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A mis padres: A mi padre por el respeto y la admiración que siempre tuvo hacia las mujeres fuertes con capacidad para dirigir sus vidas. Papá, nunca olvidaré aquella máquina de escribir. A mi madre, por su necesidad de saber más y su deseo constante de superación. Mamá, nunca olvidaré tu cara de paz hilvanando tejidos. Creo sinceramente que, gracias al deseo de los dos, he podido hilvanar muchas palabras. A todas las mujeres que quieran saber algo más de su vida. Y estén dispuestas a luchar.

A mis padres veces ni yo me... · 2014. 9. 18. · A mis padres: A mi padre por el respeto y la admiración que siempre tuvo hacia las mujeres fuertes con capacidad para dirigir sus

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A mis padres:

A mi padre por el respeto y la admiración que siempre tuvo

hacia las mujeres fuertes con capacidad para dirigir sus vidas.

Papá, nunca olvidaré aquella máquina de escribir.

A mi madre, por su necesidad de saber más

y su deseo constante de superación.

Mamá, nunca olvidaré tu cara de paz hilvanando tejidos.

Creo sinceramente que, gracias al deseo de los dos,

he podido hilvanar muchas palabras.

A todas las mujeres que quieran saber algo más de su vida.

Y estén dispuestas a luchar.

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ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS .......................................................... 11

MIRARSE CON OTROS OJOS ................................................. 13

VII. Enfermedades del alma ............................................... 21

VII. Al borde del ataque de nervios...................................... 43

III. Mis primeros descubrimientos ...................................... 63

IIV. La caída de la máscara ................................................ 85

IIV. Esos locos bajitos ...................................................... 109

IVI. El inconsciente y sus espejos......................................... 143

VII. Los temidos cuarenta ................................................. 175

EPÍLOGO. El vacío o la insoportable levedad de ser ................... 209

AGRADECIMIENTOS

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Me parece casi imposible escribir esta página sin olvidarme a alguien que en mi

trayectoria haya tenido un significado especial. Han sido muchas las personas que de una

manera u otra han hecho posible que este libro llegara a ti. A todas ellas, a todas sin

excepción, mi más sincero agradecimiento.

A mis padres, sin duda alguna, gracias a ellos estoy aquí y soy como soy. La enseñanza

más clara que me inculcaron fue que aprender a leer y a escribir era algo realmente

importante.

A los cinco hombres que han sido columnas importantes en mi vida. Mi padre, por la

confianza que desde muy niña depositó en mí. A mi marido, por su respeto, su cariño, su

comprensión y su gran ayuda con nuestros hijos. A mi hermano Miguel, gracias a cuyas

palabras se me abrió el inmenso campo de la escritura. A mis hijos por las renuncias que

han sido capaces de hacer alentándome a continuar tecleando en el ordenador, sus besos y

sus palabras han sido un gran estímulo.

A las cuatro mujeres que con su cariño, su fuerza, su sabiduría y su instinto han hecho

posible que estas líneas estén entre tus manos. A mi madre (¡que no es la del libro!), por

convertir su vida y la mía en una aventura de incertidumbres, preguntas y respuestas; a

Conchi (Elena), por su entusiasmo y por el camino que durante veinte años hemos

recorrido juntas; a Enza Appiani (Lucía), mi terapeuta y maestra, por su saber, sus

enseñanzas, su apoyo inestimable y por haber sido capaz de ayudarme a sacar lo mejor que

había en mí; a Sylvia de Béjar, por confiar en su instinto, luchar y hacer posible que estas

páginas y mi andadura lleguen a ti.

También quiero agradecer, y mucho, a otras amigas que han estado a mi lado en los

peores momentos y siempre con una palabra de entusiasmo. A mi suegra Haydee y a mi

cuñada Yolanda por ser más que familiares. A mi prima Montse por creer en mi capacidad

de escribir este libro aun antes de que fuera un proyecto. A mi prima María, por su ayuda

incondicional. A Lidia, «mi bruja preferida», por su sensibilidad y sus mimos. A Isabel, mi

enfermera, por su complicidad y su ilusión. A mis compañeros de trabajo por su

sinceridad y colaboración. A mis pacientes porque me han ayudado con sus historias en la

elaboración de este libro.

Gracias, a ti por leerme...

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MIRARSE CON OTROS OJOS

Un sábado cualquiera. Acabo de salir de la ducha y él, como siempre, pegado al

ordenador. Cualquiera diría que sólo llevamos cinco meses casados. ¿No se suponía que el

primer año es como una prolongación de la luna de miel? Pues no lo entiendo. En vez de

estar como bobos, mirándonos a los ojos y retozando todo el fin de semana, él se lo pasa

rodeado de libracos y tecleando informes sobre alguno de sus engorrosos casos.

Comprendo que está a punto de convertirse en socio de la firma, pero esto no es vida. Ya

me lo decía mi madre: «Tienes que casarte con alguien de tu edad. Doce años de

diferencia son muchos, hija, y tú querrás salir a divertirte y él ya estará de vuelta de

muchas cosas.» Pero si Luis sólo tiene 36... ni que fuera un abuelo.

—Cariño, ¿quieres hacer el favor de dejar tu juguetito y arreglarte de una vez? ¡Vamos

a llegar tarde!

—Ya voy, ya voy... Menudo tostonazo de noche. A ver, ¿cómo hay que ir vestido a la

fiesta de ¡tu queridííísima! amiga Elena?

—Pues, ya sabes, lo normal: arregladito, informal, cómodo, correcto...

Pasan unos minutos, que a mí me parecen horas. Me estoy poniendo de los nervios, lo

hace a propósito, claro, como él no quiere ir... Finalmente, se digna a aparecer.

—¡Ya estoy!

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—Por Dios, Luis, ¿te has visto? Si parece que vayas a una fiesta de fin de curso, ni que

fueras a una reunión del bufete.

—Pero ¿qué dices?

—Ya me has oído. ¿Cómo se te ocurre ponerte ese traje tan gris y tan serio con una

camisa azul? Si pareces un niño de San Ildefonso a punto de cantar «el gordo».

—Mira, cariño, para ir cómodo voy con pijama; que quiero informal, pues con

bermudas, y para ir puesto me pongo un traje, ¡como todo hijo de vecino!

—¡Cómo te pasas! Siempre tan cuadrado. Cómo se nota que eres abogado.

—Laura, ¡no hay quien te entienda! ¿Me quieres decir exactamente qué tengo que

ponerme y así acabamos de una vez con esta discusión?

—Pues, lo que te he dicho: unos pantalones y una camisa mona con una americana a

juego.

Luis sale del cuarto de baño con cara de estar hasta las narices. Unos minutos después,

vuelve.

—Pero, Luis, ¡hombre!, tejanos no.

—Escucha, Laura: quien te entienda que te compre. Si quieres que sea un muñeco,

pues vísteme tú.

—Vamos a ver, Luis, parece mentira, no es la primera vez que salimos a cenar con

amigos y yo no quiero un muñeco, ¡quiero un hombre! ¿Te enteras? ¡Quiero un hombre! Un

hombre hecho y derecho, capaz de decidir qué ha de ponerse.

—Mira, Laura, no sé exactamente lo que quieres, pero lo que yo quiero es que me

dejes en paz y si sigues así vamos a ir bien contentos a la fiesta. La última vez que nos

reunimos con ellos, te pasaste toda la noche criticando los pantalones de Juan porque no

pegaban con los cuadros de su americana y con las rayas de la camisa, y ahora pretendes

que yo vaya así. La verdad es que no consigo entenderte. Mira que sois complicadas las

tías.

—¿Complicadas? ¿Complicadas? ¿Tan difícil es entendernos?

—Tú dirás: para una cosa tan simple como vestirse y la de energía que derrocháis. Y

no te digo cuando algo es realmente importante, entonces... ¡Es que sois imposibles! Para

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colmo, tú todavía no estás arreglada. ¡Ja! Ahora viene lo mejor. Laura, cariño, vida mía,

corazón, ¿qué te vas a poner para ir a juego con tu muñeco?

Portazo de Luis, que se va refunfuñando. Me miro al espejo asombrada.

—¿Será verdad que somos tan difíciles? Además, ¿y ahora qué me pongo? ¡Y yo qué

sé! Lo cierto es que, a veces, ni yo me entiendo.

«¡A las mujeres no hay quien las comprenda!»

«¡Mira que sois complicadas!»

«¡Quien os entienda que os compre!»

«Y ahora ¿qué más queréis»

La de veces que hemos escuchado frases como estas, cuando no otras peores, y

nosotras, a aguantar el tipo para que no puedan decir que tienen razón.

¿Por qué es tan difícil ser mujer?

¿Por qué hemos de esforzarnos tanto para no caer en lo de «mujercitas histéricas»?

¿Pues sabes lo que te digo? Que estoy harta y no pienso jugarles el juego.

¿Que me acusan de ponerme histérica? Pues sí, a veces me pongo histérica, ¿y qué?

¿De ser complicada? Pues tanto como unas trenzas afros.

¿Que no hay quien me comprenda? Pues que se compren un diccionario.

¿Y sabes por qué me resbala (o al menos lo intento)? Pues porque he llegado a la

conclusión de que

lo importante no es lo que los demás piensan sobre nosotras

y lo imprevisibles y complejas que somos, sino que

nosotras nos conozcamos y entendamos un poco mejor.

Sólo si sabemos de verdad cómo somos, cuáles son nuestros miedos, nuestras

fantasías, nuestras frustraciones, dónde acaba nuestra imaginación y empieza nuestra

realidad, conseguiremos pasar de tantas situaciones y comentarios que hieren nuestro

coranzoncito y nuestra inteligencia, dejando por los suelos nuestro sentido del humor.

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Con ello podremos reírnos más de nosotras mismas ¡y de los ridículos chistes machistas

que circulan por ahí!

Yo, posiblemente al igual que tú, tu amiga, tu madre o cualquier otra mujer, he

atravesado en mi vida por muy diferentes acontecimientos y estados de ánimo, unos

buenos, otros no tanto y muchos horrorosos, en los cuales miles de preguntas, todas sin

respuesta, asaltaban y zarandeaban en mi cabeza:

• -¿Cuántas veces has sentido que te dejas llevar por la inercia en lugar de vivir de verdad?

• -¿Cuántas veces no sabes lo que te ocurre porque crees que lo tienes todo y aun así te

sigue faltando algo?

• -¿Cuántas veces te razonas lo muy afortunada que eres, pero no sabes por qué no puedes

disfrutarlo?

• -¿Cuántas veces le darías una patada a todo, te meterías en la cama y esperarías? ¿Qué

esperarías? No lo sabes, ¿verdad?

• -¿Cuántas veces borrarías parte de tu pasado y empezarías de nuevo para que todo o algo

fuera diferente?

• -¿Cuántas veces crees que has llegado a hacer lo que tú, y solamente tú querías? Repito,

tú.

• -¿Cuántas veces sientes que lo has hecho todo mal y estás pagando un alto precio por ello?

• -¿Cuántas veces querrías volver a nacer y borrar las injusticias del mundo y de tu mundo?

• -¿Cuántas veces te gustaría disfrutar más de tu pareja y de tus hijos (si los tienes) en lugar

de estar malhumorada y estresada permanentemente?

• -¿Cuántas veces al día te dices: «Ya no puedo más» y sigues?

• -¿Cuántas veces te levantas feliz y dispuesta a seguir con el mejor de tus ánimos y la

alegría te dura menos que un rayo de sol en un día nublado?

• -¿Cuántas veces piensas que todo lo que te sucede es una cruz que debes aprender a llevar

a cuestas, incluso un castigo del cielo?

• ¿Cuántas veces te puedes reír de ti y de casi todo lo demás?

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Después de cuestionarte todo lo anterior y no encontrar las respuestas que te

gustarían, te aconsejo que sigas leyendo.

Me llamo Lourdes, de profesión médico psicoanalista. Paso, pero ¡muy poquito!, de los

cuarenta (y más no me sonsacarás), estoy casada y tengo dos hijos preciosos. ¡Qué voy a

decir si soy su madre!

Cuando me encargaron escribir un libro sobre nosotras, es decir, sobre los

pensamientos, los sentimientos, los sufrimientos, las risas escandalosas, las emociones, las

depres y las neuras de nuestra condición femenina, me pareció una idea fantástica.

Conseguirlo era tanto un reto personal como profesional. ¡Por fin podría transmitir mi

experiencia y mi aprendizaje! Lograr que después de leerlo cada lectora pudiera entender

algo más sobre su vida de mujer, de madre, de esposa, de hija, de hermana, de amiga, de

profesional y de tantas cosas más, era sin duda alguna un proyecto genial.

Para escribir sobre nuestro complicado interior o las muy diferentes sensaciones y

reacciones que cada una de nosotras tiene a lo largo de su vida, debía conseguir que te

identificaras y sintonizaras conmigo como si yo fuera esa amiga con la que te juntas de vez

en cuando a tomar un café para contaros vuestras cosas y a la vez transmitirte todo mi

aprendizaje y saber como terapeuta. Sólo de esta forma te podría ayudar a pensar y

reflexionar sobre tu vida: tus angustias, tus decepciones, tus frustraciones, tus miedos, tus

insatisfacciones, tus exigencias, tus ilusiones, tus alegrías, tus deseos y tus placeres. Esa

amalgama de emociones que nos acompañan a lo largo de nuestra existencia.

Desde mi posición de médico, podía preparar un tratado de depresiones, fobias,

miedos, crisis de angustia o de pánico, y el consiguiente tratamiento para todo ello

consistiría en una larga lista de medicamentos antidepresivos, ansiolíticos, hipnóticos,

miorrelajantes, y la píldora de la felicidad como se le llamó en su día al Prozac. Pero si

tengo que serte sincera pensé que escribirlo sería un palo —la verdad: no me apetecía lo

más mínimo— y para ti leerlo sería un tostonazo de esos que se empiezan, pero jamás se

terminan. Y además: para eso ya están los tochos de medicina y psiquiatría.

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Otra postura era afrontarlo simplemente como mujer. En este caso, salvo contarte mis

andanzas y las de alguna amiga o conocida, poco podría ofrecerte —aparte del mero

relato— que te ayudara a entender tu propia vida. Y, sinceramente, para eso te lees una

buena novela y, si puedes, con un final de esos que te hacen seguir soñando con el príncipe

azul.

La última posibilidad era escribirlo como mujer y psicoterapeuta a la vez. Yo, sin

dudarlo, elegí esta opción, porque además de contar con mi experiencia de mujer y mi

capacidad para entender a otras, también podría aprovechar mi aprendizaje y formación

como médico psicoanalista.

Así pues, a lo largo de los siguientes capítulos, irás viendo, en un lenguaje coloquial

—a veces irónico, otras serio o tierno, incluso en ocasiones espero que divertido—, las

situaciones de la vida cotidiana en las cuales las mujeres solemos quedar atrapadas por la

angustia, el estrés, las enfermedades y un largo etcétera de emociones y sentimientos que

no nos permiten ser felices. Aprenderemos juntas primero a identificarlas y después a ser

capaces de vivirlas de otra manera.

Déjame que te lo explique con un ejemplo:

Imagínate que tu vida es una película. Hasta ahora sólo la has vivido como un

personaje. Mi objetivo es que, tras la lectura de estas páginas, también puedas vivirla con

la perspectiva de un espectador, lo que te permitirá comprender mejor tu papel y lo que

te está pasando.

Las páginas que siguen relatan unos años de la vida de una mujer, desde los veintipocos

a pasados los cuarenta. Los personajes, sus nombres y las situaciones son ficticios: podrían

pertenecer a cualquier mujer, y están sacadas de relatos de muchas mujeres, incluida yo.

Todo empieza con un síntoma, una enfermedad y mucho estrés, que provocan que por

primera vez, Laura, la protagonista, tome conciencia de que necesita aprender a vivir de

otra manera. No puede ni quiere que el sufrimiento se convierta en su compañero. Por

suerte para ella, y espero que para ti, sus preguntas y las respuestas comienzan pronto.

Poco a poco, va entendiendo algunos de los comportamientos que inconscientemente

repite una y otra vez dejándola anclada o bloqueada. Quiero narrarte su historia,

tomándome la licencia de hacerlo en primera persona, para que puedas reflexionar sobre

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tu forma de ser y cómo te gustaría que fuera tu existencia. Unas veces —espero que

muchas— reiremos, otras —aunque no nos guste la idea— sufriremos y en todas mi

propósito es contribuir a que te conozcas y te entiendas un poco más. Por ello, no pienses

que sólo vas a leer. Tú también tendrás que poner de tu parte, porque por mucho que me

esfuerce en ayudarte, sólo tú puedes responder los grandes interrogantes de tu vida:

• -¿Por qué te acompaña tan a menudo la sensación de que nadie te entiende ¡empezando

por ti misma!?

• ¿Por qué tu compañero es este y no otro?

• O ¿por qué no lo tienes?

• -¿Por qué tus amigas muchas veces te dan más problemas que satisfacciones?

• ¿Por qué tu madre te hace sentir que no eres la hija ideal?

• ¿Por qué tu padre es como es y no como (tú crees) debería ser?

• -¿Por qué tienes miedo a descubrir que quizá no los quieras tanto (como ellos a ti)?

• ¿Por qué tus hermanos no le tocaron en suerte a otra?

• -¿Por qué tus hijos, si los tienes, no son o sí son como habías idealizado?

• -¿Por qué tu trabajo no es todo lo maravilloso ni te llena tanto como habías imaginado?

Y así un largo etcétera.

Nadie mejor que tú para averiguar por qué tu vida

es de una determinada manera y no de otra.

Como dijo Sócrates: «Una vida sin interrogantes no es una vida» (o según otras

versiones: «no merece ser vivida»). Y así rezaba en el templo de Delfos: «Conócete a ti

mismo.»

Leer es fantástico o aburridísimo, en este último caso dejas de hacerlo. Pero si con un

libro te ríes, lloras, piensas, hablas e incluso comentas, entonces es enriquecedor. Y eso es

lo que pretendo. Espero conseguir que estas páginas te ayuden a mirarte con otros ojos.

¡Vívelas y disfrútalas! Eso es todo lo que te deseo, que no es poco.

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GUÍA DE LECTURA    

 

Antes de empezar a leer es importante que tengas en cuenta que en las siguientes

páginas encontrarás dos voces. Una pertenece a la protagonista, Laura, que te irá

explicando su vida cronológicamente y todo lo que va descubriendo.

La   otra   voz   también   es   de   ella,   pero   unos   veinte   años   más   tarde,   convertida   ya   en  

psicoanalista,  lo  que  le  permite  analizar  su  propia  historia  pasada.  Para  ayudarte  a  distinguirlas  

he  utilizado  dos  tipos  de  letras  claramente  diferenciadas.  

I

Enfermedades del alma

Dos años después. «Septiembre, un calor de justicia y yo con medias y zapatos recién

estrenados destrozándome los pies. ¿En qué estaría pensando esta mañana? Si hasta a la

niña le he puesto chaqueta y ahora llora que te llora. ¡Anda, si se me han roto las medias!

Si es que me lo merezco por imbécil. ¿Quién me manda, a finales de verano, buscar

¡regalos de Navidad! cuando podría estar sentada en una terraza con un granizado y la cría

y yo tan contentas? Pero no, ¡qué va!: la niña berreando de calor, yo destrozada de los

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nervios, cansada de llevar el cochecito que se atasca en todas partes, vestida de otoño, con

un carrerón en plena rodilla, el bolso caído a mitad del brazo, sudando la gota gorda y

todo esto a tres meses vista de la Navidad. No sé dónde tengo la cabeza, bueno, sí sé

dónde tengo la cabeza, pero esta Navidad es muy importante para mí, es como mi examen

de licenciatura. Creo que me estoy poniendo nerviosa, pero ¿cómo es posible que esté así

de alterada por unos cuantos regalos? Debo tranquilizarme, si total es una fiesta familiar,

una tontería sin importancia, ¡nada grave!»

Paz y alegría.

Este año sí.

Este año iba a ser feliz, muy feliz.

Estar contenta, muy contenta.

Sentirme unida, muy unida a los míos.

Estaba convencida.

¡Este año lo iba a conseguir!

Se acercaba la Navidad, ¡como si no lo supieras ya!, y como hacía muy poco que mi

marido, mi hija de un año y yo —que acababa de cumplir los 26— nos habíamos

cambiado de casa, la ilusión de estrenarla con todos nuestros familiares me llevó a

organizar la comida navideña. No iba a faltar ninguno. Aquello era un acontecimiento

importante, así que decidí deslumbrarlos con los regalos, los manjares y, por descontado,

mi nuevo hogar.

Siempre lo había celebrado en casa de mis padres, de mi suegra o una de mis cuñadas.

Ellas son estupendas cocineras y anfitrionas. Año tras año deseé poder hacerlo yo. Algún

día, me decía. De mí pensaban que era un caso perdido y por eso nunca entré en la rueda.

No me atrevía. Lo cierto es que las sartenes y yo nunca hemos sido muy buenas amigas

¡excepto para hacer ruido! Era una de tantas asignaturas pendientes que ese invierno había

decidido aprobar y con nota. Juntarlos a todos era un reto más al que debería hacer frente,

pero seguro que saldría airosa. Me lo repetía como si fuera una letanía: Me saldrá bien, me

saldrá bien, me saldrá bien... Creo que en el fondo intuía la debacle que se me venía

encima, pero mis ganas de demostrarles que podía ser igual o mejor que ellas hacían que

me engañase a mí misma.

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Empecé por los regalos, decidí ampliar el presupuesto de años anteriores y encontrar

un obsequio mucho mejor. A las madres, una joyita; a los suegros, una cartera de piel para

que siguieran acumulando sus ahorros; a mi hermana Julia, un maletín de diseño para

impactar en el bufete al cual se iba a incorporar; para los cuñados, conseguí encontrar

regalos originales y divertidos. Los niños, como siempre, son los más fáciles: cualquier

cosa que se anuncie en televisión vale. Paz y alegría.

Compré el mejor pavo, el mejor marisco traído de las rías gallegas, me apunté a un

cursillo rápido de cocina y reuní las mejores recetas para no estropear tan ricos alimentos.

¡Ah! Y los vinos: me asesoré e hice lo que pude. Incluida la factura extra de una docena de

copas de balón para impresionar al tiquismiquis de mi suegro.

Estaba tan ensimismada en mi nuevo papel de mujer perfecta, que cuando mi marido

me comentó preocupado: «Cariño, ¿no estarás exagerando un poco? Te veo un tanto

alterada.» Le miré con altivez y pensé que no se enteraba de nada. «Todos los hombres

son iguales.» Su mundo era tan diferente al mío que jamás podría comprender lo que

aquello significaba para mí. Pero he de admitir que tenía su punto de razón, si no estaba

alterada por qué me pillaba cada dos por tres diciéndome a mí misma: Tranquila. Es la

primera vez que organizas algo así, pero todo saldrá bien. Con la cantidad de veces que se

lo has visto hacer a tu madre, ¿no vas a lograrlo tú, que tienes carrera universitaria? ¿Paz y

alegría?

Y llegó el gran día.

Los había citado a la una. Yo madrugaría para prepararlo todo y así cuando se

presentaran podría dedicarme por entero a lucirme y a enseñarles la casa. A las dos todavía

no habían dado señales de vida. ¡Ninguno! De todos los que se supone que deberían venir

a comer... ¡Ni uno! Por momentos me iba poniendo nerviosa, en contra de mi voluntad

claro, a la vez que me decía: No pasa nada. Es Navidad y has de estar feliz y contenta. Pero

mis argumentos de poco me servían, me empezaba a sentir maltratada y poco o nada

valorada en mi reciente faceta de anfitriona de una fiesta familiar. Yo sería incapaz de

hacer algo semejante. «Llegar tarde es una falta de respeto hacia el que espera.» Si mi padre

siempre nos lo había inculcado: ¿Por qué mi madre siempre tenía problemas de última

hora? Y los demás, ¿qué excusa tenían los demás?

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Los aperitivos calientes se estaban enfriando y los fríos empezaban a tener cara de

asco, a juego con la mía. De nada me serviría la limpieza de cutis, la peluquería, el nuevo

maquillaje y el traje recién planchadito de ese tejido nuevo y maravilloso que con sólo

mirarlo se arruga. Las dos y media y nadie hacía acto de presencia. Ni uno.

Mi marido hizo su primera y genial sugerencia respecto al tema: «No te pongas

nerviosa ni te preocupes, que no vale la pena. Ya verás, les llamamos y averiguamos qué

les ha pasado. ¿Por qué te lo tomas así? Si ya sabes que entre las virtudes de tu madre y tu

hermana no está la de la puntualidad y a mis padres seguro que la hora les ha parecido muy

pronta para comer y directamente han decidido aparecer a la que creían más conveniente.

¡Parece mentira que a estas alturas no los conozcas!» Vamos... Que sin los hombres, que

piensan tanto (cuando les conviene) y siempre tan tranquilos (cuando no les toca a ellos),

¿qué sería de nosotras?

Pero el gran esfuerzo lo había hecho yo ¡y seguía sintiéndome muy mal!

Los teléfonos de unos sonaban sin respuesta, los de otros comunicaban y, a la tercera

va la vencida, cuando mi suegra contestó, tan tranquila, como si la cosa no fuera con ella.

«¿Qué?» «¿A qué hora?» «¿Qué pasa?» «Relájate, que es Navidad.» Paz y alegría.

A las tres, sí, sí, a las tres, ¡dos horas más tarde de lo previsto!, aparecieron mis

suegros, mis padres, mis cuñados, mi sobrino y mi hermana con su novio, Paco. Ya

estábamos todos.

La palabra disculpa, yo todavía espero oírla. ¿Por qué se deberían disculpar si habían

llegado bien y contentos? «Pero si es Navidad», decían. «¿Qué prisas tienes? ¿No ves que

el mundo entero se paraliza?» Evidentemente, como siempre, era yo la histérica, la

maniática y la amargada. Era yo la que carecía de paciencia y sentido del humor.

Qué arregladitos, educados y simpáticos parecíamos todos sentados alrededor de la

preciosa mesa. Pero no te dejes engañar. Les faltó tiempo para acabar de arreglarme la

cara. Te explico: la comida quedó desmenuzada, pero no precisamente por los dientes. En

el momento en que yo, la única que estaba levantada faenando, me disponía a cortar el

pavo, miré a mi madre de reojo. En el fondo de mi alma sabía que no iba a conseguir su

aprobación, pero me negaba a aceptarlo y sinceramente hubiera agradecido tanto una

sonrisa. Pero no. Su cara era de incredulidad total y no pudo contener la lengua: «¡Si está

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durísimo! Le falta horno y relleno. ¡Vaya por Dios! Parece mentira, hija mía, tanta carrera

universitaria y, ya ves, algo tan sencillo... Con la de veces que te he enseñado cómo se

prepara y todavía no has aprendido.» Mi padre la miró y sin decir palabra alguna,

pronunció doscientas con sus gestos: «¡Ni en estos momentos puedes callarte!» Yo no

pude reaccionar, me quedé muda, sin articular palabra alguna. Apenas podía contener las

lágrimas y me sentí pequeña, muy pequeña, dentro de un cuerpo grande. Deseé que mi

padre me abrazara y sentirme protegida. Pero no podía ser: ya soy mayorcita y no queda

bien.

Tampoco se libró el marisco. Aquí mi cuñado Alberto, el finolis: «¡Te han engañado!

Ni por casualidad es de las rías gallegas. ¿Lo has hervido sólo cinco minutos? ¡Si no sabe a

nada! Seguro que es de piscifactoría.» Le tocó el turno al vino; ya me extrañaba que mi

suegro estuviera calladito: «¿Cómo no se os ha ocurrido airearlo? Mucha copa para tan

poco esmero en el cuidado del caldo.» En fin, los elegidos no eran los apropiados para

cada plato, ni eran del año adecuado, ni estaban a la temperatura correspondiente, ni nada

de nada ¡de nada! Y por supuesto mi marido tampoco daba la talla: «Hijo mío, qué pena

que no hayas heredado el paladar de tu padre.»

¿Y el postre? A los golosos les faltó el pastel «o por lo menos un mísero helado» (ya ni

me acuerdo de quién lo dijo) y a los fruteros les sobró el surtido de turrones que con tanto

esmero había elegido, de pastelería en pastelería, pidiendo explicaciones de cómo y de qué

estaban elaborados. ¡Total para eso! Paz y alegría.

A lo peor hasta era cierto que me habían engatusado en todo y además lo había

cocinado y presentado mal, pero ¿y el cariño y la ilusión que había puesto? Eso sí, los

comentarios fueron de una sutileza exquisita, digna de las mejores convenciones de

políticos, donde todos se odian a muerte con la mejor de sus sonrisas.

Todavía quedaba el reparto de regalos y seguro que esto sí que sería divertido. ¡Con la

de tiempo y dinero que les había dedicado! Les gustarían. Sin duda alguna... Ingenua de

mí.

Aún recuerdo vivamente la cara de mi suegra y la de mi madre cuando abrieron sus

paquetes. Las dos se miraron como si buscaran la complicidad y la diferencia, una diría lo

contrario de la otra. Y así fue, la primera con cara de circunstancias me miró y exclamó:

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«¿Cómo se te ha ocurrido comprarme esto? Ja, ja, ja... Con la de brillantes que tengo y no

me pongo nunca.» Y sutilmente añadió: «¿Te acuerdas de la joyería donde lo has

comprado?» Mi respuesta incontrolada fue cara de disgusto —seguía sin poder balbucear

palabra— ¿o acaso no estaba ella menospreciando mi regalo? La otra, o sea mi madre,

mientras iba diciendo lo muy preciosa que era la joyita, miraba sin perder de vista ni un

segundo mi expresión, deseando que a ella le dedicara un gesto más agradable. Me costó,

porque sus críticas durante la comida aún me pesaban mucho.

Los demás hicieron sus comentarios y elocuencias, unos más oportunos que otros,

pero encantadores y agradecidos de corazón ¡ninguno! Gracias al cielo, quedaban mi

pequeña y mi sobrino: sus sonrisas fueron auténticamente sinceras, y entonces por un

momento yo también regresé a mis alegres recuerdos de las Navidades de mi infancia.

Faltaba la decoración de la casa. Supongo que a esas alturas de la tarde-noche, las ganas

y la mala leche habían decrecido y los comentarios al respecto no fueron tan incisivos.

Incluso alguno fue amable y alentador: «¿Nunca te has planteado dedicarte a la

decoración?» ¡Un halago! ¡Si hasta saben decir algo agradable! No, si aún debería estarles

agradecida. Paz y alegría.

¿Había sido una comida de Navidad o una

merienda de caníbales?

Al día siguiente, cuando me fui a levantar de la cama, la cabeza se me iba: estaba

mareada, con náuseas y todo me daba vueltas. Apenas podía moverme. En un intento de

sobreponerme, me puse en pie y fui al baño. ¡Qué dolor de riñones! Nunca me había

sucedido algo así. Me acerqué al armario de los venenos, como mi marido llamaba a todos

mis potingues, y busqué algo que me calmara. Me tomé dos o tres cosas diferentes que me

duraron en el estómago una media de dos minutos antes de que las vomitara. ¿Tendrían

razón y la comida estaría medio envenenada? Para una vez que compraba marisco fresco y

lo cocinaba yo, ¡vaya éxito!

Tenía que mejorar antes de que Luis me viera en ese estado. No lo acabo de entender,

pero los hombres cuando te encuentras mal se enfadan como si fueras la causante de tu

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enfermedad y a ellos les fastidiaras la vida. Sabía lo que me iba a tocar oír: «¡Con que no

estabas alterada! No, ¡qué va! Yo era el pobre tonto que no entendía tu mundo. Tú te

empeñaste en organizar todo y, claro, ahora estás terriblemente cansada y te quejas. Y yo,

el muy imbécil, primero cargué con todos los preparativos y tus neuras, y ahora te

enfermas y me haces sentir fatal como si yo fuera el culpable y no te hubiera ayudado. Te

gusta hacerte la mártir.»

Sólo imaginando semejante sermón, la sangre y la angustia se me iban removiendo,

algo así como las olas del mar cuando cambian y se convierten en marejada. Pero mis rezos

(en los peores momentos me vuelvo muy beata) y las pastillas no me hicieron efecto y al

final tuve que pedir auxilio a Luis.

Dos horas más tarde supe que no había sido exactamente sólo la comida y los

comensales, sino el riñón y una piedra. Un cólico de riñón. ¡Una piedra! Para piedras las

que habían tirado sobre mi tejado el día anterior. Aquello sí que había sido una pedrada.

Mejoré enseguida, bueno es un decir, porque volví a recaer el resto de las Navidades

con unas amigdalitis de caballo. Debería haberme sentido apenada por perderme el resto

de celebraciones y fiestas familiares, pero a pesar de lo muy enferma que me sentía, lo viví

como una bendición del cielo. Me libré de la manera más educada de tan agradables

reuniones y, por si no bastara, todos me disculpaban: «Pobrecita, si está a cuarenta de

fiebre, cómo va a venir.»

Pero como no hay dos sin tres, aún faltaba lo peor: cuando ya creí haber recuperado

mi paz y mi alegría, porque hacía un par de semanas que habían pasado las fiestas, había

conseguido olvidarme de lo sucedido y de mis enfermedades ni me acordaba, cuál no es

mi sorpresa cuando una mañana me levanto y sucede lo imprevisible. Me miro al espejo y

me veo la cara y ¡vaya cara! ¿Qué es esto? La tenía plagada de granos o eritema o ampollas

o cualquier equivalente a piel anormal. Como si se tratara de un huracán que por donde

pasa deja huella, la alegría se había transformado en alergia.

Estaba plantada delante del espejo y, como comprenderás, la impotencia y el llanto

me desbordaron. Entonces volví a oír la voz de mi padre: «En los peores momentos hay que

mantener la serenidad.» Y lo intenté. Intenté calmarme dentro de lo posible. Pero nadie me

había enseñado cómo hacerlo. ¿Cómo se calma una con esta cara? ¡Socorro!

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Todos  tenemos  un  lenguaje  personal  con  el  que  sería  bueno  que  aprendiéramos  a  jugar.  A  partir  

de  ahora,  intenta  fijarte  en  aquellas  palabras  o  frases  que  han  circulado  de  generación  en  generación  

en   tu   familia   y   que   repites   casi   inconscientemente,   sin   reflexionar,   y   que   influencian   tu   peculiar  

manera  de  entender  e   ir  por   la  vida.  Cuando  hayas   terminado  de   leer  el   libro   seguro  que   le  darás  

nuevos  significados  a  tu  diccionario  particular.  Y  con  ello  te  entenderás  mejor.1

Sabía que no era una enfermedad grave, pero estaba muy angustiada y así cualquiera

piensa con claridad. Creí que lo más acertado sería ir al hospital. Aquellos granitos me

picaban cada vez más. Aparecieron como dos puntitos pequeños que fueron

multiplicándose, creciendo y uniéndose entre sí. Se hacían grandes por momentos. Era

como un ejército que se aúna para ganar en fuerza frente al enemigo ¡que debía de ser yo!,

porque cada vez me sentía mas débil.

En el hospital las batas blancas iban, venían y volvían una y otra vez hasta que una

decidió pararse frente a mí. «¡Por fin me han visto!», pensé. Me tumbaron en una camilla

y empezó el interrogatorio. (Lo que más te apetece en esos momentos es justo eso:

entretenerte en las mil y una preguntas y respuestas, como si jugaras al Trivial. En el

fondo todos desearíamos que los médicos fueran adivinos.) Iba contestando a todas

rigurosamente (me las sabía de memoria, para algo estaba en el último curso de la carrera

de medicina), mientras me rascaba como un mono al que le faltan manos.

—¿Cómo ha empezado?

—No me acuerdo, de repente sin más.

—¿Toma algún medicamento?

—Los de siempre, analgésicos para la cefalea y para la regla, pero ahora ninguno.

—¿Cuáles son los últimos alimentos que ha ingerido?

—No he comido desde ayer por la noche, y sólo cené fruta.

—¿Ha bebido algo distinto en los últimos días?

—No, nada.

—¿Ha tenido algún disgusto?

—¿Yo? ¡Qué va!

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—¿Está muy estresada?

—Para nada.

—¿Le ha sucedido algo parecido antes?

—Nunca... Bueno, sí: pequeños granos sí, pero tanto es la primera vez.

—¿Cuándo?

—No sé, yo siempre creí que era la crema hidratante.

—¿Cómo?

—Por la cara unos cuantos y a lo largo del día se me marchaban.

—¿Se marchaban sin más?

—No, solos no, como estudio medicina me tomaba una pastilla de antihistamínico y

me lo solucionaba, pero lo de hoy es diferente y por eso he venido.

—¿Cuánto tiempo hace desde la última vez?

—No me acuerdo, pero bastante, es posible que años.

—Y tú que sabes tanto, ¿a qué crees que se debe lo de hoy?

—No sé, por eso estoy aquí.

No hace falta que siga ¿verdad? Seguro que te has encontrado en esta situación u otra

parecida en alguna ocasión.

El tratamiento llegó rápido. Inyección de corticoides. El pinchazo no me gustó, pero

el efecto fue inmediato. ¡Qué alivio! Se acabó el picor. Pero... ¿Y la causa que lo había

provocado? Eso era otra historia. Me eliminaron o me sugirieron que prescindiera de unos

cuantos alimentos, curiosamente, los que más me gustaban: fresas, melocotones,

chocolate, marisco... Además de suprimir todos los medicamentos que me salvaban de

mis migrañas y de mis monstruaciones. ¿Qué haría ahora sin ellos? Quería llorar. Bueno la

verdad es que casi acabé sus existencias de kleenex.

Pero hay más. La historia sigue.

El sabio de la bata blanca continuó: «Si esto se repite habrá que hacer pruebas de

alergia. Si no ceden o remiten estos episodios buscaremos otras causas, como el polvo, la

humedad, el sol, los ácaros y algunos alimentos. Bueno todo eso tú ya lo sabes ¿no?» «Sí,

sí, ya me lo conozco.»

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A lo largo de ese año y con los últimos exámenes los brotes se me fueron repitiendo

de manera irregular. Intentaba convencerme de que eran los nervios de las últimas

asignaturas y que después todo acabaría. Sin embargo, aquella alergia salía de manera

totalmente imprevista: en unas ocasiones era el polvo de la casa, en otras el pastel de

fresas del cumpleaños de mi suegra, cuando no eran las cremas hidratantes de la cara, la

primavera y el polen, el otoño y la caída de la hoja, lo que había comido en la última fiesta

y así un largo etcétera. O al menos eso parecía.

Todo se fue desarrollando según lo previsto por el especialista. Al no cesar las

reacciones tuve que pasar por todas las pruebas y análisis oportunos. Finalmente, me dijo

que nada era concluyente: ¡No había culpable! Había que esperar, seguir con el

tratamiento y tener paciencia. Muy inquieta, llamé por teléfono a Luis para contárselo,

estaba tan desconcertada que no podía esperar a verlo en casa.

—Luis, cariño.

—¿Qué te ha dicho el médico?

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Bueno, que no se sabe.

—Que no se sabe ¿qué?

—Que no se sabe por qué me sale la alergia. Que no tengo nada.

—Eso son buenas noticias, ¿no? Deberías estar conte...

—¡¿Buenas noticias?! —le corté gritando—. ¿Cómo que buenas noticias?

—Sí, claro, eso quiere decir que estás perfecta, que no es nada grave. ¿Lo ves? Ya te

lo decimos todos: tienes que aprender a tomarte las cosas de otra manera.

—¡¿Qué quieres decir?!

—Ya lo sabes.

—¡No, no lo sé!

—A veces me desesperas. Nunca estás contenta. Siempre estás nerviosa o preocupada

por algo. Muchas veces pienso que no te gusta tu vida, parece como si quisieras ser otra

persona. Se me hace imposible entenderte.

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—Pero ¿esto a qué viene? Sólo te llamaba porque he salido hecha polvo de la consulta,

y tú vas y me sueltas que quiero ser otra persona.

—Laura, intenta comprenderme.

—¡No! ¡No puedo!

Le colgué. Y acabé con otro paquete de kleenex.

¿Tan difícil es entenderme?, me pregunté. Igual sí. Todos me lo dicen y no puede ser

que todos estén equivocados. Si lo pienso bien, tal vez Luis tenga su parte de razón. Hay

ocasiones en las que desearía ser otra persona; una de esas a las que siempre se les ve

felices, tranquilas y seguras de sí mismas. A lo mejor Luis está en lo cierto y voy yo y le

cuelgo el teléfono. Ahora me empiezo a sentir fatal, es que a veces, ni yo me comprendo.

Aquella noche, ¡cómo no!, empecé disculpándome. Hablamos un buen rato y, al final,

decidimos que sería bueno pedir una segunda opinión. Recordé un profesor de la facultad

que me había parecido fantástico y lo localicé. Él encontró alteraciones en mi análisis de

sangre. Aleluya, ¡este sí que era un buen médico! Creo que todas esperamos una

explicación lógica y razonable para nuestro malestar. Cuando oímos: «No tiene nada» o

«No le encontramos nada», sentimos por una parte un gran alivio y por otra, una gran

disconformidad, pues si no tenemos nada, ¿qué hacemos con nuestros dolores? ¿Dónde los

ponemos? Eso quiere decir que somos unas quejicas o tal vez unas histéricas... Ya está:

¡Los hombres tienen razón! Pero afortunadamente en esta ocasión era diferente. Mis

males tenían una causa y yo no era una histérica... ¡aunque lo pareciera!

La información la transcribo exacta —léetela de corrido; salvo que te vaya la

medicina, no hay quien la entienda— y después te explicaré qué significa.

El especialista: «Tu tasa de inmunoglobulinas y depósitos de complejos antígeno-

anticuerpo está algo elevada y pensamos que podría ser una enfermedad inmunológica.»

En conclusión (para que lo comprendas): resultaba que yo me lo organizaba todo

solita.

Te pongo un ejemplo: cuando pillamos la gripe, nuestro enemigo es el virus que nos

invade. Entonces, se produce la batalla entre él y nuestras defensas (que son nuestros

amigos-salvadores). Mientras dura la lucha estamos enfermos y a medida que nuestro

cuerpo gana al contrario comenzamos a mejorar hasta la total recuperación. En mi alergia,

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sin embargo, ¡no existía un virus externo! El enemigo ¡era yo! El enemigo ¡era una parte

de mí! Mi propia sangre se estaba rebelando.

Si  no  has  sufrido  alergias,  quizá  te  preguntes  qué  tiene  que  ver  todo  esto  contigo.  Has  de  saber  

que  hay  muchos  otros  síntomas,  enfermedades,  malestares  o  dolores  que  pueden  darte  pistas  de  que  

necesitas  conocerte  mejor  o  de  que  te  está  sucediendo  algo  y  no  te  estás  enterando  (o  no  quieres  o  

no  puedes).  Seguro  que  alguna  vez  has  tenido  alguno  de  los  siguientes  problemas,  en  mayor  o  menor  

medida,  en  períodos  largos  o  cortos,  con  mucha  o  poca  intensidad,  pero  los  has  tenido.  Búscate,  que  

seguro  te  encuentras.  

 

–  -­‐Vértigos,  mareos,  vómitos,  provocados  unas  veces  por  el  oído,  otras  por  lo  que  hemos  oído  y  otras  

por   lo   que   no   queremos   oír,   nos   avisan   de   que   algo   en   relación   con   todas   esas   palabras   nos   está  

provocando  malestar  y  vértigo.  

–  -­‐Tics.  Esos  movimientos  que  no  puedes  controlar  a  pesar  de  lo  mucho  que  lo  intentas:  guiñar  el  ojo,  

mover  compulsivamente  la  cabeza,  la  pierna  que  no  para...  

–  -­‐Problemas  de  columna.  ¿Será  lo  que  intento  echarme  a  las  espaldas?  ¿Será  el  peso  de  la  vida  que  

me  duele  tanto?  

–  -­‐Molestias  gástricas  o  ardores  o  dolores  de  estómago.  Ese  nudo  que  no  te  deja  pasar   la  comida  y  

hasta  respirar  te  cuesta.  Algunas  veces  no  es  sólo  la  comida,  sino  todo  lo  que  tienes  que  digerir  a  lo  

largo  del  día,  lo  que  realmente  te  cuesta.  Cuántas  veces  oímos:  «Con  todo  lo  que  tengo  que  tragar.»  

–  -­‐Migrañas   o   cefaleas   que   sabes   cuándo   empiezan,   pero   no   cuándo   acaban.   Pensar   da   dolor   de  

cabeza  y  con  dolor  de  cabeza  no  se  puede  pensar.  ¿Qué  hacemos  entonces?  

–  -­‐Crisis  de  asma  por  el  polvo  o  por  las  peleas  con  la  madre,  el  marido,  ex  marido,  amante,  novio  o  

ligue,  ¡que  vienen  a  ser  lo  mismo!    

–  -­‐Sofocaciones  que  te  ruborizan  o  blanquean  desde  el  dedo  gordo  del  pie  hasta  la  punta  de  tu  último  

cabello.  

–  -­‐Enfermedades  cutáneas.  ¿Por  qué  sufres  a  flor  de  piel?  

–  -­‐Dolores  precordiales.  Sí,   esos  dolores  delante  del   corazón,  en  el  pecho,   casi   siempre  después  de  

discutir  con  tu  madre,  hermana,  jefe,  novio  o  suegro.  

–  -­‐Palpitaciones.  Tu  reloj  biológico  te  marca  el  ritmo  de  tu  sufrimiento.  

–  -­‐Disfonía  o  afonía,  dicho  de  otra  manera:  pérdidas  de  voz  cuando  más  te  gustaría  hablar  o  gritar,  

pero  a  lo  mejor  es  que  no  debes  hacerlo.  

–  -­‐Rinitis,   conjuntivitis,   amigdalitis,   lagrimeo,   y   todo   tipo  de   «itis»   y   de   secreciones.  No  bastan   los  

pañuelos.  

–  -­‐Diarreas   incomodísimas   en   los   actos   menos   oportunos   o   estreñimientos   pertinaces   que   no   se  

solucionan   con   las   prescripciones   médicas,   remedios   caseros,   terapias   alternativas   ni   el   infalible  

recetario  de  la  abuela.  

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–  -­‐Hambre,  mucha  hambre,  siempre  estarías  comiendo,   la  sensación  de  plenitud  no  existe.  Picoteas  

como  las  gallinas  todo  el  día.  

–  -­‐La   temible   anorexia.   No   se   come   nada.   No   hay   deseo   de   nada.   Se   pierden   las   formas   externas  

femeninas,  y  las  internas,  como  la  regla,  dejan  de  acompañarte.  

–  -­‐Las  depres.  Todas  en  algún  momento  estamos  depres,  llamamos  a  una  amiga  y  se  lo  soltamos  en  

medio  de  la  conversación  sin  más  trascendencia  que  la  de  tener  un  mal  día.  Mañana  será  diferente.  

Otra   cosa   es   cuando   se  prolonga   y  no   lo  decimos   con   tanta   ligereza,   ni   a   la   amiga  ni   a   nadie.  Nos  

escondemos.  

–  -­‐Miedos  que   te   impiden   salir   de   casa   y   disfrutar   con   los   tuyos:   a   la   oscuridad,   a   las   alturas,   a   la  

gente,  a  hablar  en  público,  a  estar  sola...  

–  -­‐Las  alopecias  o  la  caída  del  pelo.  Que  casi  siempre  son  hormonales,  salvo  que  sea  porque  alguien  

nos  toma  el  pelo  más  de  la  cuenta.  

–  -­‐Un   resfriado   detrás   del   otro.   Todos   los   virus   y   bacterias   son   para   nosotras,   acabamos   siendo  

íntimos.  

–  -­‐Esos  dolores  indefinidos  que  empiezan  en  un  hombro,  se  trasladan  por  la  espalda  pasando  por  la  

cintura  y  acaban  siendo  dolor  de  ovarios,  o  cualquier  otro  dependiendo  de  dónde  se  pare  o  focalice.  

–  -­‐El   insomnio.   Una   cosa   es   estar   en   brazos   de   Morfeo   plácidamente   y   otra   muy   diferente   es  

enfrentarte  con  Morfeo,  porque  no   te   transporta  al  mundo  de   los   sueños,   y  otra  que  Morfeo  no   te  

suelte  y  pases  todo  el  día  dormida  (mientras  duermes  no  vives  y  no  sufres).  

–  -­‐Sueños   repetitivos   que   impiden   que   pases   la   noche   en   armonía   con   Morfeo.   La   angustia   los  

convierte  en  verdaderas  pesadillas.  

–  -­‐Pensamientos  obsesivos  como:  «Mi  marido  me  abandonará,  mi  marido  me  abandonará,  mi  marido  

me   abandonará»   o   «Enfermaré,   enfermaré,   enfermaré»   o   «Mi   hijo   no   es   normal,   mi   hijo   no   es  

normal,  mi  hijo  no  es  normal»  o  «Me  echarán  del   trabajo,  me  echarán  del   trabajo,  me  echarán  del  

trabajo»,  que  te  persiguen  como  un  Romeo  a  su  Julieta.    

–  -­‐Agresivas  y  enfadadas  permanentemente  con  el  marido,  novio,  ligue,  amiga,  hijos,  dependienta  o  

vecina...  Lo  importante  es  que  hay  que  estar  de  mal  humor  y/o  enfadarse  con  alguien.  

–  -­‐La   angustia.   Esa   sensación   que   no   sabes   explicar   y   que   te   hace   sentir   fatal.   Irritable,   amorosa,  

triste,  intranquila,  insegura,  culpable,  enfadada  y  lo  que  se  tercie.  

–  -­‐Lloreras,  sí,  has  leído  bien.  Ese  estado  en  que  sólo  tienes  ganas  de  llorar  y  llorar  y  no  hacer  nada,  

que  deseas  que  te  quieran  pero  no  sabes  cómo  pedirlo.  Te  sientes  la  mujer  más  incomprendida  del  

mundo.  Me  entiendes  perfectamente,  ¿verdad?  

–  -­‐Dolor  crónico  de  cansancio  o  cansancio  por  el  dolor  crónico.  

–  -­‐Nuestras  pequeñas  o  grandes  crisis.  Estoy  atravesando  una  crisis   con  mi  novio,  mi  marido  o  mi  

amante,   estoy   pasando   una   crisis   con   una   de  mis  mejores   amigas,   esto   es   una   crisis   profesional;  

menuda   crisis   la   que   está   viviendo  mi  madre,  mi   crisis   como  hija   ya  pasó   y  mi   crisis   como  mujer  

¿también?  Mi  vida  entera  es  una  gran  crisis.  

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–  -­‐La   famosa   tensión  premenstrual   que  no  nos   exime  ni   nos   exculpa  de  nuestro  mal   humor.   ¡Sólo  

faltaría!  Pero  ¿sabes  que  en  algunos  países  los  jueces  la  utilizan  como  atenuante  a  la  hora  de  aplicar  

penas?  Sólo  en  los  casos  graves,  lo  de  cada  día,  es  leve.  ¡Como  ellos  no  la  tienen!  

–  -­‐La  regla  de  cada  mes...  ¡La  regla  de  cada  mes!  Bueno,  aquí  hay  mucho  de  que  hablar,  ¿no  te  parece?  

Porque  seguro  que  te  ocurre  algo  parecido.  Viene  cuando  quiere,  unos  meses  se  nos  salta  a  la  torera,  

otros   nos   hace   compañía   dos   veces;   de   repente   en   una   época   del   año   que   tal   vez   no   le   guste  

demasiado,   desaparece   una   temporada   de   vacaciones   y   nosotras   a   sufrir   y   a   marear   al   pobre  

ginecólogo,  ¡que  en  la  mayoría  de  las  ocasiones  tiene  el  cielo  ganado!  La  llamada  contándole  que  no  

me  viene,  he  perdido  un  poquito  o  me  he  desangrado  como  un  cerdo  la  tienen  asegurada.  La  de  pasta  

que  ganarían  si  cobraran   las  consultas   telefónicas,  porque  ya  sabemos  que  no  es  para  pedir  visita,  

simplemente  necesitamos  contárselo  y  que  nos  tranquilice.  ¡Ah!  Y  en  esos  momentos  en  que  te  coge  

por  sorpresa,  estás  manchada  hasta  la  cintura  y  no  tienes  nada  a  mano  ¿qué  se  te  pasa  por  la  cabeza  

como  una  película?  Todos   los  anuncios  de  compresas.  Nos  bombardean:  son  superabsorbentes,  no  

traspasan,  no  huelen,  no  pesan,  no  mojan,  son  extraplanas,   finísimas,  con  alas,   sin  alas,  de  colores,  

blancas   y   puras,   casi   transparentes   y   todo   para   que   tengamos   la   regla   y   ni   siquiera   nosotras   lo  

sepamos.  ¡Uf!  y  que  no  se  me  olvide.  Siempre  están  anunciadas  por  chicas  jovencísimas,  monísimas,  

delgadísimas  y  con  unas  braguitas  de  lo  más  seductoras,  y  que  evidentemente  están  encantadas  de  

tener   la   regla.   ¡Si   es  que  es   fantástica!  El  mejor   invento.  Que  nos   lo  digan  a  nosotras.   «Te   sentirás  

limpia,  te  sentirás  bien.»  Ja.  No  me  extraña  que  en  el  lenguaje  popular  muchas  veces  oigamos  aquello  

de  «este  mes  la  monstruación  se  me  ha  adelantado».  Porque  más  que  una  menstruación  hay  meses  

que  parece  una  asquerosa  monstruosidad.  Esta  es  nuestra  cruz,  con  la  que  convivimos  durante  unos  

cuantos  años.  Eso  sí,  ¡la  llevamos  con  dignidad!  Puede  que  nos  retorzamos  de  dolor  algunos  meses,  

pero  no  hay  que  quejarse,  no  vaya  a  ser  que  nos  suelten  aquello  de  «otra  vez  está  con  la  regla».  Si  

total   es   fisiológico.   No   duele.   ¡Mira   cómo   doy   volteretas!   Así   que   nosotras   al   trabajo,   como   si   no  

pasara   nada.   Agotamos   el   cajón   de   los   analgésicos,   pero   ¡nadie   se   entera!   Dignidad   ante   todo:   la  

debilidad  femenina  no  se  lleva.  Pero  ¿te  has  enterado  de  que  en  muchos  convenios  laborales  constan  

dos  días  de  baja  por  desarreglos  menstruales?  ¿Cuántas  de  nosotras  hacemos  uso  de  dicho  privilegio  

aun   en   los   peores   meses?   Es   que   no   podemos   quedar   mal:   ya   sabes,   ante   todo   ¡muy   dignas!   De  

acuerdo,  admito  que  te  acabo  de  soltar  un  mitin,  pero  para  muchas  mujeres  no  es  para  menos.  

–  -­‐Hiperactividad.  A  lo  mejor  esa  eres  tú  y  todo  este  rollo  te  parece  un  latazo.  ¡Si  yo  estoy  perfecta!,  

dirás.  Sólo  saco  a  pasear  al  perro  a  las  seis  de  la  mañana;  llevo  a  los  niños  al  cole;  hago  la  compra;  

organizo   la   casa;   voy   a   la   oficina;   no   como   porque   no   tengo   tiempo;   escucho   a  mis   amigas   o  me  

escuchan   delante   de   un   café;   recojo   a   los   niños;   me   voy   al   curso   de   decoración   y   después   al   de  

ordenadores   para   que   no  me   echen   del   trabajo;   dos   días   a   la   semana   hago   inglés   (no   hay   quien  

pueda  con  el  inglés,  pero  los  idiomas  son  muy  importantes);  tres  días  voy  al  gimnasio  a  mantener  las  

caderas;   uno   a   nadar   porque   va   muy   bien   para   la   circulación;   cada   quincena   a   la   depiladora,  

peluquera   y   masajista;   de   vuelta   a   casa,   el   perro   otra   vez,   la   cena,   el   «polvo»   con   el   marido   y   a  

dormir.  No  hay  nada  mejor  que  un  sueño  placentero  para  que  al  día  siguiente,  ¡que  sólo  faltan  cinco  

horas!,  pueda  seguir  con  el  mismo  ritmo.  Pero  ¡no  me  duele  nada!  ¡Me  siento  genial!  ¡Y  no  me  quejo!  

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Y  además  estoy  intentando  dejar  de  fumar  porque  estoy  cada  día  más  convencida  de  que  perjudica  

seriamente  la  salud.  «Te  sentirás  limpia,  te  sentirás  bien.»  

–  -­‐Y  puede  que  no  te  pase  nada  de  esto,  pero  sientas  que  te  falta  algo.  

 

Si  alguna  vez  has  tenido  alguno  o  varios  de  estos  problemillas  (aunque  parezca  mentira  puedes  

tener  otro  que  se  me  haya  olvidado),  sigue   leyendo.  Te  encontrarás  sorpresas  sobre  ti  y   tu  mundo  

interior.    

El tratamiento funcionó y todo había vuelto a la normalidad, hasta el punto en que un

día en que hice limpieza general tiré los fármacos que me habían sobrado. Pero mi

tranquilidad duró poco. Pocos meses después de finalizar la carrera, conseguí mi primer

trabajo. ¡Encontré trabajo!

Desde que obtuve la nota del último examen, deseé ejercer. Se habían acabado las

noches en blanco, el estrés de los exámenes, las primaveras encerrada estudiando con la

piel más blanca que el mármol. Por fin dejaría de ser una simple universitaria mantenida

primero por mis padres y después por mi marido. Por fin podría llevar una vida de adulta:

un título, un trabajo, independencia económica y un sueño hecho realidad. Estaba

entusiasmada.

El primer día llegué a la consulta con mis dos libretitas milagrosas. Me las había

confeccionado con índice incluido. En una apunté los síntomas de las enfermedades más

graves y en la otra, los tratamientos. ¡No podía tener un olvido y mucho menos un error!

Llevaba también conmigo unas cajitas con medicamentos para casos de urgencia. ¡Todo

pensadísimo! Por si no bastara, estaba rodeada de los libros densos y pesados de la propia

consulta que debían acompañarme y dar seguridad. Estaba completamente protegida, pero

temblaba. Y, para colmo, tenía que disimular mi inseguridad. ¿Quién va a confiar en un

médico que no cree en sí mismo?

Estaba yo sola frente a un paciente, es decir, una persona que se fiaba de mí, me iba a

contar su dolor y esperaba que yo inmediatamente adivinase la causa y además se lo

quitara. ¡Esa era mi idea de un gran profesional! O acaso no era eso lo que yo misma había

estado buscando desesperadamente: ¡alguien que interpretara mi dolor! Y, ¡zas!,

aparecieron otra vez. Esa misma noche, se presentaron de nuevo: los granos pequeñitos

que se hacían grandes por momentos.

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Al día siguiente... En fin, sólo te diré que los pacientes, ¡lógico!, me miraban con cara

de pensar: Y esta cómo nos va a curar, si no se cura ni ella. ¡Y eso que sólo me veían la

cara!

En esta ocasión ya no fui a mi médico, el tratamiento me lo conocía de memoria.

Resignada, me pasé por la farmacia. A partir de ese momento, se repitieron los brotes o

reacciones en diferentes ocasiones y con distintos motivos y vuelta a empezar: me peleaba

con mi madre o con mi hermana y al día siguiente estaba llena de granos; salía a cenar y las

ampollitas famosas aparecían al volver a casa; tenía una conversación-discusión con mi

marido y como un volcán irradiaba calor; mis amigas no me escuchaban todo lo que quería

y roja como un tomate, pero no precisamente de timidez; cualquier intercambio de

opiniones con compañeros de trabajo y me rascaba con desespero...

