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Tierra sin ESQ 259 paz El conflicto entre Palestina e Israel, siempre presente en las noticias, volvió a encenderse con la peti- ción formal ante la ONU de crear un Estado Palestino. Nuestro colaborador hace un recuento de las expe- riencias que ha vivido durante sus visitas a esa agitada región, la más reciente, hace unas semanas. Texto y fotos: Témoris Grecko 258 NOV 11 Un palestino en el puesto de control de Qalandia. Atrás pueden verse los soldados israelíes.

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ierra El conflicto entre Palestina e Israel, siempre presente en las noticias, volvió a encenderse con la peti- ción formal ante la onu de crear un Estado Palestino. Nuestro colaborador hace un recuento de las expe- riencias que ha vivido durante sus visitas a esa agitada región, la más reciente, hace unas semanas. Texto y fotos: Témoris Grecko 258 nov 11 ESQ 259 Un palestino en el puesto de control de Qalandia. Atrás pueden verse los soldados israelíes.

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Tierrasin

E S Q 259

pazEl conflicto entre

Palestina e Israel, siempre presente en las

noticias, volvió a encenderse con la peti-

ción formal ante la onu de crear un Estado Palestino. Nuestro

colaborador hace un recuento de las expe-

riencias que ha vivido durante sus visitas a

esa agitada región, la más reciente, hace

unas semanas.

Texto y fotos: Témoris Grecko

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Un palestino en el puesto de control de Qalandia. Atrás pueden verse los soldados israelíes.

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La familia Abu Rahmad ha perdido a dos de sus miembros: Bassem murió por el golpe de una granada de gas; Jawahar, asfixiada en una nube de gas lacrimógeno.

ESólo 25 kilómetros al noreste de Bil’in, en Itamar, una colonia

ilegal israelí en tierra palestina, los ojos del alcalde Moshe Golds-mith se llenan de lágrimas cuando muestra la ventana por la que, en la noche del 11 de marzo pasado, un grupo de palestinos de una aldea cercana irrumpió en la casa de la familia Fogel y asesinó a cuchilladas a ambos padres y a sus hijos, de 11 y 4 años, y de tres meses de edad.

“Luchamos por defender la tierra donde mi familia ha vivido por cientos de años”, alega Ahmad. “Esta tierra es nuestra y sólo nuestra, nos la ha dado dios”, replica Moshe.

Muchos muertos se apilan año con año en esta región del mun-do, cada uno como consecuencia de una afrenta anterior y convir-tiéndose en motivo de nuevas venganzas. Para sentarse a negociar, los líderes palestinos piden que se detenga la expansión israelí en sus tierras. El gobierno de Israel responde que esos son pretextos y que no acepta condiciones previas. La constante migración de colonos israelíes hacia Jerusalén Oriental y Cisjordania, la expan-sión de sus asentamientos en tierras palestinas de propiedad pú-blica y privada, y la lucha por el control del agua se han convertido en los principales obstáculos para la paz en Medio Oriente.

Es un conflicto en el que el estancamiento es la característica más notoria. En mi última visita a Cisjordania, la cuarta que he hecho desde 2009, las cosas parecen no haber cambiado nada. No se dan pasos hacia el diálogo, los extremistas de ambos lados se fortalecen a costa de los moderados, los agravios se siguen acu-mulando. Este recuento es un retrato de la vida bajo una ocupa-ción militar que no tiene fin a la vista.

C A S A P O R C A S ALos israelíes dicen que Jerusalén es su capital “eterna e indivisi-ble”. Los palestinos quieren que la parte oriental de esa ciudad, de mayoría árabe, encabece el Estado que desean crear.

A la población árabe, asentada en Jerusalén durante siglos, se le entregan “permisos de residencia” que pueden ser revocados por muchas causas y provocar su expulsión hacia Cisjordania. Si un palestino se casa con un compatriota no jerosolimitano, o con un extranjero no judío, la única forma de que vivan juntos es que abandone Jerusalén, pues el matrimonio no otorga el derecho de

mudarse a la ciudad. Los árabes tampoco pueden levantar nuevas casas o añadir habitaciones a las que ya tienen, porque la adminis-tración les niega sistemáticamente los permisos de construcción. Es frecuente la demolición de obras ilegales, con los costos paga-dos por el infractor.

Cualquier judío del mundo, por contraste, puede llegar a vivir a Jerusalén cuando lo desee, adquirir la ciudadanía israelí sin res-tricciones y comprar alguno de los miles de apartamentos en los edificios que están siendo construidos. Para acabar con la idea de una Jerusalén Oriental árabe, Israel está tratando de poblar esa sección de la urbe con judíos y de rodearla con un anillo de asen-tamientos que la separan de otras zonas palestinas.

