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A LA VERA DE ALFONSO REYES | 15 Puesto ya en el camino de emprender el estudio siste- mático de la naturaleza y función de las obras literarias y, por lo tanto, de identificar las “maneras” en que se manifiesta y toma cuerpo esa particular “agencia del espíritu” que es la creación literaria, don Alfonso Reyes fue escribiendo una serie de ensayos que abonaban el te reno para dar cima a su mayor empeño de hacer el ne- cesario “deslinde entre la literatura y la no-literatura” que permitiera la formulación de una teoría capaz de dar cuenta de las múltiples instancias y los diferentes estí- mulos que concurren en los procesos de la creación poé- tica, enfocados desde la triple perspectiva de la exegética, la historia y la crítica. De entre aquellos ensayos preparatorios para El des- linde (1944), 1 conviene que nos fijemos en “El método histórico en la crítica literaria” (1941) 2 porque en él se ponían de manifiesto las posibles causas de “error” en que suelen caer los historiadores de la literatura, interesados en explicar las obras literarias a partir de los elementos biográficos que pudieran identificarse en ellas, así como las “causas” históricas que hubieran sido determinantes para su composición, y esto, en cuanto que la obra lite- raria es invariablemente concebida por este género de historiadores como un fiel “reflejo” de las “realizaciones sociales”. A este propósito, anotaba Reyes que no sería razonable reducir a la condición de un mero “reflejo” to do aquello que se asienta en las experiencias de un “mundo interior que pudo no realizarse en la práctica”, esto es, en una compleja red de estímulos literarios, ideo- lógicos y psicológicos que no se vinculan inmediata- mente con las realidades de la vida social, sino con los contenidos emotivos e intelectuales de ese “mundo inte- rior” del literato. El “historiador político”, venía a decir Reyes, busca explicar los “hechos” sociales por los testimonios escri- tos que dan cuenta de ellos, pero “eliminando al testi- go” y dejando de lado lo propiamente individual que pueda haber en dichos testimonios; el historiador de la literatura, en cambio, no podría eludir los valores espe- cíficos de tales testimonios, a saber, la peculiar “inten- ción” estética del autor al construir su obra literaria. Es Defensa e ilustración de la teoría literaria A la vera de Alfonso Reyes José Pascual Buxó Al comentar una de las obras clave de Alfonso Reyes, El des- linde, el filólogo José Pascual Buxó plantea en este ensayo la gran diferencia entre la historiografía literaria y la crítica. Conti- nuando su investigación sobre las relaciones entre biografía, verdad y creación, el estudioso desarrolla sus conceptos críticos que enriquecen y amplían nuestra noción de la literatura. 1 Citaré por Alfonso Reyes, El deslinde. Prolegómenos a la teoría lite - raria, Fondo de Cultura Económica, Colección Lengua y Estudios Li- terarios, México, 1983. (Primera edición, El Colegio de México, 1944). 2 Alfonso Reyes, Tres puntos de exegética literaria. Jornadas 38, El Colegio de México, 1945.

A la vera de Alfonso Reyes · lares un exagerado predominio en la exégesis de los tex - tos literarios, y es así como éstos pueden quedar redu - cidos a sus contenidos mostrencos

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A LA VERADE ALFONSOREYES | 15

Puesto ya en el camino de emprender el estudio siste-mático de la naturaleza y función de las obras literariasy, por lo tanto, de identificar las “maneras” en que semanifiesta y toma cuerpo esa particular “agencia delespíritu” que es la creación literaria, don Alfonso Reyesfue escribiendo una serie de ensayos que abonaban elte rreno para dar cima a su mayor empeño de hacer el ne -cesario “deslinde entre la literatura y la no-literatura” quepermitiera la formulación de una teoría capaz de darcuenta de las múltiples instancias y los diferentes estí-mulos que concurren en los procesos de la creación poé -tica, enfocados desde la triple perspectiva de la exegética,la historia y la crítica.

De entre aquellos ensayos preparatorios para El des-linde (1944),1 conviene que nos fijemos en “El métodohistórico en la crítica literaria” (1941)2 porque en él seponían de manifiesto las posibles causas de “error” en quesuelen caer los historiadores de la literatura, interesados

en explicar las obras literarias a partir de los elementosbiográficos que pudieran identificarse en ellas, así comolas “causas” históricas que hubieran sido determinantespara su composición, y esto, en cuanto que la obra lite-raria es invariablemente concebida por este género dehistoriadores como un fiel “reflejo” de las “realizacionessociales”. A este propósito, anotaba Reyes que no seríarazonable reducir a la condición de un mero “reflejo”to do aquello que se asienta en las experiencias de un“mundo interior que pudo no realizarse en la práctica”,esto es, en una compleja red de estímulos literarios, ideo -lógicos y psicológicos que no se vinculan inmediata-mente con las realidades de la vida social, sino con loscontenidos emotivos e intelectuales de ese “mundo inte -rior” del literato.

