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1 © Alvaro Salazar Safe Creative: 1306165280707 A mi manera Antes de comenzar convendrá contar con un par de datos. Veamos: estamos en febrero de 1975 (al Generalísimo aún le restan largos meses de agonía), el muchacho al que acompa- ñaremos (le llamaremos R) tiene unos dieciséis años de edad, supondremos que desconocemos el nombre del pueblo donde transcurrirá la acción, son las siete de la tarde, hace frío y llueve. Perfecto; ahora ya podemos entrar. R abre la pesada puerta de la iglesia y recorre a paso rápido el pasillo hasta alcanzar las bancadas próximas al altar. Se sienta y comienza a mirar a uno y otro lado, luego baja la

A mi manera

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Te daré algunos datos. Estamos en febrero de 1975 (al Generalísimo aún le restan largos meses de agonía); no recordamos el nombre del pueblo donde transcurrirá la acción; son las siete de la tarde, hace frío y llueve; en la iglesia ante la que nos encontramos, frente al altar, hay una batería y un micrófono (y una de dos: o se canta misa góspel -cosa que en estos años y en estas latitudes es poco menos que imposible-, o aquí no se oficirá misa alguna). ¿Qué te parece? ¿Te animas a entrar?

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© Alvaro Salazar

Safe Creative: 1306165280707

A mi manera

Antes de comenzar convendrá contar con un par de datos.

Veamos: estamos en febrero de 1975 (al Generalísimo aún le

restan largos meses de agonía), el muchacho al que acompa-

ñaremos (le llamaremos R) tiene unos dieciséis años de edad,

supondremos que desconocemos el nombre del pueblo donde

transcurrirá la acción, son las siete de la tarde, hace frío y

llueve. Perfecto; ahora ya podemos entrar.

R abre la pesada puerta de la iglesia y recorre a paso

rápido el pasillo hasta alcanzar las bancadas próximas al altar.

Se sienta y comienza a mirar a uno y otro lado, luego baja la

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vista y la levanta de nuevo, se frota las manos, se sienta so-

bre ellas, ahora las apoya en el respaldo de la bancada que

tiene ante él, las contempla. Está nervioso. Apostaríamos a

que las voces entreveradas por risas que, por momentos, se

han ido tornando más numerosas y estentóreas, no contribu-

yen a calmarlo, pues R fue bautizado en esta iglesia, a ella

acude los domingo (decir todos sería faltar a la verdad) y en

ella se ha celebrado, hace apenas dos meses, el funeral de su

abuela. (Hasta podríamos suponer que R ahora aspira el aire

de la iglesia y escudriña sus rincones con la intención de

hacer acopio de su aroma y de su luz, materiales con los que

intentará restañar, en parte al menos, la identidad de templo

que la iglesia va perdiendo junto con su silencio. Pero bueno,

estamos especulando). Y, sin embargo, sea como fuere, a R

se le ve más tranquilo –ya únicamente se frota las manos–,

con la vista fija en la batería que preside el altar, en el bombo,

los tambores, los platillos, el micrófono que sobrevuela su

estructura, el otro micrófono situado a escasos centímetros

del parche del bombo, en los parpadeos que la iluminación de

la iglesia extrae de las piezas de metal del instrumento.

¿Una batería en la iglesia...? Pues una de dos: o se can-

ta misa góspel (cosa que en estos años y en estas latitudes es

poco menos que imposible), o aquí no se va a oficiar misa

alguna.

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De pronto, hay movimiento en el altar: un joven de pelo

largo y muy delgado se ha sentado en las escalinatas y mira

hacia la nave central con media sonrisa, a su espalda otros

dos jóvenes se concentran en sus guitarras y comienzan a

sacar unos sonidos espectrales difíciles de clasificar y aún

más difíciles de digerir, otro muchacho rechoncho y sonriente

se ha sentado ante la batería y la mira con deleite (No cabe

duda: ésto promete).

