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El mar de Aral. 1

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El mar de Aral.

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I

Miró a la víctima sin pasión, como hace el tirador olímpico con el blanco. Enfocó a los

ojos no para ver su brillo o su expresión sino sólo para poner el punto de mira en el espacio

que los separaba. No vio el desconcierto primero que asomó a la mirada inquieta ni el pavor

que prendió después en las enormes pupilas que se habían convertido en un abismo sin fondo,

cuando a la víctima le asaltó la seguridad de que iba a disparar. Y justo un segundo antes de

que intentase articular la primera palabra, la que pedía explicaciones, nunca clemencia ni

piedad, el asesino disparó. Un mal tiro que desgarró el hombro izquierdo y arrojó con

violencia el cuerpo sobre la cercana mesa. Ni el ruido del disparo ni el de la falsa crátera ática

que reposaba sobre la mesa y cayó al suelo haciéndose añicos asustaron al asesino ni

descompusieron su figura. Dio tres pasos y se detuvo sobre el cuerpo encogido de dolor de la

víctima. Disparó una vez más, ahora con precisión, abriendo un agujero entre los ojos y se

fue. No se molestó en registrar la casa, en simular un robo, en hacer que pareciese que alguien

hubiese tenido una pelea. Simplemente se fue. Sobre el suelo de madera vieja quedó como

quedan los cadáveres asesinados, inmóvil y nadando en sangre, el cadáver de la víctima.

A Froilán Losantos lo mataron una noche de otoño. Acababa de salir del baño y, aún

desnudo, con la toalla en la mano, lo último que oyó fue el ruido del asesino cerrando la

puerta de su casa. Cuando el verdugo se fue, dibujaban un bello cadáver las gotas de agua de

la ducha mezclándose con la sangre que manaba de su cabeza. ¡Lástima que el tiempo

estropease tan bella estampa!

Al mismo tiempo que mataban a Froilán Losantos, a cientos de kilómetros del asesinato, la

pequeña muerte abandonaba a Carmen Martínez. El cuerpo sudoroso de Ángel López se

escurrió entre sus brazos y un grito ahogado, un gemido incompleto, un susurro que no

llegaba casi a tal se oyó entre los otros mil ruidos de la noche urbana. Aquel gemido, aquel

susurro ahogado sonó a música celestial en los oídos de Ángel López. Cada vez que ella, o

cualquier otra mujer, se deshacía en agua aprisionada entre sus brazos, se le erizaban todas las

neuronas del cerebro y una sensación de deleitación extrema le abría la espalda. Aquel placer,

el de verla con la mirada perdida y la respiración levemente acelerada, cabalgando sobre su

propio corazón totalmente desenfrenado, le producía la sensación perfecta de plenitud. Era un

placer que no duraba más de unos segundos, hasta que ella lo abrazaba y se unía a él en un

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largo y tierno beso, pero no necesitaba más en aquel momento para alcanzar el sumo

arrobamiento, sólo deseaba que se volviese a repetir lo más pronto posible.

-Me da miedo marchar y dejarte solo-dijo Carmen tras el beso, aún jadeante.

Hubo un largo silencio, él no respondió. Qué podía decir. Nada podría amortiguar el dolor

que presumía en la mujer que yacía a su lado y que al mismo tiempo era también su dolor.

Los sonidos de la noche les dieron una pequeña tregua y, uno al lado del otro, pudieron

escucharse respirar, ahora, tras la breve tempestad, a un ritmo cansino que se volvía pesado

poco a poco.

-Me da miedo marchar-repitió Carmen con voz susurrante, pero angustiada.

Ángel permaneció en silencio nuevamente. Era un silencio agobiante para los dos. Una

motocicleta que subía veloz por la calle lo rompió.

-Háblame, por favor. Dime algo. No sé, lo que sea. Pero por favor no te quedes así, tan

callado. Me das miedo. Me da miedo tu silencio.

-Qué quieres que te diga, ¿adiós? No, no quiero. No puedo, Carmen.

Ahora calló ella. Un último beso y la respiración de él se volvió cada vez más lenta y

pesada hasta que quedó profundamente dormido. Ella, prisionera de un insomnio inclemente,

lo miró durante horas, las que sabía las últimas en su compañía en mucho tiempo. Ángel

estaba quieto, tan quieto como el cadáver de Froilán Losantos que, inmóvil, a cientos de

kilómetros de ella, comenzaba a pudrirse sobre el suelo de madera vieja de su casa.

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A la mañana siguiente, pasado ya el mediodía, Carmen Martínez se sentó con cuidado de

no arrugar la ropa sobre el ajado asiento del tren; le quedaba un largo trecho y no quería

descomponer su figura. Pero tenia sueño y dejó caer la cabeza sobre el cristal de la ventanilla

y aunque lo sintió helado y húmedo sobre la frente, el adormecimiento que sentía pudo con el

frío y así, recostada sobre el cristal, con la mirada triste, dejó su casa y su ciudad. Poco a poco

fue cayendo en un dulce letargo del que de pronto despertaba con la amarga imagen de la

ausencia de Ángel. La sonrisa bendita que tenía y el brillo pícaro de los ojos se le cruzaron

mil veces impidiéndole dormir. Al cabo de una hora de traqueteo desistió. Había pasado toda

la noche dando vueltas en la cama sin conseguir apenas dormir y el largo, aburrido y odioso

viaje, para el que había albergado la esperanza de recuperar las horas de insomnio se le

presentaba como otra página más en blanco en el libro de los sueños. Miró aburrida el paisaje

hasta que el recuerdo de Ángel le cubrió nuevamente la vista. Se cambió de postura en el

asiento y Ángel seguía allí. Se llamó tonta. Ya eres demasiado mayor para esto. No eres

ninguna adolescente para que te quedes colgada como una tonta con un hombre. Es sólo un

hombre. Tienes que continuar con la vida. La vida, ¡qué gracia¡ él era el hombre de su vida y

se alejaba de él al ritmo traqueteante del tren.

-No llores. En una semana nos volveremos a ver- la voz de Ángel era grave, dulce y

armoniosa.

-No, no es eso. No quiero verte de semana en semana, quiero estar contigo día a día. No es

justo lo que me está pasando.

La reciente despedida se le antojaba muy lejana, como si hubiera sido un sueño. No, como

en una pesadilla. La peor de su vida. Le parecía imposible que le estuviera pasando aquello.

De un momento a otro despertaría y Ángel la abrazaría y la estrecharía contra él con fuerza.

Con mucha fuerza.

El tren se detuvo en alguna parte de la llanura castellana. La brusca parada le sacó de sus

pensamientos. Hurgó en el bolso de mano hasta conseguir un libro: guía de Orense. Lo abrió

por una página al azar, pero no leyó siquiera el primer párrafo. Cerró el libro y el tren reanudó

la marcha.

Todas las ciudades del mundo parecen feas vistas desde el tren, es como si trazasen las vías

por la parte de atrás de la metrópoli, por lugares que se hubiese construido para que nadie la

viese y luego los exhibieran colocando allí las vías para que todos los viajeros pudiesen

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fisgonear en la cara más deslucida de la urbe. Carmen miró las fachadas agrietadas y

descascarilladas, las ventanas llenas de ropa tendida y pensó que nunca podría vivir en un

lugar así en el que parecía que lo oculto, lo que estaba tras las fachadas sería aún peor. Estaría

lleno de habitaciones de paredes desconchadas y sucias, de cocinas grasientas y desordenadas,

de portales fríos y oscuros. Todo le pareció espantosamente sórdido. Cuando ya el tren

abandonaba la ciudad y se adentraba en el campo abierto, los ojos se le llenaron de agua y una

lágrima estuvo a punto de desbordar los párpados. Los ojos se le llenaron de agua y hubo de

realizar un gran esfuerzo para no romper a llorar. ¡Dios mío¡ Dónde iré yo a vivir¡ Se le pasó

por la cabeza que en la nueva ciudad habría un lugar así, toda la ciudad sería un lugar como

ese, gris, triste, mísero. Cualquier lugar fuera de su casa en Madrid lo sería. La culpa de aquel

pensamiento que no había dejado de obsesionarle desde hacía varios días era de Marta.

-Yo no podría dejar mi casa- había dicho cuando le contó que tenía que dejar Madrid. No

le había preguntado la razón del traslado ni cómo se sentía ni lo que pensaba, sólo había

dicho: yo no podría dejar mi casa.

Había llegado a la cafetería casi despeinada, sin retocar el maquillaje, con un brillo en los

ojos que era el reflejo de las lágrimas de ira y desesperación y una expresión en el rostro de

enfado y fiereza, de cólera a punto de estallar y le había contado a Marta que se tenía que ir de

Madrid, la había mirado con una sonrisa estúpida y todo lo que le había dicho era eso: yo no

podría dejar mi casa. Y a ella que le importaba que Marta pudiese o no dejar su casa. Ella

tampoco podía y lo había hecho. Allí estaba, en un tren camino de su infierno personal: la

ausencia de Ángel.

-¡Qué putada, chica¡ Y cuándo te vas- Marta la había mirado como si le preguntase la hora,

sin borrar la tonta sonrisa.

-Ya- contestó y rompió a llorar.

Ahora, con la distancia de los días y la tierra que había puesto el tren entre ella y su pasado

más reciente, sentía vergüenza por haber llorado de aquel modo delante de Marta. No se

merecía ver sus lágrimas. Yo no podría dejar mi casa. Y desde aquel momento no había hecho

más que pensar en dónde iría a vivir y en que se iba a separar de Ángel. Su casa había

quedado vacía y triste con Ángel llorando su ausencia. Ángel estaba tan destrozado como ella,

no tenía ninguna duda.

-No llores, mujer-. Las palabras de consuelo de Marta no habían sido más que esas: no

llores, mujer. A duras penas logró controlarse y secar las lágrimas del rostro. Compuso el

maquillaje como pudo e intentó sonreír. Miró a Marta que se encontraba visiblemente

incómoda con su llanto.

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-Así está mejor- le oyó decir.

Hipó un poco y, con disimulo sorbió las lágrimas que habían ido a dar a la nariz. Marta

esbozó una risita histérica.

-Vaya faena que haces. Ya me dirás con quien voy a tomar café ahora los jueves y con

quien voy a ir a gimnasio-dijo sin dejar de sonreír.

Recordaba haberla mirado con odio. Qué culpa tendría Marta de que ella tuviera que irse.

De todos modos, la recordaba con odio que en el fondo era envidia. Marta en Madrid, a

aquellas horas estaría de regreso a casa del gimnasio, recién duchada, joven, guapa y elegante.

Ángel siempre le había dicho que ella era más guapa que Marta. Y más elegante. Y en verdad

que lo era. Pero ahora Marta estaría volviendo del gimnasio y ella iba camino del infierno en

aquel maldito talgo viejo y decadente.

El atardecer la sorprendió entre sus pensamientos. Miró el reloj y se alegró de que ya

estuviesen a punto de llegar. Se sentía mal en el tren.

Orense la recibió con una tromba de agua que comenzó a caer cuando el tren alcanzaba las

primeras casas del extrarradio. Acaso en otras circunstancias habría mirado con curiosidad la

puerta de atrás, eso es lo que era siempre la entrada del ferrocarril, de la ciudad a la que

llegaba, pero aquel día no se preocupó ni de mirar a la ventanilla para ver su rostro reflejado

sobre el fondo oscuro del paisaje.

Su único equipaje era una maleta pequeña, lo imprescindible, casi hasta la tacañería,

para los mínimos días de estancia, así que bajó ligera del tren. Como llovía tanto, hubo de

esperar un buen rato hasta conseguir un taxi y desde la puerta de la estación observó la que en

adelante sería su nueva ciudad y luego la continuó contemplando durante la carrera del taxi.

Las calles estaban brillantes por el agua y reflejaban las luces de las farolas y de los

semáforos, el tráfico era muy pesado, poco menos que atascado por la repentina lluvia, pero

daba a la pequeña villa un aire cosmopolita que casi la hacía aparecer a los ojos de Carmen

hermosa y viva.

No cenó. Pasó la noche en una pensión no muy lejana a su nuevo trabajo, pero

tampoco durmió; dio mil vueltas en la cama, lloró, sollozó y gimió lamentando su mala suerte

hasta que los ojos estuvieron tan secos y rojos que ya no pudo llorar más. A esa hora, cuando

se le secaron los ojos, ya hacía tiempo que había asomado el sol y se colaba por la ventana

entre las láminas de la persiana mal cerrada. Se levantó con cierto alivio por dejar el lecho,

había sido una noche interminable y espantosa en la que la rabia y la impotencia se habían

hartado de nadar entre sus lágrimas, pero tenía también una visible inquietud pensando en lo

que le depararía el día que iniciaba.

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Desde que había hablado con el tío Antonio tenía el convencimiento de que su vida

marchaba por una pendiente engrasada camino del pozo de los detritus. El tío Antonio la

había recibido en el despacho. Era la primera vez que lo veía allí ya que pese a trabajar tan

cerca el uno del otro, nunca antes había tenido necesidad de visitarlo, siempre había sido la tía

Ramona la que se encargaba de invitarla a las comidas familiares y esos habían sido sus

únicos encuentros con el tío Antonio desde que su padre muriese.

-No te dejes engañar por el despacho- dijo el tío Antonio cuando entre lloros le contó

que tenía que dejar Madrid-. Yo ya no pinto nada aquí-continuó tras un breve descanso-, soy

un cero a la izquierda, no tengo ninguna atribución ni competencia, lo único que me han

dejado ha sido el despacho y resulta muy cómodo para leer la prensa. A estas alturas es lo

único que hago. No soy más que un viejo inútil- la emirada del tío Antonio se perdió en el

infinito, pero Carmen, agobiada por sus propios problemas no se dio cuenta.

-Pero tío...

-Carmencita, no puedo ayudarte, de verdad. No sé quien es ese Andrade del que hablas

ni sé porqué te trasladan. Mira, en otras circunstancias incluso te diría que eso podría ser una

venganza, que te estuvieran utilizando para hacerme daño, pero tal y como están las cosas

ahora, no pienso ni en eso. No soy nadie, Carmencita, en unos meses me jubilo y ese Andrade

seguro que no sabe nada de tu relación conmigo, bueno, por no saber seguro que no sabe ni

que existo. Yo fui alguien, tú lo sabes, pero ahora...-el tío Antonio de dejó la frase en el aire,

más preocupado por su perdida carrera profesional que por el traslado de la sobrina.

Carmen recordaba perfectamente la conversación, el tío Antonio, protector como

siempre lo había sido, se interesó por todo el proceso del traslado y le dio unos cuantos

consejos que debería haber recibido, y seguido, unos meses antes; pero esos mismos consejos

ya se los había dado Andrade, aunque también con retraso.

El agua de la ducha estaba demasiado fría, no había valido de nada esperar a que

calentase, y con el cuerpo aún tibio de la noche pasada le resultó lo bastante desagradable

como para que el baño fuese muy breve. Después permaneció sentada un largo rato sobre la

cama con la toalla en la mano hasta que, casi helada, al fin decidió a vestirse. Luego, en pie

frente al espejo, tardó más de media hora en disimular como pudo las huellas de la plañidera

noche en el rostro.

Cuando dejó la pensión un reloj no muy lejano daba las diez. Era demasiado temprano

y aquel sería, sin duda, un día muy largo. Pese a que nunca había tenido un apetito muy voraz,

aquella mañana tenía hambre. Lo cierto era que el día anterior apenas si había probado

bocado. Desayunó café y una tostada en una cafetería cercana, intentó leer la prensa para

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hacer tiempo o, más bien, para postergar la hora del encuentro con su nueva realidad. Pero

cuando daban las diez y media en el reloj pudo más la ansiedad que el miedo y se encaminó a

su nuevo lugar de trabajo. No fue un paseo muy largo y sólo hubo de preguntar una vez para

encontrar la dirección. A aquella hora la ciudad estaba animada, apenas quedaban rastros de la

tormenta del día anterior y el sol otoñal brillaba con fuerza. Acaso fuese uno de los últimos

días agradables del año. Se alegró de poder ponerse las gafas de sol que taparían lo que de las

ojeras el maquillaje dejaba aún al descubierto.

Su punto de destino era un edificio extraño que no se correspondía en mudo alguno

con lo que cualquiera hubiera tomado por una comisaría de policía; era una mole de hormigón

de forma cuadrada y grandes columnas que más bien parecía un colegio. Antes de entrar se

detuvo cinco minutos para componer la figura e intentar relajarse. Cuando se convenció de

que su aspecto era el adecuado, reanudó la marcha. Como siempre en todas las comisarías del

país una larga cola esperaba frente al cartel que decía D.N.I. Bordeó la cola y se acercó a

preguntar a un agente uniformado. Después de identificarse la recibió con cordialidad y le dio

una bienvenida casi efusiva. Era lo bastante bella como para provocar esa conducta en los

futuros compañeros de trabajo. Luego la condujeron amablemente a una sala no muy grande

en la primera planta del edificio y se sentó a esperar. El jefe en persona quería hablar con ella.

El jefe. No sabía si esa era una buena o mala noticia. Su última conversación con un

comisario había sido realmente desastrosa.

El comisario era un hombre de no más de cincuenta años, moreno, ni muy alto ni muy

gordo, pero de complexión fuerte. Tenía los ojos negros y vivaces y un bigote también muy

negro y poblado. En la cabeza no le faltaba ni un pelo y todo él era negro y rizado, muy

rizado. Se incorporó al verla entrar en el despacho y la saludó con la mano extendida. Carmen

notó el fuerte apretón en su mano lánguida.

-Siéntese-dijo el comisario-. Soy Manuel Pombal. Aunque me imagino que ya lo

sabrá.

Al sentarse, con cuidado pasó las manos por la falda para evitar que se arrugara. De

alguna manera tenía que disimular su nerviosismo y mientras las llevaba a la falda sabía que

hacer con ellas.

-Gracias-farfulló ya sentada.

El comisario hizo un breve silencio que a ella le pareció enorme. La miró un par de

veces a la cara, pero enseguida apartó la mirada. Carmen también rehuyó los vivarachos ojos

que la escudriñaban.

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-Bueno, la verdad es que lamento su situación pero no por ello voy a dejar de darle la

bienvenida-dijo al fin el comisario-. No vamos a decir que nos alegramos de tenerla entre

nosotros porque es evidente que usted no se alegra de estar aquí, pero de todos modos le

deseo una feliz estancia. Nunca se sabe donde está lo mejor...-hizo una pequeña pausa y

continuó-: Yo no voy a ser juez de nadie, así que no quiero juzgar ni la actuación de ningún

compañero mío ni la suya en el pasado...

-Creo que no se debe de dejar guiar por las apariencias-interrumpió Carmen con voz

temblorosa-. Todo esto es una gran injusticia-titubeó-, una venganza.

Después de pronunciar la frase se sintió estúpida. Era exactamente lo mismo que le

había dicho al comisario Andrade en su última jornada de trabajo en Madrid. Andrade la

había mandado llamar al despacho. Era la cuarta vez en lo que iba de mes y aún no había

llegado el día veinte. En las otras tres ocasiones, el comisario había sido, como siempre

grosero y mal educado, no la había mandado sentar ni la había saludado, simplemente se

había limitado a gritarle y a llamarla incompetente. Pero en aquella ocasión, en la última,

Andrade la había recibido con un buenos días, Martínez, siéntese que la asustó más que los

gritos. Al sentarse había pasado las manos por la falda cuidando que no se arrugase y notó que

le sudaban.

-El suyo ha sido el caso más impresionante de incompetencia e indolencia que he visto

en mi vida-había dicho Andrade con el gesto muy serio.

Carmen enrojeció al oír aquello.

-Es un caso tan grave-continuó el comisario Andrade- que no se ha molestado en hacer

un recurso contra el expediente sancionador. Me imagino que recurrir era demasiado trabajo-

daba la impresión de que en aquel momento el comisario sentía más que ella que no hubiera

hecho el recurso.

El tono de voz del comisario se fue elevando poco a poco. Era evidente que se

encontraba incómodo, pero Carmen lo percibió como agresividad y rechazo hacia ella.

-Lamento mucho comunicarle que desde hoy ya no es usted funcionaria de esta

comisaría. Siempre pensé que era una sanción excesiva, pero viendo que no se ha molestado

siquiera en hacer una alegación, en presentar un puñetero escrito, creo que no se merece otra

cosa que el traslado que acaba de firmar el ministro. En secretaría le comunicarán su nuevo

destino. Puede retirarse.

Carmen se quedó blanca. No acertó a mover un solo músculo màs que para balbucear:

-Todo esto es una gran injusticia, una venganza.

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Al oír aquella frase, el comisario Pombal se pasó la mano por el pelo haciendo

desaparecer los dedos entre los rizos. Aspiró profundamente y resopló. En el despacho olía a

tabaco y el comisario hizo ademán de llevarse la mano al bolsillo de la cazadora, pero se

contuvo.

-Mire, agente Martínez, no creo que sea buena idea escarbar en el pasado. Digamos

que lo mejor es hacer borrón y cuenta nueva. Su expediente no es de los mejores que he visto,

lo reconozco, pero nunca es tarde para convertirse en un buen policía. No sé si esto es una

venganza, aunque no lo creo, o si es un caso de incompetencia suprema, que tampoco lo creo,

un error o un malentendido me parecen más probables y creo que es mejor considerarlo como

esto último.

Carmen calló. Qué podía contestar al discurso del comisario. Ella sabía que de ninguna

manera aquel traslado le traería nada nuevo ni positivo a su vida, sólo infelicidad. La última

semana había sido la peor de su vida y aún no había hecho más que empezar su viacrucix.

-Cumpla los formalismos en secretaría y vállase a casa, descanse y mañana a las ocho

nos veremos y sus nuevos compañeros la pondrán al día de todo. Borrón y cuenta nueva, ya le

digo-dijo el comisario, luego se incorporó, le tendió la mano y la acompaño hasta la puerta del

despacho.

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Salvador Montaña se despertó treinta minutos antes de la hora pactada la noche

anterior con el despertador electrónico. Miró los números fosforescentes que reposaban sobre

la mesilla de noche con los ojos aún entornados y se giró en la cama para continuar

durmiendo, pero tras quince minutos sin haberlo conseguido y con la vejiga llena y pujando

por vaciarse se levantó. Sentado en la cama se pasó la mano por la barbilla y aunque notó el

tacto duro de la barba decidió que aún no era necesario afeitarse. Luego se estiró y aún tardó

varios minutos en incorporarse. En el espejo se vio con ojeras y despeinado, la barba de dos

días y los ojos legañosos. Aún así sonrió a la imagen que formaba en el espejo. La imagen,

amablemente, le devolvió la sonrisa. No tenía tos ni tampoco la boca pastosa, no le dolía la

cabeza y se encontraba descansado y hasta casi alegre. Decididamente no era necesario

afeitarse.

La mañana era lozana y luminosa, casi virgen aún a aquella hora y le recibió con un

golpe de frescura en la cara. Se llevó la mano a la barbilla y pensó que, después de todo, quizá

hubiera sido mejor haberse afeitado, pero no le importó demasiado. Hacía tanto tiempo que no

pisaba la calle a aquella hora que se demoró un buen rato oteando el pedazo de cielo que se

asomaba entre los edificios e inspirando profundamente antes de entrar en la cafetería Luna a

tomar el café y los churros del desayuno. ¡Cómo había echado de menos sus desayunos! La

cafetería se encontraba en el bajo del mismo edificio en que vivía. Era un local apaisado con

una larga barra situada a la derecha de la entrada y llena de expositores atestados de comida

que inundaban la cafetería con olor a fritanga. El dueño era Manuel Lama, un hombre enjuto

y alto de barba recia y mentón afilado a quien todo el mundo llamaba Manolo.

Manolo Lama, al verlo, dibujó una amplia sonrisa en el rostro y saludó a Salvador

Montaña efusivamente:

-¡Coño, un fantasma! Salvador, me alegro de verte-extendió la mano sobre el

mostrador y se dieron un buen apretón-. Parece que el día empieza con buenas noticias. Me

alegro de verte, de verdad- la voz del tabernero era grave y armoniosa.

-Más me alegro yo, te lo prometo-respondió Salvador.

-Me imagino que esto significa que te acabas de dar el alta médica.

-Ni más ni menos.

-Entonces, un café con leche y tres churritos.

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Salvador saboreó café y disfruto de él como si bebiese el mismo elixir de la vida y

después de apurar la última gota inició un gesto automático con su mano derecha, un gesto un

gesto mil veces repetido tras cada taza de café, la llevó al bolsillo de la cazadora como si

recorriese un camino trazado en el aire, pero se detuvo antes de que la mano llegase a su

destino y la dejo suspendida en una postura estúpida.

Sintió un profundo deseo de fumar como no había sentido en las tres semanas que

llevaba sin hacerlo. Inspiró profundamente y, sin pensarlo, pidió otro café, con algo tenía que

rellenar el hueco que dejaba el tabaco en su interior. Consiguió olvidarse de los cigarrillos

mientras tomaba el segundo café, pero en cuanto lo hubo terminado el deseo de fumar lo

asaltó nuevamente. Pagó y se fue con urgencia de la cafetería. Irse de allí era la única solución

para no fumar. Caminó rápidamente por la calle levemente empinada hasta sentir fatiga,

entonces aminoró la marcha. El deseo del tabaco había disminuido y se encontraba un poco

mejor, lo suficiente como para intentar meditar y pensar en qué consistía aquel prurito,

aquella ansia que lo abrasaba, en intentar racionalizar su deseo. Fue incapaz de hacerlo y se

sintió molesto.

En la comisaría todo estaba exactamente igual que aquel día, tres semanas atrás,

cuando tuvo que marchar pálido y sudoroso, tosiendo sin cesar y con un fuego que le bajaba

desde la garganta y le quemaba las entrañas. De pronto fue como si aquellas tres semanas no

hubiesen existido, como si llegase aún con la despedida del día anterior resonando en la

cabeza. Pero aunque nada hubiese cambiado en la comisaría, él si había cambiado, se sentía

nuevo. No renovado, nuevo. De pies a cabeza.

Después de los saludos de los compañeros y parabienes por la pronta recuperación

recibió un recado del jefe. El comisario, que a buen seguro había recibido pronta noticia de su

incorporación cinco minutos después de que hubiera atravesado la puerta, cruzó como por

casualidad y acompañado por el inspector Carreiro la sala donde Salvador, sin nada que hacer

ni ganas de hacer nada, charlaba, lo miró con una sonrisa y cierta expresión de sorpresa en el

rostro.

-Me alegro de verte, Salvador- dijo-. Espero que te hayas recuperado ya del todo.

Salvador Montaña interrumpió la conversación y se dirigió al comisario Pombal

-Gracias, pero ya no estoy en edad de recuperar ciertas cosas.

Pero el comisario apenas lo escuchó, esbozó una leve sonrisa y dirigió su atención al

inspector Carreiro.

-No me habías dicho que se incorporaba hoy Montaña-dijo.

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El inspector Carreiro, un hombre gordo y no muy alto, calvo y con cara de luna llena,

jefe de la brigada judicial y superior inmediato de Salvador Montaña, contestó:

-No estaba previsto. Salvador se ha recuperado rápidamente- la voz sonaba un poco

aflautada.

-Esto está bien.

Como por casualidad, como si lo que ya llevaba pensando toda la mañana se le hubiera

acabado de ocurrir en aquel momento, dijo.

-Me vienes como anillo al dedo, Salvador. Siempre has sido un hombre oportuno y tu

incorporación no puede ser más conveniente. Ahora tengo que irme, pero a las doce más o

menos estaré de vuelta. Pásate a verme por el despacho a esa hora- luego calló un momento se

dirigió al inspector Carreiro-: haz un hueco y pasa a verme junto a Montaña. Ahora os dejo,

he de irme.

Carmen Martínez se despertó en su nuevo hogar, miró el techo de la habitación, la

lámpara, y la luz mortecina que se colaba por la persiana semiabierta. Luego miiró el reloj y

vio que ya era tarde. Había pasado demasiadas noches sin casi dormir y el día anterior había

sido especialmente cansado e intenso, así que cuando cayó en la cama quedó profundamente

dormida y no se había despertado hasta que la luz de la mañana había comenzado a ser

molesta. El día anterior su nuevo jefe, que le había parecido al menos agradable, la había

despedido y dejado libre muy temprano y se había encontrado a las once de la mañana sin

nada que hacer en una ciudad desconocida y sin ningún sitio a donde ir. Tuvo ganas de buscar

un lugar apartado en cualquier parque y sentarse a llorar en un banco, era lo único que le

resultaba mínimamente tentador, pero el azar no quería que eso ocurriera y le mantuvo la

cabeza ocupada todo el día. Se sentó en una terraza no muy lejana a la comisaría y tomó un

café sin prisa. Era una mañana agradable, el sol le calentaba amablemente la espalda y le

parecía mejor plan quedarse allí sin hacer nada que volver al hostal donde había pasado la

noche. Allí quedó hasta el filo del mediodía. Cuando pagó al camarero y se disponía a

marchar, vio pegado en el cristal de la cafetería el anuncio de un apartamento en alquiler. No

se le había ocurrido que tenía que buscar una vivienda porque ni siquiera había pensado en

ello, pero al ver el cartel se dio cuenta de que la necesitaba. No se podía pasar la vida en un

hostal. Las habitaciones de viajeros son buenas cuando se es un viajero, pero por mucho que

lo intentase, no podía olvidar que ella no lo era, que había llegado a aquella ciudad para

quedarse por bastante tiempo.

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El cartel estaba impreso sin demasiado cuidado: apartamento amueblado casi nuevo,

bien situado a muy buen precio. Llamó desde una cabina al dejar la cafetería y le contestó una

mujer de voz cantarina y que hablaba gallego. Le costó entenderse, pero se citaron en la

puerta del edificio una hora después. No le supuso demasiado esfuerzo encontrar el lugar

porque no estaba muy lejos de donde se encontraba. Tampoco estaba lejos de la comisaría, no

más de cinco o diez minutos caminando, calculó.

-Ten que perdoar, por falarlle galego. ¡Ay que tonta son, xa estou outra vez!-dijo la

mujer que la esperaba en el portal-. Es que se me va la cabeza. Pase por aquí, es el tercer piso.

Era una mujer de unos cincuenta años, vestida de negro, con cara redonda y colorada

muy quemada por el sol. Se notaba que había pasado muchas horas sembrando y recogiendo

cosechas. Carmen la miró con cierta pena por el mal aspecto que presentaba. La mujer la guió

por el portal hasta el ascensor mientras decía con una entonación tal que casi parecía que

cantase:

-El portal es muy elegante como puede ver.

El apartamento era pequeño, con una cocina estrecha y alargada, el salón y un

dormitorio en el que a duras penas entraba una cama, pero suficiente para ella. Los muebles

eran ordinarios, baratos, pero estaban prácticamente nuevos. Carmen recorrió el apartamento

con gesto serio sin decir ni una palabra, la mujer que se lo enseñaba no calló ni un momento:

le vendió la luz y el sol del mediodía que recibía, el silencio del que disfrutaría porque no

daba a la calle principal sino a un patio interior, pero grande y soleado como se podía ver, lo

nuevo que estaba todo, casi sin usar y lo buena que era la relación calidad precio. No

encontraría nada mejor en Ourense por mucho que buscara.

-Bueno, podría interesarme-dijo al fin Carmen.

No lo había pensado, pero al ver aquel lugar que era un espacio agradable para vivir se

le pasó por la cabeza la idea de que Ángel podría compartirlo con ella. Aquella idea, Ángel

sentado en el sofá que tenía frente a ella hizo que el apartamento le pareciese mucho más

bello a partir de entonces.

La mujer la miró por primera vez con aire de vacilación.

-Bueno, plaza de garaje no tiene-dijo.

A Carmen le sorprendió la frase. Iba a decir que no le importaba en absoluto porque no

tenía coche, pero la mujer habló primero:

-Bueno, tener si tiene, pero la ocupa mi hijo. Es que en casa guardamos el coche de mi

marido. Usarlo no lo usa, porque a la aldea nos lleva siempre Manoliño, o neno, pero, filliña,

si se queda sin coche…

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Carmen sonrió. La mujer la acompañó en la sonrisa.

-Por eso está a tan buen precio. La gente ahora quiere garaje, ya sabe.

No, no lo sabía, ni le importaba, así que tomo una decisión rápida.

-Ya. Me lo quedo.

Fue como si hubiera decidido alguien por ella, como todo lo que le pasaba en aquellos

días.

-Bueno-dijo la mujer que ahora parecía titubear, como si ya no quisiese alquilar el

apartamento-, antes que nada me gustaría hablar algunas cosas, ahora lo tengo sin alquilar

porque el último inquilino se marchó dejándome a deber seis meses. Yo no quería alquilarlo,

pero mi marido se empeñó. Antes de hacer nada me gustaría- la mujer vacilaba-tener alguna

garantía.

Carmen nunca había tenido ninguna experiencia de ese tipo, nunca había tenido que

negociar nada en su vida.

-Bueno, si le vale como garantía de honradez que soy policía podríamos llegar a algún

acuerdo.

El rostro de la mujer cambió completamente de expresión. A partir de aquel momento

los problemas desaparecieron completamente. Incluso cuando le contó que acababa de llegar a

Orense y dormía en una pensión la convenció para quedarse en el apartamento a dormir

aquella misma noche.

Luego pasó la tarde comprando todo lo necesario para iniciar una nueva vida en una

ciudad nueva y limpiando lo que en adelante sería su nuevo hogar. Y al anochecer, cuando ya

todo estaba limpio y en orden, habló diez minutos con Ángel y lloró largamente echada en su

nuevo sofá.

Así que cuando se despertó aquella mañana aún estaba cansada, no había dormido lo

suficiente. Le costó trabajo levantarse y comenzar el nuevo día. Mientras se vestía pensó que

ni siquiera sabía a qué hora tenía que estar en la comisaría. Bueno, nadie le diría nada,

después de todo era su primer día.

En la comisaría recibió un recado: el jefe quería verla a las doce en su despacho. Hasta

esa hora y sin saber qué hacer, tomó café, saludó a un par de nuevos compañeros y leyó el

periódico.

Salvador Montaña leyó el mismo periódico, la Opinión de Orense, un buen rato antes

de que Carmen lo hiciera, luego salió a tomar el café de media mañana. A la vuelta, rápida

para aguantar las ganas de fumar, se sentó frente su mesa de trabajo y comenzó a revisar lo

que había dejado sin resolver la mañana en la que había enfermado. Tenía pendiente el asunto

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del Chino, un traficante de poca monta que estaba ascendiendo en el escalafón local

demasiado rápido. Entretenido en los papeles, perdió la noción del tiempo. El agente

Fernando Andrés que trabajaba no lejos de él le advirtió de la hora.

-Salvador-dijo-son casi las doce, no hagas esperar al jefe.

-Fernandito, no sé cómo lo haces, pero te enteras de todo.

-Soy policía, ¿no lo sabías?

Ya se había olvidado por completo de su cita. Dejó la mesa con todos los papeles

desordenados que era tal y como la tenía habitualmente y se encaminó con desgana al

despacho del comisario.

Cuando abrió la puerta vio que el comisario Pombal y el inspector Carreiro mantenían

una animada conversación que se interrumpió con su presencia. No le quedó la menor duda de

que estaban hablando de él. Eran ya las doce y el comisario miró el reloj y descolgó el

teléfono al tiempo que lo mandaba sentarse en una de las sillas frente a la mesa del despacho.

-Lola, dile a la nueva que pase a mi despacho. Carmen Martínez se llama, sí- dijo a

través del teléfono. Luego continuó dirigiéndose a Salvador-: voy a encargarte una misión

peligrosa-sonrió con picardía-, es justo lo que necesitas para recuperarte de tu enfermedad.

-Me vas a joder, lo veo-interrumpió Salvador.

El comisario sonrió como si nadie hubiese dicho nada:

-Vas a conocer a una nueva compañera a la que, de momento, vas a guiar en la ardua

tarea de ser policía- afirmó son cierta sorna y luego continuó-: porque me parece que no tiene

ni puta idea detrás de lo que anda.

-Jefe, no me jodas-protestó nuevamente Salvador.

-No te quejes antes de tiempo, primero espera a conocerla. Es una compañera que

viene de Madrid.

-Novata…

-No, peor, ocho años de experiencia y un pequeño problema disciplinario.

Eso no estaba mal, pensó. La chica comenzaba a caerle bien antes de conocerla, pero

aún así dijo:

-Lo siento jefe, yo no estoy para aguantar a nadie, mira, digamos que mi vida en este

momento está dando un giro y no estoy para andarme sutilezas con nadie-sonrió con picardía

e hizo un pequeño descanso. Luego continuó-: Eso se lo encargas a otro. Mira, Fernando no

tiene nada que hacer.

-Tú tampoco estás demasiado ocupado.

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Pillado. Necesitaba una respuesta rápida y no se le ocurrió nada más que lo del Chino

que no era mucho, así que era mejor no nombrarlo. Si lo hacía sabía cual sería la respuesta del

comisario: estupendo, es un asunto ideal para que lo lleves con esa nueva compañera.

-Ya, pero yo soy yo, ya me conoces-dijo antes de que Pombal pudiese hablar-, y llevo

tres semanas sin fumar y sin tomar una puta gota de alcohol. Si quieres que le parta la cara,

adelante.

El comisario esbozo una sonrisa e iba a decir algo, pero le interrumpió una llamada a

la puerta.

-Pase-dijo nada más escuchar los tres golpecitos que sonaron. Era evidente que se

alegraba de que le interrumpieran las explicaciones.

Carmen llamó y al oír la voz del comisario, abrió la puerta y temerosa se encontró con

que había otros dos hombres en el despacho a los que nunca había visto. El comisario le hizo

un gesto con la mano.

-Pase, Martínez. Siéntese- dijo señalando la silla que quedaba vacía entre los dos

hombres que lo acompañaban.

Nunca había sido Salvador Montaña un hombre creyente; ni dioses ni espíritus habían,

desde hacía muchos años, figurado entre las ideas que ocupaban su mente. Tampoco creía en

magos ni pensaba que hubiese ángeles de la guarda que cuidasen de los policías buenos. Pero

si algún día alguien, como por arte de magia le hubiese presentado un dios, un espíritu, un

mago, un hechicero, un ángel de la guarda para policías o cualquier otra clase de genio a

quien pedir un deseo, no le cabía la menor duda de que el deseo que pediría sería que su

compañero fuese exactamente igual que la mujer que en aquel preciso instante cruzaba el

despacho del comisario Pombal y que, con una elegancia sublime, con la presencia de una

estatua griega cuyo mármol se hubiese mudado en carne, con los movimientos y el porte de

una diosa, se sentaba a su lado. Era una beldad, una mujer muy hermosa de pelo castaño y

ondulado, una sedosa media melena que le caía sobre los hombros y enmarcaba un rostro

armonioso en el que destacaban los ojos verdes. La boca era grande y rasgada de labios

gruesos, pero no excesivos. Bajo el rostro, el cuello largo y los hombros anchos remarcados

por las hombreras de la chaqueta. El talle estrecho, pero no ridículo, reposaba sobre unas

caderas que Salvador no dudó en calificar para si mismo como potentes y sostenía un pecho

para el que sería imposible encontrar calificativos. Tendría treinta o treinticinco años y en

aquel momento se encontraba sin lugar a dudas en su mejor sazón. Quizás hubiese sido una

adolescente delgaducha, bonita o no, un pimpollo o una gordita sin gracia; quizás el tiempo la

convertiría en una mujer madura y elegante que conservase todo su atractivo o la ajaría como

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a una muñeca maltratada; quizás llegase a ser una vieja sublime o acaso un manojo de piel

enferma y arrugada, pero en aquel momento, en aquel justo momento, independientemente de

lo que hubiese sido o lo que llegase a ser, era la mujer más hermosa, elegante y atractiva que

Salvador Montaña podía imaginar que un día se sentase a su lado.

-Martínez, le presento al inspector jefe Carreiro, es el responsable de la brigada de

información y a partir de ahora su jefe directo-dijo el comisario cuando Carmen se hubo

acomodado en la silla.

Se dieron la mano. Carmen notó que la piel del inspector era sudorosa y no le gustó su

tacto húmedo.

-Y este es el subinspector Montaña. Por el momento será su compañero de trabajo. Él

la introducirá en los secretos de Orense.

Al oír su nombre, Salvador salió del trance en que había caído. Durante un segundo

pensó si habría hecho el estúpido mirando a la beldad que descansaba a su lado. Un segundo

después decidió que si lo había hecho, el motivo merecía la pena.

-Encantada-dijo ella.

-Es un placer-respondió Salvador mirándola a los ojos.

Carmen sonrió con amabilidad al hombre que le tendía la mano. Era una mano

lánguida, desmayada, como si estuviera exangüe, exactamente igual que la suya propia. El

hombre que sería su compañero parecía caminar en la frontera de los cuarenta. Era delgado,

casi enjuto, pero musculoso, de rostro alargado con las facciones muy marcadas y nariz

aguileña; una somera barba tiznaba las mejillas y le daban el aspecto de un hombre duro, muy

duro; los ojos negros parecían realmente inquisidores, como los ojos de un policía; la frente

era amplia, ensanchada por una incipiente calvicie. No estaba muy bien vestido, pantalón gris

mal planchado, camisa azul y cazadora beige, y además de un cambio de ropa le haría falta un

afeitado y un buen corte de pelo para parecer presentable. Los ojos negros que la

escudriñaban sin cesar, el pelo entrecano demasiado largo y las mejillas pobladas de la barba

incipiente desagradaron profundamente a Carmen. No pudo imaginarse a sí misma

acompañando a un hombre como aquel.

-Bien-comenzó a decir el comisario-, ahora que ya nos conocemos...-pero la frase

quedó en el aire, interrumpida por el sonido del teléfono que comenzó a sonar en aquel

momento- perdón- continúo diciendo después de un breve silencio. Descolgó el auricular-. Sí,

dime- dijo luego dirigiéndose a su interlocutor telefónico y escuchó en silencio durante unos

instantes para luego exclamar-: ¡hostias!- y permanecer a la escucha con el rostro concentrado

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durante un buen rato. Antes de colgar, concluyó-: gracias Lola, de momento no hagas nada, ya

te aviso yo.

Dejó el auricular a un lado, tosió dos veces y revolvió en uno de los cajones de la mesa

en busca de un cigarrillo que encendió sin pedir permiso ni ofrecer a nadie. Mientras exhalaba

el humo se repantingó en el asiento y dijo:

-Supongo que no os molestará demasiado el humo. Por lo menos a ti no, Salvador, que

eres fumador. Pero algún privilegio tiene que tener el ser jefe, y ahora necesito fumar para

pensar. La nicotina activa las neuronas.

Nadie protestó. El comisario quedó como ausente, arrellanado en su sillón de piel

negra y se dedicó a mirar las volutas de la fumarola que salía de su boca. El inspector jefe

Carreiro y el subinspector Montaña lo conocían lo suficiente como para guardar silencio y

esperar, aunque ambos se morían de ganas de saber que era lo que había ocurrido, porque

debía de ser algo importante para que el comisario Pombal se comportarse de aquel modo.

Hasta Salvador llegó el aroma del tabaco y sintió un vacío en el pecho, un deseo enorme de

fumar que estuvo a punto de no poder controlar. Se alegró de que el comisario no fumase

ducados porque si hubiese llegado hasta él el maravilloso aroma del tabaco negro no podría

haberse resistido. Cambió, para hacerse el fuerte, en su mente el deseo de fumar por el de

saber qué era lo que estaba ocurriendo, pero por mucho que le hubiesen preguntado, en aquel

momento a Manuel Pombal no habría respondido a nadie, así que calló y aguantó la

curiosidad y las ganas de fumar; la mente del comisario trabajaba a toda prisa y no haría otra

cosa hasta que decidiese que había encontrado la solución que buscaba, que sin duda sería la

ideal para el problema que acababa de surgir. Carmen asistía a la escena como ausente, como

si ella no se encontrase allí y no comprendía nada de lo que estaba ocurriendo. Salvador y el

inspector Carreiro se miraban de vez en vez con un gesto de resignación. Es lo que hay,

parecía decir el gesto de hombros que el inspector jefe había hecho al tiempo que enarcaba las

cejas y redondeaba aún más su cara de luna llena. Cuando ya la espera había dejado de ser

molesta y comenzaba a hacerse insoportable, Pombal se incorporó en su asiento y dijo:

-Acaban de encontrar muerto a Froilán Losantos- apagó el cigarrillo aplastándolo

contra el cenicero y continuó-: Asesinado.

-¡Hostias!-exclamó el inspector jefe Carreiro.

Salvador sonrió.

-Era sólo cuestión de tiempo-dijo.

-No seas burro Salvador-contestó Pombal y esbozó también una sonrisa entre cómplice

y liberadora como si en aquel momento ya hubiese resuelto todos sus problemas.

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Carmen que no sabía quien era Froilán Losantos y era algo que realmente no le

importaba los miraba a todos desorientada. Su único interés se centraba en el comportamiento

de aquel policía de aspecto duro que sería su compañero de trabajo y que ante la noticia de un

asesinato se había limitado a sonreír y decir que era sólo cuestión de tiempo.

El comisario Pombal descolgó el teléfono.

-Lola, voy a salir- informó a su secretaria-. Como llamará la prensa, dices que estoy en

el asunto, que esta tarde informaremos.

El inspector Jefe Carreiro se incorporó en su asiento.

-Creo que será mejor que me ocupe...

Pombal lo interrumpió como si en aquel momento se le acabase de ocurrir una idea:

-Mejor nos vamos los cuatro, ya que hemos sido los primeros en enterarnos, vamos a

ver que ha pasado.

Cuando acabó la frase se levantó de su asiento y abandonó el primero el despacho

dando por sentado que los demás lo seguirían.

Froilán Losantos vivía en lo que había sido un viejo caserón rural de muros

consistentes y madera vieja, al que el tiempo había incorporado a la ciudad. Se encontraba en

una ladera en la que se mezclaban de un modo un tanto caótico las nuevas construcciones y

las viejas viviendas casi todas ellas remozadas y bien cuidadas y que subía suavemente hasta

una zona rocosa que empinaba más la pendiente y en la que desaparecían las casas

cambiándose la ciudad por el campo abierto. El caserón de Froilán Losantos estaba al final de

una costanilla, bastante apartado de las demás construcciones. Era de una sola planta con

paredes de piedra y ventanales de madera vieja pintados de verde como la puerta principal.

Desde fuera parecía grande y acogedor.

Carmen bajó del coche y miró a su alrededor. Vio árboles y espacios sin construir muy

amplios entre las casas y tuvo la sensación de encontrarse en pleno campo, aunque aquello

fuese ya una zona urbana. Hacía mucho tiempo que no salía del asfalto de Madrid y pisaba el

suelo del campo de tierra y piedras y le pareció que allí se encontraba de visita, sin ninguna

sensación de estar trabajando. Salvador Montaña bajó del coche por la otra puerta, lo rodeó y

se le acercó de frente. Ella observó que se movía con cierta chulería.

-Bonita vista- dijo él mientras la miraba.

Carmen se volvió y vio que a su espalda se extendía la ciudad. Desde allí se la veía

desplegarse sobre el valle como una alfombra hasta el río y luego subir por las laderas

opuestas en busca de las crestas de las colinas que la rodeaban. Le pareció que era más grande

de lo que había imaginado, pero al contemplarla desde aquella altura pensó en su propia

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ciudad y sintió una tristeza infinita. Miró el reloj en un acto reflejo y pensó en lo que podría

estar haciendo a aquella hora si el destino no la hubiese maltratado de aquel modo tan cruel y

en lo que estaría haciendo Ángel. La voz de Salvador Montaña la sacó de sus pensamientos:

-Vamos, no sea que el muerto se canse de esperar. De vivo siempre fue muy

impaciente.

Habían dejado el coche lejos de la casa porque no había mucho espacio y la

ambulancia, el coche de la morgue, la policía municipal y seguramente los curiosos ocupaban

los sitios cercanos a la vivienda donde se podía aparcar. El comisario Pombal y el inspector

Jefe Carreiro caminaban delante de ellos a una distancia considerable. Carmen emprendió la

marcha sin saber a dónde iba ni qué iba a hacer. Se limitó a marchar al lado de su compañero.

Tuvo una sensación extraña al cruzar el umbral de la casa y verse como protagonista de una

historia en la que lo desconocía todo.

El cadáver se encontraba en mitad de un salón bastante grande. A su lado había una

mesa caída y los restos de cerámica de algo que parecía haberse roto al tiempo que la vida de

Froilán Losantos. El agua de la ducha que se había escurrido por el cuerpo y mezclado con la

sangre ya se había evaporado y sólo quedaba la sangre oscura y seca en el suelo. Dos

personas, un hombre y una mujer que más tarde supo que eran policías de la brigada

científica, manipulaban el cadáver ante la mirada de un hombre de unos cuarenta años vestido

con un traje azulado impecable. El inspector jefe y el comisario saludaron ceremoniosamente

al cuarentón del traje azul y luego se dirigieron a los dos policías de la brigada científica.

Salvador, con las manos en los bolsillos y tras una rápida mirada al cadáver, se separó del

grupo y comenzó a curiosear por el salón. Carmen, que no sabía qué hacer ni cómo

comportarse caminó tras él para no sentirse completamente perdida. Al darse cuenta, Salvador

se detuvo.

-Mira, hoy se han dado prisa en venir, no nos han tenido horas esperando.

-A quien te refieres-preguntó Carmen.

-A los del juzgado. Al juez. Míralo, como éste es importante, no se lo pierde.

-¿Quién es el muerto?-volvió a preguntar Carmen.

Salvador sonrió y cuando iba contestar, ella lo interrumpió:

-No me digas que es Froilán Losantos, eso ya lo sé.

La sonrisa de Salvador se hizo más franca. Joder con la niña, pensó, pero dijo:

-Es un periodista, un redactor de la Opinión.

La Opinión. Carmen recordó que era el diario que había leído aquella mañana en la

comisaría.

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-¿Importante?- preguntó.

-Mucho, la cosa va a traer cola-. Respondió Salvador comenzando a caminar-. Ven,

vamos a ver la casa. Aquí no pintamos nada y el tipo debía de tener dinero e igual merece la

pena ver esto. Los nidos de los pájaros siempre son interesantes para los ornitólogos.

Comenzó a caminar y ella, que no sabía que hacer, lo siguió. La casa no era tan grande

como parecía desde el exterior, cocina, un par de dormitorios amplios y otra sala atestada de

libros, y no tardaron mucho en volver al salón. Cuando lo hicieron, los dos policías de la

científica habían abandonado el cadáver y se dedicaban a la mesa que había caído a su lado y

a los pedazos de cerámica. El comisario se despidió del juez con un efusivo apretón de manos

y se dirigió hacia Salvador Montaña y Carmen Martínez que, tras la inspección de la casa,

esperaban con aspecto aburrido y un poco apartados del grupo.

-Vamos fuera-dijo- aquí no estaría bien visto que me pusiera a fumar.

-Al muerto seguro que no le importa- afirmó Salvador en voz baja y comenzó a

caminar tras él.

Ya en la calle, el comisario encendió un cigarrillo lo sostuvo en alto y mirándolo dijo:

-A veces me siento como un adolescente fumando a escondidas.

Mientras hablaba salió de la boca del comisario el humo que acababa de inhalar. El

viento se llevó el aroma del winston, pero la imagen del humo y el gesto de placer

atravesaron el pecho de Salvador. Respiró muy hondo y suspiró.

-Suspiras-dijo el comisario al tiempo que guardaba el encendedor en el bolsillo.

-Reflexiones sobre la futilidad de la existencia, jefe. Me pasa siempre que veo un

muerto. Es que soy muy sensible.

Carmen hizo ademán como para apartarse un poco; se sentía allí como una intrusa,

pero el comisario la llamó:

-No se vaya, he de hablar con los dos.

-Malo, malo-dijo Salvador.

-Nada malo, al contrario. Necesito un par de buenos policías y los tengo delante de mí,

por eso hemos de hablar- a veces el comisario era retórico en exceso.

Dos buenos policías. Salvador miró hacia sí mismo y hacia la mujer que tenía al lado y

no vio ninguno. Estaba seguro de que el comisario le estaba buscando problemas. Tenía que

andarse con ojo.

-Empezamos con piropos y requiebros-interrumpió al comisario-, esto es mucho peor

de lo que me imaginaba. A alguien le va a caer un muerto encima. Te llamas Carmen, ¿no?

Pues prepárate.

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El comisario chupó el cigarrillo con ganas e inhaló el humo. Movió la cabeza con

gesto negativo, hizo un pequeño silencio y dijo:

-Sí, acertaste Salvador. El muerto te ha caído encima, pero eso es una buena noticia.

Es tú caso. Ella te ayudará, es tu compañera.

-Espera, espera-protestó Salvador que de ningún modo se esperaba aquello. Era un

caso demasiado grande para él que le obligaría a mucho más de lo que estaba dispuesto a

hacer y, sobre todo, a moverse por lugares en los que no quería pisar.

El comisario miró a Carmen y, sonriendo dijo:

-Como puede ver, a su nuevo compañero no le gusta el trabajo.

-Éste particularmente, no.

El comisario pareció enfadado. Casi perdió el control cuando dijo:

-Pues es tuyo, ya lo tengo decidido. Y no hay más que hablar. Bueno, sí, una sola cosa,

quiero resultados. Y pronto.

-Y yo quiero una mulata que me la chupe, no te jode.

-Salvador, no me toques los cojones y por una vez y para variar ponte a trabajar.

Carmen siguió la conversación con los ojos abiertos como platos y las pupilas tan

dilatadas que la volvían peligrosamente bella. Estaba aterrada.

El comisario tiró el cigarrillo y los dejó frente a la puerta de la casa al mismo tiempo

que dos operarios de la funeraria sacaban en cuerpo de Froilán Losantos. Tras ellos

marchaban el juez y el secretario hablando animadamente y el comisario se encaminó hacia

ellos.

El pecho de Carmen apenas podía contener el corazón que latía tan aceleradamente

que parecía que se le iba a salir por la boca. El de salvador hervía de ganas de fumar y el

cerebro le pedía urgentemente una dosis de nicotina.

-Tú no fumas, claro-dijo.

Ella lo miró con miedo, el corazón se le aceleró aún más y tuvo que abrir un poco la

boca par respirar. Después de la conversación que había tenido con el comisario los temores

que aquel hombre había despertado en ella se habían multiplicado por diez.

-No, no fumo-respondió con la voz un poco entrecortada y al hablar se mostró aún más

bella.

-No sé por qué, pero ya me lo imaginaba-. Salvador Montaña la miró y la vio en todo

su esplendor y continuó diciendo-: vamos, aquí ya no hay nada que hacer.

Si fumara ya sería la hostia, pensó Salvador mientras marchaban silenciosos hacia el

coche.

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4

Carmen tuvo pesadillas durante las pocas horas en las que durmió en las que se

cruzaban un muerto desconocido que le chillaba con una voz que era la de su nuevo

compañero de trabajo. Aquella noche durmió poco y mal y cuando despertó se encontró

envuelta en una maraña de ropa blanca. Aunque no le disgustaba su nuevo y esperaba que

transitorio hogar, aquella mañana se alegró de verse sentada en una de las mesas de la

cafetería Luna y lejos de la cama de sus insomnios. Nada más salir del portal había visto el

rótulo que anunciaba la cafetería que junto al aroma de café que llegaba hasta ella formaba

una combinación de lo más sugerente. Era aún temprano y no le apetecía ir a perder el tiempo

en la comisaría. Prefería perderlo en cualquier otro lugar. Tomó café y se hizo con el

periódico local: la Opinión. La portada y las tres primeras páginas estaban dedicadas a la

muerte de Froilán Losantos, así que lo leyó con interés. Pero, a la postre, no encontró nada

realmente interesante a parte del último artículo del muerto que leyó con morbo. El resto sólo

era el panegírico del periodista, una breve biografía en la que quedaba claro que nunca había

roto un plato y unas cuantas obviedades sobre la libertad de expresión, la afirmación de que

nadie los callaría nunca y una soflama sobre la independencia del diario la Opinión; pero nada

sobre las circunstancias que habían rodeado la muerte del periodista. Aunque, claro, eso era

algo que ella misma tenía que averiguar. Al pensarlo se sintió extraña y tuvo la seguridad de

que nunca se sabría nada. En el fondo lo lamentó porque sentía cierta curiosidad y, ya que

había visto el cadáver de Froilán Losantos tendido en el suelo de su propia casa la mañana

anterior, le hubiera gustado también saber quien lo había matado. Cuando hubo leído el

periódico, dejó la cafetería y se fue, con paso lento, a la comisaría.

Salvador no usó el ascensor, bajó por las escaleras saltando los peldaños de dos en dos

como si se quisiera demostrar a sí mismo que era capaz de hacerlo. Ahora que no fumo,

pensó, he de hacer ejercicio. Al salir a la calle, además de la animación de la primera hora de

la mañana, vio como su nueva compañera Carmen salía de la cafetería Luna. Durante un

segundo dudó en llamarla, pero, pese a su maravillosa presencia, prefirió tomar en paz y

tranquilidad el café con churros. Además quería leer la prensa y era preferible leerla con el

murmullo de la cafetería que en la comisaría bajo la mirada escudriñadora de Fernando que no

le quitaría ojo de encima. No le gustó lo que leyó. No le gustó nada. Las páginas de la

Opinión no dejaban ver rastro alguno de indignación por el asesinato, auque sí, por supuesto,

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gran consternación; ni exigían, como era de esperar, la pronta resolución del caso y el justo

castigo del culpable. Parecía que pretendían no ofender ni enfadar al asesino. Todo eran

parabienes para con el muerto, un sinvergüenza de tomo y lomo a quien de pronto convertían

en un santo, y lugares comunes sobre la libertad de expresión. En la Opinión estaban de

acuerdo con él sobre el nombre del asesino. Aquello no le gustaba nada.

Cuando llegó a comisaría lo primero que hizo fue intentar hablar nuevamente con el

comisario y convencerle de que aquel no era un caso adecuado para él, pero Pombal no quiso

siquiera verlo.

-Me ha dicho que no va a hablar con nadie esta mañana- respondió Lola la secretaria

con voz neutra y profesional. Luego, en tono confidente, añadió-: Creo que espera al

Subdelegado.

Así que no va recibir a nadie. Eso lo veremos. A mí me recibe antes que al

Subdelegado, pensó Salvador que estaba seguro que ni el Subdelegado del Gobierno ni

ninguna otra autoridad aparecería aquella mañana por la comisaría, pero que se imaginaba a

Pombal diciéndoselo a Lola como en un desliz y con gesto de preocupación, como si esa fuese

la razón por la que no podía hablar con nadie. Qué se traería entre manos. Que se trajese entre

manos lo que quisiera, en realidad, eso no le importaba demasiado. Lo que le preocupaba era

que él estaba en mitad del asunto y el comisario parecía tener interés en que le salpicara. Y

mientras le salpicaba a él no salpicaba a Pombal. Querían utilizarlo como paraguas.

Carmen había llegado a la comisaría un buen rato antes que su nuevo compañero. Lo

esperó aburriéndose hasta que un tal Fernando, un cincuentón alto y desgarbado, de cara muy

alargada y pelo cano, se empeñó en someterla a un duro interrogatorio. Mientras aquel

Fernando intentaba averiguarlo todo sobre su vida, Salvador Montaña había cruzado la sala

sin siquiera mirarla. Al cabo de un para de minutos volvió para liberarla de su interrogador.

Parecía muy enfadado.

-¿Has tomado café?- dijo Salvador casi gritando.

Carmen lo miró asustada. Se preguntó si aquel hombre siempre utilizaba el mismo

tono agresivo para dirigirse a las persnonas. No sabía bien qué prefería, si al pesado que la

examinaba o la ira de su compañero. El subcomisario Montaña de daba miedo y se sentía

intimidada en su presencia. Tardó un poco en responder:

-Sí, ya lo he….

-Pues vamos a tomar otro- la interrumpió Salvador-. Los policías tienen que tomar

mucho café para estar bien despiertos.

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Carmen tomó el bolso que había depositado sobre la mesa y se apresuró a seguir al

subcomisario que había comenzado a caminar sin esperarla.

La llevó a una cafetería cercana a paso rápido y sin pronunciar ni una sola palabra.

Salvador se acomodó en la barra sin reparar en que ella lo acompañaba y llamó al camarero

con un gesto. Pidió café. Luego, como si se hubiese dado cuenta en aquel momento que

Carmen estaba allí, se volvió a ella y dijo:

-¿Café?

Carmen no se atrevió a decir que no.

-Con leche- susurró.

Salvador tomó su café rápidamente y cuando apenas Carmen había comenzado a

revolver el azúcar del suyo, se llevó la mano al bolsillo de la cazadora y al no encontrar lo que

buscaba ahogó un juramento:

-Cago en dios - masculló con los dientes apretados.

Se levantó y caminó con decisión tres pasos hacia la máquina expendedora de tabaco,

pero se giró violentamente antes de llegar y volvió a su asiento en la barra. Carmen, que no se

atrevía a dirigirle la palabra, bajó la vista y se concentró en mezclar el azúcar en el café con

leche.

-Cago en dios- volvió a decir Salvador, esta vez un poco más alto. Luego la miró-. No

entiendes nada, ¿verdad?- continuó con un esbozo de sonrisa en la boca-. Bueno, no te

preocupes. Te advierto que no soy siempre así, a veces soy incluso peor y más estúpido.

Carmen lo miró sonriendo. Que al menos mantuviese el sentido del humor cuando

estaba tan enfadado como parecía estar la tranquilizó un poco. Pero sólo un poco.

-Todos tenemos derecho a un mal día-dijo.

Salvador la miró a los ojos y de pronto comprendió que era un completo mentecato si

seguía con aquel malhumor delante de una diosa como la que el destino le había puesto

enfrente. Apartó la mirada para no quedar pasmado ante ella y se concentró en la taza de café

vacía. Acaso en los posos del café encontraría la solución a sus quebraderos de cabeza y

malhumores. Se incorporó y la volvió a mirar al cabo de un buen rato. Dijo:

-Mira, aunque no te hayas dado cuenta, estamos ante un problema serio y, perdona la

expresión, pero si no andamos listos, nos van a joder. A ti y a mí. A los dos

A mí ya me han jodido bien, pensó Carmen. Iba a abrir la boca para preguntar cual era

el lío en el que estaban, pero Salvador no la dejó hablar.

-Se me acaba de ocurrir una idea- dijo-. A grandes males… Ven, vamos a hacer una

visita.

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Carmen lo siguió por toda la ciudad durante más de media hora sin atreverse a

preguntar a donde iban y sin darse cuenta y sin saber porqué ni para qué se encontró en una

sala amplia y luminosa frente a una mujer aún joven, pero no demasiado, pulcramente vestida

con el aspecto de una eficiente secretaria.

-El Senador les recibirá en un instante- dijo la mujer tras colgar el teléfono por el que

acababa de hablar-. Siéntense si quieren, ya les aviso yo.

Salvador se recostó en un sillón de cuero negro, dejó la mirada perdida en el techo de

la sala y cruzó las piernas dispuesto a esperar un buen rato. Carmen prefirió perder el tiempo

mirando por un amplio ventanal a través del que se podía ver una buena parte de rivera del

Miño.

La secretaria los hizo pasar al despacho mucho antes de lo que Salvador había

imaginado. El senador, cincuenta años, no más, no muy alto, calvo, moreno y un poco pasado

de peso, se incorporó y rodeó la amplia mesa de nogal para recibirlos. Salvador caminó hacia

él con paso decidido. Carmen se escudó en su compañero y caminó tímidamente tras él. No es

que le importara demasiado, pero le hubiera gustado saber qué era lo que hacía allí.

-Senador Zurcidó- se presentó Salvador-. Subinspector Montaña. Ella es mi

compañera la agente Martínez.

Se dieron la mano ceremoniosamente. El apretón del senador fue, como era de esperar,

fuerte y enérgico.

-Por favor, siéntense- dijo Zurcidó al tiempo que se dejaba caer pesadamente en su

butaca.

Salvador notó como se le iba la mirada hacía Carmen.

-Gracias por recibirnos- dijo-. Ya sé que no hemos seguido un procedimiento muy

ortodoxo para concertar la visita y que usted es un hombre muy ocupado…

-No se preocupe, no es problema, es de dominio público que yo no soy hombre dado a

las formalidades.

