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Identidad, o la importancia de ser uno mismo

(Una novela mi’arma)

José Acevedo

 

 

 

 

 

Para mis padres,

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PARA TI

 

 

 

 

 

 

 

 

      “Cada uno es su propio comienzo.

 Cada día, cada hora,

cada minuto empezamos de nuevo.

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No tiene sentido desear ser otra persona,

  cada uno es quien es…”

(A.M. Homes, “Música para corazones Incendiados).

 

 

 

I

Todo empezó cuando tuvo aquella corta conversación con su madre, un día cualquiera de hace bastantes años.

- Mamá, ¿qué edad tenía yo en esta foto?

- Ese no eres tú, es tu hermano.

Se quedó mirando fijamente la fotografía. El mismo flequillo cayéndole hasta tapar media frente, las mismas facciones, el mismo gesto serio que Carlos descubría cada vez que se miraba en el espejo, salvo algunos años más. ¿Su hermano? No eran mellizos, ni gemelos, unos años mayor que él y con el que sólo compartía unos apellidos, unos orígenes, un mismo domicilio mientras fueron pequeños, tal vez la misma sangre. Viéndole en la actualidad, ninguno de los dos se parecía al otro en nada.

Pero lo que parecía ser una simple anécdota no se quedó ahí. Con el tiempo, no era extraño el día en que alguien no se dirigía a Carlos confundiéndole con otra persona. ¿Tú eres el primo de α? ¿Tú eres β? ¿Tú eres el marido de γ? ¿Tú eres el hijo de δ? ¿Tú eres el novio de ε? ¿Tú eres ζ, no te acuerdas, estábamos en el instituto juntos? ¿Tú no eres η, nos presentó una tarde θ? ¡Hostia ι, qué de tiempo sin verte! ¿No te han dicho nunca lo mucho que te pareces al futbolista κ? ¿Al actor λ? ¿Al político μ? ¿Al doctor ν? ¿Al escritor ξ? ¿Al periodista ο? ¿Al científico π? ¿Al pintor ρ? ¿Al presentador ς? ¿Al cantante σ? ¿Al músico τ? ¿Al que presenta los telediarios, cómo se llamaba, sí eso υ? ¿Al butanero φ? ¿Al fontanero χ? ¿Al diseñador ψ? ¡Qué os den por ω a

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todos!

Después de todos aquellos encuentros tan jartibles, no le quedaba otra cosa que pensar que su cara debía de ser poco singular, corriente, común, simple, usual, frecuente. Un rostro universal que no se debería distinguir por nada en particular.

Como podremos comprender, esta peculiaridad no le hacía demasiada gracia a Carlos, pero sabía que tenía que apechugar con ella porque era la apariencia con la que había nacido. También podía transformarla artificialmente, no sería el primero, ni el último, pero esta era una posibilidad que no estaba entre sus prioridades.

Una tarde, mientras Carlos paseaba por una de las avenidas de Sevilla, en la acera contraria y a su misma altura, caminaba una persona que, a simple vista, le llamó poderosamente la atención. La primera impresión que se llevó fue tal que tardó unos instantes en reaccionar, los suficientes como para que, al volver a mirar hacia el otro lado, aquel rostro que le resultaba tan familiar hubiera desaparecido de su campo de visión.

Era la primera vez que Carlos se enfrentaba con su fantasma y le había dejado escapar por su parsimonia. ¿O por su miedo?

No se lo pensó más veces y cruzó la calle, sin reparar siquiera si venía un coche, un autobús de línea o una aeronave de la Estación Internacional Espacial.  Pero alcanzó la otra acera sin ningún percance. Miró a derecha e izquierda y, sin pensárselo tampoco en esta ocasión, siguió el sentido natural de la marcha que él mismo llevaba antes de atravesar al otro lado de la avenida. Era lo más probable. Acelerando el ritmo de sus pasos por si acaso, mientras una única imagen se le venía a la cabeza, la de la fotografía de su hermano, junto con una interrogante, ¿quién coño sería esa persona?

Unos metros más adelante adivinó su figura entre una multitud de conceptos diferentes que, a aquella hora exacta, entraban o salían del FNAC. Su viva reproducción entraba y, cinco minutos después, Carlos lo hacía tras ella. Tras un amplio vistazo general y algunos tramos de escalera, la descubrió junto a las estanterías repletas de DVD’s. Carlos, simplemente, esperó a cierta distancia sin perder ojo.

Después de un buen rato extrayendo carátulas y leyendo sus sinopsis se quedó con unas cuantas películas de Louis Malle: “Ascensor para el cadalso”, “Zazie en el metro”, “El unicornio”, “Milou en mayo” y “El fuego fatuo”, todas con sus portadas en colores blancos, negros y grises, como corresponde a la Colección Exclusiva FNAC. Parecía

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satisfecho con su adquisición, al menos eso se desprendía de su cara. Carlos, mientras tanto, seguía esperando disimuladamente. Después, le siguió mientras bajaba en busca de la zona de cajas y, una vez abajo, volvió a salir a la calle, esperando que el otro saliera con su bolsa color marrón serigrafiada en blanco.

Nada más verle salir del establecimiento se puso detrás, a menor distancia esta vez. Era increíble, como si adosado a la espalda de la otra persona hubiera un espejo que le devolviera su misma imagen. Como dos gotas de agua, como dos botellas del mismo whisky, como dos paquetes de cigarrillos de la misma marca. Incluso se llegó a fijar en sus andares, por si también fueran idénticos a los suyos, pero Carlos no era muy consciente de cómo debían ser sus andares, sus poses, sus gestos, sus amaneramientos. Son cuestiones, más bien, en las que se fijan los demás, pero no uno mismo.

En un momento dado, Carlos tuvo que decidir afrontar por fin aquella realidad que tenía en sus propias narices. Así que, justo antes de llegar a la Plaza de San Francisco, aceleró ligeramente el paso y le adelantó colocándose justo unos pasos por delante de él, no demasiados tampoco, los suficientes para entablar una conversación normal, si es que puede considerarse normal un momento como ese.

- Perdona –le dijo Carlos.

- ¿Sí?

- Mírame, ¿no te das cuenta?

- ¿De qué tengo que darme cuenta?

- Ven un momento.

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Y ante la cara de sorpresa del otro, que probablemente no entendería nada, le condujo hasta el escaparate de una boutique de la misma plaza y, una vez delante del amplio cristal, colocado uno al lado del otro, le dijo:

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- Mírate, míranos a los dos.

Un silencio momentáneo y, tras éste, una única expresión de asombro.

- ¡La hostia, tío!

Evidentemente era la hostia.

Se quedaron fijos delante de la luna del escaparate durante un buen rato, cómo no queriéndose creer lo que estaban viendo. Pero era lo que era, dos perfectos desconocidos hasta hacía unos minutos y, en ese momento,  uno siendo el mismo reflejo del otro.

Tras aquel preámbulo de desconcierto, los dos decidieron ir a un bar cercano, compartir algo más que sus rostros estupefactos reflejados en el vidrio de la tienda. Y en el bar, a los ojos de cualquiera que podría imaginarse que se trataba de dos hermanos gemelos idénticos, tuvieron toda la tarde para hablar de muchas cosas.

Evidentemente, como sabemos hasta ahora, no tenían parentesco alguno, ni apellidos, ni pasados, ni presentes semejantes. Tan sólo el aspecto físico y, por casualidad, el nombre. Los dos se llamaban Carlos.

Conforme la conversación se fue prolongando, sí descubrieron muchos puntos de conexión entre ellos. Por ejemplo, los dos estaban casados o, al menos, eso manifestaron, pero ninguno tenía hijos. Los dos trabajaban para una administración pública, pero uno lo hacía para el Estado, concretamente para la Seguridad Social, y el otro para la Junta de Andalucía. Eso fue también lo que confesaron. Los dos tenían la misma edad, treinta y un años, aunque no nacieran el mismo día del mismo mes, porque ya hubiera sido un poco inverisímil. Los dos tenían las mismas afinidades culturales, por lo que se llevaron largo rato hablando de ello. No es muy normal poder compartir los mismos placeres con los demás. Los dos acababan de leer “Generación X” de Douglas Coupland. Los dos eran admiradores de la Nouvelle Vague, de ahí la reciente adquisición de las cinco películas de Louis Malle por parte, digamos, de Carlos 2º. Los dos tenían como disco de cabecera el “OK Computer” de Radiohead. Los dos no sentían ninguna pasión por la poesía. Los dos tenían una similar forma de valorar sus gustos por las cosas: o algo te gustaba de verdad o era una mierda, no existía término medio, con lo cual, los dos carecían de la virtud apreciada como tal por la generalidad de los seres humanos: actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos.

Y como la conversación se demoraba más de la cuenta, los dos

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Carlos, tras compartir tantas palabras y tantas cervezas, se intercambiaron sus números de teléfono al objeto de seguir hablando y seguir intercambiando; todo ello, antes de despedirse con naturalidad y proximidad, con un par de besos en las mejillas, como si la familiaridad y la cercanía se hubieran recuperado repentinamente.

Y a Carlos 2º el teléfono le sonó un par de días después.

- ¿Carlos?

- ¿Si?

- Soy Carlos.

- Hola Carlos, ¿qué tal?

- ¿Podríamos vernos esta tarde o estás ocupado?

- No, me parece perfecto.

- ¿Nos vemos en el mismo bar del otro día?

- Me parece bien, ¿a qué hora?

- ¿A las 18:00 horas?

- Vale.

- Pues hasta luego, Carlos.

- Hasta luego, Carlos.

Y a las 18:00 horas, en el mismo bar de un par de días antes, Carlos y Carlos 2º volvieron a encontrarse. Siguieron hablando de los mismos temas de la vez anterior, hasta que a Carlos 2º se le ocurrió hacerle una pregunta a Carlos.

- ¿Tu eres feliz con tu vida, Carlos?

- ¡¡¡¡Ufffffffff, qué pregunta!!!! No puedo quejarme, pero siempre es posible mejorar. ¿Por qué me lo preguntas?

- Se me ha ocurrido una idea, pero necesito que me aclares antes eso de no puedo quejarme, pero siempre es posible mejorar.

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- A ver, Carlos. Tengo un trabajo fijo, cosa que no todo el mundo puede decir. No me da para derrochar, pero sí para sobrevivir con dignidad. Tengo una mujer que me quiere, o al menos eso pienso yo, ya sabemos cómo son las relaciones cuando pasan unos años.

- ¿Cómo son según tú?

- Cuando conocemos a alguien que cuadra con lo que nosotros pensamos que debe ser nuestra compañera de viaje, con la que podemos compartir cuerpo, alma e inteligencia, pensamos que, el ardor de los primeros momentos, de los primeros días o meses, se mantendrá siempre vivo. Pero también sabemos que eso no es así, por mucho que nos empeñemos en que lo sea. Es una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de energías e ilusiones. Por lo que tampoco puedo quejarme al respecto, porque somos lo que podría decirse una pareja normal.

- Pero te hubiera gustado que siempre fuera todo como al principio, ¿o no?

- Pues claro, pero imagino que a ti te habrá pasado lo mismo.

- Sí.

- Nos empeñamos en vivir intensamente la vida, cuando sabemos que esa intensidad se diluye día a día con la rutina, con el trabajo, con el cansancio, con las facturas, sin ser conscientes, en ese momento, que la vida es mucho más, o que puede serlo. Y cuando pensamos en ese mucho más que podría haber sido, nos deprimimos creyendo que nuestra ilusión por la vida ha llegado a su fin, que hemos alcanzado nuestra meta, que no podemos aspirar a más. Y sin reconocerlo, porque nadie lo hace, nos refugiamos en otras cosas: en crecer laboralmente, por ejemplo; o nos cobijamos en los mundos ficticios que nos proporciona la literatura o el cine; o adoptamos una decisión pensando en el futuro, equivocada muchas veces, intentando cimentar la relación con un hijo, cómo si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. Nos centramos tanto en sus atenciones y cuidados, que nos olvidamos por completo de la otra persona que tenemos a nuestro lado, la que, cuando seamos mayores, nos cambiará los pañales, aguantará nuestro alzhéimer, compartirá la soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su propia vida, vendrá de vez en cuando a visitarnos si acaso.

- ¿Por eso no has tenido hijos, Carlos?

- Podría ser uno de los motivos, pero tampoco nos hemos

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planteado seriamente la posibilidad. A lo mejor mañana cambiamos de opinión.

- Había pensado una cosa, Carlos. Aprovechando las circunstancias que ahora tú y yo sabemos, poder disfrutar la vida con otra intensidad.

- ¿A qué te refieres?

- ¿Tú crees que tu mujer se daría cuenta que su marido es otro?

- ¿Cómo?

- Lo que has oído.

- ¿Me estás planteando que intercambiemos nuestras vidas?

- Digámoslo así. Desde que te vi el otro día vengo pensando en ello. No sé, era como darle un aliciente a nuestras vidas, entrar en un juego, sólo conocido por nosotros, donde poder canjear todo lo que tenemos a nuestro antojo.

- ¿Sabes los riesgos que este juego, como tú lo llamas, puede llegar a tener?

- Hombre, claro.

- Podríamos cargarnos la vida del otro, por ejemplo.

- No es mi intención. Sólo probar una existencia diferente aprovechando las circunstancias. No creo que muchas personas en el mundo puedan disfrutar de esta posibilidad.

- ¿Y no te importaría que yo me liara con tu mujer?

- Y yo con la tuya, Carlos. Una decisión va unida a todas sus consecuencias. Yo entraría en tu casa, en tu vida, tu mujer se convertiría en mi mujer, tu trabajo en el mío, tu familia sería la mía, y al contrario. Tú serías yo, yo sería tú.

- ¿Con el derecho de retorno si no nos viene bien el cambio?

- Es una posibilidad, pero existe otra.

- ¿Cuál, Carlos?

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- Una vez intercambiadas nuestras vidas, romper cualquier comunicación entre tú y yo. Es decir, tú tirarás adelante con mi vida, tomarás tus decisiones de cara a tu futuro. Yo ya no existiré, simplemente habrás nacido de nuevo, en otra casa, en otra familia, en otro trabajo, que será, en adelante, el tuyo para siempre. Aliméntala, cuídala, mímala, porque será tu vida.

- ¿Sabes lo que me estás pidiendo?

- Sé que no es fácil.

Y siguieron hablando aquella tarde sin llegar a ninguna conclusión, dándole vueltas al mismo tema hasta que decidieron despedirse porque se estaba haciendo demasiado tarde. Simplemente, cada uno se fue por su camino hacia la existencia que tenían en su presente.

Pero a partir del momento de la separación, la posibilidad de intercambiar sus existencias se convirtió en toda una obsesión para Carlos y para Carlos 2º. No sé si era morbo, pero verse en la vida del otro, temporal o indefinidamente, se convirtió para ellos en un tema recurrente al que no dejaban de darle vueltas una y otra vez, pero sin poder confesárselo a nadie, como algo que llevaban dentro que, de ningún modo, se atreverían a confesar.

Y así pasó algún tiempo sin que ninguno de los dos tuviera noticias del otro. Carlos y Carlos 2º siguieron haciendo sus vidas con total normalidad, a pesar de la losa que suponía aquel pensamiento oculto sin posibilidad de olvidarlo, como el asesino que termina por confesar un porque los remordimientos le corroen, o un infiel que admite que tiene otra mujer porque su pecado no le deja vivir en paz.

Fue tal la obcecación que les persiguió a uno y otro, que terminaron por volver a quedar, en el mismo bar, a la misma hora, pero de aquella misma tarde de viernes.

- No sé si a ti te pasa lo mismo, Carlos, pero no puedo dormir desde el día que estuvimos hablando de intercambiar nuestras vidas.

- Tampoco, pero recuerda una cosa, el planteamiento te lo hice yo a ti.

- Da igual quién de los dos lo hiciera, lo cierto es que tengo metida esa idea en la cabeza y no me deja vivir.

- ¿Se lo has comentado a alguien, Carlos?

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- Ni se me ha pasado por la cabeza.

- Te entiendo.

Y después de una larga conversación dándole vueltas a lo mismo, llegaron a una conclusión, bueno, más bien adoptaron una determinación. De seguir adelante con el proyecto, lo mejor sería hacer un intercambio definitivo, lo mío es tuyo y lo tuyo es mío, para siempre, porque, de no ser así, tantos cambios podrían producir los mismos efectos, pero de forma reiterada, convertirse en algo enfermizo que acabara por destruirles, no sólo a los dos, sino también a los seres queridos que les rodeaban. Así que, llegado el momento de iniciar el nuevo camino, cada uno seguiría adelante por sí solo, sin poder recurrir al otro, sin arrepentimiento alguno. Cada uno debería ser consecuente con su nueva vida, pensando, además, que sería para siempre.

Tras no sé cuántas copas decidieron que era lo mejor para los dos, que llegado el momento en el que estaban, no podrían vivir con aquella idea no realizada metida en la cabeza. La vida está llena de juegos, podemos apostar o no, podemos ganar o no, podemos ganar más o menos, podemos perder más o todo.

Así que decidieron apostarlo todo.

Ninguno de los dos habló de su vida, ninguno de los dos le contó al otro lo que hacía en el trabajo, ninguno de los dos le dijo al otro siquiera dónde vivía, tan sólo anotaron en una hoja de papel la dirección de sus casas, de sus trabajos, el número de matrícula de sus coches, intercambiaron sus móviles, sus documentos de identidad, las llaves de las viviendas y de los vehículos y, después, sin olvidarse de una cuestión práctica, en la que alguno no caería en la cuenta llegado este momento de la narración, se fueron a un ciber, donde cada uno abrió una cuenta por internet en la que traspasaron sus saldos bancarios, para no tener que, además de lo que habían hecho, falsificar firmas ni nada de eso, disponiendo desde el minuto uno de los ahorros que habían atesorado hasta ese mismo momento. A partir de ese instante empezaba el juego y que cada uno debía buscarse la vida.

Uno se fue a casa del otro y viceversa y, como era viernes, el problema del trabajo quedaba demorado durante dos días. Algo es algo. Brindaron por el acuerdo, se desearon suerte y se despidieron con otro par de besos y sin ningún tipo de remordimientos.

 

II

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Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia. En todo ese intervalo de tiempo no dejó de hacerse innumerables preguntas, de plantearse otras tantas dudas, de aventurarse a nuevas realidades que, sin duda, podían constituir un problema a partir de ese mismo momento:

¿Cómo sería la mujer con la que, a partir de ahora, compartiría su vida? ¿Se atrevería a besarla? ¿A abrazarla? ¿A hacer el amor con ella? ¿Incluso a dirigirle la palabra sin temblarle la voz? ¿Se daría cuenta de que algo extraño le había sucedido a su marido?

¿Cómo sería la vivienda que le cobijaría a partir del instante en que introdujera las llaves en la cerradura, empujara la puerta y se adentrara en aquel espacio desconocido que, de la noche a la mañana, se había convertido en el suyo? ¿Cómo reaccionaría en ese momento? ¿Se habituaría sin levantar demasiadas sospechas? Sin duda, tendría que acostumbrarse a nuevos hábitos para evitar todo tipo conjeturas. ¿Qué champú utilizaría Carlos 2º? ¿Usaría perfume? ¿Cuál? ¿Y su régimen de comidas? ¿Dormiría en pijama? ¿Desnudo? ¿Roncaría?

¿Y respecto a la familia? ¿Estarían aún vivos sus padres? ¿Dónde vivirían? ¿En la misma ciudad? ¿En el mismo barrio? ¿Y hermanos, cuántos tendría?

Sobre todos estos temas no habían hablado nada.

¿Y sus nuevos amigos? ¿Cómo serían? ¿A qué se dedicarían? ¿Qué relación tendría con ellos?

¿Y qué haría en su tiempo libre además de su afición a la lectura, al cine o a la música? ¿Saldría habitualmente? ¿Mejor de noche que de día? ¿Qué lugares frecuentaría? ¿Iría al fútbol? ¿De qué equipo sería? ¿Pertenecería a alguna hermandad de Semana Santa? ¿Haría deporte en algún gimnasio? ¿En algún club?

¿Y en el trabajo, cuáles serían sus funciones? ¿Sería un jefe de servicio, de departamento, de negociado, un técnico, un administrativo, o un simple ordenanza? ¿Cómo se relacionaría con sus compañeros? ¿Y

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con sus jefes?

Demasiadas incógnitas por resolver en tan poco tiempo, por no hablar de los remordimientos que  le golpeaban con insistencia su conciencia. Pensaba en Lucía, su mujer, compartiendo la cama con aquel tipo que acababa de conocer, completamente ajena a este juego tan peligroso, víctima del mismo y sin posibilidad de manifestar su opinión, su deseo de seguir jugando o abandonar. Si ella se diera cuenta no se lo perdonaría en la vida. Si a ella le pasara algo, él tampoco podría perdonárselo. Abandonarla de esa forma en manos de otra personal, al igual que a sus amigos, a sus padres, a su único hermano, tan idéntico a él cuando era pequeño y tan distinto ahora.

Demasiadas dudas y demasiadas inquietudes corroyéndole. Tantas que, en un momento dado, cogió el móvil que hasta ahora había pertenecido a Carlos 2º y le llamó. Le resultaba extraño llamar al número que, durante tanto tiempo, había sido el suyo. Una, dos, tres veces. Pero, por muy insistente que fuera, la respuesta era la misma en todas las ocasiones: El número de teléfono marcado no pertenece a ningún abonado. ¿Cómo era posible, si lo había utilizado hasta esa misma tarde para hablar con Lucía, con su madre, con su hermano? Siguió insistiendo, pero la respuesta seguía siendo siempre la misma.

En la escala del miedo, posiblemente, estaba atravesando el umbral del pánico. Entonces, no se le ocurrió otra cosa que llamar a Lucía, confesarle todo antes que Carlos 2º llegara a su verdadera casa, llegando a imaginarse miles de escenas ideadas por una mente perversa, que había maquinado aquel macabro plan no sabemos con qué intenciones. Y la llamó varias veces, pero en ninguna de ellas le cogió el móvil. Ni tampoco sus padres, ni siquiera su hermano.

Presa del terror de una situación como aquélla, no se le ocurrió otra cosa que correr en dirección contraria, en busca de su barrio, de su hogar, con la única intención de poder llegar antes de que lo hiciera Carlos 2º. Tenía que evitar llegar más tarde, que los acontecimientos que se imaginaba pudieran desencadenarse sin posibilidad alguna de frenarlos de alguna manera.

Y corrió hasta encontrarse de nuevo en la Plaza de San Francisco, en la misma Avenida de la Constitución. Y como la vez anterior, no se imaginó ningún coche, ningún autobús de línea o ninguna aeronave de la Estación Internacional Espacial cruzando a la misma vez que él, pero esta vez Carlos tuvo peor suerte.

Allí se quedó tumbado sobre el asfalto, rodeado de gente, esperando que una ambulancia del 061 se hiciera cargo de su cuerpo. A

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su lado, su móvil  sonaba con insistencia.

 

 

 

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III

Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse entre sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondía conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así que, mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás. Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del que sería, a partir de ahora, el portal de su vivienda. Con cierto nerviosismo encontró las llaves en el bolsillo de su pantalón, probó varias, como si fuese la primera vez que las usaba, hasta que consiguió abrir el portón de hierro y cristal que le separaba de su otra realidad ya extinguida. Se adentró en la oscuridad del vestíbulo buscando el interruptor que iluminara la

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escalera, también el espacio reservado a los seis buzones –dos por planta- de sus nuevos vecinos, hasta dar con el que le correspondía, con el nombre de la mujer justo debajo del suyo y, cómo no podía ser de otra forma, también se llamaba Lucía, aunque los apellidos no coincidieran con los de la otra Lucía. Al menos, algo había avanzado en su adaptación a su flamante existencia sin necesidad de hacer demasiadas preguntas, algunas imbéciles, otras insospechadas. A continuación, se dio un respiro antes de subir los cuatro tramos de escalera que debían conducirle hasta la puerta de la vivienda. Era evidente que se encontraba algo alterado, excitado, nervioso, pero, no por ello, sintió el deseo de dar marcha atrás al reloj del tiempo y regresar a sus calles empedradas de la Alameda de Hércules. Se trataba de una decisión firme, sólo que había que asumir las consecuencias y adaptarse a ellas. Así, sin más preámbulos, se atrevió a abrir aquella puerta de color madera oscura. En la opacidad de la estancia que sus ojos descubrían nada más atravesar el umbral, una luz, que procedía de algún recóndito rincón de la casa, denotaba la presencia cercana de Lucía. Sólo se le  ocurrió encender luces, como una forma de ir familiarizándose con aquellas paredes, con aquellos ambientes, con aquel mobiliario, además de avisar a Lucía de su llegada.

- ¡Lucía, acabo de llegar!

Una vivienda como cualquier otra, sin nada que le llamara la atención especialmente, ni siquiera aquella enorme pantalla de televisión del salón en la que Carlos 2º disfrutaría de sus películas de Louis Malle.

Viéndola aparecer saliendo de un largo pasillo, en ropa interior, acercándosele, impetuosamente, con una sonrisa de oreja a oreja, para abrazarle. Podría utilizar mil y un adjetivos para definirla, pero en uno se resumían todos: aquella Lucía, llamémosla  Lucía 2ª, era una chica guapa.

- ¡Hola, cariño!

- ¿Y este recibimiento, Lucía?

- Anda, dúchate y arréglate, Carlos. He reservado una mesa para cenar. Tengo que contarte algo importante, pero me lo reservo para después mientras brindamos con una copa de vino.

Y Carlos se perdió en la humedad de un cuarto de baño recién usado, rastreó entre los cientos de botes amontonados en tan reducida superficie, indagó entre las marcas de desodorante, de geles de baño,

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de champús, de perfumes. Tampoco nada del otro mundo, nada imposible a lo que pudiera acostumbrarse, o ir cambiando poco a poco en sus hábitos. Más tarde se extravió en los vericuetos de su armario, sin saber qué debía ponerse. ¿Qué entendería Lucía 2ª por arreglarse? ¿Cómo se arreglaría Carlos 2º cuando su mujer se lo pedía? Por lo que pensó, que lo más fácil era dejarse llevar por la situación, aprovechando que Lucía 2ª se encontraba cerca de él, aún con su conjunto de encaje negro, maquillándose delante de un espejo de pie adosado a una de las paredes del dormitorio.

- ¿Lucía, que te apetece que me ponga? Elígeme la ropa tú hoy.

- No seas tonto, si es lo que hago cada vez que salimos.

- Por eso te lo digo.

Y fue Lucía 2ª la que eligió la ropa de Carlos, tan ajustada a su cuerpo como si hubiese sido él mismo quien la hubiese comprado.

- Estás guapísimo, cariño.

- Gracias.

- ¿Te pasa algo? No sé, te noto un poco raro, como si estuvieras en otra parte.

- No te preocupes. Si estoy en otra parte, regresaré pronto para estar contigo.

Y Lucía 2ª también se engalanó para aquella noche. Completamente vestida de oscuro, ataviada con su ajuar de juventud, como a Carlos le gustaba ver a Lucía, salvo que Lucía 2ª era bastante más joven, a lo sumo acabaría de cumplir los veinticinco años.

Atento a todo lo que le rodeaba, no podía decirse que Carlos se sintiera incómodo, aunque todo podía complicarse en cualquier momento, o no. Tampoco quiso ir más allá, ahondar en la realidad que estaba descubriendo; tan sólo desnudarla y adaptarse a su nuevo hábitat como un perro recién adoptado que intenta familiarizarse con todos los objetos que le rodean, salvo que a él, a Carlos, no le dio por olisquear las cosas extrañas que le cercaban, que eran prácticamente todas.

Una vez listo los dos, se dirigieron a uno de los restaurantes más renombrados del barrio. A pie estaba a menos de diez minutos de distancia, y eso que caminaban con parsimonia por culpa de los tacones

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de Lucía 2ª y sus dificultades para andar por aquellas superficies accidentadas de las calles. En todo el trayecto apenas se dijeron nada, solamente sus manos entrelazadas, o algún que otro gesto de ella apretando con sus dedos los de Carlos. No por ello, los pensamientos dejaban de agolparse en la cabeza de él, pensamientos que no tuvo el valor de formular en voz alta, del tipo: ¿Qué ocurriría si de repente le dijera a Lucía 2ª, Lucía, me llamo Carlos, pero no soy tu marido. Tu marido y yo hemos intercambiado nuestras vidas, por ningún motivo concreto, sólo por tener la posibilidad, cosa que no puede hacer cualquiera, de volver a nacer de nuevo, con una nueva familia, con unos nuevos amigos, con un nuevo trabajo, con una nueva mujer que en este caso eres tú? Y conforme esta reflexión se desarrollaba en su imaginación, como si estuviera visualizando el metraje de una película, a Carlos se le escapó una sonrisa que no pudo contener.

- ¿De qué te ríes, Carlos?

- De nada en concreto, pensaba en algo.

- Si compartes ese algo conmigo, tal vez podamos reírnos los dos.

- Déjalo, es una tontería. Además… –como dudando-, no tengo ganas de hablar de trabajo. Es fin de semana, y recuerda que los fines de semana son nuestros.

- Vuelvo a repetirte lo de antes, cariño. Te veo un poco raro.

- No te preocupes, Lucía, estoy bien.

Así llegaron al restaurante junto al río, hasta la mesa que Lucía 2ª había reservado sin habérselo dicho antes –en todo caso, se lo habría dicho al otro Carlos, al 2º-, donde se sentaron frente a frente con una larga mirada de silencio.

- ¿Qué piensas, Carlos?

- Qué eres más guapa de lo que me había imaginado.

- ¿Me habías imaginado de otra forma?

- Posiblemente te haya visto muchas veces, pero eso de imaginarte cambia la perspectiva de las cosas.

- Si no te importa, sigue hablándome sobre eso.

- ¿De qué?

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- Que continúes esa reflexión sobre el verme y el imaginarme.

- Muchas veces vivimos con una persona, pero no nos detenemos a pensarla, sólo compartimos un tiempo a su lado dentro de una realidad cargada de rutina. Ahora que puedo mirarte con tranquilidad a los ojos, pienso lo guapa que eres y la suerte que he tenido de encontrarte.

- Es muy extraño lo que dices, pero también muy bonito. No sé, Carlos, pero te veo y pareces otra persona distinta, como si no llevara tres años viviendo contigo.

- Tal vez sea el momento de empezar a conocernos de verdad, Lucía.

- Tal vez, Carlos. ¿Tú eres feliz conmigo?

- Qué pregunta más absurda.

- No te vayas por las ramas y contéstame, anda.

- Pues claro que soy feliz contigo.

Y como buscando una salida a aquella conversación que parecía complicarse por momentos, Carlos intentó cambiar de tema.

- Ahora, cuéntame el motivo del porqué estamos aquí.

- ¿No puedes imaginártelo?

- ¿Sinceramente? Hoy menos que nunca.

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- ¿Y por qué hoy menos que nunca?

- Porque hoy me estoy enamorando de ti.

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- ¿Es que antes no lo estabas?

- Antes era diferente.

- ¿Por qué era diferente?

- Te lo acabo de decir, porque no era del todo consciente de lo que tenía a mi lado.

- ¡Qué raro estás, Carlos!

- Tú sabes que siempre lo he sido.

- Pero no tanto como hoy.

- ¿Pero me lo vas a contar o no, Lucía?

- Claro que te lo voy a contar, hombre.

Y cogiendo la mano de Carlos, apretándola entre las suyas, y sin dejar de mirarle a los ojos, Lucía le dijo:

- Vamos a tener un hijo.

- ¿Cómo?

- ¿Qué pasa, que no te hace ilusión?

- No es eso, Lucía. Me sorprende.

- ¿Cómo te puede sorprender algo que venimos buscando y deseando desde hace más de un año? El que me sorprendes a mi eres tú.

- Precisamente por eso, porque no esperaba que ese momento pudiese llegar un día.

- ¿Quieres ese hijo nuestro o no, Carlos?

- Pues claro que lo quiero mujer, lo que no sé es si sabré cuidar de un hijo.

- Te recuerdo una cosa, Carlos. Ya tienes uno.

- Pero… contigo es diferente.

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- Mejor dejar el tema, anda.

- Sí, mejor dejarlo. Vamos a intentar disfrutar de este momento. Vamos a ser padres, es algo nuestro, para siempre.

Y Lucía no apartaba su mirada de los ojos de Carlos, cómo intentando descubrir qué se escondía tras ellos. Evidentemente se sentía feliz por su estado, pero también preocupada por el extraño comportamiento de su marido.

Carlos se levantó de su silla, se acercó a ella, la miró fijamente y la besó por primera vez, como si intentara trasladarle todos sus sentimientos de deseo, sin importarle tampoco que pudiese haber gente cerca, que estuviera en un lugar público. Fue un simple impulso, también con la intención de ocultar todas las dudas que sus palabras estaban despertando en Lucía 2ª.

- Lucía, te quiero.

- Yo también, cariño. Hasta tus besos de hoy me saben diferente.

- Será que hoy me siento enamorado de ti.

- Será eso, Carlos.

Y cenaron y bebieron vino y dejaron las conversaciones extrañas para otro momento y, junto al río, tomaron alguna copa en un bar nocturno, antes de regresar a casa, de desnudarse mutuamente, de abrazarse como si fuese la primera vez para los dos. Cuando Carlos se sintió dentro de Lucía 2ª le invadió un fuerte alivio de felicidad.

Antes de que llegaran a dormirse, Lucía 2ª le dijo:

- Ha sido una noche extraña, Carlos. Me has hablado como nunca me habías hablado, me has besado como si nunca lo hubieras hecho, te he sentido dentro de mí como nunca antes te había sentido.

- Será que desde hoy soy otro.

- Será eso.

- ¿Pero, te ha gustado?

- Sí.

- Buenas noches, Lucía.

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- Buenas noches, cariño.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

IV

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Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse entre sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondía conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así que, mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás. Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del portal número 24 de la calle que tenía anotada en el papel que le había escrito Carlos 2º. Pero se encontró con un problema con el que no contaba a priori. Carlos 2º había escrito ese nombre de calle, pero en el número 32, resultando que la calle en concreto terminaba en el número 24, es decir, la dirección que Carlos 2º le había proporcionado no existía.

A raíz de ese hallazgo podía pensar muchas cosas, pero todas las

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que llegó a pensar podían resumirse en muy pocas posibilidades reales, a saber:

1º. Que Carlos 2º se hubiera equivocado al escribir el nombre de la calle, o el número de su vivienda. Pero, ¿quién puede equivocarse al facilitar sus señas, salvo que dicho error fuese cometido de manera consciente, a propósito?

2º. Que Carlos se hubiera equivocado al leer el papel que tenía escrito, o al encontrar la misma calle. Pero parecía claro aquel nombre escrito en tinta azul sobre el papel blanco, con aquellas letras perfectamente legibles, igual de claro que aquellos caracteres impresos en color negro sobre fondo blanco insertados en aquella cerámica, colocada en un lugar visible al principio y al final de la calle, igual de claro que aquel número situado justo encima del mismo portal, aquellos dos valores conformando el 2-4.

3º. Que Carlos 2º se hubiera equivocado conscientemente al anotar su dirección con no sabemos qué intención, aunque sí podríamos imaginarnos muchas. Imagínense, por tanto muchas, las que quieran, unas plausibles, otras no tanto, lo mismo da.

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4º. También podríamos imaginarnos otras muchas posibilidades, aunque todas ellas menos probables que las anteriores, más fantasiosas, menos imaginables, aunque no del todo imposibles. Desde que alguien hubiese cambiado la numeración de las viviendas para confundir a Carlos en el último momento, o incluso la propia rotulación con el nombre de las calles; hasta que un bombardeo de la OTAN hubiese destruido las diez o doce casas últimas de la calle, dejando la frontera de la destrucción-supervivencia justo en el valor 24. Pero, de ser cierta esta última tesis, debería haber dejado alguna huella de la catástrofe, al menos unos cuantos quilos de escombros o, al menos, un

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solar vació justo al final de la calle, pero no había rastro alguno de un presunto ataque de las fuerzas de la Alianza Atlántica, salvo que, a partir del número 24, la calle terminaba en una intersección con otra calle bautizada con un nombre diferente, numerada de una forma distinta.

Completamente desconcertado por la situación, a Carlos se le ocurrieron varias posibilidades, bueno, no tantas, sólo tres, si bien la primera de ella la descartó rápidamente. ¿Cómo iba a acercarse a alguien y preguntarle por las señas que tenía anotada en el papel escrito por Carlos 2º? ¿Y si la calle continuaba por alguna otra parte más escondida del barrio? ¿Y si conocía alguna otra dirección parecida a la que tenía anotada en el papel? ¿Y si conocía a una mujer, de la que desconocía su nombre, su edad, su fisonomía, en el domicilio que tenía escrito o en otro que fuera similar al anterior? Todo un poco absurdo, irracional, incoherente, descabellado, insensato, ilógico, disparatado, necio.

Así que, descartada ésta, le quedaban otras dos opciones.

La primera de ellas era buscar un bar cercano, cualquiera le valía, pero siempre teniendo en cuenta las dos condiciones que habitualmente observaba antes de entrar en un bar:

1ª. Condición: que no estuviera atestado de gente. Más que por buscar un lugar más o menos tranquilo, de lo que se trataba, en el fondo, era no sentirse observado por un grupo numeroso de personas

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que compartieran, alrededor de una mesa provista de todo tipo de comidas y bebidas, un momento familiar o de amistad, un momento de celebración de cualquier tipo. Cuando Carlos era espectador de este tipo de situaciones, le invadía ese sentimiento de soledad que unos añoran, pero que otros no pueden soportar. Y no es que Carlos llegara a sentirse una persona solitaria –tenía una mujer, tenía una familia, tenía unos amigos-, pero en un contexto como aquel –un bar atestado de personas celebrando cualquier cosa- sí llegaba a provocarle esa sensación, aunque fuese momentánea. Pero además de esa percepción o sentimiento, estaba la perspectiva del otro que, rodeado de sus seres queridos, observaba a la persona solitaria acodada en la barra, abandonado en una mesa sin compañía alguna, en silencio, mientras los demás departían en torno a un tema cualquiera, con la mirada perdida en una televisión que le devolvía imágenes de un partido de fútbol de segunda división, o de saltos de esquí durante la temporada de invierno, o cualquier otra programación a la que nadie prestaba la más mínima atención; o bien, devorando las páginas impresas de un periódico gratuito en el que nadie se fija más allá de los titulares; o bien, con la vista fija en ninguna parte, pendiente únicamente de sus propios pensamientos o recuerdos.

Por todo ello, Carlos siempre procuraba evitar esa sensación descorazonadora de soledad, por eso era ésta la primera condición que ponía siempre antes de entrar, no ya en un bar, sino en cualquier otro lugar público.

2ª. Condición: que no estuviera atestado de personas solitarias, o de personas con cierta afición a la bebida. Carlos era un ser que tenía la debilidad de sentirse reflejado en las imágenes deplorables que los demás seres humanos pudiesen proyectar cerca de él. Es decir, si veía a un viejo solitario en un bar, se imaginaba a sí mismo en la misma situación en un futuro no muy lejano, viudo o abandonado por su mujer y por sus hijos, combatiendo su soledad con otras personas que estuvieran atravesando por el mismo trance, lo mismo le daba una edad que otra, ya fuera cuarenta, o cincuenta, o sesenta, el sentimiento era siempre el mismo. Si veía a un borracho pasado de copas, cuya única compañía era un vaso de vino, también se imaginaba a sí mismo en idéntico estado el día de mañana, o de pasado, o del otro. No era pena por las personas que sufrían aquel abandono lo que llegaba a sentir, simplemente era aquella imagen que proyectaban hacia fuera, esa sensación de dejadez, de descuido, de apatía, de desánimo, en la que Carlos se imaginaba a sí mismo un día. O si era a una persona mendigando, ya fuese para comprar comida, droga o tomar una copa, se figuraba a él ataviado con aquellas ropas llenas de mugre, yendo de una mesa a otra rogando a los demás un poco de compasión, sin dejar de preguntarse, una y otra vez, qué tragedia en la vida de aquella

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persona le había conducido a una existencia que le arrastraba todas las mañanas en busca de un poco de piedad, de solidaridad. ¿Si ayer tenía un trabajo, una familia, una casa, qué le había ocurrido hasta encontrarse con aquel presente? ¿Por qué le habían abandonado su mujer y sus hijos? ¿Por qué había caído en la bebida? ¿Por qué le habían echado del trabajo? ¿Qué había tenido que pasar por su cabeza para dejarse morir de aquella forma, borrando de un plumazo un pasado feliz, y lanzarse hasta un presente de desolación y sin futuro alguno?

Esa posibilidad de verse un día como ellos, era el motivo por el que Carlos rehuía de ciertos ambientes. De ahí que, ésta fuera la segunda condición que ponía siempre antes de entrar en un bar.

Así, que buscaba un garito llamémosle intermedio, desprovisto de borrachos y de personas solitarias, pero también libre de familias y de amigos compartiendo la felicidad bien merecida de un momento concreto. Así hasta encontrarlo, como lo encontró aquella noche, sentándose en una de las muchas mesas vacías, pidiendo una carta de tapas y una primera cerveza, a la que siguieron otras muchas, cenando algo, porque el estómago le apretaba a pesar de la extraña sensación que le había invadido desde bien empezada la tarde, en aquel otro bar del centro de la ciudad, en el que Carlos 2º y él decidieron intercambiarse sus existencias; acrecentada después al tener que enfrentarse, inesperadamente, a la realidad de la no existencia del  número 32 en aquella calle que Carlos 2º le había anotado en el papel, después de las ilusiones que se había edificado en su mente respecto de la nueva vida que se le planteaba por delante, derrumbada, en cuestión de unos instantes, al descubrir que esa nueva vida recién estrenada se detenía en aquel punto y seguido. Seguido, que no final, porque, antes Carlos se diseñaba de nuevo un mundo de posibilidades, de planes, de edificaciones de futuro, si bien, de momento, con lo único que contaba era con un solar vacío, aunque repleto de oportunidades, además de una pequeña libreta que siempre llevaba consigo y de una colección de rotuladores de colores de la marca PILOT, en la que empezó a escribir su porvenir, mientras cenaba una tapa de queso, otra de ensaladilla y unas pavías de bacalao, acompañadas, todas ellas con unas cervezas, evitando siempre llegar a ese límite en el que el alcohol puede separar la realidad de la ficción. Y escribió:

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Y después de anotar todo aquello en la pequeña libreta que siempre llevaba consigo, pagó la cuenta, salió a la noche solitaria de calles estrechas y empedradas, buscó el río y los efluvios de la ciudad

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dormida, que iba apagando sus luces cotidianas para convertirlas en los sonidos de las noches de los fines de semana: la música trepando en decibelios, el rugir de los vehículos conducidos por jóvenes sedientos de fiesta, también de alcohol, de droga; el taconeo de las muchachas subidas a doce centímetros por encima de su altura natural. Una ciudad que duerme y descansa cerrando las contraventanas a las pesadillas del bullicio de otra ciudad que, apenas, si acaba de abrir los ojos.

Nada más cruzar el río, junto a una de las calles que formaban ya parte del centro, entró en un pequeño hotel donde preguntó por la disponibilidad de alguna habitación, contratando tres noches –aquella noche de viernes, la del sábado, la del domingo-. Después de solventar aquella cuestión meramente práctica, tuvo la tentación de seguir deambulando por la ciudad, de buscar un poco de juventud como compañía, pero pensó, entonces, que mejor era no tentar la suerte, volver a los bares a los que iba habitualmente acompañado de Lucía, callejear por su barrio, que debía estar celebrando, a aquellas horas, como casi todas las noches, su momento de clímax. Así que, optó por quedarse en la habitación, vaciar el minibar de cervezas y frutos secos, relajarse en la cama viendo una película que daban en uno de los

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canales de la televisión. Parecía como si todo estuviera interconectado, colocando, en ese momento, las primeras letras con las que empezar a escribir la novela del mañana, en esa misma habitación, ansioso por descubrir lo que el  futuro podía depararle. Capítulo siguiente.

