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Materia: Historia Moderna Cátedra: Campagne Teórico: 17 Fecha: 11 de octubre de 2012 Tema: La reforma protestante en el continente (III): La etapa fundacional de la reforma luterana: el tiempo político (1526-1555). La doctrina luterana: la justificación por la sola fe. Dictado por: Fabián Alejandro Campagne Revisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne -.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-. -.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.- Profesor Fabián Campagne: La semana pasada pude presentar en forma completa los dos primeros tiempos de la fase fundacional de la reforma luterana, que son el teológico y el social, y vamos a comenzar ahora con el tercero y último, que es el político, tiempo que se extiende entre 1526 y 1555. Es un tiempo político-militar- diplomático. El protagonista central de este tiempo político es el Kaiser Carlos V, el Sacro Emperador Romano Germánico. Carlos V trató de frenar, de postergar todo lo que pudo la salida militar al conflicto religioso. En algún sentido él y sus consejeros pensaban que si el conflicto lo habían provocado los intelectuales era injusto pedirle a los políticos que lo solucionaran. Esa actitud de Carlos V tal vez pueda explicarse por dos motivos. En primer lugar, por su ideología. Carlos V compartía en materia religiosa un ethos 1

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Materia: Historia Moderna

Cátedra: Campagne

Teórico: 17

Fecha: 11 de octubre de 2012

Tema: La reforma protestante en el continente (III): La etapa fundacional de la reforma luterana: el tiempo político (1526-1555). La doctrina luterana: la justificación por la sola fe.

Dictado por: Fabián Alejandro Campagne

Revisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne

-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-.-

Profesor Fabián Campagne: La semana pasada pude presentar en forma completa los dos

primeros tiempos de la fase fundacional de la reforma luterana, que son el teológico y el social, y

vamos a comenzar ahora con el tercero y último, que es el político, tiempo que se extiende entre

1526 y 1555. Es un tiempo político-militar-diplomático.

El protagonista central de este tiempo político es el Kaiser Carlos V, el Sacro Emperador Romano

Germánico. Carlos V trató de frenar, de postergar todo lo que pudo la salida militar al conflicto

religioso. En algún sentido él y sus consejeros pensaban que si el conflicto lo habían provocado los

intelectuales era injusto pedirle a los políticos que lo solucionaran. Esa actitud de Carlos V tal vez

pueda explicarse por dos motivos. En primer lugar, por su ideología. Carlos V compartía en materia

religiosa un ethos genéricamente irenista, muy influenciado por los postulados de Erasmo de

Rotterdam (la máxima luminaria intelectual del espacio civilizatorio en el que nació y se crió Carlos

V antes de trasladarse a la Península Ibérica).

Pero existían también razones pragmáticas por las que Carlos V adopta esta actitud renuente

respecto de la salida militar de la crisis religiosa. El pragmatismo se relacionaba en este caso con la

rápida mutación del equilibrio político interno del Imperio provocada por la irrupción y el éxito

inicial del luteranismo. Una muestra clara, un síntoma claro de este cambio de equilibrio interno es

lo que sucede durante la Segunda Dieta de Speyer (o Spira) en marzo de 1529. En esta asamblea

imperial Carlos V informa a los príncipes laicos y eclesiásticos, y a los representantes de las

ciudades autogobernadas, que tenía decidido tolerar el luteranismo en las áreas en las que ya se

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había instalado, pero que simultáneamente prohibía su difusión en nuevas regiones. Cuando el

Kaiser comunicó esta decisión, seis príncipes territoriales laicos, entre los que se contaban tres de

los cuatro electores, y catorce ciudades imperiales libres (entre ellas, varias de las más populosas de

Alemania) protestaron enérgicamente ante lo que consideraron un intolerable corset a la expansión

de su confesión. El episodio es importante por dos motivos. A nivel anecdótico, porque explica los

motivos por los que a los seguidores de Lutero, a los evangélicos, a los reformados, desde

comienzos del siglo XVI se los conoce también con el nombre de “protestantes”. A nivel político, la

Segunda Dieta de Speyer confirma la gran cantidad de poderes fácticos destacados dentro del Sacro

Imperio que abiertamente apoyaban la causa luterana. Carlos V tomó nota de la situación. El

emperador necesitaba detrás suyo a un imperio alemán compacto y unido, a causa de la guerra

perenne que por entonces la Casa de Habsburgo libraba con el reino de Francia. Durante todo su

reinado Carlos V está en guerra con Francisco I (¿se acuerdan, de hecho, que Francisco de Valois

fue el rival de Carlos V en la elección imperial de 1519?). A partir de 1519 Francia quedó

literalmente rodeada por posesiones de Carlos V (casi la totalidad de la frontera terrestre francesa

limitaba con posesiones de la Casa de Austria). Geopolíticamente la guerra entre ambas potencias

resultaba inevitable. Tal es así que de hecho la continúan los hijos de ambos monarcas, Felipe II de

España y Enrique II de Francia. Carlos V no podía hacerle la guerra a Francia si a sus espaldas tenía

una guerra civil en el seno del Imperio. Es por ello que en 1532 cambia de postura y concede plena

libertad de culto a los luteranos dentro del Sacro Imperio hasta la reunión del futuro concilio

universal, que se esperaba solucionaría esta disputa teológica.

El concilio universal finalmente se reúne. Se trata, como ustedes saben, del Concilio de Trento, que

comienza a sesionar el 13 de diciembre de 1545, casi 30 años después de que empezara el conflicto

religioso en noviembre de 1517.

El dato que ahora nos importa a nosotros es que cuando Trento comienza a sesionar, los luteranos

ya habían tomado la decisión política de no sumarse, de no participar del encuentro. En principio, el

hecho resulta extraño. Se acuerdan de que el propio Lutero había hecho un primer llamado a la

convocatoria de un concilio universal a fines de 1518 (publicó de hecho un opúsculo titulado

Llamada al futuro concilio). ¿Por qué cambió de posición décadas más tarde? Porque el luteranismo

imaginaba un concilio en el que pudieran participar de igual a igual con los teólogos católicos, y no

en condición de herejes o acusados; un concilio que no sólo no estuviera dominado por el papa sino

que se ubicara claramente por encima de su autoridad (como proponían los conciliaristas del siglo

anterior); y por último, un concilio que sesionara en territorio alemán, nunca en territorio italiano.

Trento no cumplía con ninguna de estas tres condiciones, y es por ello que los luteranos optan por

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no sumarse a la asamblea. Ante esta decisión, Carlos V ya no tiene más argumentos para continuar

postergando la salida militar al conflicto religioso (salida militar que Lutero no llegó a ver, pues

falleció pocas semanas después de que comenzara a sesionar Trento, el 18 de febrero de 1546).

Estalla así la primera guerra de religión de la Historia Moderna. Una guerra fratricida, una

contienda civil en la cual se enfrentan alemanes católicos contra alemanes luteranos. La primera

batalla de este conflicto intestino es la de Mühlberg, librada el 24 de abril de 1547. Se trató de una

aplastante victoria del bando católico sobre el protestante. Mühlberg se libró en territorio de

Brandeburgo, en la Alemania de este. Quiere decir que las tropas imperiales habían logrado penetrar

profundamente en la Alemania protestante, habían logrado introducir una cuña importante en

territorio enemigo. Seguramente todos habrán visto alguna vez el célebre retrato ecuestre de Carlos

V pintado por Tiziano; pues bien, el artista representa al emperador en los instantes inmediatamente

posteriores a la obtención de la gran victoria (por ello se lo muestra a caballo y vistiendo su

armadura). La derrota fue severa para los protestantes. De hecho, el elector de Sajonia –ya sabemos

lo que en términos simbólicos representaba el electorado de Sajonia para la causa luterana– Juan

Federico el Magnánimo, sobrino de aquel Federico el Sabio que tanto hiciera por Lutero, fue

tomado prisionero por Carlos V y despojado del Electorado, que fue asignado a otra rama de la

familia Wettin. Felipe de Hesse, por entonces ya un hombre maduro, y otro de los protectores

históricos de Lutero, también fue tomado prisionero por las tropas imperiales durante el desastre de

Mühlberg.