Salvador carraspeó. No sabía cómo empezar aquella conversación. Había acudido a la

entrevista tan resuelto, enfadado y decidido que no había pensado lo que iba a hacer cuando

estuviese frente al senador. Era casi la historia de su vida, una decisión repentina tomada sin

tiempo para planear nada.

-Supongo que imaginará a qué se debe mi visita-dijo tras un corto silencio y se aclaró

nuevamente la garganta.

Zurcidó sonrió antes de responder.

-Bueno, digamos que me hago una idea, inspector.

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-Subinspector-Corrigió Salvador Montaña-. Sólo subinspector.

-Bien, subinspector, imagino que está aquí por la muerte de Froilán Losantos. Aunque

me supongo que no estaré en su lista de sospechosos- el senador no dejaba de sonreír.

Aunque no lo había planificado, las cosas no le iban mal. Salvador pensó en una

respuesta rápida que enfadase al senador. En el fondo esa era la razón de aquella entrevista:

enfadarlo.

-El primero-respondió Salvador secamente y muy serio.

No había ningún atisbo de broma ni el tono de su voz ni en su gesto adusto. Al oír

aquello, Carmen lo miró como si fuera un orate. No tenía mucha experiencia en tratar con

gente de tan altos vuelos, pero le pareció que aquella no era la mejor manera de hacerlo.

Tampoco le pareció muy inteligente dirigirse de aquel modo a un sospechoso importante y

poderoso. Si es que aquel hombre era realmente un sospechoso. El senador no perdió la

sonrisa.

-Acaba de asustar a su compañera-dijo mirando el rostro sorprendido de Carmen.

Luego continuó-: espero que su investigación tenga algún otro sospechoso más firme que yo.

-Francamente, no- respondió el subinspector. Intencionadamente hablaba con frases

cortas que dieran lugar a silencios molestos. Las cosas le salían estupendamente.

-La acusación que está haciendo es muy grave, no sé si dará cuenta.

Salvador dudó entre una respuesta rápida o un largo silencio, entre un lacónico sí, me

doy cuenta o un silencio acusador. Al fin decidió que el silencio sería más irritante para el

senador. Zurcidó apartó la mirada de Carmen y lo miró a los ojos esperando una respuesta.

Como el subinspector no respondía, visiblemente irritado, se levantó de su asiento con la

intención de dar por terminada la entrevista.

-Veo que no tiene más que decir-dijo a la vez que se incorporaba.

Carmen y Salvador se levantaron casi al tiempo que el senador.

-Lo realmente importante ya está dicho-casi gritó Salvador para disimular el temblor

que tenía en la garganta.

Frente a frente, los tres en pie formaban un triángulo extraño. El senador irritado, muy

irritado; Carmen ignorante, pero asustada y salvador satisfecho, pero, en el fondo, también un

poco asustado. No esperaba que Zurcidó se enfadase tanto. Empezó a pensar que se había

pasado.

-En ese caso-dijo el senador- lo mejor será que demos la entrevista por finalizada.

-Buenos días, senador- se despidió Salvador y se volvió sin más.

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Carmen, que no podía creer lo que estaba viendo, esbozó una sonrisa a modo de

disculpa y se giró para caminar tras su compañero. Zurcidó se sentó y descolgó airadamente el

teléfono.

El comisario Pombal descolgó el auricular y comenzó la conversación con una sonrisa

y colgó al cabo de poco más de un minuto con el gesto preocupado. Luego chasqueó la lengua

y dibujó una nueva sonrisa con aire de pícaro. Este Salvador, dijo para sí, encendió un

cigarrillo y descolgó nuevamente el teléfono. Fue escueto.

-Lola, está a punto de llegar Salvador Montaña. Cuando llegue quiero verlo. A él y a

su compañera.

Hasta que no se encontraron en plena calle, rodeados por el ruido del tráfico, ninguno

de los dos dijo una palabra. Salvador fue el primero en hablar:

-Ha sido breve pero intenso ¿no?- dijo.

-¿Tratas así a todo el mundo?

El subinspector no contestó, se limitó a decir:

-Vamos, el comisario querrá hablar con nosotros.

A Carmen no le quedaba ninguna duda de ello. Tampoco tenía dudas de que la

entrevista con el comisario no sería nada agradable. ¡Vaya manera de empezar en su nuevo

trabajo! La primera bronca y sin haber hecho nada. La única ventaja era que no había nada

peor que aquello a lo que la pudieran castigar.

Cuando llegaron a la comisaría, Salvador se dirigió directamente a la secretaria del

comisario. La saludó con una sonrisa y dijo:

-Qué tal, Lola. El jefe nos está esperando, supongo.

Lola lo miró sorprendido.

-Ha dicho que pasareis a verlo en cuanto llegarais.

-Pues aquí estamos.

El comisario no se levantó al verlos entrar. Carmen imaginaba que ya habría recibido

una llamada del senador y estaba esperando una bronca como las que su antiguo jefe el

comisario Andrade solía echarle encima, pero lo que vio fue al comisario Pombal que fumaba

tranquilamente mientras hojeaba unos papeles. Aquel mundo no dejaba de sorprenderle.

-Sentaos-dijo Pombal.

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Mientras se sentaba, Carmen miró a Salvador escrutando su rostro para adivinar que

era lo que ocurriría a continuación. Lo que vio fue al subinspector con el gesto sonriente que

hablaba al comisario con entera confianza y tranquilidad. Como si no hubiese pasado nada.

Era un loco, un imbécil o actor consumado.

-Tú dirás.

-Ha sido un buen intento, pero no te ha servido de nada.

Salvador puso cara de sorpresa.

-No te comprendo.

-No me decepciones. Di lo que quieras menos eso, no está a tu altura, Salvador. Sabes

perfectamente a lo que me refiero y me comprendes muy bien- hubo un corto silencio y una

calada al cigarrillo-. Digo que lo has intentado, pero no te ha servido de nada. El caso sigue

siendo tuyo. Ha sido una tontería que a mí me ha supuesto el pequeño esfuerzo de una

disculpa y nada más. Tu fama te precede y no he tenido más que achacarlo a tu mal carácter.

Salvador frunció primero la frente y luego los labios. Se sentía como el cazador

cazado. Había pensado que si montaba el numerito con el senador el comisario se enfadaría lo

suficiente como para quitarlo de en medio, lástima que no hubiese salido bien. De acuerdo, lo

habían pillado, pero lo que no podía consentir era que Pombal quedase por encima de él.

-No ha sido lo que tú piensas-dijo-. Simplemente quería que me recibieras. Esta

mañana parecías demasiado ocupado para hablar con nadie pero, como puedes ver, ya lo

hemos solucionado.

Pombal estalló en una sonora carcajada.

-Eres como el aceite, siempre has de quedar por encima. Bueno, y ahora que te he

recibido, dime, para qué querías verme.

-Lo sabes muy bien…

-Claro que lo sé- interrumpió el comisario-, y no hay nada que hablar. Es tú caso, así

que déjate de historias, no me montes más numeritos y ponte a trabajar.

Salvador no dijo nada. Se levantó y se fue. Carmen, indecisa, camino tras él.

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5

Ella había llegado antes que él a la comisaría y lo esperaba sentada frente a su mesa.

Salvador traía con él un puñado de folios que arrugaba en la mano derecha, se sentó y tras un

breve saludo, comenzó a leerlos. Carmen lo observó durante un buen rato. Se había afeitado y

vestía un traje de pana ancha con una camisa rosada sin corbata. El pelo entrecano parecía

bien peinado, aunque seguía estando demasiado largo. Tenía mucho mejor aspecto que el día

anterior. Siguió cómo los ojos negros escudriñaban los folios que tenía ante sí y que supuso

relacionados con la muerte de Froilán Losantos. Al cabo de un buen rato, cuando se cansó de

verlo leer, preguntó:

-Y ahora qué vamos a hacer.

Salvador levantó la mirada y la vio frente a él, tan cercana y bella que casi se asustó.

-Después de lo de ayer con el senador, lo que tenemos que hacer es andar con cuidado-

respondió fijando la mirada en sus ojos para que no iniciasen un recorrido por todo su cuerpo.

-¿Es peligroso?

-¿El senador? No te lo puedes ni imaginar.

-Entonces ayer metiste las patas- aún no había acabado la frase y ya se estaba

arrepintiendo. No estaba segura de que esa fuese la forma más adecuada de hablar a aquel

hombre.

-Hasta la ingle- dijo Salvador con una sonrisa-. La verdad es que me salió mal.

Pensaba que me libraría de esto, pero…

Carmen, relajada por la expresión del compañero, aprovechó el comentario para

enterarse de algo.

-Pero cuál es el problema- interrumpió.

Antes de responder, Salvador se echó hacia atrás en la silla y llevó las manos a la nuca

y aprovechando el gesto la miró de arriba abajo. Cada vez que la veía le parecía mas hermosa.

-El problema-dijo al fin- es que si no lo ha matado el senador ha sido un suicidio y, la

verdad, un suicidio no parece.

Carmen calló. Eso significaba que nunca se sabría oficialmente quien había matado a

Froilán Losantos. No hacer nada era, pues, una buena conducta. Aunque su obligación fuese

hacer algo.

-Si no acusamos al senador, no habrá problema- dijo después de un rato en un tono

más interrogativo que afirmativo.

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-Ya, pero el problema es que cualquier cosa que descubramos acusará al senador,

estoy seguro. Evidentemente no ha sido él personalmente, pero ha sido cosa suya.

Carmen sonrió.

-Entonces no hagamos nada.

El gesto cómplice, la sonrisa en su boca y el brillo de los ojos sedujeron a Salvador.

Quién podría pensar en no hacer nada a su lado.

-Mujer, algo tendremos que hacer. Después de todo, somos policías. O, aunque no

hagamos nada, por lo menos tiene que parecer que lo hacemos.

Carmen volvió a sonreír. Al final resultaría que su compañero no era tan malo como

parecía.

-Y ¿por dónde empezamos?

Salvador le tendió los papeles que había leído.

-Puedes empezar leyendo esto, es el informe preliminar de la autopsia.

Carmen tomó los papeles en sus manos y los ojeó. Era un texto muy breve y no

comprendía cómo Salvador había estado tanto tiempo leyéndolo. Evidentemente no solo leía.

Debía de estar meditando. Ella, sin saber qué hacer, también estuvo un buen rato mirando el

informe. No sabía exactamente qué información interesante había allí, pero no quería dar la

imagen de estúpida devolviéndoselo demasiado pronto a Salvador.

-Tampoco hace falta que te lo aprendas.

-No, es que…-Balbució.

Salvador la miró esperando que acabase la frase.

-Es que…

-No, nada. Bueno, en realidad ya sabíamos que le habían dado un tiro en la cabeza…

Salvador sonrió.

-Un tiro, no. Dos, uno en el hombro izquierdo y otro en la cabeza. Mortal de

necesidad. Ahí lo pone. Entre las 9 y las once de la noche del sábado, además. Eso no lo

sabíamos.

-No es mucho.

-No, la verdad es que no. Ven, vamos a la planta baja-dijo Salvador, se levantó y

comenzó a caminar.

Carmen lo siguió como ya estaba acostumbrada a hacer. Siempre iba tras él. Era como

su sombra cuando el sol da de cara.

En un despacho similar al suyo pero una planta más abajo, Salvador presentó a

Carmen a dos nuevos compañeros.

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-Laura y Antonio-dijo.

Carmen los reconoció como a los que había visto inspeccionar el cadáver de Froilán

Losantos en su primera mañana de trabajo. La mujer era más o menos de su misma edad, pero

aparentaba más. De pelo rizoso, un poco gordita y cara redonda y sonriente, su sonrisa se

acentuó cuando la saludó con un par de besos. El hombre, de edad indefinida entre cincuenta

y sesenta, recio, alto, canoso y atractivo, la recibió con un apretón de manos. Luego se volvió

y caminó hacia la mesa en la que estaba sentado antes de que ellos llegaran sin prestarles más

atención y sin saludar siquiera a Salvador.

-Muy amable-dijo éste en voz bien alta y dirigiéndose a la mesa en la que se

encontraba.

El otro, sin mirar siquiera, hizo un corte de mangas.

La mujer se mordió el labio inferior, juntó las manos en actitud de plegaría, meneó la

cabeza y llevó la vista al cielo.

-No te preocupes-dijo luego dirigiéndose a Carmen-. Son hombres.

Carmen sonrió.

-Bueno-dijo Salvador-, me imagino que ya sabrás que andamos con lo de Froilán

Losantos.

Laura cambió la sonrisa por una risa franca.

-Lo sabe toda la comisaría.

-No sé de qué te ríes, a mí no me hace ni puta gracia. Pero, bueno, qué le vamos a

hacer. ¿Qué sabemos?

Laura se volvió muy seria cuando comenzó el relato. Era evidente que para ella el

trabajo era algo sagrado.

-Sabemos que le dispararon con una star de nueve milímetros.

-Eso es como no saber nada. Sólo debe de haber un par de millones circulando por ahí-

interrumpió Salvador.

-Limpia, sin antecedentes, por lo menos que hayamos encontrado.

-Eso es saber menos- volvió a interrumpir-. Aunque seguro que en Portugal tiene un

historial que no cabe en un folio.

La mujer continuó como si no hubiera oído nada.

-El primer tiro fue desde unos diez metros, es decir, desde la puerta. Me da la

sensación de que Losantos sorprendió al asesino cuando entraba. Debió de caer al suelo con el

primer disparo y luego el asesino lo remató de pie a su lado- hizo un gesto con ambas manos

representando lo que contaba.

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Hubo un silencio. Salvador frunció el ceño. Parecía pensar, como si en su mente

estuviera reproduciendo la escena.

-Me hago una idea-dijo-. Y ¿cómo entró? No me digas que tenía llave.

Antes de que Laura contestara, el otro policía se volvió desde la mesa en la que se

encontraba y dijo con voz firma y segura:

-La puerta la abrió un chapuzas. Sabía lo que tenía que hacer para forzar la cerradura,

pero no era muy hábil, dejó el pasador hecho mierda. Es posible que hiciese bastante ruido,

pero el otro debía estar en la ducha y no lo oyó o si lo oyó y al salir se encontró con él. Eso es

lo que Laura supone que pasó. Y ya sabes que no suele equivocarse.

-Vaya, si sabe hablar-dijo Salvador.

El policía se volvió e hizo un nuevo corte de mangas. Laura y Carmen se miraron con

complicidad y se sonrieron. Desde que se había despedido de Ángel, no sabía cuántos días

hacía ya, no había mirado a ningún otro ser humano con afecto, como hacía en aquel

momento.

Media hora más tarde, sentada frente a Salvador en la bulliciosa cafetería Nevada y

dando vueltas estúpidamente a una cucharilla, recordaba la mirada que había intercambiado

con aquella mujer que acababa de conocer y miraba al hombre que tenía ante ella. Dudaba que

fuesen animales de la misma especie.

-Se me ocurre-dijo Salvador sacándola de sus pensamientos- que nuestro hombre nos

puede estar engañando.

Carmen lo miró extrañada.

-Qué hombre-dijo.

Sólo le falta ser rubia para ser la tonta guapa perfecta, pensó Salvador, pero dijo:

-El malo, ¡coño!

-Ah, claro.

-Dispara dos tiros porque el primero falla, fuerza la cerradura con poca habilidad, todo

como si fuera un aficionado, pero luego no deja ni una huella, ni una pista…

Se miraron en silencio. Carmen asintió sin saber muy bien a qué.

-A ti esto te importa un pito, ¿verdad?

Carmen lo miró con una sonrisa un tanto estúpida. Para qué iba a responder.

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6

Era viernes, todo lo demás resultaba secundario. Durante años había oído a los compañeros de

trabajo hablar sobre la bendición de los viernes, pero a ella nunca le había importado; es más,

se había reído de ellos. Nunca le había importado que fuese viernes o cualquier otro día de la

semana. En su vida los días transcurrían como un río tranquilo, sin saltos ni corrientes, si

acaso algún meandro para alegrar un poco el paisaje; sabía que fuese el día que fuese, al

acabar la jornada volvería a casa, a su casa y estaría con él, con su Ángel particular. Pero

aquella mañana, todo era diferente. Jamás se había imaginado que llegase un tiempo como

aquel, en el que suspirase por un viernes, por el fin de la jornada de un viernes para volver a

casa, pero allí estaba, caminando en aquella empinada cuesta y pensando en las horas que

faltaban para que llegasen las tres de la tarde de aquel maldito y bendito viernes.

Habían dejado el coche aparcado lejos de donde había vivido Froilán Losantos y llevaban

un buen rato caminando entre las casas de la vecindad mirando aquí y allá. Salvador parecía

no tener ninguna prisa y se movía muy despacio.

-Vamos a recorrer el barrio caminando-Había dicho un poco después de detener el motor-.

A lo mejor vemos algo que se le haya escapado a todo el mundo y resolvemos el asunto esta

mañana.

Carmen caminó, como ya era su costumbre, tras él sin decir nada. En el breve paseo que

dieron, Salvador no dejó de mirar a un lado y otro, observando el paisaje, las casas aisladas, la

parada no muy lejana del autobús y, al final de la cuesta, la casa de Froilán Losantos. Carmen

miró tres veces el reloj. No vio nada más. Cuando llegaron a la casa, se detuvieron un

momento. Carmen recordó el movimiento que había en aquel mismo lugar unos días antes,

cuando descubrieron el cadáver, y notó más intensamente la quietud del lugar. Salvador

inspiró profundamente antes de empezar a caminar. No conseguía olvidarse del tabaco.

Rodearon la casa pisando el césped bastante mal cortado que la cercaba. Carmen se había

vestido como pensaba que gustaría más a Ángel cuando la encontrase aquella misma noche en

la estación donde seguro que la iría a buscar, así que vestía chaqueta y pantalón rojos a juego

con una blusa blanca y zapatos de tacón alto. Mientras pisaba la hierba pensó que más le

habría valido cambiarse de ropa en el tren, aquello se estaba convirtiendo en un desastre.

Cuando acabaron de rodear la casa, los zapatos estaban sucios y ella disgustada.

-¿Era necesario dar esta vuelta?-preguntó airada.

-Imprescindible-contestó Salvador que observaba con detenimiento una ventana.

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La pradera estaba húmeda y se fijó que el agua había llegado hasta los pantalones. Miró los

zapatos de Salvador y también estaban sucios, aunque no supo bien si ya vendrían así desde la

comisaría, desde antes o se lo habría manchado allí caminando por aquellos andurriales.

Sacudió el bajo de los pantalones y dijo:

-Bien, si ya hicimos lo imprescindible, podemos irnos ¿no?

Tenía ganas de volver a la comisaría, temía que dependiendo para el transporte de aquel

hombre y dando vueltas por aquel suburbio llegase tarde a coger el tren.

Salvador la miró extrañado. Tuvo la sensación de que se encontraba malhumorada, como si

no le gustase estar allí. No comprendió que le ocurriera eso un viernes, acertadamente suponía

que se iría de fin de semana a donde quiera que la estuviera esperando el hombre más

afortunado del mundo.

-No, no podemos-respondió- hemos hecho lo imprescindible, pero lo imprescindible no es

suficiente. Ahora vamos a hacer relaciones sociales.

¿A qué se referiría? No le importaba, lo que quería era saber a qué hora acabarían con

aquello. Miró el reloj, las once. Le apetecía tomar un café, mejor si podía ser en la cafetería de

la estación y sentarse allí a esperar a que llegasen las dos de la tarde. No veía la hora de

montarse en el talgo a Madrid. Salvador comenzó a caminar rodeando nuevamente la casa, lo

miró y resopló antes de marchar tras él. Luego comprendió que lo que pretendía su

compañero era desandar el camino, no ir a ningún nuevo lugar, de modo que dio la vuelta y

cruzó el pequeño jardín que había frente a la entrada. Llegó antes que Salvador a la pequeña

travesía que llevaba a la casa y lo esperó impacientemente. Al menos no había vuelto a

manchar los zapatos.

-¿Viste algo por ese lado?- preguntó Salvador cuando la alcanzó.

Lo miró con sorpresa. ¿Algo de qué? Contestó par no parecer una estúpida.

-No, nada- respondió sin saber a qué respondía.

-Lógico. Bueno, vamos a hablar con el vecindario.

Carmen comenzó a caminar a su altura, empezaba a hartarse de ir tras él sin saber a dónde

se dirigía. Ah, pensó mientras caminaba, se refería a si había visto algo que pudiera ser una

pista. No, no había visto nada. Miró el reloj. Las once y cuatro. ¿Qué le estaba pasando? Era

la primera vez en su vida que se mostraba impaciente de aquel modo. Ella era una persona

tranquila que sabía del valor del tiempo, que sabía que el tiempo era la vida y que no se podía

despreciar; y ahora no hacía más que desear que volasen las agujas en la esfera del reloj. Sin

que se diera cuenta, llegaron a una de las casas, la más cercana a la vivienda de Froilán

Losantos. Salvador se detuvo cerca de la entrada y miró a su alrededor antes de llamar. No

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respondió nadie. Con un poco de suerte no están y nos vamos, pensó Carmen. Salvador

insistió y un momento después se abrió la puerta y apareció ante ellos una mujer ya mayor,

sesenta años acaso, que se secaba las manos con el mandil azul y floreado que vestía.

-Buenos días-saludó Salvador-. Soy el subinspector Montaña, de la policía-dijo y mostró la

documentación-. Ésta es mi compañera la agente Martínez.

La mujer los miró con una leve sonrisa en la boca y los invitó a entrar como si los

estuviese hubiese estado esperando durante mucho tiempo y ahora llegasen con retraso.

-Me tienen que disculpar, estaba arreglando el jardín- dijo mientras se quitaba el mandil y

lo depositaba sobre una pequeña mesita que había en la entrada y coquetamente se atusaba un

poco el pelo.

La mujer los sentó en un salón lleno de objetos decorativos, fotos y miniaturas de todo tipo

y los miró con impaciencia. Carmen no dijo ni hizo nada. Salvador la miró convencido de que

aquella mujer sabía quien era el asesino de Froilán Losantos y se lo iba a contar en aquel

mismo momento con pelos y señales. Bueno, qué se le iba a hacer, el trabajo es el trabajo.

-Nos gustaría saber si notó o vio algo raro la tarde del sábado en el barrio,

fundamentalmente de las ocho en adelante-dijo al fin.

-Lo preguntan por lo del periodista ¿no?

-Si, señora, estamos investigando su muerte.

-Claro. No, esa tarde no vi nada raro- respondió la mujer con cierto pesar-, pero otras

muchas sí que he visto cosas raras.

Lo sabía, pensó Salvador. Esta nos va a contar quien fue el asesino, queramos o no. Miró a

Carmen buscando complicidad en los pensamientos, pero ella no estaba allí. Sólo su

majestuoso cuerpo.

-Muy bien- Salvador tomó la libreta en su mano izquierda-. Me podría explicar a qué cosas

raras se refiere- dijo sabiendo que no sólo podría explicárselo, sino que seguro que estaba

deseando hacerlo.

-Era gay-dijo la mujer en un susurro, como si temiese que alguien más que ellos dos

estuviera escuchando.

-¿Gay?

-Si, gay- insistió la mujer moviendo la cabeza afirmativamente y cerrando los ojos, y como

si no la hubieran comprendido, añadió-: ya sabe… gay.

Eso no se lo esperaba. No había oído nada al respecto. Froilán Losantos gay. Afirmar eso

en vida del finado habría sido la comidilla de la ciudad.

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-¿Me podría explicar porque dice eso?- preguntó Salvador. Era evidente que en el tono que

empleó había algo de incredulidad.

La mujer sonrió con picardía, había captado la duda en la voz del policía, pero se sentía

segura de sí misma. Ahora te vas a enterar de lo que sé, dijo su sonrisa y su voz continuó:

-Esas cosas se notan, no hay más que verlo, pero no lo digo por eso, no señor, sino por las

cosas que vi muchas tardes y muchas noches- la palabra noches quedó perfectamente

marcada-. Mire, ese hombre recibía visitas que llegaban a su casa como a escondidas, no sé si

me entiende. Quiero decir que nadie va de visita a ningún sitio y al bajarse del coche mira a

un lado y a otro para ver si le pueden ver. Bueno, nadie que no tenga nada que ocultar. Eso era

que eran, bueno, ya sabe lo que quiero decir que era, sino de qué se iban a esconder.

A Salvador se le ocurrieron cientos de razones más para esconderse, pero no citó ninguna.

-Y ¿hay alguna otra razón que le incline a pensar que era gay?

-El hombre del pelo largo y cano-dijo la mujer con un tono que indicaba que ese era el dato

definitivo.

Ah, claro. El hombre del perlo largo y cano. Eso lo explica todo. Hasta Carmen salió de

sus pensamientos y miró detenidamente a la mujer que también los miró a ellos con cara de

ahora sí que os lo he dejado claro, ¿qué os habíais pensado?

-Francamente no la comprendo- dijo Salvador un tanto despistado.

La mujer chasqueó la lengua y el chasqueo decía: parece mentira que seas policía. Así vais

a encontrar bien al asesino.

-El hombre que le digo, el del pelo cano, venía casi todas las semanas por lo menos una

vez y siempre por la noche-contestó la mujer-. Y vestía como viste esa gente, vamos que no

ocultaba a nadie lo que era.

Salvador inspiró profundamente y asintió. Hizo una anotación en la libreta y luego dijo:

-Dígame cómo vestía exactamente.

La mujer meneó un poco la cabeza. Era evidente que no le gustaba la pregunta; ya lo había

dejado claro, pero aquel hombre parecía no querer enterarse de nada. Hizo un esfuerzo de

concentración y respondió:

-Siempre con chaquetas de colores, rojo y verde, muy llamativas y muchos collares en el

cuello. Además, con pendientes.

¡Santo dios! Esta mujer lo espiaba con prismáticos.

-¿Está segura de que llevaba pendientes?

La respuesta fue un sí rotundo.

-Y siempre venía por la noche…-dijo Salvador dejando el final de la frase en el aire.

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-Siempre- sentenció la mujer.

-¿Qué edad cree que tendría ese hombre?

-No sé… unos cuarenta o puede que más.

Salvador tomaba notas tras cada respuesta.

-¿Alto?

-No, no mucho, como usted-. La mujer se sentía encantada de que el policía le hiciese esas

preguntas.

-Y sabe en qué venía. Me refiero al coche.

-Sí, venía en un coche negro muy grande, pero siempre lo dejaba en el lado de la calle que

no veo y no sé la marca.

-Siempre venía solo…

-Sí, sí, siempre.

Hubo un breve silencio.

-¿Y había alguna otra persona que viniera habitualmente?- preguntó al fin Salvador.

-No, que viniese todas las semanas, no. Ya sabe que esta gente tiene muchas…- la mujer

dejó la frase en el aire.

-Parejas.

-Bueno, eso es, parejas. Pero ya le digo que recibía muchas vistas nocturnas.

La mujer no les informó de nada más. Se despidieron amablemente agradeciendo la

colaboración prestada. Cuando estuvieron lo bastante lejos de la casa como nadie les pudiera

oír, Salvador se detuvo.

-Bueno-dijo- este es el momento en el que debería encender un cigarrillo y meditar sobre

lo que esa mujer nos ha contado, pero como he dejado de fumar, mejor nos olvidamos de

todo, es lo bueno que tiene dejar el tabaco. Joder, con la señora, le ve las orejas a cien metros

de distancia y de noche. Esa no tiene unos prismáticos, tiene un telescopio. Y con

iluminación. Seguro que me está leyendo los labios. Bueno, vamos con el siguiente vecino a

ver si hay más suerte.

Carmen miró el reloj. Salvador la miró a ella e interrumpió el paso que estaba comenzando

a dar. Dijo:

-Es la décima vez que miras el reloj esta mañana. Qué te pasa…

Carmen no supo qué contestar. Se sentía intimidada ante aquel hombre. Se armó de valor:

-Es que quería coger el talgo de las tres a Madrid. Hoy es viernes.

-Ya, claro, viernes.

Salvador miró también el reloj.

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-¿Sabes? El trabajo es bueno, pero en exceso seguro que mata. Te llevo a la estación y me

invitas a un café.

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7

Anocheció en el camino. Poco después de que Salvador la dejase en la estación, comenzó a

llover y el tren salió de Orense en mitad de un gran aguacero. Luego, la lluvia cesó con el

atardecer, en las inmensas llanuras de Castilla. Todo lo interminable que se le hizo el viaje no

le importó nada cuando, poco después de bajarse del tren, lo vio parado en el andén y mirando

a un lado y otro tratando de encontrarla. El rostro de Carmen cambió en cuanto vio a Ángel, y

en su cara se dibujó una sonrisa que borró todas las lágrimas que la habían surcado durante

toda la semana. Estaba tremendamente seductor, tan guapo con el jersey de cuello alto, y,

mezclado entre la gente que iba y venía en el ajetreo propio de una estación, como ignorante

de su propia presencia, su atractivo era aún mayor, su aspecto mejoraba aún más. Era una

virtud que tenía, su presencia parecía realzarse siempre entre los demás, cuanta más gente

había, más se le veía a él. Era una de esas personas que llaman la atención desde la primera

vez que las ves y que genera una fuerza que te atrae sin remedio. Justo lo contrario al

compañero que le habían asignado en Orense. Aquel también llamaba la atención, pero era

por una razón bien diferente, en vez de generar atracción, generaba rechazo. Al menos, eso

era lo que a Carmen le parecía.

Pero en el momento que lo vio, lo sintió, lo abrazó, lo besó y se dejó besar y abrazar por él,

todo lo demás dejó de importarle. Ya no había una pequeña ciudad de provincias, un

periodista muerto y un policía grosero y malhumorado. Sólo estaban ellos dos.

Después, el tiempo despareció bruscamente, no hubo sucesión de segundos y minutos, sino

que se lo bebió todo de un solo trago y, sin saber cómo, se encontró adormilada en un vagón

de tren en mitad de la noche y de la llanura castellana. Todo lo que había vivido no era ya más

que un recuerdo y poco a poco iba desapareciendo hasta el tibio y salado sabor de la piel de

Ángel. Ya no estaba aquella cálida sensación de paz que sentía cada vez que cerraba la puerta

de casa al anochecer, ya no había casa, ni quedaba resto alguno de la calle por la que sólo

unas horas antes había paseado cogida de su brazo. Despertó en aquel tren y le pareció que

todo lo que había vivido no era más que un sueño. Ya estaba otra vez de vuelta a Orense, no

lo podía creer. Miró por la ventanilla y vio que llovía, las gotas corrían presurosas por el

cristal de la ventanilla como si tuviesen algún lugar al que ir. Igualmente llovía cuando se

apeó en la ciudad y hubo de esperar por un taxi que la llevara a casa. Le sorprendió no ser la

única persona que bajó del tren en la pequeña estación y pensó que seguramente coincidiría

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muchos más lunes con algunos de los otros viajeros. Acabarían saludándose, en Orense o en

Chamartín. Pensó que aquello sería la rutina de su vida en los próximos meses y hubo de

contener las lágrimas.

Era muy temprano cuando llegó a casa, aún no había amanecido y para no llorar, se echó

sobre la cama e intentó dormir, pero no lo consiguió. En vez de dormir, no pudo más que

pensar con odio y desesperación en el maldito Andrade. Seguro que a aquella hora estaría

dormido plácidamente en una cama confortable. Y ella allí. Si se le hubiera ocurrido cómo,

habría planeado una venganza, pero la desesperación y el odio no le permitían ver más que su

propia miseria.

Cuando llegó a la comisaría, Salvador le vio en los ojos el rastro de la noche en blanco y

acaso, aún, el brillo de las últimas lágrimas. Había llegado a la comisaría un poco antes que

ella y la esperaba tranquilamente fumando un cigarrillo que sujetaba entre sus labios y

leyendo el periódico. Nunca había odiado Salvador especialmente los lunes, ni los había

amado con la devoción del poeta, tampoco le había molestado el regreso a la monotonía del

trabajo; se reía, sobre todo de Fernando, el estirado y metomentodo Fernando Andrés, que

llegaba cada mañana de lunes quejándose y refunfuñando a voz en cuello para que todos

pudieran oírle. Pero a él, a través de los años la vida se le había ido pegando al quehacer

diario y en las horas de descanso no le quedaba más que una partida de cartas con los amigos

y alguna que otra lectura, y nunca se le hizo bueno que los descansos fueran demasiado

largos. Y aquel fin de semana, su tiempo de ocio había tenido treinta horas de más. En las

ocho primeras horas de holganza tuvo tiempo suficiente para estropear el trabajo de cuatro

semanas de esfuerzo y sacrificio.

A las diez de la noche, como cualquier viernes, se sentó en la misma mesa de todos los

viernes del café Luna con los compañeros de siempre a jugar su sempiterna partida de cartas.

Su voluntad llegó hasta la tercera mano, entre un envite a la chica y un pase a pares. Lo que

no había podido vencer el malhumor por el recado cargado de veneno que el comisario le

había encomendado en su primera semana en la comisaría tras la enfermedad, ni la monotonía

de las noches solitarias en casa, ni las horas de trabajo, lo había podido una escasa media hora

sentado con una baraja en la mano. Jorge Cosme y Miguel Pino, dos de sus compañeros de

cartas eran fumadores empedernidos. Cuando el primero de ellos encendió un cigarrillo, su

fuerza de voluntad flaqueó, y, aunque a duras penas, pudo dominar el deseo de fumar, quedó

muy dañada en la batalla y el aroma del segundo ducados de Miguel lo hizo sucumbir. Tomó

la cajetilla del amigo con un movimiento rápido al tiempo que lanzaba al aire un juramento y

encendió un cigarrillo. Nadie le dijo nada. No hubo ningún comentario. Todos sabían que

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habría sido inútil. Dio una profunda bocanada y un acceso de tos casi lo dobló por la mitad.

Le ardió el pecho y la cabeza comenzó a darle vueltas, pero no tiró el cigarrillo, dio una

segunda bocanada. Luego ya no tardó en fumar la primera cajetilla y el lunes en su diario

desayuno de café y churros fumó y tosió lo mismo que había hecho durante los últimos años.

Carmen miró extrañada a su compañero al verlo sentado y con el Ducados en la mano; no

recordaba haberlo visto fumando antes. Cuando Salvador levantó la mirada y la vio sentarse

frente a él en la mesa que le habían asignado retiró el cigarrillo de la boca y lo apagó. Ella lo

saludó con una sonrisa forzada y él se interesó por el fin de semana:

-Espero que te haya ido bien por Madrid y que hayas repuesto energías para enfrentarte a

una dura semana de trabajo-dijo.

Una dura semana. Energías. No, no había repuesto energías, no había hecho más que gastar

y con una generosidad que ni ella misma podía haberse imaginado antes, pero eso era algo

que él no entendería nunca.

-Bueno- contestó con voz afectada- hice lo que pude.

-Eso está bien. ¿Has tomado café?

Carmen se dio cuenta de que ni siquiera había desayunado. Después de intentar

infructuosamente dormir y no llorar, se despertó sobresaltada. Estaba vestida y abrazada a la

almohada. Al fin había conseguido quedarse dormida. Era ya tarde, se duchó lo más aprisa

que pudo y se encaminó a la comisaría.

-No- dijo y se alegró de que su compañero se lo preguntase. Lo mejor que podría hacer en

aquel momento sería tomar un café. Se sentía completamente destemplada y tenía la cabeza

cargada.

Tomaron café en la cercana cafetería Nevada. Salvador fumó dos cigarrillos, uno tras otro.

Estuvieron mucho tiempo en silencio, el reconcentrado en el tabaco, ella como ausente.

-Antes no fumabas, ¿no?- preguntó Carmen cuando lo vio encender el segundo cigarrillo.

-Sí- afirmó Salvador con seriedad, como si cualquier otra respuesta fuera imposible.

-Pues…

-¿Pues?-. Ahora, Salvador sonreía.

-Pues no recuerdo verte fumar la semana pasada.

La sonrisa de Salvador se hizo más amplia. Levantó la mano izquierda en la que

humeaba el tabaco y la dejó como suspendida en el aire al hablar.

-La semana pasada no es antes, es sólo un apéndice trasero del presente; antes es el tiempo

que nos hizo lo que ahora parecemos, antes es cuando aún no éramos lo que somos.

Salvador parecía reírse de ella. Carmen lo miró con los ojos abiertos como platos y dijo:

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-Ya, pero la semana pasada no fumabas.

-No-dijo Salvador y rió en voz alta.

La cafetería estaba bastante llena y el murmullo de los clientes se extendió entre ellos.

Salvador fumaba distraído mirando las espirales de humo mientras Carmen lo observaba con

atención. Notó que le parecía menos antipático de lo que recordaba. Cuando apagó el

cigarrillo, la miró fijamente y dijo:

-Vamos.

Ella le devolvió la mirada con aire interrogativo y se demoró unos instantes antes de

seguirlo preguntándose a dónde tendrían que ir ahora. Salvador se volvió y, como si le

hubiese leído el pensamiento, dijo:

-Tenemos que dar con un hombre malo. Alguien mató a Froilán Losantos, ¿recuerdas?

A decir verdad, lo había olvidado por completo. Aquel muerto formaba parte de una

porción de su vida que quería olvidar a cada instante. Pero aquella parte olvidada volvió a ella

con toda su intensidad cuando se bajó del coche y se encontró nuevamente en la costanilla que

conducía a la casa del periodista asesinado. Todo lo que había ocurrido la semana anterior le

asaltó de pronto y se agolpó en su mente todo lo que ya había olvidado de su amarga

existencia en aquella pequeña ciudad y que recuperaba de repente. Era como si fuese en aquel

momento cuando llegaba de verdad a Orense.

Cuando se apeó del coche, Salvador encendió un cigarrillo, miró alrededor y cada una de

las casas que colindaban con la de Froilán Losantos. Eligió una al azar, caminó hacia allí y

llamó a la puerta. Carmen, como siempre anduvo tras él. Lo hizo despacio y con cuidado para

manchar lo menos que pudiera los zapatos. No hubo suerte, nadie abrió la puerta y los zapatos

acabaron cubiertos de barro, la lluvia de la noche anterior aún no se había evaporado.

Salvador arrojó el cigarrillo en el pequeño jardín que había frente a la vivienda y se encaminó

a otra puerta. Esta vez una mujer les recibió con cara de pocos amigos que no mejoró cuando

dijeron que eran policías. Contestó a todas sus preguntas escuetamente y no se extendió en

explicaciones que fueran más allá de no, no he visto nada que me llame la atención. Cuando

Salvador preguntó a la mujer por un hombre de pelo largo y gris y ropa llamativa, la mujer,

hizo un gesto afirmativo con la cabeza y fue la única vez que se extendió en una exposición.

-Todas las noches salgo a dar un paseo con mi marido y con el perro y alguna vez nos

hemos encontrado un hombre de pelo largo y gris, sí. Nos fijamos en él porque llevaba

siempre unas chaquetas de colores muy llamativas- dijo.

Ya fuera de la casa, encendió un nuevo cigarrillo. Tras exhalar el humo, miró a Carmen.

-Cómo lo ves- preguntó.

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Ella no sabía qué contestar. Lo cierto era que no lo veía de ninguna manera. Bueno, había

un hombre de pelo largo y gris que tenía mal gusto con la ropa. Eso era todo.

-Pues que ese hombre podía ser su primo, por ejemplo.

-O un amigo que viniera a jugar una partida con el a las cartas todos los viernes. Aún así

creo que sería interesante encontrarlo.

En la siguiente puerta que llamaron el inquilino, un viejo alto y recio como un roble, los

recibió un poco asustado por tener en su casa a la policía. El hombre amablemente les contó

que no sabía nada de nada, incluido un hombre de melena gris.

Cuando se sentó en el asiento del copiloto del coche, de vuelta al centro de la ciudad,

Carmen se dio cuenta de que tenía los pies empapados y el barro le salpicaba hasta las medias.

Se dio cuenta, además, de que ya era muy tarde; habían pasado la mañana de casa en casa

preguntando y preguntando para descubrir que puede que algunos días o puede que no, un

hombre de gris y larga cabellera visitaba a Froilán Losantos. La verdad, pensó, que aquello no

era mucho saber y no estaba segura de que hubiese merecido la pena el estropicio que había

hecho en los zapatos para averiguar tan poco. El interior del coche apestaba a tabaco, un olor

rancio que le desagradó profundamente. Abrió la ventanilla. Comenzaron a moverse y

Salvador la miró.

-Te prometo no fumar más en el coche- dijo.

Carmen lo observó mientras conducía y tuvo la sensación de que aquel hombre le leía el

pensamiento. O era eso o se había vuelto transparente. En cambio ella no era capaz de ver o

intuir nada en el comportamiento del compañero. No comprendía bien qué hacían dando

vueltas entre los vecinos del muerto si Salvador estaba convencido de que había sido el

senador el responsable de la muerte.

-¿Puedo hacerte una pregunta?-dijo al cabo de un buen rato de silencio.

-Claro.

Habían ganado velocidad y el aire le molestaba en la cara. Subió el cristal de la ventanilla.

-Si piensas que el responsable de la muerte es el senador al que fuimos a visitar…

-Zurcidó- la interrumpió.

-Eso es, Zurcidó o como se llame, pues si piensas que él es el responsable, ¿qué hacemos

preguntando a los vecinos? Me parece una pérdida de tiempo.

Salvador sonrió y se mantuvo callado un buen rato antes de contestar.

-Si ha sido Zurcidó, y ha sido Zurcidó, de eso estoy casi seguro, nunca encontraremos al

malo de esta historia, pero nos han mandado a investigar, así que investigaremos como si no

tuviésemos ningún sospechoso y al final presentaremos un informe, se archivará

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temporalmente el caso y punto que es lo que pasa siempre cuando se involucran los

poderosos. Tenemos que hacer como que hacemos. Para eso nos pagan y para eso nos ha

elegido el comisario Pombal, sino ¿crees que le habría encargado el asunto a una agente

recién llegada y a un subinspector con fama de borracho? Se trata de salvar el culo. Tú ya

tienes un expediente disciplinario, ¿quieres otro?

Carmen calló. ¿Quería otro? Bueno, no le importaría demasiado. A dónde la podrían

mandar esta vez. Ya estaba en el infierno.

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8

El edificio principal del diario la Opinión se encontraba a las afueras de la ciudad en una zona

urbanizada como polígono industrial. Era un edificio moderno de tres plantas, rodeado de

jardines muy bien cuidados que cercaban un gran cartel que pregonaba en nombre del diario.

Antes de llegar a ver a su interlocutor, tuvieron que encontrarse con dos secretarias, lo que

hizo que Salvador se pusiera un poco tenso e impaciente. Había concertado la cita la tarde

anterior, y le hubiese gustado comenzar entrevistándose con el director o al menos con el

redactor jefe, pero lo remitieron a D. Arnoldo Fernández, director de marketing. Se sintió un

poco menospreciado, en el fondo investigaba la muerte de un trabajador del diario y le dio la

sensación de que el diario no le prestaba la atención que merecía. Aunque, por otra parte, no

le extrañó demasiado que en la Opinión quisieran pasar sobre las aquellas ascuas sin

quemarse.

Arnoldo Fernández era un hombre de unos cincuenta años, delgado, calvo, con el pelo muy

corto y cano. Vestía un traje negro que le estilizaba aún más la figura y unas gafas de montura

de pasta, negra también, que le daban un aire juvenil pese a la edad que aparentaba. Los

recibió afablemente a la puerta del despacho, les dio un fuerte apretón de manos y los

acompañó hasta un pequeño sofá en forma de ele que tenía en una esquina del despacho al

lado de una mesilla auxiliar cubierta completamente con los periódicos del día.

-Siéntense, por favor.

Los movimientos de Arnoldo Fernández eran elegantes, calculados, a un tiempo delicados

y mundanos y siempre adecuados y precisos. Sólo en un instante, Salvador se dio cuenta de

que de la belleza de Carmen, que vestía un traje chaqueta gris perla no había pasado

desapercibida a sus ojos. Hasta ese momento, había pensado que su orientación sexual era

muy distinta.

-¿Les apetece tomar algo?

Carmen negó con la cabeza.

-No, gracias- dijo.

Salvador, que no había respondido a la invitación, iba a presentarse y a explicar el motivo

de la visita, aunque daba por sentado que el otro ya lo conocía, pero se vio interrumpió por el

directivo del periódico.

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-Lamento profundamente recibirles en esta situación, comprenderá que estamos todos un

poco alterados por lo que ha pasado. Cuenten con toda nuestra colaboración para lo que haga

falta. Como es lógico estamos muy interesados en que el asunto se resuelva lo antes posible.

El hombre empezaba a parecerle ceremonioso por demás. Un poco alterados era demasiado

poco alterados, toda la colaboración era colaboración en exceso y lo antes posible era

excesivamente rápido.

-Gracias-dijo Salvador y tomó en su mano la libreta de notas. Con el rabillo del ojo vio

como Carmen abría el bolso y sacaba una libreta y un lápiz. La tarde anterior la había

comprado durante un paseo por la ciudad. Al verla con la libreta en la mano y en actitud de

escuchar y tomar notas, perdió el hilo y hubo un momento de silencio.

-Ustedes dirán…- Arnoldo Fernández invitó al dialogo.

-Bien-, comenzó a decir Salvador saltándose la presentación habitual-, lo primero que nos

gustaría hacer sería poder disponer de todos los artículos de Froilán Losantos, no sé si eso

será posible.

-Ningún problema- dijo el hombre de la Opinión mientras tomaba notas en una agenda que

tenía con él- ahora hablo con la archivera y mañana mismo tendrán un dossier con todos sus

trabajos de los últimos… ¿cinco años?

-Si, cinco años será suficiente, creo. Se lo agradeceremos mucho, hemos de investigar todo

lo relativo a su pasado, esto podría ser una venganza- dijo Salvador sin dejar de observar a su

interlocutor. No quería perderse ni uno de sus gestos en aquel momento.

-Podría ser. Froilán era un hombre valiente en su trabajo y sincero y se había ganado

algunos enemigos.

-Algunos- apostilló Salvador-. Incluso entre la policía.

Arnoldo Fernández no respondió a la observación. Cambió de tema como si no hubiese

oído nada.

-¿Hay alguna otra cosa que pudiera interesarles?

Salvador calló un momento y miró de reojo a Carmen que anotaba algo en su libreta. Había

observado el comportamiento del director de marketing del periódico y había sacado ya sus

conclusiones y la primera de ellas era que continuar con aquella entrevista era inútil. No

conseguiría más datos de los que ya tenía. Le resultaba evidente que aquel hombre era el

encargado de frenar su acceso a la información. Se la estaba jugando con periodistas y los

periodistas eran mucho más listos que los policías. No quiso acabar la entrevista bruscamente

y dar qué pensar, por una vez quería ser más listo que un gacetillero cincuentón con delirios

juveniles.

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-Bien…- dijo haciendo tiempo para pensar-, ¿Cómo eran las relaciones que tenía con el

resto de los trabajadores del diario?

Salvador sabía que aquella era una pregunta molesta, pero el hombre la encajó con una

sonrisa y casi satisfecho.

-No le voy a contestar que eran buenas, Froilán era un hombre de carácter, ya me entiende,

pero tampoco tenía malas relaciones con nadie en especial. Si me permite un consejo, creo

que esa es una vía muerta para su investigación.

La observación de aquel hombre no le gustó nada. Fue tajante en la respuesta.

-Si me lo permite, eso lo decidiré yo.

Arnoldo no se inmutó, se limitó a responder sonriendo.

-Por supuesto.

-Así que no tenía enemigos en el diario.

-Enemigos, no.

-Digamos que tampoco tenía amigos.

-Puede ser una definición aceptable.

-Y ¿enemigos fuera del diario?

Ahora no hubo sonrisa.

-Es del dominio público que tenía algunas malas relaciones, pero yo no diría que fuesen

enemigos.

Salvador notó que Arnoldo Fernández se revolvió un poco incómodo. Era evidente que

estaba pensando en el senador. Seguro que había recibido órdenes de obviar ese aspecto del

problema. Prefirió no insistir. Si lo hacía, estaba seguro de que el hombre se cerraría en

banda.

-Ya-dijo con cierta sorna y calló un momento-. También me gustaría poder hablar con

alguno de sus compañeros.

-Por supuesto, pero ya sabe que esto es un periódico y a esta hora tan temprana- el hombre

señaló un reloj deportivo en su muñeca- apenas hay nadie en la redacción. Creo que esta tarde

sería mejor momento.

-Claro-. Salvador hizo ademán de incorporarse, pero en el último momento interrumpió el

gesto-. Una última cosa, ¿qué tipo de relación mantenía con Froilán Losantos?

Fue una pregunta sorprendente que no se esperaba y Arnoldo Fernández que ya había

comenzado a levantarse tardó un momento en responder.

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-Ninguna relación, en realidad. Aunque estamos en la misma empresa, yo trabajo en un

área que no tiene mucha relación con la suya. Sí, apenas nos relacionábamos más allá de… no

sé, lo normal en una mediana empresa como esta.

No tenían relación y le encargaban lidiar con la policía. Salvador sonrió satisfecho

intentando ocultar la mueca haciéndola pasar por cortesía. Se incorporó para despedirse.

-Bien, entonces, con su permiso esta tarde volveremos por aquí. Hasta entonces…-dijo y le

tendió la mano.

En el jardín que rodeaba el edificio encendió un cigarrillo. Miró al cielo encapotado y

volvió a sonreír, esta vez abiertamente. Carmen se mostraba un poco desconcertada, no

consiguió entender lo que había pasado en la entrevista. Incluso a ella le hubiera gustado

preguntar algunas cosas más a aquel hombre.

-Por qué sonríes tanto- preguntó al fin, intrigada.

Salvador no respondió a la pregunta, calló primero y luego preguntó él por algo que le

tenía intrigado desde que se había sentado en el despacho de Arnoldo Fernández.

-Qué has anotado en la libreta.

Ahora sonrió ella.

-Nada-dijo.

-¿Nada?

-Bueno, ayer te vi tomar notas y me pareció que yo estaba de más sin hacer nada. Además

esta mañana has dicho que tiene que parecer que investigamos, pues eso hago, disimulo para

que parezca que tomo interés.

Salvador estalló en una carcajada. Eso sí que no se lo imaginaba.

-Eso está bien- decía entre risotada y risotada-, eso está muy bien.

Cuando dejó de reír, tomó el teléfono móvil he hizo una llamada. Carmen lo escucho

hablar sorprendida de sí misma y de cómo se estaba comportando. Sólo hacía unos días que

aquel hombre la asustaba y ahora había estado riendo con él. Sin embargo no creía que nada

hubiese cambiado en ella, era él quien se mostraba distinto, parecía mucho más amable.

Salvador colgó el teléfono y la sacó de sus pensamientos cuando se dirigió a ella.

-Vamos a tomar un café con un amigo- dijo y comenzó a caminar hacia el coche-. Allí no

hace falta que saques la libreta para tomar notas, es de confianza, además, no hace falta que

disimules, ya le cuento yo que tomas mucho interés por el tema.

Salvador pareció reiniciar la risotada, pero luego la miró y se contuvo. Condujo durante

algunos minutos alejándose de la ciudad y luego se detuvo frente a un restaurante de carretera,

un edificio de dos plantas que también ofrecía habitaciones. En el bar no había nadie, ni el

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camarero, y sólo sonaba un enorme televisor colocado en una de las esquinas. Al entrar,

Salvador miró el reloj.

-Pensé que ya estaría aquí- dijo.

Le respondió una voz que venía de uno de los laterales, donde se encontraba la entrada a

los retretes.

-Y aquí estoy. Siempre seré más rápido que tú.

Un hombre gordo y no muy alto de cara redonda que se alargaba levemente en una barba

muy negra y poblada cruzó el bar en dirección a ellos dos con una sonrisa franca en la boca.

-¡Señor Marqués!- gritó Salvador y abrió los brazos con gesto acogedor.

-¡Cuánto tiempo sin verte! Ya tenía yo ganas de tomar un par de cervezas contigo. A ver,

¡camarero!- dijo el hombre gordo y dio tres golpes con la mano sobre la barra.

De una puerta a un lado de la misma apareció una joven con falda negra y camisa blanca.

-Buenos días, señores- los saludo.

-Dos cervezas- grito el gordo.

-No-dijo Salvador-, para mí un café. Solo- luego se volvió hacia Carmen que estaba tras él

a su derecha-. ¿Tú qué quieres? ¿Otro café?

-Con leche- asintió ella.

Salvador se dirigió a su amigo.

-Te presento a Carmen Martínez, ni compañera-. Se volvió a Carmen:- Juan Marqués, un

buen amigo a pesar de que es periodista de la Opinión.

El hombre gordo extendió la mano con un gesto de extrañeza.

-Es un placer- afirmó muy serio.

-Igualmente- respondió Carmen con la fórmula de cortesía.

El gordo se desentendió de ella y miró a Salvador. Dijo:

-Así que ahora tienes una compañera y a las once y media de la mañana aún no tomas

cerveza…

-No sólo a las once y media. Simplemente ya no tomo cerveza. Hace un mes que no pruebo

nada más que agua y café. Ni Cocacola siquiera.

Juan Marqués estalló en una carcajada.

-La hostia- dijo-, tú no eres mi Salvador, eres un marciano.

-La vida es muy dura, amigo. Vamos a sentarnos.

Se acomodaron los tres en torno a una de las mesas y el gordo sacó una cajetilla de tabaco

del bolsillo y lo ofreció.

-Por lo menos fumarás.

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-Eso sí

-¿Tú?- dijo a Carmen-. Ella negó con la cabeza-. Bueno- continuó el hombre-, me

permitirás que te tutee, siendo amiga de Salvador ya casi somos íntimos.

La camarera les sirvió. Salvador comenzó a agitar el café con la cucharilla.

-Me imagino que te figurarás la razón de la llamada. Además de disfrutar de tu compañía,

claro está.

-Me hago una idea.

-Juan es periodista, como te dije, aunque parezca un ser humano, es periodista, no te dejes

llevar por las apariencias- dijo Salvador mirando a Carmen y sonriendo con picardía-. Trabaja

en la Opinión y es un buen amigo, así que no nos va a engañar- se volvió hacia él- ¿verdad,

Juan?

El gordo sonrió también.

-Pero que cabrón eres. Bueno, déjate de historias y dime qué te traes entre manos.

Salvador frunció los labios y resopló antes de responder.

-Un marrón de cuidado- dijo ahora muy serio-. Estoy con lo de Froilán Losantos.

El otro asintió moviendo la cabeza atrás y adelante.

-Tú personalmente… no sé porqué me había imaginado que querías hablar conmigo para

hacerle un favor a alguien. De modo que te han empitonado con lo de Froilán. Dime cuándo

detienes al senador que quiero estar presente. Siendo amigo tuyo, supongo que tendré

asegurada la exclusiva de la detención.

-Tócame los cojones.

-Es una noticia bomba, chico, y yo soy periodista. Ya me dirás, senador detenido por

policía de dudosa fama. Por cierto, ¿tienes plan de pensiones? Te va a hacer falta, porque tú la

pensión de policía no la cobras, eso seguro-. Juan Marqués no reprimió la risotada que le

asomó a la boca.

Salvador no se inmutó. Tomó la libreta del bolsillo y la abrió por una página en blanco.

Carmen lo miró y sonrió. Sintió la tentación de sacar también su libreta y hacer ostentación de

ella, pero se contuvo.

-Necesito saberlo todo sobre Froilán Losantos y sobre la Opinión. Haz cuenta de que voy a

hacer la tesis doctoral sobre ello.

Juan Marqués apagó el cigarrillo, apuró la cerveza y dijo:

-Será una tesis corta: Froilán Losantos era un hijo de puta y la Opinión, la casa donde

trabajaba su madre. Eso es todo.

-Vas a asustar a mi compañera.

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-No tiene cara de asustada.

Carmen comenzaba a asustarse realmente. Parecía que ella y Salvador estaban ante un

asunto peligroso. Maldito el día que la sacaron de Madrid. Maldita suerte. Maldito comisario

Andrade.

Salvador adoptó un gesto formal.

-Vale, era un hijo de puta al que odiaba todo el mundo. No dejaba títere con cabeza y no lo

querían ni los unos ni los otros, pero eso era en cuanto a los artículos. Quiero saber como era

en las relaciones personales, se dice así ¿no?

-Un hijo de puta, ya te lo he dicho. Era un bicho malo y en lo único que pensaba era en

medrar, no le importaba a costa de quien, y eso fue lo que hizo toda su vida, medrar a costa de

los demás. En la redacción no lo aguantaba nadie, pero todos lo temían.

-¿Tú también?

-Yo, el primero. Era malo, Salvador-dijo el periodista muy serio.

Hubo un largo silencio, Salvador se llevó la mano a la boca y se mesó la incipiente barba

con gesto pensativo.

-Tanto como para que alguien se le haya llevado por delante- dijo al cabo de un buen rato.

-No lo creo, pero no por falta de ganas, por falta de huevos. En la Opinión no trabaja

ningún asesino, creo. El único que sería capaz de llevarse a alguien por delante sería el propio

Losantos. Oye, a lo mejor fue un suicidio.

-¿Estaba casado?

-No, no sigas por ahí. Tenía pareja, pero no se le conocen veleidades sexuales ni eróticas-

dijo el Juan marcando mucho la palabra eróticas-. Por lo que sé, era en lo único que era más o

menos honrado. Tiene pareja y aunque creo que no vivían juntos es exquisitamente fiel. Con

los enemigos que tiene, que tenía, quiero decir, no podía ser de otro modo. Si le hubieran

pillado en una… bueno, sabes a qué me refiero.

Salvador inspiró profundamente. Sintió un dolor en el pecho que le distrajo. Maldito

tabaco, con lo bien que estaba yo sin fumar.

-Ya- dijo-. Hay algo que no entiendo. Tu jefe, Lameiro, quiero decir, el jefe, feje, no el

director, no puede ser enemigo del senador. Es más, tienen que ser amigos.

-No, ahí te equivocas, nunca se llevaron bien. No de ahora, ya antes de que Froilán la

tomase con él las relaciones eran un poco frías. Digamos que eran de dos ramas diferentes del

partido, aunque el jefe no esté afiliado. Lo gracioso es que se calentaron desde que Froilán

publicó el famoso artículo de las posaderas del senador, no sé si lo recuerdas. Supongo que

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no. Bueno, pues fue la gota que colmó el vaso, y no era para tanto, pero el senador estaba muy

harto. Se presentó aquella misma mañana en la redacción hecho un energúmeno.

-El senador perdió los papeles…-interrumpió Salvador.

-Como lo oyes, perdió los papeles.

-No es su estilo.

-Eso pensaba yo, pero ya ves, no supo aguantar el tipo. Pero lo gracioso no es eso, escucha.

Lo gracioso es que entró en el despacho de Lameiro dando voces y ladrando como un perro y

salió de él maullando como un gato. Se dieron la mano y el senador no volvió a quejarse

nunca más, publicase lo que publicase.

Salvador repitió la frase de su amigo en voz muy baja:

-Se dieron la mano y no volvió a quejarse nunca más…- luego subió el tono de voz-: eso

no tiene sentido.

-No, ya sé que no lo tiene, pero fue lo que pasó.

Hubo otro largo silencio para meditar. Fue de nuevo Salvador quien lo rompió:

-¿Qué relaciones tenían Froilán y Lameiro?

Juan Marqués no respondió inmediatamente. También pareció meditar antes de responder.

-No sabría qué decirte, pero Froilán tenía una relación pésima con Carballo, el director, no

sé si lo conoces- Salvador asintió- y Carballo y Lameiro son íntimos; si aplicamos la

propiedad transitiva, se llamaba así, ¿no?

-Juan, no divagues y continúa.

-Se me seca la boca, me estás haciendo hablar demasiado. ¿Otro café? ¿No? Yo tomaré

otra cerveza.

Llamó a la camarera y pidió su cerveza.

-Así vas a llegar mal a la noche.

-Cómo si tú no lo supieras.

-Bueno, continúa que ya me estás despistando a mí también. Me contabas lo de la relación

de Losantos y Carballo.

-Bueno, a sí. Decía que Carballo y Lameiro son uña y carne, por lo que Lameiro y Froilán

no deberían haberse llevado muy bien.

-¿Seguro?

-Bueno, seguro, seguro, no. Pero hay cosas… no sé. Froilán era el periodista estrella, todo

el mundo lo conocía, sin embargo nunca recibió una atención de Lameiro. Me inclino a pensar

que, como mucho, se toleraban.

-Pero eso no tiene sentido- dijo Salvador.

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-¿No? Ya me dirás porqué.

-Yo no mantendría al enemigo en casa. Joder, si yo soy el jefe y no te trago, te vas de la

empresa y punto.

El periodista sonrió.

-No todo el mundo es como tú- dijo-. Algunos ponen el negocio por delante de todo lo

demás.

-¿Quieres decir que Losantos vendía periódicos?

-Vendía. A la gente le gusta el tipo de cosas que hacía.

Salvador seguía sin encontrarle sentido. Movió la cabeza de un lado a otro con gesto

negativo y preguntó:

-¿Tanto como para enemistarse con uno de los hombres más poderosos de la provincia?

Supongo que para el editor de un periódico llevarse bien con un hombre como el senador es

importante.

Juan marqués no respondió, sólo hizo una mueca elevando los parpados y los hombros

para señalar lo incomprensible que era el mundo.

-No tiene sentido- repitió Salvador. Calló un momento y pasando página en el pensamiento

continuó-: me dijiste antes que tenía pareja estable, ¿No?

-Si- respondió el periodista-. Una tipa atractiva como pocas. Se juntó con él hace ya cuatro

o cinco años, puede que más. Nunca han dado que hablar.

-Froilán no era gay, ¿verdad?

-¿Gay? No, ¡Coño! De ninguna manera. Ya te he dicho que era un maricón de mucho

cuidado, pero homosexual no.

-Ya me lo parecía- dijo Salvador y sonrió mirando a Carmen quien le devolvió una leve

sonrisa.

-Antes de liarse con esa mujer era un conocido mujeriego. Desde que está con ella, ya te

digo que ha sido muy formal, al menos muy discreto. No le queda más remedio, ya sabes.

La conversación con el periodista no dio para más. Se despidieron amigablemente y

quedaron en verse pronto para tomar algo por ahí. Salvador y Carmen se encaminaron a la

comisaría.

-Por esta mañana ya hemos tenido suficiente. Hay que descansar que a la tarde nos las

habremos de ver con un montón de periodistas-dijo Salvador y arrancó el coche.

Al cabo de algún tiempo Carmen preguntó:

-¿Por qué nos hemos visto aquí? ¿Era peligroso para él y no querías que nadie nos viera?

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-No- respondió Salvador-, es que Juan vive aquí al lado. Encima de que nos hacía el favor

no íbamos a llevarlo al Luna, que queda al lado de mi casa.

Carmen hizo un gesto de sorpresa.

-Ah-dijo-. Y ¿quien es Lameiro?

-¿Lameiro? El dueño del periódico, el editor, creo que lo llaman en ese mundillo. Además,

como puedes imaginarte, un caciquillo.

Carmen calló. Durante un buen rato circularon camino a Orense sin decirse una palabra.

Aunque a Salvador le apetecía fumar, se contuvo, prefirió no molestar. Ya llegaban casi a la

comisaría y Carmen se volvió a Salvador y dijo muy seria:

-Le hacía chantaje.

El coche se detuvo en el aparcamiento de la comisaría y Salvador se apeó mirándola con

extrañeza. No comprendía bien de qué le hablaba.

-¿Chantaje?- dijo-. ¿Quién hacía chantaje a quien?

-El muerto al tal Lameiro.

Estaban frente a frene, cada uno a un lado del coche y con las puertas aún abiertas.

Salvador encendió entonces un cigarrillo, exhaló el humo y la miró muy serio.

-Explícate- dijo.

-Bueno-Carmen hizo un silencio-. Tú dirías que lo tenía cogido por los huevos y por

eso lo toleraba en el periódico, no le quedaba más remedio.

Salvador dio una larga calada al cigarrillo.

-Sabía algo comprometedor de él, quieres decir.

-Y eso fue lo que el tal Lameiro le contó al senador cuando fue a quejarse al periódico.

-No quería enemistarse con el senador, al fin y al cabo los dos están en el mismo

bando y le contó la verdad-continuó la frase Salvador-, y la verdad era que tenía que aguantar

a Froilán Losantos porque no tenía más remedio.

