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A ambos lados del muro

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A todas aquellas personas que han luchado anónimamente en la cárcel y que han muerto directa o indirectamente a causa de ella. En especial a Rebé, Txiki, Paco y, por supuesto, Sebastián.

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A ambos ladosdel muro

Edición a cargo de Lander Garro

Patxi Zamoro

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Edición:Editorial Txalaparta s.l.

Navaz y Vides 1-2Apdo. 78

31300 TafallaNAFARROA

Tfno. 948 703934Fax 948 704072

[email protected]://www.txalaparta.comPrimera edición de Txalaparta

Tafalla, abril de 2005

Copyright© Txalaparta para la presente edición

© Patxi Zamoro

Diseño gráficoNabarreria gestión editorial

ImpresiónGráficas Lizarra

I.S.B.N.84-8136-307-3

Depósito legalNA-1061-05

Título: A ambos lados del muroAutor: Patxi ZamoroCoordinador: Lander GarroPortada y diseño colección: Esteban Montorio

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A todas aquellas personas que han luchado anóni-mamente en la cárcel y que han muerto directa o indi-rectamente a causa de ella. En especial a Rebé, Txiki,Paco y, por supuesto, Sebastián.

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El que está en la cárcel escribe como si la vida viniera a su encuentro. A mí, en cambio, que estoy, digamos,

en libertad me parece que a veces este paisaje se fuera alejando, diluyendo, acabando.

Mario Benedetti, Primavera con una esquina rota

Dicen que nadie, tras traspasar el umbral de la muer-te, ha regresado para hablar de ella. Es mentira, pues yomismo he regresado para, todavía envuelto en su fétidoolor, hablaros de la peor de todas las muertes: la que sesufre en vida.

No me digáis que una vez muerto no se siente, queno se experimenta dolor. Yo la he sentido y he gritadode dolor. He vivido allí: unas veces en ataúdes rústicos yrudimentarios, cárceles con siglos de tétrica historia,muros que eran mudos testigos del sufrimiento y lasconfidencias de mujeres y hombres. Otras, en moder-nos, sofisticados y herméticos ataúdes de puertas y can-celas mecanizadas, donde la sombra aterradora del

Preludio

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verdugo se desliza con guadañas en forma de porras ysprays.

La cárcel no tiene como fin mejorar y recuperar a laspersonas para la sociedad libre. Su objetivo es castigar-las, hacerles daño. Pero a las personas no se las mejoradañándolas.

Nadie que conozca el sistema penitenciario, puedecreer que la cárcel rehabilita; en el «mejor» de los casos,convierte a los presos en actores que interpretan un pa-pel en ese inmenso escenario de dementes, fingiendo (osintiendo) serlo con el fin de acortar la estancia entre mu-ros. En el peor de los casos, en asesinos sin escrúpulosque ni siquiera se respetan a sí mismos. En cualquierade ambos casos, destruye lo mejor que de seres huma-nos tienen.

La cárcel, sin embargo, da a ambos lados del muro.La sociedad, los que vivís a ese otro lado, también soispresos, presos de lo que yo llamo el Cuarto Grado detratamiento. En él contáis con mayor espacio de movi-miento y prerrogativas que el sistema os concede porvuestro buen comportamiento. La cárcel, a este lado, nosólo es un revólver con el que apuntan a vuestra sien (ycon el que os chantajean), sino una celda de castigo enla que se os confinará cuando dejéis de ser “buenos”.

No es casualidad que la cárcel aleje al preso de suentorno natural. Te apartan de las experiencias necesa-rias para crecer como persona y, una vez aquí, descubresque existen mas cárceles dentro de la cárcel; son los gra-dos, las fases dentro de éstos, los regímenes especiales,los aislamientos. Términos todos que definen una reali-dad inamovible: la falta de libertad.

Todos sabemos que la muerte se produce cuandodejamos de experimentar. Cuando te apartan de la so-ciedad, te están privando de las experiencias con tu fa-milia y amigos; te apartan de María, de Juan, del bar dela esquina, de la mesilla con un libro, de la ducha con sucortina transparente, del gato que maúlla a la luz de lasfarolas, del repartidor de periódicos siempre madruga-

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dor, del autobús que se retrasa, de la montaña nevada,del mar enrabietado, de los ancianos que aún se agarranlas manos. Te apartan de la vida.

El aislamiento, la soledad impuesta, hace mella in-cluso en las piedras; debilita la voluntad mas férrea, re-duce todo tu mundo a un recorrido por el pasado a travésde tu mente y, de tanto revivirlo, termina por desgastar-se. Al no percibir experiencias, te conviertes en un pozocon agua estancada, corrompida por no recibir agua nue-va. Las únicas experiencias que se tienen son extremas,violentas. Para sobrevivir a ellas has de asesinar muchasde las cosas valiosas que hay dentro de ti mismo. Estamutilación termina por embrutecer al preso, o por enlo-quecerlo. De ahí que quienes sufrimos largos periodosde tiempo en aislamiento lleguemos a cometer accionesque, vistas desde otro contexto, se perciben como crimi-nales. Y que no se pueden entender ni justificar. Si se mehubiese preguntado, 18 años atrás, si sería capaz de cau-sarme daño a mí mismo, de autolesionarme, hubiesecontestado sonriente: «¿Estás loco? ¡jamás!». Hoy, tras18 años de prisión, puedo decir que me he cortado lasvenas de los brazos, y que he ingerido objetos extraños,cucharas de hierro, cuchillas de afeitar, pilas. Que me heclavado cuchillos en el abdomen, que he golpeado micabeza contra las paredes. Que he padecido huelgas dehambre y de sed.

Lo mismo hubiese contestado si la pregunta hubiesesido si sería capaz de hacer daño premeditadamente, y asangre fría, a otra persona: «No, no sería capaz». Sin em-bargo, transcurrido todo este tiempo de cárcel, me heembrutecido lo suficiente como para, por ejemplo, con-cebir la idea de apuñalar a otra persona sin tener remor-dimientos. ¿Qué es lo que me ha transformado?

Sin duda, lo que me ha transformado ha sido la cárcel,o la necesidad de sobrevivir a ella. Os podréis preguntarcómo se sobrevive causándose daño a uno mismo, inclu-so con el riesgo de perder la vida. Es la desesperación, osdiría, la desesperación del que entiende que el suplicio

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es la única salida, el último grito de protesta que el siste-ma nos deja.

Los jueces, los psicólogos, y, en general, las autori-dades penitenciarias afirman que cuando alguien sehace daño a sí mismo, lo hace desde su propia libertad.Pero obvian reconocer que nadie en su sano juicio lo ha-ría. Si lo reconocieran, sin embargo, tendrían que acep-tar que, o bien efectivamente esa persona ha perdido larazón (y debería estar recibiendo tratamiento adecuadofuera de estas jaulas), o realmente existen motivos paraque alguien recurra a herirse una y otra vez. La cárcel, alfin, destruye al preso, o lo trasforma. Espero mostraros,a lo largo de este libro, cómo se produce ese embruteci-miento, y cómo a través de él, yo y otros compañeros,sobrevivimos a la cárcel.

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Nací en Badajoz en 1958, siendo el último en elseno de una familia numerosa; yo era el sexto. No era unbuen momento económico, y mi padre se había trasla-dado a Barcelona en busca de trabajo. Cuando cumplícinco meses, nos trasladamos, con el resto de la familia,al piso que él había comprado en Cornellá de Llobregat,en el extrarradio de Barcelona, donde la mayor parte dela población era emigrante.

Allí crecí y pasé mi adolescencia. Los primeros pasoslos di en el balcón de ese piso, el cual daba a un patiocon dos bancos de piedra. Recuerdo que a los pies deuno de ellos enterré a un pajarito que tuve de pequeño.Una mañana lo descubrí muerto en su jaula, y, quiénsabe por qué, nunca olvidé ese momento. Era una ma-ñana de invierno, y el sol irrumpía en el patio casi hori-zontalmente, de forma que las sombras se hacían largas.Cuando desperté descubrí, con un poco de sorpresa yun poco de miedo, que el pájaro estaba callado. Meacerqué, y allí estaba, boca arriba, con los ojos cerrados,tieso como un poste telefónico. Bajé al patio, y cuando

El principio

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deposité el pájaro en el suelo, la sombra de éste se esti-ró casi hasta el otro extremo del patio. Pensé que el pa-jarito se agrandaba para hacer frente con dignidad yfuerza a ese momento. Eso pensé.

Aquel pequeño patio fue el escenario de mis prime-ros juegos y mis primeros amores. Sé que todo aquelloha cambiado, pero en mis ojos todavía lo sigo viendoigual. Mi madre de tertulia con las vecinas, sus gritos,sus risas. Sábanas y ropas tendidas al aire. La luz sepiade las farolas derramándose sobre los bancos, y el bu-zón. Aquella cabina que nunca funcionaba. Ya, al otrolado de la carretera, la vía del tren, sumergida en lasprofundidades de un abismo de tierra y hierba, corona-da por un puente viejo que nos unía y separaba de loscampos de algarrobas, todo un mundo para explorar.¡Todo está tan fresco en la memoria y a la vez tan des-gastado de tanto revivirlo!

Cursé mis estudios en la academia del barrio, perono llegué a terminar el bachillerato. Supongo que fuepor el ansia de aportar ayuda económica a mi familia, osimplemente por querer crecer antes de tiempo. Paramí un trabajo era sinónimo de independencia y madu-rez, ¡Quería ser mayor! Con la perspectiva del tiempome doy cuenta que algo me empujaba a querer hacerlotodo más deprisa, como si presintiera que me quedabapoco tiempo por delante, como si intuyera esta cárcelmaldita que se avecinaba; quizá por eso tanta prisa. Ytanta precipitación.

En diciembre de 1975 me casé por primera vez, y lohice contra la voluntad de mis padres. Menchu y yo éra-mos dos niños jugando a ser mayores y en ese juegotodo se precipitó. Un año después de la boda nacería miúnica hija, Vanessa. Eran tiempos en los que yo militabaen el recién legalizado Partido Comunista y en Comisio-nes Obreras. Provenía de una familia obrera muy com-prometida, y mis hermanos mayores siempre habíanestado en primera fila en la lucha sindical. De hecho, mihermano Luis fue todo un personaje en Cornellá, y en lafactoría Seat de Martorell. Ése era el ambiente que se

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respiraba en mi casa y que me marcó para el resto de misdías. Me enseñaron a vivir con dignidad, a no mendigarlo que por derecho nos corresponde a mí y a mis iguales.En esa militancia activa llegué a formar parte de la dele-gación de mi zona, y salí elegido enlace sindical en laempresa de electricidad donde trabajaba. Fue precisa-mente por esto que me despidieron: por los continuosenfrentamientos que manteníamos con los empresariosen defensa de nuestros derechos. Con la excusa de tresfaltas de puntualidad, me vi en la calle con una hija deapenas un año. No era una excepción, sólo era otro traba-jador más en paro. A partir de ahí vagué de un lado paraotro en busca de empleo y, cómo no, hice casi de todo.