Pero el bando evangélico logró rápidamente rearmarse. En gran medida gracias al apoyo moral y

material que le brindara el nuevo rey de Francia, Enrique II. Lo cual es interesante porque

demuestra que antes de que se formulara en términos teóricos la doctrina de la “razón de estado”,

algunos monarcas ya la llevaban a la práctica cuando planteaban sus alianzas estratégicas. La del

rey de Francia era una actitud muy maquiavélica, y en ese sentido muy moderna: para desestabilizar

al muy católico emperador alemán el muy católico rey de Francia no dudaba en aliarse con los

príncipes luteranos. Cuando se trataba de resolver dilemas geopolíticos la religión pasaba a un

segundo plano (por éso digo que se trataba de una actitud muy renacentista, muy poco medieval en

ese sentido).

Pues bien, cinco años después de Mühlberg se libra una segunda batalla en el marco de esta

contienda civil: la de Innsbruck. En este caso se trató de una dura derrota para el bando católico.

Innsbruck era la capital del Tirol, uno de los archiducados austriacos. Ahora estamos, entonces, en

la Alemania católica profunda. Quienes por entonces habían logrado introducir una importante cuña

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en territorio enemigo fueron los evangélicos. Innsbruck incluso no se encontraba muy lejos de

Trento, donde por entonces estaba sesionando el conflicto ecuménico (que de hecho debió

suspender sus sesiones por temor a que la ciudad cayera en poder de los príncipes alemanes

herejes).

Ya sabemos que la “vía teológica” de resolución del conflicto religioso había fracasado. En la

década de 1530 se organizaron gran cantidad de coloquios en los que participaron teólogos católicos

y luteranos con el objetivo de hallar una fórmula de concordia que pusiera fin al conflicto, y nunca

se habían logrado resultados concretos. Ahora fracasaba también la “vía militar”, porque la guerra

había concluido con una victoria para cada bando, con un empate. Quedaba una única vía abierta, la

diplomática. Y es efectivamente la que va a poner fin al conflicto. En 1555 se firma la Paz de

Augsburgo, el primer documento que explícitamente reconoce el quiebre definitivo del ecumene

cristiano en Occidente. La Paz de Augsburgo le concede a los poderes soberanos del Sacro Imperio

–a los príncipes laicos, a los eclesiásticos, a las ciudades libres– la libertad religiosa que le niega a

los individuos, según el clásico principio “cuius regio, eius religio”. Esa frase en latín no puede

traducirse literalmente porque carece de verbos. Si se los agrego, podría traducirse más o menos de

la siguiente manera: a quién pertenece la región, suya será la religión (es decir, suyo será el derecho

de fijar la religión). En otras palabras, quien gobierna tiene derecho a establecer la religión del

estado. En el siglo XVI este aforismo latino se traduce al castellano en los siguientes términos: “es

religión la del señor de la región”. Ello significaba que, si un príncipe territorial alemán decidía

romper con Roma e instauraba el luteranismo en su territorio sin conceder libertad de conciencia,

sus súbditos tendrían sólo dos opciones: o se convertían al luteranismo o migraban hacia otro

principado alemán que se mantuviera fiel a la Iglesia papal. Y viceversa, si un príncipe alemán

decidía mantenerse aliado a Roma y no concedía libertad de culto dentro de su jurisdicción, pues

entonces sus súbditos luteranos o volvían a la antigua religión o migraban hacia un principado que

defendiera la Reforma. Queda un detalle importante por aclarar: la paz de Augsburgo deja afuera

del acuerdo al calvinismo, lo que puede considerarse un error de cálculo importante, pues los

calvinistas provocarían en 1618 el estallido de una segunda guerra civil por motivos religiosos en

territorio alemán, esa espantosa tragedia colectiva que fue la Guerra de los Treinta años.

Tenemos que hacer ahora un balance en términos de expansión geográfica. ¿En qué regiones de Eu-

ropa el luteranismo logró finalmente imponerse para mediados de la década de 1550? El balance re-

sulta decepcionante. En función de la fenomenal expansión inicial de esta nueva forma de cristianis-

mo era dable esperar un potencial expansivo mayor. Y sin embargo ése no fue el caso. Vamos a ver

la semana próxima que el calvinismo tuvo una capacidad de penetración geográfica muy superior a

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la del luteranismo. El calvinismo, por caso, cruzó el Atlántico y llegó hasta América del Norte.

Nada similar consiguió el luteranismo durante nuestro período. En la década de 1550 el luteranismo

alcanza su límite histórico, porque las áreas que por entonces cubre son las mismas que ocupará en

los siglos subsiguientes. El luteranismo logró consolidarse, primero, sobre dos tercios del territorio

alemán propiamente dicho: la Alemania del norte y del este. Solo la Alemania del sur se mantuvo

católica (esencialmente centrada en torno de Baviera [patria del actual papa alemán, Joseph Ratzin-

ger] y de los principados austriacos, hogar de la casa Habsburgo). El catolicismo también logró so-

brevivir en una serie de dispersos y aislados principados eclesiásticos ubicados en el oeste del Impe-

rio. Pero fuera de Alemania, la única región europea en la que el luteranismo logró imponerse fue

Escandinavia. En 1527, en la Dieta de Västerås Suecia proclamó al luteranismo religión oficial del

reino (recordemos que en la Edad moderna Suecia incluía también lo que hoy es Finlandia). Y en

1541, en la Dieta de Copenhague, Dinamarca hizo lo propio: proclamó al luteranismo religión ofi-

cial del estado (en la Edad Moderna Dinamarca abarcaba también lo que hoy es Noruega).

* * * *

Bueno, terminamos así con la parte histórica propiamente dicha, y vamos a pasar a una sección de

la clase más estrechamente relacionada con la historia intelectual: me refiero a la presentación del

programa de reforma religiosa luterana.

Este programa consta de al menos siete doctrinas fundamentales. Hoy vamos a analizar solamente

la primera, la más compleja, y aquella de la cual se desprenden todas las demás. Me refiero a la doc-

trina madre del credo protestante: la “justificación por la sola fe”. Las restantes seis piezas del pro-

grama de reforma luterana, que veremos mañana, son: la reforma de los sacramentos (y muy espe-

cialmente de la eucaristía), el sacerdocio universal de los fieles, la libre interpretación de la Biblia,

la negación de la supremacía papal sobre la Iglesia universal, la supresión del monacato y la aboli-

ción del culto a los santos.

Vamos a empezar hoy con la primera, la cuestión de la justificación por la sola fe. Ustedes saben

que “soteriología” es el nombre que recibe la rama del pensamiento cristiano que se especializa en

el estudio de las diferentes vías de salvación. La soteriología es, pues, la teología de la salvación. Se

trata de una disciplina que siempre ha buscado responder dos preguntas fundamentales: cuánto mé-

rito propio posee el hombre en el proceso de su propia regeneración, y cuán corrompida ha quedado

la naturaleza humana después de la Caída como para orientarse hacia el bien por sus propios me-

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dios, sin el auxilio del orden sobrenatural. En el seno de la soteriología detectamos, pues, tanto un

problema antropológico cuanto un problema metafísico, el primero ligado a la cuestión de la natura-

leza humana y el segundo al problema de la presencia del mal en el mundo.

La soteriología también es la rama del pensamiento teológico que mejor pone de manifiesto una ca-

racterística profundamente original del cristianismo, sobre todo cuando lo analizamos en perspecti-

va comparada, cuando lo comparamos con las otras grandes religiones con tendencias monoteístas

surgidas en el Medio y Cercano Oriente: el mazdeísmo, el Islam, el judaísmo. Este carácter fuerte-

mente idiosincrásico que tiene el cristianismo a menudo pasa completamente desapercibido tanto

para sus detractores como para sus defensores. ¿Por qué? Porque más allá de la opinión que tenga-

mos al respecto, desde hace dos mil años el cristianismo es en Occidente un dato de la realidad, y

esta circunstancia dificulta la toma de distancia, el ojo crítico, la perspectiva antropológica. En al -

gún sentido bloquea la mirada de etnógrafo que cualquiera de nosotros rápidamente adoptaría si se

nos encargara estudiar una religión del Lejano Oriente o la cosmología de una etnia siberiana, ama-

zónica o etíope. Es decir, los cientistas sociales adoptan la mirada de etnógrafo de manera automáti-

ca cuando se trata de estudiar las religiones no occidentales, pero parecen tener dificultad para ha-

cerlo cuando se trata de encarar el estudio del cristianismo (otra prueba más, quizás, del etnocentris-

mo implícito que todavía sigue limitando a las ciencias sociales contemporáneas)

Ahora bien, ¿cuál es esta originalidad del cristianismo a la que estoy aludiendo? Pues que el cristia -

nismo es la única de las grandes religiones conocidas que simultáneamente es, al mismo tiempo,

una religión sacrificial y una religión salvífica. Por lo general las grandes tradiciones religiosas o

mitológicas son una cosa o la otra, pero nunca las dos al mismo tiempo. El cristianismo, en cambio,

sí lo es: es una religión sacrificial y al mismo tiempo salvífica.