En 1967, cuando Israel conquistó militarmente los territorios pa-lestinos de Gaza y Cisjordania, que incluye Jerusalén Oriental, sólo unos cientos de judíos habitaban ahí. En 1993, cuando los acuerdos de Oslo abrieron el hasta ahora infructuoso proceso de paz, los is-raelíes habían igualado a los árabes, con 150 mil habitantes de cada grupo en esa parte de la ciudad. Sin embargo, la inmigración judía no ha podido compensar la alta natalidad de los palestinos y, en 2008, éstos sumaban 260 mil frente a 195 mil judíos.

Los barrios judíos y árabes se mezclan en las colinas de Jeru-salén. La forma más fácil de distinguirlos es mirar las azoteas: las que están coronadas por numerosos tanques negros de agua son palestinas. Los hoga-res israelitas, en cambio, son servidos por un flujo ininterrumpido del líqui-do, por lo que no les hace falta almacenarlo.

Existe una lucha lenta y permanente, calle por calle y casa por casa. Gru-pos extremistas judíos han invadido u obtenido, por resolución judicial

israelí, numerosas propiedades de fami-lias palestinas que han sido expulsadas. Su argumento es que fueron despojados de esos bienes inmuebles tras la guerra ára-be-israelí de 1948-49. Los palestinos han presentado documentos que, aseguran, demuestran que los poseían legalmente. En todo caso, añaden, a ellos se les niega el derecho de reclamar las propiedades en suelo israelí que los judíos les arrebataron en ese mismo conflicto.

El del barrio de Sheikh Jarrah es un caso emblemático de familias como la de los Al Kurd, que desde noviembre de 2008 viven en la banqueta frente a su casa, ocupada por jóvenes extremistas judíos. A unos metros, la familia Al Ghawi está sometida a una extraña resolución judicial que la obliga a compartir su hogar con un grupo radical is-raelí que invadió la mitad de la propiedad.

El 7 de abril de 2010 pude ver cómo mu-chachos vestidos a la usanza de los haredim (judíos ultraortodoxos) insultaban desde la puerta de la casa a las mujeres y los niños Al Ghawi que estaban sentados en el por-che. “Sharmuta”, exclamaban. “Putas”, el insulto más bajo para una mujer musulma-na. Ellas gritaban que las dejaran en paz. Me dijeron que también reciben ataques físicos de ma-nera cotidiana, desde pedradas hasta puñetazos y palos. Los co-lonos judíos accedieron a hablar para una cámara de la televisión israelí, pero no conmigo.

Ese 16 de abril, como cada viernes de los últimos tres años, los palestinos e israelíes del Mo-vimiento de Solidaridad con Sheikh Jarrah se manifestaron para protestar por los desalojos, pero tuvieron que quedarse en una avenida cercana porque el ejército declaró el área “zona mi-litar cerrada”. Sólo permitían el paso a los extremistas judíos. Cuando chicas israelíes trataron de infiltrarse, fueron rechazadas violentamente por los policías. En otras ocasiones hay arrestos. Las habitantes palestinas del barrio tuvieron que salir a encontrarse con mujeres judías que les mos-traban su solidaridad.

“Esto no es un problema de religiones”, me dijo una joven que se cubría el cabello con un pañuelo, al estilo musulmán, y que sostenía un cartel que decía “Alto a la limpieza étnica”. Y agregó: “Muchos queremos vivir juntos. El problema es el fanatismo y la intolerancia”.

De hermosos ojos oscuros, esa joven palestina compartía co-mentarios y risas con una judía rubia, cuya pancarta rezaba “Fin al muro del apartheid”. Éste es el nombre que le dan sus opositores

a una barrera de concreto de nueve metros de altura, construida a lo largo de 730 ki-lómetros. Es un nombre que molesta al go-bierno israelí, porque “apartheid” recuerda al régimen racista que prevaleció en Sudá-frica hasta 1994. La denominación oficial, sin embargo, tiene el mismo significado: “geder haHafrada” es, en hebreo, “valla de separación”, y apartheid quiere decir “separación” en la lengua afrikaans de los blancos sudafricanos de origen holandés.

