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A vuelo de pájaro - UNR vuelo de pájaro...Riestra, Jorge A vuelo de pájaro / Jorge Riestra ; ilustrado por Darío Ares ; prólogo de Marcelo Britos. - 1a ed . - Rosario : UNR Editora

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A vuelo de pájaro

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Riestra, Jorge

A vuelo de pájaro / Jorge Riestra ; ilustrado por Darío Ares ; prólogo de Marcelo

Britos. - 1a ed . - Rosario : UNR Editora. Editorial de la Universidad Nacional de

Rosario, 2019.

192 p. : il. ; 21 x 15 cm. - (Con� ngere ; 11)

ISBN 978-987-702-329-9

1. Literatura. I. Ares, Darío, ilus. II. Britos, Marcelo, prolog. III. Título.

CDD A863

Imagen de tapa: Mil batallas, Marce Valle. Intervención digital, 2018

Diseño de interior y tapa: UNR editora

Diseño de la colección: Georgina Ricci

Directora editorial: Nadia Amalevi

Director de la colección: Nicolás Manzi

©Sebastián y Gabriel Riestra

Universidad Nacional de Rosario

Queda hecho el depósito que marca la Ley N° 11.723.

Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida sin el permiso expreso

del editor.

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A vuelo de pájaro

Jorge Riestra

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Las ventanas abiertas

Por Marcelo Britos

Como otros lectores de Jorge Riestra, tuve la fortuna de cono-

cerlo por compartir con él la ciudad en donde decidió vivir

y ejercer su o# cio. Con motivo de realizarse en el año 2011

unas jornadas sobre literatura de Rosario en la Facultad de

Humanidades y Arte, fuimos a la casa del autor a invitarlo per-

sonalmente, una excusa pueril para poder tener con él una con-

versación más íntima, esa especie de mito posible, de fantasma

brillante que rondaba, junto con su obra y sus lauros, los círcu-

los vernáculos de las letras. Nos recibió en su departamento de

la cortada Ricardone, rodeado de libros y de originales prolija-

mente apilados, tipeados en máquina de escribir, y una enorme

ventana que se abría al teatro La Comedia: “un escritor debe

tener siempre una ventana abierta”, sentenciaba. Después de las

presentaciones formales me preguntó en qué barrio me había

criado. Le respondí que había nacido en un sanatorio conocido

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del sur de la ciudad, pero que mi infancia, mi juventud y casi

toda mi vida hasta ese momento, habían transcurrido en barrio

Echesortu. Hubiera sido previsible y redundante, por obvias

razones que remiten a sus novelas, que en ese momento me

hablara del bar La Capilla de Mendoza y Avellaneda, o de la

vieja pizzería Pedrín, en diagonal a la primera. En lugar de eso

supo nombrarme, con una exactitud asombrosa, la ubicación

y especie de cada uno de los árboles que rodeaban la manzana

de mi casa. “Esa es zona de plátanos y paraísos”, me dijo, para

seguir luego con Re� nerías, Alberdi y otras zonas que merecie-

ron después ser recorridas para comprobar su memoria. No es

una anécdota más, ni tampoco es casual que sea aquí presenta-

da. Fue la prueba, la � cha más representativa, del muestrario de

obsesiones de un narrador, sobre los elementos y los datos que

garantizan el verosímil.

Este libro de cuentos, A vuelo de pájaro, comenzado en 1969 y

editado por � n en 1972 por la mítica editorial del Centro Editor

de América Latina, llevará como telón de fondo la historia po-

lítica y social de la Argentina en la segunda mitad del siglo XX.

Los personajes de ese universo ya conocido de sus novelas, los

muchachos del café, los que se reúnen en el salón de billares a

perseguir sus propias y modestas épicas en los juegos de azar,

estarán signados por hitos lejanos, ajenos si se quiere, al trans-

currir ordinario de sus vidas. Los diarios, la radio y las recientes

transmisiones televisivas, serán para ellos esas “ventanas” que

nos reclamaba Riestra, pero en una relación inversa. El golpe

que terminó con el gobierno constitucional de Illia, la muerte

de Juan XXIII, la permanente inestabilidad económica, re" ejada

sugestivamente en el aumento del precio del café en “Batalla

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naval”, sólo para citar algunos ejemplos, son los hechos y las consecuencias de estos, que " otarán como una bruma imper-ceptible en el destino de los muchachos que pululan por los ba-res y la pensiones, pero de una forma más nítida en la atención del lector. Los grandes interrogantes que constituyen nuestra condición humana, resigni% cados en lo cotidiano y en el de-venir sencillo de esas vidas, que son en de% nitiva el corazón de la obra de Riestra, serán además complejizados por eventos inaccesibles y la mayoría de las veces inevitables.

Aún con esta particularidad, quizá signada por los años que contextualizan el proceso creativo, A vuelo de pájaro no se distan-cia del corpus fundamental de Riestra, de ese universo del que hablábamos y sobre todo, porque considerar sólo esa “geogra-fía del café” sería una lectura sesgada de una obra mucho más compleja. Estos cuentos indagan en los orígenes culturales, en la forma de pensar y sentir de ese ser urbano, tan rosarino, porteño, como montevideano.

El canon académico, con sus débiles reconocimientos y al-guna crítica dispersa, más allá de ser premio nacional de li-teratura y de haber conformado una generación próspera de autores en su época, insisten en circunscribirlo en categorías demasiado mezquinas, como la de su condición de autor “ur-bano”, una subespecie del realismo que ni siquiera tiene rango de poética, o la de “autor rosarino”, como si sólo se les permi-tiera a los que escriben aquí, pensarse dentro de los límites de la circunvalación y el río, del fútbol y de la tormentosa relación con Buenos Aires. Jorge Riestra, un autor que escribió para el mundo sobre los misterios humanos, muestra en estos cuen-tos su consabida perspicacia para desentrañarlos, para abrirle la

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puerta a otros misterios, para encontrar, en los bordes sombríos de una mesa de casín, esos contornos que escapan a la luz que cae sobre ella, una excusa para formular las grandes preguntas de la literatura universal.

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Primera edición

Centro Editor de América LatinaColección Narradores de hoy, 34.

Buenos Aires, junio de 1972

A vuelo de pájaro

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Duelo nacional

El que trajo la noticia fue el Pancho. Estábamos en la peluquería,

haciendo tiempo, cuando vimos que venía cruzando la avenida.

–Pancho –dijo Miguel como si no lo hubiéramos visto. Lo

dijo de puro contento, porque ya estábamos medio cansados

de vernos las caras y de hojear revistas viejas. El Pancho es así,

un tipo con el que se aburre el que quiere.

–A que no saben nada –dijo apenas entró, pero lo miraba

al Negro.

El Negro siguió allí, hundido en la silla, desganado, con el

cigarrillo colgándole de los labios.

–Qué –le preguntamos Miguel y yo.

Se arqueó en una % nta y fue a pararse frente al Negro.

–Mañana, jefe –dijo–. Asueto. Duelo nacional.

Don Chicho dejó de a% lar la navaja y lo miró por encima de

los anteojos.

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–¿Duelo nacional? –dijo–. ¿Quién murió?

–El papa –explicó el Pancho–. Lo dijo la radio.

Lo miramos al Pancho como si hubiéramos estado tratan-

do de recordar algo. Pero yo, por lo menos, no tenía nada que

recordar.

–¿Lo escuchaste vos? –dijo entonces el Negro, sin moverse.

–No –dijo el Pancho–. Me lo contaron en la farmacia.  

–Ah, te contaron –dijo el Negro encogiéndose de hombros.  

–En serio que lo dijeron –insistió el Pancho con su santa

paciencia.

–Prendé la radio –dijo el Negro mirándolo a Miguel.

Miguel prendió la radio, pero eran las cinco menos veinte

y lo único que escuchamos fueron pedacitos de tangos, propa-

gandas idiotas y una cantidad de mujeres y hombres que grita-

ban como locos. El Pancho, pese a todo, seguía con la sonrisa.  

–¿Te gusta la idea, eh Negro? –dijo–. Si mañana es feriado,

el individuo no falla ¿no?

Miguel me miró, y de inmediato supe que él también se

estaba acordando de Britos. El sábado anterior, en el Real, nos

había dejado sin un cobre. Cinco horas jugando contra el Ne-

gro, cabeza a cabeza todo el tiempo mientras la plata grande y

la chica iban de un bolsillo a otro sin parar. Al � nal nos había

tocado des� lar despacito y en silencio hacia la puerta, con el

Negro al frente y Jaime, el de la agencia, al fondo. Britos sólo

se trenzaba en esas partidas las vísperas de feriado, pero en esas

noches la cosa era hasta el muere, sin dar ni pedir cuartel. Un

sujeto de agallas, aunque esto era lo de menos. Yo palpé los

quinientos pesos que tenía en el bolsillo.  

–Mejor nos vamos al centro –dijo el Negro, parándose.

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Agarramos el primer ómnibus que vino y viajamos apre-tados y sin hablar, el Pancho medio colgado del estribo y los demás adentro. Pero llegamos rápido, que era lo que más nos importaba. Cuando entramos en el café vimos que estaban los de siempre, conversando en voz baja y mirando hacia la calle. Había dos mesas de casín abiertas; el resto del salón era penumbra. Desde un costado nos llegó el grito de Men-doza. Estaba con Piotto y con Alfredo, el hijo de Ramírez. Lo primero que hicimos fue preguntarles, pero ellos tampoco sabían nada.

–Que murió el papa, quién no lo sabe –dijo Mendoza, so-brador–. Pero lo del feriado lo inventaste vos, Pancho.  

Le contestó Miguel, que no quería perder la esperanza.   –Pero se trata del papa, viejo –dijo.   –Y qué –dijo Mendoza–. Mirá si va a ser feriado cada vez

que muere el presidente de otro país. Por mi ojalá, pero con la bandera a media asta alcanza, me parece.  

Entonces empezamos a discutir acerca de quién era más im-portante, Juan XXIII o el presidente de un país grande como Estados Unidos. Cuando salen estos temas en el café somos capaces de pasarnos toda una tarde o una noche discutiendo, y nadie se va sin opinar. Primero se arrimó Funes, y después el Cholo y Saldívar. Éramos como diez, aunque Alfredo grita-ba como veinte juntos. El único que no opinaba era el Negro. El Negro es un tipo concreto. No le gusta irse por las ramas. Apunta y tira, y así es en todo, en el casín y donde lo pongan. De pronto le pegó un tijeretazo al discurso de Alfredo. Ya le había tocado dos veces el hombro, sin éxito. Comenzaba a za-marrearlo cuando Alfredo dejó de gritar y lo miró.  

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–Andá, llegate hasta el diario –le dijo el Negro–. En la piza-

rra debe estar.   Alfredo fue de mala gana pero fue, y entonces nosotros

nos olvidamos de la política y volvimos a acordarnos de la noche del sábado anterior y de las tres partidas � nales en las que al Negro se le había echado la suerte en contra. En otra ocasión habríamos tenido para rato, pero por allí Mendoza miró el reloj pulsera y después Miguel fue hasta la puerta y no sacó los ojos de la esquina ni para campanear a las mujeres que pasaban.  

–También, a quién se le ocurre mandarlo a Alfredo –rezon-gó Funes.  

–Esperate –dijo Piotto, cabeceando en dirección del mostra-dor–. Aquél debe saber.

Acomodándose para tomar un cafecito al paso estaba Lagu-na, grande y gordo. Piotto tenía razón: si no lo sabía Laguna, que trabajaba en la municipalidad, no lo sabía nadie.  

–¡Laguna! –lo llamó Piotto alzando los brazos.  

Laguna lo ubicó como si Piotto hubiera tenido una antor-

cha en la mano.  

–¿Mañana. . . ? –dijo Piotto sin gritar.  

Laguna hizo un gesto como diciendo ya entendí y la cara se

le abrió en una sonrisa de felicidad.  

–Asueto –dijo luego–. Asueto.  

–¿No te decía yo? –exclamó Parera codeándolo a Mendoza.

–Fabuloso –dijo el Cholo.

Miguel, el Pancho y yo lo miramos al Negro, que ya nos

estaba mirando.

–Vayan –dijo–. Háganse la recorrida. Es su hora.

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Nos paramos los tres, pero el Negro estaba meneando la

cabeza.  

–Con dos, sobra –sentenció.  

Miguel y yo tomamos la delantera y en un santiamén es-

tuvimos en la calle. No nos hacía falta pararnos a pensar. Sa-

bíamos que la recorrida empezaba en el Italiano, pasaba por el

Real, donde Britos jugaba habitualmente, y remataba en el Lu-

cerna. El que estaba en la otra punta era el Lucerna, cinco o seis

manzanas más allá. La ciudad, de noche, no tenía para nosotros

más que esas cinco o seis manzanas; el mundo, hasta la vuelta a

casa, estaba allí. Y eso hicimos, mirando la cara de la gente por

si nos cruzábamos con Britos, mirando y preguntando en los

cafés y eludiendo otra vez gente y autos que metía miedo. Yo

salí serio, casi amargado, del Lucerna.

–No te apurés –dijo Miguel–. Nos vamos al Real y allí nos

plantamos.

En la esquina del Real nos fumamos dos cigarrillos sin ha-

blar. A veces nos arrimábamos a la vidriera y espiábamos: había

caras conocidas y humo a granel, pero de Britos ni la sombra.

Volvíamos al cordón y vigilábamos las puertas.  

–Allá viene –dijo de pronto Miguel.  

Por allá venía Britos, caminando despacio y distraído. Avan-

zamos hacia la puerta y lo esperamos.

–Qué tal, muchachos –dijo cuando nos vio.

Miguel sacó otro cigarrillo, lo encendió.

–El Negro se estuvo acordando de usted toda la tarde. Ma-

ñana es feriado, no sé si sabe –dijo.

–Qué le pasa al Negro –dijo Britos–. ¿Quiere más guerra?

–Ni más ni menos –dije yo.

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Britos miró hacia adentro. Parados junto a una mesa de

casín estaban Carrizo y Lavenia, que eran para Britos algo así

como Miguel y yo para el Negro.

–Ya vuelvo –dijo, y entró.

Lo esperamos sin cambiar una palabra. Yo apretaba los qui-

nientos pesos y Miguel fumaba con los ojos entrecerrados y

miraba. No dimos ni un paso cuando lo vimos regresar.

–De acuerdo –dijo–. A las once. ¿Aquí. . . ?

Miguel sacudió la cabeza.

–No. Aquí no. Allá. La otra vez fue aquí. O ya se olvidó –dijo.

Britos se rió con ganas. Era un tipo bien puesto, sobrio, se-

guro de sí mismo. Yo me aguanté la idea de que debía notarse

de lejos que nos llevaba veinte años y una legua de experiencia.

–Está bien, pibe. No te enojés –dijo–. Iremos varios.

–Los que quieran –contestó Miguel y nos fuimos.

Volvimos casi corriendo. Eran las ocho y había menos gente

por la calle, pero así y todo las cinco cuadras nos parecieron

diez. Nos detuvimos un momento para avisarle a Jaime, que es-

taba bajando la persiana de la agencia, y seguimos a toda mar-

cha, mirando � jamente hacia adelante y sin hablar. Entramos en

el café como una tromba, Miguel al frente y con esa cara de mi-

sión cumplida que le había nacido en el exacto instante en que

le habíamos dado la espalda a Britos en la puerta del Real. Nos

estaban esperando, pero ya eran quince, veinte. Estaban todos.

–Listo –anunció Miguel, conteniendo el grito–. A las once.

Aquí.

Fue como soltar un resorte o disparar un arma: algunos se

levantaron para desparramar la noticia, otros salieron y Men-

doza se abalanzó sobre el teléfono público. Pero faltaba mucho

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para las once, y entonces nosotros hicimos rueda chica con el

Negro y caímos a hablar de Britos como si Britos ya hubie-ra estado allí con su gente y un poco más allá el Negro con todos nosotros. Estuvimos un rato así, mezclando sin orden plata y nombres mientras mirábamos desde las sillas cómo se iba llenando el café. Se llenaba despacio, y del fondo del salón empezaban a llegar risas, algunos gritos, aplausos. Cuando nos dimos cuenta estábamos callados, mirando y escuchando ese movimiento tan extraño en la noche de un martes.

–Parece sábado –dijo el Pancho, dejando de mirar para mi-rarnos.

–Tenés razón –dijo Miguel–. Parece sábado. La noche prometía ser larga y dura, pero seguía faltando

mucho para las once. Era lo que yo sentía, y el Pancho habló por mí.

–¿Vamos a dar una vuelta? –dijo–. Total es temprano.   –Vamos –dijo Miguel. –¿Vamos? –dije yo, mirándolo al Negro. –Vayan –dijo–. Quiero probar la mesa. Lo dejamos al Negro ensayándose en la mesa uno y salimos.

Era una linda noche, y nos gustó andar por las calles del cen-tro, sin apuro y respirando la alegría de víspera de feriado que había en el aire, con todos los luminosos encendidos y la gente otra vez yendo y viniendo de aquí para allá y haciendo cola en la puerta de los cines como si fuera sábado. Íbamos del brazo, el Pancho en el medio y silbando como siempre.                  

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Un día de junio

Bajó pesadamente la escalera, evitó entrar en el corredor, que

hervía de gente, y cruzó el gran patio abierto. Le pareció que

una capa de escarcha le cubría los hombros y entonces, ya en

la calle, se levantó el cuello del saco, se lo cerró sobre el pecho

y buscó con avidez y rabia la vereda del sol. “Si se me da lo

compro”, se dijo pensando en el sobretodo, que llevaba espe-

rando dos inviernos. Volvió a ver, a la distancia, el número rojo

que se encendía y se apagaba. El 823. Lo había soñado toda la

noche, por donde iba en sueños lo veía, el 823 prendiéndose

y apagándose a lo lejos y llamándolo. “Hoy no falla”, volvió a

decirse mientras trataba de aprovechar el pedacito de sol que

golpeaba en la pared.

Al doblar la esquina vio el letrero de la agencia. Preparó

los tres billetes de cien pesos que llevaba en el bolsillo y repa-

só mentalmente la jugada. Entró en la agencia empuñando los

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trescientos pesos como una daga. Ledesma estaba detrás del

mostrador, fumando.

–No hay jugada hoy –le dijo Ledesma sin moverse.

–¿Qué...? –exclamó, frenándose.

–Que no hay jugada hoy. ¿No sabe que hubo revolución?

Tardó en reaccionar, como si hubiera recibido un golpe bajo.

–¿Y qué vamos a hacer entonces, eh? –dijo luego. –Pregúnteselo a Campo de Mayo –dijo Ledesma–. Ahí tiene

el teléfono. Úselo si quiere. –Bah. Todos ustedes son iguales –dijo y salió. La idea le vino cuando se dirigía hacia el café. Apenas atra-

vesó el umbral lo vio a Bermúdez. Estaba en una mesa con Rinaldi y el pibe Ramos. Desde allí lo llamó.

–Hablá a la o� cina –le dijo–. Avisale a López que estoy des-

compuesto. Que me viste por la calle y que me iba para casa.

Cualquier cosa. Y que se lo diga al viejo crápula. Andá.

–¿Quién te lo va a creer? –dijo Bermúdez. –Andá, haceme caso –insistió.

Se quedó allí, mirando a través del humo del cigarrillo cómo Bermúdez gesticulaba frente al teléfono.

–No le gustó nada. Tuve que apretarlo –le dijo después Ber-múdez. Caminaban hacia la mesa, Bermúdez adelante.

–Ese se cree que va a hacer carrera –dijo–. Ya lo vamos a ver jubilarse cobrando impuestos.

–¿No hay jugada, viste? –dijo Bermúdez. –No me hagás acordar –rezongó–. Justo hoy.

–Decime vos que tiene que ver la lotería con que lo tumben

al presidente –siguió Bermúdez–. Ya ni se va a poder jugar en este país.

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–Son una basura –dijo–. Todos. –Apartó una silla y se sentó. –Saliste al cuete. No hay jugada –le dijo Rinaldi. –No es el único –dijo Bermúdez. –Qué día, qué viernes –dijo, sombrío–. Peor que si lloviera.

Y recién son las once y media. El pibe Ramos se echó hacia atrás, riendo. –Aprendé a tejer –dijo–. Comprate lana y aprendé a tejer. Te

olvidás de todo, como mi abuelita. Te lo juro. Lo miró de abajo, ceñudo, gris. –El que tiene que aprender sos vos. Pero a callarse la boca

–le advirtió. –En serio –dijo el pibe Ramos, hamacándose en la silla–. Te

pasás una tarde fenómena. Cuando te das cuenta, es de noche. Lo miró ' jo y a fondo, para que comprendiese. –Sos capaz de no creerme –dijo el pibe Ramos. –Si no te callás te doy un sopapo –le dijo, parándose. –¿Qué le pasa a éste? –dijo el pibe Ramos, recurriendo a

Bermúdez.–Andate, pibe –dijo Bermúdez. Lo vieron irse, hablar con Pitaluga, protestar. –A lo mejor todavía quiere tener razón –dijo Bermúdez.   –A estos mocosos no se les puede dar con' anza –dijo. –No le hagás caso –lo calmó Rinaldi–. Se cree que todos los

días son de ' esta. –Alguna vez podrías decírselo vos –le dijo–. Siempre me

toca a mí bailar con la más renga. –Ahora te la agarrás conmigo –rezongó Rinaldi. –Ya vuelvo –dijo. Se arrimó a la mesa de casín. Lucio estaba entizando el taco.

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Lo hacía girar despacio y lo entizaba con cariño, minuciosa-

mente.

–¿Con quién es la cosa? –le preguntó.

–Con el Mono –dijo Lucio.

En el rincón, esperando, estaban Carrillo, Francia, Crespi,

varios más. Sintió que los trescientos pesos le picaban en el

bolsillo.

–Hay trescientos a la mano de Lucio –dijo.  

Escuchó una risa socarrona, un cacareo corto, mordido.

Después le llegó la voz de Francia.

–De vivos está lleno el mundo –dijo Francia.

–Siempre corajudo vos –respondió. Vio venir al Mono, la

nariz perdida entre tanto pómulo–. ¿Cómo andás, Mono? –dijo.

–Bien –dijo el Mono y pasó.

–Hay trescientos a la mano del Mono –dijo, mirando al grupo.

Algunos se movieron en el rincón, murmurando.

–Van –dijo Francia.

–Hecho –dijo. Se acercó al grupo, estiró los billetes sobre la

mesa y les puso un vaso encima–. Quiero ver –le dijo a Francia.

–Mirá –dijo Francia y puso tres billetes de cien debajo de

otro vaso.

–Así me gusta –aprobó.

Se sentó lejos de los otros, solo. Siguió la partida con indife-

rencia, pero los qué se le va a hacer del Mono terminaron por

cansarlo.

–¿Por qué no jugás un poco mejor en vez de tanto qué se le

va a hacer? –le dijo.

–Qué se le va a hacer –dijo el Mono.

–Bestia –dijo .

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La cara de Bermúdez se le apareció a un costado, arrugada

por la incomprensión, rabiosa.

–¿Qué se te dio por jugarle al Mono? –le dijo–. ¿Estás loco?

–Sí, estoy loco –contestó–. Pero eso también es cosa mía.

–Chau –dijo Bermúdez.

–Chau –dijo y lo vio a Francia levantar los vasos, juntar los

billetes y contarlos.

–Va la otra, si te gusta –invitó Francia.

–No, no me gusta más. Se acabó –dijo.

De espaldas a la mesa fumó tres cigarrillos, mirando sin ver

el movimiento de la calle, hecho un ovillo en la silla, calado

por el frío. Había días largos, días que estaban siempre comen-

zando. A las dos y media de la tarde, a las tres, estaban todavía

comenzando.

–¿Vas para tu casa? –dijo de pronto una voz, desde arriba.

Miró. Era Lazo, sonriente y emponchado.

–No, me quedo –dijo sin pensarlo.

Se volvió otra vez hacia la mesa de casín. Todo seguía igual:

Lucio, el Mono, el grupo de mirones con Francia a la cabeza.

–Va la otra, Francia, si te gusta –dijo.

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A. A.

Durante más de tres meses vivió allí, en la leñera. Aquí, en la pen-sión, seguimos diciendo la leñera nada más que por costumbre. Los viejos y los nuevos seguimos diciendo naturalmente la leñe-ra, pero menudo chasco se llevaría el que quisiera encontrar allí tan siquiera una astilla para encender el fuego del asado. Hasta la cama, que es lo único que hay además del piolín que todavía la cruza a media altura, es de & erro. Aunque también es de & erro la humedad, que duerme en ese sótano el dulce sueño de los justos. Eso es la leñera y allí se metió para vivir el que después supimos que se llamaba A. A. Gutiérrez del Solar. Allí vivió más de tres meses, y allí seguiría todavía viviendo si no hubiera sido porque el país vino y lo sacó. Él debía estar esperando que el país viniera y lo sacara. Y entonces el país vino y lo sacó.

Antes, en la leñera había vivido el santafesino Gómez. A su vez, Gómez había sido el sucesor de la leña que años atrás se

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usaba en la pensión para alimentar la cocina económica. Cuando

colocaron el gas en el barrio y llegó el momento de decirle adiós

a esa negra compañera de infortunios, en el exacto lugar que había ocupado la leña se instaló Gómez con su camita de � erro. Y cuando Gómez, un poco más � aco de lo que por lo general con-viene serlo, salió una tarde directamente para el hospital, doña Flora, que no quería más líos con los hospitales, anunció que allí no se instalaría nadie nunca más. Claro está que una cosa es que doña Flora diga algo y otra muy distinta que nosotros le crea-mos. Pero eso fue lo que dijo el mismo día que a Gómez vinieron a buscarlo con una camilla y se lo llevaron.

Y bien: si fue hacia agosto del año pasado cuando Gómez salió para el hospital y fue en noviembre cuando algunos de nosotros estuvimos en Retiro despidiendo el furgón que lo lle-vaba bien quietito dentro de un cajón rumbo a Santa Fe, fue exactamente a principios de marzo cuando A. A. apareció por la pensión. Julián dice acordarse hasta del día y la fecha.

El sábado 5 de marzo dice Julián y así ha de ser nomás. Pero la verdad es que los que lo vimos llegar el día que haya sido des-pués del almuerzo, no dimos por él ni diez centavos. Más bien bajo, � acuchón, seriote, peinado con gomina hacia un costado y como con rabia, de pronto apareció en lo alto de la escalera, solito mi alma dentro de un traje azul de primera calidad y con una de esas valijitas de madera que usaban los médicos cuando éramos pibes. Fue la Clara la que llamó a doña Flora, y entonces lo vimos conversar con doña Flora, aunque era él el que hablaba mientras doña Flora no hacía más que mirar y remirar la tarjeti-ta. Nosotros ni nos acordábamos de la leñera, y completa como estaba la pensión para esa época, ya lo veíamos al tipo dando

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media vuelta y mostrándonos por primera y única vez la nuca de

pajarito que cualquiera era capaz de imaginar viéndolo de frente.

Por eso nos miramos asombrados cuando doña Flora hizo punta

hacia la leñera. Y cuando doña Flora abrió la puerta que da a la

leñera y dijo “Venga” sin mirarlo y entraron y bajaron, don Sal-

vador dijo lo que todos estábamos pensando: “Apenas huela la

humedad, que le echen sal en la cola si pueden”, dijo don Salva-

dor. Por eso fue también que nos quedamos de una pieza cuando

doña Flora reapareció en la puerta de la leñera y detrás de doña

Flora no apareció nadie.

Doña Flora negó después que hubiera cambiado de opinión

por culpa de la tarjetita. Alegó que de haber algún culpable, ése

era el & nado Gómez, porque el desconocido, además de santafe-

sino, había resultado pariente lejano o algo así del & nado Gómez,

y que había sido aquella referencia, sumada a ese lejano paren-

tesco, lo que la había llevado a alquilar nuevamente la leñera. Eso

dijo después doña Flora, pero lo cierto es que puso la tarjeta bien

visible en la cocina, ensartada en el clavito del que cuelga el cada

vez más venido a menos almanaque de 1966. Fue por la tarjeta

que nosotros nos enteramos, esa misma tarde, de que el del traje

azul se llamaba A. A. Gutiérrez del Solar. Allí no decía más que A.

A. Gutiérrez del Solar, pero la cuestión era que en letras de im-

prenta llenas de & ruletes decía A. A. Gutiérrez del Solar.

–Es para que me acuerde del apellido. Parece que tiene mu-

chas relaciones –nos dijo doña Flora.

Esa tarde ni le vimos el pelo. Se encerró en la leñera y allí se

quedó respirando como si nada fuera la humedad y la sombra.

Porque no prendió la luz, las veinticinco bujías, tan visitadas

por las moscas, que allí estaban desde que Gómez había resuel-

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to salir para siempre de la penumbra en que vivía. Eso lo supi-mos gracias a Remigio, que por ahí, haciéndose el distraído, le pegó un golpecito al picaporte y entreabrió la puerta. Entonces los que pasábamos podíamos ver de reojo la sombra espesa y escuchar los suaves ronquidos que venían subiendo en � la in-

dia la escalera. Esa noche, si salió, nadie lo supo. Pero los que

entramos ya muy de madrugada y tanteando la boca de lobo

por si acaso, volvimos a ver la puerta entreabierta y a oír lo que

habíamos oído por la tarde.

Fue la mañana del domingo, según Julián, cuando vimos la

bata azul con alamares. Porque con eso puesto encima apareció:

con una bata de seda que conservaba todavía los pliegues de la

marca de fábrica, así era de nueva, de inmaculada, de brillosa. Y

así anduvo toda la mañana, de la leñera al teléfono, del teléfono

al baño y del baño a la leñera, sin sacarse para nada la bata azul

y llevando en la mano una libretita también azul que debía con-

tener, por lo que íbamos viendo, los teléfonos de medio Buenos

Aires. Comió solo en la mesa que está en el rincón del teléfono,

pero no lo usó, sin perjuicio, eso sí, de que siguiera hojeando

y hojeando la libreta. Cuando nos dimos cuenta había vuelto a

meterse en la leñera, y allí se quedó toda la tarde. Otro golpecito

de Remigio a la puerta nos permitió saber que a diferencia de

la tarde anterior, de tiempo en tiempo recurría a la perilla de la

luz y que entonces los ronquidos dejaban de escucharse, hasta

que volvía a recurrir a la perilla, preciso instante en que volvían

a escucharse.

–Pero este tipo se vino a pie de Santa Fe –opinó esa noche,

con todo fundamento, Benedetti, mientras mateábamos en la

pieza de Julián.

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La mañana del lunes, según Julián, los que estaban en la pen-sión pudieron ver otra vez la bata azul a partir de las once. Hasta las once la leñera fue como una tumba, pero después de las once la leñera se abrió y por allí, desparramando azul eléctrico entre la leñera, el baño y el teléfono, volvió a andar abundantemente A. A., bien bañado, mejor peinado y oliendo suavemente a perfume francés. Así anduvo hasta que se sentó a comer. Entonces apoyó la libreta en la panera, a su izquierda, hizo un par de cortos llamados telefónicos entre plato y plato y se metió en la leñera sin pérdida de tiempo. Cuando Julián llegó, a eso de las tres, todavía estaba allí. Julián lo vio salir, no ya enfundado en el chorro vertical de azul eléctrico sino en el impecable traje azul con el que se había presentado la primera vez en lo alto de la escalera. Cerró la puerta de la leñera y salió. En la vereda se cruzó con la Clara, que volvía de hacer unos mandados. La Clara contó después que A. A. caminó unos pasos y paró un taxi, y que desde adentro del taxi volvió a saludarla como a ella le habían contado que sólo saludan los caba-lleros. No se lo vio por la pensión ni por el barrio en el resto del día. Como en toda buena noche de lunes, nosotros, después de comer, vimos un poco de televisión en el vestíbulo y nos fuimos a la cama. El único que se largó por ahí, como siempre, fue Remigio. Cuando volvió, a las dos de la mañana, al pasar frente a la leñera vio el paquetito de ropa. Esa vez no vio la tarjeta. La vio la noche siguiente, cuando volvió a ver el paquete encima de la silla. Fue recién la tercera noche cuando se agachó. Primero vio la camisa blanca de nailon, las medias azules de nailon y el calzoncillo y la camiseta de nailon. No le hizo falta tocar nada para darse cuenta de que todo eso era de primera calidad. Después leyó lo que decía en la tarjeta, justo arriba del A. A. Gutiérrez del Solar.

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–Lavada y planchada para mañana a las tres. Gracias, eso de-cía –dijo Remigio, y agregó que esas letras de imprenta hechas a mano nada tenían que envidiarles a las otras impresas del A. A. Gutiérrez del Solar.

Lo que contó Remigio sirvió para aclarar algo que había que-dado sin resolver la noche de la mateada en la pieza de Julián. Porque esa noche habíamos dicho: si la bata azul no es un olvido póstumo de Gómez –y no lo era, claro–, ni A. A. la traía puesta debajo del impecable traje azul –y no la traía, claro–, debe haberla traído en la valija. Eso habíamos dicho algunos entre mate y mate.

–Pero si vos ponés la bata adentro de esa valijita, dónde miércoles ponés el resto de la ropa –había rebotado Benedetti, realmente inspirado.

Para aclarar ese misterio sirvió lo que Remigio contó des-pués de ver y no tocar el paquetito de ropa y de leer lo que estaba escrito en la tarjeta, tarjeta que a veces era la misma y a veces no porque una más nueva y reluciente venía a reemplazar a la que se iba gastando por el uso nocturno: que A. A. no había tenido ningún problema para poner el resto de la ropa en la valija de madera, por la sencilla razón de que el resto de la ropa había existido sólo en la imaginación de Benedetti. Con eso había venido A. A. a instalarse en la leñera, con lo puesto afuera y con la bata adentro, adentro de la valijita, claro está.

–La remera azul debe haberla traído debajo de la camisa de nailon –dijo entonces Benedetti, acordándose de la remera azul que A. A. usaba debajo de la bata.

De cualquier modo, así vivió A. A. durante ese mes de mar-zo: acostándose a las dos de la mañana, levantándose a las once, haciendo una media docena de llamados telefónicos, comiendo

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solo en el rincón, durmiendo su siestita, saliendo a eso de las tres

tan elegante y perfumado como el primer día, tomando su taxi

por lo menos cada vez que se cruzaba con la Clara en la vereda.

En abril empezó a recibir llamados telefónicos; en mayo, gen-

te. La otra tarjetita apareció justamente cuando empezó a recibir

gente, en mayo. Aunque también en mayo fue cuando Remigio

entró en el baño y lo encontró con las manos en la camisa.

En un principio los llamados fueron pocos. Una o dos veces

al día alguien preguntaba por A. A. Gutiérrez del Solar y allí,

estuviera o no A. A. Gutiérrez del Solar, acababa la cosa. Pero

después la cosa se convirtió en un verdadero bombardeo. Y en-

seguida se vio clarito que la Clara y doña Flora habían recibido

al respecto instrucciones precisas. “El señor Gutiérrez del Solar

ha salido. Pero a las once en punto estará de regreso”, decían la

Clara o doña Flora si el llamado se producía antes de las once. Si

el llamado se producía entre las once y la una, “Un momento,

señor. Ya le doy con el señor Gutiérrez del Solar” decían la Clara

o doña Flora, y entonces era posible verlo a A. A. cruzarse de

piernas en la silla y darle al jarabe de pico hasta compensar todo

el silencio que guardaba en la pensión. Entre la una y las tres la

respuesta de la Clara o de doña Flora era otra: “El señor Gutié-

rrez del Solar se encuentra descansando. Si no le queda incómo-

do, llame entre las tres y las tres y cuarto, señor”, decían enton-

ces la Clara o doña Flora. Después de esa hora se escuchaba algo

distinto: “El señor Gutiérrez del Solar ha salido y ya no volverá.

Mañana, entre las once y la una, podrá dar con él, señor”, es-

cuchaban los que andaban por ahí. Estas eran las respuestas, las

cuatro respuestas que la Clara y doña Flora se habían aprendido

de memoria, dando la impresión, como decía Benedetti, de que

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habían seguido uno de esos cursos por correspondencia que se

anuncian todos los días en los diarios. De esos tipos, porque se

trataba siempre de hombres, supimos primero por la lección

que la Clara y doña Flora se habían aprendido de memoria. Pero

después los vimos llegar. No dejaron de hablar por teléfono,

pero ademas empezaron a llegar.

A veces era uno solo, generalmente dos, tipos siempre muy

bien vestidos y mejor afeitados que jamás se presentaban en lo

alto de la escalera sin haber tocado antes el timbre y sin haber

sido guiados hasta lo alto de la escalera por la Clara o doña

Flora. A los que llegaron primero doña Flora los hacía pasar al

vestíbulo de la pensión, donde se sentaban a esperarlo a A. A.

al costado de las pasaditas de don Salvador y de las correrías de

los chicos de la Tota. Después, y no sabemos si fue ocurrencia

de doña Flora o si se lo sugirió exitosamente A. A., doña Flora

empezó a hacerlos entrar en su vestíbulo particular, una salita

que ninguno de nosotros había pisado jamás y que volvió a sa-

ber lo que eran la luz y el aire gracias a la llegada de los amigos

o clientes o colegas –pensábamos nosotros– del más reciente

de los pensionistas.  

