2) Pinto, J. - Presente Abyecto, Futuro Perfecto. Las Utopías Populares en Tiempos de La Cuestión Social (Importante)

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    PRESENTE ABYECTO, FUTURO PERFECTO:LAS UTOPÍAS POPULARES EN TIEMPOS DE CUESTIÓN SOCIAL

    Julio Pinto VallejosUniversidad de Santiago de Chile

    La cuestión social como encrucijada de proyectos.

    "Me parece que no somos felices", se lamentaba Enrique Mac Iver en sufamoso discurso de 1900 sobre la crisis moral de la República. "La holgura antigua se hatrocado en estrechez, la energía para la lucha de la vida en laxitud, la confianza en temor,las expectativas en decepciones". Y sentenciaba: "El presente no es satisfactorio y el porvenir aparece entre sombras que producen la intranquilidad" (reproducido en Grez 1995, ps. 519-528). Desde la ruptura con el orden colonial español, las elites criollas, por más"sensatas" y "terrenales" que las haya representado cierto pensamiento conservador, nohabían sido reacias a pensar--y construir--un futuro para el país que había quedado bajo sudirección. Ese futuro se nutrió indistintamente de ideas de "República", "Nación" o"Progreso", tomadas y adaptadas de diferentes fuentes europeas o norteamericanas, y quesirvieron de sustento para un orden que hacia fines del siglo XIX era reputado, al menos por ellos, como básicamente exitoso y ejemplar. Sin embargo, precisamente cuando ese programa parecía haber alcanzado su apogeo, precisamente cuando se iniciaban los preparativos para un centenario que debía festejar dignamente tamaños logros, algunosmiembros más clarividentes de esa misma élite forjadora de Estado, Progreso y Nación,como el citado Enrique Mac Iver, comenzaron a emitir pronósticos de mal agüero. Nuestraclase dirigente acogía el nuevo siglo temerosa de un futuro que ella misma había ayudado adelinear.

    Parte de la desazón que desgarraba el discurso de Mac Iver, y muchosdiscursos análogos que venían proliferando desde la conclusión de la Guerra del Pacífico-- precisamente la "hazaña" que había venido a ratificar los éxitos del proyecto nacionalimplementado por las élites--, obedecía al creciente descontento de los sectores popularesfrente a sus condiciones de trabajo y de vida, y a la también creciente sensación de que lasupuesta "comunidad" de los chilenos enfrentaba fisuras cada vez más profundas en sussentimientos de pertenencia y cohesión común. Enfrentaba, en otras palabras, lo que desde1884 otro miembro visionario de esa misma élite, el doctor Augusto Orrego Luco, había bautizado descarnadamente como una "cuestión social" (reproducido en Grez, 1995, ps.315-331; ver también Castel, 1995).

    Curiosamente, en el otro extremo del espectro social esa crisis de cohesióninterna incubaba expectativas diametralmente opuestas respecto del futuro. En su primerescrito de prensa, aparecido apenas dos años antes del discurso de Mac Iver, Luis EmilioRecabarren se declaraba esperanzado "en la igualdad humana, en la desaparición de lainjusticia, en el alivio de las clases proletarias, en la nivelación relativa de las fortunas, enla disminución de las grandes riquezas que deben contraerse al desarrollo industrial, y enfin, de tantos otros medios que hay para igualar las condiciones sociales" (reproducido enCruzat y Devés, 1985, tomo 1, ps. 1-2). Desde una vereda ideológica paralela pero nonecesariamente convergente, el limpiador de máquinas Esteban Cavieres se declaraba

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    "libertario" o anarquista "por el amor que tengo a la humanidad y el deseo de ver felices atodos los seres", sentimientos que lo inducían a "trabajar con todas mis fuerzas y energías por el desquiciamiento de esta sociedad corrompida y de explotación, y porque florezca laideal sociedad libertaria y comunista" (reproducido en Grez, 1995, ps. 535-536).

    Hay en este contrapunto discursivo una paradoja no fácil de procesar:

    mientras los portavoces más lúcidos de un proyecto auto-declaradamente exitoso y base deun presente que al menos para ellos se presentaba lleno de posibilidades y deleites (la vidade club, las veladas en la ópera, los viajes a París) miraban al futuro con pesimismo ytemor, quienes se debatían en un presente de pobreza, expoliación y dislocación social seanimaban a imaginar un futuro no solamente mejor, sino, lo que es más notable, perfectamente factible de construir a partir de sus propios esfuerzos. Era como si la mismaabyección de su presente, abrumado bajo el peso de conventillos insalubres, tuberculosisendémicas, jornadas laborales de catorce horas, y masacres recurrentes, se constituyese enun incentivo para soñar mundos alternativos y más justos. Sin más recursos que los que les proporcionaba su propia voluntad y sus deseos de "regeneración", los sujetos populares quecomenzaron a gravitar hacia las promesas de la democracia, el socialismo o el anarquismoresolvían hacer de sus miserias y sus iras presentes un trampolín hacia un futuro másacogedor. En el Chile de la "cuestión social", la fe en el futuro se anidó preferencialmenteen los sectores más golpeados de la sociedad.

