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5 Realismo Barroco

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Arte y Realidad en el Barroco 3

TEMA 1 El arte frente a la Europa de las religiones Palmo Martínez-Burgos García

1. Introducción.

2. La Reforma protestante y el arte sagrado.

3. El discurso de la Iglesia católica frente al arte religioso.

Concilio de Trento

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1. Introducción

El siglo XVI se salda con la ruptura definitiva de la unidad de la Europa cristiana y en consecuencia con la división de una frontera ideológica entre un ámbito católico, la Europa meridional, y otro protestante que coincide, grosso modo, con la Europa septentrional.

La fractura fue el resultado final de un proceso largo y traumático gestado al calor de las revueltas ideológicas que cíclicamente convulsionaron los territorios que integraban los Países Bajos y parte de Alemania durante los siglos XVI y XV. Se trataba de movimientos complejos en los que al malestar social se le unía una sincera inquietud religiosa que llegó a fraguar en tendencias no siempre ortodoxas. Entre los precursores más claros de la Reforma es común señalar a Wyclif y Hus que en el siglo XIV atacaron violentamente el culto a los santos y a sus imágenes porque, decían, con ellos se contravenía la simplicidad y la pureza evangélica. Pero eso no era todo, el oscurantismo dogmático, los abusos del clero y el uso desmesurado y mercantilista de imágenes y milagros alimentó el recelo de aquellos que aspiraban a una religión depurada en la que no se permitieran los cultos abusivos y supersticiosos. Es más, desde el siglo XII se puede detectar por todo el territorio alemán un ambiente anti-Roma y anti-Papa que servía para denunciar la acumulación de las riquezas y del poder terrenal por parte de los dignatarios de la Iglesia. En poéticas metáforas se señalaba que las redes de Pedro sólo servían entonces para "pescar oro, plata, ciudades, países, tesoros" (Martínez-Burgos, 2002:300).

2. La Reforma protestante y el arte sagrado

La mayoría de estos movimientos reformistas se caracterizaron por un rigorismo extremado que predicaba una espiritualidad apoyada sólo en la palabra de Dios. De esta manera intentaban dar respuesta a una situación en la que proliferaron todo tipo de manifestaciones de una piedad colectiva desbordada. Entre otras cosas se denunciaba el uso contradictorio de las imágenes, los excesos en las procesiones, los abusos de las peregrinaciones en pos de la reliquia o de la imagen milagrera, y en definitiva una cantidad ingente de centros de peregrinación y de supuestos milagros que se multiplicaron por toda Alemania. Todo ello bajo la mirada complaciente de las autoridades eclesiásticas. Todo ello, también, bajo la promesa de la salvación del alma. La venta de indulgencias, a cambio del perdón, hizo vaciar las arcas y los bolsillos de los alemanes que con sus donativos contribuían al engrandecimiento de Roma. Donativos y limosnas se tradujeron en altares, retablos, capillas, libros de plegarias y un sinfín de imágenes que fueron moneda de cambio para la salvación eterna. Pero también se convirtieron en símbolos de prestigio, por lo que el artista se vio obligado a asumir un mayor virtuosismo técnico traducido en la creciente sensualidad que invadió el arte religioso y que denunciaran todos los reformistas, incluido el propio Erasmo.

Sobre este terreno, el detonante de la Reforma fue el espinoso asunto de las indulgencias. En concreto, las pactadas entre el papa León X, y el arzobispo de Maguncia, Alberto de

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Brandeburgo, para financiar la reconstrucción de San Pedro del Vaticano (fig. 1). Entre 1516 y 1517 el dominico Johanes Teztel se encargaba de predicarlas. Contra él se levantó Lutero. Nacido en 1483 en Eisleben, su infancia transcurre en un ambiente de rigidez religiosa entrando en 1509 en la orden de los agustinos. Estudia entonces la escolástica de Ockam y en 1512 se doctora en Teología llegando a ser profesor de Exégesis bíblica en Wittenberg. Nostálgico de una iglesia alemana, utiliza la excusa de las indulgencia para desarrollar un ideario de naturaleza política y de ideales económicos. En los primeros días de noviembre de 1517, clavaba ante la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, las famosas 95 tesis redactadas en latín. Los hechos posteriores de la Reforma se sucedieron a gran velocidad y vienen jalonados por acontecimientos como la excomunión y la Dieta de Worms, ambas en 1521, donde en presencia del Emperador, Carlos V, sus obras son quemadas y él mismo es proscrito. Bajo la protección de Federico el Sabio, príncipe elector de Sajonia, y apoyado por sus fieles, Lutero desarrollará entonces una ingente labor literaria destinada a afianzar las directrices de la nueva religión, labor que no cesará más que con su muerte en 1546. La llama estaba encendida y por toda Europa prendió el fuego de una nueva espiritualidad. Zwinglio desde Suiza llevará a cabo su nueva Iglesia. A una generación posterior pertenece Calvino con quien triunfa la Reforma en Francia, Holanda, y parte del territorio alemán, mientras que Inglaterra llevaba a cabo su particular cisma anglicano.

Sin entrar en los asuntos propiamente teológicos, salvo en aquellos que directamente afectan a la creación de imágenes y al arte sagrado, puede afirmarse que la teoría protestante, sin ser homogénea, presentaba unos puntos comunes como fueron la justificación por la fe, el feroz antiliturgismo y el fervor biblista resumido en la máxima "abrir los ojos a la palabra de Dios". También la iconoclastia, es decir, el rechazo al uso y al culto de las imágenes sagradas que se entendieron como una manifestación idolátrica encaminada a la necedad y a la ignorancia. En mayor o menor medida, y con todas las matiza-ciones que se harán más adelante, hubo una reacción común a los líderes reformistas que afirmaron sin ambages que las imágenes eran gravemente contrarias a Dios y a sus mandamientos. El punto de arranque es la prohibición expresa de hacer imágenes contenida en la Biblia y que recoge el mandamiento de "no harás para ti cosa esculpida ni semejante a lo que está arriba en el cielo, ni bajo la tierra ni tampoco en las aguas. Y ninguna cosa de estas adorarás ni honrarás"

(Éxodo, 20. 3-5). En semejantes términos se pronuncian otros libros bíblicos como el Levítico y el Deuteronomio. Así las cosas, los reformadores emprenderán la labor de rehacer los orígenes de una religión sin imágenes, afín al mandamiento divino y para ello beberán de

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aquellas fuentes que les permitan la reconstrucción antropológica de la religión antigua. Al margen del período medieval, lleno de obstáculos y supersticiones, la historiografía pro-testante volvió sus ojos a las religiones o culturas exentas de imágenes y que fueron capaces de desarrollar una aversión teórica hacia su uso. La cultura clásica, la religión hebrea, el Islam y los primeros siglos de vida del cristianismo fueron las fuentes que inspiraron la idea reformista de la existencia de una religión espiritual frente a la religión material en la que se había convertido la cristiandad del siglo XVI. De igual manera se centraron en los diversos periodos iconoclastas habidos a lo largo de la historia de occidente y desmenuzaron el discurso elaborado por los defensores de la ortodoxia de las imágenes. Los padres de la Iglesia, los sucesivos concilios y las muchas controversias entre el valor de la palabra frente a la sugestión de la imagen, inspirarán el pensamiento de los reformadores.

Formados en el humanismo, la vuelta al mundo pagano y a la cultura clásica se pudo entender como un fenómeno natural. A muchos de ellos la cultura clásica les proporcionó unos temas recurrentes. La oposición de Séneca a las supersticiones de los romanos que usaban velas y se arrodillaban ante los ídolos fue recogida por Erasmo de Rotterdam e ilustrada por Hans Holbein en uno de los pasajes del Elogio de la locura (fig. 2). Calvino, por su parte, rememoraba las sátiras de Horacio sobre los escultores que hacían ídolos y las bro-mas de Plutarco sobre la religión de los espartanos y, en general, desenterraba a todos aquellos autores que reforzaban sus argumentaciones. Por la misma razón el pueblo hebreo pasó a ser modelo de creencia anicónica. El Antiguo Testamento les proporcionó ejemplos diversos en los que se percibía la aversión de los judíos hacia las imágenes. La maldición contra los adoradores del cordero, las leyes de Moisés e incluso la destrucción del templo de Jerusalén se interpretó como el deseo de Cristo de abolir con su llegada todos los cere-moniales, incluido el arte sacro. Otro de los momentos elegidos fue el Imperio bizantino, donde la literatura protestante subraya la figura del emperador León Isaúrico con quien se

inicia el periodo de la iconoclastia bizantina bajo el pretexto de limpiar el buen nombre de los cristianos. Y el Islam, la tercera de las grandes religiones monoteístas, que se situó a través del Corán y de su profeta Mahoma, en la línea de las religiones anicónicas.

Sin embargo, fue el inicio del cristianismo, su ceremonial, sus formas litúrgicas y sacramentales, incluso el conocimiento de su arquitectura, lo que despertó el afán renovador de la historiografía protestante. Era necesario reconstruir cada uno de los comportamientos del primitivo cristianismo hacia el arte y ceremonial sagrado, máxime cuando se conocía que hasta la oficialización de la religión cristiana, esta se había comportado con una extraordinaria pureza y sobriedad. En el terreno del arte, el mensaje divino se hacía llegar a través de unas mínimas imagen-signo ricas en contenidos pero parcas en

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el tratamiento formal. Al igual que la religión hebrea, el cristiano tuvo en sus comienzos un comportamiento anicónico que sólo abandonó cuando se contaminó del protocolo imperial y se revistió del poder universal conferido desde el momento en el que el emperador Constantino la proclamó religión oficial del Imperio romano en el año 313 (Grabar, 1985). Fue entonces cuando la abstracción de los signos dio paso al afán narrativo y a la proliferación de imágenes, ritos, ceremonias y diversificación de cultos contra los que avisaron los propios autores cristianos. Los reformadores no tuvieron más que indagar en aquellos textos que del siglo iv en adelante ponían de manifiesto la aversión, o incluso prohibición, hacia las imágenes conscientes de luchar contra una nueva idolatría cristiana. Las fuentes más tempranas se remontan al siglo III, a Lactancio, Orígenes y Tertuliano quienes denunciaban la veneración que recibían las estatuas y los altares. Un siglo después, san Ambrosio y san Jerónimo critican las riquezas de la Iglesia y defienden la idea de su pobreza. Por eso afirman que para los sacramentos no se requiere oro ni plata y predican ambos la vuelta al culto espiritual al que Roma estaba dando la espalda. San Agustín es otro de los referentes de peso pues en su discurso hay una condena permanente del alejamiento de las leyes divinas, traducido en el abandono de lo espiritual a favor de lo material. La construcción de templos, el culto a las imágenes sólo provoca el descuido de los pobres y el olvido de la palabra. San Eusebio y san Epifanio alertan de igual modo sobre la nueva idolatría y recomiendan la destrucción de ídolos. Pero entre las fuentes del pensamiento reformista, san Gregorio Magno fue el máximo responsable del fortalecimiento de gran cantidad de herejías y supersticiones fraguadas a partir del siglo VI. Efectivamente, san Gregorio fue el que atribuyó el poder evocador que conllevan las imágenes y la consiguiente "excitatio" de la memoria. Fue él quien las definió como la "Biblia pauperum", desterrando definitivamente la palabra y arropando el ceremonial en el canto sacro, en el culto a las reliquias, en la confusión de pode-res. Los protestantes entendieron que a partir de san Gregorio se produjo la verdadera escisión de la Iglesia, aquella que se alinea en la oficialidad y aquella otra que busca la vivencia de una espiritualidad más interiorizada. Por esta razón declaran ilegales los decretos del II Concilio de Nicea, año 787, en el que se resolvió la iconoclastia bizantina restituyendo el culto de las imágenes, bajo el argumento del prototipo, es decir no es la sustancia de la imagen lo que se venera, sino al prototipo que representa. Por esta razón, también, rescatan y traducen los Libros Carolinos. Los llamados Libros Carolinos fueron el resultado de la negativa del emperador Carlomagno a poner en vigor, en la Iglesia de Occidente, los decretos conciliares. Su contenido será clave para los protestantes ya que, aunque se ataca la destrucción iconoclasta, los Libros refutan con argumentos bíblicos contra "cualquier género de adoración o culto, veneración, respeto y honra, con inclinaciones de cabeza, incensación, cirios, lumi-narias, etc., una obra humana cuya excelencia esta dependiendo del talento artístico de un hombre" (Plazaola, 1996:187).

Es difícil valorar la importancia exacta de los Libros Carolinos en el pensamiento reformista pero es cierto que su publicación les reveló varios aspectos desconocidos. Por un lado, les demostraba claramente que las imágenes no podían recibir ningún tipo de veneración y, aunque reconocen que no se las adora "per se", insisten en todas las supersticiones que derivan del poder que les confiere la "consacratio". Por otro, casi más importante, fue que descubrieron las divergencias entre el Emperador, Carlomagno y el papa, Adriano I, con lo que caía el mito de la unidad perenne de la Iglesia de Occidente. Y no solo eso, a partir de los Libros Carolinos, trazaron una historia de la Iglesia marcada por la división y demostraban la

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existencia de "otra" iglesia que reformaba radicalmente la calidad de la vida espiritual, otra iglesia racionalista en oposición a la magia sacramental de la bizantina. Una iglesia verdadera y perseguida, alejada del camino de corrupción y poder que a partir de los siglos v y VI emprende el cristianismo. La clave ideológica de esta nueva vía radica en el culto espiritual en contraposición al culto material. No dudan en afirmar que la historia de la Iglesia es una historia de conflictos y persecuciones y definen un nuevo tipo de mártir, aquel que al igual que los primitivos muere en pleno siglo XVI en aras de esta otra iglesia.

Tal y como lo han reconocido los especialistas, los Libros Carolinos fueron la clave para asentar doctrinalmente la historiografía de Lutero, de Zwinglio y de Calvino. En cambio, para los católicos supusieron un enorme peligro, tanto que los incluyeron en el índice donde han permanecido hasta 1900.

Aunque ya es sabido que la postura protestante no fue homogénea con respecto a las imágenes, sí es común la prevención que todos ellos sintieron a este respecto, entendiendo su culto como una manifestación idolátrica que solo conduce a la necedad y a la ignorancia. Parten de la prohibición expresa de hacer imágenes contenida en la Biblia y que ya citábamos más arriba. Pero, mientras que el calvinismo y la reforma suiza fueron contrarios a las imágenes y su destrucción fue violenta y traumática, Lutero, en cambio, tras los sucesos de Wittembreg de 1522, acabó admitiendo su función pedagógica, especialmente a través del grabado, impulsando con ello el auge del gran grabado alemán.

No hay un pronunciamiento explícito de Lutero contra el arte sagrado (fig. 3). Sí existe, en cambio, una insistencia obsesiva en calificar la construcción de edificios, el coleccionismo de reliquias y la adoración de imágenes como gastos superfluos y cultos idolátricos. Acusa a la Iglesia de Roma de atraer a los cristianos a través del arte, arte costeado por los mismos cristianos. En un proceso irracional, Lutero denuncia lo que para él es un pecado de gasto, un

coste excesivo. En los momentos previos a la furia destructiva que se desencadenó a posteriori, Lutero había llamado a la desobediencia para que los píos alemanes no siguieran contribuyendo a la edificación y adorno de las iglesias, también para que se destruyeran los centros y santuarios de peregrinación. En consonancia con el pensamiento de san Pablo, Lutero entiende que las ceremonias y demás objetos de culto externo eran símbolos de infantilismo e inmadurez. Pero desbordado por los tumultos iconoclastas de Wittemberg, repliega velas y trata de apaciguar los ánimos. Aquel suceso había sido protagonizado por los propios compañeros, frailes agustinos del mismo convento, quienes inflamados por las palabras de su compañero de religión incendiaron y destruyeron los altares, retablos y cuadros de la iglesia (fig. 4). Lutero entonces apoya a la autoridad municipal que condena los sucesos pero que, para evitar males mayores, decide retirar las imágenes de todas las iglesias. La verdad es que frente a la oleada de vandalismo en otros

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puntos de Europa, Lutero no fue un destructor, además, con el tiempo irá suavizando su postura y frente al resto de los reformadores, el luteranismo será el único movimiento que acepte y tolere el uso de las imágenes.

En efecto, admite su función pedagógica y entiende que son válidas para recordar, no para

adorar. Incide en el mandamiento bíblico que prohíbe adorarlas, no hacerlas "Nosotros podemos hacer imágenes y retenerlas más no adorarlas. Y si alguien las adora, entonces si podemos destruirlas y abolirías... mas no en forma tumultuosa y violenta, sino por orden de la autoridad" (Martínez-Burgos, 2010:27).

Se podría decir que hay un antes y un después de los sucesos de Wittenberg en los planteamientos de Lutero con respecto a la creación artística. En sus primeros escritos ataca el arte sacro tradicional a través de la teoría de las buenas obras y de la intercesión. En el significado luterano, heredado de san Pablo, las buenas obras responden al buen obrar en el sentido de la fe. En cambio, para la Iglesia de Roma las buenas obras son financiar iglesias, altares y monasterios, pagar campanas, joyas, vestiduras, tesoros y demás objetos con los que se desenvuelve la liturgia, cantar y tocar el órgano, hacer peregrinaciones y un sinfín de ejemplos más. Concebidos como los "elementa mundi", estos "ceremonalia" eran vistos como una vía rápida para adquirir méritos. Igualmente la intercesión de los santos servía como un poderoso incentivo del arte sagrado que denunciaba Lutero, pues la gente que conocía a los santos a través de sus imágenes, desterraba de los altares a la verdadera imagen de Cristo, bajo la inspiración del diablo.

No, a pesar de todo, Lutero no fue un destructor y tras los sucesos de Wittenberg, incide en la función pedagógica que desempeñan las imágenes. Él mismo siente predilección por el Crucifijo del que afirma que siempre que medita sobre la Pasión rememora su imagen y con respecto a la iconografía mariana, en el Magníficat (1520-1521) solo alerta en contra de los pintores que representan a la Virgen en su función como protectora o Virgen de la Misericordia. En el tratado titulado Contra los profetas celestiales, escrito en 1524, aborda la cuestión de los sacramentos, de los que solo acepta los dos instituidos por Cristo, el Bautismo y la Eucaristía aunque reconoce que las ceremonias, en general, son ejercicios para recordar el amor fraterno y que, en todo caso, ambas, imágenes y sacramentos son complementarios de la palabra. A la pregunta de si existió un arte luterano se puede contestar en la convicción de que el monje agustino ayudó al arte a liberarse del yugo eclesiástico pues ratificó la necesidad

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de un arte devoto, no sacro, es decir, de un arte para la devoción privada, en la línea de la "Devotio moderna", nunca un arte para el culto. Los grandes artistas luteranos, Lucas Cranach el Viejo, Hans Holbein y, especialmente, Alberto Durero, difundieron una imagen religiosa lejos del naturalismo y sensualidad que cultivaban los artistas italianos. Bien dentro del subjetivismo de Cranach o la monumentalidad de Durero se produjo una renovación iconográfica de la historia sagrada y especialmente de la Biblia, al ser Cranach el encargado de ilustrar mediante magníficos grabados la Biblia que Lutero tradujo al alemán. La predilección de Lutero por el grabado, del que hizo su bandera propagandística, parece indicarnos la existencia de un ¿gusto artístico? determinado que le llevaría a pronunciarse a favor del dibujo con el consiguiente rechazo del color. Su postura coincide con la de aquellos periodos artísticos en los que se valoraba más la concepción de la obra que su ejecución. Por otra parte, la identificación de color como sinónimo de riqueza, fue el argumento que sus-tentó, incluso filosóficamente, la eliminación de la decoración en el interior de los templos a favor de una mayor limpieza "acromática" en clara pugna con la policromía exultante de los países católicos (Gage, 1993:117).

La vuelta a la pureza del blanco, a la luz, se entendía como una vuelta a los orígenes de las iglesias cristianas en los que se pedía que todos los templos fueran blancos para desterrar toda costumbre antigua de idolatría. Las paredes desnudas y limpias que ya había ensayado Alberti en la arquitectura romana de Nicolás V, en pleno Quattrocento, se entendía como la única vía para una "docta arquitectura" capaz de promover con sus sola visión, una devoción docta, no emocional (Battisti, 1990:62). El propio Erasmo de Rotterdam en su comentado elogio a Durero señala lo excelso de su genio, que con un solo color, es capaz de alcanzar las cotas

más altas de la creación artística. Y Durero en la obra titulada Los cuatro apóstoles, considerado como su testamento artístico, de 1526, insiste en la reducción cromática (fig. 5). En el fondo late la estética agustiniana de orden, mesura y pulcritud que tanto impacta a Lutero, especialmente tras su viaje a Roma.

El monje agustino visita la ciudad italiana entre 1509 y 1510 y, al igual que hiciera Erasmo, no deja ni un pensamiento, ni una línea, ni una referencia al impacto que pudiera provocarle el espectáculo del "gran taller romano". Esto lo tienen los dos en común lo que encubre un profundo desagrado ante la sensualidad que desplegaba los artistas del Cinquecento. Sin embargo, en las 95 tesis que redactara posteriormente hay tres en las que critica la riqueza y el lujo de las construcciones papales. Es posible que para Lutero el espectáculo de Roma, el Campo dei Fiori y el Belvedere de Julio II y León X, sólo fuera una trampa para vaciar los bolsillos de

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los devotos alemanes.

Se ha hablado de una insensibilidad por parte de Lutero hacia el arte, pero lo cierto es que en el ambiente alemán en el que se desenvuelve, igual que le ocurriera a Erasmo, el interés social por tales cuestiones era muy distinto al de Italia. En todo caso, lo que si hizo Lutero fue impulsar la gran tradición alemana del grabado. Bajo su impulso, la estampa y el grabado se convirtieron en los primeros mass-media que permitían la transformación rápida y decisiva de la mentalidad de la cristiandad septentrional.

Los artistas grabadores cultivan preferentemente la xilografía que durante las primeras tres décadas del siglo XVI conoce un desarrollo espectacular. En parte debido al empuje que el emperador Maximiliano dio a una técnica que permitía infinitas posibilidades para una propaganda política rápida y barata y con la que él mismo perpetuó su memoria en el gran carro triunfal diseñado por Durero (fig. 6) Casi todos ellos se adhirieron a la causa luterana e incidieron en aquellos temas que sirvieron para la confrontación teológica. De hecho, Lutero usó el grabado con una doble función; por un lado, para ilustrar las Sagradas Escrituras, por otro, como propaganda antipapista.

Surge así una verdadera "guerra de imágenes" en las que se difunden por toda Europa

sátiras y caricaturas, presagios y monstruosidades, estampas apocalípticas y referencias proféticas con las que crear una serie de tópicos o temas que alimentaron la imaginación de los artistas y crearon un corpus iconográfico propiamente luterano. Muchos de ellos responden a las "fobias" y obsesiones de Lutero pero en cualquier caso se trata de imágenes explícitas en las que leemos el ideario del teólogo alemán, imágenes con una fuerte carga crí-tica y grandes dosis de agresividad.

El grabado luterano arranca con las ilustraciones que hace Lucas Cranach el Viejo de la Biblia luterana. En 1522 el Nuevo Testamento, los llamados Testamento de septiembre y

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Testamento de diciembre. Un año después salían traducidos los primeros libros del Antiguo Testamento cuya edición completa no verá la luz hasta 1534 (fig. 7). Los grabados, espléndidos e "intencionados", de Cranach y su taller se refieren al Apocalipsis, o revelaciones de san Juan, y en muchos de ellos se aprecian semejanzas con los que Durero había creado en 1498 sobre el mismo tema. En ellos abundan las referencias antipapistas que obedecen a un ambiente muy determinado. En efecto, el tema del Anticristo proviene de las epístolas de san Juan y aluden a las ideas apocalípticas del fin del mundo que ya incluían los grabadores alemanes desde el siglo XV. La novedad de Lutero y de Cranach, fue la de recoger esa tradición pero bajo un espíritu nuevo, convertir al papado en el Anticristo (fig. 8). No solo porque contravenía las Sagradas Escrituras impidiendo que el vulgo accediera a la Biblia sino, sobre todo, por el esplendor terrenal y poderoso con el que vivían en Roma. Es indudable que el papa Julio II, al que conocieron tanto Erasmo como Lutero, repelió a los dos por igual. Su imagen parece inspirar a Lutero, el Papa es el Anticristo y Roma es la puta de Babilonia. Estas son dos de sus "fobias recurrentes". Ambas referencias se realizan en clave monstruosa siguiendo la pauta creada por el Renacimiento que vio el despertar de la teratología o estudio de las monstruosidades, especialmente las referidas a la obsesión por los augurios y catástrofes. El Bosco, Cranach, todos los grabadores del círculo alemán de Nurenberg y luego el Manierismo se familiarizó con el uso tales monstruos dando lugar a composiciones fabulosas y complejas como las de Arcimboldo.

Las "fobias" luteranas plasmadas en las imágenes del Papa Asno (fig. 9) y la Puta

de Babilonia (fig. 10), en alusión a Roma, se difundieron por toda Europa en estampas no siempre fáciles de interceptar. También en clave monstruosa se arremete contra el monacato, fuente de todas las supersticiones. La cerda con una o

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múltiples cabezas, ofreciendo indulgencias, amuletos y reliquias suele ser un alusión frecuente a los dominicos, los encargados de predicar las indulgencias.

En otras ocasiones es el novillo frailuno en referencia al conjunto de frailes y su falsa

apariencia y contra la confesión murmurada con la que, a juicio de Lutero, torturan al mundo, y también está presente la recua de escolástico adorando al monstruo del Apocalipsis (fig. 11). La creencia luterana es que a través de todos estos monstruos Dios indica que la Iglesia es un reino espiritual, que condena las peregrinaciones, la confesión, los votos y la concepción romana del monje (Saxl, 1989:236). Obviamente, los monstruos sirvieron para sus fines. Pero no toda la estampa luterana se resuelve por esta vía. Hans Holbein realizó en 1526 dos grabados concebidos como verdaderos carteles de la Reforma. Discípulo de Lutero desde 1529 se le considera como el artista más representativo del movimiento, si bien ya se ha comprobado su mayor implicación con la corriente erasmista. Lo cierto es que los dos grabados, Cristo como verdadera luz (fig. 12) y Lucha contra las indulgencias poseen una enorme claridad en su mensaje e inciden en la oposición entre el bien y el mal, muy frecuente en la iconografía luterana a la que gusta recurrir en la confrontación de los contrarios. Indulgencias, peregrinaciones, alusiones a la injusticia social, predicaciones infernales y algunas secuencias con destrucción de imágenes suelen completar el capítulo iconográfico de los luteranos. En contrapartida en el peculiar ambiente de los Países Pajos, a pesar del férreo control imperial, aparece el tema del "Contemptus mundi". Este había ocupado un lugar esencial en el pensamiento eclesiástico

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desde san Agustín pasando con fuerza a la Edad Media y era muy habitual en las comunidades monásticas, donde lo conoce el propio Erasmo. Está inspirado en el versículo de san Juan (5, 19) que dice "de contemptu mundi et eorum quae in eo sunt", ("todo está puesto para el mal del mundo") y en las estampas luteranas se toma como punto de partida para denunciar a la Iglesia universal, corrompida y ajena a las antiguas doctrinas. Fue una meditación muy querida de la Devotio moderna y que fraguó con éxito en los llamados "grupos sacramentarios" al que pertenecía Bernard Van Orley, pintor de la corte de Margarita de Austria. Es sus estampas pueden leerse los tres grandes ejes dogmáticos, afines a Lutero. La corrupción de la Iglesia, el poder del demonio y la ceguera del mundo que sigue las huellas del mal. Todo ello expresado a partir de imágenes recurrentes, seres híbridos y monstruosos en los que identificamos a los dominicos, a los judíos, a los poderosos impíos, a la ramera babilónica con la tiara papal.

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En paralelo se desarrollan los retratos, que poseen el mismo afán propagandista. Federico el Sabio, su amigo y protector, Melanchton y Lutero fueron objeto de una gran cantidad de retratos por parte de todos los artistas y grabadores, tanto que desde las filas de los católicos se llegó a afirmar que los herejes habían sustituido las imágenes sagradas por las de los nuevos predicadores. Hans Holbein hace de Lutero un Hercules germanicus, inspirado en una particular gigantomaquia de monjes (fig. 13). En el grabado le vemos revestido de los atributos hercúleos aplastando con ferocidad a sus enemigos, véase Aristóteles, santo Tomas, Ockam, Escoto y el propio Papa, lo que viene a confirmar la idea del reformador como destructor de monstruos (Saxl, 1989:253). Sin embargo, uno de los retratos más queridos de Lutero es el que le representa como san Jerónimo puesto que obedece a la intención de equipararle con el padre de la Iglesia (fig. 14). Como él, tradujo y llevó a cabo la interpretación crítica de la Biblia -al latín san Jerónimo, al alemán Lutero. Ambos comparten la denuncia a la ortodoxia romana y el interés por las buenas letras clásicas. Así caracterizado se rinde un auténtico tributo a ambos eruditos y especialmente a Lutero que aparecía como el docto pensador, heredero de los ejemplos de los primeros Padres de la Iglesia y valedor del pensamiento del cristianismo primitivo. Formalmente hablando, estos retratos se inspiran en el grabado que Durero realizara en 1514 representando a san Jerónimo en su estudio, de tal modo que se reproduce, casi literalmente, el interior del habitáculo sin olvidar los atributos del santo, el león, la calavera y el capelo cardenalicio. En todo caso, el grabado de Durero fue utilizado por otros muchos personajes que quisieron perpetuarse a la manera del santo, por lo que la imagen de san Jerónimo va a ser un modelo-tipo en la iconografía del siglo XVI.

Mucho más radicales en sus posturas respecto a las imágenes, Zwinglio y Calvino coinciden en la adoración única y exclusiva a Dios, el "soli Deo gloria", lo que implica la desaparición del resto de los cultos que defendía la iglesia católica; la propia Virgen así como los santos, sus imágenes y sus reliquias serán definitivamente desterradas. Respecto al arte sacro se puede adelantar que nos enfrentamos a posturas más radicales. Para Zwinglio, responsable de la Reforma en Suiza, las imágenes son "simulacra", "idola", falsos dioses con los cometemos pecado de idolatría. En él, en su discurso, la gran protagonista es la palabra y el oído, el sentido más privilegiado. Cree que todas las supersticiones y todos los males que han asolado al cristianismo, provienen de su necesidad de hacer ver la palabra, el verbo. Rechaza categóricamente la idea del prototipo, como un engaño "bello y elegante" y por tanto destierra la utilización de las imágenes como la "Biblia de los pobres" y, en consecuencia, niega la primacía intelectual del clero. Coincide con Erasmo en el valor dado a la palabra y al hombre interior y con Lutero cuando afirma que el clero es el máximo responsable de la idolatría. Pero para el reformador suizo, la mayor idolatría está en la Eucaristía cuyo significado es dar cuerpo visible a lo que es espíritu. Zwinglio condena radicalmente la vista y, en general, el mundo de los sentidos y de lo externo. La transformación de los templos es ahora definitiva ya que se convierten en edificios cuyos interiores serán luminosos, bellos y blancos, sin rastro de esas pinturas que Lutero todavía justificaba. Frente a este, y en relación al ritual y arte sacro, discrepa profundamente en los puntos de la Eucaristía y de las imágenes Muy lejos de aceptarlas, y en la misma línea de pensamiento que otro gran reformador, Carlostadio, dice de ellas que son las que corrompen el verdadero culto. En sus Comentarios de la verdadera y falsa religión llega a atacar las representaciones de la Magdalena, de san Sebastián o de la llamada Virgen de la leche a las que los artistas dan formas provocativas y las califica de imágenes indecorosas, abriendo una vía de pudor para este término que luego

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será tomada por los reformistas católicos. Tampoco perdona los ricos relicarios que la orfebrería medieval había creado en un alarde de ingenio que quedaba recogido en los libros impresos con multitud de formas y variantes que circulaban por territorio europeo (fig. 15). Tilda a los papistas de "cinerarios", adoradores de cenizas, y al igual que Lutero, las entiende como una excusa para el enriquecimiento del clero, el mejor cliente de los artífices y mercachifles.

Algo más joven que los anteriores, Juan

Calvino es quien lleva a cabo la mayor difusión de la Reforma, haciéndola llegar a Ginebra, Francia, Suiza, Alemania, Países Bajos y Escocia. Nace en Noyon en 1509 y pronto estudia en París donde se familiariza con el pensamiento de san Agustín. La "conversión súbita" surge a finales de 1533 y desde entonces lleva una vida de predicador errante que le hace recorrer las ciudades europeas más importantes para hacer de Ginebra su centro operativo. De todos los reformadores fue quien mostró la hostilidad más absoluta contra las imágenes. Su religión está exenta de ídolos y los países calvinistas fueron los que llevaron a cabo la mayor destrucción iconoclasta.

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Su teología queda recogida en la Institución de la Religión Cristiana, cuya primera edición aparece en 1536. Allí se contiene la clave de su discurso "siempre que se intenta representar a Dios en forma visible su gloria queda falsamente corrompida" y en su argumentación reconocemos los mandamientos del Antiguo Testamento y la precaución de los primeros padres de la Iglesia con respecto a este asunto. Desprecia los decretos del II Concilio de Nicea y dice de ellos que son mentiras corruptoras y blasfemas. Sin excepción alguna condena todas las imágenes por igual, pinturas, estatuas, relicarios, y demás objetos con los que los idólatras piensan que tienen a Dios más cerca de sí. El estilo litúrgico impuesto por Calvino se caracterizará entonces por la ausencia absoluta de todo ornato en las paredes de los templos. Nuevamente volvemos a encontrar la obsesión por la "arquitectura docta". En consecuencia, les niega todo valor pedagógico puesto que el conocimiento por ellas adquirido es falso y engañoso, por lo que tampoco les reconoce la función de magisterio que les confería Lutero. Participa con Zwinglio del ataque a una determinada iconografía cristiana por falta de honestidad y en sus argumentos recuerda lejanamente al monje florentino Savonarola, al recriminar a los artistas la poca decencia con la que pintan e insiste en la necesidad de un tema moral, tanto que en algún momento determinado reconoce que "porque las artes de pintar y esculpir son dones de Dios, pido el uso legítimo y puro de ambas artes... Solamente se pueden pintar o esculpir imágenes de aquellas cosas que se pueden ver con los ojos" (González, 1986:270).

Es un hecho que la Reforma, especialmente la de Zwinglio y Calvino, provocó un verdadero colapso en el arte religioso y que puso en peligro la existencia de muchos artistas que hubieron de emigrar o adaptarse a las nuevas corrientes. En cambio, la ética del trabajo enunciada por el común de los reformadores, ensalzaba el deber cotidiano y civil en contraposición a una religión ociosa, ensimismada en la contemplación de sus imágenes. Al quedar desterrado de los templos, el arte tuvo que buscar refugio en el hogar doméstico y en el ámbito de la municipalidad. Para ello tuvo que abandonar el ropaje idealista a favor de una apuesta más sobria y racional. Así, se abre la vía a un arte realista y moral, alejado de la temática religiosa y mitológica. Ensalzan la pura visualidad por lo que rechazan el lenguaje alegórico. A cambio se especializan en el retrato y en la vida doméstica que se convierten en las máximas características de la gran pintura holandesa del Barroco.

3. El discurso de la Iglesia católica frente al arte religioso Acusada de iconódula y de fomentar prácticas supersticiosas e ignorantes a través del culto

a las imágenes, la Iglesia de Roma se vio obligada a desarrollar un corpus doctrinal con el que justificar y legitimar su uso. Se vio obligada, también, a entonar un sincero mea culpa ya que desde hacía tiempo por parte de los sectores más críticos se venían denunciando los errores de una religión no siempre bien encauzada. Mucho antes del Concilio de Trento y en paralelo a la Reforma protestante crece con fuerza la reforma cristiana, en el seno más estricto de la ortodoxia romana. Cisneros fue el primer gran impulsor en nuestra Península, representando ese movimiento interno de regeneración de la Iglesia, que es conocido como reforma católica, anterior incluso a la protagonizada por Lutero (fig. 16). La Reforma católica está integrada por moralistas, teólogos y eclesiásticos que denuncian con voz sincera muchos de los vicios denostados por los protestantes. De modo que, cuando años después la Contrarreforma difunda sus principios con respecto a la imagen devocional y la pintura religiosa, algunos de

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esos principios eran sobradamente conocidos en nuestra Península.

Luego, en paralelo a las sesiones del Concilio de Trento y en las últimas décadas del siglo XVI, proliferaron los escritos en defensa del culto a imágenes y reliquias por toda la Europa católica. Los autores más destacados formaban parte de la alta jerarquía eclesiástica y fueron en su mayoría italianos aunque no siempre. Igualmente sus obras se publicaron en latín o en italiano y quedaron recogidas en los dos volúmenes de la antología recopilada por P. Barocchi, Trattati d'arte del Cinquecento, fra Manierismo e Controriforma, publicada en 1961 en Bari. En general, los más difundidos fueron G. A. Gilio y su Dialogo nel quale si ragiona degli errori e degli abusi de pittori circa l "historie (publicado en 1564). Johanes Molanus autor del célebre De picturis et imaginibus sacris libri lili. (Lovaina, 1570), y Gabriel Paleotti que publicaba en la localidad de Bolonia en 1582 el Discorso intorno alie imagine sacre e profane.. Los hasta aquí citados abordan exclusivamente los problemas de pintores y escultores, de ahí la importancia de Cario Borromeo ya que fue el único que abordó el tema de la arquitectura sagrada en la obra titulada Instrucciones fabricae et supellectilis ecclesiasticae (Milán, 1577).

Queda claro que ninguno de ellos pertenecía a la esfera de la creación artística lo que no impidió que marcaran las pautas por las que se iba a regir el arte en los países católicos. En todos hay un ideario común en el que soslayan el pensamiento de san Pablo y en cambio toman las enseñanzas del papa san Gregorio Magno ya que fue él quien asentó el valor de las imágenes haciendo de ellas la "biblia pauperum", es decir, la Biblia de los iletrados e ignorantes por las que el pueblo llega a conocer y familiarizarse con las verdades de la fe. De modo que los teólogos del siglo XVI no tuvieron más que bucear en los momentos de la historia de la Iglesia en los que se había debatido contra la iconoclastia. El II Concilio de Nicea les dio los argumentos claves, solo tenían que actualizarlos. Lo primero fue establecer la diferencia radical entre ídolo e imagen, pues los protestantes, al llamarnos adoradores de ídolos, habían cultivado la confusión. Así, se enseña que: "...la imagen es imitación de aquellas cosas de naturaleza que verdaderamente existen... el ídolo... (es) a partir de una voluntad interior o de alguna mano ajena, pero nunca a partir de las formas que Dios da a las cosas de la naturaleza... pues tienen su origen en el pensamiento del hombre" (Martínez-Burgos, 1990:39).

Una vez aclarado este punto fue necesario recordar que el culto no se le rinde a la imagen "per se" sino a lo que ella representa, "porque todos los católicos tienen entendido... que las imágenes en su sustancia no son sino oro y plata y madera... que no tienen vida en sí, y mucho menos tienen divinidad alguna, y los cristianos no las adoramos como a dioses porque sabemos que no hay más que un Dios natural y verdadero, y a este, representado en ellas, ado-ramos..." como bien recuerda el arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza en su polémico

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Catecismo.

La consecuencia más directa, de cara al arte sagrado, fue la necesidad de que la imagen se adaptara a las cualidades impuestas por la ortodoxia católica. En efecto, la Sesión XXV, la última de las habidas en el Concilio de Trento y que se dedicaba a las imágenes, además de ser sumamente escueta sólo recogía una triple imposición a la que se tenían que someter los artistas: Nada profano, nada insólito y nada deshonesto. Con ello intentaban dar respuesta a muchos de los errores denunciados desde el bando de los protestantes y en nuestra opinión, se abría el camino, al menos en teoría, a una corriente "vanguardista" y muy novedosa en el panorama artístico.

El nada profano exigía el rigor histórico y, en consecuencia, el destierro de todas aquellas historias e iconografías que no estuvieran contrastadas por las fuentes oficiales. De este modo, se revisaba la historiografía católica, verdadero talón de Aquiles ridiculizado por el bando de los heterodoxos. Esta fue la razón por la que se desterraron las actas de los mártires, los evangelios apócrifos, las historias de transmisión oral, las leyendas y los falsos milagros que habían gozado de gran popularidad en el mundo medieval. De todos ellos sólo se salvó la Leyenda Dorada de Jacobo de la Vorágine, a pesar de su ingenuidad. De este modo, entre las fuentes oficiales encontramos los Evangelios canónicos, los escritos de san Gregorio Magno, san Jerónimo y pocos más, recomendando sumo cuidado con algunos textos como las Florecillas de san Francisco o las Revelaciones de santa Brígida. En contrapartida, se impulsó la elaboración de nuevas hagiografías que se ajustaran a las nuevas pautas. Una de las más conocidas y que llegó a convertirse en un verdadero best-seller de la época, dentro y fuera de España fue la del autor toledano Alonso de Villegas que publicaba su Flos sanctorum entre 1578 y 1594.

Pero además de esta consecuencia, la necesidad del rigor histórico ayudó a hacer una profunda revisión y puesta al día de la iconografía cristiana, desterrando todas aquellas historias, historietas más bien, que habían nacido al calor de la imaginación medieval y a las que se había dado curso de legalidad. Por ejemplo, se condenaba el famoso pasaje del Stabat

mater, con el que se cono ce la pasión de la Virgen María en paralelo a la de su Hijo tal y como la había interpretado Roger Van der Weyden en el Descendimiento del Museo del Prado (fig. 17). A partir de ahora se desaconseja el desmayo de María y se recuerda que ella "stabat es decir, permaneció firme al pie de la cruz. Otro capítulo polémico fue todo el culto a santa Ana y el nacimiento de la Virgen ya que en su mayoría son pasajes sacadas de los apócrifos. Igualmente,

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se prevenía contra todo anacronismo en las vestimentas y adornos de los protagonistas.

Eran recomendaciones que nunca llegaron a la categoría expresa de prohibición, salvo el caso de santa Ana cuyo culto tuvo que ser restituido por Gregorio XIII. Por eso, no lograron evitar que los pintores y la clientela siguiera demandando las versiones más pasionales de la Piedad, con María desmayada o la aparición de las tres Marías y del soldado que El Greco incluye en el famoso Expolio encargado para la sacristía de la sede toledana por el deán, D. Diego de Castilla en 1577.

Otra de las exigencias emanada de la sesión conciliar era el nada insólito. Con ella se quería evitar la aparición de imágenes desusadas, extrañas y monstruosas que sorprendieran al fiel como la que circulaba en estampas y grabados con la Santísima Trinidad concebida con un sólo cuerpo y tres cabezas (fig. 18).

También por esta razón se desaconsejaba la pintura de grutescos -fantástica y ambigua- o la inclusión de animales en las escenas sagradas que algunos pintores utilizaban como parte de la escenografía. Es fácil comprobar que en esta ambiente se tachara de hereje todo aquello que causaba extrañeza por lo insólito y desusado. "A nadie se debe consentir poner imágenes desacostumbradas" dice Paleotti quien además recomienda que "siendo la imitación propia de la pintura, cautamente obrará quien abandonando su imaginación, se ciña a la historia real y a las materias permitidas por el consenso universal de los buenos y los entendidos" (Barocchi, 1961:402). El mismo desprecio hacia lo imaginativo y fantástico está presente en los discursos de Andrea Gilio y Cario Borromeo. Se condena porque se entiende que forma parte de la imaginación y fantasía del hombre y con ello se incurre en la creación de ídola o simulacra que nada tienen que ver con las imágenes defendidas

por la ortodoxia oficial.

La necesidad de una pintura útil, honesta y verdadera planteaba entre los pintores la renuncia a la imaginación y la fantasía e indirectamente, la renuncia a crear imágenes bellas y placenteras, también para el fiel. En este sentido, la teoría de los intérpretes del Concilio de Trento mostró alguna fisura, especialmente la de aquellos pensadores que pertenecían al ámbito de las artes. Uno de los ejemplos más interesantes es el de G. Comannini quien en su tratado Il Figino defendía el uso de metáforas y alegorías "... así en las imágenes religiosas el espectador no debe pretender que cada cosa se explique de forma alegórica ni buscar tanto rigor en el arte, sino que debe permitir que el pintor incluya alguna vez, algunos caprichos que adornen la obra". También reconoce que al tener funciones distintas, las imágenes

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pueden asumir apariencias diferentes. "Así la pintura debe representar imágenes de claro sentido para utilidad de los hombres doctos e imágenes cuajadas de parábolas para provecho de los literatos" (Barocchi, 1961,111:268).

De todos modos, la opinión unánime defendida por estos pensadores era la necesidad de la claridad, utilidad y conveniencia para que fueran los libros de los ignorantes. Una muestra más de la preocupación que este punto despertó fue la petición de A. Gilio para que "... se hicieran reglas y limitaciones de forma que no fuese lícito a nadie el hacer las cosas según su capricho sino como deben hacerse... Mezclar el asunto de la historia con el tema poético y fingido no es otra cosa que deformar la verdad y la belleza y hacerla falsa y monstruosa..." (Battisti, 1990:144).

Finalmente, con el nada deshonesto se abrió camino a una exigencia que será la piedra angular de todo el pensamiento contrarreformista en torno a la imagen y que arranca del decorum en el sentido clásico del término. Nacido del Ars poética horaciana, significaba congruencia, conveniencia. En estos términos lo heredaban los artistas del Renacimiento italiano como Alberti, Leonardo. Este último lo llevaba al terreno de la pintura para aleccionar acerca de la concordancia entre las figuras, gestos, actitudes, temperamento y ocasión con la que debemos construir una narración. El conocido pasaje de Francisco de Holanda acerca de que si pintamos una figura triste o llorosa no la enmarquemos en medio de jardines sino que escojamos un escenario que refuerce la tristeza del momento, es un lugar común en la teoría del decoro. Pero fue A. Blunt quien apuntó la idea de que a partir de Trento y de sus intérpretes, el término clásico pasa a tener un significado de decencia y de honestidad conveniente. Donde más claramente se advierte este giro es en la obra del tratadista veneciano Ludovico Dolce, Dialogo de la pintura, publicado en 1557. Bajo la excu-sa del decoro desarrolla un ataque feroz y sin precedentes contra el Juicio Final y, en definitiva, contra Miguel Ángel, a quien acusa de haber incurrido en todas las licencias imaginables, hasta convertir el gran fresco en una impúdica exhibición anatómica. Esto, unido a lo que denunciaron como "faltas al dogma y errores contra la fe" justificó la decisión de los papas Pablo IV y Pío IV de ordenar la cubrición de gran parte de los desnudos y sólo la intervención in extremis de la Academia romana logró evitar que Clemente VIII lo destruyese por completo.

A partir de este momento y en nombre del decoro, se abrió la veda contra el desnudo. No solo se condenaba el Juicio Final miguelangelesco, también las historias paganas, los desnudos y todo aquello que contuviera una belleza provocativa que corrompiera la finalidad devocional y pedagógica de la imagen. Pío IV hacía retirar todas las estatuas antiguas que decoraban el Belvedere y los jardines papales para sustraerlas definitivamente de la visión pública relegándolas a espacios privados.

En este ambiente puritano sin precedentes tuvo lugar uno de los episodios más tristes en la historia del arte. Es el protagonizado por el escultor manierista Bartolomé Ammanati que en una carta pública dirigida a la Academia entona un dramático "mea culpa" por haber trabajado el desnudo y que recoge P. Barocchi en su antología. "Discurrid con prudencia en nuestro trabajo y en especial en las iglesias que bajo el prudente pontificado en el que estamos tal abuso vicioso se volverá contra todos, refrenando el licencioso modo de hacer de los escultores y pintores".

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Concluye reconociendo que no es en hacer desnudos donde se muestra la calidad del artista y como ejemplo pone el Moisés de Miguel Ángel, donde se aúnan excelencia y salud moral.

Años después Francisco Pacheco, en el tratado Arte de la pintura, publicado en Sevilla en 1649, recogía la importancia de este concepto al que dedica varios capítulos y muchas advertencias dirigidas a sus colegas pintores. Es curioso comprobar que teniendo a gala su gran formación en las letras clásicas, propia de un hombre más del XVI, concluya con una noción del decoro fuertemente apoyada en la decencia y suele contraponer la excelencia en el arte con la poca decencia en sus propósitos. En la construcción de su discurso, Pacheco se apoya y recurre de forma constante al tratado de Ludovico Dolce ya citado y extrae literalmente algunos de los errores comunes del juicio final de la Sixtina. "... ¿Quién osará afirmar que sea bien hecho que en la iglesia de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, en una Roma donde concurre todo el mundo, en la capilla del Pontífice... se vean pintados tantos desnudos que demuestran indecentemente la haz y envez? ... cosa a la verdad indigna de aquel sagrado lugar" (Pacheco, 1956,1:347).

Asimismo, se sancionó lo inconveniente, en el sentido más horaciano y vitruviano del término. De esta manera, y siguiendo con Pacheco, se pone el ejemplo de Miguel Ángel cuando pinta "... la barca de Carón, fingida de los poetas, con almas que van pasando en ella, a imitación del Dante. Cosa, a mi ver, no decente, poner en un artículo de fe que se presenta al pueblo cristiano fantasías gentílicas (bien que se interpreten alegóricas) de que no hay necesi-dad habiendo de ser la pintura libro verdadero y más en lo sacro" (Pacheco, 1956,1:344).

La aplicación del decoro modificó la interpretación de temas y géneros, tanto en el capítulo de la historia sagrada como en la profana. Respecto al primero se aconseja abandonar pasajes célebres como el de la lactancia del Niño en la huida a Egipto, historia que en el arte medieval había sido interpretada de forma harto sensual y por ello, inconveniente, lo que no impidió que en pleno fragor ideológico, El Greco, haciendo gala de la libertad de pensamiento que le caracteriza, la pintara para el Hospital Tavera. Lo mismo ocurrió con la representación de los penitentes, en especial con María Magdalena sobre la que cayó un manto decoroso que

evitase cualquier licencia anatómica como las que Tiziano había creado (fig. 19). Tanto a ella como a su compañero de religión, san Jerónimo se les cubre de pies a cabeza ya que "no es necesario para darse en el pecho desnudarse hasta los zapatos" en opinión del inefable Francisco Pacheco y desterrando de un plumazo el bellísimo modelo creado por Durero y seguido por todos los pintores del Quinientos.

Si pasamos a la pintura mitológica donde el desnudo es omnipresente, la condena se radicaliza. En general se tiene la idea del desnudo como algo vergonzante ya que era el castigo que se infringía a las muchachas de Israel cuando no cumplían la Ley como se recoge en el Éxodo y en el Deuteronomio nuevamente el castigo va unido

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a la desnudez y el hambre. Lo cierto es que abundan los testimonios en los que se condena el gusto generalizado de príncipes, nobles y altas jerarquías eclesiásticas por este género y su uso y disfrute en los camarines privados, aunque unánimemente reconocen que es este un mal menor. De las historias mitológicas solo se aceptaron aquellas que eran susceptibles de ser interpretadas en clave moral de ahí las historias de Palas Atenea -la Minerva latina- diosa de la sabiduría y prudencia, de Hércules y Sansón ya que el resto del elenco olímpico difícilmente podía ser salvado. Aun así en las decoraciones efímeras tan del gusto de la cultura barroca convivían con Júpiter, Apolo y otros dioses previo paso por el filtro de los asesores en materia de iconografía utilizados por la Inquisición. En muchos casos consiguieron hacer de la mitología una verdadera alegoría moral convirtiendo a los dioses en ejemplos de virtudes.

Con la pintura de batallas sucedió algo similar. La inclusión de este género en espacios sagrados, no era a priori conveniente solo si se hacía una selección previa. Esto es, solo si esa batalla tenía un significado de cruzada contra el hereje y el mal, sea este encarnado por el turco o por el protestante alemán; es decir se destacaba la versión más didáctica de la historia y del pasado. Solo en estos casos el género pasó a cumplir con el requisito del decoro y por tanto a formar parte de la decoración de catedrales, iglesias y monasterios. De cara al fiel eran lecciones de lucha y sacrificio en aras de la pureza de la fe. Y lo mismo con el retrato, o al menos un tipo de retrato, aquel que se acompañaba del santo protector. En estos casos es frecuente la composición in abisso (fig. 20). Es una modalidad en la que el retratado aparece en el primer plano pero en un ángulo inferior y contemplando la imagen del santo, el que sea, que se convierte en el verdadero protagonista de la escena. En estos casos el decoro obliga a distinguir claramente entre el espacio terrenal y el sagrado algo que no siempre había estado delimitado con claridad.

El decoro también afectó a la arquitectura condicionando determinadas tipologías que pasaron a ser desaconsejadas. Como se ha dicho más arriba fue el arzobispo de Milán y

cardenal Cario Borromeo quien abordaba el tema de la arquitectura religiosa. Una de las recomendaciones más importantes fue la que afecta a la concepción de la planta ya que recomienda la cruz latina por el evidente simbolismo cristológico y en cambio, previene contra el uso de las plantas centralizadas, especialmente el panteón por su innegable origen y recuerdo pagano. Igual que ocurriera con la mitología, este tipo de arquitectura "pagana" hubo de ser "moralizada" a través de los ejemplos arquitectónicos que contiene el Antiguo Testamento respecto a tholos o estructuras similares.

Por lo tanto, la exigencia del decoro afectó a otras muchas facetas de la espiritualidad barroca como fue el capítulo de las procesiones e imágenes de vestir que fueron un quebradero de

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cabeza constante para las autoridades religiosas. En definitiva se trataba de cumplir decencia, honestidad y claridad y sólo así la imagen esculpida, pintada o vestida cumple con su finalidad, la de ser libro de los iletrados.

La historiografía actual tiende a abordar este periodo como una secuencia de reformas impulsadas desde el cristianismo renovado y ortodoxo, que culminaron en el Concilio de Trento. De cara a la historia del arte y al futuro de la pintura religiosa el último periodo fue el más interesante. Se inicia bajo el pontificado de Pío IV y ocupa los meses de 1562 y 1563, cuando se abordaron todos los aspectos de la vida y gobierno de la iglesia entre los que desta-can los asuntos de las imágenes, las reliquias, las ceremonias, la música sacra, las fiestas y un largo etcétera. En los días del 3 y 4 de diciembre de 1563 se dio paso a la Sesión XXV bajo el epígrafe De la invocación, veneración y reliquias de los santos y de las Sagradas Imágenes. De forma breve, pero contundente se pide que:

"... Enseñen con esmero los obispos que por medio de las historias de nuestra redención, expresadas en pintura y otras copias, se instruye y confirma el pueblo recordándoles los artículos de la fe... además se saca mucho fruto de todas las sagradas imágenes, no solo porque se recuerda al pueblo los beneficios y dones que Cristo les ha concedido, sino porque se exponen a los ojos de los fieles los saludables exemplos de los santos y los milagros que Dios ha obrado por ellos, y arreglen su vida y costumbres a los exemplos de los mismos santos..." (Martínez-Burgos, 1990).

Explícitamente el texto avisa de la triple funcionalidad que legitima el uso de las imágenes y que es el fin devocional, esto es sirven para fomentar la oración y el diálogo con Dios, el pedagógico puesto que instruyen y enseñan las historias sagradas y los capítulos de la fe y, finalmente, el modélico ya que las imágenes de los santos se convierten en modelos de comportamiento para el fiel que tiene así un referente al que ajustar su comportamiento virtuoso.

Las consecuencias sociales de la Reforma protestante y de la Contrarreforma se dejaron sentir con fuerza en las últimas décadas del XVI y toda la primera mitad del siglo XVII. La más inmediata, independientemente del credo religioso, fue el férreo control que la religión ejerció sobre la vida. Tal y como se ha reconocido en otras ocasiones, se iniciaba un proceso de "disciplinar" a la sociedad en todos los aspectos a fin de conseguir una sociedad compacta, "adiestrada" y dispuesta a obedecer a la autoridad de forma automática. De hecho, una de las características señaladas en el Barroco es la unión entre la Iglesia y el absolutismo de las monarquías reinantes. Religión y política se dieron la mano a fin de conseguir la homogeneidad cultural sin fisura, tanto entre católicos como entre protestantes.

Respecto a la creación artística, en casi todos los especialistas hay un punto de acuerdo y es que el Concilio de Trento no fue el responsable directo de la corriente de realismo que invadió el arte durante los años posteriores, si bien es cierto que al favorecer la creación de las imágenes dio vía libre para la expresión múltiple de todas las corrientes. Ante este contexto y frente a una férrea doctrina moral del arte, la postura de la Iglesia de Roma muestra las dificultades y las contradicciones que tuvo en el cumplimiento de sus imposiciones. No olvidemos que muchas de las historias puestas en cuarentena por la ortodoxia oficial se mantuvieron a lo largo del Barroco. En contrapartida, la demanda devocional se especializó en un tipo de imagen sagrada de fuerte emotividad, cercana y que facilitara la "empatia" entre

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el fiel y Dios, al margen de imposiciones intelectuales. Una imagen que al mismo tiempo, difundiera de forma clara, legible y monumental aquellos puntos que habían sido atacados por los protestantes. Los sacramentos, especialmente el de la penitencia, el martirio y el valor intercesor de los santos, además del papel mediador de María, difundido con la Inmaculada Concepción, constituyen el mejor soporte de la pedagogía contrarreformista. Además, la pasión de Cristo articuló una serie de manifestaciones iconográficas peculiares. No sólo se mantuvo la Compassio Mariae, inundada en lágrimas, sino que la "imitado Christi" orientó a los penitentes, a los visionarios, a los mártires. Ciertamente que hemos de reconocer que la Pasión nunca había dejado de ser el centro del cristianismo, pero con una diferencia sustancial, pues mientras que en el pasado la muerte de Jesús era un dogma dirigido a la razón, a partir de ahora, se forja una imagen conmovedora que hable al corazón. La atracción, o mejor dicho, el protagonismo de las lágrimas en el nuevo sentimiento religioso obedecen a unas fuentes y textos que claramente animan y proporcionan imágenes que se llenan de patetismo y sentimiento.

En cuanto al lenguaje artístico capaz de transmitir estos valores todavía hoy se discute si el estilo de la Contrarreforma fue el Manierismo o el Barroco. Admitiendo que sin tener una fisonomía unificada ni claramente definida, sea cual fuere, el arte de la Contrarreforma necesitaba claridad ante todo y eso era, precisamente, lo que le faltó al Manierismo: claridad, realismo e intensidad emocional (Wittkower, 1979:23). Por tanto, no es de extrañar que a partir de la década de los 80 en adelante, se fueran asentando unas bases más sólidas sobre las que surgirá el Barroco.

Bibliografía comentada AA.VV. (2007): Durero y Cranach. Arte y Humanismo en la Alemania del

Renacimiento, Catálogo de exposición, Madrid, Museo Thyssen-Bor-nemisza. Coordinado por Fernando Checa hace una revisión completa del panorama alemán en los años de la reforma. En este sentido consultar el artículo de Rainer Schoch.

BATTISTI, E. (1990): Renacimiento y Barroco. Cátedra, Madrid. Obra clásica por excelencia recoge parte del debate de los moralistas italianos en torno a la pintura sagrada y aborda conceptos como "invención", "historia" y "decoro", con claridad y precisión.

GOMBRICH, E. (1997): La Historia del Arte contada por Ernest Gombrich, Madrid, Ed. Debate. Aunque el libro es una visión general de la Historia del arte, el capítulo diez y siete, dedicado a Alemania y Países Bajos en la primera mitad del siglo XVI es una magnífica síntesis.

MARTÍNEZ-BURGOS GARCÍA, P. (1990): ídolos e Imágenes. La controversia del arte religioso en el siglo XVI español, Valladolid, Universidad de Valladolid. Estudio dedicado al ámbito español, estudia todo el periodo cronológico desde Cisneros a Trento perfilando los puntos ideológicos claves para la Contrarreforma.

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TEMA 2 Caravaggio, un valent'huomo Palma Martínez-Burgos García

Lejos de ser homogénea, la pintura europea del siglo XVII ofrece múltiples variantes debido a la diversidad de factores políticos, religiosos y sociales. De todos ellos, el religioso fue determinarte ya que por primera vez, tal y como hemos visto, se produce una división muy clara entre los países católicos -España, Francia, Italia- y los protestantes -Inglaterra, Holanda y gran parte de Alemania-.

No obstante Roma seguía siendo la cabeza y motor de la creación artística y el mayor foco de atracción para los artistas de toda Europa. Allí acudieron pintores como Rubens, Ribera, Velázquez o Poussin para formarse y participar en las grandes y acaloradas discusiones que se estaban formulando. Por otra parte, los viajes, la circulación de las obras, la imprenta y los grabados favorecieron el intercambio rápido de experiencias haciendo que el Barroco no sea solo un arte italiano, sino europeo. Por su parte, la Iglesia triunfante y reforzada tras el Concilio de Trento se convirtió en el principal portavoz de la nueva cultura que se impuso en todo el ámbito católico, tanto que Giulio Cario Argan define el arte del siglo XVII como una revolución cultural en nombre de la Iglesia católica.

A pesar de la diversidad de lenguajes artísticos había un punto en común y era la creencia de que el arte había errado el camino y tenía que volver a la verdad. Era la manera de reconocer el agotamiento del Manierismo y la necesidad de crear una vía menos artificiosa, más directa y veraz. Tanto en la Europa protestante como en la católica se despertó el interés por la observación de la naturaleza de forma objetiva plasmándola con la máxima realidad. Junto a ello, nació el afán por descubrir nuevas armonías de la luz y el color. Desde todas par-tes se daba una reacción en contra de la pintura manierista, por su artificiosidad y caprichos. Alejada de la realidad, se siente que no resolvía el problema de la Historia y de la Naturaleza. En cambio, de ahora en adelante la tarea de los pintores de la Europa del siglo XVII será ver y observar con los ojos limpios.

En Roma se hablaba entonces de dos jóvenes artistas que habían llegado desde sus respectivas ciudades italianas y que aportaban, a partes iguales, frescura, atrevimiento y rupturas pero por caminos bien distintos. Eran Anníbal Carracci (1560-1609) procedente de Bolonia y Miguel Ángel Caravaggio (1571-1610) oriundo de una pequeña localidad de Milán

Los Carracci eran una familia de pintores formada por los hermanos Agostino y Annibal junto al primo Ludovico. De todos, el más importante fue Annibal cuya apuesta suponía la vuelta al arte clásico recuperando la lección de Venecia, de Correggio y de Rafael alejada de las estridencias de Tintoretto y del Greco; de ellos sólo toma el gusto por las composiciones complejas y el énfasis de la luz y el color pero en ningún caso puede decirse que el Barroco sea una continuidad del Manierismo. Al contrario, el arte de Annibal aporta equilibrio y armonía amén de un canon de belleza clásica indiscutible, bañada por una luz uniforme'(fig. 1). Su lema era la fidelidad a la naturaleza, pero a una naturaleza purificada de sus elementos

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más vulgares, con ello crea un estilo fiel a la estatuaria antigua y a los maestros del Renacimiento clásico. Menos subversivo que Caravaggio, la apuesta de Carracci fue decisiva para la pintura a la que aporta la vía del Idealismo y durante más de dos siglos su obra ejemplificó las bases de las enseñanzas de la Academia.

A pesar de situarse en las antípodas Carracci y Caravaggio compartieron clientes y elogios del público romano que fue consciente de la novedad y grandeza de ambos. Frente al Idealismo del primero, Caravaggio aportó el Naturalismo, es decir, la visión directa y sin idealizar de la Naturaleza, tal y como él la veía. No sintió ningún respeto por la belleza ideal ni interés por los modelos clásicos y parecía que su único objetivo era escandalizar a un público acostumbrado a ver los protagonistas de la Historia sagrada como figuras solem-nes y respetables. En cambio él los veía como gente normal, sinceramente vulgar bajo una iluminación fuertemente contrastada creando choques violentos entre las zonas de luz y las de sombra. Esta forma de dirigir la luz hace que los cuerpos no parezcan "suaves ni graciosos, sino que es dura y casi cegadora en su contraste con las sombras profundas, haciendo que el conjunto de la extraña escena resalte con una inquebrantable honradez que pocos de sus contemporáneos podían apreciar, pero de efectos decisivos sobre los artistas posteriores" (Gombrich, 1997:393).

No le asustaba ni el enfoque directo de las personas ni la fealdad que de ello pudiera resultar, no quería ajustarse a las normas que dictaban la tradición o el buen gusto. De este modo los críticos le acusaron de "naturalista" y a veces de cosas peores. El naturalismo de Caravaggio, es decir, este deseo de copiar fielmente la naturaleza se acentuó en comparación con la belleza del idealismo de Carracci. Pero hoy sabemos que Caravaggio no pintaba tal cual captando con sumo detalle y cuidado toda la idiosincrasia de sus modelos como él mismo difundió en su leyenda. También sabemos que desarrolló y utilizó un repertorio de fórmulas -unas inventadas, otras tomadas de la tradición- con las que afrontar actitudes, poses, emociones y cuyo uso sistemático estaba al margen de cualquier realidad. Y si analizamos la evolución de Caravaggio advertimos que, de forma gradual, irá

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sacrificando la disposición lógica y la coordinación racional de las figuras a fin de aumentar el impacto emocional que desea transmitir.

En una trayectoria corta pero muy intensa, la obra de Caravaggio a partir de 1599 en adelante se dedica, casi de forma exclusiva, a la temática religiosa. Como otros pintores anteriores a él, debía leer en profundidad la Biblia e hizo todo lo posible por acercar los personajes de los textos sagrados y que parecieran reales, humanos y tangibles (fig. 2). Es indudable que detrás de este afán puede rastrearse la importancia de los jesuítas y del método ignaciano de los Ejercicios espirituales. El poder que se otorga a los sentidos, más que al intelecto, para la comprensión de los misterios de la fe justifica el realismo en la figuras y que éstas sean ante todo verosímiles, sólo así el fiel participa de la revelación en una intensa experiencia personal.

En la definición de la Iglesia triunfante, además del decisivo papel de los jesuitas hay dos figuras clave representantes de una espiritualidad concreta y de una nueva manera de vivir la religión. Ambas coinciden en el cambio de la centuria y son el arzobispo de Milán y cardenal Cario Borromeo, y san Felipe Neri y su recién fundado Oratorio. Al igual que la Compañía de Jesús, se alejaron de toda especulación teológica y a cambio predicaron un acercamiento práctico y humanizado de la experiencia religiosa.

Borromeo insistía en la devoción ardiente sobre la pasión de Cristo y para ello fomentó las lecturas de manuales y ejercicios que instruyeran la imaginación y la meditación acerca de estos temas. El mismo lo practicaba y sabemos que uno de sus libros de cabecera era el Memorial de la vida cristiana de fray Luís de Granada (1561). El eje que articula la fe del cardenal era la caridad para con los pobres que se convierten en su gran objetivo. Desea devolverles la dignidad recuperando la virtud cristiana de la humildad. En su discurso los

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pobres y los humildes son la imagen terrenal de Cristo y a ellos les dedica toda su atención (Langdon, 2010:36).

Las reflexiones del obispo sobre los horrores de la peste que asoló Milán, la austera grandiosidad con la que exhortaba a sus fieles a fin de que se mantuvieran fuertes y unidos y su sentido de la dignidad para con los pobres y humildes marcaron a Caravaggio mucho después de su marcha a Roma y condicionaron su concepción de los protagonistas de la historia sagrada.

Las enseñanzas del Oratorio de san Felipe Neri es otro de los ejes señalados en el arte de Caravaggio. Uno de los rasgos que distinguía a los seguidores de san Felipe Neri era el espíritu alegre y profundamente piadoso que presidía las reuniones de seglares donde se predicaba y disertaba de forma espontánea siguiendo sólo el "criterio íntimo". Reconocido en 1575 por el papa Gregorio XIII el apostolado del Oratorio llegó a todos por igual a partir de un grupo de sacerdotes seculares, unidos por la obediencia voluntaria y la caridad. Una prueba del respeto que sus contemporáneos sintieron por él fue que a los dos meses de morir, en mayo de 1595, se iniciaba el proceso de canonización que culminaba el 22 de mayo de 1622, en la misma ceremonia en la que se canonizaba a los otros tres grandes reformadores de la Iglesia, Teresa, Ignacio y Francisco Javier.

Entre las personas más influyentes del círculo de Neri figura el historiador Cesar Baronio autor de los Anales eclesiásticos donde mostraba la autenticidad de la Iglesia católica y hacía una revisión de su historia tomando como eje la sencillez y la pureza primitiva. La investigación histórica de Baronio, que le llevó más de treinta años a partir de la publicación del primer volumen en 1588, tuvo una influencia decisiva sobre los pintores religiosos de la época y venía a ser un refuerzo a los tratados de Borromeo y del propio Paleotti. De hecho, en 1590 la Academia de San Lucas difundía sus postulados en consonancia con las enseñanzas de los grandes moralistas post conciliares:

"... la pintura de tema sagrado debe ser accesible a todos. Debía imitar la realidad y crear figuras que parecieran auténticas y tangibles; tenía que transmitir la realidad histórica de las escenas bíblicas, con una clara definición del tiempo y el espacio, así como la edad y la estructura física de las figuras. Censuraba la alegoría, pues los pintores debían mostrar las cosas como las percibe el ojo humano. Creía que el arte dirigido al gran público debía ser tradicional y conservador; se oponía a la novedad y a los temas poco corrientes... el arte no debía idealizar, si bien el clasicismo había de templar el naturalismo y éste no debía causar asombro ni conmoción..." (Langdon, 2010:71).

Este es el ambiente en el que Caravaggio empieza a pintar. Es verdad que su arte se convirtió enseguida en el gran baluarte de la Contrarreforma si bien nunca dejó de causar asombro y admiración, pero en sus inicios no había asomo de temas religiosos. Antes al contrario, sus primeras obras eran cuadros de gitanos, músicos, tahúres y jugadores de cartas, cestas de flores y frutas que asombraban por el enfoque tan preciso y real. Su aprendizaje se inicia en el taller del pintor milanés Peterzano, en 1584 y se especializa en naturalezas muertas y algunas obras del natural. Siguiendo las enseñanzas tradicionales, allí aprendió a preparar los colores y supuestamente a dibujar y a pintar al fresco, también estudió anatomía y perspectiva pero poco o nada se sabe de qué pintó realmente durante estos años. Se cree que iba ampliando su formación viajando a las localidades vecinas como Bérgamo, Brescia,

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Cremona, Lodi y quizás Venecia. Además se fue familiarizando con la teoría artística entonces en boga en Milán donde las ideas de Leonardo y los escritos de Lomazzo daban pie a debates en los que Caravaggio debió hacer su debut. A grandes rasgos se elogiaba la capacidad de la pintura para engañar a los sentidos y para asombrar al espectador con la creación de otra realidad.