En eso, un hombre de mediana edad vestido con chale-

co de lana de punto gris marengo y pantalón del mismo color

sale de la sacristía (desde luego, no hace falta ser Sherlock

Holmes para concluir que se trata de un cura de paisano) y se

dirige hacia el micrófono que se encuentra al borde de las

escalinatas que descienden del altar –el joven que se sienta

en ellas permanece impasible sin perder su media sonrisa–. El

hombre se ha plantado ante el micrófono y aguarda en silen-

cio a que la atención de la gente se dirija hacia su persona

(sabe esperar y espera.). Ya por fin, el cura toma la palabra

con voz profunda y tono grave –a R le brillan los ojos y se

exprime las manos con ganas–:

»Buenas tardes. Os damos la bienvenida a esta segun-

da jornada de nuestra semana musical. Si ayer disfrutamos de

la voz de los poetas musicados por los cantautores actuales,

hoy vamos a asistir a un concierto de rock, esa música fuerte

y rebelde que planta cara al conformismo de nuestra sociedad

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y agita sus convenciones. Para ello contaremos con la partici-

pación del grupo local “M. i. y v.” Suenan aplausos y algún

que otro grito y silbido. El sacerdote aguarda a que se vayan

apagando:

»Bien. Antes de dar comienzo al recital os recuerdo las

pautas que seguiremos. Son muy sencillas. El grupo tocará

cuatro temas y después tendremos la oportunidad de mante-

ner un coloquio en torno al mensaje de las canciones. Como

habréis podido comprobar, se han dejado en cada bancada

unas hojas en las que podemos encontrar su título y la traduc-

ción de las letras –hay un pequeño revuelo de hojas en las

bancadas; R mira las suyas y sus ojos brillan aún más si ca-

be–. El sacerdote, tras una pequeña pausa, prosigue:

»Después, “M. i. y v.” tocará el resto de su repertorio y,

posteriormente, celebraremos un nuevo coloquio. Luego, si se

lo pedimos (sonríe), tal vez nos obsequien con algún tema de

propina (nueva pausa; su sonrisa se amplifica):

»Bueno, pues por mi parte nada más. Con todos voso-

tros: ¡“M. i. y v.”!

Los aplausos colman la iglesia –R aplaude a rabiar–. Y,

entonces, el joven que ha permanecido todo este tiempo sen-

tado en las escalinatas de acceso al altar dando la espalda al

sacerdote-presentador sin dejar de sonreír (juraríamos que su

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sonrisa se ha tornado sarcástica) se levanta y se acerca al

micrófono que se encuentra libre ahora.

Ha tomado el micro con ambas manos, ha mirado a su

derecha donde se encuentra el bajo, luego a su izquierda,

hacia el guitarra, se ha girado para lanzar una mirada cómpli-

ce al batería y ahora se ha vuelto de nuevo hacia el público,

cierra los ojos y comienza a cantar: Un rayo de sol, oh oh oh.

Me trajo tu amor oh oh oh. Un rayo de sol oh oh oh. A mi co-

razón oh oh oh. En ésto, levanta el brazo y lo deja caer contra

su costado; es la señal convenida para que la banda ataque,

al unísono, los primeros acordes del “(I can't get no) Satisfac-

tion”.

R mira la hoja como si necesitara cerciorarse de que

esos fraseos corresponden a la canción de los Stones e inten-

ta emparejar las palabras que van surgiendo de la garganta

del cantante con las que se encuentran impresas en la hoja

que estruja entre las manos:

I can't get no, I can't get no No puedo obtener ninguna, no

puedo obtener ninguna.

I can't get no satisfaction No puedo obtener ninguna

satisfacción

I can't get no satisfaction No puedo obtener ninguna

satisfacción

'Cause I try and I try and I try

and I try.

Aunque lo intento, y lo intento,

y lo intento

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Sin embargo, R no tarda en devolver su atención al al-

tar-escenario: a pesar de que el grupo tiene claras dificultades

para aproximar acordes y voces al original, su actitud es

magnífica; sobre todo la del cantante: cimbrea las piernas,

mueve sus caderas, mantiene una postura desafiante, la rom-

pe, y se impulsa hacia el techo (Sencillamente magnífico).