Pero aquello también tenía que tener sus límites. Dehecho, el día que me despidieron de mi último trabajo,de un bar de Cornellá, iba a representar un antes y undespués en mi vida. Volvía andando para casa, de no-che, pensando en cómo le diría a mi mujer que estabade nuevo sin trabajo, cuando un coche patrulla se aba-lanzó hacia mí. Los policías estaban muy nerviosos, y mepidieron la documentación. Yo los miré aterrado y, comocarecía de ella, me llevaron a comisaría. Fue inútil decir-les que salía de trabajar, que me dirigía a casa. Allí supeque un comando había hecho explosionar un artefactocerca de donde me encontraba. Permanecí allí toda lanoche y la mañana siguiente, en un calabozo pestilente,con restos de comida, vómitos, y sangre. Nos encontrá-bamos doce personas, en el habitual estado de hacina-miento, compartiendo escasos metros cuadrados. Quienmás me llamó la atención fue un chico de mi misma edadmás o menos, al que conocía sólo de vista, muy vaga-mente, porque era del barrio. Su larga melena rubia, en-marañada por la mala noche, y su rostro marcado de unculatazo, me impresionaron. Lo habían detenido cuandointentaba hacer un puente en un coche. Era el Lolo.

Me soltaron a la mañana siguiente y, siendo escasaslas horas que pasé junto a él, fueron especialmente in-tensas. A él lo dejaron allá, y volví a verlo al día siguien-te con unas revistas y algo para el aseo. No tuvo mi misma

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suerte y le decretaron prisión. Nuestras vidas se aleja-ron en ese momento, y ni siquiera sospechábamos quevolveríamos a encontrarnos.

Meses más tarde volvía a casa con Vanessa sobre mishombros. Eran instantes antes de anochecer, y lo vi delejos, más arreglado, eso sí, pero sin dejar de tener unaspecto ciertamente imponente. Acababa de salir de laModelo.

–¿Cómo estás, Zamoro? –preguntó.

–Vamos tirando –dije–, pero con dificultades. Nadanuevo: deudas. Encontrar trabajo está muy pero quemuy jodido.

–Nada nuevo –respondió, y tras permanecer un ins-tante callado, añadió–: quizá pueda ayudarte.

Quedamos en vernos al día siguiente.

Aquel día hablaría, por primera vez, de robos y atra-cos. Lolo tenía armas, pero necesitaba alguien con quienllevar a cabo algunos trabajos. Pensamos que hacer pe-queños robos nos reportaría poco beneficio y muchoriesgo, así que pensamos en ir a por grandes empresa-rios; «Ellos tienen mucho, nosotros ni siquiera trabajo»,decíamos. Planeamos un secuestro, pero necesitábamosotra persona más, de modo que un tercer elemento seintegró en el grupo: Sebas. A pesar de haber participadoen el plan y estar de acuerdo en todo ello, no me sentíadel todo animado. No sentía miedo, pero temía que al-guien saliera herido. Tal vez también sintiera inseguri-dad, y cierto remordimiento de conciencia, aunque estoúltimo se me quitaba cada vez que pensaba en los múlti-ples despidos sufridos, y en los malos modos de la claseempresarial. Sentí un irrefrenable deseo de venganza;quizá fuera eso lo que hizo que me decidiera a empuñarun arma.

Así empezó mi breve carrera al margen de la ley. Nues-tra falta de experiencia, además de nuestra ingenuidadimpidió que tuviéramos mucho tiempo para practicar. Dehecho, no pasamos del primer intento.

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El señor Ortiz, famoso por sus pastelitos, sería el cul-pable de nuestro primer fiasco. Pensábamos ir a buscar-lo y llevarlo de banco en banco, retirando todo el dineroen metálico que fuera posible. Como modo de persua-sión decidimos inventar la existencia de una supuestabomba que se encontraría en el corazón del hombreapresado, de forma que evitábamos acciones heroicasimprevistas. Pero el destino (o nuestra mala informa-ción) quiso que aquel día el hombre estuviera de viaje,y nos encontráramos en casa a su mujer. No supimos reac-cionar, pero al intentar sustraerle lo que tuviera en efec-tivo, accedió a entregarnos una cantidad acordada en elplazo de unos días. Una mala idea, sin embargo, lleva in-variablemente a una idea aún peor, y quedamos en elbar de una estación de metro, sin escapatoria posible.El día acordado yo mismo debía ir a recoger el bolso conel dinero. La estación estaba llena, como de costumbre,con supuestos electricistas, camareros, y otros viajerosdifícilmente identificables. Cuál habría de ser nuestrasorpresa, sin embargo, al comprobar que todos elloseran maderos. En mi vida había visto tanto policía junto,y con tanto modelito (en adelante he tenido oportuni-dad de ver muchísimos más, desde luego). Los supues-tos electricistas, la chica del estanco, todos eran policías.Se abalanzaron sobre mí en cuanto puse la mano en elbolso. Así me estrené, y así dio mi vida un salto del queme resultaría tan difícil hacer tierra.

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Corría el año 1979. La operación fue llevada a cabopor la Brigada Antiterrorista en colaboración con la Briga-da Antiatraco de Barcelona. Pensaban que éramos miem-bros del GRAPO. Permanecimos en las dependencias deVía Layetana bajo la aplicación de la Ley Antiterroristadurante nueve días. La acusación era de detención ilegal(secuestro), con suplantación de banda armada, tenenciailícita de armas, conducción ilegal, robo y atraco a manoarmada. En total se me incoaban cinco sumarios diferen-tes, sólo fui condenado por uno de ellos, el número 86/79.Se me acusaba de tenencia ilícita de armas, detenciónilegal y amenazas. El juicio se celebró tres años despuésde mi detención, condenándome a 11 años, 4 meses y 22días. Ni siquiera 12 años, aunque los que tuve que pasarentre rejas fueran muchos más.

El hecho de que pasara todos esos años demás enprisión es el objeto del eterno debate. Ellos dicen queyo mismo alargué mi condena. Yo opino que la gestiónpenitenciaria es nefasta. Opino que el truco de la zanaho-ria y el asno no es equiparable a un proyecto de reinser-

La cárcel

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ción social. Que la política de traicioneo y recompensa notiene nada que ver con la justicia. Pagué la gestión peni-tenciaria que se remontaba a cuando los nostálgicos delgarrote y tente tieso controlaban las prisiones, y pagué,del mismo modo, el haber tratado de conservarme ente-ro, además del haberme rebelado contra tanto abuso.

La génesis de todo esto está en la respuesta que ensu día, todavía a ese lado del muro, di a las injusticiasque se cometieron conmigo, condenando a mi familia,como a otras tantas, a pasar penurias y necesidades.

Con la aplicación de la Ley Antiterrorista pudierondisponer de mí a su antojo, con total impunidad, sin de-recho, por descontado, a ningún tipo de asesoramientojurídico. Fui torturado tanto física como sicológicamen-te. Ahí descubrí cómo funciona el sistema que llamamosdemocrático. Me golpearon hasta producirme lesionespor todo el cuerpo, hasta romperme, por ejemplo, variascostillas. Me privaron de las experiencias sensorialescon el fin de desorientarme, de forma que no sabíacuándo era de día y cuándo de noche. Ruidos a interva-los irregulares que no me dejaban conciliar el sueño. Meesposaron de pie a una percha durante tres días y tresnoches y, cuando me desvanecía a causa del cansancio,me golpeaban para que no perdiera la conciencia y con-tinuase erguido. Me asfixiaron con el método de la bol-sa. Me colgaron de una barra de hierro suspendida en elaire recibiendo golpes por todo el cuerpo.

Llegaron incluso a mostrarme a mi mujer y mi hija(de apenas un año) a través de un cristal, amenazándo-me con acusar a la primera de colaboración. Duranteesos eternos nueve días tuve que permanecer en celdascon agua por el suelo, completamente desnudo. En fin,nueve días fueron suficientes para comprobar cómo selas gastan en las cloacas de la democracia.

Cuando salimos de allí vimos por primera vez a nues-tro abogado. Fue ante el juez de instrucción, que decretóprisión incondicional y sin fianza. ¡Pero si yo no tenía an-tecedentes penales!

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Tras este paso por comisaría algo se había roto den-tro de mí, y nunca se volvería a restablecer: nunca volve-ría a ser el mismo.

De madrugada nos trasladaron a prisión, a la Mode-lo. «¿Modelo?», me dije, «¡qué paradoja!». Era una ma-drugada fría, y yo tiritaba desde los huesos hasta elúltimo poro de mi piel. Estaba cansado, pero el miedo yla tensión me mantenían despierto, alerta, desconfian-do de todo. Ahora, con la perspectiva del tiempo, me re-cuerdo a mí mismo descendiendo del furgón; salía unaluz tenue y lúgubre por la abovedada puerta, como hu-yendo de aquel infierno, y ahí estaba yo, como un gatosorprendido por los faros de un coche que está a puntode atropellarle. Los ojos desencajados y fijos en aquelportón, una enorme cancela de hierro que crujía al abrir-se en manos de un carcelero uniformado de verde.

Sin palabras, sólo con gestos, nos indicaron que en-trásemos y permaneciéramos pegados a la pared. Toquéla pared con las palmas, y percibí la humedad, la irregu-laridad de aquellos muros que habían sido testigos detantos y tantos momentos como aquél que ahora vivía-mos nosotros. Cruzamos otra cancela más del largo pasi-llo que iba a dar al centro de la prisión. Ahí quitaron losgrilletes de nuestras magulladas muñecas.

Los policías que nos habían escoltado hasta allí fueronrelevados por funcionarios que se acercaron en tropel. Es-tábamos frente a una puerta en la que ponía «Gabinete».De uno en uno fuimos pasando a ese cuarto que tambiénhacía las veces de oficina. Allí nos tomaron los datos, yvolvimos a formar fila, siempre pegados a la pared, y aho-ra escoltados por varios carceleros. Traspasamos una trasotra las cancelas hasta llegar al centro. Ésta era una garitahexagonal de pequeñas dimensiones, que semejaba lacabeza de un pulpo, y cuyos tentáculos serían las galeríasque nacían de su testa y albergaban celdas y más celdas.