Lo cierto es que en esta fase temprana sus biógrafos le definen como un personaje turbulento, extravagante y amigo de peleas y altercados. Algo común en una Milán violenta y pendenciera en cuyas calles era fácil encontrar a los arrogantes "bravi", gente sin casa ni ocupación y siempre dispuestos a llegar a las manos. En todo caso, fue este un rasgo que ha formado parte de su leyenda haciendo de él el primer bohemio de la historia de la pintura; anárquico, inconformista, extravagante y lúgubre, siempre en permanente confrontación con la autoridad, su vida fue de todo menos tranquila, incluso en las mejores épocas, y para completar este extraño historial en 1606 tuvo que huir de Roma acusado de homicidio.

A pesar de su fama y de los desagradables sucesos que protagonizó, el pintor contó con fervientes y entusiastas admiradores, mecenas en definitiva que no dejaron de protegerle.

Pertenecieron a la nobleza y al alto clero y compar-tían un cierto carácter de liberales, entusiastas y emprendedores (Wittkower, 1979:38). Entre ellos cabe destacar a la poderosa familia de los Colonna, con quienes se alojó recién llegado a Roma, los hermanos Mattei, los hermanos Crescenzi, Escipione Borghese, Vicenzo Giustiniani y especialmente el cardenal Francesco María del Monte, el primer mecenas que tuvo y de quien se decía que era "una especie de ministro eclesiástico de las artes en Roma" (fig. 3). Todos sin excepción "cayeron víctimas de la moda Caravaggio" en palabras de Baglione.

La llegada del milanés a Roma se produce en el otoño de 1592 y marca una etapa en su carrera que durará hasta 1599 integrada en su mayor parte por cuadros pequeños de una o dos figuras. Era un desconocido artista lombardo de veinte años que se encuentra una capital cosmopolita "de intelectuales, científicos, artistas, empresarios, embajadores y diplomáticos; era una ciudad donde el lujo y el esplendor convivían con una pobreza miserable y una violencia insólita" en palabras de Helen Langdon.

En esos años, antes de finales de siglo en Roma, coexistían una serie de tendencias artísticas que aunque mostraban en sus fórmulas un cierto cansancio, aún se resistían a desparecer, especialmente porque contaban con el favor de los Papas que apostaban por una arte más tradicional, alejado de los experimentos que estaban a

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punto de producirse. Rudolf Wittkower señala hasta cuatro tendencias. La primera es la del manierismo "vivo y decorativo" de Federico Zuccaro, cosmopolita, intrigante e intelectual que ejerció una enorme influencia sobre los pintores de de Sixto V (1585-1590) y de Clemente VIII (1592-1605). La segunda es la de los florentinos que mantenían vivo el recuer-do de Miguel Ángel cultivando un diseño sólido y rítmico. La tercera tendencia es la Girolamo Muziano, pintor de éxito de Gregorio XIV y que introdujo en Roma el sentido del color veneciano y la amplitud de los paisajes flamencos a la manera de Paul Brill y, como última alternativa, estaba la estela dejada por Correggio representada por Federico Barocci. (Wittkower, 1979:27). Así pues en los primeros años de la nueva centuria los viejos maestros seguían cultivando un Manierismo caduco y suavizado, de ahí la novedad que supuso la llegada de los dos jóvenes pintores -Michelangelo Caravaggio y Aníbal Carracci- y aunque ninguno de ellos consiguió una repercusión inmediata en las políticas artísticas papales, sí revolucionaron el panorama romano en el que irrumpieron con fuerza.

La carrera de Caravaggio en Roma comienza a la sombra de los Colonna que le brindaron alojamiento, si bien fue una estancia corta y a juzgar por los testimonios de sus contemporáneos, desagradable. Las primeras obras que pinta son el Joven Baco enfermo y el Muchacho con cesto de frutas, a estas le siguieron otras tan célebres como La buenaventura y Una partida de cartas. Eran temas desconocidos y sin precedentes en Roma y aunque haya algún raro ejemplo en la pintura del Norte fue una novedad que le abrió las puertas para el favor y protección del cardenal Del Monte en cuyo palacio se instala en 1595. Para él pinta después Los músicos y El tañedor de laúd. En todas estas obras Caravaggio va desarrollando su peculiar concepto de la realidad ya que muchas de ellas tienen una clara inspiración en las escenas teatrales y en la literatura de la época que le sirve de modelo a la hora de interpretar las escenas. En ellas hay una atención extrema a los detalles, especialmente a las com-posiciones con naturalezas muertas como esa impresionante Cesta con frutas reflejo del gusto y el interés por el mundo científico y los descubrimientos de la naturaleza que presidían las reuniones en el palacio del cardenal Del Monte. También son de esta época el Baco y el Muchacho mordido por un lagarto en los que mantiene el mismo enfoque aproximativo, con gran economía de medios y composiciones de medias figuras y con uno o dos personajes, tres en el caso de Los músicos (fig. 4). La luz de esta época no es tan dramática ni tan efectista

como la que presidirá su creación posterior por eso los colores son brillantes, luminosos y transparentes con apenas algunas sombras. También en el dibujo se advierte precisión y fuerza además de una atención escrupulosa por el detalle y las formas individuales subrayadas por el color local. Por otra parte, la manera de sugerir el espacio es también muy simple ya que suele ser un escorzo mínimo el que lo

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visualiza. En definitiva y en opinión de Rudolf Wittkower, estamos ante un pintor en el que todavía perduran los ecos del Manierismo y de unas enseñanzas tradicionales si bien las sabe presentar bajo un aspecto impactante y novedoso (Wittkower, 1979:48).

A finales de los 90 aparecen las primeras obras de tema religioso que hasta entonces era inexistente en su producción. Una de las más tempranas es la maravillosa composición del Descanso en la huida a Egipto (fig. 5) cuyo cliente nos es desconocido. El pasaje lo recoge el Evangelio de san Mateo (2, 13-14) y dice que:

"... partido que hubieron, el ángel del Señor se apareció en sueños a san José y le dijo Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo. Levantándose de noche, tomó al niño y a la madre y se retiró hacia Egipto".

La interpretación que hace Caravaggio del pasaje bíblico conecta con el sentimiento religioso de los oratorianos al fundir naturaleza, música y oración creando una atmósfera bucólica, tierna y luminosa y en cierto modo es un guiño a su protector Del Monte a quien gustaban los temas musicales. Como también han reconocido otros autores, la interpretación de la escena conecta con el sentimiento medieval al insistir en la humildad de los viajeros, un sentimiento propio de los artistas del Norte y que enraizó entre los pintores lombardos. La ancianidad de José frente a la moda que hacía de él un hombre joven es un detalle que insiste en la fragilidad del grupo. Parece que el propio Borro-meo aconsejaba volver a retomar al anciano san José para añadir una nota más humana, la misma que aporta el asno con quien crea un cuerpo compacto custodiando a la Virgen. El ángel en primer plano añade ese rasgo de bucolismo que se refuerza en el despliegue de la naturaleza y al otro lado, la Virgen des-cribe un gesto maternal y de protección que rezuma melancolía. En medio de esta escena idílica aunque a la vez inquietante, el pequeño bodegón de la garrafa y el saco que Caravaggio despliega en primer término nos devuelve al naturalismo más convincente, al igual que las alas del ángel, seguramente pintadas una a una a partir de las de una paloma. (Langdon, 2010:158). Una interpretación similar en la que une el sentimiento religioso con la capacidad benéfica de la naturaleza que adquiere tintes sacralizados, es el Éxtasis de San Francisco donde nuevamente conecta con los pobres y humildes. En esta ocasión, quizás la

primera, aborda el tema del éxtasis que desarrollará en sus años posteriores y aunque aquí no indaga en los efectos emocionales, sí describe una escena cargada de misterio especialmente por la tenue luz que se abre camino en medio del oscuro atardecer del cielo. Cuando, pasados los años evoque de nuevo las visiones y los efectos sobrenaturales, como en La conversión de San Pablo o

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en la Vocación de San Mateo encontraremos un lenguaje plenamente madurado sobre el manejo del gesto y de la luz.

Pero en la frontera de 1599 cuando está pintando estas obras nos muestra un estilo cuidado, donde observa directamente sus modelos que adquieren una solidez próxima a las naturalezas muertas. Crea, además un lenguaje muy personal debido a la novedad iconográfica con la que interpreta algunos temas. Por ejemplo en esa bellísima María Magdalena (fig. 6) donde vuelve a unir lirismo y melancolía a partes iguales. Parece ser que

su modelo fue una célebre cortesana romana llamada Fillide a quien retrata en un ejemplar hoy destruido. No se sabe quien fue su cliente aunque se piensa que era alguien del círculo de su protector, algo habitual en estos años.

Para la Iglesia contrarreformista la santa fue el mejor ejemplo con el que predicar el valor del arrepentimiento y la penitencia, de modo que su culto tenía un gran arraigo ya desde el siglo XVI. Tiziano y los pintores venecianos la habían concebido de medio cuerpo, ante la cueva, envuelta en su larga cabellera y arrasada en lágrimas mirando al cielo. Llora de amor, como tantos santos incitados por los propios tratados devocionales de la época que invitaban a aparejar las lágrimas para contemplar la pasión de Cristo y el martirio de los santos. En todo caso, Caravaggio rompe esta tradición y hace una interpretación magistral. Con un enfoque ligeramente elevado empequeñece a la figura casi pegada al suelo. Una silla baja y un gesto en el que busca protección hablan de

abandono, de soledad, de búsqueda de un nuevo destino mientras que las joyas, perfumes y aderezos se despliegan indolentemente. La luz dorada cae sobre la bellísima cabellera que resalta el poder de seducción que ya de por sí tiene la escena turbadora pero no lasciva, como pedían los nuevos moralistas. Viste las ropas de cortesana pero es una sobrecogedora lección de desamparo y de culpa.

La sobriedad de estas escenas habla de cómo Caravaggio va definiendo la narración del hecho religioso. En esta etapa, destaca una gran economía de medios, donde no hay grandes alardes compositivos y donde, hasta ahora, reina el silencio compositivo. El mismo que en las escenas de Santa Catalina de Alejandría y Judith y Holofernes pero a diferencia de las anteriores aquí abandona el encanto giorgionesco para dar paso a una visión más violenta. La primera, santa Catalina, la pintó para su protector alrededor de 1598-1599 (Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza). A diferencia de las delicadas y virginales interpretaciones de otros pintores, Caravaggio, que vuelve a tomar como modelo a la bella Fillide, le dota de valor y decisión; la clave está en el gesto con el que sostiene la espada. Es, de nuevo, la "mujer fuerte" que elogia la Biblia y por ello es una visión tremendamente moderna y real que se abre

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camino en medio de una oscuridad física y espiritual.

En Judith y Holofernes (fig. 7) de la misma época pero para Ottavio Costa amigo del cardenal del Monte, mantiene la atmósfera amenazadora pero aquí más violenta, más en conexión con la idea del martirio y la muerte ciega que predicaba la Iglesia. Contrapone el bien y el mal en una lucha desigual donde solo la fe puede salir victoriosa. Holofernes, despierto se retuerce antes de morir y su cuello sangrante queda a la altura de nuestros ojos de forma deliberada. Helen Langdon señala el método de pintura natural que sigue Caravaggio en esta obra:

"Sobre la superficie del cuadro se perciben unas líneas buriladas -alrededor del brazo y hombro izquierdo de Judith, alrededor del cuello de la vieja sirvienta y alrededor de la cabeza de Holofernes- y parece ser que, al pintar a partir de modelos del natural Caravaggio las usó para corregir los elementos esenciales de la composición. Y es que no podía cortarle la cabeza, y un estudio con rayos x ha revelado que debió de pedirle que adoptara distintas posturas durante el desarrollo de la composición. Su método del natural confería a sus cuadros la inmediatez de un cuadro vivo, acaso como los que se presentaban para el Jubileo"

(Langdon, 2010:204).

La historiadora cree que cuando Caravaggio pinta esta escena está bajo el impacto que debió causar la ejecución pública de unos bandidos y de ahí la inmediatez del acto en el que se mezcla por igual horror, sangre y sexo como si de un drama sadomasoquista se tratase. Similar atmósfera la hallamos en David y Goliat, (Madrid, Museo del Prado) también de la misma época y donde reconocemos los rasgos de Caravaggio en el gigante caído, como si fuera un presagio de su futura

condición de víctima a manos del verdugo.

Sean o no los horrores de una época, no dejan de ser evocaciones de una extrema violencia con las que Caravaggio se ha adentrado en una etapa distinta de su trayectoria marcada por dos encargos de suma importancia y que le catapultaron a la fama. Fueron los trabajos para decorar la Capilla Contarelli en San Luis de los Franceses y la Capilla Cerasi en Santa María del Popólo.

Los Contarelli habían comprado la capilla dedicada a San Mateo en la iglesia de San Luis de los Franceses y deseaban decorarla con escenas de la vida del santo relativas a su vocación

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y martirio. Sin embargo la muerte de Contarelli y una serie de avatares con los albaceas, la familia Crescenzi, obligó a parar las obras iniciadas y a una serie de cambios en la tutela de la capilla. Al final, el 23 de julio de 1599 Caravaggio aparece por primera vez en los contratos de la mano de su protector, el omnipresente cardenal Del Monte. Para el pintor esto fue un reto en toda regla porque hasta ahora sólo había pintado escenas líricas y elegantes. Ahora se trataba de interpretar el drama de la religión en la persona de san Mateo a través de los dos temas que expresamente se le habían encargado: la Vocación de San Mateo y el Martirio de San Mateo (Roma, San Luis de los Franceses). Empezó por este último pero ante las dificultades que le asaltaban decidió ejecutar primero el pasaje de la Vocación (fig. 8).

El contrato le pedía que pintara al santo en la oficina del recaudador de impuestos contando afanosamente el dinero cuando en ese momento pasa Cristo, le señala y le llama. En la escena pintada por Caravaggio, Cristo permanece casi en la semioscuridad y enfrente dispone una pared que se ilumina tenuemente hasta llegar al gran foco que distingue al apóstol sorprendido en medio de la faena y rodeado por sus ayudantes. En la imaginería cristiana el manejo de la luz siempre ha servido para extremar los contenidos simbólicos. Mediante la luz se nos revelan las verdades de la fe y su uso va muy unido a la mística (Martínez-Burgos, 1999). Es una luz que no tiene un origen celestial, que aísla, que posee un protagonismo propio ya que muchas veces sustituye la voz en off del teatro. De hecho, en la escena parece decir "Levántate y sígueme". Los compañeros del apóstol y el propio apóstol van vestidos a la moda, también el escenario es moderno sin embargo: "la antítesis entre la rigurosa tangibilidad de sus figuras, su unión al espectador, su falta de gracia e incluso su vulgaridad "su realismo" es lo que crea la extraña tensión que no poseen ninguno de los seguidores de Caravaggio" (Wittkower, 1979:56).

Solo cuando dio por terminada esta obra, pudo empezar, y acabar, la escena del Martirio

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(fig. 9). Ajustó el tamaño de las figuras, eliminó cualquier referencia espacial y creó una composición centrífuga desde la figura central del verdugo. Añadió como si fueran los radios de una rueda, un juego irreal de luces y sombras creando una atmósfera amenazadora. La idea del martirio cristiano la convierte en un asesinato real y prescinde de cualquier idealización previa aunque algunos detalles hablan del pasado heroico, como la desnudez de los pies del apóstol. Los gestos, las expresiones, los personajes añadidos poseen una inmediatez desconocida, abrumadora y casi mágica. Sus caras reflejan el terror y por eso huyen como si estuvieran presenciando una pelea callejera, una de tantas en las que participó el propio pintor, de hecho él mismo se autorretrata como testigo en la sombra.

Entregó los cuadros tarde pero a tiempo para el Jubileo de finales de 1599. Se instalaron de forma provisional en el Palacio Madama y allí, ante el asombro de propios y extraños, se dio a conocer al gran público y nació su leyenda. De hecho, sólo dos meses después de instalarlos, recibía otro encargo importante, la decoración de la capilla Cerasi en la romana iglesia de Santa María del Popolo, donde Aníbal Carracci estaba pintando el retablo.

En esta ocasión los dos temas escogidos eran san Pedro y san Pablo como grandes figuras de la Iglesia católica unidas por una tradición centenaria. En ellos empezó a trabajar nada más firmar el contrato en septiembre de 1600. Pero como va a ser común a partir de ahora, la elaboración estuvo llena de problemas porque los primeros cuadros no complacieron al cliente y fueron rechazados.

La primera versión de La conversión de San Pablo (Col. Odelcalchi, Roma) era una obra pasada de moda, una mezcla rara de Rafael y de un realismo poco elegante, con muchas figuras que se distribuyen de manera tosca e irregular creando una escena final bastante confusa. El rechazo hizo que Caravaggio meditara sobre el pasaje bíblico haciendo tabula rasa de cualquier interpretación anterior. Y creó una obra magistral, llena de fuerza y de vida (fig.

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10). Su rasgo más destacado es la austeridad y la quietud y es la luz la que revela el misterio, la que derriba a Saulo del caballo y la que transmite el mensaje. La luz es la que permite ver la revelación intelectual, la voz que solo oye el apóstol en su interior se hace visible y audible por el chorro que le baña de acuerdo con las palabras de la Biblia: "Entonces, de repente, allí brilló alrededor de él una luz celestial, cayó a tierra y oyó una voz que le decía 'Saulo, Saulo ¿por qué me persigues?' Por primera vez en la historia de la pintura Caravaggio interpreta en sentido literal y simbólico la fuerza de la luz frente a las tinieblas, que no es otra que la luz de Cristo en oposición a la oscuridad de quien se niega a abrir su corazón. Al margen del simbolismo, el modo de emplear el foco luminoso es un recurso sin precedentes ya que modela las figuras y les dota de una tridimensionalidad inigualable; a diferencia de Tiziano o de Rembrandt, la penumbra no las desvanece, siguen siendo sólidas e impenetrables.

No necesita nada más, sólo el primer plano, donde el protagonista aguarda con los ojos cegados, la boca abierta y los brazos protegiéndose. Parece que se nos viene encima en un escorzo cargado de dramatismo mientras que el caballo apenas encuentra espacio pues levanta la pata para no pisar al jinete derribado, también él sumido en el misterio.

En la pared contraria La Crucifixión de San Pedro (fig. 11), comparte las mismas cualidades. Está cabeza abajo, ofreciendo toda su humildad, bruscamente, sin el ropaje idealista de Rafael o Miguel Ángel. Es un hombre viejo, con las venas marcadas y arrugas en la frente, alejado de cualquier visión feliz del Renacimiento. Observamos un clavo, una espada, un trozo de madera con tal sencillez y proximidad que resultan convincentes. Nunca la imaginería religiosa había usado tan pocos elementos con tantos resultados.

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En ambas composiciones, las áreas de luz son bastante grandes y coinciden con el foco de interés, es más, individualizan al protagonista frente a todo lo demás. Este recurso lo irá cambiando con el tiempo ya que poco a poco la oscuridad acaba envolviendo todas las figuras, protagonistas o no, como ocurrirá en su obra del periodo napolitano y siciliano.

Cuando Caravaggio colocó los cuadros cuidó todos los detalles destinados a favorecer la capacidad ilusoria de sus composiciones. Hizo que recibieran una delicada luz directa a fin de mantener el efecto de dramatismo y la fuerza escultural de las figuras capaces de transmitir toda la tensión que contemplamos. El resultado fue impactante. Y toda Roma se hizo eco de la magia del pintor. Una de las crónicas que se pueden leer relata así el entusiasmo general "... pintaba historias con tal veracidad, vigor y relieve que a menudo la naturaleza, si no era igualada y conquistada, sí confundía al espectador con asombrosos engaños que atraían y embelesaban a quien los contemplaba" (Langdon, 2010:234).

Entre 1601 y 1603 Caravaggio entra en la plenitud de su carrera, recibe muchos pedidos y trabaja incansablemente. Por otra parte, a raíz de los encargos de San Luis de los Franceses y Santa María del Poppolo, inicia un cambio en la escena religiosa cada vez más sobria y, a veces, lacónica; también medita sobre la pasión de Cristo que sin duda es uno de los grandes ejes en los que se especializó la imagen religiosa del Barroco. Sin abandonar la representación de martirios, éxtasis y visiones la figura central de Cristo y de la Virgen empieza a cobrar protagonismo en parte también porque así interesaba a sus clientes.

En esta etapa se advierte claramente su interés por el dibujo y los estudios que hacía del natural que aunque no han sobrevivido le liberaban de una preparación previa. Es bien sabido que Caravaggio domina la técnica veneciana de pintar "alla prima" y de hecho, es fácil ver los

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"pentimenti" en el lienzo. Pero a diferencia de los maestros venecianos en Caravaggio nunca se advierte la pincelada suelta sino que apenas es perceptible, permanece sólida y ligera lo que da un sentido de proximidad y realismo aún mayor. Otro rasgo de esta etapa es el énfasis en los gestos que ya ha ensayado en las composiciones de la Vocación de San Mateo y en la Conversión de San Pablo. De ahora en adelante, todas las composiciones encierran una gestualidad muy subrayada que está a medio camino entre la retórica y la descripción. Son gestos elocuentes que hablan de emociones, de silencios y de mensajes. Hasta ahora la pintura nunca había hablado con esa sagrada elocuencia que está presente en este período de Caravaggio. Es cierto que son gestos codificados desde el mundo clásico, pero la frescura y la cercanía con que los maneja los hace nuevos, desconocidos para el gran público. Con ellos favorece la empatia, ese acercamiento emocional entre el fiel y el asunto pintado como si fuera un encuentro íntimo e intransferible, tal y como recomendaba Paleotti. En su tratado Discurso en torno a las imágenes sagradas y profanas, pide al pintor que sea capaz de conmover con un arte naturalista y humano; le exige que las figuras que pinte sean tangibles y reales.

Es lo que ocurre con composiciones como la Cena de Emaús (fig. 12) o la Duda de Tomás (Postdam, Sanssouci Bildergalerie). En ambas parece reflexionar en la fuerza de las palabras para mudar el ánimo. En la Cena, por ejemplo, congela la escena en el momento en el que el evangelio de san Lucas dice que Cristo "... tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y le reconocieron, y desapareció de su presencia" (Lucas, 24, 30-31). Compositivamente, la escena deriva de la que Tiziano había pintado allá por 1545 (hoy en el Louvre) pero lo que allí es reposo y quietud, aquí es todo lo contrario. La vida del cuadro viene del gesto violento fruto de una reacción física que a su vez, refleja una perturbación espiritual. Es como si los dos discípulos que no habían creído la noticia de la resurrección de Cristo de golpe comprenden su error. El que está de espaldas parece retroceder espantado; vemos sus ropas viejas, su cabello despeinado, el impulso incrédulo ante el resucitado. El que está a su lado abre los brazos en un escorzo incontenible y su rostro refleja la intensidad del momento. En medio de esta agitación solo dos figuras permanecen impasibles. Una es el tabernero que desconoce la naturaleza de su huésped a quien sin embargo observa con curiosidad. La otfa es el propio Cristo, situado en el centro de la composición, muestra tranquilo su faz velada y adelanta la mano bendiciendo unos alimentos que conforman un

bodegón prodigioso. Dice Wittkower que es el último recuerdo que le queda de su periodo anterior, cuando pintaba esas increíbles cestas de frutas. En esta oca-sión, sobre la mesa se despliegan unos alimentos y objetos que bien podrían conformar otro cuadro dentro del cuadro

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marcado por la potente luz que irradia el mantel proyectando sombras y volúmenes, jugando con el trampantojo, envolviendo al espectador.

En la Duda de Tomás ocurre algo similar y aunque la historia evangélica sea otra, lo que contemplamos es la identificación súbita de nuestro error y en consecuencia, el sentimiento espontáneo (fig. 13). "Alarga acá tu dedo y mira mis manos, y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel" (Juan 20, 27). Con un enfoque asombrosamente aproximativo, donde casi las figuras se quedan sin espacio, las cuatro cabezas se enlazan en miradas, gestos y palabras mudas creando una elipse abierta. Cristo lleva la mano de Tomás a la herida del costado y éste no sale de su asombro ni de su incredulidad. Son hombres vulgares, perplejos, a quien se les ha encomendado una tarea de titanes pero que todavía están en tinieblas. Como dice Helen Lang-don "no hay otro cuadro que refleje de forma más conmovedora la confianza sacramental en la nueva era, así como la ferviente creencia en la presencia real de Cristo en el sacramento de la Eucaristía" (Langdon, 2010:281). La misma autora confirma que este ejemplar, pintado posiblemente para el cardenal Benedetto Giustiniani a quien gustaban las escenas nocturnas y el realismo descarnado, se convirtió en una de sus posesiones más preciadas junto a otros caravaggios como la Oración en el huerto, San Jerónimo, María Magdalena y San Agustín, todos perdidos además de una Coronación de espinas hoy en Viena.

La oscuridad sombría de la Cena y de la Duda se mantiene en el Prendimiento de Cristo, pintado a comienzos de 1603 (fig. 14). Al fin y al cabo, Caravaggio debió pensar que nada mejor que la tiniebla para pintar la historia de una traición. Siguiendo el método habitual en estos años, el escenario desaparece para dar paso a un fondo neutro sobre el que se proyectan

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las sombras y las figuras. Estas se mueven en un primer plano con tal variedad de rostros, sentimientos y actitudes que adquieren la consistencia de un bajo relieve. A la luz de las linternas y en mitad de la noche, los evangelistas san Juan y san Marcos cuentan cómo Judas entregaba a Cristo mediante un beso delator. Como tantas otras veces une ambos relatos y crea una escena llena de dramatismo y tensión bajo una luz que procede de la izquierda, de fuera del cuadro, que armoniza los colores, resalta las texturas como por ejemplo el reflejo de la armadura del soldado, y acentúa la tragedia. Escoge la composición elíptica, muy del gusto de los pintores barrocos, lo que le permite crear toda una secuencia encadenada de gestos, miradas, movimientos que nos llevan de uno a otro en medio de la agitación del momento y en la que resalta la mansedumbre de Jesús. En la realización del Prendimiento se ve muy bien el método que ya había sido descrito por algunos de sus contemporáneos como Vicenzo Giustiniani, pero que sigue siendo clave para entender el papel de Caravaggio en el Barroco y en el denominado "realismo". Caravaggio es de esos pintores que unió la pintura del natural con la memoria pues no se limita solo a copiar de la naturaleza tal cual sino que sabe usar los modelos aportados por la tradición del arte antiguo y renacentista a los que incluso transforma gracias a la inmediatez de su visión y a la potencia de los gestos empleados. De hecho, la

composición está tomada de un grabado de Durero y en ella repite modelos que ya ha empleado con anterioridad; vuelve a utilizar el que le había servido para el tabernero de la Cena de Emaús y que aquí aparece como soldado. Repite igualmente el grito de angustia que veíamos en el Martirio de San Mateo y es posible que él mismo se autorretrate en esa figura imprecisa que sostiene la linterna. Con este método, el

lienzo se convierte en un gran puzzle de piezas, citas y recuerdos que sabe encajar pues el resultado es una escena viva, real y creíble, tal y como pretendían los predicadores:

"... Así, cuando vemos prender a nuestro Salvador, y vemos que es tratado tan mal... debemos pensar que estamos presentes entre esos villanos y que nuestros pecados son los que ellos maltratan..." leemos en el tratado espiritual escrito por el español Antonio de Molina.

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A lo largo de 1602 Caravaggio ha entablado amistad con los Mattei, poderosa familia romana en cuyo palacio se ha instalado y para quien trabaja incansablemente aunque no en exclusiva. En ese año, además de las obras que venimos estudiando, los Contarelli, que querían una escultura de san Mateo con el ángel para presidir su capilla, deciden encargar al pintor un lienzo con la representación del evangelista dados los problemas que estaba dando la escultura.

En esta ocasión y como empieza a ser frecuente de ahora en adelante, hubo de realizar dos versiones de San Mateo con el ángel, ya que la primera fue rechazada mientras que la definitiva sigue hoy expuesta presidiendo el altar de la capilla Contarelli de San Luis de los Franceses.

La obra que realizó el pintor en primera instancia fue un trasunto fiel de lo que se le pedía en el contrato: san Mateo en el momento de escribir el evangelio asistido por un ángel. El cuadro que estaba en el Museo del Kaiser Federico de Berlín, hoy está destruido aunque le conocemos por las abundantes reproducciones fotográficas que existen de él (fig. 15). En esta primera obra, Caravaggio actuó como un joven pintor apasionado, sincero, que había leído las Sagradas Escrituras con ojos nuevos y que quiso mostrar al mundo sin prejuicios "cuan penosamente un pobre anciano jornalero, y sencillo publicano, se había puesto de pronto a escribir un libro". Estas palabras que pertenecen a Ernest Gombrich son las más certeras a la hora de entender el impacto que debió causar la obra y continúa así:

"... Así pues, pintó a san Mateo con la cabeza calva y descubierta, los pies llenos de polvo, sosteniendo torpemente el voluminoso libro, la frente arrugada bajo la insólita necesidad de escribir. A su lado pintó un ángel adolescente, que parece acabado de llegar desde lo alto y que guía con suavidad la mano del trabajador, como puede hacer un maestro con un niño. Cuando Caravaggio hizo entrega de su obra a la iglesia en cuyo altar tenía que ser colocada, la gente se escandalizó por considerar que carecía de respeto hacia el santo. El cuadro no fue

aceptado, y Caravaggio tuvo que repetirlo. Esta vez no quiso aventurarse y se atuvo estrictamente a las ideas usuales acerca de cómo tenía que ser representado un ángel o un santo. La nueva obra sigue siendo excelente, pues Caravaggio hizo todo lo posible porque resultara interesante y llena de vida, pero advertimos que es menos honrada y sincera que la anterior" (Gombrich, 1997:31).

Lejos de ser una anécdota, lo sucedido con la primera versión nos permite sacar unas cuantas conclusiones acerca del "realismo" del pintor y de la acogida que tenía por parte del público. En primer lugar hemos de recordar la relación entre la pintura de Caravaggio y la religiosidad de los "reformadores" de la iglesia

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católica, es especial de san Felipe Neri. Podríamos afirmar que el pintor hace un homenaje al pensamiento de los oratorianos ya que escogía a los humildes y los pobres como los verdaderos receptores del mensaje cristiano. Sin embargo, y aquí incidimos en la segunda de las consecuencias, nadie admitía esa visión en los santos, era demasiado "real" y de alguna manera contradecía una imagen heroica, refinada de la santidad que estaba más enraizada de lo que pudiéramos pensar. El arte dirigido a los pobres era rechazado por los pobres que preferían otro espejo en el que mirar la religión. Quizás la lección que extrajo el pintor es que ni la tradición ni los convencionalismos por parte del público podían ser borrados de repente. Así, la versión definitiva crea un personaje más grandioso sólo porque ha cambiado el enfoque (fig. 16). En vez de esa realidad que invadía nuestro espacio de la primera opción, aquí Caravaggio opta por una perspectiva de abajo hacia arriba proyectando al santo hacia el cielo; mientras que la humilde mesa y su taburete de madera quedan a la altura de nuestros ojos, la figura, en un claro desequilibrio, crece hacia lo espiritual guiado por el ángel. No titubea ya, es un intelectual que ha comprendido el mensaje divino.

Otro pasaje de la historia de la Pasión que entretiene a Caravaggio es el Santo Entierro. De hecho, a finales de 1602 está trabajando en un retablo con este tema para la iglesia oratoriana de Santa María in Vallicella también conocida como Chiesa Nuova. El cliente, Gerolamo Vittrice, actúa en nombre de su tío Pietro, gran admirador y seguidor de san Felipe Neri con quien compartía el ideal de las obras sencillas y sinceras. El Entierro de Cristo, Santo Entierro o Descendimiento (fig. 17), reúne todos los recursos del gran arte barroco. La disposición de las figuras describe una diagonal que indica el movimiento descendente que

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describen los personajes pero que también marca el clímax ascendente que culmina en el ángulo superior derecho. De este modo nos hallamos ante un esquema compositivo muy compacto, que se destaca ante el fondo oscuro y en el que entramos por el escorzo que describe la losa en referencia a la piedra angular de la iglesia. A continuación el cuerpo inerte de Cristo, cuya anatomía recuerda al de Miguel Ángel en la Piedad del Vaticano, es sostenido por Nicodemo que vuelve el rostro hacia el espectador y gracias a eso vemos la pesadumbre reflejada y el esfuerzo que está haciendo. Sostiene el cuerpo por las rodillas y enlaza las manos para hacer más fuerza marcándosele las venas en sus pies. Le ayuda san Juan, silencioso y en la penumbra podemos adivinar el dolor que le invade. Detrás la Virgen mira ensimismada mientras que a su lado una bellísima María Magdalena enjuaga las lágrimas en un pañuelo. Sólo María Cleofás agita la escena alzando los brazos al cielo en una súplica interrogante y abatida. Nuevamente, Caravaggio se siente atraído por los más humildes, por los desterrados de la tierra y les dota de una grandiosidad espectacular ya que las dimensiones del propio lienzo son majestuosas. Es de suponer el impacto que causaría ante los fieles el momento en el que el sacerdote elevara la sagrada ostia y la equiparara a ese majestuoso cuerpo inerte de Jesús

Hoy, al contemplar la obra, advertimos los préstamos que utilizó el pintor. No solo Miguel Ángel también se adivina el recuerdo de Tiziano en el brazo desmayado de Cristo y lo mismo ocurre con la inspiración que los relieves clásicos debió mover al artista. Sin embargo, y sin perder un ápice de originalidad, Caravaggio reelaboró todos estos estímulos para crear una obra sin precedentes y que fue acogida con rendida admiración por todos sin excepción.

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No ocurrió lo mismo con el siguiente encargo contratado en el verano de 1601 y que le ocupó todo el año siguiente, La muerte de la Virgen (fig. 18). Esta vez el cliente era Laerzio Cherubini, figura destacada del mundo jurídico romano, vecino de San Luis de los Franceses y gran admirador del pintor. Por eso no dudó en encargarle el retablo que tenía que presidir el altar de la iglesia de Santa María della Scala dedicado a la muerte o tránsito de María y de la que Cherubini era custodio oficial. Situada en la zona más pobre del Trastevere, era una especie de monasterio donde se refugiaban mujeres maltratadas o en peligro de prostitución y de otros males sociales. Y es indudable que Caravaggio tuvo estas circunstancias muy presentes a la hora de elaborar el cuadro.

El asunto del tránsito o muerte de la Virgen había sido objeto de no pocas discusiones en el seno de la Iglesia y los protestantes en general niegan la virginidad y el poder intercesor de María por lo que lo conciben como una muerte sin más. En cambio para la Iglesia católica es una muestra de su humanidad y enseña que al igual que ella los demás mortales resucitaremos después de morir. Casi todos los pintores que se habían enfrentado a este tema habían seguido el texto de la Leyenda Dorada donde se dice que en el momento de expirar los apóstoles, convocados por el Espíritu Santo, se hallaban presentes acompañando a María. Caravaggio no es una excepción y en su obra todos rodean el lecho de muerte rezando, meditando o llorando, pero reinventa la historia. Excluye toda alusión a la divinidad, no hay ninguna referencia al más allá y no aparece ningún coro de ángeles transportando el alma de la difunta. Al contrario, insiste en una terrenalidad exhausta compuesta por una habitación humilde donde María yace rígida sobre un catre de madera. A su alrededor san Pedro esta a los pies, san

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Pablo en el centro tiene una mano levantada y la Magdalena que aún no ha empezado con la preparación del cuerpo, se abandona al llanto que la empequeñece. Ella no suele estar en esta escena pero Caravaggio ha querido incluirla porque es la referencia más directa para esas mujeres arrepentidas y maltratadas que buscan amparo en la Iglesia. La gama de los colores empleados, las expresiones y los gestos, los rostros individualizados pero formando una sintonía emocional, la insólita intensidad de la luz hacen de esta obra una lección de contemporaneidad. Algo tan directo, tan brutal y tan certero no podía ser digerido sin más y causó problemas, muchos problemas al pintor. Nadie fue capaz de entender que Caravaggio proponía una forma distinta de meditar acerca de la muerte, al contrario, los frailes solo vie-ron "una puta asquerosa exhibida en su altar que ofendía con aquellos pies desnudos y aquella barriga hinchada", para más escarnio era público que había utilizado como modelo a una prostituta conocida por ser su amante.

Se aplicó el concepto del decoro para rechazar la obra, era lasciva, irrespetuosa y falta de decoro. Las enseñanzas de la iglesia insistían en la majestuosidad de la Madre de Dios pero Caravaggio se las había cargado de un plumazo insistiendo en una humanidad vergonzante. Los frailes, carmelitas descalzos, rechazaron tal muestra de humildad, ellos, cuyo voto de pobreza y humildad marcaba su regla, no dudaron en deshacerse de ella. Es más, les molestó el interés que la obra despertó entre los entendidos y amantes del arte. No se sabe cuando se entregó, se cree que la terminaba en 1606 poco antes de salir huyendo de Roma. En todo caso, como hemos dicho, fue puesta a la venta pues Cherubini necesitaba recuperar la gran suma de dinero que había pagado por ella, parece que todos los clientes y admiradores del pintor quisieron comprarla y aquí radica una de las contradicciones del arte de Caravaggio. De cara a la venta, se hizo una exhibición pública y grandes multitudes se congregaron para verla. El propio Rubens, que por aquel entonces estaba en Roma, animó al Duque de Mantua para que la comprara y la integrara en su colección. Giovanni Magno, el agente del Duque encargado de la compra le escribía a su señor en los siguientes términos "... este pintor es el artista más famoso de la Roma actual y este cuadro está considerado el mejor de los que ha pintado. (Langdon, 2010:372).

¿Era el naturalismo de Caravaggio algo para los excéntricos? ¿Para las élites? ¿Para los exquisitos en el arte? Es verdad que sus mecenas y protectores en Roma -también fuera- pertenecieron a una aristocracia tolerante y que sus detractores venían del bajo clero y de las masas populares. Eran los que más se ofendían por el tratamiento irreverente de la historia sagrada, por la falta de decoro, por la excesiva humildad de los detalles realistas como el cuerpo hinchado de María o los pies sucios de san Mateo (Wittkower, 1979:56).

Otra obra con María y los humildes de protagonistas fue la Virgen de Loreto, retablo para la iglesia romana de San Agustín donde permanece en la actualidad (fig. 19). El cliente, Ermete Cavalleti, era miembro de la cofradía de la Santísima Trinidad de los Peregrinos, y a su muerte había dejado una cantidad destinada a decorar su capilla en la iglesia de San Agustín. El encargo a Caravaggio se hace posiblemente en 1603 aunque no la entrega hasta inicios de 1605. La Virgen de Loreto o Virgen de los peregrinos es una Madonna de pie que lleva al Niño en brazos y recibe el culto de dos humildes peregrinos que se arrodillan ante ella. Sucios, cansados y ataviados con las ropas propias del viaje, concuerdan con el escenario igualmente humilde, sin duda una alusión histórica que hace a la morada de María. Recuerda un vulgar portal romano, oscuro y que ha perdido el enlucido dejando los ladrillos a la vista.

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Ella sin embargo posee una corporeidad sobrecogedora y mientras que a duras penas sostiene al niño, dirige una mirada de consuelo a los peregrinos. Descalza, igual que los más humildes está envuelta en una iluminación simbólica que le da un aspecto de aparición. Viendo la escena es como si contempláramos el encuentro entre dos esferas, la celestial, ingrávida y luminosa y la terrenal del primer plano.

Para el modelo de la Virgen utilizó a Lena, una muchacha de gran belleza "pobre pero digna" que a cambio de una suma de dinero obtuvo el permiso paterno para posar con el pintor. Sin embargo, las frecuentes idas y venidas de la joven le acarrearon los primeros incidentes serios con la justicia ya que despertó las envidias o los celos de algunos compatriotas. Para quitarse de en medio hubo de marchar a Genova y solo cuando los ánimos estuvieron más calmados volvió a Roma. Los biógrafos del pintor coinciden en que los meses de 1605 y 1606 previos a su marcha definitiva de la capital fueron convulsos, muy agitados y con citaciones cada vez más habituales en los tribunales de justicia. A pesar de ello, Caravaggio seguía contando con el respeto de una gran parte de la gran clientela romana y sus protectores le seguían siendo fieles. Así le llega uno de los encargos finales en la etapa romana, la realización del retablo con la Virgen, el Niño y santa Ana para la capilla de los Palafreneros en la antigua basílica de Constantino, reformada por Miguel Ángel en el siglo anterior. En el transcurso del encargo cambió el destino de la obra y casi recién entregada se trasladaba a la iglesia de Santa Ana de los Palafreneros en abril de 1606.

La Virgen con el Niño y Santa Ana también conocida como Virgen de los Palafreneros

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(fig. 20) volvió a verse envuelta en la polémica por el choque de mentalidades que proponía Caravaggio. Para la realización de la Virgen utilizó de nuevo a la joven Lena pero esta vez sin las reticencias anteriores. El cuadro se resuelve con las tres figuras que contemplan la serpiente bíblica. De hecho, el tema procede del Génesis cuando Dios dirige estas palabras a Satán envuelto en la piel de serpiente "Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer y entre tu linaje y el suyo; este te aplastará la cabeza y tú le acecharás el calcañal".

Se trata de una historia con muchas connotaciones contrarreformistas pues confirma algunas de las creencias que los protestantes en bloque rechazaban. En primer lugar el papel de María como mediadora para la salvación; en segundo lugar el triunfo de la Iglesia para acabar con la herejía. Es obvio que la serpiente simboliza el pecado original y que sin María nunca hubiera sido posible la redención. Como madre, sostiene al niño desnudo que pisa firmemente la cabeza del reptil mientras que santa Ana, que tiene aspecto de matrona romana, contempla la escena desde una distancia filosófica.

Los antecedentes artísticos con los que Caravaggio contaba, directa o indirectamente, partían del esquema creado por Leonardo da Vinci en el que las tres figuras se funden en una pirámide visual y formal de la que fluyen las figuras. A cambio, ahora destaca la personalidad de cada uno de los personajes. El carácter protector de la madre, una joven romana cualquiera, el miedo resuelto del Niño que medio jugando medio en serio tensa el cuerpo, retrocede y busca el amparo maternal y a un lado, distante y sabia santa Ana; todo en medio de un espacio ambiguo del que sólo tenemos la pista del techo y las sombras que crean la

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solidez de un escenario real.

Como empezaba a ser habitual el cuadro fue rechazado. Bellori explica que "era un retrato ofensivo que realizó de la Virgen con un Niño desnudo", pero el rechazo aumentó la fama de Caravaggio y de hecho el cuadro fue comprado por el poderoso Escipión Borghese.

En paralelo a estos encargos Caravaggio ha estado trabajando incansablemente en otros proyectos y cuadros de temas diversos, aunque predominan las representaciones de los santos en medio del retiro y la soledad, como san Jerónimo y María Magdalena además de versiones sobre san Francisco de Asís y san Juan Bautista. Realizadas entre los años de 1602 y 1604 una de las más impactantes es la de San Jerónimo en su estudio (fig. 21). Aquí se aparta del modelo del santo inmerso en la lectura que había creado Durero y aunque lo imagina aislado en el estudio prevalece el sentido del ascetismo y la renuncia del sabio.

La delgadez y ancianidad del modelo, el protagonismo de la calavera y la desnudez de la celda nos remiten a una ideología muy diferente a la que tenía el santo en el siglo XVI. Ahora predomina el estoicismo como vía de conocimiento que conoce lo efímero de nuestras posesiones. También la calavera se convierte en la protagonista del lienzo de San Francisco meditando (fig. 22). Amorosamente, con extrema delicadeza el santo sostiene y mira su objeto de meditación enmarcado por una luz muy fuerte, lo mismo que la cruz abandonada en el primer plano y en un ligero escorzo. El paño pardo del franciscano llena todo el lienzo dotándole de una corporeidad tangible que sólo encuentra el contrapunto de la calavera. Sabemos que durante el Barroco muchos pintores se especializaron en la pintura de estas anatomías moralizadas de las que la calavera fue una pieza protagonista en la pintura de la meditación. Aparece siempre pero jugando con los escorzos más atrevidos, como si el pintor

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estuviera haciendo un alarde de su dominio como dibujante. En la pintura barroca española este tema fue muy querido y Ribera, el mejor discípulo de Caravaggio, hace varias versiones del santo franciscano de forma similar. Lo mismo ocurre con la representación de María Magdalena (Roma, colección privada). Es una composición sobria y silenciosa que anuncia ese "laconismo" que va a caracterizar el estilo de Caravaggio en su obra postromana. La parte inferior donde está el cuerpo desmayado de la santa, da paso a una negritud absoluta. Ella en su abandono describe una diagonal de soledad, abandono y desolación. Las manos entrelazadas y los labios entreabiertos indican que musita una oración en medio de su éxtasis, pero la rigidez de su postura está muy lejos de la "morbideza" con que los artistas suelen interpretar este asunto. Nada que ver con la belleza tan lírica y juvenil de la primera versión pintada hacia 1599 (en la Galería Doria-Pamphili). No hay tantos años de diferencia, apenas cuatro o cinco a lo sumo; no obstante lo que las separa es una frontera ideológica, una radicalización en la vivencia espiritual que tiñe de sombras esta época de su vida.

Un cambio similar se da en las dos versiones que pinta de San Juan Bautista. La primera fechada en 1602 (Roma, Pinacoteca Capitolina) es una imagen llena de vigor con la que Caravaggio se ponía en sintonía con el Anibal Carraci de la Galería Farnesio y daba a entender que la pintura podía competir, superar incluso, a la escultura. Es uno de los pocos desnudos de su arte y utiliza el mismo modelo que le sirvió para el Amor vencedor. El tema de san Juan Bautista era muy querido en la tradición florentina y de alguna manera estaba

vinculado a la poderosa familia Medici.

San Juan Bautista. Caravaggio 1602. Museos Capitolinos. Roma

En la versión del Museo capitolino prevalece la belleza de la juventud, casi despreocupada y juguetona donde la luz más que chocar violentamente, resbala acariciando la superficie de la piel. Hay quienes ven esta pieza un recuerdo de los ignudi miguelangelescos y es posible que así sea. En todo caso, la versión que pinta años más tarde. Nada tiene que ver con esta concepción inicial. Al igual que con los otros santos inmersos en su retiro, aquí el Bautista, aunque joven, está más descarnado como queriéndose fundir con la piedra de la cueva que lo protege. El torso muy iluminado contrasta con la oscuridad circundante en la que apenas distinguimos sus atributos. Precursor de la palabra de Jesús, la vida del santo transcurre en el desierto, marcada por la renuncia, el abandono y la pobreza los

preceptos que san Felipe Neri abanderaba.

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San Juan Bautista. Caravaggio 1604. Kansas.

En paralelo a estas obras, la vida de Caravaggio se ha ido complicando en una madeja absurda de pleitos, acusaciones y altercados callejeros que le provocan desesperación, destierro y enfermedad de modo que los cuadros señalados tienen el valor añadido de ser el testimonio más personal y fiable de su vida. El primer encuentro ante la justicia tuvo lugar en 1603 con motivo de una de esas innumerables refriegas en las que se vio envuelto. Lo más interesante de ese caso fue la declaración que Caravaggio hace de su oficio pues se declara pintor profesional. Afirmó ser un valent "huomini como otros artistas activos próximos a él, "alguien que sabe hacerlo bien, es decir, que conoce bien su oficio. Así, en pintura un valent' huomo es aquel que pinta bien e imita bien los objetos naturales". Entre los artistas que

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incluía en esta categoría aparecían el Cavaliere d'Arpino, Zuccaro, Gentileschi y Carracci. (Langdon, 2010:317).

La escalada de violencia en la que Caravaggio está inmerso culmina en 1606 tras la muerte de uno de los adversarios y con la acusación directa que señala al pintor como máxime responsable, aunque no el único. Si quiere salvar su vida la única salida es el destierro y en octubre de ese año está ya en Nápoles, bajo la protección de los poderosos Colonna que le brindaron un recibimiento por todo lo alto y le abrieron las puertas del mundo artístico napoli-tano. En efecto, su llegada fue triunfal y su arte respondió a la brutalidad de Nápoles con una oscuridad más negra y "descuidada". Todos los especialistas señalan que se inicia una nueva etapa en la que la técnica se hace más rápida y casual, como descuidada. Las formas endurecidas a veces presentan cabezas pintadas con poco detalle y las transiciones entre luz y sombra son una pura abstracción. (Wittkower, 1979:54). De hecho, la sombra es la protagonista indiscutible de ahora en adelante. Mientras que en las pinturas romanas la luz destacaba la historia, el momento, el protagonista, ahora las sombras han ganado terreno y el foco de luz no siempre se centra en la figura principal. Estos rasgos que al principio son tenues se van afianzando a medida que transcurren los meses en Nápoles, luego en Malta y luego en Sicilia; es como si abriera un camino sin retorno marcado por un dramatismo inquietante y lóbrego. También sus modelos son cada vez más curtidos, morenos y fatalistas y como dice la propia Helen Langdon "hay un sentido de la muchedumbre napolitana, apre-surada y febril, una evocación de la vida turbulenta del propio pintor".

En principio no tenía por qué ser así ya que su entrada en la ciudad fue triunfal y recibido con todos los honores que le correspondían por fama y méritos. Uno de los encargos más prestigiosos que le hicieron fue la realización del retablo para la nueva iglesia del Pio Monte de la Misericordia (fig. 23). El retablo, claro está, debía llevar la imagen de la Las siete obras de la Misericordia, una obra extraordinariamente compleja que Caravaggio termina con asombrosa celeridad. En ella representa de forma bastante fiel el evangelio de san Mateo que pormenoriza las siete obras que pueden ayudar a la salvación del alma el día del Juicio final y lo hace retratando la esencia de la vida napolitana, el tumulto de sus calles, el contraste brutal y chocante entre la pobreza más extrema y la riqueza exquisita y privilegiada. La obra, de grandes proporciones es un torbellino de figuras en donde los protagonistas son los mendigos, los pobres, los tullidos que se agolpan a la entrada de una taberna. En medio de este torbellino destacan algunos grupos como el protagonizado por la joven que da el pecho a un viejo tras los barrotes de la prisión, o el portador de féretros, a la derecha, que arrastra un cadáver. Para su

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ejecución no siempre utiliza modelos reales ya que otra de las señas de identidad que marcan su arte de ahora en adelante, es la pintura de memoria, a partir de fórmulas ensayadas y aprendidas en detrimento del modelo natural. No es eso lo que hay en esta escena pues siguen siendo mayoritariamente personajes extraídos de las calles y pasadizos napolitanos. La propia Virgen parece una joven meridional. Se asoma sosteniendo al Niño enmarcada por las alas del ángel como si asistiera a la escena desde un balcón y contempla arrobada el tumulto callejero. Podría ser el encuentro entre lo divino y lo humano pero esta todo tan terrenalizado que esa frontera es inexistente. Ante el lienzo el fiel necesita tiempo y sobre todo necesita reposo para ir leyendo las anécdotas y las historias que Caravaggio va entrelazando. Con ella el pintor hacía toda una declaración de principios y dado que era su primera gran obra en la ciudad se colocó en el primer plano de la escena napolitana, de tal modo que los jóvenes pintores, de ahora en adelante, no tuvieron más remedio que aprender esa lección de naturalismo.

La cofradía acogió el cuadro como un tesoro y catapultó la fama del pintor de modo que, casi de forma inmediata, le llega otro encargo igual de prestigioso, esta vez de la mano de la familia Di Franco, vinculados al gobierno de la ciudad y con alianzas con los Colonna y los Gonzaga. Querían una Flagelación para la capilla familiar construida en el claustro del convento de Santo Domingo. La flagelación de Cristo (fig. 24) pintada por Caravaggio es la obra más trágica y sombría de las creadas hasta ahora por el pintor quizás porque contrapone con dureza la vulnerabilidad de la desnudez de Jesús con la bestialidad de los sayones. Está en

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las antípodas de las versiones de este tema que había hecho el Alto Renacimiento con Sebastiano del Piombo a la cabeza. Aquí no hay fórmulas estetas ni belleza recreada. Es una pieza indudablemente bella que invita a la introspección y a meditar en el misterio de la

pasión pero sin concesiones a fórmulas artificiales. Caravaggio insiste en la humildad de Cristo y dedica el cuadro a las comunidades de flagelantes tan extendidas por Nápoles, en realidad por toda la Europa católica, dado ese fervor que había alimentado la imitatio Christi y que se difundía a partir de los tratados de meditación.

Otro encargo le llegaba poco antes de su marcha, era una Virgen del Rosario (fig. 25) posiblemente para los Colonna aunque hoy sigue sin saberse a ciencia cierta quién la encarga ni para dónde. Es un cuadro grande, sin duda un retablo que en 1607 estaba ya a la venta, lo que invita a pensar que fue una obra rechazada, inexplicablemente. A priori, el lienzo cumple todos los requisitos de exaltación de la devoción dominica del Santo Rosario, como santo y seña de la Orden. Es una composición monumental, clara y legible sin el caos que habita en Las siete obras de misericordia, sólo hay un detalle que pudo inquietar al cliente. El protagonismo que

adquieren los lazzaroni napolitanos con sus pies sucios y gestos apremiantes. No están idealizados y es posible que su presencia se entendiera como una amenaza en una ciudad que a duras penas les contenía y que les temía.

En plena euforia y de forma inexplicable abandona Nápoles y marcha a Malta donde le reciben en julio de 1607. Apenas unos meses en Nápoles han reforzado su leyenda y como ya le ocurriera antes en Malta es recibido con honores y todo tipo de distinciones. Es más, se le propone como miembro de la Orden de San Juan, distinción que efectivamente recibirá a pesar de los muchos contratiempos que le van acechando. Ahora combina el retrato con el encargo religioso; entre los retratos destaca el que le hace a Alof de Wignacourt (París, Museo del Louvre) Gran Maestre de la Orden de San

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Juan. En la producción religiosa figura otra versión de San Jerónimo escribiendo (La Valletta, Concatedral de san Juan). Similar a la que hace en los años finales de Roma, vuelve a crear una escena donde une retiro, estudio, meditación y renuncia. Insiste en la sequedad del cuerpo anciano en el que las privaciones hacen mella pero uno de los aspectos más interesantes es esa pequeña naturaleza muerta que coloca en el ángulo del escritorio y donde la calavera se muestra en un escorzo imposible jugando con los efectos más dramáticos que le brinda la luz chocando contra las oquedades fosilizadas de la pieza.

Sin embargo, la obra más famosa de su estancia en Malta es La degollación de San Juan Bautista terminada en agosto de 1608 para el oratorio de la concatedral de San Juan en La Valletta (fig. 26). Es una obra impactante tanto por las dimensiones como por las soluciones que planteó. No es la primera vez que el pintor se enfrentaba al tema del martirio, este ha sido una constante en su repertorio y lo ha solucionado con obras magistrales como el Martirio de San Mateo o la Crucifixión de San Pedro donde a pesar del realismo tan cercano eran obras heroicas, directas y emocionantes. Pero ahora retrata una escena innoble, en medio de una cárcel y en presencia de unos cualesquiera, la muerte se hace prosaica. Es una escena de un ajusticiamiento rutinario del que han desparecido los ángeles y con ellos toda alusión a un consuelo divino. No hay alusión al premio ni al más allá. El propio san Juan está tirado contra el suelo, sufriendo el peso de su verdugo que le sujeta como si fuera un animal. Siempre que los pintores han abordado la decapitación del Bautista le han puesto de rodillas y mantenido cierta nobleza es esa postura, pero Caravaggio prescinde de la tradición y acentúa la parte más salvaje de su muerte. Vemos a Salomé en la figura de esa joven que acerca el caldero para recoger la cabeza y presentársela a Herodías y en plena mancha sangrienta leemos la firma estampada del pintor que luce orgulloso la "f' de frater, es decir miembro de la Orden como máxima distinción a su carrera.

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Pero nuevamente su carácter irritable y atormentado le sitúa en medio de una pelea con un noble caballero. El suceso le acarrea la pérdida del apoyo del Gran Maestre y de la libertad ya que da con sus huesos en la cárcel de la que huye poniendo rumbo a Sicilia. Esta marcha ignominiosa le trajo consecuencias fatales ya que infringió una norma de la Orden que prohibía la salida de Malta sin un permiso por escrito, so pena de perder el hábito como así fue.

En Sicilia y para no perder la costumbre tuvo un recibimiento triunfal. Había llegado al puerto de Siracusa donde se establece llevando una vida ambigua ya que si por un lado disfruta de todos los reconocimientos, por otro tiene la amenaza de los caballeros de la Orden y también teme a los emisarios romanos. No aceptó su expulsión y tratará por todos los medios de recuperar la amistad del Gran Maestre, para ese fin le regala una nueva versión de Salomé con la cabeza del Bautista.

Estuvo nueve meses en Sicilia y dejó obra en Siracusa, Palermo y Mesina. Esta etapa está marcada por el creciente laconismo y porque aísla las figuras en medio de una oscuridad creciente acentuando su fragilidad. Técnicamente desarrolla la pincelada descuidada. De hecho, una de las obras maestras de este periodo, La resurrección de Lázaro (Mesina, Museo Regional) está pintada a base de toques taquigráficos que simbolizan cabezas, brazos, manos. (Wittkower, 1979:54). Cronológicamente su primera obra en la isla es el Entierro de Santa Lucía, (fig. 27) una concesión a la ciudad que le acoge que defendía la autenticidad del emplazamiento en el que la mártir fue enterrada.

Es una obra conmovedora, llena de sentimientos contenidos y donde el protagonismo lo toma la horizontal del cuerpo inerte de la doncella que recuerda lejanamente la disposición de la Virgen en la obra del Tránsito. Se halla enmarcada por los dos fornidos sepultureros cuyos torsos describen una especie de paréntesis que recoge y centra la atención del fiel. Son, además, los dos focos de luz. El resto es una secuencia de figuras afligidas y expectantes que despiden a la santa. La parte superior del cuadro es otra vez de una sobriedad sobrecogedora que insinúa una arquitectura denuda y pobre como único escenario. Vamos comprobando que se trata de unos rasgos cada vez más comunes en su pintura en la que ha economizado al máximo los recursos narrativos en aras de una mayor expresividad. Pero es un lenguaje que no deja indiferente y cuando observamos La resurrección de Lázaro el impacto es sorprendente (fig. 28). Es la que mejor representa el epílogo de su trayectoria y donde se expone descarnadamente su legado a la posteridad. Todo ocurre en el plano inferior del lienzo en el que se dispone un torbellino de figuras que desencadena el cadáver rígido y pálido de Lázaro. Es una escena casi completamente oscura sólo unos pequeños toques de luz en lugares concretos nos ayudan a sentir la intensidad del momento como si estuviéramos asistiendo a una escena apocalíptica Dicen que en este cuadro Caravaggio retrata el alma de Mesina, ciudad asolada por la sequía el hambre y los terremotos y algo de esto debieron ver sus vecinos que lo recibieron llenándole de honores y con nuevos encargos, como una Adoración de los pastores (Mesina, Museo Regional). De Mesina pasó a Palermo y allí deja una Natividad con San Francisco, San Lorenzo y Ángel (desaparecido) para el Oratorio franciscano de san Lorenzo.

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En verano de 1609 vuelve a Nápoles; da la sensación de que estas idas y venidas son una huida hacia adelante y de que vive sin paz y desesperado pero no por ello deja de trabajar ni pierde el favor de las grandes familias. En esta su ultima etapa acentúa la sobriedad, la concentración y la dureza a partir de formas geométricas y reduciendo el color a gamas casi monocromas definitivamente las sombras han ganado la partida. Los temas que desarrolla son una reflexión sobre la muerte y la maldad en clave personal, donde apenas cabe sitio para la esperanza. Son creaciones como el Martirio de San Andrés obra que se dejó escapar el Ministerio español de Cultura para el Museo del Prado y que hoy está en Cleveland (Museo de Arte), el Martirio de Santa Úrsula encargada por Marcantonio Doria (Nápoles, Banca Comercial Italiana) y donde representa a una de las santas más bellas de su pintura, mitad valor, mitad mansedumbre. Pero de toda esta producción destacan dos sumamente personales, que hoy podemos entender como si fueran su testimonio final, son Salomé con la cabeza del Bautista (Madrid, Palacio Real) y David con la cabeza de Golíath (fig. 29). Parece que la primera fue pintada para ganarse el perdón del Gran Maestre de la Orden de San Juan de Malta, el arrogante Alof de Wignacourt; la segunda como regalo a Escipión Borghese a fin de que levantara la pena capital que pesaba sobre él y poder volver a su amada Roma.

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En ella representa al joven David que acaba de decapitar al gigante Goliat y levanta triunfal su cabeza, un autorretrato de Caravaggio. Giogione y Tiziano habían hecho lo mismo antes, pero la acción de Caravaggio es más dramática, el gigante muestra una herida en la frente, un ojo abierto y todavía con vida intenta comprender mientras que la sangre brota con fuerza. Es una composición certera, fascinante, "de formas anchas y sencillas, en la que las diagonales del brazo y la espada se interrumpen con la vertical de la mano de David y la cabeza de Goliat, que es acercada al espectador y parece muy pesada, frente a la fragilidad del joven brazo del muchacho" (Langdon, 2010:445).

Como epílogo final, ya que muere poco después en la pequeña localidad de Porto Ercole en julio de 1610 intentando volver a Roma, estas obras muestran una personalidad desequilibrada a medio camino entre el narcisismo y el sadismo. De ahí esa sensación de que pasamos de la ternura de sus modelos al sentimiento de horror sin apenas transición, de ahí también la ambivalencia que el fiel, el espectador percibe hoy. En sus composiciones fue capaz de unir el clamor y el tumulto con el silencio más absoluto, renegó de la tradición pero mantuvo con ella lazos indisolubles y originales y, finalmente, está su atracción por los modelos de la calle. "Su mágico realismo y su luz revela su apasionada creencia de que son los seres sencillos de espíritu, los humildes y pobres los que mantienen los misterios de la fe..." (Wittkower, 1979:56).

Y a partir de él, toda Italia se llenó de cuadros con figuras nada idealizadas e iluminaciones atrevidas. En gran medida sus discípulos fueron los responsables de difundir los modelos y el estilo del maestro, independientemente de su procedencia o edad. Por ejemplo, entre los más maduros destaca un convencido Orazio Gentileschi. Otros más jóvenes fueron seguidores de su arte como Giovanni Baglione, Bartolomeo Manfredi y Guido Reni atraído en un principio

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por Carracci y que luego vivió una evolución muy personal. Sin olvidar a los flamencos en Roma que sucumbieron a la moda del pintor, entre ellos el propio Rubens manifestaba su admiración llegando a copiar algunos de los modelos caravaggescos por los que se sintió particularmente atraído.

Bibliografía AA.VV. (2005): Caravaggio y la pintura realista europea. Catálogo de exposición,

Barcelona, MNAC. Se trata de una visión interesante y actualizada de lo que el arte de Caravaggio aportó a la pintura europea dentro de la corriente del realismo. La exposición celebrada en Barcelona reunió ejemplos muy relevantes.

AA.VV. (2008): Los pintores de lo real, Fundación Amigos del Museo del Prado, Barcelona, Ed. Galaxia Gutemberg. Se trata de una selección de estudios en los que se abordan algunos de los artistas más destacados de esta corriente artística que marcó el desarrollo del Barroco europeo.

FRIEDLAENDER, W. (1989): Estudios sobre Caravaggio, Madrid, Alianza Forma. Este ha sido durante años un libro de cabecera para el estudio del pintor. Se trata de un "clásico" y por lo tanto un verdadero texto de referencia muy importante.

LANGDON, H. (2010): Caravaggio, Barcelona, Edhasa. La autora de esta monografía parte de las investigaciones que le han precedido para hacer una breve pero interesante estado de la cuestión en la primera parte. Actualiza el conocimiento que tenemos de Caravaggio y, sobre todo, aporta todo el contexto religioso y espiritual de su obra.

WITTKOWER, R (1979): Arte y Arquitectura en Italia 1600-1750, Madrid, Cátedra. Clásico manual para la asignatura de Barroco donde la parte de pintura es de obligada lectura, así como el capítulo que dedica al creador del naturalismo.

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TEMA 3 El naturalismo del Siglo de Oro español Palma Martínez-Burgos García

1. Introducción.

2. Los precursores.

3. El nuevo realismo de Ribera.

4. Los genios de la pintura española frente al naturalismo.

El sueño de jacob. El Españoleto

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1. Introducción

España no permaneció ajena a la revolución del naturalismo y la pintura del siglo XVII, especialmente las cuatro primeras décadas son una muestra magnífica de la fuerza y energía que esta vía brindó a nuestros artistas. Fue una asimilación paulatina protagonizada por diversas generaciones que bien de forma directa, el viaje a Italia, o bien a través de grabados, cuadros y otros medios, conocieron la obra de Caravaggio.

Los primeros años de la nueva centuria están marcados por la confluencia de corrientes de diverso signo. Por un lado la permanencia del Manierismo, bien escurialense o bien veneciano. El primero tiene mucha fuerza especialmente en el foco de la Corte y en el de Toledo no sólo por la cercanía geográfica sino porque muchos de los que trabajan en El Escorial asumen encargos y dejan huella en ambos focos como es el caso de Zuccaro. En cambio la impronta veneciana en nuestros pintores se debe al conocimiento de las obras de los grandes maestros venecianos presentes en El Escorial, y donde el viaje a Venecia jugó una baza esencial para descubrir los modelos tardíos de Tizia-no, las composiciones de Tintoretto y los juegos lumínicos de los Bassano. Sin olvidar la tercera vía del Manierismo que es la que en Toledo representa El Greco. Como puede suponerse, son lenguajes que gozan de gran prestigio y arraigo en la clientela española. De ahí que al naturalismo le costara abrirse camino pero, una vez conseguido, la brecha que inicia con respecto a lo anterior es abismal y sin vuelta atrás.

2. Los precursores

Los primeros síntomas de la impronta de Caravaggio y su particular lenguaje no los encontramos en la Corte donde están afincados los linajes de artistas italianos llamados por Felipe II para la empresa escurialense y que siguen trabajando para el nuevo rey, Felipe III. No, los primeros síntomas los vemos en los artistas que integran el llamado foco de Toledo representado por jóvenes que aunque inicialmente trabajan en la ciudad castellana, luego emi-gran para no volver, con lo que se trata de una escuela que no tendrá continuidad en la pintura española del Siglo de Oro. Pese a ello, son maestros de gran relevancia ya que abrieron camino hacia un nuevo lenguaje entre los que podemos citar a Luís Tristán (ha. 1585-1624), Pedro Orrente (1580-1645). Juan Sánchez Cotán (1560-1627) y Juan Bautista Maino (1581-1645), este último trabajó además en la Corte siendo profesor de dibujo del príncipe Felipe, luego Felipe IV, y recibió el prestigioso encargo de manos de Velázquez de pintar, La conquista de Bahía para el salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro. Su fase más naturalista se advierte en las obras que pintó para el retablo de San Pedro Mártir, convento dominico de Toledo donde él mismo había profesado como fraile y donde realiza varios trabajos. Las llamadas Cuatro Pascuas -Adoración pastores, Epifanía, Resurrección y Pentecostés- hoy en el Museo del Prado, son el ejemplo más claro de la asimilación del caravaggismo por parte de Maino. Lo había aprendido en su viaje a Italia, a la Lombardía de donde procede su familia paterna y sin duda también a Milán. De hecho, su impronta caravaggista es de las primeras en el panorama pictórico español al que aporta la singularidad

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de una mayor claridad en los colores si bien con la misma luz violenta, contrastada y dirigida destacando sombras y volúmenes. Igualmente, gusta de usar modelos no idealizados que nos recuerdan a las gentes de la calle y así, especialmente en la composición de la Adoración de los pastores, la concepción de los ángeles simula un juego de pillos muy en consonancia con los personajes que la novela picaresca empieza a popularizar.

Luís Tristán por su parte, es el pintor más vinculado a la ciudad de Toledo ya que fue de todo el círculo citado el único que nació, vivió y murió en ella, si bien su muerte prematura explica una trayectoria corta pero muy intensa. Igual que Maino, Tristán hace un viaje a Italia fechado entre 1606 y 1611, quizás para ampliar los conocimientos que había adquirido en el taller de El Greco, con quien había aprendido el oficio de pintor. Es en Italia donde se deja atraer por la magia de Caravaggio y su obra muestra la adhesión al naturalismo en clave personal. Mantiene los tipos y el gusto por las composiciones complejas de El Greco pero en el retablo que pinta en 1616 para la iglesia parroquial de Yepes, provincia de Toledo, muestra una personalidad segura y madura, próxima a la iluminación propia del naturalismo así como los modelos que utiliza, especialmente en los lienzos en los que retrata santos adustos, penitentes, inmersos en el éxtasis y en las lágrimas. En este sentido, son admirables los cinco lienzos de pequeño formato en los que se representa a dos santas -Santa Águeda y Santa Catalina- y tres santos -San Roque, San Bartolomé y San Agustín- cuyos rasgos constituyen verdaderos retratos psicológicos. El Museo del Prado conserva dos piezas procedentes de este conjunto, María Magdalena y Santa Mónica, cuyo rostro surcado de arrugas nos sorprende por su intensidad (fig. 1). Sin duda alguna, de toda la producción artística de Tristán, el retablo de Yepes es el mejor ejemplo de su arte y el de mayor calidad junto al que pinta para las clarisas de Toledo, pero a diferencia de éste, lo podemos contemplar fuera de la clausura, pues la mayoría de la producción del toledano se conserva entre los muros conventuales. De Italia, además de un bagaje intelectual y artístico, el pintor trae un prestigio consolidado a

juzgar por la envergadura de los encargos y la continuidad con que se suceden. Esta etapa, desde 1612 hasta su muerte en la que se incluye el retablo citado, es la más fructífera y donde alcanza la calidad artística que le hace poseedor de la fama que le acompañó. Sin embargo, su carrera queda truncada por una muerte prematura, acaecida en 1624, dejando una producción que se ha considerado como lo mejor de la escuela toledana del primer tercio del XVII.