¿A qué llamamos religiones sacrificiales? Son las religiones más arcaicas, portadoras de una con-

cepción del tiempo circular –el famoso “tiempo del eterno retorno” del que hablaba el rumano Mir-

cea Eliade, el máximo referente de la historia comparada de las religiones en el siglo XX. El ejem-

plo paradigmático de religión sacrificial son los cultos a la fertilidad, que parten del supuesto de que

los dones cíclicos que garantizan la persistencia de la vida en la tierra (el permanente retorno de las

estaciones, la continuidad de la fertilidad animal y de la germinación vegetal) dependen de la inter-

vención directa de entidades superiores, de potencias numinosas que los hombres deben seducir de

manera permanente mediante sacrificios rituales, para que de esa forma acepten renovar dichos do-

nes sin los cuales la vida en la tierra se extinguiría. En ocasiones estas super-entidades se identifican

con los mismos dones que conceden, y por ello hallamos muchas leyendas y mitos en los cuales es

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el propio dios o héroe el que muere y resucita una y otra vez, simbolizando de esa manera el retorno

de la primavera, de los nacimientos, de las cosechas, etc.

¿Qué son las religiones salvíficas? Se supone que son más sofisticadas que las anteriores. Son

portadoras de una concepción del tiempo lineal, tiempo al final del cual imaginan un estadío

trascendente llamado a suprimir la mismísima idea de temporalidad, un plano existencial de eterna

felicidad y beatitud más allá del tiempo, del espacio y de la muerte. Estas religiones salvíficas

expresan, además, una filosofía de la historia fuertemente teleológica: todas piensan que la

humanidad marcha hacia un destino predeterminado que resulta imposible torcer porque ha sido

dispuesto por la divinidad. Ejemplo perfecto de estas religiones salvíficas son el Islam y el

judaísmo.

¿Por qué el cristianismo es ambas cosas al mismo tiempo? Por un lado se trata de una religión

sacrificial porque en su seno mismo hallamos un magno sacrificio, un sacrificio brutal y sangriento

que no está protagonizado por una figura menor de la mitología cristiana sino por el máximo

referente metafísico del credo: el Mesías, el fundador de la religión. Él es la víctima propiciatoria.

Pero simultáneamente el cristianismo es una religión salvífica porque al igual que el Islam y el

Judaísmo aspira a que sus seguidores, una vez concluidas sus existencias terrenales, accedan

también a ese orden trascendente de eterna beatitud más allá de las coordenadas espacio-temporales

convencionales.

Ya hemos sugerido que la soteriología resulta tan antigua como el cristianismo mismo. Sin embargo

no siempre fue un tema de moda. En los dos mil años del pensamiento cristiano existen dos

momentos álgidos durante los cuales la materia soteriológica ocupó el centro de la escena: el siglo

V y el siglo XVI. El siglo V a causa del monje Pelagio y del debate que entabla con San Agustín de

Hipona. Y el siglo XVI a causa de Calvino y de Lutero. Si nosotros imagináramos a la soteriología

cristiana como un continuum, en uno de los extremos cabría ubicar al pelagianismo, portador de la

más optimista de las antropologías cristianas conocidas, la postura soteriológica que más confianza

ha depositado en la capacidad natural del hombre para regenerarse sin ayuda, sin auxilio, sin

colaboración del orden sobrenatural. En el extremo opuesto habría que ubicar al calvinismo y al

luteranismo, portadores de las más pesimista de las antropologías cristianas conocidas, las que

menos fe depositaron en el potencial de la naturaleza humana para redimirse por sus propios

medios. En una posición intermedia entre ambos extremos cabria ubicar a la soteriología católica,

representada en la Baja Edad Media por los grandes teólogos escolásticos y en la Edad Moderna por

sus continuadores, los teólogos de la contrarreforma.

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Tenemos que presentar brevemente las escuelas soteriológicas anteriores al siglo XVI porque de lo

contrario no se entenderá absolutamente nada de lo que proponen Calvino y Lutero, no se podrá

aprehender la irreductible novedad que en materia salvífica proponen ambos reformadores.

Pero antes de analizar estas corrientes específicas tenemos que presentar lo que yo suelo llamar “el

ABC soteriológico”, los presupuestos salvíficos en los cuales están de acuerdo todas las confesiones

cristianas y todas las escuelas teológicas, las tesis en torno a los cuales existe acuerdo absoluto entre

católicos, luteranos, calvinistas y pelagianos. Se trata, en definitiva, de los principios que no pueden

negociarse porque hacerlo implicaría apartarse del cristianismo, transformarlo en un fenómeno

diferente de lo que en realidad es.

¿Cuál es el contenido de este ABC consensuado con el cual todos acuerdan? En el corazón de la

doctrina cristiana de la salvación yace una categoría muy elusiva: la noción de “gracia”. La gracia

encierra todos los aspectos de la salvación cristiana. Para la teología se trata de un don sobrenatural.

La gracia no resulta inmanente al mundo material: para que podamos hallarlo en él es la divinidad

la que debe inyectarlo. Si la divinidad no infunde la gracia en el mundo, la gracia en el mundo no

está, no se encuentra. Es un fenómeno del orden de lo sobrenatural. La gracia es sobrenaturaleza.

¿Cómo se define? Como un estado, un estado de perfecta armonía, de perfecta amistad entre

Creador y criatura, derivado de un acto unilateral de amor por el cual el Sumo Bien constantemente

atrae hacia sí a las almas de los seres que ha creado. La salvación cristiana, la posibilidad de acceder

a este orden trascendente de perpetua felicidad del que antes hablábamos, se reduce en última

instancia a obtener, conservar y mantener la gracia sobrenatural.

Esta gracia que poseyéndose salva y perdiéndose condena, esta “llave” que abre las puertas del

orden trascendente más allá del tiempo y el espacio, ¿de dónde deriva? Deriva del sacrificio

protagonizado por el máximo referente de la religión cristiana: deriva del mismísimo sacrificio

crístico. Estamos ingresando en el momento clave de la soteriología cristiana en el que el aspecto

sacrificial y el salvífico de esta religión particular comienzan a fundirse inextricablemente.

Trato de ser más claro. Según la fábula genesíaca, en el origen, en el Edén, en el Paraíso terrenal, la

pareja primordial gozaba de un estado de perfecta armonía con la divinidad, con su Creador. Este

estado de perfecta amistad se quiebra irremediablemente cuando se consuma el pecado original,

tradicionalmente pensado como un pecado de autosuficiencia, de rebelión, de soberbia. A causa del

pecado original la pareja atávica es expulsada del Edén, acontecimiento bíblico tradicionalmente

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descripto como “Caída”. Soteriológicamente hablando esta expulsión del Paraíso supuso una

catástrofe ontológica para la especie humana. ¿Por qué? Porque a causa de esta expulsión la

naturaleza del hombre se degradó de manera radical, sufrió un proceso de total corrupción y

perversión. Es a causa de esta total degradación, perversión y corrupción que el colectivo humano

desterrado del Edén se vuelve incapaz de reconciliarse con la divinidad, de aplacarla por sus propios

medios.

Es más, el “hombre natural”, entendiendo por hombre natural a este ser sancionado, expulsado del

Edén y librado a sus solas fuerzas, sin ayuda de la gracia, sin auxilio del orden sobrenatural, este

hombre natural no solamente ya no puede por sus propios medios reconciliarse con la divinidad,

sino que ni siquiera comprende con claridad la existencia del orden trascendente. Es por ello que

teológicamente hablando el estado de naturaleza se equipara a un estado de ceguera, de locura, e

incluso de alienación.

Desde esta perspectiva el panorama para la raza de Adán resultaba en extremo oscuro. Todo

indicaba que las puertas del orden trascendente de eterna felicidad más allá del tiempo y del espacio

habían quedado definitivamente cerradas para los herederos de Adán y Eva.

Sin embargo (sigue razonando la soteriología cristiana), la divinidad se apiada. Pese a todo siente

misericordia por el hombre caído. Pese a todo prima en el Ser Supremo la misericordia por sobre la

justicia. Y por ello decide hacer por los hombres lo que los hombres no podrán nunca conseguir por

sí mismos, por sus propios medios: la divinidad decide autoaplacarse. ¿Cómo? ¿De qué manera?