La primera impresión que tuve al contemplar la en-trada a las galerías, enormes bocas lanzando al aire unlamento mudo lleno de dolor, fue aterradora. Sabía que

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tras las puertas de aquellas celdas que apenas vislum-braba desde mi posición, había hombres en silencio,oyendo e imaginando igual que los que llegábamos aaquel lugar. Algunos, los más afortunados, estarían enbrazos del sueño, transportados a la única evasión posi-ble. Otros, desvelados, perpetuarían la tortura del largodía de encierro que se difuminaba en la noche. Pero nopodía detenerme en descifrar mis emociones porquevoces prepotentes me ordenaban que me desnudaramirando a la pared y sin hablar. ¿Puede alguien imagi-narse lo que supone para la dignidad de una personadesnudarse y ver desnudarse a otros bajo la atenta mi-rada de carceleros que reían vomitando veneno a cadapalabra? Una vez desnudos, permanecimos en esa posi-ción hasta que se les antojó a los funcionarios. Iban y ve-nían del centro hablando con los carceleros que hacíanguardia en las galerías, mientras nosotros, humillados,esperábamos impertérritos.

Cuando se dirigieron a uno de nosotros, vi en su ros-tro el miedo, aunque supongo que mi expresión sería lamisma. Le ordenaron hacer flexiones hasta plegarse porcompleto, y no sé cuánto le tuvieron así, pero aún seguíacuando ordenaron lo mismo a otro compañero. Su reac-ción, llena de dignidad y genio, nos sorprendió a todos.Se volvió de cara al carcelero y le dijo que no estaba dis-puesto a hacerlo. Al carcelero se le cambió el semblante.Enrojecido y con las facciones desencajadas, dijo:

–¿Cómo dices?

–Que no voy a enseñarte el culo –respondió el otro, ycon esta respuesta se precipitaron los acontecimientos.

El funcionario le lanzó un golpe con la porra al pecho,y éste pareció ser la señal que los otros esperaban paralanzarse sobre él. Lo golpearon con saña. No lo pensé niun instante; me volví, y arremetí contra los agresores, re-cibiendo a mi vez golpes por todos los lados.

Cuando recobré el conocimiento me encontraba enuna celda de reducido tamaño, de tres metros por dos ymedio. Era como casi todo allí, de techo alto y aboveda-

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do. Tenía una diminuta ventana fuera del alcance de mismanos, que dejaba penetrar un rayo de luz mortecino,color sepia. Los barrotes quedaban reflejados en la pa-red. Desde mi posición veía también lo que aquí se lla-ma «cangrejo», una cancela en forma de U invertida quehace la función de doble puerta. Al abrir el carcelero laprimera le permite introducirse en la celda estando fuerade nuestro alcance. Pero nosotros sí que estamos a su al-cance, siempre lo estamos. Desde el cangrejo te puedengasear, o lanzar agua invadiendo el espacio unos cuantoscentímetros. A través de una abertura horizontal a ras desuelo te deslizan la comida, por el mismo sitio por dondese saca la basura. Hacen que te tengas que agachar pararecoger todo lo que el carcelero deposite. Junto al can-grejo, un agujero en el suelo hacía las veces de inodoro ylavabo, pues a un metro escaso de él un grifo sirve parabeber, o asearte. Sólo a unos treinta centímetros, unapiedra adosada al suelo sirve como cama y único asiento.Ése era todo el mobiliario del que disponía. Me sentíadolido por la paliza, el cansancio, la tensión acumuladade los días anteriores, pero afortunadamente caí en unprofundo sueño que me liberó, casi piadoso, de aquellarealidad.

Amaneció demasiado pronto. Era como si el sueñose resistiera a dejarnos huir en nuestra única posibili-dad de fuga diaria. Oí el sonido metálico de una llavehurgando en la puerta, y ésta se abrió. No reconocí a nin-guno de los carceleros de la madrugada, pero eran co-pias exactas. Me ordenaron ponerme en pie, al fondo dela celda, con los brazos en cruz y mostrando las palmasde las manos. Me arrojaron la ropa para que me vistiera«muy lentamente». Escoltado por varios carceleros ybajo la atenta mirada de dos policías nacionales arma-dos, me condujeron hacia un pabellón junto a la cocinade la prisión. Era el departamento de ingresos, dondese realizaba el llamado periodo. Éste consistía en per-manecer, por lo menos entonces, aislado cinco días,mientras se nos pasaba revisión médica. Después senos pasaría al módulo asignado. En la práctica, todo se

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reducía a meterte en una mazmorra algo mayor que tresceldas juntas, donde se juntaba a unas veinte personasen medio de una miseria más que llamativa. Humedad,insectos, vómitos, restos de comida, y unos sacos relle-nos de trozos de goma espuma, mugrientos de tantouso; ésa era toda nuestra herencia. Ni siquiera se moles-taban en un simulacro de reconocimiento médico. Porallí sólo aparecían los llamados cabos de vara, unos or-denanzas que eran más carceleros que los propios car-celeros. Pasaban tres veces al día. Por la mañana, tras eltoque de diana, que se hacía con una trompeta desde elcentro, nos dejaban una cacerola con un agua color café,además de unos mendrugos de pan endurecidos. Al me-diodía nos servían la comida en bandejas metálicas. De-bíamos comer todos de ahí, con las manos, pues noteníamos cubiertos, ni nada con que poder fabricárnos-los. Por las noches, del mismo modo, nos traían la cena.El resto del día era una sucesión de horas vacías.

De mi estancia en periodo recuerdo a un joven de 17años, llorando en un rincón. De vez en cuando se levan-taba, presa de la histeria o del pánico, y comenzaba agolpear la puerta suplicando que le dejaran salir de allí.Luego se calmaba y, cuando parecía que ya todo habíapasado, volvía a erguirse, y volvía a golpear la puerta.Otro hombre, grande como un oso, que respondía alnombre de Luis Cifuentes, se retorcía en sudores y vó-mitos, pero mostraba un oficio muy poco habitual, comosi su estado fuera algo casi cotidiano. A su lado, un viejode aspecto bonachón leía una novela. De cuando encuando, alzaba la vista y miraba a su alrededor, con ges-to de desaprobación. También había un argelino empe-ñado en comunicarse con otro de la celda de al lado, enese modo de hablar casi gutural y curiosamente alto.Otros dormían, y yo estaba sentado abrazándome enposición fetal. Sentía vergüenza de pertenecer a una es-pecie que trataba así a sus iguales, pero también sentíacierta serenidad, una serenidad casi urgente. Pensar encómo estarían mi mujer y Vanessa, cómo estarían llevan-do todo aquello mis padres y hermanos. Me bastaba

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con cerrar los ojos y trasladarme, despacito, hasta mi ba-rrio, mi casa, mi mundo.

Con el paso de los días descubrí que ya no evitabarozar aquellas paredes, ni evitaba echarme en los mu-grientos sacos de trapo. Poco a poco me vi formandoparte de todo aquello. Ahora sé que mi mecanismo desupervivencia estaba funcionando, y que me permitiríasobrevivir a todo aquello. Cuando salí de allí, me habíajurado que nada ni nadie me destruiría, y que lucharíapor conservar la cordura aunque ello supusiera alargar laagonía. Sobreviviría por encima de todo, y lo haría man-teniéndome entero. Siendo yo mismo.

Las seis galerías estaban divididas de la siguientemanera: la primera era la destinada a menores; la segun-da a destinos, es decir, a los presos que realizaban algúntrabajo dentro de la prisión; la tercera correspondía a losreincidentes; la cuarta era para los extranjeros, los cualeseran, en su mayoría, de origen africano; en la quinta (éstaera la galería más temida) estaban las celdas de castigo;en la sexta, por último, se alojaban los destinos impor-tantes como los del economato o las ordenanzas.

También estaban allí los refugiados, todos aquéllosque pedían, por uno u otro motivo, protección. General-mente se trataba de prisioneros que habían tenido plei-tos con otros presos. En el código interno no escrito delos presos, sin embargo, esta salida estaba harto despres-tigiada, pues implicaba pedir asilo a aquellos que origi-naban, en muchos de los casos, lo propios problemas. Porotro lado, el guardia no deja de ser el guardia, y los pre-sos intentan organizarse y actuar al margen de éstos.

Además, había un pabellón destinado a ingresos,militares desertores, y travestís. Por último, estaba laenfermería. Cada una de las galerías albergaba a 400personas y la capacidad de la Modelo es de 850 presos;las cifras hablan por sí solas. Las instalaciones, por otrolado, deterioradas por el paso del tiempo, daban al re-cinto un aspecto casi medieval.

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Me destinaron a la tercera galería, reincidentes, apesar de ser mi primera estancia en prisión. Traspasa-mos la cancela y esperamos nuestro turno para que nostomaran de nuevo los datos y destinaran la celda. Ob-servaba atónito el enjambre humano que pululaba porlas pasarelas de las tres plantas que configuraban la ga-lería. Hombres como robots, en un ir y venir frenético,saliendo y entrando del patio. Nosotros en medio, carnefresca que despertaba el interés de todos los que anuestro alrededor pasaban, preguntándose de qué ma-terial estaríamos hechos. La cárcel rompe a mucha gentepero a otra la convierte en piedra.

Todavía no había accedido a la oficina, cuando seacercó a mí un conocido de Cornellá, de nombre Adolfo,que años después moriría en un tiroteo tras un atraco.También vi otras caras conocidas, y eso me dio ciertatranquilidad. No tuve necesidad de que me destinarancelda, pues ellos se encargarían de apañarme un huecoen alguna de las suyas.

El hueco lo encontré, de hecho, en una celda habita-da por cuatro personas. Las literas estaban adosadas ala pared, y dejaban un espacio central. En éste, una cajahacía la función de mesa. Mesa que, por otra parte, nonos servía ni para comer, pues no cabíamos; o lo hacía-mos por turnos, o sentados sobre las literas con los pla-tos encima de las piernas. El inodoro estaba en unascondiciones deplorables, y a su lado había un pequeñolavabo con grifo. Teníamos que asearnos allí, y hacernuestras necesidades sin ninguna intimidad.

La cárcel en aquellos tiempos era una jungla, hoy losigue siendo, pero podríamos decir que es una selva mássofisticada. La miseria campeaba a sus anchas y cada ga-lería era una especie de feudo regido por los carceleros.Tenían un poder absoluto sobre nosotros, de ellos de-pendía todo, desde que comieras mejor o peor, a podercomunicar vis a vis con tus familiares. De ellos dependíaque consiguieras un puesto de trabajo en los talleresdonde te explotaban como a un esclavo, o que formarasparte del equipo de mantenimiento de la prisión.

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Para poder comunicar vis a vis con tu familia debíastener el beneplácito del jefe de galería de cada guardia.Por entonces (hasta la llegada de Juan José Martínez Zatoa la Dirección General de Instituciones Penitenciarias,en 1983) los carceleros trabajaban durante tres días se-guidos, en turnos de 24 horas. El mencionado Zato cam-bió esto poniendo tres turnos de 8 horas. Esto produjomucho descontento entre los carceleros, pues les quita-ban poder dentro de la cárcel, además de impedir quese pluriempleasen. Los carceleros cobraban su frustra-ción a los presos; para conseguir un vis a vis, por ejem-plo, el preso debía rellenar una instancia con un textocomo el siguiente: «Si los jefes de galería de las tresguardias no ven objeción alguna en que se le conceda alinterno una comunicación especial vis a vis con su fami-lia», etc.