El caso de Pedro Orrente es diferente ya que su estancia en Toledo fue de paso para marchar hacia Murcia su tierra natal y

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Valencia donde muere. Su obra se localiza indistintamente en Toledo, en la que transcurre en intervalos de tiempo y Valencia; igualmente realizó un viaje a Italia entre los años de 1604 y 1612 aproximadamente. Su destino fue Venecia y allí asimiló la técnica y el estilo de los Bassano, de hecho, él mismo fue apodado como el "Bassano español" pues copió los mismos asuntos pastoriles y escenas religiosas donde abundan los personajes menudos, numerosos, que se mueven como pez en el agua por amplios escenarios naturales. Es indudable que también conoció el legado de Caravaggio en Roma y es de los primeros pintores en mostrar su impronta. El mejor ejemplo es el San Sebastián que pinta para la catedral de Valencia hacia 1616 y que influirá decisivamente en el posterior estilo de Francisco Ribalta (fig. 2). También la Santa Leocadia que hace para la sacristía de la catedral de Toledo muestra excepcionalmente la síntesis del caravaggismo con el tratamiento veneciano del color.

Este foco toledano lo cierra el pintor nacido en Orgaz, provincia de Toledo, Juan Sánchez Cotán. Formado con uno de los pintores locales más relevantes, Blas de Prado, marcha enseguida a Granada, hacia 1603, donde se hace fraile cartujo. Aunque hace pintura de temática religiosa, para las cartujas de Granada y El Paular pinta extensos ciclos con la historia de la Orden, lo más interesante de su obra son los bodegones y naturalezas muertas donde sienta las bases del bodegón español que tanta presencia tiene en nuestro Siglo de Oro. Es en este género donde revela lo mejor del naturalismo aprendido ya que los dota de una iluminación muy contrastada que resalta volúmenes, texturas y superficies de forma magistral.

En Valencia la figura más destacada en estas primeras décadas es la de Francisco Ribalta (1585-1628), además de la presencia ya citada de Pedro Orrente. Ribalta se mueve en un ambiente muy marcado por la espiritualidad del Patriarca Juan de Ribera, arzobispo de la ciudad en la

que ejerció un papel similar al de Carlos Borromeo en Milán. En su figura aúna la labor pastoral y la política ya que fue Patriarca de las Indias y Virrey de Valencia, además de arzobispo. Su fundación más preciada fue el Colegio del Patriarca, una especie de Escorial reducido y concebido como seminario para la formación de futuros sacerdotes en el más estricto sentido contrarreformista. Pese a ello, cuidó de todos los detalles artísticos y empleó una variada nómina de pintores que supieron plasmar este espíritu severo y riguroso pero sin menoscabo de la humanización cercana y real de la historia sagrada. En este contexto desarrolla su carrera Francisco Ribalta; que sepamos no llegó a hacer ningún viaje a Italia y su conocimiento de los grandes maestros es indirecto gracias al viaje que hace a la Corte

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donde estudia las colecciones venecianas y la obra de Navarrete el Mudo. La impronta de éste último se advierte en la composición del Martirio de Santiago perteneciente al retablo de la iglesia parroquial de Algemesí y que es un trasunto fiel de la obra de Navarrete conservada en El Escorial. Pese a ello, advertimos algunas diferencias como es la insistencia en captar la realidad de los objetos y la intensidad de los rostros que simulan retratos individualizados. Hacia la mitad de la segunda década del siglo XVII el arte de Ribalta va dando cabida a nuevos rasgos próximos al naturalismo imperante. Pérez Sánchez apunta a la decisiva influencia que sobre él ejerce la obra del San Sebastián que Pedro Orrente pinta para la catedral de Valencia en 1616. El caso es que a partir de estos años Ribalta se deja atraer por unos juegos de luz intensificados que destacan en medio de la sobriedad creciente de sus composiciones. En obras como Cristo abrazando a San Francisco (Museo de Valencia) o el Abrazo de Cristo a San Bernardo (fig. 3), se advierte un "lenguaje sencillo y directo, apoyado en lo concreto, con modelos de

inmediato naturalismo... y con una utilización de la luz que atestigua el conocimiento de obras caravaggistas" (Pérez Sánchez, 1992:147).

El primer tercio del siglo XVII lo cierra el foco andaluz representado casi en exclusiva por Sevilla. Allí la presencia de Francisco Pacheco es tan fuerte que apenas hay cabida para nada más. Pese a ello, surgen algunos nombres que rompen con el Manierismo caduco representado por Pacheco y exploran nuevas vías artísticas. Son por un lado Juan de Roelas (1558-1625) y por otro Francisco Herrera el Viejo (1590-1654). Formados dentro del Manierismo evolucionan hacia un colorido de corte veneciano y con influencia del naturalismo flamenco, pero completamente ajenos los dos a cualquier influencia de Caravaggio. En el caso de Herrera el Viejo es bueno

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recordar que comparte encargos con un joven Zurbarán, en concreto en el colegio franciscano de San Buenaventura y que esta coincidencia le permitió abrirse a un intenso y personal naturalismo que de otra manera no se hubiera dado. Los lienzos de esta serie, repartidos en los museos del Prado, Louvre y Greenville, muestran un estilo marcado por la intensidad de los rostros, las pinceladas amplias y un sentido muy peculiar del color, como se puede ver en el San Buenaventura recibe el hábito de San Francisco (fig. 4).

Pero la gran oleada del naturalismo llega a España a partir de los años veinte, cuando Caravaggio se convierte en el gran modelo a imitar pese al disgusto de teóricos y tratadistas como Vicente Carducho y Francisco Pacheco. Los pintores nacidos al filo de 1600 son los que mejor representan este momento y a su vez, son los máximos representantes de la gran pintura española del Siglo de Oro. En algunos casos, la asimilación del arte de Caravaggio fue directa, como en Ribera, en otros indirecta como en Zurbarán o en el joven Velázquez. En todos, sin embargo, el caravaggismo fue una fase dentro de la evolución que describieron sus carreras pictóricas. Pese a ello, todos compartieron el afán de hacer creíble la historia, fuera sagrada o profana, tomando modelos del natural, próximos y reales que se mueven en medio de escenarios sombríos, apenas sugeridos por unas pocas sombras. En el caso de la pintura religiosa la narración nos hace sentir que vivimos una escena terrenal y cotidiana pero donde cada pequeño objeto, gesto o personaje se convierte en alusiones cargadas de fuerte simbolismo. Nadie como los pintores españoles para captar esa "realidad trascendente" que Julián Gallego describiera en su célebre estudio de Visión y símbolos (Gallego, 1972).

3. El nuevo realismo de Ribera

En realidad, el mejor discípulo de Caravaggio reconocido internacional-mente es José de Ribera (1591-1652), apodado "El Españoleto". Nacido en Játiva marchó muy pronto hacia Italia, a Roma primero allá por 1611 para instalarse definitivamente en Nápoles en 1616. Su personalidad y su obra han sido objeto de todo tipo de leyendas, en parte porque como a Caravaggio, a Ribera le persiguieron los problemas con la justicia y le marcó la fama de conflictivo. El siglo XIX fue especialmente duro con el pintor y para los románticos se convirtió en el paradigma de lo tenebroso y macabro, tanto que Byron llegó a dedique mojaba su pincel en la sangre de todos los santos, lo que además de no ser cierto contribuyó a forjar una imagen injusta y parcial. De hecho, durante mucho tiempo pensar en José de Ribera era evocar o tenebrosas escenas de martirio o viejos penitentes de piel reseca, fanáticamente abrazados a una cruz y golpeándose de forma compulsiva las carnes. Con ello se olvida una producción en la que abundan imágenes que se han convertido en magníficos ejemplos de encanto, belleza y dulzura en medio de atmósferas de luminosidad veneciana. Porque si bien es verdad que su formación, plenamente italiana y a medio camino entre Parma, Roma y Nápoles -ciudad ésta última en la que transcurre toda su vida desde 1616 año de su llegada hasta su muerte en 1652-, se deriva del conocimiento de la pintura de Caravaggio y como tal, da paso a unos violentos efectos de claroscuro junto a un poderoso realismo en la concepción de las historias, poco a poco, y especialmente a partir de la década de los años treinta, su estilo experimenta una importante evolución. Se aleja del caravaggismo y se abre a colores más claros y luminosos rechazando los contrastes tan intensos de sus primeros años, sus composiciones se vuelven más monumentales y se ofrecen bajo una luz más uniforme. En

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general, acusa la influencia de la corriente del clasicismo romano-boloñés que el pintor recibe a través primero de Guido Reni y después de Lanfranco y del Domenichino que trabajan en Nápoles, coincidiendo con el pintor en esos años treinta.

Son razones más que evidentes para advertir que nos hallamos ante una de las personalidades artísticas más completas y complejas del panorama español y que sin la formación en Italia nunca se hubiera producido. Cultivó con igual fortuna la temática religiosa como la mitológica, los cuadros de género y las reflexiones sobre la Antigüedad en forma de filósofos o de otras evocaciones históricas. De igual manera se acercó a la representación de los cinco sentidos de forma magistral, abandonando la tradición medieval de acumulación de objetos o de alusiones religiosas, creando imágenes de una fuerza y trascendencia insuperables todavía hoy. Tampoco se limitó estrictamente a la pintura, pues sus grabados y dibujos revelan su extraordinaria capacidad para el dibujo firme, escueto, lleno de fuerza y expresividad. Muchos de ellos están dedicados a indagar en las pasiones del alma y el complejo entramado de las emociones, mucho antes de que la Academia francesa expusiera la codificación de los tipos hecha por Lebrun. Bocas abiertas riendo, gritando, susurrando, sonriendo; ojos arrasados en lágrimas elevados al cielo o velados por la melan-colía; orejas extraordinarias se suceden en unos repertorios que nos llenan de asombro, tanto por la maestría técnica como por la capacidad de observación que encierran (fig. 5).

Son cualidades que no pasan desapercibidas para los estudiosos y que han propiciado que

en los últimos diez años, afortunadamente, se hayan multiplicados los estudios, publicaciones y exposiciones dedicadas al pintor, a fin de rehacer su carrera, especialmente los años anteriores a su llegada a Nápoles, pues Ribera parecía surgir de la nada en esta ciudad de la mano del Duque de Osuna, por entonces virrey.

La última exposición dedicada al pintor en el Museo del Prado el verano de 2011, ha sido, en este sentido, de extraordinaria importancia. Titulada El joven Ribera, reconstruye sus primeros años en Italia, concretamente su actividad en Parma y sobre todo en Roma de tal manera que "para Ribera antes de Nápoles fue Roma, y antes de Roma -o,... durante sus años

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romanos- fue Parma. Ribera marchó a Parma siendo un artista de formación naturalista y caravaggiesca con el fin de ampliar sus horizontes artísticos y estudiar a Correggio; pero también con la esperanza de conseguir encargos públicos, y quizás de trabajar para el Duque Farnese. Tuvo éxito en lo primero pero no en lo segundo. En Roma la gloria pública le esquivó, pero había de encontrarla en Nápoles, donde iba a ser aplaudido de todas las naciones en palabras del pintor aragonés Jusepe Martínez que le conoció en 1625" (Finaldi, 2011:26).

La tesis de Gabriele Finaldi es que ya instalado en Roma desde 1612 Ribera marcha a Parma y allí busca fortuna bajo la protección de los poderosos Farnesio. De su estancia quedan dos obras cuyos originales están perdidos, San Martín partiendo la capa con el mendigo, copia existente en la Galería Nacional de Parma y la noticia de una Asunción de la Virgen con los santos Cosme y Damián, en paradero desconocido y también cuadro de altar como el anterior. Son las dos obras que están documentadas y por tanto de las que no hay dudas, a las que hay que añadir, tal vez, algunas pinturas murales. A ellas se le suma ahora la hipótesis de que el Lamento sobre Cristo muerto que conserva el Museo Capodimonte de Nápoles pudiera ser creación del joven pintor. Pero donde ha habido una verdadera convulsión es en el catálogo de las obras producidas en Roma que ha pasado de cuatro o cinco a más de cincuenta, en concreto cincuenta y tres que son las que ahora se consideran de su mano. Ha sido una labor llevada a cabo por el investigador Gianni Papi a lo largo de la última década y cuya piedra angular parte de la identificación del llamado Maestro del Juicio de Salomón con nuestro joven Ribera. De este modo, todas las obras que se le adjudicaban a ese anónimo maestro han pasado a formar parte de la autoría del Españóleto. En su artículo, Papi adelanta la llegada de Ribera a Roma, lo sitúa hacia 1604 y reconstruye el estilo de este período destacando como obras angulares, además del Juicio de Salomón (fig. 6), Susana y los Viejos (Madrid, colección particular) y La negación de San Pedro (Nápoles, Cartuja de San Martino) datándolas en torno a 1611-1612. En ellas muestra un estilo evolucionado hacia un lenguaje innovador y algunas soluciones inéditas, tanto en el uso de los prototipos y las fisonomías como en la técnica, a base de pinceladas sintéticas y anchas. Otras obras igualmente revolucionarias sería la de Jesús entre los doctores (Langres, Iglesia de San

Martín) o composicio-nes de una sola figura como el titulado Orígenes (Urbino, Galería Nacional de las Marcas) fechado hacia 1614-1615 y que constituye "otro impor-tante prototipo tanto por el asunto, el gran filósofo y exégeta de las Sagradas Escrituras, que confirma así... como el tema de los filósofos fue tratado por Ribera ya en Roma

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antes que en Nápoles, como por la disposición de un personaje masculino, colocado en una pose monumental..." (Papi, 2011:47).

Especialmente importante de este período es La resurrección de Lázaro, comprada en el año 2001 por el Museo del Prado y pintada en 1616, justo antes de su partida a Nápoles (fig.7). Con esta composición Ribera legitima el naturalismo como pintura "científica" frente a aquellos que sólo le reconocían el valor de copiar del natural. En ella encontramos soluciones a planteamientos recurrentes como las estrategias narrativas en composiciones de formato horizontal y con muchos personajes encadenados en la búsqueda y análisis de los "afectos" con un despliegue emocional sin precedentes y por supuesto, una técnica pictórica plenamente madura. Imposible además no establecer una relación con el precedente que Caravaggio había pintado durante su estancia en Sicilia, pero mientras que La resurrección de Lázaro de Caravaggio es "un episodio tumultuoso, la de Ribera es un drama íntimo" (Portús, 2011:61-77). El catálogo de Ribera en Roma incluye además obras paradigmáticas del natu-ralismo barroco como las que pinta para Pedro Cosida, entre las que destaca un apostolado y "cinco medias figuras para los cinco sentidos, muy bellas" Papi, 2011:51). La serie de los Cinco sentidos de Ribera rompe con la tradición heredada hasta el Manierismo nordeuropeo que gusta de mantener la visión idealizante y alegórica como la que conciben Brueghel y Rubens en sus series pintadas en torno a 1617. Frente a ellos, Ribera da paso a una concepción de figuras aisladas, de apariencia cotidiana y humilde y cuyo tema principal es la acción de recuperar una experiencia sensible (fig. 8). Hoy en día la serie se halla dispersa en distintos museos y colecciones repartidos por el mundo. Perteneció a Pedro Cosida, originario de Zaragoza y agente comercial del Rey de España en Roma; a su muerte pasó a su hijo en cuyo inventario están registrados (Milicua, 2011:142-147).

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De esta manera, el Ribera que se instala en Nápoles en noviembre de 1616 lleva ya un

bagaje artístico como caravaggista reconocido pero con unas novedades revolucionarias respecto al enfoque naturalista vigente, hasta el punto de que para todos los artistas llegados Roma "era indispensable medirse con los grandes prototipos de Ribera, pues esos eran, en esos momentos, lo nuevo y de ellos se podrían extraer estímulos figurativos y estilísticos" (Papi, 2011:56). La trayectoria de Ribera en Nápoles está marcada por los sucesivos virreyes para los que trabajó, capitalizando los encargos más importantes, pintando activamente y recibiendo todo tipo de honores que le distinguían como la personalidad artística más llamativa de la ciudad, incluso el Papa en 1626 le concede el hábito de la Orden de Cristo de Portugal. Las primeras obras las hace para el Duque de Osuna con destino a la Colegiata de Osuna. Son representaciones de santos que luego desarrollará en muchas ocasiones: san Jeró-nimo, san Pedro, san Bartolomé, san Sebastián o el Calvario en el que sabe unir los recursos aprendidos de Guido Reni con la potencia emocional que le da el uso de una luz dirigida en la que sombras y volúmenes adquieren un vigor extraño. En estos años veinte combina igualmente el grabado con la pintura y destaca el Sileno ebrio (Nápoles, Museo de Capodimonte) imagen cáustica y desinhibida de la tradición mitológica y pagana que abriré, el camino al joven Velázquez. En 1631 para el nuevo virrey, el Duque de Alcalá, pinta obras como la Mujer barbuda (fig. 9) y la primera serie de los filósofos. Son imágenes de una fuerza brutal, impositiva, que nos impactan por la negrura de la que emergen y la vulgaridad casi hiriente que lucen. Desde 1631 a 1637, bajo el virreinato del Conde de Monterrey, gran coleccionista y de gustos refinados, Ribera abandona paulatinamente el intenso tenebrismo dando entrada a la luminosidad que le aportan los amplios celajes que comienza a usar. También modifica su gama cromática renunciando a los marrones, betunes y grises para dar

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entrada a tonalidades más claras, usadas con una pincelada menos pastosa. De esta época es la Inmaculada Concepción y San Genaro en gloria (Salamanca, convento de las Agustinas), la Magdalena en gloria de la Academia de San Fernando y Apolo y Marsias del que existen dos versiones en la Cartuja de San Martino de Nápoles y en los Museos Reales de Bruselas. 1637 fue un año especialmente prolífico en la vida del pintor que coincide además con un nuevo virrey, el Duque de Medina de las Torres para quien hace gran parte de lo que hoy consideramos sus obras maestras. En 1639 están fechados sus primeros paisajes y también composiciones como el Martirio de San Felipe del Museo del Prado, un prodigio de diagonales compositivas con las que crea un escenario único para desplegar ese "teatro de emociones" junto a soluciones cromáticas luminosas y plateadas que abren un camino cada vez más alejado del tenebrismo inicial (fig. 10).

Los años cuarenta, en cambio, están marcados por el descenso de su actividad dada la

enfermedad que le puso en serios aprietos; aún así sigue pintando magníficas composiciones en las que suele usar un punto de vista bajo que le permite engrandecer sus figuras proyectándolas contra un cielo abierto, amplio y luminoso. Su naturalismo se ha dulcificado definitivamente y aunque los modelos siguen siendo del natural los envuelve en una atmósfera mucho más amable, como ocurre con el magistral Patizambo (París, Museo del Louvre). También la temática religiosa da entrada a soluciones radiantes y de gran barroquismo como la Inmaculada Concepción del convento madrileño de Santa Isabel que servirá de modelo

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posterior a pintores como Murillo, en detrimento de la tradicional iconografía sevillana creada por Pacheco y mantenida por Zurbarán o Velázquez. La obra además está ligada a la leyenda que encierra un suceso dramático en la vida del pintor a causa de la violación de una sobrina por parte de D. Juan José de Austria, hijo natural de Felipe IV. Es un modelo femenino constante en Ribera y que aparece igualmente en otras composiciones como la Santa Tais/María Magdalena del Museo del Prado o la Adoración de los pastores del Museo del Louvre.

Una de sus obras finales, fechada el mismo año de su muerte, 1652, es la Comunión de San

Donato (fig. 11) "cumbre de ese pictorismo último, que transformó un tema piadoso y sombrío en un prodigio de pura pintura, capaz de inspirar al propio Goya que hubo de tenerlo en cuenta para su Comunión de San José de Calasanz" (Pérez Sánchez, 1992:185). Se pone así punto final a uno de los artistas más singulares de la Historia del Arte tanto por su poliva-lencia en la técnica -gran dibujante, anatomista, creador de complejísimas composiciones- como por las fuentes de las que bebió para crear sus historias: mitológicas, filosóficas y sagradas con las que hace un alarde de originalidad y renovación en el limitado repertorio iconográfico de la pintura española hasta ese momento.

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4. Los genios de la pintura española frente al naturalismo

Algo más jóvenes que José de Ribera fueron Francisco Zurbarán (1598-1664) y Diego Velázquez (1599-1660) vinculados ambos a la escuela sevillana, si bien la figura de Velázquez supera con mucho cualquier etiqueta salvo la de genio.

Zurbarán es uno de los mejores representantes del caravaggismo del que apenas se separó a lo largo de su trayectoria, sólo un poco al final por influencia de Murillo y por las imposiciones del nuevo gusto de la clientela dulcificó el tenebrismo inicial dando paso a figuras más blandas y menos severas. Zurbarán, nacido en Fuente de Cantos provincia de Badajoz, es extraño a la escuela sevillana que gusta de la pompa decorativa, de los énfasis compositivos, de la brillantez en el color y de la factura ligera. Él es todo lo contrario pero como apuntó Pérez Sánchez es el que mejor encarna la personalidad española del Siglo de Oro por "su amor a lo inmediato, su serena confianza en lo trascendente, expresado con intensidad casi alucinante". No sin razón las órdenes religiosas fueron su mejor cliente lo que le convirtió en el mejor cronista de la santidad y de las virtudes del claustro y nadie como él para representar el ideal de sincera devoción, de religiosidad y de ascetismo. Como pintor de frailes y monjes, destaca su capacidad prodigiosa para los hábitos, las telas, la pesadez de los pliegues con los que consigue una monumentalidad desbordante (fig. 12). Su técnica es a base de una pincelada grande y constructiva, sólida y volumétrica con la que maneja blancos, grises plomizos y rosas siempre sobre fondos neutros, apenas escenarios. Como pintor de órdenes religiosas elaboró grandes ciclos monásticos aunque sólo uno queda in situ, el de los

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Jerónimos en la sacristía del Monasterio de Guadalupe. Pero, además de la temática religiosa, Zurbarán hizo retratos, pintura mitológica, pintura de historia, bodegones y alguna que otra

escena costumbrista. Poseyó un gran taller del que salieron muchas obras hacia América convirtiéndose en uno de los grandes referentes de la pintura colonial posterior, especialmente en las series de ángeles arcabuceros de tanto éxito y tradición. Como bodegonista continuó el modelo de Sánchez Cotán sometiéndolo a una simplificación "mística", hasta convertirlo en un verdadero objeto de devoción religiosa. No salió de Sevilla, salvo dos viajes a Madrid, el primero en 1633 probando fortuna en la Corte para desempeñar el encargo que le hace Velázquez de pintar para el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, La defensa de Cádiz y la serie mitológica de Los trabajos de Hércules; fue una estancia determinante para su evolución posterior ya que le permitió el contacto con las

colecciones reales y el conocimiento con los grandes maestros, no sólo del pasado, sino de la vanguardia más actual. El segundo, muchos años después, en 1558, para testificar a favor de su amigo Velázquez con el fin de que fuera reconocido caballero de la Orden de Santiago.

La obra que le da fama en Sevilla fue el impresionante Cristo en la cruz (fig. 13), pintado en 1627 para el convento dominico de San Pablo el Real. Es un tema sobre el que volverá muchas veces después pero que tiene una fuerza casi escultórica por el sorprendente contraste entre el cuerpo de Cristo, con el luminoso paño que le ciñe la cintura, y la negrura del fondo. Zurbarán no escatima ningún alarde de realismo visible en el complejo drapeado de las telas, en la verosimilitud de la superficie leñosa de la cruz o en la anatomía bien formada del cuerpo. Se ciñe, además, a las indicaciones de la ortodoxia más recalcitrante dictada por Pacheco de los cuatro clavos, en vez de tres. Los cuatro clavos imponen un mayor estatismo en la figura que queda así más rígida y frontal, a pesar de ello sabe dotarla de una poderosa realidad hasta

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convertirla en una especie de visión del fiel. A esta obra le sucedieron encargos y contratos como el firmado con el convento de la Merced Calzada en 1628 al que pertenecen obras como la Visión de San Pedro Nolasco (Madrid, Museo del Prado) y el portentoso San Serapio (fig. 12). En la primera la magia radica en la fuerza de las telas, el hábito blanco del fraile que adquiere una corporeidad de relieve y el paño blanco también de san Pedro. En ambos juega con amplias zonas de sombras, bien construidas que sugieren un cuerpo debajo y un peso específico de la tela. Lo mismo ocurre con el lienzo de San Serapio, uno de los mártires de la Orden muerto a manos de piratas ingleses y en donde Zurbarán elude cualquier alusión sangrienta. Antes al contrario, capta un abatimiento de éxtasis, como si estuviera sumido en un sueño profundo y otra vez esos blancos manchados, matizados por los grises con los grandes y rotundos pliegues cayendo en un abandono lleno de sensualidad. Para no descuidar detalle, Zurbarán coloca el pequeño papel con su firma, arrugado, como si fuera un trampantojo. Algo similar es lo que hace con otra composición a la que sabe dotar de un poderoso realismo. Es la que representa La Santa Faz, (fig. 14) de la que hay varias versiones repartidas por museos y parroquias. Quizás el precedente de la composición zurbaranesca sea la de El Greco porque ambas comparten recursos similares si bien la de Zurbarán sabe jugar con los efectos lumínicos que le brinda el naturalismo. Sobre un paño que cae en un juego de pliegues escultóricos, donde la sombra les confiere un volumen táctil, el rostro de Jesús se impone como si quisiera salirse de su marco ficticio.

Es en las composiciones reducidas donde Zurbarán da lo mejor de sí, cuando no tiene que resolver grandes complicaciones compositivas, porque a diferencia de Ribera y de Velázquez, Zurbarán no

sabe componer. No se mueve bien en las complejidades de las diagonales barrocas ni en las construcciones narrativas que requieran muchos personajes. Pues si lo tiene que hacer, como en la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino (Sevilla, Museo de Bellas Artes) recurre a modelos ma-nieristas, claramente arcaizantes, con una diferencia neta entre la parte terrenal y la celestial y donde a todas luces falla la cohesión interna del cuadro. Por eso sus obras maestras suelen ser las que sólo tienen un personaje, dos a lo sumo.

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Destaca en este sentido toda la serie de retratos de miembros de la orden jerónima de Guadalupe, obras como el Fray Gonzalo de Illescas, Misa del padre Cabañuelas o Aparición de Cristo al padre Salmerón, composiciones directas, sinceras y en las que el hecho milagroso se convierte en cotidiano, casi doméstico. En ellas el protagonismo se reparte por igual entre la fuerza de las figuras, la atención a las naturalezas muertas que incluye y el manejo de la luz. El mismo tono pausado y silencioso se advierte en composiciones llenas de vigor como el Agnus dei (Madrid, Museo del Prado), una especie de naturaleza muerta llena de simbolismo. Para su composición recupera el recurso de su maestro Sánchez Cotán al disponer la pieza sobre una especie de repisa o alféizar sobre la que choca la luz dejando el resto en una negrura total. La misma sensación de silencio y recogimiento es la que tenemos al contemplar el maravilloso Bodegón (Madrid, Museo del Prado), donde no ha escatimado la atención y el cuidado exquisito con el que nos describe cada uno de los pequeños objetos que lo componen. Si lo pensamos bien, no dejan de ser objetos vulgares pero que gracias a una composición simple y prodigiosa están cargados de trascendencia.

La década de los treinta se salda con los trabajos para los cartujos, los de las Cuevas y los de jerez, ambas series dispersas de las que nos quedan magníficos ejemplos como la Virgen de los cartujos (fig. 15) El refectorio de los cartujos (Sevilla, Museo de Bellas Artes) o los retratos de alguno de sus miembros en los que consigue efectos sorprendentes con las calidades de los blancos en los hábitos, inmensos, pesados, matizados a base de sombras magistrales.

Los años cuarenta suponen para el maestro un parón en su actividad debido en parte a una serie de acontecimientos biográficos y en parte a la crisis profunda que asoló la economía en general y la sevillana en particular. En consecuencia cesan los encargos y la clientela que queda prefiere un estilo más dulzón y amable como el del joven Murillo que por entonces empieza a irrumpir en el mercado del arte. Como resultado Zurbarán no tiene más remedio que adaptarse a la nueva moda y de ahora en adelante, su producción va a caracterizarse por ofrecer una expresividad más humana y amable, más suave en definitiva, perdiendo la severidad imponente de modelos pasados. También las figuras abandonan esa rotundidad escultórica y la precisión casi metálica del principio haciéndose más blandas y delicadas, incluso el tenebrismo se difumina y la luz se homogeniza. Igualmente hay una adaptación en la temática ya que empiezan a abundar los temas marianos como la Virgen niña en éxtasis (Nueva York, Metropolitan Museum), la Inmaculada (Museo del Prado) o la Anunciación de la Virgen (Filadelfia, Museo de Arte) todas resueltas con una pincelada más libre y espontánea con la que capta la atmósfera, envolviendo las figuras en la luz dorada tan del gusto sevillano.

En conclusión sólo cabe insistir en que se trata de un pintor monacal por excelencia a quien el naturalismo de Caravaggio, le abrió una vía de expresión con la que supo retratar la sacralidad cotidiana, humilde y simple de los conventos. Del mismo modo que prestaba una atención minuciosa a las telas, a las texturas y a las superficies de los objetos, captó la individualidad de los rostros siempre adustos y graves. Fue un pintor de lo masculino por excelencia, de ahí la novedad en su catálogo de las santas a las que retrata individualmente, "a lo divino", con una increíble individualidad y en actitud procesional. Su Santa Margarita (Londres, National Gallery) o Santa Casilda (fig. 16), por ejemplo, están ataviadas con todo lujo de ropajes, haciendo gala de su condición femenina y casi retando al indignado veedor inquisitorial que a buen seguro pondría todo tipo de reparos ante esta concepción tan singular

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de la santidad. Aún así, la obra completa de Zurbarán posee valores que todavía hoy siguen sorprendiendo por la severidad y la quietud que respiran.

Otro de los grandes maestros de esta generación fue Alonso Cano (1601-1667), contemporáneo de Zurbarán pero con un estilo radicalmente opuesto. El naturalismo de Cano fue sólo una etapa de juventud en consonancia con el ambiente sevillano en el que se forma y que abandonará en cuanto tiene ocasión de conocer otros maestros y modelos, cosa que le ocurrirá ya en su primer viaje a Madrid en 1638 llamado por su amigo Velázquez, con quien comparte el calificativo de clásico en pleno Barroco. Pero Cano es algo más que pintor, es de esas pocas figuras en el arte español que combina varias disciplinas y todas con gran genialidad. De hecho, fue pintor, escultor y arquitecto y en las tres alcanzó cotas de maestría y creatividad. Granadino de nacimiento, su familia se instala en Sevilla donde se forma en el taller de Pacheco como pintor y allí conoce a Velázquez con quien entabla una amistad que durará toda la vida. En esta primera etapa de su larga carrera, su estilo se caracteriza por el tenebrismo imperante coincidiendo con el de Zurbarán o el del joven Velázquez. Muestra un modelado duro y preciso con el que dota de una rotundidad escultórica a las figuras, algo visible en las obras que firma desde 1624. Una de las primeras, firmadas, es el lienzo con San Francisco de Borja (fig. 17). Sabemos con precisión que es la primera obra de la fase sevillana pintada cuando todavía estudiaba con Pacheco y dos años antes de examinarse como maestro. Tenía como destino el Noviciado de la Compañía de Jesús en Sevilla y, a pesar de la juventud, muestra ya la buena mano de Cano.

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De esta primera etapa también se conserva la Aparición de Cristo resucitado a Santa Teresa fechada entre 1624-1630, (Madrid, Colección Fórum Filatélico) pero quizás el ejemplo más interesante sea el retablo para el convento sevillano de Santa Paula dedicado a san Juan Evangelista, que dejó inacabado por trasladarse a la Corte. Lienzos como el Santiago apóstol o San Juan Evangelista, ambos en el Museo del Louvre, muestran el conocimiento del naturalismo napolitano, especialmente de Ribera seguramente a partir de la colección del que fuera virrey de Nápoles y mecenas del valenciano, el Duque de Alcalá (Pérez Sánchez, 1992:209). En todo caso y a pesar de esta impronta riberesca, subyace la inclinación "clásica" de Alonso Cano que le lleva a cultivar la belleza formal y luces más transparentes. De hecho es en Madrid donde se libera del yugo naturalista para dar paso a composiciones mucho más ligeras, dinámicas y barrocas que ya no abandonará dejando definitivamente la senda naturalista y cultivando un estilo más afín a los nuevos gustos, en los que la evolución del propio Velázquez va a ir abriendo camino.

En efecto, Diego Velázquez y Silva (1599-1660) nacía en una Sevilla que se hallaba en plena ebullición social, económica y cultural. Una ciudad en la que convivían infinidad de instituciones religiosas repartidas en parroquias, conventos -36 masculinos frente a 28 femeninos- monasterios,

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beateríos, oratorios, hospitales y capillas que singularizaban un peculiar carácter "sagrado". En contraposición era una metrópoli convertida en "puerto y puerta de América" lo que le dotaba de una actividad comercial extraordinariamente rica con una colonia de mercaderes flamencos que dejaron su impronta también en el ámbito cultural. Desde este punto de vista, Sevilla era una de las urbes más activas de la España del Siglo de Oro y en ella abundaban las "academias" literarias y artísticas como la que fundara el tío de Francisco Pacheco y que este supo prorrogar de forma inteligente. Próspera, culta, cosmopolita y populosa, Sevilla era también refugio de picaros y maleantes que se daban cita en tabernas y bodegones.

En este panorama es donde transcurren los primeros veintidós años de vida del "pintor de los pintores" como unánimemente es reconocido el gran genio universal. Así se forja una figura enigmática y un tanto misteriosa del que poco sabemos en lo personal. Le envuelve esa fama de flemático con la que le calificaron sus coetáneos, no dejó nada escrito, apenas dibujos y bocetos, no fundó taller ni tuvo discípulos. Pues fue sobre todo, un personaje solitario, un pintor único en su tiempo que representa el punto más alto de perfección e independencia. Especialmente receptivo a cualquier estímulo visual, su obra refleja una capacidad de reflexión sin igual sobre todo lo que le rodeó, tanto en Sevilla, en la Corte o en Italia. Su mirada inteligente abarcó desde la tradición artística a la propia experiencia visual lo que le llevó a crear una obra en la que se dan la mano la originalidad intelectual y unas dotes inigualables para la narración artística.

Entraba como aprendiz en el taller de Pacheco en diciembre de 1610 aunque el contrato firmado por su padre este fechado en 1611. Desde este momento empieza a forjarse su formación como artista y allí coincide con Alonso Cano. Con Francisco Pacheco aprendió la técnica y la teoría de la pintura, pero sobre todo de su mano se aficionó a las letras y al gusto por la lectura que tantos réditos le proporcionó pues el taller era sobre todo, una verdadera academia donde reinaba el ambiente erudito que supo imprimir el viejo maestro. Obsesionado con el ideal del artista culto a la manera italiana y con el reconocimiento social de su oficio, Pacheco se distingue especialmente por su interesante labor teórica que le proporcionó el reconocimiento de sus vecinos, quienes describían su taller como "una academia ordinaria de los más cultos ingenios de Sevilla y forasteros" (Lleó, 2003).

Son unos años de "silencio" documental hasta 1617, cuando aprueba el examen de pintor y el año siguiente, cuando se firma su acta de matrimonio con Juana, la hija del maestro. No aparece en ningún contrato con los numerosos encargos que los conventos y demás instituciones hacían al taller de Pacheco, no compite por ninguno de ellos ni tampoco aparece entre los pintores que envían obras con destino a las Indias. A pesar de ello, su obra abarca ya excepcionalmente todo el abanico de géneros posible, desde el bodegón a la pintura religiosa pasando por el retrato. Nada sabemos de quiénes fueron sus clientes, salvo que debieron pertenecer a una élite intelectual con el Duque de Alcalá a la cabeza, pero sí admiramos la precocidad de su arte. Son obras que se mueven bajo el influjo de Caravaggio y el naturalismo imperante y muestran una atención extrema al natural y una preocupación constante por aprender a captar los "afectos" y las expresiones sin soslayar ninguna dificultad. De hecho en las escenas de género de esta etapa, la precoz Vieja friendo huevos (Edimburgo, National Gallery of Scotland) pintada en 1618 y luego en las que le siguieron El almuerzo (San Petersburgo, Museo estatal del Hermitage), El aguador de Sevilla (fig. 18) y El Concierto (Berlín, Staatliche Museum), se puede apreciar el realismo preciso y analítico con el que reproduce los brillos, las sombras, las texturas, así como la caracterización de los tipos humanos. Es fácil

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detectar las influencias foráneas habituales en Sevilla como la de los bodegones italianos de Vicenzo Campi o los flamencos de Aertsen o Beuckelaer pero ni cae en lo burlesco, como los italianos, ni se complace en la exuberancia desbordante que caracteriza a los flamencos. Al contrario, a partir de ellos Velázquez sabe crear su propio y personal mundo dotándoles de una grandeza y dignidad casi litúrgica como en el caso de El aguador de Sevilla (Lleó, 2003). Todas ellas son composiciones muy complejas a base de diagonales, con luces dirigidas y figuras de rigurosos perfil o de tres cuartos con un realismo preciso y analítico. Como apuntaba Ernest Gombrich contemplando al viejo aguador es imposible no recordar La duda de Tomás de Caravaggio, el mismo rostro atezado y astroso capote ante los que es imposible no admirar la intensa armonía que comparten.

La pintura religiosa no fue el género más tratado por el pintor en este periodo pero aún así da buena muestra de su particular concepción sobre este tema. Son obras como La adoración de los Magos (Museo del Prado), la Imposición de la casulla a San Ildefonso (Sevilla, Museo de Bellas Artes), Cristo en Emaús o La mulata (Dublín, National Gallery of Ireland), Cristo en casa de Marta y María (fig. 19), Inmaculada Concepción y San Juan en Patmos (en Londres, National Gallery). Además hay figuras de santos fuertemente caracterizados que

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pertenecieron a una serie, hoy dispersa, del Apostolado como San Pablo (Barcelona, Museo Nacional de Arte de Cataluña) o Santo Tomás (Orleans, museo de Bellas Artes)

Pintadas entre 1618 y 1620 muestran la misma técnica que caracteriza este periodo.

Sabemos que daba una imprimación al lienzo de color rojo oscuro o pardo lo que produce esa tonalidad tan oscura que los distingue. A ello se le suma el uso de una paleta de colores sombríos en los que abundan los pardos, marrones rojizos, castaños grisáceos y negros. Prefería la pintura al óleo muy espesa y el uso de pinceles algo rígidos pues todavía hoy vemos los surcos que han dejado las cerdas. Además de efectiva, esta técnica dota al lienzo de una calidad casi escultórica. En los objetos inanimados como cerámica, vidrio y metales, demostró un cuidado exquisito a base de toques ligeros y delicados colocando el punto de luz en el sitio adecuado. En las cabezas y rostros, en cambio, aplica leves pinceladas con pintura aún más densa. En definitiva se trata de una técnica pictórica aprendida de Pacheco y que éste describe prolijamente en su Tratado pero Velázquez añadió relieve y variedad además de una luz aprendida de la lección de Caravaggio, creando unos espacios neutros y oscuros que se llenan de sombras. Dice Palomino que Velázquez admiraba profundamente a Tristán "por tener rumbo semejante a su humor, por lo extraño de pensar y viveza de los conceptos" y que estudiaba toda la pintura que llegaba de Italia (Pérez Sánchez, 1992:216). De hecho, tanto el aguador como algunos de los apóstoles mencionado guardan una estrecha relación con los modelos que utilizó Ribera en la serie de los Cinco sentidos, lo que demuestra un conocimiento notable de todo cuanto venía desde Roma y Nápoles.

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Otra singularidad en esta época es que interpreta la temática religiosa como si se tratara de una escena de género, algo muy del gusto de la colonia de flamencos cuyas estampas difundían ya este modo de concebir la historia sagrada. Así en las composiciones de Cristo en Emaús, también conocida como La mulata y en Cristo en casa de Marta y María utiliza el recurso del "cuadro dentro del cuadro", lo que le brinda la ocasión de desplazar a una segundo término el asunto sagrado dejando el primer plano para el desarrollo de personajes, objetos y atmósfera absolutamente cotidiana ya que en ambas lo que contemplamos en primera instancia son las tareas de la cocina con un prodigioso despliegue de naturaleza muerta verdaderamente táctil. Sólo a través de una pequeña ventana observamos la presencia de Cristo ligeramente más iluminada que el resto de la composición. Ante estos cuadros es imposible no admirar la calidad de las superficies, la riqueza de matices y típica inversión

velazqueña en el tema. No ocurre lo mismo en la que quizás sea la más amable de sus creaciones en Sevilla, La adoración de los Magos (fig. 20), obra fechada en 1619 que se ha considerado como una presentación de lo que entonces componía el cuadro familiar de Velázquez, ya que se supone que se trata de un retrato de familia. La Virgen es su mujer, Juana Pacheco que sostiene a la niña recién nacida, Francisca. Él aparece como rey Gaspar mientras que su suegro y maestro es el mago Melchor. Los rostros poseen una increíble caracterización por lo que esta hipótesis tiene cada vez más visos de ser creíble. Mantiene el interés por el claroscuro y por la descripción detallada de los objetos así como por la composi-ción en diagonales con la que crea un ligero desplazamiento de los protagonistas igual que en las creaciones de Tristán o Maíno. Además, en el lienzo hay un detalle que nos informa de las circunstancias del encargo; se trata de la rama de espino que surge en primer término y que es una alusión a la Pasión de Cristo y también a la reliquia más venerada por el Noviciado de San Luís de los Franceses, jesuitas con

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los que Pacheco mantenía una estrecha relación y que sin duda es el cliente al que Velázquez dedica este guiño alusivo.

Se desconoce quién encarga la Imposición de la casulla a San Ildefonso, un cuadro extraño en Velázquez y que pudo ser pintado a la vuelta del viaje que hace a Madrid en 1622, antes de su marcha definitiva. Es posible que en ese periplo se desviara a Toledo para admirar la obra del Greco, aunque también pudo hacerlo en Illescas o en El Escorial. Tanto el tema, propio de la diócesis toledana, como el canon de las figuras especialmente la de san Ildefonso, justifican esta idea. Por otra parte y como es habitual en la concepción del realismo sagrado, ninguno de los protagonistas lucen distintivos de su condición divina, ni la Virgen ni las santas que le acompañan semejando más una reunión de jóvenes sevillanas entretenidas en los entresijos de una amena conversación que un cortejo angelical.

En cambio, la Inmaculada Concepción (fig. 21) y San Juan en Patmos fueron pintadas para el convento del Carmen Calzado de Sevilla. La primera responde al típico patrón inmaculista sevillano difundido por el tratado de Pacheco que tiene en Zurbarán y en Martínez Montañés las mejores réplicas en pintura y escultura respectivamente. La de Velázquez sigue el prototipo de figura muy estática, sobre todo si la comparamos con las creaciones que Ribera estaba haciendo, y que recoge una por una las indicaciones iconográficas que predicaba Francisco Pacheco con respecto a la edad, la posición de la luna en cuarto menguante y la corona de las doce estrellas.

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En cuanto a San Juan en Palmos le vemos en el momento de escribir el evangelio y en plena revelación de la "mujer apocalíptica". De todo este periodo es la única obra en la que los pardos y marrones ceden paso a un luminoso color azul, el de la túnica que viste el santo. Se trata de una novedad radical con respecto a lo anterior y que no deja de sorprendernos por ello; en cierto sentido ese color parece anunciar lo que será la paleta del pintor desde el momento en el que abandona la ciudad con destino a la Corte.

Antes de irse, nos dejó magníficos ejemplos de retratos entre los que destaca la imponente figura de Sor Jerónimo de la Fuente, monja franciscana terciaria procedente de Toledo y que recalaba en Sevilla antes de partir para evangelizar en Manila. A petición de sus compañeras Velázquez le hace un retrato con dos versiones (Museo del Prado y colección Fernández de Araoz). Las dos poseen una fuerza estremecedora por la capacidad introspectiva y la energía psicológica que transmite; verdaderamente son de una intensidad alucinante, la misma que habrá de moderar cuando en la Corte tenga que retratar al rey y su familia. Ahí se cierra la etapa sevillana y a partir de ese momento, el influjo del naturalismo irá desapareciendo ante las novedades que le enseña la pintura de los venecianos y especialmente la de Rubens quien le abrirá los ojos ante una lección que no habrá de olvidar y donde el viaje a Italia, el primero en 1629, será el gran objetivo.

Bibliografía

AA.VV. (2008): Los pintores de lo real, Fundación Amigos del Museo del Prado, Barcelona, Ed. Galaxia Gutemberg. Aunque no se ciñe solo al ámbito español, se trata de una recopilación de estudios actualizados sobre este tema.

BROWN, J. (1990): La Edad de Oro de la pintura en España, Madrid, Nerea. A manera de gran manual, la publicación de Brown recorre todo el siglo XVII incluyendo los artistas extranjeros que trabajaron en nuestra península.

MILICUA, J. y PORTÚS, J. (ed.) (2011): El joven Ribera, Catálogo de exposición, Madrid, Museo del Prado. En estos momentos se trata del estudio más concluyente a la hora de conocer la estancia de Ribera en Parma y Roma, decisiva para rehacer el catálogo del pintor en su juventud. Destacan los artículos de Gabriele Finaldi, Gianni Papi y Javier Portús, especialmente.

PÉREZ SÁNCHEZ, A. E. (1972): Caravaggio y el naturalismo español. Catálogo de exposición, Sevilla. Una de las primeras muestras dedicadas a los seguidores de Caravaggio en España. Interesante reflexión acerca del concepto "naturalismo" como alternativa estética en el XVII.

PÉREZ SÁNCHEZ, A. E. (1992): Pintura barroca en España 1600-1750, Madrid, Cátedra. Aunque hemos utilizado la edición de 1992, recomendamos la de 2010 supervisada por B. Navarrete. Sigue siendo un magnífico manual de referencia para toda la pintura del Siglo de Oro español.

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TEMA 4 Otros modelos en la pintura europea Palma Martínez-Burgos García

1. Introducción.

2. El realismo óptico de Rembrandt.

3. Vermeer y el interior holandés.

4. Georges de la Tour.

Danae Autor:Rembrandt

Fecha:1636 Museo:Museo del Hermitage

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1. Introducción

La lección de Caravaggio se propagó rápidamente por toda Europa confiriendo a los artistas una capacidad de observar la naturaleza y descubrir las renovadas armonías de luz y de color sin prejuicios. En esta tarea coincidieron tanto los artistas de la Europa católica como los que quedaron en el lado protestante, especialmente en la Holanda escindida del poder español. La resistencia que las ciudades mercantiles de la república de Holanda opusieron a Felipe II se convirtió a la postre en una lucha también por la libertad religiosa, no sólo civil. El objetivo del monarca español de "un solo rey, una única ley una sola fe" obligó al exilio a miles de disidentes que buscaron refugio en las Siete Provincias Unidas, lo que hoy conocemos como Holanda. Fue el único lugar de toda Europa en el que existió una verdadera libertad de pensamiento, "el único lugar en el que el francés Descartes y Spinoza, el herético judío de origen portugués pudieron escribir y publicar sus revolucionarias obras filosóficas" (Honour, 1986:453). El único donde se dio asilo a los judíos expulsados de España y Portugal y el único, a la postre, donde ni siquiera el calvinismo logró imponerse como fe oficial conviviendo con otros credos más o menos minoritarios.

Desde el punto de vista de la estructura social también es llamativo que la aristocracia existente saliera del país a la vez que el poder español, en su lugar aparece una pujante burguesía formada por comerciantes, banqueros, armadores e industriales que conforman una clase trabajadora, devota, puritana y sobria, en las antípodas de la pompa y fastuosidad de los católicos. Como clientes, favorecieron la pintura de caballete en la que abordaron todos los géneros posibles desde el paisaje a la mitología pasando por la pintura de temas históricos o costumbristas, si bien el favorito fue el retrato. Por él conocemos la riqueza, el orgullo y la educación de esta sociedad. Apenas hubo demanda de pintura religiosa y los pintores que no sabían o no eran diestros en el arte de retratar tuvieron que moverse ajenos al encargo y trabajar por cuenta propia, lo que acarreaba serios problemas. Esto es, pintaban sus cuadros de asunto religioso y luego tenían que tratar de venderlos, lo que obviamente no era ni bueno ni malo pero esa supuesta libertad a veces se pagaba muy cara.

2. El realismo óptico de Rembrandt

En esta sociedad se mueven los grandes maestros del arte holandés, desde Franz Halls a Rembrandt, uno de los intérpretes del claroscuro más originales de la historia de la pintura. Sin embargo no fue él quien dio a conocer la lección de Caravaggio en Holanda sino una serie de artistas que se agruparon bajo el nombre de Escuela de Utrecht. Trabajaron sobre todo en los primeros veinte años del siglo XVII pero no tuvieron continuidad, disolviéndose después.

Ninguno de sus integrantes estudió directamente con Caravaggio y, aunque residieron en Italia, se formaron con los discípulos del maestro como Orazio Gentileschi, Bartolomeo Manfredi y Cario Sarraceni. Con ellos asimilaron los motivos, las composiciones, el fuerte claroscuro, todo, menos la intensidad emocional del maestro. Aún así tuvieron el mérito de dar a conocer las novedades de Caravaggio a aquellos compatriotas que nunca llegaron a

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viajar a Italia; véase, Franz Halls, Rembrandt y Vermeer.

Entre los más destacados figuran sobre todo Hendrick Terbruggen y Gerrit van Honthorst quienes se distinguen por el uso de los efectos lumínicos muy contrastados, preferencia por las figuras monumentales, generalmente de medio cuerpo, y temas históricos, además de escenas con prostitutas y otros personajes similares y, por supuesto, mantienen la temática religiosa. El primero, Terbruggen, estaba en Italia en 1604 donde permaneció diez años. Lo que allí pinta no es precisamente caravaggista sino que toma modelos de Durero, Van Leyden y Metsys. Esto es muy visible en la composición de La vocación de San Mateo (El Havre, Museo) en el que llegamos a identificar incluso figuras extraídas de Marinus van Reymerswale. Curiosamente, es a la vuelta a Utrecht cuando aflora la lección naturalista y en la nueva versión que hace de La vocación de San Mateo (fig. 1) se advierte la madurez con la que asimila el caravaggismo.

Más coherente en su carrera fue Gerrit van Honthorst también activo en Italia en 1610-1612,

concretamente en Roma. Allí goza de la protección del cardenal Escipion Borghese quien le hace algún que otro encargo y enseguida vemos la especialidad de este pintor con respecto a los modelos de Caravaggio; tiene preferencia por los nocturnos y los juegos lumínicos artificiales producidos por las velas, lo que le permite abordar el resplandor más intenso y las sombras más absolutas. Lo mejor de su obra lo pintó en Roma como la composición de Cristo ante el Sumo sacerdote (fig. 2) convirtiéndose en el más famoso de los seguidores holandeses de Caravaggio abriendo además, el camino a Georges de la Tour a quien influye directamente con sus juegos de luces artificiales. Otros integrantes de la Escuela de Utrecht se especializaron en escenas costumbristas y populares bajo los efectos de la iluminación tenebrista. En todo caso, al comienzo

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de los años treinta el grupo fue perdiendo vitalidad poco a poco ante la llegada de artistas como Rembrandt que renovaban radicalmente el uso del claroscuro y la lección de Caravaggio.

Rembrandt Harmensz van Rijn (1609-1669) se consideraba ante todo pintor de temas religiosos

no destinados a la devoción pública, sino a la meditación privada, pues supo dotarlos de una interpretación íntima muy personal. De familia calvinista, cuando se instala definitivamente en Ámsterdam, en 1631, se integró en la secta de los menonitas que solo aceptaban la autoridad de la Biblia y seguían fielmente las enseñanzas del Sermón de la Montaña. Estos ideales religiosos que irán tomando cuerpo a lo largo de su carrera se aprecian especialmente en los grabados, numerosísimos, con los que difundió su concepción de las historias bíblicas y de su propio credo religioso. En ellos Rembrandt consigue dar una lección única acerca de los pobres y mendigos pues nadie como él desplegó tanta compasión para retratar a los desahuciados de la sociedad. Fueron más de 250 aguafuertes los que hizo a lo largo de su vida con los que difundió su fama por toda Europa.

En tanto que devoto protestante, Rembrandt leyó asiduamente la Biblia lo que le proporcionó un instrumento de meditación sobre las pasiones o movimientos del alma, especialmente el Antiguo Testamento, haciendo de sus escenas religiosas algo muy diferente a lo que se hacía en la Italia o en la España católicas. Rembrandt adquiere la capacidad de introspección psicológica a través de indagar en su propio retrato, una y otra vez (fig. 3). Hay en su catálogo unos 60 autorretratos y es, con mucho, el pintor que de forma más insistente se adentró en su propia alma para sacarla a flote. Componen una verdadera biografía pictórica sin precedentes aunque muchos de ellos constituyen estudios anímicos para plantearlos luego en alguna composición o ensayos de luz y composición, lo que revela un interés constante por la experimentación.

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Rembrandt había nacido en el seno de una familia que sin grandes holguras si se permitió darle

una educación superior, si bien enseguida renunció a cualquier estudio que no fuera el de la pintura. En las obras de juventud, etapa que coincide con la estancia en su Leyden natal, desde 1625 hasta 1631, su obra se mueve al margen de las modas extranjeras pero sí imbuido de las corrientes de erudición y humanismo imperante en la ciudad, centro universitario relevante. Al margen de los autorretratos y de los grabados, desde el principio abordó la temática religiosa en piezas como La fiesta de Esther (Raleig, Nord Carolina Museum of Art) y La lapidación de San Esteban (Lyon, Museo de Bellas Artes) pintadas en 1626. En ellas se aprecian algunos de los rasgos que luego van a ser una constante como es el gusto por el exotismo y el lujo en las vestimentas y accesorios que no solo se cuelan en los personajes de La fiesta de Esther sino en los que protagonizan la composición titulada Judas devolviendo las treinta monedas (colección particular) pintada en 1629 y en la que volvemos a encontrar los atavíos orientales tan queridos por el pintor. Además, en estas obras de juventud, Rembrandt maneja un fuerte claroscuro y una gestualidad muy pronunciada, en la línea de los artistas de la Escuela de Utrech y del propio Pieter Lastman, su maestro. Suelen ser composiciones con gran profusión de elementos y tendentes al dramatismo. Usa perfiles bien delineados y zonas muy definidas entre la luz y la sombra que igualmente apreciamos en otras composiciones de pequeño formato como Tobías y Ana (Ámsterdam, Rijksmuseum) y la Huida a Egipto (Tours, Museo de Bellas Artes) en las que insiste en la humanidad de los protagonistas y en el poder de percepción. En estas obras apreciamos también el interés del pintor en la vejez. Es algo que seguimos viendo en creaciones magníficas como el San Pablo en meditación (Nuremberg, Germanisches National Museum) y la preciosista Presentación en el templo (fig. 4), especialmente en la primera, la vejez le brinda la oportunidad de mostrar la riqueza de la vida interior, la experiencia y el sufrimiento que se adquiere con la

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edad. Este es un matiz radicalmente opuesto a Caravaggio que también prefería los modelos ancianos pero se trataba más de una opción estética ya que era la atracción por las arrugas, por la sequedad de la piel, por los surcos del rostro lo que le atraía. Otra diferencia que se va acentuando entre los dos maestros es el uso del claroscuro. En Caravaggio apenas hay transición entre la luz y la sombra y esos choques violentos acentuaban el dramatismo y la intensidad emocional. En Rembrandt, desde el principio, hay una tendencia a unificar luz y sombra creando una sensación atmosférica mágica y envolvente. Esto es muy patente en La presentación en el templo en donde espacio, luz y figuras se funden armoniosamente hasta crear un escenario vibrante. Los puntos de luz parecen flotar sugiriendo una sensación tanto física como espiritual.

En paralelo, Rembrandt pinta retratos y ha creado ya una de las que será su obra más famosa La

anatomía del doctor Tulp (La Haya, Mauritshuis) que le da fama y le abre las puertas de una numerosa clientela. Es el momento en el que se traslada definitivamente a Amsterdam, algo que hace en 1633 dando comienzo una de las etapas más felices y prósperas de su vida. Se casa con Saskia van Uylenburg, perteneciente a una respetable y adinerada familia y abrió taller con numerosos discípulos y ayudantes. El ambiente cosmopolita de la ciudad le aportó el contacto con las grandes corrientes del barroco europeo entonces de moda, especialmente con el arte de Rubens. Da paso así a una época en la que se atreve con el formato monumental y, aunque mantiene el interés por las historias religiosas, aborda también la mitología. Bajo la influencia de Rubens pinta la serie de cinco lienzos sobre la Pasión de Cristo encargada por el Príncipe de Orange en los años treinta. El Descendimiento de la cruz (fig. 5) pertenece a dicha serie y está inspirado en el cuadro homónimo de Rubens alojado en la catedral de Amberes y que Rembrandt conocía a través de grabados. A juzgar por los críticos, Rembrandt aventajó a su modelo flamenco en intensidad dramática y en vigor realista y de hecho, el cuadro del holandés está más cerca del espíritu de

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Caravaggio que del de Rubens. La clave está en el uso de la diagonal que describe la luz, acariciando el cuerpo inerte de Cristo en torno al que se despliegan personajes, movimientos, sentimientos y emociones con gestos tan contenidos como dolorosos. No aparece la retórica de Rubens ni la teatralidad en cascada con la que éste despliega la acción; al contrario, aquí lo que advertimos es la concentración más íntima del sentimiento de dolor y de respeto. No le hace falta tampoco acudir al dramatismo de las sombras ya que la luz y la sombra se funden envolviendo toda la escena en una penumbra delicada y misteriosa. Otro aspecto no menos importante es la cuidada caracterización que da a cada una de las figuras y como antes hicieron otros pintores, él mismo se incluye en la escena; es el hombre que desde la escalera sostiene el brazo de Cristo (AA.VV., 1981:94).

Otro tema importante en relación con los sentimientos y las emociones es la serie que

dedica a la historia de Sansón pintada también en los años treinta y dispersa en distintas sedes. Se compone de títulos como Sansón amenazando a su suegro (Berlín Dahlem Staatliche Museen), Las bodas de Sansón, El sacrificio de Manué (ambas en Dresde, Gemáldegalerie) y Sansón cegado por los filisteos (fig. 6). En general son historias que le sirven para satisfacer los gustos de una clientela atraída por los recursos más barrocos en torno al dramatismo y lo espectacular. De hecho, son narraciones con una carga muy alta de violencia, terror y muerte acentuada por los efectos del claroscuro que añade misterio y tensión tanto pictórica como espiritual. En todo caso, no seguirá explorando esta vía que abandona enseguida y de hecho, cuando pinta Las bodas de Sansón lo hace incidiendo en los aspectos más alegres. Desde luego en el terreno de lo personal Rembrandt vive una etapa dulce que manifiesta en una de las creaciones más amables La Sagrada familia (Munich, Alte Pinakothek) reflejo de la vida doméstica y familiar del pintor si bien se trata

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de una historia que seguirá abordando en otros momentos de su vida.

A comienzos de los años cuarenta su estilo da un giro en consonancia con la propia

evolución que el Barroco europeo está viviendo. Así, de la agitación gestual y dramática de las primeras obras vamos pasando a un arte más "clasicista" en la órbita de Poussin si bien nunca abandona el uso del claroscuro. Del mismo modo cambia el favor del público que no llega a darle la espalda pero si prefiere un arte más "elegante" en la línea de Van Dyck, cuya influencia está empezando a llegar a Holanda con el consiguiente cambio de gusto. La respuesta de Rembrandt ante estas nuevas circunstancias fue una interiorización cada vez más evidente en los temas religiosos que se llenan de calma y quietud. Asimismo, los estudios que hace del paisaje y los propios retratos le ayudan a matizar el claroscuro y la calidad atmosférica que gana en transparencia y en complejidades tonales. De esta época es la magistral Ronda nocturna (Ámsterdam, Rijkmuseum) con la que Rembrandt cambia el concepto de retrato de grupo imperante hasta ese momento. Se trata de un verdadero espectáculo histórico arropado en un esplendor pictórico sin precedentes. Amarillo limón, rojos anaranjados intensos y cálidos, negros satinados entre otros, forman el acorde principal sobre el que se van añadiendo más notas cromáticas. Si a ello le añadimos el uso matizado de las luces y las sombras para crear una atmósfera trepidante y vigorosa, tenemos como resultado una obra sin precedentes. En los mismos meses pinta El sacrificio de Manué (Dresde, Gemáldegalerie), el primer ejemplo del giro hacia la nueva simplicidad clásica que preside el estilo de Rembrandt de ahora en adelante. Aquí han desaparecido los gestos retóricos y grandilocuentes, como si quisiera llamar la atención, más que sobre las acciones externas, sobre la vida interna de las figuras que es lo que de ahora en adelante le interesa de verdad. Por ello conecta de forma espiritual a los dos personajes a través de una atmósfera de

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profunda devoción creada otra vez a partir de la sintonía del amarillo limón, el rojo intenso, los fondos tostados bajo una luz que se deshace en partículas bañando toda la escena delicadamente. Y estos son rasgos que advertimos en todas las composiciones religiosas de Rembrandt, ya sean sagradas familias, infancias de Cristo o pasajes del Antiguo Testamento, en todas respiramos tranquilidad, intimidad y ternura.

Uno de los mejores ejemplos de este cambio es La reconciliación de David y Absalón (fig.7) donde capta el momento en el que David acoge al hijo rebelde. "Este llora en el pecho

de su padre, que no pierde la dignidad de su actitud y abraza a su hijo en admirable gesto paternal. Los dos se abandonan a la profunda emoción del momento. El color contribuye a la ternura de la escena. El hermoso cabello rubio del príncipe y los rosas y malvas claros de su vestido están rodeados por los transparentes tonos castaños y oliváceos que son característicos de esta etapa" (AA.VV., 1981:111). Este, como las innumerables versiones que está haciendo de la Sagrada Familia, le sirve para bucear en la esfera del alma, en el complejo mundo de los sentimientos.

El componente espiritual se va acentuando y marca los últimos veinte años de su carrera. Hay en estos momentos una evidente profundización en su concepto del cristianismo visible en muchos dibujos y grabados que tienen como protagonista a la figura de Cristo, engrandecido precisamente por no gesticular, por permanecer quieto, inmerso en una especie de abstracción espiritual. Por otra parte, sigue siendo un fan acérrimo del claroscuro

en la línea de los caravaggistas holandeses, pero ha matizado las fuertes sombras a base del uso del color al que confiere una riqueza cromática preciosista y, desde luego, desconocida en el caravaggismo puro. De hecho, el uso del color enriquecido es la clave de estos años. Es algo en lo que coincide con Velázquez cuando, abandonando los pardos y oscuros, daba entrada a los plata, los violetas, los grises nacarados, los azules malvas.

Lo mismo advertimos en Rembrandt, ese gusto por el lujo de los dorados, olivas, azules, escarlatas, negros y blancos intensos y a la vez profundamente delicados. Los aplica con una pincelada a veces muy empastada y otras, en cambio, con sutiles veladuras y así gana en relieve, en sensación de movimiento. Es curioso que, a todo esto, el pintor esté viviendo unos acontecimientos dramáticos derivados de la bancarrota en la que se declara al no poder solventar sus deudas. Como consecuencia, se ve obligado a una subasta pública de todos sus bienes por lo que se redacta un inventario. Fechado en 1656 muestra un gusto coleccionista culto, refinado y exótico. No hay apenas libros pero sí en cambio, los utensilios propios de la pintura. Bustos de emperadores, objetos que recuerdan los "orientalia", curiosidades científicas, rarezas de la naturaleza y mucha pintura: maestros italianos desde Rafael a Bassano; también flamencos y holandeses. Es en fin, la colección de toda una vida dedicada a lo pintoresco, a lo curioso y a lo artístico y que sin duda le ha

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inspirado en la creación de sus grandes composiciones como en el Autorretrato con traje oriental que antes citábamos (ver fig. 3) o el célebre Banquete de Baltasar (Londres, National Gallery).

Sea por la crisis económica o espiritual lo cierto es que la melancolía que le invade en sus últimos años solo es enteramente perceptible en la producción religiosa que sigue siendo muy numerosa. En este sentido hay que recordar el San Pablo (fig. 8) en el que transmite una sensación de búsqueda tanto intelectual como espiritual que engrandece la soledad del santo. La presencia de objetos como los libros o la pluma y el propio gesto reflexivo invita a pensar que más que el apóstol pueda tratarse de un filósofo o sabio de la Antigüedad puesto que la espada erguida de pie pudiera ser un añadido posterior (Vergara, 2008:202). En cuanto al grabado, casi todos los especialistas destacan en este periodo La estampa de los cien florines, cuyo auténtico nombre es Cristo predicando (fig. 9) aguafuerte en el que representa a Cristo ante una multitud

absorta y sanando a los enfermos. Está rodeado de los que pacientemente esperan su turno y a la vez le escuchan ensimismados en consonancia con el Evangelio de San Mateo (cap. 19) al que Rembrandt parece ceñirse de forma casi literal. La importancia de ambas creaciones, lienzo y estampa, -cuyo título alude a la cantidad que se pagó por ella- radica en que muestra el alcance de las enseñanzas de la secta menonita con la que Rembrandt estrechó lazos por estos años. Se trata de una orientación espiritual derivada de las enseñanzas del sacerdote holandés Merino Simón. Tenían un credo profundamente pacifista pues, apoyándose en la libertad de conciencia, no reconocían más autoridad que la de la Biblia. "Daban especial importancia a los preceptos que sostienen la santidad de la vida humana y la palabra del hombre y, siguiendo el Sermón de la Montaña, se oponían a la guerra, al servicio militar, a la esclavitud..." (AA.VV., 1981:133).

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A partir de ahora, tanto los grabados como las pinturas revelan la nueva orientación espiritual y ahora más que nunca Rembrandt se siente legitimado para aplicar el realismo no ya a las cosas visibles, sino a la realidad que no se ve, a las profundidades de la vida interior, especialmente en los cuadros que versan sobre el Antiguo Testamento que va cobrando cada vez más protagonismo. Obras como Betsabé (París, Museo del Louvre), Jacob bendiciendo a los hijos de José (Kassell, Staatliche Gemáldegalerie), Saúl y David (La Haya, Mauritshuis) y el Regreso del hijo pródigo, (San Patersburgo, Museo del Hermitage) pintadas entre 1654 y 1669 son capaces de transmitirnos la profundidad espiritual y cada vez más melancólica de sus protagonistas. A través de sus acciones ponemos cara a la duda en Betsabé, a la fuerza resolutiva en Jacob, la fiereza en Saúl o la infinita bondad del padre que recibe en su regazo al hijo pródigo.

Especialmente poderosa es la concepción de Betsabé (fig. 10) sumida en la intimidad de sus pensamientos ante la carta que apenas sostiene en sus manos y que le obliga a obedecer a su rey David y cometer el pecado de adulterio por el que será castigada.

La figura de Betsabé era recurrente en las llamadas biblias moralizadas en las que el pasaje

bíblico, igual que el de la casta Susana, servía para aleccionar acerca del poder de seducción que las mujeres ejercen sobre los hombres, torciendo la nobleza de sus pensamientos. Pero a Rembrandt no le interesa esta interpretación. Ha tomado como modelo a su compañera Hendrikje, con la que comparte la vida años después de quedarse viudo. Está ensimismada pero a la vez atenta a su higiene; es una escena de una intimidad sin igual acentuada por el desnudo sincero e indefenso que subraya el desamparo que le rodea. Además, la soltura técnica con la que distribuye luz y color en pequeñas partículas creando un efecto óptico de enorme realismo, hace de esta escena algo único, sin antecedentes y que prácticamente hasta el siglo XIX no será comprendida en su totalidad.

La misma quietud y el mismo silencio se advierte en las obras Negación de San Pedro

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(Ámsterdam, Rijksmuseum) o en Cristo atado a la columna (Darmstadt, Hesisches Landesmuseum) y especialmente en el Regreso del hijo pródigo (fig. 11), una especie de testamento final del pintor. Aquí lo que contemplamos es la idea del perdón sin reparos y con extraordinaria solemnidad. La penetración psicológica de cada uno de los personajes y la prodigiosa luz distribuida en puntos muy concretos, invitan al recogimiento y a la calma casi estatuaria.

Gran parte de la variedad psicológica y fisionómica que Rembrandt despliega ahora es

debido a los estudios que de forma incesante está haciendo sobre judíos. Al haber una numerosa población en Ámsterdam tiene la oportunidad de observarlos realizando rápidos apuntes en los que capta rasgos, miradas, caracteres. Los conocimientos adquiridos los transcribe en las cabezas para santos como el Estudio para San Mateo (Bayona, Museo), o la Cabeza de Cristo (Berlín, Dahlem, Staatliche Museum) que tanto nos recuerdan a las que hacía Caravaggio o el propio Ribera pero quizás con más sosiego, como si estuvieran más allá del tiempo.

Su muerte en 1669 cierra la trayectoria de un artista genial que supo interpretar la naturaleza humana en todos los géneros que abordó, sin abandonar nunca los efectos del claroscuro ni el empaste vigoroso. Fue capaz de crear una concepción de la pintura religiosa en el contexto de la Holanda protestante, que no era precisamente proclive a esas imágenes; sin duda produjo un gran impacto entre sus contemporáneos e influyó en artistas posteriores que no pudieron sustraerse a su realismo óptico.

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3. Vermeer y el interior holandés

La versatilidad de Rembrandt no tuvo continuadores y después de él casi todos los grandes pintores holandeses tendieron hacia la especialización. En la pintura este es el gran momento del paisaje, del retrato y especialmente de las escenas de interiores que han adquirido una connotación típicamente holandesa. Todos los artistas que se dedicaron al género costumbrista con el hogar como protagonista reflejan, a su modo, el bienestar de la burguesía y el optimismo social que le envuelve, de ahí la contraposición entre las dos figuras que estudiamos en el arte holandés. Mientras que Rembrandt encama el individualismo creando una pintura ajena a su entorno, Vermeer se identifica plenamente con este espíritu nacional. Pero, a diferencia de los antecedentes pictóricos propios de sus antepasados, Vermeer ha perdido el "gracejo" en palabras de Gombrich, es decir ha perdido la ironía propia del Bosco, de Metsys, de Campin o de otros colegas del XV capaces de retratar su sociedad bajo el prisma de la sátira y el humor. Mantiene como ellos el pequeño formato y el amor por el realismo más fiel, como si lo que contemplamos fuera un espejo, "el espejo de la naturaleza" (Gombrich, 1997:430).

Igualmente, fue sensible a un nuevo tipo de mujer. Frente a las alcahuetas, celestinas y prostitutas habituales en esta temática, Vermeer da entrada a una mujer virtuosa, al menos en apariencia, más culta y desde luego mucho más refinada (fig. 12). Suele envolverla en bellísimos acordes de azules y amarillos con los que construye la manera "net" (delicada y amable) asociada a temas más elegantes, los que exigía la poderosa burguesía local (Westermann, 2003:86).