El “historiador político”, venía a decir Reyes, buscaexplicar los “hechos” sociales por los testimonios escri-tos que dan cuenta de ellos, pero “eliminando al testi-go” y dejando de lado lo propiamente individual quepueda haber en dichos testimonios; el historiador de laliteratura, en cambio, no podría eludir los valores espe-cíficos de tales testimonios, a saber, la peculiar “inten-ción” estética del autor al construir su obra literaria. Es

Defensa e ilustración de la teoría literaria

A la vera deAlfonso Reyes

José Pascual Buxó

Al comentar una de las obras clave de Alfonso Reyes, El des-linde, el filólogo José Pascual Buxó plantea en este ensayo la grandiferencia entre la historiografía literaria y la crítica. Conti-nuando su investigación sobre las relaciones entre biografía,verdad y creación, el estudioso desarrolla sus conceptos críticosque enriquecen y amplían nuestra noción de la literatura.

1 Citaré por Alfonso Reyes, El deslinde. Prolegómenos a la teoría lite -raria, Fondo de Cultura Económica, Colección Lengua y Estudios Li -terarios, México, 1983. (Primera edición, El Colegio de México, 1944).

2 Alfonso Reyes, Tres puntos de exegética literaria. Jornadas 38, ElColegio de México, 1945.

éste, pues, un asunto del que no pueden desentenderseni el historiador ni el crítico, puesto que la persona delautor no se halla únicamente condicionada por sus “cir -cunstancias” sociales, sino —además— por la presen-cia de una tradición literaria que se continúa, actualizay modifica en cada nueva obra. Y es así como la concu-rrencia de una tradición literaria y las diversas solicita-ciones de un presente en un mismo individuo y en unamisma obra hacen necesario llevar a cabo el análisis deésta atendiendo a una doble tarea: reconstruir la “origi-nalidad” de dicha obra y “reconstruir la serie humanaen que ella encaja”. Tarea sin duda delicada por cuantoel historiador y el crítico han de procurar que sus res-pectivos juicios mantengan un equilibrio entre los datosobjetivos, esto es, entre la sustancia semántica de la obramisma, y la impresión subjetiva que dicha obra suscitaen sus lectores. ¿Y cómo lograr ese deseable equilibrio en -tre lo que la obra parece transmitir y la particular inter-pretación del historiador y el crítico? Decía Reyes, refi-riéndose a su propia experiencia: “No prescindo de miemoción: la encamino, educándola convenientemente,como otro procedimiento del saber” y, haciéndolo así,procuraba alcanzar un bien logrado compromiso entrela objetividad discernible por el crítico —es decir, laespecificidad semántica que cada obra literaria presu-pone— y una subjetividad que es el resultado de la re -cepción “emotiva” de dicha obra, y a la cual ni el lectorcomún ni el crítico profesional podrían renunciar, nopor otra causa sino porque el destino de la obra litera-ria se “caracteriza por su apelación al público no espe-cializado” y sólo indirectamente al estudioso profesional.Y es que, en efecto, para el buen lector, la obra literariaes siempre un motivo de sorpresa y ensanchamiento desu propia experiencia, y para el crítico es, ante todo, undeterminado objeto de estudio al que se le aplican cier-tas técnicas descriptivas y determinadas hipótesis exegé -ticas en el marco de una ciencia literaria siempre sujeta—por lo demás— a su propio examen y validación.

Pues bien, si la tarea de la crítica es la de enfrentarsea un texto literario para “conocer su vida en superficie yen profundidad, en materia y en significado”, como se ña -laba Reyes, le será preciso echar mano de un variado con -junto de disciplinas que acudan en su auxilio; tales comola bibliografía, la cronología, la biografía, la crítica tex-tual, la lingüística, la historia política y cultural y un muylargo etcétera. Pero ¿cómo ha de armonizar y hacer com -patibles los datos que interesan a cada una de dichas dis -ciplinas que, en la práctica, pudieran fragmentar la uni -dad de la obra literaria en beneficio de la confirmación delas hipótesis sustentadas por el histo riador? De la estre-cha aplicación de aquellas disciplinas auxiliares puedenoriginarse incontables errores, muchos de los cuales yahabían sido señalados por Gustave Lan son, todavía elmás influyente historiador de la literatura francesa.