Empecé a sospechar que las medicinas sirven para muchas enfermedades, pero no para

las del alma.

Como dice Platón: «El alma sabe quiénes somos desde el primer instante.»

Gracias  a  mi  actual  formación  como  terapeuta  sé  que  estas  enfermedades  son  lo  más  parecido  a  

las  denominadas  psicosomáticas.  ¿Nunca  has  oído  la  palabra?  ¿Sabes  cuando  no  te  encuentran  nada,  

no   te   curas   del   todo   con   los   medicamentos   y   te   empiezan   a   mirar   como   si   estuvieras   chalada   o  

histérica  o  loca?  O  dicen:  «¿Qué  le  pasará  a  esta  que  siempre  tiene  algo?»  «Es  que  es  un  poco  rara.»  

Pues  esas.  

Son   enfermedades   o   dolores   relacionados   con   la   psique,   es   decir,   con   un   sufrimiento   o  

sentimiento  o  algún  deseo  que  no  podemos  realizar  aunque  no  sepamos  ni  cuál  es  ni  de  qué  se  trata.  

Muchas  veces  el  motivo   lo  podemos  llegar  a  pensar,  saber  o   intuir  porque  el  suceso  está  presente;  

otras  veces  pertenece  al  inconsciente  (esa  parte  oculta  nuestra,  de  la  cual  hablaremos  más  adelante)  

y  no  es  tan  fácil  de  averiguar.  En  el  caso  de  Laura,  bueno  yo,  irás  viendo  cómo  mi  enfermedad  estaba  

relacionada  con  mi  forma  de  ser,  de  ir  por  la  vida  y  de  entenderla.

Por alguna razón, lo que me estaba sucediendo me recordó la famosa Navidad. Más

bien se convirtió en algo en lo que no podía dejar de pensar. Mi cabeza no paraba de darle

vueltas. Y, finalmente, caí en la cuenta de que una sola comida con toda mi familia había

bastado para hundirme. Pero ¿por qué me había afectado tanto?

¿Qué me había pasado?

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¿Por qué me habían hecho sentirme tan pequeñita?

¿Por qué me habían atacado?

¿Por qué me quedé sin poder decir ni mu?

¿Por qué?

Ellas —las mujeres de mi familia— siempre me habían parecido tan seguras y

contentas, tan en su sitio, que me costaba entender por qué yo estuve tan fuera de lugar.

Como una niñita que juega feliz con su cocinita y de repente vienen unos gamberros y le

dan una patada y plaf... todo por tierra. ¡Ese era el sentimiento! Estuve nerviosa —bueno,

lo admito, histérica— intentando que todo quedara bueno, fuera precioso, estuvieran

contentos y yo les pareciera una mujer muy trabajadora, muy dispuesta, muy organizada,

muy encantadora y muy simpatiquísima.

Para mí, la preparación de aquella fiesta tenía un significado muy especial y estaba claro

que la nota había sido un suspenso como una catedral. Por supuesto que ni se me ocurría

mencionárselo a Luis; él hubiera zanjado el tema rápidamente: «Ya te lo advertí, no había

ninguna necesidad de que la organizaras tú, siempre hemos ido de invitados y sin ningún

problema. Mira, no te engañes, tú solita te buscas pasarlo fatal. ¡Así que no te quejes!» Era

un diálogo que ya me conocía, mejor dicho, un monólogo, porque lo que es yo, ni

suspirar. Él no podía entender —a veces me pregunto si los hombres son capaces de

comprender algo— que yo también quería ser una buena anfitriona —como ellas— y me

hacía mucha ilusión demostrarles de una vez por todas mis numerosas virtudes.

Antes del acontecimiento, cuando Luis me veía con las neuronas disparadas me iba

haciendo comentarios insinuantes, supongo que porque me conoce más de lo que yo creo,

y se debía temer el batacazo que me iba a pegar: «No te esfuerces tanto, cariño», «Seguro

que te saldrá muy bien», «No te preocupes demasiado, que ya conoces de qué pie cojea

cada uno». ¿Acaso no sabía que lo más amable que iba a oír de mi hermana era algún

comentario como: «Ese vestido no te hace tan delgada como imaginas»? ¿Acaso no había

entendido aún que para mi suegro no hay mejores vinos que los que él compra y bebe? ¿...

que para mi cuñado el marisco debe llevar certificado de pedigrí? ¿... que para mi madre, a

lo que no le falta sal le sobra pimienta y, si no, está demasiado cocido, pero nunca en su

punto? Y a mi suegra, que tiene grandes joyas, ¿cómo le iba a gustar una minúscula? (Mi

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padre, por suerte, siempre es la excepción. Es el mejor invitado: todo está siempre

riquísimo, los regalos son preciosos y todo el mundo es bueno. ¡Viva!)

¿No sabía yo todo esto?

No quería saberlo. No quería ni podía aceptarlo.

Recibir palabras de halago de mi madre o de mi hermana y hasta de mi suegra y

cuñadas seguía siendo un reto inalcanzable del cual todavía no había aprendido a

prescindir. Me repetía una y otra vez lo mismo: «Suponiendo que todo fuera tan

incomestible y los regalos un desastre, al menos mis buenas intenciones, mi esfuerzo y mi

dedicación se merecían un gesto agradable, un poco de cariño y comprensión, incluso una

pizca de amor, aunque fuera por haberlos invitado a todos e intentar que se reconciliaran

de esos malos entendidos familiares que siempre circulan.» ¿Acaso no me merecía algo de

reconocimiento por el trabajo que me había tomado queriendo preparar una Navidad

inolvidable?

¡Inolvidable! Esa es la palabra para mi recuerdo. Aquella Navidad nunca más se ha

vuelto a repetir. ¡Parecidas, sí!

En  muchas   ocasiones,   la   ilusión   y   la   imaginación   nos   llevan   a   fantasear   y   falsear   la   realidad,  

creyendo  que  va  a  ser  como  nosotros  queremos  que  sea  y  no  como  es.    

¿Alguna   vez   te   has   parado   a   pensar   en   la   cantidad   de   sentimientos,   pensamientos,   malos  

entendidos,  silencios  malinterpretados,  palabras  no  dichas  o  dichas  a  destiempo,  miradas  o  ausencia  

de  ellas,  que  se  dan  continuamente  en  nuestras  relaciones?  

¿Cuántas  preguntas  nos  surgen  después  de  cualquier  encuentro  o  conversación?  Por  ejemplo:  

 

•  ¿Habrá  entendido  bien  lo  que  le  he  querido  decir?  

•  ¿Por  qué  me  habrá  contestado  de  esa  manera?  

•  ¿Le  habrá  sentado  mal  aquello  que  le  comenté  la  última  vez?  

•  ¿Por  qué  me  habrá  mirado  así?    

•  En  el  fondo,  ¿qué  querrá?  

•  Qué  estará  pensando  de  mí,  ¿le  gustaré  o  le  pareceré  absurda?  

•  Parecía  enfadado/a,  ¿seré  yo  la  culpable?  ¿Qué  le  habré  hecho?  

•  -­‐Qué  a  gusto  estuve,  ¿qué  será  lo  que  me  hizo  sentir  así  de  tranquila  y  feliz?  

•  ¿Por  qué  me  siento  tan  relajada  con  unas  personas  y  tan  mal  con  otras?  

•  -­‐¿Por  qué  tengo  la  sensación  muchas  veces  de  estar  interpretando  una  obra  de  teatro  en  lugar  de  

poder  ser  yo?  

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•  -­‐¿Por  qué  necesito  ampararme  en  alguien  para  no  sentirme  expuesta  y/o  ridícula?  

•  ¿Por  qué  me  cuesta  tanto  mirar  a  la  cara  de  los  demás  cuando  les  hablo?  

 

Seguro   que   recuerdas   situaciones   en   las   que   te   hayas   preguntado   (o   hayas   sentido)   algo   así,  

incluso  puede  que  te  esté  sucediendo  ahora.  Pero  despacio.  No  quieras  correr.  Has  de  ir  paso  a  paso.  

Por   ahora   tan   sólo   basta   con   que   empieces   a   identificar   esos   pensamientos   y   emociones   y   saber  

cuáles   de   ellos   te   proporcionan   tranquilidad   y   bienestar   y   cuáles   angustia   y   sufrimiento.   Es  

importante,  ya  sabes  que  cuerpo  y  mente  no  están  separados,  y  una  de   las  muchas   formas  en  que  

nuestra  psique  puede  expresar  sus  conflictos  es  haciéndonos  enfermar.    

II

Al borde del ataque de nervios

A ojos de los demás yo debería ser completamente feliz. Ni mi madre, de la que

siempre anhelaba oír palabras de consuelo, era capaz de entenderme: «Deberías estar

contenta. ¡Con la de problemas que hay en el mundo! En cambio tú, tú lo has tenido todo

demasiado fácil. Tienes una carrera universitaria; acabas de estrenarte en tu primer

trabajo, porque decías que ejercer era lo que más deseabas; has conseguido un piso mejor

y más soleado para esa niña tan preciosa; un marido muy responsable y trabajador y que te

quiere o al menos eso parece, porque te quiere, ¿no?»

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«Sí, mamá, ¡mira que eres pesimista!»

«Pues vaya que tú... Con todo lo bueno que tienes y va y te sale la alergia. ¡Mira que

eres rara! Pero en fin, no te preocupes, que no es nada grave, el día menos pensado

desaparecerá igual que llegó y todo solucionado. Si estás en la flor de la vida. ¡Ay, hija!, a

ti lo que te pasa es que estás demasiado estresada y no entiendo por qué.»

Pues sí. Estaba en lo cierto, debía estar contenta, tenía muchas cosas, pero había algo

—no sé el qué—, algo que me impedía ser feliz. ¿Sería realmente el estrés? ¡Menuda

tontería! Con mi madre no se puede hablar, porque cuando se trata de ella todo es

gravísimo, en cambio cuando se trata de mí nada tiene importancia, todo es producto de

mi imaginación y de lo complicada que soy desde pequeña. Me hubiera gustado poderle

contar mis conflictos con Luis, que me quería mucho, no digo que no, pero ¡qué difícil es

ponerse de acuerdo con la pareja o aprender a ceder parte de tu territorio! Y con mi hija,

y con el trabajo, y con mi hermana, «su niña mimada» y con...

Por encima de todo, deseaba sentirme bien conmigo misma, en paz, pero no había

forma: a veces me angustiaba más de la cuenta por cualquier cosa de mi pequeña y sentía

que no la disfrutaba, otras me sentía culpable por no pasar más rato con ella o por

descuidar a mi marido, otras me agobiaba por culpa del trabajo o de alguna amiga con la

que había tenido un malentendido y a menudo me sentía desilusionada, incluso rabiosa

porque nadie me entendía. El caso es que le daba vueltas a mi cabeza todo el santo día,

hasta casi la paranoia, pero era incapaz de frenarme hasta que ella misma encontraba la

solución: una fuerte migraña que la obligaba a detenerse y de paso me colapsaba durante

dos días debajo de las sábanas, huyendo de la luz o de cualquier ruido. Después, cuando

me encontraba mejor, ella volvía a ponerse en marcha, esperando encontrar salidas a

todos mis planteamientos y preocupaciones, que eran muchísimos. Como mujer, como

madre, como esposa, como amiga, como hija, como profesional... En fin, todas esas

comidas de tarro que nos organizamos para no llegar nunca a ninguna conclusión.

En busca de mi bienestar, ¡que no conseguía con los fármacos!, recorrí las medicinas

alternativas: acupuntura, aromaterapia, tai chi, flores de Bach, musicoterapia... Todas me

proporcionaron alivio temporal, pero tarde o temprano, además de mi cabeza, era mi

cuerpo el que volvía a recordarme que algo no andaba bien y reaparecía la alergia o las

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cefaleas o las amigdalitis. Y yo seguía buscando, pero ¡no sabía qué! (Incluso, lo confieso,

fui a que me echaran las cartas y me viera una vidente, qué vergüenza me da ahora

reconocerlo, pero hay veces que una ya no sabe a quién recurrir.)

Y mientras tanto, todo el mundo insistía: «Lo que te pasa es que estás estresada.»

Acabé harta de tanto escuchar la palabra estrés, que tiene la culpa y la responsabilidad de

casi todo, el casi o el resto lo tienen las hormonas femeninas o nuestra condición de

mujeres. ¿Acaso no te pasa lo mismo? Contéstame: ¿cuántas veces has escuchado frases del

tipo: «Vives demasiado estresada. Necesitas una semana en un balneario antiestrés», «Han

inaugurado un centro nuevo donde hacen tratamientos y masajes antiestrés», «Venden

unas nuevas lociones (o pastillas o cremas o pócimas) antiestrés»? Y por si no bastara:

existe el síndrome del cansancio por estrés; tienes fiebre y es el estrés; estás dolorida y es

por estrés; se te olvidan las cosas y es el estrés; estás agotada, no puedes con tu cuerpo, y

es el estrés; no duermes porque tienes demasiado estrés; no te quedas embarazada y puede

ser por estrés; te fallan los métodos anticonceptivos y es el estrés; no tienes orgasmos y es

el estrés; tienes colesterol y es el estrés; estás gorda y es el estrés; estás flaca y es el estrés;

se te cae el pelo y es el estrés, las hormonas te funcionan mal y es el estrés ¡que a ellas

también las estresa! ¿No te parece que son demasiados estreses? ¡Y mi madre todo el día

repitiéndome lo muy estresada que estaba!

Pero ¿qué es realmente el estrés?

Te transcribo directamente lo que encontré en diferentes diccionarios:

1. «Toda condición o influencia anómala que tiende a desequilibrar las funciones

psíquicas y físicas normales de una persona.»

2. «Situación de un individuo vivo o de alguno de sus órganos o aparatos que, por

exigir de ellos un rendimiento muy superior al normal, les pone en riesgo próximo de

enfermar.»

3. «Es el resultado de la interacción entre un estímulo externo o interno vivido como

amenazante. Esta amenaza tiene, por un lado respuestas fisiológicas de los sistemas

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nervioso, hormonal, cardiovascular, respiratorio y muscular y también procesos o

respuestas psicológicas como miedo, ansiedad, frustración o agotamiento.»

Lo has leído, pues vuelve a leerlo despacito. ¡Y no te deprimas, no te vayas a estresar!

Voy a intentar explicarte lo que yo deduje de dicho significado.

«Todo lo que rodea mi vida puede en un momento u otro

convertirse en una amenaza: angustiarme y estresarme.»

Intuí que la palabra estrés no era demasiado correcta, cogí una hoja de papel (te

recomiendo que hagas lo mismo) y apunté todas las situaciones o condiciones que me

desequilibraban: unas más y otras menos, pero todas en algún momento y en diferentes

ocasiones conseguían sacarme de mis casillas. Llegué a la conclusión de que no sólo hay un

«es-tres» ¡hay un «es-montón»! Las enumero sin orden de importancia dado que para cada

una de nosotras es diferente:

– -Es-uno. El trabajo únicamente como responsabilidad, es decir, los quebraderos de

cabeza que te produce la ocupación por sí sola sin tener en cuenta a los que trabajan

contigo.

– -Es-dos. El ambiente: el jefe como relación y como obediencia (mirarle la cara por la

mañana ya puede ser todo un poema; a partir de ese momento ya casi puedes predecir el

resto de tu jornada laboral) y los compañeros, unos buenos, otros no tanto y, los más,

malvados, envidiosos, irónicos, incluso muy diplomáticos, pero ¡con el puñal en la mano!

– -Es-tres. Los demás: hay que saludar con buena cara al antipático recepcionista ¡no vaya

a ser que se ofenda y trate mal a tus visitas!; a la señora de la limpieza, para que cuide tu

despacho con un poco más de cariño; a la telefonista, para que te localice cuando tu

madre, tu marido, tus hijos o la asistenta te buscan desesperadamente.

– -Es-cuatro. Tener que trabajar, odiando el trabajo que realizas, el sitio, el jefe y los

demás... Sólo por dinero.

– -Es-cinco. No encuentro trabajo. Mira que busco y busco, pero las cosas están muy mal

y más para las mujeres. El mercado laboral está dirigido y copado por los hombres. Si estás

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casada en el primer embarazo peligra tu puesto laboral. Si eres inteligente lo viven como

una amenaza. Guapa y lista no se puede ser.

– -Es-seis. El marido, el ex marido, el ligue, el novio, qué te voy a decir aquí que no sepas

de carrerilla: son pesados, no hay quien los entienda (aunque ellos dicen lo mismo de

nosotras), siempre liados con lo suyo y sin hacernos ni puto caso. Les da lo mismo vernos

cansadas, tristes, malhumoradas, preocupadas... que ellos van a lo suyo. (Podría seguir y

hacer otro libro, pero creo que es mejor que lo hagas tú, te servirá de terapia y después,

¡eso sí!, rómpelo. Hay que aprender de ellos, nunca se deben dejar pistas en contra y

siempre hay que negar lo evidente.)

– -Es-siete. Los hijos. Si son pequeños son una gozada y un cansancio físico de narices:

cuando no duermen, lloran todo el santo día; unos no comen y otros se atiborran y, si no,

las dos cosas juntas. Si son mayores son guapísimos, pero díscolos y conflictivos. El cambio

generacional es como una competición ¡Y las madres a lo largo de toda la historia de la

humanidad siempre hemos tenido la culpa de todo! Hagamos lo que hagamos y no importa

cómo lo hagamos siempre nos equivocamos.

– -Es-ocho. Mi madre: sí, mamá; no, mamá; a veces, mamá; vendré pronto, mamá; soy

feliz, mamá; el niño ya no tiene fiebre, mamá; la niña ya no come porquerías y además la

he apuntado a hacer ballet para que ande como una señorita, mamá; mi marido es muy

bueno, mamá; qué pesada eres, mamá; ya sé que me estoy equivocando en algunas cosas,

mamá; quieres dejarme tranquila de una vez por todas, mamá. Sí, ya sé que debería haber

sido como tú, mamá, pero yo quiero ser yo, mamá.

– -Es-nueve. Mi padre. Mira que le quiero y de pequeña le adoraba y él ni darse cuenta,

siempre prendado de mi hermana, ¡como se le parece a él en todo! Ahora está delicado de

salud y mi hermana pasa de él; yo lo intento, pero me paso el día llamándole. Todavía no

he perdido la esperanza de que valore lo que hago por él y me quiera más que a ella.

– -Es-diez. Mi hermana. Si yo de pequeñita era simpática, divertida, graciosa y lista, ¿por

qué necesitaron mis padres una segunda hija? ¿Por qué no fui capaz de colmarlos? Todavía

no he encontrado la respuesta. Toda la vida ella ha sido la preferida y lo sigue siendo. Yo

siempre, el patito feo pareciéndome a la rama menos agraciada de la familia. Le he dicho

mil veces que no me pida prestada mi ropa, su olor es diferente al mío, lo único bueno

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que tengo y también intenta arrebatármelo. Y encima, critica a mi marido, ni que

estuviera casada con él. Anda que el suyo: ¡menudo cursi y cómo pasa de ella! Julia

siempre tan sabionda de las leyes y delicada para gustar a papá dejándome a mí el peor

lugar. Ha sido la niña mimada y siempre lo será. (Yo me he referido a mi hermana, pero

en tu caso puedes tener más y también hermanos. Lo que cuenta es el estrés que te

ocasionan.)

– -Es-once. El resto de la familia. «En las vacaciones no acertasteis en el destino y por eso

os ocurrieron tantas cosas.» ¿Quién podría decir esto? Los intrépidos cuñados. «Te han

timado con el coche nuevo. Si me lo hubieras consultado.» Ese, mi endiosado suegro. Su

mujer tampoco se quedaba corta: «Mi hijo, cada día más delgado. No me extraña,

comiendo lo que le das.» ¿Me falta alguien? Claro que sí. «Cada día estás más gorda, te

tienes que cuidar más y comer mejor. Hay gimnasios estupendos.» ¿Adivinas quién con

tanta sutileza podría lanzarte este mensaje? Apuesto a que ya lo sabes: las cuñadas, que

para eso están. La familia es encantadora y siempre está de lo más acertado en sus

comentarios y, por supuesto, dispuesta a ayudar en cualquier momento. ¿No te parece?

¡Feliz Navidad!

– -Es-doce. La hipoteca, las facturas, Hacienda, las multas, los extras, los seguros... El

problema dinero. La lotería que no toca nunca. Llegar a final de mes.

– -Es-trece. Los vecinos: desde el que le molesta el agua de la tubería cuando te duchas —

no te cuento el ruido de los niños—, hasta la vecinita coqueta y asqueada del marido que

piensa que el tuyo es una joya y se dedica a flirtear con él cada vez que se cruzan en el

ascensor o cuando decide cocinar y siempre, siempre le falta algo cuando tú no estás.

– -Es-catorce. La casa, la compra, la limpieza, la plancha, la comida, los regalos de los

cumpleaños, santos y demás fechas señaladas. ¿Quién lleva la mayor de las cargas con

respecto a esto? Contesta. Alguna seguro que ha tenido suerte en el reparto. ¿Qué me

dices, por ejemplo, cuando se estropea un electrodoméstico? La aventura telefónica para

conseguir quedar con el técnico es más complicada que encontrar la salida de un laberinto.

Finalmente acude un sábado y te cobra el extra de cliente VIP, evidentemente, es fin de

semana. ¿A ti quién te manda ser una mujer liberada y trabajar de lunes a viernes? El

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sábado y el domingo también curras, pero en tu casa y eso a quién le importa. Como no

sea a tus huesos.

– -Es-quince. Las amigas, que son nuestra mayor alegría y consuelo. Sin desmerecerlas:

son como los tampax, sirven para todo. ¿Qué harías sin amigas? Eso sí, siempre hay alguna

que no sabes por qué deja de serlo o se enfada y te lleva un gasto excesivo de energía

averiguarlo y solucionarlo.

– -Es-dieciséis. El taxista que te cobra el suplemento que le da la gana y sin explicaciones;

la carnicera que te ha dado una carne que no la puede masticar ni el perro (y a saber si la

vaca no estaría loca); la portera que te ha dejado de saludar porque no has tenido «un

detalle» en todos sus cumpleaños; la grúa que se te ha vuelto a llevar el coche; la señora de

la limpieza que te deja tirada cuando más compromisos y cenas tienes.

– -Es-diecisiete. Suena el despertador y además hay que levantarse. Siempre he pensado

que yo pondría este el primero, porque no puede ser bueno romper los ritmos biológicos

durante tantos años de tu vida. Esto sí que nos arruga. ¡No son los años ni los kilos! Es el

trabajo. Y si no te lo crees fíjate en Isabelita. Ella no creo que se levante antes de la once y

¡mira qué cara tiene! No altera sus ritmos biológicos y los ritmos biológicos no la alteran a

ella. Ha hecho un pacto con el tiempo. No seas mal pensada ¿Se te ha ocurrido que iba a

decir con el cirujano plástico o con el diablo? ¿A que sí?

– -Es-dieciocho. Las compras, me refiero a los trapos nuestros y de los demás ¡que

siempre compramos nosotras! Pensarás que esto no es ningún estrés. Tal vez no, pero

encontrar lo mejor al mejor precio no es fácil. Volver a casa con la sensación de haberlo

conseguido es estupendo pero tú sabes que muchas veces no es así: nos sentimos

engañadas, estafadas, compramos lo que necesitamos y lo que necesitaremos. Como dice

el novio de una amiga mía: «Las mujeres tienen los armarios llenos de nada y nunca tienen

nada que ponerse.» Y luego están esas compras que realizamos cuando estamos «depres»,

después nos arrepentimos y ¡a cambiarlo todo! Gastamos más de la cuenta y luego vienen

los remordimientos de conciencia y adivina qué más: ¡el estrés!

– -(Y la Navidad, ¡qué pesada soy!, pero es que, es que, es que... ¡No puedo con ella! Ya

sabes: época de compras por excelencia. Hay que comprarlo todo: comida, regalos —

adivinar el mejor, el más estupendo y el que más ilusión le va a hacer al agasajado ¡y sin

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salirse del presupuesto!—, los juguetes de los niños —pasearse con la carta, porque no

hay quien se aprenda el nombre de las maquinitas con las que juegan, y no te digo los

jueguecitos de las maquinitas—. Vamos de hipermercado en hipermercado, comparando

precios y cuando te decides ¡zas! algún conocido lo ha comprado más barato y, de nuevo,

la frustación y el estrés. Ah, y que no me olvide: los regalos del amigo fantasma —veinte

obsequios a 500 pesetas—, y Papá Noel y los Reyes Magos y ¡¿quién da más?! Después de

tanto esfuerzo no hay recompensa. Conoces el chiste que dice: ¿Cómo lo has pasado estas

Navidades: bien o en familia?)

– -Es-diecinueve. Otros males, que ojalá fueran menores. Si fumo me siento culpable. Si

no fumo, como, y me como a los demás. El café: si tomo me altera los nervios, y si no lo

tomo no hay quien me altere. El té: tres cuartos de lo mismo. ¿Qué tengo que hacer para

estresarme menos? Suerte de la coca-cola: que ahora existe sin cafeína y, por si no bastara,

¡light! Pero no hay quien se la beba. El caso es estresarse.

– -Es-veinte. Nosotras. Sí, nosotras. Nuestro interior y nuestro exterior. No hay peor

enemigo que uno mismo. Somos el mayor de todos los estreses. Porque, como decía mi

abuela: «Niña, la vida hay que vivirla y tomarla según viene; no hay que sufrir tanto.» Mi

abuela era sabia. Qué pena que ya no esté mi abuela.

Yo he encontrado estos es-veinte, y porque me he puesto un límite, pero en tu vida

busca y encuentra todas aquellas situaciones en las que a lo largo del día (como indica el

diccionario) te tengas que exigir algo más, adaptarte, remodelarte, pensar una cosa, sentir

otra y decir o hacer la que menos te vaya a distorsionar, alterar, angustiar, desequilibrar o

complicar la existencia. ¿Que cómo se sabe? Normalmente, hasta después de decirlo o

hacerlo y sentirnos mal, no lo sabemos.

¿Quién de nosotras no se exige un poco más o le exige a alguno de sus órganos que

acelere el rendimiento? A la cabeza para que piense, recuerde, memorice y aprenda; a las

piernas para que corran y ganen la maratón del día a día; al estómago para que digiera y

triture todos los alimentos rápidos y mal comidos y se atreva con las dietas milagrosas; a la

voluntad, que no sé dónde situarla, para que nos ayude en todo aquello que necesita

mucha fuerza de voluntad; al corazón para que no sufra tanto como tú y al alma para que

te entienda.

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Era un final de otoño, la caída de la hoja y un día gris ceniza, más bien cenizo para mí.

Hasta los diseñadores me habían descubierto y para no desentonar el color de moda de ese

año era el gris. Estaba espesa, triste y malhumorada. Salí del trabajo peor de lo que entré.

Una vez en la calle y con multitud de recaditos por hacer, no supe qué dirección debía

tomar. No me apetecía hacer nada. El dilema era si comprar un billete para la China y

desaparecer hasta que Paco Lobatón volviera con su Quién sabe dónde o quedarme aquí,

llorar y gritar a los cuatro vientos: «Todo esto es una mierda.» De optar por esto último:

¿me escucharía alguien? ¿O pensarían que estoy loca? Ante la posibilidad de acabar en el

psiquiátrico y dando explicaciones de no «sabía qué» al sabio de la bata blanca, decidí que

llamar a una buena amiga y comer con ella sería la mejor alternativa.

Ponernos de acuerdo se convirtió en toda una odisea. Los móviles, aunque ahora nos

parezca mentira, no existían y las cabinas: ¡todas rotas! Finalmente, encontré una y logré

localizar a Elena. Para colmo, las dos teníamos un día de decisiones fáciles y rápidas. No

sabíamos si queríamos comer o no, tampoco dónde hacerlo o no hacerlo y todo dependía

de que primero decidiéramos lo que queríamos. Media hora después (no te explico la cola

que se formó y la cara con la que me miraban), acordamos juntarnos en uno de esos

locales buenos, bonitos y baratos, donde comes o hablas o picoteas o tomas un café. Nos

sentamos, nos miramos a la cara y las dos pensamos lo mismo: ¿reímos o lloramos? Somos

un desastre y estamos muuuuy estresadas.

Acudió el camarero y pusimos a prueba su paciencia; muy propio de nosotras, ¿te

suena? El pobre tuvo que repetir varias veces lo que tenían para comer: caliente, frío,

hecho o por hacer. La bebida helada, templada o del tiempo; agua o un refresco; café,

cortado, con leche, descafeinado o desgraciado (léase, cortado con leche desnatada, café

descafeinado y, como mucho, sacarina). Nos decidimos por una clarita, «que esté

congelada, ¡sobre todo, no se olvide: congelada!», y un bocata «recién hecho, ¡y por

favor, no recalentado!», y nos arrepentimos, ¡claro!, tres segundos después, o sea, en

cuanto el pobre hombre se giró: «Oiga, oiga... espere, que hemos cambiado de idea,

mejor nos trae algo de picar. ¿Qué tiene?»

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Cuando por fin conseguimos pedir algo, mejor no te describo la cara del camarero,

nosotras a lo nuestro: ella intentó consolarme, aunque cada vez me daba más pena a mí

misma, hasta que a la tercera clarita congelada empezó a levantarse mi moral y vi con gran

claridad, que tenía que tomar cartas en el asunto.

Y ahora ¿qué? Era uno de esos pocos instantes en que te sientes totalmente

compenetrada con una amiga, en los que sabes que te puedes sincerar sin temor a herir o

ser herida. Hay ocasiones en que una amiga sabe más de ti que tú misma. (Seguro que te

ha pasado alguna vez.) Supongo que por ello se atrevió a decirme algo que se callaba desde

hacía tiempo. Ante mi insistente pregunta: «Elena, tú que me conoces tan bien, ¿qué es lo

que he hecho mal? ¿En qué debería cambiar mi vida?», se puso muy seria y me lo soltó:

«Tal vez te estás equivocando de planteamiento.»

«¿Qué quieres decir?», me alarmé.

«Que tal vez en vez de preguntarte en qué deberías cambiar tu vida, deberías

preguntarte si no eres tú la que debería cambiar y aprender a vivirla de otra manera.»

Me sorprendió. ¿Qué era exactamente lo que me estaba diciendo?

¡Era yo la que debía cambiar!

Era algo tan simple. De hecho, creo que ya lo había oído alguna vez, incluso muchas,

hasta puede que yo misma me lo hubiera dicho en más de una ocasión. Pero de repente me

sonó diferente. Sí. Tal vez era eso. Quizá tuviera razón. Pero ¿cómo podía cambiar y vivir

mi vida de otra manera?

• -Cómo podía levantarme cada mañana pensando «Hoy puede ser un gran día», aunque

mi intuición me dijera lo contrario.

• -Cómo quererme sin depender tanto de la aprobación y del amor de los demás.

• -Cómo vivir las situaciones con las que no podía, de una manera más tranquila, menos

alterada.

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• -Cómo, sin varita mágica y sin la nariz de la Embrujada, podía aceptar el carácter de mi

marido, mi padre, mi madre, mi jefe, mi hija y toda la larga lista de parientes que ya

conoces.

• -Cómo adaptarme en lugar de cambiar de trabajo o de jefe cuando no me gustan una y

otra vez, ni lo uno ni los otros.

• -Cómo llevarme bien con los vecinos que me odian, sin tener que mudarme de casa cada

dos por tres.

• -Cómo lograré que mis hijos (Mónica no iba a ser la única) valoren mi esfuerzo, cariño,

broncas y castigos en lugar de pensar: «Mamá está otra vez histérica, no hay quien la

aguante.»

• -Cómo quitarme de encima la alergia, las cefaleas y las amigadalitis de repetición sin

tanto corticoide.

• -Cómo aceptar mi cuerpo en lugar de pasarme el día pensando en cambiar algo: mis

pechos, mi nariz, mis pies, mis piernas, mi trasero o mi piel.

• -Cómo vivir siendo una superwoman, sintiéndome orgullosa de mí misma, en lugar de

estar deprimida y hecha un asco día sí y día no.

• -Por qué la vida me trata tan mal o yo me trato tan mal en la vida. ¿Qué es primero, el

huevo o la gallina?

• -Cuándo conseguiré saber quién soy de verdad y aceptarme, en lugar de intentar gustar a

los demás.

• -Por qué las cosas buenas son normales y las malas son verdaderos dramas.

• Cuándo seré de otra manera.

• Cuándo me tratará bien la vida.

• En qué momento conseguiré ser feliz. ¿Qué es la felicidad?

¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿En qué momento? Las preguntas eran casi las mismas

que había oído durante mi visita al hospital. Esta vez me las hacía yo y la respuesta siempre

era la misma: no sé o no entiendo nada.

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¿Qué  significa  ser  feliz?  Indudablemente,  darle  una  definición  universal  a  la  felicidad  no  es  fácil.  

De   hecho,   no   existe.   Es   lo   más   parecido   al   voto:   personal,   secreto   e   intransferible.   La   felicidad   es  

absolutamente  personal;   la  mayoría   de   veces,   un   secreto   que  no   consiguen  descifrar   ni   los   que   la  

perciben  o  la  creen  tener,  y  que  es  imposible  transferir  como  si  fuera  un  objeto.  Se  siente.  

La  felicidad  no  es  como  un  vestido  prêt  à  porter  sino  uno  de  alta  costura,  hecho  especialmente  

para  cada  una  de  nosotras,  pero  antes  de   ir  a  encargarlo  debes  conocer   tu  estilo,   tus  medidas,   tus  

colores  preferidos  y   tus   tejidos   favoritos;   sólo  de  esta   forma  no   te  quedarás   con  el  que   los  demás  

elijan  para  ti.  Tú  debes  encontrar  el   tuyo  a  tu  gusto,  diseñado  especialmente  para  ti.  Dicho  de  otra  

forma,  para  que  puedas  conseguir  tus  momentos  de  felicidad  debes  primero  saber  qué  es  lo  que  a  ti  

y  sólo  a  ti  te  hace  feliz,  y  para  eso  primero  debes  conocerte.    

Si   nuestra   existencia   funcionara   como   un   ordenador,   cuántas   veces   no   pulsaríamos   la   tecla  

Suprimir   y   ¡listo!   Todas   nuestras   incertidumbres,   esas   que   te   acabo   de   plantear,   habrían  

desaparecido.  Pero  no  nos  hagamos  ilusiones  y  volvamos  a  la  realidad.  

Nuestra vida es así por algo y debemos averiguar por qué.  

 

Es  responsabilidad  nuestra  y  no  se  nos  debe  escapar  de  las  manos  como  si  tal  cosa.  Estemos  en  

la  situación  que  estemos  —casadas,  solteras,  separadas,  viudas,  con  hijos,  sin  hijos,  con  trabajo,  sin  

trabajo,  con  amigas,  sin  amigas,  con  sexo,  sin  sexo,  con  dinero  o  menos  dinero,  etcétera—  creo  que  

tenemos,  debemos  y  queremos  plantearnos  otras  alternativas  más  allá  del  mero  quejido.

¿Qué podía hacer yo? ¿Qué otras posibilidades tenía aparte de seguir exactamente

igual, con todos mis dolores, que afortunadamente pocas veces se juntaban, y pensando:

«La vida es así»?

• -Podía irme a vivir a Groenlandia o a la selva africana, con lo que los estreses quedarían

reducidos a dos: primero, sobrevivir a la climatología y a la geología, aprender a cazar,

pescar y volar para poder comer, o sea pura supervivencia; y, segundo, rezar para que

nadie me encontrase. ¡Con lo difícil que es desaparecer! Si tengo que serte sincera se me

puso la piel de gallina. Ser la Jane de Tarzán, pero sin él y sin Chita no me hacía ninguna

gracia. Además, esta fantasía no dejaba de ser una huida de la realidad. (Aunque un lapsus

de «seis noches y siete días» con Harrison Ford no me habría importado.)

• -Podía empezar por arreglarme. ¡Cuando una está guapa, se siente mucho mejor! Me

operaría las orejas y podría hacerme moños ¡ya no parecería Dumbo! Y los pies también:

¡por fin llevaría sandalias!, que son muy sexys. ¿Y las caderas? Una liposucción, ¡que para

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eso avanza la ciencia! Ingresaría en una clínica de adelgazamiento y saldría como una

sílfide. Me compraría ropa nueva cada temporada para lucir mi figura y me maquillaría

muy bien cada día para tapar las ojeras de no dormir y la tristeza de no sé qué. Iría a la

peluquería para que me arreglaran muy bien el pelo, sin dejar que me lo tomaran. Y ya

restauradita sólo me quedaría quitarme el estrés. Mi sueño de parecerme a Sharon Stone

estaría muy cercano. (Puede que socialmente se asocie la idea de la belleza con la de la

felicidad, cuanto más guapa, esbelta, distinguida y sexy eres más feliz debes ser, pues se

supone que puedes conseguir casi todo gracias a la hermosura corporal. Basta

preguntárselo a cualquier belleza para darse cuenta de que no es verdad.)

• -Podía aprender a tomarme la vida con más calma. Acudiría dos días a la semana a

hacerme masajes tailandeses y baños turcos; una vez al mes a un balneario a leer y leer, y a

descansar y aburrirme como una ostra; las vacaciones las pasaría en un monasterio budista

(lo más cercano al cielo) a ver si así se me pegaba algo por aquello de «quien a buen árbol

se arrima buena sombra le cobija». Y nada de playa: que el sol te quema y luego a sufrir; la

sal pica, la arena molesta, el vecino es insoportable, el agua está contaminada y las

aglomeraciones te joroban las vacaciones. Pero seamos sinceras, al final esto lo haces dos

días y el tercero vuelves a ser la de siempre.

• -Podía cambiar de trabajo o buscar más y así matar dos pájaros de un tiro: tendría mucho

más dinero y no me quedaría tiempo libre para darle tanto al coco. Además queda muy

bien: «¡Qué chica tan trabajadora!»

• -Podía apuntarme a multitud de cursillos de esos que tanto me gustan y que siempre

dejaba para mejores momentos: de cocina, decoración, pintura, fotografía, restauración,

baile... Pero sabía que por mucho que bailara seguiría sintiéndome igual.

• -Podía cambiar de marido. Tal vez era Luis quien no me hacía feliz. Si él me entendiera.

¿Dónde deben de estar los príncipes azules? Puede que yo no sea una princesa y por eso no

lo he encontrado.

• -Podía buscarme un amante que me diera alguna satisfacción y muchos problemas, así no

pensaría en los míos. Tengo varias conocidas metidas en jaleos parecidos y realmente han

logrado que su día a día sea una constante aventura... Aunque, pensándolo bien,

demasiado peligrosa, como el juego de la ruleta rusa. No saben en qué momento se puede

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producir el disparo y saltar todo por los aires. Es como vivir en un cable de alta tensión.

Desde luego, chispas no les falta a su existencia.

• -Podía empezar a invertir en todos los juegos de azar: bingos, loterías varias, quinielas...

¡A mí lo que me faltaba era dinero! Si no tuviera que trabajar cada día, si pudiera viajar y

comprarme todo lo que quisiera gritaría: «¡Soy feliz!» Entonces, ¿por qué algún personaje

de esos que tienen mucho dinero, como Cristina Onassis en su día, no es feliz? ¿Son

imbéciles tal vez? ¿O a mí se me escapa algo?

Me imaginé: sin mis defectos físicos, con todos mis músculos relajados, maquillada

como una mona, cargada de millones, con un amante o un príncipe azul a mi lado, la

habitación empapelada de títulos y un inmenso silencio rodeándome. La respuesta era muy

dura, pero no podía seguir engañándome, no podía conseguir desde el exterior mi bienestar

interior: no, ni así sería feliz.

Elena tenía razón: era yo la que debía aprender a vivir con mis múltiples estreses y

para lograrlo tenía que cambiar. Mi abuela, ¿te he dicho que era muy sabia?, siempre

decía: «La cara es el espejo del alma.» Y bastaba con mirar la mía para darse cuenta de que mi

alma no estaba en paz. Ese era el hilo del que debía empezar a tirar.

Hacía un tiempo que Elena había comenzado una terapia para completar su formación

como psicóloga. Además de ampliar sus conocimientos le ayudaba personalmente a ella,

con lo cual estaba entusiasmada. Me animó para que yo hiciera lo mismo. De pequeña

habíamos sido compañeras de colegio. En la universidad, nos separamos: ella se dedicó al

coco, y yo, al cuerpo. Sin embargo, aunque pasáramos meses sin vernos, cuando nos

juntábamos siempre teníamos la sensación de que nos habíamos visto el día anterior. Su

opinión me era muy válida, porque me conocía desde hacía muchos años y había sido

testigo de la mayoría de acontecimientos importantes de mi vida... y de los que no

también. Siempre estaba ahí, siempre que la necesité llorando o riendo la tuve

escuchándome. Creo que nos queremos mucho y nos admiramos, a pesar de lo muy

diferentes que somos.

Decidí hacerle caso, no tenía nada que perder. Le pedí la tarjeta de su terapeuta. Sin

embargo, al llegar a mi casa, la dejé en mi mesilla de noche y me olvidé de ella durante

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unos días: en el fondo seguía pensando que debía ser fuerte y encontrar yo la solución.

«Pero la solución a qué», me descubría preguntándome. Si lo que tienes, Laura, son un

montón de interrogantes sin respuesta y del cielo no te van a caer.

No sabía si consultárselo o no a Luis; si tomaba la decisión yo sola y no se lo explicaba,

cuando se enterara, mi falta de confianza le iba a sentar fatal. Además, esto no era como ir

a una farmacia a comprar una caja de aspirinas, posiblemente el tratamiento duraría un

tiempo, así que opté por hablar con él aunque dudara de su reacción. En las épocas en que

me invadían los granos, me atacaban las cefaleas y me ponía de un humor de perros, me

convertía en la estupidez personificada... y seguro que, en esos momentos, Luis me

hubiera instalado a vivir en casa de la terapeuta y me hubiera vuelto a buscar unos años

después. En cambio, los días en que yo estaba bastante bien, haciendo doscientas cosas,

riendo y organizando muchas más, sus tiernas miradas me indicaban lo feliz que era y

acabábamos retozando como en nuestros primeros encuentros. Supongo que para él era

duro soportar mis altibajos, pero para mí vivirlos era cada día más difícil. Como siempre

en los momentos clave, recordé una de las frases típicas de mi padre: «A las cosas hay que

buscarles el sentido para poderlas entender.» Nunca antes me había percatado de la importancia

de esas palabras.

Una noche en que Luis llegó antes a casa y de especial buen humor, decidí explicarle

lo de la terapeuta durante la cena. Mientras le hablaba, se quedó pensativo, no dijo nada.

Preferí no achucharle. Cuando acabé de explicárselo, me callé a la espera de su respuesta.

Absoluto silencio. El segundo plato se me hizo eterno. A los postres, finalmente, me

preguntó:

—Pero ¿qué quieres?

—No lo sé... sentirme bien conmigo misma, supongo, además de solucionar lo de mis

granos.

—Pero ¿yo no te puedo ayudar? ¿Por qué tienes que buscar ayuda fuera de casa?

—Porque he estado pensando que, cuando lo intentas, acabamos con una gran trifulca

y cada uno en un lado de la casa. Yo siempre termino haciéndote daño y al final lo bueno

de nuestra relación se fastidiará y ni tú ni yo sabremos por qué, excepto que yo estaba cada

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día más neura. Me doy cuenta de que cada vez vivo las cosas peor y al final te las traspaso y

llegará un momento en que no podrás aguantarme.

—Es verdad que hay días, cada vez más, en que estás inaguantable... vamos que si te

hubiera comprado te devolvería. Pero ¿por qué no puedes estar siempre como en esos

momentos que tú y yo sabemos?

—No lo sé. Algo me sucede y no sé qué es. De repente soy otra a la que no puedo

controlar. A la que todo le molesta y por todo se ofende y no entiendo los motivos ni

tengo las soluciones... No sé, ¡es que no lo sé! Qué más quisiera yo que entenderme. Hay

veces que pienso que me estoy volviendo loca, y además está mi maldita alergia.

—Bueno, si tú lo crees, si piensas verdaderamente que un profesional te puede ayudar

a salir del pozo, pues adelante, pero ya has ido a un montón de colegas tuyos, ¿no? ¿A

quién vas a ir ahora?

—He estado hablando con Elena y me la ha recomendado ella. Me ha dicho que no me

darán medicamentos, pero que seguro que me irá muy bien.

—Entonces será una buena profesional. Elena lo es. No te recomendaría a cualquiera.

—¿Alguna vez te he dicho que te quiero mucho? —Me desmonté y empecé a llorar.

—Últimamente nunca. Siempre tienes «cara de sargento semana». —Me abrazó.

—Te quiero, cariño. Te agradezco que hayas intentado ayudarme y entenderme, y no

te sientas culpable. Es algo mío, sólo mío, de mi vida... Tú no tienes la culpa. Esto no ha

empezado ahora, es de antes de conocerte. Hace muchos años que voy trampeando el

temporal y empeoro cada día. No quiero que nos arrase. Tú, la niña y yo nos merecemos

una vida mejor. Quiero estar bien para poderos disfrutar más y haceros más felices.

He de admitirlo, los hombres siempre consiguen sorprenderme, supongo que eso es lo

mejor de estar con ellos. Cuando piensas que te van a comprender y a mimar y los esperas

con los brazos abiertos, te estrellas porque ellos no están por la labor; y cuando crees que

te van a soltar una bronca y no van a entender nada de lo que les dices, te los encuentras

de un amable que hasta te confunden. Luis había conseguido quedarse conmigo... y yo que

me esperaba la guerra y tenía toda la artillería preparada. ¡Qué mal me debía ver!

La psicoanalista me cayó muy bien, mejor dicho, me hizo sentir bien. La verdad es que

no me dio respuestas, pero me escuchó. No había medicamentos, ni flores, ni música, ni

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gimnasia relajante sólo palabras y silencios. Durante una larga temporada simplemente iba

porque me escuchaba de una manera distinta a como lo hace el resto de la gente y eso me

gustaba. No sabía muy bien en qué consistía el tratamiento, ni cómo funcionaba la

curación, pero alguien me escuchaba y no me juzgaba como la gente conocida: ni me daba

consejos como mi madre; ni me daba respuestas contundentes y tajantes como mi marido;

ni me consolaba como alguna de mis amigas; ni me dejaba de hablar como otras; ni me

atacaba como mi hermana, ni... Al contrario, me sentía en un lugar que sólo me

pertenecía a mí, no tenía que compartirlo con nadie. Podía hablar como una cotorra,

permanecer en silencio, llorar, gritar, quejarme, maldecir y después de todo eso, no sabía

todavía por qué, me sentía aliviada. Cuando quedaba con Elena le preguntaba cómo podía

estar segura de que aquello me iba a curar y ella sólo me respondía que tuviera paciencia:

«Estás en buenas manos y poco a poco empezarás a saber muchas cosas de ti misma y a

sentirte mucho mejor.» Yo confiaba en ella e hice bien: Elena no se equivocó.

Durante una larga temporada lo mantuve en secreto: ¡Madre de Dios, cualquiera se lo

decía a mi familia! Sólo pensarlo me daba vértigo: si hasta ese momento había sido sólo

rara, ahora imagínate qué pasaría a ser. Y qué sucedería si se enteraba mi suegra: ¡su hijito

del alma casado con una loca! Si he de serte sincera no sabía muy bien si por vergüenza,

miedo a los comentarios y risitas o pena por mí misma... el caso es que callé. Suerte que

tenía a Luis y a Elena y ellos me reconfortaban.

 

En   ocasiones,   tus   familiares,   sean   tus   padres   o   tu   pareja,   pueden   ofrecer   cierta   resistencia   si  

decides  pedir  ayuda  psicológica.  Lo  pueden  vivir  como  una  amenaza  a  vuestra  relación  o  como  una  

pérdida  de  intimidad,  incluso  temer  que  los  vayas  a  dejar  de  lado  y  ya  no  les  necesites.  

Al   principio,   suelen   preguntarte   de   qué   has   hablado,   en   busca   de   datos   que   confirmen   sus  

sospechas,  y  a  medida  que  avanza  el   tratamiento  pueden  reaccionar  de  diferentes  maneras:  desde  

tranquilizarse  al  observar  tu  mejoría,  con  lo  que  aceptan  e  integran  tu  decisión,  hasta,  en  los  casos  

más  difíciles,   que   aparezcan   los   celos,   porque  no   terminan  de   entender  por  qué   ellos  no  han   sido  

capaces   de   conseguir   ayudarte   a   pesar   de   su   cariño   y   de   apoyarte   en   los   malos   momentos.   En  

cualquier  caso  lo  mejor  es  hablar  y  comunicarles  lo  importante  que  es  para  ti  que  entiendan  que  no  

pretendes  ni  minusvalorarlos  ni  desplazarlos,  sino  que  intentas  comprender  parcelas  de  tu  vida  que  

te  permitan  sentirte  mejor  contigo  misma  y  mejorar  vuestras  relaciones.  

Además   de   esas   dificultades   tendrás   que   saber   pasar   de   lo   que   se   oye   en   la   calle   sobre   los  

psicólogos:  son  comecocos,  te  sacan  el  dinero,  no  recetan  ni  aspirinas,  no  te  dicen  lo  que  tienes  que  

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hacer  y  no  te  resuelven  nada...  Total,  una  pérdida  de  tiempo.  Y  es  que  no  queda  del  todo  bien  que  las  

migrañas,  las  alergias,  los  trastornos  menstruales,  los  dolores  de  estómago,  las  caídas  repetidas,  las  

contracturas   cervicales,   las   palpitaciones,   etcétera   (no   temas,   no   voy   a   reescribirte   la   lista),   en  

algunas  ocasiones  sean  por  problemas  del  alma;  queda  mucho  mejor  que  el  mejor  médico,  la  mejor  

clínica  y  el  mejor  medicamento  te  resuelvan  tu  enfermedad.  Pero  si  eso  no  sucede,  debes  hacer  caso  

de  tus  instintos  y  escuchar  tu  voz  interior.    

III

Mis primeros descubrimientos

Una mañana conseguí permiso en la consulta para solucionar un sinfín de asuntos

pendientes, de esos que vas acumulando, porque tu horario nunca te permite llegar a

tiempo. Conseguí despertar a la enana, vestirla rápidamente, darle de desayunar y

entregársela a su padre para que la llevara al parvulario. Y todo sin un grito. Fue el primer

logro de aquel día. La primera duda fue si coger el coche o utilizar el metro. Si debía

atravesar la ciudad de punta a punta y en varias direcciones, al final pasaría más rato bajo

tierra que sobre ella, así que resolví conducir.

Empecé por acercarme al hospital para recoger el resultado de unas pruebas de mi

padre. Como era cuestión de minutos, no me metí en un aparcamiento; lo dejé en una

esquinita donde no molestaba. La sorpresa no fue leer el resultado médico —todo bien,

por cierto—, sino ver cómo la grúa arrastraba mi coche. Corrí para que me lo devolvieran

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y los de dentro, ciegos, sordos y mudos. Lo único que ven son los vehículos, a las personas

creo que no nos tienen integradas en su esquema mental. Ni se inmutaron: como si no

fuera con ellos, no sé si no me entendían, no me escuchaban o les importaba un comino la

jugarreta que me estaban haciendo. Delante de mis narices se llevaron mi auto. Pataleé,

grité y me alteré, para nada. Tuve que coger un taxi y seguirlos como si persiguiera a un

enamorado que me acabara de abandonar. Deseé ser más grande y más fuerte que ellos

para poderles pegar, deseé ser una rata para morderles, deseé no vivir en la civilización

para insultarles y decirles todas las palabrotas que nos prohíben de niños.

Cuando llegamos al depósito mi rabia e impotencia eran tan grandes que mi educación

no pudo controlarlas. Mi rictus no fue precisamente de agradecimiento. Y además tenía

que pagar la multa, el viajecito de mi coche colgado de la grúa y, por descontado, el taxi.

¡Casi nada!

Me habían destrozado la mañana, el bolsillo y el buen humor. Pero debía ser una

buena ciudadana, comportarme correctamente y darles la razón. Esa es nuestra cultura y

así son nuestras normas sociales. Resueltos los dos primeros problemas del día, conseguí

calmarme, o eso creí, para continuar con lo que me quedaba por hacer.

El siguiente destino era el banco, donde te pagan y cobran lo que les da la gana, y si no

te quejas te lo cobran todo: las tarjetas, los pluses, los extras y los intereses por cualquier

operación. Si protestas, te tratan con tanta amabilidad que no llegas a saber si se han

equivocado ellos o tú eres la impertinente y ruin por reclamar minucias. Al final resulta

que por pedir lo que crees que es tuyo ¡te vuelves a sentir mal!

Continué por el mercado y aquí terminó de colmarse el vaso. Desde la dependienta

que no tiene ni idea y que para mover una mano le pide permiso a la otra mientras la cola

va haciéndose cada vez más larga, hasta las señoras que exigen probar el embutido para ver

si está en su punto, que lo piden de 50 en 50 gramos, hacen que cada 10 se los corten de

una manera diferente, se los coloquen en recipientes que traen de su casa, y aprovechan

ese tiempo para hacer terapia con la tendera y contarle su última pelea con el marido, la

separación de su hijo, la muerte de la abuela o su intervención de prótesis de cadera para

la cual estuvo tres años esperando. En la siguiente parada, me despisté porque no había

casi nadie y no cogí el número rojo, si me descuido me paso el resto del día allí. Se me

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iban colando y colando, y cuando me quejé hasta la tendera se puso en mi contra. ¡Si no

coges el numerito no te ven, te conviertes en transparente! Acabaron desesperándome.

Me hubiera gustado decirle a la dependienta que «todo se tiene que aprender»; a la señora,

que el mercado es para comprar no para contar sus penas, y que los numeritos rojos son

para organizar un grupo de gente pero no cuatro personas. ¡Tampoco hay que pasarse!

Pero me callé.

Llegué a casa agotada y de malhumor. Me sentía descompuesta, la cabeza me estallaba

y tenía ganas de llorar, patalear y chillar. ¿Por qué las pequeñas cosas son a veces tan

complicadas?

El portero me dio el siguiente sobresalto: «Ha llegado una carta certificada.» Hacienda

me avisaba de que me había hecho una declaración paralela de la última que había

presentado. ¿Qué había hecho yo para merecerme todo esto?

Entré en casa, solté el bolso, el abrigo y caí derrumbada en una silla de la cocina con la

mirada perdida... No quería ni podía ver nada. Después de un tiempo, no sé si fueron

unos segundos o varios minutos, reaccioné y como era la hora de comer, intenté hacerlo,

abrí y cerré la nevera una y otra vez sin saber realmente lo que buscaba. Me sentía

completamente descolocada, desbordada por los sencillos recaditos y abatida, como si

acabara de aterrizar de la guerra del Vietnam y no supiera qué hacer en mi nuevo destino.

La cabeza me torturaba a martillazos.

Esa misma tarde, en la consulta de Lucía, mi terapeuta, vomité todo el odio que había

sentido por la mañana. A medida que ella escuchaba mis palabras, yo también empecé a

hacerlo. Menuda sorpresa me llevé. Horas antes sólo había sido capaz de pensarlas, pero

en vez de explotar me había quedado muda y la que finalmente estalló fue mi cabeza con

una insoportable migraña. Ahora, de repente, salía por mi boca todo aquello y no eran

precisamente lindeces; me asustaba escucharme. ¿Cómo había sido capaz de odiar de esa

manera? ¡Con lo buena y simpática que era yo! Cada vez que pronunciaba una palabra que

delataba mi furia o maldad, la terapeuta me la remarcaba para que me diera cuenta de que

aquella también era yo. Toda la vida intentando ser agradable, correcta y educada y en un

momento podía desbordarme una rabia que anulaba todos mis anteriores y estupendos

propósitos.

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¡Yo tenía dos caras!: una buena y una mala.

Menudo hallazgo. No era precisamente halagador. No sé si me puse roja o me quedé

blanca, pero noté un calor que me agobiaba. Vaya bochorno, por unos instantes me sentí

ridícula y malvada. Si no me hubiera escuchado, no creería lo que había sido capaz de

decir. Me volví a quedar muda. ¿Qué pensaría ahora Lucía de mí? Yo quería caerle bien.

No era capaz de articular palabra alguna en voz alta, bastante tenía con hilvanar mis

reflexiones. Debía encontrar rápidamente una justificación a las barbaridades que había

dicho para volver a sentirme mínimamente en paz. Pero repasé toda la mañana y volvió a

invadirme la furia. «Está claro que encima de todo lo que me habían hecho, no les iba a dar

las gracias», solté. Respiré aliviada. Oí una voz que decía: «Continuaremos el próximo

día.»

Bruja  y  hada,  todas  tenemos  dos  papeles  aun  siendo  un  solo  personaje.  ¿Cuántas  veces  no  nos  

asaltan  pensamientos  de  enviar  a  alguien  a  «freír  monas»;  mandar  a  los  niños  al  exilio;  cambiarle  la  

cerradura  al  marido;  borrar  del  mapa  al  ex;  ligarte  o  envenenar  al  jefe,  dependiendo  del  momento;  

enmudecer  a  alguna  compañera  de  por  vida;  engañar  a  Hacienda;  no  pagar   las  multas;  patear  a   la  

vecina;  colgarle  el  teléfono  a  tu  madre;  cambiar  de  suegra;  insultar  a  tus  hermanos  y  llorar  de  rabia  e  

impotencia   después?   Sin   embargo,   hemos   sido   educadas   por   unos   padres   como   deben   ser   y   en  

buenos  colegios,  con  normas  bien  limitadas,  para  quedar  bien  y  ser  corteses,  comedidas,  respetuosas  

y   hasta   razonables   en   los   peores   casos,   aunque   sólo   sea   para   demostrar   nuestra   inteligencia   y  

superioridad.  

Cada  una  de  nosotras  somos  muchas  dos  a  la  vez:  una  por  fuera  y  otra  por  dentro;  una,  la  que  

desea  y  otra,  la  que  frena  o  acelera  los  deseos;  una,  la  que  quiere  hacer  lo  prohibido  y  otra,  la  voz  de  

la  conciencia  que  le  recuerda  lo  que  sólo  está  permitido;  una  la  que  piensa  y  otra  la  que  hace;  una  la  

que  sufre  y  otra  la  que  goza;  una  la  que  quiere  ser  buena  y  otra,  la  que  muchas  veces  es  mala  aun  sin  

querer;  una   la  que  ama  y  otra   la  que  odia;  una  muy  simpática  y   la  otra,   la  antipatía  personificada;  

una,   la   generosa   y   espléndida   con   ella   y   otra,   la   tacañona   con   los   demás   (o   viceversa);   una,   la  

perfecta  y  otra,  la  que  no  soporta  las  virtudes  de  los  otros;  una,  la  permisiva  y  otra,  la  intransigente...  

y  así  sucesivamente.    

¿Se  entiende  ahora  mejor  que  somos  dos:  la  buena  y  la  mala?  Y  además  estamos  casi  siempre  en  

contradicción  con  nosotras  mismas.    

 

Esta es nuestra eterna batalla:

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pensar una cosa y, a veces (o la mayoría), hacer o decir otra.  

 

Por   nuestro   bien,   esas   partes   nuestras,   buena   y  mala,   tienen   que   reconocerse   y   encontrar   el  

equilibrio  para  que  puedan  vivir  en  paz.  Debemos  saber  que  existen,  que  forman  parte  de  nosotras.  