Tras conseguir la firma de cada uno de ellos, esa ins-tancia debía pasar al carcelero encargado de las comuni-caciones, y obtener su conformidad, asignándote, a suvez, día y hora. Estas comunicaciones de desarrollabanen una sala conjunta con mesas y bancos, además de unbaño. No existía intimidad ninguna. Para hacerse oír erapreciso gritar, y para cualquier contacto con la pareja ha-bía que hacer cola en el baño. Siempre había que hacercola en la cárcel, casi como un ritual, casi con la mismanaturalidad con la que llueve en invierno.

Cada cual se las gastaba, en definitiva, como podía.La unión que había nacido en los años anteriores (y queconstituyó la formación de la COPEL, Coordinadora dePresos en Lucha) había desaparecido. Fueron tiemposde motines, de destrozos de celdas y galerías, de asam-bleas, y de palos. Pero, al menos, había una lucha conciertas directrices a seguir. A pesar de contar con granapoyo por parte exterior, el director de Instituciones Pe-nitenciarias García Valdés (padre y artífice del actual Re-glamento Penitenciario) consiguió abortar y desarticularla Coordinadora. Lo hizo poniendo en marcha un plan alque llamó «Dejadlos que se ahorquen con su propia

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cuerda». Consistió en dejarles hacer, sin intervenir, has-ta que todo se desbordó.

Por un lado, un sector de la coordinadora comenzó aabusar de las pequeñas cotas de logros que se habíanconseguido (por las que se había derramado mucha san-gre). Robaban, violaban, cobraban impuestos a presosmas débiles; hicieron buena la máxima de que el podercorrompe, dando así una baza patética y dolorosa a losórganos penitenciarios. Se dirigían a los carceleros condespotismo, les amenazaban, e incluso les agredían.Los medios de comunicación empezaron a hacerse ecode todo ello, alarmantes y demagogos como ellos sa-ben, y el apoyo del exterior desapareció casi por com-pleto. Otro sector de la coordinadora, solidario como elprimero, comenzó a negociar con las autoridades peni-tenciarias beneficios propios. El último grupo, el másminoritario, se fue quedando solo en la verdadera luchapor el interés común o, por decirlo de otro modo, por elsentido común. García Valdés encontró los suficientesargumentos para intervenir, y lo hizo con la contunden-cia habitual; dispersó a los cabecillas que habían nego-ciado limosnas a los mejores destinos (o los premió conla libertad), y castigó a los que se negaron a olvidar quelos presos seguían teniendo derechos. Los llevaron a laspeores prisiones, y entre ellas habrían de encontrar larecién inaugurada Herrera de la Mancha, campo de ex-terminio en toda regla, donde se comenzaron a practicartodo tipo de guarrerías a las que, intramuros, tanto gustacalificar con conceptos del tipo «programas de readap-tación».

Herrera de la Mancha fue un antes y un después enlas prisiones del Estado español. Las galerías se convir-tieron en módulos, y comenzaron a aplicar el sistema defases. El penal fue concebido como central de observa-ción. En un módulo tendrían al recluso tres meses (enteoría), y si en ese periodo de tiempo no había infringi-do las normas, pasaría al siguiente módulo. Ahí obten-dría el «premio» de más tiempo de patio, y si durantetres meses mostraba «buena conducta», es decir, sumi-

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sa, iba progresando de fase, con lo que le concederíanmas beneficios, y así sucesivamente. Era (y es) un juegoimposible, un chantaje llevado a la perversión más ab-soluta. En realidad convertían los derechos en prerroga-tivas. El aparato carcelario conculca los derechos, y luegoel preso tiene que recuperarlos, ganarlos con servilismoy sometimiento. Abortan todo brote de solidaridad, pre-miando el colaboracionismo.

En Herrera de la Mancha, junto con los presos políti-cos, confinaron a los líderes más destacados de la coor-dinadora de todas las prisiones del estado. Con ello«depuraron» las cárceles, y en ellas se impuso la ley delos carceleros más casposos.

Pero volvamos a la Modelo.

A pesar de la buena acogida de los compañeros decelda, me sentía fuera de lugar. Eran demasiadas sensa-ciones a la vez, como si me estuvieran acariciando y abofe-teando al mismo tiempo. Sentía miedo a lo desconocido,a lo que veía a mi alrededor, inseguridad, y confusión. Re-cordaba todo lo que había dejado en el exterior, me moríapor ver a mi hija, por cogerla en brazos; me resistía a dejarde ser padre, o al menos a dejar de ejercer como tal. Eransensaciones inmovilizadoras, y el no saber era cada vezmás y más pesado. Sentía que yo no encajaba allí, quenunca me adaptaría a aquello, que no sería uno más deaquéllos que vagaban por allí como el que entra en unahabitación desconocida. Sin embargo, a medida que fuepasando el tiempo, me descubrí inmerso en la rueda car-celaria. Y terminaría por actuar del mismo modo que losdemás, por formar parte de aquel enjambre humano.

Mi primera noche en la galería pasó rápido, y apenastuve tiempo de quedarme a solas conmigo mismo. Ha-blamos hasta muy entrada la madrugada. Yo narraba amis compañeros cómo nos habían detenido, al tiempoque ellos me ponían al corriente de cómo era la vida allí,qué gente había del barrio. Creo que el toque de diananos sorprendió todavía platicando. Y la cárcel comenzóa cobrar vida, pasos, llaves, cancelas que se abrían…

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¡Recuento! No faltaba nadie, y la trompeta sonó atrona-dora: el recuento estaba hecho. Unos minutos despuésvolvía surgir el pitido maldito. La trompeta llamaba alreparto del desayuno. Bajamos al comedor, y, sin darmecuenta, ya era parte de ellos.

Así comenzaba un día cualquiera de cárcel. Una vezrepartido el desayuno sobre las ocho de la mañana seabrían las puertas del patio. Sólo quienes tenían autori-zación médica podían quedarse en las celdas o en lasgalerías, los demás debíamos obligatoriamente hacer-nos al patio. Como en un gran mercado, el patio mostra-ba una faz ruidosa y trepidante. Se formaban garitos deapuestas: dados, cartas, frontón… todo valía para apos-tar y todo ello era controlado por los «caseros». Éstos sellevaban un tanto por ciento de cada apuesta. Tambiénexistían los llamados «escribientes», que redactabaninstancias, denuncias, o cartas a aquellos presos iletra-dos. Así ganaban algo de dinero para ir sobreviviendo.La verdad es que los patios presentaban un cuadro pin-toresco en el que, sobre todo, sobresalía la miseria dehombres desgastados por la monotonía.

Comida al mediodía, recuento, patio, cena, un ratomerodeando por las galerías o viendo la tele, y a lasnueve y media, vuelta a la celda. A las once, el último to-que de trompeta, anunciaba el «silencio floreado». Y así,sucesivamente, día tras día.

Tras el toque de silencio, las celdas cobraban vidapropia. Las tertulias se asomaban a lo más íntimo, y loscanutos rodaban casi siempre solidarios de mano enmano. En la quinta galería, en cambio, todo se vivía deotra manera. Cuando se vive en celdas de castigo, enaislamiento, todo cobra otra dimensión. El silencio sólopodía ser violado por el ruido de los carceleros que sereunían allí a conversar, o a emborracharse. Era frecuenteque trajeran a alguien por alguna pelea, o que el aburri-miento de los carceleros les llevara a provocar a alguienpor el simple placer de entretenerse un rato. En el casode que el elegido respondiera a las provocaciones, aca-baría en celdas. Éstos eran los peores momentos; es in-

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descriptible oír cómo torturan a una persona sin poderhacer nada por impedirlo.¡Tantas veces nos hemos des-trozado los puños pegando contra las puertas suplicandoque dejaran en paz a algún compañero! ¡Tantas vecesnos han golpeado por ello!

A pesar de todo esto, la noche solía ser como unabendición. Tumbarnos en aquel mugriento saco del quenos privaban durante todo el día, era algo inexplicable.Cuando no se producían incidentes, me gustaba tum-barme y dejar libre mi mente, que ésta viajara hasta mibarrio, mi casa, mi familia.¡Pero las noches se hacían tancortas! Sin darme cuenta, ya estaba inmerso en otro díamás de largo y vacío hastío.

La vida en la quinta galería, en aislamiento, era pocacosa. Nos levantábamos a las siete de la mañana, recogía-mos el saco, y lo preparábamos para entregarlo con elprimer recuento. Nos repartían el desayuno, siempre enúltimo lugar (podían ser las nueve o las diez, de modoque ya estaba frío), y ya comenzaba a oírse el trajín delas galerías. Nunca sabíamos cuándo íbamos a salir al pa-tio, si antes de desayunar, si durante la mañana, o por latarde. La vida estaba dividida en dos regímenes: algunossalían una hora, solos, a un diminuto patio de no más dequince metros por cuatro, y otros vivían en «vida mixta»,saliendo en grupos de tres o cuatro durante dos horas.El resto del día lo pasábamos confinados en las celdascon la única compañía de unos libros, unos folios, un bo-lígrafo, y una muda.

El régimen de vida mixta duraba como mínimo tresmeses, pero pocos de los que entraban en la quinta gale-ría en ese régimen salían antes de los seis meses. Lo másnormal, de hecho, era permanecer allí entre uno o dosaños, ignorando cuándo acabaría ese cautiverio dentrodel cautiverio. Cuando se sabe el tiempo de permanen-cia en determinada situación, el encierro es más llevade-ro, pues no sólo se vive con la certeza de que todo tieneun final, sino que se sabe cuándo llegará éste. Lo insufri-ble es no tener esa referencia, y ver que los días se suce-den sin saber cuando saldrá uno de allí.

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Así, mi primer contacto con la quinta galería fue bre-ve, apenas de unas horas. Pero no tardé mucho en viviraquello en su verdadera dimensión. Llevaba poco me-nos de dos meses en la prisión. Ya me había adaptado asu ritmo; mi madre solía decir: «las personas se acos-tumbran a lo bueno, a lo malo, y a lo peor». Y es cierto,pues lo contrario significa morir. Yo, sin embargo, enten-dí que acostumbrarse no era sinónimo de resignación,sino de capacidad de sobrevivir. Había encontrado milugarcito en el escalafón social de la cárcel, y, por dere-cho propio, me había ganado el respeto de los demás.En la cárcel el peor «delito» que puedes cometer es elde destacar, y yo, sin proponérmelo, delinquí en esesentido. Sobresalía del resto sencillamente por desco-nocer esa lección imponderable. Mi actitud no era sumi-sa, pero tampoco prepotente. No me consideraba másque nadie, pero tampoco menos. Esto, a ojos de los car-celeros, me situaba en el otro bando.

