra las palabras de Derrida, que existía también más allá del texto (véase Osborne 1996; Pearson, Parry, Squires 1997). Insistía frecuentemente en sus trabajos e intervenciones políti­cas en el hecho de que la violencia imperialista JI~ era sólo "dis­cursiva" o "epistemológica", no venía únicamente de las novelas de Kipling o de la filosofía de Hegel, sino sobre todo de los fusi­les y cañones de los ejércitos coloniales. En Cultura e imperialis­mo (Said 1993, pág. 316), por citar un ejemplo, analizaba así la geopolíti~a del único imperio en pie:

Por años el gobierno de los Estados Unidos ha llevado adelante una política oficial de intervenciones en los asuntos de Centro y Sudamérica: Cuba, Nicaragua, Panamá, Chile, Guatemala, El Salvador, Grenada han sufrido violaciones de su soberanía que iban desde guerras, a golpes de estado y proyectos de desestabilización públicos; de tentativas de homicidio a la financiación de ejércitos contra. En el este asiático, los Estados Unidos ha combatido dos grandes guerras, ha esponsorizado invasiones armadas masivas de gobiernos "amigos" (por ejemplo. el de Indonesia en Timar Oriental) que han causado centenares de miles de muertes, derri­bado gobiernos legítimos (como en Irán en 1953) y apoyado a esta­dos que llevaban a cabo actividades ilegales, burlándose de la reso­luciones de la ONU y contraviniendo proyectos políticos precisos (Turquía, Israel). La justificación oficial es que Estados Unidos defiende sus intereses manteniendo el orden, hace triunfar la justi­cia sobre la inequidad y los comportamientos incorrectos.

Acaso vale la pena también señalar que no pocas veces (véase Osborne 1996; Said 1993; 1994) Said denunció su contrariedad frente a la teoría considerada como un fin en sí mismo, frente a eso que llamaba el "formalismo técnico exasperado", dominante en buena parte de los estudios literarios (Said 1994, pág. 85). En Decir la verdad (1994), por ejemplo, nos recuerda que uno de los mayores riesgos a los que se han sometido los intelectuales es la especialización y todo lo que ella conlleva: el culto del expert~, la profesionalización del rol, el aislamiento de la sociedad. Para

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Said, por el contrario, lo que define al intelectual pasa necesa­riamente por su compromiso político fuera de la academia, por la denuncia pública de los abusos y de la violencia (materiales y simbólicos) perpetrados por el poder· y sus apologetas, en per­juicio de los más débiles:

No tengo ninguna duda en afirmar qti~ el intelectual debe ponerse siempre del lado de los más débiles, de quienes no tienen represen­tación. Ya, Robin Hood, dirán algunos. Pero no es un rol muy fácil, y no puede ser descalificado tachándolo de puro y simple idealismo romántico. En sustancia, el intelectual -en tanto yo entiendo el tér­mino- no es ni un pacificador ni un artífice del consenso, sino alguien que ha apostado toda su existencia en el sentido crítico, la conciencia de no estar dispuesto a aceptar las fórmulas fáciles, los modelos pre­frabricados, las confirmaciones aquiescentes y cOmplacientes de lo que los poderosos y los bien pensantes tienen pára decir y lo que des­pués hacen. Una capacidad que no se refleja sólo en el rechazo pasi­vo, sino en la voluntad activa de usar la palabra en público (Said 1994, págs. 36:37). .

No quiero asumir aquí de manera acrítica las posiciones de Said. Robert Young, profesor de Inglés y Teoría Crítica en el Wadham College de la Universidad de Oxford, ha ilustrado con gran eficacia todas las debilidades inherentes a las concepciones de Said acerca del rol de los intelectuales y acerca de la noción (aún humanística) de "conciencia crítica" (véase Young 1990, págs. 119-140). También AijazAhmad se ha detenido en las con­tradicciones irresueltas de Orientalismo y en los aspectos indubi­tablemente ideológicos de su pensamiento (véase Ahmad 1992). Es necesario agregar finalmente que, como distintas veces se ha resaltado dentro de la crítica poscolonial, las apelaciones de Said en favor de una teoría literaria que no pierda de vista en su pro­pio análisis las condiciones materiales de la producción textual han sido más bien ambiguas y abiertas a diversas interpretacio­nes (véase Kennedy 2000; Ashcroft, Ahluwalia 2001).

Sin embargo, no se puede negar que, a pesar de algunas excep­ciones, como Paul Gilroy (1987; 1993a; 1993b; 2000; 2004) y el mismo Robert Young (2001; 2003a; 2003b), a la crítica poscolo­nial le cuesta mucho salir de los círculos literarios, articular y

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promover posiciones más marcadamente políticas o antagóni­cas. Una de las principales causas de este déficit político reside, a mi entender, en la dificultad de instaurar un diálogo más abier­to con el marxismo y con aquellos sectores de la crítica cultural, de las ciencias políticas, de la antropología y de la sociología mayormente ocupados tanto en el análisis de los procesos y de los conflictos socioeconómicos contemporáneos como la inves­tigación de campo o la etnografía.

En White Mythologies. Writing Hist01y and the West (1990), Robert Young, refiriéndose al pensamiento de Lévinas, define el discurso poscolonial como un intento de superar "la alergia y el horror al otro" (págs. 12-20) inmanente a todo el saber (dialéc­tico) occidental. Me gustaría terminar este breve intermezzo sos­teniendo que sin una superación de la alergia o del horror ante cada discurso "sociológico" o "político-económico" sobre la his­toria y sobre la cultura, la crítica poscolonial continuará hablan­do sólo para sí misma. En cuanto al resto, acaso resulte intere­sante señalar que los últimos trabajos del propio Young han bus­cado colmar tal brecha, eludir este impasse político de casi toda la teoría poscolonial. En Poscolonialism: An Historicallntroduction (2001), Young ofrece una (re)lectura decididamente más acoge­dora del actual poscolonialismo teórico. El concepto de posco­lonial se despliega aquí sobre un eje político y epistemológico decisivamente más radical respecto al mainstream académico:

tanto Europa como los países descolonizados todavía están tratan­do de llegar a un acuerdo respecto de la larga y violenta historia del colonialismo, iniciada simbólicamente hace más de quinientos años atrás, en 1492: una historia que habla de esclavitud, de víctimas d~ la opresión o del aniquilamiento cuyas muertes no pueden ser m descriptas ni calculadas, de migraciones forzadas y de la diáspora de millones de personas -africanas, an1ericanas, árabes, as~átic.as, ?uro­peas-, de la apropiación de tierras y territorios, de la mstltu~!?Il.a.­lización del racismo, de la destrucción de muchas culturas y de la sobreimposición de otras. La crítica cultural poscolonial implica la reconsideración de tal historia, pero desde el punto de vista de quien ha sufrido sus efectos y a partir de la valoración de su impac­to social y cultural sobre el mundo contemporáneo. Y es por este motivo que la teoría poscolonial superpone constantemente pasado

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y presente y tiene como primera finalidad la transformación activa de un presente fundado precisamente sobre ese pasado. La crítica poscolonial, no obstante, no privilegia para nada lo colonial. Se vin­cula a la historia del colonialismo sólo porque esta bi'storia ba deter­minado la configzt1"ación de las estructlt1T!S de poder del presente, porque una buena pmte del mundo sufre atínlns violentas consecuencias de su des­arrollo y porque los movimientos de liberación anticoloni'alistns sigzten siendo la ji1e1zte y la inspimción de stl política. Si la historia colonial, en partícula~ durante el siglo XIX, ha sido la historia de la apropiación imperialista del mundo, la historia del siglo XX ha testimoniado, por el contrario, el acceso al poder de los pueblos subalternos de todo el planeta. La teoría poscolonial es vista como un producto de este proceso dialéctico (Young 2001, pág. 4, las cursivas son mías).

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No es exagerado afirmar que este texto de Young constituye un momento de cambio dentro del paradigma poscolonial. Su intento de fundir la ciítica poscolonial contemporánea con el espacio abierto en el pasado por la lucha anticolonialista, por el tercermundismo político y también por el antiimperialismo marxista puede representar una salida alternativa respecto a ese posmodernismo banal y paralizante que domina hoy buena parte de los estudios poscoloniales. A propósito, Young propone además rebautizar a la crítica poscolonial como "crítica triconti­nental":

Después de todo, el reclamo a la 'Il-icontinental vier¡e aquí a signi­ficar una identificación con la Gran Conferencia Tricontinental en la Habana, en 1966, que ha dado -illicio a la primera alianza global de pueblos de -tres continentes en contra del imperialismo, y la con­sagración de su diario "La tricontinental" como acto fundacional de la teoría poscolonial. En este punto, podemos decir que el pos­colonialismO estaría_Inejor definido como "tricontinentalismo", un término que acoge en modo exacto su identificación política inter­nacionalistá así como la fuente de su epistemología. La crítica pos­colonial o tricontinental -aparece uniformada por un consenso político y moral común en la historia y la herencia del colonialismo occidental [ ... ]. Esta historia ha sido extraordinaria en sus dimen-

. sienes globales, no sólo en relación al nivel espacial de la coloniza­ción durante el período de máxima expansión imperialista a finales del siglo XIX, sino también porque el efecto principal de la globa-

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lización del poder imperialista occidental ha sido la fusión de socie­dades con distintas tradiciones históricas en una única historia. Una historia que, más allá del período caracterizado por el desarrollo de economías autocentradas, condujo a esas sociedades a uniformarse al modelo económico dominante. El mundo entero opera hoy dentro de un sistema económico difundido y controlado por Occidente, y justamente la persistencia del dominio -político económico, militar y cultural- occidental confiere máxima relevancia a esta historia. La liberación política no ha arrojado una liberación económica -y sin liberación económica, no puede haber liberación política- (ob. cit., pág. 5).

La posición del último Young resulta minoritaria dentro del campo de los estudios poscoloniales actuales. Su propuesta merece en todo caso una reflexión y un debate ulteriores. En Poscolonialimzo. Una muy breve introducción (2003a) Young provee otras interesantes hipótesis de trabajo, dejando entrever la posi­bilidad de un diálogo fecundo entre la crítica poscolonial y los movimientos antiglobalización en todo el mundo. Su reclamo en favor de un "poscolonialismo tricontinental" comprometido con la construcción de una "política transnacional desde abajo", abre espacios de acción importantes para todo el movimiento poscolonial (Young 2003a, pág. 116). Esta suerte de pequeño "manifiesto" de los estudios poscoloniales que propone Young se muestra particularmente estimulante, ya que nos lleva a defi­nir como poscoloniales ciertos conflictos que parecen a primera vista desconectados unos de los otros, como la lucha de los inmi­grantes en Europa, la cuestión negra en los Estados Unidos, la crisis de Medio Oriente, las reivindicaciones indígenas en América Latina, los conflictos étnicos y religiosos en África y Asia después de sus independencias formales, los movimientos campesinos o rurales como el Chipko nzovement en India, el Zapatismo en México, los Sin Tim·a en Brasil, las actuales luchas contra las patentes en el campo de las semillas y contra la priva­tización del agua. Cuestiones como el reciente conflicto en Irak, el choque que Benjamin Barber (1995) definió como Jihad con­tra McWorld o el desembarco reciente de marines norteamerica­nos y soldados franceses en Haití tendrían, a partir de la con­cepción de Young, claras connotaciones poscoloniales.

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La te01·ía social y la condición poscolonial

En la misma dirección que Young, aunque desde una pers­pectiva distinta, parecen moverse otros textos poscoloniales de reciente publicación como Nacionalismo y p7·ácticas cultumles en el mundo poscolonial (1999) de N eil Lazarus, Mm:·t:ismo, modemidad y estudios poscoloniales (2002) editado por Crystal Bartolovich y el mismo Lazarus, Estudios poscoloniales. Una crítica mate¡·ialista (2004) de Benita Parry y The Colonial P1-esent Afghmzistan, Palestine, Imq (2004) de Derek Gregory. No parece cierto, como sostiene Lazarus, que por primera vez en veinte años hasta esta parte existan las condiciones para un diálogo más fluido entre el marxismo y los estudios poscoloniales (Lazarus 1999, pág. 15). Desde luego, no es fácil reconducir la teoría poscolonial hacia enfoques y visio_nes del mundo que constituyen sin embargo el principal blanco de muchas de las críticas y perspectivas madu­radas en su interior (Parry 2004, págs. 1-12). He esbozado ya lagunas y ausencias de la crítica poscolonial contemporánea: en seguida se expondrán más claramente otros límites. Por el momento, digamos sólo que Said, en muchos puntos de su obra, asociaba el marxismo con el orientalismo y que el Young de White Mythologies, en su crítica al historicismo y al concepto de totalidad, parece ver en el marxismo sólo una d~·las tantas for­mas de violencia epistemológica occidental respecto a los pue­blos del resto del mundo (véase también Brennan 2002). Por este motivo, el trabajo que queda por hacer es arduo. Pero ya en 1994, Said mismo ponía el foco en algunas contradicciones inherentes a ese poscolonialismo crecientemente afín a las con­cepciones del movimiento posmoderno:

existe una sólida base histórica para la actual oleada de interés sobre el posmodernismo y su (tan distinta) contraparte, el poscolonialis­mo. En el primer filón hay sin embargo un eurocentrismo mucho mayor, además de una preponderancia de énfasis teórico y estético sobre lo local y lo contingente (como la ligereza de la historia, del pastiche y sobre todo del consumismo). Los primeros estudios sobre lo poscolonial han sido emprendidos no obstante por pensa­dores de relieve como Anwar Abdel Malek, Samir Amin, C.L.R. James; casi todos se basaban en estudios de situaciones de dominio y de control, que nacían de una completa independencia política o de un proyecto de liberación aún incompleto. Y, mientras el

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posmpdernismo en una de sus más famosas enunciaciones progr~:­máticas, la deJean-Fran<;ois Lyotard, pone el acento en el fin de las grandes narraciones de emancipación e iluminación, muchas de las obras producidas por la primera generación poscolonial de artistas y estudiosos se ubican en dirección diametralmente opuesta: las grandes narraciones siguen en pie, aunque su concreción y realiza­ción han sido diferidas, o han quedado alertagadas, o desnaturali­zadas. Esta diferencia crucial entre los imperativos históricos y políticos urgentes del poscolonialismo y la relativa indiferencia del posmodernismo explica los distintos enfoques y los distintos resul­tados, aunque los dos filones a veces se superpongan (Said 1994, págs. 347-348).

La observación de Said es muy pertinente para los fines de nuestro trabajo. En principio, como el pasaje de Ahmad cita­do más arriba, nos recuerda que la historia del término posco­lonial debe tener en cuenta y considerar un uso y un significa­do que no es el más recurrente hoy. En segundo lugar, agrega algo sobre su posición respecto al actual poscolonialismo o teoría poscolonial (véase Lazarus 1999, pág. 10). En distintas ocasiones, de hecho, Said repitió que sentía su obra y sus pro­yectos afines con la crítica al eurocentrismo llevada adelante por este "primer poscolonialismo" encarnado en la figuras como C. L. R. James, A. Cabra! o Fanon. Sin embargo, afir­mar en 1994 que posmodernismo y poscolonialismo se "sobreponen sólo a veces" no correspondía de hecho al estado de las cosas. Ya en ese entonces, resultaba muy difícil pensar uno sin el otro. Acaso deberíamos reexaminar tales considera­ciones de Said a la luz de la relación ambigua que tuvo con la teoría posmoderna y con el antihumanismo (véase Young 1990, págs. 119-140). Volveremos más adelante sobre estos argumentos.

Crítka poscolonial y deconstntcción de la modernidad occidental

Más allá de las impresiones personales de Said acerca de la crítica poscolonial, no hay duda ahora de que Orientalismo imprimió un giro propio al modo de pensar el colonialismo occidental. En efecto, respecto a las teorías precedentes acerca

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del colonialismo, el enfoque de Said presentaba importantes novedades. Como explica Ani Loomba (1998, págs. 59-60),

Muchos años antes que Said, Frantz Fanon concluye su impresión del colonialismo sosteniendo que Europa "es literalmente una cre­ación del Tercer Mundo"_, en el sentido de que la riqueza material y la fuerza de trabajo en las colonias, "el sudor y los cadáveres de los negros, de los árabes, de los indios y de las razas amarillas" son lo que ha sostenido su "opulencia" (1963, págs. 76-81). Intelectuales occidentales como Theodor Adorno, Walter Benjamin y Hannah Arendt indagaron a su vez en las conexiones entre la producción intelectual en el mundo colonialista y su pro­gresiva dominación del mundo. Pero aunque la crítica de Said fue anticipada por otros, fue nueva en su amplitud y objetivo, en la uti­lización de la obra de Foucault para crear las conexiones entre la producción de conocimiento y el ejercicio del poder y fue además innovadora en el uso de material literario para discutir los procesos históricos y epistemológicos. El uso de Said de la cultura y del conocimiento para interrogar el poder colonial inaugura los estu­dios sobre el discurso colonial.

El objetivo principal de Said en Orientalismo, como ha sido subrayado tantas veces, no es tanto la crítica de una falsa noción de Oriente presente en el imaginario colectivo de la cultura occidental como volver problemática la idea misma de Occidente minando en su base la legitimidad de sus criterios de representación (véase Clifford 1988, pág. 312). A partir de la vía abierta por Michel Foucault en el análisis del nacimiento del orden cultural moderno, lo que Said quiso demostrar era que el dominio de Occidente sobre Oriente funcionaba también por medio de la producción de ciertos.discursos sobre el otro. Este vínculo entre saber y poder es leíáo por Said entr~ laslíneas de la más variadas fuentes de testimonios históricos -de relatos de viajes a textos literarios, de ensaycis científicos a documentos de los administradores coloniales -responsables a su parecer de haber creado un cierto modo de ver y pensar Oriente, vale decir, de haber generado la tradición del Orientalismo.

Parto del supuesto de que Oriente no es una entidad natural dada, algo que simplemente está ahí, así como tampoco lo es Occidente.

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Debemos tomar muy en serio la observación de Vico de que los hombres son los hacedores de su propia historia, y lo que puedeñ ·conocer es lo que ellos han hecho, para transportarlo a un plano geográfico: esas entidades geográficas y culturales, además de his-t ~ . "O . t " "O "d t " 1 d d 1 · ancas, nen e y cc1 en e son e pro ucto e as energ1as materiales e intelecruales del hombre. Por eso, así como Occidente, Oriente es .una idea que tiene una historia y una tradición de p~p.­samientos, imágenes y lenguajes que le han dado realidad y presen­cia para Occidente. Las dos entidades geográficas .se sostienen y en cierta medida se reflejan recíprocamente (Said 1978, págs. 14-T)f.

En líneas generales, lo que Orientalismo buscaba poner en evidencia era que todo discurso (o representación) sobre la alte­ridad se muestra fundado o legitimado sólo en el interior del sis­tema de poder que lo ha producido. Siempre en sintonía con las premisas generales de la hermenéutica de F oucault, para Said toda cenceptualización, clasificación, definición o simplemente toda descripción del otro, más que responder a algún criterio de objetividad, debe ser reexaminada a la luz de los procedimientos discursivos de un sistema ideológico o político particular.' Son las reglas específicas de cada sistema ijeológic()-político en par­ticu~ar l.as que producen los objetos del propio discurso. Los dis­cursos acerca de Oriente, por lo tanto, tienen sentido sólo res­pecto del aparato discursivo (occidental) del Orientalismo.

Personalmente sostengo que el Orientalismo es más verdadero en cuanto expresión del dominio euroamericano que como discurso

2. Resulta sin embargo necesario aclarar que Said no adopta completa­mente la perspectiva foucaultiana sobre la relación entre sujeto y discurso:. "De manera diferente de Michel Foucault -a cuyo trabajo deho muchísimo-creo en la existencia de una impronta indiVidual que todo autor da a sus propios tex­tos, en el interior de un corpus de escritos orientalistas que sería de otro modo anónimo e informe: porque el Orientalismo es, entre otras cosas, un sistema de citas de autores por parte de otros autores, y a esto se debe, en una medida significativa, su unidad [ ... J. Foucault considera que en general cada texto y ~ada autor singular cuentan poco¡ empíricamente, y limitándome al caso del orientalismo, he debido convencerme de lo contrario. En consecuencia, mi análisis se sirve de una lectura de textos que los sigue con rigor, a fin de sacar a la luz la dialéctica entre escritos y escritores en singular, por una parte, y la obra colectiva a la cual contribuyen (Said 1978, pág. 32).

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La teoría social y la condición poscolonial

objetivo sobre Oriente (como querría serlo el Orientalismo acadé­mico o erudito en líneas generales). Sin embargo, lo que debemos r~spetar y tratar de entender es la fuerte coherencia del discurso orientalista, su íntimo vfuculo con vivencias e instituciones políticas y socioeconómicas, su excepcional duración. Después de todo, un sistema de ideas sustancialmente estable que puede ser enseñado (valiéndose de universidades e instituciones varias, libros, congresos y convenios) por un período que desde Ernest Renan, hacia la mitad del siglo pasado, llega hasta hoy, debe ser m_11c;ho más sólido que una mera colección de mistificaciones. El Orientalismo, por lo tanto, no es sólo una fantasía inventada por los europeos sobre Oriente, sino más bien un cuerpo teórico- y práctico en el cual, en el curso de varias generaciones, se ha llevado a cabo una imponente inversión material. Tal inversión ha hecho del Orientalismo, como.sistema de conocimiento de Oriente, un film por medio del cual Qriepte ha

- -; entrado en la conciencia y en la cultura occidental (pág. 16).

En la visión de Said, fue precisamente este Orientalismo con­génito a la cultura euroccidentallo que preparó el terreno del colonialismo y el imperialismo moderno. Y es justamente en los mismos términos del orientalismo que el texto de Said nos lleva a considerar colonialismo e imperialismo no sólo como fenóme­nos político-económicos sino como formaciones o regímenes

. discursivos cuyos fines son la producción de determinadas imá­genes o estereotipos de la alteridad cultural, funcionales tanto a la creación de una cultura o identidad occidental, como a su hegemonía o dominio sobre el resto del planeta.

El desafío al Orientalismo, y el período colonial del que forma parte orgánica, representa una puesta en discusión del silencio impuesto a Oriente en cuanto "objeto". El Orientalismo, ciencia de la incor­poración y de la inclusión en virtud de la cual Oriente era "consti­tuido" e "introducido" en Europa, ha sido u11 movimiento científi­co cuya contraparte en el mundo de la política empírica fue la acu­mulación y la adquisición colonial de Oriente por parte de Europa. Oriente era, por lo tanto, no el- interlocutor de Europa, sino su "Otro" silencioso (Said 1984, pág. 17).

Sobré la base de estas consideraciones, resulta claro por qué en la perspectiva de Said la experiencia colonial resulta inextri-

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cable de la identidad moderna occidental. Tal argumento, de gran alcance para el desarrollo de los estudios poscoloniales, ha sido profundizado ulteriormente, como hemos anticipado, en su sucesivo Cultitm e imperialismo. En este texto, Said sostiene de manera todavía más explícita que el colonialismo moderno debe ser concebido como uno de los epis-odios clave en la historia de la humanidad. El motivo fundamental de tal evaluación reside en el rol primordial que Said atribuye a la empresa de la misión colonial en la construcción del paradigma de la modernidad occidental y por lo tanto en la creación de una cultura e¡{ropea como algo distinto de las otras culturas. Para decirlo brevemen­te: desde el punto de vista de Said, es por medio de la percep­ción del otro en cuanto primitivo, arcaico, bárbaro, tradicional, simple o salvaje que Occidente produjo la imagen y la reafirma­ción de sí mismo.

El espacio abierto por la obra de Said en la lectura del colo­nialismo ha tenido grandes repercusiones en aquellos sectores de la teoría social mayormente ocupados en el análisis de las relaciones entre Occidente y las otras culturas, principalmente en la crítica literaria y en la antropología. Pero, sobre todo, las premisas de Orientalismo están en la base de trabajos de Gaya tri

· Spivak y Homi K. Bhabba cuyas teorías constituyen el punto de partida de una nueva acepción de la noción de poscolonial. · -

Para Gaya tri Spivak, por ejemplo, el análisis de la literatura británica no puede prescindir de la consideración del colonialis­mo. En efecto, según Spivak, el proyecto imperialista de Gran Bretaña, destinado a civilizar las zonas bárbaras o primitivas del planeta, unido al convencimiento de la superioridad de la raza blanca, representa un elemento congÚüto a la Englishness, vale decir es uno de los rasgos constitutivos de la identidad nacional inglesa (véase también Gikandi 1996):

No es posible lee¡· la literatura británica del siglo XIX sin tomar conciencia de que ,el imperialismo, entendido co1no l!na mis_iól} social de Inglaterra, tenía un rol c1ucial en la representación cultu­ral de Inglaterra para los propios ingleses. De este modo, ninguna obra literaria escrita en este período, por más esotérica y apolítica que se pronuncie, é¡ueda inmune los efectos del síndrome colonial (Spivak 1985b, pág. 243).

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La te01·ía social y la condición poscolonial

Desde la perspectiva de Spivak, como desde la de Said, lo que se sostiene para la producción literaria británica sigue siendo válido para. todo el campo del pensamiento social moderno, cuyas categorías cognitivas, cuyos modos de expresión y com­prensión, más que instrumentos objetivos de conocimiento, resultan completamente impregnados por la lógica eurocéntri­ca, imperialista y racista del poder colonialista. Desde este punto ·de vista, siempre para ·Spivak, los sistemas de (auto)representa­ción de la teoría social moderna no pueden ser comprendidos sin hacer referencia al encuentro entre Occidente y las culturas no europeas. Y es justamente en este diálogo/encuentro/choque con la alteridad cultural que el saber occidental se configuró a sí mismo, produjo sus conceptos, sus categorías. Entre paréntesis, podemos señalar que este tipo de impostación y aquello que ha caracterizado la consolidación del movimiento posmoderno en la antropología, cuyo análisis e investigación, tendientes a foca­liiar eJ ca;ácter históricamente sit:uadoytextualmente construi­do del saber etriográfico, han iluminado los lazos existentes entre -la cultura o la mentalidad colonialista y los criterios de representación dominantes en ese período.

Para Spivak, por lo tanto, colonialismo y modernidad.resul­tan epistemológicamente inextricable~. Y es precisamente a par­tir de esta premisa que promueve el proyecto de una crítica pos­colonial. En las intenciones de Spivak, de hecho, las expresiones "poscolonial" y "posmoderno" vienen a significar 11na togia de distancia,.es decir un momento de fractura o superación respec­to a los criterios de representación y evaluación típicos de la teo­ría social moderna cuya validez epistemológica era sancionada exclusivamente por la hegemonía del colonialismo a nivel mun- ·· dial (Spivak 1990). Sin embargo, mientras la crítica posmoder­na, como se vislumbra en ·]os trabajos de Foucault, Derrida, Lacan y Deleuze, apunta sobre todo al sujeto del humanismo iluminista, la crítica poscolonial tiene como objeto propio la geconstrucción del sujeto imperialista occidental; vale decir, esa visión según la cual Europa seguía siendo el agente fundamental de todo desarrollo histórico y cuyo particular recorrido, funda-· do en la noción de progreso, constituía el principal parámetro de juicio en relación a las restantes culturas del planeta (Spivak

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1987). En resumen, si la teoría posmoderna, como sugirió Jean­Fran~ois Lyotard, ilumina el fi!rácter mitológico de las grandes narraciones de la modernidad, la. teoría poscolonial, según Spivak, concentra su mirada crítica en. los mitos del colonialis­mo occidental, en el proceso de "violencia epistemológica" con­densado en la (re)escritura occidental d<e_~ del Otro y por lo tanto de la Histor~a. Una tarea que, desde la óptica de los pro­pios autores poscoloniales, no puede ser considerada de hecho como secundaria o atinente solo a áreas restringidas o especiali­zadas de la teoría social. Es lo que nos dice, por ejemplo, Robert Young (1990, pág. 1):

La política del postestructuralismo nos obliga a reconocer que todo tipo de conocimiento es faccioso o está contaminado en sus propios procedimientos formales o estmcturas objetivas. Esto significa que el análisis del discurso colonial no constituye una actividad margi­nal o un mero agregado de ciertas disciplinas o saberes más impor­tantes, una competencia especializada adcuada sólo a alguna mino­ría o a los historiadores del imperialismo· o del colonialismo, sino que representa el punto de partidaobJigatorio para la puesta en dis­cusi~n de las categorías y de los asuntOSCieioao e1 cOilOCimlento occidental. · -

Se puede concluir así que1 el objetivo, fundamental de la críti­

ca poscolonial será, por un lado, Sest1tuir la subjetividad y auto­ridad a la voz del otro rechazando su sujeción en las propias categorías cognitivas y, por otro, descentrar y descolonizar tanto el discurso imperialista estructurado a partir de la contraposi­ción nosotros/ellos, como la relación centro-periferia en torno a la cual se ha configurado el saber occidental.

Más que en relación histórica con la descolonización, por lo tanto, el desarrollo del paradigma poscolonial debe ser relacio­nado con la emergencia de una particular corriente de pensa­miento: la posmoderna. Más que aludir al fin del colonialismo en sentido histórico-cronológico, el término poscolonial asume en esta perspectiva un valor metafórico: se configura como otra "descripción", para volver a la clefiÍJ.ición de Hall, de la condi­ción (posmoderna) contemporánea. Como advierte Homi K. Bhabha, el "paradigma poscolonial" representa una suerte de

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La te01·ía social y la condición poscolonial

"revisionismo crítico" cuyo espacio de competencia emerge pre­cisamente a partir de la contraposición epistemológica entre lo colonial (moderno) y lo poscolonial (posmoderno):

La crítica poscolonial da testiinonio de las de~iguales e inesperadas fuerzas de representación cultural que actúan en el contexto de la autoridad política y social, en el sentido del orden mundial moder­no. Las perspectivas coloniales (y no coloniales) emergen de los testimonios coloniales de los países del Tercer Mundo y del discur­so de las minorías al interior de las d~visiones geopolíticas entre Este y Oeste, Norte y Sur del mundo, para luego cuestionar, pro­blematizar esos discursos ideológicos de la modernidad que inten­tan asignar una normalidad "hegemónica" al desarrollo desigualy a las vivencias diferentes -pero también penalizadas- de naciones, razas, comunidades, pueblos. El enfoque poscolonial formula sus propias révisiones críticas sobre los temas de la diferencia cultufal, de la autoridad social y de la discriminación política para iluminar los momentos antagónicos y ambivalentes en el ámbito de las "racionalizaciones" de la modernidad (Bhabha 1994, pág. 237).

Recapitulando, sobre la base de los enfoques de Said, Bhabha y Spivak, se puede definir el paradigma poscolonial como un desarrollo cl!!l pensamiento posmoderno orientado a la crítica cultural y a la deconstrucción de las nociones, de las categorías y de los presupuestos de la identidad moderna occidental en sus más variadas manifestaciones. Esta perspectiva es lo que deter­mina además la especificidad de los estudios poscoloniales. La noción de poscolonial, por un lado, reclama un particular enfo­que cognitivo cuyas premisas son las de la teoría posmoderna y, por otro, designa una condición histórica específica, la del pos­colonialismo, cuyas características son, por lo demás, las de la posmodernidad. Brevemente: poscolonial deviene una metáfora de la condición posmoderna. Una vez más, Young nos provee una clave importante para la comprensión de esta superposición:

Contrariamente, por lo tanto, a algunas de sus definiciones más mistificadoras, se puede decir que el posmodernismo representa no sólo los efectos culturales de un nuevo estadio .del "tardo" capita­lismo, sino sobre todo la pérdida de la Historia y de la cultura euro­pea, en cuanto "l-iistoria" y "Cultura", vale decir la pérdida de su

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inexpugnable posición en el centro del mundo. Si, como sostiene Foucault, la centralidad del hombre se ha disuelto hacia fines del siglo XVlli con el fin de la Edad "Clásica" y el advenimiento de la "Historia", con el pasaje 9e la "Historia" a lo "Posmoderno" asisti­mos hoy a la disolución de Occidente (Young 1990, pág. 20).

Para no traicionar las ideas de Young es necesario decir sin embargo que él ve lo posmoderno y al postestructuralismo fran­cés como productos (teóricos) no tanto del Mayo del 68 como de las luchas por la descolonización en la segunda posguerra, en particular como uno de los éxitos de la guerra de liberación argelina (Young 1990, pág. 1; 2001, págs. 411-426). El antihu­manismo, la crítica al humanismo occidental tradicional en Sartre, Fanon, Foucault, Althusser, Lyotard y sobre todo Derrida -todos de un modo u otro comprometidos con la cues­tión argelina- estaría relacionado directamente con la crisis de Argelia y del Estado colonial francés (Young 1990, págs. 119-126). Simplificando, para Young, .los horrores de Argelia han iluminado la otra cara del humanismo moderno, su lado euro­céntrico, intolerante y segregacionista. Los valores tradicionales del sujeto liberal moderno aparecían cada vez más como insepa­rables del despojo, de la violencia, y del racismo coloniales. Y así el postestructuralismo, en cuanto crítica del totalitarismo y del eurocentrismo del entero aparato ideológico colonial o imperial occidental, sería la filosofía de la descolonización por excelencia:

Derrida reconocía que el colonialismo y el funcionamiento del apara­to colonial han producido efectos teórica y políticE!Uente incontrola­bles. Derrida, por lo tanto, ni francés ni argelino, antinacionalista y EQSmopolita declarado, crítico del etnocentrismooccidental desde la primera página de su De la granzatología, sensible a las cuestiones liga­das-a la justicia y a la injusticia, ha fundado las bases del d~construc­cionismo en cuanto instrumento de descolonización culrural e irite­

lectual dentro de las metrópolis (Young 2001, pág. 416).

No podemos de.tenernos a comentar esta interpretación de Young. Sobre la relación entre el 68, el pensamiento posmoder­no y el poscolonialismo quisiera decir algo más adelante. Puedo por el momento enfatizar tres cuestiones vinculadas con la críti-

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ca. La primera es que la interpretación de Young atribuye un ··peso excesivo a los aspectos biográficos de Derrida . (véase . Morton 2003, pág. 29). La segunda es que, como han observa­do Ruth Frankenberg y Lata Mani (1992, pág. 300), leyendo White Mythologies o Poscolonialismo se tiene a veces la impresión de que el propósito de la guerra de liberación argelina ha sido, más que doblegar el poder colonial francés, destruir la dialécti­ca hegeliana o la filosofía moderna occidental. La tercera y·últi­ma es más bien una pregunta: ¿por qué, si la emergencia del pos­testructuralismo puede ser . puesta en relación causal más o menos directa con algunos "hechos", como la lucha de libera­ción argelina o la biografía de Derrida, no podemos pensar este fenómeno siquiera en alguna (¡aunque mínima!) relación de correspondencia con las transformaciones inducidas por el capi­talismo, sin ser acusados de determinismo, de historicismo o de materialismo vulgar?

La tesis de Young es estimulante y merece seguramente ser profundizada. Sin embargo, a los fines de nuestro trabajo, es más importante destacar que,. para la crítica poscolonial, la disolu­ción de Occidente de la que habla Young no se configura como una superación o una toma de distancia neta y definitiva del colonialismo (modernidad) occidental: expresa sí una ruptura_ con el pasado, pero también, da cuenta de una presunta nueva fase histórica libre de relaciones colonialistas (véase Spivak 1990, pág. 166). Así, definir como poscoloniales a ciertas situa­ciones o condiciones históricas, o a ciertos sujetos, autores o literatura no significa colocarlos en un período histórico crono­lógicamente posterior al del colonialismo. El adjetivo poscolo­nial se presenta bajo otros ropajes epistemológicos: el objetivo es mantener_yiva la memoria del colonialismo, evitar su remoción en alguna.s. áreas de las disciplinas humanísticas, en cuanto fenó­meno central de la historia, vale decir en cuanto acontecimien­to fundan;;_~ntal en la historia de las relaciones entre Occidente v el resto· del mundo. El colonialismo representa algo cuyos ~fectos, tanto para los colonizados como para los colonizadores, no pueden nunca ser superados o borrados totalmente. Bajo esta óptica, el colonialismo se constituye como el punto de partida necesario de todo espacio histórico posible, como un horizonte

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o lugar omnicomprensivo del cual nadie puede sustraerse. En este sentido, por ejemplo, escritores como Salman Rushdie o Hanif Kureishi son considerados poscoloniales, no tanto porque escriben después del colonialismo o hacen referencia a una época poscolonial, sino porque en sus novelas el colonialismo se presenta como el único pasado posible, el punto de partida obli­gado de toda: historia poscolonial en cualquier parte del globo.

Este estado de cosas explica, en primer lugar, el lazo entre lo poscolonial y la contemporaneidad .. Expresiones como mundo poscolonial, identidad poscolonial o cultura poscolonial resultan a todos los efectos sinónimos de mundo posmoderno, identidad pos­mode?'na y cultura posmoderna. En segundo lugar, se vuelve más claro el motivo del desarrollo del concepto de poscolonial casi exclusivamente en el ámbito anglosajón, donde la hé-gemofiíá del pensamiento posmoderno ha sido vivida como· una suerte de "democratización" de la teoría social en clave fuertemente anti­positivista.

Una aclaración ulterior de lo que hemos argumentado hasta aquí puede provenir de la puesta en foco de aquellas vivencias y dinámicas particulares, mutaciones tanto en el modo de pensar los fenómenos dentro de las distintas tradiciones académicas como en la realidad histórico-política más general, que favore­cieron de algún modo la configuración de lós estudios poscolo­niales.

2. LA CONFIGURACIÓN DE LOS ESTUDIOS POSCOLONIALES

Anticolonialismo y teoría social: el estímulo fanoniano

El primer factor a con~iderar en la configuración de este campo específico de estudios está representado seguramente por el desarrollo del proceso de descolonización en la segunda pos­guerra. En este período, de hecho, la fuerte toma de posición contra el colonialismo en muchas áreas de los estudios sociales y políticos dio lugar a una suerte de revisionismo crítico cuyos éxi­tos epistemológicos gestaron las bases para una revisión global de las relaciones históricas entre Occidente y el resto del mundo.

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En los años cincuenta la crítica al colonialismo estaba domi­nad~ por los enfoq~~s derivados del marxismo y de la teoría de Frantz Farron. Como ha sido señalado en la óptica marxista, la empresa colonialista nacida en Occidente no debe ser conside­rada como el resultado de un empuje, por decirlo así, transhis­tórico sobre la conquista, sino como un estadio necesario en el desarrollodel capitalismo. Marx, como los autores de gran parte de la teoría social moderna, consideraba el colonialismo como una pre~ondición brutal para la liberación de las sociedades no europeas, vale decir como un agente de historia en sociedades de otro modo estancadas. A tal efecto, bastará con recordar sus consideraciones sobre el despotismo asiático. Simplificando

-entonces, para Marx la irrupción de la modernidad y de sus con­tradicciones en las sociedades tradicionales habría abierto la vía a la toma de conciencia y así a la emancipación de los pueblos colonizados.

Esta relación intrínseca entre capitalismo y colonialismo establecida por Marx influyó en buena parte de la lucha antico­lonial en los países del Tercer Mundo. Aimé Césaire (1950), por ejemplo, a partir de las ideas d~ Marx sobre la alienación, defi­nía al colonialismo como una "condición deshumanizante de por sí", una cosificación cuyos resultados inmediatos eran, por Ún lado, la objetivación del sujeto colonizado y, por el otro, la degradación de la humanidad del colonizador.

Sin embargo, al mismo tiempo, para muchos de los intelec­tuales comprometidos en la lucha por la independencia, el acen­to puesto por Marx en la noción de clase en cuanto fuente pri­maria de la identidad social era insuficiente para comprender las dinámicas y la complejidad de las relaciones en los contextos dominados por el colonialismo. Para Frantz Fanon, psicoanalis­ta de formación filosófica y alumno de Césaire, la tendencia del marxismo a considerar la ideología racista del colonialismo como una superestructura, como un efecto de la explotación económica; no explicaba la lógica según la cual, en el contexto colonial, la línea demarcatoria entre rico y pobre coincidía con la de los blancos y los neg-ros. Según Fanon, la división social en el mundo colonial no seguía las coordenadas de las clases, sino las de las razas; era .la pertenencia raciaL la que determinaba la

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posición de los sujetos en la jerarquía del sistema económico mundial. En este sentido, refutando de algún modo la propues­ta de Marx, el racismo, más que como superestructura, se reve­la como un principio ordenador de las relaciones sociales, com­prendidas· las económicas:

La originalidad del contexto colonial es que las realidades econó­micas, las desigualdades, la enorme diferencia del nivel de vida, jamás llegan a ocultar las realidades humanas. Cuando se recono­ce en su inmediatez el contexto colonial, es evidente que lo que divide al mundo es sobre todo el hecho de pertenecer o no a una determinada especie, a una determinada raza. En lp.s colonias, la infraestluctllra ·económica· es también una superestructura,. La causa es--conseCuencia: se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es rico. Por eso los análisis marxistas deben ser siempre ligeramente ampliados cada vez que se afronta el problema colo­nial. Incluso el co,11cepto de sociedad precapitalista, estudiado muy bien por Marx, debería ser repensado. El siervo de la gleba es esencialmente distinto del caballero, pero una referencia al dere­cho divino es necesaria para Iegitimaf tal diferencia estaruaria. En la colonia, el extranjero venido de afuera se impuso con la ayuda de sus cañones y de sus máquinas. A pesar de la domesticación lograda, rio obstante la apropiación, __ el colono sigue siendo un extranjero. No son ni las oficin3.s, ni las propiedades terrenales, ni las cuentas bancarias lo que caracterizan en primer lugar a la "clase dirigente".I,.a especie dirigente es sobre todo la que viene de afue­ra,_ la que no se parece a los autóctonos, "los otros" (Fanon 1961, pág. 7).

Éstas y otras consideraciones de F anon, como se verá luego, han sido retomadas o profundizadas sucesivamente por gran parte de la crítica poscolonial (Bhabha 1994; Loomba 1998, págs. 133-150; GatesJr. 1991). En efecto, lo que Fanon ponía aquí en evidencia era la importancia de las representaciones en el proceso social, vale decir la centralidad de la ideología y por lo tanto de las imágenes y de los estereotipos culturales, en este caso ligados a la cuestión del racismo, para la definición tanto de las relaciones entre los distintos grupos, como para la construc­ción de las identidades colectivas e individuales. En este sentido, parece decir Fanon, los procesos culturales no pueden ser con-

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La teoría social y la condición poscolonial

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Justamente a partir de tales premisas Fanon atribuía gran importancia a la cuestión de la dominación cultural en las diná­micas del colonialismo. Según Fanon, y contrariamente a las teorías psicoanalíticas tradicionales, las patologías psíquicas fre­cuentes entre los miembros pertenecientes a las sociedades colo­nizadas no se debían tanto a su incapacidad de desarrollar algún tipo de control de los efectos causados por el impacto de la modernización como a la misma configuración cultural del colonialismo.' De hecho, la estructura racista del colonialismo, denigrando y ridiculizando las prácticas culturales locales, incul­caba en los colonizados el deseo de volverse blancos a toda costa. En otros términos, para Fanon, era !á irrupción de la cultura blanca en la subjetividad negra lo que causaba neurosis y aliena­ción: el hombre negro se esforzaba por volverse blanco, pero no lo lograba. Y esta situación lo empujaba hacia la aniquilación. Su célebre y polémica frase "el hombre negro no es un hombre" encierra el sentido de este razonamiento.

De este modo, para Fanon, el hombre negro, bajo el colo­nialismo, se encontraba viviendo en un estado de esquizofrenia permanente. Tal patología provenía de la superposición en su conciencia de distintos elementos culturales, pero sobre todo de la negación de sus raíces históricas y por lo tanto de su persona. El título de su libro Peau naire masques blancs (1952) ponía el aceni:o justamente en ese estado de ánimo.