Callaron los dos. Salvador cerró la puerta del coche y rompió el silencio:

-Además el senador aceptó la explicación de Lameiro porque nunca más volvió a

quejarse. Me da la mala espina de que el cabrón de Froilán Losantos sabía algo del senador a

lo que le sacó más rendimiento callándolo que publicándolo. Cada vez estamos más jodidos.

Lo ha matado el senador, seguro que lo ha matado por que le estaba haciendo chantaje- dijo

Salvador hablando como para sí mismo. Luego miró a Carmen y continuó-: eres muy lista.

Ella no respondió. No, no era muy lista. Lista hubiera sido si también hubiera sabido

algo comprometedor de Andrade con lo que poderlo chantajear y ahora no estuviera en

aquella maldita ciudad a quinientos quilómetros de Ángel.

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Al salir del portal, Carmen advirtió que Salvador dejaba la cafetería y comenzaba a caminar

lentamente con las manos en los bolsillos, casi con pereza, rumbo a la comisaría. Pensó en

llamarlo, pero prefirió tomar un café a solas, ya lo tendría que aguantar toda la mañana.

Saboreó el café despacio y leyó las mismas páginas de la Opinión que unos minutos antes

había leído él demorándose en artículos que no le interesaban demasiado. Le daba cierta

pereza acudir a la comisaría y comenzar la jornada. Se estaba bien allí, le gustaba más aquel

lugar que la oficina de la comisaría. Con tanto leer el periódico, llegó un poco tarde al trabajo,

incluso para su opinión, aunque no pareció importar a nadie. Se acomodó frente a la mesa y

buscó a Salvador. Suponía que había llegado antes que ella, pero no lo veía por ninguna parte.

-Salvador está en el archivo- le dijo Fernando Andrés, el policía alto y de pelo cano que lo

cotilleaba todo.

Le respondió con un gesto de hastío. No le gustaba nada aquel hombre, siempre con las

narices a su espalda o en su escote.

-Ya no estoy en el archivo, Juanillo, estoy aquí, ya he vuelto- dijo Salvador que había

aparecido silencioso tras ella.

-Ya te veo, Salvadorcillo.

Fernando Andrés se fue y Salvador se sentó frente a Carmen. Dejó sobre la mesa un

dossier encuadernado en canutillo.

-Estoy seguro de que te gusta leer. Tienes cara de ser una buena lectora. Sí, definitivamente

te gusta leer.

Cada vez que Salvador hablaba la sorprendía. No sabía a qué venía aquello.

-¿Me tiene que gustar?

-Más te vale

Salvador le acercó el dossier que había traído con él.

-El señor director de marketing de la Opinión he mostrado una efectividad pasmosa y ya

nos ha pasado la colección completa de los trabajos de Froilán Losantos. Ahora que ha

muerto, yo lo publicaría como su colección completa de insultos. Sería un libro interesante.

Lo podríamos titular, no sé, algo así como las lindezas de un muerto. Bueno, da igual, el caso

es que alguien lo tiene que leer y hacerme un extracto y te ha tocado a ti. Además así te vas

familiarizando con el personaje. Eso es muy importante.

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Dicho eso, Salvador se fue sin dar más explicaciones. A veces le resultaba realmente

grosero. Además parecía no tomarla en serio. Y eso le molestaba. Intentó olvidarse de su

compañero, se acerco el dossier y lo miró sin abrirlo. Así estuvo durante un buen rato.

Aunque siempre había sido una buena lectora, de hecho había leído muchas horas en su

oficina de Madrid, ahora no le apetecía pasar la mañana leyendo aquello. Le producía hastío

sólo el pensarlo.

-Ese Salvador es un poco caradura, ¿no te parece?- oyó decir mientras miraba el dossier sin

decidirse a abrirlo.

Fernando Andrés estaba nuevamente a su lado. No entendía cuales eran las obligaciones de

aquel hombre, siempre lo veía sin hacer nada dando vueltas de un lado a otro. Además

escuchaba conversaciones ajenas, sabía lo que Salvador le había dicho. Sintió un deseo de

defender a su compañero, aunque hubiese sido grosero con ella, después de todo, le debía un

favor, la tarde anterior se había ido él solo a entrevistar a los compañeros del periódico y la

había liberado de la tarea.

-Cada uno es como es.

-Ya, pero eso de que te mande leer eso y hacerle un resumen…

Pensó que si se dedicaba a hacerlo se libaría de él. Sonrió:

-Y no debo de entretenerme, si me lo permites- dijo y abrió el dossier por la primera

página.

Se enfrascó en la lectura y Fernando Andrés la dejó en paz. Leyó durante un buen rato y

cuando se cansó, cerca del mediodía, salió a tomar un café. Se entretuvo todo lo que pudo en

la cafetería, primero ojeando El PAIS que halló sobre la barra y luego mirando el televisor.

Cuando ya no tuvo más remedio, volvió a la comisaría y un poco después de las dos de la

tarde ya había acabado con todo. Se había saltado algunas partes que no le parecieron

interesantes, pero se había hecho una idea global del tipo de persona que era Froilán Losantos.

Al acabar el dossier permaneció largo rato mirándolo fijamente y no pudo menos que pensar

que tenía entre sus manos todo el trabajo que había realizado un desconocido en los últimos

cinco años y que ahora eso era todo lo que quedaba de él. Se sintió mal con aquel

pensamiento, no estaba su cabeza ni su vida para sutilezas metafísica, y lo intentó apartar de

la mente. Se concentró en lo que se suponía que era su trabajo y acaso fue la primera vez en

su vida que halló refugio en él. Su primer pensamiento fue entonces que además de la mitad

de la población de la provincia de Orense, el senador era sin duda alguna el principal

sospechoso. Sonrió para sí misma recordando lo que había dicho y hecho Salvador cuando les

encomendaron el caso y se distrajo un poco. Luego volvió de nuevo la atención al periodista.

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Parecía que aquel hombre había tenido una obsesión morbosa con el senador y le había

acusado de todas las maldades que un hombre puede cometer. No comprendía como no

habían acabado en los juzgados. Bueno, si lo comprendía si aceptaba que el periodista sabía

algo terrible del senador y le hacía chantaje. No había otra explicación.

Salvador llegó entonces a la comisaría, cruzó la oficina con pasos cortos y cansinos, se

sentó frente a ella y la sacó de sus pensamientos. Olía fuertemente a tabaco.

-¿Has terminado?-Pregunto.

Carmen asintió.

-¿Y? ¿Qué opinas?

No respondió enseguida, se lo pensó un poco.

-Que lo ha matado el senador. O sino, cualquier otro. No ha respetado a nadie, era un

hostigador y un extremista. Además, no se dedicaba a criticar, lo suyo era el insulto. Le había

puesto mote a todo el mundo. ¿Viste? Al senador le llamaba Remendado, senador

Remendado.

Carmen sonrió levemente, como si le diera vergüenza reírse del chiste de un muerto.

-Se debía de creer muy gracioso. Bueno, y a parte del senador ¿hay algún pringado que

veas como candidato a cargarle el muerto y nos pueda sacar del lío en que nos ha metido

Pombal?

Antes de responder a la pregunta, Carmen iba a comentar algo sobre el apodo que el

periodista había puesto al comisario, a quien tampoco había tratado con dulzura precisamente,

pero le interrumpió una voz tras ella.

-Pombal no os ha metido en ningún lío- dijo el comisario Pombal que estaba a su lado,

justo de espaldas a ella. Era evidente que Salvador lo había visto y había dicho la frase para

que lo oyera.

Carmen pensó que de buena se había librado no citando el mote del comisario, hasta se le

había acelerado el pulso al girarse y verlo en pie junto a ella.

-Bueno, pues ya de me dirás cómo llamas tú a esto- dijo Salvador señalando el dossier que

reposaba sobre la mesa.

-¿Investigación? ¿Trabajo?-contestó el comisario sonriendo con sorna.

Salvador también sonrió.

-¿Marrón?

Carmen los miraba un poco asustada. Sus recuerdos del comisario Andrade y la

familiaridad que Salvador tenía con Pombal rechinaban cuando los ponía juntos.

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-Marrón, no. Trabajo, Salvador, trabajo. A propósito de trabajo, ya que estoy aquí,

contadme lo que habéis averiguado, hasta ahora no me habéis dicho nada.

-Que lo mató el senador-respondió Salvador como si el comisario hubiese accionado en el

un resorte-, eso es lo que hemos averiguado; el senador Remendado, para mas señas.

-Senador Zurcidó, Salvador, no me toques los cojones con los motecitos.

-Ah, perdón, comisario Palomilla.

-Salvador, no me toques los cojones-Advirtió el comisario con gesto agrio.

Carmen no podía creer lo que estaba viendo. Salvador le llamaba a la cara al comisario el

insultante apodo que había utilizado contra él el periodista muerto. Pese al gesto adusto del

comisario, Salvador no retiró la sonrisa de la cara y dijo:

-A que te alegras de que lo a hayan matado.

-Me alegraré el día que te jubiles. ¿Qué habéis averiguado?

Salvador cambió el gesto, borró la sonrisa, sacó la libreta del bolsillo y miró algunas notas.

Sabía que el juego había terminado.

-Prácticamente nada- respondió con voz neutral y pasó a hacer un breve informe de lo que

habían hecho-: de los vecinos, nadie vio nada, nadie oyó nada; hemos hablado con todos sin

resultados. En el periódico tampoco hemos conseguido nada más que saber que en la plantilla

caía como un tiro y, bueno- el rostro de Salvador de transformó-, de la conversación con el

senador Remendado ya te has enterado, creo.

-Salvador, no me toques los cojones y sigue trabajando- dijo el comisario y se fue sin

despedirse.

Salvador lo vio marchar sonriendo. Carmen, con cara de incrédula.

-Ves como es necesario hacer que trabajamos… es lo que el jefe quiere, que parezca que se

investiga. Aunque nuestras investigaciones no valgan para mucho.

Carmen lo miró con desconcierto.

-Bueno- dijo Salvador dibujando en el semblante el esfuerzo que hacía por recordar-, ¿En

qué estábamos cuando nos interrumpió el jefe?- frunció el ceño-. Ah, sí, te preguntaba por tu

opinión sobre lo que has leído. Qué, ¿algún candidato?

-¿Además del senador?

-Además del Remendado, sí.

Carmen sonrió e inspiró profundamente antes de responder:

-A lo mejor no fue el senador. Vale, tenían una enemistad manifiesta, pero eso no lo

convierte en un asesino.

-Tú no conoces al senador.

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No, no lo conocía, pero empezaba a asustarse.

-Si es tan peligroso como dices, ¿por qué lo provocaste del modo que lo hiciste la otra

semana?- dijo

Salvador le guiñó.

-Me gusta el peligro- respondió sonriendo y luego muy serio continuó-: yo no puedo

resultarle peligroso al senador, si acaso un poco molesto, nada más, como a una mosca

cojonera.

-Pues eso no me gusta, a las moscas se las mata de un manotazo.

-Eso si la pillas, las moscas son muy escurridizas. No te preocupes, si no agitamos el

avispero, no hay problema. Pero, claro, ese es el problema, que no vamos a descubrir al malo

si no es metiendo las manos y a lo mejor entonces se agita. Y yo no las quiero meter, así que

dame una buena noticia y dime que has encontrado en ese dossier al candidato perfecto.

Carmen lo miró y negó con la cabeza. Salvador encendió un cigarrillo. Tenía el gesto serio.

Ella se sintió culpable por no haber encontrado nada. Así la hacía sentir el semblante de su

compañero.

-¿Qué descubriste ayer en el periódico?- preguntó para aliviar su sentimiento de culpa.

Luego pensó que era estúpida por haberse sentido culpable.

-Poca cosa, aunque algo es algo. Hablé con mucha gente, pero nadie me dijo nada

interesante. Son gente curiosa estos periodistas, se pasan la vida contándonos la de los demás

y no saben nada de la propia. ¿Quieres creer que Froilán era un desconocido para sus

compañeros? No sabían de él más que un montón de cotilleos que, eso sí, resultaron

interesantes, o pueden resultarlo, vamos. ¿Recuerdas que mi amigo Juan, el periodista, nos

dijo que el muerto tenía un lío con una mujer?

Lo recordaba, pero no había entendido que fuese un lío precisamente, sino una relación

estable.

-Bueno, tu amigo dijo que tenía pareja.

-Eso, un lío. Pues me he enterado de que estaba casada y dejó al marido por él- Salvador

sonrió pícaramente-. Y si fue un crimen pasional…

-A eso me refería yo antes. Quiero decir que pudo haber sido el senador, vale, pero

también pudo haber sido un ladrón o un marido celoso.

Salvador apagó el cigarrillo y asintiendo con la cabeza dijo:

-También, sólo que no robaron nada y que el asunto del marido fue ya hace cuatro o cinco

años. ¿Tú crees que se puede dilatar una venganza tanto tiempo?

Carmen no respondió a la pregunta. Sabía que Salvador no esperaba respuesta.

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-Sí, es posible- se contestó a sí mismo-. Hay gente muy rara en el mundo, pero no

tendremos esa suerte. De todos modos, habrá que averiguar quien era el marido.

Carmen sonrió pícaramente, por su cabeza pasó el recuerdo de la mujer que habían

entrevistado el último viernes y dijo:

-A lo mejor es el gay de melena gris y chaquetas llamativas de colores, el gay al que veía la

vecina chismosa.

Salvador continuó:

-Seguro. Y habían montado un tinglado entre los tres. Por el día con la mujer y las noches,

con el hombre-. Salvador inspiró-. ¡Ojala fuese todo tan sencillo!

El tono de su compañero que paso de la broma a una cierta melancolía la animó a hacer

una pregunta:

-¿Por qué no le contaste al comisario lo del hombre de melena gris?

La pillería ocupó de nuevo el semblante de Salvador.

-No es conveniente que el jefe lo sepa todo, sino ya no nos quedará nada que contarle.

Luego guiñó un ojo y se despidió de Carmen.

-Hasta mañana.

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10

No sabía cómo se tomaría Salvador lo que había hecho la tarde anterior ni los planes que

había urdido para sí misma. Durante aquella semana le había parecido menos antipático y

desagradable que cuando lo había conocido, le había producido una mejor impresión que los

primeros días, así que pensaba que acaso podría contar con él. Lo necesitaba. Antes de acudir

al trabajo, entró en la cafetería Luna con la idea de tomar un café y hablar con él, había visto a

Salvador salir de allí alguna vez y a aquella hora y tenía la esperanza de encontrarlo antes de

ir a la comisaría. Pensaba que era mejor tratar aquello fuera del trabajo. Pero Salvador no

estaba allí. Desayunaba todos los días un café con leche y tres churros en la cafetería Luna,

pero había sido más madrugador que Carmen y cuado ella llegó él ya caminaba lentamente,

con las manos en los bolsillos y un cigarrillo en la boca rumbo al trabajo. Carmen un poco

decepcionada tomó café sin prisa y ojeo la prensa local. Desde que había visitado la redacción

la Opinión le gustaba leer lo que se escribía en aquel lugar.

En la comisaría Salvador la esperaba sentado frente a su mesa y fumando pacientemente.

Tenía el aspecto de ser el hombre menos atareado del mundo y de disponer de todo el tiempo

del universo para sí. La saludó con una sonrisa sin decir una palabra y cuando ella se sentó a

su lado, se incorporó y dijo:

-Vamos o llegaremos tarde.

Carmen se incorporó sin decir nada y lo siguió.

Tras su llegada aquella mañana a la comisaría quince minutos antes que ella y encender el

tercer cigarrillo del día, Salvador había descolgado el teléfono y concertado una cita. Había

sido una conversación breve:

-A qué hora te viene bien.

-Cuando quieras- había dicho su interlocutor-, estaré aquí hasta las tres y si quieres por la

tarde.

-Bien, entonces, en una hora te veo.

Dejaron la comisaría y salieron rumbo a la zona universitaria. Salvador condujo el coche

por una carretera que subía una ladera no muy empinada entre matas pobladas de mimosas y

restos de fragas calcinadas el último verano.

-¿Vamos muy lejos?- Preguntó Carmen cuando comenzaban a dejar las últimas casas de la

ciudad.

-No, quince minutos, no más.

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No la había informado del destino al que se dirigían y por lo poco que lo iba conociendo no

haría por mucho que se lo preguntara. Por alguna extraña razón que Carmen no alcanzaba a

comprender había decidido darle una sorpresa, así que resolvió no preguntar nada. Sin

embargo pensó que aquel era un buen momento para contarle lo que pensaba hacer, lo que

había hecho la tarde anterior. Estaba un poco nerviosa.

-Ayer por la tarde hice algo…- comenzó de decir, no sabía cómo exponerlo del modo más

convincente posible- algo irreflexivo- concluyó la frase.

-Ya.

Salvador no la miraba, se concentraba silencioso en la carretera. Carmen calló un buen

rato. No sabía cómo continuar. Cruzaron un pequeño embalse que estaba casi vacío y lo miró

distraídamente.

-¿Me lo vas a contar?- dijo al cabo de un tiempo Salvador.

-Sí, claro. Te decía que fue algo irreflexivo- dijo Carmen he hizo otra pausa.

Cuando iba a continuar Salvador la interrumpió.

-Si me lo estás contando, bueno, eso es un decir, si me lo vas a contar, será porque eso tan

irreflexivo que has hecho me atañe de algún modo.

Esta vez no se demoró en responder.

-En cierto modo, sí.

-Y fue algo irreflexivo, dijiste.

-Si… cuando salí a pasear…

-No me digas más, si fue algo irreflexivo- la interrumpió Salvador-, cuenta conmigo. Sea

lo que sea.

-Pero.

-Lo que sea, mujer.

Luego no se dijeron una palabra más hasta que Salvador detuvo el coche en el

aparcamiento de la prisión provincial.

La prisión era un conjunto de edificios todos pintados de blanco de dos y tres plantas

que ocupaban una gran extensión y todo ello rodeado de un muro blanco también, aunque con

algún que otro desconchado.

Al edificio de oficinas se accedía por una puerta casi toda ella acristalada. Salvador

llamó a un timbre y esperaron un buen rato sin respuesta. Por el cristal de la puerta podían ver

al otro lado la figura de un hombre sentado que no hacía nada. Impaciente, Salvador insistió

en el timbre y aún hubieron de esperar otro buen rato antes de que la puerta automática se

abriese. Tras un mostrador rematado y defendido por un cristal les recibió un funcionario, el

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mismo que los había hecho esperar tras la puerta, vestido con lo que debería haber sido un

uniforme de pantalón gris y chaqueta azul, pero que en aquel hombre tomaba el aspecto que

tendría la ropa de un conserje tras un incendio. El hombre tenía el rostro alargado y feo, la

barba de tres días y un amargo rictus en la expresión. Parecía que había pasado tal cantidad de

años cerrando puertas que se le había quedado pegado el malhumor y la tristeza de tanta

reclusión.

Los saludó con cierta hostilidad. La voz era tan desagradable como su presencia

-¿Deseaban algo?

-No, hemos venido a pasear.

No sabía muy bien porqué, pero esa era la respuesta que Carmen había imaginado que

Salvador daría. Sonrió para sí misma con cierta maldad.

El funcionario los miró confuso y un poco azorado. Con cierto esfuerzo compuso una

sonrisa forzada. Antes de que dijese nada, comenzó a hablar Salvador.

-Estoy citado con D. Carlos Arias- dijo identificándose.

El funcionario no contestó, se volvió con presteza a coger el teléfono que tenía a su lado,

pero Salvador no lo dejó llamar.

-No es necesario que llame a nadie. Ya me sé yo solito el camino- dijo y comenzó a

caminar hacía una escalera rumbo a la primera planta.

Carmen lo siguió mientras miraba con el rabillo del ojo el rostro del funcionario que aún

tenía el auricular del teléfono en la mano. Al tiempo que caminaba escalera arriba tras

Salvador pensaba en lo mucho que le hubiese gustado haber podido tratar de ese modo a

algunas de las personas que había conocido en su vida. Sobre todo al comisario Andrade.

El despacho del Carlos Arias era un poco oscuro, no muy grande y achicado aún más por la

enorme cantidad de objetos que había en él, sobre todo ficheros, pero también varias cajas en

el suelo. Tenía la puerta abierta y en su interior un hombre de entre cuarenta y cincuenta años,

sentado tras la mesa, mostraba la coronilla mientras leía con atención. Salvador golpeó la

puerta con los nudillos y el hombre levantó la cabeza.

-Salvador- casi gritó a la vez que se incorporaba-. Pasa. Pasad- dijo al fijarse en Carmen.

Se dieron la mano con efusión. Se notaba que había entre ellos una vía directa de

comunicación. Salvador presentó a Carmen y se sentaron.

-Carmen Martínez, mi nueva compañera.

Carlos Arias la miró con una sonrisa bonachona. Era un hombre corpulento, con el poco

pelo y el poco que tenía, peinado hacia delante intentando cubrir lo que el tiempo había

descubierto. El rostro era redondo y grande. Vestía un traje azul impecable y nadie habría

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dicho de él que era el subdirector de seguridad de una prisión. Más parecía el director de una

sucursal bancaria.

-Cuando me has llamado esta mañana me has dado una alegría, en aquel momento eras el

hombre en quien estaba pensando, justo el hombre que necesitaba.

-Eres un hombre de suerte. A mí nunca me pasa. Así que vengo a pedir tus servicios y tú te

haces con los míos.

Carlos Arias sonrió

-Eso es- dijo y descolgó el teléfono-. Localízame a Pascual, que venga a mi despacho- dijo

a su interlocutor en un tono autoritario que no admitía discusión y sin identificarse, dando por

sentado que sabía quien era, luego continúo dirigiéndose a Salvador-: me tienes que hacer un

pequeño favor.

Carmen desconocía a qué habían ido allí, pero se había imaginado que sería por algo

relacionado con Froilán Losantos, aunque tal y como se desarrollaba la entrevista comenzó a

pensar que había sido aquel hombre quien la había concertado para sus propios intereses,

fuesen los que fuesen.

-Para el carro un momento, que yo he venido por asuntos de trabajo- dijo Salvador.

-Por supuesto, ya sabes que aquí siempre se tratará como a un príncipe. Eres nuestro

policía preferido-. La voz del hombre ahora era intencionadamente meliflua.

-Eso se lo dirás a todos, además, no es cierto, el animal que tienes en la puerta nos han

tratado de puta pena.

Carlos Arias no dejó que acabase la frase, se levantó de su asiento y salió disparado del

despacho y se asomó a la escalera. Volvió al cabo de un instante y telefoneó. Había una

disparidad manifiesta entre su rostro y su voz. El enfado de la voz no había trastocado para

nada su amable mirada.

-¿Quién ha puesto al impresentable de Miranda en la puerta? Que se vaya de ahí ahora

mismo- dijo. Luego hubo un silencio y continuó-: pues mientras Marta toma café te quedas tú

ahí si es preciso, pero a ese no lo quiero ver en la puerta, os lo he dicho mil veces-. Colgó el

teléfono y se volvió a Salvador-: Es un caso perdido, cada vez que entra de servicio tengo un

problema para colocarlo. Pero, bueno, vamos a lo nuestro. Qué te trae por aquí.

Salvador casi lamentó haber comentado nada sobre el funcionario de la puerta. Antes de

hablar se incorporó un poco en el asiento.

-Pues, verás. Estoy con lo de Froilán Losantos

Carlos Arias resopló y agitó la mano derecha.

-No me digas. Y qué quieres, ¿que le prepare una celda VIP al senador?

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-Que cabrón eres.

-Pues mira, yo se la preparo. Simpático no cae Zurcidó, pero si lo mato, bien muerto está.

Carmen recordó que entre lo que había leído del periodista había bastante artículos sobre la

prisión. Pensó que cuando volviera a la comisaría debería buscar en el dossier del periódico el

apodo que le había asignado a aquel hombre. Porque no tenía ninguna duda de que algún

apodo tendría.

-Bueno-dijo Salvador-, de momento no tenemos ninguna prueba que apunte a Zurcidó-

esbozó una sonrisa.

-Ya, claro-sonrió Carlos Arias-, menos el motivo, la ocasión y los medios.

-Nada significativo, ya ves. Naderías. Bueno, en serio, necesito que me digas qué cacos

tenías de permiso el sábado que lo mataron.

-Ya, por supuesto. El sábado fue doce- dijo ojeando un calendario sobre la mesa-, veamos-

hizo un breve silencio contemplando el techo de la habitación y como si lo hubiese leído allí

recitó de memoria-: estaba Prada Ramos, un narco de la costa, Alonso Jiménez, ya sabes

quien, Carlos el Perico y Domingo López, el Carpanta, creo que no lo conoces, no es de los

locales, es asturiano.

-¿Ninguno más? ¿No te fallará la memoria?- preguntó Salvador.

Carmen lo miró y vio cierta envidia en el rostro de su compañero.

-Creo que no, pero por ti haré una comprobación-. Tecleó en el teclado del ordenador-. Ahí

están, esos cuatro, nada más. No me olvidaba de nadie. Sinceramente, no creo que ninguno

sea tu hombre.

A Salvador, en el fondo, le hubiese gustado que el ordenador hubiese contradicho al

subdirector. Con una pequeña mueca de decepción, dijo:

-Personalmente descarto al Perico y a Alonso Jiménez, qué me dices de los otros dos.

-Ramos, el narco, es un segundón del clan de los Servandos. Un mandado que trabajaba de

correo y que cantó hasta gregoriano cuando lo detuvieron, colaboración con la justicia,

reducción de pena y por eso está de permiso, por supuesto que no ha sido él, olvídalo. No

tiene ni huevos ni razones. El otro, el Carpanta, es un pobre hombre- Carlos Arias sonrió

astutamente- con un cociente intelectual que no debe de llegar ni a la mitad del tuyo, que ya es

decir, tiene un montón de condenas por robo, pero su práctica habitual era entrar a chalets de

la sierra a comer, literalmente, quiero decir que no entraba a robar nada que no fuese comida;

luego, para regar la comida, se bebía toda la bodega y se quedaba dormido, como es natural.

Siempre lo pillaban dentro. Tiene más de diez detenciones como esa. Por eso le llaman

Carpanta.

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-Tampoco es mi hombre- dijo Salvador entre preguntando y afirmando.

-Pues creo que tampoco. A ese le falta cerebro para hacer algo así. De todos modos,

rebusca en la despensa del muerto y mira a ver si faltaba algo.

-Ya. ¿Y Algún liberado que encaje en esa semana?

Carlos Arias volvió a mirar al techo, luego negó con la cabeza antes de decir:

-Tampoco, esa semana no hubo libertades pero si quieres te hago una consulta en el

ordenador.

-Me fío de ti. - dijo Salvador sonriendo levemente

-Pues es lo que hay.

-Qué se le va a hacer. Bueno, había que intentarlo.

Salvador iba a iniciar la despedida, pero en ese momento llamaron a la puerta y entró un

hombre de unos cuarenta años, alto, fuerte y bien parecido con el pelo castaño y rizado. Vestía

el uniforme con estudiada elegancia.

-Me mandaste llamar- dijo con seriedad y sin dar los buenos días.

Carlos Arias se incorporó un poco y presentó a Carmen y Salvador.

-Este es Pascual Marcos, jefe de servicios del centro. Siéntate Pascual. Estamos de

suerte, Salvador es el hombre que necesitamos. Cuéntale lo que me has dicho esta mañana.

Se sentaron todos. El jefe de servicios se revolvió un poco incómodo en su silla.

-Bueno- comenzó a decir-, no sé si molestar a la policía, a lo mejor no tiene importancia.

Salvador notó que el hombre estaba tenso, había perdido gran parte de la prestancia que

había mostrado al entrar. Decidió echarle una mano.

-Si viene de Carlos, tiene importancia.

Carlos Arias sentenció:

-La tiene.

-Creo que me siguen- dijo el jefe de servicios.

-Entonces tiene importancia, cojones. Cuéntamelo todo.

-Es poco lo que hay que contar. Hace unos días, al salir de trabajar por la noche pensé que

me seguía un coche, pero no le di importancia. Luego he vuelto a ver el coche varias veces,

siempre circulando detrás de mí. Esta noche pasada estuvo delante de casa un buen rato.

Había alguien dentro, pero no lo vi. Esta mañana he llegado un poco nervioso y se lo he dicho

a Carlos, pero a lo mejor es sólo un vecino o algo así.

-O no, eso no se sabe si no se investiga y sería una imprudencia no hacerlo- dijo Salvador-.

Cómo te dedicas a este negocio estoy seguro que tienes la matrícula del coche.

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El jefe de servicios extendió un papel arrugado. Estaba plegado varias veces y se notaba

que antes de mostrarlo lo había doblado y extendido repetidamente. El aspecto del papel

llevaba dibujadas las dudas de aquel hombre.

-La tomé anoche. La verdad, me asusté. Hasta entonces pensé que era casualidad, pero

anoche… ahora creo que a lo mejor…

-No te preocupes. Dame un par de días y saldremos de dudas, será suficiente.

El jefe de servicios dejó el despacho con la prestancia recuperada y se despidieron de

Carlos Arias que los acompañó un par de metros y desde la puerta dijo dirigiéndose a

Salvador:

-Hasta la vista. Cuando sepas algo de eso me llamas, no hace falta que vengas, aunque,

bueno… es igual, de todos modos tendrás que volver pronto.

-Hombre, no me seas gafe…

El subdirector sonrió y se volvió diciendo:

-Te espero en el despacho, ya sabes donde está.

Dejaron la prisión cerca del mediodía. Desde el mostrador de la puerta una mujer de pelo

rizado y canoso los despidió con una agradable sonrisa. La mañana había amanecido soleada,

pero ahora comenzaba a nublarse, soplaba viento y casi hacía frío. Caminaron aprisa hasta el

coche porque caían algunas gotas de agua. Salvador hizo ademán de encender un cigarrillo

antes de arrancar el motor, pero se contuvo.

-Si me invitas a un café, no te ahumo aquí- dijo sonriendo con gesto pícaro y mirando a

Carmen que aquella mañana estaba particularmente hermosa con un traje sastre oscuro que

perfilaba maravillosamente su figura. Además notaba algo distinto en el pelo que lo hacía

parecer más ahuecado y sedoso.

A ella le pareció una idea estupenda. Necesitaba un espacio adecuado para explicarle los

planes que tenía. Miró el reloj y dijo:

-Sí, me apetece un café.

Carmen sonrió al hablar y con la sonrisa, los ojos tomaron un brillo especial. Salvador dejó

de mirarla y arrancó el coche.

Se detuvieron en un bar cercano a la ciudad. Era un merendero que a aquella hora estaba

vacío. Tras el primer sorbo al café y encender un cigarrillo, Salvador miró pensativo a

Carmen y dijo:

-Tenía la estúpida idea de que hubiera salido de permiso o en libertad algún psicópata, una

tontería…

-Pero había que intentarlo

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Salvador sonrió y dijo:

-Veo que lo vas cogiendo-. Luego la miró muy serio y continuó-: bueno, ahora cuéntame

eso que hiciste ayer por la tarde tan repentinamente, ah, no, tan irreflexivamente y que llevas

queriéndome decir desde que nos vimos.

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11

El avión despegó de Vigo en mitad de un tremendo aguacero. Mientras corría por la pista a

toda velocidad antes de comenzar a elevarse, Carmen pensó que Galicia siempre la despedía o

la recibía con agua. Así había sido desde su primer viaje hacía un par de semanas. Dos

semanas nada más y parecía que había sido toda una vida. Con ese pensamiento intentó

apartar de la cabeza el leve miedo que sentía. Se intentó imaginar las ruedas girando

velozmente y salpicando agua por todas partes. Cuando miró por la ventanilla, ya no había

suelo en que apoyarse, sólo una tenue alfombra de nubes y un sol que brillaba con una

intensidad inusitada. Sentía que la cabeza le flotaba de excitación y alegría y le gustó ver

aquellas nubes que simbolizaron su estado de absoluta felicidad. En aquel momento, vivía

como en una nube. En unas pocas horas estaría de nuevo con él. Ya sólo le quedaba felicidad

y excitación ahora que había disipado el temor que había sentido a que Salvador no le

permitiese marchar o que, por lo menos, no le gustase, pero cuando se lo contó aquella

mañana en el merendero al dejar la prisión, se rió y se ofreció a acercarla a la estación de

autobuses.

-Mira, me viene bien-dijo cuando Carmen le contó que había comprado un billete a

Madrid, ida y vuelta en una oferta que era un autentico chollo, pero que sólo podía ser el

jueves-, así me dedico mañana a averiguar si alguien está siguiendo de verdad al jefe de

servicios y el lunes continuamos con lo nuestro.

Recordó la tarde del miércoles, el paseo, la agencia de viajes, la decisión, la peluquería y la

zozobra por tener que contárselo a Salvador, pero luego, allí sentada a diez mil metros de

altura lo olvidó todo. Sólo quedaba que iba a encontrarse con él.

En Madrid no hacía frío, aunque el sol comenzaba a ponerse al dejar el aeropuerto y ya era

completamente de noche cuando llegó a casa. Durante todo el trayecto no dejó de sentir una

excitación infantil, adolescente. No hizo más que imaginarse la cara que pondría Ángel

cuando la viera y en la suya propia no se borró la sonrisa ni un minuto. Quería estar más

guapa que nunca, quería que la sorpresa fuese lo más grande y agradable posible. La tarde

anterior, después de comprar el billete, había ido a la peluquería y aquella mañana había

elegido el traje sastre oscuro que le gustaba a Ángel. Lo había tenido que llevar puesto todo el

día, pero no se había desaliñado demasiado. Ella sabía siempre cómo mantener su buen

aspecto. Llegó a casa antes que él. Eso le gustó, aunque hubieran resultado inútiles sus

precauciones con la indumentaria, así sería mucho mejor, tendría tiempo de preparar un buen

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escenario. Al abrir la puerta cerró los ojos y disfrutó de la felicidad de sentirse en casa, luego

dejó la bolsa de viaje, se descalzó y corrió como una adolescente a su cuarto. Vio que la cama

estaba hecha y sonrió. Era jueves, Ángel no la esperaba y le sorprendió gratamente que la

hubiera hecho. Se dejó caer sobre la cama e inspiró profundamente y le sonrió abiertamente a

la lámpara del techo. Sintió una extraña sensación que no sabía definir. Agitó la cabeza y se

incorporó de un salto, miró el reloj-Ángel se retrasaba-se desnudó rápidamente y se fue

corriendo a la ducha. En el baño se sorprendió al verlo todo ordenado y limpio. Pensó que su

ausencia por lo menos había tenido algo positivo, Ángel se estaba convirtiendo en un amo de

casa ejemplar. Acababa de secarse cuando oyó el sonido de la puerta al cerrarse. Durante un

segundo dudó entre correr desnuda hacia él o cubrirse con el albornoz para que así se lo

pudiera quitar. Pero no pudo contenerse, caminó desnuda hacia Ángel y cuando dejó el

dormitorio lo vio mirando con el rostro sorprendido la bolsa de viaje que había dejado

olvidada en la puerta. Tras él, una mujer joven le ponía una mano sobre el hombro. La miró a

los ojos. ¡La conocía! Allí estaba Marta López en su casa, un jueves por la noche en el que

ella no tendría que haber estado allí.

Luego, sin saber cómo, se vio sentada en una cafetería. La rodeaba mucha gente, gente que

hablaba, fumaba y reía levantando una algarabía que le resonaba en la cabeza. Miró a su

alrededor buscando alguna cara conocida, pero no vio ninguna. Cerró los ojos, se llevó las

manos a la cabeza y la hundió en ellas como si así la protegiese del ruido e intentó

comprender qué hacía allí. De pronto le asaltó la imagen de los ojos de Marta López que la

miraban fijamente y como en una avalancha comenzaron a llegar al pensamiento cada uno de

los instantes que había olvidado desde que los ojos de Marta López se habían clavado en los

suyos. Lo recordó todo y se vio incapaz de soportarlo. Comenzó a llorar, sintió vergüenza y se

cubrió la cara con las manos. No quería que nadie se diese cuenta de que estaba llorando. Al

cabo de un buen rato decidió pasear. Se estaba ahogando y necesitaba respirar. La noche la

recibió con un viento fresco que agradeció. Caminó sin dejar de llorar hasta que ya no pudo

más. La brisa le secaba las lágrimas en la cara y los ojos comenzaron a dolerle. No sabía qué

hora era ni dónde estaba y se sentía agotada. Pensó que debía de encontrar un lugar donde

dormir, donde refugiarse. No podía volver a casa y tampoco podía pasarse la noche

deambulando sin rumbo. Pensó en la tía Ramona y el tío Antonio. Giró la muñeca buscando el

reloj, pero se dio cuenta que lo había olvidado en casa. Se había vestido tan aprisa entre las

frases entrecortadas de Ángel que acordarse del reloj habría sido un milagro. Pero debía de ser

muy tarde ya, las calles estaban desiertas y sólo de vez en cuando circulaba algún coche. No

podía ir a casa de los tíos a aquella hora, mejor buscaría un hotel. El bolso, de pronto se

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acordó del bolso. Se miró al hombro izquierdo y vio que lo tenía colgado. Al menos había

recordado cogerlo al salir de casa. No tardó en encontrar un hotel y cuando se vio encerrada

en la habitación sintió cierto alivio. Era como si se hubiera escondido del mundo, como si

hubiera huido de él y allí no pudiera alcanzarla. Si el mundo no la alcanzaba, nada de lo

ocurrido sería cierto. Tenía que escapar de la realidad como fuese porque no podía soportarla.

Se hecho sobre la cama cansada y somnolienta. Agradeció el cansancio que sentía, se sentía

capaz de dormir. Inspiró profundamente y sintió el olor de la habitación. Se recordó a sí

mismo echada en la cama de su propia habitación esperando a Ángel y la extraña sensación

que había sentido al hacer el mismo gesto que acababa de realizar. Y de pronto lo

comprendió. Era el perfume de otra mujer en su cama lo que le había resultado extraño.

Despertó muy tarde. No había corrido las cortinas la noche anterior y el sol le daba en los

ojos. Se incorporó y notó que le dolía la cabeza. No quiso pensar. Se duchó y se vistió sin

detenerse un momento. Tenía la necesidad de hacer algo que le tuviese ocupada la mente y

no le permitiese cavilar. Sin desayunar se echó a la calle a caminar. Entonces recordó cada

uno de los segundos de la tarde anterior, uno por uno. Luego pensó, pensó y pensó. Contra su

voluntad pensó, no quería hacerlo, pero no podía dominar los caminos de su mente. El sol

comenzaba a declinar cuando tomó una decisión. Volvió a casa. Y lo hizo sin temor a

encontrarse con él. Ya había tomado una determinación que era firme, inamovible. Recogió

todas sus cosas, todas las que consideró suyas. Una por una, con una frialdad y una sangre fía

que nunca hubiera imaginado que pudiese llegar a tener. Ni la patética figura de Ángel

corriendo tras ella a cada instante e implorando que la escuchase la alteró. Salió de casa con

tres maletas bien cargadas y volvió a dormir al hotel en el que había pasado la noche anterior.

El sábado se despertó en una casa extraña en una ciudad extraña en un mundo extraño.

Ella ya no tenía casa, ciudad o mundo en el que vivir. Se sentía tan vacía que ya no le quedaba

siquiera vida que vivir.

A las tres de la tarde, sentada en un tren que para ella arrancaba con destino a Orense, se

encontró como una tonta mirando un billete de avión Madrid Vigo que nunca iba a utilizar.

Aunque no le importaba el destino del viaje; lo que buscaba era sólo alejarse de allí. Lo había

decidido de repente, tenía que dejar Madrid, tenía que irse. Durante la mañana del sábado, en

la habitación del hotel había desecho las maletas y tirado todo lo que le recordara a Ángel. Al

final quedó con una sola maleta, la más pequeña y con ella, ligera de equipaje, como aquel

primer día en un tiempo que ahora le parecía tan lejano, tomó el Talgo a Orense. Luego hizo

todo el viaje con las mandíbulas apretadas hasta que dejó de sentirlas y sin derramar una sola

lágrima.

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Orense la recibió con un aguacero y no encontró ningún taxi en la estación que la

llevase a casa. Estuvo esperando un buen rato inútilmente. Ya era completamente de noche,

llovía a cántaros y la parada continuaba vacía. Entonces comenzó a llorar. Lloraba porque no

encontraba un taxi que la llevase a casa. No pudo esperar más y se lanzó a caminar

arrastrando la maleta sobre las aceras inundadas. No tenía paraguas y las lágrimas se le

mezclaron con el agua que chorreaba por las mejillas. Los ojos enrojecieron y le comenzaron

a doler como si llorase alfileres. Cuando llegó frene al portal de casa se detuvo hipando, soltó

la maleta de la mano que se le había agarrotado por el frío y el agua y se quedó quieta

mirándose la mano dolorida y llorando.

Ya habían pasado las diez de la noche y Salvador volvía a casa tras pasar la tarde en el

cine. Llevaba el cuello de la gabardina subido, los hombros encogidos y la cabeza un poco

gacha para mantener la cara seca. Se había suspendido la tradicional partida de los sábados

porque Jorge Cosme, su sempiterno compañero de juego, tuvo que asistir al bautizo de un

sobrino y como llovía, la perspectiva de pasar la tarde en casa no le resultó muy atractiva.

Miguel Pino, su también perpetuo rival, soltero, fumador y solitario como él, lo acompañó en

la tarde de cine y en una frugal cena en el centro comercial. Sin vino. Como Salvador nunca

usaba paraguas caminaba pegado a las paredes buscando la protección balcones y aleros de

los tejados. Con cabeza gacha para proteger la cara, sólo de vez en vez alzaba la vista para

asegurarse de que tenía el camino despejado. Ya cerca de casa, pensando en tomar un café y

fumar un cigarrillo en el Luna, dobló la última esquina y levantó la vista un momento.

La vio en pie, parada al lado de un cartel que indicaba la dirección al centro de la

ciudad, un poco pegada a la pared en la penumbra entre dos farolas. Se detuvo y la miró

fijamente hasta que el agua comenzó a llenarle los ojos. Estaba a unos diez metros de ella, no

más, entre los dos una cortina de lluvia difuminaba la luz pálida de las farolas y apenas podía

verle el rostro, pero tuvo la impresión de que estaba llorando. Cuando decidió caminar hacia

ella, tenía la gabardina completamente empapada y ya el agua comenzaba a calar. Sentía la

humedad que le pegaba la ropa a piel. Se le acercó y se detuvo a sólo unos pasos de distancia.

Ella parecía como ausente y él estaba convencido de que no lo había visto. Se dio cuenta de

que a su lado había una maleta. La observó palmo a palmo, el pelo chorreante caía lacio sobre

la cara, los ojos hinchados de tanto llorar y brillantes, el rostro desencajado, la ropa

completamente calada por el agua se le pegaba al cuerpo y dibujaba con extremada precisión

su fantástica geografía. Luego la miró fijamente a los ojos y, pese a la hinchazón del llanto y

la mirada perdida, tenían un brillo especial. La vio tan hermosa que se sintió asustado.

Aquella imagen de Carmen frente a él lo perturbó. Al cabo de un rato, cerró los ojos y lo que

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vio fue una persona completamente derrotada y hundida. En cierto modo se vio a sí mismo en

otro tiempo e incluso en aquel mismo tiempo y el miedo que había sentido casi se volvió

pánico. Abrió los ojos y allí estaba, tras aquella mirada tan hermosa, brillante y cegadora, la

mirada de la derrota, de la desesperanza y el fracaso. Y en el fondo, la mirada del miedo.

No supo qué hacer. Notó que se estaba quedando helado y pensó en el frío que ella

tendría. Se le acercó, cogió la maleta con su mano izquierda y con la derecha la tomó por el

brazo y la condujo a casa. Ella lo siguió como un autómata. Noto que tiritaba de frío. No se

dirigieron la palabra durante el trayecto al apartamento de Salvador. Cuando cerró la puerta

tras ellos, se arrepintió de haberla llevado allí, no porque se avergonzase de su casa que era un

lugar sencillo donde el orden y la limpieza no eran vicio sin llegar tampoco a ser virtud. Era

que no sabía qué hacer. Ella ya no lloraba, sólo, de vez en cuando hipaba como una niña. Al

fin Salvador dijo:

-¿Qué te ha pasado?

Ella calló un momento, luego contestó con voz temblorosa:

-No había ningún taxi en la estación y tuve que venir andando.

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12

Carmen dejó que se cerrase la puerta del zaguán y salió a la calle un poco aturdida.

Había dormido mal y pese a la temprana hora se sentía cansada y sin ganas de hacer nada, y

menos que nada ir a la comisaría y encontrarse con Salvador; sólo ya pensar en él hacía que

sintiese vergüenza. Vio el letrero de la Cafetería Luna al otro lado de la calle y le apeteció

entrar a tomar un café y esperar a que pasase el tiempo. Era una buena manera de retrasar lo

inevitable. Cruzó la calle y se encaminó a la cafetería, pero cuando ya iba a tirar de la manija

y abrir la puerta, la imagen de Salvador se le dibujó difuminada tras la luna. Se giró y como si

fuera de goma y hubiese rebotado contra el cristal, volvió a cruzar la calle, casi

imprudentemente. Un coche lanzó un pitido estridente a su paso. Miró el reloj. Aquella

mañana había madrugado más de la cuenta y Salvador aún tomaba su habitual desayuno en el

Luna. Caminó rumbo a la comisaría pensando que llegaría antes que él y no le gustó no podía

hacerse a la idea de esperarlo sentada frente a su mesa, y se detuvo a tomar café en una

cafetería cercana que no conocía. Al cabo de un rato, se sintió bien allí, rodeada de

desconocidos y se demoró con el café todo lo que pudo, y luego hizo lo mismo en el camino

hasta que calculó que ya sería imprudente retrasarse más.

Salvador llegó a la comisaría con la esperanza de que ella no estuviera allí. Con un

poco de suerte, habría tomado un tren y ya estaría en Madrid con un parte de baja por

depresión aguda, embarazo repentino o lo que fuera que le hubiera pasado, pero lo mejor sería

no encontrársela. Se sentía incómodo, violento con sólo pensar en ella. El domingo había

despertado tarde, la noche había sido horrible, tan horrible como aquellas otras que casi había

ya olvidado. Menos mal que había recaído con el tabaco el fin de semana anterior, sino habría

salido aquella misma noche a comprarlo donde fuera. Además hacía un mes que no probaba

el alcohol y aquella noche, a fuerza de no dormir, estuvo tentado a tomar una copa. No se

podía apartar de la cabeza la imagen de Carmen llorando desconsoladamente, con el pelo

empapado sobre la cara y la ropa completamente calada por el agua. Y cuando conseguía

olvidarse de ella, era porque le venía a la mente la imagen de Laura, de su Laura, llorando

como una desconsolada y acurrucada en un extremo del sofá con las manos cubriéndose la

cara. No podía dormir y cuando intentó leer, tampoco pudo. Ni ver la tele. Le fue imposible

concentrarse en algo. Caminó de la cocina a la cama de la cama al salón y del salón a la cama

una y otra vez. Al fin, cerca del alba, consiguió quedarse dormido, aunque despertó con la

sensación de haber pasado la noche en blanco. Era ya muy tarde. Afortunadamente, ella no

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estaba en casa, se había ido con su maleta. Se sintió un poco aliviado y procuró olvidarlo

todo. Y lo olvidó con la rutina agradable de los domingos de charla, partida y fútbol en

televisión, pero cuando al acabar el día volvió a la cama, la misma imagen de la noche

anterior y el recuerdo de Laura volvieron a acosarlo. Durmió poco y mal, con un sueño

agitado. Cuando llegó a la comisaría y no la vio, pensó que con un poco de suerte no la vería

en unos días o, mejor aún, en unas semanas y a medida que pasaba la mañana y no aparecía se

fue convenciendo de ello, pero cuando ya había decidido iniciar la jornada laboral él solo, la

vio cruzar la oficina. Vestía un pantalón ajado y viejo, pero que se le pegaba al cuerpo como

un asegunda piel y un suéter naranja de cuello vuelto y aunque iba sin maquillaje, no le

quedaban ya huellas del llanto en la cara. Ni ojeras siquiera. Estaba hermosa y radiante como

si nada hubiese sucedido. Sólo había cambiado la indumentaria que parecía menos formal que

la de días anteriores. Se sentó a su lado sin decir nada, como único saludo le dedicó una

sonrisa un tanto forzada. Pensó se encontraba tan violenta como él. La miró, le devolvió la

sonrisa y notó que en las mejillas se le dibujaban dos simpáticas chapetas.

Como ya era tarde, Carmen pensó que acaso Salvador ya se habría ido a dónde diablos

pensara ir aquel lunes, que maldito le importaba donde fuera, y con esa esperanza abrió la

puerta de la oficina. Pero lo primero que vio fue su imagen. Estaba reclinado sobre la mesa

con los codos apoyados en ella y el gesto aburrido. Se llevó una pequeña decepción, pero se

armó de valor, inspiró profundamente y se sentó a su lado. Notó que se ponía colorada y le

sonrió. No dijo nada porque estaba segura de que le iba a temblar la voz. Él tampoco la saludó

con palabras, sonrió y arqueó levemente las cejas. Notó que tenía unas ojeras espantosas.

Procuró no mirarlo y buscó algo sobre la mesa que le sirviese de escudo. Encontró el dossier

del periódico sobre Froilán Losantos y lo manoseó sin decidirse a abrirlo. Cerca de ellos vio

como Fernando Andrés, el agente cotilla, los observaba con detenimiento y se sintió más

molesta aún.

Salvador encendió un cigarrillo. Vio como ella tenía en sus manos la carpeta con los

trabajos del periodista y no dejaba de darle vueltas de un lado a otro y Fernandito no dejaba

de mirarles. Decidió que allí estaban de más y que tarde o temprano tendrían que decirse algo.

Dio una profunda calada y expulsando el humo por la boca dijo:

-Tenemos que arreglar hoy lo de Carlos.

Carmen apartó los ojos del dossier y lo miró despistada. No tenía la menor idea de qué

estaba hablando. Salvador apreció su despiste.

-Carlos Arias, el subdirector de la cárcel, nos pidió un favor, ¿recuerdas? Había un

jefe de servicios que pensaba que alguien le seguía.

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Carmen recordó y estuvo a punto de comenzar a llorar. Recordó aquella mañana de

jueves cuando visitaron la prisión, su estado de ánimo, tan diferente al de ahora, su alegría y

la maldita estupidez de marchar un día antes y sin avisar. ¡Qué felicidad vivir en la

ignorancia! Pero intentó apartarlo todo de la cabeza.

-Ya, ya me acuerdo.

-El viernes no pude… quiero decir que no tuve tiempo de rematar la faena. La

matrícula que nos dio es de un individuo de Verín. Tendremos que ir a visitarlo. Verín no está

muy lejos, una hora escasa.

Salvador se incorporó. Hablando de cuestiones laborales se sentía mejor, menos

violento. Ella no dijo nada y lo siguió cuando comenzó a caminar. Se sintió aterrorizada al

pensar que tenía que pasar una hora con él encerrada en un coche.

La radio era una buena solución para romper el silencio, pensó Salvador. Circularon a

toda velocidad por la autovía camino de Verín, cuanto antes llegasen, mejor que mejor, y

sonaba a un volumen bastante alto la música de los cuarenta principales. Cruzaron la llanura

de lo que antaño fuera la laguna de Antela y que en tiempos de posguerra y hambre desecaron

para sembrar patatas. Carmen miraba por la ventanilla el paisaje llano cubierto completamente

de campos cultivados sobre los que de vez e cuando se levantaba un pequeño otero con una

torre en ruinas. Salvador, con gesto distraído, golpeaba con los dedos el volante martilleando

al ritmo de la música. No se dijeron una palabra durante el viaje y ambos se sintieron

aliviados cuando pusieron el pie a tierra. Eran cerca de la once de la mañana y a Salvador la

hubiera gustado tomar un café y fumar un cigarrillo, pero una cafetería era un lugar en el que

no le apetecía estar con ella, siempre es menos aséptico que todo lo que sea ambiente laboral,

de modo que encendió el cigarrillo en la calle.

-Por lo que me han dicho, debe de ser por aquí- dijo y comenzó a caminar tras haber

dejado el coche mal aparcado sobre la acera.

Al cabo de un rato llegaron a una tienda de regalos, una especie de bazar donde

vendían de todo. Salvador entró decididamente, Carmen lo siguió sin saber qué era lo que

hacía en aquel lugar. Era un local oscuro con gran cantidad de productos a un lado y otro de

una especie de pasillo central, pero pulcramente ordenados. A pesar de todo lo que había,

nada parecía estar fuera de sitio. No había clientes, sólo una mujer joven tras el mostrador

dejaba pasar el tiempo con cara aburrida. Cuando los vio acercarse los recibió con una

sonrisa.

-Buenos días.

-Buenos días-. Salvador fue muy seco en la respuesta.

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-¿Qué deseaban?

-Deseábamos hablar con D. Marcelino Pérez.

El rostro de la dependienta mostró un gesto de pequeña decepción.

-D. Marcelino no está la tienda en este momento. Si yo puedo ayudarles en algo…

-Claro que puedes, dinos dónde está D. Marcelino-. La voz de Salvador sonó muy dura

y la dependienta se asustó un poco. Carmen comenzaba a sentirse tensa y a disgusto. Quiso

decir algo, pero no se atrevió.

-No sé si…-comenzó a decir la dependienta y se calló.

Salvador le mostró la documentación.

-Yo creo que sí sabes- dijo-. De modo que dinos dónde podemos localizar a D.

Marcelino Pérez.

La dependienta lo miró con evidente sorpresa, no se imaginaba para qué podía querer

aquel hombre tan mal encarado y con gesto tan agresivo al bueno de D. Marcelino, el hombre

más inofensivo del mundo, pero la actitud de Salvador la asustó.

-Ahora está en la cafetería de enfrente- dijo asustada y señalando la calle-, a estas hora

siempre toma café allí.

-¿Tardará mucho?

-Bueno, un ratito, acaba de irse ahora mismo- dijo la joven-. Si quieren…- titubeaba

un poco- pueden esperar aquí.

Salvador miró el reloj.

-No, mejor vamos a buscarlo.

La dependienta los vio salir entre aliviada y decepcionada. Era evidente que no le

gustaba tener allí alguien tan brusco como aquel hombre, aunque la mujer que lo acompañaba

tenía aspecto de ser agradable, pero por otro lado le hubiera gustado saber para qué querían a

D. Marcelino.

En la cafetería había diez o doce clientes. Tres de ellos charlaban juntos acodados

sobre la barra, otros dos leían la prensa solitarios en sendas mesas y el resto se repartía por el

mostrador de uno en uno. Salvador echó una rápida ojeada buscando a su hombre. Los tres

que charlaban juntos vestían funda azul, de modo que los descartó. Miró a los de las mesas.

Uno era un viejo con aspecto de pensionista aburrido al que también descartó. Luego ignoró a

los que ocupaban la barra y se encaminó directamente hacia un cincuentón de fino bigotito y

pelo engominado que leía el periódico en una de las mesas al lado de la cristalera.

-¿Marcelino Pérez?- preguntó cuado estuvo a su altura.

El hombre lo miró sin incorporarse y dobló el periódico con pulcritud.

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-Sí, señor- contestó. Luego se incorporó y continuó-: supongo que vienen de la tienda.

-De la tienda, sí señor. De allí mismo venimos.

Carmen notó que en la voz de Salvador había cierto tono de burla. Pero el hombre o no

lo apreció o no le importó. Se comportó con mucha seriedad.

-Esta Paquita… Es muy buena chica, pero no me soluciona ni un problema, de todos

modos, no se preocupen que yo les atenderé en lo que necesiten- dijo al tiempo que hacía un

ademán con las manos indicando el camino a la tienda.

-No somos clientes, no queremos comprar nada-. La voz de Salvador había perdido

ahora cualquier rastro de mofa y era muy seria.

La actitud del hombre cambió radicalmente. Todo el interés que se había tomado por

ellos desapareció. Si no querían comprar, seguro que querían vender, así que esperasen.

-En ese caso me van a permitir que termine mi café.

El hombre se sentó y abrió el periódico doblado ignorando su presencia. Salvador se

sentó frente a él y acercó una silla a Carmen que, sorprendida, también se sentó.

-Este señor nos invita a café-dijo.

El hombre levantó la vista evidentemente incómodo.

-Si me lo permiten voy a tomar el café y luego hablo con ustedes y me cuentan lo que

hayan venido a decirme, pero ahora les rogaría que me dejaran solo.

-No, vamos a hablar ahora.

Marcelino Pérez sonrió inquieto, sin embargo, se encontraba seguro pese a la molestia

que le ocasionaban.

-Que yo sepa no tengo deudas.

-Ni lo sé ni me importa.

Los dos hombres se miraron a los ojos y Carmen, la más asustada de los tres, miró a

ambos. El cincuentón sostuvo la mirada. Jugaba en casa y eso le daba confianza.

-Me está molestando- dijo apartando la mirada de Salvador.

-Eso me parece muy bien. Me hace pensar que sabe perfectamente que no se debe de

molestar a la gente ¿verdad que no?

-No sé que quiere decir

-Claro que lo sabe…

Quedaron en silencio. El hombre bajó la cabeza como si hubiera comprendido de qué

le estaban hablando. Su actitud cambió radicalmente, fue como si de pronto se desmoronara.

Salvador sonrió antes de hablar.

-Bueno, veo que nos vamos entendiendo y ya sabe de qué le estoy hablando.

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El cincuentón asintió con la cabeza. Comenzó a sudar profusamente y se secó la cara

con un pañuelo que sacó del bolsillo de la americana.

-En ese caso, le voy a decir algo muy importante y esté bien atento a mis palabras

porque lo que voy a decir es realmente importante para su salud: si se vuelve a repetir, no

habrá advertencias, pasaré directamente a los hechos ¿Entendido?

No hubo respuesta. El hombre bajó la cabeza. Parecía más humillado y avergonzado

que asustado.

-¿Entendido?- repitió Salvador.

-Sí-. La voz sonó como un susurro.

-Así me gusta.

Salvador se incorporó y Carmen con el rostro casi desencajado permaneció un

momento sentada hasta que reaccionó. Salieron de la cafetería sin decir más. En la calle,

salvador encendió un cigarrillo.

-Bueno, a casa, que aquí ya está todo hecho.

Carmen lo miró desconcertada.

-Pareces asustada.

-¿Me quieres explicar qué ha pasado?

-Vamos, te lo cuento por el caminó- dijo Salvador pensando que ya se sentía más

cómodo a su lado. Hablar de aquello les relajaría. Se daba cuente de que también ella se sentía

tensa junto a él. No les vendría nada mal un tema de conversación para el viaje de vuelta.

El coche había quedado aparcado al sol y cuando se acomodó en su asiento Carmen

agradeció el calor que había acumulado. Era una mañana fría y ahora comenzaba a nublarse.

Amenazaba lluvia. Se sintió cómoda reclinada en el asiento y se repantigó para el resto del

viaje. Aquella mañana había tenido que elegir para vestirse entre lo poco que tenía y había

elegido el vaquero y el suéter pensando más en el confort que en la elegancia. En realidad no

le había quedado más remedio, pues la mañana que dedicó a preparar el equipaje para volver a

Orense se había deshecho de todo lo que le pudiera recordar a Ángel, y entre todo lo que

había dejado en Madrid figuraban sus mejores trajes. Ahora, sentada al lado de Salvador que

conducía el coche de vuelta a la ciudad se arrepentía un poco, bueno, mejor así, pensó para

consolarse, vida nueva, ropa nueva.

El coche entró en la autopista y aumentó la velocidad notablemente. No había mucho

tráfico. Volvieron a quedar los dos en silencio, esta vez con la radio apagada. Carmen se

incorporó en su asiento. Comenzaba a no estar tan cómoda. El silencio comenzaba ya a

resultarle molesto cuando se decidió a hablar.

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-Espero que me expliques lo que ha ocurrido.

Salvador no la miró, permaneció con la vista fija en la carretera. Tarareaba suavemente

cuando ella habló y calló antes de responder:

-Es viernes comprobé la matrícula que nos había dado el jefe de servicios y era de ese

hombre que acabamos de visitar, Marcelino Pérez.

-Me había imaginado que era él quien lo seguía, pero ¿por qué? No parece… no sé…

es raro.

Salvador sonrió con picardía.

-No, no es raro, es homosexual y estaba ligando o acosando o yo que sé. Seguro que lo

había hecho muchas veces antes, pero en esta ocasión tuvo la mala suerte de ir a dar con un

funcionario de prisiones que se mosqueó.

Carmen lo miró un tanto sorprendida. No se esperaba eso, esperaba algo más

complicado, una venganza o algo así.

-¿Cómo supiste que se trataba de eso, que era homosexual?

-Hice un par de llamadas, alguna averiguación ya sabes.

No, no sabía. No tenía ni idea.

-Pero ¿te lo contó alguien?

Salvador volvió a sonreír, ahora con resignación.

-No, mujer. Simple deducción.

Carmen abrió los ojos como platos y dijo:

-Pero no estabas seguro.

-Seguro seguro, no. Era una deducción. Soltero, sin novias ni líos con mujeres, no va

nunca a misa, así que no era de ninguna de esas sectas católicas que no se casan. Y por

supuesto, no tenía vinculación con ningún delincuente ni ningún familiar en la cárcel.

-O sea, que no estabas seguro.

-No, ya te digo que no.

-Y has montado ese número en el bar. ¿Y si te hubieras equivocado?

Salvador chasqueó la lengua.

-No he montado ningún lío ni ningún número. Mira, el hombre se ha delatado a sí

mismo. Yo no le he dicho nada. Qué le he dicho, que está feo molestar a la gente, nada más.

Él comprendió en seguida.

Carmen calló y meditó un momento. En realidad tenía razón. Recordaba que Salvador

había sido un poco maleducado y que cuando el otro le recriminó la molestia le dijo que

estaba feo molestar a la gente, aún así sintió el deseo de contrariar a su compañero.

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-Ya. Entonces entra de lo posible que no fuera homosexual, a lo mejor era un mirón.

-A lo mejor- apostilló Salvador.

Carmen rió. Sintió la cara un poco tirante. Hacía tanto tiempo que no reía que la piel y

los músculos se le habían acomodado ya en el rictus de la pena. Entonces se sintió muy triste

y tuvo la necesidad de continuar hablando.

-¿Por qué no le dijiste que éramos policías?

Salvador disfrutaba con aquella conversación. Le hacía olvidar el mal trago que

aquella mujer le había hecho pasar la noche del sábado.

-Tú ¿a quien temes más a un policía o a un matón?

A ella también le gustaba hablar con él en aquel momento. Tenía la necesidad de

hablar con alguien, de lo que fuera.

-Si el policía no es Andrade, al matón, claro.

-Pues eso. Se trataba de asustarlo para que deje de perseguir a la gente, y los malos

asustan más que nosotros. Por cierto, ¿Quién es Andrade?

Carmen tardó en responder. Lo último que deseaba en aquel momento era recordar

nada de su pasado. No comprendía porqué había nombrado a Andrade.

-Nadie, al menos nadie que importe ahora-respondió-. Otra cosa ¿Habías visto alguna

foto de aquel hombre?

-De nuestro amigo Marcelino. No, nunca.

-Ni lo conocías.

-De nada.

-Me estás engañando. Cuando entramos en la cafetería fuiste directamente hacia él. Lo

conocías- dijo Carmen con gesto pícaro y un esbozo de sonrisa.

Salvador volvió a sonreír al oírla, pero esta vez era diferente, de plena satisfacción.

-No, no te engaño. No fui directamente hacia él. Primero miré, y además de mirar, vi,

que es lo importante. De todos los clientes Marcelino era el único que tenía una taza de café

aún llena, todos los demás habían consumido ya sus bebidas. Y la dependienta nos dijo que

acababa de salir a tomar su café. Además estaba sentado al lado de la cristalera para vigilar la

tienda. Era evidente que aquel era nuestro hombre.

Carmen lo miró pensativa y él comenzó a tararear una canción, pero ahora un poco

más alto que antes de que mantuvieran aquella conversación.

Cuando llegaron a la comisaría Salvador telefoneó a Carlos Arias para informarle que

el asunto estaba resuelto.

-No esperaba menos de ti.

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-Ni tú te mereces menos.

