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Te daré algunos datos. Estamos en febrero de 1975 (al Generalísimo aún le restan largos meses de agonía); no recordamos el nombre del pueblo donde transcurrirá la acción; son las siete de la tarde, hace frío y llueve; en la iglesia ante la que nos encontramos, frente al altar, hay una batería y un micrófono (y una de dos: o se canta misa góspel -cosa que en estos años y en estas latitudes es poco menos que imposible-, o aquí no se oficirá misa alguna). ¿Qué te parece? ¿Te animas a entrar?
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© Alvaro Salazar
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A mi manera
Antes de comenzar convendrá contar con un par de datos.
Veamos: estamos en febrero de 1975 (al Generalísimo aún le
restan largos meses de agonía), el muchacho al que acompa-
ñaremos (le llamaremos R) tiene unos dieciséis años de edad,
supondremos que desconocemos el nombre del pueblo donde
transcurrirá la acción, son las siete de la tarde, hace frío y
llueve. Perfecto; ahora ya podemos entrar.
R abre la pesada puerta de la iglesia y recorre a paso
rápido el pasillo hasta alcanzar las bancadas próximas al altar.
Se sienta y comienza a mirar a uno y otro lado, luego baja la
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vista y la levanta de nuevo, se frota las manos, se sienta so-
bre ellas, ahora las apoya en el respaldo de la bancada que
tiene ante él, las contempla. Está nervioso. Apostaríamos a
que las voces entreveradas por risas que, por momentos, se
han ido tornando más numerosas y estentóreas, no contribu-
yen a calmarlo, pues R fue bautizado en esta iglesia, a ella
acude los domingo (decir todos sería faltar a la verdad) y en
ella se ha celebrado, hace apenas dos meses, el funeral de su
abuela. (Hasta podríamos suponer que R ahora aspira el aire
de la iglesia y escudriña sus rincones con la intención de
hacer acopio de su aroma y de su luz, materiales con los que
intentará restañar, en parte al menos, la identidad de templo
que la iglesia va perdiendo junto con su silencio. Pero bueno,
estamos especulando). Y, sin embargo, sea como fuere, a R
se le ve más tranquilo –ya únicamente se frota las manos–,
con la vista fija en la batería que preside el altar, en el bombo,
los tambores, los platillos, el micrófono que sobrevuela su
estructura, el otro micrófono situado a escasos centímetros
del parche del bombo, en los parpadeos que la iluminación de
la iglesia extrae de las piezas de metal del instrumento.
¿Una batería en la iglesia...? Pues una de dos: o se can-
ta misa góspel (cosa que en estos años y en estas latitudes es
poco menos que imposible), o aquí no se va a oficiar misa
alguna.
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De pronto, hay movimiento en el altar: un joven de pelo
largo y muy delgado se ha sentado en las escalinatas y mira
hacia la nave central con media sonrisa, a su espalda otros
dos jóvenes se concentran en sus guitarras y comienzan a
sacar unos sonidos espectrales difíciles de clasificar y aún
más difíciles de digerir, otro muchacho rechoncho y sonriente
se ha sentado ante la batería y la mira con deleite (No cabe
duda: ésto promete).
En eso, un hombre de mediana edad vestido con chale-
co de lana de punto gris marengo y pantalón del mismo color
sale de la sacristía (desde luego, no hace falta ser Sherlock
Holmes para concluir que se trata de un cura de paisano) y se
dirige hacia el micrófono que se encuentra al borde de las
escalinatas que descienden del altar –el joven que se sienta
en ellas permanece impasible sin perder su media sonrisa–. El
hombre se ha plantado ante el micrófono y aguarda en silen-
cio a que la atención de la gente se dirija hacia su persona
(sabe esperar y espera.). Ya por fin, el cura toma la palabra
con voz profunda y tono grave –a R le brillan los ojos y se
exprime las manos con ganas–:
»Buenas tardes. Os damos la bienvenida a esta segun-
da jornada de nuestra semana musical. Si ayer disfrutamos de
la voz de los poetas musicados por los cantautores actuales,
hoy vamos a asistir a un concierto de rock, esa música fuerte
y rebelde que planta cara al conformismo de nuestra sociedad
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y agita sus convenciones. Para ello contaremos con la partici-
pación del grupo local “M. i. y v.” Suenan aplausos y algún
que otro grito y silbido. El sacerdote aguarda a que se vayan
apagando:
»Bien. Antes de dar comienzo al recital os recuerdo las
pautas que seguiremos. Son muy sencillas. El grupo tocará
cuatro temas y después tendremos la oportunidad de mante-
ner un coloquio en torno al mensaje de las canciones. Como
habréis podido comprobar, se han dejado en cada bancada
unas hojas en las que podemos encontrar su título y la traduc-
ción de las letras –hay un pequeño revuelo de hojas en las
bancadas; R mira las suyas y sus ojos brillan aún más si ca-
be–. El sacerdote, tras una pequeña pausa, prosigue:
»Después, “M. i. y v.” tocará el resto de su repertorio y,
posteriormente, celebraremos un nuevo coloquio. Luego, si se
lo pedimos (sonríe), tal vez nos obsequien con algún tema de
propina (nueva pausa; su sonrisa se amplifica):
»Bueno, pues por mi parte nada más. Con todos voso-
tros: ¡“M. i. y v.”!
