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Historias del mágico Medio Oriente 1 Marcelino Torrecilla N

Historias del mágico Medio Oriente

Marcelino Torrecilla N

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Historias del mágico Medio Oriente 2 Marcelino Torrecilla N

« …porque allí hasta las cosas tangibles eran irreales». Cien años de soledad Gabriel García Márquez

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Historias del mágico Medio Oriente 3 Marcelino Torrecilla N

Contenido

Página

La lengua viva ……………………………............................................... 4

El cuentero de Varsovia………………………………………………………… 7

La fuerza de un cabello de mujer…………………………………………… 10

Lo que el viento regresó ………………………………………………………. 17

El limpiador de dagas ………………………………………………………….. 20

Prohibido llorar ……………………………………………………………........ 24

La perla de los dos destellos …………………………………………………. 26

El largo vuelo de un halcón ………………………………………………….. 29

Regreso por la puerta grande ………………………………………………. 34

Fuego de niños y grandes ……………………………………………………..

.

40

La ventana al cielo ………………………………………………………………. 44

Pequeños deseos………………………………………………………………….. ………………………………………………………

47

Donde los vientos tienen su ocaso …………………………………………. 54

Relatos sin salida ………………………………………………………………… 56

Cuando el café llama …………………………………………………………… 60

¿A dónde fueron los payasos? ……………………………………………….. 62

Muerte por causa natural……………………………………………………… 64

Historias de ermitaños …………………………………………………………

……………………………………………………………

…………………………………………………………………….

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Historias del mágico Medio Oriente 4 Marcelino Torrecilla N

La lengua viva

La costumbre árabe expresada en la máxima de: «…quien se come la lengua de una cabra, tiene que interpretar una canción», la experimentó una vez un cantor italiano llamado Massimo Fusco, cuando visitaba el Medio Oriente. Aunque comerse la lengua lo hizo a regañadientes, en la pieza que decidió entonar el italiano alcanzó un do de pecho que ni él mismo se lo creyó. Un sonoro aplauso retumbó en el salón donde estaba; al aplauso le siguió una atinada declaración:

«Esa no debió haber sido una cabra cualquiera»

Del banquete salió Massimo Fusco aturdido y lejos de creer lo que había realizado. Su vida como cantor (aspirante a tenor) en Italia había terminado unos meses antes de su viaje al extranjero, cuando su maestro de canto, el profesor Caruso, le dijo:

“Señor Fusco, su voz jamás alcanzará un do de pecho. Dedíquese a otra cosa: usted no nació para el bel canto”».

«Lo sucedido en el banquete con los árabes fue la patraña de una necia fantasía, de esas que abundan en estas tierras del Medio Oriente», se decía Massimo Fusco camino al hotel; su corazón aún retumbaba.

En su habitación, se le ocurrió interpretar una pieza clásica: Vesti La Giubba, y probar su voz. La ejecución fue de nuevo una muestra de virtuosismo, con un do de pecho que nunca desfalleció. Con una sola toma de aire, la nota permaneció en alturas sonoras hasta ese momento desconocidas por el viajero cantor.

«El efecto de la lengua de cabra está todavía ahí», pensó, sobrecogido.

Muy a pesar de la nueva verificación, a Massimo Fusco todavía lo atormentaba la incredulidad. Solo alguien conocedor del bel canto lo podría sacar de la corrosiva duda.

Cuenta esta historia que Massimo Fusco, grabadora en mano, se encerró todo un día en el cuarto de un hotel en las afueras de Marrakech, en Marruecos. Grabó: O Sole Mio, pieza clásica de gran exigencia interpretativa.

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Historias del mágico Medio Oriente 5 Marcelino Torrecilla N

Al día siguiente de la agotadora jornada, el cantor se dirigió a la oficina de correos con dos sobres que llevaban cada uno un casete. Uno iba dirigido a su antiguo profesor Doménico Caruso y el otro a un amigo conocedor del bel canto, en Milán, llamado Carlo Vitale. Ambos sobres contenían una breve carta que remataba diciendo:

… ¿Qué opina usted, maestro, de la interpretación que he hecho?

P.D. Respóndame, por favor, vía telegrama.

El primero en responder fue su antiguo profesor Caruso, crítico implacable de su carrera. El telegrama era escueto y directo.

Señor Fusco:

Dudo que la del casete sea su voz. Por favor, sea feliz y haga otra cosa en su vida; el bel canto no lo extraña para nada.

Doménico Caruso

El telegrama de su amigo Carlo era esperanzador y con un certero remate.

Querido Massimo:

Tu voz es irreconocible y ahora cantas como los dioses.

¡Felicitaciones! ¿Qué andas comiendo estos días?

Carlo Vitale

El origen de la cabra del gran banquete árabe –incluyendo el poder mágico de su lengua– era en este momento lo único que le inquietaba a Massimo Fusco por saber.

El interés lo llevó a muchas bibliotecas en Medio Oriente, incluyendo la mítica de Alejandría en Egipto. Un día, mientras visitaba la biblioteca de Rabat, en Marruecos, el título de un libro con una modesta pasta le llamó la atención: Las Cabras Cantoras de Assaka. La obra pertenecía al género de realidad-ficción, y era de autor desconocido.

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Historias del mágico Medio Oriente 6 Marcelino Torrecilla N

Contaba esta historia que en el pueblo de Assaka, al sur de Marruecos «...existió una especie de cabra con un balido muy especial y distintivo, que (antes que perturbar) tranquilizaba los espíritus de la gente y los cuadrúpedos. Las virtuosas tonalidades que de sus hocicos salían, cautivaban a multitudes que extasiadas las escuchaban en muda contemplación. A los primeros niños cantores de Assaka los nutrieron con la leche de las talentosas rumiantes, y cuando los niños alcanzaban su adultez, los alimentaban con las excelsas lenguas del celebrado animal. Lo anterior dio origen a camadas de eximios tenores, quienes se convirtieron en los más aclamados del mundo».

La historia de Las Cabras Cantoras de Assaka corroboraba la aseveración de Massimo:

«Esa no debió haber sido una cabra cualquiera».

El brote de virtuosismo de Massimo Fusco fue noticia de gran revuelo, y trajo al Medio Oriente cantores del mundo entero. Todos querían probar las mieles de la increíble vivencia, por lo que lenguas de cabra atiborraron ollas y calderos en casas y restaurantes de la región. Sin embargo, en ninguno de los cantores se materializó el ansiado milagro, ni tampoco en los que lo intentaron tiempo después.

En una carpa árabe, aquella tarde en un banquete, Massimo Fusco tuvo la fortuna de almorzarse una lengua de cabra de la estirpe de Assaka, y luego ejecutar un formidable do de pecho. El italiano se comió la última lengua que quedaba.

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Historias del mágico Medio Oriente 7 Marcelino Torrecilla N

El cuentero de Varsovia

Hay muros salvables, pero atravesados. Era esta la impresión que tenía un expatriado polaco llamado Karol Basik, residente en los Emiratos Árabes Unidos, en los años ochenta. Se preguntaba el señor Basik por qué las entradas a las habitaciones en las casas árabes –en la parte inferior– tenían un milimétrico muro, con el cual se tropezaba a todo momento. Ávido de una respuesta, se dio el varsoviano a la tarea de indagar el origen de la tenue elevación.

Un meditador de larga barba blanca –que frecuentaba el parque de Al Zahiyah, en Abu Dabi, – le contó la siguiente historia:

«Todo comenzó en el antiguo Omán –inició su relato el apacible hombre con voz profunda–, en la región de Salalah, al extremo sur, cerca de la frontera con Yemen. Muchos años atrás, para la época de invierno, a la comarca la azotaba una banda de ladrones que siempre se las arreglaba para robar, haciendo su entrada por los techos de las casas. Su exitosa vida criminal se le atribuía al somnífero efecto de unas esencias persas que usaban, para, en las noches, poner fuera de combate a lugareños y visitantes por igual. Nada parecía detenerlos, hasta que un aldeano sugirió que en todas las entradas de las habitaciones se construyera un milimétrico muro. Decía el aldeano: “La codicia de los ladrones por nuestras porcelanas será su perdición. Más temprano que tarde, en alguna noche, uno de los maleantes tropezará el diminuto muro, y el estruendo que haga será tan grande, que nos despertará a todos. Será ese el momento en el cual los atrapemos”».

«La estrategia tenía mucho sentido, ya que los ladrones apetecían las vajillas de porcelana y la cubertería de plata que los habitantes de esta comarca se daban el lujo de tener. La ingeniosa idea dio de inmediato los resultados que todos esperaban. Las noches y madrugadas de Salalah se llenaron de alborotos y escándalos por las capturas y los cientos de platos, cuchillos y cucharas que se oían caer, aun a kilómetros de distancia. Los ladrones eran hábiles en las alturas, pero torpes al andar, y el estallido de vajillas junto al estrépito de metales dejaron sin efecto a las cacareadas esencias persas».

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«Todos los incidentes de robo eran muy sonados. En diez sucesivas madrugaras los lugareños atraparon a un buen número de malhechores; cayeron como ratones en trampa, y luego los aislaron en cárceles desierto adentro, para que no contaran a sus compinches la historia del enorme tropezón con el diminuto muro. Unos a uno, los pobladores aprehendieron a todos los maleantes, hasta llegar a 50».

«Gracias a la ingeniosa idea del diminuto muro, el pueblo no supo más de robos. Fueron esos los primeros y últimos ladrones de Salalah. Hoy las entradas a las habitaciones conservan los muros como un símbolo de ingenio y supervivencia. Son unos umbrales sobresalientes. Aquí termina mi relato».

El señor Basik no atinaba a pronunciar palabra alguna.

–Nunca esperé una historia como esta –dijo sorprendido. Es en realidad fascinante y seductora, gracias.

–Tenga en cuenta también –le recordó el viejo cuentero– la rica tradición oral de la cultura árabe. Esto quiere decir que va a encontrar más versiones de la historia, con desenlaces tan diferentes como inesperados.

¡No me diga! exclamó Karol Basik, con ojos que destellaban curiosidad. Para finalizar, el inquisitivo Karol quiso saber más acerca de su relator.

–Y ¿cómo se llama usted? –le preguntó.

–Soy el primer fabulador –respondió el hombre con su misma voz profunda, luego se puso de pie y desapareció en la oscuridad de un arbolado sendero.

Deseoso de saber más, el varsoviano buscó, por un buen tiempo, otras versiones de la historia por toda Abu Dabi. En cada parque encontraba a un cuentero que le refería una nueva e increíble versión, tal como lo había dicho el primer fabulador.

A medida que oía historias, de parque en parque, el narrador de turno era más joven. «La rica tradición oral árabe ha tenido un buen relevo generacional», pensó. Con su curiosidad satisfecha, Karol Basik dejó de oír historias, regresó a Varsovia, y después de un corto tiempo volvió a Abu Dabi.

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Historias del mágico Medio Oriente 9 Marcelino Torrecilla N

Fue a los parques a reencontrarse con los cuenteros que tanto lo habían fascinado. Para su desazón, no encontró a ninguno de ellos y nadie daba noticia de su paradero o existencia. Días después, desistió de su búsqueda.

Acerca de la rica tradición oral árabe, se enteró también que, en realidad, nunca hubo un relevo generacional, y era imposible encontrar hoy jóvenes que contaran historias de sus antepasados. Si esto que se decían era cierto, ¿quiénes fueron entonces los jóvenes que le narraron con gran sapiencia, las tantas versiones de la historia del diminuto muro?

Fue entonces cuando el viejo Basik se puso a cavilar:

«Creo que esto fue lo que sucedió: todos los cuenteros fueron apariciones. Desde el primero al último, el cuentero –viejo o joven– fue siempre el mismo. Se movió cronológicamente en forma inversa –del viejo, el primer fabulador, al joven– de parque en parque, hasta llegar a una versión adolescente. La versión obedecía al afán de rectificar el nunca llevado a cabo relevo generacional de la tradición oral árabe. Mi curiosidad era tal, que mi imaginación, o no sé qué, creó a unos asombrosos fabuladores, generosos en saciar mi sed de búsqueda. Todo fue una fantasía, que me convierte en un nuevo relator, con muchas historias que narrar. Soy desde hoy el cuentero de Varsovia».

Nunca más, el varsoviano tuvo tropezón alguno.

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Historias del mágico Medio Oriente 10 Marcelino Torrecilla N

La fuerza de un cabello de mujer

El agal es ese cordón negro, grueso y redondo –del cual cuelga una especie de trenza–, que los árabes usan en sus cabezas. Esta prenda sujeta la ghutrah, que es el extenso pañuelo acompañante.

Cuenta una leyenda que el primer agal lo inspiró el cabello de una mujer andaluza llamada Carmen. Eran los tiempos en que los árabes –también llamados moros o moriscos– dominaban el sur

de España. El origen de la prenda comenzó donde hoy se encuentra Córdoba, la ciudad de las ruinas de Medina Azahara.

El agal, dice la leyenda, nació en un dibujo que hizo un artista árabe de la época, a quien llamaban Hashim el virtuoso. Poco tiempo después, el dibujo se materializó en un aro con una frondosa trenza de color negro. La creación venía de selectas fibras que el artista consiguió, y se asemejaba al hermoso cabello de Carmen, la mujer que a él lo inspiraba.

El dibujo y el agal –escondidos por el artista en un cofre, en algún lugar de su villa– eran un regalo sorpresa que él tenía para su mujer, a quien había desposado dos días atrás. Para su infortunio, el hermoso idilio –que hasta ese momento transcurría sin contratiempos– lo interrumpió la expulsión de los árabes de España.

El día en que Hashim pensó entregarle el regalo a su esposa, el artista no pudo siquiera llegar a su casa. Lo llevaron al puerto de Dénia, sobre la costa valenciana, de donde salió expulsado junto a un buen número de sus coterráneos. Carmen se quedó esperándolo la noche de ese día, hasta que el sueño la venció, entre sollozos y lágrimas.