Johanes Vermeer (1632-1675) nace en Delft ciudad de la que no sale en toda su vida. Desconocemos quién fue su maestro y ni siquiera sabemos si se formó de manera autodidacta. Contrae matrimonio en 1653 con una joven católica de familia acomodada, Catalina Bolnes, con la que tiene hasta once hijos. Por ella cambió de religión, haciéndose católico y vivieron siempre en casa de la suegra Maria Thins, mujer de carácter fuerte y muy activa en las transacciones comerciales del pintor. Ese mismo año ingresa en el gremio de San Lucas como pintor dando comienzo su actividad profesional. Fue un hombre lento,

pintó poco, apenas cuarenta cuadros de los que sólo firmó tres, y lo hacía muy despacio debido a la técnica y método tan meticuloso que elaboró para sus obras. Frente a la capacidad de introspección que Rembrandt lleva a cabo en sus autorretratos, de Vermeer desconocemos

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casi todo de su vida privada y desde luego de su apariencia física. No escribió ni una sola línea, ni cartas, ni reflexiones, ni pequeñas notas. Algo curioso para un pintor cuyo tema recurrente son las mujeres escribiendo notas.

En gran medida, el responsable de esta parsimonia fue el coleccionista local Pieter Claesz van Ruijven quien le adjudica una asignación mensual a cambio de su obra. Fue un acuerdo al que llegaron ambas partes en 1657 coincidiendo con el abandono del caravaggismo incipiente en el pintor, para dar paso a los célebres interiores. La tranquilidad de no tener que buscar clientela, refuerza su flema. Fue un mecenas en toda regla que también le prestó sumas importantes de dinero y se preocupó por su suerte incluso en su testamento.

La primera etapa de Vermeer ocupa desde 1655 a 1660, es un periodo marcado básicamente por dos influencias. La primera la del caravaggismo a través de la Escuela de Utrech, la otra es la de Carel Frabitius, uno de los discípulos más interesantes de Rembrandt y cuya carrera se vio truncada por una muerte dramática.

En consonancia con el caravaggismo se sitúan obras como La alcahueta de las pocas que está firmada y fechada, 1656, (Dresde, Staatliche Gemáldegalerie), Cristo en casa de Marta y María (Edimburgo, National Gallery of Scotland) y Joven dormida (Nueva York, Metropolitan Museum). Son cuadros donde alterna el género religioso con el costumbrista y de tamaño algo mayor con respecto a lo que va a hacer después. En este periodo suele representar figuras grandes, muy cercanas al espectador y que no guardan una buena relación con el espacio, por lo que resultan claustrofóbicas. Son composiciones abigarradas, con colores cálidos y pincelada fluida y perceptible. La Joven dormida anuncia levemente el Vermeer que hoy admiramos (fig. 13). Se centra en una sola figura como luego hará

habitualmente, y "limpia" así el escenario pictórico; por otra parte hay quienes sostienen que el tema encierra una enseñanza moral para aleccionar sobre los males de la bebida. Vencida por el sueño tiene el escote abierto y delante de sí un cierto desorden donde apreciamos restos de bebida y comida seguramente compartida; ha eliminado la figura masculina, que la intuimos, y de este modo gana en claridad y austeridad geométrica. De esta época es Lectora en la ventana (ver fig. 12) en el que ha cambiado la entonación de la luz, dando paso a una atmósfera más luminosa. La fuente de luz la sitúa siempre a la izquierda, donde está la ventana que ilumina toda la sala. Es un recurso compositivo que ha aprendido de Pieter de Hooch aunque con diferencias notables.

A partir de este momento reduce el tamaño de las figuras, su técnica es más minuciosa y presta más atención a la manera como la luz

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incide en los objetos. Otro rasgo habitual de ahora en adelante, es el ensimismamiento de las protagonistas. La idea de incluir la cortina, que va a ser otro objeto recurrente, es común al ilusionismo de la pintura barroca. Con ella aumentamos la ficción entre el espacio real y el pictórico, añadimos un efecto de misterio y sorpresa a una escena y, finalmente, refleja una práctica real ya que sabemos que los cuadros especialmente importantes o de desnudos se cubrían con telas (Vergara. 2003:166).

Aproximadamente, desde 1660 hasta 1665 transcurre otra faceta marcada por el equilibrio absoluto entre figuras y espacios claros y diáfanos. De este periodo son los dos paisajes urbanos pintados por Vermeer, La callejuela fig. 14) y la maravillosa e increíble Vista de

Delft (La Haya, Mauritshuis). La callejuela está pintada hacia 1657-1658 y en ella muestra con un encuadre sorprendente y meticuloso unas fachadas humildes de ladrillo y desconchones en donde son visibles las manchas de agua. En paralelo, capta la vida de sus ocupantes convir-tiéndose todo en un espectáculo digno de nuestra atención. Hay paralelismos muy evidentes con la obra de Pieter de Hooch, Patio interior de una casa en Delft pintada también en las mismas fechas; la coin-cidencia nos permite señalar la estrecha relación que debían tener los pintores de interiores al vivir y trabajar en una ciudad relativamente pequeña -veinticinco mil habitantes- donde los contactos eran inevitables. Otro cuadro novedoso de esta época es La lechera (fig. 15). Es una figura rotunda de formas redondeadas que podría sugerir la caracterización tradicional de las criadas como perezosas y lascivas. De hecho, Vermeer coloca en los azulejos del

ángulo inferior derecho una escena de Cupido y un brasero -símbolo de la lascivia femenina ya que mantiene el calor bajo las faldas- pero nuestra protagonista da la espalda a ambos reclamos.

Está concentrada y no es consciente de que se le observa. Asimismo, es muy interesante ver cómo ha construido el espacio ya que ésta es una de las primeras perspectivas con un único punto de fuga y cuyo método conocemos. "... el pintor empleaba el método conocido como el clavo y el cordel para trazar las líneas perspectivas. Partiendo de una idea general de la composición, el artista fijaba un punto de fuga en la línea imaginaria del horizonte, clavaba un clavo en ese punto del lienzo o de la tabla y ataba un cordel al clavo. Tras espolvorear la cuerda con polvo de tiza o carboncillo, el pintor lo tensaba y lo dejaba caer sobre la superficie del cuadro, obteniendo así las líneas que indicaban la disposición correcta de las ortogonales" (Westermann, 2003:68).

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Es posible que este método lo conociera a través de Carel Fabritius, experto en

perspectiva y responsable, en parte, del giro que está viviendo la pintura de Vermeer en lo que a verosimilitud óptica se refiere. Se nota en los interiores con figuras solas como la Mujer con aguamanil (Nueva York, Metropolitan Museum), Mujer con una balanza (Washington, National Gallery) y Mujer con collar de perlas (fig. 16). Es un grupo de cuadros, pintados todos a mediados de los sesenta que comparten silencio y quietud, además de una protagonista similar vestida en azules y amarillos, este último atuendo de la Mujer con collar de perlas, se va a repetir en otras composiciones. Tienen en común, además, la cuidadosa geometría de la composición y el aspecto contemplativo, ensimismado de sus mujeres. Son escenas de una

enorme elegancia y belleza y todavía hoy se discute acerca del significado que puedan encerrar, ¿un simbolismo?, ¿una enseñanza moral?, ¿una alegoría? Es difícil estar seguros, máxime cuando hay piezas como el espejo, de larga tradición en la pintura occidental europea y con alusiones a la verdad o al conocimiento de uno mismo. Otros objetos cargados de simbolismo son las perlas o la balanza de la joven del cuadro de Washington. En el ideario de Occidente la balanza es sinónimo de justicia y equilibrio, mensaje que se refuerza porque en el lienzo, detrás, está representada una escena del Juicio final.

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En conclusión nos hallamos ante imágenes aparentemente "normales" y cotidianas pero sumidas en un áurea de idealización evidente y que los especialistas relacionan con reflexiones acerca del amor, la pureza o la moderación, a la manera de "alegorías domésticas". Lo mismo ocurre con esas otras composiciones en las que se repite la carta, véase Dama en amarillo escribiendo (Washington, National Gallery), Mujer con joven sirvienta que entrega una carta (Nueva York, The Frick Collection), Una dama que escribe una carta y su sirvienta (Dublín, National Gallery of Ireland) o La carta de amor (Ámsterdam, Rijksmuseum). En todas ellas observamos los mismos tipos de mujer, siempre de perfil, cabizbajos y absortos. El asunto amoroso parece ser el hilo conductor que les une, así como la capacidad de reflexión sobre un posible desenlace que desconocemos.

Los últimos años de vida del pintor desde 1665 a 1675, ocupan lo que para muchos es la

última etapa. Aunque los cambios con respecto a la anterior son muy sutiles sí puede verse que hay un poco más de dinamismo, como si las composiciones adquirieran algo más de vida, abandonando esa atmósfera tan estática. También las figuras se hacen más estilizadas y abstractas y, desde luego, menos contemplativas. Es un cambio que puede apreciarse en la Joven con perla (fig. 17) y Mujer joven con sombrero rojo (Washington, National Gallery). En ellas se aprecia la técnica empleada sugiriendo formas, más que describiéndolas con el pincel. Especialmente en Joven con perla, se hace muy patente la forma de crear los destellos de luz a base de toques blancos diminutos de forma circular "imitando los minúsculos puntos de luz que sugerían las lentes de las cámaras oscuras de su época. Para reproducir el efecto de estos puntos de luz (que se conocen como "círculos de confusión") Vermeer aplicaba pequeños

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toques redondos de pintura blanca, a los que en ocasiones añadía otro pequeño toque de color blanco sobre la pintura aún húmeda, para aumentar el brillo" (Westermann, 2003:78).

La técnica descrita sólo se explica a partir del empleo de la llamada "cámara oscura". Se trataba de un instrumento científico proporcionado por los avances en la óptica en el siglo XVII. Podía ser una simple caja o una cabina oscura en la que cabía una persona. La luz entraba a través de un pequeño orificio proyectando sobre una pantalla "ad hoc" la imagen del exterior que, gracias a las lentes y espejos que incluía el artilugio, permitía que dicha imagen la contempláramos en su posición real, (en caso contrario la imagen se veía de forma invertida, esto es, de derecha a izquierda y de arriba abajo) (Vergara, 2003:36). Resultaba muy útil para elaborar composiciones, efectos pictóricos inéditos y disposiciones tridimensionales de gran complejidad. En Holanda se conocía desde 1622 y enseguida fue un instrumento celebrado. Es más que probable que Vermeer tuviera una de tamaño natural en su estudio pues las obras del pintor acusan las peculiaridades propias de la cámara oscura. Por ejemplo, la poca

profundidad del campo visual, las diferencias de tamaño entre las figuras, un tanto forzadas, o la mezcla de zonas enfocadas y desenfocadas que se ve en algunas de sus obras.

Tenemos noticias de que la primera cámara oscura desembarcaba en Holanda en 1622 procedente de Londres y de la mano de Constantijn Huygens, científico y erudito, que llegaba a firmar que "... es imposible expresar su belleza con palabras. El arte de la pintura ha muerto pues esto es la propia vida, o algo más elevado..." (Westermann, 2003:78). Vermeer debió de tener contactos con el ambiente de investigadores y eruditos establecidos en Delft, entre ellos

Van Leeuwenhoek de quien se piensa que le inspiró, e incluso le sirvió de modelo, para las composiciones El astrónomo (París, Museo del Louvre) y El geógrafo (fig. 18) curiosamente, las únicas escenas protagonizadas por hombres. Pero, por mucho que se apoyara para sus composiciones en la cámara oscura, esta no dejó de ser un mero instrumento auxiliar sobre el que Vermeer supo imponer su poderosa imaginación. Quiero decir que, si comparamos las imágenes creadas por dicho artilugio y las creadas por el pintor, hay diferencias sustanciales. La más evidente, señalada por Mariét Westermann, es que las escenas de Vermeer son absolutamente estáticas, tanto que parecen "congeladas en el tiempo", mientras que las que proyecta la cámara oscura se mueven, y más si hay figuras.

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Gracias a su sensibilidad y su dominio de la técnica tenemos la conciencia de hallarnos ante creaciones dotadas de gran personalidad y fuerza. El epílogo de su trayectoria está

marcado por dos obras, una artificiosa y extraña, la Alegoría de la fe (Nueva York, Metropolitan Museum) y otra genial El arte de la pintura (fig. 19); cada una a su manera, resumen las inquietudes personales y profesionales del pintor en ese momento de su vida.

En El arte de la pintura contemplamos una figura de espaldas, seguramente el propio Vermeer retratando a una modelo ataviada con los instrumentos alegóricos propios de la Fama, por lo que se le identifica con Clío musa de las Artes. Sobre la mesa una máscara reposa recordando que la pintura es imitación. En el tapiz de fondo se reproduce el mapa de los Países Bajos previo a la revuelta contra Felipe II y la lámpara se adorna con el águila bicéfala de los Habsburgo; ambos detalles pueden interpretarse como guiños a la Historia. En un primerísimo plano el truco de la cortina-tapiz ligeramente desplazado y la posición de

la silla sugieren un ilusionismo nítido y prodigioso (Vergara, 2003:178). En el margen interno del mapa se lee el nombre del pintor, lo que revela el cariño que sintió con respecto a esta obra. De hecho, al morir su mujer y su suegra hicieron verdaderos esfuerzos porque no se vendiera y mantener la propiedad. Esfuerzos infructuosos dadas las deudas que tuvo que asumir la familia.

Los especialistas señalan una similitud sugerente y atractiva, la de relacionar El arte de la pintura con Las Meninas. De este modo, Velázquez y Vermeer hacen una verdadera declaración de principios artísticos y lo hacen usando un código común basado en la complejidad de significados que pueden leerse en ambos lienzos ofreciendo, todavía hoy, una capacidad inagotable de lectura. En todo caso, la reivindicación de Vermeer no fue escuchada porque enseguida la influencia francesa dominó el arte de Holanda y su nombre fue condenado al olvido hasta ser rescatado en pleno siglo XIX.

Aunque la fama de Vermeer es la que ha difundido el conocimiento del género conocido como "interior holandés", vivió en medio de otros artistas que se especializaron como él en este tipo de pintura. Artistas como Gerrit Dou, Van

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Mieris, Gerard Ter Borch, Nicolás Maes, Pieter Hooch, Gabriel Metsu, Jan Steen y Emanuel De Witte. Todos trabajaron en un periodo cronológico similar al de Vermeer siendo estrictos contemporáneos y lo hicieron en ciudades próximas: Leyden, Amsterdam, Delft, Haalem y La Haya por lo que los contactos e influencias entre ellos son inevitables y evidentes.

Cultivaron una pintura con aparente desinterés por el tema pues lo verdaderamente importante es la meticulosidad de los espacios reproducidos en los que todo recibe la atención meticulosa y pormenorizada. En todo caso, si pueden establecerse unos contenidos sobre la vida doméstica que sirve de marco para reflexionar acerca del amor, el alcohol, la música, la visita al médico y otros temas similares que invitan a la interpretación de esta pintura en clave moral y ejemplarizante. Los protagonistas indiscutibles siguen siendo las mujeres de todas las edades y cuando aparecen hombres es para incidir en determinadas profesiones.

Uno de los que guarda más similitudes con Vermeer es Gerrit -o Gerard-Dou (1613-1675), activo también en Ley den. Tras una formación en el taller de Rembrandt, a partir de 1640 se especializa en interiores en los que usa siempre la cortina como recurso aprendido del maestro. Se caracteriza porque presta una exquisita atención a los elementos secundarios a base de una técnica muy descriptiva con la que destaca las superficies y texturas. Al mismo

tiempo le gusta crear la sensación de ilusionismo como se percibe en la obra fechada en 1658, Mujer ante el clavicordio (fig. 20). Gozó de una gran fama y sus cuadros alcanzaron precios altísimos lo que da cuenta de la estima que se le tenía.

La madurez del género se alcanza con Gerard Ter Borch (1617-1681) quien se incorpora a esta especialidad en 1645. Es un pintor que domina la composición de grupos de figuras en las que llega a haber verdaderos atisbos de psicología. También gusta de cuidar al máximo las superficies de los objetos que reflejan brillos muy conseguidos como en Mujer tocando una tiorba junto a dOS hombres (Londres, National Gallery).

Otro de los artistas cercanos a Vermeer y con el que debieron de existir contactos evidentes es Pieter Hooch (1629-1684). Hay obras por parte de ambos que

sugieren una influencia mutua como por ejemplo La callejuela de Vermeer y el Patio interior de una casa en Delft de Hooch (Londres, National Gallery) pintadas las dos en los mismos meses de 1658. La señal de identidad más personal de Hooch es el despliegue espacial a base de salas colindantes que se van abriendo en una perspectiva asombrosa plasmada en El armario de la ropa blanca (Ámsterdam, Rijskmuseum), o en El dormitorio (fig. 21). En ambas demuestra un hábil manejo de la geometría cúbica y de las luces contrastadas para

TEMA 4. OTROS MODELOS EN LA PINTURA EUROPEA 147

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reforzar el ilusionismo. Se traslada a Ámsterdam hacia 1660 y allí sus cuadros se vuelven más elegantes y adinerados pero manteniendo siempre el sentido virtuoso de sus modelos femeninos.

Finalmente, otro nombre a destacar en Jan Steen (1626-1679), muy prolífico y que repartió sus obras entre Leyden, Haarlem y La Haya. Lo destacamos porque es el único de toda esta generación que recuperó la vena satírica y humorista de sus antepasados del XV, algo evidente en el Autorretrato con laúd (Madrid, Museo Thyssen Bornemisza). Aparte de eso, su obra es una magnífica muestra del intercambio de fórmulas e influencias característica de esta pintura, visible en escenas que se repiten sin cesar y valga como ejemplo la Mujer tocando el clave (Londres, National Gallery).

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4. Georges de la Tour

Georges de la Tour (1593-1652) personifica el epígono del caravaggismo y en Francia esto era un reto imperdonable frente a la corriente del clasicismo que imperaba en los círculos más cultos. De hecho, el naturalismo de Caravaggio nunca llegó a Paris, se quedó en las provincias y fue en la comarca de la Lorena donde dio su mejor fruto.

Georges de la Tour nace en la pequeña localidad de Vic-sur-Seille, hijo de un panadero acomodado que le proporciona buena educación y el acceso a determinados círculos sociales. Gracias a eso se casa en 1617 con Diane Le Nerf una rica provinciana de Lunéville donde se establece como pintor reconocido ya en 1620. Como suele ocurrir con otros artistas, de Georges de la Tour no tenemos noticias ni de cómo era ni de con quién se formó, ni cuáles eran sus preferencias ni sus gustos. Sabemos con certeza de un viaje a París hacia 1638 pues Luís XIII le nombra "pintor ordinario del rey" y a la vuelta se queda en la próspera ciudad de Nancy en la que reside desde 1640 hasta su muerte acaecida en 1652 a consecuencia de una epidemia que diezmó la población. A juzgar por algunos testimonios, debió ser un hombre arrogante y de una "frialdad glacial" (Luna, 1994:26), dato que contrasta con el lirismo que transmiten casi todos sus cuadros. Es posible que esa altanería de la que hizo gala toda su vida, se debiera a que el reconocimiento y la fama le llegaron muy pronto, pues sabemos que en 1623 el Duque de Lorena, Enrique II, le compraba una obra y en el inventario de bienes de Richelieu también figuran composiciones suyas.

Para comprender su formación se habló de un viaje a Italia que hoy prácticamente no se sostiene. Lo más probable es que el conocimiento que tiene de Caravaggio sea a través de los pintores holandeses de la Escuela de Utrecht y más en concreto de Gerrit van Honsthorst, especialista en los efectos de nocturnos con luces artificiales. El contacto pudo establecerse en un hipotético viaje a los Países Bajos de De la Tour entre 1639 y 1642. Aprende entonces el manejo de las luces contrastadas, los juegos de los planos lumínicos y la afición a escenas nocturnas, detalle éste que va a constituir la seña de identidad de toda su producción. También la técnica es propia de los pintores holandeses de ese momento. Al principio usa una pincelada muy empastada de color para dar paso con los años, a una factura más ligera resultando unas superficies más pulidas. Una evolución similar se produce en el tratamiento de los volúmenes y de las figuras. En los comienzos se detiene en el detalle más o menos descriptivo pero enseguida da paso a su lenguaje más personal. Esto es, la abstracción absoluta legando casi a una concepción geométrica de sus figuras con volúmenes muy simplificados y que llaman poderosamente la atención.

En cuanto a la temática abordó un amplio abanico en el que hay cabida para los costumbristas, religiosos, mitológicos y de género; y como suele ocurrir seguimos preguntándonos acerca de los significados posibles que encierran. ¿Interpretaciones morales, didácticas, satíricas? o, simplemente seguir el gusto imperante de la clientela burguesa. El caso es que con independencia de la historia que narra, sus personajes forman parte de una galería variopinta en la que conviven los tipos más "populares", es decir, mendigos, gitanos, tahúres y otros similares que se nos aparecen envueltos en la más absoluta vulgaridad como en la Pelea de músicos (fig. 22). Otras veces, en cambio es capaz de desplegar ante nuestros

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ojos las figuras más refinadas y, en algunas ocasiones como en los modelos femeninos, arropados en una idealización evidente.

Con todo ello crea un naturalismo verosímil, a base de una gama cromática reducida y constante, ya que apenas hay variaciones en ella lo que da una extraordinaria unidad a toda su obra. Juega así con las gamas que van desde los ocres, terrosos, castaños y rojizos amenizado por los blancos, consiguiendo un resultado sobrio y solemne.

Las primeras obras, fechadas entre 1620 y 1640, tienen un componente caravaggista muy

claro ya que retratan las clases populares en actitudes como la buenaventura, los juegos de cartas o timadores de medio pelo. Eran personajes habituales en los grabados y en las obras de dos pintores de Nancy, Callot y Jean Leclerc con los que, en opinión de Blunt, pudo haber alguna relación (Blunt, 1977:271). En todo caso, son producciones que coinciden con las de Caravaggio hasta en los títulos, como por ejemplo en La buenaventura (Nueva York, Metropolitan Museum) una muestra truculenta y efectista en la que nos presenta el juego del engaño. Sobre un fondo neutro las cinco figuras establecen un diálogo visual y elocuente del que no podemos retirar la mirada ante el despliegue de astucia que se está escenificando Lo mismo ocurre con otras dos composiciones magníficas ambientadas en estos "submundos". Una es El tahúr con el as de tréboles (Ginebra, colección particular) y la otra El tahúr con el as de diamantes (fig. 23). Ambas se resuelven con una técnica complaciente y con una inexpresividad en los rostros que nos llama a engaño, pues la clave está en el juego de las manos. Sin embargo, son escenas que producen una ligera inquietud: los personajes de porte elegante y hasta decoroso participan sin ningún sonrojo en la estafa más flagrante. Quizás por eso Pierre Rosenberg llegó a calificarlo de "mundo brutal" cuando afirmaba que eran como marionetas en "...un mundo duro y brutal, cínico y cruel, poco simpático, que atrae y fascina a la vez y que inquieta. Mundo frío tanto por causa de esa luz glacial de la que gusta el autor como por las relaciones humanas que describe. Ninguna ternura, ninguna solidaridad, ni calor humano; sólo la brutal y cruel verdad..." (Rosenberg, 1992:25).

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Antes de iniciar sus célebres nocturnos retrató una galería de músicos callejeros que

recuerdan otra vez los modelos de Caravaggio o los de Ribera aunque difiera en la técnica. Algunos de ellos estuvieron en la exposición que organizó el Museo del Prado en 1994, de la que podemos destacar imágenes llenas de vida como Tañedor de zanfonía (Nantes, Museo de Bellas Artes) o la citada Pelea de músicos. Las mismas conexiones se pueden rastrear en el

Apostolado que pinta y que fue localizado en la catedral de Albi desde 1698. Aunque hoy es una serie dispersa y con problemas en cuanto a la participación del artista y del taller, hay piezas muy reseñables concretamente Santiago el Menor o San Judas Tadeo (ambas en Albi, Museo Toulouse-Lautrec). Y desde luego, otra figura imponente de esta etapa es el San Jerónimo (fig. 24) concebido en plena penitencia y meditación que se resuelve con una calidad descriptiva, pin-toresca y abrupta. Está íntimamente conectado con muchos de los modelos de nuestra pintura del Siglo de Oro, por lo que no es de extrañar que hasta 1915 la obra de De la Tour se adjudicara a la escuela española; por su severidad y dureza recuerda el mundo de Maíno, Zurbarán o incluso el primer Velázquez (Gallego, 1994:33).

Anthony Blunt establece la segunda etapa a partir de 1640-1645 cuando da entrada a las escenas nocturnas y a un mundo claustrofóbico,

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en el que las figuras se mueven en un entorno sin puertas ni ventanas. Las escenas religiosas que interpreta bajo esta solución adquieren la autenticidad de escaparate y en todas ellas, con una entonación cobriza, vislumbramos a duras penas las figuras en penumbra ya que sólo un perfil queda fuertemente iluminado. El mismo autor señala como punto de partida la obra Job y su esposa (Epinal, Museo Departamental de los Vosgos). La vela, hachón o candela está presente en todas estas creaciones y quizás por ello, la escena se congela en una quietud

solemne y mística. Los temas son todos del Nuevo Testamento y aluden a los aspectos propios de la pedagogía de la Contrarreforma: martirio, arrepentimiento, penitencia, meditación, amén de pasajes de la Natividad o de la infancia del Jesús. Especialmente seductora es la Magdalena creada por De la Tour y de la que existen varias versiones repartidas por el mundo, véase la Magdalena Fabius o Magdalena del espejo (Washington, National Gallery), Magdalena Wrightsman (Nueva York, col. Wrightsman) y finalmente la Magdalena Terff. También conocida como penitente al igual que la anterior y la única firmada (fig. 25).

Tienen todas una cronología similar y una entonación parecida ya que se trata de nocturnos prodigiosos. Llama poderosamente la atención el recurso de la vela que deja en la más absoluta oscuridad tanto el fondo como parte del personaje que queda parcialmente iluminado. Esos sí, el resplandor impacta en el pecho o en parte del rostro dejando el resto a la intuición. De este modo, la Magdalena se convierte en un magnífico reclamo para la renuncia,

"la noche oscura del alma" que diría la poesía de san Juan de la Cruz. Su figura meditando se envuelve en la melancolía, el espejo le devuelve la mirada mientras que la calavera sobre los libros o en el regazo recuerda la fugacidad de nuestros anhelos terrenales. Menos intensa pero en la misma línea se sitúa la pieza Mujer de la pulga (Nancy, Museo Histórico de Lorena). Es una obra ambigua, para muchos se trata de una escena de género en la que con cierto humor congela la figura en el momento de su aseo. Para otros es una nueva interpretación de María Magdalena, en este caso sorprendida en su higiene.

Otra novedad de su catálogo es la interpretación que hace de la maternidad de María; igual que con María Magdalena pinta varias versiones siendo una de las más logradas la Natividad del Museo de Rennes. Una figura femenina, suponemos que la Virgen, sostiene al Niño al

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que contempla con ternura arrobada. A su lado, otra mujer protege con la mano la llama, con lo que el resplandor adquiere una calidad distinta destacando a contraluz los perfiles. La escena se llena así de misterio y de silencio.

Una nueva característica en esta etapa de De la Tour es la imperturbabilidad del acontecimiento pintado, como si quedara congelado. Lo vemos en las composiciones dedicadas a san José o san Sebastián. La primera está presente en San José carpintero (fig. 26) y la segunda en San Sebastián curado por Santa Irene (Berlín-Dahlem, Staatliche Museum). Contemplándolas da la sen-sación de que reina una quietud sobrenatural pues no hay en la historia de la pintura una imágenes más estáticas, especialmente en la serie consagrada a san José a quien dedicó varias composiciones, y en casi todas vemos el recurso

de tapar la vela para crear ese efecto de contraluz y rebajar el impacto del reflejo. En la pieza del Museo del Louvre el Niño Jesús hace el ademán de adelantar la mano y en el Sueño de José (Nantes, Museo de Bellas Artes) es el brazo del ángel el que crea una tenue iluminación recortando la silueta del brazo y chocando de abajo arriba, en el rostro del divino emisario.

En definitiva fueron recursos de gran efectividad con los que creó un lenguaje muy personal e inconfundible. Se le reconoce enseguida por estos efectos y porque con ellos sabe dotar a sus composiciones de una quietud íntima de honda profundidad. Blunt apunta la posibilidad de que Georges de la Tour estableciera contactos estrechos con la espiritualidad de los franciscanos que en estas fechas vivían un resurgimiento religioso en toda la Lorena (Blunt, 1977:271).

La muerte del pintor, unos días después de su esposa a causa de la epidemia que asoló Nancy, dejó a medias una carrera prometedora que no tendría continuidad porque, a pesar de que tuvo un taller importante, solo su hijo Etiénne de la Tour mantuvo la actividad aunque sin mucha fortuna. Al día de hoy, conocemos bien el legado de Georges de la Tour pero no deja de ser curioso el hecho de que haya sido una de las figuras más escurridizas escondida bajo el anonimato y si no, diluida en el amplio repertorio de la pintura española con la que coincide en temas y, sobre todo, en carácter.

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Bibliografía comentada AA.VV. (1994): Los músicos de Georges de la Tour. Alegoría y realidad en la pintura

barroca francesa, Catálogo de exposición, Madrid, Museo del Prado. Contiene sendos artículos de Juan José Luna y Julián Gallego por lo que no sólo se ciñe al tema de los músicos sino que se incluye una buena visión de su obra.

AA.VV. (2008): Rembrandt, pintor de historias, Madrid, Ed. El Viso. Publica-

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TEMA 5 Escultores y policromadores: un único arte Antonio Perla de las Parras

1. Escultores y pintores imagineros.

2. "Lo vivo".

3. Nuevos modelos.

4. Nuevos santos.

Gregorio Fernandez Fecha:1614 Museo Nacional de Escultura (Valladolid) Madera policromada

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1. Escultores y pintores imagineros

La realidad se presenta a menudo más compleja de lo que estamos dispuestos a aceptar. Estructuramos la historia en esquemas, de forma que podamos abarcarla y dejamos de lado aquello que se nos escapa a esa lectura lineal. Tradicionalmente, para dar forma a una historia del arte, hemos organizado los diferentes momentos en bloques comprensibles para nuestros estudios, analizándolos según las materias que básicamente conformaron las diferentes creaciones. Así, estudiamos la arquitectura, la pintura, la escultura, como materias diferenciadas e independientes, cuando las evidencias nos indican, una y otra vez, que las cosas no son ni han sido nunca tan sencillas.

Este hecho es más que evidente en el caso que tratamos directamente en este capítulo y, aunque desde hace mucho tiempo sabemos de esas evidencias las hemos ido sorteando en lugar de encararlas. Nos encontramos ante un panorama en el que, si bien tenemos una línea de trabajo con una serie de escultores que formaron talleres de renombre, en los que se labraba bajo unas pautas marcadas por su titular -que era quien, entre otras cosas firmaba los contratos de las obras, gracias a los que han sido identificadas la mayor parte de las autorías-, el resultado final de las obras era el fruto de una organización del trabajo más compleja, pues no es (al menos en la mayoría de los casos) el escultor el único actor responsable de la obra acabada, al intervenir el pintor de imaginería como último artífice. Es decir, la escultura, que en el caso de la Península tiene la especial peculiaridad de que se trata siempre (o prácticamente siempre) de escultura policromada, es el resultado de la colaboración (más o menos forzada según los casos) entre el escultor y el pintor. Parece absurdo hablar de que se trata de soportes escultóricos policromados, como a menudo se ha insinuado en los estudios, cuando en la obra intervienen pintores de renombrado reconocimiento como Alonso Cano o Zurbarán, aunque sean contados los casos de esculturas policromadas que conocemos salidas de sus manos. Pero tampoco parece tener mucho sentido que bajo el prestigio de grandes escultores, como Gregorio Fernández, se mantenga en segundo plano la labor de los pintores policromadores de algunas de sus obras más conocidas y reputadas, como puede ser el caso de la Sagrada Familia que tallara para la iglesia de San Lorenzo de Valladolid y que policromara el pintor Diego Valentín entre 1620 y 1621 (fig. 1).

Es necesario un ejercicio de reflexión y detenernos, aunque sea brevemente, en el análisis de cómo se ha llegado a esta situación. Historiadores como Xavier Bray, conservador de la National Gallery de Londres, vienen haciendo hincapié en aspectos relacionados con esta dicotomía entre pintura y escultura intentando analizar las obras y sus significados como el resultado de la confluencia entre las dos ramas del arte que se fusionan en una sola. Es cierto que su discurso viene marcado por lo que parece la demostración final de que la escultura se ha convertido en soporte de la pintura dentro de la histórica discusión sobre el parangón de las artes, discusión en defensa de la superioridad de una de ellas, la pintura, sobre la escultura, aunque el resultado de su análisis nos lleva a una forma diferente de mirar la escultura policromada española.

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La exposición celebrada el pasado año de 2010 en el Museo Nacional Colegio de San

Gregorio de Valladolid bajo el título de Lo sagrado hecho realidad, organizada por la National Gallery de Londres, mostrada primero en Londres y luego en Washington, ha supuesto una brillante puesta en escena de sus planteamientos.

Para entender el origen de la discusión sobre el parangón de las artes y la defensa de los argumentos que defendían la superioridad de unas manifestaciones sobre las otras, deberíamos, aunque sea de forma breve, desglosar brevemente la situación de las formas de trabajo artístico en el siglo XVII organizadas en talleres que arrastran unas tradiciones gremiales de carácter medieval en unas sociedades que demuestran no haber superado aún las rígidas estructuras que, por otra parte, permitían y protegían el resultado de manifestaciones en las que habían de colaborar diferentes disciplinas para la obtención de un resultado único: en nuestro caso, la escultura.

No vamos a entrar nuevamente en el meollo de las cuestiones defendidas sobre el paradigma de la superioridad de las artes de la pintura y la escultura, pues los argumentos que nos interesan son especialmente aquellos en los que la defensa se sostiene sobre el hecho de la mayor o menor capacidad de representación de la realidad -autores como Javier Portús han escrito largo y tendido sobre el tema-. En España, la discusión sobre la superioridad de uno u otro es importada de Italia, incluso la palabra empleada es también importada, pues procede del debate sobre el paragone (literalmente comparación). Ya a comienzos del siglo XVII el pintor Pablo de Céspedes había escrito al respecto en su Discurso de comparación de la antigua y moderna pintura y escultura. Donde se trata de la excelencia de las obras de los antiguos y si aventaja a la de los modernos (1604). Y en 1618, el poeta Juan de Jáuregui escribió sobre las relaciones entre la pintura y la escultura en un tratado apologético titulado Diálogo entre la naturaleza y las dos artes, pintura y escultura, de cuya preeminencia se disputa y juzga. En él defendía la durabilidad de la escultura frente a la fragilidad perecedera de los soportes de la pintura. De Francisco Pacheco y de cómo desarrolla el manifiesto para argumentar la superioridad de la pintura sobre la escultura en su Arte de la pintura, su

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antigüedad y grandezas ya se ha hablado en páginas anteriores (aunque seguiremos haciéndolo para abarcar otros aspectos y ampliarlos).

Es evidente que el debate se produjo, también que los historiadores lo han interpretado bajo un prisma que tal vez haya forzado el ángulo desde el que ha sido mirado, de ahí que autores como Xavier Bray se planteen si ha sido sobredimensionado o no y si en realidad el conflicto se centraba en la defensa de ámbitos profesionales -y por lo tanto económicos- en un panorama en el que escultores y pintores estaban obligados a trabajar conjuntamente, es decir, a dividir los beneficios de su trabajo.

La organización gremial apenas había visto transformaciones en lo referente a sus estructuras medievales cuando declinaba el siglo XVI. De esta forma, el gremio de escultores concentraba disciplinas que abarcaban prácticamente todos los oficios que con la madera y su labra tenían que ver. Así, todavía en el XVI el gremio agrupa a carpinteros de lo blanco, los dedicados a ejecutar techumbres, puertas, alfarjes y artesonados; carpinteros de lo prieto, los que construyen carretas, ruedas, atahonas y vigas; violeros, que son los que crean instrumentos musicales de cuerda; escultores, dedicados a las tallas; entalladores, ensambladores y arquitectos, especializados en retablos y sillerías; y ebanistas, cuyo trabajo es el de la construcción de muebles. A finales del siglo XVI y aunque el proceso no es homogéneo, pues cada ciudad se rige por sus propias ordenanzas gremiales, se produce una transformación de gran trascendencia, como es la segregación del gremio de carpinteros de tallistas o escultores y la de ensambladores, y la constitución de sus propios gremios. Es posible que el proceso se iniciara en Sevilla, pues de ella tenemos las primeras informaciones y que desde allí irradiaran al resto de la Península. Aunque hay autores que plantean que con la segregación del gremio de los carpinteros escultores, entalladores del romano y arquitectos quedan unidos bajo una misma corporación (Bruquetas Galán, 2004), las evidencias parecen señalar que formaron corporaciones diferentes abocadas a trabajar conjuntamente y que para no cerrar el campo de actuación y acotar excesivamente los intereses de los talleres, los escultores podían someterse al examen de diversos oficios relacionados con la madera, de tal forma que concentrasen el grado de maestro tallista o escultor y el de ensamblador, lo que les dejaba abierto el terreno de los retablos. Juan Martínez Montañés, por citar el caso de una de las figuras más sobresalientes, es capacitado, en 1588, como escultor, entallador de romano y arquitecto, (Hernández Díaz, 1992.). Podemos citar también el caso del ensamblador Juan de Muniátegui, casado con Ana María de Juni e inseparable de Gregorio Fernández y a quien no se le conoce (al menos por el momento) otro título que el de maestro ensamblador.

Con estos presupuestos, podemos entender las tensiones y continuas fricciones en la defensa de las parcelas de trabajo de cada una de las dos partes en conflicto en lo que atañe a nuestro tema de la escultura. Los pintores policromadores habían logrado imponer que el trabajo de pintura de las esculturas dependiera exclusivamente de ellos y que los escultores se limitaran por lo tanto a la talla de las mismas, de tal forma que cada vez que se contrataba una escultura era preciso contar con la firma del escultor y la del pintor o policromador. Los argumentos en defensa de tales presupuestos eran variados, pero giraban siempre en torno a la capacidad de los pintores para darle la vida al objeto inanimado que era la escultura. Obviamente, esto generó multitud de conflictos de intereses y acusaciones de intrusismo, incluso entre personajes sobradamente afamados y que a lo largo de sus vidas colaboraron en un buen número de obras, como es el caso de Martínez Montañés y Francisco Pacheco.

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En este campo de batalla en el que se dirimían los intereses profesionales de escultores y pintores, la situación se complicaba aún más con las competencias de los doradores y estofadores. Estos solían estar integrados en el taller de los escultores y en principio estaban capacitados para policromar las imágenes de bulto, tanto en el dorado como en el estofado, incluso en las carnaciones. Pero esto era, precisamente, uno de los frentes abiertos más enconados de los pintores que, sin duda, lo entendían como un ejercicio de intrusismo insoportable que no conducía sino a la pérdida de los objetivos perseguidos con la ejecución de las imágenes: una imagen mal pintada era incapaz de transmitir los valores a los que se suponía estaba destinada. Lo que venía siendo una reivindicación pertinaz de los pintores -aludiendo a que el oficio de dorador era lo más primario que se aprendía en el taller de los pintores y que por lo tanto no tenían capacidad para policromar las esculturas-, se convirtió en una realidad cuando en la Ordenanzas gremiales de 1632 de la ciudad de Sevilla, se contempló que, cuando se tratara de imágenes, la policromía e incluso el dorado fuera labor en la que tuvieran prioridad los pintores imagineros:

"Otrosí ordenamos que el dicho oficio de doradores, que estos tales maestros no puedan tomar ni tomen obra de dorado, do ouviere cosas de pintura de imágenes, assí de pincel como de bulto, porque las semejantes obras conviene que se intervengan sinos los mas sabios y mas artizados..." (Gañan Medina, C, 1999, p. 50).

En buen número de ocasiones se intenta romper la dependencia de unos y otros. En 1621 Martínez Montañés, cuando recibe el encargo para la ejecución del retablo del convento de Santa Clara de Sevilla (fig. 2), logra que en él se le conceda el control total sobre la obra -incluyendo las esculturas, las pinturas y los dorados-, y el pago de las tres cuartas partes del contrato. La policromía le fue encargada por Montañés al pintor Baltasar Quintero, pero el hecho de que, a pesar de su fama (o precisamente por ella) se arrogara el control total sobre la obra y por supuesto de la mayor parte de los estipendios, fue considerado como un tremendo agravio por el gremio de pintores y un incumplimiento de las Ordenanzas. El opúsculo que Francisco Pacheco publicó en 1622, A los profesores del arte de la pintura fue su respuesta, recordando punto por punto cómo estaba organizada gremialmente la división del trabajo de pintores y escultores y recordando, entre otras cosas que "a los que solamente son doradores no les permite que encarnen los rostros de las figuras de bulto sin estar examinados dello." (Calvo Serraller, 1981, p. 189). Un prurito profesional que no le impidió a él obrar de igual forma, aunque a la inversa, cuando en 1592 le encargaron la ejecución de una talla de bulto de San Juan para el monasterio de la Concepción de Carmona, al contratar tanto la talla como la policromía para ejecutarla con sus manos:

"yo prometo e me obligo de vos hacer de talla una figura de el bienaventurado san Juan Evangelista redondo... y después de fecho e acabado de la forma susodicha de talla yo prometo e me obligo de lo dorar de oro fino y estofadlo a punta de pincel y encarnallo con los ojos verdes todo echo de buena mano" (Santos Márquez, 2011, p. 568).

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La certeza sobre la situación era tal que aunque al principio fue pasada por alto, desde hace mucho tiempo dejó de ser obviada, en realidad prácticamente desde mediados del pasado siglo: la escultura policromada española era el resultado de la suma del trabajo del escultor y el del pintor o policromador. Conocemos documentalmente la colaboración en un buen número de obras de escultores y pintores a lo largo y ancho de nuestra geografía. Tenemos constancia de que Gregorio Fernández trabaja con Diego Valentín, entre otras obras, en la Sagrada Familia que realizan (1620) para la iglesia de San Lorenzo de Valladolid como ya hemos visto. Diego Valentín (Valladolid, 1586-1660) es además un pintor fundamental para la obra de Fernández. Gran erudito el primero, poseía una gran biblioteca con tratados de geometría, arquitectura, vidas de santos y colecciones de estampas que sin duda, gracias a su conocida amistad pudo consultar el segundo. La lista de pintores que intervienen en las obras de Fernández es larga, algunos formados por él -como Tomás del Prado-, parecen hablarnos de una intención bastante evidente de intento de control de todos los procesos. Francisco y Marcelo Martínez pintores como su padre Gregorio Martínez, fueron habituales colaboradores o partícipes en la obra de Gregorio Fernández, policromando, entre otras, (Francisco) las esculturas del retablo de la primitiva iglesia de san Miguel de Valladolid (1605) -cuyo ensamblaje había sido concertado con el ensamblador Cristóbal Velásquez- y (Marcelo) el paso del Descendimiento de la Hermandad de las Angustias (1616-1617) (fig. 3). Con el pintor Diego de la Peña concierta Gregorio Fernández la Piedad del convento de San Francisco de Peñafiel. También policroman algunas de sus tallas los pintores Miguel

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Guijelmo, Pedro Fuertes y Estancio Gutiérrez.

Con Martínez Montañés, sabemos que el pintor Gaspar de Ragis trabaja habitualmente en la policromía de sus tallas (Niño Jesús, en la capilla del Sagrario de la Catedral de Sevilla) (fig. 4) y, por supuesto, Francisco Pacheco del que, de una fructífera colaboración es de destacar el

retablo del monasterio de san Isidoro del Campo en Santiponce, junto a Sevilla y dentro de él, desde luego la talla de San Jerónimo (1609-1612). También es de resaltar el trabajo como policromador de Baltasar Quintero en la Inmaculada tallada por Montañés para el convento de Santa Clara de Sevilla.

Otras manifestaciones del trabajo conjunto entre escultores y pintores son, sin duda, las de Pedro Roldan y Valdés Leal o las de Manuel Pereira y Jiusepe Leonardo.

La situación de dependencia de unos y otros se prolonga a lo largo de todo el siglo XVII, pero en la segunda mitad vemos ciertos movimientos que apuntan a un deseo evidente de independencia por parte de los escultores. Así, Pedro Roldan (1624-1699) realizó el examen que le habilitaba como pintor de imaginería. Alonso Cano (Granada, 1601-1667) obtuvo la maestría como pintor de imaginería en 1626 y, aunque no hay

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un acuerdo total sobre su trabajo como escultor, de ser ciertas las informaciones, policromó él mismo sus propias esculturas y, en su taller de Granada, enseñó la técnica de la policromía de imágenes a los que habrían de ser afamados escultores Pedro de Mena (1628-1688) y a José de Mora (1642-1724).

No se trata de una cuestión baladí pues, leyendo los textos de Pacheco, nos queda la sensación de que la competencia del escultor era la de labrar la superficie sobre la que ellos, los pintores, habían de actuar, dándole la vida a la imagen:

"La pintura y la escultura fueron producidas del entendimiento humano a un propio fin y aun solo efecto, que es imitar y fingir las cosas naturales y artificiales. Al cual fin los pintores nos llegamos y acercamos más perfectamente que los estatuarios, porque ellos no pueden dar a una figura otra cosa que la forma, que es el ser; más nosotros demás de esto, los ornamos enteramente del buen ser" (Pacheco, 1649-1866, p. 74).

Es cierto que Pacheco admira y valora que la buena escultura es aquella que no reclama apenas intervención preparatoria por lo bien labrado de sus formas, pero desde la pintura contempla y pone en práctica, la dotación de plasticidad y movimiento a los propios volúmenes, de ahí que, entre otras cuestiones, rechace el empleo de artificios en forma de aditamentos postizos, como los ojos y las lágrimas de cristal, pues a su entender debían ser recreados por la propia pintura. Así lo patentiza en el Cristo de la Clemencia (obra de Montañés y Pacheco) que hicieron para el archidiácono de Carmona entre 1603 (fecha del encargo) y 1606, perteneciente actualmente al Museo de Bellas Artes de Sevilla que lo mantiene en depósito en la catedral de esa misma ciudad (fig. 5). Las condiciones del contrato establecían de forma muy precisa lo que Mateo Vázquez de Leca buscaba, "el dho Xpo crucificado a de estar bibo antes de aver espirado con la cabeca ynclinada sobre el lado derecho mirando a qualquiera Persona que estuviere orando a El pie del, como que le está el mismo Xpo Hablandole y como quexandose que aquello que padege es por el que esta orando, y assi a de tener los ojos y Rostro con alguna seberidad y los ojos del todo abiertos" (Bray, 2010, p. 25). La fama que alcanzaron en vida tanto escultor como pintor, resulta obvio que iba mucho más allá de los postulados que pudiéramos considerar estéticos, alcanzando a sus capacidades demostradas para interpretar y transmitir al pie de la letra aquello que el concomitante buscaba. Este es el caso, sin género de dudas, de este Crucificado conocido como el Cristo de la Clemencia. Montañés labró un Cristo que en un último esfuerzo se yergue hacia delante, con el cuerpo en tensión, inclinando levemente la cabeza para mirar a quien a sus pies estuviera, con los ojos entreabiertos, mostrando el esfuerzo antes de que se cierren definitivamente. Y Pacheco le dotó de la vida que exhalaba a través del color de la piel, de tonos aún sonrosados, y como si no se tratara de una figura tridimensional, aplicó sombras para recrear las luces que en un lienzo habría tenido que simular para conseguir el efecto de volumen, reforzó los rasgos, matizó los párpados para transmitir ese último hálito de vida. Y de igual forma que pintó la sangre que comenzaba a caer desde la frente por la corona de espinas, las tres lágrimas que corren por su mejilla derecha fueron pintadas, sin necesidad de artificios de cristal, dotándolas de los brillos necesarios para dar la sensación de acuosidad.

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Y aquí es donde queríamos llegar, a plantearnos si es coherente que, ante lo dicho,

sigamos adscribiendo las obras de la escultura policromada (al menos la del siglo xvn) a los escultores, sin atender a aquellos que las policromaron más que como referencia casi obligada y forzada. Parece indudable que necesitamos basarnos en un esquema organizativo mínimo para poder abordar la historia del arte y cada una de sus manifestaciones, pero no es menos axiomático que la mayor parte de los esquemas que hemos venido empleando se quedan cojos a la hora de interpretar y comprender las obras cuando solo atendemos a uno de sus artífices. Parece por lo tanto necesario ese análisis, que desde hace tiempo ya muchos autores han comenzado a apuntar, unos estudios que atiendan a la par a la actuación de escultores y policromadores entendiendo sus manifestaciones como una sola, fruto de la simbiosis. Tal vez de esta forma puedan ir despejándose todas esas dudas de atribuciones que pueblan el panorama de la escultura barroca española del XVII y que nos hace movernos en un constante mundo de atribuciones que van mudando. Pretender que los pintores no imprimían su mano en las esculturas, por mucho que sepamos o pensemos que el escultor pudiera controlar toda la operación como artífice supremo de la misma no parece del todo coherente.

2. "Lo vivo" Los presupuestos contrarreformistas supusieron un determinante impulso al desarrollo de

la escultura en España, pero sobre todo a aquella de carácter directa o indirectamente procesional, pues el auge experimentado por las hermandades y cofradías penitentes supusieron, no solo un importante mercado inmediato, sino también un escaparate expuesto a las consideraciones de un amplísimo público. La capacidad de generar devociones y

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aumentarlas debió suponer un valor importante a tener en cuenta a la hora de encargarle una determinada obra a uno u otro autor.

El pensamiento contrarreformista, abogando por la llamada a los sentimientos como vehículo para desatar la fe, tuvo en la escultura un aliado fundamental (lo mismo en realidad que en el teatro). Era necesario convertir en verdades absolutas, visualizadas, tangibles, los hechos narrados para que su creencia se convirtiera en verdad indiscutible. Las palabras de Diego de Saavedra Fajardo publicadas por primera vez en Munich en 1640 y que tanta difusión tuvieron, -Idea de un príncipe político christiano representada en cien empresas- son un perfecto resumen de tales presupuestos y clarificadoras de las intenciones perseguidas: "conviene obligar a los súbditos a que (...) tengan por mayor santidad y reverencia creer que saber las cosas de Dios", (Saavedra Fajardo, 1675, p. 170) (figs. 6 y 7).

Se trataba de buscar la fibra sensible y emocional que frenara cualquier atisbo de

reflexión para lo que era indispensable convertir en verdad tangible aquello que se estaba viendo y con lo que se pretendía remover los sentimientos más internos de desazón, lástima,

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compasión y dolor, alcanzando al colectivo de forma homogénea, pero haciéndole sentir que se trataba de un sentimiento íntimo e individual.

La escultura, además de con la pintura (y en realidad con el resto de las manifestaciones artísticas), compartía especialmente con el teatro la convicción de que a la adquisición de la fe era posible llegar desde la oscuridad pagana mediante la contemplación y asimilación de la representación escenográfica de los procesos de conversión. Uno de los géneros señeros surgidos del contrarreformismo, fue el de las llamadas comedias de santos, un modelo teatral dirigido a glosar, dramatizándolos, los hechos y la vida de los santos -los antiguos y los personajes místicos que estaban a punto o acababan de ser canonizados-, destacando aquellos aspectos de ascetismo y sufrimiento que los convertían en símbolos y que más fácilmente movían a los sentimientos devotos. Se trataba de obras realizadas por encargo -de la misma forma que ocurría con la pintura y la escultura-, solicitados por la iglesia, las hermandades y cofradías de penitencia, o por comitentes nobles. La base del éxito de estas comedias de santos se encontraba precisamente en el artificio, en los juegos de tramoyas, en apariciones y desapariciones espectaculares en el escenario, todo con un objetivo: impresionar al espectador y convertir el drama en un ejercicio de emotividad irreflexiva.

Escribía Javier Aparicio refiriéndose a las comedias de santos que "es un teatro poco dado a sugerir lecturas múltiples de la comedia, y pretende no tanto aleccionar con el dogma como forzar una fe visceral, la fe de la evidencia. Entiéndase desde esta perspectiva los privilegios que adquiere en el género de la tramoya y el artificio escenográfico de la apoteosis, auténtico banquete de los sentidos para un desbordamiento sensorial que dificultará cualquier razo-namiento individualizado del desarrollo doctrinal de la comedia, en aras de lograr desde la escena una devoción unívoca y colectiva" (Aparicio Maydeu, J..p. 21).

El engaño de los sentidos es una de las piezas claves para entender el papel de la escultura barroca peninsular del siglo XVII, aquello que puede verse es lo que existe, de la misma forma que los sentimientos son provocados por la ficción dramatizada de la realidad, que precisa de la verosimilitud más absoluta para llegar a tocar las fibras sensibles del espectador. Los sentimientos más introspectos son representados a través de los rostros y del lenguaje corporal, un lenguaje totalmente dramatizado que nos lleva directamente al mundo de las representaciones teatrales, con dos vertientes que se distancian en el uso y recurso de tales dramatizaciones: por un lado está la andaluza (Sevilla y Granada) en la que los actores principales son, básicamente, foco único de atención; y por el otro la castellana (Valladolid y Madrid) en las que las escenas son tratadas como parte de la representación en conjunto, con todos sus individuos retenidos brevemente en un instante de su movimiento.

De la importancia que, no solo el teatro, sino la conjunción de todas las artes, tienen en este momento del barroco para crear unas escenografías piadosas que, alejadas de la reflexión, se dirijan a los sentimientos más primarios, decía Julián Gallego (en el catálogo de la Exposición conmemorativa del Tercer centenario de la muerte de Pedro de Mena) que "en el Barroco todo es teatro: en especial en el Barroco español; y en especial en el Barroco andaluz, que emplea todos los elementos teatrales para animar las artes del espacio, arquitectura, escultura y pintura. Las tres aparecen estrechamente unidas en iglesias y capillas, logrando -en colaboración con la poesía oratoria, la música e incluso la danza (en los Seises de Sevilla, por ejemplo)- ese "aggiornamento" de las verdades eternas, indispensable para unos devotos que, poco amigos de lo abstracto, tratan de dar a lo invisible e intemporal un aspecto

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presente" (Gallego, 1989, p. 32) (fig. 8).

La sensación de realidad era requisito indispensable para alcanzar esos sentimientos, sin

embargo, y a pesar de todos los textos contemporáneos que en ello ahondan, recreando e insistiendo en la verosimilitud de las imágenes o los conjuntos, no parece demasiado lógico pensar que los personajes que los contemplaran fueran engañados con tales ficciones más allá de donde sus emociones estaban dispuestas. Pensar en una impostura total, como a menudo se ha venido hablando, parece excesivo, sin embargo, analizarlo desde la perspectiva del teatro, es decir como si se tratara de una representación viva, nos parece más compresible. Por supuesto que los textos, siempre que nos hablan de forma laudatoria, se refieren a las esculturas en su capacidad de simular la vida del personaje. De hecho, los artificios empleados en las tallas de vestir venían a reforzar estas sensaciones, haciendo que las imágenes cambiaran de postura -gracias a los brazos y las piernas articulados- del momento en que eran procesionadas al de reposo en sus camarines donde se veneraban el resto del año. Tal es el caso, por poner un ejemplo, del Jesús del Gran Poder de Juan de Mesa. Las imágenes se recogen en sus iglesias, en los retablos y camarines que, en multitud de ocasiones, vuelven a ser la escenificación teatral llevada hasta sus más extremos recursos, situándolas en un espacio indefinido entre el cielo y la tierra gracias a los efectos logrados por los contraluces provocados por las ventanas que se abren a sus espaldas. Uno de los camarines más espectaculares es el de la Virgen de la Victoria en Málaga (1693-1700), destinado a

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albergar esta talla del siglo XV (posiblemente alemana) que, según la tradición, pertenecía al oratorio de campaña de Fernando II de Aragón durante el asedio a la ciudad de Málaga (1487). Allí se custodia también una Dolorosa de Pedro de Mena.

Los textos nos hablan de la sensación de realidad de las imágenes y redundan en la idea del encuentro de los personajes sagrados por las calles -obviamente nos referimos a los procesionados-, de las capacidades para engañar los sentidos, y si para conseguirlo se ha de recurrir a las tallas de vestir, el que sean imágenes que solo tienen en realidad trabajadas la cabeza, las manos y los pies, no es impedimento para que sean glosadas como grandes esculturas. Tomemos como ejemplo el Jesús Nazareno que se le atribuye a Martín Montañés, realizado para la cofradía de la Pasión del Real Convento de la Merced de Sevilla entre 1610 y 1619, actualmente custodiado en la iglesia de El Salvador, de la misma ciudad (figs. 9 y 10). Aunque no existe ningún testimonio escrito directo que verifique que sea obra suya -no se conoce ningún contrato ni concierto ante notario público, ni tampoco cartas de pago- si que conocemos dos referencias más o menos coetáneas. Una la de Fray Juan Guerrero, religioso mercedario del convento sevillano, coetáneo de Montañés quien escribió:

"La imagen del Santo Cristo de la Pasión...es admiración el ser en un madero, aver esculpido obra tan semejante al natural, no encarezco, ni podré lo prodigioso de esta hechura, porque cualquier encarecimiento será sin duda muy corto, solo baste decir es obra de aquel insigne maestro Juan Martínez Montañés, asombro de los siglos presentes y admiración de los por venir, como lo declaran las obras que hoy se hallan de su mano tan celebradas y aplaudidas por todo género de gentes" (Hernández Díaz, 1969, p. 170).

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El otro testimonio es el del comentario que nos dejó Palomino en un pasaje en el que se condensan los postulados de la escultura realista barroca y del que no podemos pasar por alto que cuando habla del Jesús de la Pasión lo está haciendo sobre una talla de vestir, razón por la cual en un buen número de estudios sobre escultura ha sido tratada muy superficialmente cuando no casi dejada de lado. Pero los valores que la convierten en una de las piezas a reseñar dentro de la obra de Montañés son precisamente su capacidad de sobrecoger y la de simular su veracidad. Obviamente, tal ficción teatral es la puesta en escena de la imagen saliendo en procesión -con la túnica no labrada en madera, moviéndose al compás del paso marcado por los costaleros- como la narración del peregrinar por las calles y la supuesta reflexión de su autor.

"Y en el Real Convento de la Merced, Casa Grande, hay también de su mano una portentosa imagen de Jesús Nazareno, con el título de la Pasión, y con la Cruz a cuestas, con expresión tan dolorosa, que arrastra la devoción de los más tibios corazones, y aseguran, que el mismo artífice, cuando sacaban esta sagrada imagen, la Semana Santa, salía a encontrarla por diferentes calles, diciendo que era imposible, que él hubiese ejecutado tal portento" (Palomino, 1986,pp. 123-124).

El Nazareno de Montañés está representado en el mismo instante del movimiento, los dos pies levantados, el izquierdo en el momento justo de posarse el derecho en el de levantarse, imprimiéndole a la imagen esa sensación de movimiento que se ve incrementada por el balanceo del paso. Probablemente ese movimiento y esa sensación de levedad fuera lo que llevó a los restauradores Joaquín y Raimundo Cruz Solís e Isabel Pozas a pensar que la imagen nunca fuera ideada para salir en procesión y así lo escribieron en el informe técnico sobre la restauración de la talla realizada en 1995 (Instituto del Patrimonio Andaluz), aludiendo a que la levedad de los dos apoyos parecía no estar pensada para soportar el movimiento de toda una procesión.

Es en el arte de la simulación en el que Pacheco defendía la superioridad de la pintura sobre la escultura, en la persecución de ese objetivo de engaño de los sentidos: "No puede la escultura a solas sin la vida de la pintura engañar, porque se ve la materia de que es formada, ni aún a los animales; y pienso que si alguna vez lo ha hecho ha sido estando ayudada del pintor con el color natural de las cosas" (Pacheco, 1649-1866, p. 62) (fig. 11).

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Para lograrlo plantea que el perfecto y correcto tratamiento de lo vivo, es decir de las carnaciones, de la piel, debe ser mate, frente a la práctica de las carnaciones brillantes, de pulimento que se venían practicando desde siglos anteriores. Argumentaba Francisco Pacheco que las encarnaciones mate daban la sensación de vida real, pero debían apoyarse en una buena talla, mientras que el brillo era más propio de las tallas mediocres y en ellas debía ser mantenido, pues ayudaba a ocultar sus defectos. No obstante, la razón fundamental de esta disquisición, se apoya fundamentalmente en el proceso de preparación de una y otra técnica, pues las encarnaciones de pulimento precisaban de la aplicación de muchas capas de preparación, con las que se le daba forma a la falta de talla de las esculturas (agicola, dos o tres manos de yeso, dos de yeso mate -el estuco- y una de albayalde con cola de cabritilla, más una última aplicación de cola floja que denomina "de tajadas" antes de pasar a policromar). Las capas de preparación de las carnaciones mates eran sin embargo mucho más livianas, pues básicamente no empleaban las capas de yeso preliminares y las del estuco y albayalde podían ser más ligeras. Para ello, se precisaba, por lo tanto, de una talla muy bien acabada y definida como las que, según él mismo nombra, realizaba Montañés. En su tratado dedica el capítulo 6 del libro tercero -"En que se prosigue la pintura a olio sobre otras materias, y de las encarnaciones, de polimento, y de mate"- a explicar y definir la técnica de las carnaciones mates, lo que demuestra la importancia que le otorgaba al tema.

3. Nuevos modelos

Tradicionalmente se ha venido considerando que la escultura policromada española es básicamente una creación contrarreformista prácticamente exclusiva de España, máxime si se tienen en consideración los modelos de representación sobre los que se recrea: los temas de la pasión con toda su carga de fijación en los efectos del dolor físico.

Sin embargo, estos temas no son ni mucho menos exclusivos de nuestras tradiciones barrocas, sino que, por el contrario, fueron importados desde los países del norte de Europa, fundamentalmente desde los Países Bajos, y ya desde el siglo XV. El comercio de grabados e imágenes fue una constante. Procedentes de centros como Lovaina, Bruselas o Amberes llegaron al interior de la Península, en la que existían dos grandes mercados: Medina del Campo y Salamanca. La Feria de Medina del Campo, que se celebraba dos veces al año (mayo y octubre), registraba un gran movimiento de comerciantes de paños y lana y mantenía ya desde finales del siglo XV una importante actividad comercial en torno a la estampa y el libro. Durante todo el siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII podemos considerarlo como el mayor mercado de libros, estampas y grabados, desde el que se difundían al resto de la península las abundantes colecciones que llegaban, sobre todo, desde los Países Bajos, pero también desde Francia e Italia; funcionando como motor transmisor de los programas iconográficos flamencos y que podemos rastrear en la obra de nuestros escultores.

Bajo esta realidad, Xavier Bray plantea que las producciones peninsulares que van directamente dirigidas a remover los sentimientos de compasión y piedad a través de mostrar el dolor, fueron en realidad importados desde los Países Bajos, en los que ya desde el siglo XV se producían pinturas, esculturas y grabados y siguiendo estas premisas que, a través del comercio, llegaron de forma abundante a la Península. Hace referencia al Cristo Varón de

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Dolores que Jan Mostaert pintara entre 1510 y 1520, como uno de los ejemplos más significativos que demostrarían tales conexiones, una de cuyas versiones se conserva en el Museo de Burgos y en la que puede verse un Cristo con la corona de espinas en una frente sangrando y con los elementos de la tortura en las manos (Bray, X., 2009) (fig. 12).

La influencia de las representaciones flamencas en la Península y cómo los temas que tanto predicamento tendrán en el barroco tienen en ellas sus orígenes, queda abiertamente atestiguado en la colección de obras flamencas -principalmente tablas-, que, pertenecientes a los Reyes Católicos, se conservan en la Sacristía de la Capilla Real de la catedral de Granada. Podemos destacar: la Virgen con el Cristo de Piedad, el Díptico del Llanto de las Santas Mujeres y el Descendimiento de Hans Memling (1435-1494); el Retablo de Jacobo Florentino (1476-1526); la Piedad y la Aparición de Cristo resucitado de Rogier Van der Weyden (c. 1339-1464); el Tríptico de la Pasión de Dirk Bouts (c. 1410-1475); o cualquiera de las 47 tablas que se sabe hubo de Juan de Flandes (c. 1465-1519) y de Michel Sittow (1468 o 1469-1525 o 1526) (Reyes Ruiz, 2004).

En el Museo Nacional Colegio de San Gregorio de Valladolid se conserva una Piedad procedente de la capilla del que fuera obispo de Palencia, Sancho de Rojas, del claustro del Monasterio de San Benito el Real de Valladolid (fig. 13). Es una representación de la Pasión en piedra policromada, realizada entre 1406 y 1415 en un taller germánico desconocido, que

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nos habla de varias cosas: en primer lugar, de cómo la escultura policromada no es un invento español ajeno al quehacer de la escultura europea como muchas veces se ha venido diciendo (al margen de que pueda considerarse como una de sus máximas expresiones); en segundo lugar, de cómo los temas de la pasión, tratados con un realismo desgarrador en el que se recurre a los aspectos más dramáticos y cruentos tampoco son un elemento exclusivo peninsular (véanse si no la representación de las heridas de la lanzada y los clavos del Cristo). Por el contrario, hemos de hablar de una influencia que llega desde el norte de Europa a través no solo de las estampas y de la pintura, sino también, a través de la adquisición de esculturas, como puede verse en este modelo de representación que aísla de toda referencia espacial y temporal a la Virgen con el cuerpo inerte de su hijo en el regazo y que tuvo una gran predicación, primero en los países germánicos y posteriormente en la Península, convirtiéndose en uno de los grandes temas del barroco.

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4. Nuevos santos

El Concilio de Trento fomentó el culto a los Santos como mediadores entre Dios y los hombres y como la evidencia de que la santidad es un estadio superior al que se puede llegar con la disciplina. Para la introducción de este mensaje, fue fundamental la incorporación de toda una serie de personajes cercanos en el tiempo, que habían sido recientemente santificados y en los que la población era más fácil que identificara su santidad con personas reales de carne y hueso. En 1622 se lleva a cabo la canonización conjunta de Santa Teresa de Jesús, San Francisco Javier, San Ignacio de Loyola, San Pedro de Alcántara y San Isidro, en medio de grandes festejos. Para celebrarlo, las órdenes religiosas encargan desde sus diferentes conventos en esos años un considerable número de tallas policromadas de los santos que deben, por un lado, ajustarse a las representaciones gráficas que de ellos se tienen, es decir, que deben acercarse lo más posible a retratos más o menos idealizados; y por el otro lado, deben fijar aquellos elementos iconográficos de representación que los identifiquen.

Por lo general, lo que vemos en la mayor parte de las representaciones es la repetición de un modelo de éxtasis que queda manifiesto de manera plástica en la cabeza ligeramente ladeada y levantada, con los ojos mirando al infinito, o la nada, cuando no prácticamente en blanco. Aquellos santos que se destacaron por sus escritos, como Santa Teresa o San Juan de la Cruz, soportan en su mano izquierda un libro y en la derecha la pluma, señalando la inspiración divina que ha dado fruto a sus escritos, convirtiéndoles en meros transmisores de las palabras divinas.

San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier, San Francisco de Borja, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, San Diego de Alcalá o San Pedro de Alcántara se convierten en el espejo del alma en el que reflejar el modo en que a través del sufrimiento es posible llegar a la santidad. Prácticamente todos los escultores y policromadores del XVII realizan esculturas policromadas de los nuevos santos. El objetivo, como hemos señalado, es representarlos no solo más o menos fielmente, sino de forma cercana, realista, como personajes cotidianos, pero que, además deben ser identificables por el rostro, por lo que, aunque las esculturas policromadas las realicen maestros de diferentes poblaciones, sus fisionomías son, en la mayoría de los casos, muy semejantes.

Ya hemos dicho que la producción de imágenes de estos santos recientemente canonizados es profusa durante todo el siglo XVI y sobre los maestros más afamados recayó la responsabilidad de dejar marcadas las pautas iconográficas de los mismos (lo que no quiere decir que forzosamente fueran ellos los que realizaran las primeras esculturas). Gregorio Fernández fue uno de los personajes de mayor fama sobre el que recayó gran parte de esta responsabilidad en repetidas ocasiones, así ocurrió con Santa Teresa de Jesús, beatificada en 1614 y canonizada en 1622. Gregorio Fernández establece o fija los modelos iconográficos de representación de la Santa, centrándose en su inspi-ración divina a la hora de escribir sus obras (fig. 14). La que se conserva en el Museo de Nacional Colegio de San Gregorio, le fue encargada poco después de la canonización para el retablo de la capilla fundada por el prior fray Juan de Orbea del convento del Carmen Calzado de Valladolid y es posible que a pesar de estar destinada al cuerpo central del

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retablo, estuviera pensada para sacarla en procesión, pues está tallada y policromada en todo su contorno.

Martínez Montañés y Francisco Pacheco esculpieron y policromaron respectivamente las

imágenes de San Ignacio de Loyola y San Francisco de Borja, la primera alrededor de 1610 y la segunda en torno a 1624. En ambos casos, se trataba de imágenes de vestir, por lo que solo son originales la cabeza, las manos y los pies. Tanto, el San Ignacio como el San Francisco, fueron encargos de los jesuitas, y se trata de verdaderos retratos, pues les fueron suministradas las estampas para que los reprodujeran con absoluta fidelidad. De hecho, Pacheco tenía en su taller un vaciado en escayola de la máscara mortuoria de San Ignacio. Los actuales ropajes les fueron añadidos en el siglo XIX con la técnica del cartón encolado para sustituir las vestimentas de tela que originalmente llevaban.

La cabeza de San Juan de Dios, obra tardía que Alonso Cano probablemente tallara y policromara él mismo -seguramente perteneciente a una imagen de vestir pues es lo único que se conserva-, pudo haber sido realizada, alrededor de 1660 y 1665, para el desaparecido convento de Nuestra Señora de Granada; aunque es ésta una atribución de la que no se tiene seguridad total. También de Alonso Cano podemos destacar la pequeña talla del San Diego de Alcalá que se conserva en el Museo del Instituto Gómez Moreno de Granada, y que pudo igualmente policromar. Un San Diego, obra conjunta de Cano y Pedro de Mena, o ejecutada por el segundo bajo las trazas del primero, se conserva en el Museo de Bellas Artes de la misma ciudad (fig. 15). Mena realizó un considerable número de figuras del santo del milagro de los panes y las rosas.