Allí se sentaban, entonces, el sombrero sobre la falda y el

cigarrillo entre los labios, a esperarlo a A. A., que nunca apa-

recía antes de los diez minutos. Conversaban con A. A. veinte

minutos o media hora y se iban. Cuando se iban, en lo alto de

la escalera quedaba A. A. mirando hacia abajo con una sonrisa

apenas dibujada, y por toda la casa un aroma de cigarrillo im-

portado que era capaz de llevarlo al borde de la locura a don

Salvador, que como buen jubilado municipal tenía meses en

los que no sólo no podía comprar cigarrillos, sino ni siquiera

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fósforos. Era la Clara, que siempre bajaba un poco antes o un

poco después, la que después contaba cómo era el coche en el

que se habían ido las visitas o a cuántos metros de la pensión

habían parado el primer taxi libre que pasaba. Mientras tanto,

arriba, A. A. volvía a encerrarse abajo, en la leñera, y ya, salvo el

caso de un nuevo llamado telefónico, no salía hasta la hora del

almuerzo, porque no concedía más que una de esas audiencias

por mañana. Nadie, ni doña Flora, lo que ya es mucho decir,

tenía noción alguna acerca de los temas que A. A. y sus amigos

o lo que fueran trataban en esa salita que hasta ese otoño había

estado dedicada al silencioso recuerdo de don Lucio, el marido

de doña Flora. La única pista que tuvimos la trajo Benedetti, y

no nos sirvió de mucho.  

Ese mediodía estábamos todos, incluyendo a Remigio con el

portafolios de cobrador todavía bajo el brazo y a Riquelme con

el overol de mecánico todo manchado de grasa. A. A. y dos de

sus amigos se habían quedado echando un último párrafo junto

a la entrada de la escalera y Benedetti, que pasaba, escuchó.  

–Toda ésta es gente de trabajo, ni más ni menos la que hace

grande a un país. Y créanme: quien no conozca a esta gente no

conoce el país. Yo aquí me siento en mi elemento –contó Bene-

detti que dijo A. A. en el momento en que él pasaba.

El primer sorprendido fue Benedetti, que justamente volvía

de patear medio Buenos Aires ofreciendo un maravilloso produc-

to para combatir la calvicie y que, como él mismo agregó cuando

pudo, no se cayó de espaldas porque estando en el último esca-

lón de la subida, eso sí que hubiera sido caerse. Pero después, a

medida que nos fuimos enterando, fuimos todos los sorprendi-

dos, con excepción de la Clara y de doña Flora, a quienes se les

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había despertado respecto de A. A. una especie de amor maternal que podía ser comprensible en doña Flora, que aunque nunca

había sido madre podría haber sido la madre de A. A., pero no en

la Clara, de quien A. A. podría haber sido perfectamente bien el

padre. Porque eso debía tener más o menos A. A., cuarenta años.

–Ustedes se creen que no hay otra forma de trabajar que

agarrando frío por ahí o ensuciándose las manos. Parece men-

tira –vino a retarnos doña Flora cuando se enteró de la sorpresa

que nos habíamos llevado.

Cuando esto ocurrió, estábamos a mediados de mayo y ya

había hecho su aparición la otra tarjetita. Para ese entonces la

pensión no parecía la misma y ni don Salvador, con su memo-

ria de elefante, se acordaba de que algo similar hubiera sucedi-

do debajo de esos techos en los últimos veinte años –y cuan-

do don Salvador decía veinte años había que entender toda la

vida–. Porque era un espectáculo, entre las ocho y las diez de la

mañana, verlas a la Clara y a doña Flora friega que te friega la

escalera, el vestíbulo y la salita. De allí no pasaban, claro, pero

en esas dos horas parecían no existir más que para la escoba, el

cepillo y el plumero, de manera que era natural que a las once

o un poco más, cuando llegaban las visitas, todo eso brillara

como el oro y oliera a cera y a desodorante perfumado, tal cual

uno piensa que deben oler y brillar el vestíbulo y las salitas del

Plaza o del San Martín. Allí debía creer A. A. que estaba vivien-

do, en el Plaza o en el San Martín, y por eso seguramente hizo

su aparición la otra tarjetita, a la que para verla no hizo falta que

Remigio pasara a las dos de la mañana. Remigio vio lo otro días

más tarde, pero a esa tarjetita la vimos todos una mañana, al

levantarnos. Estaba pegada en la parte exterior de la puerta que

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da a la leñera, a la altura de la cabeza de un hombre, como si esa puerta, en lugar de dar a la leñera, hubiera dado a uno de esos departamentos de gran lujo que aquellos que ya tienen uno de lujo se compran con la plata que les prestan los bancos o" ciales.

“A. A. Gutiérrez del Solar”, decía por supuesto en la tarjeta.

Allí quedó la tarjetita, exhibiéndose en la puerta que ya nunca

A. A. dejaba entreabierta. A esa especie de pudor recién inaugu-

rado le atribuimos nosotros la desaparición del paquete de ropa.

Porque Remigio contó un día que cuando llegaba a la pensión, a

la hora de costumbre, ya no veía el montoncito junto a la puerta

de la leñera, y que si no veía el montoncito menos podía ver la

tarjeta con el mensaje para la Clara. Nosotros pensamos que al A.

A. de los amigos y de la tarjeta en la puerta no debía agradarle que

su ropa sucia anduviera meneándose por allí a la vista del público,

aunque no fuera más que del nocturno, y ni siquiera imaginába-

mos en qué lugar debía dejarle a la Clara el paquetito con la orden.

Eso pensábamos todos menos Benedetti, que pensaba diferente.

Benedetti sostenía que gustándole el trabajo a A. A. como el mis-

mo A. A. decía que le gustaba, lo lógico era pensar que trabajando

había conseguido ahorrar los pesos necesarios para poder com-

prarse una camisa y compañía de repuesto. Eso pensaba Benedetti,

y en verdad una cosa y la otra –lo que pensábamos nosotros y lo

que pensaba Benedetti– eran posibles. Fue Remigio el que otro día

vino y demostró que ambas cosas estaban completamente equi-

vocadas. Para demostrarlo le bastó con contar lo que había visto.

Con franqueza, uno piensa que sólo a Remigio se le pudo

ocurrir, en una de esas noches heladas de " nes de mayo, desper-

tarse a las tres de la mañana con ganas de ir al baño. Y no sólo eso,

que ya es mucho, sino además ir no al baño grande, el que usa-

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mos todos cuando podemos, sino al otro, el chiquitito que está

en el patio de atrás, al que sólo recurren los pibes de la Tota cuan-

do están muy apurados. El asunto es que se le ocurrió y entonces

así de apurado cruzó el patio, sin mirar siquiera las estrellas, y

más apurado todavía le echó mano al picaporte del bañito. Y lo

que vio Remigio cuando abrió la puerta, según Remigio pudo

haber sido la causa de un desastre personal realmente bochorno-

so, pero justamente le produjo el efecto contrario: se olvidó de

todo, de las ganas que había tenido y de las que podría tener en

el resto de la noche. Porque allí, envuelto en la bata azul y a la luz

de la luna que entraba por la ventanita alta, estaba A. A., agacha-

do sobre la pileta y friega que te friega el cuello de la camisa de

nailon. Lo que Remigio no tuvo tiempo de ver fueron las medias

azules y la camiseta, pero le sobró tiempo para ver, colgado de la

cadenita del water y chorreando agua, el calzoncillo.

–Disculpe –dijo Remigio que había dicho antes de salir a

refrescarse por el patio.

Esa noche, Remigio no le escuchó la voz. Pero no tardó

mucho en darse el gusto. Porque lo que fue para Remigio un

encuentro puramente casual y sin ninguna importancia, pare-

ció ser para A. A. la señal del comienzo de una gran amistad. Tan

seguro debía de estar, que el día siguiente, apenas lo vio, le pi-

dió un cigarrillo. Era la mañana del sábado, y la bata azul había

estado evolucionando sin prisa pero sin pausa desde la leñera al

teléfono y del teléfono al baño. Cuando Remigio apareció entre

las sillas del vestíbulo, la bata azul colgó el tubo del teléfono,

puso proa hacia Remigio y lo abordó.

–Se me han terminado los que fumo y va a ser muy difícil

conseguir esa marca por aquí –le dijo, naciendo para los oídos

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de Remigio–. Si me convida con uno de los suyos, le quedaré

agradecido.

–Perdone –dijo Remigio, poniéndose colorado de vergüen-

za–. Son negros baratos.

–No se vaya a creer –dijo A. A. mientras sacaba uno y se lo

llevaba a los labios–. Por ahí, estos baratos resultan ser más sa-

brosos que los de precio.

Indudablemente, ese cigarrillo barato que le dio Remigio

debió parecerle a A. A. una de las cosas más sabrosas que había

probado en los últimos años. Porque llegó hasta a interrumpir

la larga siesta del sábado para pedirle otro. Y eso le dijo cuando

dio con él después de esperarlo más de media hora.

–Le aseguro que tienen un sabor particular –le dijo.  

Después de esto resultó casi natural que cada vez que lo

veía le pidiera otro. De las audiencias matutinas seguía saliendo

envuelto en una aromática nube de tabaco importado, pero el

verdadero placer parecía encontrarlo fumando los negros ba-

ratos que le convidaba Remigio. Esa impresión daba: que fu-

maba importados por obligación y los negros de Remigio por

devoción. Y también debía de ser cierto lo que a veces le decía

a Remigio cuando encendía el negro barato y lo pitaba como

después de tres meses sin fumar.

–Créame –le decía–: de fumar esto, uno no se cansa nunca.

Tal vez fue el temor a cansarse la razón por la cual A. A. dejó

de fumar de los negros que fumaba Remigio y pegó el cambio

de frente. O tal vez presintió que los que fumábamos nosotros,

fueran negros o rubios, debían ser tanto o más sabrosos que los

que fumaba Remigio. Vaya a saber. La cosa fue que un día le tocó

a Benedetti escuchar el elogio de los cigarrillos que fumaba el

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mismo Benedetti. Benedetti fuma rubios, un pajonal amarillen-to y apretado al que sólo los mejores pulmones argentinos, en

sus mejores momentos, son capaces de sacarle algo parecido al

humo. Sin embargo, A. A. los encontró aceptables, no por el sa-

bor, claro, sino precisamente porque desalentaban al fumador.

–Es una manera inteligente y económica de combatir el vi-

cio –solía decirle a Benedetti–. Uno fuma dos o tres y renuncia

hasta el día siguiente.

Y así era: más de dos o tres por día no le fumaba a Bene-

detti. Para ese entonces nosotros ya sabíamos que lo que esta-

ba haciendo A. A. era, ni más ni menos, recorrerse el espinel.

Sabíamos que después de los rubios de Benedetti, les tocaría

el turno a los negros que fuma Riquelme. Y que después de

los negros de Riquelme, les llegaría la hora a los rubios que

yo fumo. Tanto y tan bien lo sabíamos, que cuando lo pre-

visto fue ocurriendo, estábamos ya resignados a escuchar los

elogios y a creerlos. Ni siquiera era ése el tema en discusión

en el instante en que mis rubios de medio pelo entraron en

acción. Lo que discutíamos era qué pasaría cuando A. A. in-

tentara seguir recorriendo el espinel. Porque a don Salvador, y

con mucha imaginación, sólo podía sacarle el cigarrillo que a

veces nos pedía, y Julián no fuma. Eso discutíamos entonces:

qué pasaría cuando A. A. se encontrara con la pared. Benedetti

se iluminó una noche como si hubiera sido la propia bandera

nacional.

–Muy sencillo, viejo –dijo a la noche del 20 de junio–. Pone

la marcha atrás y empieza de vuelta con Remigio.

Hasta para eso nos preparamos, para verlo recular hasta Re-

migio y luego avanzar otra vez, zigzagueando entre negros y

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rubios como un esquiador de alta montaña, hasta dar otra vez con la pared. Y eso fue, exactamente, lo que empezó a ocurrir,

pese a que, ya en el punto de partida, A. A. introdujo una va-

riante. A la variante sólo la escuchó Remigio, porque el abor-

daje se produjo en un aparte. Remigio nos contó esa misma

noche, cuando ya era tarde para él, aunque no para nosotros.

Habría bastado con mostrarnos el lugar de su cartera que había

ocupado el � amante billete de cien pesos. Pero no se dio por

satisfecho con la exhibición. También quiso contarnos.

Esa vez había venido antes el elogio que el pedido, un mi-

nucioso elogio de los negros baratos que el común de la gente

deja a un lado por ignorancia o estupidez. Así se había catalo-

gado despiadadamente A. A.: de ignorante, de estúpido. Dicho

todo esto no después de la primera pitada al negro barato, sino

antes de abalanzarse sobre el maltrecho paquete que ya Remi-

gio había desenfundado. Nosotros creímos que había sido ésa

la variante. Pero no. A la variante verdadera la había introducido

hacia la cuarta pitada.

–¿Puede prestarme cien pesos? –había dicho de pronto, y

todavía a Remigio le duraba la impresión–. Es por unos pocos

días nada más. En cuanto se me haga un asunto, se los devuelvo.

Esto fue lo que contó Remigio, y habiendo empezado así

la segunda vuelta, el que primero tenía que ponerse en guar-

dia era Benedetti. Pero fuimos todos los que nos pusimos en

guardia, hasta Julián, que aunque no fuma tiene en cambio una

billetera a la que nunca le faltan algunos billetes de cien pesos.

Discutimos a fondo el asunto y resolvimos una punta de cosas

en los papeles, como buenos argentinos que somos. Pero real-

mente gastamos pólvora en chimangos.

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Desapareció el día siguiente al que salieron los tanques. Lo

de salieron los tanques no es más que una manera de decir, una

costumbre casi igual a la de seguir llamando la leñera a lo que

ya no es una leñera. Porque esa vez ni salieron los tanques, no

hizo falta. Nosotros dijimos varias veces “Ma si, que se vaya”

y “Ma si, que lo echen” y nos ganamos los garbanzos como

siempre y leímos los diarios un poco más que siempre. Dos de

estas tres cosas pudo comprobarlas también A. A., aunque a él,

si bien primero escuchó, después leyó y & nalmente miró, nadie

pudo oírle más que las palabras que necesitaba decir para no

tener que caer en la penosa obligación de fumarse las falanges.

De modo que no fue ese día cuando desapareció. Porque

ese día se lo pasó, todo enterito, en la pensión, prendido a la

radio de doña Flora y pasando casi sin parar de la musiquita

de Radio Nacional a los informativos de las radios uruguayas.

Allí estuvo hasta la noche, como un ratoncito en su cueva, puro

oídos para la radio y puro ojos para los diarios que traíamos

a medida que íbamos llegando. Y allí, en la cuevita, se habría

quedado si no hubiera sido por la televisión. Porque cuando

por la televisión empezaron a pasar lo que cualquiera habría

sido capaz de imaginar sin necesidad de verlo, vino con noso-

tros al vestíbulo y miró. Mientras miraba nos pidió cigarrillos

a todos, pero plata a ninguno. Después volvió junto a la radio

y allí lo dejamos casi a medianoche, abrazado a su nuevo amor

y con algunos cigarrillos de reserva. Fue a la mañana siguiente

cuando la Clara, al entrar en la leñera a despertarlo, vio que el

que estaba durmiendo no era A. A., sino la bata.

Nadie lo había visto salir, pero como todos esperábamos ver-

lo entrar, ninguno de nosotros bajó la guardia ni un instante. El

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que menos la bajó fue Benedetti, al que a cada rato encontrá-bamos recitando con ademanes y todo la respuesta que tenía preparada. A los dos o tres días, la Clara y doña Flora hablaron de un viaje relámpago a Santa Fe por asuntos de familia: la ma-dre enferma, un tío en aprietos, el casamiento de la hermana. “En avión, el viaje ni debe sentirse”, agregó doña Flora, que no quería convencerse. Nosotros, a veces, entrábamos en la leñera y veíamos la bata, que allí había quedado, extendida en la cama y con los brazos cruzados sobre el pecho. Para ver la valijita de madera teníamos que levantar la colcha y agacharnos. A la se-mana empezó a hablarse de accidente, de desfalco, de suicidio. Alguien, arriesgando mucho, opinó que tal vez A. A. se había puesto a trabajar de � rme.

–Seguramente se ha puesto a trabajar de � rme y ni tiene tiem-po de venir –dijo don Salvador, leal a su nombre hasta la muerte.

Palabras que más o menos fueron las que usó el mismo A. A. la noche que volvimos a encontrarlo.

Fue a los diez días justos del de la desaparición, un viernes. Después de cenar nos habíamos sentado a ver televisión, y allí estábamos todavía a eso de las once, viendo un bodrio yanqui en el que dos maestros ponían valientemente en vereda a toda una banda de mocosos melenudos que manejaban automóviles como si los automóviles hubieran sido helados de chocolate. “Ufa” dijo de pronto doña Flora, a quien no hay maestro valiente, por más norteamericano que sea, que la saque de las películas de amor, y ahí nomás, porque después de todo era la dueña del aparato, apretó el botón y cambió de canal. Entonces lo vimos, de sope-tón, pero no allí, en el vestíbulo y diciendo buenas noches, sino allá, en la pantalla de la televisión, sentado detrás de una mesa y

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hablando como ya alguna vez, después de las audiencias matu-

tinas, lo habíamos visto hablar en la pensión. Verlo y quedarnos más mudos que de costumbre fue una sola cosa, y entonces pudi-

mos escuchar clarito lo que venía diciendo. Dijo un poco de todo, pero lo que nos quedó fue esto, que por otra parte fue lo último

que pudimos escucharle: “Este país será grande por el esfuerzo

sacri� cado de sus hijos o no será nada. Y los hombres del interior

que hemos venido a esta gran ciudad para aportar nuestro granito

de arena a la histórica faena, también lo decimos: estamos en la

brecha, despierta la inteligencia y tenso el músculo...”. Fue al de-

cir tenso el músculo cuando se armó el alboroto.

Nunca se sabrá ya, diga lo que diga Remigio, si Remigio

quiso borrarlo de una trompada de la pantalla o si tan sólo trató

de apagar el aparato. Porque no llegó hasta el aparato. La Clara y

doña Flora lo frenaron y entonces empezaron el forcejeo y los

gritos. De modo que los que no forcejeábamos ni gritábamos,

no tuvimos otra alternativa que perdernos las palabras � nales,

el cierre del discurso. Lo único que entendimos, por la sonrisa

apenas dibujada y la leve inclinación de cabeza, fue el buenas

noches que dijo al despedirse, esa vez sí que para siempre de

nosotros. Como ya no tenía ningún objeto que el escándalo

siguiera, no siguió, y entonces nada impidió que oyéramos lo

que después dijo el otro, el anunciador:

–Han escuchado, como podrán hacerlo nuevamente el martes

a esta misma hora, al señor A. A. Gutiérrez del Solar en la primera

charla del ciclo titulado “Argentina, mi país”. Buenas noches –dijo.

–Que lo parió –dijo Riquelme, parándose.

Empezamos a caminar despacito hacia las piezas.

–Lindo país –dijo Julián cuando salíamos.

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La batalla naval

La culpa de que a la Pepona, a sus cuarenta años bien cumpli-dos y mejor vividos, le cambiara la cara, la tuvieron los italia-nos, los panaderos. Y conste que la Pepona nunca había tenido un peso, y que si alguna vez había tenido uno, le había durado diez minutos, tan generoso y convidador se ponía cuando la suerte le colocaba en el bolsillo más de lo que el bolsillo estaba acostumbrado a contener. Así había sido siempre la Pepona, un tipo contento pese al bolsillo tan mal acostumbrado, y de vicios baratos como ninguno: el par de cafecitos por la tarde, el vaso de vino por la noche, los Particulares sin $ ltro a toda hora del día, la quinielita semanal por si acaso, nada de burros, ropa la estricta y mujer gratis, entrerriana, querendona y encima en-cargada de pensión –casualmente de la misma que la Pepona honraba con su presencia desde la madrugada del primer en-trevero a fondo con la que siendo ya querendona, entrerriana

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y gratuita, se adornaba para más con una profesión tan oportu-

na–. Que la Pepona, entonces, era un tipo distinto, quién no lo

sabía en el café. Pero que además era una mosca blanca, lo que

hoy los que se las dan de leídos llaman un sujeto fuera de serie,

lo demostró practicando eso que no sólo estaba más allá de las

posibilidades, sino también de la imaginación de cualquiera de

nosotros: la cara le cambió, sí, pero fue esa misma tarde cuando

empezó a ahorrar.

La verdad es que cuando a la Pepona le cambió la cara, ya

la habíamos ido cambiando todos a lo largo de los seis meses

que llevaban los italianos en el café. Uno tras otro, subiendo

desde Artemio a Zamora y bajando desde Vicente a Baravalle,

nos habíamos ido poniendo serios, callados y cabizbajos unos,

gritones y carajeadores otros, pero todos con la misma cara de

lunes y de invierno triste y cruel, aunque la cosa había comen-

zado a ocurrir en un jueves de pleno marzo, y en un marzo que

parecía una pintura, tan lleno de sol y tan templado y seco que

daba gusto meterse tempranito en el café a esperar la llegada de

la noche. Pero nosotros, con tanta belleza alrededor, sentados

allí, al costado de las mesas de casín como fantasmas venidos

a menos y rumia que te rumia las únicas palabras que pare-

cíamos haber aprendido después de tanta charla al cuete y de

tanto diario manoseado en esas mismas sillas durante más años

que los que tienen los leones de los circos que a cada rato pasan

por Rosario: “Esto no se aguanta más, ¡no se aguanta más!”.

Si se habrá reído la Pepona de nosotros en esos meses... Reco-

rría la media cuadra escasa que la vida ha puesto entre la pensión

y el café, ostentando una � amante sonrisa a lo Rodolfo Valentino

que era, y por mucho, lo más � amante que podía ostentar, y ya en

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el umbral le daba toda la cuerda a la risita; risita que ya adentro, y mientras se ! oreaba entre las mesas ocupadas por nosotros y los

innumerables puchos apagados también por nosotros, empezaba

lentamente a convertirse en carcajada. Para qué hablar de lo que

sucedía cuando llegaba la hora de los italianos. “¡Juá juá juá juá!

¡juá juá juá juá! ¡juá juá juá juá!”, ése era la Pepona, totalmente

despreocupado de las preocupaciones ajenas, que se reía de no-

sotros. Y no lo quería entender por más que se lo explicáramos

con lujo de detalles: que no hacía falta más que ver para creer.

Porque eso, entre otras tantas cosas, le decíamos tratando de so-

frenar a tiempo a la risita, dado que a la carcajada no había quien

pudiera sofrenarla: que mirar a los italianos mientras jugaban al

casín era lo mismo que pararse a mirar las ventanillas de depósi-

tos del City Bank un día víspera de feriado. Hasta que en esa tarde

de setiembre la carcajada se le cayó solita al piso y se hizo trizas

como si hubiera sido un pocillo de café. Tenía que caérsele sola,

resbalársele al suelo como una breva bien madura justo cuando

estaba parado de frente a los fantasmas sentados, que éramos

nosotros, y de espalda a los italianos, que desde hacía dos horas

venían dándoles a las mesas de casín como si las mesas de casín

hubieran sido la propia masa del pan dulce de Navidad.

Pero digamos cómo fue: fue algo inolvidable, patético, sobre-

cogedor, y así nos quedamos en las sillas, sobrecogidos, como si

hubiéramos estado en el cine y viendo sufrir a Humphrey Bo-

gart. El que desentonó fue Conti, que tampoco en el cine puede

con su genio. “¡Ha visto que teníamos razón!” gritó, y mostran-

do la primera sonrisa después de tantos meses, se acercó para

felicitarlo. La Pepona seguía mirando al suelo, buscando la mo-

neda de diez pesos o el alma que parecía habérsele perdido. “Che

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Pepona...”, le dijo Conti, asustado por eso del infarto con que a menudo meten bulla los diarios de la tarde. La Pepona levantó la cabeza, pero no para mirarlo: primero, por encima de los fantas-mas sentados que éramos nosotros, miró a lo lejos con una mi-

rada perdida, soñadora, como si en el fondo no hubiera tenido

la pared descascarada y el baño sino la mismísima cordillera de

los Andes iluminada por el sol, y así se quedó un rato, mirando y

soñando, pensando, calculando; luego se dio vuelta y miró a los

italianos, que eran los únicos que no habían advertido que José

Alfonso Marín, alias la Pepona, argentino, mayor de edad, solte-

ro, de profesión sus rebusques, había dejado de reír.

Los italianos son los panaderos, los dueños del café. Esto, que

parece complicado, no lo es en absoluto. Los italianos empeza-

ron a llegar a Rosario hace unos quince años, directamente de

Italia y con una mano adelante y otra atrás. Primero llegaron

dos, después cuatro, después ocho, después dieciséis, después

veinte y ahí pararon porque el asunto, aunque fueran panade-

ros o aspirantes a panaderos, no daba para toda Italia, que si no

hubieran seguido. Pero después empezaron a llegar las italianas,

cada una bien casada por poder con cada uno de los que ya eran

o aspiraban a serlo, y � nalmente los italianitos, que terminaron

por ser tantos que es mejor no intentar contarlos si no se tiene

a mano una tabla de multiplicar. Sin embargo, no es esto lo im-

portante para nosotros, pese a que pueda serlo para los italianos.

Lo importante es que cuando los antepenúltimos ocho llegaron

a Rosario, los primeros dos habían puesto una panadería; cuando

llegaron los penúltimos dieciséis, ya los cuatro segundos habían

puesto dos panaderías; y cuando llegaron los últimos veinte, ya

los antepenúltimos ocho habían puesto cuatro panaderías. Noso-

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tros no le habíamos seguido la pista a este proceso por la sencilla

razón de que aunque algunas veces nos tocaba ir a comprar el

pan, jamás nos � jábamos en la cara que tenía el panadero. Por eso

no nos llamaron la atención esos tipos que, hacia mediados de

febrero del año pasado, comenzaron a pasearse por el café con

pinta de inspectores –época hacia la cual, como no tardamos en

saberlo, no quedaba italiano que no fuera propietario o copro-

pietario de una panadería–. Venían de a dos y miraban, tocaban,

apretaban, olían y se iban. Más no hacían. “Gustos son gustos”,

como decía Fanjul cada vez que los veía. Hasta que a mediados

de marzo cayeron en bandada y se instalaron.  

En realidad, el responsable, el que le abrió la puerta al aluvión

fue el paraguayo Bayo, que después de tres décadas y media de-

trás del mostrador quiso tomarse las primeras vacaciones de su

vida. Al paraguayo Bayo, lo sabemos, ni se le había pasado por la

cabeza la idea de vender el café; después de todo, si alguna vez

cobraba lo que nosotros y otros le debíamos, podía considerar

cómodamente asegurados los últimos años de su paraguaya exis-

tencia. Pero al parecer los italianos le mostraron tantos billetes

juntos, que pensar le llevó tres minutos, y decidirse medio. A los

tres minutos y medio justos, y antes de contestar que sí, calzó el

teléfono y reservó en el Ciudad de Asunción un pasaje de pri-

mera a Corrientes, zona por la cual vivían dispersos los treinta o

cuarenta paraguayos que formaban todavía su familia. Nosotros,

esa tarde de marzo, lo vimos todo bien clarito, lo que pasaba

adentro y lo que pasaba afuera, aunque para ver bien clarito lo

que pasaba adentro había que tener vista de lince y oído de mú-

sico, no sólo por la confusión que yendo y viniendo en bandada

creaban los que después supimos que eran cuarenta y ocho ita-

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lianos, sino también por el barullo descomunal que armaban los

cuarenta y ocho susodichos hablando a gritos en italiano al mis-

mo tiempo. Pero lo mismo lo vimos, así como lo que, siempre adentro, pasaba más allá, detrás de la mamparita de vidrio que cerraba la o$ cina del paraguayo Bayo, donde estaba el paraguayo Bayo con los dos italianos que faltaban para sumar cincuenta. Por eso, porque lo vimos bien clarito, cuando el paraguayo Bayo echó mano al teléfono creímos que lo que estaba haciendo era

llamar a la policía, y entonces se nos hizo agua la boca pala-

deando el momento en que el par de milicos, que seguramente

no tendría una pizca de sangre itálica en las venas, empezara a

restablecer el orden poniéndoles los puntos sobre las íes a los

cuarenta y ocho italianos que parecían ignorar que ya habían

llegado a la Argentina. Y era natural que con$ áramos en el apoyo

de la fuerza pública, porque allí los argentinos, si llegábamos a ir

a elecciones, no íbamos a tener más remedio que conformarnos

con la primera minoría. De modo que eso nos quedamos espe-

rando: la llegada de la policía. Podríamos haberla esperado más

sentados que lo que habíamos estado hasta el exacto instante del

desprendimiento del alud.

El que llegó fue un tipo muy bien vestido que traía una pipa

entre los labios y una máquina de escribir portátil en la mano

derecha, y al que el paraguayo Bayo, cuando los dos italianos que

estaban con él se lo señalaron, se adelantó a abrirle la puertita de

vidrio que hay en la mampara. Y fue el paraguayo Bayo el que,

apenas el otro entró, le ofreció una silla, así como fue también

el paraguayo Bayo quien, apenas el otro se sentó, le ofreció una

copita de anís; y fue el mismo paraguayo Bayo el que se la sirvió.

Todo eso fue lo que vimos gracias a nuestra vista de lince, aunque

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no había oído de músico que pudiera escuchar lo que durante

más de media hora se dijeron más allá de la mampara el paragua-

yo Bayo, los dos italianos que faltaban para sumar cincuenta y el

tipo de la pipa. Hasta que el de la portátil destapó la maquinita,

puso una hoja en el carro y comenzó a teclear. Estaba el de la ma-

quinita tecleando a toda máquina, cuando nos llamó Ortigoza.

Los gritos que provenían de Ortigoza no fueron los primeros,

sino los últimos; eso fue por lo menos lo que nos dijo Ortigoza,

medio ronco, cuando llegamos a la puerta y le preguntamos qué

quería. Ortigoza quería mostrarnos lo que pasaba afuera.

–Miren –nos dijo.

Nosotros miramos, pero lo que vimos fue la calle de siem-

pre, con la gente de siempre y los ruiditos de siempre. Entonces

lo miramos a Ortigoza, que seguía lo más campante, mirando.

–¿Y para esto nos llamaste? –le dijo Castrito, blandiéndole

los cinco dedos delante de la nariz.

Ortigoza no dijo una palabra, pese a no estar precisamente

desprovisto: se limitó a señalar lo que estaba parado junto al

cordón de la vereda.

–¿Pero vos nunca viste un Fiat 1500 en ablande? –le dijo

Castrito, cada vez más furioso.

A Ortigoza no se le movió un pelo, y eso que más bien le

sobran: se limitó a señalar lo que estaba parado detrás del Fiat

1500 en ablande.

–¿Pero vos nunca viste un Fiat 1100 en ablande? –siguió

Castrito, al borde del colapso.

Fue entonces cuando Ortigoza nos señaló el Fiat 750 también

en ablande que estaba parado detrás del Fiat 1100 en ablande.

El que primero echó la ojeada fue Castrito, pero después

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todos, siguiendo la línea del cordón de la vereda, echamos un

vistazo hasta la esquina y de inmediato empezamos a relacionar,

a relacionar lo que según Ortigoza pasaba afuera con lo que

según nosotros pasaba adentro, y a medida que seguimos rela-

cionando empezamos a comprender, de modo que cuando ter-

minamos de relacionar no nos quedó ninguna duda. Entonces,

como atraídos por un imán, bajamos el umbral y con Ortigoza

al frente y o� ciando de cicerone comenzamos a remontar el

río detenido, la procesión de Fiats en ablande alineados junto

al cordón de la vereda. Así avanzábamos, en bloque, despacito y

pasando la mirada de un Fiat 1500 en ablande a otro Fiat 1500

en ablande, y del Fiat 1500 en ablande a una cupé Fiat por su-

puesto 1500 y en ablande, siempre con Ortigoza a la vanguardia

y contando los Fiats en ablande con los dedos. Hasta que llega-

mos a la esquina, nos paramos y miramos, hacia atrás, la pro-

cesión que se perdía primorosamente en lontananza; sabiendo

además que lo que parecía ser un huequito en la � la no era más

que la presencia humilde de un Fiat 600 que daba la impresión

de sentirse un tanto cohibido entre tantos no menos relucientes

pero además coludos y trompudos hermanos mayores.

–Bueno, pero no son más que diecisiete –dijo Alvarado, que

quería seguir relacionando hasta el � nal.

–Vista izquierda ¡izquier! –dijo entonces Ortigoza.  

Nosotros obedecimos y miramos, a la izquierda, la otra cua-

dra que comenzaba allí nomás, a la izquierda. Entonces com-

probamos que la procesión daba vuelta la esquina junto con

el cordón de la vereda, y que también hacia allá, hacia la otra

esquina, se perdía primorosamente en lontananza; encabezado

ese tramo por un Fiat familiar rojo y en ablande que nada tenía

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que envidiarle al Fiat 1500 verde claro y en ablande que estaba parado frente a la puerta del café. Por esa razón resolvimos se-

guir avanzando, siempre con Ortigoza abriendo camino y con-

tando ya las unidades con los dedos de una mano y llevando

las decenas con los dedos de la otra. Pero si bien avanzábamos

como antes, en bloque y contemplando, estábamos lejos de

aquella marcha pausada, cavilosa, que había caracterizado el re-

monte del primer sector de la procesión; a tal punto que Orti-

goza, que no se resignaba a ceder el puesto de vanguardia, tenía

casi que galopar para no ser arrollado por el avance de la tropa.

Porque lo que en ese momento queríamos saber era si lo que

pasaba afuera terminaba allá, en la otra esquina, o continuaba

dando la vuelta junto con el cordón de la vereda.

Llegamos transpirando, por la corrida y los nervios, y esa vez

no hizo falta que Ortigoza ordenara vista izquierda. Y eso fue

lo que vimos a la izquierda, el nacimiento del río, la cola de la

procesión, que no tenía más de veinte metros, cinco o seis Fiats,

entonces, que a pesar de que estaban en el comienzo del río o al

% nal de la procesión no eran por eso menos Fiats en ablande que

los que estaban en la desembocadura del río o al comienzo de la

procesión. Aunque ya no tenía mayor sentido, lo mismo avanza-

mos hasta la altura del último Fiat, que bien podía ser comienzo

o % nal según eso fuera río o procesión, y allí nos quedamos un

rato contemplando en silencio lo que ya no era novedad sino

rutina. Pero lo que estábamos haciendo, en realidad, era sacar

la cuenta que nos permitiese seguir relacionando un poco más.

–¿Cuántos contaste? –le preguntó entonces Castrito a Za-

mora.

–Cincuenta –dijo Zamora.

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–¿Y vos? –continuó Castrito, dirigiéndose a Velázquez.  

–Cincuenta –dijo Velázquez.

–Yo también conté cincuenta –dijo Castrito, mirándonos a to-

dos–. Pero entonces aquí sobran Fiats en ablande o faltan italianos.

Para eso, para hacer el arqueo de caja y descubrir dónde

estaba el error, si en el río de Fiats en ablande o en la bandada

de italianos, fue que sin más nos largamos de vuelta hacia el

café, siempre a todo vapor pero, encima, a favor de aquello que

aunque estuviera detenido no dejaba de ser una corriente. Así

de apurados volvimos, esa vez con Ortigoza tan a la retaguardia

que cuando llegamos a la puerta del café lo habíamos perdido

de vista, claro que de ninguna manera para siempre. Allí nos

encontramos con la Pepona, que había sido uno de los dos o

tres que habían hecho oídos sordos a los gritos de Ortigoza.

Justamente la Pepona estaba saliendo para ver qué podía ha-

bernos ocurrido, y algún fundamento tuvo que tener lo que ya

entonces nos dijo.

–Che, ¿se puede saber quién se les murió?... –nos dijo la

Pepona.

Nosotros se lo habríamos explicado, con todo gusto habría-

mos empezado a explicárselo allí nomás, en la vereda –y ésa fue,

conste, la intención de Velázquez, que era el que lo tenía frente

a frente a la Pepona–. Pero como la Pepona es bastante más � aco

que el ancho de la puerta, por lo que le faltaba para taponar la

puerta vimos lo que había sucedido adentro en nuestra ausencia:

que veinte italianos se habían apoderado de las cinco mesas de

casín y que el resto de la bandada seguía cacareando siempre en

italiano, pero ya no por todas partes, sino precisamente alrede-

dor de las mismas mesas de casín. Eso fue lo que vimos desde

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afuera –menos Velázquez, que seguía teniéndolo frente a frente y

esperando a la Pepona–. Lo otro lo vimos todos cuando ya aden-

tro y avanzando otra vez en bloque, pero como pisando huevos,

sobrepasamos la línea imaginaria que prolonga la mamparita de

vidrio y miramos lo que pasaba más allá de la mamparita: el

paraguayo Bayo y los dos italianos se estaban dando la mano

efusivamente, y por el empuje que traían las manos, y que no

tenía ni miras de terminar, era evidente que venían haciéndolo

desde un largo rato antes. Aclaremos que no éramos nosotros

los únicos que mirábamos cómo iban y venían los apretones y

el empuje que llevaban o traían: mirándolos desde mucho más

cerca que nosotros estaba el tipo de la pipa, vestido de oscuro y

derechito como ciprés de cementerio, valga la comparación por

lo oportuna. Y un poco más abajo, mirando o no mirando, quién

puede saberlo, estaba la portátil, siempre destapada pero sin la

hoja de papel en el carro. Como la hoja no dejaba de tener su

importancia, pusimos en funcionamiento nuestra vista de lince

y la encontramos: estaba más allá, sobre la mesa, debajo de los

impetuosos apretones y de una estilográ& ca con cabo de oro que

indudablemente no era propiedad del paraguayo Bayo. Todo eso

fue lo que vimos adentro y más adentro todavía, y entonces,

como estaba clarito que lo que pasaba afuera no iba a cambiar

hasta que terminara lo que estaba pasando adentro, volvimos a

ocupar las sillas de las que nos había arrancado el llamado de Or-

tigoza, dispuestos a esperar la explicación que alguien, en algún

momento, tendría que darnos. La explicación llegó, pero se hizo

esperar como tres horas.