U N PA Í S C O M O L O S O T R O SEl argumento para erigir el muro, que se empezó a construir en 2003 y no ha sido terminado, fue el de impedir el paso de potenciales terroristas palestinos a Israel. Pero no fue levantado sobre la “línea ver-de” que, de acuerdo con la legislación in-ternacional, es la frontera entre Israel y los territorios palestinos que ocupó en 1967. La valla tiene un trazado sumamente irregu-lar que invade Cisjordania y que, en los he-chos, está anexando un 12 por ciento de la misma a Israel.

“Es difícil exagerar el impacto humani-tario de esta barrera”, dice el informe de la Organización de las Naciones Unidas (onu)

Soldados arrestan a activistas judíos pro-palestinos entre los asentamientos israe-líes de Ma’on y Karmel. Algunos de estos acti-vistas no sólo se solida-rizan con los palestinos durante sus manifesta-ciones, sino que estor-ban el desempeño de las fuerzas de seguridad para que aquellos pue-dan escapar.

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ntre los sillones que ocupan Subhiah Abu Rahmah y su hijo Ahmad, de 39 años, se levanta una mampara con retratos de Bassem y Jawaher, hermano y hermana de Ahmad, que murie-ron en abril de 2009 y en enero de 2011, respectivamente, vícti-mas de la represión del ejército israelí contra el pueblo palestino de Bil’in. “Los veo en mis sueños cada noche”, dice ella en árabe.

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“Impacto humanitario de la barrera de Cisjordania en las comunidades palestinas”, de marzo de 2005. “La ruta dentro de Cisjordania cercena muchas comunidades, el acceso de la gente a servicios públicos, sus medios de vida e instalaciones religiosas y culturales”.

El documento añade que 49 mil 400 palestinos quedaron atrapados en el área anexa-da de facto a Israel, que tiene además “parte de la tierra más fértil en Cisjordania”. Otros están prácticamente encerrados, como el pueblo de Qalqilya, rodeado por el muro (y se-parado de sus tierras de cultivo) desde todas las direcciones, excepto por un estrecho camino de salida.

La aldea de Bil’in quedó del lado palestino. Pero sus pobladores afirman haber perdido el acceso a un 58 por ciento de sus terrenos de cultivo en febrero de 2005, cuando se constru-yó el muro. Desde entonces, cada viernes realizan una manifestación de protesta.

Además, interpusieron un proceso legal que se resolvió con un fallo parcialmente favo-rable: en 2007, la Corte Suprema de Israel consideró que no había necesidades de seguri-dad que justificaran el trazo original de la barrera y ordenó modificarlo. Las autoridades demoraron cuatro años en cumplir, hasta junio de 2011. De todas formas, Bil’in sólo recu-peró menos de la mitad del territorio reclamado, 110 de 235 hectáreas. Y para redondear su decisión, el tribunal determinó la legalización (inválida para la legislación internacional) del asentamiento israelí de Modi’in Illit, construido en tierras de los mil 800 habitantes palestinos de Bil’in.

La familia Abu Rahmad fue una de las más afectadas, pues el muro la separó de la tota-lidad de sus siete hectáreas. La resolución de la corte le devolvió cinco, que fueron arra-sadas: el ejército israelí cortó todos sus olivos, unos 150 árboles de más de cien años de antigüedad. La aceituna es el principal producto de los campesinos de Cisjordania y, en total, la aldea perdió entre 10 mil y 15 mil árboles. “Hemos intentado volver a plantar, pero los soldados destruyen lo que hacemos”, dice Ahmad abu Rahmad. “Cuando nos dejen, tendremos que esperar diez o quince años para que vuelva a crecer cada olivo”.

El costo fue especialmente alto para los Abu Rahmad. El día en que estuve en la mani-festación de Sheikh Jarrah, venía de la de Bil’in, donde la protesta semanal estuvo marcada por el primer aniversario de la muerte de Bassem abu Rahmad, acaecida el 17 de abril de 2009. Las fotos retratan a un treintañero carismático y sonriente, y sus vecinos comentan que era un símbolo de la resistencia pacífica contra el muro, que atraía el rencor de los militares.

Ese 17 de abril, los soldados dispararon numerosas granadas de gas lacrimógeno que crearon una densa nube tóxica en una hondo-nada, donde varios activistas israelíes, de un grupo de solidaridad

con Bil’in, se sofocaban en total confu-sión, incapaces de salir de ahí. Bassem empezó a dialogar en voz alta con las tropas, pidiéndoles que suspendieran su ataque para permitir que esas personas se retiraran. El fotógrafo suizo Lazar Simeonov me mostró la secuencia de imágenes (disponible bajo el título “RIP Pheel” en su página lazarsimeonov.com) que él captó: Bassem aparece con otras cuatro personas cuando recibe el golpe de una granada de gas que le destroza el pecho. Murió en camino al hospital.