Un primer paso hacia el rescate cultural y por lo tanto polí­tico, del hombre negro fue representado para Fanon por la negritud. Con este concepto, equivalente francófono del panafi·i­canismo promovido por ciertos movimientos políticos que ope­raball .. en las colonias y ex colonias inglesas, algunos intelectua­les negros como Césaire o Leopold Senghor, buscaban exaltar la posesión, por parte de los descendendientes de antepasados afri- . canos, de rasgos y características particulares que los volvían dis­tintos de los blancos. El objetivo era redescubrir y revalorizar

3. Sobre la relación entre psicoanálisis y colonialismo,· véase Vaughan 1991.

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una especificidad o autenticidad cultural capaz de devolver la _identidad. y por lo tanto Ja dignidad a todos los negros oprimi­dos por los blancos. Como observa Pietro Clemente, en su Frantz Fanon: entre existencialismo y revolución (1971):

La negritud es· para Fanon el primer paso del negro auténtico. Se encuentra así consigo mismo y redescubre_ la propia raza, la recons­truye y la blande como un arma· contra el dominador. Esta .identi­dad reconquistada pone al negro en estado de gracia, se siente dife-­rente; humano, en la convicción de existir como particularidad, de tener un pasado, una historia (Clemente 1971, pág. 52).

Fue Jean-Paul Sartre, como se sabe, con su ensayo "Orfeo Negro" (1948), introducción a la primera compilación de poesía de Africa Negra publicada en Francia, uno de los primeros int~­lectuales occidentales qué interpretó en algunos poetas de ori­gen africano la negritud como sentimiento común de pertenen­cia a una conci~ncia negra colectiva (Sartre 1971 ). Por esos años, Sartre definía la negritud como el primer paso en la toma de consciencia de los negros hacia la superación de la sociedad organizada según esquemas racistas. En efecto, él introdujo la negritud en el marco de la dialéctica hegelo-marxista interpre­tándola como momento de negación de la tesis de la supremacia J' del dominio blanco. La negritud se :volvía así, finalmente, medio o fase de pasaje hacia el estadio Último de la progresión dialéctica, representado por la positividad objetiva del proleta­riado. En los años sucesivos, muchos intelectuales negros salu­daron favorablemente el intento de Sartre de transformar la negritud de "concepto étnico" a "fuerza histórica" y por lo tanto revolucionaria (véase Mudimbe 1988; Irele 1988). No así Fanon, para quien la reducción de la negritud a mero pasaje dialéctico constituía un "duro golpe a la generación de los jóvenes poetas negros" (Fanon 1952, pág. 116).

La dialéctica que introduce la necesidad como punto de apoyo de mi libertad, me expele de mí mismo. ~ompe mi posición irreflexi­~· Siempre en términos de conciencia, la conciencia negra es

inmanente a sí misma. No son otra cosa ~n potencia, son plena­mente lo que son. No tengo que buscar lo universal. Ninguna pro-

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habilidad toma lugar en mí. Mi consciencia negra nó se_ pone como una falta. Es. Adhiere a sí misma ( ... ]. Lo que es seguro es que en

· el momento en que intento empadronarme de mí mismq, Sartre, que sigue siendo el Otro, me arrebata toda ilusión nombrándome. Y entonces es que le digo: mi negritud no es ni torre ni catedral, se hunde en la roja carne de la tierra, se hunde en la ardiente carne del cielo, atraviesa el opaco abatimiento con su recta paciencia (ob. cit., págs. 117-120).

Sin embafg~, es necesario precisar que la negritZJd de Fano~ y sobre todo de Césaire es distinguida a menudo de la que pro­pone, por ejemplo,Senghor. Para Césaire y·Fanon, de hecho, la negritud no consiste en el mero redescubrimiento de una africa­nidad precolonial y suprahistórica expresión de un ethnos, por así decir, trascendente o natural. Son muchos los autores que han puesto de relieve cómo este tipo de esencialismo, más marcado en las concepciones de Senghor, está relativamente ausente en la perspectiva de Césaire y al menos poco explícito en la de F anon.' Para Benita Pany, por ejemplo, profesora de Inglés y Literaturas Comparadas en la Universidad de Warwick, la noción de negritud en Césaire y Fanon representaba más que nada una construcción histórico-cultural cuya naturaleza arroja­ba !u~ al carácter contingente, dislocado y mestizo (hoy siguien­do a Bhabha y Gilroy diríamos híbrido y diaspórico) de la iden­tidad negra (Parry 2004, págs. 37-54). De sus escritos, agrega Parry, emerge una visión del África más cercana a un "artificio" o "pasaje de la mente" que a algo innato o dado por descontado y entonces independiente del accionar humano colectivo. Edward Said, en el ya citado Cultura e imperialismo, define al nacionalismo promovido por F anon como una suerte de "nacio­nalismo crítico", vale decir del todo conciente de los riesgos de mistificaciÓn concernientes a toda ideología de tipo nativista o tradicionalista. Para Fanon, como señala Said, la mitologización del pasado precolonial, más que la liberación, habría conllevado un nuevo tipo de imperialismo y de opresión,_ esta vez ejercita-

4. Para una visión opuesta véase Arnold 1981. Arnold s'ostiene que tanto en Césaire como en Senghor resuenan las mismas influencias intelectuales, en parüCular el irracionalismo de autores como Frobenius, Spengler y Bergson.

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dos en modo directo por las nuevas élites locales al poder (véase Said 1993, págs, 295-309). Finalmente, James Clifford en un pequeño ensayo dedicado a Césaire, ilumina la impronta clara­mente antiesencialista de su concepto de .negritud:

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El más famoso neologismo de Césaire, negritud, perdió hoy su novedad. Y resulta, demasiado familiar como movimiento literario y como conjunto de posiciones en el persistente debate sobre la identidad negra, sobre el esencialismo y sobre la consciencia de oposición. Negritud, en varios de sus sentidos, se ha vuelto lo que Césaire el jamás habría querido que fuera: una abstracción y una ideología. Cuando el término apareció por primera vez en el "Cahier,, era una mera invención polític;a y poética. Cualquier neologismo, percibido como tal, se anuncia como fabricado. La negritud no es tanto un hecho o un~ condición permanente para descubrir o diseñar, sino más bien una creación histórica, una ope­ración lin~ística. En una entrevista hecha por René Depestre (1980), Césaire rechaza definir el neologismo acuñado por él de otro modo que no sea histórico y contingente (Clifford 1988, pág. 208).

Antes de proseguir, resulta oportuno agregar que a los ojos de los autores más abiertos a los enfoques posmodernos, la ópti­ca transnacional y antiesencialista de la negritud auspiciada por Césaire y Fanon, acentuando los aspectos históricos y contin­gentes de la identidad de los grupos sociales, se muestra como una estrategia político-cultural más plausible y eficaz respecto del absolutismo étnico de las ideologías nativistas a la hora de combatir las premisas del racismo colonialista, cuyo sostén fun­damental había sido por siglos el prejuicio biológico centrado en la clausura natural de las razas.

Las concepciones de Fanon y el movimiento de la negritud influenciaron en parte, al menos desde los años sesenta en ade­lante, los black studies norteamericanos. Esta disciplina, cuya ins­titucionalización se ha hecho sólo después de la lucha por los derechos civiles de los negros durante los años sesenta y el naci­miento del movimiento de las Black Panthe1'S, se ha constituido principalmente en los Estados Unidos ya a partir de los prime­ros años del siglo XX con el desarrollo de los llamados Back to

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· La teoría social y la condición poscolonial

_Africa Movemenis. Algunos intelectuales negros, de los cuales el más famoso era acaso Marcus Garvey (1887-1940), una de las voces más autorizadas dé! movimiento nacionalista jamaiquino de rastafaris, estimularon activamente el nacimiento de estudios e instimciones cuyo objetivo era el conocimiento y la difusión de la identidad y la cultura de los afroamericanos. Su fin primero era . exaltar y por lo tanto revalorizar la herencia africana en la lengua, en la religión y en las otras prácticas culturales cotidia­nas de los negros de Estados U nidos y del Caribe. Muchas de las investigaciones de los black studies, como veremos en el capítulo siguiente, pueden ser consideradas como una anticipaciót;~ de los esmdios poscoloniales. De hecho, éstas proponen los primeros modelos de esmdios transculturales de grupos, sujetos y minorí­as étnicas afligidas por los procesos desestructurantes del colo­nialismo.

El 68 y la crisis del Iluminismo: el empuje posmoderno

Entre los factores que han sido parte de la configuración de los estudios poscoloniales, el debate epistemológico en las cien­cias sociales en los años posteriores al 68 representa sin duda un momento particularmente fundante. Y esto es así por varios motivos. En primer lugar, porque como sostiene ):)avid Harvey (1990, pág. 56) la? fermentos del 68 constimyen por muchos aspectos el trasfondo político y culmral del posmodernismq. En segundo lugar, muchas de las concepciones que han madurado dentro del "pensamiento sesenta y ocho", para utilizar una expresión acuñada por Luc Ferry y Alain Renaut (1987), han influido notablemente a los autores que desarrollaron el gi1·o pos­colonial. Finalmente, porque la crisis del 68, caracterizada por un profundo cuestionamiento de los principios del Iluminismo,

·puede ser leída como el anuncio de un fuerte proceso de auto­crítica de Occidente.

' Como ya resulta claro, los hilos que ligan el movitniento del 68 con el postestructuralismo francés son muchos. Desde un punto de vista· general, se puede decir que el debate epistemológico en las ciencias humanas posterior al 68 en Francia ha estado signado por la problemática postestructuralista. El término postestructuralismo,

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vale la pena recordarlo, agrupa a autores tales como Roland Ba.rthes (especialmente sus últimos trabajos), Jacques Lacan, Michel Foucault, Jacques Derrida, Louis Aithusser, Gilles J?eleuze, Je~n Baudrillard y] ean-Fran~ois Lyotard, cuyas perspec­nva muestran una relación tan intensa_ como ambigua con el _e_structuralismo. Como advierte Mark Poster, no obstante las obvias y no subestimables diferencias, existen entre sus obras gran­des afinidades epistemológicas y también políticas: . '

Todos estos autores han sido influenciados primero y han reaccio­nado luego contra el formalismo de la lingüística estructuralista y C:O?~a la figura del "sujeto epistemológico" promovida por--~us

_defensores. En algunos momentos de sus vidas, muchos de ellos han adherido a los principios de la teoría marxista, han dudado luego de la legitimidad de sus premisas y posteriormente se han . declarado abiertamente ~n contra de la política _<_lelparti_c!()_s:Q_mu­_msta francés y contra los usos de la teoría que éste hacía (Poster 1989, pág. 4),

Precisamente, es con muchos de estos autores que F erry y Renaut asocian la expresión "pensamiento sesenta y ocho". Para estos dos estudiosos franceses, textos como Las palabms y las cosas (1960) o La arqueología del saber (1969) de F oucault, A favor de Marx (1965) o Leer el capital (1968) de Althusser, La escritura y la diferencia (1967) o De la gramatología (1968) de Derrida, Éc-rits (1966) de Lacan, La reproducción (1970) de Bourdieu y Passeron Y finalmente Diferencia y repetición (1969) de Deleuze, además de reconocer un parentesco generalmente explícito con el movi­miento de mayo del 68, comparten un conjunto de premisas y principios epistemológicos, vale decir, una estructura ideológica de fondo (Ferry, Renaut 1987, págs. 9-11). Dicho brevemente, según Ferry y Renaut, el "pensamiento sesenta y ocho" repre­senta una suerte de "paradigma epistemológico" cuyas connota­ciones trascienden la especificidad de cada uno de estos autores.

A partir de esta hipótesis, Ferryy Renaut proceden a la cons­trucción del pensamiento "68" como tipo-ideal (en el sentido en que Max Weber utilizaba esta palabra), es decir en cuanto mode­lo o instrumento de comprensión de una realidad histórica par­ticular. El pensamiento sesenta y ocho, por lo tanto, para ser

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definido como tal, deberá necesariamente promover algunos presupuestos epistemológicos esenciales: el fin de la filosofía, la muerte del sujeto, el fin de la filosofía de la historia, la disolu­ción de la idea de verdad, el antiesencialismo, la historización de todas las categorías (paradj._gma de la genealogía} y, sobre todo, un desembozado antihumañismo.

No es éste el lugar para discutir los fundamentos de la tesis de Ferry y Renaut. No me interesa siquiera la defensa del sujeto eurohumanista y liberal que ellos buscan promover. Entre las posibles objeciones a su tesis, se puede decir que muchos de estos presupuestos fueron ya abonados previamente por Marx, Nietzsche, Heidegger o Wittgenstein y que por lo tanto no son exclusivos del pensamiento sesenta y ocho. Se puede igualmente argumentar que entre autores como Althusser y Lyotard puede haber muchas cosas en común, pero también tantas diferencias que vuelven compleja toda comparación. Finalmente, puede parecer dudosa la colocación de tal autor dentro de tal categoría. En este sentido, resulta difícil delinear la convergencia entre el proyecto de una "ciencia de las prácticas" de Pierre Bourdieu y el deconstrucci"orlismo de Foucault y Derrida. Sin embargo, por lo que respecta a los objetivos de nuestro trabajo, algunas de las cuestiones propuestas por F erry y Renaut en relación al pensa­miento sesenta y ocho asumen un particular interés.

Por un lado, uno de los efectos más significativos de la crisis del 68, como consecuencia de una vigorosa crítica de la razón, de la ciencia y de la técnica, fue el de una deslegitimación de los principios del Iluminismo y por lo tanto de los criterios de representación, característicos de los enfoques y perspectivas · que de un modo u otro se remitían al espíritu del siglo de las luces. Como observa David Harvey (1990, pág. 59):

En filosofía, la compenetración de un renacido pragmatismo ame­ricano con la oleada posmarxista y postestructuralista que golpea a París después del 1968 produjo lo que Bernstein (1985, pág. 25) llama "furor contra el humanismo y la herencia del Iluminismo", que se transformó en una vigorosa crítica de la razón abstracta y una profunda aversión por todo proyecto que persiguiera la eman­cipación humana universal por medio de la movilización de las fuerzas de la tecnología, de la ciencia y de la razón.

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Desde este punto de vista, el 68 representó seguramente el clímax de un movimiento profundamente crítico hacia la dialéc­tica del Iluminismo, cuyas raíces remitían no sólo a la fenomeno­logía de Nietzsche y Heidegger, inaitres pensezws de Foucault y de Derrida, sino también en parte al marxismo dominante en la

. llamada Escuela de Frankfurt, en particular a las tesis desarro­lladas por Adorno y HC>rkheimer y sobre todo por Herbert Marcuse. Para Harvey, como hemos anticipado, esta reacción frente . a las concepciones fundamentales de lo que él define como "modernismo iluminista", entendido como un paradigma ideológico de tipo positivista, tecnocéntrico, racionalista, con­fiado en el progreso lineal, eq la~ verdades absolutas (en el todo de la ciencia) y en la planificación de los órdenes sociales idea­les, basados sobre la estandarización de la producción, del con­sumo y del conocimiento, constituye eii:rasfondo político y cul­tural del posmodernismo. Para el autor de La crisis de la modez·­nidad, siguiendo las propuestas de Fredric J ameson y Andreas Huyssen, es justamente a partir dd "espíritu antimodernista" de la contracultura norteamericana de los primeros años sesenta y del movimiento crítico del 68 que se desarrolla en los años siguientes el paradigma posmoderno.'

Retomando una famosa expresión de Raymond Williams, Harvey considera este pasaje del modernismo iluminista al pos­modernismo como un cambio en las "estructuras del sentimien­to": es decir, como la imposición en todos los campos de la pro­ducción artística y cultural de un modo distinto de concebir, observar y analizar los fenómenos. En la arquitectura como en la filosofía, en la literatura comÓ en las diversas formas de expre­sión artística, lo posmoderno, según Harvey, pone en evidencia este momento de fractura, concentrando su mirada enJa hete­rogeneidad y la diferencia, en la fragmentación e indetermina­ción y sobre todo manifestando una profunda desconfianza hacia todo lenguaje universalizante. Escribe Harvey (pág. 64):

5. Por contracultura "antimodernista", Harvey entiende aquí aquellos movimientos intelectuales cuyas prácticas, estilos de vida y filosofías atacan de manera directa la ideología y la estética "modernista" difundida por el establis­hment norteamericano (Estado y grandes empresas) a partir de la posguerra.

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La teozla social y la condición poscolonial

escritores como Foucault y Lyotard atacan explícitamente la tesis de que pueda existir un metalenguaje, una -~etanarración o meta­teoría por medio de la cual poner en relacwn todas las cosas. Las verdades universales y eternas, si bien existen, no pueden s~_.l:" -~~pe­cificadas. Condenando las rrietanarraciones (amplios esquemas

· in_terpretativos como los utilizados por Marx y" Fr~ud) en cuanto "totalizantes", ellos insisten en el poder y la plurahdad de las for­maciones discursivas (Foucault) o en los juegos lingüísticos

. (Lyotard). En efecto; Lyotard define lo posmoderno simplemente cómo jncredulidad de cara a las metanarraciones.

De allí deriva el marcado interés por el Otro, por lo distinto, por lo marginal. Para no pocos autor~s'. ~e hecho, es. pre:isa­mente en esta constante y evidente sensibilidad por la diversidad que reside tanto la novedad, como el aspecto más _fascinante del posmodernismo. Para Andreas Huyssen (1988, pags. 179-2~ 1), por ejemplo, uno de los méritos fundamentales del pensamien­to posmoderno ha sido justamente el ~e ha?er ofrecido un du~o ataque "al imperialismo de la modermdad Ilummada que fing¡a hablar por los otros (mujeres, negros, ho;,nosexuale~, pueblos colonizados, clase obrera) con una sola voz . La premisa de que todos los grupos sociales tienen derec~~ a la autorrepresenta­ción es decir a expresar de modo legitimo su propia voz, es esen~ial a la éticapluralista del posmodernismo. Y esta afertura a la comprensión de la diferencia, subraya Huyssen, c~nt1ene en sí un "enorme potencial liberatorio para toda una sene de nue-

. . " vos movimientos . Va de suyo que esta relación peculiar y novedosa del pensa­

miento posmoderno con la alteridad presupone, por otra parte, cambios importantes en la figura clásica del intel~ctual ¡r_de_g¡ rol en 1~ sociedad. Ya ·en Las palabms y las cosas, Michel Foucault, e;tendiendo a los intelectuales su crítica de la razón, focalizaba en esta problemática. En cuanto expresión típica del saber, soste­nía Foucault, el intelectual es también él mismo instrumento y vehículo de· poder. Por este motivo, Foucault con~ideraba del todo ilegítima la pretensión tradicional de los mtelectuales mo.dernos de representar lo universal y hablar, así, en nombre de los otros por medio de las ideas propias. Al intelectual "uni:er~al" propuesto por Marx y Sartre, voz y conciencia atenta a la ¡ust1cia

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y a la ética, Foucault contrapone la figura del intelectual "especí­fico", cuya tarea fundamental no será tanto la de transformarse en portavoz de los oprimidos como la de facilitar y ayudar a los gru­pos sociales subalternos a expresarse, es decir a desaprisionm· su propia subjetividad. El intelectual posmoderno, por tanto, tal

· como el intelectual específico propuesto por F oucault, _QCJ_Ilusca ) ya sustituir a los otros sino más bien proveerles los instrumentos_

necesarios para su autoexpresión (véase Poster 1989, págs. 34-52). Llegados a este punto, debería quedar del todo claro el modo

en que el desarrollo del pensamiento del 68 y por tanto la prefi­guración del posmodernismo h~!' favorecido el despliegue del paradigma poscolonial. Repensar dentro de la veta postestructu­ralista muchas nociones clave del proceso social como poder, ide­ología, subjeti~dad, resistencia, discurso o representación deoe ser considerada una de las etapas sustanciales en la configuración

, ¡ de los estudios poscoloniales. A propósito de ello, es importante señalar que justamente este clima epistemológico constituye, por así decirlo, el trasfondo de Orientalismo, de Said. La perspectiva inaugurada por Said en el análisis de la relación entre Occidente y los otros estaba destinada a traspasar los confines de la crítica literaria y acercarse rápidamente a otras. áreas de los estudi(;s sociales. Impulsada por la fuerza propulsiva 9e1 deconstruccio­nismo postestructuralista, el_enfoque de Said alcolonialismo-n~a­limentó ese proceso de fuerte autocrítica de Occidente iniciado en la universidades europeas y norteamericanas por los movi-

,,mientos políticos e intelectuales nacidos del sesenta y ocho.

De la teoría anticolonia!ista a la crítica postcolonial

En la génesis de los estudios poscoloniales debe atribuirse un rol particularmente importante a la publicación en 1982 de The Empire Strikes Back, editado por el Centre for Contemporary Cultural Studies de Birmingham, y sobre todo de Ezt1"ope and its Others en 1985. En estos textos, como se verá, las conclusiones de Fanon sobre la estructura ideológica del racismo, el enfc¡que discursivo de Said respecto al colonialismo y a la crítica posma­cierna de las identidades culturales parecen fundirse en una pers­pectiva teórica decididamente innovadora.

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Ya en ]as primeras investigaciones. del Centre for. Contem­porary Cultural Studies de Birmingham (CCCS) puede rastre­arse una cierta afinidad con el enfoque de Fanon, aunque a tra­ves de una tradición intelectual distinta, que se ocupó del estu­dio de realidades como lacultura y la subcultura de la clase obre­ra británica. En efecto, Stuart Hall, director del CCCS de 1969 ; · 1979 definió la fase inicial del desarrollo de la escuela como , . dominada por el "paradigma culturalista": vale decir, concentra­da principalmente en el hacerse de la cultura en cuanto fuerza activa de significado más que en las condiciones estructurales de su producción (Hall1981). Desde este punto de vista, para Hall, se revelan como emblemáticos los trabajos de los tres así llama­dos founding fathers del movimiento de los estudios culturales: Richard Hoggart, Raymond Williams y Edward Thompson (véase Hoggart 1957; Williams 1957; Thompson 1963). .

La publicación de The Empire Strikes Back representó, sm embargo, una fractura epistemológica en la histor~a intelectual del CCCS. La irrupción en la agenda de los estudiOs culturales de cuestiones ligadas al género y a la raza, como subraya el pro­pio Hall, modificó de modo radical la concepción de cultura¡ vigente en aquel momento. Más que un c?njunto de prá:tic~s comunes o compartidas, vehículos de sentido de la .expenenc1~ individual la cultura\fue concebida, desde ese momento, como diferencia: es decir como algo articulado a partir de la pluralidad de subj~tividades coexistentes en el mismo espacio soci;li,. Tal giro, concluye Hall, fue favorecido por el descubrimiento, por parte de algunos investigadores, del centro d(!l paradigma pos­testructuralist~ (Hall 1992).

De hecho, The Empire Strikes Back se compone de un con­junto de ensayos centrados en la misma problemática: la imror­tancia de las representaciones culturales de la pertenenCia e:ru­ca y de género en la construcción de las subjetividades indlVI­duales y colectivas en la Gran Bretaña postimperial. Algunos de los ensayos, por ejemplo, proponen abiertamente la cuestión del black feminism, poco.desarrollado en Europa hasta ese momen­to, como desafío al concepto de mujer, dominante en la teoría feminista europea, cuyo etnocentrismo borraba de hecho las diferencias étnicas entre las mujeres (véase Carby 1982; Parmar

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1982). Desde la óptica de este texto, el retorno del racismo en la sociedad británica, caracterizado por la apelación populista a los estereotipos y representaciones de la tradicional Englishness pura y blanca del antiguo imperio colonial, es visto sobre todo como el resultado, por un lado, de la decadencia política y económica de Gran Bretaña en la escena internacional y, por el otro, de la presencia en la isla de numerosas comunidades de inmigrantes negros. Se recordará qne justamente tales desarrollos constitu­yeron el punto de partida de los análisis de Stnart Hall sobre el ascenso político del tbatcherismo y de Paul Gilroy sobre la evo­lución del racismo de "formas vulgares" basadas en premisas biológicas, a "formas cultnrales", fundadas en el absolutisqw émico (Gilroy 1987, Hall1988; 1992b).

The Empire Strikes Back retomaba, en consecuencia, la cen" tralidad de la emicidad y del.racismo a nivel de las representa­ciones o, para utilizar un lenguaje más afín a la perspectiva de los estudios culturales, a nivel discursivo. Definir la raza como cate­goría discursiva significaba atribuir unos efectos materiales, unas consecuencias prácticas en la vida de todos los días, a los estere­otipos, las imágenes y demás esquemas cultúrales, ligados en este caso a la percepción de la pertenencia étnica, recurrentes en el imaginario o sentido común individual o colectivo.' La con­vergencia con las cuestiones abiertas por F anon y Said, aunque no del todo explícita, resulta según este punto de vista suficien­temente evidente. En este sentido, el texto del CCCS permitió

6. Stuart Hall relee a partir ·de tal presupuesto las .'_'i~bricaciones" entre capitalismo y racismo _1 en su Gramsci's Relevance [01· t/Je Study of·J?ace and Etlmicity (1986). Par~ Hall, etriicidad y racismo no pueden ser considerádos meros "subfenómenos'' o simples "efectos" del sistema cap}talista. Como ha Comprendido bien Gramsd en el caso específico de.Cerdeña, señala Hall, el capitalismo opera por medio de los caracteres culturales de las clases. En con­secuencia, una misma clase social puede presentar ulteriores subdivíSiones pro­ducto de las diferencias culturales y raciales entre los grupos de que esta com­puesta. En este sentido, los prejuicios "étnicos" o "racistas, apareCen inteffe­lacionados con la organización capitalista de la sociedad; ésta se articula- a p:l!:_­tir de su existencia y no sólo viceversa. Por estos motivos, concluye Hall, las nociones de hegemonía y de sentido común elaboradas por Gramsci pueden volverse de gran utilidad para el estudio de las dinámicas del racismo y de la e91icidad en la sociedad contemporánea.

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comenzar a repensar conceptualmente ¡as dinámicas de la etni­cidad en el proceso social.]o que habría llevado su enfoque a una ~coincidencia creciente con los intereses y las temáticas principa­les de los postcolonial studies (véase Chambers, Curti, 1996).

Como hemos anticipado, no fue menor la importancia de Europe and its Others en el desarrollo de .los postcolonial studies. Producto de dos conferencias ofrecidas en la Universidad de Essex en 1982 y 1984, este texto es considerado como un momento clave en la configuración de los postco!onial studies. En efecto, además de divulgar la obra de Bhabha y Spivak, dos de los autores más activos en la promoción de este campo de estu­dios, representó uno de los primeros intentos en formular ~a "teoría del discurso colonial" (colonial discourse theory) en cuanto

'campo de estudio específico.' El punto de partida de Europe and its Others es la crítica y la

profundización de Orientalismo de Said. Una de las novedades más significativas de este texto consistía, como ha sido observa- , do, en el intento de extender la concepción foucaultiana del dis­curso al área de las relaciones socioculturales entre Occidente y los otros.

Sin entrar en detalles, parece útil recordar cómo tal noción representó para Foucault y sus seguidores una superación de la concepción marxista de ideología.' Siguiendo a Ashcroft, Griffitbs y Tiffin (1998), se puede simplificar y afirmar que Foucault enten­día porl_<iiscurso~ aproximadamente, un sistema de enunciados, transmutados en significados, por medio de los cuales los indivi­duos perciben, aprehenden y clasifican la realidad social. A través de los discursos, según el esquema de Foucault, los grupos domi­nantes producen en las clases sociales subalternas un sistema arbi­trario de valores y conocimientos, vivido por los sujetos como un verdadero régimen de verdad. Sin embargo, estos discursos pro­ducen la realidad no sólo de los objetos que representan, sino tam­bién la de los sujetos o grupos sociales de los que dependen (Ashcroft, Griffitbs, Tiffin 1998, pág. 42).

7. En particular por parte de los ensayos Signs Tnken [o1· Wonde-~: Questions of Ambivnlmce nnd Autbority Unde1· a ñ·ee Outside Delbi, 1Way 1817, de Homi

· Bhabha, y_Tbe &ni of Si17mn· de Gaya tri Spivak. 8. Para· una amplia discusión del tema, véase Eagleton 1993.

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Es a partir de esta noción de discurso que Foucault analiza el nacimiento de la edad moderna en Europa. Desde la óptica de Foucault, el orden cultural de la modernidad europea se consti­tuyó precisamente por medio de definiciones discursivas, como razón/sinrazón, cuerdo/loco, honesto/delincuente, normaVdes­viado, cuya finalidad esencial era la de establecer las distintas formas de la identidad y de la alterid¡¡d sociocultural. Locos, enfermos mentales, criminales, marginales, represe~taban las categorías de otros o distintos en base a las cuales se autofundó la razón moderna. Una de las críticas más frecuentes al enfoque ~e Foucault es la de no haber considerado la expansión colonia­hsta como uno de los aspectos centrales en la construcción de la sociedad civil europea y, por tanto, de no haber relevado la importancia del colonialismo en la configuración del si~tema de saber/poder en los Estados de la Europa moderna. Por este motivo, algunos autores postcoloniales han tachado su teoría de eurocéntrica y, en consecuencia, de escasa utilidad para el análi­sis de la realidad colonial (véase Vaughan 1991; Sharpe 1993). Como explica James Clifford (1988, pág. 304), la superación de

. este residuo etnocéntrico de la deconstrucción foucaultiana de la modernidad es uno de los objetivos fundamentales de Said é~ Orientalismo:

Said extiende el análisis de Foucault hasta incluir los modos en los que un orden cultural es definido externamente, es decir respecto a los "otros" exóticos. En un contexto imperialista las definiciones , , representaciones y textualizaciones de los pueblos y lugares súbdi­tos desarrollan la misma función constirutiva de los ''otros" inter­nos (por ejemplo la de las clases criminales en Europa del siglo XIX) y producen idénticas consecuencias: disciplina y segregación, ya sea física o ideológica. Por lo tanto, Oriente, según el análisis de Said, existe sólo para Occidente.

' Ahora bien, es justamente desde esta ampliación de la pers­

pectiva foucaultiana al colonialismo que toma forma la noción de discurso colonial en Europe and Its Others. En el ensayo de Homi Bhabha, "discurso colonial" indica el complejo de signos, símbolos y prácticas que de algún modo han organizado la exis­tencia, la experiencia y la reproducción social en el mundo

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caracterizado por la dominación colonialista. Para Bhabha, mediante la proliferación de los "discursos colonial~s" se conso­lidó en la historia el dispositivo del poder colonialista, ese siste­ma de enunciados y representaciones posibles acerca de coloni­zadores y colonizados y sobre sus relaciones específicas. Enfatizando el primitivismo, la barbarie y el tradicionalismo como estado natural de las sociedades extraeuropeas, los discur­sos coloniales tuvieron un rol fundamental en la formación del paradigma de la modernidad occidental y por consiguiente de las ideas acerca de la superioridad de Europa en su relación con el resto del planeta. En resumen, lo que sugiere el análisis de Bhabha, en línea con lo que argumenta Said, es que los discur­sos coloniales pueden ser definidos como los vehículos funda­mentales de un sistema de creencias y conocimientos presente en todas las esferas de la cultura occidental -ciencia, literatura, arte, sentido común- dirigido tanto a la producción de determi­nadas ~oncepciones sobre sí y y sobre el otro no europeg, como al reforzamiento de las estructuras sociales, políticas y económi­cas del poder colonialista. Como señala el mismo Bhabha enThe Other Question (1994, pág. 103):

buscaré enumerar las que -creo- son las condiciones y particulari­dades esenciales de este discurso. Se trata de un aparato basado en el reconocimiento y repudio de las diferencias raciales/cultura­les/históricas; su función estratégica principal es la creación de un espacio apropiado para las "poblaciones _somet!das", que se obtiene presentando los conocimientos en base a los cuales. se efectúa la vigilancia y se estimula una compleja forma dé placer/displacer. El aparato busca entonces un aval a sus estrategias difundiendo con­cepciones del colonizador y del colonizado que, por ser de narura­leza estereotipada, son valorizadas de manera antitética. El objeti­vo del discurso colonial es crear una imagen de los colonizados como población compuesta por tiposdegenerados en base a sus orí­genes raciales, para poder justificar así la conquista y fundar los sis­temas de administración e instrucción.

En el modelo de Bhabha, por tanto, el pensamiento colonial procede por "contraposiciones estereotípicas". Por medio de los estereotipos, el aparato discursivo del poder colonialista ofrece

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la imagen de una alteridad sociocultural cerrada y atemporal,' pero al mismo tiempo vuelve visible y conocible al otro, al dis­tinto, al ignoto, recuperándolos como algo ya visto. De este modo, observa Bhabha, el estereotipo permite controlar lo que podría desestabilizar la propia identidad o visión del mundo. , · Hay que agregar que, según· esta perspectiva, el estereotipo, más que mera ignorancia o falta de conocimiento, expresa un sistema particular de vehiculización de la información. Siguiendo lo señalado en otro contexto por Fredric Jameson, podemos decir que el estereotipo se constituye aquí como el lugar de un "exceso ilícito de sentido", una suerte de lo que Barthes llamaba la "náusea" de las mitologías: una abstracciQ.n en virtud de la cual toda individualidad deviene alegórica y se transforma en el diseño grotesco de otra cosa, en algo no cop­creto ni individualizado (fameson 1993). El estereotipo implica así la reducción de imágenes e ideas sobre lo real, en este caso sobre la identidad y la alteridad sociocultural, a una forma de inteligibilidad simple y manipulable cuya función primaria es perpetuar un sentido artificial y mistificador de reflexión sobre la oposición nosotros/ellos (véase Gilman 1985). Por tal motivo, concluye Bhabha, los criterios de representación del aparato di~­cursivo del poder colonialista resultan enteramente contamina­dos por lo que Fanon llamaba un "delirio maniqueo", por una lógica binaria y dicotómica que representa al sí y al otro de sí_ como esencias contrapuestas, como formas socioculturales cla­ramente delimitadas, distintas y distantes (Bhabha 1994).

El énfasis ep esta estructura binaria o dualista del discurso colonial expuesta por Bhabha constituye uno de los argumentos más recurrentes en la crítica poscolonial. Siempre en Europe and Its Others, Gayatri Spivak utilizó la noción de 5lltedzación" (othering) para describir el mecanismo por medio del cual Occidente construyó culturalmente sus "otros" y por lo tanto, implícitamente, la propia identidad, Para Spivak, el proceso de 2thering debe ser visto como un proceso de tipo dialéctico por- .

9. El análisis de Bhabha sobre la destemporalización de la alteridad pre­senta notables convergencias con lo que afirma]ohannes Fabian con respecto a la relación entre teoría antropológica y el propio objeto de eStudio (véase Fabian 1983).

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que establece la superioridad del colonizador a la vez que fija las connófaciones socioculturales de los colonizados ,(Spivak 1985a). -De modo similar, para Sara Suleri, del Departamento de Inglés de la Universidad de Yale, el aparato discursivo del pensamiento colonial, en su predisposición congénita a producir distintos tipos de alteridad y exotismo, representa una verdadera Qtherness machi­ne (Suleri 1989). Por último, para Abdul Janmohamed, profesor de Inglés en la Universidad de Berkeley, Estados Unidos, el pro­ceso mediante el cual una vasta parte de la Humanidad era consi­derada bárbara, salvaje y primitiva dependía de lo que él define como "alegoría maniquea" de la ideología colonialista, un parti­cular tipo de conocimiento que ha generado en todas las esferas de la cultura occidental una oposición discursiva entre lasxazas; saturada de significados y juicios de valor contrapuest9s (fanmohamed 1985; 1983). El desarrollo de este procedimiento discursivo específico, precisa en otra parte Janmohamed (1985, pág. 19), ha tenido importantes consecuencias en el plano episte­mológico y gnoseológico del pensamiento occidental moderno:

Gran parte de la literatura sobre el encuentro cultura!, en lugar de explorar las particularidades de la alteridad, termina por reafirmar los propios presupuestos etnocéntricos; en vez de representar el espacio externo a la ¡¡civilización", simplemente codifica y preserva las _c=;_s.!IJ!.~­turas de su propia mentalidad. Mientras la superficie de todo texto colomal persigue la representación objetiva de los encuentros con tipos específicos de alteridad, el "subtexto" valoriza la superioridad de las culturas europeas, del proceso colectivo que ha mediado tal repre­sentación. Esta literatura es esenciahnente especulativa: en vez de

-considerar al nativo como un puente hacia el sincretismo, lo utiliza sólo como un espejo para reflejar la propia imagen colomalista.

Resumiendo, lo que la noción de discurso colonial busca poner en evidencia es el aspecto textual del colonialismo. Como sugería Said en Orientalismo, analizar el colonialismo como un texto significa en primer lugar reafirmar que la experiencia colo­nial, además de poseer una dimensión práctico-material (en este caso caracterizada por la explotación, la violencia y la opresión militar y económica) se ha expresado también en términos sim­bólicos. Según este enfoque, la dominación colonialista también

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puede percibirse a partir de las prácticas simbólicas, es decir poniendo el acento en las dinámicas de su sistema de represen­taciones específico, cuyos criterios, por lo demás, implican nece­sariamente la puesta en acto de estrategias retóricas e ideológi­cas, tanto en el campo estético como en el científico. Como advierten Tiffin yLawson (1994, pág. 3):

En un primer momento, las relaciones colonialistas han sido impues­tas por las armas, por la astucia y por la propagación de las enfernle­dades. Pero luego, en su fase interpelante, han sido mantenidas en parte por la textualidad, tanto a nivel institucional como "informal". Por tanto, el colonialismo (al igual que el racismo) debe ser concebi­do como una fomución discursiva y, por ende, como operación de discurso ineluctablemente interpela a Jos sujetos que forman parte de él incorporándolos en un determinado sistema de representaciones.

Sin embargo, la política y la estrategia hegemónica del dis­curso colonial no deben inducirnos a considerar la experiencia del colonialismo como un fenómeno que tiene un sentido único, es decir como un sistema de dominación plenamente logrado, privado de contradicciones y tensiones internas y sobre todo controlado y orquestado por una única voz o visión del mundo: la de los colonizadores. Homi Bhabha ve que el límite funda­mental de Q¡·ientalismo es precisamente el riesgo de estimular una visión de este tipo. Para Bhabha, Said ha concentrado su análisis casi exclusivamente en la imposición del aparato de poder colonial más que en las resistencias a él, ignorando casi por completo el sistema de autorrepresentaciones de los coloni­zados. Orientalismo, prosigue Bhabha, contribuyó así a generar la visión de un modelo estático de relaciones coloniales en las que el poder y el discurso colonial pertenecen enteramente al colonizador y todo espacio posible de negociaciones o modifica­ciones, y por tanto de resistencias de los sujetos, es completa­mente eludido."

1 O. En el posterior Cultum e imperialismo, Said reconoce de algún modo este límite de Orientalismo y dedica un capítulo entero al estudio de_ los fenó­menos de resistencia al imperialismo occidental que, como él mismo afirma, "siempre ha existido[ ... ] y, en la gran mayoría de los casos, finalmente[ ... ] ha triunfado" (Said 1993, pág. 8).

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Según Bhabha, el error de Saicl consiste, por una parte, en considerar al discurso colonial como un sistema de representa­ciones cerrado, estable y coherente, y por otra, en no problema­tizar !a noción de sujeto que se halla en toda "intencionalidad discursiva". Retomando la teoría psicoanalítica de Lacan acerca de la identidad y la de Fanon acerca de las dinámicas del racis­mo, Bhabha, en uno de sus ensayos más incisivos e influyentes de Los lugares de la Cllltura (1994, pág. 97-132), ve en el discurso colonial un modo de representación más bien paradoja!. En la construcción ideológica (estereotípica) del otro, afirma, el dis­curso colonial oscila entre lo que se sabe y lo que se debe repe­tir constantemente:

Una característica importante del discurso colonial es su depen­dencia del concepto de "fijeza" en la construcción ideológica de la alteridad. La fijeza, como signo de la diferencia cultural/históri­ca/racial del di~curso del colonia:lisn1o, se presenta como una modalidad de representación paradoja!: connota rigidez y orden inmutable así como desorden, degeneración y repetición demonía­ca. De modo similar, el estereotipo, estrategia discursiva de primer nivel, es una forma de conocimiento e_ identificación que oscila entre lo que está "en su lugar", y otra cosa, que debe ser incesante­mente repetida[ ... ] como si la esencial doblez del asiático o la bes­tialidad licenciosa y sexual del africano, que ciertamente no necesi­tan prueba, no pudieran ser probadas realmente en el interior de un discurso (pág. 97-98).

Este eterno retorno de ciertos discursos retóricos acerca de los colonizados en el imaginario colectivo occidental termina por volverse una verdadera obsesión, casi una suerte de tabú cuyo efecto principal, como afirmaba Freud, es el de suscitar al respec­to un sentido de ambivalencia neurótica. Por este motivo, sostie­ne Bhabha, el estereotipo colonialista, más que una fuente de seguridad o una estabilización del sujeto debe ser concebido como un sistema de representaciones del todo ambivalente y contradic­torio: tan asertivo y seguro como aflictivo y angustiante.

Bhabha interpreta la función del estereotipo colonialista según el modelo del fetiche freudiano. De hecho, la omnipre­sencia del estereotipo colonialista en la consciencia occidental,

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como el fetiche para Freud, vuelve evidente la marca de una pérdida, es decir unJ! a)lsenc§. En otras palabras, el estereotipo colonialista intenta colmar de manera obsesiva un vacío imposi-

\ ble de llenar. En términos más estrictamente lacanianos, puede •decirse que en el esquema de Bhabha el fin del estereotipo colo­nialista es suturar la herida provocada por el trauma de una identidad infundada, en este caso la occidental.

Desde este punto de vista, el estereotipo representa el efecto de una identidad cuya plenitud y completitud es continuamente amenazada por la diferencia, es decir por la di.versidad de razas, colores y culturas, por la falta y el vacío. De modo que_ el este­reotipo colonialista da cuenta de la diferencia, pero a!"mismo _ ti~runmas_cMa. Sitúa el objeto observado, en estej:asoiá identidad del colonizado, dentro de unarelacic)n imaginaria que garantiza y preserva los confines del sentÍdo del Sí. La identidad occidental, concluye Bhabha siguiendo los presupuestos de Lacan sobre el imaginario y sobre la teoría del espejo, puede entonces desplegarse, como por otra parte todas las fantasías o autorrepresentaciones sobre el origen, sólo en el espacio de la irrupción y del desafío de la heterogeneidad de las otras posi­ciOnes.

Es necesario precisar, antes de proseguir, que para Bhabha el aspecto fetichístico del discurso colonial no está dado por un significante oculto o escondido como justamente es el sexo en el esquema de Freud, sino, como ya sugería Fanon, por lo que es más "visible": la piel. En efecto, el color de la piel, significante clave de la diferencia racial y cultural contenida en el estereoti­po colonialista, es, según Bhabha, el más visible de los fetiches. Es el color de la piel de los colonizados lo que funciona como detonante en las fantasías colonialistas occidentales condensadas en los discursos coloniales y prefiguradas como significantes pri­marios respecto a la percepción de la diversidad:

debemos identificar algunas diferencias importantes entre la teoría __ general del fetichismo y los usos específicos que se han hecho para comprender el discurso racista. En primer lugar, el fetiche del dis­curso colonial -lo que Fanon llama ~1 ~sqUema epidérmi~Q- no es, a diferencia del fetiche sexual, un secreto; la piel, de hecho, como significante clave de diferencia racial y cultural en el estereotipo, es

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el más visible de los fetiches: es_un dato de "sentido común" pre­sente en una serie de discursos culrurales, políticos e históricos, y reviste un rol público en el drama racial representado cotidiana­mente en las sociedades coloniales. En segundo lugar, puede decir­se que el fetiche sexual está estrechamente conectado con el "obje­to bueno": es lo que vuelve al objeto en su totalidad deseable y pla­centero, facilita las relaciones sexuales y hasta pUede dar vida a una forma de felicidad. También el estereotipo puede ser visto como esa forma del sujeto colonial que es objeto de fijación y facilita las rela­ciones coloniales, poniendo a punto una modalidad discursiva de oposición racial y cultural basada en el tipo de poder colonial ejer­citado (págs. 114-115).