Tres horas nos tuvo sentados allí la explicación, esperándo-

la. Cierto es que no fueron tres horas del todo perdidas, pese

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a que estarse allí todo ese tiempo mirando cómo los italianos

se turnaban impunemente en la invasión y el cacareo, era cosa

capaz de poner a prueba el temple de cualquiera, sobre todo

por la falta de costumbre. En esas tres horas no vimos circular

ni uno solo de los billetes que la tarde siguiente los italianos

hicieron correr como si hubieran sido moneditas; pero que

también esa tarde estuvieron y así, grandotes y vistosos como

después vimos que eran, nadie lo dude ni un instante. Y si esa

primera vez no les dimos la captura, no fue porque nuestra

vista de lince estuviera amagando decaer, sino que entre lo que

pasaba allí, lo que pasaba más allá y lo que podía empezar a

pasar afuera en cualquier momento, era natural que algo, y

no menudo precisamente, se nos escapara. Teniendo en cuenta,

además, que Castrito, sin decir agua va, había tenido la peregri-

na idea de ir a mezclarse con los italianos y entonces, dada su

escasa estatura, por ahí desaparecía como si se lo hubiera traga-

do la manifestación de los que cacareaban sin descanso; y eso

vigilábamos: que no se nos extraviara. Considerando también

que, esta vez de nuestro lado, la Pepona insistía en cobrarse la

explicación particular que Velázquez venía debiéndole desde la

puerta del café, y aunque era Velázquez el que le decía “Espe-

rate Pepona, esperate”, éramos varios más los que le decíamos

“Esperate Pepona, esperate”. Hasta que Castrito reapareció del

todo junto a nosotros, bien sudado, y se sentó.

–Les aviso que no sobra ni falta nada –dijo luego–. Hice el

punteo y da justo. Los italianos son también cincuenta. Podrían

pagarme una especial.

La insinuación de Castrito cayó, como era lógico, en el vacío.

Porque bien sabía Castrito que si había trabajado hasta sudar lo

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había hecho voluntariamente, por puro gusto digamos, y es sa-

bido que en esos casos la recompensa está en la estima que uno, viéndose así de generoso, siente por sí mismo. Por eso, y no por

falta de plata, fue que Castrito se quedó sin la cerveza. Además de

que si él, como nosotros, hubiera tenido la paciencia de esperar

tres horas, podría haber hecho el punteo cómodamente estirado

en su silla y fumando un cigarrillo, como si hubiera sido apunta-

dor en el puerto –ocupación con la que nosotros, en nuestros ra-

tos de ocio, que son muchos, soñamos dormidos y despiertos–.

Porque a las tres horas la bandada levantó vuelo y emigró con

rumbo desconocido. Ya una hora y media antes habíamos visto

irse al de la pipa, que se había ido tal como había llegado, pipa

en boca y portando la portátil. De modo que una hora y media

después vimos que el paraguayo Bayo y los dos italianos volvían

a darse la mano con tal ímpetu que al medio minuto andaban

por la docena de apretones. Y eso pensamos nosotros: que no

era más que el empuje, que estaba renaciendo. Pero no era así.

Lo que estaban haciendo los italianos era despedirse, decisión

que revelaron cuando el paraguayo Bayo les abrió la puerta de

la mamparita y ellos, como ya en el gallinero y cacareando, se

mezclaron con el primer grupo de compatriotas que encontra-

ron al paso. Entonces el cacareo, que no había aumentado de

volumen en las últimas tres horas, empezó súbitamente a cre-

cer; y siguió creciendo a medida que los que por todas partes

andaban cacareando corrían cacareando a sumarse al cacareo; y

cuando los que estaban jugando dejaron de jugar para aportar

su nada modesto cacareo personal, el cacareo total alcanzó su

punto culminante, el apogeo. Unos minutos se detuvo allí el ca-

careo, en el punto culminante, hasta que empezó a decrecer, y

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no porque uno solo de los italianos hubiera dejado de cacarear, sino porque de pronto comenzaron a pasar, más o menos en " la

india, delante de nosotros, en dirección de la puerta. Así salieron,

cacareando y convirtiéndose el cacareo, si no en una música o en

algo grato al oído, claro, sí en algo cada vez más tolerable. Hasta

que el último salió y adentro se produjo el gran silencio. Silencio

que a nosotros, pese a ser jueves y de noche, nos recordó el de

los domingos por la mañana, cuando uno se levanta al mediodía

y se asoma al patio para ver cómo está el tiempo.

–Ojalá dure –dijo entonces Baravalle.

Y duró, aunque nada más que adentro. Porque de afuera nos

llegaron de inmediato los portazos, uno tras otro matemática-

mente, tal cual estaban alineados los Fiats en ablande junto al

cordón de la vereda. Nosotros, dada la distancia que nos sepa-

raba del grueso de la procesión, escuchamos solamente diez o

doce; pero nos fue fácil imaginar los cuarenta o treinta y ocho

que restaban; y realmente fue como si los hubiésemos escu-

chado. Y éste fue el orden de los acontecimientos: primero los

portazos, secos, autoritarios, decididos; segundo los arranques,

capaces de confundir a una leona que anduviera en busca de un

león; tercero las primeras, cortitas y ya picando; cuarto, ahí no-

más entonces y más cortitas todavía, las segundas, y quinto las

terceras, serenitas y largas como siesta de enero. De esta manera

des" laron delante del café los cincuenta Fiats en ablande, siem-

pre en rigurosa " la india y cada uno con su correspondiente

italiano adentro. Nosotros sacamos la cuenta torciendo el cogo-

te pero sin movernos de la silla, y cuando llegamos al cincuenta

supimos que lo que pasaba afuera acababa de terminar. Enton-

ces miramos, hacia adentro, lo que más allá de la mamparita

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se había quedado haciendo el paraguayo Bayo, y vimos que

también el paraguayo Bayo estaba tra� cando con los números.

Con la diferencia de que el paraguayo Bayo se ayudaba con el

lapicito de tinta y con la lengua. Porque eso hacía: mojaba la

punta del lapicito de tinta con la punta de la lengua y escribía.

Entonces nos paramos y fuimos hacia allá.  

El paraguayo Bayo nos recibió con una de las más anchas

y paraguayas sonrisas de su colección. No se paró a abrirnos

la puerta ni nos convidó con una copita de anís, pero esto,

considerando la sonrisa, era lo de menos. Nos pidió que lo

disculpáramos un momento, hizo como doce o quince cuentas

más y volvió a mirarnos con una sonrisa todavía más ancha y

paraguaya que la anterior. Después se puso a hablar, aunque

no de lo que queríamos nosotros. Primero habló del viaje, del

camarote individual que había reservado en el Ciudad de Asun-

ción, y de lo lindo que debía ser ver el Paraná con los pies secos

y desde el ojo de buey de un camarote; dado que, como nos

confesó con su paraguaya franqueza, la última vez que lo había

visto, como cuarenta años atrás, lo había hecho desde la orilla

y con los pies mojados; porque así había venido del Paraguay

aquella lejana vez, a pie. Primero, entonces, y con un tonito

melancólico, dijo eso acerca del barco, del río y de los pies.

Después, cada vez más melancólico, habló de su tierra natal, de

su suelo y su clima, de su � ora y su fauna, y fue al hablar de

la fauna y de la � ora cuando casi sin darse cuenta se encontró

hablando de los paraguayos que según él poblaban el Paraguay

de sus amores; y estaba hablando de los paraguayos cuando se

re� rió a la cantidad de años que llevaba sin ver muchos juntos.

“De tanto en tanto cae alguno por aquí. Pero muchos juntos,

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hace como cuarenta años que no veo”, dijo. Por eso, siguió, se

iba a pasar una larga temporada Paraná arriba, por el lado de

Corrientes, de Misiones, de Formosa, que estaban tan llenas de

paraguayos que uno podía imaginarse perfectamente bien todo

lo restante sin necesidad de viajar hasta Asunción.

–Pero con ocho o nueve meses me alcanza. Después de todo,

no son tantos –concluyó, suspirando.

Fue aquí, tras el suspiro, cuando Velázquez, por aquello de

que a la ocasión la pintan calva, aprovechó para decir lo suyo.

Antes dijo que se alegraba de todo corazón y que también así,

de todo corazón, lo felicitaba. Después dijo lo suyo, que, por

supuesto, también era lo nuestro.

–Pero dígame, don Bayo –le dijo–: ¿quiénes eran esos tipos?

El paraguayo Bayo lo miró varias veces seguidas. Porque así

lo miró, parpadeando.

–¿Cómo? –dijo luego.

–Cómo cómo... –respondió Velázquez, impacientándose–.

Los gringos, quiénes van a ser.

El paraguayo Bayo volvió a exhibir una de las dos anchas y

paraguayas sonrisas anteriores.

–Ah, los italianos dice usted –dijo y nos mostró, levantán-

dola, la hoja que el lapicito de tinta y la punta de la lengua ha-

bían llenado de números–. Acabo de venderles el café. O acaban

de comprármelo. Pero no se preocupen. Son panaderos. Al café

lo quieren nada más que para pasar el rato.

Los italianos podían muy bien haber comprado el café para

pasar el rato. Derecho no les faltaba, y si les sobraba plata, nadie

tenía derecho a oponerse a la venta que había hecho el para-

guayo Bayo o a la compra que ellos habían efectuado. Lo que

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sucedió, como después, cuando hicimos la experiencia, dijo

Velázquez, era que un rato puede durar veinte minutos o seis

horas. “Todo es relativo”, rea$ rmó después Velázquez, dando cátedra. Esa tarde, sin embargo, tuvimos que conformarnos con la explicación que nos había dado el paraguayo Bayo, y enton-ces lo dejamos revisando sus cuentas y volvimos a las sillas para seguir gozando del silencio de mañanita de domingo que se había instalado en el exacto lugar que había ocupado el cacareo. Y estábamos allí, gozándolo, cuando Castrito se acordó de lo que Velázquez, al parecer, se había olvidado.

–¡Caray! –dijo Castrito, acordándose–. No le preguntamos quién era el de la pipa.

–Tenés razón –se hizo eco Alvarado, mirándolo a Velázquez. Velázquez se apresuró a demostrarles que no había habido

olvido sino, ni más ni menos, perspicacia. –Ustedes sí que no son Sherlock Holmes Sherlock Holmes

que digamos –les dijo–. Deduzcan, presos: si aquí hubo una ven-ta o una compra, el de la pipa tiene que haber sido el escribano.

Entonces, con el elenco al $ n completo y no teniendo más jugo que sacarle al gran silencio, empezamos a irnos despacito, cada uno por su lado y recordando. De manera que si así nos fuimos, no fue extraño que a la tarde siguiente, cuando em-pezamos despacito a llegar, lo primero fuera recordar lo lindo que había sido aquel silencio dominical y matutino después del cacareo. Llevábamos como dos horas recordándolo cuando es-cuchamos el primer portazo, el de la llegada. Portazo al que casi sin pausa siguieron seis o siete, seis o siete que a su vez, aun-que no los oímos, fueron seguidos por los cuarenta y cuatro o cuarenta y tres que faltaban para completar cincuenta. Entonces

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comenzaron a entrar, no los Fiats en ablande, claro, sino los ita-lianos. Venían de a uno o de a dos, a veces de a tres, cacareando

ya en estos últimos dos casos y mirados por nosotros, que te-

níamos grabada a fuego la explicación del paraguayo Bayo, con la vista de lince que los acontecimientos nos estaban obligando a usar. Porque lo que queríamos descubrir eran los rastros de

harina o de azúcar impalpable que siempre muestra en las ma-

nos, en la cara o en el pelo todo buen panadero que se respete.

Pero qué va. Venían frescos, bañaditos, rozagantes, y a medida que entraban iban ocupando, si no cada vez más bañaditos y

frescos, cada vez más rozagantes por lo menos, las mesas de

casín, a razón de cuatro por mesa y cacareando. De modo que cuando llegaron a ser veinte, no quedó libre ni una sola de las cinco mesas que el paraguayo Bayo había ido comprando a lo

largo de las tres décadas y media por él mismo mencionadas. Fue lógico entonces que alguno de nosotros pensara, esperan-zado, en los treinta italianos que estaban a punto de caer.

–A lo mejor se van a otro café –dijo esperanzadamente Ortigoza.

Claro está que Ortigoza no era Velázquez ni nada que se le

pareciese a Velázquez. Porque Velázquez, puesto a deducir, ha-

bría deducido sin tardanza lo que efectivamente ocurrió: que los treinta italianos, según fueran llegando, irían formando y

engrosando sin reparo la comparsa que mientras esperaba tur-

no no encontraba más digna ocupación que dedicarse al ca-careo. Y después vimos lo otro, no menos instructivo que lo anterior: cómo se turnaban, con cuánta naturalidad lo hacían,

y cómo los que habían estado jugando pasaban naturalmente a

ser comparsa. Entonces. mirando como lo estábamos haciendo,

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con nuestra mejor vista de lince, no nos dio ningún trabajo

detectar los billetes que los italianos hacían circular entre ellos para amenizar el rato que pasaban.

En un principio nosotros creímos que con esa itálica manía de comprar o de vender, lo que estaban haciendo era comprarse o venderse algo. Porque uno –no nosotros, se comprende– no saca así como así dos de quinientos o uno de mil y se los da a otro si no espera que el otro le dé, si no un salón de billares o

una panadería, sí por lo menos un par de zapatos o una camisa o

cualquier cosa que sirva para demostrar que uno no es tan sonso

como para que lo estafen; menos, por supuesto, uno de cinco

mil; y menos, todavía, uno de diez mil. Porque era eso lo que

sacaban y se entregaban, generalmente dos de quinientos o uno

de mil, pero también algún grisáceo de cinco mil y hasta por ahí

alguno que otro de esos color sangre de pato y tan soñados de

diez mil. Después comprendimos que los italianos no se estaban

comprando ni vendiendo nada, sino que esos billetazos eran los

que usaban los italianos que habían perdido la partida para pa-

garles la apuesta a los italianos que la habían ganado. De modo

que por esos billetazos, y para pasar el rato, jugaban.

También en un principio, aunque no tanto, nosotros creí-

mos que los que habían recibido el billetazo iban a darles de

inmediato el vuelto a los que lo habían entregado. Pero tam-

bién después vimos que lo único que hacían los que lo habían

recibido era guardárselo bien adentro del bolsillo del pantalón;

y allí se quedaba el billetazo, bien adentro y acompañado por

tantos billetazos como seguramente lo iba a estar por paragua-

yos el paraguayo Bayo apenas pusiera a caminar los pies secos

por el norte de la provincia de Corrientes.

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–Pero estos italianos deben creer que se están pagando en liras

–dijo entonces Velázquez, que por puro deporte seguía a través de

los diarios las alternativas del mercado paralelo de cambios.

Esto fue lo que dijo Velázquez esa misma tarde, la segunda.

Pero eso que dijo no lo dijo de cualquier manera, con el aplo-

mo y la solvencia, por ejemplo, con que de tiempo en tiempo

documentaba para nosotros sus prolijas deducciones. Lo dijo

poniéndose serio, con una seriedad que no iba de la cara hacia

adentro sino que venía de adentro hacia la cara; esa idea daba,

por lo menos: de profundidad. Así de serio lo dijo y así de serio

se quedó durante casi nueve meses, justito hasta la tarde en que

la Pepona, después de agarrar el 288, que ya veremos que no era

un ómnibus, dejó en cero pesos su libreta de ahorros y cayó al

café dispuesto a cambiar el rumbo de la historia; como nosotros,

aunque nosotros, si no nos fuimos poniendo menos serios que

Velázquez, sí estuvimos serios menos meses. Ahí entonces, por

Velázquez, empezó la cosa, diga lo que diga Castrito, que toda-

vía ahora, cuando recordamos aquella época –y hay que ver qué

fácil nos resulta, ahora que es fácil, reírnos a carcajada limpia de

aquella seriedad que para Velázquez duró casi lo que dura un

embarazo; ahora que los billetazos y los portazos, aunque sigan

siendo itálicos y panaderos, ya son como de la familia, tanto nos

hemos acostumbrado a verlos y a escucharlos; ahora que los ita-

lianos, que ya se han olvidado de las noventa y cinco fragatas

que perdieron en la guerra, hasta por ahí nos fían el cuarto kilo

de factura que a veces necesitamos para terminar alguna siesta

como siempre la siesta debiera terminar, o sea tomando mate

con factura–, intenta convencernos de que fue él quien se puso

serio primero, precisamente cuando echamos la ojeada a la pro-

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cesión que tan primorosamente se perdía en lontananza. Pero

no: el primero fue Velázquez, así como fue Velázquez el que días

más tarde, cuando ya la Pepona llevaba otros tantos riéndosele

en las propias barbas, esgrimió aquel argumento que después

nos fue siendo tan útil a todos: que si él podía aguantarse per-

fectamente bien la suba diaria del dólar en el mercado paralelo, lo que no podía aguantar era que todos esos billetazos circularan diariamente delante de su nariz sin que siquiera uno solo fuese a parar siquiera un momentito a uno de los bolsillos de su labo-rioso y argentino pantalón. Y razón no le faltaba, porque bastante teníamos –peatones a perpetuidad como éramos– con los porta-zos de llegada, la procesión de Fiats en ablande y los portazos de partida como para que encima esos italianos panaderos y cham-bones vinieran al café a ostentar sin pudor alguno la � oreciente

situación económica por la que atravesaba la industria del pan.

De que estos argumentos y otros muchos, parecidos o distintos

pero no menos contundentes, no hicieron mella en la risa de la

Pepona, fueron testigos los seis meses durante los cuales la risa

de la Pepona se rió hasta que dejó solita de reírse.

El hecho de que a partir de Velázquez nos fuésemos ponien-

do serios con la sola excepción de la Pepona, no fue obstáculo

para que llegáramos a entablar con los italianos una cierta rela-

ción de amistad, parca como se quiera pero amistad al � n. Y es

comprensible: dado que ellos se habían instalado y que nosotros

no pensábamos mudarnos, las cinco o seis horas de convivencia

vespertina tenían que llevarnos, fatalmente, a alternar con ellos

aunque más no fuese, como se verá, de una única y lacónica

manera. Además de que resultándole ya muy difícil a la vista de

lince � jarse un tope cuando embala, cada vez que nos tocaba ir

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a comprar el pan o cuando pasábamos delante de la vidriera de

una panadería y mirábamos hacia adentro, siempre veíamos que

el que estaba detrás de la caja registradora, o paseándose entre los

frascos de caramelos o llevando una canasta llena de grisines ha-

cia un Fiat familiar en ablande, era uno de los cincuenta italianos

que según el paraguayo Bayo habían comprado el café para pasar

el rato. Y como el saludo no se le niega a nadie, así empezamos,

saludándolos. “Hola, Antoñito”, “Hola, don Piero”, “Hola, Bia-

si”, “Hola, Berto” y etcétera etcétera les decíamos ya hacia los

quince días del embarque del paraguayo Bayo. Saludo que ellos

correspondían llamándonos como efectivamente nos llamamos:

“Hola, Alvarado”, “Hola, Ortigoza”, “Hola, Zamora”, “Hola, Vi-

cente” y etcétera etcétera nos decían sin equivocarse nunca. Así,

de fraternal saludo en fraternal saludo pasamos, como al mes

de aquel embarque, a la charla, aunque tal vez sea exagerado

llamarle charla a la pregunta que empezamos a hacerles y a la

respuesta, que era también otra pregunta, con que ellos respon-

dían. Esa pregunta la fuimos haciendo todos –menos la Pepona,

que seguía muriéndose de risa, y Velázquez, cuyo amor propio

era tan grande y profundo como la seriedad que no quería aban-

donarlo–; la respuesta, en cambio, la dieron todos los italianos

sin excepción alguna. Este era el diálogo, la plática, el coloquio.

  –Y, Antoñito... –decía de pronto cualquiera de nosotros con

los tres de cincuenta o los dos de cien bien aferrados por la mano

derecha dentro del bolsillo derecho del pantalón, y Antoñito po-

día llamarse Antoñito o de cuarenta y nueve diferentes e italianas

maneras–: ¿hacemos o no hacemos unas cuantas partiditas?

Y Antoñito, se llamara Antoñito o etcétera etcétera, respondía:

–¿A ver los de mil?

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Los de mil, decían. No el de cien, ni los de cien, ni tan si-

quiera el de mil, sino “los” de mil. Y la cosa no venía en broma.

Ojalá hubiera venido en broma; entonces hasta los fantasmas que éramos nosotros habrían lanzado la carcajada capaz de de-

volverlos a la vida. Venía en serio, tan en serio que después

de dar la respuesta consabida, Antoñito o etc. etc. se quedaban esperando que la mano saliera del bolsillo y mostrara lo que la mano y nosotros sabíamos que no estaba en condiciones de

mostrar. Aunque en realidad sólo esperaron un tiempo, un mes

o dos, y después dejaron completamente de esperar; a tal punto

que daban la respuesta mecánicamente, casi sin mirarnos, dis-traídos. Fue seguramente por eso, porque estaban distraídos,

que se quedaron de una pieza la tarde de diciembre en que la

Pepona sacó la mano y exhibió aquello que ni ellos ni noso-

tros soñábamos que pudiera exhibir alguna vez. Eso les ocurrió

porque no se habían percatado de que tres meses antes José

Alfonso Marín, la Pepona para sus íntimos, había dejado de reír,

ni de que también tres meses antes había empezado a ahorrar.

Ya dijimos cómo se le cayó la risa al suelo a la Pepona y

cómo fue de trágico, de inolvidable aquel momento, así como

lo calculadora o soñadora que fue la mirada con la que miró

a lo lejos cuando dejó de buscar lo que parecía habérsele per-

dido. También referimos lo que hizo después: darse vuelta,

porque así lo había alcanzado la seriedad, de pie, y mirar a

los italianos ya sin risa ni sonrisa ni amago de sonrisa en los

labios, serio entonces, bien serio, y que para los italianos todo

siguió como cuando la Pepona, los mirara o no, de algo o de

alguien se reía a carcajadas. Agreguemos ahora –si no, mejor

habría sido no decir nada– cómo era esa seriedad. No era una

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seriedad del montón, una más, que le habría hecho, en tal caso, una mancha más al tigre. Y no lo era porque lisa y llanamente era la seriedad de la Pepona. Pero además era una seriedad te-rrible, espeluznante, una seriedad que viniendo desde mucho más adentro que la propia seriedad de Velázquez, llegaba hasta mucho más afuera que la del mismo Velázquez. O sea que no se conformaba con arrugarle la frente, abrirle un poco las aletas de la nariz y endurecerle los labios: le formaba además una especie de atmósfera alrededor de la cabeza, no una aureola, claro, por-que una aureola es luminosa o no es aureola, sino algo así como un tul medio negruzco que uno a cada rato sentía la tentación de tocar con un dedo para ver si era realmente un tul o un blo-que de garúa de invierno que la seriedad había fabricado para

uso personal de la Pepona. Así estuvo un rato la Pepona, parado

con la atmósfera alrededor de la cabeza y mirando el grupito de

italianos que jugaba y cacareaba delante de su mirada � ja y seria

–aunque como mirar a unos cuantos italianos era lo mismo que

mirarlos a todos, en realidad los miraba a todos–. Hasta que al

� n la atmósfera y él recularon tres pasos y se sentaron. Noso-

tros no sabíamos en qué podía estar pensando la Pepona con la

ayuda de la atmósfera, pero que en algo pensaba, era evidente.

Entonces lo dejamos pensar, y así se quedó en la silla, pensando

como ya una vez lo había hecho el paraguayo Bayo, pero no tres

minutos y medio sino por lo menos, si el relojito de la mujer

de Vicente decía la verdad, quince veces tres minutos y medio.

Vicente lo dijo dos o tres minutos antes de lo que después ocu-

rrió. “Van cincuenta minutos”, dijo Vicente, mirando el relojito

que tenía en la muñeca. Dos o tres minutos después vimos, de

pronto, la decisión que le había a� orado en la cara a la Pepo-

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na. Estaba allí la decisión, a la vista de cualquiera que supiese

mirar, un poco más abajo que la atmósfera y un poco encima

de la seriedad, y tan tremenda como ésta aunque en absoluto

gris oscura como aquélla. Por eso, por ser tan tremenda y del

color ámbar pálido que caracteriza a la ginebra, había tardado

cincuenta y tantos minutos en a% orar. Pero una vez que a% oró,

ya nada ni nadie pudo contenerla. Eran justamente las siete y

media, hora a la que, desde remotos tiempos, la Pepona tomaba

el segundo cafecito de la tarde. Entonces vimos que giraba la

cabeza en dirección del mostrador, la cabeza y lo que ésta tenía

alrededor y más abajo y un poco encima. Todo giró sin ruido,

como una puerta bien aceitada.

–Che Santiago... –dijo, llamando al mozo, que aunque nadie

sabía cómo se llamaba, no se llamaba Santiago; nada más que

era santiagueño–: no me traigás el café.  

Después vimos que metía la mano derecha adentro del bolsi-

llo derecho del saco y que algo estaba juntando la mano adentro

del bolsillo. Cuando la mano terminó de juntar y salió, vimos lo

que había estado juntando, la monedita de diez pesos, las dos de

uno y las dos de cincuenta centavos que los dedos de la mano

izquierda pasaron a extender en ( la india sobre la palma de la

mano derecha bien abierta, haciendo de locomotora la de diez

pesos y de furgones de cola las de cincuenta centavos. La Pepona

las miró durante un rato, y en cierto momento nos pareció que

la decisión se estaba asustando y que así, asustada y como si la

seriedad hubiera sido una cama, se metía debajo de la cama. Si

no veíamos visiones y allí, debajo de la cama, se metió la deci-

sión, la verdad es que salió pronto. Porque en un arranque los

dedos de la mano izquierda convirtieron el tren en una torrecita

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un poco menos inclinada que la de Pisa y la levantaron con el mismo cuidado, como si hubiera sido la torre de Pisa lo que es-taban levantando. Cuando la torrecita estuvo a la altura del cora-zón de la Pepona, los dedos pusieron la marcha atrás; y cuando la torrecita llegó al punto al que tenía que llegar, los dedos la dejaron caer. Y allí cayó la torrecita: dentro del bolsillo superior del saco, dentro de ese bolsillito en el que aquéllos a quienes les sobra un pañuelo ponen un pañuelo para parecer más elegantes.

Y allí quedó la torrecita, prisionera.  

–El asunto es empezar. Otros empezaron por un dólar. Yo

empiezo por un café –dijo entonces la Pepona. Porque en ese

tiempo –setiembre de 1966, para más datos–, el café costaba

trece pesos.  

De ese modo comenzó a ahorrar la Pepona, reduciendo al

mínimo sus ya baratos vicios. Y no sólo suprimió el segundo

cafecito de la tarde: también reemplazó el vaso de vino de la

noche, que ya era chico, por otro más chico todavía, dedal de

vino que tomaba de a sorbitos para conservar siquiera la ilusión

de que era un vaso. A los cigarrillos les pasó también algo pare-

cido, pues entró a fumar, además de uno que otro facilitado por

los que éramos incapaces de ahorrar, la mitad de lo que siempre

había fumado, o sea que había momentos en el día durante los

cuales la Pepona respiraba el humo de lo que nosotros fumába-

mos, pero no el propio. Lo único que siguió en pie, intacto, ade-

más de la entrerriana, que era gratis, fue la quinielita semanal;

porque la esperanza, como nos explicó una tarde, es lo último

que se pierde. De manera que eso fuimos viendo: cómo la Pe-

pona se privaba, sin una queja, de lo que jamás le había sobrado.

Privación que en cada caso iba acompañada del correspondiente

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viajecito que las monedas, primero en tren y después en torreci-

ta, efectuaban desde el bolsillo derecho del saco hasta el bolsilli-

to superior del mismo saco. Por lo cual también vimos lo otro,

que no era más que la consecuencia natural de tanto viajecito:

cómo iba engrosando y engrosando el bolsillito superior. Hasta

que hacia el tercer día había engrosado tanto que a nosotros nos

pareció que no podía tardar mucho en dar a luz. Y dio, justa-

mente a la tarde siguiente, pero no lo que esperábamos.  

Dio a luz una papeleta blanca y bien doblada. Pero la pa-

peleta no nació del bolsillito, sino del bolsillo que los sastres

inventaron para que sus clientes, después de pagar la cuenta de

la sastrería, pusieran a buen resguardo la cartera. Esto, que tam-

bién parece complicado, no lo es en absoluto. Expliquemos: la

tarde siguiente, o sea la cuarta, el bolsillito apareció liso, no

digamos planchadito porque a tanto no llegaba la entrerriana

por más que fuera querendona. Apareció liso, entonces, y la

Pepona, que debía de estar esperando la pregunta, se apresuró

con la respuesta. Se sentó, metió la mano en el bolsillo donde la

gente supone que uno lleva la cartera y sacó la papeleta blanca

y bien doblada. Después la desdobló, y entonces vimos que era

una papeleta de la Caja de Ahorro Postal, una de esas papeletas

que los padres les hacen llenar a sus chicos para que de chicos

aprendan lo que la Pepona aprendió a sus cuarenta años bien

cumplidos. La papeleta estaba casi totalmente cubierta por unas

lindas estampillas azules de cinco pesos cada una. Eran lindas

de verdad esas estampillas, y Castrito, que es un as para los nú-

meros, rápidamente las contó.

–Son dieciocho –le dijo a la Pepona, que seguía mostrando

la papeleta–. Te faltan dos para llenarla.

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La Pepona lo miró. –Sí –dijo después–. Mañana la lleno y la canjeo. –Cómo, la canjeás... –dijo Castrito, desorientado. –Ya vas a ver –dijo la Pepona y volvió a guardar la papeleta. La tarde siguiente, cuando el bolsillito ya había vuelto a

quedar embarazado, hizo su aparición la libreta de la Caja de Ahorro Postal, libreta que era, ni más ni menos, lo que la Pepo-na había prometido que veríamos. La Pepona la mostró apenas

terminó de sentarse. Metió la mano en el bolsillo consabido y la

mostró. Era una libreta medio amarillita que la Pepona exhibió

desde todos los ángulos para que no dejáramos de apreciar ni uno solo de los números y de las letras que adornaban la tapa. Después la abrió y, poniéndola de costado, señaló lo que allí,

con letras grandotas, estaba escrito. MARÍN JOSÉ ALFONSO leí-mos. “Ese soy yo”, dijo entonces. Luego dio vuelta la hoja, por lo que pasamos a ver lo que había en la página dos. Y eso vimos: un nenito sentado que algo estaba haciendo. La Pepona advirtió pronto que no íbamos a descifrar así nomás lo que ese

nenito estaba haciendo sentado allí. “Está ahorrando”, nos dijo

entonces y señaló lo que estaba escrito un poco más abajo del

nenito sentado. Zamora, que usa lentes, se inclinó y leyó en voz

alta: “Infancia previsora, vejez tranquila”, eso leyó. Nosotros lo

miramos a la Pepona sin comprender una jota, pero con unas

ganas tremendas de conseguirlo. Pero la Pepona ya estaba en

otra cosa: estaba en la página tres, señalando tres simpáticas

estrellitas rojas a las que por todas partes rodeaba una cantidad

de nenitos más chiquitos que el de la página anterior, pero que

hacían lo mismo que el más grande: ahorraban y ahorraban sin

cesar. Como nos estaban llamando más la atención los nenitos

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que ahorraban sin cesar que las simpáticas estrellitas coloradas,

la Pepona puso el dedo índice debajo de lo que seguía a la de-

recha de las estrellitas coloradas. Tapó uno de los nenitos que ahorraban sin cesar y nos obligó a � jarnos: 100, leímos, y aun-

que no decía pesos era comprensible que de pesos se trataba.

Después, considerando que habíamos visto todo lo que tenía-mos que ver, cerró la libreta y volvió a ponerla en ese bolsillo que resguarda tan bien todo lo que allí se guarda.

–No dan más que el ocho por ciento anual –dijo luego–.

Pero peor es nada.

Al ritmo que llevaba la decisión: privación, viajecito, engor-de, alumbramiento y libreta, algunos creímos que la Pepona se encaminaba directamente hacia la compra de una panadería. Cla-ro está que cuando nos quedábamos sentados un poco más que

de costumbre y queríamos hacer un cálculo siquiera aproxima-

do, hasta Castrito se perdía con la porción de meses que la Pepo-na tardaría en juntar lo que costaba el carrito para repartir el pan que alguna vez, si compraba nomás la panadería, le iba a hacer

falta. Con el agregado de que siendo el ritmo que llevaba la in� a-

ción mucho más vertiginoso que el que llevaba la decisión de la

Pepona, cuando juntara lo necesario y fuera a comprar el carrito,

sólo iba a poder llevar a la pensión, y con suerte, las dos ruedas

del carrito. Y no había que ir muy lejos para saber lo que le es-

peraba a la Pepona: el general habló el siete de noviembre acerca

de la estabilización de� nitiva de la economía nacional, y el ocho,

puntualmente, el café aumentó a quince pesos. Entonces vimos,

a partir de esa fecha, que después de cada privación la mano

derecha de la Pepona se demoraba un poco más en el bolsillo, y

que el trencito que la izquierda formaba tenía dos vagones más,

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las dos monedas de un peso que completaban los quince que el café, si la Pepona lo hubiera tomado, le habría costado; y vimos

también que la torrecita tenía un par de pisos más. Estaba al al-

cance de cualquiera, entonces, adivinar lo que le esperaba a la

Pepona. Pero Velázquez, que aunque casi no hablaba no se había

vuelto de manera alguna menos observador, dijo además, una

tarde, lo que él habría hecho si en lugar de ser Velázquez hubiera

sido la Pepona.

Esa tarde, la Pepona aún no había llegado. Porque una de

cada tres iba a la Caja de Ahorro Postal a canjear la papeleta lle-

na por una estampilla roja de cien pesos que no estaba menos

rodeada de nenitos que las tres estrellitas coloradas.

–La Pepona está fuera de época –dijo Velázquez, aprovechan-

do aquello–. No los va a alcanzar nunca a los italianos. Si el go-

bierno sigue devaluando el peso, cuando llegue a juntar los cinco

mil que ahora le hacen falta, ya estoy escuchando la respuesta de

Antoñito: “¿A ver los de cinco mil?”, le va a preguntar Antoñito.

Debería comprar dólares. Eso haría yo si fuera la Pepona.

De manera que si ni los cinco de mil le iban a servir cuan-

do llegara a juntarlos, menos podíamos seguir viéndolo enca-

minarse hacia la compra de cualquier panadería. Entonces nos

agarró un pesimismo total, de cabo a rabo, categórico. Pero

digamos que si el pesimismo nos agarró de tal forma, fue por-

que entre tanto portazo, cacareo y billetazo, entre tanta deva-

luación y carestía, entre tanta atmósfera, seriedad y decisión,

nos habíamos olvidado de aquello que una vez había dicho la

Pepona acerca de la esperanza: que es lo último que se pierde. Y

así era: nos habíamos olvidado de la quinielita semanal a la que

la Pepona, por esa cualidad de la esperanza, se había negado a

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renunciar. Ni siquiera recordábamos cuál era el numerito que

venía siguiendo desde hacía casi tres meses con la misma te-

nacidad que los nenitos de la libreta y él mismo aplicaban para

seguir ahorrando sin cesar. Por eso, cuando esa tarde de princi-

pios de diciembre Zamora compró el diario y leyó los premios

en voz alta, el pesimismo fue todavía más total, más categórico.

Porque también nosotros, una o dos veces a la semana, creía-

mos que alguna vez la esperanza iba a convertirse en realidad.

–¿Qué dijiste que salió a primera? –dijo de pronto Mendie-

ta, que estaba en la otra punta–. ¿El 288?

–Sí, el 288 –dijo Zamora, pesimismo a fondo.

La Pepona no había llegado todavía. Porque ésa era otra de

las tardes en que iba a la Caja de Ahorro Postal a canjear lo que

matemáticamente canjeaba. Llegó al rato, y en verdad nosotros,

apenas entró, notamos que algo raro traía de la calle. Eso no-

tamos: que no por el lado de la decisión, que seguía siendo la

misma, sino por el lado de la atmósfera o por el lado de la se-

riedad, algún cambio se había producido. Para algunos se trataba

de la atmósfera, que parecía haberse despejado; para otros de la

seriedad, que parecía un poco menos seria. Así se sentó, aunque

dando la impresión de que estaba a punto de levantarse de la si-

lla. Y así, dando siempre la impresión de que estaba levantándose,

siguió sentado cuando los italianos empezaron a llegar. Hasta

que fueron los cincuenta que exactamente eran. Entonces dejó

de dar de una vez por todas esa impresión y se paró. Eso vimos,

que se paraba, y vimos también que no se había parado nada más

que por pararse, sino para recorrer los tres metros que lo separa-

ban de Antoñito, que estaba allí, a tres metros y distraído, entre

los que cacareaban sin descanso. Y vimos cómo los recorría y el

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brío que llevaba. Después le escuchamos aquello que casi todos habíamos venido diciendo a lo largo de los últimos ocho meses

y pico. Para escucharlo no hizo falta ningún oído de músico. Por-

que no se conformó con decirlo: también lo gritó.

–¿Y, Antoñito?... –le gritó desde muy cerca de la oreja dere-

cha; porque así estaba Antoñito, cacareando de per� l y distraí-

do–: ¿hacemos o no hacemos unas cuantas partiditas?

Antoñito sabía de memoria la respuesta que era a la vez una

pregunta.

–¿A ver los de mil? –le preguntó sin siquiera mirarlo de

reojo, tan distraído estaba.

–¡Aquí están! ¡Vinieron con el 288! –gritó todavía más

fuerte la Pepona y exhibió la mano que acababa de salir como

un tiro del bolsillo derecho del pantalón.