“Lo mataron deliberadamente”, me dijo su hermano Ahmad cuando regre-sé a Bil’in, el 24 de septiembre de 2011. “Por lo general disparan elevando el fu-sil lanzagranadas unos 45 grados, para tener mayor alcance, pero esa vez el sol-dado apuntó contra Bassem”.

Mientras conversábamos se acercó otro hijo de Subhiah, Ashraf, un apa-sionado de la enseña palestina. El día anterior, lo había visto subirse a un promontorio frente a los soldados que lo vigilaban desde lo alto del muro —y que después nos arrojarían granadas de gas lacrimógeno— para mostrarles una bandera atada a globos que lanzó a volar. Una foto de meses atrás lo mues-tra trepado en lo alto del brazo telescó-pico de una grúa con la que construían la barrera, también para hacer ondear la bandera. Por actos así ha sido arrestado cuatro veces y ha pasado hasta seis me-ses en la cárcel.

En un famoso video en YouTube (Soldier fires ‘rubber’ bullet at Palestinian detainee), Ashraf aparece tranquilo, ven-dado y atado cuando un oficial israelí le ordena a un subordi-nado que dispare contra el pie del palestino una bala de acero recubierta de plástico.

“Cuando mataron a Bassem, la familia trató de superar el dolor”, recuerda Ashraf. “En-tonces perdimos a (su herma-na) Jawahar”.

La mujer de 35 años falleció el 1 de enero de 2011, cuando ella y algunas de sus vecinas acudieron al muro a exigir que les devolvieran sus tierras. Ashraf quedó atrapada en una nube de gas lacrimógeno y sus pulmones no resistieron.

Los Abu Rahmad dicen que no les guar-dan odio a los israelíes, sin embargo. A lo largo de esta lucha, “muchos de ellos han venido cotidianamente a apoyarnos”, re-conoce Ahmad, que tiene cuatro hijas y un hijo, de entre seis y 16 años. “Quiero que ellos crezcan felices y en paz, y que tengan libertad. Que Palestina sea un país como los otros. Que nos dediquemos a construir un futuro, no a destruirlo. Y que quitemos to-dos los muros”.

S O L I D A R I D A D I N T E R É T N I C AEl respaldo que brindan los activis-tas judíos a los palestinos no se li-mita a manifestarse junto a ellos: en ocasiones también obstaculizan la acción de las fuerzas de seguridad israelíes para darles tiempo de es-capar a los árabes.

Lo pude ver dos veces, el 9 de abril de 2010. Al sur de la ciudad de Hebrón, en Cisjordania, los israe-líes han creado dos asentamien-tos conocidos por su extremismo, Ma’on y Karmen, en colinas vecinas dentro de una zona de pastoreo de tribus de beduinos.

El método común para crear y expandir colonias israelíes en Cisjordania es el si-guiente: agrupaciones religiosas o sociales organizan a judíos, de Israel o del extranje-ro, que van en casas rodantes por sorpresa a ocupar una cima o área elevada. Por pro-cedimiento cotidiano, el ejército establece perímetros de protección alrededor de toda nueva colonia, sin que importe su estatus ante la legislación israelí, para proteger a sus habitantes de la reacción de los pobla-dores palestinos. Después, bajo el amparo de los soldados, los recién llegados instalan casas prefabricadas, se apropian de pozos de agua y levantan cercas, que poco a poco van haciendo avanzar sobre tierras priva-das o comunales palestinas.

El llamado “Muro del Apartheid” tiene un trazado sumamente irregular que invade Cisjordania y que, en los hechos, está anexan-do un 12 por ciento de la misma a Israel.

Los colonos judíos han tenido libertad para ap-ropiarse de tierra pales-tina de propiedad pública, y también de la que tiene dueños particulares, por “razones de seguridad”.

La resistencia de los propietarios motiva intervenciones del ejército o de la Magav, la policía paramilitar de fronteras, a favor de los israe-líes. Cuando el asentamiento se ha consolidado, algunos de sus habi-tantes construyen puestos avanzados (pequeños núcleos de casas) que funcionan como extensiones de la colonia, a una distancia que permi-ta que los perímetros de seguridad se conecten y fusionen, anexando y expropiando de hecho los terrenos que resulten afectados.

Éste es uno de los mecanismos que han permitido que la población israelí en Cisjordania (sin contar Jerusalén Oriental) pasara de 111 mil a 304 mil personas entre 1993 y 2008, de acuerdo con el Jerusalem Institute for Israel Studies.