Ambos se oyeron reír mutuamente cada lado de la línea.

-Bueno- Salvador inició la despedida-, hasta la próxima.

-Hasta mañana o pasado-respondió el subdirector.

-Hombre, no será tan pronto.

-Seguro que sí, mañana o pasado vienes por aquí, ya lo verás.

-Si tú lo dices….

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13

La mujer vivía en la tercera planta de un céntrico edificio. En la puerta blindada, pero

de madera noble, rezaba un cartel con su nombre: Clara Fanjul. Salvador hizo un rápido

cálculo del precio del piso y se le salió de presupuesto. O ella o el muerto tenían mucho

dinero. Los recibió vestida con un traje negro impecable. Tenía ojeras y estaba un poco pálida

y demacrada, sin embargo lo ocultaba bien con un maquillaje perfectamente aplicado. Los

últimos rastros de las ojeras remarcaban más su belleza. Al mirarla, Carmen tuvo la seguridad

de que no las había borrado por completo intencionadamente. Además, la palidez del rostro le

daba un aire de misterio que se remarcaba más por el aroma a lila que emanaba.

Salvador llevó en todo momento la voz cantante. Se presentó muy circunspecto.

-Soy el inspector Montaña, ella es mi compañera la agente Martínez. La he llamado

esta mañana por teléfono.

Carmen notó que la mujer los examinaba con ojo profesional. Se miró a sí misma y se

vio vestida con el pantalón negro de micropana que le había regalado la tía Antonia y la

chaqueta de color tabaco que había salvado de la quema de Madrid porque era cálida como un

abrazo y calculó la pobre impresión que estaba causando en aquella mujer. Decidió que había

hecho una estupidez dejando la ropa en aquel hotel y que debía de comprar ropa nueva en

Orense. Saludó a la mujer con un gesto cuando su compañero la presentó y ésta los condujo a

un salón amplio y luminoso decorado con mucha sobriedad. Desde la calle llegaba muy lejano

el ruido del tráfico y de unas cercanas obras. Los sentó en una esquinera de piel, grande y

blanca, se acomodó a su lado y adoptó una actitud de espera. Parecía la mujer más segura de

sí misma en todo el mundo.

-Sentimos molestarla- comenzó diciendo Salvador-, pero como comprenderá es

absolutamente necesario.

Carmen notó que el tono de Salvador era bien diferente al que usaba habitualmente

con los demás. Aquella mujer le gustaba. O acaso le imponía como le ocurría a ella. Era una

mujer tan resuelta que en cierto modo la asustaba. Aunque seguramente a su compañero le

gustaba más que le asustaba. Era lo más probable, le resultó difícil imaginar que alguien

amedrentase a Salvador.

-Me hago cargo. Estoy a su entera disposición-. La voz de la mujer era grave y en

cierto modo rota, pero atractiva. Exactamente como cualquiera que la viera esperaría que

fuera.

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Carmen observó sus movimientos. Todos eran precisos y elegantes. Aquella era

exactamente el tipo de mujer que a ella le gustaría ser. Parecía un poco mayor que ella y acaso

también un poco más baja y delgada, pero tenía un atractivo especial y unos ojos que incluso

aquel día de marcadas ojeras se notaban vivos y de mirada profunda. La voz de Salvador la

sacó de sus pensamientos.

-Voy a serle franco. En este momento no tenemos ninguna hipótesis sobre la que

trabajar, así que voy a tener que indagar en muchos sentidos sin descartar ninguna hipótesis.

La mujer asintió.

-Comprendo.

Carmen notó que Salvador no se encontraba a gusto. Dudó antes de comenzar la

siguiente frase. Carraspeó un poco.

-¿Qué clase de relación tenía con Froilán?

El rostro de la mujer no se alteró, no mostró ningún sentimiento cuando respondió.

-Éramos pareja. No vivíamos juntos, pero compartíamos mucho y teníamos planes de

futuro.

-¿Cuánto tiempo hace que mantenían esa relación de pareja?

Clara no necesitó pensar la respuesta.

-Hace cuatro años.

Salvador hizo una anotación en la libreta y se fijó en que Carmen no había sacado la

suya del bolso.

-Bien-dijo-, me imagino que en ese caso tendrá un conocimiento bastante preciso de

los problemas que Froilán pudiera tener.

-Sé que no era un hombre muy querido, si se refiere a eso, pero tenía amigos.

Eso sí que era una sorpresa, aunque bien pensado, dios los cría y ellos se juntan.

-Me podría decir a qué amigos se refiere- pregunto Salvador con el lápiz tocando la

hoja casi en blanco de su libreta.

Fue la primera vez que la mujer se mostró un poco dubitativa y no completamente

segura de sí misma. Parecía arrepentida de haber nombrado a los amigos.

-Bueno- contestó Clara Fanjul-. Froilán y yo no nos veíamos nunca los jueves. Ese día

era para él. Lo dedicaba a una partida en casa, en su casa. Donde lo encontraron…

La mujer quedó en silencio. Salvador, que había esperado que continuase hablando y

terminara la frase, se vio obligado a preguntar:

-¿Conocía a los amigos de esa partida?

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-No-. La respuesta de la mujer fue clara y seca. El rostro se le crispó levemente, pero

en un segundo recompuso la expresión neutra con la que los había recibido.

-Ni siquiera de nombre…

Clara dudó antes de contestar:

-Froilán era muy reservado con ciertas cosas. No le gustaba hablar de esos amigos-

hizo un breve silencio-. Si le soy sincera, creo que más que amigos eran confidentes.

-Confidentes…

-Bueno, ya sabe que Froilán se enteraba de todo.

Salvador asintió. Y hasta de lo que no era cierto, pensó.

-Eso dicen.

-Yo creo-continuó la mujer- que los jueves se reunía con sus confidentes y a mí me

decía lo de los amigos porque pensaba que era mejor que no supiese nada. Me engañaba para

que no preocupase diciéndome que jugaba a las cartas-. Calló un momento y casi comenzó a

llorar, pero se contuvo-. Y ya ve- hipó levemente y con elegancia se llevó se llevó la mano

derecha al ojo para enjuagar una lágrima-, tenía razón en ser prudente.

Salvador esperó a que la mujer recuperara la compostura. No tardó mucho. Me miente,

pensó. Mientras esperaba miró al frente y desde donde se encontraba podía ver a las dos

mujeres que tenía frente a él. Intentando que ellas no se apercibieran pasó la mirada de una a

otra y en íntima conversación discutió cual de las dos era más bella. Tras breve debate, ganó

Carmen por unanimidad.

-Además de los amigos de los jueves ¿se relacionaba con alguien más?

El rostro de la mujer había ya recuperado la expresión de impasibilidad que había

mostrado durante toda la entrevista.

-Sí, tenía muchas relaciones. Froilán conocía a todo el mundo. Ya sabe, Orense no es

muy grande.

-Me refiero a alguna relación en particular más íntima que las demás.

-No, a parte de lo profesional, no. Era un hombre muy reservado.

Salvador no había conseguido anotar una sola línea en su libreta, únicamente un

solitario cuatro ondeaba en la hoja de la libreta. Tuvo la sensación de estar perdiendo el día.

Se encogió mentalmente de hombros. En realidad toda aquella investigación era una pérdida

de tiempo. Al final nadie se atrevería a ponerle el cascabel al gato. Miró a la mujer y volvió

sus pensamientos a lo que estaba haciendo.

-Tenía muchos enemigos…-dijo al cabo de un momento esperando que Clara

continuase la frase.

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Ella arrugó un poco la frente con un mohín de disgusto.

-Es cierto, pero no era un mal hombre.

Malo, no. Era el peor, pensó Salvador.

-No he querido decir eso- se excusó.

-Se había ganado muchas enemistades por decir la verdad, pero era un hombre íntegro,

eso se lo aseguro. No se habría callado por nada del mundo. Era valiente y no consentía la

corrupción o la manipulación donde él estuviese-. El rostro de la mujer volvió a

congestionarse-. Y ya ve a lo que le condujo.

Volvía a pensar que le estaba mintiendo.

-¿Quiere decir que lo han matado por algo que escribió?

-No, no lo sé…, pero. No sé por qué lo mataron, no lo sé… -estuvo a punto de

comenzar a llorar.

Salvador guardó silencio un momento y esperó a que Clara se recuperase.

-¿Recibió alguna amenaza?

La mujer afirmó con la cabeza antes de responder. Ya había recuperado el control

sobre sí misma y el conato de llanto había desaparecido de su semblante.

-Recibió alguna amenaza, pero eso fue hace mucho tiempo. Yo me asusté mucho y

creo que por eso si recibió alguna más después, no me lo dijo.

-¿Sabe de quien era la amenaza?

La mujer lo miró a los ojos antes de responder, inspiró profundamente y dijo:

-¿Le importa que fume?

Salvador casi pudo ver su rostro reflejado en las pupilas dilatadas de la mujer y se

estremeció un poco.

-No, en absoluto-contestó complacientemente.

Clara extrajo un cigarrillo de una cajita metálica que hacía las veces de tabaquera y

ofreció a ambos. Carmen negó con la cabeza.

-Si me lo permite, yo fumaré de los míos-dijo Salvador y encendió un Ducados. Luego

exhaló el humo y continuó-: me iba a decir quien había amenazado a su… a Froilán Losantos.

Clara, envuelta en el humo del cigarrillo, pareció volver de un lugar muy lejano antes

contestar:

-No, no sé quien fue. Durante un tiempo recibimos varios anónimos y alguna llamada

de teléfono. Duró poco. Luego cambiamos el número y ya no nos llamaron más. Después

también dejamos de recibir también los anónimos. Si le digo la verdad, creo que el que te

amenaza con esas cosas es que n se atreve a más. Era lo que decía siempre Froilán.

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Carmen observó cómo hablaba la mujer con el cigarrillo en la mano, el gesto al aspirar

el humo, la luz en sus labios al exhalarlo y pensó que era una lástima que ella no fumase.

-Cómo los recibían.

-Aquí aparecían en el buzón, sin sello de Correos.

Era muy lógico. Él habría hecho lo mismo. De hecho lo había pensado cuando escribió

el artículo sobre los sobornos. Era una bazofia que contaminaba a todos, escrita sólo para

atacar al Subdelegado del Gobierno. En un sobre cerrado un texto simple y claro: te voy a

joder, cabrón. Cualquiera podría haber hecho aquello y no indicaba que lo quisiera matar.

-Ha dicho que aquí los recibían en el buzón, ¿es que los recibían en algún otro lugar?

-Sí, en la otra casa. Donde… donde lo mataron. Me contó que un par de veces

encontró notas bajo la puerta.

-¿Nada más?

-Nada más.

Por ese lado no tenía nada que pudiera resultarle útil. Cambió de banda, aunque el

camino que tomaba ahora era delicado y peligroso.

-¿Conocía al senador?

Clara meditó un momento, luego dijo:

-Supongo que se referirá a…

-Sí, me refiero a Zurcidó.

-No, no lo conocía personalmente. Imaginará que no era la persona ideal para invitar a

cenar un sábado. Aunque un par de veces coincidimos en algún acto, Froilán siempre lo

evitaba.

-Comprendo, pero me interesaría saber…-Salvador dudaba-, me gustaría saber cual es

el origen del problema con el senador. Supongo que usted sabrá algo.

La mujer volvió a demorarse al contestar. Carmen la observó mientras pensaba la

respuesta. Luego miró a Salvador. Lo notaba extraño, un tanto inquieto y demasiado amable,

como si estuviera subyugado por aquella mujer. Definitivamente, le gusta, pensó y no le

extrañó nada.

-Todo el mundo sabe que Zurcidó es…- respondió al fin Clara Fanjul y dejó la última

palabra en el aire.

-Un cacique corrupto, dicen sus enemigos- continuó la frase Salvador con una sonrisa

en la boca-. Sin embargo, el mundo está lleno de corruptos y caciques y con ninguno tenía

Froilán una relación tan estrecha de odio, si me permite la expresión.

-Ya, pero, bueno el senador es más próximo…

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Vamos que no tiene ni idea o no me lo quiere decir. No, idea sí tiene. No me lo quiere

contar. Un último intento:

-No se ofenda por lo que voy a decir, pero cualquier observador imparcial pensaría que

Froilán tenía algo personal contra el senador. Sus críticas iban más allá de lo profesional…

-No hubo nunca nada personal que yo supiese-dijo ella con rotundidad casi excesiva.

Definitivamente le mentía. Decidió lanzarse:

-Sinceramente, cree que podría estar detrás de todo…

-¿Zurcido?

-Zurcidó- asintió Salvador.

En aquel momento la mujer rompió a llorar. La miró un poco sorprendido sin saber

muy bien qué hacer. Carmen lo sacó del apuro. Se acercó a ella un poco y la consoló con una

mano sobre el hombro. Luego, amorosamente, se le acercó más, casi la abrazó y le recogió

una lágrima de la mejilla con el índice. Clara hipó un par de veces y luego compuso el gesto

como pudo. No tardó demasiado tiempo en mostrar el rostro sereno. Sólo los ojos rojos y

brillantes revelaban las lágrimas.

-No puedo contestarle a esa pregunta. No sería justa con el senador-contestó ya

bastante serena.

Carmen retiró la mano del hombro, se separó de Clara y no pudo menos que recordar

que ella misma se había pasado tantas horas llorando que casi se le habían secado las

lágrimas. Le maravillaba la capacidad de aquella mujer para recuperarse.

-Bien- dijo Salvador al cabo de un buen rato-. Lamento que le causemos tanta

molestia, pero…es necesario. Ya le digo que no tenemos ninguna pista. Si lo desea,

continuamos la conversación más tarde.

-No será necesario, gracias. Estoy bien.

Era evidente que Clara pensaba que Zurcidó había matado a su hombre. Bueno, pensó,

a lo mejor tenemos suerte y ha sido el exmarido. No sabía muy bien como enfocar la pregunta

sobre él.

-Bien- dijo titubeando-, usted está separada…

Ella lo miró un tanto sorprendida. El recuerdo de su marido era tan lejano que ya lo

había casi olvidado. Que se lo nombraran en aquel momento era una autentica sorpresa.

-Sí.

-No quiero entrometerme en su vida privada, pero cuando conoció a Froilán…

La mujer comprendió, sonrió y lo interrumpió.

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-Cuando Froilán y yo nos conocimos acababa de divorciarme-. De pronto la sonrisa se

borró de su boca, pareció que el recuerdo que afloraba era doloroso-. Fue una época muy mala

para mí. Froilán fue una gran ayuda en aquel momento.

Carmen la miró con comprensión y estuvo a punto de comenzar a llorar. Hubo de

emplearse a fondo para no manifestar sus sentimientos. Agachó la cabeza para que no la

vieran, tragó saliva y se llevó las manos a los ojos como si le doliera la cabeza.

-¿Era violento?

-¿Mi marido? No, de ningún modo.

Decepción. El comentario sobre lo mal que lo había pasado había creado en él cierta

esperanza.

-Se lo preguntaré directamente. ¿Pudo haberlo matado él?

El rostro de Clara volvió a recibir una sonrisa. Sus labios rojos se arquearon antes de

contestar:

-¿Antonio? Imposible. Sería incapaz de matar una mosca-. Luego miró a Salvador un

poco sorprendida y continuó-: fue una separación amistosa. Antonio jamás dijo a nada que no,

en realidad, no sabe decir que no. Ese es su problema, pero, bueno, creo que eso no es

importante.

Salvador intentó ocultar la desilusión que le producían aquellas palabras.

-De todos modos nos gustaría hablar con él. Tengo que comprobar todas las

posibilidades. ¿Tiene algún contacto con él?

-Hace años que no nos vemos. No tuvimos hijos y ya no nos queda nada en común-

negó con la cabeza-. Absolutamente nada.

-¿Vive aquí?, quiero decir en Orense.

-No, no sé dónde vive, pero les resultará muy fácil localizarlo, es funcionario de

prisiones. Si no ha pedido traslado, trabajará aquí, en la prisión provincial.

Eso lo convertía en fácilmente localizable y muy asequible. De pronto recordó la

conversación con Carlos Arias. Hijo de puta. Él sabía que el exmarido trabajaba en la prisión,

por eso le había dicho que se verían en un par de días. Hijo de puta, repitió para sí mismo.

Luego pensó que aquella conversación no daba más de sí y que era mejor que se fueran ya. En

realidad de lo que tenía ganas en aquel momento era de ver cara a cara a Carlos Arias.

-No queremos molestarla más- dijo y se incorporó-. Gracias por su colaboración. Si

recuerda algo que pueda sernos útil…

-Les llamaré, no se preocupe- continuó Clara que también se había levantado de su

asiento y se alisaba la falda.

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Se despidieron con un apretón de manos y al bajar la escalera notó que el perfume a

lila de la mujer se le había quedado pegado.

-La hija de puta nos ha mentido- dijo a Carmen cuando ya se encontraban en la calle.

Ella lo miró muy sorprendida. Salvador le hablaba de aquella mujer de un modo que

jamás hubiera esperado. Y yo que pensaba que le gustaba, pensó. Pero su compañero se

equivocaba. Clara no mentía.

-No- negó muy seria.

-Bueno, no nos ha querido contar nada, eso es como mentir. Aunque con más finura.

-No sabe nada. No tenía ni idea de la vida que llevaba el tal Froilán.

-Vamos, eso no es posible.

Carmen pensó en sí misma. Claro que lo era. A ella se lo iban a contar. A ella que se lo

habían revelado una tarde de otoño, completamente desnuda en mitad de un pasillo y con una

brutalidad aterradora.

-Claro que es posible. No te imaginas lo posible que es- dijo con amargura-. Esa mujer

no tenía ni idea de lo que hacía su marido o lo que fuera y ha pasado un mal rato. Se sentía

violenta porque no podía responder a nuestras preguntas.

-Entonces, eso de los confidentes de los jueves- dijo Salvador sonriendo con malicia.

-Amigotes en el mejor de los casos. O mujeres- afirmó Carmen sabiendo que quizá su

respuesta estaba un poco mediada por su propia experiencia.

-O un hombre con el pelo canoso, chaquetas de colores chillones, muchos collares y

pendientes.

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En la puerta no los retuvieron apenas. Tras el cristal blindado había una mujer de

mediana edad y rostro sonriente y agradable, aunque vestía el uniforme como si fuera una

condena.

-Ahora mismo llamo a alguien que les acompañe- dijo en cuanto supo que la pareja

que tenía frente a ella eran un par de policías que querían ver al subdirector.

-No se preocupe, ya sé el camino-respondió Salvador con una amplia sonrisa y se

encaminó directamente a la escalera que conducía al despacho del Carlos Arias. Carmen

también sonrió a la funcionaria con un gesto que era algo parecido a una disculpa y lo siguió.

Cuando se giraron mujer tomó el teléfono e informó al subdirector de la visita.

La puerta del despacho estaba abierta. Salvador golpeó con los nudillos y entró. En el

interior había un hombre sentado frente al subdirector que en aquel momento hablaba por

teléfono. Cuando colgó vio a Salvador esperando en la puerta y se incorporó.

-¡Hombre Salvador! Esto sí es una sorpresa. Últimamente vienes mucho por aquí, voy

a mandar que te hagan un pase permanente. Mira te voy a presentar. Éste es Luís, nuestro

médico, probablemente tu próximo médico de cabecera- dijo y sonrió malévolamente. Luego

se dirigió al otro hombre-: Salvador Montaña. Cuando necesites un policía ya sabes dónde no

acudir.

Salvador contuvo un improperio y sonrió.

-Si viene recomendado por ti, mejor que no lo haga. Mi compañera Carmen.

El médico, un cuarentón bajo, regordete y con una incipiente calvicie tendió la mano y

los saludó con una despedida.

-Encantado. De todos modos, casi prefiero no precisar del servicio de ninguno de los

dos. Bueno, como supongo que venís a hablar de negocios, me voy a mis ocupaciones y os

dejo con las vuestras.

Salvador se dejó caer en una de las sillas y esperó pacientemente a que el subdirector

se sentara también. Cuando lo vio ya acomodado en su sillón comenzó a hablar:

-¿No dijiste el otro día que no querías ver más al funcionario que nos recibió en la

puerta?- preguntó con sarcasmo-. Pues hoy estaba otra vez ahí. Parece que no te hacen mucho

caso…

Carlos Arias se levantó como si le hubieran picado con un alfiler y dijo casi gritando:

-¡Miranda? No me jodas. Voy a matar a alguien.

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Luego salió del despacho a toda velocidad y se encaminó a la escalera. Salvador lo

siguió divertido con la mirada. Carmen, que aún no se había sentado, no sabía que hacer y

espero en pie mirando sorprendida a su compañero. Al cabo de un momento el subdirector

regresó todavía con el rostro congestionado. Se sentó tras la mesa. Carmen, ajena a todo, aún

permanecía en pie y lo imitó.

-Eres un cabrón- Carlos Arias hizo una pequeña pausa-. Y yo un idiota. Miranda hoy

no está ni de servicio.

-No voy a decir que estés completamente equivocado, porque tú un idiota sí eres, pero

yo no soy ningún cabrón, eso lo eres tú. Y no digo más cosas porque está mi compañera

delante- respondió Salvador. Luego cambió el tono y lo convirtió en burlón para continuar-:

Así que nos vemos en un par de días, así que mañana o pasado vendrás por aquí…

El subdirector estalló en una carcajada.

-¿Ves como tenía razón? Aquí estás y sólo han pasado dos días.

-Sabías que el exmarido de la mujer del periodista era funcionario de prisiones y

trabajaba aquí.

-Claro que lo sabía. Aquí lo sabe mucha gente. No es ningún secreto. Lo que me

sorprende es que tú- remarcó mucho la palabra tú- no lo supieras.

-Y no me dijiste nada, cabrón.

-No imaginaba que tenías interés en él. Además pensé que también lo sabías. Para ser

sincero, he de decir que te creía más competente- el subdirector no dejaba de reír.

-Cabronazo…

-De todos modos, no creo que tenga relación con tu caso. No creo que Antonio Mata,

el exmarido, conozca al senador Zurcidó.

-Bueno, en serio. Dejémonos de coñas. Ya te has divertido bastante ¿no? Ahora me

gustaría tener una conversación con él.

El subdirector recobró la seriedad y descolgó el teléfono; marcó y espero la

contestación al otro lado de la línea. Sin identificarse, dijo:

-Busca a Mata y que venga a mi despacho.

Luego, sin esperar respuesta, colgó. Carmen se preguntó cómo sabría el receptor del

mensaje a qué despacho enviar al tal Mata, pero prefirió no preguntar nada.

Salvador abrió la libreta y consultó sus notas.

-Por lo que sé, se llama Antonio Mata y lleva aquí en torno a diez años…

-Más o menos… Ya trabajaba aquí cuando yo me incorporé.

-Y no es mi hombre.

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Carlos Arias se repantigo en el asiento, se rascó la cabeza con la mano derecha y luego

señalando con el índice al cielo dijo:

-Yo no pongo la mano en el fuego por nadie- estiró el brazo en un gesto que quería

abarcar toda la prisión-. Como comprenderás en esta casa he visto de todo.

-Pero…

Con el mismo índice que había señalado al cielo hizo un gesto negativo.

-Sin peros. Quién conoce el corazón humano- afirmó muy serio el subdirector.

-Sin ir tan lejos, Carlos-Salvador sonrió-. Bueno, qué sabes de él, qué clase de hombre

es.

-Es un hombre muy extraño. No se trata con nadie. Desde que le pasó lo que le pasó

no ha levantado cabeza.

-Te refieres al divorcio.

-No, me refiero a lo del motín de Daroca- dijo el subdirector y calló como si ya

Salvador supiese a lo que se refería.

-Ya, claro, lo de Daroca ¿Se puede saber de qué coño me hablas?

Arias sonrió con picardía.

-Te contaré. Antonio Mata era un joven jefe de servicios con un futuro de lo más

prometedor. Recién ascendido y recién casado lo destinaron a Daroca. Allí demostró que los

que habían confiado en él tenían toda la razón. Fue un jefe de servicios excelente y todo el

mundo daba ya por sentado que muy pronto ocuparía un cargo directivo, no tardaría mucho en

ser subdirector. Además de valer, él quería un cargo de responsabilidad. Bueno, a lo mejor

quien quería el cargo era su mujer, pero eso es otra historia. Bueno, el caso es que entonces

ocurrió lo del motín. Fue una mañana en la que él no estaba de servicio, pero vivía allí mismo,

en los pabellones destinados a los funcionarios, así que la noticia del motín llegó a su casa

antes que al cuartel de la guardia civil. Como no podía ser de otra manera, se presentó en la

prisión para ponerse a las órdenes del director. Los presos que habían organizado el motín no

eran gente de muchas luces y no les llevó a los funcionarios más de un par de horas soltar a

dos enfermeras que habían secuestrado y encerrarlos a todos. Y ahí empezó el problema. Los

funcionarios estaban muy cabreados y siete internos acabaron en el hospital. Hubo una

investigación interna y a todos los que no estaban de servicio como a Antonio Mata se les

calló el pelo. Un expediente, bueno, ya sabes. Allí acabó su carrera. Como su mujer era de

aquí, se vino con un puesto de funcionario genérico de interior. Digamos que vino a que lo

enterraran en vida. Las cosas le empezaron a ir mal en el matrimonio, además creo que no

puede tener hijos, o eso dicen, que yo, la verdad, no sé. Bueno, el caso es que hace unos

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cuantos años, no sé, cuatro o cinco, se separó y su mujer se lió con ese periodista. Como me lo

vas a preguntar luego, te diré que no sé si la separación le afectó o no. Es un hombre

completamente impasible. Lo que pasa por su cabeza es un auténtico misterio

Carlos Arias acabó su exposición y calló mirando a Salvador. El silencio se extendió

entre ellos por un buen rato. Carmen pensó en la elegantísima mujer a la que habían

interrogado al día anterior y se intentó formar una idea de cómo sería el hombre del que

hablaban.

-¡Hostias!- exclamó Salvador rompiendo el silencio-. ¡Coño! Carlos, podría ser

nuestro hombre.

-Creo que no. Cuando lo conozcas cambiarás de opinión.

Salvador sabía muy bien que el aspecto de un hombre no tenía nada que vera con las

maldades de las que podía ser capaz. Era una de las primeras cosas que había aprendido en su

carrera como policía.

-¿Seguro? ¿Qué hace ahora?

-Ahora trabaja en mantenimiento. Lo tuvimos que retirar de vigilancia porque era un

problema. Se volvía neurótico a la mínima complicación. Había días que me llamaba hasta

doce y trece veces. Te lo juro. Si el jefe de servicios le decía: Antonio, vigílame a fulano y

fulano desparecía de su vista un minuto estaba ya llamando a todo el mundo como un loco. Y

a mí el primero. ¡Bendito el día que lo puse a trabajar en mantenimiento! Ahora anda con una

cuadrilla de seis o siete internos haciendo chapuzas y todo va de maravilla. Que se estropea

algo, los hombres de Mata lo arreglan en un santiamén. No falta de nada, toda la herramienta

está limpia y en su sitio. Una maravilla, ya te digo.

De nuevo el silencio se extendió por el despacho. De fuera llegaba a través de la puerta

semientornada el murmullo de la mañana, el sonido de una radio lejana que sonaba en una de

las oficinas, el ir y venir de los funcionarios y de vez e cuando, el chasquido metálico del

portón principal de la cárcel que se cerraba. Salvador se incorporó en su asiento y comenzó a

caminar por el poco espacio que quedaba en el cuarto. La cabeza le trabajaba a toda prisa.

Pese a que Carlos Arias pensaba que el exmarido tenía pocas posibilidades de ser el asesino,

lo que le había contado encajaba en un perfil muy definido: cien años tragando bilis y luego

un vómito inesperado. ¿Por qué no podía ser él el asesino? A lo mejor se había obsesionado

con el senador y estaba cerrando otras posibilidades. Formuló su pregunta en voz alta:

-¿Por qué no puede ser él?

-Por que no tiene huevos- respondió categórico el subdirector.

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Volvió a sentarse y se acomodó con las manos en la nuca meditando. Si aquel fuese su

hombre, conseguiría una salida airosa del problema en el que lo habían metido. Sonaron unos

golpecitos en la puerta que lo sacaron de su abstracción.

-Buenos días, Don Carlos, ¿Me llamaba?

-Pase, Pase, Antonio.

Salvador se volvió inpaciente a mirar y vio un hombre que acaso aún no hubiese

cumplido los cuarenta años, pero que aparentaba cincuenta al menos. Tenía la cerviz doblada

y el pelo cano y escaso. Vestía de uniforme, pero era demasiado gordo para una ropa que le

resultaba escasa por todos los lados. La cara era redonda y en los ojos, hundidos a despecho

de la carnosidad del rostro, tenía una expresión de profundísima tristeza. El hombre

presentaba un mal aspecto general a pesar de ir impecablemente afeitado y aseado y con la

ropa limpia y planchada. Sin embargo lo que más llamó la atención de Salvador fue la voz.

Era una voz un tanto aflautada, pero de una flauta desafinada que hiciese que las notas se

arrastrasen al sonar.

El subdirector se incorporó y Carmen y Salvador lo siguieron. Carmen no podía creer

lo que estaba viendo. Se había hecho una imagen del tipo de hombre por lo que había visto de

la que fuera su mujer y por lo que Carlos Arias les había contado y su imagen no correspondía

para nada con lo que tenía delante. Le era imposible comprender cómo aquellas dos personas

habían seguido caminos tan diferentes. Daba por sentado que en alguna época, todo el tiempo

atrás que hiciera falta, aquel hombre y aquella mujer habían sido almas gemelas. ¿Cómo había

podido la vida darles un trato tan desigual? Por un instante pensó en ella y en Ángel. ¿Cuál de

los dos haría el papel de aquel hombre en su propia comedia? Entonces sintió pánico. Estaba

claro que ése era su papel.

-Estos señores quieren hablar contigo-. La voz del subdirector Arias la sacó de sus

pensamientos.

Salvador se adelantó un poco y le extendió la mano.

-Subinspector Montaña. Ella es mi compañera la agente Martínez.

Cuando se saludaron, Carmen notó la mano del hombre fría como un témpano de

hielo.

El rostro de Antonio Mata se transfiguró al saber que eran policías. En sus ojos brilló

el pánico y le comenzó a temblar la barbilla. Salvador se dio cuenta en seguida.

-Es pura rutina- dijo guiado por una necesidad de tranquilizarlo que no comprendía

bien-, nada importante.

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Carlos Arias dejó la parte posterior de la mesa y abrió los brazos para abarcar a todos,

aunque sólo fuese de modo imaginario, e hizo ademán de sacarlos del despacho comenzando

a caminar él mismo. Era evidente que consideraba que su papel ya había terminado.

-Vamos a la sala de visitas- dijo mientras marchaba hacia la puerta del despacho-. Allí

estaréis mucho mejor.

La sala estaba en la planta baja del edificio de oficinas. Era amplia y luminosa. Tenía

un par de sofás grisáceos y cuatro sillas negras. En una de las paredes, escrito en gallego y

castellano, el artículo de la constitución que hablaba del sentido de las penas de prisión era el

único adorno. En el centro de la sala había una mesilla con revistas. Cuando se vieron los tres

sentados en el interior Salvador pensó que en cualquier momento aparecería la enfermera para

llamar a siguiente paciente. Le apetecía fumar, pero se contuvo. Al mirar al hombre que tenía

frente a él, le asaltó la seguridad de que no era fumador. No se planteó siquiera preguntarle.

-Quiero explicarle- comenzó a decir- que no estamos aquí para acusarle de nada.

Estamos investigando el asesinato de Froilán Losantos. Supongo que estará enterado…

El hombre asintió y guardó silencio. Salvador miró a Carmen pidiéndole auxilio. Era

la primera vez que lo hacía desde que la conocía. Pero Carmen parecía no estar allí. Antonio

Mata le parecía un ser tan insignificante que casi le incomodaba interrogarlo. Se sentía mal.

Tuvo la sensación de estar preguntanado a la hormiga si sabía quien había molestado al

elefante.

-Me imagino que sabe que su exmujer mantenía una relación con el periodista muerto-

dijo al fin tras un largo silencio intentando autoconvencerse que la imagen de aquel daba de sí

mismo hombre tenía que ser una pose. Nadie podía ser realmente así. Seguro que era uno de

esos que van de víctimas por la vida.

Antonio agachó más aún la cabeza, lo que parecía imposible.

-Sí-. No dijo más. No dio ninguna otra explicación.

Aquello no iba a ser nada fácil. Volvió a mirar a Carmen. Esta vez ella le devolvió la

mirada con complicidad. Los ojos de Salvador suplicaron por segunda vez: échame una mano.

-¿Cuánto tiempo hace que no ve a Clara?- Preguntó Carmen respondiendo a la petición

de su compañero.

-No…no…- el hombre titubeó con u trémolo en la mandíbula- no nos vemos hace

mucho tiempo. Desde que nos divorciamos.

-¿Cómo sabía entonces que ella tenía pareja? ¿Cómo sabía que estaba con otro

hombre?- volvió a preguntar Carmen con seguridad.

Buena pregunta, pensó Salvador que rió malévolamente.

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Antes de contestar Antonio ladeó un poco la cabeza y su mirada se entristeció aún

más. se estaba actuando, era el mejor comediante del mundo.

-No hizo falta que preguntase a nadie. Hubo mucha gente que se encargo de que lo

supiera desde el primer día.

La sonrisa se borró en seguida del rostro de Salvador. Era evidente que eso había

ocurrido. De pronto se sintió mal. No lo soportaba. No soportaba a ese tipo de personas que

buscaban al más débil de cada grupo para clavarle los dientes como un lobo. Y donde

estuviera Antonio Mata nadie tendría dudas de quien había sido el blanco de todas las burlas.

Con más motivo si su exmujer se liaba con un personaje famoso.

-Me imagino que le habrán gastado muchas bromas-. Salvador tiró la caña. En el

fondo, le estaba doliendo, pero tenía que pescar.

-Bueno, ya sabe cómo es la gente. Les gusta reírse de estas cosas. También se rieron

del pobre Manolo. Un verano se fue de vacaciones a Murcia y su mujer se quedó allí-. El

hombre acabó la frase con una sonrisa bobalicona.

-Así que le han gastado bromas-. Salvador insistía con el mismo cebo.

-Alguna sí, pero sin mala intención.

No podía ser. Aquel hombre le engañaba. Era imposible que una persona se hubiese

convertido algo así. Empezaba a cambiar su estado de ánimo. De apesadumbrado por molestar

a un pobre hombre pasaba a estar enfadado por sentirse engañado.

-¿Qué opinaba usted de que su mujer- empleó la palabra mujer intencionadamente-

tuviera una relación con otro?

-No me pareció mal. Nosotros no estábamos bien. Yo fui más feliz cuando se fue, se lo

juro. Nuestra vida se había convertido en un infierno. Además no me engañó nunca con él,

ella nunca haría algo así. Ya nos habíamos divorciado.

Era el pobre hombre más pobre hombre e infeliz que había visto en su vida o era un

genio de la actuación. Pero ¿por qué iba a querer engañar al mundo de aquel modo? ¿Qué

motivo tenía? Ninguno. Durante un buen rato estuvo callado y pensativo. Luego tomó la

cajetilla de tabaco en su mano y le ofreció.

-No gracias.

Salvador miró a Carmen como disculpándose y encendió un cigarrillo.

-¿Conocía personalmente a Froilán Losantos?- Preguntó exhalando el humo

intencionadamente cerca de él.

Antonio entornó levemente los ojos antes de contestar:

-No, no lo conocía.

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-¿Y no sentía curiosidad por conocerlo?

El hombre negó con la cabeza. Salvador exhaló nuevamente el humo del cigarrillo.

Esta vez más cerca aún de su cara. Antonio carraspeó primero y tosió después. Era evidente

que le molestaba, pero no dijo nada. Sólo, con mucho cuidado para no parecer maleducado, se

separó un poco de Salvador.

-Lo siento. A lo mejor le estoy molestando.

-No... no…- balbució el hombre y se retiró un poco más.

Carmen miró al Salvador con ojos inquisidores. El gesto también censuraba su

conducta. Él eludió la mirada.

-Si quiera lo apago- dijo con cierto descaro.

-No… no es necesario- contestó Antonio que ya no podía separarse más sin

levantarse del sofá.

-Sí, mejor lo apago- dijo Salvador con evidente enfado en la voz. Se sentía

francamente mal. Tenía la sensación de haber estado torturando a Calimero.

Se incorporó bruscamente y se desentendió de los otros dos comenzando a caminar

hacia la salida. Debería haberle preguntado muchas cosas más entre las que se encontraba

dónde y con quien había estado la noche del sábado, pero estaba seguro que aquella noche

como todas las demás noches de su vida aquel hombre había estado solo y en casa. Que no

tendría ninguna coartada ni ningún testigo. Por eso no preguntó más. Simplemente se fue.

Carmen se incorporó tras él.

-Nos ha sido de mucha ayuda- dijo un poco azorada cuando ya Salvador cruzaba la

puerta de la sala-. Esperamos no haberle causado ninguna molestia.

-No se preocupe, no ha sido molestia.

Carmen tendió la mano y volvió a sentir la del hombre fría y húmeda. No comprendía

cómo un hombre tan gordo podía tener las manos tan frías. Luego corrió tras Salvador. Iba tan

enfadada cuando lo alcanzó que se atrevió a recriminarlo:

-¿Se puede saber qué te pasa?

-No. No se puede saber.

No se dijeron una palabra en el viaje de vuelta. El rostro de Salvador que estaba

crispado cuando arrancó el motor fue relajándose poco a poco. El gesto de Carmen era

mohíno. No le había gustado la conducta de su compañero, pero lo apartó pronto del

pensamiento. Toda su atención se centraba en el hombre que acababan de entrevistar. A partir

de aquel momento cuando le hablasen de fracaso, el rostro de Antonio Mata sería sin duda

para ella su imagen.

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Salvador condujo con agresividad, al menos en los primeros kilómetros. Cuando se le

pasó el malhumor por haber forzado de aquel modo a aquel hombre y comenzó a reconciliarse

consigo mismo, pensó en las putadas que podía hacer la vida. Si el día que ocurrió el motín a

Antonio le hubiesen tenido que operar urgentemente por una apendicitis, probablemente se lo

hubieran presentado como director de la prisión o algo parecido. Y sería un hombre mucho

más alto, delgado y con el rostro altivo y armonioso.

En cuanto puso el pie en tierra, Salvador encendió un cigarrillo. Se moría de ganas de

fumar. Había salido con tanta prisa de la prisión que no había tenido ni tiempo de encender

uno de camino al coche. Y durante el viaje no quiso romper el tácito acuerdo que tenía con

Carmen. Ella lo miró encenderlo y parecía recriminarle aún algo con la mirada.

-Lo siento- dijo Salvador- A lo mejor he sido un poco grosero.

-A lo mejor.

-Bueno… es que ese hombre me ha sacado de quicio.

¡Pobre hombre! ¡Qué culpa tendría! Pero si es un bendito. Y te has pasado con él.

Salvador, a su modo, se sinceró:

-En realidad eso ha sido lo que me ha cabreado. Y eso que no me quedaba más

remedio que hacer lo que hice.

Carmen lo miró sorprendido. Iba a preguntar por qué decía aquello, pero Salvador se

le adelantó.

-Algún día te lo explicaré- dijo y dio una gran calada al cigarrillo que tenía en la mano

izquierda.

Ella lo miró mientras se alejaba del coche. Durante un segundo, durante un segundo

nada más, tuvo la sensación de que quien se alejaba de ella era Antonio Mata. Luego se le fue

la idea de la cabeza. No sabía siquiera cómo se le había ocurrido, no tenía ningún sentido.

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15

Carmen despertó en un lugar extraño y se preguntó qué hacía fuera de casa. Miró la mesita de

noche que no era la suya, la lámpara del techo, fea y anticuada, las cortinas que caían al suelo

en una pura arruga. Todo era diferente a lo que había se había encontrado día tras día al

despertar. No reconocía nada de lo que veía como suyo y tardó un buen rato en darse cuenta

de que en realidad sí estaba en casa. Ese era su nuevo hogar. El único que tenía. Entonces se

acurrucó, abrazó la almohada y comenzó a llorar. Le invadió una tristeza tan grande que no

cabía en su interior y desbordaba por toda la habitación que también pareció volverse lúgubre

y sombría pese a la fría luz de la lámpara que le molestaba en los ojos llorosos. Intentó

calmarse, pero no pudo. Se dio cuenta de que estaba perdiendo el control. El llanto había

tomado vida, salía de sí misma sin que lo pudiese evitar. Intentó levantarse, pero sólo

consiguió quedar sentada en la cama. Después se dobló sobre si misma con los brazos

cruzados sobre el pecho y se dejó ir. No hizo ningún esfuerzo por reprimirse y perdió la

noción de todo lo que le rodeaba. En aquel instante, desapareció ella y desapareció el mundo

exterior. Todo se diluyó en su padecer. Luego, mucho tiempo después, tuvo conciencia de sí

misma por el dolor que comenzó a sentir en la espalda doblada. Había dejado de llorar. Tenía

los ojos hinchados y le dolía la cabeza además de la espalda. Hipando aún miró el reloj. Hacía

ya mucho tiempo que debería haber estado ya en la comisaría. Intentó apresurarse, pero luego

pensó que ya era imposible recuperar el tiempo perdido, de modo que intentó calmarse antes

de preparar su salida de casa.

Cuando se miró al espejo no se reconoció. Aquella mujer que le miraba desde el otro lado

del cristal no era ella. Era una mujer envejecida, fea y derrotada. Parecía que hubiesen pasado

por ella veinte años entre aquella noche y las pocas horas que llevaba vividas aquella mañana.

Además era como si el tiempo hubiera pasado por ella sin piedad, maltratándola y la hubiese

vuelto fea. Tenía los ojos rojos y los párpados hinchados; los labios casi amoratados y el

rostro pálido. Unas ojeras que hundían sus ojos en un abismo dibujan el rostro perfecto de la

desesperación y de la derrota.

Se apartó del espejo y comenzó a llorar de nuevo. La tristeza que sentía se mudó en

compasión por sí misma. Y lloró más. No podía haber nadie más desgraciado que ella, pensó

y con aquel pensamiento el rostro de Antonio Mata le cruzó ante los ojos cerrados. El rostro

redondo y sin otra expresión que la de la derrota que había visto el día anterior. Y le invadió

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el pánico. En eso se iba a convertir. Ella era él. Estaba al borde de un abismo sin fondo e iba a

dar el primera paso.

Se sorbió los mocos. Se lavó la cara y miró al espejo. La mujer vieja y fea seguía allí, pero

se le habían borrado todas las huellas de la derrota.

En un instante había comprendido que si se dejaba deslizar por aquella pendiente, llegaría

un momento en el que no podría parar. El de cuesta abajo era el camino fácil y tentador, pero

también el peligroso.

A fin de cuentas ¿qué le había pasado? Que había perdido su casa y su pareja… bueno, le

quedaba la vida. No tenía un cáncer ni ninguna otra enfermedad criminal que la estuviera

matando y sí tenía mucho tiempo por delante.

Había sido sólo un instante, un fogonazo en el cerebro, pero lo había visto claro. Qué

estúpida, haber estado a punto de tirar la vida por la borda.

Tardo casi una hora en volver a mirarse al espejo. Para entonces al otro lado ya había una

mujer hermosa y joven. Como ella había sido siempre, como siempre se había visto. La tarde

anterior la había dedicado a recorrer la ciudad buscando ropa con la que reponer su armario y

había comprado en Verino un traje negro que le pareció precioso. Qué mejor ocasión que

aquella, que estrenaba vida, para estrenar también el traje.

Juró por lo más sagrado que nunca más volvería a llorar por Ángel. Ni a acordarse de él. Ni

siquiera para odiarlo. Luego se dio cuenta de que no cumpliría el juramento, pero no le

importó. En aquel momento estaba ganándose de nuevo para sí misma.

Mientras en pie, frente al mostrador del Luna, miraba estúpidamente la taza que acababa da

vaciar y daba la primera calada al cigarrillo, Salvador pensó que, bueno, vale, la vida es corta,

pero a veces tiene una intensidad tal que compensa la brevedad. Aquella era una de esas

ocasiones. Desconocía el motivo, pero se sentía intensamente feliz por estar vivo, por haber

pisado la calle aquella mañana, haber sentido el frío en la cara y hasta por el acceso de tos que

tuvo al levantarse. Miró el cigarrillo al recordar la tos y pensó que maldito el día que había

fumado el primero. Ahora no podía comprender la vida sin tabaco. Recordaba los días que

había pasado sin fumar como muy malos días, pésimos días. Pero hasta aquella sensación de

vacío que le producía la abstinencia del tabaco le pareció digna de ser vivida; como las ganas

de de vez en cuando le asaltaban de beber una cerveza. Luego dejó de lado sus pensamientos

y se enfrascó en la lectura del periódico antes de encaminarse a la comisaría. No había

novedades en la ciudad. Sólo el asusto de la urbanización del Polígono Sur que se trataría la

semana siguiente en el pleno y creaba controversia. Se imaginó lo que daría de sí el pleno en

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manos de Froilán Losantos. Otro artículo memorable en el libro de los mejores insultos. En un

asunto polémico como ése y en el que estaba implicado el senador Zurcidó se movería como

pez en el agua. Al recordar al periodista se dio cuenta de que era ya tarde. Miró el reloj, pagó

y se fue caminando calle arriba con las manos en los bolsillos y otro cigarrillo en la boca.

No le extrañó, pese a la hora que era, que Carmen aún no hubiese llegado. En el poco

tiempo que habían trabajado juntos se había dado cuenta de que no era muy amante de la

puntualidad. Ni del trabajo. En eso se parecía a él. Pero él se consideraba más moderado en el

ejercicio de aquellas dos virtudes. En espera de su compañera dedicó el tiempo a hacer

relaciones sociales. Era la mejor manera de tomarle el pulso a la comisaría. Y de paso al

estado de ánimo del comisario. Cuando ya se cansó, o los demás se cansaron de él, decidió

salir a tomar algo. Además era mejor que no le vieran demasiado tiempo en la comisaría. Se

demoró intencionadamente en la cafetería Nevada. Ahora leyendo la prensa nacional. Llevo

toda la mañana esperándola, pues que me espera ella a mí.

De vuelta en la oficia, se encontró con su asiento vacío. Miró el reloj. Se dirigió a

Fernando Andrés para preguntar por ella. Si el no la había visto, era que no había llegado aún.

-No, no la he visto. Pensé que ya andaríais por ahí los dos-respondió Fernando.

-Pues ya ves que no.

Lo dejó y se fue a su mesa. Se sentó y se limitó a esperar, pero mientras esperaba, le asaltó

la imagen de Carmen empapada en mitad de la calle y llorando como una desconsolada. No

habrá hecho ninguna tontería, pensó. En seguida desechó la idea por estúpida. Encendió un

cigarrillo y antes de apagarlo miró el reloj tres veces. No podía dejar de pensar en ella

llorando aquella maldita noche. Se la veía mal, se decía a sí mismo. Se lamentó de no ser más

hábil en sus relaciones personales y haberse interesado un poco por sus problemas. Pero eso

no tenía solución. Siempre había sido así.

A lo mejor había telefoneado para decir que estaba en cama y no podía venir. No, si así

fuera, ya se lo habría dicho Fernando. Bueno, lo mejor era cerciorarse.

Lola con la espalda tiesa como si se hubiera tragado el palo de una escoba consultaba un

ordenador cuando se le acercó.

-Mi compañera, Carmen, la nueva, no habrá dejado ningún recado.

-No- respondió la quebrada voz de la secretaria.

Lo sabía. Fernandito no falla.

Tomó una decisión repentina.

-Tú tienes su dirección ¿no?

-Claro.

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Dejó la comisaría con el ánimo un poco encogido. Sabía que no le había ocurrido nada y

que no había hecho ninguna tontería, pero no conseguía que la lógica se impusiese en su

pensamiento. Descubrió que eran vecinos, ella vivía un par de números más abajo frente a su

portal. Por eso la encontré la otra noche al lado de casa, pensó.

Llamó al timbre. No hubo respuesta. Insistió. Luego, llamó al azar a un timbre cualquiera y

le respondió una voz femenina.

-Policía-dijo y milagrosamente la puerta se abrió.

A la llamada del timbre de la puerta del apartamento también respondió el silencio.

Comenzaba a preocuparse. Y ahora parecía tener motivos. Se apagó la luz del pasillo y quedó

a oscuras. Dio la luz y volvió a insistir con el timbre. Justo en el momento en que llamaba se

abrió la puerta que estaba justo a su espalda, la del apartamento que había frente al de

Carmen. Se volvió y vio una mujer ya mayor y muy bien vestida.

-Acaba de salir- dijo la mujer-. Me la he encontrado al volver a casa con la compra.

-Gracias.

-Buenos días- se despidió la mujer y lo dejó mirando la puerta del apartamento.

Su primer pensamiento fue que había sido un idiota. El segundo salir de allí

inmediatamente. Mientras bajaba la escalera a grandes saltos pensaba en la cara que se le

habría quedado si llega a llamar un momento antes y Carmen le hubiese abierto la puerta.

¿Qué le habría dicho? Estaba preocupado por ti, como el otro día te vi tan deprimida. Sentía

que había hecho el ridículo. Menos mal que nadie más que él lo sabía.

Cuando llegó a la comisaría le sorprendió no encontrarla sentada frente a la mesa. A quien

sí vio fue a Fernando Andrés.

-¿No ha venido Carmen?- preguntó.

-No.

-Que raro.

Se queda dormida y tiene la santa cara de entretenerse. Seguro que está tomando un café

tranquilamente, pensó.

Se sentó y fumó un cigarrillo. Al cabo de un buen rato apareció por la puerta. La miró y se

sintió completamente imbécil. Llevaba un traje negro que dejaba ver la magnífica estructura

de sus piernas vestidas por medias negras también. Pese a lo enfadado que estaba no pudo

dejar de dedicar un instante a disfrutar de su belleza.

Ella se sentó a su lado y le dedicó una sonrisa. Estaba muy maquillada y tenía un brillo en

los ojos que hacía que su mirada fuese diferente.

-Es un poco tarde ¿no?

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Carmen miró el reloj. Era realmente tarde.

-Tenía jaqueca

-Jaqueca.

-Sí, jaqueca. Dolor de cabeza.

Salvador estaba de un humor de perros.

-Pues, ¡ala! Vamos a la calle que el aire fresco te sentará bien- dijo y se levantó sin

esperarla.

Salvador habitualmente caminaba despacio y con las manos en los bolsillos, pero aquella

mañana lo hacía realmente rápido. A carmen casi le costaba seguirle. Dejaron la comisaría, él

delante y ella tras él, y se adentraron en las calles del centro de la ciudad que a aquella hora

estaban llenas de gente. Cruzaron el parque de San Lázaro y cuando llegaron a la zona

peatonal, Salvador disminuyó un poco el ritmo. Jaqueca, pensaba, y yo preocupado como un

gilipollas. Se queda dormida y dice que tiene jaqueca. Carmen aprovechó el cambio en la

marcha para recuperar el aliento y caminar un poco más cerca de él. Lo miró de perfil vio las

arrugas marcadas en la frente y el gesto huraño y pensó: Pero qué le pasa a éste hoy. Vaya día

que tiene. Cómo se pone por un par de horas de retraso.

Llegaron a la Plaza Mayor en el reloj de la catedral sonó la campanada de la una. Salvador

se detuvo y miró el suyo. Era buena hora para buscar a Jalid. Ya se habría levantado.

-Siento haberte tenido esperando-dijo Carmen aprovechando la parada. No se habían

dirigido la palabra durante todo el paseo y prefería no seguir así.

La miró. Pese al maquillaje aquella mañana tenía el rostro pálido cuando llegó a la

comisaría. Con la carrera que había echado tras Salvador había cogido algo de color. Al

hablar vahaba y parecía una estrella de cine de los años cincuenta exhalando el humo de un

cigarrillo. A lo mejor le dolía la cabeza de verdad. De todos modos, es igual, no es culpa suya

que yo me preocupe sin sentido.

-No te preocupes.

-Prometo que no volverá a pasar. Seré puntual.

Salvador sonrió.

-Volverá a pasar, pero no tiene importancia.

Carmen le devolvió la sonrisa. Salvador encendió un cigarrillo, lo colgó de los labios,

metió las manos en los bolsillos y comenzó a caminar lentamente. No comprendía bien cómo,

pero estaba de un humor excelente.

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La Plaza Mayor, toda ella rodeada de soportales, estaba construida sobre una pequeña

pendiente. El ayuntamiento parecía presidirla pese a estar en la parte más baja de la pendiente.

Hacia allí comenzó a dirigirse Salvador. Carmen caminó a su lado.

-¿Dónde vamos?

Antes de responder, con la mano izquierda retiró el cigarrillo de la boca.

-Vamos a dar una vuelta por ahí- dijo y extendió la mano abarcando todo el barrio viejo

que se extendía frente a ellos-. Tenemos que encontrar a un amigo.

No hubo más explicaciones. Caminaron por calles estrechas con pisos de piedra y musgo

viejo en las esquinas. Entraron en una zona llena de bares, añejos todos, que comenzaban a

abrir a aquella hora. Salvador caminaba despacio mirando pacientemente en el interior de

cada uno. Carmen con su traje impecable estaba ten fuera de lugar allí como un maniquí que

alguien hubiera depositado en aquellas calles. Al cabo de un buen rato Salvador aumentó un

poco el ritmo y se giró deshaciendo el camino.

-Tenemos que ir a misa- indicó.

Carmen no respondió. Lo siguió en silencio, pero al cabo de un rato cansada de caminar

dijo:

-Si me dices qué buscamos, a lo mejor puedo ayudarte.

-Va a ser difícil. Buscamos a un individuo que no conoces.

Cruzaron de nuevo la Plaza Mayor y llegaron a una plazoleta que se extendía entre una de

las esquinas de la catedral y otra iglesia. Se dirigieron a la iglesia, a la que se accedía por una

pequeña escalinata. En ella se sentaba un joven que pedía limosna. Salvador le hizo un gesto

con la cabeza y el joven se levantó y se les acercó arrastrando la pierna izquierda y caminando

muy lentamente.

-La semana pasada arrastrabas la otra pierna, Jalid.

El joven sonrió y enseñó un montón de dientes sucios y podridos.

-Muntaña-dijo casi riendo-. Sólo tú te fijas en eso. Los otros no lo saben.

-Jalid, te presento a mi compañera. También es policía.

El joven rió de nuevo y negó con la cabeza. Vestía una gabardina tan sucia que era

imposible adivinar el color original y un gorro de lana tan calado que casi cubría las cejas.

-No, Muntaña. Mujer no policía.

-Sí, Jalid. Aquí mujer también policía. Llevas ya muchos años aquí para saber eso- replicó

Salvador. Luego se volvió a Carmen y continuó-: este es Jalid. Jalid y yo nos conocemos

desde hace mucho tiempo. Para ser exactos llegamos juntos a Orense. Yo fui el primer policía

que lo detuvo, ¿verdad Jalid?

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Jalid asintió. Carmen notó que olía a orines.

-Además- continuó Salvador- fue mi primer delincuente en Orense, mi primera detención.

Jalid y yo somos almas gemelas.

Carmen estuvo a punto de decir que eso era evidente, pero se contuvo. Se limitó a sonreír y

a separarse un poco del pedigüeño. Apestaba.

-Además Jalid se entera de todo lo que pasa, ¿verdad?

-Hay que estar atentos a todo, Muntaña.

-Y luego me lo cuenta a mí. Qué sabes de una star de nueve milímetros. ¿Ha habido alguna

venta últimamente?

-Nada nuevo. Muntaña, tu sabes que esos hierros se mueven mucho. no me puedo enterar

de todo.

-¿Seguro?

-Seguro. Jalid no te engaña.

No poco.

-Y lo del periodista… ¿Sabes algo?

-No fue nadie de aquí.

-¿Seguro?

-Seguro seguro. La gente ha hablado mucho. Nadie sabe nada. Fue gente de fuera. Seguro

seguro, Muntaña.

-De todos modos…-dijo Salvador

-Aguza el oído- interrumpió Jalid como si le hubieran repetido la frase mil veces.

-Pues eso- finalizó la conversación Salvador al tiempo que entregaba un billete.

El joven los dejó y se volvió a la escalinata de la iglesia caminando muy despacio. Carmen

se fijó en que arrastraba la pierna derecha.

-No es cojo- dijo.

-No- respondió Salvador divertido.

-Lleva una ropa suicísima.

-Tú también estarías así si vivieras donde él.

-Y apesta.

-Es que hace mucho tiempo que no lo detienen.

Acabaron la mañana sentados frente a frente en la oficia de la comisaría. Después de un

largo silencio, Salvador levantó la cabeza miró a Carmen y dijo:

-Bueno, creo que ya lo hemos hecho todo. Poco nos queda más.

Carmen le devolvió la mirada con gesto inquisidor.

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-Me refiero al caso- explicó Salvador-. Si te doy mi opinión, ha sido un encargo. Un

profesional portugués, tres tiros y de vuelta a Lisboa. No aparecerá nunca. Si te parece

mañana mismo, le preparamos un informe a Pombal a correr.

-Bueno-respondió Carmen. Realmente no sabía qué decir.

-Pero eso será trabajo para la próxima semana que hoy es viernes. Tengo que prepararme

para mis partidas en el Luna; me juego el honor. Además ¿Tú no tienes prisa hoy para coger

un ten o un avión o lo que sea para salir de aquí volando de aquí?

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16

Carmen abrió la puerta y se encontró con un ambiente que no esperaba. Había estado en

varias ocasiones en la cafetería Luna, pero siempre temprano, en las primeras horas de la

mañana. Entonces la cafetería estaba llena de trabajadores de todo tipo y especie,

funcionarios, empleados de banca, profesores de una cercana academia, algún que otro

alumno y un par de obreros de los de funda azul que ya la llevaban puesta a tan temprana

hora. Sin embargo, aquel sábado a las cuatro de la tarde, el ambiente era completamente

diferente. En vez de llenar la barra del bar, como ocurría cada mañana, los clientes ocupaban

las mesas que se extendían por todo el local. Casi todos sentados en grupos de cuarto

alrededor de un tapete verde y con un par de mirones a la espalda. Cada mañana, casi la mitad

de los clientes eran mujeres; aquella tarde, hasta que ella entró, no había ninguna en la

cafetería. Lo que sí había era una neblina azulada que se elevaba hasta pegar con el techo. Y

en lugar del silencio comedido que permitía escuchar las noticias de la mañana en el televisor

u ojear la prensa con tranquilidad, había una algarabía que la alteró. De modo que cuando la

puerta se cerró tras ella, pensó que se había equivocado de lugar. Lanzó una mirada la local

para ubicarse y cuando se cercioró de donde estaba, dio media vuelta y se fue. Había sido un

error entrar allí.

El aire de la calle le sentó bien. Sólo había estado un instante en la cafetería, pero el ruido

y el humo la habían aturdido. Soplaba viento y algunas de las gotas de lluvia que habían

comenzado a caer le mojaron la cara. ¡Qué estúpida! ¿Por qué no entraba y se dirigía

directamente a Salvador? ¿Por qué se asustaba por aquel ambiente? Sólo era extraño, nada

más. No había visto a Salvador, pero estaba segura de que estaba dentro. Él mismo se lo había

contado la mañana del viernes poco antes de despedirse. Los fines de semana por la tarde,

partida de cartas en la cafetería Luna. El Luna, como él decía.

Pensó en dejarlo y caminó unos metros calle arriba, pero se detuvo en seguida e hizo

ademán de girar. Volvió a detenerse. Había pasado la mañana dándole vueltas a la cabeza y al

fin se había decidido, era una tontería volverse a atrás justamente ahora. Tenía que ser

valiente. Se trataba de entrar en una cafetería y hablar con Salvador, no de tirarse en

paracaídas. Desde que la tarde anterior se había encontrado con Clara Fanjul, la desconsolada

pareja de Froilán Losantos, no hacía más que darle vueltas a una idea en su cabeza. Dos veces

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la había visto y notó que las dos veces la mujer se encontraba tensa. Era evidente que no le

había gustado nada ninguno de los dos encuentros.

La tarde del viernes, adormecida en casa y sin saber qué hacer, le había asaltado una duda.

No estaba pensando en Ángel ni en nada relativo a su pasado reciente, era demasiado pronto

para romper la promesa que se había hecho a sí misma, pero era evidente que su

subconsciente trabajaba. El pensamiento le llegó viendo un programa de televisión de cotilleo

y no alcanzó a comprender la asociación de ideas que le había llevado a ello. Pero lo cierto

fue que comenzó a pensar que si con ella no usaba condón quién le decía que con la otra lo

usaba. Hijo de puta. Y se le había engañado con una, bien podía haberle engañado con más.

Podía haberle contagiado cualquier cosa. Bueno, intentó tranquilizarse, era poco probable.

¡Pero era posible!

A las cinco, tras tres llamadas infructuosas, había conseguido una cita con un ginecólogo a

las siete de la tarde. Por primera vez en su vida había comenzado a insultar a alguien de aquel

modo. Hijo de puta, hijo de puta e hijo de puta. En voz alta y sin importarle que los vecinos

pudieran oírla. Pensó que acaso se le estaban pegando los modales de su nuevo compañero de

trabajo. O acaso resultaba que era la primera vez que alguien la había engañado de aquel

modo.

Estaba tan ansiosa que llegó a la consulta del médico con media hora de antelación. En la

sala de espera había cuatro personas. Entre ellas, Clara Fanjul. Se miraron, se saludaron y, por

la sonrisita social que Clara le dedicó, se dio cuenta de que no le había gustado nada que la

encontrase allí. Bueno, pensó, hay gente para todo, pero tampoco hay motivo para

avergonzarse por una revisión ginecológica. Decidió que lo mejor era no dirigirle la palabra,

así que se sentó donde no resultase fácil ni necesario dialogar. Durante un rato la observó

discretamente y le pareció tan elegante como el día en que la había conocido, pero parecía

como si sus movimientos fuesen un poco más torpes y tensos. Pensó que se debía a que se

sentía incómoda por su presencia allí. Eso la convenció de que el día de la entrevista en su

casa no les había mentido. Aquel día, a diferencia de esa tarde, estaba completamente

relajada. Luego, agobiada por sus propios problemas, se olvidó de ella.

Cuando llegó su turno, el médico la escuchó, la exploró y la tranquilizó. Sí, había que

hacer unos análisis, pero en principio no había que preocuparse. A las ocho de la tarde sabía

exactamente lo mismo que cuando entró en la consulta, pero como se lo había dicho un

extraño con fama de sabio y aspecto de serlo realmente, salió relajada y, eso sí, con una receta

en la mano.

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Tranquila ya y exhalando confianza había optado por dejarse llevar por la noche que desde

hacía ya un buen rato había reinaba sobre la ciudad y había paseado sin rumbo por las calles

peatonales llenas de tiendas y de gente que iba de una a otra. A aquella hora y un viernes,

todo, la calle, las tiendas, estaba atestado. Caminando por aquellas calles tenía una sensación

de irrealidad. Veía parejas cogidas de la mano, pandillas de adolescentes, viejos, niños que se

movían a su alrededor y le pareció que todo, las calles, las tiendas, era un decorado. Que las

personas que veía eran figurantes y ella misma un figurante más, una pieza de la tramoya de

no sabía qué historia. Pero al detenerse y observarlo todo, notó que era un decorado hermoso.

Ojala la historia que corría que ambientaba pudiera ser tan hermosa como él.

Perdida en sus pensamientos había llegado frente a una farmacia. Las calles ya

comenzaban a vaciarse y decidió comprar los óvulos que le habían recetado e irse a casa. Era

una de esas farmacias que tienen servicio permanente, de modo que, como ya las demás

habían cerrado a aquella hora, estaba llena de gente. Parecía que había habido una catástrofe

natural que hubiese destruido todos los biberones de Orense porque vio a tres hombres

jóvenes, uno tras otro, salir con un biberón en la mano. Esperó a que la atendieran dejando

vagar la mirada entre las imitaciones de vasijas antiguas con la que estaba decorada y al cabo

de dos biberones más despachados por la dependienta vio a Clara Fanjul esperando. Clara no

la había visto a ella. La observó y era la misma que había conocido el primer día. Ya no le

quedaba nada de la inquietud que había mostrado en la consulta del médico. Clara no la vio a

ella hasta que la manceba le despachaba la receta que había tendido. Carmen se adelantó en el

saludo con una sonrisa:

-Parece que hoy nos encontramos en todos los sitios.