Enviando al mundo un avatar de su propia sustancia, tan eterno e increado como ella misma. No es

sin embargo cualquier avatar el que la divinidad decide enviar al orden de la materialidad. Se trata

de la palabra divina, del verbo divino. En la tradición judeocristiana la palabra divina tiene una

peculiaridad: es la potencia creadora por antonomasia. Es lo que observamos en el primer capítulo

del Génesis, es decir, en la primera página de la Biblia (dejemos de lado el segundo capítulo del

Génesis, donde irrumpe al dios alfarero, que crea al primer hombre a partir de arcilla, porque remite

a una tradición teológica anterior y menos sofisticada). Ya desde el comienzo del Génesis vemos en

acción a un demiurgo que crea el universo, el cosmos, a través de discursos, por medio de palabras.

No es un deus faber, un dios artesano, que se calza el overol y con sus manos moldea la materia

primordial, sino que es un deus loquax, que otorga realidad a todo lo que existe pronunciando

enunciados. Es un dios que exige que se haga la luz y la luz se hace, que dice “que sea el sol y la

luna” y el sol y la luna son, que nombra el mar y la tierra y el mar y la tierra cobran existencia.

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Es este particularísimo atributo divino el que es enviado a la tierra ¿con qué objetivo? Para que se

encarne, para que se humane, para que se encierre en un cuerpo de hombre, para que se convierta en

un hombre-dios. ¿Por qué este avatar de la sustancia divina debía devenir un “hijo de hombre”, por

qué debía devenir humano? Bueno, porque los que debían reconciliarse con la divinidad eran los

hombres. Los que colectivamente se habían apartado del orden trascendente eran los descendientes

de Adán. Si este avatar de la sustancia divina venía al mundo a ayudar a los hombres a reconciliarse

con la divinidad, tenía que convertirse en uno de ellos. En otras palabras, el protagonista de esta

gesta salvífica debía ser simultáneamente un verdadero hombre y un verdadero dios. Tenía que ser

un dios, porque ya dijimos que los hombres, a raíz de la corrupción radical de su naturaleza caída,

no iban a poder nunca aplacar a la divinidad por sus propios medios. Pero también debía ser un

hombre, porque quien deben aplacar a la divinidad era la raza de Adán.

¿Cuál es la tarea concreta que este Verbo divino encerrado en un cuerpo humano, convertido en un

hombre-dios, debía cumplir en el orden de la materia?. Su misión era, alcanzada la edad adulta,

someterse voluntariamente a un sacrificio, entregarse por su propia voluntad a un brutal sacrificio.

¿Para qué? Para reunir méritos infinitos. ¿Por qué esta ejecución voluntariamente aceptada le

permitiría a este hombre-dios reunir méritos infinitos? Le permitiría reunir méritos porque se

trataría de una víctima inocente, carente de culpa, que no le había hecho daño a nadie, que no había

cometido delito alguno. Allí residiría el mérito del sacrificio que voluntariamente acepta. ¿Y por

qué esos méritos, además, serían infinitos? Porque la víctima propiciatoria, la víctima que se

sacrifica, es un dios, y entonces los méritos que acumula son tan infinitos como su ser, como su

esencia.

¿Qué hace este dios encarnado con los méritos infinitos que acumula durante su suplicio? Se los

ofrece a la divinidad en nombre de los hombres, para aplacarla (en algún sentido, para

autoaplacarse), para reconciliarla con los descendientes de Adán, para reconciliarla con el colectivo

humano, para volver a abrir para los seres humanos las puertas del orden trascendente de eterna

felicidad más allá del tiempo y del espacio, cerradas desde los tiempos de la Caída.

Pues bien, la gracia de la que antes hablábamos, aquella gracia que poseyéndose salva y

perdiéndose condena, aquella llave que permite abrir las puertas del orden trascendente, aquel don

sobrenatural que la divinidad inyecta en el mundo, deriva de este sacrificio, del sacrificio crístico.

La gracia salvífica es una función de los méritos infinitos acumulados por el hombre-dios durante

su suplicio. La gracia es el mérito infinito del Mesías,. que la divinidad se pone a repartir entre los

hombres. En algún sentido, la gracia salvífica fue fabricada por el hombre-dios durante su suplicio.

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Por ello, teológicamente hablando esta gracia se considera un tesoro que el Verbo acumuló para los

hombres pero sin los hombres, un tesoro que Jesucristo reunió para los hombres pero sin la ayuda,

sin la colaboración, sin la participación de los hombres.

Aquí termina el acuerdo, el consenso, el ABC soteriológico. Hasta acá el acuerdo es pleno. Todos

los pensadores cristianos (calvinistas, luteranos, católicos, pelagianos), desde los más optimistas a

los más pesimistas, concuerdan en que en la “esfera de la fabricación de la gracia”, el cien por

ciento del mérito le corresponde de la divinidad. Pero cabe identificar otra esfera en relación con la

gracia sobrenatural, la “esfera de la circulación”, del reparto, de la distribución. La pregunta

entonces es: en esta segunda esfera, en la del reparto de la gracia, en la esfera de la distribución de

los méritos infinitos de Jesucristo entre los hombres, ¿también el cien por ciento del mérito

corresponde a la divinidad? ¿O algo grado de mérito cabe asignar a los seres humanos? Estas

preguntas son las que provocaron la discordia en materia soteriológica. Estas preguntas son las que

obtendrán diferentes respuestas si consultamos a un teólogo católico, a un teólogo calvinista, a un

teólogo luterano o a un teólogo pelagiano.

Comencemos a analizar la propuesta pelagiana. Pelagio era un monje, en sí mismo bastante

misterioso, nacido aparentemente c. 354 en la isla de la Gran Bretaña (aunque algunos documentos

señalan que habría nacido en Irlanda). Es prácticamente contemporáneo de San Agustín (Pelagio

muere c. el 427 y Agustín en el 430). Otras fuentes sostienen que habría muerto en el 440 en

Palestina, desterrado de Roma. Lo que sí ha podido reconstruirse con mucho detalle, en cambio, es

su doctrina, extremadamente optimista en términos antropológicos. Pelagio tenía una fe

inconmovible en la naturaleza humana, en el potencial del “hombre natural” para autorregenerarse

(recordemos que entendemos por hombre natural a aquel ser expulsado del Edén y librado a sus

solas fuerzas, sin ayuda del orden sobrenatural). Para Pelagio, el hombre natural, a partir solamente

del ejercicio de sus virtudes morales, sin ayuda de la gracia, sin ayuda de la sobrenaturaleza, podía

hacer el bien, podía cumplir los diez mandamientos del Antiguo Testamento, podía cumplir los

preceptos evangélicos del Nuevo Testamento, en definitiva, podía evitar incurrir en pecado mortal;

de tal forma que podía llegar a merecer de condigno, es decir, en el sentido fuerte del verbo

merecer, podía llegar a merecer en rigor de justicia, ex rigore iustitiae, que la divinidad le

concediera la gracia sobrenatural, que la divinidad le entregara la llave del orden trascendente,

porque si la divinidad no lo hiciera sería ella la que estaría incurriendo en un acto de flagrante

injusticia. El hombre natural librado a sus fuerzas, sin ayuda de la gracia, podía llegar a hacer el

bien, a evitar el pecado mortal, y a merecer de condigno la gracia salvífica. Claro, para Pelagio no

resultaba plausible que la divinidad hubiera creado un ser –el hombre– inferior al destino superior

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que le había asignado. No le parecía consistente que la divinidad creara al hombre, le asignara un

destino sobrenatural, y al mismo tiempo no le diera las fuerzas naturales para alcanzarlo.

Por eso Pelagio sostenía que el pecado original, si bien resultaba responsable de la expulsión del

Edén y del ingreso de la muerte en el mundo –el primer hombre había sido creado para no morir–

sin embargo no se transmitía de padres a hijos, no se traspasaba por vía hereditaria. Pelagio

resignifica por completo el bautismo, esa ceremonia centralísima del cristianismo tradicional. Para

Pelagio el bautismo ya no era la ceremonia imprescindible a la que se recurría para borrar el

estigma del pecado original, sino que pasaba a ser lo que hoy en día los antropólogos llamarían “un

rito de iniciación”, “un rito de paso”, por el cual se incorporaban a la comunidad de fieles nuevos

integrantes. Por esto mismo Pelagio sostenía que incluso los niños que morían sin haber sido

bautizados no dejaban por ello de salvarse, puesto que la corrupción de la naturaleza humana caída

no era tan profunda como siempre se había supuesto.