Una mañana estaba frente al panel situado junto a lapuerta de la oficina de la galería, leyendo notas de la di-rección. Un carcelero de la quinta galería, famoso por losmalos modos, pasó a mi lado. Era el Demonio; bajo, decomplexión fuerte y barba cerrada que le cubría el cue-llo y los pómulos, siempre llevaba enfundados unosguantes de cuero negros. Al pasar se dirigió a mí, y dijoalgo que no entendí.

–¿Sí? –pregunté.

–He dicho que salgas al patio –dijo, acercándose demodo provocativo.

–Estoy comprobando si tengo correo –dije, y conti-nué leyendo la lista del panel, intentando mantener lacalma.

–¿Te lo tengo que decir de otra manera? –dijo mien-tras se ajustaba los guantes.

–¿Qué es lo que me vas a decir de otra manera? –res-pondí, sabedor ya de que todo estaba perdido. El Demo-nio se aproximó más, y ya muy cerca de mi rostro, dijo:

–Gilipollas.

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Para entonces ya estaban a su lado dos carcelerosmás, y un tercero cerraba la puerta del patio, evitandoque nadie pudiera acceder a la galería.

–Vamos a la quinta –dijo entonces el Demonio, enca-minándose él hacia allí. No me moví del sitio y dirigién-dome al jefe de galería, dije patéticamente:

–¿Por qué he de ir a ningún lado? Me ha venido pro-vocando, yo…

–Qué vengas para acá, ¡coño! –gritaba el Demoniodesde la cancela.

Crucé la mirada con los otros carceleros, y tras unostensos segundos, me dirigí lentamente hacia allí. Crucéel centro, y ya estaban los carceleros de la quinta espe-rándome en la puerta.

El aire olía a azufre. Subí los tres escalones que acce-dían a la planta.

–Ponte de espaldas a la pared, y vete quitándote laropa –ordenó el Demonio con la porra en las manos,mientras los demás se ponían su atuendo: cascos, escu-dos, y porras. Fui desnudándome como me habían indi-cado, dejando la ropa cuidadosamente a mis pies, peroel Demonio la desperdigaba por el suelo utilizando lospies. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para conte-nerme y no lanzarme sobre él, que era, por otro lado, loque esperaba. Una vez desnudo ordenó que me diera lavuelta, y señaló mis genitales con la porra.

–Levántatelos –dijo.

Le miré fijamente y él me golpeo el abdomen. Mecontraje en una mueca de dolor, pero no grité.

–Que te levantes los huevos, ¡cabrón!.

De pronto, sin saber cómo detener mi furia, me lancésobre él, y le propiné tantos golpes como pude. Era elmomento, y sólo pude esperar a que todo aquello aca-bara. Me comenzaron a llover golpes por todas partes, yyo casi olía la saña de los uniformados. Me esposaroncon las manos a la espalda y, tendido en el suelo, siguie-ron golpeándome, unas veces con con las porras, otras

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con los pies, a patadas. No consiguieron arrancarme niun solo grito, y eso les enfureció más.

Cuando se cansaron de golpearme, sudorosos y des-camisados, me dejaron en el suelo. Tras unos minutosregresaron y ordenaron que me pusiera en pie. No po-día hacerlo, tenía el cuerpo dolorido, y continuaba es-posado a la espalda. Aún así lo intenté, y, ladeándome,tomando impulso con balanceos desesperados, casi lle-gué a conseguirlo. Uno de ellos me ayudó cogiéndomepor las axilas.

–Mira hacia la pared, perro, te vas a cagar –dijo, y aña-dió–. Venga, comienza hacer flexiones.

Permanecí un instante en silencio e intenté ser razo-nable:

–Yo no hago flexiones, eso atenta contra mi dignidad.

Pero no estaban para sermones, y sin darme tiempoa acabar la frase, me propinaron una serie de golpes, rá-pidos y contundentes.

–¡Que flexiones!

Desde el fondo de la galería se comenzó a oír la pro-testa de los compañeros que estaban en las celdas, gol-peando en las puertas y gritando. Los carceleros sevolvieron durante un instante, y el Demonio amenazó:

–Como no os calléis ahora mismo, vamos a por vo-sotros.

Cesaron algunos golpes, pero otros persistieron hastaque los carceleros les abrieron las puertas. Los rociaroncon sprays lacrimógenos, al tiempo que los insultaban.Los golpes sonaban secos, ahogados por el grosor de losmuros.

Seguían empeñados en que flexionase, y al final latrifulca empezó a adquirir un aire infantil, casi gracioso.Finalmente se echaron sobre mis hombros, y me obliga-ron a flexionar; al final consiguieron tirarme al suelo, ytodos quedamos exhaustos. Sonó el timbre de la puer-ta, entró el jefe de centro, intercambiaron unas palabras

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y, al poco, me introdujeron en una celda de la plantabaja, junto a la oficina.

Permanecí desnudo y esposado durante horas. Des-pués conseguí quitarme las esposas, casi desollándomelas manos en el intento. Me dejé caer en un rincón trasrecorrer furiosamente la celda de un lado a otro, con laadrenalina desbocada. Cuando anocheció recordé queno había ingerido alimento alguno en todo el día. En rea-lidad, había pasado el día solo, en silencio, corroído porla rabia. Sólo de vez en cuando veía un ojo espiándomepor el chivato de la puerta. Caía la noche, y después delúltimo recuento, oí unos golpecitos que provenían de lapared. Contesté con otros golpes y me animé: no estabasolo. A los pocos minutos oí una voz. Era el compañerode la celda de a lado, que trataba de decirme algo a tra-vés de la ventana. Me incorporé y, de un salto, me enca-ramé a la ventana.

–¿Quién eres? –preguntó.

–Soy Zamoro.

–¿Por qué te han traído?.

–Por la cara –respondí–, son unos hijos de puta.

–Cabrones –dijo, solidario.

–Imagínate, me tienen desnudo.

–Y tabaco, ¿tienes?

Permanecí un instante callado, y respondí:

–No fumo.

–No, si era para que me pasaras un cigarro, aquí es-tamos mataos.

Era el Tete, de la cuarta galería, y llevaba dos mesesen vida mixta. Yo creía recordarlo, pero no estaba segu-ro. Intenté ser amable.

–Creo que ya se quién eres, colega –dije, pero elcansancio me pudo, y añadí–. Bueno Tete me voy a bajarde la ventana que estoy cansado y me duele todo elcuerpo; a ver si descanso un poco.

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–Vale –respondió sin formalismos. Oi cómo saltabade la ventana al suelo, e hice lo propio.

Al día siguiente, durante el desayuno pedí mi ropa,pero no me contestaron. Estuve pidiéndola durantetoda la mañana, hasta que, a media tarde, me la arroja-ron. Estaba mojada y sucia, pero me hizo sentir mejor.Las esposas, en un ataque de rabia, las había lanzadopor la ventana. Aunque me correspondía una hora diariade patio, no me sacaron hasta pasados tres días, en losque no me pude asear en condiciones, pues carecía delos enseres necesarios. No tenía nada.

Lo peor era ver cómo se sucedían las horas y los díassin poder intercambiar una sola palabra con nadie. Ha-blar por las ventanas estaba prohibido, y había que es-perar a las noches. También era preciso tener suerte conla guardia pues, según quien te tocara, la persecuciónpodía ser casi canina. Aunque todos están hechos de lamisma pasta, están tan embrutecidos por el rol que de-sempeñan, que apenas son conscientes de su brutalidad.La mayoría de ellos entiende que no es suficiente conque se nos condene a estar privados de libertad, tienenque hacernos sentir la cárcel en su máxima expresión.

Al tercer día me trajeron algunas cosas que mis com-pañeros de celda me habían preparado: unas sábanas,toalla, jabón, un peine, unas hojas, un bolígrafo, y unafoto de mi hija. Ése era todo mi universo. Entre las hojasencontré una nota que decía: «Ánimo, estamos contigo.Cuídate». Leí y releí esas palabras mil veces, y me perdímirando la pequeña fotografía de Vanessa, una y otravez, deteniéndome en cada detalle, en cada gesto suyo,casi hasta desgastarla, ¡la echaba tanto de menos!

Ahora la celda parecía otra cosa; aquellas pocas cosasque me habían mandado cargadas de calor eran superio-res al austero cemento de la celda. Fue ese mismo díacuando me sacaron de la celda por vez primera, y fue paraasistir a la Junta. Era una especie de Tribunal (que todavíaperdura) compuesto por el director, el jefe de servicios, elcura, el médico y un maestro o un funcionario. En la actua-

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lidad esta Junta está compuesta por el director (o subdi-rector), y el secretario, además de un funcionario.

Cuando llegué estaban reunidos en la oficina, y mepresentaron ante ellos esposado con las manos atrás.Permanecí de pie, frente a ellos que estaban cómoda-mente sentados, y el jefe de servicios comenzó a leermelos cargos que había contra mí:

–Que en el día 11 de junio, siendo usted requeridopor el señor funcionario hizo caso omiso de sus órdenes,profiriéndole insultos y golpeándole, por lo que tuvoque ser reducido y conducido a la quinta galería, dondecontinuó con los insultos a los señores funcionariosagrediéndoles y produciéndoles lesiones diversas…

Me parecía inaudito estar oyendo eso, no porque meextrañara, sino porque sabía que ninguno de los que es-taban allí creían nada de todo aquello.

–¿Qué tiene que alegar a esto? –preguntó el director.

–Que es todo mentira, que el único que ha sido apa-leado aquí, humillado y torturado, he sido yo.

El director me miró por encima de los anteojos, ytras hacer un gesto con la boca, espetó:

–Aquí no se tortura a nadie –luego añadió–: ¿deseadecir alguna otra cosa?

–Sí, que me examine el médico y que explique cómome han salido estos hematomas, y que explique cómo hepodido causar lesiones a seis funcionarios con las manosesposadas.

–El médico ya le mirará en su momento –hizo un ges-to a los funcionarios–, lleváoslo.

Me devolvieron a la celda, y allí me dejaron de nue-vo esposado. Esta vez no pude quitarme las esposas,pues estaban demasiado ajustadas, y aún tenía las mu-ñecas doloridas. Estuve así un par de horas, hasta queme sacaron al patio solo. Me prohibieron dirigirme a losque estuviesen en las ventanas, y me prohibieron, delmismo modo, que permaneciera quieto; querían quepaseara sin detenerme. Recibí el sol de la tarde que co-

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menzaba a ocultarse en el horizonte de la estructura car-celaria, como una bendición. Comencé a caminar, y com-probé que desde las ventanas me miraban algunosrostros, entre ellos el del Tete. Me animaban con gestosy sonrisas, y yo les miraba casi de reojo, pues el carcele-ro permanecía al acecho. En aquellas miradas, sin em-bargo, había más diálogo de lo que se pudiera expresarcon palabras.