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Historias del mágico Medio Oriente 11 Marcelino Torrecilla N

En el puerto de Mallorca, la conversación entre unos comerciantes andaluces giraba alrededor del destierro de los árabes de España. De todos los contertulios, era la voz de quien se hacía llamar José Antonio Hidalgo la más locuaz y vehemente:

«Andalucía, Andalucía –gritaba con frenesí–, siempre serás grande y poderosa, con o sin intromisiones de extranjeros».

La conversación llegó a un punto en el cual el tema de desterrados y reconquistas se desgastó, y todo el interés se concentró en la travesía que los andaluces iniciaban a Alicante.

Con atuendo y nombre prestado, Hashim el virtuoso pasaba desapercibido entre sus “coterráneos”, quienes, al día siguiente de haber zarpado, ya lo llamaban: «Don José Antonio».

–¿Y qué lo lleva a Andalucía, don José Antonio? –le preguntó Pedro, un joven inquisitivo, de vivaces ojos, con quien el simulador había entablado amistad y cercanía–.

–La fuerza de un cabello de mujer –le respondió Hashim, sin titubear.

–¿Perdón? –inquirió el joven, acentuando la vivacidad de su mirada.

–Excúsame, Pedro, –le respondió Hashim, con marcada deferencia–. Es una forma de referirme a mi esposa Carmen, que dejé en Córdoba. Soy comerciante, viajo mucho, y la expulsión de los árabes me sorprendió lejos, mientras andaba por Mallorca y Cagliari. Regreso, amigo Pedro, por mi esposa y un regalo que quiero darle; ah, y también, –hablando al oído del joven– por un matrimonio que debo consumar.

Solo hubo silencio ante la inesperada revelación, y en ese punto –inconcluso–, por esa noche, el casual encuentro entre el joven comerciante y el ahora virtuoso del disfraz, terminó en forma espontánea, justo como había comenzado.

* * *

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Historias del mágico Medio Oriente 12 Marcelino Torrecilla N

Vizcaya –el barco en el que viajaba Hashim– atracó en el puerto de Alicante en una atmósfera de tensión y violencia. En ese momento las autoridades embarcaban un nuevo contingente de moros camino al destierro, con destino final, el norte de África.

Ya en suelo andaluz, Hashim, aferrado a su bien logrado camuflaje, continuaba su travesía de vuelta a Córdoba. Volvía a su antigua casa, con la esperanza de encontrar a Carmen, y regresar a ese día del arribo frustrado y de la entrega fallida. De ese momento a hoy, ya había pasado casi un año.

Hoy tocaba la puerta de su antigua casa. Esta vez caracterizaba a un dicharachero albañil, quien miraba el exterior de una arrasada villa, que mostraba la huella del odio y la intransigencia. Días previos, una turba de antimoros la había atacado en repetidas ocasiones y sin piedad alguna. En la casa había muchas cosas que reparar, aunque el propósito del artista era encontrar a Carmen, y recuperar el dibujo y el agal.

Rebuznos de bestias y un penetrante olor a café, que borboteaba en un tiznado perol, indicaban que la casa la habitaba alguien. Estaba tranquilo de que nadie lo reconociera, porque –a la usanza beduina– cubría su rostro, el tiempo que vivió en Córdoba, y además era reservado y discreto. La puerta estaba entreabierta, como si alguien lo estuviera esperando. Se detuvo, la empujó con timidez, pero no se atrevió a dar un paso.

–Buenos días –levantó su voz desde el umbral–. Me llamo José Antonio Hidalgo y soy albañil. Trabajo en mampostería y soy ingenioso para reparar cosas, y además cuento chistes e historias que agradan a chicos y grandes.

Su entrada recibió un silencio que duró solo unos pocos segundos.

–Siga, don José Antonio, –gritó una voz que retumbó desde una de las habitaciones contiguas a un inmenso patio–, que ha llegado usted como caído del cielo. Aquí hay mucho que componer y espíritus por alegrar.

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Historias del mágico Medio Oriente 13 Marcelino Torrecilla N

La voz era la de Manuel García, un campesino de Valencia, de 70 años, voluminoso en talla, de baja estatura y de un carácter festivo. Por mandato real, se le había adjudicado la villa, una de las tantas a lo largo y ancho de Andalucía, que se les había despojado a los moros.

–Pues inicio contándole, don José Antonio, que esta casa perteneció a unos árabes, no sé cuántos, y ahora es de mi propiedad, por orden del rey.

–¿Y sabe usted a dónde fueron los antiguos moradores? –le preguntó Hashim, con un tono de espontánea curiosidad.

–¡No sé, ni me interesa! –respondió Manuel–. Solo sé que debieron haber sido detestables como todos los moros, usted sabe.

– ¿Todos? –replicó Hashim.

–Sí, todos, todos –respondió Manuel contrariado–. ¿O es que no me cree?

–Verá usted –continuó Hashim–, yo anduve unos años por Castilla, donde los moros no son muchos, y viven en armonía con los lugareños de esa parte del reino.

–Ay, don José Antonio, déjese de tonterías –le interrumpió Manuel–. Moro es moro, aquí y en todas partes, muchos o pocos. Mire, usted me ha caído en gracia y se ve como un andaluz puro. Más bien pongámonos a trabajar, y de paso me cuenta uno de sus chistes, que hace rato no oigo uno bueno.

Ahora con libertad de movimiento, Hashim se dirigió al patio, donde él esperaba estuviera aún su dibujo y su agal. Le llamó la atención unas pilas de arena esparcidas por todo el lugar, por lo cual le preguntó a Manuel.

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Historias del mágico Medio Oriente 14 Marcelino Torrecilla N

–Una de las primeras cosas que hice fue destruir todo indicio morisco en esta villa– explicaba Manuel–, y mi instinto me decía que algo debían haber escondido en el patio. Desenterré un viejo cofre con letras árabes sobre la tapa. No me tomé el trabajo de abrirlo, y la caja terminó en una hoguera; lo poco que quedó fue a dar al fondo del río.

–Umm, ya veo– fue lo único que salió de los labios de Hashim, solo para indicarle a Manuel que seguía con atención su crudo relato. Era ese el cofre donde él había ocultado el dibujo y el agal que un día quiso entregarle a Carmen. Imágenes de ese momento comenzaron a multiplicarse en su mente. La sensibilidad del artista estuvo a punto de resquebrajarse, pero mantuvo su compostura.

–¿Qué le pasa, José Antonio? –le preguntó Manuel–. ¡Que pareciera que estuviese usted en trance!

–Nada, don Manuel. Es solo que la arena removida en el patio me recuerda con tristeza a los camposantos y a los muertos que quedan sin enterrar –respondió el artista–. Y tiene usted la razón, queremos una Andalucía sin intrusos, ni malsanos recuerdos.

–¡Ese es el José Antonio que quiero oír siempre! –gritó Manuel, con un aire de supremacía.

La vida de José Antonio Hidalgo –o Hashim el virtuoso– transcurriría por un buen tiempo de esa manera, como el albañil bonachón y amigo de todos. Iba de pueblo en pueblo reparando cosas, contando chistes, y preguntando por Carmen, la mujer del hermoso cabello negro, que una vez vivió en la casa de Manuel García. Nadie le daba noticias de ella.

Un día lo asaltó un estremecedor escenario: su disfraz de José Antonio Hidalgo estaba a punto de usurpar su verdadera identidad. Fue en ese momento que quiso dar marcha atrás a todo su juego de máscara y comedia. Parecía claudicar en su lucha y querer entregarse.

«¡Yo no soy ningún José Antonio Hidalgo, soy Hashim el virtuoso, y soy árabe hasta mi última célula!», comenzó a gritar como loco por todo el pueblo, pero nadie le prestaba atención.

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Historias del mágico Medio Oriente 15 Marcelino Torrecilla N

–Ay, don José Antonio, déjese de buscar problemas –le aconsejaba la gente–, que usted de moro no tiene nada.

Ni siquiera su perorata bilingüe –en el idioma árabe y en un pulcro castellano–, que revelaba su verdadera identidad, convencía a los moradores de la veracidad de esta. De la gente siempre se oía el mismo lamento: ¡Ay, Don José Antonio!

Tiempo después, los lugareños lo vieron como un ser trastornado, que requería ayuda. Decidieron, entonces, internarlo en un manicomio. Hashim se enfrascó en una inquebrantable rebeldía, y se rehusó a hablar más en castellano. De hecho, nunca lo volvió a usar y solo repetía unas retahílas de frases en árabe antiguo, sin que el más erudito de los traductores las pudiera entender.

Del manicomio se escapó una noche de lluvia y centellas, y el pueblo de Córdoba no volvió a saber nunca más de don José Antonio Hidalgo o de Hashim el virtuoso.

Al final, muchos no atinaron a descifrar la verdadera identidad de ese extraordinario personaje, que un día cualquiera desapareció de ese punto de la antigua Andalucía.

* * *

En su loca carrera, Hashim fue a dar a Castilla, en donde había oído la historia de una mujer de un hermoso cabello negro, que resultó ser Carmen. El reencuentro por fin se dio, pero se convirtieron en enamorados sin rumbo fijo, yendo de pueblo en pueblo.

Lejos de Córdoba y despojado de su falso atuendo, Hashim era un moro más, rechazado por todos. El destino final del azaroso romance fue Marraquech, un tranquilo pueblo al sur de Marruecos.

Ya en su nuevo hogar, el artista creó en forma calcada su historia de amor, cuyo capítulo final había quedado inconcluso.

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Historias del mágico Medio Oriente 16 Marcelino Torrecilla N

Hizo el dibujo del agal, el que convirtió en un perfecto aro con una trenza de color negro. Puso su nueva obra en un cofre, que luego escondió en el patio. La sorpresa permanecía intacta, y estaba a punto de develarse.

Un radiante día de diciembre, Hashim venda los ojos de Carmen y la lleva al patio.

– ¿De qué se trata? –preguntó la hermosa mujer.

–Ten paciencia– le respondió Hashim con una voz sosegada.

El galán camina hacia un rincón y saca el agal del cofre. Con sus manos temblando, lo pone sobre la cabeza de su mujer, y luego le quita la venda.

–Esta era una sorpresa que un día te quise dar en Córdoba, y que había quedado pendiente. El agal simboliza tu cabello y nuestra unión, la que ni el tiempo ni la distancia pudieron romper.

–¡Te amo, Carmen, te amo! –exclamó Hashim el virtuoso con inmenso desahogo.

Se abrazan y rompen en llanto. Lloran a placer de la dicha que la vida ahora les brinda en abundancia.

La fuerza de un cabello los buscó, los encontró, y los mantuvo unidos para siempre, en la apacible Marrakech, en algún punto del gran desierto marroquí.

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Historias del mágico Medio Oriente 17 Marcelino Torrecilla N

Lo que el viento regresó Muy pocos envidian a los barrenderos del Medio Oriente, mucho menos después que cae una pesada tormenta de arena. La tarea de barrer polvo del desierto es ardua, ya que les toca a estos incansables servidores deshacerse de toneladas de arena que se resisten a desaparecer de las calles. Por otro lado, dentro de la naturaleza de su trabajo, quienes limpian las calles en esta esquina del mundo han sido silenciosos protagonistas de acontecimientos que han marcado el diario vivir del impredecible Medio Oriente. Más de uno de ellos tiene una buena fábula que contar. Muchas historias se han tejido acerca de los objetos que los barrenderos han encontrado en su tarea de limpieza, después que el rigor de los vientos ha amainado su intensidad. Se cuenta que muchos de los objetos que las tormentas devuelven, han ayudado a descifrar acertijos históricos de la cotidianidad árabe-beduina. Los objetos representan eslabones perdidos que la naturaleza ha regresado en forma espontánea. Acerca de las variadas piezas y artículos devueltos –entre cachivaches y pequeños tesoros– se afirma de la aparición de un daguerrotipo de una reina jordana –de quien no se tenía un claro registro gráfico–, que ayudó a precisar su último paradero y la posible causa de su muerte. Coloridos frascos de exóticos perfumes recuperaron complejas fórmulas de fragancias persas, que se habían dado por perdidas un buen tiempo atrás. La extraviada daga de Abdulrahman –con la cual se afirmaba habían asesinado, en el siglo 19, al jefe de una delegación portuguesa en Bahréin– esclareció un crimen por años irresuelto. Una tiznada cafetera de plata –de la cual se aseguraba habían usado en la tregua de la batalla de Dibah– determinó las preferencias de bebidas de los bandos en contienda. Un objeto más reciente fue una diminuta lámpara de Aladino, de la cual se dice terminó colgando como pieza decorativa del espejo de un taxista en el Cairo.

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Historias del mágico Medio Oriente 18 Marcelino Torrecilla N

Pero con toda certeza, de todos los objetos restituidos por el desierto el que más se recuerda es un antiguo estuche que contenía una carta de amor. La carta la había escrito un joven llamado Ahmed Abdullah a su novia Fátima Ali. Sobre el idilio, cuenta una leyenda que los jóvenes sostenían una muy difícil relación, ya que pertenecían a tribus rivales: Ahmed a los Bani Qitab y Fátima a los Bani Ka’ab. El amor de la pareja era tan intenso y sincero, que ya todos estaban enterados, y comenzaba a influenciar inclusive a los grandes jeques de ambos clanes. La relación se dio durante un largo periodo en el cual las dos tribus mantuvieron cercanía geográfica por intereses comerciales. Tiempo después, el romance se convertiría en una oportunidad de oro para que ambas tribus depusieran milenarios odios y rencores. Sin embargo, posteriores acontecimientos decidirían algo diferente. Siguiendo un riguroso protocolo, era de trascendental importancia que los jeques de la tribu Bani Ka’ab –a la cual pertenecía Fátima– recibieran una carta del pretendiente reafirmando su amor por la mimada joven. De esta manera, se formalizaría el inicio de la relación. Para infortunio de todos, la carta nunca llegó a su destino. Se cuenta que una gigantesca tormenta de arena devoró al cartero –llamado Khalil Sallam– y al camello que llevaban el trascendental documento. Del noble animal y de Khalil Sallam nunca se supo nada más. Desaparecieron sin dejar rastro, según consta en registros históricos que hablan de «…una intensa búsqueda del cartero Khalil y su camello». El no arribo de la carta a los bastiones de los Bani Ka’ab la tomaron estos como una afrenta que atizó su animadversión hacia los Bani Qitab. En realidad, en la tribu de los Bani Ka’ab nunca se enteraron de la tormenta, ni del percance sufrido por el malhadado cartero beduino. El siniestro había sucedido a algunos buenos kilómetros de distancia, en lo que era todavía territorio de los Bani Qitab. La acrecentada condición de nómadas de ambas tribus los alejó geográfica y socialmente, circunstancia que malogró la posibilidad de un esclarecimiento y una reconciliación. Al final, tanto Ahmed como Fátima terminaron casándose con miembros de sus respectivas tribus, y ambos fueron felices, muy a pesar de todas las vicisitudes.