El pelagianismo fue rápidamente condenado por los jerarcas de la Iglesia primitiva. Primero por una

serie de concilios provinciales que se celebraron en el norte de África: el de Cartago de 411, y el

celebrado en la misma ciudad en 416 (no por casualidad tuvieron lugar en el norte de África, el área

en la que más poderoso e influyente resultaba San Agustín, el máximo enemigo de Pelagio). Poco

después el emperador Honorio desterraría a Pelagio de Roma. Finalmente en el 431, el Concilio de

Éfeso, el tercer concilio ecuménico, oficialmente condenó como herética a la doctrina pelagiana.

¿Por qué generó semejante rechazo la optimista soteriología de Pelagio? Porque una calificada

mayoría de pensadores cristianos la acusaron de minar los fundamentos sobrenaturales del

cristianismo. Al sobreestimar la potencia de la naturaleza humana, el potencial del orden natural,

tácitamente terminaba subvalorando, subvaluando, la importancia del orden sobrenatural. ¿Por qué?

Porque si Pelagio, como todo pensador cristiano, estaba dispuesto a conceder que en la esfera de la

fabricación de la gracia el cien por ciento del mérito correspondía a la divinidad (porque era ella la

que había padecido en la cruz), en la otra esfera, en la del reparto de la gracia, Pelagio estaba

dispuesto a considerar que, por lo menos en el caso de los hombres más virtuosos, el cien por ciento

del mérito podía corresponderle a ellos. Quiere decir que en la ecuación final, el 50 % del mérito en

el proceso de la salvación del hombre correspondía a Dios, pero el otro 50 % podía llegar a

corresponder al hombre. Nunca nadie antes ni después volvería a formular en el seno del

pensamiento cristiano una antropología tan radicalmente optimista y esperanzada sobre el potencial

de la naturaleza humana.

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¿Qué opinaba San Agustín de Hipona respecto del pelagianismo? Lo rechazó enfáticamente. El

punto de partida de la soteriología de San Agustín era el opuesto del de Pelagio. Para Agustín, el

hombre natural, expulsado del Edén, librado a sus solas fuerzas y sin ayuda de la gracia, no puede

jamás a partir de sus obras, incluso ni siquiera a partir de sus buenas obras, reunir méritos

suficientes para merecer de condigno, en el sentido fuerte de la expresión, en rigor de justicia, que

la divinidad le entregue la gracia sobrenatural, que la divinidad le conceda la llave del orden de

eterna beatitud más allá del tiempo y el espacio. ¿Por qué? Porque Agustín sostiene que las buenas

obras que realiza el hombre natural emanan de una naturaleza profundamente corrompida,

profundamente degradada por el pecado original y la Caída. Si para Pelagio la Caída no había sido

tan grave, para Agustín era gravísima. Tanto es así que el obispo de Hipona piensa que el hombre

natural no puede siquiera disponerse claramente hacia el orden trascendente si no cuenta ya,

previamente, con un auxilio especial de la divinidad (es decir, si en algún sentido no está dejando ya

de ser hombre natural).

Aquí el modelo de Agustín se instala decididamente en una tautología, en un pensamiento de

carácter circular que se muerde la cola: sólo el hombre que ya ha recibido la gracia puede orientarse

claramente hacia la gracia. Con esa tautología Agustín neutraliza el peligro que para muchos

significaba el pensamiento de Pelagio. Con este razonamiento reinstaura el universalismo del

cristianismo como vía excluyente de salvación de los hombres, la tesis según la cual la única vía

posible para que el colectivo humano alcance ese orden trascendente de eterna felicidad más allá del

tiempo y del espacio es el cristianismo (no caben dudas de que para Agustín, el único cerrajero, el

único fabricante de llaves, es el cristianismo). Este universalismo excluyente es el que Pelagio había

puesto en peligro y Agustín buscaba reconstituir.

Pero Agustín irá más allá aún. Dirá que el hombre natural, sin el auxilio de la gracia, no puede

siquiera obrar el bien, no puede sino indefectiblemente hacer el mal. El hombres natural es criatura

de Satán. Con estos pronunciamientos, como ustedes se darán cuenta Agustín comienza a erosionar

peligrosamente la libertad humana, el libre albedrío del hombre.

En la historia de la lucha entre ortodoxia y heterodoxia muchas veces sucedió que un pensador

cristiano, con el objeto de rebatir los argumentos de un adversario a quien consideraba un hereje,

exageró tanto sus propios puntos de vista, que terminó rozando la herejía de signo contrario. Hay un

cuento de Borges, Los teólogos, que juega en torno a esta idea. Algo similar sucede con Agustín.

Desesperado por neutralizar los argumentos y los supuestos optimistas de Pelagio, Agustín terminó

desarrollando una versión extraordinariamente pesimista del mismo tema. Se instaló en el otro

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extremo, literalmente.

Ahora bien, Agustín se detiene aquí. No avanza más allá con sus razonamiento. No lleva su

pensamiento hasta sus mismísimos límites lógicos. No extrae de él todas sus posibles implicancias.

Agustín plantea un problema dificilísimo, tal vez el problema más difícil que nunca tuvo que

abordar la teología cristiana, la relación entre libertad y gracia, pero no lo resuelve. Lo deja

planteado y no lo resuelve (afortunadamente para los modernistas, porque si Agustín hubiera

avanzado más allá habríamos tenido Lutero y Calvino en el siglo V y no en el siglo XVI, y la Edad

Moderna sería un periodo sustancialmente más aburrido). El obispo de Hipona planteó un problema

y lo dejó abierto: ¿cuánta libertad tiene el hombre en el proceso de su propia salvación, cuán libre

es? Si se lo consideraba demasiado libre, quien perdía mérito era la divinidad. Si se lo consideraba

demasiado constreñido por la gracia, la salvación terminaba convirtiéndose en un acto que carecía

de mérito desde la perspectiva del accionar del hombre. Se trata de cuestiones que no encuentran en

el pensamiento de Agustín respuestas contundentes.

Muchas veces en la historia del cristianismo, lo que solemos denominar “ortodoxia” no resulta

cronológicamente anterior a la “herejía” sino posterior. Y ello a pesar de lo que la concepción

tradicional de herejía pretende sugerir. Una definición clásica de herejía, por ejemplo, es la que

formuló en la primera mitad del siglo XIII el polígrafo franciscano Robert Grosseteste. Este teólogo

inglés define a la herejía de la siguiente manera: “La herejía es una sentencia libremente elegida

por la inteligencia del hombre, que se opone a la Sagrada Escritura, que se enseña en público, y

que se defiende con pertinacia”. Estas definiciones tradicionales de herejía pretenden instalar la

sensación de que la ortodoxia es una verdad eterna, siempre igual a sí misma, que no evoluciona,

que no posee historia, una fortaleza a la cual las tropas de la herejía atacan desde afuera para mellar

su pureza perpetua. Ahora bien, no siempre fueron así las relaciones entre ortodoxia y heterodoxia

en los procesos históricos realmente existentes. Muchas veces lo que llamamos herejía no fue sino

un intento de resolver un problema teológico hasta entonces no resuelto, no fue sino un intento de

cerrar un determinado vacío teológico, que sin embargo resultó fallido porque no logró el consenso

mayoritario del colectivo de teólogos. Es más, no solamente no consiguió el consenso mayoritario

sino que forzó a la corporación teologal a ofrecer una solución más apropiada para dicho vacío

teológico, solución que en este caso sí conseguirá el apoyo mayoritario del colectivo teologal, pero

que, cronológicamente hablando, es posterior al primer intento de solución, al fracasado, que de allí

en más sería reputado como “herejía”, mientras que el segundo adquiriría el mote de “ortodoxia”.

En otras palabras, en muchas circunstancias fue la herejía la que contribuyó a construir la ortodoxia,

y no a la inversa..

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Yo tengo para mí que esto es lo que sucede con el luteranismo a principios del siglo XVI. San

Agustín en el siglo V planteó un problema teológico y lo dejó sin resolver. Lutero, mil cien años

después, intentó ofrecer una solución al problema de las relaciones entre gracia y libertad. Intentó

cerrar el vacío con una propuesta de solución que, como ya sabemos, no alcanzó el consenso

mayoritario de los teólogos de la época, provocando el conflicto religioso que estalla de 1520 en

adelante.