Hagamos un breve repaso de tales “errores”. El pri-mero de ellos consiste en el hecho de fundarse el histo-riador en datos incompletos o presuposiciones falsas yextraer de ellos consecuencias abusivas o indiferentes;el segundo error proviene del exceso de confianza en losrazonamientos abstractos, que bien pueden llevarlo aconclusiones inexactas; el tercero, conceder excesivo cré -dito a un hecho histórico que para nada afecta la “ver-dad poética” del texto examinado; el cuarto, y quizás elmás extendido, consiste en darle a los métodos particu-lares un exagerado predominio en la exégesis de los tex-tos literarios, y es así como éstos pueden quedar redu-cidos a sus contenidos mostrencos en perjuicio de suoriginalidad respecto de otras obras del mismo géneroy del mismo periodo histórico. Olvidados precisamentedel carácter de creación autónoma de toda obra litera-ria relevante, es común que los historiadores atiendanexclusivamente a los datos de ciertas realidades fácticasrastreables en ellas, o dicho con otras palabras, asumien -do que todo cuanto “sucede” en el mundo de la ficciónliteraria tuvo antes lugar en el mundo real del que éstavendría a ser tan sólo un “reflejo” fiel.

Entre las posibilidades de error antes señaladas, des -tacaba Reyes el tipo que se reduce a la mera “recopilaciónerudita de datos”, que en modo alguno puede aspirar ala “dignidad de historia ni de crítica”; y a este propósito,citaba la burlesca irritación de Valéry Larbaud quien,agobiado por las pretensiones literarias de tales eruditos,decía que “nos obligan para buscar una fecha o noticiaa tragarnos un fárrago de quinientas u ochocientas pá gi -nas”. De esas causas de error podían deducirse algunossanos consejos para el profesional de la historia litera-ria. Decía Reyes —precaviéndonos contra los excesos delas generalizaciones— que “en la crítica literaria hay hi -pótesis” que se distinguen de las hipótesis científicas por -que, al contrario de éstas, “no se comprueban por la rei -teración, sino por la aparición de un solo dato”, que esjustamente el que resulta de la singular entidad de cadaobra literaria. Por lo demás, no deben desecharse apre-suradamente las informaciones adversas a la hipótesissustentada por el crítico, a quien se recomienda que, envez de ignorarlas, explique todas las anomalías, y final-mente, que no establezca relaciones causales entre me -ras coincidencias.

Aquellos planteamientos iniciales de don Alfonsoiban propiamente dirigidos al ejercicio profesional dehistoriadores y críticos en lo que atañe a la secuenciacronológica y a la exégesis ideológica de las obras lite-rarias insertas en un determinado ámbito histórico-cultural, pero aún no se referían a la naturaleza o modode ser esencial de tales obras ni —por lo tanto— a lascaracterísticas formales y sustanciales (de estilo y asun-to, de forma y materia) que permitan distinguirlas deotras maneras o tipos discursivos, es decir, de otros usos

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no propiamente literarios de la lengua comunitaria. Deahí que lo primero que hizo don Alfonso en El deslindefue ocuparse de las cuestiones de “vocabulario”, que noes un asunto baladí, puesto que “literatura” es una vozambigua que por causa de sus diversos sentidos traeaparejadas continuas confusiones. En un sentido técni -co, decía, el vocablo puede remitir a “toda manifesta-ción verbal por medio de la lengua hablada o escrita”; conesa palabra se designa también un conjunto de docu-mentos escritos sin importar el tema o la materia queaborden, pero con esa misma voz se alude principal-mente a las obras literarias en su conjunto, es decir, auna “agencia especial del espíritu” distinta de los demás“ejercicios de la mente”; y así, de la dilucidación de laes pecificidad de ese quehacer mental volcado en la pa -labra surge precisamente la teoría literaria. Sin dejar dereconocer la historicidad de las obras literarias ni su pa -tente o embozada vinculación con determinadas “rea-lidades históricas”, es preciso que la teoría literaria hagauna abstracción “fenomenográfica” de todas ellas conel fin de alcanzar la “descripción metódica y organiza-da de los fenómenos más generales de la literatura enre lación con las disciplinas más cercanas”.