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Historias del mágico Medio Oriente 19 Marcelino Torrecilla N

El relato finaliza diciendo que… «Cien años después, al terminarse una tormenta de arena, el antiguo estuche con la carta de amor vino a parar en una bolsa de recolección de un barrendero paquistaní. El trascendental hallazgo se hizo al lado de una congestionada autopista en las goteras de la ciudad de Dubái, en los Emiratos Árabes Unidos».

El estuche con la carta se convirtió en una invaluable pieza de recuerdo que los dos clanes hoy comparten.

La historia de amor de Ahmed y Fátima, acaecida en algún rincón del Macondo árabe, hace ahora parte de la memoria colectiva de los descendientes de las tribus enemistadas siglos atrás. Hoy, ellos disfrutan de paz y armonía absolutas. Solo lamentan que sus antepasados hayan perdido tantos años de felicidad.

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Historias del mágico Medio Oriente 20 Marcelino Torrecilla N

El limpiador de dagas

En algún paraje del desierto arábigo, la conversación entre reyes, emires y sultanes giraba alrededor de las proezas deportivas que sus pueblos habían realizado a través de los tiempos.

«En justas equinas –afirmaba el rey Ahmed– la fortaleza del caballo era la clave, y los mejores corceles venían de Najd, en el centro de Arabia. Continúan siendo, los de Najd, los mejores competidores en el mundo árabe y más allá de sus fronteras».

«La rapidez y el certero golpe de garra de nuestros halcones – decía el emir Abdulrahman– han sido nuestras grandes fortalezas. En el arte de la cetrería hemos derrotado siempre a nuestros rivales en el Golfo Arábigo».

«Por nuestra parte, –decía el sultán Rashed– fuimos imbatibles en una competencia que se llamaba polvres. El reto consistía en pulverizar, con el tajo de una daga, un pesado saco de arena que colgaba de una viga. La competencia hacía alusión a cómo la vida puede terminar en un segundo y de un tajo: polvo eres».

«En nuestro caso, la clave del éxito estaba en qué tan bien afilada estuviese la hoja de la legendaria arma, y a cargo de esa tarea se encontraba el limpiador de la daga».

«Los limpiadores de dagas eran seres excepcionales, con la destreza de frotar con sus manos los filosos bordes, con una tela de pashmina. Sus prodigiosas manos, arropando los dos lados de la hoja, la recorrían en forma rítmica, de arriba abajo, en rutinas que duraban horas. La trasparente tela de pashmina nunca se rasgaba, y las manos del limpiador salían siempre ilesas. Lo que estos hombres hacían era un acto de ilusión, sin par conocido».

«Eran estas rutinas de pulimento las que daban a las dagas el poder de un filo, que se requería en las competencias, y eran los limpiadores de dagas los únicos que las podían realizar. Nunca nadie ha podido descifrar su arte y habilidad».

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Historias del mágico Medio Oriente 21 Marcelino Torrecilla N

«Algunos dicen que ellos no tocaban los bordes, aunque el apretón sobre la hoja era evidente. Otros afirman que mano y daga se hermanaban para crear una armoniosa fricción de metal sobre metal. Las conjeturas, al respecto, abundaban».

«Cuentan las leyendas que, desencantados, los limpiadores de dagas dejaron de participar en los duelos de polvres, por las artimañas a las que otros competidores recurrían para ponerlos a ellos fuera de competencia. La envidia a muchos consumía, ya que las dagas de los legendarios limpiadores requerían solo de un tajo para pulverizar el compacto saco. Las de sus competidores necesitaban dos intentos para lograr el cometido. Un día cualquiera no se supo más de ellos. Algunos se internaron en las profundidades del desierto de Omán, y una buena parte se recluyó en las montañas de Afganistán».

«Se me ha encomendado la misión –continuó el Sultán Rashed– de traer de vuelta a los limpiadores de dagas, a tantos como podamos. La raíz de su estirpe está sembrada en nuestro sultanato, y queremos que ella resurja. Los extrañamos, así como extrañamos las victorias que nos deparaban. Ya hicimos una convocatoria que durará el tiempo que sea necesario, y que abarca todo el Medio Oriente y el sur Asia. A los que regresen, los acogeremos y remuneraremos en abundancia».

La convocatoria duró un año. Un corto tiempo después, el Sultán Rashed –en su sultanato de Kerman– inició la etapa de selección de aspirantes.

El llamado reunió a un variado grupo –861 en total–, que iba desde estrafalarios charlatanes, pasando por ávidos simuladores, hasta llegar a desapercibidos sabios.

Todos debían demostrar con sus manos la habilidad de pulir una filosa daga sin causarse herida alguna.

No faltaron, como era de esperase, las trampas y los artificios. Los engaños iban desde mágicos guantes invisibles, que los jueces develaban con tinta de sepia, hasta prodigiosas ceras persas, que se untaban en las manos, las cuales se derretían en el inclemente sol del desierto de Kerman.

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Historias del mágico Medio Oriente 22 Marcelino Torrecilla N

Mucha sangre brotó de las necias manos, a excepción de las de dos participantes, que permanecían indemnes. Ante una multitud, los dos restantes competidores repetían las rutinas de frotamiento sobre la filosa hoja y luego mostraban sus manos en señal de triunfo.

Solo les quedaba pasar la prueba final. Para esta fase se escogió al guerrero de Kerman con las manos más fuertes, y sería este quien hiciese el frotamiento sobre la mano de cada uno de los dos contendientes. La ejecución de limpieza tendría ahora una fuerza descomunal. Los dos participantes tuvieron una hora de descanso antes de iniciar la demostración, tiempo que la gente aprovechó para hacer especulaciones y pronósticos.

«Los dos son unos impostores y su sangre correrá», afirmaban algunos.

«Ambos son auténticos y victorias nos traerán», aseguraban otros.

«El viejo es el limpiador de dagas», decía con firmeza una anciana beduina, que parecía conocerlos.

«El joven no se presentará. De hecho, ya partió», terminaba afirmando la encorvada mujer.

* * *

El momento decisivo llegó. La mano de uno de los finalistas –la del viejo, llamado Ebrahim– descansaba sobre uno de los filos de una daga, y el guerrero, con sus fornidas manos, comenzaba a arroparla. El hércules de Kerman apretó con más fuerza para iniciar la rutina de limpieza, daga arriba. Segundos después, se oyó un gemido, y al gemido siguió un intenso hilo de sangre que en segundos empapó la fina tela de pashmina. Ebrahim no era más que otro hábil impostor.

La única esperanza en encontrar al limpiador de dagas se encarnaba en Abdul Aziz, un hombre de 35 años, que venía de Afganistán, y era habitante de la montaña de Noshaq.

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El ritual se repetía: la mano de Abdul Aziz descansaba sobre la tela de pashmina, que cubría una filosa daga. Sobre la mano de Abdul Aziz, estaba la mano de –ahora– un furioso guerrero, que no escondía su ira por la patraña del farsante anterior.

Muy a pesar del agobiante momento, Abdul Aziz permanecía tranquilo. Para esta ocasión, el guerrero inició la rutina con toda su fuerza y llevó la mano de Abdul Aziz daga arriba, de un solo envión. Luego la bajó con la misma fortaleza y brío. Recorrió el afilado borde 25 veces, 12 de subida y 13 de bajada. El rostro de Abdul Aziz seguía inalterado, como la palma de su mano.

El guerrero puso, luego, la mano de Abdul Aziz sobre el otro borde de la daga e inició la misma rutina, que no desfallecía en rigor ni fuerza. Esta vez fueron 40 recorridos, los cuales realizó el hercúleo soldado hasta el cansancio. Agotado y convencido, el sudoroso militar le hizo una venia al –ahora sí– auténtico limpiador de dagas, en señal de respeto y admiración. Acto seguido, Abdul Aziz levanta su mano, empuña la daga, y apunta al centro de un inmenso saco de arena que colgaba de una viga. La afilada hoja penetra sin interrupción la compacta superficie, y pulveriza el saco de un sonoro tajo. Un retumbante desplome de arena se desparrama, y el costal queda vacío en segundos.

¡Polvres! polvres! gritó una conmovida multitud, ante la magistral ejecución que, junto a su etapa preliminar, escenificó un acto de inmensa fantasía, nunca visto en todo el Medio Oriente.

Desde lo profundo de una montaña, Abdul Aziz trajo de nuevo gloria a un olvidado sultanato, en el sur del Golfo Arábigo. De su excelsa estirpe, era él el último que quedaba.

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Historias del mágico Medio Oriente 24 Marcelino Torrecilla N

Prohibido llorar A mi padre, el farmaceuta que casi todo lo curaba.

Si lagrimea y le arde, –iniciaba un aviso publicitario en una farmacia en el Cairo– escuche la historia de Saqhur, y luego aplíquese en cada ojo dos gotas de Raha.

Atraído por el aviso se acercó Kristóf Fodor –un turista húngaro– a un barbado farmaceuta, que lo recibió con una sonrisa, detrás de un desvencijado mostrador.

–Verá usted, –arrancó el europeo una especie de relato de antecedentes– cuando lagrimeo, los ojos me arden y, aunque tolerable, si se prolonga, el malestar es doloroso. Puede, por favor, contarme la historia de Saqhur y venderme dos colirios de Raha.

– Doloroso, ¡ah! –exclamó el farmaceuta, quien invitó a Kristóf al interior de su establecimiento, y pidió que se acostara en un raído, pero cómodo diván.

«Todo comenzó hace mucho tiempo –inició el farmaceuta su relato– en un pueblo en el norte de Egipto llamado Saqhur. Los pobladores asistían al funeral del primer fallecido de su comarca, y experimentaron como sus ojos comenzaban a arder, con mucha intensidad, cuando las lágrimas se desbordaban sobre sus mejillas. El insoportable ardor solo lo aplacaba detener el llanto. Muchos, no dispuestos a suprimir sus sentimientos, daban rienda suelta al momento, y morían por la acción de las lacerantes lágrimas, que desgarraban sus carnes. Debían los lugareños, entonces, conformarse con un sollozo, si querían vivir».

«Llegó esta calamidad a tal magnitud, que las autoridades tuvieron que poner avisos que decían: ‘Prohibido Llorar’, para así disminuir las muertes que los momentos de aciago, traían a la comunidad de Saqhur. Fue esta una población que desapareció de manera fugaz, ya que unos morían en forma temprana, porque sucumbían al llanto, mientras otros fallecían de melancolía, al no poder desahogar sus sentimientos. Nunca se supo porque les tocó sufrir semejante desventura».

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Historias del mágico Medio Oriente 25 Marcelino Torrecilla N

«La segunda generación de Saqhur recuperó el llanto, oportunidad que no desaprovecharon, desatando en lágrimas, hasta el más banal de los sentimientos. Fue también esta la generación que murió longeva, hombres y mujeres por igual, y partían de este mundo ligeros de pesados equipajes emocionales».

«Todos, sin embargo, termino contándole, experimentaron, dentro de su felicidad, un muy leve dejo de ardor, como el que hoy usted me describe. Ese ligero ardor comparado con el que sufrió la primera generación de Saqhur, era casi que imperceptible, y, para algunos, indoloro. De hecho, todos pensaban que algo de dolor era necesario para combinarlo con la abundante felicidad de poder de nuevo llorar, sin morir en el intento. Aquí termina la historia».

«¿Cuántos colirios de Raha me dijo que iba a llevar?»

Ante la pregunta del farmaceuta, solo hubo un prolongado silencio.

–Ninguno –respondió el joven húngaro con firmeza.

Lágrimas comienzan a rodar por las mejillas de Kristóf Fodor, y llora –sin ardor ni vergüenza– por el trágico sino de los primeros habitantes de Saqhur. Con suma discreción, el farmaceuta deja el consultorio, y Kristóf llora un poco más, en la soledad del apagado recinto.

Las gotas de Raha del aviso publicitario nunca existieron. La sola historia daba alivio a todo aquel que la escuchaba. El viejo farmaceuta lo sabía y sus consultas siempre terminaban así: con todos los pacientes llorando a placer.

A su natal Budapest, desde el aeropuerto del Cairo, viajó de vuelta Kristóf Fodor sin registrar equipaje alguno.

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Historias del mágico Medio Oriente 26 Marcelino Torrecilla N

La perla de los dos destellos

En tierras de los Emiratos Árabes Unidos se le llama Dana a la perla más anhelada. Viejos lobos de mar afirman que una Dana se pesca de generación en generación, por lo tanto es la perla más esquiva que haya existido. Antaño conseguir una Dana significaba para un pescador las ganancias de muchas jornadas de arduo y peligroso trabajo.

Cuenta una leyenda que, en cierta ocasión en el emirato de Sharjah, un joven pescador llamado Abdulrahman Miftah Masoud tuvo la suerte de pescar una Dana, en el mar arábigo. Su inexperiencia en la pesca de perlas iba bien de la mano con su ignorancia acerca del significado cultural y material de las legendarias gemas. Para la época, una Dana era una especie de patrimonio común, y antes de comercializarla, era menester que todo el pueblo la contemplara.