Clara le devolvió una sonrisita forzada y falsa. La misma que le había dedicado en la sala

de espera.

-Bueno, ésta no es una gran ciudad…-dijo y recogió rápidamente la cajita que la

dependienta comenzaba a empaquetar-. Deje, no hace falta que lo envuelva, ya lo llevo en el

bolso.

Aquel gesto un tanto brusco hizo que Carmen se fijara en el medicamento que le habían

despachado. Grabo su nombre. Wartec. Vaya nombrecito, pensó.

Clara se despidió de ella casi precipitadamente y un tanto azorada.

Luego Carmen pasó parte de la mañana del sábado dándole vueltas a aquel nombre y a la

extraña conducta de Clara Fanjul hasta que tomó una decisión.

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Y por eso estaba allí. Parada como una tonta a diez metros de la puerta de la cafetería la

Luna y mojándose con la lluvia que comenzaba a caer. Tenía que hablar con Salvador. Para

eso había ido allí. De modo que entraría en el local, lo buscaría y… Bueno, lo que fuera.

Abrió la puerta con una decisión que le duró tres segundos al cabo de los cuales se vio

parada al lado de la máquina expendedora de tabaco sin saber muy bien qué hacer. Seguro que

todo el mundo la estaba mirando. Al fin caminó a la barra del bar y se acomodó en uno de los

taburetes. El camarero se le acercó en seguida. Fue el único que se percató de su presencia.

Todos los demás permanecían absortos en sus charlas y sobre todo en sus juegos.

-Un café con leche, por favor.

Salvador estaba sentado de espaldas a ella, un poco girado a la izquierda y no podía verla.

Mientras tomaba el café lo observó un buen rato mientras se decidía a abordarlo. No estaba

muy lejos de él y pudo estudiarlo bien. Pese a no verle la cara podía imaginar cada una de sus

expresiones por los movimientos que hacía y por lo que podía escuchar de su voz sobre la

algarabía del local. Sabía que tenía un cigarrillo en la boca, aunque no lo veía y lo imaginaba

guiñando el ojo izquierdo que era el lado hacia el que inclinaba siempre el cigarrillo cuando

fumaba con él en la boca. Vio que sobre la mesa había tres copas, dos con hielo y una ya

vacía, pero ninguna al lado de Salvador. Intuía que entre él y el alcohol había una vieja

relación que presumía tempestuosa. Luego se fijó en los compañeros de juego y concluyó que

todos eran clones de un mismo patrón. Cualquiera de ellos podía haber sido su compañero.

Todos eran diferentes, no se parecían en nada, sin embargo, a ella le resultaban exactamente

iguales en todo. Estaba segura de que compartían lenguaje, pasiones, fobias y filias.

Después esperó sentada junto a la barra con la esperanza de él la viese. Pero Salvador

estaba completamente absorto con el juego y no prestaba atención a nada más. Al cabo de un

buen rato y con la taza de café vacía a su lado, se decidió al fin a dar el primer paso. Dejó su

atalaya y caminó lentamente hacia él. Se colocó a su espalda y lo observó unos instantes.

Luego dijo:

-Buenas tardes.

Salvador se volvió y la miró. A su expresión asomó inmediatamente la sorpresa. Dos

segundos después, el fastidio. Había comprendido que algo no estaba en su lugar y que

aquella tarde no podría finalizar su partida.

-¡Carmen!

Dejó el mazo de cartas que tenía en la mano sobre la mesa y se incorporó.

-¿Ocurre algo?

Carmen hizo un gesto con las manos para tranquilizarlo.

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-No, nada-respondió-. Bueno, sí, pero no es nada grave.

Salvador se separó un poco de la mesa y se situó a su lado volviéndose hacia los

compañeros de partida.

-Esta es mi nueva compañera en el trabajo, Carmen. Carmen, estos son mis

compañeros de partida y, bueno, si no fuera porque ahora mismo se están muriendo de

envidia, se podría decir que mis amigos-. Sonrió, hizo una pequeña pausa y luego comenzó a

citarlos por su nombre-: Jorge, Miguel, Anselmo.

Los tres devolvieron el saludo.

-Lo siento, chicos, el deber me llama…-continuó Salvador.

-¡No! No, por favor- intervino rápidamente Carmen-. Yo no tengo prisa, puedo esperar

Jorge Cosme, el que parecía el mayor de los cuatro se incorporó y dijo:

-Por favor, por una mujer como tú disculpamos a Salvador el tiempo que haga falta.

En las mejillas de Carmen se formaron dos chapetas que además de bella la

convirtieron en deliciosamente atractiva.

Salvador dedicó una mirada asesina al compañero de juego. Luego se giró hacia ella y

dijo:

-Vamos, aquí hay demasiado ruido para hablar. ¿Has tomado algo?

-Sí, un café.

-¿Pagaste?

-No, pero no te molestes ya pago yo.

-No es molestia. Pagan ellos-. Se volvió a los compañeros de partida-Ella tiene un café

y yo otro. Os salimos baratos. Muchas gracias-. Comenzó a caminar-. Vamos

En el corto espacio que los separaba de la calle pensó en todas la bromas que le

caerían encima en la partida el día siguiente. A lo mejor dedicaba la tarde del domingo a una

monumental siesta en vez de jugar a las cartas.

-Ven, vamos a cruzar. Ahí al lado está el Café de Viena. Un lugar silencioso y elegante

donde podemos hablar tranquilamente.

-De verdad que siento haber interrumpido tu partida. No era mi intención- dijo Carmen

ya sentada en uno de los sillones de mimbre del Café de Viena.

Joder, entonces, haberte quedado en casa.

-No te preocupes, no tiene importancia. Pero ¿qué ocurre?- respondió Salvador. En el

fondo podía más en él la curiosidad que el enfado por tener que suspender la partida.

-Ayer fui al ginecólogo- comenzó a decir Carmen.

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¡No te digo! ¡Por eso lloraba el otro día! Ésta está embarazada. ¡Y yo de paño de

lágrimas! ¡Lo que me faltaba! ¡Joder! Quién la preñó que la aguante ahora. La miró con los

ojos tan abiertos que parecía que se le iban a salir de las órbitas.

-Bueno- continuó Carmen-, mis problemas no vienen a al caso. Lo que quería decirte

es que me encontré con Clara Fanjul.

-Ya- los ojos de Salvador ya habían vuelto a su sitio en una expresión de alivio.

-Y luego me la encontré en la farmacia.

Salvador no se pudo reprimir:

-¿Te la encontraste en algún sitio más?

Carmen respondió con toda naturalidad:

-No- un segundo después se dio cuenta de la maldad que incorporaba la pregunta de su

compañero. Se ruborizó un poco-. No, espera. Me parece que no me estoy explicando bien-

dijo completamente azorada.

-Yo hasta ahora he entendido que te encontraste dos veces con Clara Fanjul, una vez

en la consulta del ginecólogo y otra en la farmacia. No es muy complicado- la voz de

Salvador era todo sarcasmo.

Carmen hizo un esfuerzo de concentración.

-Por favor, deja que me explique. Sólo un par de minutos.

-Los que haga falta.

-Me encontré con Clara Fanjul en la consulta del ginecólogo y cuando me vio se puso

nerviosa, como si no le gustase que yo la viese allí. Luego, cuando la vi en la farmacia, se

puso más tensa aún, sobre todo cuando recogió e medicamento que le despacharon. Por eso

me fijé en lo que compraba. Se llamaba wartec.

-Realmente interesante.

-Por favor…

Salvador se llevó el índice de la mano derecha a la boca en señal de que se iba a callar.

-El wartec es el nombre comercial de un producto que se llama…- Carmen sacó una

libreta del bolso y la consultó- podofilinotoxina.

-Hostias. No me lo podía haber imaginado nunca.

Carmen intentó no perder la paciencia.

-Espera. La podofilinotoxina se usa para el tratamiento de…- volvió a consultar la

libreta- una infección que se llama… condilomas acuminados.

Salvador iba a hablar, pero Carmen lo interrumpió.

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-Espera. Los condilomas acumi…, bueno, los condilomas son una enfermedad de

transmisión sexual.

-Oye- otra vez el tono de Salvador era completamente irónico- ¿Cómo sabes tanto de

enfermedades de transmisión sexual y de los medicamentos que se usan para tratarlas?

Carmen se puso muy seria. Y un poco colorada.

-Me he pasado la mañana en Internet. Lo he buscado todo en un cibercafé. No tengo

experiencia-. Al acabar de decir la frase no pudo menos que acordarse de Ángel. A lo peor

ahora adquiría conocimientos de primera mano, por propia experiencia.

-Vale, vale. Veo que te has tomado muchas molestias, pero no comprendo adonde

quieres llegar.

-Espera. He aprendido más cosas. Los condilomas están muy relacionados con la falta

de higiene y, atención, con la prostitución.

Hubo un largo silencio. Salvador se arrellanó en el sillón y encendió un cigarrillo.

-¿Deducimos que fue Froilán quien la contagio?- dijo al fin.

-A mí me parece que ella no es de las que se dedican a engañar. Además siempre son

los hombres…

-Hombre, siempre, siempre… para mí que eso es mitad y mitad.

Carmen reconoció que no era el mejor momento de su vida para hablar de aquello.

-En este caso, sí.

-Pero si Froilán andaba de putas, alguien tendría que haberse enterado. Estoy seguro

de que el senador hubiera pagado cualquier cosa por esa información.

-Pues si no se enteró nadie, lo hizo muy bien, pero yo apostaría a que engañaba a Clara

y que la contagió de condilomas.

Salvador dio una larga calada al cigarrillo y miró pensativo el humo que salía de su

boca.

-Pues sí que le dejó una buena herencia… Así que mister perfección y mister moral

echaba canitas al aire. No me imagino cómo, pero puede ser interesante.

Carmen dejó que su boca formase una sonrisa de satisfacción plena. En aquel

momento se sintió compensada por le mal trago que había pasado toda la tarde. Él se dio

cuenta y sonrió a su vez sin rastro ya de ironía.

-Por cierto- dijo- ¿Qué haces hoy aquí? Es sábado. ¿No tenías que haber salido

disparada de Orense hasta el lunes por la mañana?

La sonrisa se borró del rostro de Carmen.

-Bueno, esa es otra historia.

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Salvador la miró muerto de ganas por saber si estaría embarazada o no.

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La mañana del lunes amaneció gélida, anticipo del invierno próximo. Cuando abrió la

puerta, Carmen recibió una bofetada de aire frío en la cara. Un segundo antes de salir a la

calle había dudado entre ir directamente a la comisaría o acabar de despertar al nuevo día con

una taza de café. El frío golpe del aire en la cara tomó la decisión por ella. Al entrar en la

cafetería Luna no pudo dejar de pensar en su última visita a aquel lugar el sábado por la tarde.

El murmullo suave sobre el que se alzaba el locutor del noticiario de la televisión le trajo a la

memoria la algarabía de la última visita. Parecían dos mundos tan diferentes que le resultaba

imposible que cupieran en el mismo espacio, aunque eso era lo que sin lugar a dudas ocurría.

Ojeó la prensa local y comenzó a pensar que aquello se iba a convertir en una rutina

agradable. Cuando miró el reloj y decidió que ya era hora de salir para la comisaría se le llenó

el ánimo de dudas. Durante toda la tarde del domingo había estado impaciente por encontrarse

con Salvador y planear una estrategia que les permitiese aprovechar lo que ella había

descubierto el sábado. Pero ahora, camino al trabajo, no tenía claro que hubiese averiguado

algo realmente importante. Bueno, sí, Froilán había tenido relaciones fuera de la pareja y es

posible que con prostitutas, pero eso ¿qué significaba? No lo iban a haber matado por no

pagar la cuenta de un puticlub. Ese era un mundo truculento, pero no en ese sentido. Aunque

lo que realmente le preocupaba era lo que su compañero pensara de ello. En realidad el

sábado por la tarde no le había dicho nada. Le gustaría saber si lo consideraba importante o

no.

Salvador la esperaba fumando. No le dio ni los buenos días.

-Vamos- dijo a modo de saludo- el jefe nos espera.

Había llegado a la comisaría un cuarto de hora antes que ella y sin tiempo siquiera

para acomodarse, lo habían recibido con el mensaje del comisario.

-Salvador- le había dicho Lola, la secretaria-, que paséis tú y tu compañera por el

despacho de Pombal antes de salir.

Se sorprendió. Era muy temprano para un recado de ese tipo. Pombal solía dedicar las

primeras horas de la mañana a los asuntos burocráticos. Pocas veces recibía a alguien en su

despacho antes de las once. Aquello no le gustaba nada. Maldito el día que le había encargado

el asunto del periodista. No le iba a dar más que disgustos.

-Vale- respondió a la secretaria.

-Sin falta, dijo. Tú y tu compañera. Y cito literalmente: que no se ande con historias,

que lo conozco.

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-Vale, vale. En cuanto venga Carmen, vamos a verlo.

La voz de Lola bajó un poco el volumen y adoptó un tono confidencial:

-¿Qué has hecho? Estaba muy enfadado.

Salvador imitó el sonsonete de la secretaria en su respuesta.

-Le robé los cromos del capitán Trueno.

Ella chasqueó la lengua.

-Este Salvador. Bueno, no falles que luego la que se lleva las broncas soy yo.

Carmen tardaba en llegar y como no tenía nada que hacer, encendió un cigarrillo para

disipar el aburrimiento. Mientras miraba las volutas de humo dejó vagar el pensamiento.

Seguro que Pombal les había preparado alguna putada. Un recado envenenado, seguro. Así

que dedicó el tiempo de espera a preparar las respuestas y los argumentos. Pese al

descubrimiento de las infidelidades de Froilán Losantos no pensaba que el asunto diera para

mucho. No había nada que averiguar. Un profesional de Lisboa, doce mil euros y se acabó el

cuento. Ponte a buscar quien pagó la cuenta, esto no es como en los restaurantes, no se hace

factura. Además el tipo era bueno. Ni una huella, ni una pista interesante. Las dos que dejó

eran falsas: la puerta abierta de modo chapucero, como si no supiera lo que hacía, y un tiro en

el hombro que simulaba mala puntería o algo así. Estaba claro que lo había hecho a propósito.

Había sido un profesional; por encargo de quien, el misterio del año. Qué importaba que

Losantos se fuese de putas. Era raro, sí, un tipo con tantos enemigos no puede tener secretos,

pero…

Cuando Carmen llegó a la comisaría se debatía entre el sentimiento de satisfacción por

haber descubierto la infidelidad de Losantos y la ansiedad por saber lo que Salvador pensaría

de ello. El debate acabó de repente cuando lo escuchó decir que el comisario quería hablar

con ellos, entonces le recorrió un escalofrío que le heló primero la espalda y luego el resto del

cuerpo. La imagen de Andrade le nubló la vista. Pero se repuso enseguida. Había vivido

demasiado en los últimos días para que ningún jefe le amargase la vida. Aún así caminó un

tanto inquieta hasta el despacho de Pombal.

Salvador estuvo tentado de saludar al comisario con un “yo no he hecho nada”, pero el

rostro malhumorado que exhibía lo contuvo. Se sentó sin que lo invitara. Carmen lo imitó.

-¿Se puede saber qué te traes entre manos?- fue todo el saludo del comisario.

-Yo he hecho nada- respondió Salvador pensando que ya sabía que lo acabaría

diciendo.

-Lo intentaste en una ocasión y te salió mal. Me has decepcionado, Salvador, no

esperaba eso de ti.

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Salvador no comprendía nada y Carmen menos.

-¿Se puede saber de qué me hablas?

El comisario resopló.

-No seas hipócrita.

-¡Coño! Te aseguro que por una vez en la vida no lo estoy siendo. No tengo ni puta

idea de lo que me hablas.

Al rostro de Pombal asomó un atisbo de duda, auque sólo fue un instante.

-Eres muy bueno si quieres, Salvador, pero yo soy mejor que tú, tenlo siempre

presente, y te veo venir, ¿vale?- El labio superior le temblaba un poco y transmitía al bigote

una simpática vibración-. Además yo soy el que manda. Esto es un ultimátum, el caso de

Froilán Losantos es tuyo y punto. Así venga el ministro a decirme que te lo quite. Si vuelves a

intentar algo, te jodo y te empapelo- se volvió a Carmen-. Y tú ya sabes de qué va eso, así que

por la cuenta que te trae, me lo metes en cintura. ¿Entendido? Ya sabes a lo qué sabe un

expediente disciplinario y no creo que te guste su sabor.

Carmen, pese a no comprender nada, no se atrevía a responder. Sólo asintió con la

cabeza muy seria. Salvador dijo:

-Me lo dices a mi o a ella.

-Salvador no me toques los cojones. ¿Te has enterado de que este es tu caso?

-Hace unos cuantos días.

-Pues si lo has entendido, no hace falta que te lo vuelva a repetir. Ahora, fuera de aquí

y a trabajar.

Carmen se levantó primero, dispuesta a salir de allí corriendo. Salvador frunció un

poco los labios y se entretuvo antes de incorporarse muy despacio apoyando las manos en los

brazos de la silla. El tiempo que su compañero tardó en levantarse se le hizo eterno. No veía

el momento de alejarse de aquel despacho.

-Ni aunque venga el ministro a decirme que te retire del caso…-grito el comisario a

modo de despedida-. Antes dimito ¿lo entiendes?

Al salir, Salvador cerró teatralmente muy despacio la puerta para no hacer ruido

poniendo especial interés en que Pombal se diera cuenta. Luego, lo primero que hizo de vuelta

a su oficina fue encender un cigarrillo. Carmen lo miró preocupada preguntó:

-¿Qué ha ocurrido?

-No tengo ni puta idea. Te juro que yo no he hecho nada que no sepas.

-¿Entonces?

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-Entonces ha ocurrido algo serio que se supone que debemos de saber, pero que no

sabemos… Pombal no se enfada por tonterías.

Durante un buen rato permanecieron los dos en silencio. Al fin Salvador apagó el

cigarrillo y se levantó.

-Tenemos que hablar con Carreiro. El jefe, ¿recuerdas? Lo conociste el día que

comenzaste a trabajar aquí.

El inspector jefe Carreiro tenía el despacho puerta con puerta con el del comisario

Pombal y Salvador no quería encontrarse allí con él. Miró el reloj. Bueno, en poco más de

media hora saldría a tomar el primer café de la mañana. Carreiro era un fumador muy

disciplinado y no fumaba nunca en el trabajo. No le parecía correcto. Lo único que le

disgustaba del comisario Pombal era el apestoso olor a tabaco que había siempre en su

despacho. Por eso, cada mañana salía tres veces de la comisaría. Tres tazas de café y tres

cigarrillos en la cafetería Nevada.

-Vamos a tomar un café- dijo Salvador ya en pie.

Carmen aceptó encantada la sugerencia. Estaba aún temblando y envidiaba la sangre

fría de su compañero, pero le desorientaba su aparente despreocupación. Les caía una bronca

tremenda del jefe sin saber la razón y lo primero que se le ocurría era tomar un café.

Cuando tomó la taza en sus manos aún le temblaban y estuvo a punto de derramar el

contenido. Carmen la depositó sobre la mesa y estuvo a punto de comenzar a llorar. Los ojos

se le llenaron de agua y le costó trabajo contener las lágrimas. Sintió una rabia tremenda que

le crispó el gesto.

-Bueno, mujer, no te preocupes- dijo Salvador al ver que había dejado la taza de aquel

modo sobre la mesa y al mirarla a la cara-. No pasa nada porque nos chille, en el fondo…

bueno, quiero decir que no vamos a llegar a las manos, vamos-. Se sentía tremendamente

violento ante la posibilidad de comenzase a llorar en su presencia.

Ella reconoció el esfuerzo por consolarla y lo miró con una sonrisa de agradecimiento.

-Es que estoy muy sensible últimamente-dijo pasando las manos por el borde de los

párpados.

Está embarazada. Seguro. Por eso tiene el llanto tan fácil.

-Pues toma el café y despreocúpate.

El inspector jefe Carreiro apareció en la cafetería un instante después. Salvador lo

agradeció enormemente. No le apetecía nada estar a solas con ella en aquellas circunstancias.

Temía que en cualquier momento comenzase a llorar. Carreiro no los vio y se situó en pie

frente a la barra. No tenía ninguna intención de sentarse. Era un café rápido. El tiempo justo

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para un cigarrillo. Salvador se le acercó y le pidió que les acompañara. Cuando se sentó junto

a ellos, Carmen ya estaba completamente recuperada.

-Quería hablar contigo fuera de la comisaría-dijo Salvador cuando Carreiro se hubo

sentado a su lado.

-No creo que…

-No, no es por nada, pero después de la bronca de esta mañana no quería que

habláramos al lado del despacho de Pombal- interrumpió Salvador la frase que intentaba

articular el inspector jefe-. No te preocupes, no te voy a meter en ningún compromiso. Se que

eres un hombre leal al mando y lo respeto.

La expresión no le gusto mucho, pero respondió:

-Bien. Tú dirás…

El camarero se acercó con el café de Carreiro. Salvador calló un momento.

-Bueno, pues ha ocurrido algo que me atañe directamente y desconozco y espero que

tú me informes. Hablar con Pombal en este momento es poco menos que imposible para mí.

-Vamos, Salvador…- era evidente que el inspector jefe Carreiro se había enterado de

la bronca de Pombal.

-Haz el favor, no presupongas nada. Dime qué ha pasado para que Pombal se ponga de

ese modo conmigo. Te juro que no he hecho nada. Conscientemente, al menos.

El inspector jefe miró a Salvador con gesto de incredulidad, pero vio en su rostro una

expresión de franqueza que le hizo cambiar de actitud. Dio un sorbo al café y preguntó:

-¿Os importa que fume?

Carmen negó con la cabeza. Salvador, por toda respuesta encendió un cigarrillo.

-Entonces supongo que lo que no sabes es que esta mañana el senador Zurcidó

telefoneó a Pombal para informarse sobre la marcha de la investigación y de paso decirle que

no estaba satisfecho de cómo la estabas llevando.

Salvador calló y miró a Carmen con gesto de sorpresa.

-Era eso…- dijo al cabo de un rato.

-No, no sólo eso. El motivo de la llamada era sugerir que te apartara del caso.

-¿Zurcidó quería que me apartara del caso?- Repitió Salvador.

-Así es.

-Pero ¿por qué?

-Eso tú sabrás…

-¡Joder! Pero si no hemos hecho nada. Ni hemos vuelto a hablar con él. Esto es la

hostia.

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Carreiro se incorporó.

-Bueno, ya sabes lo que ha ocurrido. Ahora creo que es mejor que vuelva a mi trabajo.

Si quieres saber algo más, se lo preguntas directamente a Pombal- dijo a modo de despedida.

Salvador le agradeció la información y esperó un poco antes de volver a la comisaría.

Quince minutos después, sentado frente a la mesa de trabajo, encendió un nuevo cigarrillo.

Así que el senador había llamado a Pombal y Pombal había pensado que era una nueva

maniobra suya para que lo apartaran del caso. Se sintió ofendido y sintió ganas de irrumpir en

el despacho del comisario a explicarle que el nunca se repetiría de ese modo. Si quería dejar el

caso, lo dejaba y encima le darían las gracias. Pombal lo había subestimado. Miró a Carmen

para evitar cabrearse.

-¿Cómo lo ves?

Ella le daba vueltas en la cabeza a todo lo que había ocurrido aquella mañana. Había

olvidado ya todo el miedo que había sentido tras hablar con el comisario e intentaba

comprender

-¿Hemos descubierto algo?

-Efectivamente. Hemos descubierto algo importante, pero no sabemos lo que es. La

cuestión es: qué sabemos que el senador no quiere que sepamos.

-Podríamos empezar por ordenar lo que sabemos.

Salvador apagó el cigarrillo que se consumía entre sus dedos y miró al agente

Fernando Andrés que los observaba desde el otro lado de la sala.

-¡Pero si no sabemos nada!-dijo-. Vamos a ver, nadie vio nada, nadie ha oído nada,

sólo hemos descubierto que puede que Losantos anduviera de putas y que un tipo de pelo

cano y chaquetas…

La frase quedó en el aire, Carmen lo miró esperando que la terminase, pero él ya no

estaba allí en aquel momento. De pronto, como si alguien hubiese accionado un interruptor en

su cerebro, sintió un fogonazo que lo iluminó todo. Fue como una revelación. Sacó la libreta

de notas del bolsillo y buscó con urgencia una página, la leyó y se quedó mirando al techo.

Tenía que ordenar en su cabeza todas las ideas que le envolvían como un torbellino. Carmen

lo miraba desconcertada.

-¡Hostias!- exclamó al cabo de un buen rato, se puso en pie como si le hubiese saltado

un resorte y continuó-: vamos a tomar un café.

-¡Pero si acabamos de venir!

-Pues tomamos otro. La cafeína es muy buena. Despeja la mente y a nosotros nos hace

mucha falta.

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Carmen intuyó que no debía de preguntar nada y mantuvo silencio hasta que

estuvieron en la calle.

-¿Qué pasa?

-Que soy gilipollas. Cómo no había caído antes. El hombre de pelo cano es Selmo el

Cabezapera.

-Ya- el gesto de Carmen fue muy expresivo.

-Ven, vamos al Nevada. Te lo cuento y así ordeno mis pensamientos.

Con un nuevo café frente él y un cigarrillo en la mano, Salvador comenzó a hablar:

-La vecina del muerto confundió a un macarra con un gay. Anselmo Alija, cocido por

sus amigos como Selmo y por sus enemigos como el Cabezapera, es un empresario del sexo

que tiene un puticlub en la carretera de Vigo a ocho o diez kilómetros de aquí. Es muy famoso

en según que ambientes. Además tiene otro club aquí, al otro lado del río. En un tiempo debió

de andar en asuntos de cocaína, pero creo que descubrió que el comercio del sexo también da

mucho dinero y es legal.

-O sea, que es el dueño de los condilomas.

Salvador rió con ganas.

-Es muy posible ¿no? Si, como dijiste tienen relación con la prostitución…

-Vale, pero ¿qué tiene que ver eso con el senador? ¿Por qué quiere separarnos del

caso? Y sobre todo ¿cómo se ha enterado de sabíamos lo que ni nosotros sabíamos que

sabíamos?

Salvador se dio cuenta de que había empleado el plural. Apartarnos del caso. Calló un

momento y luego respondió:

-Primero la última pregunta: Fernando es el chivato del senador en la comisaría.

-¿Lo sabías?

-No. Lo acabo de descubrir. Espera, no digas nada. Ha sido un flash. Cuando

estábamos hace un rato en la comisaría se juntaron en mi cabeza tres cosas: yo estaba mirando

a Fernando que nos miraba a nosotros al tiempo que repasaba lo que sabíamos y dije lo de irse

de putas y el hombre de pelo cano. Se me vino a la cabeza el Cabezapera, que hablamos de lo

mismo el viernes y que Fernando estaba, como siempre, a la escucha. Nosotros no sabíamos

quien era el hombre del pelo cano, pero cuando Fernando informó a su patrón de que

teníamos ese dato, el senador sí sabía de quien hablábamos. ¿Entiendes?

Era todo muy lógico.

-Entiendo- dijo Carmen-, pero qué relación puede tener el senador con el tal

Cabezaloquesea?

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-La mejor manera de encontrar un matón para encargar un asesinato es a través de un

macarra-. Afirmó Salvador muy serio.

-Ya, claro-respondió Carmen- por eso el macarra va a visitar a la víctima casi todas las

semanas. ¿No fue eso lo que dijo la vecina? Lo había visto ir a su casa repetidamente. A lo

mejor le iba a preguntar por sus preferencias en materia de asesinos. Hay gente muy escogida

para esas cosas y no les gusta que les mate cualquiera.

Salvador calló. Joder con la niña. Apuró el café e hizo el gesto de encender otro

cigarrillo, pero se contuvo.

-Bueno, eso nos lo tendrá que explicar el propio Selmo Cabezapera. De momento

vamos a asegurarnos de que efectivamente el individuo de las chaquetas de colores es él.

En la comisaría tardaron un buen rato en encontrar en el archivo una foto de Anselmo

Alija sin que Fernando Andrés se enterase. Mientras Salvador buscaba, Carmen, muy a su

pesar, le dio conversación. Luego volvieron al barrio donde tenía su casa el muerto. Salvador

condujo el coche sin dejar de silbar en ningún momento. Parecía exultante. Era la primera

pista significativa que tenían y le había molestado realmente el reproche del comisario. Se iba

a enterar Pombal de quien era Salvador Montaña. Ahora por lo menos sabían por donde mirar,

aunque no supiesen aún lo que buscaban.

-¿Recuerdas qué casa era?- preguntó al bajar del coche.

Carmen señaló con la mano.

-Espero que tengamos suerte y esté nuestra amiga.

-Seguro que está y además ya nos ha visto con el telescopio que debe de tener.

La mujer que le había dado la precisa información sobre el visitante nocturno los

recibió encantada.

-Ese, ése es. Ese es el hombre de quien les hablé. Lo mato él ¿verdad? Ya les dije yo

que era gay. Seguro que fue un crimen pasional. Yo tengo mucha intuición para estas cosas.

Además de sentirse importante, la mujer se sentía realmente agradecida a aquellos

policías que la habían creído y se habían tomado en serio sus palabras.

Les costó despedirse de la colaboradora ciudadana y cuando subieron de nuevo al

coche ya era muy tarde.

-Tengo un hambre de muerte- exclamó Salvador al arrancar el coche. Un segundo

después de haberlo dicho se había arrepentido. Por nada del mundo querría quedarse a solas

con aquella mujer durante una hora o más y sin nada profesional que hacer. Era mucho más

de el tiempo que podrían mantener una conversación insulsa con nadie. Y estaba seguro de

que cuando agotaran los temas banales, Carmen comenzaría a hablar del problema de su

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embarazo. Porque Salvador estaba seguro de que el embarazo que presumía era un problema

para su compañera.

Carmen temió que aquello fuera una invitación. Francamente, también se sentía

hambrienta, pero la idea de comer con él la aterró.

-Yo, la verdad, no tengo hambre- dijo.

Salvador recibió la noticia con tranquilidad y en lo más íntimo de sí confirmó la

sospecha de que estaba embarazada.

-¿Tienes nauseas?- la pregunta se le escapó sin pensar.

Carmen lo miró extrañado.

-No, no. Es sólo que no tengo apetito.

-Mejor. Bueno, mañana no hace falta que madrugues. Los chulos tienen una jornada

laboral diferente a la del resto de los mortales. Vamos a vernos a las doce, a esa hora a lo

mejor ya tenemos disponible al Cabezapera. A las doce o doce y media en el Luna. ¿De

acuerdo?

-De acuerdo- dijo Carmen mientras se preguntaba si tendría cara de enferma.

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18

La mañana era fresca y agradable. El cielo había amanecido completamente despejado,

no soplaba viento y el sol otoñal calentaba aún con cierta fuerza. Carmen se levantó temprano

pese a no tener prisa. Hacía ya muchos días que las madrugadas se habían convertido en un

verdadero suplicio y no hacía más que mirar el reloj en la penumbra del dormitorio hasta que

llegaba la hora de levantarse. Cada noche caía en la cama muerta de cansancio y no le costaba

dormirse, pero se despertaba antes de que amaneciese y ya no conseguía volver a conciliar el

sueño. No quería darle importancia. Sabía que era lógico y normal lo que le ocurría, que

tendrían que pasar muchos días más antes de que recuperase su ritmo habitual de vida. Eran

demasiadas cosas las que le habían ocurrido en muy poco tiempo y tenía que ser paciente.

Como no tenía nada que hacer y la mañana era agradable, la dedicó a pasear sin rumbo

por el centro de la ciudad y a mirar escaparates. En el de Antonio Pernas vio una falda que le

suplicaba que la comprase y no pudo reprimir el impulso. La compró. Treinta minutos

después, cuando llegó a casa, tampoco pudo reprimirse y decidió estrenarla. ¿Quién podía

asegurarle que llegaría viva a aquella noche? Entraba dentro de lo posible que aquel fuera su

último día en la tierra y sería una pena que una falda tan elegante quedase sin estrenar. Bueno,

a lo mejor parecía un poco más corta que cuando la lucía el maniquí, pero la caída era perfecta

y el día, un fantástico día de otoño como aquel, se lo merecía.

A las doce, puntual, con su nueva falda y un jersey de cuello alto que se ceñía lo justo,

se presentó en la cafetería Luna. El local estaba casi vacío a aquella hora, sólo tres jóvenes

opositoras de la cercana academia charlaban y fumaban en una de las mesas. Salvador se

retrasó, así que tuvo tiempo de leer el periódico tranquilamente. Se estaba aficionando a la

prensa local. Las tres primeras páginas de la Opinión estaban dedicadas al proyecto del

polígono Sur y se enfrascó en la lectura de los pros y los contras de un proyecto que en

realidad no le importaba en absoluto.

Cuando Salvador llegó a la cafetería hacía ya media hora que había sonado el Ángelus.

La vio sentada en uno de los taburetes que rodeaban la barra concentrada en la lectura. Al

cerrarse la puerta, el sonido la distrajo, se volvió hacia él y se incorporó suavemente. Al verla

su rostro dibujó una sonrisa involuntaria que se reflejó en el de ella. Luego, auque al principio

intentó evitarlo, la observó de pies a cabeza y caminó hacia ella disfrutando de la maravillosa

vista. Aquella mañana estaba realmente impresionante. La saludó lacónicamente.

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-Qué tal.- dijo. Le hubiera gustado añadir: hoy estás preciosa. Realmente sería un

piropo sin ninguna oculta intención, pero calló. Estaba seguro de que sería malinterpretado.

Carmen cerró el periódico y devolvió el saludo con una sonrisa interior. No le cabía

ninguna duda de que había causado un gran efecto en su compañero. Con disimulo se miró a

los pies. A lo mejor se había pasado con la falda y era excesivamente corta. Miró a Salvador y

vio que él le devolvía la mirada a los ojos. Bueno, la falda no era tan corta, entonces.

-Tomo un cafelito, fumo un cigarro y nos vamos.

Carmen observó como se sentaba a su lado y abría el periódico sin prisas. Miró el

reloj. Podía haberse disculpado por el retraso, pensó. La simpatía que el impacto de su aspecto

había causado en él se desvaneció por completo al ver como se desentendía de ella y leía el

diario mientras la atufaba con el humo del cigarrillo. Se separó un poco. Le apetecía

interrumpirle en la lectura.

-¿Lo conoces?- preguntó.

-¿Al Cabezapera?- respondió con otra pregunta sin levantar la cabeza. Luego calló y

continuó enfrascado en la lectura.

El humo del cigarrillo la perseguía. Se movió hasta sentarse al otro lado de Salvador.

Él ni se inmutó.

-Sí, al macarra.

Salvador la miró sorprendido al ver que ahora estaba a su lado derecho.

-No, no lo conozco personalmente. Para según qué cosas soy muy escogido- respondió

y cerró el periódico. ¿Qué haces a ese lado?

Carmen miró al cigarrillo que sostenía con la mano izquierda.

-Lo siento. Vamos. Supongo que a estas horas ya estará en el club. Tiene fama de ser

un hombre de negocios muy reponsable.

Se acercaron al club caminando.

-No merece la pena coger el coche. Está ahí al lado- dijo Salvador cuando dejaron la

cafetería.

El local se llamaba Scorpio y estaba en un sótano en una calle estrecha y oscura

incluso aquella soleada mañana. La calle estaba al otro lado del río y el paseo hasta allí fue

muy agradable. Cruzaron pausadamente por el puente viejo. Las orillas del río estaban a

aquella hora llenas de grupos de mujeres ya mayores que caminaban por el paseo fluvial a

ritmo de marcha. Casi todas vestían chándal y punteaban de colores el verde de las orillas.

Vieron también a derecha e izquierda los nuevos puentes que parecían escoltar al viejo.

Hicieron casi todo el recorrido en silencio. Cerca ya del local Carmen preguntó:

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-¿Crees que este hombre nos dirá algo?

-Por las buenas, no- respondió Salvador.

Durante un instante ella pensó que lo iba a torturar. Él pareció leerle el pensamiento.

-Habrá que engañarle, porque yo pegarle no pienso. No sé qué idea tendrás tú.

Carmen lo miró sorprendida. Tardó un segundo en comprender.

-Bueno, si sabe algo…

-Saber, seguro que sabe hasta latín. La cuestión está en si nos interesa lo que sabe.

Para entrar en el local había que bajar tres peldaños y recorrer un pequeño pasillo

decorado con fotografías de supuestas artistas muy ligeras de ropa. La puerta estaba abierta y

las luces del local casi todas apagadas. Salvador entró primero. Aún olía al tabaco, al alcohol

y al sudor de la noche anterior. Tras la barra un hombre joven secaba y colocaba el menaje en

su sitio. Al verlos se detuvo con un vaso en la mano.

-Estamos cerrados. Abrimos a las siete.

Carmen se detuvo un instante. Salvador continuó caminando impasible. Ella lo siguió

inmediatamente.

-Pues la puerta estaba abierta.

El joven se dio cuenta de que no eran clientes.

-¿Qué quieren?- preguntó.

-Hablar con el dueño.

-El dueño no está.

-Pues lo vas a buscar- dijo Salvador con una brusquedad y firmeza que amedrentó al

camarero.

El joven dejó el vaso sobre la barra y salió por una puerta en la que lucía un letrero con

el texto de “privado”. Un instante después se abrió la puerta nuevamente y apareció un

hombre no muy alto, de pelo cano que vestía una chaqueta amarilla con rayas verdes. Su

presencia llamaba la atención poderosamente. Carmen lo miró con detenimiento buscando el

pendiente del que le había hablado la vecina de Froilán Losantos, pero no lo vio.

-¿Anselmo Alija?-Preguntó Salvador.

-Sí, señor. Y usted es…- respondió el hombre.

Se miraron a los ojos. El hombre no estaba sorprendido por la visita. Sonreía con

suficiencia y con un leve pestañeo transmitía cierta impaciencia, como si fuese un hombre

muy ocupado y su tiempo lo más valioso del mundo. Era evidente que estaba esperando

aquella visita.

-Subinspector Montaña. Mi compañera, la agente Martínez.

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-¿A qué se debe el honor?

Salvador tardó en responder. Se encontraban los tres en pie en la penumbra del local y

así permanecieron un instante. Anselmo Alija desvió la mirada a Carmen. Justo cuando

Salvador iba a hablar lo interrumpió.

-Carlos, enciende la luz- gritó al camarero.

En la oscuridad el club tenía algo de misterioso y perverso y hasta cierto encanto, pero

al recibir toda la luz lo perdió todo y se mostró como un lugar feo, sórdido, frío y ajado.

-Investigamos la muerte de Froilán Losantos- dijo al fin Salvador-, a eso se debe el

honor de nuestra visita.

Anselmo miró a Carmen con descaro. Ella notó la mirada del proxeneta pasear sobre

su cuerpo y casi tuvo una sensación física, como si la mirada la tocara. Fue repugnante. Se

sintió mal. Primero avergonzada y luego, poco a poco, cada vez más enfadada.

-Pues se la podían haber evitado. Yo no tengo nada que ver con eso- contestó el dueño

del club mirando fijamente a Carmen.

Ella sintió la mirada del tratante de ganado tasar el animal que va a comprar o, mejor,

el que ve por la calle y no le pertenece, pero le calcula el beneficio. No era la mirada de deseo

de un hombre. Esa hasta le podría haber alagado, era la mirada del traficante de esclavos. La

estaba tasando como mercancía. No le quedó ninguna duda. Lo miró a los ojos con desprecio.

Hubo algo en ella que la empujó a hablar.

-Ah ¿Sí?- dijo-. Pues es curioso que no sepa nada porque nuestra información lo sitúa

en el lugar adecuado justo el día y la hora adecuados-. Mientras hablaba tuvo la sensación de

que era otra persona la que decía aquello, no era ella. Además no era cierto lo que decía, pero

sentía tanto odio en aquel momento que tuvo que hacer lo que una fuerza desconocida le

empujaba a hacer.

Salvador giró la cabeza tan rápido que se podía haber roto el cuello. No podía creer lo

que estaba oyendo y viendo. Carmen miraba impasible a los ojos de Anselmo Alija

sosteniendo la mirada con descaro. Salvador desvió la atención hacia el y notó que no fue

capaz de sostener la mirada de Carmen. Desvió los ojos al contestar.

-No me diga…

Pero la voz le tembló. Fue un trémolo casi imperceptible, pero los sentidos de

Salvador estaban tan alerta que no pudo dejar de sentirlo. ¡Hostias!, pensó, ése estuvo el

sábado por la tarde en la casa.

-Te lo dice ella y lo corroboro yo. Te vieron y además la casa está completamente

decorada con tus huellas. Tenemos tantas que estamos pensando en montar una exposición.

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Anselmo Alija se estaba poniendo pálido, su cara iba tornando al color de la chaqueta.

-Yo no he tenido nada que ver con esa muerte.

-Puede que sí y puede que no. Nosotros sólo hemos venido a decirte que estamos

detrás de ti.

-No me importa. No tengo nada que ocultar

-Me alegro, eso significa que facilitará nuestro trabajo. Buenos días- dijo Salvador.

Luego se volvió a Carmen-. Vamos.

Dicho esto, se giró y se encaminó a la puerta. Carmen no comprendía por qué había

terminado tan rápido la conversación, pero lo siguió inmediatamente.

Cuando de encontraron en la calle, ella notó que le sudaban las manos y el corazón le

latía desbocado. Comenzaron a caminar en silencio.

-Has estado bien- dijo Salvador al cabo de un buen rato-, pero la próxima vez me

avisas. No me esperaba lo que has dicho ¿cómo se te ocurrió?

Esa era una pregunta sin respuesta. No se le había ocurrido de ninguna manera y no le

podía explicar todo lo que había pasado por su cabeza. No lo entendería. Inspiró un par de

veces profundamente y se detuvo un momento. Otra inspiración y tuvo la sensación de que ya

había sacado de su pecho todo el viciado aire del local. Salvador caminó un par de pasos antes

de ella lo detuviera con sus palabras.

-No sé por qué no le has presionado. ¡Ese hombre estaba allí cuando lo mataron!

-Podías haberlo presionado tú. Por mi no habría habido problema. No soy celoso.

Ella calló. Salvador se sintió un poco cruel.

-Bueno…- Carmen intentó decir algo.

-Era broma- interrumpió Salvador-. Necesito pensar. Esto no nos lo esperábamos.

Dame quince minutos, ordeno los pensamientos y hablamos.

Caminaron en silencio un buen trecho. Carmen estaba convencida de que aquel chulo

sabía algo de la muerte de Losantos si no era él el responsable. Se le notaba en la voz. Mentía.

Volvieron a cruzar el puente viejo. Carmen mirando el paisaje, Salvador reconcentrado

en sus pensamientos. Cerca de la comisaría, se detuvo un momento, la miró y dijo:

-Ahora me tomaría una cerveza.

-Bueno- asintió Carmen. Era una mañana agradable para tomarse una cervecita.

Incluso en una terraza.

-Pero no me la voy a tomar.

-Bueno- repitió Carmen con una sonrisa en la boca-. Todo lo dices tú. ¿Ya has pensado

bastante?

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-He pensado.

-¿Y…?

-Y, bueno, sabemos bastantes cosas. La primera. ¿Te fijaste que no le sorprendió

nuestra visita?

¿Se había fijado? La verdad era que no. Sólo se había fijado en la repugnante mirada

que le había dirigido.

-Sinceramente, no.

-Pues nos estaba esperando. Sabía que íbamos a ir. Y además de ti y de mi ¿Quién más

lo sabía?

Carmen lo miró pensativa.

-¡El senador!- grito.

-Exacto. Nuestro amigo Fernando le informó de que sabíamos que el Cabezapera había

visitado al muerto y él, además de llamar al comisario para que nos apartara del caso, le avisó

de nuestra posible visita. Por eso hoy no se ha sorprendido al vernos.

Carmen asintió con la cabeza.

-Es la única explicación-dijo.

-Por ahora. Pero, bueno ¿qué más sabemos?

-¿Que el sábado por la noche estuvo en casa del periodista?

-Exacto, pero estoy seguro de que no tuvo nada que ver con su muerte. ¿Sabes? Lo

noté nervioso, pero me da la sensación de que no es por que lo pilláramos sino por que le

colgáramos el muerto. Por eso no quise seguir la conversación con él. Por un lado tenemos

que dejar que se vaya asustando él solito e intente defenderse. A lo mejor mete las patas. Por

otro lado, la próxima vez que lo veamos, tenemos que saber muchas cosas sobre su vida. Aquí

está pasando algo muy raro y me da en la nariz que nada es lo que parece.

Carmen lo miró pensativa, asimilando lo que había dicho. Tuvo la sensación de que

Salvador había elaborado un plan.

-Y ahora ¿qué hacemos?- preguntó.

Él miró el reloj antes de contestar.

-De momento vamos a comer. Y a las cinco nos vemos en la comisaría. Pero no comas

mucho que la tarde va a ser reposada y aburrida.

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19

En cierto modo sintió que estaba traicionando a su compañera, aunque no tardó

demasiado tiempo en justificarse. Por un lado, lo que iba a hacer no era una auténtica traición,

no le ocultaría nada; por otro, si le fallaba Eduardo, se quedaría comiendo a solas con ella y

eso era algo que no le apetecía nada. En realidad, no era sólo que no le apeteciera, era que lo

temía. Se imaginó frente a ella con un plato de lentejas de por medio y todo el silencio del

mundo y casi se echó a temblar. Día a día compartían muchas horas, pero siempre estaba

cubierto por una capa de trabajo que lo protegía. Si buscaban a Eduardo para comer con él y

no lo encontraban, quedaría al descubierto durante un par de horas. No podía apartar de la

cabeza la imagen de Carmen aquel sábado por la noche, empapada y llorando como una

desconsolada y la idea de que aquella escena volviera a repetirse le angustiaba. No, de ningún

modo podía arriesgarse a quedar a solas con ella sin que el trabajo mediase entre ellos.

Tuvo suerte y no le constó trabajo localizar a Eduardo. Bueno, lástima que ella se haya

ido ya, pensó, ahora la comida será completamente profesional. Hubiera preferido que ella

estuviera también. Cuando se sentía protegido por el trabajo, su presencia no le disgustaba.

Además, con la presencia de otra persona, todo lo íntimo y personal desaparecería.

Eduardo Gutiérrez era bastante mayor que Salvador y un poco más alto que él.

Completamente calvo, pero con el poco pelo que le quedaba cortado demasiado largo y de un

color blanco amarillento que le daba un aspecto pajizo. Tenía la cara redonda, completamente

acorde con lo que se esperaba de la barriga que exhibía, y un bigotito recto del mismo color

que el pelo, pero si acaso un poco oscurecido por el humo de los cigarrillos que fumaba. Era

el policía más antiguo de la comisaría y se había pasado la mayor parte de la vida profesional

en Orense donde también había nacido. Lo sabía casi todo de casi todo el mundo. Al menos

de casi todo el mundo que no fuese todo lo bueno y honrado que había que ser. Como

Salvador quería enterarse de todo lo que fuera posible sobre los secretos que pudiera tener

Anselmo Alija la mejor opción era sin lugar a dudas Eduardo Gutierrez.

Lo encontró en la cafetería Nevada. Por la hora que era, supuso que si no pasaba nada

extraordinario, estaría allí despachando una cerveza o un par de ellas. Y allí estaba. Grande,

gordo, con su cuerpazo reclinado sobre el mostrador. A su lado otro policía, Carlos Suárez,

gesticulaba aparatosamente y hablaba a voz en cuello carcajeándose a la vez.

-Debe de ser algo muy divertido- dijo Salvador a modo de saludo cuando estuvo frente

a ellos.

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Carlos cesó en sus gestos y lo miró aún con la sonrisa en la boca.

-¡Hostia! El subinspector Montaña. El policía más jodido de todo el noroeste-

respondió Eduardo-. Tómate una cervecita con nosotros. ¿Otra, Carlos?

El aludido miró el reloj y lo señaló al responder.

-No, se me hace tarde. Yo tengo obligaciones, no soy como tú que no tienes que rendir

cuentas a nadie. Cuéntale a Salvador lo del jefe. Le va a hacer gracia.

Carlos apuró el vaso de cerveza y se fue, aún riendo.

-¿Qué pasa con el jefe?- preguntó Salvador.

-Nada, gilipolleces de Carlos. Pero, bueno, qué es de tu vida. Desde que volviste de la

baja no hemos coincidido. No te he visto ni en la comisaría, pero sí me he enterado de que

tienes un bombón de compañero. Seguro que por lo menos te alivia de los disgustos del

trabajo. Un par de cervecitas ¿no?

Aliviarme. Si tú supieras…, pensó. Lo único que hacía era complicarle la vida con sus

llantos. Se olvidó de Carmen y respondió:

-No. Yo no quiero nada.

-¡Salvador, no me jodas!

-De verdad.

-Esta sí que es buena, Salvador Montaña rechazando una cerveza. Si se entera Carlos

se ríe más de ti que de los cabreos de Pombal.

Así que por eso eran tantas risas.

-¿Esta muy enfadado el jefe?

-Inaguantable.

Salvador tuvo la seguridad de que aquel malhumor tenía relación con él. Seguro que el

senador había insistido en que abandonara el caso y como Pombal era terco como una mula…

-Habrá que mantenerse lejos de la comisaría, más vale no provocar a la bestia.

-Más vale.

Eduardo encendió un cigarrillo y le ofreció el paquete al tiempo que decía:

-No me digas que no fumas…

Si me llegas a ver hace quince días…

-Hay cosas que no cambian- dijo Salvador y tomó un cigarrillo de los que le ofrecía.

Luego continuó-: Bueno, ¿dónde comes hoy que ya es hora?

-Hoy como donde siempre, Salvador. El único día que cambio es el sábado que

Federico me cierra por descanso.

-Ah. Pues te acompaño. Hoy se me ha pegado el arroz y no tengo otra cosa.

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Eduardo lo condujo a un bar situado en una calleja estrecha, húmeda e inclinada. En una

fachada de piedra se abría una puerta metálica con cristales cubiertos de carteles que

anunciaban de todo, desde el menú del día hasta el partido de fútbol del próximo domingo.

Sobre la puerta lucía un cartel que anunciaba la taberna de Federico. Estaba completamente

abarrotado. La única mesa libre estaba al fondo del local y era una con un solo servicio.

Eduardo saludó a un par de comensales y se dirigió directamente hacia ella.

-Bueno, pues hoy comeré en compañía. La verdad es que no estoy muy acostumbrado- dijo

tras acomodarse en su silla.

-Aunque no estés acostumbrado me pedirás cubiertos y plato para mí ¿no? Supongo que no

tendré que compartirlos contigo.

-Bueno, eso depende de si te portas bien y me cuentas a qué debo tu compañía.

Salvador encendió un cigarrillo y dejó la cajetilla sobre la mesa y en actitud de oferta la

acercó a su compañero.

-Si es por eso, no te preocupes- dijo-. No te estoy preparando ninguna putada.

Eduardo tomó el cigarro que le ofrecía.

-No. Si no me preocupo. A mi edad ya no me prepara putadas nadie. Es sólo curiosidad.

Un camarero casi adolescente interrumpió la conversación. Se acercó a la mesa con un par

de platos y una servilleta que colocó delante de Salvador. Luego, con un lápiz y una libreta en

la mano, cantó el menú de memoria. Era tan joven que parecía recitar una lección en la

escuela. Los dos pidieron la sopa y el filete.

-Para beber, vino para los dos ¿no?- dijo el joven camarero tras anotar la comanda.

-Para mí, agua- dijo Salvador.

Eduardo lo miró con sorpresa, era la segunda vez en menos de una hora que rechazaba

tomar alcohol. Pero no dijo nada, sólo asintió levemente con la cabeza como si pensara: me

alegro, ya era hora de que tomases esa buena decisión.

Durante un momento permanecieron los dos en silencio. Ambos dieron una calada el

cigarrillo al mismo tiempo. Parecían meditar sobre lo mismo.

-Bueno- dijo al fin Salvador tras dar la calada-, me imagino que te estarás preguntando qué

hago aquí porque supongo que guapo no te crees y en edad de merecer ya no estás-. El otro

asintió con una sonrisa que le estiraba el bigote-. Pues el motivo de que disfrutes de mi

agradable compañía es que necesito saberlo todo sobre el Cabezapera. Principalmente si hay

algo comprometedor.

-Anselmo Alija, alias Selmo el Cabezapera…-dijo Eduardo apurando su cigarrillo-. Poco

hay que saber: un hijo de puta chulo y tonto que para colmo de males se cree listo.

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-Ya veo que te gusta. Pero eso es lo mismo que yo sé y que es de dominio público. Dime

cosas nuevas. He oído que tuvo una historia con doña perica.

-Bueno, vamos a ver, déjame que haga memoria. Hace años- se señaló el ombligo-, aún no

me había salido esto, bueno, si me había salido, pero era más pequeña

-Eduardo…

-Bueno, el caso es que estuvo relacionado con el asunto de la Rotonda. Aún no estabas en

Orense, supongo que no te sonará. Sería hace quince años.

El camarero se acercó a la mesa con una botella de vino y otra de agua e interrumpió la

conversación. Las dos botellas estaban abiertas. Las dejó sin mucha elegancia sobre la mesa.

-Me haría falta un vaso- dijo Salvador al muchacho que lo miró asintiendo. Cuando se fue,

continuó-: No me suena nada de eso, no conozco ningún asunto de ninguna Rotonda.

-La cafetería del Paseo, la que hace esquina. El antiguo dueño murió en el talego. Lo

pillaron con un alijo de coca y estuvo preso no sé si tres o cuatro meses. Luego tuvo un infarto

o algo en la cabeza, no sé muy bien, y la palmó. Al final quedó como único culpable, pero el

Cabezapera estaba en el ajo. Eso seguro

-¿Lo detuvieron?

-Creo que no- Eduardo dudó un momento-, o puede que sí, pero no lo sé, la verdad. Yo no

llevé el caso.

-¿Quién lo llevó?

-Antonio Ares. Un tío cojonudo. La palmó también. Era de tu edad más o menos. Cuando

murió, digo. Un infarto, chico. Fulminante.

Salvador hizo un cuerno con los dedos índice y meñique sobre la mesa. Calló un momento.

-¿Eso es todo?

-Prácticamente todo. Luego debió de descubrir que el sexo daba casi tanto dinero como la

cocaína y sin correr riesgos.

-Qué putada….- dijo Salvador pensativo.

-Pero ¿qué quieres saber?- preguntó Eduardo. En realidad quería decir: pero ¿por qué lo

quieres saber?

Así lo entendió Salvador. Respondió:

-Lo quiero saber todo. Principalmente lo que le pueda joder. Ya te contaré porqué. Ahora

dime: antes de que apareciera con ese asunto de la rotonda, ¿se sabe algo de él?

Eduardo rascó la cabeza y se pasó la mano por la calva brillante y luego por el pelo que le

caía sobre el cuello. Tomó la cajetilla de tabaco que había quedado sobre la mesa y encendió

un cigarrillo.

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-Creo que la primera noticia que recuerdo de él es como dueño del Lord. Era una discoteca

que tuvo cierto éxito hará unos veinte años. Él debía de tener unos veinticinco o así entonces

y yo, joder, lo joven que era yo entonces.

-Eduardo…

-Vale, vale. La discoteca la tuvo abierta unos años, pero luego le debió ir mal el

negocio y cerró. Entonces fue el asunto de la Rotonda, el que te conté. Se ve que tenía deudas

y las quiso pagar rápidamente. El caso es que después empezó con el Scorpio. Al principio se

dijo que en el club además de chicas despachaba coca. Sé que anduvimos tras él, pero lo único

que descubrimos fue que compraba perica para sí mismo y no demasiado, no es muy vicioso.

Creo que con lo de las fulanas ha tenido bastante y se ha olvidado de la cocaína.

-No fue tan tonto- Apuntó Salvador

-Tanto, no. Más. Te juro que no comprendo cómo alguna gente consigue hacer lo que hace.

El camarero les sirvió la sopa y dejó un vaso sobre la mesa para Salvador. Los dos lo

observaron en silencio. Eduardo se sirvió un poco de vino antes de comenzar a comer. Dio un

pequeño sorbo y al levantar la cabeza se fijó en su compañero que vertía su agua en el vaso.

Pensó que si de verdad estaba decidido a no beber, acaso le molestaría ver a otra persona

hacerlo delante de él.

-No me importa comer con agua- dijo. Luego se sintió un poco tenso. Salvador podía

molestarse.

Pero Salvador no se molestó, sólo sintió cierta vergüenza.

-A mi tampoco me importa. Puedes comer con agua, pero creo que es mucho más cómodo

usar la cuchara. Sobre todo para la sopa.

Eduardo se notó aliviado y sonrió. Las bobadas de Salvador solían servir como bálsamo

para algunos momentos delicados.

-¿Qué querías decir con lo de que no comprendes lo que consigue hacer cierta gente?

Había probado la sopa y dejó la cuchara sobre el plato.

-Quiero decir que está forrado y que es un estúpido integral. Te lo garantizo. Pero además

de inteligencia, le faltan escrúpulos. Debe de tener diez o doce chicas con él. Todas

extranjeras y sin papeles…

Salvador también había probado la sopa. No estaba mal. A lo mejor se animaba algún día

más a comer con Eduardo. Había días que no le apetecía prepararse nada. Aunque, claro, del

menú del día se cansaría en tres semanas…

-…Como eso no se persigue…- dijo volviendo a su conversación tras sorber una

cucharada-. Pero aún no me has dicho porque es tonto.

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-Joder, porque nació así. A parte de eso, siempre ha tenido aires de gran señor o, mejor, de

gran empresario. Hubo un tiempo que presumía de haber levantado un negocio de la nada y

quería que se le tuviera en cuenta en la cámara de comercio. Ahora todas las mañanas se pasa

por el Scorpio a inspeccionar el local.

-Lo he visto esta mañana allí- interrumpió Salvador.

-Ya te digo, todas las mañanas al Scorpio. Luego, entre la tarde y la noche, da dos o tres

viajes entre el Scorpio y el puticlub que tiene en la carretera de Vigo, el palacio de Luxor que

tan bien conoces.

-Sí, con tu hermana lo he visitado mucho. Y ¿qué me dices de relaciones? Me refiero a

gente importante.

Eduardo no pudo reprimir la risa.

-Es lo que te iba a contar. Hace unos cuantos años, cuando abrió el palacio de Luxor, no se

le ocurrió otra cosa que patrocinar las fiestas de Santiago. Fue la hostia. Tenías que haber

visto al senador Zurcidó, que entonces sólo era concejal de fiestas, en qué lío se metió.

Salvador dejó caer la cuchara en el plato. La sopa salpicó el mantel y su camisa no se libró

de alguna de las gotas más pequeñas.

-Espera, espera- exclamó-. Dime todo lo de esa fiesta.

Eduardo volvió a reír. Ya había terminado la sopa, separó un poco el plato y encendió un

nuevo cigarrillo.

-Estuvieron a punto de cerrarle el local-continuó con el humo de la primera calada en la

boca-. Es más, creo que estuvo cerrado un tiempo. Eso demuestra la inteligencia de los dos, la

del senador y la del Cabezapera.

-Ahora, por favor, cuéntame que los dos han seguido relacionándose durante todos estos

años.

-No. Qué dices. Ya le gustaría al Cabezapera. Zurcidó ha progresado mucho en estos

últimos tiempos y él se ha quedado en un macarra de provincias. Durante un tiempo se moría

de ganas por que lo reconocieran como empresario, ya te digo. Luego le dio por lo de las

chaquetas de colores y se ha dedicado a pasearlas por todas partes. Que yo sepa, a parte de un

par de rayas de perica de vez en cuando, no hace nada peor que dedicarse a la trata de blancas.

Pero ahora me vas a contar tú por qué tienes tanto interés en un tipo como ese. Que yo sepa,

estabas con lo de Losantos.

Salvador calló, tomó uno de los cigarrillos del paquete que había dejado sobre la mesa y lo

encendió.

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-¿Puedo llevármelos ya?- el camarero se había acercado a ellos y comenzó a recoger los

platos vacíos ante el silencio de los dos.

Cuando el joven se fue, tardó en responder a la pregunta. No quería contar lo poco que

sabía, aunque tampoco podía callar.

-Creo- dijo al fin- que está implicado de alguna manera en la muerte de Losantos.

Eduardo hizo una negación con la cabeza.

-Te equivocas. Por ese camino no vas a ninguna parte. Chulo sí, pero asesino…

-No digo que haya sido él. Además de chulo a asesino no va nada. O sino, cómo te crees

que se mueven en ese mundo. Bueno, no te crees nada, ya sé que lo sabes.

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20

En el coche, con las ventanillas cerradas y aparcado al sol a aquella hora, comenzaba a hacer

calor. Para que no les viera nadie tuvieron que esconderse en un recodo de la carretera, tras un

frondoso árbol que nacía donde comenzaba a elevarse una pequeña colina. Pero la sombra del

árbol se inclinaba justo al lado en el que serían visibles desde el otro lado de la carretera,

donde se encontraba el club que habían ido a vigilar, así que eran ellos los que daban la

sombra al árbol. Salvador abrió un poco la ventanilla y corrió un poco de aire fresco que

agradeció. Había comido demasiadas patatas con el filete y además el postre, flan con nata,

había sido demasiado pesado y ahora todo junto hacía que él se sintiera pesado también. Y

somnoliento. Quizá se habían adelantado un poco, podían haber esperado algún tiempo más,

el justo para una cabezada, pero prefería no correr riesgos y asegurarse de que llegaba al club

antes que la primera remesa de chicas.

Habían llegado al palacio de Luxor, el club que Anselmo Alija tenía en la carretera de

Vigo un poco después de las cinco de la tarde. Unos minutos antes había recogido a Carmen

frente al portal de su casa. Hasta aquel momento había extendido la sobremesa con Eduardo

Gutiérrez fumando y charlando. En otro tiempo habría tomado un par de copas al menos y

ahora seguro que estaría ya dormido profundamente. De todos modos, pensaba que había

comido demasiadas patatas. Y estaban demasiado grasientas.

-¿Qué tenemos que hacer esta tarde?- había preguntado ella al subir al coche.

Él se había demorado un poco al contestar. Lo hizo cuando ya enfilaban la calle por que la

que cruzarían el río hacia el barrio del puente.

-Tenemos que averiguar más cosas del Cabezapera- respondió a la pregunta. Luego, como

conversando sólo consigo mismo, continuó-: No me cuadran las cosas, no me cuadran…

Recorrieron un largo trecho en silencio y ya lejos de la ciudad, en la carretera de Vigo,

Carmen, como si hubiera pasado todo el tiempo meditando las palabras de Salvador,

preguntó:

-¿Qué es lo que no te cuadra?

Pero él no respondió inmediatamente. Esperó un poco, accionó el intermitente de la

derecha y comenzó a detener el coche al tiempo que decía:

-Ese edificio de la izquierda es el palacio de Luxor. Vamos a parar por aquí en cuanto vea

un sitio discreto.

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No tardó en encontrarlo donde la carretera comenzaba a girar a la derecha. Se salió de la

vía y dejó el coche tras un árbol que los cubría bastante bien de cualquier mirada indiscreta.

Al quitar la llave del contacto se apagó la radio y ambos quedaron en un silencio total.

Apenas si había tráfico a aquella hora y el único sonido que les llegaba a parte de algún que

otro coche, era el rumor de la autovía que corría doscientos metros por encima de sus cabezas.

El silencio, el sol y la comida comenzaron a hacer estragos en la consciencia de Salvador y

tuvo que hacer grandes esfuerzos para no quedarse dormido.

El edificio del palacio de Luxor era feo, casi repelente, y no se parecía en nada a un

palacio. Ni siguiera la horrible decoración del enorme luminoso que lo anunciaba podía

hacerlo levemente atractivo, salvo para quien buscase exactamente lo que en el palacio se

vendía. Era una construcción rectangular de dos plantas levantada con ladrillo visto, salvo en

los laterales, construidos sin ventanas y revocados con cemento sin pintar. El luminoso

ocupaba todo el frontal y era un conjunto de palmeras y pirámides que formaban dos flechas

que señalaban la entrada principal sobre la que había un arco con lo que pretendía ser la efigie

de Nefertiti. Frente a ella había un amplio aparcamiento, pero en el lado derecho del edificio

salía un camino que lo bordeaba hacia otro situado en la parte posterior y mucho más discreto.