Olvidemos ahora que nosotros supimos de inmediato que el

288 no era un ómnibus. Olvidemos también que de inmediato

comprendimos que el 288 era el numerito que la Pepona venía

siguiendo semanalmente porque lo último que se pierde es la

esperanza. Olvidemos lo que supimos y comprendimos y volva-

mos a la mano, que fue lo más importante de todo lo que se dijo

y no se dijo. Digamos que entre tanto grito y sin la menor sospe-

cha de que alguna vez pudiera salir del bolsillo del pantalón, tar-

damos bastante en verla. Pero estaba allí, exhibiéndose a la altura

de la barriga de Antoñito y exhibiendo a su vez un fajo de billetes

de mil que si no llegaba a ser tan gordo como los fajos que los

italianos vivían exhibiendo impunemente, estaba bastante lejos

de ser � aco. Y eso nos quedamos mirando: el fajo que exhibía la

mano argentina y nada panadera de la Pepona. Y si no nos caímos

de espaldas se explica porque para eso está el respaldo de la silla,

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para que uno no se caiga de espaldas. Y el hecho de que Antoñito y los restantes italianos tampoco se cayeran, demuestra que eran hombres realmente fogueados por la vida, tipos tan de agallas como cualquiera de nosotros. Y si nadie se cayó en ese momento,

menos pudo caerse nadie cuando la mano derecha de la Pepona

desplegó el fajo como si el fajo hubiera sido un abanico sevilla-

no. Entonces nosotros, con nuestra vista de lince embalada como

nunca, pudimos ver, sobre el mar bravío y con todas las velas

desplegadas, las cinco fragatas navegando en escuadrilla.

–¿Y, Antoñito?... –siguió diciendo la Pepona, con el abanico

desplegado delante de la perpleja nariz del italiano–: ¿las hace-

mos o no las hacemos?

–Las hacemos –dijo entonces Antoñito, mirándolo al % n.

Entonces todo empezó a suceder al mismo ritmo que llevaba

la in& ación, o sea vertiginosamente. Por eso contribuimos con

nuestro modesto esfuerzo a que se despejara la cancha; porque

si la partida llegaba a demorarse demasiado, las cinco airosas fra-

gatas de la Pepona podían quedar convertidas de pronto en cinco

botecitos de juguete. Y así fue: como uno de los argentinos le al-

canzó volando el taco a la Pepona, uno de los italianos fue volan-

do a traer el de Antoñito. Y ya quedaron allí, pegaditos a la mesa

y con el taco en la mano, Antoñito y la Pepona; y a un costado

que podía ser el izquierdo o el derecho según nos re% riéramos a

la puerta del café o a la pared del fondo, quedamos nosotros, los

argentinos, siempre en minoría pero llenos del coraje que nos

habían contagiado las cinco fragatas navegando en escuadrilla; y

al otro costado, que también podía ser el izquierdo o el derecho

y cacareando tal vez un poquito más bajo que otras veces, se ubi-

caron ellos, los italianos, llenos de un coraje parecido aunque de

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un origen totalmente distinto. Después la Pepona volvió a hablar.

Y fue notorio lo gentilmente que lo hizo.

–¿Va por mil, Antoñito? –dijo gentilmente.

–Que vaya –dijo Antoñito no menos gentilmente todavía.

Y se trenzaron nomás. Claro está que a nosotros, con nues-tra pasta de actores, no nos dio ningún trabajo simular el sufri-miento que padecíamos por la incierta suerte que le esperaba

a la fragata en cuyo puente de mando estaba bien plantado la

Pepona. Y no nos dio ningún trabajo por la sencilla razón de

que si Antoñito llevaba quince años manejando la pala de pana-

dero, la Pepona llevaba por lo menos veinticinco manejando el

taco de casín. No sólo estaba entonces la diferencia que existe

entre quince y veinticinco sino también la otra, mucho más

inmensa, que existe entre una pala de panadero y un taco de

casín. De manera que así, entre el sufrimiento real de los italia-

nos y el � ngido por nosotros, vimos cómo la fragata argentina

de la Pepona abordaba a la otra fragata, también argentina pero

en panaderas manos italianas por esas cosas que tiene la vida,

de Antoñito. Y vimos también cómo, concluido el abordaje, la

Pepona la incorporaba a su escuadrilla. Después escuchamos lo

que, siempre gentilmente, proponía.

–¿Duplicamos, Antoñito? –propuso siempre gentilmente.

–Dupliquemos –aceptó Antoñito, compitiendo en gentileza.

Y duplicaron nomás. Claro está también que si no nos ha-

bía dado ningún trabajo simular aquella angustia cuando había

sido una sola la fragata realmente argentina que había entrado

en combate, menos trabajo pudo darnos seguirla simulando

cuando fueron dos las que lo hicieron. Por ese lado estábamos tranquilos, tan tranquilos que si no hubiera sido por la impe-

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riosa necesidad de seguir simulando, en cualquier momento

podríamos haber dejado de simular; era por el otro por el que

no lo estábamos, llamándole el otro a lo que la Pepona tendría

que decir cuando capturara del todo las dos fragatas panaderas

que resultaban de la duplicación tan gentilmente propuesta y

no menos gentilmente aceptada. Porque si la Pepona llegaba a

enardecerse y llevado por el enardecimiento insistía en decirle

a Antoñito: “¿Duplicamos, Antoñito?”, lo más probable sería

que Antoñito, viendo ya comprometidas otras cuatro fragatas

de su % ota, viera también comprometidas las ocho, las dieciséis

y las treinta y dos que al ritmo de la duplicación terminarían

fatalmente por comprometerse. Y entonces podía ocurrir que

Antoñito, por más gentilmente que la duplicación fuera pro-

puesta, eligiera el prudente y honroso camino de la retirada. En

eso, entonces, estábamos pensando, angustiados por fuera y tan

lúcidos por dentro como Velázquez: en la táctica que seguiría la

Pepona cuando ( nalizara la captura de las dos nuevas fragatas

panaderas. Justamente era Velázquez el que lo aconsejaba en

voz alta, aunque no tan alta como para que Antoñito pudiera

oírla: “Contenete, Pepona. Contenete”, le aconsejaba cuando la

Pepona andaba por allí. Hasta que nos llegó el momento de ver

cómo la mano derecha de la Pepona remolcaba a dique seco

las dos fragatas que habían sido de Antoñito. Después escucha-

mos lo que dijo, que fue exactamente lo que nosotros, con

Velázquez a la cabeza, habríamos dicho si hubiéramos estado

ocupando el lugar que ocupaba la Pepona.

–¿Seguimos por lo mismo, Antoñito? –dijo la Pepona con

aquella gentileza.

–Sigamos –dijo Antoñito, empecinado y gentil.

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De manera que la Pepona no se enardeció. Tampoco se enar-deció Antoñito, aunque por el rojo vivo que le había ido su-biendo a la cara uno podía pensar que, efectivamente, se estaba enardeciendo. Los que imprevistamente, en cambio, empeza-ron a enardecerse fueron los italianos, los cuarenta y nueve pa-naderos restantes que mucho más apretados que nosotros por

estar en tan aplastante mayoría, seguían la batalla naval desde la orilla de enfrente. Empezaron despacito, con unos ¡viva! ¡arri-

ba! y ¡dale! que usaban para adornar a esa Italia en la que, de

no haberse mudado a la Argentina, habrían continuado andan-do en un bien ablandado Fiat de dos ruedas y manubrio. Eran cosas inocentes las que decían, tan inocentes que sólo Castrito les salió por ahí al paso con un “¡Argentina vieja y peluda para todo el mundo!” más inocente todavía. Pero después, cuando

aquel ardor les fue creciendo, pasaron a mayores. “¡Empaque-

talo a ese argentino � ojón!”, o “¡Vamos Antoñito, que ni pan

sabían hacer hasta que llegamos nosotros!”, o “¡Amasalo a ese

argentino hijo de españoles!”, pasaron a gritar sin darse cuenta

de que corrían el serio riesgo de poner ese con� icto al borde

de ser dos. Entonces nosotros comenzamos a palpar con cari-

ño los modestos botecitos de cincuenta pesos y de cien que

teníamos anclados en el bolsillo derecho del pantalón, con-

vencidísimos de que si el con� icto se extendía a otros mares,

los italianos, orgullo nacional y herido de por medio, pasarían

por alto la panadera exigencia de que la batalla se diera entre

fragatas. Todos los palpamos, pero el que habló fue Velázquez.

Velázquez tardó un rato en ubicar al italiano que, por gritar

más fuerte, se daba menos cuenta del riesgo que corría. Cuan-

do lo tuvo bien ubicado, dijo aquello que su amor propio le

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había impedido pronunciar durante ocho largos meses.

–¿Y, Berto?... –gritó–: ¿hacemos o no hacemos unas cuantas

partiditas?

Berto no tuvo ninguna di� cultad en ubicarlo.

–¿A ver los de mil? –dijo luego.

Velázquez, por supuesto, no sacó la mano. No habría tenido

ningún sentido sacarla, y entonces no la sacó. Siguió en la silla,

indiferente, no sólo como si su tremendo amor propio hubiera

resultado ileso, sino como si por el solo hecho de haber nacido

en la Argentina no hubiera tenido ni amor propio. Pero ya debía

de estar pensando lo que dijo a los cinco minutos, apenas vio

que las dos suicidas fragatas de Antoñito se rendían del todo.

–Che, Pepona... –le dijo a la Pepona–: arrendame las que

tenés fuera de servicio.

La Pepona lo miró desde lo alto, como si hubiera estado de

verdad en el puente de mando.

–Tomalas –dijo luego, y separó de su � ota las cinco fragatas que

en un tiempo habían sido panaderas–. Con bravura y con honor.

Lo primero que hizo Velázquez, tal como lo quería la Pepo-

na, fue tomarlas –y nosotros, al vuelo, vimos otra vez lo lindas

que eran las cinco fragatas navegando a toda vela–. Pero des-

pués se paró con las cinco fragatas proa hacia Berto, que hacía

cinco minutos que había dejado de esperar.

–¡Aquí están, Berto! –gritó, avanzando sin miedo detrás de

las fragatas–. ¡Pueden ser tuyas, si te animás!

Y Berto se animó.

En un santiamén quedó despejado el mar vecino, que estaba

verde y sereno como nunca. Después escuchamos, con la oreja derecha, lo que a la derecha de esa oreja y con aquella inaltera-

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ble gentileza, la Pepona volvía a proponerle a Antoñito.

–¿Seguimos por lo mismo, Antoñito? –le propuso.

–Sigamos –dijo Antoñito, aunque ya un poco menos gen-

tilmente.

Y con la oreja izquierda lo que, a la izquierda de esa oreja,

Velázquez le sugería a Berto.

–¿Va por mil, Berto? –le sugirió, más gentilmente que todas

las gentilezas sumadas de la Pepona.

–Que vaya –dijo Berto, tan gentil como Antoñito lo había

sido en un principio.

Entonces nosotros, desde las sillas, tuvimos que desdoblar

no sólo las orejas y los ojos sino también aquella tan mentada

capacidad para simular el sufrimiento. Claro está que ese des-

doblamiento no signi& có en manera alguna un trabajo mayor.

Porque si bien Berto debía llevar menos años que Antoñito ma-

nejando la pala, y a su vez Velázquez llevaba menos años que la

Pepona manejando el taco, lo mismo las dos diferencias, la de

instrumento y la de años de servicio, seguían siendo inmensas.

De modo que así, desdoblándonos pero sin trabajar más, vimos

cómo se rendían las dos más nuevas fragatas de Antoñito, y

casi de inmediato cómo Velázquez remolcaba a puerto limpio

la que Berto, irresponsablemente, había insistido en arriesgar.

Después oímos lo que la Pepona, nada enardecido, volvía a pro-

ponerle a Antoñito, y lo que Velázquez, que no tenía todavía por

qué enardecerse, le sugería a Berto. Entonces volvimos a acari-

ciar los botecitos, y no porque fuéramos en algún momento a

utilizarlos, sino porque algo teníamos que hacer mientras espe-

rábamos. Pues los cuarenta y ocho italianos restantes, cada vez

más enardecidos, seguían diciendo cosas que ponían los dos

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con� ictos al borde de ser tres. Por eso nos quedamos esperan-

do. Porque habíamos depositado toda nuestra esperanza en ese programa de préstamo y arriendo que la Pepona y Velázquez

habían inaugurado un rato antes. Cuando Velázquez, que no había encontrado razón alguna

para enardecerse, terminó de incautarse de la segunda tanda de

dos fragatas italianas, Zamora supo que su turno había llegado.

Se arrimó a Velázquez, que estaba emparejando la � ota antes de

anclarla en el bolsillo, y le dijo aquello que en su momento la

Pepona había escuchado de boca de Velázquez.

–Che, Velázquez... –le dijo–: arrendame las que vos sabés.  

Y Velázquez se las arrendó.

Zamora, que desde casi una hora antes sabía que el arriendo

era un hecho, también desde casi una hora antes, y para ganar

tiempo, había elegido a su italiano.

–¡Aquí están, don Piero! –gritó entonces y fue hacia don

Piero enarbolando las cinco fragatas que le habían sido arren-

dadas por Velázquez–. ¡Si te animás, pueden ser tuyas!

Y también don Piero se animó.

Al ver que don Piero también se había animado, los que

seguíamos inactivos en las sillas supimos para siempre que

lo único que necesitábamos tener era un poco de paciencia.

Porque enardeciéndose los cuarenta y siete italianos restantes

como era visible y audible que se enardecían, y sabiendo lo

que sabíamos acerca de las respectivas vidas de don Piero y de

Zamora, estábamos en condiciones de precisar los minutos que

tardaría Vicente en saber que su turno había llegado. Tan segu-

ros estábamos, que ya para ese entonces ni nos acordábamos

de seguir � ngiendo aquel sufrimiento que si no hubiera sido

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porque era totalmente falso, habría sido completamente idén-

tico al sufrimiento real de los italianos. De manera que cuando

Zamora terminó de abordar las dos fragatas que sumadas a las tres anteriormente capturadas formaban las cinco obligatorias, se las arrendó a Vicente, que para eso, para arrendárselas, se le

había arrimado más alegre que unas pascuas. Entonces allá, en

el cuarto mar, y siempre con aquella gentileza, se trenzaron

Vicente y Palomino. Y cuando Vicente estuvo en la misma situa-

ción en que había estado Zamora una hora antes, fue Alvarado

el que le arrendó las cinco fragatas que Vicente bien sabía. En-tonces más allá, en el quinto mar, que ni el verde ni la sereni-

dad tenía que envidiarles a los otros cuatro mares, gentilmente

quedaron frente a frente Alvarado y Caruso. Lo que en ese mo-

mento lamentamos los que seguíamos inactivos en las sillas,

fue que el paraguayo Bayo, en lugar de haber trabajado catorce

horas por día a lo largo de treinta y cinco años, no hubiera tra-

bajado veinte. Porque si hubiera trabajado veinte, seguramente

habría podido ampliar el local, y si hubiera ampliado el local,

con cinco o seis años más de trabajo habría podido comprar

las nueve o diez mesas de casín que habrían hecho falta para

que todos pudiésemos arrendar, en el momento oportuno, las

cinco fragatas ítalo-argentinas que en ese instante estaban a la

altura de Alvarado. Pero como era un poco tarde para quejarse,

nos resignamos pronto. Y así, entre resignados y alegres, si bien

bastante más alegres que resignados, nos quedamos contem-

plando las cinco batallas que no eran más que cinco porque no

había más que cinco mares. Aunque tal vez de haber trabajado

el paraguayo Bayo las horas necesarias, realmente habría tirado

el tiempo por la borda. Porque apenas iba Alvarado por la sép-

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tima fragata que había sido de Caruso, cuando Antoñito, que

parecía ser el ministro de marina de los italianos y que había

perdido tantas fragatas que ni el propio Castrito llevaba ya la

cuenta, gritó de pronto:

–¡A casa, compatriotas! ¡A casa, que llueve! –gritó, manos

en alto.

No llovía, claro, qué iba a llover, pero lo mismo se fueron

retirando, primero Antoñito, después Berto, después don Piero,

después Palomino, después Caruso, y detrás de Caruso los cua-

renta y cinco que faltaban para sumar cincuenta. Salieron apu-

rados, seriotes, ni cacareando casi, y que los portazos sonaron,

y que los arranques, las primeras, las segundas y las terceras

fueron como lo habían sido en los últimos ocho meses y pico,

ni hablemos. Pero nosotros no escuchamos ni vimos nada, tan

ocupados estábamos festejando lo que en la vida habíamos te-

nido oportunidad de festejar. Estuvimos un largo rato festejan-

do, hasta que, aunque no todas las noches nos tocaba cenar,

advertimos que esa noche no habíamos cenado todavía. Enton-

ces, despacito, contentos y metiendo un ruido que los mismos

italianos razonablemente habrían llamado cacareo, empezamos

a salir rumbo al primer restaurante barato o caro que se abriera

en el camino. Velázquez había pensado llevar a unos cuantos en

el Fiat 1500 y verde jade de Berto. Pero tuvo que conformarse.

–¡Taxi! –llamó cuando salíamos.

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Un viaje en taxi

–País triste éste, país de farabutes, coimeros y ladrones, usted lo vio a ese tipo, esperaba el Ford Falcon, el Mercedes era poca cosa para él, por eso me le vine derecho a usted, sin arrimarme si-quiera, porque si me le arrimo y dice que no, lo tengo que mandar a buscar a la madre y ya bastantes líos tiene uno en esta ciudad de locos como para enfermarse en cada esquina con tan-to farabute que anda a pie y sueña con que lo vean adentro de un Ford Falcon, dígame quién lo va a saber si es de noche, pero no importa, lo mismo el tipo espera el Ford Falcon o el Rambler o el Valiant y no elige el color porque ahora todos parecemos huevos fritos, que si no lo elegiría, pierda cuidado, parece in-creíble pero es así, déme la razón, dígame si no hay que ser fa-rabute o farabute y medio, y uno los conoce de lejos, basta una relojeada para saber que el tipo o la tipa o la parejita esperan el Ford Falcon o el Rambler, en su casa no tienen ni para papel

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higiénico pero en la calle quieren un Ford Falcon, usted no se

imagina lo que se aprende en diecisiete años manejando un taxi,

son como tres vidas de cualquiera, se lo aseguro, uno no falla, se

hacen los estúpidos cuando uno les pasa al lado y después uno

ve por el espejito que paran el Ford Falcon que venía atrás, usted

los está viendo como yo, sentados en el Ford Falcon con las ga-

nas de ser los dueños, pero qué van a ser, farabutes nacen y fara-

butes mueren, póngale la ' rma, como si el Mercedes fuera un

Citroën, o un Renault, métase adentro de un Renault y después

estire las piernas si puede, y encima un Mercedes como éste,

dígame si parece que tuviera ya un millón de kilómetros, toque,

hágame el favor, no tenga miedo, pase la mano y dígame si en-

cuentra una rajadura en el tapizado o un montoncito de tierra,

qué va a encontrar si yo mismo lo cuido, nadie sabe el tiempo y

la plata que me lleva mantenerlo así, pero yo contento, si uno es

un tipo limpio no puede pasarse todo el día manejando un co-

che que huela como los baños de la estación de ómnibus, usted

me entiende pero vaya a hacérselo entender a los farabutes que

esperan el Ford Falcon, y además llega seguro, porque a cuaren-

ta kilómetros en el Mercedes usted llega a su casa sano y salvo,

piense si no es importante llegar sano y salvo en esta ciudad en

la que hay más locos que cuerdos conduciendo autos, vea cómo

maneja ése que va adelante, si no es como para matarlo, para no

hablar de las mujeres, mejor dejarlas pasar, hágales entender le

decía que a sesenta o setenta kilómetros en un Ford Falcon lo

más fácil es que en lugar de ir a su casa vayan a parar al hospital,

y no escarmientan, todos los días alguno se hace torta contra

una columna o contra un árbol, pero lo mismo los siguen espe-

rando, que reviente, eso digo cuando veo que alguno de esos

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farabutes termina con un pedazo de � erro metido en la sesera,

eso les digo, esperen el Ford Falcon farabutes, como les decía el

viejito del Plymouth hace ya una punta de años, porque la cosa

no es de ahora, no se va a creer, empezó por el cincuentiuno,

cuando llegaron aquellos Chevrolets de líneas largas que causa-

ron sensación, no sé si se acuerda, aquí había puros coches de

antes de la guerra y de pronto llegaron aquellos Chevrolets que

parecían una pintura, ni le cuento la coima que tuvieron que

pagar los que los consiguieron pero eso es otra cosa, había tipos

que esperaban hasta una hora que pasara un Chevrolet cincuen-

tiuno, si daba ganas de putearlos, el trabajo escaseaba y encima

uno tenía que aguantarse a esos farabutes que se plantaban una

hora en una esquina esperando un Chevrolet, tipos que no te-

nían dónde caerse muertos pero que se gastaban tres pesos para

que los vieran sentados en el asiento trasero de uno de esos

Chevrolets, o a lo mejor no los veían, pero el asunto era tomar

un Chevrolet, palabra que era así, en aquel tiempo yo trabajaba

un Ford treintiséis que andaba como un reloj, no le miento si le

digo que sacando la pinta nada tenía que envidiarle al Chevrolet,

pero lo mismo había que rodarla todo el día para conseguir

media docena de viajes, dígame si era vida, después hablan de

que este país tiene cura, qué va a tener mientras no venga al-

guien que les dé duro y a la cabeza, había que caminarla con

esos Chevrolets que le robaban a uno el trabajo a cinco cuadras

de distancia, menos cuando llovía, porque cuando llovía no

quedaba ni uno afuera, también eran rápidos para eso, para dis-

pararle al agua, apenas caían tres gotas se metían adentro los

cretinos y sólo quedaban los taxis viejos hundiéndose hasta las

verijas en los baches y en las calles sin luz, dígame cuándo va-

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mos a tener una ciudad como la gente, y eso les decía el viejito,

un viejito que andaba al volante de un Plymouth treintisiete, un

coche grandote y bastante trajinado pero que funcionaba, qué

querían después de todo, aquí todos quieren lo mejor, lo que no

quieren es pagarlo, el viejito salía a trabajar aunque se viniera el

mundo abajo y así entraba en el centro, con un farol iluminando

la bandera alta y despacito como si hubiera estado des# lando,

no le exagero, era famoso en el gremio, y cuando la gente corría

hacia el Plymouth entre la lluvia y los charcos aceleraba, pero

antes de acelerar les gritaba agarren el Chevrolet cincuentiuno

que viene atrás, eso les gritaba y ya puede imaginarse el ademán

que les hacía con los brazos, lindo el viejo, se fundió creo pero

gustos son gustos, si hubiera muchos como ese viejo este país

sería distinto, andaría como tiene que andar un país y no como

cualquier cosa, porque eso somos, cualquier cosa a la que no le

queda más que el nombre, el himno y la bandera, país de fara-

butes y coimeros, vaya novedad lo que voy a decirle, pero si

usted paga la coima consigue lo imposible y si no la paga no le

dan ni la hora, se lo digo con conocimiento de causa, uno ter-

mina diciendo qué se le va a hacer y paga, paga todo, la coima y

los impuestos, pero paga para qué yo le pregunto, paga para

seguir ganándose el puchero en este asco de ciudad, qué me

vienen a mí con lo de segunda ciudad de la república, de qué

segunda ciudad y de qué república me están hablando, a otro

perro con ese hueso que si de algo estamos llenos es de discur-

sos, yo por lo menos, no tenerlos una sola vez enfrente, quieren

que uno se trague el anzuelo y encima diga gracias y aplauda,

eso quieren, que uno diga viva viva cuando lo que uno tiene es

una ' or de puteada en la punta de la lengua, y así andamos, a

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veces a uno le dan ganas de vender el coche y mandarse a mudar

a cualquier parte, le aseguro que si fuera más joven lo haría,

irme a Estados Unidos, allá hay trabajo para todos y se gana

bien, hasta los obreros van a la fábrica en automóvil, y además

hay decencia, qué le parece, decencia, casi nada, no como aquí, dígame en qué otro lugar del mundo hay tantos ladrones como aquí, desde el almacenero de la esquina al presidente de la repú-

blica, porque a mí no me vengan con que este viejo es un santo,

demasiado hemos visto en este país los que tenemos más de

cuarenta años como para que quieran seguir vendiéndonos el

tranvía, por mí que lo rajen mañana mismo, traca traca los tan-

ques y chau, a Martín García, que le sea leve, él, los diputados,

los concejales y todos los otros que entre discursos y sonrisitas

desvalijan el país, ladrones de guantes blancos que viven aco-

modando amigos y parientes, total el pueblo paga, ojalá fueran

como los que asaltan bancos, ésos por lo menos arriesgan, se

juegan, tienen cojones, no sé si usted piensa como yo, pero yo,

que no le rezo a nadie, siempre rezo para que se escapen, son

mejores que los otros, que se la pasan viajando al extranjero con

todos los gastos pagos, linda hazaña, así cualquiera, dígame si

no hace falta alguien que los ponga en vereda, no hablo de Pe-

rón, Perón se puede quedar donde está y que le aproveche, ha-

blo de un tipo que venga y dé leña, leña y leña y ya vería usted

cómo se acaban los farabutes, los coimeros y los ladrones, y yo

sería el primero en ayudarlo a repartir, porque si no hasta cuán-

do, dígame amigo hasta cuándo vamos a seguir dándole lástima

al mundo, porque eso damos, lástima, un país rico como éste,

aquí usted echa una semilla y al mes tiene un árbol más grande

que una casa, vaya al campo y abúrrase de contar vacas, dígame

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entonces si hay derecho a que vivamos como tenemos que vivir

y si no es hora de que nos pongamos a trabajar en serio, pero en

serio, nada de hacer sebo ni de tirarse el faltazo, vea si no el fe-

rrocarril, una vergüenza, y al que no trabaje duro y a la cabeza,

sin asco, llega el momento en que a uno se le acaba la paciencia

y tiene ganas de bajar del taxi y empezar a los tiros, palabra, yo

le decía el ferrocarril, dónde se ha visto, cómo es posible que

todo el país tenga que aguantarlos, y con los sueldos que ganan,

no estar yo allí con un poco de autoridad, ya verían, y no le pido

dos años, déme diez minutos y se lo arreglo, se lo arreglo volan-

do, pero qué va a arreglar este viejo, este viejo no arregla nada,

eso es lo que va a hacer, hundirnos del todo, más de lo que es-

tamos, no me deje mentir, apenas usted se da vuelta y ya alguien

le está sacando la cartera, qué me vienen a mí, cómo no se va a

hacer uno mala sangre, cómo no va a vivir uno haciéndose mala

sangre si uno se levanta y

–Pasando la esquina, la tercera puerta a la derecha –dijo el

pasajero.

El taxi se arrimó lentamente al cordón y se detuvo.

–En � n, así es la cosa –dijo el taximetrista y con una lin-

ternita iluminó fugazmente el marcador del reloj–. Son ciento

veinticinco pesos.

El pasajero se quedó quieto, como esperando algo.

–Ciento veinticinco pesos –repitió el taximetrista, mirándolo.

–Creo que se equivoca –dijo el pasajero–. Fíjese bien.  

–Qué me voy a equivocar –dijo el taximetrista–. Es lo que

marca.

–Sin embargo, creo que se equivoca –dijo el pasajero–. Há-

game el favor de � jarse de nuevo. Yo también quiero ver.  

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–Me está haciendo perder tiempo –dijo el taximetrista–.

Son ciento veinticinco pesos.

–Estoy esperando que vuelva a " jarse –insistió el pasajero.

–Cuando yo digo que hay días... –dijo el taximetrista y vol-

vió a encender la linternita–. ¡Caracho, tiene razón! –exclamó,

y giró hacia el pasajero con una sonrisa que la oscuridad tornó

grotesca–. Son cien pesos justos. Al mejor cazador se le escapa

la liebre.

El pasajero le alargó un billete y empezó a bajar.

–No se haga problemas –dijo–. Buenas noches.

–Buenas –dijo el taximetrista.

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Vernissage

El hombre se le acerca con una sonrisa tan abierta, como un

viejo amigo le tiende la mano y así le aprisiona la suya al mismo

tiempo que dice Morales, cómo le va  Morales, tantos años, que

Morales comprende que es imposible confesarle a ese hombre

que no recuerda quién es, imposible se repite a la vez que en

voz alta dice mucho gusto, cómo está y piensa esa maldita pru-

dencia, ese maldito temor de herir a alguien y sonríe mientras

el apretón sigue y él se entera de que el otro lo hacía todavía en

Buenos Aires, ¿siempre pinta, no?, todo un valor ya en aquellos

años agrega y entonces Morales se dice que la comedia debe

continuar, que está obligado a seguir representando el juego de

la sonrisa ambigua, la expresión atenta y las respuestas evasivas,

una vez más se repite en tanto trata de precisar en qué reco-

do del tiempo se le puede haber perdido esa cara, dónde se le

pueden haber caído para siempre esos ojos redondos, esa nariz

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grande, esos bigotes negros y bien cuidados que dejan pasar

palabras que lo llevan hacia atrás, a otros años con lugares y

gentes que existieron, sí, sí dice con el temor de que en pocos

segundos más la situación empiece a tornarse insoportable, de que el juego se quiebre como un cristal, un error y habrá que

inventar cualquier explicación, tremendo piensa y dice algo he expuesto, no, aquí no, en Buenos Aires aclara mientras disimu-

ladamente comienza a buscar un asidero, una excusa, algo o

alguien que venga y lo rescate, ah con razón dice el otro, habría

sido imperdonable que se me hubiera escapado una exposición

tan importante como la suya, así sí a% rma y Morales se escucha

decir claro claro en tanto vuelve a tomar conciencia del cuadro

que parece dominar la sala desde el centro mismo de la pared

de enfrente, un poco a la izquierda del hombre, esa gran man-

cha negra que se expande hacia el marco y remata en verde

claro, en amarillo, una víscera reventada, simboliza lo trágico que lleva adentro el ser humano, pero fíjese que arriba se abre la esperanza le había dicho María Fernanda al periodista, y es como si la hubiera llamado porque entonces la ve, un racimo de gente se desgrana y ella se le muestra junto al crítico de arte y conversando con una pareja, la ve sonreír y % rmar el catálogo

y siempre sonriendo devolvérselo a la mujer, si me mira la lla-

mo piensa pero ella no mira, se aleja ya, desde más allá la recla-

man y ella acude dejándolo solo, me deja solo piensa y vuelve

ávidamente a esa cara que sigue hablando de aquellos años para

intentar arrancar de la sombra el momento del pasado en que

pudo haberse cruzado con la suya, cuándo hubo entre ellas

palabras, humo de cigarrillo, silencio, copas, pero de dónde

siquiera sabiendo sin embargo que esa cara se convertirá en un

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nombre en cualquier instante de cualquier día menos en ése, o

nunca tal vez y el cigarrillo que enciende lo salva de esos ojos

que pueden descubrir por sí mismos lo que él no supo decir al

principio, y el tipo sabe tanto, porque sabe, recuerda cosas que

él también recuerda ahora, lo que no recuerda es que las hayan

vivido juntos, algún amigo de Trejo, seguramente eso, uno de

los tantos amigos que Trejo traía y llevaba piensa e intenta con-

centrarse en lo que el otro está diciendo, verdad que andaban

hasta muy tarde por los bares del centro está diciendo, linda

vida se acuerda pero años bravos aquéllos, menos mal que pa-

saron, Fernández mismo y Morales vuelve a verlo a Fernández

ya en libertad pero con los moretones, como anillos, circun-

dándole los ojos, Fernández vuelve así y cuenta y es otra vez

la tristeza, el dolor, la indignación, sí, menos mal que pasaron

responde y por allí anda de nuevo María Fernanda con el Camel

entre los dedos y libando en el murmullo y alimentándolo a

la vez, María Fernanda que con sólo acercarse puede salvar-

lo del peligro siempre inminente, ese peligro que lo amenaza

agazapado detrás de cada palabra que el otro pronuncia, mil

nueve cincuenta y cuatro está doce años atrás y a medio metro

de distancia pero él no ubica esa cara ni tiene nombres que lo

orienten, qué hago aquí se dice y permiso me buscan va a decir

pero es el otro el que habla, pasaron sí, pero hasta por ahí no-

más, cómo ve la cosa, uno está tan confundido, esto es fascis-

mo, fascismo puro, no sé cómo lo ve usted dice el otro bajando

la voz y echándose levemente hacia adelante en tanto Morales

piensa que otra vez, cuántos años hacía que la gente no bajaba

la voz y miraba cautelosamente a los costados, tal vez él mismo

lo ha hecho casi sin darse cuenta, será posible pero no y tiene

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otra vez veinticinco años y el alto funcionario se inclina sobre el escritorio y baja la voz para decirle pero si yo también joven

estoy contra esto, créame, pero qué se le va a hacer, hay que vi-

vir, algo como una ola viene y lo hiere a fondo, es un agobio lo

que cae y arrasa con el murmullo, la risa de María Fernanda y

las vísceras negras, amarillas y verdes que desde las paredes ex-

presan la visión trágica que de la vida tienen las bien cuidadas

manos de María Fernanda, hasta cuándo dice en voz alta, hasta

cuándo repite y piensa en Miguel aunque no sabe si no son las

palabras del otro las que lo han llevado hasta Miguel, porque

es de Miguel de quien se está acordando ahora, tipo de agallas

su amigo Ferrando dice, lo tengo bien presente, se jugó entero

en aquellos años difíciles, daba gusto escucharlo, un gallo en la

pelea y la cara se le pone seria, grave mientras Morales piensa

pero quién, de dónde y dice es el de siempre, hay hombres que

luchan siempre, que nacieron para luchar repite y lo mira al

otro que dice sí, qué placer volver a encontrarlo, un muchacho

admirable, ¿ustedes se siguen viendo no? dice mientras aquí y

allá estallan los relámpagos del & ash y eso es su' ciente para que

Morales sepa que por allí anda María Fernanda girando y son-

riendo entre el murmullo, los elogios y las copas de vermut, sí

dice entonces, sí como siempre y la ve venir a María Fernanda,

María Fernanda viene y le sonríe y pasa de largo sin que él la

llame, pero qué hago aquí piensa y agrega anoche casualmente

nos vimos, ¿anoche? pregunta el otro y sí anoche dice él y se

calla porque hay algo raro en la mirada del hombre, una cosa

huidiza que repele como una víbora y en eso está pensando

súbitamente atento cuando el otro hace la seña, un golpe hacia

un lado con la cabeza y un desconocido se acerca, también cor-

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pulento y de negro se acerca y algo murmura, algo que él no

entiende aunque es a él a quien se dirige y no al otro que tam-

bién lo está mirando, dos caras idénticas aunque es una sola la

que repite le conviene no armar escándalo, acompáñenos, salga

con nosotros, no le va a pasar nada, vamos acompáñenos mien-

tras la mano muestra una chapa plateada que la misma mano

rápidamente escamotea como jugando, pero no juega, Morales

sabe que no juega y entonces empieza a comprender, doloro-

samente empieza a comprender que se lo llevan en tanto sigue

allí con el corazón golpeándole furiosamente en las sienes y

Miguel y su fervor y sus papeles que le vienen de adentro se le

mezclan con María Fernanda sonriente que evoluciona como

una abeja y con la gente que va y viene y se agrupa y vuelve a

separarse bajo una nube de humo y de luz, y algo así como los

dos planos antagónicos en que suele moverse la vida se le aclara

de pronto en la conciencia pero ya lo empujan, advierte que los

dos tipos de negro e igualmente serios lo empujan hacia afuera

casi con delicadeza, suavemente lo topan y entonces � anquea-

do por los dos hombres a los que no mira da la espalda a la luz

y al murmullo y comienza a salir caminando despacio, camina

despacio pero ya es el vestíbulo desierto y mal iluminado, ya

es la puerta y ya la calle, la noche afuera y adentro y el silencio

mientras sigue pensando otra vez, hasta cuándo.                  