El joven Abdulrahman, desconociendo el valor de una Dana, fue de inmediato al souq (plaza de mercado) más cercano a venderla, como quien vende cualquier baratija. Claro, en el souq se la arrebataron de la mano a la primera exigencia económica que el pescador hizo por la nobilísima joya. Y como todo en un pueblo pequeño se sabe, el rumor, como una envolvente tormenta de arena, se esparció por toda la comarca:

En el souq de Al Arsah alguien esconde una Dana

La Dana se podía encontrar entre una maraña de muy pocas riquezas y unos estantes de innumerables bagatelas. Una mañana de un caluroso día de junio, al gran souq lo sacudió un histórico allanamiento que duró cinco días. A la gran Dana la buscaron palmo a palmo, cachivache tras cachivache, día y noche durante interminables horas, para las cuales se necesitaron varios turnos de buscadores. Muy a pesar del esfuerzo, la perla no apareció en la gran plaza de mercado.

Al joven pescador no se le vio más por el pueblo. Ante su tragedia de desgracia e ignorancia, el hombre corrió hacia la playa y nadó con desespero hasta el punto donde había encontrado la Dana. Se lanzó con el quimérico deseo de hallar una nueva y, de alguna forma, reparar la falta.

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Historias del mágico Medio Oriente 27 Marcelino Torrecilla N

Abdulrahman Miftah Masoud se ahogó con el deseo y su cuerpo nunca fue encontrado.

Relata esta historia que el joven le había vendido la Dana a un beduino llamado Abdulla Ali Sulaiman. El habitante del desierto, en su inquebrantable deseo por conservar la joya, emprendió una frenética carrera de horas y días en el inmenso desierto emiratí. Solo se detuvo cuando sus piernas desfallecieron de físico cansancio, y fue en ese punto donde se presume que el viejo beduino había enterrado la joya.

La larga carrera de Abdulla Ali Sulaiman terminó en las goteras del emirato de Sharjah, donde encontraron su cuerpo, boca abajo, sin la anhelada esfera.

Fallecidos los dos protagonistas de la gema perdida, la búsqueda continuaba. La clave para hallarla estaba en determinar el punto exacto, en el inmenso desierto, donde Abdulla Ali Sulaiman pudo haber escondido la joya.

Semejante cálculo tenía muchas preguntas y pocas respuestas. No se sabía, por ejemplo, qué dirección había tomado Abdulla. Hacia el sur, de donde provenía el beduino, era una posibilidad. Por otro lado, pudo haber tomado el norte, buscando un lugar desolado para su propósito. Tampoco se sabía cuántos días había corrido, antes de llegar al punto del escondite. En el desierto de Sharjah las preguntas llovían y todo era conjeturas, pero alguien tenía que resolver esta especie de acertijo matemático.

La difícil tarea se la encomendaron al gran sabio de la época, el matemático iraquí Ahman Tahir Salem acompañado por un grupo interdisciplinario de eruditos, liderado por el científico jordano Diyaa Khaled Nasser.

Los estudiosos se reunieron por cinco días. Una luminosa mañana de un septiembre, los notables informaron al pueblo el sitio aproximado donde ellos calculaban que Abdulla Ali Sulaiman había dejado de correr y escondido la Dana. «Nuestros análisis nos indican –anunciaba el gran sabio Ahman– un punto hacia el sur, a unos 200 kilómetros de aquí, al pie de la Duna de Al Amal».

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Historias del mágico Medio Oriente 28 Marcelino Torrecilla N

Entusiastas caravanas partieron al sitio indicado por los expertos, y minuciosas excavaciones iniciaron una nueva búsqueda. El segundo intento por hallar a la Dana, removiendo arena desértica, tomó las noches y los días de 40 jornadas, después de las cuales los buscadores desistieron de puro agotamiento y desesperanza. Para tristeza de todos, el cálculo de los científicos había sido desacertado, y la perla seguía esquiva a la vista de los pobladores. Después de este, nunca hubo un intento más por encontrar a la Dana, y –en ese día 40 de búsqueda– la elusiva gema se declaró perdida y sepultada para siempre.

Muy a pesar de todo, la duna de Al Amal se identificaría siempre como el sitio donde podía estar la perla. Por lo tanto, la colina se convirtió en un sitio de especial significado, de recuerdo y romería, donde aún se añora la perla del souq de Al Arsah.

La joya tuvo dos destellos, que solo dos hombres vieron. Emires de notoria sabiduría afirman que pudo haber sido, esta, una perla que emanaba destellos de colores, de los cuales privaron a toda una generación.

Al pueblo lo compensaron con un mágico arco iris que permaneció a la vista, hasta que un pescador encontró una nueva Dana.

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Historias del mágico Medio Oriente 29 Marcelino Torrecilla N

El largo vuelo de un halcón

Cuenta esta historia que a un jeque en el Medio Oriente lo despertaron con la noticia de que su halcón más preciado había desaparecido. Dorado, como llamaba el gran jeque a su halcón, hacía parte de la más fina estirpe de la raza Shaheen, y su valor comercial era incalculable.

A decir verdad, esta distinguida ave no tenía una estimación en dinero, pero sí un valor sentimental para el jeque y su familia. Al día siguiente de la pérdida, al pueblo lo despertó un comunicado del gobernante en donde se ofrecía una recompensa para quien encontrara al valioso ejemplar.

* * *

En un azaroso vuelo, Dorado fue a parar en la ventana del baño de Francesca Tocaccio, una dama Ítalo-argentina, recién llegada al Medio Oriente. El inesperado arribo del ave lo tomó ella como un gesto de bienvenida que el desierto le daba.

La llegada de Totti –como Francesca terminó llamando al halcón– era motivo suficiente para organizar una fiesta con el derroche de la comida italiana, que tanto le encantaba preparar a la signora Francesca. Su diminuta figura contrastaba con las comilonas que ofrecía en su casa, y por las cuales comenzaba a adquirir fama en todo Medio Oriente.

Hoy era entonces el gran debut en sociedad de Dorado, ante la festiva colonia italiana, en algún rincón del Golfo Arábigo.

«Quiero ahora –dijo Francesca– presentarles el motivo de nuestra celebración».

La anfitriona entra al baño y sale sosteniendo al halcón sobre un viejo bate de cricket, que sus antiguos vecinos habían dejado, y que ella improvisaba hoy como estaca.

«Les presento a Totti, mi bello halcón y nuevo miembro de la familia».

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Historias del mágico Medio Oriente 30 Marcelino Torrecilla N

Sonoras exclamaciones retumbaron en el comedor, alabando la belleza del gran halcón. La potente aura de su majestuosidad envolvió a los convidados, hasta el punto de enmudecerlos por unos buenos segundos.

«Me llegó literalmente como caído del cielo –continuó Francesca–, y por eso veo a Totti como una buena señal. De hecho, desde su llegada, mis cosas marchan mejor».

Todo estaba dispuesto sobre una decorada mesa, y allí se encontraba el gran halcón, al lado de Francesca. Los invitados se desvivían por darle a probar la abundante comida preparada especialmente para él.

Este era el nuevo hogar donde el ilustre halcón parecía acomodarse bien. De un mundo de realeza y solemnidad pasaba a uno popular y festivo, avivado por una dicharachera colonia italiana, en algún rincón del profundo Medio Oriente. Para un ave de plumaje nobiliario, este había sido un largo vuelo.

* * *

Ali Mustafá Sidky era un cazafortunas, para quien el rumor era el principal insumo de sus turbias actividades. A la fama de los banquetes de Francesca Tocaccio, se le unía ahora la popularidad de tener siempre como invitada a una majestuosa ave. De esta segunda fama, el embaucador ya estaba al tanto, y dispuesto a capitalizarla, para obtener la recompensa que el gran jeque ofrecía.

Semanas después de la fiesta en honor a Totti, en una fresca mañana de noviembre, era Ali Mustafá Sidky quien tocaba la puerta de Francesca Tocaccio. Después de los preámbulos sociales de presentación, y en el momento de ver al ave, Ali Mustafá rompió en llanto:

–Mi amado hijo Samir –inició Ali su relato, con las manos sobre su rostro– llora desconsolado la pérdida de su halcón, que lo acompañaba desde la cuna. A decir verdad, nacieron juntos –el timador deja escapar dos bien ensayados sollozos–, y haría usted señora Frandisca –¡Francesca! le corrigió de inmediato la dueña de casa–; perdón, señora Francesca –continuó el “afligido”–, haría usted hoy a un niño feliz, y una buena obra por toda una familia –dos nuevos sollozos estallan– al devolverme esta amada ave, sin la cual no podemos vivir.

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Historias del mágico Medio Oriente 31 Marcelino Torrecilla N

–Me conmueve su historia señor Ali –le respondió Francesca con un tono compasivo–, más cuando se trata de un niño. ¡Qué pena con usted! Siempre creí que esta era un ave silvestre, y la tomé como un regalo que me daba el desierto.

–Le confieso que me había encariñado mucho con Totti, así decidí yo llamarlo, pero ahora veo que él debe regresar a su verdadero dueño. Soy una mujer de ley y orden y, por lo tanto, para devolverle el halcón, solo pido que se cumplan dos condiciones: que la entrega se haga ante un veterinario y un policía.

–Mi querida señora, las autoridades en el Medio Oriente hacen engorroso este tipo de procedimientos –dijo Ali–. Porque no más bien….

–Ya le dije, señor Ali –le interrumpió Francesca–. Requiero de un policía y un veterinario. Usted trae el veterinario y yo traigo el policía.

Después de esta visita, Francesca no volvió a saber más de Ali Mustafá Sidky, ni de sus pretensiones por el halcón. Muy seguro, por la urticaria que al timador le causaba todo lo que supiera a autoridad. Ante el fracaso de su artimaña, Ali Mustafá Sidky reportó la localización del ave a la guardia real del gran jeque. Buscaba que, por la información, le reconocieran algún porcentaje –así fuese mínimo– de la jugosa recompensa.

«Toda la recompensa se entregará solo a la persona que tenga el halcón», fue la respuesta que obtuvo el oportunista, de quienes manejaban los asuntos del gran jeque.

* * *

Una mañana de invierno, era el gran jeque quien tocaba la puerta de Francesca Tocaccio, acompañado de todo su séquito. Al tanto de la exigencia de la señora Francesca, y a pesar de lo innecesario de la misma, (un jeque no necesita certificar nada) la comitiva la conformaban cinco veterinarios y un piquete de policías. Traían ellos también un baúl con todos los títulos nobiliarios de Dorado, y una certificación que señalaba al gran jeque como único dueño del ave.

«Su presencia honra mi casa, su alteza, –inició Francesca unas cortas palabras de bienvenida–. Y a esta sí le puedo llamar una visita real».

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Historias del mágico Medio Oriente 32 Marcelino Torrecilla N

Además del nobiliario baúl, y al chasquido de los dedos del gran jeque, cuatro corpulentos hombres introdujeron en el salón otro aún más grande. El baúl contenía la recompensa. Al abrirlo, de lo rebosada que estaba el arca, fajos de billetes comenzaron a caer sobre el piso.

«Hago entrega de la recompensa a la señora Francesca Tocaccio hoy 20 de noviembre –anunció el gran jeque–. Le expreso a la señora Tocaccio, en nombre mío y de mi pueblo, un enorme agradecimiento por cuidar a nuestro más preciado halcón. Decreto que además de la recompensa, se le otorgue a la señora Tocaccio una tercera parte de esta, por preservar un halcón, para nosotros, un símbolo de nuestro patrimonio cultural».

–Agradezco, alteza, –inició Francesca su intervención, con su voz a punto de quebrarse– su inmensa generosidad, pero no voy a aceptar su desprendido gesto, y perdone mi franqueza. Su bello halcón –prosiguió Francesca, con lágrimas rodando sobre sus mejillas– se convirtió para mí y mis allegados en un entrañable amigo que alegró nuestros corazones. Al aceptar su recompensa, siento que estoy vendiendo a mi mejor amigo, y las recompensas se hicieron para ser feliz y no miserable».

Un prolongado silencio envolvió el recinto y el gran jeque asintió más de una vez. Al viejo bate de cricket, donde Totti se mantenía, lo reemplazó una estaca de oro sobre la cual salió el ave, con una capucha tapando sus ojos. Después de la partida de Totti, se dice que Francesca Tocaccio cayó en un estado de melancolía que no encontraba consuelo.

La majestuosa ave regresó a su mundo de gran atleta de los cielos y vedette de las pasarelas de belleza en el Medio Oriente. Era su mundo real, de jeques, príncipes y princesas.

«Su mirada es triste y distante», –comentó su cuidador, al verlo de nuevo.

El abatimiento por el que pasaba el noble halcón sí lo tenía claro el gran jeque, desde el día en que fue a buscarlo a la casa de Francesca. Recuerda él que antes de colocarle la capucha sobre sus ojos, su más preciado halcón le lanzó una mirada de la más profunda congoja. Esperanzado, el jeque pensó que el regreso a casa desterraría la inmensa tristeza que su halcón cargaba. No resultó así.

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Historias del mágico Medio Oriente 33 Marcelino Torrecilla N

«Debo decir, con mucho dolor, que Dorado ya no nos pertenece –dijo el gran jeque–, y de mantenerlo en nuestro palacio, se nos morirá de tristeza».

Al halcón lo llevaron a lo alto de una montaña y lo liberaron una fría mañana de un 29 de diciembre. Su vuelo era relajado en dirección hacia el norte, y se mantuvo así por un buen tiempo. Parecía tener claro su destino.

* * *

En una mañana de enero, un ruidoso aleteo disparó a Francesca Tocaccio de su cama para llevarla a un baño auxiliar, donde no podía creer lo que veía:

«¡Totti, Totti, mi bello halcón, bienvenido, bienvenido!» exclamó Francesca en un incontrolable regocijo, que levantó a todo el vecindario. Esta vez, el aterrizaje de Totti sobre la ventana había sido perfecto.

Con el regreso de Totti volvió la felicidad a toda la cofradía italiana, que tanto había extrañado a la majestuosa ave.