Pude darme una ducha rápida antes de regresar ala celda, y estuve escribiendo hasta que me apagaron laluz. En la cárcel, sobre todo en aislamiento, las cartasrepresentan mucho más que tinta sobre un papel; soncasi el cuerpo con el que hacemos el amor, reímos, olloramos. Se convierten en un pedacito de ti, que aun-que no consiga expresar lo todo lo que quisieras, teacerca a tu gente; son también el modo que tenemos deescupir nuestra rabia e impotencia, de maldecir. Sonmucho más que cartas.

Esa noche dormí bien por primera vez, y en los díassucesivos me empecé a organizar. Conseguí libros, y de-dicaba algunas horas del día a ejercitarme físicamente.

En la quinta sólo se comunicaba una vez a la semanay por espacio de diez minutos. Nunca faltaba a esa citami madre, que venía cargada de comida y lectura, paramí y para otros tantos que no tenían quien les llevasenada. Además, el resto de los días, aun sabiendo que nome tocaba visita, iba a la puerta de la Modelo con pandel día y una fiambrera. A la cita semanal tampoco falta-ba Menchu con nuestra hija Vanessa y, de vez en cuando,mis hermanos y hermanas. Recuerdo el día que me visi-taron mis dos hermanas: estaba emocionado. Carmelime transmitía energía y fuerza, y a Mariqui le delatabanlas lágrimas. Mi padre sólo me visitó un par de veces a lolargo de todos estos años, y murió en 1988. No creo quefuese insensible a lo que me sucedía, pero lo expresabade manera distinta. La primera vez que vino, se derrum-bó, y no pudo articular palabra. Nos volvimos a ver añosdespués, en un vis a vis, y ésa sería la última vez que nosencontráramos. Me comunicaron su muerte estando en

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celdas, en la prisión de Alcalá Meco. Por supuesto, nopude acudir a su entierro, ni despedirme de él. Cuandoel carcelero cerró la puerta tras comunicarme la noticia,las lágrimas comenzaron a recorrer mis mejillas, casi sincobrar conciencia de que estaba llorando: fue mi adiósparticular al hombre que me dio la vida y con el que nun-ca supe comunicarme.

Dos días después de haber asistido a la Junta me tra-jeron el acuerdo sancionador: tres faltas muy graves decatorce días cada una, junto con dos partes más por ca-lumnias e insultos en la Junta o, dicho de otro modo,más de sesenta días de celdas y ocho meses de régimenmixto.

Los días en la quinta galería, mientras tanto, transcu-rrieron cansinos y silenciosos. Mejor así; los únicos soni-dos eran metálicos, o el de las pisadas de los carceleros.Eran una amenaza. Cada sonido era como un zumbidode alta frecuencia que se te metía por los oídos y reco-rría tu cuerpo.

En los ocho meses que permanecí en aislamiento,además de dedicarme al deporte comencé a interesar-me por la mitología. Confeccioné junto con otro compa-ñero, de apellido Beltrán, un árbol genealógico de losdioses griegos. Nos lo requisaron pensando que era unplan de fuga.

Llevaba aproximadamente tres meses en la quinta,ya en vida mixta, cuando trajeron a Beltrán para compar-tir la celda conmigo. Nos conocíamos de otras galerías,aunque apenas habíamos cruzado unas palabras. La his-toria de este hombre con su trágico final es, cuanto me-nos, curiosa.

Beltrán y su padre se odiaban a muerte, preso tam-bién en la Modelo, por haber matado a su mujer de laque ya se había separado, a tiros. Beltrán hijo, como ven-ganza por haber matado a su madre, intentó hacer lo mis-mo con toda la nueva familia de su padre, y prendió fuegoa la casa con todos ellos dentro. No lo consiguió pero esodio comienzo a una serie de atentados de los unos contra

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los otros: tiroteos en la calle, asalto a las viviendas, y todotipo de agresiones y atropellos. El odio entre ambos eracada vez mayor. En uno de estos intentos Beltrán hijoconsiguió matar a uno de sus hermanastros, hijo de supropio padre y de su actual mujer. El tiempo y el azar qui-sieron que coincidieran en la misma prisión Beltrán, supadre y un yerno de este último, el Morgan.

Estábamos una mañana en el patio, como siempreabarrotado de gente. Unos jugaban al parchís, otros alfrontón, otros tomaban el sol, y otros, simplemente, pa-seaban. Beltrán (hijo) era uno de ellos. Iba de un ladopara otro, en compañía de otro preso. En ese patio, sinembargo, estaba también Morgan. En un momento dado,desde una de las ventanas que daban al patio, le lanza-ron a Morgan un cuchillo. Morgan recogió la ofrenda, yfue veloz hacia Beltrán, asestándole una cuchillada porla espalda. Éste cayó contra la pared, con gesto de dolor,mientras Morgan seguía ensañándose. Beltrán, sorpren-dentemente, consiguió incorporarse; alcanzó una silla y,consiguió hacerle frente. Pronto se hizo un círculo alrede-dor, unos gritaban animando a Morgan, y otros aullabanen la dirección opuesta. En un momento dado, alguienalcanzó un cuchillo a Beltrán. Ambos comenzaron a lan-zarse puñaladas; Beltrán alcanzó a Morgan en un par deocasiones. Ya estaban los dos heridos, sangrando perotodavía en pie. Los carceleros, al final, empezaron a llegarantes de que aquella reyerta desencadenara una trage-dia. Los dos fueron llevados a enfermería antes de vol-ver a la quinta galería.

Pasaron varios meses hasta que sus destinos volvie-ron a cruzarse de nuevo. Esta vez fue en los locutorios.Ese día Beltrán (hijo) comunicaba en el locutorio adya-cente al mío, y nuestras familias quedaban a nuestro par,unas al lado de las otras. Él comunicaba con su mujer, yyo lo hacía con mi madre, Menchu y nuestra hija. Morganapareció por detrás y comenzó a darle puñaladas, al-guien le sujetó justo cuando lo iba a rematar en el suelo.Al otro lado su mujer gritaba con desesperación. Yo miréa mi familia, y vi a mi madre que se tapaba los ojos. Men-

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chu, mientras tanto, apretaba contra sí a Vanessa, comogesto protector, horrorizada. La gente corría de un lado aotro, buscando alguna salida para escapar de allí, perotodos estábamos igual de presos en ese recinto. Los car-celeros se hicieron con el control de la situación. Beltránfue trasladado urgentemente al hospital. El cuchillo conel que fue agredido fue a parar a mis manos; el compañe-ro que agarró a Morgan, tras desarmarlo, me pasó el pu-ñal, pues era quien más cerca estaba. Yo lo lancé por laventana que iba a dar al patio de la enfermería, y allí de-sapareció.

Beltrán fue dado de alta y regresó a la Modelo, volvi-mos a coincidir en el mismo módulo, pero la amistadhabía desaparecido. Algo había oído del cuchillo y, aun-que le aseguraron que yo no estaba detrás de la agre-sión, se mostraba reacio a mi presencia. La cárcel es así,engendra desconfianzas. Así se sentía Beltrán respecto amí: desconfiado.

Una tarde, fui invitado a la celda de unos compañe-ros para beber un poco de vino de fabricación caseracuando entró Beltrán (hijo) cuchillo en mano. Era una en-cerrona, y yo había picado como un principiante.

–Zamoro, te voy a matar –dijo.

–Beltrán, te estás equivocando –hablé con la seguri-dad del que se sabe inocente, pero estaba desarmado.Me incorporé rápidamente, reculé hacia el fondo de lacelda, y renuncié a coger una de las cajas que hacían desillas para defenderme. Volví a insistirle que no teníanada que ver, pero Beltrán indicó a los demás que salie-ran de la celda y nos dejaran solos. Me lanzó otro cuchi-llo para que me defendiera, pero cayó cerca de él. No locogí, pues podía ser una treta que se solía utilizar.

–Beltrán –dije–, ¿crees que si hubiese deseado tumuerte nos hubiésemos encontrado hoy aquí? Hubieraido a por ti nada más llegar, que estabas más débil.

No respondió, solo apartó una caja que se interpo-nía entre nosotros, de una patada. No lo pensé más: learrojé una de las cajas, y aproveché que la esquivaba

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para hacerme con el cuchillo. Nos íbamos a matar poralgo en lo que yo no tenía nada que ver. Nos miramosmidiéndonos con los ojos, y no sé que vio en los míospero tiró la navaja.

–Podemos solucionarlo a puñetazos –dijo.

Por un momento pensé que llevaría otro cuchillo enla cintura escondido, pero al final creí en él. Me deshicede mi navaja, y me abalancé sobre él. Era imposible pe-lear a puñetazos en un espacio tan reducido, así quemás bien era una lucha brazo a brazo. Las fuerzas esta-ban igualadas, pues ambos éramos de complexión pare-cida. No tardamos en caer y revolcarnos por el suelohasta agotarnos. Cuando entendimos que aquello habíaacabado, me alcé y cogí su cuchillo. Me miró y se prote-gió instintivamente con una caja. De pronto, me la arrojóa la cara. La esquivé, y se quedó esperando mi ataque.Pero yo arrojé el cuchillo, con gesto hastiado, y le tendíla mano en señal de paz. Quise demostrarle que si hu-biese querido matarle, lo hubiese hecho. Quise demos-trarle que era su amigo y nada había tenido que ver conlo que pasó en los locutorios. Pegamos a la puerta paraque entraran el resto de los compañeros.

–¿Qué ha pasado aquí? –preguntó uno de ellos.

–Nada, lo que tenía que pasar ya ha pasado –dijoBeltrán, y me miró con humildad.

Aún dolido por haber caído en una emboscada contal inocencia, reté al supuesto amigo que me había invi-tado, pero el asunto se solucionó sin más violencia. Mellevé los dos cuchillos, en señal de poder. Los cuchillos,de hecho, eran todo un botín.

Al día siguiente devolví los dos puñales a Beltrán, ynos dimos la mano. Pasamos unos días de tensión, hastaque un amigo común nos reunió en su celda, donde char-lamos, razonamos, y prometimos actuar sin rencores.Con este incidente, paradójicamente, nuestra amistad seafianzó más. Me contó toda la historia de su familia; cómosu padre utilizaba a Morgan para que le matase. Su pa-dre, de hecho, no sentía ningún cariño por Morgan, pues

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éste había sido su delator. Pero en lugar de intentar aca-bar con él, lo había acogido entre los suyos, y lo tenía de«machaca». Aquello resultaba doloroso, y, perdiera quienperdiera, él siempre saldría ganando.

Me enteré de su muerte a los años, estando en otraprisión, y lo sentí de veras; había compartido con él mu-chos buenos y malos momentos, y tanto unos como losotros, en la cárcel, unen mucho. Como en la calle, en lacárcel estaban cambiando las cosas, la heroína comenza-ba a hacer estragos entre la gente, y Beltrán, como otros,quedó atrapado. Degeneró, comenzó a tener jaleos, y enuno de ellos encontró la muerte. Los hermanos Romero,que eran quienes controlaban el comercio del caballo,fueron quienes acabaron con su vida. Eran muchos losamigos y enemigos de Beltrán, con lo que la prisión sedividió en dos bandos. Al poco de su muerte se amoti-naros en la cuarta galería, y aprovechando que los carce-leros estaban secuestrados, se libró allí una autenticabatalla campal; muchos resultaron heridos, y otros mu-chos perecieron en una lucha absurda.