Cuando Salvador bajó la ventanilla del coche, Carmen dijo:

-Hace calor. No sé lo que estamos esperando, pero ojalá que llegue pronto.

Salvador se dio cuenta de que no le había dicho nada. Y eso que ella ya se lo había

preguntado. Sonrió exageradamente y levantó las cejas a modo de disculpa.

-Mientras te fuiste a comer, yo estuve trabajando…- comenzó a decir.

Ahora la que sonrió fue ella. La sonrisa interrumpió la frase de Salvador. Aprovechando el

silencio, dijo:

-Y te quedaste sin comer. Se nota, no hay más que ver como te pesan los párpados.

Salvador resopló.

-Bufff. Me pasé con las patatas fritas. No estoy acostumbrado, en casa nunca las hago,

son muy grasientas. Además, ya se sabe, comida sin siesta es como campana sin badajo. Pero,

bueno, estamos divagando. El caso es que mientras tú comías en casa yo tuve una comida de

trabajo- interrumpió la frase y sonrió de nuevo-. Intenté enterarme de los secretos más íntimos

del Cabezapera, pero me enteré de poco. Así que ahora vamos a intentar conseguir que alguna

de las chicas hable y nos cuente esos secretos.

-Por eso estamos aquí afuera. Pero supongo que las chicas estarán dentro y bien

vigiladas.

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-Por eso, por eso nos escondemos. Déjame que te explique. Mira, aquí trabajaran por

los menos ocho o diez chicas, a juzgar por el tamaño del edificio. Supongo que no vivirán

aquí. Eso espero y eso es lo que me ha contado Eduardo. Si viven en Orense, que es lo más

lógico, y lo que Eduardo me contó, las traerá algún empleado del Cabezapera o él mismo. Me

imagino que hará un par de viajes porque aquí deben de trabajar bastantes chicas, espero que

no usen dos coches. Cuando vengan a descargar del primero, seguiremos al coche que venga y

así sabremos donde viven las chicas. Luego, ya veremos cómo hacemos.

Carmen calló un momento meditando lo que Salvador había dicho.

-Brillante. No esperaba menos de ti.

Volvieron a permanecer en silencio. Pese a haber bajado la ventanilla del coche, cada

vez hacía más calor. El sol les daba de lleno sobre el cristal delantero. A Salvador le pesaban

los párpados tanto que ya casi no podía con ellos.

-Salgo a fumar un cigarro. Fíjate bien si llega algún coche. Yo me quedo detrás del

árbol para que no me vea nadie.

El aire en la cara le sentó bien y en un par de minutos se sintió más despierto. Además,

la nicotina también le ayudó a despejar la modorra. Cuando volvió al coche y se sentó con las

manos en el volante ya no notó tanto calor y tenía la mente lúcida. Miró hacia el edificio del

club y no vio movimiento alguno. Estuvo un buen rato callado.

-Esto se va a hacer largo- comentó después de un largo silencio por decir algo-. Da tú

un paseo si quieres.

-No, prefiero esperar aquí.

Volvieron a quedar callados. Al cabo de un tiempo tanto mutismo comenzó a resultar

demasiado tenso. Ambos miraban al frente sin atreverse a girar la cabeza. Vigilar el palacio de

Luxor se convirtió en un recurso para no mirarse ya que no sabían qué decirse. Carmen

carraspeó un par de veces y Salvador la imitó y cuando el silencio se le comenzó a hacer

insoportable dijo sin dejar de mirar al frente:

-Ahora estaría bien tomar una cervecita…

-Pero no la vamos a tomar - acabó Carmen la frase.

-Eso es. Además, yo no puedo y tú no debes.

Carmen giró la cabeza y lo miró.

-¿Por qué no puedo?-preguntó sorprendida.

Salvador no la miró, siguió con la vista fija en el palacio de Luxor. Por el rabillo del

ojo había visto como ella se giraba y si él volvía la cabeza se encontraría con la cara casi

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pegada a la suya y la mirada clavada en él. Y no quería que eso ocurriera porque en aquel

momento tenía la sensación de haber metido la pata.

-Bueno…-balbució-. Por lo del embarazo… - mientras lo decía ya se estaba

arrepintiendo, pero prefería hablar con Carmen de lo que había ocurrido aquel sábado y evitar

una situación incómoda cada vez que se quedaba a solas con ella.

Carmen abrió los ojos como platos.

-¿Qué embarazo?- exclamó.

Salvador no dijo nada durante un buen rato. Ahora sí se giró hacia ella y la miró un

tanto sonrojado. En ese momento era ella quien mantenía al mirada fija al frente. Soltó la

mano derecha del volante y negó con el dedo índice al tiempo que decía con tono

interrogante:

-No estás embarazada…

Carmen se giró hacia él.

-No- respondió sorprendida.

Se encontraron frente a frente y muy cerca el uno del otro.

-Bueno, yo pensaba…- Salvador se rascó la nuca-. Como el otro día, el que te encontré

en la calle- sonrió como si quisiera ocultar su timidez-, ya sabes. Bueno, como llorabas de

aquel modo y luego un par de veces te he visto, no sé, muy sensible, pues yo pensé…

Carmen sintió unas terribles ganas de reírse, pero se contuvo. No podía creerse lo que

estaba viviendo. Todas sus desgracias se habían convertido en un embarazo. Se sentía

realmente divertida y lo que más le divertía era el mal trago que su compañero estaba

pasando. Hacía que olvidadse su propia vergüenza.

-¿Qué pensaste?- preguntó con malicia.

-¡Coño! Pues eso, lo que te he dicho. ¡Yo qué sabía!

No pudo reprimirse. Al oír aquello con el tono que Salvador había empleado, Carmen

comenzó a reírse descaradamente. Lo hizo tan estrepitosamente que un par de lágrimas

comenzaron a resbalar por sus mejillas. Se llevó las manos a los ojos intentando sujetarlas,

pero fue inútil. Rió durante un buen rato, hasta que se dio cuenta de que la carcajada se había

convertido en llanto. Salvador se enteró antes que ella misma de que había dejado de reír y

estaba llorando. Resopló y dijo:

-¡Hostias!- era incapaz de comprender lo que pasaba.

Carmen lloró hasta que recordó su promesa de no derramar una lágrima más por

Ángel. Entonces hizo un esfuerzo por recomponerse, dejó de sollozar y tomó el pañuelo de

papel que Salvador le ofreció. Se enjugó como pudo las lágrimas y se cubrió avergonzada la

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cara con ambas manos. Entonces allí arrellanada en el asiento delantero de un coche, con una

persona a la que apenas conocía y con la que no compartía absolutamente nada se dio cuenta

de que no había podido contar a nadie lo que le estaba ocurriendo, lo que le había ocurrido,

que no había tenido ningún confidente en quien confiar, y comenzó a hablar con Salvador.

-No. No estoy embarazada- dijo-. Ojalá fuera ese mi problema.

-Yo pensé que…

-Ya, claro. Suele pasar. Hacemos cábalas, nos hacemos ilusiones…- Carmen tenía una

necesidad imperiosa de continuar hablando-… y luego la vida nos lo cambia todo. ¿Te

acuerdas del día que me fui a Madrid un jueves? El día que me fui a Vigo, al aeropuerto…

Salvador no recordaba, pero asintió. Tenía la sensación de que su compañera estaba

confiando en él como si fuera un amigo.

-Pues aquel día- continuó Carmen- llegué a casa- sintió una punzada en el corazón al

decir la palabra casa- cuando mi…-calló un momento-…Ángel, mi novio, no me esperaba

y…-comenzó a gimotear e interrumpió la narración.

Salvador le ofreció otro pañuelo de papel, pero ella lo rechazó. No tenía intención de

derramar una lágrima más. Era una promesa que no podía incumplir.

-Llevábamos un año viviendo juntos, ¿sabes? y estábamos planeando dejar el

apartamento de alquiler y comprar uno. Eso fue fusto antes de que me trasladasen aquí.

Llegué a casa y comencé a prepararme para él. Quería estar mejor que nunca. Me duché y

antes de que terminase de vestirme oí la puerta- continuó diciendo Carmen. Las palabras eran

un torbellino en su mente y afloraban a su boca sin que las pudiese detener. Su censura íntima

estaba completamente bloqueada. Su pudor había desaparecido-. Dude-continuó- entre

vestirme o mostrarme desnuda ante él. Pero dudé muy poco. Salí al pasillo sin ropa y me lo

encontré con… con otra. No hacía ni quince días que nos habíamos separado y ya me estaba

engañando. De verdad que me parece imposible que me haya pasado algo así. Y yo que había

llorado lo indecible a solas en Orense por estar lejos de él…

Así que era eso. Nunca se lo habría imaginado. Mientras ella estaba en Orense, el muy

cabrón del novio se estaba tirando a otra. Salvador calló. Qué podía decirle. Permanecieron

los dos en silencio un buen rato, pero ahora el silencio ya no era tan tenso. No pudo dejar de

imaginarse la escena, ella desnuda, mostrando todos sus encantos y él con otra en la casa.

Gilipollas. Esbozó una sonrisa y dijo:

-Bueno, mujer, no llores por que se haya acabado, sonríe porque te sucedió.

Carmen se volvió hacia él y también sonrió.

-Me refiero a lo del pasillo- dijo Salvador.

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La sonrisa de Carmen se convirtió en una risita histérica primero y en franca risa

después. Tenía que reconocer que el sentido del humor de su compañero era peculiar.

-Jamás me he sentido peor que aquel día- dijo Carmen cuando dejó de reírse.

-Puedo imaginarlo.

-No, no puedes. Te lo aseguro. No puedes.

-¿El qué no puedo imaginar? ¿A ti desnuda? ¿Tan terrible es? Francamente no lo creo.

Carmen volvió a sonreír y una lágrima volvió a asomar a los párpados. Salvador aún

tenía el pañuelo de papel en la mano y se lo tendió.

-Había prometido no llorar más por él.

-No voy a decir la tontería esa de que no se lo merece. Puedes llorar todo lo que

quieras. Yo he prometido mil veces dejar de fumar y nunca lo cumplo. Las promesas se hacen

par romperlas.

Carmen lo miró. Eran las primeras palabras de consuelo que recibía después de todo lo

que le había ocurrido. Sintió un deseo de abrazarlo, de que la abrazara, pero se contuvo de

hacer nada porque sabía que si lo hacía sería mal interpretada. Salvador permaneció mirando

al frente pensando que a lo mejor a ella le gustaría que la abrazase y le ofreciese su pecho para

llorar tranquila, pero no hizo nada, a lo peor ella lo interpretaría como un gesto de

conquistador. Mientras pensaba en ello, vio un coche llegar al aparcamiento del club, un

BMW negro, antiguo y con alerones añadidos en la parte posterior. Se dio cuenta de que

durante un buen rato habían dejado de vigilar el club.

-¡Hostias!- gritó-. Espero que no hayan llegado ya las chicas.

Del coche bajaron cuatro mujeres a las que la ropa que llevaban delataba en su

condición de venales. Dos era muy rubias y altas, una de ellas mulata y la otra, morena y un

poco regordeta. Carmen se enjugó la última lágrima y las siguió con la mirada hasta que

desaparecieron en el interior del edificio. No pudo dejar de pensar que la vida de aquellas

mujeres era mucho más triste que la suya. Salvador arrancó el motor y la distrajo de sus

pensamientos. Permanecieron a la espera. El coche no se detuvo mucho tiempo, cuando las

mujeres desaparecieron en el palacio de Luxor maniobró y se incorporó a la carretera en

dirección a Orense. Lo siguieron a unos trescientos o cuatrocientos metros. No había apenas

tráfico y era muy fácil no perderlo. Cuando comenzaron a adentrarse en la ciudad, Salvador se

acercó. Se fijó en el conductor y se dio cuenta de que no era el Cabezapera. Era un hombre

calvo, la coronilla asomaba brillante través de la ventanilla trasera, con la cabeza grande y

redonda. También parecía gordo por el tremendo cuello que sujetaba la cabeza. Tras entrar en

la ciudad, dirigió el coche al barrio del Puente y se detuvo en una plazoleta no muy grande

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cerca de las vías del tren. Dejó el coche en doble fila. Salvador no se detuvo, pasó a su lado

observando como el conductor hacía sonar la bocina. Estacionó su coche unos metros delante,

también en doble fila, y observó por el retrovisor. El conductor seguía esperando en el coche.

-Baja y vigila con disimulo desde la acera, quiero ver bien de qué edificio salen las

chicas. No conozco al tipo del coche, pero nunca se sabe… a lo mejor él sí me conoce a mí,

pero a ti seguro que no.

Carmen obedeció y se plantó en la acera al lado del escaparate de una tintorería.

Salvador bajó la ventanilla del coche para comunicarse con ella. El conductor arrojó una

colilla a la calle e hizo sonar de nuevo la bocina.

-¿Ves algo?- preguntó Salvador que observaba la escena con dificultad a través del

espejo retrovisor.

Carmen negó con la cabeza.

-No hace nada. Espera.

Un momento después se abrió la portezuela del coche y bajó de él un hombre grande y

gordo y caminó pesadamente hacia la acera.

-Síguelo- gritó Salvador-. Seguro que va al piso de las chicas.

Carmen comenzó a caminar con ligereza y no le costó alcanzar al hombre. Llegó hasta

él cuando cruzaba por delante del portal del que se suponía que bajarían las mujeres. El gordo

llamó al timbre y Carmen cruzó de acera. Luego, con disimulo, se giró y volvió a cruzar en

dirección a Salvador. Abrió la puerta y se sentó a su lado. Él la miraba con gesto interrogante.

Parecía decir: ¿Qué ha pasado? ¿Por qué has dado la vuelta?

-Número ocho tercero izquierda. Tengo muy buena vista.

-¡Genial!

Esperaron y al cabo de un buen rato aún bajaron cuatro mujeres. Esta vez las cuatro

eran muy rubias, subieron al coche entre las voces del gordo que no dejaba de gritar y de

señalar el reloj de la muñeca y se fueron. Salvador y Carmen los observaron marchar sin

moverse de su sitio.

-Bueno, creo que por hoy ya está todo el pescado vendido- dijo Salvador y arrancó el

coche.

Cruzaron el Miño por el puente nuevo. A su derecha podían ver el río que partía en

dos la ciudad roto a su vez el cauce por el puente viejo y el novísimo puente del Milenio que

al fondo parecía un barco que cruzase el cauce del río. En el corto espacio que los separaba

dos mil años se miraban cara a cara, puente a puente y el Sol que comenzaba a ponerse miraba

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a ambos reflejándose en el agua. Carmen observaba el paisaje como hipnotizada. El tráfico

era lento y el semáforo los detuvo sobre el puente.

-Bonito ¿eh?

-Muy bonito

Se abrió el semáforo al final del puente.

-Supongo que no tendrás nada importante que hacer…- dijo Salvador al tiempo que

reiniciaban la marcha.

-La verdad es que no.

-¿Hace una cerveza?

-¿Una cerveza? No sé ¿no habíamos quedado en que yo no debo y tu no puedes?-

Respondió Carmen sonriendo.

En el Luna no había muchos clientes a aquella hora. De todas las partidas de la

sobremesa sólo quedaban dos, el resto ya había terminado. Se acomodaron en los taburetes

que rodeaban la barra. Salvador encendió un cigarrillo y Carmen observó a su alrededor,

luego se acercó el periódico que descansaba sobre la barra y lo ojeó sin prestarle atención.

Manolo, el dueño, se les aproximó al cabo de un rato.

-Una tónica- pidió Salvador.

-Yo, con tu permiso, voy a tomar una caña- dijo Carmen mirando hacia él-. No creo

que le haga daño al niño.

-Si sólo es una.

Carmen se fijó que Salvador la miraba con deseo en los ojos cuando la vio beber la

cerveza y en cierto modo sintió una punzada de celos. Supo que no la miraba a ella, estaba

segura de que lo que miraba era la espuma de la cerveza en sus labios. Después de los celos,

sintió pena ¡Quién sabía qué historia habría tenido su compañero con el alcohol! Cerró el

periódico que tenía ante sí y lo dejó descuidadamente entre ambos. En la portada, con letras

capitulares, destacaba un titular: Los socialistas votarán no.

-Vaya rollo que se traen con el polígono sur. Seguro que nuestro amigo Losantos se

retuerce en la tumba. ¡Cómo se habría puesto insultando a todos con la disculpa del proyecto!

Con eso de que la hayan pegado un tiro se va a perder lo mejor del año.

-No lo creo. Me parece que ese era un asunto que no le interesaba en absoluto- afirmó

Carmen dejando el vaso de cerveza sobre el mostrador.

-¡Anda! ¿Cómo lo sabes? Tú no sabes quien es el principal promotor del proyecto. Si

lo supieras no dirías eso.

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-Sea quien sea, da igual. La cosa viene de lejos ¿no? Quiero decir que eso del polígono

no es nuevo.

-¡Qué va! Llevan un año o más ya dándole vueltas al asunto. La oposición no quiere

saber nada del proyecto y en el propio equipo de gobierno están divididos.

-Pues si llevan un año con ello, Losantos tuvo todo el tiempo del mundo para haber

dicho lo que le pareciera sobre el asunto y no escribió nunca nada.

Salvador dio una calada al cigarrillo y la miró a los ojos sorprendido e intrigado.

-Haber, haber ¿Cómo lo sabes?

-Hombre, por el dossier que nos pasó el periódico. No había ningún artículo que

hablase del polígono sur. Al menos, yo no lo recuerdo.

Una nueva calada y arrojó el cigarrillo al suelo. Lo pisó retorciendo el pie.

-¿Estás segura?

-Completamente. Ni una palabra- afirmó Carmen con rotundidad.

Salvador se rascó la barbilla, miró al suelo pensativo y dijo:

-No te imaginas quien es el principal promotor del proyecto: el senador Zurcidó. Y

Froilán Losantos no escribe una palabra contra ello. Hostias, hostias, hostias.

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21

Salvador desayunó en el Luna sin entretenerse. Tenía prisa por llegar a la comisaría y

leer el dossier. No podía comprender cómo Losantos no había escrito una sola línea sobre el

asunto del polígono sur. No era que desconfiase de Carmen, pero tenía que verlo por sí

mismo. Cuando alguien le contaba un imposible tendía a no creerlo. Y sí, la verdad, para qué

negarlo: desconfiaba; carmen tenía que haberlo pasado por alto. La mujer tenía otras cosas en

la cabeza y era probable que hubiese leído página sí y página no. Resultaba imposible que

Froilán Losantos no hubiese aprovechado una ocasión como esa. Un asunto que no estaba

muy claro y en el que Zurcidó estaba imponiendo su santa voluntad. Ninguna iniciativa del

senador Zurcidó había quedado a salvo de sus ácidas críticas e insinuaciones de corrupción,

ésta no iba a ser menos. Y siendo como era un asunto urbanístico. Nadie dudaba de que

pudiera haber corrupción. Ni en Zurcidó ni en quienes se le oponían. Porque incluso dentro

del propio partido, no todos estaban de acuerdo con él y tenía cierta oposición, débil, eso sí.

Quien le apoyaba sin reservas era el alcalde. Su mano derecha y que a la vez sería el

responsable de la ejecución del proyecto.

Tardó más de lo que le hubiese gustado en leer el dossier y mientras lo hacía, se

arrepentía de no haberlo leído antes. Si era cierto que Losantos no nombraba el polígono, y

conforme avanzaba le parecía a cada momento más cierto, tenía en sus manos una buena

pista.

Cuando acabó con el dossier tenía frente a él un cenicero con cinco colillas y una losa

sobre la cabeza. En la cafetería Nevada tomó un café con una aspirina, ojeó el periódico, que

continuaba hablando del polígono, y se fue a buscar a Carmen.

Ella, obediente, estaba donde Salvador le había dicho. La tarde anterior habían

convenido que antes de las once de la mañana era inútil intentar nada con las chicas del

Cabezapera. Aunque no era ni viernes ni fin de semana, el palacio de Luxor cerraría tarde, de

modo que ninguna de ellas madrugaría. Antes de despedirse la tarde anterior, le había dicho

que apareciese por la plaza sobre las once de la mañana, no antes, que no llamase la atención

y que vigilase el portal.

Carmen pensó que sería un día largo. Como la mañana había amanecido soleada y no

hacía demasiado frío, se puso un vaquero y los zapatos de cuña. Feos y de punta redonda,

pero muy confortables. Cuanta más comodidad, mejor. Fue caminando hasta la plaza, lo que

le llevo un buen rato, pero le resultó un paseo muy agradable. Estaba descubriendo que vivía

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en una ciudad bonita. Cuando llegó, estudió el lugar y eligió cuatro puntos desde los que

acechar, todos ellos fuera de la plaza, en las calles contiguas. Desde sus puntos de

observación veía perfectamente el portal número ocho y estaba lo bastante lejos como para

que nadie pensase que lo vigilaba.

Salvador llegó pasadas las doce y media. Cruzó la plaza, miró a un lado y otro y no la

vio. Masculló un juramento y se plantó con los brazos en jarras frente al portal.

-Si te quedas ahí, te verán antes de tú veas nada- oyó decir a su espalda.

Al girarse se encontró con Carmen.

-¿Dónde estabas?

Ella señaló con la mano hacia el otro lado de la plaza, donde se iniciaba una de las

calles que había elegido como observatorio.

-Vamos hacia allí- dijo-. Se ve bien el portal, pero es difícil que nos vean.

Mientras caminaba a su lado, pensaba que debía de fiarse más de ella. Había recordado

perfectamente que en el dossier no se nombraba para nada el polígono sur y ahora parecía que

estaba haciendo una impecable vigilancia. Cuando tuviera ocasión la interrogaría sobre el

expediente disciplinario que la había llevado a Orense. No alcanzaba a ver qué pudiera haber

hecho tan mal para que la castigaran de ese modo.

Se detuvieron en el puesto de observación que Carmen había elegido. Salvador miró

hacia el portal. Efectivamente, nadie podría salir sin que él lo viera desde allí. Encendió un

cigarrillo y dijo:

-Bueno, descansa un rato. Ya me quedo yo.

Ella lo agradeció. Estaba un poco harta de aquellos paseos de diez metros. Sentía

pesadas ya las pantorrillas. Menos mal que se había puesto los zapatos de cuña.

-Sí, voy a tomar un café. No hay ni un bar en la plaza ni en otro lugar que me

permitiera controlar el portal. Al otro lado de la plaza, en la calle de enfrente hay otro sitio

discreto que puedes usar y en la calle perpendicular, otro.

-Tómate tu tiempo, yo estoy cansado de estar sentado y me vendrá bien pasear por

aquí.

Salvador la observó alejarse disfrutando secretamente de las curvas y los movimientos

de su cuerpo y luego esperó fumando a que apareciese alguna de las chicas en el portal. No

dejaba de pensar en falta de artículos de Losantos sobre el polígono. Ni una sola palabra.

Tenía que tener un sentido, auque él no se lo encontraba. Mientras le daba vueltas a la cabeza

caminó entre puesto y puesto de vigilancia. La verdad es que están bien elegidos, pensó.

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Carmen no tardó en volver y su presencia lo distrajo de sus pensamientos. La observó

acercarse a él desde la plaza que vigilaba. Cuando se movía era aún más hermosa.

-Tenía ganas de tomar un café- dijo cuando llegó.

-Y eso que no fumas. No hay nada como un café a media mañana con un cigarrito.

Además, ahora con tanta prohibición da más morbo, ¿sabes? Lo prohibido se disfruta el doble.

-Hay una cosa que se llama enfisema que creo que también da mucho morbo.

-Bueno, bueno…

Se miraron a los ojos sonriendo.

-¿Qué vamos a hacer ahora?- preguntó Carmen apartando la mirada.

Salvador miró al portal y carraspeó.

-Creo que lo mejor es esperar- dijo-. Si tenemos suerte aparecerá alguna de las chicas.

Si no, habrá que ir hasta su puerta, pero eso podría llamar la atención y es mejor que seamos

discretos, nos armaremos de paciencia y esperaremos.

-Y si aparece alguna, ¿qué haremos?

-Bueno, entonces….

Carmen lo interrumpió:

-Estamos de suerte. Mira-dijo señalando el portal-. Esa parece una de las chicas que

vimos ayer bajar del coche en el palacio de Luxor.

Salvador fijó la mirada en el portal y vio como una mujer morena y algo regordeta

vestida con una malla negra y un chaquetón de piel cruzaba la plaza contoneándose.

-Vamos. Es una de ellas. Seguro.

La siguieron sin acercarse a ella durante trescientos metros. La mujer caminaba

despacio y tuvieron que pararse un par de veces para no acercarse demasiado. En una de las

paradas, Carmen preguntó:

-¿Hasta cuando vamos a seguirla?

-Sólo un poco más. Enseguida la alcanzamos.

Reiniciaron la marcha cuando vieron que la mujer giraba en una esquina. Cuando ellos

la doblaron tras ella, Salvador aceleró la marcha.

-Ya estamos lo bastante lejos de su casa. Aquí no nos verá ningún conocido. Cuando

yo la adelante tú te quedas tras ella. No se la ve muy atlética, pero no tengo ganas de echar

ninguna carrera.

Se separaron. Carmen aceleró levemente el ritmo y se colocó a la derecha de la mujer

y a su espalda.

-Hola, guapa- la abordó Salvador-. Para un momento que tenemos que hablar.

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La mujer se detuvo y lo miró con más desdén que prevención. No contestó y reinició

la marcha con un gesto despectivo. Salvador la tomó por el brazo.

-He dicho que tenemos que hablar, guapa. Así que no tengas tanta prisa.

Carmen, parada tras la mujer que ahora mostraba recelo y desasosiego en el rostro, lo

fulminó con la mirada.

-Tranquila- dijo-. Somos policías.

-No creo que eso la tranquilice, precisamente- afirmó Salvador soltando el brazo de la

mujer.

-Yo no he hecho nada- clamó ahora realmente asustada.

-Nada bueno.

-Señores policías, de verdad, les juro que soy inocente- la voz de la mujer tenía,

además del trémulo del temor, el aire del otro lado del mar. Al acabar de hablar sus gruesos

labios temblaban y los ojos rasgados se le comenzaban a llenar de agua.

Salvador la miró muy serio.

-Documentación.

La mujer no respondió, bajó la mirada.

-Ilegal. Y prostituta. Lo tienes jodido.

Carmen se movió hacia la derecha buscando el rostro asustado y abatido de la mujer.

Deseaba lanzarle una mirada amiga y tranquilizadora. Salvador la miró con severidad y le

ordenó con los ojos que volviese a colocarse tras ella. Obedeció sin decir nada.

-¿Tienes documentación o no?

A pesar del ajetreo del tráfico entre los tres se derramó un silencio tenso que los bañó.

El corazón de Carmen y el de la mujer quedaron empapados de silencio.

-¡Responde!

-No. ¿Me van a expulsar?

No hubo respuesta a la ansiosa pregunta.

-¿Tienes libertad de movimientos? ¿Puedes salir y entrar cuando quieres del piso?

La pregunta sorprendió a la mujer que tardó en contestar.

-¡Habla!

-Sí…

-¿A qué hora os recoge el gordo del BMW?

-Sobre las seis… a veces más tarde, no tiene hora fija.

-A las cuatro quiero verte en la cafetería Honoris Causa. Está en la zona de la

universidad. Te inventas cualquier disculpa y no cuentes nada de esto. Si no vas, ya sabes lo

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que te espera- dijo Salvador e hizo un claro gesto con ambas manos que significaba que la

expulsión-. Ahora vete.

Tardó un buen rato en asimilar lo que le habían dicho, pero cuando lo hizo comenzó a

caminar rápidamente bamboleando su anatomía enfundada en las mallas negras. Carmen la

observó marchar hasta que desapareció de su vista. Estaba enfadada con su compañero por el

modo en que había tratado a aquella pobre mujer. No era más que una desgraciada que

trabajaba de puta en un país extranjero y él se había mostrado con una prepotencia y una

chulería que le parecía cruel e innecesaria

-Le has hecho pasar un mal rato. ¿Hacía falta?- dijo con voz que delataba el evidente

malhumor.

-No. Si te parece se lo pedimos por favor. ¿A ti que te hace pensar que ahora no le está

yendo con el cuento al Cabezapera? No le des vueltas. Lo sabes tan bien como yo: se trataba

de asustarla y que nos temiera más que al Cabezapera. Ahora nos tiene más miedo que a él. Si

no, ya le estaría diciendo que la han parado dos policías en la calle y que quieren hablar con

ella esta tarde. No sea ilusa. Si no, de qué nos va a contar algo ¿Por amor la justicia? La

justicia le importa un pito. Es lo que me importa a mí, imagínate a ella.

Salvador comenzó a caminar. Carmen lo miró antes de comenzar a moverse a su lado.

¿Por qué siempre la derrotaba? ¿Qué podía argumentar? En el fondo, él tenía razón. El

malhumor se esfumó y lo sustituyó cierta frustración que la enfureció consigo misma. Luego,

cuando se tranquilizó comenzó a preguntarse por qué la había citado para la tarde, por qué se

había arriesgado a que no fuera a la cita o a que se lo contara a su jefe.

-¿Estás seguro de que vendrá a las cuatro?

-No. ¿Estás segura de que irás tú?

-Claro…

Claro, tan segura como estabas de la fidelidad del tipo ese que te la jugó en Madrid,

pensó Salvador.

-Y si te rompes una pierna…

-Pues voy con escayola- contestó Carmen y sonrió-. Pero ¿qué ganamos hablando con

ella por la tarde?- continuó-. Podríamos haberlo acabado ahora, ¿no?

Salvador titubeó un momento. En el fondo, tampoco estaba muy seguro de haber

obrado bien. Había hecho una apuesta y hasta que no supiera el resultado no sabría la opción

era la correcta. La mujer podría haberse asustado demasiado y desaparecer.

-Bueno… por un lado, no podíamos correr riesgos. Era necesario que no nos viera

nadie hablar con ella. Nadie de su mundo, claro. Y cuanto más tiempo estuviéramos con ella

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en la calle, más posibilidades había. Pero lo más importante es que quiero que madure el

miedo. Si va por la tarde a vernos, y yo creo que irá, estará tan asustada que no se le ocurrirá

decir una sola mentira ni aunque se lo pidamos por favor.

Quedaron de encontrarse en la cafetería de la cita quince minutos antes. El primero en

llegar fue Salvador. Buscó una mesa discreta al fondo del local y esperó a Carmen con un café

y un cigarrillo en la mano. Ella llegó justo a la hora y buscó a su compañero entre la clientela.

Era una cafetería grande, con muchas mesas y llena de carpetas, humo y jóvenes, los más,

sentados en grupos de cuatro o cinco, aunque había algunos que charlaban íntimamente

emparejados.

Tardó en ver a Salvador que fumaba distraído y no se había fijado en ella. Se sentó a

su lado sin decir nada más que un hola apagado por el murmullo del ambiente. Él le devolvió

el saludo con una sonrisa.

-Estaba pensando-dijo después de un buen rato- en lo que sabemos.

-Sobre…

-Sobre todo esto. Sabemos que el Cabezapera tenía una relación estrecha con

Losantos, sabemos incluso que estuvo en su casa la tarde que lo mataron. Sabemos que al

senador no le hizo ninguna gracia que descubriéramos esa relación porque telefoneó a Pombal

¿recuerdas?

Carmen asintió.

-Y luego está lo de que Losantos no haya dicho ni una palabra del polígono sur. La

verdad es que no es mucho…

-También sabemos que han matado a Losantos- dijo Carmen-. Lo que no sé es lo que

nos puede contar la mujer del club.

-Tengo una sospecha y quiero confirmarla. Además, nos puede contar los secretos del

Cabezapera. Y eso nunca está de más.

Mientras hablaban de ella, la mujer se les acercó caminando entre las mesas llenas de

estudiantes. Era un elemento discordante en aquel ambiente. Salvador la invitó a sentarse con

un gesto de su mano. A pesar de su aspecto, nadie se fijó en ellos, pero si alguien lo hubiera

hecho, no le habría quedado ninguna duda de que estaban tramando algo.

-Supongo que no habrás contado nada a nadie.

Negó con la cabeza.

-A nadie.

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-Está bien. Ahora dime, ¿Quién lleva la cocaína que se consume en el palacio de

Luxor?

Los ojos de la mujer parecieron caer en un abismo, sus pupilas se dilataron hasta hacer

desaparecer el iris marrón. El labio superior comenzó a temblar, aunque casi

imperceptiblemente, al mismo tiempo que sudaba pequeñas gotas brillantes. Tragó saliva

antes de contestar:

-El gordo Lucas.

-¿El mismo que os lleva en el BMW negro?

No respondió. Asintió con la cabeza. Salvador estaba seguro que aquella mujer

también consumía cocaína. Había lanzado la pregunta al azar aprovechando lo poco que sabía

del Cabezapera y se encontró con que las chicas también consumían. Lo había visto en sus

ojos.

-Tú, ¿Cuánto consumes?

Cerró los ojos, cuando los abrió estaba a punto de comenzar a llorar. Volvió a tragar

saliva antes de responder:

-Casi nunca. ¿Me van a llevar presa?

Estaba muy nerviosa y asustada. Carmen intervino para tranquilizarla.

-No, no te vamos a llevar presa.

-Siempre que respondas a nuestras preguntas- interrumpió Salvador-. Y el

Cabezapera, ¿Cuánto consume?

La mujer lo miró sorprendida. No sabía qué responder.

-No sabes quien es el Cabezapera.

-No.

-Hijo de puta. Se guarda el nombre. Anselmo, tu jefe. ¿Cómo le llamáis?

-Don Anselmo.

-Don Anselmo…- Carmen rió con una risa falsa. No podía olvidar sus ojos clavados

en ella.

-A partir de ahora lo llamaremos don Cabezapera. No le negaremos el título- dijo

Salvador-. Bueno, pues cómo ya sabes de quien hablamos, ahora contesta, ¿cómo va de perica

don Anselmo?

-No, él no…

-Él sí. No mientas.

La mujer calló de nuevo. Pese a lo asustaba que estaba no se atrevía a responder.

Salvador la miró con los ojos entornados y solucionó todas sus dudas.

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-Creo que sólo algún tiro en las fiestas.

-¿Qué fiestas?

-Las que hacía con los otros dos señores. Entonces llegaba siempre el gordo Lucas que

era el que los llevaba al club y el que les conseguía la coca.

Salvador encendió un cigarrillo y dejó la cajetilla sobre la mesa. Observó si la mujer la

miraba y vio que bajó los ojos hacia ella. Iba a ofrecerle, pero Carmen se le adelantó. Tomó la

cajetilla y se la acercó al tiempo que preguntaba:

-¿Cómo te llamas?

Ella tomó un cigarrillo.

-Gladis.

Salvador entregó el encendedor a Carmen. Se miraron, ella lo tomó sin dejar de

mirarlo y se lo entregó a la mujer con gesto desafiante. No le gustaba lo que estaba haciendo.

-Bien, Gladis- dijo Salvador-. Has dicho que había unas fiestas a las que iban dos

señores con Don Anselmo. No sabrás quienes eran…

La mujer fumaba nerviosamente.

-No- respondió.

-Ya, me lo imaginaba. ¿Siempre eran los mismos dos señores los que iban a las fiestas

o variaban?

-Había dos señores que iban casi siempre. Eran los fijos. Algunas veces había otros

más, pero pocos.

-Cada cuanto hacían esas fiestas.

-No tenían día fijo, pero iban casi todas las semanas.

-Y dónde…

Parecía que con el tabaco la lengua de la mujer se había soltado completamente.

Respondía a las preguntas sin pensar.

-En el sótano del club. Allí tiene Don Anselmo una sala especial para sus fiestas. Las

hacían casi siempre los viernes, pero otras veces cambiaban el día.

Hubo un pequeño silencio. Salvador iba a continuar con una pregunta, pero Carmen lo

interrumpió:

-Espera un momento- dijo y Lugo se volvió a Gladis-¿Por qué hablas de las fiestas en

pasado? ¿Ya no hay fiestas?

La mujer negó con la cabeza al tiempo que contestaba:

-Hace tres o cuatro semanas que ya no hay fiestas.

-Tres o cuatro semanas…- dijo Salvador.

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Permanecieron nuevamente en silencio. Ahora, más tiempo.

-¿Qué pasaba en esas fiestas?- Preguntó Carmen.

-Eso no hace falta que nos lo diga ella. Si quieres te lo cuento yo- dijo Salvador con

tono impertinente.

-Yo nunca fui a las fiestas. Siempre iban las rusas.

-Las rusas…- repitió Salvador. Luego llevó la mano a un bolso interior de la cazadora,

sacó una fotografía y se la mostró a la mujer-. Supongo que este era uno de ellos.

Ella miró la foto, asintió en silencio y la dejó sobre la mesa. Carmen la tomó y vio con

sorpresa el rostro del periodista muerto.

-Así que Losantos y el Cabezapera intercambiaban visitas- dijo como si pensase en

alto. Luego miró a Gladis y continuó-: descríbeme al otro hombre, al otro señor- en la palabra

señor puso tanto desprecio que casi se atragantó.

-No lo vi nunca muy bien.

-Voy a ayudarte yo- dijo Salvador-. Era un hombre moreno y calvo de unos cincuenta

años y siempre vestido con traje.

-Sí. Y un poco gordo- dijo la mujer.

Salvador dejó sobre la mesa una fotografía del senador Zurcidó recortada de un

periódico. La mujer lo reconoció.

-Ese era el otro señor.

-Está bien, Gladis. Ahora vete. Si dices a alguien una sola palabra de esto, te regalo un

billete de avión en clase turista ¿entendido?

-Entendido ¿Puedo irme?

Carmen le respondió con un gesto con la cabeza y una sonrisa. Salvador no la miró ni

le prestó más atención. Permaneció largo rato jugueteando con el paquete de cigarrillos.

-Así que el Cabezapera, Losantos y el senador se iban de orgía los viernes por la noche

con un montón de putas rusas.

Carmen lo miró sorprendida de que hubiese llegado a esa conclusión con los pocos

datos que tenían.

-¿Por qué imaginaste que uno era el muerto y el otro era el senador?

La miró en silencio.

-Por que si el muerto no hablaba para nada del asunto del polígono sur era que estaban

conchabados de algún modo. Era la única explicación lógica. Además, habíamos quedado en

que el senador había advertido al Cabezapera de nuestra visita. Blanco y en botella, ya se

sabe, horchata.

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-Hostias, hostias, hostias- dijo Carmen sonriendo.

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22

-Vamos- dijo Salvador.

Carmen acababa de dejar el bolso sobre la mesa y estaba a punto de de sentarse. Un

minuto antes había colgado el abrigo en el perchero negro que había al lado de la puerta.

Después de un par de días soleados, había amanecido una mañana fría y húmeda envuelta con

una niebla densa que helaba los huesos y era la ocasión ideal para estrenar abrigo.

-Pero si acabo de llegar- respondió Carmen y se sentó frente a él-. Déjame, al menos

que caliente un poco. Me he quedado helada.

Había tomado un café en el Luna antes de acudir a la comisaría y en el camino la

niebla le había calado hasta los huesos pese a que vestía el abrigo camell que había comprado

sólo una semana antes de que iniciase su maldito destierro. En la cafetería había esperado

encontrase con Salvador. Sabía que desayunaba allí todos los días y le sorprendió no verlo.

Tomó café tranquilamente y luego, a paso rápido para no helarse completamente, caminó

hasta la comisaría. Se había apagado ya la iluminación nocturna y la luz de la mañana era

lechosa y parecía dar aún más frío a aquel gélido día.

-Es mejor que salgas a la calle y te acostumbres. Esto no es más que el principio.

Desde hoy hasta que acabe marzo, no verás otra cosa por las mañanas que lo que te deje la

niebla. Así que vamos allá- dijo Salvador y se incorporó.

Ella lo miró con gesto de fastidio, pero a él no pareció importarle. Aquella mañana se

había levantado con una idea en la cabeza, la misma que le había rondado toda la noche

causándole un sueño inquieto. Antes de acostarse, cuando encendió el último cigarrillo del día

y cerró el libro que leía como hacía cada noche antes de dormir, se le ocurrió pensar cual sería

la razón de la sanción de Carmen. Hasta aquel momento, no había dedicado ni un minuto a

pensarlo, pero aquella noche casi se obsesionó con ello. Realmente no podía decir que era un

mal policía. Le había costado entrar en el trabajo y al principio era un problema más que un

compañero, aunque, claro, con lo que le había pasado, lo comprendía. Pero con el tiempo, se

había mostrado como una persona inteligente y competente. Incluso comenzaba a tener

iniciativas.

Mientras se afeitaba, ahora lo hacía todos los días, tomó la decisión. Necesitaba saber

por qué la habían sancionado. Aquella mañana no desayunó en el Luna. Se dirigió

directamente a la comisaría. Tenía que resolverlo antes de que ella llegara al trabajo. Lola, la

secretaria del comisario, era casi siempre la primera en llegar cada mañana y la encontró

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como había imaginado ordenando los papeles para el despacho diario de primera hora. Antes

de que Salvador dijese nada, Lola lo saludó con algo que más parecía una despedida que un

saludo.

-No sé si darte los buenos días. Verte por aquí tan temprano no me gusta nada. Seguro

que me vas a complicar la vida.

Le dedicó una sonrisa irónica y calló un momento. Luego le miró a los ojos y dijo con

voz falsamente quejumbrosa:

-Eres injusta conmigo.

-Seguro.

-Necesito que me hagas un favor.

-Lo sabía. Dime lo que quieres, pero no te hagas ilusiones. Tus favores no son…

bueno, vamos a dejarlo.

Sin hacer caso de las quejas de la secretaria, Salvador fue al grano. Prefirió no andarse

con rodeos.

-Tengo que ver el expediente de mi compañera.

Lola rió burlonamente.

-Claro- dijo.

-¿Dónde está la gracia? No la veo- respondió muy serio.

La secretaria agachó la cabeza y volvió a dedicarse a ordenar los papeles que tenía

sobre la mesa, como si diera por terminada la conversación.

-Sabes que no puedo- dijo a modo de despedida.

-Vale. Si ya lo sé no hace falta que me lo digas, pero eso no es cierto. En todo caso,

será que no debes.

Lola levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

-Pues eso. No debo.

Salvador chasqueó la lengua y se le acercó. Colocó su cara más cerca de lo que debía

de la de la secretaria. Le invadió un perfume penetrante a jazmín.

-No me jodas, Lola. Antes de desayunar tú y yo hemos hecho ya por lo menos tres

cosas que no debemos. Después del desayuno, ya ni te cuento. Si no, esta casa de putas no

funcionaría.

Ella intentó no moverse y mantener la cara erguida frente a él, pero retrocedió un

poco.

-No. Esta casa de putas no funcionaría si todos hiciésemos las cosas como tú quieres-

dijo.

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Salvador se incorporó un poco y se alejó de ella. El perfume a jazmín quedó,

penetrante, en su nariz.

-Lola- mintió-, es mi compañera y tengo que saber con quien me la juego. Puede que

me vaya la vida en ello. Ha venido aquí por una sanción y creo que es justo que yo sepa lo

que ha hecho. No castigan a nadie con un traslado por que sí.

-Pregúntaselo a ella.

Era una respuesta razonable. Era lo que él habría contestado. Aunque no le parecía

oportuno hacer la pregunta a Carmen.

-Te pareceré desconfiado, pero en estos casos no me fío del interesado. Prefiero los

datos objetivos.

La secretaria se encogió de hombros y cerró los ojos.

-Pues si lo quieres saber, tendrás que ser menos desconfiado y fiarte de ella.

-Eso significa que no me vas a ayudar, supongo. Que me vas a dejar tirado.

La secretaria lo miró con disgusto. Le pedía un imposible y luego le hacía quedar

como la mala del juego.

-No es que no quiera ayudarte. Entiéndelo- se justificó-. Simplemente no puedo. ¿Te

gustaría que anduviera enseñando tu expediente por ahí?

Salvador pareció no escucharla.

-En ese caso, esperaré a Pombal.

-Él tampoco puede. Lo sabes.

-Eso lo veremos- dijo Salvador y se sentó frente a ella cruzando los brazos con gesto

de niño enfadado.

Lola sabía que se quedaría allí hasta que llegase el comisario y que aquella sería

cualquier cosa menos una mañana tranquila. Salvador conseguiría que el comisario se pusiera

de un humor de perros y a ella le levantaría dolor de cabeza. Lo miró y él le sonrió con

afectación. La sonrisa decía: ya ves, aquí estoy. Esperando.

-Te hago un trato- dijo la secretaria mirando el reloj. El comisario estaba a punto de

llegar.

Victoria.

-Habla- Salvador se incorporó.

-Te digo lo que quieres saber y me guardas el secreto.

-Soy una tumba- se llevó las dos manos a la boca haciendo el gesto de cerrarla.

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Lola calló. Parecía no estar segura de lo que iba a hacer. Lo miró fijamente. Pese al

empeño y la resolución que había mostrado para conseguirlo, ahora no parecía impaciente por

saber la causa de la sanción. Simplemente esperaba impasible a que ella hablara.

-Falta de rendimiento.

-¡Qué dices!

-Lo que oyes. Falta de rendimiento en el trabajo. Según el inspector que llevó el

asunto, fue el caso de incompetencia más impresionante con el que se había encontrado nunca

-No me lo creo.

-Te doy mi palabra. No hay ninguna otra falta más. Si dices algo te mato.

Salvador meditó antes de responder.

-Silencio absoluto- dijo, se llevó un dedo a la boca y se fue.

Se sentó a esperarla desconcertado. No había conseguido imaginar lo que habría hecho

para que la castigaran con un traslado de destino, pero lo que en modo alguno se le había

pasado por la cabeza era eso. Apestaba a venganza. Alguien se la había querido jugar. ¿Quién

habría sido? Parecía tener enemigos peligrosos. A lo mejor resultaba peligroso ser su

compañero.

Desde que había roto su matrimonio con Laura, Salvador nunca había desayunado en

casa. Nunca, ni una sola vez. Cada mañana, lo primero que hacía al salir de casa era buscar un

café caliente y si era posible una ración de churros. El Luna no cerraba nunca, salvo quince

días en agosto, de modo que no le resultaba difícil. Aquella mañana, no lo había hecho y

esperaba impaciente a que llegase Carmen para tomar su primer café y fumar un cigarrillo.

Era incapaz de fumar con el estómago vacío. Por eso no hizo ningún caso cuando ella le pidió

que quedaran un poco más en la comisaría.

-A mí no me importa acostumbrarme a la niebla desde aquí. Miró por la ventana y ya

está- dijo Carmen quejándose cuando él insistió en irse.

Salvador se acercó al perchero y cogió el abrigo que ella acababa de colgar y se lo

acercó a la vez que dijo:

-Tenemos dos razones para irnos. La primera es que esta mañana, por motivos que

ahora no vienen al caso, no he desayunado y necesito urgentemente tomar un café.

Carmen tomó el abrigo.

-Bueno, si es por eso- dijo-. ¿Y la segunda?

-La segunda te la cuento tomando el café.

No lejos de la comisaría había un colegio y la cafetería Nevada que era la más cercana

a ambos estaba atestada a aquella hora de madres que se acababan de liberar de los niños y

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charlaban y fumaban en grupos de cuatro o cinco. Carmen y Salvador se acomodaron el la

barra cerca de la entrada.

-Bueno, ya conozco la primera razón y supongo que la más importante para no quedar

en la comisaría. Ahora me tienes que decir la segunda- dijo Carmen al tiempo que Salvador

encendía el primer cigarrillo de la mañana.

-La segunda razón- respondió exhalando el humo con placer- es que hemos de hacer

planes y no podemos hablar cerca de Fernando y ya has visto que se pasa la vida husmeando

como un sabueso. Siempre pensé que era un cotilla, pero nunca imaginé que fuera el espía

para Zurcidó. Bueno, a decir verdad, nunca imaginé que Zurcidó tuviese un espía en la

comisaría. Siempre pensé que estábamos en el mismo bando, aunque me parece que en el

bando de Zurcidó sólo está Zurcidó. Me imagino la cara que pondrá Pombal el día que se lo

contemos… Le van a reventar las venas del cuello, ya lo verás.

-Y ¿Cuándo se lo vamos a decir? Es el comisario. Yo creo que deberíamos decírselo

ya. Porque él sí está en nuestro bando, ¿no?

Salvador sonrió.

-Supongo que sí, pero cada día tiene su afán- dijo-. Y el de hoy no es contarle nada al

comisario. Tenemos otras prioridades.

-Ya, pero no está bien que no se lo digamos. Imagino que no le gustará saber que se lo

hemos ocultado.

-Lo que no le gustará será saberlo. Punto. Que se lo ocultemos o no es secundario. De

todos modos, Fernando nos puede ser útil. Puede que necesitemos filtrar algo para que el

Senador se entere.

-Bueno, eso es cierto.

-Y estoy convencido de que el senador y Losantos se traían algo entre manos… bueno-

Salvador dio la última calada al cigarrillo- voy al servicio un momento y nos vamos.

Carmen esperó apoyada en el mostrador. Dejó que la mente vagara sin rumbo y

mientras miraba distraída la pantalla del televisor sin volumen le pareció oír la voz de Ángel a

su espalda. Sabía que no era él, que no podía ser él porque Ángel estaba a quinientos

kilómetros de allí, pero instintivamente se volvió. Y allí estaba. En pie, frente a ella.

-Carmen- oyó decir en un susurro.

Lo miró sin responder. El corazón le dio un vuelco. Un latido le subió hasta la

garganta y casi la ahogó. Lo vio sonreír con su sonrisa angelical y durante un segundo no

supo que hacer. La mitad de su cuerpo quería abalanzarse sobre él y golpearlo y patearlo sin

piedad y la otra mitad anhelaba fundirse con él en un abrazo. Un segundo después tomó el

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control sobre sí misma y supo que no haría ninguna de las dos cosas. Optó por preguntar

sobre algo práctico

-¿Cómo me has encontrado?

-Pregunté en la comisaría y me dijeron que estabas aquí.

Pese al bullicio que había en la cafetería, entre los dos se extendió el silencio. Lo

rompió Ángel mirándola a los ojos:

-He llegado esta mañana. No he dormido en toda la noche. Ha sido un viaje horrible.

Realmente no lo parecía. Estaba fresco como si acabase de salir de la ducha con las

mejillas recién afeitadas y aroma a sándalo. Carmen agradeció que hubiera tardado tanto en ir

a buscarla. Si no hubiera tenido tiempo de meditar, si sólo tuviese el enfado y nada más,

sucumbiría ante él.

-¿De veras?- dijo con sorna-. Es el viaje que yo hacía para encontrarme contigo. Y

mira cómo me lo pagaste.

Ángel tragó saliva. No aceptó el reproche y cambió la conversación:

-Estuve toda la noche buscándote. Y todo el día siguiente. Creí que te había pasado

algo… no sé… pensé que me iba a volver loco. Intenté hablar contigo, pero fue imposible, no

querías escucharme, estabas completamente fuera de ti.

Le parecía imposible, la estaba culpabilizando a ella.

-Comprenderás que estuviera un poco alterada- interrumpió con sorna. En un instante

comprendió que pese al dolor que sentía y que aún le atenazaba la garganta, estaba

disfrutando de aquel momento.

Ángel no la escuchó. Continuó su discurso como si ella no hubiera dicho nada:

-Cuando volviste a casa a buscar la ropa intenté explicártelo todo y tampoco me

escuchaste.

Ella volvió a interrumpirlo

-Ya te he dicho que estaba un poco enfadada.

Ángel no dialogaba. Su expresión era un monólogo. No le importaba más que lo que él

decía.

-Tienes que escucharme ahora, por favor. Escúchame. Aunque sólo sea un momento.

Me he pasado la noche en el tren, he hecho quinientos quilómetros sólo para hablar contigo.

Salvador supo desde el primer momento que aquel hombre era el que se la había

jugado en Madrid. Volvía del servicio para reunirse con ella y la vio hablando con un hombre

joven, unos cuatro o cinco años menos que él y cuatro a cinco centímetros más alto, moreno

con el pelo muy negro bien arreglado y vestido con una gabardina marrón. Se detuvo a unos

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metros de ellos. Suficientes como para permitirles intimidad, pero no tantos que le impidieran

acercarse en un instante si era necesario.

Carmen esperó en silencio a que Ángel hablase.

-Tienes que entenderme- dijo-. Me quedé solo en Madrid. No podía con tu ausencia…

Estaba dispuesta a dejarlo hablar y no exaltarse, pero al oír aquello no pudo

permanecer callada.

-¿Y por eso me engañas?- exclamó- ¿Porque no puedes con mi ausencia?

-No significa nada, de verdad.

Aquello era más de lo que podía soportar. Y no estaba dispuesta a escucharlo ni un

segundo más.

-Vete, por favor. Ya he escuchado bastante.

Ángel hizo un gesto implorante con las manos. Cerró los ojos con fuerza y dijo:

-Espera, espera. Dime que he de hacer. Por favor, no me dejes así. Dime que de hacer

y lo haré.

Carmen lo miró con tristeza. De pronto notó que ya no sentía odio ni disfrutaba

viéndolo suplicar ante ella. Sintió una pena profunda, pero no por él sino por ella misma.

-Realmente tenías pocas posibilidades- dijo- y las pocas que tenías podrían haberse

realizado si hubieras empezado por pedirme perdón, pero aún estoy esperando que lo digas.

-Perdóname, por favor. Perdón, Carmen, perdón- interrumpió.

-Ya es tarde. Déjame. Vete.

-No puedes hacerme esto. No puedes dejarme así. Te prometo que nunca más… te lo

prometo.

-Por favor vete. No quiero hablar más. No quiero verte más. No quiero saber nada de ti

nunca más.

-No puedes dejarme así. No puedes dejarme tirado como un papel. Yo te quiero- dijo

Ángel suplicando y acercándose a ella.

Salvador dio tres pasos y se colocó a su lado.

-Le ha dicho que se vaya- dijo en un tono que no admitía discusión.

-Déjalo, Salvador. No es necesario- intervino Carmen.

Los dos hombres se miraron a los ojos sosteniendo la mirada. El primero en apartarla

fue Ángel.

-El TALGO sale a las dos y media. Catorce treinta que pone en el billete. ¿de acuerdo?

Ángel no respondió. Miró a Carmen con una mezcla de rabia e imploración, se giró y

se fue.

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-Si yo estuviera en tu lugar me tomaría una copa de aguardiente. Del más fuerte- dijo

Salvador cuando quedaron solos mirándola a los ojos que se le comenzaban a llenar de

lágrimas.

Ella sonrió esforzándose para no comenzar a llorar.

-No será necesario- respondió.

Permanecieron en silencio mucho tiempo. Salvador intentaba buscar algo que decir,

pero no encontraba ninguna palabra apropiada. Se encontraba violento en aquella situación. Si

volviese a aparecer aquel tipo en la cafetería le partiría la cara. No era que le importase

demasiado el engaño a Carmen, al fin y al cabo no eran más que compañeros de trabajo, pero

con todo aquello, él lo estaba pasando casi tan mal como ella. No era una persona que tuviera

habilidad para resolver ese tipo de situaciones, hacía ya varios años que no tenía una

conversación cara a cara con una mujer y había perdido la práctica. Encendió un cigarrillo. La

miró y observó con alivio que no lloraba. Bueno, algo es algo.

-Si no te encuentras en condiciones, lo dejamos por hoy.

Carmen enjugó la lágrima que asomaba en su ojo izquierdo y respondió:

-No será necesario. Estoy bien. Me das cinco minutos para arreglarme y nos vamos.

Salvador la miró alejarse hacia los lavabos y la esperó fumando un nuevo cigarrillo.

Joder, los disgustos de esta mujer van a acabar con mi salud. Cuando regresó su rostro estaba

radiante. Parecía que no hubiese ocurrido nada.

La niebla aún no había levantado y continuaba haciendo frío. Salvador se subió el

cuello del chaquetón y tiró el cigarrillo. Carmen no sintió el frío. Ya estaba helada.

-¿A dónde vamos?- preguntó.

-Me gustaría ver el polígono sur. Si la muerte de Losantos tiene algo que ver con él, es

conveniente que lo conozcamos ¿no te parece?- respondió Salvador.

Ella asintió y comenzó a caminar sin responder. Al cabo de un rato dijo:

-No os entiendo. A los hombres, quiero decir.

-Sí, somos complicados, aunque unos más que otros. Yo, particularmente, soy muy

simple, lo cual no deja de ser una ventaja.

Carmen lo miró y sonrió. Sabía que no hablaba en serio y se lo agradecía. Continuó

con su discurso:

-Sois incapaces de conservar lo que tenéis y cuando lo perdéis sois incapaces de vivir

sin ello.

-A lo mejor eso lo dices porque ese novio tuyo ha viajado quinientos quilómetros para

intentar recuperarte. En qué poca estima te tienes. Por una mujer como tú, yo viajaría los

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quilómetros que hiciera falta…. Aunque, claro, a lo mejor tienes razón. Puede que cuando

tuve que viajar de verdad y puede que no tantos quilómetros, me quedara sentado en casa sin

hacer nada- dijo Salvador pensando en su propia historia.

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Después de bajar del coche tuvieron que caminar un buen trecho por caminos de tierra

embarrados y resbaladizos por la humedad de la niebla. Salvador había oído, como el resto de

los habitantes de Orense, hablar repetidamente del polígono sur, pero para él no era un lugar

exacto sino una idea difusa en una hoja de papel de periódico. No tenía una idea muy clara de

dónde se encontraba exactamente ni de cuales eran sus límites.

-¿Qué piensas encontrar allí?- le había preguntado Carmen poco tiempo después de

subir al coche.

-Supongo que nada. De momento me conformo con encontrar el sitio. Que yo sepa aún

no se ha iniciado ninguna obra allí, así que lo que veremos será… no sé, un solar vacío.

En realidad, no sabía exactamente a qué iban al polígono. Sólo tenía la idea de que era

necesario que fuera a aquel lugar.

-Pues, si no es muy necesario, lo podíamos haber dejado para otro día. La verdad es

que hoy no está la mañana para muchos paseos por el campo- dijo Carmen después de un

largo silencio.

La niebla no levantaba aún y el relente y el frío dominaban el día. Circulaban sobre el

asfalto humedecido de la quinientos veinticinco con las luces de cruce encendidas. Apenas

había tráfico. El cristal se empañaba poco a poco y Salvador pasaba de vez en cuando su

mano por él para despejar la vista. De vez en cuando, también, tenía que accionar el

limpiaparabrisas. La niebla mojaba casi como si lloviese. El interior del coche era agradable y

confortable con el aire caliente que salía por las toberas del salpicadero, pero con sólo mirar al

exterior se congelaban los huesos. Realmente no era una mañana apropiada para pasear por el

campo. La niebla y el frío se habían enseñoreado definitivamente del día.

-Después del encuentro de esta mañana te conviene un paseo, así podrás despejarte y

aclarar tus pensamientos- contestó Salvador a la queja de Carmen.

Ella respondió como si le hubieran accionado un resorte.

-No necesito aclarar nada. Tengo los pensamientos muy claros.

Salvador notó que había cierto resquemor en la respuesta. Pensó que sería mejor

mostrarse prudente aquella mañana y evitar comentarios sarcásticos. Optó por callar durante

el resto del viaje. Al bajar del coche encendió un cigarrillo y comenzó a caminar dejando a su

espalda la carretera y unos cuantos metros por encima, al otro lado del asfalto, en una ladera

que miraba hacia el este, las últimas casas de la ciudad, una fila de chalets adosados. Carmen

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caminó tras él en silencio acurrucada por el frío y mirando cuidadosamente al suelo para no

resbalar. Supusieron que se encontraban en el polígono sur cuando llegaron a un enorme erial

donde crecían malas hierbas y montones de mimosas. Alrededor había varios campos de maíz

y alguna viña mal cuidada. No había mucho que ver en aquel lugar. Salvador arrojó el

cigarrillo al suelo y lo pisó. La última bocanada de humo se perdió en la niebla.

-Este debe de ser el famoso polígono- dijo.

Carmen se detuvo a su lado y subió el cuello del abrigo.

-Menos mal que está en el sur, si llega a estar en el norte nos helamos.

Salvador no hizo caso del comentario y comenzó a caminar por un pequeño sendero

que separaba el terreno cultivado del baldío que ocupaba el polígono.

-Pero ¿qué buscas?

Qué buscaba. En realidad no lo sabía. Dejó vagar el pensamiento en voz alta:

-Tiene que haber una relación entre la muerte de Losantos y esta tierra- señaló con la

mano hacia el espacio del polígono-. No puedo hacerme una idea de cómo, pero tiene que

haber una relación.

Dejó la última palabra en el aire y permanecieron en silencio. La niebla era tan espesa

que Carmen notó que tenía el pelo húmedo.

-No dudo que haya alguna relación, pero si ya has visto lo que querías podíamos

continuar los razonamientos en algún lugar más cálido-dijo al tiempo que cruzaba los brazos

intentando darse calor a sí misma.

Salvador respondió con un movimiento de la cabeza indicando hacia la dirección del

coche. El camino de vuelta lo hicieron a paso rápido sin poner excesiva atención en el

resbaladizo suelo. Como no habían estado demasiado tiempo fuera, el interior del coche aún

no se había enfriado y les resultó reconfortante acomodarse nuevamente en los asientos. Al

arrancar el motor, la tobera comenzó a soplar agradablemente aire tibio.

-¿De quién es el polígono?- preguntó Carmen antes de iniciar la marcha.

Salvador iba a engranar la marcha atrás y a girar la cabeza, pero se detuvo para

contestar:

-Bueno, no estoy muy seguro, pero creo que es propiedad municipal.

-Ya- dijo Carmen e hizo una pequeña pausa-, eso quiere decir que no hay especulación

posible.

-Bueno, bueno. Eso es mucho afirmar. La especulación siempre es posible. ¿Qué me

dices de todo el terreno que rodea el polígono? Ahora no vale apenas nada, mira, la mitad de

las viñas sin cuidar, pero si se construye aquí, todo esto puede pasar de terreno rural a

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urbano…o edificable o como se llame. El caso es que seguro que lo llenan de cemento. Esto

puede pasar de no valer nada a hacer millonario a más de uno.

-Entonces cambio la pregunta, ¿Quién es el dueño de todo esto? Lo que rodea al

polígono.

Salvador engranó la marcha atrás y volvió la cabeza.

-Eso es lo que vamos a averiguar ahora- dijo girando el volante del coche e iniciando

la marcha.

-Vale, pero primero nos tomamos un café bien calentito. Tengo los pies helados.

-¿Qué quieres? ¿Meterlos en la taza?

Carmen lo miró sin decir nada con aire displicente, aunque en el fondo agradecía

aquellas salidas de tono de su compañero. Y más en un día como aquel. Todo lo que le alejase

de Ángel, aunque fuese el mismo diablo, sería bienvenido.

Dejaron el coche cerca de la comisaría y tomaron un café en la cafetería Nevada.

Luego caminaron tranquilamente hacia el catastro.

-¿Por quién apuestas como propietario?- preguntó Salvador cuando enfilaron la calle

de Santo Domingo camino del casco viejo.

-¿De las fincas que rodean el polígono? No sé. Sería muy evidente que fueran del

senador- respondió Carmen-. Aunque es el principal promotor del proyecto ¿no? Yo apostaría

por el senador y el muerto. Lo tenían a medias y por eso no tocó el tema.

-Tienes razón. Sería muy evidente que fueran sólo del senador. Además, si Losantos

no sacaba tajada en el asunto, debería haberse opuesto. Y no lo hizo. Pero, bueno, es una

tontería especular. En un par de horas estaremos al cabo de la calle.

El catastro se encontraba en la parte vieja de la ciudad. Rodearon la hermosa fuente de

la plaza del hierro, caminaron hacia la catedral por las calles piedra húmeda y fría y enfilaron

al fin la calle donde se encontraba el catastro. Antes de cruzar la puerta, Carmen preguntó:

-¿A quién conoces aquí?

Salvador rió y negó con la cabeza.

-A nadie. La propiedad no es lo mío.