Negar   la  existencia  de   la  mala  no  nos  conducirá  a  conocernos  mejor,   sino  a  esconder  algo  nuestro  

con  lo  que  debemos  aprender  a  convivir  (para  que  no  nos  juegue  malas  pasadas).    

El   pensamiento   es   lo   único   completamente   libre,   en   lo   que   nada   ni   nadie   puede   entrar,   es  

absolutamente  nuestro.  Podemos  pensar  cualquier  barbaridad,  estupidez,   impertinencia,  guarrada,  

fechoría,  idiotez,  cosa  absurda,  genialidad,  maldad,  grosería,  crueldad  o  bondad.  ¡Lo  que  queramos!  

Nadie  nunca  lo  sabrá.  

 

Quien sí lo ha de saber eres tú.

Y has de permitírtelo.  

 

Sólo   faltaría   que   tú  misma   te   engañaras.   Es   nuestro   interior,   lo  más   íntimo,   lo   único   que   nos  

pertenece  totalmente,  y  por  suerte  no  somos  transparentes.  

Seguro  que  te  haces  una  idea  de  cómo  este  carrusel  de  emociones,  pensamientos,  sentimientos  y  

hechos  puede  repercutir  en  nuestro  cuerpo  y  en  nuestra  mente.

Caminante no hay camino se hace camino al andar.

ANTONIO MACHADO

Algo andaba mal, era evidente que yo no sabía ni cómo andaba. De hecho, apenas

sabía andar. Pero quería aprender. Poco a poco, empecé a entender que parte de mis

sufrimientos y mis males se debían a que yo estaba la mayor parte del tiempo en lucha

conmigo misma.

• -Mis ambivalencias. Era un infierno tomar decisiones. Decidiera lo que decidiera siempre

acababa sintiéndome mal por no haber hecho lo contrario. Desde un cambio de trabajo,

hasta comprarme un vestido se convertía en una pesadilla, que duraba días y días.

• -Mis inseguridades. Siempre todo en duda. ¿Qué me sucederá si hago tal cosa? ¿Y si no la

hago? El temor de hacerlo todo mal siempre me acompañaba y así ¡no se puede vivir! La

inseguridad me provocaba desconfianza en mí misma.

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• -Mis agresividades, que trataba de enmascarar y maquillar continuamente para que mi

papel de buena no se pusiera en tela de juicio. Podía llegar a decir cosas insolentes con una

palabra de cariño detrás para adornar mi atrevimiento, o envolver mi orgullo y

superioridad con una voz de niñita y carita de siete años que impedía que me devolvieran

la agresividad que desataba en los otros.

• -Mis miedos, de los que no era ni consciente (mi educación no me había permitido

tenerlos). No queda nada bien decir que no esquías porque tienes pánico a bajar por una

montaña blanca, rozando el cielo azul. ¿Y si acabas en el cielo? Simplemente no esquiaba,

pero ¿yo, miedo?, ¡qué va! Y si no los tenía: ¿cómo iba a aprender a vivir con ellos o a

solucionarlos? Cuántos miedos enmascaramos, permitiéndoles que se adueñen de nuestro

destino.

• -Mis pensamientos, que ya te he explicado algunas veces no eran tan encantadores como

mi otro yo hubiera deseado.

• -Mis envidias, unas sanas y otras no tanto. Cuando miras a otra mujer y piensas: ¿Qué

tendrá ella que yo no tenga? Entonces, puedes hacer dos cosas: admirarla, entenderla e

intentar descubrir su secreto o admirarla y envidiarla sin poder entender por qué ella ha

sido capaz de conseguir algo que tú todavía no has logrado. Ya lo decía mi abuela: «Niña,

la envidia y los celos no son buenos consejeros.»

• -Mis odios y rencores (aunque hay un mandamiento que los prohíbe) estaban también

ahí. ¿Acaso no había odiado a los de la grúa, a los del banco y a las del mercado? Cuando

no le tocaba a Luis, a mi hermana Julia, a mi madre o a quien fuera.

• -Mis culpabilidades. Por ser una mala hija, una mala esposa, una mala madre, una mala

amiga, una mala hermana... Para no sentirme culpable inconscientemente les obedecía, no

les contradecía o me mostraba demasiado permisiva, porque si no acababa peleándome

con todos y sintiéndome muy mala.

Todas   llevamos  dentro  una  niña  a   la  que  tenemos  que  recuperar.  Es   indispensable  para  poder  

entender  a   la  mujer  que  somos  ahora.  Intenta  recordarla.  ¿Qué  es  lo  primero  que  te  ha  venido  a   la  

mente?  Continúa  leyendo  y  luego  piensa  en  ello.  

En  nuestra  infancia,  cada  una  de  nosotras,  ante  una  orden,  contradicción  o  negativa  de  nuestros  

padres,  adoptamos  diferentes  maneras  de  castigarlos  a  ellos  o,  a  veces,  a  nosotras  mismas.  

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¿Y  cómo  se  puede  castigar  a  unos  padres?  Es  probable  que  cada  una  de  nosotras  encontrara  la  

forma   de   hacer   lo   que   menos   les   gustaba   y   más   odiaban   o   criticaban   en   otros   niños.   Algunas  

dejábamos   de   hablar   o   tartamudeábamos;   otras   llorábamos   y   gritábamos   sin   parar;   otras   nos  

sentábamos  en  una  esquina  y  como  si  no  existiéramos;  otras  nos  tirábamos  al  suelo  y  montábamos  

pataletas;  otras  nos  encerrábamos  y  no  queríamos  salir  de  nuestro  escondite;  otras  no  aprendíamos  

en   el   colegio;   otras   no   comíamos   o   comíamos   en   exceso;   otras   teníamos   mil   miedos   y   no  

soportábamos   alejarnos   de  mamá   o   papá;   otras   tirábamos   todo   lo   que   encontrábamos   a   nuestro  

paso   (juguetes,   jarrones...);   otras   éramos   y   seguimos   siendo  unas   testarudas   de   cuidado;   otras   no  

nos  relacionábamos  ni  jugábamos  con  nadie;  otras  nos  pasamos  la  infancia  enfermando  con  todas  las  

itis  que  encontrábamos  a  nuestro  paso  (amigdalitis,  otitis,  faringitis...)  y  un  largo  etcétera.    

Pero   también   las   había   modélicas,   que   en   lugar   de   rebelarse   tan   directa   y   agresivamente   lo  

hacían  más  discreta,  inconsciente  y  sibilinamente.  Posiblemente  fueran  las  hijas  perfectas,  educadas,  

estudiosas,  amables,  alegres  y  correctas  para  orgullo  de  sus  padres.  Pero  ¿no  es  esa  otra   forma  de  

castigo  y  de  autoexigencia?  Porque  ¿qué  niña  en  un  momento  u  otro  no  le  gusta  desobedecer  y  hacer  

a  su  antojo?  Aceptar  continuamente  las  órdenes  y  deseos  de  los  padres,  exige  un  sometimiento  que  

podríamos  considerar  casi  como  un  castigo  que  ella  misma  se  impone.  

Párate  a  pensar  un  poco.  ¿Qué  sentías  cuando  sacabas  de  sus  casillas  a  tus  padres?  Contenta  y  

culpable   a   la   vez.   Sí,   así   de   complicado   es   nuestro   funcionamiento.   Ante   una   negativa   paterna   o  

materna,   la   rabia,   la   ira,   el   odio   y   la   agresividad,   en   fin   «la  mala   leche»,   hacen   su   aparición.   Si   la  

sacamos,   los   castigamos   a   ellos,   y   a   su   vez   nos   ganamos   un   castigo.   Después   vienen   los  

remordimientos   de  mala   hija   y   nos   sentimos   tremendamente   culpables.   Acto   seguido,   intentamos  

ser  buenísimas  para  compensar  nuestro  malestar  interior,  o  sea  la  angustia,  y  que  nos  perdonen.    

Parece  una  contradicción  y  es  una  contradicción,  pero  ¿no  se  ha  dicho  siempre  que  el  amor  y  el  

odio  son  las  dos  caras  de  la  misma  moneda?  Pegaditos,  pegaditos.  

Naturalmente   esos   arrebatos   infantiles   se   quedan   en   la   niñez,   pero   sigue   pensando   conmigo:  

¿cuántos  de  tus  comportamientos  actuales  no  tienen  algo  o  mucho  que  ver  con  aquellos  que  tuviste  

siendo  una  enana?  No  te  corresponde  como  adulta  que  ante  una  orden  de  tu  jefe,  un  capricho  que  no  

puedes  conseguir  o  una  conversación  en  la  cual  no  eres  la  más  importante,  te  tires  al  suelo  y  montes  

una  pataleta.  Pero  ¿acaso  no  son  lo  mismo  los  pensamientos,  los  gestos,  las  miradas  o  los  gritos  que  

algunas  veces  le  tiras  a  tu  jefe  o  a  tu  novio  o  a  tu  marido  o  a  tus  hijos  o  a  tus  padres  o  a  tus...?  

En   estas   ocasiones   no   son   nuestros   padres   quienes   nos   pueden   castigar.   Son   otras   personas  

quienes  lo  pueden  hacer.  Estos  castigos  no  son  la  bofetada  de  la  infancia,  ahora  la  bofetada  puede  ser  

un  cambio  a  peor  de  tu  puesto  de  trabajo,  o  el  abandono  de  una  amiga,  o  la  guerra  de  San  Quintín  con  

tu  marido,  o  perder  a  tu  novio  o  tu  castigo  particular  contigo  misma:  la  cefalea,  el  dolor  de  estómago,  

la  ansiedad,  la  taquicardia...  

Y   puede   ocurrir   que   no   sea   así,   y   que   seas   buenísima   con   todos   ellos,   porque   de   pequeña   tú  

fuiste  la  buena  y  la  obediente  de  la  familia,  la  niña  modelo,  lo  cual  no  impide  que  tus  pensamientos  te  

traicionen  y  ante  lo  insoportable  que  se  te  hace  ser  mala  o  portarte  mal,  te  castigues  tú  misma.  Este  

era  en  parte  mi  caso,  o  sea,  el  de  Laura.  Los  castigos  no  siempre  vienen  de  los  demás  o  del  exterior,  

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somos  nosotras  mismas  las  que  inconscientemente  nos  los  proporcionamos  entrando  en  disparidad,  

en  contrariedad,  en  conflicto  y  sufriendo.  Es  nuestra  guerra  interior.  

¿Te  acuerdas  de  la  comida  de  Navidad?  Laura  quería  ser  la  más  guapa,  la  más  simpática,  la  más  

estupenda,  la  más  inteligente,  la  más  bondadosa,  la  más  generosa...   ¡La  mejor!  Pero  ¿quién  es  así  al  

ciento  por  ciento?  Y  menos  cuando  no  recibes  lo  que  esperas  a  cambio  de  tanta  bondad.  Al  final  ya  

sabes  lo  que  pasó:  ella  los  hubiera  echado  a  todos  diciéndoles  que  eran  unos  cretinos  desagradecidos  

pero  su  buena  educación  sólo  le  permitió  enmudecer...  y  enfermar.    

 

Cuando acudí a la siguiente sesión de terapia, yo ya daba por zanjado el tema de los

altercados. Tenía claro que no daban para más. Son cosas que suceden habitualmente y,

como dicen los hombres, no hay que darles tantas vueltas. La conclusión era evidente: yo

tenía razón, ¡pobre de mí!, menuda mañana me habían dado.

Durante un instante de silencio, no sabía por dónde empezar, Lucía me preguntó:

—¿Crees que existe alguna relación entre lo que sentiste durante la comida de

Navidad y lo que sentiste el último día?

Me quedé en blanco y pensé: «¿A qué viene ahora recordar aquella comida?» Pero

rebobiné hasta aquella inolvidable fiesta en busca de todas las sensaciones. Sin apenas buscar

las palabras, me encontré diciendo:

—Me sentí atacada.

—Atacada —repitió.

—Sí, como si todos estuvieran en mi contra, como si se unieran para fastidiarme. Y la

otra mañana igual, es como si todas esas personas hubieran planeado atacarme y hacerme

sentir fatal. —Reflexioné unos minutos y seguí—: Yo no creo que los demás siempre

quieran hacerme sentir mal, pero en la mayoría de las ocasiones lo consiguen, yo soy muy

sensible y por eso lo vivo tan mal.

—¿Qué significa para ti la palabra atacada?

—No entiendo. ¿Qué quieres decir?

No contestó. Me sentí incómoda y un poco tonta. No sabía qué responder. Al final,

me oí diciendo:

—Pues ata, de atar y atada. Sí, así precisamente, como si me ataran y tuviera que

defenderme. Claro luego mi hermana me dice que siempre estoy a la defensiva. No es

verdad, son los demás que me juegan malas pasadas.

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—Defensa. ¿Qué se te ocurre con esa palabra?

—Pues las defensas, defender en la guerra, yo me defiendo y...

Me cortó:

—Seguiremos hablando de ello en nuestra próxima cita.

Me pasé varias horas ensimismada: seguro que ella sabía algo que yo no conseguía

averiguar. Justo va y se acaba el tiempo en ese momento. Qué inoportuna, podría haber

prolongado un poco la sesión. Al fin y al cabo voy para que me ayude, yo sola no lo voy a

conseguir, si no me quedaría en mi casa y listo. ¿Por qué lo habrá hecho? A lo mejor el día

anterior dije tantas palabrotas y con tanto odio, que ahora está enfadada conmigo. ¡Como

todo el mundo! No sé por qué siempre acaban todos en mi contra. ¡Si no les hago nada!

Es   lógico  tener  sentimientos  contradictorios  durante  una  terapia.  Unos  días  yo  salía  aliviada  y  

encantada,  pues  los  descubrimientos  acerca  de  mis  sentimientos  y  sensaciones  sobre  las  cosas  más  

cotidianas   siempre  me   dejaban   estupefacta   y  me   preguntaba:   ¿cómo   es   posible   que   antes   no  me  

diera   cuenta?   Otros   días   la   sensación   era   muy   distinta   y   me   volvían   a   asaltar   mentalmente   los  

razonamientos   de   los   demás:   los   psicólogos   te   comen   el   coco,   te   sacan   el   dinero   y   no   te   curan...  

Entonces  yo  intentaba  sentir,  sólo  sentir  y  de  repente  algo  me  decía  que  debía  seguir.  

Ahora  que  soy  terapeuta  sé  que  lo  que  hizo  Lucía,  es  decir,  acortar  la  sesión,  era  lógico.  Estas  no  

siempre   se   acaban   coincidiendo   con   el   tiempo  pactado,   sino   que   se   cortan   o   no   en   función  de   las  

palabras   o   el   silencio   del   momento,   para   conseguir   que   tenga   un   determinado   efecto   en   el  

inconsciente  y  se  pueda  continuar  tirando  del  hilo  en  la  próxima  cita.  El  objetivo  es  que  durante  el  

tiempo   que   pasa   entre   sesión   y   sesión   nuestra   mente   consiga   reaccionar,   retroceder   y   recordar,  

permitiendo   que   afloren   sentimientos   y   pensamientos   reprimidos,   o   que   se   bloquee   y   olvide   lo  

comentado.  Suceda  lo  que  suceda,  todo  es  importante  para  avanzar.  

Las   sensaciones   que   tuve   al   salir   de   la   consulta   no   tienen   por   qué   parecerse   a   las   de   otra  

persona.  Cada  terapia  es  absolutamente   individual  y  cada  uno  de   los  actos  o  pensamientos  de  una  

persona   la   definen   a   ella   y   sólo   a   ella.   El   terapeuta   está   para   ayudarle   a   descubrir   todo   eso   y   sus  

significados.  En  mi  caso,  mis  pensamientos  definían  mi  forma  de  ir  por  la  vida:  «Ella  no  me  quiere,  no  

me  ayuda,  está  en  contra  mía.»  Se  tratara  de  quien  se  tratara  automáticamente  fantaseaba  con  que  

todo  el  mundo  estaba  en  mi  contra  y  me  ponía  a  la  defensiva.  Es  decir,  esos  eran  parte  de  mis  miedos  

y   mis   fantasmas.   Ahora   los   estaba   proyectando   en   la   nueva   persona   que   había   entrado   en   mi  

película:  Lucía.    

Los días siguientes fueron una constante sucesión de imágenes de ocasiones en las que

me había sentido atacada. Recuerdo perfectamente el momento en que me di cuenta de

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que una de mis formas de defenderme era enmudecer. Era por la tarde, observaba a

Mónica mientras jugaba con su muñeco favorito. Le prodigaba afectos. Cuando, de

repente, al no poder calzarle empezó a reñirle en su media lengua. Había pasado del amor

al odio en fracción de segundos, porque se sentía impotente. Y entonces me vi a mí misma

de pequeña. Yo jamás hice algo así. Yo era todo lo contrario, era incapaz de liberar mi ira,

igual que no lo puedo hacer ahora. Y, una vez más, recordé la dichosa comida de Navidad,

lo mal que me sentí y lo callada que me quedé.

Feliz por mi pequeño gran hallazgo, volví a la realidad: «Vendrá Luis, la niña sin bañar

y la cena sin preparar, yo en la luna de Valencia y discusión al canto. Más vale que me

espabile. Mónica es un encanto, la dejo en la bañera que juegue un ratito y, por una vez,

prepararé algo diferente. Pero con lo desastre que soy, ¿le gustará a Luis? Sí, él en eso es

como mi padre, nunca se queja.» Me puse manos a la obra y, supongo que porque estaba

contenta, me sentí capaz de improvisar algo. Hasta me puse un delantal.

—¡Hola, cariño! He llegado. Mmm, qué bien huele. ¿Dónde estás? ¿Me oyes? ¿Qué

hace la niña sola en la bañera?

—Sólo era un segundo, te lo aseguro, ¡sólo un segundo!

—¡Ah! Estás cocinando. ¿Tú cocinando? Y con delantal. ¿Quién viene a cenar?

—Por favor ayúdame, ayúdame... La niña: hay que sacarla del agua, vestirla y darle su

sopa. Yo estoy haciendo malabarismos, no sé si conseguiremos cenar.

—Segurísimo, con el olor que hay en toda la casa... No sé qué estás preparando, pero

hoy te saldrá buenísimo. Puedo preguntar siiiiin que te ofendas a qué se debe que hayas

decidido encender el fuego y preparar algo calentito. ¿Se han acabado las latas?

—Ves cómo tú tampoco confías en mí, intento sorprenderte y...

—Y vaya si me has sorprendido, por una noche no cenaremos ensalada de atún y

fruta.

—¿Qué pasa, que no te gusta?

—No he dicho eso.

—Nooo, ¡qué va! ¿Pues sabes lo que te digo? Que hagas tú algo mejor.

—Laura, yo llego cansado y me como lo que sea, pero broncas no, ¡por favor!

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—Dices que estás harto, que soy un desastre y siempre comemos lo mismo, pero es

sanísimo. Algún día me lo agradecerás.

—No saques las cosas de contexto, he empezado por decir que olía de maravilla.

—Claro y guaseándote por encontrarme cocinando, ¿o ahora me vas a decir que no?

¿Por qué siempre me atacas?

—Mira, no estoy atacándote, estoy de tu parte y me comeré lo que me pongas.

Siempre lo he hecho, ¿no?, y siempre te defiendo cuando los demás se mofan y dicen que

tu enemistad con las sartenes no tiene arreglo.

Me quedé en silencio y regresé mentalmente a la última sesión y a todas las reflexiones

de esa misma tarde. Luis siempre había estado de mi lado: ¿por qué a la mínima le acusaba

de burlarse de mí o atacarme? ¡Y reaccioné!:

—Tienes razón Luis, tienes toda la razón.

Se me acercó y me tocó la frente:

—¿Tienes fiebre?

—Yo, ¿por qué?

—Porque nunca antes me habías dado la razón tan fácilmente.

—No, antes no veía algunas cosas que ahora empiezo a ver de otra manera.

Me sentía feliz, Luis había agradecido tanto que no me comportara como en otras

ocasiones; se lo leí en los ojos. Yo continuaba sin entender el mecanismo, pero los

resultados me empezaban a parecer fascinantes. Para explicarte la sensación que tuve en

ese momento, recuperaré un párrafo de una carta que le escribí a un amigo: «Es como si

todos estos años hubiera llevado unos cristales oscuros que me dificultaran ver. Ahora, no

sé por qué, empiezan a aclararse, y veo más nítido, y aunque te parezca absurdo, siendo

las mismas, las cosas se ven diferentes.»

Fíjate   en   lo   ocurrido.   Yo,   Laura,   consigo   reconocer   conscientemente   mis   reacciones  

incontroladas   y,   por   tanto,   en   ese   momento   puedo   detenerme   y   darle   la   vuelta   o   cortar   la  

conversación.   Identificar   esos   sentimientos   que   tanto   daño   pueden   hacernos   comporta   muchos  

beneficios  y  evita  muchas  guerras.    

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En  el  momento  en  que  no  quedo  atrapada  por  la  sensación  «todos  están  en  mi  contra»  no  tengo  

que   seguir   defendiéndome.   Fin   de   la   discusión.   Hace   apenas   unos   días,   la   cena   hubiera   quedado  

completamente  quemada  pero  no  por  el  fuego,  sino  por  la  bronca  de  los  protagonistas.    

 

—El otro día cuando me marché de aquí, pensé que no me habías querido ayudar a

descifrar la palabra defensa y por eso habías dado por concluida la sesión. Después sentí que

tú, como todos los demás, estabas en mi contra. Pero ahora creo que estoy un poco

equivocada.

—¿Se te ha ocurrido algo sobre la palabra defensa?

—Pues... pensé y pensé y creo que me quedo muda cuando me empiezo a agobiar.

Recordé la comida de Navidad. Me sentí, tan pequeñita, tan descolocada, tan fuera de

lugar, tan atacada, que me quedé muda. Con tanta alergia con que lo preparé todo. ¡Ay,

qué lapsus!, quería decir alegría. No le contesté ni a mi madre, y mira que se pasó un rato

largo. Y después de todo aquello empezó la alergia y los granos y, según el médico, mis

defensas estaban alteradas.

—¿En qué se parecen las palabras alergia y alegría?

Me sentía imbécil, como si no acertara a decir lo correcto. Me sentía otra vez

pequeñita. Lucía me bajó de la nube:

—¿Por dónde vas?

—No entiendo lo que me has preguntado, me he vuelto a perder.

—Pues vamos a ver si te encuentras.

—¿Es un chiste o me hablas en serio? Porque necesito encontrarme más que nunca.

—Fin de la sesión.

Otra vez salí trastocada por lo ocurrido: ¿por qué me parecía tan difícil seguirle el

hilo? ¿Qué relación tienen la alergia y la alegría? Me decía: Laura, has conseguido hacer una

carrera universitaria y eres incapaz de responder a una pregunta tan tonta y encontrar el

camino. ¿Por qué siempre acabas perdida?

El  lapsus  es  un  mecanismo  del  inconsciente  para  darnos  pistas  de  nuestro  otro  yo.  En  mi  caso  la  

alergia   y   la   alegría   estaban   muy   unidas.   ¿Te   has   dado   cuenta   de   que   ambas   palabras   tienen   las  

mismas  letras?  Ale-­‐g-­‐r-­‐ía  y  Ale-­‐r-­‐g-­‐ia.  Basta  un  mínimo  intercambio  entre  ellas  para  que  se  produzca  

un  gran  cambio.

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Esa tarde no trabajaba y no podía salir porque Mónica tenía fiebre y no me apetecía

dejarla con la canguro. Así que invité a Elena a tomar un café. Me apetecía enormemente

hablar con ella y contarle mis progresos; era con la única con la que podía comentar lo de

Lucía.

—Esta niña está cada día más guapa. Es igual que tu padre y Luis.

—¡Será simpática la chica! Yo cargo con el embarazo, el parto y la lactancia y luego

resulta que se parece a los demás. Bueno, de todas formas lo prefiero. Así no tendrá que

sufrir por ser regordeta como yo; mi padre de joven era guapísimo. Y vosotros, ¿cuándo

os animáis?

—Bueno, todavía no me apetece ser madre, ya veré más adelante. ¿Qué tal el trabajo?

—Bastante bien, aunque hay días que lo paso fatal.

—¿Y qué tal con tus amigos, los de la grúa, los del banco y los del mercado?

—¿A ti qué mosca te ha picado hoy?

—Ay, chica, ¡qué susceptible! Era broma. Va, venga, cuéntame cómo te va con Lucía.

—De momento, creo que bien. La otra noche me libré de una buena con Luis. Creo

que por primera vez fui capaz de cortar una discusión antes de empezarla. Lo más

asombroso fue su cara de alucine, pensó que estaba enferma. Resulta que acabo de

descubrir que voy por la vida defendiéndome. ¿Te acuerdas del disgusto que me dio mi

familia en Navidad y de lo de la grúa y todo lo demás? Acabé derrotada.

—No me extraña. Tanto defenderte tanto defenderte, que al final acabas derrotada.

—No te entiendo, ¿qué quieres decir?

—Sí, mujer, si tú te defiendes es porque sientes que alguien te ataca, ¿no?

—Sí, justo, hasta ahí he llegado.

—Pues lo que intento decirte es que parece que vivas en permanente estado de

guerra.

—¿Cómo dices? Vuelve a repetirlo.

—¿No me contaste tú, cuando lo de tus ataques de alergia, que sentías no sé qué de la

guerra y que tú misma eras el enemigo? ¿Te acuerdas? Sí, mujer, aquel día que me

explicaste lo de las defensas.

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—¡Ya está! Elena, eres un cielo; acabas de darme la pieza del puzzle que me faltaba.

—Ahora soy yo la que no entiende nada.

—No te preocupes, en el próximo café casi seguro que te lo aclaro todo.

—Oye, Laura, ¿te apetecería que te avise cuando en mi institución organicen algún

curso o haya alguna charla interesante?

—¿Sobre qué?

—Pues sobre cosas como estas, cosas de la vida y sus porqués.

—Bueno, tú dímelo, y si tengo tiempo voy, y así de paso nos vemos y te voy

comentando.

Aquella conversación con Elena, me tuvo emocionalmente entretenida varias tardes

más. Acudí a mi siguiente sesión contentísima, sintiéndome mucho más lista. Por una vez,

me sentía vencedora.

—Estos días he estado pensando mucho en las defensas. Creo que mi cuerpo por

dentro está haciendo lo mismo que mi alma: se defiende y, por eso, mi sistema defensivo

se alteró. Lo que no entiendo es que si yo no ataco a nadie... ¡son los demás los que me

atacan a mí!, ¿por qué mi cuerpo reacciona en contra mío?

—¿Tú no atacas a nadie?

—Pues no. Son los otros los que me hacen daño.

—Volvamos a la grúa, al banco y al mercado. ¿Acaso dejaste el coche bien aparcado?

¿Por qué te enfadaste tanto con los del banco, cuando fueron amables contigo? y ¿por qué

no cogiste el número rojo en la cola del mercado?

—Pues, el coche, porque era un momentito y el número porque no había mucha

gente.

—Pero sabías, por ejemplo, que el coche estaba mal aparcado.

—Sí, pero... —Dios, cuánto me costaba reconocer que en el fondo era verdad—.

Bueno, ya sé que no está demasiado bien todo lo que hice, pero los demás se cebaron

conmigo.

Nada más decir eso, me volví a sentir pequeñita.

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—Sí, los demás se cebaron contigo ¡y tú con ellos! ¿Me explico? Hay una parte tuya,

como ya descubriste, que se defiende incluso antes de ser atacada y hay otra parte de ti que

busca ser atacada, que provoca situaciones para sentirse atacada. ¿Lo entiendes?

—No mucho, la verdad.

—Tú crees que esta vida es un campo de batalla, en el que la relación con los demás se

basa en ataques y defensas. Hay momentos o situaciones en los cuales eres o te sientes

atacada y otras veces hay una parte de ti, inconsciente, que busca que la ataquen. O sea,

dejando el coche mal aparcado ¿no esperarías un premio? O en el banco, si no recuerdo

mal, eras tú quien iba a atacarles a ellos y cuando respondieron con amabilidad, lejos de

sentirte bien te sentó fatal, ¿por qué?

—Pues no lo sé, me extrañó muchísimo que fueran tan excesivamente amables y

pensé que había gato encerrado.

—¿Lo ves? No dejas ninguna posibilidad de tregua.

Comencé a ir a charlas, cursos y seminarios sobre cómo somos los humanos y nuestras

formas de comportamiento. Cada vez me gustaba más el psicoanálisis. Muchas veces no

entendía nada, me parecía otro lenguaje muy diferente al que yo estaba acostumbrada por

mi profesión, pero luego Elena, con un café, me animaba aclarándome todo aquello,

poniéndome a mí o a sí misma como ejemplo. Ella me traducía cosas que necesitaba

entender, al igual que yo como médico lo hacía con mis pacientes.

Un día entró en mi consulta un hombre alto, fuerte, de unos cuarenta y tantos y me

pidió una batería de recetas: eran medicamentos para el corazón. Como me pareció muy

joven, le pregunté qué había sucedido.

—Un infarto, hace dos meses.

—Es usted muy joven, ¿cómo ha sido?

—Ya sabe, doctora, ustedes le echan la culpa al tabaco, al alcohol, al estrés, al

malcomer, todo eso. Pero, si le digo la verdad, yo creo que esa es la salida fácil. Ustedes

todo lo arreglan con un «deje de fumar, no beba, coma mejor, haga ejercicio», pero creo

que los tiros no van por ahí. En realidad, pienso que la culpa la ha tenido mi trabajo. Verá,

monté una empresa hace unos años y se fue al garete. Ahora, después de muchos

problemas, estoy en el paro. Durante los últimos dos años he sufrido mucho y las cosas

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acaban por pasar factura. A mi mujer, para no asustarla, no le podía contar nada; ella se

deprime y eso hubiera aumentado mis problemas. Preferí callar. Me lo tragué todo yo solo,

engordé veinte kilos, fumaba mucho y, en fin, con tanto sufrimiento, no hay corazón que

aguante. ¿Sabe?, a mi padre le ocurrió algo parecido y a la segunda ya no lo contó. ¿Qué

opina, doctora?

—Lo que le ocurrió a su padre no tiene por qué sucederle a usted. Ya verá cómo, si se

cuida, no tendrá más crisis. No se preocupe e intente tomarse la vida con más calma.

Yo sabía que eran frases hechas, pero no encontré otras mejores. ¿Qué otra cosa le

podría haber dicho? Yo, que elegí ser médico para curar o ayudar a sentirse bien a los

demás, me descubría repitiendo los típicos tópicos que a mí me molestaban tanto porque

no solucionaban nada. Aquel hombre estaba sufriendo. Y yo no sabía cómo ayudarle. Le

dejé hablar, escuchándole en silencio. Cuando terminó de desahogarse, le extendí las

recetas e intenté animarle:

—Bueno, ahora tiene que pensar que está bien y que lo va a continuar estando. Tiene

que cuidarse y verá cómo no pasa nada.

Propio de mí, estuve toda la semana dándole vueltas a lo sucedido. Pensando y

pensando. Siempre ha sido mi deporte favorito, salvo cuando terminaba en una gran

migraña. Sin embargo, esta vez tuve suerte, pude estar más tiempo «dándole al coco»,

buscando soluciones y sin dolores de cabeza. ¡Aleluya!

Le conté a Lucía cuánto me había impresionado la sinceridad de aquel paciente. Me

había sorprendido que fuera capaz de darse cuenta de que el tabaco y el café podían no ser

los únicos causantes de su infarto. Es difícil encontrar a personas, sobre todo hombres,

que reconozcan su miedo o su sufrimiento y además lo relacionen con su enfermedad.

—Aunque yo era la doctora, me volví a sentir muy pequeñita. Me hubiera gustado

tener más soluciones, poderle aliviar la angustia y, sin embargo, no pude hacer nada.

—¿Cómo que no pudiste hacer nada?

—No.

—¿No le diste sus medicamentos?

—Bueno, ya ves.

—¿No le escuchaste?

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—Sí, pero no le di soluciones.

—¿Por qué se las debías dar?

—Porque soy médico.

—Sí, pero no Dios. Tú no lo puedes solucionar todo.

—Ya lo sé, pero me siento fatal.

—Tú le escuchaste y, si no recuerdo mal, él te comentó que no podía hablar ni con su

mujer.

—Sí, es verdad.

Es cierto, pensé: si a mí me alivia hablar y notar que me escuchan, a lo mejor a él

también. Creo que por primera vez pude pararme a escuchar sin sentirme atacada, esa

debió de ser la razón.

—¡Claro! Creo que mis defensas empiezan a estar mejor, pues con él no me sentí

atacada y eso que se cargó casi todas las teorías del tabaco y el alcohol y lo demás. En otro

momento le hubiera soltado un mitin sobre los efectos del humo en las coronarias y de la

bebida en el hígado, pero esta vez fue diferente: no lo sentí como un ataque a la profesión

ni a mí. Le escuché su dolor. No me defendí.

Salí contenta, pero me duró poco. Los días que siguieron y sin saber por qué, empecé

a agobiarme. Ya no me veía como una pobre indefensa frente a los demás, grandes y

perfectos, y empezaba a encontrar mi camino, pero aun así ¿por qué me aparecía el

agobio?

Una noche no podía conciliar el sueño y me empecé a encontrar fatal. En mi cabeza se

sucedían los pensamientos, a cada cual más angustioso. Empecé con el trabajo: «Te

echarán. Cualquier día de estos, te equivocarás con algún enfermo» y así sin poder parar.

Cuando intenté controlarme —«Laura, estás loca. ¿Cómo se te ocurren semejantes

barbaridades?»—, no tardó ni medio segundo en aparecer la siguiente preocupación: «Luis

te abandonará. Claro, ¡cómo le tratas tan mal! Seguro que se fija en otra.» Y cuando acabé

con él, le tocó el turno a la niña: «Se caerá y se romperá la crisma, se pondrá enferma, la

atropellará un coche» y así hasta que me quedé dormida. Al despertarme seguía agobiada y

con la impresión de no haber pegado ojo en toda la noche. Sin embargo, había soñado y

¡qué sueño tan raro!

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Por la tarde, cuando acudí a mi sesión, le conté a Lucía lo de aquellas ideas repetitivas

y claustrofóbicas y después mi sueño:

—Yo escribía muchas palabras y frases inconexas, las mismas en las que pensaba antes

de quedarme dormida. Luego intentaba ordenarlas y meterlas en cajoncitos que después

organizaba formando montañas vacías. Al final del sueño, medio despierta medio dormida,

seguía muy agobiada.

Cuando me quedé en silencio, Lucía me preguntó:

—¿Qué te sugiere la palabra agobio?

A estas alturas yo ya había aprendido lo revelador que resulta asociar libremente las

palabras con lo primero que se te viene a la mente. Así que respondí:

—Miedo, angustia, y con la palabra ago, hago, de hacer y bio, vio, de ver. O sea: Hago

ver.

—¿Y los cajoncitos?

—Pues, lo único que se me ocurre es que guardaba todas esas palabras. Yo siempre he

sido muy ordenada. Ayer por la tarde estuve ordenando los cajones de la ropa de la niña.

—¿Y las montañas?

—Pues, eran montañas, pero de no sé qué. La verdad es que no se me ocurre nada,

porque hacía montañas de nada. No lo entiendo muy bien.

—¿Qué crees que significa este sueño?

—Al principio me pareció absurdo, pero ahora creo que tiene cierto sentido. Tiene

que ver conmigo: me siento capaz de poner en orden algunas de mis ideas, consigo ver

algo más claro. Cosas que antes no entendía o no veía y me superaban, ahora se colocan en

su sitio. ¡Eso es! ¡En los cajoncitos!

—¿Y las montañas de nada?

—Pues... Uf... No sé.

Silencio. Vi a mamá y a papá peleándose.

—Ya está, ya está, ya lo tengo. Es mi padre.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando en casa habían broncas, mi madre montaba tales números que daba miedo.

Todo lo que te diga es poco. Y entonces él le decía: «En lugar de facilitarnos la vida, eres

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la reina del melodrama. Consigues hacer montañas de nada.» Igual es eso, igual yo hago lo

mismo que mi madre. Tras la última sesión me sentía feliz por haber sido capaz de ayudar

a un paciente escuchándole de verdad. Notaba que yo estaba cambiando para bien y, sin

embargo, aun así, me puse fatal. No sé, es como si la alegría no la pudiera disfrutar.

Enseguida pasa algo o yo pienso algo que me vuelve a sumergir en un estado de angustia, y

a veces es una verdadera tontería. Quizá yo también hago montañas de nada...

Este   sueño,   que   cuando   lo   descifré   hizo   que   me   sintiera   como   en   el   cielo   y   la   más   lista   del  

mundo,  siempre  lo  recordaré.  

En  la  vida  suelen  aparecer  sueños  que  nos  pueden  dar  pistas  del  momento  que  atravesamos.  En  

mi  caso,  estaban  aflorando  mis  deseos  de  ver,  junto  con  el  agobio  y  el  miedo  que  eso  produce.  Esas  

eran   las   montañas   de   nada   del   sueño.   Las   montañas   son   las   resistencias   o   defensas   que  

habitualmente  ponemos  para  evitar  penetrar  en  nuestro  dolor,  o  sea,  para  no  ver.  Socavar  y  romper  

las  defensas  es  un  trabajo  difícil  pero  gratificante,  pues  aprender  a  reconocerlas  y  ponerles  palabras  

traduce  el  agobio  en  alivio.  

IV

La caída de la máscara

(¿Recuerdas la canción de Ricky Martin «Un, dos, tres, un pasito pa’lante, María. Un,

dos, tres, un pasito pa’trás»? Tengo que confesarte que la escribió pensando en mí. Pero

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también he de admitir que a veces le era un poco desleal y caminaba dos o tres pasitos

pa’lante y sólo un pasito pa’trás. ¡Bien! ¡Conseguía avanzar!)

Eran las cuatro de la tarde y estaba acabando de arreglarme. Había quedado con Clara,

la única amiga del grupo que todavía estaba (y está) soltera. Clara de nombre y con las

ideas claras, siempre apostó por la independencia y la soledad. Procede de una familia de

multitud de hermanos, ocho (no los conozco a todos), y ella fue la pequeña, la inesperada

y además casi le cuesta la vida a su madre. Este es el primer recuerdo claro que Clara tiene

de cómo vino al mundo. Su madre, a través de los años, siempre le ha ido recordando —

eso sí, con palabras agradables— que ya había acabado de criar a los mayores cuando sin

buscarlo se encontró de nuevo encinta; que si el suyo fue el peor embarazo; que si el parto

fue horroroso, pero estupendo —«casi me muero desangrada, pero tú estabas bien»—;

que ya eran un poco mayores para empezar a criar de nuevo, pero lo hicieron con una

gran alegría... y así sucesivamente. En fin, que la vida de Clara no estaba, ni por asomo,

tan clara.

Siempre que nos reunimos y sale el tema de los hombres y los hijos, Clara no puede

evitar inconscientemente retroceder en el tiempo. El discurso completamente ambiguo de

su madre (¿la deseó o no la deseó? Y ahora, ¿la quería o no la quería), el silencio de su

padre, y la diferencia de edad y el pasotismo de sus hermanos consiguieron que Clara

creciera con unos padres sin energías y descolgada del resto de la camada. Y así es como

era su vida, descolgada y sin energías. Clara siempre defendía a ultranza la emancipación

femenina, el ascenso profesional, la independencia respecto a los hombres, argumentando

que todas las que estábamos casadas teníamos el doble de trabajo, habíamos perdido

libertad y encima no éramos tan felices como decíamos. El tema de los hijos lo pasaba

siempre por alto, tratando de no inmutarse lo más mínimo. Decía: «Los niños te alteran la

vida, dejas de hacer lo que te gusta, son una responsabilidad gordísima y luego no te

agradecen nada.» Y siempre terminaba las conversaciones preguntándonos: «¿Qué se

consigue teniendo hijos? ¿Qué se consigue viviendo con un pesado al que le haces de

chacha y encima te controla todo el día?»

Si la escuchabas sin pararte a reflexionar, era totalmente convincente. En algunos

momentos, a mí y a las demás sus fabulosas y racionales teorías nos habían hecho dudar de

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nuestras decisiones. Envidiábamos su privilegiada situación, sobre todo cuando nosotras

íbamos todo el día de cráneo con los bebés, el trabajo, la casa, los maridos y todo lo que

me callo, mientras ella hacía lo que le daba la gana, ligaba con quien quería, se gastaba en

sus caprichos todo lo que ganaba, entraba y salía, y siempre nos vendía una sólida imagen

de seguridad, tranquilidad e independencia.

Indudablemente que con dos vidas tan dispares éramos amigas por alguna razón: había

algo que a cada una le gustaba de la otra: yo en aquella época deseaba encontrar esa

«tranquilidad» de la que ella alardeaba y ella admiraba mi capacidad de hacer y compaginar

muchas cosas a la vez, mi inagotable energía.

Ese día, como tantos otros, ya llegaba tarde a la cita con ella; muy pocas veces, por no

decir ninguna, conseguía ser puntual. Cuando no era la canguro la que se retrasaba, sonaba

el teléfono con la pesada de mi madre dándome los últimos consejos de lo que fuera, a la

blusa le faltaba un botón o la puerta del garaje decidía no abrirse. Corría y corría, para no

conseguir llegar nunca a tiempo, pero siempre pensaba que los demás debían ser

comprensivos, dado que mis buenas intenciones no se podían poner en duda. En el caso de

Clara, además, yo daba por sentado que ella no tenía ni la mitad de problemas que yo,

vamos, que no tenía nada que hacer y así cualquiera no es puntual.

Esa tarde me retrasé bastante —más de media hora— y cuando llegué corriendo,

sudorosa y con taquicardia, reconociendo el terreno con toda la rapidez que podía para

encontrarla, mi sorpresa fue que yo había llegado antes. ¡Qué suerte!, por una vez

quedaré bien, pensé. Me senté, orgullosa y contenta de mi hazaña, y sin darme cuenta de

lo ocurrido. Pasaron quince minutos y mis pensamientos empezaron a girar al ritmo del

reloj. Era un diálogo en silencio conmigo misma: ¿Cómo es posible que Clara no esté

aquí? Siempre es muy puntual. ¡Mira que hacerme esto y no avisarme! Ella sabe el

esfuerzo que he de hacer para verla. ¿Le habrá pasado algo? Seguro que sí, si no ya estaría

aquí. Lo mejor será llamarla y salir de dudas.

El camarero me indicó dónde estaba el teléfono (te recuerdo que, entonces, los

móviles no estaban al alcance de todos), pero de nada sirvió: me salió el contestador

automático. Si lo que quiero es hablar con ella, ahora qué mensaje le dejo, se acaba el

tiempo y apenas balbuceo nada. Me empiezo a enfadar, estresar y, por si fuera poco, los

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remordimientos empiezan a invadirme: estoy perdiendo toda la tarde, la niña con la

canguro (mala madre), a Luis no le he dicho adónde iba (mala esposa) y menos a mi madre

(mala hija). ¡Le doy diez minutos y si no me marcho! Cuando llegue a casa, ya más

tranquila, intentaré localizarla y saber lo que ha ocurrido. Ufff... si es que ha pasado una

hora desde que habíamos quedado. ¡Vaya plantón! Si no le ha ocurrido nada es como para

cabrearse. Hacerme perder el tiempo de esta manera, ¡qué se ha creído! Claro, como ella

no tiene nada que hacer, excepto trabajar y ya está, ¡se piensa que las demás somos igual!

Me marché, sintiéndome enfadada, triste, rabiosa... la gran víctima. ¡Pobre de mí!

Cuánto esfuerzo y qué poco reconocimiento. ¡Ni mis amigas me entienden! ¡Ya no puedo

confiar ni esperar nada de ellas!, me repetía. Esa misma noche localicé a Clara en su casa.

Mi voz no era muy amigable, y la suya... ya verás. Empecé ladrándole. Le tiré la caballería

encima: mis penas y mis esfuerzos a cambio de su gran egoísmo; y de paso le solté que «tal

vez por eso no tienes pareja». Quería herirla tanto como ella me había herido a mí.

Clara no intentó rebatirme, pero luego se resarció: «¡Ya habló la santa! Pues a ver si te

enteras: estoy harta de esperarte siempre, aguantar tus quejas siempre y escuchar tus

problemas siempre. Llevo años haciéndolo pacientemente y tú, que sólo me has esperado

una tarde una hora, ya eres la gran víctima. Claro, pobrecita, a ti no se te puede hacer eso.

Tú tienes muchos problemas: tu marido, tu hija, tu casa, tu madre, tu trabajo... ¡y las

demás ninguno! ¿Acaso es tan diferente de lo que tu familia te suele hacer? ¿O ya no te

acuerdas de la famosa Navidad y las dos horas de plantón que te dieron? La de veces que te

he aguantado el rollo de aquella puñetera fiesta y te he aguantado a ti, como siempre,

quejándote. ¡Poooobrecita Laura!»

Me quede con el teléfono en la mano, llorando como una Magdalena y escuchando el

pi, pi, pi. Clara había colgado. Me sentía como una auténtica incomprendida, como el

pollito Kalimero (pequeñito, mojado, escondido en una esquinita y muerto de miedo),

sólo que yo era mayorcita, médico, madre, esposa y se supone que adulta. Cuando me

sucedían cosas como estas me percibía desdoblada: yo era una persona mayor, pero mis

sentimientos eran absolutamente infantiles, como una niñita desvalida.

Después de llorar un buen rato, empezaron a atormentarme las ideas repetitivas:

estaré loca, estaré loca, por qué no consigo que nadie me entienda, por qué no consigo

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que nadie me entienda... y así, medio autómata, le di la cena a Mónica, la metí en cama y

a Dios gracias que Luis estaba en una reunión de negocios y cuando llegara yo ya estaría

dormida (o me haría la dormida), no me sentía con ánimos de hablar con él ni de

explicarle lo sucedido.

Durante toda esa semana, tuve mucho trabajo en la consulta: la epidemia de gripe se

adelantó y, con ella, la cola y los problemas con los enfermos. Salía reventada y enfadada

con mis compañeros; ellos acababan bastante antes y encima me tocaba oírles frases

guasonas como: «Laura, es que tú escuchas a tus pacientes, y por eso te cuentan su vida» o

«Laura, deberías darles más medicamentos y no volverían tanto a verte» o «es que a Laura

le encanta que le cuenten sus penas y luego a pesar de lo que disfruta escuchándoles se

queja porque acaba tarde».

Lo cierto es que estaba tan cansada que no podía pensar demasiado, cada cual es como

es, me decía, y seguía sin más. Con el asunto de Clara tenía una espinita que no sabía

cómo solucionar, así que procuré no enredarme en ese tema. En casa la niña también

cogió el virus de turno y, para colmar el vaso, cuando llegó el fin de semana y parecía que

tenía dos días por delante de descanso, Luis en la cama enfermísimo y ¿a quién le tocó

hacer de amante esposa, enfermera, médico, cocinera, cuidadora y asistenta? Pues sí, lo

has adivinado: a mí.

«Luis, ahora toca el medicamento.» «Luis, ¿quieres una sopita?» «Luis, ponte el

termómetro» y, entre idas y venidas de la habitación a la cocina y al cuarto de mi hija,

sonaba el teléfono, con su madre interesándose por su hijito, ¡claro!, no por si yo estaba

cansada o necesitaba ayuda; o mi hermana Julia, que pensaba que podríamos haber ido con

Paco y ella a pasar el fin de semana, o mi madre para llevarse a la niña a pasear. Cuando

por fin dejó de sonar aquel aparato, mi madre recogió a Mónica y Luis se durmió, caí

derrumbada en el sofá y encendí la tele. Programa de ricos y famosos. Después de

tragarme todo aquel cotilleo me sentí francamente peor, ¿por qué a algunos les resulta tan

fácil ser felices, ricos y guapos y a otros se nos niega como si tuviéramos que expiar algún

pecado? Yo me pasaba el día trabajando en una u otra cosa, estudiando medicina y

psicoanálisis e intentando ser feliz con la sensación del deber cumplido y siempre me

pasaba algo que acababa empañando mi bienestar. Pobre de mí.

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Llegó el lunes, Luis amaneció todavía tocadito y no pudo ir a trabajar, pero yo

naturalmente sí debía hacerlo. Comencé la semana con el mejor de mis ánimos, bueno,

mejor dicho, más baldada que la pata de un banco o, como se dice ahora, con la

autoestima por los suelos. Y, sinceramente, creo que ni 50 flexiones, 75 tisanas de hierbas

milagrosas y 100 pensamientos positivos hubieran ordenado mi caos interior. Me faltó

tiempo para encontrar 200 motivos a los que culpar de mi estado, mientras yo, la pobre,

los soportaba con resignación. ¿Esperando una recompensa del cielo?

Los días nublados o lluviosos: culpables. Me causaban tristeza.

Las palabras ofensivas de los demás: culpables. Acababan con mi poco sentido del

humor.

Los iones negativos de la atmósfera: culpables de mis terribles cefaleas.

Un saludo a destiempo: culpable por hacerme sentir recelosa... podía tener segundas

intenciones.

Mi padre y mi madre: culpables. Me habían educado mal y yo sufría las consecuencias.

Mi hermana: culpable. Si no hubiera nacido, sólo me habrían querido a mí.

Mi marido: culpable de que yo no fuera realmente feliz; él no terminaba de

entenderme.

Mi hija: culpable. Me alteraba demasiado y yo no podía descansar lo suficiente.

Mis amigas: culpables. Cuando más las necesitaba peor me trataban.

El último medicamento: culpable. Además de no quitarme el dolor de cabeza me

había estropeado el estómago.

Mis compañeros de trabajo: culpables. En lugar de ayudarme para acabar al mismo

tiempo que ellos, me criticaban.

Era así de simple,

cualquier palabra, persona o acontecimiento:

¡culpable!

Conseguí en mi imaginación que la humanidad fuese la culpable de mi terrible

existencia y de mi gran sufrimiento. Con lo cual ya me las había arreglado para traspasar al

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mundo mis quejas. Para terminar de convencerme siempre me repetía: «Laura, es que la

vida es muy dura.»

Unos días después visité a Lucía. Todo eran penas. Como casi siempre, empecé por

relatar lo ocurrido cronológicamente: desde el percance con Clara, siguiendo por la

consulta y los comentarios de mis colegas y terminando por mi mucho trabajo en la casa,

mi marido enfermo, el fin de semana «a tomar por saco» y la lista de todos los culpables

de mi desgracia. Deseaba oír alguna palabra de calor, de comprensión, aunque ya sabía que

no la tendría. Ella se limitó a preguntarme qué pensaba de lo sucedido y si las situaciones

tenían algo en común. Le contesté que en todas partes me acusaban de quejarme, de no

buscar soluciones y regocijarme en mis problemas.

«Y si no te quejaras, ¿qué otra cosa podrías hacer?»

La pregunta me despistó. No la entendí y, cuando acabó la sesión, me marché

obnubilada. Se me ocurrió llamar a Elena: seguía siendo la única con la que podía hablar de

estas cosas. Nos juntamos para tomar un café. En el transcurso de la conversación, después

del consabido: «¿Cómo estás?» «Yo bastante bien.» «¿Y tú?» «También», que siempre nos

decimos y no tardamos en descubrir que es completamente al revés: «¿Cómo estás?»

«Fatal» «¿Y tú?» «No estoy mal. Pero no es uno de mis mejores días», hablamos de su

nuevo peinado, de las rebajas de enero, de un nuevo medicamento para la dismenorrea, de

los otros muchos dolores del cuerpo y del alma, pero dolores al fin.

El diálogo fue entrando en calor. Ella sabía que la había llamado por algo más, pero yo

seguía yéndome por las ramas. Le expliqué la última del trabajo, lo muy preocupada que

estaba con la niña, porque a veces no quería ir al parvulario, la pelea número dos millones

con mi madre, la nueva jugarreta de mi hermana, el desaire de Clara —«yo no le había

hecho nada»— y el fantástico fin de semana con Luis en cama. Después de escucharme

pacientemente, me miró con cariño:

—Tú no me has llamado para contarme todo esto, ¿verdad?

—Pues ya que lo dices, no.

—Pero la última vez que te vi estabas mucho mejor y con ganas de saber más cosas.

Te vi muy contenta.

—Sí, no digo que no, pero es que ahora no sé qué me pasa.

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—Pues te lo voy a decir yo. La alegría te dura menos que el tiempo que tardas en

nombrarla. Llevo una hora escuchando tus lamentaciones y quejidos. ¿No te parece que ya

deberías ser capaz de empezar a disfrutar de lo que tienes y has conseguido? ¿Por qué no

paras de quejarte?

Noté cómo un calor me invadía todo el cuerpo y sonrojaba mis mejillas: ¡Elena

pensaba lo mismo que los demás! Me hirió profundamente. Esquivé su mirada (no podía

enfrentarme a sus ojos) y se me acabaron las palabras: enmudecí. No podía seguir allí. Le

di una excusa y me marché. Ella no hizo nada por retenerme: me conoce demasiado bien.

Yo no sabía si estaba confundida o enfadada. Ni por qué. Podía pensar que todos

estaban equivocados y enviarles a paseo, pero si lo estaban ¿por qué me habían dejado

hecha polvo? De pronto me volví a dividir. Otra vez aparecían las dos que habitaban en

mí: la una intentaba pasar, no sufrir por lo ocurrido, diciéndome que el tratamiento con

Lucía no funcionaba y que ni Elena ni Clara eran buenas amigas y así justificarme (pobre

Laura); la otra me decía que las escuchara, que algo de verdad había en sus palabras.

De camino a casa, el rubor y la vergüenza me vencieron. Ellas tenían razón. Me habían

descubierto y me estaban obligando a enfrentarme a ello y reconocerme: debía asumir una

parte de mí que no me gustaba y que siempre había intentado disimular.

Yo iba de víctima.

Aunque no me agradara la palabra, aunque no me apeteciera ese papel, aunque toda la

vida hubiera intentado no serlo, sin darme cuenta, sin ser verdaderamente consciente, lo

había hecho. ¡Yo una víctima! Con lo mucho que siempre había criticado a quienes me lo

parecían. Fue muy duro empezar a asumirlo, pero a partir de ese momento, de ese

instante, de ese día, algo dentro de mí cambió.

Era como mirar la tierra desde las estrellas. Sin embargo, tenía su peligro: me podía

estrellar. Y sí, había días en que realmente me estrellaba y entraba en un carrusel de

emociones de difícil explicación. Pero, aunque te parezca imposible, los granos no

aparecieron, de la alergia ni rastro.

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Ese nuevo estado lo viví fatal. Estaba despertando en mí a una persona que hasta

entonces ignoraba y en el fondo de mi alma creo que le tenía miedo, mucho miedo, y

temía los resultados. Me asustaba lo desconocido y dudaba entre seguir por ese camino o

aferrarme al que ya conocía. Los demás no entendían nada y Luis, menos que nadie; él se

imaginaba que mi enfermedad era la causante de mis cambios de humor y de mis

repentinas salidas de tono. La alergia se veía y hacía fácil entender y justificar mi malestar,

pero las dudas y el desasosiego interior no se ven. Son difíciles de mostrar y difíciles de

explicar y transmitir.

En  muchas  ocasiones,  nos  resulta  imposible  ponerle  palabras  a  nuestro  dolor  interno,  hablar  de  

él.  Los  otros,  lo  único  que  perciben  es  que  estamos  «rarísimas»  y  con  constantes  cambios  de  humor,  

y   automáticamente   lo   achacan  a  nuestras  hormonas  o  al  último  problema  que   les  hemos   contado.  

Las  salidas  a  estas  crisis  emocionales  son  personales  e  individuales.  Yo  te  cuento  la  mía,  la  de  Laura,  

para  ayudarte  en  la  medida  de  lo  posible  a  vislumbrar  la  tuya.  

En la nueva situación no había enfermedad en la que pudiera refugiarme. Me estaba

desnudando, pero no quitándome la ropa, sino abriendo mi alma. La alergia ya no era la

excusa a mi sufrimiento. Estaba sufriendo una metamorfosis. (¡Y encima no tenía nombre!

¿Cómo se llama ese derroche de cambios de humor, de continuas y diferentes sensaciones

y la imposibilidad de explicarlo porque ni tú sabes muy bien qué te está pasando? ¿Te

suena: «Estás deprimida, estás histérica, insatisfecha, no hay quien te entienda, estás

ovulando, te va a venir la regla o ya te ha venido»? Probablemente, sí. Probablemente, has

escuchado cualquiera de esos «diagnósticos» o todos a la vez. Y tú sin saber qué hacer.)

Un día, leyendo una revista en la peluquería, me interesó un reportaje —ahora sé que

no fue por casualidad—, donde una actriz de Hollywood relataba parte de su biografia y

contaba los motivos por los cuales necesitó indagar en su interior: «El camino hacia el

conocimiento de mí misma suponía una de las perspectivas más aterradoras que me ofrecía

el mundo, porque temía que pudiera desagradarme lo que iba a encontrar. Además, como

me acercaba a los cuarenta y hasta entonces había evitado volver la mirada atrás, me

preguntaba: ¿por qué someterme a mi edad a estas contrariedades? Así pues, me

encontraba dividida entre el deseo de mejorar y el de permanecer sin cambios al margen

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de todo riesgo. Aparte de temer enfrentarme con lo que podría averiguar de mí misma,

me atormentaba la idea de encontrar algo en mi pasado susceptible de socavar los

cimientos de todo mi mundo y que mis amigos me rechazasen o no comprendiesen mi

verdadero yo. Por eso, al principio el proceso supuso una dolorosísima lucha.»

Después de leer sus declaraciones, me embargó la tranquilidad: no estaba sola, no era

la única persona en el mundo que tenía semejantes dudas. Otra mujer ¡y rica y famosa!, o

sea, a la que supuestamente todo le iba muy bien, había estado sumergida en un mar de

dudas y contrariedades como yo. Sus palabras me fortalecieron. Tenía que seguir su

ejemplo y vencer mi resistencia a conocerme y aceptarme a mí misma, costase lo que me

costase. Seguir buscando culpables no era la solución a mi existencia. A partir de ese

momento me dediqué a observar y escuchar con mucha más atención a los demás: a mis

amigos, a mis padres, a Luis y hasta a los desconocidos, y no tardé en descubrir a través de

sus comentarios y actuaciones que víctimas, verdugos y culpables hay tantos como

personas.

Me  gustaría  que  rumiáramos  juntas.  ¿Te  apetece?  Intenta  recordar  todas  las  situaciones  en  las  

que  has  interpretado  el  papel  de  víctima.  Te  asombrarás  de  cuántas.  Me  pongo  como  ejemplo.  Por  si  

acaso,  te  recomiendo  que  primero  te  surtas  con  una  buena  caja  de  kleenex,  así  podrás  disfrutar  de  

tus  penas.  Pobre  de  ti.  

•  -­‐Primero,  viajaremos  a  nuestra  niñez.  Seguro  que  encuentras  algunos  momentos  (si  no  todos)  en  

los  que  te  trataron  peor  a  ti  que  a  tus  hermanos.  Yo,  sin  querer,  siempre  conseguía  llegar  a  casa  con  

los  leotardos  rotos.  Mi  madre  se  ponía  de  los  nervios  y  me  castigaba.  Ella  era  la  culpable.  Total  ¡yo  no  

hacía  nada!  (Salvo  romper  un  leotardo  tras  otro  y  de  esta  forma  castigarla  a  ella.)  Pobre  de  mí.  