Las autoridades israelíes han prohibido a los beduinos (un subgru-po étnico árabe) pastorear en la zona que se abre entre Ma’on y Karmel, de unos 1,500 metros de largo. Esa mañana de abril de 2010, un grupo de judíos trató de evitar que siete soldados y tres policías del Magav arrestaran a dos niños con ovejas. Éstos pudie-ron escapar, pero tres activistas, un hombre y dos muchachas, que resistieron sentán-dose en el suelo, fueron detenidos. “No serán demasiado agresivos con nosotras”, me

había dicho una de ellas. “Pero si agarran a los chicos (beduinos), los van a golpear y a encarcelar por mucho tiempo”.

Al mediodía fui al pueblo palestino de Safa, cerca de Beit Ummar, al sur de Jerusalén. La gente estaba protestando porque, a dos kilómetros de distancia, colonos israelíes del asentamiento de Bat Ayin, levantado en territorio de Safa, en la ladera de una colina, habían construido una pared como adelanto de la invasión de más terreno. Los ado-lescentes árabes empezaron a destruirla con las manos y golpeando piedra contra piedra. Llegaron siete carros blindados. Pude contar diez soldados y diez policías, con armas automáticas. Dieron diez minutos para que la gen-te se marchara y al concluir el plazo, lanzaron gases la-crimógenos y granadas de aturdimiento, y avanzaron sobre los palestinos, que res-pondieron lanzando piedras.

En esta página: Un herido por los enfrenta-mientos entre jóvenes palestinos y soldados israelíes en el punto de control de Qalandia. En la página opuesta: soldados en posición de combate observan a los manifestantes des-de lo alto de un muro.

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Los activistas judíos se tiraron al suelo para impedir el paso de los militares y los entretuvieron, al costo de ser sometidos por la fuerza y de hacerse arrestar. Ser periodista no era garantía de nada: un co-lega fue zarandeado y detenido. Los jóve-nes árabes se retiraron por el camino a su aldea. Yo opté por alejarme del enfrenta-miento y corrí por unas terrazas de olivos, en la pendiente del cerro.

Me perseguía un soldado que me apun-taba con su M-16. En principio, sólo debía disparar una bala de acero recubierto de plástico si se hubiera sentido amenazado, pero abundan los casos en que lo han he-cho sin motivo ni castigo posterior. Estos antecedentes no me animaban a sentirme seguro de que no me dispararía con plo-mo. Saltaba piedras y arbustos levantan-do los brazos y mirándolo a los ojos, para hacer evidente que no tenía pretextos.

Me dejó en paz. A lo lejos, un grupo de chicos palestinos pen-só que estaba perdido y se me acercó para correr conmigo y guiarme. “¡Yallah, yallah!” (¡va-mos, vamos!), gritaban. Eran muy amables, pero su proximi-dad era exactamente lo que yo no quería. Nos detectaron a lo lejos y las granadas de gas empezaron a caer cerca de nosotros.

Cuando logré regresar al pueblo de Safa, me detuve pensando que no se atre-verían a atacar un área residencial. Me equivoqué. Dispararon granadas de gas lacrimógeno sobre las azoteas y en los patios. Con los ojos llenos de lágrimas y sofocadas, las ancianas salían de las casas para escapar en dirección a Beit Ummar. Padres cargaban a sus niñas que tosían y lloraban. El saldo fue de al menos tres pa-lestinos evacuados en ambulancia y ocho detenidos: tres árabes, un periodista local y cuatro israelíes. Esa misma noche libe-raron a estos últimos (aunque después tuvieron que defenderse en un proceso judicial en su contra). Los demás se que-daron tres días tras las rejas.

Q U E E L E N E M I G O T E P R O T E J ALas autoridades israelíes actúan con más tiento cuando se trata de los colo-nos judíos radicales que atacan siste-máticamente a personas y propiedades palestinas. Estos grupos están practican-do lo que se conoce como “política de la

etiqueta del precio” (price-tag policy), un eufemismo para justificar las agresiones con-tra personas inocentes.

La población árabe está casi indefensa legalmente. Escribo “casi” porque en algunos casos inusuales consiguen obtener resoluciones favorables. Los colonos han tenido li-bertad para apropiarse de tierra palestina de propiedad pública, y también de la que tiene dueños particulares si de alguna forma se alega que es necesario ocuparla por “razones de seguridad” o por necesidades básicas del asentamiento.