En el enfoque de Bhabha, por consiguiente, en la base del discurso racista del colonialismo está el problema del origen y de la identidad. Es justamente este elemento, con-sus lógicas y dinámicas específicas, como hemos visto, lo que vuelve sustan­cialmente inestable y ambivalente el discurso colonial. Tal ambi­valencia intrínseca, agrega Bhabha, es alimentada por la imposi~ bilidad del discurso colonial de replicarse a sí mismo, de repro­ducirse automáticamente en la conciencia de los colonizados. En el ensayo "Signos premonitorios", publicado en The Location of Cttltllre, Bhabha analiza la transmisión de la Biblia en la India colonial y el proceso de hibridación que sufrió el texto sacro de la fe cristiana en su recepción por parte de los nativos. Para · Bhabha, en un análisis que recuerda al de Roland Barthes en El plaw· del texto, esta diferencia entre transmisión y recepción en la . interpretación signa la falibidad del discurso colonial y por ende . el sitio en que emergen con claridad las dinámicas de resistencia de los nativos con respecto a la autoridad y el poder colonial:

La resistencia no es necesariamente un acto opositor que pone en evidencia intenciones políticas, ni la simple negación o exclusión del "contenido" de otra cultura, entendida como diferencia ya per­cibida; es, en cambio, el efecto de una ambivalencia que emerge entre las reglas del reconocimiento del discurso dominante que desarrollan los signos de la diferencia cultural, implicándolos nue­vamente en las relaciones de respeto del poder colonial -jerarquía, normalización, marginalización, etc.- (págs. 156-157).

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Este proceso ha sido denominado por Bhabha mimicry y designa la situación en que ]_()~nativos, llevados por los discur­sos coloniales a imitar los comportamientos y las creencias de los _colonizadores, dan lugar a fenómenos culturales de ,~incretismo que representan de algún modo una parodia o, para utilizar sus palabras, un "borrador" del original:

La línea genealógica del hombre de imitación atraviesa las obras de Kipling, Forster, Orwell, Naipaul hasta su más reciente reaparición en la magnífica obra de BenedictAnderso.n acerca del nacionalismo (Anderson 1991, págs. 101-102), como también el atípico Bipin Chandra Pal," es el producto de una rnímesis colonial imperfecta en la cual ser "anglicizado" equivalía, eseñciahnente, a no ser inglés (pág. 126.).

Tales fenómenos, cuyos ejemplos abundan en la historia de la antropología, como los ahora clásicos cargo cults, revelan para Bhabha el límite de los discursos coloniales cuya ambivalencia contiene en sí, por otra parte, los gérmenes de su propia des­trucción. En la base del concepto de mimicry está, por tanto, ese presupuesto foucaultiano según el cual ningún sistema de poder, por más totalizante e invasivo que sea, funciona de manera per­fecta, es decir, logra aniquilar del todo la subjetividad y la resis­tencia de los subordinados. Pero, sobre la base de lo que argo­menta Robert Young, se puede también hablar de la mimicry en el esquema de Bhabha como una suerte de "inconsciente colo­nial":

Si se compara con la ambivalencia, que describe un proceso de identificación y de desconocimiento, la imitación (mimie~y) implica una pérdida todavía mayor del control por parte del colonizador, es decir inevitables procesos de contra-dominio producidos justamen­te por la imitación de la operación del dominio, con el resultado de que los confines entre la identidad de los colonizadores y de los colonizados quedan paradójicamente borrados. ;La imitación no es, contrariamente a lo que surge de las perspectivas de Derrida o !rigaray, una forma de resistencia "verdadera y acabada", sino qu~

11. Se trata de uno de los padres del nacionalismo indio, nacido en 1858 y muerto en 1932.

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describe en cambio un proceso en la construcción de poder que opera de modo similar al inconsciente de Lacan y puede ser acaso definida, siguiendo a Jameson, como "incons~e.- colonial" (Young 1990, pág. 148).

Debe observarse que en ese punto Bhabha realiza una inve~­sión de la perspectiva de Fanon. Si en los textos de Fanon la hegemonía del poder coloníal funcionaba persuadiendo a los negros de que imitaran la cultura de los blancos para volverse verdaderos sujetos, en la perspectiva de Bhabha este mismo mecanismo deviene uno de los síntomas más evidentes de la debilidad intrínseca del aparato ideológico del colonialismo. En otras palabras, si en Fanon la desculturización llevaba a los negros hacia su aniquilación, en Bhabha el proceso de mimicry tiene uh efecto desestabilizador en las propias dinámicas de los discursos coloniales. Justamente por este motivo, la recuperación de la subjetividad de los colonizados, y de la marca del subalter­no colonial en la historia, eludida por la teoría social-colonial moderna, se configura para Bhabha comó uno de los objetivos fundamentales de la crítica poscolonial. Sin embargo, esta recu­peración no puede realizarse mediante la adopción de un enfo-

,. .. """"'" que romantlco que rermta a un momento , puro o autentico precedente a la experiencia colonial. Tal acercamiento corre el riesgo de recaer en el_ esencialismo/de la mentalidad colonialista y legitimar así ese sistema de conocimiento -moderno, humanís­tico, liberal-burgnés- que se qniere desmontar. Gayatri Spivak refuerza el mismo razonamiento cuando sostiene que el discurso poscolonial existe sólo como lln "después", es decir como una consecuencia del colonialismo (Spivak 1993). Según Nicholas Thomas, antropólogo australiano del Goldsmith College de Londres, el colonialismo se confignra dentro de la crítica posco­lonial como una suerte de "eterno retorno", o, en términos laca­nianos, como un "síntoma" de Occidente:

La crítica poscolonial se distingue no por el empuje radical hacia formas de discurso nuevas y más "pulidas", sino por su énfasis y su eterno retorno sobre los lenguajes coloniales y anticoloniales. A muchos, tal afirmación puede parecerles un compromiso banal, pero expresa en realidad la imposibilidad de trascender o simple-

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mente dejar en el olvido la violencia angustiante del poder colonial (Thomas 1994, pág. 9).

Es a partir de estas premisas que es necesario encuadrar la extrema sensibilidad de los estudios poscoloniales para con los procesos de hibridación, de mestizaje y de sincretismo cultural. Para la crítica poscolonial, de hecho, la exaltación de tales fenó­menos se perfila como una estrategia discursiva destinada, por un lado, a la desarticulación de la lógica binaria y esencialista del aparato ideológico del poder colonialista y, por otro, a la resti­tuciónde un rol más activo en los procesos sociales a los grupos subalternos. Justamente es bajo esta óptica que Gayatri Spivak define el espacio de los estudios poscoloniales como "espacio catacrético", es decir, focalizado en esa dimensión del terreno social en la que el indígena se apropia de los significados del otro (eescribiendo en ellos los signos de la propia marc~ (Spivak 1991). De manera similar, Mary Louise Pratt, profesora de Literaturas Comparadas en la New York University, relee el concepto de "transculturación" acuñado en el pasado por el teó­rico cubano Fernando Ortíz para describir los sincretismos de los que se nutría la cultura afrocubana. Según Pratt, el concep­to de "transculturación" de Ortiz, al poner en evidencia. los ele­mentos dinámícos y ci-éativos de los sistemas culturales, repre­senta 11naalternativa respecto de los conceptos clásicos de acul­turación o desculturízación, del todo deudores de una visión

. pasiva y por tanto represiva de la noción de cultura. Tal es así que para la estudiosa norteamericana la crítica cultural debe focalizar sus intereses en las "zonas de contacto", en esos espa­cios sociales asimétricos en q"ue se materializa el encuentro y la fusión entre culturas distintas y a partir de los cuales las. clases. indígenas subalternas construyen su propio universo d~_~gnifi­ca4()S (Pratt 1992). En los mismos términos se expresa Stuart Hall cuando v~ en el concepto ~e "diáspora'; de Paul Gilroy, empleado por el sociólogo inglés para resaltar la dimensión transnacional deJa identidad y de la cultura block, una contribu­ción heurística de primer nivel en la "desesencialización''.·d_el concepto tradicional dE:__e_tnicidad, cuyo uso dentro de la lógica binaria del pensamiento colonial llegó a presentar connotacio­nes de tipo biologicistas, esto es, racistas (Hall1996b).

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En este punto, no obstante, se impone un pequeño parénte­sis. Es preciso aclarar que tanto para Spivak como para Bhabha ubicar en la historia los momentos de reapropiación del sentido, o de insurrección o de resistencia por parte de los subalternos coloniales, no puede significar para los críticos poscoloniales la restitución de un sujeto (político) cohesionado, coherente, pre­sente, consciente y .autorreferencial de tipo humanista-liberal. En sus modelos, la escritura de una contra-historia, de un con­tra-saber alternativo al Orientalismo, inmune por tanto a toda ·"violencia epistemológica" respecto al otro no occidental, no tiene como objetivo el mero restablecimiento de los subalternos en cuanto sujetos de la propia historia (véase Parry 1987). Las cosas son más complicadas. Hemos visto, por ejemplo, que Bhabha presenta la mimicty como un proceso del todo incons­ciente. Ahora bien, como ha demostrado Robert Young, en Bhabha no. queda del todo claro si los sujetos son conscienteS de sus propias prácticas subversivas o si el acto de su, resistenciJl tiene que ver exclusivamente con la interpretación (con la escri­tura) del historiador o del crítico (Young 1990, págs. 152-153). La cilestión parece una de las clásicas trampas irresolubles del postestructuralismo: si los subalternos eran conscientes de su resistencia se sucumbe a una noción (aunque sea mínima) de suje­to, si por el contrario no lo eran se recae en un etnocentrismo o intelectualismo vanguardista poco coherente con los humores (más populistas) del mainstream poscolonial.

Spivak dedicó distintos ensayos -véase "Can the Subaltern S peak?" (1988a) o "Deconstructing Historiography" (1988)- al tema de la ~peración de la consciencia subalterna (colonial) en la historia. N o podemos ocuparnos aquí eri profundidad de estas posiciones. Sólo diremos que en su esquema el verdadero subalterno de la historia colonial está representado por las muje­res del Tercer Mundo. Retomando las vicisitudes coloniales entre las autoridades británicas y los nativos indios acerca del fenómeno del rito de la sati, Spivak sugería observar a la Third World woman al nivel de un significante, en el sentido de que todos (patriarcado local, imperialismo [feminismo] occidental), a excepción de sí misma, han podido hablar por ella. La mujer del Tercer Mundo, en este caso la mujer india víctima de la sati,

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permanece como un. 0bjeto silencioso (Spivak 1988a). No tanto porque no haya estado en posición de "hablar" o no haya "habla­do" en la historia, sino, como sostiene la propia Spivak, porque "no había espacio aquí para que este sujeto (sexuado) subalterno pudiera expresarse" (pág. 129). En términos generales, enton­ces, lo que Spivak quiere decir es que la mujer no occidental, subalterna entre los subalternos, ha sido escrita y reescrita tanto por las sociedades patriarcales locales como por el imperialismo (Orientalismo, perá también feminismo) occidental sin haber alcanzado jamás el estatus de una plena subjetividad autónoma. Esta consideración puede volverse de gran actualidad si se pien­sa en episodios hoy tan comunes como las disputas sobre las prácticas ligadas al uso del bttrka o el chador o el llamado "mar­tirio" de mujeres (definidas por el Orientalismo contemporáneo como kamikaze) palestinas o chechenas. La mujer no occidental se ha constituido así como un efecto discursivo vacío y fluctuan­te, privado de contenidos estables. Aquí radicaría, para Spivak, la especificidad de toda "conciencia" subalterna, que justamente por estas características se revela "irrecuperable" o "intraduci­ble" dentro (de las categorías interpretativas) del aparato discur­sivo dominante. En sus propias palabras:

la conciencia subalterna[ ... ] ~:sdel todo irrecuperable,'está siempre dislocada respecto a los significados recibidos, es efectivamente borrada incluso cuando es revelada y se muestra irreductiblemente discursiva. Es, por ejemplo, una conciencia negativa (pág. 114).

Éste es el sentido de la controvertida afirmación de Spivak según la cual '~the subaltern cannot speak" (Spivak 1988a). En su esquema, un subalterno que habla no es ya tal. Es inútil, pues, buscar huellas en la historia de algo que no está ahí. Esta con­clusión ha sido muy criticada incluso en el ámbito de los propios estudios poscoloniales. Para Benita Parry (1987) y Sara Suleri (1992), por ejemplo, no hace más que "mistificar" el poder del imperialismo occidental. El aparato imperial es concebido como una máquina perfecta capaz de neutralizar o acallar cualquier tentativa de resistencia activa de parte de los nativos. Paradójicamente, sostiene Parry en particular, lo hace negándo-

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le al subalterno colonial casi cualquier forma de acción subjeti-' va, disminuyendo el rol y la importancia histórica de los movi­

mientos de liberación antiimperialistas en todos los países del Tercer Mundo. Sostiene que Spivak corre el riesgo de volver a proponer una versión de la historia muy parecida a la "colonia­lista" (véase Parry 1987, pág. 39).

Debe decirse que Spivak respondió a estas acusaciones, pero con argumentos que, a mi juicio, contradicen bastante algunas de las premisas más importantes de su perspectiva. En primer lugar, le reprocha a Parry que olvidó que sus críticas se han diri­gido a una mujer también "nativa" (Spivak 1999, pág. 205). En segundo lugar, recuerda que el nacionalismo tercermundista (como la democracia, la ciudadanía o el socialismo) es también un producto o una herencia del imperialismo occidental (Spivak 1990, pág. 60). Ciertamente, puede resultar paradójico descu­brir que una de las figuras más condenadas por los teóricos pos­coloniales, el "nativo", algo parecido al diablo para la teología cristiana, se encarne justamente en la persona de una de las auto­ras poscoloniales más autorizadas. Recuerdo haber leído una entrevista a Spivak realizada por Angela McRobbie (McRobbie 1994, pág. 128), una de las exponentes más famosas de los cultu­ral studies británicos, donde ella misma destacaba (con justicia) su diversidad, su ser extranjera (su no natividad) a los ojos de las mujeres de Calcuta, su ciudad natal. El resultado es que al fin se entiende poco cuál es el significado y el valor que corresponde atribuir a la palabra nativo. Para eliminar toda contradicción, podría sostenerse, con la clásica jouissance postestructuralista, que nativo se vuelve aquí otro significante, otro término vacío y fluctuante, ¡al que se recurre "estratégicamente" según las cir­cunstancias!

En cuanto a su segunda réplica, no sé cómo la tomarían los miles de muertos caídos en rebeliones, levantamientos, guerri­llas y guerras de liberación anticolonialistas o antiimperialistas si supieran que lo que hacían con sus acciones era promover el imperialismo occidental, pero con "otros medios". No quiero en modo alguno defender o "mitificar" a los viejos movimientos nacionalistas de liberación, minimizar el horror y ·la opresión que han producido en muchos de los países del Tercer Mundo,

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pero condenarlos así, sin un análisis profundo de la dial~ctica histórica o de las contradicciones del capttahsmo en cada area o región, puede parecer un poco grotesco. Como señala Ahmad (1995a, pág. 4) a propósito de la India:

Quizá Spivak se refiera aquí simplemente al origen europeo de estas palabras, de estos conceptos o de estas prácticas. Si así fu~ra, despertaría idéntica perplejidad. Estas palab;as pue_d~n tener cier­tamente un origen europeo, pero la adecuacwn h1stonca de su refe­rente sólo puede ser establecida dentro del marco conceptual de las prácticas llevadas a cabo en la India por sujetos políticos indios. Por lo que respecta a los conceptos, además, no sé si la cuestión de los orígenes (¿del mito de los orígenes?) ha pesado tanto como en los discursos posmodernos, si es justo considerar u~late~alme~te. todo lo que ha producido Europa como una herencia del Impenahsmo, a menos que no se tenga una concepción esencialista de E~ropa como homogénea e indiferenciada y donde todo y todos son Impe­rialistas. Poniendo el énfasis en la cuestión de los orígenes, y decla­rando que no existe un referente históric? ~decuado para .la de~ a­cracia (para el nacionalismo) o para el sociahs~? en la India, ~pivak se mueve en un terreno muy peligroso, rep1t1endo Inconsciente­mente lo que la derecha india ha sostenido siempre.

Para concluir, podemos agregar que en el discurso de Spivak, como en el de Bhabha, emergen las paradojas (trampas) p.osmo­demas acerca del sujeto, de la historia, del capitalismo, del rol ?e los intelectuales. Vuelve a aflorar inexorablemente un culturahs­mo excesivo, por momentos ingenuo, que, en ~us interpretacio­nes más despolitizadas, puede llevar a considerar la nummy como un proceso revolucionario y la nacionalización d<; la b_anca como un producto de una visión eurocéntrica de la h1stona, la lectura de las novelas de Rushdie o el hecho de escuchar hip hop como verdaderas prácticas de resistencia antiimperialistas, a Lenin y a Guevara como meras prótesis del imperialismo occi-dental. ·

Pero volvamos a nuestro discurso. ¿Qué debería hacer, pues, el crítico o el historiador poscolonial, según Spivak? Más que buscar las marcas de un sujeto que no puede ser restablecido de ninguna manera, a no ser cometiendo una segunda "violencia

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La teo.-ía social y la condición poscolonial

epistemológica", debería poner el acento en la desaparición o el silencio del subalterno en cuanto aporía de la historia (occiden­tal) y de las estructuras cognitivas del saber o del sujeto moder­no (véase Chow 1994, págs. 125-151;·Young 1990, págs. 157-175). Simplificando, la única vía de salida parece ser la decons­trucción de las categorías de un sistema de conocimiento injus­to y violento, el desenmascaramiento (la heideggeriana priva­ción de los fundamentos) de las connivencias entre saber y poder en cuanto condición sine qua non de un nuevo conocimiento histórico centrado en la diferencia:

la visión del subalterno, su voluntad y presencia, no puede constituir más que una ficción teórica cuya finalidad es legitimar el proyecto de interpretación. La conciencia del subalterno no puede ser recu­perada, "probablemente no será jamás recuperada". Adoptando un registro ligeramente esotérico del lenguaje postestructuralista fran­cés, podría decirlo en estos términos: "para nosotros pensamiento (en este Caso el de la conciencia subalterna) es aquí un nombre per­fectamente neutro, un blanco textual, el índice necesariamente indeter­minado de una época pm· venir de la diferencia" (Spivak 1988a, pág. 115, las cursivas sOn mías)

Estas consideraciones son tomadas de la crítica que Spivak ha dirigido a los historiadores indios reagrupados en torno al pro­yecto conocido como "Subaltern Studies in History". Dirigido por Ranajit Guha, la publicación del primer volumen de los Subaltern Studies en 1983 ha de ser considerada, sin duda, como otro de los momentos decisivos en la configuración del los estu­dios poscoloniales (Guha 1988). En uno de los ensayos más inci­sivos del volumen, Guha se ocupa de esas situaciones en que el poder colonial de la India se puso en evidencia a sí mismo redu­ciendo a silencio los datos históricos más auténticos de las clases subalternas indias, representando las formas más espectacgl\!res de resistencia como patologías, como síntomas de un fanatismo religioso exasperado o como variantes de la anemia culturaL El historiador índio relee algunas insurrecciones campesinas indias del siglo XIX, en particular la de los Santa! en 185 5, según parámetros distintos de aquellos con los que han sido "leídas" por el discurso colonial. En los informes de .la historiografía

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colonial oficial, afirma Guha, las rebeliones campesinas han lle­gado a ser asimiladas a fenómenos naturales: "emergen como tormentas, se elevan como la tierra partida por los terremotos, se propagan como incendios, se difi.mden como epidemias" (pág. 45). Cuando por el contrario se pasa a una explicación más afín a fenómenos humanos, prosigue Guha, tales informes ponen el acento en la furia ciega y criminal de las masas o en el instinto primordial e incivilizado típico de todos los sujetos pertenecien­tes a tribus salvajes. Como alternativa,

las razones de la insurrección deben ser buscadas en los factores de privaciones económicas y políticas, factores que, en realidad, no tienen nada que ver con la consciencia campesina o que sólo tienen que ver en un sentido negativo. Según esta interpretación, serían tales factores los que han producido la rebelión, como si fuera una suerte de reflejo automático, una respuesta instintiva que no consi­dera el sufrimiento físico de todo tipo (por ejemplo, el hambre, la ·tortura, el trabajo forzado, etc.), una reacción pasiva de los campe­sinos a una iniciativa llevada a cabo por sus patrones y adversarios. En ambos casos, la insurrección campesina es vista como extenza a la propia conciencia campesina y la Causa es puesta como un fan­tasmal subrogante de la Razón, como lógicá misma-de esa concien-cia (Spivak !988a, p.ll5). ·

Para Guha, en cambio, las motivaciones y las modalidades de la rebelión de los Santa! deben buscarse en el universo de senti­do específicamente campesino. Afirma que los campesinos indios se han aferrado a su religiosidad cultural, a su mundo de sentidos, para resistir a la dominación británica. Retomando las perspectivas de Gramsci y Foucault, Guha sostiene que. los documentos históricos han interpretado este fenómeno desde el punto de vista de la cultura dominante o, en el caso específico de la India moderna, de la ideología del poder y de la autoridad colonial. En otras palabras, las acciones de los campesinos indios han sido "traducidas" en función de la prosa colonial, la cual contiene, controla y rechaza sus subjetividades más auténticas subsumiéndolas en esquemas interpretativos propios. Guha "rescata" esta conciencia subalterna india tanto leyendo entre los espacios en blanco y las omisiones textuales, como explican-

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do el carácter necesariamente religioso (pero no por ello menos político) de la protesta de los Santa! en un contexto colonial como el indio. Y es a partir de tal estrategia analítica que él intenta restituir a los campesinos indios el estatus de sujetos his­tóricos negados por el discurso colonial de esta prosa de -¡tl-i:oi!tra­insurrección.

Del análisis de Guha puede deducirse con claridad el objeti­vo central de las investigaciones desarrolladas por la escuela de los Indian Subaltern Stttdies. En sus textos, este grupo de intelec­tuales indios busca analizar episodios de resistencia al colonialis­mo con el fin de devolver la voz a las clases indígenas subalter­nas y contribuir así a la deconstrucción del discurso colonial estructurado a partir de la visión eurocéntrica de la historia. Dipesh Chakrabarty, profesor de South Asian Stztdies and History en la Universidad de Chicago y uno de los miembros más famo­sos del grupo, expone a la perfección las motivaciones de su pro­yecto:

No es difícil poner en evidencia el modo en que Europa opera como referente silencioso dentro del conocimiénto histórico. Son al menos dos los síntomas familiares de la subalteridad de las histo­rias no occidentales y del Tercer Mundo. Los historiadores del Tercer Mundo sienten la necesidad de hacer referencia a obras sobre historia europea; los historiadores europeos no sienten nin­guna necesidad de hacer lo opuesto. De Edward Thompson a Le Roy Ladurie, de Georges Duby a Cario Ginzburg, de Lawrence Stone a Robert Darnton y a Natalie Davis -para citar sólo algunos nombres en el panorama actual- los "grandes" y los modelos pro­fesionales del historiador son siempre, al menos culturalmente, "europeos". "Ellos" forjan sus propias obras en una relativa igno-

1 rancia de la historia no occidental y esto no parece perjudicar la calidad de su trabajo. Es un gesto que "nosotros" no podemos

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devolver -no podemos siquiera permitirp.os una cierta paridad o simetría en cuanto a la ignorancia sin correr el riesgo de quedar "fuera de moda" o "anacrónicos"- (Chakrabarty 2000, pág. 46).

En síntesis, la tarea epistemológica fundamental para la escue­la de Guha parece ser la de sacar a la luz las múltiples voces de la historia en perjuicio de la concepción hegemónica que, basada en

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parámetros de juicio et:nocéntrieos de la teoría social moderna, la ha considerado como una única gran narración. Aún con Chakrabarty, se puede concluir que en la perspectiva de los subal­tem stlldies uno de los objetivos primarios de los historiadores pos­coloniales deberá ser "provincializar Europa" (Chakrabarty 2000).

3. LA ÉTICA POSTCOLONIAL Y EL ESPÍRITU DEL CAPITALISMO

TARDÍO

Posmodemo, poscolonial y capitalismo global: ¿un vínculo de íntimo pm·entesco?

El último factor en el que es necesario concentrar la atención para entender los motivos que han permitido la formación de los estudios poscoloniales está representado por el desarrollo en los últimos años de una nueva fase en la historia de la expansión del sistema capitalista mundial. Apelando a los trabajos de David Harvey (1990) y de Fredrie Jameson (1985), que han querido reconducir la hegemonía del pensamiento posmoderno a la con­formación de lo que han denominado "capitalismo tardío", un tipo de capitalismo postindustrial y de dimensiones creciente­mente globales y transnacionales, el objetivo de la última parte de este capítulo será sugerir que la emergencia del paradigma poseolonial en la teoría social no puede ser comprendida a fondo sin hacer referencia a la emergencia de esa formación socioeco­nÓinica.

Distintos autores acuerdan en considerar a 1973,· el año de la primera recesión posbélica, del fin del sistema de cambio fijo y por lo tanto del quiebre de las reglas fijadas por el acuerdo de Bretton Woods, como la fecha simbólica de una clausura epoca! en la historia del capitalismo. Es alrededor de estos años que podemos localizar el embrión de lo que más tarde muchos lla­marían posmodernidad. En efecto, es en este período que advie­ne lo que Harvey ha denominado el "pasaje del capitalismo for­dista keyneseano", centrado principalmente en el crecimiento continuo de la producción industrial bajo la hegemonía del Estado-nación, a un capitalismo de tipo global y flexible, más

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conocido como posfordismo. La progresiva consolidación de este modelo productivo ha gestado las bases de una nueva divi­sión internacional del trabajo, fruto de una vertiginosa trasnacio­nalización de la economía, favorecida por las innovaciones tec­nológicas en el campo de la comunicación, del transporte y de los medios masivos de comunicación, cuyo notable desarrollo ha incrementado decididamente la velocidad y la capacidad de exten­sión planetaria de la circulación de mercancías, noticias, imáge­nes, fuerza de trabajo y capitales. A este escenario se refiere justa­mente Anthony McGrew cuando define la sociedad contemporá­nea como una realidad global. Para McGrew (1992, pág. 67), la globalización refleja:

esa multiplicidad de lazos e interconexiones que trascienden los Estados-nación e, implícitamente, las sociedades que han dadO forma al mundo moderno. La globalización expresa entonces un proceso por medio del cual los hechos, las decisiones y los distintos tipos de actividades que suCeden en un lugar específico pueden tener consecuencias muy significativas en otras zonas del globo. En

-nuestros días, bienes, capitales, personas, conocimientos, imágenes, comunicaciones, delitos, culturas, drogas, sustancias contaminan­tes, modas y creencias fluctúan libremente a través de los límites territoriales de los países.

McGrew describe acertadamente algunas de las dinámicas de la realidad transnacional emergente, pero su definición no resul­ta satisfactoria. Aquí, sociedad global parece implicar el fin o la decadencia de la soberanía y por tanto de la capacidad de gestión y control de los Estados nacionales. Es la expresión "fluctúan libremente" la que resulta sospechosa, sobre todo si se piensa en los vínculos y restricciones impuestos a la libertad de movi­miento (transnacional) de los migrantes contemporáneos. Las rigideces, las prohibiciones y controles policíacos a los que son sometidos hoy los migran tes en las fronteras de todo el mundo desarrollado representan seguramente algunas de las señales más evidentes de la persistencia, cuando no del reforzamiento, de las barreras o de los límites estatales nacionales o regionales. Pero no son, obvian1ente, los únicos.

No es éste el lugar para plantear un debate acerca de las rela-

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ciones entre globalización y Estados nacionales, pero antes de proseguir será necesario realizar algunas precisiones. El des­arrollo del capitalismo global no ha implicado el fin o la deca­dencia de los Estados nacionales. Más que de crisis o de deca­dencia del Estado-nación, parece hoy más adecuado o realista sostener la hipótesis de una refuncionalización que surge como efecto de las transformaciones inducidas por la intensificación del proceso de globalización. Aunque redimensionados en su capacidad de gestión, los Estados nacionales siguen siendo !_11ecanismos regulatorios del actual sistema capitalista mundial. Por este motivo, me parece más fecundo un enfoque del capita­lismo contemporáneo que evite la dicotomía global/local, domi­nante en los debates acerca de la globalización, y que tienda a considerar .Estado Y. mercado global como entidades del todo complementarias.

David Harvey, por ejemplo, no duda en afirmar el aspecto intrínsecamente anárquico e inestable del mercado capitalista, pero insiste, contra toda especulación acerca de la presunta des­organización del capitalismo, en la "coherencia" que, al menos por un determinado lapso, toda configuración socioeconómica particular debe poseer para poder funcionar. Escribe Harvey (1990, pág. 151):

Un régimen de acumulación describe la estabilidad por un largo período de la subdivisión del producto neto entre consumo y acu­mulación; el mismo implica cierta correspondencia entre la trans­formación de las condiciones de producción y la transformación de las condiciones de reproducción de los asalariados. Un sistema dado de acumulación puede existir porque su esquema de repro­ducción es coherente.

Harvey construye su enfoque a partir de las premisas de la llamada "escuela regulacionista", cuyos principales exponentes son Michel Aglietta, Robert Boyer y Alain Lipietz. Recordemos que, para los regulacionistas, la historia del capitalismo puede ser dividida según los diferentes "modos de desarrollo". Estos distintos "modos de desarrollo" se organizan a partir de la emer­gencia de determinados "regímenes de acumulación" que para constituirse necesitan a su vez precisos "modelos de regulación".

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Simplificando, se puede sostener que para los regulacionistas, el éxito de todo "régimen de acumulación", es decir de la capaci­dad de los capitalistas de sacar provecho de su actividad, depen­de del reagrupamiento particular de las fuerzas de clase y de los ordenamientos institucionales que regulan las relaciones entre empresas y entre capital y trabajo (Aglietta 1976; Lipietz 1977; Boyer 1986; Kumar 1995, págs. 76-77). Así, para Harvey (1990, pág. 152), la configuración de un "régimen de acumulación fle­xible", que en su terminología equivale a capitalismo global pos­fordista, no puede prescindir para su propio funcionamiento de la acción reguladora de los Estados nacionales y de sus organis­mos e instituciones.

En la materialización del régimen de acumulación flexible, el Estado nacional y sus capacidades jurídicas y normativas juegan todavía un rol dominante. Pero, sin entrar en el mérito de las premisas de la escuela regulacionista acerca de este argumento, es necesario señalar que en la perspectiva de Harvey la articula­ción entre Estado nacional y mercado global no está pensada como una relación privada de conflictos y tensiones, como dis­positivo perfectamente organizado, inmune a elementos de ines­tabilidad y dispersión:

Se han abierto, no obstante, áreas de conflicto entre los Estados y el capital transnacional, minando los fáciles compromisos entre el gobierno y el gran capital típico de la era fordista. El Estado se encuentt·a ahora en una posición mucho más problemática. Debe reglamentar las actividades del capital según intereses nacionales, a la vez que está obligado, siempre respetando los intereses naciona­les, a crear un buen clima económico, a actuar como estímulo para el capital financiero transnacional y mundial, a evitar con medi~s que no sean el control de los intercambios la fuga de capitales hac1a zonas más fértiles y más ricas (pág. 214).

Si bien las relaciones entre el capitalismo global y los Estados nacionales son problemáticas y conflictivas, para Harvey su con­figuración es más el producto de su interdependencia, qu~ de su contraposición. En los últimos años, constata, la transnacwnah­zación de los procesos en los países más avanzados no ha puesto fin al intervencionismo estatal, que en el mundo contemporáneo

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se revela "tljá~ crucial que nunca" (Harvey 1990, .~ág. 214). Casi dando la rhon, concluye Harvey, a la afirmacton de Simmel según la cual es precisamente "en tiempos de fragmentación y de incertidumbre económica que el deseo de valores estables va unido a un énfasis en la autoridad de las instituciones de base: la familia, la religión, el Estado" (pág. 215).

En la misma dirección de Harvey, aunque desde un modelo teórico muy distinto, parece moverse Saskia Sassen. Para esta autora, si es cierto que la economía global está caracterizada por la trasnacionalización de los procesos, resulta igualmente cierto que son los Estados nacionales los que garantizan los derechos nacionales y globales del capital: no hay duda de que el Estado nacional se ha transformado progresivamente a partir de la intensificación de los procesos de. transnacionalización, pero a pesar de eso sigue siendo una institución estratégica que deter­mina y promueve las modificaciones jurídicas y normativas necesarias para el desarrollo de la globalización económica. Por e7te motivo, uno de los presupuestos fundamentales que atra­VIesa todos los ensayos de Sassen, Globalisation and Its Discontents (1998), es que los debates sobre la globalización concentrados excesivamente en la dicotomía global!nacional se revelan limita­dos en su comprensión del actual sistema económico mundial.

Una afirmación fundamental en las discusiones acerca de la econo­mía global se refiere a la decadencia de la soberanía de los Estados respecto de las propias economías. En efecto, la globalización extiende la economía más allá de las fronteras del Estado-nación. Esta circunstancia es particularmente evidente en los sectores eco­nómicos ~e punt~, que escapan en gran parte a los actuales sistemas de gobierno y de definición de las responsabilidades de actividades y actores transnacionales. Los mercados globales de las finanzas y de los servicios avanzados operan bajo un paraguas "regulatorio" que no está centrado en el Estado sino en el mercado. De modo más general, la nueva geografía de la centralidad es transnacional y opera preferentemente en ª-~hitos electrónicos que se sustraen a cualquier jurisdicción. Esta afirmación, sin embargo, no enfatiza debidamente un componente crucial de la transformación operada e_n los últimos quince años: la pretensión de que los Estados garan­tizan los derechos nacionales y globales del capital. Lo que cuenta

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para nuestro análisis es que el capital global ha expresado tal pre­tensión y que los Estados nacionales han respondido promoviendo nuevas formas de legalidad (pág. 26).

En otras palabras, si hoy parece cierto que la globalización de los procesos ha reducido el margen de intervención y la capaci­dad de gestión de los Estados y de los gobiernos nacionales con­temporáneos, en los hechos, este dato no puede ser interpreta­do como el fin de su soberanía. Más bien, agrega Sassen, sería útil asignar el peso que merece al cambio radical en la naturale­za y el ámbito de competencia de los Estados nacionales y sobre todo al hecho de que la redimensión en relación al pasado de su autonomía implica que se restringe crecientemente el campo en que la autoridad y legitimidad de los Estados todavía resultan eficaces (Sassen, pág. 58-59).

Dentro de esta perspectiva, las limitaciones crecientes en el funcionamiento del aparato de los Estados nacionales no son leí­das como signos de una crisis de su· capacidad de control hacia abajo. Tal observación sigue siendo particularmente válida en el caso de los actuales movimientos migratorios. Por un lado, afir­ma la autora, a pesar de que en las últimas décadas hemos asisti­do a la consolidación progresiva de un régimen transnacional de los derechos humanos, muchas de cuyas disposiciones se refie­ren justamente a la tutela de las minorías étnicas, de los inmi­grantes y refugiados, la legitimidad y eficacia de esas normas jurídicas dependen aún en ultima instancia de su aplicabilidad en los distintos campos nacionales. En este sentido, como ocurre con el capital global, incluso si acuerdos y convenciones inter­nacionales parecen limitar el rol del Estado en el control de la inmigración, en realidad la última palabra, al menos por el momento, les cabe siempre a las instituciones nacionales, las únicas capaces de poner en acto cada normativa específica.

Por otra parte, nos recuerda Sassen (1996), si uno de los efec­tos principales de los procesos de globalización económica ha sido el de "desnacionalizar" o "desterritorializar" la economía, por el contrario, la inmigración está renacionalizando la políti­ca. De hecho, los Estados nacionales se muestran cada vez más propensos a la remoción de las barreras en relación a los flujos

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de capitales, informaciones y servicios, pero al afrontar cuestio­nes tales como la inmigración o la busca de asilo por parte de los refugiados -tanto en Norteamérica, Europa o Japón- las élites naci~les en el poder no logran reivindicar su derecho sobera­no al control de los límites territoriales (pág. 83). Hay que pre­cisar, no obstante, que si bien las restricciones a la libre circula­ción internacional de las personas siguen siendo muy importan­tes, es obvio que tales formas de control nunca pueden resultar del todo eficaces. Y el enorme crecimiento de los flujos de migrantes o trabajadores "irregulares" o "fuera de control" en los últimos años no hace más que demostrarlo. Brevemente: en tanto cada Estado nacional tenga el poder de poner en práctica una política propia para el control de la inmigración, se hallará crecientemente comprometido en los procesos transnacionales de amplio alcance, caracterizados por dinámicas tan complejas que logrará gestionar y controlar el problema sólo de manera parcial (pág. 101).

En todo caso, el desarrollo de esta nueva fase del capitalismo global ha sido acompañado, de un lado, por la disolución de ese mundo dividido en bloques, que ha madurado con el fin de la Segunda Guerra Mundial y, de otro, por los importantes cam­bios tanto en la percepción espaciotemporal de los sujetos y gru­pos sociales como en la composición de las clases. Un desbara­juste de este tipo no puede sino conllevar contemporáneamente una crisis en los sistemas de representación de la teoría socioló­gica tradicional, demasiado ligada al paradigma del Estado­nación y de la integración social en las sociedades industriales, y por tanto la necesidad de nuevas categorías y conceptos con los que afrontar el análisis de la nueva complejidad social (véase Featherstone, 1990).

En uno de sus trabajos más debatidos, Arif Dirlik, profesor de Historia y Antropología cultural y director del Center jo1· Critica!. Themy and Tmnsnational Studies de la Universidad de Oregon, introduce justamente en este escenario histórico-social la legitimación del paradigma poscolonial propio del mundo académico anglosajón. Según Dirlik, no podemos no asociar la emergencia de la problemática poscolonial, y por ende la insti­tucionalización de los estudios poscoloniales, a las transforma-

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ciones inducidas por este nuevo orden mundial. En particular, sostiene Dirlik, el paradigma poscolonial, en su perspectiva decididamente crítica de la modernidad y en su constante refe­rencia a nociones como fragmentación, hibridación, caos, cos­mopolitismo y deslocalización, es expresión de la crisis de esos modos de comprensión estrechamente ligados a los conceptos de Tercer Mundo y de Estado-nación, que se vuelven obsoletos y anacrónicos ante las dinámicas de desterritorialización, flexibi­zación y descentramiento del capitalismo tardío. Escribe Dirlik (1994, pág. 329):

Los temas más recurrentes en la teoría poscolonial, tanto en lo que respecta a la crítica y al escepticismo en relación al pasado, como por lo modos en que es conceptualizado el presente, sugiero que tienen _origen en un nueva situación geopolítica mundial cuyas connotacio­nes más esenciales salieron a la luz en el pensamiento social ya hacia fines de los años ochenta. Me refiero específicamente a la situación c-ausada por las transformaciones dentro del sistema capitalista mun­dial por la emergencia de lo que ha sido descrito, según los autores, como "capitalismo global", "régimen de acumulación flexible", "tardo capitalismo", etcétera. Esta nueva realidad socioeconómica ha vuelto obsoletas e inactual es las esquematizaciones precedentes de las relaciones globales, en particular las relaciones definidas previamen­te en términos binarios como colonizadores/colonizados, Primer MundofTercer Mundo y en definitiva occidente/resto del mundo, en las que se descontaba el Estado-nación en cuanto unidad global de la organización política.

No puedo ocultar mi simpatía por el razonamiento de Dirlik, pero su referencia a la obsolescencia del Estado-nación en esta nueva fase del sistema capitalista mundial constituye seguramente uno de los puntos débiles de su argumentación. Sin embargo, esto no disminuye su crítica al poscolonialismo. En efecto, es a partir de este razonamiento que Dirlik define el paradigma poscolonial como una pura y simple "forma ideoló­gica" del capitalismo tardío, como una suerte de "culturalismo" (en el sentido marxista del término) incapaz de ofrecer un infor­me del mundo más allá de la visión del sujeto. En otras palabras, lo que Dirlik reprocha a los exponentes del pensamiento poseo-

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lonial como Bhabha, Said y Spivak es no haber reflexionado acerca de las propias condiciones históricas de emergencia y no haber intentado esa "ruptura epistemológica", para utilizar un térnúno althusseriano, capaz de revelar los mecanismos y las dinámicas socioeconómicas implicadas en toda forma de cono­cimiento o de sistematización de lo real.

Es importante señalar que, para Dirlik, la hegemonía ideoló­gico-cultural del paradigma poscolonial se correspo+ con la llegada de muchos intelectuales de origen extraeuropeo, naci­dos, educados o crecidos principalmente en Gran Bretaña o en los Estados Unidos, a las cátedras universitarias del mundo anglosajón. Estos intelectuales, sostiene Dirlik, ya no se definen como intelectuales tercermundistas asociados a un lugar de ori­gen concreto sino como intelectuales poscoloniales, es decir sin una nacionalidad precisa, culturalmente híbridos, profundamen-te cosmopolitas y por ende particularmente desconfiados de todo discurso proclive a la exaltación de etnicismos, nacionalis­mos y otras estrategias políticas de tipo esencialista; En este caso, prosigue Dirlik, el término poscolonial, más que describir algo concreto, "representa un discurso que aspira a construir el mundo a imagen y semejanza de personas que se ven a sí mismas como intelectuales poscoloniales". A propósito, el modo en que "' Edward Said comenta las motivaciones de su Cultztm e imperia­lismo, puede resultar emblemático desde este punto de vista:

me urge señalar que éste es el libro de un exiliado. Por razones objetivas, independientes de mi voluntad, he crecido como árabe pero con educación de tipo occidental. .Desde que tengo memoria, siempre sentí haber pertenecido a ambos mundos, sin ser comple­tamente de uno o de otro. Sin embargo, en el curso de mi vida, la parte de mundo árabe a la que me sentía más unido sufrió profun­das transformaciones, a fuerza de levantamientos civiles o guerras, o simplemente dejaron de existir; por largos períodos de tiempo me he sentido como un extranjero en los Estados Unidos, sobre todo cuando el país estaba en guerra o se oponía duramente a las cultu­ras y a las sociedades (para nada perfectas) del mundo árabe. Con todo, cuando hablo de "exilio" no me refiero a algo triste o a una ausencia. Al contrario, pertenecer, como de hecho pertenezco, a los dos campos de la división imperial lleva a entender más fácilmente a ambos (Said 1993, págs. 23-24.).

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La tem-ía social y la condición poscolonial

En los mismos términos se expresa Salman Rushdie, otro de los intelectuales estrechamente asociados a la problemática pos­colomal, cuando describe su condición de vida y de pensanúento:

J~hn Fowles abre su DaniellVIartin con las palabras: "Una perspec­tiva completa, o todo el resto es desolación". Pero los seres huma­nos no percibimos las cosas por entero, no somos dioses sino cria­turas heridas, lentes rotas, capaces sólo de percepciones fractura­das. Seres parciales, en todos los sentidos de la palabra. El signifi­cado es un edificio inestable que construimos con fragn1entos, dog-· mas, traumas infantiles, artículos de diarios, observaciones casuales , viejos films, pequeñas victorias, gente odiada, gente amada; quizás esto suceda porque nuestra· idea de realidad está construida con materiales tan inadecuados que la defendemos a capa y espada hasta la muerte. La posición de Fowles me parece un modo de sucumbir a la ilusión del gurú. Pero los escritores no son más sabios que rega­lan la sabiduría de los siglos. Y los que entre nosotros están obliga­dos por un desarraigo culrural a aceptar la naturaleza provisoria de toda verdad, de toda certeza, se han visto obligados acaso a aceptar la imposición del modernismo. No podemos hacer reivindicaciones respecto de la relación con Occidente y somos libres de describir nuestros mundos en el modo en que cada uno de nosotros, escrito­res o no, los percibe día a día (Rushdie 1991, pág. 17).