Quiere decirse, pues, que si la historiografía y la crí-tica literarias tienen por objeto el estudio de las obrasparticulares, consideradas en su conjunto o individual-mente, la teoría aspira a poner de manifiesto lo que escomún a todas ellas y, en consecuencia, lo que las dis-tingue de los demás tipos de producción discursiva. Por -que es el caso que sin la previa dilucidación de la natu-raleza específica de los tipos textuales que englobamosbajo el nombre de obras literarias, la tarea de los histo-riadores no se ajustaría a una inexcusable exigencia cien -tífica: la homogeneidad semántica y la peculiaridad es -tilística de las obras incluidas en un corpus de estudio.En efecto, la ausencia de una teoría literaria en los tra-bajos historiográficos trae precisamente como conse-cuencia la mezcla de obras propiamente literarias conotras que no lo son; de hecho, en la gran mayoría de losManuales se verifica la concurrencia indiscriminada dediscursos de muy variado propósito y factura, de suer-te que andan entremezclados en ellos textos cuya cons-trucción elocutiva y cuya intención semántica es muydiversa, tan diversa como pueden serlo los discursos his -tóricos, políticos, científicos o teológicos respecto delos puramente literarios, (v. gr. la poesía épica o lírica,el drama o la novela, para decirlo ahora de conformi-dad con la teoría clásica de los géneros literarios).

Con el fin de discernir aquella esencia común com-partida por todas las obras literarias que las identifica ydistingue de otras “agencias mentales” asimismo produ -cidas por medio de la palabra escrita, estableció Reyesuna fundamental distinción entre las obras pertene-cientes al tipo de la que llamó “literatura en pureza” y

las que pertenecen a la “literatura ancilar”, esto es, a losdiscursos disciplinarios o meramente pragmáticos quesacan provecho de ciertos recursos del arte literario. Talesdiferencias se advertirán plenamente si consideramos lasrespectivas intenciones y asuntos característicos de los tex -tos literarios y los cotejamos con las “intenciones” se -mánticas propias de los discursos disciplinarios. En otronotable ensayo escrito en 1940, “Apolo o de la literatu-ra”, Reyes definió con escueta precisión lo que hemos deen tender por “intención semántica o de significado” e“in tención formal”: la primera se refiere al “suceder fic-ticio”, la segunda a la “expresión estética”, para concluircon una fórmula impecable: “Sólo hay literatura cuan-do am bas intenciones se juntan”.3

De manera, pues, que la “literatura propiamente tal”se refiere a la experiencia humana más pura o general,la que compartimos todos los humanos, en tanto que laliteratura ancilar o aplicada se ocupa de conocimientosespeciales o, dicho diversamente, la literatura propia-mente tal expresa “al hombre en cuanto ser humano”,en tanto que la literatura ancilar lo expresa desde unaparticular perspectiva disciplinaria, en cuanto que elescritor —dice Reyes— se instale como teólogo, filó-sofo, cientista, historiador… Y esta distinción esencial

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3 Alfonso Reyes, “Apolo o de la literatura” en La experiencia litera-ria, Editorial Losada, Buenos Aires, 1952.

Alfonso Reyes, París, 1924

se remitía sin duda a la formulada por Aristóteles en suPoética: la diferencia entre el historiador y el poeta —o,por mejor decir, entre el discurso historiográfico y el li -terario— “consiste en el hecho de que uno narra lo queha ocurrido y el otro lo que ha podido ocurrir; por talrazón la poesía es más filosófica y elevada que la histo-ria”, donde lo “filosófico” aludiría a la comprensión esen -cial de todo lo tocante a la naturaleza humana y lo “ele-vado” a su más digna y elaborada expresión.

Recordemos que las disciplinas que tienen por ob -jeto los sucesos contingentes, por el hecho de expresar-se por medios lingüísticos tienden a echar mano de losrecursos propios de la literatura en pureza (en especialde la comprensión analógica y la designación metafó-rica de las cosas del mundo), sin que por ello cambiensu particular intención comunicativa; ocurren así losque Reyes llamó “préstamos literarios a lo no literario”,esto es, los eficaces recursos del arte poética de que sehan valido ciertas obras de carácter histórico, oratorio,filosófico y aun científico con el fin de acreditar su ele-gancia expresiva o su eficacia persuasoria, pero que, sinembargo, al decir de Reyes, “nadie puede confundir suintención con la de una obra literaria”. En su afán porestablecer con nitidez la radical diferencia entre la pro-ducción artístico-literaria y la historiográfica y científi-ca, don Alfonso apuró aún más el deslinde entre ambasclases discursivas y, así, conviene recordar sus más es -trictas definiciones: la “literatura en pureza” —decía—tiene un “valor extra o supratemporal que abraza lostres latidos del tiempo: pasado por cuanto una obra li -teraria ya hecha es cosa ya acabada y pretérita; presente,por cuanto la obra literaria vuelve a ser presente en cual -quier tiempo. Mientras que el documento histórico es un

testimonio de referencia a hechos que no son el mismodocumento, agente vicario de un pasado por construir,la obra literaria es documento de sí misma, es la presen-cia del hecho literario en sí” (El deslinde, 1983, p. 268).