    ¿Era esa disposición algo radicalmente nuevo en la vivencia popular? Lahistoriografía social ha debatido larga e intensamente sobre la existencia o no de "proyectos populares" en el Chile decimonónico. Para una mirada convencional o de "sentido común",no resulta fácil imaginar una disposición a vislumbrar mundos alternativos en medio de lamiseria ancestral, del sometimiento a una élite cada vez más invasiva y segura de sí misma,o de la mera improbabilidad del cambio sustantivo. En tales circunstancias, se ha pensado,a lo más que se podía aspirar era a lo que José Bengoa ha denominado la "subordinaciónsensual" del festejo esporádico y el desborde ocasional, o al consuelo psicológico brindado por sueños milenaristas de un "mundo al revés", como los que ha recuperado MaximilianoSalinas de la poesía y la canción popular (Bengoa, 1988; Salinas, 2003, 2005). Abrumados por un "peso de la noche" consagrado por siglos de rutina y jornadas ininterrumpidas desujeción a la autoridad de patrones y gobernantes, las y los habitantes del bajo pueblohabrían tenido poco espacio, o pocas motivaciones reales, para imaginar un futuro mejor enel reino de este mundo. Como lo señaló un testigo presencial de sus sufrimientos, elcientífico francés Claudio Gay, los peones chilenos "no tienen morada fija, viven al día...no curándose de su porvenir ni tratando de deshacerse de la realidad presente" (Gay, 1862, p. 199).

    Esta visión más bien pesimista ha sido contradicha por autores como MaríaAngélica Illanes (2002, 2003), Mario Garcés (1991) y Gabriel Salazar (2002), quienesfrente a una presunta resignación popular frente a la desdicha han preferido rescatar (yaplaudir) un espíritu de auto-afirmación rebelde e identitaria, que para esos autoresconstituye en sí mismo una suerte de proyecto popular, forjado en la resistenciaintransigente a lo que intentaba imponerles la élite gobernante. Salazar (1985) ha ido máslejos, situando esas rebeldías en el contexto de un proyecto popular (campesino) deraigambre todavía más antigua, asfixiado por un patriciado depredador decidido a no tolerarveleidades de autonomía plebeya. Por su parte, y sin necesariamente conferirle un estatuto proyectual a resistencias que él denomina "pre-políticas", Sergio Grez (1997, 2002) hareconocido en la apropiación democratizadora de algunos valores republicanos

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     proclamados por la élite, cristalizada en una suerte de "liberalismo popular", unamanifestación incipiente de las propuestas de "regeneración del pueblo" que desembocaríanen la eclosión utópica del tránsito al siglo XX. En unas u otras lecturas, en todo caso, elfuturo no habría sido una dimensión ausente de las reflexiones populares propias del XIX.

    Sea de ello lo que fuere, la "futurología" popular de comienzos del nuevo

    siglo se perfiló con un grado mucho más nítido de articulación y visibilidad, cualidades posiblemente magnificadas por un mayor acceso al debate político formal y a la culturaescrita. Edificando sobre la base del movimiento artesanal y democrático de los deceniosanteriores, los "publicistas" y militantes obreros del Novecientos comenzaron a poblar suscada vez más difundidos discursos públicos, panfletos propagandísticos y periódicos populares no sólo con la denuncia de su insoportable presente, sino también con panoramasde futuros mejores que, a diferencia de las conocidas utopías milenaristas, eransupuestamente alcanzables en el aquí y ahora--siempre y cuando se tomara plenaconciencia de su factibilidad, y se desplegaran los esfuerzos de auto-mejoramiento, unidady organización requeridos para hacerlo. En ese contexto, la tensión entre presente abyectoy futuro perfecto parece haber constituido un impulso favorable para el advenimiento deuna nueva era en el pensamiento y la praxis popular.

    Utopías populares del Novecientos: el anarquismo.

    Para el pensamiento anarquista, por ejemplo, un presente injusto, inhumanoy despótico debía conjurarse luchando por un mundo más equitativo, más solidario y máslibre (Grez, 2007; Rolle, 1985; Míguez y Vivanco, 1987; Harambour, 2004; Ortiz ySlachevsky, 1991; De Shazo, 1983; Del Solar y Pérez, 2008). Esto implicaba, en primerlugar, la abolición de la propiedad privada, "fuente principal de todas las miserias humanasy arma potente de la dominación de clase" ( La Protesta, Santiago, junio 1908). Para elanarquismo, como para el comunismo de cualquier prosapia, la apropiación individual delos instrumentos de trabajo y los medios de producción había tenido el efecto de dividir alas personas en propietarios y desposeídos, en explotadores y explotados, rompiendoartificialmente los lazos de humanidad común que debían unirnos como especie. De allíemanaban no tanto las diferencias que nos individualizan como personas, y que para elanarquismo constituían más bien un rasgo enriquecedor de la convivencia, sino elantagonismo y las jerarquías entre clases sociales, lo que sí resultaba inaceptable. Más aunsi dicho antagonismo derivaba en condiciones inhumanas de vida para las grandesmayorías, que por otra parte eran, a mayor abundamiento, las verdaderas gestoras de lariqueza social. El futuro anarquista, por lo tanto, se visualizaba como intrínsecamenteigualitario y colectivista.

    La igualdad anarquista no se remitía sólo a la esfera económica demarcada por la propiedad, sino también a la esfera política demarcada por la autoridad. Dentro de sudiagnóstico, la esclavitud originada por la apropiación privada de la riqueza social no podíasostenerse sin el recurso a la dominación política, a la imposición de cadenas institucionalesy legales cuya única justificación era defender los intereses por definición anti-sociales delas clases privilegiadas. El deber de todo luchador anarquista, por tanto, era proclamar que"todos los gobiernos son malos, y antinaturales e infames todas las leyes", incluidas entreestas últimas especialmente aquellas que, como las constituciones o las leyes electorales, pretendían enmascarar el despotismo real bajo una apariencia de participación y consenso.