•  -­‐En  el  colegio  y  la  universidad,  ¿cuántos  suspensos  son  culpa  nuestra?  ¡Qué  difícil  es  reconocer  que  

no   se   ha   estudiado   lo   suficiente!   Siempre   se   las   cargaba   alguien:   el   profesor,   los   compañeros,   el  

catedrático,  el  insomnio,  la  curva  de  Gaus,  el  exceso  de  café  o  los  nervios.  Pobre  de  mí.  

•  -­‐Cuando   afrontamos   una   enfermedad,   ¿cuántos  médicos   nos   tratan   como   nos  merecemos?   ¿O   a  

cuántos   acudimos   porque   ninguno   nos   complace?   Como   yo   con  mi   alergia.  Ninguno  me   entendía,  

ninguno   sabía   lo   suficiente   para   curarme,   ninguno   era   del   todo   simpático   o   humano,   ninguno  me  

hacía  suficiente  caso,  ninguno  estaba  al  día  de  los  últimos  adelantos,  ninguno  era  el  mejor  y  el  que  

más  sabía,  ninguno  tenía  el  material  más  avanzado,  y  el  que  reunía  todo  lo  anterior,  ¡qué  pena!,  era  

tan  caro  que  no  podía  pagarlo.  ¡Otra  vez  eran  los  otros  los  culpables!  Pobre  de  mí.  

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•  -­‐En  casa,  ¿cómo  te  sientes  en  casa?  Yo  me  sentía  totalmente  incomprendida  y  sola.  Con  tanto  por  

hacer,  con  la  niña  que  no  daba  tregua,  y  con  Luis,  que  pasaba  de  ella  y  de  mí,  porque  no  sabía  hacer  

nada  (mejor  dicho,  o  eso  decía  para  cruzarse  de  brazos).  Volvía  a  ser  la  víctima  de  todos.  Pobre  de  

mí.  

•  -­‐En  el  trabajo.  Tú  dirás.  Espero  que  tú  te  lo  hayas  montado  mejor.  Lo  que  es  a  mí,  la  mala  suerte  me  

acompañaba  y  siempre  era  yo   la  que  cargaba  con   la  peor  parte.  El  peor  trabajo,  el  peor  horario,  el  

peor  compañero...  Pobre  de  mí.    

 

Estos   son   sólo   unos   ejemplos   cotidianos   que   hasta   pueden   sonar   a   ridiculeces,   pero   nos   han  

servido   para   entrar   en  materia.   Ahora  me   gustaría   que   profundizáramos   un   poco  más   porque   la  

cuestión  tiene  mayor  importancia  de  lo  que  parece.  Tu  felicidad  puede  ir  en  ello.    

Voy   a   intentar   explicarte   algunas   de   las   miles   de   frases   que   definen   las   posiciones   del  

victimismo,  caricaturizándolas,  pero  siempre  teniendo  en  cuenta  que  casi  todos  nosotros  somos  así  

en  mayor  o  menor  medida,  de  forma  más  o  menos  acusada,  con  actuaciones  totalmente  descaradas  o  

enmascaradas.    

 

•  -­‐«Todo  lo  hago  por  vosotros.»  

•  -­‐Y   encima   sois  unos  desagradecidos;   con  el   esfuerzo,   tiempo  y   cariño  que  os  dedico.  El  papel  de  

buena   y   servicial   le   sirve   para   ir   de   sacrificada   por   el   mundo   y   sentirse   siempre   injustamente  

tratada:  así,  por  mucho  que  reciba  a  cambio,  nunca  será  tanto  como  ella  ha  dado  y  la  víctima  jamás  

quedará   satisfecha.   No   podrá   apreciar   lo   que   los   demás   hacen   por   ella,   pues   su   necesidad   y   su  

exigencia   no   le   permiten   reconocerlo.   Tarde   o   temprano,   la   traición   y   el   resentimiento   hacen   su  

aparición.  Acabará  sintiéndose  completamente  desdichada  e  infravalorada.  ¡Todos  son  ingratos!  ¡Y  a  

seguir  sufriendo,  que  son  dos  días!  ¿Cuántos  amigos  pasan  a  ser  enemigos  cada  vez  que  creemos  que  

nos   decepcionan?   ¿Cuántas   horas   al   día   pasamos   juzgando   o   criticando   a   los   otros   (incluidos  

nuestros  familiares)  para  demostrar  que  tenemos  razón?    

•  «Me  encuentro  fatal  y  nadie  me  hace  caso.»  

•  -­‐-­‐Siempre  enferma.  Algún  virus  o  algún  médico  le  han  causado  su  enfermedad,  los  medicamentos  le  

sientan  mal  y  la  familia  no  la  cree  porque  no  la  atiende  lo  suficiente.  Son  esas  enfermedades  de  las  

que  una  nunca  muere,  pero  consiguen  hacer  enfermar  a  todos  los  demás  de  desespero  e  impotencia.  

¡Si  logran  agobiar  hasta  al  perro!  La  vida  de  estas  víctimas  es  un  botiquín  y  la  familia,  una  enfermería  

en  continuo  estado  de  alerta.    

•  «La  culpa  no  es  mía.»  

•  -­‐Si  le  salen  las  cosas  bien  el  éxito  es  suyo,  pero  si  le  salen  mal,  la  culpa  la  carga  a  las  espaldas  del  

primero   que   se   deje.   Cualquier   persona   con   la   que   se   haya   relacionado   se   puede   convertir   en   el  

causante  de  su  malestar.  Su  pareja,  a  pesar  de  su  bondad,  se  ha   ido  con  otra;  su   jefe,  a  pesar  de   lo  

muy  bien  que  trabaja,  no  le  concede  el  ascenso;  su  familia,  a  pesar  del  dinero  y  la  dedicación  que  les  

da,   no   la   quieren   como   se   merece;   sus   hijos,   a   pesar   de   los   esfuerzos   realizados,   son   unos  

desagradecidos;  los  médicos,  a  pesar  de  los  regalos  y  lo  muy  enferma  que  está,  no  la  escuchan  y  no  la  

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curan  del  todo;  la  sociedad,  a  pesar  de  todo  lo  que  intenta  mejorar,  sigue  siendo  injusta;  el  mundo  es  

en  sí  mismo  cruel,  y  la  vida,  ¡para  qué  contar!,  es  durísima.  ¡Y  me  deprimo  para  que  todos  me  presten  

su  atención  y  hagan  lo  que  yo  quiero!  

•  «Yo  no  me  meto  en  tu  vida.»    

•  -­‐Cuando  oigas  esto  empieza  a  temblar.  Yo  no  sé  si  se  ha  metido  o  no,  pero  si  no  lo  ha  hecho  ya,  lo  

quiere   hacer.   ¡Seguro!   Eso   sí,   desde   la   inocencia   total   y   absoluta.   Carecen   de   sentido   del   humor,  

cualquier   comentario   pasa   a   ser   un   auténtico   drama.   Su   vida   es   un   lamento   continuo   y   necesita  

indagar  en  la  tuya  para  buscar  comparaciones  y  poder  manipularte.  

•  «Si  esto  o  aquello,  sería  feliz.»  

•  -­‐Si  tuviera  dinero,  sería  feliz;  si  la  vida  me  tratara  bien,  sería  feliz;  si  no  tuviera  que  trabajar,  sería  

feliz;   si   mis   padres   no   se   hubieran   separado,   sería   feliz;   si   no   hubiera   tenido   hijos,   no   tendría  

problemas  y  sería  feliz;  si  hubiera  encontrado  al  hombre  de  mis  sueños,  sería  feliz;  si  me  quisieras,  

me  harías  feliz.  Estas  personas  construyen  su  vida  dependiendo  siempre  de  algo  (más)  que  los  otros  

le   deben  dar.  De   esta   forma   se   las   ingenian  para   sentirse   siempre  decepcionadas   y   frustradas.  De  

vuelta  al  sufrimiento.  ¡Si  yo  tuviera  una  escoba,  cuántas  cosas  barrería!  

•  «Todo  el  mundo  tira  de  mí  y  tengo  que  servir  para  todo.»  

•  -­‐Otra  versión  de  «Todo  lo  hago  por  vosotros.»  Yo  no  pido  nada  a  nadie,  me  lo  soluciono  todo  sola  y  

cuando  no  puedo  más,  me  dejan  tirada,  nadie  se  acuerda  de  mí.  Viven  su  posición  de  víctima  como  

salvadoras.  Servir  o  ayudar  o  sacrificarse  por  los  demás  y  continuar  quejándose.  ¡Con  lo  sano  que  es  

decir  «no»  de  vez  en  cuando!  

•  «He  nacido  para  trabajar.»    

•  -­‐Lo  peor  no  es  eso,  lo  peor  es  que  luego  no  se  me  reconoce.  Y  además  me  toca  oír:  trabajas  porque  

te  gusta  y  aún  te  quejas.  

•  «No  puedo  más.»  

•  -­‐Pero  sigo  y  sigo,  es  lo  que  debo  hacer,  hasta  que  no  puedo  más  y  así  se  enteran  de  que  existo  y  no  

puedo  más.  La  víctima  trabaja  y  trabaja,  porque  su  recompensa  es  doble:  por  un  lado,  la  satisfacción  

personal  del  deber  realizado  y,  por  otro,  la  posibilidad  de  quejarse  por  su  gran  cansancio.  Sugiérele  

que  no  trabaje  tanto.  Ya  me  dirás  lo  que  contesta  y  lo  que  hace.  

•  «Todo  me  sucede  a  mí.»  

•  -­‐La  vida  se  ha  cebado  conmigo.  Soy  gafe.  Todo   lo  malo  me   toca  a  mí.  Esta  personita  vive  su  vida  

desde   la   injusticia.   Se   puede   juntar   con   otros   igual   de   desdichados   para   unirse   a   su   clamor   y  

superarles   en   desgracias.   De   juntarse   con   alguien   a   quien   la   vida   le   sonríe   (porque   se   lo   ha  

trabajado),  surgen  los  celos  y  una  nueva  excusa  para  sentirse  perdedor,  incluso  hará  lo  posible  para  

desmerecer  el  éxito  de  otros.  

•  Kalimero.    

•  -­‐Esta   pequeña,   indefensa,   sincera,   suave,   débil,   frágil   y   vulnerable   víctima,   ¡no   es   así!  

Inconscientemente   se   ha   reprimido   y   maquillado   para   ocultar   lo   que   es:   una   persona   exigente   y  

tirana.  Bajo  el  disfraz  de  la  ingenuidad,  siente  una  gran  admiración  por  quienes  aparentemente  son  

todo   lo   opuesto.   Si   conoces   algún   caso,   ¡peligro!   En   algún  momento   le   será   insoportable   rivalizar  

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contigo  y  aparecerán  la  agresividad,   la  decepción,  el  odio  y  el  rencor.  Eso  sí,  siempre  enmascarada  

detrás  de  buenísimas  intenciones.    

•  «No  me  quejo  de  nada  ni  de  nadie.»  

•  -­‐Esas   amigas   que   sabemos   que   sufren   y   sufren   y   van   de   heroínas.   No   se   permiten   el  

reconocimiento   de   sus   sentimientos   reales   y   no   los   comunican.   ¿Para   qué?   si   tienen   la   razón   y  

encima   los   otros   no   siempre   se   la   reconocen.   No  merece   la   pena   hablar.   Encontrar   en   los   demás  

puntos   de   frustración   es   su   deporte   favorito,   pues   de   esta   manera   olvidan   los   suyos.   Se   siguen  

refugiando  en  su  razón  y  en  su  sufrimiento,  convierten  su  vida  en  un  refugio.  Echarle  la  culpa  al  otro  

sigue  siendo  lo  más  fácil,  lo  difícil  es  plantearse:  ¿qué  he  hecho  yo  para  que  me  suceda  esto?  Tienen  

tendencia  a  refunfuñar  y  criticar  todo  lo  que  está  a  su  alcance.  Lo  que  es  azul  debería  ser  gris,  la  casa  

nunca  está   lo  suficientemente   limpia,   la   lluvia  molesta  y  el   sol  estropea   la  piel.  Nada  está  del   todo  

bien.  

•  «Yo  lo  conseguiré.»  

•  -­‐Son  las  grandes  víctimas  que  soportan,  sufren  y  aguantan  situaciones  muy  conflictivas,  penosas  y  

dolorosas.  Desde  el  exterior  siempre  se  las  define  como  «La  pobre,  qué  mala  suerte  ha  tenido»,  pero  

el  placer  de  estas  personas   reside  en  el  gran   reto  de  «Lo  conseguiré,  yo  podré  con  todo   eso  y   con  

más».  El  sufrimiento  es  como  una  cruz  que  deben  aprender  a   llevar,  y  a  cambio  el  gran  premio,  el  

gran  reto  de  su  vida,  ser  mejores  que  nadie.  

 

¿Ya   te   has   desahogado?   Pues   ahora,   enfréntate   a   la   verdad:   cuando   dices   pobre   de   mí   y   te  

estancas  en  esa   frase,   lo  único  que  haces  es  dejar  en  manos  de   los  demás   la  responsabilidad  de   tu  

infelicidad   y   de   tu   enfermedad   (si   la   tienes).   Al   culparles  de   tus  males,   tú   puedes   seguir   viéndote  

como  la  buena,  la  inocente...  hasta  la  heroína,  pero  sigues  siendo  la  víctima.  Aunque  no  te  lo  parezca,  

es  más  fácil  vivir  así  que  llevar  las  riendas  de  tu  vida,  asumiendo  tus  propios  errores.  

Volvamos  a  Laura.  Necesité  de  algún  tiempo  para  descubrir  que  una  parte  muy  importante  de  

mí  era  el  eterno  quejido.  Yo   iba  por   la  vida  como  una  auténtica  víctima.  Como  el  pollito  Kalimero,  

siempre   lloriqueando   por   mi   mala   suerte.   Como   has   podido   comprobar,   era   capaz   de   elaborar  

teorías   increíbles   y   convincentes,   razonarlas,   justificarlas,   historiarlas,   hasta   documentarlas,   pero  

siempre  para  demostrar  que  mi  queja  estaba  justificada.  

¿Conoces   a   alguien   que   tenga   alguno   o   varios   de   los   rasgos   anteriores?   ¿Tal   vez   tú?   No   te  

avergüences.  Si  Laura  aprendió  a  entenderse,  tú  también  puedes.  Es  el  momento  de  que  decidas:  si  

quieres  tú  también  puedes  aprender  a  coger  las  riendas  de  tu  vida  para  conducirlas  tú.  Pero,  si  optas  

por  seguir   igual,  es  decir,  dejando  que  tu   inconsciente   te   lleve  por  donde  él  quiera,  entonces  no  te  

lamentes.  

Puede  que  en  este  momento  vuelvas  a  pensar  que  tú  de  víctima  nada  de  nada,  y  que  además  sea  

totalmente  cierto:  la  posición  de  víctima  no  es  universal  ni  única.  Hay  otras  variantes:  

 

•  -­‐Se   puede   ir   de   protectora,   de   «mamaíta»   con   los   amigos,   con   el  marido,   con   la   vecina,   con   los  

hermanos  y,  cómo  no,  con  los  hijos.  

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•  -­‐Se  puede  ir  de  caprichosa,  de  «hijita  mimada»,  a  la  que  todos  deben  consentir  y  seguir  mimando.  

•  -­‐Se  puede   ir  de   intolerante,  prepotente,   fuerte  y  enérgica,   consiguiendo  siempre   tener   la   razón  y  

decir  la  última  palabra.  

•  -­‐Se  puede  ir  de  culpable,  sintiéndote  malísimamente  mal  y  creyendo  ser  el  elemento  de  la  discordia  

siempre.  

•  -­‐Se  puede  ir  de  guapa,  altiva  y  presumida.  De  esas  que  parecen  recién  sacadas  de  un  escaparte.  

•  -­‐Se  puede  ir  de  pasota:  «Todo  me  da  igual.»  Pareciendo  las  más  felices  y  despreocupadas,  pero  ¿lo  

son?  

•  -­‐Se  puede  ir  de  ingenua.  La  que  parece  no  saber  nada  y  sabe  mucho  más  de  lo  que  parece.  

•  -­‐Se  puede  ir  de  controladora.  Sólo  tú  sabes  cómo  se  deben  hacer  bien  las  cosas,  por  eso  lo  has  de  

controlar  todo  y  a  todos.  

•  -­‐Se  puede  ir  de  sabelotodo.  Cualquier  tema  que  surja  tú  serás  la  que  más  sabe,  los  demás  no  están  

al  día,  no  se  informan  lo  suficiente,  no  tienen  interés,  en  cambio  tú  eres  perfecta.  

•  -­‐Se  puede  ir  de  comprensiva,  buena,  simpática  y  encantadora.  ¿Lo  eres  de  verdad?  ¿O  te  cuesta  un  

verdadero  sacrificio?  

•  -­‐Se   puede   ir   de   sincera,   bocazas,   altruista,   trabajadora   y   honrada.   ¿Cuántos   disgustos   te   ha  

costado?  

•  -­‐Se  puede  ir  de  imprescindible.  Ser  necesaria  a  los  demás  es  lo  que  más  te  reconforta.    

•  -­‐-­‐Se  puede  ir  de  tímida,  calladita,  con  cara  de  no  haber  roto  un  plato  en  la  vida  ni  levantar  jamás  la  

voz,  pero  ¿cuántos  dolores  te  ha  costado  tener  la  vajilla  entera?  

 

Se   puede   ir   por   la   vida   de   muchísimas   formas   diferentes.   O   se   puede   ser   una   combinación  

perfecta   de   casi   todas   las   anteriores.   ¿Cuál   es   tu   caso?   Averígualo   y   sabrás   algo  muy   importante  

respecto  a  ti  misma.  Quizá  ahora  estés  pensando:  «Ni  que  fuera  tan  fácil.»  Y  no,  lo  admito,  no  lo  es,  ya  

te  he  explicado  lo  que  le  costaron  a  Laura,  bueno  a  mí,  todos  estos  descubrimientos  y  los  que  están  

por  venir.  Pero  si  continúas  conmigo  tú  también  avanzarás.  

 

Una tarde después de recoger a la niña en el parvulario, me la llevé a un parque

cercano, acompañada de otras tres madres con sus hijos. Mientras jugaban, nosotras le

dábamos al palique. Empezaron a quejarse de lo muy difícil que resulta ser madre de

varios y más cuando todos reclaman atenciones a la vez. Yo, como sólo tenía a Mónica, me

dediqué a escucharlas. Me interesaba mucho porque me estaba planteando ir a por otro.

Rosa explicó que su hija Cristina había sido una niña perfecta: guapa, lista, simpática,

dormilona, buena comedora, siempre jugando y sin apenas llorar. Sin embargo, la historia

fantástica se vino abajo al nacer su segunda hija: entonces, Cristina se volvió huraña,

introvertida y dejó de comer. Rosa no entendía muy bien por qué. El pediatra le quitaba

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importancia, aseguraba que la niña crecía dentro de los parámetros normales y que como

era una cuestión de celos, con el tiempo se le pasaría. En el cole decían que se portaba

bien, que comía y seguía el ritmo normal. Eso aún confundía más a Rosa, porque en casa

la niña no era la de antes: se quedaba en una esquina, sola y triste, si le decían algo en

lugar de reír se enfadaba, y la hora de comer se convirtió en una historia interminable.

Rosa lo contaba con evidente angustia. Ella y su marido trataban de no mimar a la recién

nacida para paliar los celos de la mayor, pero entonces se sentían culpables con la

pequeña. Total, que estaban hechos un lío. Por descontado que a la historia de Rosa se

sumaron las de las otras mamás, y ninguna tenía un ápice de desperdicio. Pero a mí me

impactó la de Cristina.

De camino a casa, me asaltó una imagen olvidada de mi infancia: de pronto me vi en

una esquinita de mi habitación, llorando, y a mi madre intentando que le dijera algo. No,

no decía nada. No quería hablar. Después de oír el relato de Rosa, y de mi efímera visión,

sentí un gran cariño por mi madre y tremendamente culpable por todas las veces que la

había acusado de no quererme cuando nació mi hermana.  

Imagina  que   llegas   al   cine   tarde   y   la  película   ya   está   empezada.   ¡Seguro  que   alguna  vez   te  ha  

pasado!  La  sensación  de  no  entenderla  del   todo  te  acompaña  durante   la  proyección  a  pesar  de  tus  

esfuerzos  para  coger  el  hilo.  Entiendes  que  te  faltan  datos  y  por  eso  no  terminas  de  captarla.  Ahora,  

sigue  imaginando  que  tú  eres  la  protagonista  de  esa  película:  para  entender  el  porqué  de  todas  tus  

reacciones,  por  qué  eres  de  una  manera  y  no  de  otra,  por  qué  te  han  sucedido  unos  determinados  

sucesos  y  no  los  que  hubieras  deseado  y  por  qué  tantas  y  tantas  cosas,  necesitas  igualmente  empezar  

desde  el  principio,  verla  desde  el  inicio.    

¿Y  dónde  está  el  inicio  de  tu  película?  Cuando  naciste  o  tal  vez  ya  antes  por  todo  lo  que  te  han  

contado.   Dicho   de   otro  modo:   tu   vida   empezó   contigo   o   ya   tenía   sentido   en   tus   padres   y   en   tus  

abuelos.  Todos  ellos  también  están  en  la  película  de  tu  vida  y  sus  papeles  influyen  en  el  desarrollo  de  

tu  papel.  

En  la  película  de  Laura  —la  mía—,  el  recuerdo  olvidado  de  su  infancia  le  ayudó  a  saber  un  poco  

más  sobre  su  forma  de  ser.  Le  volvieron  a  la  memoria  las  imágenes  de  su  familia  estusiasmada  por  la  

belleza  de  la  niña  que  acababa  de  nacer,  o  sea,  su  hermana  Julia,  y  el  dolor  que  eso  le  causó.  A  partir  

de  aquel  instante  Laura  sintió  que  no  la  trataban  igual.  Todo  lo  que  hasta  entonces  había  hecho  para  

ser   la  mejor   hija   para   sus   padres,   no   le   había   servido.   La   enana   sin   necesidad   de   hacer   nada   era  

mejor  que  Laura   ¡y  mucho  más  guapa!  Ella  se  sintió  atacada  por  alguien  minúsculo  que  sólo  sabía  

llorar  y  aun  así  acaparaba  la  atención  de  todos.  Pobre  Laura.  

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Dejó   de   hablar,   se   calló,   enmudeció.   Posiblemente,   esa   fue   su   primera   queja,   su   manera   de  

defenderse.   No   tenía   palabras,   ni   sabía,   ni   podía   explicar   sus   sentimientos.   Así   que  

inconscientemente  encontró  la  salida.  A  partir  de  ese  día,  sus  abuelos,  sus  tíos  y  hasta  sus  padres  le  

volvieron  a  prestar  atención.  No  era  la  más  guapa,  pero  sí  la  que  más  problemas  les  daba.  Consiguió  

que  la  miraran,  atendieran,  escucharan,  mimaran,  o  sea,  consiguió  que  la  quisieran.    

Ese  fue  el  inicio  de  su  forma  de  ser.  La  culpable:  su  hermana.  La  víctima:  Laura.  Y  el  medio  para  

conseguir  salirse  con  la  suya,  que  los  demás  la  vieran  como  la  pobrecita  y  la  atendieran:  un  síntoma,  

que  en  su  caso,  fue  quedarse  muda.    

Sin  embargo,  después  de  todo  lo  que  has  aprendido  sobre  el  victimismo,  ¿no  te  parece  que,  en  

realidad,   las  víctimas   fueron  su  familia  y  Laura  el  verdugo  que  las  castigó?  En  definitiva,  esa  fue   la  

forma   que   Laura   encontró   para   pedir   amor,   ayuda,   cariño,   reconocimiento,   atenciones,   mimos,  

caricias,  ser  escuchada  y  ser.  Y  se  convirtió  en  su  forma  de  vivir.  Si  en  su  papel  de  víctima  lograba  

todos   esos   placeres,   ¿por   qué   renunciar   a   serlo?   Y   así   siguió   hasta   que   la   vida   la   enfrentó   a   un  

síntoma  tan  angustioso  —su  alergia—  que  le  obligó  a  indagar  acerca  de  sí  misma.  

Al  igual  que  el  amor  y  el  odio  son  las  dos  caras  de  una  misma  moneda,  el  placer  y  el  sufrimiento  

van  unidos.  ¿Te  acuerdas  de  las  palabras  ale-­‐g-­‐r-­‐ía  y  ale-­‐r-­‐g-­‐ia?  Es  cierto  que  a  Laura  el  ir  de  víctima  

le  comportaba  el  placer,  la  alegría,  de  tener  a  los  demás  siempre  pendientes,  pero  también  es  verdad  

que  sufría  y  eso  acabó  pasándole  factura:  la  alergia.

Al llegar a casa, la portera se asomó a saludarme: «¿Qué tal la tarde? ¿Han estado en el

parque?»

«Sí, y muy bien. Y usted, ¿qué tal anda?» Ya me la conocía. Siempre que cualquier

vecino entraba o salía, Milagros dejaba lo que estuviera haciendo para entablar

conversación. Me daba pena y le dedicaba un ratito.

«No muy bien, me siguen doliendo mucho las rodillas. Ayer tomé un medicamento

nuevo que me recetó un especialista recomendado por la portera del 264. No sé si me

hará algo.»

«Mujer, tenga fe.»

«No sé, no sé. El tiempo de esta ciudad no me sienta bien, hay demasiada humedad.»

Como siempre, la portera conseguía que yo y otros vecinos le dedicáramos un ratito a

su dolor de rodillas. Así de sencillo. Ella conseguía un poco de atención. La

escuchábamos. Era su forma de pedirnos un poco de cariño, gratitud, amor y compasión.

Milagros llenaba su vida con sus dolores, sus quejas y nuestros saludos. Cuando se jubiló,

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no se quiso ir de la escalera, se quedó a vivir allí, a pesar de que el clima de la ciudad no le

sentara bien. Por algo sería.

Al  igual  que  yo,  Milagros  pretendía,  a  través  de  un  síntoma  o  de  un  lamento:  

 

•  -­‐Quejarse  y  que  la  escucharan.  La  sociedad  presta  gran  atención  a  las  víctimas.  Basta  mirar  el  éxito  

de  los  programas  donde  se  recrean  las  penas.  

•  -­‐Llamar  la  atención  y  de  este  modo  obtener  consuelo  de  las  almas  caritativas.  

•  -­‐Culpabilizar  a  los  demás:  el  tiempo,  la  ciudad,  el  vecino,  la  comida,  el  hijo,  la  hermana  o  la  suegra.  

Cualquier  cosa  o  persona  sirve  para  nuestro  propósito.  

•  -­‐Sentirse   superior   y   con   la   razón   de   su   parte,   bajo   la   apariencia   de   la   buena   fe.   Ni   siquiera   los  

médicos  saben  lo  suficiente  para  calmarles  su  dolor.  ¿Y  qué  decir  de  la  farmacéutica?  

•  -­‐Manipular   la   información   según   sus   criterios   y   deseos.   El   fisioterapeuta   me   ha   dicho   que   no  

vuelva,  no  tengo  solución.  

•  -­‐Traspasar  el  malestar  a  la  familia.  No  tengo  nada,  no  os  preocupéis,  ¡no  me  hacéis  ningún  caso!  

•  -­‐Inconscientemente  se  establece  una  gran  resistencia  al  éxito.  No  sabemos  ser  felices  o  no  hemos  

aprendido  a  serlo  de  otra  manera.  

•  Inconscientemente  la  víctima  se  convierte  en  verdugo  de  los  que  la  rodean.

Se aproximaban las vacaciones de Semana Santa y a Luis le había surgido un inesperado

viaje de empresa. En cuanto lo supe, llevé sus trajes favoritos a la tintorería. Debía ir a

buscarlos el día anterior a su partida. Esa tarde le pedí a Luis que me acompañara a hacer

varios recados y, de paso, a recoger su ropa. «No quiero otro lío con la grúa», le expliqué.

Su cara de incredulidad me dejó atónita. Se negó en redondo a acompañarme. «Pues

entonces recógelos tú y yo hago el resto», le dije. Pero tampoco. Entramos en una larga

discusión en la que ninguno conseguía hacer entender al otro lo que quería hacer y por

qué. Acabamos la pelea con un portazo y sin hablarnos. Yo me metí en la cama llorando y

sin cenar, y me vengué no haciéndole la maleta como otras veces y ni siquiera me despedí

cuando se marchó al día siguiente. Me invadían la ira, la rabia, el odio y la impotencia.

Si lo único que había pretendido es que Luis fuera bien vestido a sus reuniones y me

había esforzado por conseguirlo, ¿por qué había sido tan estúpido? Sus motivos para no

recoger sus trajes no eran tan importantes como los míos. No había querido complacerme

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y yo eso no lo soportaba, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de algo para él.

¡Qué se había pensado!

Durante los dos primeros días no pude zafarme de esa idea. Yo era buena y él malo.

No contesté a ninguna de sus muchas llamadas telefónicas y la segunda noche soñé que el

avión en el que iba se estrellaba. Me desperté sobresaltada, pero al recordar el sueño no

sentí ninguna compasión. Mi rabia no había decrecido ni un ápice, no podía sentir amor, ni

cariño. Estaba realmente furiosa. «Me las pagarás.»

Ese estado de ira e indignación me duró un día más y después me fui apaciguando hasta

acabar envuelta en lágrimas, pero esta vez por el motivo opuesto. Estaba muy triste y me

sentía muy culpable de que Luis se hubiera ido enfadado, afligido, solo, con la maleta mal

organizada y sin un beso de despedida. El sueño del avión se convirtió en pesadilla. ¡Si le

llega a pasar algo no me lo hubiera perdonado nunca! ¿Y todo esto por unos malditos

trajes y la tintorería?

Me costó darme cuenta de que, inconscientemente, había vuelto a actuar como

víctima, porque ahora no me había quejado de nada, todo lo contrario, sólo lo hacía por

él. Sin embargo cuanto más lo pensaba, mas percibía el gran placer que yo obtenía siendo

la mujercita perfecta que hace que su marido vaya pulcro, guapo y estupendo para envidia

de los demás. Entendí de qué otra manera tan diferente había aflorado mi victimismo.

Necesitaba urgentemente que Luis volviera para disculparme.

Y volvió. Volvió igual de cabreado que se fue. A su llegada a casa, el beso de

compromiso en la mejilla y el «hola» daban a entender que durante su ausencia no me

había echado en falta. Los últimos dos días ni siquiera me había llamado. ¡Ya no me quería!

Las primeras horas fueron un témpano de hielo que ninguno de los dos rompía. No me

decía ni palabra. Al final decidí preguntarle: «¿Qué tal las reuniones? ¿Qué tiempo habéis

tenido?» Luis se limitó a contestar: «Bien, todo muy bien.» Mi intuición era cierta: todavía

continuaba enfadado.

Yo necesitaba hablar sobre lo sucedido y hacer las paces, por lo que empecé a

explicarle todos los estados por los que había pasado, intentando justificarme. Y reconocí

que no tenía ninguna razón importante para no haberle cogido el teléfono, teniendo en

cuenta que además llamaba desde otro país. Luis no conseguía entender que el simple

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hecho de no apetecerle ir a recoger los trajes me hubiera desencadenado semejante

cabreo: «Si total, tenía otros para llevarme, ¿por qué tenían que ser aquellos? Yo quería

echarme la siesta contigo, estar tranquilo y relajado antes de afrontar una semana de duro

trabajo. Y entonces tú te pones histérica, que no hay quien te aguante, me montas un

numerito de circo por una tontería de trapos y me fastidias el viaje. ¡Y encima ni coges el

teléfono! Yo sin saber nada de la niña ni de ti, y a miles de kilómetros. Y a ti ni te

importaba saber si había llegado bien. Si llego a tener un accidente aéreo te enteras por la

tele. ¡Eres la hostia! Y ahora pretendes que haga ver que no pasó nada. Llego y te

encuentro amable, cariñosa y tierna como si tal cosa. Sois imprevisibles las tías. ¡No hay

quien os entienda! ¿Crees que puedo olvidarlo con tanta facilidad? ¿Tanto cuesta que

comprendas que antes de viajar me gusta estar tranquilo? y en lugar de respetar eso, vas y

me organizas la tarde de paseo y a recoger trajes. ¿Tan importante era para ti? No lo

entiendo y no te entenderé jamas. Luego decís que sois muy sencillitas.»

Yo sólo pude contestar: «Sí, cariño, no sé lo que me pasó, perdóname.» Me acerqué y

le besé tiernamente mientras las lágrimas me rodaban por la cara. Dios mío, qué culpable

me sentía. Una vez más Luis tenía razón. Suerte que para espiar mi culpa me quedaban las

vacaciones de Semana Santa, en las cuales le demostraría lo buenísima que era.

¿Qué   había   sucedido?   En   dos   palabras:   no   soporté   que   Luis   no   reconociera   mi   esfuerzo   y  

convertí  su  negativa  a  recoger  los  trajes  en  un  drama  shakespeariano.  ¿Te  has  dado  cuenta  con  qué  

facilidad  pasaba  de  ser  víctima  y  los  demás  culpables,  a  ser  yo  la  culpable  y  los  demás  mis  víctimas?    

Vamos   a   repasar   punto   por   punto   lo   que   ocurrió.   (¿Quién   es   la   guapa   que   nunca   se   ha   visto  

envuelta  en  una  escenita  parecida?  Pues  toma  nota.)  

•  -­‐Yo   quería   hacer   aquello   (por   su   bien)   y   no   toleré   que   se  me   contradijera.   Bajo   la  mejor   de   las  

intenciones  se  esconde  la  caprichosa.  

•  -­‐Cuando  Luis  se  negó  a  cumplir  mis  deseos,  lo  culpabilicé,  porque  no  entendía  que  lo  había  hecho  

por  su  bien.  

•  -­‐Yo  creía  tener  la  razón  y,  si  uno  piensa  así,  difícilmente  escucha  los  razonamientos  de  los  demás.  

La  mía  es  la  más  importante.  

•  -­‐Fui  incapaz  de  resolver  mi  contrariedad  con  un  poco  de  mano  izquierda,  equilibrio  y  sentido  del  

humor.  

•  -­‐Dramaticé  y  aboqué  al   fracaso  la  posibilidad  de  un  entendimiento.  Me  encerré  en  mí  misma  y  ni  

me  despedí  de  él.    

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•  Sentimiento  de  pobre  de  mí.  La  incomprendida.    

•  -­‐Ante   la   impotencia   y   la   contradicción   se  produce  una  descarga  de   energía  digna  de   las  mejores  

centrales  eléctricas.  Rabia,  ira,  odio,  arrogancia,  agresividad  y  desesperación.  No  parecen  emociones  

propias  de  una  posible  víctima,  sino  de  un  auténtico  verdugo.  

•  -­‐Mi   comportamiento   enmascaraba   el   gran   placer   inconsciente   que   me   daba   sentirme   la   mejor  

trabajadora,  ama  de  casa,  mujercita,  madre,  profesional,  organizadora,  etcétera.  

•  -­‐La   culpa   por   sentirme   tan  malvada   se   me   vuelve   en   contra   y   aparecen   los   remordimientos,   el  

miedo,  la  inseguridad,  la  culpabilidad  y  la  ansiedad.  ¡Si  soy  tan  mala  y  lo  descubre  ya  no  me  querrá!  

•  -­‐Necesito  volver  a  ser  buena.  Esa  es  la  lucha  interna  que  debemos  conocer  y  admitir  para  estar  en  

paz.   Recuerda:   todos   somos   un  poco   buenos   y  malos  a   la   vez.   Cuanto   antes   lo   descubrimos   antes  

podemos  actuar  de  otra  manera  o  solucionarlo  sin  llegar  a  convertir  los  acontecimientos  en  dramas.  

•  -­‐Le  pido  disculpas.  Es  imprescindible  para  el  que  lo  recibe,  sobre  todo  si  son  sinceras.  

•  -­‐Finaliza  la  obra  otra  vez  con  estrés.  Tendré  que  esforzarme  para  conseguir  su  perdón.  

 

Puede  que  pienses  que  no  te  pareces  en  nada  a  mí.  Está  bien.  Puede  que  sufras  en  silencio  y  que  

tu  cuerpo  de  momento  tampoco  te  dé  pistas,  entonces  para  qué  quejarte.  Hasta  puede  ocurrir  que  

hayas  decidido  que,  te  pase  lo  que  te  pase,  no  te  quejarás.  En  todo  caso,  cualquiera  que  sea  tu  actitud,  

esta  te  está  dando  pinceladas  de  cómo  eres  y  de  cómo  vas  por  la  vida.  ¡Piénsalo!  Y  añádete  en  mi  lista  (o  

sea  la  de  las  víctimas)  o  en  la  otra  (la  de  las  variantes),  y  no  decidas  nada  todavía.  Te  queda  mucho  libro  

por  delante.  Date  tiempo.  

Después de la última con Luis, inevitablemente volví a pensar en Clara. Pobrecilla,

toda la vida aguantándome y cómo la herí por teléfono. Tenía que llamarla para

disculparme. En el fondo, seguro que ella también tenía una historia como yo: ¿acaso su

madre no le había dicho siempre que la quería, pero que no fue una niña buscada? ¿Cómo

debió afectarle eso a Clara? Probablemente, esa era la causa de que, en el fondo, no

encontrara pareja con la que poder formar una familia (solía liarse con imposibles) y así no

tener que plantearse la opción de ser madre. Y yo voy y le pongo el dedo en la llaga. Me

comporté francamente mal. A veces conseguía ser peor que la madrastra de Blancanieves.

Ahora que lo veía claro, se lo explicaría a Clara. No la quería perder como amiga.

Además, incluso le daría las gracias, pues el retraso de aquel día y su plantón habían

servido para que hilvanase más mi historia y, finalmente, habían supuesto un adelanto. Ha

sido muy duro este pasaje, pero ahora que el nubarrón ha pasado, la claridad (de Clara)

me ilumina.

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Víc-­‐tima,  Víc-­‐tima,  Víc-­‐tima,  Víc-­‐tima.  

Tima,  tima,  tima.  

La  cuestión  no  es  lo  que  timas  o  times  a  los  otros,  sino  que  te  estás  timando  a  ti  misma.

V

Esos locos bajitos

«Los hijos son nuestra segunda oportunidad para aprender en la vida.» Qué razón

tiene el director del colegio de mi hija.

Antes de empezar a contarte algo sobre esos locos bajitos, mi memoria ya está

retornando al día en que nació la niña.

Esa noche, mi madre corrió tanto para llegar al hospital que incluso lo consiguió antes

que yo. Me acompañó durante la dilatación y en esos momentos no hay nada mejor que el

afecto maternal. Nadie como una mujer para entender a otra en circunstancias tan de

mujeres. Nunca olvidaré su compañía, su comprensión y su afecto en aquellos momentos.

Salvo por un detalle, cuando salí del atontamiento del parto y la anestesia, pregunté por

mi hija. «Está con su madre», respondió la comadrona. No reaccioné con toda la

clarividencia que hubiera deseado, pero algo no cuadraba: si era mi hija, ¿por qué no

estaba conmigo? ¿Por qué mi madre se la había llevado a la habitación? ¡Ni que la niña

fuera de ella!

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Me sentó tan mal, me dolió tanto que al tener a su nieta en brazos se olvidara de mí,

¡su hija era yo!, que tardé unos días en poder reflexionar sobre lo ocurrido. Luego empecé

a entender lo que realmente suponía el nacimiento de la mocosa. En unos segundos, la

abuela se había convertido en bisabuela, mi madre era ahora la abuela y yo había dejado de

ser solamente hija para ser también madre. En un instante real, todas habíamos cambiado

nuestro papel en la película, pero el tiempo mental que necesitamos para adaptarnos fue

algo mayor. Eso es justamente lo que le ocurrió a mi madre: ella, en un lapsus, pensó o ni

pensó, que era nuevamente la madre y la niña, su hija, y como yo estaba bien, hizo otro

lapsus y me dejó en la senda del olvido. Al fin y al cabo, yo era la responsable para bien y

para mal de todo el cambio de papeles.

Habían pasado tres años desde que nació Mónica y la idea de darle un hermano

empezó a rondarme con mayor fuerza. A pesar de las diferencias que siempre existieron

entre Julia y yo, los recuerdos de mi infancia jugando con ella eran lo suficientemente

felices como para desear repetir la historia. Siempre fantaseé con la idea de tener dos hijos

y, naturalmente, hacerlo mejor que mi madre: no permitiría que los míos se acabaran

llevando mal.

A veces, miraba a las embarazadas, me volvía a imaginar con esa barrigota inmensa y

me descubría sonriendo. Otras, en cambio, me parecía una idea tan pesada como gordas

estamos durante nueve meses. Después miraba a Mónica y me acordaba de cómo me

afectó el nacimiento de Julia y las dudas me asaltaban: «¿Le gustará tener una hermana con

quien jugar? ¿O me odiará por destronarla?» Empecé a soñar de manera repetitiva: veía a

Mónica atravesar la calle corriendo, yo le gritaba, pero no me daba tiempo a cogerla y un

coche la atropellaba. Unas veces le rompía una pierna y otras la golpeaba en la cabeza. Me

despertaba sobresaltada, llorando desconsolada y la angustia me oprimía dolorosamente el

pecho. Luego pasaba una semana sin soñar y de repente se volvía a repetir el sueño, casi

idéntico: siempre le ocurría algo espantoso a la niña. Yo ya sabía que los sueños forman

parte de nosotros y tienen un significado, y además lo pasaba fatal cada vez que aparecía de

nuevo. ¿Qué me estaba ocurriendo?

Pensé que contárselo a mi madre me podría ayudar a entenderlo; ella había tenido dos

hijas y casi seguro le habría sucedido algo parecido. No tuve suerte: ella, como siempre,

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me dijo que eran majaderías mías: «¡Ay hija, cómo se te ocurre hacerle caso a esos sueños!

Ya sabes que los sueños siempre son cosas muy extrañas y que no suceden. Si lo que

quieres es tener otro hijo, eso es lo que cuenta, y la niña estará encantada, ¡ya lo verás!»

La verdad, no sé cómo se me ocurrió que ella pudiera entenderme.

La siguiente a la que pensé en acudir fue a mi hermana. ¿Qué me explicaría Julia?

Seguro que desde su sabiduría jurídica y su seguridad con respecto a todo, me contestaría:

«Laura todo el día estás rodeada de enfermos y enfermedades, no entiendo cómo pudiste

hacer esa carrera. ¡No me extraña que hasta sueñes con ello! Mira, esas ideas son absurdas,

quítatelas de la cabeza. Pasa de ellas.» Como comprenderás, la descarté.

Me quedaba Luis. Era mi marido, mi compañero, el padre de mi hija, ¡él me tenía que

entender! Se lo debía explicar. Si no le contaba a él mis miedos y mis indecisiones, ¿a

quién si no? Estuve toda la tarde ordenando en mis cajoncitos, imaginando cómo se lo iba

a decir y sus caras y respuestas.

—Luis, últimamente estoy soñando que a la niña le ocurren accidentes terribles y me

despierto sobresaltada y con mucha angustia.

—¿Qué? ¿Cómo dices?

—Pues lo que te he dicho. Esos sueños... la atropellan, le rompen la pierna, le

golpean la cabeza... De verdad, no sé por qué los tengo.

—Laura, te preocupas por todo. Deja a la niña en paz, que está muy bien. Es tu

imaginación que nunca para. Pero yo tengo la solución.

—¿Ah, sí? Pues dime, siempre he pensado que me enamoré de ti por tu facilidad para

encontrarle salidas a todo.

—Oye, tú y yo, cuántos días hace que no...

—¿Que no qué?

—No te hagas la ingenua, ya sabes a lo que me refiero. Siempre tienes excusas: «Luis,

estoy cansada», «Luis, no me apetece», «Luis, la cabeza», «Luis, estoy de mal humor»,

«Luis, estoy depre», «Luis, parece mentira que siempre pienses en lo mismo». Y ahora,

pa’ que no decaiga, ya tienes una nueva excusa: ¡los malditos sueños!

—Luis, no empecemos, no sé cómo se te ocurre pensar que un polvo es la solución a

todos los problemas.

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—Laura, un buen polvo evapora las malos pensamientos, limpia el cerebro y a

empezar de nuevo ¡que son dos días!

Sí, así era Luis. Podíamos hablar largo y tendido de muchas cosas, pero cuando yo le

contaba lo de mis agobios y mis angustias, él lo resolvía rápido: un polvo y asunto

arreglado.

Estaba claro que no podía enfocarlo así. Lo intentaría de una manera más sugerente.

Por ejemplo, acercándome con un bote de crema y mirada insinuadora: «Luis, cariñín,

cielo, estoy muy cansada, me duele todo, por favor hazme un masaje.» Como Mata-Hari:

información a cambio de sexo. Así igual conseguía que me escuchara. Pero, pensándolo

bien, seguro que no vería el tarro de crema, sino una pócima de sex-shop y directamente

querría lo segundo. Además, a la que le dijera «y de paso hablamos», me miraría con cara

de alucine y me contestaría: «Pero ahora, ¿de qué narices quieres hablar? Hay que hablar

menos y hacer más. Las mujeres, sieeeempre queriendo hablar.» «Luis, es que tengo unos

sueños horribles sobre...» «Basta, Laura, esas pesadillas tuyas se solucionan

sustituyéndolas con unos buenos sueños pornos. ¿Y sabes cómo se logran? ¿Te lo digo? ¿De

verdad lo quieres saber? Pues con una cena afrodisíaca y lanzándote salvajemente sobre mí.

¡Eso es lo que nos hace falta!, porque a este paso nos olvidaremos de cómo se hace.»

Era obvio: empezara por donde empezara, él acabaría siempre con el mismo tema. Así

que cuando llegó a casa esa noche opté por no decirle nada. Estaba cansada, muy cansada,

de haber pensado tanto e imaginado más todavía y sólo me faltaba que encima me saliera

de verdad con lo de un buen polvo ¡con las pocas ganas que yo tenía! No estaba por la

labor. Decididamente calladita estaría mucho más tranquila.

Durante un tiempo estuve muy ocupada asistiendo a cursos y coloquios de

psicoanálisis; había decidido que, además de alcanzar mi bienestar, deseaba dedicarme

profesionalmente a ello. No volví a pensar en un nuevo embarazo y tampoco se repitió el

sueño. Llegó la primavera —ya se sabe que la sangre altera— y, cómo no, se me alteró: la

idea de otro hijo volvía a rondarme y con ella, de nuevo los sueños. Una cosa empezaba a

tener clara: había una relación entre aquel sueño, en el cual le hacían daño a Mónica, y mi

deseo de engendrar. Las dos ideas aparecían siempre juntas. Valoré de nuevo la posibilidad

de comentarlo con alguien de mi familia y que me tranquilizara, pero acabé decidiendo

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que lo mejor sería explicárselo a Lucía: nadie mejor que ella para ayudarme, como otras

veces, a descifrar su significado.

Efectivamente había una relación. Mi infancia volvía a cobrar vida. «¿Qué significó

para ti el nacimiento de tu hermana?», me preguntó. Yo lo había vivido muy mal. A esa

edad, como cualquier hija única, yo era la reina de mi casa, la mejor, la más válida, nadie

ni nada me hacía sombra. Y la llegada de mi hermana Julia supuso que perdiera mi corona

y sintiera que yo no les bastaba, que no era suficiente para ellos.

Lucía me puso un ejemplo: cuando a alguien le trasladan de lugar o le echan de su

trabajo, se dice que no vale, que no es válido, para su puesto o que le han cortado la

cabeza y lo han sustituido por otro mejor. Mientras la escuchaba se me pusieron los pelos

de punta, me pareció tan escalofriante como el sueño. Sin embargo esa era mi pesadilla,

un accidente en el cual a Mónica le cortaban las piernas (la invalidaban) o la cabeza (la

destronaban). Para mí, el deseo de tener otro hijo iba unido al sentimiento de culpa por

traicionar a mi niña. Lo vivía inconscientemente como si la fuera a sustituir. Tal como yo

había vivido la llegada de Julia.

Pasaron unos cuantos días y me sentía como un monstruo, una asesina, una mala

madre, y además odiando a Luis, porque a él no le pasaban estas cosas. Poco a poco,

recordando parte de mi niñez y poniéndole palabras a mis sufrimientos de entonces y a mis

miedos de ahora (no quería hacerle a Mónica lo que mi madre me hizo a mí), mi

agresividad y el dolor fueron remitiendo y dejaron espacio para que creciera en mí el

deseo de volver a tener la barrigota sin sentirme tan culpable por la niña.

Un año y medio más tarde, era una mañana fría de primavera, nació mi hijo. ¡Por fin

un niño después de tantas mujeres! Mi padre casi enloquece y junto con mi marido se fue a

inscribirlo como socio de su club de fútbol, yo creo que incluso antes de ir al registro civil.

Querían un aliado más para ver partidos y con el tiempo lo consiguieron: el niño salió con

un balón en la mano y otro en el pie. Me alegré enormemente de poderle traer un chico a

mi padre. Había conseguido lo que mi madre y mi hermana no habían logrado. ¡Por fin era

diferente y les había ganado en algo!

Mi padre nunca nos había recriminado ni a Julia ni a mí que fuéramos mujeres, ni que

le hubiéramos dado sólo nietas (mi hermana acababa de tener una niña). Ni tan siquiera

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había insinuado jamás que le hubiera gustado tener un chaval. En cambio, si nos

preguntaban a nosotras cuál era su mayor ilusión, las tres (incluida mi madre) habríamos

contestado que tener un hijo varón. Son ese tipo de secretos a voces que nadie verbaliza,

pero están ahí.

El nacimiento del niño y el acomodamiento al papel de abuela ya no tuvo ningún

lapsus. Esta vez mamá sí que estaba preparada. Tanto ella como mi padre habían aceptado

de bastante buen grado esa tercera edad, lo que a mí me dio mucha tranquilidad.

No puedo decir lo mismo de Luis. Él estaba tan feliz con su princesita y su compañero

de pelota que en algún momento tuve la sensación de que si yo desaparecía del planeta ni

me echaría en falta. Con su trabajo, su dinero, su casa, sus amigos, su hijita y su nuevo

bebote, para qué necesitaba más. Además, mujeres hay un montón. Cuando se me pasaban

por la cabeza todas estas cosas, los celos se apoderaban de mí. Resulta que cuando más

cariño, ternura y mimos necesitaba él me creía tan fuerte, tan valiente y tan por encima de

todo que no me los daba. ¡Pobre de mí! ¡No!, ahora en este capítulo no toca. Esto se

supone que ya lo debería tener superado. Bromas aparte, empezaba a poderme reír de mí

misma y de algunos de mis pensamientos.

Con el nombre de la niña, no hubo discusión alguna: eligió Luis y punto. Fue mi

regalo. Él me dio unos pendientes con brillantes... bueno, brillantitos. El niño, sin

embargo, fue algo más conflictivo. Luis quería que se llamara como él, y cada abuelo que

llevara su nombre. Después de charlas y más charlas, de las que yo preferí retirarme,

acabaron escribiendo los tres nombres en sendos papeles y eligiendo uno al azar: lo cogió

Mónica. La suerte fue para mi padre. El bebote se llamó Víctor.

Si su llegada desencadenó una gran alegría en el bando masculino, a Mónica, tal y

como me temía, no le gustó tanto y eso que intentábamos hacerla partícipe de todo. La

niña tenía más o menos la misma edad que yo cuando nació mi hermana y la aparente

alegría que demostró tener al principio pronto se transformó en hostilidad. Hasta ese

momento fue una cría más o menos buena. Comía, jugaba, reía, lloraba poco y dormía. Su

adaptación al parvulario había sido correcta y su incipiente aprendizaje discurría dentro de

la normalidad.

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A medida que pasaban los días, sin embargo, su carácter fue cambiando. Casi

imperceptiblemente, pero yo sí que lo percibía. El resto de la familia me acusaba de

observarla demasiado, a pesar de lo cual había algo dentro de mí que me mantenía en

estado de alerta. Unos meses más tarde, en una entrevista del colegio, la maestra me avisó

sobre la posible aparición de «cierta dislexia». El psicólogo del centro le hizo algunas

pruebas y al finalizar nos convocó para una entrevista.

Ese día fuimos los dos: Luis y yo. Para tranquilizarnos, el especialista nos dijo que era

una niña muy inteligente y que, de momento, lo que tenía no era nada grave.

Simplemente tendríamos que seguir su evolución e ir viendo cómo lo resolvía: «En caso

de que no lo logre, buscaremos la manera de ayudarla.» ¡Qué doloroso es encajar los

reveses de los hijos! Nos fuimos deshechos y en silencio, cada uno sumido en sus

pensamientos.

A la mañana siguiente, Luis despertó con amigdalitis, con un gran dolor en la garganta

al tragar. Yo enseguida pensé que además de los virus, su orgullo de padre estaba por los

suelos y le estaba costando tragar no tener una hijita perfecta. Todos sus sueños con

respecto a Mónica, de que fuera la mejor abogado del país, se le vinieron abajo de golpe.

Le habían dicho que podría tener dificultades para aprender a escribir, y para él eso era

sinónimo de «no aprenderá jamás».

La pregunta que flotaba en el aire era: ¿por qué? ¿Por qué si estaba tan bien y era tan

inteligente, tan risueña y tan feliz, como todos decían, de repente tenía o podía tener un

problema de aprendizaje con las letras? Además con las letras: leer y escribir bien las

palabras.

En estos momentos, la angustia y la culpabilidad me impedían reflexionar, quizá no

había sido todo lo buena madre que me hubiera gustado. Se me ocurría que durante años

me había sentido una mala hija por haberles dado muchos problemas a mis padres y ahora

me veía como una mala madre. No tenía motivos reales para pensar que me estaba

equivocando con Mónica, pero no podía evitar sentirme así.

Uno tras otro, los recuerdos fugaces me devolvieron a mi infancia y eso me permitió

reconstruir mi historia desde una nueva perspectiva. Toda la familia estaba de acuerdo en

que yo dejé de hablar coincidiendo con el nacimiento de mi hermana, pero nadie se había

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dado cuenta de que esa fue mi forma de quejarme y llamar su atención cuando me sentí

destronada. Si yo, aun sin ser consciente, encontré la forma de recuperar parte del

protagonismo perdido, ¿por qué mi hija, ante el nacimiento de su hermano, no podría

estar quejándose de otra forma?

Claro, eso es lo que estaba haciendo Mónica. Todos pertenecíamos al mundo de las

letras: su abuelo paterno era entusiasta de la literatura y de la historia, mi padre, mi

hermana y mi marido, abogados, mi madre, enganchaba una novela tras otra, y yo, aun

siendo de ciencias, todo el día leyendo, estudiando y escribiendo. Ningún otro problema

nos hubiera alertado, preocupado y angustiado tanto como una dislexia. El síntoma

inconsciente de mi hija nos estaba dando una bofetada a todos: a sus abuelos, a su padre y a

mí.

Recordé de nuevo el sueño que tanto me había angustiado antes de quedarme

embarazada. Yo le había quitado su lugar de princesa y los demás con su pasión por Víctor,

no digamos. ¿Acaso ella no había sido una auténtica y maravillosa hija y nieta? Y a cambio,

¿qué había recibido como premio? Un enano que no hacía nada y se llevaba las caricias, las

risas, los regalos y el tiempo de mamá y de todos. El nacimiento de Víctor fue como un

nubarrón que ensombreció la alegría con la que siempre había brillado Mónica.

Ahora  no  todo  era  para  ella  ni  todos  nosotros  estábamos  únicamente  pendientes  de  ella  y,  para  

ser  sinceras,  eso  no  le  gusta  a  nadie.  A  ninguna  de  nosotras  nos  entusiasmaría  que  bajo  las  excusas  

más  ingeniosas  nos  trajeran  a  casa  a  otra  personita,  más  imbécil  y  que  encima  se  llevara  los  mimos  y  

las   atenciones  de   todos.   ¿Quién   es   la   guapa  que  no   reaccionaría  mal?  Pues,   esa   es   la   vivencia   que  

inconscientemente  tienen  nuestros  hijos  (o  nosotras)  cuando  vienen  uno,  dos  o  más  hermanos.  

Naturalmente,  estarás  pensando  que  entonces  es  mejor  tener  un  solo  hijo.  ¡Pues  no!  Tampoco  lo  

viven  bien  (nos  ocuparemos  de  ello  más  adelante).  Cuando  nace  un  nuevo  hermano  se  produce  un  

desplazamiento   para   dejar   lugar   al   recién   llegado.   Esto   puede   provocar   en   el   destronado   un  

retroceso  en  su  aprendizaje  o  en  sus  hábitos.  Por  ejemplo,  puede  volver  al  chupete  o  al  biberón  o  a  

no   controlar   esfínteres;   si   va   al   parvulario,   puede   negarse   a   ir,   sufrir   retraso   escolar,   no   querer  

relacionarse  con  otros  niños,  volverse  más  agresivo,  mostrarse  excesivamente  triste...  o  bien  pueden  

volver  las  enfermedades  que  había  tenido  de  bebé  o  coger  las  que  tiene  el  nuevo  hermano.    

Inconscientemente,  el  destronado  se  da  cuenta  de  que   todos  sus  esfuerzos  para  ganarse  a  sus  

padres   no   le   han   servido   de   nada.   Si   el   recién   nacido   toma   biberón   en   lugar   del   esfuerzo   que   le  

supone   a  Mónica   comer   todo   lo   que  mamá   le   da,   y   lleva   chupete   en   lugar   del   esfuerzo   que   le   ha  

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costado   a   ella   abandonarlo,   y   se   hace   pipí   encima   en   lugar   del   esfuerzo   que   le   ha   costado   a   ella  

controlarlo   tal  y   como  mamá   le  ha  pedido,  y  además  el   recién   llegado  no  habla  ni   anda,  ni  nada  y  

todos   le   sonríen,   le  miman   y   le   quieren,   la   pregunta   que   le   surge   a   la   niña   es   inmediata:   «¿Si   yo  

vuelvo  a  hacer  lo  mismo  que  el  bebé  me  querrán  igual  que  antes?  ¿De  qué  me  ha  servido  ser  tan  lista,  

tan  simpática  y  agradar  a  todos?  No  hay  reconocimiento  para  tanto  esfuerzo.»  

¿Te  parece  extraño?  No  lo  es.  Imagina  que  a  tu  trabajo  llega  un  compañero  nuevo  y  sabiendo  la  

mitad  que  tú  o  haciendo  la  mitad  que  tú  cobra  lo  mismo,  se  le  reconoce  más  y  lo  tratan  mejor  que  a  

ti.   ¿Qué   pensarías?   Tal   vez   que   te   toman   el   pelo   o   tal   vez   que   él   tiene   un   secreto   que   tú   no   has  

descubierto  o  que  más  vale  caer  en  gracia  que  ser  gracioso  o  que  vas  a  trabajar  peor  y  menos  para  

ser  tratada  igual  que  él  o  ella...  No  sé  lo  que  estarás  pensando,  pero  sea  lo  que  sea,  la  duda,  la  rabia  y  

la  impotencia  te  asaltarán  y  eso  que  tienes  bastantes  años  más  que  tu  hija/o  (o  la  niña  que  eras  de  

pequeña).    

Luis mejoró de su dolor al tragar, pero su estado de ánimo fue de mal en peor. Estaba

mucho más serio que de costumbre, con cara de pocos amigos y con un humor de perros.

Por cualquier nimiedad saltaba y se ponía como un energúmeno, como si la humanidad

tuviera la culpa de su rabia interior. Aparte de los típicos comentarios sobre el trabajo, se

negaba a hablar de nada más. Nunca era el momento oportuno o el tema adecuado. Lo

cierto es que aquel Luis era bastante diferente del otro al que estaba acostumbrada, que

afortunadamente era bastante más sociable.