Beltrán fue uno de los compañeros que compartie-ron conmigo largos periodos de aislamiento. Comíamosjuntos, hacíamos nuestras necesidades apenas a dosmetros el uno del otro, compartíamos horas de hastío,de silencio, de miedo. Lo compartimos casi todo. A ve-ces esperábamos a que el otro se durmiera para podermasturbarnos, otras simulábamos dormir para no privaral compañero de esa válvula de escape. Pero aunque hecompartido periodos de celdas con otros compañeros,la mayor parte del tiempo yo mismo he sido mi únicoacompañante. No tienes que compartir tu intimidad connadie, pero son muchos los momentos en los que la so-ledad te atrapa, produciéndote una extraña tristeza. Enesos momentos, la locura es una amenaza más que plau-sible, y hay que huir de ella sea como sea. Existe un granuniverso en nuestro interior, y podemos recorrerlo hastadesgastarlo. «No tengas miedo de mirar al pasado», medecía en muchas ocasiones, «detente únicamente el

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tiempo preciso, no te eches a dormir en él pues puedesquedarte anclado».

Beltrán fue uno de las tantos compañeros y compa-ñeras que han muerto en prisión.

Mi primera experiencia con la muerte se me quedóenredada en el alma. Todavía veo aquel cuerpo reventa-do a mis pies. Horas antes había estado hablando con él,con el Gilillo. Lo había conocido meses atrás; lleno devida, alegre, y dinámico. Solía apuntarse a todo lo quetuviera que ver con la diversión. Cuando jugaba al par-chís, por ejemplo, nos desternillábamos de risa. Ese día,tras unos meses de aislamiento en la quinta galería, esta-ba sentado en uno de los bancos de piedra del patio, ha-blaba solo, eran palabras inconexas y se balanceabacomo una botella en el mar. Nadie reparaba en él. En rea-lidad, en la cárcel nadie repara en nadie, cada cual va a losuyo. Vi cómo Gilillo apagaba un cigarrillo en la palma desu mano, y cómo volvía a prenderlo, para volver a que-marse. Me senté junto a él, pero no me prestó atención,seguía hablando con alguien imaginario. A veces creíaoírle mencionar a su madre diciéndole: «mamá, llévamecontigo». Le quité el cigarrillo de la mano, pero rápida-mente buscó otro. Le hablaba mientras le abrazaba perono parecía oírme, ni siquiera sentirme. Así permanecimoshasta que tocó la trompeta para ir a las celdas. Lo comen-té con los compañeros, y hablamos con el jefe de servi-cios, pero no nos hicieron ningún caso.

A la mañana siguiente, cuando ya casi había lo olvi-dado, oímos unos gritos en el patio. Era Gilillo: estabaen la segunda planta, y miraba al vacío. Sospeché lopeor, y me fui corriendo hacia él. Me miraba, pero no meveía. Se acercó un guardia, y le expliqué qué pasaba. Leconté lo que había visto la víspera. Estaba prohibido su-bir a las plantas, o estar en las galerías a esas horas, asíque me mandó marcharme de ahí. Le rogué que lo lleva-ran a enfermería, que no lo dejaran solo. El carcelero fuea buscar ayuda, pues no obedecía, pero en ese instante,estando al alcance de mi visión, se lanzó al vacío.

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No sé qué fue lo que, en el último instante, le hizoreaccionar, pero estiró la mano, y logró aferrarse a unade las barandillas. Ello hizo que su cuerpo se balancea-ra, y frenara un poco la velocidad de la caída.

Cuando llegué abajo lo cogí entre mis brazos, y com-probé que sólo estaba aturdido. Pero en seguida llega-ron los guardias, y nos expulsaron del módulo. Yo hiceun amago de resistencia. «Este tío está muy jodido», dije,pero fue en vano.

El día siguiente amaneció lluvioso. A la hora de la co-mida, las galerías se comenzaron a llenar de gente quevenía del patio. Vagábamos de un lado a otro, esperandoa que nos sirvieran. Nadie reparó en él. Yo estaba pasean-do con dos compañeros más cuando, justo a nuestrospies, cayó el cuerpo de Gilillo, reventándose contra elsuelo. Fue un sonido seco. Ni un lamento salió de su boca.Nos miró y creí advertir una sonrisa, luego vomitó san-gre, y murió. Durante unos segundos todos a su ladopermanecimos inmóviles, incapaces de reaccionar. Des-pués de todos estos años, todavía tengo clavada en mimemoria la mirada vidriosa de aquel chico muerto. No séen qué momento llegaron los carceleros. Uno de ellos,dirigiéndose a mí, preguntó qué había pasado. Lo miré,y sentí ganas de cogerlo por el cuello, de estrangularlo,pero sólo fui capaz de hablar.

–¿Qué ha sucedido? –dije–: qué habéis matado a uncrío.

Al día siguiente me llamaron a Jefatura para pregun-tarme por el incidente. Expuse lo que había ocurrido yel caso que se nos había prestado. Me recomendaronque me olvidara del incidente y que cuando me pregun-taran del juzgado, sólo dijera que lo había visto ya muer-to. Por supuesto, hice lo contrario, conté las cosas comohabían sucedido, pero tampoco pasó nada.

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Hacía escasos días que había salido de cumplir unasanción de catorce días de aislamiento. Era un 16 de juliode 1981, y me encontraba en los locutorios comunicandocon mi madre y mi hija Vanessa. Parecía un día comocualquier otro, pero algo casi imperceptible convirtió esedía en un verdadero infierno. De repente, se apagarontodas las luces de los locutorios. Esto solía ocurrir cuan-do el guardia quería indicar que las comunicaciones ha-bían llegado a su fin, sin embargo, no podía ser, puesnuestro turno había comenzado en ese mismo momento.Reinó el desconcierto en las veinte cabinas que forma-ban los locutorios. Al retornar la luz, vimos a los carcele-ros que entraban en el ala de los familiares, indicándolesque salieran. En nuestro lado los guardias también ibande patrulla, pero con porras en las manos. Nos cachearonde arriba abajo y nos dividieron en dos grupos; los de lascabinas que iban de la 11 a la 20, debían esperar en lasala contigua. Los restantes, entre los que me encontra-ba yo, debíamos ir a la quinta galería.

Fuga de la Modelo

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Cuando llegamos nos desnudaron rasgándonos laropa, y nos introdujeron en celdas separadas. Comencéa oír cómo golpeaban a mis compañeros, me abalancéhacia la puerta, y golpeé en ella con todas mis fuerzas.Cuanto más se acercaban a mi celda, más ansioso mesentía. Cuando uno espera su turno oyendo los gritos delos compañeros, es tal la tensión, que casi está deseandoque lleguen cuanto antes. Yo estaba fuera de mí, deseosode que entraran para poder defenderme, golpearles, ysacar toda la rabia contenida. Se abrió la puerta y apare-cieron los carceleros, sudorosos, descamisados, con losojos desencajados llenos de odio. Gritaban, parapetadosen sus artilugios de guerra: esposas, porras, sprays, escu-dos protectores. Parapetados también en la impunidad.

–¡Al fondo, venga perro, al fondo! –gritaban.

–¡Entrad, cerdos, entrad y matadme, porque comome dejéis vivo, os juro que tarde o temprano os asesina-ré! –respondí con escasa precaución, presa del pánico yla rabia. No tardaron mucho en reducirme, primero en-traron dos con un colchón por delante y, detrás de ellos,los demás. Entre cuatro paredes y tan reducido espacio,apenas pude lanzar unos golpes contra el colchón quedejaron caer sobre mí, con el peso de todos ellos enci-ma. Me esposaron y se ensañaron a golpes hasta hacer-me perder el conocimiento. Cuando lo recobré, estabaen el cuarto de las duchas. Abrí los ojos, y, poco a poco,fui tomando conciencia de la situación. Sabía que volve-rían a por mí, tenía que reaccionar rápidamente, pero¿qué podía hacer?, no contaba con qué defenderme,«quizá arrancando una baldosa», me dije. De ésta podríaconfeccionar algo punzante. Podía oír a gente parlotean-do. La oficina de la galería estaba pared con pared conlas duchas. Era un interrogatorio, y me venían a menteimágenes de películas. Imaginaba a los carceleros con lasgabardinas largas de los nazis; no había tanta diferencia.Oi algo sobre una pistola. Voces, gritos y golpes. Luegosilencio, y una puerta que chirriaba, pasos acercándose alas duchas, y la llave introduciéndose en el cerrojo.

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Actué rápidamente, y antes de se hubiera abierto lapuerta completamente, cuando apenas vislumbrabaunos pies en el umbral, me corté el antebrazo. Seccionéuna vena, y la sangre comenzó a brotar levemente. En unsegundo corte, el rojo brotó con más fuerza. Después meabalancé contra la pared, golpeándome fuertemente lacabeza. Caí al suelo, pero no perdí el conocimiento; simu-lé haberlo perdido. Me encontraba aturdido, flotando en-tre cortinas de nubes. Les oí gritar, cerraron de nuevo lapuerta, y una multitud de pasos corrían de aquí para allá,como ratas huyendo de un incendio. Al poco, regresaron.Precavidos, abrieron la puerta con sigilo, y me llamaronvarias veces: no contesté. Se acercaron con desconfianza,y, de pronto, se abalanzaron sobre mí, inmovilizándomelas manos y los pies. Luego, me esposaron.

Me arrastraron fuera de las duchas, hasta el centro dela galería. Un médico me auscultaba, me abría los ojos yobservaba mis pupilas, pero no lo hacía con mucha segu-ridad, percibía su miedo. Considerando el estado en elque me encontraba, sangrando y con hematomas, acon-sejó que se me trasladara a la enfermería. Hubo discu-siones pero, al final, sentí cómo me subían a una camilla,y cómo era conducido por los pasillos de la prisión. En elpatio exterior me esperaban una ambulancia y dos co-ches de la Guardia Civil. Cuando por fin me introdujeronen la ambulancia, respiré hondo. Se puso en marcha, ysalimos de la Modelo.

Llevábamos transitando por la ciudad unos minutos,cuando descubrí que no había nadie a mi lado. Adelan-te, el conductor con bata blanca, estaba acompañado deun carcelero y un guardia civil. Manipulé las esposasque me sujetaban una de las manos a la barra de la ca-milla con la que tenía libre, y conseguí abrir el grillete.Sin pensar en otra cosa que en salir de allí, tomé aire,encogí ambas piernas, concentré todas mis fuerzas enellas y las lancé contra las puertas traseras del vehículo.