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    El futuro anarquista implicaba así abolir toda forma de autoridad, y "proclamar al individuoabsoluto dueño de sí mismo" ( La Protesta, Santiago, junio 1908). Era, por tanto, un futurolibertario, pero también profundamente individualista (con la parcial excepción, como severá después, de la corriente anarco-sindicalista).

    Así como la institucionalidad política era una fuente indiscutible de

    despotismo material, las creencias religiosas desempeñaban un efecto análogo en el planode la libertad moral. Para los anarquistas, la religión sacralizaba dogmas y prejuiciosabsurdos que sólo servían para (nunca mejor dicho) "mistificar" a las personas, y paraeternizar su sumisión a poderes terrenales que nada tenían que ver ni con la verdad, ni conla justicia, ni con la verdadera moral, únicos valores reconocidos por ellos como de alcancegenuinamente universal. En tal virtud, el porvenir anarquista debía despojarse de todo tipode "supersticiones", para fundarse exclusivamente sobre "las conclusiones de la cienciamoderna alrededor de la eternidad y plenitud de la materia" ( La Protesta, Santiago, junio1908). Era, por tanto, un futuro eminentemente materialista, aunque hay que reconocerque, dentro del amplio arco de creencias que caracterizaba a un ideario celosamentedefensor de la libertad de pensamiento, no escaseaban las posturas más espirituales yesteticistas. Lo que en ningún caso se aceptaba eran las religiones institucionalizadas,totalmente reñidas con el impulso emancipatorio propio del anarquismo.

    Tampoco encontraban cabida en la utopía anarquista prácticas como elmilitarismo o el patriotismo. La primera no era para los libertarios sino la expresiónmáxima de la "violencia organizada" que precisaban los privilegiados para defender susintereses, un gesto de incultura y barbarie que cuando no se consagraba a la represión de las"multitudes oprimidas y hambrientas" ( La Protesta, Santiago, junio 1908), sólo servía parafomentar guerras irracionales y fratricidas que, como ocurriría en Europa pocos añosdespués de la redacción de estos pensamientos, representaban "una amenaza constante parala civilización". Y en cuanto al patriotismo, no era más que otro factor de división artificialdel género humano en grupos antagónicos, orientado igualmente a perpetuar la explotaciónde los ricos sobre los pobres. En contraposición a ello, el anarquismo pregonaba lanecesidad de un mundo sin fronteras ni banderas, sin odios ni antagonismos entre los pueblos, un mundo en que finalmente todas las personas pudieran fundirse en una sola granfamilia, la Humanidad.

    Con mucha mayor fuerza y consistencia que otras ideologías obreras de laépoca, el anarquismo chileno del Novecientos abogaba también por la igualdad absolutaentre los géneros, y por la emancipación social, sexual y cultural de la mujer (Hutchison,2001). Doblemente oprimidas y explotadas, en el hogar y en el trabajo (a cuya expresiónremunerada se venían por lo demás incorporando cada vez más masivamente al compás delavance capitalista), las mujeres debían estar también doblemente interesadas en romper suscadenas, en lograr su independencia económica y su libertad social, "reclamando un puestoen el orden político, económico y social, así como en el campo de la ciencia, del arte y de laliteratura" ( La Protesta, Santiago, septiembre 1909). Las nociones convencionales delmatrimonio y la familia eran otros tantos objetos del repudio anarquista, enarbolando susadeptos una visión alternativa sustentada en la unión libre, inspirada exclusivamente en elamor, y limitada temporalmente a la duración efectiva del mismo. En sus versiones másradicales, se rechazaba incluso el concepto "restrictivo" y monogámico de la pareja,abogándose por la libertad total en materia sentimental y sexual.

    Este futuro de libertad e igualdad absolutas imaginado por los anarquistas seacompañaba de algunas prácticas que debían comenzar a cultivarse desde el presente, a

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    modo de preparación personal y ejemplo para los demás. Aparte de codificar el tratorecíproco y la actuación política según los más estrictos principios libertarios (por ejemplo,rechazando todo tipo de jerarquías y respetando ciegamente las libertades del otro), seexhortaba a las y los adeptos a vivir una vida sana, espontánea y libre de vicios. Sefomentaban por tanto los deportes y el contacto con la naturaleza, así como el recurso a la

    medicina natural. Se exhortaba también a la apreciación y el cultivo de la ciencia, laliteratura y las artes, tomando estas realizaciones como un acervo común del génerohumano, por mucho tiempo restringido al usufructo exclusivo de las clases gobernantes. Laigualdad, en suma, no se concebía sólo en el plano de la interacción económica o política,sino también en la capacidad de auto-realización y en el acceso al patrimonio común de lahumanidad. En las palabras de un periódico anarquista de la pampa salitrera, "a través denuestros morales (sic), dudas e incertidumbres no perdamos jamás de vista la estatua denuestra emancipación económica, completamente terminada por la Humanidad libre, pensadora e ilustrada" ( La Agitación, Estación Dolores, agosto 1905).

    Utopías populares del Novecientos: el socialismo.