La canción finaliza y los aplausos rebotan en las bóve-

das góticas del templo amplificando su efecto. Y, sin tregua,

comienza a sonar “Johnny B. Goode”.

El revuelo de papeles reaparece, pero R no tarda en re-

gresar al escenario justo en el instante en el que el rock se

encarna en el guitarrista que, agachado y con el mástil de su

instrumento como ariete, comienza a descender las escalina-

tas y se aproxima hacia el público todo lo que el cordón que le

une al amplificador le permite. Al tiempo, el cantante se arrima

al mástil del micro y comienza a contornear sus caderas de

forma lasciva (¡Magnífico! de nuevo).

Tras los aplausos, el cantante susurra de manera

enigmática: Espero que adivines mi nombre, al tiempo que

esculpe en su rostro una mueca maligna. A continuación, “M.

i. y v.” comienzan a dar forma a la tercera pieza de su reperto-

rio: la guitarra primero, el bajo y la batería después, la voz

ahora. La canción no es otra que “Simpatía por el diablo” de

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los Rolling Stones. El cantante ha tomado el micro y se enca-

mina ahora hacia la mesa del altar y, viendo que no puede

alcanzarla –la longitud del cordón se lo impide–, se detiene y

se tiende en el suelo con el rostro vuelto hacia el techo. Can-

ta: Pleased to meet you. Hope you guessed my name, oh ye-

ah...

(Inenarrable. E impactante).

De manera que, cuando finaliza la canción, los aplau-

sos, los de R también, suenan más bien tímidos, como si, por

aplaudir, te convirtieras en cómplice de la blasfemia, blasfemo

en la complicidad.

Bueno, bueno, dice el cantante, ¿cómo lo lleváis? Noso-

tros de maravilla. Y, tras lanzar un gruñido, añade: La próxima

canción se titula “A mi manera”.

Entonces, empuña una guitarra acústica, tañe sus cuer-

das, entorna los ojos, y su voz surge como un susurro: And

now, the end is here. And so I face the final curtain. My friend,

I'll say it clear…

R sigue la letra de la canción en la hoja: Arrepentimientos,

he tenido unos pocos...

La voz del cantante se eleva ahora orgullosa: …I faced it

all and I stood tall and did it my way.

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R continúa leyendo: Pues, ¿qué es un hombre?, ¿qué es lo que

ha conseguido?; si no es a sí mismo, entonces no tiene nada.

Finaliza la canción: The record shows I took the blows

and did it my way! Yes, it was my way.

R se suma a los aplausos. Cuando finalicen, habrá lle-

gado el momento del coloquio. Posiblemente R tema lo que

pueda suceder entonces, pues supone que al cura, por muy

contestatario que sea (no en vano viene agitando sermones,

casas parroquiales y clases de religión con sus juicios y opi-

niones) no le habrán gustado las irreverencias ante el crucifijo

y el sagrario que guarda la sagrada hostia.

Y R no debe ser el único que teme la reacción del cura,

ya que, ahora que el sacerdote ha cogido el micrófono, se ha

hecho el silencio en el templo-auditorio. El sacerdote carras-

pea y comienza a hablar:

»¿Qué os ha parecido? Desde luego, supongo que na-

die se habrá quedado indiferente ante lo que hemos visto y

oído (breve pausa y nuevo silencio durante la pausa). Bien, es

el momento de tratar el mensaje de las canciones. ¿Quién se

anima?

Sabemos quién no se animará; ahora solo queda espe-

rar para ver si hay alguien que lo haga. Como parece no

haberlo, el cura toma la palabra:

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»De acuerdo, comenzaré yo mismo y lo haré con la últi-

ma de las canciones, “A mi manera” se titula (R suspira alivia-

do, seguro que piensa que habría sido peor si hubiera escogi-

do la canción de “Simpatía por el diablo”). Veamos, dice el

sacerdote acercando una hoja a sus ojos, he subrayado algu-

nas frases: Cuando mordí más de lo que podía masticar... Me lo

tragué todo... y estuve orgulloso... Si no es a sí mismo, el hombre

no tiene nada... Y ahora que el final está aquí... Arrepentimientos

he tenido muy pocos... Todo lo hice a mi manera...