Con todo decidido en la cabeza, Carlos no tuvo porqué madrugar demasiado, tenía las ideas muy claras y todo el tiempo del mundo por delante. Se duchó y bajó a desayunar antes de regresar a la calle, donde le esperaba una ajetreada jornada de compras.

Primero, en un chino situado junto al hotel, compró una maleta, ni demasiado grande, ni demasiado pequeña, que subió de inmediato a su habitación.

Después, en las calles comerciales del centro, entró en un Zara, donde se hizo con un poco de ropa, la justa para tirar unos días antes de llegar a su nuevo y desconocido destino por el momento. Tras ello, siguió deambulando en un sentido y otros de las calles Tetuán, Rioja, La Campana, Sierpes, intentando, en todo momento, permanecer ajeno a cuanto le rodeaba, pero rezando en su interior para no encontrarse con nadie conocido hasta ayer, para no tener que dar explicaciones, su vida era nueva, puesto que, una nueva vida, debía comenzar desde cero, sin nada ni nadie que le recordara lo que, justamente, había terminado ayer mismo.

Antes de la hora del cierre de cierto tipo de comercios, decidió que había llegado el momento de elegir el lugar donde debía comenzar su recién estrenada realidad. Entró en una agencia de viajes, donde le invitaron a sentarse en un cómodo sillón mientras esperaba su turno, entreteniendo la espera perdiendo su mirada en todos los carteles que empapelaban la agencia y que le invitaban a conocer cientos de destinos sugerentes. Pero Carlos no buscaba un destino sugerente, sino un destino en el que poder vivir, un destino inmediato también, porque no podía permanecer un día tras otro en aquella ciudad, en aquella sala de espera a la que nada le unía ya.

Cuando le llegó el turno para ser atendido, cambió de asiento y se colocó frente a aquel rostro femenino inundado de sonrisa que le invitaba a exponer sus sueños. Sí él le contara, pensaría sin duda Carlos, pero no le contó demasiado, eligiendo una ciudad al azar, un

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vuelo que saldría el lunes siguiente, dentro de un par de días, al mediodía. Un hotel, ni céntrico, ni demasiado periférico. Sólo unos problemas legales ante tanta premura de tiempo, ante semejante destino. La chica sonriente le facilitó el primero de ellos, entreteniéndose un rato con Carlos mientras cumplimentaba el formulario; aconsejándole después respecto del segundo de ellos, para que el mismo lunes, a primera hora, se dirigiera a la comisaría de policía de la Alameda de Hércules para hacerse el pasaporte electrónico, que se trataba de una urgencia, que dijera que iba de su parte, que le ayudarían, que ya ella pondría a un amigo sobre aviso de ello; respecto del tercero de los problemas, que no se preocupara, podría volver el mismo lunes, a primera hora, que ella lo tendría todo preparado, ya liquidaría entonces el importe del viaje. En eso quedaron, recordándole que tenía que estar en el aeropuerto de San Pablo a las 12:00, donde cogería un vuelo con destino a Barajas, cincuenta minutos, después, una vez allí, el avión de largo recorrido hasta el nuevo mundo.

Resuelto el camino, Carlos pasó el resto de la tarde del sábado de bares, como si fuese un turista recorriendo la ruta del tapeo y del color especial. Después, antes de regresar al hotel, se detuvo en el FNAC, en el mismo lugar donde había empezado toda aquella aventura, la importancia de ser uno mismo, una tarde de no hacía tanto tiempo; donde se hizo con una serie de libros concretos, aquellos a los que siempre le gustaba recurrir a pesar de haberlos leído en varias ocasiones.

Y después, sí regresó al hotel, cargado de bolsas, de ilusiones por el nuevo comienzo. Se encontraba preparado, cumplía con todos los requisitos: idioma, formación y ganas de vivir el sueño americano. Lo celebró en la habitación con nuevas cervezas que el servicio de habitaciones había repuesto en el minibar, con un partido de fútbol en un canal de televisión, Numancia-Betis, cargando el móvil de Carlos 2º,

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que no había sonad en veinticuatro horas, que no había utilizado en veinticuatro horas, ni tenía intención de hacerlo.

La noche y el día siguiente las dedicó a pasear, a despedirse de la ciudad que, junto a su madre, le había parido treinta años atrás, sólo unas copas en una zona que no frecuentaba desde que conoció a Lucía, a la que iba cuando todavía era soltera e iba acompañado de su amigo Leo. Pero Leo, ahora, estaba en otras cosas desde que se echó obligaciones familiares. En aquellos bares de entonces, escuchó música, bebió cervezas de botellas verdes, habló con gente a las que no conocía de nada, olvidando por completo lo que hacía en este mundo, lo que seguiría haciendo en unas cuantas horas, sólo disfrutaba de los momentos, porque los momentos se evaporan como el aire, sin posibilidad de apresarlos y llevárnoslos con nosotros, se convierten en recuerdos, en posibilidades que un día fueron, pasado. Mejor así.

El domingo por la noche guardó sus escasas pertenencias en la maleta que había comprado en el chino, esperando con ansiedad la llegada del nuevo día.

LUNES.

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Junto a la puerta del aeropuerto, un enorme letrero, JFK. Después, un taxi de esos amarillos, llenos de mugre, conducido por un hindú con un sándwich en la mano, conduciéndole hacia su nuevo barrio, esta vez sí, al otro lado del Hudson.

 

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V

Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse entre sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondía conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así que, mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás. Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del portal número 24 de la calle que tenía anotada en el papel que le había escrito Carlos 2º.

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Pero se encontró con un problema con el que no contaba a priori. Carlos 2º había escrito ese nombre de calle, pero en el número 32, resultando que la calle en concreto terminaba en el número 24, es decir, la dirección que Carlos 2º le había proporcionado no existía.

A raíz de ese hallazgo podía pensar muchas cosas, pero todas las que llegó a pensar podían resumirse en muy pocas posibilidades reales, a saber:

1º. Que Carlos 2º se hubiera equivocado al escribir el nombre de la calle, o el número de su vivienda. Pero, ¿quién puede equivocarse al facilitar sus señas, salvo que dicho error fuese cometido de manera consciente, a propósito?

2º. Que Carlos se hubiera equivocado al leer el papel que tenía escrito, o al encontrar la misma calle. Pero parecía claro aquel nombre escrito en tinta azul sobre el papel blanco, con aquellas letras perfectamente legibles, igual de claro que aquellos caracteres impresos en color negro sobre fondo blanco insertados en aquella cerámica, colocada en un lugar visible al principio y al final de la calle, igual de claro que aquel número situado justo encima del mismo portal, aquellos dos valores conformando el 2-4.

3º. Que Carlos 2º se hubiera equivocado conscientemente al anotar su dirección con no sabemos qué intención, aunque sí podríamos imaginarnos muchas. Imagínense, por tanto muchas, las que quieran, unas plausibles, otras no tanto, lo mismo da.

4º. También podríamos imaginarnos otras muchas posibilidades, aunque todas ellas menos probables que las anteriores, más fantasiosas, menos imaginables, aunque no del todo imposibles. Desde que alguien hubiese cambiado la numeración de las viviendas para confundir a Carlos en el último momento, o incluso la propia rotulación con el nombre de las calles; hasta que un bombardeo de la OTAN hubiese destruido las diez o doce casas últimas de la calle, dejando la frontera de la destrucción-supervivencia justo en el valor 24. Pero, de ser cierta esta última tesis, debería haber dejado alguna huella de la catástrofe, al menos unos cuantos quilos de escombros o, al menos, un solar vació justo al final de la calle, pero no había rastro alguno de un presunto ataque de las fuerzas de la Alianza Atlántica, salvo que, a partir del número 24, la calle terminaba en una intersección con otra calle bautizada con un nombre diferente, numerada de una forma distinta.

Completamente desconcertado por la situación, a Carlos se le ocurrieron varias posibilidades, bueno no tantas, sólo tres, si bien la

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primera de ella la descartó rápidamente. ¿Cómo iba a acercarse a alguien y preguntarle por las señas que tenía anotada en el papel escrito por Carlos 2º? ¿Y si la calle continuaba por alguna otra parte más escondida del barrio? ¿Y si conocía alguna otra dirección parecida a la que tenía anotada en el papel? ¿Y si conocía a una mujer, de la que desconocía su nombre, su edad, su fisonomía, en el domicilio que tenía escrito o en otro que fuera similar al anterior? Todo un poco absurdo, irracional, incoherente, descabellado, insensato, ilógico, disparatado, necio.

Así que, descartada ésta, le quedaban otras dos opciones.

La segunda de ellas era llamar inmediatamente a Carlos 2º. Así que, en un momento dado, cogió el móvil que hasta ahora había pertenecido a Carlos 2º y le llamó. Le resultaba extraño llamar al número que, durante tanto tiempo, había sido el suyo. Una, dos, tres veces. Pero, por muy insistente que fuera, la respuesta era la misma en todas las ocasiones: El número de teléfono marcado no pertenece a ningún abonado. ¿Cómo era posible, si lo había utilizado hasta esa misma tarde para hablar con Lucía, con su madre, con su hermano? Siguió insistiendo, pero la respuesta seguía siendo siempre la misma.

En la escala del miedo, posiblemente, estaba atravesando el umbral del pánico. Entonces, no se le ocurrió otra cosa que llamar a Lucía, confesarle todo antes que Carlos 2º llegara a su verdadera casa, llegando a imaginarse miles de escenas ideadas por una mente perversa, que había maquinado aquel macabro plan no sabemos con

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qué intenciones. Y la llamó varias veces, pero en ninguna de ellas le cogió el móvil. Ni tampoco sus padres, ni siquiera su hermano.

Presa del terror de una situación como aquélla, no se le ocurrió otra cosa que correr en dirección contraria, en busca de su barrio, de su hogar, con la única intención de poder llegar antes de que lo hiciera Carlos 2º. Tenía que evitar llegar más tarde, que los acontecimientos que se imaginaba pudieran desencadenarse sin posibilidad alguna de frenarlos de alguna manera.

Y corrió hasta encontrarse de nuevo en la Plaza de San Francisco, en la misma Avenida de la Constitución. Y como la vez anterior, no se imaginó ningún coche, ningún autobús de línea o ninguna aeronave de la Estación Internacional Espacial cruzando a la misma vez que él. Y Carlos, esta vez, tuvo la misma suerte.

Por lo que, Carlos, siguió callejeando aceleradamente, tanto, que hasta la gente con la que se cruzaba se detenía para mirarle con desconfianza, con recelo, apartándose para dejarle el camino libre que debía conducirle a alguna parte, lo más lejos posible de ellos, debían pensar sin duda. Tardó menos de veinte minutos en atravesar todo el centro de la ciudad, en alcanzar su calle, en la que su coche, que él estacionaba siempre justo al lado de su portal, había desaparecido. De todas formas, Carlos recordó que tampoco tenía las llaves, que las había intercambiado hacía unas horas con Carlos 2º, ¡Dios sabe dónde podría estar el otro coche, el que debe abrirse con las llaves que tenía guardadas en su bolsillo, si es que realmente existía!

Al comprobar que tampoco tenía las llaves que daban acceso a su verdadera vivienda, no le quedó más remedio que llamar al portero electrónico. Una, dos, tres veces, con insistencia, sin respuesta. Cuatro, cinco, seis veces, con aún más insistencia, pero igualmente sin respuesta. Entonces, decidió esperar por si algún vecino se le ocurría entrar o salir en algún momento, atesorando consigo todo el nerviosismo que su entereza era capaz de soportar. No sabemos cuánto tiempo llegó a esperar hasta  que a alguien le dio por aparecer –lo del tiempo no lo llevo demasiado bien, con esa sana costumbre de nunca llevar reloj-, pero a Carlos debió parecerle un mundo.

Y mientras transcurría un mundo, una cara conocida para Carlos abrió el portal desde dentro.

- ¿Está usted buscando a alguien?

- A Lucía, la vecina del tercero.

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- La he visto salir con su marido hace una media hora.

- ¿Sabe usted dónde iban?

- No lo sé, salieron con unas maletas y se montaron en el coche.

- Gracias de todas formas.

- De nada hombre. Buenas tardes.

Lo que no llegó a entender Carlos era cómo aquel vecino de Lucía, que también había sido el suyo hasta esta misma mañana, no podía reconocerle después de varios años compartiendo la misma escalera. O, ¿es que no quiso reconocerle? O, ¿es que no quería meterse en líos? O, ¿es que no quería opinar al respecto? O, ¿es que estaba compinchado? Podría haberle dicho al menos, oiga, se parece usted mucho al marido de Lucía, pero no le dijo nada, salvo aquellas pocas palabras que han quedado impresas unas líneas más arriba, o más abajo, dependiendo en la dirección que se esté leyendo esta Identidad, o la importancia de ser uno mismo.

Con lo cual, aparte de la descorazonadora sensación de que las personas con las que había compartido un tiempo y un espacio en su vida habían dejado de reconocerle repentinamente, le quedaba la desconcertante certeza de que Carlos 2º se le había adelantado, apropiándose de su mujer, de su realidad, de su presente y, además, los dos juntos, habían salido en huída, sin duda, de una verdad objetiva: tener que enfrentarse al verdadero marido de Lucía. Pero, ¿cómo coño no se había dado cuenta Lucía? Pero, ¿cómo no había podido sospechar de esa evasión repentina hacia algún lugar determinado? Pero, ¿y si todo aquello no había sido más que un plan urdido por el propio Carlos 2º y por Lucía, que se conocían de antemano, para poder deshacerse de Carlos de manera definitiva? Para echarse a llorar, vamos.

Pero Carlos no lloraba, al menos de momento. Eso sí, nervioso estaba un montón. Y alterado, y descompuesto, y desfigurado, y trastornado, y excitado, y angustiado, y exaltado, e histérico e inquieto. No era para menos en un final de estas características.

Así, que siguió insistiendo con las llamadas de teléfono; en un caso, con las llamadas que no pertenecían a ningún abonado;  en otro caso, con las que obtenían como resultado el obstinado silencio; y, solamente, en uno de los números que marcó obtuvo respuesta.

- Sí, dígame.

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- Mamá, soy Carlos.

- ¿Quién?

- Carlos, tú hijo.

- Pero, ¿qué broma es ésta?

- No es ninguna broma, mamá. Soy tú hijo. De verdad, te lo prometo.

Mientras, de fondo, al otro lado de la línea, en segundo plano, se escuchaba otra conversación paralela, sin ver a sus protagonistas, aunque sí que nos lo podríamos imaginar.

- ¿Quién es, mamá?

- No lo sé, Carlos. No debe estar muy bien de la cabeza, porque me está diciendo que es mi hijo, mi hijo Carlos.

- No le eches cuenta, mamá, y cuélgale. Ya te hemos dicho muchas veces que debes tener cuidado con la gente que llama a la puerta, con la que llama por teléfono.

Sin duda, era la voz de Carlos, al que venimos llamando a lo largo de toda esta historia Carlos 2º, el que estaba suplantando al verdadero Carlos, delante de sus propios padres, delante de su propia mujer, en sus propias narices, que comenzaba una nueva vida, en otra parte, alejado del ayer, ajeno a los gritos de compasión que lanzaba el otro Carlos, el verdadero, el desposeído de su pasado, el ajeno, el solitario, el que lo había perdido todo, que contemplaba, desconsolado, sin haber tenido tiempo para relatar su versión, el sonido evidente de la interrupción de la llamada.

Era un momento para echarse a llorar y, Carlos, esta vez, sí se puso a hacerlo.

 

VI

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Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse entre sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondía conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así que, mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás. Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del que sería, a partir de ahora, el portal de su vivienda, aquel que le había anotado Carlos 2º en un papel aquella misma tarde, y en cuya puerta se encontraban estacionadas dos patrullas de la policía nacional. Saludó a un agente por simple cortesía, quien no le prestó demasiado interés, tan ocupado como estaba encendiendo un cigarrillo, Buenas noches; penetrando después en un vestíbulo  iluminado y algo agitado por unas voces que se arremolinaban en algún lugar no visible, escuchando su sonido, pero ajeno a la presencia de las personas en las que debían tener su origen. Sólo tuvo tiempo de reparar  en el espacio reservado a los seis buzones

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–dos por planta- de sus nuevos vecinos, hasta dar con el que le correspondía, con el nombre de la mujer justo debajo del suyo y, cómo no podía ser de otra forma, también se llamaba Lucía, aunque los apellidos no coincidieran con los de la otra Lucía; en subir con parsimonia los escalones hasta descubrir, que era del rellano al que presuntamente se dirigía de donde provenía todo aquel barullo de voces. Al hacerse visible Carlos, notó todo un mundo de miradas pendientes de él, de su aproximación, de su acercamiento, mientras escuchó el sonido de una voz sobresaliendo por encima de todas en un momento determinado, como si con ello intentara llamar la atención a quien tuviera que llamarla. A los agentes allí presentes, estaba claro.

- ¡Agente, es él!

¿Quién es él? Él no era otro que Carlos, un tipo con identidad duplicada, sin identidad propia, con identidad de otro que, hasta hacía unas horas, había formado parte de una realidad determinada, y que, por determinadas circunstancias, en un momento concreto, había cruzado el umbral de otra objetividad, había vuelto a nacer en un entorno diferente, el mismo rostro, el mismo cuerpo, el mismo pensamiento, la misma consciencia inscrita en otra dimensión, real pero desconocida, a la que debía ir acostumbrándose, como podría hacerlo cualquier otra persona que penetrara desde el fulgor del día hasta la penumbra de un edificio iluminado a aquellas horas de la noche que cae, alumbrado con luz artificial, abriendo sus ojos para ir acomodándose a otras imágenes y realidades, ideadas, imaginadas, pensadas, ilusionadas durante un trayecto que le había conducido desde el centro de la ciudad hasta aquel barrio popular situado al otro extremo del río, en la que un nuevo entorno pasaría a formar parte de su vida, unos nuevos vecinos, unos nuevos rostros con los que tener que compartir, desde ese mismo instante, un buenos días, un buenas tardes, un buenas noches, mientras se cruzaba con ellos en el mismo portal, en las mismas escaleras; también una nueva compañera de circunstancias, de causalidades, de coyunturas, de coincidencias, a la que había imaginado de mil formas antes de abrir aquella puerta, de verla por primera vez delante de él, de tener que acercársele y darle un beso, un abrazo o, simplemente, de dirigirle la palabra con un frío y seco, Hola, ¿qué tal te ha ido el día?; para ir alimentando, a partir de ese momento, una nueva relación basada en la observación, en las reacciones de ella, en las preguntas disimuladas cuyas respuestas deberían ir señalándole el camino, el modo de vida que estaba obligado a interpretar para no sentirse otro, para no levantar sospechas, para ir convirtiéndose en Carlos 2º con una mente que seguiría pensando como Carlos, conviviendo con una Lucía que, a partir de ahora, sería Lucía 2ª, en una vivienda que no era más que un conjunto de objetos inanimados a los que todos nos llegamos a acostumbrar más pronto que tarde, de la

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misma forma que lo hacen los animales domésticos que recogemos un día en la calle, abandonados, y que adoptamos sin siquiera saber su opinión, no sólo porque nos da pena su desamparo, sino también, porque nos hacen sentirnos acompañados, queridos, aunque sea por un gato, por un perro, que nos mira con desconfianza en un primer momento, pero que, a fuerza de costumbre y de rutina, se va acostumbrando a nuestros olores, a nuestros rincones, a nuestros sofás, a nuestras manos que le dan de comer día tras día, o que le acarician el lomo o la cabeza con suavidad. Pues igual, era cuestión de días. Sin olvidarnos del recuerdo del ayer, iremos edificando, a base de costumbre, de rutina, de momentos que se suceden, un nuevo tablero de juego en el que una de las fichas es la misma, las demás han cambiado por completo, incluso el tablero es distinto, pero en el que, una vez aprendidas las reglas, puede que incluso pueda llegar a ganar la partida siguiente, o no. Con lo que no podemos contar muchas veces, es con determinados imprevistos que pueden llegar a acontecer, pero que pueden surgir en cualquier tablero, en cualquier juego. No importa cuáles sean los jugadores que inician la partida, lo importante es llegar al final de la misma con posibilidades de salir victorioso, al menos de conquistar la meta, pudiendo disfrutar de ella mientras se celebra, sin abandonar antes de tiempo, sin olvidar las instrucciones, sin perder la razón durante el juego, sin ser víctimas del juego sucio y, sin llegamos a caer en ello, saber defendernos, poder utilizar nuestras armas para salir airosos; pero no siempre es posible, sobre todo cuando sustituimos a otro jugador y desconocemos las instrucciones, las casillas por las que el otro ha ido pasando hasta el momento del cambio, el juego sucio, el juego desconocido, casilla número 32, momento de la sustitución, con desconocimiento absoluto del resto de participantes, incluidos aquellos vecinos que se agolpaban, por algún motivo desconocido para Carlos, en el descansillo de la escalera, que debían estar esperando a alguien, que esperaban ser testigos de algo. Allí se encontraban, mientras Carlos alcanzaba el rellano de la planta a la que debía dirigirse, hablando en voz alta, casi gritando al unísono eso de, “Agente, es él”. Unos perfectos desconocidos para Carlos pero que, sin duda, debían conocerle a él, a Carlos, porque de lo contrario no tendría sentido aquella afirmación: es él, es él, es él. Y Carlos, en su nueva dimensión, ha llegado a convertirse en él, ha sustituido al jugador en el momento presente de la partida que estaba jugando el otro, casilla número 32.

Y tras aquellas palabras de sus compañeros de juego, un agente de la policía que sale tras una puerta abierta, con diligencia, con su rostro serio, abriéndose paso entre aquellos otros que le han reconocido, para acercarse a Carlos y, sin mediar una sola palabra, inmovilizarle con una llave de esas que se aprenden en clases de defensa personal y colocarle unas esposas sin preguntarle siquiera su nombre, es él, estaba claro, lo acababan de confirmar aquellas voces

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delatándole y, una vez maniatado, escuchar la voz de aquel policía queriendo cumplir con el protocolo de las detenciones, soltando todas aquellas palabras ordenadas en una frase que todos sabemos de memoria por las películas y series americanas: “Está usted detenido, todo lo que diga puede ser utilizado en su contra…” Así, sin más, sin menos, delante de su nuevo vecindario, sin guardar ningún tipo de intimidad, de cortesía, ni tan siquiera sin concluir aquella la frase, la de los requisitos legales, sin informarle del motivo de la detención, del hecho delictivo del que se le acusaba, de los derechos que le asistían como detenido según la legislación vigente, a saber

♀       Derecho a guardar silencio no declarando si no quiere, a no contestar alguna o algunas de las preguntas que le formulen, o a manifestar que sólo declarará ante el juez.

♀       Derecho a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable.

♀       Derecho a designar abogado y a solicitar su presencia para que asista a las diligencias policiales de declaración, e intervenga en todo reconocimiento de identidad de que sea objeto. Si el detenido no designara abogado, se procederá a la designación de uno de oficio.

♀       Derecho a que se ponga en conocimiento del familiar o persona que desee.

Nada, sólo aquella breve e inconclusa frase, conduciendo a Carlos, que no entendía nada de nada, pero que tampoco opuso ningún tipo de resistencia, como viéndolas venir, hasta el interior de una vivienda, la misma que Carlos 2º le había anotado en un papel aquella misma tarde, aquella cuya puerta estaba abierta, aquella en la que sus nuevos vecinos se habían agolpado esperando nuevas noticias, aquellos cuyos ojos descubría por primera vez, llenos de odio y de ira contra él. Vaya recibimiento, pensaría Carlos. Y, una vez dentro, aquel salón como cualquier otro, sin nada que le llamara la atención especialmente, ni siquiera aquella enorme pantalla de televisión en la que Carlos 2º disfrutaría de sus películas de Louis Malle; otros dos policías que parecían estar esperándole a él, estaba claro. Todo estaba claro para todos, excepto para él mismo, para Carlos, que seguía mudo, como presente en otra realidad bien distinta, en el patio de butacas de un cine cualquiera, espectador de una película que se estaba proyectando, en la que un policía conducía a un presunto sospechoso hasta el interior de una vivienda en cuyo salón aguardaban otros dos agentes, en un silencio expectante, sólo roto por las voces de aquellos vecinos que le habían delatado minutos antes, gritándole, ya sin verles eso de, ¡Asesino, asesino, asesino!, mientras el agente que le llevaba agarrado

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del brazo para protegerle de la barahúnda vengativa, le conducía hacia el interior, donde, sin duda, pensaría, le mostrarían una imagen, la causa de toda aquella escena, antes de molerle a palos, a ostias, a puñetazos, buscando una confesión en caliente, sin tener tiempo para preguntarse a sí mismo qué era lo que había pasado, qué era lo que había hecho, de qué se le acusaba, cómo se llamaría aquella cinta tan bien rodada que parecía real, en la que él, Carlos, pasaría de ser un simple espectador, a convertirse en uno de los protagonistas, el malo, mientras la otra, la buena, aparecía oculta bajo una sábanas, en el mismo salón, un bulto depositado en el suelo en el que, el propio Carlos, no había reparado hasta entonces, un lienzo teñido de un color rojo intenso, sin duda alguna de sangre, ocultando, probablemente, su cuerpo, un cuerpo sin movimiento, sin vida, después de que alguien del servicio de emergencias de turno hubiera certificado su muerte instantes antes. Allí seguían también, aunque Carlos tampoco hubiese reparado en ellos, ni siquiera en una ambulancia que debía estar estacionada en la misma puerta, sólo en las patrullas aparcadas en la puerta, tampoco podía estar en todo, menos en aquellas circunstancias. Pero que, recapitulando, ahí estaba aquel salón como otro cualquiera, iluminado artificialmente y sin nada que llamara la atención, ni siquiera aquella enorme pantalla de televisión en la que Carlos 2º disfrutaría de sus películas de Louis Malle, de no ser por aquellos policías, por aquellas otras dos personas con su uniforme anaranjado. Esta era la fotografía, la instantánea del presente, el fotograma que Carlos visualizaba como personaje, no como parte del público, inmerso en la misma escena, no contemplándola desde el patio de butacas y, si nos fijamos un poco en un lugar concreto de la secuencia, justo al lado de la sábana manchada de sangre que ocultaba el cuerpo de alguien, apreciamos un reguero del mismo color encarnado procedente de algún otro lugar de la vivienda a través de un largo pasillo que se perdía al fondo de nuestra vista, como si la víctima hubiera sido golpeada, apuñalada, disparada en otro lugar más recóndito, fuera de la escena, dirigiéndose, con las escasas fuerzas que le quedaran, sangrando hasta el lugar exacto en el que, momentos después, se derrumbó por completo, o bien fue rematada por más golpes, por el mismo cuchillo, o por otra bala de su asesino. Delante de esa estampa fija, Carlos permanecía en silencio. Así, hasta que uno de los agentes le pidió que se acercara, siempre conducido por el otro que seguía sosteniéndole por el antebrazo, justo hasta situarse delante de la presunta víctima oculta bajo el sudario sanguinolento. Llegado a su altura, uno de los policías levantó cuidadosamente la sábana para mostrar el rostro de aquella mujer, una chica a la que podía aplicar mil y un adjetivos para definirla, pero todos se resumían en uno, Lucía 2ª era una chica guapa, a pesar de tener su rostro desencajado por los golpes, a pesar de los restos del ensañamiento feroz a la que se había tenido que ver sometida entre aquellas cuatro paredes. Carlos se la quedó mirando fijamente,

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como intentando absorber de ella todos los rasgos que se había imaginado durante el trayecto desde el centro de la ciudad hasta su nuevo barrio al otro lado del río; su melena de color castaño, larga y con algunas ondulaciones, más propias de las postura del cuerpo que de la forma del mismo cabello; la piel tersa y clara de una mujer que, a lo sumo, acabaría de cumplir los veinticinco años, aunque pálida por la ausencia de vida, marcada por la sangre coagulada en uno de sus pómulos, en el labio inferior completamente destrozado, con los ojos cerrados y, a pesar de todo, sin perder la serenidad , el sosiego, la calma, el estoicismo, la firmeza. La mirada de Carlos seguía fija en la de ella, como si estuviera imaginándose una vida junto a aquella Lucía  2ª en diferentes circunstancias, por ejemplo, viéndola aparecer saliendo de aquel largo pasillo, en ropa interior, acercándosele, impetuosamente, con una sonrisa de oreja a oreja, para abrazarle; por ejemplo, tumbados sobre la arena con la cabeza un poco incorporada disfrutando de una interminable puesta de sol sobre la duna de Bolonia; por ejemplo, comiendo palomitas en el salón de casa, deleitándose con una escena en la televisión en la que dos chicos y una chica corren durante nueve minutos a lo largo de las salas y de los pasillos del Louvre; por ejemplo, dando un largo paseo nocturno por los entresijos del Barrio de Santa Cruz, cogidos de la mano, sin decir una sola palabra, sólo gozando de la suavidad de la noche, de los olores a azahar en las proximidades de la primavera, del bullicio de los bares y terrazas en los que se amontonaban los turistas en busca de una cerveza fría, una jarra de sangría, una botella del mejor vino peleón a precio de Richebourg-Grand Cru por ejemplo y, por qué no, compartiendo una misma lectura sobre la cama, uno junto al otro, en la que podían leer al unísono aquel texto de “Te amo, Carlos”.

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Ficciones todas ellas, interrumpidas, repentinamente, por una voz que le preguntaba directamente mirándole a los ojos, como si estuviera buscando la sinceridad de su confesión en la mirada.

- ¿Conoce a esta mujer?

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- No.

- ¿Cómo que no conoce a esta mujer?

- No tengo porqué conocer a todo el mundo.

- No se haga el gracioso y dígame si conoce a esta mujer.

- Agente, no me estoy haciendo el gracioso. Le repito que no conozco a esta mujer.

- ¿Nunca la había visto antes?

- No, es la primera vez que la veo.

- ¿Y cómo se explica que sus vecinos le acusen y le llamen asesino?

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- No son mis vecinos. También es la primera vez que los veo.

- Como usted podrá comprender, hay algo que no cuadra en toda esta historia. Tenemos una mujer asesinada, a un marido que regresa a casa, y a unos vecinos que le acusan de haber sido él el quien acabó con

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su vida. ¿Algo tendrá usted que decirnos, no?

- Le entiendo perfectamente, agente, pero podría haber sido otra persona quien acabara con la vida de esta mujer y que, al llegar a casa, se encontrase con el cuerpo ya sin vida.

- Fueron los vecinos los que nos alertaron de una discusión en esta casa esta tarde, hará un par de horas, los que escucharon gritos, después unos disparos. Los que le vieron salir de la casa, y los que le han vuelto a ver regresando al lugar de los hechos.

- Lo siento, agente, pero a mí no me han podido ver ni entrar ni salir de esta casa hasta ahora.

- Usted es el marido de esta mujer.

- No, yo no soy el marido de esta mujer. Ya le he dicho antes que es la primera vez que la veo.

- Si fuese así, ¿qué hace volviendo a esta casa, si ésta, como usted dice, no es su casa, ni ella su mujer?

- Esa es otra historia, agente. Una larga historia.

- Sea breve por favor. No tenemos para todo el día.

- Le he dicho que se trata de una larga historia. Si quieren se las cuento, si no, pues nada.

- Déjese de estupideces y díganos lo que sabe.

- Puede que sea un estúpido, sobre todo por lo que les voy a contar.

Y Carlos empezó a contar, intentando, en todo momento, ser lo más conciso posible.

- Siempre he debido de tener una cara vulgar, y lo digo, porque siempre me han confundido con muchas personas en ámbitos diferentes de mi vida. Incluso en una foto que tiene mi madre en el salón de su casa, posa mi hermano cuando tenía pocos años, creyendo siempre que aquella persona retratada era yo. No es que la vulgaridad de mi rostro me haya traído problemas, pero ha sido algo de lo que no me puedo sentir orgulloso. Pues bien, hace unos días, mientras paseaba por la Avenida de la Constitución, en la acera contraria a la que yo iba y, a mi misma altura, caminaba una persona que, a simple vista, me llamó

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poderosamente la atención. La primera impresión que me llevé fue tal que tardé unos instantes en reaccionar, los suficientes como para que, al volver a mirar hacia el otro lado, aquel rostro que me resultaba tan familiar hubiera desaparecido de mi campo de visión.

«Era la primera vez que me enfrentaba con mi fantasma y le había dejado escapar por mi propia parsimonia, también por mi propio miedo.

«Pero no me lo pensé dos veces y crucé la calle, sin reparar siquiera si venía un coche, un autobús de línea o una aeronave de la Estación Internacional Espacial. Pero alcancé la otra acera sin ningún percance. Miré a derecha e izquierda y, sin pensármelo tampoco en esta ocasión, seguí el sentido natural de la marcha que llevaba antes de atravesar al otro lado de la avenida. Era lo más probable. Aceleré entonces el ritmo de mis pasos por si acaso, mientras una única imagen se me venía a la cabeza, la de la fotografía de mi hermano, junto con una interrogante, ¿quién coño sería aquella persona?

«Unos metros más adelante adiviné su figura entre una multitud de conceptos diferentes que, a aquella hora exacta, entraban o salían del FNAC. Mi viva reproducción entraba, así que, cinco minutos más tarde, entraba yo tras él. Tras un amplio vistazo general y algunos tramos de escaleras, le descubrí junto a las estanterías repletas de DVD’s. Yo, simplemente, esperé a cierta distancia sin perderle ojo.

«Después de un rato extrayendo carátulas y leyendo sus sinopsis se quedó con unas cuantas películas de Louis Malle: “Ascensor para el cadalso”, “Zazie en el metro”, “El unicornio”, “Milou en mayo” y “El fuego fatuo”, todas con sus portadas en colores blancos, negros y grises, como corresponde a la colección exclusiva FNAC. Parecía satisfecho con su adquisición, al menos eso se desprendía de su cara. Yo, mientras tanto, seguía esperando disimuladamente. Después, le seguí mientras bajaba en busca de la zona de cajas y, una vez abajo, volví a salir a la calle mientras esperaba que el otro saliera con su bolsa color marrón serigrafiada en blanco.

«Nada más salir del establecimiento me puse detrás, a menor distancia esta vez. Era increíble, como si adosado a la espalda de la otra persona hubiera un espejo que me devolviera mi misma imagen. Como dos gotas de agua, como dos botellas del mismo whisky, como dos paquetes de cigarrillos de la misma marca. Incluso, me llegué a fijar en sus andares, por si también fueran idénticos a los míos, pero no soy muy consciente de cómo deben ser mis andares, mis poses, mis gestos, mis amaneramientos. Son cuestiones, más bien, en las que se fijan los demás, pero no uno mismo.

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«En un momento dado, tuve que decidir afrontar por fin aquella realidad que tenía en mis propias narices. Así que, justo antes de llegar a la Plaza de San Francisco, aceleré ligeramente el paso y le adelanté colocándome justo unos pasos por delante de él, no demasiados tampoco, los suficientes para entablar una conversación normal, si es que puede considerarse como normal un momento como ese. Ante su cara de sorpresa, porque probablemente no entendía nada, le conduje hasta el escaparate de una boutique de la misma plaza y, una vez delante del amplio cristal, me coloqué a su lado, diciéndole que mirara, que nos mirara a los dos. Hubo un momento de silencio y, tras éste, mostró su asombro diciendo “la hostia, tío”, porque, evidentemente, era la hostia. Entonces, nos quedamos fijos delante de la luna del escaparate durante un buen rato, como no queriéndonos creer lo que estábamos viendo. Pero era lo que era, dos perfectos desconocidos hasta hacía unos minutos y, en ese momento, uno siendo el reflejo del otro.

«Tras aquel preámbulo de desconcierto, decidimos ir a un bar cercano, compartir algo más que nuestros rostros estupefactos reflejados en el vidrio de la tienda. Y en el bar, a los ojos de cualquiera que podría imaginarse que éramos dos hermanos gemelos idénticos, tuvimos toda la tarde para hablar de muchas cosas.

«Evidentemente, no teníamos parentesco alguno, ni apellidos, ni pasados, ni presentes semejantes. Tan sólo el aspecto físico y, por casualidad, el nombre. Los dos nos llamábamos Carlos.

«Conforme la conversación se fue prolongando, sí descubrimos muchos puntos de conexión entre nosotros. Por ejemplo, los dos estábamos casados, pero ninguno teníamos hijos. Los dos trabajábamos para una Administración Pública, pero él trabajaba para el Estado, concretamente para la Seguridad Social, y yo lo hacía para la Junta de Andalucía. Los dos teníamos la misma edad, treinta y un años, aunque no nacimos el mismo día del mismo mes, porque ya hubiera resultado un poco inverosímil. Los dos teníamos las mismas afinidades culturales, por lo que nos llevamos largo rato hablando de ello. No es muy normal poder compartir los mismos placeres con los demás. Los dos acabábamos de leer la “Generación X” de Douglas Coupland. Los dos éramos admiradores de la Nouvelle Vague, de ahí la reciente adquisición de las cinco películas de Louis Malle por su parte. Los dos teníamos como disco de cabecera el “OK Computer” de Radiohead. Los dos no sentíamos ninguna pasión por la poesía. Los dos teníamos una forma similar de valorar nuestros gustos por las cosas: o algo nos gustaba de verdad, o era una mierda, no existía término medio, con lo cual, los dos carecíamos de la virtud apreciada como tal por la generalidad de los seres humanos: actividad o fuerza de las cosas para

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producir o causar sus efectos.

«Y como la conversación se demoraba más de la cuenta, los dos, tras compartir tantas palabras y tantas cervezas, intercambiamos nuestros números de teléfono al objeto de seguir hablando y seguir intercambiando; todo ello, antes de despedirnos con naturalidad y proximidad, con un par de besos en las mejillas, como si la familiaridad y la cercanía se hubieran recuperado repentinamente.

«Y un par de días después me dio por llamarle, quedando para aquella misma tarde, a las 18:00 horas, en el mismo bar. Y a la hora exacta, en el mismo lugar, Carlos y yo volvimos a encontrarnos. Seguimos hablando de los mismos temas de la vez anterior, hasta que a Carlos se le ocurrió hacerme una pregunta, si yo era feliz con mi vida. Le contesté que no podía quejarme, pero que siempre era posible mejorar. Fue entonces cuando me dijo que se le había ocurrido una idea, pero que antes debía aclararle eso de que “no podía quejarme, pero que siempre era posible mejorar”. Y se lo aclaré, claro. Le dije que tenía un trabajo fijo, cosa que no todo el mundo podía decir, que no me daba para derrochar, pero sí para sobrevivir con dignidad; también, que tenía una mujer que me quería, o al menos eso pensaba yo, porque ya sabemos cómo son las relaciones cuando pasan unos años. A lo que Carlos me preguntó sobre esto, ¿cómo eran las relaciones cuando pasan unos años? Y se lo expliqué también, claro, según yo. Le dije, que cuando conocíamos a alguien que cuadraba con lo que nosotros pensábamos que debía ser nuestra compañera de viaje, con la que podíamos compartir cuerpo, alma e inteligencia, pensábamos que, el ardor de los primeros momentos, de los primeros días o meses, se mantendría siempre vivo. Pero también sabíamos que eso no era así, por mucho que nos empeñáramos en que lo fuera. Era una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de energías e ilusiones. Por lo que tampoco podía quejarme al respecto, porque éramos, lo que podría decirse una pareja normal. Esto fue lo que le dije, agente. Y como Carlos seguía insistiendo en lo mismo, reconociendo que a él también le había pasado, seguimos disertando sobre el mismo tema. Le dije que nosotros, los seres humanos, nos empeñábamos en vivir intensamente la vida, cuando sabíamos que esa intensidad se diluía día a día con la rutina, con el trabajo, con el cansancio, con las facturas, sin ser conscientes, en ese momento, que la vida era mucho más, o que podría serlo. Y cuando pensábamos en ese mucho más que podría haber sido, nos deprimíamos creyendo que nuestra ilusión por la vida había llegado a su fin, que habíamos alcanzado nuestra meta, que no podíamos aspirar a más. Y sin reconocerlo, porque nadie lo hacía, nos refugiábamos en otras cosas: en crecer laboralmente, por ejemplo; o nos cobijábamos en los mundos ficticios que nos proporciona la literatura o el cine; o adoptábamos una decisión pensando en el futuro,

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equivocada muchas veces, intentando cimentar la relación con un hijo, como si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. Nos centramos tanto en sus atenciones y cuidados, que nos olvidamos por completo de la otra persona que tenemos a nuestro lado, la que, cuando seamos mayores, nos cambiará los pañales, aguantará nuestro alzhéimer, compartirá nuestra soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su propia vida, vendrá de vez en cuando a visitarnos si acaso. Y en ese punto de la conversación, agente, Carlos pronunció una frase que podría considerarse el origen de todo este entuerto. Me dijo que, aprovechando las circunstancias que él y yo sabíamos, podríamos disfrutar la vida con otra intensidad. Al principio no entendí lo que quería decirme con esa frase, y le pedí que me explicara su sentido, dónde quería ir a parar. Fue entonces cuando Carlos me preguntó directamente si mi mujer se daría cuenta de que su marido era otro. Por lo visto era algo en lo que venía pensando desde que nos vimos el primer día, era como darle un aliciente a nuestras vidas, como si entráramos en un juego, sólo conocido por nosotros, donde podríamos canjear a nuestro antojo todo lo que teníamos. Entonces, le planteé a Carlos todas mis dudas, todos los riesgos que este juego, como él le llamaba, podría tener. Pero Carlos sólo intentaba venderme una idea en forma de interrogación: ¿cuántas personas en el mundo podían disfrutar de esta posibilidad aprovechando las circunstancias? A pesar de mi resistencia inicial, con argumentos como la posibilidad de liarme con su mujer, él objetaba con el mismo razonamiento, mejorándolo incluso: la decisión de intercambiar nuestras vidas iría unida a todas sus circunstancias, como la de liarse él con la mía, entrar él en mi casa, en mi vida, en mi trabajo, en mi familia, mientras yo haría lo propio con la suya. Yo sería él, él sería yo. Y una vez planteado el tema en toda su extensión, hablamos sobre la posibilidad del retorno, es decir, de poder volver, en algún momento, cada uno a su existencia original. Era una posibilidad, si bien, Carlos, me planteó otra en ese momento. Que una vez que hubiéramos intercambiado nuestras vidas, romperíamos cualquier comunicación entre nosotros, esto es, yo tiraría adelante con la suya, tomaría mis propias decisiones respecto a ella, como si hubiera nacido de nuevo, en otra casa, en otra familia, en otro trabajo, que sería, en adelante, la mía para siempre. Y así seguimos hablando aquella segunda tarde sin llegar a ninguna conclusión, dándole vueltas al mismo tema hasta que decidimos despedirnos porque se estaba haciendo demasiado tarde. Simplemente, cada uno se fue por su camino hacia la existencia que teníamos en el presente.

«Pero a partir del momento de la separación, la posibilidad de intercambiar nuestras existencias se convirtió en toda una obsesión para Carlos y para mí. No sé si era morbo, pero verse en la vida del otro, temporal o indefinidamente, se convirtió para nosotros en un tema recurrente al que no dejábamos de darle vueltas una y otra vez, pero

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sin poder confesárselo a nadie, como algo que llevábamos dentro que, de ningún modo, nos atreveríamos a confesar.

«Y así pasó algún tiempo sin que tuviera noticias de Carlos, ni él mías. Seguimos haciendo nuestras vidas con total normalidad, a pesar de la losa que suponía aquel pensamiento oculto sin posibilidad de olvidarlo, como si fuese un asesino que termina por confesar un delito porque los remordimientos le corroen, o un infiel que admite que tiene otra mujer porque su pecado no le deja vivir en paz.