Los recibió una funcionaria agradable sin mucho qué hacer y que miraba pasar la

mañana con gesto aburrido. Agradeció la visita de aquellos dos policías que le dieron charla y

trabajo hasta la hora en que la jornada finalizaba.

-Me haría falta el número de las parcelas o del polígono al que os referís para buscar el

propietario- dijo la funcionaria ante la petición que le habían hecho.

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Se miraron un tanto desconcertados. Con eso no contaban. Antes de que dijeran nada,

la funcionaria les informó:

-A no ser que me lo indiquéis en el plano.

-Bueno, lo que nosotros queremos averiguar está alrededor del famoso polígono sur.

-Entonces, manos a la obra- dijo la mujer.

Sobre una mesa desplegaron planos y planos de la ciudad de Orense y con el

asesoramiento de la funcionaria fueron anotando el número de cada una de las parcelas que

rodeaban el polígono.

-Creo que deberíamos investigar no sólo las colindantes- la palabra la había empleado

por primera vez la funcionaria del catastro y a Salvador le había hecho gracia-. También sería

bueno averiguar quienes son los propietarios de las parcelas colindantes con las colindantes.

Durante más de dos horas se enfrascaron en la tarea y no pararon hasta que tuvieron en

sus manos un par de folios con la lista completa de los propietarios de todas las parcelas que

de algún modo podrían beneficiarse con la urbanización del polígono sur. No les extrañó que

entre los nombres de los propietarios no aparecieran ni el senador ni el periodista muerto.

Parecía acertado pensar que utilizarían algún testaferro. Averiguar si era así era la labor que

les quedaba para aquella tarde.

-¡Qué ganas tenía de fumar¡- dijo Salvador encendiendo un cigarrillo en cuanto

pisaron la calle.

En el reloj de la catedral sonaron tres campanadas.

-No me había dado cuenta. Pero si has estado casi toda la mañana sin fumar.

-¿Viste?- dijo Salvador mirando el reloj-. No tenían ni ceniceros ahí dentro. Esta gente

que trabaja con la propiedad son unos depravados.

-Completamente.

Salvador volvió a mirar el reloj. Era la hora de comer y se sentía hambriento. Miró a

Carmen con disimulo al tiempo que comenzaban a caminar. Podían comer juntos, pensó. Con

la visita que había recibido aquella mañana a lo mejor no le apetecía quedarse sola.

-¿Dónde sueles comer?- preguntó cuando habían dado diez o doce pasos.

Carmen no imaginó ni por asomo que aquello fuera el inicio de una invitación a comer

juntos.

-Habitualmente en casa- respondió sin pensarlo.

Desde que habían aclarado las cosas y hablado sobre el problema que había causado

sus llantos, Salvador ya no se encontraba tan violento a su lado sin la cobertura del trabajo y

se sentía con fuerzas para comer con ella y mantener una conversación agradable.

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-Cerca de aquí está la taberna de Federico- dijo-. El otro día comí allí con Eduardo.

Creo que no lo conoces. Es un compañero. Bueno, es un sitio muy agradable. Y se come bien.

Y barato. ¿Qué te parece si nos vamos allí? Luego tenemos que seguir trabajando toda la

tarde.

Ella lo miró convencida de que la invitación a comer con él tenía relación con la visita

de Ángel aquella mañana. Realmente se lo agradecía. Aquella mañana no había sentido ya

ganas de llorar como había temido en un principio tras el encuentro con Ángel, sin embargo,

desde que lo había visto frente a ella en la cafetería no había sentido más que una tristeza

profunda y una especie de desesperación y lástima por si misma. Nunca antes en su vida se

había sentido así de triste. Aunque no le apetecía conversar con nadie, tampoco quería

quedarse a solas consigo misma. Era demasiado pronto.

-Bueno- contestó sin dar demasiada importancia a la invitación.

En la plazuela que había frente a la catedral giraron a la izquierda y bajaron a la plaza

Mayor. La niebla ya había levantado y lo único que quedaba de ella era la humedad pegada al

suelo y a las paredes de piedra del casco antiguo. El sol calentaba con cierta fuerza y la

temperatura era agradable, lo mismo que el paseo hasta la taberna de Federico. Cruzaron la

calle de Progreso y en un pequeño callejón en pendiente que desembocaba en ella se

encontraron con la taberna. No estaba tan llena de comensales como el último día que

Salvador había comido allí. Dos o tres mesas estaban vacías, aunque aún conservaban los

restos sin recoger de una comida. Eduardo tomaba el postre solitario en su mesa. Los saludó

con un gesto levantando la cucharilla con la que comía el flan casero.

Con una habilidad pasmosa la joven que los atendía retiraba el mantel de papel y

recitaba el menú de memoria. La ensalada mixta y las lentejas se habían acabado, quedaba la

sopa de cocido y macarrones. De segundo, salmón, filete y la carne guisada. Los dos pidieron

la sopa y el salmón.

-¿De beber?- preguntó la joven antes de irse con el atillo que había formado con el

mantel viejo y los restos que habían dejado los anteriores comensales.

-¿Agua?- dijo Salvador mirando a Carmen.

Ella asintió.

-Agua para los dos.

Carmen miró a Salvador con curiosidad. No pudo reprimir la pregunta.

-¿No tomas vino con la comida?

Salvador sonrió e hizo un gesto de resignación.

-No. No puedo.

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Carmen lo miró fijamente a los ojos

-¿Qué historia tienes tú con el alcohol?- preguntó. Nada más hacer la pregunta ya se

estaba arrepintiendo. En el fondo, no tenía ningún derecho a entrometerse en la vida privada

de su compañero.

Salvador tomó un cigarrillo del paquete que había depositado sobre la mesa.

-¿Te molesta que fume?

Ella negó con la cabeza. Él encendió el cigarrillo parsimoniosamente y dijo:

-Algún día te lo contaré. Pero es algo parecido a lo de tu embarazo.

Carmen sonrió sin poder evitar que su rostro se ruborizase.

-Lo siento. Me parece que no debí preguntártelo.

-No te preocupes. No es ningún secreto. Solo que…

La joven interrumpió la conversación depositando sobre la mesa dos platos y una

sopera.

-Ahora traigo el agua y el pan- dijo y se fue.

La sopa era sabrosa y Salvador comió con apetito. No levantó la cabeza del plato hasta

que casi lo había vaciado y cuando lo hizo vio que Carmen no había probado bocado. Tenía el

codo izquierdo sobre la mesa y apoyaba el mentón en la palma de la mano. Con la mirada

perdida en el fondo del plato, jugueteaba con la cuchara dándole vueltas lentamente. Parecía

la encarnación de la tristeza. Después de un instante notó que su compañero la miraba.

Levantó la vista y sonrió. Se miraron sonriendo durante un buen rato, pero ambas fueron las

sonrisas más tristes de aquella mañana. Salvador intentó decir algo, pero fue incapaz de

encontrar una frase apropiada. Fue ella quien rompió el silencio.

-¿Siempre has vivido solo?- preguntó.

-No, mujer. Yo también tuve papá y mamá- respondió. No se encontraba a gusto con

tanta tristeza y prefirió responder así.

-No. En serio- dijo ella.

En serio. Le preguntaba en serio si siempre había vivido solo. No se atrevía siquiera a

pensar en ello y quería que le contestara en serio.

-Estoy divorciado, si es eso lo que preguntas- al hablar, las palabras le dolían en la

garganta.

El rostro de Carmen no dejó ver tras la tristeza ninguna otra emoción.

-¿Cómo te sentiste?

Vaya pregunta. Eso si que era difícil de contestar. ¿Cómo se había sentido? Dejó la

cuchara que aún tenía en la mano sobre la mesa y encendió un cigarrillo.

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-No sabría decirte, no encuentro ninguna palabra que…

-¿Sabes cómo me siento yo?- interrumpió Carmen. Luego, sin esperar respuesta

continuó-: ¿Has visto alguna vez una de esas fotos del mar de Aral en la que se ve un barco

que parece perdido en mitad del desierto? El mar se ha secado y el barco se ha quedado sin

agua para navegar. Así me siento yo.

Salvador sintió tal congoja al oírla que fue como si se le encogiera el pecho. Apenas si

pudo contener las ganas de llorar que le asaltaron. Cerró los ojos y notó que los tenía llenos de

agua.

-Me gustaría poder consolarte, pero…- dejó la frase en el aire. ¡cómo iba a consolarla

si él era como el puerto que se hubiera quedado sin agua y sin barcos!

-¿No está buena la sopa?- la joven camarera interrumpió el silencio en que se miraban.

-Sí, sí. Es que no tengo mucho apetito.

-¿Traigo ya el salmón?

-Sí, sí. El salmón está bien.

La camarera se llevó los platos y la sopera.

Carmen se enjugó una lágrima que comenzaba a desbordar el parpado.

-Vaya comida que te estoy dando.

-No te preocupes…- ¿qué otra cosa podía decir?

Carmen inspiró profundamente.

-Te prometo que me lo voy a comer todo y no voy volverte loco con mis malos rollos-

dijo intentando esbozar una sonrisa.

Acabaron la comida prácticamente es silencio. Ninguno de los dos comió mucho y sin

esperar siquiera a una breve sobremesa, salieron disparados hacia la comisaría. Partieron la

lista de propietarios de las parcelas a la mitad y cada uno se aplicó con auténtico entusiasmo a

buscar en los datos del servicio de documentación. En aquel momento, los dos sentían la

necesidad de trabajar, de ocupar la mente con algo que librara de ser lo que eran.

Y estuvieron comprobando propietario a propietario hasta que cayó la noche.

Acabaron, cada uno con su parte, prácticamente al mismo tiempo.

-¿Encontraste algo?- preguntó Carmen cuando se encontraron.

Salvador con gesto serio negó con la cabeza.

-Nada de nada. Ninguno de los propietarios tiene relación ni con el senador ni con

Losantos.

Se miraron en silencio.

-A lo mejor el polígono sur no tiene nada que ver.

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Salvador seguía moviendo la cabeza con gesto negativo.

-Claro que tiene que ver. Estoy seguro. Si no, no tiene sentido. Analiza las cosas. El

senador y Losantos juntos en el club del Cabezapera. De cara al público, enemigos

irreconciliables. En privado, amigos íntimos, o, por lo menos, compañeros de juerga. Y de lo

único que Losantos no escribe es del proyecto del polígono. Tiene que haber algo. Y por eso

lo mataron. Estoy seguro.

-Bueno, ¿Y qué hacemos?

Salvador miró el reloj.

-De momento nos vamos a casa. Ya es tarde. Mañana intentaremos hablar con la

oposición. A lo mejor nos explican de un modo que podamos entender lo que pasa con el

polígono.

En la calle, con el sol ya puesto, hacía frío y la niebla comenzaba a envolver de nuevo

la ciudad. Con un gesto automático, ambos subieron el cuello del abrigo y se detuvieron un

momento frente a la comisaría. Debían de caminar juntos casi todo el trecho hasta sus casas y

Salvador no se sintió con fuerzas para hacerlo.

-Bueno- dijo a modo de despedida-, yo voy a dar una vuelta por ahí. Aún es muy

pronto para encerrarme en casa, así que hasta mañana.

-Hasta mañana- se despidió Carmen.

Salvador vagó por el centro hasta que calculó que podría volver a casa

tranquilamente. Mientras caminaba no podía dejar de pensar en Laura, en su vida y en su

propia soledad.

Carmen cerró la puerta de casa y se tiró en el sofá. Aunque estuviera sola y seca como

el barco en el desierto, tenía un refugio donde encerrarse. Por primera vez en mucho tiempo,

sintió que estaba en casa.

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24

Salvador dejó la cafetería, subió el cuello del chaquetón azul, se embozó como pudo

frente a la fría niebla y caminó a paso lento hasta la comisaría con las manos en los bolsillos.

Sólo de vez en cuando sacaba izquierda a la intemperie para retirar el cigarrillo de la boca

cuando el humo le irritaba demasiado los ojos. La mañana había amanecido nuevamente

brumosa y fría. Las luces que habían iluminado la pasada noche aún no se habían apagado y

entre las farolas vagaban las miles de pequeñas gotas que le calaban hasta los huesos y hasta

nublaban la vista. Pase al frío, caminó despacio. Con el cuello del chaquetón levantado y

cubriéndole la nuca, la única parte del cuerpo que sentía helada eran las mejillas. Recién

afeitadas, el frío se colaba entre los poros de la piel aún abiertos. No había sido buena idea

afeitarse a diario. Mejor sería volver a las viejas costumbres de policía duro y aspecto de mal

aseado. Aunque quizá no fuese tan buena idea. Aquel pasado aún cercano le parecía neblinoso

como aquella mañana. Aquel policía mal aseado era un borracho. Pese a que le costara

reconocerlo.

Ya cerca de la comisaría se dio cuenta de que estaba aminorando el paso, como si

quisiera retrasar la llegada al trabajo. Tras la conversación que había mantenido con su

compañera el día anterior durante la comida, se volvía a sentir violento en su presencia. Le

había costado tiempo, y creía que a ella también, encontrase relajado a su lado. Tenía la

sensación de que Carmen se sentía también avergonzada por todo lo ocurrido entre ellos aquel

lluvioso sábado cuando la había encontrado llorando en mitad de la calle. Y de algún modo, él

también sentía cierta vergüenza, aunque realmente no sabía de qué. Lo que sí sabía era que le

había costado mucho relajarse cuando ella estaba cerca y encontrarse bien a su lado. Y ahora

que comenzaba a distenderse y a disfrutar de su compañía más allá de lo estrictamente

profesional, la conversación del día anterior volvía a distanciarlo de ella, auque, si lo pensaba

bien, se habían dicho cosas que en realidad hacían que se acercasen más íntimamente. Pero él

siempre había tenido algunos problemas con las relaciones personales. Sobre todo con ese

tipo de relaciones. En realidad muchos problemas y casi con cualquier tipo de relaciones.

Acaso llevaba demasiado tiempo durmiendo solo.

La comisaría lo saludó con un agradable golpe de calor. Al bajar el cuello del

chaquetón azul notó que estaba mojado como su hubiese llovido. Se pasó la mano por el pelo

y lo notó húmedo como al salir de la ducha. Mientras subía la escalera hasta la segunda planta

en la que se encontraba su oficina notó que le alcanzaba un aroma a vainilla. Al volverse vio

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que Carmen subía sólo unos escaños tras él. Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que

no se había dado cuenta de que lo estaban siguiendo. ¡Vaya policía¡ Ella fue la primera en

sonreír. Tenía el cabello también húmedo por la niebla y brillaba a la luz pálida de los

fluorescentes. La mirada también le brillaba y con la sonrisa pareció como si lo hiciera aún

más. Salvador devolvió el gesto y antes de saludarla notó que todos sus temores a encontrarse

con ella habían desaparecido. Aquella sensación de tensión y vergüenza que había sentido en

otras ocasiones no había aparecido.

Camino a la comisaría Carmen lo había visto marchar unos metros delante de ella con

paso cansino y como acurrucado por el frío. Pensó que con acelerar el paso sólo un poco lo

alcanzaría, pero no lo hizo. Le causaba una sensación parecida al pudor la sola idea de verlo.

El día anterior, sin que supiera muy bien por qué había hablado con él como si fuera un amigo

íntimo. Y eso le pesaba en el ánimo. No comprendía muy bien qué veía en aquel hombre para

sincerarse con él. No era precisamente el tipo de persona que incitaba al diálogo. Parecía más

un perro de presa que uno de compañía. Acaso fuese por eso. Hablar con el parecía como

hablar consigo misma nada más. O quizá no. Puede que estuviese tan sola que hasta contaría

sus penas al primer mendigo que le pidiera limosna.

Conforme se acercaba a la comisaría notó que Salvador aminoraba la marcha y casi se

detuvo. Lo alcanzó cuando comenzaba a subir la escalera. Él se volvió cuando puso el pie en

el primer escalón. Se sonrieron. Y la sensación de temor, pudor y vergüenza que tenía antes

de encontrarse con él desapareció.

-Y ahora ¿qué hacemos?- preguntó Carmen cuando estuvieron acomodados frente a

frente en la oficina.

Antes de contestar, Salvador miró con disimulo buscando la mirada indiscreta de

Fernando Andrés. Como no lo vio, dijo:

-Parece que hoy no tenemos espía. De momento, al menos. Así que es buen momento

para hacer unas llamadas. He pensado que necesitamos información de primera mano sobre el

proyecto del polígono sur.

-Pero…- interrumpió Carmen.

-Ya, ya sé que nadie sospechoso ni conocido tiene ninguna propiedad en el polígono ni

en los alrededores, pero estoy seguro de que hay algo feo ahí. No puede ser de otra manera.

Carmen se encogió de hombros.

-Tú sabrás.

-Fíate de mí. Mira, he pensado que para saber otra verdad sobre el polígono lo mejor

es preguntar a la oposición- dijo Salvador como si fuese una idea genial.

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Carmen calló un momento con aire despiadado y lo miró como si no comprendiera.

-¿Qué oposición?- preguntó.

Salvador sonrió con suficiencia.

-Vamos a ver- dijo-. El senador a través de su mano derecha que es el alcalde quiere

urbanizar el polígono y construir no sé cuantas mil viviendas y un centro comercial. Al menos

eso es lo que yo he entendido en el periódico. Los socialistas se oponen. Por algo será ¿no?

Pues lo mejor será hablar con ellos y que nos cuenten su versión.

Ella asintió con la cabeza

-No es mala idea.

Salvador se hinchó un poco y pareció crecer medio palmo.

-Te dije que te fiaras de mí. Pues manos a la obra- dijo tomando el teléfono y mirando

alrededor buscando nuevamente la presencia de Fernando Andrés antes de marcar. Presionó el

cero para coger línea y colgó-. ¡Joder! No sé el número del ayuntamiento.

Carmen tenía en la cara una sonrisa y en la mano la guía telefónica. Se la tendió.

-¿Estás seguro de que me tengo que fiar de ti?

Salvador tomó la guía sin responder e inició un calvario de casi una hora hasta que

consiguió concertar una cita con el concejal Fuentes Candal. Carmen lo observó atenta y

cuando al fin dejaron la comisaría se dio cuenta de que hacía varias semanas que no se

divertía tanto. Telefoneó seis veces al ayuntamiento para conseguir averiguar que el concejal

no estaba allí y que no sabían su iría aquella mañana. Y en el caso de que fuera, no, no sabían

la hora. En realidad quien lo averiguó todo fue Carmen. Tras cinco llamadas infructuosas de

departamento en departamento durante las que Salvador elevaba cada vez más el tono de voz,

Carmen le pidió el teléfono.

-Será posible…- se quejó Salvador-. Nadie sabe si está o si no está. Que si no llegó

aún, que si ya se fue…

-¿Me permites?- dijo ella.

La miró con rabia y encendió un cigarrillo.

-Todo para ti.

Carmen marcó y tras la respuesta al otro lado de la línea, dijo:

-Buenos días. Don Eduardo Fuentes, por favor.

-No se encuentra aquí en este momento tiene que llamar al despacho de su grupo-

contestó la voz femenina al otro lado de la línea.

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-Pero eso no es posible. Hace menos de cinco minutos hemos recibido una llamada de

don Eduardo Fuentes desde ese teléfono. Acaba de hacer un pedido y yo ahora llamo para

confirmarlo.

-Pues aquí no está.

-Mire- dijo Carmen-, llamo desde la compañía erótica a distancia, hace unos minutos

hemos recibido un pedido a nombre de Don Eduardo Fuentes y sólo quiero confirmar que no

se trata de una broma. ¿Podría hablar con Don Eduardo? por favor.

Al otro lado del teléfono sonó una risita y un cuchicheo.

-Espere un momento…

-Espero.

Salvador la miró con los ojos abiertos como platos.

-Oiga- dijo la voz metálica al otro lado de la línea después de un par de minutos de

espera.

-Sí, sígame- respondió Carmen con voz seria y profesional.

-Mire, creo que le han gastado una broma. Don Eduardo nunca viene al ayuntamiento

los miércoles por la mañana.

-Ya. Y no sabrá dónde está.

-Me dicen que seguro que ahora está en la sede del partido, pero…- respondió la voz

telefónica dándose cuenta demasiado tarde de que si todo había sido una broma no era

necesario dar ninguna información sobre el paradero de Eduardo Fuentes.

-Muchas gracias- dijo Carmen y colgó sin dar tiempo a más. Miró a Salvador con

suficiencia-. Los miércoles por la mañana está en la sede del partido. Tú sabrás donde es eso.

Salvador no acababa de creer lo que estaba viendo. Negaba con la cabeza como un

tonto.

-La mente humana es realmente perversa- dijo.

Carmen le tendió el teléfono.

-¿Quieres que llame yo?- preguntó.

-No. No es necesario- el tonó de Salvador fue seco y cortante.

Para concertar la cita con el concejal no tuvo que hacer más que dos llamadas. Fuentes

Candal se reuniría con ellos en una hora. Después de colgar el teléfono miró el reloj.

-Media hora para llegar a la sede caminando y otra media para tomar un café. ¿Hace?

Carmen asintió. Mientras encendía un cigarrillo y revolvía el azúcar en el café

Salvador dijo:

-¿Cómo se te ocurrió lo de la compañía erótica distancia?

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Ella sonrió antes de contestar.

-No se me ocurrió a mí. Lo he visto hacer en un par de ocasiones y nunca falla. Todo

el mundo colabora con la esperanza de que no sea una broma y pillar al que ha hecho el

encargo con las manos en la masa.

Cuando salieron de la cafetería comenzaba a despejarse el día. La niebla ya había

levantado y antes de irse hasta la mañana siguiente jugueteaba con los últimos pisos de los

edificios más altos. El sol comenzaba a dejarse ver e iluminaba la ciudad con una luz

espectral. El frío de la mañana parecía menos húmedo e intenso y el paseo hasta la sede del

partido socialista fue agradable. Sólo cuando cruzaron el puente la brisa que comenzaba a

llevarse la niebla hizo que acelerasen el paso.

El concejal Fuentes Candal no los hizo esperar.

-Se ve que no es aún nadie importante- dijo Salvador después de que les hubiesen

indicado que el concejal estaba de camino.

Los recibió en una pequeña sala de juntas con una mesa redonda no excesivamente

grande. En la sala olía fuertemente a tabaco. Antes de acomodarse en torno a la mesa, fue

Salvador quien hizo las presentaciones.

-Subinspector Montaña. Mi compañera la agente Martínez.

Se dieron la mano. El apretón del concejal fue exactamente igual de firme y enérgico

que el que les había dado el senador Zurcidó.

-Espero que no les haya mandado el alcalde a detenerme.

Fuentes Candal era un hombre de aspecto agradable de no más de cuarenta años,

delgado y no muy alto. Vestía una chaqueta beige con un jersey negro de cuello alto y tenía el

pelo largo y muy bien peinado y cortado. Parecía encantado consigo mismo por ser tan guapo.

-Bueno. Ustedes dirán. Estoy a su entera disposición.

Salvador tenía en su mano la libreta de notas y el bolígrafo que había sacado del

bolsillo al sentarse y jugueteó con ambos antes de hablar.

-Bueno- dijo al fin-, estamos investigando la muerte de Froilán Losantos y…

-Losantos no era santo de mi devoción precisamente- interrumpió el concejal

sonriendo satisfecho por el juego de palabras-, pero no creo que me encuentre entre los

sospechosos.

Salvador lo miró con el rostro serio y frío como una estatua. Vaya, salio graciosillo el

conejal.

-En fin- continuó Fuentes Candal tras carraspear-, de todos modos ha sido una gran

pérdida para la ciudad. Pero continúe, por favor.

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-Decía que investigamos la muerte de Froilán Losantos y para llevar la investigación a

buen puerto nos gustaría saber todo lo posible sobre el proyecto del polígono sur. Es posible

que haya alguna relación.

El concejal se hinchó un poco antes de responder. Hacía seis meses que se había

encargado personalmente de la oposición al proyecto y lo había convertido casi en algo

personal.

-Pues díganme exactamente qué es lo que quieren saber.

-Bueno, para empezar- dijo Salvador-, nos gustaría saber cómo es que el polígono es

propiedad municipal.

-Claro. Se trata de una donación. Fue hecha a principios de los años ochenta por un

emigrante para la construcción de un espacio polideportivo para la ciudad.

-¿Polideportivo?

-Polideportivo, sí- el concejal afirmaba con la cabeza-. Pero no fue muy listo. El

alcalde que había entonces, Pombal Laso, tío de su jefe, según creo y un gran alcalde y

compañero de partido, pues bien, Pombal Laso le coló una cláusula en la cesión por la que el

polígono podría usarse para otro fin siempre que fuese de interés social. Y ya ven, lo que son

las cosas, aprovechando esa cláusula, ahora estos quieren convertirlo en un centro comercial y

en zona residencial.

-Es decir, que el proyecto es completamente legal- intervino Carmen.

-Completamente- afirmó el concejal.

-¿Quién lo va a llevar a cabo?

Fuentes Candal antes de responder se pasó la mano por el pelo para apartar el que le

caía sobre la frente. Mientras lo hacía miraba descaradamente a Carmen.

-El proyecto contempla la constitución de una empresa pública que se llamará Auria

Sur. La empresa será la que realizará la urbanización del polígono y la que dispondrá de las

diferentes parcelas que se usarán, unas para viviendas y otras para el centro comercial.

-Ya…- Salvador se pasó la mano por el mentón con gesto pensativo-. Y qué ocurrirá

con las parcelas que rodean al polígono.

El concejal sonrió. Su expresión parecía decir: ya sabía yo que me ibas a preguntar

eso.

-Pues no pasará nada. En el plan que se aprobará antes de un par de meses, se

contempla que todas las parcelas circundantes serán zona verde. No piensen que es

inmodestia, pero es a propuesta mía, bueno, quiero decir nuestra, de nuestro grupo- el

concejal volvió a retirar el flequillo que caía sobre la frente.

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-Eso significa que nadie puede especular con la urbanización del polígono.

Fuentes Candal asintió.

-De ninguna manera.

Salvador inspiró profundamente. Le hubiera gustado encender un cigarrillo y meditar

unos instantes mirando las volutas de humo, pero estaba seguro de que el concejal no fumaba.

Además, pese al olor a tabaco, no veía ceniceros por ningún lado.

-Entonces ¿por qué razón su compañero el senador Zurcidó tiene tanto interés en llevar

a cabo el proyecto?-Preguntó Salvador remarcando intencionadamente la palabra compañero.

-Bueno, Julián y yo- respondió el concejal llamando al senador por su nombre de pila-

no somos compañeros…

-En la política, quiero decir- interrumpió Salvador con sarcasmo.

-En política somos rivales- el concejal sonrió-. En fin. ¿Por qué tiene tanto empeño

Zurcidó en que se lleve a cabo? Hombre, eso no se pregunta porque no se puede responder.

-Of the record- intervino Carmen sonriendo.

El concejal le devolvió la sonrisa antes de contestar.

-Es una cuestión… bueno, ya se sabe que habrá amigos que sacarán muchos beneficios

construyendo.

-Pero los beneficios se producirían igual si se construyera en cualquier otro lugar ¿no

es cierto?- volvió a preguntar Salvador.

-Sí, claro. El polígono no será un lugar especialmente productivo. De hecho, es un

secreto a voces que algún que otro constructor invertirá allí por puro compromiso. Hay quien

piensa que no será un negocio muy rentable.

-Lo que nos lleva al principio- volvió a intervenir Salvador como si hablara consigo

mismo en vez de conversar- ¿Por qué tiene tanto interés el senador en el proyecto?

El concejal hizo un gesto levantando las cejas.

-Eso se lo tendrá que preguntar a él.

Guardaron silencio. Salvador decepcionado, Fuentes Candal intrigado. Tenía la

impresión de que en aquella entrevista conseguiría algo interesante contra el senador.

Aquellos policías sabían o intuían alguna cosa y él tenía que enterarse de lo que era. Iba a

iniciar de nuevo la conversación buscando lo que le interesaba, pero Carmen se le adelantó.

-Si no es posible la especulación en la urbanización del polígono y si nadie va a hacer

el negocio del siglo a costa de suelo público ¿cuál es la razón para que ustedes se opongan?

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El concejal abrió las manos con aire de un profesor que fuese a comenzar una clase

magistral y se las pasó después por ambos lados de la cabeza colocando el pelo que se le salía

por encimas de las orejas. Luego dijo:

-El proyecto del polígono es un error urbanístico. Va a resultar costoso y con un

acceso difícil. No sé si lo conocen- Carmen asintió-. La entrada y la salida se convertirán en

un autentico cuello de botella. Ya lo verán. Todos estamos de acuerdo en que hay que utilizar

el polígono. Ha estado demasiados años parado y hay que darle utilidad. Pues lo mejor es que

se use para lo que fue donado. Un espacio deportivo es lo que la ciudad necesita y no más

viviendas para que se queden vacías. Por otra parte, eso permitiría reutilizar el estadio viejo.

Nosotros proponemos que sea allí donde se construya el centro comercial y no el polígono.

Callaron de nuevo. Carmen volvió a preguntar.

-¿Qué perdería el senador si no se realizara el proyecto?

El concejal reflexionó y sonrió pícaramente antes de responder.

-A estas alturas lo principal que perdería Zurcidó sería el prestigio. Pero no se

preocupen. Eso no ocurrirá. El proyecto se realizará tal y como él tiene previsto.

Salvador tenía realmente ganas de fumar. La información que el concejal les había

dado era todo lo contrario a lo que esperaba oír. Seguía sin encontrarle sentido a todo lo que

sabía. Se incorporó, tendió la mano y dijo:

-Hemos de darle las gracias. Nos ha sido de mucha utilidad.

El concejal estrechó la mano con fuerza, como si lo intentase retener. Y eso fue lo que

intentó.

-Ha sido un placer. Pero no entiendo bien la relación entre el homicidio y el polígono.

-Nosotros tampoco- respondió Salvador con brusquedad.

-Probablemente no haya ninguna relación- añadió Carmen-. Cabía la posibilidad de

que alguien estuviese especulando con el polígono y Losantos lo hubiese descubierto- mintió

a continuación.

El concejal los despidió de mala gana. La calle los recibió con un sol radiante que les

hizo entornar los ojos.

-Nosotros nos hemos quedado en blanco con los que nos ha contado, pero él se ha

quedado jodido- dijo Salvador encendiendo un cigarrillo-. Se va a pasar toda la semana

dándole vueltas al polígono. Oye, por cierto, ha estado muy bien esa mentira de la

especulación y tal, pero me parece que no se la ha creído.

Caminaron en silencio hacia el puente. Salvador iba pensativo sin dejar de darle

vueltas al polígono sur en su cabeza. El sol en lo alto se reflejaba en el agua y hacía brillar las

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piedras húmedas de la orilla. Por la pista que bordeaba el cauce caminaban grupos de mujeres

principalmente a ritmo de marcha. Se detuvieron a mirar el paisaje. Salvador miró el reloj.

-¿Comemos juntos?- preguntó Carmen a modo de invitación.

Antes de responder la miró un poco sorprendido.

-No sé qué decirte. Te tengo un poco de miedo.

Reiniciaron la marcha.

-¿Miedo?

-Sí. Me da miedo que te pongas melancólica y me empieces a contar penas.

Carmen sonrió. Lo último que esperaba escuchar de aquel hombre era que le daba

miedo. Ella que se había asustado desde el primer momento en que lo vio y que casi no se

atrevió a hablarle durante una semana.

-Te propongo una cosa. Comemos en Macdonalds y no me pongo melancólica.

-¿En Macdonalds?

-Y sólo hablo del trabajo. Nada más. Te lo prometo.

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Tenía las manos sucias de grasa y eso le producía una sensación que no le gustaba nada.

Por mucho que se las pasase una y otra vez por la servilleta de papel, el pringue no se le iba

completamente de la piel y el olor a fritanga se le quedaba pegado como si fuese una colonia

cara y persistente, pero con un aroma mucho menos seductor. La comida no le disgustaba,

aunque estaba seguro de que otra vez había comido demasiadas patatas fritas y que le pesarían

toda la tarde en el estómago. Carmen frente a él comía encantada su hamburguesa. La miró a

las manos y tuvo la seguridad de que si las oliese, aun conservarían el perfume a vainilla. Ella

lo sorprendió mirándola ensimismado y le sonrió. Ni en los labios ni en ninguna otra parte de

su rostro había el menor rastro de grasa. Salvador notaba que tenía el bigote y el mentón

completamente engrasados. Inconscientemente se pasó la mano por ellos.

-¿En qué piensas?- preguntó ella al verlo tan ensimismado y con la mirada perdida.

No contestó inmediatamente. Dejó lo que le quedaba de hamburguesa en el plato y se

limpió las manos nuevamente.

-Pensaba que hasta para comer esto hay que tener experiencia. Me estoy pringando

completamente y tú estás impecable.

Carmen esbozó una sonrisa.

-Deduzco que en tu matrimonio no tuviste hijos. Si los hubieras tenido serías cliente

habitual.

Salvador sonrió también al responder, la palabra matrimonio le trajo malos recuerdos e

intentó conjurarlos sonriendo:

-Deduces bien. No tuvimos hijos- en la voz de Salvador vibró un tono de tristeza.

Carmen depositó también su hamburguesa en el plato y se chupó los dedos con

delicadeza. El tono de su compañero parecía invitarla a conversar.

-¿Hace mucho que te divorciaste?- preguntó pensando en sí misma. No sabía muy bien

por qué, pero tenía la sensación de que las penas de otro aliviarían las suyas.

Parecía que habían pasado ya mil años, pero Salvador no podía contárselo. Se limitó a

asentir con una lacónica respuesta.

-Bastante.

-¿La engañaste?- Carmen se mordió la lengua. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué había

dicho aquello? No tenía derecho a hacer una pregunta como esa.

Salvador sonrió con mirada triste.

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-Perdona- continuó ella azorada-. No tenía que habértelo preguntado, lo siento, pero es

que…

-No te preocupes. Me hago cargo. No, no nos engañamos, ni yo a ella ni ella a mí. Que

yo sepa. Pero a veces hay cosas peores que la traición.

Carmen no podía imaginar ninguna, pero prefirió callar.

-Una noche- la mirada de Salvador se perdió en el infinito- le di una hostia- calló un

momento. Carmen lo miró con la boca abierta. Luego él continuó hablando y contando algo

que jamás había dicho a nadie y que de vez en cuando aún se le atravesaba en al garganta-.

Estaba borracho. No, no es una disculpa, nunca he pretendido justificarme. Me fui de casa. Te

juro que no me sentí capaz de volverla a mirar a la cara.

Carmen cerró la boca. Miró a fijamente a Salvador y vio que sus ojos siempre

vivarachos eran ahora un pozo de tristeza. Estaba visto que no podían comer juntos.

Acabaron la comida en silencio y tras limpiarse las manos con la servilleta por última

vez, Salvador extrajo el paquete de cigarrillos del bolsillo del chaquetón.

-No puedes- fijo Carmen-. Aquí no se puede fumar. Nos hemos sentado en la zona de

no fumadores.

Levantó la cabeza buscando los carteles que le prohibían ahumar el ambiente y

devolvió el cigarrillo a la cajetilla.

-¡Hombre! Eso se advierte antes de empezar- exclamó intentando sacudirse la

melancolía.

-No- Carmen sonrió-. Cada uno se ocupa de lo suyo. Y yo no fumo.

-Vale. Pues ahora me lavo las manos y nos vamos a tomar un café a una cafetería de

verdad, una que sea para fumadores.

Dejaron el centro comercial y les saludo la tarde con un sol que la volvía agradable.

Entraron en el primer local que encontraron, una cafetería decorada como si fuese un barco

que se hallaba a pocos metros del centro comercial. Se acomodaron en la barra y antes de que

el camarero les hubiese servido ya humeaba el cigarrillo en la boca de Salvador. Tomaron

café en silencio y así permanecieron un buen rato. Ella paseando la mirada entre los asientos

de madera y los cuadros con motivos marineros y él fumando pensativamente.

-Y ahora ¿qué hacemos?- preguntó Carmen después de que Salvador apagase el

cigarrillo.

Antes de responder, inspiró profundamente e inhaló el aire como en un suspiro.

Intentó aferrarse al trabajo para salir de sí mismo.

-Y yo qué sé…

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Se miraron en silencio. Salvador con el ceño fruncido.

-¿En qué piensas?- volvió a preguntar Carmen.

-Pienso que…- chasqueó la lengua- que se nos va a escapar y va a ser por nuestra

culpa.

-Hombre… por nuestra culpa.

-Sí ¡coño!- exclamó Salvador-. Puede hayamos tenido suerte para llegar hasta aquí,

puede que lo hayan planeado todo tan bien que nunca se hubiera descubierto nada, pero el

caso es que, por casualidad o por lo que sea, sabemos lo que sabemos y no nos sirve para

nada.

Carmen se encogió de hombros.

-A lo mejor no sabemos tanto como pensamos. Puede que estés obsesionado con el

polígono y no tenga nada que ver…

-¡No me jodas! Eso no puede ser. Hace poco que has venido y no conoces esto. Mira,

aquí no amanece sin que Zurcidó dé permiso. Hasta para ser basurero municipal hay que tener

enchufe de Zurcidó. Déjame que te explique. Lo controla todo, el ayuntamiento y la

diputación. El alcalde y el presidente son su mano derecha e izquierda. Y él, Dios Padre. Si se

mete en un asunto como el del polígono es porque tiene intereses. Ese hombre no hace nada

por que sí.

-Bueno, vale, pero no tiene por qué tener relación con la muerte del periodista.

-¡Pues claro que la tiene!- dijo Salvador casi gritando-. Zurcidó es un cacique sin

escrúpulos y Losantos, un canalla que tampoco sabe lo que eso significa y que ha ascendido

gracias a dedicarse al insulto y a la mentira sin importarle las consecuencias para nadie que no

fuese él mismo. Luego resulta que aparenta ser el enemigo acérrimo del senador y

descubrimos que se corre juergas con él. Se lo deben de haber pasado estupendamente

riéndose de todos. Porque eso es lo que han hecho: reírse de todo el mundo. Y para rematarlo,

se relacionan con un proxeneta cocainómano que les organiza las fiestecitas. Pero cometieron

un error. Fueron demasiado prudentes al no hablar del polígono en los artículos de Losantos.

Ese silencio los delata. Es evidente que hay algo. Especulación, no sé, lo que sea…

Carmen había escuchado atentamente y lo miró en silencio. Callaron ambos. Salvador

aprovechó el momento y encendió un nuevo cigarrillo.

-Y eso es lo que no ves- rompió el silencio Carmen.

-Que no veo qué…

-Digo que lo que no acabas de ver es dónde está la especulación.

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-Exacto. Y estoy seguro que ahí está la solución. Se traían algo entre manos y si lo

descubriéramos…

A Carmen se le iluminó la mente y sonrió con picardía. Al mirarla, durante un

instante, Salvador se olvido del polígono sur y de todos los demás polígonos del mundo.

-¿Y ese es todo el problema? Si me invitas al café, te cuento dónde está la

especulación- dijo ella devolviéndolo al mundo de los polígonos.

-No me digas.

La respuesta de Carmen fue seca.

-Vamos- dijo mientras se incorporaba del taburete en el que estaba sentada y

comenzaba a caminar hacia la calle.

Salvador la miró desconcertado. Pagó y la siguió hasta alcanzarla. Ella caminó rumbo

al Paseo, la calle peatonal que cruza el centro de la ciudad.

-¿Adonde vamos?- preguntó Salvador cuando estuvo a su altura.

-A hacer una visita- respondió ella con gesto enigmático.

-¡A quien!

-Lo verás cuando lleguemos.

Salvador rió. Era su ciudad. Ella era una novata allí. Él era el superior jerárquico. Eso

no podía estar pasando.

-¡No me digas!- exclamó-. Te diviertes ¿no?

Carmen no dijo nada, respondió con una sonrisa y caminó mostrando toda la seguridad

que pudo en sus gestos aunque no estaba muy segura de encontrar sin dudar el lugar al que

quería ir. Salvador se dio cuenta de que miraba a un lado y otro de la calle como si buscase

referencias.

-Si me dijeses adonde me llevas, igual podía ayudarte.

-No es necesario.

En la mitad del Paseo giraron a la derecha y bajaron por una pequeña escalera que

daba una plazoleta rodeada casi toda ella de soportales llenos de las mesas de varias

cafeterías. Al salir de la plaza, Carmen se detuvo un momento para orientarse. Miró a un lado

y a otro y giró a la derecha nuevamente. Comenzó a caminar subiendo calle arriba hasta que

se detuvo frente a un portal.

-Aquí vive Clara Fanjul- exclamo Salvador con sorpresa.

-¡Muy bien!

Carmen sonrió divertida

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-Pues hemos dado un buen rodeo. Si me lo hubieras dicho antes nos habríamos

ahorrado la caminata- dijo Salvador aparentando suficiencia.

-Pasear es bueno. Sobre todo después de comer- Carmen miró el reloj-. Con un poco

de suerte estará en casa.

-Puede que esté en casa, pero no entiendo qué podemos averiguar aquí. ¿No habíamos

quedado en que no sabía nada de los asuntos de Losantos?

-No seas impaciente.

Clara Fanjul los recibió con cierta sorpresa. Carmen tuvo la sensación de que en sus

gestos había también cierto desagrado.

-Me encuentran en casa por casualidad- dijo como bienvenida-. Estaba a punto de

salir.

-No la entretendremos mucho. Será sólo un momento- se disculpó Carmen.

Clara los condujo al salón en que habían mantenido la primera entrevista. Vestía un

traje marrón claro y estaba perfectamente maquillada. Olía a lilas. Tenía el rostro menos

demacrado y las ojeras habían desaparecido. Parecía más bella, pero menos enigmática que en

el primer encuentro. Cuando se sentaron, Clara miró a Salvador expectante, segura de que

sería él quien iniciaría la conversación. Pero Salvador no dijo ni una palabra, se limitó a

dirigir la mirada hacia Carmen con una leve sonrisa en la boca y un gesto de su mano derecha

que la señalaba. Bueno, es tu idea, decía. Tú verás lo que haces.

Hubo un pequeño silencio. Luego, Carmen carraspeó antes de hablar.

-Tenemos la sospecha- dijo- de que la muerte de…- iba a decir su marido, pero prefrió

usar el nombre de pila del periodista- de Froilán tiene algo que ver con las fincas que

compraron.

¡Hija de puta! ¡Qué lista es! Pensó Salvador mirándola con sorpresa y luego volvió la

mirada con atención a Clara Fanjul esperando la respuesta.

Pero Clara frunció el ceño sin comprender lo que le decían.

-No… no compramos ninguna finca. No comprendo…

La frase fue como un mazazo en la cabeza de los dos policías. Carmen intentó ocultar

la decepción. Se había mostrado tan segura ante Salvador sin contarle nada que si ahora no

conseguía algo…

-¿No hicieron ninguna compra de terreno últimamente?

Clara negó con la cabeza. Luego se detuvo y les mostró las palmas de las manos como

si le mandase esperar al tiempo que abría la boca y decía:

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-Ah. A no ser que se refiera a lo de la fundición, han pasado tantas cosas que ya lo

había olvidado- se quedó pensativa y chasqueó la lengua antes de continuar-. Cosas de

Froilán. Se creía tan listo…

¡Bingo¡ Al fin salía a la luz el misterio. Salvador hizo ademán de hablar, pero se

contuvo al ver que se le adelantaba Carmen.

-Con lo de la fundición se refiere al solar…- dijo y dejó la palabra en el aire. No tenía

una idea ni siquiera aproximada de qué podía ser lo de la fundición, pero se comportó como si

lo supiera.

Clara continuó la frase que había dejado en el aire.

-Sí, el solar de la vieja fundición- hizo una pequeña pausa-. Un desastre. Se empeñó en

invertir en él diciendo que iba a ser el negocio del siglo. Y ya ve, el solar no vale nada. Fue

barato, pero aunque lo quisiera vender ahora, no me daría por él ni lo que pagamos.

-¿Lo compraron solos?- intervino Salvador antes de que Carmen dijese nada-. Quiero

decir, si tenían algún socio.

Negó con la cabeza antes de responder:

-Si le digo la verdad, no lo sé. Lo único que les puedo decir es que un día Froilán dijo

que íbamos a invertir en un solar, que sería un negocio redondo, al negocio del siglo. Yo sólo

participé en la firma en el notario, de lo demás se encargó él, hasta del dinero. Yo casi no

aporté nada. Y lo puso a nombre de los dos- Clara Fanjul dijo la última frase con cierta

emoción y luego calló.

Salvador insistió:

-Entonces no sabe si había más socios en la compra.

-No que yo sepa. Pero no compramos todo el solar, sólo una parte. Ya sabe que es

enorme, ocupa todo el espacio de la vieja fundición y el patio. Así que puede que más gente

hiciera también compras. Hay tontos en todas partes.

-Claro- dijo Carmen con sorna.

-¿Me podría decir cuando hicieron la compra?

Clara pareció pensar en la respuesta. Calló unos segundos mirando al suelo

reconcentrada y luego levantó la cabeza con el gesto serio y contestó:

-Eso fue hace ya algún tiempo. Lo que no entiendo es la relación que pueda tener con

la muerte de Froilán…- dejó la frase en el aire como si no le gustara que le estuvieran

haciendo aquellas preguntas y no fuese a contestar a más.

Carmen captó sus recelos al instante.

-¿Podría precisar un poco más lo de algún tiempo?- volvió a preguntar Salvador.

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Carmen lo miró pidiéndole silencio con los ojos y con un leve gesto de la mano

derecha. Estaba segura de que si continuaban preguntando sobre la compra sin dar ninguna

información Clara Fanjul se cerraría en banda. Tenía la sensación de que la mujer desconfiaba

de ellos.

-Creemos que la muerte de Froilán…- comenzó a decir sin saber cómo acabaría la

frase. Tenía que pensar con rapidez y decir algo coherente que disipase los recelos de aquella

mujer-. Creemos- continuó diciendo tras un pequeño silencio- que lo mataron…

-Alguno de los gitanos- acabó la frase Salvador que se había dado cuenta de lo que

intentaba Carmen-. Ya sabe. Los gitanos que ocupan el edificio. ¿Sabe si Losantos tenía

pensado desalojarlos?- acabó la frase con la mayor naturalidad del mundo, como si fuese eso

lo que los había llevado hasta allí aquella tarde.

Carmen lo miró con una sonrisa de complicidad y alivio. El rostro de Clara Fanjul se

congestionó un poco y estuvo a punto de llorar, pero se contuvo.

-No- respondió casi con rabia-. Nunca me dijo nada de eso. Además, nosotros no

compramos la parte construida, la parte del edificio. Nuestro solar era uno de los patios ¿De

verdad piensan que lo han matado por eso?

-Es una sospecha- respondió Salvador muy serio-. Pero dígame ¿Cuándo lo

compraron? Puede ser interesante saberlo para relacionarlo con el crimen.

La mujer, con gesto apesadumbrado, hizo un pequeño cálculo mental antes de

responder:

-Hace año y medio más o menos. El año pasado, sí, a finales del invierno- hizo un

breve silencio y cambió el tono-. ¡Dios mío! Se empeñó en comprarlo pensando que iba a

hacerse rico y lo que le trajo fue la muerte. ¡Cómo se lo iba a imaginar! ¡Qué estúpida es la

vida!

-En esta vida no hay dicha cumplida- dijo Salvador con aire circunspecto-. Es la

historia del mundo, la gente íntegra y leal se mata a trabajar honradamente sin conseguir nada.

Y cuando piensan que van a tener un golpe de suerte, ya ve…

Carmen no podía creer lo que estaba oyendo. Lo miró con los ojos abiertos como

platos y esforzándose para reprimir la risa que acudía a su boca. Él permaneció impasible

mirando a Clara Fanjul con interés.

-En fin- replicó ella-, es la vida….

Salvador se incorporó y le tendió la mano. Con ese gesto retomaba el mando que había

cedido por unos momentos a Carmen.

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-Muchas gracias por su colaboración. Le tendremos informada de cualquier novedad

que se produzca- dijo. Luego miró a Carmen y continuó dirigiéndose a ella-: Eso es todo ¿no?

-Creo que sí-respondió muy seria, se incorporó también y lo miró con gesto triunfante

y ufano como diciendo: ya tienes lo que querías.

En la calle, Salvador estaba realmente contento. La sonrisa de satisfacción le cruzaba

la cara de lado a lado. Sin decir nada ni prestar atención a Carmen, comenzó a caminar

sonriente, pensativo y sin rumbo con las manos en los bolsillos. Tarareaba una canción y

daba vueltas en la cabeza a lo que habían descubierto. Dos números calle abajo cruzaron

delante de una cafetería. Salvador se detuvo frente a la puerta.

-Vamos a tomar un café que te lo has ganado- dijo.

-Gracias, generoso.

Era un local estrecho y largo con mesas las colocadas en fila y pegadas a la pared de la

derecha. No había mucha gente. Se sentaron en la segunda mesa al lado de una pareja de

adolescentes que hacía manitas y se besuqueaba con sumo interés.

-Bueno. Ya sabes donde puede estar la especulación- dijo Carmen.

Salvador encendió un cigarrillo.

-Sí y no. Si Losantos compró un solar, es que le pensaba sacar beneficio, vale. Pero lo

que no veo es la relación entre la fundición y el polígono sur.

-Y dale con el polígono. A lo mejor no tiene nada que ver.

-Seguro que sí. Ni una palabra, Carmen, no escribió ni una palabra. Tiene que haber

una relación, aunque no la veamos.

-¿Dónde está esa fundición?

-No lejos de aquí. Luego damos una vuelta por allí para… bueno, no sé para qué, pero

no nos vendrá mal dar una vuelta por allí.

-¿Y quienes son esos gitanos?

Salvador rió con ganas al recordar como había mentido a Clara Fanjul.

-Son los actuales habitantes de la fundición. Hace unos cuantos años, la ocuparon

como campamento provisional y lo han convertido en definitivo.

-Pues me han sacado de un lío- dijo Carmen-. ¿Te diste cuenta de que estaba recelosa

con nosotros? No sé, como si no se fiara.

No, no se había dado cuenta. Se le había escapado y no había notado nada hasta que vio la

conducta de su compañera. Entonces se fijó y observó que Clara Fanjul estaba tensa y

dispuesta a no decir ni una palabra más.

-Sí, ya me di cuenta- mintió.

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-Es curioso ¿no?

El camarero se les acercó y pidieron café los dos. Sólo para él, con leche para ella.

-No tan curioso- dijo Salvador cuando el camarero se alejó-. Aunque no tiene ni idea

de lo que sabemos, Zurcidó se huele algo y seguro que la ha prevenido.

-No sé cómo. Oficialmente Zurcidó y Losantos se odiaban y damos por sentado que

Clara no sabía nada de lo otro.

-Ya, pero los brazos de Zurcidó son muy largos. Habrá utilizado a cualquiera para que

le vaya con el cuento de que, yo qué sé, que queremos desacreditar a Losantos o algo así y ya

está, ya la tenemos en contra nuestra. Para Zurcidó eso es muy fácil.

-Ya, claro- dijo Carmen-, hasta puede que fuera nuestro compañero Fernando.

-Por ejemplo.

Salvador apagó el cigarrillo aplastándolo contra el cenicero de cristal que reposaba

sobre la mesa y mientras exhalaba el humo de la última calada la miró pensativo. Ella se dio

cuenta y le devolvió la mirada sonriente e intrigada al mismo tiempo.

-¿Qué pasa?- preguntó.

-Hace un par de días miré tu expediente y sé por qué te sancionaron- mintió. Prefería

decir que lo había visto, aunque en realidad se lo hubiese contado Lola. Le hacía parecer más

importante.

Carmen bajó los ojos.

-¿Y?

-Que no lo entiendo. Eres competente y lista. Tiene menos sentido acusarte de falta de

rendimiento que todo este asunto de Losantos. Lo de la sanción fue una venganza ¿no?

El camarero depositó en la mesa los cafés. Carmen vertió el azúcar en el suyo y agitó

la cucharilla sin levantar la cabeza ¿Qué podía decir? Podía mentir y decir que sí, que todo

había sido una venganza o podía decir la verdad. A Salvador y a ella misma. Y eso sí que era

difícil.

-No- dijo al fin levantando la vista-. No fue una venganza. Aunque a Andrade nunca le

caí simpática, no lo hizo por venganza.

Salvador la miró sorprendido.

-Me parece que he metido las patas preguntando- dijo.

-No, no. Si he de ser sincera te diré que es la primera vez en mi vida que trabajo de

este modo y la primera vez que disfruto con el trabajo. Te lo juro. Ahora que lo pienso, nunca

fui muy buena funcionaria. Digamos que estaba un poco ofuscada con otras cosas. Y qué

gracia. Tuve que venir a Orense para darme cuenta-. Carmen hablaba para sí misma como si

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no hubiera nadie que la escuchase-. Centré toda mi vida en algo que resultó ser falso- quedó

un tiempo ausente y luego, de repente, pareció volver a la realidad-. Y, bueno, ya sabes lo que

me pasó.

Salvador la miró en silencio.

-Sí- dijo-, que se secó el mar.

Carmen sonrió.

-Exactamente. Se secó el mar. Será cuestión de hacer que vuelva a llover.

-Si fumaras te ofrecería un cigarrillo- Salvador se sentía mal por haberle hecho pasar

el mal trago. Le hubiese gustado decir alguna tontería, peo en aquel momento no se lo ocurrió

ninguna.

-Mejor que no. Ya fumas tú bastante por los dos. Bueno, tomamos el café y nos vamos

a ver la fundición ¿te parece?

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26

Caminar por el casco viejo entre la niebla producía una sensación de irrealidad. Las

calles estaban vacías y húmedas y el sonido de los pasos resonaba en un eco mortecino

apagado por la propia niebla. Hasta llegar al catastro de vez en cuando se encontraron con

algún transeúnte que iba tan abrigado como ellos y sólo al cruzar la catedral vieron un grupo

de más de dos personas. Viudas de ropas oscuras y abrigos negros. En el catastro les atendió

la misma funcionaria que ya lo había hecho en su anterior visita. Se mostró tan encantada

como el primer día, aunque un poco más curiosa.

-Es que estamos haciendo un estudio sobre la distribución de las propiedades en las

diferentes capas sociales para valorar la repercusión en las multas de tráfico- respondió

Salvador cuando quiso saber para qué querían tantos datos del catastro.

La mujer le devolvió una risita histérica y ya no volvió a dirigirse más a él. A partir de

aquel momento sólo habló con Carmen. Las dos rieron un par de veces juntas a lo largo de la

mañana, pero tampoco le preguntó qué era lo que estaban investigando.

Cuando dejaron la oficina del catastro ya la niebla había levantado y el cielo era azul y

terso y el sol comenzaba a secar las calles húmedas. La luz sentó bien a ambos. Salvador

llevaba bajo el brazo una carpetilla de cartón con folios en los que había anotado los nombres

de los nuevos propietarios de los terrenos donde se ubicaba la antigua fundición. No les había

causado sorpresa alguna descubrir que junto a Clara Fanjul y Froilán Losantos, Anselmo Alija

y Julián Zurcidó figuraban en la lista de propietarios. Además había un tal Mariano Pérez

Zurcidó a quien no conocían, aunque no les costó demasiado vincularlo con alguien y un tal

Eduardo Aceves a quien sí que no podían relacionar de ninguna manera.

-Bueno, la cosa está clara- dijo Carmen ya en la calle-. Tramaban algo, pero sigo sin

ver la relación con el polígono.

-Pues la hay. Estoy seguro…- replicó Salvador encendiendo un cigarrillo.

-Si te empeñas… Pero lo que me llama la atención es algo que nos dijo Clara Fanjul.

-Que los terrenos fueron muy baratos.

-Eso es. Y están situados en una zona que no puede ser barata- dijo Carmen pensativa-.

Después de todo, desalojar a los gitanos es una tontería si hay que construir…

-Se construye. Creo que podíamos visitar de nuevo al concejal Fuentes Candal. Seguro

que estará encantado de decirnos por qué fueron tan baratos los terrenos de la fundición.

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-¿Quieres que te concierta una cita por teléfono o lo haces tú mismo?- preguntó

Carmen con sorna.

Salvador no respondió. La mordió con la mirada y comenzó a camninar.

La Plaza Mayor estaba completamente iluminada por el sol que a aquella hora del día

sólo dejaba a la sombra las zonas que cubrían los soportales. El suelo de piedra comenzaba a

secarse y parecía una plaza completamente diferente a la que sólo poco más de un par de

horas antes habían cruzado apresurados y encogidos por el frío. Ahora caminaban despacio,

disfrutando del día.

-Vamos directamente al ayuntamiento a preguntar por Fuentes Candal. No estoy

dispuesto a perder un minuto con el teléfono- dijo Salvador girando en la plaza hacia al

edificio que la presidía: la sede del consistorio.

-Si quieres llamo yo…

Salvador iba a responder, pero la figura del concejal Fuentes bajó la escalera del

edificio municipal, se volvió hacia la izquierda y dejó la Plaza Mayor.

-Mira quien nos va a invitar a un café.

Apresuraron el paso y lo alcanzaron cuando iba a girar en dirección al paso elevado

sobre la fuente de las Burgas. Llevaba en la mano una cartera de piel que balanceaba

graciosamente al caminar.

-Concejal Fuentes- dijo Salvador un poco fatigado.

El concejal se detuvo y les tendió la mano con una sonrisa que parecía franca.

-Supongo que nos recordará- Salvador recuperaba el aliento-. El subinspector Montaña

y la agente Martínez.

-Claro.

Les estrechó la mano con energía.

-Necesitaríamos que nos dedicara cinco minutos. Hay algunas cosas que nos gustaría

saber y seguro que usted puede ayudarnos.

Fuentes Candal miró primero el reloj y luego a Carmen.

-Creo que podemos tomar un café.

Estaban cerca de la Alameda, se encaminaron hacia allí y se sentaron en la terraza.

Pese al sol, la mañana era fresca y Carmen sintió frío. Habría preferido sentarse en el interior.

-Supongo que no querrán más información sobre el polígono sur…- dijo el concejal

con cierto retintín.

-No- respondió Salvador y calló. Pensó en continuar diciendo: ahora queremos

información sobre el solar de la fundición, pero se contuvo.

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-Ni sobre los planes de Julián Zurcidó.

Salvador sintió unas terribles ganas de partirle la cara. Era evidente que esta vez el

concejal no soltaría prenda sin sacar tajada. Carmen sonrió y dijo:

-No. Esto no tiene que ver ni con el polígono ni con el senador-. Hizo un silencio para

pensar lo que diría a continuación-. Resulta que entre los papeles de Froilán Losantos

encontramos alguna referencia a los terrenos de la fundición- Carmen dejó la frase en el aire

esperando que el concejal dijese algo, pero Fuentes Candal permaneció en silencio.

Salvador encendió un cigarrillo. La mentira de Carmen le parecía aceptable y estaría

bien seguir por ahí. Tras un breve silencio dijo:

-En los papeles a los que se refiere mi compañera se quejaba de que el ayuntamiento

no hubiese urbanizado una zona tan bien situada…- dejó la frase en el aire y como el concejal

no decía nada continuó-: ¿Qué hay de eso?

Fuentes Candal hizo caso omiso de las palabras de los policías.

-¿Me permite que coja uno?- preguntó señalando la cajetilla que Salvador había dejado

sobre la mesa y sin esperar respuesta tomó un cigarrillo-. Estoy dejando de fumar- continuó

diciendo-, pero hasta ahora lo único que he conseguido ha sido dejar de comprar tabaco.

-Es un avance. Si no funciona para la salud, funciona para el bolsillo- dijo Salvador

acercándole el encendedor-. Aunque a veces- añadió mirándolo directamente a los ojos- hace

que se pierdan algunos amigos.

El concejal exhaló el humo de la primera calada con gesto placentero y sin apartar la

mirada dijo:

-Menos mal que es una droga legal, sino no habría bastantes policías para perseguir a

todos los delincuentes.

Carmen miró a los dos gallitos sosteniéndose la mirada sin comprender bien lo que le

parecía un diálogo de besugos. Carraspeó para llamar su atención antes de hablar.

-¿Había algo de cierto en la queja de Losantos?- preguntó cuando consiguió captar su

interés.

-¿Por qué me pregunta a mí eso?- era evidente que el concejal no quería responder ni

dar información gratuita.

Carmen lo miró sonriendo. Sus ojos brillaron seductores cuando dijo:

-Porque usted está en la oposición. Si he de serle sincera, le diré que me fío más de la

oposición que del poder…- dejó la frase en el aire sin retirar la sonrisa de su boca.

Fuentes Candal dio una calada al cigarrillo y lo miró como si sintiese pena de que se

consumiese. Luego levantó la vista y miró a Carmen a los ojos.

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-Losantos era un autentico sinvergüenza, eso ya lo sabía. Lo que no me imaginaba era

que fuese un incompetente- dijo exhalando el humo.

Carmen y Salvador se miraron sin comprender lo que les quería decir. El concejal se

dio cuenta y continuó hablando dirigiéndose a Carmen:

-Le habría bastado con repasar el plan de urbanismo, el que elaboró el anterior equipo

de gobierno. Los terrenos de la fundición sólo son edificables en un diez por ciento. El resto

ha de ser destinado a zona verde.

Así que era eso. Por eso resultaban tan baratos. Con el poder de Zurcidó cambiar el

plan de urbanismo no sería difícil.

-Siempre se pude cambiar el plan y recalificar los terrenos- dijo Salvador.

El concejal sonrió con superioridad antes de responder.

-Imposible. El plan fue aprobado por unanimidad.

-Aún así, puede cambiarse.

Fuentes Candal volvió a sonreír.

-Hombre, por poder se puede, pero sería un suicidio político. Eso no se lo perdonarían

ni a Zurcidó. En esa parte de la ciudad no hay una puñetera zona verde. El destino de la

fundición es convertirse en su mayoría en un parque, no hay otra posibilidad. Pero veo que

tienen mucho interés por las cuestiones urbanísticas, ¿a qué se debe?- preguntó el concejal al

final de su explicación esperando una respuesta como compensación.

Salvador apagó el cigarrillo en el cenicero y se dispuso a responder. Antes de que lo

hiciera, Carmen se le adelantó:

-Damos palos de ciego.

Fuentes Candal hizo un gesto displicente y chasqueó la lengua.

-Si me dijeran lo que buscan, yo les ayudaría a encontrarlo. Les aseguro que conozco

como nadie los intríngulis de esta ciudad.

Antes de que Carmen pudiese hablar, se adelantó Salvador:

-No lo dudamos- dijo muy serio.

Carmen lo miró muy seria comenzó a hablar antes de que pudiese decir algo más.

-Ya le digo que damos palos de ciego. No estamos buscando nada en particular.

Seguimos todas las pistas posibles y le aseguro que en un caso como éste son muchas.

El concejal se convenció de que aquellos dos policías no iban a soltar prenda. Y sabían

algo, estaba seguro. Decidió que él tampoco diría una palabra de más si no recibía nada a

cambio.

-Si puedo ayudarles en algo más…-dijo.

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Bien, eso significaba que podían finalizar la entrevista. Salvador miró a Carmen.

-No, solamente… si se le ocurre alguien que pudiera estar interesado en que Losantos

no publicase algo sobre la fundición y hubiese tratado de impedirlo- dijo ella.

Salvador la miró forzando los músculos del rostro para no reírse.

El concejal Fuentes la miró extrañado.

-No…-dijo-. No, francamente se me hace difícil pensar algo así- negó con la cabeza,

pensativo y despistado-. Si no me necesitan más, tengo algo de prisa- dijo y se incorporó.

Salvador se levantó también y le tendió la mano.

-Permita que le invitemos al café. Ha sido muy amable atendiéndonos- dijo.

Fuentes Candal ignoró amablemente a Salvador se despidió cortésmente de Carmen.

Cuando estuvo lo bastante alejado de ellos como para que no pudiera oírles Salvador

comenzó a reír y dijo:

-De modo que si se le ocurre alguien que estuviera interesado en que Losantos no

publicase nada sobre la fundición. Has estado genial. Dime una cosa ¿Sabes jugar al mus?

Carmen rió también y lo miró sorprendida

-¿Al mus? No, ni idea.

Salvador torció el labio.

-¡Lástima!

Quedaron cara a cara mirándose durante unos instantes.