¿Estaba en lo cierto don Alfonso al asumir que nadiepodría confundir la divergente naturaleza estilística ysemántica de un texto literario respecto de los otros ti -pos discursivos? Él bien sabía que aún los estudiososprofesionales de la materia suelen incurrir en tal confu-sión, pues a pesar de la inocultable distancia que mediaentre las creaciones artísticas y las relaciones históricas, enla práctica, tal divergencia suele ser ignorada o desecha -da por aquellos historiadores de la literatura que dancabida en sus manuales a muy diversos tipos textuales;de suerte que al lado mismo de las obras poéticas, ocu-pan un lugar junto a ellas los productos de la historio-grafía, la etnología, la lingüística, la política o la teología,en tanto que estas disciplinas sean tácitamente conside -radas como parte de un mismo corpus documental y,por ende, asumidas como integrantes legítimos de laproducción estrictamente literaria de un lugar y de untiempo determinados. ¿Y por qué es esto así? Porque ta -les historiadores parecen entender el concepto de “lite-ratura” en su más amplio sentido de producción escritamás o menos relevante, sin tomar en cuenta la precisaintencionalidad semántica ni las peculiaridades elocu-tivas propias de cada uno de esos tipos textuales. Perosiendo verdad que no sólo las obras de carácter cientí-fico pueden recibir en “préstamo” una serie de tópicos orecursos literarios que las doten de una atractiva ameni -dad para el común de sus lectores, en la medida —porejemplo— en que relaten los sucesos históricos de quese ocupan animados por los recursos retóricos de la pro -

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sopopeya o la evidencia, también es cierto que las obrasindependientemente literarias reciben con alguna fre-cuencia “empréstitos semánticos” de la historia o, en me -nor medida, de la ciencia, y es a causa de esta mutua “fe -cundación” —como la llamaba Reyes— que unas y otraspudieran ser equívocamente consideradas como inte -gran tes de un mismo tipo discursivo, es decir, co mo si to -das ellas compartiesen una misma “intención semántica”.

A este respecto podría señalarse una patente para-doja: en tanto que cierto género de historiadores de laliteratura incluyen en sus Manuales la producción his-toriográfica y aun la política y teológica, asimilándolaa la propiamente literaria, los historiadores políticos noincluyen normalmente en sus respectivos corpus docu-mentales las obras poéticas, y cuando lo hacen no es conel propósito de certificar con su testimonio la verdad deun acontecimiento histórico, sino —en todo caso— co -mo ejemplo de la huella subjetiva o la evocación pinto-resca de tal acontecimiento. Por su parte, las obras lite-rarias —en especial las del tipo que llamamos novelashistóricas o testimoniales— se sirven de las “verdades” his -tóricas como sustento de unas “ficciones” imaginadas que—en última instancia— intentan conceder a los irre-petibles sucesos de la historias el estatuto permanenteo ejemplarmente humano de las ficciones literarias.

Aunque no sea éste el lugar más apropiado para re -ferirnos con detalle, no es posible dejar de mencionar unfenómeno de recepción de las obras artísticas y litera-rias (que quizá podría ser, no sólo materia de la estéti-ca, sino de la psicología social), consistente en el hechode privilegiar el valor de “verdad objetiva” de los suce-sos realmente acontecidos sobre la “verdad simbólica”de los meramente ficticios o imaginados. Así ocurre, porejemplo, en el interés preminente que se quiere con-ceder a ciertos relatos novelescos o cinematográficos“ba sados en hechos reales” sobre otros que recrean yremodelan las experiencias del mundo a partir de sus re -presentaciones simbólicas. Desde una perspectiva pro-piamente estética, podría decirse que —en tales ca -sos— la facultad creadora de la imaginación ha quedadoanulada a favor de una valoración estrechamente prag-mática —y por ende, no pertinente— de las creacionesartísticas, o mejor, que éstas sólo parecieran adquirir suverdadero valor ético y epistémico cuando se las recono -ce como “fieles reflejos de la realidad misma”. Y —co -mo bien se sabe— tal modo equívoco de valoracióntampoco es completamente ajena a cierta especie de his -toriadores literarios, obsedidos en la documentación“positiva” de las ficciones literarias.