«Fue tal la obcecación que nos persiguió a uno y a otro, que terminamos por volver a quedar, en el mismo bar, a la misma hora, esta misma tarde de viernes. Ha sido momento en el que nos hemos confesado mutuamente que, desde aquel día que estuvimos hablando de intercambiar nuestras vidas, no habíamos podido conciliar el sueño. Los dos habíamos mantenido el silencio desde aquel día, pero, después de otra larga conversación dándole más vueltas a lo mismo, llegamos a una conclusión, bueno, más bien adoptamos una determinación. De seguir adelante con nuestro proyecto, lo mejor sería hacer un intercambio definitivo, lo mío sería suyo y lo suyo sería mío, para siempre; porque, de no hacerlo así, tantos cambios podrían producir los mismos efectos, pero de forma reiterada, convirtiéndose esto en algo enfermizo que acabara por destruirnos, no sólo a los dos, sino también a los seres queridos que nos rodeaban. Así que, llegado el momento de iniciar el camino, cada uno seguiría adelante por sí solo, sin poder recurrir al otro, sin arrepentimiento alguno. Cada uno debería ser consecuente con su nueva vida, pensando, además, que ésta sería para siempre.

«Tras no sé cuantas copas hemos decidido que era lo mejor para los dos, que llegado el momento en el que estábamos, no podríamos vivir con aquella idea no realizada metida en la cabeza. La vida estaba llena de juegos, podíamos apostar o no, podíamos ganar o no, podíamos ganar más o menos, podíamos perder más o todo. Así, que decidimos apostarlo todo.

«Ninguno de los dos habíamos hablado apenas de nuestras vidas, ninguno de los dos le habíamos contado al otro lo que hacía en el trabajo, ninguno de los dos le había dicho al otro siquiera donde vivíamos, tan sólo anotamos en una hoja de papel la dirección de nuestras casas, la de nuestros trabajos, el número de la matrícula de nuestros coches, intercambiamos nuestros móviles, nuestros documentos de identidad, las llaves de nuestras viviendas y de nuestros vehículos y, después, sin olvidarnos de una cuestión práctica, en la que algunos no caerían en la cuenta, nos hemos ido a un cíber, donde cada uno ha abierto una cuenta por internet donde hemos traspasado nuestros saldos bancarios, para no tener que, además de los que

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habíamos hecho, falsificar firmas ni nada de eso, pudiendo disponer desde el minuto uno de los ahorros que habíamos atesorado hasta ese mismo momento. A partir de ese instante empezaba el juego y cada uno debía buscarse la vida.

«Carlos se ha ido a mi casa, y yo me he venido a casa de Carlos y, como es viernes, el problema del trabajo quedaba demorado durante dos días. Algo era algo. Hemos brindado por el acuerdo, nos hemos deseado suerte y nos hemos despedido con otro par de besos y sin ningún tipo de remordimientos.

«En ese momento, comprobé la dirección que Carlos me había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

«Después, he deambulado largo rato por el centro antes de decidirme a enfilar la calle que debía conducirme hasta el puente, hasta mi nuevo barrio, del que nunca pensé que, un día, se convertiría en mi lugar de residencia.

«A pesar de las muchas preguntas que he llagado a hacerme en todo ese intervalo de tiempo, no he dudado un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida me ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerme de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –mi mujer, mi familia, mis amigos-, me enfrentaba a otra realidad que podía depararme lo  mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

«Después he cruzado el puente que, a estas horas, es un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; he atravesado la plaza que alberga el mercado de abastos del barrio y, después, he girado a la derecha para perderme entre sus callejuelas, que aún conservan la arquitectura de los corrales de vecinos.

»Conforme me he ido aproximando al domicilio que Carlos me había anotado en el papel, he ido fijándome en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ello, por si acaso tenía la suerte de encontrarme con el coche que, a partir de ese mismo momento, me correspondía conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verme sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, dónde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así, que mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarme a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a

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los oídos de los demás. Pero no he tenido suerte.

«En pocos minutos, me encontraba delante del que sería a partir de ahora el portal de mi vivienda, aquel que Carlos me había anotado en un papel esta misma tarde y, a cuyas puertas, me he encontrado estacionadas dos patrullas de la policía nacional… Todo lo demás ya lo conocen.»

- ¿Me está diciendo que hay una persona idéntica a usted que es el culpable de este asesinato?

- Yo no he dicho en ningún momento que Carlos sea el culpable de este asesinato, le he contado lo que le he contado.

- Por favor, llévense a este tipo a comisaria.

Y el mismo agente que le había tenido cogido por el antebrazo durante todo aquel rato, le condujo al exterior de la vivienda, abriéndose paso entre la multitud de vecinos que seguía agolpada delante de la puerta, muchedumbre que volvió a insultarle al verle aparecer de nuevo. ¡Asesino, asesino, asesino! Luego le llevó hasta la misma patrulla estacionada en la calle, le metieron dentro, en el asiento trasero, acompañado siempre por la misma persona. El silencio durante todo el trayecto fue absoluto, sólo roto por las conversaciones que se reproducían desde la radio del vehículo, por los ruidos que le llegaban desde el exterior, noche de viernes en la ciudad dormida, que iba apagando sus luces cotidianas para convertirlas en los sonidos de los fines de semana: la música trepando en decibelios, el rugir de los vehículos conducidos por jóvenes sedientos de fiesta, también de alcohol, de droga; el taconeo de las muchachas subidas doce centímetros por encima de su altura natural. Los sonidos de una ciudad que duerme y descansa cerrando las contraventanas a las pesadillas del bullicio de otra ciudad que, apenas, si acaba de abrir los ojos.

En pocos minutos, el coche policial enfilaba la Avenida de Blas Infante, atravesaba la verja que protegía la comisaria de la realidad insegura, deteniéndose a las puertas de un edificio siempre despierto, siempre atento, siempre vigilante, donde condujeron a Carlos a una sala pequeña y desvencijada, cuyo único mobiliario era una amplia mesa melaminada en gris y cuatro sillas de plástico del mismo color. Por encima, unos fluorescentes que proyectaban una fría pero potente luz blanca. En un lateral, una pared acristalada de esas que se veían en las películas de policías y asesinos, de buenos y malos, que inundaban la programación televisiva de aquellos tiempos, que permitiría, desde el otro lado, seguir la conversación, el interrogatorio, el silencio.

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Metieron a Carlos ahí, cerraron la puerta y le dejaron solo durante un rato. Podría ser mucho o poco tiempo, depende del punto de vista de la persona que espera algo, de su impaciencia, de su intranquilidad, de su nerviosismo, de su desesperación, de su prisa, o de su forma de medir el tiempo. Carlos no tenía otra cosa que hacer, no le esperaba nadie, la única persona que podía hacerlo estaba muerta, así, que podían venir cuando le dieran la gana, pensaría, como si no querían hacerlo y le dejaran olvidado entre aquellas cuatro paredes aisladas, pero que le protegían del resto de la realidad.

Pero aparecieron dos agentes que se sentaron frente a él, a los que no había visto antes, que no le saludaron, que no le dieron la opción ni de llamar a un abogado, ni de ponerse en contacto con un familiar o un amigo; también le daría igual a Carlos llegado este momento, ni conocía abogados, ni tenía familiares o amigos, así, que podían hacer lo que les diera la gana, sin duda pensaría. Y los agentes hicieron lo que sabían hacer, preguntar, preguntar y seguir preguntando más de lo mismo. Y Carlos volvió a contestar, a contestar y a seguir contestando, que es lo que se esperaba de él, aunque también podía no haberlo hecho, la ley de enjuiciamiento criminal le amparaba en ello precisamente: derecho a guardar silencio no declarando si no quiere, a no contestar alguna o algunas de las preguntas que le formulen, o a manifestar que sólo declarará ante el juez. Pero ya hemos dicho que Carlos no tenía otra cosa que hacer en aquel momento, así, que respondió a todo cuanto le preguntaron, incluida, de nuevo, toda aquella historia tan inverosímil de la pérdida de identidad.

- ¿Tú te crees que somos tontos?

- En ningún momento he dicho eso.

Después de todo aquel examen al que se había visto sometido por segunda vez, Carlos fue conducido a una celda oscura, solitaria a aquellas horas, esperando que, en algún momento de la noche, pudiera compartirla con algún delincuente de poca monta, con alguna chica o algún chico pillada infraganti mientras intentaba vender su cuerpo a bajo precio, o alguna dosis de molly o, simplemente, con unos alborotadores de la noche bajo los efectos del alcohol. Mientras tanto siguió solo, inmerso en una multitud de pensamientos: ¿habría sido Carlos capaz de asesinar también a su Lucía? ¿Debería haber alertado a la policía al respecto? ¿Le habrían creído? ¿Y si se hubiera dejado llevar por la situación, no haber contado toda aquella historia de cambio de identidad, tan inconcebible a los oídos de cualquiera, y haber confesado el crimen, porque una víctima siempre necesita un culpable para hacer justicia, y él, sin serlo, podría haber testificado en su contra? Sin duda, de haberlo hecho, las consecuencias hubieran sido las mismas,

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pensaba, estaría en la misma celda como estaba ahora, esperando, como lo estaba haciendo, para pasar a disposición judicial, ingresaría después en prisión, que es prácticamente lo que le estaría reservado, porque nadie puede creerse una historia que pudiera rebatir la evidencia, la creencia en su relato, la existencia de otro Carlos, idéntico a él, que había asesinado, en un momento dado de la tarde, a su mujer, también llamada Lucía. ¿Quién iba a testificar a su favor?

Pero no hizo nada de todo aquello, se limitó a decir lo que dijo y, después, a guardar silencio. Bastante tenía ya con su presente para tener que preocuparse del de otras personas, para tener que ocuparse por su pasado.

¡Carlos, qué hijo de puta eres!

 

(1) Extracto de “Carlos y alguien más”, Jose Acevedo. Ediciones Carena 2015.

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VII

 

 

Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trata de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a su casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse entre sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondía conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así que, mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás.

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Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del que sería, a partir de ahora, el portal de su vivienda. Con cierto nerviosismo encontró las llaves en el bolsillo de su pantalón, probó varias, como si fuese la primera vez que las usaba, hasta que consiguió abrir el portón de hierro y cristal que le separaba de su otra realidad ya extinguida. Se adentró en la oscuridad del vestíbulo buscando el interruptor que iluminara la escalera, también el espacio reservado a los seis buzones –dos por planta- de sus nuevos vecinos, hasta dar con el que le correspondía, con el nombre de la mujer justo debajo del suyo y, cómo no podía ser de otra forma, también se llamaba Lucía, aunque los apellidos no coincidieran con los de la otra Lucía. Al menos, algo había avanzado en su adaptación a su flamante existencia sin necesidad de hacer demasiadas preguntas, algunas imbéciles, otras insospechadas. A continuación, se dio un respiro antes de subir los cuatro tramos de escalera que debían conducirle hasta la puerta de la vivienda. Era evidente que se encontraba algo alterado, excitado, nervioso, pero, no por ello, sintió el deseo de dar marcha atrás al reloj del tiempo y regresar a sus calles empedradas de la Alameda de Hércules. Se trataba de una decisión firme, sólo que había que asumir las consecuencias y adaptarse a ellas. Así, sin más preámbulos, se atrevió a abrir aquella puerta de color madera oscura. En la opacidad de la estancia que sus ojos descubrían nada más atravesar el umbral, una luz, que procedía de algún recóndito rincón de la casa, denotaba la presencia cercana de Lucía. Sólo se le  ocurrió encender luces, como una forma de ir familiarizándose con aquellas paredes, con aquellos ambientes, con aquel mobiliario, además de avisar a Lucía de su llegada.

- ¡Lucía, acabo de llegar!

Una vivienda como cualquier otra, sin nada que le llamara la atención especialmente, ni siquiera aquella enorme pantalla de televisión donde Carlos 2º disfrutaría de las películas de Louis Malle.

A pesar de la luz que provenía desde algún rincón del habitáculo, de su voz alertando a Lucía de su llegada, el silencio seguía siendo el sonido predominante.

Se atrevió a adentrarse algo más, recorrer el largo pasillo que conectaba las distintas habitaciones con el salón. Tres puertas cerradas a cal y canto y una abierta, de donde procedía la claridad que se proyectaba en salón. Alguien había salido y había dejado la luz encendida. Por lo demás, todo parecía en orden, la cama de matrimonio hecha, las puertas del armario cerradas, ningún trapo olvidado en

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ningún recodo. Se notaba que, entre aquellas cuatro paredes, predominaba un espíritu femenino, porque a ningún hombre se le ocurriría mantener aquel estado de disciplina.

Para ocupar su tiempo y, mientras esperaba que algo sucediera, se entretuvo en husmear un poco, total, era su nuevo hogar, podía sentirse como si estuviera en casa, con todo el derecho del mundo para ir haciéndose con ella, acostumbrándose al orden, al estado de las cosas.

Lo primero que se le ocurrió hacer fue abrir el amplio ropero de dos puertas. Al abrir la primera de ellas, para su sorpresa, descubrió cómo todo su contenido estaba ocupado por ropa masculina, no demasiado abundante. Algunas camisas perfectamente dispuestas en perchas, al igual que pantalones de vestir, unas chaquetas más bien de sport. Justo debajo, chalecos y camisetas correctamente plegados y poco más. Justo en la puerta contigua, un segundo batiente cerrado, pero con la llave colocada en la misma cerradura, sin intención alguna de esconder nada, sólo de mantener la armonía, el pudor de ocultar a los ojos de cualquier curioso un vestuario, como si fuese algo personal y privado sin más. En su interior, solamente algunas cajas de zapatos ordenadas, el resto completamente vacío.

Puede que hubiera convivido alguna mujer entre aquellas cuatro paredes, pero estaba claro que, actualmente, ya no formaba parte de su decoración, ni siquiera Lucía, cuyo nombre continuaba figurando en los buzones. Pudo haber vivido en un momento dado, pero resultaba evidente que, en el momento presente, no era así. Todo cuanto ofrecía a la vista aquella habitación eran restos masculinos, pero también en el resto de la casa, que Carlos se atrevió a inspeccionar ahora con más curiosidad, con menos delicadeza. Una segunda habitación completamente vacía, sólo ocupada por una de esas tablas de planchar de aluminio plegable. Una tercera dedicada a despacho-biblioteca, guardando en todo momento la placidez, la pulcritud de una espacio que parecía  haber dejado de tener su sentido de existir, del que, además, muchos de sus habitantes parecían haber sido secuestrados, dado que gran parte de los estantes estaban desocupados. Por lo demás, una mesa-escritorio limpia y ordenada, sin ningún papel en su superficie que pudiera llamar la atención, sólo con un ordenador de sobremesa algo antiguo, no más avanzado que un Pentium II, con uno de esos monitores CRT, que nos recuerdan a los televisores antiguos con sus tubos de imagen. Tanta inacción y sosiego parecían, más bien, el reflejo de una exposición de oficinas que no conocían más vida que aquella que pudieran proporcionarle sus futuros clientes, acomodándose en un sillón de esos con brazos, antes de levantarse y probar con otro, con otros, buscando siempre el más cómodo, el más

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barato, el más con el estilo de la decoración de su casa, Ya veremos, lo pensaremos.

Pero donde todo resultaba más evidente era en el cuarto de baño, en el que no se apreciaba resto alguno de feminidad. Ni un frasco de perfume, ni siquiera su fragancia, ni restos de maquillaje, ni envoltorios de salvaslips, ni de compresas, ni de tampones; y sobre el mismo lavabo, un vaso de cristal con un sólo cepillo de dientes. Era la demostración de que aquellos escasos sesenta metros cuadrados estaban ocupados en exclusividad por una persona, por una persona del género masculino, y sin ningún resto de Lucía por ninguna parte.

Carlos fue apagando todas las luces que había ido encendiendo en su peregrinaje, hasta llegar de nuevo al salón, donde encontró unos papeles dispuestos sobre una mesita baja de cristal, justo delante de un horroroso sofá tapizado en pana de color marrón descolorido. Acercó sus ojos a las hojas caligrafiadas en tinta negra, presintiendo que, después de todo aquel orden imperante en la casa, el hecho de encontrar aquellos folios a la vista, sólo podía tener una intención, que su contenido estuviera destinado para Carlos, de lo contrario no tenía sentido dejarlos allí, ni siquiera un olvido tan evidente, así que, sin duda, él debía ser el destinatario de aquellas innumerables palabras. Era la forma lógica que Carlos 2º había considerado para dirigirse a Carlos, para que éste reparara. Todo perfectamente ordenado a lo largo de toda la vivienda, excepto aquellas hojas escritas abandonadas en la superficie de una mesa para él.

«Hola Carlos,

«Primero quisiera pedirte perdón por todo lo que voy a decirte, por lo que te he hecho y de lo que imagino, ahora que has visto estas hojas, eres ya consciente.

«Carlos, es cierto que hasta esta misma tarde no he vivido con nadie, que soy una persona soltera, sin pareja; lo que, sin duda, habrás comprobado al husmear por la casa, porque seguro que lo has hecho, yo hubiera actuado así de encontrarme en tu situación. ¿Lo del nombre en el buzón? Un simple añadido, pensé no hacerlo, no tenía mucho sentido, cuando cinco minutos después te ibas a dar cuenta de todo. Y si resulta que no te has fijado en el buzón –cosa que yo hubiera hecho también, al menos para aprenderme el nombre de mi presunta esposa-, simplemente decirte que, junto al mío, me inventé el de una mujer, una tal Lucía imaginaria que nunca ha formado parte de mi vida, al menos formalmente, porque la única Lucía que ha habitado en mi vida ha sido la que, hasta esta misma mañana, compartía parte de su vida contigo. Sí, tal y como lo oyes: tú Lucía, y parte de mi vida.

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«Aunque ella, Lucía, se sienta un poco horrorizada por todo esto, no dudes que ha sido idea suya. De mí nunca hubiera salido toda esta historia, no soy tan retorcido. Ya sabes que los hombres somos mucho más simples. De haber sido por mí, hubiera seguido ocupando el lugar que, hasta ahora, tenía reservado en la vida de tu mujer, perdón por la expresión, Carlos, pero Lucía sigue siendo tu mujer, al menos oficialmente; es decir, ocupar el espacio y el tiempo que tú le dejabas libre, tiempo que, cada vez, se fue haciendo más extenso a medida que más confianza depositabas en ella, que más libertad fuiste dándole. Sí, Carlos, en cierta medida te culpo en parte de ello. Yo no soy como tú. Podrías pensar que soy un verdadero hijo de puta, imagino que ella lo es también para ti ahora mismo, pero yo la hubiera atado un poco más. Eres demasiado buena persona, demasiado confiado, demasiado inocente, demasiado ingenuo. En la vida no se puede ser así, porque te llevas todos los palos, uno detrás de otro. Lo que no entiendo todavía es cómo has cambiado tu vida por la mía confiando ciegamente en mí, en lo que mi vida, que no conocías hasta ahora, podía proporcionarte, sin pensar que, tras este pacto entre caballeros idénticos, se escondía algo más. ¡Qué imbécil eres, Carlos! ¿Cómo se te puede ocurrir abandonar a la mujer que tenías y dejarla en manos de otro hombre, y sin más condiciones que pactar un no retorno, de tal forma que, lo que está hecho, hecho está, sin posibilidad de dar marcha atrás? Lo siento, pero te lo has merecido, a mí no se me hubiera ocurrido dejar así a mi mujer. Te has comportado como otro hijo de puta. Lucía y yo no somos los únicos, tú también debes serlo.

«Pero como te digo, todo esto lo ha ideado ella, Lucía.

«La conocí una tarde en un bar de copas. Estaba con sus compañeras de trabajo -o al menos eso me dijo después-, cuando nos encontramos, en un momento dado, a las puertas de los cuartos de baño esperando cada uno nuestro turno. En la espera me dijo que yo era idéntico a su marido, que incluso sus compañeras se lo acababan de decir. Pero hasta esa misma tarde no la había visto en mi vida. Incluso llegó a enseñarme una foto tuya que llevaba en la cartera. Claro que sí, éramos iguales. Desde entonces yo ya lo sabía, no era necesario que tú me lo demostraras abordándome en la calle una tarde y poniéndote junto a mí delante del escaparate de una tienda; simplemente me estaba haciendo el tonto delante tuya, todo estaba ya ideado.

«Pero sigamos, por dónde íbamos… Sí, por aquella tarde en el bar en el que conocí a Lucía. Antes de entrar en su baño, ella me pidió que la esperase fuera, y fue lo que hice. Al salir, simplemente me dio su número de móvil, añadiendo que sentía mucha curiosidad por conocer a una persona que era idéntica a su marido. Estas fueron sus palabras. Yo, simplemente, me dejé llevar por la situación, sin saber dónde podía

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conducir todo aquello. Pero Lucía es una mujer guapa, apetecible para cualquier hombre, imagínate, además, para mí, que no estaba con nadie, viniendo de ella, de una mujer casada, invitándome a llamarla cuando quisiera. Así que, a partir del día siguiente, fui, simplemente, siguiendo sus instrucciones. La llamé, quedamos, hablamos de mil cosas, y de las palabras pasamos a los besos, después a las caricias, después a todo lo demás, para ella todo lo nuestro resultaba muy morboso, tener una relación con dos hombres que eran iguales, como si fueran uno solo, confesándome, que todo aquello resultaba tan extraño que, ni siquiera, llegaba a sentir ningún tipo de remordimientos. Entre las horas que pasaba contigo y las que pasaba conmigo, ella se sentía plenamente satisfecha. Todo fue tal y como te lo estoy contando, hasta que, un día, después de unas cuantas copas, me dijo que no podía seguir contigo, que ella era una mujer para un solo hombre, que como juego había resultado divertido durante un tiempo, pero que empezaba a tener miedo que un día pudieras descubrirla y, lo que era peor para ella, no tenía el valor suficiente para poder confesártelo, para decirte que lo vuestro se había terminado, que te fueras de casa, aunque también podía irse ella, lo que tú quisieras, pero a lo que no quería renunciar era a su relación conmigo. Al parecer, Lucía se había enamorado de mí, de la misma forma que una vez se había enamorado de ti. Fue en ese momento cuando ella ideó todo lo que tú ya sabes, o al menos, lo que puedes imaginarte.

«Lo primero que me pidió fue que me dejara ver por ti. Me fue diciendo los lugares por los que tú acostumbrabas a pasear a media tarde, justo después del almuerzo. He vagado mil veces por la puerta de tu casa, por las proximidades de tu trabajo, incluso mucha gente que no conocía llegó a saludarme confundiéndome contigo –pero no temas, no te he comprometido con nadie más-. Así, hasta que un día te diste cuenta de que, por la acera contraria de la Avenida de la Constitución, alguien estaba caminando en paralelo tuyo. Andaba despacio, esperaba que te dieras cuenta de ello. Llegaste a mirarme, pero parecía que no ibas a reaccionar nunca. Por miedo a perderte aflojé el ritmo hasta que, en un momento dado, te atreviste a cruzar en mi búsqueda. Sabía que venías unos metros más atrás, abriéndome paso entre una multitud de conceptos diferentes que, a aquella hora exacta, entraban o salían del FNAC. Yo entré, y sabía que cinco minutos más tarde entrarías tú. Te hice subir unos tramos de escalera, hasta que me descubriste junto a las estanterías repletas de DVD’s. Yo miraba, extraía carátulas, leía sus sinopsis, mientras tú esperabas a cierta distancia sin perderme ojo. Al final me decidí por cinco películas de Louis Malle: “Ascensor para el cadalso”, “Zazie en el metro”, “El unicornio”, “Milou en mayo” y “El fuego fatuo”, todas con sus portadas en colores blancos, negros y grises, como corresponde a la Colección Exclusiva FNAC. Estaba satisfecho con la adquisición, podrías adivinarlo en mi cara. Por cierto,

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no las busques, porque me las he llevado conmigo. Mientras tú seguías esperando. A pesar de que intentabas disimular, yo sabía que estabas ahí. Después me seguiste mientras bajaba a la zona de cajas, aunque, mientras pagaba, tú bajaste hasta la calle, donde te vi esperándome a que saliera con mi bolsa marrón serigrafiada en blanco, para colocarte detrás de mí, a muy corta distancia esta vez, tanto, que hasta podía sentir tus pasos pisándome los talones, escuchar tu respiración humedeciéndome el cogote, ver tus pensamientos concentrados en una única obsesión: somos como dos gotas de agua, como dos botellas del mismo whisky, como dos paquetes de cigarrillos de la misma marca.

«En un momento dado, decidiste afrontar por fin aquella realidad que tenias delante de tus propias narices, así que, justo antes de llegar a la Plaza de San Francisco, aceleraste ligeramente el paso y me adelantaste para colocarte delante de mí. Una vez allí, cara a cara, te mostré mi mejor rostro de sorpresa, porque, aún entendiéndolo todo, debía fingir que no entendía nada. Me condujiste hasta el escaparate de una boutique de la misma plaza y, una vez delante del amplio cristal, te colocaste a mi lado y me pediste que mirara, que nos mirara a los dos allí reflejados. Era cierto, éramos y somos idénticos, pero eso ya lo sabía, había visto las fotos tuyas que Lucía me había enseñado, aún así, solté aquel “la hostia, tío”, porque, a pesar de todo, no dejo de pensar que tu parecido con el mío no deja de ser la hostia. Entonces, nos quedamos fijos delante de la luna del escaparate durante un buen rato, como no queriéndonos creer lo que estábamos viendo, a lo que yo añadiría que, además del fantástico parecido, aquella imagen era el comienzo de todos los planes que Lucía había concebido en su mente, el requisito para estar a su lado y tú lejos de su vida; vida que ahora, es la nuestra.

«Tras aquella imagen de los dos reflejada en el cristal, decidimos ir a un bar cercano, y allí, a los ojos de cualquiera que podría imaginarse que éramos dos hermanos gemelos idénticos, tuvimos toda la tarde para hablar de muchas cosas, pero poco a poco, sin forzar demasiado las situaciones, como descubriéndonos, como dejándote asimilar toda aquella realidad que se te abría en tu vida, también en la mía claro, pero, como comprenderás, en la tuya mucho más, al menos por las consecuencias sobrevenidas a aquel encuentro.

«Evidentemente, no teníamos parentesco alguno, ni apellidos, ni pasados, ni presentes semejantes. Tan sólo el aspecto físico y, por casualidad, el nombre. Los dos nos llamamos Carlos. Conforme la conversación se fue prolongando, también descubriste muchos puntos de conexión entre nosotros, para mí no fue una sorpresa, yo ya lo sabía a través de Lucía, aunque no puedo negarte una cosa, Carlos, fue muy grato mantener aquellas largas conversaciones contigo, porque no

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todos los días se encuentra a una persona con la que poder compartir tantas afinidades.

«Lo primero que te conté -ya te lo he dicho antes-, era mentira. Nunca he estado casado. Lo segundo también era mentira, no trabajo para el Estado, ni para la Seguridad Social, ni siquiera trabajo. Desde hace unos años no tengo trabajo, aunque tampoco me ha importado demasiado. Cuando falleció mi padre me dejó un buen pico, además he tenido suerte con los juegos de azar. Así, que no te aconsejo que te acerques a la oficina de la Seguridad Social cuya dirección te he anotado esta tarde en el papel, porque puedes hacer el ridículo. Te lo digo por ti. Aunque, visto de otra forma, si tienes que hacer alguna gestión con ellos, no seré yo quien te lo impida. Puedes volver a tu trabajo, Carlos, al despacho que has dejado esta tarde antes de encontrarte conmigo. No lo voy a necesita, ya te he dicho que no necesito trabajar, además…, bueno, después te lo digo, porque como no siga un orden en la narración de esta carta, con la de cantidad de cosas que me quedan por decirte, siento que me voy a perder, que voy a dejarme cosas en el tintero que debo confesarte, así, que cada cosa a su debido tiempo.

«¿Por dónde iba? ¿Lo ves? Ah, sí, por lo del trabajo. Ya sabes lo que te he dicho. Por lo demás, no creo que te haya contado demasiadas mentiras más. Es cierto que tengo treinta y un años, más o menos como tú, aunque no hayamos nacido el mismo día del mismo mes. Tú a primeros de un año y yo a finales del mismo año, mediando entre los dos un parto, como si hubiésemos sido hijos de la misma madre, hermanos separados en un momento dado de sus vidas, que se encuentran a los treinta y un años para separarse definitivamente sine die, aunque nunca se puedan hacer afirmaciones tan rotundas en esta caprichosa vida. La intención es que no, porque no creo que tú tengas tampoco ganas de volver a verme la cara después de esta tarde, de la lectura de esta interminable carta.

«También es cierto que los dos acabábamos de leer “Generación X” de Douglas Coupland; que los dos somos admiradores de la Nouvelle Vague, de ahí que comprase aquellas cinco películas de Louis Malle; que nuestro disco de cabecera es el “OK Computer” de Radiohead; que ninguno de los dos sentimos pasión alguna por la poesía; que los dos tenemos una forma similar de valorar nuestros gustos por las cosas, o algo nos gusta de verdad, o lo consideramos una mierda, sin que tengamos un término medio, careciendo de la virtud apreciada como tal por la generalidad de los seres humanos, esa que define el diccionario como la actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos. Todo eso cierto. Y como aquel primer día la conversación se fue demorando más de la cuenta, decidimos, después de compartir tantas

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palabras y tantas cervezas, intercambiar nuestros números de teléfono al objeto de poder seguir hablando y seguir intercambiando, despidiéndonos después con naturalidad y proximidad con un par de besos en las mejillas, como si la familiaridad y la cercanía se hubieran recuperado repentinamente.

«Un par de día después te dio por llamarme, quedando para aquella misma tarde, a las 18:00 horas, en el mismo bar. Y a la hora exacta, en el mismo lugar, tú y yo volvimos a encontrarnos para seguir hablando de los mismos temas de la vez anterior. Pero iba siendo el momento también de ir introduciendo el asunto de fondo, el que Lucía había ido tejiendo en su cabeza, y en el que yo, simplemente, era su marioneta. Te pregunté por tu vida, me contestaste que no podías quejarte, pero que siempre era posible mejorar. Fue entonces cuando te dije que se me había ocurrido esa idea, pero sin decirte más, antes tenías que aclararme eso de “no puedo quejarme, pero siempre es posible mejorar”. Y me lo aclaraste, claro. Me dijiste que tenías un trabajo fijo, cosa que no todo el mundo puede decir. Es cierto. Que aquel trabajo no te daba para derrochar, pero sí para sobrevivir con dignidad. También me hablaste de que tenías una mujer que te quería, o que al menos eso pensabas tú, porque eres de los que piensan que las relaciones se deterioran con el transcurrir de los años. Es verdad que Lucía te quería, Carlos, y creo que aún te sigue queriendo, pero es el cariño que se le puede tener a una persona con las que has convivido durante un tiempo, con la que has compartido momentos importantes de vuestras vidas. Es precisamente por ese cariño que te sigue teniendo ella, por lo que se sentía mal por todo esto, por el que no ha tenido el valor de dar la cara delante de ti encargándome a mí de ejecutar este final. Como cuando alguien contrata a un sicario para asesinar a una persona determinada, porque, teniendo la voluntad de eliminar a alguien, no se siente capaz de hacerlo con sus propias manos, por lo motivos que sean. Yo soy su sicario, el de Lucía, la mano ejecutora de su voluntad. Lo que no sé, Carlos, es si vuestra relación se fue deteriorando desde el momento en que yo aparecí entre vosotros dos, o ya lo estaba de antes. No sé qué hubiera sido de vosotros de no haber aparecido yo, hacia dónde hubieseis caminado juntos, hasta cuándo. De la misma forma que yo he aparecido en vuestras vidas, podría haberlo hecho otra persona. Ah, Carlos, se me olvidaba algo respecto de los sentimientos. No debes omitir una realidad: esta misma tarde has decidido entregarme tu vida, tu trabajo, tu mujer, tus amigos, tu familia. No le tendrías demasiado apego cuando has tomado esta decisión. Piénsalo fríamente antes de culpar a nadie de todo lo que te ha pasado.

«Después me seguiste hablando de las relaciones, de cómo eran al principio, en qué se van convirtiendo cuando pasan unos años. Me

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dijiste, que cuando conocemos a alguien que cuadra con lo que nosotros pensamos que debe ser nuestra compañera de viaje, con la que podemos compartir cuerpo, alma e inteligencia, pensamos que el ardor de los primeros momentos, de los primeros días o meses, se mantendrá siempre vivo. Pero también sabemos que eso no es así, por mucho que nos empeñemos en que lo sea. Es una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de energías e ilusiones. Nosotros, los seres humanos, nos empecinamos en vivir intensamente la vida, cuando sabemos que esa intensidad se diluye día a día con la rutina, con el trabajo, con el cansancio, con las facturas, sin ser conscientes, en ese momento, que la vida es mucho más, o que puede llegar a serlo. Y cuando pensamos en ese mundo que podría haber sido, nos deprimimos creyendo que nuestra ilusión por la vida ha llegado a su fin, que hemos alcanzado nuestra meta, que no podemos aspirar a más. Y sin reconocerlo, porque nadie lo hace, nos refugiamos en otras cosas: en crecer laboralmente, por ejemplo; o nos cobijamos en los mundos ficticios que nos proporciona la literatura o el cine; o adoptamos una decisión pensando en el futuro, equivocada muchas veces, intentando cimentar la relación con un hijo, como si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. Nos centramos tanto en sus atenciones y cuidados, que nos olvidamos por completo de la otra persona que tenemos a nuestro lado, la que, cuando seamos mayores, nos cambiará los pañales, aguantará nuestro alzhéimer, compartirá nuestra soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su propia vida, vendrás de vez en cuando a visitarnos si acaso. Es triste, Carlos, pero todo eso fue lo que me dijiste aquella tarde sobre la relación de pareja. Yo no podía hacer otra cosa que seguirte el juego, que decirte que te entendía, que confesarte que a mí me había pasado lo mismo, para que siguiéramos hablando de lo mismo, porque lo que yo quería al final de toda aquella disertación, era proponerte la posibilidad de poder vivir la vida con plena intensidad, darle un nuevo aliciente a nuestras existencias, poder entrar en un juego, sólo conocido por nosotros, en el que podríamos canjear a nuestro antojo todo cuanto teníamos. Pero no sólo se trataba de planteártelo, sino también de convencerte de que ésta era la mejor opción, venderte la ilusión de poder contar con dos mundos diferentes de los que poder disfrutar, cosa de la que todos no pueden presumir, no pueden hacer efectivo. Se trataba de llenarte la cabeza de esa idea, decorarla de mil formas hasta lograr obsesionarte con la posibilidad de una existencia distinta, nueva, como un volver a nacer sin necesidad de morir. En ese momento no podía mostrarte el argumento de que el nacimiento lleva aparejada la muerte, que uno era la exclusión de la otra. No, se trataba de dibujarte un paisaje dividido en dos realidades y, cuando el ensueño se hubiera apoderado de ti, plantearte la segunda cuestión: el retorno o el no retorno. Cuando me di cuenta de la luminosidad de tus ojos, posiblemente visualizando una vida maravillosa junto a una joven y guapa mujer, y antes de despedirnos aquella misma

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tarde, te planteé mi posición respecto a la restitución o no de la realidad, que no era otra que la que esta tarde hemos adoptado. Una vez que hubiéramos intercambiado nuestras existencias, romperíamos cualquier comunicación entre tú y yo, es decir, tú tirarías adelante con mi vida, tomarías tus propias decisiones respecto a ella, como si hubieras nacido de nuevo, en otra casa, en otra familia, en otro trabajo, que sería, en adelante, la tuya para siempre.

«Así seguimos hablando aquella segunda tarde sin llegar a ninguna conclusión, aunque mi objetivo estaba cumplido. Sobre la mesa había dejado una fantasía, que además era para siempre; despidiéndonos después, porque se estaba haciendo demasiado tarde, cada uno por su camino hacia la existencia que aún teníamos en el presente. Pero, ¿te acuerdas que ocurrió aquella noche? Cuando llegaste a casa Lucía no estaba, había quedado para tomar algo con unas amigas. Eso fue lo que te dijo a ti, Carlos. Pero lo cierto es que a las 22:00 estábamos cenando juntos en un restaurante que no conoces, del que mejor no decirte nada, aunque ahora ya dé lo mismo. No creo que volvamos en una temporada a cenar en ese sitio.

«Cuando llegué al lugar de la cita Lucía estaba esperándome. Te ahorraré los detalles, no quiero ahondar más en tu dolor. Pero aquella noche Lucía estaba esplendorosa. Le conté que te había planteado el tema tal y como ella me había dicho. Ella te conoce mejor que nadie. Me decía que tú eras como un niño metido en el cuerpo de un adulto, y que como tal te comportabas y reaccionabas ante los estímulos. Bastaba con llenarte la cabeza de fantasías para que te dejaras llevar, para convencerte de cualquier cosa, fueran realizables o imposibles, empecinándote en hacer de tu vida algo maravilloso y ausente de dolor, como si eso fuera posible, como si pretendieras vivir en una burbuja aislada, como si continuaras dentro de una incubadora porque el pediatra consideraba que, a pesar de tu edad, todavía no estabas preparado para afrontar los avatares de la vida. Pues igual. Lo que no llego a explicarme, es cómo no te habías dedicado al cine, a la literatura, con esa capacidad tuya de abstraerte del mundo, para generar siempre tantos sueños, tantas fantasías, tantas utopías en tu cabeza, para ser tan ingenuo, tan naíf, Carlos. Por ese motivo, Lucía estaba convencida de que, utilizando este arma, era el camino correcto para alcanzar nuestros fines. Lo siento, Carlos, pero Lucía siempre me ha pedido que sea el hombre que tú no has llegado a ser, que no sea tan infantil como tú, y que me comporte como lo que soy y no como lo que fui un día pasado, como un hombre maduro, que a una edad determinada ha sabido crecer, adaptarse a los tiempos, a los momentos. Creo que este ha sido el desencadenante para que Lucía te deje aparcado en el andén. Ella ha encontrado a otra persona que es idéntica a ti, pero que ha crecido con los años. Piénsatelo bien y

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aprende para el mañana.

«La conversación de aquella noche siguió por ahí. También le comenté que te había planteado la cuestión del no retorno, a lo que ella me contestó, que seguramente, tú le darías mil vueltas a todo aquello, a las consecuencias, a los pros, a los contras, pero que estaba convencida de que, tarde o temprano, la historia que habías construyendo en tu mente terminaría por imponerse. Que serías incapaz de negarte a este juego, a ésta tu única oportunidad. Sólo era cuestión de tiempo, el suficiente para que la obsesión se te hiciera insoportable. Y así ha sido, Carlos.

«Hemos vuelto a quedar después de aquella segunda cita, esta misma tarde, en el mismo bar, a la misma hora. Nos hemos confesado mutuamente que, desde aquel día que estuvimos hablando de intercambiar nuestras vidas, no habíamos podido conciliar el sueño. Debía expresarte un discurso equitativo, Carlos, debías ver que, tanto tú como yo, partíamos de una misma realidad, que contábamos con una misma ilusión, que compartíamos una misma forma de afrontar los hechos, que debíamos ser iguales, recuerda, en todo. Hasta has estado de acuerdo en que lo mejor para los dos sería hacer un intercambio definitivo, lo tuyo sería mío y lo mío sería tuyo, para siempre; porque, de no hacerlo así, tantos cambios podrían producir los mismos efectos, las mismas obsesiones, las mismas perturbaciones, pero de forma reiterada, convirtiéndose todo esto en algo enfermizo que acabara por destruirnos, no sólo a los dos, sino también a los seres queridos que nos rodeaban. Así que, llegado el momento de iniciar el camino, cada uno seguiría adelante por sí solo, sin poder recurrir al otro, sin arrepentimiento alguno. Cada uno debería ser consecuente con su nueva vida, pensando, además, que ésta sería definitiva.

«Tras no sé cuantas copas hemos decidido que era lo mejor para los dos, que llegado el momento en el que nos encontrábamos, no podíamos vivir con aquella idea no realizada metida en la cabeza. La vida está llena de juegos, podíamos apostar o no, podíamos ganar o no, podíamos ganar más o menos, podíamos perder más o todo. Así, que decidimos apostarlo todo. Tú lo has perdido todo, Carlos. Yo he ganado todo lo que tú has perdido. Pero así es el juego. Unas veces se gana y la mayor parte de las veces se pierde. Así es la vida también cuando nos la tomamos como un juego. Lo siento, otra vez será.

«A partir de ese momento de la conversación, hemos anotado en una hoja de papel la dirección de nuestras casas, la de nuestros presuntos trabajos, el número de la matrícula de nuestros coches, hemos intercambiado nuestros móviles, nuestros documentos de identidad, las llaves de nuestras viviendas y de nuestros vehículos y,

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después, nos hemos ido a un cíber y hemos abierto una cuenta por internet donde hemos traspasado nuestros saldos bancarios. A partir de ese momento hemos comenzado a jugar, hemos comenzado a buscarnos la vida.

«… Ah, y lo del presunto trabajo te lo he dicho por lo que te he comentado antes. A veces se me va la cabeza. Llega un momento en el que no sé realmente lo que te he contado y lo que me queda por contarte. Sí te recuerdo una cosa al respecto, a lo del presunto trabajo. El lunes a las 08:00 horas, o a la hora que tengas por costumbre entrar, puedes volver a tu despacho de la Calle Luis Montoto, 89. Sigue siendo tuyo, hasta que te canses de él. No tengo ninguna intención de ocupar tu mesa.

«Por lo demás, después de despedirnos por última vez, tú te habrás ido camino de mi casa, aunque también imaginaba que no lo harías directamente. Que te entrarían mil miedos, mil dudas, mil interrogantes que intentarías responder dando un paseo por el centro de la ciudad hasta atreverte a cruzar el río. Al principio temía que no me diera tiempo a terminar esta larga carta, pero te agradezco tu parsimonia, al menos me ha permitido concluir este testamento de tu nueva vida, de tu nueva realidad. Mientras tú te perdías en tus pajas mentales,  he vuelto a esta casa donde ahora te encuentras para poder rematar estas hojas, para decirte todo lo que tú no tenías porqué saber. Y voy concluyendo, porque sé que estás a punto de llegar. ¡La cara que pondrías si me vieras aquí! No puedo imaginarme lo que tendría que inventarme para serte convincente. Sólo decirte varias cosas prácticas: la casa en la que te encuentras, de la que yo te he dado un juego de llaves, no es mía. Simplemente, pago religiosamente el alquiler todos los meses. Pero no te preocupes, el mes corriente y el siguiente están abonados. No podría hacer menos por ti en un momento como éste. Pero me ha dicho Lucía que te puedes venir a la casa en la que has vivido con ella hasta esta misma tarde, que ella no la quiere para nada, que no la necesitamos en nuestra nueva vida. Ahora te contaré el motivo.

«Respecto al coche cuyas llaves te he dado esta tarde, se encuentra aparcado en la primera calle que te encuentras a la derecha. El Renault Clio de color rojo. Tienes unos pocos años, unos cuantos de miles de kilómetros, pero de momento funciona a la perfección. Al final de estas palabras te dejo anotado el número de matrícula, por si acaso eres tan torpe que no lo encuentras. Me dice Lucía que se lleva el vuestro, que de momento lo necesita. Por lo demás, la casa te la deja tal cual, que sólo se lleva su ropa, sus cosas personales, que no necesita nada más, aparte del coche. Por cierto, todo lo que dejo abandonado en el piso considéralo un regalo. Has con ello lo que te dé la gana.

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«Respecto a la familia tampoco tienes por qué preocuparte. Ya te he dicho antes que eres huérfano de padre. Tu nueva madre se encuentra en una residencia ingresada con alzhéimer, así que no creo que se acuerde de ti, ni de mí, ni de nadie. Además, eres hijo único. Lo siento, pero es la familia que te puedo dejar, en esto no he tenido yo la culpa, ni Lucía tampoco. ¿Y amigos? No creo que te molesten mucho, pero siempre te puedes quedar con los tuyos. Ah, y me dice Lucía, que también te puedes quedar con tu familia, que no la necesitamos tampoco. Así que tendrás un padre vivo, un padre muerto, una madre cascarrabias y otra con alzhéimer, y un hermano con el que apenas tienes una relación de hermanos. Si los juntas a todos podrás tener algo de familia. Tú verás, es tu decisión.