    La otra gran vertiente del emergente pensamiento emancipatorio popular,que podríamos reunir bajo la clasificación genérica de "socialismo", compartía muchos delos componentes de la visión de futuro de los anarquistas, pero exhibía también diferenciasque vale la pena consignar. Coincidían una y otra, por ejemplo, en identificar a la propiedad privada como la causa principal de los males sociales, puesto que excluía a lagran mayoría de las personas del "goce o usufructo de los bienes naturales y producidos porla colectividad" (Luis Emilio Recabarren, en Pinto, 2007, p. 128). "Los obreros", decía enotra parte el propio Recabarren, "son el alma de la producción, y por lo tanto son la vidamisma de la humanidad". Pese a su miseria y abyección presentes, eran ellos y ellasquienes "con su fuerza y su mediana inteligencia han creado y dado forma a todo lograndioso que hoy podamos admirar" (citado en Pinto, 2006, p. 713).

    En comparación con el discurso anarquista, estas citas trasuntan un énfasisun poco más insistente en la primacía del trabajo, y por tanto de sus ejecutores, las y lostrabajadores, como fuente de creatividad histórica y social. Al destacar este atributo como base de reconocimiento y ciudadanía, Recabarren y sus correligionarios adscribían a unaconcepción colectivista o clasista de la sociedad no siempre compartida por un anarquismoempeñado en la defensa intransigente de las libertades individuales--aunque debe hacerseaquí una salvedad en relación al anarco-sindicalismo, variante más colectivista que fuecobrando fuerza a medida que avanzaba el siglo. En todo caso, para el socialismo eran lostrabajadores como clase quienes al emanciparse darían pie a la construcción de unasociedad más humana y más justa, en tanto permitiría el despliegue pleno de la inventivasocial inherente al trabajo. La miseria moral y material en que se debatían las masasobreras, cuya denuncia conformaba la mayor parte del discurso político socialista, no eraentonces condenable sólo desde un sentimiento de empatía subjetiva, sino que constituíauna flagrante injusticia que las leyes de la naturaleza y del progreso exigían reparar: si el producto social nacía por la obra del trabajador, a él o ella, en su condición de clase productora, pertenecía justicieramente su usufructo. Si el trabajador recibiese íntegro ese producto, no existiría ningún trabajador miserable, ni habría miserias en el mundo. Peoraun: al apropiarse violentamente de los medios que hacen posible la vida y convertirlos en

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    objeto de comercio, el capitalismo vulneraba el más básico de los derechos: el de laexistencia misma.

    Así las cosas, la abolición del régimen de explotación propio del capitalismoresultaba un imperativo para restaurar los equilibrios naturales y retomar la senda del progreso, reconocida por la teleología socialista casi como una ley científica: “la necesidad,

    la razón y la justicia exigen que la desigualdad y el antagonismo entre una y otra clasedesaparezcan, reformando o destruyendo el estado social que los produce”  (Recabarren,1912, p. 87). Al luchar por su propia emancipación, la clase obrera contribuíaautomáticamente al avance general de la humanidad, puesto que el socialismo, su principalherramienta para dicha tarea, no era otra cosa que la perfección en el progreso incesante para multiplicar los goces de todos los seres humanos, o sea, la abolición de todas lascausas que producen desgracias y miserias. Como lo expresaba el primer mandamiento del“Decálogo Socialista”  publicado en la edición inaugural de  El Despertar de losTrabajadores de Iquique, el más longevo de los muchos periódicos obreros fundados porRecabarren, esa doctrina era signo de redención no tan sólo del proletariado, sino de lahumanidad toda. El socialismo, en suma, era "la verdadera expresión de la felicidad social, basada en la paz y el amor" (Recabarren, en Pinto, 2007, p. 129; ver también Loyola, 2007;Massardo, 2008).

    Profundizando en su caracterización de una proyección utópica cuyonombre, "socialismo", todavía despertaba algunas reticencias en los interlocutores obreroshacia quienes dirigía su discurso, Recabarren se cuidaba de aclarar que su propuesta noinvitaba al odio y la violencia, como con frecuencia se le enrostraba, sino muy por elcontrario, a la justicia y el amor. De hecho, era el capitalismo el que se cimentaba sobreuna explotación que el socialismo se encargaría de reemplazar por la justicia, y sobre unatiranía que sería reemplazada por el amor. Más claro aun: "el socialismo es el bienestarreal, basado en la moral y en el trabajo común, donde todos los seres humanos disfruten el placer de ser instruidos, cultos y sepan vivir rodeados de felicidad sin causar malestar anadie" ( El Despertar de los Trabajadores, Iquique, 6 de junio, 1912). Situando estasafirmaciones en el contexto teleológico que marcaba su pensamiento, agregaba que elsocialismo no era más que "la acción para el perfeccionamiento paulatino, progresivo eincesante de las costumbres individuales y colectivas de los hombres de hoy, sin que esaacción de perfeccionamiento se detenga jamás", lo que constituía "la marcha incesantehacia el progreso real" ( El Despertar de los Trabajadores, Iquique, 13 de julio, 1912). Deesa forma, "realzando las virtudes, dando a conocer lo que es dignidad, procurando hacerdesaparecer todos los vicios y costumbres denigrantes, fiscalizando lo que tenemos derechoa fiscalizar, dotando los corazones de buenos sentimientos para que de veras sepamos vivirfraternalmente los seres humanos", el socialismo era la única doctrina cuya realización permitiría "vivir en paz, respirando siempre una atmósfera de amor y justicia, de cultura einteligencia" ( El Despertar de los Trabajadores, Iquique, 24 de agosto, 1912).