Resulta oportuno especificar que, en la visión de Dirlik, el vínculo entre crítica poscolonial y capitalismo tardío debe ser concebido más como una relación de correspondencia que de sobredeterminación. Sin embargo, no todos piensan así. Para Stuart Hall, por ejemplo, la liquidación del paradigma poscolo­nial como ideología del capitalismo tardío efectuada por Dirlik es demasiado reduccionista, banal y, en ciertos pasajes, repre­senta un residuo del viejo "materialismo vulgar". Sin embargo, Hall concuerda con Dirlik respecto de la falta de una reflexión adecuada dentro de la teoría poscolonial sobre los lazos entre pensamiento y mundo histórico-social. La causa de esta "lagu­na", puntualiza Hall, se advierte sobre todo en relación a la natu­raleza de los discursos post, !os cuales han surgido, sobre todo, como reacción a los efectos políticos, teóricos e históricos de un cierto tipo de marxismo economicista y teleológico. No obstan­te, concluye Hall, es necesario admitir que la teoría poscolonial,

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así como la posmoderna, no ha producido ninguna visión alter­nativa de las relaciones entre lo social y lo econónúco sino un colosal desconocimiento del rol de la econonúa en la historia (Halll996a, pág. 316).

Globalización y posnacionalismo: el paradigma poscolonial y la crisis de la "teoría de los tres mundos"

Más allá de la polémica entre Hall y Dirlik, también debemos señalar que la euforia en torno a lo poscolonial hacia fines de los años ochenta coincide con la caída del paradigma del Tercer Mundo· en la teoría social y política. En algún sentido, como se verá, es lícito sostener que el paradigma poscolonial ha nacido de las cenizas, por decirlo así, de la ilusión tercermundista.

Concebida en los años cincuenta por el teórico francés Alfred Sauvy, la expresión "Tercer Mundo" penetró de inmediato en ~] debate acadénúco, político y econónúco internacional, favoreci­da sobre todo por la lucha, en numerosas zonas del planeta, de ~ovimientos nacionalistas anticolonialistas contra el viejo impe­rialismo europeo. En un primer momento, y en plena Guerra Fría, este concepto designaba a todos aquellos países que queda­ban al margen de las jerarquías de poder determinadas por la lucha por la supremacía geopolítica mundial entre Estad~s Unidos y sus. aliados de un lado y la Unión Soviética y sus satéli­tes del otro. Pero pronto la noción de Tercer Mundo, sm haber­se configurado como una .categoría de contornos econónúcos, políticos e ideológicos bien delineados, asurr;ió co;mot~ci?nes de verdadero paradigma de desarrollo cuya fascmac10n prmc1pal, no sólo para las clases dirigentes de los países más atrasados sino para muchos sectores de la nueva izquierda europea," residía en que se constituyó como alternativa a los dos modelos entonces dominantes: capitalismo y socialismo reaL

Para Ella Shohat, la crisis de esta Weltanschauung ligada a la teoría de los tres mundos representa un dato de vital importan­cia para la comprensión de la emergencia y del desarrollo del paradigma poscoloniaL Desde un punto de v1sta general, sostle-

12. A propósito de ello, vale la pena recordar, por ejemplo, el rol del pro­letariado en el Tercer Mundo en las teorías de Herbert .iVIarcuse.

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La teoría social y la condición poscolonial

ne Shohat, la consolidación del concepto de postcolonial en la teoría social refleja, por decirlo así, un cambio radical en e] esta­do de ánimo de muchos de los círculos acadénúcos euronortea­mericanos más progresistas, ahora en claro contraste con el entusiasmo y el activismo suscitados por el paradigma del Tercer Mundo en los años posteriores/al proceso de descolonización:

la última década fue testimonio de una crisis terminológica cre­ciente en torno al concepto de Tercer Mundo. La "teoría de los tres mundos" se volvía cada vez más problemática. Los desarrollos his­tóricos de los últimos treinta años han ofrecido escenarios político­económicos profundamente complejos y ambiguos. Al período de la llamada "euforia tercermundista" -un momento históricamente breve pero muy intenso en que la izquierda europea y norteameri­cana y los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo parecí­an converger hacia una revolución global- siguieron el colapso del modelo socialista soviético; el fracaso del proyecto político nacido de la llamada rebelión "tricontinental" (Cuba, Vietnam y Argelia) contra el imperialismo; la conciencia de que los "condenados de la tierra" no están unidos unánimemente por la revolución ni necesa­riamente aliados unos con otros y, finalmente, el reconocimiento de que las dinámicas de la geopolítica internacional y el capitalismo global han triunfado sobre toda alternativa político-cultural. Además, el escenario político del Tercer Mundo no es ya tan claro [ ... ].Y justamente la crisis de esta idea explica el entusiasmo con el que ha sido acogido por la teoría crítica el término poscolonial: una nueva designación para aquellos discursos que buscaban reconcep­tualizar las cuestiones relacionadas con el mundo de la posdescolo­nización pero desde otra óptica (Shohat 1992, págs. 100-101).

La interpretación de Shohat parece ir de la mano con lo sos­tenido por Arif Dirlik: la configuración del paradigma poscolo­nial está estrechamente conectada con la aparición de un nuevo orden mundial cuyo rasgo más distintivo está representado por la caída del muro de Berlín y la hegemonía política, económica, ideológica y cultural del capitalismo a nivel global.

El fin de ese orden mundial surgido de la segunda posguerra al que alude Shohat ha implicado la crisis de la ideología del des­arrollo, es decir de esa filosofía del progreso, eje fundamental de la teoría social moderna, tanto en su versión liberal como en la

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marxista. Así, si el siglo XX comenzó considerando la posibili­dad de un crecimiento económico ilimitado y de un desarrollo infinito de los mercados, ele los espacios y ele los recursos a dis­posición, se cierra, por el contrario, con el signo ele la "cultura del límite", con la conciencia ele que el estilo de vida de la socie­dad fordista, centrado en el crecimiento continuo de la produc­ción industrial y en el consumo masivo de bienes durables, ha llegado a un punto de no retorno (Revelli ~ 995, Beck2000). En efecto, el agotamiento del modelo economJco ford1sta, ¡unto con el fracaso de los procesos de modernización en muchos de los países del Tercer Mundo, han generado una pro~nda r:vi­sión en los estudios sociales, de los presupuestos eplstemologl­cos 'fundamentales del paradigma iluminista, es decir de esa visón moderna de la modernidad que exaltaba la idea de progre­so en nombre de una concepción teleológica de la historia humana cuyo recorrido evolutivo iba necesariamente de lo sim­ple a lo complejo, de lo sacro a lo secular, de lo tradicional a lo moderno. Tal concepción del mundo halló seguramente su expresión más extremista en la teoría de Max Weber de la "jaula de hierro" como destino inevitable de la humamdad. Para muchos autores, el desarrollo del proceso de descolonizació~ ha desmentido en alguna medida este _¡:>aradigma de la modermdad encarnado por la cultura europea y por su historia elevada a modelo universal. En muchas sociedades extraeuropeas, el impulso modernizador no se ha encauzado del mismo modo ~ue el occidental, sino que ha sucnmbido, por el contrano, a la logi­ca de los diversos condicionamientos socioculturales locales, contradiciendo así el discurso y la perspectiva universalista de la teoría social moderna (véase Comaroff 1992; Guha, Spivak 1988; Latouche 1992).

Como ya he dicho, uno de los puntos cenu·ales del progra.ma de la crítica poscolonial es precisamente el de celebrar la d¡fe­rencia la heterocreneidad intrínseca y en consecuencia la impla-

, b "' d l sión de la noción de historia a través de la recuperacwn e as subjetividades locales subalternas y la focalización er,t las resis­tencias regionales a la modernidad para así deconstrmr las pnn­cipales categorías cognitivas occidentales. Para Gya? Prakash, por ejemplo, la tarea esencial del intelectual poscolomal cons1ste

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La teoría social y la condición poscolonial

en cuestionar críticamente la metanarración de la moderniza­ción en todas sus variantes, en minar las bases del eurocentris­mo derivado de la institución del gran .-elato occidental como modelo paradigmático cuya lógica, por otra parte, ha conducido inexomblemente a la apropiación de la alteridad (Prakash 1990). También para Stuart Hall lo que caracteriza la crítica poscolo­nial es la .<:[ec:onstrucción de la modernidad capitalista en cuanto producto cultural exclusivo de la historia de los países europeos, y por tanto el esfuerzo de repensar la modernidad occidental a la luz de todo el proceso colonialista:

Esta renarrativización disloca la "historia" de la modernidad capi­talista desviándola,, recordemos brevemente, de su centrarse en Europa a sus dispersas "periferias" globales; de la evolución pacífi­ca a la violencia impuesta; de la transición del feudalismo al capita­lismo (que ha promovido un rol de veras talismánico en el marxis­mo occidental, por citar sólo un ejemplo) a la formación del mer­cado mundial. O más bien la traslada hacia nuevos modos de con­ceptualizar la relación entre distintos "acontecimientos", límites permeables entre lo de adentro y lo de afuera de la emergente modernidad capitalista "global". Es la reformulación retrospectiva de la modernidad, vista ahora en el contexto de la "globalización", en sus variadas formas y momentos de ruptura [ ... ],que pasa a ser elemento verdaderamente distintivo de la periodización "poscolo­niaP. De este modo, lo "poscolonial" marca una inter~pción críti­ca en esa gran narrativa historiográfica que en la historiograf'í; libe~ ral y en la sociología histórica weberiana, como en las tradiciones dominantes del marxismo occidental, ha dado a esta dimensión glo­bal una presencia subordinada en una historia que podía ser conta­da esencialmente dentro de sus parámetros europeos (Hall 1996a, pág. 306)

En la visión de Hall, es necesario agregar, el énfasis puesto por la crítica poscolonial en el aspecto global y transcultural de la colonización conduce automáticamente a otras dos importan­tes consideraciones epistemológicas: por un lado, repudiando el retorno a historias éu1icamente cerradas y centradas individual­mente en cada país, se vuelve obsoleta la estrategia cultural del absolutismo éu1ico promovido por el neorracismo diferencialis­ta y, por otro, poniendo en discusión al Estado-nación en cuan-

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to principal objeto de estudio, se termina por deslegitimar las premisas conceptuales de la teoría social clásica.

Esta crítica de Hall a las ideologías de tipo esencialista es, como hemos visto, uno de los ten1as n1ás recurrentes en la teo­ría poscolonial. Es importante señalar que esta aversión por todo discurso fundado en una presunta autenticidad cultural no es lanzada únicamente contra todas las formas del emocentris­mo occidental, sino que inviste también la crítica del proyecto del nacionalismo anticolonialista. A los ojos de los autores pos­coloniales, el nacionalismo anticolonialista es víctima de un doble fracaso: por una parte no ha logrado cumplir el punto cen­tral de su programa (la modernización de las sociedades desco­lonizadas) y, por otra, apelando en la lucha contra las potencias extranjeras a una identidad que podemos definir como de tipo primordial, basada en una rígida contraposición nosotros/ellos, yo/otro, no ha hecho más que reproducir las estructuras binarias del pensamiento colonialista que criticaba, volviéndose así él mismo fuente de ulteriores violencias, separatismos, sexismos e intolerancias. Al respecto, puede resultar emblemática la refle­xión de Arjun Appadurai acerca de su relación con el nacionalis­mo anticolonialista:

Para quienes hemos crecido como miembros de la élite masculina en el mundo poscolonial, el nacionalismo ha sido un sentimiento común y la justificación principal de nuestras ambiciones, de nuestras estra­tegias y de nuestro sentido de bienestar moral. Hoy, casi medio siglo después de que muchas naciones han logrado su independenci~, la forma nacional está siendo atacada desde muchos puntos de vista. Como coartada ideológica del estado territorial, se ha vuelto el últi­mo refucrio del totalitarismo émico. Análisis puntuales del mundo

" poscolonial han demosu·ado que el discurso nacionalista está proFt:n-damente unido al del propio colonialismo (Mbembe 1992), y ha sido a menudo un vehículo para la puestti en escena de las inseguridades de los héroes de las nuevas naciones (Sukarno, Joma Kenyatta, Jawaharlal, Nehru, Gama! Abdel Nasser), que coqueteaba con el nacionalismo mientras sectores enteros de sus sociedades comenza­ban a prenderse fuego. Por lo tanto, para los intelectuales poscolo­niales como yo, la pregunta es simple: ¿el patriotismo tiene todavía futuro? ¿Y a qué razas y a qué géneros pertenecerá ese futuro? (Appadurai 1996, págs. 205-206).

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La teoría social)' la condición poscolonial

De hecho, como se sabe, quienes han encarnado el d d

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proyecto e mo, ermzac10n en a mayor parte e e os países descolonizados

o en v1as de desarrollo han s1do en general los llamados · _ miemos nacionalistas, tanto en la variante liberal burguesa ~oVJ en la inspiración marxista. Sin embargo, el desarrollo del n;c7:,~ nalismo en los países africanos, asiáticos o incluso sudamerica no ha reproducido la historia del nacionalismo europeo. Sin a;~~ lar a ejemplos específicos, es posible constatar que, una vez en el poder, esos movimientos no han logrado crear una verdadera "comunidad imaginada", para usar la famosa expresión de Benedict Anderson, ni forjar en sus subordinados un sentido de pertenencia común o colectivo. En algunos casos meramente ~ ha sustituido una élite dominante por otra; en otros, la lucha entre diferentes grupos émicos por la hegemonía y el control de los Estados poscoloniales emergentes dio lugar a ulteriores divi­siones, fragmentaciones y segregaciones, cuando no a verdaderas guerras y masacres. Clifford Geertz ve justamente en estas dis­gregaciones ~tnicas, originadas por el "naufragio del proyecto colonial" en Africa y en Asia, la negación del paradigma europeo de la modernidad en cuanto modelo de desarrollo universal:

La ardiente solidaridad de la revuelta en contra de los dominadores coloniales y la vitalidad de los países que han nacido se alimentan de identidades colectivas irreductiblemente múltiples, complejas, inestables y controvertidas. Por tanto, el aporte de la revolución en el Tercer Mundo a la autocomprensión del siglo XX no reside tanto en la imitación del nacionalismo europeo (imitación que, por otra parte, en Marruecos, U ganda, J ordania y lvlalasia ha sido menos intensa que en Argelia, Zaire, India e Indonesia) como en el hecho de que la revolución puso de manifiesto la naturaleza compleja de la cultura, negada por el nacionalismo europeo. Puede ser que muy Eronto identifiquemos en la reorganización política de Asia y de Mrica un proceso mucho más significativo para entender los cam­bios en las concepciones europeas Y- norteamericanas de la identi­dad social, y no al revés (Geertz 1999, pág. 64).

Conviene agregar que, cuando se habla de pertenencias colectivas, identidades étnicas o nacionalistnos en situaciones tan cmnplejas con1o las africanas o asüiticas, las generalizaciones,

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la subestimación de toda perspectiva etnográfica, amenazan con volverlo todo superficial o banal. Algunos estudios recientes, por ejemplo, han revelado las pesadas responsabilidades de la geo­política de los imperios coloniales así como de los intelectuales occidentales en la conformación· y el uso distorsionado del con­cepto de etnia en contextos nativos (Amselle, M'Bokolo, eds., 198.5; Appadurai 1989; Amselle 1990). Otros análisis, como el de Parta Chatterjee (director del Centre for Studies in Social Sciences de Caicuta y uno de los fundadores del grupo de los Subaltern Studies), han apuntado, por el contrario, contra aquellos discur­sos reduccionistas, tan frecuentes en la teoría social occidental, que siempre han considerado a los movimientos nacionalistas anticolonialistas como mera réplica o simple derivado de aque­llos europeos en la edad moderna (Chatterjee 1986; 1993). Sin embargo, lo que me apremia señalar es sobre todo _el vínculo existente entre la crisis de las ideologías nativistas, o basadas en \m tipo de retórica tradicionalista o etnicista y las premisas epis­temológicas de la crítica poscolonial. En la dilucidación de esta relación, puede resultar un buen punto de referencia el análisis de Kwame Anthony Appiah, filósofo de la Universidad de Princeton, en Estados Unidos, acerca del significado de los con­ceptos de posmoderno y poscolonial en la literatura africana (Appiah 1991).

Para Appiah, Ja desilusió¡¡. y el fracaso ,del proyecto naciona­lista es uno de los factores que distinguen la literatura africana del período poscolonial de aquella de la época colonial. JJ

Recurriendo a una noción utilizada en el pasado por los portu­gueses para referirse a aquella burguesía local cuyo rol era inter­meeliar entre el imperio y la colonia, Appiah define a la élite inte­lectual poscolonial africana como una "inteligbentsia comprado­ra" es decir como una clase distinta del resto de la sociedad en ' - - .... cuanto mediadora del comercio cultural entre Europa y Africa. La vida de esta élite, prosigue Appiah, depende casi exclusiva­mente, por un lado, del aporte de las universidades africanas, cuyo ambiente intelectual profundamente influido por la moda 'o

13. Para un debate acerca de las relaciones entre nacionalismo, colonialis­mo y literatura en los países del Tercer Mundo, véaseJameson 1986 y la répli-ca de Ahmad 1987. ·

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los estilos dominantes en las academias .europeas, y, por otro,· de lectores y editores euro-norteamericanos. Esta situación produ­ce efectos del todo paradójicos: en Occiden.te esta élite es reco­nocida por su africanidad, mientras que en Africa, por el contra- . rio, ~s. identificada por el occidentalismo que difunde y por la imagen del continente que ha inventado para el resto del mundo.

Ahora bien, es precisamente esta doble .dependencia de los intelectuales y artistas africanos lo que explica para Appiah el motivo por el que la primera generación de novelistas modernos africanos, como Chinua Achebe, Ngugi Wa Thiong'o y Camara Laye, se ha visto tan influida por las nociones de política y de cuftura dominantes en los círculos académicos británicos y fran­ceses entre los años cincuenta y sesenta. Sin embargo, señala Appiah, esto no significa que estos escritores estuviesen del todo occidentalizados o que sus novelas formaran simplemente parte de la producción literaria europea del período, sino que en sus concepciones la nueva· literatura africana, para ser tal, debía sí o sí referirse al nacionalismo y al anticolonialismo. En tal sentido, prosigue Appiah, el objetivo primero de estos novelistas, en fuerte sintonía con el modernismo literario europeo a caballo

-entre los siglos XIXyXX, era el de contribuir a recrear· un pasa­do común, y así inventar una tradición que uniera al pueblo en su lucha contra el colonialismo y_ gestara de esta manera las bases para la construcción de un Estado-nación moderno sobre el modelo de los occidentales. En líneas generales, concluye Appiah (pág. 344), las novelas africanas del período en cuestión pueden ser definidas como "legitimaciones realistas del proyec-to nacionalista". ·

La novela africana poscolonial, por el contrario, parece ir en .. otra dirección completamente distinta. Respecto a la produc­

ción literaria precedente, señala Appiah, los escritores del perí­odo posterior al proceso de descolonización ll:<:l celebran ya la nación, ni la búsqueda de una identidad africana pura, esencial o auténtica como la que representaban en el pasado algunos dis­cursos derivados de la noción de negritud. Según Appiah, el emblema de la novela africana poscolonial está representado por Le Devoir de violence, publicado en 1968 por Yambo Ouologuem. Esta novela constituye uno de los primeros ejemplos de denuncia

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_del proyecto nacionalista por medio de la deslegitimación del nativismo y del tradicionalismo ahora al servicio de las nuevas

, élites en el poder. La crítica al nacionalismo se traduce por otra parte en la adopción de un estilo de escritura post5eaJi~ta, es decir en el rechazo de los cánones y criterios del realismo litera­rio que caracterizaba las novelas de los años anteriores. En Le Devoir de violence hay, entonces, una nueva conciencia ·respecto de las novelas del período precedente: la glorificación del pasa­do mediante la exaltación de una identidad nacional pura o auténtica es vista como una nueva forma de mistificación o de alienación que no hace más que reforzar la posición de los nue­vos grupos dominantes en la era. de la postindependencia. Como observa Appiah (pág. 345):

La novela de Yambo Ouologuem representa un desafio respecto a las del período precedente: éste identifica a la novela realista como. parte de la táctica de legitimación nacionalista y, en este sentido, puede ser definida como una novela posrealista. Ahora, como se sabe, también el posmodernismo es post-realista. Sin embargo, el posmodernismo de Ouologuem es radicalmente distinto del de escritores como, por ejemplo, Thomas Pynchon. El realismo es una técnica literaria que tiende a la naturalización: y novelas como Things Fa!! Apan de Achebe y L'Enfant noi1· de Laye son, en todo sentido, novelas realistas. Ouologuem se opone a este género: rechaza toda convención de tipo realista y busca así deslegitimar la novela africana realista porque lo que ella buscaba naturalizar era sobre todo nn nacionalismo que luego de 1968 había traicionado su

· misión y su proyecto emancipatorio originario. La burguesía nacio­nalista que abrazó la ideología de la racionalización, de la indus­trialización y de la burocratización y por tanto de la modernización se reveló como una clase social oprimente y corrupta. Su entusias­mo por la ideología nativista representaba sólo la racionalización de la urgencia por alejar a las élites dominantes del capitalismo mun­dial de su gestión del poder,

En la novela de Ouologuem, entonces, según la interpreta­ción de Appiah, puede leerse el inicio, en el panorama literario africano, de una tendencia decisivamente crítica de esos discur­sos políticos centrados en la retórica de la identidad como forma de resistencia a la opresión occidentaL En el escenario

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La te01·ía social y la condición poscolonial

poscolonial, parece decir Appiah, después de la crisis de la "teo­ría de los tres mundos" decretada por el fra-caso de los procesos de modernización promovidos por la "metanarración naciona­lista" y por la aceleración en el proceso de globalización del sis­tema capitalista mundial, se vuelve cada vez más problemática para los intelectuales y para los artistas africanos la reivindica­ción de una pureza étnica o cultural, nacional o continental, a la espera de ser redescubierta. Por este motivo, precisa final­mente Appiah, la escritura poscolonial africana no habla ya de la nación, la pertenencia exclusiva a un lugar geocultural étni­camente circunscrito, sino más bien de esos contornos infinita­mente ~ás inconexos e inorgánicos del niggertrash sin patria ni ciudad (pág. 347).

La conclusión de Appiah sobre la literarura africana de la posdescolonización puede ser considerada como uno de los aspectos mayormente significativos de la condición poscolonial en general. Como hemos dicho, el antiesencialismo, es decir el rechazo del presupuesto epistemológico según el cual las distin­tas formas de la identidad sociocultural no serían otra cosa que la expresión de ciertos atributos étnicos innatos y por lo tanto rondados en principios ahistóricos, constituye uno de los impe­rativos éticos más importantes en las estrategias discursivas de la crítica poscolonial. Sobre todo en el momento en que, en uÍl.

mundo como el contemporáneo, cada vez más interconectado, intercomunicado y caracterizado por la exist~ncia de ,flujos migratorios masivos que incrementan el COE_t;lcJ:oentre grupOS y realidades disímiles, el derecho a la diferencia cultural invocado en el pasado por las distintas minorías étnicas del planeta se ha transformado en una especié de ntorsión contra ellas mismas1 es decir, en un arma política utilizada por las nuevas derechas euro­norteamericanas no ya contra la occidentalización, sino contra toda hipótesis de sociedad multicultural o multirracial (Gilroy 1987; Wieviorka 1991; e d., 1997; Taguieff 1988.; 1997; Terkessidis 1996; Werbner, Moddod 2000). Hay que pensar también en los discursos "civiliza torios" o "asimilacionistas" cre­cientemente violentos, que funcionan como trasfondo del estado de guerra global permanente en que vive el mundo desde el 11 de septiembre de 2001 (Gilroy 2004). Es justamente en este con-

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texto que los discursos dirigidos a la exaltación de toda forma de sincretismo, mestizaje e hibridación de las identidades sociales y de la dimensión transnacional de todo proceso cultural, asume!} connotaciones de. dogmas, por decirlo así, teórica y política­mente antagónicos. ·

Sin subestimar el aspecto evidentemente progresista de esta postura, me parece que la insistencia casi paranoica en la dife­rencia y en las identidades débiles, es decir en el aspecto histórico, relativo, contingente, híbrido, descentrado e infundado de las culturas y de las tradiciones, termina pareciendo una nueva filo­sofía de la identidad desligada completamente de las fuerzas y de las dinámicas objetivas que actúan sobre la realidad y sobre los grupos sociales. A un universalismo "abstracto" y "metafísico" como el moderno, se contrapone otro no menos etnocéntrico y elitista. Y es así que el concepto poscolonial corre el riesgo de transformase de noción "crítica" en una noción "apologética". Puede resultar aquí de gran utilidad recordar lo objetado por Slavoj Zizek (1997) al multiculturalismo :

Las raíces o el origen cultural particular que habitualmente apun­talan la posición multículturalista universal no constituyen de hecho _su "verdad~', una verdad oculta bajo la máscara de la univer­salidad ("el universalismo multiculturalista es en realidad eurocén­trico"). Sucede justament'e -lo contrario: esa mancha representada por las raíces particulares es un.a suerte de ,pantalla fantasmática, que sólo oculta.el hecho de que el sujeto carece absolutamente de raíces, de que su Verdadera posición es el vacío de la universalidad. El verdadero horror no reside en el contenido particular oculto en la universalidad del Capital global, sino en el hecbo de que el Capital es en verdad una máquina global anónima lanzada a una carrera ciega, sin ningún agente secreto_ al comando. El horror no es el espíritu (viviente particular) en la máquina (universal muerta), sino la máquina (universal muerta) en el corazón mismo de cada espíritu (viviente particular) (págs. 45-46).

Negando la historicidad de las propias premisas, y sin conce­bir los propios presupuestos corrío una visión teórico-política derivada y fundada en una particular contingencia histórico­económica, los intelectuales poscoloniales no hacen sino repro-

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ducir los mismos mecanismos de pensamiento que buscan supe­. rar. Como observa Arif Dirlik (1994, pág. 341) en su polémica con el proyecto de la escuela de los Indian Suba/tem Srudies:

Si se deja de lado al capitalismo como aspecto fundante de la ideo­logía occidental y motor de su globalización, el eurocentrismo pasa a ser considerado como cualquier otro tipo normal de etnocentris­mo normal (parangonable a cualquier otro etnocentrismo, desde el chino o indio al más trivial solipsismo tribal). Un énfasis exclusivo en el eurocentrismo en cuanto problema cultural ideológico que ignora las relaciones de poder que le confieren su dinamismo y su persuasiva hegemonía no logra explicar por qué, en contraste con otros etnocentrismos regionales o locales, este particular etnocen­

. trismo ha sido capaz de definir la historill_ g~<>_b_al moderna como aspiración universal y finalidad de esa historia.

Es justamente este límite localizado por Dirlik el que no per­mite a una buena parte de la crítica poscolonial sostener una posición menos dogmática o apologética respecto al valor que debe atribuirse a categorías como "mestizaje" o "hibridación"; en ot:raifpalabras, considerarlas también (si bien es claro que no siempre es asO como dispositivos a través de los cuales opera el biopoder del mercado capitalismo tardío global.

Por lo demás, y ésta es acaso su limitación más seria, un enfoque centrado casi exclusivamente en ladeconstrucción de toda forma de identidad social no logra dar cuenta de muchos de los conflictos más astringentes en el mundo poscolonial, como por ejemplo la multiplicación de los particularis~os, integrªlis­mos y fundamentalismos étnicos o religiosos (y no sólo dentro de las sociedades colonizadas), cuyos defensores, inconscientes de la propia hibridez y del aspecto contingente de las tradicio­nes que siguen, en muchas ocasiones terminan por masacrar a sus vecinos; o el intenso proceso de desarrollo capitalista que embistió en los últimos años a muchos países de Asia, cuyos diri­gentesy habitantes se muestran mucho menos escépticos o crí­ticos respecto de la modernidad occidental. En este sentido, a mi juicio, la fascinación que fenómenos como el nacionalismo, el fundamentalismo religioso o la modernización ejercen todavía sobre muchos de los pueblos extraeuropeos no halla explicación

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dentro de un horizonte reflexivo que calla casi completamente cuestiones de vital importancia para la estructuración de las rela­ciones internacionales, y por tanto de la identidad social e indi­vidual, tales como: el descentramien,to, la desterritorialización, y .la transnacionalizadón de los procesos productivos; la forma­ción de un mercado global de capitales y de un ejército mundial de reserva de la fuerza de trabajo; la desindustrialización cre­ciente de regiones enteras de lo que solía ser definido como "Primer Mundo" y finalmente la progresiva pauperización de masas enormes de población víctimas de las políticas monetaris­tas impuestas a los gobiernos por los centros financieros mun­diales como la OMC, el FMI o el Banco Mundial. Y ese silencio no puede dejar de provocar cierta sospecha, para decirlo una vez más con Dirlik, "ideológica". Desde este punto de visra se puede concluir que lo expresado por Terry Eagleton en relación al pen­samiento posmoderno puede valer también para la teoría posco­lonial, uno de sus productos más auténticos: se trata de un para­digma que, no obstante las intenciones de muchos de sus expo­nentes, es "políticamente opositor, pero corre el riesgo de vol­verse económicamente cómplice" de esas estructuras de poder que constituyen el blanco preferido de sus análisis críticos (Eagleton 1998, pág. 148). Se trata de una situación más bien paradójica. En efecto, la línea que separa la crítica de la apolo­gía resulta aquí muy lábil. Por lo demás, como he intentado poner en evidencia, tal conciencia comienza a ser difundida rambién dentro de los propios estudios poscoloniales. Señal de que los tiempos están cambiando ...

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2. La teoría poscolonial como crítica cultural El vino es objetivamente bueno y al mismo tiempo la bondad del vino es un mito: ésta es la aporía. El mitólogo la resuelve como puede; se otupm·á de la bondad del vino, no del vino en sí mismo, así conzo el bist01·iador se ocupará de la ideología de Pascal, no de los Pensées en sí nzismos.

ROLAND BARTIIES, Mitologías

¡Historizar siemp1·e! FREDRIC ]AMESON, El inconsciente político

l. Uso EPISTEMOLÓGICO Y USO ONTOLÓGICO DE LA NOCIÓN

DE POSCOLONIAL

En el capítulo anterior he procurado delinear una "introduc­ción crítica" a los estudios poscoloniales. Desde este capítulo en adelante, en cambio, intentaré concentrar mayormente la aten­ción en los detalles de la metodología deconstructivista que la teoría poscolonial promueve en sus análisis sociales, políticos y culturales. Después de una mirada desde arriba, por así decirlo, se vuelve necesario un examen de algún modo menos abstracto de las articulaciones poscoloniales. El objetivo, por lo tanto, será someter algunas de las categorías analíticas y procedimien­tos epistemológicos más difundidos de la crítica poscolonial a la criba de una perspectiva decididamente más socioantropológica. Las preguntas que intentaré responder son las siguientes: ¿Qué tipo de aporte pueden hacer los estudios y los autores poscolo­niales a una antropología o sociología comprometidas en la emografía o en el análisis de la sociedad global contemporánea? ¿Qué utilidad -epistemológica y política- puede tener la pro­puesta teórica de los poscoloniales en el estudio de fenómenos como el racismo, la inmigración, la reproducción de las subjeti­vidades, los procesos de desterritorialización y reterritorializa-

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c1on de los flujos culturales, la globalización económica? No pretendo, obviamente, alcanzar resultados definitivos, sino sim­plemente encaminar un diálogo o una reflexión que hasta ahora ha estado ausente por completo en la escena italiana. En la antropología y en la sociología italianas, como se sabe, es prác­ticamente imposible encontrar huella alguna de los estudios cul­turales o de los estudios poscoloniales. Por esto, lo que propon­go en los párrafos siguientes no es tanto razonar sohl·e la crítica y los autores poscoloniales, sino razonar con esta crítica y con estos autores. Conviene, quizás, partir ele una pequeña síntesis ele cuanto dijimos en la primera sección.

Hemos constatado que en una parte notable de la teoría social anglosajona -crítica literaria, estudios culturales, estudios ele género, antropología- el término poscolonial se ha visto como una sustitución del de posmoderno, del cual sin embargo deriva. Expresiones como "sociedad poscolonial", "sujeto poscolonial", "teoría poscolonial" son cada vez más frecuentes en textos que tienen que ver con el análisis de los procesos culturales.

Si, en los años inmediatamente posteriores al proceso de des­colonización de la segunda posguerra, la palabra poscolonial servía para designar el inicio de un nuevo curso histórico en los países que habían sido colonias, el de la independencia formal de la madre patria, hoy el uso de este término, estrechamente vin­culado a las perspectivas de autores corno Edward Said, Homi K. Bhabha, Gayatri Spivak, Stuart Hall, Paul Gilroy, Arjun Appadurai o James Clifford remite a otros significados. En los textos más recientes, de hecho, el uso de la expresión poscolo­nial indica o bien la condición histórico-social contemponínea de los sujetos y de las culturas -transnacionalismo, poscolonia­lismo, dislocación, descentramiento, fragmentación, hibrida­ción-, o bien un enfoque crítico de la cuestión de la identidad cultural decididamente fundado sobre las premisas del postes­tructuralismo.

Tomando de algún modo como punto de partida la distinción entre epistemología y hermenéutica propuesta por Richard Rorty en La filosofía y el espejo de la natumleza (1979), quisiera sostener que el recurso a la palabra poscolonial en la teoría social actual parece tener dos valencia'$ diversas: una de tipo epistemo-

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La tem·ía poscolonial conto a·ítica mltural

lógico, la otra de tipo ontológico. En expresiones como "socie­dad poscolonial" o "poscolonialismo" este término aparece sig­nado por objetivos que podríamos denominar, en sentido amplio, "epistemológicos", y por lo tanto se propone con1o un modo particular de definir los rasgos distintivos de un preciso estadio histórico, el de la contemporaneidad. En esta acepción, "poscolonial" puede ser considerado del' mismo modo que muchas de las expresiones más conocidas con las cuales la teoría social ha buscado "conceptualizar" aquella percepción tan difundida ya a fines de los años setenta sobre· la emergencia de una nueva fase en el desarrollo social, económico y cultural de la humanidad, es decir nociones como "posmodenúdad" (Lyotard 1979), "modernidad reflexiva" (Beck 1986), "capitalismo desor­ganizado" (Lash, Urry 1987), "modernidad radical" (Giddens 1990; Hall 1992b), "capitalismo tardío" (Jameson 1985; Harvey 1990), "sociedad global" (Featherstone 1990; Robertson 1990), "capitalismo transnacional" (Wallerstein 1991) o "civilización global" (Perlmutter 1991).

En expresiones corno "crítica poscolonial" o "teoría poscolo­nial", en cambio, el uso de este término parece designar, como ya hemos visto, lo que podríamos definir como una particular filosofía de la identidad, cuyo principal objetivo está representa­do por la deconstrucción de aquellos principios y nociones que están en la base de la identidad occidental moderna. Como observa Iain Chambers (2001, págs. 34-35), recurrir al término poscolonial en el análisis cultliral viene a significar principal­mente un

síntoma de modificación histórica. Claramente, no se trata de una alteración homogénea, ni de su presencia, ni de sus efectos. Con1o término que deliberadamente intenta recontextualizar el corpus del

. conocimiento y de las comprensiones anteriores ("post", a decir verdad, no es un signo cronológico puro y simple, sino más bien de naturaleza epistemológica), poscolonial apela a un encuentro histó­rico y teórico en el cual se plantea para todos la invitación a revisar y reconsiderar las propias posiciones terrenas y diferenciadas en la articulación y en la gestión del juicio histórico y de las definiciones culturales. Es así que lo poscolonial se presenta como espacio teó­ri.co y polftico que busca socavar en el conocimiento occidental,

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entendido ya sea como disposición de disciplinas, ya sea como dis­~~~ his~~fica_del~9~~d._ Si lo poscolonial se colo­ca en estrecha relación con una revisión Crítica de las historias y de la desaparición del colonialismo, en especial de su narración subal­terna, reprimida y subversiva, propone además implícitamente una crítica fundaJ_]l~f!~~_je las instituciones, de los lenguajes y de las ~ue históricamente han organizado, definido y explica­

do lo "colonial", esto es el conocimiento científico y humanístico desarrollado en la "historia" que la modernidad occidental se ha contado a sí misma.

Como deja entrever el pasaje citado de Chambers, queda claro que para autores como Gaya tri Spivak o Homi K. Bhabha, la peculiaridad de la crítica poscolonial reside justamente en la tentativa de restituir (término que, repitámoslo, se entiende aquí con las debidas precauciones) al Otro aquella subjetividad sus­traída por el colonialismo en todas sus manifestaciones: políti­cas, económicas y discursivas (Spivak 1987; 1988a; 1988b; 1999; Bhabha ,1994). Si nos atenemos a tal definición, la raíz de la crí­tica poscolonial puede ser buscada entre los precursores de los black studies como W. E. B. Du Bois o Marcus Garvey, y en el anticolonialismo de autores como Frantz Fanon, Aimé Césaire y C. L. R. James.

Conviene indicar prontamente que esta segunda acepción del término parece prevalecer sobre la primera. Muy a menudo se tiene la impresión de que el uso en sentido histórico-epistemo­lógico del término poscolonial puede servir no tanto para esti­mular una comprensión de las dinámicas sociales en acto cuan­to a afianzar y afirmar obsesivamente una particular filosofía del sujeto y por consiguiente proponer un cierto tipo de reflexión sobre las identidades singulares y colectivas. Brian McHale hacía notar que la sustitución de la "dominante epistemológica", característica del pensamiento moderno, por la "ontológica", constituía el rasgo distintivo del movimiento posmoderno en las artes y en la teoría social (McHale 1987). Según McHale, de hecho, mientras que el pensamiento moderno se mostraba dominado por una instancia epistemológica, el posmoderno abandona casi por completo esa tentativa para concentrar la atención sobre los modos en los cuales el sujeto aprehende el

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propio mundo, vale decir, sobre las condiciones existencialesde la consciencia y del conocimiento llJlmaruJ. A parti~- d~-e;te razonamiento, se puede afirmar que, en muchos autores posco­loniales, el uso en sentido epistemológico de esa noción sirve sólo para reforzar discursos y problemáticas de tipo ontológico y sobre todo para arrojar lúz sobre una cierta concepción ético­

. política respecto de las dinámicas de las identidades culturales. Este estado de cosas, como intentaré mostrar, no es el fruto del azar o de imprecisiones teóricas. En los discursos sobre identi­dades culturales, el uso en sentido ontológico de la noción de poscolonial tiene una finalidad, podemos decir, ideológico~polí­tica: la formulación y promoción de un "multiculturalismo fu;. dado en la idea de las identidades débiles" como estrategia de lucha ante toda forma de "racismo diferencialista" (Taguieff 1988; 1997; Wieviorka 1991), de "absolutismo étnico" (Gilroy 1993a) o de "identidad tribal" (Clifford 1997) y por lo tanto de toda reivindicación nativista (o neofascista) de una presunta pureza étnica natural y originaria.

2. TRAVELLING CULTURES, O LA CONDICIÓN POSCOLONIAL

DE LA CULTURA

Un buen ejemplo de lo que podríamos definir como discur­sos poscoloniales sobre la cultura proviene de "Travelling Cultures", uno de los ensayos que componen Roots de James Clifford. Clifford invita a los estudiosos comprometidos en las diversas áreas de la investigación social, en particular a los antro­pólogos, a considerar las culturas no dentro ya de una perspec­tiva de habitat o local, sino más bien en la dimensión del viaje .. Sobre la base de esta cuestión, que podemos calificar de episte­mológica, propone la expresión "travelling cultures" (culturas en viaje) precisamente para subrayar un nuevo modo de com­prender, respecto de la etnografía tradicional, las relaciones que involucran lugar, espacio y producción cultural. La convocatoria de Clifford en favor de lo que llama "etnografía de la cultura como relatos de viaje" (Clifford 1997, pág. 39) representa esen­cialmente una convocatoria a los especialistas para que desloca-

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Jicen los procesos culturales que son objeto ele sus análisis. Esta premisa, por lo demás, como el mismo Clifforcl sugiere, consti­tuye uno ele los nodos fundamentales de lo que se entiende por etnografía poscolonial.

El concepto de viaje, sin embargo, debe entenderse aquí en un sentido más metafórico que literal: como "término de tra­ducción", es decir, como "palabra que parece prestarse a una aplicación general con el fin de una comparación a la vez estra­tégica que circunstancial" (pág. 55). Para Clifford, pensar las· culturas como travelling cttltuns no significa solamente, como querría un cierto lugar común de la teoría antropológica con­temporánea, presuponer que muchos de los informantes etno­gráficos hayan sido viajeros en el pasado o se hayan convertido en viajeros después, o, como sugiere la corriente etnográfica posmoderna, que el saber antropológico se constituya casi exclu­sivamente en la práctica del viaje y por lo tanto en. el diálogo entre sujetos y umversos culturales diversos. Significa más bien concebir las cultura~como fenómenos en permanente movi­miento, como el producto, nunca terminado, de contactos, de encuentros y fusiones, pero también de conflictos y de resisten­cias originados por la interacción entre lo que "reside" o está "dentro" (local) y lo que viene de "afuera" y "pasa a través" (glo­bal): medios, mercancías, imágenes, inmigrantes, turistas, fun­cionarios, ejércitos, capitales (págs. 41-42).

. Si la etnografía tradicional, dejando de lado importantes y sig­mficanvas excepciOnes, construía su metodología y la especifici­da_d de ,~u saber s.~bre lo_ que Bajtin ha denominado "cronotopos 1d1hcos , sobre pequenos mundos espaciales, circunscritos y . autosuficientes", desvinculados por completo de otros lugares y por lo tanto del resto del mundo (Bajtin 1997, págs. 372-375), la etnografía poscolonial debe necesariamente partir de esta idea de las culturas como travelling cttltures; en on·as palabras, de los pro­cesos históricos de dislocación y por lo tanto de la cultura enten­dida. como efecto de la dialéctica enn·e local y global, entre lo que "res1de" y lo que está "en viaje". Escribe Clifford (1997, pág. 37):

Si repensamos la cultura y su ciencia, la antropología, en términos de viaje, entonces el encuadramiento orgánico, naturalizando el

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La teoría poscolonial co77to crítica cttltuml

término ''cultura" -según la cual su objeto tiene el aspecto de un organismo arraigado que crece, vive, muere y así sucesivamente­resulta cuestionado. Y afloran, más nítidamente delineadas, histori­cidades construidas y refutadas, lugares de dislocación, interf~ren­cia, e interacción.

En esta dirección se mueve toda una serie de trabajos y de investigaciones recientes. Por ejemplo, siempre según Clifford,

· Michael T:1ussig en Cbamanismo, colonialismo y el bomb1·e salvaje incluye en su campo de investigación las regiones Putumayo de Colombia y de Arizona, y los efectos en estas zonas de los des­equilibrios del comercio internacional y de las políticas de des­arrollo del Banco Mundial. ; George Marcus y Michael Fischer invocan en La antropología como crítica cultural una etnografía plzwilocalizada para dar cuenta de "las fuerzas culturales, económicas y políticas que atraviesan o constituyen los mundos locales o regionales" (pág. 41); una propuesta que después puso a punto George Marcus en algunos de los ensayos que componen Etlmography Tb1·ougb Tbick and Tbin (1998). Smadar La vi e, en Tbe Poetics of Militmy Occttpation, describe a beduinos del Sinaí meridional que cuentan historias en sus tiendas, "que se burlan de los turistas, se quejan del gobierno militar, rezan y hacen todo tipo de cosas 'tradicionales' [ ... ]pero con la radio encendida, que transmite el World Service de la BBC en versión árabe" (pág. 42). Por último, Clifford cita el sugestivo Tbe Emerging West Atlantic System, en el cual Orlando Patterson intenta la configuración de una macrorre­gión latina transnacional que tiene su centro en Miami.