Los últimos días del año, sobre las dunas cercanas a esta leyenda, se puede ver a un inmenso halcón surcar un estrellado cielo llevando sobre sus alas el halo de una diminuta figura. Afirman los lugareños que es una escena que llena de sosiego a aquellos que han tenido la fortuna de contemplarla.

Esta historia sucedió en algún rincón del profundo Medio Oriente, y de ella puede dar fe el gran jeque, quien la contó a un grupo de beduinos, en una noche de laúdes y tambores.

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Historias del mágico Medio Oriente 34 Marcelino Torrecilla N

Regreso por la puerta grande

En la calle, Bella y Diego saltaron de la dicha cuando sus padres, Ignacio y Beatriz, señalaron la casa que habían alquilado en Taksim Median, en el corazón de Estambul. El inmueble tenía un apacible frente de tonos claros, resguardado por un sauce con una hospitalaria sombra. La casa a todos los deslumbró, a pesar de la historia que de ella se contaba. «Es solo eso: una historia, –desestimó el arrendador– de las tantas que se han escrito en Turquía y Medio Oriente. Cuenta ese relato que el primer arrendatario de esta propiedad fue un mago árabe llamado Muntsad Al Becci, a quien desalojaron tres meses después de haber tomado el alquiler. Había incumplido con su contrato de inquilino, y tuvieron que sacarlo. Hubo revuelo y la intriga cundió por lo que el ilusionista dijo el día del lanzamiento: “En esta casa solo podrán vivir gigantes como yo”. Nadie entendió la afirmación del menudo personaje. No pasa nada con esa historia. Bienvenidos a Estambul y disfruten su estancia». Para los hermanos García Yilmaz, Bella de 11 y Diego de 9, estar en una casa donde un mago había vivido era de lo más emocionante. –Te imaginas, Diego, –dijo Bella agrandando sus ojos– la casa debe tener muchos trucos escondidos, puertas secretas y cosas así, como de las que leemos en los cuentos de fantasía. –Sííí –respondió Diego–. Alguna vez leí que algunos magos son olvidadizos y dejan sus varitas mágicas por todas partes. De pronto nos encontramos una en esta casa. ¡Anda, hermanita, busquemos!».

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Historias del mágico Medio Oriente 35 Marcelino Torrecilla N

–No, Diego, esos eran los magos de antes –afirmó Bella–Los de ahora llevan la varita mágica en su dedo índice y, ¡zas! lo alargan para hacer los pases mágicos». –Umm, muy modernos esos magos –añadió Diego con un tono de incredulidad. Nada pasaba en la casa, pero los niños vivían con la ilusión de tropezarse con algo fantástico, digno de un lugar donde un mago había vivido. Por lo pronto, solo querían divertirse y crecer en su nuevo hogar, en la esquina de la avenida Zambak con la calle Istiklal, en Estambul.

* * * La competencia de quien crecía más rápido, entre Bella y Diego, era reñida, sin treguas ni claudicaciones. No fue por lo tanto inusual la escena de lágrimas de Diego, una tarde, cuando le dijo a su papá que se estaba empequeñeciendo. –Créemelo, papá Ignacio, ¡me estoy empequeñeciendo! –Ay, Diego, ¿de dónde sacas tú esas cosas? –le preguntó Ignacio con un fingido tono de desaprobación. Diego tomó a su padre por la mano y lo llevó al cuarto que compartía con Bella. –Papá, mi cabeza estaba a nivel con esa rayita en la pared, y ahora la rayita está cuatro centímetros por encima de mi cabeza: si ves, que me estoy empequeñeciendo; lo mismo le pasa a Bella, y hasta peor. –Yo los veo igual, –replicó Ignacio– con la estatura ajustada a sus edades. Dejemos que su madre los mida. Beatriz tomó un metro de una gaveta, e hizo que los niños se pararan contra una pared. «A ver, Bella mide un metro con… 52 centímetros, y Diego mide un metro con… 40 centímetros. Su padre tiene la razón: sus estaturas se ajustan a sus edades».

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Historias del mágico Medio Oriente 36 Marcelino Torrecilla N

Una mirada casual llevó a Beatriz a observar el techo de la habitación, y notar que algo extraño había pasado: se veía mucho más alto. Era muy buena observadora y ese no era el techo que ella había visto el día que visitó la casa por primera vez. «Niños, ustedes no se están empequeñeciendo: ¡la pared se está alargando!, dijo la sorprendida madre». «Y a partir de ese día todo comenzó a crecer en nuestra pequeña casa de Estambul. Los objetos y los lugares se volvieron inalcanzables: a papá Ignacio le tocaba subirse a un banco para llegar a sus corbatas en el closet, luego necesitó de una escalera; lo mismo le tocaba hacer a mamá Beatriz para abrir la puerta de la nevera. Había que dar muchos pasos para llegar a las habitaciones. Diego y yo dejamos de jugar a las escondidas por temor a perdernos, y el ladrido de nuestro perro Urko lo oíamos muy lejos, en algún remoto lugar del patio». «Dice papá que el mago, el pequeño Muntsad Al Becci, el que vivió primero en esta casa, es un gigante en mutación, que ha comenzado su mudanza de vuelta. Hoy hizo su pase final de magia: «¡La casa se ha agrandado más y todo crece fuera de control!» «Queremos salir, hemos caminado por una hora y nada que vemos la puerta principal, la que lleva al sauce. ¡Llegamos por fin! (bella grita jadeante, mira la puerta de abajo a arriba, hasta donde su cuello le da). ¡Y ahora quién abre esta puerta tan, tan grande!» «Oímos a la distancia unos pasos… Retumban y retumban …cada vez más cerca».

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Historias del mágico Medio Oriente 37 Marcelino Torrecilla N

En la calle, Bella y Diego saltaron de la dicha cuando sus padres, Ignacio y Beatriz, señalaron la casa que habían alquilado en Taksim Median, en el corazón de Estambul. El inmueble tenía un apacible frente de tonos claros, resguardado por un sauce con una hospitalaria sombra. La casa a todos los deslumbró, a pesar de la historia que de ella se contaba.

«Es solo eso: una historia, –desestimó el arrendador– de las tantas que se han escrito en Turquía y Medio Oriente. Cuenta ese relato que el primer arrendatario de esta propiedad fue un mago árabe llamado Muntsad Al Becci, a quien desalojaron tres meses después de haber tomado el alquiler. Había incumplido con su contrato de inquilino, y tuvieron que sacarlo. Hubo revuelo y la intriga cundió por lo que el ilusionista dijo el día del lanzamiento: “En esta casa solo podrán vivir gigantes como yo”. Nadie entendió la afirmación del menudo personaje. No pasa nada con esa historia. Bienvenidos a Estambul y disfruten su estancia».

Para los hermanos García Yilmaz, Bella de 11 y Diego de 9, estar en una casa donde un mago había vivido era de lo más emocionante.

«–Te imaginas, Diego, –dijo Bella agrandando sus ojos– la casa debe tener muchos trucos escondidos, puertas secretas y cosas así, como de las que leemos en los cuentos de fantasía».

«–Sííí –respondió Diego–. Alguna vez leí que algunos magos son olvidadizos y dejan sus varitas mágicas por todas partes. De pronto nos encontramos una en esta casa. ¡Anda, hermanita, busquemos!».

«–No, Diego, esos eran los magos de antes –afirmó Bella–. Los de ahora llevan la varita mágica en su dedo índice y, ¡zas! lo alargan para hacer los pases mágicos».

«–Umm, muy modernos esos magos» –añadió Diego con un tono de incredulidad.

Nada pasaba en la casa, pero los niños vivían con la ilusión de tropezarse con algo fantástico, digno de un lugar donde un mago había vivido. Por lo pronto, solo querían divertirse y crecer en su nuevo hogar, en la esquina de la avenida Zambak con la calle Istiklal, en Estambul.

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Historias del mágico Medio Oriente 38 Marcelino Torrecilla N

La competencia de quien crecía más rápido, entre Bella y Diego, era reñida, sin treguas ni claudicaciones. No fue por lo tanto inusual la escena de lágrimas de Diego, una tarde, cuando le dijo a su papá que se estaba empequeñeciendo.

«Créemelo, papá Ignacio, ¡me estoy empequeñeciendo!»

«–Ay, Diego, ¿de dónde sacas tú esas cosas? –le preguntó Ignacio con un fingido tono de desaprobación»

Diego tomó a su padre por la mano y lo llevó al cuarto que compartía con Bella.

«Papá, mi cabeza estaba a nivel con esa rayita en la pared, y ahora la rayita está cuatro centímetros por encima de mi cabeza: si ves, que me estoy empequeñeciendo; lo mismo le pasa a Bella, y hasta peor».

«–Yo los veo igual, –replicó Ignacio– con la estatura ajustada a sus edades. Dejemos que su madre los mida».

Beatriz tomó un metro de una gaveta, e hizo que los niños se pararan contra una pared.

«A ver, Bella mide un metro con… 52 centímetros, y Diego mide un metro con… 40 centímetros. Su padre tiene la razón: sus estaturas se ajustan a sus edades».

Una mirada casual llevó a Beatriz a observar el techo de la habitación, y notar que algo extraño había pasado: se veía mucho más alto. Era muy buena observadora y ese no era el techo que ella había visto el día que visitó la casa por primera vez.

«Niños, ustedes no se están empequeñeciendo: ¡la pared se está alargando!, dijo la sorprendida madre».

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Historias del mágico Medio Oriente 39 Marcelino Torrecilla N

«Y a partir de ese día todo comenzó a crecer en nuestra pequeña casa de Estambul. Los objetos y los lugares se volvieron inalcanzables: a papá Ignacio le tocaba subirse a un banco para llegar a sus corbatas en el closet, luego necesitó de una escalera; lo mismo le tocaba hacer a mamá Beatriz para abrir la puerta de la nevera. Había que dar muchos pasos para llegar a las habitaciones. Diego y yo dejamos de jugar a las escondidas por temor a perdernos, y el ladrido de nuestro perro Urko lo oíamos muy lejos, en algún remoto lugar del patio».

«Dice papá que el mago, el pequeño Muntsad Al Becci, el que vivió primero en esta casa, es un gigante en mutación, que ha comenzado su mudanza de vuelta. Hoy hizo su pase final de magia:

¡La casa se ha agrandado más y todo crece fuera de control!

«Queremos salir, hemos caminado por una hora y nada que vemos la puerta principal, la que lleva al sauce. ¡Llegamos por fin! (bella grita jadeante, mira la puerta de abajo a arriba, hasta donde su cuello le da). ¡Y ahora quién abre esta puerta tan, tan grande!»

«Oímos a la distancia unos pasos… Retumban y retumban …cada vez más cerca».

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Historias del mágico Medio Oriente 40 Marcelino Torrecilla N

Fuego de niños y grandes

Estambul, agosto de 2012.

En la calle Önder, el restaurante Bósforo decía tener sus salidas de emergencias a través de espejos mágicos. Lo que para los adultos era otra forma más de llamar la atención, para los niños representaba una novedad que invitaba a la búsqueda y al juego.

Cargando bandejas de plata, los camareros llegaron a la mesa 4, la de la familia Yilsat González, con humeantes exquisiteces de la cocina turca. El aroma de guisos y asaduras estimulaba el apetito de los comensales, quienes no quitaban sus ojos de los Köftes y las tiernas datlimayas. Los niños, por su parte, no dejaban de ver el espejo, en cuya superficie se leía: salida de emergencia.

«A ver si es verdad», dijo Manuela, de 8 años. Se acercó y presionó la fría superficie, pero nada sucedió.

–Prueba tu, Diego, –le dijo Manuela a su hermano de 6– Si te deja entrar, yo te sigo.

El niño palpó el espejo por unos segundos, pero todo siguió igual.

–No funciona así, niños, –retumbó la voz de uno de los meseros, Talal Saif, desde el fondo del salón–. Debe haber un gran fuego en este lado del espejo para que abra y puedan entrar.

– Y podríamos hacer un gran fuego ahora– dijo Manuela–.

La inocente ocurrencia desató explosivas risas de todos los presentes.

De su bolsillo derecho, el mesero sacó un encendedor y lo prendió frente al vidrio.

– Si ven –dijo –. No se refleja la llama; el otro lado del espejo es antifuego.

–Buen truco– comentó Matías, el cabeza de familia de los Yilsats González.

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Historias del mágico Medio Oriente 41 Marcelino Torrecilla N

– Asombroso– exclamó su esposa Margarita. – Es increíble de lo que se valen ahora estos comerciantes para atraer clientela– dijo Renato Ambrosio, un amigo de la casa que los acompañaba ese día. –Una vez se pasa al otro lado, uno viaja atrás en el tiempo; las cosas del pasado reciente se borran–, terminó así el mesero su descripción. – ¿Y por qué sabe usted tanto? –preguntó Diego. –Ya he atravesado dos espejos– respondió Talal con un tono convincente. Una estruendosa carcajada explotó en el recinto. Venía de Renato Ambrosio: «¡Caramba, y hasta tiene lunáticos bien entrenados para dar las explicaciones!». Las carcajadas volvieron a retumbar, y unos pájaros en un patio adjunto salieron espantados con un sonoro aleteo.

* * *

A Matías Yilsat y Renato Ambrosio les vibraron sus celulares en forma simultanea en sus oficinas de la calle Istiklal, en el distrito histórico de Estambul. Era un correo electrónico de sus bancos recordándoles la fecha limite para cancelar, en su totalidad, la deuda de 300 mil dólares que habían contraído cada uno, unos meses atrás. No habría más prórrogas, y un nuevo incumplimiento … «Tendría graves consecuencias», terminaba diciendo el mensaje. En Turquía, lo anterior significaba una espantosa cárcel. Ambos estaban tranquilos por la promesa de un salvavidas monetario que llegaría pronto de familiares y amigos en sus países de origen: Matías esperaba el rescate de Colombia y Renato de Italia. Para desazón de todos, la cantidad reunida fue exigua: ni siquiera llegaba a la mitad de una tercera parte del total a saldar. Matías y Renato debían buscar una pronta ayuda por otros medios: el plazo que el banco les daba vencía en 72 horas. Una película de terror comenzó a rodar en las cabezas de los dos jóvenes ejecutivos, y un nudo en la garganta les dio su primer apretón. –Tenemos que encontrar una salida– exclamó Renato angustiado. –Un préstamo a otro banco podría ser –dijo Matías–, pero nuestra historia crediticia quedó arruinada. –¿Un crowdfunding? –sugirió Renato.