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Composición de lugar

Por qué no, dejaría pasar un par de días e iría a verlo, te acordás

del negro Gurruchaga le diría, el negro Gurruchaga puede ser,

quién mejor que él, ya en el sesentidós anduvo cerca, algún

puesto alto habrá ocupado nada más que yo no supe dónde,

todavía me acuerdo cuando lo vimos en el noticiario, yo ya ha-

bía leído su nombre en el diario y se lo había dicho a Raquel

pero Raquel dijo vos te creés que hay un solo Leonardo Gurru-

chaga en todo el mundo, por qué no puede ser le dije yo, por-

que es amigo mío y estábamos ese domingo en el cine cuando

apareció en el noticiario, alguien prestaba juramento, era un

ministro y él estaba allí a tres metros, bastante más gordo y ade-

más medio pelado y con lentes, qué tiene que ver, yo también

he cambiado en diecisiete años, miraba como de reojo, ahí está

el negro Gurruchaga le dije a Raquel, miralo, habré levantado la

voz porque un tipo se dio vuelta y miró, pero Raquel no pudo

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ubicarlo, fue todo tan rápido, ha visto que era él el del diario le

dije bajito y después a la salida volví a contarle la historia del

negro, ella ya la conocía pero lo mismo volví a contársela, estaba

nervioso, ya lo veía no sé en qué puesto y hablando conmigo y

diciéndome y bueno qué te gusta, elegí, vamos viejo para algo

fuiste más que un hermano cuando yo no era nadie, con la ex-

citación me había olvidado de que para Raquel el negro era algo

así como la peste, si me habrá dicho todavía te juntás con ese

vago, seguramente fue por eso que me dijo qué se va a acordar

de vos, estos tipos cuando llegan arriba no se acuerdan de nadie

y entonces le dije vos siempre la misma, cómo no se va a acor-

dar, si habrá comido en casa, éramos inseparables, hasta mis

trajes se ponía cuando tenía alguna � esta, eso era lo que menos

le gustaba a mamá, tampoco a mamá le caía bien el negro, tiene

cara de malandrín me decía a cada rato y yo me reía y la hacía

reír pero sabía que seguía pensando lo mismo, pobre vieja, si

viviera, las madres son así, lo que pasa es que vos no creés en

nadie le dije y me enojé, estuvimos dos días sin hablarnos, nun-

ca había pasado eso, la verdad es que el nombre del negro no

volvió a aparecer en ningún diario pero que a algún puesto alto

fue me juego la cabeza, no todos los que ocupan esos cargos

tienen por qué aparecer en los diarios, un tipo que está a tres

metros de un ministro que presta juramento no puede ser un

cualquiera, yo debí haber viajado a Buenos Aires y averiguar, me

quedé lo más cómodo en casa mientras los demás, hay que ser

infeliz, una vez sí pero dos no, tengo que estar atento y apenas

el negro aparezca largarme adonde sea y encontrarlo, no puede

ser que el negro no ande cerca, basta que uno se arrime una vez

a una de estas revoluciones para que lo tengan en cuenta en to-

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das, este país siempre fue así, dónde andaba, ah sí, cómo no te

vas a acordar Bravo le diría, porque es capaz de no acordarse del

negro, el negro Gurruchaga le diría, vos lo viste algunas veces

en casa allá por el cuarentinueve, después se fue a Buenos Aires,

hacé memoria, un tipo macanudo y derecho como pocos, estoy

seguro de que apenas veás la fotografía lo ubicás, y bueno viejo

lo nombran ministro, ministro en la provincia qué te parece,

eso sería lo mejor, lo más directo, ministro en la provincia,

aunque ya se sabe que estos peces gordos estén donde estén

cortan y pinchan que da miedo, una tarjeta o un golpe de telé-

fono y a uno se le abren las puertas como por arte de magia,

pero lo mismo eso sería lo mejor, ministro aquí en la provincia,

y por qué no, provincia jugosa Santa Fe, plata por donde se

busque, más de uno si pudiera, y para esto vine a verte Bravo le

diría, porque yo creo viejo que a esta revolución hay que po-

nerle el hombro, lisa y llanamente ponerle el hombro a fondo,

vos sabés tan bien como yo que así no podíamos seguir, hace

veinte años que venimos dando tumbos y bastante culpables

somos los civiles como para asombrarnos de que al & n los mi-litares agarren la manija, porque esta vez la cosa se viene en serio y está bien que sea así, qué querés que te diga le diría, vos

sabés muy bien cómo pienso yo, si nos habremos jugado jun-

tos en la época de Perón por defender la libertad y la democra-

cia, te imaginás que no renuncio a esas ideas pero a grandes

males grandes remedios le diría, ésta es la última oportunidad

que tiene el país, la última, si esto fracasa despedite, despidá-

monos, por eso ha llegado el momento de que la gente sana

asuma su responsabilidad, linda frase ésa, recordarla, y así es

viejo le diría, no se trata más que de una cuestión de responsa-

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bilidad, de no eludirla, cuántos años llevamos nosotros y estoy

pensando en vos, en mí, en Ratti, en Saldaña por ejemplo ha-

ciendo nada más que votar como si con nuestros votos se hu-

biera arreglado el más pequeño de los problemas, ceros a la

izquierda viejo, convencete, eso hemos sido aunque no nos

guste, yo sé que esto no es lo ideal, no me engaño, qué me voy

a engañar pero por lo menos aquí hay una posibilidad y a eso

iba Bravo le diría, te lo digo a vos y te pido la reserva del caso,

pero si el negro Gurruchaga me llama porque me necesita, voy

a acudir y me voy a poner a su entera disposición, y a quién

decime va a recurrir el negro Gurruchaga si no a los viejos ami-

gos que dejó aquí cuando se fue a Buenos Aires, y bien que

podría ocurrir, por qué no, llego a casa un mediodía y Raquel

que me dice te llamó el negro Gurruchaga, estuvo muy amable,

me pidió que lo llamaras, va a estar toda la tarde en su despa-

cho, ahí tenés el número, qué te dije le digo yo, cómo no se iba

a acordar, éramos como hermanos, tendría que decirme vos

siempre tenés razón pero qué va, más terca que una mula, en-

tonces lo llamo a eso de las cinco, buena hora las cinco, tal vez

un poco antes, negro cómo te va le digo, Ricardo, hola viejo me

dice, tanto tiempo caracho, parece mentira, cómo andás, quie-

ro verte, venite y después cenamos juntos, yo tengo otro plan

le digo, te propongo que cenemos en casa, Raquel siempre se

acuerda con cariño de vos, hombre, encantado me dice pero

que por favor Raquel no se ponga en problemas y yo para Ra-

quel será un placer, bueno considerame invitado me dice pero

venite ya, tengo suma urgencia en hablar con vos, anunciate y

pasá, el auto tendría que estar listo, ya lo habría hecho lavar, de

la una a las cinco me sobraría tiempo y entonces voy y apenas

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me anuncio el ordenanza me dice, el ordenanza no, el secreta-

rio, pase doctor el doctor Gurruchaga lo está esperando, entro

y viene hacia mí, nos abrazamos, un abrazo largo, silencioso,

qué decís hermano qué decís me dice después, para vos no pa-

san los años, sentate sentate, en aquel tiempo fumaba mucho, yo

habría comprado importados, y bueno aquí me tenés me dice,

de vuelta pero mirá con qué responsabilidad, no puedo menos

que felicitarte le digo yo, ésta es una hora decisiva para el país y

cada uno debe y él se echa hacia atrás en el sillón sonriendo, no

te imaginás cómo me alegra escucharte hablar así me dice, debí

suponerlo, desde que supe que me nombraban ministro no he

dejado de pensar en vos, me expreso mal perdoname, en vos he

pensado muchas veces, no en vano fuimos y yo quiero inte-

rrumpirlo pero él dice dejame hablar Ricardo, no te estoy ha-

ciendo un cumplido, nos hace falta gente capaz y de con& anza,

vos sos el primero que llamo, quiero tenerte cerca, por supuesto

en un cargo importante y bien pagado, no tendría que demorar-

lo demasiado, ya se sabe cómo vive esa gente, en cierto momen-

to le digo contá conmigo incondicionalmente negro pero ahora

no quiero robarte más tiempo, supongo que estarás sobrecarga-

do de trabajo, abrumador Ricardo dice él pero no nos separe-

mos, quedate por aquí, en una hora liquido lo más urgente y

salimos, Raquel estaría esperando el llamado, se merecería una

lección, e1 negro debe haberse casado, de cualquier manera

tendría que preguntarle, y después en casa mientras tomamos

una copa el negro le dice a Raquel le voy a dar una noticia que

espero le agrade Raquel, Ricardo va a empezar a trabajar a mi

lado, así va a dar gusto trabajar y Raquel dice no me lo consien-

ta doctor, no me diga doctor Raquel, usted no y yo que me río

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y digo el negro no es de los que cambian Raquel y entonces él

se ríe y me dice tenés una linda familia Ricardo y mirándolo a

Marcelo agrega pedazo de muchacho, también en él pensare-

mos para más adelante, por lo menos para que se pague los es-

tudios, qué negro éste dice Raquel radiante y oh perdón doctor

exclama ruborizada y el negro que dice pero por qué Raquel,

está muy bien así, como antes, a Claudia y a Alejandro los ten-

dría Raquel, cuanto menos ruido mejor, y Raquel habría prepa-

rado una buena cena, cuando quiere cocina como una reina, y

bien Ricardo me dice el negro después, todo está muy lindo

pero a ver si dejamos arreglada tu situación, mirá las posibilida-

des son muchas, los chicos estarían ya en la cama, no quiero

escuchar un solo ruido después de comer les habría dicho, las

posibilidades son muchas Ricardo me dice el negro pero en

principio están ésta, ésta y ésta, estaríamos en la sala tomando

un whisky, ambiente adecuado el de la sala, invita a conversar,

entonces yo le digo vos bien sabés negro que yo nunca me he

movido por el dinero, no puedo quejarme, me ha ido bastante

bien en la profesión pero si no me ha ido como a otros es por-

que he elegido el camino recto, en última instancia el problema

más grave que aqueja al país es un problema de carácter moral,

vos pensarás vaya novedad pero por ahí hay que empezar y des-

pués lo otro vendrá solo, ése es el verdadero cáncer que corroe,

no, que roe al país, pero si es lo mismo, que mina sus funda-

mentos soluciona todo, sobre eso podría hablar una hora, en � n

ya veríamos, lo que quiero a mis cuarentidós años le digo es

precisamente ponerme al servicio del país, poner mis conoci-

mientos y mi experiencia al servicio de esta tarea impostergable,

tarea impostergable no, grandilocuente para la intimidad, hay

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que pensar en todo, por eso decime vos negro dónde puedo ser

más útil y allí estaré yo pagando una vieja deuda que tengo con

el país, claro que hoy una familia como la mía le digo, y no te

hablo más que de un vivir decoroso, no se mantiene con mil

pesos y entonces él levanta una mano y me dice pero por su-

puesto Ricardo, en ese sentido toda explicación es super& ua,

partamos de la base de que el cargo de jerarquía que te ofrezco

lleva aparejado un sueldo, lo de sueldo abarata la cosa, mejor

una remuneración, una remuneración de idéntica jerarquía, ése

es casualmente uno de nuestros primeros objetivos, jerarquizar

lo que por razones demasiado conocidas está totalmente desje-

rarquizado, además podés tener la plena seguridad de que con

esto no se te cierra ningún camino sino que por el contrario,

difícil que de entrada se meta en este tema, con el tiempo tal

vez, nunca fue sonso el negro, más vivo que yo y después cuan-

do lo llevo hasta el hotel en el auto me dice lindo cochecito y yo

digo justamente estoy a punto de cambiarlo, ahora que pienso

de qué se habrá recibido el negro, porque aquella vez en el dia-

rio decía doctor Leonardo Gurruchaga, tiene que ser abogado,

en aquel tiempo estudiaba procuración pero cuando se fue ha-

bía rendido nada más que una materia o dos, no es asunto que

me incumba, entonces lo dejo en la puerta del hotel y me dice

así quedamos, mañana a las diez y yo le digo a las diez en punto

estoy por allá y él quiero que el gobernador te conozca, todo va

a ir como sobre ruedas, tengo de él las mejores referencias le

digo y me quedo ahí hasta que él entra, todavía me saluda desde

el vestíbulo y yo disparo a casa porque Raquel me estaría espe-

rando, y cómo te fue me dice apenas entro y entonces yo le

cuento, le cuento todo, la charla en la sala y en el auto, hasta la

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despedida, cómo está de cambiado el negro me dice ella, un caballero, pasa de un extremo al otro como todas las mujeres, locas, no negués que te hice quedar bien y yo estuviste muy

bien, todo muy rico, manjares y después nos quedamos conver-

sando, no mucho porque a la mañana tendría que estar fresco,

descansado, es sabido lo que vale la primera impresión, y a las

diez en punto estoy allá y el negro viene hacia mí sonriendo y

me abraza, qué mano tiene tu mujer para la cocina Ricardo dice,

admirable y yo le digo me alegro de que te haya gustado negro,

una cena en familia nada más, gracias Ricardo me dice, son ésas

las cosas que no se pagan con nada, ahora pasemos, el goberna-

dor nos está esperando, no sería el que está ahora, al principio

son siempre generales pero después vienen otros, lo mismo da,

señor gobernador aquí le traigo al hombre del que le hablé dice

el negro, ah es usted dice el gobernador, el mayor placer, efecti-

vamente sé por el doctor Gurruchaga que no sólo es usted una

persona capaz sino que además está plenamente consustanciado

con los patrióticos objetivos de esta revolución, esto también

podría decirlo el negro, no sólo se trata de un gran amigo de la

juventud sino a la vez de una persona altamente capaz y plena-

mente consustanciada, más lógico, y bien cuándo asume le pre-

gunta el gobernador al negro, mañana dice el negro, mañana

mismo y el gobernador � je la hora doctor Gurruchaga y allí

estaremos todos, déjelo en mis manos señor gobernador dice el

negro satisfecho, mucho gusto doctor me dice el gobernador, el

gusto ha sido mío le digo y ya afuera el negro me dice le caíste

muy bien, te lo digo yo que lo conozco hace años, mirá que es

un tipo que no suelta prenda pero con vos parecía otro, ahora

mismo hago preparar el decreto y mañana asumís, estás conten-

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to y yo quiero que tengás negro la absoluta seguridad de que no

te voy a defraudar, por la tarde pensaría un buen discurso, no muy largo, tres páginas bien escritas alcanzan y sobran, sería

mejor decirlo, leer siempre quita espontaneidad pero a ver si me

olvido, se los leería a Raquel y a Marcelo, conviene ensayarse,

siéntense aquí y escuchen, pronunciación clara, un tono persua-

sivo y a la vez enérgico, te los vas a meter en el bolsillo me dice

Raquel y entonces a la mañana después de jurar lo leo, a ver,

Excelentísimo señor gobernador, señor ministro de gobierno,

señores: el cargo con el que se me acaba de honrar comporta

para mí, hombre formado en la lógica y el rigor de las discipli-

nas jurídicas, una responsabilidad que me enorgullece. En esta

hora irrepetible de nuestra historia todas las tareas, sin distin-

ción de jerarquía, adquieren una importancia irrefragable, no

irrefragable no, irrepetible irrefragable suena para el diablo, vital

sí, una importancia vital. Errores que no es del caso analizar

ahora, pero de los que todos somos conscientes, han determina-

do que nuestro país, al que la providencia generosamente dotó

de riquezas sin par a � n de que esta tierra fuera por siempre el

reino de la abundancia y de la dicha, se halle hoy, demasiado

largo, me pierdo. Lo que está en juego es nada menos que el

propio futuro de este país al que la providencia dotó generosa-

mente de riquezas sin par. No es este momento para indecisos

ni para tímidos. Es nuestro deber insoslayable empuñar con

mano férrea el timón, timón tampoco, lo usa todo el mundo, en

� n yo enfocaría el tema de la crisis moral. Debemos regresar

señores a las virtudes que hicieron grande y próspera a nuestra

patria. Durante demasiado tiempo nos hemos dejado llevar, he-

mos sido instrumentos de la ambición desmedida, de la pasión

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destructiva y por lo tanto antisocial. El desafío de los tiempos

que corremos adquiere carácter de coyuntura de hierro, de hie-rro, qué más. O damos el gran salto que nos está exigiendo la

hora mundial que nos toca vivir o nos condenamos a. En este

sentido señores, comprometo ante vosotros, humildemente

pero con � rmeza, todas mis fuerzas, mis energías guiado por, el

� nal habría que pensarlo muy bien, un broche de oro y mien-

tras me aplauden el gobernador me dice realmente doctor pala-

bras ejemplares, ha interpretado usted mi propio sentimiento,

el negro está también y sonríe, con un ministro como el doctor

Gurruchaga hay que apuntar alto o no decir nada señor gober-

nador digo yo y la llamo a Raquel, mi esposa señor gobernador

y él dice a usted también debo felicitarla señora, habría que

verla a Raquel, le gusta más que a mí, me acuerdo aquella vez

cuando Marcelo terminó sexto grado y ella dijo el discurso en

nombre de las madres de los chicos, mejor que sepa actuar, peor

que fuera una gallina, y cómo duerme, pone la cabeza en la al-

mohada y ya está dormida, yo también antes era así, son las

preocupaciones, hay que ver la gente que vive tomando pastilli-

tas, volvamos, ese mismo día empiezo, me presentan al perso-

nal, cordial pero severo, in� exible sería mi norma, tal vez unas palabras fueran necesarias, nada tendrán que temer aquellos que ostenten un recto proceder, ésos no sólo encontrarán en mí al

superior jerárquico sino también al amigo, pero en cambio

aquellos, importante dar idea de aplomo, un despacho grande y

bien puesto ayuda a que uno se comporte de acuerdo con la

jerarquía, lo del sueldo estaría ya perfectamente arreglado, en

esos cargos es ridículo hablar de menos de cien mil aunque a

veces el sueldo es lo de menos, están las vinculaciones, los rega-

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los, las comisiones, todo esto viene solo y está bien porque si

uno bene� cia a alguien es justo que uno también obtenga un

bene� cio, ya hablaría con el negro acerca de esto, tiempo al

tiempo, pero yo estaba con Bravo, qué le estaba diciendo, ah sí,

y si a esta revolución viejo hay que ponerle el hombro, qué me-

jor oportunidad que ahora cuando justamente un amigo como

el negro Gurruchaga viene como ministro a la provincia le de-

cía, por eso apenas llegue a Santa Fe pienso viajar a verlo, te

imaginás el alegrón que le voy a dar, son casi veinte años, y por

qué no, entro en la casa de gobierno y cuando me preguntan de

parte de quién y yo les digo y ellos me preguntan tiene audien-

cia, no pero hágale llegar esta tarjeta por favor digo yo y enton-

ces pasa un minuto, se abre una puerta y el negro viene cami-

nando con los brazos extendidos hacia adelante, Ricardo dice,

qué alegrón, nos abrazamos y ya adentro me dice pero ni que te

hubiera llamado con el pensamiento, tenemos mucho que con-

versar, desde ya te adelanto que he pensado en vos para un alto

cargo que nos va a obligar a estar en contacto permanente, si

estás de acuerdo hoy mismo lo dejamos arreglado, el goberna-

dor ya está hablado de manera y esa noche cuando vuelvo a casa

le doy la noticia a Raquel, no te decía yo le digo y ella, pero el

asunto sería convencerlo a Bravo, si Bravo agarra Saldaña y Ratti

vienen volando, aunque esto va a durar años siempre es mejor

no entrar solo, nunca se sabe, pero qué no va a aceptar, todo

depende del cargo que le ofrezcan, y en � n Bravo le diría, no

estoy aquí para hablar solamente de mí, ir directamente al gra-

no, es lógico que el negro Gurruchaga va a necesitar un equipo

a nivel ministerial que lo ayude a poner en orden este desquicio,

y bueno le diría, si él me llega a consultar y si no me consulta es

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lo mismo, estarías de acuerdo con que yo dejara caer tu nombre

le preguntaría, te advierto que también he pensado en Ratti y en

Saldaña, es más mi idea es que si aceptás lo que te propongo

vayamos ahora mismo a verlos, claro que primero me asegura-

ría yo, si lo otro falla mala suerte, lo primero es lo primero, y si

llego a meter un pie que esto dure cuatro o cinco años y que

después me echen los galgos, qué Torino ni qué Torino como

quiere Marcelo, tampoco un piso de lujo frente al río como

anda pidiendo Raquel, todo eso puede ser pero después, lo con-

creto de entrada es un lindo campito por ahí para echarle unas

cuantas vacas, tanto darle vueltas a este país y al � n y al cabo lo

único seguro siguen siendo las vacas, y ya lo veo a Bravo dicién-

dome habría que conversar más a fondo pero en principio no

tengo ningún inconveniente, comparto tu análisis acerca de la

situación en que se encontraba el país, es un tanto penoso ter-

minar por reconocer que el quebranto del orden constitucional

era un mal necesario, está visto que la democracia no puede

funcionar cuando los valores están subvertidos, vamos si querés

a verlos a Ratti y a Saldaña, ya se habría puesto de pie, vamos en

mi coche diría, después volvemos, tenemos que seguir conver-

sando y yo aunque él me mirara como si estuviera loco empe-

zaría a reírme, me reiría como hace mucho que no lo hago, con

una risa despreocupada y abierta, francamente feliz.                    

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A partir de ahora

Ver todo el día desde las siete menos cuarto de la mañana como

si las siete menos cuarto fueran lo alto del tobogán y el mon-

toncito de arena que espera allá abajo fuera la cama a las once

de la noche. Se levantará, se calzará las sandalias, caminará has-

ta el baño, orinará, se mirará en el espejo, se pasará la mano por

la cara, buscará la afeitadora, se afeitará, se pasará la mano por

la cara, guardará la afeitadora, se lavará, se secará, se pondrá

desodorante, se peinará, volverá a la pieza, se agachará, abrirá

el cajón, sacará una camisa, a su espalda estará Laura, hola viejo

cómo dormiste le dirá, le alcanzará el mate, como un tronco

dirá, el mate quemará, lo tomará despacio, hablarán del calor

que se viene, cómo será enero si ya octubre es así dirá Laura, y

con esta humedad dirá, se pondrá la camisa, las medias, tomará

otro mate, es temprano dirá Laura, el pantalón, los zapatos, to-

mará otro mate, la corbata, ya voy vieja dirá, irá a la cocina,

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hola chicos dirá, buen día, hola papi dirá Adrianita, hola papá

dirá Carlitos, estudiaron preguntará, sí papi contestará Adriani-

ta, Carlitos nada, tomará otro mate, hojeará el diario, cada vez

trae menos dirá, los chicos se irán, el café se te enfría viejo dirá

Laura, dejará el diario, tomará el café con leche, comé algo vie-

jo dirá Laura, está bien dirá, volverá a la pieza, se pondrá el

saco, palpará las llaves, el pañuelo, la cartera, chau gritará, hasta

luego viejo dirá Laura, saldrá a la vereda, saludará a doña Elena,

qué tal Raimundo preguntará, acaba de irse contestará doña

Elena, caminará dos cuadras, esperará el ómnibus, vendrá lleno,

tendrá que empujar para subir, empujará, entrará, pisará, lo

pisarán, sacará el boleto, lo apretarán, rezongará, se acomodará,

verá las caras de siempre, leerá los cartelitos, se agachará, mira-

rá hacia afuera, verá autos, gente, puertas, balcones, negocios,

aguantará los barquinazos, lo empujarán, empujará, alguien

protestará, mirará al techo, hacia abajo, la corbata, las manos,

otra vez la corbata, tendrá calor, no llega nunca pensará, permi-

so permiso dirá alguien, varios después, el ómnibus empezará

a vaciarse, lo apretarán, lo pisarán, se sentará, se arreglará el

saco, mirará por la ventanilla, se levantará, se parará junto a la

puerta, tocará el timbre, bajará, caminará los treinta metros,

entrará, saludará, subirá, entrará, saludará, el reloj marcará las

ocho menos tres minutos, o las ocho clavadas, o las ocho y dos

minutos, dará la vuelta al escritorio, se sentará, arrimará la silla,

abrirá los cajones, sacará las carpetas, las apilará, revisará la de

arriba, hablará con Ojeda, qué se sabe del aumento preguntará

Ojeda, estoy como vos dirá, increíble dirá Ojeda, comentará

algún programa de televisión, se te vuela el tiempo dirá Ojeda,

revisará la segunda carpeta, la llamará a María Julia, señor dirá,

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le encargará la copia de la lista de clientes, le dará la carpeta,

María Julia se irá, le mirará las piernas, Ojeda también se las

mirará, se mirarán, Ojeda le guiñará un ojo, se sentará a la má-

quina, escribirá dos cartas, serán las nueve y veinte, o las y

media, irá a hablar con el subgerente, lo escuchará, anotará, sí

señor dirá, saldrá, se meterá en el baño, orinará, se lavará las

manos, volverá a la o� cina, comerá dos mediaslunas, tomará el

café, tenía el estómago vacío dirá Ojeda, yo también dirá, aten-

derá el teléfono, sí señor dirá, se parará, se sentará, ordenará el

archivo, atenderá el teléfono, sí señor dirá, se parará, controlará

el trabajo de María Julia, le mirará los brazos, las manos, el es-

cote, perfecto dirá, volverá, se sentará, atenderá el teléfono, se-

rán las once, o las once y diez, María Julia traerá las facturas,

gracias dirá, María Julia saldrá, le mirará las piernas, Ojeda le

guiñará un ojo, visará las facturas, hablará con sección ventas,

lo llamará el contador, lo escuchará, sí señor dirá, volverá, serán

las doce menos cuarto, o las menos diez, sacará las � chas de los

morosos, se las pasará a María Julia, la mirará, serán las doce

menos cinco, o las doce, cerrará las carpetas, abrirá los cajones,

las guardará, los cerrará, se parará, saludará, saldrá con Ojeda,

bajarán, saludarán, caminarán por la vereda de la sombra, qué

calor dirá Ojeda, bárbaro dirá, se pararán en la esquina, vendrá

el cincuenta y tres, Ojeda empujará para subir, subirá, chau le

dirá, chau dirá, vendrá el doscientos dieciocho, lo empujarán,

empujará, subirá, apretará, lo apretarán, entrará, sacará el bole-

to, apretará, pisará, se acomodará, transpirará, sacará el pañue-

lo, se secará la cara, guardará el pañuelo, leerá los cartelitos,

mirará al techo, al suelo, la corbata, las manos, otra vez la cor-

bata, las manos, los cartelitos, lo apretarán, cerrará los ojos,

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transpirará, aguantará los barquinazos, mirará hacia afuera,

verá el sol, autos que pasan, gente que cruza, no llega nunca

pensará, cerrará los ojos, mirará hacia afuera, ya estoy pensará,

empujará, pisará, perdón dirá, no mirará, llegará a la puerta,

tocará el timbre, bajará, se arreglará el saco, caminará pegado a

la pared, llegará a su casa, entrará bufando, hola dirá, hola viejo

dirá Laura, entrará en la pieza, se desvestirá, caminará hasta el

baño, se lavará, se secará, se pondrá el piyama, las sandalias, irá

a la cocina, le dará un beso a Laura, qué tal dirá, sin novedades

dirá Laura, se sentará, hojeará el diario, qué hay de comer pre-

guntará, sopa dirá Laura, cómo tardan los chicos dirá, doblará

el diario, lo pondrá en el revistero, algo habrá aumentado, con

quinientos pesos no se hace nada dirá Laura, es una vergüenza,

a todo el mundo le pasa lo mismo dirá, saldrá el tema de los

que tienen auto, y nosotros dirá Laura, discutirán, se escuchará

el portazo de Carlitos, la puerta nene gritará Laura, Carlitos

entrará silbando, hola dirá, aparecerá en camisa, estoy muerto

de hambre dirá, cortará un pedazo de pan, usá el cuchillo dirá

Laura, se escucharán los pasos de Adrianita, soy yo dirá Adria-

nita, apurate que papá quiere comer dirá Laura, sí mamá dirá

Adrianita, Laura servirá la sopa, Adrianita aparecerá cantando,

se pondrá seria, otra vez sopa rezongará, qué tiene de malo la

sopa dirá Laura, ufa mamá dirá Adrianita, hay que ver cómo se

ha puesto la mocosa dirá Laura, pero mamá dirá Adrianita, de-

cile que se calle le dirá Laura, bueno basta Adrianita dirá, cómo

te fue, bien papá dirá Adrianita, pasaste preguntará, sí en mate-

máticas, o en zoología, o en inglés contestará Adrianita, me fue

muy bien, a vos siempre te va muy bien saltará Carlitos, se pe-

learán, la hora de la comida es un in� erno dirá Laura, tu madre

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tiene razón le dirá a Carlitos, siempre la culpa la tengo yo se quejará Carlitos, los dos son buenos dirá, comerá en silencio, se parará, me tiro un rato dirá, andá nomás dirá Laura, caminará hasta el baño, irá de cuerpo, se lavará las manos, entrará en la

pieza, se acostará, dormirá media hora, se levantará, caminará

hasta el baño, se lavará la cara, se peinará, volverá a la pieza, se

vestirá, hasta luego dirá, chau viejo dirá Laura, hasta luego papá

dirá Adrianita, Carlitos andará por ahí, saldrá a la vereda, cruza-

rá la calle, caminará pegado a la pared, cruzará otra vez la calle,

esperará el ómnibus, vendrá lleno, tendrá que empujar para

subir, empujará, subirá, pisará, lo pisarán, sacará el boleto, lo

apretarán, apretará, se acomodará, verá las caras de siempre,

leerá los cartelitos, mirará al techo, se agachará, verá autos,

gente, vidrieras, el sol, lo empujarán, empujará, alguien protes-

tará, que se aguante pensará, cerrará los ojos, se morirá de ca-

lor, sacará el pañuelo, se secará la cara, no llega nunca pensará,

mirará al techo, al suelo, la corbata, las manos, los cartelitos, lo

apretarán, lo estrujarán, permiso permiso escuchará, lo pisarán,

se correrá, se sentará, mirará por la ventanilla, ya estoy dirá, se

parará, se bajará, caminará pegado a la pared, entrará, saludará,

subirá, entrará, saludará, el reloj marcará las tres menos dos

minutos, o las tres, dará la vuelta al escritorio, se sentará, arri-

mará la silla, abrirá los cajones, sacará las carpetas, buscará la de

cuentas corrientes, hablará con Ojeda, qué muerte este calor

dirá Ojeda, algo contestará, lo que hace falta es el aire acondi-

cionado dirá Ojeda, pero qué querés con éstos, la llamará a

María Julia, ponga al día esto y esto le dirá, sí señor dirá María

Julia, saldrá, le mirará las piernas, Ojeda le guiñará un ojo, ha-

blará por teléfono, se sentará a la máquina, preparará una cir-

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cular, lo llamará el subgerente, lo escuchará, sí señor dirá, vol-

verá a la o� cina, atenderá el teléfono, sí señor dirá, llamará al

cadete, despachá esto y esto le dirá, serán las cinco menos cuar-

to, o las cinco, se meterá en el baño, orinará, se lavará las ma-

nos, volverá, tomará el café, hablará con Ojeda, mirá que como

bien y sin embargo dirá Ojeda, nos pasa a todos dirá, atenderá

el teléfono, sí señor dirá, se parará, dará una vuelta, se sentará,

revisará los pedidos, hablará con sección ventas, archivará,

atenderá el teléfono, sí señor dirá, la llamará a María Julia, una

circular para los corredores dirá, o para la sucursal tal, sí señor

dirá María Julia, le mirará las manos, los brazos, el escote, Ma-

ría Julia saldrá, le mirará las piernas, Ojeda le guiñará un ojo,

atenderá el teléfono, tomará nota, hablará con sección ventas,

escribirá dos cartas, tres, cuatro, de mi mayor consideración

empezará, o muy señores nuestros, consultará al subgerente, sí

señor dirá, volverá, serán las seis y media, o las siete menos

cuarto, ordenará el trabajo, guardará las carpetas, cerrará los

cajones, ya es la hora dirá Ojeda, sí dirá, se parará, se arreglará

el saco, saludará, saldrá con Ojeda, bajarán, saludarán, camina-

rán, todavía hace calor dirá Ojeda, hasta la madrugada no re-

fresca dirá, llegarán al café al paso, entrarán, hoy pago yo dirá,

dos cafés le dirá a la rubia, le mirará los brazos, el escote, la

rubia le dará el vale, bien dirá, ahí nomás le dirá a Ojeda, se

apoyarán en el mármol, saludará a algún conocido, dará vuelta

el pocillo, echará el azúcar, se está poniendo feo el asunto dirá

Ojeda, un cuaderno para los chicos cuesta doscientos pesos, lo

peor es la carne dirá, la carne y todo dirá Ojeda, hablarán de los

precios, Ojeda se enojará, tratará de calmarlo, no me digás que

estos tipos dirá Ojeda, ahora dicen que en el sesentiocho, no

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grités dirá, mirará a los costados, algún día éste pensará, es que

te aseguro dirá Ojeda, tomarán el café, cómo anda el hígado

dirá, más o menos dirá Ojeda, anoche mismo, mirará a la ru-

bia, saludará a algún conocido, mirará a la rubia, Ojeda le pre-

guntará por las contabilidades, están al día dirá, cómo hacés

dirá Ojeda, yo con las mías, saldrán, llegarán a la esquina, do-

blarán, caminarán hasta la otra esquina, esperarán el ómnibus,

hasta mañana dirá, hasta mañana dirá Ojeda, o al revés, empu-

jará, lo empujarán, subirá, apretará, lo apretarán, sacará el bole-

to, lo pisarán, pisará, se acomodará, leerá los cartelitos, mirará

al techo, al suelo, se agachará, verá autos, gente, vidrieras, lo

empujarán, se mirará las manos, la corbata, las manos, se mo-

rirá de calor, cerrará los ojos, aguantará los barquinazos, no

llega nunca pensará, escuchará una discusión, mirará, que se

arreglen pensará, permiso permiso dirá alguien, lo apretarán,

se correrá, ya llego pensará, pedirá permiso, pasará, llegará a la

puerta, tocará el timbre, bajará, se arreglará el saco, caminará

despacio, llegará roto, entrará, los chicos estarán viendo televi-

sión, hola chicos dirá, hola papi contestará Adrianita, Carlitos

no sacará los ojos de la pantalla, Laura estará en la cocina, te

demoraste viejo le dirá, estuve con Ojeda dirá, irá a la pieza, se

desvestirá, caminará hasta el baño, se bañará, se pondrá el piya-

ma, las sandalias, se sentará a ver televisión, vení Laura dirá,

termino esto y voy dirá Laura, escuchará el informativo, Carli-

tos y Adrianita se pelearán, silencio chicos dirá, Laura vendrá,

se sentará a su lado, qué viene ahora preguntará, tal cosa dirá

Carlitos, verá un programa cómico, o uno musical, está la co-

mida preguntará, cuando quieran dirá Laura, Carlitos correrá el

televisor, se sentarán a comer, yo no sé cómo pueden comer

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viendo televisión dirá Laura, mirá que sos anticuada mamá se reirá Adrianita, cuando yo era chica no tenía tantos vicios dirá Laura, no discutás con los chicos vieja dirá, yo no sé adónde

vamos a ir a parar dirá Laura, Carlitos pedirá más carne, la carne

es un lujo dirá Laura, si hubieras comido los � deos, estoy hasta

aquí de � deos contestará Carlitos, no te digo dirá Laura, estu-

diaron preguntará, esperate papi dirá Adrianita, después, Carli-

tos se parará, adónde vas preguntará Laura, al sillón dirá Carli-

tos, yo no sé dirá Laura, se la pasan yendo de la puerta al sillón

y del sillón a la puerta, llamaste al cerrajero, o al plomero, o al

toldero preguntará, sí ése se cree que uno es millonario contes-

tará Laura, no te olvidés de pedir el supergas dirá, una tiene

tantas cosas en la cabeza contestará Laura, todavía falta pagar los

créditos dirá, no se acaba nunca contestará Laura, Ojeda está

que arde dirá, Laura empezará a recoger los platos, Adrianita

seguirá en la silla, vamos Adrianita dirá Laura, sí mamá dirá

Adrianita, no te duermas dirá Laura, vamos Adrianita dirá, se

parará, irá a lavarse las manos, dará una vuelta por la casa, va-

mos Adrianita dirá Laura, ya voy dirá Adrianita, vení a ver quién

canta, andá a ayudar a tu madre dirá, ufa papá dirá Adrianita, se

sentará a ver otro poco de televisión, Carlitos estará en el sillón,

es un buen chico pensará, está en la edad del pavo, tengo que

hablarlo, mañana, qué tal Carlitos dirá, bien papá dirá Carlitos,

estudiaste preguntará, si papá dirá Carlitos, verá lo que vea Car-

litos, vendrá Adrianita, la ayudaste a tu madre preguntará, sí

papi dirá Adrianita, se aburrirá de ver televisión, se parará, irá

adentro, Laura estará en el dormitorio, yo me acuesto dirá Lau-

ra, no puedo más de cansada, está bien dirá, ya vuelvo, dará

otra vuelta por la casa, hojeará el diario, a dormir chicos que es

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tarde dirá, caminará hacia la puerta, se parará en el umbral, le-

vantará la cabeza, la noche estará templada, más bien calurosa,

respirará hondo, se sentirá cansado, mirará los plátanos, qué

silencio pensará, avanzará hacia el cordón, mirará hacia arriba,

tal vez venga tormenta pensará, mirará hacia la derecha, allá en

la reposera estará sentado Raimundo, qué tal Enrique cómo van

las cosas dirá Raimundo levantando un brazo, y entonces él,

después de levantar también un brazo y antes de empezar a

volver despacito hacia adentro para meterse en la cama a dor-

mir como un tronco hasta que Laura lo despierte a las siete

menos cuarto en punto, dirá bien che.

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A vuelo de pájaro

La columna, indecisa, mal formada, des! ecada a trechos como

a golpes violentos y ciegos de tijera, se pone al " n en mo-

vimiento. Contorsionándose como un gusano desciende de la

vereda a la calle, empieza a dejar atrás la escalinata de mármol

ennegrecida por el tiempo, las altas puertas de hierro entorna-

das e inmóviles y entra lentamente en el túnel de sombra que

por arriba cierran, frondosas, cuajadas de ! ores violáceas, olo-

rosas, las copas de los paraísos. A paso más vivo y rectamente

ahora, la columna entera horada el túnel. Los que marchan al

frente –ocho o diez, no más– van tomados del brazo y miran

" jamente hacia adelante; hacia atrás ese orden cede, un hormi-

gueo crepitante y elástico lo reemplaza con claros aquí y allá y

manchones apretados y espesos como nudos. En el medio de la

segunda " la, que guarda una alineación calcada de la primera,

un pelirrojo gigantesco alza un cartel en el que con pintura ver-

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de están escritas, una debajo de la otra, tres palabras: Libertad,

Democracia, Autonomía. La gente que pasa mira y sigue; algu-nos –pocos– se detienen, otean fugazmente el horizonte hacia el que avanza la columna y se alejan. Haciendo equilibrio sobre el cordón de la vereda, correteando a veces, tres chicos de pan-talón corto acompañan a la columna. “¿Adónde van?”, pregun-ta uno. La columna sigue pasando, indiferente, distraída. Una mujer sale de una casa, toma de un brazo al que ha preguntado y lo arrastra hacia el umbral. “¡Mejor harían en estudiar, hara-ganes!”, grita desde allí. “¡Viva la libertad!”, vocifera uno de los

que pasan. Alza los brazos y mira a la mujer, que ya entra en la

casa con el chico a la rastra. “¡Viva la libertad!”, repite. “Díganle

a ese burro que se calle”, dice el que camina delante del peli-

rrojo. “Pasen otra vez la consigna: en total silencio”. La consig-

na va y un rumor viene desde el fondo, alcanza a los que van a

la cabeza, éstos se detienen y la columna, oscilante, inquieta, se

remansa. “Vienen más”, con� rma uno de la segunda � la. “Es-

peremos”. Están en el borde de la bocacalle, moviéndose en el

mismo sitio y casi pisando el borbollón de sol que arde en esa

brecha del túnel de sombra perfumada. “¿Cuántos somos?”,

pregunta el pelirrojo, que ha apoyado el asta del cartel en el

suelo. “Trescientos, más también”, contesta el que está a su iz-

quierda. “Sigamos”, dice el que lo precede y mira la hora en

su reloj pulsera. “A las seis y cuarto en el centro, si nos dejan”,

agrega, reanudando la marcha. Perezosa, desordenadamente, la

columna se pone nuevamente en movimiento. El pelirrojo ha

vuelto a enarbolar el cartel; lo lleva aparentemente sin esfuerzo,

bien alto y recto por sobre las cabezas de todos. Cuando los úl-

timos cruzan la bocacalle –el sol recorta y realza las � guras que

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casi de inmediato absorbe el túnel–, el paso es otra vez vivo,

susurrante. Dos cuadras más allá el túnel se trasmuta en calle

abierta –casas bajas, ropa tendida, cielo azul–, resplandeciente

al sol como una calera abandonada. Son las cinco y media de la

tarde de un día limpio y caluroso de noviembre.  