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San Pedro de Alcántara fue canonizado en 1629 y Pedro de Mena también lo representó en un buen número de ocasiones y con diferentes edades. Una de las obras más expresivas es la que muestra a San Pedro ya mayor, que hizo para la iglesia del convento de las Capuchinas de san Antonio Abad y que repitió en 1663 cuando fue nombrado escultor de la catedral de Toledo. Esta es la que se conserva en el Museo Nacional Colegio San Gregorio de Valladolid.

El fervor despertado por la figura de San Juan de la Cruz, a pesar de sus enfrentamientos entre carmelitas calzados y descalzos, de los pleitos, encierros y destituciones, queda en evidencia desde el momento de su muerte y el litigio por la custodia de sus restos entre Úbeda (donde muere en 1591) y Segovia (a donde son trasladados, de forma clandestina y despiezados, en 1593). En 1675 fue beatificado y hasta 1726 no es canonizado, lo que no es obstáculo para que ya a lo largo de todo el XVII se prodigara su representación. La influencia del santo poeta fue más allá si cabe, pues sus reflexiones en torno a los significados y valores de las esculturas tuvieron un importante eco y muestran

los valores postridentinos que las inspiraron. En el capítulo 35 del Libro Tercero de la Subida al Monte Carmelo, expresa cuales deben ser los verdaderos valores de las tallas: los de reverencia y devoción.

2. Y cuanto toca a las imágenes y retratos, puede haber mucha vanidad y gozo vano, porque, siendo ellas tan importantes para el culto divino y tan necesarias para mover la voluntad a devoción, como la aprobación y uso que tienen de ellas nuestra Madre la Iglesia, (por lo que siempre conviene que nos aprovechemos de ellas para despertar nuestra tibieza), hay muchas personas que ponen su gozo más en la pintura y ornato de ellas que no en lo que representan.

3. El uso de las imágenes para dos principales fines le ordenó la Iglesia, es a saber: para reverenciar a los Santos en ellas, y para mover la voluntad y despertar la devoción por ellas a ellos; y cuanto sirven de esto son provechosas y el uso de ellas necesario. Y, por eso, las que más al propio y vivo están sacadas y más mueven la voluntad a devoción, se han de escoger, poniendo los ojos en esto más que en el valor y curiosidad de la hechura y su ornato."

En 1675 se tiene constancia documental del encargo de una talla de San Juan de la Cruz al escultor sevillano (nacido en Utrera) Francisco Antonio Gijón. Piensa José Roda que la policromía pudo correr a cargo del pintor imaginero y dorador trianero Domingo Mejías, pues aparece como fiador del encargo (Roda Peña, 2005). Según el mismo autor, la imagen puede

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corresponderse con la que se conserva en la National Gallery of Art de Washington (fig. 16). Este encargo fue realizado por el prior del convento de los Carmelitas Descalzos de Nuestra Señora de los Remedios (Triana, Sevilla) para las celebraciones de la beatificación de San Juan, por lo que debía estar concluido antes de que acabara el año. Con idéntico fin le fue encargada a Pedro Roldan otra imagen del santo, para el colegio del Santo Ángel de Sevilla. En este caso, se trata de una imagen de vestir que llevaba ropas de tela, hasta que a mediados del pasado siglo XX (1968) le incorporaron un cuerpo y ropajes tallados.

La lectura que en definitiva se pretendía fuera extraída de la contemplación de las imágenes de los nuevos personajes, no es la de que fueran reverenciados, sino la de que se aprendiese a meditar como ellos hacían; que se aprendiera a alcanzar el estado de éxtasis, de ausencia, a través de su diálogo o de la simple contemplación de los símbolos más fugaces de lo terrenal y el sufrimiento (calaveras y cruces), cuando no con la visión directa del sufrimiento de Cristo. Estos eran vehículos para alcanzar una vida plena fuera de este mundo.

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TEMA 6. La escuela andaluza: Granada y Sevilla Antonio Perla de las Parras

1. Introducción.

2. Granada.

2.1. Pablo de Rojas (Alcalá la Real, 1549-Granada, 1611).

2.2. Pedro de Mena (1628-1688).

2.3. José de Mora (Baza, 1642-Granada, 1724).

3. Sevilla.

3.1. Juan Martínez Montañés (Alcalá la Real, Jaén, 1568-Sevilla, 1694).

3.2. Juan de Mesa (Córdoba, 1583-1627).

3.3. Alonso Cano (Granada, 1601-1667).

3.4. Pedro Roldan (Sevilla, 1624-1699).

3.5. Luisa Roldan (Sevilla, 1652- Madrid, c. 1704).

Juan Martínez Montañés. San jerónimo

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1. Introducción

A pesar de que las bases contrarreformistas marcaron e impregnaron las producciones artísticas en toda la Península y, como hemos visto, las influencias exteriores llegadas del norte de Europa se extendieron, en rasgos generales, uniformemente, existen diferencias bastante evidentes en la forma de entender la escultura. No tanto quizás en lo que a las formas se refiere, sino, sobretodo, en lo que a los conceptos atañe. Podemos señalar así, que en Valladolid es característica la teatralización de los conjuntos, y no solo en los pasos procesionales, aunque éstos podamos tomarlos como modelo. Teatralización llevada a su máximo exponente, de tal forma que nos encontramos con que no solo hay un concepto de escena teatralizada en la composición del paso, sino que los propios personajes forman parte de la dramatización, yendo más allá del papel que les pudiera corresponder como personajes de la calle. Los personajes no dejan de ser reales por el hecho de que a menudo se trate de personajes de expresiones sobredimensionadas, pues son personajes reales de la comedia, es decir, forman parte activa de la dramatización de las representaciones en su más pura acepción.

En Sevilla, sin embargo, aunque el concepto de teatralización también está presente, la dramatización busca más un intento de fingimiento de la realidad. De ahí que abunden las imágenes de vestir y a partir de la segunda mitad del siglo, contrariamente a las recomendaciones de Francisco Pacheco, se generalice el empleo de los postizos en forma de ojos de cristal, uñas de asta, lágrimas de cristal e incluso pelucas.

La obra de Martín González es un compendio sistemático de los nombres de la escultura española a o largo del XVII y XVIII (Martín González, J. J., 1983), por lo que no vamos a repetir el esquema de la misma. Nuestro interés se va a centrar en destacar aspectos que consideramos importantes de algunas de las obras de cada autor, que aporten una visión sobre los significados de sus trabajos, intentándolos poner en relación con los pintores imagineros que las policromaron. Seguiremos por lo tanto el guión marcado por la figura del escultor como personaje prioritario. Para una visión de conjunto según los esquemas tradicionales, que pueda cumplir funciones de diccionario o libro de consulta, recomendamos la consulta de la mencionada obra.

Para centrar la visión del Barroco Andaluz puede concentrarse la panorámica en los focos de Granada -desde la que irradian las primeras pautas que serán seguidas en el resto de las provincias andaluzas-, Sevilla y Málaga sobre todo. No obstante, si establecer términos territoriales siempre es complicado, en este caso lo es más aún, pues la movilidad de los escultores y pintores y los diferentes momentos en los que se establecen en una u otra capital hacen complicado hablar de focos estancos.

Es en Granada donde parece encontrarse la creación de la imagen procesional personalizada en esculturas individualizadas dotadas de realismo teatral y es desde aquí desde donde irradia a la ciudad de Sevilla en la que, en manos de Montañés, será elevada a su máxima expresión a lo largo de todo el siglo XVII. La imagen del Nazareno como Cristo que con la cruz a cuestas deambula por las calles, puede rastrearse ya en la obra de Pablo de Rojas.

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2. Granada

2.1. Pablo de Rojas (Alcalá la Real, 1549-Granada, 1611)

Pablo Sardo González (su nombre real) puede ser considerado el autor que personifica la transición entre la escultura de carácter romanista del siglo XVI y barroca del XVII, con la incorporación de los modelos realistas que transmitió e irradió a toda Andalucía, tal vez a través de su supuesta maestría sobre Martínez Montañés (quien según Francisco Pacheco habría sido discípulo suyo). Las esculturas de Pablo de Rojas incorporan varios elementos fundamentales, como son la búsqueda de la expresión del sentimiento interno y la construcción de imágenes creíbles.

Tradicionalmente el trabajo de los escultores venía centrándose en las representaciones de los retablos y aunque a lo largo del siglo XVI existían pasos procesionales, la ejecución de los mismos eran considerados como trabajos de segundo orden, inferiores.

La interpretación de las imágenes procesionales de Rojas supone una transformación fundamental, pues las dignifica con su trabajo, dotándolas no solo de la maestría sino de sentimientos, lo que engranaba perfectamente con los postulados de Trente Por otra parte, puede considerársele el introductor del modelo de Nazareno que en actitud de caminar busca la simulación real de su visión en el encuentro por las calles, como ocurre con el Cristo atado a la columna (Ecce Homo) de la iglesia Imperial de San Matías de Granada, conocido como

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Cristo de la Paciencia (fig. 1). A la concepción corporal del mismo, hemos de sumar una cierta distancia del sentimiento de dolor y patetismo, que queda latente en la ausencia de las laceraciones, en la no presencia de la sangre. No tenemos referencia sobre qué pintor se encargó de la policromía de la escultura, pero es muy probable que fuera obra de Pedro de Raxis, pues sabemos que fue el policromador habitual de las obras de Rojas, por estar documentadas diversas intervenciones conjuntas, como la del retablo de La Antigua, en la Catedral de Granada, del que solamente se conservan cuatro esculturas, pues fue desmontado en el siglo XVIII.

2.2. Pedro de Mena (1628-1688)

Es considerado el gran maestro de la escultura en Granada y a su fama le precede el hecho de haber sido colaborador de Alonso Cano. Pero antes de eso, no puede perderse de vista la figura de su padre, Alonso de Mena (Granada, 1587-1646), sobre quien va a gravitar durante los primeros momentos del barroco buena parte de la fijación de los tipos iconográficos de la escultura contrarreformista, sobre los que se va a difundir su lenguaje visual. Con el Santiago Matamoros que hace para la catedral de Granada alrededor de 1640, ya en el cenit de su obra, Alonso se coloca de lleno dentro de los postulados contrarreformistas, al ubicar el personaje en pleno siglo XVII y representarlo como un caballero contemporáneo. Se trata de un encargo de los aristócratas urbanos de Granada para conmemorar una victoria de la monarquía en las guerras europeas contra la herejía.

A la muerte de Alonso de Mena, su hijo Pedro, junto a Bernardo de Mora y Cecilio López, se hará cargo del taller.

Avanzando sobre los pasos de su padre, Pedro de Mena se convirtió en un gran creador de tipos iconográficos cuyo éxito provocó que continuamente le demandaran la repetición de los modelos más afamados y conocidos. Un magnífico ejemplo es el del modelo del franciscano San Pedro de Alcántara -canonizado en 1669- principal impulsor de la corriente más rigurosa de los franciscanos hispanos, los conocidos descalzos o alcantarianos. Las palabras de Santa Teresa de Jesús, biógrafa del santo, describiéndole como un personaje alto, calvo y enjuto -"Mas era muy viejo cuando le vine a conocer, y tan extrema su flaqueza, que no parecía sino hecho de raíces de árboles"- (Santa Teresa de Jesús, 2007, p. 242) fueron ampliamente transcritas en forma de imagen a través de los grabados que prolíficamente circularon con motivo de su beatificación (en 1622). Las imágenes del santo atribuidas a Pedro de Mena y a su taller (fue repetidamente reproducida en numerosas ocasiones) se atienen a este modelo: el santo, en pie, en actitud de escribir suspende momentáneamente la redacción para atender al dictado del Espíritu Santo, elevando su mirada al cielo mientras recibe la inspiración divina. Su físico, demacrado por las continuas penitencias y privaciones, se complementa con la capa corta propia de los franciscanos descalzos, tal y como podemos ver en la imagen que se conserva en el Museo Nacional Colegio de San Gregorio en Valladolid, procedente de la colección Güell (fig. 2), que es la que realiza en 1663 cuando es nombrado escultor de la catedral de Toledo o en la casi idéntica de la iglesia del convento de las capuchinas de San Antonio Abad de Granada y que podría ser algo anterior.

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En 1658 se formalizó el contrato entre Pedro de Mena y los canónigos de la catedral de

Málaga para la ejecución de las esculturas del cuerpo superior de la sillería y terminar de rematar y ensamblar la crestería del conjunto. En total se le encargaron cuarenta imágenes de talla, en madera de cedro sin policromía, aunque entre los diferentes autores no parece haber acuerdo del número de esculturas totales que talló y cuales son todas las que, sin género de duda, salieron de sus manos. Se trató de un encargo prolongado, pues no lo concluyó hasta 1662. Una vez concluido el encargo, por el que recibió grandes elogios, decide viajar a Madrid para extender sus contactos y la posibilidad de negocio, además de conocer lo que se hacía en uno de los focos más activos del momento. Es en este viaje, que probablemente le aconsejara su maestro Alonso Cano, en el que recibe el título de escultor de la catedral de Toledo (mayo de 1663) y el encargo para la realización de una de sus más impresionantes obras, la escultura de la Magdalena penitente para la Casa Profesa de Jesuitas de la capital. Gregorio Fernández había dejado fijada la iconografía de la santa con la que realizó para el convento de las Descalzas Reales bastantes años antes, en 1615, y es por ello que María Elena Gómez Moreno vio en ella el antecedente directo de la de Mena, pero tal planteamiento no ha sido aceptado por otros autores como Martín González.

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La escultura, de tamaño natural, fue realizada a su retorno a Málaga en 1664 según puede

leerse en las inscripciones de las tres cartelas de su peana "Faciebat Anno 1664 / Petrus D Mena y Medrano / Granatensis, Malace". Una joven Magdalena que muestra su piel lisa, a pesar del sufrimiento interno, en contraste abrupto con la aspereza de la palma que lo cubre. La mirada no se pierde alzada hacia el más allá, sino que se inclina y concentra en el crucifijo en señal del místico diálogo que mantiene. Un largo periplo llevó la talla por diferentes ubicaciones hasta llegar, al Museo del Prado -entidad a la que pertenece- aunque se encuentra en depósito en el Museo Nacional Colegio de San Gregorio de Valladolid. (fig. 3).

Pedro de Mena tuvo con Catalina de Bitoria tres hijas -Andrea, Claudia y Juana Teresa de Mena y Vitoria-, que aprendieron el oficio con su padre antes de entrar las dos primeras en el convento de Recoletas Bernardas del Cister de Santa Ana de Granada, bajo los nombres de Sor Claudia de la Asunción y Sor Andrea Ma de la Encarnación. La profesión no les impidió seguir esculpiendo y se sabe que realizaron un San Benito y un san Bernardo para procesionar. Además, Andrea labró un Ecce Homo y una Dolorosa siguiendo las pautas de los que hiciera su abuelo y que tanto se proligaron en encargos.

2.3. José de Mora (Baza, 1642-Granada, 1724) José de Mora fue uno de los tres hijos del escultor Bernardo de Mora, nacido en Palma de

Mallorca el año de 1614 y muerto en Granada en 1684. Se formó como escultor en Baza, en

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el taller de Cecilio López, con ciertas vinculaciones con Alonso de Mena. Fue precisamente la muerte de éste en Granada, la que llevó a la unión de López, Bernardo Mora y el hijo de Alonso, Pedro de Mena, para hacerse cargo de su demanda. Con la llegada de Alonso Cano a Granada, Pedro de Mena y Bernardo de Mora entraron a trabajar con él como ayudantes y cuando Mena se establece en Málaga (1658) y muere Cano (1667), los Mora se hacen con el control de la producción y el mercado de Granada.

Las atribuciones de obra de los Mora no son muy claras, sobre todo de las del padre, pero de las de José si hay un buen número bien identificadas, moviéndose entre las influencias de Cano (sobre todo) y las de Mena.

El modelo de representación del Ecce Homo y el del la Dolorosa como una pareja de bustos tiene una gran aceptación y José de Mora lo repite con cierta frecuencia. Entre los conjuntos más destacados podemos citar los que realizara para el Convento del Ángel Custodio de Granada entre 1675 y 1700 y que hoy se encuentran en el Museo de Bellas Artes de Granada. También son plenamente representantes de su obra los que hiciera alrededor de 1680 para una familia de Granada -los Martínez de Teva- que algunos años después donaron al Convento de Santa Isabel de la misma ciudad (fig. 4). Muy interesante es el hecho de que la pareja de tallas -El Cristo Varón de Dolores y la Dolorosa-, esté concebida como un díptico dotado de un verdadero carácter de teatralidad, pues ambos bustos podían colocase enfrentados, mirándose, o girarlos para que miraran al público directamente. Buena prueba de la enorme aceptación que esta teatralización tuvo es el número de tallas que Mora realizó con ambos personajes, tanto para particulares como para la Iglesia, lo que es definido por algunos autores como un "díptico escultórico" (Bray, X., 2009). Mora es la expresión del realismo barroco llevado ya a sus extremos, y para que lo real sea más evidente, recurre de forma casi abusiva a los efectos de todo tipo: ojos de cristal con veladuras de barniz para conseguir el aspecto lacrimógeno, pestañas en la Virgen, clavos reales, la pintura espesa imitando la sangre, carnaciones azuladas casi transparentes, incluso ondulaciones del pelo mediante el empleo de viruta de madera; aspectos por los que considera Bray que Mora va más allá de los límites de la realidad, adentrándose en el mundo de lo hiperrreal. Puede pensarse que las policromías de sus esculturas también salieron de sus pinceles.

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3. Sevilla

3.1. Juan Martínez Montañés (Alcalá la Real, Jaén, 1568-Sevilla, 1694)

A menudo se le ha tildado como el artífice de lo que se ha venido en llamar la escuela barroca sevillana, título que le viene, sin duda, de la enorme fama de que gozó ya en vida y de la capacidad que demostró en la formulación o transmisión de unos modelos iconográficos, sobre las nuevas alegorías de la vida de Cristo, que habían de incorporarse de manera muy activa en los repertorios formales más representados. Al hablar de la obra de Montañés, deberíamos volver a recordar la división gremial del trabajo entre escultores y pintores de imaginería e insistir, una vez más, en cómo el resultado final es el fruto de la simbiosis entre ambas ramas. Martínez Montañés trabajó (y como hemos visto pleiteó) en un considerable número de encargos con Francisco Pacheco, lo que tiene toda la lógica, pues era comprensible que los clientes reclamaran la asociación de dos de los más afamados artífices del momento. Montañés obviamente trabajó también con otros pintores y, de hecho, Gaspar de Ragis fue uno de sus colaboradores más habituales; a él se debe la policromía del niño Jesús de la capilla del Sagrario en la Catedral de Sevilla, ejecutado en 1608 a tamaño natural. Del pintor Baltasar Quintero tenemos constancia documental de su participación en la policromía de algunas tallas de Montañés, como la de la Inmaculada para el retablo principal del convento de Santa Clara de Sevilla (1621) -(ver fig. 2 del capítulo 5, pág. 162)-.

El Cristo de la Clemencia de la catedral de Sevilla, que tallara Montañés y policromara Pacheco, es sin duda una de las obras mas señeras y de su importancia y significados ya hemos hablado en el capítulo anterior. Queremos destacar aquí por lo tanto otra obra que se habría de convertir también en paradigma del trabajo del escultor, en este caso por reunir una peculiaridad que en principio no tenemos constancia volviera a repetirse. Cuando en 1609 los monjes Jerónimos le presentaron el contrato para la ejecución del retablo mayor de la iglesia de San Isidoro del Campo, en Santiponce, estipularon una serie de condiciones casi draconianas, pues exigían que se acabara en año y medio, para lo que Montañés hubo de trasladar su taller al monasterio. Pero aparte de estos elementos de carácter más o menos anecdótico, lo que ahora nos interesa de las cláusulas del contrato es aquella en la que el escultor se reserva la figura central de San Jerónimo para acabarla "de su propia mano", es decir, que se reservaba el derecho a policromarla él mismo, lo que la convierte en una pieza excepcional. Obviamente el interés de Montañés viene, entre otras cosas, por la importante significación del encargo, pues el monasterio de Santiponce fue el que albergó las reliquias del santo. Parece que estaba anunciando la intención de marcar un hito en la iconografía del santo, pues partiendo de las representaciones anteriores (la de Torrigliano sin duda sobradamente conocida por él) y respetando los textos que marcaban las pautas iconográficas a seguir de manera bastante rígida, se atreve a representar un San Jerónimo no famélico, sino curtido por la dura vida en el desierto. La policromía, como no podía ser tampoco de otra forma, sigue los dictados de Pacheco y, en correspondencia con una magnífica talla, la policroma con encarnaciones mates. A pesar de que se trata de la escultura central del retablo, el hecho de que fuera labrado y policromado en todo su volumen, deja constancia de la pretensión de sacarlo en procesión (fig. 5).

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Aunque se trata de un texto algo posterior a la realización del San Jerónimo de Santiponce, en la Canción de San Jerónimo escrita por fray Adrián del Prado, que se publicara en Granada en 1616 y en Sevilla por primera vez en 1619 (luego fue teniendo múltiples reediciones a lo largo de ese mismo siglo), vemos como queda fijada de manera, podemos decir que definitiva, la representación exacta del santo, incluyendo no solo el volumen, sino también el color.

"Del edificio de su cuerpo bello / solamente le queda la madera, / con la media naranja que le cubre / los guesos digo, sobre el débil cuello, / la calva titubante calavera, / que la piel flaca y arrugada encubre; / la qual solo descubre / las enxutas mexillas / y disformes canillas / de la bellosa pierna y flaco braço, / el nudoso y decrépito espinazo / y el escuadrón desnudo de costillas, / las quijadas, artejos y pulmones / de aquellos pedernales eslabones.

De la hendida barba mal peynada / caen sobre el pecho llenó de roturas, / las plateadas

canas reverendas, / y vense por la piel parda y tostada / de los gruessos, los poros y junturas, / y de las venas las confusas sendas. / Vense a modo de riendas / los (nervios) importantes / unidos y distantes / ceñir los miembros de su cuerpo todo, / y desde la muñeca hasta el codo, los que rigen el braço tan tirantes, / que con ellos la mano apenas medra, / que sus dedos aprieten una piedra.

Tiene el Doctor divino alta estatura, / el color entre pardo y macilento, / delgado el cuerpo y grande la cabeça, / ceñido un brebe liengo a la cintura, / blanco y listado, pero ya sangriento

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/ a costa de sus venas y aspereza; / los ojos de flaqueza / en el casco metidos, / turbios y consumidos, / de color verde claro como acanto, / pero ya hechos carne con el llanto; / quebrados dientes, anchos y bruñidos, / delgados labios, boca bien cortada, / y la nariz enxuta y afilada."

{Canción del Gloriosíssimo Cardenal y Dotor de la Iglesia San Gerónimo, donde se descrive la fragosidad de el desierto que abitava, las fayciones del santo, y el riguroso modo de su Penitencia. Compuesto por Fray Adrian del Prado de la misma orden.)

(En Granada por Martín Fernández. Año 1616) (Tomado de Martínez, A. L, 2002).

El Niño Jesús que tallara Montañés y policromara Gaspar de Ragis para la capilla del Sagrario de la Catedral de Sevilla en 1608, y al que hemos hecho alusión poco antes, es la representación de un niño, realizado a tamaño natural, con carnaciones tales que mimetizan perfectamente la piel de un infante (ver fig. 4 del capítulo 5, pág. 164). Fue creado para suscitar el amor maternal, de tal manera que es cuidado y vestido según los dictados de la liturgia, como si de un niño real se tratara (incluso más allá, pues a muchos de los reales no se les depararían tales atenciones). Con la proliferación de estos niños Jesús, se trataba de despertar los sentimientos maternales de protección y cuidado, sobre todo dentro de los conventos, de ahí que tanta predicación tuvieran entre aquellas que renunciaban a la concepción.

El modelo de niño Jesús desnudo y bello, como el de la Catedral de Sevilla, desprende ternura, con la actitud de demandar un abrazo al extender los brazos, pero en realidad está reclamando la ayuda de los hombres para su salvación.

En 1630, en pleno debate sobre la condición inmaculada de la Virgen, realiza la talla para la capilla a ella consagrada en la Catedral de Sevilla. Con la imagen de una arrobada doncella que mira al suelo con pudor, fijará la representación de la Virgen como Inmaculada Concepción (fig. 6).

3.2. Juan de Mesa (Córdoba, 1583-1627)

Ingresó como aprendiz en el Taller de Montañés en 1606, lo que en su momento pudo contribuir a su fama, pero con el tiempo supuso que lo dejaran relegado aun segundo plano, hasta que en los inicios del pasado siglo comenzara a revalorizarse su figura.

Sus principales clientes fueron las cofradías y hermandades penitenciales, de ahí que el crucifijo sea el tema más frecuente en su producción. Llegó a realizar cinco pasos procesionales, lo que supone casi una dedicación plena a las cofradías teniendo en cuenta su corta vida profesional (unos doce años, pues debió

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independizarse poco antes de 1615, si no ese mismo año). Sus Crucifijos suelen ser de mayor tamaño que el natural, calculando, sin duda el ángulo y la distancia a la que van a ser visionados en las procesiones.

En 1618 le encargan el Cristo Crucificado, llamado del Amor, para la cofradía de la parroquia del Salvador. En el contrato se le exigía la obligación de que fuera de su propia mano, sin que interviniera oficial alguno. Algunos autores han querido interpretar este requerimiento como que se le solicitaba que fuera también policromado por él, pero pensamos que no tiene por qué explicarse forzosamente en ese sentido, sino más bien en el de que Mesa ya tiene un nombre y buscan que sea obra de maestro y no de taller. Al tratarse del primero de los crucificados que realiza, forzosamente había de ser comparado con el de la Clemencia de su maestro Montañés y de Pacheco. Mesa realiza en esta primera imagen un Cristo ya muerto y eso marca un abismo en la representación del sentimiento. Probablemente por ello la siguiente imagen -encargada en 1619 y perteneciente al paso de la Conversión del Buen Ladrón-, cambie y figure el momento antes de la muerte, lo que le permite entablar el diálogo entre Jesús y el Buen Ladrón, alcanzando uno de los máximos exponentes de la representación realista a través del lenguaje de las miradas.

Si en el Cristo de la Conversión la figura permanecía viva, en el que le encargan en 1620 para la Hermandad de Sacerdotes de la Casa Profesa de la Compañía de Jesús de Sevilla se representa justo el momento de la expiración, en el instante del último hálito de vida. Esta talla es conocida como de la Buena Muerte y se conserva en la capilla de la Universidad de Sevilla. Los parámetros de acercamiento, realismo y pulsión de los sentimientos son alcanzados plenamente, lo que explica la admiración que suscitó en su época. Desconocemos

quiénes policromaron los Cristos, pero sabemos, por los contratos, que dos pintores le encargan la realización de sendos crucificados, sin duda para policromarlos ellos. Así en 1621 el pintor Jerónimo Ramírez le encomendaba la ejecución de un Cristo que había de ser como el que acababa de realizar para la Compañía de Jesús y en 1627 el también pintor Antonio Pérez le encarga otro bajo idénticas premisas.

En 1622, Juan Pérez de Irazábal, contador de Su Majestad, le encargó la realización de un Crucificado que, una vez concluido, entregaría en la iglesia de San Pedro de su localidad, Bergara, en Guipúzcoa. Para Martín González, "se trata de una escultura total" (Martín González, J. J.: 1983, p. 160), no solo por el hecho de estar realizado todo él de talla (incluida la corona de espinas), sin artificios, es decir, por tratarse de una escultura en su más pleno significado, sino por la manera de representar la emoción y el movimiento de ese último instante que conjuga maestría y sentimiento con un estudio de la anatomía y la expresión impecables. Es como si el punto álgido de su obra lo hubiera alcanzado precisamente al lograr

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capturar la esencia de un instante, el que discurre entre la vida y la muerte (fig. 7).

Cuando recibe el encargo para la ejecución del Nazareno Jesús del Gran Poder (1620), para la iglesia del mismo nombre, en Sevilla, vuelve a seguir los pasos de Montañés, incluso en el hecho de tratarse de una figura de vestir. Mesa realiza una imagen igualmente efectista, que al procesionaria, con el balanceo de los costaleros, parezca que camina entre las calles de la ciudad. Pero su Nazareno es quizás más pasional, pues el rostro muestra una figura no solo sufriente, sino incluso envejecida por el excesivo dolor provocado por la pasión, en definitiva una imagen para remover los sentimientos más internos de dolor y compasión.

3.3. Alonso Cano (Granada, 1601-1667)

Si el clasificar a los personajes en una u otra escuela, en una u otra corriente, en una u otra geografía, es tarea a menudo compleja, máxime cuando en un período en el que la movilidad de sus artífices es considerable, desde luego Alonso Cano es un personaje paradigmático de su época. La mayoría de los estudios lo enmarcan en la escuela Granadina, seguramente por el hecho de que naciera allí, montara taller durante un tiempo allí y muriera en su ciudad. Pero si con 13 años se trasladó junto a su familia a Sevilla y entró de aprendiz de pintor en el taller de Francisco Pacheco, en el que se formó como tal, y si a ello le añadimos que durante veinticuatro años trabajó en la capital hispalense, creemos que lo normal sería incorporarlo en este apartado (con todas las salvedades y explicaciones que se quiera) -al margen de que comprendamos las razones por las que pueda enmarcarse en otras escuelas o áreas de influencia-. De hecho, precisamente Cano es un personaje que no hace otra cosa sino moverse por una buena parte de nuestra geografía: Sevilla, Madrid, Valencia, Málaga, Granada. Lo mismo ocurre con su arte, pues su formación es una de las más completas que podemos encontrar. Primero se forma en el taller de su padre, el ensamblador y tracista Miguel Cano, en el que suponemos aprendería el arte de los retablos. Después alcanzó la maestría como pintor en el de Pacheco y existen indicios de que pudiera haberse formado definitivamente como escultor en el de Montañés. Más, de todo esto, lo que verdaderamente nos importa es el hecho de que ello le permitió aglutinar los principios sobre los que se asentaban los fundamentos del nuevo arte, permitiéndose que sus tallas fueran el resultado de un único artífice desde el principio hasta el final, pues sus títulos de maestro escultor, ensamblador y pintor así se lo permitían.

No obstante, cuando su padre contrata el retablo de la iglesia parroquial de Nuestra Señora de la Oliva en 1629, Alonso Cano acaba haciéndose cargo de las trazas del mismo por cesión de su padre (aunque no tenemos constancia de a cual de los dos se puede adjudicar fehacientemente la traza). De la policromía se hará cargo el pintor Pablo Legot, incluyendo la de la imagen central de la Virgen de la Oliva. Con esta Virgen establece Cano unas formas de representación de sentimientos menos arrebatados, no menos hondos pero si más interiorizados por los personajes, que siguen mostrándolos a través de sus rostros, pero de forma más tranquila y serena.

Entre 1655 y 1656 realizará para la catedral de Granada una Inmaculada como remate del facistol que él mismo creara. Con la cabeza inclinada, abstraída, parece trascender mas allá del espacio y del tiempo concentrada en unos pensamientos que automáticamente

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identificamos. Se trata de una pequeña imagen con la que afianza ese tipo nuevo de representación que será profusamente repetida, con un equilibrio armónico entre el idealismo y el realismo.

Algunos años antes, para el retablo de la capilla mayor de la iglesia de San Juan de La Palma de Sevilla que contratara su padre en 1634, había realizado Alonso la escultura central de San Juan Bautista. Derribada en el siglo XVIII la capilla, y trasladado el retablo al convento de San Antón (en San Juan de Aznal-farache), la talla desapareció y acabó en la colección Güell y de ésta pasó a su actual ubicación en el Museo Nacional Colegio de San Gregorio de Vallado-lid. Los cultos a San Juan el Evangelista y a San Juan el Bautista se vieron también impulsados en el siglo XVII, ofreciéndose una visión interiorizada de sus pensamientos, como anunciadores de la pasión que habría de sufrir Jesús. Los conventos andaluces reclamaron abundantes representaciones de ambos santos y lo que hace Cano con el que comentamos es ofrecer la renovación de su iconografía, mostrando un San Juan con la mirada perdida mientras contempla al cordero (símbolo de la Pasión), reflejando en todos su detalles la profundidad de ese mundo interior contemplativo que plasmará en gran parte de sus obras. El color de las carnaciones que permiten adivinar las venas, la barba incipiente, los cabellos pintados en las sienes, el relieve de los huesos, son muestras de los principios del tratamiento de la realidad aprendidos en el taller de Pacheco (fig. 8).

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3.4. Pedro Roldán (Sevilla, 1624-1699)

En 1638 entró a trabajar de aprendiz en el taller de Alonso de Mena, en Granada, hasta que éste murió, en 1646, y decide marchar a Sevilla. En su taller hispalense trabajan, entre otros sus hijas María, escultora y casada con el escultor Matías de Brunenque; Francisca, pintora de imágenes y casada con el escultor José Felipe Duque Cornejo; Teresa, casada en segundas nupcias con el escultor Pedro de Castillejos; y Luisa, La Roldana, casada, contra la opinión de su padre, con el dorador Luís Antonio de los Arcos. De su hija Isabel no se sabe si trabajó o no en el taller, aunque sí lo hizo su marido Alejandro Martagón, como el resto de los yernos de Roldán. Todos ellos demuestran la gran actividad de taller, del que habría de salir una gran producción de obras, muchas de ellas en forma de imágenes de vestir, lo que complica la tarea de su identificación, por lo que existe una cierta descompensación entre la fama alcanzada y la producción conocida.

Pedro Roldán gozó de la amistad de Valdés Leal, lo que se tradujo en algunas obras conjuntas identificadas. Este es el caso de la que probablemente se lleve la palma en importancia: el retablo de la Iglesia de la Caridad de Sevilla, considerada, entre otras cosas, como la obra cumbre de Roldán en la parte que le concierne. Efectivamente, en 1670 firmaban el contrato para la ejecución del retablo el ensamblador Bernardo Simón Pineda y el escultor Pedro Roldán. Tres años después, en 1673 firmaba el contrato para su policromía el pintor Valdés Leal. La conjunción de las tras figuras ofrece un resultado único y

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perfectamente unitario. Está organizado en torno a un cuerpo principal a modo de portada monumental, en cuyo centro se representa el entierro de Cristo como una vivida escena, con gran sentido de dramatismo y teatralidad. Supuso la elaboración de un modelo que habría de ser adoptado en buena parte de Europa e Iberoamérica. "Su comunión entre volúmenes, perspectivas, color y escultura y su efecto catalizador del mensaje hacia las Obras de Misericordia del conjunto de la iglesia de San Jorge, significaron la consagración de un modelo retablístico" (Morales, A., 2007) (fig. 9).

Se ha especulado sobre si la figura de José de Arimatea situado junto a la cabeza de Cristo es el retrato de Miguel de Manara, fundador de la institución benéfica, encargada entre otras funciones de enterrar a los ajusticiados. Al margen de consideraciones anecdóticas, el interés que puede tener tal confirmación radica en el hecho de la incorporación de su figura como personaje real dentro de la escena. Por otra parte, se trata de un papel muy apropiado, pues José de Arimatea fue el hombre rico, generoso, amigo y seguidor de Jesús, que solicitó su cuerpo para enterrarlo en un sepulcro de su propiedad.

3.5. Luisa Roldán (Sevilla, 1652- Madrid, c. 1704)

Hija de Pedro Roldán, se forma en el taller de su padre, junto a sus hermanas Francisca y María. Su madre Teresa de Jesús de Mena-Ortega y Villa-vicencio es posible que estuviera emparentada con Alonso de Mena, recordemos, maestro de Pedro Roldán en Granada.

Se casó en 1671 con un asistente del taller de su padre quien se opuso al enlace y llevó el asunto incluso a los tribunales. Nada más casarse, se instaló en su propio taller con su marido Luís Antonio Navarro de los Arcos (1652-Madrid, 1711) como asistente. Según apuntaba Jorge Bernales, éste debía ser quien se encargaba de las policromías de las tallas, así como de la firma de los contratos, pues tal función estaba vedada a las mujeres.

En 1684 talla la que por el momento es su primera obra documentada, el Ecce Homo para el convento de Carmelitas de Cádiz, obra que desde el siglo XIX está en la catedral de Cádiz. En ella refleja todos los aspectos del realismo andaluz, con una evidente muestra del sufrimiento en todos y cada uno de los rasgos del Cristo, víctima de las torturas infligidas. No se sabe a ciencia cierta si la talla la realiza en Sevilla (lo que parece más verosímil) o si está ya en Cádiz. Fue en una restauración llevada a cabo en el año de 1984 cuando se encontró en su interior un manuscrito firmado el 29 de junio de 1684, en el que la Roldana, de su puño y letra se declaraba la "insigne escultora" que la había realizado, ayudada por su marido (Pleguezuelo, 1984).

De los años que trabajaron en Sevilla existen diversas atribuciones, sobre todo de Vírgenes, aunque no documentadas. En la continua revisión de la obra de La Roldana que persigue identificar su producción, la gran conocedora de su vida y obra, Victoria García Olloqui, plantea la posibilidad de que la imagen de la Macarena de Sevilla pueda haber salido de sus manos, basándose en las similitudes comparativas con la Virgen de la Soledad que realizara para la hermandad de la Soledad de Cádiz en 1688, cuya autoría queda documentada en el documento de 3 de julio de 1688 por el que el matrimonio la donó al convento de los padres Mínimos.

En 1687 el ayuntamiento de San Fernando de Cádiz le encargó a Luisa Roldán la ejecución

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de las esculturas de San Servando y San Germán, patronos de la ciudad, para colocarlos en la Sala Capitular del edificio consistorial (actualmente están en la Catedral Nueva) (fig. 10). El manuscrito dejado a modo de firma por Luisa Roldán dentro de la talla de San Servando y encontrado en los años setenta del pasado siglo, parece demostrar que la relación de La Roldana con su padre no debió ser de ruptura total, además de confirmar que su marido pudo ser policromador. El documento, que puede verse en la catedral de Cádiz, dice: Diseñado por Pedro Roldan, hecho por Luisa Roldán y dorado y estofado por Luís Antonio de los Arcos. Como vemos, en realidad menciona a Luís Antonio como dorador y estofador, oficios que dentro de las disputas gremiales de los pintores eran considerados como de nivel inferior; aprendices del oficio dentro de los talleres de los maestros escultores o pintores, a quienes consideraban que no debía dejarse la delicada tarea de la policromía.

Entre finales del año 1688 y comienzos del siguiente, se trasladan a Madrid. En los primeros momentos se sabe que realiza pequeños grupos escultóricos de terracota policromada, como los del Descanso en la huida a Egipto, el Nacimiento de la colección Güell, o los Desposorios místicos de Santa Catalina (en la Hispanic Society), pequeñas transcripciones tridimensionales de los repertorios de estampas.

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Luisa Roldán consiguió entrar en la Corte con el título de escultora de cámara de Carlos II, lo que más que reportarle beneficio alguno, le supuso un verdadero estado de miseria, pues a pesar de los 100 ducados anuales asignados a su cargo, ante la desastrosa situación de la hacienda, y las dificultades para formalizar su cobro, se vio en la necesidad de solicitarle auxilio a la reina, María Ana de Neoburgo. Las obras realizadas en Madrid, como la del Arcángel San Miguel de El Escorial, llevan la firma de la Roldana con el título de Escultora de Cámara.

Muerto Carlos II, consigue (tras larga insistencia) renovar su cargo al servicio de Felipe V. Realiza el Jesús Nazareno de Sisante y son conocidas una serie de esculturas en barro cocido, como la Inmaculada del convento de San Ildefonso de las Trinitarias de Madrid, y el Descendimiento (conocido con el nombre de Piedad al pie de la Cruz) una obra de dimensiones reducidas (70,6 x 41,6 x 33,1 cm.) que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Bilbao.

Respecto al abultado número de Nacimientos en terracota que tradicionalmente se le han adjudicado a Luisa Roldán, al menos en el imaginario, y a que algunos autores hayan llegado a opinar que en ellos se hayan los inicios de las figuras de los belenes, la realidad es que, tal y como ha estudiado Victoria García Olloqui (García Olloqui, 1998) tan solo son dos conjuntos los que se le pueden atribuir con total seguridad: La Natividad, de la colección Moret, en Madrid, obra de entre 1701 y 1704, y La Natividad del Duque de T'Serclaes, de 1704. Dentro de este grupo de conjuntos de terracotas policromadas con el tema de la Navidad podría

incluirse el de El descanso en la huida a Egipto de la colección Ruiseñada de San Sebastián, obra de 1691 y claro exponente de la influencia que las estampas flamencas de los siglos XV y XVI ejercieron en el arte del barroco en España. Sabemos, no obstante, por las abundantes noti-cias, de Un buen número de esculturas de belenes que hoy en día no han sido plenamente identificados y que pueden conservarse en colecciones privadas.

Una faceta más allá de la representación del niño Jesús es la de aquellos destinados a generar un sentimiento de culpabilidad mediante la imagen del niño cargando con la cruz. Ejemplo extremo es el que hasta hace poco se había venido atribuyendo a Alonso Cano y que recientemente se ha identificado con La Roldana. Realizado en los últimos años del siglo para la cofradía de San Fermín de los Navarros de Madrid, representa a un niño sufriendo terrible-mente con la cruz a cuestas, al que de hecho se le conoce como el Niño Jesús del Dolor (fig. 11).

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TEMA 7 Castilla: Valladolid y Madrid Antonio Perla de las Parras

1. Valladolid.

1.1. Francisco del Rincón (c 1567-Valladolid, 1608).

1.2. Gregorio Fernández (Sarria, 1576-Valladolid, 1639).

1.3. Bernardo del Rincón (1621-1660).

2. Madrid.

2.1. Manuel Pereira (Oporto, 1588-Madrid, 1683).

Gregorio Fernández. La Piedad

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1. Valladolid

Valladolid es, sin lugar a duda, el centro motor que mueve las principales producciones de escultura lignaria en Castilla durante todo el siglo XVII, y del que irradian gran parte de los modelos iconográficos que han de repetirse durante todo el barroco. El hecho de que se convirtiera nuevamente en la capital del reino, aunque fuera durante un corto período de tiempo (entre 1601 y 1606), le supuso un importante acicate para la producción artística, pues la afluencia de los personajes que acompañaban a la corte, va a generar un movimiento de generación de riqueza y demanda artística y devocional que, no va a desaparecer ni se va a ver colapsado con el regreso a Madrid de la Corte, sino que va a perdurar durante bastante tiempo después, prácticamente durante todo el siglo. La presencia de personajes de la talla de Gregorio Fernández va a ser clave en este proceso, al convertirse en un prolífico escultor admirado por esa corte -sobre todo por Felipe III y su valido el duque de Lerma- y mantener su taller en la ciudad del Pisuerga en lugar de trasladarse a la del Manzanares.

Puede hablarse, en líneas generales, de diferencias en lo que respecta a los conjuntos penitenciales y la manera en que se dramatizan en Andalucía y en Castilla, pero si nos referimos a las imágenes devocionales, establecer distancias resulta más complejo.

1.1. Francisco del Rincón (c 1567-Valladolid, 1608)

La fuerza y trascendencia de la representación teatral de los acontecimientos relacionados con la Pasión es algo que, aunque cobre su más pleno significado en la imaginería vallisoletana barroca, hemos de entender como la evolución de un proceso anterior; pues los pasos con figuras talladas en madera no son sino la dignificación de aquellos que en cartón piedra (papel, cartón y cola) venían realizándose y que año tras año se veían sometidos a reparaciones ante lo perecedero del material. Así el encargo, en 1604, por parte de la Cofradía de la Sagrada Pasión de Valladolid del paso de la Elevación de la Cruz a un escultor como Francisco del Rincón, para que lo ejecutara con figuras de madera policromada en lugar del cartón piedra hasta entonces al uso, supuso un cambio fundamental, pues ello conllevaba una apreciación del hecho radicalmente diferente, desde el momento en que los anteriores pasos eran considerados como trabajo de segundo orden y ahora se colocaban verdaderas tallas de escultores reconocidos sobre ellos (figs. 1 y 2). Esta es la auténtica transformación, porque, en realidad, la teatralización y dramatización de sus escenografías no debió cambiar sustancialmente en lo que a su sentido sé refiere. Si que es cierto que mientras que en los primeros primaba la representación en sí, es decir la enseñanza de los hechos, ahora va a producirse otra transformación, al buscarse los sentidos devocionales a través de la dramatización de los sentimientos. Pero de todos estos cambios no nos quedan constancia física alguna, pues los nuevos pasos iban a sustituir aquellos pasos de cartón piedra de manera sistemática, hasta hacerlos desaparecer por completo.

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De Francisco del Rincón conocemos pocos datos, pero su trascendencia ha sido ensalzada por el hecho de considerársele introductor de la concepción barroca en las representaciones de los grandes pasos vallisoletanos, elemento clave, por lo tanto, en esa nueva forma de mirar y representar. Por otra parte, aunque no hay un común acuerdo relativo a su papel directo sobre

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la formación de Gregorio Fernández y sobre si estuvo implicado en la misma de manera directa o no, lo cierto es que el pintor Diego Valentín Díaz afirmaba que sí, y no hemos de olvidar que fue amigo personal de Fernández además de pintor policromador de algunas de sus esculturas (como la Sagrada Familia de la iglesia de San Lorenzo (1620) o el San Pedro en Cátedra del convento franciscano de Scala Coeli o el Abrojo (1630) en Laguna de Duero y hoy en el Museo Nacional Colegio de San Gregorio.

El encargo del paso de La Elevación de la Cruz supuso, por lo dicho, una verdadera transformación en el mundo de los pasos devocionales y de la escultura policromada por extensión, no solo por lo que se refiere al cambio de los materiales, al carácter de durabilidad y a la consideración que suponía la incorporación de un escultor de reconocimiento general como artífice, sino también en lo que respecta a la concepción de realidad dramatizada que va a afectar a toda la escultura del siglo XVII.

En el siglo XVIII, el auge procesional que se había desarrollado en Valladolid se perdió, las procesiones dejaron de sacar a la calle los grandes pasos y éstos fueron desmembrándose, repartiendo las imágenes por diferentes lugares. Hasta que en 1920 volvió a recuperarse el sentido barroco de las procesiones y volvieron a sacarse a la calle las escenografías de los pasos. En este proceso es lógico imaginar que la reconstrucción de los mismos no ha sido tarea fácil, pues ha sido necesario recuperar las fuentes para conocer las disposiciones originales de los personajes que los poblaron, además de saber exactamente cuales fueron estos personajes. De ahí que, en ocasiones, se cometieran inexactitudes que, con el tiempo y la aparición de nuevas fuentes documentales, han ido transformándolos, por lo que una buena parte de los pasos han sido en los últimos tiempos reestructurados. Uno de los documentos más interesantes son las instrucciones para el montaje, pues como cada vez que se procesionaban se montaban y desmontaban, se hizo necesario dejar anotado como iban exactamente armados, sobre todo, dejar reseñado dónde llevaban los anclajes.

Con el caso del paso realizado por Rincón, sucedió algo así. En primer lugar, en base a una serie de documentos sobre pagos, no muy precisos, realizados por la cofradía de la Sagrada Pasión de Cristo al escultor, que publicara en 1901 Martí y Monsó (Martí y Monsó, J., 1898-1901), Agapito y Revilla (historiador, arquitecto y director del Museo de Escultura de Valladolid, entre 1923 y 1931, además de presidente de la Comisión provincial de Monumen-tos), identificó las figuras que formaron el paso, reconociendo los cinco sayones, los dos ladrones y el Cristo en el momento de ser elevado en la cruz (Agapito y Revilla, J.: 1925. pp. 47-48). Para ello se sirvió de las instrucciones de 1661 para el montaje del paso. La propuesta de recomposición de la escena que realizó, es con la que se ha conocido hasta mediados de los años noventa del pasado siglo (ver figura 2), cuando se identificó la figura del cristo que tallara Rincón y que no se correspondía con la empleada por Agapito Revilla. En efecto, el Cristo crucificado había sido reconvertido en la del buen ladrón en otro conjunto de la Crucifixión del convento de San Quirce de Valladolid.

Las directrices marcadas por Trento quedan patentes en el simple hecho de la representación, pues hasta entonces podemos decir que para la iconografía de la Pasión la escena ahora representada no había existido. Aunque, como siempre ocurre, existen ciertos precedentes tal y como Arias Martínez apuntaba. Concretamente hacía alusión a la Crucifixión que Tintoreto pintara para San Roque de Venecia en 1565, divulgada gracias al grabado que Agostino Carracci realizara en 1589 (Arias Martínez, M., 2000). Señalaba el

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mismo autor que "a comienzos de este siglo (XVII) y a lo largo de toda la centuria, las representaciones de la Elevación comienzan a ser más abundantes e incluso circulan fuentes impresas de gran difusión, como las del padre Nadal en su edición de Amberes de 1607, de la Historia de las imágenes evangélicas, que tendrá tanta influencia a la hora de fijar los hitos iconográficos adaptados al rigor contrarreformista. En el sentido plástico no podemos dejar de mencionar algunas escenas escultóricas de los Sacromontes italianos, donde se pueden rastrear grandes paralelismos, en esa extraordinaria relación de estos espacios con el concepto escénico de los grupos procesionales hispanos."

Se trata, por lo tanto, de un momento en el que la carga emocional alcanza uno de sus puntos álgidos, aspecto que no había sido recogido hasta entonces porque apenas aporta nada al discurso pedagógico, tan solo lo hace al dramático. De hecho, podemos decir que el paso entra de lleno en ese gusto, no solo por las grandes composiciones en volumen, sino por el de las escenografías complicadas, y en la presente queda en evidencia en el hecho de que la mayor parte de los personajes parezcan encontrarse en equilibrio por lo forzado de sus posturas.

Hemos apuntado ya, en más de una ocasión, el carácter dramático-teatral específico de los pasos vallisoletanos y por extensión de los castellanos, en los que el sentido de representación se refleja en los rostros y las posturas (muchas veces forzadas) de sus personajes. Véase si no, como ejemplo, el de los sayones (que es el nombre con el que se conocen a los personajes que en su papel de verdugos conducen a Cristo a la cruz). Mediante el lenguaje de los rostros y de las actitudes gesticulares se establece un discurso elaborado para que el público en general pueda acceder a él.

En el año 2000, coincidiendo con la remodelación y ampliación del entonces llamado Museo Nacional de Escultura (hoy Museo Nacional Colegio de San Gregorio), se acometió una basta campaña de restauración En dicha campaña, entre otros conjuntos, se acometió la restauración de los pasos procesionales del Museo y concretamente del de la Elevación de la Cruz, también llamado de la Exaltación de la Cruz. Fue un momento de gran trascendencia para la revalorización del trabajo de los escultores y policromadores, destacándose las cualidades de las tallas y recuperándose unas policromías que habían ido perdiendo su fuerza e impacto visual, no solo por el paso del tiempo y el deterioro que lleva parejo, sino también como producto de unas modas que habían intentado neutralizar la intensidad de los colores originales.

Del resto de la obra de Francisco del Rincón conocemos poco y de lo poco que conocemos es de destacar el modelo de Crucificado que labró para el paso de Cristo y Santa Gertrudis, conocido como el Cristo de los Carboneros un modelo que reprodujo después en el de las Batallas de la iglesia de la Magdalena de Valladolid, en el de las Descalzas Reales de la misma ciudad y un tercero que está en la colegiata de Santillana del Mar.

1.2. Gregorio Fernández (Sarria, 1576-Valladolid, 1639)

En Gregorio Fernández recae el peso del prestigio escultórico de Valladolid durante el siglo XVII. Su papel fue en todo momento el del maestro escultor, no teniendo constancia de actividad alguna como policromador o ensamblador. El elevado número de obras que

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conocemos salidas de su taller -que sabemos montado ya en 1605, cuando realiza las esculturas para el palacio real de Valladolid-, se justifica, entre otras causas, por la cantidad de escultores y policromadores que trabajaron ligados al mismo. Comenzando por Manuel del Rincón, de quien, parece ser, a la muerte del padre (Francisco del Rincón) se hace cargo como curador -aunque no todos los autores están de acuerdo con este supuesto-. Desde los inicios del siglo XVII se sabe de la actividad en el taller de un considerable elenco de colaboradores, empezando por su hermanastro y ayudante Juan Álvarez y siguiendo por Agustín Castaño, Pedro Jiménez, Pedro Zaldivar, Miguel de Elizalde (primer marido de Damiana, hija de Gregorio Fernández), de Juan Francisco de Iribarne (el tercer marido de Damiana) y de Francisco Fermín. También la nómina de los pintores que trabajaron en las tallas de Gregorio Fernández fue abultada, encabezada por Diego Valentín Díaz de quien ya hemos hablado en el capítulo quinto de la aportación a su obra, y de cómo le facilitó la consulta de su extensa biblioteca. Tomás de Prado, Gerónimo de Calabria, Miguel Guijelmo, Pedro Fuertes, Estancio Gutiérrez y Francisco Fermín fueron algunos de los pintores habituales, destacando, los hermanos Martínez; Francisco y sobre todo Marcelo, que se hizo cargo de la policromía de buen número de las tallas del maestro. Y sin dejar de lado otro de los asiduos: Diego de la Peña, quien policromaría el retablo del convento de san Francisco de Peñafiel, y el de la de la capilla de Nuestra Señora de la Soledad del convento de san Francisco de Valladolid (1627), incluida la talla de la Piedad que, por cierto, no era la talla de bulto redondo que hoy vemos procesionada, sino un altorrelieve al que en el pasado siglo XX se le complementó la parte posterior para este fin.

La relación con los Juni es de gran importancia en la obra de Fernández -él mismo reconocía su ascendencia-, y es además sobradamente conocida: compró la casa y estudio de Juan de Juni en Valladolid más unas casas contiguas de sus hijas en las que se instaló y organizó su taller.

Varios son los pasos procesionales que salieron de su taller, recogiendo los principios que formulara Rincón (entre el paso de la Elevación de la Cruz de Rincón y el primero realizado por Fernández, conocido como Tengo sed, transcurrieron ocho años). Pero no solo debemos atender a ésta influencia en lo que concierne a la dinámica organizativa y el lenguaje de los pasos, pues, como decimos, la aportación de Juni es un elemento importante a tener en cuenta. En efecto, hacia 1540, Juan de Juni recibe el encargo del obispo de Mondoñedo Fray Antonio de Guevara -cronista del emperador Carlos V- para que realice un Santo Entierro para el retablo de la desaparecida capilla funeraria que poseía en el también desaparecido convento de San Francisco de Valladolid. La arquitectura del retablo ha desaparecido, pero se conservan las figuras que conformaban la escena central y que actualmente se custodian en el Museo Nacional del Colegio de San Gregorio (fig. 3). Es cierto que su contemplación actual, desvinculada del retablo puede provocar una cierta imagen, cuando menos, parcialmente desvirtuada, pero no es menos cierto que las referencias teatrales como antecedente de la obra de Fernández son evidentes. Hay una obvia diferencia entre este conjunto y la obra del segun-do, pues mientras que en la de Juan de Juni existe una clara formulación para una visión frontal estática, en la de Gregorio Fernández la visión se planteará, forzosamente, en movimiento, pensada para ser vista desde todos los ángulos y como si a cada segundo la representación teatralizada congelara un instante de su discurrir, dejando la sensación de que en el siguiente instante la escena va a variar. Por otra parte, en la composición de Juni, la

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escena mantiene una estructura absolutamente simétrica, en la que cada personaje tiene su contrario que lo equilibra, mientras que en Fernández la asimetría permitirá no una, sino varias conversaciones paralelas, establecidas a través de los gestos y las miradas, que son las que le dotan precisamente de parte de ese movimiento o, mejor dicho, de esa sensación de movimiento (ver figura 8 de la pág. 170).

Tengo sed es el nombre del primer paso conocido de Gregorio Fernández. De la documentación que ha trascendido se deduce que se trata de la donación efectuada en 1612 a la cofradía de Jesús Nazareno por el gremio de pasamaneros.

La estructura de la composición respira clasicismo en su disposición piramidal

perfectamente equilibrada; las figuras sin embargo revelan esa tensión teatralizada en la que los sayones se convierten en personajes burlescos que a través de sus gesticulaciones y ademanes nos transmiten las claves para la lectura emocional del momento (fig. 5). Unas claves que se verán reforzadas cuan do a la composición primera, formada por el Crucificado y dos sayones, se le suman, cuatro años después, otros tres sayones. La escena logra entonces un mayor dramatismo al contraponer la escena del final del sufrimiento -cuando el soldado le humedece los labios con la hiel y el vinagre acercándole la esponja-, a la que se representa en primer término con los otros sayones jugándose las ropas a los dados; una escena que podría entenderse como ajena a la Pasión y que está pensado para crear un sentimiento de tensión emocional.

En 1614 realiza el paso del Camino del Calvario, en el que las pautas de representación aparecen consolidadas. No se trata ya de una ordenación geométrica, sino de un discurso narrativo, en el que los personajes son personajes reales, extraídos de la calle y vestidos según los modos del momento. En 1616 la Cofradía de Nuestra Señora de las Angustia le encarga el que es conocido como paso de la Sexta Angustia, cuya policromía, realizada en 1617, correrá a cargo del pintor Marcelo Martínez, fijando de forma concluyente los principios narrativos

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del realismo barroco castellano. La figura central de la Virgen con su hijo desmadejado, tendido en el suelo y del que tan solo sostiene la cabeza entre sus brazos, en una composición asimétrica, parece beber directamente del realismo barroco italiano a través de las Piedades de Aníbal Carracci.

Cuando en 1623 la cofradía de la Vera Cruz le encarga la realización de un paso con el tema del Descendimiento (ver fig. 3 de la página 165), Gregorio Fernández se compromete a realizar el paso "conforme la dicha traza y zeras que de dicho paso está hecho". Una alusión directa a los dibujos previos y a la existencia de un boceto realizado con figuras de cera. En los pasos, la representación escénica trasciende a los valores parciales de cada talla, de ahí que el tratamiento de las escenas, formadas por el conjunto de las figuras, suponga un ejercicio para el escultor de desarrollo del discurso narrativo, igual a como sucede en la pintura, pero con la complejidad añadida de que esa alocución puede ser contemplada desde todos y cada uno de sus ángulos. La exigencia de que la escena se ajuste con exactitud al relato, llevaba consigo la condición de que el conjunto fuera entregado "puesto plantado y asentado en su tablero cruces y escalera", es decir, montado totalmente, con todos sus anclajes.

En 1634 realiza un paso procesional para el convento de Carmelitas Descalzos de Ávila, con el tema de la Aparición de Cristo Flagelado a Santa Teresa de Jesús (ver fig. 7 de la página 168). Es importante destacar que no se representa a Cristo flagelado, como imagen de devoción, sino al hecho de la aparición a la Santa, lo que busca convertir esa visión en algo tangible, asegurando su veracidad.

Con el modelo del Cristo yacente (fig. 4), Gregorio Fernández introduce una nueva forma de representación, aislando el cuerpo de Cristo y mostrándolo ya muerto y preparado para su entierro, sin personajes que acompañen la escena; de tal forma que -como señala Bray-, nos hace partícipes de la escena, incorporándonos en ella con nuestra presencia (Bray, X., 2009, pp. 262-263).

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El cadáver de Cristo se convierte en una escena de realidad que trasciende la simple contemplación por parte del espectador para que éste forme parte del drama mediante el sentimiento de dolor que transmite el cuerpo yacente. El Cristo yacente, con el que Gregorio Fernández incorpora este modelo de representación dramatizada hasta tales extremos, fue un encargo realizado entre los años 1625 y 1630 (desconocemos por el momento la fecha exacta) para la Casa Profesa de los jesuitas en Madrid y actualmente se encuentra en el Museo Nacional de San Gregorio de Valladolid. En esa intención de dramatización suprema, recurre a artificios como la incorporación en las cuencas de ojos de vidrio policromados por el interior, la colocación de uñas realizadas con asta de toro, o el empleo de corteza de alcornoque con pintura roja para simular la sangre. El éxito del modelo queda patente en los encargos en los que se repite: para el convento de Santa Clara de Medina de Pomar, Burgos; la iglesia de San Miguel y San Julián de Valladolid; el que encargara el Duque de Lerma para la iglesia de San Pablo de Valladolid; el que Felipe IV regaló al Real monasterio de San Joaquín y Santa Ana, también de Valladolid; el del Con-vento de El Pardo, Madrid; el del convento de Monforte de Lemos, Lugo; y los de las catedrales de Segovia y Astorga.

1.3. Bernardo del Rincón (1621-1660)

Ya hemos hecho alusión a la dependencia de Bernardo del Rincón respecto a Gregorio

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Fernández y hemos contado cómo éste pudo haberse convertido en su curador, además de haber oficiado, junto a su mujer, como padrinos en su bautismo.

La mayor trascendencia de su creación se encuentra seguramente en el desarrollo iconográfico del tema del Cristo del Perdón, un nuevo modelo que se verá profusamente reproducido a lo largo de todo el barroco: Cristo después de la flagelación, arrodillado sobre la bola del mundo con los brazos extendidos (fig. 6). Se trata de una incorporación más al programa de la Pasión de Cristo que se va incrementando con un cada vez mayor número de escenas y momentos claves, hasta entonces no tratados, y que lo que buscan no es otra cosa que despertar de forma más eficaz los sentimientos de compasión y dolor de los espectadores. Así, el Cristo del Perdón, que podría no ser más que una representación de un Cristo preguntándole a su Padre en qué se ha equivocado, se convierte en la representación de un Cristo recién fustigado, con el cuerpo lleno de heridas, la piel amoratada por los golpes y la mirada interrogante, perdida en el infinito.

El documento de compromiso para la ejecución del Cristo del Perdón lo firmó Bernardo del Rincón en Valladolid el 15 de octubre de 1656. En el se comprometía a entregarlo en enero del año siguiente "para que se pinte", es decir, no se obligaba a entregarlo terminado para procesionario, sino a entregárselo al policromador, que no era otro que el pintor Diego Valentín Díaz y que, según la fórmula empleada, parece evidente que no dependía de él. De hecho, en otra parte del contrato se indicaba que "el dho santo cristo a de ser según el modelo que tengo echo y en la forma que a de ser más largo o menos de lo que va dho y si a de tener el mundo en la rodilla o en las manos a de ser a elección de diego balentín diez pintor vecino desta ciudad".

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2. Madrid

La que ha venido siendo llamada escuela Madrileña, es una consideración complicada de defender, pues no existen una pautas propias que marquen la obra de los artistas que en la Corte trabajan. La mayor o menor unidad en la concepción de los temas y su desarrollo, en las formas de llevarlos a cabo, en las actitudes y en las composiciones que pueden caracterizar en mayor o menor medida una zona de influencia, vienen fundamentalmente marcadas por el carácter de los encargantes, por lo que los clientes van solicitando y lo que van buscando con ello. De ahí que la reproducción de los modelos de representación (más allá de los aspectos meramente tangibles) se repitan y marquen escuela. Tenemos ejemplos de esto más que evidentes, cuando en los contratos para la ejecución de las obras se solicita que las figuras sean labradas por determinado escultor; es decir, que no sea simplemente obra salida de su taller. Tal es el caso del Cristo Crucificado llamado del Amor, que la cofradía de la parroquia del Salvador le encarga en 1618 a Juan de Mesa, cuando el contrato le exige la obligación de que fuera el Crucifijo "por mi persona sin que en ella pueda entrar oficial alguno".

A Madrid llegan diferentes personalidades del mundo de la escultura desde la periferia, formados en algunos casos en no una, sino varias escuelas, como es el caso de Luisa Roldan que ha pasado desde Sevilla, por Cádiz y finalmente por Madrid. O el de Manuel Pereira, originario de Oporto. Pero el resultado de la presumible fusión de estilos es más que discutible, pues si en algunos -como es el caso de Pereira-, podría hablarse de un estilo en el que subyace una forma más dulce de entender la Pasión, amalgamada con la sobriedad y las formas que comienzan a despuntar en la escuela castellana; en el caso de La Roldana difícilmente podemos referirnos a un elemento de fusión de un estilo que ya trae, además, determinado y asentado desde su larga experiencia en el taller de su padre y en tierras andaluzas. Así pues, hemos de pensar que cuando a ésta se le reclama la ejecución de determinados conjuntos, lo que se le está solicitando es una forma de hacer por la que ya ha sido reconocida, toda vez que eso le lleve a una ligera transformación o evolución lógica.

Los escultores que acceden a Madrid a lo largo del siglo XVII, lo hacen de forma más o menos esporádica, casi todos trabajan en la corte durante un tiempo y luego se marchan; no así, precisamente, La Roldana y José de Mora, que son nombrados escultores de cámara.

2.1. Manuel Pereira (Oporto, 1588-Madrid, 1683)

El escultor de origen portugués Manuel Pereira, es considerado el introductor de la iconografía del Cristo del Perdón, al realiza una talla, policromada por Francisco Camilo, para el convento dominico del Rosario, en Madrid. Pereira llevaba al menos desde 1624 trabajando en el ámbito de Madrid (primero en Alcalá de Henares, pero hasta 1625 no se establece en la corte). Del Cristo del Perdón de Pereira escribió Palomino: "cosa portentosa, a que ayudó mucho la Encarnación de mano de Camilo: qué dándose la mano estas dos facultades, suben mucho de punto la perfección". La escultura del convento del Rosario se perdió en 1936, en el incendio del convento de la calle de Conde de Peñalver al que había sido trasladado desde el del Rosario. Considerado una réplica de ese primer Cristo del Perdón, se conserva el que se custodiaba en el oratorio del palacio de Comillas, en Cantabria.

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Este Cristo del Perdón de Pereira, con los brazos extendidos sobre la bola del mundo en la que se les representa a Adán y Eva, fue también replicado, ya en el siglo XVIII por Salvador Carmona en al menos tres versiones, haciendo él mismo alarde de la similitud con el del portugués, aunque en una clave más sangrienta, que el primero evitó en su obra (fig. 7).

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TEMA 8 La naturaleza muerta en el siglo XVII Victoria Soto Caba

1. Introducción.

2. Caravaggio, un punto de partida.

3. Mercados, despensas y cocinas.

4. Toledo y Sevilla, los inicios del bodegonismo en España.

5. Juan van der Hamen y el bodegón cortesano.

6. Natura solo magister.

7. Hermosas primaveras: ramos y arreglos florales.

8. Otros "lugares" para la naturaleza muerta: sentidos y alegorías.

9. Metáforas fatídicas, las vanitas.

Autor:Willem Claesz Heda Fecha:1657

Museo:Museo del Prado

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1. Introducción

Un bodegón sencillo que reúne, entre sus escasos objetos, un vaso de agua, una chocolatera y tres ajos, realizado por Jean Simeón Chardin (fig. 1), puede ejemplificar la progresiva ascensión que un género menor, como el de la naturaleza muerta, llegó a adquirir a mediados del siglo XVIII. Denis Diderot, en uno de sus Salones (1765), alabó la incomparable maestría del pintor al conseguir con pulcritud y modestia una composición que ensalzaba la transparencia del agua dentro del cristal y el brillante barniz del barro, una naturaleza inmóvil, inanimada, pero una naturaleza viviente, por la que circula el aire alrededor de los objetos. Para Diderot la imitación de la naturaleza era el dominio de la ciencia del color y la armonía, y en los bodegones, la magia que le provocaba la admiración radicaba en la elocuencia de esas composiciones mudas o silenciosas. Con sus comentarios el filósofo cuestionaba la jerarquía de las artes establecida por teóricos y académicos franceses, desde el siglo XVII, según la cual la pintura se dividía en géneros, en función de los asuntos que trataba, siendo la representación de objetos cotidianos, inanimados, los que conformaban el género de menor rango, por su trivialidad, mientras que la pintura de historia, con sus mensajes bíblicos o mitológicos, dignos y sublimes, se situaba en la cúspide de la escala del tradicional aprecio estético. Para el filósofo ilustrado las naturalezas muertas, el género de la "nature morte" -término que se impone desde Francia a mediados del siglo XVIII-, tratada por ciertos pin-celes, como los de Chardin, eran imágenes de la naturaleza sinceras y veraces que dignificaban el género menor, preconizando que las alas del tiempo sacudirían su reputación.

Y así fue: una de las páginas más apasionadas sobre esos cuadros de "cosas sin interés" fue

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escrita, en opinión de Eugenio Battisti, por los hermanos Goncourt un siglo después (Zeri, 1989), al igual que lo haría Marcel Proust al calificar sus bodegones de "maravillosas obras".

La veracidad que mencionaba Diderot no es más que la expresión del momento para calificar la reproducción estrictamente realista de un cuadro. Se trata del concepto de real o de realidad, que durante la época moderna, fue equivalente y sinónimo del término "naturaleza". En el mundo antiguo los artistas seleccionaron lo mejor de la naturaleza, según los parámetros del canon, orden, simetría y ritmo, para conseguir lo que se denominaba "mimesis", una operación selectiva que daría lugar, en el transcurso de los siglos a un lenguaje clasicista, y con el tiempo academicista. La realidad se quedó en otras pautas desde finales del siglo XVI: una selección de crudas o veraces representaciones y acciones de la realidad/naturaleza circundante, pero nunca se le llamó realismo sino naturalismo.

Las representaciones de bodegones -término afín a la escuela española, que se utiliza ya desde el siglo XVI y también se generaliza desde el siglo XVIII-y la reproducción veraz de los objetos sigue los cauces del desarrollo del naturalismo barroco en la plástica pictórica, pese a la mala reputación o, mejor dicho, a la consideración de género menor, pues el tema o motivo además de estar desprovisto de dignidad, aparentemente no relataba nada. El bodegón era ante todo una excusa excelente para el ensayo y la práctica de la pintura: aprender del natural, a partir de la copia de objetos sencillos, que el pintor podía colocar y disponer a su gusto; una práctica que se convirtió en una herramienta pedagógica muy útil, y que, por ello, condujo a la descalificación del bodegón como algo fácil de aprender y carente de sentido (Chong, 2009).