Al principio pensé que tendría una mala racha laboral, pero si le preguntaba me

contestaba escuetamente que las cosas iban como siempre. Indagué por si se encontraba

mal y no me lo quería decir, pero tampoco era eso... y así fui descartando todas las

ocurrencias que imaginaba. Incluso llegué a pensar que estaba harto de mí, porque hasta

cuando me insinuaba en la cama él ni reaccionaba. Pero ¡si para él el sexo siempre había

sido la panacea! Seguro que tenía una amante, una de sus secres o tal vez alguna

compañera abogado como él y que, para colmo, sólo le contaría cosas estupendas. Así

cualquiera.

¿Qué le estaba pasando? ¿Sería la crisis de los cuarenta? Probablemente. Debía ser eso.

La temida crisis de los cuarenta, porque aquel no era mi marido. Francamente, yo estaba

hecha un lío. «Me temo que estoy descubriendo al otro Luis.» ¡Claro!, aunque hacía

tiempo que había descubierto y reconocido a la otra que había en mí, hasta entonces no se

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me había ocurrido pensar que Luis, con todo lo maravilloso que parecía, también podía ser

dos a la vez.

Para no empeorar las cosas intenté no entrar en ninguna discusión de las muchas que

él intentaba provocar: «¿No hay nada mejor para cenar?», «Siempre te dejas las luces

encendidas», «¿Para qué pago a Cristal si nunca me plancha las camisas?», «¿Tanto te

cuesta ponerle gasolina al coche?», «A ver si educas a tus hijos, que no hay quien los

aguante». Me sentía atacada como nunca antes por él, pero me daba cuenta y en vez de

enmudecer y enfermar, elegía callarme. Más de una vez le hubiera ladrado, pero la verdad

es que no sabía cómo podía reaccionar aquel otro Luis, del que desconocía casi todo. Era

como si viviera con un extraño.

Un sábado por la noche después de acabar con baños, biberones, cenas, llantos y

luchas para que los niños se fueran a dormir, viendo que Luis parecía algo más tranquilo,

decidí intentarlo de nuevo. Tenía que averiguar qué estaba sucediendo. No me preguntes

por qué, pero estaba casi convencida de que había otra mujer. Fuera lo que fuera debía

saberlo: «Luis, ¿quieres que hablemos de algo?» La voz medio me temblaba, pues temía

dónde podía desembocar aquella conversación.

—Ya estamos. A ver, ¿de qué quieres hablar ahora?

—Necesito saber de una vez por todas qué te ocurre. No eres el mismo.

—Laura, no empecemos; quiero estar tranquilo.

—Yo también quiero estar tranquila, o sea, que si tienes a otra, dímelo.

—Ahora no me montes un numerito. ¿De dónde has sacado que tengo a otra?

—Pues de tu actitud. ¿Es que no te das cuenta? Pareces otro, estás tan cambiado que

no sé qué pensar. Pasas de mí y de todo. ¿Cómo no voy a pensar que te gusta otra mujer?

—Mira, Laura, no siempre puedo estar contento. Estoy muy cansado, ¡harto de todo!

—Pero ¿de qué?

—¿Cómo que de qué?

—¿Estás cansado de mí? ¿De los problemas de la casa? ¿De tu trabajo? ¿De los niños?

¡Claro!, ahora lo veo, qué tonta he sido. Pobre Luis, está agotado por tantas

responsabilidades y se ha buscado a otra para que le alegre la vida.

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—Laura, no lo empeores. Yo nunca he sido un irresponsable y tú bien que lo sabes.

No vuelvas a decirme eso nunca más. Además, insisto: ¿a qué viene eso de la otra?

—Ya lo sabes. Llegas tarde de trabajar y agotado, apenas cenas, no dices ni palabra,

los fines de semana te encierras con tu ordenador, te vas a la cama y ni me miras, no te

importa si he ido a la pelu, si los niños están bien... No te importa nada y eso a los

hombres les sucede cuando tienen a otra.

—Menuda película te has montado tu solita. Pues, ¿sabes qué te digo? Que tienes

razón en una cosa: es cierto, es por otra.

Me lo soltó a bocajarro. Sin pensar. En ese momento el tiempo se detuvo. Me vine

abajo, sentí cómo mi mundo se hundía a mis pies, mi corazón latía desbocado y un nudo

me atenazaba la garganta mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. Luis, viendo mi

reacción, se dio cuenta de lo que había dicho y me abrazó con fuerza:

—Perdona, Laura, perdona. Lo he dicho mal. La otra es tu hija, me refería a la niña.

Sufro mucho por ella. Tú eres mi amor, cariño, perdóname. Lo siento, lo siento, no llores

más, por favor.

No sé lo que me sentó peor. Le hubiera matado y le grité:

—¿La niña? ¿Mónica? ¿Serás capaz...? ¿Cómo se te ocurre decirme que tenías a otra si

era la niña? ¿Sabes el daño que me has hecho? ¿Cómo has podido?

—Es que tienes una manera de decir las cosas que consigues sacarme de quicio.

Atacas a la mínima de cambio y no siempre te das cuenta. Lo siento, lo siento de veras.

Después de oírle, mi corazón me dio una tregua y respiré hondo. Aunque estaba

molesta, qué disgusto me había dado, Luis por fin se abría:

—¿Y por qué te preocupa Mónica?

—Desde la entrevista del parvulario... No sé por qué. Al fin y al cabo, dijeron que

todavía no hay ningún problema. Pero me siento fatal.

—Y si era eso, ¿por qué has estado callado todo este tiempo? ¿Por qué no me has

dicho nada?

—No quería preocuparte más de lo que siempre lo estás y pensé que lo mejor era

esperar.

—Esperar ¿a qué?

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—No lo sé, Laura, esperar.

¿Por qué los hombres creen que nos hacen un favor callándose? Cuándo se enterarán

de que nosotras queremos, aún mejor, necesitamos hablar. Él no era tan diferente a los

demás. Debía ayudarle, si quería recuperar al Luis de siempre. Era el momento de

explicarle lo que yo había descubierto:

—¿Crees que lo que le está pasando a la niña tiene que ver con el nacimiento de

Víctor?

—No lo sé, Laura. Me duele tanto lo de Mónica... Hasta ahora era increíble y muy

lista. El psicólogo me dejó hecho polvo y apenas pude prestarle atención. No acabo de

entender qué es eso de la dislexia. ¿Tú sí?

—Relájate un poco, ya verás cómo al final se resuelve. Además, igual no llega a tener

dislexia. Su dificultad para escribir bien las letras todavía no es grave. Es muy pequeña y

puede que sea una falsa alarma.

—¿Tú crees?

—Eso espero. Yo estos días me he acordado mucho de cuando nació Julia. Tú has

oído contar la historia a mi familia. Yo dejé de hablar justo cuando nació mi hermana y

creo que está relacionado con los celos que me provocó su llegada. Incluso ahora me

cabreo cuando ella me gana y es mejor que yo. Y tú, ¿te acuerdas de algo de cuando eras

pequeño?

—No, no me acuerdo. Pero ¿no estás exagerando un poco?

—No, Luis, escúchame. Los celos son lógicos y nuestra infancia influye en nuestra

forma de ser. Creo que hay que reconocer que no siempre somos tan buenos como

pretendemos. A veces yo soy mala y deseo ser mala.

—Pero ¿qué tiene que ver esto con la niña?

—Pues que no le ha gustado ni pizca que nazca Víctor y tener que oír todo el día que

ella tiene que ser muy buena, quererlo y cuidarlo mucho.

—¿Qué otra cosa le podemos decir?

—Pues no lo sé muy bien, pero quizá que lo pensemos, porque eso de «tienes que ser

muy buena» hasta a mí me pone de los nervios.

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—Claro, porque tú ya estás un poco de los nervios, no pretenderás que le digamos

que sea mala.

—Luis, esto es una conversación civilizada, acabémosla bien. No hay que decirle que

sea mala, pero tampoco exigirle que sea tan buena. Hay que dejarla tranquila, quererla,

escucharla y, poco a poco, aprenderá a vivir con uno más en la casa.

—Pero todo eso ya lo hacemos.

—Sí, pero reconóceme que desde que nació el niño, mi padre, el tuyo y hasta tú estáis

que no cabéis dentro de la camisa. Haciendo planes para él y hasta para vosotros, todos

juntos. ¿Qué crees, que ella no se entera?

—Bueno, no sé, no lo hacemos tan descaradamente como tú lo cuentas.

—¡Nooo, qué va! El otro día, durante el partido del Madrid-Barça, ¿a quién tuvisteis

en los brazos, hablándole de fútbol como si ya tuviera diez años?

—A ella cuando nació también la teníamos en brazos; ahora es más mayor y estaba

jugando contigo.

—Luis, no te digo que lo del niño esté mal hecho, sino que Mónica se da cuenta de

que antes todas esas atenciones eran para ella y el otro día ni la mirasteis. Parecíais una

piña todos juntos y aliados.

Luis me miró sorprendido. Su cuerpo se encogió y en su rostro se dibujó una mueca

de dolor:

—¿Cómo he podido ser tan imbécil? Pobrecilla. Laura, no dejes que vuelva a ocurrir.

La próxima vez, avísame por favor. Si es eso, no quiero hacerla sufrir. Intentaré

repartirme mejor para los dos. Haré cualquier cosa para que se cure. Pero tengo miedo. Y

si no mejora, ¿qué haremos?

—No lo sé, yo quería hablarlo contigo, porque en el fondo yo tampoco estoy

tranquila. Me siento mal por ella, al fin y al cabo, fue la primera hija, la primera nieta, la

primera sobrina... y creo que asumir que no siempre va a ser la primera es bastante duro.

Y, por si no bastara, también me siento culpable con el niño, porque pienso que él nunca

lo tendrá todo como lo tuvo ella cuando nació.

—Tampoco te pongas así, cada uno tendrá lo suyo e intentaremos dentro de lo

posible ayudarlos, pero tendrán que aprender a vivir con eso. Todos lo hemos hecho ¿no?

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—Sí. Y así hemos salido, ¿o ya te has olvidado de mis neuras una detrás de otra? Y ya

ni te hablo de lo escondidas que tienes tú las tuyas.

—Eso sí que no. A mis neuras ni las menciones, no vayan a volver. No empieces con

tus rollos de introspección. Dame un respiro.

—De acuerdo. Reconozco que por hoy ya has cubierto tu cupo.

—Mira que eres perdonavidas. Pero, bueno, ya que te pillo tan encantadora, ¿por qué

no te acercas un poco más? que con eso del parto y de la cuarentena y de los biberones...

Me tienes en dique seco y no sólo de hablar vive el hombre.

—¡Ah! y todo este tiempo, que parecías un trozo de hielo, ¿qué?

—Eso ya está olvidado, trae una copita de cava y vamos a brindar por mi supuesta

amante.

—Qué gracioso. Debería matarte. No me hagas algo así nunca más.

No  te  voy  a  decir  que  lo  que  le  sucedió  a  mi  marido  sea  lo  habitual,  pero  tampoco  es  tan  extraño.  

Los  hombres  al  igual  que  nosotras,  sufren.  Ellos  también  cargan  con  una  historia  particular  y  además  

se  creen  en  la  obligación  de  vivirla  en  silencio,  no  se  vaya  a  poner  en  duda  su  entereza  y  su  hombría.  

Analicemos  el  caso  de  Luis.  Por  un  lado,  se  encontró  con  el  disgusto  de  que  sus  sueños  respecto  a  su  

hija   podían   no   hacerse   realidad:   no   iba   a   ser   la   mejor,   tenía   un   problema,   su   princesita   no   era  

perfecta.  Y,  por  otro,  le  pesaba  su  historia  como  hijo.  Él  es  el  mayor  de  tres  hermanos.  Su  padre  es  un  

hombre   que   sabe   vivir   muy   bien,   pero   siempre   se   ha   desentendido   bastante   de   sus  

responsabilidades  familiares.  Por  ello,  siempre  ha  sido  Luis  quien  desde  muy  pequeño  ha  ayudado  a  

su  madre   a  ocuparse  de   los  otros  dos  o   a  hacer   frente   a   cualquier  problema.  Ante   la  más  mínima  

dificultad  o  cuestión  que   le  suponga  un  esfuerzo,  mi  suegro  se  desentiende  elegantemente  con  mil  

excusas  y  mi  suegra  se  apoya  en  Luis.    

Al   enfrentarse   al   problema   de   nuestra   hija,   más   el   nacimiento   del   niño,   Luis   revivió  

inconscientemente  de  nuevo  su  infancia.  Lo  mismo  que  yo.  Él  no  quería  ser  como  su  padre,  siempre  

lo  había  odiado  por  su   irresponsabilidad  y  Luis  siempre  había  destacado   justo  por  ser  mucho  más  

maduro   de   lo   que   correspondía   a   su   edad.   Sin   embargo,   en   esta   ocasión   lo   de   la   niña   le   había  

desmontado  provocándole  una  lucha  con  sus  dos  yos:  uno  quería  huir  del  problema,  pero  de  hacerlo  

se  parecería  a  su  padre  y,  por  tanto,  se  odiaría  a  sí  mismo;  el  otro,   le  empujaba  a  hacer   frente  a   la  

situación  para  seguir  siendo  el  más  responsable,  pero  eso  le  obligaba  a  enfrentarse  a  un  dolor  que  le  

superaba.    

Respecto  a   los  niños,  ambos  teníamos  nuestra  parte  de  razón.  Si   tú  eres  madre,  es   importante  

que  sepas  que  hagas  lo  que  hagas,  tu  hijo/a  deberá  ir  aprendiendo  a  adaptarse.  Y  si  le  suceden  cosas  

como  las  que  te  he  explicado  de  mi  hija  u  otras  diferentes,  plantéate  que  tal  vez  le  está  costando  un  

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poco  más   de   la   cuenta   asumir   su   nueva   situación,   por   lo   que   intenta   ayudarle   y   si   se   prolonga   o  

empeora  pide  consejo  profesional.  

Tal  vez  te  estés  preguntando  si  de  no  haber  nacido  Víctor,  Mónica  habría  tenido  un  principio  de  

dislexia   (o   cualquier   otro   problema).   No   se   puede   afirmar   ni   negar.   Nadie   lo   puede   saber.   El  

nacimiento  de  un  hermano  implica  la  pérdida  de  todo  lo  que  tenía  el  hijo  único  hasta  ese  momento  y  

no  es  fácil  aprender  a  renunciar  y  a  adaptarse  al  nuevo  lugar  en  la  familia.  Lo  mismo  sucede  cuando  

llega  un  tercero,  un  cuarto  y  así  sucesivamente.  Cada  uno  tendrá  que  pasar  por  ese  proceso.  

Si  no  nace  ningún  hermano,  es  decir  si  se  es  hijo  único  siempre,  se  pierde  igualmente.  Se  pierde  

la  posibilidad  de  aprender  a  compartir,  a  dividir,  a   renunciar.  Ese  niño  crece  sin  haber   tenido  que  

pasar  por  todas  esas  situaciones  en  familia  y  de  mayor,  cuando  tenga  que  enfrentarse  a  ellas,  deberá  

hacer  ese  aprendizaje.  Posiblemente,  de  ahí  la  mala  fama  de  los  hijos  únicos  («son  unos  caprichosos,  

mimados  y  malcriados»),  que  no  tiene  por  qué  ser  siempre  cierta.  En  principio,  si  lo  que  le  ocurre  a  

tu   hijo,   al   igual   que   a   Mónica,   no   es   grave   y   no   se   prolonga   en   el   tiempo,   te   recomiendo   tener  

paciencia,  observar  y:  

 

•  Dejarle  muy  claros  tus  sentimientos.  Le  ayudará.  

•  -­‐Hablarle   y   sobre   todo   escucharle,   mientras   compartes   sus   juegos,   sus   dibujos,   sus   libros...   Es  

posible  que  reproduzca  la  situación  por  la  que  está  pasando  y  eso  te  ayude  a  saber  más  de  él  y  de  ti,  

al  igual  que  nos  sucedió  a  Luis  y  a  mí.  

•  -­‐No  le  intentes  mimar  más  de  lo  que  hacías  antes.  Notará  que  estás  entrando  en  su  juego.  

•  No  le  mimes  menos,  pensará  que  no  le  quieres.  

•  -­‐Es  un  trabajo  de  atención  por  nuestra  parte.  Únicamente  hay  que  estar  atentas  e  intentar  conocer  

a   nuestros   hijos   antes   de   que   se   conviertan   en   verdaderos   desconocidos.   Algunos   niños   son  muy  

difíciles,   pero   las   claves   o   las   piezas   del   puzzle   no   están   muy   lejos   de   nuestra   propia   infancia.  

Búscalas.

Después de aquella charla con Luis, pasamos una temporada sin darle más importancia

al tema. Él recuperó bastante, no del todo, el buen humor y nos volcamos en nuestros

respectivos trabajos, reuniones y cursos. Necesitábamos desconectar del tema, pues a

ambos nos preocupaba en exceso. Además, mi suegra tuvo que ser operada de una prótesis

de rodilla debido a su artrosis galopante y eso hizo que yo, como médico, debía —

suponían todos los demás— estar más pendiente de ella y Luis, como era su hijito, pues ni

te cuento. Fue una temporada agotadora en la que hacíamos todo el día una cosa detrás de

otra como verdaderos autómatas, hasta que la siguiente reunión en el colegio nos sacó de

aquel estado y volvimos a contactar con la realidad.

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Acudimos de nuevo los dos. La niña seguía igual: no iba ni para adelante ni para atrás,

a pesar de lo cual creían que mejoraría pues por suerte repitieron que era muy inteligente.

Al salir miré la cara de Luis. Estaba pálido. Yo supongo que también. Cada uno lo estaba

intentando asumir a su manera. Yo me angustié mucho, supongo que porque imaginaba

que en esta reunión nos dirían que el problema estaba solucionado y todo resuelto, y Luis

tres cuartos de lo mismo, con lo cual el batacazo para los dos fue de padre y señor mío.

Pasaron varios días, en los que ninguno encaraba el tema. Yo sabía que no podíamos

esperar que un milagro lo resolviera. Debíamos hacer algo, así que me planteé de qué

formas podíamos ayudar a la niña a recuperar su protagonismo y así sentirse más querida.

Con decírselo no bastaba. Sinceramente, también me preocupaba que volviera el otro

Luis, por lo que nuevamente le asalté para hablar. Era un domingo por la mañana,

normalmente él se levanta antes que yo y sale a comprar el diario, y de paso trae unos

churros o lo que se le ocurre. Aquel festivo no se movió de la cama. Yo le había dado el

desayuno a los niños y estaban en su habitación más o menos calladitos. Cuando volví a la

nuestra, allí seguía Luis, metido debajo de las sábanas, sin ganas de salir al mundo real.

—¿Te pasa algo?

—¿Por qué lo dices?

—Hombre, son las diez, y sigues en la cama sin estar enfermo, no has comprado el

dominical ni el desayuno y no dices ni palabra.

—Estoy cansado, sólo eso.

—Otra vez con la misma historia. No, a mí no me engañas, hay algo más.

—Bueno, hay problemas en la oficina, con los ordenadores y muchas reuniones y esas

cosas.

—¿Sólo es eso? Venga, hombre, que nos conocemos, dímelo.

—Ya lo sabes, Laura. Es que no hay un momento de paz. Lo de Mónica... no me lo

quito de la cabeza.

—Total, que estás depre.

—No te pases, Laura. Las depres son cosa de mujeres. Yo de depre nada. Ves cómo

no se puede mantener una conversación contigo. Te cuento algo y ya estoy depre. Sólo

estoy cansado.

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—Yo también estoy cansada. Tú trabajas y sólo trabajas; en cambio yo trabajo y luego

tengo la casa y los niños. Hace semanas que no veo a mis amigas. Elena y Clara deben de

pensar que he desaparecido del planeta. Acabaré por perderlas.

—Para, Laura. Si empezamos a reprocharnos cosas no solucionaremos nada.

—Tienes razón. Se me ocurre que podríamos empezar por los domingos.

—¿Qué quieres decir?

—He pensado que cuando tú te levantes podrías vestir a la niña, que ya suele estar

despierta y te la llevas contigo. Ya veras qué cara de felicidad se le pone. Desde la primera

vez que nos hablaron del problema he estado dándole vueltas. Además, llevo tiempo

analizándolo con Lucía y hemos llegado a la conclusión de que esa sería una buena idea.

—Pero ir a comprar el periódico son diez minutos, ¿qué vamos a conseguir con eso?

—Exactamente no lo sé. Lo que sí sé es que se trata de que tú compartas algo con ella

y sólo con ella. Un ratito para los dos y nadie más. Le compras un cuento de esos con

pegatinas, con muchos dibujos y algunas letras, os vais a desayunar juntos a la granja de la

esquina y, mientras, la entretienes contándole la historia. Estoy convencida de que estará

encantada de estar con su papito, ella sola, sintiéndose la reina. ¿O acaso no te has dado

cuenta de cómo te mira?

—Pues no me parece una mala idea.

—Y, fíjate, de esa forma con un poco de suerte, asociará las letras, los cuentos y el

aprender a leer con un ratito genial con su papá. Creo que resultará. Ya verás. Y ahora,

levántate de la cama y empieza a ponerlo en práctica.

—Laurita, eres genial cuando te lo propones, pero te falta una cosa.

—¿Qué?

—Un beso para mí. Que a veces parece que sólo existan los niños.

—Ven aquí, cariño, ¡que te vas enterar!

Esta nueva estrategia empezó a dar sus resultados. Mónica esperaba el domingo como

agua de mayo, se le iluminaba la cara cuando su padre la empezaba a vestir para llevársela

y siempre volvía a regañadientes. Meses después en el colegio empezó a hacer un cambio,

le estusiasmaba jugar con las letras y a Víctor le hacía lo mismo con los cuentos que su

padre a ella. Los dos tirados en el suelo se entretenían con un libro o un puzzle de letras y

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ella disfrutaba haciendo de maestra y poniéndole un lápiz en la mano con el que el niño

hacía rayotes.

Luis empezó a relajarse y a estar mejor. Su niña, que además físicamente era igual que

él, por fin cumpliría sus sueños y sería «la mejor abogada del país». Y Mónica hacía lo que

fuera para conseguir que su padre la mirara y la mimara. Cuando observaba a mi hija y a

mi marido, de repente veía la misma imagen de mi infancia, sólo que la protagonizaban mi

padre y Julia, no yo. Aquella niña hacía lo que fuera para agradar a su papá. Y eso era

exactamente lo que mi hermana había hecho con mi padre. Mientras yo les daba

problemas, ella se colocó en el lado contrario: no les daba ni uno. Era la niña modelo.

Pude empezar a comprender y perdonar a mi padre. Hasta entendí que mi hermana

sólo por parecerse físicamente a él ya consiguió prolongar su existencia. Sus genes se

habían perpetuado, y encima la niña se dedicó a demostrárselo. ¡Claro que era la niña de

sus ojos! Nunca mejor dicho, pues los tenía del mismo color que él.

Una  de  las  mayores  dudas  que  me  acompañaron  hasta  entonces  fue  no  saber  exactamente  por  

qué  mi  padre  eligió  a  mi  hermana  como  «la  niña  de  sus  ojos».  Necesité  tener  a  mis  dos  retoños  para  

darme  cuenta  del  lugar  tan  diferente  que  ocupa  cada  hijo  en  nuestra  vida.  ¿Quién  no  ha  oído  decir:  

«No  entiendo  cómo  mis  hijos   son   tan  diferentes  si   los  hemos  educado   igual,   tratado  con  el  mismo  

cariño,  llevado  a  los  mismos  colegios  y  además  son  del  mismo  padre  y  de  la  misma  madre»?  

Siento   contradecir   esas   falsas   creencias.   No   es   así.   Cada   hijo   es   diferente   desde   antes   del  

embarazo.   Si   tengo   que   retroceder,   retrocedamos   hasta   el  momento   en   el   cual   nos   planteamos   la  

decisión   de   engendrar.   Los   pensamientos,   el   deseo,   la   decisión,   los   miedos,   la   culpabilidad,   la  

peculiaridad   que   rodeaba   nuestra   vida,   la   relación   con   nuestra   pareja   (mejor   o   peor),   la   casa   (el  

nido),  nuestras  relaciones  con  los  otros  y  la  nuestra  con  nosotras  mismas:  no  tiene  nada  que  ver  de  

un  embarazo  con  otro.    

Después,   es   indudable,   que   intentamos   que   todos   nuestros   hijos   reciban   nuestro   cariño   por  

igual,  pero   tampoco   lo  conseguimos.  ¿Por  qué?  El  amor  es  un  sentimiento  que  varía  en   función  de  

otros  muchos  sentimientos,  emociones  y  formas  de  actuar,  y  además  cada  niño  lo  recibe  y  lo  percibe  

de  una  manera  diferente  y  lo  reclama  de  una  manera  desigual.  Cada  niño  es  un  ser  único,  producto  

de  una  historia   familiar,   del   lugar  que  ha  ocupado  en  esa   familia   y  de   las   expectativas  que   se  han  

puesto  en  él.  Y,  además,  del  momento  histórico  que  le  ha  tocado  vivir,  la  cultura  y  reglas  sociales  en  

las  que  crece,  el  progreso  científico  y  tecnológico...    

Estar  embarazada,  tener,  criar  y  educar  a  un  hijo  es  una  tarea  tan  divertida  y  placentera  como  

ingrata  y  compleja.  Todos  los  sentimientos  son  válidos  en  algún  momento.  A  veces  nos  reímos  con  

ellos;   otras   pensamos   que   son   una   maravilla   y   una   verdadera   gozada,   otras   los   miramos   como  

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verdaderos   desagradecidos   y   las   menos,   por   suerte,   nos   resultan   realmente   complejos   e  

insoportables  a  pesar  de  ser  sangre  de  nuestra  sangre.  

No  los  entendemos  y  ellos  no  nos  entienden  a  nosotras.  ¿Qué  pasa?  ¿Lo  hemos  hecho  mal?  Si  los  

hemos  querido  y  les  hemos  dado  todo  lo  que  creíamos  que  era  lo  mejor  para  ellos,  ¿qué  ha  ocurrido?    

Cuántas  veces  nuestro  corazoncito  de  madre  se  siente  desdichado,  incomprendido,  maltratado,  

asqueado  y  vacío.  Cuántas  veces  en  un  mismo  día  nos  sentimos  buenas  y  malas  madres  a  la  vez,  y  en  

esa   locura   vamos   dando   batacazos   entre   lo   que   debemos   hacer   y   no,   y   cómo   lo   debemos   hacer.  

Educarlos   bien   y   sentirnos   bien   es   nuestra   tarea,   polifacética,   porque   hemos   de   ser   cariñosas,  

comprensivas,   tiernas,   amables,   educadoras   y,   al   mismo   tiempo,   limitarles,   reñirles,   prohibirles   y  

castigarles.   ¿Te   parece   un   reto?   Lo   es.   Es   una   carrera   de   obstáculos   en   la   que   tenemos   que  

participar...  ¡y  conseguir  además  el  premio!    

¿Cuál  sería  para  ti  el  mejor  premio  que  te  podrían  dar?  Probablemente,  como  todos,  digas:  «Me  

conformo  con  que  sean  buenos.»  Pero,  dime,  ¿qué  entiendes  tú  por  «buen  hijo»?  Te  doy  unas  cuantas  

ideas  y,  como  lo  vas  a  leer  en  solitario,  sé  capaz  de  sincerarte  contigo  misma:  ¿qué  esperas  de  cada  

uno  de  tus  hijos?  Date  cuenta  de    

 

•  -­‐Que  sea  obediente  y  calladito  como  ninguno.  Eso,  que  no  te  moleste  y  los  vecinos  no  se  quejen.  

•  -­‐Que  duerma  y  coma  y  no  te  dé  tantos  problemas,  como  yo  les  di  a  mis  padres.  

•  Que  no  esté  enfermo  con  «tonterías»  todo  el  tiempo.  

•  Que  no  tenga  tantos  miedos  y  te  deje  descansar  tranquila  por  la  noche.  

•  -­‐Que  no  sea  llorica,  sino  que  crezca  valiente,  con  carácter  y  una  gran  seguridad  en  sí  mismo.  

•  Que  no  coma  galletas  y  chocolate  durante  todo  el  día.  

•  Que  sea  responsable.  Para  que  puedas  enorgullecerte  de  él.  

•  -­‐Que  no  pierda  todo  lo  que  cae  en  sus  manos.  «Un  día  perderás  la  cabeza.»  

•  -­‐Que  sea  muy  cariñoso  y  siempre  pendiente  de  mamá.  «Tú  sí  que  tienes  una  joya  de  hijo.»  Cuánto  te  

gustaría  oír  eso.    

•  -­‐Que  no  se  pelee  en  el  colegio  con  nadie.  Nunca  se  han  quejado  sus  maestros.  

•  Que  siempre  traiga  sobresalientes  y  cuantos  más  premios,  mejor.  

•  -­‐Que  se  ponga  la  ropa  que  tú  quieres,  para  que  sea  el  que  mejor  vestido  vaya  y  más  destaque.  

•  Que  se  note  que  está  educado  con  esmero  y  cariño.  

•  Que  toque  muy  bien  la  guitarra  y  el  piano.  

•  -­‐Que  se  relacione  bien  y  tenga  muchos  amigos.  Todo  el  día  suena  el  teléfono.  Qué  pesadez,  pero  ¿a  

que  te  gusta  que  lo  quieran  tanto?  

•  Que  sea  buen  deportista.  Las  chicas  se  lo  rifan  y  él  te  pide  tu  opinión.  

•  -­‐Que  sea  guapísimo.  ¿Cómo  no,  si  se  parece  a  su  madre?  Si  quisiera  sería  modelo.  

•  -­‐Que  sea   trabajador.  Desde  el  parvulario  hasta  el  doctorado  cum   laude   y  una  carrera  profesional  

que  haga  envidiar  a  tus  amigas.  

•  Que...  

 

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La  lista  podría  ser  infinita.  Y  reconócelo:  es  difícil  que  sea  todo  eso.  ¡Cuidado,  no  le  asfixies!  

Cada   madre   y   cada   padre   inconscientemente   pedimos   a   nuestros   hijos   cosas   —algunas  

coincidirán,   otras   no—   relacionadas   con   nuestras   propias   frustraciones,   impotencias,   fantasías   y  

deseos.   Cada   padre   y   cada  madre   lo   pedirá   de   una  manera   diferente   (algunos   incluso   sin   decirlo,  

porque   ni   ellos   lo   saben)   y   eso  moldeará   una   nueva   personita,   individual   y   singular   en   todos   los  

aspectos.  (De  este  tema  nos  volveremos  a  ocupar  en  el  próximo  capítulo.)  

 

Todos los hijos son diferentes y nuestros sentimientos

hacia ellos también. Nos guste o no.  

Mónica crecía y mejoraba. Cada día estaba más guapa, con su pelo medio ondulado y

sus ojos azules. En el cole le llamaban «la princesita». Poco a poco, encontró su nuevo

lugar y aprendió sin mayores problemas a escribir.

Víctor también empezó a ir al parvulario. Habíamos decidido que iría al mismo de la

niña, pues su actuación con respecto a Mónica había sido impecable. Los primeros días,

iba muy serio, pero sin un llanto. A mí me extrañó y, si he serte sincera, me dolió que le

fuera tan fácil separarse de mí. Antes de las Navidades, con el primer resfriado del otoño,

inició una crisis de asma que se repitió varias veces durante el invierno.

Con ello, entramos de nuevo en un carrusel de noches en blanco, visitas al pediatra y

tensiones entre Luis y yo. Yo llevaba fatal las crisis de Víctor y cada semana lo llevaba a un

colega diferente sin detenerme a pensar lo que realmente estaba sucediendo. Cada vez que

me entraba la neura y después de una trifulca con Luis, recordaba a Elena diciéndome:

«Luis es una buena persona, te ha dado mil pruebas de ello. ¿Cuántos hombres admitirían

que su esposa fuera a terapia y aceptarían además sus sugerencias? ¿Y ya te has olvidado el

gran papel que ha hecho con Mónica? Piensa que a él también le costó enfrentarse al

problema de la niña y sin embargo aceptó tu idea e intentó hacerlo lo mejor posible.»

Llegaron las vacaciones de Semana Santa y nosotros, para no ser menos, también

pasamos por nuestro calvario. Le apreté tanto las tuercas que logré acabar con la paciencia

de Luis. Una mañana después de desayunar me dijo gritando:

—Laura, no puedo más, si continúas así me largo.

Empecé a temblar. Sabía que hablaba en serio. Estaba muy cabreado:

—Mira, Laura, ¿me quieres decir qué diablos te pasa?

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—El niño, el niño, no puedo más.

—Pues deja en paz al niño, que está muy bien. Está mucho mejor de lo que tú crees.

—No sé cómo puedes decir eso, Luis. ¿Te has dado cuenta del invierno que hemos

pasado?

—Sí, Laura, lo he sufrido, pero también he visto cómo perdías el control, asfixiándote

más que él y llevándolo a cincuenta médicos diferentes. ¿Te crees que él no se entera? Tú

con la niña lo viste muy claro y tengo que admitir que tu solución fue fantástica, entonces

¿por qué ahora no piensas? Con todo lo que sabes, deberías poderlo hacer.

—Sí, Luis, tienes razón, pero no puedo, no puedo. No sé por qué, pero no puedo.

—Pues mira, yo que no sé tanto como tú, te lo voy a decir y muy clarito: ¡lo has

mimado demasiado, protegiéndolo en exceso y queriéndole dar todo! Si hasta el día que

empezó en el parvulario tu cara era un poema. El niño no derramó una lágrima y casi me

atrevo a asegurar que eso te sentó fatal. Tu hijo tan tranquilo y tú hecha polvo porque no

sufre como tú. ¡Si te conoceré!

No lo soporté. Era demasiado. Rompí a llorar a mares. Luis intentó calmarse y

calmarme a mí, pero los niños asustados empezaron también a gimotear. Ahora la escena

era de película de Almodóvar. Luis los cogió y se marchó. Me tumbé en la cama

descompuesta y al final me dormí. Cuando desperté, tenía delante de mí un ramo de

tulipanes (son las flores que más me gustan) y Luis me sonreía comprensivo.

—Laura, a lo mejor he sido muy brusco, pero tenía que decírtelo. ¿Estás mejor?

—Sí, mucho mejor. Llorar me ha permitido desahogarme.

—Pues bien, ahora escucha. Esta vez la solución te la voy a dar yo: haremos algo

parecido a lo que hicimos con Mónica. A Víctor hay que sacarlo de tus faldas y como lo

que más le gusta es jugar a pelota, pues los miércoles, cuando la niña vaya a patinaje, yo

me lo llevaré al parque a jugar al fútbol conmigo. He decidido que me puedo permitir una

tarde libre a la semana, que el despacho va muy bien y que para qué quiero el dinero si no

puedo disfrutar de los míos. El tiempo pasa volando y va siendo hora de vivir un poco, ya

lo hemos pasado bastante mal. ¿Te acuerdas de cuando nos casamos? Tú con la carrera a

medias y yo trabajando horas extras para lograr ser socio en el bufete. Además, así tú

tendrás la tarde libre para tus cursos o para que te vayas con tus amigas a charlar un rato

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de vuestras cosas de mujeres. Eso es lo que haremos: está decidido. Después, recogeré a la

niña y me los llevaré a cenar una pizza por ahí.

Me quedé asombrada. No podía ser tan bonito, seguro que tenía una baza guardada.

Desconfiada le pregunté:

—¿O sea que me das una tarde libre? Dime, ¿qué se esconde detrás de tanto

altruismo?

—Me has pillado. Me gustaría poder escaparme los sábados por la mañana a jugar al

tenis e ir a alguna cenita de amigotes de vez en cuando sin que me pongas cara larga.

—¡Anda, que no eres listo! Hasta de los malos momentos sacas tajada. ¿Cuánto

tiempo llevabas preparándome esta escena? Para que luego digas que tú no te comes el

coco. No, si al final serás un hombre que habla.

—Deberías estar orgullosa: llevo mucho tiempo aprendiendo de ti. ¿Ves cómo te

escucho cuando me largas tus rollos? Lo quieres analizar todo.

—Se lo diré a Elena, igual te ficha para su consulta y nos vamos los dos a trabajar con

ella.

—Bueno, no cambies de tema. ¿Aceptas mi propuesta o no?

—Vale... He de reconocer que no pides mucho y tu idea es buena. Trato hecho.

—Ya verás cómo saldremos de esta. Yo estaba más preocupado con la dichosa

dislexia, pero a este enano, con la pelota y unas patadas se le pasan las crisis.

Luis tenía razón, me costaba mucho separarme del peque. En mi caso, Víctor pasó a

ser «mi niño». Cuanto más le quería más le pedía a cambio y cuanto más le enseñaba más

le exigía que supiera. Si Mónica se alió con su padre, el niño se había aliado conmigo.

Tuve que indagar mucho en mi interior para descubrirme como una madre altamente

exigente y controladora. Me costó sangre, sudor y lágrimas aceptar que yo, bajo la

apariencia de la mejor mamá y dándole mucho cariño, había estado muy pendiente de él.

Le había mimado demasiado, le había enseñado incluso demasiadas cosas para su edad y le

había exigido también demasiado.

Aquel niño, significaba muchas cosas diferentes para mí. Por primera vez en mi vida,

había logrado darle a mi padre algo que él siempre había deseado, y con eso había

conseguido ganar en algo a mi hermana y, por otro lado, las pesadillas que había tenido

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antes de quedarme embarazada me hacían dudar si realmente lo había deseado o no, con lo

cual me sentía culpable y en deuda con él. Averiguar todo esto que te estoy contando me

costó muchos más llantos de los que imaginas y Lucía necesitó mucha paciencia, además de

su saber hacer. Mi sentimiento de deuda lo calmaba dándole todo lo que estaba a mi

alcance, y mi culpabilidad, queriéndole y mimándole en exceso. Cuando fui capaz de

empezar a ver claro y respirar, él también respiró.

Es   muy   típico   de   las   mujeres   (aunque   a   algunos   hombres   también   les   ocurre)   querer  

sobreproteger  a  sus  hijos.  Se  trata  de  una  necesidad  más  nuestra  —de  sentirnos  madres  buenísimas  e  

imprescindibles—  que  de  los  niños.  Lo  peor  es  que  a  veces  lo  convertimos  en  un  problema  de  pareja  

si   creemos  que  nuestro  marido  no  está  dispuesto  a   sacrificarse   lo  mismo  que  nosotras   (o,   seamos  

claras,  a  hacer  lo  que  nosotras  queremos  que  haga).  Normalmente,  ellos  no  lo  viven  igual  (no  tienen  

esa  misma  necesidad)  y  no  suelen  hacernos  caso  o  le  quitan  importancia  a  nuestras  preocupaciones.  

Eso  suele  provocar  nuestra  airada  reacción:  «De  los  niños,  sólo  me  preocupo  yo»,  «Tú  pasas  de  ellos  

y   de   mí»,   «No   nos   haces   caso»,   «No   les   ayudas»,   «Tu   trabajo   es   lo   único   que   te   interesa»,   «Los  

deberes   siempre   los   hacen   conmigo»,   «Nunca   puedes   asistir   a   las   reuniones   del   colegio»   y  

podríamos  seguir  y  seguir  y  seguir,  pero  ya  te  lo  sabes,  ¿verdad?  

Para  no  caer  en  este  círculo  vicioso,  has  de  empezar  por  reconocer  cuáles  son  tus  necesidades  y  

tus   carencias:   ¿Qué   se   esconde   tras   tus   sacrificios?   ¿Realmente   lo   haces   por   tus   hijos   o   por   ti,   es  

decir,  para  sentirte  bien  como  madre,  librarte  del  sentimiento  de  culpa,  saldar  tu  deuda  como  hija...?  

Si   consigues   analizar   y   saber   de   dónde   procede   tu   necesidad   de   colmarles,   podrás   limitarte   y  

ponerles  límites  a  ellos.  Así  también  evitarás  convertir  su  educación  en  una  tragedia  matrimonial,  ya  

que   podrás   hablar   con   tu   marido   y   buscar   soluciones   intermedias   sin   culpabilizarlo   o  

menospreciarlo.   Por   cierto,   ¿se   te   ha   ocurrido   pensar   que   quizá   le   echas   la   culpa   o   le   ninguneas  

incluso  antes  de  empezar  a  hablar?  ¿Cuántas  veces   le  has  acusado  de  mal  padre  sin  darle  opción  a  

explicarte  lo  que  él  opina,  lo  que  él  haría  o  cómo  lo  vive  él,  es  decir,  sin  siquiera  escucharle?  Tal  vez  

sea  por  esto  que  tu  marido  rehúye  el  tema  o  incluso  a  ti.  

Lo  que  me  ocurrió  con  mis  hijos  es  muy  frecuente.  No  nacemos  sabiendo  ser  madres  ni  padres,  

ni  hay  escuelas,  ni  universidades  donde  se  puedan  hacer  diplomaturas  en  maternidad.  Ser  madre  o  

ser  padre   lo  aprendes  de   tus  padres  y  de   tu  experiencia  como  hija.  Dejar  de  ser  hija  y  pasar  a   ser  

madre   es   un   camino   que   entraña   dificultades.   Todos   nuestros   miedos,   culpabilidades   y   deseos  

infantiles  se  ponen  en  juego  y  es  necesario  poderlos  desmenuzar  para  entender  a  nuestros  hijos.    

Como  decía  Campoamor:  «La  experiencia  es  un  sabio  hecho  a  trompicones.»      

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Los días se alargaban. Una tarde, a la salida del colegio, decidí llevármelos de tiendas

para comprarles ropa de verano. Mónica estaba en la edad de los porqués. Y Víctor en la

edad de pedir cualquier cosa... el caso era pedir.

Ir con ellos a cualquier parte se convertía no en la aventura maravillosa que yo

fantaseaba, sino en una agobiante tarde que me recordaba que una cosa es lo imaginado y

otra muy diferente la realidad. La tarde empezó, como casi siempre, con los dos

peleándose por hablar al mismo tiempo. Íbamos en el coche y ambos contaban, pedían, se

quejaban y preguntaban gritando a la vez. Desde fuera era como un diálogo sacado de

cualquier película de Woody Allen. En medio de aquella escena, yo, desesperada por

controlar la situación. Si respondía primero a uno, los celos y las quejas del otro (el no

elegido) no harían más que aumentar sus peleas y rivalidades. Si les daba un grito y me

ponía seria, me sentía como la mala madre, que nada más los ve ya está metida en su papel

de bruja. ¡Con lo que yo deseaba ser cariñosa y comprensiva con ellos! Qué derroche de

energía sólo para lograr poner un poco de orden y no sentirme mal.

Opté por dejarles que hablaran, pidieran y se quejaran mientras conducía en silencio.

Cuando se dieron cuenta de que su alboroto no me inmutaba, se callaron como muñecos

cuyas pilas se han agotado. Me dije: menos mal que he conseguido algo. Mi cambio de

actitud con respecto a otras veces había surtido efecto: entendieron que su vocerío no les

llevaba a conseguir más atención por mi parte. Empecé a hablarles muy seria: «Debemos

ser capaces, entre los tres, de organizarnos. Primero hablará uno y después otro, pues

mamá sólo es una y tiene que repartirse entre los dos. ¿Lo habéis entendido? A ver,

Mónica, ¿qué días de la semana quieres empezar tú? O Víctor, ¿cómo quieres que

empecemos este juego? Yo quiero estar por los dos, pero de uno en uno, ¿vale?» «Vale»,

contestaron poco convencidos y se quedaron en silencio un ratito. Estaban descolocados.

Nada más bajar del coche, se acabó la paz. Empezaron los porqués. Para mi hija todo

lo que la rodeaba se convertía en duda o en pregunta y todo lo quería saber. No dejaba de

sorprenderme: cada por qué era más difícil que el anterior y no saber responderle me hacía

sentir la madre más estúpida del mundo. Yo, tan mayor y universitaria, no sabiendo

contestar a una mocosa de apenas siete años.

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Como tantas otras veces, oí la voz de mi madre: «Hija mía, siempre tendrás que

esforzarte más que tu hermana. Ella es muy inteligente, pero tú necesitarás mucha más

voluntad para estudiar y lograr lo que quieras.» Durante años necesité hacer un gran

esfuerzo para demostrarle que no era tonta y ahora mi hija, hiciera lo que hiciera,

terminaba por hacerme sentir imbécil cuando me avasallaba con sus preguntas:

¿Por qué mi hermano ha sido niño y no una niña como yo?

¿Por qué yo nací primero si quiero ser más pequeña que él?

¿Por qué la luna no se ve siempre?

¿Por qué no puedo comer todo lo que me gusta?

¿Por qué me tengo que bañar cada día?

¿Por qué tengo que ir al cole si yo quiero jugar en casa contigo?

¿Por qué a los árboles se les caen las hojas?

¿Por qué no siempre hace calor y así vamos a la playa y como helados cada día?

¿Por qué tengo que querer a Víctor si siempre rompe mis muñecas?

¿Por qué los pollos si tienen alas no vuelan?

¿Por qué llueve? ¿De dónde sale el agua de las nubes?

¿Por qué tengo que dormir si no tengo sueño? ¿De dónde viene el sueño? ¿Por qué no

puedo dormir en vuestra cama?

¿Por qué la gente se pone enferma?, en mi clase siempre hay niños enfermos.

Por qué... por qué... por qué...

Sinceramente, me veía incapaz de responderle y mi migraña volvió a hacer acto de

presencia. En los concursos de la tele al menos ganaría dinero, pero aquí sólo conseguía

consumir aspirinas.

Y por si no bastara con las dichosas preguntitas, Víctor se quedaba pegado a cualquier

escaparate y mi trabajo me costaba sacarlo de allí.

«Mamá, quiero un chicle.»

«Mamá, quiero agua.»

«Mamá, quiero subirme a este caballito.»

«Mamá, quiero chocolate.»

«Mamá, quiero este coche.»

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«Mamá, es que no tengo un camión.»

«Mamá, quiero esta pelota.»

«Mamá, quiero pipí.»

Quiero... quiero... quiero...

Después de intentar por las buenas, o no tan buenas, explicarle que no debía pedir

tantas cosas, terminé por oírle exclamar: «Mamá, cómprame lo que tu quieras, pero

cómprame algo.» «Tú, qué te has creído, que mamá es rica y lo puede comprar todo. Pues

no tengo dinero.» «Pues vamos a sacarlo de la pared con tu tarjeta.» ¡Bendita inocencia!

He de reconocerlo, cuando la mayor pasó por la época de los porqués, me agotó. Yo

todavía vivía pensando que la mejor madre es la que más colma a sus hijos y, por tanto,

debía responderle a todo. ¡No fuera a pensar, como su abuela, que tenía una madre cortita!

La historia se volvía a repetir.

Con el niño, si le compraba cualquier cosa que me pedía no tardaba ni un minuto en

pedirme otra. Era insaciable. Y si le decía que no, me tenía que enfrentar a mi parte de

bruja además de soportar sus llantos, cuando no eran pataletas de esas que todo el mundo

te mira mal.

Acababan conmigo y, para colmo, Luis y yo podíamos pasarnos horas discutiendo

sobre educación y nuestros puntos de vista no se aproximaban ni por asomo. Él no lo vivía

como yo: «Mira, Laura, ya hacemos todo lo que podemos, ¿no? A la niña le ayudé cuando

lo creí realmente importante. Pues ahora que sabe leer, cómprale un libro de preguntas y

respuestas y que aprenda ella sola. Y a Víctor déjale que llore hasta que se agote. ¡Ya verás

qué pocas lágrimas suelta la próxima vez!»

Aunque  no  tengas  hijos,  lee  lo  que  sigue.  Te  servirá  para  entender.  

Si   te   sucede   algo   parecido   o   tienes   la   sensación   de   tenerles   que   dar   todo   y   colmarlos  

constantemente,   ten   en   cuenta   que   a   los   niños   no   se   les   deben   dar   todas   las   soluciones   ni   hacer  

realidad  todos  sus  deseos,  aunque  tampoco  todo  deben  ser  órdenes.  Nosotras  debemos  saberlo  para  

evitar  en  lo  posible  sentirnos  tontas  e  inútiles,  malas  madres  o  caer  en  lo  contrario  dándoles  todo  lo  

que  piden  y  hasta  lo  que  no  piden.  Es  difícil,  pero  al   final   los  resultados  recompensan.  Aunque  nos  

pueda  parecer  mentira,  los  niños  aprenden  y  muy  rápido.  

Imaginemos   cómo   era   nuestra   vida   en   el   seno   de   nuestra   madre.   Durante   ese   tiempo   para  

nosotras   no   existían   los   límites.   Es   decir:   en   su   interior   comíamos   o   nos   llegaba   el   alimento  

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continuamente,   dormíamos   o   estábamos   despiertas   sin   tener   en   cuenta   el   ritmo   solar,   hacíamos  

nuestras   necesidades   sin   control   y   nos  movíamos   cuando   y   como   nos   placía.   Al   nacer,   semejante  

dicha  desaparece.  No  todo  el  día  se  duerme,  ni  todo  el  día  se  mama,  ni  todo  el  día  se  está  de  juerga.  

Hay  unos  límites.  Y  cada  límite  impuesto  por  nuestra  madre  supone  una  frustración  o  un  sufrimiento.  

Despertar   a   un  bebé   cuando  duerme  porque   le   toca   comer  posiblemente  no   es   lo   que  más   le  

guste  al  pequeño,  pero  mamá  debe  hacerlo;  tener  que  irse  a  dormir  cuando  él  quiere  estar  despierto  

tampoco   será   de   su   agrado;   la   retirada   del   chupete   cuando   toque   le   costará   más   de   un   llanto;  

controlar  los  esfínteres  requerirá  un  esfuerzo...  Sin  embargo,  poco  a  poco,  a  través  de  ese  sufrimiento  

aprenderá   a   respetar   los   límites   y   las   órdenes.   Y   gracias   a   ello,   se   podrá   adaptar   a   las   normas  

sociales  y  se  integrará  en  el  mundo.  

Imaginemos  nuevamente  una  situación  hipotética  e   idílica  de  una  madre  que  se  coloca  al  niño  

permanentemente  en  la  teta,  día  y  noche,  para  que  coma  todo  lo  que  quiera,  para  que  no  llore,  para  

que  siga  pegado  a  ella.  Este  niño  no  tendrá  necesidad  de  llorar,  ni  de  gritar,  ni  de  reír.  No  tendrá  que  

pedir  nada,  lo  tendrá  todo  a  su  alcance.  Esta  madre,  en  un  intento  de  que  su  hijo  no  sufra,  tampoco  le  

estará  enseñando  a  pedir  o  desear  cosas  diferentes  ni  le  permitirá  madurar.  ¿Por  qué?  Porque  es  la  

frustración   lo   que   permite   que   el   bebé   se   las   ingenie   para   evolucionar:   berreará   cuando   tenga  

hambre,  gimoteará  cuando  quiera  una  caricia  o  una  sonrisa,  gritará  si  quiere  juerga,  emitirá  quejidos  

cuando   esté   mojado,   sonreirá   para   que   lo   miren   más   rato   y   jueguen   con   él,   hará   el   gamberro   y  

pataleará  cuando  pretenda  llamar  la  atención...    

Eso  no   implica  que  no   les  demos  cariño  o   les  mimemos;  claro  que  hemos  de  hacerlo,  pero  sin  

caer   en   el   exceso   ni   en   el   sobreproteccionismo.   Dicho   de   otro   modo,   nuestro   amor,   nuestras  

atenciones,   los   límites  que   les   impongamos  y   las   frustraciones  que  eso   les  provoca,  unido  al  deseo  

que  pongamos  en  nuestros  hijos,   serán   su  motor:   eso   será   lo  que  permita  que  nuestros  pequeños  

aprendan  a  sonreír,  a  hablar,  a  andar,  a  pedir,  a  jugar  y  a  relacionarse.  En  definitiva,  el  bebé  madura  

porque  desea  ser  querido,  ser  amado,  ser  escuchado,  ser  mirado,  ser  atendido.  El  bebé  desea  ser.    

Recapitulemos,   pues.   Educar   es   poner   límites,   es   decir   «no»   y   enseñar   a   nuestros   vástagos   a  

buscar  sus  propias  soluciones.  Esto  implica  enfrentarse  a  su  malestar  y  su  desagrado,  y  sostener  esta  

posición  en  momentos  de  cansancio  físico  y  psíquico  conlleva  un  gran  esfuerzo  y  necesita  de  grandes  

dosis  de  fuerza  de  voluntad  y  sentido  del  humor  para  no  caer  en  la  dramatización  o  la  tragedia.  

Dejemos  la  teoría  y  vayamos  a  la  práctica.  Cuando  Laura  escucha  la  pregunta:  «¿Por  qué  yo  nací  

primero?»,  se  exprime  el  cerebro  para  encontrar  una  frase  sencilla  con  la  que  responderle  a  su  hija  y  

con  ello  enorgullecerse  por  ser  la  mejor  madre  del  mundo.  ¿Qué  pasaría  si  le  devolviera  la  pregunta  

y  siguiera  tan  tranquila?:  «¿Tú  por  qué  crees  que  naciste  primero?»  Pues  que  de  esta  sencilla  manera  

lograría  que  fuera  la  niña  la  que  pensase  y  con  ello  conseguiría  dos  cosas:  información  sobre  Mónica,  

pues  la  mayoría  de  los  niños  piensan,  indagan  y  balbucean  en  voz  alta;  y  que  la  pequeña  empezase  a  

entender  que  una  madre  no  siempre  puede  solucionarlo  todo  y  no  le  puede  dar  todo.  Dicho  de  otro  

modo,   la   estaría   enseñando   a   pensar,   a   buscar,   a   indagar,   en   lugar   de   simplemente   escuchar   y  

esperar  que  sean  los  papás  los  que  solventan  todo  para  ella.    

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Y,   como   muy   bien   argumenta   Luis,   hay   veces   que   las   respuestas   están   en   los   libros,   pero,  

cuidado,   eso   no   implica   desentenderse.   Podemos   recurrir   a   ellos,   pero   siempre   planteándoles   a  

nuestros  hijos   si  desean  hacerlo   solos  o   con  nuestra  ayuda.   Si   su   respuesta  es  negativa,  porque   la  

vagancia  hace  su  aparición,  no  hay  que  preocuparse  en  exceso:  para  un  niño  es  costoso  empezar  a  

descubrir  que   todo   requiere  un   esfuerzo  y   los  demás  no   se   lo   van   a   regalar.   Ya  aprenderá  poco   a  

poco.  Y  si  la  respuesta  es  afirmativa,  adelante:  no  sólo  aprenderá  que  los  libros  son  importantes,  sino  

que  el  esfuerzo  es  necesario  para  conseguir  saciar  la  curiosidad  y  otras  muchas  cosas  en  la  vida.  

Los   niños   no   sólo   hacen   preguntas   para   saber,   sino   que   inconscientemente   se   valen   de   sus  

interrogatorios  para  que  sus  padres  estén  permanentemente  pendientes  de  ellos  y,  a  veces,   lo  que  

pretenden   es   ponerles   una   trampa  para   que   fallen   en   algo,   no   sepan   algo,   se   equivoquen   en   algo.  

Puede  que   te   sorprenda,   incluso  que   te   cueste   creerlo,   pero   cuando   te  pillan   en   falso,   tus  hijos   se  

reafirman  porque  si  tú  fueras  perfecta  ellos  nunca  podrían  separarse  de  ti.  Al  encontrarte  un  error,  

al  ver  que  no  eres  infalible,  ni  tan  genial  como  siempre  han  creído,  se  dan  cuenta  de  que  no  pueden  

depender  enteramente  de  ti.  Y  es  a  partir  de  ese  descubrimiento  fundamental,  que  se  produce  entre  

los  4  y  7  años   (depende  de  cada  niño),   cuando  pueden  empezar  a  despegarse  de   ti   y   crecer   como  

personas   individuales,   independientes,   diferentes.   Y   si   no   fíjate   en   su   cara   de   satisfacción   cuando  

encuentran  sus  propias  respuestas  y  se  sienten  superiores  por  haber  conseguido  ganarte.  A  los  niños  

les  encanta  vencer  a  sus  padres,  y  en  algunas  ocasiones  debemos  dejar  que  sea  así  y  además  se   lo  

crean.  Recuerda:  ¿acaso  no  deseaste  eso  mismo  con  los  tuyos,  ganarles  o  conseguir  ser  diferente?  

Ocupémonos  ahora  de  Víctor.   Sus  «quieros»  y   todo   tipo  de  peticiones   reflejan  otra   forma  que  

tienen  los  niños  de  enfrentarse  a  su  malestar,  a  su  angustia,  a  su  miedo  a  separarse  de  los  papás  y  

enfrentarse   a   un  mundo   con   normas   y   límites.   Mi   hijo   pedía   chocolate   constantemente.   Es   difícil  

entender  que  después  de  comer  continuara  teniendo  hambre,  pues  la  tenía,  pero  sólo  de  chocolate.  

En  el  desayuno,  sólo  podía  tomar  cereales  de  chocolate;  a  media  tarde,  galletas  de  chocolate;  cuando  

estaba   triste,  me  pedía,  por   favor,  un  poco  de  chocolate;  cuando  no  sabía  a  qué   jugar  y  se  aburría,  

chocolate;   cuando   se   peleaba   con   su   hermana   y   lloraba   el   chocolate   le   endulzaba   la   tristeza   del  

momento.  

Cada   niño   es   diferente.   Algunos   tienen   sed   y   piden   agua   cada   vez   que   han   de   afrontar   una  

situación   que   les   es   nueva   o   les   crea   angustia.   Otros,   cuando   acaban   de   comer,   continúan   con   las  

migajas  de  pan  que  han  caído  en  la  mesa.  Otros  nos  obligan  a  ir  buscando  lavabos  en  cualquier  sitio  

donde   están.   A   otros   les   cuesta   lo   indecible   abandonar   el   chupete   y   algunos   se   consuelan   con   su  

propio   dedo.   Y   otros   piden   una   cosa   detrás   de   otra.  Hay   tantas   posibilidades   como  niños.   Lo   que  

intento  que  descubras  es  que  tu  hijo  está  creciendo  y  aprendiendo  a  vivir  separado  de  mamá.  

Tu  tarea  consiste  en  plantearte  hasta  dónde  le  debes  colmar  y  dónde  debes  poner  los  límites  a  

sus  constantes  peticiones.  Sentirás  que  le  estás  haciendo  sufrir  y,  es  verdad,  puede  que  llore,  patalee,  

se   enfade,   grite,   se   entristezca,   no   coma,   no   duerma   o   lo   que   sea...   Pero   debe   pasar   por   ese  

sufrimiento  para  madurar  y  crecer.  De  no  hacerlo,   tarde  o   temprano   tendrá  que  enfrentarse  a  ese  

dolor,  porque  la  sociedad  no  va  a  ser  tan  condescendiente  con  él  ni  va  a  colmarle  como  tú.  Piensa,  

por  ejemplo,  en  la  cantidad  de  adolescentes  cuyos  padres  no  les  supieron  o  pudieron  cortar  las  alas  

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cuando   debían,   y   se   desmontan   ante   el   primer   «no»,   el   primer   suspenso,   el   primer   amor   roto,   la  

primera  desilusión  sea  del  tipo  que  sea.  Están  sufriendo  las  consecuencias  de  una  manera  o  de  otra.  