    Es interesante constatar que el naciente socialismo chileno, como tambiénhabía ocurrido en otras latitudes, buscaba sus fundamentos filosóficos tanto en la cienciacomo en la moral. Partiendo de la premisa, para ellos científicamente inconmovible, de queel trabajo era la fuerza creadora de todas las cosas, sólo un orden social capaz de reconocery potenciar esa creatividad podía terminar con las injusticias y miserias actuales y conducira la humanidad hacia un futuro de verdadero progreso, "donde los seres humanos perfectosdisfruten de las creaciones de la inteligencia" (Recabarren, 1912, p. 19). Así se alcanzaríatambién un estado de verdadera justicia, pues "desde el punto de vista moral y humano,

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    como desde el punto de vista del sentimiento de justicia es inaceptable que exista ladesigualdad social" (Recabarren, 1912, p. 41). Vistas así las cosas, el llamado socialista aexpropiar y colectivizar las fortunas privadas era un mero acto "de justicia y razón", porcuanto sólo devolvía "al beneficio común, lo que la avaricia capitalista arrancó a lacolectividad de los trabajadores" (Recabarren, 1912, p. 39). En suma, "el socialismo quiere

    que la humanidad sea una colectividad de hombres buenos que vivan como hermanosamantes, donde todos trabajan para aumentar siempre las comodidades y los goces detodos" (Recabarren, 1912, p. 43).

    Llevando estos pensamientos a un plano más focalizado y concreto,Recabarren y los socialistas dibujaban un horizonte que se contraponía prácticamente punto por punto con el presente que deshumanizaba la vida obrera, y por tanto la vida social engeneral (puesto que los obreros eran la gran mayoría, sin contar que la explotación y laopresión envilecían a beneficiarios y víctimas por igual). Así por ejemplo, frente a la"ignorancia" en que aún vegetaban las masas empobrecidas y brutalizadas, el socialismo secomprometía a hacer accesible para ellas el patrimonio cultural y científico acumulado através de la historia, pero hasta la fecha monopolizado casi exclusivamente por las clasesdominantes. Procurando, al igual que los anarquistas, demostrar la factibilidad y bondadesde este objetivo a través de su praxis inmediata, los socialistas multiplicaron las iniciativasde auto-educación y apropiación de la "alta cultura" encarnadas en escuelas nocturnas,conferencias, bibliotecas populares, centros de estudio y veladas artísticas, las queconstituyeron uno de los signos más característicos (y celebrados) de la sociabilidad obrerade la época. Como lo ha enfatizado Eduardo Devés, la apropiación y masificación de unacultura "ilustrada", cuyos méritos nunca se pusieron en discusión, era una de las vías preferentes a través de las cuales los obreros identificados con el socialismo iniciaron suconstrucción inmediata del futuro ambicionado (Devés, 1991).

    En consonancia con dicha visión, y marcando otro paralelo con las posturasanarquistas, el socialismo obrero también se manifestó muy crítico del arraigo entre lossectores populares de creencias religiosas que en su parecer perpetuaban la abyección presente y obstaculizaban la verdadera emancipación. Por creer en Dios y en la vida eterna,denunciaban, los pueblos habían vivido en la indiferencia de las cosas terrenales, aceptandosu condición y su miseria como datos inconmovibles e inmodificables. Garantizado suacceso a las verdades demostrables de la razón y la ciencia, aseguraban, los obrerosalcanzarían una comprensión más objetiva de los males sociales que les aquejaban, y lo queera más importante, de la factibilidad de corregirlos y superarlos. La humanidad socialista, por tanto, sería una humanidad a la vez más esclarecida y más confiada en sus propiasfacultades, y por lo mismo más eficiente en la construcción de un futuro mejor."Socialismo", aseguraba Recabarren a sus lectores obreros, "es la libertad otorgada a todos para formarse su propia conciencia" ( El Despertar de los Trabajadores, Iquique, 6 de junio,1912).

    Otra de las lacras sociales que el socialismo aspiraba a erradicar era la"inmoralidad" o la "barbarie" en la que todavía, en plena era de exaltación de la ilustracióny el progreso, se debatían las costumbres populares. El mundo obrero, denunciaban,languidecía bajo el peso de vicios como el alcoholismo, la prostitución y la afición por los juegos de azar, que no sólo envilecían su accionar, sino que impedían su avance hacia unaverdadera liberación, razón por la cual las clases dirigentes no hacían nada sustantivo porerradicarlos. Otro tanto ocurría con la imprevisión, la apatía y las conductas violentas,cualidades impropias de personas empeñadas en el progreso personal y social. "Nos

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     produce asco y repulsión", fulminaba al respecto Recabarren, "el contacto o vecindad degentes abyectas y viciosas" ( El Despertar de los Trabajadores, Iquique, 25 de julio, 1914)."El dueño de este establecimiento", proclamaba un relojero socialista a modo de publicidad,"no fuma, no bebe, no juega, no tiene servidumbre y viste el paletó que lleva el másmodesto compañero" ( El Grito Popular, Iquique, 28 de abril, 1911).