«Y si después de leer la carta te da por venir en busca nuestra te aconsejo que no pierdas el tiempo. Lucía me está esperando en tu casa con las maletas cargadas en tu coche. Nos vamos, no sabemos dónde, pero posiblemente muy lejos de aquí, de vuestro pasado, de esta ciudad, para comenzar una nueva etapa de la que tú ya no formarás parte. Por eso te dejo que te quedes con todo lo demás, algo es algo. Lucía me recuerda que te diga también, que las llaves de la casa se las deja a la vecina de enfrente, que ya sabes tú de quién te está hablando.

«Creo que no se me olvida nada, sólo que lo siento, Carlos. Pareces buen chico. Suerte.

«Posdata: Me dice Lucía que te recuerde una cosa. Que eres un cabrón por cambiarla por otra sin conocerla, sin oponer ninguna resistencia. Que es muy fuerte esto, y que no lo va a olvidar tan fácilmente. (Lo siento, lo dice ella, no yo).

 

«Tu otra identidad, Carlos»

 

 

 

 

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VIII

 

Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que un día se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse entre sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondía conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así que, mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás. Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del que sería, a partir de ahora, el portal de su vivienda. Con cierto nerviosismo encontró las llaves en el bolsillo de su pantalón, probó varias, como si fuese la primera vez que las usaba, hasta que consiguió abrir el portón de hierro

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y cristal que le separaba de su otra realidad ya extinguida. Se adentró en la oscuridad del vestíbulo buscando el interruptor que iluminara la escalera, también el espacio reservado a los seis buzones –dos por planta- de sus nuevos vecinos, hasta dar con el que le correspondía, con el nombre de la mujer justo debajo del suyo y, cómo no podía ser de otra forma, también se llamaba Lucía, aunque los apellidos no coincidieran con los de la otra Lucía. Al menos, algo había avanzado en su adaptación a su flamante existencia sin necesidad de hacer demasiadas preguntas, algunas imbéciles, otras insospechadas. A continuación, se dio un respiro antes de subir los cuatro tramos de escalera que debían conducirle hasta la puerta de la vivienda. Era evidente que se encontraba algo alterado, excitado, nervioso, pero no por ello, sintió el deseo de dar marcha atrás al reloj del tiempo y regresar a sus calles empedradas de la Alameda de Hércules. Se trataba de una decisión firme, sólo que había que asumir las consecuencias y adaptarse a ellas. Así, sin más preámbulos, se atrevió a abrir aquella puerta de color madera oscura. En la opacidad de la estancia que sus ojos descubrían nada más atravesar el umbral, una luz, que procedía de algún recóndito rincón de la casa, denotaba la presencia cercana de Lucía. Sólo se le  ocurrió encender luces, como una forma de ir familiarizándose con aquellas paredes, con aquellos ambientes, con aquel mobiliario, además de avisar a Lucía de su llegada.

- ¡Lucía, acabo de llegar!

Una vivienda como cualquier otra, sin nada que le llamara la atención especialmente, ni siquiera aquella enorme pantalla de televisión del salón en la que Carlos 2º disfrutaría de sus películas de Louis Malle.

Viéndola aparecer saliendo de un largo pasillo, en ropa interior, acercándosele, impetuosamente, con una sonrisa de oreja a oreja, para abrazarle. Podría utilizar mil y un adjetivos para definirla, pero en dos se resumían todos: aquella Lucía, llamémosla  Lucía 2ª, era una chica guapa, pero, a la vez, peculiar.

- ¡Hola, cariño!

- ¿Y este recibimiento, Lucía?

- Anda, dúchate y arréglate, Carlos. He reservado una mesa para cenar. Tengo que contarte algo importante, pero me lo reservo mientras brindamos con una copa de vino.

Y Carlos se perdió en la humedad de un cuarto de baño recién

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usado, rastreó entre los cientos de botes amontonados en tan reducida superficie, indagó entre las marcas de desodorante, de geles de baño, de champús, de perfumes. Tampoco nada del otro mundo, nada imposible a lo que pudiera acostumbrarse, o ir cambiando poco a poco en sus hábitos. Más tarde se extravió en los vericuetos de su armario, sin saber qué debía ponerse. ¿Qué entendería Lucía 2ª por arreglarse? ¿Cómo se arreglaría Carlos 2º cuando su mujer se lo pedía? Por lo que pensó, que lo más fácil era dejarse llevar por la situación, aprovechando que Lucía 2ª se encontraba cerca de él, aún con su conjunto de encaje negro, maquillándose delante de un espejo de pie adosado a una de las paredes del dormitorio.

- ¿Lucía, que te apetece que me ponga? Elígeme la ropa tú hoy.

- No seas tonto, si es lo que hago cada vez que salimos.

- Por eso te lo digo.

Y fue Lucía 2ª la que eligió la ropa de Carlos, tan ajustada a su cuerpo como si hubiese sido él mismo quien la hubiese comprado.

- Estás guapísimo, cariño.

- Gracias.

- ¿Te pasa algo? No sé, te noto un poco raro, como si estuvieras en otra parte.

- No te preocupes. Si estoy en otra parte, regresaré pronto para estar contigo.

Y no es que Carlos estuviese en otra parte, más bien estaba asimilando todas las novedades. La vivienda podría considerarse una vivienda normal, como la de cualquier otra pareja joven, pero Lucía 2ª ofrecía un aspecto, como he dicho antes, peculiar. Peculiar en sus andares, peculiar en su forma de sentarse al borde la cama para mirar a Carlos mientras se ponía la ropa que ella le había elegido, peculiar en el timbre de su voz, como si se hubiese bebido unos cuantos lingotazos de whisky mientras esperaba que Carlos llegara de la calle. Pero debe ser normal para Carlos, o para cualquier otra persona que se encontrase en la situación presente de Carlos, que un escenario nuevo como aquel fuera considerado peculiar, distinto, característico, especial, particular, singular, diferente, propio, otro, al que debía ir acostumbrándose con el transcurrir de los minutos, de las horas, de los días.

Mientras Carlos especulaba con todas aquellas peculiaridades a

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las que debía ir amoldándose, Lucía terminó con su engalanamiento para aquella noche. Completamente vestida de oscuro, ataviada con su ajuar de juventud, como a Carlos le gustaba ver a Lucía, salvo que Lucía 2ª era bastante más joven, a lo sumo acabaría de cumplir los veinticinco años.

Atento a todo lo que le rodeaba, a pesar de todas las peculiaridades que le llamaban la atención, no podía decirse que Carlos se sintiera incómodo, aunque todo podía complicarse en cualquier momento, o no. Tampoco quiso ir más allá, ahondar en la realidad que estaba descubriendo; tan sólo desnudarla y adaptarse a su nuevo hábitat como un perro recién adoptado que intenta familiarizarse con todos los objetos que le rodean, salvo que a él, a Carlos, no le dio por olisquear las cosas extrañas que le cercaban, que eran prácticamente todas.

Una vez listo los dos, se dirigieron a uno de los restaurantes más renombrados del barrio. A pie estaba a menos de diez minutos de distancia, y eso que caminaban con parsimonia por culpa de los tacones de Lucía 2ª y sus dificultades para andar por aquellas superficies accidentadas de las calles. En todo el trayecto apenas se dijeron nada, solamente sus manos entrelazadas, o algún que otro gesto de ella apretando con sus dedos los de Carlos. No por ello, los pensamientos dejaban de agolparse en la cabeza de Carlos, pensamientos que no tuvo el valor de formular en voz alta, del tipo: ¿Qué ocurriría si de repente le dijera a Lucía 2ª, Lucía, me llamo Carlos, pero no soy tu marido. Tu marido y yo hemos intercambiado nuestras vidas, por ningún motivo concreto, sólo por tener la posibilidad, cosa que no puede hacer cualquiera, de volver a nacer de nuevo, con una nueva familia, con unos nuevos amigos, con un nuevo trabajo, con una nueva mujer que en este caso eres tú? Y conforme esta reflexión se desarrollaba en su imaginación, como si estuviera visualizando el metraje de una película, a Carlos se le escapó una sonrisa que no pudo contener.

- ¿De qué te ríes, Carlos?

- De nada en concreto, pensaba en algo.

- Si compartes ese algo conmigo, tal vez podamos reírnos los dos.

- Déjalo, es una tontería. Además… –como dudando-, no tengo ganas de hablar de trabajo. Es fin de semana, y recuerda que los fines de semana son nuestros.

Lo que Carlos tampoco podía imaginarse era lo que pensaría Lucía 2ª de saber, en este mismo momento, que el Carlos que tenía

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agarrado de la mano, no era el Carlos con el que compartía su vida. Si tú supieras, Carlos…, a lo mejor no te haría tanta gracia este paseo con una completa desconocida en busca de un restaurante donde poder celebrar algo que tú, Carlos, no puedes imaginarte lo más mínimo.

Y con esos pensamientos llegaron al restaurante junto al río, hasta la mesa que Lucía 2ª había reservado sin habérselo dicho antes –en todo caso, se lo habría dicho al otro Carlos, al 2º-, donde se sentaron frente a frente con una larga mirada de silencio.

- ¿Qué piensas, Carlos?

- Qué eres más guapa de lo que me había imaginado.

- ¿Me habías imaginado de otra forma?

- Posiblemente te haya visto muchas veces, pero eso de imaginarte cambia la perspectiva de las cosas.

- Si no te importa, sigue hablándome sobre eso.

- ¿De qué?

- Que continúes esa reflexión sobre el verme y el imaginarme.

- Muchas veces vivimos con una persona, pero no nos detenemos a pensarla, sólo compartimos un tiempo a su lado dentro de una realidad cargada de rutina. Ahora que puedo mirarte con tranquilidad a los ojos, pienso lo guapa que eres y la suerte que he tenido de encontrarte.

- Es muy extraño lo que dices, pero también muy bonito. No sé, Carlos, pero te veo y pareces otra persona distinta, como si no llevara tres años viviendo contigo.

- Tal vez sea el momento de empezar a conocernos de verdad, Lucía.

- Tal vez, Carlos. ¿Tú eres feliz conmigo?

- Qué pregunta más absurda.

- No te vayas por las ramas y contéstame, anda.

- Pues claro que soy feliz contigo… aunque, tu voz…

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- ¿Qué le pasa a mi voz, Carlos?

- No sé, Lucía.

- Hemos hablado muchas veces de eso, Carlos. Desde el mismo día que nos conocimos, ¿o no te acuerdas?

- Recuérdamelo tú.

- ¿Te has olvidado de ese momento, Carlos?

- No mujer, no es por eso. Simplemente, me gusta que me recuerdes ese momento.

- Si no fue lo que podría decirse un momento bonito. Te lo he dicho muchas veces, y me lo has reconocido tú. Es mejor que dejemos el tema, porque cada vez que sacamos a colación lo mismo, por uno u otro motivo, terminamos discutiendo. Además, Carlos, uno de los motivos por el que estamos aquí y ahora, puede ser ese.

- ¿Cuál, tu voz?

- ¿No puedes imaginártelo?

- ¿Sinceramente? Hoy menos que nunca.

- ¿Por qué hoy menos que nunca?

- Porque hoy me he enamorado de ti.

- ¿Es que antes no lo estabas?

- Antes era diferente.

- ¿Por qué era diferente?

- Te lo acabo de decir, porque no era del todo consciente de lo que tenía a mi lado.

- ¡Qué raro estás, Carlos!

- Tú sabes que siempre lo he sido.

- Pero no tanto como hoy. Estás dándole vueltas a la conversación para que te cuente cosas, como si no me conocieras, como si no

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quisieras meter la pata, como explorándome, como interrogándome para que me descubra o te recuerde cómo he sido hasta esta misma tarde. Como si te hubieras olvidado de quién soy, de cómo soy, y te tuvieras que poner al día. Como si fueras otro siendo el mismo. El mismo cuerpo, la misma cara, el mismo corte de pelo, el mismo tacto en tus manos, los mismos ojos, aunque tu mirada sea distinta. Así te estoy viendo desde que has llegado hace un rato. ¿Tú tienes alguna explicación para todo esto?

- Ninguna, Lucía. Soy yo, Carlos.

- Ya sé que eres tú, te estoy viendo, pero también veo algo diferente en ti.

- Pero, ¿me vas a contar cosas o no?

- Para eso estamos aquí, y deberías saberlo porque lo hemos hablado muchas veces. Puede que el problema de la voz, que tanto parece preocuparte hoy, tenga pronto solución. Pero no creo que eso sea lo más importante.

- No lo es, Lucía. Puede que, incluso, sea una tontería.

- Es una tontería, Carlos. Pero bueno.

Y cogiendo la mano de Carlos, apretándola entre las suyas, sin dejar de mirarle a los ojos, Lucía siguió diciéndole.

- He estado hoy en el médico. Parece que los plazos se acortan y que la intervención será antes del verano. Después podrás vivir tranquilo, tendrás una mujer normal. Esto sólo lo hago por ti, que conste. También lo hago por mí, que he luchado por esta posibilidad durante años. Te lo he contado más de una vez, pero no esperaba que el tema te importara tanto, sino que me quisieras por mí, no por lo que puedo llegar a ser. Sabes que podría llegar ese momento, pero me has sometido a una presión que, a lo mejor, no he merecido. Me conociste de una forma, me aceptaste entonces, pero con el tiempo… Te he tratado como lo que siempre he sido, como una mujer, y siempre he esperado de ti tu comprensión, tu paciencia, cada cosa a su tiempo.

- ¿Y no te he dado eso, Lucía?

- No. Esperaba más de ti, Carlos. Sabes que este problema me ha venido acompañando desde que fui consciente de mí misma, que solamente necesitaba tu cariño, tu ánimo, tu comprensión para salir adelante, para llegar al momento en el que ahora nos encontramos,

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para poder disfrutar del mañana juntos, como yo lo he deseado siempre, como tú quieres verme. Pero sin agobios, Carlos. Yo por mí, me quedaría como estoy, no necesito más, salvo esta lucha contra el mundo, contra la incomprensión de todos, incluida la tuya, Carlos.

Pero Carlos no tenía ni idea de qué coño le estaba hablando Lucía más allá de su voz ronca, pero sabía que, por el tono de las palabras de Lucía, por la forma de dirigirse a él en esa misma conversación, cualquier pregunta que hiciera buscando la aclaración de los hechos que no podía llegar a comprender, podía ir en su contra, podía poner en peligro su relación con Lucía, sobre todo ahora, que parecía que ella había encontrado la solución a sus problemas, a los problemas de él también, a los problemas de los dos, fueran cuales fueran. Para qué ahondar más allá en todo ello, además sin conocimiento alguno de causa. Mejor callar, reaccionar como esperaría la otra persona que, ante un momento crucial en su vida, debía contar con todo el apoyo de su pareja, con toda su comprensión, con todo su cariño. Ponerse de su lado mejor que frente a ella, convertirse en su amigo mejor que en su adversario. Por eso, aún sin entender nada de lo que Lucía le estaba hablando, buscó el tono más conciliador que encontró en su interior.

- Si te he hecho daño alguna vez, de verdad que lo siento, Lucía. Sabes que estoy a tu lado, y sabes otra cosa más que te acabo de decir hace un rato.

- ¿Qué?

- Que hoy me he enamorado de ti. Hasta este mismo instante no he sido del todo consciente de lo que he tenido a mi lado.

- Te quiero, Carlos. Y sabes que mucho.

- Yo también te quiero, Lucía.

Y cenaron y bebieron vino, y dejaron todas aquellas conversaciones extrañas para otro momento y, junto al río, en su bar nocturno, Lucía bailó como una loca

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una canción de moda en determinados ambientes, una canción que ella parecía sentir especialmente, junto a otras muchas más. Carlos solamente la contemplaba sin dejar de sonreír, de beber una cerveza de botellín verde detrás de otra. Estaba claro que, por un motivo u otro que no llegó a comprender del todo, era la noche de ella; debía dejarla a su antojo, a sus anchas, entre aquellos cuerpos sudorosos que se dejaban la voz gritando cada una de las letras

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de las canciones de CeCe Peniston, de Donna Summer, de O-Zone, de Queen, de ABBA, de Alaska, de Gloria Gaynor o de la propia Lady Gaga.

Entre canción y canción, ella se le acercaba para besarle, para meterle su interminable lengua en lo más profundo de su garganta, para morderle los labios con deseo y sin consideración alguna, para acariciarle la cara antes de regresar a la pista en la que sonaba un nuevo tema, donde todos y todas enloquecían  con todas aquellas coreografías, con todas aquellas letras que hablaban de sobrevivir, de bellezas, de reinas, con todos aquellos maquillajes que se iban difuminando como consecuencia de la traspiración, del roce de los rostros besándose y toqueteándose sin pudor. Simplemente, todo aquello era diferente para Carlos, pero no para ella. Podía sentirse incómodo en aquel lugar tan distinto de los que él acostumbraba a disfrutar en compañía de la otra Lucía durante sus noches de evasión.

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Después sonó Dancing Queen y, mientras Agnetta cantaba eso de Friday Night and the lights are low, looking out for the place to go, where they play the right music, getting in the swing, you come in to look for a King…, descubrir la figura de Lucía acercándose a Carlos, cogiéndole de su mano para invitarle a su baile, justo en el mismo

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centro de la pista, rodeándole entre sus brazos, envolviéndole en sus movimientos provocadores, como yendo en busca de su rey para hipnotizarle con su encanto, con sus contoneos, con el tacto de sus dedos, de sus labios, con la provocación de sus roces contra el cuerpo de Carlos, que demasiado tenía ya con ser un espectador activo, un admirador de aquella reina del baile, tan joven, tan dulce, que apenas habría cumplido los veinticinco años, cargada de tanta feminidad, tan natural a pesar de todo.

Así hasta las tantas.

Cuando la fiesta llegaba a su fin, cuando los focos invitaban al abandono, cuando los cuerpos eran incapaces de acumular más alcohol, cuando el deseo no podía continuar resistiéndose para buscar su momento de gloria, un rincón para la intimidad, comenzaron el camino de regreso a casa. Por primera vez juntos, sin decirse casi nada, porque casi todo estaba dicho. Era el momento de los hechos, no de las palabras.

Y cuando en la penumbra de la habitación Carlos volvió a ver el cuerpo de Lucía adornado con aquel conjunto de encaje negro, con sus tacones de Louboutin, tumbada a lo largo de la cama, sabía que había llegado el momento de la verdad, de tener que enfrentarse por primera vez al cuerpo de una mujer que era la suya, esperando estar a su altura, procurando que no se diera cuenta del cambio, que guardara silencio para siempre y disfrutara de cuanto quisiera o pudiera disfrutar. Desnudo junto a Lucía, abrazó aquella piel encendida de deseo, una piel que le buscaba la espalda, que le asía con fuerza, que no dejaba de besarle en los labios, en su cuello, en su pecho, de morder sus pezones endurecidos por la pasión acumulada durante toda la noche, intentando desviar la atención de su mente en cuestiones menos trascendentes, menos humeantes, para procurar, con ello, retrasar lo más posible el desenlace inevitable. Cuando los labios travestidos de rojo intenso se adueñaron de su pene por completo, éste eclosionó sin ningún otro tipo de preámbulo. A Lucía le daba igual, sabía lo que estaba haciendo, jugueteando, sorbiendo, lamiendo incansablemente aquellos quince centímetros de músculo masculino con toda la dedicación que merecían.

Cuando Carlos colocó su mano en la entrepierna de Lucía, entendió de repente todas aquellas peculiaridades de su nueva mujer, también su voz, sus andares, su forma de sentarse, incluso la de contonearse mientras bailaba instantes antes todas aquellas canciones. Entonces lo comprendió todo, no por ello dejándola de acariciar, hasta que aquel sexo oculto por el encaje femenino fue adquiriendo el tamaño que debía alcanzar, húmedo, muy húmedo, hasta sentirlo, al igual que

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el suyo instantes antes, erupcionando sin tregua en sus manos.

Era lo que le había correspondido en el cambio, tampoco podía quejarse. La noche había sido agradable, distinta, diferente, peculiar.

(1) No importa si lo amas, o si es tu prioridad/ Sólo pon tus garras arriba/ Porque naciste así, cariño/ Cuando era  niña mi mamá me dijo/ Que todos nacimos superestrellas/ Me rizó el cabello y me puso lápiz labial/ En el cristal de su tocador/ No hay nada de malo en amarte así como eres/ Me dijo: “Porque él te hizo perfecta, cariño”/ “Así que levanta la cabeza y llegarás lejos/ Escúchame cuando te hablo”/ Soy hermosa a mi manera/ Porque Dios no comete errores/ Estoy en el camino correcto/ Nací de esta manera/ No te escondas en el arrepentimiento/ Sólo ámate a ti misma y listo/ Estoy en el camino correcto/ Nací de esta manera/ Ooo No existe otro camino/ Cariño, nací así/ No eres un travesti, sólo sé una reina/ No lo seas/ Sé prudente/ Y ama a tus amigos/ Chico del metro, disfruta de tu realidad/ En la religión de la inseguridad/ Debo ser yo misma, debo respetar mi juventud/ Una pareja diferente no es un pecado/ Perteneces a la majestad imperial/ Amo mi vida y amo esta canción/ El amor necesita fe/ Soy hermosa a mi manera/ Porque Dios no comete errores/ Estoy en el camino correcto/ Nací de esta manera/ No te escondas en el lamento/ Sólo ámate a ti misma y listo/ Estoy en el camino correcto/ Nací de esta manera/ Ooo No existe otro camino/ Cariño, nací así/ No eres un travesti, sólo eres una reina/ Si estás deprimido o desconsolado/ Si eres negro, blanco, crema o mestizo/ Libanés, oriental/ Si no puedes hacer algunas cosas/ No permitas que te hagan sentir menos, que te acosen o se burlen de ti/ Diviértete y ámate a ti mismo hoy/ Porque cariño tú naciste así/ No importa si eres gay, hetero o bi/ lesbiana o transexual/ Estoy en el camino correcto/ Nací para sobrevivir/ No importa si eres negro, blanco o crema/ Mestizo u oriental/ Estoy en el camino correcto/ Nací para ser valiente/ Soy hermosa a mi manera/ Porque Dios no comete errores/ Estoy en el camino correcto/ baby nací de esta manera/ No te escondas en el arrepentimiento/ Sólo ámate a ti misma y listo/ Estoy en el camino correcto/ Nací así.

 

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IX

 

 

Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro abrumado por todas sus dudas, sin dejar de hacerse innumerables preguntas, de aventurarse a nuevas realidades que, sin reparo alguno, podían constituir un problema a partir de ese mismo momento:

¿Cómo sería la mujer que Carlos 2º le ofrecía para compartir su vida a partir de ahora? ¿Se atrevería a besarla? ¿A abrazarla? ¿A hacer el amor con ella? ¿Incluso a dirigirle la palabra sin temblarle la voz? ¿Se daría cuenta de que algo extraño le había sucedido a su marido?

¿Cómo sería la vivienda que Carlos 2º le había dejado y que podría cobijarle a partir del instante en que introdujera las llaves en la cerradura, empujara la puerta y se adentrara en aquel espacio desconocido que, de la noche a la mañana, podría convertirse en el suyo? ¿Cómo reaccionaría en ese momento? ¿Se habituaría sin levantar demasiadas sospechas? Resultaba evidente, que de tomar la decisión de enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que un día se convertiría en su lugar de residencia, suponía tener que acostumbrarse a nuevos hábitos para evitar todo tipo de conjeturas.

¿Qué champú utilizaría Carlos 2º? ¿Usaría perfume? ¿Cuál? ¿Y su régimen de comidas? ¿Dormiría en pijama? ¿Desnudo? ¿Roncaría?

¿Y respecto a la familia? ¿Estarían vivos aún sus padres? ¿Dónde vivirían? ¿En la misma ciudad? ¿En el mismo barrio? ¿Y hermanos, cuántos tendría? Sobre todos estos temas no habían hablado nada.

¿Y sus nuevos amigos? ¿Cómo serían? ¿A qué se dedicarían? ¿Qué relación tendría con ellos? ¿Y qué haría en su tiempo libre además de su afición a la lectura, al cine o a la música? ¿Saldría habitualmente? ¿Mejor de noche que de día? ¿Qué lugares frecuentaría? ¿Iría al fútbol? ¿De qué equipo sería? ¿Pertenecería a alguna hermandad de Semana Santa? ¿Haría deporte en algún gimnasio? ¿En algún club?

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¿Y en el trabajo, cuáles serían sus funciones? ¿Sería un jefe de servicio, de departamento, de negociado, un técnico, un administrativo, o un simple ordenanza? ¿Cómo se relacionaría con sus compañeros? ¿Y con sus jefes?

Demasiadas incógnitas que resolver en tan poco tiempo, por no hablar de los remordimientos que le golpeaban con insistencia su conciencia. Pensaba en Lucía, su mujer, compartiendo la cama con aquel tipo que acababa de conocer, completamente ajena a este juego tan peligroso, víctima del mismo y sin posibilidad de manifestar su opinión, su deseo de seguir jugando o abandonar. Si ella se diera cuenta no le perdonaría en la vida. Si a ella le pasara algo, él tampoco podría perdonárselo. Abandonarla de esa forma en manos de otra persona, al igual que a sus amigos, a sus padres, a su único hermano, tan idéntico a él cuando era pequeño y tan distinto ahora.

Demasiadas dudas y demasiadas inquietudes corroyéndole.

Pero, aparte de esas dos realidades, existía otra más. Una tercera persona que estaba esperándole, llamada también Lucía, llamémosla Lucía 2ª. Lucía, Lucía 2ª y X. Muchas personas para una única vida, la de Carlos. Sí, ésta era su realidad inmediata y sobre la que debía tomar una decisión. A unos minutos de distancia de alguien que no conocía –X-, alejándose de la mujer con la que había compartido sus últimos años de vida –Lucía-, y otra esperándole –Lucía 2ª-, que no era más que la causa de las dos circunstancias anteriores. Tal y como suena.

Carlos había utilizado la excusa del cambio de identidad para deshacerse de su pasado de la manera menos brusca posible. Conoció a Lucía 2ª una tarde en un bar mientras aguardaba la cola del baño. Allí, sin demasiadas explicaciones, sin mediar apenas palabras, ella se le quedó mirando fijamente, como si le pudiera conocer de algo y no recordara en ese momento su nombre, reaccionando automáticamente dándole su número de teléfono.

- Si te apetece conocerme, llámame –le dijo ella, tendiéndole una tarjeta en la que solamente figuraba su nombre y su número de móvil-.

Carlos, simplemente, guardó aquella tarjeta en su cartera y no se hizo esperar con la llamada, ni siquiera veinticuatro horas, aprovechando su paseo de media tarde, en aquella ocasión bajo la arboleda de la antigua Plaza de la Encarnación, dándole vueltas a la plaza mientras charlaba con aquella persona desconocida hasta ayer. Aquella fue la primera conversación, después vino una segunda, en la que ya quedaron en un lugar discreto, un lugar que ninguno de los dos había frecuentado con anterioridad, por si acaso. Debemos recordar

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que ambos residían en la misma ciudad, que ambos eran personas casadas. Imagino que son las apariencias que se deben guardar en ocasiones como aquélla. E hicieron bien en cuidarlas, porque aquel día, la segunda vez que se encontraron uno frente a la otra, la otra frente al uno, ella volvió a quedársele mirando fijamente a la cara, como si quisiera reconocerle de algo, pero sin saber de qué momento el rostro de Carlos le resultaba tan cercano, acercando sus labios a los de él, mientras él, Carlos, se dejaba hacer sin poner demasiados impedimentos.

Fue a partir de aquella tarde cuando empezaron a frecuentar largos paseos por los parques de la ciudad; rincones de garitos lo menos frecuentados posible; ángulos poco iluminados en aparcamientos subterráneos en los que más que hacer el amor, follaban en el asiento trasero del coche sin miedo a ser vistos; sin olvidar, tampoco, los viajes a la playa, poniéndose de acuerdo para faltar al trabajo con cualquier excusa inexistente; también para elegir los arenales por los que debían perderse sus pasos, sus cuerpos desnudos: o bien la Cuesta Maneli, o bien el Palmar, o bien Bolonia, vamos, lugares en los que podían pasear en bolas sin llamar demasiado la atención, en los que pudieran meterse mano sin estar rodeados de familias, de niños con sus palas y sus cubos, de sombrillas, de tortillas de patatas, de pimientos fritos, o de vendedores ambulantes de bebidas refrescantes a media mañana, o de dulces pringosos a media tarde. Pero ambos, sabiendo siempre que debían ser algo reservados para sí mismos, eso de hablar de su vida personal, eso de desvelar sus interioridades respecto de terceras personas que nada tenían que ver con aquella aventura espontánea. De tal forma que ni Carlos ni Lucía 2ª le contaron al otro nada de su vida privada, al menos durante los primeros meses que duraron aquellos encuentros furtivos. Pero como la cosa parecía ir a más, un día cualquiera surgió la conversación que les conduciría hasta el momento presente.

- No puedo estar más tiempo ocultándome del mundo para poder darte un beso, para meterte mano sin que esté mal visto a los ojos de los demás o de cualquier dios, Carlos.

- Ni yo tampoco, Lucía.

- He pensado que deberíamos darnos un tiempo para que cada uno pueda resolver su vida personal, trascurrido el cual poder cerrar la puerta al pasado y abrir la de nuestro futuro.

- Pienso lo mismo.

Aquella tarde sellaron su pacto con una botella de cava que

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compartieron en el asiento trasero del coche de Carlos, aparcado, en esta ocasión, en el parking junto a la plaza de toros, follando como descosidos en el asiento trasero como si fuera la primera vez. Pero aquel acuerdo tenía, al menos para Carlos, un problema moral añadido. ¿Cómo deshacerse de Lucía sin hacerle demasiado daño? Pasó dos, tres, cuatro días sin poder conciliar el sueño, pensando en cómo podría hacerlo: o bien buscando cualquier escusa, o bien dejándola tal cual y sin avisar siquiera.

Así fue cómo las casualidades del destino le ofrecieron a Carlos la oportunidad que andaba buscando sin tener que tomar la decisión por sí solo. Era una tarde en la que se encontraba paseando después de comer, precisamente por la Avenida de la Constitución, cuando en la acera contraria y a su misma altura, caminaba una persona que, a simple vista, le llamó poderosamente la atención. La primera impresión que se llevó fue tal que tardó unos instantes en reaccionar, los suficientes como para que, al volver a mirar hacia el otro lado, aquel rostro que le resultaba tan familiar hubiera desaparecido de su campo de visión.

No se lo pensó más veces y cruzó la calle, sin reparar siquiera si venía un coche, un autobús de línea o una aeronave de la Estación Internacional Espacial.  Pero alcanzó la otra acera sin ningún percance. Miró a derecha e izquierda y, sin pensárselo tampoco en esta ocasión, siguió el sentido natural de la marcha que él mismo llevaba antes de atravesar al otro lado de la avenida. Era lo más probable. Acelerando el ritmo de sus pasos por si acaso, mientras una única imagen se le venía a la cabeza, la de una fotografía en blanco y negro de un niño que no tendría más de tres o cuatro años y que Carlos siempre creyó que era él, hasta que su madre, un día, confesó que se trataba de su hermano. Aquella similitud, unida a otros tantos parecidos con otras personas que no conocía y que le acompañaron durante su existencia, junto a su interrogante presente, la de aquella imagen próxima en la distancia, le abrían las puertas de otra dimensión en la que podría superar los acontecimientos y las personas de su existencia pasada.

Unos metros más adelante adivinó su figura entre una multitud de conceptos diferentes que, a aquella hora exacta, entraban o salían del FNAC. Su viva reproducción entraba y, cinco minutos después, Carlos lo hacía tras ella. Tras un amplio vistazo general y algunos tramos de escalera, la descubrió junto a las estanterías repletas de DVD’s. Carlos, simplemente, esperó a cierta distancia sin perder ojo.

Después de un buen rato extrayendo carátulas y leyendo sus sinopsis, se quedó con unas cuantas películas de Louis Malle: “Ascensor para el cadalso”, “Zazie en el metro”, “El unicornio”, “Milou en mayo” y

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“El fuego fatuo”, todas con sus portadas en colores blancos, negros y grises, como corresponde a la Colección Exclusiva FNAC. Parecía satisfecho con su adquisición, al menos eso se desprendía de su cara. Carlos, mientras tanto, seguía esperando disimuladamente. Después, le siguió mientras bajaba en busca de la zona de cajas y, una vez abajo, volvió a salir a la calle, esperando que el otro saliera con su bolsa color marrón serigrafiada en blanco.

Nada más verle salir del establecimiento se puso detrás, a menor distancia esta vez. Era increíble, como si adosado a la espalda de la otra persona hubiera un espejo que le devolviera su misma imagen. Como dos gotas de agua, como dos botellas del mismo whisky, como dos paquetes de cigarrillos de la misma marca. Incluso se llegó a fijar en sus andares, por si también fueran idénticos a los suyos, pero Carlos no era muy consciente de cómo debían ser sus andares, sus poses, sus gestos, sus amaneramientos. Son cuestiones, más bien, en las que se fijan los demás, pero no uno mismo.

En un momento dado, Carlos tuvo que decidir afrontar por fin aquella realidad que tenía en sus propias narices. Así que, justo antes de llegar a la Plaza de San Francisco, aceleró ligeramente el paso y le adelantó colocándose justo unos pasos por delante de él, no demasiados tampoco, los suficientes para entablar una conversación normal, si es que puede considerarse como normal un momento como ese. Fue entonces cuando se atrevió a hablarle:

- Perdona –le dijo Carlos.

- ¿Sí?

- Mírame, ¿no te das cuenta?

- ¿De qué tengo que darme cuenta?

- Ven un momento.

Y ante la cara de sorpresa del otro, que posiblemente no entendería nada, le condujo hasta el escaparate de una boutique de la misma plaza y, una vez delante del amplio cristal, colocado uno al lado del otro, le dijo:

- Mírate, míranos a los dos.

Entonces se produjo un silencio momentáneo y, tras éste, una única expresión de asombro.

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- ¡La hostia, tío!

Evidentemente era la hostia.

Se quedaron fijos delante de la luna del escaparate durante un buen rato, cómo no queriéndose creer lo que estaban viendo. Pero era lo que era, dos perfectos desconocidos hasta hacía unos minutos y, en ese momento, uno siendo el mismo reflejo del otro.

Tras aquel preámbulo de desconcierto, los dos decidieron ir a un bar cercano, compartir algo más que sus rostros estupefactos reflejados en el vidrio de la tienda. Y en el bar, a los ojos de cualquiera que podría imaginarse que se trataba de dos hermanos gemelos idénticos, tuvieron toda la tarde para hablar de muchas cosas.

Evidentemente, como sabemos hasta ahora, no tenían parentesco alguno, ni apellidos, ni pasados, ni presentes semejantes. Tan sólo el aspecto físico y, por casualidad, el nombre. Los dos se llamaban Carlos.

Conforme la conversación se fue prolongando, sí descubrieron muchos puntos de conexión entre ellos. Por ejemplo, los dos estaban casados o, al menos, eso manifestaron, pero ninguno tenía hijos. Los dos trabajaban para una administración pública, pero uno lo hacía para el Estado, concretamente para la Seguridad Social, y el otro para la Junta de Andalucía. Eso fue también lo que confesaron. Los dos tenían la misma edad, treinta y un años, aunque no nacieran el mismo día del mismo mes, porque ya hubiera sido un poco inverisímil. Los dos tenían las mismas afinidades culturales, por lo que se llevaron largo rato hablando de ello. No es muy normal poder compartir los mismos placeres con los demás. Los dos acababan de leer “Generación X” de Douglas Coupland. Los dos eran admiradores de la Nouvelle Vague, de ahí la reciente adquisición de las cinco películas de Louis Malle por parte, digamos, de Carlos 2º. Los dos tenían como disco de cabecera el “OK Computer” de Radiohead. Los dos no sentían ninguna pasión por la poesía. Los dos tenían una similar forma de valorar sus gustos por las cosas: o algo te gustaba de verdad o era una mierda, no existía término medio, con lo cual, los dos carecían de la virtud apreciada como tal por la generalidad de los seres humanos: actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos.

Y como la conversación se demoraba más de la cuenta, los dos Carlos, tras compartir tantas palabras y tantas cervezas, se intercambiaron sus números de teléfono al objeto de seguir hablando y seguir intercambiando; todo ello, antes de despedirse con naturalidad y proximidad, con un par de besos en las mejillas, como si la familiaridad y la cercanía se hubieran recuperado repentinamente.

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¿Qué mejor persona que Carlos 2º para sustituirle en su relación matrimonial con Lucía, su mujer?  -pensó Carlos aquella noche. Prácticamente eran idénticos en todo: en su físico, en su manera de comportarse, en sus afinidades, en su forma de vestir más o menos, en el nombre… Cómo no se diera cuenta Lucía del cambio en el sabor de sus besos, o en el tamaño de su polla… Pero eso ya era demasiado. Además, para entonces, cuando ella pudiera percatarse de las diferencias más íntimas, él ya no estaría presente, se encontraría en algún que otro destino, junto a su otra Lucía, llamémosla Lucía 2ª. ¡Qué casualidad eso de los nombres! También cabía la posibilidad que este otro Carlos, Carlos 2º, pudiera ofrecerle a ella cosas que él no le había podido dar, que se enamorara de él. Si fuese así, asunto concluido. Fue por lo que se propuso no perder aquella ocasión que el destino le estaba proporcionando y seguir adelante con todo aquello.

Por supuesto que no se le ocurrió decirle nada de lo que había ocurrido aquella tarde a su Lucía 2ª, además, se encontraban en un momento que había denominado “darnos un tiempo”, una tregua en la relación para que cada uno pudiera resolver sus respectivas vidas privadas antes de poder seguir adelante sin demasiados obstáculos que tener que esquivar.

Así, que un par de días después, Carlos telefoneó a Carlos 2º.

- ¿Carlos?

- ¿Si?

- Soy Carlos.

- Hola Carlos, ¿qué tal?

- ¿Podríamos vernos esta tarde o estás ocupado?

- No, me parece perfecto.

- ¿Nos vemos en el mismo bar del otro día?

- Me parece bien, ¿a qué hora?

- ¿A las 18:00 horas?

- Vale.

- Pues hasta luego, Carlos.

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- Hasta luego, Carlos.

Y a las 18:00 horas, en el mismo bar de un par de días antes, Carlos y Carlos 2º volvieron a encontrarse. Siguieron hablando de los mismos temas de la vez anterior, hasta que a Carlos 2º se le ocurrió hacerle una pregunta a Carlos.

- ¿Tu eres feliz con tu vida, Carlos?

- ¡¡¡¡Ufffffffff, qué pregunta!!!! No puedo quejarme, pero siempre es posible mejorar. ¿Por qué me lo preguntas?

- Se me ha ocurrido una idea, pero necesito que me aclares antes eso de no puedo quejarme, pero siempre es posible mejorar.

- A ver, Carlos. Tengo un trabajo fijo, cosa que no todo el mundo puede decir. No me da para derrochar, pero sí para sobrevivir con dignidad. Tengo una mujer que me quiere, o al menos eso pienso yo, ya sabemos cómo son las relaciones cuando pasan unos años.

- ¿Cómo son según tú?

- Cuando conocemos a alguien que cuadra con lo que nosotros pensamos que debe ser nuestra compañera de viaje, con la que podemos compartir cuerpo, alma e inteligencia, pensamos que, el ardor de los primeros momentos, de los primeros días o meses, se mantendrá siempre vivo. Pero también sabemos que eso no es así, por mucho que nos empeñemos en que lo sea. Es una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de energías e ilusiones. Por lo que tampoco puedo quejarme al respecto, porque somos lo que podría decirse una pareja normal.

- Pero te hubiera gustado que siempre fuera todo como al principio, ¿o no?

- Pues claro, pero imagino que a ti te habrá pasado lo mismo.

- Sí.

- Nos empeñamos en vivir intensamente la vida, cuando sabemos que esa intensidad se diluye día a día con la rutina, con el trabajo, con el cansancio, con las facturas, sin ser conscientes, en ese momento, que la vida es mucho más, o que puede serlo. Y cuando pensamos en ese mucho más que podría haber sido, nos deprimimos creyendo que nuestra ilusión por la vida ha llegado a su fin, que hemos alcanzado nuestra meta, que no podemos aspirar a más. Y sin reconocerlo, porque

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nadie lo hace, nos refugiamos en otras cosas: en crecer laboralmente, por ejemplo; o nos cobijamos en los mundos ficticios que nos proporciona la literatura o el cine; o adoptamos una decisión pensando en el futuro, equivocada muchas veces, intentando cimentar la relación con un hijo, cómo si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. Nos centramos tanto en sus atenciones y cuidados, que nos olvidamos por completo de la otra persona que tenemos a nuestro lado, la que, cuando seamos mayores, nos cambiará los pañales, aguantará nuestro alzhéimer, compartirá la soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su propia vida, vendrá de vez en cuando a visitarnos si acaso.

- ¿Por eso no has tenido hijos, Carlos?

- Podría ser uno de los motivos, pero tampoco nos hemos planteado seriamente la posibilidad. A lo mejor mañana cambiamos de opinión.

- Había pensado una cosa, Carlos. Aprovechando las circunstancias que ahora tú y yo sabemos, poder disfrutar la vida con otra intensidad.

- ¿A qué te refieres?

- ¿Tú crees que tu mujer se daría cuenta que su marido es otro?

- ¿Cómo?

- Lo que has oído.

- ¿Me estás planteando que intercambiemos nuestras vidas?

- Digámoslo así. Desde que te vi el otro día vengo pensando en ello. No sé, era como darle un aliciente a nuestras vidas, entrar en un juego, sólo conocido por nosotros, donde poder canjear todo lo que tenemos a nuestro antojo.

- ¿Sabes los riesgos que este juego, como tú lo llamas, puede llegar a tener?

- Hombre, claro.

- Podríamos cargarnos la vida del otro, por ejemplo.

- No es mi intención. Sólo probar una existencia diferente aprovechando las circunstancias. No creo que muchas personas en el

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mundo puedan disfrutar de esta posibilidad.

- ¿Y no te importaría que yo me liara con tu mujer?

- Y yo con la tuya, Carlos. Una decisión va unida a todas sus consecuencias. Yo entraría en tu casa, en tu vida, tu mujer se convertiría en mi mujer, tu trabajo en el mío, tu familia sería la mía, y al contrario. Tú serías yo, yo sería tú.

- ¿Con el derecho de retorno si no nos viene bien el cambio?

- Es una posibilidad, pero existe otra.

- ¿Cuál, Carlos?

- Una vez intercambiadas nuestras vidas, romper cualquier comunicación entre tú y yo. Es decir, tú tirarás adelante con mi vida, tomarás tus decisiones de cara a tu futuro. Yo ya no existiré, simplemente, habrás nacido de nuevo, en otra casa, en otra familia, en otro trabajo, que será, en adelante, el tuyo para siempre. Aliméntala, cuídala, mímala, porque será tu vida.

- ¿Sabes lo que me estás pidiendo?

- Sé que no es fácil.

Y siguieron bebiendo aquella segunda tarde sin llegar a ninguna conclusión, dándole vueltas al mismo tema hasta que decidieron despedirse porque se estaba haciendo demasiado tarde. Simplemente, cada uno se fue por su camino hacia la existencia que tenían en su presente.

Aquella noche Carlos se sentía más tranquilo. Pensó que ni él mismo lo hubiera hecho mejor. Era la jugada tal y como él la había deseado, salvo que el jugador que había llevado la iniciativa hasta dejar las piezas en la posición en la que ahora se encontraban no había sido él, sino el otro Carlos, como si en el fondo, sin llegar a reconocerlo en ningún momento, hubiera un motivo por el que él también quisiera deshacerse de su presente. Era una situación que podría levantar todo tipo de sospechas, pero bien poco le importaba a Carlos cuál era esa realidad de la que Carlos 2º pretendía huir. Tampoco sería para él, no pensaba entrar en su futuro, el cual podría quedarse en un lugar determinado, en un limbo, mientras él podía rehacer su vida junto a su nueva Lucía. Simplemente, él se estaba aprovechando de las circunstancias para romper con todo y empezar de nuevo, la vida del otro poco podía importarle, era problema del otro.