Desde luego, damos por sentado que el historiadorde la literatura requiere, para explicar muchos de los as -pectos de la vida de las obras literarias, insertarlas en unmarco histórico preciso y en los contextos sociales y cul -turales en que éstas surgen y se difunden; en otras pala-

bras, han de tener en cuenta los sistemas sociales de pro -ducción, difusión y recepción de las obras en cuestión.Pero una cosa es que los discursos históricos suministreninformaciones más o menos precisas acerca de dichoscontextos y otra muy distinta es que puedan ser juzga-dos como propiamente literarios. De esta equívoca iden -tificación proviene el hecho de que los tratados historio-gráficos y, eventualmente, los teológicos —especialmentesi poseen una notable calidad estilística o retórica— seanincorporados a un determinado corpus literario, puessiendo asumidos como una digna expresión de la cul-tura nacional, parecieran adquirir por sólo ese hecho elderecho de formar parte de los grandes repertorios lite-rarios. Y es ahí donde se origina esa falsa identidad en -tre literatura e historiografía, por cuanto que ambas seinsertan en el más amplio campo de la cultura escrita yno porque una y otra compartan unas mismas funcionescomunicativas ni unas mismas intenciones semánticas.Para certificar que los discursos históricos o científicossean “verdaderos” y creíbles es preciso cotejarlos con lasrealidades empíricas de que traten, pero la “verdad” delas obras literarias reside en la coherencia o “verosimi-litud” de los universos semánticos que ella misma ins-taura gracias a la capacidad generadora de la palabra.4

Pondré un solo ejemplo de cómo los Manuales deliteratura mexicana incluyen sin distinción los escritosde cronistas e historiadores del mundo indígena o de laConquista española, los de materia filológica o teológi-ca, tanto como los que se inscriben en las funciones ogéneros canónicos de la poesía, la novela o el teatro.Ciertamente, las obras propiamente literarias surgen encontextos históricos específicos y es mucho lo que el co -nocimiento de éstos contribuye a explicar determina-dos aspectos sociales, políticos, ideológicos… relativosa la producción de las obras independientemente lite-rarias, pero —para los fines de la teoría, no menos quepara la integridad de la crítica y la historiografía litera-rias— importa distinguir los espacios culturales y men -tales en que se producen dichas obras, en cuanto quelas consideremos como pertenecientes a distintos tiposde producción discursiva insertos en una misma circuns-tancia histórica. Cabe, pues, hacer la distinción entrelos sistemas sociales en cuyo seno se producen y difun-den las obras literarias y estas mismas obras en tantoque sean una “agencia” particular de la mente y requie-ran, por ende, un tipo específico de recepción en el cualse identifiquen las obras de creación artística por su ca -rácter de ficción trascendente de ciertas experienciasesencialmente humanas, y las científicas e historiográ-ficas por ser, aquéllas, un registro de “hechos” natural-

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4 Me he referido a este asunto en el artículo “De la historiografía ala literatura: verdad o ficción”, publicado en el número 83, enero de2011, de la Revista de la Universidad de México.

mente reiterados y, éstas, de sucesos contingentes y fu -gaces a los que tan sólo la escritura concede una iluso-ria condición de permanencia. Haciéndolo así, podráfá cilmente distinguirse lo que corresponde al espaciohis tórico y cultural en que se incluye la persona delescritor y el lugar que ocupa en un determinado siste-ma de producción, difusión y recepción de sus obras, yotro espacio puramente mental —o espiritual, si sequiere— en el que se verifica la inserción de dichasobras en una expresa tradición literaria. Resulta de elloque una cosa es el sistema social y político en el que sur-gen las obras poéticas y otra lo que Reyes llamó “elmundo in terior” del literato del cual procede la “origi-nalidad” de sus obras, en cuanto que éstas sean con-frontadas con otras del mismo género y de la mismatradición literaria. Pero se da el caso de que el historia-dor tienda a pres tar exclusiva atención a las circunstan-cias sociales que rodean la génesis de una obra literariay, fijándose tan sólo en los dos factores extremos del sis-tema de producción y recepción (autor y público entanto que sujetos sociales) deje sin la debida considera-ción el producto mismo, esto es, la obra literaria, eseproceso de creación verbal de un “mundo interior” y suparticular significación estética, emotiva e ideológica.