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Historias del mágico Medio Oriente 42 Marcelino Torrecilla N

– No representamos ningún proyecto, somos– más bien– una maldita tragedia– dijo Matías, al borde de salirse de casillas. –¿Cuántos años de cárcel tendríamos que pagar? – preguntó Renato, con las manos cubriendo su cara, a punto de desmoronarse. –El mesero dijo que al otro lado del espejo el pasado reciente se borraba… –soltó Matías hablando para él solo. – ¿Perdón? ¿qué me quieres decir? –le interpeló Renato. –Te hablo del mesero en el restaurante Bósforo. –Ay, Matías, ¿y tú te creíste esa tonta historia? –Y a ti, Renato, ¿se te ocurre algo para salir de este lío? –le preguntó con dureza al amigo. La respuesta fue un prolongado silencio. –No tenemos opción –concedió Renato–, pero acuérdate que debe haber un incendio para que los espejos se abran. –Podría hacer algo con unos cables – dijo Matías –, algo se me ocurrirá...

* * *

Una noche de agosto reunió de nuevo a la familia Yilsat González y a su amigo Renato en el restaurante Bósforo, al sur de Estambul. Los niños traían un voraz apetito, y, como siempre, Margarita ordenó por todos. –Comenzaremos, señor Talal, con lo usual: Köftes y datlimayas para los adultos. A los niños les trae dos döners, por favor. –Con todo gusto, doctora –respondió el camarero con la amabilidad de siempre. Todos disfrutaban la ocasión, excepto Matías: una vieja incontinencia se “recrudeció” y lo obligaba a ir al baño en repetidas ocasiones. El ambiente en el Bósforo no podía ser más plácido: los clientes departían entre risas y brindis, y la velada la amenizaban dos excelsos ejecutantes de laúdes y un bailarín de tanoura. La atmósfera la envolvía un delicioso aroma de sabores afrutados y aromáticas especias. Así marchaba todo, hasta el momento en que vieron a un cliente salir despavorido del baño gritando: ¡Fuego! ¡Fuego! El humo y las llamas se esparcían con rapidez. ¡Todos a los espejos! ¡Todos a los espejos! gritaban los meseros y los comensales acataban la orden.

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Historias del mágico Medio Oriente 43 Marcelino Torrecilla N

Renato observaba –con asombro– a las personas, una a una, traspasar los vidrios. ¡Carajo, era cierto! exclamó, y luego corrió hacia el espejo por donde sus amigos ya habían salido. Fue el último en pasar. El otro lado del espejo era una replica del Bósforo cotidiano: los laúdes continuaban sonando con su mismo virtuosismo y el entorno respiraba los deliciosos aromas afrutados de siempre. Lo primero que hicieron Renato y Matías fue revisar sus celulares. El calendario marcaba la fecha del día: agosto 8, de 2010. Habían regresado al pasado, a dos años atrás. La aplicación de su banco había desaparecido, al igual que el estresante correo de advertencia. ¡Funcionó! ¡No Hay Deuda! gritaron ambos para sus adentros: debían contener su desbordada emoción. Ahora solo quedaba pagar la cuenta. ¡La Cuenta, la Cuenta! –gritó Renato–. –¡Qué lentitud la de estos meseros! –exclamó –Perdón, doctor, perdón. Aquí está. Talal Saif le entregó la cuenta a Renato en una pequeña carpeta. El rostro del camarero mostraba una sonrisa burlona.

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Historias del mágico Medio Oriente 44 Marcelino Torrecilla N

La ventana al cielo Al mirar por el tragaluz de su baño –mientras hacía gárgaras– Lodovico quedó fascinado con lo que veía: se trataba de una mashrabiya o ventana árabe que miraba el frente de su casa, desde las alturas de un edificio contiguo. Lodovico interrumpió su terapia. Apresurado salió a la calle y miró al cielo con su mano en forma de visera, por el inclemente sol. Así se quedó, extasiado por unos buenos segundos.

«Cómo pude haber ignorado esta joya todo este tiempo», exclamó.

Lodovico Berti era un ingeniero italiano que había llegado a los Emiratos Árabes Unidos en pleno auge de la bonanza petrolera. Como experto en excavaciones, su trabajo lo realizaba en exteriores, en pleno desierto, cuyo polvo –dos años después de haber llegado al Medio Oriente– comenzaba a afectar su garganta con insoportables picazones.

«Haga gárgaras de sal, don Lodovico», fue la única recomendación que le dio su médico, la cual siguió y le permitió mirar hacia su (hasta esa mañana) ignorado tragaluz. Descubrió el encanto de las mashrabiyas, cuya belleza, a través de la claraboya, aumentaba en la noche, al revelar detalles que la luz del día no permitía apreciar. De todo este despliegue artístico, el italiano quedó, ese día, prendado por el resto de su vida.

Un tiempo después de la reveladora experiencia, el ingeniero Berti renunció a su bien remunerado trabajo en una compañía de petróleos en Abu Dabi. Se inició luego como artesano de mashrabiyas y puertas árabes, entusiasmado, también, por su vena artística, que tenía raíces en su natal Florencia.

Sin muchas aspiraciones económicas, ni responsabilidades familiares, Lodovico estaba seguro de salir adelante en el arte de construir mashrabiyas. Con el dinero de la liquidación de su trabajo –menguado por viejas deudas y gastos inesperados–inició el ingeniero una vida casi de indigente con escasas ganancias, que apenas le alcanzaban para subsistir. Con las puertas árabes le iba más o menos bien, pero construir mashrabiyas requería algo más que talento y sapiencia.

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Historias del mágico Medio Oriente 45 Marcelino Torrecilla N

La labor artesanal exigía un gran esfuerzo físico para manejar una pesada carpintería de celosía, que incluía maderas y metales, que sus manos de pianista no podían ejecutar. Un día, se rindió, pero el sueño de hacer mashrabiyas aún persistía, y se aferró a la idea de que, si sus manos no podían hacerlas, sí podían dibujarlas.

Unos años más tarde, Lodovico Berti descubriría que no era el del artesano el talento que él poseía, sino el de un excelso dibujante. Lo anterior lo evidenciarían sus finos trazos de complejos entramados que el arte de elaborar mashrabiyas requería.

Por todo un mes, el ahora greñudo ingeniero tuvo una vida de ermitaño encerrado en un taller en las afueras de Abu Dabi. El artista dio rienda suelta a lo que ahora se convertía en su mayor deleite: dibujar mashrabiyas a placer. Del dibujo pasó al diseño y de ahí a la fabricación, que la llevaban a cabo artesanos profesionales, a quienes él escogía con extremado celo. Los artesanos lograban las más alabadas mashrabiyas que el Golfo Arábigo haya visto. Los diseños del florentino eran irrepetibles, por los elaborados patrones de sus entramados.

Su fama en el Medio Oriente se esparció entre reyes y jeques, quienes querían tener en sus palacios ventanas con el efecto Berti. Un lustro después, la gran mayoría de castillos de la realeza del Golfo Arábigo mostraban elaboradas ventanas diseñadas por el ahora afamado artista.

Su obra más reconocida fue una ventana en honor a un príncipe emiratí. Para esta realización, como en sus inicios, Lodovico se encerró en su taller por un mes. Al terminarla, el artista quedó extasiado en frente a su recién nacida creación: «Así debe ser la ventana al cielo», pensó, y fue este el nombre que le dio a la obra que más huella dejo en su vida. Para infortunio de todos, el lienzo con el dibujo desapareció del taller, que no contaba con ninguna seguridad. La obra no se materializó en ese momento, y los marcos de las ventanas del palacio del príncipe mostraban un melancólico vacío.

Los jeques del emirato de Abu Dabi, sin embargo, abrigaron la esperanza de dar con los ladrones que habían robado el valioso dibujo. Hasta ese momento, La ventana al cielo solo la habían visto Lodovico, su artesano de cabecera y el ladrón que la había hurtado. De la obra no se supo nada más por un buen tiempo.

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Historias del mágico Medio Oriente 46 Marcelino Torrecilla N

Después de incansables pesquisas, las autoridades dieron con el lienzo, que había terminado en una tienda de antigüedades en la ciudad de Amán, en Jordania. La preciada imagen regresó a Abu Dabi, y se materializó en la más bella mashrabiya que palacio alguno haya lucido.

Los últimos años de su vida, Lodovico Berti los pasó en su viejo taller, trabajando con la misma disciplina de siempre, y con los achaques propios de su edad. Aún activo y con los pinceles en la mano, el gran artista murió una soleada mañana de un día de noviembre. Tenía noventa años. En el camino a su última morada, su cuerpo recorrió el distrito de los palacios reales en el emirato de Abu Dabi, y sus bellas mashrabiyas le hicieron una calle de honor.

Si el destino final de Lodovico Berti era el cielo, la ventana ya la tenía bien dibujada.

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Historias del mágico Medio Oriente 47 Marcelino Torrecilla N

Pequeños deseos

El cierre de la puerta dejaba en el corredor un eco, inusual en la rutina de inicio del día de la familia Sinclair. A lo largo del pasillo estaban los juguetes de los niños vecinos; no había espacio vacío que justificara el sonido. Al caer la tarde, Ahmed, el portero del edificio, les dio una explicación:

–Se quedaron solos en el primer piso, doctor Sinclair –le dijo al cirujano–. Todos se mudaron mientras ustedes estuvieron por fuera. Muchas puertas quedaron entreabiertas. El eco viene de dentro de los apartamentos, del vacío que deja la soledad.

–¿Y porqué los niños no se llevaron sus juguetes? –le preguntó el doctor con la inmediatez que aviva la curiosidad.

–Se los dejaron a Alia y dentro del apartamento del señor Eissa está la lámpara.

–¿La de Aladino? –le preguntó el galeno.

–En Medio Oriente todas las lámparas son de Aladino, mi apreciado doctor, unas cumplen los deseos otras no. –respondió el jordano con su acostumbrado tono de profesor de cátedra.

Alia, la hija invidente del doctor Sinclair, siempre quiso tener esa lámpara –la del niño vecino, Abdul Kareem– porque había algo en ese juguete que la intrigaba.

Corrían los años 70 en Beirut, capital del Líbano. Alia tenía 10 años y Abdul Kareem 11. En el edificio Malabares solo quedaba la familia Sinclair, a quienes la soledad los hizo mudar un tiempo después, una tarde de un frío noviembre.

***

A Ghassan Khoury –restaurador de juguetes de 75 años– le dijeron que en el edificio Malabares había muchos juguetes que iban a tirar a la basura. Ante la cercana demolición de la ahora deteriorada estructura, el juguetero se apresuró al lugar del inmueble, en la calle Kasti, en el centro de Beirut.

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Historias del mágico Medio Oriente 48 Marcelino Torrecilla N

El acceso al edificio lo logró Ghassan, después de negociar con un lunático portero que reclamaba la posesión sobre el inmueble; alegaba que los propietarios le habían traspasado los derechos de propiedad.

–Se fueron todos corriendo–, decía complacido.

«No me voy a llevar su edificio, solo vengo por unos viejos juguetes», fue el argumento del restaurador, suficiente para que el conserje abriera una chirriante puerta.

–Le doy una hora –le advirtió Ahmed–, que creo le alcanzará solo para el primer piso. Todas las puertas están sin llave.

Armado con dos cajas de cartón, el juguetero y dos de sus empleados comenzaron a recolectar viejos juguetes aún en buen estado. Se encontraban en el apartamento donde el niño Abdul Kareem había vivido, y allí estaba la lámpara, en un rincón, atestada de polvo como si nunca hubiese tenido lustre.

En algún punto de una alfombra en una de las habitaciones –en medio del trajín de pisadas– se oía un sonido hueco, que no pasó desapercibido para el buen observador Ghassan.

«Hay una baldosa floja allí», exclamó, señalando el lugar de la resonancia. El juguetero tenía que satisfacer su curiosidad de niño grande. Con extremo cuidado, uno de sus asistentes levantó un decorado baldosín, y del interior sacó una amarillenta hoja de papel doblada con escrupulosa simetría. Era una carta que el niño Abdul Kareem había escrito a su amiga Alia Sinclair, con una tinta azul que comenzaba a descolorarse.

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Historias del mágico Medio Oriente 49 Marcelino Torrecilla N

La carta decía:

Hola Alia

Qué afortunados somos de tener esta lámpara con un genio tan bueno. Yo ya le pedí mi deseo, y pronto podrás ver, como alguna vez te los describí, todos esos bellos paisajes de Oriente Medio. El genio me dijo que los deseos se cumplirían solo cuando los dos los hayamos pedido. Ahí te dejé la lámpara y deberás pedir tu deseo cuando regreses de viaje. Gracias por ser tan buena amiga y siempre jugar conmigo, así estuviera yo en una silla de ruedas. Deja la lámpara y esta carta en el lugar de siempre.

Abdul Kareem

P.D.

Nos robaron un deseo y sospecho de Ahmed, el portero, que creo que le concedieron el deseo de la soledad.

Semejante manifestación de afecto ató el viejo juguetero al decrepito edificio y a los dos niños con impedimentos físicos que algún día lo habitaron. Su desbordada imaginación veía dos deseos de una lámpara de Aladino materializados en una realidad para celebrar. Su corazón se lo decía: hoy Alia Sinclair, con sus bellos ojos, admira las rojizas dunas en un inmenso desierto, y Abdul Kareem corre por las calles de una bulliciosa ciudad en el Medio Oriente.