    En virtud de estas consideraciones, no es extraño que el porvenir socialistase imaginara también como virtuoso y éticamente intachable, en el que primarían sincontrapeso los sentimientos nobles y el espíritu elevado. El obrero, afirmaba uncorresponsal de un periódico socialista, debía ser "un hombre digno, que no sabe adular;veraz, que no sabe mentir; ingenuo, que cree todo lo que le dicen; y noble, capaz deacciones abnegadas y altruistas" ( El Grito Popular, Iquique, 2 de junio, 1911). Sus actosdebían estar alejados de todo egoísmo y mezquindad, conduciéndose invariablemente bajoun código de amistad, cariño y confraternidad. Su trato hacia los demás debía serrespetuoso y cordial, y su lenguaje impecablemente pulcro. "El socialismo verdadero",decía al respecto Recabarren, "será siempre descubierto por sus modales exquisitamentecultos" (Recabarren, 1912, p. 72). En toda circunstancia debía cuidarse de cumplir puntualy rigurosamente los compromisos, evitando cualquier ligereza o frivolidad. La vidafamiliar debía conducirse en paz y armonía, absteniéndose de tratos abusivos y privilegiando solidariamente el bienestar común. El aseo y la higiene debían cultivarse puntillosamente, contribuyendo a una vida más sana y feliz. El socialismo, se aseguraba,"es puritano por excelencia, y es exigente en el cumplimiento del programa por cadaindividuo en el hogar, en la calle, en el taller y en todas partes" (Recabarren en La Reforma,Santiago, 30 de diciembre, 1906). En fin, "Socialismo es el perfeccionamiento, paso a paso, de las costumbres para modificarlas a medida que broten más nobles ideas y destruirasí todo lo que hay de salvaje todavía entre nosotros" ( El Despertar de los Trabajadores,Iquique, 6 de junio, 1912).

    Argumentando de esta forma, el discurso socialista desembocaba en laconsagración de la igualdad humana como valor primordial: puesto que todas las personastenían derecho a ser felices y a gozar de todos los productos del trabajo humano encombinación con la naturaleza, la igualdad resultaba ser “el grado más elevado de respeto a

    la Humanidad”  ( El Grito Popular, Iquique, 2 de julio, 1911). Por deducción lógica,entonces, las desigualdades creadas por la sociedad afectaban íntima y directamente a lafelicidad de la especie, y se erigían como inaceptables tanto “desde el punto de vista moraly humano, como desde el punto de vista del sentimiento de justicia” (Recabarren, 1912, p.41). Para corregir esta distorsión, particularmente evidente en una organización socialcomo la forjada por el egoísmo burgués, la clase trabajadora se erigía como el agente másindicado: no sólo portaba un interés directo en poner término a todo tipo de injusticia yexplotación, sino que era depositaria de una propensión innata a la solidaridad. Lahorizontalidad y ayuda mutua que presuntamente distinguían a la sociabilidad obrera deotras formas de relación humana, y que se veían reforzadas por su condición de claseoprimida, se traducían en un impulso igualitario que era prácticamente consustancial a suser social. "La solidaridad", proclamaba Recabarren en 1907, "es el fruto estricto de la justicia, es inherente a la fraternidad y mantiene más alta la libertad" ( La Reforma,Santiago, 13 de agosto, 1907). El socialismo, como portavoz de esa ética obrera, se planteaba así el objetivo de una humanidad unida como una gran familia en torno al amor,al arte, a la justicia y a la libertad, “porque sólo así habrá vida" (Recabarren, 1912, p. 43).

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      Una derivación interesante de este énfasis igualitario, en una nueva analogíacon el discurso anarquista, era la atención que los predicadores del socialismo obrerodestinaban a la emancipación de la mujer, víctima de la doble explotación doméstica ysocial. Aunque sin despojarse totalmente del arraigado prejuicio masculino respecto a la prioridad de sus funciones hogareñas, o a la supuesta posesión de una naturaleza más

    sentimental que intelectual (Hutchison, 2001), el "Decálogo Socialista" publicado enIquique en 1911 incluía entre sus preceptos el de respetar y honrar a la mujer comocompañera e igual del hombre, luchando para que no fuese esclava ni del prójimo ni denadie, sino sólo de sí misma ( El Grito Popular, Iquique, 28 de abril, 1911). Considerandoque la mujer se hallaba sujeta a una esclavitud más odiosa que la del hombre, la que ademásencerraba el peligro de ser traspasada a sus hijos como hábito de vivir resignadamente susubordinación, los beneficios de la obra emancipadora debían ser para ella tambiénmayores. Puesto que la esclavitud de la mujer era también la esclavitud del hombre y de lahumanidad, la lucha reivindicatoria de los derechos humanos debía ser, obviamente, común para uno y otro sexo. “Necesitamos”, exhortaba Recabarren a sus compañeros de utopía,

    “asociar a la mujer a nuestra propaganda emancipadora. Necesitamos que ella comprendael gran significado de la obra que perseguimos, para que también se interese y se apasione por conquistar nuestras futuras libertades”. Y concluía interpelando directamente a lasmujeres: “¡con hermosa rebeldía proclama tu libertad, que ella será la libertad de la

    humanidad! ¡tu esclavitud es la esclavitud universal!”  ( El Grito Popular, Iquique, 30 deagosto y 6 de septiembre, 1911).