El  sufrimiento  que  se  les  evitó  en  su  día,  pasa  factura  ¡y  con  intereses!  

Pero,  ojo,  tampoco  debemos  caer  en  el  otro  extremo  y  a  eso  me  refería  al  principio  cuando  decía  

que   no   todo   deben   ser   órdenes:   imponer   y   limitarles   absolutamente   en   todo   sólo   consigue   que  

algunos  hijos  obedezcan  sin  pensar  y,  por  tanto,  sin  madurar,  y  los  restantes  se  rebelen  también  sin  

pensar  y,  por  tanto,  sin  madurar.  Los  extremos  nunca  son  aconsejables.  

Volvamos  a  mi  hijo.  A  mí  me  costó  varios  años  de  día  tras  día,  ayudarle  y  enseñarle  a  solventar  

su  malestar.  Cada  vez  que  me  pedía  chocolate  debía  plantearme  si  dárselo  o  no  porque  no  siempre  

debía   negárselo,   pero   tampoco   dejar   que   lo   comiera   a   todas   horas.   Además,   poco   a   poco,   debía  

hacerle   entender   que   no   podía   solucionarlo   todo   comiendo   chocolate,   sino   que   debía   aprender   a  

renunciar   a   él,   a   limitarlo   y   a   sustituirlo   por   otras   cosas   que   llenaran   su   tristeza,   su   enfado,   su  

aburrimiento  o  su  vacío.    

VI

El inconsciente y sus espejos

Entramos en una época de varios años de relativa calma. Los niños se estabilizaron:

crecían, jugaban, aprendían y nosotros, junto a ellos, aprendimos —sobre todo yo—, a

vivir con menos dramatismo. Bueno, tampoco te lo imagines como el cuento de la familia

feliz, a veces todavía había altercados. ¿Quién no los tiene? Nadie es perfecto. Pero, tras

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los añitos que me dio Luis con su crisis de los cuarenta, me reenamoré de él: me parecía el

mejor padre para mis hijos... y hasta para mí en algunas ocasiones. Poco a poco, cada uno

había encontrado su lugar dentro de la familia y se fue adaptando a él.

Personalmente, tengo que decirte que por esa época había conseguido perder algunos

kilos de más, liberarme. Creo que cada vez que evitaba una pelea conmigo misma o con

quien fuera también evitaba comerme un pastel para endulzarme la vida. La de veces que

se lo he oído decir a mi madre: «Con la tripa vacía no hay alegría.» Pero yo era feliz y no

necesitaba comer para consolarme.

Mi crecimiento personal también influyó en mi trabajo. Ahora disfrutaba mucho en la

consulta. Me gustaba cuidar de mis pacientes y aunque ellos sólo venían a hablarme de sus

dolencias físicas, después de escuchar atentamente sus palabras, yo, inevitablemente,

intentaba ayudarles a entender algo más de sus dolores a través de sus historias personales.

Lo mismo que estaba haciendo yo con mi vida.

Recuerdo, por ejemplo, el caso de dos hermanas gallegas. Desde hacía algún tiempo

Rosalía tenía la tensión arterial muy alta y algo de azúcar. Le habían prohibido el café, los

pocos cigarrillos que fumaba y los dulces y aun así no mejoraba. Estaba muy angustiada y

su hermana, Pura, padecía tanto o más que ella: no había dejado de morderse el labio

inferior mientras la otra me explicaba sus males. Cuando terminó su relato, las miré a

ambas, sonreí para darles confianza y les pregunté si les preocupaba algo. Las cogí por

sorpresa y, tras mirarse sin entender nada, Pura me respondió algo molesta:

—Doctora, mi hermana se lo ha explicado: el azúcar y su tensión.

—Y yo la he escuchado y entendido perfectamente, pero quiero saber si le ha

sucedido algo más a ella o a usted, algo que les preocupe.

—Ah —dijeron ambas al unísono, pero siguieron sin responder.

—A ver, Rosalía, ¿desde cuándo tiene la tensión y el azúcar altos? ¿Le ha pasado algo

últimamente?

—Pues sí, ahora que lo dice, en el trabajo hablan de despidos. Como a Pura la echaron

hace dos años y no encuentra nada, dependemos de mi sueldo y si para colmo me pongo

grave, ¿qué va a ser de nosotras?

—O sea que ustedes viven juntas. ¿Están solas? ¿No tienen familia?

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Sin más, Rosalía rompió a llorar:

—Vivíamos con mi madre, pero tuvo una trombosis hace casi un año. Ni le dio

tiempo a avisarnos, la encontramos muerta a la pobre.

Ahora era Pura la que se vino abajo. Les pasé la caja de kleenex y las dejé desahogarse.

Se calmaron enseguida, sobre todo porque se sentían avergonzadas:

—Ay, doctora, perdone usted. Qué tabarra le estamos dando. Con la de pacientes

que tiene, está perdiendo el tiempo con nosotras.

—Tranquilas, no sufran por eso.

Cuando se relajaron, continué:

—Ustedes, ¿qué piensan de todo lo que me han contado?

La pregunta las volvió a dejar desconcertadas, ellas buscaban respuestas, soluciones.

Sin embargo, esta vez la aceptaron de buen grado y lograron reaccionar:

—Pues ¿sabe qué? —dijo Rosalía—, desde que murió mi madre no me la quito de la

cabeza y tengo miedo que me pase como a ella. Con todo esto, llevamos una temporada

muy mala. Pero bueno, doctora, si ya no tomo café, no fumo y hago la dieta, ¿por qué no

mejoro?

—¿Se les ha ocurrido que el sufrimiento pueda contribuir a sus dolencias?

—Pues no, pero tal vez tenga razón. La verdad es que toda nuestra familia ha sido

muy sufridora y ha habido muchos hipertensos. ¿Quiere decir que por eso tenemos la

tensión alta?

—Bueno... Todo influye. Sigan los consejos como hasta ahora y hablen entre ustedes

sobre lo que tanto les preocupa. Y, sobre todo, vuelvan las dos, ¡las dos!, la semana que

viene y volveremos a charlar un ratito a ver qué tal están.

—¡Ay, qué maja! Más que doctora, parece usted filósofa.

Yo, como comprenderás, un poco más y no quepo en el sillón. Se fueron muy

contentas y, naturalmente, volvieron a la semana siguiente con ganas de seguir

compartiendo sus cosas y la tensión de Rosalía mucho mejor.

¿Cómo nos afectan las cosas?

¿Por qué reaccionamos de una forma y no otra?

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¿Por qué somos como somos?

Esto era lo que me interesaba ahora. Yo ya había descubierto cantidad de cosas sobre

mí:

De mi alergia aprendí que iba por la vida defendiéndome de los ataques, cuando no era

yo la que los provocaba (para sentirme atacada).

De los estreses aprendí que dentro de mí llevaba a otra cuya ira era capaz de

dominarme sin que yo pudiera evitarlo.

De mi mudez aprendí lo insoportable que se me hacía quedarme en segundo lugar y

sin reconocimiento (sin voz).

De mis penas y buscando culpables aprendí que una parte de mí iba de víctima y a la

vez de verdugo.

Y gracias al nacimiento de mis hijos y sus enfermedades aprendí algo sobre mi infancia

y la rivalidad con mi hermana Julia y cómo eso me había marcado.

Pero deseaba continuar explorando. Tenía nuevos interrogantes. ¿Por qué soy así? ¿A

quién me parezco? ¿De dónde procedo? ¿Qué nos moldea? ¿Por qué elegimos una pareja y

no otra o por qué no la encontramos jamás? ¿Por qué odiamos y amamos a nuestros

padres? ¿Por qué nos desesperan unas cosas y otras nos resbalan? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por

qué?

Una mañana pillé a Víctor debajo de la mesa de la cocina con una tableta de chocolate,

ya te he explicado que era su debilidad. Le hice salir de su escondrijo y muy seria le

pregunté:

—¿Por qué comes esto sin pedir permiso?

Se me quedó mirando asustado y me contestó:

—No lo haré más, mamá. —No quería atemorizarlo, al contrario, pretendía hablar

con él, o sea, que dulcifiqué mi voz e insistí:

—Te creo, pero lo que quiero saber es por qué lo haces.

—No lo sé, yo no quiero, pero mi cuerpo sí.

—A ver, Víctor, no te entiendo muy bien. ¿Cómo que tu cuerpo? ¿Qué te dice tu

cuerpo?

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—Que está muy bueno, mamá, pero yo no quiero, te lo prometo.

—Víctor, sabes que mamá y papá te quieren mucho, ¿lo sabes, no?

—Sí.

—Pues la próxima vez que tu cuerpo te diga que quiere chocolate y tú no quieras, me

avisas y ya decidiremos juntos qué le contamos a tu cuerpo. ¿Vale?

—Vale —contestó y se largó pitando, supongo que pensando que no fuera a cambiar

de opinión y le cayera un castigo.

Yo me quede entré asombrada y divertida: «¡Qué enano más listo me ha salido!» ¿Te

acuerdas de los primeros capítulos, cuando descubrí que yo era dos a la vez: la buena y la

mala? Lo que a mí me había costado veintitantos años averiguar, lo estaba escuchando de

un mocoso de seis y medio. Víctor no tenía ni idea de qué es el inconsciente, pero sí intuía

que dentro de él conviven dos voces contradictorias. Una, la voz de la conciencia, que le

advierte: «Víctor no debes comer chocolate»; y otra, la voz de la tentación, que le alienta:

«Víctor el chocolate es riquísimo, cógelo.» Víctor es pequeño y por tanto en la mayoría de

las ocasiones, como sucede con casi todos los niños (y los mayores, no nos engañemos), se

deja tentar por la segunda voz y va y se lo come. Pero lo hace ocultándose. ¿Por qué?

Porque él sabe que está haciendo algo prohibido, saltándose una orden que le dicta su

conciencia. Por eso se siente culpable y tiene que esconderse.

Lo  que  le  sucedió  a  mi  hijo  fue  una  manifestación  de  su  inconsciente.  Para  que  lo  entiendas:  una  

parte   de   Víctor   quería   comer   chocolate   y   reprimir   ese   deseo   le   hacía   sufrir;   para   evitar   ese  

sufrimiento   su   otro   yo   va   y   se   lo   come.   Mientras   lo   engulle,   el   placer   es   grandioso,   pero   la  

culpabilidad  de  hacer  lo  prohibido  también  le  hace  sufrir.  Es  decir,  Víctor  ha  huido  de  un  sufrimiento  

para  caer  en  otro.  Lo  mismo  que  hacemos  casi  todos  en  muchos  de  nuestros  actos  cotidianos.  

Si   es  así,   si  hagamos   lo  que  hagamos,   acabamos  sufriendo,  quizá   te  estés  preguntando  de  qué  

sirve   saber   todo   esto.   De  mucho,   porque   si   sabes   cómo   funciona   tu   inconsciente,   si   sabes   de   esa  

permanente   batalla   que   libran   la   voz   de   la   conciencia   y   la   voz   de   la   tentación,   tendrás   más  

posibilidades  de  poder  elegir  de  verdad,  es  decir,  de  optar  por   lo  que  realmente  quieres   tú.  ¿Sigue  

resultándote  dífícil  de  entender?  Pues  sigamos.    

Si  Víctor  hubiera  sabido  cómo  funciona  su  inconsciente,  habría  sido  capaz  de  elegir  sentarse  a  la  

mesa   y   comerse   un   trocito   de   chocolate   disfrutando   cada   segundo   de   la   experiencia,   en   lugar   de  

engullirse   una   tableta   a   escondidas,   deprisa   y   corriendo   y   sintiéndose   culpable.   También   hubiera  

podido  elegir  libremente  no  comerlo,  para  luego  no  sentirse  mal  por  lo  que  había  hecho.  Y  tomara  la  

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decisión   que   tomara,   hubiera   elegido,   sin   dejarse   arrastrar   por   impulsos   inconscientes   que   lo  

dominan   y   le   hacen   sufrir.   Todos   deberíamos   poder   identificar   aquellas   situaciones   en   las   que   se  

pueda  producir  ese  conflicto  (tentación-­‐conciencia)  para  poder  elegir  nuestro  camino:  sea  disfrutar  

del  placer  del  chocolate,  sea  renunciar  a  él,  en  cualquier  caso,  porque  queremos.  

¿Has  visto  la  película  Titanic?  

¿Te  acuerdas  con  lo  que  choca?  Un  iceberg.  

Empieza  a   imaginártelo.   ¿Lo   tienes  ya  dibujado  en   la  mente?  Tiene  dos  partes:  una  que  se  ve,  

está  por  encima  del  agua,  y  otra  que  no  se  ve,  la  más  grande  y  que  está  por  debajo.  El  iceberg  son  las  

dos  partes  unidas:  el  conjunto.  Pues  bien,   tú  eres  un  iceberg,  con  una  parte  que  se  ve,  que  sería  tu  

parte   consciente,   y   otra   sumergida,   que   no   se   ve   a   simple   vista   (salvo   que   bucees),   que   es   tu  

inconsciente.  

La  palabra   inconsciente  se  utiliza  en  nuestro   lenguaje  habitual,  pero  ¿sabemos  lo  que  significa  

realmente?  Cuántas  veces  nos  sirve  de  excusa:  

—«Siento  llegar  tarde,  se  me  olvidó  que  habíamos  quedado.»  

—«Vaya  lapsus  tuve  el  otro  día,  llamé  a  casa  de  mi  novia  y  pregunté  por  mi  nueva  secretaria.  La  

que  se  lió.»  

—«Si  te  han  hecho  daño  mis  palabras,  te  juro  que  no  lo  he  hecho  conscientemente.»  

—«Soy  una  inconsciente,  como  todo  lo  que  no  debo,  pero  es  superior  a  mí.»  

—«Me  metí  en  esta  historia  sin  darme  cuenta,  quién  iba  a  imaginarse  que  iba  a  acabar  de  esta  

manera.»  

Si   llegamos   a   conocer   algo   más   nuestro   inconsciente,   nos   descubriremos   a   nosotras   en   casi  

nuestra   totalidad.   La   parte   oculta   del   iceberg   seguirá   debajo   del   agua,   pero   nos   será   menos  

desconocida  y,  por  lo  tanto,  no  gobernará  nuestras  vidas  sin  que  lo  sepamos.  ¿Cómo  llegar  hasta  allí?  

Buceando.  El  inconsciente  se  delata  a  través  de  nuestras  palabras  y  nuestras  acciones.  Recuerda  mi  

mudez  cuando  nació  Julia,  mi  alergia  cuando  algo  me  afectaba  emocionalmente,   la  «cierta  dislexia»  

de   Mónica   cuando   llegó   Víctor,   el   malvivir   de   Luis   cuando   tuvo   que   enfrentarse   al   problema   de  

nuestra  hija,  el  asma  de  nuestro  hijo  cuando  yo  le  exigía  demasiado  y  mi  obsesión  y  mi  angustia  por  

sobrepotegerle...  Son  sólo  algunos  ejemplos  de  cómo  nuestras  acciones  y  reacciones  nos  indican  por  

dónde  va  nuestro  inconsciente  y  el  poder  que  ejerce  sobre  nosotros  si  no  intentamos  conocerlo.  

Has  de  estar  atenta.  Y  para  ello,  también  puedes  empezar  a  fijarte  en:  

 

–  -­‐Tus  sueños.  ¿Qué  crees  que  te   indican?  No  son  tonterías  y  puede  que  sean  enrevesados,  pero   te  

están  hablando  de  algo.  

–  -­‐Tus  pensamientos  obsesivos.  ¿Cuál  o  cuáles  se  repiten  y  adónde  te  llevan?    

–  Tus  lapsus.  ¿Por  qué  se  producen?  ¿Con  quién?  ¿En  qué  momento?  

–  -­‐Tus  olvidos.  ¿Por  qué  traspapelas,  pierdes,  no  encuentras,  no  sabes  dónde  has  puesto?  ¿Siempre  

tienen  que  ver  con  el  mismo  tema  o  es  en  general?  Y  en  cualquier  caso,  por  qué  tu   inconsciente  te  

lleva  a  olvidar  y  ¿el  qué?  

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–  -­‐Las  palabras  que  se  te  escapan.  ¿Cuál  es   la  última  que  no  querías  decir?  Y,  entonces,  ¿por  qué  la  

dijiste?  El  control  no  te  ha  funcionado  porque  el  inconsciente  se  escapa  de  nuestros  controles.  

 

Todo   esto   forma  parte   de   ti   y   tiene   significados   diferentes   que   te   permitirán,   al   igual   que   las  

pistas  a  un  detective,  llegar  a  resolver  muchos  enigmas  e  interrogantes  de  tu  existencia.  

Continúa  imaginando.  Supón  que  al  nacer  te  hubieran  incorporado  una  grabadora  dentro  de  la  

cabeza  y  ahora,  ya  mayor,  pudieras  rebobinar   la  cinta  que  hay  en  su   interior  y  escucharla:  no  sólo  

encontrarías  las  palabras  que  se  han  dicho  a  lo  largo  de  tu  vida,  sino  también  los  ruidos,  los  silencios  

tensos   o   relajados,   los   murmullos,   los   gritos...   Y   cada   uno   de   esos   sonidos,   al   escucharlos,   te  

despertarían   emociones   que   tratarías   de   identificar   y   asociar   con   alguien   o   con   algo   en   busca   de  

pistas  para  saber  cómo  y  cuándo  se  habían  producido  y  qué  significaban.    

Pues   nuestro   inconsciente   es   como   esa   cinta.   En   ella   se   graban,   desde   nuestro   nacimiento  

(incluso   antes),   todos   los   acontecimientos   de   nuestra   vida:   las   palabras,   los   silencios,   las  

sensaciones,  los  sufrimientos,  las  fantasías,  los  sueños,  los  miedos,  las  frustraciones  y  las  ilusiones...  

¡y  no  sólo  los  nuestros,  también  los  de  cada  uno  de  los  miembros  de  nuestra  familia  en  relación  con  

nosotros!    

Ahora   piensa   en   tu   saga   familiar   como   una   cadena.   Tú   formas   parte   de   ella.   No   sólo   eres   un  

eslabón   más,   sino   que   eres   el   producto   de   la   unión   de   los   anteriores.   Y   esa   cadena   (o   esa   saga  

familiar)   se   caracteriza  por  unas  determinadas  huellas  o  marcas  y   sus  peculiaridades.   Seguro  que  

alguna  vez  has  oído  frases  del  tipo:  «Todos  los  Onassis  consiguieron  ser  millonarios,  pero  la  fatalidad  

los   persiguió»,   «Los   Pérez   Andrade   son   triunfadores   natos»,   «Los   Ochoa   han   sido   unos   grandes  

intelectuales,  pero  ninguno  feliz»,  «Ninguno  de  los  Álvarez  ha  conseguido  que  le  dure  el  matrimonio  

más   de   cinco   años»   o   «A   todos   los   O’Higgins   les   ha   dado   por   la   bebida,   debe   de   ser   su   sangre  

irlandesa».  Hay   familias  que   se   caracterizan  por   enfermedades   genéticas...   o  no   tan  genéticas:   son  

asmáticos  o  depresivos  o  migrañosos  o  ulcerosos  o  delgadísimos  u  obesos,  por  citar  unos  ejemplos.  Y  

las   hay   que   destacan   por   algo   especial   en   su   carácter:   extremadamente   tacaños,   manirrotos,  

escandalosamente   promiscuos,   irresponsables,   jugadores   empedernidos,   muy   afectuosos,  

excesivamente  sinceros,  tímidos  hasta  la  médula,  emprendedores  natos,  bonachones...  

En  definitiva,  cada  una  de  nosotras  lleva  la  marca  de  una  determinada  estirpe.  Estas  huellas,  de  

una  manera  u  otra,  se  van  repitiendo  de  generación  en  generación  y  sólo  si  somos  capaces  de  poder  

analizarlas   y   asociarlas   con   nuestra   historia   individual   tendremos   la   posibilidad   de   salir   de   los  

enganches   familiares   que   nos   hacen   sufrir   y   vivir   el   presente   y   el   futuro   según   nuestros   propios  

deseos.  

¿Sigues  sin  entender  lo  de  la  repetición?  ¿Crees  que  en  tu  familia  no  se  tropieza  dos  y  mil  veces  

en   la   misma   piedra?   A   veces   cuesta   reconocerla,   porque,   no   lo   olvides,   pertenece   a   nuestro  

inconsciente  y  se  disfraza  de  mil  maneras.  Sigue  leyendo  la  historia  de  Laura  y  observa  tus  propios  

pensamientos.  ¿Qué  se  te  viene  a  la  cabeza?    

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Es obvio que yo no procedía ni de la Luna ni de Marte, ni tan siquiera fui encontrada

en una cestita flotando en un río. Aunque debo confesarte que de niña alguna vez lo

imaginé y hasta me lo llegué a creer. Pero, no, chica, no, tengo un padre, una madre, una

hermana y abuelos, tíos, primos y demás parientes, de los cuales ya conoces algunos. Y

todos ellos, con sus gestos, sus manías, sus preferencias, sus deseos y su historia, sobre los

que yo he edificado la mía. Yo era la flor (suena un poco cursi, ya lo sé) de la semilla que

otros habían plantado, habían abonado y habían regado. Tú también eres una flor. No

podemos vivir sin memoria histórica.

Hacía días que no sabía nada de mi madre y estaba tan entretenida con mis comidas de

coco que no caí en la cuenta hasta que sonó el teléfono: era ella con multitud de noticias

sobre las últimas desgracias de todos nuestros conocidos: a la vecina de abajo se le ha

muerto el marido; a la de al lado, el hijo no le estudia ni le trabaja y tiene unos amigos

muy raros y sospechosos; tu prima ha roto con el novio y ahora no sabe qué harán con el

piso, «¡con la de ilusión y dinero que habían invertido!»; tu hermana, «pobre», tiene a la

pequeña con otitis y lleva tres noches sin dormir... Yo la escuchaba con toda la paciencia

de la que era capaz, oyendo un cuento detrás de otro, a cuál peor que el anterior. Cuando

acabó, le pregunté:

—¿No tienes nada bueno que contarme?

—Hija mía, no hay quien te entienda, dices que no te explico nada y cuando lo hago,

te quejas.

—Mamá, ¿te has dado cuenta de que no me comentas nada bueno? Todo es para

llorar. ¿Es que nunca te sucede algo divertido o diferente? O todos te llaman únicamente

cuando tienen penas. ¿Por qué no me preguntas a mí cómo me siento o cómo me van las

cosas?

—Mira si empiezas así, no te digo el verdadero motivo de la llamada.

—¿Todavía hay algo peor?

—No seas desagradable, siendo de esta forma nunca conseguirás el cariño y la

comprensión de nadie.

—Sí, mamá. Lo que tú digas.

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—Pues llamaba para decirte que a tu padre no hay quien lo aguante, hace lo que le da

la gana sin contar conmigo para nada. Ya estoy harta. No sé cómo acabaremos. A pesar de

estar jubilado sigue trabajando en lo suyo con la excusa de que gasto mucho y necesitamos

dinero. Pero lo de hoy, lo de hoy es imperdonable, me ha dejado plantada el día de Sant

Jordi.1 Sabiendo lo importante que es para mí desde que se murió tu abuelo ¡que en paz

descanse!, va y queda con sus amigos para comer y hacer tertulia. ¡Y a su esposa que le

parta un rayo! No piensa para nada en mí, siempre estoy sola y encima dice que no paro de

quejarme y que necesita respirar otros aires.

—Sí, mamá... Ya sabes cómo es papá. ¿Qué le quieres hacer a estas alturas? Vete tú

con tus amigas y disfruta como cuando ibas con el abuelo.

—Si ya sabía yo que no te lo podía explicar, porque te ibas a poner de su parte.

¡Claro!, todo lo que tu padre hace está bien y todo lo que yo hago siempre está fatal.

Tampoco puedo contar con tu hermana, con lo cansada que está, cualquiera se atreve a

molestarla. Es capaz de pegarme un bufido. Para colmo, te llamo a ti para desahogarme y

me dices que sólo te cuento penas de los demás. ¡Para eso he aguantado un marido toda la

vida y les he dado todo mi cariño y atenciones a mis dos hijas! ¡Con todo lo que he hecho

por vosotros! Siempre he intentado dejarte tranquila y no meterme en tu vida y por un día

que te necesito, me sueltas que molesto, que soy aburrida y que sólo te cuento malas

noticias. Estoy arreglada.

—Mamá, no te lo tomes así, sólo intento decirte que...

—Sí, ya sé, sólo intentas decirme que soy una pesada. Si viviera tu abuelo no os

pediría nada. Él era el único que me quería y en un día tan importante como hoy siempre

paseábamos juntos, me regalaba una rosa, me informaba de todas las novedades literarias y

me compraba la que más me gustaba, y a vosotras os compraba un cuento. ¿Es que ya no

te acuerdas? Luego nos invitaba a comer por su santo y después se marchaba con sus

amigos de tertulia, pero ¡después de estar con nosotras! No como tu padre. Ese ni me

pasea.

—Sí, mamá, ya sé la nostalgia que sientes. Yo también le echo de menos, pero no sé

cómo consolarte.

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—No, si no hace falta que me digas nada, ya lo sé todo. Después de tantos años con

vosotros, no sé cómo espero aún algo. Debería haber aprendido a no necesitaros ni

pediros nunca nada. Bueno, bueno, pues ¡hala!, no te preocupes, ya encontraré a alguien

para ir a comprarme un libro y una rosa y de paso merendaré un pastel de los que siempre

me prohíbes. Tú no sufras por mí. Como dice tu padre, ya soy mayorcita. Ya me las

arreglaré yo sola. ¡Al fin y al cabo es lo que he hecho toda la vida!

Cuando colgué el teléfono tenía el corazón en un puño, estaba con el síntoma número

no-sé-qué de la lista, el del «dolor precordial» y con el estrés ocho. Mi madre conseguía

sacar lo peor de mí y más aún en esas situaciones en las que necesitaba lo mejor. Su forma

especial de pedir cariño desataba en mí una especie de agresividad que me superaba. Pasé

todo el día sintiéndome culpable por no haberla acompañado a ver librerías.

Por la noche necesitaba explicárselo a alguien, pero no sabía a quién porque si se lo

contaba a Luis encima me tocaría cargar con sus argumentaciones filosóficas acerca de la

relación tan especial de las mujeres con sus madres: «No os entenderé jamás, sois capaces

de pelearos a muerte, odiaros y acto seguido marcharos todo el día de compras y reíros

como locas. Tan pronto sois amigas como enemigas. Lo mejor es no inmiscuirse en

vuestras relaciones, porque aún saldré salpicado. Si te apoyo y critico a tu madre, luego

me lo echas en cara. Si la defiendo, también. ¿Sabes qué te digo? Que paso. Ya te apañarás

tú con ella, que para eso es tu madre y no la mía.»

A Luis me lo conocía demasiado y antes de que hablara, ya imaginaba lo que me iba a

decir y que no conseguiría consuelo. Me había ocurrido tantas veces, que opté por

continuar en silencio con mis pensamientos. (Con los años me he dado cuenta de que su

posición era la más inteligente. Los hijos podemos criticar a nuestros padres, pero no

perdonamos que lo hagan otros, aunque sea el marido.)

Si se lo contaba a mi hermana, nuestras relaciones habían mejorado mucho, ella haría

lo posible por no enfrentarse a mi madre, en el fondo, no ser la hija modelo le resultaba

insoportable. No podía pretender que Julia se aliara conmigo. No se mojaría y menos para

salvarme a mí. Había desarrollado la habilidad de los grandes políticos: sabía quedar bien

con mi madre y defender a mi padre ¡y así seguir siendo la perfecta!

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Me fui a la cama sin hablar con nadie, excepto con mis dos yos, que tampoco

conseguían aclararse. A punto de quedarme dormida, sonó el teléfono. Me alegré al oír a

mi amiga Marisol; ya tenía a quien soltarle mi mal rollo para que me aliviara con el típico:

«Todas las madres son iguales. No debes sentirte culpable. Tú no tienes por qué

solucionarle la vida.» ¡Cuánto hubiera pagado por oír esas palabras! Pero enseguida caí en

la cuenta de que no iba a ser así. Marisol se llevaba fatal con la suya y a la mía la tenía

idealizada. Con ella, mamá siempre había sido encantadora: Marisol por aquí, Marisol por

allí, Marisol esto, Marisol aquello... Marisol: Mar y Sol. Para mi madre era eso: la

tranquilidad del mar y la luminosidad del sol. Era lógico que mi amiga sucumbiera a tales

piropos y la adorara. Mejor me callaba, porque todavía saldría más perjudicada, Marisol

me diría: «¡Cómo eres, mujer! Por una cosa que te pide tu madre.» Y yo volvería a ser la

mala, malísima.

Con un cigarrillo, dos vasos de leche tibia, cuatro padres nuestros y cinco ovejitas

acabé durmiéndome.

Al día siguiente me tocaba sesión de coco. ¡Qué alivio! Seguía siendo el único lugar

donde podía soltar lo que se me antojara sin ser juzgada por ello. Las peleas con mi madre,

a pesar de que habían decrecido, seguían haciendo mella en mí. Así que empecé por

relatar lo «enfadada, dolida, llorosa, irritada, atacada e injustamente tratada» que me había

sentido, y por si fuera poco, después culpable. «No hay derecho: ¡con todo lo que siempre

he hecho por mi madre!»

Cuando acabé de decir esta frase, frené en seco: me sonaba a conocida. ¿Acaso no era

la misma que mi madre me había dicho a mí? Lucía, como siempre, se había mantenido en

silencio, provocando que el significado de mis palabras cobraran más fuerza. Como

siempre, su presencia callada me obligaba a escucharme a mí misma. En el momento en

que mi desazón y mis quejidos cedieron, habló:

—¿Cómo crees que se sintió tu madre ayer, después de la conversación contigo?

Sin apenas reflexionar, balbuceé:

—Dolida, enfadada, triste e injustamente tratada por mi padre y por mí.

—¿Igual que tú? Antes has usado palabras similares para describir lo que tú sentiste.

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—Ah... Ya... Pero es que ella espera que continuamente le reconozcamos lo muy

buena que es, pero difícilmente reconoce lo bueno que hay en mi padre o en mí. Creo que

quiero mucho a mi madre, pero a veces también la odio. Ya sé que suena muy mal y que

no se debe decir porque a los padres siempre hay que quererlos... Pero hay veces que es

imposible. Y, claro, después me siento fatal. Pero es que ella me provoca. Durante toda

mi vida me ha hecho sentir fatal en multitud de ocasiones. ¡Demasiadas! Siempre me

compara y descalifica. Durante años, me he sentido continuamente atacada. Si hasta

cuando era pequeña siempre tenía la culpa de todo lo referente a mi hermana: si lloraba,

era porque yo le había pegado; si se despertaba por la noche, yo era la culpable por hacer

ruido; si le entraban rabietas, yo se las causaba por no querer compartir los juguetes con

ella y así con todo. Y encima, recordándome lo mucho que debía quererla y cuidarla por

ser mi hermana. ¡Pues no! No, señor. ¿Cómo podía quererla? Cómo podía querer a mi

madre, que siempre la prefirió a ella, y a Julia, que se aprovechaba de eso, y ¡cómo no! era

tan cariñosa y divertida y yo tan huraña e introvertida que a quién iban a preferir. Lo

reconozco: crecí con un gran odio hacia las dos. Mi madre me machacaba siempre que

podía: «Tu hermana va siempre tan arreglada y tú parece que lleves harapos»; «Tu

hermana es tan inteligente, lo dicen todos los profesores; en cambio tú, hija, necesitarás

más fuerza de voluntad»; «Tu hermana nunca nos ha dado problemas, en cambio tú, desde

que ella nació, no sabemos qué te ocurrió pero empezaron a pasarte cosas y siempre

sufrimos contigo.» Con todo lo que hemos hecho por ti... Joder, es muy duro pasarse

toda la vida escuchando eso. Y ya sé que para ellos yo me convertí en un problema a raíz

del nacimiento de Julia, pero yo a mis hijos, a pesar de las dificultades que me han dado, ni

se me ocurre hacerles esto. Además, tampoco fui una niña difícil a propósito. Mira, ya no

sé qué hacer. A mi madre no la entenderé nunca. Haga lo que haga, todo le parece mal.

Con el esfuerzo que hago por no entrar en dimes y diretes y por escucharla, sin juzgarla ni

culparla por lo que me hizo. Pero da igual, ella a lo suyo, siempre encuentra la manera de

hacerme sentir fatal. Cada vez que hablamos, en mi interior se desata algo: es como si de

repente todos esos recuerdos resurgieran como un volcán que durante años ha estado

apagado y sin previo aviso entra en erupción.

—¿Has dicho erupción?

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—Sí. Como una erupción en la piel. Claro, los granos. Mira por dónde, otro motivo

para mi alergia. Mi madre siempre recordándome que yo debía estar alegre, y tanto

exigirme alegría, tanta alegría, al final le cogí alergia a la palabra. Por eso aquella Navidad

que se suponía que debían ser las más alegres para mí, porque por fin iba a conseguir su

aprobación y su reconocimiento terminé como un volcán: erupcionando. Han sido

muchos años de silencio sintiéndome como la mala hija, la desagradecida, la tonta, la

inútil, la impertinente, la conflictiva... Y, para colmo, eso no es lo peor: mi madre cree

que siempre he estado en su contra y de parte de mi padre. Conclusión: «Hija, tú nunca

me has querido. ¿Qué te he hecho yo? Es como si quisieras castigarme por algo.» Vamos,

que, según ella, ni yo ni nadie la queremos y, no quieres sopa, pues toma dos tazas: ahora

resulta que yo la quiero castigar. Otra vez el victimismo. Mira si se lo monta bien que

cuando la vuelva a ver me pondrá cara de circunstancias y me dirá que no le pasa nada.

No, qué va, y yo a saltar de alegría.

Aunque aturdida y con la garganta seca, salí con la sensación de haberme desahogado

como pocas veces en la vida. ¿Me habría pasado? ¿Había sido muy dura con mi madre?

¿Por qué Lucía me había preguntado por ella en lugar de por mí? A estas alturas, ya me

conoces lo suficiente como para imaginar que me pasé el resto de la tarde dándole vueltas

a la cuestión hasta que saltó la chispa que me iluminó: ¡la conversación de mi madre y la

mía habían sido idénticas! Como la imagen que devuelve un espejo: ¡Yo me parecía a mi

madre! ¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡Con lo que la odio a veces!

La migraña hizo su aparición y ¡todavía! me quedaba recoger a los niños y batallar con

ellos. Encaminé el coche hacia el colegio, los llevé a merendar y seguidamente a todas las

actividades extraescolares. Entre mis pensamientos, que se entrelazaban uno tras otro sin

darme tregua, y sus múltiples preguntas, a cada cuál más complicada (ya sabes: «Mamá,

¿quién le ha puesto el nombre a los días de la semana?» «Mamá, ¿por qué los pájaros tienen

patas si vuelan?» «Mamá, ¿por qué la ballena flota y la abuela que es gorda no?»), la cabeza

no me daba para nada más. Llegamos a casa, ellos tan frescos y lozanos, yo agotada y con

un estado de ánimo indefinido, entre la pena, el hastío y la rabia. Otra vez tres, estrés.

No les quería soltar la retahíla de lo muy cansada que estaba y lo muy mal que se

estaban comportando. ¡No quería ser como mi madre! Pero mientras pensaba en cómo

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mantener la calma, me encontré gritándoles y echándoles en cara lo muy poco que me

querían y lo mucho que yo hacía por ellos, mientras engullía un pastel que, se supone, les

había comprado para merendar. En medio de todo el cacao de gritos, deberes, duchas,

cenas y mi lucha interna para no repetir las historia de mi madre, llegó Luis. Me miró y

antes del rutinario beso de saludo, levantó la ceja (se olía algo) y me soltó:

—¿Y esa cara?

No me dio tiempo a responder, cuando ya escuché la siguiente:

—¿Te ha pasado algo?

—Nada, nada importante. —No estaba de humor para contarle mi empanada mental.

—¿Cómo que no te pasa nada? ¿Has visto la cara que tienes? ¿Te has mirado en el

espejo?

¡Bingo! Había acertado. Me había mirado en un espejo que no me había gustado

demasiado. Luis continuaba teniendo el don de la oportunidad. Mi respuesta volvió a ser la

misma:

—Luis, por favor, déjame. No me pasa nada.

Pero insistió:

—Laura, sabes que llego a casa muy cansado, trabajando todo lo que puedo para traer

más dinero y que vivamos más desahogados y en lugar de verte más relajada y feliz, ¿qué

me encuentro? ¿Qué pasa? Si me dices que no pasa nada y tu cara es un poema, pues quizá

sea eso. Igual es que no sabes vivir sin trifulcas. ¿Es eso? ¿No soportas vivir relajada? Mira,

Laura, ¿me quieres contar de una vez por todas qué te ocurre?

—Luis, no insistas, por favor, ya te he dicho que nada. No sufras por mí. Ya me las

arreglaré yo sola. Ya soy mayorcita.

—Laura, no hay quien te entienda; cuando te pones así eres imposible. Si te intento

ayudar, te molesto. Si no lo hago, dices que paso de ti.

—Luis, estoy cansada, muy cansada, no puedo más y parece que nadie se entera,

apenas tengo tiempo para mí. Todo os lo dedico a vosotros.

—Laura, no empecemos, por favor; se supone que el victimismo ya pasó a la historia.

Cuando te comportas así me recuerdas a tu madre. Es como si la estuviera viendo a ella

discutir con tu padre. Pareces su doble.

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—¿Ah, sí? ¿Su doble? Claro: cuando te recuerdo todo lo que yo hago por ti y los

niños, soy como mi madre. Oye, guapo, llevo muchos años siendo diferente a mi madre

para que ahora me sueltes eso. ¿De qué vas?

—Pues aunque te duela tengo que decírtelo, porque cuando los demás no adivinamos

qué te sucede o no te decimos lo que quieres oír, pones la misma cara de ella y encima

dices que no te pasa nada. Parece que esté casado con mi suegra.

¡Lo que me faltaba! Toda la vida queriendo ser completamente diferente a mi madre y

en una simple conversación y como si nada Luis va y me suelta que éramos iguales.

Esa noche hubiera cambiado de marido como se cambia de camisa. Nos dormimos

cada uno en un lado de la cama, sin decirnos ni palabra. Bueno, dormir es un decir. Yo no

pude pegar ojo y, de repente, caí en la cuenta de algo que hasta ese momento ni siquiera

había sospechado: si Luis me veía como a mi madre, ¿es posible que yo estuviera

desatando en él los mismos sentimientos que mi madre provocaba en mí?

Volví a sentirme pequeñita.

Las  madres   son   como   las   flores:   con   colores,   aromas   y   formas   totalmente  distintas.   Cada  una  

tiene  su  lenguaje  y  armoniza  en  un  ambiente  diferente.  Algunas,  con  espinas,  a  pesar  de  ser  rosas  o  

buganvillas;  otras  exóticas  y  bellas,  como  las  orquídeas;  frágiles  y  delicadas,  como  las  begonias  o  los  

tulipanes;   aromáticas,   como   las   gardenias;   alegres   y   sencillas,   como   las   margaritas;   resistentes   y  

duraderas,  como  los  geranios,  las  alegrías  y  las  verbenas...  

Procedemos  de  nuestras  madres,  son  nuestro  punto  de  referencia,  de  partida  hacia  la  vida.  Con  

su  parte  de  hadas  y  su  parte  de  brujas  (sus  dos  yos)  han  intentado  y  conseguido  que  nuestra  vida,  la  

tuya   y   la   mía,   fuera   diferente   a   la   suya   (a   ser   posible   mejor).   Son   el   espejo   donde   nos   miramos  

durante  años  para  construir  nuestra  propia  imagen.    

No  todas  las  mujeres  mantienen  una  relación  de  rivalidad  tan  exacerbada  con  su  madre  como  yo  

la  mantuve  con  la  mía.  Puede  que  tú  pienses  que  la  tuya  es  maravillosa,  que  la  quieres  horrores  y  que  

ni  por  casualidad  se  te  haya  pasado  por  la  cabeza  la  posibilidad  de  odiarla.  Sea  cual  sea  tu  caso,  es  

importante  que   te  plantees  una   serie  de  preguntas   acerca  de   tu   relación   con  ella  que   te  permitan  

conocerte  a  ti  misma,  tanto  en  aquello  que  te  gusta  como  en  lo  que  no  te  gusta.    

 

•  -­‐¿Cómo   es   tu   madre?   ¿Podrías   definir   en   cuatro   palabras   qué   imagen   tienes   de   ella?   ¿Acaso   es  

genial,   pesada   a   ratos   (como   todas),   enferma   (ya  me   entiendes),   estupenda,   depresiva,   dispuesta,  

conversadora,   silenciosa,   colaboradora,   maravillosa,   odiosa,   la   mejor,   la   peor,   controladora,  

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satisfecha,   mandona,   metomentodo,   irónica,   mimada,   mimosa,   liberal,   hace   y   deja   hacer,   quejica,  

llorona,  bruja,  permanentemente  ofendida,  risueña...?  (Si  es  feliz...  ¡premio!  Has  tenido  suerte.)  

•  -­‐Y   tú,   ¿cómo   eres   tú?   ¿Qué   imagen   tienes   de   ti   misma?   Como   no   es   cuestión   de   repetir   la   lista  

anterior,  repásala  y  búscate.  

•  ¿Sabes  dónde  empiezas  tú  y  acaba  tu  madre?  

•  ¿En  qué  la  has  imitado?  

•  ¿En  qué  sois  completamente  diferentes?  

•  ¿Eres  idéntica?  

•  ¿Qué  has  conseguido  cambiar  de  lo  que  no  te  gustaba  de  ella?  

•  -­‐¿En  qué  cosas  has  colmado  o  realizado  sus  deseos,  para  ser  la  mejor  hija?  (Y  puede  que,  a  pesar  de  

todo,  no  lo  hayas  conseguido.)  

•  ¿En  qué  se  parece  tu  relación  matrimonial  o  de  pareja  a  la  suya?  

•  ¿En  qué  se  diferencia?  

•  -­‐¿Te   has   planteado   ser  madre?   Si   no,   ¿tiene   algo   que   ver   con   el  miedo   a   la   responsabilidad?   ¿O  

temes  quitarle  su  puesto  a  la  tuya?    

•  -­‐Si  tienes  hijos,  ¿eres  tan  exigente  o  flexible  con  ellos,  como  ella  lo  ha  sido  contigo?  

•  -­‐A   la  hora  de  educar  a   los   tuyos,  ¿has  conseguido  cambiar   lo  que  a   ti  no   te  gustó  de  su   forma  de  

educarte?    

•  ¿Dónde  acaba  su  sufrimiento  y  empieza  el  tuyo?  

•  ¿Dónde  terminan  sus  temores  y  comienzan  tus  miedos?  

•  -­‐¿Te   has   dado   cuenta   de   cómo   te   han   influido   ciertas   frases   suyas   (aunque   las   dijera   casi   en   un  

murmullo)?  

 

¿Has  acabado  de  leer  todas  estas  preguntas  con  toda  la  calma  necesaria?  ¿Sí?  Pues  ahora,  vuelve  

a   empezar   y   date   aún  más   tiempo.   Piensa   bien   tus   respuestas.  No   tengas   ninguna   prisa,   te   queda  

toda   una   vida   por   delante   y  mejor   afrontarla   sabiendo  mucho   de   ti   misma,   cuanto  más  mejor.   Y  

recuerda:   tú   puedes   producir   en   los   demás   las   mismas   sensaciones   que   tu   madre   provoca   en   ti.  

¡Imagínate  las  consecuencias!  

Dos personas en el mismo día me habían hecho afrontar lo mismo: me parecía mucho

a mi madre. Era cierto, puede que yo repitiera sus mismas palabras y que tuviera sus

mismos defectos, pero entonces, ¿no me parecía en nada a mi padre? ¿Acaso no se suele

decir que los hijos son de las madres y las hijas de los padres? Si no es así, ¿por qué existirá

ese refrán?

Mi padre, mi padre...

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Añoro al padre de mi infancia. Añoro la sensación de estar a su lado cuando se afeitaba

y después tocarle la cara limpia y suave, como si fuera seda. Añoro estar sentada en su

regazo, mientras él se liaba un cigarrillo y lo fumaba con todo el placer del que uno es

capaz. Añoro cuando me sacaba de la cama, con risas y bromas, me preparaba el desayuno

y después ponía música y me enseñaba a bailar. Añoro sus conversaciones, entre bromas y

chistes para conseguir que sus princesas fueran felices. Añoro cuando nos venía a recoger

al colegio, como la mayor de las sorpresas, y merendábamos en una granja muy pequeña

que en su interior ¡tenía vacas! Añoro hasta sus broncas cuando traía malas notas. En esas

ocasiones se ponía tan serio que, sólo de verlo, temblaba. «¡Debéis conseguir ir a la

universidad!», decía con cara de pocos amigos. «Sólo de esa forma seréis mujeres

independientes y no dependeréis de ningún hombre.»

Lo que no añoro y aún recuerdo vivamente son las discordias con mi madre. Se ponía

enfermo, eran las únicas veces que le pedía que le dejara en paz: «Déjame respirar, me quitas

el aire», y dos o tres días después amanecía con su bronquitis exarcerbada y ahogándose

más de lo habitual, con lo cual mamá volvía a echarle en cara lo mucho que fumaba. El

caso era culpabilizarlo y quejarse. Y así una y otra vez.

Cuando mi hijo pequeño —que, evidentemente, no fumaba— inició las crisis de

ahogos y de asma, la memoria me transportó a aquellas escenas, donde era mi padre el que

se ahogaba, pero no por el humo del tabaco, sino por la asfixiante y pesada de mi madre.

Con Víctor, la pesada que le quitaba el aire con mi exigencia era yo. Si mi madre le pedía a

mi padre más y más y le reprochaba todo y todo, yo hacía algo muy parecido con mi hijo:

debía ser el más listo, el más guapo, el más rápido, el mejor y le recriminaba todo lo que

hacía mal y lo que no hacía. ¡Con lo pequeño que era! En el fondo le estaba pidiendo

inconscientemente que me colmara. Y así cualquiera no se ahoga. Volví a descubrir cómo

las historias familiares se repiten.

Los   padres   son   como   los   árboles:   necesarios   e   imprescindibles   para   aguantar   las   tierras,  

oxigenar  y  proteger  la  vida.  Unos  son  perennes,  como  los  abetos  y  los  pinos;  otros  caducos,  como  los  

plataneros;  estranguladores,   como   los   ficus  benjamina;   cariñosos,   como   las  mimosas;  bellos,   como  

las   camelias;   aromáticos,   como   los   jazmines;   conocedores   del   bien   y   del   mal,   como   el   árbol   del  

paraíso;  amorosos,  como  el  ciclamor.  «Quien  a  buen  árbol  se  arrima,  buena  sombra  le  cobija.»    

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Procedemos  de  nuestros  padres,  son  nuestro  punto  de  referencia,  de  partida  hacia  la  vida.  Con  

su  parte  de   reyes  y   su  parte  de  monstruos   (sus  dos  yos)  han   intentado  y   conseguido  que  nuestra  

vida,   la   tuya   y   la  mía,   fuera   diferente   a   la   suya   (a   ser   posible  mejor   que   la   de   las  mujeres   que   te  

precedieron).  Son  el  espejo  donde  nos  miramos  durante  años  para  construir  nuestra  propia  imagen.  

(Como  verás,  exactamente  igual  que  nuestras  madres.)  

Sigue  indagando  conmigo  las  similitudes  o  parecidos  no  físicos  que  hay  en  tu  familia:  

 

•  -­‐¿Cómo   es   tu   padre?   ¿Podrías   definir   en   cuatro   palabras   qué   imagen   tienes   de   él?   ¿Observador,  

manipulador,   dominador,   tirano,   seductor,   excesivamente   trabajador,   contradictorio,   simpático,  

arrebatador,  sencillo,  agradable,  pasivo,  ausente,  ajeno,  irresponsable,  amable,  estúpido,  encantador,  

generoso,   tacaño,   inteligente,   genial,   cariñoso,   arisco,   paciente...?   (Si   es   el   mejor   padre   y   además  

feliz...  ¡premio!  ¡Apúntate  dos!)  

•  -­‐Y  tú,  ¿cómo  eres  tú?  ¿Qué  imagen  tienes  de  ti  misma?  Ya  sabes,  como  no  es  cuestión  de  repetir  la  

lista  anterior,  repásala  y  búscate.  

•  -­‐¿Se   parece   tu  marido,   tu   novio   o   los   hombres   que   ha   habido   en   tu   vida   a   tu   padre?  Míralos   o  

intenta  recordarlos,  pero  no  por  fuera,  es  decir,  no  te  fijes  en  el  color  de  su  pelo  o  en  si  eran  altos  o  

bajos.  Lo  que  has  de  volver  a  retomar  son  aquellos  gestos,  palabras,  frases,  sensaciones,  emociones  y  

frustraciones  que  te  transporten  a  tu  infancia  con  tu  padre.  

•  -­‐¿Te  pareces  en  algo  a  tu  padre?  Yo  creo  que  me  parezco  bastante  a  él,  pero  sobre  todo  creo  que  he  

intentado  ser  la  mujer  que  él  deseaba  que  fuera.    

•  -­‐¿Has   intentado  descalificar   a   tu  madre  para  demostrarle   que   tú   eres  mejor?   Inconscientemente  

claro  que  sí.  La  ambivalencia  siempre  está  presente:  a  mamá  la  quiero  mucho,  pero  si  le  gano  (si  soy  

más  lista,  más  guapa,  más  como  papá  quiere  que  sea)  papá  me  querrá  más  a  mí.  Recuerda  el  cuento  

de  Blancanieves  y  el  miedo  que  siente  su  madrastra  cuando  la  niña  se  convierte  en  mujer  y  además  

muy  hermosa.  Quiere  matarla,  de  lo  contrario  le  quitará  su  lugar  al  lado  del  rey.  Este  cuento  infantil  

deja   muy   claro   la   rivalidad   entre   una   madre   y   una   hija,   aunque   en   el   cuento   la   madre   quede  

sustituida  por  la  madrastra  para  que  el  impacto  en  el  niño  no  sea  tan  fuerte  y  en  el  fondo  la  mamá  

muerta  siga  siendo  buena.  Buena  sí,  pero  ¡muerta!  

•  -­‐¿Has   hecho   lo   posible   para   convertirte   en   su  mujercita   ideal   (la   de   papá,   se   entiende)?  No   hay  

nada  como  su  amor.  ¿Te  acuerdas  de  la  conversación  telefónica  que  mantuve  con  mi  madre?  Ella  a  la  

suya  ni  la  nombra,  al  único  que  todavía  añora  es  a  su  padre:  «¡El  único  que  me  quería!»  Así  son  los  

padres  y  las  hijas.  Eso  no  quiere  decir  que  universalmente  sea  así.  Pueden  darse  pésimas  relaciones  

entre  padres  e  hijas.  Una  propuesta:  ves  a  por  el  vídeo  de  la  película  Solas.  

•  ¿Has  estudiado  lo  que  papá  deseaba  (para  él,  para  tu  madre  o  para  ti)?  

•  -­‐¿Cómo   le   veías   de   pequeña?   El  más   alto,   el   más   guapo,   el   más   inteligente,   el   más   listo,   el   más  

simpático,  el  más...  

•  Si  tu  padre  siempre  se  mantuvo  distante,  alejado  y  frío,  ¿le  tenías  miedo?    

•  ¿Se  lo  sigues  teniendo  inconscientemente  a  todos  los  hombres?  

•  -­‐¿Tu  padre  siempre  deseó  que  las  mujeres  estuvieran  con  la  pata  quebrada  y  en  casa?    

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•  -­‐¿Tu  padre  te  castigaba  y  «pasaba  de  ti»?  Puede  que  tu  relación  con  los  hombres  siga  entrañando  

muchas  dificultades:  o  les  castigas  o  te  castigan,  pero  el  perdón  o  no  existe  o  no  arregla  las  cosas.  Se  

vuelve  a  repetir  la  historia.  

•  -­‐Tu  padre  adoraba  y  admiraba  a  tu  madre.  ¡O  eras  como  mamá  o  no  tenías  ninguna  posibilidad!  

•  -­‐Tu  madre  nunca  le  entendió.  La  sensibilidad  de  papá  era  exquisita  y  sólo  tú  le  entendías.  

 

Déjame  repetirme:  ¿Has  acabado  de  leer  todas  estas  preguntas  con  toda  la  calma  necesaria?  ¿Sí?  

Pues  ahora,  vuelve  a  empezar  y  date  aún  más  tiempo.  Piensa  bien  tus  respuestas.  No  tengas  ninguna  

prisa,   te  queda   toda  una  vida  por  delante  y  mejor  afrontarla   sabiendo  mucho  de   ti  misma,   cuanto  

más   mejor.   Y   recuerda:   tú   puedes   producir   en   los   demás   las   mismas   sensaciones   que   tu   padre  

provoca  en  ti.  ¡Imagínate  las  consecuencias!  

¿Y Julia? ¿Cómo me influyó Julia? De ella ya sabes tú más que yo. Yo la quiero... Sí, sí,

la quiero. En el fondo, fondo, fondo, fondo, muy fondo, quiero a Julia. Pero ¿cómo la voy

a querer de verdad? Si cuando llegó a casa, me quitó mi cuna, mi habitación, mis juguetes

y mis padres. No cayó por la chimenea ni la trajo la vecina, no. Mi madre fue la culpable.

Mi padre no hizo nada (¡salvado!), sin embargo ella la llevó en la barriga durante mucho

tiempo y mientras tanto me contaba historias fabulosas sobre lo divertido que sería tener

una hermanita para jugar. ¡¿Para jugar?! Cuando nació, era boba: sólo dormía, lloraba,

comía y hacía pipí. ¡Me engañaron! ¿Cómo iba a jugar con alguien que no sabía nada? Yo

en cambio era muy lista y dejaron de hacerme caso. Y claro, ¡no lo entendí!

Y mi madre, como si no pasara nada, contándoles historias a sus amigas sobre lo

maravillosas que eran sus hijas: «¡Mis hijas, celos, ni por casualidad! Se llevan

estupendamente y juegan muchísimo. ¡Es genial tener dos niñas!» ¡Mentira! Si lo sabía yo.

Mi hermana, cuando creció, me insultaba a escondidas para que yo chillara y me castigaran

a mí. Ella, la buena y yo, la mala. En ocasiones, mi madre tenía razón y jugábamos, bueno,

yo recuerdo que discutíamos y rivalizábamos por todo, hasta por una sartencita medio

oxidada y sin mango, aunque aparentemente a ojos de mamá estábamos de lo más

entretenidas y nos llevábamos fenomenal: «¡Pero qué bien se portan y qué alegres que son

mis niñas!»

De camino al cole, hacíamos carreras para ver quién llegaba antes. ¿Adivinas quién

ganaba? Pero ¡no lo hacía limpiamente! Me ponía la zancadilla o me lanzaba la cartera para

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que yo cayera y así conseguía ventaja. Y podría seguir un buen rato, pero ¿para qué? Si

tienes hermanos, seguro que sabes de lo que te hablo, aunque ya sé, ya sé, bueno imagino,

que también los hay estupendos. En fin, esa competitividad siempre estuvo presente en

nuestras vidas al menos hasta que yo conseguí entender sus causas. Ahora, al mirarme en

los espejos de mi madre y de mi padre, también veo a Julia. En realidad ambas somos una

mezcla de ellos dos y también nos hemos influido la una a la otra.

¿Tienes  hermanos?  Tanto  tenerlos,  sean  uno  o  varios,  como  no  tenerlos,  influye  en  tu  forma  de  

ser  e  ir  por  la  vida.    

 

•  -­‐Si  eres  hija  única.    

•  -­‐Tal  vez  los  hayas  idealizado.  ¿Te  hubiera  gustado  tener  uno  mayor  que  tú  para  que  te  protegiera  o  

menor  que  tú,  al  que  proteger  o  mangonear?  Pero  sobre  todo,  uno  más,  por  favor.  Uno  más  que  te  

liberara  de  la  carga  que  te  supone  ser  hijo  único  y  colmar  todos  los  deseos  de  tus  padres.  Quizá  tu  

vida  haya  sido  una  huida  permanente,  con  excusas  muy  razonables  (estudio,  trabajo,  amores  lejanos,  

pasión  por  los  viajes...)  para  escapar  de  esa  presión-­‐prisión.  O  quizá  no  hayas  podido  ni  tan  siquiera  

volar   y   hayas   renunciado   a  muchos   sueños   por   cuidar   de   ellos:   una   carrera   no   realizada   porque  

suponía  trasladarte  de  ciudad;  unas  vacaciones  anuladas  porque  mamá  se  encontró  fatal  cinco  días  

antes  de  tu  partida  (¿o  tal  vez  no  podía  soportar  que  te  fueras?);  la  incapacidad  de  formar  tu  propia  

familia   por   miedo   a   abandonarlos   o   incluso   puede   que   la   tengas,   pero   intuyas   que   no   te   has  

entregado  del  todo  a  ella  (un  pie  sigue  en  casa  de  tus  padres).  Y,  cuidado,  no  siempre  eres  tú  a  quien  

le  cortan  las  alas,  a  veces  sucede  al  revés  y  es  el  hijo  único  («¿Querer  yo  un  hermano?  Ni  en  pintura»)  

quien  no   soporta   la   idea  de   separarse  de   sus  progenitores  y  busca  una   tras  otra  mil   excusas  para  

quedarse  en  el  nido:  accidentes  y  enfermedades  sinfín,  «Si  es  que  ningún  hombre  vale  la  pena»,  «No  

encuentro   un   trabajo   que   me   dé   independencia   económica»...   Plantéate   hasta   qué   punto   no   son  

excusas  para  no  separarte  de  ellos.    

•  -­‐Si  tienes  hermanos.  

•  -­‐¿Cómo   te   llevas   con   ellos?   ¿Bien,   según   el   día   o   fatal?  No   contestes   sin   pensártelo   dos   veces.   Y,  

aunque  te  duela,  sé  sincera.  

–  -­‐¿Os  lleváis  de  maravilla  y  lo  desastroso  es  la  relación  de  vuestros  padres?  Puede  que  hayáis  tenido  

que  unir  vuestras  fuerzas  para  sobrevivir  en  ese  hogar.  

–  -­‐¿Te   llevas   como   te   gustaría   con   tus   hermanos   o   sufres   horrores   y   no   sabes   cómo   arreglar   lo  

vuestro?  

–  -­‐¿Has   decidido   pasar   de   alguno,   varios   o   todos,   porque   siempre   te   fastidian,   son   egoístas,   te  

provocan,  te  hacen  sentir  como  una  imbécil  o  cualquier  cosa  negativa  que  se  te  ocurra?  ¿O  de  lo  que  

quieres  pasar  es  del  sufrimiento  que  te  provoca/n?  

–  -­‐¿Has  pensado  si  la  rivalidad  y  la  envidia  han  podido  ser  las  causantes  de  vuestra  desunión?  

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–  -­‐Si   has   sido   la   preferida   de   papá   o  mamá   o   de   ambos,   ¿te   has   preocupado   del   lugar   que   les   ha  

tocado  en  suerte  a  tus  hermanos?    

–  -­‐Si  te  ves  como  la  no  querida,  la  descolgada,  la  que  llegó  en  mal  momento,  ¿te  acuerdas  de  mi  amiga  

Clara?,  piensa  en  cómo  te  ha  influenciado  ese  sentimiento.  