“Este Paredes”, piensa Sciolla. “Siempre el mismo”. Está en

la esquina, yendo y viniendo entre la franja de sol y la franja

de sombra que dividen casi simétricamente la vereda. Mientras

tanto, mientras va y viene, la cabeza –pequeña, como de pája-

ro– gira, la nariz ganchuda husmea el aire, los ojos –pequeños,

como de pájaro– escrutan de una punta a la otra las dos calles

que allí se cortan formando un colchón de alquitrán blando y

brillante. Ahora se ha detenido y está al sol, inmóvil todo me-

nos los ojos, que siguen bailoteando en la jaula estrecha de la

cara. “Parece mentira”, se dice. “Es como si lo supiera: cada vez

que estoy sin un peso llega tarde, tiene problemas, falla. Basta

para mí. Después de todo no es el único”. Un ómnibus pasa

muy cerca del cordón, arrojando vaharadas de aire caliente y

aceitoso. Sciolla da media vuelta, entra tosiendo en la franja de

sombra y allí se queda, pequeño y esmirriado, hundido. “Enci-

ma aguantarme esto”, se dice. “Y ni siquiera sé que hora es. Lo

que sé es que llevo como una hora de plantón”. Mira la cara de

la gente, la de la que está a su alrededor, la de la que se acerca

y pasa, y elige un gordo bien trajeado que viene por la franja

de sombra, pesado, bamboleante, ajeno a todo. “¿Me dice la

hora?”, le pregunta. El gordo se detiene y saca del bolsillo del

chaleco un reloj con tapa de oro. “Con chaleco en noviembre,

como si hiciera frío”, piensa Sciolla y el gordo dice: “Las cinco

y treintinco”. “No te digo”, dice Sciolla y el gordo levanta los

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ojos y lo mira. “¿Qué...?”, dice. ‘Nada, hablaba”, dice Sciolla re-

huyendo la mirada. “Gracias”, agrega, vuelve al sol y mientras

con un pañuelo se seca la frente transpirada, con la otra mano

palpa mecánicamente los bolsillos del pantalón. “Pago el boleto

y me quedo en la vía”, se dice. “Qué miseria. Y ya no viene. Qué

va a venir. Debe andar con alguna de las mujeres que le sacan la

mitad de lo que nosotros le sacamos a la gente arriesgando el

pellejo. Y bueno, Sciolla. Solito. No será la primera vez”. Da un

paso más y entonces distingue el colectivo amarillo que se abre

camino en el calor � otante de la tarde. “Vamos Sciolla”, se dice

y deja de verlo porque de pronto la espalda del gordo se inter-

pone, la tela gris del saco, el grueso brazo que remata en una

mano blanca que se alza. “Quién te dice”, piensa, mirándolo

otra vez de arriba a abajo. “Usted primero”, murmura cuando

el colectivo se detiene frente a ellos, y el gordo sube resoplan-

do, se atasca, se demora. “Vamos señor”, dice Sciolla y salta,

trepa, medio cuerpo afuera todavía cuando el colectivo arranca.

“Quién te corre, pibe”, sentencia ahora hacia adelante, hacia la

espalda del gordo, que ya entra. “Boleto”, dice el conductor,

impasible. El brazo derecho de Sciolla se estira, es la mano que

va con las monedas y vuelve con el boleto mientras Sciolla se

va detrás del gordo por el pasillo despejado. Ahora está de pie

junto al gordo, lo escucha respirar, ve la mano blanca y blanda

prendida del borde grasiento del respaldo. “Se llena en cinco

minutos y entonces al trabajo”, piensa. Vuelve a extraer el pa-

ñuelo y pausada, minuciosamente se seca las manos, los diez

dedos largos y a� lados como las patitas de un pájaro.  

Castigado por el sol, que entra a saco en la calle de casas

parejamente chatas e indefensas, el conjunto, extendido poco

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más de una cuadra y desarticulado, negruzco, avanza como re-

partiéndose entre el balanceo y la espera. “Dios te salve María,

llena eres de gracia”, dice sonora y levemente monótona la

voz que llega de lejos. Van al frente cuatro hombres que llevan

brazaletes amarillos bien ceñidos; serios, graves, responsables,

yendo y viniendo y controlando siempre el paso mientras mi-

ran hacia los costados y hacia atrás, cuidan un orden que nada

amenaza perturbar. “Santa María madre de Dios, ruega por no-

sotros pecadores” responde la voz. Detrás, y dispuesto en varias

líneas quebradas que tal vez en un principio fueron � las, va un

grupo de hombres en cabeza, la mayoría viejos que miran dis-

traídamente hacia adelante y se secan mecánicamente las gotas

de sudor que amagan precipitarse de la frente abajo. “María,

madre de los desanimados”, dice la voz. Es de allí de donde

emerge la cruz, portada � rmemente –dominando el Cristo el

camino que habrá de recorrerse– por un hombre alto y macizo

de facciones acusadas, violentas casi; a veces, como ahora, el

hombre inclina la cabeza y entonces el que camina a su lado

le seca las gotas de sudor que ya le resbalan, viboreando, por

la cara. “Ruega por nosotros pecadores”, responde la voz. Si-

gue después un largo tramo cubierto casi exclusivamente por

mujeres, apretado, cuajado de mantillas y pañuelos –blancas

y blancos, negras– detrás de la cruz, disgregado, abierto lue-

go entre algunos estandartes amarillos que parecen � jos, otra

vez apretado pero mucho más y con algo de tenazas que se

ciñen, aprisionan, paralizan, alrededor de la estatua del santo,

que marcha, pequeña, como fuera de medida con relación al

vasto marco que forman la calle y el cielo mismo, sobre andas.

“María, madre de los corazones generosos”, dice la voz. Algu-

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nos ramos de � ores –rosas, calas, claveles, ya marchitos, ya tan

sólo rondados por la marchitez– rodean y ocultan las piernas

de la imagen; más abajo, diez hombres, cinco de cada lado,

cargan las andas, el esfuerzo re� ejado en los rostros, fatigados.

“Ruega por nosotros pecadores”, responde la voz. Delante de

la imagen, estola, sobrepelliz y cabeza descubierta se desplaza

el clero; detrás, y a lo largo de cincuenta metros por lo menos,

el gentío, mujeres siempre aunque hay algunos hombres perdi-

dos como islas, se arracima primero pugnando por acercarse a

la imagen, por tocarla, se desprende después, se adelgaza, cada

vez más se desprende, cada vez más hasta consumirse al fondo,

deshilachado, pachorriento. Un automóvil negro de modelo

antiguo –un Ford 36 exactamente– cierra la procesión al mis-

mo paso de la gente. Por el altoparlante ajustado a la capota, la

voz sale ahora más sonora, retumbante. “En consideración a las

mujeres y hombres de edad que nos acompañan, se ruega a los

� eles no entorpecer el avance de la imagen del santo”, dice la

voz. Hay gente parada a las puertas de todas las casas, asomada

a los balcones, a las terrazas. Mira, es mirada, se miran. También

la que pasa por las veredas se detiene y mira, escucha.  

Silencioso, laxo, disgregado, el piquete uniformado espera al

pie del camión azul, a un costado del patio vasto y cuadrado que

humea a la sombra como un tazón de sopa. Moviéndose apenas

y transpirando, los veinte hombres –bastón en una mano y casco

bajo el otro brazo– miran soñolientamente el patio vacío, el duro

re� ejo del sol en la mitad superior de la pared de enfrente, las

ventanitas de hierro –como de juguete– que se abren en lo alto

de la pared del fondo, el propio cielo azul que ni una sola nube

enturbia. El chofer, con los brazos sobre el volante y como dor-

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mitando, observa el portón que da a la calle, junto al cual montan guardia dos hombres de uniforme. Un cornetín empieza a sonar, cansado, sin vida, en algún lugar más allá de las paredes invaria-

blemente negruzcas, carcelarias; cuando concluye, el silencio se

alarga como si nunca fuera a terminar. El chirrido de una frenada

en la calle lo rasga como a una tela y los hombres, sacudidos,

levantan la cabeza, escuchan. Sin embargo, nada ocurre y es otra

vez el silencio compacto, el calor sin atenuantes, la espera. “Lin-

da tarde para andar corriendo estudiantes”, comenta uno de los

hombres, al vacío. “Tienen el lomo duro los muchachos”, dice otro riendo sin ganas, sudoroso. El cornetín vuelve a sonar, inu-bicable, irritante, rutinario. “Allá están”, dice de pronto el chofer

en voz alta, la cara fuera de la ventanilla y apuntando hacia atrás.

Los veinte hombres, como obedeciendo una orden, miran hacia

donde saben que tienen que mirar. Los cinco o� ciales avanzan

por el fondo del patio a paso rápido, nerviosamente, con algo, a

lo lejos, de muñecos mecánicos. El que camina adelante gesticula

casi teatralmente, los brazos como separados del cuerpo, todavía sonido gutural la voz. Los veinte hombres se calzan los cascos, se enderezan, empiezan a agruparse junto a la parte trasera del camión. “¡Acomódense!”, grita de lejos el que todavía gesticula,

aunque ya los hombres están subiendo, gacha la cabeza y sor-

damente, como sonámbulos. “Y no olviden la consigna: ¡todo

el rigor que sea necesario!” Apenas grita esto corre hacia el ca-

mión, salva en instantes la distancia y trepa ágilmente a la cabina

donde el chofer, súbitamente atento, ya ha puesto el motor en

marcha. “Se mantiene en estado, inspector”, dice el chofer mien-

tras escucha, inclinado sobre el volante, cómo regula la máquina.

“Aquí los viejos sobran”, responde el inspector y ya los cuatro

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o� ciales, que no corren, están trasponiendo el portón, desapa-recen. El motor regula bien, ronronea en la tarde como un gato junto al fuego. “Las seis menos veinte. Vamos ya”, dice el ins-pector, que acaba de mirar, gesticulando, el reloj que lleva en la muñeca. “Cuanto antes los paremos mejor. Péguesele al Ford de la compañía de gases”, agrega. Atrás, los veinte hombres se han sentado en las dos banquetas enfrentadas, rodillas contra rodillas, rígidos, severos los per� les bajo los cascos ajustados y romos. El camión comienza a moverse, lentamente se desplaza hacia el portón abierto de par en par. El cornetín vuelve a escucharse, aé-reo, indolente, fatigado. “Ése si que está tranquilo”, dice uno de los hombres y ladea la cara para mirar el pedazo de cielo que se esconde. El camión atraviesa la vereda, baja a la calle, se detiene. “Allá está el Ford”, dice el inspector, gesticulando.

La columna sigue avanzando en silencio, desgranada aho-ra hasta cubrir enteramente la abertura de la calle. El paso es siempre vivo, siempre los de adelante van tomados del brazo, siempre el cartelón oscila apenas entre las manos del pelirrojo gigantesco. Marchan en orden, como cuidándolo, y a la vez con un aire algo ausente que pone una nota armónica con el otro aire igualmente pací� co y mucho más vasto de la tarde. La gente que va y viene por las veredas –rostros serios, inexpresivos, a lo sumo impacientes– observa la columna que des� la al parecer desentendida de lo que ocurre en su contorno. Es una observa-ción atenta pero que rehúsa comprometerse, silenciosa, reser-vada, distante. “Nos miran como a bichos raros”, dice el peli-rrojo. “Y qué te creés que somos”, responde el que camina a su derecha. “Silencio muchachos”, les advierte, perentorio, el que marcha adelante. “¡Mamá, vení!”, grita una muchacha desde un

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umbral y gira hacia el interior de un pasillo angosto y largo. Las

dos mujeres están apoyadas en el paredón de una terraza. Tensas,

vigilantes al sol, miran con pulcritud las caras que pasan, las

piernas en movimiento, el todo que avanza también bajo el sol,

las nucas, las espaldas que se alejan. “El otro día los corrieron

con los perros”, dice una. “Cómo con los perros...”, pregunta

la otra. Sigue mirando hacia abajo, cruzados ahora los brazos

sobre el pecho. “No te entiendo, Dora”. “Pero sí, mujer”, dice

la primera. “Venían gritando y entonces apareció la policía y les

echó los perros”. “¡Con perros, qué brutos!”, exclama la otra. La

columna empieza a cruzar la bocacalle, árboles a derecha e iz-

quierda, plátanos añosos, altos, corpulentos. “Vamos bien”, dice

el pelirrojo. “Las seis menos diez”. “Sí, todavía vamos bien”,

responde el de adelante. Un Peugeot 404 llega por la izquierda

y frena al borde de la columna, que sigue pasando al mismo

ritmo. El que está al volante –cara redonda, dos pasas de uva

movedizas alojadas en lo alto de un pastel de pan sin cocinar–

hace sonar la bocina una, dos, tres veces. “Tranquilo, viejo”,

dice uno de los que pasan y se estira para palmear la punta del

capot. “¡Se da cuenta...!”, exclama el que está al volante, revol-

viéndose en el asiento, bufando. El que lo acompaña fuma sin

apremio, distendido, apático. “Por la reunión no se preocupe,

que en este país nadie es puntual”, dice. “Estos están buscando

guerra y la van a encontrar. A lo mejor se creen que todavía está

el viejo en la Casa Rosada”, dice el que está al volante. “Qué tal

le va a su hijo”, pregunta el que lo acompaña. “Más o menos,

usted sabe cómo son los muchachos de ahora. Pero eso sí, no

se mete”, responde el que está al volante. “Se lo tengo dicho

bien claro: si llego a enterarme de que anda con éstos, le corto

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los víveres. Por mi madre que se lo hago”. La columna termina

de pasar, desparramados, como quedándose los últimos. El 404

pica y salta, rugiente, poderoso, azul. “¡Ya les van a dar!” grita el

que conduce, sin desviar la cara.

Está en el pasillo, de pie, aprisionado ahora entre el gordo y

una mujer de negro que a su izquierda le viene clavando cada vez

más incisivamente el codo en las costillas. Es su juego, vaya si lo

conoce, sin eso andaría por ahí buscando trabajo, yugando ocho

horas por día para morirse lo mismo de hambre. Venite Sciolla,

le había dicho una vez Paredes, todavía lo recordaba, y allí esta-

ba otra vez, amagando el rezongo que ya le sale hasta dormido,

simulando la gambeta liberadora, pero en verdad incrustándose

en el gordo con la misma fatalidad con que una hoja seca es

arrastrada por el viento. Desde allí –la cabeza echada hacia atrás,

semiabierta la boca, dos semillas de sandía los ojos– observa el

racimo de cuerpos que empieza a apretarse en el medio del co-

che, el techo bajo y sucio, la penumbra que se espesa a medida

que la gente sube. “Se está poniendo lindo”, piensa y vuelve de

soslayo a las manos del gordo, al saco que ahora está abrochado,

al chaleco panzón cruzado por la cadena de oro del reloj, otra

vez al saco, que cae � ojo, en hondos pliegues, al costado. “Con

Paredes habría sido una diversión”, se dice y deja que la furia lo

anegue, no es más que la imagen de Paredes con alguna de sus

mujeres en un café, sonriente y fumando, que no lo suelta mien-tras son el codo y la cartera de la mujer los que se le clavan arriba y abajo igualmente puntiagudos. “En � las de tres, señores. Todos

quieren viajar”, ordena, gritando, el conductor. “No, de cuatro”,

responde, afeminada, una voz desde el fondo y alguien ríe, una

risa corta, sin alegría, mortecina. La mujer que está oprimiendo

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a Sciolla sacude la cabeza, tuerce la boca, intenta investigar es-

piando. “Todavía se ríen”, dice, mirándolo a Sciolla. “Viajamos

como animales y todavía se ríen”. “Qué se le va a hacer, señora”,

dice Sciolla y empieza a � ltrarse entre el gordo y la otra espalda

de hombre que bloquean, inertes, el pasillo. Ahora es el gordo al

que presiona la mujer, codo y cartera a la misma altura sobre el

chaleco barrigón. “Pero señora...”, dice el gordo, pugnando por

zafarse. “Qué quiere si me empujan”, replica la mujer. “Pero con

un poco de cuidado”, dice el gordo, pugnando todavía. La mujer

se encrespa, ceñuda, casi masculina. “Si quiere viajar cómodo,

tómese un taxi”, replica. Sciolla está como suspendido entre las

dos espaldas. Ha apoyado las manos en la del gordo y presiona

suave, alternada, inadvertidamente. “Se imagina que no lo hago a

propósito”, sigue la mujer y hay un toque al freno, una sacudida,

un crujido, freno a fondo ahora y la avalancha se produce, sorda,

anhelante, incontenible. “Ahora es usted, ¿ha visto?”, dice la mu-

jer, a la que el gordo aplasta. Las manos de Sciolla, que han baja-

do, rozan, palpan, descubren, se detienen. “Basta, señora”, dice el gordo y la mujer lo mira con cara de triunfo en tanto la ola retrocede y Sciolla empuja, es su brazo izquierdo el que se aprie-ta contra el costado del gordo mientras los dedos de la mano derecha se introducen, tocan, aferran, extraen, guardan, suben, arañan, duermen ya sobre la espalda del gordo. “Pero señor...”, exclama el gordo, encajonado, y ladea la cara, busca por encima del hombro, se agita. “Disculpe”, dice Sciolla y gacha la cabeza, escurridizo, empieza a abrirse paso hacia la puerta delantera.  

Castigado siempre por el sol, el conjunto, extendido poco

más de una cuadra y desarticulado, negruzco, avanza como re-

partiéndose entre el balanceo y la espera. “Los que hacen de

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la armonía y de la paz el objetivo de sus vidas”, dice sonora y

levemente monótona la voz que llega de lejos. Van al frente los

cuatro hombres que llevan brazaletes amarillos; serios, graves,

responsables, yendo y viniendo y controlando el paso mientras

miran hacia los costados y hacia atrás, cuidan el orden que nada

amenaza perturbar. “Madre, son tus hijos”, responde la voz.

Detrás va el grupo de hombres en cabeza, mirando distraída-

mente hacia adelante y secándose las gotas de sudor que ama-

gan precipitarse de la frente abajo. “Los que han perdido la luz

entre las tentaciones del mundo”, dice la voz. De allí emerge la

cruz, portada � rmemente –dominando el Cristo el camino que

habrá de recorrerse– por el hombre de facciones acusadas y ya

ganadas por el rojizo propio del agotamiento; a veces, como

ahora, el hombre inclina la cabeza y entonces el que camina a

su lado le seca las gotas de sudor que le resbalan, viboreando,

por la cara. “Madre, son tus hijos”, responde la voz. Sigue des-

pués el largo tramo cubierto casi exclusivamente por mujeres,

apretado, cuajado de mantillas y pañuelos detrás de la cruz,

disgregado, abierto luego entre los estandartes amarillos que

parecen � jos, otra vez apretado pero mucho más y con algo

de tenazas que se ciñen, aprisionan, paralizan, alrededor de la

estatua del santo, que marcha sobre las andas. “Los que ven un

hermano en el hermano y como hermanos se brindan”, dice

la voz. Los ramos de � ores –ya marchitos, ya rondados por la

marchitez– rodean y ocultan las piernas de la imagen; los diez

hombres, cinco de cada lado, cargan las andas, el esfuerzo re� e-

jado en los rostros, fatigados. “Madre, son tus hijos”, responde

la voz. Delante de la imagen se desplaza el clero; detrás, y a

lo largo de cincuenta metros por lo menos, el gentío, muje-

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res siempre aunque sigue habiendo algunos hombres perdidos

como islas, se arracima primero pugnando por acercarse a la

imagen, se desprende después, se adelgaza, cada vez más se

desprende, cada vez más hasta consumirse, al fondo, deshila-

chado, pachorriento. El Ford 36 cierra la procesión al mismo paso de la gente. Por el altoparlante la voz sale ahora más so-

nora, retumbante. “En consideración a las mujeres y hombres de edad que nos acompañan, se ruega nuevamente a los � eles no entorpecer el avance de la imagen del santo”, dice la voz. Hay gente parada a las puertas de todas las casas, asomada a los balcones, a las terrazas. Mira, es mirada, se miran. También la

que pasa por las veredas se detiene y mira, escucha.

Los veinte hombres han pasado por la puerta trasera del ca-

mión azul, han saltado a la calle y se han agrupado en la vere-da de la sombra, a pocos pasos de la esquina. Ahora se están

alistando con movimientos rápidos, nerviosos, similares. Con-

centrados, sin hablar, tocan, ajustan, acomodan, revisan. Los que

van terminando se arriman a la pared y allí se apoyan, medio

derrumbado el cuerpo, fría, desapasionada la expresión. Delante del camión azul está el Ford de la compañía de gases con los ocho hombres adentro; son ocho rostros de per� l y ocho cuer-

pos duros, maniatados. En la ochava de enfrente, siguiendo la ca-

lle, los cinco o� ciales esperan inquietos, vigilantes. Se balancean,

se alzan sobre la punta de los zapatos, dan un paso atrás y otro

adelante, giran. El más movedizo es el que no cesa de gesticular:

camina hasta el cordón de la vereda, avizora, regresa. “Ya debería vérselos”, dice y gesticula. Más allá, junto a un automóvil azul,

cuatro hombres vestidos de civil esperan en silencio, fumando.

Más allá todavía, desplazándose por la vereda hasta el punto en

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que se ponen tensas las cadenas que los atan a las manos de sus

guardianes, cuatro perros –dos grises oscuros y dos renegridos,

hocicos largos, puntiagudos, de acero todos– husmean el suelo.

Uno de los renegridos se sacude, se alza sobre las patas traseras,

ladra. “¡Capote!”, grita secamente el hombre de uniforme que

aferra la cadena por la argolla. A medida que pasa, la gente se

detiene a contemplar la escena –a la sombra el piquete, quieto

ya y alineado contra la pared; a la sombra la compañía de gases, encorreada y adusta; al sol los o� ciales y los cuatro hombres en

traje de calle; a la sombra también los cuatro hermosos perros

de brilloso y peinado pelaje–. Hay caras ávidas en las puertas de las casas, en las ventanas, en los balcones; familias enteras se des-pliegan en las terrazas, los automóviles atraviesan a paso de hom-

bre la bocacalle, los pasajeros de los ómnibus se vuelcan sobre

las ventanillas y espían. “¡Circulen, circulen!”, grita uno de los

o� ciales y hace chasquear con energía los dedos de una mano. Ahora le está gritando a la gente que mira, y la gente corre, se de-tiene, mira, sigue corriendo, se detiene, mira. “¡Vamos, vamos!”, grita el o� cial. Un automóvil azul se ha detenido detrás del ca-mión azul. Cuatro hombres bajan de un salto, lanzan las puertas y caminan hacia la ochava donde están los o� ciales. El piquete, que se ha erguido casi marcialmente, los ve pasar. “¿Todo listo?”, grita en dirección de los o� ciales el que marcha adelante. “Todo listo, jefe”, responde uno de los o� ciales, cuadrándose. “Viene un escuadrón de la guardia de caballería”, dice el jefe. “Cuando quieran disparar se van a encontrar con los caballos”. Uno de los o� ciales cruza la calle y el piquete se prepara, taco contra taco y en formación de a dos. El o� cial separa los diez primeros y vuel-ve con ellos a la otra ochava. “Usted desvíe el trá� co”, ordena el

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jefe a uno de los hombres de civil. Los perros se agitan, olfatean

con vivacidad, son dos los que ahora ladran tratando de soltarse,

los guardianes callan. “Allá vienen”, dice uno de los o� ciales.

El jefe –piernas abiertas, manos a la cintura– se ha parado en el

medio de la calle y mira.

“No soy yo sola”, dice la mujer. “Es que viajamos peor que

los animales”.

El conjunto avanza como repartiéndose entre el balanceo y

la espera.

“Allá están”, dice el que camina delante del pelirrojo.

A trescientos metros los uniformes azules parecen pequeñas manchas de tinta que vibran al � nal del tubo vacío y luminoso

de la calle. La voz corre y los cuellos se estiran, la columna vi-

borea un instante, se desarticula espiando, murmurando. “No

nos van a dejar seguir”, dice uno de la primera � la. “Tenemos

que probar”, responde el que camina delante del pelirrojo.

“En la esquina”, dice Sciolla a media voz.

“¡Oh María, madre mía!”, canta la voz que llega de lejos.  

A doscientos metros la columna parece todavía un simula-

cro, una masa gris, confusa y blanda que se mueve en el mis-

mo sitio torpemente y sin sentido. “Prepararse la compañía de

gases”, ordena el jefe, algunas cabezas giran con violencia, la

orden corre y un o� cial se dirige, gritando, hacia el Ford azul.

Detrás del jefe están los o� ciales, y detrás de éstos, desplegados

en una hilera que cierra las veredas y la calle, los veinte hom-

bres que forman el piquete. Los perros, intranquilos, van y vie-

nen por la vereda de la izquierda, siempre tensas y chirriantes

las cadenas que los atan. “Vamos a esperar hasta tenerlos bien a

tiro”, dice el jefe. “Primero los perros, jefe. Eso sí que no falla”,

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dice el inspector, gesticulando. “El que decide soy yo”, contesta

el jefe sin mirarlo.

“Esquina”, repite el conductor, la mano bien cerrada sobre

la palanca de cambios.

Van al frente los cuatro hombres que llevan brazaletes amarillos.

A ciento cincuenta metros los uniformes azules tienen cabeza,

brazos, piernas, los perros son cuatro, son negros, uno ladra, dos

ahora, o tres, detrás del piquete alineado hay un movimiento con-

fuso, cabezas que pasan, se cruzan, se agrupan. La columna avanza

lentamente, se aprieta, el orden anterior roto y olvidado. La calle,

abajo, es una calle de ciudad abandonada; arriba, en las terrazas,

la gente se amontona, estira el cuello, murmura. “¡No sigan, mu-

chachos!”, grita un hombre al que � anquean dos mujeres. “No te

metás, viejo”, dice una de las mujeres. La columna avanza ahora

como contando los pasos, más alto que nunca el cartel que el peli-

rrojo enarbola con aire desa� ante. “Qué hacemos...”, dice uno de

los que marchan en la primera � la. “Qué hacemos...”, repite otro.

“Seguir”, dice el que camina delante del pelirrojo.

“¡Mi cartera!”, exclama el gordo. “¡Agarren al ladrón! ¡Agá-

rrenlo!” Se echa sobre la mujer, la aplasta, los brazos en el aire,

manoteando. “¡Bruto!”, grita la mujer.

“¡Oh consuelo del mortal!”, canta la voz.

A cien metros la columna muestra un cúmulo de rostros

que oscilan, y avanza lentamente desbordándose por las vere-

das desiertas.

“Atención compañía”, dice el jefe. Los hombres empuñan

férreamente el cabo del bastón, los perros pugnan por soltarse,

las pistolas lanzagases apuntan hacia adelante y hacia arriba,

deformes, sombrías. “Atención compañía”, dice el jefe.

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“¡Qué bruto ni qué bruto! ¡Mi cartera!”, grita el gordo, vol-cado sobre la mujer, aplastándola.

“Vamos, Sciolla”, se dice Sciolla.

Detrás va el grupo de hombres en cabeza.

A cincuenta metros dos de los perros son negros y dos son

grises oscuros, las caras tienen ojos, nariz, boca, los brazos ma-

nos, las manos bastones. La columna avanza apenas, derramada

hacia los costados como un líquido. “Qué hacemos...”, pre-

gunta uno de la segunda � la. “Alto”, dice el que camina delan-

te del pelirrojo. Ansiosa, expectante, contenida, la columna se

detiene.

“Qué pasa aquí”, grita el conductor, el pie en el freno y los

ojos en el espejo.

“Vamos, Sciollita de mi alma”, se dice Sciolla.

“Amparadme y guiadme”, canta la voz.

A cincuenta metros la columna no es ya una columna, las

caras son jóvenes, pálidas unas, oscuras otras, se leen con cla-

ridad las tres palabras escritas con pintura verde en el cartel

que un pelirrojo sostiene: Libertad, Democracia, Autonomía.

“Listos compañía”, dice el jefe.

“¡Ése, ése, el carterista!”, grita el gordo por encima de la mujer y Sciolla se encoge, presiona, ve el rectángulo de luz viva

que recorta la puerta delantera, emerge al � n.

De allí emerge la cruz.

Los tres que están en el centro de la primera � la se ade-

lantan. Caminan como si lo hicieran en la oscuridad, pausada,

cautelosamente, y proyectan tres sombras encimadas que se

quiebran en el cordón de la vereda. Cinco, diez, quince, veinte,

veinticinco metros, se detienen.

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“¡Ese, ése, agárrenlo!”, grita el gordo y empuja, bracea,

comprime. “¡Ese, ése!”

“Tirate, Sciolla”, se dice Sciolla.

“A la patria celestial”, canta la voz.

A veinticinco metros la cara del jefe está esculpida en piedra,

los perros tienen lengua roja, colmillos, jadean, se abalanzan,

las manos aferran los bastones, las pistolas lanzagases tienen un

ojo chato y ciego. “Hablo yo”, dice el del medio.

“A mí usted no me insulta, mal educado”, dice la mujer, a

la que el gordo aplasta.

Sigue después el largo tramo cubierto casi exclusivamente

por mujeres.

  A veinticinco metros los tres hombres no tienen más de veinticinco años, los dos de los costados son morochos, el otro es rubio, los tres son altos, fornidos, miran de frente, aguantan la mirada.

“¡Qué les pasa a éstos!”, murmura el jefe. “¡Agárrenlo, agárrenlo!”, grita el gordo y Sciolla salta, cae

en la vereda, rebota, huye. “¡Allá va!”, grita una mujer y lo señala. “¡Oh María, madre mía!”, canta la voz. El que está en el medio da un paso más y allí se queda, níti-

damente recortado en el sol de la tarde. “Pedimos autorización para continuar esta marcha silenciosa” grita. “¡No hay auto-rización para nada ni para nadie!”, grita el jefe. “Seguiremos en perfecto orden y en silencio, como lo hemos hecho hasta ahora” grita el rubio. “¡Detengan a esos tres!”, grita el jefe. Ha extendido el brazo, y el índice, rígido y apremiante, señala ha-cia adelante. “¡Deténganlos!”, vuelve a gritar.

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“¡Cuál es, cuál es!”, exclama un pasajero y busca. “¡Por dón-

de va!”, grita otro, buscando también, y el gordo: “¡Mi cartera!

¡Agárrenlo, por favor!”

Los ramos de � ores rodean y ocultan las piernas de la imagen.   El piquete rompe la formación y se abalanza, los o� ciales

al frente, los perros por la vereda. “Disparemos”, dice el rubio.  

Sciolla corre pegado a la pared, encogido, de goma. “Vamos

Sciollita, vamos”, va diciéndose.

“Usted debió haber cerrado la puerta, infeliz”, le increpa el

pasajero al conductor. “Métase los consejos donde usted sabe”,

responde el conductor. “¡Mi cartera, mi cartera!”, gime el gordo.  

La columna lanza un ¡ah! opaco y angustiado, vibra, titubea

como si la calle fuera un pantano, una hondonada. Una bomba

de gas estalla en lo alto, dos ahora, otra más. El aire se agita, se

azula, se ennegrece. Primero son unos pocos, después todos:

“¡Libertad, libertad!”, gritan.  

“¡Córralo con el coche!”, reclama el otro pasajero. “¿Quiere

que me meta aquí de contramano, cierto?”, responde el conductor.

“¡Fuego!”, ordena el que comanda la compañía de gases.  

“¡Oh consuelo del mortal!”, canta la voz.

A la deriva pero desa� ante, incólume, el cartel sobrenada

en el tumulto.

“Pero lo mismo no se va a escapar”, dice el pasajero. “¿Quié-

nes vienen?”, pregunta. Mira a su alrededor, desorbitado.

El piquete cae sobre la columna, los bastones hacia adelante

y moviéndose como batutas sin control. “¡A ése, el del cartel!”,

grita el inspector, gesticulando.

“Porque le roben la cartera usted no me va a insultar, qué se

ha creído”, dice la mujer.

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La columna retrocede tropezando, vuela un piedrazo, “¡Li-

bertad, libertad!”, corean los del fondo y retroceden.

Un camión azul frena chirriando en la bocacalle, un o� cial

salta de la cabina, corre hacia el jefe, se cuadra. “El piquete de

refuerzo, jefe”, dice. “Ya debieran estar abajo”, responde el jefe

sin mirarlo.

“¡Fuego!”, ordena el que comanda la compañía de gases.  

Delante de la imagen se desplaza el clero.

Cuatro saltan a la vereda y empiezan a correr, los sacos al

aire, desarticulados, payasescos. “Se nos va a escapar si es bru-

jo”, dice el que va adelante “¡Al ladrón!”, grita el que lo sigue.

Los bastones suben y bajan, golpean, las espaldas suenan,

los perros embisten, gruñen, ladran, el cartel oscila, se tuerce,

naufraga, cruje. “¡Libertad, libertad!”, corean los del fondo y

retroceden, retroceden.

“¡Tenía diez mil pesos!”, gime el gordo.

“Esos se creen que el colectivo es mío”, dice el conductor.

Sciolla escucha el grito, brinca, acelera, llega a la esquina,

dobla, los ojos como faros, explorando. Ve al viejo que está sen-

tado junto a la puerta de una casa, hacia la mitad de la cuadra.

“Que lo parió, dónde me meto”, piensa.

El pelirrojo está en el suelo, se debate, son dos los que le

están pegando, tres ahora. “No te vas a olvidar así nomás del

cartelito”, gruñe el inspector, gesticulando, y lo patea.

“Amparadme y guiadme”, canta la voz.

“Podrá haber tenido diez mil pesos, pero eso no quita que

sea un guarango”, dice la mujer.

“Métale que dobló”, dice el que corre adelante. “Si lo perde-mos de vista estamos listos”. “Y no se ve un policía ni con lupa”,

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dice el que lo sigue. “Olvídese de la policía. Usted sabe que no

existe”, dice el otro. “¡Al ladrón, al ladrón!”, grita el tercero.

Los bastones suben y bajan golpeando al bulto, ciegamen-

te, la columna cede, se desploma como una pared, los perros

arrinconan a un grupo contra el frente de una casa de balcones,

“¡Libertad, libertad!”, corean los del fondo y retroceden tosien-

do, lagrimeando.

“Si uno no ayuda es un cretino, y si ayuda la gerencia le

encaja una suspensión. Dígame si es vida”, dice el conductor.

“Siga, conductor. A mí el señor no me da de comer con esos

diez mil pesos”, reclama un pasajero. “Qué hacemos, señor”, le

dice el conductor al gordo.

“¡Fuego!”, ordena el que comanda la compañía de gases.  

El viejo ya lo ha visto; se encorva un poco más y lo mira con

un solo ojo, como apuntándole.

Detrás, el gentío se arracima primero, se desprende des-

pués, se adelgaza hasta consumirse al fondo, deshilachado, pa-

chorriento.

Un tarascón muerde el aire, pasa aullando y la patada se es-

trella, enérgica, de hierro, contra el hocico del perro renegrido.

“¡Te va a costar caro!”, grita el guardián y embiste con el bas-

tón en alto, golpea y el perro muerde ahora, desgarra, tironea,

arranca. “¡Dale Capote, dale!”, grita el guardián.

“¡Tenía diez mil pesos!”, gime el gordo. “¡Y me sacaron la

cartera!”

“Ya tendría que verse el escuadrón”, le dice el jefe al hom-

bre de gris que está a su lado.

“Qué mirás, viejo”, se dice Sciolla, buscando el lado del

cordón.

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El inspector lleva a empujones al pelirrojo, que sangra por

la nariz y por la boca. “Ya te vamos a hacer comer el cartelito”,

le dice el inspector, gesticulando, y lo empuja.

“Métale amigo, métale”, dice el que corre adelante. El cuar-

to pierde terreno, ya acalorado, jadeante. “¡Al ladrón!”, grita y

sigue retrasándose.

Los bastones bajan, suben, golpean.

“Si Dios castiga, por algo es”, dice la mujer.

“A la patria celestial”, canta la voz.

“Qué pasa, muchacho”, le dice el viejo. “¡Un incendio!”,

contesta Sciolla y se aleja velozmente. El viejo salta de la silla y

se da vuelta. “¡Carola, vení!”, grita hacia adentro de la casa.

Capote embiste, muerde, desgarra. “¡Dale, dale, Capote!”,

grita el guardián.

“Si seguimos así nos va a agarrar la noche, conductor”, dice

un pasajero. “No se olvide de que algunos todavía trabajamos

en este país”, dice otro. “Qué hacemos, señor”, le dice el con-ductor al gordo.

“¡Libertad, libertad!”, corean y retroceden, se dispersan to-siendo, lagrimeando.

Los perseguidores aparecen, primero tres, el otro después. “¡Allá va!”, grita el que corre adelante. El viejo da unos pasos,

va y viene anhelante, indeciso.