Baja la hoja, pasea la mirada por el público, y dice:

»En mi opinión, estas palabras rezuman egoísmo. Ya

sabéis: ande yo caliente... Poco más o menos es eso. El

mundo se puede caer a mi alrededor, que yo seguiré a mi

manera (ha pronunciado estas palabras con cierto desdén). Al

final, no contarán demasiado las consecuencias de nuestros

actos, ni será necesario arrepentimiento alguno, lo importante

será haber obrado a mi manera (el tono de su voz ahora de-

nota auténtico menosprecio). ¿Los demás? Cuentan poco; al

fin y al cabo, un hombre se basta y se sobra a sí mismo.

Egoísmo. Individualismo egoísta. Desde luego, el mal que

corroe a la sociedad actual no puede expresarse de mejor

manera: a mi manera y punto.

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Entonces, el cantante se lanza hacia el micrófono con el

brazo en alto y, sin esperar a que se le conceda el uso de la

palabra, ya está en disposición de tomarla.

La batalla está servida y los dos contrincantes –el can-

tante y el cura– comienzan a enlazar palabras y a lanzarlas en

formación a la batalla por el mismo micrófono: Libertad / Liber-

tinaje; Individuo / Comunidad; Capacidad, Autonomía y Volun-

tad / Responsabilidad, Derechos y Deberes y Justicia e Igual-

dad; Autoridad, Jerarquía, Control social y mental / Democra-

cia, Emancipación y Asamblea.

R está horrorizado. Aparte de no entender la mayor par-

te de los argumentos que uno y otro esgrimen como si fuesen

mazas, nunca le gustó la violencia y lo cierto es que el enfren-

tamiento desborda agresividad.

»Mire padre (al cura no le gusta que se dirijan a él con

ese apelativo), hablemos claro: a vosotros los curas os encan-

ta pastorear rebaños.

»Mira hijo (pues ya se sabe: donde las dan las toman),

te lo diré con idéntica claridad: de tanto miraros el ombligo

habéis acabado por creeros el centro del universo.

Después de esto, ¿qué más se podrían decir? Posible-

mente solo había una manera de continuar con aquel dispara-

te:

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»Pues mire padre, se acabo. No cuente conmigo para

continuar con su festival de la canción protesta. Se puede

meter su semana musical por donde le quepa.

Y, entonces, el cantante deja el micrófono en el soporte

y baja las escalinatas, avanza por el pasillo con pasos amplios

y decididos, alcanza la puerta de salida, la abre y desaparece

dejando tras él al resto de la banda con el repertorio a medio

interpretar, al público desconcertado y al sacerdote con su

indignación estallándole en el pecho (su rostro acusa los efec-

tos de la onda expansiva).

Y se acabó. El público ya ha comenzado a abandonar la

iglesia entre murmullos de asombro e incredulidad.

Luego, el tiempo se encargará de borrar el recuerdo de

lo que aquí acaba de suceder.

(Si acaso, tal vez en algún funeral que se celebre en es-

ta iglesia, alguien sienta como se le avivan ciertos rescoldos

en alguna esquina perdida de su memoria y recuerde vaga-

mente como, donde el cirio arde ante el ataúd, un día se cantó

“Simpatía por el diablo”, tú aún no habías nacido, corazón).

¿Y qué habrá sido del cantante del grupo M. i. y v.? Tal

vez decidió vivir al límite por el lado salvaje y, como tantos

otros, lo pagara con su vida.

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¿Y qué del sacerdote? Tal vez dejara el sacerdocio para

pasar a exigir e impartir “justicia” desde la clandestinidad.

Y de R, ¿qué sería de él? Posiblemente abandonó el

pueblo y se le perdió la pista.

Por nuestra parte, lo dejaremos aquí para irnos en compañía

de Nina (pincha aquí si quieres acompañarnos).