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Decidió esperar el momento sin confesar nada a nadie, haciendo su vida con total normalidad. Así, hasta que dieron el paso definitivo, hasta que volvieron a quedar, en el mismo bar, a la misma hora, de esta misma tarde de viernes, justo después de haber hablado con su amante, con la nueva compañera de viaje que lo sería a partir de aquella noche, y con la que apenas había vuelto a verse en los últimos quince días, sólo cuando ambos parecían haber resuelto sus presentes. Ella sí le había dado una fecha límite, hoy mismo, citándole en un lugar determinado, a una hora concreta. Había comprado dos billetes de avión para un destino que Carlos desconocía.

- ¿No me puedes decir dónde se pretende que vamos a ir, Lucía?

- No. Si quieres acompañarme ya sabes lo que tienes que hacer. Si a la hora del embarque no has aparecido, sabré que es el momento de rehacer mi vida por mí misma.

- Me pones entre la espada y la pared.

- Si me quieres de verdad harás lo que tengas que hacer, tiempo has tenido para resolver lo que tenías que resolver. Yo ya lo he hecho y aquí estoy.

- ¿Sin equipaje?

- No necesitamos más cosas que nuestra documentación y la ilusión de estar juntos. De los demás no tienes por qué preocuparte.

- Allí estaré, Lucía.

- Eso espero, Carlos.

- Sabes que te quiero, Lucía.

- Demuéstramelo, Carlos. Hoy más que nunca.

Y ahí estaba Carlos, en el que debía ser el último momento de su vida pasada, los previos para borrar la memoria y empezar a escribir un nuevo destino, finiquitando los flecos de un intercambio, pero sin prisas, a pesar de lo que le había dicho Lucía 2ª, esperando que las cosas se fuesen resolviendo por sí solas, como si el tempo de la conversación, del presente y del futuro más inmediato, fuera el que debiera marcar el ritmo de los acontecimientos. Podría haberse ido corriendo detrás de Lucía 2ª, pero no lo hizo. Prefirió cerrar su pasado como él creía que debía hacerlo, sin abandonar nada, solamente poniéndolo en manos de otra persona que, a fin de cuentas, era igual

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que él.

Para ello habían vuelto a quedar aquella tarde Carlos 2º y él, en el mismo bar, a la misma hora.

- No sé si a ti te pasa lo mismo, Carlos, pero no puedo dormir desde el día que estuvimos hablando de intercambiar nuestras vidas.

- Tampoco, pero recuerda una cosa, el planteamiento te lo hice yo a ti.

- Da igual quién de los dos lo hiciera, lo cierto es que tengo metida esa idea en la cabeza y no me deja vivir.

- ¿Se lo has comentado a alguien, Carlos?

- Ni se me ha pasado por la cabeza.

- Te entiendo.

Y después de una larga conversación, que no lo fue tanto, porque Carlos no podía demorarse demasiado, sabiendo que su amante le estaba esperando, llegaron a una conclusión, bueno, más bien adoptaron una determinación. En menos de media hora que duró aquel definitivo encuentro habían decidido seguir adelante con el proyecto. Visto lo visto, y sabiendo lo que aún desconocen los lectores acerca de esta novela mi’arma, lo mejor sería hacer un intercambio definitivo, lo mío es tuyo y lo tuyo es mío; porque, de no hacerlo así, tantos cambios podrían producir los mismos efectos, pero de forma reiterada, convertirse en algo enfermizo que acabara por destruirles, no sólo a los dos, sino también a los seres queridos que les rodeaban. Así que, llegado el momento de iniciar el nuevo camino, cada uno seguiría adelante por sí solo, sin poder recurrir al otro, sin arrepentimiento alguno. Cada uno debería ser consecuente con su nueva vida, pensando, además, que sería para siempre.

No tuvieron tiempo aquel día para más de una copa, a ambos se les veía un poco apurado con el reloj, pero reservándose el motivo de su comportamiento de aquella tarde, así que, llegado el momento en el que estaban, ya no podrían vivir con aquella idea no realizada metida en la cabeza. La vida está llena de juegos, podemos apostar o no, podemos ganar o no, podemos ganar más o menos, podemos perder más o todo.

Así que decidieron apostarlo todo sin pensarlo más. Como si todo estuviera pensado de antemano, meditado, estudiado, reflexionado, ideado, planeado, proyectado, previsto, quedando, como quedaba,

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finiquitar de una vez por todas las cuestiones prácticas de aquel asunto. Ninguno de los dos habló de su vida, no había tiempo para más. Ninguno de los dos le contó al otro lo que hacía en el trabajo, como si esta cuestión no tuviera la menor trascendencia para Carlos y para Carlos 2º. Ninguno de los dos le dijo al otro siquiera dónde vivía, como si este tema tampoco tuviera el menor interés, al menos para Carlos, previsto como tenía un nuevo destino elegido por Lucía 2ª, distinto del que pudiera proporcionarle Carlos 2º. Sólo anotaron en una hoja de papel la dirección de sus casas, de sus trabajos, el número de matrícula de sus coches, intercambiaron sus móviles, sus documentos de identidad, las llaves de las viviendas y de los vehículos y, después, sin olvidarse de una cuestión práctica, en la que alguno no caería en la cuenta llegado este momento de la narración, se fueron a un ciber, donde cada uno abrió una cuenta por internet en la que traspasaron sus saldos bancarios, para no tener que, además de lo que habían hecho, falsificar firmas ni nada de eso, disponiendo desde el minuto uno de los ahorros que habían atesorado hasta ese mismo momento. A partir de ese instante empezaba el juego y cada uno debía buscarse la vida.

Los dos se irían por un camino distinto por donde habían venido, teniendo un minuto más para brindar por el acuerdo, para desearse suerte y para despedirse con otro par de besos y sin ningún tipo de remordimientos.

El camino para los dos quedaba, a partir de este momento, expedito. Y así fue como Carlos se deshizo de Lucía poniéndola en manos de otra persona, sin tener que abandonarla, sin tener que dejarla sola. Siempre podía haber sido peor, que Lucía se quedara toda la noche preocupada esperando su regreso. Sin una llamada, sin una nota, sin una explicación aunque no fuera razonable, nada, aguardando una llegada que nunca se produciría, embargada por el temor de que pudiera haberle pasado algo a su marido. Lo de menos, llegado el caso, es que se fuera sin decir adiós, pero siempre podía pensar que a su marido le hubiera atropellado un coche, un autobús de línea o una aeronave de la Estación Internacional Espacial.

Pero además, acompañada como estaría de Carlos 2º, tan parecido a él en todos los sentidos, no sé si también en la cama, o en el tamaño de su pene.

Y mientras se hacía todas las preguntas que podría hacerse, y antes de poner un pie en el puente que debía conducirle a su presunto barrio, en el mismo Paseo de Colón, Carlos levantó la mano al paso de un taxi libre que se detuvo a su altura, y en el que se montó.

- Buenas tardes, al aeropuerto.

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Y el taxi fue enfilando las calles Arjona y Torneo, la Avenida del Concejal Jiménez Becerril, la Ronda Urbana Norte y la Autovía del Sur hasta alcanzar el aeropuerto de San Pablo, dejando atrás la ciudad que le había visto nacer, crecer y hacerse persona, y a la que no sabía si volvería algún día. Asimismo, a las personas que habían formado parte de ella, unas durante más tiempo que otras, por ejemplo, sus padres, que aunque aún podían valerse por sí mismos, estaban entrando en esas edades difíciles en las que precisarían un poco más de cariño, de comprensión, de compañía. En este sentido, Carlos confiaba en que su suplente pudiese estar a la altura de las circunstancias, si bien, también sentía por él un ligero pesar, por el hecho de abandonar, sin previo aviso, todo el proyecto de vida que Carlos 2º había ido edificando a lo largo de su pasado y que hacía un rato había puesto en sus manos. Qué sería de sus padres, que sería de su familia, que sería de su mujer –a la que hemos denominado X-, que sería de su trabajo. De la noche a la mañana la persona que se había dedicado a todo ello desaparecía por la cara sin advertir de nada, dejando encargado a una tercera persona para que pusiera todo su esmero y cariño. Qué pensaría Carlos si Carlos 2º actuara de la misma forma como él estaba haciendo. Abandonar en manos de nadie todo cuanto había atesorado hasta ahora, todo cuanto había querido, todo a lo que se había entregado hasta el momento presente. El trabajo poco le importaba, ya se encargaría la empresa de sustituirlo por otra persona; o su coche, ya se encargaría la grúa de retirarlo de la calle en el momento debido. Pero, ¿y Lucía? Imaginarla toda la noche esperando a su marido que no terminaba de aparecer, porque quién debía hacerlo había decidido fugarse con su amante como él estaba haciendo. Todo eso bullía en su cabeza, imaginando que, en un momento dado de sus pensamientos, llegaba a decirle al taxista, por favor, ¿puede regresar al lugar de origen?, desandando el camino andado, llamando a Lucía que no cogería el teléfono, porque, como era de prever, Carlos 2º no había actuado como él olvidándose de ella, atreverse después a poner el pie en el puente que separaba la ciudad del que debía ser su nuevo barrio, aquel en el que nunca pensó que, un día, podía convertirse en su lugar de residencia, cruzado a aquellas horas por un largo peregrinar de rostros que regresaba de sus obligaciones cotidianas a casa; atreverse a alcanzar la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio, para girar a la derecha y perderse por las callejuelas del barrio, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos. Encontrarse delante del que sería, a partir de ahora, el portal de su vivienda y, a pesar del lógico nerviosismo del momento, encontrar las llaves en el bolsillo de su pantalón y atreverse a abrir del portón de hierro y cristal que le separaba de su otra realidad ya extinguida. Después, adentrarse en la oscuridad del vestíbulo buscando el interruptor que iluminara la escalera, el espacio reservado a los seis buzones –dos por planta- de sus nuevos vecinos, hasta dar con el que le correspondía, con el nombre de

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la mujer justo debajo del suyo y, cómo no podía ser de otra forma, descubrir que ella también se llamaba Lucía, llamémosla Lucía 3ª, aunque sus apellidos no coincidieran con los de Lucía y Lucía 2ª. Dar un suspiro antes de subir los cuatro tramos de escaleras que debían conducirle hasta la puerta de la vivienda, atreverse a abrirla y descubrir en su interior, una vivienda como cualquier otra, sin nada que le llamara especialmente la atención, ni siquiera aquella enorme pantalla del salón en la que Carlos 2º disfrutaría de sus películas de Louis Malle. Y así, como salida de la nada, verla aparecer por un largo pasillo, en ropa interior, acercándosele, impetuosamente, con una sonrisa de oreja a oreja, para abrazarle.

Es lo que tenía que haber hecho, pero no lo hizo, dejando atrás las luces de su ciudad travistiéndose de noche, sin dejar de sentir un algo de nostalgia, de melancolía, de tristeza. Una cosa era una cosa y otra cosa era otra cosa. Su entereza a la hora de cumplir la promesa hecha a Lucía 2ª, por un lado. La añoranza por todo lo que dejaba tras de sí, por otro.

Nada más apearse del taxi y atravesar la puerta que le conducía al vestíbulo marcado con las palabras “SALIDAS/DEPARTURES”, se encontró con Lucía 2ª que le estaba esperando, con una pequeña maleta de mano en la que llevaría, posiblemente, las cosas de las que una mujer no puede deshacerse nunca, aunque fuera para ir a la vuelta de la esquina.

Carlos y Lucía 2ª se miraron fijamente en la distancia, dispusieron su mejor sonrisa y, ya en la proximidad de ambos cuerpos, se fundieron en un cálido abrazo, que no podía significar otra cosa para ellos que la confirmación de que habían superado todos los peros, todas las dificultades, que estaban allí, en el momento indicado, juntos por fin, para no tener que separarse, ojalá, nunca, iniciando una nueva vida en compañía.

- Te quiero, Carlos. No sabes cuánto.

- Yo también, Lucía.

- Hasta que no te he visto aparecer, tenía mis dudas de si vendrías o no.

- ¿No confiabas en mí?

- No es eso, Carlos. No podía evitar el miedo. Podían ocurrir muchas cosas. Todo puede resultar comprensible en una situación como ésta.

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- Pero aquí estoy a pesar de las dificultades.

- Todos hemos tenido dificultades. Yo también he tenido que dejar cosas atrás antes de llegar hasta aquí.

- Me lo imagino.

- Pero esas cosas ya no existen más que en el recuerdo de cada uno.

- Mejor borrarlas, Lucía.

- Nunca hemos hablado de nuestras vidas, y tampoco creo que sea este el momento.

- Por eso lo digo.

Y cogidos de la mano se dirigieron al mostrador para sacar la tarjeta de embarque y, al poco tiempo, Carlos y Lucía 2ª estaban embarcando en su vuelo, un avión que debería conducirles a un destino determinado, el que Lucía 2ª había elegido para compartir sus realidades sin tener que esconderse de nadie en la oscuridad de los aparcamientos subterráneos, en los rincones de cualquier parque o en los reservados de bares escasamente frecuentados. Nada había ya que escuchar, pudiendo salir a la luz cogidos de la mano, pudiendo abrazarse, pudiendo darse un beso cargado de sentimientos.

Lo que no sabía Carlos era, que esa chica que tenía a su lado, a la que hemos llamado Lucía 2ª, también había sido abandonada  aquella misma tarde por su marido, un hombre que se llamaba igualmente Carlos, llamémosle Carlos 2º, aprovechando un momento especial de su vida, una casualidad del destino, pero, en este caso, una casualidad dirigida por una tercera persona, cuando una tarde de hace unos meses Carlos 2º conoció a una chica en un bar de copas, cuyo nombre era Lucía, llamémosle Lucía 4ª. Lucía 4ª estaba con unas compañeras de trabajo, o al menos eso fue lo que le dijo después, cuando se encontraron, en un momento dado, a las puertas de los cuartos de baño esperando cada uno su turno. Durante la espera, Lucía 4ª le dijo a Carlos 2º que era idéntico a su marido, que incluso sus compañeras acababan de decírselo nada más verle, pero al que no había visto en su vida hasta esa misma tarde. Incluso, Lucia 4ª llegó a enseñarle una fotografía de su marido que llevaba en la cartera para demostrarle el parecido. Claro que sí, Carlos 2º y el marido de Lucía 4ª eran iguales, pero sin tratarse de la misma persona.

En aquel mismo momento, antes de entrar en el baño, Lucía 4ª le

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pidió a Carlos 2º que la esperase fuera, y fue lo que hizo Carlos 2º. Al salir, simplemente, le dio su número de móvil, añadiendo que sentía curiosidad por conocer a una persona como él, que era idéntico a su marido. Carlos 2º sólo se dejó llevar por la situación, sin saber entonces hasta dónde podía conducir toda aquella casualidad.

Pero Lucía 4ª era una mujer guapa, apetecible para cualquier hombre, incluso para él, para Carlos 2º, al que, en ningún momento, se le pasó por la cabeza que era un hombre casado, ella también lo estaba, invitándole a llamarla cuando quisiera.

Así, que a partir del día siguiente, Carlos 2º fue siguiendo las instrucciones de Lucía 4ª. La llamó, quedaron, hablaron de mil cosas, y de las palabras pasaron a los besos, después a las caricias, después a todo lo demás. Para Lucía 4ª todo aquello resultaba muy morboso, eso de poder tener una relación con dos hombres que eran iguales, como si fueran uno solo, confesando incluso, que todo aquello le resultaba tan extraño, que ni siquiera llegaba a sentir ningún tipo de remordimientos. Entre las horas que pasaba con su marido y las que pasaba con Carlos 2º ella se sentía plenamente satisfecha. Así, hasta que un día, después de unas cuantas copas, le dijo a Carlos 2º que no podía seguir con su marido, que ella era una mujer para un solo hombre, que como juego todo aquello había resultado divertido durante un tiempo, pero que empezaba a tener miedo que un día su marido pudiera descubrirla y, lo que era peor para Lucía 4ª, no tenía el valor suficiente para poder confesárselo, para poder decirle que su matrimonio se había terminado, que se fuera de casa, aunque también podía irse ella, lo que su marido quisiera, pero a lo que no quería renunciar era a su relación con Carlos 2º. Al parecer, Lucía 4ª se había enamorado de Carlos 2º, de la misma forma que una vez se enamoró de su marido. Fue en ese momento cuando Lucía 4ª ideó todo su plan.

Lo primero que Lucía 4ª le pidió a Carlos 2º fue que se dejara ver por ahí, como si se tratara de su marido. Le fue diciendo los lugares que éste acostumbraba a frecuentar en sus paseos de media tarde, justo después del almuerzo. Así, que Carlos 2º vagó mil veces por la puerta de la casa de Lucía 4ª, por las proximidades del trabajo de su marido, incluso mucha gente que  Carlos 2º no conocía llegó a saludarle confundiéndole con el marido de Lucía 4ª. Así,  hasta que un día el marido de Lucía 4ª se dio cuenta de que, por la acera contraria de la Avenida de la Constitución, alguien iba caminando en paralelo suyo. Andaba despacio, esperando que se diera cuenta de ello. El marido de Lucía 4ª llegó a mirarle, pero parecía que no iba a reaccionar nunca. Por miedo a perderle, Carlos 2º aflojó el ritmo de sus pasos hasta que, en un momento dado, el marido de Lucía 4ª se atrevió a cruzar en su búsqueda. Carlos 2º sabía que venía unos metros más atrás, abriéndose

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paso entre una multitud de conceptos diferentes que, a aquella hora exacta, entraban o salían del FNAC. Carlos 2º entró, y sabía que cinco minutos más tarde lo haría el marido de Lucía 4ª. Carlos 2º le hizo subir unos tramos de escalera, hasta que el marido de Lucía 4ª le descubrió junto a las estanterías repletas de DVD’s. Carlos 2º miraba, extraía carátulas, leía sus sinopsis, mientras el marido de Lucía 4ª esperaba a cierta distancia sin perderle ojo. Al final, Carlos 2º se decidió por cinco películas de Louis Malle: “Ascensor para el cadalso”, “Zazie en el metro”, “El unicornio”, “Milou en mayo” y “El fuego fatuo”, todas con sus portadas en colores blancos, negros y grises, como corresponde a la Colección Exclusiva FNAC. Carlos 2º parecía satisfecho con su adquisición, podía adivinarse en su cara. Mientras, el marido de Lucía 4ª seguía esperando. A pesar de que intentaba disimular, Carlos 2º sabía que el marido de Lucía 4ª  estaba ahí. Después le siguió mientras Carlos 2º bajaba a la zona de cajas, aunque, mientras Carlos 2º pagaba, el marido de Lucía 4ª bajó hasta la calle donde, instantes después, Carlos 2º le vio esperándole a que saliera con su bolsa marrón serigrafiada en blanco, para colocarse detrás de Carlos 2º, a muy corta distancia esta vez, tanto, que hasta podía sentir sus pasos pisándole los talones, escuchar su respiración humedeciéndole el cogote, ver sus pensamientos concentrados en una única obsesión: somos como dos gotas de agua, como dos botellas del mismo whisky, como dos paquetes de cigarrillos de la misma marca.

En un momento dado, el marido de Lucía 4ª decidió afrontar por fin aquella realidad que tenía delante de sus propias narices, así que, justo antes de llegar a la Plaza de San Francisco, aceleró ligeramente el paso y adelantó a Carlos 2º para colocarse delante suya. Una vez allí, cara a cara, Carlos 2º le mostró su mejor rostro de sorpresa, porque, aún entendiéndolo todo, Carlos 2º debía fingir que no entendía nada. El marido de Lucía 4ª condujo a Carlos 2º hasta el escaparate de una boutique de la misma plaza y, una vez delante del amplio cristal, se colocó al lado de Carlos 2º pidiéndole que mirara, que se miraran allí los dos reflejados. Era cierto, el marido de Lucía 4ª y Carlos 2º eran idénticos, pero eso Carlos 2º ya lo sabía, ya había visto las fotos que Lucía 4ª le había enseñado de su marido; aún así, Carlos 2º soltó aquel “la hostia, tío”, porque, a pesar de todo, Carlos 2º no dejó de pensar que el parecido del marido de Lucía 4ª con el suyo no dejaba de ser la hostia. Entonces, se quedaron fijos delante de la luna del escaparate durante un buen rato, como no queriéndose creer lo que estaban viendo. Se trataba para Carlos 2º, además del fantástico parecido, del comienzo de todos los planes que su amante, Lucía 4ª, había concebido en su mente, el requisito para estar a su lado, a la vez que su marido lejos de ella, de ellos, en una vida que, en el momento presente, les pertenecía, les era suya.

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Tras aquella imagen de los dos reflejada en el cristal, Carlos 2º y el marido de Lucía 4ª decidieron ir a un bar cercano, y allí, a los ojos de cualquiera que podría imaginarse que eran  dos hermanos gemelos idénticos, tuvieron toda la tarde para hablar de muchas cosas, pero poco a poco, sin forzar demasiado las situaciones, como descubriéndose, como intentando asimilar toda aquella realidad que se les abría en sus vidas, sobre todo en la vida del marido de Lucía 4ª, al menos por las consecuencias sobrevenidas a aquel encuentro.

Evidentemente, no tenían parentesco alguno, ni apellidos, ni pasados, ni presentes semejantes, más allá, claro, de que ambos compartían la misma mujer, Lucía 4ª; pero el marido de ésta desconocía por completo este presente que ambos compartían. Pero también compartían el aspecto físico y, por casualidad, el nombre. Los dos se llamaban Carlos: Carlos 2ª y, llamémosle, Carlos 3º.

Conforme la conversación se fue prolongando, Carlos 2º y Carlos 3º también descubrieron muchos puntos de conexión entre ellos. Para Carlos 2º aquello no fue una sorpresa tampoco, porque él ya lo sabía a través de Lucía 4ª, si bien no podía negar una cosa, que para él fue muy grato mantener aquellas largas conversaciones con Carlos 3º, porque no todos los día se encuentra a una persona con la que poder compartir tantas afinidades. Por ejemplo, los dos trabajaban para una Administración Pública, pero Carlos 2º lo hacía para el Estado, concretamente para la Seguridad Social, mientras que Carlos 3º lo hacía para la Junta de Andalucía. Los dos tenían la misma edad, treinta y un años, aunque no nacieron el mismo día del mismo mes, porque ya hubiera resultado un poco inverosímil. Los dos tenían las mismas afinidades culturales, por lo que se llevaron largo rato hablando de ello: ambos acababan de leer “Generación X” de Douglas Coupland; ambos eran admiradores de la Nouvelle Vague, de ahí la reciente adquisición de las cinco películas de Louis Malle por parte de Carlos 2º; ambos tenían como disco de cabecera el “OK Computer” de Radiohead; ninguno de los dos sentían pasión alguna por la poesía; ambos tenían una forma similar de valorar sus gustos por las cosas, o algo les gustaba de verdad, o lo consideraban una mierda, sin que existiera un término medio, careciendo de la virtud apreciada como tal por la generalidad de los seres humanos, esa que define el diccionario como la actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos.

Y como la conversación de aquel primer día se fue demorando más de la cuenta, decidieron, después de compartir tantas palabras y tantas cervezas, intercambiar sus números de teléfono al objeto de poder seguir hablando y seguir intercambiando, despidiéndose después con naturalidad y proximidad con un par de besos en las mejillas, como si la familiaridad y la cercanía se hubieran recuperado repentinamente.

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Un par de día después a Carlos 3º le dio por llamar a Carlos 2º, quedando para aquella misma tarde, a las 18:00 horas, en el mismo bar. Y a la hora exacta, en el mismo lugar, Carlos 3º y Carlos 2º volvieron a encontrarse para seguir hablando de los mismos temas de la vez anterior. Pero iba siendo el momento de ir introduciendo el asunto de fondo, el que Lucía 4ª había ido tejiendo en su cabeza, y en el que Carlos 2º, simplemente, era su marioneta. Así  fue como Carlos 2º le preguntó a Carlos 3º por su vida; como éste le contesto que no podía quejarse, pero que siempre era posible mejorar; como Carlos 2º le pidió que aclarase esa frase que Carlos 3º le había dicho de “no puedo quejarme, pero siempre es posible mejorar”, antes de poder exponerle una idea que se la había ocurrido; como Carlos 3º expuso lo que encerraba aquella frase que, sin decir mucho, podía decir tantas cosas:  tenía un trabajo fijo, cosa que no todo el mundo podía decir, que aquel trabajo no le daba para derrochar, pero sí para sobrevivir con dignidad. También le habló de que tenía una mujer que le quería, o que al menos eso pensaba él, porque Carlos 3º era de los que pensaban que las relaciones se deterioraban con el transcurrir de los años, de cómo son de una forma al principio, de cómo se van transformando cuando pasan unos años, de cómo, cuando conocemos a alguien que cuadra con lo que nosotros pensamos que debe ser nuestra compañera de viaje, con la que podemos compartir cuerpo, alma e inteligencia, pensamos que el ardor de los primeros momentos, de los primeros días o meses, se mantendrá siempre vivo; pero sabiendo también que eso no era así, por mucho que nos empeñemos en que lo sea, es una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de energías e ilusiones, porque nosotros, los seres humanos, nos empecinamos en vivir intensamente la vida, cuando sabemos que esa intensidad se diluye día a día con la rutina, con el trabajo, con el cansancio, con las facturas, sin ser conscientes, en ese momento, que la vida es más, o que puede serlo. Y cuando pensamos en ese mundo que podría haber sido, nos deprimimos creyendo que nuestra ilusión por la vida ha llegado a su fin, que hemos alcanzado nuestra meta, que no podemos aspirar a más. Y sin reconocerlo, porque nadie lo hace, nos refugiamos en otras cosas: en crecer laboralmente, por ejemplo; o nos cobijamos en los mundos ficticios que nos proporciona la literatura o el cine; o adoptamos una decisión pensando en el futuro, equivocada muchas veces, intentando cimentar la relación con un hijo, como si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. Nos centramos tanto en sus atenciones y cuidados, que nos olvidamos por completo de la otra persona que tenemos a nuestro lado, la que, cuando seamos mayores, nos cambiará los pañales, aguantará nuestro alzhéimer, compartirá nuestra soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su propia vida, vendrás de vez en cuando a visitarnos si acaso. Todo esto fue lo que le contó Carlos 3º aquella segunda tarde a Carlos 2º, mientras éste le siguió el juego, manifestándole que le entendía, que a él le había pasado lo mismo, para

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poder seguir hablando de lo mismo, porque lo que Carlos 2º quería al final de toda aquella disertación era proponerle la posibilidad de poder vivir la vida con plena intensidad, darle un nuevo aliciente a sus existencias, poder entrar en un juego, sólo conocido por ellos, en el que podrían canjear a su antojo todo cuanto tenían. Pero no sólo se trataba de una idea, de un planteamiento por parte de Carlos 2º, sino también de intentar convencer a Carlos 3º de que ésta era la mejor opción, vendiéndole la ilusión de poder contar con dos mundos diferentes de los que poder disfrutar, cosa de la que no todo el mundo podía presumir, podía hacer efectivo. Se trataba de llenarle la cabeza de esa idea, decorarla de mil formas, hasta lograr obsesionar a Carlos 3º con la posibilidad de una existencia distinta, nueva, como un volver a nacer sin necesidad de morir. Se trataba de dibujarle a Carlos 3º un paisaje dividido en dos realidades y, cuando el ensueño se hubiera apoderado de él, plantearle la segunda cuestión: la del retorno o del no retorno. Cuando Carlos 2º se dio cuenta de la luminosidad de los ojos de Carlos 3º, posiblemente visualizando una vida maravillosa junto a una joven y guapa mujer, y antes de despedirse aquella misma tarde, Carlos 2º le planteó su posición respecto a la restitución o no de la realidad: una vez que hubieran intercambiado sus realidades, romperían cualquier comunicación entre ellos dos, es decir, Carlos 3º tiraría adelante con la vida de Carlos 2º, tomaría sus propias decisiones respecto a ella, como si hubiera nacido de nuevo, en otra casa, en otra familia, en otro trabajo, que sería, en adelante, la suya para siempre.

Así siguieron hablando aquella segunda tarde sin llegar a ninguna conclusión, si bien el objetivo de Carlos 2º estaba cumplido. Sobre la mesa había dejado una fantasía, que además sería para siempre. Despidiéndose después, porque se estaba haciendo demasiado tarde, cada uno por su camino hacia la existencia que aún tenían en el presente.

Pero cuando Carlos 3º llegó a su casa, Lucía 4ª no estaba. Había quedado para tomar algo con unas amigas, o eso fue, al menos, lo que ella le contó a su marido. Aunque en realidad, a las 22:00 horas, Carlos 2º y Lucía 4ª estaban cenando juntos en un restaurante. Cuando él llegó al lugar de la cita ella estaba esperándole. Lucía 4ª estaba esplendorosa aquella noche. Carlos 2º le contó que le había planteado el tema a su marido tal y como ella le había dicho. Ella conocía a su marido mejor que nadie. Para Lucía 4º, Carlos 3º era como un niño metido en el cuerpo de un adulto, y que como tal se comportaba y reaccionaba ante los estímulos. Bastaba con llenarle la cabeza de fantasías para que se dejara llevar, para convencerle de cualquier cosa, fuesen realizables o imposibles, empecinándose en hacer de su vida algo maravilloso y ausente de dolor, como si eso fuera posible, como si pretendiera vivir en una burbuja aislada, como si continuara dentro de una incubadora

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porque el pediatra consideraba que, a pesar de su edad, todavía no estaba preparado para afrontar los avatares de la vida. Pues igual. Lo que Carlos 2º no se explicaba, era cómo Carlos 3º no se había dedicado al cine, o a la literatura, con esa capacidad suya para abstraerse del mundo, para generar siempre tantos sueños, tantas fantasías, tantas utopías en su cabeza, para ser tan ingenuo, tan naíf. Por ese motivo, Lucía 4ª estaba convencida de que, utilizando este arma, estaba siguiendo el camino correcto para alcanzar los fines perseguidos por ella y por Carlos 2º.

Después de todo lo que le contó Carlos 2º a Lucía 4ª acerca del encuentro de aquella tarde con su marido, ella estaba convencida que, tarde o temprano, el relato que se había edificado en su mente terminaría por imponerse, que su marido sería incapaz de negarse a aquel juego, a aquella única oportunidad en su vida, aunque, seguramente, Carlos 3º tuviera que darle mil vueltas a todo aquello, a las consecuencias, a los pros, a los contras, pero que sólo era cuestión de esperar hasta que la obsesión se le hiciera insoportable. Y así fue.

Pero evidentemente había algo que hoy sí conocemos, pero entonces no. Algo que ni Carlos 2º, ni Lucía 4ª, podían llegar a imaginar, algo que solamente conocían Carlos y Lucía 2ª. Que todo aquel juego por parte de unos, no era más que la esperanza para los otros de ser un día libres. Cuanto más fácil se lo pusieran a Carlos y a Lucía 2ª, mucho antes podrían desprenderse de su pasado. Pero este pecado no podía confesarse. Ni Carlos 3º se lo confesó a Lucía 4ª, ni Carlos a Lucía, ni Lucía 2ª a Carlos 2ª. Sólo era cuestión de esperar, dejando que fuera el tiempo el que precipitara definitivamente los acontecimientos.

Y de hecho se precipitaron, volviendo después de aquella segunda cita, esta misma tarde de viernes, en el mismo bar, a la misma hora. Y durante el encuentro, Carlos 2º y Carlos 3º se han confesado, más bien con hipocresía, escondiendo demasiadas realidades imposibles de revelar, que desde aquel día en el que estuvieron hablando de intercambiar sus vidas, ninguno de los dos había podido conciliar el sueño. Pero no lo habían podido hacer, no ya por verse metido en la identidad del otro, cosa que podría resultar incluso romántica, sino más bien, por la ilusión que escondía cada uno dentro de sí mismos con la realidad que tenían por delante, hasta el punto de llegar a ponerse de acuerdo, sin perder demasiado tiempo en discusiones, que lo mejor para los dos sería hacer un intercambio definitivo, lo de Carlos 3º sería para Carlos 2º, lo de Carlos 2º sería para Carlos 3º, para siempre; porque, de no hacerlo así, tantos cambios podrían producir los mismos efectos, las mismas obsesiones, las mismas perturbaciones, pero de forma reiterada, convirtiéndose todo esto en algo enfermizo que

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acabara por destruirles, no sólo a los dos, sino también a los seres queridos que le rodeaban. ¿No sería más bien arruinarles el plan con una huída en sentido contrario que les estaba facilitando el adiós sin tener que confesarlo abiertamente?, me pregunto yo como narrador. Así que acordaron, que llegado el momento de iniciar el camino, cada uno seguiría adelante por sí solo, sin poder recurrir al otro, sin arrepentimiento alguno. Cada uno debería ser consecuente con su nueva vida, pensando, además, que ésta sería definitiva.

Tras no sé cuántas copas, Carlos 2º y Carlos 3º decidieron apostarlo todo, sabiendo cada uno para sí mismo que tenían algo que perder, un pasado, pero también algo que ganar, un futuro que se estaba escribiendo a partir de ese momento, en el que una tercera persona, hasta entonces su amante, le acompañaría en su vida sin tener que esconderse de nadie.

A partir de ese momento de la conversación, sólo anotaron en una hoja de papel la dirección de sus casas, la de sus trabajos, el número de matrícula de sus coches, intercambiaron sus móviles, sus documentos de identidad, las llaves de sus viviendas y de sus vehículos, y después, se fueron a un cíber para abrir una cuenta por internet en la que traspasaron cada uno sus saldos bancarios. A partir de ese momento había comenzado el juego, y cada uno tenía que buscarse la vida. Aunque el juego, tal y como lo llamaban Carlos 2º y Carlos 3º, Carlos y Carlos 2º, según se mire, había comenzado mucho antes, aunque misma tarde en una cola de un cuarto de baño mientras esperaban su turno. Ahí, cuando las respectivas Lucías, atraídas por el enorme parecido de aquellos dos hombres con su marido, sintieron la curiosidad de conocerles, de descubrirles, hasta llegar a enamorarse de ellos, deshaciéndose del otro Carlos para tirarse en brazos del nuevo Carlos. En ese momento había comenzado el juego, ahora, en el momento presente de esta tarde de viernes, en un bar cualquiera, pero el habitual para los encuentros de los dos Carlos, sólo estaba llegando a su final, a su conclusión, a su término, a su desenlace, brindando por el acuerdo, deseándose suerte y despidiéndose con un par de besos en las mejillas y sin ningún tipo de remordimientos, esperando que uno se fuera a casa del otro y viceversa, cosa que ya sabemos no llegó a ocurrir así.

Lo que no sabía tampoco Carlos mientras embarcaba en el vuelo que le conduciría, junto a Lucía 2ª, hacia su nuevo destino, era que, su hasta esta tarde mujer, su Lucía, también le había abandonado aquella precisa tarde sin tener tampoco el valor para confesárselo directamente a la cara.

Una tarde, mientras estaba con sus compañeras de trabajo en un

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bar, se encontró, en tanto aguardaba la cola del cuarto de baño, con un hombre que era idéntico a su marido, tanto, que hasta sus compañeras le habían preguntado si se trataba de él, pero al que no había visto en su vida hasta esa misma tarde. Incluso, llegó a enseñarle una fotografía de su marido que llevaba en la cartera para demostrarle el parecido. Claro que sí, su marido y aquel hombre, que por casualidad se llamaba Carlos, llamémosle Carlos 4º, eran iguales, pero sin tratarse de la misma persona.

En aquel momento, antes de entrar en el baño, Lucía le pidió a Carlos 4º que la esperase fuera, y fue lo que hizo Carlos 4º. Al salir, simplemente, le dio su número de móvil, añadiendo que sentía curiosidad por conocer a una persona como él, tan idéntico a su marido.

Al día siguiente, Carlos 4º la llamó y quedaron, hablaron de mil cosas, y de las palabras pasaron a los besos, después a las caricias, después a todo lo demás, porque para ella todo aquello resultaba muy morboso, lo de tener una relación con dos hombres que eran iguales, como si fueran uno solo, confesando, incluso, que todo aquello resultaba tan extraño que ni siquiera llegaba a sentir ningún tipo de remordimientos. Así, hasta que un día, Lucía le confesó a Carlos 4º que no podía seguir así, que ella era una mujer para un solo hombre, que como juego había resultado divertido durante un tiempo, pero que empezaba a tener miedo que un día Carlos pudiera descubrirla y, lo que era peor para ella, que carecía del valor suficiente para poder confesárselo, para decirle a Carlos que su matrimonio se había terminado, que se fuera de casa, aunque también podía irse ella, pero lo que no quería Lucía era renunciar a su relación con Carlos 4º. Lucía se había enamorado de Carlos 4º de la misma forma que un día se enamoró de Carlos.

Fue en ese momento cuando ella lo ideó todo, con la complicidad de Carlos 4º por supuesto.

Una de las tantas tardes en las que se vieron a escondidas, Carlos 4º y Lucía tuvieron una conversación que hasta el momento no había visto la luz en esta narración (aunque sí la hemos tenido en cuenta con otros personajes, que sí han tenido la delicadeza de guardarse las vidas personales para sí mismos, resolverlas cada uno por su cuenta, antes de afrontar el futuro en otras condiciones más ventajosas para ellos).

- Carlos, ¿te puedo hacer una pregunta?

- Claro, Lucía.

- ¿Tú estás casado?

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- Creí que nunca me ibas a pregunta esto.

- No estás obligado a responderme.

- No me importa hablarte de ello. Sí, lo estoy. ¿Por qué me lo preguntas?

- ¿Tú crees que tenemos algún futuro juntos, Carlos?

- Hasta ahora  no me había parado a pensar sobre si podemos o no tener algún futuro juntos.

- ¿Pero te gustaría tenerlo?

- ¿Me estás pidiendo que deje a mi mujer por ti, Lucía?

- ¿Es una posibilidad, Carlos?

- No me lo había planteado, pero sí te quiero decir una cosa.

- Dime.

- Que reconozco que me he enamorado de ti.

- ¿Y puedes estar enamorado de dos mujeres a la vez?

- Tampoco me había hecho nunca esa pregunta, Lucía. ¿Y tú?

- ¿Yo, qué?

- ¿Que si pudieras estar enamorada de dos hombres a la vez?

- No sé si será posible o no, Carlos. Pero de la persona que estoy enamorada es de ti. Por eso me gustaría saber lo que piensas. Si tengo o no tengo alguna posibilidad contigo, más allá de echar un polvo de vez en cuando.

- No lo reduzcas todo a eso, Lucía.

- Es una forma de hablar, Carlos. Sólo quiero saber si tú serías capaz de dejar a tu mujer por mí.

- No me lo estás preguntado, me estás pidiendo directamente que la deje.

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- No. Eso es una decisión exclusivamente tuya. Sólo quiero saber si serías capaz.

- Te seré sincero, Lucía.

- Eso espero.

- Por ti sí la dejaría.

- ¿Y por qué no les dejamos a los dos, tú a tú mujer, yo a mi marido, y nos fugamos a alguna parte para hacer nuestra vida?

- Si tú eres capaz de dejar a tú marido, yo sería capaz de hacer lo mismo con mi mujer por ti.

- ¿Y por qué no hacemos otra cosa?

- Dime.

- A lo mejor es una locura lo que te voy a plantear.

- Un poco loca sí que estás, cariño.

- No es malo tener un punto de locura en la vida.

- No te he dicho que sea malo, Lucía.

- ¿Me dejas hablar?

- Por supuesto.

- Escúchame y no me interrumpas, Carlos. Aprovechando que tú y mi marido sois completamente iguales había pensado provocar un encuentro entre vosotros dos. Me gustaría verle la cara que él pondría si te viera frente a frente. Además para él, que es un poco paranoico con todos estos asuntos. Conocerle, entablar una relación, hacerle ver que sois idénticos en todo, ya te contaré de él cosas para que todo parezca más inaudito. Tú tendrías que ponerle en el  camino de tu vida, mientras que tú le pondrías en el camino de la suya. Todo sería más fácil sin tener que hacerle daño a nadie, cada uno seguiría ocupando su lugar, salvo que en distintas relaciones. Tú te convertirías en mi pareja, él en la pareja de tu mujer…

- Es un poco retorcido, Lucía.

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- Llámalo como quieras, pero estoy convencida, Carlos, que igual que yo te digo que tú podrías pasar por mi marido, él podría hacerlo por el marido de tu mujer sin que ella se diera cuenta de la diferencia… ¿De qué te ríes?

- Me parece divertido todo esto.

- Puede serlo, pero te estoy hablando en serio.

- Sé que me estás hablando en serio.

- ¿Qué te parece lo que te estoy pidiendo, Carlos?

- ¿Me dejas que me lo piense, Lucía?

- ¿No serás tan cobarde para no atreverte?

- No es eso, Lucía.

- ¿Entonces? ¿Es tu mujer? ¿Sientes algo por ella?

- Tampoco es eso, Lucía.

- ¡Qué maricón eres, Carlos!

Insistió tanto Lucía, que Carlos 4º no tuvo más cojones que acceder al plan de ella. Y lo primero que le pidió a Carlos 4º fue que se dejara ver por ahí, diciéndole los lugares por los que Carlos acostumbraba a pasearse a media tarde, junto después del almuerzo. Le hizo vagar mil veces por la puerta de su casa, por las proximidades del trabajo de su marido, así, hasta que un día su marido se dio cuenta de que, por la acera contraria de la Avenida de la Constitución, alguien estaba caminando en paralelo suyo. Alguien que andaba despacio, mirándole de vez en cuando, como si esperara que se diera cuenta de su presencia. Por miedo a perderle, Carlos 4º aflojó el ritmo de su marcha hasta que, en un momento dado, vio como el otro se atrevió a cruzar la calle en su búsqueda. Sabía que venía unos metros detrás de él, abriéndose después paso entre una multitud de conceptos diferentes que, a aquella hora exacta, entraban o salían del FNAC. Carlos 4º entró, y cinco minutos más tarde entró el marido de Lucía. Carlos 4º subió unos tramos de escaleras, y el otro detrás, descubriéndole junto a unas estanterías repletas de DVD’s. Carlos 4º miraba, extraía carátulas, leía sus sinopsis, mientras el otro esperaba a cierta distancia sin perderle ojo. Al final, Carlos 4º se decidió por cinco películas de Louis Malle: “Ascensor para el cadalso”, “Zazie en el metro”, “El unicornio”, “Milou en mayo” y “El fuego fatuo”, todas con sus portadas en colores blancos,

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negros y grises, como corresponde a la Colección Exclusiva FNAC. Carlos 4º estaba satisfecho con la adquisición, podía adivinarse en su cara. Después, el marido de Lucía empezó a seguir a Carlos 4º mientras éste bajaba a la zona de cajas, si bien, mientras pagaba, el otro siguió descendiendo hasta la calle, donde Carlos 4º le vio esperándole a que saliera con su bolsa marrón serigrafiada en blanco, para colocarse detrás de él, esta vez a muy corta distancia, tanto, que hasta podía sentir sus pasos pisándole los talones, escuchar su respiración humedeciéndole el cogote, ver sus pensamientos concentrados en una única obsesión: somos como dos gotas de agua, como dos botellas del mismo whisky, como dos paquetes de cigarrillos de la misma marca.

En un momento dado, el marido de Lucía decidió afrontar por fin aquella realidad que tenía delante de sus propias narices, así que, justo antes de llegar a la Plaza de San Francisco, aceleró ligeramente su paso y adelantó a Carlos 4º para colocarse delante de él. Una vez allí, cara a cara, el marido de Lucía le condujo hasta el escaparate de una boutique de la misma plaza y, una vez delante del amplio cristal, se colocó al lado de Carlos 4º y le pidió que mirara, que se fijara en los rostros de ellos dos reflejados en el cristal. Era cierto, eran y son idénticos, como Lucía sabía, como Carlos 4º también conocía una vez que su amante le enseñara una foto de su marido aquella tarde mientras hacían cola esperando su turno para entrar en el baño. Entonces, ambos se quedaron fijos delante de la luna del escaparate durante un buen rato, como no queriéndose creer lo que estaban viendo. Era el comienzo de todos los planes que Lucía había concebido en su mente, el requisito para estar al lado de Carlos 4º, para deshacerse igualmente de su marido.