“¡Fuego!”, ordena el que comanda la compañía de gases.  

“¡Eran los diez mil pesos del alquiler!”, gime el gordo.  

El Ford 36 cierra la procesión. Bajan, suben, golpean.

Cruza la calle a la carrera, mira hacia atrás. “¡Vamos, Scio-

llita de mi alma!”, se dice y ya está en la esquina, ya dobla, los

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ojos como faros, explorando: cerrando la bocacalle siguiente, la

procesión avanza grisácea, desvaída, fantasmal. “¡Los cosacos!”, grita uno y hay un movimiento brusco de

cabezas, pánico después. “¡Nos encierran!”, grita otro.

“En esta ciudad una sabe cuándo sale de su casa; lo que

nunca sabe es cuándo va a volver”, dice una pasajera.

Bordeándola y a paso rápido, casi corriendo, dos hombres

se dirigen desde la cabeza de la procesión hacia atrás. Ya a la al-

tura que ocupa el clero, el de la derecha se detiene; el otro entra

sin titubear en la procesión y aborda al sacerdote que marcha

en el medio de la � la.

“¡Al camión, ésos!”, ordena un o� cial. “¡Quieto Capote,

quieto!”, grita el guardián.

“¡Dónde es el incendio!”, les pregunta el viejo. Los tres pri-

meros pasan sin siquiera mirarlo, arrojando aire caliente, trans-

pirando. “¡Dónde es el incendio!”, vuelve a preguntar. “¡Qué

incendio ni qué incendio, retardado!”, le grita el último y se

aleja bamboleante.

“¡Oh María, madre mía!”, canta la voz, ahora más sonora,

retumbante.

“Total, es fácil insultar a una mujer”, dice la mujer.

A doscientos metros el escuadrón parece trotar en el mismo

sitio, compacto y erizado de cabezas que se alternan .

“Una procesión. Salvado”, piensa Sciolla y acelera.

“¿Baja o no baja?”, le grita el conductor al gordo.

“Era hora”, le dice el jefe al hombre de gris. “No podrán

quejarse del postre que les teníamos preparado”.

“Perdón, padre”, dice el hombre, “pero vengo a molestarlo

por algo de importancia”. “Qué pasa, señor Righi”, dice el cura

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párroco.

Se vuelcan en la calle lateral, corren, se desbandan. “¡Liber-

tad, libertad!”, gritan algunos todavía. “País de locos”, dice el viejo. “¡Fuego!”, ordena el que comanda la compañía de gases.  

Los tres primeros llegan a la esquina, doblan a toda carrera,

resoplando. “¡Qué es aquello!”, exclama el que corre adelante. “Parece una procesión”, dice el segundo. “Ése no se me escapa

ni aunque se vista de cura”, dice el primero y acelera.  

Los caballos al trote y al frente un sargento negro y macizo

como un leño, el escuadrón se acerca. “¡De cuatro en fondo!”, grita el sargento.  

Hay gente parada a las puertas de todas las casas, asomada a

los balcones, a las terrazas. Mira, es mirada, se miran.

“A cuatro cuadras de aquí están chocando la policía y una

manifestación de estudiantes, padre”, dice el hombre. “No veo

el vínculo que puede haber entre lo que usted me cuenta y nuestra procesión, señor Righi”, responde el cura párroco.  

“¡Córranlos!”, grita el jefe y corre él mismo, el hombre de

gris a su izquierda y un poco detrás, como respetando la jerar-

quía “¡Córranlos!”, vocifera el jefe, una mano sobre la cartu-

chera y la otra al aire, volando.  

El gordo empieza a bajar, se detiene en el segundo escalón,

vuelve a mirarlo al conductor. “Cómo hago ahora...”, gime. “Y

a mí qué me cuenta”, replica el conductor.

Entra en la procesión, se � ltra con rapidez, gana cinco, diez,

quince metros y termina por caminar –bien erguido el cuerpi-

to de pájaro, corta, agitada la respiración– apareado a un viejo

de bigotes blancos que lo observa de reojo.

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“¡Oh consuelo del mortal!”, canta la voz.  

Huyen en desorden, se atropellan, uno cae, se levanta de

un salto, sigue corriendo. “¡Libertad, libertad!”, gritan algunos

todavía.  

“No vaya a ser, padre”, dice el hombre, “que los estudiantes

disparen para este lado y tengamos problemas con la policía.

En nombre de la comisión de homenaje, venía a sugerirle si

no es conveniente desviar la procesión en la próxima esquina”.

“En absoluto, señor Righi”, responde el cura párroco. “Que la

policía y los estudiantes arreglen sus asuntos como mejor les

parezca. El recorrido de la procesión es inalterable”.  

“¡Fuego!”, ordena el que comanda la compañía de gases.  

“¡Se metió nomás!”, grita el segundo. El que corre adelante

se distancia. “¡Dos por cada vereda!”, grita. “¡A ése no hay Cris-

to que lo salve!”.

Los dos piquetes corren en enjambre delante del jefe, los

bastones como multiplicándose en el ir y venir de los brazos

sacudidos por la carrera. “¡Si serán infelices!”, dice el jefe, ato-

sigado por el gas.  

El gordo desciende y el colectivo se sacude, arranca, se aleja.

“Ojalá le hayan robado veinte mil”, dice el conductor.

Los perros van por la vereda, husmeando, ladrando, abalan-

zándose.

También la que pasa por las veredas se detiene y mira, escucha.

“Por qué tanto apuro, hijo”, le pregunta el viejo. “Tenía

miedo de no llegar a tiempo, abuelo”, contesta Sciolla. “El san-

to espera siempre, hijo”, dice el viejo y sonríe.

Arrancándole chispas al pavimento, el escuadrón entra al

trote largo en la calle lateral.

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“Por lo menos, padre, le pedimos que esté atento por lo que

pueda ocurrir”, insiste el hombre. “Cómo no, señor Righi”,

dice el cura párroco. “Allí veo al señor Fernández. Venga, vigi-

laremos juntos. Pero no tema: no va a ocurrir nada”.

Miran hacia atrás, se apuran. “¡Los cosacos, los cosacos!”,

gritan y corren, se pasan, se atropellan.

“A quién le iba a hacer creer que tenía diez mil pesos”, dice

la mujer.

“¡Abran paso al escuadrón!”, grita un o� cial, sube a la vere-

da y corre, enardecido.

Dos van por una vereda, dos por la otra. Avanzan, se detie-

nen, buscan, retroceden, vuelven a avanzar buscando siempre,

indagando con ojos tercos, saltones. “Me parece que se hizo

humo”, le dice uno al otro.  

El enjambre azul se parte en dos alas y el medio de la calle

queda abierto, despejado.

“Amparadme y guiadme”, canta la voz.

A cien metros la procesión, que está doblando, parece una

estampa de otro tiempo, lenta, silenciosa, tenaz.

El cura párroco y los dos hombres caminan al costado de

la procesión, el sacerdote en el medio. “Recuerde el precepto

bíblico, señor Righi: dad al César lo que es del César y a Dios lo

que es de Dios”, dice el cura párroco.

“¡Tenía diez mil pesos!”, gime el gordo, parado en el cor-

dón de la vereda. La gente que pasa lo mira y sigue, se da vuelta

para mirarlo y sigue, se da vuelta para mirarlo, sigue.

“¡Allá está!”, grita uno, un tanto agazapado, y señala. “¡Cuál

es!”, le pregunta el que lo acompaña. “¡Aquél, el de la cabeza

de pájaro!”, dice el otro y vuelve a señalar.

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“¡Métanse en la procesión!” grita uno y señala la procesión,

que sigue doblando. “¡A la procesión, a la procesión!”, gritan

muchos y todos corren y miran hacia adelante, hacia atrás, ha-

cia adelante.

El escuadrón pasa al galope entre las dos alas del enjambre,

que se frena.

Sciolla ve la mano que lo señala, el brazo, la cara del per-

seguidor. Apurando el paso empieza a eludir cuerpos como si

trazara un laberinto, la cabeza entre los hombros levantados,

obstinadamente de per� l. “Cuando me meta en la iglesia, que

me echen los galgos”, se dice.

“A la patria celestial”, canta la voz.

“¡Qué es eso!”, exclama el cura párroco.

“No lo pierda de vista. Se quiere hacer perdiz”, dice uno.

“Qué lo voy a perder. Cuando me pongo soy peor que perro de

presa”, dice el otro.

“Estos muchachos impacientes...”, se dice el viejo y menea

la cabeza, sonríe.

Caen sobre la procesión, se incorporan in� ltrándose vivamente

y mirando todavía hacia atrás, agitados, pálidos, despeinados.

El escuadrón se detiene bruscamente al borde mismo de la

procesión, que termina de doblar. Los caballos, inquietos, reso-

plan, caracolean, se rozan. “¡Qué hacemos ahora!”, grita el sar-

gento y mira en dirección de los dos piquetes, va a su encuentro.

“Yo no sé qué pasa, pero eso sí, la policía no se mete con

mi procesión”, les dice el cura párroco a los dos hombres que

lo � anquean y apura el paso, decidido, colérico.

“¡Mire, la policía! ¡Al � n se hacen ver!”, le dice el perro de

presa al que lo acompaña y apura el paso, reconfortado, sonriente.

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“¡Qué salvada!”, le dice uno de los estudiantes a otro. Cami-

nan detrás de dos mujeres vestidas de luto riguroso. “Ni caída

del cielo”, responde el otro. “Con los curas no se van a meter”.  

Un o� cial corre hacia el jefe, que está subiendo al automóvil

azul. “Se metieron en la procesión, jefe. Qué se le va a hacer”, le dice, cuadrándose. “Nada de qué se le va a hacer. Síganlos. Órdenes son órdenes”, responde el jefe.

“¡Oh María, madre mía!”, canta la voz. Abigarrada, compacta, silenciosa, la procesión sigue avanzan-

do lentamente. Sciolla se mueve ahora cerca de la parte central, mirando siempre hacia adelante y como incrustado en el racimo de mujeres que pugnan por acercarse a la imagen, por tocarla. En su misma línea, tres de sus perseguidores, dos por una vere-da y uno por la otra, vigilan minuciosamente sus movimientos, los cuerpos amartillados como un arma. Los estudiantes se han desparramado a lo largo de toda la procesión, aunque un grupo numeroso que parece crecer –y del cual emerge a veces el único murmullo que se suma al constante siseo de los pasos– se anuda, desordenado y elástico, a continuación del sector del que es cen-tro la imagen. La policía –piquetes, perros, escuadrón, dos autos azules y un camión azul– marcha detrás del Ford 36, envuelta en el mismo aire pací� co de la procesión y de la tarde. El perro de

presa recurre al primer o� cial que encuentra en el camino. “El

punguista está allá, sargento”, le dice, gritando. “Venga, venga. No

hay más que ir y agarrarlo, porque lo tenemos bien rodeado. Apú-

rese, venga, sargento”. “Qué punguista ni qué ocho cuartos”, res-

ponde el o� cial, malhumorado. “Déjese de pavadas. Estamos aquí

por los estudiantes. Y no soy sargento”. Los dos piquetes, en � la

india, empiezan a desplazarse por las veredas “Me imagino, señor

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comisario, que no asumirá la responsabilidad de que esta proce-

sión no llegue felizmente a su término”, le dice el cura párroco al

jefe, que ha salido del automóvil para atenderlo. “Pero si estamos

aquí para cuidarla, padre”, dice el jefe. “Usted sabe cómo son de

alborotadores los estudiantes”. “Si es por eso, puede ordenar a sus

hombres que se retiren”, dice el cura párroco. “La Iglesia no tiene

problemas con los estudiantes”. “Vaya tranquilo, padre”, dice el

jefe bonachonamente. “Nuestra presencia tiene por único � n que

el orden no sea alterado. Si no es alterado, y ojalá sea así, nos que-

daremos quietos”. El perro de presa se une a su compañero, que

sigue acechando a Sciolla. “Vamos a tener que agarrarlo nosotros

nomás”, le dice. “Dígame si en este país no está todo patas arriba.

Ahora resulta que a la policía no le interesan los ladrones”.  “Qué

hacemos”, se preguntan, unos a otros, los estudiantes y miran ha-

cia los costados y hacia atrás. “Me ha dado todas las garantías”, les

dice el cura párroco, mientras regresan, a los dos hombres que lo

� anquean. “Parece buena persona”. “Tanta policía por una cartera

de mierda”, se dice Sciolla. “Siempre pagamos el pato los peces

chicos. Mejor la tiro y que después me prueben que fui yo el que

se la sacó al gordo. Fichado no estoy”. Comienza a retrasarse y

algunos lo empujan, lo aventajan. El que ahora camina a su lado

le está hablando. “Qué..”., dice Sciolla. “De qué facultad sos”, le

pregunta el otro. “De la facultad de la calle, pibe”, contesta Sciolla

y deja caer la cartera. El que camina detrás se agacha y la recoge.

“Oiga, se le cayó la cartera”, le dice a Sciolla y se la muestra. “A mí

no se me cayó nada”, responde Sciolla y vuelve a adelantarse con

rapidez. “No le saque el ojo, que está tratando de desorientarnos”,

le dice el perro de presa al que lo acompaña. “¡Che, tiene diez mil

pesos! ¡Mirá, un billete � amante!”, dice el que todavía muestra

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la cartera. “¡La miércoles!” exclama el otro, mirando. “Te salvaste

de los perros y encima te encontrás diez mil pesos. No te podés

quejar de la suerte”. “De vuelta sin un peso. Pero pellejo hay uno

solo, hermano”, se dice Sciolla, respirando hondo. “En cuanto lle-

guemos a la iglesia, nos metemos en la procesión y lo agarramos”, dice el perro de presa. “Faltaría más que se la va a llevar de arriba”.

“Vayan pasando el dato”, dice el rubio, hacia adelante: “en cuanto

lleguemos a la iglesia, sálvese quién pueda”. “Hasta pico de oro

hay que tener en este trabajo, como habrá visto”, le dice el jefe,

sonriendo, al hombre de gris que está sentado junto a él. “El curita

se tragó la píldora. En cuanto la procesión empiece a disolverse,

duro y a la cabeza con todos los que sean de treinta para abajo. Que

prueben después que no eran estudiantes. Órdenes son órdenes. Ya van a aprender”.  

Desde el balcón del tercer piso, el viejo abogado y su mujer miraban pasar la procesión.

–Mirá qué linda procesión, viejo. Cuánta gente –dijo la mu-jer–. Lástima que la policía tenga que ir cuidándola como si

estuviéramos en guerra. Mirá, viejo, con perros y todo. Cómo está el país. Ya ni la religión se salva. Y todavía hay quienes dicen

que no hace falta una mano dura que lo gobierne.  

–Sí –dijo el viejo abogado–. Pero por otra parte, mirá cuán-

tos muchachos. Da gusto ver cómo la gente joven vuelve al seno de la iglesia.

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El � uir del tiempo

Uno de los elementos con que contaba para juzgar que estaba

entrando –si inadvertidamente no lo había hecho ya– en una

madurez cansada, era que continuamente se descubría pensan-

do en las mujeres que había conocido en su primera juventud.

Durante mucho tiempo las había relegado a un cómodo y como

perfumado olvido, de donde rescatarlas equivalía al lento y go-

zado ademán de estirar el brazo para extraer el libro que se quie-

re releer. Así había sido durante muchos años –un tema dulzón

para una charla íntima o un solitario abandono a la nostalgia–,

pero de pronto esas mujeres (esas muchachas) –su recuerdo

vivo, penetrante, pero en absoluto doloroso– habían empeza-

do a asaltarlo desde cualquier ángulo en cualquier minuto de

días que ya comenzaban a parecerle demasiado largos: sentado

en una butaca de algún cine, caminando sin rumbo, hojean-

do una revista, ordenando papeles viejos, dormitando. Quieto

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y como separado del mundo, literalmente descuajado del pre-

sente, se contemplaba entonces junto a ellas por territorios a los

que no había luz capaz de arrebatarles su misterio –ni sombras

que pudieran acrecentárselo–, calles de barrio, ribera, plazas en

las que el asombro formaba el alimento cotidiano. Tal vez por

contraposición a la inmovilidad que caracterizaba esa época de su vida, eran siempre imágenes en movimiento las que veía des-

� lar con la nitidez de un grito escuchado en la noche silenciosa;

no sonrisas, ni miradas, ni susurros –no porque no los hubiera

habido, no habría podido ser; tan sólo moraban en un segundo plano, un tanto desdibujados y con una irremediable tendencia a fugarse, a desaparecer–, sino pasos vibrantes, cabellos sueltos, polleras al viento, risas, sobre todo risas que salían disparadas hacia arriba con las cualidades del pájaro, alegres, luminosas,

cantarinas. A veces no recordaba el nombre de alguna de esas

muchachas –y sólo él era consciente, entonces, del esfuerzo que realizaba para tratar de reparar esa � sura del recuerdo–, pero es-

taba seguro de que ninguna de las mujeres con las que había an-

dado en los últimos años –ninguna–, resistía la comparación con aquellas muchachitas junto a las que había aprendido a recoger –y a atesorar– e1 oro frágil del otoño. No era cuestión de belleza

ni de sabiduría en el arte del amor; en estos campos no siempre

habrían resultado gananciosas. Lo que había sobrevenido era una

organización del amor, un cierto orden mecánico que resolvía –generalmente con extremada rapidez– todos los misterios entre las sábanas de un lecho. También con aquellas muchachas había habido sexo, y no menos apasionado ni violento; pero ese sexo –nunca triste y sin resabios amargos– era una más de las tantas cosas que había en el camino, una de sus � ores más exquisitas,

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a lo sumo; estaba allí, a un costado, y no había nada más natural

que agacharse para aspirar su aroma sabiendo desde ya que sería

inolvidable. Con los años, su relación con las mujeres se había

reducido a un juego a cartas descubiertas; clara, metódicamente

se cumplían los ritos previsibles –esa persecución nada ostento-

sa en la que la perseguida estimulaba cautelosamente la caza–,

cuyo remate indefectible eran las cuatro paredes de un cuarto de

hotel por horas. Era éste otro de los aspectos de lo que él, recar-

gando la sorna, solía llamar la materialización de la existencia

vista desde el peldaño de los cuarenta y tantos años. Lo que le

faltaba a esas uniones –y había tardado en comprenderlo, pero

ya no restaba un solo pliegue donde alojar la menor duda– era

paisaje, aperturas al mundo, la sensación de una vida más ancha

en la que la piel y el alma de la mujer armonizaban con el curso

sereno o tumultuoso de los días. Pese a todo, y no queriendo

ser injusto con esas mujeres que no siendo ya muchachas soña-

ban sin embargo con serlo, había concluido por admitir que era

imposible hallar un culpable, o dos, de ese encajonamiento que

enrarecía prontamente el aire hasta tornarlo irrespirable –enca-

jonamiento que por otra parte, se mirara donde se mirase, se

veri& caba en casi todos los órdenes, aunque muy pocos tuvieran

el coraje su& ciente para reconocerlo–, sino que lo que se había

desvanecido era aquella aura en la que los seres se movían con

una transparencia ajena a toda prevención y casi a todo cálculo,

y que no era más que el cielo propio –y decididamente intrans-

ferible– de aquellos años perdidos. Reconocimiento que por ser

tan lúcido y tan pací& camente aceptado, lo devolvía al punto de

partida, a la convicción de que algo muy querido se había ter-

minado para siempre.

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Algo semejante parecía estar ocurriéndole con su ciudad.

Con una fuerza que se revestía de la conformación de una sen-

tencia, había empezado a apoderarse de él la impresión –esta vez,

sí, dolorosa– de que su ciudad se le estaba terminando. Lo que

en un tiempo había sido para él un organismo pulposo y sanguí-

neo que emitía seudópodos hacia todos los horizontes, y con un

interior rico y profundo, cálido hasta la risa o el llanto, habíase

convertido en un cuerpo escuálido con una acusada tendencia a

la aridez. La ciudad había crecido, pero no en el sentido de una

riqueza sugeridora y vital, sino como mera aglomeración de gen-

te y casas. Lo que a él le quedaba, después de haberla caminado

tanto, eran cuatro o cinco calles en las que aún podía encontrar

esa alternancia de tráfago diurno y murmullo nocturno que ha-

bía sido –y desde muy muchacho– una de las raíces de su amor

por la ciudad (y el río, claro, pero el río no estaba incrustado en

la ciudad, sino que corría a su costado, más entrevisto que visto,

más visto que contemplado, más contemplado que vivido); el

resto, que se le presentaba permanentemente envuelto en una

atmósfera grisácea que uniformaba hasta las diversidades más

notorias, no sólo lo dejaba indiferente sino que además le pro-

vocaba el más franco rechazo, un rechazo que principiando por

lindar con el malestar, acababa por confundirse con la hostilidad

y el horror. A veces, acuciado por la necesidad de comprobar que

estaba equivocado y que lo que yacía en el fondo de ese desgra-

ciado error no era más que una descomunal torpeza sumada a

una ceguera al parecer sin remisión posible, se lanzaba a caminar

por calles cuya elección dejaba librada al puro azar –no de otro

modo, por lo demás, había obrado en el pasado–. No tardaba

mucho en dar la vuelta, perseguido por imágenes de frustración,

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de desolación, de esterilidad, de muerte. Sólo algunos sectores arbolados –esas largas � las de plátanos que eran como riachos de

silencio en medio del afanoso ir y venir de la ciudad–, o alguna

palmera o algún viejo eucalipto, emergiendo por encima de los

techos como milagrosas apariciones de otro mundo, rompían la

tremenda monotonía, la total falta de expresión, la mudez im-

potente de cuadras y cuadras vaciadas de cualquier refugio para

el alma, verdaderos desiertos poblados –pero no humanizados–

por apurados transeúntes y mucho más apurados automóviles.

No era una impresión de decadencia la que se recogía en esas

calles –porque decadencia habría implicado, por lo menos, una

historia con sus � uctuaciones y con� ictos–; lo que golpeaba allí

era una medianía sin edad, pétreamente clausurada a toda pers-

pectiva de cambio y temerosa hasta de la penumbra y la duda.

Todavía, un poco hacia las afueras, algunos barrios humildes se

salvaban con su tibio rescoldo de humanidad sufrida y con la fra-

gancia aérea de los últimos jazmines, pero en esas calles que eran

el dominio de la clase media de dos empleos y portafolio bajo

el brazo, ¿qué sino pequeñas vidas de pequeños empleados, de

pequeños rentistas, de pequeños cualquier cosa se albergaba de-

trás de esa in� nita sucesión de fachadas grises? ¿Quién, de los

que allí vivían, podía sobreponerse a esa máscara impasible?

¿Qué enorme fuerza espiritual, qué impaciencia, qué tenacidad

de oso había que poseer para no terminar por revestirse, a los

treinta, a los treinta y cinco o a los cuarenta años, y manos, cara,

mirada, alma, de ese mismo color gris de las fachadas grises?

¿Qué defensas había que erigir a � n de evitar que el para qué

–ese veneno insidioso que amenaza con arruinar a muchos de

los mejores– se fuera in� ltrando en las venas hasta paralizar los

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brazos y la mente? ¿Qué clase de locura era necesaria para no

acabar rindiéndose con la renuncia y el silencio? Él conocía a algunos que luchaban y sufrían, ¡pero qué solos estaban, qué perdidos, qué angustiados!

Eran estas imágenes las que lo llevaban a dar la vuelta y a regresar como huyendo a alguna de esas cuatro o cinco calles donde, refugiados en algún cafetín maloliente y próximo a des-aparecer –porque la higiene, las farmacias, la represión, los ar-tículos de plástico y los supermercados estaban en el camino del progreso–, podía hallarse a unos cuantos de esos estupendos marginados, esos grandes despilfarradores de tiempo a los que la máquina trituradora de la sociedad mercantilizada y burocrática no se esmera en alcanzar por considerarlos totalmente inútiles y en vías de irremediable extinción. Eran lo que los hombres gri-ses –y conspicuamente la policía y los diarios serios– llamaban la escoria social, desechos cuyo destino � nal era la escoba del bien aceitado y siempre renovado engranaje competitivo. Pero allí, por lo menos, y al borde de unas copas que no acababan nunca de vaciarse, era posible oír y lanzar alguna sana y reso-nante carcajada, y escuchar o participar en conversaciones que no anclaban inexorablemente en la compra o en la venta, en el dinero o en el éxito, en el estatus o en el rating, o en el callejón sin salida –pero intelectualmente interesante– de una política ca-duca. A veces se le ocurría pensar que de esos antros, de los que pudieran resistir –sumergidos e ín� mos, pero milagrosamente sobrevivientes– el oleaje uniformador de las cosmópolis surgi-rían –dentro de cuarenta, cincuenta o más años todavía, cuando el vocerío paroxístico de las corrientes y modas artísticas, litera-rias, � losó� cas, antropológicas, todo ese inmenso derroche de

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inteligencia, juego y erudición demostrara su más perfecta y aca-bada inutilidad– los poetas malditos del futuro, que ya no serían los bestsellers de iracundo grito y casa de verano en cualquier Riviera, mimados y enriquecidos por las mismas minoritarias multitudes que se divierten y bailan al compás del látigo de siete colas que ellos esgrimen, sino auténticos y coherentes subversi-

vos, portadores de un nuevo lenguaje nacido del silencio, y por

eso mismo condenados al ostracismo  y al hambre. Visión que

sin duda era reconfortante como un buen trago de ginebra y un

cigarrillo en la tarde fría, pero que no le quitaba un gramo a la

verdad que le dictaba que la ciudad se le estaba terminando, y

que la existencia de esas cuatro o cinco calles era la prueba irre-

futable de que se había ido encerrando en una celda sabiamente

disimulada, pero celda al � n. Aunque no se hacía ya ninguna ilu-

sión sobre la naturaleza humana, le jugaba entonces en la cabeza

la idea de una partida, un limpio salto al vacío que concluyera

provisoriamente en cualquier ciudad desconocida –porque en tal

caso sería una ciudad, dado que él era uno de los tantos poseídos

por el amor y la maldición de la gran ciudad–, donde los viejos

hábitos, que estaban de hecho resquebrajados, pudieran subsistir

y aun � orecer al contacto con lo nuevo –otra gente, otras calles,

otro río, otro idioma–. Durante mucho tiempo se había cerrado

tercamente a la tentación del desarraigo; y aun pudiendo partir,

había elegido la permanencia –por creerla más genuina y rica, y

más acorde con lo que había llamado pomposamente la misión,

que los fuegos arti� ciales del vagabundeo sediento de fronteras

y de mitos culturales–; a lo sumo había practicado el peregrinaje

momentáneo, ese andar errante a través de lo extraño por lejano,

que paradójicamente es acicateado y delimitado –además de en-

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riquecido– por la promesa del retorno a las fuentes –a una casa en su ciudad, a una calle en sus barrios, a una silla en su café, a una noche en sus noches–. Debía reconocer que esa convicción, celosamente defendida a lo largo de más de veinticinco años,

empezaba a mostrar grietas gruesas como puños –una etapa,

pero no cualquiera, que � nalizaba con los caracteres inconfundi-

bles de una pequeña muerte–. Cada vez más sentíase atraído por

la rotunda sencillez de un gesto: partir sin decir siquiera adiós

y desaparecer, arrojarse desnudo en el torrente anónimo de una

gran ciudad extranjera –extranjero en todo: en la historia, en

el habla, en las costumbres, en los gustos–, perderse como uno

más, pero mucho más, justamente por ser voluntario el extravío

y prepararse así para el segundo nacimiento, hecho de memoria

y de olvido, de dolor y de asombro, de quietud y de ansia. Y

una vez desarraigado, no volver a arraigarse; fugarse de todos los

esquemas, no sólo mentalmente sino también físicamente; no

anclar sino recalar; no permanecer sino transitar: ser una sombra

arisca sobre la tierra.  

No se le escapaba el lado quimérico –y suicida, por añadidu-

ra– de ese proyecto loco –que en el fondo sabía que nunca rea-

lizaría, y no por falta de fuerzas ni de libertad interior sino por

terquedad, por un empecinamiento (oscuramente inspirado por

el amor) que tal vez fuera más suicida que la más descabellada

tentativa–; a tanto no llegaba su burlón y burlado romanticismo

de opereta. Pero por otra parte, en la sociedad sabiamente opre-

siva en que se vivía ¿que búsqueda de una solución profunda a

cualquier problema existencial –cualquier gesto que implicara

una rebelión contra un orden establecido, el de todos los días

para cada uno o el político, con sus correlatos, para todos–, no lo

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tenía y en igual o mayor medida todavía? Y soslayando por anec-

dótico lo que su ciudad era o había dejado de ser para él, ¿a qué

otra cosa sino a la expatriación venía invitándolo el país desde

que se había puesto a contemplarlo con los ojos bien abiertos

de los veinte años? ¿Qué fabulosa carga de violencia estúpida y

de engañado fanatismo, de frustraciones y de desencuentros, de

aprovechamiento rapaz y de carencias, de complicidades re� na-

das y de maquiavelismos, de persecuciones y de patrióticos zar-

pazos, de escepticismo y de derrota exhibía el balance de los úl-

timos veinticinco años de historia del país? ¿Cómo no explicarse

la perplejidad y el desaliento de tantos que terminaban encasti-

llándose –pero frustrados, frustrados y sabiéndolo– en el magro

objetivo de un nivel de vida que permitiera el cambio bianual

del automóvil, el veraneo en el mar, la escuela paga para los hijos

y el viaje en jet a Estados Unidos o a Europa? ¿O la agresividad

y la confusión de los jóvenes, que heredaban –¿y a quién acusar,

entonces, sino a los padres y a los mayores, con quién romper

sino con ellos?– un país destrozado en un mundo que amenaza-

ba todos los días con destrozarse? ¿O el resentimiento y la amar-

gura de las clases pobres, invitadas a sentarse en la platea para

ver la fastuosa película en colores de la civilización industrial, y

mientras tanto sometidas a la permanente amenaza –eso sí, con

los más altruistas y próceres motivos– del desempleo, la emigra-

ción interna y la explotación aún mayor? Considerado fríamente

–y él nunca había podido hacerlo, tal vez por una debilidad del

egoísmo que lo había caracterizado en otros terrenos–, era un

país que expulsaba. No resultaba difícil imaginarlo diciendo casi

paternalmente: “¿Pero qué hacen aquí? ¿Qué esperan? ¿Que la

juventud y la vida se les vayan tratando de encauzarme? ¡Ilusos!

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¡Si yo tengo siempre a mano mis caudillos baratos y mis ilustres

juristas bien pagados, mis generales de turno y mis civiles ex-

pectantes, mis intereses foráneos y mis gestores serviciales, mis

órdenes y mis contraórdenes igualmente obedecidas, mi federa-

lismo de show y mi férreo unitarismo de expediente y garrote!

¿Qué esperan, entonces, para irse? ¡Partan, partan ya! El mundo

es grande. No se engañen: no encontrarán paz. Encontrarán arte,

y ciencia, y técnica, y estatus, reconocimiento y prestigio, o la

indiferencia y la muerte silenciosa, mas no encontrarán paz. Pero

no importa. Aquí ni siquiera llegarán a fracasar: sólo se frustra-

rán blandamente, inútilmente, miserablemente, acosados por el

temor, la inseguridad, la desesperación, la impotencia. ¡Vamos,

partan y sálvense! No hay droga más e� caz que un exilio a tiem-

po. Nunca llegarán a olvidarme totalmente. Los perseguiré –y

a veces los torturaré– con mis montañas y mis ríos, con mis

llanuras y mis bosques, con mis plazas al sol y mis esquinitas de

barrio, con las imágenes de lo que habría podido ser y que no

soy –qué se le va a hacer, muchachos, digan como yo–, con mis

charlas de café, con mi música y con las miradas, los ademanes

y las risas de los que se han quedado –aun los de los muertos–.

Más de una mañana abrirán la puerta creyendo que lo que se

despliega afuera no es el 8e. arrondissement, o la via San Gallo,

o el West End, sino las calles de Flores o de Almagro, o las de Sa-

ladillo, o las de Barrio Clínicas; o que lo que gorgotea no es una

canilla mal cerrada, sino una acequia transparente en la siesta

del verano mendocino. Y se descubrirán hablando solos y escu-

chando como en sueños las voces de mi idioma; y buscarán con

quién hablarlo, removerán cielo y tierra para encontrar a alguien

que lo hable. Y se lanzarán a conseguir libros, diarios y revistas

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que los pongan siquiera un instante frente a frente con mis gran-

des problemas, mis pequeños triunfos, mis encogimientos de hombros y mi sonrisa cachadora, con todo eso que estará lejos,

pero ya no más lejos; y se les retorcerá el corazón cada vez que lean palabras como crisis, golpe de estado, huelga general, des-pidos, miseria, mortandad. Y llorarán, tengan la absoluta certeza de que llorarán. También por todo esto nunca alcanzarán la paz.

Pero partan lo mismo, sin demora. La nostalgia es una bruma

que no mata a nadie, y una sola –y breve– es la vida del hombre”.

Extraño país, sí, era ése, dueño de una tierra inmensa y rica

como pocas y habitado por gente de buena calidad –por lo me-

nos no peores que la que la historia y el presente mostraban

sin tapujos–, y sin embargo aparentemente condenado a dar los

ciegos coletazos del pez herido –y con el visto bueno de mu-

chos, súbitos cultores del cuchillo puntiagudo que entra en la

propia carne y la desgarra–. Mirarlo era empezar a interrogarse;

se podía encanecer inquiriendo cómo, por qué, desde cuándo;

muchos hasta decían irse para intentar comprenderlo desde una

más serena distancia. Pero lo que podría haber sido el fermento

de una actividad creadora de valor –en política, en economía,

en arte, en literatura, en cualquier rama donde un pensamiento

nuevo sacudiera como lo hace una lluvia fuerte con la modorra

del verano–, resultaba siendo un factor paralizante, esterilizan-

te, desmoralizador. Después de tantos y tan tremendos altibajos,

después de tantas idas y vueltas y tumbos y esperanzas y caídas,

lo que quedaba era una repetición sin objetivos, una imitación

servil, una pobreza. Se seguía oscilando en política entre libe-

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rales, peronistas e incruentos y salvadores cuartelazos, se hacía

cola en los bien alfombrados vestíbulos de la banca internacio-

nal, los plásticos se iban a París, la mejor literatura la producía

un emigrado, la prensa daba risa o rabia, el mayor ardor � orecía

en las canchas de fútbol, se exportaba inteligencia y se importa-

ban modas, se agitaban fantasmas para ahogar cualquier posible

renovación en el primer vagido, se plani� caba en el aire, se cen-

suraba la burocracia y pululaban los burócratas, se economizaba

dinero en la educación y se compraban tanques y portaaviones,

no había medicamentos ni algodón en los hospitales y se fortale-

cía el aparato policial, se discurseaba acerca del país y se pensaba

en la cuenta bancaria y en los réditos, la actividad remataba en

la inacción, se perseguía, se cercaba y se ahogaba, detrás del co-

losal zumbido había un vacío impresionante, se declamaba y se

olvidaba, se declamaba y se olvidaba, se declamaba y se olvidaba.

Hablar sobre el país con alguien signi� caba recibir –y dar– la

versión de un estafado; había como una atmósfera general de es-

tafa, una agria mueca de descon� anza y desengaño, un incesante

mascullar sombrío. El Estado decíase estafado por los contribu-

yentes y los contribuyentes por el Estado despilfarrador; los im-

portadores por las trabas aduaneras; el agro por las retenciones y

los precios políticos; los industriales por la mala distribución y la

exigüidad de los créditos; el interior por la capital, que manejaba

la economía nacional de acuerdo con su propia conveniencia, y

la capital por el interior, siempre esperanzado en las dádivas de la

gran ciudad y de su puerto; las fuerzas armadas por sus materia-

les obsoletos; la clase obrera por el incesante aumento del costo

de vida y por la mezquina voracidad patronal, y las patronales

por la falta de productividad obrera; los políticos por una ciuda-

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danía descreída y versátil, y el pueblo por equipos políticos que

lo único que ambicionaban era enriquecerse con el usufructo de

la función pública; las pequeñas empresas por las grandes y las

grandes por la inestabilidad de un país que no garantizaba una

expansión ordenada y fructífera; los consumidores por los mi-

noristas, los minoristas por los mayoristas y los mayoristas por

la presión tributaria y las condiciones generales del mercado; los

médicos por las mutuales que los proletarizaban y las mutuales por los privilegios legalizados de los médicos; los propietarios por la prebenda de los alquileres congelados y los inquilinos por la inexistencia de préstamos accesibles, inexistencia que tornaba ilusoria la adquisición de la vivienda propia; los hoteleros por el

acortamiento de las vacaciones escolares; los amantes del fútbol

por las nuevas técnicas que coartaban la vieja picardía criolla; los

músicos por la desprotección de la música nativa ante la invasión

de la foránea; los de veinte años por los de cuarenta, los de cua-

renta por los de sesenta, y los de sesenta por la vida; los... ¡Qué torre de Babel! ¡Qué revoltijo! Y a una cuarta de los ojos entorna-

dos, las rígidas anteojeras de cartón piedra.  