Numerosos han sido los apelativos que se han utilizado desde el siglo XVII para calificar los objetos que poblaron las naturalezas muertas: cosas en reposo, objetos inmóviles, inanimados, inertes... Nature morte tiene, pues, sentido, ya que entre los motivos más utilizados están las flores cortadas, sin vida, de jarrones y floreros, o bien los animales cazados, muertos, como las aves, carnes y pescados de despensas y cocinas. Esa quietud de las cosas inertes es al fin y al cabo la que permitió al artista, desde antiguo, la paciencia y la pericia de la exactitud y la veracidad, pero también el ardid, el engaño, configurando mitos retóricos como el de la Uvas del pintor Zeuxis, capaz de engañar a los pájaros, una leyenda recogida por Plinio el Viejo en su Historia Natural, a la que la tradición antigua añade otra, la del engaño sufrido por el propio Zeuxis, quien intentó apartar una cortina para ver el cuadro del pintor Parrasio y comprobó que era el propio cortinaje lo que estaba pintado. Era una trampa urdida por el pintor de Éfeso, un fraude pictórico que terminaría denominándose trompe d'oeil y, en castellano, trampantojo, la técnica de hacer una trampa al ojo. Se trata de un ilusionismo practicado en la pintura mural grecorromana, que tuvo una fortuna desmedida en ciertas artes aplicadas durante el Renacimiento, como la marquetería, y que fue retomada por los pintores holandeses y franceses durante el siglo XVI para seguir desarrollándose en las naturalezas muertas del Barroco. Plinio sigue siendo la referencia primitiva para el bode-gón al referirse además al pintor griego Piraikos, quien pintó barberías y otras "cosas humildes", como tiendas, comidas y otras pinturas que causaban gran deleite y le hicieron alcanzar la gloria.

Los orígenes de las naturalezas muertas en la edad moderna se enmarañan con el desarrollo de un tipo de decoración mural que, procedente de Italia, cubrió los interiores de las estancias palaciegas de gran parte de Europa. El descubrimiento de los frescos de la Domus Áurea de

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Nerón en Roma impuso una nueva forma de atender la decoración de muros interiores y logias a base de elementos vegetales y animales, conocida como grutescos, una tipología figurativa que no sólo afectó a las Loggie del Palacio Vaticano y otros palacios romanos, sino también a toda residencia principesca, de tal forma que llegó a decorar algunas estancias de la Alhambra de Granada o el Palacio Arzobispal de Sevilla. La historiografía tradicional italiana llegó a considerar durante tiempo que los cuadros de flores y frutos no se habían creado en Flandes, sino en Italia durante la primera mitad del siglo XVI, cuando Giovanne da Udine, un discípulo de Rafael, aísla las flores y los frutos de la decoración de grutescos, del que era un consumado especialista, organizando estas naturalezas vegetales en festones y gruesas guirnaldas; pero Udine nunca llego a dar el paso a la naturaleza muerta.

Desde finales de la Edad Media las representaciones de objetos en reposo se convirtieron en elementos accesorios que acompañaban a las tablas o murales de asuntos religiosos. Hasta finales del Renacimiento numerosos pedazos o fragmentos de pintura pueden ser considerados antecedentes de las naturalezas muertas. Un jarrón con azucenas o lirios estaba en relación con la representación de la Virgen en el momento de la Anunciación; un libro abierto con una vela que iluminaba la lectura fue habitual en la imaginería de algunos santos, como la de San Jerónimo; una mesa con un servicio de platos y copas era inevitable en la Santa Cena; complementos necesarios que aumentaron su presencia e importancia dado que facilitaban el entendimiento del argumento de la pintura. Es lógico, por tanto, que desde sus inicios la naturaleza muerta presente ya una simbología latente, casi siempre ligada a la Biblia. Esta relación se agudiza desde el siglo xv con la pintura al óleo y la obsesión por la meticulosidad de los primitivos flamencos, ya que se consigue un tratamiento preciosista en lo minucioso, una increíble apariencia realista en las superficies, en la textura de las telas, en la carnosidad de los frutos o en los brillos de los cuencos de barro, cerámica o metal -una buena muestra de estas cualidades se encuentra en el reverso del Retrato de un joven de Hans Memling (fig. 2): un florero aislado de un contexto narrativo-, pero también se consigue una

nueva dimensionalidad en el objeto, a través de la incidencia de la luz, iluminación que altera su aspecto y su color, provocando la temporalidad, la variabilidad, la casualidad..., la acción en suma, rasgos que irán incrementando el carácter transitorio de las cosas y que, a partir del siglo XVI, se reforzará con la erudi-ción humanística y hermética de la emblemática (Schneider, 1992).

De forma paralela hay que subrayar el reforzamiento espiritual que imprime la ideología contrarreformista en la plástica, por la cual la percepción de la naturaleza cobra una nueva dimensión, pues Dios está presente en todas las cosas, incluidas las más sencillas y humildes. Se empieza a practicar, entonces, el bodegón y el paisaje, pero esta reconsideración hacia nuevos temas coincidió también en el ámbito geográfico de los países protestantes,

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donde la Reforma al prohibir cualquier imagen religiosa y argumentar la necesidad de volver al primitivo cristianismo, favoreció tan solo cierta iconografía correspondiente al Antiguo Testamento, mientras que impulsó el desarrollo de las escenas de género, como el retrato, el paisaje, las representaciones costumbristas y los bodegones.

La ausencia de un contenido narrativo en la naturaleza muerta ha inquietado a los historiadores y estudiosos del tema, provocando un sinfín de interpretaciones que han detectado complejas alegorías y sentidos ocultos, la mayoría de las veces sobredimensionados. Para el historiador Juan Ramón Triado "la lectura simbólica del bodegón es muchas veces evidente" y de las muchas lecturas que se han dado "poco o nada pensaron los pintores que cultivaron este género"; es más, argumenta que "la inmediatez del mensaje fue la norma, y si derivó hacia otras lecturas, fue debido en parte a los patronos que en una actitud posmanierista y culta quisieron plasmar discursos morales, más por esnobismo que por creencias o doctrinas" (AA.VV., 2000), una postura historiográfica radicalmente opuesta a la de otros historiadores, como la que en su día enunció Julián Gallego o la que, en la actualidad, defiende Víctor L. Stoichita. Al margen de esta polémica, hay que contar con otros enfoques, como el de Norbert Schneider, para quien las naturalezas muertas no sólo son elementos compositivos alusivos a la moral o al dogma, es decir, representaciones simbólicas, sino documentos de enorme valor para la historia de la cultura y de las mentalidades, reflejo de las transformaciones científicas, los cambios económicos, las costumbres o las ambiciones culturales. Por otro lado, hay que ver en los orígenes del género un factor de estimulación para la libertad y fantasía del pintor. Eugenio Battisti argumentaba que el "no valor" atribuido históricamente a la naturaleza muerta, "ese mundo privado de valores intranscendentes", obligó al artista a que la práctica fuera humilde y se fijara en lo obvio, lo mínimo y lo banal, pero explica el historiador italiano que el resultado fue una feliz paradoja al convertir al pintor en un artista extraordinariamente libre, en un contexto en que la producción plástica estaba condicionada por una férrea función de propaganda religiosa o civil. Insiste en que el bodegón no acepta el desprecio por la cultura material y consigue recuperar la dignidad extrínseca de los objetos, al margen de sus funciones morales, alegóricas o litúrgicas (Zeri, 1989).

Ya hemos comentado que los orígenes del bodegón o de la naturaleza muerta pueden remontarse al mundo antiguo, pero en lo que se refiere a un punto de partida para su posterior desarrollo resulta difícil establecerlo, tanto temporal como geográficamente. Y es que no hay una concreción en Europa, ni lugar ni momento exacto, sino una serie de factores que, por vías distintas, se cruzan en una eclosión pictórica que coincide en la última década del siglo xvi, en diferentes lugares y de manera acompasada (Aterido, 2002).

El punto de arranque, el principio del desarrollo de la naturaleza muerta como género, como composición autónoma e independiente, se explica en tanto en cuanto la revolución económica de comienzos de la edad moderna viene acompañada, especialmente en los Países Bajos, de una transformación agrícola e industrial que genera nuevos productos. Nuevos cultivos y nuevos frutos, nuevas manufacturas que, sin pudor y con generosa precisión, reflejarán los pintores desde la segunda mitad del siglo XVI: verduras y hortalizas, frutos y flores, así como materiales para los más diversos utensilios, cerámicas, metales, vidrios, y además telas y toda clase de objetos, instrumentos musicales, científicos etc. No es de extrañar que ante el incremento de tantas y variadas cosas inanimadas, la naturaleza muerta sea un conjunto de representaciones vulnerables de agruparse o de clasificarse en tipologías,

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grupos o subgéneros: despensas y cocinas, escenas venatorias, representaciones de los cinco sentidos y otras alegorías, flores o floreros, mesas servidas con los más variados alimentos y objetos de cocina, libros, instrumentos, vanitas etc. (Schneider, 1992).

2. Caravaggio, un punto de partida

No obstante, conviene no olvidar un punto de partida, fundamental para la historiografía al uso, que sitúa los inicios del bodegón en el cuadro que Caravaggio pintó hacia 1596, la Cesta de Frutas (fig. 3), muy similar a la que sostiene un muchacho en otras composiciones (el Muchacho con cesto de fruta, Galería Borghese, Roma, o el enfermizo Baco, Galería Uffizi, Florencia) de su primera época. En una suerte de trasvase, con este bodegón autónomo parece liberar al muchacho de su festín e inaugurar el género de la naturaleza muerta en Italia, un motivo que, por otra parte, insistió en reiterar como complemento o accesorio en la mayoría de sus grandes composiciones.

Pese a que los modelos que usó para la cesta proceden de la pintura del norte de Europa, los resultados conseguidos son totalmente distintos a los flamencos de la época; en palabras de un antiguo especialista en el pintor "representa las uvas, manzanas, higos, etcétera en todo su esplendor sensual, con superficies relucientes y sólida corporeidad. Cada fruta va acompañada de ramas y hojas de su misma especie, y, en un alarde de destreza, el artista ha añadido diminutas gotitas de agua aquí y allá. A pesar de ello, su concepción de la naturaleza descarta toda idea de belleza inmaculada e integridad ideal; antes bien conserva -y hasta podría decirse que acentúa- sus imperfecciones, como las picaduras en las manzanas

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y la hoja de parra enferma y arrollada de la derecha" (Friedlaender, 1982). En esta observación interesa destacar varios aspectos que se verán más adelante en el género de las naturalezas muertas: el conocimiento o, al menos, la coherencia botánica, acorde con el nuevo desarrollo científico y libresco del mundo de las plantas, la aplastante realidad del bodegón frente a cualquier concepción académica de la belleza ideal y, por último, la escenificación de un componente sensorial en el tratamiento plástico, producto posiblemente de su interés en la captación veraz del fruto. Hay además otro rasgo fundamental, íntimamente ligado al "drama artístico de lo real", el factor temporal, la incorporación de una "dinámica temporal en un medio espacial" que, en el caso de la fruta de la cesta, ha incidido en su madurez, pre-sentándose con picaduras, producto del tiempo y bien visible por la incidencia de la luz que aplica el pintor (Calvo Serraller, 2008). Esta idea de hacer visible la temporalidad es inherente a todo bodegón y en las cestas con frutas o en los jarrones florales acabarán incorporándose insectos, incluso pájaros u otros animales, para afianzar la referencia al proceso temporal, ya con picaduras, ya con magulladuras o flores ajadas con pétalos caídos, escondiendo un "disi-mulado" simbolismo (Schneider, 1992). Por otro lado, en la Cesta de frutas ya están resueltos dos recursos que emplearán los bodegonistas posteriores: el fondo liso e ininterrumpido que aplana el espacio de la escena y la colocación del cestillo, asomado al borde de la mesa y que arroja una sombra perceptible (Chong, 2009), en otras palabras, Caravaggio plantea una idea nueva, sin los recursos de su pintura figurativa, a la manera de un antiguo trompe-l'oeil (AA.VV., 2000).

El propio Caravaggio llegó a reconocer que "hacer una buena pieza de flores le costaba tanto trabajo como pintar figuras humanas", una declaración y una actitud casi "subversivas". Y es que para la época y en el ámbito romano, las realizaciones de flores, frutos y otros objetos eran una práctica común en talleres y obradores, asociada a una clara servidumbre entre artistas y aprendices, y que Michelangelo Merisi sufrió, cuando llegó a Roma con dieciséis años y entró a trabajar al servicio, entre otros, del pintor Giusepe Cesari Arpiño, para quien ejecutó bodegones y flores. Su destreza en ese tipo de pintura fue alabada por Bellori, no sólo por el tratamiento novedoso y refinado, sino porque llegó a tipificar la composición de media figura con bodegón, con flores o cesto de frutas, llenas de ingenio y excelencia hasta el punto de desbordar el nivel del arte popular y llamar la atención de los entendidos y los grandes señores (Friedlaender, 1982). Fue el primer protector del pintor, el coleccionista Francesco María del Monte, quien regalo la Cesta de frutas al cardenal Borromeo hacia 1600. El estilo y los modos provocadores de Caravaggio, especialmente con el tratamiento de la luz que le sirvió como método de descripción riguroso, serían ensalzados durante décadas, y viene al caso el comentario de Francisco Pacheco, el pintor y tratadista sevillano, suegro de Velázquez, quien en sus Diálogos de la Pintura (1633) destacó las novedades y excelencias de las composiciones del italiano, recreándolas como si fueran una naturaleza muerta: "En nuestros tiempos se levantó en Roma Michelangelo Caravaggio. .. con un nuevo plato, con tal modo y salsa guisado, con tanto sabor, apetito y gusto, que pienso que se ha llevado el de todos con tanta golosina y licencia...", una metáfora culinaria, bodegonista, que podría servir para explicar la aceptación generalizada de uno de los avances del primer naturalismo: el reconocimiento del arte de género como rama independiente y respetable de la pintura, al menos para cierta y selecta clientela, acostumbrada ya al nuevo gusto que introdujeron muchos pintores flamencos al llegar a Roma en los últimos años del siglo XVI y que demostraron una innata afición por las escenas populares, las tabernas, cocinas, mercados y

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otras composiciones con el bodegón como protagonista (Friedlaender, 1982) y que desembocará en el grupo de los "bamboccianti"; novedades que también llegaron a España en las colecciones de aristócratas y cortesanos procedentes de Flandes o Italia.

3. Mercados, despensas y cocinas

En efecto, fue en el ámbito flamenco, en la geografía de los Países Bajos, donde favorecidos por la tradición plástica y la revolución agrícola aparecen los primeros cuadros dedicados a la venta de productos hortícolas, a escenas de mercado, reflejo no sólo de la nueva riqueza que aporta la transformación de los cultivos, sino la opulencia que se deriva, y por consiguiente el consumo, sobre todo en la población urbana. Para Chong los bodegones flamencos de los siglos XVI y XVII celebran la abundancia de la naturaleza. Pieter Aertsen (1508-1575) y su sobrino Joachim Beuckelaer (1533-1574) cultivaron esta modalidad en la que la variada oferta de productos agrícolas invade la composición y sólo permite la incorporación de una figura, el vendedor, como en la Vendedora de fruta y verdura con un pato (Staatliche Kunstsammlunge, Kassel), de 1564 (fig. 4), y en algunos casos una pequeña escena en la lejanía, como referencia al trabajo de la tierra, o bien en un segundo plano asumiendo un sentido moral y religioso -"una inversión de las dimensiones valorativas", en palabras de Schneider-; un doble ámbito que resuelve muchas de las representaciones de Aertsen, tal y como se aprecia en el Puesto de carne (fig. 5), un ejemplo muy temprano y considerado por algunos autores como el primer bodegón. Esta obra rebosante de comestibles, de colores y texturas, con dos escenas en la lejanía que complican su lectura, probablemente en relación a la codicia y a la gula -una relación a la voluptas carnis- dirige su aparente mensaje a la concupiscencia de la carne, pero plantea el dilema de determinar si lo que Aertsen pretendía transmitir era una pluralidad de significados que, a lo largo de la siguiente

centuria, tendrá una gran fortuna en el desarrollo del bodegón, o sim-plemente reflejaba una matanza casera; ahora bien, es en el esquema compo-sitivo donde hay que incidir por su propuesta pionera. Como subraya Chong, los comestibles están colocados con esmero y

convincentemente iluminados, el colorido es rico y la

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factura vigorosa para casar bien con la crudeza y truculencia de las piezas de carne, las aves, pescados... pero todos en un primer plano, casi amenazante, "alarmantemente próximos, reales y agresivos" a punto de caer o invadir el espacio del espectador; algunas piezas penden de ganchos y pértigas. Schneider insiste en el carácter último de la demostración de la riqueza de la producción: ofrecer esos productos como mercancías -y no en vano se ha hablado del sentido de estos cuadros como reclamos propagandísticos (Schneider, 2000)-. Pero formal y compositivamente, Aertsen propone una serie de recursos que desarrollarán, a la postre, los pintores de bodegones desde finales del siglo XVI: aplanar el espacio pictórico, acercar lo más posible los objetos al plano superficial, mostrarlos a menudo colgados o en una posición inestable en el borde de una repisa o mesa (Chong, 2009).

La producción de Pieter Aertsen tuvo tal aceptación que sus obras acabaron en colecciones

de toda Europa, incluso en Sevilla, divulgándose sus fórmulas a través de grabados -especialmente del buril de Jacob Matham- que copiaron aprendices y pintores de generaciones posteriores. El tema del mercado lo prolonga Frans Snyders (1579-1657) a comienzos del siglo XVII, el artífice europeo más versátil en las diferentes modalidades de bodegones, inte-resado sobre todo por el carácter esencialmente decorativo de sus composiciones, siempre más elaboradas, con una copiosa opulencia y en las que integra varios personajes, como en el Puesto de frutas y verduras (fig. 6), un espejo del resultado del trabajo agrícola como fuente de nueva riqueza, cuadro que revela una manera de estudiar el tránsito hacia la independencia del bodegón como género pictórico: la presencia de cosas, para algunos historiadores no son signos sólo de mensajes y símbolos, sino de ideas económicas, sustitutivas de la realidad, de la nuevas condiciones de la vida, pues las cosas eran mercancías y tenían condiciones comerciales.

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En estas escenas mercantiles hubo cabida para todo tipo de productos, y así aparecen las

pescaderías y carnicerías, escenarios comunes también desde los últimos años del siglo XVI, y asuntos que van a ocupar los pinceles de artistas de toda índole y procedencia. En Italia se producen ejemplos tempranos, pues no olvidemos que había un interesante precedente en el foco veneciano, con la familia de los Bassano, pintores que repitieron hasta la saciedad unas composiciones religiosas donde reflejaban labores del campo y trabajos mecánicos, con unos primeros planos repletos de objetos, utensilios y animales, cuadros que exportaron a toda Europa.

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Había igualmente en Italia otro caldo de cultivo para la aparición de la naturaleza muerta, autónoma e independiente, en concreto en la ciudad de Cremona, como los Campi, una familia de artistas en la que destaca Vicenzo, especialista en escenas burlescas y en las que el bodegón tiene un papel de primera línea. El género llega a ocupar a pintores tan alejados de la realidad como Annibale Carracci (1560-1609), autor de un tema bien en boga, el del "carnicero en su puesto de venta", lienzo de enormes proporciones (fig. 7). Es difícil entender la consideración que el adalid del clasicismo romano tuvo ante estas escenas de género "cotidiano", pero el hecho es que las cultivó y para ellas usó un lenguaje absolutamente ajeno a sus depuradas composiciones académicas, basadas en el dibujo y en el frío colorido. Carracci se sirvió de un estilo abocetado, de pincelada gruesa y con una composición simple y de escaso sentido espacial.

De forma paralela, cultivarán ocasionalmente la naturaleza muerta muchos contemporáneos de Caravaggio y seguidores, en realidad pintores dedicados a temas religiosos y retratos, como Giovanni Ambrogio Figino (1553-1608), considerado igualmente uno de los iniciadores de la naturaleza muerta pura con un solo ejemplo, el Plato de melocotones y hojas de vid (Colección particular); la pintora Fede Galizia (1578-1630), otra figura sobre la que recae una labor pionera en el género por sus más de cuarenta bodegones atribuidos; Bartolomeo Passaroti (1529-1592), otro artista de la etapa manierista adepto a las tiendas y carnicerías, al igual que su coetáneo, el ya mencionado Vicenzo Campi (1536-1591) con un mayor repertorio de escenas de mercado, que junto a cocinas y despensas serán recogidas por Antonio Maria Vasallo entre 1640 y 1660, siguiendo modelos nórdicos, y reflejadas en algunos cuadros de Bernardo Strozzi, un caravaggista activo en Génova y Venecia. Hay que sumar los bulliciosos ambientes de tabernas, argumentos predilectos para los pintores holandeses afincados en Roma, los denominados "bamboccianti", que con Pieter van Laer (1599-1642) a la cabeza se especializaron en representaciones cotidianas de las clases bajas con tono humorístico y figuras un tanto grotescas.

Tras el mercado, los interiores mostrando cocinas se convierten en la mejor escenografía para ilustrar no ya la comercialización de la agricultura sino el reflejo de la economía doméstica, con las materias primas expuestas y con provocadores alimentos crudos o cocinados. Son "bodegones de cocina" que cultivó con gran éxito el mencionado Frans Snyders, entre otros (fig. 8), ofreciendo con un colorido denso y brillante un despliegue ostentoso que, para algunos estudiosos, conlleva una simbología, un mensaje asociado al placer carnal y, evidentemente, a la gula.

Sin embargo, en muchos casos este mensaje, como cualquier otra lectura simbólica, se ha cuestionado. Se ha insistido que la finalidad de la composición no es otra que ofrecer lo que el público pedía: una necesaria sensación de realidad, es decir, una imitación de la naturaleza que equivalía a lo que el cliente observa y anhela, lo visible. En este sentido, hay que entender la tesis de Ángel Aterido para el caso del bodegón español: surgido de un entorno con pretensiones espirituales, ligado a ciertas erudiciones, connotaciones que escaparon pronto de la gran mayoría del público y, en consecuencia, el género se vulgarizó, por así decirlo.

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La expresión alegórica o el mensaje simbólico lo hubo, sí, pero fue un vehículo exclusivo

para ciertas élites y en algunas modalidades de la naturaleza muerta, como el subgénero de las vanitas y como más tarde veremos (Aterido, 2002). El historiador Luna van más allá: "el bodegón español nació en ámbitos urbanos y fue reunido por conocedores más inclinados a estimarlo como un placer para los ojos y un elemento de decoración que a potenciar su análisis o tomarlo como un sujeto meditativo" (Luna, 2008). Y es que el público que encargaba y compraba estas obras, la mayoría de los coleccionistas, estaba interesado no sólo en su apariencia real, sino también en el valor ornamental de estos bodegones que, precisamente, presentaban un formato ad hoc para la decoración de las mansiones, especialmente para sobrepuertas, entrepaños o sobreventanas: y desde este punto de vista, enfocado a un mercado burgués, y aristocrático, debe señalarse la versatilidad del género, que gracias a la enorme variedad de temas y formatos permitió tanto la existencia del "cuadro a la medida del cliente", como el que los artistas se especializaran (AA.VV., 2000).

Señala Schneider que las representaciones de mercados y cocinas se contaminan y se confunden a menudo entre los pintores flamencos. Pero este contagio también lo podemos encontrar en otros ámbitos geográficos, como en el caso de la península y tal como demuestra, entre otros, el Bodegón de cocina presidido por un gato y el cocinero Donato Rufo, que bien parece un puesto de mercado, obra de Alonso de Escolar (fig. 9), un pintor activo en las dos primeras décadas del siglo XVII en Madrid, pero probablemente formado en Toledo. También en España esta variedad o tipología de bodegón, que procede originariamente de Flandes e Italia, tuvo un cierto éxito al ser del gusto de las clases acomodadas del reinado de Felipe III (Romero, 2009), no obstante una clientela burguesa muy menguada que explica que no se prodigara tanto la pintura de escenas cotidianas, bodegones de mercado, cocinas y figuras como en otras zonas geográficas de Europa. Para algunos autores estos puestos con exceso de productos cárnicos hacían alusión, como ya se ha dicho, a la gula, mientras que otros han señalado que, algunos bodegones con figuras, como el de Escolar, pueden proceder de un

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contexto literario, de un motivo extraído de la novela picaresca. Incluso algunos han visto en estos cuadros, como ya se ha indicado, una

intención propagandística, y que tendrían como función ser reclamo de un negocio determinado. Además de la carne, la volatería fue otro manjar del hombre del Barroco y en la misma línea que la composición anteriormente citada debe señalarse la conocida como La Gallinera de Alejandro de Loarte (fig. 10), otro pintor de las primeras

décadas de la centuria y ligado al foco toledano. Con anterioridad y en Sevilla, este bodegón "ambientado", con figuras, lo llevará a cabo Velázquez de forma magistral en la Vieja friendo huevos.

Con aves se relacionaron muchas cocinas y despensas, que incorporaron piezas que configuraron un tipo de bodegón de escena venatoria, tema que se afianza igualmente de

forma independiente desde el siglo XVI y que promoverán las composiciones de Frans Snyders y Jan Brueghel de Velours (1568-1625) -el hijo menor de Pieter Brueghel-, también conocido como el Viejo y del que más tarde nos ocuparemos. Estos bodegones con piezas cazadas, muy apropiados al estilo de vida de las clases sociales altas, la aristocracia y la realeza -dado que tenían el monopolio exclusivo de la caza- comportaban en ocasiones un carácter de trofeo de caza y un triunfo sobre la naturaleza. No obstante, se trata de manjares dispuestos para la comida que a lo largo del siglo XVII se irán retinando al introducir unos productos de consumo más suntuarios, como los que, entre otros artistas, introduce la pintora Clara Peeters (1594-1657), al

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decorar con flores las frutas y dulces y otros productos, pero en concreto los derivados del azúcar, para composiciones de mesas expuestas con confites, frutas almibaradas, licores y toda suerte de golosinas y postres. Conforman un tipo de bodegón exquisito que reitera un refrigerio dispuesto sobre una mesa, por lo general, bien servida y acorde a un hogar acomodado. Los pintores del ámbito nórdico se especializaron en estas comidas opíparas y golosas. Nuevamente se quiere ver en estas representaciones una simbología de índole moral, una evocación religiosa para contradecir la opulencia y el derroche.

4. Toledo y Sevilla, los inicios del bodegonismo en España El nacimiento de la naturaleza muerta en la España del Barroco fue a la par que en el resto

de Europa y se sitúa a finales del siglo XVI. El mundo artístico del quinientos estuvo caracterizado por el extraordinario intercambio de ofertas procedentes de todos los rincones de la monarquía de los Habsburgo: colecciones de virreyes que volvían a la península, regalos entre monarcas y mecenazgo regio favorecieron un gusto por las imágenes de animales y plantas -especialmente desde Felipe II- que acabaron cimentando el interés por la naturaleza muerta (Aterido, 2002). A lo largo del siglo XVII el género adquiere un amplio desarrollo, y conforma un capítulo determinante en la plástica, aunque como han señalado numerosos estudiosos esta consideración es actual, ya que, como argumentaron Vicente Carducho primero y Antonio Palomino después, el bodegón fue siempre una ocupación menor, un tema poco digno, y los artífices que se ocuparon de él sólo merecieron la estima de los teóricos cuando eran más conocidos por su producción religiosa.

Al igual que en Italia o en Flandes, en la península aparece el bodegón puro, como género independiente, en la última década del siglo XVI, aunque difícilmente pueden encontrarse cuadros que lo ejemplifiquen, tan sólo noticias de archivo en lo referente a uno de los primeros que formuló ciertos modelos, como Blas de Prado (hac. 1545-1599), artista activo en Toledo. Fue precisamente en la ciudad imperial y en su rico ambiente cultural donde se gestó una élite coleccionista que gustaba de novedades foráneas, interesada en los bodegones flamencos e italianos, y cuya demanda impulsó a los pintores toledanos a realizar estos nuevos temas. La figura más relevante en cuanto a mecenazgo fue uno de los arzobispos de la ciudad, el cardenal Bernardo de Sandoval y Rojas (1546-1618), y tío del duque de Lerma, un interesado en la botánica y la jardinería, además de uno de los mayores coleccionistas de pin-turas contemporáneas italianas y de pintura flamenca de género, paisajes y bodegones.

La singularidad es uno de los rasgos que se aplica al bodegón hispano del primer naturalismo, especialmente al que surge en este foco toledano, caracterizado por una composición y una estética sencilla y elemental que, presentando una serie de productos alineados sobre una ventana o alfeizar, ejercerá una enorme influencia a lo largo de la primera mitad de la centuria.

El creador de este prototipo fue Juan Sánchez Cotán (1564-1627), un pintor formado en el taller de Blas de Prado, y vinculado a Toledo hasta 1603, año en que profesa como cartujo y se instala en Granada. Fue un pintor dedicado esencialmente a temas religiosos, sin embargo sus naturalezas muertas son las que le han encumbrado. Son bodegones muy humildes, de frutas y hortalizas, alguna pieza de pluma y caza, víveres que se disponen en una composición geométrica y con un punto de vista alto. La humildad y la parquedad de los productos revelan

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una escasez de víveres que chocan con la riqueza variada y festiva de los modelos flamencos y franceses, y que se ha visto tanto como un reflejo de la crisis social y económica que afectaba a la península desde 1600, como una propuesta ascética, inspirada en el pensamiento místico que giraba alrededor de Santa Teresa o San Juan de la Cruz, santos cercanos al pueblo, que vieron en la vida sencilla la vía de la santidad en contraposición al lujo y el despilfarro de las cortes.

Entre las obras de Sánchez Cotán destacan Brígida del Río, la barbuda de Peñaranda (Museo del Prado) y diversas composiciones religiosas que, como las realizadas por otro coetáneo de la ciudad imperial, Luís de Velasco, incluyen elementos inanimados tratados con gran realismo, en unos momentos en que se abandona el soporte lígneo y se generaliza el uso de las telas. Esto permitió una mayor precisión en todos los aspectos técnicos y especialmente en la serie de bodegones que, de 1593 a 1603, realiza de forma límpida y austera, siguiendo un mismo esquema: frutas o hortalizas reposando en un nicho de piedra, en un alféizar, o bien una fresquera, una especie de pequeño almacén de cocina, al que añadía una serie de aves y varios productos suspendidos con cuerdas.

Ejemplos como el Bodegón con membrillo, repolló, melón y pepino (fig. 11), de hacia 1602, es un claro exponente del precoz bodegón hispano, convertido en un paradigma del modelo español, tan alejado del recargamiento de la escuela flamenca. En palabras de algunos autores traduce una realidad casi congelada, de enorme severidad, con unos parcos elementos que, bajo una luz fría, comparten un espacio sobre la oscuridad absoluta del fondo.

Sánchez Cotán demuestra en todos sus bodegones, al igual que el otro cuadro que se reproduce, Bodegón de caza, hortalizas y fruta, de 1602 (fig. 12), una minuciosidad

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descriptiva al detalle, de una extraordinaria calidad para la época, diferenciando las calidades de las piezas, las hojas de los cardos, la piel de la fruta, la rugosidad de las zanahorias y rábanos, o el aterciopelado plumaje de las aves, con un dibujo preciso, que se recorta sobre el negro fondo, y una técnica de modelado denso y de brillante colorido, cromatismo que se acentúa con la iluminación fuerte y dirigida hacia los elementos colocados, ordenados y colgados con armoniosa simplicidad: animales y productos sobreexpuestos a la luz. Refuerza la perspectiva con algunas de las hortalizas, al hacerlas sobresalir del pretil. La fuerza de la luz sobre la caza y las hortalizas, los dignifica y los transciende de una apariencia real a una glorificación del alimento de los humildes, en presentación "festiva" y con una puesta en escena que roza lo sobrenatural.

De ahí, que en sus composiciones se haya insistido siempre en el mensaje teológico. Ángel Aterido ha estudiado cómo Cotán manipula la luz a conveniencia en todos sus bodegones, ya que cada elemento tiene su propia iluminación autónoma, pudiéndose aislar unos de otros en unidades perfectamente coherentes, un tratamiento que puede explicarse dentro del sistema de trabajo de la mayoría de los pintores del Siglo de Oro español, que conciben por separado los elementos, los copia del natural, pero los reproduce tantas veces como fuera necesario sin variaciones, de tal forma que se podían intercambiar para fabricar distintas composiciones, verosímiles y asequibles al público. En otras palabras, y como este estudioso señala, se trata de un mecanismo de puzzle, por el que se hacen convivir ordenadamente componentes con-cebidos por separado (Aterido, 2002).

La influencia de Sánchez Cotán se atisba claramente en los pintores coetáneos e inmediatamente posteriores del foco toledano. Felipe Ramírez, un pintor activo entre 1628 y 1631, es sin duda el que mejor recrea esa rígida ordenación geométrica y el carácter sobrio

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del bodegón, repite la mecánica y mimetiza la fórmula, sin embargo añade variables, juega con la combinación de vegetales y otros objetos, un jarrón con flores, como se comprueba en el Bodegón con cardo, francolín, uvas y lirios (fig. 13) y en otras ocasiones ya no utiliza la ventana o alféizar de Cotán, sino una simple repisa de piedra como en el Bodegón con cardo, escarola, naranja, melón y rábanos (colección particular).

Siguiendo con el ámbito toledano, Alonso de Escolar, documentado entre 1602 y 1616, y

Alejandro de Loarte, activo en la ciudad hasta su prematura muerte en 1626, y a los que ya nos hemos referido, cultivaron el bodegón, pero el tipo de bodegón mencionado que recrea un ambiente y en el que aparecen figuras; escenas que fueron del desagrado de Vicente Carducho, para quien "tantos cuadros de bodegones con bajos y vilísimos pensamientos, y otros de borrachos, otros de fulleros, tahúres y casos semejantes sin más ingenio ni más asunto que habérsele antojado al pintor retratar cuatro picaros descompuestos y dos mujercillas desaliñadas'" no hacía más que menguar el "mismo arte y la poca reputación del artífice". Sin embargo, la postura de Francisco Pacheco en el Arte de la Pintura (1649) parece más benévola cuando las composiciones representaban "figuras ridiculas con sujetos varios y feos para provocar a risa y todas esas cosas, hechas con valentía y buena manera", pues "entretienen y muestran ingenio en la disposición y la viveza..."; es probable que se refiriera al tipo de escena que aparece en el cuadro anónimo conocido como Bodegonero, de hacia 1630 (Rijksmuseum, Ámsterdam) o a una obra anterior, el Puesto de mercado (fig. 14), de un pintor de temas religiosos, poco conocido, Juan Esteban, activo entre 1597 y 1611, y un cuadro que deriva de modelos holandeses y lombardos. Aunque para el pintor y teórico, eran pintu ras distintas a los bodegones, sus comentarios positivos le sirvieron para enaltecer las composiciones que su yerno había ejecutado en su etapa sevillana. Por otro lado, se subraya

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muy certeramente la relación de estas escenas de género con la etimología, pues la definición que ofrece Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellano, o Española (1611) dice lo siguiente de la voz "bodegón": "El sótano o portal bajo, dentro del cual está la bodega, adonde el que no tiene quien le guise la comida la halla allí aderezada y juntamente la bebida, de manera que se dijo bodega. Algunos quieren se diga bodegón, cuasi budellón, el budello, que en italiano vale asaduras y tripas o corazonadas, que ordinariamente andan sucios y grasientos por lo que traen entre manos, y suelen ser gordos y flojones por la vida que tienen tan viciosa, a los cuales comparamos los hombres que parecen tener su talle...". Apenas un siglo después, el Diccionario de Autoridades seguía relacionando el "bodegón" con gentes de baja condición: "en la pintura se llama los lienzos en que están pintados trozos de carnes y de pescados, y de comidas de gente baja" y añadía otra acepción, la de "bodegón de puntapié": "aquellos bodegoncillos que están en las esquinas con algo de comer, pero de poca monta, y el bodegón todo sobre una mesa, díjose así porque todo él se podía echar a rodar con un puntapié".

Parece que la definición puede cuadrar tanto con el Bodegonero anónimo como con la

cocina de Donato Rufo, de Escolar. En esta última la incorporación de una figura, dentro de una composición que debería de calificarse de teatral, no afecta a la disposición del bodegón, pues no copia, pero tampoco altera la disposición implantada por Cotán: animales de caza como aves y una liebre cuelgan ordenadamente de una viga madera que constituye parte de una tienda, y que se completaba con una mesa en la que, a manera de mostrador, ordena igualmente algunos vegetales, un pan, un cuchillo, un tintero, una frasca y un copa de vino. Loarte, autor de varios bodegones de caza y fruta, los enriquece en la composición conocida como La Gallinera (colección particular), de 1626, de enorme originalidad y logros compositivos al contextualizar el bodegón dentro de un puesto callejero, probablemente de los

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que se instalaban en la plaza de Zocodover: dos figuras, la vendedora y el comprador, incorporan la acción, el dato dramático, a una composición abarrotada de elementos, más enriquecidos pero dispuestos en la misma forma que Escolar, y que no es otra que la que configuró Cotán en sus naturalezas muertas. Pese a las lecturas que se han ofrecido de esta escena, según una interpretación satírica, o bien de connotaciones sexuales, se trata no obstante de una variante del género cuyas raíces, como hemos visto, se encuentran en los modelos procedentes de Flandes e Italia.

En Sevilla se sitúa otro foco de primer orden y sus tempranas manifestaciones plantean filiaciones muy próximas al bodegón toledano. Pese a la crisis generalizada que se desata a partir de 1600 y que dará lugar a la decadencia social y económica que invadirá la península durante toda la centuria, la ciudad sigue siendo un centro activo de primer orden, con un importante movimiento laboral y una copiosa nómina de artesanos; con una sociedad muy heterogénea, entre la que menudean banqueros y comerciantes, procedentes de las ciudades más ricas de Italia y Holanda, tratantes de toda clase que se sirven del puerto sevillano que abre las puertas a América, y por donde salen numerosos cuadros y representaciones, obras de variada condición y calidad que se exportaban desde Amberes; y una sociedad que se complace con la realidad representada que ofrece la pintura de género y que produce el gran número de artistas flamencos afincados en la ciudad. A Diego Velázquez y Francisco de Zurbarán deben asignarse los primeros ejemplos de temas populares derivados de la vida cotidiana, quizá muy escasos, pero estas primeras naturalezas muertas, algunas independientes, presentan una extraordinaria calidad.

Francisco de Zurbarán (1598-1664) llenó sus composiciones religiosas de motivos de género y elementos bodegonistas, ensayados previamente y de forma aislada, en cuadros que configuran unas magistrales naturalezas muertas. Sus ejemplos de bodegones puros son excepcionales y presentan motivos que ya utilizó en composiciones religiosas de mayor empeño, pero como ya se ha referido en anteriores páginas la complejidad compositiva del Barroco, con elipses o diagonales, no fue su fuerte y recurrió a modelos ya establecidos y un tanto arcaizantes. Por ello, vuelve a repetir las composiciones directas y ordenadas de los objetos cotidianos sobre una repisa de piedra o mesa de madera, a los que moldea con una luz más cálida, pero igual de contrastada frente a la pantalla oscura del fondo, con lo que consigue un acentuado modelado de formas y volúmenes. El Bodegón con cacharros (Museo del Prado), de datación dudosa, entre los años treinta y sesenta (fig. 15), es una buena muestra de esta simplicidad compositiva, simple pero armoniosa y con una exhaustiva precisión realista, que delata las distintas texturas y calidades del barro y del metálico peltre. Aquí Zurbarán incluye objetos domésticos y cotidianos de las clases humildes, alcazarras para el agua, salvillas para las copas, un bernegal y un búcaro de Indias, modelo oriundo de México, de cerámica roja y cuya representación es frecuente en otros bodegones de la época (Antonio, 1995).

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Estas cualidades zurbaranescas son igual de explícitas en una obra fechada con anterioridad, el Bodegón con limones, cesta de naranjas y una rosa, de 1633 (fig. 16) en la que anuncia una disposición simétrica y lineal, con un tratamiento pormenorizado de gran virtuosismo. Es cierto que sus obras transmiten silencio y recogimiento, una devoción contenida, y que la colocación de los objetos, casi de una manera ritual, como han mencionado algunos autores, puede recordar a una disposición litúrgica (Gallego, 1996). En el caso del Agnus Dei (Museo del Prado) el pintor extremeño acomete lo que algunos denominaron bodegón a lo divino, o trascendente, por su cargado y claro mensaje simbólico. Se trata de un pequeño carnero, muy similar a la otra versión que se encuentra en el Museo de San Diego, un pequeño cordero sobre una repisa, cuyas patas atadas delatan su cercano sacrificio. En ambos casos representa el "cordero de Dios" citado en el Evangelio de San Juan. Es un estudio del natural, pero evidentemente se sirvió de él como complemento para otras composiciones religiosas, ya que la misma postura del cordero se encuentra en la Adoración de los Pastores de 1638 (Museo de Pintura y Escultura de Grenoble).

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Francisco Pacheco en su tratado Arte de la Pintura dejó clara su posición de aprecio al género, en tanto en cuanto su yerno, Diego Velázquez (1599-1660), lo había abordado en su etapa sevillana: "¿Los bodegones no se deben estimar? Claro está que sí, si son pintados como mi yerno los pinta alzándose con esta parte sin dexar lugar a otro, y merecen estimación grandísima". Reconoce que fue la vía por la cual "halló la verdadera imitación del natural". Sin embargo, Velázquez ha dado un gran paso en relación a las escenas de puestos de mercado, despensas y cocinas; para empezar no plasma la imagen de figuras "ridiculas" a las que se refería Pacheco, sino personajes tratados con una enorme dignidad, como un muchacho joven y una anciana -a quienes se ha identificado como una especie de criado, que le sirvió de modelo en otras composiciones del mismo rango en su etapa sevillana, y a quien fuera su suegra, la mujer del teórico-; por otro lado, si en los bodegones y bodegoneros vistos hasta ahora la carne y el pescado se muestran en toda su crudeza, en el sentido estricto del término, en la Vieja friendo huevos (1618, National Gallery of Scotland, Edimburgo) incorpora la acción, la de cocinar, y elimina la quietud de la bodega, el carácter inerte del bodegón (fig. 17). Siguiendo la lección caravaggista, de enormes contrastes de luz y sombra, un foco de luz exterior se dirige contra figuras y objetos, los personajes y los cacharros propios de cocina: dos jarras de loza vidriada blanca y verde, una escudilla, y dos objetos de cobre, un almirez y un caldero, a los que hay que añadir un pobre condimento de ajos y guindillas.

La luz es determinante en la captación de las texturas y consigue un sorprendente realismo para todo este menaje, mientras que el punto de vista alto permite contemplar la acción esencial de la escena: el momento en que la clara de dos huevos empieza a cuajarse en el

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aceite de una cazuela de barro que está sobre un anafe u hornillo. Consigue la captación de un instante, un logro que desarrollará a lo largo de su carrera para culminar en sus magistrales mitologías cortesanas, pero este instante ha inmovilizado a sus personajes y no ha conseguido eliminar por completo la quietud de una escena de bodegón. En este sentido, hay un cierto arcaísmo, una sensación paralizada que se relaciona con la obra de Loarte, La Gallinera, pues las miradas están perdidas y dirigidas hacia el exterior del cuadro, se cruzan pero no se relacionan. Y muchas de las interpretaciones que se han ofrecido de esa composición velazqueña han tenido que ver con estas figuras ausentes y ajenas. La primera de ellas fue la que vio en ella una reproducción de un pasaje de Guzmán de Alfarache (1599-1604), de Mateo Alemán, una coincidencia certera pero, como bien indica Ángel Aterido, pintura y literatura tocaron temas análogos, pues surgen en un mismo tiempo, pero no tiene que ser una ilustración de la otra. A este respecto ya insistió Pérez Sánchez que "la reflexión moral sobre la doliente realidad cotidiana que representa el Guzmán de Alfarache o el Marcos de Obregón es difícilmente trasladable a la pintura, y seguramente buena parte de los lectores de estas obras no tenían acceso a la pintura, a la que se pedía otro tipo de imágenes, bien distintas de la visión desolada y sarcástica que ofrecen las novelas" (Pérez Sánchez, 2010).

Si para Jonathan Brown esta obra no es más que el inicio de la dignificación del género por parte del pintor sevillano, -escena de bodegón que incorpora a otros asuntos como Cristo en casa de Marta y María o La mulata con la cena de Emaús-, Julián Gallego y, más tarde, Fernando Marías intuyeron y explicaron una representación alegórica de los sentidos: para el primero podía tratarse del gusto, mientras que para el segundo de la vista y el tacto. Mientras que el lienzo de la Vieja friendo huevos acabó siendo comprado por un comerciante flamenco afincado en Sevilla, Nicolás de Omezur, Cristo en casa de Marta y María fue adquirido por el duque de Alcalá. Nuevamente es este un bodegón con figuras, una escena de cocina que podría reflejar cualquier cocina sevillana de su tiempo, pero que no se salva de una lectura iconográfica y del calificativo de "bodegón a lo divino". Por una ventana se puede apreciar otra escena: Cristo hablando a las hermanas de Lázaro, un recurso pictórico calificado como "el cuadro dentro del cuadro" o "bodegón desdoblado", que ofrece una clave explicativa y que ha dado lugar a diversas interpretaciones, como la de ser una alegoría de las vidas activa y contemplativa -lectura que se da igualmente al cuadro que sobre el mismo tema realizó Pieter Aertsen (Kunsthistorisches Museum, Viena)-. Velázquez con la reproducción de dos ámbitos, uno terrenal y cotidiano, otro alegórico y bíblico, retoma una fórmula que había sido utilizada por los pintores flamencos desde mediados del siglo XVI, y que se ha considerado como una alteración del concepto del decoro. De La mulata existen dos versiones, una de ellas es el retrato de una sirvienta mulata ante una mesa que presenta un conjunto de piezas de barro y cobre (Institut of Art, Chicago), fechada en torno a los años de 1620 y 1622; en la otra versión la misma mulata aparece en la misma posición ante la mesa, pero el escenario de la cocina es más amplio y en el ángulo superior izquierdo se abre un ventanuco donde está representada La cena de Emaús (fig, 18) referencia bíblica que otorga un significado religioso al bodegón, y que se descubrió a raíz de efectuarse una limpieza en el lienzo en 1933.

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Un par de años antes a la Vieja friendo huevos, Velázquez acometió otros bodegones con

figuras, en unos momentos en que la influencia caravaggiesca en Sevilla y en el taller de Pacheco era primordial en los estudios del natural. El conocido como El almuerzo (hac. 1617) en el que tres hombres sentados a la mesa comen un plato de mejillones y beben vino, del Museo del Hermitage de San Petersburgo, es una obra que se entendió como la representación de las tres edades del hombre. En Los tres músicos (fig. 19) también recoge a tres personajes con instrumentos musicales, dos de ellos cantan y tocan, mientras que un tercero, el más joven, con un vaso de vino en la mano, ríe y se dirige al espectador. Sobre la mesa una copa de vino, una hogaza de pan y un cuchillo clavado sobre una madera circular, y en la que se depositó probablemente un queso ya consumido. Por último, una obra de comienzos de la década de los veinte, Dos jóvenes sentados a la mesa (fig. 20), realizado entre 1618 y 1619, parece representar, según Brown, dos jóvenes ebrios. De los tres cuadros se han vertido las más diversas lecturas, relacionándolos con la estética y los mensajes moralizadores de la novela picaresca, interpretándolos desde una perspectiva sexual u orientación psicoanalista,

tal y como han ofrecido los estudios de Barry Wind o John Moffitt, entre otros; sin embargo,

algunas investigaciones

recientes han intentado enlazar esta producción sevillana de Velázquez desde el conceptismo del ambiente estético y literario que se dio en la Academia de

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Pacheco, así como con los gustos de este círculo y los clientes del taller y de la obra de Velázquez, público restringido de personajes cultos, a los que les agradaba tanto las tropelías de los picaros como los escenarios de taberna de muchos bodegones, en tanto en cuanto eran imágenes de los defectos y la degradación de la sociedad, pero sobre todo un aviso sobre la necesidad de reformas (Pérez y Urquízar, 1997). Así, en Los tres músicos, la aparición de un simio en la zona izquierda de la composición, que en otras explicaciones historiográficas se ha interpretado desde un simbolismo sexual, por ser un animal lascivo, debería ser entendido también, como señalan los autores citados, desde otra estrategia de lectura, buscando en los repertorios del lenguaje corriente, y en un sentido más simple y directo, tan directo como el hecho de que "mona" era ya, en el lenguaje familiar, sinónimo de borrachera o embriaguez, como atestiguan los diccionarios españoles de la época moderna, tanto el de Covarrubias (1611) como el de Autoridades (1726-1739); en este sentido, los coetáneos de Velázquez vieron la obra como una descripción de una "mona alegre" que, unida a las referencias de la música, ligada siempre a la armonía, invitaba a la moderación y la templanza. En el caso de Dos jóvenes sentados a la mesa, una escena de bodegón de difícil significado, dos jóvenes comparten el vino de una taza, uno bebe mientras que el otro espera con síntomas de ebriedad, vuelve a remitir a expresiones de la época: "amigos de taza de vino", un dicho bien explicado por los diccionarios citados. En El almuerzo son los versos de Quevedo, a propósito de lo que come la gente vulgar, y el diccionario de Covarrubias nuevamente, un compendio del refranero popular, las fuentes que pueden ofrecer una de las claves de esta nueva estrategia de lectura. Los receptores de estos bodegones velazqueños, muchos de ellos dueños de algunas de estas obras, como el duque de Alcalá, sólo podían entender esta temática "conforme al mismo horizonte de expectativas conceptista y moralizante con el que analizaban las aventuras noveladas de los picaros. Éstas ponían ante los ojos los comportamientos degenerados, tratados con ironía, con el fin de provocar los deseos de cambiar las costumbres..." (Pérez y Urquízar, 1997).

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5. Juan van der Hamen y el bodegón cortesano

La tradición de pintar bodegones en Madrid se ha situado en las primeras décadas del siglo XVII, en el reinado de Felipe III. La corte fue un centro de primer orden para la naturaleza muerta de la mano de Juan van der Hamen (1596-1631), estricto contemporáneo de Alejandro de Loarte, quien creará un taller decisivo para el desarrollo del bodegón y para nutrir las necesidades del creciente coleccionismo de la sociedad cortesana. Su punto de partida son los procedimientos de Cotán, pero pronto evoluciona hacia una naturaleza muerta más refinada, más selecta, alejándose por completo de los ascetismos y austeridades vistos en Toledo. Desde luego, este enriquecimiento, tanto de los objetos y viandas, como compositivo, es resultado de la extraordinaria demanda que tendrá su obrador, que marcará además la técnica y el estilo de artistas posteriores. La ordenación simétrica con que se inicia en el género es compatible con el enriquecimiento de elementos y objetos; sus fruteros son de vidrio con monturas de bronces y asas manieristas y suelen centrar la composición, alineando los alimentos o frutos con un claro fin expositivo, a manera de escaparate, sobre una mesa cubierta; un esquema que fue enriqueciendo con el tiempo, con toda suerte de elementos, floreros, objetos de plata y bronce dorados, porcelana de importación, costoso cristal veneciano, detalles anecdóticos, incorporando dulces, pero siempre en composiciones organizadas, rígidas y lineales, valga como ejemplo el Bodegón con florero, dulces y un perrito (fig. 21). Aunque estos nuevos aditamentos reflejan una influencia de la naturaleza muerta flamenca, presentan todavía cierta sobriedad, tanto compositiva como demostrativa, característica del contexto castellano.

La figura de Van der Hamen merece una especial atención por presentar un perfil peculiar, pero revelador del contexto artístico del Madrid del Siglo de Oro, y por conseguir una reputación -debido a la ausencia de competidores de altura artística dentro del género- cuya fama se prolongaría después de su prematura muerte. Fue el último miembro de una familia flamenca ligada a la compañía de la Guardia Real de Arqueros y a la que sirvieron, desde Carlos V y Felipe II, su padre y su abuelo. Juan ingresó en este cuerpo cuando tenía 26 años, pues cumplía los requisitos indispensables: ser flamenco, católico y noble; entre sus obligaciones estaba la de acompañar al rey en todos sus viajes y actos sociales y protocolarios, por lo que su estatus era bien diferente al de la mayoría de los pintores madrileños, de origen artesano (Cherry, 1999). Uno de sus hermanos fue clérigo y trabajó en Granada, al servicio del arzobispo Pedro González de Mendoza, y se ha considerado la posibilidad de que Juan van der Hamen viajara a la ciudad andaluza y conociera de primera mano la obra de Juan Sánchez Cotán, afincado en Granada desde 1603, donde pudo contemplar sus bodegones y fascinarse por la simetría del toledano. Por otro lado, hay que añadir que el pintor ocupó un lugar destacado en la vida intelectual de la corte y participó en el ambiente literario del primer tercio de la centuria, manteniendo amistad con Lope de Vega y Luis de Góngora, entre otros poetas y literatos. Esta participación se traduce en contactos, encargos y una activa producción en un taller donde trabajaba con la colaboración de asistentes, originando una repetición de esquemas y motivos recurrentes, pero que no obstante fueron la base de su éxito en vida y tras su muerte, como demuestra el hecho de ser el único artista incluido en el índice de los ingenios de Madrid (1632), de Juan Pérez de Montalbán,

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así como en los comentarios que Francisco Pacheco le dedica en su Arte de la Pintura (Cherry, 1999) y en los muy exaltadores de Palomino.

Van der Hamen, que vivió en los primeros años del reinado de Felipe IV, tuvo esperanzas,

a raíz de entrar en el cuerpo de arqueros, en 1621, de conseguir entrar al servicio del rey como pintor de corte, optando al puesto de pintor real que no obtuvo -a pesar de que sus retratos eran reputados-; más bien contempló el ascenso imparable de Velázquez desde 1623. Quedó relegado al género menor de bodegones, y aunque el mismo monarca le encargó cuadros de frutas y flores para el comedor de verano del Alcázar, sufrió un lastre por su especialización en el género; como señala Peter Cherry, "su fama como bodegonista fue curiosamente contraproducente para su carrera como pintor cortesano y sus ambiciones artísticas", además de oscurecer su trabajo como pintor de figuras. Realizó una galería de retratos de escritores y personajes ilustres de la época -entre los que incluye al arquitecto Juan Gómez de Mora- así como del Cardenal Barberini cuando llegó a España en 1626. Casiano del Pozo, un famoso estudioso de antigüedades y entendido romano, que acompañó a Francesco Barberini en su

Arte y Realidad en el Barroco 195

visita a Madrid, mostró su preferencia por el retrato de Hamen frente al pintado por el mismo Velázquez (Jordán y Cherry, 1995).

Hamen será de los primeros en incorporar dulces a sus composiciones, algo que le haría famoso y reclamado por un público selecto y exquisito, ya que en el Madrid del Siglo de Oro las elaboraciones derivadas del azúcar y la miel estaban al alcance de muy pocos. Entre su clientela destacan Jean de Croy, conde de Solre, un aristócrata flamenco y capitán de la Guardia de Arqueros, o Don Diego de Mexía, primer marqués de Leganés. El Bodegón con dulces (fig. 22) es un ejemplo de su maestría en la captación de los brillos del cristal, en las transparencias de los líquidos y la fragilidad del barquillo, creando un prototipo de merienda o postre que será seguido por otros pintores de generaciones posteriores y de la segunda mitad del siglo XVII, como Francisco de Palacios (hac. 1625-1652), pintor más suelto y con mayor lenguaje barroco.

A su esquema original Van der Hamen incorporó una variante en la presentación de los

objetos y alimentos, que alteró la simetría y revitalizó la composición, consiguiendo el escalonamiento y una mayor profundidad en el bodegón a través de una disposición de bases y plintos en distintas alturas, forma de exponer de procedencia flamenca y que adoptaron otros especialistas del foco madrileño, entre ellos sus discípulos Antonio Ponce (1608-1677) o Juan de Espinosa (documentado en Madrid, entre 1628 y 1659), quien demuestra una mayor perspectiva en el Bodegón con uvas, frutas y jarra de barro (colección particular), de 1646. Pero será sobre todo Juan Fernández El Labrador, documentado en Madrid entre 1630 y 1636, muy poco conocido pero especializado en la representación de uvas, uno de los pintores más destacados del foco cortesano por la inmediatez con que acometió la constitución de las cosas y las frutas de sus bodegones, sin apenas espacio ni profundidad, un artífice muy reclamado por los clientes o coleccionistas.

Entre los más afamados coleccionistas y mecenas del Madrid de la época hay que citar al italiano Giovanni Battista Crescenzi (1577-1635), aristócrata romano, pintor y arquitecto, un defensor acérrimo del naturalismo pictórico. En Roma, junto a su hermano, el cardenal Pietro Paolo Crescenzi, creó una academia que promocionó la pintura de bodegón de tipo

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caravaggista. Crescenzi cuando llega a Madrid, en 1617, conseguirá convertirse en el Superintendente de las Obras Reales de la Junta de Obras y Bosques, además de marqués de la Torre. Tuvo una participación decisiva en la decoración del Panteón de Reyes en El Escorial, y en el Palacio del Buen Retiro, así como en otras residencias de los monarcas, en especial en el palacete de El Pardo. Vendió a Felipe IV bodegones y paisajes para esta última villa suburbana. Si su papel en la corte de Felipe III y Felipe IV fue la de consejero artístico, en el ambiente madrileño actuó también como mecenas de pintores dedicados a la naturaleza muerta -pues él mismo era un pintor de flores- y a paisajes. Entre sus protegidos destaca, además de Van der Hamen, Juan Fernández el Labrador y Antonio de Pereda, quienes estuvieron a su servicio.

En la evolución del bodegón aparecieron de forma paulatina la distribución barroca de la exuberancia y el aspecto de mostrador que recoge la abundancia de una cocina o despensa, en la que se reúnen tanto los alimentos y objetos más modestos -hortalizas, verduras, cacerolas de cobres y jarras de barro- como animales de caza, vajillas propias de reyes y alimentos nuevos, hasta entonces poco habituales, como los mariscos. Las obras de Antonio de Pereda y Mateo Cerezo (1637-1666), en Madrid (fig. 23), y Francisco Barranco, en Sevilla, demuestran la progresiva teatralidad del bodegón y su riqueza en productos alimenticios. En Valencia Tomas Yepes (hac. 1600-1674) ejerció un verdadero monopolio en la producción, planteando el esquema horizontal de mesas servidas con mantel y excelentes piezas, como macetas de Manises de reflejo metálico, porcelana de importación, tanto holandesa como italiana, para configurar un auténtico aparador que anuncia el festín de una casa de alcurnia valenciana. Su Bodegón con frutero de Delfty dos floreros (fig. 24), con su prodigioso detalle del encaje del mantel, testimonia sin embargo su arcaísmo, o provincianismo, en la rigidez simétrica de la composición, una rémora que elimina en poco más de una década al acometer el increíble Bodegón de mesa del Museo del Prado, de 1658.

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En relación con este enriquecimiento de los elementos que integran el bodegón, Ángel

Aterido menciona la importancia que el cambio de las estaciones tuvo en el mundo cotidiano del Siglo de Oro que variaba la alimentación diaria, y alteraba la calidad de vida, por lo que refiere la existencia de bodegones de productos de temporadas, despensas o mesas que hacen referencia a una época o estación del año, una alegoría "sencilla": bodegones de navidad o cuaresma, en clave natural y gastronómica y que deben ser vistos desde esta faceta. Un ejemplo de esta variante se encuentra en otro especialista en el género: Andrés Deleito, activo en Madrid entre 1556 y 1680, autor de una escena de cocina, un bodegón con figuras, cuya lectura simbólica ha dado lugar a diversas interpretaciones. Se trata del Bodegón de cocina configura o El otoño, de 1680 (colección particular). Bodegones estacionales también fueron realizados por Francisco Barrera (1595-1658) y Antonio Ponce, herederos de la tradición de Van der Hamen, en los que destacan las composiciones con carnes, piezas de caza y cacharros de cobre.

En cuanto a la mecánica de trabajo y la comercialización de las pinturas de bodegones en España, Luna asegura que, además del encargo directo a los artistas, "fue habitual que se vendieran en los talleres en los cuales había un buen muestrario para escoger", así como obras de diferentes calidades según hubiera intervenido el maestro o sus discípulos; de esta forma, se podían adquirir desde originales firmados de gran calidad hasta trabajos mediocres, copias y versiones casi elaborados con carácter industrial para satisfacer la demanda, y esto explica el que hoy se conserven tantos bodegones poco atractivos (Luna, 2008).

6. Natura solo magister

Hay una modalidad dentro de la naturaleza muerta que, pese a la quietud y la naturaleza inanimada propia del bodegón, ha sido vista como un ejemplo de la reorganización de la

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experiencia sensible y del radical empirismo que caracterizó a la época moderna. Nos referimos a los cuadros de flores o floreros y a las series que, sobre la floración y los ritmos vitales, produjeron los artistas desde el Renacimiento y continuaron -siguiendo los argumentos y contenidos más reiterativos y programáticos de la iconografía- en el Barroco: las alegorías de la abundancia, de las estaciones, de los meses, de los diversos continentes y, sobre todo, por su fuerza expresiva, del ciclo de los cinco sentidos (Schneider, 1992).

Empecemos con las flores y sus recipientes, jarrones y cestos, que fueron motivo referencial en casi todas las Anunciaciones desde sus más tempranas representaciones, con un claro contenido iconográfico, pues las flores siempre tuvieron una simbología propia. Schneider considera que a partir del siglo xv y a lo largo de toda la centuria siguiente el jarrón de flores se independiza para configurarse como una naturaleza muerta "pura" y al margen de los escenarios profanos o religiosos.

Además de la posición iconográfica que comportaban las flores, las piezas o arreglos florales independientes se atuvieron a unos modelos primigenios procedentes del mundo flamenco. Este origen puede explicarse por la importancia que la botánica tuvo en el ámbito nórdico y, sobre todo, por el desarrollo de las ilustraciones botánicas que permitieron una exactitud cada vez mayor. Un recorrido por la pintura flamenca de la época moderna delata el acusado interés por el reino botánico, por el mundo de las plantas, un aspecto que solo puede ser entendido a través de una nueva disciplina científica.

La botánica se convierte en una ciencia a lo largo del siglo XVI, en una disciplina independiente, dejando de ser una práctica auxiliar de la medicina y la farmacopea, tal y como había sido desde tiempos remotos y a lo largo de la Edad Media. En el transcurso del quinientos se editaron los textos clásicos de la botánica antigua, la obra de Dioscórides, Plinio el Viejo, Celso, Hipócrates o Galeno. Ahora bien, los estudiosos del Renacimiento se dieron cuenta de las limitaciones de la obra de estos sabios del mundo grecorromano y, paulatina-mente, fueron conscientes de que los autores antiguos sólo habían conocido una parte del reino vegetal, esencialmente del mundo mediterráneo. A esta constatación se une la remesa de plantas que llegan del descubrimiento de América, y que no se encontraban en los libros de aquellos autores, por lo que se hacía necesario una revisión crítica de los textos y la imperiosa obligación de volver a estudiar el reino de las plantas. La única alternativa viable era la observación directa y sobre el terreno, tanto de las plantas conocidas como de las que llegaban de otros continentes. Pero no sólo había que observarlas y estudiar in situ, sino también dibujarlas para aprehender mejor su aspecto y características, para tener un buen conocimiento de ellas. De esta forma, botánicos y artistas acabarán saliendo de sus estudios y talleres para acercarse a la naturaleza y observar con calma y precisión cada una de las especies, una práctica que en algunos tratados sobre pintura no se obvió de mencionar, valga recordar que el mismo Francisco Pacheco recomendaba, por su amenidad, imitar del natural las flores en días de primavera.

Aunque, efectivamente y como veremos, el fenómeno empírico, el análisis del reino vegetal, fue una premisa de los botánicos flamencos, no fue exclusivo de ellos. Se puede hablar de una experiencia que afectó de forma paralela y en diversos lugares de la geografía europea, ahora bien siempre en las zonas más activas intelectualmente, como en Padua y en su universidad aristotélica, donde se fundó en 1545 el primer jardín botánico, un jardín destinado a la observación y la experimentación, que contribuyó decisivamente en el desper-

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tar de la ciencia botánica con una importante producción de herbarios y estudios botánicos. Una década después Ulisse Aldovrandi funda el jardín botánico de Bolonia, un museo extraordinariamente organizado donde colaboraron pintores y grabadores. En el campo artístico Italia había demostrado ya un claro interés por la representación de la naturaleza más inmediata, no hay más que recordar la mirada epistemológica de Leonardo, el primero en indicar que para abarcar el mundo natural era necesario partir de los datos obtenidos a través de la observación, como el mismo hizo en sus dibujos, las Violetas, el Lilium Can-didum o la Estrella de Belén, apuntes del mundo vegetal realizados in situ, de una forma científica y analítica. Para el sabio renacentista el pintor no solo debía conocer científicamente el objeto natural que debía representar, sino que, como señala Lucía Tongiorgi, debía presentarlo de la forma más real posible, expresando así el concepto de mimesis de la realidad natural (AA.VV., 2000).

Frente al renacer científico y plástico de Italia, en el resto de Europa se producía igual-mente una nueva actitud ante la naturaleza vegetal. En 1530 se publica el Herbarium vivae

icones y el tratado Contrafayt kreüterbuch, de 1532 a 1537, obra del teólogo protestante Otto Brunfels (1488-1534), que inaugura una nueva era para las ilustraciones botánicas y el dibujo científico. La novedad del tratado se cifra en eliminar la nomenclatura latina de las plantas y en estar ilustrado con grabados de madera (fig. 25) que seguían los dibujos y acuarelas del artista Hans Weiditz (hac. 1495-1537), uno de los alumnos aventajados de Dure-ro. De hecho, a Alberto Durero (1471-1528) se le considera como el primer artista que ilustra una asociación de plantas, consiguiendo reproducir detalles botánicos con una exactitud microscópica, como se comprueba en su dibujo de Pastos y Hierbas (1513), en su Aguileña o en su solitario Lirio. A diferencia del lilium candido, símbolo de la castidad y de la concepción sin pecado de la Virgen, que acompañaba a las tablas marianas del siglo XV, el artista alemán lo representa como único motivo de estudio. Y su discípulo Hans Weiditz siguió esa estela de pintar plantas a partir de modelos vivos, haciendo sus dibujos directamente del natural.

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La publicación de textos y repertorios botánicos originó la necesidad de proporcionar representaciones cada vez más precisas y de mayor aproximación a la realidad. La ilustración tenía que ser además de mayor calidad, pues era tan esencial como el texto: la imagen se convertía en un punto de referencia para los no iniciados en la materia o todos aquellos que no tuviesen conocimientos básicos en latín. La consecuencia final es que muchos estudiosos de la

botánica se pusieron en manos de los artistas, pintores y grabadores, confiando en su profesionalidad.

Más de diez años después de publicarse la obra de Brunfels, se edita en 1542 y en Basilea el tratado de Leonhart Fuchs, De historia stirpium commentarii insignes, primero en latín y luego en alemán, que incluía un elenco extraordinario de ilustraciones, más de cuatrocientas plantas de Alemania y unas cien de América. Se puede considerar el mejor herbario de la primera mitad del siglo XVI por reproducir fielmente el aspecto de las plantas (fig. 26). Fuchs escogió un equipo artístico formado por Albrecht Meyer, dibujante, el encargado de reproducir lo que le proporcionaba el botánico; Heinrich Füllmaurer copió los dibujos en las tablas de madera y Rudolph Speckle fue quien preparó con sus grabados las matrices de la obra. La influencia de esta obra fue enorme en los Países Bajos, el ámbito donde la botánica antigua se convertiría en una ciencia, con una repercusión decisiva en eruditos posteriores, como Rembert Dodoens (1517-1585), autor del herbario más traducido del quinientos, el Cruydt-Boeck, con más de setecientas imágenes; Carolus Clusius (1525-1609), -nombre latinizado de Charles de l'Escluse, o Lécluse-, botánico y fundador del jardín botánico de Leyden, cuyas obras científicas superan la decena, aunque sobresale especialmente su Rariorum plantarum historia (Amberes, 1601) con más de mil grabados y precisas descripciones científicas. La obra de Clusius contenía xilografías de una calidad y de una naturalidad poco conocida. Sin embargo, su gran aportación fue el ensayo para un nuevo sistema de clasificación en función de las características externas de los componentes del reino natural. Con él se inicia el sistema binomial en la nomenclatura de la planta, un sistema que publicaría Plantino y un método que, siglos después, sería normalizado nuevamente por Linneo, creador

de la moderna nomenclatura botánica. Por último hay que citar a Matías Lobelius (1538-1616) cuyo recuento de plantas, ilustraciones y descripciones superó con creces a los anteriores. Considerados como un triunvirato, estos botánicos flamencos colaboraron siempre con artistas de gran calidad: dibujantes y pintores que hicieron bocetos preliminares en carboncillo, lápiz y acuarela, obras de arte pero también documentos histórico-naturales de un alto interés para la historia de la ciencia, que terminaban luego en manos de un grabador y

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después del impresor o editor. Entre los artistas más renombrados cabe citar a Pieter van der Borcht y Gerard Jansen van Kamper, responsables de los dibujos y grabados de madera del Rariorum plantarum historia de Clusius; aunque es bien cierto que para la producción editorial intervinieron artistas altamente apreciados en la época, muchas veces quedaron anónimos o bien sus nombres no siempre aparecieron citados o reconocidos. En cualquier caso, con esta colaboración artística se empezó a conseguir un equilibrio entre la teoría y la práctica botánica (Nave e Imhof, 1993).

Un apoyo fundamental para los botánicos y para el estudio de la naturaleza, y en consecuencia para la representación cada vez más veraz y realista del reino vegetal, fue el trabajo de los editores e impresores, especialmente los de Amberes, uno de los centros tipográficos más importantes de Europa. Entre los numerosos editores se alza Cristóbal Plantino (1520-1589), una figura excepcional para la ciencia botánica de la Europa del siglo XVI. Era el editor con mayor valentía y solvencia, responsable de convertir la ciudad de Amberes en la primera en cuanto a la edición y exportación de publicaciones, y responsable de conseguir los más bellos herbarios conocidos hasta la época. Los historiadores de la ciencia mantienen que la imprenta dio a las ciencias naturales un impresionante ritmo; consiguió explicar los detalles y características de una determinada planta, siempre frágil y efímera. La producción de atlas, herbarios y tratados sobre plantas y sus continuas ediciones, que llegaban a tener hasta seiscientos ejemplares, ilustran además otro hecho y es que, al mar-gen del interés que la botánica despertaba en Europa, este tipo de libros obedecía a otros intereses, entre ellos los relacionados con diversos campos de la creación artística. Muchas estampas se utilizaron como modelos para tapices: los famosísimos y costosos tapices de Bruselas están considerados como embajadas botánicas, a pesar de que la disposición de las plantas no es correcta ni realista, sino más bien escénica. Pero sus detalles manifiestan que, al servicio de las mejores fábricas y talleres, estuvieron trabajando buenos cartonistas, dibujantes y pintores contemporáneos a la formación de la ciencia botánica, a las publicaciones ilustradas con plantas y a los textos y tratados que describían las cualidades de las flores, es decir, artistas de talleres textiles que debieron conocer el herbario del alemán Brunfels, el de Fuchs o el de Dodoens. La industria textil alcanzó su esplendor entre estos años, cuando el espíritu científico y la imagen más exacta de las plantas y, ante todo, de las flores se difunden desde la ciudad de Amberes.