–  -­‐Y  no  acabes  aquí,  seguro  que  puedes  seguir  escribiendo  esta  parte  del  libro...  que,  a  estas  alturas,  

ya  sabes  un  montón.  Pues  si  te  apetece,  coge  papel  y  lápiz  y  desahógate.    

 

¿Sorprendida   de   tus   descubrimientos?   Pues   has   de   saber   que   hay   más   espejos   de   los   que   a  

simple  vista  parece.  No  todo  se  acaba  en  mamá  y  papá  y  los  hermanos,  también  cuentan  los  abuelos,  

y  mucho,   los  tíos  y  todas  aquellas  personas  en  las  que  te  hayas  visto  o  te  veas  reflejada  y  te  hayan  

dado  información  sobre  ti  misma  y  tu  familia.  

Te   lo   explico  de  otro  modo:   tú,   al   igual  que   tu   familia,   te  has  pasado   la   vida  mirándote  en  un  

espejo  que  todos  compartís.  Es  decir,  tú  no  te  ves  sólo  a  través  de  tus  propios  ojos,  sino  que  también  

te   ves   a   través  de   los  ojos  de   cada  miembro  de   tu   familia,   es  decir,   de   lo  que  dicen  de   ti,   cómo   te  

tratan,  qué  esperan  de  ti,  cómo  te  hacen  sentir...  Asimismo,  no  sólo  ves  a  los  demás  miembros  de  tu  

familia  a  través  de  tus  ojos,  sino  que  también  los  ves  a  través  de   la   imagen  que  te  dan  de  ellos  tus  

restantes   familiares.  Por  poner  dos   ejemplos:   ¿cómo   te  habla  o  hablaba   tu  madre  de   tu  padre?   ¿Y  

viceversa?  Puede  parecerte  complicado,  pero  si  lo  vuelves  a  leer  con  calma  y  recuerdas  todo  lo  que  

has   aprendido   hasta   ahora,   entenderás   la   auténtica   verdad   que   esconde   el   dicho:   «Todo   se   ve   en  

función  del  color  del  cristal  con  el  que  se  mira.»    

¿Te  has  parado  a  pensar  cómo  han  influido  en  tu  vida  o  en  tus  decisiones  los  sueños,  ilusiones,  

equivocaciones  y  reproches  de  toda  tu  familia?  ¿O  creías  haber  decidido  tú  sola?  Te  pondré  algunos  

ejemplos.   Para   ello   usaré   juegos  de  palabras,   que   son,   sólo   eso,   juegos   (o   sea   que  me  disculpo  de  

antemano  si  alguno  te  molesta).  Mi  pretensión  es  que  te  sirvan  de  pauta  para  que  tú  pienses  en  las  

palabras  clave  de  tu  vida  y  a  través  de  ellas  encuentres  significados,  que  única  y  exclusivamente  te  

sirvan  a  ti.  

 

•  -­‐Eres  abogada  sencillamente  porque  tu  padre  y  tu  abuelo  lo  son  y  es  una  tradición  familiar,  de  la  

que  no  podías  o  no  quedaba  bien  que  te  escaparas.  O  tal  vez  porque  tu  padre  y  tu  madre  se  peleaban  

en  exceso  y   tú   intuiste  que  un  abogado,  para  defender  a  mamá  o  a  papá,   era   imprescindible  en   la  

familia.  

•  -­‐Eres  periodista  porque  así  puedes  decir  todo  lo  que  de  pequeña  no  te  dejaron.  O  tal  vez  tu  madre  

admiraba  a  las  mujeres  que  sabían  leer,  escribir  y  hablar  perfectamente.  O  tal  vez  tuviste  dislexia  y  

decidiste  demostrarles  cuán  equivocados  estaban.  

•  -­‐Eres   enfermera   porque   a   tu   padre   le   encandilaban   las   mujeres   con   uniforme,   fuesen   monjas,  

empleadas   de   hogar   o   ATS.   O,   tal   vez,   tu   padre   tuvo   una   salud   delicada   y   quebradiza   y   tu   sueño  

inconsciente  fue  convertirte  en  su  enfermerita.  O  tal  vez,  la  que  no  pudo  ser  enfermera  en  la  guerra  

fue  tu  madre  y  su  sueño  quedó  pendiente  de  realización.  

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•  -­‐Eres   médico   porque   en   tu   casa   siempre   hubo   algún   enfermo.   O   tal   vez   tu   padre   es   «el   mejor  

médico   del   mundo»   y   quisiste   ser   como   papá.   Es   vocacional,   siempre   quisiste   curar   a   todos   los  

demás,  ¿o  tal  vez  a  ti?  Y  ¿de  qué?  

•  -­‐Eres  decoradora.  ¿Y  qué  decoras?  ¿Coloreas  una  vida  que  te  parece  gris?  ¿A  quién  decoras?  ¿A  ti  

porque   siempre   te   sentiste   muy   fea?   ¿Por   qué   no   te   condecoras?   Igual   jamás   reconocieron   tus  

méritos.  

•  -­‐Eres   rehabilitadora.   ¿Por   qué   rehabilitas?   ¿Tanta   rehabilitación   necesitas   realizar?   Y   ¿a   quién?  

¿Por  qué  la  vida  te  ha  llevado  a  rehabilitar?  

•  -­‐Eres   educadora.   ¿Tan  mal   te   educaron  a   ti?  O   simplemente   les   vas   a  demostrar  que   tú   lo   sabes  

hacer  mucho  mejor.  

•  -­‐Eres  escritora  porque  alguien  tiene  que  leer  tu  sabiduría.  O  tal  vez  en  tu  casa  no  te  dejaban  hablar  

o   no   conversaban   contigo   y   lo   único   que   te   quedaba   era   leer   y   escribir,   y   ahora   te   desahogas  

diciéndoselo  al  mundo.  O   tu  mundo   interior  y   tus  experiencias  son   tan  ricas  que  estás  dispuesta  a  

compartirlas.  

•  -­‐Eres  cantante.   ¡Sí,   señor,  hay  que  cantarle  a   la  vida!  Como   los  ruiseñores  o  como  el   canto  de  un  

gallo,  pero  hay  que  cantar.  Tu  madre  siempre  estuvo  prendada  de  Carlos  Gardel  y  su  voz,  y  tu  padre  

¿de  quién?  

•  -­‐Eres   secretaria.   ¡Claro!,   a   papá   le   fueron   mal   los   negocios,   porque   no   encontró   una   buena.   O  

porque  tu  madre  decía  que  estaba  liado  con  su  secretaria  y  decidiste  quitarla  de  en  medio.  O  porque  

mamá  es  la  que  mejor  guarda  los  secretos.  

•  -­‐Eres  ama  de  casa.  No:  ¡señora  de  casa!  El  recuerdo  más  tierno  de  tu  niñez  es  la  cara  de  felicidad  de  

tu  padre  cuando  llegaba  destrozado  del  trabajo  y  tu  madre  le  daba  las  zapatillas,  le  tenía  preparada  

una  excelente  cena,  después  un  baño  y  todo  acababa  en  risas  en  aquel  cuarto  prohibido  para  ti.  ¡Eran  

tan  felices!  Ese  es  el  secreto  de  un  buen  matrimonio.  ¡Hay  que  repetir!  

•  -­‐Eres  actriz.  Siempre  te  gustó  disfrazarte,  imaginar  e  interpretar.  ¿Qué  interpretabas?  Otras  vidas,  

otras   personas,   otras   historias.   Tal   vez   porque   fue   la   única   manera   de   sobrevivir   a   la   dolorosa  

separación   de   tus   padres.   O   porque   es   la   única  manera   de   huir   de   ti  misma   cuando   no   te   gustas.  

Interpretas  y  ya  está:  listo,  ¡eres  otra!  

•  -­‐Eres  pintora.  ¿Tan  poco  has  pintado  en  tu  familia,  que  necesitas  pintar  algo  el  resto  de  tu  vida?  Un  

autorretrato   tal   vez,   para   reafirmarte   y   pintar   algo   para   siempre,   aunque   sólo   sea   colgada   de   la  

pared.    

•  -­‐Eres   arquitecta.   ¿Por   qué   tienes   que   construir   otras   casas   u   otras   familias?   Tu   hogar   fue  

demasiado  pequeño  o  demasiado  grande  o  con  mucho  ruido  y  decidiste  hacerte  el  tuyo  a  tu  medida.  

•  -­‐Eres   arqueóloga.   Te   dedicas   a   buscar   las   primeros   yacimientos   humanos,   o   más   bien   estás  

intentando  encontrar  la  primera  piedra  de  tu  vida.    

•  -­‐Eres   cocinera.   Mamá   odiaba   cocinar   y   para   papá   la   hora   de   la   comida   siempre   fue   la   más  

importante  del  día.  O  tu  padre  y  tu  madre  pasaron  hambre  en  la  guerra  y  decidiste  estar  muy  cerca  

de  la  comida  para  que  no  te  faltara  nunca.  

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•  -­‐Eres  dependienta.  ¿De  quién  dependes?  ¿Con  quién  tienes  una  deuda  pendiente?  Con  el  dueño  o  

con  tu  padre  ¡que  es  el  mismo!  ¿De  qué  pende  tu  vida?  De  un  hilo.  

•  -­‐Eres  antropóloga.  Tal  vez  buscas  el  primer  simio,  el  primer  hombre  o  buscas  tus  verdaderas  raíces  

a  través  de  ellos.  Tu  inquietud  siempre  superó  la  información  que  te  dieron.  

•  -­‐Eres  azafata  o  turista.  Necesitas  estar  en  los  aires  para  olvidar  el  sufrimiento  de  la  tierra.  La  afición  

de  tu  padre  fue  viajar  y  conocer  mundo,  y  salvo  ver  postales  no  pudo  hacer  otra  cosa.  Tu  madre  era  

una  turista  en  tu  casa  en  busca  de  hospitalidad.  

•  -­‐Eres  peluquera.  Siempre   te  cogían  por   los  pelos  en   tus   rabietas  y  ahora   lo  haces   tú.  O   te  decían  

tonta   y   has   decidido   arreglar   tu   cabeza   empezando   por   los   pelos.   O   quieres   ser   más   guapa   que  

mamá,  cuyos  pelos  siempre  andaban  despeinados.  

•  -­‐Eres  licenciada  en  geografía  e  historia.  Tu  padre  vive  en  Japón,  tu  madre  en  Noruega,  tú  te  criaste  

con  los  abuelos  en  Italia,  y  para  ti  viajar  por  la  geografía  y  encontrar  tu  historia  es   lo  más  creativo  

que  puedes  hacer.  

•  -­‐Eres  relaciones  públicas.  ¿De  quién?  Has  convertido  en  profesión  lo  que  a  ti  te  gustaría  realmente  

saber   hacer.   Las   relaciones   humanas   te   plantean   muchas   dificultades   y   demasiados   dolores   de  

cabeza.  

•  -­Eres  economista.  Tal  vez  en  tu  casa,  los  duros  no  circularon  demasiado.  O  tal  vez  para  solventar  lo  

dura  que  es  la  vida.  O  tal  vez,  alguien  intentó  quedarse  con  vuestros  duros.  

•  -­‐Eres  rica.  ¡Qué  suerte  tienes,  rica!  ¿O  quizá  haya  sido  ese  el  problema  de  tu  vida?  

 

¿A  qué  te  dedicas?  Puede  que  siempre  hayas  creído  que  es  una  decisión  tomada  libremente  por  

ti,  pero,  ya  ves,  no  es  del  todo  cierto.  Dime:  ¿tú  qué  querías?  ¿Qué  deseabas?  ¿Cuál  era  tu  sueño?  Y,  

por  último,  contesta:  ¿lo  has  hecho  realidad?  

Luis, Alberto y Juan. En algún momento creo haberte contado que Luis tenía dos

hermanos más, pues ahora te voy a explicar cuáles son sus profesiones y cómo influyeron

sus espejos o las imágenes de su padre y su madre en su elección.

Mi suegro, a ojos de conocidos y amigos, es un trabajador nato, un hombre muy

implicado en su profesión, un buen conversador, un experimentado viajero y un experto

del buen comer, los buenos vinos y los puros habanos. A ojos de mi suegra, sin embargo,

Manuel es un irresponsable, un hombre incapaz de cumplir con sus obligaciones paternales

y ocuparse de los problemas de la casa, «además, nunca puedo hablar con él y menos

cuando lo necesito. Todos halagan su rectitud, pero no lo conocen como yo. De recto nada.

Siempre se ha preocupado más de sí mismo, de su bodega, comilonas y costosos viajes, a

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los que casi nunca me ha llevado, que de su familia». Y eso, Elvira, siempre lo ha vivido

como una gran injusticia.

Luis, como ya sabes, es abogado. ¿Por qué? ¿Con qué ojos miró inconscientemente a

su padre? ¿Y qué decía su madre de Manuel? Según ella, un hombre debía ser muy

trabajador, y lo era, esa era la parte buena de Manuel. Pero ¿qué le reprochaba? ¿Cómo

debía ser, según Elvira, el hombre de sus sueños? Responsable, recto y justo, sin vicios y

con el que se pueda hablar. ¿Hay alguna carrera más recta y más justa que derecho? Pues

bien, eso hizo Luis, colocarse en el lugar del hijo preferido de mamá, identificándose en lo

(que él creyó) mejor de su padre, es decir, su capacidad de trabajo y de traer dinero a casa

para proveer a la familia. Sin embargo, Luis interpretó que el gusto por la buena comida,

el buen vino y los viajes habían motivado mucho sufrimiento en Elvira, por tanto, él

pasaba de todas esas cosas, lo que naturalmente también influyó en que se fijara en mí: ya

sabes que soy un desastre en la cocina y para otras cosas de la casa (como comprenderás

tengo otras virtudes). De esta manera también rivalizó con su padre tratando de ser

diferente a él. Cosa que nunca le gustó a Manuel y siempre que podía le reprochaba, como

pudiste comprobar en la comida de Navidad.

El mediano es Alberto, el arquitecto. Nada tiene que ver con el hombre recto y justo:

ese lugar ya estaba ocupado y tuvo que buscar otro para ser querido. Para Alberto, las

palabras de la madre, «Esta casa no funciona», habían sido los pilares para edificar su vida. Y

eso es lo que hizo: construir casas que funcionaran para otras madres, y todas,

curiosamente, siempre tenían una gran cocina y, aunque fuera pequeño, un lugar para una

bodega. De esta forma, recogió el mensaje de ambos padres. Por cierto, está separado y

sin hijos. La responsabilidad de vivir con alguien y tenerlos es algo que le supera, aunque

él, claro está, lo razona y justifica valiéndose de cuanta estadística moderna caiga en sus

manos: «¿Sabéis que, sólo en España, en los últimos diez años los divorcios han aumentado

en un 50 por ciento?»

Y queda Juan, el tercero. Este fue el traspié de la menopausia. Vino al mundo para

encontrarse con una madre cansada, artrósica y sin ganas de jugar, ni tiempo para él, y con

un padre a quien empezaban a hacerle mella los buenos caldos, el humo y el excesivo

yantar. ¿Qué lugar le quedó a Juan? Él se decidió por la fisioterapia. Sí, había mucho que

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rehabilitar: debía acabar con los dolores y el sufrimiento de su madre y sanar a su padre.

Como puedes suponer, resulta hasta divertido escuchar a Manuel: «Un hijo mío con una

profesión de mujeres: con lo muy hombre que es tu padre y el potencial que tú tenías,

¿cómo has podido dedicarte a esto? Y, por si fuera poco, todo el día comiendo verduras,

las copas de adorno y siempre meditando. Si no fuera porque estás casado, la de dudas que

tendría.» Yo creo que en el fondo Manuel piensa que Elvira le dio el salto y por eso «Este

chico es tan raro». Y es que Juan es terriblemente recto, callado, abstemio y, por

supuesto, vegetariano. Su mujer, igual (se casó muy joven, mejor dicho, huyó) y su hijo

Juanjo, qué esperabas, otro cantar: es un adolescente zampabollos, egoísta, que sólo

piensa en divertirse y fuma como un descosido. Y, como puedes suponer, vuelve locos a

sus padres que no entienden nada: «Si nuestro ejemplo siempre ha sido inmejorable.» En

fin, como ya te habrás dado cuenta, la historia se repite, aunque de otra manera: ¿a quién

te suena el niño?

¿Cuántas   veces   en   la   vida   has   oído   y   oirás   decir:   «No   entiendo   cómo   es   posible   que  nuestros  

hijos,  viniendo  de  la  misma  madre  y  del  mismo  padre,  sean  tan  diferentes»?  ¿A  que  a  partir  de  hoy  ya  

no  te  sorprenderá?  Ahora  ya  sabes  la  cantidad  diferente  de  colores  que  cada  hijo  tiene  para  escoger  

y  además  sin  enterarse.  Nuestros  padres  nos  influyen  sin  que  lo  sepamos,  a  través  de  sus  deseos  y  

sufrimientos,  y  cada  uno  de  nosotros  encuentra  la  forma  de  colmarlos  y  de  diferenciarse  de  ellos,  en  

la  medida  de  lo  posible,  y  todo  ello,  nunca  lo  olvides,  lo  hacemos  para  que  nos  quieran.

Retomemos a Julia. ¿Qué colores eligió? Ella admiraba a mi padre y para recibir la

misma admiración, decidió imitarle. Además, mi madre siempre ha alardeado de haberse

casado con un gran abogado: «Es un hombre tan justo y con tal visión de las cosas que

todos acuden a él en busca de consejo» (eso sí, a él jamás se lo ha reconocido). Una de las

pasiones de mamá es la cocina y papá siempre presume de que es una anfitriona como

pocas. Mi hermana, al igual que la mayoría de los segundos hijos, decidió superarme a mí

y, claro, ha hecho de todo por ser la perfecta. La enana ha hecho realidad el sueño de

papá: no sólo es guapa como él, también es abogada. ¡Y también ha cumplido el sueño de

mamá! Es una excelente ama de casa, mejor cocinera, y qué decirte de las fiestas que

organiza: las mejores. Y, ¿alguien da más?, siempre alegre y dispuesta para todo. En fin,

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que la prenda ha conseguido quedar bien con los dos. Pero no os creáis que es tan

maravillosa, bueno ella sí que lo es, pero su matrimonio, la verdad, deja bastante que

desear. Lo confieso: ya salió la mala que hay en mí. Y es que su marido es un antipático,

un niño mimado que hace lo que le da la gana pasando de ella. Supongo que en el fondo

eso es lo que mi madre le reprochaba a mi padre, que pasara de ella: «Tu trabajo es lo

primero, ¿y yo qué?» Pues ya ves, el marido de mi hermana igual, sólo que este no pega

sello, es hijo de familia bien. En fin, otra que ha repetido la historia.

¿Y yo? ¿Qué me ha quedado a mí?

Decidí ser médico, yo era la primera de la familia que optaba por esta carrera. ¿Por

qué? Mi infancia estuvo marcada por una misteriosa enfermedad: enmudecí y nadie supo

entender mi sufrimiento. Yo no iba a permitir que los otros padecieran: ¡iba a curar a los

demás! ¡No como esos especialistas que habían fracasado conmigo! No había duda: tenía

que ser médico. La mejor de todas. Sin embargo, una vez lo conseguí, me fui dando

cuenta de que me faltaba algo: los medicamentos no lo curan todo, y, gracias a mi alergia,

seguí buscando. Sólo que en otra parte.

Mi madre siempre ha vivido pegada al teléfono, escuchando las penas de otros. Yo

diría que en esos momentos es cuando se la ve realmente feliz: se siente útil, papá no es el

único capaz de ayudar a los demás. ¿Qué tiene eso que ver conmigo? Igual ya no te

acuerdas de aquel paciente, pero yo ahora lo tengo sentado delante de mí: ha sufrido un

infarto, pero eso no es lo que le duele, lo que más le duele es el alma. ¿Te acuerdas de

cómo le escuché? Permití que se desahogara y con ello realmente le ayudé. Se fue más

tranquilo, diría que incluso feliz. Posiblemente esa felicidad yo la capte. Y eso fue lo que

me convenció de la importancia de comprender la vida. Decidí estudiar psicoanálisis.

¿Y mi padre? Mi padre siempre ha deseado que sea una mujer independiente y, siendo

muy niña, debía de tener unos siete años, me regaló una máquina de escribir, como la

salvación a mi vida: «Es muy importante para tu futuro profesional», me repetía. Durante

mucho tiempo la olvidé. Sin embargo, cuando a raíz del nacimiento de Víctor, Mónica

empezó a tener problemas de dislexia, papá recordó aquel regalo: «¿Sabes, hija? En el

fondo, lo que mamá y yo pretendimos era que tú escribieras todo aquello que eras incapaz

de decir. Cuando nació tu hermana dejaste de querer hablar con nosotros. No llegamos a

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saber la causa y ya no sabíamos cómo resolver tu introversión. Fue una idea a la

desesperada.» ¡Y yo que crecí creyendo que sólo pensaban en Julia!

Lo que lloré aquella noche. «Papá y mamá siempre me han querido ¡y mucho!» Al día

siguiente, tras dejar a la niña en el colegio, me fui corriendo a casa de mis padres. De dos

en dos subí las escaleras al desván, rogando que mamá no hubiera hecho una limpieza de

las suyas. Rescaté aquella máquina de escribir. Y aún la tengo: la expongo como si fuera

un tesoro en una vitrina. Y ahora ya sabes por qué escribo este libro.

VII

Los temidos cuarenta

Así como las hojas empiezan a caer en otoño, a mí estaban a punto de caerme los

cuarenta. No quería ni pensarlo: ¡cuarenta años! ¿Media vida? ¿Y después qué? Si hasta ese

momento no había entendido las crisis de Luis ni de algunas conocidas y las tonterías que

habían hecho, ahora empezaba a darme cuenta de que no había sido demasiado

condescendiente con ellos. Durante los meses previos al gran día estuve pensando en la

magnífica fiesta que iba a organizar, pero a medida que se acercaba la fecha mi ilusión

disminuyó y se me fueron las ganas. Decidí que mejor dejar que pasara sin grandes

celebraciones, como un día cualquiera, a ver si así me escocía menos.

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Tan sólo faltaban unas semanas cuando noté el ambiente algo alterado: demasiadas

llamadas telefónicas de mi hermana a mi marido y un excesivo secretismo me hicieron

sospechar que estaban tramando algo. Y la verdad, a pesar de estar asustada, ¡para qué te

voy a engañar!, de no querer cumplir los cuarenta («Ahora sí que no hay vuelta de hoja:

soy mayor»), me hacía ilusión pensar que me estaban organizando algo y ni por un

momento quise indagar.

Llegó el 13 de octubre. Mi hermana me invitó a cenar a su casa, pero sin darle mayor

importancia, como si se tratara de una cena más: «Luis, tú, Paco y yo, algo sencillo, pero

ni soñando te librarás de soplar las velas.» Al llegar, ¡menuda sorpresa!, bueno media,

porque algo me olía: no faltaba nadie. ¡Todas nuestras amigas y enemigas con sus

respectivos! La verdad, no supe si algunas venían a mi fiesta o a comprobar mis patas de

gallo.

El regalo de mis antiguos compañeros de la consulta médica —la había dejado— fue

el primero: una caja preciosa con un lazo más precioso todavía, y en su interior, ¡imagina

qué!, todo tipo de cajas, tarritos, tubitos y ampollas. Un tratamiento de belleza al

completo. No faltaba de nada: la crema de día, la de noche para las arrugas, el bálsamo

quitaojeras, la loción antienvejecimiento para el contorno de los labios, las sales antiestrés

para el baño, cuatro tipos de aceites para después, mascarillas corporales y faciales, crema

anticelulitis, grageas rejuvenecedoras y unos polvos mágicos para finalizar el tratamiento y

recuperar la piel de porcelana que yo nunca había tenido. ¿Qué te parece? Un regalo

fantástico, ¿no? ¡Todo un derroche de generosidad y de buena fe!... Sobre todo teniendo

en cuenta que mis ex colegas nunca me habían considerado una top-model. ¿Había gato

encerrado? No pude decir que no me gustaba, ni que no lo iba a utilizar, ni que era de

mala calidad, ni tan siquiera que era alérgica, porque todos los potingues eran

¡antialérgicos!

Aquello era como un contrato genial, de esos con un buen horario y mejor sueldo,

salvo que en la letra pequeña decía: «Amiguita, esto es para que empieces a cuidarte,

porque ya eres mayorcita y así te vas enterando de que a partir de ahora el mundo te va a

ver más arrugada, más celulítica, más canosa, más gorda o más flacucha, el caso es que

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peor y, que dentro de nada te volverás invisible, serás la mujer transparente y ya no le

interesarás a ningún hombre.» ¡Enhorabuena, cariño, bienvenida al club!

Eso sí, los comentarios eran de una sutileza que hacían juego con los obsequios: «Qué

bien los llevas»; «Ahora estás mejor que cuando eras más joven, porque con tus alergias

tenías la piel tan estropeada»; «No los aparentas en absoluto. Si no los confiesas nadie

sabrá que los tienes»; «Es evidente que lo tienes todo, se refleja en tu cara»; «Estarás

encantada con tu hermana. Qué fiesta tan genial te ha organizado». «Tu marido es

estupendo y tus hijos, no digamos, no te puedes quejar de nada.» «Así cualquiera no es

feliz.»

Es cierto, todo era estupendo, pero de vez en cuando me sentía observada por más de

una. Son ese tipo de miradas medio de admiración, medio de recelo, medio de envidia,

medio de pobrecilla, con la sensación de que nada es auténtico, o sea nada es entero de

verdad. Y por si no fuera lo suficiente como para picarse, de vez en cuando pillaba a mi

marido repasando a mis amigas, y los maridos de estas perdiéndose en los escotes de las

que hacía más tiempo que no veían. ¡Todo era estupendo!

Lo normal en estos casos, recibí muchos más regalos, de mis padres, mis primos, mis

suegros, mis cuñados, las mamás de la escuela de mis hijos, mis compañeras de colegio,

mis mejores amigas, pero todos iban por los mismos derroteros: cremas y más cremas,

camisones de seda, ropa interior sexy y perfumes. Parecía como si todos se hubieran

puesto de acuerdo en que a los cuarenta una se vuelve la antítesis de la lujuria, se arruga

especialmente para y a partir de ese día y olerá mal el resto de su vida.

Pero gracias al cielo me quedaba Julia. Ella fue la primera en marcar la diferencia. Yo

pensaba que no tenía regalo, la fiesta me parecía más que suficiente, cuando sonó el timbre

y mi hermana me dijo que abriera la puerta. Casi me desmayo al ver las flores que alguien

había colocado en el rellano. No era un ramo, era un jardín. Ni un espacio libre: todo tipo

de rosas, gladiolos, líliums amarillos y, sobre todo, tulipanes, muchos tulipanes, mis

favoritos. Me giré aturdida. Julia me sonreía con los ojos medio llorosos: «Espero que te

guste. No sabía cómo decirte lo mucho que te quiero y lo feliz que soy de que seas mi

hermana, a pesar de que aún no reconozcas que te ganaba limpiamente en las carreras.»

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Fue decirlo y yo también me puse a llorar. Nos abrazamos con una sinceridad como nunca

hasta entonces. La enana y yo habíamos madurado.

Desde   pequeñas,   nuestra   historia   se   había   basado   en   la   competitividad.   Era   la   lucha   de   dos  

atletas   por   llegar   a   la  meta   y   conseguir   el   premio.   El   premio   era   el   cariño,   el   reconocimiento   y   el  

amor  de  nuestros  padres.  Las  dos  necesitamos  pasar  por  situaciones  muy  diferentes  para  superarlo:  

en   algunas   ocasiones,   acabábamos   como   el   rosario   de   la   aurora;   en   otras,   recordábamos   nuestra  

infancia,  nuestras  peleas  y  nos  reíamos;  y  también  las  había  en  que  no  nos  hablábamos,  ¿para  qué,  si  

nuestros  puntos  de  vista  eran  tan  diferentes?  

Yo  necesité   entender  nuestra  historia   y   encontrar  mi   lugar  dentro  de  nuestra   familia  para  no  

competir  con  ella  y  darme  cuenta  de  que  era  estupendo  tener  una  hermana.  Atrás  habían  quedado  

peleas   interminables,   celos   sin   motivo,   envidias   y   rivalidades.   Nuestra   comunicación   por   fin   era  

sincera.  Ya  no  corría  para  adelantarla,  y  ella  no  me  hacía  la  trabanqueta.  Cada  una  había  aprendido  el  

significado  de  la  palabra  renuncia.  Yo  renuncié,  sin  angustiarme,  a  no  poder  alcanzar  a  mi  hermana  

en  cuanto  a  su  belleza  y  habilidad  para  quedar  siempre  bien.  Por  su  parte,  ella  aceptó  que  yo,  a  pesar  

de  ser  un  ama  de  casa  desastrosa,  hubiera  conseguido  un  marido  que  se  preocupara  tanto  de  mí  a  

diferencia   del   pasota   que   ella   había   elegido   y,   sobre   todo,   asimiló   lo   que   Julia   tildaba   de   vena  

filosófica,   esa  manía  mía  de  quererlo  desgranar   todo  y  que  a  ella   la   incomodaba,  porque  se   sentía  

observada  y  poco  culta.  

De   esta   manera   ella   respetaba   y   admiraba   mi   lugar   y   yo   la   quería   horrores   a   ella.   Nuestra  

relación  se  sinceró  y  consolidó.  

La cena estaba a punto de terminar y Luis como si nada: «No, si al final resultará que

él no tiene nada para mí. Mira qué comodón, se ha limitado a venir a la fiesta que otra ha

organizado.» Supongo que el mosqueo se me notaba. Desde luego, a Luis no se le podía

escapar, más cuando yo me esforzaba en que se diera cuenta de mi cara de pobre de mí,

fijaos, qué desagradecido, qué mal marido, con todo lo que yo siempre he hecho por él y

Luis ni se ha acordado de tener un detalle. Pero, ya le conoces, él es muy largo y el muy

cara dura estaba jugando conmigo. A pesar de saber muy bien por dónde iban mis tiros,

dejó que pasaran unos minutos más para que yo estuviera bien caldeada y quedarse aún

más con la Kalimero, la muy tonta del bote.

Al levantarnos de la mesa, se me acercó: «Laurita, cariño, ¿no crees que te falta algo?

¿No tienes ninguna queja para tu maridín? Por una vez estaríamos de acuerdo: “Mira qué

cabronazo que es Luis, mi cumpleaños y ni un mísero perfume. Todos los hombres son

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iguales.” Cielito, ¿quieres una hoja de reclamaciones? Pues, hala, toma, te la lees y luego le

echas una firmita.» Me largó un sobre. ¿Será capaz? ¿Una hoja de reclamaciones?, pensé.

Lo abrí lentamente. Desde luego, con su sorna, lo mismo era dinero «para que te compres

lo que quieras» (algo tan poco romántico y, por desgracia, muy habitual en él). No, no lo

era. Había un papel: ¿sería un fin de semana de shopping en Londres con mis amigas?

Porque, claro, él ni borracho me acompañaba. Pero no, por una vez se había quedado

conmigo del todo: ¡un viaje a Venecia! Un viaje para él y para mí. Los dos solos. Por una

vez había pensado en lo que yo realmente podría desear. El mantel no me llegó para tanta

lágrima, mientras de reojo me regodeaba en la cara de envidia de mis amigas: mi Luis era

el mejor; le daba mil vueltas a sus maridos. Cómo disfruté, mientras moqueaba. Las dos

yos.

Decididamente, era una fiesta preciosa. Estaba feliz, muy feliz, de sentirme halagada,

reina por un día, querida, recordada y acompañada. Pero, por algún motivo, también algo

triste: pasaba de década y hasta el sonido me resultaba largo y pesado... cuaaaareeeenta.

En ese momento, miré a mi madre y a mi hija ya adolescente. El reloj de arena se había

girado. Ahora estaba más cerca de mi madre que de mi hija. Un escalofrío me recorrió y

noté como un clic en el estómago. Se me cerró. Media hora después estaba vomitando

toda la cena. Los demás se preguntaban si habrían sido las ostras, las gambas, el tabaco o el

exceso de cava. Solamente yo sabía la verdad: «Disfruta hoy, porque ya nunca volverás a

ser tan joven como este día...»

Hasta ese día, imaginar mis cuarenta años había sido una proyección de futuro: lo que

iba a lograr... ¡Todo ilusiones! Los diez primeros de la infancia, eran años de sueños; los

diez que siguieron, hasta llegar a los veinte, los del despertar: te comes el mundo y crees

ser diferente a todos; hasta los treinta, la lucha por los ideales, llegar a ser aquello que

soñaste; hasta los cuarenta, las realizaciones, «o ahora o nunca»: el trabajo, la familia, la

casa, los amantes (las que tienen la suerte de tenerlos y sin culpabilidades), y los cuarenta,

¿qué pasa con los cuarenta? ¿Qué podía esperar a partir de ahora? Y no te digo los

cincuenta, los sesenta, los setenta y los ochenta... si llegaba. A partir de aquí, ¿qué? ¿Qué

tenía que hacer?

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¿Qué podía hacer para seguir manteniendo viva mi ilusión?

¡Qué vértigo!

El otoño siempre me ha parecido una buena época para viajar. No hace calor como en

verano y no hace tanto frío como en invierno. En Venecia lo pasaríamos de fábula. Una

ciudad tan romántica y bonita... Había sido una idea admirable por su parte. Pensar que

había sido capaz de hacer eso por mí, con lo que odia viajar.

Decidimos ir en coche para poder disfrutar del camino. El día que salimos, amaneció

un poco lluvioso, pero era muy temprano, aún estaba oscuro, y a medida que avanzaran

las horas ¡seguro que saldría el sol! La primera parada para desayunar fue en un hermoso

pueblecito francés. El café, buenísimo, y los cruasanes, ¡de mantequilla!, estaban recién

hechos, calentitos, riquísimos. Era una señal: el viaje iba a ser de película, un reencuentro

con lo mejor de los dos.

Antes de volver al coche y mientras Luis pagaba, fui al lavabo. En ese momento caí en

la cuenta: ¡No he puesto mi ropa interior en la maleta! Reflexioné: no puede ser. ¡Qué

tontería! ¿Cómo se me va a olvidar algo tan importante? ¡Ni que tuviera quince años! De

todas formas, sin poder evitarlo, corrí al maletero del coche y removí mi bolsa ¡y hasta la

de él! ¡No la había puesto! ¿Y ahora qué? ¿Cómo se lo iba a contar? ¿Qué me diría? ¿Se

reiría? ¿O por el contrario me pegaría la bronca?

Íbamos en el coche con la música a todo meter y cada uno sumido en sus

pensamientos. Los míos ya te los puedes imaginar... Necesitaba urgentemente que me

llevara a unos almacenes para hacer la primera compra del viaje. ¡Urgente!

Pero si le decía: «Luis, por favor, llévame a unos almacenes, que necesito comprar

algunas cosillas», él me miraría fastidiado y me recriminaría que «el viaje y yo te

importamos un comino, a ti lo único que te hace ilusión es ir de compras. Todas las

mujeres sois iguales, después nos reprocháis que no pensamos en vosotras y cuando lo

hacemos: ¿con qué nos encontramos? La señora quiere ir de compras».

El chirimiri se había convertido en diluvio. Aquello empeoraba la situación. Luis

querría llegar cuanto antes al hotelito y descansar. Estaba claro. No le podía decir eso, o al

menos, no así. Continuaba dándole vueltas a las neuronas, sobre cómo decírselo y al final

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pensé: Es mi marido, llevamos juntos casi veinte años y ahora me voy a comportar como

una quinceañera asustada por un olvido, un lapsus del inconsciente. ¡Ni que él fuera

perfecto!

Con los limpiaparabrisas a toda pastilla y Luis casi pegado al cristal, conduciendo por

una autopista que no conocía, voy y le suelto: «Maridín, he tenido un despiste, me he

olvidado de traerme mis braguitas, necesito comprarme algunas antes de llegar.» Luis ni se

inmutó: «Cariño, ¡si no las vas a necesitar en todo el viaje!»

Me reí a carcajadas. Lo que para mí era un problema espantoso, para él era una ventaja

sexual. ¿Se estaba guaseando? ¿O había algo de verdad en sus palabras?

Mi idea del viaje era pura fantasía: pasear abrazadísimos, con las manos entrelazadas

transmitiéndonos el calor, besos llenos de ternura y pasión, miradas que se lo dicen todo,

cenas románticas a la luz de una vela y noches de amor, sí de amor, no de sexo puro y

duro o de «gimnasia en plural», como dice una amiga. Mientras pensaba todo esto, me di

cuenta de que mi olvido o lapsus, eso de dejarme las bragas, obedecía posiblemente a mi

deseo inconsciente de no necesitarlas. Antes de ser plenamente consciente de mi deseo y

poderlo pensar como estaba haciendo ahora, mi inconsciente, como si se tratara de un

duendecillo, había conseguido darme una pista de lo que realmente quería. Lo que Luis

me había contestado era la verdad. Los dos necesitábamos un buen revolcón aunque mi

educación en un colegio de monjas me jugara malas pasadas y no me permitiera

reconocerlo abiertamente.

Llegamos a Venecia, seguía lloviendo y estábamos cansados. Después de cenar y darles

un jugoso y sibilino repaso a algunos de los y las que vinieron a la fiesta nos fuimos a

dormir. El hotelito era realmente encantador: con muros de piedra, grandes puertas y

porticones de madera, el suelo de arcilla rojiza encerado, majestuosos cortinajes

aterciopelados, las paredes con estucos venecianos de cálidos colores y en las habitaciones

detalles florales y velas por doquier. Las cómodas eran de principios de siglo y la cama,

por lo menos, una copia de la que compartieron en su primera y única noche de amor

Romeo y Julieta. Pero sexo no hubo, estabamos destrozados y teníamos muchos días por

delante.

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Por la mañana, según lo previsto, fuimos a pasear por las callejuelas y deleitarnos con

la decadente belleza de la ciudad. A mí la verdad es que de Italia me gusta todo, desde la

pasta hasta las piedras pasando por los italianos; todo y todos tienen una chispa especial.

Los canales habían crecido y si seguía lloviendo volveríamos a nado en lugar de en

coche. Quería pasear en góndola con un gondolero que me cantara, y no paré hasta

conseguirlo. Imaginaba aquel paseo como lo más romántico que me podía suceder en la

vida: Luis y yo abrazaditos, dejándonos mecer por las aguas y el canto del gondolero, y un

rayito de sol iluminando los fabulosos edificios y palacios. Pero había visto demasiadas

películas. Yo no era Sofía Loren y Luis no era Marcello Mastroianni, el gondolero apenas

sabía cantar, la lluvia apenas nos permitía ver y el agua, que había subido de nivel, estaba

de lo más sucia y olía peor todavía. ¡Qué desilusión! En esas condiciones, ¿para qué narices

me había empeñado en pasear? Tengo que reconocer que muchas veces soy tan pesada

como mi madre.

Luis sugirió que lo mejor sería que nos fuéramos al hotel a pasar el resto del día:

«¿Acaso no te apetece jugar conmigo?» ¡Él, como siempre, a lo suyo! Pero en esta ocasión

ni chisté: por una vez estaba de acuerdo con él en las virtudes de un buen polvo. Teniendo

en cuenta mi lapsus, más el tiempecito que nos estaba haciendo, no había duda: era lo

mejor que podíamos hacer. Riendo y coqueteando, subimos a la habitación.

¿Cuánto tiempo hacía que no estábamos solos, en un hotel, con todo el tiempo para

nosotros y en una gigantesca cama veneciana? Debía prepararme como si fuera nuestra

primera vez, necesitaba un día entero de pasión y desenfreno. Me sentía verdaderamente

una Julieta. Me pondría el camisón de seda escotado, mejor el granate que el blanco, me

recogería el pelo pero dejándolo algo despeinado para darle un toque entre seductor y

agresivo, me embadurnaría en cremas y perfumes y pensaría en el Luis que yo conocí años

atrás, disfrazado de Tarzán en unos carnavales... ¡estaba tan sexy!

Salí del cuarto de baño, convencida de que la velada resultaría más apasionada y tierna

que la escena en que se besan de Pretty Woman... Pero mi gozo en un pozo. El primer

choque con la realidad fue instántaneo: nada más mirar a Luis me di cuenta de que ya no

era aquel Tarzán que yo recordaba: no llevaba tanga, sino boxers de media pierna, su

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musculatura estaba recubierta de grasita, y su cabello sedoso y rubio era ahora escaso y

blanco.

Se me aparecieron, como estrellas fugaces, una serie de imágenes sucesivas de

hombres: eran compañeros de trabajo, cinco o seis conocidos, incluso algún que otro buen

amigo. ¿Por qué me pasaba esto? ¿Tal vez fuera que Luis no despertaba en mí todo el

erotismo de otros tiempos y necesitaba que mi imaginación volara a los brazos de otro

para que mi cuerpo se quedara con él? Tal vez.

Pero es que ni así. A los de cada día los tenía muy vistos y tampoco me excitaban. O

sea que seguí con los actores; era como una necesidad que no podía controlar ni parar.

Tenía que encontrar la película y la escena de amor, para poder meterme en el papel de la

actriz principal y así motivarme. En ese justo momento pensé: Y Luis, ¿con quién se estará

imaginando Luis en la cama? Seguro que con alguna de sus secres o alguna compañera de

facultad con la que tonteó antes de conocerme o ¿tendrá alguna amante? ¡El muy cerdo!

La cama era una antigualla perfecta y casi necesitaba de una escalera para encaramarse

a ella. Y, claro, la estructura tenía la misma edad. Era del siglo pasado y nos esperaba a

nosotros para demostrarlo. El primer movimiento lo resistió, al segundo se oyó un crujido

sospechoso y al tercero... ¡el somier y el colchón se vinieron abajo! Luis y yo éramos

como los supervivientes del Titanic cogidos a la estructura de la cama que aún resistía.

Teniendo en cuenta que a mí no me podía coger, porque era como una trucha resbaladiza,

impregnada en cremas, y que él era un peso semipesado, el Titanic acabó en el suelo y

nosotros y nuestra noche de lujuria tirados por tierra.

Como no sabía si reír o llorar, me quedé petrificada. Tanto imaginar, tanto imaginar

para eso. Miré la cara, entre desconcertada y despavorida, de Luis y ¿a quién crees tú que

vi? ¡¡A su padre!! ¡¡Aaaahhhh!! Estaba en la cama o, mejor dicho, en el suelo, ¡desnuda

con mi suegro! ¡Qué horror! No podía sacarme la imagen de la cabeza. El ágil y guapo

Tarzán con el que me había casado se había convertido en un pesado y arrugado orangután

y se parecía cada vez más a su padre.

Peor aún; si en alguna discusión Luis ya me había dicho que le parecía estar casado con

la suegra, ahora, ¿con quién estaría desnudo en el suelo? Un rayo me fulminó con una

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nueva imagen: mi madre con mi suegro desnudos en el suelo, sobre una cama rota, en un

hotel en Venecia. No podía seguir.

¿Qué nos había sucedido?

¿ Le pasaría lo mismo a él conmigo?

Lo más divertido sería contarlo en recepción. ¿Cómo nos mirarían? Como si fuéramos

dos amantes enloquecidos que habíamos hecho una escapadita de viaje de negocios, o

como dos cretinos, gordos y pesados que no saben amarse en camas delicadas o como dos

cuarentones que creen tener veinte años y hacen locuras. Pensaran lo que pensaran,

teníamos que contarlo. Fue Luis quien entre cabreado, avergonzado y confuso, decidió ir.

¡Cuántas decepciones juntas! Pero...

¿Todas se habían producido aquella noche o venían

de mucho tiempo atrás? ¿Por qué me sucedía todo esto?

Si era sincera, muy sincera con la parte de mi yo que se resistía a pensarlo, debería

admitir que hacía mucho tiempo que la pasión, la magia, la ternura, la atracción y el

mimetismo con Luis se habían perdido por el camino. Habíamos caído en el típico tópico

del vivir de cada día. La rutina nos había convertido en desconocidos. Pero...

¿Cuándo?

¿En qué momento?

¿Cómo?

¿Qué había sucedido?

¿Por qué se había perdido el encanto?

¿Qué nos quedaba?

Eran preguntas dolorosas a las que no quería enfrentarme, sabía que las respuestas no

me iban a gustar.

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Lo  que  me  ocurrió  es  algo  muy  típico  de   las  mujeres  y  sobre  todo  a  cierta  edad,  esa  que  suele  

coincidir   con   la   crisis   de   los   cuarenta,   todo   se   agudiza.   Te   propongo   que   reflexionemos   juntas   en  

torno  a  esas  preguntas  que  tanto  miedo  me  daban,   igual  hasta  conseguimos  reírnos  un  rato.  Lo  de  

siempre:  dedícale  un  tiempo.  

 

•  -­‐¿Cómo   es   tu   relación   con   tu  marido   o   tu   pareja?   Es   el   padre   de  mis   hijos;   es  mi  mejor   amigo;  

vivimos   en   la   misma   casa   y   pagamos   juntos   las   facturas;   es   el   amante   ideal   aunque   tiene   mal  

carácter;   es   una   relación   de   andar   por   casa,   sin  magia;   no   nos   llevamos   ni  mal,   ni   bien,   o   es   una  

relación  como  el   agua:   sin   sabor,   sin  olor  y   sin   color  pero   ¡transparente!   ¿Quieres  añadir  algo?  Te  

dejo.  

•  -­‐¿Cómo  te  sientes  a  su   lado?  Comprendida;  sola,  como  un  equipaje  con  el  que  carga  o  con  el  que  

cargas,  asqueada,  harta,  querida,  escuchada,  adorada,  a  gusto,  muy  a  gusto.  ¿Sigues  tú?  

•  -­‐¿Cuánto  tiempo  hace  que  no  hacéis  el  amor?  He  dicho  el  amor;  tener  relaciones  sexuales  o  echar  

un  polvo  o  seguir  los  instintos  biológicos  es  otra  cosa.    

•  -­‐¿Cuánto  tiempo  hace  que  la  ternura  y  los  mimos  no  pertenecen  a  vuestras  vidas?  Un  susurro  en  el  

oído  que  produce  un  escalofrío,  una  mano  comprensiva  o  un  hombro  confortable  al  final  del  día.  

•  -­‐¿Cuántas  conversaciones  son  diálogos  en  lugar  de  discusiones?  ¿Por  qué  es  tan  difícil  ponerse  de  

acuerdo  y  por  qué  es   tan  difícil   entender  a   la  otra  parte?  Dice  un   chiste  que  «El  matrimonio  es   la  

única  guerra  en  la  que  se  duerme  con  el  enemigo».  

•  -­‐¿Qué   ha   cambiado   (en)   vuestra   vida?   Han   sido   los   niños,   el   trabajo,   la   familia,   las   aventuras  

secretas,  la  incomprensión,  el  desamor...  Y  ¿por  qué?  

•  -­‐¿Estás  enamorada?  ¿Le  admiras?  Le  quieres  muchísimo;  le  aguantas;  no  sabes  por  qué  sigues  con  

él;   es   lo  mejor   que   te   ha   ocurrido   en   la   vida;   no   puedes  más,   envejecer   a   su   lado   puede   ser   una  

aventura  maravillosa.  Añade,  añade.  

•  -­‐¿Y  cómo  es  él?  ¿A  qué  dedica  el  tiempo  libre?  (Sólo  falta  la  música  de  Perales.)  Quizá  te  fastidia  que  

siempre  tenga  viajes  de  negocios  o  cenas  y  reuniones  de  trabajo.  O  no  soportas  que  sus  ratos  de  ocio  

los  dedique  al  invento  eléctrico-­‐mecánico-­‐robótico-­‐y-­‐casi-­‐galáctico  de  este  siglo,  me  refiero,  como  ya  

habrás   adivinado,   al   ordenador.   O   no   logras   integrar   el   objeto   más   viejo   de   la   historia   de   la  

humanidad,   la  pelota,  como  uno  más  de  la  casa:  ¿lo  ve  o  lo  practica  o  las  dos  cosas  a  la  vez:  fútbol,  

tenis,  baloncesto,  balonmano  o  cualquier  otro  deporte  pero  siempre  con  la  dichosa  pelotita?  

•  -­‐¿Crees  que  él  piensa   como   tú?   ¿Crees  que  él   también  está   en   crisis?   ¿Crees  que  él   también  está  

decepcionado  de  ti?  Contesta  si  eres  valiente.    

•  -­‐¿Te   gustaría   cambiar   de   pareja?   ¿Crees   que   ya   no   le   puedes   gustar   a   ningún   hombre?   ¿Estás  

decepcionada  y  sinceramente  piensas  que  todos  son  iguales?  ¿O  por  el  contrario  estás  convencida  de  

tu  mala  suerte  y  de  no  haber  encontrado  al  hombre  de  tu  vida?  

 

Después   de   contestar   es   posible   que   sepas   algo   más   de   tu   pareja,   de   tu   matrimonio   o   de   ti  

misma.  No  decidas  nada  todavía  y  sigamos  reflexionando.  

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Habría   que   desmitificar   el   matrimonio   como   la   solución   a   muchos   de   nuestros   problemas   o  

como   el  medio   a   través   del   cual   vamos   a   conseguir   la   felicidad.  Hasta   la   cultura   popular   apoya   el  

«contigo  pan  y  cebolla»  como  la  respuesta  a  la  soledad  individual.  Después  del  «sí  quiero»,  ¡todo  será  

genial!  Pero  ¿cuántos  de  nuestros  sueños  se  empezarán  a  realizar  y  cuántos  empezarán  a  caer?  La  

realidad  nos  confirmará  que  a  vivir  en  pareja  se  tiene  que  aprender  y  no  hay  universidades  donde  

poder  hacerlo.  Nuestra  escuela  ha  sido  nuestra  familia.  Al  igual  que  sucede  en  otros  procesos  de  la  

vida  se  tendrá  que  ir  edificando  sin  pensar  que  los  errores,  dudas  y  malentendidos  tienen  que  acabar  

en  ruptura...  

Ya  te  he  explicado  que  nadie  puede  colmar  del  todo  a  nadie.  El  mito  de  la  media  naranja,  es  sólo  

eso:  un  mito.  En  un  matrimonio  hay  dos  personas  por  naturaleza  diferentes,  que  provienen  de  dos  

familias   con   normativas   distintas,   con   educaciones   más   o   menos   permisivas,   con   enseñanzas  

religiosas   o   ateas,   con   economías   ajustadas   o   derrochadoras,   etcétera.   Y   esto   nunca   podrá  

transformarse   en   una   sola   opinión.   Hay   que   pactar,   respetarse,   compartir,   transigir   y   aprender   a  

disfrutar   de   los   acuerdos   y   puntos   en   común.   Cada   pareja   debe   encontrar   sus   claves   de  

funcionamiento,   sus   reglas   del   juego,   que   además   permitan   que   cada   cónyuge   pueda   crecer  

individualmente.  

Conseguir  ser  feliz  con  el  marido  o  con  los  demás  es  también  conseguir  aprender  a  ser  feliz  con  

una  misma.  Estar  casada  no  es  sinónimo  de  ser  ciega,  muda  y  tonta.  Podemos  mirar,  oír  y  hablar  o  

callar  con  otros,  pero  también  debemos  valorar  con  quién  queremos  continuar  paseando  y  saltando  

obstáculos  en  el  camino  de  la  vida.  Vivir  una  vida  en  singular,  en  soledad  no  es  fácil;  vivirla  en  plural  

es  doblemente  difícil.  Hay  duplicidad  de  sentimientos  encontrados,  de  pensamientos  y  de  actos  que  

hay  que  saber  canalizar.  Como  decía  Aristóteles:  «La  virtud  es  el  arte  de  saber  encontrar  el  término  

medio  entre  el  exceso  y  el  defecto.»  Por  tanto,  para  vivir  en  pareja  y  además  disfrutar,  debemos  ser  

virtuosos   en   nuestras   relaciones   y   además   estar   atentos   a   lo   peculiar,   lo   diferente,   y   no   buscar  

normas  generales  ni  universales.  

 

El regreso de nuestra escapada fue fantástico. Repasamos los incidentes y nos reímos

de ellos. En eso resultó ser un viaje inolvidable. Luis tenía la gran facultad de saber hablar

(cuando quería) y de saber entender más allá de la aparente realidad (supongo que ya te

habrás dado cuenta). Era la cualidad por la cual más le admiraba. A pesar de nuestras

diferencias, cuando conectábamos, podíamos pasarnos horas discutiendo o analizando

nuestros pensamientos. Los dos nos sentíamos escuchados y los dos sabíamos que siempre

estábamos ahí. (Ya sé que a veces te he dicho lo contrario, pero he de admitir que cuando

lo necesitaba, lo tenía.) Era una sensación que nos acompañaba y después de épocas malas,

crisis o desavenencias, siempre terminábamos recuperando el placer de comunicarnos.

Este era y es nuestro pequeño y gran lazo: el secreto de nuestra unión.

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Pero, a pesar de todo, aun sabiendo que había algo que nos unía inexorablemente, yo

necesitaba borrar aquellas sensaciones raras que me habían asaltado. Me lo estaba

cuestionando todo y necesitaba sentirme querida y deseada. Necesitaba sentir que mi vida

había tenido sentido y que lo seguiría teniendo.

Esto me recordó la crisis de los cincuenta de Luis, mucho peor que la de los cuarenta.

Aquel bache sí dejó huella. Ahora estaba bastante más tranquilo y aposentado, pero las

primeras canas nos trajeron alguna que otra cana al aire (estoy segura, aunque él nunca me

lo reconocerá). Él no entendía o no quería entender algunos estados de tristeza o

melancolía y menos el suyo, ¡claro! «¡Hay que buscar soluciones!», decía siempre. Y

realmente las encontraba. Bueno, las hallaba para él, otra cosa era yo. Se compró el coche

más caro y menos útil que pudo: un descapotable de dos plazas. Pensando sólo en él, ¡en

quién si no!, y se apuntó a un gimnasio, para seguir estando en forma. A saber: había rayos

UVA, piscina climatizada, aparatos para ponerse musculitos, un restaurante donde comían

menús bajos en calorías después de pasar por todo lo anterior y, cómo no, chicas

jovencísimas que daban masajes corporales para acabar de cuadrar la jornada. Y tanto

esfuerzo para nada: cada vez tenía que esforzarse más para esconder la barriga. ¡Ah!, y

para que no faltara lo típico: trabajaba, trabajaba y trabajaba.

No se entristeció, ni un atisbo de depre, ni un solo momento se permitió languidecer.

No tuvo tiempo, no se dio ni un segundo para replantearse nada, él hacía, hacía y hacía.

Cada cosa nueva que hacía, a mí se me deshacía algo de él y de los dos. Cuando le

preguntaba si aún me quería, siempre me contestaba: «Tú eres lo más importante en mi

vida, sin ti no sería lo que soy, y además si no te quisiera no estaría contigo.» Las

respuestas eran claras y concisas, pero a mí no me llenaban. Yo necesitaba otra cosa.

Necesitaba sentirlo.

Ahora me llegaba el turno a mí. Ahora era yo la que había entrado en crisis y al igual

que él necesitó sentirse atractivo y seductor, vivo y joven de nuevo, ahora era yo la que de

repente lo necesitaba. Quería que me encontraran la cuarentona más sensual y

encantadora del mundo. Como todas esas famosas que muestran en las revistas y

programas de televisión y que salen con fantásticos vestidos de grandes diseñadores,

maquilladas por expertos profesionales, operadas por delicados cirujanos plásticos y

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fotografiadas por los mejores artistas de las cámaras. ¡Qué estupendo tener cuarenta y no

aparentarlos!

Pero no suele ser así. Al menos para la mayoría de las mortales de a pie. En el

cuarenta cumpleaños, las canas, las arrugas, y alguna alteración de los ritmos biológicos

hacen sus primeras apariciones. Y te recuerdan que el tiempo pasa y que pasa muy rápido.

Por primera vez empiezas a oír lo muy bien y joven que todavía estás. ¡Hasta parece que

tienes dos o tres años menos! La primera vez que te lo dicen piensas que no va contigo, la

segunda que necesitan gafas, la tercera la duda hace su aparición y te das cuenta de que las

gafas las necesitas tú. ¿Tendrán razón? ¿Me estaré haciendo mayor? El espejo ¡como casi

siempre! te da la temida respuesta.

Mi pregunta es: ¿por qué a los cuarenta hay tanto empeño en disimular que los tienes?

A los cuarenta somos realmente muy jóvenes. ¿Por qué a las mujeres la aparición de las

canas las hace viejas y a los hombres interesantes? ¿Qué pasa exactamente a esta edad? ¿Por

qué los hombres maduros son como los higos en su punto justo, «listos para ser comidos»,

y las mujeres maduras se tienen que conservar o si no ya se han pasado? ¿Por qué no se

habla de la conservación a los veinte o treinta años: acaso es necesario tener cuarenta para

poder estar en conserva? Y si se puede elegir, mejor en aceite de oliva. ¡Dicen que es más

sano!

Los  cuarenta.  Son  esa  edad,  más  o  menos  en   la  mitad  de   la  vida,  en  que  se  hace  balance.  Es   la  

frontera   entre   dos   etapas   muy   importantes:   la   juventud   y   la   madurez.   Es   normal   que   te   asalten  

preguntas  sobre  temas  que  quizá  hasta  entonces  nunca  hayas  puesto  en  duda:  

 

•  ¿Quién  soy?  

•  ¿Qué  he  hecho  de  mi  vida?  

•  ¿En  qué  me  he  equivocado?  

•  ¿Qué  es  lo  que  he  conseguido?  

•  ¿Por  qué  no  valoro  lo  que  tengo?  

•  ¿Por  qué  continúo  estando  sola,  sin  pareja?  

•  ¿Por  qué  sigo  con  mi  marido?  

•  ¿Por  qué  nuestra  relación  ya  no  es  lo  que  era?    

•  ¿Por  qué  vivo  tan  mal  que  mis  hijos  me  necesitan  tan  poco?  

•  ¿Por  qué  no  consigo  un  puesto  estable?  

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•  ¿Por  qué  no  he  logrado  el  trabajo  que  quería?  

•  ¿Por  qué  no  tengo  amigas  que  me  consuelen  en  los  malos  momentos?  

•  ¿Por  qué  me  invade  esta  soledad,  si  aparentemente  lo  tengo  todo?    

•  ¿Por  qué?  ¿Por  qué?  ¿Por  qué?  

 

La  rutina  de  los  días  y  de  la  vida  en  general  puede  hacer  que  las  fases  de  cambios  o  de  especial  

significado   (como   cumplir   los   cuarenta,   los   inicios   de   la   menopausia,   la   partida   de   los   hijos,  

enfermedades  de  los  padres,  pérdidas  de  familiares,  la  jubilación...)  las  vivas  peor  de  lo  que  suponías.  

Si  la  rutina  te  lleva  a  la  pereza,  la  pereza  te  lleva  al  aburrimiento,  el  aburrimiento  a  la  desidia  y  

entras   en  un   círculo   en   el   que  puedes   girar   y   girar   sin   encontrar   la   salida,   déjate   llevar   por   estas  

líneas.  

 

Hacía tiempo que Luis y yo habíamos pactado que los jueves los reservábamos para

que cada uno tuviera su parcelita de libertad. «Una cosa es estar juntos y la otra pegados

los 365 días del año.» Él salía con sus amigos, decía que a jugar un partido y a cenar, y a mí

me parecía estupendo. Por mi parte, nos reuníamos unas cuantas amigas. Cenábamos,

tomábamos una copita de cava y hacíamos la tertulia.