Bien, para continuar con nuestro rastreo de teorías soteriológicas significativas vamos a avanzar

hasta la Baja Edad Media, hasta la segunda mitad del siglo XIII, para conocer la opinión de Tomás

de Aquino respecto de estas discusiones. Para que se ubiquen cronológicamente, Tomás de Aquino

muere en 1274. Su teoría de la salvación retoma los principales postulados antipelagianos de

Agustín. Está de acuerdo en que el hombre natural, expulsado del Edén y librado a sus solas fuerzas

no puede con sus obras reunir méritos suficientes para merecer de condigno la gracia, porque dichas

obras derivan de una naturaleza profundamente corrompida por la Caída. Pero aquí acaban los

acuerdos entre Tomás y Agustín. Porque el Aquinate se va a encargar de subrayar que existe mérito

en las obras del hombre, sólo que este mérito hay que buscarlo en las obras del hombre regenerado

por la gracia.

Me explico. A diferencia de lo que parecía pensar Agustín, ésto es, que cuando la divinidad decidía

concederle la gracia sobrenatural al hombre, éste no podía rechazarla (teoría que luego Calvino en

el siglo XVI desarrollaría en todo su esplendor), Tomás de Aquino dirá todo lo contrario: que el

hombre, en el ejercicio de su libre albedrío, puede aceptar o rechazar el regalo de la gracia. Si lo

acepta, la naturaleza del hombre comienza a sufrir un proceso de transformación ontológica. La

gracia comienza un proceso de regeneración de la naturaleza corrompida por la Caída. Por supuesto

que nunca llegará a convertirse en la naturaleza humana perfecta que existía en tiempos del Paraíso

terrenal, del Edén; pero de todos modos será una naturaleza humana menos degradada que la de

aquellos que aún no han recibido la gracia, o la de aquellos que la han rechazado. Esta naturaleza

regenerada del hombre que libremente ha aceptado la gracia, y que la deja actuar en su interior,

comienza lógicamente a producir buenas obras. Y estas buenas obras tienen mérito real, dirá Santo

Tomás. Hay mérito real en ellas no sólo porque el hombre ha aceptado la gracia sino porque la deja

actuar en su ser, no le pone obstáculos, colabora con ella. Estas buenas obras que realiza el hombre

regenerado por la gracia tienen mérito real porque derivan de una gracia que el hombre libremente

aceptó cuando bien pudo libremente rechazar. Allí está el mérito real. De hecho, para Tomás de

Aquino estas buenas obras que empieza a producir el hombre regenerado por la gracia, son el mejor

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síntoma de que una persona ha aceptado el regalo, le ha dicho sí al don sobrenatural, lo está dejando

actuar en su ser, y además se esfuerza por conservarlo, por no perderlo. Es por éso que para esta

soteriología tomista, las buenas obras tienen un rol relevante en la economía de la salvación

cristiana.

Por éso, si seguimos jugando con porcentajes (y aclaro que estos porcentajes no aparecen en los

autores que estamos analizando; yo recurro a ellos para tratar de que conceptualmente resulte más

clara la exposición), Tomás de Aquino seguirá pensando, como cualquier pensador cristiano, que en

la esfera de la fabricación de la gracia el 100% del mérito corresponde a la divinidad, porque es la

que se sometió voluntariamente a un atroz suplicio sin tener culpa alguna. Pero al mismo tiempo

Tomás se mostrará dispuesto, en lo que a la esfera del reparto y de la circulación de la gracia se

refiere, a concederle algo de mérito al hombre. No tanto como Pelagio, pero mucho más que

Agustín. Tomás estaría probablemente dispuesto a sostener que en la esfera del reparto un 50 % del

mérito puede ser de la divinidad y un 50 % puede ser del hombre. En la ecuación final, un 75 % del

mérito seguía siendo del orden sobrenatural, y un 25 % del hombre. Pero se trata de un 25 % que el

hombre tiene que poner, que tiene que esforzarse por ofrecer. Se trata de un ingrediente menor, pero

que el hombre tiene que aportar al caldero para que el preparado cuaje.

La siguiente estación en este debate tiene como protagonista a un teólogo de una generación más

joven que Santo Tomás, el franciscano Duns Scoto (muere en el 1309). Tomás de Aquino era

dominico y Duns Scoto franciscano, por lo que en estas diferentes concepciones soteriológicas

detectamos un síntoma más de la guerra civil larvada que enfrentaba a las dos principales órdenes

mendicantes. Duns Scoto va a revisar algunos de los postulados de Tomás de Aquino en un sentido

todavía menos antipelagiano, o más antiagustiniano si ustedes prefieren. La propuesta de Scoto

supone una concepción de la naturaleza humana ligeramente menos pesimista que la de Tomás, y

mucho más optimista que la de Agustín. Duns Scoto comienza, como todo pensador cristiano,

coincidiendo con Tomás y Agustín: las buenas obras que eventualmente pudiera realizar el hombre

natural librado a sus solas fuerzas no posee mérito de condigno como para merecer en rigor de

justicia la recepción de la gracia sobrenatural, porque emanan de una naturaleza radicalmente

degradada por la Caída.

Pero a partir de este punto el franciscano se aparta de sus predecesores, porque sostendrá que algún

grado de mérito existe en las buenas obras que eventualmente es capaz de realizar el hombre

natural, el hombre librado a sus solas fuerzas sin auxilio de la gracia. No se trata de mérito de

condigno, claro, de mérito en el sentido fuerte de la expresión, sino de un mérito débil, pero mérito

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al fin: mérito de congruo.

¿Por qué puede haber mérito en las buenas obras del hombre natural? Porque haciéndolas, el

hombre natural, incluso aquel que eventualmente no conoce siquiera la existencia de Jesucristo, se

esfuerza por obrar el bien. Por supuesto que se trata de un esfuerzo insuficiente, porque no

compensa la degradación de la naturaleza humana caída. Pero se trata de un esfuerzo en pos del

bien que la divinidad, puesta a repartir la gracia por el mundo, puesta a repartir entre los hombres

los méritos infinitos de Jesucristo, no deja de tomar en consideración, no deja de observar con

atención (en el peor de los casos, por pura condescendencia; en el mejor de los casos, como un acto

de misericordia). Se trata de un esfuerzo que no alcanza, que no compensa la total corrupción de la

naturaleza del hombre expulsado del Edén, pero que la divinidad no deja de tomar en consideración

cuando se pone a repartir la gracia por el mundo. Por ello Duns Scoto piensa que estas buenas obras

realizadas por el hombre natural crean en él una predisposición inmediata hacia el bien, que puede

incluso llegar a convertirse en un habitus virtuoso que luego facilitará la llegada de la gracia

sobrenatural.

Resultaba entonces congruente –de ahí la expresión “mérito de congruo”– que la divinidad, puesta a

inyectar la gracia en el mundo, a repartir entre los hombres los méritos infinitos de Jesucristo, a

repartir las llaves que abren las puertas del orden de eterna felicidad más allá del tiempo y del

espacio, privilegiara a aquellos que por lo menos habían intentado hacer el bien, que por lo menos

habían hecho el esfuerzo de orientarse el bien. La gracia que en casos como estos la divinidad

terminaba concediendo al hombre natural, seguía siendo un regalo pero un regalo ayudado por un

esfuerzo.

Todos los años doy el mismo ejemplo. Imaginemos a una maestra de matemáticas que tiene entre

sus alumnos algunos con dificultades para dicha disciplina, pero que sin embargo se esfuerzan

enormemente: se quedan después de hora, hacen más ejercicios que el resto, los repiten cuando se

equivocan, van a una maestra particular, se quedan estudiando los domingos... Pues bien, estos

alumnos con dificultades se presentan finalmente a la prueba y sin embargo no la aprueban.

Objetivamente no alcanzan el 4, el 6, el 7 o la nota mínima que se requiera para aprobar. Sin

embargo la profesora los aprueba. Objetivamente les está regalando la nota, porque la prueba no

está para aprobar, pero se trata de un regalo ayudado por el enorme esfuerzo realizado por dichos

estudiantes. El esfuerzo no alcanzó pero debe ser reconocido de alguna manera. Ésta es la lógica

que se encuentra detrás del modelo soteriológico de Duns Scoto y de la escuela franciscana.