    Unidos de esa forma y por esos motivos, hombres y mujeres de la clasetrabajadora universal derrotarían a la burguesía para dar pie a la utopía obrera, que eratambién, como ya se dijo, la redención de la humanidad toda. Llegado ese momento, lasdiferencias de clases quedarían automáticamente abolidas, convirtiendo a todos en una solaclase de trabajadores, dueños del fruto de su trabajo, e implantando un régimen en que la producción fuese un factor común, y común también el goce de los productos, esto es, latransformación de la propiedad individual en propiedad colectiva. Así planteada, ladisolución final de las clases sociales constituía en realidad una "obrerización" de lahumanidad, con lo que se conciliaba el orgullo específico de clase que servía a lossocialistas de inspiración, con su intención de igualar a todas las personas por encima de lasdivisiones sociales. Se trataba, como lo ha señalado Pierre Vayssière, de una visiónclaramente mesiánica de su papel histórico, pero cuyas raíces se mantenían aferradas a sucondición específica de gente de trabajo (Vayssière, 1986). Así, lejos de constituir un baldón o una marca de inferioridad, el ser obrero quedaba transmutado en una fuente detrascendencia histórica y nobleza moral.

    En tanto asociada a una fe inconmovible en el progreso, la propuestasocialista visualizaba un futuro radicalmente distinto del presente, pero también alcanzablea través de las herramientas que la razón ilustrada ponía concretamente a disposición de lasmasas explotadas. Se trataba, por lo tanto, de un futuro susceptible de ser construido, yconstruido de acuerdo a un plan que era simultáneamente científico y viable. En el caso delanarquismo, en cambio, la visión de futuro, aunque igualmente crítica respecto del presente,se deslizaba ocasionalmente hacia un afán de recuperación  de una armonía natural primigenia, subvertida por los supuestos avances de la "civilización". En ese sentido, podría sugerirse que se trataba de una propuesta tensionada entre el futuro y el pasado,aunque no por ello menos revolucionaria respecto del orden social que motivaba sudenuncia. En todo caso, y como ya se ha dicho, debe advertirse que en el discurso

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    anarquista también asoman planteamientos valorizadores de la ciencia y el progreso, y queresulta por lo demás peligroso generalizar sobre una corriente política con muchas variantesinternas y poco propensa a cristalizar en "ortodoxias". Dicho eso, y sólo a título deespeculación, podría conjeturarse alguna asociación entre estas distintas visiones del futuroy la mayor facilidad con que el socialismo logró negociar a mediano plazo con una

    institucionalidad burguesa que compartía sus supuestos ilustrados y progresistas, en tantoque el anarquismo, comprometido en un antagonismo mucho más "visceral" respecto de lavisión de mundo dominante, habría sido más propenso a permanecer en una marginalidadmás intransigente (pero que no impidió a muchos de sus adeptos, como lo han enfatizadoautores como Sergio Grez (2007) o Jorge Rojas Flores (1993), pactar con la Dictadura deIbáñez, o participar en la fundación del Partido Socialista en 1933). La dialéctica entreutopía y realismo no estaba resuelta a priori en ninguno de los dos casos.

    Entre el presente y la utopía. 

    Como se dijo, las visiones de futuro enarboladas por anarquistas y socialistasse declaraban eminentemente anti-utópicas, en tanto aseguraban que sus objetivos eranrealistas y alcanzables mediante una combinación adecuada entre organización colectiva y perfeccionamiento personal. De hecho, la difusión teórica de estas visiones a través de la prensa y la propaganda debía acompañarse obligatoriamente de acciones prácticas quesirvieran de ejemplo concreto a imitar, tales como la formación de sociedades gremiales,cooperativas de producción y consumo, o centros de estudio y divulgación cultural. Por logeneral, y mientras se mantuvieran dentro de los límites del "orden público" y del "respetoa la ley", estas iniciativas no sufrieron, al menos no de manera permanente, la represiónoficial, aunque sí eran vulnerables a su propia precariedad de medios o a la persecución"privada" del estamento patronal. Sin embargo, su orientación claramente revolucionaria,en el sentido de descalificar frontalmente el orden de cosas existente y propugnartransformaciones profundas en las relaciones económicas, políticas y sociales, exponía aeste programa a enormes dificultades cuando se trataba de pasar más allá de accionescircunscritas o meramente testimoniales. En esa proyección, el futuro delineado síterminaba deviniendo utópico, en el sentido de muy peligroso o difícil de ejecutar. Así lodemostraron las reiteradas prisiones de sus dirigentes, la destrucción o "empastelamiento"de sus imprentas, o, más trágicamente aun, las periódicas masacres que jalonaron las tres primeras décadas del siglo. Así, mientras no se dispusiese de medios tan poderosos yrevolucionarios como los fines, el futuro soñado quedaba fácticamente obstruido.

    Y fue precisamente esa perspectiva o amenaza, simbólicamente potenciada por la Revolución Bolchevique de 1917 (Aránguiz, 2012), la que terminó sacudiendo a laatribulada u obnubilada clase dirigente de su propia parálisis frente al futuro. Porque prácticamente al mismo tiempo que los horizontes anarquistas o socialistas se desplegabandiscursivamente sobre el mundo popular, algunos exponentes más visionarios de esa élitecomenzaron a vislumbrar la necesidad de hacerse cargo de los emplazamientos que surgíandesde esos espacios, y de superar el reflejo autocomplaciente de negar la existencia de lacuestión social, atribuyéndola a la prédica disociadora de "agitadores foráneos", o derecurrir lisa y llanamente a las ametralladoras. De lo que se trataba, como lo señalótempranamente Arturo Alessandri, uno de los más visionarios entre ellos, era de "hacer la

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    revolución", o a lo menos cooptar algunas de sus demandas, antes de que las víctimas de la"inexistente" cuestión social tomaran la tarea en sus propias manos (Valdivia, 1999).