En la misma calle del edificio Malabares, Ghassan Khoury se hizo a un local, donde montó su juguetería, la cual llamó: Pequeños Deseos. La tienda la creó en honor a los niños Alia y Abdul Kareem y a su entrañable amistad. El lugar se especializó en... Restaurar lámparas de Aladino y cumplir deseos, como lo decía su publicidad a la entrada.

* * *

Una soleada mañana de un frío diciembre, la llegada a la juguetería de una joven pareja con sus tres pequeños hijos alegró el inicio del día para Ghassan Khoury.

–Buenos días, señor –dijo un espigado joven, con una elegante chaqueta azul–. Mi esposa y yo estamos interesados en lámparas de Aladino para nuestros niños.

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Historias del mágico Medio Oriente 50 Marcelino Torrecilla N

–Sí, claro. Tengo muchas –respondió el comerciante con premura– ¿Y con quién tengo el placer?

–Mi nombre es Abdul Kareem y esta es mi esposa Alia.

–¡Bienvenidos! –exclamó el juguetero–. Mi nombre es Ghassan Khoury, y los estaba esperando.

Raudo, el viejo camina hacia el frente de la tienda, cuelga el aviso de cerrado, y baja una pequeña cortina que cubría la puerta de entrada.

–No entendemos –dijo Alia mirando a Ghassan a los ojos–. ¿Dice usted que nos estaba esperando?

–No se preocupe, señora Alia. Es solo un decir que tenemos los comerciantes cuando atendemos a los primeros clientes del día.

–Es curioso, señor Ghassan, –dijo Abdul Kareem–. Su juguetería está casi al lado del edificio donde Alia y yo vivimos muchos años de nuestra infancia.

–Lo es también –añadió Alia– que usted se especialice en lámparas de Aladino.

–Esta juguetería nació por una carta que un niño escribió a una niña– soltó el juguetero, como quien deja caer una copa de cristal sobre el piso.

La revelación silenció el recinto por unos buenos segundos, y solo se oía el alboroto de los niños, que jugaban en la trastienda.

Abdul Kareem y Alia se miran con un refrenado alborozo, que alimentaba la posibilidad de recuperar dos entrañables recuerdos.

–¿Usted tiene la carta, señor Ghassan? –preguntó Abdul Kareem con timidez.

El viejo asintió con un movimiento lento de cabeza.

–¿Y la lámpara? –preguntó Alia.

Ghassan volvió a asentir.

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Historias del mágico Medio Oriente 51 Marcelino Torrecilla N

«Cuando terminé de pulir la lámpara –continuó el juguetero–, vi sobre la brillante superficie a una hermosa niña de ojos azules caminar sobre la cresta de una duna. Luego vi a un esbelto joven correr por una calle de una ciudad que parecía ser El Cairo. En ese momento comprendí que los dos deseos que ustedes pidieron se habían concedido. Luego comencé a llorar de felicidad, que es la misma que hoy me embarga al ver dos sueños cumplidos. Mi corazón no se equivocó y sí, Alia, los estaba esperando, y sabía que algún día regresarían».

Lágrimas comienzan a rodar sobre las mejillas del viejo juguetero, quien no deja de mirar los rostros de los dos jóvenes, que brillan con sorpresa y regocijo. Corren hacia donde el viejo está y lo abrazan. Los tres lloran, mientras los niños siguen jugando en la trastienda, ajenos al conmovedor momento.

–Gracias, señor Ghassan –dijo Alia con una voz resquebrajada–. Nunca nos hubiéramos imaginado que lo que nos sucedió hubiese inspirado tan bello lugar.

«Su bella historia, mis jóvenes amigos, –continuó el viejo Ghassan– es el alma de esta juguetería. A decir verdad, este lugar vive de esa increíble experiencia que yo he titulado: “Pequeños deseos”, que cuento a niños todas las tardes. He narrado ese relato por muchos años, y la Sala de Sueños (así llamaba el viejo a la sala de lectura que tenía en la trastienda) siempre ha estado llena».

«Debo confesarles que su historia, al final, deja a los niños tristes, porque siempre me preguntan: “¿y que pasó después con Alia y Abdul Kareem?”, y mis vagas respuestas no los satisfacen. Ahora vemos que ustedes se reencontraron, y los niños querrán saber cómo sucedió. Esa parte hace falta, y les pertenece».

«No lo va a creer usted –comienza Abdul Kareem su relato. Hace una pausa, inhala y exhala una bocanada de aire.

«De Beirut nos hizo salir la soledad que un día se tomó el edificio Malabares, donde vivíamos. Luego fue la guerra civil en el Líbano. Partimos cuando menos lo esperábamos: Alia a Escocia y yo a Egipto; perdimos contacto por mucho tiempo».

«Alia y yo habíamos trazado, sin proponérnoslo, una estrategia de reencuentro, que, en realidad, era el juego de un niño que quiere encontrar a otro en una gran

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ciudad. Lo jugábamos mucho cuando vivimos en el edificio Malabares. El juego decía así:

Si yo estoy en El Cairo y no tienes mi dirección, así me encontrarás...

«Como yo vivo en El Cairo, voy a ir muchas veces a todas las jugueterías de esa ciudad. Le diré a los jugueteros que me interesan muchísimo las lámparas de Aladino; entonces todos los jugueteros del Cairo sabrán que hay un niño, que se llama Abdul Kareem, que siempre pregunta por lámparas de Aladino.

«Luego tú, Alia, vas al Cairo y visitas también muchas veces todas las jugueterías, y averiguarás por un niño que siempre pregunta por lámparas de Aladino. El juguetero te dirá que sí, que él conoce a ese niño, que de pronto hasta llega en cualquier momento, y tú, Alia, me esperarás en esa juguetería. Si te cansa la espera, vas a otra juguetería donde yo podría estar. Ahora los dos estaremos visitando las jugueterías del Cairo, y si Dios quiere, algún día nos encontraremos y vamos a estar los dos muy felices de volvernos a ver».

«Luego Alia decía su parte como si estuviera en Edimburgo, la capital de Escocia, donde ella había nacido».

«Mucho tiempo después –continuó esta vez Alia el relato–, los dos, ahora adultos, a muchos kilómetros de distancia, entre sí, y sin decírnoslo, estábamos jugando al reencuentro. Habría un momento en el que ambos coincidiríamos en el mismo lugar. Era un juego de azar, de emoción y expectativa, también de persistencia, y ante todo de mucho amor.

«El reencuentro se dio en una juguetería en El Cairo, como en el juego del edificio Malabares. Así nos volvimos a ver, lloramos mucho ese día; nos dijimos que nos habíamos extrañado mucho y declaramos nuestro amor; nos casamos una semana después».

«¡Conmovedor! –exclamó el viejo, sin esconder su emoción–. Ahora tengo esa parte que le faltaba al cuento. Qué afortunados van a ser los niños que hoy vengan a oír una remozada historia. Gracias, y serán ustedes quienes esta tarde le den las respuestas a mis pequeños asistentes. Entrarán en el momento del relato cuando, ténganlo por seguro, un niño o una niña haga la pregunta de siempre: “¿y que les pasó después a Alia y Abdul Kareem?”».

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Ese anhelado momento llegó. Con la Sala de Sueños repleta, Alia y Abdul Kareem aparecen como arrancados de una fábula, para sorpresa de todos los niños, que los miran con la boca abierta. La joven pareja responde todas las preguntas que los niños hacen, y les hablan de lo gratificante de cultivar una amistad, y del poder de soñar, de soñar y desear para los demás, y nunca desfallecer.

Con la parte del relato que faltaba, esta historia tuvo para los niños un imborrable final: pudieron hablar con los personajes de un cuento.

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Donde los vientos tienen su ocaso

La leyenda de la corriente de Muscat tiene muchas versiones, pero la del cuentero omaní Abdul Malik goza de gran popularidad por cuanto el fabulador asegura que tuvo un encuentro cercano con el mítico fenómeno.

«La corriente de Muscat dejó de circular hace mucho tiempo –dice el cuentero Abdul–, y cuando corría, su trayectoria la iniciaba en Muscat, capital del sultanato de Omán. En dirección al este, recorría el legendario viento un corto tramo del territorio omaní; luego hacía un giro en la duna Almughadara, para enfilarse hacia el oeste, cruzando los Emiratos Árabes, Qatar y Bahréin, donde viraba a su punto de partida». «Eran los tiempos en que el insigne viento era libre, y se desplazaba sin obstáculos por todo un inmenso desierto. Un tiempo después, comenzaron a aparecer casas y edificios, que ahora se le atravesaban a la corriente, en su otrora plácido transitar».

«En su nuevo entorno de vidrio y cemento, la corriente seguía su difícil curso metiéndose por los resquicios de las casas, perturbando las superficies de cuanto líquido se le atravesara: se decía que alteraba la fórmula de los perfumes de oud* y los desmejoraba, y de las sopas se aseguraba que les enriquecía su sazón; lo anterior llevó a que las perfumerías quebraran y los cocineros ganaran elogios con esfuerzos ajenos.

«En las mañanas, la traviesa corriente alborotaba el olor del cardamomo en el café caliente, lo que cubría a las ciudades con el dulce aroma de la inconfundible especia. Las ráfagas del nuevo aire, de cítrico y menta, aplacaron la tos y el mal aliento de los pobladores. Se les veía, con sus bocas abiertas y sus ojos cerrados, inhalar a placer, una y otra vez, el medicinal soplo de alivio».

«Las ciudades crecían y el transitar de la corriente de Muscat era más arduo y dispendioso, para un fenómeno natural que comenzaba a cansarse del nuevo trajinar».

«El duro sendero de cemento y metal parecía ganarle la partida y un día, en su paso por Bahréin, las fuerzas del célebre viento comenzaron a desfallecer. Arrastrándose como pudo llegó a Muscat convertido en una brisa senil, que no alcanzaba a deshojar a la más vulnerable de las flores».

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«Yo vi a la corriente, en forma súbita, transformarse en un gigantesco y envejecido halcón de la estirpe shaeen. El ave, con un resplandeciente plumaje y un vuelo perezoso, se desplomó con un estruendo sobre las arenas del desierto. En algún momento, se percató de mi presencia, y me lanzó una mirada cansada, pero tranquila. Segundos después, al hermoso animal lo succionaron hirvientes arenas movedizas que, con el sol en su zenit, borbotean en las faldas de las cobrizas dunas. Fue el último recorrido de la corriente de Muscat, y allí quedó sepultada, para siempre, justo cinco metros antes de dar el obligado giro en la duna Almughadara».

«La corriente era un halcón oculto en un fenómeno natural. Desapareció, en esta forma melancólica, del mapa de los vientos, que por siglos han corrido por el norte del Golfo Arábigo y el sur de Persia. Yo fui testigo del último suspiro de la corriente de Muscat».

«Historias posteriores narran que a ese mismo punto llegaron, mucho tiempo después para extinguirse, otros vientos de marcada tradición y ascendencia. A la falda de la duna Almughadara hoy se le conoce como el lugar donde los vientos tienen su ocaso, y fenecen».

«Tiempo después, las perfumerías de oud reabrieron sus puertas, y la sazón de las sopas volvió a su sabor acostumbrado».

* Oud: popular fragancia en Oriente Medio extraída de la madera de agar.

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Relatos sin salida

En la biblioteca de Alejandría, en Egipto, un escritor de fábulas iniciaba un experimento para interesar a lectores, convirtiendo en papel desechable las hojas de uno de sus escritos. Fueron 120 páginas que el fabulador cortó por la mitad, con la guillotina del venerado recinto.

Un lado del papel estaba en blanco y en el otro se encontraba el fragmento de una historia. Como cartas de baraja, el escritor cambió el orden de los trozos de papel, y luego organizó cuatro pilas con 60 especies de volantes. Dejó tres pilas en bibliotecas de Alejandría y una en la biblioteca pública del Cairo. Todas las hojas fueron a dar a una bandeja que decía: papel borrador, que la gente usa para hacer anotaciones. ¿A cuántos les interesaría un texto en un papel reciclable?

* * *

En la biblioteca de Alejandría, Cleopatra Nazari, profesora de 50 años, siempre necesitaba papel borrador, ya que, por su mala memoria, precisaba anotarlo todo. Le llamó la atención que en el lado donde había texto –en el papel que sostenía– se leía: Latinoamérica, en la segunda línea, y comenzó a leerlo:

«De esta forma el gran jeque de Dubái respondía a una carta que le había llegado desde Latinoamérica de quienes se hacían llamar honorables congresistas. Escribió el jeque: “Estimados señores: Gracias por los elogios que hicieron acerca del emirato que lidero. Por esta misiva, les extiendo una invitación a 40 de sus funcionarios, para que me visiten y tengan una experiencia de cómo administramos a Dubái. Todos los gastos corren por mi cuenta”».

«De inmediato, los congresistas le respondieron al jeque, diciéndole que necesitaban llevar asesores, y la lista de viajeros aumentó a ochenta. El gran jeque no tuvo reparo. Congresistas y asesores conocieron cómo se manejaba a Dubái, y disfrutaron hasta más no poder, y el jeque estuvo complacido. Su generosidad era inconmensurable hasta el punto de proponerles a los visitantes que fueran ellos los que administraran a Dubái por una semana (con un billonario presupuesto) para que, según palabras del jeque: “la experiencia fuera completa”».

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«Cuenta esta historia que, en esa semana, el jeque y su séquito se fueron a España por un descanso. A su regreso, el gobernante, en su avión en el aeropuerto de Dubái, recibe una llamada de uno de sus secretarios:

–Su alteza, –decía una voz temblorosa al otro lado de la línea– se trata de los visitantes latinoamericanos.

–Dígame –preguntó el jeque preocupado– ¿Qué pasó?

– Su alteza, –la voz volvió a temblar– no sé … por dónde comenzar.

Fue esta la última línea en el trozo de papel, y Cleopatra Nazari quedó intrigada acerca de lo que pudo haberles pasado a los políticos extranjeros. Quería saber el resto de la historia y corrió hacia donde estaba la bandeja con los papeles. Los leyó todos, pero ninguno continuaba el relato.