Aquel invierno, por unas u otras causas, estábamos todas tambaleándonos. En

particular recuerdo una noche en que la reunión se celebró en mi casa. Marisol era la más

cabreada. Ella y yo fuimos las únicas que nos casamos antes de acabar la carrera, sólo que

ella la colgó y cuando intentó buscar trabajo no logró encontrar ninguno que le

satisfaciera, porque no tenía ni una profesión ni un título. Después empalmó tres

embarazos y, mientras criaba a sus hijos, acabó los estudios. Cuando el menor tenía tres

años volvió a enfrentarse al duro mundo laboral y seguían los problemas: no tenía

experiencia y los niños eran un obstáculo para que la contrataran. Hasta un empresario

tuvo el valor de decirle que faltaría demasiado «por las enfermedades de los niños».

Asqueada, Marisol decidió cuidar de sus hijos tranquilamente, pensando que hasta llegar a

la jubilación le quedaban muchos años por delante y aún tendría tiempo de dedicarse

exclusivamente a su profesión. ¡Pensamiento equivocado!

Su enfado de aquella noche se debía precisamente a eso. Acababa de tener dos

entrevistas profesionales y ¿adivinas dónde estaba ahora el problema? Pues, efectivamente,

en su edad. «¿Os lo podéis creer? A los cuarenta eres mayor para reinsertarte en el mundo

laboral. Si sólo hay niñatos con el título recién sacado que creen saber más que nadie y

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están dispuestos a todo por conseguir un ascenso.» «¡Y que lo digas! —terció Inés—,

basta con hojear a la sección de empleo de los diarios para darse cuenta de dónde han

puesto el límite de la edad.» ¡Madre de Dios! Todas echábamos chispas.

Aquella noche nos quejamos y nos quejamos y nos quejamos. ¡Era injusto! ¿Por qué

nos lo ponen tan difícil? Si no fuéramos madres, el mundo masculino también se acabaría;

si lo somos durante años somos como un tiovivo, dando vueltas hasta casi enloquecer para

cumplir la maratón diaria, y si decidimos hacer una cosa primero (y bien) y después otra,

se nos ha pasado el tiempo, ¡ya es tarde! Los chicos se hacen mayores y tienen su vida y tú

te has quedado sin trabajo, con un título colgado de la pared y dependiendo

económicamente de alguien al que tal vez ni siquiera quieres ni te quiere. (¿Para qué nos

sirve entonces conservarnos tan estupendas? El DNI no lo podemos trucar y el ordenador

nos hace transparentes: ¡es un chivato!)

Yo y las otras, en cambio, tuvimos más suerte que Marisol a la hora de combinar

matrimonio, hijos, casa, estudios y trabajo. Logramos escalar el Everest. No se me ocurre

otra manera de definir nuestra gran montaña por subir. Intentar y conseguir compaginar

tantas y tan complicadas tareas cada día es casi peor que subir al pico más alto. Subiendo al

Everest como mínimo sales en algún reportaje sobre la naturaleza, pero cumpliendo lo

mejor que podemos todas nuestras tareas no nos hacemos famosas ni por casualidad, ni

nadie nos valora más, ni oímos lo que nos gustaría, ni tenemos ningún tipo de

reconocimiento social, ni ná de ná... Al contrario, encima nos toca escuchar que tenemos

ojeras, que no nos cuidamos lo suficiente, que siempre estamos cansadas, que no hay quien

nos aguante, que no sabemos lo que queremos, que siempre nos estamos quejando, que no

hay para tanto, que gastamos fortunas en canguros, que tenemos medio abandonados a los

niños y... para qué voy a seguir. Me estoy poniendo enferma sólo de recordarlo.

¡Menuda noche pasamos! Todas hablábamos a la vez y, sin darnos cuenta, fuimos

elevando nuestro tono de voz. Acabamos con todos los paquetes de cigarrillos y deseamos

quemar algo más... ¡Lo que fuera! Estábamos realmente indignadas. En ese momento sonó

el timbre de la puerta. «¡Qué raro! A estas horas... Si Luis tiene llave, ¿quién será?» ¡Era

el vecino del 4.º 2.ª! Y más ofendido que nosotras, porque tenía que madrugar y él no era

el culpable de todas nuestras desgracias. ¡Como si nosotras no trabajáramos al día

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siguiente! ¿Qué se había creído? Total por hablar un poco. ¡Ni en mi casa puedo hacer lo

que quiero! Una mujer se habría unido al debate. ¡Tú seguro que te habrías unido! Pero

él, ¡otro hombre! Como si no tuviéramos bastante con los nuestros y los empresarios. Lo

echamos con cajas destempladas.

Después del incidente, decidimos, prolongar la velada. ¡Que se jorobara o se pusiera

tapones! Continuamos con más copitas de cava fresco y más ladridos. María e Inés estaban

en un momento trascendental de sus vidas. María se había separado, fue ella quien tomó la

decisión, e Inés había sido abandonada. Su ex se había largado con otra más joven con la

que ya tenía una hija. La vida de las dos era un verdadero poema o más bien un bolero,

donde la traición y el desamor estaban presentes, pero para colmo sin música.

María, a pesar de tomar la decisión, vivía en una ambivalencia permanente: no sabía si

lo quería o no, si lo echaba de menos, por qué se había casado con él, por qué se había

separado, qué hacer con su vida, y cambiaba de amante, de casa, de trabajo y el colegio de

sus hijos como se cambia de camisa y todo, todo, todo «¡Por culpa de mi ex!». Se había

encerrado en su caparazón y no podía enfrentarse al enorme sufrimiento que le suponía

averiguar por qué le sucedía todo esto. Su vida estaba plagada de rupturas y cambios.

Cambiaba todo lo que estaba a su alcance, porque le resultaba más fácil que cambiar ella.

De lo que no se daba cuenta es que lo único que conseguía era sufrir, porque en vez de

enfrentarse a sus problemas, permanecía en el lugar de víctima, agudizándolos: todos los

demás son culpables y yo tengo muy mala suerte.

Inés por su lado, es divertida, jovial, risueña, dispuesta a todo y para todo. Es

incomprensible entender cómo su marido la pudo abandonar, tener una hija con otra y

seguir pidiéndole tener relaciones sexuales, contándole el gran rollo de que la otra lo

enredó y a quien quiere de verdad es a ella. Pero todavía resulta más absurdo que Inés se

lo crea y pique el anzuelo, creyendo que algún día volverán a ser una pareja feliz como en

otros tiempos y borrar lo sucedido. Todavía no ha entendido nada de lo que su ex ha

hecho con su vida y se aferra a un marido que posiblemente nunca tuvo salvo en su

imaginación.

Clara era la siguiente, ella seguía sin marido y sin hijos, pero también escaló el Everest

con sus padres, pues ambos al ser mayores y ella la pequeña y «con menos problemas», a

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decir de sus hermanos, cargó con la responsabilidad de cuidarlos. Clara también llegó a

saber por qué todas sus reivindicaciones de juventud eran meras tapaderas de la angustia

que le suponía enfrentarse tanto a una relación de pareja (no quería ser como sus padres:

cansados, aburridos, sin nada que decirse...) como a la maternidad (su madre se la había

hecho entender como algo horrible: más cerca de la muerte y de la carga que de la alegría

y el placer de criar a un hijo).

A Clara se le aclararon las ideas y los sentimientos y dejó de darnos aquellas palizas

terribles sobre las opresivas estructuras familiares y nuestros derechos como mujeres.

Ahora era más clara que nunca. Es genial, admitió su papel, lo entendió, cuidó de sus

padres e inició una relación con un hombre que por su historia tampoco había deseado

hijos; ambos tenían eso en común además de sus muchas teorías sobre la vida y se

dedicaron a viajar constantemente. Con sus viajes huían de sus fantasmas y gozaban de esa

liberación.

Quedábamos Elena y yo. En la mayoría de nuestras tertulias las demás hablaban y

hablaban y nosotras casi siempre nos limitábamos a escucharlas e intentar que

reflexionaran un poco sobre los nuevos líos que envolvían sus vidas. He de admitir que a

veces nos costaba dejar de lado nuestra profesión y ser sólo mujeres. La verdad es que

estábamos más unidas que nunca. Hacía dos años que yo me había incorporado como

psicoanalista en su consulta y ambas disfrutábamos mucho compartiendo nuestro trabajo.

Sobre todo yo, porque mi vida y no sólo desde el punto de vista profesional, sino

personal, dio un giro de 180 grados. Por fin había hecho realidad mi sueño: ayudar a los

demás a entender su vida y vivirla sin tanta angustia; no sólo ocuparme del cuerpo como

había hecho como médico, sino también de las enfermedades del alma.

En  esta  década  puede  sucederte  que  también  el  empleo  y  lo  que  ha  sido  tu  profesión  hasta  este  

momento  pasen  a  ser  cuestionados.  No  en  vano  han   transcurrido  casi  o  más  de  veinte  años  desde  

que   la  elegiste  (¡si   tuviste   la  suerte  de  poder  hacerlo!).  Posiblemente,  durante  todo  este  tiempo,   tu  

vida  ha  evolucionado  en  muchos  aspectos  y   tú   como  persona   también  hayas   cambiado.  Todo  esto  

influye  como  para  volver  a   replantearse  aquello  que  años  atrás  quisiste  que   fuera   tu  oficio  de  por  

vida.    

¿Cómo   te   llevas   con   tu   trabajo?   Ese   por   el   que   tanto   has   luchado,   que   has   cuidado   con   tanto  

esmero,  por  el  que  has  sufrido,  te  has  estimulado,  has  estudiado,  has  currado  como  la  que  más,  has  

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dejado   la  mitad  de   tu   vida   en   aquellas   cuatro  paredes,   has   viajado  para   subir  de   categoría,   te  has  

presentado  a  oposiciones  para  que  la  plaza  fuera  sólo  tuya,  has  ido  a  congresos,  has  empleado  horas  

extras,  has  hecho  cursos  accesorios  para  estar  al  día...  Todo  eso,  ¿y  ahora,  qué?  

 

•  ¿Te  está  dando  todo  lo  que  esperabas?    

•  ¿Te  satisface  plenamente?                  

•  ¿Te  molesta  tener  jefe/a?  

•  ¿Te  ha  merecido  la  pena,  el  esfuerzo  y  el  tiempo  empleados?  

•  ¿Piensas  que  puedes  o  debes  seguir  porque  te  falta  conseguir  lo  mejor?  

•  ¿Te  ha  dado  las  mayores  satisfacciones?  

•  ¿Has  renunciado  a  muchas  cosas  por  el  trabajo  y  ahora  te  arrepientes?  

•  ¿Te  encantaría  tener  tiempo  para  dedicarte  a  ti  y  a  algo  más  creativo?  

•  -­‐¿Te  apetecería  tirarlo  todo  por  la  borda  y  volver  a  subirte  a  otro  tren,  que  te  permitiera  no  repetir  

algunas  cosas  y  disfrutar  plenamente  de  otras?  

•  -­‐¿Sólo  continúas  trabajando  por  el  dinero  y  a  estas  alturas  eso  ya  no  te  reconforta?  

•  -­‐¿Volver   a   trabajar   después   de   las   vacaciones   es   como   la   pesadilla   del   sueño   que   debía   ser  

maravilloso?  

•  ¿Te  quejas  mucho,  pero  sin  tu  trabajo,  estarías  bastante  peor?  

•  Añade  las  preguntas  y  respuestas  que  quieras.  

 

¿Cuántos  sí  y  cuántos  no  has  contestado?  Igual  te  gusta  lo  que  haces,  pero  si  vives  tu  profesión  

como  una  obligación  sin  ilusión  alguna,  debes  retroceder  al  principio  del   libro  y  averiguar  por  qué  

tus   circunstancias   te   han   llevado   hasta   ahí.   Muchas   veces   el   entendimiento   es   el   camino   para   el  

cambio   o   para   la   aceptación.   Y   recuerda:   si   te   has   equivocado,   nunca   es   tarde.   Es   difícil   pero   no  

imposible  variar  el  rumbo  para  lograr  hacer  realidad  tu  vocación.    

Pero volvamos a la terapia peligrosa. Aquella noche no sé muy bien si porque el cava

estaba más fresquito que de costumbre, porque era de peor calidad, por mi crisis biológica

que me tenía más susceptible de lo habitual, por el vecino o por la rabieta y la tristeza de

todas, acabé hablando más de la cuenta. Cuando digo más de la cuenta, me refiero

exactamente a eso: el inconsciente me jugó una mala pasada y acabé largando lo que en

principio no tenía ninguna intención de decir: «He conocido a otro hombre.»

—¿Cómo? —se atragantaron todas menos Elena.

—Lo habéis oído bien, otro hombre. Sí yo, Laura, vuestra Laura, se ha fijado en otro

tío. —Me río sólo de recordar sus caras y los grandes ojos de admiración que me

abrieron.

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—Cuenta, cuenta.

Les empecé a relatar:

—No sé cómo, no sé cuándo, no sé por qué.

Marisol que me conocía bien:

—¿A quién pretendes engañar? ¿Que tú no sabes qué? Anda y suéltalo todo.

—Vaaale. Es un conocido.

—¡Cómo no! Siempre es alguien de nuestro círculo.

—No os puedo decir más. Sólo os puedo contar que me siento fatal, muy nerviosa y

alterada.

—No te creo del todo —Marisol de nuevo a la carga—. Seguro que además de eso,

sientes algo más y no nos lo quieres decir.

—Déjala, si no lo quiere decir seguro que no es nada importante —saltó Clara en mi

defensa.

—Es verdad, no creo que vaya a ser trascendental, pero Marisol tiene algo de razón.

Me siento viva como hacía mucho tiempo no me pasaba. Es una sensación que piensas que

ya has olvidado, que nunca más la volverás a tener en la vida, que tu cuerpo no volverá a

vibrar; y de repente descubres que tu corazón vuelve a golpearte el pecho, que tu voz

tartamudea, que se te pone la piel de gallina con sólo una mirada de él.

De repente, María, que llevaba un rato sin decir nada, habló:

—Lo que te sucede es muy normal. Después de tantos años junto al mismo pesado,

acabas de él hasta el moño. Lo que tienes que hacer es separarte. Como yo.

—¿Separarme? ¿Tú estás loca o te falta poco? Yo quiero a Luis y a mis hijos. Me

encanta estar con ellos y disfruto. Tengo una buena relación de pareja y, además, lograrlo

me ha costado muchos años, mucho esfuerzo, muchas peleas y muchas reconciliaciones

para ahora tirarlo todo por la borda por el primero que llega y me dice que estoy muy

guapa y que soy muy interesante. No pienso separarme ni en sueños.

—Pues ya está: te lo tiras unas cuantas veces y luego te olvidas de él —exclamó Inés

muy convencida.

—Parece mentira que a estas alturas todavía no la conozcáis —argumento Clara—. Es

tan sensata, tan cerebral, tan equilibrada, tan tan que lo extraño es que algún otro hombre

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le haga tilín. Cuéntanos realmente qué es lo que te atrae de él. Por lo menos debe

parecerse a George Clooney y además ser premio Nobel o medalla de oro en algo.

Marisol no pudo callarse:

—Os lo diré yo: ¿la recordáis hace unos años? Con una neura detrás de otra. Ahora

que está estupenda, pero le han salido cuatro canas, necesita que alguien le diga lo muy

joven que sigue estando, porque su marido la tiene muy vista.

—Tenéis razón en casi todo. Estoy intentando aclararme. Por un lado, me siento muy

culpable con Luis y por las broncas que le monté en su día cuando en su crisis de los

cincuenta empalmó una idiotez detrás de otra. Jamás ha confesado, pero estoy segura de

que tuvo algún lío de faldas. Y ahora voy yo y empiezo a repetir las mismas estupideces.

Estoy pensando seriamente que la edad no me está sentando nada bien.

Elena, que hasta el momento sólo había escuchado, se decidió a hablar:

—Pero ¿cómo puedes decir que no te está sentando nada bien? Estás más guapa que

cuando eras joven, con mucho más estilo y más alegre; tienes un marido casi genial, con

sus cositas, pero tú también las tienes; dos hijos estupendos; una profesión que adoras y un

«admirador» al cual le pareces la mujer más maravillosa. Pues disfruta de todo ello. Estas

cosas son estupendas mientras no se descontrolan. Ten cuidado y recuerda todo lo que has

aprendido estos años. Este tío, como todos, tendrá sus dos yos, ahora sólo ves el bueno,

pero tú sabes muy bien que hay otro y no sabes todavía cómo es. ¡Ojo con el otro!

—Mira cómo estamos nosotras —se lamentó Inés, señalándose a sí misma y a María.

—Es verdad —corroboró esta—. Tú y Elena sois las únicas que lo tenéis o lo

conserváis todo. O sea que no nos vuelvas a soltar el rollo sobre lo mucho que te ha

costado y tu gran esfuerzo ¡que ya nos lo sabemos de memoria! Y después de todo esto,

vas y nos dices que no sabes qué te está pasando. Pero, puritana de tres al cuarto, ¿te has

acostado o no?

—¿Y qué más da? ¿Para qué lo queréis saber? Seréis chismosas. De ahí nos viene la

fama de cotorras.

—Laura, Laurita, ¡qué te estás pasando! ¿Somos tus amigas o no?

—De acuerdo... Sólo reconoceré que he tenido malos pensamientos, pero de acción,

nada de nada. Yo no quiero un polvo, de esos tengo los que quiera con Luis; yo lo que

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quiero es sentirme joven y que otro me puede desear, sólo eso y además... ¡sentiría

muchísima vergüenza!

—¿Cómo dices?

—Pues eso, vergüenza.

—Pero, por Dios, a tu edad, ¿qué es lo que te da vergüenza?

—Pues eso, a mi edad. Irme a la cama con otro hombre y que me vea. Ya no tengo

veinte años y no estoy operada por un prestigioso plástico. Vosotras lo sabéis tan bien

como yo. Las tetas caídas, el culo fláccido, las piernas con venitas, la barriga blanda, las

caderas con celulitis, las pieles de los brazos que se empiezan a caer... Me moriría si me

mirara.

María, que para algo le ha de servir cambiar tanto de amante, casi se cae del sofá:

—Tú eres imbécil o te falta poco. ¿Tú te piensas que él es Superman y a ti te mirará

con lupa? ¿Tú no me recomendaste el libro de la De Béjar?1 Pues aplícatelo: ¡hay que hacer

más y mirarse menos, que ellos sólo ven unas piernas que les rodean y un culo que tocar!

Y estás olvidando lo más importante: cuando tú, doña Perfecta, te acuestes con ese tío

será porque verdaderamente lo desees y él con respecto a ti lo mismo. Y llegado ese

momento, hazme caso, lo de menos son las arrugas y las chichas caídas.

Clara entró a saco:

—Además, le das demasiadas vueltas. Como tienes una relación en la que te sientes

valorada en otros aspectos y este ligue sólo tiene la función de eso de ligue, de ligarte, eso

es algo que no entra en tus esquemas. Tú, la que lo analiza todo, estás descolocada y no

hay nada que lleves peor.

—Clara, cómo has aprendido, se nota que has tenido una buena maestra. Es verdad,

necesito entender esta nueva etapa de mi vida y puede que quiera ligar, pero ligar todo lo

conseguido hasta ahora con las canas o los tintes y aceptar que las «arrugas son bellas».

—No te vayas por las ramas con tus eternos juegos de palabras y háblanos de tu

admirador. ¿Qué piensas hacer? Al grano: queremos salsa, morbo...

—No tengo nada que añadir. Mi cabeza y mi razón me dicen que lo de mi ligue es una

estupidez, una tormenta de verano, pero mi corazón y mi emoción me dicen justo todo lo

contrario: ¡Vívelo que te quedan cuatro días!

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—Ahora que caigo —dijo Inés—. El otro día cuando te llamé respondiste el teléfono

con voz temblorosa. ¡Claro!, pensabas que podía ser él.

—Sí y la verdad es que deseaba que fuera él. Me encanta su voz, su mirada, su

dinamismo, su ternura, sus conversaciones, su comprensión... ¡Es un encanto!

—Tú sí que estás encantada. Nunca en todos estos años te había visto hablar así. Ya

era hora que te viéramos como una mujer de carne y hueso y no sólo como un cerebrito.

—Mira, Marisol, sabes mejor que nadie lo que mi madre pensaba sobre el arte de

seducir: «Cabeza, hija mía, sólo siendo muy lista se fijarán en ti.» Así que durante muchos

años y con Luis me ha funcionado ese mensaje. Lo que ocurre es que a los cuarenta, de

golpe piensas que tu cuerpo está cambiando y quizá no vuelvas a sentir un montón de

sensaciones que parecen destinadas sólo a los jóvenes. Ese es el verdadero problema, que

con Luis, al que quiero un montón, cuando me acaricia no vibro, y en cambio con este que

no me ha acariciado, sólo de pensarlo ya me da taquicardia. De repente me descubro

imaginando cómo serán sus labios y si sus besos serán tiernos y suaves o bruscos y ávidos.

Me descubro pensando en las mismas tonterías que en la adolescencia, cuando soñábamos

con estas cosas. Es como retroceder en el tiempo sólo que sé que me queda mucho menos

y puede que esta sea mi última oportunidad de volver a experimentar que le gusto a

alguien, que me mira, que me ve atractiva, que soy capaz de seducir, que se fija en mi

peinado, en mis zapatos y hasta en los botones de mi blusa.

—Debe ser para saber cuánto tiempo va a tardar en desabrocharlos.

—Por lo que sea, pero esas sensaciones ya las tenía tan olvidadas que volverlas a

recordar y a revivir es una auténtica gozada. Es imposible resistirse. Te sientes otra vez

mujer y viva. ¿Entendéis lo que me está ocurriendo?

—¿Sabes lo que te digo? —me aconsejó Clara—: Sigue en tu línea y tómate esto

como algo halagador y nada más. No te metas en líos.

Todas se pusieron de acuerdo:

—Tiene razón. Tienes una gran suerte. Luis te quiere y hay otro que te hace el juego.

Has de ser lista: tu habilidad consistirá en disfrutar lo mejor que puedas de ese regalo que

te has hecho en este cumpleaños y mantener intacto tu hogar. Como hacen ellos.

María e Inés me advirtieron al unísono:

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—Piensa que es jugar con fuego. Luis no te lo perdonaría.

—¿Que Luis no me qué...? Pero si vosotras estáis separadas, ¿cómo podéis decirme

eso? Después de lo que sufrí yo con sus arrebatos. En el fondo seguimos pensando que

cuando lo hacen ellos es diferente. A ellos se les puede entender y perdonar una cana al

aire y a nosotras que nos parta un rayo. Por ahí sí que no pienso pasar. Sé lo que va a

ocurrir porque me conozco, pero si no fuera así y Luis se enterara, debería decidir y

valorar lo que tiene y lo que pierde.

—Pero si él no te hizo nada.

—Y yo voy y me lo creo. Que no le haya pillado in fraganti ni le haya montado una

escenita no quiere decir que me chupe el dedo. Que yo de lista, un rato largo, guapetonas.

¿Sabéis lo que dicen las estadísticas sobre las infidelidades? Además, que Luis sea muy

trabajador, muy buen padre, muy buen hijo, muy buen marido y que sigamos juntos, no

quiere decir que no las hayamos tenido gordísimas, con épocas mejores y otras peores.

Todas sabemos lo que hacen los hombres mientras nosotras lloramos solas o nos vamos al

cine a ver una película de esas de no soltar el kleenex. Ellos ni una lágrima, en todo caso

que sea otra quien se las seque y de paso él le cuenta la película sobre su penosa vida

matrimonial, ¿o no?

Todas asintieron:

—Es verdad, tienes razón.

Esa noche, a diferencia de otras, todas nos habíamos sincerado ¡y de qué manera!

Nuestro enojo era un grito al desencanto, al engaño, a la dificultad de vivir cada una por

motivos diferentes. En general, nos sentíamos incomprendidas por los hombres; estafadas

(además de por Hacienda) por la sociedad; en soledad con nosotras mismas —no solas—

con nuestra lucha particular interior. Lloramos y al final terminamos la velada pensando

que éramos geniales y felices al menos por estar juntas y no tener que sufrir en silencio.

Haz la prueba, intenta reunirte con tus amigas y quejaos un rato de todo y de todos,

después a dormir... que al día siguiente hay que seguir sin quejarse.

Nosotras:  yo,  mis  amigas  y  posiblemente  tú,  somos  la  generación  de  la  transición.  Muy  pocas  de  

nuestras   progenitoras   pudieron   ir   a   la   universidad   y   tener   un   título   y   un   trabajo   reconocido.   Su  

destino   más   frecuente   era   el   matrimonio   y   la   maternidad,   así   que   su   sueño   fue   que   nosotras  

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pudiéramos   tenerlo   todo:   título,   trabajo,   marido   e   hijos.   ¡Casi   nada!   Y   aquí   estamos,   intentando  

tenerlo  todo.  Para  nuestras  madres  y  las  abuelas,  ese  todo  consistía  en  realizar  lo  que  les  había  sido  

vedado  a  ellas  o  no  habían  tenido  acceso  por  las  dificultades  sociales,  económicas  y  políticas.  En  su  

época,   la   integración  universitaria  y  profesional  no  tenía  nada  que  ver  con   la  actual,  con   lo  cual  su  

pensamiento  era  tan  sencillo  como  la  vida  misma,   la   famosa  depresión  cuando   los  hijos  se   iban  de  

casa  era  porque  no  tenían  nada  más;  otro  gallo  cantaría  si  hubieran  tenido  un  trabajo.  En  eso  debía  

consistir  el  elixir  de  la  felicidad:  en  lo  que  les  faltaba  a  ellas.  Ese  deseo  incumplido  se  nos  transmitió  

a   todas   nosotras   de  maneras   diferentes   dependiendo  de   cada  madre,   padre,   abuela   o   abuelo.   Con  

silencios,  con  palabras,  con  peticiones  directas  o  con  quejidos,  pero  su  sueño  quedaba  pendiente.  

La   mayoría   de   nosotras   nos   hemos   encargado   de   cumplirlo   y   ahora   cuando   nos   vemos   caer  

también  en  las  famosas  depres,  además  de  no  entender  nada,  nos  seguimos  preguntando:  

¿Lo  que  teníamos  que  conseguir  era  esto?  

¿Era  para  llevarnos  a  esto?  

Nosotras  lo  hicimos  todo,  como  verdaderas  heroínas,  demostramos,  luchamos  y  vencimos  pero  

¿a  quién?    

¿Al  mundo  o  a  nosotras  mismas?  

Si,  al  contrario  de  nuestras  madres,  lo  tenemos  o  hemos  tenido  todo,  ¿qué  nos  está  pasando?  

Esa madrugada, cuando las demás se habían marchado (Luis había vuelto, pero se había

metido en cama: «Aquí os dejo, miedo me dais»), Marisol y yo recuperamos las largas

noches preparando exámenes en las que hablábamos de todo lo que esperábamos.

Entonces el desarrollo de nuestras vidas era una incógnita. Nos encantaba ir a echadoras de

cartas para que nos adelantaran el futuro. Nuestra impaciencia por vivir deprisa no nos

permitía saborear lentamente cada minuto. Ahora era justo al contrario: el problema era

cómo enlentecer cada segundo, cómo parar el tiempo.

Habían pasado muchos años y, de alguna manera, después de todo lo que habíamos

conseguido, no lográbamos zafarnos de la sensación de que nos seguía faltando algo.

Decidimos recordar aquellos años para descubrir cuántos de los ideales, sueños y deseos

que teníamos se habían hecho realidad, y cuántos quedaban pendientes.

Yo me había hecho una promesa: ser diferente, especial, y manifestar al mundo que

era capaz de conseguir mis propósitos. Pero ¿qué quería? Y ¿a quién se lo debía demostrar?

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• -Un trabajo bien remunerado, agradable y creativo. Un lugar donde me sintiera bien y

un buen horario. ¿Entrar a las doce y salir a las dos? No hay que madrugar y tienes la tarde

libre, ¡genial!

• -Un novio que pasara a ser mi marido. No estaba bien visto no casarse. A pesar de lo cual

muchas se empeñaron en llevar la contraria e hicieron lo que les dio la gana, sin mejor ni

peor resultado.

• -Un marido con todo lo bueno de mi padre. Teniendo en cuenta que yo no tendría lo

malo de mi madre, ¡seríamos completamente diferentes! Lo nuestro sería el matrimonio

ideal.

• -Hijos: no lo tenía muy claro. Tampoco debía decidirlo. Los niños son encantadores,

pero ¡antes quería hacer tantas cosas!

• -Una casa preciosa. Soñaba con una enorme y con mucho sol, lo que no tenía decidido

era la decoración. La pondría moderna o estilo inglés o antigua o, mejor aún, lo mezclaría

todo: ¡para qué quedarme con uno solo!

• -Un coche. La moto cuando hacía viento se me llevaba y cuando llovía parecía un trapo

recién salido de la lavadora, pero ¡me perdería la sensación de libertad en primavera!

Pensándolo bien, y teniendo trabajo, para qué iba a elegir: ¡las dos!

• -Viajar y conocer mundo, gente, culturas, gastronomías, costumbres... Ampliar

conocimientos.

• -Operarme, sí has leído bien, pensaba arreglarme las caderas, los pechos y los pies para

llevar sandalias (creo que ya te lo había dicho). Las demás no me darían envidia. Mi

marido no miraría a ninguna otra que no fuera yo. ¡Qué ilusa era! ¿O tal vez tonta?

Simplemente era joven, muy joven.

• -Quitarme de encima la alergia y vivir sin tanta angustia. Quería saber lo que se debía

sentir con la conocida paz interior que iluminaba los ojos del Richard Gere budista.

Esa noche, entre el enfado, la tristeza, la nostalgia y los recuerdos nos pusimos

tontorronas. Llegamos a la conclusión de que tan mal no nos había ido. Pero si era así,

¿por qué entonces no éramos capaces de vivir cada segundo, cada minuto, cada

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acontecimiento con la intensidad que se merecía? ¿Por qué razonábamos lo muy bien que

estábamos, pero no lo sentíamos así?

Casi sin darnos cuenta nos quedamos dormidas.

Conocer nuestras fantasías nos ayudará

a asumir nuestras realidades.  

 

Desde   que   era   pequeña,   oí   decir   que   los   cuarenta   era   la   edad   en   la   cual   los   mayores   se  

comportaban  como  críos  y  hacían  locuras.  Pues,  efectivamente,  locuras  son  las  apariciones  de  los  y  

las   amantes   en   la   vida   de   las   parejas.  O   al   menos   en   la   mayoría   de   las   ocasiones   se   viven   como  

enloquecimientos   temporales,   que   aíslan   de   la   realidad   cotidiana.   Por   tanto   antes   de   tomar  

decisiones  con  respecto  a  tu  matrimonio  o  a  tu  familia,  debes  pensar  en  singular,  o  sea  en  ti.  

 

•  ¿Por  qué  ha  aparecido  ahora  este  nuevo  personaje?    

•  ¿Qué  función  tiene?    

•  ¿Por  qué  te  ha  deslumbrado  tanto?  

•  ¿Qué  esperas  de  él?    

•  Si  te  lías  con  él,  ¿cómo  va  a  mejorar  tu  vida  esta  relación?  

•  -­‐Si  decides  dejar  a  tu  pareja,  ¿crees  que  con  el  nuevo  va  a  ser  todo  tan  diferente?  

•  -­‐Si  hasta  ahora  te  has  equivocado,  ¿qué  ha  cambiado  tanto  para  pensar  que  ahora  vas  a  acertar?  

•  ¿Por  qué  arriesgar  todo  lo  conseguido  a  cambio  de  incertidumbre?  

•  -­‐Si  estás  convencida  de  que  es  magnífico,   recuerda  que  no  es   tan   fácil   conocer  a  nadie.  Vuelve  al  

capítulo  de  los  dos  yos.  ¿Cuántas  veces  has  oído:  «Al  casarnos  se  convirtió  en  otro  hombre»,  «Cuando  

nos  separamos  descubrí  que  había  estado  conviviendo  con  un  desconocido»,  «Fue  magnífico,  hasta  

que  cambió  tanto  que  no  le  reconocía»,  «Nunca  antes  hubiera  imaginado  que  fuera  de  esta  manera»,  

etcétera?  

 

Es  habitual  vivir   la  madurez  como  una  traición  de   la  vida.  Y  con  ello  volverse  muy  vulnerable,  

porque  hasta  entonces  estábamos  convencidas  de  que  nos  quedaba  todo  el  tiempo  del  mundo.  Duele  

darse  cuenta  de  que  no  es  así.  Se  nos  rompen  los  esquemas.  Muchas  nos  encontramos  con  que  hemos  

trazado  mal  el  camino,  o  no  nos  gusta  o  le  falta  sentido.  Y  entonces  nuestro  papel  como  mujer,  fuerte  

o  débil,  pero  con  una  meta,  se  derrumba:  tu  alma  no  se  cree  tu  imagen.  Le  falta  algo.  

Es  lógico  estar  triste  y  apenada,  porque  tienes  la  sensación  de  final  del  camino:  ilusiones  que  se  

han  quedado  atrás  y  que  posiblemente  nunca  se  cumplirán,  deseos  no  realizados,  proyectos  que  sólo  

quedaron  en   imaginarios,  sueños   frustrados...  Se  han  quedado  en   la  otra  parte  del  reloj  de  arena  y  

puede  que  algunos  sean  irrecuperables.    

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La   presencia   del   otro   puede   proporcionarte   una   ilusión   que   creías   perdida   y   hacerte   tomar  

decisiones  precipitadas  que  acaben  por  dañarte  más  de  lo  que  ya  lo  estás.  No  te  estoy  diciendo  que  

renuncies   a   él,   sino   simplemente   que   reflexiones   mucho,   muchísimo,   y   pidas   ayuda   si   lo   crees  

necesario,  antes  de  tomar  cualquier  decisión.  

Recuerdo  el   caso  de  una  paciente  con  un  marido  casi  genial,  dos  hijos  estupendos,  una  buena  

casa,  un  apartamento  de  playa,  dos  coches,  un  viaje  anual  y  cinco  mil  pelas  para  tomar  un  café  con  

las   amigas.   El   único   problema   que   arrastró   durante   años   fue   el   de   encontrar   un   trabajo   que  

mereciera  la  pena,  donde  se  sintiera  reconocida.  Este  era  el  motivo  por  el  que  acudió  a  mi  consulta.  

Quería  saber  por  qué  siempre  repetía  la  misma  historia:  por  qué  no  aguantaba  más  de  seis  meses  en  

ningún  puesto  a  pesar  de  sus  títulos  y  su  empeño  en  hacerlo  bien.  Logró  averiguarlo  y  encontrar  un  

trabajo  que  la  satisfacía.  Sin  embargo,  en  ese  momento  en  vez  de  poder  parar  y  disfrutar  de  todo  lo  

que   la  rodeaba  (lo  había  conseguido  todo  y  su  vida,  por   fin,  estaba  compensada)  se  encontró   liada  

con  un  amigo  de  la  infancia.  Al  principio  se  dejó  llevar  por  la  ilusión,  lo  nuevo,  el  reencuentro  con  la  

pasión,  el  erotismo  ya  olvidado,  el  amor,  el  morbo...  Pero  también,  en  menos  de  tres  meses,  engordó  

diez  kilos  y  acabó  rompiéndose  un  pie.   ¿Por  qué  crees  que  se   lo  rompió?  ¿Por  qué  era  propensa  a  

tener   accidentes?   Pues   no,   ¡nada   de   eso!   Su   peso   o   el   peso   del   adulterio   la   descompensó.  

Conscientemente  no  pudo  pararse,  su  deseo  era  más  fuerte  que  su  voluntad,  pero  su  inconsciente  le  

dio  una  pista  al  obligarle  a  detenerse:  la  mantuvo  un  tiempo  sentada  en  una  silla  pensando  y  pudo  

empezar  a  plantearse  lo  ocurrido.  ¿Cómo  acabó  su  historia?  Como  en  las  buenas  películas,  te  dejo  el  

final  abierto.  Imagínalo.    

Otra   paciente   metida   en   un   jaleo   parecido   del   cual   siempre   evitaba   hablar  —«Lo   llevo   muy  

bien»,   aseguraba—   nunca   había   sufrido   de   los   dientes   hasta   que   empezó   a   plantearse   que   debía  

tomar  una  decisión  (¿con  cuál  de  los  dos  se  quedaba?).  Entonces,  le  atenazó  un  espantoso  dolor  de  

muelas.  Acabó  en  el  dentista  y  perdiendo  una  muela  del   juicio.   ¿Necesitas  que  te  aclare  el  mensaje  

que   su   inconsciente   le   estaba   dando?   Aquella  muela   nunca   le   había   dado   problemas,   pero   en   esa  

ocasión  quiso  advertirla:  lo  que  más  necesitaba  para  decidirse  era  juicio.  

Casualidades de la vida, que como muy bien sabes nunca son casualidad; nada más

llegar a la consulta, me encontré con La Vanguardia encima de la mesa. Me senté y, como

de costumbre, empecé por leer la entrevista de «La contra». Elena le había puesto un post-

it: «Te encantará. Como siempre no tiene desperdicio.» Tenía razón. Estaba hecha polvo y

además con unos remordimientos de cuidado por haberme ido de la lengua la noche

anterior, pero mis males desaparecieron de golpe al leer las sinceras y clarividentes

palabras de Jane Campion. A sus cuarenta y tantos años, la directora de El piano no hablaba

de conservarse joven, ¡aleluya! Al contrario, explicaba que a partir de los treinta cualquier

mujer sensata se da cuenta de que lo único que puede mejorar es su personalidad, junto

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con su sensibilidad y su cerebro y que la verdad sólo reside en la exploración continua y

esa es una búsqueda de toda una vida. Indudablemente, me identifiqué con ella y la recorté

para pasársela por fax a un par de amigas.

Mi suerte no acabó allí. Como era puente tenía pocas visitas. Otra, con la resaca de la

noche anterior, hubiera echado una cabezadita, pero ya sabes que si me gusta un deporte

es el de mover las neuronas. Se abrió la puerta y entró Elena, así que juntas y con un gran

café, nos pusimos a pensar, cada una en lo suyo, pero con la alegría que da sentirse

acompañada. Dos horas después mi vida estaba casi resuelta. Racionalmente todo es

correcto, me dije.

• -Con Luis tengo una relación cordial y estable y pequeñas o grandes complicidades, con

frecuentes peleas y largas horas de conversación para encontrar puntos en común. Luis me

escucha y yo le escucho a él. Y para mí eso es lo más importante.

• -Con mis hijos puedo calificar la situación de «buena» fijándome en los resultados. Otra

cosa es el día a día, que muchas veces es durísimo.

• -Mi hermana... ¡Por fin tengo una hermana, en lugar de una enemiga!

• -Mamá. Después de todo tengo grandes cosas que agradecerle. Mi vida no hubiera sido

así con otra madre. Jamás habría podido ser psicoanalista si mi relación con ella no hubiera

estado plagada de conflictos.

• -A mi padre le he perdonado por haber elegido a Julia como «la niña de sus ojos». Y

tengo que reconocerle que su regalo, aquella máquina de escribir, muchos años después

está dando sus frutos.

• -Con mi trabajo puedo ayudar a otras muchas personas... lo que siempre deseé. El

esfuerzo de toda una vida me está dando grandes recompensas.

• -Con mis amigas nos reímos un montón. Salimos a cenar, al cine, a hablar, hablar y

hablar. Y, ojo, los miércoles, tertulia y terapia peligrosa. No dejamos títere con cabeza,

pero, eso sí, somos unas santas.

• -Hay alguien que me mira con otros ojos. ¿Me lanzo o no a la piscina? Porque una cosa es

que mi ego no esté como para hacerle ascos y otra que ponga en juego todo lo que he

creado. Ya veré.

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• -Y, físicamente, todos dicen que he mejorado con los años, como los buenos vinos. Ya

sé, ya sé que he dicho que no es tan importante, pero una es mujer y no lo puedo evitar.

Apenas había pegado ojo en toda la noche y estaba agotada, pero me sentía bien, a

gusto, tranquila, relajada... «Qué paz», dije en voz alta. «Ojalá siempre me sintiera igual.

He de reconocer que mi vida no está tan mal. Sin embargo, Elena, ¿no te pasa que a pesar

de todo lo que has conseguido a veces piensas: me falta algo?» Elena sonrió irónicamente:

«En cierta ocasión, le preguntaron a Albert Einstein: “Profesor, ¿en qué está trabajando

ahora?” Él contestó: “En mi último error.” Y ahora, te digo lo que le diríamos a un

paciente: “Continuaremos el próximo día.” Mientras tanto, te dejo, que salgo a

comprarme un libro.»

Tal  vez  todo  lo  que  te  he  explicado  hasta  ahora  no  te  ocurra  a  esta  edad.  Puede  que  te  suceda  a  

los  cuarenta  y  cinco  o  a   los  cincuenta  o  que  lo  hayas  sentido  o  sientas  antes,  a   los  treinta  y  tantos.  

Incluso  puede  que  jamás  atravieses  una  crisis.  Es  posible.  Pero  si  llega  un  día  en  que  todo  o  casi  todo  

se  te  cae  encima  (la  casa,  los  niños,  el  trabajo,  el  marido,  las  amigas,  la  familia,  tu  cuerpo...  lo  que  sea),  

ese  día  acuérdate  de  todo  lo  que  acabas  de  leer  y  no  te  dejes  llevar  por  la  situación.    

EPÍLOGO

El vacío o la insoportable

levedad de ser

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A las dos horas Elena apareció con un libro de Tolstoi:

—Toma léetelo.

—¿Y esto a qué viene? Seguro que tiene truco. Confiesa.

—Pues mira por dónde, de eso se trata. Se llama La confesión. ¿No dices que te falta

algo? Pues Tolstoi relata una depresión que padeció más o menos a los cuarenta. Tenía una

maravillosa vida familiar, salud, éxito profesional y dinero. Eso que tú llamas todo. Y ya

ves, a pesar de todo, se sintió perdido. Según cuenta, vivía como un sonámbulo y se

preguntaba para qué servía la vida y si era eso todo lo que se podía esperar de ella. ¿Te

suena de algo? Hace un rato me comentabas que a pesar de todo lo que has conseguido a

veces piensas: «Me falta algo.» ¿Y qué se te ocurre que te falta? ¿Qué te haría realmente

feliz?

—No lo sé, Elena. Le estoy dando vueltas. Sé que no es nada material, que no pasa

por tener una pulserita más, un zapato o un abrigo; mis hijos están bien, Luis y yo, ya lo

sabes, y lo de venirme a tu consulta ha sido una decisión genial, ya sabes que estoy

encantada... Lo mío es algo existencial. Lo que tengo es una sensación como de vacío, no

es algo concreto, es algo que no se puede palpar, sublime, etéreo...

—Vas bien, sigue por ahí, dentro de poco volvemos a hablar.

—Pero, Elena, no me dejes así. ¡Dime algo!

—Mira, yo pasé por lo mismo hace un par de años, el camino en cada persona es

diferente y ya me contarás el tuyo. Lo dejamos aquí, que ahora tengo una visita.

La   sensación   de   vacío,   de   que   tu   vida   carece   de   sentido,   de   que   hagas   lo   que   hagas   te   sigue  

faltando  algo,  no  aparece  a  una  edad  concreta,  ni  es  privativo  de  las  mujeres.  No  es  exclusivamente  

tuya  ni  mía.  Y  tampoco  distingue  clases,  religiones,  razas,  culturas,  países  o  épocas.  Es  patrimonio  de  

la  humanidad.  Todos  y  cada  uno  de  nosotros  la  tenemos,  nos  acompaña  desde  el  inicio  de  la  vida,  y  

podemos   o   no   sentirla   conscientemente   en   algún   momento.   La   sensación   de   vacío   está   ahí,   es  

humana.  

Cuando   las  preguntas  existenciales   empiezan   a   rondarnos,   podemos   elegir   entre  dos   caminos:  

uno,   consiste   en   ignorarlas   y   transitar   por   la   vida,   como   decía   Tolstoi,   sonámbulas,   adormecidas,  

obnubiladas;   el   otro,   implica   asumir   el   desafío   y   explorarnos   a   nosotras   mismas   para   lograr  

entendernos  y  convivir  con  esa  sensación  de  que  nos  falta  algo.  

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Puede  ocurrir  que  empieces  a   ser  consciente  del  vacío   en  un  momento  en  el   cual  hayas  hecho  

realidad   todos   tus   sueños,   ilusiones   y   proyectos.   Hasta   ese   día   no   había   hecho   su   aparición   (no  

sentías  que  te  faltaba  algo),  porque  todavía  tenías  muchas  cosas  pendientes  de  o  por  lograr.  O  puede  

ocurrir  que  nunca  seas  consciente  del  vacío  y  te  pases  toda  la  vida  intentando  llenarlo  de  una  cosa  

tras  otra  sin  poderte  parar  a  pensar  en  nada  más.  

 

•  -­‐Llenarlo   de   dinero.   Con   el   dinero   se   compra   casi   todo   y   así   es   tremendamente   fácil   llenarse   de  

cosas  y  más  cosas.  O  llenar  la  cuenta  bancaria.  Pero  todo  lleno  de  dinero.  

•  -­‐Llenarlo   de   poder.   Has   leído   bien:   ¡poder!   ¿Cuánta   gente   ambiciona   tener   poder?   Para   tenerlo  

todo,  controlarlo  todo,  dominarlo  todo,  alcanzarlo  todo  y  así  sentirse  los  más  poderosos  en  todo.  

•  -­‐Llenarlo  de  sexo.  Por  amor,  por  dinero,  por  placer,  por  costumbre,  por  morbo,  por  hacer  amigos,  

por  cariño,  por  desespero,  por  evitar  la  soledad,  por  sexo  puro  y  duro...  ¡O  por  llenarte  de  sexo!  

•  -­‐Llenarlo  de  amantes.  Si  el  marido  no  es  suficiente,  no  te  llena.  Habrá  que  buscarse  a  otro.  ¡A  ver  si  

lo  consigues  y  además  te  llena!  

•  -­‐Llenarlo  con  el  príncipe  azul  o  un  papaíto  que  te  quiera  sin  condiciones  para  nunca  más  sentir  la  

soledad   interior.   ¿Entiendes   ahora  mejor   de   dónde   viene   nuestro   sentimiento   de   fracaso   y   de  me  

falta   algo   cuando   tu   pareja   no   te   lo   da   todo?   Hay   que   enfrentarse   a   la   cruda   realidad   de   que   el  

matrimonio  no  es  tan  bonito  ni  tan  sencillo  ni  te  lo  da  todo  (para  que  logre  serlo  o  dártelo  en  alguna  

medida).  

•  -­‐Llenarlo  de  amigas.  Muchas  amigas  y  que  todas  te  quieran,  te  comprendan,  te  ayuden,  te  necesiten,  

te  adoren,  te...  ¿Entiendes  lo  difícil  que  es  asumir  que  no  siempre  ocurra?  

•  -­‐Llenarlo  de  premios  y  de  títulos,  sean  del  tipo  que  sean:  literarios,  deportivos,  gastronómicos,  de  

belleza,  académicos,  profesionales...  Cualquier  premio  o  papelito  que  demuestre  lo  buena  que  eres.  

La  mejor,  la  que  lo  tiene  todo.  

•  -­‐Llenarlo  de  trabajo.  Todo  el  día  hay  que  trabajar  y  trabajar.  Cuando  no  se  trabaja  es  insoportable  

la  sensación  de  vacío:  y  ahora,  ¿qué  hago?  Me  aburro.  La  huida  o   la  manera  de   llenarlo  es  trabajar  

más.  

•  -­‐Llenarlo  de  enfermedades:  «Doctora,  tengo  de  todo,  no  me  falta  de  nada.»  Siempre  estás  llena  de  

síntomas  y   consigues  atenciones,   curas,   cariño,   amor,   reproches,   incomprensiones,   explicaciones  y  

justificaciones  de  todos  los  demás.  Te  llenas  de  todo  eso.  

•  -­‐Llenarlo  de  hijos.  Los  niños  llenan  tu  vida,  llenan  tu  futuro,  llenan  tu  esperanza,  llenan  tu  tiempo  y  

hasta  esperas  que  llenen  tu  vejez.  

•  -­‐Llenarlo  de  objetos,  joyas,  vestidos,  muebles,  fiestas...  Hay  que  llenar  la  casa,  los  armarios  y  hasta  

los  garajes.  ¡Es  más  fácil  que  llenarte  tú!  

•  -­‐Llenarlo  de  quejas.  Seguro  que  conoces  a  alguien  que  hace  mucho  y  se  queja  más.  Nada   le   llena  

tanto  como  su  propia  insatisfacción  y  sufrimiento.  ¿Te  suena?  Pobre  de  mí.  

•  -­‐Llenarlo  de  sabiduría.  ¿Qué  haríamos  el  resto  de  los  humanos  si  alguno  de  nosotros  no  se  dedicara  

a   saber   más   y   más?   Las   famosas   «ratas   de   biblioteca».   Llenan   su   vacío   de   información,   de  

investigación,  de  saber  hoy  más  que  ayer,  pero  menos  que  mañana.  

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•  -­‐Llenarlo  de  amor,  de  cariño,  de  relaciones.  Dependemos  de  los  otros  y  de  los  que  nos  quieran  para  

llenar  nuestro  vacío.  Todos  nuestros  actos  cotidianos  van  dirigidos  a  recibir  pequeñas  muestras  de  

amor  y  reconocimiento.  El  desamor  se  vive  fatal.  

•  -­‐Llenarlo  de  desprecios,  de  malestar,  de   injusticias...   ¡No  gano  para  disgustos!   ¡Todo  me  sucede  a  

mí!  Pobre  de  mí.  

•  -­‐Llenarlo  de  pequeñas  o  grandes  obras  de  caridad.   ¿Quién  no  se   siente  un  poco  más  bueno  o  un  

poco  mejor  colaborando  con  una  pequeña  propinita,  adoptando  un  niño  del  Tercer  o  Quinto  Mundo  

o  afiliándose  a  una  organización  humanitaria?  

•  -­‐Llenarlo   de   creencias   y/o   religiones.   ¿Por   qué   crees   que   tanto   famoso   que   lo   tiene   todo   se   ha  

introducido  en  filosofías  orientales  o  religiones  que  algunos  califican  de  sectarias?    

•  -­‐Llenarlo  de  comida.  La  sensación  de  me  falta  algo  se  relaciona  con  el  estómago.  En  un  intento  de  

conseguir  alivio  y  bienestar  se  come  y  se  come  o  se  pica  y  se  pica.  Ante  las  frustraciones,  se  come;  

ante  las  angustias,  se  come;  ante  las  decepciones,  se  come;  ante  la  soledad,  se  come,  y  en  las  fiestas,  

¡cómo  no!,  se  continúa  comiendo.  

•  -­‐Llenarlo  de  nada.  Todas  tenemos  conocidos  que  no  saben  cómo  llenarse  y  nada  les  llena.  La  eterna  

insatisfacción.  Cuando  alcanzan  casi  todo  lo  cambian,  lo  tiran  o  lo  menosprecian  para  volver  a  tener  

nada.  En  esa  situación  de  contradicción  total  no  saben  qué  les  falta  ni  qué  les  llena.    

 

¿Se  te  ocurre  algo  más?  Si  lo  deseas,  puedes  seguir,  tanto  como  tú  quieras  o  necesites  llenarte.  

Tal  vez   te  estés  preguntando,  al   igual  que  yo  hice  en  su  momento,   ¿de  dónde  viene,  de  dónde  

procede,   dónde   nace   esa   sensación   de   vacío?   Antes   de   atreverme   a   contestarte,   permíteme   una  

advertencia:  llevo  toda  una  vida  sintiendo  el  vacío  y  más  de  media  peleándome  con  él,  estudiándolo  

y  buscando  respuestas.  Espero  que  comprendas  que  no  puedo  resumirte  veinte  años  de  trabajo  (que  

todavía  continúa)  en  veinte  líneas,  pero  no  me  sentiría  satisfecha  si  no  intentara  al  menos  darte  un  

hilo  del  que  tirar.  Si  te  pica  la  curiosidad,  como  a  mí  me  ocurrió  en  su  momento,  tendrás  que  andar  

ese  camino  en  singular.  

El   vacío   tiene   que   ver   con   el  deseo.   El   ser   humano   jamás   queda   satisfecho,   porque,   gracias   al  

lenguaje,   crea  un   concepto  que   sólo   es  posible   en  nuestra   imaginación:   la  plenitud.   Siempre  va   en  

busca  de  ella,  de  algo  más  y  aunque  eso  es  lo  que  nos  ha  permitido  evolucionar  como  humanos,  es  

imposible  de  conseguir.  Nadie  lo  puede  tener  todo.  Y  eso  es  el  sentimiento  de  vacío:  el  no  poder  ser,  

tener  y  alcanzarlo  todo.    

Hemos  de  aprender  a  convivir  con  esta  carencia,  con  el  «me  falta  algo».  A  pesar  de  lo  cual,  algo  

puedes  conseguir.  

Imaginemos  un  cubo  de  la  playa  lleno  de  agua,  arena,  piedras  de  colores,  sal,  pececillos  y  lo  que  

se  te  ocurra.  El  cubo  eres  tú.  Todo  lo  demás  son  las  cosas  con  las  que  has  ido  llenando  tu  vida.  Unas  

son  mejores  que  otras,  unas   te  gustan  y  otras  no   tanto,  unas   te  dan  problemas  y  otras  soluciones,  

pero  todas  forman  parte  del  cubo  o,  dicho  de  otra  manera,  de  tu  vida.  El  cubo  está  lleno  de  multitud  

de  pequeñas  cosas.  

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Tú  puedes  decidir  cambiar  algunos  ingredientes  de  tu  cubo:  las  piedrecitas  azules,  por  otras  de  

color  verde;  sacar  toda  la  arena;  quedarte  sólo  con  el  agua,  y  en  vez  de  peces  quieres  renacuajos.  Y  

puede  que  no  te  resulte  tan  fácil  porque  si  lo  que  quieres,  por  ejemplo,  es  suprimir  la  sal,  necesitarás  

de  un  tiempo  para  solidificarla  y  así  poder  separarla  y  extraerla.    

Traslademos   ahora   este   ejemplo   a   tu   vida.   Supón   que   te   ocurre   algo:   un   acontecimiento  

doloroso,  una  alegría  extrema,  un  cambio  importante,  cualquier  motivo  que  te  empuje  a  plantearte  

qué  te  gustaría  o  qué  deberías  cambiar,  sea  un  divorcio,  el  nacimiento  de  un  hijo,  la  muerte  de  un  ser  

querido,  un  cambio  de  domicilio,  la  pérdida  de  un  trabajo,  una  enfermedad...  

¿Qué  harías?  ¿Por  dónde  empezarías?  ¿Qué  dejarías?  ¿Qué  cambiarías  y  por  qué  otras  cosas?  ¿A  

qué  estarías  dispuesta  a  renunciar  y  por  qué?  Y  siempre  teniendo  en  cuenta  que  has  de  empezar  por  

ti   misma   y   no   todo   lo   que   te   gustaría   cambiar   se   puede   corregir   inmediatamente,   porque   todo  

necesita  su  tiempo.  ¿Recuerdas  lo  que  sucedió  cuando  nació  Mónica?  Mi  madre  se  la   llevó  con  ella,  

como   si   fuera   su   hija;   aún   no   había   asumido   que   la   madre   era   yo   y,   ella,   la   abuela.   Entonces,   te  

expliqué  que  todo  tiene  un  tiempo  real  y  un  tiempo  mental,  y  que  el  real  suele  ir  mucho  más  deprisa  

que  el  mental,  es  decir,  el  que  tardamos  en  reaccionar,  elaborar  y  asumir  algo  que  nos  ha  ocurrido  o  

nos  está  ocurriendo.    

En   mi   historia,   o   sea   la   de   Laura,   debía   sacar   o   vaciar   de   mi   cubo   todo   aquello   que   estaba  

impidiendo  que  llegara  a  ser  yo  misma.  Para  descubrirlo,  tuve  que  aclarar  primero  el  agua.  Aclarar  

mi   vida.   En   el   agua   turbia   los   componentes   no   se   ven.   Aprendí   a   pensar,   a   llorar   y   a   reír.  Me   fui  

vaciando   de   mis   síntomas   (la   alergia,   las   migrañas,   el   insomnio...)   y   de   mis   angustias   y   mis  

culpabilidades;   resurgieron   rasgos   de  mi   carácter   que   habían   quedado   reprimidos   por   el   dolor,   y  

cambié   la   irascibilidad   por   el   sentido   del   humor,   la   alergia   por   la   alegría,   y   la   angustia   por   el  

conocimiento  y  la  búsqueda  y  comprensión  de  mí  misma.  

Si  hasta  ahora  has  conseguido  identificarte  conmigo  es  posible  que  a  través  de  mi  historia  hayas  

aprendido  algo  más  sobre   la   tuya.  Pero  también  es  probable  que  te  hayas  dado  cuenta  de  que  aún  

existen  cosas  a  las  que  tienes  que  aprender  a  renunciar,  algunas  que  todavía  has  de  conseguir,  otras  

que  debes  entender  y  asimilar,  pero,  sobre  todo,  espero  que  hayas  entendido  que  has  de  realizar  tu  

propio  viaje  para  mirarte  con  otros  ojos.  

Tu vida es demasiado importante

para vivirla sin más.  

•  -­‐Debes  asumir  las  frustraciones  como  parte  integrante  de  tu  existencia  y  aprender  que  el  éxito  no  es  

tenerlo  todo.  El  todo  no  existe  en  la  realidad.  Es  producto  de  nuestra  fantasía,  de  nuestra  imaginación  

que  no  tiene  límites.  El  éxito  es  conocerse,  descubrirse,  saber  lo  que  se  quiere  y  poder  poner  límites  a  tus  

deseos  y  a  los  de  los  demás.  

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•  -­‐Debes   aprender   que   tú   has   elegido,   consciente   o   inconscientemente,   todo   lo   que   te   rodea.   No  

culpabilices  a  los  demás  de  tus  decisiones.    

•  -­‐Y,   lo  más   importante,   responsabilízate   de   tu   vida   y   plantéate   lo   que  has   sido,   lo   que   eres   y   lo   que  

quieres  ser  y  hacer  con  ella.    

 

No busques fuera de ti.

Tus respuestas están en ti.

Tengo que despedirme ya. Pero antes, unas últimas palabras, que espero que también

te reflejen a ti:

Ahora sé que la experiencia más gratificante de mi vida fue y sigue siendo la búsqueda

de mí misma.

Ahora sé que nunca lo podré saber todo.

Ahora sé que mi vacío me seguirá acompañando.

Ahora sé que gracias a él soy quien soy y he podido llegar hasta aquí y hasta ti.

He aprendido la mejor lección: a aceptarme, a quererme, a respetarme, a reírme de

mi sombra. He aprendido

a entenderme y

a vivir en paz conmigo misma...

¡a pesar de todo!

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Me  gustaría  saber  de  ti.  Me  interesan  tus  dudas,  tus  desacuerdos,  tus  logros,  tus  preguntas,  saber  lo  

que  te  preocupa,  lo  que  te  mueve,  lo  que  tú  quieras...    

Puedes   ponerte   en   contacto   conmigo   a   través   del   teléfono   (656-­‐577-­‐789),   el   correo   electrónico  

([email protected])  o  por  carta  dirigiéndote  a:    

 

Lourdes  Blanco  (Mujer  tenías  que  ser)  

 

Plaza  &  Janés  

Travesera  de  Gracia,  47-­‐49  

08021  Barcelona