    Surgieron así los primeros proyectos de legislación social, los primerosllamados a la apertura social del sistema político, las primeras insinuaciones sobre laconveniencia de reemplazar al Estado socialmente prescindente y políticamente

    "gendarme" por un Estado árbitro y benefactor (Morris, 1967; Pinto y Valdivia, 2001;Yáñez, 2003 y 2008). No fue un camino fácil: las vacilaciones propias y las enconadasresistencias de uno y otro costado, tanto de los sectores más reaccionarios que veíancualquier asomo de reforma como una capitulación frente al enemigo comunista, como delos sectores populares más movilizados, que con buenas razones observaban cualquiertentativa de acercamiento como una trampa que sólo cabía denunciar y evitar, o como unainaceptable pérdida de autonomía, garantizaron que el desenvolvimiento de este"programa" se produjese de manera lenta y dificultosa, con numerosos tropiezos yretrocesos. De hecho, fueron necesarios varios golpes de Estado y la implantación de unrégimen con claros rasgos dictatoriales bajo la égida del General Carlos Ibáñez, por nomencionar una crisis que puso al capitalismo mundial de rodillas, para que las pasionesdesatadas se asentaran en una suerte de nuevo pacto social que, incipientemente después de1932, más nítidamente después de 1938, condujo a una recomposición más duradera de laconvivencia social. Tras numerosas marchas y contramarchas extendidas a lo largo de tresdécadas, tras muchas improvisaciones, desconciertos y desaciertos, caminando a menudo prácticamente a tientas, finalmente cristalizó en Chile (como en muchas otras partes deAmérica Latina y el mundo) un esquema político de inclusión relativa y conflictosnegociados que muy pocos habían vislumbrado cuando las "utopías obreras" debutaron enel territorio nacional (Rodgers, 1998). El futuro soñado terminaba siendo reemplazado porun inesperado presente de "compromisos".

    Inesperado y todo, claramente no revolucionario en sus resultados, para elmundo obrero este desenlace de todas maneras significó un avance respecto de los añosmás duros y oscuros de la cuestión social. La exclusión total cedió lugar a una inclusión parcial; los derechos económicos y sociales pasaron a ocupar un lugar reconocido dentro dela convivencia política; la represión, aunque nunca ausente del todo, dejó de ser el resorte prácticamente único de "resolución" de los conflictos; el Estado, sin perder su carácter de baluarte último del orden establecido, al menos generó espacios de acercamiento ynegociación en los que diferentes, y a menudo antagónicos, intereses sociales se avinieron a procesar institucionalmente sus diferencias. Un presente menos insoportable tal vez lequitó urgencia y radicalidad a las añoranzas de futuro, o tal vez las sustituyó por una nociónmás negociada y "realista" de los futuros posibles.

    Y sin embargo, esas añoranzas nunca se desvanecieron del todo. En mediodel tira y afloja propio del "Estado de compromiso", al compás de los conflictos nuncaausentes pero por lo general contenidos dentro de cauces institucionales, amortiguadas porlos avances indesmentibles de algunos indicadores sociales, las proyecciones hacia unfuturo más radical se mantuvieron vivas en el plano de la ideología y el discurso, y en elhorizonte nunca descartado de una sociedad socialista, sin propiedad, sin explotación y sinclases. Por su parte, aquellos componentes del mundo popular que no habían suscrito el pacto social que sustentó la estrategia desarrollista y frentepopulista (un campesinadoarrinconado y pauperizado por una estructura rural refractaria a los cambios, o los cada vezmás numerosos habitantes de los cinturones de pobreza surgidos en torno a las grandesciudades ensanchadas por el desarrollo económico y estatal), comenzaron también a pugnar

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     por su inclusión en un orden que seguían sintiendo ajeno y hostil. Comenzaron también asoñar y presionar por sus propios futuros.

    Finalmente, tras cuatro décadas de una latencia cada vez más tensionada pornuevas fisuras y demandas de inclusión, las antiguas proyecciones utópicas reaparecieronen esa gran apuesta de futuro que fue el gobierno de la Unidad Popular. A diferencia del

     período de la cuestión social, esta vez el proyecto gozó no sólo de una adhesión mucho másmasiva, sino también del apoyo de un segmento muy importante del aparato estatal, lo quede alguna manera invertía la lógica tradicional. Contaba también, al menossimbólicamente, con las certidumbres (o al menos así se creía) brindadas por una tendenciahistórica mundial que parecía coincidir con sus propios valores, y apuntar hacia los mismosobjetivos: el futuro parecía encaminado irreversiblemente hacia el socialismo.Aparentemente liberado de la obligación de amoldarse a un realismo acotado por lo"razonable", el futuro antes tan remoto se vio por un momento casi al alcance de la mano,haciéndose manifiesto en los múltiples escenarios y combates del día a día. A la postre,ciertamente, se trató sólo de una ilusión, violentamente interrumpida el 11 de septiembre de1973. A partir de allí, y hasta nuestros propios días, el presente efectivo se desenvolviónuevamente de una manera muy distinta y distante del futuro imaginado. Pero ello no quitaque durante gran parte del siglo XX, el impulso y la capacidad de pensar el futuro hayansido uno de los atributos más visibles del sujeto popular, precisamente aquél que aldespuntar el siglo parecía ser el menos fecundo para incubar ese tipo de proyecciones. Deellos debería aprender un siglo XXI hasta aquí más bien poco aficionado a remontarse másallá de las restricciones y facticidades del presente.

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