Por otra parte –dejando de lado la gazmoñería de los men-

tirosos crónicos, de los añejos y menos añejos detentadores del

poder, de los verdaderos usufructuarios de toda prosperidad y

toda crisis–, junto a tanta pirotecnia verbal, junto a tanto in-

cansable trajinar corría una rutina generada por la comodidad,

una resignación hija del escepti cismo, una apatía derivada de

la íntima renuncia, una mesura fruto no de la sabiduría –cuya

prudencia es un mito– sino de la artritis, sobre todo una pru-

dencia y unas buenas maneras que graciosamente maniataban

las ideas y las manos y permitían que la estafa, de ser cierta –y lo

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era– continuara. ¿Qué caída en los impulsos, qué pérdida en el temperamento creador –¿pero es que había una pérdida?–, qué desgaste en lo esencial, qué falla en la estructura ósea acusaban

los argentinos de ese tiempo? No era una excusa válida argu-

mentar que la confusión era el signo de la época, por lo menos

en ese Occidente llevado y traído de las riendas de la sociedad

consumidora. Resultaba un expediente muy cómodo ampararse

en las generales de la ley y apelar a los hechos en boga aquí, allá y

más allá –los con� ictos raciales, los levantamientos estudiantiles,

la iglesia en crisis, la falencia ideológica, la desesperación de la vanguardia artística (hasta el auge de la delincuencia)–; lo cual no comportaba restarle valores a lo irracional, sino justamente todo lo contrario: defenderlo a � n de que no fuera sutilmente

utilizado –con la insistencia en una remanida idiosincrasia (rai-

gal, decían) que en el mundo cambiante en que se vivía resultaba ser una deslucida metáfora para uso exclusivo de interesados y de cándidos– para justi� car el sostenimiento y aun la consoli-

dación de una forma de vida que lo que estaba reclamando con urgencia no eran brillantes entelequias, sino unos cuantos bul-dózeres bien instrumentados. Esa era otra de las maneras –y de las más astutas– de encerrar todo atrevimiento –en el pensar, en el buscar, en el expresar, en el obrar– dentro de los límites de una � losofía de frente estrecha e intención aviesa. Bonapartismo a un

lado, se tornaba imprescindible introducir una cierta cohesión

en los dominios de la atomización total, una cierta convergencia

donde no había más que dispersión, una puntiaguda cuña de

fuerza centrípeta en el quinto espacio intercostal izquierdo de la

centrífuga. ¡Pero mediana exigencia era ésa! Él, como miembro de la bien o mal llamada clase media ilustrada, tenía el ejemplo

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de su propia generación, la de aquellos que habían llegado a los

veinte años hacia 1943. Jugada en las calles contra el peronismo;

demorada, desconcertada y ensombrecida por la insólita dura-ción de un régimen que se les llevaba –con visos de eternidad–

los mejores años de la juventud; repudiándolo con la boca llena

de grandes palabras: libertad, democracia, Constitución, dere-

cho –pero sobre todo libertad, la sacrosanta–; decidida y valiente

siempre –con sus perseguidos, sus presos políticos, sus deste-

rrados, sus torturados, sus mártires–; deslumbrada y eufórica en

1955 por lo que juzgaba el tañido de la campana de su hora his-

tórica; sorprendida de inmediato por el descubrimiento de que

no estaba preparada casi para nada; maniobrada casi a voluntad

por los viejos y los nuevos � gurones de todos los colores; olfa-

teando la traición, pero paralizada por el temor a un retorno exe-

crado; atenaceada en parte por la duda acerca del sentido y aun la

validez de los doce años de lucha irreductible; disgregada y pul-

verizada a continuación por las sospechas, las imputaciones, los

enfrentamientos y la guerra sin cuartel; arribada a los aledaños

del poder en porciones minúsculas y allí aherrojada y silenciada

sin estruendo por las estrategias y las estructuras partidarias; casi

en su totalidad espectadora gritona del drama de los gobiernos

civiles, de sus indecisiones, de sus balbuceos, de su ilusión de

autonomía, de su aproximación al abismo, de sus manotazos de

ahogado, de su caída, y entonces, desde desprendimientos para

nada insigni� cantes, súbitamente llamada a silencio y sonriente-

mente dispuesta a aceptar el entierro de la libertad, la democra-

cia, la Constitución y el derecho en homenaje a la instauración

de un orden que al compás del decreto-ley y del machete salvara

del caos al país –pero pensando, muchos, que la hora de los

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palos había llegado esa vez para los otros–; ostentando en ade-

lante un disconformismo más epidérmico que sustancial, más de

compromiso que comprometido, un verdadero disconformismo

de salón; y repitiendo entonces, a conciencia, un lenguaje de

pompas de jabón, así tornasolado y hueco y frágil; preocupada

más por la arbitrariedad de los impuestos de emergencia que

por la arbitrariedad general, la apatía y el horizonte demasiado

previsible; distanciada del riesgo alegando haber pagado ya una

cuota demasiado alta de tiempo y sacri� cio; envejecida prema-

turamente, sin un pensamiento nuevo y sin fe para crearlo; sin

líderes ya y temerosa de buscarlos; marcada a fuego por el pasa-

do y sin embargo opaca y carente de futuro; minada por la mez-

quindad, la descon� anza y el cálculo y más disgregada todavía

por el paso –porque los veinte se habían convertido en treinta y

dos y los treinta y dos en cuarenta y cinco– de los años, ¿qué era

esa generación en 1969 sino la imagen doriangreyesca de la ino-

perancia y el fracaso? Próspera, y satisfecha por el solo hecho de

serlo, y demostrándolo ¿qué otra cosa podía ofrecer además de

aquella prosperidad material y de esa satisfacción perruna? In-

crustado cada uno de sus integrantes en su pedacito de mundo,

laborándolo y cosechando lo que habían sembrado sus mayores

o menores dones, su tenacidad o su suerte, habiendo concluido

por ser buenos o mediocres profesionales, jueces, funcionarios,

profesores, periodistas, escritores, críticos –o pujantes ejecuti-

vos en empresas nacionales o extranjeras–, ¿dónde estaba la nota

fundamental de su paisaje sino en el desligamiento, el encierro y

la incomunicación? Detrás de muchas fachadas opulentas –más

allá de la buena � gura y de la mejor ropa, del sobrio caminar y

del hablar pausado, de los � amantes automóviles y de la severa

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dignidad de los cargos, de los teléfonos internos y del aire acon-dicionado, de los discursos, las conferencias y los folletos– se vis-lumbraban bien ordenados montoncitos de escombros. ¿Y cuán-

tas obras de valor podía mostrar? ¿Cuántos libros que alguna vez se pudieran releer, qué plástica que sobrepasara el juego, qué

arquitectura que no fuera imitación, qué música que no fuera

olvido, qué desesperada tentativa, que conmovedora confesión

de derrota, qué puteada cósmica, qué muerte que justi� cara una

resurrección? No, de esa generación, como generación, no po-

día ya esperarse prácticamente nada, ni desde el llano ni desde el poder –salvo la repetición, la rea� rmación y la acentuación, la

repetición, la rea� rmación y así hasta el lento ocaso–. Y los pri-

meros en saberlo –en intuirlo– eran los jóvenes.

Tal vez no quedara otro camino que depositar toda la es-

peranza en los jóvenes, pero esta vez sin grandes palabras, sin

retórica, sin ademanes paternales –que por otra parte ellos no

sólo no necesitaban, sino que además rechazaban–, y sin partir

de la exigencia de � nes lúcidos y medios procedentes, compati-

bles, coherentes; toda esa ralea de adjetivos que habían pasado a

militar junto a las bolitas de alcanfor en el ropero mental de los

de cuarenta para arriba. Recordaba todavía cómo habían sido los

jóvenes cuando él también lo era –veinticinco años que parecían

adquirir la dimensión espiritual de un siglo–, por lo menos los

de esa clase media de la cual, según los cánones, debían surgir

los futuros grupos dirigentes, los bravos conductores: habían he-

redado un lenguaje consagrado, ilustres paradigmas, mentores

de mar� l y oro, oráculos infalibles, ideologías intachables, es-

quemas rutilantes y mucha con� anza y seguridad –y hasta pa-

ciencia–, y con esa herencia bien calzada en la cabeza como un

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sombrerito cantor, se habían lanzado a recorrer las calles de esos

años; habían seguido con reverencia a sus mayores –los de aden-

tro y los de afuera–, leído sus libros y escuchado y aplaudido sus

discursos –como debía leerse, escucharse y aplaudirse a quienes

han llegado a una edad en que el hombre está formado y su

pensamiento y su acción pueden desempeñar el papel orienta-

dor de un faro–; habían sido rebeldes, pero siempre dentro de

lo que se esperaba de ellos, con esa rebeldía que según se dice

es patrimonio de la juventud y que no es más que un necesa-

rio gasto de energía, un derroche equilibrador que los adultos

ven con los comprensivos –y tolerantes– ojos de la madurez y la

nostalgia; y habían sido, por lo tanto, la comparsa, las fuerzas de

choque en los disturbios callejeros y en la oposición –cualquiera

fuese–, mientras los mayores, desde lo que se suponía que estaba

más alto –el parlamento, la cátedra, la prensa, las tribunas parti-

darias– impartían las grandes directivas. Los jóvenes de su tiem-

po –fervorosos, rebeldes, luchadores– no habían puesto en peli-

gro el mundo que los adultos querían prolongar o transformar

a su manera: su misión, a conciencia, había sido batirse –y no

debatirse– por las ideas y las aspiraciones de los que podían ser

sus padres. Todo eso había terminado. El cambio podía disgustar,

trastornar u horrorizar a muchos, pero no por eso era menos

real, menos palpable, menos objetivo. Los jóvenes de ahora no

querían saber nada con el mundo de sus mayores; si al parecer

algo querían, era dislocarlo, subvertirlo, destruirlo. Habían roto

con su lenguaje –inmenso camposanto de palabras violadas–,

con sus líderes, con sus mentores y con sus muertas o claudican-

tes ideologías, sus jerarquías protocolares, sus débiles y hasta hi-

pócritas mitos de ayer y de mañana. Olfateaban una enfermedad

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de fondo en el cuerpo social, una deformidad, una gangrena,

y con sabiduría instintiva rechazaban –o simplemente le daban

la espalda– la herencia espiritual de un mundo cuya máxima

cirugía se limitaba al confort –ese maravilloso (y costoso) bar-

bitúrico– para muchos y a la aspirina o el garrote para el resto.

Frente al sí disimulado o franco de los adultos –o ante el silencio

que prohijaba la impotencia–, ellos decían No, escuetamente No.

Pero en una época cuyo mayor peligro –porque implicaba la en-

trega– era una abulia disfrazada de nervioso trabajo cotidiano y

de trajín sin sentido, ¿qué otra cosa que tuviera más valor podía exigírseles? ¿Y qué otros podían exhibir un mérito semejante? ¿Los dirigentes políticos y sindicales? ¿Las castas profesionales? ¿Los intelectuales? ¿Las fuerzas vivas? ¿La clase obrera?

En ese jardín multicolor � orecían indistintamente enredadas

peleítas por el poder, sesudos cálculos electorales, bien contabi-

lizados silencios y adhesiones, rendidoras maniobras bursátiles,

sonrientes viajeros al exterior, pavorosos destierros interiores,

esnobismos al uso, frustraciones burocráticas, inermes desam-

paros, cansancios de siglos y pedanterías académicas. De algún

modo, en el país y en todas partes, los jóvenes estaban eligiendo

–y sabiamente– la soledad generacional. Sus líderes, si los te-

nían, eran iguales; inventaban de la nada sus métodos de lucha;

se negaban a entablar un diálogo que escondía sutiles estrategias

dilatorias; escuchaban impasibles a sus maestros –mejor dicho,

a los que pretendían serlo– o los repudiaban; hacían sentir más

viejos a los viejos y viejos a muchos de los que cronológica-

mente no lo eran. Estaban liberados de muchas trabas –pero, a

la vez, amenazados por nuevas trampas y nuevas servidumbres–;

ignoraban mucho más que lo que conocían o decían conocer

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–¿pero qué verdad poseía lo que se les había enseñado y, ade-

más, a qué callejón sin salida, a qué esterilidad había conducido

a tantos de los mayores un conocimiento que gira y gira sobre sí

mismo como el perro que intenta morderse la cola?–; rompían,

y no siempre ese rompimiento distinguía lo adventicio de lo

que merecía ser salvado –¿pero qué derecho tenía el ciego de re-

procharle al tuerto que no viera?–. Sacándose las anteojeras, ar-

chivando los temores y efectuando las implacables restas –todos

aquellos que quedarían en el camino seducidos por las radiantes

promesas del estatus–, podía salirse a anunciar por las calles del

desconcierto que en la juventud anidaba una esperanza, y no ya

la tan mentada –y gastada– esperanza de la patria de las arengas

castrenses y las composiciones escolares, sino la sencilla espe-

ranza de una búsqueda nueva que hiciera saltar en pedazos los

cepos mentales de los que los adultos no podían o no querían

evadirse. ¿Pero es que podía salirse? ¿O no era todo más que una

ilusión, un corto sueño?

Se corría, en efecto –y él solía repetírselo para impedir que

una subjetividad ansiosa se cobrara un precio demasiado alto–,

el serio riesgo de terminar creyendo en la galera del mago, re-

emplazando así lo real –que podía ser cambiante y multifacético,

pero que no por eso abdicaba de su solidez de buen granito– por

una de esas azules y engañadoras � uencias del anhelo. Porque el

país, viendo lo que se veía y no lo que se quería ver, no invitaba

precisamente al optimismo. Si algo lo había caracterizado en

esos tres últimos años –y lo caracterizaba en los mismos mo-

mentos en que él rumiaba entre paso y paso tales pensamientos

no sólo metafóricamente trasnochados– era la aceptación silen-

ciosa –de todo, de lo positivo, que era poco, y de lo negativo,

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que era mucho, incluyendo la afrenta de las declaraciones in-

solentes y menospreciativas y el golpe bajo de las disposiciones

puestas en vigencia mientras la población dormía–, aceptación

que no parecía encerrar, como ciertos analistas querían suge-

rirlo, un repliegue creador, sino lisa y llanamente una renuncia.

¡Porque ojalá se hubiera tratado de una de esas pausas en las que

tanto un individuo como un pueblo se arrojan al costado del

tráfago de acontecimientos para efectuar un callado balance y

reajustar o recti� car las perspectivas! Desgraciadamente, ésta era

una hipótesis halagadora, pero indemostrable. Por el contrario,

de la convulsión epidérmica, del absurdo acatamiento de órde-

nes y contraórdenes más absurdas todavía, del ardoroso � amear

de banderas decrépitas, del rezongo cotidiano a nivel de mesa

familiar y de charla de ómnibus, se había pasado como por arte

de magia a la graciosa prosternación ante un orden hueco y con

sabor a prehistoria, a la indiferencia somnolienta, a la dimisión

de toda vigilancia intelectual, a los “qué se le va a hacer”, “hay

que vivir” y “lo mismo da” que teñían de sombra y de tristeza el lenguaje de las calles. Del cargo de apatía no parecía salvarse nadie –ni los jóvenes–. De cerca o de lejos, de frente o de costa-

do, desde el mirador de algún populoso barrio porteño o desde

la añeja y consentida sumersión de las provincias pobres, el país

impresionaba como un ser que vegetaba, dócil, sumiso y hui-

dizo, separado de todo atrevimiento por la corteza de la rutina

diaria y sin fuerzas para cualquier esfuerzo creador que lo lleva-

ra a situarse, no en una paz falsa y mortal, sino en la corriente

de los con� ictos y las coyunturas que permiten a� rmar que un pueblo –igual que un hombre– vive y no meramente sobrevive. Pero, a la vez, invirtiendo la cuestión de la galera del mago y

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colocándose sin rubor en el otro extremo de las posibilidades,

él se preguntaba a veces si ese diagnóstico tan cruel –y que dolía

como una amputación– no era el hijo legítimo de su propio

ánimo crepuscular, una especie de trágico acorde a lo Spengler

que arrancaba al piano de su tiempo a partir de la angustia de

una crisis de carácter personal, una crisis que reclamaba –en

vano, al parecer– una mudanza, un cambio de piel que lo de-

positara en la senda del segundo nacimiento. ¿Era realmente el

país, entonces, tal cual lo veía y pensaba: puro ajetreo insustan-

cial, pura cohetería de modas, puro desánimo, puro resignado

conformismo, puro coraje en retirada, puro burdo arribismo,

pura complicidad, pura chatura? ¿O había algo que refutaba lo

anterior –y que no se alcanzaba todavía a percibir, pero nada

más que todavía–,  latiendo y creciendo debajo de la calma y

nada espejeante super� cie? Tal vez él fuera uno más de los tantos

argentinos sentenciados a interrogarse sobre lo mismo en ese

húmedo otoño vaciado de presagios.

Una noche, como lo acostumbraba después de cenar, salió

caminando despacio hacia el centro. Había estado toda la tarde

dándole vueltas a un par de ideas que apuntaban a clari� car el

desarrollo de un posible relato en el que las circunstancias per-

sonales de un escritor de cuarenta y tantos años se confronta-

ban, en un plano agónico, con las del acaecer histórico que las

contenía –un hombre y su ciudad, un hombre y su generación,

un hombre y su país–, inquiriéndose, desnudándose, acusándo-

se despiadadamente. Aunque no había conseguido anotar más

que unas pocas frases, lo mismo había sido una tarde de trabajo

intenso –y por eso sólo distinta de tantas otras signadas por el

abatimiento y el desgano–. Y no había dejado de tener su veta

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de humorismo –amargo y todo, pero humorismo al � n– el he-cho de que en medio del esfuerzo que comportaba el intento de aproximarse a una verdad, por más pequeña que ésta fuera, se

le hubiera cruzado por la memoria el título de un a� che leído

días atrás en las cercanías de un salón de actos de la zona: “Cristo

es la única esperanza. Entérese personalmente”. ¡Entérese per-

sonalmente! En eso, en la maravillosa fertilidad de la vida para

ofrecer lo inesperado con la misma naturalidad de un saludo, iba

pensando mientras casi al azar elegía las calles que lo llevarían

al centro –esas calles tranquilas y preferentemente arboladas so-

bre las que la noche y el silencio parecían estar detenidos desde

siempre–, donde lo esperaban la oscuridad de un cine, el rumor

de un café o el otro rumor más nostálgico de un bandoneón que

acunaba un tango. De pronto, al desembocar en una calle abierta

al horizonte, le llamó la atención una extraña bruma rojiza que,

viniendo del río, � otaba sobre la sección céntrica de la ciudad; en

la noche callada y sin viento, ese cielo de garúa, injertado como

la copa de un árbol en el claro mar de estrellas, cobraba un as-

pecto torvo, de contenida amenaza. Después empezó a cruzarse

con gente que miraba tenazmente hacia el lado del medallón de

bruma; había cuchicheos sordos en las veredas, desplazamientos

lentos, ademanes pausados, mujeres que se asomaban a la puerta

de sus casas y espiaban, reprimido silencio. Inquieto, ya preocu-

pado, se detuvo en una esquina a interrogar a un hombre que,

con las manos en los bolsillos del pantalón y un cigarrillo entre

los labios, contemplaba absorto la misma lejanía. El hombre le

informó que por la tarde, y hasta bien entrada la noche, había

habido fuertes choques entre la policía y cientos de estudiantes,

que el centro había sido el escenario de una batalla campal de

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grandes proporciones, que había heridos y tal vez muertos y que

al parecer, de acuerdo con las noticias que corrían de boca en

boca, la lucha no había concluido. A él le sorprendió el tono de pasión con que el hombre, que debía de tener más o menos su

edad, había cargado su breve relato, pero apartando sin titubear

cualquier curiosidad que pudiera demorarlo, musitó un “gra-

cias” y siguió caminando a paso cada vez más rápido. Entonces,

mientras avanzaba por calles que se mostraban completamen-

te desiertas –sin una luz en las ventanas, bajas las persianas de

los comercios, cerrados los bares–, y se esforzaba por hallar la

vinculación que podían tener esos hechos con la muerte de un

estudiante, ocurrida días atrás en otra ciudad del interior, avistó

el agitado respirar de unas fogatas que salpicaban la distancia con

los destellos propios de la noche de san Juan. La visión, envuelta

en un silencio espectral, con sombras que se movían para api-

ñarse o disgregarse, con extraños bultos negros que se alzaban

como elefantes arrodillados, lo impresionó como si hubiera sido la de una ciudad recién desenterrada, misteriosa y trágica. Poco

después, con el corazón latiéndole arriba y abajo como cuando era adolescente, se enfrentó con las primeras barricadas.

Eran masas sólidas –algunas de la altura de una persona– de las que sobresalía toda clase de objetos agresivos –había hasta retorcidos artefactos en desuso–, y que bloqueaban las bocaca-lles integrando un verdadero cinturón defensivo del núcleo cén-

trico de la ciudad. Detrás de cada una había grupos de mucha-

chos cuyas edades oscilaban entre los dieciséis y los veinticinco

años; algunos conversaban en voz baja, otros inspeccionaban las

defensas, otros las reforzaban o se dedicaban a alimentar las fo-

gatas que contribuían en darle a la noche ese aspecto fantasmal.

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No se veía un solo policía por ninguna parte. Estaba claro que el

centro había sido tomado por los muchachos en una operación

al clásico estilo guerrillero. Lo que sorprendía era el silencio

casi religioso que � otaba sobre los mismos lugares en los que debía de haberse luchado largamente y sin cuartel –una especie

de orden dentro del desorden, y una expectativa tensa y segura

que fortalecía la sensación de tregua, susceptible de cortarse en

cualquier momento, que se vivía–.

A medida que avanzaba –y por allí le pareció que era mirado

con una descon� anza que no llegaba a molestarlo–, golpeaba

con más fuerza la imagen de una ciudad en guerra. Era una

ciudad nueva, con sus restos humeantes, sus huellas de destro-

zos, su mutismo sobrecogedor, sus jóvenes en el peligro de las

calles y sus niños, sus adultos y sus viejos en el refugio de las

habitaciones bien cerradas, atentos al estallido de las bombas

y al fragor de los disparos, a los llamados telefónicos y a los

informativos que se pasaban por la radio y la televisión. Reco-

rrerla era sentirse súbitamente transportado –de la quietud a

la violencia, del sueño al despertar, de la resignación al brazo

levantado–. Y de una generación a otra, a la siguiente. ¿Porque

qué había en su memoria que pudiera parecerse a esa noche

de barricadas y fogatas? Nada. Recordaba, sí, manifestaciones

ruidosas, estribillos, cantos, tumultos, se veía él mismo en esas

calles junto a otros muchos entonando el Himno para tratar de

contener la represalia policial –hecha de golpes, de bastonazos,

de patadas, de gases lacrimógenos–, para al � nal verse huyendo,

junto con todos, de la carga de la guardia de caballería, ellos

huyendo desesperadamente mientras detrás resonaban sobre el

asfalto los cascos de los caballos al galope. Mirar hacia atrás, ha-

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cia aquel lejano tiempo, equivalía a contemplar una huida cinco

o veinte veces repetida. Pero esos muchachos, los de esa noche,

no los que aceptaban la herencia, sino los que la rechazaban, los

que oscuramente, confusamente querían un porvenir distinto

del que le preparaban los mayores de todas las tendencias y to-

das las edades, no habían huido. Y con sólo no huir aunque más

no fuera una sola vez, y aunque no triunfaran –y seguramente

no lo lograrían, pero podían estar en el camino–, habían dado

nacimiento a una ciudad nueva –y a una esperanza, aun para

aquellos que dentro de las casas meneaban la cabeza, o protes-

taban indignados, o amenazaban con la espada y el fuego, o

calculaban embolsarse los frutos del sacri� cio juvenil–. Estaban

allí, detrás de las barricadas, cansados y en silencio, fumando,

conversando, esperando. Habían dado nacimiento a una ciudad

nueva y parecían no saberlo.  

Cuando emprendió el regreso –era ya más de medianoche y

había llegado hasta muy cerca de las últimas fogatas–, jugándole

siempre en la cabeza los recuerdos, los en el fondo inútiles cote-

jos, ese pendular angustiado al que eran afortunadamente ajenos

los muchachos de esa noche, sintió en la carne el abismo genera-

cional que antes había sido únicamente presentimiento o hipóte-

sis. Salido de sí mismo, se vio derivando como una sombra ociosa

y triste por los lugares donde la historia –sus dramáticos cambios

repentinos– se hacía con su acostumbrada indiferencia por la vida

y la muerte de los hombres. También oscuramente, confusamen-

te sentía que esa lucha era su lucha, ¿pero qué sabía, realmente,

de esos muchachos? ¿Acaso no se había encerrado también él en

su pequeño mundo –su pieza de trabajo, sus calles, sus contados

amigos, sus visitas al mar– con una excusa en última instancia no

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mucho más válida que la de cualquier otro miembro de su ma-

lograda generación? Acaso, cuando había acusado, ¿qué otra cosa

había hecho sino acusarse? Llegado el momento –y el momento

había llegado–, ¿no terminaría también diciendo pero escuchen,

reclamando coherencia, exigiendo garantías, invocando la expe-

riencia, preguntando y después? ¿De dónde sacar el valor necesa-

rio para arrojar por la borda, de un solo manotazo liberador, tan-

ta ironía, tanto sarcasmo, tanto escepticismo, tanta incredulidad?

¿Estaba tan marcado por los años, por lo que había visto, y vivido,

y leído, y pensado? ¿Tan condenado a la inacción?

En una bocacalle, en la que seguía en pie una gigantesca ba-

rricada de madera y piedra, se arrimó a uno de los grupos de

muchachos que estaban allí para defenderla. Musitó un saludo

y se mezcló con ellos para escuchar lo que decían. Hablaban de

la batalla callejera, de la violencia de la represión, de ciertas ma-

niobras que habían permitido desbordar los piquetes policiales,

del fulminante desmantelamiento de una obra en construcción,

de la valentía de algunos, de la coordinación improvisada sobre

la marcha de los acontecimientos, de los heridos y los muertos.

No dejó de conmoverlo la sobriedad de los comentarios, la total

falta de exhibicionismo que enriquecía la desordenada pero viva

crónica de los sucesos de ese día. Hubiérase pensado que se tra-

taba de maduros combatientes, o de hombres templados en una

larga y difícil lucha clandestina. ¿Qué valían, frente a esa realidad,

sus preguntas � nales, su afán de detectar el hilo conductor, sus

interrogantes agudos como gar� os? ¿Qué otra consecuencia po-

dían acarrear sino confundir a los que, justamente por estar en

el centro de la acción, no querían ni debían ser confundidos? Lo

único que casi infantilmente se le ocurrió fue que tal vez a los

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muchachos pudieran faltarles cigarrillos. Casi cohibido, convidó

a un rubiecito de pulóver rojo que estaba a su lado y le sugirió

que se guardara el paquete o que lo hiciera circular entre sus

amigos; poco después vio sumarse el papel del envoltorio a las

brasas de lo que había sido una fogata. El rubiecito volvía ya a reunirse nuevamente con él, y entonces se avergonzó de sólo

pensar que alguien, en esa noche de heroísmo anónimo, perdie-ra tiempo en agradecerle un gesto tan pueril como el de ofrecer sus cigarrillos. Pero se equivocaba –y después, ya efectivamente

camino de su casa, llegaría a reírse de su absurda prevención–. Porque el muchacho vino y mirándolo a los ojos le insinuó que

lo mejor sería que se fuera; no podía demorarse mucho otra carga policial que habría de ser más violenta que las anteriores –se hablaba hasta de la intervención del ejército–, y a la vez el

número de defensores se había reducido considerablemente con el paso de las horas. “Pero nosotros sabremos arreglarnos”, agre-gó. Él sonrió como aceptando un veredicto demasiado esperado –y le habría gustado explicarle lo que sentía y lo que pensaba, y sobre todo dejarle la seguridad de que no tenía miedo–, le deseó buena suerte y reemprendió la marcha. Poco después, y sus pa-sos volvían a resonar solitarios por las veredas de la ciudad vieja, dejaba atrás las primeras barricadas.  

Todo el día siguiente lo pasó sacudido por una exaltación que lindaba con la � ebre; en cierto momento, al mirarse las manos, comprobó que temblaban. Hacia el mediodía, de vuelta de su trabajo, descendió en el centro y recorrió las calles que había vis-to transformadas por el ardor de la rebelión juvenil. No quedaba huella alguna de la lucha, del silencio tenso, de la expectativa audaz. La ciudad parecía haber recobrado como por encanto su

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entera normalidad: la gente caminaba, miraba vidrieras, entraba

a comprar, salía con paquetes, tomaba café, paseaba. La vigilancia

policial era muy severa. A una ocupación desordenada y titánica

había sobrevenido otra de caracteres completamente opuestos:

piquetes fuertemente armados y en uniforme de fajina custodia-

ban los desplazamientos de la ciudad consumidora. El orden, que

debería haberse denominado letargo, había sido reimplantado a

punta de fusil. Desagradado, sintiendo un malestar que era casi

físico, rompió a paso rápido ese cerco que oprimía como una

mano en la garganta y se dirigió a su casa. Almorzó ligeramente,

y ya en su pieza le bastó sentarse a la máquina para que las ideas

empezaran a � uir como respondiendo al llamado silencioso de

los dedos. La conmoción espiritual de la noche anterior obraba de catapulta, y lo que hasta esa tarde no había sido más que un

embrión inorgánico, que una intuición que se negaba tercamen-

te a dejarse racionalizar, que un grito mordido, habíase converti-

do de pronto en un engranaje en el que cada visión –y hasta cada palabra– desempeñaba el papel que le asignaba una imperiosa –y

misteriosa– subconciencia. Escribía como al dictado, orientado

por una brújula inubicable pero cierta. La noche se cerró sobre la

ventana sin que él se diera cuenta; como otras tantas veces –pero

mucho tiempo atrás–, en esas horas la vida verdadera transcurría

entre las cuatro paredes de la pieza. Cuando resolvió suspender el trabajo –casi atemorizado por la vastedad de lo escrito– eran casi las ocho y sobre la mesa –dispersas, entremezcladas e impregna-das de notas marginales, de llamadas y de signos en clave– esta-ban las largas hojas llenas que había rendido la tarde. Lo único

que le faltaba esclarecer era el � nal del relato –que habría de ser

más extenso de lo que originariamente había creído–, el destino

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de ese personaje casi autobiográ� co que se debatía dramática-

mente entre la esperanza y la exclusión. ¿Debía resistir? ¿Debía

renacer? ¿Debía morir? Rehusó contestarse. Estaba seguro de que

la respuesta –arbitraria o no, pero en todo caso inequívoca– se

ocultaba en la noche que empezaba en la pausada caminata hasta

el centro, en la cena en un rincón de un restaurante, en el humo

y el murmullo de un café. La consigna, como siempre, era espe-

rar. Guardó los papeles, se puso un abrigo y salió.  

La noche, aunque un poco más fresca y húmeda, recordaba

bastante a la anterior. El mismo cielo estrellado pendía, inmenso

y hondo, sobre el barrio, sobre sus veredas ya casi quietas y en si-

lencio. Iba pensando en el rubiecito de la barricada. ¿Qué habría

sido de él? ¿Había escapado sano y salvo? ¿O estaba golpeado,

herido, preso? ¿Volvería a verlo alguna vez? ¿Y qué desespera-

do símbolo quería descubrir en ese muchacho de pulóver rojo?

A través de una multitud de imágenes mechadas de humo, de

expectativa y de penumbra revivía el alma de la ciudad nueva. Y

enfrentando la verdad, aunque doliera, ¿cómo ignorar la manera

vertiginosa en que, puesto a escribir, se le había volado la tarde?

Parecidamente –así, siempre recluido en proyectos, tentativas,

contradicciones, cansancios– se le estaba yendo la vida. Sintió

que el combate lo sitiaba de cerca. De pronto reparó en que,

contrariando la vieja costumbre, había venido avanzando por ca-

lles despejadas, y a la vez en que ni por un instante había sacado

los ojos del trozo de cielo que a lo lejos cubría el centro de la

ciudad. ¿Qué esperaba? ¿Qué esperaba? Era eso lo que se pregun-

taba cuando comenzó a per� larse el ancho y bajo medallón de

bruma, el rojizo follaje ¿Qué era, una vez más, lo que veía, una

ilusión o lo real? Apuró el paso y entonces bien pronto fue otra

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vez la gente en las veredas, los cuchicheos sordos, las mujeres

asomadas, el poblado silencio. Y un poco más allá, como una

tierra de nadie, las desiertas, enfundadas calles del temor, y más

allá aún el confuso contorno de los bultos negros y el # uctuante

resplandor de las fogatas. Casi corría.  

Lo detuvo la presencia, en una esquina, de un piquete policial

provisto de armas largas. Retrocedió con cautela, como un prófu-

go, y tomando por la calle transversal se dispuso a buscar la puerta

–o el resquicio– que lo condujera al interior de la zona ocupada.

Caminaba rápidamente, como si la noche, en lugar de estar en su

principio, se aproximara a su ' n. Cuadras más allá, y cuando ya

creía que el cerco era infranqueable –tan imponente y férreo era

el despliegue de las fuerzas represivas–, dio con una barricada que

estaba como al margen del asedio general. No se otorgó tiempo

ni para atisbar siquiera fugazmente hacia uno y otro # anco: se

agazapó, tomó impulso y en cinco grandes saltos se encontró del

otro lado. Sabiéndose observado con la extrañeza que suscita lo

insólito –¿pero no había soportado ya un recelo tal vez justo, y

la indiferencia de aquéllos a los que, por lo menos, doblaba en

edad?–, saludó a los muchachos con una mano y se orientó sin

demora en dirección de las bocacalles que ya la noche anterior

habían sido centro de los más duros enfrentamientos. Allí y más

allá las fogatas, nudosas y altas, fantasmales, ardían y chisporro-

teaban vorazmente. En algunos sectores faltaba la luz. Desde una

distancia incierta llegaban estampidos aislados, y a veces el paté-

tico ulular de una sirena. Pero aunque la sensación de tregua efí-

mera se respiraba metro a metro, lo cierto era que se había dejado

de luchar. Detrás de cada barricada, los muchachos, en grupos

de treinta o más, esperaban en silencio. Habían formado gruesas

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pilas con piedras de todos los tamaños y esperaban en silencio lo que sabían que tendría que ocurrir; algunos descansaban sentados en el cordón de las veredas, la mirada al suelo y la cabeza entre las manos. Volvió a pensar en el rubiecito. ¿En cuál de esas trincheras

estaría cumpliendo su misión? Tenía la certeza de que terminaría

por encontrarlo. Llevado por un presentimiento que le hablaba

con la voz de un niño, dio media vuelta y empezó a desandar sus pasos sin premura. Sin embargo, dudaba de que la noche, con su falsa calma de fusil amartillado, pudiera develarle el secreto que se escondía en el � nal de ese relato cuyo signi� cado más profundo

era el de haberle permitido romper con un aislamiento largamen-

te impuesto y consentido; la única certidumbre ganada era la del

papel –pero dónde, cuándo, cómo– que debía jugar el rubiecito.

Se exigió la paciencia que su imaginación no admitía.  

Llevaba ya un rato contemplando de lejos una fogata que pa-

recía consumirse en el olvido de la retaguardia, cuando lo vio –y

habría podido verse sonreír ante la naturalidad del reencuentro–:

iba reculando en dirección de la fogata, y arrastraba trabajosamen-

te una tabla que debía de haber sido uno de los � eros brotes de la

barricada. Esa vez no titubeó. “¿Lo ayudo?”, le dijo. El muchacho se detuvo y lo miró; sin soltar la tabla, rígido y atento, escudriñaba la penumbra. “Levante de la otra punta”, dijo luego. Él se apresu-ró a cumplir la orden. “Pesa una tonelada”, comentó. “Pero está

bien seca y arderá pronto”, dijo el muchacho. La tabla cayó sobre

las llamas levantando un matorral de chispas. “Sí, arderá pronto”,

dijo él y lo convidó con un cigarrillo. “Tengo reservas”, agregó,

mostrando otro paquete sin abrir. “En estos casos no hay reserva

que alcance”, dijo el muchacho mientras él buscaba a tientas el

� nal que excluyera toda duda”. “¡Allá vienen!”, gritó súbitamente

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alguien desde atrás, había sido menos un grito que un aullido y de

inmediato un rosario de detonaciones rasgó con más poder toda-

vía la mansedumbre de la noche. Los dos giraron. “¡Vamos!”, dijo el muchacho y corrió hacia la barricada, y él también, y otros, y entonces, olvidado del � nal pero anclado y renacido en el tumulto

de la sangre, se vio agachándose, irguiéndose y arrojando piedras

que horadaban la oscuridad del otro lado, el rubiecito junto a él

y lanzándolas todavía con más rapidez y con más fuerza. Has-

ta que una ráfaga seca sacudió como una lluvia la estructura de

la barricada “¡Cuidado que tiran!”, vociferó, escurriéndose, uno

que ya retrocedía, se replegaban todos como sombras en fuga y

saltarinas. “¡Están tirando!”, repitió él para el rubiecito, que no

escuchaba, se negaba a escuchar, era ridículo, piedras contra balas,

“¡Suicidarse no!”, gritó enfurecido y ya lo estaba sacando casi a

la rastra, ya lo arrastraba mientras seguía barbotando “¡Suicidarse

no! ¡Suicidarse no!” El rubiecito lo miró.  

Eran los últimos y corrían a la par, medio agachados y sor-

teando obstáculos, hacia el amparo que ofrecía la segunda barri-

cada. Atrás quedaba una quietud de noche solitaria. De pronto,

tres estampidos restallaron brutalmente en el hueco de silencio, y

él presintió que les tiraban. Fue instantáneo: de un violento em-

pujón hizo rodar al rubiecito por el suelo. Iba a arrojarse también

él, cuando resonó otra descarga. En un principio, pese al dolor, le

pareció imposible, no lo quiso creer. Pero ya había caído, la boca

contra el piso y escupiendo sangre, y sintiéndola escaparse más

abajo por otra boca invisible y más enorme, y tocándola, y pen-

sando y queriendo decir –pero no podía, no podía– “De todas

las muertes posibles, la mejor”.

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Marce Valle, Mil batallas

2018, intervención digital

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ÍNDICE

Las ventanas abiertas, por Marcelo Britos 7

Duelo nacional 13

Un día de junio 21

A. A. 27

La batalla naval 45

Un viaje en taxi 87

Vernissage 95

Composición de lugar 101

A partir de ahora 113

A vuelo de pájaro 123

El $ uir del tiempo 153

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