Los aplausos colman la iglesia –R aplaude a rabiar–. Y,
entonces, el joven que ha permanecido todo este tiempo sen-
tado en las escalinatas de acceso al altar dando la espalda al
sacerdote-presentador sin dejar de sonreír (juraríamos que su
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sonrisa se ha tornado sarcástica) se levanta y se acerca al
micrófono que se encuentra libre ahora.
Ha tomado el micro con ambas manos, ha mirado a su
derecha donde se encuentra el bajo, luego a su izquierda,
hacia el guitarra, se ha girado para lanzar una mirada cómpli-
ce al batería y ahora se ha vuelto de nuevo hacia el público,
cierra los ojos y comienza a cantar: Un rayo de sol, oh oh oh.
Me trajo tu amor oh oh oh. Un rayo de sol oh oh oh. A mi co-
razón oh oh oh. En ésto, levanta el brazo y lo deja caer contra
su costado; es la señal convenida para que la banda ataque,
al unísono, los primeros acordes del “(I can't get no) Satisfac-
tion”.
R mira la hoja como si necesitara cerciorarse de que
esos fraseos corresponden a la canción de los Stones e inten-
ta emparejar las palabras que van surgiendo de la garganta
del cantante con las que se encuentran impresas en la hoja
que estruja entre las manos:
I can't get no, I can't get no No puedo obtener ninguna, no
puedo obtener ninguna.
I can't get no satisfaction No puedo obtener ninguna
satisfacción
I can't get no satisfaction No puedo obtener ninguna
satisfacción
'Cause I try and I try and I try
and I try.
Aunque lo intento, y lo intento,
y lo intento
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Sin embargo, R no tarda en devolver su atención al al-
tar-escenario: a pesar de que el grupo tiene claras dificultades
para aproximar acordes y voces al original, su actitud es
magnífica; sobre todo la del cantante: cimbrea las piernas,
mueve sus caderas, mantiene una postura desafiante, la rom-
pe, y se impulsa hacia el techo (Sencillamente magnífico).
La canción finaliza y los aplausos rebotan en las bóve-
das góticas del templo amplificando su efecto. Y, sin tregua,
comienza a sonar “Johnny B. Goode”.
El revuelo de papeles reaparece, pero R no tarda en re-
gresar al escenario justo en el instante en el que el rock se
encarna en el guitarrista que, agachado y con el mástil de su
instrumento como ariete, comienza a descender las escalina-
tas y se aproxima hacia el público todo lo que el cordón que le
une al amplificador le permite. Al tiempo, el cantante se arrima
al mástil del micro y comienza a contornear sus caderas de
forma lasciva (¡Magnífico! de nuevo).
Tras los aplausos, el cantante susurra de manera
enigmática: Espero que adivines mi nombre, al tiempo que
esculpe en su rostro una mueca maligna. A continuación, “M.
i. y v.” comienzan a dar forma a la tercera pieza de su reperto-
rio: la guitarra primero, el bajo y la batería después, la voz
ahora. La canción no es otra que “Simpatía por el diablo” de
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los Rolling Stones. El cantante ha tomado el micro y se enca-
mina ahora hacia la mesa del altar y, viendo que no puede
alcanzarla –la longitud del cordón se lo impide–, se detiene y
se tiende en el suelo con el rostro vuelto hacia el techo. Can-
ta: Pleased to meet you. Hope you guessed my name, oh ye-
ah...
(Inenarrable. E impactante).
De manera que, cuando finaliza la canción, los aplau-
sos, los de R también, suenan más bien tímidos, como si, por
aplaudir, te convirtieras en cómplice de la blasfemia, blasfemo
en la complicidad.
Bueno, bueno, dice el cantante, ¿cómo lo lleváis? Noso-
tros de maravilla. Y, tras lanzar un gruñido, añade: La próxima
canción se titula “A mi manera”.
Entonces, empuña una guitarra acústica, tañe sus cuer-
das, entorna los ojos, y su voz surge como un susurro: And
now, the end is here. And so I face the final curtain. My friend,
I'll say it clear…
R sigue la letra de la canción en la hoja: Arrepentimientos,
he tenido unos pocos...
La voz del cantante se eleva ahora orgullosa: …I faced it
all and I stood tall and did it my way.
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R continúa leyendo: Pues, ¿qué es un hombre?, ¿qué es lo que
ha conseguido?; si no es a sí mismo, entonces no tiene nada.
Finaliza la canción: The record shows I took the blows
and did it my way! Yes, it was my way.
R se suma a los aplausos. Cuando finalicen, habrá lle-
gado el momento del coloquio. Posiblemente R tema lo que
pueda suceder entonces, pues supone que al cura, por muy
contestatario que sea (no en vano viene agitando sermones,
casas parroquiales y clases de religión con sus juicios y opi-
niones) no le habrán gustado las irreverencias ante el crucifijo
y el sagrario que guarda la sagrada hostia.