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Ven ustedes que este modelo no modifica demasiado en términos conceptuales el esquema de

Tomás de Aquino. Se trata apenas un matiz. Si Tomás de Aquino estaba dispuesto a concederle al

hombre un 25 % de méritos en el proceso de su salvación individual, Duns a lo sumo podría elevar

ese valor en 5 puntos porcentuales, no más. Pero ésto no es lo importante. Lo que importa destacar

es que el modelo de Duns Scoto terminaba reforzando más todavía la idea de que en el proceso de

su salvación el hombre tenía un rol activo que cumplir. El hombre tenía una participación real,

porque ahora hasta el esfuerzo sirve, hasta el esfuerzo paga, incluso el realizado por el hombre

natural (el hombre que aún no ha recibido la gracia y está librado a su propia suerte). Con cada

generación que pasaba los teólogos tardomedievales aumentaban las exigencias que en materia

soteriológica imponían a los hombres. Cada vez era más lo que el hombre debía poner de su parte.

Ahora bien, esta soteriología de Duns Scoto resulta fundamental en nuestro relato, porque es aquella

con la que estudia Lutero. El principal teólogo en Alemania en la segunda mitad del siglo XV era

Gabriel Biel, un sacerdote secular que no pertenecía a ninguna orden religiosa, conocido como “el

último de los escolásticos”. Gabriel Biel era escotista, y particularmente lo era en materia

soteriológica. En Alemania, a comienzos de la Edad Moderna se estudiaba teología con los textos

de Gabriel Biel. Lutero estudia teología a partir de 1505, cuando ingresa en el convento agustino de

Erfurt, con los manuales de Biel. En otras palabras, Lutero estudia la soteriología escotista, la más

optimista de las teorías de la salvación bajomedievales, aquella que casi rozaba el pelagianismo.

Ésto es importantísimo, porque significa que fue la soteriología de Duns Scoto la que provocó en

Lutero la famosa crisis de conciencia que todos conocemos, esa ansiedad por su salvación

individual que luego tendría mucho impacto en sus opciones teóricas . No Por casualidad se trataba

de la soteriología que más le demandaba al hombre, que más le exigía poner de su parte. Esta teoría

de la salvación es la que asusta, en algún sentido aterroriza a Lutero.

* * * *

Finalmente llegamos a la soteriología luterana. Ya ustedes conocen el contenido de la crisis de

conciencia del monje agustino. Desde el momento en que ingresa como novicio en el convento

agustino de Erfurt Lutero siente que no puede aplacar a la divinidad, que no puede complacerla, que

no puede satisfacerla. Siente que no puede cumplir con los diez mandamientos, con el estricto

código moral judeocristiano. Siente que no es capaz de merecer la gracia ni siquiera de congruo, ni

siquiera en el sentido débil que al verbo merecer le otorgaba Duns Scoto. Se siente

irremediablemente condenado al infierno.

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Lutero podía evitar pecar por acción. Podía evitar pecar por omisión. Podía acumular sobre sus

espaldas todo tipo de mortificaciones y penitencias. Pero lo que no podía, sin embargo, era evitar

que su mente, que su espíritu, que su conciencia se viera asaltada por malos deseos, por malos

pensamientos, por tentaciones. Éstas se producían espontáneamente en su interior, aunque él las

ignorara, aunque él las desestimara, aunque no las llevara a la práctica ni las transformara en

acciones. Los malos deseos y pensamientos lo asaltaban espontáneamente y él no tenía control

sobre ellos. A Lutero lo mortificaba particularmente el anteúltimo mandamiento, el noveno, que

dice “No desearás la mujer de tu prójimo”. Lutero podía evitar no dormir con la mujer del prójimo.

En otras palabras, podía cumplir con aquel otro mandamiento que dice “No cometerás adulterio”.

Pero lo que no podía era controlar el deseo. ¿Cómo evitar que el deseo lo asaltara? ¿Cómo evitar

que el deseo se produjera? Él podía ignorar, desestimar el deseo, no cumplirlo, pero no podía evitar

que se produjera, no podía evitar sentir. Es por ello que en aquellos años de angustia Lutero se

sentía permanentemente pecador.

Sabemos que Lutero halla la solución teológica a este dilema gracias a un oscuro versículo de la

Epístola de San Pablo a los Romanos, Romanos I, 17: “El justo sólo vivirá por la fe”. A partir de

estas palabras, Lutero invierte los fundamentos de la teoría de la salvación que imperaba por

entonces en Occidente. Lo que propone es un cambio total de enfoque: saltearse la Edad Media y

volver a la Edad Antigua. Lo que propone, en última instancia, es retornar a San Agustín.

El punto de partida de la soteriología de Lutero es el opuesto de Pelagio y el mismo de San Agustín:

la total y absoluta corrupción de la naturaleza humana a causa de la Caída. Tras la expulsión del

Edén, piensa Lutero, en el hombre, en la naturaleza del hombre, la tendencia al mal, la

concupiscencia por el mal, la apetencia por el mal, se ha vuelto permanente. El mal se ha vuelto

carne en el hombre, se ha convertido en su segunda naturaleza. Ello es lo que explicaba, por

ejemplo, los malos pensamientos, los malos deseos, las tentaciones que permanentemente se

producían y emanaban del espíritu de Lutero y del espíritu de los hombres en general. Ello

explicaría la emergencia espontánea de estos malos deseos y tentaciones que surgían sin que el

hombre pudiera evitarlo. Para Lutero, los malos pensamientos nacen de la naturaleza radicalmente

corrompida por la Caída, como los gusanos naturalmente nacen de un cadáver en descomposición, o

como el agua de un manantial naturalmente mana día y noche, sin parar. El agua mana sin cesar del

manantial, el cadáver putrefacto produce sin cesar gusanos, la naturaleza humana produce sin cesar

frutos malvados, frutos de iniquidad.

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Es por ello que no existe mérito de ninguna clase en las obras del hombre a los ojos de Dios, piensa

Lutero. Porque dichas obras derivan de una naturaleza agusanada, de una naturaleza radicalmente

corrompida por el pecado. Todas las buenas obras no alcanzarían para compensar la existencia de

esta naturaleza humana radicalmente corrompida. Si imaginamos un libro de contabilidad como los

que se usaban antes, el libro diario, y pusiéramos en el haber, a favor de los hombres, todas las

buenas obras de la historia, bastaría con que pusiéramos en la otra columna, en la del debe, la

naturaleza humana radicalmente degradada por la Caída, para que las cuentas inmediatamente se

desbalancearan en perjuicio del hombre. Porque en definitiva, para Lutero, lo que ofende a la

divinidad es la existencia misma de esta naturaleza humana radicalmente degradada, esta naturaleza

que permanentemente produce frutos de maldad –como el cadáver putrefacto permanentemente

produce gusanos o el manantial agua fresca. Para Lutero, el hombre peca meramente existiendo. Un

hombre puede pararse en el medio de una habitación, poner la mente en blanco y no mover siquiera

un músculo, y sin embargo peca. El hombre peca incluso cuando duerme. Le das un palo en la

cabeza, lo desmayás, y el hombre peca. Porque lo que peca es su mismísimo ser. La naturaleza del

hombre es un cadáver putrefacto a los ojos de la divinidad.

Ahora se comprenden un tanto mejor algunas frases del primer Lutero, que en un principio pueden

resultar crípticas. Como aquella que dice “haciendo lo que puede, el hombre peca mortalmente”. Es

decir, el hombre se puede esforzar por hacer el bien, pero indefectiblemente peca por su naturaleza,

que él no controla. O aquella otra frase que dice “el libre albedrío es sólo un nombre”. Ésto es, el

hombre no tiene total libertad: por ejemplo, no tiene libertad para modificar su naturaleza.

Ahora bien, si la divinidad decidiera tomar en cuenta esta radical perversión de la naturaleza

humana, el hombre estaría radicalmente perdido. Es más, lo justo sería que la divinidad lo

condenara. Lutero sin embargo es un pensador cristiano, y como tal cree en la posibilidad de la

salvación cristiana. Cree que los hombres pueden alcanzar ese estadío trascendente de eterna

felicidad más allá del tiempo y del espacio. Lutero no deja de ser un teólogo cristiano. Pero ¿cómo

pasamos de este panorama tan negro que acabo de describir a este posible final feliz? Acá vamos

llegando al corazón de la nueva doctrina de Lutero.

Lutero cree que el hombre puede llegar a salvarse porque la divinidad decide no computarle sus

pecados, no imputarle sus faltas ni su naturaleza degradada, putrefacta y agusanada. El hombre se

salva porque la divinidad decide mirar para otro lado, hacerse la distraída, autoengañarse. Y

entonces, porque hace como que no ve, decide regalar al hombre lo que en rigor de verdad el

hombre nunca podrá llegar a merecer: la gracia sobrenatural, el estado de justificación, la salvación,

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la llave que abre la puerta del orden trascendente más allá del tiempo y del espacio.