Una táctica más es atemorizar a la gente, mediante agresiones a personas y bienes, para forzarla a dejar sus casas y tierras: de esta forma los colonos judíos pueden reclamar la aplicación de la “ley de ausencia”, aprobada en los primeros años del Estado de Israel para legalizar la ocupación de las propiedades de los palestinos que tuvieron que escapar por la guerra de 1948-49 y se convirtieron en refugiados en otros países.

A veces, sin embargo, todo esto no funciona, los palestinos se quedan, consiguen que se les reconozca la posesión legal y demuestran que no hay motivos de seguridad que jus-tifiquen el despojo. Es así que los jueces ordenan la restitución del bien y las autoridades tienen que desalojar a los colonos. En abril de 2008, después de que el ejército expulsó a un grupo de israelíes radicales que habían ocupado una casa palestina en la ciudad cisjordana de Hebrón, los extremistas anunciaron que se arrogaban el derecho de ven-garse atacando a cualquier árabe, aunque no tenga nada que ver con el asunto

Es la “etiqueta del precio”. Y con los años, estos radicales han ampliado el espectro de sus blancos: de la destrucción sistemática de olivos, plantaciones, ganado, vehículos y

casas de palestinos, y del hostigamiento contra personas y aldeas, en los últimos meses pasaron a profanar sitios de oración, a realizar actos de vandalismo contra instalaciones del ejército israelí, a atacar a soldados y, el pasado 3 de octubre, quemaron una mezquita dentro de Israel, en la población galilea de Tuba Gandariya. “Han cruzado todas las lí-neas rojas”, declararon dos respetados rabinos.

Aunque el gobierno israelí está consciente de esto, su política es destacar los riesgos reales o supuestos que representan los árabes. En septiembre, cuando los palestinos or-ganizaron manifestaciones para acompañar la solicitud de ingreso de su hipotético Es-tado en la onu, el ministro israelí de asuntos exteriores, Avigdor Lieberman, advirtió que las verdaderas intenciones de los palestinos eran “crear un baño de sangre”.

En realidad, el primer ministro, Benjamín Netanyahu, y sus oficiales estaban preocu-pados por la reacción de los colonos, quienes habían anunciado que enfrentarían con violencia la iniciativa palestina ante la onu. El 21 de septiembre, cuando Netanyahu salía a Nueva York, se reunió en el aeropuerto con el ministro de Defensa, quien le dijo que el ejército “no espera motines (palestinos) inminentes en Cisjordania”. Días antes, el 13 del mismo mes, el diario Haaretz había filtrado un informe del Shin Bet (servicio de segu-ridad interior israelí) en el que se adelantaba que colonos radicales estaban planeando atentados contra palestinos e izquierdistas israelíes, “lo que constituye una actividad terrorista”, y advertía de su capacidad de desestabilizar Cisjordania al generar un am-biente de confrontación que podría provocar un alzamiento árabe.

El 27 de septiembre, otro documento del Shin Bet se refirió específicamente a la yeshiva (centro de estudios religiosos judíos) Od Yosef Hai de la colonia de Yizhar (norte de Cisjordania), cuyo rabino principal, Yitzak Shapira, enseña que el asesinato de goyim (no judíos) es moral y legítimo.

En su libro La Torá del Rey: Leyes de vida y muerte entre Israel y las naciones, publicado en 2009 en coautoría con el rabino Yosef Elitzur, Shapira explica que el mandamiento

En 2008, luego de que el ejército expulsó a un grupo de israelíes radicales que habían ocupado una casa palestina, los extremistas anunciaron que se arrogaban el derecho de vengarse atacando a cualquier árabe.

de “no matarás” sólo es válido entre judíos, en tanto que los goyim (no judíos) “por na-turaleza carecen de compasión” y por lo tanto, es moral atacarlos a ellos y a sus niños, quienes, dice el teólogo, “crecerán para dañarnos”. En 2006, pidió que todos los pales-tinos mayores de 13 años fueran eliminados o expulsados de los territorios ocupados, y en 2008, expuso su propia versión de la doctrina de la “guerra preventiva”: “Que cada quien imagine lo que el enemigo está planeando hacer contra nosotros y lleve a cabo una represalia proporcionada”.

En cambio, son raras las detenciones de colonos. Al respecto de la yeshiva de Shapi-ra, el Shin Bet sólo pidió (sin éxito) que se suspendiera el financiamiento público que le otorgan los ministerios de Educación y de Asuntos Sociales, y un juez emitió “órdenes de alejamiento” que prohíben que algunos de los radicales más agresivos permanez-can en Cisjordania, por periodos de tres a nueves meses, y que no son respetadas.