La conformación de la ciencia botánica y el desarrollo hortícola en los Países Bajos dio un impulso considerable a la jardinería. En primer lugar a la constitución de jardines botánicos a lo largo del siglos XVI en Pisa, Florencia, Bolonia, Zurich, Leyden y Leizpig. Los textos científicos de los tratadistas están muy en relación con el avance del jardín: la adinerada burguesía de comerciantes y profesionales contó con pequeños jardines, que no sólo eran un símbolo de su estatus social, sino un signo de su interés botánico. Algunos eran pequeños jardines botánicos en los que se sembraban con semillas y se cultivaban plantas procedentes de España, de Constantinopla y Grecia, y del resto de los continentes, en un afán de conseguir nuevas variedades que darían lugar a especulaciones comerciales y a la moda de la tulipomanía. La proliferación de los jardines privados y urbanos de modestas dimensiones está presente en la tratadística -recordemos la obra de Vredeman de Vries (1527-1604), Hortorum Viridiarumque, publicada en 1583-, en la pintura flamenca de la edad moderna -aunque la representación pictórica del jardín como fondo de una escena es un tema recurrente

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en la historia de la pintura desde finales de la Edad Media-, así como en las mismas fuentes literarias. Sabemos del gusto que hacia los jardines tuvieron algunos farmacéuticos y otros profesionales, el mismo Erasmo de Roterdam y, por supuesto, los artistas de mayor renombre, como el mismo Pedro Pablo Rubens, que no sólo poseyó un deleitoso jardín en su casa de Amberes y en su castillo de Steen, sino que lo configuró como un escenario recurrente en muchas de sus composiciones. Igualmente se debe mencionar a Justo Lipsio (1547-1606), una figura esencial en la formación artística de Rubens y muy relacionada con el despertar de la ciencia botánica. Intelectual erasmista, filósofo y gran coleccionista, además de traductor de clásicos como Tácito y Séneca, fue un gran amigo de Cristóbal Plantino, no sólo porque fuera su editor, sino porque tuvo con él un mismo interés: las flores. Esta amistad interesada por las flores hizo que Lipsio pudiera conocer a uno de los grandes del triunvirato de la historia botánica flamenca, Carolus Clusius. Lipsio le ayudó a establecer el famoso jardín botánico en la ciudad universitaria de Leyden.

Los encuentros de Lipsio, Rubens y Clusius fueron habituales en la imprenta de Plantino. En su oficina tipográfica había reunido una gran colección de dibujos, acuarelas y tablillas de las xilografías de sus libros, un verdadero tesoro que mostraba a sus visitantes y que pudieron contemplar muchos pintores, especialmente del círculo y el taller de Rubens. Este muestrario vegetal no sólo fue visto, sino que fue utilizado por todos aquellos que se especializaron en fondos de paisajes, naturalezas muertas o bodegones de flores, como Jan Brueghel de Velours, Paul Brill (1554-1626) o Jan Wildens (1595-1653), entre otros.

Resulta evidente el impacto decisivo que los estudios y publicaciones dedicados a la botánica tuvieron en la producción pictórica, especialmente en los artistas flamencos, y en aquellos que iniciaron su actividad bajo la tutela y el mecenazgo de los archiduques Alberto e Isabel, una protección que se continuaría con el cardenal infante Fernando, el hermano de Felipe IV. Durante el transcurso del siglo XVII, los pintores pudieron enriquecer sus conocimientos con la aparición de nuevos tratados botánicos y mejores ilustraciones, como las

de Johann Theodor de Bry (1561-1623), responsable de las preciosas estampas del Florilogium Novum (fig. 27), cuya primera edición apareció en 1612. Estos florilogium eran recopilaciones de imágenes, estampas, sólo de flores y que empiezan a reunirse y organizarse a finales del siglo XVI, paralelamente al interés que por la jardinería tuvieron la nobleza y la burguesía de las ciudades europeas. Fueron básicos para los artesanos especialistas de las artes indus-triales. También circuló con gran fluidez la obra Fleurs, Feuilles et Oyzeaus d'aprés le naturel, publicado en 1656 en Montpellier, de Guillaume Toulouze, un repertorio que sirvió para arreglos florales.

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Los artistas de los Países Bajos contaron también con las imágenes del editor y grabador holandés Crispijn van de Passe quien, entre 1614 y 1616, publicaría un repertorio muy consultado (Hortus floridus in quo rariorum et minus vulgarium florum icones ad vivam varamque forman acuratissime delinéate), pero su aportación fue ampliar el mundo natural a los artistas de forma expresa, al publicar en Amsterdam un tratado, en cuatro lenguas {La luce del dipingere et disegnare, 1643), en cuya sección V proporciona una serie de modelos para representar animales, felinos, peces, pájaros, insectos etc.. imprescindibles para los bodegones domésticos y culinarios, pero también para algunos ciclos, como Los cuatro continentes o Los cuatro elementos, que requerían de representaciones animalísticas; un archivo figurativo de la naturaleza al que se sumaría pronto otra serie de obras con recomendaciones para los pintores dedicados a las naturalezas muertas, repertorios preconfeccionados de imágenes dirigidas a un público artista muy amplio, así como abundantes tratados manuscritos que, sobre la representación de flores, frutas y otros elementos vegetales y animales, se copiaron y transitaron por muchos talleres, cuyos artistas eran conscientes de la necesidad de un perfecto conocimiento de la naturaleza, convencidos pues de la máxima antigua "natura solo magistra".

En cuanto a Italia no puede dejar de mencionarse la obra del jesuita sienes Giovanni Battista Ferrari (1582-1655), Flora sive florum cultura (Roma, 1633), compuesta de cuatro libros dedicados al cultivo de las flores, a su mantenimiento y al arte de secarlas y conservarlas. Ferrari, un sabio de la botánica y la historia natural, entró a trabajar al servicio de los Barberini, gracias a su amigo Cassiano del Pozzo -a quien ya hemos mencionado en más de una ocasión-, y acabó siendo consejero en el jardín que en los años treinta se realizaba en el palacio de esta principesca familia en el Quirinal. El texto de Ferrari se publicó gracias a los subsidios del cardenal Francesco Barberini, a quien está dedicada la obra, enriquecida con numerosas láminas ilustradas que reproducen flores y utensilios. El botánico además añadió una perspectiva literaria y plástica al tratado, al narrar las fábulas relacionadas con la figura de Flora, que fueron ilustradas por Pietro da Cortona, Nicolás Poussin, Andrea Sacchi, Guido Reni y por los grabadores Greuter y Mellan. El frontispicio de la obra delata claramente la colaboración entre científicos, botánicos y artistas: un frontispicio que representa el reino de Flora, un espléndido y barroco jardín, invención del Cortona (fig. 28), una colaboración que se interpreta como una adhesión al gusto coetáneo por la pintura barroca de flores.

Las relaciones entre la naturaleza muerta y la ilustración científica se convierten en un tema de enorme expansión, como ha estudiado Lucía Tongiorgi: "aunque la ilustración científica se afirma progresivamente como un género autónomo deseado y comisionado por los hombres de ciencia, ésta no se ve limitada solo a los gabinetes de los científicos, sino que acaba por implicar en toda Europa a numerosos soberanos y curiosos del mundo natural, que también coleccionaban ávidamente naturalezas muertas". Además hay que añadir las intrincadas aportaciones entre artistas y científicos, pues cada vez se hizo más frecuente entre los pintores "el recurso a citas naturalistas en sus pinturas", mientras que "las mismas láminas científicas tienden a su vez a volverse irremediablemente cuadros", "a configurarse como obras de arte por medio de elementos decorativos" o virtuosismos técnico-estilísticos (AA.VV., 2000).

Para el caso español hay que remontarse al reinado de Felipe II, momento en el que se produce una relación estrecha entre el renacimiento de la ciencia botánica y la jardinería. Fue

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el médico del monarca, Andrés Laguna, uno de los grandes científicos de la época, autor de una revisión ilustrada de la obra de Dioscórides, publicada en Amberes en 1555; en la misma ciudad se publicó la traducción al castellano del tratado de Leonard Fuchs que realizó Juan Jarava, también médico, en 1557. Otro erudito, Benito Arias Montano se sumó al intercambio de semillas y plantas con botánicos de otras ciudades europeas, un trueque muy habitual a finales del siglo XVI. En su correspondencia con Cristóbal Plantino le pedía que le enviara semillas, bulbos, raíces y, sobre todo, todas las diversidades que hubiera de tulipanes, puesto que los quería plantar en su jardín de Aracena, en Andalucía. Este mismo interés por las plantas lo tuvo el rey prudente. Con Felipe II se producen las primeras tentativas para establecer un jardín botánico, mientras su jardinero en la Casa de Campo, Gregorio de los Ríos, redacta el primer tratado de jardinería agrícola -se publicaría en 1592, reeditándose en 1604 y 1620-, conocido como Agricultura de jardines, aunque nunca tuvo ilustraciones. Sí las tuvo, sin embargo, la traducción al castellano del tratado de Leonard Fuchs que realizó el médico Juan Jarava.

No es fácil encontrar las fuentes que los artistas españoles usaron para sus arreglos florales y bodegones de flores. Romero Asenjo considera que la mayoría de los talleres españoles fueron poco permeables a las posibles influencias exteriores, por su entorno gremial cerrado, a excepción del grupo de bodegonistas de la corte. Es muy posible que en los talleres se

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usaran grabados o estampas procedentes de la edición de Andrés Laguna o de Carolus Clusius, pero eran reproducciones grabadas con baja precisión botánica, y la mayoría de los artífices no tuvieron acceso a los tratados que circulaban por Europa, especialmente a los libros y tratados que en los Países Bajos fueron fundamentales para los pintores de flores (Romero, 2009).

7. Hermosas primaveras: ramos y arreglos florales

Numerosas naturalezas muertas del mundo flamenco dedicadas a piezas florales son auténticas enciclopedias botánicas. Es evidente que hay que considerar el impacto mencionado de las ediciones científicas y los repertorios de estampas de la literatura botánica, pero Schneider considera además que muchos bodegones de flores se realizaron expresamente para las colecciones cortesanas, para sus bibliotecas y gabinetes de curiosidades, pues ofrecían el reemplazo óptico de las flores reales, rápidamente perecederas y marchitas. Menciona el Florero en una ventana de Ambrosius Bosschaert, de 1620 (fig. 29), pintor acti-vo en Holanda, como una pieza floral que serviría de modelo a pintores posteriores, un prototipo que acabaría en jarrones imposibles, a veces con más de cien especies de flores, de lejanas procedencias y de diferentes floraciones temporales, que desconcertarían a cualquier científico en materia botánica. Con anterioridad este tipo de ramo también lo cultivó Jan Brueghel de Velours (Schneider, 1992): sus ramos y guirnaldas se consideraron en su época muestras de absoluta perfección técnica, en las que integraba especies raras y diferentes, composiciones muy apreciadas al llevar la primavera al interior de las casas patricias, pero imágenes inventadas al reunir flores estudiadas por separado en diferentes ocasiones (Ayala, 1995). Para Ángel Aterido esta habitual mezcla de especies pertenece a la posición de libertad y fantasía con que contaba el artista en este categoría de bodegones, pero también se debe a la

forma de trabajo ya indicada y por la cual cada flor era copiada del natural por separado, y luego ensayada para quedar finalmente ensamblada en una composición (Aterido, 2002).

En España hubo varios artífices de prestigio y fama dedicados a los asuntos florales, en la que la disposición de un ramo en jarrón fue la representación más usual para las flores, dispuestas en forma radial o concéntrica. El primero de ellos fue el ya mencionado Juan van der Hamen, cuya destreza en la composición de naturalezas muertas fue ensalzada y recogida por Antonio Palomino, y cuyos cuadros eran encargados por los miembros de la aristocracia y la realeza. La mayoría de sus jarrones con flores están sujetos todavía a la rigidez de los primeros bodegones hispanos, sobre repisas, sobre fondos oscuros y con muy pocos elementos adicionales, aunque debió usar no obstante repertorios de grabados para reproducir algunas especies de flores, como los de Adriaen Collaert, así como

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estampas de los numerosos herbarios y florilegium publicados en Europa. Estas fuentes pueden atisbarse en su Ofrenda a Flora, una alegoría con un despliegue espectacular de flores, un encargo del conde de Solre y que debía hacer pareja con otro dedicado a Vertumno y Pomona. También los seguidores de Hamen, Juan de Espinosa y Antonio Ponce se ocuparon de la pintura de flores, preferentemente en ramo dentro de un jarro de cristal, pero con una disposición muy similar a la Hamen. La misma estructura y sistema radial del arreglo floral se observa en Pedro de Camprobín (1605-1677), el especialista más consumado en la Sevilla de mediados del siglo XVII, mientras que en Valencia Tomás Yepes monopolizará igualmente la producción de flores en preciosos jarros de porcelana y con los mismos esquemas retardata-rios, pero con la particularidad de introducir especies americanas, como el girasol, y enmarcar sus composiciones de flores y dulces entre jardines y huertos con macetas de azulejería y en las que, en ocasiones, añade alguna figura.

La asimilación de los modelos procedentes de otras escuelas europeas, especialmente de la flamenca, se hará notar en las flores de Juan de Arellano (1614-1678), quien pronto creará su propio estilo añadiendo influencias italianas, siendo característicos sus cestos con hojas y flores que se desbordan sobre la base (fig. 30). Sobre ese artista, Luna señala su riqueza de pormenores, el resplandeciente colorido y su singular dinamismo, que le lleva a la cima y cuyos ejemplos fueron ensalzados en vida, dejando tras de sí una larga estela de admiradores (Luna, 2008). Otro pintor especializado fue Gabriel de la Corte (1648-1694), y en el que se ha visto más una influencia procedente de Italia, como en el Florero enjarran metálico (fig. 31), en unos momentos en que en el país vecino el género se encontraba en pleno auge con figuras como

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Margherita Caffi o Andrea Belvedere. La tendencia general fue hacia composiciones exuberantes, una disposición más sofisticada, una factura más suelta, unos efectos más coloristas y brillantes, decorativos y teatrales; en otras palabras, hacia un mayor barroquismo, como demuestra la evolución de Juan de Espinosa, cuyos arreglos florales adquieren una gran artificiosidad al unirlos con caprichosos elementos, como conchas, crustáceos, fuentecillas y frutos.

Del ámbito flamenco procede igualmente un género especial dentro de la naturaleza muerta dedicada a flores que cultivó con ahínco el jesuita Daniel Seghers, una composición ligada a una significación religiosa o, más bien, a una práctica piadosa. Nos referimos a los asuntos religiosos rodeados o enmarcados con flores y frutos, guirnaldas, festones y drapeados. Mientras que el motivo central suele ser una virgen con niño, un santo o un motivo eucarístico, por lo general en tonos ocres y oscuros, el colorido sin embargo se acen-túa en el motivo floral que lo rodea. Para muchos estas guirnaldas envolventes tienen precedentes clásicos. Lo practicaron Rubens y Jan Brueghel de Velours, a veces con la fórmula de un cuadro rodeado de festones y angelotes: un cuadro dentro del cuadro. Se trata de una colaboración habitual: Rubens realizaba la composición central y Brueghel la enmarcación floral, como en la Guirnalda de la Virgen y el Niño del Museo del Prado. En España continuaron este subgénero algunos pintores de la segunda mitad de la centuria, algu-nos con mayor o menor fortuna, como Antonio Ponce o Bartolomé Pérez, pero en cualquier caso esta modalidad consiguió un notable éxito y la orla floral se llegó a aplicar hasta en retratos y paisajes.

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8. Otros "lugares" para la naturaleza muerta: sentidos y alegorías

Desde el Renacimiento y sobre todo durante el Barroco la naturaleza muerta se integra en escenarios, con o sin figuras, para representar conceptos intelectuales o ideas abstractas, y cuya demostración plástica no era fácil. Estamos, por tanto, ante un tipo de composición que comporta claras interpretaciones iconográficas o mensajes simbólicos cuando se trata de alegorías. Entre los artistas flamencos que cultivaron esta categoría destaca, entre otros, Jan Brueghel de Velours, o el Viejo. A finales de la segunda década del siglo XVII distribuyó un repertorio bodegonista, propio y diferenciado, para representar los órganos sensoriales, composiciones que reflejan además los avances logrados con la renovación de la ciencia botánica, y testimonia también la revolución agraria y económica del siglo XVI: las nuevas ofertas, las nuevas manufacturas y las nuevas necesidades, entre ellas la de experimentar el placer de coleccionar -acopiar elementos y objetos de la más diversa índole-. Son las nuevas costumbres heredadas de los grandes personajes cortesanos de la centuria anterior, y que a través de sus pinceles pasarán a ser gusto y hábito de las nuevas casas señoriales. Con el ciclo de Los cinco sentidos (Museo del Prado), realizado entre 1617 y 1618, consiguió lo que se ha considerado como "una de las más expresivas imágenes del coleccionismo barroco". Son cinco composiciones alusivas a los sentidos corporales: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto, un tema pues intelectual y abstracto que necesitaba de la alegoría para una mejor expresión del mensaje sobre un concepto sensorial y cuyas raíces se remontan a las representaciones medievales y las fuentes literarias grecorromanas, aunque en la Antigüedad clásica el tema en sí nunca fue objeto de obras de arte, ni visualizado plásticamente.

Entre los griegos los cinco sentidos fueron definidos como cinco categorías que permitían percibir las cualidades de la realidad exterior. Aristóteles fue quien más estudió estas impresiones sensoriales como funciones vitales y como base para la actividad intelectual; estudió cada uno, delimitando sus competencias y asignándoles facultades. Al filósofo se debe el orden de importancia que se otorgó a los cinco sentidos, dando mayor importancia al de la vista, dado que era la percepción más directa y abierta para el conocimiento del mundo y la formación intelectual del hombre. Una superioridad que tendrá éxito en siglos venideros, siendo esencial para las lecturas iconográficas de las alegorías de la vista. Seguía en importancia el sentido del oído, pues la percepción auditiva contribuía a desarrollar el pensamiento. Continuaban luego el olfato y el gusto, y en último lugar el tacto, un sentido nada despreciable y que resumía la premisa de la existencia. La literatura antigua no tardó en buscar asociaciones con los diferentes sentidos, bien con la mitología (Ovidio en sus Metamorfosis) o bien con animales, una equiparación esta última que tuvo una gran fortuna a partir del XIII. A lo largo de la Edad Media estas asociaciones se incrementan con la representación de los órganos (el ojo, la nariz...), o los gestos (una mujer que se mira al espejo, un músico que toca un instrumento, una pareja que se besa...). Ahora bien, la escolástica y el pensamiento religioso vieron en este tema una carga negativa, pues los sentidos podían ser motivo de tentación y el origen del pecado. Es decir, a través de los sentidos el hombre podía pecar. De ahí las connotaciones negativas que tendrán los cinco sentidos en muchas representaciones desde el siglo XV (como en las xilografías de La nave de los locos) y que, todavía, en el Renacimiento y en el Barroco conlleve conceptos

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moralistas y una especie de condena o censura moral (AA.VV., 1997).

Aunque el tema en su remoto origen fue de carácter intelectual, a lo largo del siglo XVI se experimentó iconográficamente, con animales, gestos, figuras, pero sobre todo con objetos, como demuestran la serie de grabados sobre diseños de Frans Floris, de Hendrick Goltzius y de numerosos artistas del ámbito nórdico, ciclos que no se libraron de una lectura simbólica. A comienzos del siglo XVII estas manifestaciones se multiplicaron en los Países Bajos a la par que la naturaleza muerta producía sus manifestaciones más significativas e importantes.

Por medio de figuras y atributos, Brueghel representó simbólicamente cada sentido en un escenario que es toda una exaltación del género de la naturaleza muerta o el bodegón. En La alegoría de la vista (fig. 32), Venus acompañada por Eros contempla un cuadro, como signo evidente de ese sentido, en una estancia que no es más que un espléndido gabinete de pinturas y antigüedades, claro referente a la mirada y la capacidad del hombre de ver y mirar. En la siguiente composición, referente al oído, nuevamente una figura femenina invita al espectador a recrearse en los innumerables instrumentos musicales del salón, asignando a la música el atributo más claro para el sentido del oído. Le sigue El olfato (fig. 33) y nada mejor que incluir a la diosa en un auténtico vergel oliendo una flor. Se trata de un jardín próximo a un palacio, convertido en un espacio floral. En La alegoría del gusto (fig. 34) Brueghel, lógicamente, sitúa a la diosa Venus sentada ante una mesa repleta de ricos manjares; un sátiro le sirve una copa de vino. Por último, El tacto se ubica en un interior abierto a un paisaje en ruinas. Los objetos que acompañan a la diosa y Cupido son instrumentos punzantes, armas de guerra, una fragua con fuego y algún escorpión en el suelo.

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Brueghel consigue una sofisticada apelación a lo sensorial, una exaltación muy propia de

los siglos XVI y XVII, en consonancia con la primacía que se otorga a los sentidos como vehículos del conocimiento y de la percepción total de la realidad. Recogiendo la tradición iconográfica recrea un tema que inspiraría a numerosos artistas, tanto flamencos como holandeses, aunque este ciclo se puede rastrear por otras escuelas, como la italiana. Hay que señalar, en este sentido, que la formación de Brueghel se sitúa en Italia, en la última década del siglo XVI, primero en Nápoles y Roma, donde conocería a un paisano suyo, Paul Brill, y luego en Milán, y bajo el mecenazgo del arzobispo Federico Borromeo, donde residió hasta

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1596, año en que regresa a su país y se instala en Amberes para trabajar al servicio de los archiduques Alberto e Isabel Clara Eugenia como pintor de corte. Precisamente fueron estos mecenas los que aparecen en más de una ocasión en su ciclo de Los cinco sentidos: sus retratos y la representación ecuestre del archiduque en La Vista, así como su emblema, el águila bicéfala de los Habsburgo. Sin duda, los archiduques patrocinaron estas cinco tablas que acabaron en poder del Cardenal Infante, quien las regaló al duque de Medina de las Torres y quien a su vez las regaló al rey Felipe IV, estando inventariadas en 1636 y sitas en el alcázar. Nos interesa este inventario, pues el texto explica una forma de trabajo que conviene recordar: "Cinco pinturas en tabla, con molduras de ébano y perfiles pintados, en las que están los Cinco Sentidos, de mano de Rubens las figuras, y los paisajes, frutas, flores, cosas de caza, instrumentos y bélicos son de mano de Brueghel". Es decir, el inventario demuestra que se trata de un ciclo realizado en colaboración, tal y como era costumbre entre los artistas de Amberes. Brueghel fue el autor de las cinco tablas, a excepción únicamente de las figuras femeninas, diosas propias de la estética e ideal feme-nino de Rubens.

Sin embargo, lo que más nos interesa de este ciclo es el hecho de que se queda configurada una serie de escenarios que actúan de factor integrador ante la diversidad que estaba alcanzando en Europa la pintura de género y las variantes de naturalezas muertas. En este ciclo se incluye el museo y los gabinetes de curiosidades y de historia natural, es decir, toda la innovación tecnológica que se origina con los nuevos métodos científicos, el comercio, los descubrimientos geográficos etc., el telescopio, el globo terráqueo, el mobiliario, los tapices, los instrumentos de música, los libros, las armas y despojos de guerra, las flores y los productos agrícolas. Es decir, todo el repertorio de elementos u objetos que se incluyeron, desde finales del Renacimiento, en el género de las naturalezas muertas, fuera independientes o puras, fuera con la fórmula de la alegoría.

Así lo entendieron otros pintores flamencos posteriores, como David Teniers en su conocida Galería de pinturas del Archiduque Leopoldo Guillermo del Museo del Prado, que al igual que ocurre con La Vista de Brueghel, es un cuadro de enorme valor documental para el estudio del coleccionismo barroco -comprobamos además que se pueden identificar obras de Tiziano, Veronés o Giorgone, entre otros cuadros-. Pero al margen de estas manifestaciones del coleccionismo, casi todos los ciclos dedicados a los sentidos argumentaban solapadamente debates del pensamiento o la teoría estética del momento. Por ejemplo, el hecho de que la Venus de La Vista no se mire a un espejo, sino que contemple un pequeño cuadro cuyo asunto es un tema religioso y ligado a este sentido sensorial, "la curación del ciego", es bien significativo. En la iconografía cristiana la curación del ciego es expresiva de la vista, como es la flagelación de Cristo para el tacto, o las bodas de Caná para el gusto..., es una relación que apareció en las estampas flamencas desde el siglo XVI, como la serie de grabados a buril y aguafuerte que realizó Marten de Vos. Sin embargo, Brueghel aúna la idea de contraposición y connivencia entre mitología -la diosa Venus- y religión -el cuadro que representa la curación del ciego- para dar una clave filosófica ligada al pensamiento neoplatónico renacentista, y uno de cuyos valedores, Marsilio Ficino, consideró la vista como un sentido supremo de percepción espiritual. Por otro lado, el hecho de que el tradicional atributo a la vista, el espejo, haya sido sustituido por un cuadro lleva aparejada una consideración estética clave en la época moderna: el acto mismo de pintar y contemplar un

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cuadro tiene su fundamento en el sentido de la vista, en la actividad artística, por lo que la percepción sensorial se liga a la problemática de la supremacía entre las diferentes arte, entre pintura y escultura, debate que surge en el Renacimiento. Así, la imagen del pintor en pleno proceso creativo se transformó en una afinidad más al sentido de la vista, un tema recurrente en el Barroco y valga como ejemplo el autorretrato de David Teniers, conocido como La Vista.

Pero continuar con las argumentaciones derivadas de este ciclo de los sentidos sensoriales -como de otros ligados a las alegorías: los ritmos estacionales de la naturaleza, los meses o los cuatro continentes, que conllevan siempre muchos elementos bodegonistas- significa alejarse paradójicamente de la naturaleza muerta como género, e inmiscuirse en otros campos, perteneciente a otras modalidades, la pintura profana o mitológica, pues alegorías de la vista se han adjudicado al Narciso de Caravaggio, al hombre con un telescopio de Ribera o a la Cabeza de Medusa de Rubens, como al sentido del oído que, desde Tiziano, tiene en la música, y en la acción de tocar un instrumento, su mejor representación, como en el Tañedor de Laúd de Caravaggio o la bellísima concertista del mismo instrumento, de Orazio Gestileschi.

9. Metáforas fatídicas, las vanitas

En las alegorías anteriores se han visto objetos fabricados por el hombre, instrumentos, armas, libros, monedas etc. Con todo este repertorio se desplegó una serie de naturalezas muertas especializadas. Sobresale el veneciano Evaristo Baschenis (1607-1677) en la representación de bodegones con instrumentos musicales, de cuerda exclusivamente (fig. 35). Violas, laudes y mandolinas son los objetos que Baschenis reproduce en sus composiciones como elementos estructurales, que dan efectos de perspectiva y marcan la profundidad al colocarlos en distintas posiciones; el tratamiento es tan realista que se citan a menudo los valores óptico-táctiles de las superficies.

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No es de extrañar que otros muchos pintores de Bérgamo se ocupasen de esta misma natu-raleza muerta "musical", pues la ciudad era famosa a mediados del siglo XVII por la industria artesanal de instrumentos. También fueron comunes los armeros, de tradición flamenca, y muy cultivados por los artistas de toda Europa, así como los trampantojos o enredos visuales, con papeles y estampas clavados en una pared, una especialidad codificada según prototipos nórdicos que en Italia cultivó Cario Sferini, a finales del siglo XVII; una de sus composiciones, Pared del estudio de un pintor (fig. 36) muestra además un cuadro con la imagen de San Jerónimo penitente, que en un trampantojo puede parecer una inversión de la antigua iconografía del santo en el ambiente de su estudio o gabinete, pues su mobiliario sí que se ha visto como un referente o precedente de estos objetos clavados sobre una pared de madera. Para el tratadista español Antonio Palomino eran travesuras, aunque son escasas o apenas se conservan estas variantes en España -a excepción de algún trampantojo de Vicente Victoria (1658-1713)-.

Ahora bien, todos estos objetos, desde los instrumentos hasta los libros, pasando por las

armas se dieron en el género de las vanitas, una categoría de bodegón muy afín a muchos artistas de toda Europa. Sin duda, el más famoso fue el flamenco Pieter Boel (1622-1674),

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ligado a la producción de Snyders y Rubens, que destacó por sus composiciones con tapices, objetos de escribanía, joyas e instrumentos musicales configurando unas vanitas elegantes y esplendorosas, siendo la del Museo de Lille la más reproducida (fig. 37); reclamado por Charles Le Brun viajó a París y entró a trabajar en las Manufacturas de Gobelinos, donde continuó con esta temática.

El término de esta modalidad procede de un versículo del Eclesiastés: Vanitas, vanitatum et omnia vanitas, "vanidad de vanidades y todo vanidad", un recordatorio sobre la brevedad de la existencia y la inexorable muerte que no sólo se encuentra en la Biblia, sino en los textos más antiguos de la tradición clásica.

Un desprecio hacia el mundo y sus placeres fue tema de reflexión en los padres de la

Iglesia, en San Agustín o en San Jerónimo, ideología que refuerza la idea de la muerte durante todo el Medievo, época en que se desarrolla una iconografía del tránsito ligada a las guerras, pestes y otras calamidades. Calaveras y tibias, esqueletos con guadañas, féretros, danzas de la muerte, el carro de la muerte, etc., se convierten en imágenes recurrentes durante la Baja Edad Media, a las que se incorporan otras que aluden a la vanidad, como el espejo, a la brevedad y a lo perecedero, como una flor, una vela o una pompa de jabón. Las fuentes literarias insistieron paralelamente en estas ideas y se inicia un género conocido como ars moriendi, una suerte de recetario para la preparación a la muerte.

El concepto de la muerte se asocia al retrato desde el Renacimiento, al incorporar al lado del retratado la imagen de una calavera (retrato vanitas), sin embargo se inicia también la formulación característica de la vanitas, una representación que va aprehendiendo un mayor repertorio de objetos alusivos, como el reloj de arena -y que, no obstante, hunde también sus raíces en el mundo antiguo-. A lo largo del siglo XVI va adquiriendo un valor como com-

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posición pictórica autónoma e independiente para referir el binomio "vida/muerte", reflejo de un pensamiento común en toda Europa, con independencia de la filiación religiosa, sea católica o protestante (Valdivieso, 2002).

De todas las naturalezas muertas, vistas has ahora, las vanitas fueron las que mayor significación simbólica tuvieron y con un carácter mucho más explícito, pues los objetos inanimados que utilizó procedían del lenguaje y los tópicos teológicos, así como de la literatura emblemática -de hecho, las vanitas fueron denominadas jeroglíficos o emblemas entre los tratadistas españoles-, para recordar la inevitable muerte, el fin de la existencia; el discurrir del tiempo frente a las riquezas y el poder, frente a la belleza y la vanidad, y frente a las glorias terrenales de este mundo perecedero (Aterido, 2002). Pero fue en el Barroco cuando esta iconografía se enriquece con un repertorio de objetos que simbolizarán unas riquezas acumuladas por el hombre que no pueden hacer frente a la caducidad de la vida. Schneider considera que fue la Iglesia la que apoyó con insistencia esta reflexión sobre la condición mortal del hombre y la vanidad de la vida ante el crecimiento del capitalismo en Europa, pero hay que insistir en que se practicó en los dos ámbitos, tanto en la Europa católica como en la protestante, aunque con intenciones y propósitos diferentes. En lo que respecta al ámbito puritano del protestantismo y en el contexto de la burguesía holandesa, "el rechazo del arte religioso y su lenguaje figurativo, amplio y gesticulante, encontró para las vanitas un tono doméstico y casero, donde los símbolos se hacen sencillos de interpretar, y los objetos se presentan de modo simple y cotidiano, aludiendo a las formas más directas del vivir y a la lectura más simple, por obvia", todo lo contrario al ámbito católico, cuyas vanitas resultan opulentas y complejas, llenas de movimiento y significados conceptuales (Pérez Sánchez, 1997).

El Barroco fue la gran época de las vanitas y los elementos que integran son objetos fabricados por el hombre, preferentemente objetos de lujo: joyas y monedas que simbolizan la riqueza, armas e insignias que significan el poder, la fama y el botín de la guerra, retratos para referir la vanidad, a los que se añaden velas, cuyo encendido tiene un fin, relojes de arena, que marcan el tiempo, etc. aunque también se incluyen flores, frutos o alimentos por su carácter efímero, y por supuesto los cráneos o calaveras, cuya sola presencia en una composición ya comporta una modalidad de vanitas, como ocurre en algunos autorretratos.

Los libros tuvieron un papel muy importante en las vanitas, aunque también constituyó una especialidad: el bodegón de libros, bien manuscritos o impresos. Tras la invención de la imprenta y la proliferación consiguiente de ejemplares, los libros pasaron a ser tema de la plástica, pero también, al proliferar los libros de temática profana o científica, fueron mal vistos tanto por la Reforma como por la contrarreforma. Valdivieso explica que "en una época en que aumentaron las ediciones y lógicamente se intensificó el número de lectores no sorprende que los libros fueron utilizados en pintura como símbolos de la inutilidad del saber que para nada beneficia al espíritu cristiano". Por otro lado, indica que muchos libros, baratos pero de mala calidad, eran frágiles y de fácil deterioro, y que en poco tiempo adquirían un aspecto avejentado y caduco, deterioro que fue utilizado por la pintura barroca como alegoría de la futilidad y las vanas pretensiones del saber, pasando de inmediato a ser vanitas en sí mismas en la plástica europea -vanitas de libros- o ser un objeto más de las vanitas (Valdivieso, 2002). Entre las primeras destaca algunas composiciones de Antonio de Pereda y Andrés Deleito, y sobre todo numerosas composiciones anónimas (fig. 38) y las que se

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encuentran en colecciones particulares. Por lo general las vanitas-libros se acompañan de material de escritura, pluma y tintero, quevedos y, por supuesto, de una calavera. Quizá la que mayor interés presenta sea la que subraya Valdivieso de Juan Francisco Carrión, una vanitas de excepcional interés por su iconografía sobre la transitoriedad del conocimiento y el saber y el hecho de que se pueda discernir en los lomos los títulos de los libros (fig. 39).

Las ideas que contrastaban la vida y la muerte, y que se introdujeron en las mentalidades

de todos los niveles sociales en la España del Siglo de Oro, están descritas en la literatura de una manera reiterativa y enajenante: desde los ars moriendi, como el Arte de Bien morir de Fernández de Santaella, de comienzos del siglo XVI, hasta las obras de Quevedo, con La cuna y la sepultura para el conocimiento propio y el desengaño de las cosas ajenas (1634), pasando por los ejercicios espirituales de San Ignacio (publicados en 1522), las meditaciones de Fray Luís de Granada, los distintos tratados de literatura emblemática o, el más virulento, el Discurso de la verdad de Miguel de Manara, publicado en 1671. En este sentido, fue el sustrato intelectual el que hizo que las vanitas en la España del Siglo de Oro se desarrollaran con una peculiaridad diferente, y original con

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respecto a otros países, de ahí que este tipo de cuadros tuvieran una intensa demanda (Valdivieso, 2002).

La mayoría de representaciones pictóricas con vanitas en España fueron denominadas desengaños, o pinturas del desengaño, un concepto estoico y senequista que perduró en la Península y se intensificó en la época barroca, cuando la realidad cotidiana hispana estaba impregnada de un intenso pesimismo y una marcada decepción sobre la existencia, motivada realmente por la crisis política del Imperio español, los impuestos y la carestía, extremos que la literatura expresó con el vocablo "desengaño", pues como Sebastián de Covarrubias define, desengaño es la mesma verdad que nos desengaña..:. la desilusión consciente ante la realidad más certera, la muerte que llega. Y la Iglesia, como aclara Valdivieso, fue la encargada de servirse de esta idea para dominar, controlar y dirigir a todas las clases sociales. Quizás, por este papel rector, las vanitas del Siglo de Oro se presentan con una iconografía autóctona y propia de la tradición pictórica española: el ángel admonitor, la figura que la Iglesia propone como mensajero de Dios para advertir no tanto de la muerte como de las pautas necesarias que debe seguir el hombre para alcanzar la salvación.

El gran artífice de esta iconografía fue Antonio de Pereda (1611-1678), un bodegonista que se especializó en el tema y ejecutó composiciones magistrales. Hacia 1634 realiza por encargo del IX Almirante de Castilla, una gran vanitas (fig. 40), que originalmente se denominó, tal y como consta en su almoneda, "desengaño del mundo, con unas calaveras y otros despojos de la muerte", un cuadro considerado como ejemplo canónico al reunir todas la convenciones simbólicas, todos los objetos necesarios para esta categoría de bodegón, y añadir significaciones complementarias a través de figuras o personajes, cuya gestos o actitudes refuerzan el sentido metafórico. La figura que preside la composición es un ángel, cuya misión es desengañar a los mortales "de los aprecios que pueden sentir por las cosas de este mundo" y lleva en una mano un medallón con la efigie de Carlos V, mientras que con la otra señala un globo terráqueo y, por tanto, es portador de un mensaje claro: del emperador que dominó el mundo... tan sólo quedan los libros de historia que guardan su memoria y que están depositados sobre la mesa de la izquierda. El poder y la gloria son pasajeros, al igual que la belleza sucumbe ante el transcurrir del tiempo, belleza simbolizada por los retratos femeninos; un poder que procura belleza, al igual que la fortuna... son conceptos simbolizados en las monedas, las joyas y las cartas de una baraja. Al otro lado, a la izquierda y sobre los viejos libros aparece la rigurosa iconografía de la vanitas: calaveras, una vela ya apagada, armaduras y armas y un reloj de arena. Bajo una calavera la inscripción NIL OMNE: TODO ES NADA. Para Valdivieso esta obra inauguró "una forma expresiva que disfrutó de una gran fortuna en el desarrollo del arte español de la segunda mitad del siglo XVII". Compara este cuadro con otro desengaño de Antonio de Pereda, perteneciente al Museo de los Uffizi de Florencia (fig. 41), ejecutada hacia 1670 y que presenta una disposición y un contenido iconográfico similares, aunque con algunas novedades. La más importante la representación del Juicio Final a través de un cuadro: el ángel advierte de la necesidad de unas pautas de conducta para llegar a la salvación (Valdivieso, 2002), siguiendo un espíritu muy contrarreformístico. La calidad compositiva de ambas obras demuestra que Pereda conocía bien las obras flamencas de bodegones y vanitas realizadas por Pieter Boel, Frans Snyder o Adriano de Utrecht, con representaciones de mesas abarrotadas de objetos y un ritmo compositivo pujante y dinámico.

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Hay una tercera obra cumbre en las vanitas españolas cuya atribución presenta cierta

incertidumbre. Se trata del desengaño de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, tradicionalmente atribuido a Antonio de Pereda. Sin embargo, tal y como han analizado Pérez Sánchez y Valdivieso, el estilo no recuerda nada al de Pereda. Ambos historiadores apuntan a Francisco Palacios, un artista poco conocido, considerado por Palomino como discípulo de Velázquez y que tuvo cierto renombre en la corte madrileña

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durante la segunda mitad de la centuria. El cuadro se conoce como El sueño del caballero (fig. 42): un cortesano duerme presidiendo una mesa donde se amontonan un conjunto de objetos tutelados por la calavera, parejo a los Peredas de Viena y Florencia. A su lado un ángel lleva una cartela entre las manos en el que reza el mensaje AETERNA PUNGIT, CITO VOLAT E OCCIDIT.

Entre la numerosa producción de vanitas en suelo español, destacan numerosas obras

anónimas, así como cuadros de autores de segunda fila, como el de Francisco Velázquez Vaca, cuyo desengaño (Convento de San Quirce, Valladolid, 1639) presenta, pese a la discreta calidad, una iconografía muy sugerente. Entre las inscripciones que incorpora, una de ellas -MORIRÁS BELA ISABELA- alude a la muerte de la emperatriz Isabel, cuyo cadáver descompuesto vio San Francisco de Borja, motivando su conversión (Valdivieso, 2002). Muchos son los estudiosos que han reparado en la interesante composición del pintor Pedro de Camprobín (1605-1674), una vanitas en el que aparece la imagen femenina para simbolizar el amor impuro. El joven caballero y la muerte (fig. 43) trasmite un claro mensaje: el peligro del amor carnal. Un hombre joven espera la visita de una dama, quien llega vestida a la usanza, tapada con un velo: la escena recoge el momento en que se descubre y muestra los rasgos de la calavera y el esqueleto. Es la muerte que llega para castigar los deseos lascivos del joven. Los objetos sobre la mesa son alusiones a los placeres mundanos: un laúd, una pistola, libros, monedas, naipes, una caracola. Se ha indicado que esta representación tiene precedentes literarios, en el drama de Calderón de la Barca, El mágico prodigioso.

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La postura exacerbada de la vanitas vendrá con los pinceles de Juan de Valdés Leal (1622-

1690). En 1660 ejecuta la Alegoría de la vanidad (Wadsworth Atheneum, Hartford) y la Alegoría de la salvación (Museo de York). En la primera introduce una referencia clásica, un niño soplando pompas de jabón, mientras que un ángel levanta una cortina para mostrar una representación del juicio final. Entre los libros que hay sobre la mesa destacan varios tratados muy consultados por los artífices: los Diálogos de la Pintura de Vicente Carducho, Le Due rególe de la prospectiva de Giacomo Vignola y la Obra de Arquitectura de Alonso de Herrera. La segunda alegoría introduce a dos personajes, un ángel que alude a la salvación y un hombre joven que reza el rosario y lee lecturas piadosas. El interés de estos cuadros radica en que son los antecedentes de los famosos jeroglíficos de las postrimerías, ubicadas en el sotocoro de la Iglesia del Hospital de la Santa Caridad de Sevilla. Se trata de dos grandes composiciones que interpretan el pensamiento del Miguel de Manara, fundador del hospital y autor del Discurso de la verdad, publicado en 1672. El primer jeroglífico se denomina IN ICTU OCULI, frase de la I Epístola de San Pablo a los Corintios, 15-52, que traduce el hecho de que la muerte llega "en un abrir y cerrar de ojos" (fig. 44). La imagen del esqueleto, portando una guadaña y una mortaja, preside una completa vanitas en primer término. FINÍS GLORIAE MUNDI es el título del segundo jeroglífico (fig. 45), en cuyo primer plano aparece el cadáver de un obispo en una cripta, y sobre él una balanza de dos platos pesando animales símbolos de los pecados, el de la izquierda, y símbolos de la virtud, el de la derecha, con sendas inscripciones: NI MAS - NI MENOS.

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La línea iniciada por Juan de Valdés Leal fue continuada por su hijo Lucas Valdés (1661-1725), un pintor que traspasa el siglo y se inscribe en los programas decorativos de edificios del barroco exuberante andaluz, en los que demuestra una gran maestría en las perspectivas ilusorias. Realizó una Vanitas, hacia la década de los años setenta (fig. 46) que deriva de los planteamientos aprendidos en el taller de su padre, pero con una composición en diagonal y mayor movimiento gracias a las bases escalonadas donde se apoyan los objetos, una fórmula que ya vimos en Van der Hamen.

Bibliografía comentada

En el texto las citas bibliográficas, entre paréntesis, se refieren tanto a los títulos mencionados a continuación, como a la bibliografía general que se recoge al final del libro.

AA.VV. (2000): El bodegón, Madrid, ed. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Con una veintena de ensayos dedicados al estudio del bodegón, realizados por especialistas españoles y extranjeros, este libro se convierte en una obra de lectura obligada para los alumnos que cursan esta asignatura. Las diferentes perspectivas con que se aborda el estudio de la naturaleza muerta suponen un complemento imprescindible para el texto del presente manual y un enriquecimiento indudable en su aprendizaje.

ATERIDO, A. (2002): El bodegón en la España del Siglo de Oro, Madrid, Edilupa Ediciones. En edición de bolsillo y muy manejable, se trata de uno de los mejores análisis para el estudio del bodegón español del Barroco, una excelente síntesis, clara y puesta al día, que cuestiona el excesivo celo iconográfico con que se han estudiado los bodegones del Siglo de Oro, planteando nuevas interpretaciones y aportaciones.

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CHERRY, P. (1999): Arte y Naturaleza. El Bodegón español en el Siglo de Oro, Madrid, Editorial Doce Calles. De gran formato y buenas ilustraciones, el texto procede de una investigación rigurosa, por lo que es recomendable su consulta, tanto para ampliar los contenidos sobre el bodegón español, como para conocer las aportaciones de este hispanista.

SCHNEIDER, N. (1992): Naturaleza muerta. Apariencia real y sentido alegórico de las cosas. La naturaleza muerta en la edad moderna temprana. Colonia, Taschen. Con buenas ilustraciones, con una estructuración en tipologías, este trabajo abarca la panorámica europea del siglo XVII, siguiendo los planteamientos metodológicos e historiográficos de unos de los grandes especialistas en este género, interesado en la imagen del bodegón como reflejo ante todo de cuestiones sociales, económicas y culturales.

VALDIVIESO, E. (2002): Vanitas y desengaños en la pintura española del Siglo de Oro, Sevilla, Fundación Instituto de Empresa-Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispánico. Entre los estudios dedicados a las vanitas españolas, este libro propone una puesta al día clara y sistemática, ahondando en la diversidad de propuestas que tuvo esta categoría de bodegón en el ámbito español.

Bibliografía de ampliación

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CALVO SERRALLER, F. (2005): "El bodegón" en Los géneros de la pintura, Madrid, Taurus, pp. 267-361.

CALVO SERRALLER, F. (ed.) (2008): Los pintores de lo real, Madrid, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores.

CHERRY, P. (1999): "Los bodegones de Velázquez y la verdadera imitación del natural" en el Catálogo de la exposición Velázquez y Sevilla, Sevilla, Junta de Andalucía, Consejería de Cultura.

CHONG, A. (2009): "Alegorías de la abundancia: la pintura de bodegón en Flandes" en La senda española de los artistas flamencos, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores.

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Arte y Realidad en el Barroco 225

TEMA 9 Retrato de la pintora barroca Amparo Serrano de Haro Soriano

1. Introducción.

2. Algunas reflexiones generales sobre la mujer artista y la Historia del Arte.

2.1. La mujer y la alegoría.

2.2. La historiografía clásica: Vasari y las mujeres artistas.

2.3. Crítica de arte feminista y Nueva Historia.

3. El autorretrato femenino.

4. Mujeres artistas: desde el Renacimiento hasta el Barroco.

4.1. De padres a hijas.

4.2. Pintoras de Corte.

4.3. Monjas pintoras.

4.4. Las pintoras de bodegón.

Sofonisba Anguisola. El juego del ajedrez

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1. Introducción Con el cambio de paradigmas que supone el Renacimiento, y ligado a lo que es la nueva

consideración intelectual y social del artista, aparece el "fenómeno" de la mujer artista, directamente vinculada a este cambio y que encuentra en el ámbito que la Corte ofrece un espacio particular (obviamente también limitado) para la legitimación social de las mujeres.. .como dice Natalie Zemon Davies: "(el) discurso pletórico y machacón acerca de la mujer y de su naturaleza es (siempre) un discurso impregnado de la necesidad de contenerla, del deseo, apenas disimulado, de hacer de su presencia una suerte de ausencia, o, por lo menos una presencia discreta que debe ejercerse en los límites cuyo trazado se asemeje a un jardín cerrado"1.

Es fácil argumentar que es precisamente en la Corte, ese espacio de nuevas relaciones de poder, en el que la belleza, la gracia, la conversación y por tanto el ingenio, la poesía y todas las artes menores y mayores juegan un papel "socializador" en el que la mujer juega un papel esencial como queda patente en "El cortesano" de Baltasar Castiglioni. Sin embargo, es en las "Cortes del Amor" y el ideal caballeresco en donde se fragua este nuevo "ideal". Más adelante y aunque puedan citarse muchos distintos ejemplos, quizás sea la más conocida la de Margarita de Navarra (hermana del Francisco I, Rey de Francia) y su creación de una Academia femenina para hombres y mujeres por igual. Y por supuesto es de rigor citar nombres como los de Isabel y Beatrice d'Este o Cecilia Gallerani (amante de Ludovico el Moro) que apoyaron un gusto "nuevo" asimilado a formas de sentir y pensar "femeninas" que surgen a partir de finales del siglo XIII, tanto en la literatura con el "Dolce Stil Novo", como en las artes plásticas con la "dulzura" pictórica que luego artistas como Rafael o Leonardo da Vinci se encargarán de plasmar.

Puede aventurarse que hay una posible lectura de La Mona Lisa como objeto y sujeto de una nueva sensibilidad sonriente, alejada por igual de una lectura de la figura femenina en clave carnal, o de ídolo sexual, tanto como del simbolismo de la mujer-estandarte, majestuosamente hierática que se carga con joyas y blasones (e iniciales, como símbolos de riqueza y poder, de la casta, de la "gens", masculina). Ya que es necesario estudiar el papel de la mujer como "impulsora" y no sólo productora de nuevas formas y gustos. En ese sentido es muy interesante un nuevo sesgo de estudios históricos dedicados al mecenazgo femenino, en el que se están dando resultados muy interesantes ya que el mecenazgo es un elemento esencial en el proceso de autoconstrucción de todos los cortesanos y parte integral de las estrategias de socio-legitimación.

1 Historia de las mujeres (Del Renacimiento a la Edad Moderna). G. Duby y M. Perrot. Taurus. 1993.

Introducción Natalie Zemon Davis. P. 19.

Arte y Realidad en el Barroco 227

Actualmente se está estudiando el patronazgo de la nobleza (Isabella d'Este en el Renacimiento por ejemplo y en el Barroco diversas figuras como Margarita Gonzaga que apadrina a Lucrina Feti o las damas de la nobleza boloñesa y sus encargos a Lavina Fontana .. .). Además de figuras regias como las de María de Hungría y su apoyo a Caterina de Hemesen, Isabel de Valois y Juana de Austria a Sofonisba Ánguissola, Cristina de Francia (Duquesa de Saboya) a Giovanna Garzón, Isabel I de Inglaterra a Levina Teerline2. También apoyos puntuales como los de la reina Charlotte de Inglaterra a la pintora de flores María Mosley, la Reina María Antonieta a Elizabeth Vigée-Lebrun o la Princesa Adelaida, tía de Luís XVII a Adelaida Labille-Guiard. Lo interesante es cómo las mujeres instruidas y de un poder relativo apoyan a otras mujeres artistas, pero aquellas verdaderamente poderosas o llamadas a ejercer un papel efectivo (un papel masculino) buscan que sea un varón (con probada fama y prestigio) el que se encargue de llevar a cabo su representación (así por ejemplo María de Médicis y Rubens).

Igualmente en la Contrarreforma, las nuevas órdenes religiosas que se crean, muchas veces empiezan apoyándose en el patrocinio femenino (era muy frecuente la entrega de joyas para la orden, no solo esto revela la entrega de un patrimonio personal, quizás el único del que la mujer podía disponer libremente (y por tanto su patrocinio es un acto privado no a cargo de su marido o familia), sino también el simbolismo personal de renuncia al mundo y sus vanidades que este gesto significa. Sin embargo es frecuente observar cómo luego cuando la orden está más asentada, se busca ir desligándose de las patrocinadoras femeninas e incluso borrar sus huellas (como en el caso de la orden de los Jesuitas).

Nuestro capítulo pretende ahondar en el análisis de la relación entre imagen y realidad (social, económica, intelectual) de la mujer pintora empezando (es casi obligatorio) en el Renacimiento y centrándonos sobre todo en el Barroco, para atender al fenómeno de su autoconstrucción como artista en el marco de una cultura cortesana que irá derivando hacia una cultura ciudadana.

Últimamente nuestro objetivo sería estudiar así la relación entre la apariencia y la identidad sexual femenina, tanto desde la perspectiva del que crea la obras pictóricas, como del que las encarga, las recibe, las transmite y como aquello conforma un código de signos por el que la mujer se siente configurada (y a menudo atrapada), muchos de los cuales siguen vigentes hoy en día.

En ese sentido nos detendremos a estudiar en detalle algunas de las tipologías que son usadas en el autorretrato de pintoras, resaltando sus relaciones con el autorretrato masculino (parecidos y diferencias) al igual que resaltando aquellas tipologías que han sido más habituales (o exitosas) y las más excepcionales o únicas, atendiendo a la implícita premisa de que todo proceso de autoconstrucción presenta ciertas tensiones, no solo en el seno de la sociedad en la que se crea sino dentro de cada artista.

2 Esta miniaturista, según distintos autores, es la creadora del sello de la Reina. Sobre el tema del "topos" de

la fémina excepcional ver también Regina Schulte. The Body ofthe Queen. Berghan Books. New York, Oxford- 2006.

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2. Algunas reflexiones generales sobre la mujer artista y la Historia del Arte

2.1. La mujer y la alegoría A pesar de conocer la existencia histórica de mujeres pintoras a través de autores reputados

de la Antigüedad, como Plinio el Viejo en su Historia Natural (así Tamar, Irene, Marcia, Calipso, Aristarete, Laia y Olimpia), este dato fue en su mayor parte ignorado, ya que la mujer en cuanto a representación femenina fue utilizada principalmente, mayoritariamente, como figura alegórica.

De alguna forma podemos aventurar que las mujeres artistas han existido desde siempre, antes de que el arte fuese arte y ligadas a las prácticas religiosas y sociales de los distintos agrupamientos primitivos. Sabemos que el arte estaba asociado a la magia, magia "simpática" esencialmente basada en la rememoración mediante imágenes de acontecimientos del pasado y para convocarlos en el futuro... y aunque como ya vimos nos quedan algunos nombres de la antigüedad y algunas leyendas como la de la muchacha corintia que ayudada por la luz de un candil dibuja el perfil de la sombra de su amado sobre una pared para tener sus rasgos siempre presentes en su ausencia... la división de roles que en el mundo Greco-romano otorga al hombre las funciones públicas y relega la mujer a la esfera privada del "mundo masculino" es el que prevalece debido a un sistema patriarcal que quiere garantizar la sucesión en criaturas que lleven el apellido y la huella genética de sus padres.

Al igual que las "Siete musas", y las artes en general, la representación de "la mujer como pintura", es decir como representación alegórica del arte, dificultó, y convirtió casi en imposible, una visión o concepción de la mujer como pintora real, y como artista histórica. Lo que, por otra parte, hubiese sido ajeno a una estructura social constituida durante siglos sobre la base de la pasividad (intelectual y profesional, social) femenina y la actividad masculina. Es decir, una jerarquía de poder (de saberes y roles) en que a la mujer solo se la permitía ejercer en el ámbito de lo doméstico, de lo privado. Es frecuente encontrar a la mujer a lo largo de los siglos encarnando distintos símbolos, que van desde la representación de la Abundancia hasta la Libertad, pasando por la Justicia (por poner algunos ejemplos muy habituales).

Esto se debe no a una "valoración" de la mujer sino precisamente a lo contrario, a su "desvalorización", su carácter anónimo. Es decir, si se representa a un hombre sabemos que significa un personaje concreto, sea imaginario o real: Ulises o el Dr. Pasteur; si es una mujer la representación pierde el carácter concreto para fundirse en un símbolo general, sea éste la Aventura o la Medicina.

A mi modo de ver esta característica cultural, sobre todo ligada a su temprana asociación a las artes y a la necesaria "Belleza" de éstas (característica de la que las artes no se desprenden hasta bien entrado el siglo XX), ha dificultado (entre otros muchos factores bien evidentes) una aceptación "visual" de la mujer como artista.

Arte y Realidad en el Barroco 229

2.2. La historiografía clásica: Vasari y las mujeres artistas Además es importante entender que la historiografía artística desde la propia obra

fundacional de Vasari en el siglo XVI ha sido un elemento importante en la negación del status de artista para la mujer. Ya que en las "Vidas..." nos encontramos que aunque se mencionan mujeres artistas siempre se hace la distinción entre cualidades artísticas, que son virtudes propiamente femeninas (más suaves y menos innovadoras que aquellas de los hombres), y aquellas artistas mujeres que sin embargo, son capaces de hacer obras "como si fuesen hombres". Esto ya de por sí muestra una jerarquía implícita en la obra hecha por hombres y mujeres, además que pone en cuestión la adecuada integración en su propio sexo de aquellas mujeres que son capaces de crear "como hombres" que más que féminas devendrían "viragos". Este "determinismo biológico" a la hora de valorar, apreciar e interpretar una obra va a marcar la relación con la creatividad femenina hasta bien entrado el siglo XX. Pero, hay un elemento más en el libro de Vasari y que apuntala ese razonamiento de determinismo biológico y es la noción de "genio".

El "genio" según Vasari es el escalón superior de artista, y es algo que no se puede "llegar a ser" sino con lo que se nace. Cómo es lógico no todos los artistas masculinos son genios sino tan solo unos pocos. Para Vasari la personificación de este genio sería el artista Miguel Ángel y algunas de las características del genio serían: una llamada al arte desde la niñez, una vocación tan fuerte que triunfa de todos los obstáculos, una naturaleza "proteica" que le hace destacar no solo en una sino en varias artes a la vez: escultura, pintura, arquitectura, poesía. . .Por supuesto que esta descripción toma mucho del modelo hagiográfico de la vida de los santos pero también hay que entenderlo como una reivindicación peculiar dentro de la sociedad estamental del Renacimiento. Cuando Vasari toma las figuras de los santos (no de modo deliberado, sino inconscientemente) como "precedente" de los artistas, lo que hace es elegir una figura que (por obra y gracia de Dios) escapa a la regulación social en estamentos muy rígidamente consolidados de la época. El santo, como luego el artista, pueden provenir del estamento más bajo pero eso no les impedirá llegar a integrarse en los estamentos más altos, la aristocracia y la realeza por sus propios "méritos".

Ahora bien este hecho, el de una "ascensión social" por méritos (la posibilidad de una meritocracia ajena a los criterios hereditarios de sangre, de abolengo) es algo tan "revolucionario" que la función del genio ejerce como figura disuasoria o restrictiva: es el "muchos son los llamados pero pocos los elegidos" de la época.

Las mujeres quedan de forma implícita expulsadas (en razón de su sexo) de la categoría de "genios" ya que la "energía" procreadora que es característica del genio no se puede manifestar en ellas (apacible y fértil pasividad) por razón de su propia "naturaleza".

Por lo tanto podemos decir que la dificultad social del ascenso del artista (en base a la ilusoria (y ficticia desde una perspectiva actual) noción de genialidad ha funcionado en detrimento de la mujer, cuyas supuestas cualidades femeninas (suavidad frente a energía; paciencia frente a invención; docilidad frente a personalidad) se situarían en directa oposición a las que conforman el genio.

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2.3. Crítica de arte feminista y Nueva Historia

Dos artículos fundamentales de los años 70 del siglo XX inician lo que será un cambio de perspectiva radical sobre el papel de las mujeres en la historia, un cambio que parece poner el acento en la cuestión del género pero que, en realidad, acaba por desmantelar y poner en cuestión la base misma de las disciplinas en cuestión: la historia y la historia del arte.

Linda Nochlin primero con su famoso artículo: "¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?". Y Joan Kelly con su: "¿Es que verdaderamente existió el Renacimiento para las mujeres?". Hacen saltar todas las alarmas y todas las premisas de la ortodoxia histórica con resultados tremendamente fructíferos.

Linda Nochlin demostró de modo objetivo las dificultades femeninas para acceder a la instrucción adecuada (que tuvieron precisamente por pertenecer al sexo femenino) y que les impedía estudiar por ejemplo el desnudo y todas las demás limitaciones de todo tipo, desde el institucional al social, que hacía de la vocación artística de las mujeres una verdadera carrera de obstáculos según frase de Germaine Greer. También desveló la existencia de un canon de rasgos masculinos (ver epígrafe precedente) que se presentaba bajo las características del "genio". Nochlin enuncia que ese canon occidental (mal le pese a Harold Bloom) no es sino un "relato" más mítico, es decir literario, que otra cosa, sostenido por el argumento de autoridad y la inercia monográfica de los guardianes juramentados (tanto hombres como mujeres) de un culto acrítico.

Joan Kelly demostró que lo que se consideraba hasta entonces "el avance de la civilización" estaba encarnado en realidad por el avance del hombre (blanco, occidental) y que ese era el parámetro universal de medida Y dentro de ese esquema cada periodo de cambio de paradigma: Renacimiento, Barroco, Ilustración, Revoluciones...afectaba de modo distinto a ese colectivo, no unitario e igualitario, sino disconexo y heterogéneo denominado Humanidad...

Ambas desvelaron en definitiva las leyes de poder patrimonial sobre las que descansaba de modo "invisible" e incontestado la disciplina histórica.

Esta Historia tradicional, también llamada historia política (o como la define Braudel en los años cincuenta: historia de los eventos) fue ya puesta en cuestión por la historiografía marxista a partir de los años treinta. Esencialmente lo que se reprochaba a la historia tradicional no era solo que estaba escrita siempre desde la perspectiva de los vencedores sino, que el supuesto análisis "objetivo" de los datos, de los acontecimientos se revelaba insuficiente para dar cuenta de la realidad social y económica de cualquier sociedad.

Sin embargo la historiografía marxista que ha abierto caminos muy importantes, pronto se reveló deficiente a la hora de analizar la superestructura cultural y su relación con la base económica. Ya que es algo simplista su formulación de la cultura como un espejo, un reflejo inmediato y no problemático de una sociedad... además de que esa noción omite una de las características esenciales del campo cultural, que es precisamente su heterogeneidad.

La respuesta a esta situación de estancamiento teórico vino de la mano de la Historia Cultural, también llamada Nueva Historia y que muy influida por la Antropología y el Estructuralismo, logra establecer conexiones históricas entre símbolos y vida cotidiana.

Arte y Realidad en el Barroco 231

Esencialmente parte de su metodología consiste en detectar "patrones de cultura" o modelos culturales, es decir revelar las estructuras, que los pensamientos y los sentimientos de una época dada, tienen con las formas simbólicas de su producción cultural.

Esto exige encontrar redes o puntos de relación entre un número amplio de disciplinas o áreas de conocimiento con vistas a dibujar el mapa mental o repertorio de asunciones que caracterizan una época. Y también una actitud crítica en permanente estado de alerta para poder desvelar la relación entre verdad y estereotipo.

En esta Nueva Historia, encontró su lugar natural la Historia de las mujeres o Historia de género. Ya que uno de los posicionamientos de la Nueva historia frente al gran relato de la historia tradicional es la conciencia de lo que esta dejó fuera, olvidó o volvió invisible. Aunque es verdad que se puede defender de modo legítimo que la historia de las mujeres es la aportación teórica e intelectual que surge como consecuencia de la actividad política de las mujeres y su asentamiento definitivo en el campo público y que es esa realidad, junto con otros cambios de mentalidad, la que ha propiciado la existencia, la necesidad, de otra historia.

En todo caso, lo importante es que hay que señalar un cambio en la esencia de lo que consideramos histórico y en la concepción misma de lo que es la Historia, que procede de un cambio en las mentalidades, en la percepción de la identidad misma, que en lo que se refiere al Zeitgeist occidental deviene finalmente una identidad mixta hombre/mujer.

Esta nueva identidad es la razón por la que los estudios sobre las mujeres ilustres del pasado y los condicionamientos pasados y presentes de la construcción de una identidad femenina no pueden, ni deben, entrar a formar parte de un "gueto" ya que indagan en una herencia común que nos enriquece a todos.

Hacer historia de género no puede ser hacer listas de artistas mujeres en que se mezclan las reconocidas, las poco conocidas y las desconocidas (que requieren distintas categorías de análisis) y ponerles títulos reivindicativos o semi-líricos (las olvidadas, las amazonas, las rebeldes, las histéricas, las geniales...) y contar su vida a grandes rasgos, a menudo incurriendo en deslizamientos históricos... no se trata de escribir una hagiografía de las mujeres ilustres del pasado... tampoco de decir, rompiéndose las vestiduras, que se trataba de una sociedad misógina, patriarcal, esto es cierto, pero a la vez su enunciación es evidente y es caer en un anacronismo conceptual.

Hacer historia de género es, por supuesto, recuperar obra y documento de las mujeres del pasado pero es también entender y "desvelar" el sistema de enjuiciamiento que subyace a la disciplina de Historia del Arte y la razón de ser de su (más mutable de lo que se querría creer) escala de valores.

Esto es tan importante como lo anterior, y produce que cuando las mujeres se incorporan a la Historia, motiven su reescritura (Joan Scott) y la redefinan (Joan Kelly). La incorporación del estudio de la mujer profundiza en el estudio de los mecanismos de la regulación del poder y de la ideología simbólica en una época determinada: los mecanismos de aceptación y rechazo, de excepción y de regla.

Esto nos lleva a deducir que una historia de género realmente lucida, implica realizar un estudio histórico de carácter general, a la vez que un estudio ideológico. La historia de género no debe ser algo aislado, una historia "compensatoria" o una historia "victimista", es una

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determinada perspectiva de análisis histórico sobre una sociedad y una época dada y sobre la Historia de una disciplina. Porque es imposible estudiar las mujeres de una sociedad sin estudiar a los hombres, los hombres que las ayudan a triunfar, los hombres que las hunden, los hombres, en definitiva, que las rodean. La historia de género se plantea revelar los sutiles mecanismos simbólicos, las estrategias, por los cuales un grupo mayoritario de población pero excluido mayoritariamente del poder, a nivel publico y privado, las mujeres, por razón de su definición sexual, logra acceder a él de forma peculiar y minoritaria.

Como dice Natalie Zemon Davis, en un trabajo reciente, lo importante es que la historia de las mujeres forme parte, en un sentido fundamental, de la historia más general, abra el camino a una historia "integrada", la historia de las mujeres en la Historia.

3. El autorretrato femenino

Todo autorretrato es ante todo un ejercicio de poder (aunque solo fuese técnico) ya que el género del retrato viene ligado desde la Antigüedad al culto a los muertos relevantes, a las personas ilustres, es decir excepcionales, en una familia o en un lugar, una representación que tiene una significación pública y privada, aquellos cuya figura (y vida modélica) merecen ser recordados. Así que desde el momento en que un pintor toma los pinceles para pintarse a sí mismo, está ya proclamando su propia importancia que, sin duda, la calidad de su trabajo puede servir para ratificar o denegar.

Cuando los artistas del Renacimiento se pintan a sí mismos están celebrando también su propia pertenencia al estatus del poder, su propia importancia como artistas (que dejan atrás su pasado gremial de artesanos para glorificar su individualismo) y su carácter modélico para la sociedad que la historiografía artística por medio del relato de sus vidas se está encargando de difundir.

El retrato demostrativo como se ha venido a llamar el autorretrato femenino es, una necesidad propia del artista mujer: ya que la incredulidad que suscita su capacidad para crear produce una mayor necesidad de atestiguar su autoría. Sin embargo, el autorretrato masculino manifiesta el antagonismo del artista renacentista, frente al anonimato de la organización gremial y manifiesta la lucha del artista singular, del artista "genial", frente al taller o "botte-ga" del que procede, donde se llevó a cabo su educación plástica y donde las obras de los artistas que allí trabajan quedan bajo la tutela, las comisiones, la firma y por lo tanto la autoría representativa del artista principal.

Es frecuente en ambos casos, hombres y mujeres, que este tipo de obra incluya al propio artista con una obra suya, siendo así no solo un autorretrato sino también un cuadro dentro de otro. Esto permite al artista exponer otra faceta suya (es decir su facilidad para trabajar en otro género) además de la de retratista y este puede ser pintura de bodegones (o naturalezas muertas), alegorías, paisajes, etc. Sin embargo, es importante señalar cómo en el Renacimiento los artistas masculinos evitan representarse en el acto mismo de pintar -es más importante para ellos subrayar el aspecto "teórico" de su actividad pictórica.

Como señala S. Waldemann: "hasta finales del siglo XVII debemos partir de la idea de que el retrato del artista cumplía sobre todo una función programática -ademas de memorialista-:

Arte y Realidad en el Barroco 233

el artista se mostraba (...) como representante de un tipo definido: erudito, amante del arte o experto en retórica"3.

Waldemann distingue tres tipos de autorretrato de artistas el de "pintor cristiano" (ej.: Ribalta y Zurbarán) el de "pintor noble" (ej.: El Greco y Velázquez) y el de "pintor docto" o erudito o profesor (ej.: Carducho, Murillo, Rubens y Poussin).

Como veremos más adelante los autorretratos femeninos destacan por su insistencia en el aspecto demostrativo y memorialista de sus autorretratos. Pero también hay referencias a las tres tipologías descritas por Waldemann pero sobresale el uso de la imagen de artista como pintor noble. En ese caso es llamativa la equiparación de la pintura con la música, ya que eran aficiones permitidas y aún alentadas en las "hijas de buena familia" o damas de la nobleza.

Todos los autorretratos femeninos suponen una negociación simbólica entre la imagen de la mujer honorable (buena hija, buena madre, buena esposa: mujer digna y casta) y la imagen de la artista dotada de excepcional talento.

A pesar de que el primer autorretrato femenino que existe sea posiblemente el de la pintora Caterina van Hemessen (1528-1587) si exceptuamos las miniaturas de las copistas medievales (Guda, Ende...), y su huella en las monjas pintoras (como María Ormani o Antonia Uccello).

La pintora italiana del siglo XVI Sofonisba Anguissola es posiblemente la mujer artista anterior al siglo XX de la que más autorretratos se conservan. En parte esto es debido a su temprana valoración y aprecio, que hizo que sus obras no se perdieran, y se conservaran adecuadamente. También influye que ella firmase su cuadros en esa primera etapa de su vida y por lo tanto sus obras no pasaron por el degradante proceso de ser atribuidas a diestro y siniestro, y al carecer de una atribución adecuada entrasen en el limbo de las obras "sin autor" que acaban en los almacenes, o en los sótanos, de los Museos.

Podemos observar al menos 4 distintos tipos de autorretrato de su mano de los que aquí solo vamos a estudiar dos.

En el caso del "Autorretrato de Lancut" (fig. 1), Sofonisba Anguissola usa la tipología de pintor con una de sus obras en el caballete para introducir no solo una referencia a otro "género", otro tipo de cuadro del que es así misma buena pintora, en este caso, el cuadro de devoción (de formato pequeño), sino también otro estilo ya que su propio retrato esta hecho en un claroscuro de referencia flamenca pasado por la escuela boloñesa, mientras que el cuadro que ha pintado y que reposa sobre el caballete hace alusión a un manierismo de tipo miguelangelesco.

En este caso además, y según nuestra personal interpretación, el tema del cuadro de devoción que ha elegido, la Virgen con Jesús niño, es una alusión al rol tradicional de la mujer, al que Sofonisba en apariencia se pliega al utilizarlo como tema del cuadro y que sirve para ocultar (en cierto modo) su propia osadía al representarse a sí misma con los pinceles y el tiento en la mano, como un pintor en posesión de todos sus atributos técnicos que aluden a su conocimiento del oficio. Hay una referencia evidente a la tipología de la pintora cristiana.