A estos ejemplos de investigaciones etnográficas poscoloniales referidas por Clifford, podemos añadir, para reforzar su argu­mentación, otros estudios de carácter más teórico, pero que par­ten en suma de las mismas premisas epistemológicas.\ Baste peri­sar en obras como Modemity at Large (1996) de Arjun Appadurai, Los no lugam (1992) de Marc Augé, Cultuml Complexity (1992) de Ulf Hannerz, aun cuando a estos dos últimos autores les agrada­ría bien poco la etiqueta de ann·opólogos poscoloniales. Más afi­nes al enfoque de Clifford parecen en cambio investigaciones etnográficas del tipo de Television, Etlmicity and Cultuml Cbange

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de Mary Gillespie (1995), Contesting Culun-e. Discourses ofldentity in Multi-ethnic London ele Gercl Baumann (1996), Capitalism. An Ethnographic App1·oach de Daniel Miller (1998) y Hybrids of Modemity de Penelope Harvey (1996), sólo por citar algunas. Todos estos trabajos, de un modo u otro, buscan lidiar con la desterritorialización o dislocación de los procesos culturales, asumidas como elemento característico o dominante de la socie­dad global contemporánea. Otro notable estímulo para el des­arrollo de una etnografía poscolonial procede de los estudios, cada vez más numerosos, sobre la cultura de las diversas (:]iáspo­ras, históricas y contemporáneas, y de las crecientes comunida­des transnacionales: judíos, afro-norteamericanos, afrocaribe­ños, musulmanes, black-B1·itish, kurdos, sijs, hindúes, armenios. Estas culturas de la dislocación, travelling mltm·es por excelencia, han estimulado en no menor medida el surgimiento de nuevos modos de encuadrar la cuestión de la etnicidad y de la produc­ción de la identidad cultural. Obras como T!Je1·e Ain't no Black in the Union Jack (19~) y Atlántico negro. Modemidad y doble con­ciencia (1993) de Paul Gilroy, de quien nos ocuparemos ensegui­da, han desempeñado un rol fundamental en la configuración del concepto de diáspora como palabra clave en los discursos étnico-culturales en la sociedad contemporánea.

Sin embargo, hay que aclarar que en la historia del pensa­miento antropológico la idea de Clifford sobre las tmvelling cultm·es no es del todo nueva. El esfuerzo epistemológico por romper con la "aldea" entendida como totalidad claramente delimitada y circunscrita en el tiempo y en el espacio y por lo tanto "como una poderosa estrategia localizad ora que sustenta­ba la cultura de un grupo y de un lugar determinado" (Clifford 1997, pág. 31) no es, por cierto, reciente. Por una parte, como lo aclara el mismo Clifford, hace tiempo que los antropólogos salieron de las aldeas: ghettos urbanos, subculturas juveniles, estereotipos mediáticos, culturas del consumo, modas y estilos de vida, son algunos de sus nuevos objetos de estudio. Por otra parte, el entrelazamiento de lo global y lo local en la produc­ción cultural de los grupos, entendido durante un tiempo como interacción entre dilnensiones rnacro y rnicro, no constituye en verdad una problemática exclusiva de la antropología de los

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últimos años. Digresiones y discusiones sobre este tema ya están presentes en las investigaciones de la escuela de Manchester de Max Gluckman y de sus alumnos (Sobrero 1992), pero también en los estudios de antropólogos como Georges Balandier o en los de la así denominada escuela de la World Economy como Peter Worsley, Eric Wolf y Sidney Mintz. Por último, la llamada a mirar la cultura desde una pers­pectiva que la considere más como un proceso y menos como

. una cosa, es decir, desde una perspectiva histórica, tal como implica el concepto mismo de travelling culmres, ya está presen­te, aunque desde puntos de vista que podríamos llama¡;_QPJ!".S_­tos, en perspectivas como las de Pierre Bourdieu y de Clifford Geertz (Ortner 1984).

Clifford no ignora por cierto el "aire de familia", por llamar­lo así, que existe entre su concepto de travelling cttlt1wes y algu­nas de las problemáticas constitutivas de la antropología. La diferencia, la novedad, la "ruptura epistemológica" fundamental respecto a los paradigmas anteriores ~]_gire:> posmoderno-posco­lonial, se encuentra sobre todo en la extensión de la categoría de travelling mltures también a las culturas de las sociedades occi­dentales:

En antropología, por ejemplo, los nuevos paradign1as teóricos arti­culan explícitamente los procesos locales y globales en maneras relacionales y no teleológicas. De ahí resulta una complicación de términos más antiguos como "aculturación" [ ... ] o "sincretismo". Los nuevos paradigmas parten del contacto histórico, del entrela­zarse e intersectarse de niveles regionales, nacionales y transnacio­nales. Los enfoques basados en el contacto no p1·esuponen totalidades socio­culturales entre las cuales en un cierto punto se estabiliza una relación, .sino más bien sistemas constitutivamente 1·elacionales, entre los Cllf!les se desarTollmz nuevas relaciones por obra de los procesos históricos de disloca­ción (Clifford 1997, pág. 16, las cursivas son mías).

Desde la óptica de Clifford, por lo tanto, si la cultura de los nativos no occidentales, de "lo que reside", no podía ser com­prendida independientemente de sus innumerables relaciones y articulaciones con lo que es otro, con "lo que viaja", al revés, el configurarse de las culturas occidentales y de sus principales

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productos -políticos, científicos, estéticos- no puede ser com­prendido sin tener en cuenta sus relaciones históricas con lo exótico, lo primitivo, lo premoderno, lo tradicional.

Esta premisa, caballo de batalla de la antropología posmo­derna, constituye, como hemos visto, uno de los asuntos clave de la crítica cultural poscolonial. Para Gayatri Spivak, Paul Gilroy . y Homi K. Bhabha, por ejemplo, siguiendo lo que sostiene Said sobre las relaciones entre Oriente y Occidente en Orientalismo, no hay análisis de la identidad nacional inglesa que pueda pres­cindir de tener en cuenta al colonialismo. Para estos autores en

' efecto, lo que se ha configurado en los discursos corrientes y en las representaciones del sentido común como Englishness no puede ser comprendido sin hacer referencia a las relaciones his­tóricas entre el ex imperio y sus colonias, al proyecto imperialis­ta de Gran Bretaña dirigido a civilizar las zonas "bárbaras" y "salvajes" del planeta (Gilroy 1987; Spivak 1985b; 1987; Bhabh~ ed., 1992; Said 1994; Gikandi 1996). Es en este sentido que lo que ha sido definido en los discursos dominantes como cultura "nacional" inglesa debe ser considerado, también, como una travelling mltttre, un producto histórico del encuentro entre lo que reside y lo que viaja.

Según Clifford, este aspecto relacional o dislocado de las cul­turas ha sido hecho transparente por la intensificación en el curso de este siglo del proceso de globalización. Nunca como en el siglo XX, observa Clifford, ha existido una tensión tan fuerte entre culturas o identidades locales y dinámicas globales.

En el siglo XX las culturas y las identidades se encontraron con que debían lidiar, en una medida sin precedentes, con poderes tanto locales como transnacionales. La realidad de las culturas y de la identidad en cuanto actos performativos debe ligarse, en la prácti­ca, al hecho de que articulan una patria, es decir un espacio seguro en el cual el cruce de los confines puede ser controlado. Estos actos de control, que salvaguardan una distinción estable entre lo que es interno y lo que es externo, tienen siempre una,1_1'ªturaleza táctic~.· La acción cultural, el hacerse y deshacerse de las identidades, Üene lugar en las zonas de contacto, a lo largo de las vigiladas (y viola­das) fronteras culturales entre las naciones, los pueblos, las peque­ñas comunidades locales. La inmovilidad y la pureza son afirmadas

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de una manera creativa y violenta, contra las fuerzas históricas del movimiento y de la contaminación (Clifford 1997, pág. 16).

Ahora puede quedar más claro qué tiene en mente Clifford cuando propone pensar las identidades culturales, tanto las pasa­das como las contemporáneas, <:_OIJ10 travelling at!ttnys. Esta noción también podría ser traducida, como Clifford mismo parece sugerir en la introducción de su texto, como cultura ".translocal;'. Ambas expresiones buscan un remedio para aque­lla práctica discursiva de la antropología tradicional que Arjun Appadurai ha llamado "congelamiento metonímico de los nati­,vos'~ y que consistía en la hipostización, reificación o esenciali­_zación de los grupos estudiados mediante su confinamiento en JQs lugares a los que pertenecen, en reservas protegidas de los .influjos del mundo exterior. (Appadurai 1989, citado en Clifford 1997, pág. 35).

A partir de las nociones de travelling cttltures y de "cultura translocal", por lo tanto, dislocación, deslocalización, hibrida­ción parecen ser las características fundamentales a través de las cuales se puede definir las condición poscolonial de las identida­des culturales. Sin embargo, lo que urge señalar es que. en la pro­puesta de Clifford el discurso epistemológico sobre la sociedad global contemporánea parece pronunciarse en función de una particular ¡ilosofía del su jet~ y de las cultur~s concebida como ética y políticamente deseable. En efecto, comentando la noción de diáspora presentada por Paul Gilroy en Atlántico negro y por Daniel y Jonathan Boyarin (1993) en Diáspora. Bases generaciona­les de la identidad judía, Clifford escribe:

El término poscolonial (como el posnacional de Arjun Appadurai) sólo tiene sentido en un~ontexto ~n:t~!ger:~e ._o utópic9. No existen culturas o lugares poscolóniales: sólo camb.ios-, "fáCtiCas, discursos. "Post" se ve siempre oscurecido por "neo". Sin embargo, "posco­lonial" describe rupturas reales, aunque incompleta~; con las

· _est~cturas de do~i"i1ación pasadas, describe sitios de lucha actual y de futuros imaginados. Quizás lo que está ~n juego en la proyección histórica de un mun:do de lagenizah o de un Atlántico Negro es la "prehistoria del poscolonialiS'I!zo~'. Vistos desde- esta perspectiva, el dis­curso de la diáspora y la historia conten1poránea estarían ocupados

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en recuperar modelos no occidentales, o no sólo occidentales, para una vida cosmopolita, para t1'llllSJZflcionalidades no alineadas, que luchan en el interior y contra los Estados nacionales, las tecnologí­as y los mercados globales: recursos para una coexistencia plena (págs. 341-342, las cursivas son mías).

El poscolonialismo representa entonces, para Clifford, un mundo en el cual toda identidad cultural, según el modelo de la diáspora, se ve dislocada, descentrada, híbrida, y sobre todo, "infundada". Una sociedad no tanto real, sino deseable, imagi­nada; una sociedad más en potencia que en acto, para recurrir a dos términos de Aristóteles.

3. EL DISCURSO POSCOLONIAL: ENTRE COMPLICIDAD Y CRÍTICA

N o son pocos los autores que se han ocupado de los vínculos existentes entre el paradigma posmoderno y la crítica poscolo­nü!l (Appiah 1991; Shohat 1992; Dirlik 1994; Ahmad 1995a; 1995b; Loomba 1998). A mi parecer, sería más correcto sostener que la crítica poscolonial representa una de las tantas lenguas, o, si se prefiere, uno de los tantos lenguajes, a través de los cuales se expresa el sujeto posmoderno.

Linda Hutcheon ve en el movimiento posmoderno en las artes y en la teoría social no sólo la lógica cultural del capitalis­mo tardío, como sostienen algunos neo marxistas a ameson, Harvey o Eagleton), sino también un pensamiento crítico frente a las estructuras ideológicas, políticas y económicas dominantes de la sociedad contemporánea (Hutcheon 1989a). En la visión de Hutcheon, el pensamiento posmoderno, a través de sus particu­lares concepciones sobre el sujeto, sobre la sociedad, sobr'\la cul­tura y sobre la historia, si bien por una parte parece exaltar o celebrar la condición histórico-social contemporánea, por la otra es depositario de un tenaz espíritu crítico-reflexivo. Según la especialista canadiense, la "historicidad", entendida aquí como la asunción de las condiciones culturales del propio tiempo, y la "reflexividad", es decir, su puesta en discusión, representan dos componentes esenciales de toda expresión posmoderna. Es desde

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La tem·ía poscolonial como cTítica cultuml

este punto de vista, subraya Hutcheon, que el pensamiento pos-1noderno expresa ya sea "complicidad", ya _sea ':critica" frente a las estructuras de poder: si por una parte mscnbe y celebra las convenciones y la ideología de las fuerzas socia!es y culturale~ dominantes, por la otra las subvierte y las desafw. Y esto es. asi porque la especificidad del pensamiento posn;oderno co~siste en la problematización de la sociedad "a traves de los mismos valores qué ésta expresa" (pág. 12) y, de esta forma, se hace cargo de la paradoja según la cual "el único modo de comprender una cultura y por lo tanto de someter a discusión sus valores y su~ sistemas de representación es el de hablar desde su mtenor (pág. 13). Este modo de proceder de la crítica posm?derna ha sido definido por Peter Sloterdijk como "falsa conscien~Ia Ilu­minada": una forma de pensamiento que se vuelve consciente Y distanciada sólo en la exaltación irónica de los valores domman­tes (Sloterdijk 1992).

Para Hutcheon, por lo tanto, el pensamiento posmode:no no es en absoluto pasivo, ni obra por remisiones y aplazamientos: contiene en sí un alto grado de reflexividad política, entendida como crítica de las estructuras ideológicas dommantes. Partiendo de una noción de Roland Barthes, Hutcheon ve en la "desdosificación" de las formas culturales de la vida social, en la revelación de su "inevitable contenido político", de su arbitra­riedad 0 subjetividad política, el eje de la crítica posmoderna. Precisamente en esta función reside, según la autora, el elem_en­to político del p~nsamiento posmoderno:. en la desnaturaliza­ción de los significados dominantes de la vida socral;_ esto es, eu el "afirmar que aquellas entidades que en la vida coudiana con-

. sideramos de modo "aproblemático" y "natural" son en realidad .

Culturales vale decir producidas por finalidades políticas, por la ' · "d das" acción humana, y no nos son, por lo tanto, simplemente a

(Hutcheon 1989a, pág. 2). Para los crítico~. a la n;;ne:a !~ Hutcheon, definidos por Ha! Foster como cnucos de resiste cia" en una tentativa por distinguirlos de los posmodernos del eve1ytbing goes (Foster 1985), la crítica posmoderr;a pa~ece tene~ finalidades ideológico-políticas antes que, por asi decirlo, epis temológicas. El objetivo principal de estos autores no parece se;,

- · 1 · · 1 no "atacar tanto con1prender las tenc encws socia es en acto, coi

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Mig·uel Nfe!!ino

o "desmitificar" aquellos significados culturales de uso cotidiano considerados instrumentales o funcionales al mantenimiento de las estructuras de poder vigentes.

Dentro de esta misma perspectiva, me parece, la crítica pos­colonial busca promoverse a sí misma. Si por una parte autores como Clifford, Hall, Bhabha, Spivak o Gilroy, insistiendo sobre la dislocación, sobre el trasnacionalismo, sobre la hibridación, sobre el descentramiento y sobre la fragmentación de los sujetos

. y de las culturas contemporáneas parecen celebrar algunas de las tendencias de la "modernidad tardía", por otra, conciben sus análisis como intervenciones político-ideológicas dirigidas a la crítica de las identidades culturales, en particular de aquellos fenómenos que reivindican diversas formas de "absolutismo étnico" (Gilroy 1987; 1993a), como el nacionalismo, el funda­mentalismo, el racismo o el eurocentrismo (colonialismo) típico de muchas expresiones de la cultura occidental. Hemos observa­do, en la sección precedente, como para Stuart Hall, por ejem­plo, el paradigma poscolonia), enfatizando la dimensión global 0

transnacional de los procesos culturales del colonialismo en ade­lante, y reiterando continuamente el interés por cuestiones como el sincretismo, la hibridación y las identidades diaspóricas, hace del absolutismo étnico una estrategia cultural infundada e impracticable (Hall 1996a). En los mismos términos se expresa Paul Gilroy cuando critica el concepto de cultura al cual se refie­re el "nuevo racismo" (Barker 1981) o "racismo diferencialista". Para el autor de Atlántico negro, el racismo de la nueva derecha inglesa, pero no sólo de ella, concibe la cultura "dentro de con­fines étnicos absolutos", es decir, no como algo "intrínsecamen­te fluido, mutable, inestable y dinámico", producto histórico del contacto y de las relaciones con otras formas de vida, sino como "una propiedad innata de todo grupo social" (Gilroy 199311, pág. 24). Sin embargo, es necesario observar, es difícil entender en qué medida una crítica culmral concentrada únicamente en la idea de las identidades "débiles" -comino-entes t:ransnacionales b , ,

híbridas, flexibles- puede contraponerse al discurso liberal sobre la globalización.

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La tem·ía po.<colonia! como cdtica cultuml

4. LA CONSTRUCCIÓN DEL SUJETO (OBJETO) POSCOLONIAL O

DECONSTRUCCIÓN DE LA DECONSTRUCCIÓN

La convocatoria de Clifford, Hall y Gilroy a considerar las culmras dentro de la dimensión del viaje o como fenómenos translocales implica recurrir a tres de los presupuestos teóricos fundamentales a través de los cuales la crítica poscolonial cons­truye el propio sujeto y objeto discursivo: deconstrucción, ant:i~­sencialismo, hibridación.

Por deconstrucción rio entendemos tanto los significados atri­buidos por Heidegger y Derrida a este término, aunque presen­tes en los autores poscoloniales, sino lo que Linda Hutcheon llama "desdosificación". Uno de los objetivos principales de la crítica poscolonial es desnaturalizar toda forma de identidad cul­tural, enfatizar la historicidad y por ende la relatividad de las cul­turas para minar en su base el sentido de naturalidad y de "apro­blematicidad" con que son vividas por los sujetos. En la teoría social, como se sabe, esta premisa constituye a esta altura una suerte de lugar común, un dato adquirido. Sin embargo, en el uso que hacen de ella los autores poscoloniales, derivado de las con­cepciones del postestructuralismo, asume tonos y connotaciones de tipo político militante. En efecto, por "historicidad" de las identidades culmrales, Spivak, Hall o Bhabha, a partir de las teo­rías de Michel Foucault, entienden en primer lugar "ausencia de fundamentos", en el sentido que el pensamiento posmoderno atribuye a esta expresión. El único "fundamento" sobre el que reposan las identidades culturales son las representaciones y los símbolos a través de los cuales se proponen a los sujetos en sus vidas cotidianas. Como punmaliza Stuart Hall (1990, pág. 11 0):

La identidad, a diferencia de todo lo que pensamos, no es tan trans­parente o aproblemática. Quizás, en vez de pensar la identidad como un hecho ya consumado, representado por las prácticas cul­turales emergentes, deberíamos pensarla como un fenómeno siem­pre en "producción", es decir, como un proceso eternamente en acto, nunca agotable, y siempre constituido desde el interior, y no por fuera, de las representaciones. Esta manera de ver las cosas pro­blema tiza la autoridad y la autenticidad que conlleva la noción misma de identidad culnll"<lL

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Mi[!;ite! Me/lino

Conviene aclarar que para Halllas~J_Jr~~ntacion¡:s (discur­sos) que producen la identida_d_cu~i:tJr."l son signos o símbolos completament~arbitrarios: como los significantes flos signifi­cados d~r~ no cor;esponden o no reflejan IJ&.lgún r~~e­rente objetivo real. La d1ferenc1a con respecto a la 1mpostac10n saussuriana -y aqtií Hall se aproxima más a Derrida y a Foucault­~ que tales representaciones son siempre leídas en sentido polí­tico, es decir, en el de su relación con el poder. Desd~_este_punto de vista, las representaciones, las" iri-uigenes• o las~E:a_r_r"_cio~es;'¡\ para utilizar una expresión de__Homi K. Bhabha (1992), a través de las cuales se expresan las relaciones cUlturales, pueden ser con­sideradas en el mismo sentido que aquello que Roland Barthes llamaba "mitos" (Barthes 1957) o Pierre Bourdieu "doxa" (Bourdieu 1972} Se trata.~e discursos. que tienden a naturalizar sistemas de significado que en realidad son arbitrarios, fruto de la -hi~y de la_ acción del hQIUbre. Por este motivoLlas id¡:ntida-.

des culturales SQI1_:00_oasp()rlos _ suj~tos comollll_a "segunda ñaturalez~ -~uma_p.a", esto es~ -~9.!D~ __ algo. "esencial''. -~ ' - En-suensayo Th~Poit~olonial lmd the Postmodei-n: The Question of Agency (1994), Homi K. Bhabha ofrece un ejemplo de lo que Hutcheon entiende por "desdosificación" de las identidades cul­turales. Según Bhabha, el paradigma poscolonial está estrecha-

'- mente asociado a la cuestión del "dépaysement cultural" y a las historias específicas de dispersión y de deslocalización, a fenó-

1menos como el tráfico de esclavos desde Africa hacia América, a · la expansión de la misión civilizadora del colonialismo, a la emi­. gración desde el Tercer Mundo hacia Occidente ,en la segunda posguerra y al desplazamiento de prófugos y refugiados en el interior o en el exterior de las periferias del mundo (Bhabha 1992). En muchos aspectos, sostiene Bhabha, estas experiencias de sincretismo, de caos, y de extravío típicas de las realidades coloniaíeshan anticipado muchas--a-é las problemáticas actuales de la teoría social:

Los intentos del pensamiento poscolonial de elaborar un proyecto histórico y literario nacen precisamente del lugar híbrido en que se halla el valor cultural: lo transnacional entendido como lugar de desplazamiento. Estoy cada vez más convencido de que los encuen-

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La teoda poscolonial como cTítica cultzwal

tros y las negociaciones de significado y ~al ores diferenciales en el ámbito de la textualidad "colonial", los discursos gubernamenta­les y las prácticas culturales de esta última prenunciaron, avant la fettre, gran parte de las problemáticas más comunes de la significa­ción del juicio en la teo'ria contemporánea: la aporía, la ambivalen­cia, la indeterminación, el problema de la clausura discursiva, la amenaza creada por la acción, el estatuto de la intencionalidad, el desafío planteado por los conceptos "totalizadores", para citar sólo algunas de ellas (Bhabha 1994, págs. 239-240).

Según Bhabha, la condición particular de esos grupos en los márgenes de la historia -los pueblos coloniz~dos, los esc:avos negros, los inmigrantes, los prófugos, los refug~ados- constituye

-~ , el precedente histórico deLSlljeto CQ~;emll-oráneo, "~escentra­do,_y_"_deslocalizado" por la acelerac10n de lo que G1ddens ha definido como los mecanismos "disgregadores" y "dislocadores'; de la globalización (Giddens 1990).

Como las tmvelling cultztres de Clifford, el "desarraigo cultu­ral" de Bhabha busca abrir el camino para un concepto de cul­tura bien diferente del tradicional, demasiado vinculado _e_la_~­za ysedentariedad del espacio social, Y esto porque p?ne al des­nudo los mecanismos de la cultura en su hace1-se, y, as1, el aspec­to creativo y contingente de los procesos de producción de setl­t:i(í0-. En efecto, la irrupción de la modernidad en las socied~des, en los grupos y sujetos no occidentales durante el coloniah~mo ha dado lugar a un proceso de desestructuración de las identida­des culturales locales que conllevó la necesidad de recomponer­se en dimensiones espacio-temporales distintas de las tradicio­nales. Aquello que Deleuze y Guattari (1972) llaman "reterrito­rialización". Según Bhabha, las identidades culturales de los grupos que han sufrido este proceso de d~payse~ent deben ~er consideradas como producto tanto de la d1menswn transnacJO­nal en la cual han sido configuradas como de un proceso activo de traducción por parte de los sujetos afectados. Esta situación particular es la que pone en evidencia toda su artificialidad, con­tingencia y por tanto "historicidad":

La cultura entendida como estrategia de supervivencia es transna­cional y está en continua traducción. Es transnacional porque los

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Nliguel Me/lino

discursos poscoloniales contemporáneos deben su origen a histo­rias puntuales de desElazamientos y violentas sustiruciones cultura­les -del "~iaje desde Africa" de la esclavitud, del "viaje de ida" de la misión civilizatoria, de la problemática inserción de los inmigran­

, tes del 'lercer Mundo en Occidente después de la Segunda Guerra Mundial, o del tráfico de refugiados económicos y políticos dentro y fuera del Tercer Mundo-. Pero se encuentra también en movi­miento continuo porque estas historias de desplazamientos territo­riales -acompaiíadas hoy por las ambiciones territoriales de las tec­nologías mediáticas "planetarias"- plantean el problema de enten­

. der de ué modo si zi 1ea la cultura, o qué designa en verdad el tér-. --------------' 'mino e tura, cuestión ciertamente compleja (págs. 238-239). ----------~ La argumentación de Bhabha sobre las identidades culturales

poscoloniales puede ser bien representado por las "patrias ima­giJ1arias" de Salman Rushdie, El autor de Midnighú Children, convertido em emblema del sujeto poscolonial después de las reacciones suscitadas por la publicación de su novela Los versos satánicos, describe justamente en estos términos la identidad cul­tural de quien, como él,- ha vivido procesos similares de des­arraigo:

Quizás los escritores en mi misma situación, exiliados o emigrados o expatriados, se sienten perseguidos por el mismo sentimiento de Pérdida, por un fuerte deseo de reapropiación, de mirar hacia atrás, aun a riesgo de convertirse en estatuas de sal. Pero si miramos hacia

• atrás debemos hacerlo sabiendo -y esto genera incertidumbres pro­fundas- que nuestra alienación física de la India siguifica casi inevi­tablemente que no estamos en condiciones de recuperar exacta­mente- las cosas que hemos perdido, y que, en breve, crearemos ~ficciones" en lugar de verdaderas ciudades o países, "ficciones y

invisibles", patnas imaginarias, "Indias de la Inente" (Rushdie 1991, . pág. 14).

Las "patrias imaginarias" de Rushdie parecen, por lo tanto, el prototipo de las identidades poscoloniales teorizadás por Bhabha. Conviene señalar que esta noción presenta notables afi­nidades epistemológicas con las fenomenologfas de la identidad· ~das por La can, Gadamer y Derrida, referentes constantes ·del pensamiento de-Bhabha. . · '

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La tem-ía poscolonial como cdtica mltuml

Rushdie describe aquí el desarraigo cultural inherente a su condición de inmigrante como un trauma, como la pérdida de una identidad originaria cuya recomposición o "sutura" resulta fundamental para evitar la recaída del sujeto en un estado de esquizofrenia total. La necesidad de identidad emerge, en este caso, no tanto de la "plenitud de sentido", que está dentro de nosotros en cuanto individuos, sino, por el contrario, precisa­mente de esta "falta" o "vacío" interno. Si el sí mismo origina­rio es algo que no puede aferrarse ni conocerse, la experiencia de una identidad resuelta, fundada y coherente será sólo el pro­ducto de la fantasía o de la "ficción" del Yo. En esta perspectiva, la identidad, personal y colectiva, más que reposar sobre princi­pios innatos o trascendentes es considerada como un sistema arbitrario de representaciones y significados, y por lo tanto, infundado (véase Bhabha 1992, págs. 237-272).

Es en este contexto _que hay que encuadrar la noción de "tra-~cción" de Bhabha. Esta viene a ~ignificar hi .bl!§Ca inGes:mt! por parte de los sujetos de una identidad cultural q·ue d{seni:ido y 'Significado a la propia exist~n~i_~_e_!l_s! rnl!_gdo .. ~in embargo; como precisa Rushdie, toda traducciórt.répresent,a.una interpre­tación que- implica necesariamente una distancia del discurso originario: 1 ·

La palabra traducción deriva, etimológicamente, del latín "llevar más allá". En cuanto somos personas llevadas más allá del mundo, somos individuos traducidos. Habitualmente, se considera que algo del original se pierde en la traducción: insisto sobre el hecho de que se puede ganar algo (Rushdie 1991, pág. 23).

Las "patrias imaginarias" de Rushdie revelan, por lo tanto, la c,2ntingencia, la historicidad, la ausencia de fundai11e_n>9§, y la _llrtifici~id_ad, características de las identidades culturales posco­loniales. Su dimensión transnacional hace más visible el proceso de "traducción" que, según Bhabha, .está en la base de toda pro­ducción cultural. En otras palabras, siguiendo' el esquema de Bhabha, las, patrias imaginarias nos dan una idea de lo obsoleto de las concepciones naturalistas, puristas o esencialistas de nociones como p~ o nación, al mismo tiempo que nos vuel-

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Miguel M_ellino

ven conscientes de la maleabilidad, por decirlo así, de las cultu­ras y de la riqueza de significados de fenómenos como la inven­ción de las tradiciones (Bhabha 1994, pág. 238). Gf:aoes<IOsificaci@de las identidades culturales lleva de por

sí, Implícitamente, a recurrir a otro de los presupuestos teóricos a través de los cuales la crítica poscolonial construye el propio espacio discursivo: el antiesencialismo. Simplificando, por enfo­que eséncialista hay que entender aquí aquellas perspectivas de análisis que tienden a atribuir a las culturas algunas connotacio­nes específicas que automáticamente las definen como tales. Un.a vez delineadas aquellas connotaciones a través de las cuales una cultura se define como tal, la pertenencia cultural de los sujetos deberá ser establecida sobre la base de la posesión o no de las características consideradas esenciales para el grupo en cuestión.

Esta busca de rasgos distintivos de las culturas, habitualmen­te atribuida al pensamiento social moderno, se 'funda sobre el presupuesto . característico de la tradición metaffsica clásica según el cual la inteligibilidad de un ente reside no en su dimen­sión fenoménica, és decir "inmediata" o "aparente" (mutable), sino elf su "e~encia" (invariable). Si tomamos ,como ,punto de partida la metaffsica occidental, puede afirmars~ que definÍr el rasgo distintivo de una cultura equivale a individualizar el "fun­damento", es decir su "causa" o "sustancia". Atribuir Un funda­mento, una propiedad esencial, a las culturas significa imputar todas y cada una de sus expresiones o manifestaciones a algo innato, que permanece siempre igual a sí mismo, a pesar de la acción disgregadora y corruptora del tiempo y de la historia.

Desde la óptica poscolonial, una perspectiva' de este tipo plan­tea no pocos problemas tanto epistemológicos como ético-ideo­lógicos. Antes que nada, produce la imagen de culturas estáticas, esto es, imnóviles en el tiempo. En el análisis cultural esenciali­zar equivale a "reificar" las culturas conforme a una naturaleza o tipo imnutable (Eagleton 1996), a transformar en naruraleza lo que en realidad es producción de la acci¡)n humana, de la histo­ria, de la interacción social entre grupos. Haciéndolo así, (;}.esen­cialismo tiende a "sustantivizar" las culturas, a concebirlas como "datos de hecho", como algo que se presenta, copnoia y deter-

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La teoría poscolonial como crítica cultural

mina a los sujetos desde el exterior, pero sobre todo como enti­dades puras (auténticas) claramente aislables, delimitables y fáci­les de circunscribir. Este tipo de enfoque puede resultar por ente­ro funcional al absolutismo étnico, primordialismo o culturalis­mo invocado por los fundamentalismos étnicos contemporáneos. Como explica Arjun Appadurai (1996, pág. 27 -28):

A menudo me disgusta el sustantivo cultura, pero nunca ha dismi­nuido mi afecto por la forma adjetiva del sustantivo: cultural. Si pienso en la razón de esto, me doy cuenta de que gran parte del dis­gusto ante el sustantivo está vinculado con el preconcepto de que la cultura es un objeto, UI!ª- cosa 9 sustap.cia,. f~!~~_Q_r:!!_~afísié~. ;~Sta sustanciación parece reconducir a la cultq.ra al espacio discursivo--de' ~~'ia, es decir, de aquella idea ante la cual la cultura fue concebi­da originalmente como contraste. Si implica una sustancia mental, el sustantivo cultura privilegia la idea de lo compartido, acordado e

.íntegro que contrasta con fuerza con lo que sabemos sobre los des­niveles de conocimiento y sobre el prestigio diferencial de los esti­los de vida, y distrae la atención de las concepciones y acciones de quienes se ven marginados o dominados. Si en cambio se la consi­dera una sustancia física, la cultura comienza a oler a alguna varie­dad de biologicismo, incluso racial, que seguramente hemqs supe­rado como categoría científica.

Para autores como Hall, Gilroy, Bhabha, fuertemente influi­dos por las concepciones antihumanistas y antiiluministas del pensamiento ]JOStestructuralist~, las identidades culturales no p_ueden ser explicadas como fenómenos que preceden~_J~-~~­riencia social de los grupos: éstas se "dan", por decirlo así, en la interacción o el contacto con el otro. En este sentido, las iden­ti-dades ·culturales no presentan nada de "necesario", lo que remite implícitamente a su contingencia o relatividad, y con ello a su cualidad de infundadas.

Atlántico negro, de Paul Gilroy, a pesar de la declarada pers­pectiva anti-antiesencialista de su autor (véase Mellino 2003, págs. 9-15), puede ser considerado uno de los textos paradigmá­ticos del antiesencialismo promovido por los estudios pcis.colo­niales sobre los fenómenos culturales. En esta estimulante obra, Paul Gilroy propone la !dea de un Atlántico negro co;no fuente

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-. Miguel Mellino

~a estrategia antiesencialista en los discursos sobre la etni­_ci;:!ªcl y sobre las identidadesculturales. Objeto de la crítica de Gilroy es-ercDnceptodecÜltlÍrá'-do~nante, ya en la tradición de los estudios culturales ingleses, ya en la de los estudios cultu­rales afroamericanos.

Según Gilroy, los estudios culturales ingleses han creado y transmitido una idea de "cultura nacional inglesa" profunda­mente etuocéntrica y esencialista. En la perspectiva de esta tra­dición intelectual, los estudios sobre 1a construcción de la iden­tidad nacional inglesa nunca han tomado en. consideración los elementos externos en relación a los cuales aquella se ha confi­gurado. Aun las concepciones más radicales de esta línea de investigación, como las de Raymond \iVilliams en El campo y la ciudad, o de Edward Thompson en La formación de la clase obrera en Inglaterra, han favorecido una idea de las identidades cultura­les de tipo esencialista, es decir, entendidas como producto de un sentimiento espontáneo, interior a los sujetos, derivado de lógicas y dinámicas, podríamos decir, intrínsecas a los mundos sociales examinados (Gilroy 1993a, pág. 65),

Para Gilroy, en cambio, no es casual que algunas de las con­cepciones más incisivas e influyentes de la Englishness, "algunos de los más heroicos y subalternos nacionalismos y l(atriotismos contraculturales ingleses" (pág. 61) fueran promovidos por outsiders como Carlyle, Swift, Scott o Eliot. Muchos de los dis­cursos y de las representaciones a través de los cuales se ha sen­tido y experimentado tradicionalmente la aúglicidad, sugiere Gilroy, pueden ser comprendidos mejor si son vistos como el resultado de relaciones complejas y conflictivas con el mundo supranacional del ex Imperio Británico, en el cual las ideas y las cuestiones de la raza, de la nacionalidad y de la cultura nacional han asumido un rol de importancia central en la conformación de las relaciones coloniales.

En la perspectiva de Gilroy, por tanto, el "discurso racial" es considerado como un elemento determinante en la producción y~oducción delaTcientidad nacional ingl~sa. Segun esta perspectiva, los argumentos sobre el Otro, solSr~ el negro·,J.tO europeo, son concebidos como componente central y constitu­tivo de la vida intel,ectual, cultural y política inglesa. Para

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La teoría poscolonial como crítica cultuml

Gilroy, aquella "fatal conjunción" entre las ideas de raza, cultu­ra, nacionalidad y emicid~d a partir de la cual se despliegan en él tejido nacional británico los discursos sobre la Englishness se ha configurado en la dimensión transnacional de las relaciones coloniales del ex imperio. Por este motivo, cualquier enfoque esencialista dirigido a la identidad cultural inglesa se revelará bien pronto no sólo como infundado, sino como funcional al absolutismo étnico del racismo conte111pcn:áneg británico. El iñlsíiiOTímii:e, sin _embargo, puede advertirse en la mayor parte de la tradición de los estudios culturales afroamericanos, cuyas investigaciones sobre la especificidad de una cultura afroameri­cana han acabado por promover un nacionalismo popular abso­lutista según el modelo de los occidentales, es decir, fundamen­tado en una.Ld<:"!-~_ti¡:J_o es~n.ciali§~ª-º_m:iw.m:düilim_de)a ide_11-tidad cultural.

Esta persp~ctiva parece del todo antitética a la estrategia político-cultural delineada en Atlántico negro. Gilroy propone la id~a de un Atlántico negro como única unidad de análisis en los debates sobre el mundo moderno, como un sistema _EPlítico y culiiiral que compr_e!ld(! nC>_~óJQJªt:rªcii_c:i_onal_~~del tráfico de los esclavos--entre Africa y América, sino también la exl'eriencia

. deiascomunidades ·de ¡¡;¡;:¡g:;.~;;_t~silegl:ü5e;I ia-Gran-Brei:aña po~¿olo;}laLEú las intenciones de Gilroy, la configuración rus~ tórica de este espacio sociocultural, cosmopolita y deslocalizado puede ser pensada por las diversas comunidades negras -afroca­ribeño2.L_n_e_g.!:O~ eu!QPeos, africanos y afroamericanos- como aque~rbackgroU11~ co~úñ)sobre el cual recrearidenti_dades~ul­turales y políticas aiternativas a las absolutistas o esencialistas.

·La esencia de este Atlántico negro, de hecho, está constituida por ~na :cultura negra diaspódca,)entendida. como una forma transnacional de creatividád cultural, irreductible a cualquier tradición nacional o base étnica. El Atlántico negro de Gilroy presenta así una dimensión distinta, por no decir '2]?Uesta, a la del Estado-nación moci{!rno, en el sentido de que propone for­mas de lealtad y de identidad disti!!._tas _ _(i~J"ª-s_ua_;;iQQ.aleJ). El Atlántico negro ha sido artificede "contraculturas cieJa_!1l()der~ nidad": el espacio transnacional en el cual se corporiza y las expresiones culturales, políticas y estéticas globales a las cual~s

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Migttel Me/lino

ha dado lugar pueden ser leídas como l)ll desafío a las concep­ciones modernas de la nacionalidad, de la etnicidad y de la ;mtentlc1dad e mtegndad culturales.

El intento de Gilroy, por tanto, es proponer a las culturas .del Atlántico negro como travelling cultzn-es, como el producto de choques, encuentros, viajes, fusiones, y resistencias. Más allá del desarraigo cultural ínsito en las condiciones diaspóricas de los esclavos del pasado, de sus descendientes y de las comunidades contemporáneas de inmigrantes, el viaje, el exilio, la residencia en el exterior han caracterizado la vida de muchos intelectuales y activistas negros. Personajes como Du Bois, Wright, Fanon o

\ Marcus Garvey frecuentemente han articulado un deseo de ir más allá de los confines restrictivos de la etnicidad y de la iden_:­tiflc~<:ió!' __ nacional y racial. Una de las especificidades del Atlántico negro est:irepres<;;tada por el deseo de estos "intelec­tuales orgánicos" negros de ¡:rascender las estructuras del

, Estado-nación, las constricciones.de.JaetiiiCidaífy de.laj)artku­Iaridad nacional. Sus perspectivas no podían dejar de convivir de modo problemático o conflictivo con las elecciones estratégicas asumidas en cada oportunidad por los sujetos individuales y por los movimientos políticos negros, ubicados en los confines de culturas y políticas nacionales en las Améric~ en l):uropa.

· En la configuración de las culturas del A~á~tico negro como travelling cultztres Gilroy atribuye un rol simbólico de primera importancia al mar, a los puertos, a los marineros y sobre todo a

'--los barcos,, que son concebidos como los "microsistemas del cruce de fronteras y de la hibridación política y ling:iiística" en torno a los cuales se ha configurado la transnacionalidad del Atlántico negro. Los barcos han sido los vehículos más impor­tantes de _Qrculación y de comunicación panafricana antes de la aparición de los discos de vinilo. Por esto, deben ser pensados éomo unidades políticas y culturales antes que como soportes abstractos de un comercio triangular. Los barcos, los puertos y los marineros del Atlántico negro nos hablan con toda su elo­cuencia del tráfico de esclavos, de las deportaciq,nes en las plan­taciones, de las experiencias de desarraigo, de terror, de pér.dida y de aniquilación física e intelectual, pero también de la e~er­gencia de identidades residuales de resistencia política y cult!u-

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La teoría poscolonial como crítica ctt!tztral

ral. Los barcos son el primer "cronotopo"con el cual repensar la modernidad y la industrialización, descentrándolas a través del Atlántico negro y la diáspora africana en el hemisferio occi­dentaL

Las culturas diaspóricas del Atlántico negro propuestas por Gilroy constituyen otro de los ejemplos de aquellas "identidades deslocalizadas y traducidas" que Bhabha ve en la base de la con­figuración del paradigma poscolonial. Debe señarlarse que todo discurso sobre los procesos de "traducción" y "deslocalización" de las culturas cuestiona otro de los presupuestos teóricos a par­tir de los cuales la crítica poscolonial construye el propio sujeto (y objeto): 1'! hibridación. En su intento por socavar en sus fun­damentos los discursos sobre la pureza, sobre la autenticidad y sobre la originalidad cultural y cualquier otro todo tipo de abso­lutismo étnico, la crítica poscolonial tiende a asumir la híbrida-, ción como uno de los principios constitutivos, por decirlo así,.de las culturas. A partir de esta premisa los fenómenos de mestiza­je, sincretismo, creolización y acriollamiento, característicos de las "situaciones coloniales" (Balandier 195 5), no sólo se cargan · de significados positivos, sino que se proponen como modelos paradigmáticos de las identidades poscoloniales. Esta idea ha sido bien expresada por Stuart Hall en Identidad ctt!tzn-al y diás­pora (1990), un ensayo sobre la formación de la identidad jamai­quina.

Para Hall, la identidad jamaiquina se constituye en el espacio intermedio de tres tipos de presencias: africana, europea, y ame­ricana. La presencia africana en Jamaica, según Hall, ha sido reprimida por largo tiempo. Sin embargo, a pesar de este silen­cio, se ha manifestado en todas partes, de modo tácito pero inci­sivo. Ha representado una especie de precomprensión integral, un suerte de ",estructura de sentimient9", para usar un término de Raymond Williams, implícita en todo discurso, en toda acción de la vida social cotidiana. En Jamaica, continúa Hall, esta africa­nidad se ha vúelto explícita s.§lo en los años setenta, como pro- 1

dueto de un "descubritniento cultural" mediado por las revolu- ; ciones poscoloniales, por la lucha por los derechos civiles, por la ~ra Te los rastafari~~ por la J?,Úsica r_:ogg~.!:t_."todos signos y ~ciforás-de íill:inueva 'versión deFa}amaicanidad" (pág. 116).