La mañana, después del frío y de la niebla, era soleada y, aunque fresca, resultaba

agradable e incitaba a disfrutarla sin hacer nada más. La alameda que veían desde la terraza

estaba llena de jubilados que la paseaban solitarios con aire pensativo o en grupos que

formaban corrillos para charlar. El ajetreo del tráfico que corría a su izquierda quedaba

demasiado lejos y se había convertido en un ronroneo. El único sonido disonante que les

llegaba era un golpeteo metálico desde el otro lado de la alameda donde un grupo de jubilados

que jugaba a la llave.

Carmen cruzó los brazos y se encogió subiendo los hombros. Estaba un poco aterida

por el frío.

-Y si nos levantamos- dijo-. No creo que tengas intención de enseñarme a jugar al mus

ahora. Me estoy quedando helada.

-Vamos

Comenzaron a caminar y sin darse cuenta se dirigieron al interior de la alameda en

lugar de volver a la zona del casco viejo de donde venían. Con el movimiento, Carmen

comenzó a entrar en calor.

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-Bueno- dijo cuando habían caminado ya un buen trecho-, cada vez que descubrimos

algo, le veo menos sentido a todo esto…

-Y lo peor de todo es que tiene que tener sentido. Tiene sentido, cojones, aunque no se

lo veamos…

Volvieron a caminar en silencio, pensativos ambos, ensimismados, con el rostro serio,

como una pareja que hubiese tenido una discusión y ninguno de los dos quisiese dar el primer

paso.

-Vamos a ver- Carmen rompió el mutismo cuando alcanzaron el final de la alameda y

se asomaban al mirador sobre el Barbaña, el pequeño riachuelo que cruzaba aquella parte de

la ciudad horadándola y formando un pequeño parque en sus orillas-. Esto es como un puzzle.

Tengo la sensación de que tenemos todas las piezas y si nos falta alguna no es la más

importante. Lo que no sabemos es cómo colocarlas. Por eso no podemos ver la figura.

Se detuvieron apoyados en la barandilla del mirador y volvieron a permanecer en

silencio hasta que Salvador dijo:

-Vale. Es posible que tengamos todas las piezas, pero la figura que nos sale es

surrealista. El Polígono sur y el empeño de Zurcidó en urbanizarlo. Losantos, falso enemigo

de Zurcidó que no cita en ningún momento el polígono. Compra de terrenos en el solar de la

fundición que no se puede edificar apenas y sin posibilidad ni, y esto es lo más importante,

intentos de hacerlo. Nadie ha dado un paso en esa dirección…

-Te olvidas de la muerte del periodista. También hay que hacerla encajar en el puzzle-

dijo Carmen.

Salvador encendió un cigarrillo y se pasó la mano por la mandíbula. Luego se quedó

mirando al fondo del riachuelo que aquel otoño bajaba casi seco. Fumó una calda, inspiró

profundamente, chasqueó la lengua y comenzó a hablar:

-También entra dentro de lo posible que estemos equivocados de cabo a rabo- dijo y se

pasó la mano nuevamente por la mandíbula-. Puede que hayamos mezclado las piezas de dos

o tres puzzles y así no hay quien resuelva nada. Yo qué sé…

Carmen negó con la cabeza.

-No lo creo. Te he dicho varias veces que era posible que el polígono no tuviera nada

que ver en esto, pero cada minuto que pasa, estoy más convencida de que hay una trama y

mataron a Losantos por algún asunto relativo a esa trama.

Salvador volvió a inspirar profundamente, resopló, miró el reloj y haciendo un gesto

con la cabeza, comenzó a caminar. Dio la última calada al cigarrillo, lo arrojó y lo aplastó con

un paso. Se llevó las manos a los bolsillos y dijo:

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-Muy bien. Entonces lo que nos queda por hacer es pensar. Y te voy a decir una cosa.

Por lo que he visto, me pareces muy lista. Así que quiero verte dándole vueltas a la cabeza.

Carmen marchaba su derecha a su mismo ritmo cansino. Deshacían el camino andado

por la alameda, rumbo al casco viejo.

-¿Sabes una cosa?- dijo-. A lo mejor en lo que estamos equivocados es en que tenemos

todas las piezas. A lo mejor éste es uno de esos puzzles tridimensionales y lo que nos falta

precisamente es la pieza clave. La que une a todas las demás.

-Es muy posible, pero ya me dirás dónde la venden

-Hombre, par empezar podíamos saber quien es ese Eduardo Aceves que ha comprado

parte de los terrenos de la fundición. Por que al tal Pérez Zurcidó creo que lo tenemos más o

menos filiado.

-Y el otro será un primo de la mujer del senador. No creo que la clave esté

precisamente en los compradores del solar…- Salvador se detuvo de pronto-. Espera. Ya lo

tengo- exclamo y la miró a los ojos con el rostro transformado- ¿Cómo se te da la extorsión?

Carmen no quiso ni pensarlo

-No me asustes…

-Prepárate para todo. Ahora nos vamos a comer y a las cinco nos vemos en la

comisaría. O mejor, en el Luna. Nos queda cerca de los dos.

-¿Adónde iremos?- preguntó Carmen cándidamente.

-Cuando lleguemos te enterarás- dijo Salvador que no podía olvidar el paseo que había

hecho tras ella hasta la casa de Clara Fanjul.

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28

Carmen se dejó caer sobre el sofá y poco a poco permitió que su cuerpo se fuese

deslizando hasta que quedó arrellanada con las rodillas pegadas a la mesilla que ocupaba el

centro del pequeño salón. Aun era demasiado pronto para sentarse a comer y dejó que el

pensamiento vagase recordando las últimas palabras que Salvador le había dicho aquella

mañana. ¿Cómo se te da la extorsión? No se lo ocurría a dónde la quería llevar su compañero

y esperó que no tuviese nada que ver con Clara Fanjul. Cada vez que se encontraba con ella

sentía que era una mujer muy desgraciada a la que el mundo y la vida habían tratado muy mal.

Le parecía además que con gran maldad, la vida le había dado ese aspecto de mujer elegante y

resuelta para que todo el mundo pensase que aquella pobre mujer era una afortunada. Aunque

no quisiera confesarlo, en el fondo la veía como un reflejo de sí misma.

Cuando lleguemos te enteraraás. Recordaba haber hecho lo mismo con él, llevarlo a

ver a Clara Fanjul sin decirle adonde iban, y estaba segura de que ahora era la hora de la

venganza. Tenía la impresión de que Salvador era de esa clase de gente que son como el

aceite, siempre tienen que quedar encima. Bueno, le seguiría el juego. En el fondo, le gustaba

hacerlo. Así estuvo un buen rato, dándole vueltas en la cabeza a los planes de aquella tarde

hasta que la espalda y el cuello comenzaron a quejarse por la postura que había adoptado. Se

incorporó, miró la hora y prefirió olvidarse de Salvador y que aunque no tuviese hambre, se

decidió por comer algo.

La idea le asaltó mientras acababa de recoger lo poco que había manchado con la

parca comida. ¡Claro! ¡Cómo no se le había ocurrido antes! Eso era lo que había pensado

Salvador. Le dio un poco de rabia que no se le hubiera ocurrido a ella. Se preparó un café y se

sentó a disfrutarlo tranquilamente y a meditar. Después de quince minutos de reposo y

silencio decidió lo que tenía que hacer. Miró el reloj, tenía tiempo suficiente, se levantó con

decisión y hurgó en su mermado armario. Quería mostrarse lo más atractiva que fuese posible.

Era un impulso casi primario e irresistible. Se cambió de ropa, se maquilló y al filo de las

cinco de la tarde salió de casa rumbo a la cafetería Luna donde había quedado citada con su

compañero de trabajo.

Salvador la esperaba sentado en la mesa que habitualmente solía ocupar con sus

partidas de fin de semana. Estaba de espaldas al a puerta y no la vio entrar. Charlaba

animadamente con un hombre que se desentendió de la conversación al ver a una mujer

sorprendentemente hermosa que oteó la cafetería en pie junto a la puerta y comenzó a cruzar

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la sala caminando majestuosamente hacia donde se encontraban mientras parecía mirarlo

directamente a él.

-¡Joder!- dijo el hombre e hizo un gesto con la cabeza.

Salvador se volvió y vio a Carmen caminar hacia ellos. Desde su primer encuentro en

el despacho de Pombal le había parecido la mujer más bella y atractiva que había conocido

jamás, pero aquella tarde la encontró aún más bella. Nunca la había visto así de deslumbrante.

Vestía un traje chaqueta negro de falda muy corta, medias también negras sin dibujos, que

maldita la falta que le hacían para adornar aquellas piernas, pensó Salvador, y una blusa

blanca cruzada sujeta por un broche que Carmen había situado intencionadamente diez

centímetros más abajo de lo habitual. El pelo sujeto en un bonito recogido parecía más sedoso

que nunca y en los ojos tenía un brillo especial. Tuvo que hacer un esfuerzo para no abrir la

boca y mirarla durante un buen rato como un estúpido. Se incorporó al tiempo que ella llegaba

hasta él y le acercó una silla. El hombre que charlaba con él se puso también en pie. Él sí tenía

la boca abierta.

-Siéntate- dijo Salvador-. Este es Carlos, un funcionario de los de ocho a tres, además

de compañero esporádico de partidas- luego se dirigió al hombre que acababa de presentar-.

Carmen, mi compañera- dijo.

Carmen sonrió y extendió la mano.

-Encantado- dijo el hombre y cerró la boca.

-¿Un café?- preguntó Salvador.

-No- respondió ella con un gesto de disgusto en la cara mezclado con una sonrisa.

El hombre que Salvador había presentado como Carlos miró el reloj.

-Me quedaría con gusto a haceros compañía, pero se me hace tarde. Tengo que recoger

a Carlitos- se volvió a ella y matizó-. Es el crío pequeño.

Salvador miró con descaro primero a Carmen y luego al otro y dijo:

-No pongo en duda que te gustaría hacernos compañía.

Quedaron los dos en silencio. La cafetería no estaba muy llena a aquella y tampoco era

muy ruidosa. Incluso se podían oír las palabras de la joven que corría en la pantalla del

televisor con un micrófono en la mano tras una pareja que huía de ella haciéndoles preguntas

sobre su vida sexual. Carmen miraba distraída el programa y Salvador de vez en cuando la

miraba a ella casi furtivamente. Le hubiera gustado preguntarle por qué se había vestido de

aquel modo, a qué se debía la causa de tanta elegancia, pero no se atrevió. Viéndola así, se

sentía cohibido ante ella. También le hubiera gustado que aquel atuendo tan especial se

debiese a él. Pero eso era algo que pertenecía al mundo de los imposibles. Estaba seguro de

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que él no tenía nada que ver, de que el motivo sería otro. Porque no tenía ninguna duda de que

había un motivo. Aunque no llevaban demasiado tiempo trabajando juntos, la conocía lo

suficiente como para saber que su comportamiento era siempre bastante lógico.

-¿De veras que no te apetece un café?- volvió a preguntar.

Ella negó con la cabeza sonriendo. Salvador miró el reloj.

-Aún es un poco pronto- dijo-. Tenemos que esperar un poco para hacer nuestra visita

de la tarde.

Carmen sonrió.

-A la que tenemos que extorsionar…

-Esa misma- asintió él con una sonrisa pícara. Hablando con ella se sentía menos

intimidado que cuando la miraba en silencio. Era como si con las palabras se bajase de su

pedestal de diosa-. Pero dije extorsionar, no seducir.

El rostro de Carmen cambió la expresión. Inclinó la cabeza y se miró a sí misma.

-¿Eso es un piropo?- preguntó.

¿Lo era? Quizá sí. Salvador arqueó las cejas como respuesta. Miró el cigarrillo que

sujetaba con la mano izquierda y le dio una calada deseando haber sabido fumar como

Humphrey Bogart

-¿No te lo mereces?- dijo exhalando el humo y pensando en lo que Bogart le habría

dicho a la Flaca.

-Por supuesto.

Se miraron a los ojos sonriéndose el uno al otro. Salvador volvió a mirar el reloj para

apartar la mirada de ella.

-Es pronto, pero si no quieres tomar un café nos iremos, ¿te parece?

-Bueno, pero ¿no me vas a decir a quien vamos a extorsionar?- preguntó ella sabiendo

dos cosas. Una, que Salvador no se lo diría. Dos, a quien quería Salvador extorsionar aquella

tarde.

-Cuando lleguemos te enterarás. ¿Vamos?- se incorporó y arrojó el cigarrillo al suelo.

Carmen sonrió con picardía. Te vas a enterar tú, pensó. Se puso en pie lentamente, lo

miró con suficiencia y dijo muy seria pero con cierto retintín:

-Y ¿dónde vamos a verlo? Al club de aquí, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, Scorpio. Eso es,

al Scorpio o al Palacio de Luxor…

Los ojos de Salvador estuvieron a punto de salirse de las órbitas. Hija de puta, pensó y

sin ser muy consciente de lo que hacía lo dijo, aunque con la voz muy baja.

-Te he oído- replicó Carmen.

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Entonces él fue consciente de que no había sido sólo un pensamiento, de que lo había

dicho en voz alta. Sonrió un poco avergonzado.

-Te aseguro que eso no ha sido un insulto. Ahora sí ha sido un piropo- dijo

remarcando el sí y la sonrisa.

Carmen estaba segura de que era así. Se dio cuenta de que la primera reacción de

Salvador había sido de admiración hacia ella en vez de rabia porque le hubiera estropeado el

juego y la sorpresa. Sabía que la expresión había sido un piropo y se sintió mejor que si le

hubiera alabado el aspecto y la elegancia durante una hora.

-Entonces ¿te doy las gracias?- dijo con cierto orgullo

-¿Por el piropo? No será necesario. Bueno, al palacio o al club, ¿qué opinas?

Carmen se encogió de hombros.

-Pues al palacio- exclamó Salvador.

Antes de llegar al destino que habían programado decidieron detener el coche tras el

árbol que los había cobijado en su primera visita y observar primero el ambiente, pero cuando

comenzaban a girar a al derecha para parar en el descampado, vieron como el Cabezapera

salía del edificio del Palacio y subía a un BMW negro que había aparcado al lado de la puerta.

Salvador rectificó la dirección y siguió sin detenerse alejándose de él. Carmen se volvió y

observó que el BMW tomaba el camino de Orense.

-No hará falta que lo sigamos. Seguro que va al club. Vamos allá directamente y ya

está. No tenemos que complicarnos la vida- dijo Salvador mientras buscaba un lugar para dar

la vuelta y desandar el camino.

Encontraron el BMW negro aparcado en la línea amarilla que había frente a la puerta

del club. Habían dejado su coche a unos cien metros y tuvieron que caminar hasta allí. La

puerta estaba cerrada y se detuvieron un instante. Carmen sentía tanta repulsión por aquel

individuo que casi se sentía excitada con la idea de que le pudieran extorsionar y hacérselo

pasar mal de algún modo. Le hubiera encantado acusar al Cabezapera formalmente del

asesinato, aunque estuviera segura de que él no había sido. No podía olvidar las miradas que

le había dirigido la mañana que lo había conocido en aquel mismo club, el modo en que la

miraba sopesando su valor como si fuera mercancía. También se le venía a la cabeza el gordo

conduciendo el coche cargado de chicas hacia el palacio de Luxor. Por eso se había vestido de

aquel modo. No sabía lo que Salvador había planeado exactamente, pero estaba segura de que

no sería nada agradable para el Cabezapera y la idea de mostrarse ante el proxeneta todo lo

bella y apetecible que sabía que era y a la vez completamente inalcanzable para él le resultaba

secretamente placentera.

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-El coche está a la puerta… supongo que estará dentro- dijo para calmar la excitación

que sentía-. Aunque la puerta parece cerrada.

Salvador miró hacia arriba. El cartel con el nombre del club Scorpio en rojo y negro

estaba ya encendido sobre la entrada.

-Mira la luz- dijo.

Bajó los tres peldaños que daban a la acera y caminó por el pasillo que conducía al

puerta y la empujó. La puerta cedió e hizo un gesto con la cabeza a Carmen para que lo

siguiera. El interior del club estaba casi completamente iluminado y olía a ambientador, había

desaparecido el repulsivo olor a alcohol, tabaco y sudor que recordaba de su primera visita.

Sentadas al lado de la barra charlaban cuatro chicas vestidas con ropas que delataban su

condición. Al otro lado de la barra un joven manipulaba las bebidas con un trasiego pausado

de botella a botella. El gordo que habían visto conducir los coches con las chicas de un lado a

otro dormitaba en uno de los asientos que se pegaban a la pared. Sonaba música de salsa. Al

verlos entrar una de las chicas se levantó y se dirigió hacia ellos con el índice levantado que

se movía de un lado a otro con el gesto de una evidente negación.

-Estamos cerrados- dijo con un inconfundible acento centro americano y sin dejar de

mover el dedo-. Abrimos dentro de un rato.

Salvador alzó su mano derecha y balanceó también su índice sincronizado con la

cabeza al tiempo que chasqueaba la lengua.

-No. Hoy estamos abiertos- dijo en un tono imperativo que no admitía ninguna duda-.

Llama al jefe.

El gordo pareció despertar al oír la voz de Salvador. Se incorporó y los observó

atentamente sin hacer ni decir nada. La chica miró sorprendida a Salvador sin saber que hacer

y se giró buscando alguna referencia en las compañeras, pero se encontró con el rostro del

Cabezapera que caminaba hacia ellos. El joven que trajinaba con las botellas los había

reconocido y había acudido al despacho del dueño que estaba al lado de la barra tras un cartel

que decía privado y el dueño, avisado por él, acudía a recibir a los policías. Vestía una

chaqueta anaranjada y parecía que el pelo cano estaba un poco más corto. Llevaba en su mano

izquierda un cigarrillo y lo llevó a la boca para dar una calada antes de decir:

-¡Cuánto honor! La policía en mi casa. Veo que les ha gustado mi club- levantó la

mirada y recorrió con ella el local abriendo a la vez ambos brazos como si lo quisiera abarcar

todo-. El Scorpio es mágico, el que viene siempre repite.

-No pudimos resistir la tentación- respondió Salvador con sarcasmo.

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-Y ¿a qué se debe la visita en esta ocasión?- el Cabezapera hablaba en voz alta, quería

que sus empleados lo oyeran bien y fueran testigos de cómo trataba a aquellos pobres policías.

Salvador notó que se sentía muy seguro de sí mismo. Tenía el convencimiento de que

el senador lo había aleccionado asegurándole que no había nada que temer, que todo estaba

bajo control, que un senador siempre será un senador.

-Es que te queremos mucho y no podemos vivir sin ti…-dijo.

-No me digan…

-Y como te queremos tanto nos hemos dedicado a hacer algunas averiguaciones sobre

tu vida y milagros.

-Entonces habrán averiguado que soy un ciudadano ejemplar y que estoy muy

ocupado. Así que si me lo permiten, voy a seguir con mis asuntos- Anselmo Alija señaló con

la mano hacia la puerta invitándoles a salir.

Salvador no se inmuto.

-No-dijo-. Lo que hemos averiguado es otra cosa. Lo sabemos todo sobre ti, todo-

Salvador acercó la cara a la de su interlocutor y recibió en la nariz un golpe de agua de

colonia con aroma a sándalo- ¿entiendes? Todo, de modo que lo mejor sería que pasásemos a

un sitio más cómodo donde poder mantener una larga conversación. Tenemos que hacerte una

oferta muy interesante.

El Cabezapera se apartó de él y dio una nueva calada al cigarrillo, luego miró a

Carmen de arriba a abajo y dijo:

-Yo sí que podría hacer una oferta realmente interesante.

Aunque el volumen de la música era bastante alto, el golpe del dorso de la mano de

Salvador sobre la cara del Anselmo Alija, alias el Cabezapera, se oyó en toda la sala. Salvador

no lo pensó siquiera una vez, no tuvo tiempo. Su mano fue más rápida que su pensamiento. La

forma en que lo dijo y el modo de mirarla hicieron que un resorte soltara la mano derecha

contra la cara. El Cabezapera estuvo a punto de caer hacia atrás al recibir el golpe y reculó un

paso para no hacerlo. Carmen aún estaba analizando lo que Anselmo Alija decía cuando vio la

mano de Salvador volando delante de ella y golpearlo. El hombre gordo se dirigió

pesadamente hacia ellos con gesto amenazante. Se movía lentamente y parecía respirar con

dificultad.

-Quieto ahí- gritó Salvador.

El gordo se detuvo un momento y miró a su jefe. El cabezapera tenía la mano sobre

labio que comenzaba a sangrar y lo miró ordenándole detenerse. Salvador se acercó a una de

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las mesas, tiró del mantel que la cubría haciendo que el cenicero cayese y se destrozase contra

el suelo y se lo entregó al Cabezapera.

-Toma- dijo-. Límpiate la sangre o vas a manchar la chaqueta.

Anselmo Alija tomó el mantel sin mirarlo y se lo llevó a la boca. Estaba un poco

doblado sobre sí mismo y había perdido toda la altivez con la que los había recibido. En

aquella postura y con la música de salsa sonando a todo volumen formaba una figura un poco

ridícula. Miró a Salvador a los ojos. El brillo del odio parecía encenderlos. Luego volvió la

mirada a Carmen. Ella lo observó con satisfacción. El corazón no le podía caminar más

rápido, la excitación brillaba en sus ojos y respiraba agitadamente con la boca entreabierta

levantando el pecho sudoroso una y otra vez a través del escote de la blusa. Era la imagen

femenina más excitante que hubiera pisado nunca el Scorpio, pero en aquel momento no había

nadie dispuesto a apreciarlo.

-¡Quita la puta música!- gritó el Cabezapera.

Como si el joven camarero hubiese tenido la mano sobre el interruptor, la música cesó

al instante.

-Ahora qué me dices, ¿pasamos a tu despacho o seguimos hablando aquí para que nos

oigan todos?- la voz de Salvador resonó en la sala ahora silenciosa como un camposanto en

invierno.

No hubo respuesta. Anselmo Alija comenzó a caminar hacia la puerta que lucía el

cartel de privado. Carmen y Salvador se miraron y lo siguieron en silencio. Al pasar delante

de la barra el camarero tendió al Cabezapera una servilleta en la que había envuelto un cubito

de hielo y éste se la aplicó inmediatamente dejando caer el mantel que usaba como compresa.

El despacho era grande y hacía también las veces de almacén. Tenía sólo una mesa y

dos asientos, una silla de madera frente a la mesa y un sillón de cuero negro tras ella. Había

más botellas y cajas vacías que papeles. Era evidente que no se usaba mucho. Antes de que

Anselmo Alija se sentara en el sillón de cuero negro, Salvador le indicó la silla de madera y él

se sentó sobre la mesa. Carmen prefirió permanecer en pie al lado de la puerta que ella misma

acababa de cerrar.

-Me las vais a pagar- clamó el Cabezapera separando el hielo del labio y mirando el

corrillo rosáceo que la sangre había dejado sobre la servilleta.

-No me digas- Salvador encendió un cigarrillo-. ¡Pobre imbécil! Me da la sensación de

que no tienes ni puta idea del lío en el que te has metido.

-No estoy en ningún lío. No he hecho nada ¡maldita sea!

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Salvador miró a Carmen antes de hablar. Estaba apoyada contra la puerta y miraba

fijamente a Anselmo Alija. En sus ojos brillaba una mezcla de odio y satisfacción. Al sentirse

observada volvió la cara, vio a su compañero y se le relajó el rostro. Se sonrieron con

complicidad.

-Mi compañera y yo tenemos una discusión y no logramos ponernos de acuerdo- dijo

Salvador y miró lo miró fijamente a los ojos-. Yo creo que eres un hijo de puta y ella, que es

muy buena, piensa que sólo eres completamente imbécil. Y como no hacíamos más que

discutir, hemos venido a que nos saques de dudas. ¿Entiendes? ¿No?- hizo un silencio- Ya

veo que no. Bueno, pues háblanos de Froilán Losantos…

Anselmo Alija inspiró profundamente y se retiró la piedra de hielo de la boca.

-¡Cómo queréis que os lo diga! Yo no tengo nada que ver en eso. ¡Yo no he hecho

nada!

Salvador dio una calada al cigarrillo y sonrió.

-Mira por donde te creo. Viéndote ahí con esa cara de imbécil tengo que darle la razón

a ella- levantó la vista y miró a Carmen-. Lo admito, compañera, has ganado. Él no ha matado

al periodista.

Carmen lo miró sorprendido sin saber qué estaba pasando, pero le siguió el juego.

-Ya te lo había dicho.

-¿Ves? Ya me lo había dicho. Es muy lista. Bueno, quedas detenido por el asesinato de

Froilán Losantos.

El Cabezapera se sujetaba la cara con la misma mano en la que tenía el hielo. Lo dejó

caer al suelo y levantó la vista sorprendido.

-¡Qué dices! ¡Pero si acabas de admitir que yo no lo he matado! Además era mi amigo

¡Por qué lo iba a matar! ¡Eres idiota o qué!

Salvador arrojó el cigarrillo al suelo con rabia, saltó de la mesa y se situó frente a él.

-Si me vuelves a llamar idiota te mato a hostias ¿lo has entendido?

Anselmo Alija lo miró asustado. El tono que había empleado era tan convincente que

no dejaba lugar a la duda. Salvador volvió hacia atrás y se sentó en la mesa nuevamente.

Como si no lo hubiera amenazado de muerte sólo un instante antes continuó con tono neutro.

-Que fuera tu amigo o que no tuvieras motivos para matarlo es algo que me importa un

carajo. Puede que seas inocente como dice mi compañera, pero el caso es que tenemos cientos

de pruebas que indican que eres el culpable- Salvador sonrió con suficiencia-. Por tener,

tenemos hasta un testigo…

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Carmen lo miró con sorpresa. Le parecía que estaba viviendo una escena irreal, que

aquello era un sueño y que ella no estaba allí. Estaba tremendamente nerviosa y comenzaba a

sudar más de lo que le hubiera gustado. Meditó un poco sobre lo que oía y le pareció que no

era muy acertado decir algo que luego no podría mantener. Si aquel hombre no se venía abajo,

se quedarían como estaban y harían además el ridículo. No le pareció buena idea hablar de un

testigo que no existía.

-¿Qué testigo? No puede haber ningún testigo porque yo no lo maté. Quien lo diga

miente.

-Que sí, hombre, que te creo. Tú no lo mataste- salvador se incorporó y se movió en la

mesa hasta el otro lado, más cerca de donde se sentaba Anselmo Alija. Dobló el cuerpo

apoyando las manos en las rodillas y se acercó a él-. Mira, eres un pringao, un autentico

pringao. Tanto que casi me das pena. Dime una cosa ¿Quién piensas que mató a Losantos?

El cabezapera se revolvió incómodo.

-¡No lo sé! Ya te he dicho que yo no fui y eso es lo único que me importa.

Salvador sonrió abiertamente y se acercó aún más a él.

-Claro, claro… y ¿no se te ha ocurrido pensar que a lo mejor si te importa? Que a lo

mejor quien lo mató fue tu amiguito el senador

El cuerpo del Cabezapera dio un respingo que no pasó desapercibido a Carmen.

-Lo sabemos todo sobre ti- dijo-. Ya te lo habíamos advertido. No vamos de farol.

Aún permanecía apoyada en la pared y acababa de comprender lo que su compañero

pretendía con todas aquellas mentiras.

-¿Lo has oído? Todo.

Quedaron los tres en silencio. Salvador altivo sobre la mesa y el dueño del club

abatido con la cabeza gacha. Carmen los miraba a los dos como si fuese una mera espectadora

de la escena, pero dando vueltas a la cabeza sin cesar.

-¿Por qué lo iba a matar el senador?- preguntó al fin el Cabezapera rompiendo el

silencio.

-Eres más tonto de lo que pensaba- dijo Carmen para sorpresa de los dos que casi

habían olvidado que estaba con ellos-. ¿Y tú querías hacerme una oferta interesante a mí? Lo

único interesante en ti es tu capacidad para la estupidez. Mira, te voy a dar una idea que sí es

muy interesante. Un senador muy listo engaña a dos idiotas para hacer un gran negocio, luego

mata a uno, lo arregla todo para que el otro parezca culpable y se queda con todo el negocio.

¿A que no sabes quien está comprando a precio de saldo la parte de Losantos a la

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desconsolada viuda? ¿Te parece bastante interesante? Seguro que cuando te condenen

también te hará una buena oferta a ti.

El Cabezapera la miró como si en aquel momento le hubiesen revelado todas las

verdades del universo y las hubiese comprendido todas en un instante. No dijo nada, pero su

silencio fue más expresivo que cualquier palabra.

Salvador miró a su compañera sonriente y satisfecho, se levantó de la mesa y caminó

muy despacio alrededor del Cabezapera, puso las manos en el respaldo de la silla de madera,

acercó su cara a la del otro y dijo:

-¿Ves como estás metido en un lío?

No hubo respuesta. No había más que mirarlo para apreciar que estaba completamente

abatido. Carmen se dio perfecta cuenta.

-Así las cosas, nos quedan dos soluciones- dijo-. Una es que te acusamos formalmente

con las pruebas que tenemos.

-Y esa solución no nos gusta nada- intervino Salvador que había vuelto a ocupar su

sitio en la mesa-. Es mejor que nos digas lo que necesitamos para detener al verdadero

culpable. Pero que te quede bien claro que nosotros sin culpable no nos quedamos. Sea el que

sea. Si eres tú, mala suerte.

El Cabezapera asintió sin decir nada. Salvador encendió un nuevo cigarrillo y le

ofreció la cajetilla que aceptó silencioso. Luego le pasó el encendedor.

-Sabemos que el negocio está en los terrenos de la fundación…- comenzó a decir

Carmen mientras los dos hombres fumaban. Luego disparó con una suposición-. Iban a

recalificar los terrenos como edificables, levantando lo de la obligatoriedad de la zona

verde…

-Sí- la voz de Anselmo Alija sonó muy bajo.

-¿Desde cuando?- preguntó Carmen-. Quiero decir que cuándo hicisteis los planes

para recalificar la finca de la fundición.

-Desde lo del informe del campo de fútbol- el Cabezapera hablaba con voz apagada y

monótona.

Carmen y Salvador se miraron intrigados.

-¿Qué informe?

Anselmo Alija levantó la cabeza pensando que había dicho algo que no debía. Si no

sabían lo del informe del estadio, a lo mejor no sabían tanto como presumían.

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-No te estamos engañando- dijo Carmen antes de que el Cabezapera tuviera tiempo

para meditar-. Lo sabemos todo. Sólo nos faltan algunos detalles. Y más te vale que nos los

cuentes tú, por que si no….

Cayó un momento antes de responder. Parecía meditar sobre las palabras de Carmen.

-Hay un informe que dice que el estadio está en ruinas…

-…Y hay que derribarlo- continuó la frase Salvador-. Con lo que ya tenemos la zona

verde que hacía falta…

Anselmo Alija asintió.

-Me queda una última duda- dijo Carmen-. ¿Por qué tanto interés por el polígono sur?

El Cabezapera levantó la vista y la clavó en ella. No podía comprender cómo aquella

mujer lo había podido joder así. Ella lo notó en la mirada y se sintió tremendamente

satisfecha.

-No me has contestado- volvió a decir.

-Tenían que hacer el centro comercial en el polígono- respondió al fin-. Si no habría

que hacerlo en el terreno del estadio.

De pronto todo adquirió sentido. Era una encadenación de sucesos lógicos que

acababan en una trama urbanística, pero sin ninguna relación con la muerte de Froilán

Losantos. Carmen ya no necesitaba más. Caminó hasta colocarse de espaldas al Cabezapera e

hizo un gesto con la cabeza para indicar que podían irse. Salvador la miró muy serio y levantó

una mano para indicar que aún no habían acabado. Carmen alzó los hombros y arqueó las

cejas. Parecía decir: ya lo sabemos todo, qué más quieres. Salvador sonrió y volvió a levantar

la mano.

-Muy bien, Cabezapera- dijo son socarronería-. Te has portado muy bien. Ahora me

das las fotos y nos vamos.

-¿Qué fotos?

Carmen lo miró como si ella también se lo quisiera preguntar ¿De qué fotos estaba

hablando?

-Las fotos del senador, Cabezapera. O es que me vas a decir que montas un montón de

fiestecitas con el senador y tus putillas y no le haces ni una foto comprometedora. Mira, aquí

el tonto no soy yo. Quedamos en que eras tú.

Anselmo Alija estalló:

-¡Dejadme en paz ya! No tengo ninguna foto

Carmen sorprendida nuevamente volvió al lugar que ocupaba al lado de la puerta. Que

el Cabezapera tuviese fotos comprometedoras para el senador era algo muy lógico, aunque

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estaba segura de que nunca se le habría ocurrido. Salvador se levantó de la mesa en la que se

sentaba y se le acercó.

-Vale- dijo-. Entonces si no tienes fotos, te quedas tú con las fotos que no tienes e

intentas hacer chantaje a tu amigo el senador para que reconozca que fue él quien mató a

Losantos y no tú. Aunque no sé por qué, pero me parece que va a preferir pasar por putero que

por asesino- se volvió a Carmen-. Haz los honores. Detenlo tú.

El cabezapera se levantó de la silla y colocó las manos como si fueran un parachoques.

Permaneció un momento en esa postura. Salvador sabía que había decidido entregar las

fotografías y que se estaba autoconvenciendo.

-No hace falta que me entregues todas. No soy ningún egoísta. Puedes quedarte los

originales y todas las copias que quieras para tu álbum personal o para enmarcarlas. A mí eso

no me importa-. El Cabezapera parecía continuar pensándolo. Quedaron en silencio un buen

rato-. Se acabó el tiempo- exclamó al fin Salvador.

Carmen hizo ademán de comenzar a moverse.

-Vale, vale- el Cabezapera se levantó, rodeo la mesa y abrió un cajón del que extrajo

un CD. Se acercó a Salvador y se lo entregó.

-Hoy te has comportado inteligentemente- dijo éste al tiempo que guardaba en CD en

el bolsillo de la cazadora y pensaba que en realidad se había comportado exactamente como el

estúpido que le habían contado que era.

Cuando salieron del despacho en el local sonaba nuevamente la música y la

iluminación era la tenue de las bombillas rojas. El gordo esperaba acodado en la barra al lado

de la puerta del despacho. Los miró con recelo.

-No te preocupes- dijo Salvador-. No le hemos hecho nada a tú jefe, ha sido una

conversación de lo más amistosa.

La calle los recibió con una brisa fresca. El sol ya comenzaba a ponerse y la tarde que

habían sido agradable se volvía fría. En el cielo azul oscuro se dibujaban algunas nubes

negras y ya las farolas comenzaban a iluminar las calles. A carmen se le había pegado el

sudor de la tensión y la excitación en la ropa y se quedó helada en el trayecto desde el club al

coche. Temblaba cuando se sentó junto a Salvador. Él la miró tiritar y dijo:

-Eso te pasa por vestirte como te vistes- sonrió-. Anda, te llevo a casa que si no

mañana te veo con neumonía.

-Y las fotos…

-¿Tienes ordenador?

-No

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-Yo tampoco. Bueno, eso lo arreglaremos mañana. Ahora nos toca reflexionar.

Circularon por la ciudad sin dirigirse la palabra. Cuando detuvo el coche frente al

portal de Carmen dijo antes de despedirse:

-Mañana no desayunes antes de ir a trabajar. Nos vemos en la comisaría y

desayunamos juntos.

-¿Y eso?

-Mañana hablamos.

Carmen había dejado de temblar y se bajó lentamente del coche. Su esplendida figura

se dibujó a la tenue luz de las farolas y Salvador permaneció mirándola como un tonto hasta

que despareció en el portal.

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29

Salvador la esperaba con una mezcla en el rostro de impaciencia y aburrimiento.

Cuando la vio entrar, no le dejó que se quitase la gabardina que vestía, se incorporó, tomó un

maletín que había depositado al lado de la mesa y se dirigió directamente hacia ella.

-Vamos- dijo antes de saludarla.

Ella lo miró sorprendida al ver que no la esperaba fumando. Había dormido mal y

tarde y la mañana le había sorprendido con el sueño aún pegado al cuerpo. Ahora llegaba a la

comisaría un poco más tarde de lo que le hubiera gustado. Habría ido a trabajar sin desayunar

aunque no hubiese quedado para hacerlo con Salvador. El tiempo se le había echado encima y

tras levantarse de la cama no se demoró más que lo justo para ducharse y vestirse

apresuradamente.

-Buenos días ¿no?- dijo sorprendida al ver a su compañero con un maletín de ejecutivo

en la mano y tan apresurado.

-Buenos días- respondió él dejando el maletín en el suelo y poniéndose el chaquetón

que tenía en el perchero-. Vamos.

Al salir se cruzaron con Fernando Andrés que miró sin disimulo el maletín que llevaba

Salvador. Éste se detuvo un momento, lo alzó y señalándolo dijo:

-Es por la declaración de hacienda. Me toca hacer el segundo pago aplazado y lo llevo

en metálico.

Fernando Andrés volvió la cabeza y caminó hacia la oficina sin responder.

En la calle lloviznaba levemente. Se habían acabado los días de mañanas neblinosas y

frías y tardes soleadas y templadas y comenzaban los días oscuros de lluvia. En un gesto

automático, Carmen se detuvo a subir el cuello de la gabardina.

-Venga- la apresuró Salvador sin detenerse.

Ella aceleró el paso hasta alcanzarlo.

-¿A que se debe tanta prisa?- preguntó cuando estuvo a su altura- ¿Qué tenemos que

hacer que sea tan urgente?

-Lo más importante de la mañana ¿Sabes qué es?

Ella negó con la cabeza

-Ni idea.

-¿Sabes qué es lo más importante que hago cada mañana?- volvió a preguntar Salvador

y sin esperar respuesta continuó hablando-. Lo más importante que hago es tomar un café,

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comer algo y luego fumar un cigarrillo, el primero, el más importante del día y esta mañana

aún no he probado bocado y no he podido fumar. No puedo fumar hasta que tomo café. Así

que estoy sin fumar desde que me he levantado.

-Es una razón muy convincente. Puedo caminar más rápido si lo precisas- dijo ella

muy seria.

-No será necesario. Mantengo un autocontrol total sobre mis pulsiones- respondió él

más serio aún.

-De todos modos, hay una cosa que no comprendo. Si es tan importante ese cigarrillo

¿por qué hemos quedado para desayunar? Nos lo podíamos haber ahorrado.

-El deber, amiga. Tenemos que hablar largo y tendido lejos de Fernando Andrés.

Al entrar en la cafetería Nevada en vez de dirigirse a la barra como hacía

habitualmente, Salvador se detuvo a observar la sala y luego caminó hacia una mesa situada

discretamente al lado de la pared al fondo de la cafetería.

-¿Por qué aquí?- preguntó Carmen al sentarse.

-Lugo te lo explico ¿Café y churros?

Lo miró intrigado.

-Café y churros- asintió.

Cuando con la taza aún mediada, Salvador encendió un cigarrillo y exhaló el humo

con gesto placentero, Carmen lo miró divertida.

-Viéndote así dan ganas de empezar a fumar.

-Ni lo intentes. Yo lo dejé un par de semanas y es horrible al empezar. Te da la tos, te

rasca en la garganta y hasta te mareas.

-¡Cualquiera lo diría!

-Como te lo cuento. Pero bueno, vamos a dejar eso y vamos a lo nuestro ¿Qué piensas

de lo de ayer?

Esa sí que era una pregunta difícil de responder. La tarde anterior al llegar a casa lo

primero que había hecho había sido darse un largo y relajante baño que se llevó de su piel el

sudor, los nervios y el miedo y luego, relajada y limpia y con el amoroso tacto del pijama en

la piel, le dio vueltas y vueltas en la cabeza al maquiavélico plan del senador y sus amigos.

-Pienso que… Vamos a ver- respondió-. Hay dos cosas que no entiendo. Una es por

qué el senador y Losantos se asociaron con un tipo como el Cabezapera.

-Porque son los tres de la misma calaña. Bueno, eran. Losantos ha cambiado de

división. No se puede fiar uno de las apariencias. Estar en el lado de los buenos no te

convierte en bueno ni te convierte en malo estar en el lado de los malos. Se es lo que se es y

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punto. Mira, el senador luchado por el orden y las normas y el Cabezapera saltándoselas todo

lo que puede, pero sólo en apariencia, en realidad cumple todas las reglas del senador, pero las

auténticas, las que cumple también el propio senador: hazte rico como puedas y luego…

pero, bueno, esa es otra historia ¿cuál es la otra cosa que no comprendes?

Carmen lo miró muy seria. Parecía meditar lo que Salvador acababa de decir.

-No entiendo por qué mataron a Losantos. Bueno, si la muerte de Losantos tiene algo

que ver con todo este asunto…

-Tiene que tener relación. Yo no creo que existan las casualidades- afirmó Salvador.

-Vale, pero por qué lo mataron.

-¡Vete tú a saber lo que ocurriría entre ellos! A lo mejor discutieron por dinero o se fue

de la lengua o yo qué sé. El caso es que lo mataron.

-Y no tenemos ni una sola pista de quien ha sido. Lo único que tenemos es una trama

de especulación urbanística.

Salvador dio la última calada al cigarrillo y lo apagó aplastándolo contra el cenicero.

-Me tomaría otro café- dijo-. ¿Quieres?

Después de que ella negase con la cabeza, levantó la mano señalando la taza vacía y

haciendo un gesto al camarero que atendía la barra. El joven asintió y se volvió hacia la

cafetera.

-Es trabajo que se han tomado- dijo Carmen- para llevarse el centro comercial fuera de

la ciudad y poder destinar el campo de fútbol a espacio verde. ¿Va mucha gente al fútbol los

domingos?

Salvador torció la boca.

-No-dijo-. No demasiada. No se puede decir que la situación del equipo sea muy

boyante. Pero va la suficiente como para que se hubiera liado una muy gorda.

-¿Te imaginas que se hubiera hundido una grada? Si hay un informe que dice que

estaba en situación de ruina, podía haber ocurrido cualquier día. Habría sido tremendo.

-Si el informe es cierto, sí. Y supongo que lo será. He estado pensando y se me ha

ocurrido que quien firmó el informe a lo mejor se llama Eduardo Aceves ¿te suena el nombre?

Eduardo Aceves. Claro que le sonaba, era uno de los propietarios de la fundición.

-Claro. ¿Lo firma él?

-No lo sé, pero lo podría firmar. Por lo menos es arquitecto. De eso sí me he enterado.

-Hijos de puta- exclamó Carmen.

-De todos modos es un riesgo calculado. Especulas, no vas al fútbol y te conformas

con la televisión.

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-Está muy bien. Arriesgas la vida de los demás y te forras tú.

-Tan viejo como el mundo, ya lo ves- dijo Salvador-. Lo tenían todo pensado. Era un

plan perfecto, pero cometieron un gran error. No tenían que haber matado a Losantos.

Carmen negó con la cabeza.

-En realidad no han cometido ningún error- dijo-. Si acaso, lo cometió Losantos por

hacerse o dejarse matar. Sobre el culpable no tenemos ni una pista y sobre la trama urbanística

no podemos hacer nada…

Ahora quien movió la cabeza negativamente fue Salvador. Iba a decir algo, pero el

camarero se acercó a servir el café y calló. Volcó el azúcar en la taza y removió lentamente.

Luego dejó la cucharilla sobre el plato, dio el primer sorbo y dijo:

-Está caliente. Siéntate a mi lado que esto puede ser divertido.

Se agachó, tomó el maletín que había llevado con él y lo depositó sobre la mesa. Dio

nuevo sorbo al café y extrajo un ordenador portátil del maletín.

-¿Te acuerdas del disco que nos dio ayer el Cabezapera? Seguro que tiene fotos muy

interesantes.

Estaban sentados frente a frente. Carmen se levantó rápidamente y se sentó a su lado.

Lo que vieron en el ordenador no era lo más escandaloso del mundo, pero alcanzaba el nivel

suficiente como para que la ciudad no nombrara nunca al senador Zurcidó hijo predilecto.

Anselmo Alija no se había quedado corto con la cámara. Eran unas cincuenta fotos, alguna de

ellas de muy mala calidad, en las que se veía al senador y a Losantos con un par de individuos

a quienes no conocían y un montón de mujeres. Entre todas las fotos no había lencería

suficiente para vestir tres maniquís.

-¿Ves?- dijo Salvador después de haber visto un montón de fotografías-, esto es

deporte y no lo del fútbol.

-Cierra eso- respondió Carmen muy seria-. Ya hemos visto bastante.

Él la miró y plegó el portátil. Notó que en su cara se reflejaba el disgusto. Luego hubo

un largo silencio que rompió ella.

-Y ahora ¿qué hacemos?

-Lo primero que tenemos que hacer es una copia y luego… bueno, luego ya veremos.

Dejaron la cafetería Nevada, compraron un CD virgen y volvieron a la cafetería a

tomar otro café y realizar la copia.

-Bueno, estamos como al principio- dijo Carmen una vez que tuvieron las dos copias

de las fotos-. Y ahora ¿qué hacemos?

Salvador calló, encendió un cigarrillo y la miró con gesto pensativo.

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-¿Sabes lo que me pide el cuerpo? Regalarle uno de estos al senador- dijo señalando a

los CDs, pero no sé si… - hizo un gesto dubitativo- no sé se me atrevería, para que me

entiendas.

-¿Te imaginas que se hubiera caído una grada?- preguntó Carmen.

En el despacho del senador los recibió la misma eficiente secretaria que los había

recibido en su primera visita.

-Si no han concertado una cita no sé si el senador podrá recibirles. Está muy ocupado-

dijo.

-Estoy seguro de que encontrará un hueco- replicó Salvador que estaba casi seguro que

el Cabezapera se había puesto en contacto ya con él.

La secretaria telefoneó y Carmen y Salvador esperaron observando en silencio las

gotas de lluvia estrellarse contra la amplia cristalera. Ninguno de los dos estaba seguro de que

no estuvieran anudándose una cuerda alrededor del cuello.

-Pueden pasar- la secretaria los llamó tras colgar el teléfono.

El senador los recibió con gesto sonriente y afable. Vestía un traje azul eléctrico y olía

a la misma agua de colonia que Anselmo Alija. Salvador lo miró fijamente intentando

adivinar si el Cabezapera le había contado algo, pero no llegó a ninguna conclusión definitiva.

-Inspector… Montaña, creo recordar-dijo Zurcidó tendiendo la mano.

-Subinspector Montaña.

-Ah, sí. Subinspector Montaña y la agente…

-Martínez- dijo Carmen y tendió la mano lánguida y un poco temblorosa para que se la

estrechara con fuerza.

El senador bordeó la mesa y se dejó caer sobre la butaca arrellanándose un poco para

mostrar seguridad en sí mismo. Guardó un momento de silencio y lo dedicó a exhibir que

controlaba perfectamente la situación.

-Supongo que en esta ocasión no habrán venido a acusarme de ningún asesinato- dijo

al fin adelantando el cuerpo y apoyando los codos sobre la mesa.

Respondió Salvador.

-No. Realmente hemos venido a decirle que mi compañera y yo hemos resuelto el caso

de la muerte de Froilán Losantos y nos imaginamos que usted querría saber a qué

conclusiones hemos llegado.

Zurcidó inspiró profundamente como si sintiera un gran alivio.

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-Esa es una gran noticia. Su jefe, el comisario Pombal tenía un empeño especial en que

fueran ustedes los que llevaran el caso, y, se lo voy a decir, contra mi opinión, pero ya veo

que no le faltaba razón. ¿Han detenido ya al culpable?

-No señor- respondió Salvador secamente.

-Ha huido.

-Tampoco. Simplemente no tenemos ni idea de quien pudo haber matado a Losantos.

El senador que se había relajado volvió a tensarse levemente. Los miró despistado sin

saber qué decir. Tenía la sensación de que le estaban tomando el pelo.

-Quiere decir que cierran el caso sin resolverlo.

-No, señor- Salvador lo miró directamente a los ojos-. Lo que quiero decir es que no

tenemos ni idea de quien lo ha matado y que además no nos importa nada quien haya podido

ser.

Zurcidó se incorporó bruscamente.

-¡Cómo se atreven!- exclamo-. Hagan el favor de abandonar mi despacho

inmediatamente- señaló con el dedo-. Subinspector está cometiendo un gran error y pagará

por ello.

Salvador no se movió. Con su mano izquierda sujetó el brazo derecho de Carmen que

se sentaba a su lado para que tampoco se moviese. Sintió la presión del cuerpo que pujaba por

levantarse. Luego la presión cedió, pero notó que el brazo seguía tenso. Miró la mano y la vio

crispada y exangüe. Exactamente igual que la suya propia.

-Ayer hicimos una visita de cortesía a un amigo suyo, uno que llaman Cabezapera-

dijo mirando el gesto iracundo de Zurcidó.

El senador cambió el gesto. Moviéndose muy despacio se sentó nuevamente en la

butaca.

-Veo que sabe a quien nos referimos- afirmó Salvador-. Aunque probablemente lo

conozca mejor como Anselmo Alija. O Selmo. Entre amigos íntimos, ya se sabe.

-¿Qué es lo que quieren?

Ninguno de los dos respondió. Salvador soltó el brazo de Carmen que aún sujetaba

con fuerza y se incorporó un poco. Ella notó el frescor que dejaba la humedad del sudor

cuando él separó la mano. El senador se revolvió incómodo en su asiento. Aquel silencio no le

gustaba.

-Yo no he tenido nada que ver con la muerte de Losantos, si es eso lo que piensan.

-Ya le he dicho antes que ni sabemos ni nos importa quien lo mató. No hemos venido

por eso.

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Zurcidó estaba tan asustado que había perdido completamente el control de la

situación. Resultaba evidente que nunca había imaginado que lo pudiesen relacionar nunca

con Anselmo Alija. Eso era algo de su vida B. algo que nunca debería haber salido a la luz.

-¿Entonces…?- preguntó.

-Entonces lo sabemos todo. Lo del polígono sur, lo del estado ruinoso del campo de

fútbol, lo del solar de la fundición. Todo.

Así que era eso, pensó Zurcidó. La única copia del informe sobre el estado del campo

estaba en su poder, de modo que poco había que pudieran tener en su contra. Y Eduardo

Aceves comía en su mano. Nunca se iría de la lengua. Lo demás era política. Sólo política. Se

echó hacia atrás relajado.

-No sé lo que se creen que saben, pero todo eso que han nombrado son cosas de

dominio público y en modo alguno ilegales. Salvo lo del estado ruinoso del campo de fútbol

que es totalmente falso. Ya les digo, lo demás es todo legal.

-O inmoral- dijo Carmen-. Como llenar de espectadores una grada que se puede caer

en cualquier momento.

-Está diciendo tonterías. No sé de qué me habla, ya se lo he dicho- aseveró Zurcidó

con seguridad.

-Por eso no se preocupe. Mañana mismo se enterará por los periódicos. Pero por

respeto a su posición, le voy a entregar un adelanto de unos datos que nos ha dado ese amigo

suyo del que hablamos- replicó Salvador al tiempo que le ofrecía el CD con las fotos-. Sabe a

qué amigo me refiero ¿no?

El senador tomó el CD con gesto sorprendido y lo miró comprendiendo que fuera lo

fuera lo que contuviese era algo que le comprometía.

-Puede verlo ahora mismo- dijo Carmen.

-Sí. Por nosotros no se preocupe. No tenemos prisa.

El rostro de Zurcidó se transfiguró mientras miraba la pantalla. Comenzó a sudar

profusamente y la calva se le llenó de gotitas que brillaban y comenzaban a deslizarse hacia la

cara congestionada. Apartó la vista de la pantalla y miró a Salvador. Él le devolvió a mirada

con una sonrisa sarcástica y dijo:

-Por favor, no diga que es un montaje. Me decepcionaría.

-Hijo de puta- dijo el senador con rabia.

-Pero qué se creía, que iba a jugar con una víbora sin que le mordiera. Morder es la

condición de la víbora ¿no lo sabía?

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El sudor empapaba ya la camisa del senador. Con un movimiento violento se aflojó en

nudo de la corbata.

-¿Qué quieren?- preguntó con ira.

Antes de responder Salvador miró a Carmen. Parecía pedir permiso para hablar. Ella

se lo dio con un leve movimiento de la cabeza.

-Poca cosa- dijo al fin-. La paralización del proyecto del polígono, que el informe del

campo de fútbol se haga público y, por supuesto, su dimisión

-Se ha vuelto loco- Zurcidó no se daba por vencido.

-¿Sí? Yo creo que no. El que está loco es usted si se cree que sus conciudadanos van a

apreciar esas fotos en los carteles de la próxima campaña electoral.

No respondió. Los miró en silencio durante un buen rato intentando comprender cómo

había llegado a aquella situación. Estaba acabado y no había nada que hacer.

-Anselmo tiene más copias.

-Supongo- asintió Salvador.

-Y todo lo esto es por la muerte de Losantos. Les juro que yo no he tenido nada que

ver con esa muerte.

-No lo dudo- dijo Salvador.

La calle los recibió con un tímido rayo de sol que se colaba por un hueco entre las

nubes. Había dejado de llover, pero aún soplaba el viento y hacía frío.

-Ahora sí me tomaría una cervecita- dijo Carmen que estaba exultante de felicidad.

Hacía tanto tiempo que no se sentía así que ya casi había olvidado la sensación de plenitud

que tenía en el pecho.

-Un agua mineral. Sin gas- replicó Salvador.

-Vale. Sin gas- admitió y calló un momento. Estaba tan feliz que tenía la necesidad de

decírselo a alguien-. ¿Sabes cómo me siento?- era una pregunta retórica. No esperó

respuesta-. ¿Te acuerdas de cuando te dije que me sentía como una de esos barcos

embarrancados en el mar de Aral?- continuó- Pues hoy me siento como si el mar se hubiese

vuelto a llenar de agua y mi barco pudiese volver a navegar- luego hizo un breve silencio-.

Sólo me queda un resquemor- sonrió- ¿No te gustaría saber quien mató a Froilán Losantos?

Salvador la miró a los ojos. Le brillaban de un modo especial y mantenía la sonrisa en

la boca.

-¿La verdad? Me importa un carajo.

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30

Antonio Mata bajó del autobús y se mezcló con la marea de funcionarios vestidos con

camisa azul y pantalón gris que acudían a iniciar la jornada laboral en el centro penitenciario

y fue respondiendo tímidamente a los saludos de algunos de sus compañeros. Dos de ellos lo

saludaron con un fuerte golpe en la espalda simulando una confianza que no existía y un

tercero le pasó la mano por el hombro al tiempo que le decía:

-Antoñito, estírate, hombre que ya es viernes.

A aquella misma hora, Salvador Montaña despertaba por el zumbido molesto del

despertador. Le dolía la cabeza y tenía la boca pastosa y la sensación de que la noche anterior

había bebido y fumado más de la cuenta, aunque no más de lo habitual. Se incorporó muy

despacio y hundió la cabeza entre las manos. Así esperó un buen rato hasta que consiguió

reunir fuerzas para incorporarse. Cuando se puso en pie, el dolor de cabeza se acentuó.

Caminó como un zombi hasta el cuarto de baño y cuando estuvo frente al espejo tosió. Aquel

primer espasmo desencadenó un ataque de tos que acabó en un vómito de moco y bilis.

Cuando al fin pudo incorporarse y ver al hombre que había al otro lado del espejo, no lo

reconoció, pero sintió por él un desprecio infinito. Para no liarse a golpes con aquel hombre

apartó la mirada del espejo, se mojó la cara y limpió los restos de bilis que habían quedado en

el lavabo. Quince minutos más tarde, después de una larga ducha y con el rostro afeitado, el

hombre que lo miraba a través del espejo continuaba siendo un completo desconocido. Y

continuaba despreciándolo de igual modo.

-¿Cómo has llegado hasta aquí?- se preguntó en voz alta sin hallar ninguna respuesta

que le satisficiera.

Era una mañana de finales de verano y aquella hora era la única fresca y agradable del

día. Carlos Arias, el subdirector del centro penitenciario, recibió con gesto risueño el saludo

circunspecto de Antonio Mata. Se fijó que él y Antonio eran los únicos que vestían chaqueta.

Él, la chaqueta de lino del traje para mantener las formas; Antonio, una de algodón para no

enfriarse.

-Buenos días, Don Carlos.

-Buenos días, Antonio ¿Qué tal estás?

-Regular. Llevo unos días con un poco malo. Es por el aire acondicionado. Con tanto

cambio de temperatura.

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Carmen Martínez viajaba aquella misma hora un tanto adormilada en el vagón del

metro rumbo a la comisaría. Aun llevaba en la boca el sabor del último beso que Ángel

López había depositado en sus labios y en los ojos el brillo de la alegría. Mientras el vagón

traqueteaba entre estación y estación pensaba en cómo pasar el fin de semana con Ángel sin

quedarse en Madrid en unos días tan calurosos. Lo mejor sería no salir de casa. ¿Para qué

querían nada ni a nadie? En casa se tan estaba bien a su lado.

Cuando tragó el primer bocado del churro que masticaba acodado sobre el mostrador

de la cafetería Luna, Salvador sintió un dolor agudo en la boca del estómago. Dejó a un lado

el churro y tomó un sorbo de café buscando alivio, pero el café le quemó las entrañas. Inspiró

profundamente con gesto de dolor y encendió un cigarrillo que le rascó en la garganta y le

provocó un nuevo acceso de tos. Te estás matando, chaval, pensó y no se prometió dejar de

beber porque no quería mentirse a sí mismo una vez más. Aquel día a aquella hora, Salvador

Montaña no sabía que no faltaba mucho tiempo para que tomara la última gota de alcohol y

que sin hacerse ninguna promesa, se convertiría en un sobrio permanente.

Después de salir de la estación de metro Carmen caminó lentamente, saboreando la

mañana, hasta la comisaría. Seguro que Ángel quería ir a alguna parte. Bueno, pues irían. Qué

más le daba donde estuvieran si estaba con él. Lo mejor sería que quedaran con Marta para ir

a la sierra. Sí, eso sería lo mejor. Aquel día a aquella hora, Carmen Martínez no sabía que no

faltaba mucho para que tuviera que dejar a Ángel y marcharse a otra ciudad y Ángel López,

su Ángel, aprovechando su ausencia, explorase los misterios que su amiga Marta ocultaba.

Aquel día Froilán Losantos despertó temprano. No había dormido bien por culpa de

Julián, el Senador Julián Zurcidó. Lo había llamado par encargarle un artículo sobre Trebejo

Castaño, el presidente de la diputación, compañero de partido, antiguo amigo del senador y

ahora enemigo feroz. Pasó toda la noche dando vueltas a la idea primera que se le había

ocurrido y el sueño fue agitado. Se volvió y pensó que era mejor que durmiese aún algo. La

jornada sería larga y dura. Aquel día a aquella hora, Froilán Losantos no sabía que apenas le

quedaban un par de meses de vida, que casi en aquel mismo instante una bala comenzaba a

caminar buscando su entrecejo.

Antonio Mata recogió como cada mañana los encargos del día y pesadamente, con la

cerviz doblada, se encaminó a la puerta de acceso al interior de la prisión. La funcionaria que

controlaba el acceso lo llamó por el nombre y señaló hacia el despacho de Carlos Arias.

-Antonio, Sube- dijo éste que lo miraba desde lo alto de la escalera.

-Ahora mismo, Don Carlos.

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Pese a la cerviz doblada y la barriga prominente se apresuró para no hacer esperara al

subdirector. Cuando llegó a su despacho estaba un poco fatigado.

-En la junta de ayer se aprobó el permiso de Domingo, tu ayudante. Cuatro días. Como

le tienes tanto cariño me imaginé que querrías decírselo personalmente.

-Gracias, Don Carlos- respondió Antonio.

Domingo López, alias el Carpanta, llevaba preso en el centro penitenciario dos años y

seis meses. Desde hacía ya más de dos años ganaba un sueldo mensual como miembro del

equipo de mantenimiento, escaso sueldo, pero sueldo al fin y al cabo. Era la primera vez en su

vida que tenía dinero para gastar, comida para llenar el estómago y un techo donde cobijarse.

Todo ello sin que tuviera que forzar una puerta y acomodarse en un chalet vacío. La prisión

había sido un mal lugar al principio, duro y siniestro, pero luego, y sobre todo gracias a Don

Antonio, había encontrado su lugar en el mundo. Don Antonio había sido la primera persona

que lo había tratado como a un ser humano. Le había dado trabajo y responsabilidad. El

trabajo le gustaba, pero por encima de todo lo que de verdad le gustaba era ser responsable de

algo. Sin embargo, lo realmente importante había sido que don Antonio le había hablado

como si no fuese un preso. Nunca olvidaría la mañana que le había contado que vivía solo

porque estaba divorciado ni el dolor y la tristeza que había en sus palabras.

-Domingo, amigo- le había dicho tras una larga conversación-. Tienes que buscar una

buena mujer y luego cuidarla. No permitas que se vaya de tu lado como hice yo.

Aquella mañana de finales de verano, como todas las demás, fuera agosto o enero,

sábado, lunes o domingo, el Carpanta se vistió con la bata azul de encargado de material. La

bata era el distintivo que lo señalaba como un individuo útil que tenía un quehacer en la vida,

por eso la llevaba la mayor parte del día, fuese necesario o no. Desde que trabajaba al lado de

Don Antonio había aprendido lo importante que eran la limpieza y el orden, así que se aseó

pulcramente y con la cara limpia, el pelo aplastado con gomina y recién afeitado esperó a que

el funcionario abriese la celda para bajar al comedor a desayunar. Estaba impaciente por

comenzar la jornada. Le gustaba ordenar las herramientas, revisar las defectuosas, hacer,

aunque con caligrafía torpe, las anotaciones pertinentes y charlar con don Antonio. Sobre

todo, charlar con don Antonio, el hombre más bueno del mundo. ¡Lastima que sólo fuese

encargado de mantenimiento! Si don Antonio quisiese sería director por lo menos ¡Sabía

tantas cosas! No había nada de la cárcel ni de leyes que se le escapase. Estaba seguro de que

gracias a él le darían el permiso que había solicitado. Don Antonio había hablado hasta con el

director para recomendar el permiso. Y si se lo daban, él sabría agradecérselo.

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Page 227: media0.webgarden.esmedia0.webgarden.es/files/media0:4dca9a8fca542.doc.upl... · Web viewEl mar de Aral. I. Miró a la víctima sin pasión, como hace el tirador olímpico con el blanco

Cuando Domingo López, alias el Carpanta, llegó al almacén de mantenimiento ya

Antonio Mata había puesto al día los partes de averías, había dispuesto el programa que

seguirían aquel día los operarios y leía cuidadosamente el periódico. Domingo lo saludó con

el respeto que se merecía.

-Tengo muy buenas noticias para ti- respondió Antonio Mata al saludo.

-¿Qué buenas noticias, don Antonio?

-He hablado con don Carlos, el subdirector y me ha dicho que en la junta de ayer tu

permiso ha salido favorable.

Domingo lo miró emocionado. No lo podía creer. Podría salir a la calle, comer en un

restaurante y pagar la cuenta y no preocuparse de dónde dormiría porque podría alojarse en un

hotel como cualquiera y no tener que huir de nadie.

-Gracias, don Antonio. Sé que usted me ha ayudado mucho. No le defraudaré.

-Bueno, vamos a trabajar- dijo Antonio Mata, dejó el periódico que leía plegado sobre

la mesa y salió de la oficina.

Domingo López, alias el Carpanta, preso encargado del material del servicio de

mantenimiento miró el periódico y vio entre los titulares uno que rezaba: ¿A quien quiere

engañar el senador? Por Froilán Losantos. Leyó el titular no sin dificultad y luego lo Golpeó

el periódico con furia. Te vas a enterar de que no se puede ir por ahí robando mujeres y menos

la de don Antonio, pensó sin dejar de mirar el periódico. Aprovecha lo que te queda que es el

tiempo que tarden en llegar los papeles del permiso. Luego dejó la oficia y se fue al almacén.

Aquel mal nacido que le había robado la mujer a don Antonio se iba a enterar. ¡Lastima que

no se lo pudiera contar! Don Antonio era tan buena persona y tan cumplidor que si se

enteraba de lo que iba a hacer, no le dejaría salir de permiso. Luego, cuando volviera, lo mejor

sería no decirle nada tampoco. Al él le bastaría con saber que quien había hecho sufrir tanto a

don Antonio lo pagaba bien caro

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