Éstas, inesperadamente, se abrieron ruidosamente.

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Quedé quieto un segundo. No podía ser: las puertasestaban abiertas. Pero no podía pensar y salté. Vi antemí uno de los coches escoltas, distanciado bastantesmetros (no les pude ver la expresión del rostro). Salté ala carretera, y caí de espaldas impulsado por la inercia.Me puse en pie rápidamente, y comencé a correr, correr,correr. «Corre, Zamoro», me decía. Sólo oía mi respira-ción, entre el ruido de coches, cláxones, sirenas y voces.No veía a nadie, aunque me rodeaban muchísimos tran-seúntes. Corría, corría desesperadamente. Crucé la ca-rretera, me perdí por varias calles, y alcancé un portal,donde, sin aliento, me introduje asustado como un ani-mal. Me dejé caer en las escaleras, resoplando como uncaballo. Me latía tan fuerte el corazón, que creí que medelataría. Del exterior llegaban los ruidos de coches,gente pasar, sirenas. Intenté pensar: a casa no podía ir ycontactar telefónicamente con alguno de mi familia erauna locura. No recordaba ningún número de teléfono.

Al fin, decidí salir de aquella trampa. Era conscientede que atraería la atención de la gente, sólo llevaba loscalzoncillos y las marcas de sangre y vendaje, pero ha-bía oscurecido y al otear desde detrás de los cristalesdel portal, comprobé que apenas había gente. Abrí lapuerta, y corrí hacia un taxi que acababa de dejar a unhombre. Su puerta todavía no se había cerrado cuandome introduje en él. El taxista me observó, y sólo podíaver mi parte superior. Eso le bastó: se alarmó. Le supli-qué que me trasladara a un hospital, e improvisé queme habían atacado para robarme. En los siguientes se-gundos, ya una vez el coche, pensé simular que tenía unarma; obligaría al taxista a que me llevara a una zonapoco transitada, le quitaría la ropa y le dejaría atado.Luego me perdería entre la gente. Pero la verdad es queestaba desorientado. No sabía dónde estaba, ni dondequedaría el hospital más cercano.

Opté por una de las peores opciones. Me precipitéhacia él, y al intentar cogerle por el cuello, se asustó yreaccionó descontroladamente. Frenó en seco y se des-hizo de mi brazo con facilidad, abrió la puerta, y huyó

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corriendo y gritando. Salí para ponerme al volante, y tar-dé unos segundos que me parecieron horas en poner elcoche en marcha. Al acelerar, el coche comenzó a mover-se a trompicones, como un caballo desbocado. Conseguídominar el vehículo, y enfilé carretera hacia adelante.Detrás quedaban el taxista y un grupo de personas quegritaban y gesticulaban. Pensé en abandonar el taxi y sa-lir corriendo, pues en él era más localizable, pero estabadesnudo, y mi mente iba a mil por hora. Seguí adelantehasta que accedí a la carretera de Gerona. Ése fue el fi-nal. Me interceptaron en un control que ni siquiera esta-ba puesto para mí. Era un control rutinario: suficientepara acabar con el trocito de libertad que tanto habíapeleado.

Fui conducido a una comisaría, y de allí a la prisiónde Gerona. Así comenzó el periplo por las distintas pri-siones del Estado.

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Compañero,no permitas que tus pies

se acostumbren al mismo suelo.

El segundo intento de fuga fue meses más tarde,en la cárcel de Carabanchel. Ésta era de la misma épocaque La Modelo. Vieja, con una infraestructura desorde-nada y antigua, con puertas que se abrían manualmente.Las dos tenían cierto aire medieval y patético.

Un día, tras una visita, descubrí que una de las can-celas que daba a la galería exterior estaba abierta. Venía-mos de comunicar un grupo bastante numeroso, peroninguno se percató del incidente, y el funcionario mira-ba negligente hacía el otro lado. Cuando el último presosalió hacia el interior de prisión, yo me quedé rezagado,sorprendido por la decisión que mostraba al actuar.«Nada tengo que perder», pensaba. Nada tenía que per-der, en realidad. Cuando sobrepasé la puerta, me uní aun grupo de familiares que se dirigía al exterior, y me ca-muflé entre ellos. En el grupo, una mujer se quedó reza-

Fuga de Carabanchel

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gada, y aproveché para ponerme a su altura. Seguí haciaadelante sin mirar atrás. La suerte estaba echada.

El primer portón, por donde el furgón accede al re-cinto penitenciario, lo traspasé casi sin advertir si habíaalgún carcelero. La adrenalina corría por mis venas a unavelocidad vertiginosa, y aumentaba conforme me ibaacercando a la puerta principal.

Al llegar al patio exterior pensé en esconderme enuno de los coches que estaban aparcados, pero descartéla idea de inmediato. Cuando diesen la alarma al echar-me de menos cerrarían las puertas y registrarían hasta elúltimo rincón.

Escuché mi propia voz, que se me antojaba ajena ydistante, dirigiéndome a aquella mujer rubia y vestidatotalmente de cuero negro. Ignoro qué le dije, cosas sinsentido, seguramente, monosílabos inconexos. Caminá-bamos juntos hacia la puerta general. A escasos metrosde la verja, dos guardias civiles custodiaban la puerta.

Fotografié mentalmente mi alrededor. Detrás de mí,la gente entraba y salía de la prisión, y otros pasaban alHospital Penitenciario, el cual se encuentra allí mismo.A mi derecha, en una estrecha acera, dos picoletos char-laban mientras fumaban. A mi izquierda, una oficina, yen ella un carcelero, que escribía en una libreta. Al fren-te, algo más allá de los guardias que custodiaban lapuerta, una enorme fila de familiares que esperaban suturno para comunicar. Tras ellos, ¡la libertad!

Centré toda la atención en el paso siguiente. Laadrenalina me ahogaba. Dejé a la mujer rubia que tras-pasara primero la verja, y luego me dispuse a hacerlo yo.En ese momento, los dos uniformes verdes se fundieronen uno, cerrándome el paso. Mi primer impulso fue elde abalanzarme sobre ellos y tratar de derribarlos. Dehecho, ahora pienso que no hubiese sido difícil, y quehubiera podido hacerme con una de sus armas, peroalgo me aconsejó que mantuviera la calma. Si actuabaasí, estaba a tiro del guardia civil de la garita, y no alcan-zaría la calle. Mis ojos interrogaron a uno de ellos, sin

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perder de vista al otro. Muy amablemente me señaló laoficina del carcelero

–Señor, le llaman allí.

Intenté serenar el rostro, pero la tensión me parali-zaba por completo. Un torbellino de ideas y sensacio-nes brincaban en mi cerebro. Traté de ser lo más naturalposible.

–¿Sí? –pregunté con inocencia.

Éste me solicitó la documentación. Introduje lamano izquierda en el bolsillo interior del anorak, y hur-gué en busca de una documentación inexistente. Perma-necí pensativo un instante, con cara de asombro.

–¡Ah sí, el carné! –exclamé, y me lancé hacia la mu-jer–: ¡Mari, Mari, la cartera!

La mujer se volvió con sorpresa, y también lo hicieronalgunos de los presentes, que me miraban expectantes.Sin proponérmelo, esta reacción dio más credibilidad ala comedia que estaba representando. Seguí hacia ellapasando por delante de los guardias civiles de la puertay, al llegar a su altura, continué andando hacia la carrete-ra. Estando fuera de prisión, oí que el guardia estaba gri-tando, y me lancé a la carrera. Eché a correr con todasmis fuerzas. Detrás, el carcelero avanzaba con el guardiacivil, fusil en mano, gesticulando y gritando. Yo no podíaoír, pues lo único que sonaba en mis oídos era el sonidodel viento, y el jadear de mi respiración. Jamás había co-rrido tanto en mi vida; era como si mis pies no tocaran elsuelo. Los pulmones me ardían, como si me fueran a ex-plotar. Los centinelas gritaban desde las torretas, apun-tándome con los rifles, y el carcelero seguía corriendo,con uno de los guardias civiles. Los coches circulaban enambas direcciones, y una sensación de irrealidad se apo-deró de mí; parecía más una película tridimensional y ra-lentizada, que una persecución.

Ciento cincuenta metros más adelante, advertí el Pa-trol de la Guardia Civil, y oí que me daban el alto. Elvehículo frenó ante mí y de él saltaron sus cuatro ocupan-tes, cerrándome el paso y apuntándome. Conseguí fre-

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nar; todo había acabado. Con la misma sorpresa que ha-bía empezado, llegaba a su fin.

Me sentí vacío, solo, más solo que nunca, y sin fuer-zas. A mi derecha la salvación se presentó en forma detaxi. Los picoletos empuñaban sus armas, pero sin inten-ción de disparar. La puerta del taxi estaba abierta, puesacababa de bajar un pasajero. El taxista, ocupado encontar y ordenar el dinero, no vio la desesperación en mirostro. Sólo se percató de que alguien entraba en su co-che. Nos miramos; yo jadeaba, y notaba la lengua de tra-po en la boca seca. El taxista me observaba expectante,pero al final, con gestos desesperados, conseguí hacerleentender que arrancara. Perplejo, puso el taxi en marcha.Fuera, los policías amenazaban con disparar, pero esta-ban a cierta distancia, y no podían arriesgar.

Desde el interior del vehículo pude ver al carcelero yal guardia civil que se acercaban corriendo. Gritaban y agi-taban los brazos, llamando la atención del taxista, y éstefrenó en seco. Me miró, y ambos comprendimos la situa-ción.

–Acelera, o te meto tres tiros –dije, mientras intenta-ba hacerle creer que portaba un arma. El hombre, horro-rizado, pisó el acelerador violentamente, pero conformese acercaba el carcelero, fue disminuyendo la marcha.

–¡Acelera! –repetí.

–¿Es que quieres que lo atropelle? –dijo el taxistaen tono de súplica.

–Que aceleres, ¡coño!

Todo fue muy rápido; sin darme tiempo a reaccionarel taxista frenó en seco, y se tiró del taxi. Los policías es-taban prácticamente encima. Supe, entonces sí, que laaventura había acabado. Me apartaron a golpes a unlado de la carretera, y pretendían arrodillarme en el sue-lo, pero la rabia me mantenía sujeto a la verja que rodea-ba la prisión. Me rajaron la camisa y el anorak, y megritaban insultos y amenazas, con la estupidez típica delos cuerpos policiales.

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Me condujeron al interior del presidio. No sabía sisentía miedo, o si el cansancio hacía que no sintieranada. La adrenalina, por otro lado, seguía galopando pormis venas. Más adelante, sin embargo, tras cerrar la últi-ma de las dos puertas de la celda, escuché los pasos delos carceleros alejarse. Desnudo entre aquellas cuatroparedes mugrientas, la soledad, mi siempre aliada, y laoscuridad, me hicieron olvidar. Piadosamente caí en eldulce abismo del sueño, y en él corría, corría, corría…

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