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Miguel Mellino

Sólo en este momento histórico, asegura Hall, los jamaiquinos se han descubierto blacks, lo que equivale a decir hijas e hijos de los~-esclavos africanos. ~-

Fue así que África se convirti<? en una nueva fuente de la identidad jamaiquina. Pero esta Mrica, advi~rte Hall, es, casi como las patrias imaginarias de Rushdie, un Mrica de la mente, construida a través d~ la política, la memoria y el deseo. Poco tiene que ver con el Africa de los orígene~, aquella en que eran capturados los esclavos. Esta Africa "esencial", insiste Hall, no

. ' existe desde hace mucho: ha sido transformada por la acción irreversible de la historia. Así, sugiere, no es necesario imitar las estrategias discursivas occidentales que han buscado "normali­zar" y "apropiarse" de África arrojándola en el horizonte sin tiempo de un pasado primitivo y siempre igual a sí mismo. En cambio, según Hall, el África de los jamaiquinos pertenece a lo que Saidha llamado en otra parte una "historia y una geografía imaginaria" {Said 1978), cuya tarea principal es "ayudar a la ~intensificar el sentido de sí misma dramatizando la dife­rencia entre lo que es cerc~y: lo que está lejano para ella" { (Hall 1990, pág. 117). Esta Africa asume así un valor fi ativo, simbólico, pero que puede ser tanto "Rronuncia~" o "expe­~imentado:'. Para Hall, la africanidad de los jamaiqúinos 'puede ser definida como la pertenencia a una "comunidad simbólica": no representa la meta de un retorno real, preconizada por varios p~africani~m_os o back toA ·ca movements precedentes, sino una metáfora olítica, cultural y espiritua .

La presencia europea en a cu tura jamaiquina, prosigue Hall, contrariamente á la africana, ha sido desde siempre una presen­cia palpable, corriente, explícita. En los discursos sobre la iden­tidad jamaiquina la presencia europea introduce la cuestión ·del poder, que queda estrechamente asociada a la cultura dominan­te del pasado colonial. Ha situado a los negros en el interior de su régimen dominante de representaciones, construyfndolós como sujetos a partir de los discursos coloniales, de la literatura de villjesQ de aventl![a, de las novelas exóticas, de los ipformes etnográficos, de los lenguajes 'j:rQp_icales" del .!J!rism:o y de llli "pornografico" de la ViQ!eJicial1rl>ªl1~· De estas categorizaciones europeasaelos negros y 'de los nativos de la isla, los jam,liquir

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La teo1'Ía posco!onial como crítica ~cu/wral

nos no pueden prescindir: según Hall, es .necesario reconocer los ~'efectos determinantes que han tenido y que todavía tienen en la producción de la identidad jamaiquina, sin prestar por ello necesariamente consenso a su lógica imperialista" (pág. 118). En pocas palabras, para Hall, los discursos europeos sobre los jamaiquinos (el poder) d.<!~~mpeñan un papel constitutivo en los procesos de producción de su identidad. La identidad afrocari­beña de los jamaiquinos se ha configurado también a través del ji_álogo con la prese;>cia europea, caracterizado _tanto por en¡;uentros y resistencias, como por consensos o remterpret:a-

~ . · Finalmente, la presencia americana en la identidad jamaiqm-

na sostiene Hall debe ser entendida más bien como "lugar", , , como territorio "socio-físico". Representa el "lugar" ll_e_co!).J:.~~ tos entre gente extranj\!ra ~o ajena a las isla~. Ninguno de los -;¡-;,tuales ocupantes -negros, blancos, mulatos, africanos, europe­os, norteamericanos, españoles, franceses, indios orientales, chi­nos, portugueses, fudíos, holandes~s- s,on o~luga~. La presencia americana es el espac1o en eiCual han tenido lii_gar acriollamientos, asimilaciones y sincretismos culturales, varws. Ha sido la sede -el escenario- del encuentro entre Mrica y Occidente. Sigue siendo aún hoy, como en el pasado, lugar de innumerables dislocaciones y dispersiones: de los habitantes precolombinos de las islas (como los arawaks) expulsados de-sus tierras y sucesivamente diezmados, de aquellas etnias desplaza­das de África, de Asia y de Europa durante el esclavismo, la colo­nización y la conquista y, finalmente, de los continuos flujos migratorios de posguerra, de ida y vuelta, entre los habitantes de las islas y algunos de los países centrales como Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Holanda. Según Hall, sin embargo, el elemento determinante de la presencia americana en la configu­ración de la identidad jamaiquina reside en el hecho de que signa el inicio de la diáspQ[a_,_de_l~dj~ersi4_a~, del<i_l1Jbrid_a_cjón y_dela diferencia, es decir, de aquello que hace de los afrocaribeños · gentes de la diáspora.- Conviene aclarar que H~ll usa el término diáspora en un sentido ~ metafórico que hte9l. ~n efecto, apelando a este término Hall no busca sugenr que la !denudad de los grupos "deslocalizados", obligados al exilio o a las migra-

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Miguel Mellino

ciones forzadas o voluntarias y a la dispersión territorial, deba ser salvaguardada sólo en relación con alguna tierra sagrada a la cual todos ellos deban retornar a cualquier costo, aun cuando esto signifi_cara "arrojar sus actuales habitantes al mar" (págs. 119-120). Esta es la vieja visi§nimpJ:rialis_g¡_y hegemónica de la etnici_cl."~_: en la propuesta de Hall, la experiencia de la diáspora ~está definida por una esencia originaria que debe ser redes~ C.l1ºierta en toda SE P.~· sino por el reCCJE_Q<:il1li_ento-de. la hetef?geneidad y de la diversidad, es decir, por una conÚpción· d~ la e~icidad que vi.ve junto. a y~ ~avés de, y no a pe\ar de, la diferencia. Las identidades diasponcas son aquellas que conti­nuamente se producen y reproducen a sí mismas 111edial}t~ la "transforma<;i_§_~y la ')diferenc!i'.La peculiaridad de la identi­dad jamaiquina es vista por Hall precisamente desde esta lógica, es decir en el aspecto decididamente híbrido de todas sus expre­siones o manifestaciones: desde la mezcla de colores que carac­teriza á su poblaéión hasta la mezcla de gustos y de sabores diversos que da origen a su cocina y E_ estétic;_ª-.Qd_L"':OfS01Jer y del

1 cz¡tand mix,que es la base de su música. . . Esta estética eJe la diáspora y de !_,_hibridación ·es un rasgo que reúne a gran parte de las expresiones y manifestaciones de la cultura negra contemporánea (véase Mercer 198S; Gilroy 1987; 1993a). Como Clifford, Gilroy o Bhabha, Hall ve en estas identidades ~mergentes no sólo el rasgo distintivo del poscolo­nialisril.o; sino también una alternativa a las identidades fuertes y "absolutas" promovidas por los varios fundamentalismos étni­cos, nativismos e integralismos culturales. Considera que la experiencia de una condición deslocalizada puede hacer de las varias comun'l&ides diasponcas diseminadas por el mundo el emblema de un nuevo cosmopolitismo. Y esto es así porque s~ ven obligadas a pactar acuerdos con diversos modos cult:l:\rales; con diversas historias, lenguas y tradiciones sin tener que asimi­larse necesariamente a ellas o perder los Vinculos co sus luga-: res de procedencia. Precisamente en esta perteneñcia simultán a a lugares diversos, podríamos decirC'.'J:llunlocalizada'~para ~eto­mar una expresión de Marcus (1998, págs. 79-104), residé b ', especificidad de los sujetos y de las comunidades diaspóricas: y ' quien vive en esta condición "híbrida", concluye Hall, ha renun-

1

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La teoría poscolonial como critica mltural

ciado ineluctablemente al sueño o a la ambición de redescubrir cualquier tipo de pureza cultural o de absolutismo étnico, con­virtiéndose, ya de manera irrevocable, en un sujeto "traducido" (véase Hall 1,992b). '

5. ENTRE ETNOGRAFÍA DE LA SOCIEDAD GLOBAL Y APOLOGÍA

DE LAS CULTURAS "DEBILES"

En Mitologías, Roland Barthes habla de signos "sanos" y de signos "no sanos", podríamos decir "enfermos". El signo sano es el que vuelve explícita su propia "arbitrariedad" o "co,ntingen­cia", es decir, la parcialidad o naturaleza inmotivada de su rela­ción con aquello que representa. El signo enfermo, por el con­trario, es el que elimina la propia gratuidad presentándose como un "dato fáctico", como algo obvio o natural. En el esquema de Barthes, y de gran parte del postestructuralismo, el signo sano se constituye como elemento políticamente progresista, mientras que el enfermo es artífice de la ideología, de la falsa consciencia o, para usar la misma expresión del semiólogo francés, de mito. Paul De Man, por ejemplo, en La resistencia a la teoría, define como ideología todo lenguaje que "olvide las propias relaciones contingentes entre sí mismo y el mundo" (De Man 1986, pág. 11).

La crítica poscolonial parece proyectar esta concepción sobre· el análisis cultural. En un sentido, las travelling czlltures de Clifford, las "patrias imaginarias" de Rushdie, las "identidades traducidas" de Homi K. Bhabha y las "culturas diaspóricas" de Stuart Hall o Paul Gilroy son propuestas como el modelo de las "identidades culturales sanas", mientras que las culturas que se . reconocen en algún tipo de absolutismo étnico -nacionalismo, racismo, fundamentalismo- les parecen a estos autores "enfer­~as", es decir "inconscientes" o "ignorantes" de la propia arbi­trariedad o relatividad. Y es esta característica lo que las vuelve peligrosas e intolerantes. En otras palabras, se puede sostener que para la crítica poscolonial las identidades culturales pueden volverse dañosas o deletéreas cuando los sujetos las viven como "habitus" (Bourdieu 1972). Las "identidades poscoloniales", por

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el contrario, funcionan como símbolos o vehículos de un nuevo cosmopolitismo o multiculturalismo, concebido aquí a partirde la idea de lo que .querría denominar "culturas débiles". En-efec­to, parecen decir estos autores, quien ha sufrido en carne propia el trauma de la dispersión, de la deslocalización y del desarraigo puede más fácilmente experimentar la historicidad, relatividad, contingencia y ausencia de fundamentos de la propia cultura. Como afirma una vez más Homi K. Bhabha (1994, pág. 238):

justamente observando a aquellos que han sufrido 1~ condena de la historia -los subalternos, los dominados, qljienes han sufrido .la diáspora y el exilio- podemos extraer lecciones de vida y de pensa­miento más válidas o duraderas. No sólo hoy estamos cada vez más convencidos de que la experiencia afectiva de marginalidad soCial -así cOmo se manifiesta en formas cultur'ales no canónicas- tralls­forma nuestras propias estrategias críticas: nos obliga a enfrentar el concepto de (:Ultura más allá de los simples objets d'art o de una. "idea" de estética ya canonizada, a luchar por una cultura que sea una instancia irregular creadora de significado y valor, y compues­ta a menudo pof prácticas inconmensurables, nacidas en el mismo acto en que asegura la supervivenci~ social

Uno de los s~puestos de la crítica poscolonial es que la socie­dad global contemporánea, con sus dinál}licas de transnaciona­lización, d~slocalización, desplazamiento y desterritorialización de los procesos económicos, políticos y socioculturales, puede favorecer la configuración de esas identidades "débiles". Se vuelve así comprensible por qué algunos autores definen la sociedad contemporánea como poscolonial y el período históri­co actual como poscolonialismo. Pero es. precisamente aquí que se manifiesta el componente ideológico de esta. expresión cuyo abuso, desde nuestro punto ·de vista, puede obstaculizar, cuando no distorsionar,. el•conocimiento de los fenómenos y de las ten­dencias sociales en acto. Muchos de los estúqiosos de la globali­zación, como Giddens; Harvey, Sassen, Robertson o Hannerz, s¡¡gieren pensar este fenómeno como un roceso dialéctico. Más que originar cambios en una única dil;ección, a rman ellos, la globalización tiende a· producir efectos contrastantes. Según Anthony McGrew (1992); estas dinámicas contradictorias, pro-

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'

¡

La teoría poscolonial como cdtica CZtltuml

pias del proceso de globalización, pueden ser reagrupadas en cinco p~r:es conceptuales de opuestos:

a) 1!njversalizaciónlpanicülarización: si por l!n lado la globaliza­ción universaliza, por decirlo así, los aspectos centrales y las instituciones de la vida moderna, por el otro promueve la ~ar_i?'".",~_ll étnico-culturgl a través de la exaltación de la diferencia y de las identidades locales;

b) homogeneización/diferenciación: ]a extensión del proceso de glo­balización a lo ancho del globo tiende hacia la homogeneiza­ción cultural, pero implica inevitablemente la asimilación de l_g_glohlli.seg!Í!Lp.námetrosJ=ks y por lo tanto la incesante producción de "diferencias" y de nuevos localismos;

e) integración/fragmentación: la globalización crea, por un lado, nuevas formas de organización y de comunidades transna­cionales, regionales o globales, mientras que por el otro divi­de y fragmenta las ya existentes, tanto al interior cómo al exterior de los límites de los Estados-nación;

d) centralizaciónldescentramiento: la globalización tiende, por un lado, a concentrar poder, conQcimiento, riqueza, autoridades e instituciones; por otro, incentiva movimientos de resisten­

' cia y por lo tanto de descentramiento de los recursos; · e) yuxtaposiciónlsincretización: yuxtaponiendo o poniendo en con­

tacto diversos estilos de vida, diversas culturas y prácticas sociales, la globalización puede, por un lado, reforzar los límites y los prejuicios culturales entre los grupos, pero por otro puede dar lugar a prácticas, ideas y valores híbridos;sin­créticos o socialmente compartidos.

Los principales idéólogos del parádigma poscolonial son per­fectamente conscientes de las ~mbigüedades y deJas_contradic­ciones intrínsecas a li sociedad glolialcoñi:empmánea, y por lo tanto del-h~cho de que el-desarrollo del capitalismo transnacio­nal puede reforzar o borrar las diferencias culturales, regionales o religiosas entre los grupo,s (Hall· 1,992b; Appadurai 1996; Clifford 1997). Sin embargo, su

1 "m~nifiesto" á cerca de las iden­tidades culturales débiles parece derivar inás de principios teóri­cos que del examen de las situaciones sociales reales. Es en este

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Miguel Mellino

~entido que el v~lor ontológico de la expresión poscolonial se Impone, por decir así, sobre el epistemológico: mediante el uso de este término se acaba por reforzar una serie de premisas y presupuestos acerca de las dinámicas de las identidades cultura­les -antiesencialismo, hibridación, falta de fundamentos- más querid~s _o desados, por ser considerados ética o ideológicamen­te a.uspicmsos, ~ero que no guardan relación con )a experiencia

. socia] de los su¡etos. Brevemente: se termina por oponer a una filosofía del sujeto, la del humanismo metafísico moderno otra la del antihumanismo posmoderno. Como propone el ~ropi~ Clifford (1997, p 20):

n~da autoriza a Pl!n~s_qu.e lasprácticas de hibridación sean siem­pre liberatorias r~ que entregarse a articularuna-ic!elltlihiCáutóno­ma ? ~a -~~Itu:a nacional sea siempre ~eaccionario. La política de la h1bndacmn nene un carácter ,conjetural y no puede ser deducida ~e principios te?;icos. La mayoría de las veces, lo que cuenta polí­trcament~one en escena la nacionalidad o la transnacio­nal!dad, la aute~ticidad o la hibridación y contra quién lo hace, con que poder relativo y capacidad de sostener una hegemonía.

· Como tuve ocasión de precisar en el capítulo anterior, des­_afortunadamente para Clifford, el problema no . es sólo ése.

·Enfatizando flexibilidades, desarraigos, transnacionaFismos nomadismos, hibridáciones, movilidades y flujos varios d~ manera acrítica y abstracta, el pensamiento poscolonial, como el• posmoderno más complaciente, corre el riesgo de volverse otra

'apología del tardo capitalismo global (Zizek 1997). En determi­nadas circunstancias, y sobre todo en algunas zonas del mundo las devastadas por la globalización neoliberal o ~eomercimtilis~ . ta, los discursos poscoloniales pueden parecer tot::¡lmente cóm• plicés o imbricados con la lógica del capital global) Fuera de ·las academias angloamericanas, entonces, la crítica poscolonial corre el riesgo de ser percibida, más que como una' forma emer­gente de radicalismo teórico y antisistémico, una de las tantas caras del imperialismo cultural: · ·

Si hacemos a un lado la cuestión de la pertinencia del repertorio de categorías al cual recurren los autores poscoloniales y_:} foct_!!__ desde '

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La teoría poscolonial como crítica cultuml

el cual nos lo proponen, hallamos en todos los casos dificultades incluso para lo que respecta a la capacidad interpretativa de tal gri­lla teórica en relación a nuestra particular realidad (latiÍlDamerica­na). El problema de fondo reside en el hecho de que, más allá de las recurrentes alusiones a la globalizaciün en cuanto fenómeno mun­dial y a la posmodernidad en cuanto nueva condición del ánimo, los desarrollós del pafadigma poscolonial no 'logran jamás articularse en una reflexión sobre el Capitalismo mundial contemporáneo o sobre la relación de todos estos elementos cori el éxito del neolibe­ralismo en América Latina [ ... ].En definitiva, todo este radicalis­mo teórico termina por disolverse en un ~Lt!!!-ªH?IP9 --~9_t~!.~nt~ col1_ciliatorio (Fernández Nada! 2004, pág. 5). ,

Sería sin embargo poco generoso no reconocer las muchas novedades y lps muchós méritos de la crítica poscolonial. No, se puede negar que ha abierto 1111espacio j!llportante dereJl~J<i§.Q, y __ cl_e contestación, eg el interior de la teoría social. No debe subestimarse tampoco la carga política de la que, más allá de todos sus límites, es portadora. Una de sus principales cualida­des es seguramente la de haber recuperado el discurso cosmo­polita o global en cuanto horizonte necesario de toda práctica teórica y/o política radical. Trabajos como los de Gilroy (1987; 1993a) o de Linebaugh y Rediker (2000), por ejemplo, introdu­cen en escena brillantemente el carácter transnacional del pro­letariado o de las clases subalternas traicionado ·por el "naciona­lismo" o "patriotismo de izquierda" (Gilroy 1987) ligado a un cierto tipo de marxismo. Este cosmopolitismo militante no puede sin embargo traducirse (y aquí el argumento va más allá de la obra 'de Gilroy, y Linebaugh y Rediker) siempre y de todos modos en un desprecio total por cualquier tipo de estrategia emancipatoria -política, cultural, o económica- centrada en la dimer¡sión nacional estatal, regional o local (Ahmad 1992; 1995b). ;EI Estado-nación__sigue siendo un instrumento esencial del dominio delcapttaf,pero puede. ser utilizado (aunque en sen­tido estratégico y temporal) también parª C:Ql1_te_n_er_Los__efec_t()S perversos del caQitali~mo_g\obaLJ:_qn¡;empor.áneo. Parece- un medio indispensable para reactualizar esas "políticas de desco­nexiones antisistemáticas (macro)regionales" que Samir Amín (Amín 2001, pág. 16) y otros estudiosos marxistas consideran

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Miguel Nfellino

necesarias para una lucha o resistencia eficaz contra la globali­zación neoliberal e imperialista. Con estas afirmaciones no quie­ro de ningún modo rehabilitar o revalorar al viejo nacionalismo, tercermundista o no. El poscolonialismo, histórico y teórico, ha iluminado de una vez y para siempre todos los límites de estos movimientos. N o significa entonces sugerir el apoyo irlcondi­cional a cualquier "resistencia o contraposición nacional" y mucho menos <1uspiciar la "reducción de la complejidad", para usar un término de Luhmann, o la subsunción de las diferencias presentes en las actuales luchas de resistencia en todo el muhdo en una única causa mayor y prioritaria. Quiero simplemente sos­tener que un nuevo cosmopolitismo o internacionalismo pro­gresista no puede hoy existir sin conjugarse con discursos y estrategias de resistencia centrados en la detención de los flujos económicos. y financieros y sobre el control de los meJ!cados. Es

· claro que a esta altura ninguna lucha seria contra el imperialis­mo, ningún proyecto político alternativo, puede llevarse a cabo en un terreno o dimensión meramente local (Mezzadra y Rahola 2003), pero un nuevo postuniversalismo contrahegemónico no puede prescindir de la combinación de estos dos elementos: cos­mopolitismo y, al mismo tiempo, desglobalización (Bello 2001; 2004). Como precisa Samir Amin (2001, pág. 26):

La primera exigencia se refiere á la constitución de frentes popula­res democráticos antimonopolio/antiimperialistas/anticonlprado­res, sin los cuales ningún cambio es posible. Tornar las relaciOJ;u!s de .fuerza en favor de las clases trabajadoras y populares es la pri­mera condición para lograr la victoria sobre las estrategias del capi­tal dominante. Estos movimientos no sólo deben definir objetivos económicos y sociales realistas y lo.s medios para alca'nzarlos, sino también deben tomar en consideración la necesidad de ~ proble­

. matización de las actuales jerarquías del sistema mundial. En atrás palabras, la importancia de s:us dimensiones nacionales po debe ser subestimada. Se trata de un concepto progresista de nación y de nacion:ilismo, lejos de toda las nociones oscurantistas, étnicas; reli­giosas-furiClamentalistas hoy dominantes, que son inc~ntiv~das por otra parte por las propias· estrategias del capital. Ese nacionalismo progresista no excluye la cooperación regional; al contrario, debe­ría estimular la constitución de grandes áreas regionales [ ... ]. En

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La tem·ía" poscolonial como crítica cultural

todo caso, se trata de modelos de regionalización muy distintos de los promovidos por los poderes dominantes, meras cintas transpor­tadoras de la globaliz,ación imperialista. La integración a escala de América Latina, de 4-frica, del mundo árabe, del Sudeste asiático Gunto a países continen,tales como India o China), de Europa (del Atlántico a Vladivostok) fundad'\ en la alianzas populares y demo­cráticas que obligan al capital a plegarse a las exigencias propias, representa eso que yo llamo el proyecto de un mundo "policéntri­co auténtico", es otra modalidad de mundialización.

El término "desglobalización", como el de "nacionalismo progresista", puede parecer a primera vista problemático. Dejando para otro momento un debate· más profundo s~bre

· estos temas, propongo otra cita para no crear: malentendidos acerca del significadq actual de este término en una parte de los debates sobre las alternativas a la globalización neoliberal. "Desglobalización" no debe ser entendido aquí como sinónimo de clausura o de "atrincheramiento", no viene a significar la renuncia por parte de los movimientos de resistencia a la llega­da global de sus luéhas, sino la metáfora o el instrumento ~e ~tra globalización. Según Walden Bello (2 001, pág. 165), pnnc1pal difusor del término, "desglobalización":

no significa retirarse de la economía internacional. Significa reo­rientar nuestras economías de la producción para la exportación a· la producción para el mercado interno, lograr dirigir la mayor parte de nuestros recursos financieros hacia un desarrollo "desde aden­tro" más que incentivar la dependencia con respecto a los inverso­res y los mercados financieros internac~on?les. ~ignifica pro~1over medidas sugeridas tiempo an~es, redistnbmr la nqueza y las tierras,_ para crear así un mercado interno fuerte que constituya _el centro de la ~cohomía. Significa quitar todo énfasis en el "creCimiento" y maximizar la equidad para reducir radicalmente el desequilibrio ambiental. Significa no dejar las decisiones estratégicas al mercado sino someterlas a opciones verdaderamente democráticas, someter lo privado a lo público, y al Estado a un constate monitoreo por parte de la sociedad civil. Significa, fi~almen:e, c:ear un nuevo complejo de producción y de intercamb10 que 1mphque a las coo­perativas comunitarias, las empresas privadas y las. estatales_ y ~~e excluya a las corporaciones multinacionales. Incentiva~ el pnnc1p10

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Migztel Mellino

del subsidiariedad en la vida económica y promover la producción de bienes a nivel local y nacional[ ... ] de modo de salvaguardar a la cmnunidad. Estamos aquí hablando, obviamente, de una estrategia que quiere subordinar la lógica del mercado y la obsesión por la maximización o por la dialéctica costos-beneficios a los valores de la seguridad, la igualdad y la solidaridad sociales. En síntesis lo que queremos es remtroducir la economía en la sociedad ,más que seguir teniendo sociedades arrebatadas por ·¡a econorriía.

Volviendo al discurso poscolonial acerca de las identidades culturales, creo que sólo la investigación etnográfica puede decir algo más sobre los modos en que los grupos y sujetos viven su propia realidad, sus propios conflictos, sus propias contradiccio­nes y relaciones con los otros. Sólo un contacto con los sujetos puede revelarnos algo sobre la utopía poscolonia.l y sobre su

. interrogante fundamental: ¿cuándo y cómo se vuelve posible una identidad cultural que no se convierta en. "habitus"? Apelando al trabajo de Pierre Bourdien, podemos concl~ir que sólo reconduciendo las representaciones individuales y colecti­vas al esp'!_cjo social objetivo donde son producidas y reproduci­das se pódrá remontar a ese "dáimon que tiene en sus manos los hilos de la vida de los hombres" (Weber 1966). Somos en todo caso conscientes de que nuestra crítica puede no ser tomada en serio, considerando el poco crédito de que goza la palabra "epis­temología" entre los exponentes del pensamiento posmoderno­poscolonial. Podrá parecer como el producto de un ingenuo rea­lismo, hoy bastante fuera de moda. Sin embargo, creemos; la objeción se torna relevante allí donde la crítica posmoderna quiere ponerse másallá del discurso meramente estético (o filo­sófi7o >.para p~oponerse como intérprete de formas, é~des y dmamrcas radicadas en la vida de todos los días. En ot;ras pala­bras, el encuentro entre la critica poscolonial y la sociología (y la antropología) todavía aguarda una base creíble.

1 • '

Diásp,ora y cosmopolitismo, por lo tanto, se perfilan.eomo dos conceptos clave de la crítica poscolonial. De ellos diremos algo más.

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3. La hora de las diásporas. Anatomía

de un sujeto poscolonial Donde ha habido dispersiones, hoy hay diáspo1·as.

KHACHIG TóLÓLYAN

El occidente ha conquistado el mtmdo no a causa de la sttperio­ridad de sus propia; ideas, valm·es o religión, sino por la sttpe­rioridad demostrada en la aplicación de la violencia organiza­da. A menudo, los occideniitles olvidan este hecho; los -no occi­dentales, en cambio, lo tienen 11!1lY 'presente.

. SAMUEL HUNTINGTON, Where is Raed?

l. EN DIÁSPORA: ¿NUEVOS NACIONALISMOS EN FERMENTO O

DESNACIONALIZACIÓN?

En los últimos años la noción de diáspora ha sido objeto de un significativo reviva! dentro de los "migration studies". Casi de improviso, un término estrechamente asociado a la historia y a las vicisitudes del pueblo judío se ha transformado en uno de los conceptos clave para describir y comprender la experiencia de . numerosos grupos "étnicos" contemporáneos. Para ilustrar las contradicciones que involucran los usos y el significado de la noción de diáspora en la teoría social y política contemporánea, resulta muy útil confrontar las perspectivas de dos autores tan diversos como Paul Gilroy y Samuel Huntingtcm.

En There Ain't no Block in the Union Jack·(1987), Paul Gilroy sostiene que el concepto de diáspora es el más idóneo para estu­diar las culturas representativas de los negros ingleses. Según su punto de vista, ninguna otra noción puede expresar mejor la dimensión híbrida, sincrética, contingente y transnacional que está en la base de todas las manifestaciones culturales·de la actual

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Miguel Me/lino

Black Britain. El recurrir a la noción de diáspora para estudiar la etnicidad se configura aquí como la estrategia fundamental en la construcción de un enfoque alternativo a las distintas formas dominantes de "absolutismo étnico", las cuales, en palabras de Gilroy (1987), "confinan la cultura de los grupos dentro de 'esencias' raciales, étnicas o nacionales". Más generalmente,. el término diáspora -como otros conceptos emergentes clave tales como híbrido, criollo o mestizo- se ha consolidado en la vida política e intelectual contemporánea como parte. de un nuevo léxico de las ciencias humanas, que lleva la huella de la potencia constitutiva del espacio y de la espacialidad, de la distancia, del

· viaje y de la movilidad, más que de la permanencia, la inmovili­dad y la radicación de cada forma de vida (Gilroy 2000). En sín­tesis, el concepto de diáspora es útil para "desesencializar" h\s identidades culturales, específicamente aquellas de las comuni­dades negras de Gran Bretaña. Por lo tanto, desde la perspecti­va de Gilroy, diáspora es sinónimo de "desarraigo", de "mesti­zaje", en definitiva de "cosmopolitismo".

Muy distintos son el uso y el significado de la noción de diás­pora sugeridos por Huntington. La tesis central de su discutido El choque de civilizaciones, como se sabe, es que el período que sigue a la caída del muro de Berlín estuvo dominado por con­flictos étnicos y por Io que él define como "guerras de fallas" lfalla en sentido tectónico,foult line wars es el término que usa) entre grupos pertenecientes a diversas civilizaciones. Para Huntington (1994, pág. 374), los "conflictos de fallas" pueden verificarse entre los Estados, entre grupos o comunidades no gubernamentales, pero también entre Estados y grupos no gubernamentales. Desde este punto de vista, la guerra soviético­afgana (1979-1989) y la Primera Guerra del Golfo (1991) cons­tituyen los primeros conflictos entre civilizaciones de la posgue­rra fría. Sin embargo, agrega el autor, la guerra en Bosnia (1992) y los conflictos étnicos que mantuvieron por una parte Rusia y Armenia y por otra muchas de las repúblicas islámicas del Cáucaso (Azerbaiján, Chechenia, Daguestán, Ingusetia, Tayikis­tán, Uzbekistán) presentan las mismas características.

Huntington subraya el papel decisivo de las diversas diáspo­ras de los grupos en lucha, manifestado en todos estos conflic-

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tos: tanto en el apoyo económico y militar a las partes en cues­tión, como en la presión política ejercida sobre los Estados de residencia. Y cita como ejemplo la presión ejercida por las comunidades armenias de Estados Unidos y de Francia sobre sus respectivos gobiernos, por la comunidad bosnia en Turquía y por la croata en Alemania y también en Estados Unidos. Asimismo, fue decisivo el apoyo de numerosas comunidades y gobiernos de los países islámicos a sus "hermanos" en lucha con­tra Rusia durante el conflicto de Chechenia, contra Armenia durante el conflicto en Azerbaiján, contra Israel en el ininte­rrumpido conflicto con los palestinos, contra los serbios y croa­tas en la guerra civil yugoslava, y contra el Occidente durante la Primera Guerra del Golfo. Afirma Huntington (1994, pág. 3 77):

La expansión de los medios de transporte y de comunicación en el mundo moderno ha facilitado la creación de estas conexiones, y por ende, la internacionalización de los conflictos de fallas. La emigra­ción ha producido diásporas en el interior de otras civilizaciones. Los medios de comunicación modernos facilitan a las partes beli­gerantes solicitar ayuda, y, a los respectivos grupos afines, conocer inmediatamente lo que ocurre. De esta manera, una contracción general del mundo permite a los grupos simpatizantes proveerles a quienes luchan apoyo moral, diplomático, financiero y material, y hace que sea mucho más difícil impedir que esto ocurra. ·

Hagamos, no obstante, algunas precisiones. Es obvio que Huntington, miembro del establishment, razona con la Iógica·del Departamento de Estado norteamericano cuando plantea el problema de la gestión del nuevo orden mundial posbipolar (Di Leo 2000). El choque de civilizaciones nace en este clima. Su pers­pectiva es extremadamente conservadora, reaccionaria, etnocén­trica, hostil sobre todo al mundo islámico (indicado en el texto como el principal enemigo del Occidente), y al multiculturalis­mo de la sociedad norteamericana, culpable a sus ojos de haber debilitado el sentido de identidad cultural del país. Su concepto de civilización (reificante, esencialista, totalitario, determinista) no logra sino ofender el buen sentido de gran parte de los antro­pólogos, sociólogos y etnólogos. Por otra parte, El cboque de civi­lizaciones anticipa de algún modo la doctrina unilateral y neceo-

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lonial puesta en práctica por el gobierno de Clinton en Kosovo y acentuada en la actualidad por la línea de Bush, cuyos planes sobre el destino de Irak -protectorado, ocupación militar del territorio, imposición forzada de un modelo cultural preciso­tornan un tanto irónico cualquier significado literal que .quiera atribuirse al t~rmino poscolonial.

Por lo tanto, para Huntington las diásporas no son en abso­luto el emblema de un cosmopolitismo emergente. En este caso, las diásporas son depositarias de una identidad cultural intransi­gente, exasperada, intolerante o esencialista: expresión más sig­nificativa del absolutismo cultural condenado por Gilroy. Es interesante notar que el razonamiento de Huntington sobre las diásporas presenta algunas convergencias con lo que sostiene Benedict Anderson, uno de los más i¡nportantes estudiosos del nacionalismo, proveniente de una tradición intelectual y políti­ca totalmente diferente. En sus escritos posteriores a Imagined Communities (1983 ), y sobre todo en The Spectre of Comparisons (1998), un estudio sobre los movimientos nacionalistas en el sudeste asiático, Anderson ha retomado, a menudo, aquello que él llama "nacionalismo de larga distancia". Se trata de un tipo de nacionalismo no del todo nuevo en la historia, pero que en la época de ecumenismo global, desafortunadamente, está asu­miendo un papel para nada secundario. Escribe Anderson:

Es posible hoy sostener que el desarrollo de un sistema de teleco­municaciones globales, combinado con los grandes movimientos migratorios originados por el sistema económico mundial actual

o o ' esta creando una nueva y virulenta forma de nacionalismo, que yo llamo aquí nacionalismo de larga distancia: un nacionalismo que no depende más, como en el pasado, de la locación territorial dentro de los confines de la propia comunidad de origen. Muchos. de los más vehementes nacionalistas sij son australianos; rríuchos de los nacionalistas croatas más extremistas han nacido en Canadá· muchos de los más fervientes nacionalistas argelinos son francese~ y muchos de los nacionalistas chinos de hoy en día son norteame­ricanos. Internet, la banca electrónica y la continua reducción de los costos de los viajes y de los traslados permiten cada vez más a estos sujetos ejercer una gran influencia sobre el escenario político de su madre patria, aunque ellos no tengan ninguna intención de

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volver a vivir allí. Ésta es una de las consecuencias más irónicaS de los procesos que popularmente definimos como globales. ("New Left Review" 2001; Anderson 1998, págs. 55-77).

Aquí Anderson no habla de diáspor.as, pero su tesis, de algún modo, parece cercana a la de Huntmgton. Ambos sugieren, obviamente de modos completamente distintos, que la distancia en relación a un territorio "originario" sentido como "madre patria" unida a la autopercepción de cierta extranjeridad o exclu­sión de la sociedad de residencia y al sentido de interconexión 0

de "compresión espacio-temporal", para retomar la expresión de David Harvey (1990), pueden llevar a algunas comunidades des­localizadas a volverse "más papistas que el Papa" (Huntington 1994, pág. 406) o promotoras de una forma "virulenta de nacio­nalismo".

2. DIÁSPORA O LA CRISIS DE LA IDENTIDAD NORTE~ERICANA

Las ciencias políticas norteamericanas de fines de los años setenta desarrollaron un papel decisivo en la reconfiguración de la noción de diáspora. Siguiendo otra vez a Benedict Anderson, se puede afirmar que el reviva! de la noción de diáspora en el análisis de los fenómenos migratorios se relaciona con la reapa­rición en la sociedad norteamericana de una forma de "etnicidad bastarda" (Anderson 1998, pág. 71), esto es, con el resurgir de formas de pertenencia étnica transnacionales o multisituadas entre las comunidades de inmigrantes (Marcus 1998).

En otras palabras, el trasfondo de este reviva! está sin duda ligado a la percepción de una crisis del proyecto de americani­zación de los extranjeros presentes en los Estados Unidos, y por ende, de la ideología delmelting pot. Concebida como uno de los pilares fundamentales de la idea misma de América, la crisis del nzelting pot fue vivida en los ambientes conservadores del esta­blishment político y académico como una alarmante señal de declinación de la unidad nacional. Es importante subrayar que el debate sobre la crisis de aquel modelo ha representado uno de los temas centrales en la reflexión más general sobre los presun-

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tos riesgos y peligros de decadencia -económica, moral y cultu­ral- del modelo de civilización encarnado por los Estados Unidos (clima de posguerra de Vietnam, desarrollo del movi­miento por los derechos civiles, años de la estanflación econó­mica, pérdida de la hegemonía económica concomitante con el crecimiento de algunas potencias europeas aliadas, etc.) ·

Otro elemento que debería considerarse aquí es la inclusión, en 1965, de importantes enmiendas en el Immigration and Nationality Act. Mediante esta medida se abolieron las así llama­das "cuotas sobre bases nacionales" en la selección de los flujos migratorios y contemporáneamente se puso fin a la política de la asimilación, o de la americanización, como estrategia cultural dominante respecto a las minorías étnicas del país. Aunque el objetivo de la reforma fuese favorecer el arribo de inmigrantes pertenecientes a grupos étnicos ya presentes en los Estados Unidos, la abolición de las cuotas dio pie en realidad a un cam­bio radical en la composición de los flujos: en lugar de los espe­rados europeos llegaron oleadas cada vez más consistentes de caribeños, sudamericanos, mexicanos y asiáticos.

La crisis delmelting pot y el pasaje gradual al multiculturalis­mo de los años setenta y siguientes manifestaron definitivamen­te el carácter multiétnico de la sociedad norteamericana. La nueva orientación multiculturalista no exigía más a los inmi­grantes que cortasen todos los lazos con el propio origen étnico para poder ser considerados norteamericanos. No es difícil intuir, como por otra parte afirman numerosos estudios, que el alivio de esta presión para asimilarse haya influido de algún modo para que se reconstituyeran los vínculos de diverso tipo entre las comunidades de inmigrantes y sus regiones de origen. Además, como refiere Yossi Shain en su Marketing the American Creed Abroad. Diaspoms in the U.S. and theh· Homelands (2001), los líderes de algunas comunidades étnicas descubrían que el interés por problemas y cuestiones relativos a la tierra de origen facilitaba la movilización del grupo con respecto a asuntos inhe-rentes al escenario político interno. ,

El desarrollo de un perfil de la sociedad norteamericana cada vez más multiétnico provee sin duda el trasfondo histórico al reviva! de la noción de diáspora en el sector de las ciencias pblí-

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ricas norteamericanas. En el interior de este campo de estudios la categoría de diáspora se ha configurado principalmente como el contrario exacto del término inmigrante. En la teoría social y política moderna la expresión inmigrante aludía, de hecho, a una condición transitoria y generalmente negativa, a una etapa intermedia entre el momento de la llegada y el fin del proceso de integnrción sociocultural. Pero diáspora es un concepto alter­nativo incluso para el de minoría étnica, expresión a la cual se recurría cuando el proces0 de asimilación cultural, por un moti­vo u otro, fracasaba. Aun legitimando un derecho a la diversidad cultural, el término minoría se inscribe todavía en el interior del paradigma del Estado-nación, vale decir, adquiere sentido sólo en referencia a una entidad política mayor que, en vez del dere­cho a la diferencia; exige la lealtad incondicional de todos los sujetos, grupos y comunidades que hospeda en el seno de sus confmes territoriales. ·

Esta percepción difusa de una diasporización, por así decir, de algunas de las minorías étnicas del país no hizo más que rea­nimar una vieja obsesión, recurrente en la historia de Estados Unidos: el temor a una fragmentación étnica de la sociedad, preámbulo de una futura desintegración del Estado norteameri­cano que hasta ahora se hallaba empernado alrededor de una cultura nacional común. Así, distintos politólogos comenzaron a preguntarse si las diásporas presentes en Estados Unidos eran una verdadera amenaza para la cohesión social interna; si, de algún modo, podían "balcanizar" la. política exterior estadouni­dense minando el logro del interés nacional. En otras palabras, si se trataba de un fenómeno positivo o negativo para el país.

El artículo de John Armstrong de 1976, "Mobilized and Proletarian Diasporas", publicado en American Political Science Review, representa seguramente una de las primeras tentativas de reformular la noción de diáspora para describir la condición migrante contemporánea. En este texto, Armstrong ofrece una definición muy simple de diáspora: se trata de toda colectividad étnica carente de una base territorial en el interior de cierta enti­dad política. El autor sostiene, además, que dentro de cada Estado multiétnico podemos encontrar dos tipos distintos de diásporas: aquellas proletarias (p1·oletarian) y aquellas móviles (nzobilized).

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Las diásporas proletarias indican aquellas minorías o comunida­des étnicas que ocupan los estratos o nichos socioeconómicos más bajos de la sociedad en la que residen. Su radio de acción cubre únicamente la franja de trabajos precarios, poco califica­dos y mal retribuidos. Por el contrario, las diásporas móviles son aquellas mejor insertadas en la sociedad que los recibé. Se trata de comunidades étnicas cuyos miembros disponen de ocupacio­nes y de competencias más calificadas. Pero es obvio que en el esquema de Armstrong ninguna de estas categorías puede resul­tar una etiqueta definitiva en la caracterización de cada una de las diásporas: nada impide que una diáspora proletaria se trans­forme en móvil y viceversa.

Sin embargo, fue la publicación de la recopilación de ensayos Mode1·n Diaspoms in Intemational Politics, editada por Gabriel Sheffer en 1986, lo que puso en escena una discusión más siste­mática y razonada sobre la productividad del concepto de diás­pora en los análisis de los nuevos procesos migratorios y post­migratorios. La preocupación fundamental de esta recopilación concernía más de cerca a la manifiesta doble pertenencia, tanto en términos culturales y afectivos como legales y jurídicos, de los inmigrantes extranjeros presentes en algunos de los países centrales del sistema capitalista occidentaL En uno de los ensa­yos, por ejemplo, Myron Weiner (1993, pág. 47) escribe que:

A pesar de las intenciones de los distintos gobiernos y de las expec­tativas de los habitantes locales, una vasta proporción de los traba­jadores extranjeros se ha localizado ya de modo permanente en sus respectivas sociedades de residencia. Tales trabajadores viven en los países que los albergan en un permanente estado de ambigüedad política y legal y de inseguridad económica, a veces en los límites de la marginalidad. Los niños que llegan con ellos o nacen en los países de residencia viven en una condición todavía más ambiva­lente: aunque estén mejor en las sociedades de residencia que en las de sus progenitores, muchos aguardan volver un día al lugar de donde han venido.

Weiner considera a estas nuevas minorías como "diásporas incipientes" tras confirmar sus condiciones de "ambigüedad" y de "marginalidad" en los Estados-nación en que viven y trabajan.

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Sustituyendo expresiones como "minoría étnica" o "grupo migratorio" por la de "diáspora incipiente", Weiner parece que­rer evidenciar dos procesos: el fracaso del proyecto de integra­ción y asimilación cultutal intrínseco a la naturaleza del Estado moderno y la persistencia en estos grupos y en sus descendien­tes de un alto grado de afecto y de lealtad para con su madre patria, no obstante la larga residencia en el exterior. El mismo razonamiento guiaba a Gabriel Sheffer cuando definía a algunas minorías étnicas entonces emergentes como "diásporas moder­nas", aludiendo a comunidades étnicas de origen migratorio que mantienen intensos lazos materiales y afectivos con su tierra de origen. Para Sheffer, tales diásporas modernas representan un producto de las oleadas migratorias de la posguerra, hacia los países de Europa occidental, Estados Unidos y el Golfo Pérsico. La constitución de estas diásporas no puede ser considerada como un fenómeno transitorio destinado a agotarse con el tiem­po, esto es, jamás culminará en la asimilación cultural de estos sujetos.

3. EL FANTASMA DE LOS BALCANES RECORRE LOS ESTADOS UNIDOS

En cambio, en el ya citado Marketing tbe American Creed Abroad. Diasporas in the U.S. and their Homelands, Yossi Shain sostiene que las diásporas presentes en el territorio de Estados Unidos pueden desempeñar un papel positivo, tanto en referen­cia al cuadro político interno como en relación con el logro de los intereses nacionales en política exterior. En esta ocasión, Shain se opone a la representación negativa, tan difundida en los Estados Unidos de la posguerra fría, de las diásporas internas, sea en términos de unidad nacional y cohesión social, sea por las estrategias de política exterior.