Tras la imagen de los dos reflejada en el cristal, decidieron buscar un bar cercano, y allí, a los ojos de cualquiera que podría imaginarse que eran dos hermanos gemelos idénticos, tuvieron toda la tarde para hablar de muchas cosas, pero poco a poco, sin forzar demasiado las situaciones, como si se estuvieran descubriendo, como si estuvieran asimilando toda aquella realidad que se les abría por delante en sus vidas.

Y explorándose mutuamente, vieron que no tenían parentesco alguno, ni apellidos, ni pasados, ni presentes semejantes, más allá, claro, de que ambos compartían la misma mujer, Lucía, cosa que, eso sí, su marido desconocía por completo. Pero también compartían, además del aspecto físico, el nombre. Los dos se llamaban Carlos, Carlos 4º y Carlos. Carlos 4º, el amante que había brotado de la nada. Carlos, el marido que ya llevaba unos años junto a Lucía.

Conforme la conversación se fue prolongando, Carlos y Carlos 4º

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también descubrieron muchos puntos de conexión entre ellos, aunque para Carlos 4º todo aquello no era una sorpresa, porque muchas de las cosas que Carlos le fue contando aquella misma tarde, él ya las conocía a través de Lucía, aunque no podía negar una cosa, para Carlos 4º fue muy grato mantener aquellas conversaciones con Carlos, porque no todos los días se encuentra a una persona con la que poder compartir tantas afinidades.  Por ejemplo, los dos trabajaban para una Administración Pública, pero Carlos 4º lo hacía para el Estado, concretamente para la Seguridad Social, mientras que Carlos lo hacía para la Junta de Andalucía. Los dos tenían la misma edad, treinta y un años, aunque no nacieron el mismo día del mismo mes, ni siquiera el mismo mes, porque ya hubiera resultado un poco inverosímil. Los dos tenían las mismas afinidades culturales, por lo que se llevaron largo rato hablando de ello: de que acababan de leer la “Generación X” de Douglas Coupland; de que eran administradores de la Nouvelle Vague, de ahí la reciente adquisición de las cinco películas de Louis Malle por parte de Carlos 4º; de que tenían como disco de cabecera el “OK Computer” de Radiohead; de que ninguno de los dos sentía pasión alguna por la poesía; de que los dos tenían una forma similar de valorar sus gustos por las cosas, o algo les gustaba de verdad, o lo consideraban una mierda, sin que existiera el término medio para ellos, careciendo de la virtud apreciada como tal por la generalidad de los seres humanos, esa que define el diccionario como la actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos.

Y como la conversación de aquel primer día se fue demorando más de la cuenta, Carlos y Carlos 4º decidieron, después de compartir tantas palabras y tantas cervezas, intercambiar sus números de teléfono al objeto de poder seguir hablando y seguir intercambiando, despidiéndose después con naturalidad y proximidad con un par de besos en las mejillas, como si la familiaridad y la cercanía se hubieran recuperado repentinamente.

Al menos todo esto fue lo que le contó Carlos 4º aquella noche cuando la llamó por teléfono para relatarle el encuentro que había tenido aquella tarde con su marido, tal y como ella lo había imaginado; mientras Carlos, que después de haber llegado a casa se había encerrado en su despacho, no dijo ni mu acerca del suceso a su mujer. Siguió comportándose con ella como si nada  hubiera sucedido aquella tarde, aunque no necesitaba la confirmación a través de las palabras de Carlos. Tenía muy claro lo que estaba pasando, más aún de lo que debería seguir pasando a partir de aquel primer encuentro.

Un par de días después Carlos 4º volvió a llamar a Lucía. Carlos le había llamado aquella misma tarde, habían quedado a las 18:00 horas, en el mismo bar. Y tal y como Lucía le había pedido, iba siendo el

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momento de ir introduciendo el asunto de fondo, el que ella misma había ido tejiendo en su cabeza, y en el que Carlos 4º, simplemente, era su marioneta. Así, Carlos 4º empezó por preguntarle por su vida, contestándole Carlos que no podía quejarse, pero que siempre era posible mejorar, ante lo que Carlos 4º le pidió que le aclarase eso de “no puedo quejarme, pero siempre es posible mejorar”, antes de exponerle una idea que se le había ocurrido, que tenía que compartir con él. Y Carlos expuso lo que encerraba aquella frase que no decía nada, pero que podía decir también tantas cosas. Le dijo que tenía un trabajo fijo, cosa que no todo el mundo podía decir. Que aquel trabajo no le daba para derrochar, pero sí para vivir con dignidad. También le habló de que tenía una mujer que le quería, o que al menos eso pensaba él. Y sí, Lucía le quería, pero es el cariño que se le puede tener a una persona con la que has convivido durante un tiempo, con la que has compartido momentos importantes de vuestras vidas, y era por ese cariño que Lucía sentía por Carlos, por lo que no tenía el valor de dar la cara en un momento como este, encargando a Carlos 4º de ejecutar este plan ideado únicamente por ella. Pero era cariño, lo que se dice amor, solamente se sentía enamorada de Carlos 4º. Por ello hacía lo que estaba haciendo. Carlos llevaba, por tanto, razón en su planteamiento, eso de que las relaciones se deterioran con el transcurso de los años; cómo son de una forma al principio, cómo se van transformando cuando pasan unos años; cómo cuando conocemos a alguien que cuadra con lo que nosotros pensamos que debe ser nuestra compañera de viaje, con la que podemos compartir cuerpo, alma e inteligencia, pensamos que el ardor de los primeros momentos, de los primeros días o meses, se mantendrá siempre vivo; pero también sabemos que eso no es así, por mucho que nos empeñemos en que lo sea, siendo una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de energías e ilusiones, porque nosotros, los seres humanos, nos empecinamos en vivir intensamente la vida, aunque sepamos que esa intensidad se diluye día a día con la rutina, con el trabajo, con el cansancio, con las facturas, sin ser conscientes, en ese momento, que la vida es mucho más, o que puede serlo. Y cuando pensamos en ese mundo que podría haber sido, nos deprimimos creyendo que nuestra ilusión por la vida ha llegado a su fin, que hemos alcanzado nuestra meta, que no podemos aspirar a más. Y sin reconocerlo, porque nadie lo hace, nos refugiamos en otras cosas: en crecer laboralmente, por ejemplo; o nos cobijamos en los mundos ficticios que nos proporciona la literatura o el cine; o adoptamos una decisión pensando en el futuro, equivocada muchas veces, intentando cimentar la relación con un hijo, como si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. Nos centramos tanto en sus atenciones y cuidados, que nos olvidamos por completo de la otra persona que tenemos a nuestro lado, la que, cuando seamos mayores, nos cambiará los pañales, aguantará nuestro alzhéimer, compartirá nuestra soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su

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propia vida, vendrá de vez en cuando a visitarnos si acaso. Todo esto fue lo que Carlos le contó a Carlos 4º, lo que Carlos 4º le relató después a Lucía, y Lucía pensaba que su marido podría llevar razón en aquellos planteamientos, pero también pensaba que ella no podía darse por vencida, no podía claudicar ante la vida misma, tenía derecho a ser feliz, aunque fuera a cambio del dolor de otra persona. Era su vida, y sobre ella le correspondía tomar decisiones.

Fue a partir de aquella disertación de Carlos cuando Carlos 4º le propuso la posibilidad de poder vivir la vida con plena intensidad, de darle un nuevo aliciente a sus existencias, de poder entrar en un juego, presuntamente sólo conocido por ellos, en el que podrían canjear a su antojo todo cuanto tenían. Sí, presuntamente, porque detrás de todo esto se encontraba Lucía.

Pero no sólo se trataba de una idea, de un planteamiento por parte de Carlos 4º, sino también de intentar convencer a Carlos de que esta idea era la mejor opción, vendiéndole la ilusión de poder contar con dos mundos diferentes de los que poder disfrutar, cosa de la que no todos podían presumir, podían hacer efectivo. Se trataba de llenarle la cabeza a Carlos de esa idea, decorarla de mil formas, hasta lograr obsesionarle con la posibilidad de una existencia distinta, nueva, como un volver a nacer sin necesidad de morir. Se trataba de dibujarle a Carlos un paisaje dividido en dos realidades y, cuando el ensueño se hubiera apoderado de él, plantearle la otra cuestión: la del retorno o del no retorno.

Cuando Carlos 4º se dio cuenta de la luminosidad de los ojos de Carlos, posiblemente visualizando una vida maravillosa junto a una mujer joven y guapa, y antes de despedirse aquella tarde, Carlos 4º le planteó su posición respecto a la restitución o no de la realidad: una vez que hubieran intercambiado sus existencias, romperían cualquier comunicación entre ellos dos, es decir, Carlos tiraría adelante con la vida de Carlos 4º, tomaría sus propias decisiones respecto a ella, como su hubiera nacido de nuevo, en otra casa, en otra familia, en otro trabajo, que sería, en adelante, la suya para siempre.

Así siguieron hablando aquella tarde sin llegar a ninguna conclusión, si bien el objetivo de Carlos 4º estaba cumplido. Sobre la mesa había dejado una fantasía, que además sería para siempre. Despidiéndose después, porque se estaba haciendo demasiado tarde, cada uno por su camino, hacia la existencia que aún tenían en el presente.

Aquello fue lo que le dijo Carlos 4º a Lucía aquella noche cuando se encontraron a las 22:00 horas en un restaurante para cenar.

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- Carlos es como un niño metido en el cuerpo de un adulto y, como tal, se comporta y reacciona ante los estímulos. Basta con llenarle la cabeza de fantasías para que se deje llevar, para convencerle de cualquier cosa, sean realizables o imposibles, empecinándose en hacer de su vida algo maravilloso y ausente de dolor, como si eso fuera posible, como si pretendiera vivir en una burbuja aislada, como si siguiera en una incubadora porque el pediatra considera que, a pesar de su edad, todavía no estuviera preparado para afrontar los avatares de la vida. Lo que no sé es cómo Carlos no se ha dedicado al cine, o a la literatura, con esa capacidad suya para abstraerse del mundo, para generar siempre tantos sueños, tantas fantasías, tantas utopías en su cabeza, para ser tan ingenuo, tan naíf.

- Por eso estoy convencida que no tardará mucho tiempo en ceder, Carlos.

- ¿Tú crees, Lucía?

- Estoy convencida.

- ¿Por qué te enamoraste de Carlos si piensas eso de él?

- Carlos es guapo, es un encanto como persona, pero en la vida se requiere un poco de madurez. Tú eres igual que él, pero espero que no seas tan infantil, que puedas comportarte como lo que eres, no como lo que fuiste ayer, como un hombre maduro que, a una edad determinada, ha sabido crecer, adaptarse a los tiempos, a los momentos.

- Espero ser la persona que tú crees, que tú quieres que sea, Lucía.

- Si yo creyera que no lo eres, no estaría planificando mi vida a tu lado. Seguiría con Carlos, o con ninguno de los dos.

- ¿Qué hacemos a partir de ahora, Lucía?

- A partir de ahora haremos dos cosas. Por un lado esperar. Estoy convencida de que, tarde o temprano, el relato que Carlos se ha ido edificando en su mente terminará por imponerse. Será incapaz de negarse a este juego, a esta única oportunidad en su vida. Sólo es cuestión de esperar, hasta que la obsesión se le haga insoportable.

- ¿Y lo segundo, Lucía?

- No te preocupes. A partir del mismo día que se desencadene el final de esta historia, sabrás el futuro que tendrás a mi lado.

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- ¿Alguna sorpresa?

- No nos quedaremos aquí, al menos de momento. Ya encontraré un lugar en el que poder iniciar nuestro propio camino. ¿Alguna sugerencia, Carlos?

- Lo que tú hagas estará bien hecho, confío en ti.

- Gracias, y ¿qué has pensado hacer con tú mujer?

- No he pensado hacer nada con ella. Simplemente, llegado su momento, Carlos, tú marido, se hará cargo de ella.

Y así siguieron desarrollándose los acontecimientos. Lucía preparando un destino para ella y para Carlos 4º. Carlos 4º aguardando el momento. Momento que llegó un tiempo después, el día que se precipitaron los acontecimientos, la tarde que volvieron a quedar Carlos y Carlos 4º en una segunda cita, la tarde de este mismo viernes, la de hace escasas horas, en la que todo estaba decidido a pesar de las dudas, en la que Lucía aguardaba con impaciencia la llamada de su amante, con los pasajes de avión listos para iniciar una nueva andadura en su vida; en la que Carlos no debía hacer esperar demasiado a aquella chica que hacía tiempo, con nerviosismo, se impacientaba en el vestíbulo del aeropuerto de San Pablo. Carlos y Carlos 4º tenían algo que hacer después, a los dos les estaban esperando con impaciencia, pero los dos debían seguir interpretando su papel sin que el otro se diera cuenta de que tenía prisa por dar por finiquitado aquel asunto, el papel de no sé qué hacer, de no sé si asumir los riesgos, de no sé si deshacerme de mi vida para empezar otra, de no sé, tengo miedo. Por eso, esta misma tarde de viernes, en el mismo bar, a la misma hora, Carlos y Carlos 4º se confesaron con hipocresía, escondiendo demasiadas realidades imposibles de revelar, con su futuro inmediato más que decidido, sólo esperando dar el último paso, el que, posiblemente, les hubiera dificultado conciliar el sueño las noches pasadas, que no otra cosa, porque cada uno sabía a lo que se estaba enfrentando, lo que le esperaba, y no la mentira que estaban interpretando de cara a la galería, yo a tú vida, tú a la mía, con mi mujer, con mi trabajo, con mi familia, con mis amigos, con mi casa, con mi coche. Teatro, puro teatro. Levantándose el telón para acordar, en pocos minutos, porque no disponían de mucho más tiempo, que lo mejor para los dos sería hacer un intercambio definitivo; lo de Carlos sería para Carlos 4º, lo de Carlos 4º sería para Carlos, para siempre, porque, de no hacerlo así, tantos cambios podían producir los mismos efectos, las mismas obsesiones, las mismas perturbaciones, pero de forma reiterada, convirtiéndose todo esto en algo enfermizo que acabara por destruirles, no sólo a los dos, sino también a los seres queridos que les

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rodeaban. Así que, llegado el momento de iniciar el camino, cada uno seguiría adelante por sí solo, sin poder recurrir al otro, sin arrepentimiento alguno. Cada uno debería ser consecuente con su nueva vida, pensando, además, que ésta sería definitiva. Mentira, todo mentira.

Por lo tanto, tras no sé cuántas copas, que no fueron tantas esta vez, el tiempo les apremiaba, decidieron apostarlo todo, sabiendo cada uno para sí que estaban perdiendo algo que les había pertenecido, un pasado, pero también que estaban ganando algo, un futuro, que ya estaba escrito antes incluso de este mismo momento presente, en el que una tercera persona, hasta entonces sus amantes, les acompañarían en sus vidas sin tener que esconderse de nadie.

A partir de ese momento de la conversación, sólo anotaron en una hoja de papel la dirección de sus casas, la de sus trabajos, el número de matrícula de sus coches, intercambiaron sus móviles, sus documentos de identidad, las llaves de sus viviendas y de sus vehículos, y después se fueron a un cíber para abrir una cuenta por internet en la que traspasaron cada uno de sus saldos bancarios. No tenían por qué cambiar de identidad, sólo cambiar una mujer por otra, pero toda aquella parafernalia formaba parte del juego, ser otra persona legal sin dejar de ser uno mismo viviendo en una nueva existencia acompañado de una persona que dejaba de ser su amante para convertirse en algo más formal. Ni más, ni menos. Una estupidez, aunque posiblemente, para ellos mismos se estaban comportando de un modo inteligente. A partir de ese instante había comenzado el juego y cada uno tenía que buscarse la vida, aunque el juego, tal y como lo llamaban Carlos y Carlos 4º, la propia Lucía también, tejiendo los hilos de toda esta rocambolesca historia, había comenzado mucho antes, una tarde en la que cada uno de los Carlos se encontraron con una mujer a la que no conocían mientras esperaban su turno en la cola de un cuarto de baño de un bar cualquiera.

Por lo demás, Carlos y Carlos 4º se despidieron por última vez, imaginando que uno iría camino de la casa del otro, que el otro iría camino de la casa del uno, mientras Lucía esperaba con las maletas cargadas en el coche, camino de un destino lejano de aquella ciudad para comenzar una nueva etapa de la que Carlos no formaría parte, pensando, que aunque era el futuro que ella había decidido, su marido Carlos se lo había puesto demasiado fácil, no había luchado por  ella, no había opuesto apenas resistencia, lo cual le dolía, claro, aún sabiendo que se había comportado como una hija de puta con su marido, pero éste, respecto de ella, como un verdadero cabrón por no hacer más por salvar su matrimonio, lanzándose a una aventura con otra mujer a la que ni siquiera conocía, de la que ni siquiera sabía su nombre.

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Ya sabemos cómo es Carlos, cómo es Carlos 4º, cómo es Lucía, pero poco sabemos de Lucía 2ª, la mujer que en el vestíbulo del aeropuerto estaba esperando a Carlos, la que había decidido que, de no aparecer Carlos aquella tarde, tomaría su vuelo aunque tuviera que hacer su camino sola, sin marido, sin amante. Y Lucía 2ª era una mujer menos maquiavélica que Lucía, una mujer que tenía las cosas más claras que el resto de los tres personajes de esta historia, que actuaba de una forma más directa cuando estaba, como era el caso presente, convencida de ello. Por eso, Lucía 2ª no tuvo que urdir ningún plan para deshacerse de su marido, tal y como había hecho la otra Lucía, tal y como había hecho el propio Carlos 4º, tal y como había hecho el propio Carlos. Simplemente, se enamoró de Carlos un día, pidió un tiempo para resolver su vida personal, vida personal que no le había contado ni siquiera a Carlos y, cuando tenía claro lo que debía hacer, no tuvo ningún reparo en abandonar a su marido e iniciar una nueva vida, con la confianza, aunque también con el miedo, de que su amante le diera por aparecer a la hora convenida en el vestíbulo del aeropuerto, con su maleta de mano en la que guardaba varios conjuntos de ropa interior, un neceser con su cepillo y su pasta de dientes, con su frasco de Chanel 5, sus tacones de doce centímetros de Christian Louboutin, su cartera con su documentación y sus tarjetas de crédito, y un libro que acababa de adquirir en una de las tiendas del propio aeropuerto, Carlos y alguien más, una novela que le había llamado la atención por la ilustración de la portada, por la sinopsis que había leído en su contraportada; todo ello junto con dos pasajes para una ciudad que ella había decidido que debía ser su destino, una ciudad a la que regresaba algunos años después de enamorarse de ella tras visitarla con sus compañeras de facultad un verano de julio de hacía algún tiempo, para poder instalarse en un pequeño apartamento del barrio del Trastevere, para poder pasear por el Campo de Fiori, por la Piazza Navona, por la Piazza Venezia, por la Piazza di Trevi, por el Ponte de Sant Angelo, por la Via del Governo Vecchio, por la Piazza Augusto, por la Piazza de San Silvestro, por la Piazza di Spagna, por la Piazza Belli, por la Piazza del Popolo, por la Piazza de la Bocca della Veritá, por la Piazza de la Rotonda, por la Piazza de la Repubblica,  por la Via del Corso, por la Piazza de Santa Maria in Trastevere, por la Piazza Barberini, por la Via Veneto… De no haber aparecido Carlos aquella noche, Lucía 2ª, sin duda, hubiera seguido el rumbo de sus deseos, montando en aquel avión que la conduciría a su futuro, sola o acompañada. Lo mismo le daba, aunque hubiera preferido, claro está, sentirse protegida por la persona de la que se había enamorado.

Pero lo que no sabía Lucía 2ª es que días después recibiría una carta en el buzón de su casa, incluyendo una postal de un destino determinado, en la que su marido hasta hace pocas horas le pedía perdón por su comportamiento de aquel viernes de autos, una postal

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cuyo contenido decía más o menos lo siguiente:

              Hola Lucía:

Siento haberte hecho lo que te he hecho. Sí, he decidido abandonarte por otra persona sin que haya tenido el valor de advertirte de nada.

Pero estoy convencido de que serás feliz en adelante, que conocerás a otra persona de la que te enamorarás un día.

Gracias por todo lo que me has dado en el tiempo que hemos estado juntos.

              Con cariño, Carlos

Y lo que no sabía Carlos 4º es que aquella postal seguía esperando a ser leída por la persona a la que iba dirigida. Que abriera el buzón una tarde cualquiera, que viera la foto de una ciudad impresa en el anverso, y al acerca su mirada al reverso de la misma descubriera la letra de su marido con aquellas palabras de despedida. Pero la postal seguía allí, en aquel rincón oscuro, en aquel lugar solitario, porque su destinataria, para cuando la postal llegue a su destino, también estará en otro lugar desconocido para Carlos 4º, junto a Carlos.

Pero lo que no sabían ninguno de los cuatro, ni Carlos, ni Carlos 2º, ni Carlos 3º, ni Carlos 4º, ni Lucía, ni Lucía 2ª, es que estuvieron a punto de cruzarse en el mismo aeropuerto, porque la misma casualidad que les llevó a encontrarse una tarde en sus vidas, les llevó a elegir precisamente aquel día de viernes para poner tierra de por medio en sus respectivas despedidas sin decir adiós. Pero aquel encuentro no llegó a producirse, porque el avión de Carlos y Lucía 2ª había despegado a las 22:00 horas, mientras el que había alejado de esta ciudad a Lucía y Carlos 4º lo había hecho un par de horas antes.

Por ese intervalo de tiempo de dos horas no habían tenido la ocasión de poder enfrentarse de nuevo a su pasado más reciente, de poder, siquiera, decirse hasta pronto, buen viaje.

Los que habéis estado siguiendo esta historia habéis podido imaginar que, en todo este final de vidas cruzadas, Carlos es Carlos, pero también es Carlos 3º, Que Carlos 2º es Carlos 2º, pero también es Carlos 4º. Que Lucía 2ª y Lucía 3ª son la misma persona. Que Lucía y Lucía 4ª también son la misma persona.

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X

 

 

Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse entre sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondería conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así que, mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás.

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Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del que sería, a partir de ahora, el portal de su vivienda. Con cierto nerviosismo encontró las llaves en el bolsillo de su pantalón, probó varias, como si fuese la primera vez que las usaba, hasta que consiguió abrir el portón de hierro y cristal que le separaba de su otra realidad ya extinguida. Se adentró en la oscuridad del vestíbulo buscando el interruptor que iluminara la escalera, también el espacio reservado a los seis buzones –dos por planta- de sus nuevos vecinos, hasta dar con el que le correspondía, con el nombre de la mujer justo debajo del suyo y, cómo no podía ser de otra forma, también se llamaba Lucía, aunque los apellidos no coincidieran con los de la otra Lucía. Al menos, algo había avanzado en su adaptación a su flamante existencia sin necesidad de hacer demasiadas preguntas, algunas imbéciles, otras insospechadas. A continuación, se dio un respiro antes de subir los cuatro tramos de escalera que debían conducirle hasta la puerta de la vivienda. Era evidente que se encontraba algo alterado, excitado, nervioso, pero, no por ello, sintió el deseo de dar marcha atrás al reloj del tiempo y regresar a sus calles empedradas de la Alameda de Hércules. Se trataba de una decisión firme, sólo que había que asumir las consecuencias y adaptarse a ellas. Así, sin más preámbulos, se atrevió a abrir aquella puerta de color madera oscura. En la opacidad de la estancia que sus ojos descubrían nada más atravesar el umbral, una luz, que procedía de algún recóndito rincón de la casa, denotaba la presencia cercana de Lucía. Sólo se le  ocurrió encender luces, como una forma de ir familiarizándose con aquellas paredes, con aquellos ambientes, con aquel mobiliario, además de avisar a Lucía de su llegada.

- ¡Lucía, acabo de llegar!

Una vivienda como cualquier otra, sin nada que le llamara la atención especialmente, ni siquiera aquella enorme pantalla de televisión donde Carlos 2º disfrutaría de las películas de Louis Malle.

A pesar de la luz que provenía desde algún rincón del habitáculo, de su voz alertando a Lucía de su llegada, el silencio seguía siendo el sonido predominante.

Se atrevió a adentrarse algo más, recorrer el largo pasillo que conectaba las distintas habitaciones con el salón. Tres puertas cerradas a cal y canto y una abierta, de donde procedía la claridad que se proyectaba en el salón. Alguien había salido y había dejado la luz encendida. Por lo demás, todo parecía en orden, la cama de matrimonio hecha, las puertas del armario cerradas, ningún trapo olvidado en

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ningún recodo. Se notaba que, entre aquellas cuatro paredes, predominaba un espíritu femenino, porque a ningún hombre se le ocurriría mantener aquel estado de disciplina.

Para ocupar su tiempo y, mientras esperaba que algo sucediera, se entretuvo en husmear un poco, total, era su nuevo hogar, podría sentirse como si estuviera en casa, con todo el derecho del mundo para ir haciéndose con ella, acostumbrándose al orden, al estado de las cosas.

Lo primero que se le ocurrió hacer fue abrir el amplio ropero de dos puertas. Al abrir la primera de ellas, para su sorpresa, descubrió como todo su contenido estaba ocupado por ropa masculina, no demasiado abundante. Algunas camisas perfectamente dispuestas en perchas, al igual que pantalones de vestir, unas chaquetas más bien de sport. Justo debajo, chalecos y camisetas correctamente plegados y poco más. Justo en la puerta contigua, un segundo batiente cerrado, pero con la llave colocada en la misma cerradura, sin intención alguna de esconder nada, sólo de mantener la armonía, el pudor de ocultar a los ojos de cualquier curioso un vestuario, como si fuese algo personal y privado sin más. En su interior, solamente algunas cajas de zapatos ordenadas, el resto completamente vacío.

Puede que hubiera convivido alguna mujer entre aquellas cuatro paredes, pero estaba claro que, actualmente, ya no formaba parte de su decoración, ni siquiera Lucía, cuyo nombre continuaba figurando en los buzones. Pudo haber vivido en un momento dado, pero resultaba evidente que, en el momento presente, no era así. Todo cuanto ofrecía a la vista aquella habitación eran restos masculinos. Después, Carlos se atrevió a inspeccionar, ahora con más curiosidad, con menos delicadeza, el resto de la casa. Una segunda habitación  dedicada a despacho-biblioteca, guardando en todo momento la placidez, la pulcritud de un espacio que parece que ha dejado de tener su sentido de existir, del que, además, muchos de sus habitantes parecían haber sido secuestrados, dado que gran parte de los estantes estaban desocupados. Por lo demás, una mesa-escritorio limpia y ordenada, sin ningún papel en su superficie que pudiera llamar la atención, sólo con un ordenador de sobremesa algo antiguo, no más avanzado que un Pentium II, con uno de esos monitores CRT, que nos recuerdan a los televisores antiguos con su tubo de imagen. Tanta inacción y sosiego parecía más bien el reflejo de una exposición de oficinas que no conocía más vida que aquella que pudieran proporcionarle los futuros clientes, acomodándose en un sillón de esos con brazos, antes de levantarse y probar con otro, con otros, buscando siempre el más cómodo, el más barato, el más con el estilo de la decoración de su casa, Ya veremos, lo pensaremos. Una tercera habitación un poco peculiar. Carlos encendió

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la luz para verla en toda su integridad, con toda nitidez. En el techo, varios focos adosados al mismo destellaban una potente luminosidad blanca, como dando la sensación de encontrarse en las dependencias de un hospital. Todas las superficies se encontraban pintadas de un blanco absoluto, impoluto, impecable, intachable, excepto una de las paredes, cuya decoración llamaba poderosamente la atención. En el centro, un dibujo en blanco y negro pintado a carboncillo, realizado a mano como tuvo la oportunidad de comprobar al pasar un dedo por la imagen y examinar su textura, una ilustración que le infundió auténtico pavor, deseos de salir corriendo en busca de sus calles empedradas de la Alameda de Hércules, de asomarse al balcón para respirar aire puro, si eso era posible, recordándole aquellos trazos ciertos acontecimientos recientes de su vida. Alrededor de la misma, una serie de poemas escritos a mano cuyos versos se deslizaban sobre la misma pared, en el contorno del dibujo, caligrafiados con un rotulador de color negro y de línea gruesa, descubriendo, a través de su lectura, que se trataban de estrofas compuestas por André Breton. Un conjunto que representaba, más o menos, la siguiente imagen:

 

 

 

 

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El resto de la pieza estaba ocupada por una cama de esas antiguas de níquel, lacada en blanco, con una colcha bordada de la misma tonalidad, un armario empotrado de puerta corredera del mismo color, un escritorio perfectamente ordenado y sobre el que había, únicamente, un ordenador portátil, junto a una silla de esas plegables. Todo del mismo color lechoso. Nada más, ni nada menos.

Carlos estaba tan impactado por la imagen de aquella habitación, que ni siquiera sintió la curiosidad por abrir el ropero, por descubrir qué es lo que se escondía en su interior. Simplemente, apagó la luz y cerró la puerta, regresando al salón y sin ganas de abrir la tercera puerta cerrada que, posiblemente, ocuparía el cuarto de baño. Sintió miedo, turbación, asombro, desconfianza. Y lo sintió, porque aquel dibujo pintado a mano sobre la pared de aquella habitación blanca cuya puerta acababa de cerrar, simbolizaba lo que había sido su vida durante las últimas semanas, el punto y seguido que había puesto en ella hacía escasos minutos, mientras sellaba con Carlos 2º la alianza de intercambiar sus identidades: un solo cuerpo, una sola cabeza, con dos rostros, con dos identidades.

Al llegar de nuevo al salón, se encontró unos papeles dispuestos sobre una mesita baja de cristal, justo delante de un horroroso sofá tapizado en pana de color marrón descolorido. Acercó sus ojos a las hojas caligrafiadas en tinta negra, presintiendo que, después de todo

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aquel orden imperante en la casa, el hecho de encontrar aquellos folios a la vista, sólo podía tener una intención, que su contenido estuviera destinado para Carlos, porque de lo contrario no tenía sentido dejarlos allí, ni siquiera un olvido tan evidente, así que, sin duda, él debía ser el destinatario de aquellas innumerables palabras. Era la forma lógica que Carlos 2º había considerado para dirigirse a Carlos para que éste reparara. Todo perfectamente ordenado a lo largo de la vivienda, excepto aquellas hojas escritas y abandonadas en la superficie de una mesa para él.

«Hola Carlos,

«Primero quisiera pedirte perdón por todo lo que voy a decirte, por lo que te he hecho y de lo que imagino, ahora que has visto estas hojas, eres ya consciente.

«Te me mentido respecto de mi mujer. De hecho, no he compartido mi vida con ninguna mujer hasta ahora, aparte de las que han formado parte de mi familia, claro está. Vamos que soy una persona soltera, que no tengo pareja, lo que sin duda habrás comprobado al husmear un poco por la casa, porque seguro que lo habrás hecho, yo hubiera actuado así de encontrarme en tu situación. ¿Lo del nombre en el buzón junto al mío? En esto no te he engañado, Lucía existe. Vive en la vivienda en la que tú te encuentras ahora, pero, posiblemente, no te habrás fijado en su nombre completo cuando lo has leído en el buzón. Sólo te has fijado en L-U-C-Í-A. Era de prever que no lo hicieras, tan emocionado como ibas esta tarde dispuesto a estrenar una nueva vida, a encontrarte con una chica joven y guapa con la que poder compartir todas tus noches. Lo siento, Carlos. Si vuelves a bajar las escaleras, si te pones delante del buzón, si lees atentamente los nombres, verás, que junto al mío, figura una Lucía cuyos apellidos concuerdan con los míos. Si, Carlos. Lucía es mi hermana. Bueno, desde hoy, pasa a ser la tuya. Por eso te he escrito estas páginas, para hablarte de ella, de la relación que Lucía ha tenido con el hecho de que haya intercambiado mi vida con la tuya.

«Me daba igual la vida que tú pudieras tener antes de encontrarme contigo. Que tuvieras mujer, que tuvieras trabajo, que tuvieras familia, que tuvieras amigos, que no tuvieras nada que poder ofrecerme. Pero yo ya no podía seguir adelante con la mía, había llegado el momento de intentar salir de ella. No podía seguir haciéndome cargo de Lucía por más tiempo, porque Lucía estaba acabando conmigo, con cualquier posibilidad de seguir avanzando, de llegar a ser feliz algún día. Así, que tenía que huir de mi vida anterior como fuera. Por eso, aquella tarde que nos encontramos en el FNAC se me vino a la cabeza la posibilidad de escapar de mi realidad y poder

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entrar en la de cualquiera, me daba igual, no era exigente con la que pudiera encontrarme. Sobre esa hipótesis he ido construyendo todo este proyecto que me ha llevado a desprenderme, incluso, de mi verdadera identidad.

«Me he dado cuenta en todo este tiempo que eres una buena persona, que eres una persona confiada, que eres una persona serena. Más o menos, lo que Lucía puede necesitar a su lado. Por eso pensé que tú eras el sujeto idóneo para hacerse cargo de ella. Pero Lucía no es mi mujer, sino mi hermana, tu hermana, así que, espero, no se te vaya a ocurrir hacer ninguna tontería de la que pudieras arrepentirte algún día. Imagino que sabes por dónde voy.

«Tengo varias cosas que contarte… me hago un lío.

«Ah, tampoco trabajo para el Estado, ni para la Seguridad Social, ni siquiera trabajo, aunque tampoco me ha importado demasiado. Cuando falleció mi padre me dejó un buen pico en herencia, además de la responsabilidad de hacerme cargo de Lucía. Así, que no te aconsejo que te acerques a la oficina de la Seguridad Social cuya dirección te he anotado esta tarde en el papel, porque puedes hacer el ridículo. Te lo digo por ti. Aunque visto de otra forma, si tienes que hacer alguna gestión con ellos, no seré yo quien te lo impida. También decirte, que puedes volver a tu trabajo, Carlos, al despacho que has dejado esta tarde antes de encontrarte conmigo. No lo voy a necesitar, ya te he dicho que no necesito trabajar, además… bueno, después te lo digo, porque como no siga un orden en la narración de esta carta, con la de cantidad de cosas que me quedan por decirte, siento que me voy a perder, que voy a dejarme cosas en el tintero que debo confesarte, y ya hemos dejado claro que lo que hemos hecho no tiene retorno. Es el momento de decirte todo lo que debo decirte, o ahora, o nunca.

« ¿Por dónde iba? ¿Lo ves? Ah, sí, por lo del trabajo. Ya sabes lo que te he dicho. Por lo demás, no creo que te haya contado demasiadas mentiras más. Es cierto que tengo treinta y un años, más o menos como tú, aunque no hayamos nacido el mismo día del mismo mes. Tú a primeros de un año y yo a finales del mismo año, mediando entre los dos un parto, como si hubiésemos sido hijos de la misma madre, hermanos separados en un momento de sus vidas, que se encuentran a los treinta y un años para separarse definitivamente sine die, aunque nunca se pueden hacer afirmaciones tan rotundas en esta caprichosa vida. La intención es que no. No creo que tú tengas tampoco ganas de volver a verme la cara después de esta tarde, de la lectura de esta interminable carta. Hemos llegado a un acuerdo, no puedes romperlo. Sé que eres una persona de palabra y confío plenamente en ti. Además, nadie llegaría a creerte. Aunque tengas un pasado que muchas

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personas conocen, nadie se tragaría que dos personas pueden resultar tan idénticos que, en un encuentro fortuito, deciden intercambiar sus vidas sin más, sin que nadie, ni siquiera quienes les conocen más a fondo, lleguen a percatarse del cambio. Te tomarían por un loco, por un demente, por un perturbado, por un desequilibrado. No es tu forma de ser, Carlos. Más bien, consciente como eres de tu situación actual, intentarás salir adelante con tu nuevo rol. Esto es lo que harás, estoy convencido de ello.

«Afortunadamente, después de despedirnos por última vez esta tarde, sé que no te has ido directamente a tu nueva casa, en la que debes encontrarte ahora si es que estás leyendo estas hojas, que espero que sea así y no te hayas arrepentido a última hora, porque has decidido por dar un paseo por el centro de la ciudad hasta atreverte a cruzar el río. Al principio temía que no me diera tiempo para terminar esta larga carta, a la que le he estado dando vueltas y más vueltas desde hace varios días, también para recoger algunas cosas, incluidas las cinco películas de la Colección Exclusiva FNAC, esas que compré el primer día cuando nos encontramos, las de Louis Malle, ya sabes. Pero agradezco tu parsimonia, con ella, al menos, me ha permitido hacer todo esto que tenía pendiente, mientras tú te perdías en tus miles de dudas. En ese intervalo de tiempo he vuelto al lugar donde tú te encuentras ahora para poder rematar estar hojas, para decirte todo lo que tú no tenías porqué saber. Y debo ir concluyendo, porque sé que estás a punto de llegar. ¡La cara que pondrías si me vieras aquí! No puedo imaginarme lo que tendría que inventarme para serte convincente.

«Bueno, varias cosas prácticas: la casa en la que te encuentras, de la que te he dado un juego de llaves, es de Lucía. Cuando falleció mi padre se la dejó en herencia a ella, así que, tú sabrás lo que tienes que hacer al respecto. Sobre el coche cuyas llaves te he dado esta tarde, se encuentra aparcado en la primera calle que te encuentres a la derecha. El Renault Clío de color rojo. Tiene unos pocos años, unos cuantos de miles de kilómetros, pero de momento funciona a la perfección. Al final de estas palabras te dejo anotado el número de matrícula, por si acaso eres tan torpe que no lo encuentras.

«Respecto a la familia, tampoco tienes que preocuparte mucho. Además de Lucía, no tengo más hermanos. Mi padre, ha fallecido. Mi madre lleva unos años ingresada en una residencia para personas con alzhéimer, así que no creo que se acuerde de ti, ni de mí, ni de nadie. ¿Y amigos? No creo que te molesten mucho, pero siempre te puedes quedar con los tuyos. Tú verás, es tu decisión.

«Por último, sólo me queda hablarte de Lucía. Ya te he dicho

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antes que es mi hermana, Desde que falleció mi padre me he encargado de su cuidado. Lucía siempre fue una niña especial, con problemas de atención, con problemas de memoria, pero mis padres lo achacaron más a la edad que a una posible enfermedad mental, por eso, cuando a sus veinte años decidieron, por fin, poner remedio a su comportamiento, la enfermedad se había instalado en su mente para quedarse, y ahí sigue. A pesar de todo, Lucía es una persona con una capacidad creativa especial, aunque a su forma. Si te ha dado por entrar en su habitación, te habrás dado cuenta de lo que te estoy diciendo. A pesar de todas sus alteraciones, Lucía es una chica normal que reclama permanentemente toda tu atención, claro, cuando ella quiere, cuando no, se aísla en su habitación y no hay forma de sacarla de su mundo, así que, te aconsejo que te dejes llevar un poco por ella, que no intentes ser agresivo, pero tampoco paternalista, que controles sobre todo el cumplimiento de su medicación, que no abandone el centro al que va de lunes a viernes, que tenga unos hábitos de vida saludables, que intente hacer amigos, que intentes estar a su lado para que no se encuentre sola en el momento que te necesite. No sé si Lucía se dará cuenta del cambio, ella es muy inteligente, pero si lo hace, intenta convencerla de que no es más que otra alucinación de las suyas, que sí que eres su hermano mayor, el Carlos con el que siempre ha estado muy unida desde pequeña, que la ha estado ayudando a ser una mujer normal. Si me haces caso, no tendrás ningún problema con ella. Si te es imposible hacerte cargo de Lucía, por favor no la dejes sola en casa, habla con el centro y que se quede permanentemente en él. Me ha dado mucha pena desprenderme de ella, pero ahora es responsabilidad tuya.

«No te preocupes por el dinero. En este terreno, ella tiene medios para vivir por sí sola sin que tengas que pagarle nada. Su patrimonio le daría para vivir varias vidas como la suya, pero no te preocupes por su administración, desde el propio centro en el que se encuentra se encargan de todo. Pero eso sí, intenta convencerla  que no gaste más de la cuenta, que no derroche en tonterías. Su dinero para ella es muy importante, siempre piensa que queremos quitárselo, adueñarnos de él, pero, simplemente, lo que deseamos es que haga un buen uso de sus cosas, que las valore.

«Bueno, sé que estás a punto de llegar. Como te he dicho antes, no me gustaría que me encontraras aquí. Creo que no tengo nada más que decirte, si se me olvida algo sé que eres lo suficientemente inteligente para salir adelante sin mi ayuda. Sólo que lo siento, Carlos. Pareces un buen chico. Suerte.

« Posdata: Lucía llegará mañana a partir de las 17:00 horas. Esta noche dormirá en el centro. Por motivos evidentes he decidido que era

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lo mejor que podía hacer por ella en mi último día a su lado. No te preocupes por sus horarios. La recogen por las mañanas a eso de las 09:30 horas, y la traen a partir de las 17:00 horas, de lunes a viernes. También la puedes dejar alguna noche, no importa el día, si se surge cualquier imprevisto. Ella lo entendería. Por lo demás, haz lo que harías si tuvieras al cuidado a una hermana. Y Lucía es tu ahora tu hermana, recuérdalo.

 

«Tu otra identidad, Carlos»

 

Y la otra Lucía, llamémosla Lucía 2ª, llegó al día siguiente a partir de las 17:00 horas, tal y como Carlos 2º le había dicho. Llamó a la puerta y, sin un “Hola”, sin un beso, sin decir nada, se encerró en su habitación.

Sólo era sábado, sólo llevaba una noche fuera de la que había sido su casa durante los últimos años, lejos de la que había sido su mujer, y parecía que había pasado un mundo. Lo echaba todo de menos, pero la preocupación por la persona que se había encerrado en su cuarto se impuso sobre todo su pasado. No sabía qué hacer en un momento como aquel, al que se enfrentaba por primera vez en su vida. Si entrar en la habitación de Lucía 2ª, si llamarla, si dejarla que saliera cuando ella quisiera hacerlo. Aquella mañana había salido para comprar provisiones, algo de ropa para él, aunque la que Carlos 2º había dejado en el armario le venía bien, así que, no le quedaba otra cosa que hacer que esperar. ¡Era todo tan distinto a cualquier otro sábado anterior!

Siguió esperando, con la televisión apagada y con algo de música puesta de fondo, imaginando miles de conversaciones y comportamientos con Lucía 2ª.

Llegadas las 21:00 horas se armó de valor para hacer lo que había estado pensando hacer: entró en el dormitorio de Lucía 2ª, encendió la luz y la descubrió tumbada sobre la cama.

- ¿Lucía?

Pero Lucía 2ª seguía tumbada boca abajo sin responder a la llamada de Carlos. Sin abandonar su intento de acercamiento, Carlos siguió insistiendo.

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- ¡Lucía, por favor!

- ¿Qué quieres?

- Intentar hablar contigo.

- No tengo nada que hablar contigo. No te conozco.

- ¿Cómo que no me conoces, Lucía?

Lucía 2ª se incorporó en la cama y apoyó su cabeza contra la pared, sentada, y mirando directamente a Carlos.

- No sé quién eres, pero mi hermano estoy segura que no. Podré estar loca, pero no soy tonta.

- No te he dicho que seas tonta, ni que estés loca, Lucía.

- Me vas a gastar el nombre de tanto usarlo.

- Te llamas Lucía, ¿o no?

- Eso dicen, pero qué más da cómo me llame. Ahora dime, ¿qué quieres?

- ¿Podemos dar una vuelta? ¿Podemos hablar? ¿Podemos hacer algo?