* * *

Algo similar a lo de Cleopatra Nazari le sucedió a un joven tunecino llamado Samir Masmoudi, quien requería anotar información de hostales en el Cairo. Al tomar un trozo de papel borrador, le llamó la atención la primera línea de un texto, que decía:

«Lo curioso era que nadie, en seis meses, había visto el rostro del vendedor de perfumes, del apartamento 403. Llegaba muy tarde y salía de madrugada. Sus agradables fragancias, extraídas de plantas y frutas, irrumpían en todas las alcobas de los apartamentos del edificio Fantasía, en Manila, y traían sosiego a sus residentes. A los que sufrían de insomnio les daba sus ocho horas de sueño, con un aroma de durazno; a los que estaban enemistados los amigaba con esencias de cereza. Todos coincidían que, con la llegada del vendedor de perfumes, la vida del edificio se había transformado y que, por lo tanto, se precisaba una muestra de agradecimiento hacia el comerciante. Fue por lo que, una soleada tarde de noviembre, diez residentes fueron a visitar al escurridizo personaje. Tocaron su puerta varias veces, pero no hubo respuesta. Luego se percataron de que la puerta no tenía llave, que estaba solo puesta. Al abrirla, quedaron deslumbrados con lo que tenían frente a sus ojos».

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Fue esta la última línea en el trozo de papel, y Samir Masmoudi quedó intrigado por saber lo que los vecinos habían visto. Quería conocer el resto de la historia y corrió hacia donde estaba la bandeja con los papeles. Los leyó todos, pero ninguno continuaba el relato».

* * *

Como a Cleopatra y a Samir, a Carmen Inés de la Concepción –estudiante de derecho de la universidad de Alejandría– la atrapó el inicio de una narración, en uno de los papeles de borrador, que decía:

«Eulogio Toledo de las Cruces Ismara, jefe de la oficina de catastro de Olviera, escuchaba por la radio –en onda corta– una nota editorial que en ese momento se difundía en algún lugar del mundo. Decía el hombre de la radio: “El editorial de hoy lo protagoniza la pestilente corrupción, que tiene a nuestros países sumidos en la desesperanza».

«Pero les aseguro, mis queridos oyentes del mundo, que a esa plaga la vamos a erradicar, y que todos los corruptos del planeta tendrán su merecido, comenzado por ti, Eulogio Toledo de las Cruces Ismarra”. Eulogio saltó de su silla, y pensó que se trataba de una descabellada coincidencia de identidades. “¡Ninguna coincidencia de identidades, Eulogio Toledo! –continuó el comunicador, con golpes de escritorio que se oían por los parlantes–. Me refiero a ti, por todo lo que has robado en la oficina de …”».

«Eulogio apagó la radio; su frente se bañaba en sudor. Unos segundos después, la prendió de nuevo, y la voz del locutor continuaba: “... Y más temprano que tarde, la justicia tocará tu puerta para hacerte pagar todo lo que te…” No había terminado el periodista la sentencia, cuando se oyó que alguien tocaba la puerta de la casa de Eulogio Toledo. La garganta se le cerró, y un viento helado corrió por todo su cuerpo, mientras caminaba a ver de quién se trataba. Al abrir la puerta,».

Fue esta la última línea en el trozo de papel, y Carmen Inés quedó intrigada por saber quién había tocado la puerta de Eulogio Toledo. Corrió hacia donde estaba la bandeja con el resto de los papeles. Los leyó todos, pero ninguno continuaba el relato.

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Historias del mágico Medio Oriente 59 Marcelino Torrecilla N

Las ansias por saber lo que había pasado en las historias ahora los carcomía a los tres. Cleopatra, Samir y Carmen Inés decidieron entonces poner en todos los periódicos un aviso que decía: «Se busca la continuación de una historia…». Para desazón de todos, nadie respondió el mensaje. Los relatos pasaron desapercibidos por otros que usaron el papel borrador, con el resto de las historias. Por el aviso –colocado también en muchas bibliotecas en todo Egipto– nuevos fragmentos salieron a la luz, y eran igual de intrigantes e inconclusos; sin salida.

Se supo que la hoja con el título y el nombre del autor nunca la cortaron, y que apareció años después. Decía:

Título: 30 relatos viajeros

Autor: Yosri Abassi

Fue este el experimento literario de Yosri Abassi quien, desde el rincón de una biblioteca, fue un silencioso observador de las carreras que daban los lectores hacia la bandeja de papeles. La escena fue su satisfacción y lo único que buscaba. Del enigmático fabulador nunca se supo más nada.

La biblioteca de Alejandría convirtió lo sucedido en un singular ejercicio de escritura que llamó:

Relatos sin salida, encuéntrela usted

Fragmentos de los relatos de Yosri Abassi descansan sobre diferentes mesas, y el usuario escribe la continuación de la historia o el relato completo: la salida.

El ejercicio está siempre disponible y la biblioteca invita a sus asiduos a aceptar el reto.

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Cuando el café llama

Nadie en el pueblo de Alshuwahad dudaba que Musabbah Rashed era el beduino que tenía el mejor hawon o mortero para machacar café. A decir verdad, el de Musabbah era el hawon más celebrado de la comarca. Y tenía que ser así, ya que durante todos los días del año el ilustre mortero despertaba al pueblo con su tañido y con el aroma que su café emanaba. Cuando el reloj marcaba las 5 de la mañana, la puerta de la casa de Musabbah estaba ya abierta para todo aquel que quisiera tomar una taza de su amigable café.

* * *

La madrugada de aquel 15 de octubre fue diferente para todos los que vivían en Alshuwahad. Eran ya las cinco y quince de la mañana, y el tañido del mortero de Musabbah no se dejaba oír, y el puntual aroma a café permanecía ausente. Dieron las cinco y treinta y el llamado aún no se oía. «Algo grave le debió haber pasado a Musabbah», pensaron todos, y en desbandada, un buen número de lugareños corrieron a la casa del artesano a averiguar qué ocurría.

A Musabbah lo encontraron en el patio de su casa sentado en un taburete, cabizbajo y meditabundo.

«Las deudas me acosaban y me tocó vender mi hawon –exclamó apenado–. Lo reemplacé por ese pilón –señalando a un extremo de su cuarto–, que ni suena ni da aroma. Perdóneme por favor», concluyó su lamento a manera de súplica.

El beduino había vendido el mortero a un comerciante libanés llamado Amal Besharra, cuyo almacén se encontraba en Beirut, en la calle Saida, a donde llegó una comitiva del pueblo de Alshuwahad.

La misión era recuperar el atesorado mortero de bronce de Musabbah Rashed, el artesano del café.

Después de algunos preámbulos, el parlamento entre la comitiva y el comerciante llegó a un punto álgido de la negociación.

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«Tienen suerte caballeros– dijo el libanés con voz esperanzadora–, no se ha vendido aún el hawon que, para serles franco, no ha sido un buen negocio. Ya nadie los usa, y ahora los han reemplazado por máquinas, ustedes saben, cosas de la modernidad. El hawon lo estoy promocionando en otra de mis tiendas como un florero; según me cuentan ha llamado mucho la atención, y más de uno ya le ha puesto el ojo».

Había que ver las caras de los alshuwahadenses, ante semejante desfachatez cultural: ¡Un florero! pero aun así todos mantuvieron su compostura, ya que recuperar el mortero era lo único que importaba.

Al día siguiente la comitiva recibió la mala noticia de que el mortero lo habían vendido a una joven estudiante de arte de la universidad de Beirut. A la universitaria, el hawon-florero le había parecido una pieza exótica, que serviría como valioso aporte para su tesis de grado.

En lo que había terminado el malhadado hawon de Musabbah: vestido de margaritas y escudriñado por una romería de greñudos estudiantes de arte, en la ruidosa Beirut.

A la casa de la estudiante fue a dar la imbatible comitiva del pueblo de Alshuwahad. A la joven, en esos momentos acosada por deudas, los visitantes le hicieron una jugosa oferta que la universitaria no dudó en aceptar.

El hawon, por fin, regresó a su lugar de origen. Los alshuwahadenses celebraron el retorno con alborozo, y a la valiosa pieza culinaria la declararon patrimonio cultural y con el estatus de invendible.

Después de un mes de ausencia, el delicioso aroma a café llamaba de nuevo a la casa de Musabbah Rashed. El reloj marcaba las cinco de la madrugada de un nuevo día.

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¿A dónde fueron los payasos?

Unos raídos trajes de payaso en una playa de Kerala, al sur de la India, llamó la atención de Jessica Scott. La joven no dejaba de tomarle fotos al colorido vestuario, que un espumoso oleaje bañaba con rigurosa puntualidad.

«Hay una increíble historia detrás de esos trajes», le dijo una voz a sus espaldas.

Jessica, sorprendida, se volteó y miró a quien sería su relator en los próximos tres minutos. Se trataba de Rajeev Khatri, un viejo pescador de la localidad de Beypore, sobreviviente de muchas batallas de mar y un buen contador de historias.

«A propósito, lo que usted ve ahora es solo una réplica de los vestidos. Están en ese punto para recordarnos lo que allí sucedió».

«Eran los tiempos en que el gran marajá Swathi-Thiruna reinaba lo que es hoy el estado de Kerala. Para la época, a todo este territorio lo había azotado la peor ola de monzones que la India haya tenido conocimiento. Hubo miseria y desolación, pero el pueblo mostró su tenacidad, y se sobrepuso a la fatal circunstancia».

«Después de semejante infortunio, el marajá pensó que sus súbditos merecían un buen rato de esparcimiento. Fue por lo que el gobernante ordenó traer desde Italia el mejor circo de la época. El espectáculo lo dirigía el conocido hombre de carpas Gaetano Ciniselli, quien reunió a un elenco de payasos, acróbatas, y a un ilusionista de marcada reputación».

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«Por barco, la tropa circense emprendió la travesía a la India desde Europa. Todo era alegría en la embarcación, hasta que la desventura irrumpió. Cuando ya se divisaba la costa de Kerala, a la nave la asaltaron unos piratas y todo pasó a ser pánico y zozobra. Fueron los payasos los que, en una noche de descuido por parte de sus captores, se las ingeniaron para escapar. Bajaron por uno de los lados del barco y nadaron hasta esta playa, donde hoy estamos. Era ya de madrugada. Los payasos rieron y celebraron su fuga hasta más no poder, y exhaustos se echaron a dormir –por el frío– lo más juntos que pudieron».

«Enfurecidos, los piratas habían emprendido la persecución de los fugados. Desembarcaron en la playa. A la distancia podían ver la colorida colcha de ropajes extendida sobre la arena. Desenfundan sus filosas espadas y arremeten. Ya de cerca, con asombro, los atacantes vieron algo muy parecido a lo que usted observa en este momento: unos coloridos y estropeados trajes de payaso».

«Se supo después que con los payasos había escapado también el ilusionista, experimentado ejecutor del acto de la desaparición».

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Muerte por causa natural

Al muñecón era un maniquí de hule que hacía las veces de saco de arena, y perteneció a un boxeador kuwaití, de peso mediano, llamado Ahmad Fahed Bamabadh.

Era Ahmad el único lugareño de la región que se le dio por practicar ese exótico deporte, por lo cual lo veían como el excéntrico de la vecindad. Su interés por el boxeo nació de la admiración que sentía hacia el gran peleador norteamericano Mohamed Ali; Ali era su ídolo por quien estaba dispuesto a dar todas las peleas.

Cuenta esta historia que el joven kuwaití se preparaba para un crucial combate en el cuerno de África por un título internacional. El evento se realizaría al aire libre y en un tórrido calor. Por esta razón, el deportista se entrenaba en el patio de su casa, levantando a trompadas a Al muñecón, en temperaturas de entre 40 y 50 grados centígrados.

Una vez, en un día de agosto, la temperatura en el Medio Oriente subió en forma inimaginable a un abrasador registro de 70 grados centígrados. El inesperado evento climático tomó a todos por sorpresa incluyendo a Al muñecón quien –a la intemperie, en el improvisado gimnasio de patio– quedó a la merced de la devastadora temperatura. El esbelto torso se derritió en cuestión de segundos. No hubo tiempo de salvar a la valiosa pieza de entrenamiento, y se dice que el imprevisto minó las fuerzas del disciplinado Ahmad.

El novel boxeador perdió la pelea por decisión en una épica batalla de 12 asaltos. Después del terrible revés, Ahmad Kid Fahed desapareció del mapa boxeril de Kuwait y del resto del Golfo Arábigo. Fue para él un duro golpe y un triste final por partida doble.

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Historias de ermitaños

Un relato urbano cuenta la historia de un abuelo beduino llamado Mifzal Saeed Humaid a quien, con la bonanza petrolera, sus familiares mudaron del desierto a una lujosa villa en la ciudad. Desde un comienzo el abuelo desaprobó el traslado, y de todas las cosas nuevas en su entorno, la que más detestaba era el aire acondicionado.

No cambiaba los 40 grados centígrados de su desierto, que era su ambiente natural. El abuelo, que rara veces se enfermaba, comenzó en algún momento a sufrir de sus bronquios. La fastidiosa condición se manifestaba con una tos pertinaz, que lo desvelaba y acentuaba su sufrimiento. Un día el viejo Mifzal no lo soportó más y caminó raudo hacia la puerta de la mansión. Lo último que se oyó de él fue un portazo con un grito de desahogo y libertad:

¡Al Carajo todos ustedes con sus aires acondicionados!

Nunca lo vieron de nuevo por la fastuosa villa y el viejo beduino regresó a su añorado desierto, de donde nunca lo debieron sacar.

El viejo Mifzal se parece al ermitaño colombiano Miguel Canales, el de la canción de Rafael Escalona. En la letra el compositor pregunta con insistencia:

«¿Qué le estará pasando al pobre Migue que tiene mucho tiempo que no sale?»

Migue está en la Montaña, respirando la tibia brisa que anuncia la inminente lluvia, y Mifzal dormita en el desierto, acariciando sus pies con las suaves arenas de una rojiza duna. Ambos realizando sus sueños de eternos ermitaños.

Marcelino Torrecilla ([email protected])