La caída del muro de Berlín, que después de décadas dejó a los Estados Unidos sin un rival claramente identificable, no hizo más que alimentar en una parte de la opinión pública e intelectual el temor por una creciente balcanización de la propia sociedad. Textos que se han vuelto ya famosos como Tbe Dimniting of America. Reflections on a Multicultural Society de Arthur Schlesinger

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] r. (1991), Alien Nation: Conznzon Sense about Ame1·ica s Immigra­tion Disasm· de Peter Brimelow (1995), y el ya citado El choque de civilizaciones y la reconfiguración del m·den mundial de Samuel Huntington (1996), reflejan de un modo absolutamente emble­mático este estado de ánimo. Aunque muy diversos entre sí, estos tres textos tienen un blanco en común: la reforma del Immigration and Nationality Act en 1965.

Según estos tres autores, se ha revelado que los efectos de esta ley han sido devastadores para el país: alimentando el arri­bo de flujos migratorios provenientes casi exclusivamente del Tercer Mundo, considerados completamente distantes de la cul­tura euroamericana de lengua inglesa dominante, no se ha logrado más que debilitar y poner en riesgo tanto la unidad nacional como el papel hegemónico de los Estados Unidos en el mundo. Desde su punto de vista, el transnacionalismo de los últimos inmigrantes, su multilocalidad, constituye una seria amenaza para la nación norteamericana. Con argumentos dife­rentes, sus ensayos sostienen al unísono que la inmigración asiá­tica, latina y caribeña más reciente parece más inclinada a iden­tificarse con comunidades étnicas y raciales particulares antes que asimilarse a la cultura del país de arribo. Por este motivo, Peter Brimelow se pregunta, por ejemplo: ¿qué era lo que no andaba bien en los Estados Unidos antes de 1965, cuando el 90% de la población era blanca y de origen occidental?

la nación americana siempre ha tenido un núcleo étnico específico. Y este núcleo étnico era el blanco. Una nación, como se sabe, es el producto de cierto entrecruzamiento étnico y cultural. Los indivi­duos de todas las razas o de todas las etnias deben estar .en condi­ciones de "asimilarse" a la comunidad nacional. Y la comunidad nacional ~mericana ha sido, ciertamente, asimilacionista de un modo atípico. Sin embargo, las profundas transformaciones étnicas y raciales que la actual clase política está inflingiendo al país son totalmente nuevas, y en lo que respecta al modo en que los ameri­canos se han concebido a sí mismos, totalmente revolucionarias. Denunciar esta nueva realidad puede poner en problemas a los más ingenuos protectores de la inmigración, quienes no saben nada de historia. Pero no puede, por cierto, ser un acto de racismo o de antiamericanismo (Brimelow 1995, pág. 10).

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El segundo blanco es el programa multiculturalista avalado por la reforma. Según estos autores, la orientación multicultura­lista prevaleciente en la sociedad norteamericana desde 1965 no habría hecho otra cosa que reavivar el sentimiento diaspórico de las comunidades étnicas del país. Por ejemplo, Huntington afir­ma que los conflictos étnicos están aumentando en los Estados Unidos gracias al desarrollo de estas diásporas, que sólo se ocu­pan de sus propios intereses de grupo y de sus países de origen. Para Huntington tanto como para Schlesinger, las divisiones cul­turales internas, en virtud del compromiso y de la participación de los distintos lobbies étnicos en los asuntos de política exterior, amenazarían los intereses nacionales norteamericanos en el mundo. La misma dirección de las tendencias demográficas con­firmaría que en 2050 los blancos occidentales no serán más la mayoría en los Estados Unidos. Esta desoccidentalización de la sociedad norteamericana puede significacpara Huntingron tam­bién su desamericanización, la pérdida de una presunta cultura nacional común marcada por los valores democráticos tradicio­nales y, además, la disgregación étnica del país. En otras palabras, el "colapso soviético" podría estar en la puerta.

Por este motivo, se adelanta aquí una receta particular. La inmigración sólo será un fenómeno positivo para los países occi­dentales si: a) se da prioridad a personas capaces, calificadas y enérgicas dotadas del talento y de la experiencia necesarios para el país anfitrión; b) los nuevos inmigrantes y sus familias se asi­milan a las culturas de los países anfitriones y del Occidente en general. Los Estados Unidos tendría problemas para satisfacer la primera condición; los países europeos, en cambio, la segunda:

La cultura occidental está amenazada por grupos que operan en el interior de las mismas sociedades occidentales. Una de estas ame­nazas está constituida por los inmigrantes provenientes de otras civilizaciones que rechazan la asimilación y continúan practicando y propagando valores, usos y culturas de sus propias sociedades de origen. Este fenómeno prevalece sobre todo entre los musulmanes en Europa, que son, con todo, una pequeña minoría, pero está pre­sente, aunque en menor medida, entre los hispanos en los Estados Unidos, que en cambio son una mayoría muy nutrida. En este caso, si el proceso de asimilación fracasa, América se convertirá en un

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país dividido, con todos los riesgos de fragmentación y disgrega­ción interna que eso implica (Huntington 1994, pág. 454).

Es desde este punto de vista, entonces, que Huntington sos­tiene que las políticas centradas en el pluralismo cultural resul­tan dañinas para la identidad nacional y, por lo tanto, para la cohesión del tejido social norteamericano. Esta tendencia al rnulticulturalisrno se vio favorecida tanto por una serie de actos legislativos sucesivos a las leyes sobre los derechos civiles de los años sesenta corno, en los años noventa, por el gobierno de Clinton, quien sostuvo la promoción de la diversidad corno uno de sus principales eslóganes. Así, Huntington disputa con quie­ne~ han puesto en discusión el eletnento central del credo ame­ricano, sustituyendo los derechos de los individuos por los dere­chos de los grupos, definidos genéricamente en términos de etnia, sexo e inclinación sexual. U na vez más, me parece que sus preocupaciones o sus humores nos dicen mucho sobre los Estados Unidos de George Bush Jr., sobre el significado de su guerra contra el terrorismo y más generalmente, sobre el impe­rialismo civilizador de los neoconservatives.

Un razonamiento análogo guía The Disuniting of America de Schlesinger. Para este historiador liberal, el separatismo étnico ·contemporáneo, promovido por un cierto tipo de rnulticultrira­lisrno dominante, sobre todo entre las corrientes radicales de la comunidad afroarnericana, está transformando la esencia de lo que significa ser americano:

La América de hoy se concibe a sí misma antes como un conjunto de grupos étnicos más o menos debilitados que como un núcleo compuesto por individuos más o menos libres en cuanto a sus deci­siones y juicios. En el pasado, el ideal nacional era aquel del pluri­bus tmum. Hoy, sin embargo, se tiende cada vez más a minimizar el tmtmt y a glorificar el pludbus. Pero habría que preguntarse si al final todo esto aguantará. Y si elnzelting pot no dará lugar, en cam­bio, a una torre de Babel (Schlesinger 1991, pág. 60).

Por el contrario, el trabajo de Yossi Shain sugiere un punto de vista opuesto. Según su parecer, las diásporas norteamerica­nas pueden ser de gran utilidad en la exportación de los ideales

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democráticos norteamericanos a los países de origen; esto es, pueden volverse "rnarketers of the American creed", contribu­yendo así, contra el aislacionismo conservador, a la promoción del proyecto wilsoniano. Shain aporta corno ejemplo el com­promiso de la comunidad afroarnericana contra el apartheid en Sudáfrica y el de los haitianos y filipinos residentes en Estados Unidos contra las dictaduras de sus países. Y agrega luego que las diásporas árabes y judías presentes en Estados Unidos podrí­an ofrecer una gran ayuda también en la democratización de las relaciones entre israelitas y palestinos. A partir de estos ejemplos constata, además, una progresiva conve~gencia, en los últimos años, entre los intereses de las varias diásporas norteamericanas y las líneas de la política exterior del país. Y nota cómo este com­promiso de las diásporas en el nivel político internacional ha contribuido a aflojar las tensiones étnicas en el interior del país. Por esto, Shain concluye que en el mundo posoviético y unipo­lar los lobbies étnicos norteamericanos pueden transformarse en diásporas plenamente activas en la promoción de los derechos humanos, del pluralismo y de la democracia en los países de pro­veniencia. Y justamente su compromiso con valores civiles y progresistas redundará en el alejamiento de los peligros y de los riesgos de una balcanización interna.

4. LOS DILEMAS DE LOS NACIONALISMOS DIASPÓRICOS·.

TRIBUS GLOBALES O NUEVOS COSMOPOLITISMOS

En el campo de las ciencias políticas, entonces, las diásporas aparecen corno símbolo de una nueva forma de nacionalismo. Si el ala liberal democrática de Sheffer, Shain y Arrnstrong, entre otros, las interpreta corno potenciales elementos positivos en el nuevo escenario político internacional, el ala conservadora encar­nada por autores corno Huntington, Brirnelow o Schlesinger subraya, en cambio, el carácter insidioso y desestabilizador que se produce en relación a la unidad nacional y al modelo mismo de civilización sobre el que se encuentra fuljldada la identidad nor­teamericana. En suma, en el interior de este campo de estudios, las diásporas se asemejan mucho a aquello que Arjun Appadurai

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ha denominado "nacionalismos de Troya" (1996, págs. 214-215). Según Appadurai, estos nacionalismos contemporáneos, típicos de un orden posnacional emergente, pueden expresar formas de lealtad alternativas a aquellas "abstractas" del Estado­nación y formas de pertenencia y de patriotismo muy diferentes de aquellas difundidas y promovidas por el Estado moderno. Tales nacionalismos producidos por las diásporas no siempre tienen como aspiración última la fundación de nuevas "identi­dades nacionales" y por tanto, territoriales. Sino que, justamen­te porque se hallan desvinculados de aspiraciones territoriales, a menudo están constreñidos a reivindicarlas.

Para Appadurai, en tanto estos nacionalismos diaspóricos emergentes no reivindiquen un espacio territorial y se resignen a la idea de una existencia "transnacional" o "posnacional", pue­den desempeñar un papel sumamente positivo en la gestación de sociedades verdaderamente cosmopolitas y progresistas. Pueden representar "afiliaciones más humanas que la fidelidad al Estado o al partido y bases más interesantes para el debate y la forma­ción de alianzas cruzadas" (pág. 228). Por esta razón, los Estados Unidos de hoy, considerados más una "red posnacional de diás­poras que una tierra de inmigrantes", se revelan como un inte­resante laboratorio de políticas culturale·s transnacionales:

Aun si la legitimación de los Estados nacionales en sus conte?tos territoriales es puesta en duda por más partes, la idea de nación en cuanto tal prospera a niveles transnacionales. Al reparo del riesgo de ser depredadas por sus Estados de proveniencia, las comunida­des diaspóricas se asocian estrechamente con las naciones de ori­gen, volviéndose así ambivalentes respecto de su fidelidad hacia América. La política de la identidad étnica en los Estados Unidos se liga de manera indisociable a la difusión global de las identida­des nacionales que se habían desarrollado sobre la base local. Por cada Estado nacional que ha exportado a los Estados Unidos canti­dades significativas de su población en forma de prófugos, ruristas o estudiantes, hay hoy una transnación deslocalizada que preserva un vínculo ideológico especial con un lugar de origen putativo, pero más allá de eso es una colectividad totalmente diaspórica. Ninguna concepción actual de la americanidad puede contener esta pluralidad de transnaciones (pág. 223).

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Si bien la posición de Appadurai es más refinada y es fruto de una tradición intelectual completamente distinta, presenta no pocas convergencias con la expresada por el filón que definimos como liberal-democrático. No obstante, como hemos visto, en los estudios de Sheffer, Shain, Armstrong y otros no existe nin­guna reflexión profunda sobre el significado en sí de estas nue­vas formas de nacionalismo diaspórico. Las diásporas contem­poráneas son interpretadas como simples "comunidades nacio­nales desterritorializadas" (Glick Schiller 1994), reconducibles, de algún modo, al modelo de sociedad nacional producto del Estado moderno. La única diferencia entre el nacionalismo moderno tradicional y aquel expresado por las diásporas se da en sus distintas escalas territoriales: locales las primeras (ancladas a límites y confines espaciales precisos), translocales las segundas. Como si entre los dos nacionalismos existiese sólo una diferen­cia de grado y no de naturaleza.

En cambio, para Appadurai, la distinta escala territorial que distingue el nacionalismo moderno del diaspórico asume un sig­nificado decisivo: ha sido justamente la clausura territorial, la voluntad del Estado nación moderno la que delimitó confines rígidos e infranqueables de autonomía y singularidad, la que produjo formas tribales, esencialistas, intolerantes y por ende, coincidentes con el nacionalismo. En otras palabras, es la even­tual pretensión de territorializar la identidad, de fundar un Estado nación o de constituir una identidad nacional sobre el modelo de las modernas, lo que puede convertir las diásporas o los "nacionalismos de Troya" de movimientos progresistas y cosmopolitas en movimientos étnicos separatistas, violentos y reaccionarios. Retomando el discurso que habíamos iniciado, se puede concluir que la renuncia al transnacionalismo o a la trans­localidad (a la apertura, al contacto con el otro, a la hibridación) puede transformar las diásporas de Gilroy en el fantasma de aquellas de Huntington.

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5. EL LV!PERIO CONTRAATACA: DE LAS CLASES A LAS RAZAS O LA

ECONOMÍA CULTURAL DE LA GRAN BRETAÑA POSCOLONIAL

En el campo de los black stttdies, de los estudios culturales y de los estudios poscoloniales la noción de diáspora asume con­notaciones totalmente diferentes respecto de aquellas de las ciencias políticas; En los trabajos de autores como Homi K. Bhabha, Stuart Hall, James Clifford, Kobena Mercer, el mismo Appadurai y Paul Gilroy la noción de diáspora es definida esen­cialmente en oposición a las identidades nacionales modernas difundidas y producidas por los Estados-nación. El concepto de diáspora de Paul Gilroy puede ser considerado como una suerte de paradigma dentro de este campo. A lo largo de sus textos, Gilroy ha intentado darle a este término connotaciones bien definidas. Como se verá, el clima cultural de la Inglaterra de posguerra, en particular durante la época de Thatcher, la tradi­ción de los black studies y la evolución del activismo político negro representan el contexto en el que hay que considerar tanto los significados como los objetivos que Gilroy adscribe a esta noción.

En There Ain 't no B!ack in the Union Jack (1987), Gilroy pro­pone el concepto de diáspora para el estudio de la identidad de los negros ingleses como alternativa a las concepciones de nacionalis­mo cultural negro, populares en aquel tiempo· en los Estados Unidos, pero sobre todo, como respuesta progresista a la ideo­logía del absolutismo étnico promovida por los discursos nacio­nalistas del "nuevo racismo británico", conocido también como "racismo diferencialista" (Wieviorka 1991), hegemónico duran­te el período thatcheriano. Esta nueva "metafísica de la Britishness", que soldaba en un todo al patriotismo, al militaris­mo, a la xenofobia y al nacionalismo (Gilroy 1987, pág. 47), for­maba parte de los discursos de aquel "populismo autoritario" (Hall 1985) que recorre el Partido conservador británico desde Enoch Powell en adelante. El objetivo, retomado y puesto a. punto del lenguaje político del thatcherismo, subraya Gilroy, era reconstituir dentro de la sociedad británica "un sentimiento de unidad nacional que trascendiese los intereses particulares de las clases" (Cowling 1978, en Gilroy 1987, pág. 47). Según Gilroy,

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esta nueva estrategia política fue desarrollada como respuesta a aquello que los británicos habían experimentado como una cri­sis profunda de la Britishness, provocada en los años de la segun­da posguerra por la pérdida del imperio, por la progresiva deca­dencia económica y por la desindustrialización, todo eso suma­do a la presencia de cada vez más numerosas comunidades de extranjeros en el Reino Unido (Gilroy 1987; 1982).

En el potente aparato ideológico de esta nueva forma de nacionalismo cultural, sostiene Gilroy, los negros fueron repre­sentados como sujetos externos a la comunidad nacional imagi­nada, concebida como una unidad orgánica antes de su llegada. En los discursos y en los estereotipos difundidos por la retórica nacionalista británica contemporánea a través de los medios y de otros aparatos ideológicos, la presencia de los negros en Gran Bretaña fue considerada como un problema -o como una amena­za a la homogeneidad cultural y a la identidad blanca y occiden­tal de los británicos. El absolutismo étnico sobre el cual reposa esta forma de "esencialismo racial", prosigue Gilroy, construye las culturas como entidades fijas, ahistóricas e impermeables, transformándolas así en algo muy similar a la concepción deci­monónica de raza.

Poniendo la cuestión de la pertenencia racial en el centro del debate político e ideológico, el thatcherismo ha alimenta­do una profunda reestructuración de las relaciones sociales en el interior del capitalismo británico. En la Gran Bretaña pos­thatcheriana, afirma Gilroy, dominada por la economía de ser­vicios posfordista, la sociedad no parece más estructurada según una lógica de clase sino ségún la pertenencia racial. Justamente por esto, en un análisis que se aproxima al de Fanon sobre las dinámicas de las relaciones de producción en contextos coloniales y neocoloniales, raza y racismo no pueden ser considerados como meros efectos del modo de producción capitalista, como una simple superestructura: en cambio, son las bases en torno a las cuales se conforma la sociedad británi­ca contemporánea. Gilroy refuerza aquí la idea de Stuart Hall según la cual en la Gran Bretaña contemporánea la identidad racial es el modo en el que se experimenta la pertenencia de/ clase (Hall 1980).

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No obstante, precisa Gilroy, los negros forman parte de la historia de Gran Bretaña y de su ex imperio: contrariamente a lo sostenido por el imaginario popular británico, la llegada de los negros al Reino Unido es muy anterior al arribo del Empire Windrush a Tillbury en 1948. Ya se ha comprobado que diversas comunidades negras estaban presentes en algunas ciudades por­tuarias británicas ya desde los inicios del siglo XIX. En particu­lar, en aquel tiempo, la presencia negra era un componente esta­ble de una ciudad portuaria como Liverpool, ya punto nocla! estratégico del tráfico internacional de esclavos (Mezzadra 2001, págs. 94-96; Lane 1987; Brown 1998; Hesse 2000; Linebaugh, Rediker 2000).

Según Gilroy, tanto los estereotipos sobre la alteridad negra como el esencialismo racial sobre el que se fundan representan construcciones discursivas precarias y superficiales que oscure­cen y mistifican relaciones y tendencias socioculturales más pro­fundas y arraigadas en la sociedad británica. Por ejemplo, en las subculturas juveniles urbanas existe desde hace tiempo un diálo­go constante entre las expresiones culturales de las diversas comunidades negras y las de los jóvenes blancos, lo que ha ori­ginado en los guetos de las grandes ciudades numerosos movi­mientos urbanos antagónicos de clara composición multirracial. Expresiones culturales híbridas y sincréticas que, demostrando la complejidad de las relaciones históricas entre los negros bri­tánicos y la clase obrera británica, subvierten los discursos hege­mónicos del nuevo racismo y del nacionalismo cultural, deve­lando su precariedad y la incapacidad de suprimir un íntegro proceso histórico. Contextualizar y deconstruir estos estereoti­pos se vuelve, entonces, la operación fundamental para el des­arrollo de una nueva política antirracista.

No casualmente, subraya una vez más Gilroy, las expresiones culturales de esta Two-Tones Britain han adoptado concepciones políticas, modos y estilos de vida propios de la lucha por los derechos civiles de las comunidades negras en los Estados Unidos y en el Caribe. Examinando la historia de la producción musical de las diversas comunidades negras dispersas por el mundo, Gilroy deduce que las culturas expresivas de los negros británicos no se remontan a las del Estado-nación: los negros

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La hora de las diásporas. Anato'!IZÍa de zm sujeto poscolonial

británicos deben autorrepresentarse como miembros de una diás­pora, cuya identidad y cultura se han desarrollado y se desarrollan en diálogo constante con las vicisitudes y la historia de las comu­nidades negras afroamericanas y afrocaribeñas. Precisamente esta dimensión transnacional e híbrida de las culturas negras británi­cas puede ser utilizada contra las definiciones y las imágenes rígi­das y pseudobiológicas con las que el abs'olutismo étnico del nuevo racismo británico "construye" las distintas culturas nacio­nales.

6. DIÁSPORA O EL COSMOPOLITISMO MODERNO TARDÍO:

GENEALOGÍA DE LAS CONTRACULTURAS POSCOLONIALES

De todos modos es oportuno señalar que el concepto de diás­pora de Gilroy no se adapta solamente a la experiencia histórica de los negros. Si se hace un esquema a partir de lo que emerge de sus ensayos más recientes -en particular Atlántico negro (1993), Between Camps (1999) y Against Race (2000)- se puede afirmar que:

a) si se la despoja de sus connotaciones filonacionalistas más tradicionales, la noción de diáspora puede resultar de gran utilidad para la comprensión de la sociabilidad del nuevo milenio, caracterizada por un creciente transnacionalismo y desarraigo;

b) la diáspora describe una "red relacional" de relaciones origi­nada tanto en las dispersiones forzadas (esclavitud, pogrom, tráfic~ de culis), como en las expatriaCiones y diseminaciones de algún modo involuntarias (refugiados, migraciones por trabajo, etc.);

e) no significa solamente movimiento, si bien necesariamente esta palabra está contenida en su significado. Por ende, no debe confundirse con un simple nomadismo o peregrinaje. Está privada de los aspectos modernistas y cosmopolitas de la palabra exilio, de la cual fue escrupulosamente diferenciada en gran parte de la tradición judía;

d) la conciencia diaspórica es el producto no tanto de una iden­tidad fundada sobre la pertenencia a un territorio común,

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Miguel Mellino

como de una pertenencia fundada sobre la memoria y sobre las dinámicas sociales del recuerdo;

e) las diásporas existen por fuera y a menudo en oposición a la forma política de la ciudadanía moderna (basadas sobre per­tenencias territoriales o sobre filiaciones sanguíneas). Desde este punto de vista, el Estado-nación representa el medio institucional para poner fin a la experiencia diaspórica, sea a través de la asimilación, sea a través del retorno a una tierra originaria. El Estado-nación, en este sentido, puede poner fin a la diversa temporalidad de la diáspora de modo fulmi­nante, repentino y violento;

f) si existe la posibilidad de una fácil reconciliación tanto con el lugar de origen como con el de residencia o estadía, el senti­miento o deseo diaspórico toma entonces las connotaciones de un simple exilio temporal. Gilroy reconoce que algunas diásporas modernas tienden a acentuar la posibilidad del retorno o de la reunión con la tierra de origen;

g) el concepto de diáspora representa la pieza central de aque­llo que él llama una nueva "ecología social de la identidad cultural", de un nuevo modo de sentir, concebir y represen­tar las pertenencias. Diáspora, precisa Gilroy, es un término ambivalente con respecto a la organicidad. Si bien ( etimoló­gicamente). está asociado con la idea de diseminación, con la actividad de esparcir el mismo tipo de simiente sobre terri­torios diversos, puede también constituirse como un concep­to totalmente innovador en la comprensión de la reproduc­ción de lo mismo en lo diverso y de lo diverso en lo mismo

· (el changing same). Entendida en este sentido, diáspora no puede significar la reproducción de cualquier esencia custo­diada en el caparazón protector de una parentela o de una afiliación originaria. De este modo, diáspora se vuelve, con­trariamente a las visiones más en boga en los estudios cultu­rales o en los estudios poscoloniales, un término anti-antie­sencialista (véase Mellino 2003), vale decir, el material bruto sobre el cual construir nuevos "movimientos antisistémicos" -para retomar una expresión de Arrighi, Hopkins y Wallerstein (1992)- o promover el activismo de las contra­culturas poscoloniales emergentes:

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La hom de las diáspoms. Anatomía de un sujeto poscolonial

La idea de las culru.r~s en viaje fue un instrun1ento precioso para separar los presupuestos antropológicos con1placientes y desatina­dos de la historia fundada sobre la idea de cultura sedentaria. Sin embargo, muy pronto se ha vuelto banal e inútil en el momento en el que un discurso académico y simplista sobre la diáspora produjo elegantes pero fáciles ortodoxias privadas de todo sentido del cor:­flicto o de la violencia. Frente a semejantes resultados es necesano impedir que la diáspora se convierta en un simple sinónimo de movimiento. Debemos volver la mirada en la dirección de la geo­piedad y de las formulaciones culturales P?co conciliad?r~s qu_e .se resisten a la traducción, rechazan la mov1hdad y no VIaJan facd­mente. Semejante cambio de énfasis busca preservar las tensiones particulares que han llevado a las investigaciones diaspóricas hacia el sí, el sujeto y la solidaridad y que ayudan a mantener aquel sen­tido de vida y de muerte en juego en esta orientación (Gilroy 1993a, pág. 39).

Por consiguiente, es a partir de estas premisas que Gilroy propone la noción de diáspora como concepto cardinal de una "genealogía alternativa de la identidad cultural" (Gilroy 2000). Es importante notar que el término genealogía asume aquí un carácter netamente foucaultiano. Es el presente que reordena y da sentido al pasado y no al revés: ninguna esencia (estructura profunda) puede plasmar o determinar el devenir, la historia misma disuelve toda pretensión de continuidad o finalidad tele­ológica.

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4. Cosmopolitismos con rostro humano

El cosmopolitismo, libre de nostalgias universalistns, parece augznm· algo. ¿Pero qué?

]AMES CLIFFORD, Mixed Feelings

Lo que llamamos mttndialización o globalización, la univet·sa­lización capitalista, sin frases ni adjetivos, evoca 1m espacio comercial plmzetm·io liso y homogéneo cuya expz·esión ideológica es el cosmopolitismo liberal de los derechos humanos. El informe anual del Depaz-tamento de Estado noz-teameTicano sobre Dez-echos Humanos creció significativamente de 137 páginas en 1977 a 6.000 en 2000.

DANIEL BENSAID, Le Nouvel Intemationalisme

l. UNA NUEVA SENSIBILIDAD COSMOPOLITA:

EL ESCENARIO DEL DEBATE

En los últimos años, el debate sobre las valencias del término "cosmopolitismo" parece haber impuesto su retorno. Preguntas como: ¿qué significa hoy ser cosmopolita? ¿cómo construir una sociedad verdaderamente cosmopolita? ¿quiénes son los cosmo­politas de hoy? y finalmente, ¿qué puede caracterizar una prác­tica ética o científica (en el ámbito de las ciencias humanas) cos­mopolita? movilizan cada vez más a autores que pertenecen a diversas áreas de los estudios sociales y culturales.

Según señala, por ejemplo, Timothy Brennan en su At Home in the World (1992), en un primer momento, y en especial en el interior de los estudios culturales y de los estudios poscolonia­les, el término cosmopolitismo no apuntaba tanto a su redefini­ción en cuanto "categoría analítica" sino a la "proyección nor­mativa" de algunas afirmaciones celebratorias: la agonía (cuan­do no la muerte) del Estado-nación en el gobierno de las lealta­des primordiales, la condición de transculturación o de hibrida-

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ción de algunos grupos contemporáneos, la multipertenencia de diversos sujetos o culturas (en particular migrantes, exiliados, prófugos, intelectuales) y el desarrollo de la posmodernidad (Brennan 1992, pág. 1). Sólo posteriormente, como veremos, diversos autores se comprometieron en una discusión más pro­funda sobre los significados que se deben asignar a este concep­to a la luz de los problemas planteados por la contemporanei­dad.

Por cierto, no resulta difícil intuir los motivos del retorno del debate sobre el término cosmopolitismo. En primer lugar, como parece obvio, es necesario referirse a la aceleración progresiva de los procesos de globalización a partir del final de la Guerra Fría. La percepción creciente de que el mundo era cada vez más pequeño y más intetconectado no hizo sino estimular numero­sas reflexiones tanto sobre la naturaleza de un presunto cosmo­politismo emergente, como sobre la necesidad de dar vida a un sistema democrático cosmopolita para responder de uJ modo eficaz y benéfico a las transformaciones en curso. En otras pala-

. bras, para alcanzar la "paz perpetua" kantiana. Uno de los factores que han contribuido mayormente a ali­

mentar este sentido de "conectividad compleja", para retomar un término de John Tomlinson, es seguramente el extraordina­rio desarrollo -intensivo y extensivo- que en los últimos años conocieron los medios masivos de comunicación. Como ha sido subrayado muchas veces, el fenómeno de la trasnacionalización de los flujos mediáticos representa un elemento de central importancia en la comprensión de los procesos de desterritoria­lización cultural. Es precisamente con respecto a este escenario que Dick Hebdige, por ejemplo, habla de "experiencia cosmo-

. polita contemporánea". En efecto, en un ensayo publicado en 1990 en Marxism Today (titulado "Fax to the Future"), Hebdige (1990, pág. 20) observaba:

Vivimos hoy en un mundo en el cual la "práctica del cosmopolitis­mo" es parte de la experiencia cotidiana. Todas las culturas, por más que sean temporal y geográficamente remotas, están volviéndose hoy accesibles en forma de signos o de bienes. Si decidimos no ir a ver cómo son las otras culturas, ellas vendrán hasta nosotros bajo la forma de imágenes e informaciones televisivas[ ... ]. Nadie debe ser

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Cosmopolitismos con rostro humano

instruido, rico o aventurero para viajar por el mundo a este nivel. En los años noventa, todos, quiéranlo o no, sépanlo o no, son más

o menos cosmopolitas.

No me interesa tanto discutir acerca de la mayor o menor validez del concepto de cosmopolitismo de Hebdige. Mi objeti­vo concierne, en cambio, la focalización de un cierto uso de esta noción que, como buscaré demostrar, finalizó modificando su significado de una manera más bien radical. Quiero localizar lo que podría definirse como una "nueva sensibilidad cosmopoli­ta", muy difundida en el interior de la crítica poscolonial.

Existe otro grupo de autores que, desde un perspectiva muy diversa a la de Hebdige, ha iniciado una importante reflexión, desde comienzos de los años noventa, sobre la necesidad de reformar las instituciones y las organizaciones supranacionales existentes a los fines de una mejor y más democrática govemance mundial. En este sentido, ]a noción de "democracia cosmopoli­ta" comenzó a obsesionar a autores como David Held, Anthony Giddens, Ulrico Beck, pero también a Jürgen Habermas. El signiente pasaje de Beck, tomado de su Manifiesto cosmopolita (2000), puede constituir una óptima síntesis de la visión (cosmo)política de estos autores:

El problema central radica en el hecho de que sin una conci~ncia cosmopolita políticamente fuerte, y en ausencia de adecuadas mstl­tuciones de sociedad civil global y de opinión pública, la democra­cia cosmopolita seguirá siendo, a pesar de todas las fantasías insti­tucionales, sólo una utopía necesaria. La cuestión decisiva está en si puede desarrollarse, y en qué modo, una conciencia de solidaridad cosmopolita. El Manifiesto connwista fue publicado hace !50 años . Hoy, cuando se inicia un nuevo milenio, ha llegado el momento de publicar un Manifiesto cosmopolita. El Manifiesto conmnista se centra­ba en el conflicto de clase. El Manifiesto cosmopolita se centra en el conflicto y el diálogo transnacional/nacional que deben ser explici­tados y organizados. ¿Cuál debe ser el objeto de este diálogo glo­bal? Los objetivos, los valores y las estructuras de una sociedad cos­mopolita. La posibilidad de una democracia en la era global (Beck 2000, pág. 20).

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Esta corriente de estudios, a diferencia de los autores sobre los cuales concentraré seguidamente la atención, mantiene sin embargo un vínculo más bien firme con la noción tradicional de cosmopolitismo, ligada a la herencia de la Ilustración. Aunque no en términos estrictamente kantianos, el cosmopolita es aún el "ciudadano del mundo", es aquel cuya consciencia o responsabi­lidad tiene por objeto al mundo. Es lo que afirma Beck, cuando sostiene que los movimientos cosmopolitas tienen una concep­c!ón )osnacional" de la política, del Estado, de la justicia, de la ci.enCJa, .d~l. arte, del intercambio público y finalmente de la pro­pia sensibilidad o responsabilidad. Por este motivo no me deten­dré largamente sobre sus propuestas. Me siento urgido a apun­tar, sin embargo, que episodios como la guerra de Kosovo en 1999 y la guerra en Irak ponen fuertemente en discusión los pre­supuestos de este tipo de "cosmopolitismo". Se podría decir que el fantasma del imperio y del imperialismo -Negri y Hardt\han reabierto de modo polémico el debate sobre este tema- se ha ~aterializado definitivamente sobre las cenizas de la cosmópo­hs. Creo, por tanto, que la utopía cosmopolita perseguida por autores como Beck, Held o Giddens, sin una reflexión seria acerca del renovado y cada vez más agresivo unilateralismo nor­teamericano y acerca de las.crecientes desigualdades que carac­terizan al actual orden económico mundial, está destinada a per­manecer como tal por largos años.

Pero entre los motivos que de algún modo han creado las con­dicion~s históricas para repensar la noción de cosmopolitismo hay otros Igualmente Importantes. En primer lugar, como hemos señalado en los puntos precedentes, hay que mencionar la cre­ciente proliferación en los últimos años de fundamentalismos tanto culturales o étnicos como religiosos, dentro y fuera de Occidente, y particularmente del neocolonialismo que está con­"!rtiéndose e~ caracter!stico del momento poscolonial en las prin­cipales metropolis OcCidentales y por lo tanto del racismo políti­co,.cultural y económico que caracteriza desde hace un tiempo la acntu? del n_tundo des~rrol~ado ante las poblaciones migrantes y posm1gratonas. En el mtenor de los estudios culturales y de los estudios poscoloniales, la puesta a ptmto de lo que podemos lla­mar un programa de investigación -teórico y práctico- centrado

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Cosmopolitismos con rostro humano

en el cosmopolitismo apareció como una alternativa ética y polí­tica seria en "la lucha contra los diversos tipos de particularismos culturales (y raciales) promovidos tanto por las derechas conser­vadoras y liberales como por una parte de las izquierdas (insti­tucionales). El mismo Gilroy nos ofrece en Between Canzps (2000) un ejemplo elocuente de este punto de vista, cuyas moti­vaciones hoy (¿acaso?) resulten más comprensibles aun en Italia, en especial si se piensa en hechos como la institucionalización de los centros de permanencia temporaria (CPT) para los inmi­grantes, el contenido punitivo y discriminatorio de la ley Bossi­Fini sobre la inmigración o bien los estados de ánimo predomi­nantes durante la "semana tricolor" que siguió al atentado en Nassiriya contra las tropas de ocupación italianas:

La reconfiguración de la cultura en función de modelos racializa­dos requeridos por los gobiernos totalitarios trae a la luz una histo­ria extremadamente compleja, que tiene notables consecuencias para el modo en el que aún hoy debemos entender la relación entre regímenes políticos normales y excepcionales. Aunque eleme~tos de la cultura, del estilo, del arte y del modo de gobernar fascistas sigan a pesar de todo presentes en el interior o en el exterior de la democracia contemporánea, las situaciones de emergencia que ali­mentaban en el pasado la proliferación de tales regímenes han des­aparecido. El estado de emergencia hoy ya no se presenta como una condición excepcional, como una fase aguda o como un período crítico de breve duración antes de que las cosas retornen a sus res­pectivos estados de normalidad y estabilidad. A esta altura, la emer­gencia es para nosotros una precondición crónica radicada en la vida de todos los días y a la cual nos hemos habituado plenamente. Nuestros gobiernos nacionales con sus luchas supranacionale_s con~ tra el terrorismo, el fundamentalismo y el desorden mundial, as1 como nuestros mediascapes cotidianos, nos han obligado a hacer lugar a la excepción en los límites y en el interior mismo de la norma. Estas dos condiciones pueden coeXIStir normalmente en un muodo en el cual las culturas cosmopolitas e itinerantes son ase­diadas y a veces superadas por el nacionalismo y el absolutismo étnico [ ... ]. El poder resurgen te del lenguaje racista y racializante -incluyendo aquí el de los antisemitismos modernos, el de los ultra­nacionalismos y sus derivados- establece un vínculo inquietante entre los peligros de nuestro tiempo y los efectos duraderos de los

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horrores pasados que continúan atormentándonos (Gilroy 2000 págs. 282-283). '

Es en el interior de este enfoque que puede ser ubicada la c_onvocatoria de Arjun Appadurai a los antropólogos y a los crí­ticos c~ltur,~les para trabajar en _favor de un "cosmopolitismo e~ografico. o de una etuografia "cosmopolita" o, como él =~;no es~nbe, en favor de una antropología transnacional capaz de estud¡ar las formas culturales cosmopolitas del mundo con­temp?ráneo sin presuponer lógica o cronológicamente ni la autondad de la experiencia occidental, ni los modelos derivados de esa experiencia" (Appadurai 1996, pág. 72).

Fmalmente, un impulso adicional que lleva a la reconsidera­~ón del . té~mino cosmopolitismo ha venido con seguridad directa e md1rectam~nte ~e los debates sobre el multiculturaJis­mo, sobre el trasnacwnahsmo y sobre las posibilidades de ¡}¡¡_a "globalización desde abajo", sobre el desarrollo de "movimien­tos antisistémicos" (Arrighi, Hopkins, Wallerstein 1992) de alcance global o precisamente cosmopolita.

2. UNA NUEVA SENSIBILIDAD COSMOPOLITA

Y EL COSMOPOLITISMO CLÁSICO

~e~~ concentrémonos ahora en aquello que he llamado "nueva sensibilidad cosmopolita". Para colocarla mejor en· el centro de nuestra ~te~c!ón es ne~esario recorrer los significados de aquello que aqw qms1era definir -por cuestión de comodidad- como cos­mopolitismo "clásico" o "tradicional" .

. El significado originario de la palabra "cosmopolita" es más b1en claro: co~o s~bemos, el término deriva del griego kosmos (mu.~do) y po!ts (cmdad). Casi todas ·las genealogías de esta noc1?n hacen remontar su origen a Diógenes el Cínico, quien se consideraba un "cosmopolita" y por lo tanto un "ciudadano del mundo':· !"iás allá d~ los significa¿os específicos que las sucesi­vas tradiCIOnes filosoficas -en particular los sofistas los estoicos el cristianismo, la Ilustración, el marxismo- dieron' a este térmi~ no, se puede sostener que el cosmopolita ha sido concebido

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Cosmopolitismos con rostro humano

desde siempre como un sujeto que tiene por casa el mundo, como un individuo capaz de vivir y pensar más allá de los vínculos y de ]os prejuicios locales (o nacionales) y sensible a problemas o cues­tiones que trascienden el propio lugar de nacimiento o la dimen­sión de la vida de todos los días. Como Amanda Anderson (1998, pág. 267), podemos decir que la noción d~ cosmopolitisr_n? -al menos en su acepción ideal, aquella promoVIda por el Ilumuusmo kantiano- presupone tres importantes aspectos:

a) la distancia asumida con respecto a los condicionamientos culturales o la inclinación hacia un tipo de reflexividad no etnocéntrica; .

b) la apertura a un marcado relativismo cultural; e) la creencia en la existencia de una humanidad universal o en

una naturaleza humana.

Este tipo de cosmopolita, precisamente por sus caract.erísticas -distanciamiento, reflexividad, desarraigo, no pertenencia, com­promiso con lo universal- muchas veces es definido en contrapo­sición a lo "local" o a los "locales". Resulta im,ítil añadir que pre­cisamente esta condición existencial de algún modo privilegiada -se puede calificar de radical diversidad- hizo que la figura del cosmopolita coincidiera con la del intelectual occidental o con la de un cierto tipo de artista, dado a la exploración de aquellas for­mas expresivas que Adorno llamaba "de vanguardia".

Ahora bien, esta concepción "clásica" o "tradicional" de cos­mopolitismo es la promovida, por ejemplo, por Ulf Hannerz en La diversidad cultural. Según el punto de vista de Hannerz, el cosmopolita, es decir el "ciudadano del mundo", es aquel que posee antes que nada una incli~ación cul~ral q~e no se ve res­tringida o circunscrita a su a~b1ente l~c~l m~ed1ato. El cosm~­polita reconoce la pertenencia, la ~artlc!pac!On_ y la re~ponsab!­lidad global y sabe integrar estos mtereses mas ~~phos en las prácticas de la vida cotidiana. Pero el cosmopohusmo e~, para Hannerz algo más: como él mismo observa, se trata tamh1en de una perspectiva, de un estado de ánimo, de una específica moda­lidad de control de los significados. Para Hannerz, el cosmopo­litismo auténtico.

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Es en primer lugar una orientación, una voluntad de interactuar con el Otro; prevé una apertura intelectual y estética hacia expe­riencias culttrrales divergentes, una búsqueda de contrastes más que de la uniformidad. Encontrarse a gusto con otras culturas implica convertirse en W1 aficioundo, concebirlas como productos culturales. Al mis~o tiempo, el cosmopolitismo presupone una competencia, en sen u do general y en sentido más estricto, especialista: se trata de la prontitud, de la habilidad personal en el orientarse en las otras culturas, escuchando, mirando, intuyendo y reflexionando, y tam­bién de la competencia cultural en el sentido más estricto del tér­mino, una capacidad innata de moverse con destreza en un sistema particular de significados (Hannerz 1995, pág. 131).

. Sintetizando, podemos decir que para Hannerz el cosmopo- .,. !Ita e~ un sujeto que no está poseído por la propia cultura, que mantiene con ella una relación de distanciamiento y, si es posi-ble, de objetividad. Hannerz traza después una distinción ulte-rior entre locales y cosmopolitas en referencia a sus actitudes presuntamente distintas frente a lo que llama, de una manera completamente discutible, la "cultura mundial" contemporá-nea. Es importante aclarar este modo de encuadrar la dialécti-

f' ca entre global y local, porque es precisamente aquí, como C.:, veremos, que Hannerz se ofrece como blanco fácil a la crítica

posmoderna:

En realidad, los cosmopolitas y los locales de hoy tienen un interés común en la supervivencia de la diversidad cultural. Para los loca- 1' les, la diversidad en sí misma, como vehículo de acceso personal a las .distintas culturas, puede tener un escaso interés intrínseco, pero es ¡ustamente la supervivencia de la diversidad que permite a Jos

·locales permanecer adheridos a sus propias culturas. Para los cos-mopolitas, en cambio, la diversidad tiene un valor por sí misma, en cuanto tal, pero ellos no pueden tener acceso a ella a menos que otra gente no se encuentre en la situación de poder excavar nichos especiales para las propias culturas y preservarlas. Lo que equivale a decir que no puede haber cosmopolitas sin locales (pág. 144).

Este tipo de cosmopolitismo, por lo tanto, presupone tanto la contraposición clásica con lo local como la reflexividad. Por este motivo, Hannerz no duda en recordarnos que muchos de

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Cosmopolitismos con rostro humano

los viajeros del mundo contemporáneo -migrantes, managers globales, turistas, prófugos-, a pesar de su contacto con el otro y de la deslocalización, no consiguen alcanzar una inclinación verdaderamente cosmopolita o cosmopolítica. Más aún, en su perspectiva, aunque se muestre consciente del hecho de que "aquello que en su tiempo McLuhan definió como el poder implosivo de los medios puede hoy hacernos a todos un poco más cosmopolitas" (pág. 143), "la práctica del cosmopolitismo" en casa, tal como la concibe Hebdige, resulta simplemente un sinsentido.