- ¿Dónde está mi hermano?

- ¿Qué quieres que te diga?

- Lo que te estoy preguntado. Se ha cansado de mí, se ha ido, te ha dejado a mi cargo… Pero, seas quién seas yo sé cuidarme por mí misma, ¿qué te crees?

- Yo no me creo nada, sólo intento hacer todo esto más fácil.

- ¿Qué es todo esto?

- Lo que hay entre tú y yo.

- Entre tú y yo no hay nada.

- Como quieras.

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Y Carlos volvió a cerrar la habitación. Regresó al salón y se quedó sentando en el sofá sin saber muy bien qué hacer. Así que no hizo nada, salvo esperar, sin saber a ciencia cierta qué es lo que debía esperar.

Lucía no tardó más de media hora en salir de su dormitorio, sentándose junto a Carlos en el mismo sofá, mirándole fijamente a los ojos, comiéndosele con una mirada penetrante.

- Vale, tengamos la fiesta en paz, pero tú no eres mi hermano, como te llames.

- Carlos.

- Carlos es mi hermano.

- Yo soy Carlos, Lucía.

- Bueno, también puedes llamarte Carlos, pero no eres mi hermano.

- No voy a discutir sobre eso ahora, Lucía.

- No tengo ganas de discutir contigo ahora.

- Yo tampoco.

- ¿No me ibas a invitar a comer?

- Si es lo que quieres.

- Me lo has dicho tú antes.

- Es cierto, te lo he dicho yo antes.

Salieron y se fueron a cenar a un bar del mismo barrio y, aunque al principio la conversación se fue desarrollando a trompicones, pronto fue haciéndose más fluida entre los dos en el momento en que Lucía 2ª parecía empezar a confiar en quien para ella era un perfecto desconocido hasta esta misma tarde.

Lucía 2ª le habló de muchas cosas. Le contó que ella no existía desde hacía tiempo. Que sólo existían su padre, su madre y su hermano Carlos, antes de abandonarla, cuando aún era pequeño. Le contó que su padre era comercial, dedicándose a vender vinos y licores por todos lados, mientras su madre se dedicaba al cuidado de su hijo pequeño, que hasta entonces sólo era uno. Que en uno de sus viajes su padre le

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trajo un regalo a su madre. Que ese regalo era un huevo. Que como la madre no sabía muy bien qué hacer con el huevo, se dedicó a incubarlo durante semanas, como si fuera un ave. Que de ese huevo y con el calor de su madre salió ella. Que por eso, posiblemente, su madre se volvió loca con los años, por haberse convertido en un ave, por haber tenido una cría salida de un huevo, perdiendo la cabeza y teniendo que encerrarla en una residencia porque nadie la soportaba más.

- Tu madre tiene una enfermedad, Lucía. Por culpa de esa enfermedad ha perdido la memoria, se le han olvidado muchas cosas.

- Tú qué sabes, ¿eres médico?

- No, no soy médico.

- Pues entonces cállate. Pero conmigo no lo han conseguido.

- No han conseguido qué, Lucía.

- Volverme loca, encerrarme.

- Tú no estás loca, tienes una enfermedad solamente. Pero eres una persona normal.

- ¿Tú sabes qué es la normalidad?

- Realmente no sé muy bien qué es la normalidad.

- Entonces, no hables de ella.

- Llevas razón, Lucía.

- Pero me mandaron a un centro, y no sé todavía muy bien el porqué.

- Te mandaron a ese centro porque te venían bien sus cuidados, y te siguen viniendo bien.

- ¿Ha estado alguna vez en alguno de ellos?

- No.

- Entonces no sabes si se está bien o no en uno de esos centros.

- Pero imagino que deben sentarte bien.

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- Imaginas, imaginas. Todo lo que yo imagino es una locura, lo que imaginan los demás debe ser lo correcto.

Aparte de todas esas largas conversaciones, Lucía 2ª también le contó sus problemas en el colegio, sus dificultades para hacer amigos, los obstáculos que le impedían comunicarse con los demás. Ella era consciente de que algo raro le pasaba a su cabeza, que los demás no se comportaban como ella lo hacía, que no llegaban a comprenderla. Pero ella tampoco entendía a los demás, sin saber realmente quiénes eran los que tenían las verdaderas dificultades de entendimiento. Tal vez por todo ello su padre se murió un día sin avisar, pensaba Lucía. Debía de estar hasta los cojones de que su mujer y su hija estuvieran un poco regular de la cabeza, que era lo mejor que le podía pasar para poder deshacerse de ellas sin tener que acabar en la cárcel. Que fue a partir de ese momento cuando su hermano empezó a hacerse cargo de ella, hasta ahora que la ha abandonado.

- Es mejor que me abandone mi hermano. Siempre es preferible eso que morirse como lo hizo mi padre.

- No pienses así, Lucía.

- ¿Tienes otra explicación?

- Hay cosas que parecen no tener una explicación lógica, pero, con el tiempo, llegamos a comprenderlas.

- Oye, ¿tú no habrás venido a quedarte con mi dinero?

- Me da igual tú dinero, Lucía.

Y siguieron hablando de miles de cosas, de miles de proyectos que Lucía tenía en la cabeza de cara a su futuro. Y los soltaba conforme le venían: podíamos montar una empresa juntos, podíamos hacer un viajes juntos, podíamos tener un hijo juntos, podíamos hacer miles de cosas juntos, podíamos… Pero Carlos le dejó claro desde el primer momento, que fuera o no fuera su hermano, debían tratarse y respetarse como tales.

- Seguro que has dejado a tú mujer por mí.

- ¡Qué más te da lo que yo haya hecho con mi vida!

- Eres mucho más imbécil que mi hermano. Mi hermano nunca hubiera hecho por ti lo que tú estás haciendo por él. Lo tengo muy claro. Si no quieres mi dinero, si no quieres estar conmigo… Hay cosas

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que se me escapan.

- Lo importante es que tú estés bien.

- ¿Es que no te gusto como mujer?

- Ese no es el tema, Lucía.

- Pues debe estar relacionado.

- Eres una chica joven, eres guapa, nadie te lo discute, pero eres mi hermana.

- Otra vez con lo mismo. No soy tú hermana, diferente es que tú lo asumas como si lo fuera. Lo dicho, tonto del capirote.

Y Carlos dedicó todo el tiempo que pudo dedicar a Lucía 2ª, sin olvidarse de su trabajo, sin olvidarse de sus verdaderos padres, sin dar demasiadas explicaciones respecto de Lucía 2ª a los demás. Sabía lo que tenía que hacer y era responsable de ello. Como si fuesen dos seres que vivían juntos gran parte de su tiempo, que se necesitaban el uno al otro, igual que aquella película que un día compartieron en la televisión, sentados en el sofá del salón, mientras Lucía 2ª apoyaba su cabeza en el pecho de Carlos, sin dejar de mirar fijamente a la pantalla, como si lo que estuviese viendo en ella no fuese más que un reflejo de su vida misma, una película en la que Elling tenía una vida complicada y una imaginación hiperactiva, y siempre había sido mimado por su madre. Así hasta que su madre muere, costándole un mundo adaptarse a su nueva vida y teniendo que ser ingresado en un centro, del que saldrá para compartir un piso tutelado en Oslo junto a su compañero Kjell, su hermano de sangre. Un piso donde se supone que los dos deberán ser capaces de cuidar de sí mismos.

 

 

 

 

XI

 

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Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse entre sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondería conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así que, mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás. Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del que sería, a partir de ahora, el portal de su vivienda. Con cierto nerviosismo encontró las llaves en el bolsillo de su pantalón, probó varias, como si fuese la primera vez que las usaba, hasta que consiguió abrir el portón de hierro

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y cristal que le separaba de su otra realidad ya extinguida. Se adentró en la oscuridad del vestíbulo buscando el interruptor que iluminara la escalera, también el espacio reservado a los seis buzones –dos por planta- de sus nuevos vecinos, hasta dar con el que le correspondía, con el nombre de la mujer justo debajo del suyo y, cómo no podía ser de otra forma, también se llamaba Lucía, aunque los apellidos no coincidieran con los de la otra Lucía. Al menos, algo había avanzado en su adaptación a su flamante existencia sin necesidad de hacer demasiadas preguntas, algunas imbéciles, otras insospechadas. A continuación, se dio un respiro antes de subir los cuatro tramos de escalera que debían conducirle hasta la puerta de la vivienda. Era evidente que se encontraba algo alterado, excitado, nervioso, pero no por ello, sintió el deseo de dar marcha atrás al reloj del tiempo y regresar a sus calles empedradas de la Alameda de Hércules. Se trataba de una decisión firme, sólo que había que asumir las consecuencias y adaptarse a ellas. Así, sin más preámbulos, se atrevió a abrir aquella puerta de color madera oscura. En la opacidad de la estancia que sus ojos descubrían nada más atravesar el umbral, una luz, que procedía de algún recóndito rincón de la casa, denotaba la presencia cercana de Lucía. Sólo se le  ocurrió encender luces, como una forma de ir familiarizándose con aquellas paredes, con aquellos ambientes, con aquel mobiliario, además de avisar a Lucía de su llegada.

- ¡Lucía, acabo de llegar!

Una vivienda como cualquier otra, sin nada que le llamara la atención especialmente, ni siquiera aquella enorme pantalla de televisión en la que Carlos 2º disfrutaría de sus películas de Louis Malle.

Viéndola aparecer saliendo de un largo pasillo, en ropa interior, acercándosele, impetuosamente, con una sonrisa de oreja a oreja, para abrazarle. Podría utilizarse mil y un adjetivos para definirla, pero en uno se resumían todos ellos: aquella Lucía, llamémosle Lucía 2ª, era una chica guapa.

- ¡Hola, cariño!

- ¿Y este recibimiento, Lucía?

- Nada en especial, mi vida. Hay días en los que me siento especialmente feliz de estar a tu lado. Anda, dúchate y arréglate. He reservado una mesa para cenar.

- Gracias por la parte que me corresponde, Lucía.

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- Eres mi amor, cariño.

Sintiendo, por primera vez, un profundo beso de aquellos labios que hizo reaccionar, como no podría ser de otra forma, el cuerpo de Carlos. Prolongado, interminable, sin reparar en la más que probable posibilidad de que aquella Lucía 2ª se diera cuenta del cambio, de que la lengua que tenía anudada a la suya no fuera la misma a la de la noche anterior. Pero Lucía 2ª no reparó en ello y siguió toqueteando con la suya a la de su presunto marido, mientras Carlos soportaba, no sin dificultad, el deseo que emergía de su entrepierna, pero sin atreverse a nada más, sólo a dejarse hacer por aquella otra Lucía, hasta donde ella estuviese dispuesta a llegar.

Despegando sus labios de los de Carlos, Lucía le miró fijamente a los ojos con mirada vidriosa que denotaba emoción, antes de expresarle lo que verdaderamente sentía por aquel hombre.

- ¡No sabes cuánto te amo, Carlos!

Empujándole después para que se cambiara porque se hacía tarde, sin esperar, en ningún momento, la respuesta de Carlos a aquellas palabras. Si bien es cierto que Carlos no supo tener respuesta, sorprendido como estaba por aquel primer encuentro con Lucía 2ª.

Y Carlos se perdió en la humedad de un cuarto de baño recién usado; primero eliminó los restos de excitación de su cuerpo con papel higiénico; después, rastreó entre los cientos de botes amontonados en tan reducida superficie, indagó entre las marcas de desodorante, de geles de baño, de champús, de perfumes. Tampoco nada del otro mundo, nada imposible a lo que pudiera acostumbrarse, o ir cambiando poco a poco en sus hábitos. Más tarde se extravió en los vericuetos de su armario, sin saber qué debía ponerse. ¿Qué entendería Lucía 2ª por arreglarse¿ ¿Cómo se arreglaría Carlos 2º cuando su mujer se lo pedía? Por lo que pensó, que lo más fácil era dejarse llevar por la situación, aprovechando que Lucía 2ª se encontraba cerca de él, aún con su conjunto de encaje negro, maquillándose delante de un espejo de pie adosado a una de las paredes del dormitorio.

- ¿Lucía, que te apetece que me ponga? Elígeme la ropa tú hoy.

- No seas tonto, si es lo que hago cada vez que salimos.

- Por eso te lo digo.

Y fue Lucía 2ª la que eligió la ropa de Carlos, tan ajustada a su cuerpo como si hubiese sido él mismo quien la hubiese comprado.

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- Estás guapísimo, cariño.

- Gracias.

- ¿Te pasa algo? No sé, te noto un poco raro, como si estuvieras en otra parte.

- No te preocupes. Si estoy en otra parte, regresaré pronto para estar contigo.

Y no es que Carlos estuviese en otra parte, más bien estaba asimilando todas las novedades. La vivienda podría considerarse una vivienda normal, como la de cualquier otra pareja joven. El mobiliario, la decoración más bien funcional-sueca. Lucía, aparte de guapa, era bastante más joven de lo que esperaba, a lo sumo acabaría de cumplir los veinticinco años. Por lo demás, nada que le llamara especialmente la atención.

Cuando ella terminó con su engalanamiento para aquella noche,  completamente vestida de oscuro, ataviada con aquel ajuar de juventud, como a Carlos le gustaba ver a Lucía, se la quedó mirando, sin ni siquiera tener un pensamiento para su mujer. A Carlos le gustaba aquella chica que acababa de adquirir, sí, de adquirir, porque no debemos olvidarnos nunca de la forma en que Lucía 2ª había llegado a la vida de Carlos, un simple intercambio, una simple mercancía, un simple “va en el lote”, por muy doloroso e inexplicable que pudieran parecer estas palabras. Es lo primero que han hecho esta tarde Carlos y Carlos 2º al cerrar el trato.

A pesar de todas las novedades que le rodeaban, no podía decirse que Carlos se sintiera incómodo, aunque todo podía complicarse en cualquier momento, o no. Tampoco quiso ir más allá, ahondar en la realidad que estaba descubriendo; tan sólo desnudarla y adaptarse a su nuevo hábitat como un perro recién adoptado que intenta familiarizarse con todos los objetos que le rodean, salvo que a él, a Carlos, no le dio por olisquear las cosas extrañas que le cercaban, que eran prácticamente todas.

Una vez listo los dos, se dirigieron a uno de los restaurantes más renombrados del barrio. A pie estaba a menos de diez minutos de distancia, y eso que caminaban con parsimonia por culpa de los tacones de Lucía 2ª y sus dificultades para andar por aquellas superficies accidentadas de las calles. En todo el trayecto apenas se dijeron nada, solamente sus manos entrelazadas, o algún que otro gesto de ella apretando con sus dedos los de Carlos. No por ello, los pensamientos dejaban de agolparse en la cabeza de él, pensamientos que no tuvo el

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valor de formular en voz alta, del tipo: ¿Qué ocurriría si de repente le dijera a Lucía 2ª, Lucía, me llamo Carlos, pero no soy tu marido. Tu marido y yo hemos intercambiado nuestras vidas, por ningún motivo concreto, sólo por tener la posibilidad, cosa que no puede hacer cualquiera, de volver a nacer de nuevo, con una nueva familia, con unos nuevos amigos, con un nuevo trabajo, con una nueva mujer que en este caso eres tú? Y conforme esta reflexión se desarrollaba en su imaginación, como si estuviera visualizando el metraje de una película, a Carlos se le escapó una sonrisa que no pudo contener.

- ¿De qué te ríes, Carlos?

- De nada en concreto, pensaba en algo.

- Si compartes ese algo conmigo, tal vez podamos reírnos los dos.

- Déjalo, es una tontería. Además… –como dudando-, no tengo ganas de hablar de trabajo. Es fin de semana, y recuerda que los fines de semana son nuestros.

Lo que Carlos tampoco podía imaginarse era lo que pensaría Lucía 2ª de saber, en este mismo momento, que el Carlos que tenía agarrado de la mano, no era el Carlos con el que compartía su vida.

Y con esos pensamientos llegaron al restaurante junto al río, hasta la mesa que Lucía 2ª había reservado sin habérselo dicho antes –en todo caso, se lo habría dicho al otro Carlos, al 2º-, donde se sentaron frente a frente con una larga mirada de silencio.

- ¿Qué piensas, Carlos?

- Qué eres más guapa de lo que me había imaginado.

- ¿Me habías imaginado de otra forma?

- Posiblemente te haya visto muchas veces, pero eso de imaginarte cambia la perspectiva de las cosas.

- Si no te importa, sigue hablándome sobre eso.

- ¿De qué?

- Que continúes esa reflexión sobre el verme y el imaginarme.

- Muchas veces vivimos con una persona, pero no nos detenemos a pensarla, sólo compartimos un tiempo a su lado dentro de una realidad

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cargada de rutina. Ahora que puedo mirarte con tranquilidad a los ojos, pienso lo guapa que eres y la suerte que he tenido de encontrarte.

- Es muy extraño lo que dices, pero también muy bonito. No sé, Carlos, pero te veo y pareces otra persona distinta, como si no llevara tres años viviendo contigo.

- Tal vez sea el momento de empezar a conocernos de verdad, Lucía.

- Tal vez, Carlos. ¿Tú eres feliz conmigo?

- Qué pregunta más absurda.

- No te vayas por las ramas y contéstame, anda.

- Pues claro que soy feliz contigo, y más hoy, que reconozco haberme enamorado de ti.

- ¿Es que antes no lo estabas?

- Antes era diferente.

- ¿Por qué era diferente?

- Te lo acabo de decir, porque no era del todo consciente de lo que tenía a mi lado.

- ¡Qué raro estás, Carlos!

- Tú sabes que siempre lo he sido.

- Pero no tanto como hoy. Estás dándole vueltas a la conversación para que te cuente cosas, como si no me conocieras, como si no quisieras meter la pata, como si estuvieras explorándome, interrogándome para que me descubra o te recuerde cómo he sido hasta esta misma tarde. Como si te hubieras olvidado de quién soy, de cómo soy, y te tuvieras que poner al día. Como si fueras otro siendo el mismo. El mismo cuerpo, la misma cara, el mismo corte de pelo, el mismo tacto en tus manos, los mismos ojos, aunque tu mirada sea distinta. Así te estoy viendo desde que has llegado hace un rato. ¿Tú tienes alguna explicación para todo esto?

- Ninguna, Lucía. Soy yo, Carlos.

- Ya sé que eres tú, te estoy viendo, pero también veo algo

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diferente en ti.

Pero Carlos no tenía ni idea donde Lucía 2ª veía la diferencia, pero tampoco era necesario seguir ahondando en la conversación, porque posiblemente no le conduciría a ninguna parte, porque posiblemente le llevaría a tener que abrir otros horizontes. Para aquel diálogo, sin estar muy seguro tampoco, al menos en ese momento, sí se sentía preparado para ello. Así que, mejor callar, cenar, beber vino, dejar todas aquellas palabras extrañas para otro momento, hasta llegar después a aquel bar nocturno, junto al río, en el que Lucía bailará todas aquellas canciones de moda en determinados ambientes, mientras él la contemplará sin dejar de sonreír, sin dejar de beber una cerveza de botellín verde detrás de otra, dejándola a su antojo, a sus anchas, entre aquellos cuerpos sudorosos que se dejarán la voz gritando cada una de las letras de las  canciones de CeCe Peniston, de Donna Summer, de O-Zone, de Queen, de ABBA, de Alaska, de Gloria Gaynor o de la propia Lady Gaga.

En ese momento, entre canción y canción, ella se le acercará para besarle, para meterle su interminable lengua en lo más profundo de su garganta, para morderle los labios con deseo y sin consideración alguna, para acariciarle la cara antes de regresar a la pista en la que sonará un nuevo tema, donde todos y todas enloquecerán con todas aquellas coreografías, con todas aquellas letras que hablaban de sobrevivir, de bellezas, de reinas, con todos aquellos maquillajes que se iban difuminando como consecuencia de la traspiración, del roce de los rostros besándose y toqueteándose sin pudor. Simplemente, todo aquello será diferente para Carlos, pero no para ella. Al parecer no. Podría sentirse incómodo en aquel lugar tan distinto de los que él acostumbraba a disfrutar en compañía de la otra Lucía durante sus noches de evasión. Además, para Carlos, el baile tampoco era lo suyo, ni siquiera el alcohol logrará desinhibirle.

Después sonará Dancing Queen y, mientras Agnetta canta eso de Friday Night and the lights are low, looking out for the place to go, where they play the right music, getting in the swing, you come in to look for a King…, descubrirá la figura de Lucía acercándosele, cogiéndole de su mano para invitarle a su baile, justo en el mismo centro de la pista, rodeándole entre sus brazos, envolviéndole en sus movimientos provocadores, como yendo en busca de su rey para hipnotizándole con su encanto, con sus contoneos, con el tacto de sus dedos, de sus labios, con la provocación de sus roces contra el cuerpo de Carlos, que demasiado tendrá ya con ser un espectador activo, un admirador de aquella reina del baile, tan joven, tan dulce, que apenas habría cumplido los veinticinco años, cargada de tanta feminidad.

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No sabemos si fue la belleza, el encantamiento, el alcohol acumulado o los remordimientos agolpados en su conciencia, pero Carlos aprovechará, en un momento dado, la proximidad de Lucía 2ª para tirar de ella y sacarla del centro de la pista, de la oscuridad de aquel antro, y conducirla hasta la misma calle donde habrá llegado el momento de explotar, de la misma forma que Lucía 2ª, que no llegaba a comprender del todo la reacción de su presunto marido.

- ¿Qué te pasa? ¿Te has vuelto loco? ¿A qué viene esto ahora?

- Perdona, Lucía, pero tengo que contarte algo.

- Podrías habérmelo dicho antes, durante la cena, o después en casa.

- Lo siento, Lucía.

- Tiene que ser muy importante lo que vas a contarme para hacer lo que has hecho.

- Lo es, Lucía.

- ¿Tienes a otra? ¿Me vas a dejar?

- Cállate un momento y déjame que te cuente, por favor.

- Venga, te escucho.

- No es nada de lo que has dicho. No sé si es mejor o es peor, pero sí es otra historia. Escúchame bien, Lucía.

- ¡Arranca ya, coño!

- Lucía, no soy tu marido.

- ¿Cómo dices? ¿Para eso me has cortado el rollo como lo has hecho? ¿Para decirme esta estupidez?

- No es una estupidez, Lucía. Lo único que tenemos en común  tu marido y yo es el nombre y el parecido físico, como puedes ver. Pero, por ejemplo, yo no sé nada de ti, ¿o no te has dado cuenta de mi comportamiento extraño en el restaurante hace un rato?

- Muchas veces te comportas de manera extraña y no por eso pienso que no eres Carlos, mi marido.

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- Pero esta noche me he comportado de manera extraña porque yo no soy Carlos; bueno, sí soy Carlos. Quién no soy es tu marido.

- ¿Qué me estas contando, tío?

- Lo que escuchas, Lucía. Si me dejas hablar un rato te lo explico.

- A ver, dime mi fecha de nacimiento, mi edad, el tiempo que llevamos juntos…

- No tengo ni idea, Lucía. ¿Me dejas seguir contándote?

- Espero que esto no sea otra broma pesada de las tuyas.

- No lo es, te lo prometo.

- Venga, dime, pero abrevia. A veces te pones de un pesado que no logro entenderte.

- Hace un tiempo, mientras paseaba por la Avenida de la Constitución, en la acera contraria y a mi misma altura, caminaba una persona que, a simple vista, me llamó poderosamente la atención. La primera impresión que me llevé fue tal que tardé unos instantes en reaccionar, los suficientes como para que, al volver a mirar hacia el otro lado, aquel rostro que me resultaba tan familiar hubiera desaparecido de mi campo de visión.

«Era la primera vez que me enfrentaba con mi fantasma y le había dejado escapar por mi propia parsimonia, también por mi propio miedo.

«Entonces, no me lo pensé más veces y crucé la calle, sin reparar siquiera si venía un coche, un autobús de línea o una aeronave de la Estación Internacional Espacial. Pero alcancé la otra acera sin ningún percance. Miré a derecha e izquierda y, sin pensármelo tampoco en esta ocasión, seguí el sentido natural de la marcha que llevaba antes de atravesar al otro lado de la avenida. Era lo más probable. Aceleré entonces el ritmo de mis pasos por si acaso, mientras una única imagen se me venía a la cabeza, la de la fotografía de mi hermano, junto a un interrogante, ¿quién coño sería aquella persona?

«Unos metros más adelante adiviné su figura entre una multitud de conceptos diferentes que, a aquella hora exacta, entraban o salían del FNAC. Mi viva reproducción entraba, así que, cinco minutos más tarde entraba yo tras él. Después de un amplio vistazo general y algunos tramos de escaleras, le descubrí junto a las estanterías repletas de DVD’s. Yo, simplemente, esperé a cierta distancia sin perderle ojo.

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«Después de un rato extrayendo carátulas y leyendo sus sinopsis, se quedó con unas cuantas películas de Louis Malle: “Ascensor para el cadalso”, “Zazie en el metro”, “El unicornio”, “Milou en mayo” y “El fuego fatuo”, todas con sus portadas en colores blancos, negros y grises, como corresponde a la Colección Exclusiva FNAC. Parecía satisfecho con su adquisición, al menos eso se desprendía de su cara. Yo, mientras tanto, seguía esperando disimuladamente. Después, le seguí mientras bajaba en busca de la zona de cajas y, una vez abajo, volví a salir a la calle, mientras esperaba que el otro saliera con su bolsa color marrón serigrafiada en blanco.

«Nada más verle salir del establecimiento me puse detrás, a menos distancia esta vez. Era increíble, como si adosada a la espalda de la otra persona hubiera un espejo que me devolviera mi misma imagen. Como dos gotas de agua, como dos botellas del mismo whisky, como dos paquetes de cigarrillos de la misma marca. Incluso, me llegué a fijar en sus andares, por si también fueran idénticos a los míos, pero no soy muy consciente de cómo deben ser mis andares, mis pasos, mis gestos, mis amaneramientos. Son cuestiones, más bien, en las que se fijan los demás, pero no uno mismo.

«En un momento dado, tuve que decidir afrontar por fin aquella realidad que tenía en mis propias narices. Así que, justo antes de llegar a la Plaza de San Francisco, aceleré ligeramente el paso y le adelanté colocándome justo unos pasos por delante de él, no demasiados tampoco, los suficientes para entablar una conversación normal, si es que puede considerarse como normal un momento como ese. Ante su cara de sorpresa, que probablemente no entendería nada, le conduje hasta el escaparate de una boutique de la misma plaza y, una vez delante del amplio cristal, me coloqué a su lado, diciéndole que mirara, que nos mirara a los dos. Hubo un momento de silencio y, tras éste, mostró su asombro diciendo “la hostia, tío”, porque, evidentemente, era la hostia. Entonces, nos quedamos fijos delante de la luna del escaparate durante un buen rato, como no queriéndonos creer lo que estábamos viendo. Pero era lo que era, dos perfectos desconocidos hasta hacía unos minutos y, en ese momento, uno siendo el mismo reflejo del otro.

«Tras aquel preámbulo de desconcierto, decidimos ir a un bar cercano, compartir algo más que nuestros rostros estupefactos reflejados en el vidrio de la tienda. Y en el bar, a los ojos de cualquiera que podría imaginarse que éramos dos hermanos gemelos idénticos, tuvimos toda la tarde para hablar de muchas cosas.

«Evidentemente, no teníamos parentesco alguno, ni apellidos, ni pasados, ni presentes semejantes. Tan sólo el aspecto físico y, por

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casualidad, el nombre. Los dos nos llamábamos Carlos.

«Conforme la conversación se fue prolongando, sí descubrimos muchos puntos de conexión entre nosotros. Por ejemplo, dos estábamos casados, pero ninguno teníamos hijos. Los dos trabajábamos para una Administración Pública, pero él trabajaba para el Estado, concretamente para la Seguridad Social, y yo lo hacía para la Junta de Andalucía. Los dos teníamos la misma edad, treinta y un años, aunque no nacimos el mismo día del mismo mes, porque ya hubiera resultado un poco inverosímil. Los dos teníamos las mismas afinidades culturales, por lo que nos llevamos largo rato hablando de ello. No es muy normal poder compartir los mismos placeres con los demás. Los dos acabábamos de leer la “Generación X” de Douglas Coupland. Los dos éramos admiradores de la Nouvelle Vague, de ahí la reciente adquisición de las cinco películas de Louis Malle por su parte. Los dos teníamos como disco de cabecera el “OK Computer” de Radiohead. Los dos no sentíamos ninguna pasión por la poesía. Los dos teníamos una forma similar de valorar nuestros gustos por las cosas: o algo nos gustaba de verdad, o era una mierda, no existía término medio, con lo cual, los dos carecíamos de la virtud apreciada como tal por la generalidad de los seres humanos: actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos. Y como la conversación se había demorado más de la cuenta, los dos, tras compartir tantas palabras y tantas cervezas, intercambiamos nuestros números de teléfono al objeto de seguir hablando y seguir intercambiando; todo ello, antes de despedirnos con naturalidad y proximidad, con un par de besos en las mejillas, como si la familiaridad y la cercanía se hubieran recuperado repentinamente.

«Y un par de días después me dio por llamarle, y quedamos para aquella misma tarde, a las 18:00 horas, en el mismo bar. Y a la hora exacta, en el mismo lugar, Carlos y yo volvimos a encontrarnos. Seguimos hablando de los mismos temas de la vez anterior, hasta que a Carlos se le ocurrió hacerme una pregunta, si yo era feliz con mi vida. Le contesté que no podía quejarme, pero que siempre era posible mejorar. Fue entonces cuando me dijo que se le había ocurrido una idea, pero que antes yo debía aclararle eso de “no puedo quejarme, pero siempre es posible mejorar”. Y se lo aclaré, claro. Le dije que tenía un trabajo fijo, cosa que no todo el mundo podía decir, que no me daba para derrochar, pero sí para sobrevivir con dignidad; también, que tenía una mujer que me quería, o al menos eso pensaba yo, porque ya sabemos cómo son las relaciones cuando pasan unos años. A lo que Carlos me preguntó sobre esto, ¿cómo eran las relaciones cuando pasan unos años? Y se lo expliqué también, claro, según yo. Le dije que cuando conocíamos a alguien que cuadraba con lo que nosotros pensábamos que debía ser nuestra compañera de viaje, con la que

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podíamos compartir cuerpo, alma e inteligencia, pensábamos que el ardor de los primeros momentos, de los primeros días o meses, se mantendría siempre vivo. Pero también sabíamos que eso no era así, por mucho que nos empeñáramos en que lo fuera. Era una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de energías e ilusiones. Por lo que tampoco podía quejarme al respecto, porque éramos, lo que podría decirse, una pareja normal. Esto fue lo que le dije, Lucía. Y como Carlos seguía insistiendo en lo mismo, reconociendo que a él le había pasado lo mismo, seguí disertando sobre el mismo tema. Le dije que nosotros, los seres humanos, nos empeñábamos en vivir intensamente la vida, cuando sabíamos que esa intensidad se diluía día a día con la rutina, con el trabajo, con el cansancio, con las facturas, sin ser conscientes, en ese momento, que la vida era mucho más, o que podría serlo. Y cuando pensábamos en ese mucho más que podría haber sido, nos deprimíamos creyendo que nuestra ilusión por la vida había llegado a su fin, que habíamos alcanzado nuestra meta, que no podíamos aspirar a más. Y sin reconocerlo, porque nadie lo hacía, nos refugiábamos en otras cosas: en crecer laboralmente, por ejemplo; o nos cobijábamos en los mundos ficticios que nos proporcionaba la literatura o el cine; o adoptábamos una decisión pensando en el futuro, equivocada muchas veces, intentando cimentar la relación con un hijo, como si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. Nos centrábamos tanto en sus atenciones y cuidados, que nos olvidábamos por completo de la otra persona que teníamos a nuestro lado, la que, cuando fuéramos mayores, nos cambiará los pañales, aguantará nuestro alzhéimer, compartirá nuestra soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su propia vida, vendrá de vez en cuando a visitarnos si acaso. Y en ese punto de la conversación, Lucía, Carlos pronunció una frase que podría considerarse el origen de todo este entuerto. Me dijo que, aprovechando las circunstancias que él y yo sabíamos, podríamos disfrutar la vida con otra intensidad. Al principio no entendí lo que quería decirme con esa frase, y le pedí que me explicara su sentido, dónde quería ir a parar. Fue entonces cuando me preguntó directamente si mi mujer se daría cuenta de que su marido era otro. Por lo visto era algo en lo que venía pensando desde que nos vimos el primer día, era como darle un aliciente a nuestras vidas, como entrar en un juego, sólo conocido por nosotros, donde podríamos canjear a nuestro antojo todo lo que teníamos. Le planteé a Carlos mis dudas, los riesgos que este juego, como él le llamaba, podría tener. Pero Carlos sólo intentaba venderme una idea: cuántas personas en el mundo podían disfrutar de esta posibilidad aprovechando las circunstancias. A pesar de mi resistencia inicial, con argumentos como la posibilidad de liarme con su mujer, a lo que él objetaba con el mismo razonamiento, mejorándolo incluso: la decisión de intercambiar nuestras vidas iba unida a todas sus circunstancias, como la de liarse él con mi mujer, entrar él en mi casa, en mi vida, en mi trabajo, en mi familia, mientras

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yo hacía lo propia con la de él, yo sería él, él sería yo. Y planteado el tema en toda su extensión, hablamos sobre la posibilidad de retorno, es decir, de poder volver, en algún momento, cada uno a su existencia original. Era una posibilidad, si bien, Carlos, me planteó otra, que una vez que hubiéramos intercambiado nuestras vidas, romperíamos cualquier comunicación entre él y yo, esto es, yo tiraría adelante con su vida, tomaría mis propias decisiones respecto a ella, como si hubiera nacido de nuevo, en otra casa, en otra familia, en otro trabajo, que sería, en adelante, la mía para siempre. Y seguimos hablando aquella segunda tarde sin llegar a ninguna conclusión, dándole vueltas al mismo tema hasta que decidimos despedirnos porque se estaba haciendo demasiado tarde. Simplemente, cada uno se fue por su camino hacia la existencia que teníamos en el presente.

«Pero a partir del momento de la separación, la posibilidad de intercambiar nuestras existencias se convirtió en toda una obsesión para Carlos y para mí. No sé si era morbo, pero vernos en la vida del otro, temporal o indefinidamente, se convirtió para nosotros en un tema recurrente al que no dejábamos de darle vueltas una y otra vez, pero sin poder confesárselo a nadie, como algo que llevábamos dentro que, de ningún modo, nos atreveríamos a confesar.

«Y así pasó algún tiempo sin que tuviera noticias de Carlos, ni él mías. Seguimos haciendo nuestras vidas con total normalidad, a pesar de la losa que suponía aquel pensamiento oculto sin posibilidad de olvidarlo, como si fuese un asesino que termina por confesar un delito porque los remordimientos le corroen, o un infiel que admite que tiene otra mujer porque su pecado no le deja vivir en paz.

En aquel momento de la narración el rostro de Lucía 2ª parecía desmoronarse. Como si lo que le estuviera contando aquel nuevo Carlos, más todo lo que ella podría saber por el comportamiento de su marido de las últimas semanas, cuadraran en un momento presente de confluencia de historias que, hasta ahora, hubieran carecido de sentido para ella.

Pero Carlos siguió adelante con la narración ante el silencio sepulcral de la escena.

«Fue tal la obcecación que nos persiguió a uno y a otro, que terminamos por volver a quedar, en el mismo bar, a la misma hora, esta misma tarde de viernes. Es el momento en el que nos hemos confesado mutuamente que, desde aquel día que estuvimos hablando de intercambiar nuestras vidas, no habíamos podido conciliar el sueño. Los dos habíamos mantenido el silencio desde aquel día, pero, después de una larga conversación dándole más vueltas a lo mismo, habíamos

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llegado a una conclusión, bueno, más bien habíamos adoptado una determinación. De seguir adelante con el proyecto, lo mejor sería un intercambio definitivo, lo mío sería suyo y lo suyo sería mío, para siempre; porque, de no hacerlo así, tantos cambios podrían producir los mismos efectos, pero de forma reiterada, convertirse esto en algo enfermizo que acabara por destruirnos, no sólo a los dos, sino también a los seres queridos que nos rodeaban. Así que, llegado el momento de iniciar el camino, cada uno seguiría adelante por sí solo, sin poder recurrir al otro, sin arrepentimiento alguno. Cada uno debería ser consecuente con su nueva vida, pensando, además, que sería para siempre.

«Tras no sé cuantas copas decidimos que era lo mejor para los dos, que llegado el momento en el que estábamos, no podríamos vivir con aquella idea no realizada metida en la cabeza. La vida estaba llena de juegos, podíamos apostar o no, podíamos ganar o no, podíamos ganar más o menos, podíamos perder más o todo. Así que decidimos apostarlo todo.

«Ninguno de los dos hablamos de nuestras vidas, ninguno de los dos le contamos al otro lo que hacía en el trabajo, ninguno de los dos le dijo al otro siquiera donde vivía, sólo anotamos en una hoja de papel la dirección de nuestras casas, la de nuestros trabajos, el número de la matrícula de nuestros coches, intercambiamos nuestros móviles, nuestros documentos de identidad, las llaves de nuestras viviendas y de nuestros vehículos y, después, sin olvidarnos de una cuestión práctica, en la que algunos no caerían en la cuenta, nos hemos ido a un cíber, donde cada uno hemos abierto una cuenta por internet donde hemos traspasado nuestros saldos bancarios, así no tendríamos que, además de los que habíamos hecho, tener que falsificar firmas ni nada de eso, disponiendo desde el minuto uno, cada uno, de los ahorros que habíamos atesorado hasta ese mismo momento. A partir de ese instante empezaba el juego y cada uno debía buscarse la vida.

«Carlos se fue a su casa, y yo me fui a casa de Carlos y, como es viernes, el problema del trabajo quedaba demorado durante dos días. Algo era algo. Hemos brindado por el acuerdo, nos hemos deseado suerte y nos hemos despedido con otro par de besos y sin ningún tipo de remordimientos.

«En ese momento, comprobé la dirección que Carlos me había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

«Deambulé un largo rato por el centro antes de decidirme a enfilar la calle que debía conducirme hasta el puente, hasta el nuevo

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barrio, del que nunca pensé que, un día, se convertiría en mi lugar de residencia.

«A pesar de las muchas preguntas que llegué a hacerme en todo ese intervalo de tiempo, no dudé un instante que aquella era una nueva oportunidad que la vida me ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerme de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –mi mujer, mi familia, mis amigos-, me enfrentaba a otra realidad que podía depararme lo  mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

«Crucé el puente que, a aquellas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesé la plaza que alberga el mercado de abastos del barrio y, después, giré a la derecha para perderme entre sus callejuelas, que aún conservan la arquitectura de los corrales de vecinos.

»Conforme me iba aproximando al domicilio que Carlos había anotado en el papel, fui fijándome en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ello, por si acaso tenía la suerte de encontrarme con el coche que, a partir de ese mismo momento, me correspondía conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verme sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, dónde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así, que mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarme a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás. Pero no he tenido suerte.

«En pocos minutos me encontraba delante del que sería a partir de ahora, el portal de mi vivienda, aquel que Carlos me había anotado en un papel esta misma tarde. Con cierto nerviosismo encontré las llaves en el bolsillo del pantalón, probé varias, como si fuese la primera vez que las usaba, hasta que conseguí abrir el portón de hierro y cristal que me separaba de mi otra realidad ya extinguida. Me adentré en la oscuridad del vestíbulo buscando el interruptor que iluminara la escalera, también el espacio reservado a los seis buzones –dos por planta- de mis nuevos vecinos, hasta dar con el que me correspondía, con el nombre de mi mujer justo debajo del mío y, cómo no podía ser de otra forma, también se llamaba Lucía, aunque los apellidos no coincidieran con los de la otra Lucía. Al menos, algo había avanzado en mi adaptación a mi flamante existencia sin necesidad de hacer demasiadas preguntas, algunas imbéciles, otras insospechadas. A continuación me di un respiro antes de subir los cuatro tramos de

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escalera que debían conducirme hasta la puerta de la vivienda. Era evidente que me encontraba algo alterado, excitado, nervioso, pero, no por ello, sentí el deseo de dar marcha atrás al reloj del tiempo y regresar a mis calles empedradas de la Alameda de Hércules. Se trataba de una decisión firme, sólo que había que asumir las consecuencias y adaptarse a ellas. Así, sin más preámbulos, me atreví a abrir aquella puerta de color madera oscura… Todo lo demás ya lo conoces, Lucía.

Cuando Carlos terminó el relato, Lucía 2ª tenía el rostro cubierto de lágrimas. A pesar de su rostro perturbado, no dejó de mirar en ningún momento a Carlos, fijamente, manteniéndole la mirada, como queriendo descubrir en ella si toda aquella historia que le había contado sin interrupciones era cierta, o se trataba de una broma más de las suyas. Pero parecía evidente que aquel Carlos que tenía delante suya no era el mismo Carlos que había salido de casa aquella tarde de viernes después del almuerzo, sin despedirse siquiera.

Ante aquella realidad que tenía por delante, a Carlos no le dio por otra cosa que abrazar a la Lucía que se encontraba frente a él, convencido de que aquel gesto era lo debido en una situación como aquélla, que era lo que ella esperaba de él, palpando la humedad de sus mejillas contra las suyas, su respiración entrecortada, su silencio, sintiendo interiormente una sensación de pesadumbre, de remordimiento, pero también de ternura hacia aquella persona que tenía delante de sí, a la que no había visto en su vida, sólo entonces, en un momento que podía calificarse de abandono repentino e inesperado. Tal vez no le tenía que haber confesado nada, tal vez se tenía que haber mordido la lengua, pero el arrepentimiento le corroía desde el mismo instante que sintió su abrazo contra su cuerpo hacía escasas horas, el apasionado beso de sus labios después. No dejaba de ser una persona, un ser con capacidad para sentir y para sufrir.

Fue en ese momento cuando se apartó ligeramente de su cuerpo para mirarla fijamente a los ojos, lo más cerca que pudo, pero sin atreverse a rozar sus labios con los de ella después de todo lo que le había contado, pidiéndole perdón por lo que le había hecho.

- Lo siento, Lucía. Sé que no te mereces esto.

Para observar cómo la dulzura de los ojos de ella se convertía en una mirada cargada de rencor, de rabia, de odio. También el arrebato de la palma de una de sus manos estampándose contra el rostro de Carlos con toda la fuerza que le quedaba. También sus sollozos, que no lograba contener.

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- ¡Sois unos hijos de puta! … Jugar de esa forma con los sentimientos de las personas.

- Perdóname, Lucía. No podía ocultártelo por más tiempo. La verdad me estaba comiendo por dentro.

- Gracias al menos por tu sinceridad, Carlos… ¿Al menos te llamarás Carlos?

- Sí. Todo lo que te he contado es verdad, aunque no lo parezca.

- Sois completamente iguales… ¡No me lo puedo creer!

- Lo mismo pensé yo cuando vi por primera vez a tu marido.

- Y ahora, ¿qué pretendes que hagamos?

- No lo sé, Lucía. Lo dejo en tus manos.

- Me entran ganas… ¿No os dais cuenta de lo que habéis hecho? ¿Imagino que tú le habrás hecho lo mismo a tu mujer?

- Lo mismo que Carlos te ha hecho a ti.

- ¿No pretenderéis reíros a nuestra costa? ¿Convertirnos en un juguete a las dos? ¿En un objeto sexual?

- Ya te he dicho que no, Lucía. Se trataba de intercambiar nuestras vidas, con todas sus consecuencias, sin posibilidad de retractarnos en ningún momento.

- ¡Hay que ser perverso…!

- Llámalo como quieras, Lucía.