En 1946, Reyes participó en un volumen colectivopublicado por la Secretaría de Educación Pública conel título general de México en la cultura y en el cual seencargó de hacer la reseña de “Las letras patrias”, ensa-yo que, ampliado de manera considerable, publicó dosaños después como Letras de la Nueva España (1948).En consonancia con sus ideas acerca de la especial na -turaleza y función de las obras literarias, las puso en re -lación con otras “agencias” de la producción discursivade un determinado entorno social; de ahí que el nuevovolumen trazase un amplio panorama de la cultura le -trada novohispana a partir de las manifestaciones an -cestrales de las lenguas indígenas (la poesía de tradiciónnáhuatl y maya), los testimonios de la conquista mili-tar y “espiritual” de las gentes indígenas, los procesosde hispanización de los nuevos reinos (instituciones po -lítico-administrativas, establecimiento de la imprentay fundación de la Universidad), el teatro misionero, lacultura humanística y cortesana y lo que llamó “el fu -gaz Renacimiento Mexicano del siglo XVIII”, en el quese destacan tanto los poetas neolatinos como los histo-riadores del México antiguo. Y dentro de este marcohistórico-político, se ocupó de diversos aspectos de laproducción propiamente literaria del siglo XVII y, enparticular, de las figuras de Juan Ruiz de Alarcón y SorJuana Inés de la Cruz. ¿Pero cuál era la razón de que eltítulo de este libro no fuese precisamente Literatura dela Nueva España, sino Letras de la Nueva España? Fueque don Alfonso, consecuente con su detallado Deslindeliterario, dio a esta obra suya el carácter de una reseña

histórica de la cultura letrada novohispana, que exce-diendo lo específicamente literario (v. gr. el teatro, lapoesía y la prosa de ficción) pasó a ocuparse de aque -llas manifestaciones discursivas que fueron parte in -tegrante de las más variadas actividades de una socie-dad culta y organizada.

¿Quiere decirse con esto que don Alfonso se ocupabade la literatura de nuestra edad virreinal sólo en aque llosaspectos que más podían explicarse por las circunstan-cias históricas que la rodearon? No exactamente, porqueal paso que recreaba los sucesos más significativos deaquel naciente mundo novohispano y de su dependen-cia política de la España imperial, centraba su interés enlos aspectos histórico-literarios, vale decir, en la suce-sión de las corrientes poéticas de la metrópoli y su refle-jo o adopción por parte de los “ingenios” del mundoamericano. Pero no sólo trató de estos temas directa-mente pertinentes a la historia literaria, sino que —enlos casos más destacados— fue mucho más lejos en elexamen crítico, la caracterización estilística y la brevepero certera exégesis de algunas obras singulares. Unaútil lección puede extraerse de esas Letras de la NuevaEspaña, y es que la historiografía literaria, sin desaten-der los aspectos políticos más relevantes de una deter-minada comunidad histórica, ha de ocuparse ante todode lo que propiamente le corresponde, es decir, de lascorrientes estético-ideológicas, la formación y procesode las escuelas o grupos literarios, la evolución de losgéneros y, claro está, la crítica expresamente literaria delas obras que configuran un corpus homogéneo por suespecificidad estilística y semántica.

Así las cosas, ¿cuál ha de ser la tarea del historiadory del crítico enfrentados, pongamos por caso, a las obrasde Sor Juana Inés de la Cruz? ¿Poner de manifiesto susdatos biográficos, su sabiduría precoz, sus experienciasen la corte virreinal, su amistad con los mayores inge-nios de su entorno, su libertad intelectual, su tempra-no enclaustramiento, su mal disimulada disputa conlos jerarcas de la Iglesia, su enfermedad y su muerte y, apartir de tales datos “biográficos”, iniciar el examen desu activa participación literaria en las celebraciones cor -tesanas, pero todo ello sin renunciar a la comprensióndel mundo emotivo e intelectual que se revela en susobras vistas en el contexto de las ideas y los modelos li -terarios entonces vigentes? No cabe duda de que el crí-tico severo se hará cargo de ambas magnitudes históri-cas y literarias para discernir a partir de ellas, no sólo lainfluencia determinante que el medio novohispano ejer -ció sobre ella, al punto de llevarla —cuando había alcan -zado su mayor lucidez— al sacrificio de su inteligenciaen aras de la religión, sino que además —y sobre to -do— hará aprecio de los rasgos característicos de suobra en lo que toca a su “originalidad” respecto del con -junto de la producción literaria de su lengua y de su tiem -

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po. Justamente para ingresar con provecho en el ámbitointelectual en que se produjo la obra literaria de Sor Jua -na será preciso acudir a la teoría literaria, no sólo parahacerse cargo de las ideas poéticas entonces en boga,sino al conjunto de obras que le sirvieron de paradigmao modelo, tanto como de las concepciones políticas,religiosas, filosóficas, científicas… que se manifiestancon mayor o menor evidencia en el conjunto de su obra.