Y R no debe ser el único que teme la reacción del cura,
ya que, ahora que el sacerdote ha cogido el micrófono, se ha
hecho el silencio en el templo-auditorio. El sacerdote carras-
pea y comienza a hablar:
»¿Qué os ha parecido? Desde luego, supongo que na-
die se habrá quedado indiferente ante lo que hemos visto y
oído (breve pausa y nuevo silencio durante la pausa). Bien, es
el momento de tratar el mensaje de las canciones. ¿Quién se
anima?
Sabemos quién no se animará; ahora solo queda espe-
rar para ver si hay alguien que lo haga. Como parece no
haberlo, el cura toma la palabra:
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»De acuerdo, comenzaré yo mismo y lo haré con la últi-
ma de las canciones, “A mi manera” se titula (R suspira alivia-
do, seguro que piensa que habría sido peor si hubiera escogi-
do la canción de “Simpatía por el diablo”). Veamos, dice el
sacerdote acercando una hoja a sus ojos, he subrayado algu-
nas frases: Cuando mordí más de lo que podía masticar... Me lo
tragué todo... y estuve orgulloso... Si no es a sí mismo, el hombre
no tiene nada... Y ahora que el final está aquí... Arrepentimientos
he tenido muy pocos... Todo lo hice a mi manera...
Baja la hoja, pasea la mirada por el público, y dice:
»En mi opinión, estas palabras rezuman egoísmo. Ya
sabéis: ande yo caliente... Poco más o menos es eso. El
mundo se puede caer a mi alrededor, que yo seguiré a mi
manera (ha pronunciado estas palabras con cierto desdén). Al
final, no contarán demasiado las consecuencias de nuestros
actos, ni será necesario arrepentimiento alguno, lo importante
será haber obrado a mi manera (el tono de su voz ahora de-
nota auténtico menosprecio). ¿Los demás? Cuentan poco; al
fin y al cabo, un hombre se basta y se sobra a sí mismo.
Egoísmo. Individualismo egoísta. Desde luego, el mal que
corroe a la sociedad actual no puede expresarse de mejor
manera: a mi manera y punto.
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Entonces, el cantante se lanza hacia el micrófono con el
brazo en alto y, sin esperar a que se le conceda el uso de la
palabra, ya está en disposición de tomarla.
La batalla está servida y los dos contrincantes –el can-
tante y el cura– comienzan a enlazar palabras y a lanzarlas en
formación a la batalla por el mismo micrófono: Libertad / Liber-
tinaje; Individuo / Comunidad; Capacidad, Autonomía y Volun-
tad / Responsabilidad, Derechos y Deberes y Justicia e Igual-
dad; Autoridad, Jerarquía, Control social y mental / Democra-
cia, Emancipación y Asamblea.
R está horrorizado. Aparte de no entender la mayor par-
te de los argumentos que uno y otro esgrimen como si fuesen
mazas, nunca le gustó la violencia y lo cierto es que el enfren-
tamiento desborda agresividad.
»Mire padre (al cura no le gusta que se dirijan a él con
ese apelativo), hablemos claro: a vosotros los curas os encan-
ta pastorear rebaños.
»Mira hijo (pues ya se sabe: donde las dan las toman),
te lo diré con idéntica claridad: de tanto miraros el ombligo
habéis acabado por creeros el centro del universo.
Después de esto, ¿qué más se podrían decir? Posible-
mente solo había una manera de continuar con aquel dispara-
te:
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»Pues mire padre, se acabo. No cuente conmigo para
continuar con su festival de la canción protesta. Se puede
meter su semana musical por donde le quepa.
Y, entonces, el cantante deja el micrófono en el soporte
y baja las escalinatas, avanza por el pasillo con pasos amplios
y decididos, alcanza la puerta de salida, la abre y desaparece
dejando tras él al resto de la banda con el repertorio a medio
interpretar, al público desconcertado y al sacerdote con su
indignación estallándole en el pecho (su rostro acusa los efec-
tos de la onda expansiva).
Y se acabó. El público ya ha comenzado a abandonar la
iglesia entre murmullos de asombro e incredulidad.
Luego, el tiempo se encargará de borrar el recuerdo de
lo que aquí acaba de suceder.
(Si acaso, tal vez en algún funeral que se celebre en es-
ta iglesia, alguien sienta como se le avivan ciertos rescoldos
en alguna esquina perdida de su memoria y recuerde vaga-
mente como, donde el cirio arde ante el ataúd, un día se cantó
“Simpatía por el diablo”, tú aún no habías nacido, corazón).
¿Y qué habrá sido del cantante del grupo M. i. y v.? Tal
vez decidió vivir al límite por el lado salvaje y, como tantos
otros, lo pagara con su vida.
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¿Y qué del sacerdote? Tal vez dejara el sacerdocio para
pasar a exigir e impartir “justicia” desde la clandestinidad.
Y de R, ¿qué sería de él? Posiblemente abandonó el
pueblo y se le perdió la pista.
Por nuestra parte, lo dejaremos aquí para irnos en compañía
de Nina (pincha aquí si quieres acompañarnos).