Como ya dije, las afirmaciones de Hannerz sobre las carac­terísticas del cosmopolita contemporáneo han recibido diversas críticas. Broce Robbins, por ejemplo, no duda en definir la noción de cosmopolitismo de Hannerz como "obsoleta", "con­descendiente", "elitista" y "apolítica", defectos derivados a su juicio de la afiliación del término a la perspectiva idealista del Iluminismo kantiano. Para Robbins, el cosmopolita de Hannerz es aún un sujeto privilegiado, aristocrático, distinto del hombre común de la vida de todos los días. Se parece demasiado a los "intelectuales que fluctúan libremente", de Karl Mannheim y está fuertemente emparentado con las concepciones menos pro­gresistas de la estética tradicional:'

Pensar las culturas como "entidades diversasn las convierte en obje­tos de la apreciación estética del entendedor de turno. Se trata de un modo particular de concebir las cosas que abarca todos los pri­vilegios de la movilidad y de la comparación que son inherentes al observador cosmopolita. En la medida en que la definición se res-

l. Quiero consignar aquí que Hannerz, aunque de un modo poco convin­cente, ha respondido a las críticas de Robbins: "Es verdad que el cosmopoli­tismo que describo se funda sobre un posicionamiento de tipo estético. Subrayo también que este posicionamiento presupone disponibilidades econó­micas, y que puede participar más fácilmente de él quien tiene una posición privilegiada. Sin embargo, no intento de hecho aceptar o legitimar el privile­gio en términos políticos. Los objetivos de Robbins al escribir sobre el cos­mopolitismo son diferentes de los míos, y puede resultar poco simpático ata­carlo sólo porque no capta el tono de ironía y la desenvoltura con la cual trazo la imagen del cosmopolita ~un tono que tiene bien poco que ver la legitima­ción" (Hannerz 1995, pág. 145).

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tringe ulteriormente, acumula también otros privilegios [ ... ].Este uso más o menos desprovisto de pudor por parte de la nueva "cul­tura global" para reinventar y relegitimar a los intelectuales libre­mente fluctuantes de Mannheim parece corroborar, una vez más, aquel temor de que el cosmopolitismo sea sólo una pantalla para consagrar privilegios y precisas relaciones de poder. Además, el cri­terio de selección activado en el ensayo de Hannerz a favor del ver­dadero cosmopolitismo hunde sus raíces en la estética tradicional (Robbins 1993, pág. 189).

En efecto, prosigue Robbins, este tipo de cosmopolita o de cosmopolitismo presupone un sujeto enteramente irreal: "des­arraigado", "distanciado", "objetivo", todas cualidades tomadas a préstamo del mito burgués del intelectual o de la metáfora de la vocación, indispensable para la consagración de la propia superioridad moral. El cosmopolitismo tradicional promovido por Hannerz, añade Robbins, siguiendo a Donna Haraway, es además apolítico (léase reaccionario) porque enmascara con una pretensión de objetividad el lugar de la posición propia del sujeto que juzga, o no arroja luz alguna sobre el hecho de que se trata de una mirada que reivindica para sí la posibilidad de ver sin ser vista, de representar sin ser representada (Haraway 1990). Por último, concluye, un sujeto capaz de levantar com­pletamente el velo de la propia cultura es simplemente impen­sable.

3. UNA NUEVA SENSIBILIDAD COSMOPOLITA:

LOS COSMOPOLITISMOS CON ROSTRO HUMANO

Las críticas de Robbins a Hannerz me proporcionan un punto de partida para empezar a delinear los contornos de esta nueva "sensibilidad cosmopolita" o "cosmopolitismo emergente". De ahora en más, concentraré la atención sobre lo que defino como "cosmopolitismos con rostro humano". Este término no expre­sa tanto un juicio de valor como una tentativa de hacer más com­presible un horizonte de investigación en particular y un cierto modo de concebir las identidades culturales. Entonces, ¿por qué "cosmopolitismos con rostro humano"?

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Cosmopolitismos con rostro bzmzano

Si atendemos a lo que James Clifford ha denominado "cos­mopolitismo discrepante", al "glocalismo ético" auspiciado por John Tomlinson, al "cosmopolitismo vernáculo" promovido por Homi Bhabha y Dipesh Chakrabarty, al "cosmopolitismo multi­situado" de Bruce Robbins o al "cosmopolitismo crítico" de Paul Rabinow, no resulta difícil intuir que la tentativa de estos autores es democratizar -por decirlo así-lo más posible los sig­nificados y el alcance de este concepto. Recurriendo en este caso a Walter Benjamin, se puede afirmar que lo que está aquí en dis­cusión es el aura de la que se ha circundado esta noción en el despliegue de la historia.

Naturalmente, no se trata de una mera operación semiótica. El objetivo, para decirlo con Bhabha y con Chakrabarty, es construir en torno a este término una práctica política y antro­pológica alternativa, más progresista que la corriente o domi­nante. Y para realizarlo, parecen decirnos estos autores, es nece­sario pensar en la posibilidad de una experiencia cosmopolita o de un cosmopolitismo más a la medida del hombre con respec­to al "clásico" o "tradicional". Algo similar ha propuesto Charles Taylor en La política del reconocimiento (1998). Taylor, a partir de las concepciones de Herder ("cada hombre tiene su medida") y Gadamer ("fusión de los horizontes"), adelanta la idea de un "enfoque presuntivo" al estudio de la diversidad cultural. En su conocida polémica con Habermas, define como "presuntiva" su propuesta afirmando que setrata de "una hipótesis con la cual deberíamos enfrentar el estudio de cualquier otra cultura" (Taylor 1998, pág. 55) y advirtiendo que la validez de esta meto­dología puede demostrarse sólo en concreto, es decir, sólo en la "práctica". Según el filósofo canadiense, el hecho de que todos los seres humanos deban tener derechos civiles y políticos igua­les, independientemente de la raza o de la cultura, nos induce también a sostener que todas las culturas (tradicionales) mere­cen igual dignidad y valor. Este tipo de reconocimiento, añade, implica, por cierto, "respeto" y "fusión de los horizontes", pero no condescendencia. Para Taylor, aquello que está en juego es antes que nada una cuestión moral: "nos basta aprehender el sentido del límite de nuestra parte en la entera historia del hom­bre para postular esta tesis presuntiva, y sólo la arrogancia, o

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algún defecto moral análogo, puede privarnos de hacerlo" (pág. 62). En síntesis, concluye, aquello que requiere un "enfoque pre­suntivo" no es una serie de juicios de igual valor perentorios e inauténticos, sino la apertura a un tipo de estudio cultural com­parativo capaz de producir "fusiones" y por lo tanto capaz de des­plazar nuestros horizontes y puntos de vcista éticos en favor de un distinto multiculturalismo postuniversalista, es decir, fundado sobre las políticas de la diferencia.

En este punto, puede resultar más claro por qué intento hablar de "cosmopolitismos con rostro humano" en referencia a esta sensibilidad cosmopolita emergente, en la cual el adjetivo "humano", más que el tradicional humanismo, sirve principal­mente para indicar:

a) la búsqueda de un cosmopolitismo o de prácticas cosmopoli­tas y cosmopolíticas no elitistas;

b) un modelo de cosmopolitismo no necesariamente reconduci­ble a la experiencia occidental, y por lo tanto decididamente no etnocéntrico. De aquí la insistencia sobre el plural del tér­mino antes que sobre el singular;

e) la indivciduación de sujetos y/o culturas cosmopolitas que no deben entenderse en contraposición a los locales, a los nati­vos, a los subalternos, a los no occidentales;

d) una noción de cosmopolitismo menos "idealista" (inhumana­abstracta) que la Iluminista, vale decir un cosmopolitismo derivado de lo que puede ser definido como la matriz histó­rica, sensible, concreta o material de los sujetos;

e) por último, un cosmopolitismo postuniversalista, o mejor un universalismo que, al menos en sus intenciones, no contra­ponga lo universal a lo particular y no suprima la diferencia en favor de presuntas semejanzas.

Partimos de la introducción del volumen de Public Cultzn-e dedi­cado a la cuestión del nuevo cosmopolitismo. Aquí Chakrabarty, Bhabha, Breckenridge y Pollock subrayan que el cosmopolitismo no puede ser entendido como un fenómeno objetivo, con una clara genealogía que va de los estoicos a Kant. Representa más bien un proyecto cuyo contenido conceptual y cuyo carácter

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Cosmopolitismos con 1·ostro humano

pragmático no puede ser definido de una vez y para siempre. Definir y especificar qué significa el cosmopolitismo es una pos­tura anticosmopolita. En cuanto concepto histórico, el cosmo­politismo debe ser concebido como una noción abierta, no puede ser definido a priori por los discursos de una determina­da sociedad o cultura.

El renovado interés en torno al tema del cosmopolitismo, se afirma aquí, refleja de algún modo aquella necesidad difusa de alimentar un sentido de reciprocidad o de mutualidad transna­cional ep el actual momento de transición y de crisis, vale decir de despliegue de un proceso de globalización empernado sobre el modelo económico, político y cultural neoliberal. El proyec­to en el cual intentan trabajar estos autores es el de lograr deli­near los contornos de una disciplina verdaderamente cosmopo­lita centrada en la exploración de las diversas formas de cosmo­politismo presentes en las culturas extraoccidentales. Es en este sentido que Homi K. Bhabha pide a los antropólogos y etnó­grafos que focalicen su atención sobre los llamados "cosmopoli­tismos vernáculos". La antropología, según algunos autores como Bhabha, Chakrabarty, pero también como Clifford o Appadurai, puede redefinirse como una disciplina orientada a la búsqueda de este "habitus cosmopolita y/o cosmopolítico". La nueva sensibilidad cosmopolita, o el cosmopolitismo poscolonial contemporáneo, no emerge de las virtudes de la racionalidad, del universalismo y del progreso ni está radicada en el mito de la nación inscrito en la figura del "ciudadano del mundo". Los cosmopolitas de hoy son frecuentemente víctimas de la moder­nidad, del despliegue de la lógica totalitaria del Estado-nación, lo que equivale a decir sujetos y culturas subalternos, olvcidados por la movcilidad del capitalismo y despojados de los privilegios, del confort y de los automatismos tranquilizadores de la perte­nencia nacional. Los símbolos de la comunidad cosmopolita de hoy son por eso los refugiados, los prófugos, la gente de las diás­poras, los migrantes, los exiliados, los expatriados.

Precisamente estas culturas, grupos y sujetos cosmopolitas contemporáneos -anidados en los intersticios transnacionales del capitalismo global- son para estos autores los verdaderos porta­dores de una crítica radical de la modernidad y de su voluntad de

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potencia objetivadora, que "separa" y "purifica" (esencializándo­los) los objetos examinados. Estas comunidades representan además el "problema" al cual el multiculturalismo occidental de cuño liberal busca ofrecer una solución. Sin embargo, el multi­culturalismo liberal es incapaz de dar cuenta del cosmopolitismo contemporáneo, porque reconoce las diferencias culturales sólo cuando son definidas en términos de pertenencias nacionales. En síntesis, nos dicen Bhabha, Chakrabarty, Breckenridge y Pollock, los cosmopolitas de hoy son los símbolos de una "modernidad minoritaria". Por este motivo, resulta necesario buscar genealogías cosmopolitas por fuera de la tradición occi­de_ntal. Es también sobre la base de estos presupuestos que ~~p~s~ Chakrabarty propon~, en su texto más conocido, pro­vmc¡ahzar Europa, vernacuhzar la gran tradición occidental para no considerarla más como modelo único y símbolo de la modernidad:

Los historiadores han reconocido ya que la así llamada "edad euro­pea" en la historia moderna, desde la mitad del siglo XX en ade­lante, ha comenzado a ceder espacios a otras configuraciones regio­nales y globales. La historia europea ya no es vista como la encar­nación de la '(historia humana universal". Ningún autor occidental de importancia, por ejemplo, ha compartido en público el "histori­cismo vulgar hegeliano" de Francis Fukuyama, que veía en la caída del muro de Berlín el fin de la historia de todos los seres humanos. El contraste con el pasado se vuelve aún más llamativo cuando recordamos el encomio, cauto pero apasionado, con el cual Kant descubría en la Revolución Francesa una "predisposición moral típica de la raza humana" o con el cual Hegel reconocía el desplie­gue del "espíritu del mundo" en la ineluctabilidad de aquel aconte­cimiento (Chakrabarty 2000, pág. 3).

En definitiva, afirman estos autores, una investigación etno­gráfica cosmopolita debe tener como objetivo la puesta en evi­dencia de los procesos de transculturación o de hibridación cultu­ral. No debe buscar nada más allá de las diferencias culturales

. ' nmguna estructura subyacente, ningún universalismo cognitivo. El cosmopolitismo de hoy viene a significar principahnente "infi­nitos modos de ser". Debe inspirarse del recorrido del femioismo,

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Cosmopolitismos con rostro humano

o, mejor, comprometerse en la construcción de un universalis­mo que reconozca la existencia de otros universalismos. Por este motivo, proponen Bhabha, Chakrabarty y otros, hay que hablar de cosmopolitismos en plural o mejor de "cosmopolitismos pos­tuniversalistas", abiertos a la experiencia de otras historias y cul­turas. Proponen la noción de "cosmofeminismo" como concep­to guía y como alternativa del cosmopolitismo clásico acordado con el significado de "ciudadanía del mundo": en especial, para poner en evidencia que todos los universalismos están "situa­dos". Retomando la convocatoria de Appadurai, es posible con­cluir aquí que el objetivo de esta antropología emergente será compromererse a buscar y encontrar prácticas cosmopolitas y/o cosmopolíticas en el interior de las distintas culturas.

En el ensayo Mixed Feelings (1998), James Clifford se coloca en la misma línea de Bhabha y Chakrabarty al definir lo que llama "cosmopolitismo discrepante". Esta estrategia, advierte Clifford, nos permite percibir y valorar diversas formas de encuentro, de negociación y de afiliación plural antes que sim­ples y diversas "culturas" e "identidades". Como Appadurai, Clifford invita a los antropólogos a estudiar no sólo "aldeas" o "nativos", sino también diversas experiencias locales de "des­arraigo", de "hibridación", de "cosmopolitismo". Esta búsqueda etnográfica de "cosmopolitismos" en las culturas vernáculas -esta tentativa de situar prácticas cosmopolitas, híbridas, antie­sencialistas en las diversas locaciones- puede ser de gran aynda para las políticas culturales de los movimientos sociales translo­cales emergentes.

Clifford propone así depurar la noción de cosmopolitismo de sus residuos universalistas provenientes de la Ilustración y de la experiencia moderna occidental. Separado de sus orígenes euro­peos, nos asegura, el término cosmopolita se vuelve una especie de "significante vagabundo" (travelling signifier) caracterizado por un riesgo intrínseco que siempre lo amenaza: el de incurrir en equivalencias sólo parciales como las del exiliado, el inmi­grante, el diaspórico, el peregrino, el turista. Por lo tanto, según Clifford, ya antes de hablar de "cosmopolitismos" nos encontra­mos atascados en los peligros de la traducción. Sin embargo, resulta importante subrayar que, en su acepción, el "cosmopoli-

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tismo discrepante" no viene a significar el emblema de los "sin casa", de los "sin raíces" o del "ciudadano del mundo", sino una especie de localismo progresista, de resistencia de lo local ante lo global. En pocas palabras, el "cosmopolitismo discrepante" no se presenta como una superación de las identidades cultura­les en favor de un universalismo igualitario y abstracto. Resumiendo, el "cosmopolitismo discrepante" de Clifford:

a) es contrario a cualquier tipo de absolutismo étnico; socava en sus bases cualquier tentación, en cualquier nivel, de pureza étnicliO.> •

b) viene a significar "afiliaciones múltiples" (hibridismos, trans­nacionalismos) antes que "multiculturalismos" (acordados con nociones esencialistas de cultura, definidas sobre la base de pertenencias nacionales);

e) representa un elemento indispensable para aquellas políticas migratorias que no intentan basarse necesariamente en las premisas de una asimilación del tipo "todo o nada". Mantiene como premisa el derecho a la diferencia;

d) no se dirige a la~ansformación sistémica, representa en cambio una form de "contratación". Aparece ligado a la necesidad de supe ·venda local capaz de articular futuros significativos;

e) según Clifford, las experiencias cosmopolitas proveen puntos de partida para una articulación política, pero ninguna sínte­sis estratégica, insiste, puede pretender trascenderlas. Desde su óptica, las diferencias culturales -de género, étnicas, de raza- no pueden ser superadas. El desafío consiste, entonces, en la capacidad de articularlas en una nueva síntesis progre­sista socialista;

f) por este motivo, el cosmopolitismo discrepante se basa en las "políticas de la identidad", ningún cosmopolitismo progre­sista puede verse hoy investido de los ideales "abstractos" y "universalistas" de la Ilustración;

g) finalmente, el cosmopolitismo discrepante se cristaliza en los espacios "cosmopolíticos"/diaspóricos. Habla de "post-polí­ticas" de la identidad y no de "antipolíticas" de la identidad. En este sentido, repiensa y pluraliza la noción de cosmopo-

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Cosmopolitismos con rostro humano

lirismo. Concibe las identidades culturales como el efecto de la "dislocación" y de la consiguiente "relocalización", como el resultado de "afiliaciones múltiples". En la perspectiva cosmopolita contemporánea, concluye Clifford, toda identi­dad sólo puede ser traducida y multisituada.

Este "cosmopolitismo discrepante" comparte muchas premi­sas con lo que John Tomlinson llama "glocalismo ético" (Tomlinson 1999, pág. 224). Aunque desde una perspectiva dis­tinta de la de Clifford -los puntos de referencia de este autor son principalmente Giddens, Becky Robertson-, también Tomlinson pide que no se considere más el cosmopolitismo en los términos de la oposición binaria globaVlocal y que se conciba la inclinación cosmopolita como algo que no excluya necesariamente la dimen­sión local. Es a partir de esta premisa que busca recuperar el cos­mopolitismo como "glocalismo ético", expresión que viene a sig­nificar la oposición al universalismo abstracto del cosmopolitismo clásico o tradicional. El "glocalismo ético", según Tomlinson (1999, págs. 224-238):

a) quiere poner en evidencia la conciencia de un mundo globa­lizado en el cual "no existen otros";

b) pero significa también la percepción del mundo como lugar de "innumerables otros culturales". El cosmopolita debe saber recoger el pluralismo legítimo de las culturas y debe saber expresar una apertura a la diferencia cultural. Y esta conciencia debe ser reflexiva: debe inducir a las personas a interrogarse sobre los propios presupuestos culturales, sobre los propios mitos, etc. (muy frecuentemente considerados como universales). En síntesis, el punto es el siguiente: las dos características del cosmopolitismo no son antitéticas y antagónicas, en cuanto se templan recíprocamente, y nos predisponen i un diálogo constante tanto con nosotros mis­mos como con los otros culturalmente distanciados;

e) el cosmopolita no es un tipo ideal que debamos contraponer al local. Es alguien capaz de vivir -éticamente, culturalmen­te- en la esfera global y en la local al mismo tiempo. Los cos­mopolitas saben reconocer y apreciar las propias inclinacio-

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nes culturales y saben tratar como iguales a los otros locales autónomos. Pero también saben mirar más allá del local a las consecuencias espacial y temporalmente remotas de las acciones, saben reconocer los intereses globales comunes y saben establecer una relación inteligente, fundada sobre el diálogo, con otros que parten de presupuestos diversos, con el fin de promover estos intereses. Este carácter ambivalente de la_ inclinación cultural se vuelve más eficaz, según Tomlmson, de la idea de "glocalización" de~arrollada por Roland Robertson (1995);1

d) en la,perspectiva del "glocalismo ético" los compromisos globales de mayor alcance deben ser perfeccionados en tér­minos relevantes para los ámbitos cotidianos locales. No pod~mos esperar, advierte Tomlinson, que las personas vivan su VIda en los confines de un horizonte moral tan alejado como para volverse abstracto: es posible que la idea cosmo­P?lítica deba ser, en un sentido literal pero positivo, egocén­trica. En la_s elecciones de la vida cotidiana los cosmopolitas deben sentir que el mundo exterior influye sobre su mundo local y viceversa. ~nen necesidad de actuar, precisamente como "glocalistas é~cos." 3 . '

2. No desar~ol_laré~ aquí ~1 concepto de "glocalizaciónn propuesto por ~obertson. M~ ~hmltare a decrr que en su perspectiva tal término viene a sig­ruficar la relacwn de compenetración necesaria, antes que de contraposición, entre las esferas globales y locales del actuar. Sin embargo, no se puede dejar de subrayar que a través del uso de tal noción Robertson intenta tomar dis­tancia de aquellos análisis sociológicos de la globalización centrados sobre el tema del imperialismo culrnral. Siguiendo lo que también afirma Tomlinson

. ~n lm~erialismo cultural. Una introducción cdtica (1991), Robertson observa: Tomlinson se ocupa por sobre todo del tema del imperialismo cultural. Su

escepticismo en cuanto a la utilidad y a la precisión de esta idea es convincen­te; [ ... ] afirma que la modernidad global o localizada obliga a las élites cultu­rales Y a los líderes de la cultura popUlar a realizar elecciones culturales -entre las c~ales, pre~umi~lemente, hay algunas elecciones obligatorias- en lo que co~cter~e a la.tdent:I~ad y a la tradición" (Robertson, 1990, pág. 232). Ahora, ~as alla de la mgenmdad de esta afirmación, creo que la cuestión del imperia­h_smo cultural no puede ser liquidada buscando simplemente poner en eviden­cia _el hecho de que las. :ulturas locales desempei1an de todos modos un papel activo en la configuracton del actual proceso de globalización.

3. Puede resultar interesante notar que el "glocalismo ético" parece hallar-

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Cosmopolitismos con rostro bumano

Como conclusión, se puede sostener que también el cosmo­politismo de Tomlinson está radicado en ámbitos cotidianos locales y que no concierne la obligación moral con respecto a modelos abstractos de ciudadanía global. El "glocalismo ético" se diferencia del cosmopolitismo clásico precisamente porque no subsume las diferencias culturales. En su crítica a la invita­ción de Ni cholas Garnham (expresada en Tbe Media and tbe Public Spbere) a apostar en favor de una "racionalidad universal pascaliana" (Garnham 1992, pág. 370), Tomlinson rechaza en estos términos las pretensiones de cualquier perspectiva univer­salista de tipo tradicional:

el problema del pluralismo no es el de una elegante teoría relativis­ta, sino el de aquella pluralidad real de las experiencias vividas en los contextos locales que forman la totalidad global. Las personas, simplemente, tienen perspectivas e intereses político-culturales diversos, los cuales derivan de su situación local, a la cual los inte­reses globales son extraños. Además, no poseemos criterios mora­les supraordinados que nos permitan jerarquizar tales intereses, asignando la precedencia a los globales, ni disponemos de algnnos mecanismos político-institucionales eficaces que puedan establecer tal jerarquía en las políticas prácticas. En verdad, es precisamente a causa de esta falta, como reconoce la Comisión sobre el Gobierno Mundial, que las cuestiones de interés global deben ser planteadas en términos de diálogo cultural entre intereses globales y locales (Tomlinson 1999, pág. 223).

Finalmente, podemos referirnos al trabajo de Broce Robbins para completar la reseña sobre esta nueva sensibilidad cosmopo­lita. Robbins está seguramente entre los autores que más han contribuido a la redefinición de la noción de cosmopolitismo.

Para Robbins, existen dos modos diversos de interpretar la experiencia cosmopolita. El primero deriva directamente de los

se, en algunos de sus aspectos, enteramente en línea con el "relativismo moral" de Richard Rorty, un autor que ha inscrito su obra en una tradición de pensa­miento por cierto diferente de la de Tomlinson. Para una crítica significativa de las concepciones de Rorty, pero inherente a todas las perspectivas que se proclaman, de un modo u otro, "particularismos militantes", como las deno­minó Raymond Williams, remito a Eagleton 1996, págs. 129-146.

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significados tradicionales o iluministas asociados a la noción de c?smopolitismo. En la visión clásica, afirma Robbins, la expe­nencia cosmopolita es sinónimo, como se sabe, de "criticismo desarraigado", de "distanciamiento" de toda tradición o perte­nencia cultural o nacional, en última instancia de "imparciali­dad" o de "objetividad" orientada a la búsqueda de un presunto ideal o imperativo universal. Hoy, prosigue Robbins, eslll·noción de cosmopolitismo, especialmente en el mundo anglosajón, se está volviendo cada vez más el coto de la derecha, sea liberal o conservadora (Robbins 1993). A los significados tradicionales e iluministas del término cosmopolitismo, se remiten, por ejem­plo, desde las posiciones de un escritor como Naipaul (quien no d~a en definirse como un intelectual "apátrida", "desarraiga­dO'\ "independiente" y "distante" de cualquier tradición cultu­ral), 4 hasta las concepciones de autores como Martha Nussbaum y David Hollinger, ambos comprometidos en la re definición de lo que fue llamado el "nacionalismo cívico" norteamericano, vale decir un horizonte político y pedagógico abierto y toleran­te ante el multiculturalismo, pero postétnico (en referencia al texto de Hollinger R~-Etbnic America de 1995) y por lo tanto decididamente crítico para con aquellas tendencias excesiva­mente concentradas e la exaltación de las particularidades cul-

4. Según Timothy Brennan, tiene poco sentido definir a V. S. Naipaul o aun a Salman Rushdie como escritores desarraigados y apátridas. Estos dos autores, según su parecer, expresan "visiones del mundo" e "ideologías" que tienen un epicentro más bien localizado: las universidades anglo-norteameri­canas. Por este motivo, Brennan, como por otra parte Robbins, prefiere hablar de "~scritores metropolitanos" en vez de "intelecruales cosmopolitas" para

, defimr su starus en la acrual intelligentsia internacional: "el éxito cosmopolita de la forma novela ha atraído la atención sobre este ámbito bien publicitado de la narrativa del Tercer Mundo. Uno de los resultados de este proceso ha sido el aumento de criticas cosmopolitas del Tercer i\1undo, que ofrecen una visión desde el interior,_ de pueblos antes ocultos, en beneficio de los lectores europe­os Y norteamencanos y en novelas adaptadas a los gustos literarios metropoli­tanos" (Brennan 1992, pág. 124). Sin embargo, concluye Brennan, la insisten­cia de estos escritores sobre temas poscoloniales como el desarraigo o la criti­ca del nacionalismo anticolonialista no representa para nada la totalidad de la estética contrahegemónica de gran parte de la escritura tercermundista con­temporánea.

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turales de los diversos grupos que componen la sociedad norte­americana contemporánea.

Para Robbins, sin embargo, existe también una segunda opción, seguramente más progresista y menos etnocéntrica, en el modo de concebir hoy la experiencia cosmopolita. A partir de las impostaciones de autores como Said y Clifford, propone pensar el cosmopolitismo de hoy más como "identidades multi­siruadas" o "multilocales" que como "desarraigo" o "distancia­miento" de todo localismo por parte de los sujetos y/o de las cul­turas. Según Robbins, concebir el cosmopolitismo como sinóni­mo de "pertenencias múltiples", en vez de referirlo al vacío abs­tracto de la no pertenencia, equivale a dar a esta noción una acepción menos elitista, más amplia y más ~umana (en el senti­do de que ya no será más patrimonio exclusivo de los intelec­tuales occidentales). Desde este punto de vista, cosmopolitismo no puede significar tener el mundo como casa o ser un ciudada­no del mundo. Para Robbins, esta vieja acepción es también una manifestación del imperialismo moderno occidental y por lo tanto de aquella voluntad de potencia que pretende para sí sea el acceso sea el control de toda diferencia cultural. En este senti­do, para Robbins los cosmopolitas discrepantes de Clifford representan el fundamento de una nueva ética cosmopolita y cosmopolítica y por lo tanto de una nueva forma de internacio­nalismo desnacionalizado, fundado sobre las comunidades (loca­les) de sentido antes que sobre ideales morales sentidos como lejanos o abstractos.

4. CONCLUSIÓN: COSMOPOLITISMOS ANTAGONISTAS

O COSMO!lv!PERIALISMOS

Para empezar a trazar un balance sobre las cuestiones acerca de las cuales estoy argumentando, resultará de gran utilidad la referencia a aquello que Paul Rabinow, en su ensayo incluido en la recopilación Writing Cultures (1986), ha denominado "cosmo­politismo crítico". La ética cosmopolita promovida por Rabinow, a mi juicio, atraviesa las cuatro posiciones que he delineado pre­cedentemente. Por este motivo, puede constituir una óptima

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síntesis de estos "cosmopolitismos con rostro humano". Rabinow configura su "cosmopolitismo crítico" a partir de una doble valorización:

La eticidad es el valor clave. Es una posición de confrontación, que sospecha de los poderes soberanos, de las verdades universales, de la excesiva relativización, de la autenticidad local, de los varios ·ntora­lismos. La comprensión es el segundo valor clave, pero es una com­prensión que sospecha de las propias tendencias imperiales. Se esfuerza por ser extremadamente atenta y respetuosa con respecto a la diferencia, pero es también consciente de su tendencia a esencia­lizaf la diferencia. Compartimos una misma condición de existencia -que hoy se ve intensificada por nuestra capacidad, a veces apasio­nada, de obliterarn9s los unos con los otros- o bien una experiencia histórica y espacial específica, aunque compleja y conflictiva, y una interdependencia a nivel mundial que alcanza a todas las particula­ndades locales. Nos guste o no, estamos todos en esta situación. Tomando en préstamo un término empleado en diversas épocas his­tóricas para describir a los cristianos, a los mercaderes, a los aristó­cratas, a los judíos, a los homosexuales y a los intelectuales (en cada caso con un significado diferent~defino como cosmopolitismo esta doble valorización. Cosmopolitis o en el sentido de un etbos de las interdependencias globales, que ti e una viva conciencia del carác­ter de inevitabilidad y de particularidad de los lugares, de las trayec­torias históricas y,de los destinos. Aun si todos somos cosmopolitas, el bomo sapiens no está preparado todavía para interpretar esta con­dición. Al parecer nos resulta difícil encontrar un equilibrio, y pre­ferimos reificar identidades locales o construir identidades universa­les. Vivimos a mitad del camino (Rabinow 1986, pág. 322).

Es necesario aclarar que no puede entenderse el cosmopoli­·tismo crítico de Rabinow como un simple relativismo moral o cultural. Se trata, en mi opinión, de la búsqueda de un nuevo universalismo, desde luego de cuño postuniversalista. Algo simi­lar _al universalismo del diálogo propuesto recientemente por Judtth Butler (1995), un universalismo entendido más como un horizonte nunca plenamente alcanzable que como algo "dado" con lo cual es necesario alinearse u homologarse; en otras pala­bras, como afirma esta autora, un universalismo fundado en un constante esfuerzo de "traducción" entre los distintos grupos

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que luchan por sus propios derechos. Pero también se asemeja al "universalismo ideal" promovido por Etienne Balibar (199 5), un universalismo siempre latente en la época de la interdepen­dencia global, basado en la insurrección y en la resistencia de grupos y sujetos sojuzgados por el universalismo ficticio o nor­malizador que imponen ciertos regímenes de poder.

El cosmopolitismo crítico de Rabinow puede interpretarse, asimismo, como parte de un manifiesto por un nuevo multicul­turalismo, muy distinto del multiculturalismo cercano a la tradi­ción liberal democrática. Este nuevo multiculturalismo, funda­do en el ethos de la interdependencia global, propone pensar las identidades culturales como el resultado necesario de una arti­culación entre lo global y lo local, y por ende, como fenómenos esencialmente "infundados", "híbridos", "traducidos" o mera­mente cosmopolíticos. Es lo mismo que sostiene Clifford cuan­do, en un artículo publicado en Aut Aut, titulado "Tomarse en serio la política de la identidad" (2000), pide a los antropólogos que en sus etnografías concentren la atención no tanto en las

1 " """u!", 1 "culturas" cuanto en as coyunturas o art1c ac1ones , en as "complejas mediaciones entre lo víejo y lo nuevo, entre lo local y lo global" (Clifford 2002, pág. 105).'

A mi juicio, en tal sentido debe entenderse la sugerencia de Gayatri Spivak, contenida en su trabajo publicado en el mismo número de Aut Aut, según la cual debemos "imaginarnos a nos­otros mismos" -pero también a los otros-" como sujetos plane­tarios más que como agentes globales, como criaturas planeta­das y no como entidades globales". Partiendo de este nuevo imperativo ético, aclara Spivak (2002, págs. 75-76):

La alteridad ya no proviene de nosotros, no será más nuestra nega­ción dialéctica, ella nos contiene y al mismo tiempo nos aísla; pen­sarla, por lo tanto, ya significa transgredida, porque a pesar de nuestras incursiones en lo que metaforizamos, según el caso, como

5. Conviene subfayar que este ensayo de Clifford integra Without Guanmtees: In honotw of Stumt Hall (2000), un libro editado por Paul Gilroy, Lawrence Grossberg y Angela McRobbie dedicado al recorrido teórico de Stuart Hall. En la perspectiva de Hall, el término "articulaciónn tiene un sig­nificado enteramente particular, retomado aquí en parte por Clifford.

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espacio externo e interno, lo que está por encima de nosotros y fuera de nuestro alcance no existe en continuidad con nosotros, así como tampoco es, desde luego, específicamente discontinuo.

Ahora bien, según parece, para esta nueva sensibilidad cos­mopolita o para esos cosmopolitismos con rostro humano, la insistenCia en esta particular estrategia discursiva antiesenciafts­ta en la lectura y en el análisis de las identidades culturales cons­tituye una importante arma crítica en la lucha contra toda forma de integralismo, racismo, fundamentalismo o imperialismo cul­tural. Llegados a este punto, sin embargo, debemos hacernos la siguiente pregunta: el despliegue de esta nueva perspectiva cos­mopolita, centrada en el principio de la diferencia y de la aper­tura hacia el otro, ¿alcanza por sí solo, como sostiene Clifford, para originar movimientos translocales de resistencia al capita­lismo global, al racismo, al absolutismo étnico, al imperialismo?

"- La pregunta resuena insistentemente en algunos sectores de la teoría social. Autores marxistas como Terry Eagleton, Aijaz Ahmad o Arif Dirlik han acusado con frecuencia a los estudios poscoloniales, muchas veces con r~ón, de hablar demasiado de la .diferencia .cultu~al.y demasia?o o:o de la expl~tación econó­mica o del Impenahsmo. Segun I punto de vista, podemos encontrar una razón para esta postura en la siguiente afirmación de Edward Said (1993, págs. 311-312):

Parece irónico que las descripciones de las nuevas formas adopta­das por el imperialismo utilicen, casi siempre, expresiones apoca­lípticas y anormales que difícilmente habrían sido aplicables a los imperios clásicos en su apogeo. Algunas de estas descripciones expresan un sentido de ineluctabilidad absolutamente desarmante, algo frenético, opresivo, impersonal y determinista: acumulación en escala mundial, sistema capitalista mundial, desarrollo del sub­desarrollo, imperialismo y dependencia, o bien estructura de la dependencia, pobreza e imperialismo. Se trata de un repertorio de expresiones bien conocido en economía, ciencias políticas, historia y sociología, que frecuentemente es más utilizado por los defenso­res de ciertas controvertidas escuelas de pensamiento de la izquier­da antes que por quienes rigen los destinos del Nuevo Orden Mundial. A pesar de esto, no es difícil discernir las implicancias cul-

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Cosmopolitismos con rostro humano

rurales de tales expresiones y conceptos, y -aunque su naturaleza sea objeto de frecuentes debates y esté lejos de poder ser definida de una vez por todas- éstas resultan, ay, innegablemente depri­mentes también al ojo menos malicioso.

Es innegable que, al menos respecto de los estudios cultura­les o de los estudios poscoloniales, esta renovada sensibilidad por el cosmopolitismo se inscribe aún en la afanosa búsqueda de un sujeto, o, en otras palabras, de la dimensión humana en la historia, ampliamente descuidada en las teorías políticas clásicas sobre el imperialismo, criticadas por Said. Sin duda el primer gran mérito de los estudios postcoloniales ha sido el de haber intentado deshacer, mediante la tentativa de restituir la voz a los grupos subalternos (coloniales o no), aquel tiempo "lineal y vacío" que Walter Benjamin ha señalado como constitutivo de la tradición del discurso histórico occidental (véase Mezzadra, Rahola, 2003). No menos importante fue el mérito de haber devuelto la sangre, por decirlo así, al relato del despliegue de la modernidad capitalista occidental, el intento por mantener viva la memoria histórica de la violencia (política, cultural y episte­mológica) difundida por todo el planeta por fenómenos como el colonialismo, el imperialismo, la esclavirud, el racismo y el nacionalismo. En especial en un período como el que siguió inmediatamente a la caída del muro de Berlín, dominado por diversos revisionismos dirigidos a la celebración de las presuntas tradiciones liberal-democráticas sobre las cuales se habría cons­truido la identidad occidental moderna (a este respecto baste con recordar textos como El fin de la Historia (1992) de Francis Fukuyama o El pasado de una ilusión (1995) de Fran~ois Furet). Los postcolonial studies han desempeñado un papel de gran importancia en derrocar lo que Domenico Losurdo ha llamado el "sofisma de Talmon":

A la historia trágica del comunismo, denunciada como la encarna­ción misma del totalitarismo, se ha contrapuesto (por parte de Talmon, en los años que siguieron inmediatamente a la Segunda Guerra Mundial) el cuadro idílico de Inglaterra y de Estados Unidos o de otros países regidos por las reglas del juego liberal. ¿Pero qué es de esas reglas en las colonias o en las relaciones con

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las poblaciones de origen colonial? ¿Y qué es de esas reglas en las situaciones de crisis aguda? Marx ya había denunciado anticipada­mente un aspecto esencial del "sofisma de Talmon", el silencio sobre las colonias ( ... ]. Después de las tragedias del siglo XX, se vuelve evidente otro aspecto esencial: la abstracción del estado de excepción, comenzando por aquel provocado por la guerra total (Losurdo 1998, pág. 56).

En síntesis, se puede estar esencialmente de acuerdo con Bhabha cuando, en referencia al trabajo de Fanon, sostiene que los estudios poscoloniales han desempeñado un rol de primer plano en la restitución de una noción benjaminiana de historia. Más allá de los limites de los cuales hemos hablado en el primer punto de nuestro trabajo, no se puede negar que la relectuta poscolonial de la historia nos recuerda ante todo que el estado de excepción en que vivimos (Guantánamo, Abu Ghraib, leyes xenófobas antiinmi­gración, leyes antiterrorismo, la violenta represión por parte del Estado italiano a los manifestantes contra el vértice del GS de Génova, etc.) no es algo contingente o pasajero, sino la regla misma de nuestro actuar: )

el estado de excepción es también siempre un estado de emersión, en el cual algo sale a la luz: por eso la lucha contra la opresión colo­nial no sólo cambia la orientación de la historia occidental, sino que pone en.discusión su propia idea historicista del tiempo como tota­lidad progresiva y ordenada; en cuanto al análisis de la despersona­lización colonial, no se limita a refutar la idea iluminista de "hom­bre" sino que pone en duda la transparencia misma de la realidad social entendida como imagen ya dada del conocimiento humano. Si el orden del historicismo occidental está turbado por el estado de emergencia colonial, más todavía lo está la representación social y psíquica del sujeto humano: de hecho en la condición colonial la naturaleza misma de la humanidad se vuelve algo extraño, y emer­ge en aquel "declive completamente desnudo" (Fanon) no como afirmación de voluntad ni como evocación de libertad, sino como una pregunta enigmática (Bhabha 1994, pág. 63).

Creo sin embargo que la articulación de una verdadera sub­jetividad antagonista, de un verdadero cosmopolitismo progre­sista o discrepante -como aquel augurado por Clifford, Bhabha,

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Chakrabarty o Rabinow, entre otros- no puede prescindir de la referencia a aquellos procesos socioeconómicos y geopolíticos de amplia pero también pequeña escala, en los cuales se inscri­ben necesariamente las diversas políticas de la identidad. Un cosmopolitismo antisistema no puede hoy borrar de su agenda el análisis de factores como la continua transformación de los procesos laborales, la nueva geografia del mercado mundial, la nueva división internacional del trabajo, la emergencia de un nuevo orden mundial. Pienso que también es en torno a estos temas que se debe construir un nuevo universalismo menos etnocéntrico. En este sentido, y en contra de lo dicho por Said, me parece que las-teorías clásicas sobre el imperialismo así como el "viejo" internacionalismo -con una debida puesta al día- tie­nen todavía algo que decirnos. Es lo que sostiene también un autor poscolonial como Robert Young (2003b, pág. 43):

"Si se quiere entender cómo destruir el capitalismo -sugería el Che Guevara en 1967- es necesario identificar su cabeza, que no es otra que los Estados Unidos". Hoy, en los mismos Estados Unidos, se propone una perspectiva distinta de la del Che, también por parte de la izquierda. En Imperio, Michael Hardt y Toni Negri afirman que "ni los Estados Unidos, ni mucho menos cualquier otro Estado nacional puede ponerse en el centro de un proyecto imperialista. El imperialismo está terminado". El libro de Hardt y Negri fue un best-seller en los Estados Unidos. Y no- hay duda de que más de un norteamericano se puede haber sentido aliviado al oír decir que el gobierno norteamericano solamente había defendido los intereses del mundo entero, y no los específicos de los Estados Unidos. Pero ni Hardt ni Negri habrían formulado jamás una afirmación seme­jante si hubieran vivido en Cuba. La historia se puede haber acaba­do para Fukuyama, el imperialismo para Hardt y Negri, pero si nos encontramos en Cuba y veinos recluidos allí a los prisioneros de guerra de Medio Oriente capturados en Mganistán, en la base de Guantánamo, con el desprecio más absoluto por el derecho interna­cional y por la Convención de Ginebra sobre prisioneros de guerra, si miramos el cielo sobre Baghdad, si nos encontramos en Kabul o en Palestina, entonces descubrimos la historia ininterrumpida del mismo imperialismo contra el cual combatió el Che Guevara, que continúa, ante nuestros ojos, su curso indetenible. Hoy, en realidad, las palabras con que Guevara describía a los Estados Unidos como

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world supe1power, insistiendo sobre la irreversible hegemonía del punto de vista norteamericano sobre el mundo, sobre un concepto de libertad que parece sugerir que el mundo podrá ser libre sólo cuando acepte la idea norteamericana de libertad, parecen verdade­ramente anticipar el presente. Éste es el único motivo por el que hoy vale la pena volver, junto con el Che, a la Tricontinenral.

Como sugiere Young, por lo tanto, el "viejo" antiimperialis­mo no murió con la caída del muro de Berlín. Puede ofrecernos instrumentos -heurísticos, epistemológicos y políticos- aún válidos en la lucha contra otro universalismo, con epicentro en Washington, que se ha vuelto cada vez más autoritario y agresi­vo, engrampado de un modo enteramente perverso en la retóri­ca del cosmopolitismo liberal clásico y expresión ideológica de lo que algunos han llamado "nuevo imperialismo humanitario" (véase Bensaid 2003, págs. 45-65). Un cosmoimperialismo que proviene de las formas contemporáneas del dominio imperial y por lo tanto es útil como disuasor ideológico para "bombardeos humanitarios" y para el mantenimiento de un estado de guerra global (cultural, político, pero también militar) permanente. Es cuanto se trasluce de las siguientes palabras de Roger Kimball (1991, pág. 13),' uno de los tantos ideólogos de este (poco) seductor cosmoimperialismo liberal:

Les guste o no a los multiculturalisras, la opción que tenemos ade­lante hoy no es entre una cultura occidental represiva y un paraíso multicultural, sino entre cultura y barbarie. La civilización no es un regalo, es una conquista -una frágil conquista, que tiene una nece­sidad constante de ser consolidada y defendida de los atacantes, internos y externos-.

Para terminar, como se deduce también de las palabras de Young, me parece que una reflexión sobre los hechos recientes en Irak nos ofrece numerosísimos puntos de partida para un razonamiento ulterior sobre todos estos temas.

6. Se trata del 7Jianaging editor de la revista norteamericana de crítica col­rural The Ne1v Criterion, uno de los intelecruales mejor conocidos de la dere­cha liberal conservadora en Estados Unidos.

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Bibliografía

En el texto, el año que acompaña las remisiones bibliográficas según el sistema autor-fecha corresponde siempre a la edición en len­gua original, mientras que los números de página citados pertenecen siempre a la traducción italiana, cuando existe y se hace referencia explícita a ella en esta bibliografía.

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