Los palestinos están indefensos frente a los colonos. Los acuerdos de Oslo, de 1993, dividieron Cisjordania en tres áreas: la A, un 19 por ciento del territorio, donde la Au-toridad Nacional Palestina (embrión de un gobierno palestino) se encarga de la admi-nistración y la seguridad; la B (21 por ciento), donde los palestinos administran y los israelíes controlan; y la C (60 por ciento), bajo administración y control israelí. Es decir que en un 81 por ciento del territorio, la población palestina depende del ejército israelí para su protección, pues la policía palestina tiene prohibido ingresar.

En enero de 2010, la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios-Territorios Palestinos Ocupados, estimó que 250 mil palestinos en 83 comunidades de Cisjordania tenían una vulnerabilidad “alta o moderada” a la violencia de los colonos israelíes. De esa cantidad, 75 mil 900 estaban concentrados en 22 comunidades altamente vulnerables.

“La principal preocupación es la frecuente omisión de las fuer-zas de seguridad israelíes de intervenir y detener los ataques de los colonos, incluida la omisión de arrestar a colonos sospechosos en el lugar y momento (de las agresiones)”, señaló el organismo. “Entre las principales razones de estas omisiones está el men-saje ambiguo que han dado el gobierno de Israel y la cúpula del ejército a las fuerzas de seguri-dad en el campo, con respecto a su autoridad y responsabilidad de aplicar la ley sobre los colo-nos israelíes”.

PA R A N O M O R I R E N S I L E N C I OFui al pueblo palestino de Qusra (cerca de Nablus, en el norte de Cisjordania) el 21 de septiembre pasado, un día después de que un ataque de colonos consiguió llegar hasta el centro de la po-blación y dañar la mezquita con graffiti. “Mahoma es un cerdo” (un animal impuro para judíos y musulmanes), estaba escrito en hebreo en las paredes.

La parte urbanizada de Qusra es área B, y sus tierras, área C. La seguridad es responsabilidad is-raelí. Pero cuando el ejército lle-gó, los soldados se interpusieron

entre los agresores y los habitantes que se defendían, arrojaron gases lacrimógenos contra estos últimos y les dispararon ba-las de goma. Me mostraron fotografías del incidente, incluidas las de un joven con la pierna destrozada: herido en el tobillo, ha-bía caído al suelo cuando un colono se acer-có y lo golpeó varias veces con el filo de una pala. Perdió el pie.

Al día siguiente de mi visita, los radica-les regresaron. El ejército volvió a interpo-nerse, pero esta vez disparó con balas de plomo, mató a un palestino e hirió a otros dos. Después de eso, apresó a un par de adolescentes árabes que arrojaba piedras. Haitham Khatib, un documentalista pales-tino de 35 años, cuenta que los chicos le ex-plicaron que “los capturaron los soldados después de haber herido a Issam (el que murió, padre de siete niños). Cuando esta-ban vendados de los ojos y atados de manos, los colonos pidieron permiso de golpear a los detenidos. Lo consiguieron. Les dieron patadas y les lanzaron piedras. Uno levantó una roca y la azotó contra el rostro de uno de ellos. Le reventó la frente”.

Harriet Sherwood, del diario británico The Guardian, estaba ahí cuando unos 15 colonos bajaron a campos palestinos con

niños del asenta-miento judío de Itamar. Sólo medio año atrás, palestinos de un pueblo cerca-no se infiltraron aquí y asesinaron a cin-co personas, incluido un bebé.

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banderas israelíes; la gente de Qusra fue a detenerlos, el ejér-cito llegó, “empezó a tirar gas lacrimógeno antes de que (los árabes) comenzaran a lanzar piedras. Los militares dijeron que había habido un ‘motín violento’”, explica la perio-dista, “en el que los palestinos aventaron piedras contra per-sonal de seguridad que, du-rante el motín, utilizó medios de dispersión de manifesta-ciones y eventualmente, fuego real. Lo que yo atestigüé, sin embargo, fue que la disper-sión del motín llegó antes del propio motín”.

“Tenemos que hallar mane-ras de defendernos”, me dice Khatib. Él forma parte de “Ne-gándonos a morir en silencio”, una patrulla civil que, ante la imposibilidad de intervenir, registra en video los ataques de colonos israelíes.

El norte de Cisjordania es un lugar de ocres pálidos y verdes apagados, de montes pedregosos y estrechos valles. No parece haber un rincón intocado por los seres humanos en esta región habita-da desde hace miles de años. Las terrazas de olivos en las laderas hacen pensar en gigantescas escaleras. Aquí también es fácil reconocer el carácter de las pobla-ciones: las palestinas están en las partes bajas, y los asentamientos israelíes en las cimas, desde donde se controlan los movimientos en la zona. Las plantacio-nes israelíes tienen sistemas de riego y pozos de agua, las palestinas dependen del temporal.