De ahí la importancia que deberían concederle elhistoriador y el crítico a las tradiciones poéticas vigen-tes en el horizonte cultural de Sor Juana y en las cuales sedocumentan las ideas rectoras de su obra y hacen refe-rencia a una compleja “idea del mundo” que desbordasin duda las concepciones puramente políticas y teoló-gicas de su ámbito histórico-social para instalarla enuna atalaya privilegiada de la cultura y la literatura clá-sicas no menos que de la que se producía entonces enla España del Siglo de Oro. Pero si el historiador co -mún suele conformarse con rastrear y poner de relievelas circunstancias en que transcurre la vida “real” de unautor, el crítico literario —si realmente quiere instalar-se como tal— pondrá particular atención en las ideasliterarias que se manifiesten en sus obras, esto es, exami -nará las concepciones literarias y las corrientes filosófi-cas a que éstas se vinculan explícita o implícitamente,en suma, se hará cargo de las teorías poéticas vigentes ensu tiempo y en la influencia que éstas hayan ejercido en lacreación de su obra.

Resulta, pues, indispensable atender a las teorías lite -rarias pertinentes y a la preceptiva poética que de ellasse deriva si queremos de veras penetrar en la “originali-dad” —es decir, en el “ser” de la creación personal— detales o cuales autores. De no proceder así, el historiadory el crítico correrían el riesgo de no distinguir en la pro-ducción de un mismo autor lo que pertenece realmen-te al campo de la creación literaria y lo que se inscribeen otros tipos de actividad discursiva. Así por ejemplo,los Ofrecimientos para el Santo Rosario… o la Docta ex -plicación del misterio y voto que hizo de defender la Pu -rísima Concepción de Nuestra Señora importan, desdelue go, por ser testimonios que remiten a las estrictasobligaciones de una monja profesa, como era ella, peroque, de hecho, pertenecen a una “agencia mental” muydistinta a, pongamos, el Primero sueño. Los dos brevestratados de devoción podrían ejemplificar cumplida-mente el tipo de discursos que Alfonso Reyes incluyóen la “literatura ancilar”, y a los cuales los recursos ar -tístico-literarios otorgan una dignidad estilística y unacompetencia expositiva y argumentativa dignas de laautora, pero cuyas intenciones semánticas se pliegan ín -tegramente a los muy previsibles postulados teológico-dogmáticos propios de su religión.

Contrariamente a esos discursos devotos y, en cier-to sentido, pragmáticos, toda vez que se constituyen

co mo una de las prácticas “visionarias” propias de losejercicios ignacianos, el Primero sueño es una cabal crea -ción poético-literaria cuyos contenidos semánticos ins -tauran la nueva “realidad” de un mundo “autónomo”,es decir, independiente, creado a partir de la sorpren-dente capacidad de un lenguaje poético fundado tantoen las sutilezas del ingenio como en la variada erudición,que son los dos polos en torno de los cuales se ordenanlas poéticas barrocas. De manera que lo que tienen lostratadillos devotos de exposición verbal impecable deciertas prácticas visionarias y ciertos rituales consagra-dos por la Iglesia, el gran poema lo tiene de creación ori -ginal y fantástica, es decir, imaginaria y trascendente delas cavilaciones intelectuales de su autora. Contraria-mente al Sueño, los Ofrecimientos y la Docta explicaciónse valen de un leguaje analógico, convencional y siem-pre idéntico a sí mismo, para expresar las versiones ca -nónicas de un mundo sobrenatural estrictamente codi-ficado. El Sueño es, en cambio, una creación verbal deabsoluta originalidad discursiva y semántica que no re -mite a una concepción del mundo y del trasmundopreviamente fijada por el catolicismo contrarreforma-do, sino a las indagaciones del entendimiento humanopor alcanzar la meta de su propio conocimiento, ya no porreferencia a un dogma mostrenco, sino por medio de lalibertad creadora de un lenguaje inédito en el que se con -cilian plenamente la libertad metafórica, la riqueza sim -bólica y la abstracción filosófica. He aquí, en dos pala-bras, por qué es imprescindible una teoría literaria quepermita al historiador y al crítico cumplir con sus res-pectivas tareas con la pertinencia deseable.

A LA VERADE ALFONSOREYES | 21

Alfonso Reyes con Artemio de Valle-Arizpe y el coronel Pérez Figueroa, Madrid, 1922