En el luteranismo, entonces, la gracia, la justificación, la salvación, la llave, es puro regalo, es

donación desde un principio. En el proceso de su salvación individual el hombre no hace nada. Sólo

Dios actúa. El hombre meramente recibe. Es, sobre todo cuando miramos el proceso desde la

perspectiva del hombre, una visión de la justicia divina muy pasiva. El hombre no puede hacer nada

en pos de su salvación, o casi nada. Porque según Lutero el hombre puede adoptar una única actitud

en pos de su justificación. Lo único que el hombre puede hacer es desesperar de sí mismo. Debe

entender que si de él dependiera, estaría irremediablemente perdido. Debe comprender que él nada

puede lograr por sí mismo en pos de su salvación. El hombre tiene que desesperar de sí mismo y

depositar toda su confianza en una justicia que resulta por completo externa a él, que no está dentro

suyo, que es por completa externa a su ser, que está por completo fuera de él. Tiene que desesperar

de sí mismo y depositar toda su confianza en la justicia que para el hombre consiguió Jesucristo

durante su suplicio, en el trabajo que para él –aunque sin él– hizo el Mesías en la cruz.

Está claro que para Lutero la gracia, la justificación, la salvación, es un regalo puro. Ahora bien, ¿la

divinidad hace este regalo a cualquiera, sin ningún tipo de condicionamiento? La salvación es

donación pura, ¿para cualquiera? No. Evidentemente no. ¿A quién le hace la divinidad este regalo?

Lutero responde rápidamente: al hombre de fe. La divinidad regala el estado de justificación a

aquellos que depositan una fe fuerte, sólida, real: primero, en la misericordia divina, que es la base

de todo este proceso; en segundo lugar, en la divinidad de Jesucristo; en tercer lugar, en la eficacia

de todo este plan de salvación que la divinidad diseñó para el hombre; y en cuarto lugar, en los

méritos infinitos reunidos por Jesucristo durante su sacrificio. En otras palabras, la divinidad regala

la salvación a aquellos que construyen una fe sólida en las verdades fundamentales del cristianismo.

Es a esos hombres de fe, no a cualquiera, a quienes la divinidad decide no imputarles sus pecados,

no imputarles sus naturalezas degradadas, y por el contrario, imputarles la justicia de Jesucristo, los

méritos de Jesucristo. A estos hombres de fe la divinidad no les imputa sus faltas, y en cambio les

endosa las virtudes del hombre-dios. El hombre no se salva por su justicia: se salva por la justicia de

otro. No se salva por sus méritos: se salva por los méritos de otro. Ésta es, en definitiva, la doctrina

de la justificación por la sola fe. Lo único que el hombre puede hacer es desesperar de sí mismo,

depositar toda su confianza fuera de sí, en ese “gran otro” que es la divinidad, y esperar por ello

recibir graciosamente lo que en rigor de verdad nunca llegará a merecer ex rigore iustitiae.

En este punto Lutero roza el oxímoron. Porque dirá que el hombre de fe que ha alcanzado el estado

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de justificación, es en el mismo instante justo y pecador. Es justo porque la divinidad decide

tomarlo como tal, hacer de cuenta que es tal; es justo porque la divinidad decide no imputarle sus

faltas, y decide en cambio imputarle los méritos del Mesías.. Pero al mismo tiempo es pecador

porque su naturaleza, radicalmente corrompida por la Caída, continúa presente en él como siempre,

no se ha modificado un ápice. Sigue existiendo en él esa naturaleza humana en la cual la

concupiscencia por el mal se ha instalado de manera permanente.

Es importante entender que para Lutero Dios no hace al hombre justo, sino que lo toma por justo,

hace de cuenta que lo es. Acá se percibe una clara diferencia entre la postura de Tomás de Aquino y

la de Lutero. Tomás de Aquino pensaba que cuando el hombre aceptaba la gracia y la dejaba actuar,

ésta empezaba un proceso de regeneración, de transformación de la naturaleza caída, mejorándola,

sanándola, restaurándola. Lutero, en cambio, creía que este proceso de restauración no tenía lugar.

El hombre que por su fe alcanzaba el estado de justificación mantenía la misma naturaleza

degradada de siempre. La gracia no transformaba dicha naturaleza. Ésta es la causa última por la

cual para Lutero las buenas obras no resultan relevantes para la economía de salvación cristiana, no

eran meritorias a los ojos de Dios: porque la gracia que el hombre ha recibido como contrapartida

por la fe no transforma la naturaleza agusanada, esa naturaleza humana que sigue siendo un cadáver

putrefacto a los ojos de la divinidad. Es por ello que cualquier obra buena que eventualmente

pudiera salir de dicha naturaleza no compensaría jamás su existencia. Es por ello que a los ojos de

Dios no puede existir mérito real en las obras del hombres.

Contra Duns Scoto, Lutero dirá que no hay mérito real en las buenas obras que realiza el hombre

natural, y contra Tomás de Aquino dirá que no hay mérito real en las buenas obras que realiza el

hombre que ha alcanzado la gracia, porque todas ellas derivan de la misma naturaleza agusanada,

putrefacta, radicalmente degradada por la Caída. Es por ello que sólo la fe salva.

Ahora bien, ¿para qué están los diez mandamientos, entonces? Después de todo, se trata de un

listado de normas que inducen al hombre a realizar buenas obras, o por lo menos a evitar las malas.

Lutero responde de una manera en principio escandalosa: los diez mandamientos no están para ser

cumplidos porque no se los puede cumplir. Son incumplibles. ¿Para qué están entonces? ¿Para qué

los puso la divinidad en las Escrituras? La divinidad los sembró para ayudar al hombre. Los

mandamientos no dejan de ser un don de la divinidad. ¿Para ayudar al hombre a qué? A hacer lo

único que puede hacer en pos de su salvación: a desesperar de sí mismo. Están simplemente para

que el hombre intente cumplirlos y fracase una y otra vez, una y otra vez, y entonces termine

comprendiendo que si de su sola fuerza dependiera, estaría perdido. Los diez mandamientos son un

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monumento a la impotencia humana para vencer al pecado. Son un recordatorio de la impotencia

humana para hacer el bien. Y un recordatorio de que la salvación siempre es y será un regalo

inmerecido.

La perspectiva de Lutero no supone una suerte de anarquía moral, una suerte de vale todo, una

suerte de carpe diem amoral. La postura de Lutero no es antinomista. Lutero cree que las buenas

obras indefectiblemente se van a producir. ¿Por qué? Porque el hombre de fe, que como

contrapartida por su confianza ha alcanzado el estado de justificación, inevitablemente hará buenas

obras: para honrar a la divinidad, para agradecerle su bondad, para gratificarla. Pero cuando fracase,

e indefectiblemente fracasará, no va a desesperar. Porque sabe que la clave de su salvación, de la

obtención de la llave que se necesita para acceder al orden trascendente de eterna felicidad después

de la muerte, no reside en la acumulación de buenas obras sino en la fe que ha depositado en la

misericordia divina, en la divinidad de Jesucristo, en la eficacia de su plan de salvación, y en sus

méritos infinitos, reside en la confianza que ha depositado en una justicia que resulta por completo

externa a él.

Ven que las buenas obras aparecen en el esquema de Lutero. No es cierto que no están. Pero

aparecen al final. Son el último eslabón de la cadena de razonamientos. Porque para Lutero, las

buenas obras no son la causa de la salvación sino la consecuencia. Yo no alcanzo la gracia porque

acumulo buenas obras: hago buenas obras porque ya obtuve la gracia. En otras palabras, las buenas

obras son signos visibles de un proceso invisible que ya ha tenido lugar sin ellas.

Si jugamos por última vez con los porcentajes, como hicimos durante toda la clase de hoy,

tendríamos que decir que Lutero, como todo pensador cristiano, sin dudas otorgaría a la divinidad el

100 % del mérito en lo que a la esfera de la fabricación de la gracia se refiere. Pero en la otra esfera,

en la del reparto de la gracia, también el cien por ciento del mérito corresponderá a la divinidad. En

la ecuación final, el mérito del hombre en el proceso de su propia regeneración equivale a 0 %.

Estamos en las antípodas conceptuales y lógicas del pelagianismo.

Continuamos mañana con el resto del programa de reforma religiosa luterano.

Desgrabado por Adrián Viale

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