A Khatib le parece todo muy bello, por supuesto. Está tratando de terminar su segundo documental, pero “desde que organizamos la patrulla, hace diez días, no tengo tiempo de nada”, me dice mien-tras conduce a la aldea de Burin. Nos de-tenemos junto a una pequeña estación de bomberos, desde donde se divisa una colina y, arriba, un extremo del asenta-miento israelí de Yizhar, el del rabino Shapira. Khatib me muestra en su cá-mara un video tomado días atrás, en este mismo sitio, en el que aparecen colonos israelíes incendiando los olivos.

El palestino extiende la mano para señalar el daño, aproximadamente a un

kilómetro de distancia. “Tardaría-mos unos cinco minutos en llegar con el carro de bomberos y apagar el fuego”, asegura, “pero no pode-mos porque, para pasar la carrete-ra, necesitamos pedirles permiso a las autoridades militares. Si no, se considerará justificado que los co-lonos disparen sobre nosotros. Y si acaso nos dan autorización, se to-man su tiempo para hacerlo. Poco a poco van acabando con todos nuestros árboles”.

A N E X A R L A P R O P I A C A S AEl alcalde Moshe Goldsmith está visiblemente afectado cuando me muestra una ventana de la casa de los Fogel, actualmente vacía. Sólo medio año atrás, explica, pa-lestinos de un pueblo cercano se infiltraron en el perímetro de se-guridad del asentamiento israelí de Itamar, traspasaron las vallas electrificadas y se metieron a la

sencilla residencia. Con cuchillos asesinaron a las cinco personas que encontraron, incluido un bebé. Después escaparon. Un pales-tino acaba de ser condenado a cadena perpetua por el crimen.

No todos los colonos israelíes en Cisjordania quieren expulsar a los palestinos de ahí. Hay muchas vertientes: algunos quieren adoptar la nacionalidad de un futuro Estado palestino, si es que se crea; otros desean convertirse en una minoría israelí en ese Estado;

incluso hay quienes dicen que regresarían a Israel. Los colonos de Itamar pertenecen al sector más radical, el de la política de la etiqueta del precio. Y habían anunciado una mar-cha para ese 21 de septiembre de 2011.

Entrar en el asentamiento, sin embargo, fue muy fácil: un autobús de colonos me reco-gió en la carretera y me llevó gratis. Al chofer y a dos guapas chicas les pareció encantador que yo fuera mexicano. Cuando buscaba a una autoridad con quien hablar, me indicaron dónde estaba el baño y de pronto me hallé en la guardería de bebés de Itamar, sin duda su punto más tierno y vulnerable.

Descubrí que los habitantes no corresponden al modelo de religioso fanático que hay en otros asentamientos. Pertenecen a una secta judía de origen ucraniano que, en vez de promover una vida de restricciones y sacrificio, predica que hay que ser feliz.

Y su marcha lo fue: unos 200 niños y adolescentes bajaron siete kilómetros por una ca-rretera, desde el asentamiento hasta un cruce de caminos, en una manifestación alegre, llena de música y banderas, protegida por el ejército. Me extrañaba no ver adultos ar-mados con fusiles automáticos, como es común. ¿Dónde estaban? Después me enteraría que, al mismo tiempo, colonos de Yizhar estaban atacando con protección militar la aldea palestina de Assira al-Kibliya, muy cerca de allí. ¿Habrán participado los de Itamar?

Con los niños sólo había dos veinteañeros y tres hombres mayores, Goldsmith entre ellos. Insistió en que los que viven en el sitio equivocado son los palestinos, que se tienen que marchar, que nunca jamás permitirán que creen un Estado soberano, que la solicitud ante la onu lo tenía sin cuidado. ¿Estaba entonces a favor de que Israel se anexe Cisjordania, o Judea y Samaria, como dice él? En un ámbito práctico, meramente formal, sí, me dijo.

Pero no desde un punto de vista de legitimidad, porque, añadió Goldsmith, “no ten-dría sentido: uno no anexa su propia casa. Ésta es nuestra tierra, nos la dio nuestro dios, renunciar a ella sería renunciar a él. Está en la Biblia. No hay nada más que decir”.

Los francotiradores is-raelíes disparan balas de acero recubiertas de plástico a los pales-tinos. Se supone que las balas no son leta-les; sin embargo han destrozado dientes, ojos, incluso vidas.