3 Susan Waldmann. El artista y su retrato en la España del siglo XVII. Alianza Editorial. Madrid. 2007.

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También en "Autorretrato con virginal" (fig. 2) incide Anguissola en otro tipo de autorretrato, este sería el del pintor "culto" o pintor "noble", ya que desde el Renacimiento uno de los atributos de la nobleza era tener una educación esmerada como viene perfectamente descrito en "El Cortesano" de Baltasar de Castiglioni. Es decir, un conocimiento de los textos y las obras clásicas, de la música y la danza y la posibilidad de adquirir objetos y colecciones valiosas. Es frecuente que en la ascensión social del pintor que se codea con la nobleza, esté ese buscar asimilarse con ella, por lo menos desde el punto de vista de las costumbres y de la educación. Y así puede verse en los autorretratos de Rubens y de muchos otros artistas...

A la vez, encontramos en la alusión al instrumento musical una indicación de que el "talento" de la artista no es solo para la pintura, es decir no solo se trata de un aprendizaje, sino de un verdadero "don" que toma distintas formas y en este aspecto, además de la juventud con la que se presenta, estamos cercanos a un acercamiento al "genio". Esta modalidad de autorretrato tuvo gran fortuna en su momento y podemos verlo en los autorretratos de Lavinia Fontana y Elizabetta Sirani.

Arte y Realidad en el Barroco 235

En Lavinia Fontana encontramos un Autorretrato con virginal (fig. 3) tan similar al de Sofonisba Anguissola que parece legítimo pensar que esta pintora, veinte años más joven, toma de ella la idea principal (aunque sean distintas en cuanto a la composición), la de una joven noble dividida entre sus dos pasiones: la música y la pintura. Al igual que Anguissola

incluye en el cuadro una sirvienta para acentuar su pertenencia a una clase social más elevada e incluye, siguiendo la pauta de los cuadros flamencos, un pasillo que da a otra estancia iluminada por una ventana donde se encuentra un caballete. También en Fontana encontramos una autorepresentación como "pintora docta", al modo usual, la pintora ricamente ataviada, sentada en su gabinete rodeada de libros, esculturas, etc. Tres elementos son a destacar en este autorretrato, la cruz que cuelga de su cuello entre las numerosas joyas, la pluma que sostiene en su mano (fig. 4) y las esculturas que se encuentran en su "estudio".

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La cruz marca su adhesión más convencional a los principios de la Contrarreforma y será su fidelidad a los principios de esta en cuadros de gran claridad compositiva y "facilidad" de lectura quizás rozando lo didáctico uno de sus sellos de identidad en cuanto a la pintura religiosa. Las joyas sirven para enfatizar su pertenencia a las clases altas (sin que por otra parte haya nada que justifique tal pretensión excepto la propia excepcionalidad de sus dotes) y marcan visualmente sus estatus a la vez que indican la importancia que se otorgará en sus retratos a esta característica femenina. La pluma junto con los libros y antigüedades que atiborran el estudio de Fontana, es una de las señales del pintor instruido, intelectual que también se encuentra muy comúnmente en artistas masculinos (fig. 5), particularmente aquellos que han escrito algún libro o tratado (fig. 6). Igualmente las esculturas que reposan sobre la estantería y que representan distintas partes de la anatomía (mano, pies, cabeza) indican una forma "decente" de acceder al conocimiento de la anatomía. Como dice Susan Waldemann en el caso de los artistas doctos: "el motivo de su autorretrato como artista no es el acto artístico sino el intelectual"4.

Incluso más tarde en el siglo XVIII encontramos una referencia a esa doble vocación pintura y música en el autorretrato de Angélica Kauffman (fig. 7), pintora neoclásica, en el que se ha perdido el matiz social (que justificaba su insistencia en el Renacimiento) pero permanece el halo de excepcionalidad de una artista forzada a elegir entre las dos musas y que tiene ya un regusto romántico. Este tipo de autorretrato que también encontró partidarios entre los hombres pintores enlazaba con imágenes tradicionales de la historia del arte en los que un hombre ha de elegir entre dos o tres "mujeres-musas" como el juicio de Paris o la dialéctica del amor casto y el amor profano, o las tres gracias. 4 4 S. Waldemann -opus cit-, p. 144

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Otro tipo de autorretrato mucho más osado y que permanece aislado en su original

planteamiento es el que realiza Artemisia Gentileschi en su famosa obra en que se pinta a sí misma como Alegoría de la pintura (fig. 8). La autoría de esa obra está ahora en cuestión5. Sin embargo, mi opinión personal es que sí es una obra de Artemisia Gentileschi: por parecerse físicamente a los otros autorretratos catalogados, por ser este un tema que ella ya ha tratado anteriormente y por la audacia de su planteamiento y resolución tanto conceptual como formal (los escorzos de Artemisia tienen su propio estilo característico como los de Caravaggio). Lo que algunos expertos han denominado como "tono interpretativo" o "innovación narrativa"6.

Muchas cosas son extraordinarias de esta autorrepresentación, en primer lugar el hecho de que se atreve a reinterpretar la alegoría de la pintura tal y como aparece en los emblemas de Ripa a su propia imagen (y beneficio, podríamos decir), la osadía de esta visión es a mi modo paralela a la de Velázquez en las Meninas en las que se constituye como memorialista de la Casa Real y conocedor de sus entresijos... aquí podemos decir que Artemisia rompe con la dialéctica que aprisiona a la "autora femenina", según la crítica feminista en el paradigma mujer-objeto versus mujer-sujeto para fundirlos en una misma imagen. Además de ello, el lienzo sobre el que se representa trabajando la artista está aún vacío: no pinta a la pintura ya hecha, la obra, como prueba y testimonio de sus habilidades, así como era costumbre en el autorretrato demostrativo, sino el momento previo, el momento de la invención (igual que Velázquez que tampoco nos permite ver la pintura efectuada, sino un comentario en torno de la pintura, unos "márgenes" de la pintura, unas vivencias en torno a la pintura).

5 Roberto Contini y Francesco Solinas. Artemisia Gentileschi. Storia di una passione. 24 Ore Cultura.

Milano, Firenze. 2011. 6 Para un estado de la cuestión, mas una exploración histórica y conceptual de la "guerra de atribuciones" en

esta artista ver Mieke Ball (editora) The Artemisia Files. Univ. of Chicago Press. 2005.

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Artemisia se centra en lo que le antecede. ¿Y por qué? primero porque realmente lo que es

considerado valioso en el Barroco no es la maestría técnica (que se da como un conocimiento tan elemental como imprescindible) sino la capacidad del artista para recrear un inventario de historias de antemano conocidas y tratadas por otros grandes artistas, historia de la Biblia, de los textos clásicos (de Homero a Ovidio), la mitología o las vidas de santos, pero de un modo efectivo e impactante tal y como recomiendan las normas de la Contrarreforma. Esa "inventio" es donde reside el verdadero genio del artista, no en el dócil seguimiento iconográfico de un artista anterior. ... igualmente en esto la idea está por encima de la técnica, la pintura es un arte mental no manual... por lo tanto todo en la obra de Artemisa, el cabello alborotado, el movimiento brusco, inclinada sobre el lienzo como una amante sobre su amado, la ropa desordenada como en un altercado, el medallón que oscila y que muestra la capacidad de imitación, "mimesis", del artista, todo en el cuadro está en función de una fusión de símbolos culturales y personales.

Es necesario mencionar dos autorretratos de mujeres artistas que entran de lleno, sin embargo, en la tipología tradicional (de autorretratos masculinos) se trata de aquellos en los que se han representado las pintoras Judith Leyster y Clara Peeters con la muy llamativa particularidad de pertenecer ambos a la pintora de los Países Bajos (la primera holandesa y la segunda flamenca). Esto demuestra que al estar en un régimen de mercado abierto y fuera de la "jurisdicción" académica (cuyo papel en los Países Bajos es menor y sobre todo posterior a la influencia que tiene en los países mediterráneos y católicos: Italia, Francia, España...) favorece la aceptación de la mujer artista.

En el autorretrato de Judith Leyster (fig. 13) es característico el giro de la cabeza del pintor ante el caballete como saludando a alguien que acaba de entrar, un motivo que fue introducido en la pintura de los Países Bajos por Frans Floris y que fue utilizado por muchos artistas de los Países Bajos, entre ellos Rembrand en su "Retrato con Saskia" de 1638 también

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llamado "El hijo pródigo en la taberna". Este giro busca dotar a la pintura de una dosis de "viveza" que en el caso de Leyster se acentúa por la sonrisa de la misma con la boca entreabierta y mostrando los dientes en un gesto espontáneo que huye de lo "preparado" u "afectado". Con todo ello se desea recalcar el carácter jovial de una autora de cuadros también joviales y desenfadados.

Autorretrato con Saskia. Rembrandt

También el autorretrato de Clara Peeters (fig. 16) se integra dentro de una tipología bien conocida: la "vanitas" que en el caso de Peeters se articula de forma singular eludiendo el manido topos de la calavera. Peeters presenta un bodegón de símbolos enfrentados (o duales) la copa de oro erguida (típica de sus bodegones) contrasta con la fuente caída, la abundancia del dinero con el azar de los dados (un seis y un uno: lo máximo y lo mínimo), la burbuja flota en el

aire con la solidez material de la mesa, las flores en el jarrón y el petalo mustio que ella guarda en un estuche circular...

Finalmente vamos a ver la última tipología, la del artista-profesor. Aunque nos consta que muchas de las mujeres artistas que obtuvieron algo de reconocimiento impartieron clases de pintura (a otras mujeres y hombres), la propia Artemisia Gentileschi, Fede Galizia, Elisabetta Sirani, Judith Leyster, Rachel Ruysch..., no es hasta el siglo XVIII con el dominio absoluto de la Academia cuando deviene imprescindible el papel de profesor-pintor; y el forzado binomio pintor-académico como garante de éxito que se estrecha de forma casi imprescindible esta vinculación... y, efectivamente, las garantías de la subsistencia y el éxito de un artista, que en el pasado corrían a cargo de la figura de los mecenas (siendo estos miembros de la Realeza, la nobleza o la Iglesia) habían sido reemplazados por la Academia como árbitro y juez y tránsito necesario por el que tenía que ser admitido un artista para poder beneficiarse de los encargos tanto estatales como particulares. La Academia funcionaba con un sistema de captación individual que hacía que aquellos que fueran elegidos se veían beneficiados de todas las prebendas, el prestigio social, un prestigio jerárquicamente organizado en grados y temáticas -historia, retrato, bodegón- buscando equiparase con el escalafón militar, y de un cargo vitalicio en el interior de la propia Academia. Si bien la formación académica supone el énfasis en una formación más amplia y más teórica de la que podrá aprenderse en un "taller" con un solo maestro para las mujeres artistas que empiezan a ver limitada, cuando no prohibida, su entrada casi de modo inmediato (desde 1607 en la Academia de Roma) supone un obstáculo casi insalvable.

Las tres pintoras famosas admitidas como académicas en el siglo XVIII fueron en Inglaterra Angélica Kauffmann (1747-1807) (y también María Mosley que hacía cuadros de flores), y en Francia Elisabeth Vigée Lebrun (1755-1842) y Adelaide Labille-Guiard (1743-1807), ambas estaban asociadas a miembros de la Corte; en el caso de Vigée Lebrun, era la pintora oficial de la Reina María Antonieta) y Labille-Guiard estaba asociada a otros miembros de la realeza como la tía del rey Luís XVII, la princesa María Adelaida, que le concedió una pensión real para pintar a distintas nobles, entre ellas a la hermana del Rey, Isabel. Las obras de ambas artistas eran colgadas juntas siempre en las exposiciones que organizaba la Real

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Academia de Pintura y Escultura y cabe pensar en una especie de rivalidad cortesana entre la facción que apoyaba a la reina María Antonieta, también denominada "la extranjera" por su procedencia austríaca, y la de las damas francesas. La Revolución francesa marcó sus destinos, Vigée Lebrun tuvo que exiliarse, pero Labille-Guiard se quedó en París. Sin embargo, a pesar del apoyo de la Casa Real, no se puede considerar a Labille-Guiard como un personaje conservador, se divorció de su marido Louis-Nicolas Guiard tan sólo un año después de la boda y se dedicó a la enseñanza de jóvenes mujeres tanto como a la pintura. Realizó retratos para notables miembros de la Asamblea Nacional, entre ellos Robespierre. En 1790 escribió varias peticiones en las que explicaba cómo la posibilidad de dedicarse al arte podía resultar un medio de vida adecuado para las mujeres jóvenes y sin excesivos recursos y cómo por eso mismo debían de poder entrar en la Academia, aunque fue en vano. La revolución francesa (1789) formalizó por escrito la prohibición (tácita) que hacía muy difícil para las mujeres entrar en la Academia.

Su "Autorretrato con dos alumnas" de 1789 (fig. 9) entraría en la tipología de retrato de "pintor culto" como queda claro por el busto clásico que se encuentra detrás; Labille-Guiard se representa vestida de "etiqueta" no solo exponiendo su conocimiento en realizar tejidos (a los que como hija de un mercero prestaba un cuidado excepcional) sino el ideal leonardesco de la pintura como actividad mental más que física y que por lo tanto no mancha... Detrás dos de sus alumnas son representadas, son retratos pero también podrían ser las alegorías del dibujo (la que esta de perfil) y la pintura, o de la pintura clásica y la moderna (aquella cuya posición frontal se halla medio-oculta por las sombras). Esta idea de la instrucción de las jóvenes en

las artes es algo recurrente desde el Renacimiento, sin embargo, por entonces el carácter "excepcional" de la mujer con un "don" artístico, excluía la noción de un talento que se pudiera ir desarrollando. Sin embargo, tanto la Ilustración como el Romanticismo por distintos razonamientos (la primera por su fe en el aprendizaje y la igualdad de las mujeres con los hombres, la segunda por su noción del arte como un ejercicio revelador y liberador del alma humana) instauran la idea del aprendizaje artístico para aquellas jóvenes que se lo pudieran permitir y se hallará ya plenamente vigente desde el principio del siglo XIX, tanto a nivel privado (el papel de la gobernanta o tutora de las niñas con medios) y en distintas instituciones como el colegio organizado por la pintora inglesa Maria Hadfield Cosway (1759-1842).

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4. Mujeres artistas: desde el Renacimiento hasta el Barroco

4.1. De padres a hijas

Hay una serie de condiciones socio-económicas generales que pueden aplicarse a todas las pintoras del pasado, principalmente a las que surgen en el Renacimiento y el Barroco. Podemos decir que para que se den las condiciones favorables a la aparición de una mujer artista es necesario: acceso temprano a la educación artística en el seno de la familia, a la par que dificultades pecuniarias que requieren de la aportación económica de la mujer. Obviamente estamos hablando de una situación que solo puede darse en medio de una cultura que ha de ser cortesana y luego citadina.

En primer lugar el acceso fácil a la instrucción: casi todas las mujeres artistas proceden de una familia de artistas (esta regla se puede aplicar a los hombres artistas también aunque se dan notables excepciones como por ejemplo, los casos de Miguel Ángel o Leonardo Da Vinci).

Es común que sean hijas de artistas y que estos padres, por alguna razón no hayan gozado de una fama excesiva (con algunas excepciones como Marieta Robusti, hija de Tintoretto, pero el hecho de ser ilegítima la sitúa en una posición distinta al resto de las hijas legitimas del pintor que no fueron pintoras) y decidan volcarse en la instrucción de sus hijos e hijas.

Como normalmente la elección recae en los hijos, cuando son las mujeres las elegidas es muy frecuente que sea por dos razones: o bien son las primogénitas (Caterina von Hemessen, Sofonisba Anguissola, Marieta Robusti, Artemisa Gentileschi, Josefa de Obidos -luego llamada Josefa de Ayala- o hijas únicas -Lavinia Fontana, Elisabetta Sirani, Angélica Kaufman, Elizabeth Vigée Lebrun-), o la familia se compone exclusivamente de hijas (sin que haya ningún varón) esto explica la situación de varias hermanas pintoras en una misma familia, como es caso en las Anguissola, las Caccia o las Ruysch.

Si bien la "anomalía" que suponía una mujer pintora es el hecho que decide a muchos padres a lanzar a sus hijas por ese camino de "fama". Este primer rasgo de las mujeres artistas, el carácter "milagroso" o "extraño" de su don, explica no sólo la insistencia en la juventud con la que se "presentan" sus primeras obras sino también con la que se "representan" y es "típico" del Renacimiento aunque... la excepcionalidad vaya siempre asociada a las mujeres artistas.

Más tarde los factores de "excepción" de su talento son reemplazados por otros tipos de razonamientos, esencialmente "empáticos", o que se basan en una especie de analogía primitiva: la supuesta "habilidad" natural de la mujer para realizar "adecuadamente" los llamados "temas femeninos": retratos de mujer, flores, tejidos, joyas (u otras fruslerías, adornos, cristal, oro y plata), niños pequeños y escenas de maternidad (fig. 10). Igualmente su talento y las características más modestas de éste que según los prejuicios de esa época (que han pervivido hasta la actualidad) se compone más de paciencia y detallismo que de invención o erudición, además de tamaños más reducidos la hacen más propensa a destacar en los géneros menores, esencialmente el bodegón o el dibujo botánico. A lo que hay que añadir que implícitamente se suponía que su obra sería más barata que la de un pintor.

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Estas pintoras muchas veces se casaban a su vez con pintores y trabajaban con estos en sus

talleres. Sin embargo, su trabajo en el ámbito familiar a menudo dificultaba una fama propia y una vida independiente, a resultas de ello, o bien no se casaban o se casaban tarde. Esta situación de dependencia familiar y laboral (ligadas al taller de sus parientes masculinos) no solo dificultaba el hacerse con una clientela propia, poder acceder a un reconocimiento social, sino que luego hace muy difícil encontrar y distinguir su obra de la de su progenitor (o hermano: en el caso de que lo hubiera). Como dice Olwen Hufton:

"En las mujeres de los siglos XVI y XVII el trabajo sirve para pasar del padre al marido, para estar siempre bajo la autoridad del 'empleador."7

Así de las hijas de Juan Vicente Macip y hermanas de Juan de Juanes, Margarita y Dorotea, se tiene referencia de que pintaban y de sus nombres y de que participaron en obras de su padre y hermano pero su huella artística se halla perdida en la obra de estos. O por ejemplo Chiara Varotari que después de la muerte de su padre, un pintor seguidor de Paolo Veronese, se va con su hermano Alessandro, llamado el Padovanino, hasta Venecia, y trabaja en su taller realizando esencialmente retratos, pero su obra ha pasado inadvertida, sin clasificar y desconocida como el caso de muchos aprendices masculinos que por distintas razones (falta de personalidad, falta de ambición, falta de talento o condiciones adversas económicas y mala suerte) nunca llegaron a establecerse por su cuenta. Además de que como era muy frecuente entonces estas obras de taller no iban firmadas y quedaban registradas con el nombre del pintor principal (ya que como nos consta, por ejemplo en los archivos de Roma, en los encargos de pinturas murales solo se menciona a los artistas principales y nunca a sus colaboradores). Esta situación en la que las relaciones familiares y laborales se solapan requiere de prudencia cuando se analizan pleitos y querellas. Así los casos legales en los que

7 7 Olwen Hufton "Mujeres, trabajo y familia" en Historia de las mujeres. Opus cit., p. 31.

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se ven envueltas muchas mujeres (Sofonisba Anguissola, Artemisa Gentileschi o las escultoras Properzia de Rossi (¿-1530) y Luisa Roldan (1652-1706) no son conflictos exclusivamente "personales" sino laborales. La falta de "visibilidad" de las mujeres artistas ha sido esencial a la hora de la pérdida de su legado pictórico y solo algunas que, por distintas razones, fueron capaces de labrarse una fama independiente y de firmar sus obras han podido dejar un rastro que ahora pueda reconstruirse.

Sin embargo el mayor problema para la mujer no es tanto el de la propia pintura, sino la aceptación social para poder realizar todas aquellas transacciones materiales y de fuera del hogar, en definitiva, en el espacio público, la comercialización de sus obras. Ésta resultaba más difícil para las artistas, con la excepción de Gentileschi, que a pesar de su distancia geográfica y real contó con el apoyo (relativo) de sus hermanos y de su padre. Las pintoras trabajan resguardadas por padres que a menudo actúan como "agentes" comerciales (Anguissola, Sirani) o por maridos (Fontana) o por "intermediarios" familiares a los que en Italia de esa época se da el nombre de "mundualdus".

4.2. Pintoras de Corte

Es muy frecuente que cuando se encuentre de forma permanente una pintora en la Corte haya detrás una mujer (instruida) en lugar preeminente que ejerce en calidad de mecenas, así fue el caso de Caterina van Hemessen (1528-1587) que trabajó en la Corte de María de Hungría cuando era regente de los Países Bajos, de Isabel de Valois o de la duquesa Cristina de Saboya (ambas hijas de María de Médicis -y Enrique IV-, a quien le agradaba incidir en la educación artística de sus hijas pero cuyo ejercicio directo del poder como reina regente la llevaron a elegir a Rubens para sus representaciones) que tuvieron a su servicio respectivamente a Sofonisba Anguissola y a Giovanna Garzón (es posible también en el caso de Sofonisba contar con el mecenazgo de la hermana del Rey Felipe II, Doña Juana de Portugal, mujer culta cuya amistad e influencia sobre Isabel de Valois parece fuera de duda). Es verdad que Sofonisba estaba "oficialmente" incluida entre las "damas de la reina" y no hay referencia en los documentos oficiales a ella como pintora. También que la labor de una pintora en la Corte era esencialmente la de miniaturista y pintora de retratos, ambas funciones estaban perfectamente justificadas por la política de alianzas matrimoniales que se desarrollaba en las Cortes europeas casi desde el nacimiento de cualquier Infante. Es menos frecuente pero también se da en algunos casos, que una artista tuviese como comitentes a un grupo de mujeres de la nobleza ciudadana, como es caso de Lavinia Fontana y las damas de Bolonia. En todo caso, allí también, es su papel como retratista esencialmente familiar de mujeres y niños, la que justifica su desarrollo en esos géneros.

A veces la mayor "ambición" de las mujeres artistas tal y como durante mucho tiempo se midieron esas cosas en referencia al "género" empleado, no dependía tanto de la vocación particular o de su capacidad técnica sino de sus mecenas o comitentes, así podemos verlo por ejemplo en la obra de Lavinia Fontana que es una durante buena parte de su vida esencialmente retratista de la nobleza boloñesa pero que con su instalación en Roma y en contacto con la familia Borghese, esencialmente el Cardenal Scipione Borhese, cambia de registro y realiza obras en los que se representan amores y fábulas mitológicas, y escenas de fiestas cortesanas (fig. 11). Así parte del aprecio en que se tiene a una pintora como Artemisia

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Gentileschi se da también por el hecho de su muy variada producción a cargo de distintos mecenas.

Precisamente los cuadros de encargo son los que explican que tanto Lavinia Fontana como Artemisia Gentileschi son precisamente las únicas artistas mujeres que abordan el tema del desnudo femenino. Es legítimo preguntarse si hay un tratamiento de este tema que lo diferencia del de los hombres. Sin embargo la escasez de ejemplos hace casi imposible plantearse seriamente ninguna hipótesis. Sin embargo, sí podemos observar en los desnudos de L. Fontana una "propensión" a la fuga, hacia la ventana que se encuentra al fondo del cuadro. Son desnudos "de ferfil" encaminados "encantadoramente" a huir de la mirada. Podría verse en ello la incomodidad de la artista con el tema propuesto. En Artemisia Gentileschi, sin embargo, poder y sexo forman una ecuación indisoluble que puede ejercerse en ambos sentidos ya que podemos encontrar una cierta simetría en la construcción piramidal que anima sus distintas versiones de Susana y los viejos y la de Judith y Abra sobre Holofernes.

De Artemisia, Mary Garrad ha defendido un desnudo "mas realista" con respecto a la idealización del cuerpo femenino que suele darse en las pinturas masculinas, para mi que este rasgo es más achacable a su caravagismo que a su condición femenina, pero ciertamente el dinamismo de sus figuras puede leerse como una identificación que las aleja del papel pasivo tradicional con el que aparecen en los cuadros de los hombres.

Como hemos visto, a medida que abandonamos el Renacimiento es más frecuente ir

encontrado mujeres artistas que viven de encargos de la burguesía, sean estos de mujeres y de hombres, más sujetas a las leyes del mercado que regían la pintura de los géneros "menores":

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bodegones, paisajes, pintura, que del favor regio y de los grandes mecenas. Caso paradigmático es Judith Leyster (1609-1660) (fig. 12), que no fue hija de pintor, sino de bodeguero, pero cuya formación (de la que carecemos de datos) parece correr a cargo de alguno de los importantes artistas de la época, muy probablemente Hans Hals, y cuya capacidad técnica y artística es tan innegable que su obra ha sido a menudo confundida con la

suya (en detrimento de ella, por supuesto).

Sus cuadros son esencialmente de género, expresan escenas de gente corrien-te y alegrías de "taberna", los placeres de la música popular, la bebida entre amigos y las relaciones familiares o amorosas, temáticas entonces en boga. Muchas de sus obras están tan claramente enraizadas con la escuela holandesa que de algún modo podríamos decir que carecen de imaginación o en todo caso que no buscan distinguirse de un género que se vendía fácilmente. Sin embargo, sus represen-taciones de mujeres cosiendo a la luz del candil y el tratamiento negativo que da al tema de la prostitución (La proposición, 1631) y que fueron pioneros y luego retornados por otros artistas que marcan la existencia de una "perspectiva" femenina propia. También hay que señalar cómo su desarrollo artístico se ve interrumpido en la etapa de madurez (en que un artista empieza a encontrar o al menos buscar su propio camino expresivo), ya que es entonces cuando Leyster se casa con otro pintor, tiene hijos y seguramente le ayuda

con su producción, aunque ya no firma los cuadros. Sabemos, eso sí, que tuvo una escuela de pintura y que daba clases a alumnos mayoritariamente masculinos.

También merece señalarse el caso de Marieta Robusti, la hija de Tintoretto, (1560-1590) que consta en algunos registros pero cuyas obras, autentificadas, son por el momento muy pocas. Sin embargo, parece que se dedicó al retrato y que sus clientes eran esencialmente las cortesanas o prostitutas venecianas.

Judith Leyster. La Proposición 1631

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4.3. Monjas pintoras Al igual que en el caso de las escritoras, el convento es, por razones obvias, un lugar

propicio para el desarrollo de las vocaciones artísticas y espirituales, que a veces van a la par, sin tener que sufrir las exigencias sociales, económicas (la dote) y físicas que las restricciones del matrimonio y los peligros de la maternidad conllevan en esos tiempos. Además, en el convento los conocimientos artísticos así como los musicales hacían el efecto de una dote (elemento necesario para ingresar en él y que a veces era muy cara) y por lo tanto en las familias en que era fácil tener un acceso al arte resultaba una buena alternativa.

Se tiene la idea de que la labor artística de las monjas en los conventos (así como la de los monjes) era esencialmente para el uso "espiritual" e interno de la comunidad, en un régimen de autarquía. Pero realmente eso solo se da así en la Edad Media.

Es también notable el aspecto religioso de la propia pintura que si en el caso de los pintores se ampara bajo la figura de san Lucas y la pintura de la Virgen, en el caso de las mujeres artistas religiosas va a hacerse bajo la advocación del lienzo de Santa Verónica que permite acceder al verdadero rostro de Cristo.

Puede encontrarse en algunos casos, como Caterina Vigri (1413-1463) o la hija de Uccello, Antonia, que la pintura es un ejercicio cercano al rezo por los elementos de contemplación, disciplina y misticismo al que invita. Es el caso de Vigri, vinculada al convento Corpus Domini de Bolonia.

En el Renacimiento y en el Barroco muchas comunidades religiosas vivían de los servicios, y no solamente religiosos, que suministraban al mundo exterior: hospitales, colegios y otros como tejidos, labores de costura (encajes, hilo de oro...), repostería... y también artísticos ya que como es evidente se suponía a los que viven en el interior de una comunidad religiosa un mayor grado de convivencia y conocimiento con los misterios de la religión.

Un ejemplo de esto se da en la figura de la monja Plautilla Nelli (1523-1588) que fue pintora y abadesa del Convento de Santa Catalina de Siena en Florencia (una elección de premeditada vocación intelectual puesto que Santa Catalina es una doctora de la Iglesia). El convento se encuentra bajo el auspicio de los monjes Dominicanos (como también lo fue Fra Angélico), que siempre han sido los principales promotores y defensores de la cultura dentro de la Iglesia. Esta monja ingresó en el convento a los catorce años y allí recibe una educación artística a cargo de monjes dominicanos como Fra Paolino, pero es sobre todo una autodidacta que copia de la colección de láminas (de Fra Bartolomeo o Leonardo da Vinci) que el convento posee, y la dificultad de adquirir una educación adecuada queda patente en el tiempo que tarda (hasta los 38 años) en pintar su primer cuadro de altar. Sus obras se caracterizan por un dibujo seco y ánguloso, paisajes convencionales de tipo flamenco, y a veces pequeños detalles (vasijas, flores...) de observación personal. Es llamativo aunque lógico el papel que ejercen las mujeres en sus cuadros (fig. 13), siempre mayor en número que los varones, se dice que esta introducción de un número mayor de mujeres de lo que era "necesario", es decir de lo que la tradición masculina había establecido, se debía a que le resultaba más fácil pintar a mujeres que a hombres. Sin embargo, parece lógico que de modo espontáneo sus escenas se abriesen a incluir más mujeres como consecuencia lógica de su propia fe, sus vivencias y las de sus destinatarias, además de que seguramente se ajusta más a

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la realidad. El hecho de constituirse en abadesa del convento es lo que la permite negociar la venta de sus obras de manera adecuada y continua consiguiendo para al convento una holgura económica poco habitual en esa época.

Como consecuencia de todo ello, es capaz de organizar un taller o escuela de artistas en el

interior del convento. Y no solo en el suyo sino que bajo su influjo muchos conventos femeninos de esa orden organizan talleres o escuelas, la mayoría de imágenes devocionales (pictóricas pero también en otros casos figuritas de barro, loza, pequeñas tallas que nos hablan de una devoción individual y privada y por lo tanto una clientela de clases medias o bajas). Los conventos fueron los primeros lugares en los que se estableció una educación artística para las mujeres.

A pesar del carácter deficitario de mucha de su producción, la propia "torpeza" de las monjas autodidactas parece un camino (más que un obstáculo) hacía la auténtica validez espiritual de su obra y así era considerado por los que encargaban su obra.

Es mucho más frecuente la figura de la monja pintora de lo que hoy cabría suponer. Algunos otros ejemplos serían Orsola Magdalena Calcio (1596-1676) cuya producción mayoritaria son los bodegones con pequeños detalles cotidianos que animan sus obras con un toque de realismo o los cuadros de devoción especialmente en torno al tema de la maternidad de la Virgen y el niño Jesús. En el convento entraron las seis hijas del pintor Gugliemo Cazzia a quienes él legó los instrumentos de pintura, con la condición de que a la muerte de

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ellas, fueran a parar al heredero varón más próximo. También aquí, como en otros casos de monjas pintoras, Orsola se convirtió en Abadesa del convento y en sus cartas a la hija del rey de Francia, la princesa Cristina, declara sin ambages que le ruega que le encargue obras ya que en el convento están sufriendo privaciones por falta de medios económicos. Como era habitual en estas artistas las obras principales se centran en representaciones de mujeres en torno a la historia del Nuevo Testamento: la vida de la virgen María y las más logradas son aquellas en que se representan mujeres en actividades cotidianas (El nacimiento de la virgen) y los pequeños detalles realistas de vasijas, flores y frutas.

También es un caso similar el de Lucrina Fetti (¿-1636), pero esta última entró en el convento después de haber sido pintora y su resolución plástica es mucho más ambiciosa y lograda, sus obras más llamativas son un serie de santas pintadas para su patrona Margarita Gonzaga en que la representación de las mismas oscila entre la delicadeza de la dama y la monumentalidad de la mujer fuerte de la Biblia (Santa Bárbara, Santa Margarita). Entre unas y otras encontramos la obra de la monja portuguesa Josefa de Obidos (1630-1684) cuya capacidad técnica, conocimientos del dibujo y del claroscuro son puestos en valor en una obra de composiciones sencillas, pero en la que puede esconderse un trasfondo místico y que ha sido comparada con Zurbarán.

Es inevitable ante la obra de estas monjas acordarse del famoso texto de Miguel Ángel, tal y como nos es transmitido por Francisco de Holanda: "La pintura de Flandes (...) gustará (.. .) a cualquier devoto más que ninguna de Italia (...) Parecerá bien a las mujeres, principalmente a las muy viejas, o a las muy jóvenes, y asimismo a frailes y monjas (...) Su pintura se compone de telas, construcciones, verduras de los campos, sombras de árboles, y ríos y puentes, que ellos llaman paisajes, y muchas figuras por allí y muchas por acá. Y todo esto, aunque parezca bien a algunos ojos, está hecho sin razón, ni arte, sin simetría ni proporción, sin selección y valentía, y finalmente sin sustancia, ni nervio,,8. Miguel Ángel señala el carácter descriptivo de esta pintura, en el que los elementos se presentan aislados dentro de un dibujo cerrado y el carácter yuxtapuesto de sus composiciones, en las que no se traba una relación significativa (ni emocional, ni formal) entre los distintos elementos, es decir falta el aliento de un estilo propio, un movimiento del pincel que recoja cada gesto y lo lleve por medio del juego de las líneas de composición en paralelo o diagonales a su propia culminación narrativa.

Sin embargo, en sus mejores casos, la pintura religiosa de las monjas y su atención al detalle mínimo y la propia parquedad de sus composiciones hablan de otros valores (humildad, abstinencia, frugalidad, emoción contemplativa) que también tienen su lugar en la historia de la pintura.

4.4. Las pintoras de bodegón Es un dato bien conocido que una de las diferencias fundamentales del arte de los Países

Bajos con respecto a Italia es la mayor vinculación de sus pintores al estatus gremial. Con respecto al arte del bodegón o de la naturaleza muerta esto se explicaría, según dice Svetlana Alpers, por ser el arte holandés fundamentalmente un arte descriptivo y el italiano narrativo. Es decir, el uno estaría vinculado a la experiencia directa de la vista y el otro a la memoria, la

8 Francisco de Holanda. Da pintura antigua. Lisboa, p. 235

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reflexión, el conocimiento de los textos sagrados y de las grandes obras literarias, todo aquello que en Occidente se entiende por cultura, por lo tanto el arte holandés sería un arte no intelectual, un arte por así decirlo menor, en comparación del arte italiano, un arte visual y no textual... Según Alpers "La istoria, como escribía Alberti, conmoverá el ánimo del espectador, cuando cada uno de los hombres en ella representados muestre claramente el movimiento de su alma (...) A causa de ese punto de vista existe una larga tradición de menosprecio por las obras descriptivas, se las ha considerado carentes de significado (ya que no narran texto alguno) o inferiores por naturaleza. Esta visión estética tiene una base social y cultural. Una y otra vez se esgrime la superioridad del intelecto sobre los sentidos, y del narrador culto sobre el ignorante"9.

Efectivamente los placeres que producen la pintura de bodegones parecen esencialmente miméticos, son placeres "obvios" en que se valora la observación minuciosa, la representación engañosa de la realidad, la "epidermis" de la vida que nos rodea, esta argumentación de Alpers nos es útil ya que justifica la falta de resistencia que adquiere el papel de la mujer artista que trabaja en este género. Falta de resistencia en dos sentidos como practicante y como reconocimiento que obtienen por su trabajo.

Fede Galicia (1574?-1630) (fig. 14) fue sin duda una muy buena pintora de retratos y cuadros religiosos, pero su fama y el hilo de su recuperación histórica se debe a sus pinturas de naturalezas muertas. Es considerada la introductora del género del bodegón en Italia. Toda su obra se desarrolla principalmente en el Milanesado con un estilo caracterizado por una gran simplicidad y austeridad que rompe a favor de tonos calidos y encendidos (rojos, naranjas, amarillos...) y un manejo dramático de las luces. Elementos naturales y adornos se combinan en obras de preciso detalle y composición equilibrada con una pieza central (normalmente una gran fuente de frutas) y dos pequeñas a los lados componiendo una estructura triangular. Sus obras por su contención y parquedad se muestran expresivas de un sentimiento misterioso.

9 Svetlana Alpers. El arte de describir. El arte holandés en el siglo XVII. Hermann Blume.

1987, pág. 23.

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Giovanna Garzoni (1600-1670) (fig. 15) sería una de las primeras mujeres artistas famosa

por sus bodegones. Varias son las características de su obra. En primer lugar su temprano y profundo aprendizaje, no solo con su padre sino en distintos talleres y no solo de pintura sino también de caligrafía (esto explica el curioso soporte en el que realiza sus bodegones sobre "vellum" o piel de animal) y miniatura. Como miniaturista y pintora de naturalezas muertas Garzoni va a llevar una vida viajera junto con su hermano Mattio trabajando en Nápoles, París y Turín, donde fue nombrada miniaturista oficial de la duquesa de Saboya, Cristina de Francia (hermana de Isabel de Valois); hacia el final de su vida se consagra a la representación botánica cuyas características de mera copia se consideraban un trabajo muy adecuado de la mujer. En medio destaca una serie de frutas que pinta para los Médicis en la que la técnica usada las hace parecer como si fuesen incrustadas sobre piedra.

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También en Francia es conocida Louise Moillon (1610-1696), por sus bodegones a veces

acompañados por mujeres (con la excusa narrativa, bastante simplista, de que están comprando o vendiendo flores y frutas), y más tarde Anne Vallayer-Coster (1744-1818), a quien se considera el equivalente a Chardin en femenino.

Hay que finalizar, obviamente, en los Países Bajos: Clara Peeters, Rachel Ruysh, Maria von Oosterwyck, etc., donde el género de las artistas se aceptó de modo más indiscriminado. Como dice Zemon Davies y es patente para cualquier historiador: "Las mujeres protestantes y las católicas recorrerán un camino personal y diferente respecto de la cultura y el conocimiento, lo cual dará a unas y otras un lugar distinto, tanto en su familia como en su ciudad"10'11.

De Clara Peeters (15947-1657?) (fig. 16) todavía hay muchos datos que se desconocen. Empezando por el hecho de que no se ha encontrado registros seguros de su nacimiento o muerte (en algunos registros hay una Clara Peeters, pero no se sabe si es la misma y que consta como prostituta).

10 Hs de las mujeres. Opus cit., p. 21. 11 Pero también parece importante señalar como dice Zbigniew Herbert en su libro Naturaleza muerta con brida (2008) que en este "reino de las cosas, ducado de los objetos" (p. 17) los cuadros eran muy valorados y el mercado de ellos tan floreciente que se puede decir que se habían convertido en algo similar al dinero, donde la fuerte competencia exigía una especialización muy estricta, ya que de ella dependía el éxito comercial (p. 40).

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Sus primeras obras firmadas son de 1607 y su producción reconocida se extiende hasta 1630. Las últimas décadas de su vida son un misterio. Pero su obra es tan absolutamente personal que atestigua la existencia de un pintor no solo muy dotado técnicamente sino sobresaliente en inventiva. Aunque parece claro que fue discípula de Osias Beer, y sus obras se asemejan a las suyas en la disposición de las figuras sobre una mesa, el fondo oscuro y la mezcla entre alimentos y objetos suntuarios a los que hay que añadir, en el caso de Peeters, las flores. Sin embargo, esta disgregación o dispersión compositiva en varios focos de interés que es característica de esta etapa de la pintura de bodegón, en el caso de Peeters se resuelve por exceso: en sus muy alambicadas representaciones no solo se mezcla, como ya vimos también en la obra de Fede Galicia, cristal, porcelana, plata con alimentos de todo tipo de flores y peces muertos... sino que está dispuesto sobre una mesa de forma que parece una fiesta de cortesanos más que un banquete. Cada uno de los elementos del cuadro se ve dotado de una "personalidad" tan fuerte que parecen traspasar la categoría de objeto sin vida para encarnar alegorías de la personalidad, su carácter refinado o tosco, satisfecho o resbaladizo... así la que dota las grietas del queso parecen arrugas de clérigo o una fina copa de vino, una promesa de amor juvenil... La caracterización de los elementos de su composición es tan ajustada que hace que asemejen retratos de personas más que objetos sin vida propia: con sus pinceles les inventó un alma.

Por si fuera poco, esta pintora de profundidades y superficies se incluye a modo de detalle biográfico o auto-retratístico reflejado en algunas de las superficies brillantes de sus bodegones, así como en el pasado hicieron Van Eyck o algunos de los primeros genios de la

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Escuela Flamenca.

La vida y obra de Rachel Ruysch (1664-1750) presenta el sorprendente relato de una vida en apariencia redonda: pudo llevar a cabo su desarrollo artístico, gozar del éxito de su propia pintura y además una vida personal que incluye un matrimonio con otro pintor, un retratista, y una pléyade de hijos. Siendo conocida en su propio momento histórico y alabada por poetas e incluso ser objeto de una biografía por un coetáneo (lo que aseguró su reconocimiento para la posteridad). Hitos principales de esta carrera son el haber sido incluida en 1709 junto con su marido en el gremio de pintores de San Lucas y haber ocupado también junto con su marido el puesto de pintores de la corte de Johann Wilhem, elector Palatino de 1708 hasta 1716.

Su obra fundamentalmente consiste en unas flores dentro de un jarrón sobre el borde de un alféizar de piedra, o en el suelo de un bosque, pero siempre y contra un fondo oscuro. La evolución de su estilo es mínima aunque partiendo de un dibujo minucioso y científicamente correcto (no en vano es hija de botánico), dota a sus ramos de un movimiento cada vez más enérgico lo que procura una sensación de alegría e inmediatez.

Rachel Ruysch Vase of Flowers 1706 Ruysch, Self-portrait

Conclusión

El arte del Barroco se aleja del mediodía idealizado e idealizante del Renacimiento y busca desesperadamente su propia imagen en la belleza crepuscular de una época convulsa. Tanto los conflictos religiosos como la configuración social, el nacimiento sangriento de los Estados y la conquista de ultramar, se reflejan en el espejo oscuro de una época en que parece difícil creer en algo que no pertenezca al ámbito de la experiencia directa, personal y carnal.

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Si el Renacimiento representa una esperanza de unidad, el Barroco se caracteriza por la disgregación y pérdida de los ideales... la única unidad, la única creencia verdadera, es la del hombre frente a sí mismo, sus placeres y sus pecados, la certeza de su muerte.

En ese ámbito algunas mujeres artistas -surgidas de la conjunción casual y la voluntad decidida- entre el aprendizaje familiar con rasgos gremiales y el estrangulamiento de los lazos familiares y sociales, se construyen una vida diferente, otra, de aquella -silenciosa y oculta- a las que se les ha destinado por razón de su género, de su sexo -las mujeres artistas de ese momento son todas disidentes, forzadas a un recorrido vital y artístico azaroso-.

Poco después el freno normativo de las Academias y la indiferencia interesada de la Historia, borrarán sus huellas durante mucho tiempo.

Como dice Joan Scott la obsesiva diferenciación sexual es síntoma de otros fenómenos de malestar social ajeno a las propias relaciones de género.

Las representaciones de las mujeres fuertes de la Biblia (tan frecuentes entonces) o del Imperio romano y la Antigüedad parecen poner en evidencia la metáfora de una sociedad en decadencia y nos hablan de un temor/deseo a que se puedan poner boca abajo los principios patriarcales de la inmovilidad social.

A nivel simbólico la mujer pasa a representar no solo la belleza (como consecuencia del

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neo-platonismo Renacentista) sino también el placer. El placer sexual y el placer de mirar se juntan en una alianza que será tan natural al Arte como imperecedera (hasta el siglo XX y en la actualidad).

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TEMA 10 La realidad y sus géneros en la pintura del Siglo de Oro. A modo de Epílogo

Javier Portús Pérez

Como un ejercicio de reflexión final, queremos tratar sobre diversos problemas relacionados con el concepto de realismo artístico y sus manifestaciones en la pintura del Siglo de Oro. Entre los años 2005 y 2006 fueron organizadas varias exposiciones que tuvieron como tema central a diferentes artistas o fenómenos estéticos y culturales relacionados con la España de las primeras décadas del siglo XVII. Las obras reunidas en esas exposiciones, las formas en las que fueron agrupadas y relacionadas y los ensayos y fichas de catálogo a que han dado lugar fueron una importante fuente de experiencias y conocimientos que permiten conocer mucho mejor esa etapa fundamental de nuestra historia artística. De hecho, no ha existido ningún momento antes en que el público haya podido ver juntas en exposición tantas pinturas españolas del primer tercio del siglo XVII. Y el proceso no terminó ahí, pues el Museo de Boston organizó en 2008 una ambiciosa muestra sobre la pintura en el reinado de Felipe III, en 2009 tuvo lugar en el Museo del Prado una exposición sobre Juan Bautista Maino, uno de los principales caravaggistas españoles, y en esta misma institución se ha celebrado en 2011 otra exposición sobre los años romanos y el inicio de la época napolitana de José de Ribera, un tema todavía candente para la historiografía, y que está dando resultados sorprendentes. Muy importantes han sido también las exposiciones "Sacred Spain" en el Museo de Indianápolis (2009) y "The sacred made real" en la National Gallery de Londres, que incluían pinturas y esculturas del siglo de Oro, y llamaban la atención sobre la profunda relación entre estas artes. En estas páginas, sin embargo, nos vamos a centrar en las exposiciones de 2005-2006.

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Varias de esas exposiciones tuvieron como objeto el análisis del naturalismo en determinados ámbitos espaciales; otras se dedicaron a artistas concretos que adoptaron un lenguaje realista; y algunas se inscriben en el contexto de los actos relacionados con el centenario del Quijote. Nos referimos a "Caravaggio y la pintura realista europea"; "De Herrera a Velázquez: El naturalismo en la pintura sevillana"; "Juan Van der Hamen y León"; "Jusepe Ribera, bajo el signo de Caravaggio"; "El arte en la España del Quijote" y "El arte en la España de Cervantes". Hay que destacar que solo dos de estas exposiciones nacieron como consecuencia de una celebración coyuntural, en este caso un centenario. El resto obedeció a otro tipo de impulsos; y entre todas nos advierten sobre el progresivo interés que despierta el estudio del naturalismo no sólo en la historiografía artística española sino también europea. De hecho, esta actividad local tiene también un reflejo en las exposiciones sobre Caravaggio y sus seguidores que han tenido lugar en Londres, Milán o Viena en los últimos tiempos.

"Caravaggio y la pintura realista europea", organizada por el MNAC mostró una escogida selección de pintura naturalista realizada generalmente por artistas italianos y españoles, aunque no faltaron los de otras procedencias, como La Tour. Fue comisariada por José Milicua, un experto en pintura de esa época de rango internacional, que puso su larga experiencia al servicio de un discurso muy preciso y perspicaz.

Desde el punto de vista de la pintura española ha sido una ocasión extraordinariamente útil

para advertir hasta qué punto fueron variados los lenguajes de los artistas que se adscriben bajo la etiqueta de "naturalistas". También sirvió para llamar la atención sobre un hecho muy importante que no siempre se tiene suficientemente en cuenta: La necesidad de ser cautos a la hora de manejar etiquetas como las de "escuela local" o "Escuela nacional", pues son

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continuos los préstamos y coincidencias entre pintores que trabajaban en lugares muy distintos. La posibilidad de ver cómo conviven las obras de Maíno con los cuadros de Orazio Gentileschi o de Núñez del Valle; los de Saraceni con los de Latour; los de Daniele Crespi con los de Ribera; o los de este con los de Nicolás Regnier fue una ocasión impagable para comprobar hasta qué punto el naturalismo fue un lenguaje con dimensiones europeas. La exposición sirvió también para dar a conocer la última incorporación importante al catálogo de la gran pintura naturalista europea: El "San Jerónimo" de Georges Latour que identificó Milicua en unas dependencias del Instituto Cervantes de Madrid, y que desde entonces forma parte de las colecciones del Museo del Prado. Esa incorporación es tanto más destacada cuanto que, el número de obras conocidas de este pintor es muy escaso.

Esa variedad estilística que mostraba la exposición de Barcelona no existía sólo a nivel

nacional. También se dio a nivel local, como demostró "De Herrera a Velázquez", que reunía obras de artistas activos en Sevilla durante el primer tercio del siglo XVII y tuvo como comisario a Alfonso Pérez Sánchez. Hay que destacar que en ese momento la ciudad no sólo era el centro de actividad económica más importante de la Península, sino también la población con una vida artística y cultural más brillante. Allí trabajaron o enviaron sus obras los artistas principales de la generación prodigiosa a la que pertenecían Ribera, Zurbarán, Velázquez y Alonso Cano. Se trata de una exposición en cierto sentido complementaria a la que se celebró en 1999 sobre la época sevillana de Velázquez. Entre las dos muestran no sólo

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hasta qué punto fueron distintas las opciones estéticas que convivían a un mismo tiempo en Sevilla (Herrera el Viejo, Roelas, Velázquez, Pacheco o Zurbarán), sino también lo muy variadas que fueron las fuentes que alimentaron a esos artistas, entre las que hay que incluir no sólo a los pintores que trabajaban en Italia en un estilo caravaggista sino también a españoles (como Tristán) de paso por la ciudad o a los viejos maestros manieristas.

La exposición "Ribera, bajo el signo de Caravaggio" tuvo un carácter itinerante, y aunque

reunía obras de calidad desigual, abordaba uno de los problemas más interesantes a los que se enfrenta actualmente la historiografía de la pintura española. Durante mucho tiempo la carrera de Ribera sólo se conocía con cierta precisión a partir de 1620; es decir, cuando el artista rondaba los treinta años de edad y ya se había establecido definitivamente en Nápoles. La actividad de sus años romanos era prácticamente desconocida. A mediados de siglo Longhi comenzó a arrojar cierta luz sobre esa época, con la publicación de obras pertenecientes a la serie de los Cinco Sentidos. Simultáneamente, existían una serie de pinturas de calidad notable que se adjudicaban a diferentes artistas anónimos, como el llamado "maestro del Anuncio a los pastores", o el "Maestro del juicio de Salomón". La identificación, por Gianni Papi, de algunas obras atribuidas a este último maestro con pinturas mencionadas en inventarios de la época bajo el nombre de Ribera ha servido para reconstruir buena parte de la actividad temprana del pintor valenciano, aunque todavía existe un margen amplio de duda. Una de las piezas claves en este proceso ha sido "La resurrección de Lázaro", que fue adquirida hace algunos años por el Museo del Prado, y ha estado expuesta, tras su restauración. Tanto la mencionada exposición itinerante sobre Ribera como las que tuvieron lugar en Milán y Viena acerca del Caravaggismo o la reciente "El joven Ribera", en el Prado,

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han permitido avanzar en este asunto, al presentar juntas obras por lo general dispersas.

También ha sido muy interesante la muestra sobre Juan Van der Hamen, uno de los principales autores de naturalezas muertas que trabajaron en Madrid en las décadas iniciales del siglo XVII. Su posición privilegiada en la historia del bodegón español es de todos bien conocida, y en ese sentido la exposición ha servido sobre todo para confirmar lo que ya era sabido. Las mayores novedades radicaban en las aportaciones del pintor en otros géneros pictóricos, como el retrato o la pintura religiosa. Aunque algunas de las propuestas son opinables, lo cierto es que esa mezcla de bodegones, retratos y escenas hagiográficas, con sus calidades tan dispares, ha sido extraordinariamente útil para reflexionar sobre la especifidad técnica, compositiva y narrativa de los diferentes géneros de la pintura, y acerca también de las posibilidades y las limitaciones a las que se enfrentaba un especialista en naturalezas muertas como era Van der Hamen.

Como he indicado antes, dos de esas muestras surgieron como consecuencia de una efeméride, que es una de las excusas más socorridas últimamente para justificar la organización de una exposición. En este caso se trataba de la celebración del cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote. Esa circunstancia era un pie forzado que, sin embargo, resultaba de gran utilidad, pues invitaba a ordenar el material figurativo de la época en relación con la novela. Entre las exposiciones que surgieron hubo dos que utilizaron abundantes objetos artísticos contemporáneos. Una fue la "España que conoció Cervantes", celebrada en el Centro Cultural de la Villa de Madrid. En ella a través de una gran cantidad de pinturas, estampas, objetos de orfebrería, esculturas, etc. se reconstruía una parte importante del mundo material asociado con el Quijote y su época. Fue una exposición de carácter histórico en la que, sin embargo, la presencia artística fue muy importante, permitía ver reunidas un número importante de obras relacionadas con el naturalismo, insertas en un contexto muy amplio. Además, dio la oportunidad de ver juntos varios de los cuadros que se atribuyen tradicionalmente a Antonio Puga, y que tienen como tema escenas costumbristas.

La exposición "El arte en la España del Quijote" tuvo lugar en Ciudad Real, y trataba de mostrar algunos de los hechos principales que se produjeron en el arte español de principios del siglo XVII a la luz de la novela de Cervantes. Es el caso de la dialéctica entre idealismo y realismo; la aparición de nuevos temas y géneros; la presencia de un nuevo tipo de público o la intensa actividad auto reflexiva que se dio tanto en las artes como en la literatura. Se trata de fenómenos, además, que no pueden ser estudiados aislados unos de otros y que se encuentran estrechamente interrelacionados.

La concentración de exposiciones que reunieron tal cantidad de obras relacionadas con los artistas españoles que siguieron tendencias naturalistas no sólo responde a razones coyunturales, sino que probablemente se relaciona también con la importancia que ha tenido este estilo en la formación de una identidad histórica de la pintura española. Aunque actualmente todos somos conscientes de la notable variedad de tendencias que han existido entre nuestros pintores, lo cierto es que es muy frecuente utilizar el adjetivo "realista" cuando se ha tratado de caracterizar de manera general la pintura realizada en el país. Esto se debe a varios factores. En primer lugar, está el hecho de que, como señalamos antes, varios de los pintores españoles más destacados utilizaron ese lenguaje.

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Es el caso del primer Velázquez y sus colegas de generación. También fue muy importante que el descubrimiento y la revalorización de la pintura española por parte de los europeos se produjera sobre todo durante el siglo XIX, y especialmente por artistas y críticos que defendieron las tendencias realistas. En su afán por reivindicar la existencia de una escuela española y por identificar sus rasgos diferenciadores, muchos de esos pintores e historiadores insistieron acerca del apego al natural que caracterizaba a sus mejores representantes. Fue un proceso, además, propiciado por el conocimiento de la literatura del Siglo de Oro, de la que también se subrayaba su apego al natural. No fue casualidad que un siglo amigo del realismo fuera el más capacitado para revalorizar la pintura española, lo que tuvo como contrapartida la

aparición de una serie de etiquetas que sólo con el tiempo, y a veces a duras penas, ha sido posible matizar. La relación entre el ideario estético de una época y la capacidad de la misma para apreciar artistas del pasado es muy estrecha, y de ello es un ejemplo la fortuna crítica de Velázquez. A pesar de algunos juicios aparentemente elogiosos, un artista neoclásico como Mengs no podía más que referirse en términos peyorativos a su pintura, a la que consideraba una mera imitación del natural, y muy alejada de las regiones del ideal a las que deberían tender los artistas. La reivindicación del naturalismo del sevillano tuvo que llegar de la mano de un intelectual como Jovellanos, que no sólo se movió por razones de ideario estético sino también por motivos de carácter nacionalista.

Las exposiciones anteriores mostraron que el interés por la realidad que desarrollaron los

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pintores españoles y europeos desde las primeras décadas del siglo XVII no se tradujo en términos exclusivamente técnicos o estilísticos. Tuvo que ver también con el deseo de explotar nuevas posibilidades para la narración pictórica; con una nueva definición de la utilidad de la imagen; con una nueva relación entre el público, los artistas y las obras de arte; con importantes variaciones en la conciencia religiosa; o con notables transformaciones de carácter social.

En la España de la primera mitad del siglo XVII se vivió la introducción del lenguaje naturalista en la pintura local y su definitiva consagración como uno de los estilos más adecuados para satisfacer las nuevas necesidades de representación artística de la sociedad.

Ese lenguaje, sin embargo, convivió siempre con otras opciones estilísticas, y

conoció muchas variantes. La época de Herrera el Viejo es también la de Roelas; y en los años en los que Velázquez utilizaba un lenguaje más naturalista, Carducho seguía triunfando con su estilo clasicista. Incluso, la evolución de artistas que tuvieron orígenes similares fue en muchos casos muy diferente. Así, mientras que Zurbarán se mantuvo durante gran parte de su carrera extraordinariamente fiel a la técnica del claroscuro, Velázquez a partir de un momento relativamente temprano supo prescindir de algunos de los dogmas técnicos del naturalismo caravaggista, como la iluminación tenebrista, el uso de modelos aparentemente sacados de la realidad o el gusto por el acabado. Y todo ello, sin embargo, sin renunciar a su amor por el natural, que conservó como una de sus principales señas de identidad artística.

Junto con la difusión del naturalismo, otra de las características que definen la historia artística de esa época es la intensísima actividad auto reflexiva. Antes de

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1600 no se había publicado en el país ningún libro sobre pintura, aunque sí de arquitectura u orfebrería. En las cuatro décadas siguientes, sin embargo, se escribió una gran cantidad de obras de este tipo, gran parte de las cuales fueron publicadas entonces. Probablemente no ha existido ningún otro momento en la historia de España durante la Edad Moderna en el que se haya producido tanta literatura artística, que, además, no sólo tuvo como autores a pintores profesionales, pues también involucró a un número destacado de literatos. Nombres como El Greco, Pablo de Céspedes, Pacheco, Jáuregui, Lope de Vega, Vicente Carducho, Gutiérrez de los Ríos, Fray José de Sigüenza, Lope de Vega, Butrón, son hitos importantes en la historiografía artística española. Las obras más importantes tomaron la forma de tratados de carácter sistemático, como el de Carducho o el de Pacheco, pero existieron muchos otros instrumentos a través de los cuales se reflexionó sobre el arte.

Es el caso de los memoriales que en 1628-1629 escribieron destacados intelectuales

madrileños, o el de monografías sobre edificios importantes que contenían pinturas, como la de Sigüenza sobre El Escorial o la de Herrera sobre la Capilla del Sagrario de Toledo, etc. Pero uno de los fenómenos más significativos es que las alusiones a la pintura y a los pintores se hicieron cada vez más frecuentes en todo tipo de manifestaciones literarias. La poesía, el teatro o la novela ofrecen numerosos ejemplos, a través de los cuales podría formarse un discurso paralelo al de los tratados de arte, pues recogen numerosas cuestiones de naturaleza estética e histórico-artística y mencionan a los artistas más importantes. Las obras de Lope de Vega, Góngora, Juan de Pina, Jáuregui, etc. son prueba de ello. A través de esa abundancia de citas se infiere que la pintura fue un arte con una presencia cada vez mayor en los medios cultos. Se trata de un hecho que tiene que ver con varios factores. Por un lado es reflejo de la existencia de un número cada vez mayor de artistas con intereses intelectuales notables y con una inquietud permanente por demostrarlos. Por otro lado, tiene que ver con la extracción social de pintores y escritores, que con frecuencia procedían de medios semejantes y establecieron entre sí relaciones familiares o amistosas.

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Es el caso de Lope de Vega, que fue hijo, yerno, cuñado y tío de artistas, que tuvo como amigo íntimo al pintor Felipe de Liaño y que cultivó la amistad de numerosos pintores, desde Pacheco a Ribalta. Uno de los muchos artistas a los que elogió fue Juan Van der Hamen, hermano del jurista Lorenzo Van der Hamen y amigo íntimo del novelista Juan Pérez de Montalbán.

La aparición del naturalismo ha sido uno de los fenómenos más importantes de la historia de la pintura europea; y no sólo por la calidad de los autores y las obras que estuvieron implicados, sino también por las nuevas posibilidades que abría para este arte. Fue uno de los grandes desafíos al sistema tradicional de las artes y un intento de romper con el rígido corsé que imponía el horizonte normativo clasicista. De allí que en general fuera muy mal acogido por la mayor parte de los tratadistas y teóricos, que concebían la pintura como un arte cuya misión era transmitir historias ejemplares a través de un acercamiento idealizado y selectivo a la naturaleza. El uso de un lenguaje realista permitía incorporar la experiencia cotidiana a los grandes repertorios narrativos tradicionales, y fue un método de notable eficacia para poner la pintura en relación con un público cada vez mayor.

El público es un factor fundamental a la hora de estudiar tanto la extensión del naturalismo como los importantes cambios que se dieron en los géneros pictóricos a principios del siglo XVII. En esa época en España se asistió a un proceso de progresivo fortalecimiento de la importancia de las ciudades como centros de desarrollo económico y de creación cultural. Sevilla se convirtió en una de las poblaciones más cosmopolitas de Europa y con mayor movimiento económico, y Madrid consolidó definitivamente su condición de sede de la corte. Al amparo de la actividad comercial o de las necesidades burocráticas y administrativas fueron llegando a estas y otras ciudades gentes de una gran variedad de procedencias, que con frecuencia se dedicaban a actividades comerciales, administrativas o artesanales y que

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tuvieron un peso creciente a la hora de orientar parte de la creación literaria y artística. Hay una serie de hechos de naturaleza creativa que nos muestran hasta qué punto nos encontramos ante un nuevo tipo de público.

Desde el punto de vista literario, el fenómeno más importante que tuvo lugar en España durante las primeras décadas del siglo XVII es el triunfo definitivo de la comedia, a la que se dedicaron algunos de los escritores más importantes del momento, como Lope de Vega o, más tarde, Calderón. De hecho, se trata del fenómeno literario más singular que se produjo en el país durante el barroco. Al igual que ocurrió con el naturalismo, la comedia dio lugar a un intenso debate teórico suscitado sobre todo por aquellos que propugnaban una sujeción estricta a las leyes clásicas, y miraban con mucho recelo las innovaciones expresivas. Efectivamente, el teatro español se alejó con progresiva frecuencia de las unidades aristotélicas (de tiempo, acción y lugar) y la comedia se convirtió en un género cada vez más libre, lo que ensanchó mucho sus posibilidades comunicativas. Esos críticos fueron contestados por los principales dramaturgos, como Lope de Vega, que en 1609 publicó su Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, un tratado de corta extensión pero muy importante para la historia de nuestra literatura y de interés también para la del arte. En él defiende las innovaciones que había llevado a cabo en la comedia apelando a un factor que hasta entonces apenas había hecho acto de presencia en el debate literario o artístico: el público masivo; es decir, lo que llamaban vulgo.

Era precisamente la aparición de ese público masivo el fenómeno que convirtió al teatro en la forma literaria más difundida e importante de la época. Los corrales de comedias se llenaban constantemente de un público ávido de novedades, lo que propició la aparición del escritor profesional; es decir, que vivía del producto de sus creaciones dramáticas. Era una gran novedad en el campo literario, y tuvo consecuencias importantes, pues la necesidad de contar con el apoyo del público les obligó a adaptar su arte a las expectativas de la gente. De ahí, por ejemplo, esa desaparición de los preceptos aristotélicos, o la progresiva importancia que fue adquiriendo la escenografía. Pocas veces se ha hecho tan patente en la historia moderna española el peso del público a la hora de orientar la producción literaria.

Pero aunque el más llamativo, la comedia es un ejemplo entre varios de cómo a partir de comienzos del siglo XVII una parte cada vez más importante de la producción cultural tuvo como destinataria una población en buena medida anónima, masiva y con frecuencia iletrada. De hecho, uno de los fenómenos que mejor diferencian en España el Barroco de la época anterior es la extraordinaria proliferación de fiestas públicas, y el gran esfuerzo que se hizo en organizarías con el máximo esplendor. Es cierto que ya existieron en el Renacimiento, pero la consulta de cualquier bibliografía de relaciones o de cualquier colección de noticias demuestra un salto cuantitativo y cualitativo. Fueron celebraciones cada vez más volcadas hacia el exterior, y en las que se trataba de involucrar como espectadora a toda la población. Era una mezcla de artes plásticas, literarias, musicales y de protocolo y constituyen los espectáculos por excelencia de esa época. Eran actos dirigidos expresamente a un público masivo, y su proliferación demuestra hasta qué punto había conciencia sobre la necesidad de contar con la masa anónima.

Pero hay que recalcar que tanto en el caso del teatro como en el de las fíestas su vocación masiva traía como consecuencia la necesidad de tener en cuenta las preferencias del público, y de crear formas cuyos contenidos pudieran ser fácilmente leídos por la masa de población.

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En palabras de Lope de Vega, al vulgo había que hablarle en necio para que entendiera. Eso dio lugar a varios fenómenos interesantes, como la existencia de varios niveles de lectura (algunos muy sofisticados) en este tipo de espectáculo, o la llamativa polarización de la cultura literaria española de la época, que no sólo produjo comedias inteligibles por todos, sino que alentó al mismo tiempo algunas de las corrientes poéticas más elitistas que se han conocido, como el culteranismo. Esa polaridad y el juego con niveles diferentes de significación se dio también en la pintura, y para demostrarlo basta con llamar la atención sobre el hecho de que en los años en los que Herrera el Mozo realizaba su Triunfo de San Hermenegildo, con un contenido directo y triunfal, Velázquez estaba probablemente pintando sus complejísimas Hilanderas.

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TEMA 1 El arte frente a la Europa de las religiones............................................................................................... 3 1. Introducción................................................................................................................................................... 4 2. La Reforma protestante y el arte sagrado ...................................................................................................... 4 3. El discurso de la Iglesia católica frente al arte religioso ................................................................................... 17 Bibliografía comentada ......................................................................................................................................... 25 TEMA 2 Caravaggio, un valent'huomo................................................................................................................. 27 Bibliografía ........................................................................................................................................................... 60 TEMA 3 El naturalismo del Siglo de Oro español............................................................................................ 61 1. Introducción................................................................................................................................................. 62 2. Los precursores............................................................................................................................................ 62 3. El nuevo realismo de Ribera ............................................................................................................................. 66 4. Los genios de la pintura española frente al naturalismo.................................................................................... 73 Bibliografía ........................................................................................................................................................... 84 TEMA 4 Otros modelos en la pintura europea....................................................................................................... 85 1. Introducción ...................................................................................................................................................... 86 2. El realismo óptico de Rembrandt ...................................................................................................................... 86 3. Vermeer y el interior holandés.......................................................................................................................... 97 4. Georges de la Tour.......................................................................................................................................... 106 Bibliografía comentada ....................................................................................................................................... 111 TEMA 5 Escultores y policromadores: un único arte Antonio Perla de las Parras................................................ 113 1. Escultores y pintores imagineros .................................................................................................................... 114 2. "Lo vivo"......................................................................................................................................................... 121 3. Nuevos modelos.............................................................................................................................................. 127 4. Nuevos santos ................................................................................................................................................. 130 Bibliografía ......................................................................................................................................................... 134 TEMA 6. La escuela andaluza: Granada y Sevilla.................................................................................................. 137 1. Introducción .................................................................................................................................................... 138 2. Granada........................................................................................................................................................... 139

2.1. Pablo de Rojas (Alcalá la Real, 1549-Granada, 1611)..................................................................... 139 2.2. Pedro de Mena (1628-1688) ............................................................................................................ 140 2.3. José de Mora (Baza, 1642-Granada, 1724) .............................................................................................. 142

3. Sevilla ............................................................................................................................................................. 144 3.1. Juan Martínez Montañés (Alcalá la Real, Jaén, 1568-Sevilla, 1694)....................................................... 144 3.2. Juan de Mesa (Córdoba, 1583-1627) ....................................................................................................... 146 3.3. Alonso Cano (Granada, 1601-1667) ........................................................................................................ 148 3.4. Pedro Roldán (Sevilla, 1624-1699).......................................................................................................... 150 3.5. Luisa Roldán (Sevilla, 1652- Madrid, c. 1704)........................................................................................ 151

Bibliografía ......................................................................................................................................................... 154 TEMA 7 Castilla: Valladolid y Madrid............................................................................................................... 155 1. Valladolid........................................................................................................................................................ 156

1.1. Francisco del Rincón (c 1567-Valladolid, 1608)..................................................................................... 156 1.2. Gregorio Fernández (Sarria, 1576-Valladolid, 1639)............................................................................... 159 1.3. Bernardo del Rincón (1621-1660)............................................................................................................ 163

2. Madrid............................................................................................................................................................. 165 2.1. Manuel Pereira (Oporto, 1588-Madrid, 1683) ......................................................................................... 165

Bibliografía ......................................................................................................................................................... 167 TEMA 8 La naturaleza muerta en el siglo XVII ................................................................................................. 169 1. Introducción .................................................................................................................................................... 170 2. Caravaggio, un punto de partida ..................................................................................................................... 174 3. Mercados, despensas y cocinas ....................................................................................................................... 176 4. Toledo y Sevilla, los inicios del bodegonismo en España............................................................................... 182 5. Juan van der Hamen y el bodegón cortesano .................................................................................................. 193 6. Natura solo magister ....................................................................................................................................... 197

Arte y Realidad en el Barroco 269

8. Otros "lugares" para la naturaleza muerta: sentidos y alegorías...................................................................... 208 9. Metáforas fatídicas, las vanitas....................................................................................................................... 212 Bibliografía comentada ....................................................................................................................................... 222

Bibliografía de ampliación.............................................................................................................................. 223 TEMA 9 Retrato de la pintora barroca............................................................................................................... 225 1. Introducción .................................................................................................................................................... 226 2. Algunas reflexiones generales sobre la mujer artista y la Historia del Arte.................................................... 228

2.1. La mujer y la alegoría ..............................................................................................................................228 2.2. La historiografía clásica: Vasari y las mujeres artistas............................................................................. 229 2.3. Crítica de arte feminista y Nueva Historia ............................................................................................... 230

3. El autorretrato femenino ................................................................................................................................. 232 4. Mujeres artistas: desde el Renacimiento hasta el Barroco .............................................................................. 241

4.1. De padres a hijas ...................................................................................................................................... 241 4.2. Pintoras de Corte...................................................................................................................................... 243 4.3. Monjas pintoras........................................................................................................................................ 246 4.4. Las pintoras de bodegón........................................................................................................................... 248

Conclusión .......................................................................................................................................................... 253 Bibliografía ......................................................................................................................................................... 255 TEMA 10 La realidad y sus géneros en la pintura del Siglo de Oro. A modo de Epílogo .................................... 257 Bibliografía ......................................................................................................................................................... 267