- Bueno, sin que me sirva de consuelo, a lo mejor tampoco he perdido tanto con el cambio. No ha sido una buena pareja, al menos conmigo… Ni siquiera en la cama. Ven, Carlos, sigamos disfrutando de lo que queda de noche mientras pienso lo que puedo hacer contigo

Y se enjuagó la humedad de sus lágrimas con un pañuelo de papel, se recompuso el rostro con unos pinceles que extrajo de su bolso, también sus labios con aquel carmín tan radiante. Después cogió a Carlos de la mano para conducirle de nuevo al interior de aquel bar donde siguió la fiesta hasta las tantas.

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Cuando los focos invitaban al abandono, cuando los cuerpos eran incapaces de acumular más alcohol, cuando el deseo no podía continuar resistiéndose para buscar su momento de gloria, un rincón para la intimidad, regresaron a casa por primera vez juntos, sin decirse casi nada, porque todo estaba casi dicho, aunque casi nada estaba concluido, como si ambos esperasen una solución caída del cielo. Juntos y cogidos de la mano, por supuesto, como aguardando aquel gesto del otro, del de más allá, un milagro.

Ya en la intimidad de la vivienda, nada más atravesar el umbral de la puerta y cerrar la cerradura de ésta con llave, volvió el sonido de las palabras rompiendo con ello el silencio impuesto por los miedos, los no saber qué decir para no meter la pata, el taconeo de los zapatos de Lucía 2ª en el sosiego del nuevo día en ciernes.

- He pensado cosas en todo este tiempo, Carlos. Sabes que podía dejarte tirado en cualquier momento.

- Lo sé, Lucía.

- Sabes que después de lo que le has hecho a tu mujer, no vas a poder recuperarla.

- Me lo imagino.

- Pero no es piedad lo que siento por ti, ni mucho menos. No te mereces ni un minuto de compasión, porque sé, que lo que le has hecho a tu mujer hoy me lo puedes hacer a mí mañana. Pero, al menos, me has demostrado tener valor para contármelo. Ya te he dicho que tampoco he perdido tanto con el hecho de que Carlos se haya ido voluntariamente de mi vida, para nada. Ni siquiera en la cama ha sido capaz de demostrarme lo que es ser un gran amante… Allá tú mujer con él, pero tampoco tengo que sentir lástima por ella más allá de la cabronada que le habéis hecho.

Después de toda esta parrafada, Lucía 2ª se quitó por completo la ropa, quedándose solamente subida a sus altos tacones, antes de volver a dirigirse a Carlos que la miraba fijamente.

- Mírame, ¿te gusto como mujer? Sé sincero otra vez, por favor.

- Mucho, Lucía.

Tras aquellas escasas palabras, Lucía 2ª volvió a coger a Carlos de la mano para conducirle a la habitación de matrimonio, dejando en el suelo abandonado los atuendos que se había quitado. Una vez allí,

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encendió la luz tenue de una de las mesillas de noche, desnudó a Carlos con parsimonia ante el silencio más absoluto de éste que, simplemente, no se atrevía a decir nada, dejándose llevar por ella en todo aquel rito que no sabía hacia dónde le conducía. Mientras le quitaba la camisa, se fue recreando con el manoseo de su pecho, de sus hombros, de su espalda. Mientras le bajaba los pantalones, fue entreteniéndose con sus muslos, con sus piernas, hasta bajárselos del todo. Mientras hacía lo mismo con sus calzoncillos, fue toqueteando la enorme polla de Carlos, completamente erecta y a punto de estallar. Una vez desnudo por completo, acercó sus labios al glande y lo besó, con más ternura que deseo, para volver a incorporarse y dejar un beso en sus labios, tumbándole en la cama boca arriba y colocarse sobre él, para volver a hablarle antes de instaurar el silencio.

- Tal vez haya ganado con el cambio, pero ha sido una noche demasiado intensa. Puedes dormir conmigo, pero no intentes nada. Mañana será otro día… Ah, si quieres masturbarte, no lo hagas en la cama, vete al cuarto de baño. Buenas noches, Carlos.

 

 

 

 

 

 

XII

 

 

Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

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Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse por sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondería conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así, que mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás. Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del que sería, a partir de ahora, el portal de su vivienda. Con cierto nerviosismo encontró las llaves en el bolsillo de su pantalón, probó varias, como si fuese la primera vez que las usaba, hasta que consiguió abrir el portón de hierro y cristal que le separaba de su otra realidad ya extinguida. Se adentró en la oscuridad del vestíbulo buscando el interruptor que iluminara la escalera, también el espacio reservado a los seis buzones –dos por planta- de sus nuevos vecinos, hasta dar con el que le correspondía, con el nombre de la mujer justo debajo del suyo y, cómo no podía ser de otra forma, también se llamaba Lucía, aunque los apellidos no coincidieran con los de la otra Lucía. Al menos, algo había avanzado en su adaptación a su flamante existencia sin necesidad de hacer demasiadas preguntas, algunas imbéciles, otras insospechadas. A continuación, se dio un respiro antes de subir los cuatro tramos de

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escalera que debían conducirle hasta la puerta de la vivienda. Era evidente que se encontraba algo alterado, excitado, nervioso, pero no por ello, sintió el deseo de dar marcha atrás al reloj del tiempo y regresar a sus calles empedradas de la Alameda de Hércules. Se trataba de una decisión firme, sólo que había que asumir las consecuencias y adaptarse a ellas. Así, sin más preámbulos, se atrevió a abrir aquella puerta de color madera oscura. Dada la opacidad de la estancia que tenía por delante, sólo se le  ocurrió encender luces como forma de ir familiarizándose con aquellas paredes, con aquellos ambientes recién estrenados, con aquel mobiliario, con aquel nuevo entorno tan desconocido y tan distinto del que estaba acostumbrado.

Un salón con un mobiliario clásico, con esos enseres que apenas si se fabrican hoy día, con un mueble bar cargado de fotografías, de recuerdos de tiempos pasados, en blanco y negro, algunas también en color, de paisajes costeros, rurales, más próximos que lejanos, siempre de una persona que ha ido haciéndose mayor con los años, de joven acompañada por un chico de buen aspecto, con una buena percha, también con un niño, en el que Carlos adivinaba, posiblemente, los rasgos tan característicos de Carlos 2º, de los suyos incluso, como si fuesen postales de su misma familia expuestas ahora en un rincón distante en el que había estado acostumbrado a verlas, o como si regresara a casa de sus padres después de un largo viaje cargado de ausencias, imágenes que le revolvían la memoria, que le llenaban de añoranza, que le devolvían a su niñez correteando por el albero de la Alameda de Hércules detrás de una pelota de goma, o detrás de su hermano sonriente tras aquella imagen serena vestido de marinero con ocasión de su primera comunión. Viendo todo aquello, posiblemente volvería a preguntarse por la edad que tendría él en aquellas fotos y, posiblemente, recibiría de nuevo la misma respuesta de siempre, Carlos, ese no eres tú, sino tu hermano.

Una televisión de esas antiguas de caja de madera, de culo gordo ocultando un amplio tubo de imagen, seguramente más a modo de recuerdo a tiempos pasados, que de práctica diaria viendo en su pantalla una programación anclada en su infancia (“Un globo, dos globos, tres globos”, “Mr. Magoo”, “Pepe Potamo y So-so” o “Pippi Långstrump”), aunque Carlos no hubiera nacido aún, porque todavía le quedaban algunos lustros para ver la luz del día, también de la noche. Pero era la estampa que recordaba de su infancia, la que sus padres le habían contado siempre. Junto a la televisión, un sofá de tres plazas estampado con motivos florales en tonos verdosos y blancos, con dos sillones a cada uno de los lados a modo de escolta. Delante del aquel conjunto, una mesa baja de cristal, sin adorno alguno, inmaculada, limpia en toda su superficie.

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Al otro lado del salón, una amplia mesa, también de cristal, acompañada por seis sillas perfectamente dispuestas esperando a sus comensales, a modo de salón-comedor preparado para cualquier acontecimiento familiar que pudiera producirse, como los que, seguramente, vivió en años pasados para celebrar las navidades en familia, algún que otro cumpleaños, cualquier otro acontecimiento familiar, cuando estos acontecimientos se celebraban en la intimidad del hogar. Eran otros tiempos, ni mejores ni peores, simplemente diferentes. Y poco más destacable, salvo algunos cuadros de paisajes marinos colgados de las paredes, un centro de flores naturales sobre la mesa de mayor tamaño, un diminuto mueble rinconera aprovechando uno de los entrantes de las paredes con un teléfono de esos antiguos, de pasta, de rueda, donde se introducían los dedos deslizándola para marcar cada uno de los números del posible receptor.

En esas estaba, habituándose a su nuevo entorno, cuando escuchó el sonido de unas llaves girando en la cerradura de la puerta, el abrirse de ésta, viendo entrar a una señora que debería andar cerca de los sesenta años, con un vestido en tonos azulados, propio de aquellas mujeres que, a pesar de la edad, querían seguir sintiéndose jóvenes, atractivas, femeninas, mujeres a fin de cuentas; con un maquillaje suave a pesar de unos labios encendidos de rojo, resaltando una belleza que fue y que sigue siendo. Una mujer que, nada más entrar en el salón, observa en la distancia a su hijo situado delante del mueble bar contemplando todo aquel álbum de instantáneas que resumían una vida. Un hijo que, al verla entrar, dirige su mirada hacia ella sin mostrar ninguna cara de sorpresa, con toda la naturalidad del mundo, como si aquella mujer que había visto cruzar el umbral de su nueva casa fuese su propia madre que regresa a su hogar después de cenar con sus amigas en el centro de mayores, en la terraza de un bar cercano, donde se juntaban, de vez en cuando, para compartir retratos del ayer, lo cara que está la vida, los preparativos para el siguiente viaje a Benidorm, a Fuengirola, a Torrevieja, a Lloret de Mar, a la Manga, a Marbella, a Palma de Mallorca, o a Canarias.

- ¡Ay, Carlos, me has asustado, no te esperaba en casa tan temprano!

Y, de ese modo, acercarse a su hijo, dejando el bolso, cuidadosamente, sobre uno de los dos sillones individuales, para darle dos besos como cualquier madre podría hacer nada más llegar a casa y encontrarse a su pequeño, porque siempre será su pequeño por muchos años que llegue a cumplir.

- ¿Vas a cenar algo, Carlos?

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- No te preocupes.

- Yo ya vengo cenada, pero te puedo hacer algo en un momento.

- Déjalo, no te molestes.

- No digas tonterías. Déjame primero que me ponga cómoda.

Viéndola entrar y desaparecer a lo largo de un dilatado pasillo, para regresar de nuevo al salón pocos minutos después ataviada con una bata de flores y unas zapatillas a juego, pero sin deshacerse de su maquillaje, herramienta con la que muchas mujeres tratan de ocultar su verdadera edad, las marcas de los sinsabores de la vida, manteniéndola, de esa forma, apegada a su juventud, a los deseos de vivirla el tiempo que el destino le tuviera reservado. Viéndola después cruzar por delante de Carlos, que se había sentado en uno de los dos sillones, como si estuviera esperando algo, no sabemos muy bien qué, no sabemos si sorprendido por los acontecimientos presentes tampoco, por el vuelco que estaba dando su vida sin pretenderlo, como si estuviera viajando en el tiempo, como si estuviera regresando al pasado de la casa de sus padres, sólo que esta vez sus padres estaban ausentes, su hermano también, aunque, a ciencia cierta, también lo estuvieran en su momento. Pero había cosas que Carlos no llegaba a entender por mucho que se lo preguntara, por mucha imaginación que llegara a utilizar cada vez que se encontraba en un callejón sin salida.

Expectante en miles de pensamientos sin explicación, Carlos escuchó la voz de aquella otra Lucía, llamémosla Lucía 2ª, que le avisaba desde la cocina porque tenía preparada la cena. Un revuelto de patatas, huevos y chorizo; una lata de cerveza justo al lado del plato. Todo, como lo había experimentado en numerosas ocasiones años atrás, como si estuviera rememorando recuerdos en un mundo paralelo, como regresando a una cocina donde su madre era otra, donde aquellos muebles de formica eran otros, donde los tonos floreados de ciertos adornos le transportaban desde aquella vida hacia otra anterior, más triste, menos adornada, tal y como recordaba que fue la que había vivido durante su adolescencia y juventud.

Y Carlos cenó en silencio. Y Lucía 2ª recogió todos los utensilios que había utilizado para preparar la cena. Y cuando uno y otra terminaron todo lo que tenían entre manos se fueron a la salita, primera estancia a la derecha conforme nos adentramos por el largo pasillo, en la que una mesa camilla de esas redondas, con tapa de cristal, con tapete de crochet, con un centro de flores artificiales en su superficie, ocupaba el núcleo de la estancia. A un lado, una mecedora, también floreada, en la que Lucía 2ª se empotró; al otro, un sofá cama

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ocupando el espacio situado bajo el hueco de la ventana, ajena al exterior por una persiana corredera cerrada a cal y canto. Por lo demás, un espejo con un marco de madera dorado, algunas estanterías colgadas en la pared repletas de recuerdos de viajes, de algunas películas y, en un rincón, un plasma de 32” que Lucía 2ª encendió con el mando a distancia una vez sentada en su butacón.

A Carlos no se le ocurrió otra cosa que sentarse en el sofá cama, guardar silencio y seguir esperando. Mientras, en la pantalla, unos títulos de crédito anunciaban el comienzo de una película, española, en blanco y negro, en la que, en un pequeño pueblo de provincias, cercano a la capital, vivía una familia compuesta por tres hermanos: la dominante y severa Ignacia, y los tímidos y retraídos Paquita y Venancio. La monotonía de la vida del pueblo sólo se rompía los sábados cuando llegaba un conjunto musical de Madrid para amenizar con sus canciones el fin de semana. Un sábado de tormenta, Paquita y Venancio, que eran muy miedosos, oyeron ruidos y se fueron a buscar protección a la habitación de su hermana. Allí vieron a alguien, pero Ignacia lo negará rotundamente.

Con aquel argumento de fondo, con el volumen no excesivamente alto, Lucía 2ª cerró los ojos y comenzó a reflexionar en voz alta, sin pretender una conversación, más bien se trataba de un monólogo, no sabemos si con alguna intención de fondo, algo que pudiera escuchar Carlos, o simplemente soñaba, intentando que aquel presunto hijo suyo, sentado en el sofá, cerca de ella, pudiera ser partícipe del contenido de su sueño, entre otras cosas porque hablaba dirigiéndose a alguien en concreto, no habiendo en toda aquella estancia más nadie presente que él, Carlos, que cerraba sus oídos a aquella trama berlangiana que tenía ante sus ojos, abriéndolos en exclusiva a las palabras que salían del monólogo de Lucía 2ª.

«No sé si sabes, hijo, que me crié en una familia muy

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conservadora. De esas de misa todos los domingos, sin importarles que te encontraras mejor o peor, que tuvieras que estudiar o no, que hubieras cumplido ocho años o los veinte. En casa mandaba papá para casi todo, y para él era una obligación encontrarse con Jesús y darle las gracias por todo cuanto había hecho por nosotros y por todo cuanto seguía haciendo en nuestro día a día. Así era, hijo, y así lo recuerdo desde que tuve uso de razón. Todos los domingos desayunábamos juntos en casa, papá se encargaba de despertarnos uno por uno temprano, después de haberse tirado de la cama él primero, de ducharse, de afeitarse, de embadurnarse con aquella colonia apestosa que vendían a granel en las droguerías del barrio, de salir a la calle y regresar media hora más tarde con el ABC y con un papelón de churros, despertando después a mamá para que se hiciera cargo de preparar el café, después a nosotros, primero con buenas palabras, Venga, Lucía, el desayuno está en la mesa, después subiendo el tono cuando nos hacíamos las remolonas entre las sábanas.

«Ahí estábamos los seis alrededor de la mesa, mi padre, mi madre, mi hermana Reyes, mi hermana Gracia y mi hermano Lucas, dándole gracias a Dios por los alimentos que íbamos a tomar, antes de regresar a nuestras habitaciones y rebuscar en el armario hasta encontrar nuestras mejores prendas de domingo, que era como papá quería que entráramos en la casa del Señor, para salir después a la calle y encaminarnos juntos hacia la plaza de San Román. Era lo que papá quería, lo que Dios esperaba de nosotros, sin que llegáramos a entender, con el transcurso de los años claro, como nos hacía desayunar, como lo hacía él mismo, antes de la confesión sin esperar siquiera al menos esa hora antes  que establecía el catecismo, eran otros tiempos, no como ahora, que los dictados son menos rigurosos. Pero nunca nos atrevimos a cuestionarle nada, él sabría lo que hacía con nosotros, con su Jesús, con su Dios, con su casa del Señor, con su catecismo y con su forma tan particular de interpretarlo.

«Después de la misa, Carlos, siempre seguíamos la misma tradición, la misma rutina, la misma costumbre. Papá se enorgullecía de que nos vieran a todos juntos, tan unidos, tan bien parecidos, tan de buenas costumbres, siempre con su cara sonriente, con su fachada amigable, con sus saludos de cortesía cada vez que algún vecino o conocido nos saludaba con un Buenas tardes, Que tengan un buen domingo, al pasar junto a nosotros. Siempre nos llevaba a la Plaza de los Terceros, a la Plaza del Pelícano o a la Plaza de las Moravias, donde almorzábamos los seis juntos. Era el momento de disfrutar de la familia, cuando ésta debía estar más unida o, al menos, de parecerlo a los ojos de los demás. Después del café, o de los dulces si no habíamos comido demasiado, regresábamos de nuevo a casa, donde cada uno se entregaba a sus obligaciones, una vez habíamos guardado nuestras

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mejores prendas en el ropero de nuestra habitación. Mamá siempre  volvía a la cocina, donde preparaba la comida del día siguiente, además de la cena de aquella noche. Mis hermanas y yo a nuestros dormitorios, donde nos dedicábamos a los deberes del colegio. Papá permanecía en el salón, devorando un inmenso habano mientras pasaba las páginas del ABC y escuchaba de fondo la transmisión de los partidos del Sevilla, F.C.

«Pues en un ambiente como ese, Carlos, no podía esperarse demasiadas libertades en aquellos tiempos. Mientras fui pequeña no hubo ningún problema, siempre lo que papá dijera, lo que papá mandara. Para eso era la autoridad de la casa. Pero las personas vamos creciendo, vamos madurando. Así fue como, pronto, me fui convirtiendo en una muchachita que empezaba a reclamar su propio espacio, su propia forma de ser, su propia manera de comportarse. Tu tío Lucas era el mayor de los cuatro, pero tuvo la suerte de nacer hombre. Los hombres, en aquellos ambientes tan estrictos, tenían sus ventajas respecto de las mujeres, sobre todo en el tema más espinoso al que se enfrentaban los padres con sus hijos adolescentes, como era el tema de los horarios de regreso a casa, o el tema de las compañías con las que nos dejábamos ver por el barrio. Tu tía Reyes, Carlos, aún siendo una mujer, nunca levantó la voz contra papá. Sí se rebeló contra las injusticas a las que papá nos sometía por el hecho de haber nacido hombre o mujer. Tampoco para tu tía Gracia, quien pensaba que ya llegaría el día de coger la puerta y de vivir la vida que le apeteciera. Aún era joven y tenía muchas cosas que seguir aprendiendo. En cambio yo, hijo, siempre fui la más rebelde, tal vez porque fuera la más joven de todas, y no entendía que tuviera que volver a casa tan temprano, a las 21:00 horas, o que no pudiera salir con chicos, porque tampoco hacía nada malo con ello.

«Como me ves, Carlos, me estoy volviendo mayor. Por desgracia, he perdido a la persona que más he querido en esta vida, a la persona que ha sido mi compañera de siempre, tu padre. A pesar de los seis años que hace que se fue, no he dejado de echarle de menos todas las noches al irme a la cama, todas las mañanas al levantarme y necesitar su abrazo de buenos días, sus besos nuestros paseos por la Alameda de Hércules o por la calle Sierpes los domingos… Aún así, a pesar de sentirnos tan unidos durante tantos años de convivencia, recuerdo sus palabras cuando veía cercano su final, Llegado el momento, no te quedes encerrada en casa llorando mi ausencia, tú soledad. No, Carlos. Tu padre me pedía que secara mis lágrimas, que me quitara el absurdo luto y volviera a ser la que siempre había sido, la Lucía alegre, dinámica, llena de vitalidad, rebelde, la mujer de la que tu padre se enamoró perdidamente un día, un Domingo de Ramos de hace cuarenta años. Esa mujer quería tu padre que yo siguiese siendo en su ausencia,

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incluso si la vida me ponía por delante a otro hombre, que llegara a aprovecharlo, porque sólo se vive una vez, me decía. Que me dejaba viuda tan joven, que no podría perdonarse matar en vida a una mujer como yo. Esta era su gran preocupación, no morirse él, esto lo tenía complemente asumido, sino dejarme sola, sobre todo en ese momento en el que los hijos estaban criados. Vive, me decía, me pedía, me rogaba. Sé feliz, Lucía, me repetía una y otra vez mientras el último aliento se lo llevaba con tanta velocidad. Eso intento hacer desde entonces, hijo, seguir viviendo como él me pidió, como él espera que siga haciendo si es que me está viendo desde alguna parte. Vivir como lo hicimos  juntos durante tantos años que me han sabido a poco, desde aquella tarde de Domingo de Ramos, en la misma Plaza de los Terceros cuando nos vimos por primera vez.

«Tu tía Gracia y yo habíamos salido a ver iglesias aquella mañana, habíamos dado un paseo por el barrio y, a eso de las 15:00 horas, estábamos en la Plaza de los Terceros tomando algo en un bar, algo que a nuestro padre no creo que le gustara demasiado, pero ya sabes ese dicho, Carlos, ojos que no ven corazón que no siente. Tampoco estábamos haciendo nada malo. Tenía diecinueve años, tomar una cerveza o pedirnos una tapa de ensaladilla no creo que fuera un pecado, ni siquiera un Domingo de Ramos. Me sentía tan guapa aquel día… a ver si te enseño una foto de aquella misma tarde para que la veas… Se nos acercaron tantos hombres para hablar con nosotras, para invitarnos a tomar algo incluso… Pero de todo eso nos reíamos las dos por uno u otro motivo. A todos les fuimos dando largas, bueno a casi todos, porque cuando vi acercarse a tu padre acompañado de otro amigo comprendí, desde el primer momento, que aquel hombre era diferente a los anteriores, que aquel hombre iba a entrar en mi vida desde ese mismo instante, como así sucedió, Carlos. No pusimos demasiados impedimentos para que ellos sí nos invitaran, para que nos dieran conversación, para que nos acompañaran después a ver la salida de la procesión de la Sagrada Cena; después a la Alameda de Hércules para ver pasar la Hiniesta, a la calle Feria para ver la salida de la Amargura. Así, hasta que tuvimos que deshacernos de ellos porque era la hora de regresar a casa, temprano, como todos los días, aún tratándose del día que era y en la ciudad en la que estábamos.

«Como eran otros tiempos, Carlos, quedamos para el día siguiente en la Plaza de la Encarnación, bajo la arboleda de la misma plaza. Aquella misma tarde seguimos viendo procesiones, porque a los dos nos encantaba la Semana Santa de esta ciudad, pero, en un momento dado de la tarde, tu padre se atrevió a cogerme de la mano, y yo no se la rechacé. Tampoco fue más allá en aquel segundo día, siempre fue un hombre educado, sobre todo para tratarse de un hombre, ni al siguiente día, hasta que fui yo la que le pedí, dos días más tarde, que me diera un

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beso, que tenía ganas de sentir sus labios, de comprobar que si lo que yo empezaba a sentir por dentro era amor verdaderamente o una mera ilusión, y sabía que besándome lo descubriría de inmediato. Era Miércoles Santos, a la salida de Los Panaderos en la calle Orfila. Había mucha gente y me llevaba de la mano, como si tuviera miedo a perderme, a que saliera huyendo tal vez. Me miraba a los ojos y me sonreía, le miraba yo a él y hacia lo mismo. Así, hasta que un momento dado, le pedí que me leyera los labios, que adivinara una palabra que no me atreví a decir en voz alta, Bésame. Entonces sí le sentí. Mi cuerpo explotó de amor de inmediato, y fui yo la que no quise soltar sus labios de los míos muertos de miedo. Él temblaba, era yo la que le agarraba contra mí para que él no separara su cuerpo del mío. A partir de ese momento los besos, los abrazos y las caricias se instauraron en nuestro día a día.

«Y pasó aquella Semana Santa cargada de deseo, pero también de inocencia. Eran otros tiempos, hijo. Supimos ir venciendo los miedos del entorno y de la época, las limitaciones injustas a base de imaginación, del cumplimiento estricto de las obligaciones, quedando temprano antes de que pudiera hacerse de noche. Recorríamos la ciudad, inundábamos los bares y las tascas con sentimientos imposibles de guardar exclusivamente para nosotros. Tuvimos algunos problemas incluso, de aquellas personas que veían en nuestro amor un ejemplo de indecencia, aunque, más bien, pudiera tratarse de un ataque de celos, de la inquietud de verse a sí mismo en un presente que le ha convertido en una persona mayor, con un pasado que no supo aprovechar a tiempo, con unos sentimientos que no fue capaz de expresar nunca a sus seres cercanos. Entonces salíamos corriendo de los bares a risotadas, antes de que el escándalo pudiera acarrearnos mayores consecuencias. Los paseos por el parque de María Luisa, por los Jardines de Murillo, por los alrededores del río, siempre hablando de futuro, sin dejar de disfrutar del presente que nos pertenecía, al que teníamos derecho a poseer sin fijar un límite, sin perder la ingenuidad de nuestros cuerpos jóvenes. ¡Ay, Carlos, aquella primera Feria, cuando tu padre me tuvo que sacar de una caseta completamente inundada en alcohol, y sin atreverse a dejarme de aquella guisa en la puerta de mi casa! Recuerdo que nos bailamos todas las sevillanas que no dejaron de sonar una detrás de otra, que vaciamos no sé cuantas botellas de vino fino… ni siquiera el aire que golpeaba mi rostro desde lo alto de la noria apaciguaba los efectos de la bebida. Aquella tarde me daba igual todo, no pensaba en los castigos que pudieran caerme encima, ni siquiera era consciente del miedo expresado en el rostro de tu padre por lo que pudiera venir después; no, sólo me agarraba a él para no dejar de vivir el momento con tan infinita intensidad. Ya veríamos después como saldría de todo aquello; bueno, eso lo pensaría después, porque en ese momento era incapaz de articular un pensamiento coherente. Sí sé que

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regresamos a casa. Sí sé que tu padre no se aprovechó de mi debilidad. Sí sé que me mojó la cabeza y la nuca reiteradas veces en una fuente de los Jardines de Murillo. Sí sé que me provocó un vómito detrás de otro con sus dedos. Sí sé que al llegar a casa mi padre no se encontraba porque también había ido a la Feria con unos amigos, escapando milagrosamente de las consecuencias de mi lamentable pero radiante estado de felicidad. Disfrutamos mucho tu padre y yo durante aquellos años de noviazgo y de juventud, Carlos.

«Porque nuestro noviazgo fue largo. No era fácil salir e iniciar una nueva vida. Tu padre trabajaba y estudiaba, hacía todos los esfuerzos del mundo para ofrecerme un mañana digno de la mujer que amaba profundamente, pero también era cierto que vivíamos, que disfrutábamos del presente más allá de sacrificarlo todo por el mañana. Dios proveerá, Dios dirá, si es que acaso el mañana seguía existiendo para nosotros, decíamos siempre.

«Pero un día pasó lo que tenía que pasar. Nunca nos habíamos atrevido a dar un paso más en nuestra relación. Tampoco tu padre me exigió nada más allá de lo que yo pudiera, quisiera o me atreviera a ofrecerle. Se alejaba el invierno a pasos agigantados, la ciudad volvía a oler a azahar y a fiesta. Tu padre hacía unos meses que se había comprado un coche, y un sábado me llevó de excursión a la playa. ¡Dios mío, no sé cuántas horas tardamos en llegar, o al menos eso me pareció a mí!. No recuerdo cuál era, pero sí que estaba muy distante de la ciudad. No sé quién le había hablado de aquella playa, o quién se la había recomendado, el caso es que llegamos, ilusionados también, porque era nuestra primera salida fuera de la ciudad juntos. Sí recuerdo, que cuando atravesamos una montaña, que a mí me pareció entonces inmensa, se divisaba desde lo alto un paisaje maravilloso, y que cuando alcanzamos las cuatros casas que conformaban el poblado no encontramos un ángel en todo aquel paraje, nada, una duna a la derecha, cuatro construcciones y un largo arenal junto a unas aguas calmas y cristalinas, congeladas también. Tu padre aparcó el coche y caminamos en dirección a la nada. A pesar de encontrarse el sol en todo lo alto, sentí algo de fresco. Andamos y andamos sin cruzarnos apenas con nadie en todo el trayecto, algún que otro pescador que ni siquiera nos devolvió la mirada, poco más. Todo lo contrario a como yo me imaginaba que podría ser un fin de semana de playa, de familias, de sombrillas. Colocamos nuestras toallas una junto a la otra, perdimos nuestras miradas en el horizonte inabarcable, me cogió de la mano y me la apretó con fuerza, inundando de paz y deseo aquel paraíso que nos contemplaba en el más absoluto silencio. Lo demás te lo puedes imaginar, Carlos. Fue nuestra primera vez, y nos dio tanto miedo, que el mutismo se apoderó de nosotros en el largo camino de regreso a casa por la tarde. Ni siquiera volvimos a mencionar lo que había pasado en

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los siguientes días, semanas, incluso meses, aún sabiendo que, desde el aquel sábado, mi cuerpo de mujer comenzó a experimentar una serie de cambios a los que, en principio, no llegué a encontrar explicación, aunque con el tiempo todo resultara evidente.

«No dije nada a nadie hasta que no me quedó más remedio. Ni siquiera a tu padre, hasta que fue comprobando como mi vientre se iba hinchando, al igual que mis pechos. Entonces sí le dije que estaba embarazada, porque no podía tratarse de otra cosa. En casa, imagínate, Carlos. Un drama cargado de insultos, donde Dios, Jesús y toda la curia eran testigos de las conversaciones y de las vejaciones a las que me vi sometida. A tu padre, por supuesto, ni verle, por haber ultrajado el cuerpo de su hija. A mí, a pesar de todo, intentaron cuidarme, una vez que hube confesado mi pecado, porque aquella criatura de Dios no tenía ninguna culpa de nada, salvo la de ser el hijo de una puta malcriada. A tu padre no me dejaron verle más, aunque a través de mi hermana Gracia le entregaba notas manuscritas en las que le pedía paciencia, que aguantara hasta el parto, que después ya veríamos. Tampoco me encontraba con fuerzas para abandonar la casa de mis padres en aquel momento, cosa de la que me arrepentí durante toda mi vida desde entonces. Tenía que haberle hecho caso a tu padre, pero no se lo hice. Fueron tres meses encerrada a cal y canto, evitando que cualquiera pudiera verme con aquella barriga que no dejaba de crecer. Simplemente, era cuestión de esperar el momento, después ya veríamos qué decisiones podríamos tomar. Ni siquiera me dejaron ir a misa los domingos durante aquel intervalo de tiempo, era una clausura absoluta, donde los rezos se trasladaron a la misma vivienda, antes de las comidas, a primera hora de la tarde. Así fue aquel largo embarazo, Carlos. Desterrada a las cuatro paredes de mi habitación, alejada por completo del ser que más quería, al que me sentía unida como nunca por culpa de aquella diminuta personita que iba creciendo dentro de mí y que había sido fruto de nuestro amor.

«Y llegó el día en el que rompí aguas. Le escribí una nota a tu padre en la que le decía que había llegado el momento, que debía de estar pendiente, pero que no hiciera ninguna tontería. A partir de entonces seríamos tres, ya no solamente él y yo. Y me llevaron al hospital, y me sedaron, y cuando todo parecía resuelto, sobrevino algo que era de esperar desde un principio conociendo como conocía a mi padre, algo que ningún padre, si realmente quiere a una hija, debería hacerle. Al despertar de la sedación, mi cuerpo, aunque dolorido, parecía liberado. Al abrir los ojos, descubrí la imagen de mi hermana Gracia y de mi madre junto a mí, ambas llorosas. También el rostro frío y serio de mi padre, como siempre. Imagino que ya nació desposeído de sentimientos humanos. Y una frase suya que me rompió el alma, pero que había imaginado y temido desde el primer momento en que fui

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consciente de que estaba embarazada, Lo siento, hija, pero tu hijo ha nacido muerto.

«Imagínate mi reacción en ese mismo momento, imagínate los días que vinieron sin encontrar el consuelo en nadie, porque no existía consuelo alguno para la pérdida de un hijo que había gestado en el interior de mi cuerpo. Fueron unos días de soledad a pesar de las palabras de cariño de mis hermanas, de mi madre incluso, encerrada como me quedé en la clausura de mi dormitorio y sin querer compartir con nadie mi dolor. No pensé en nada, en nadie, salvo en tu padre, aquel hombre del que me sentía completamente enamorada, que había sufrido en silencio mis últimos meses de embarazo, que, sin duda, debía conocer el resultado final y que no contaba siquiera con mi aliento. No tenía noticias de él desde hacía días, desde que había ingresado en el hospital, hasta que un día cualquiera mi hermana Gracia me trajo un sobre cerrado, por supuesto que era de él, no podía ser de otra persona, en cuyo interior, una hoja de cuaderno rayado llevaba escritas unas pocas palabras de su puño y letra, unas palabras que decían más o menos lo siguiente: Cariño, estoy al corriente de todo y sé cuánto has sufrido. No es el momento de remover nada, ni de echar culpas a nadie, pero estoy convencido de que nuestro hijo sigue vivo en alguna parte. He alquilado una casa para nosotros dos, modesta pero nuestra, donde no tengamos que dar explicaciones a nadie, donde podamos ser libres y hacer la vida que soñamos y deseamos, donde poder, si así Dios lo quiere, empezar desde cero sin perder la esperanza de encontrar un día a nuestro hijo Carlos, como tú querías llamarle siempre. Mañana pasaré a eso de las 23:00 a recogerte. Estate preparada. Te quiero mucho.

«Y a eso de las 23:00 horas del día siguiente allí estaba esperándome. A nadie le había dicho nada, con nadie había compartido mis planes. Solamente había dedicado aquella mañana a guardar algunas de mis pertenencias en unas bolsas, a seguir encerrada en mi habitación como los días precedentes. Aquel día ni siquiera salí para cenar, ni siquiera abrí el pestillo de la puerta cuando la golpearon con insistencia en reiteradas ocasiones. A la hora convenida, mientras todos dormían, mientras dominaba un silencio absoluto en toda la vivienda, mientras se imponía una noche desapacible de enero en el exterior que no invitaba a otra cosa que al recogimiento, salí de mi dormitorio intentando hacer el menor ruido posible, aunque ya todo me diera lo mismo. La decisión estaba tomada. Ni siquiera dejé una nota de despedida. Pensé que, al día siguiente, cuando vieran la habitación vacía, ya adivinarían todos lo que había hecho. Ya era mayor de edad, ya era el momento de romper con el yugo que me había mantenido esclavizada en la familia, principalmente con la persona que mantenía sometida a toda su prole. En la calle llovía a cántaros. En el interior del coche abracé a tu padre, pero sin demorarnos demasiado. Era el

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momento de huir cuanto antes de aquel portal, de aquella calle que tan malos recuerdos me traía y que me sigue trayendo aún hoy, Carlos.

«Y así fue como tu padre y yo comenzamos a caminar por nosotros mismos. Así fue como cambiamos de barrio y nos trasladamos al otro lado del río, sin echar de menos los rincones de toda la vida, evitando, a toda costa, reencontrarnos con el pasado. Días después rehíce los contactos con mis hermanos, con mi madre, ellos no tenían la culpa de nada, sólo eran unas víctimas más. Y tu padre y yo nos empeñamos durante los meses venideros, durante  los años siguientes, en encontrar a aquel niño que nos habían arrebatado desde el mismo momento de su nacimiento, convencidos como estábamos que estaba vivo en alguna parte, en alguna otra familia, en alguna institución. Pero aquella fue una tarea imposible, aunque nunca perdiéramos la ilusión. Tu padre siempre decía lo mismo, Carlos, esta debe ser nuestra pelea, pero sin obsesionarnos, tenemos que seguir viviendo, porque todos los días amanece de nuevo para nosotros dos. Aún somos jóvenes y podrán nacer otros Carlos si Dios quiere, si nosotros lo deseamos. Si él regresa algún día, aquí tendrá las puertas de su casa siempre abiertas, porque nunca dejará de ser nuestro hijo.

«Así fue, Carlos, como volví a quedarme embarazada al poco tiempo. Cómo mi vientre empezó a crecer de nuevo, como sentí en todo momento los cuidados y las atenciones de tu padre, que sólo se separaba de mi lado por las mañanas para ir a su trabajo. Toda mi familia fue bienvenida en mi nuevo hogar, salvo mi padre, aunque tampoco creo que tuviera demasiado interés en saber cómo se encontraba su hija. Y en diciembre del mismo año nació nuestro segundo hijo, al que, evidentemente, volvimos a llamar Carlos, con la única intención de recordar a su hermano que ya hacía casi un año que nos había abandonado involuntariamente. Y Carlos nos llenó de felicidad, sin llegar a olvidarnos nunca de aquel primer hijo que un día nos arrebataron, y que seguro aparecería un día de forma voluntaria.

Lucía 2ª contó toda aquella historia ante el silencio y la atenta escucha de Carlos. Cuando llegó a ese momento de la narración sus palabras se apagaron, sus ojos permanecían cerrados, su rostro evidenciaba total tranquilidad, su respiración se hizo pausada.

Carlos se levantó del sofá, le echó una manta por encima para que no cogiera frío y acercó sus labios a la frente de ella dándole un beso, antes de decirle lo único que pudo venírsele a la mente después de todo lo que había escuchado.

- Buenas noches, mamá.

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XIII

 

Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse entre sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

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Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondería conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así que, mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás. Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del que sería, a partir de ahora, el portal de su vivienda. Con cierto nerviosismo encontró las llaves en el bolsillo de su pantalón, probó varias, como si fuese la primera vez que las usaba, hasta que consiguió abrir el portón de hierro y cristal que le separaba de su otra realidad ya extinguida. Se adentró en la oscuridad del vestíbulo buscando el interruptor que iluminara la escalera, también el espacio reservado a los seis buzones –dos por planta- de sus nuevos vecinos, hasta dar con el que le correspondía, con el nombre de la mujer justo debajo del suyo y, cómo no podía ser de otra forma, también se llamaba Lucía, aunque los apellidos no coincidieran con los de la otra Lucía. Al menos, algo había avanzado en su adaptación a su flamante existencia sin necesidad de hacer demasiadas preguntas, algunas imbéciles, otras insospechadas. A continuación, se dio un respiro antes de subir los cuatro tramos de escalera que debían conducirle hasta la puerta de la vivienda. Era evidente que se encontraba algo alterado, excitado, nervioso, pero, no por ello, sintió el deseo de dar marcha atrás al reloj del tiempo y regresar a sus calles empedradas de la Alameda de Hércules. Se trataba de una decisión firme, sólo que había que asumir las consecuencias y adaptarse a ellas. Así, sin más preámbulos, se atrevió a abrir aquella puerta de color madera oscura. En la opacidad de la estancia que sus ojos descubrían nada más atravesar el umbral, una luz, que procedía de algún recóndito rincón de la casa, denotaba la presencia cercana de Lucía. Sólo se le  ocurrió encender luces, como una forma de ir familiarizándose con aquellas paredes, con aquellos ambientes, con aquel mobiliario, además de avisar a Lucía de su llegada.

- ¡Lucía, acabo de llegar!

Una vivienda como cualquier otra, sin nada que le llamara la atención especialmente, ni siquiera aquella enorme pantalla de

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televisión en la que Carlos 2º disfrutaría de sus películas de Louis Malle.

Viéndola aparecer saliendo de un largo pasillo, en ropa interior, acercándosele, impetuosamente, con una sonrisa de oreja a oreja, para abrazarle. Podría utilizarse mil y un adjetivos para definirla, pero en un se resumían todos: aquella Lucía, llamémosle Lucía 2ª, era una chica guapa.

- ¡Hola, cariño!

- ¿Y este recibimiento, Lucía?

- Anda, dúchate y arréglate, Carlos. He reservado una mesa para cenar.

- ¿Algún motivo en especial?

- Ninguno, estar contigo, salir contigo, disfrutar esta noche contigo.

Y Carlos se perdió en la humedad de un cuarto de baño recién usado, rastreó entre los cientos de botes amontonados en tan reducida superficie, indagó entre las marcas de desodorante, de geles de baño, de champús, de perfumes. Tampoco nada del otro mundo, nada imposible a lo que pudiera acostumbrarse, o ir cambiando poco a poco en sus hábitos. Más tarde se extravió en los vericuetos de su armario, sin saber qué debía ponerse. ¿Qué entendería Lucía 2ª por arreglarse? ¿Cómo se arreglaría Carlos 2º cuando su mujer se lo pedía? Por lo que pensó, que lo más fácil era dejarse llevar por la situación, aprovechando que Lucía 2ª se encontraba cerca de él, aún con su conjunto de encaje negro, maquillándose delante de un espejo de pie adosado a una de las paredes del dormitorio.

- ¿Lucía, que te apetece que me ponga? Elígeme la ropa tú hoy.

- No seas tonto, si es lo que hago cada vez que salimos.

- Por eso te lo digo.

Y fue Lucía 2ª la que eligió la ropa de Carlos, tan ajustada a su cuerpo como si hubiese sido él mismo quien la hubiese comprado.

- Estás guapísimo, cariño.

- Gracias.

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Y Lucía 2ª también se engalanó para aquella noche. Completamente vestida de oscuro, ataviada con su ajuar de juventud, como a Carlos le gustaba ver a Lucía, salvo que Lucía 2ª era bastante más joven, a lo sumo acabaría de cumplir los veinticinco años.

Atento a todo lo que le rodeaba, no podía decirse que Carlos se sintiera incómodo, aunque todo podía complicarse en cualquier momento, o no. Tampoco quiso ir más allá, ahondar en la realidad que estaba descubriendo; tan sólo desnudarla y adaptarse a su nuevo hábitat como un perro recién adoptado que intenta familiarizarse con todos los objetos que le rodean, salvo que a él, a Carlos, no le dio por olisquear las cosas extrañas que le cercaban, que eran prácticamente todas.

Una vez listo los dos, se dirigieron a uno de los restaurantes más renombrados del barrio. A pie estaba a menos de diez minutos de distancia, y eso que caminaban con parsimonia por culpa de los tacones de Lucía 2ª y sus dificultades para andar por aquellas superficies accidentadas de las calles. En todo el trayecto apenas se dijeron nada, solamente sus manos entrelazadas, o algún que otro gesto de ella apretando con sus dedos los de Carlos. No por ello, los pensamientos dejaban de agolparse en la cabeza de él, pensamientos que no tuvo el valor de formular en voz alta, del tipo: ¿Qué ocurriría si de repente le dijera a Lucía 2ª, Lucía, me llamo Carlos, pero no soy tu marido. Tu marido y yo hemos intercambiado nuestras vidas, por ningún motivo concreto, sólo por tener la posibilidad, cosa que no puede hacer cualquiera, de volver a nacer de nuevo, con una nueva familia, con unos nuevos amigos, con un nuevo trabajo, con una nueva mujer que en este caso eres tú? Y conforme esta reflexión se desarrollaba en su imaginación, como si estuviera visualizando el metraje de una película, a Carlos se le escapó una sonrisa que no pudo contener.

- ¿De qué te ríes, Carlos?

- De nada en concreto, pensaba en algo.

- Si compartes ese algo conmigo, tal vez podamos reírnos los dos.

- Déjalo, es una tontería. Además… –como dudando-, no tengo ganas de hablar de trabajo. Es fin de semana, y recuerda que los fines de semana son nuestros.

- Te veo un poco raro, Carlos.

- No te preocupes, Lucía, estoy bien.

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Así llegaron al restaurante junto al río, hasta la mesa que Lucía 2ª había reservado sin habérselo dicho antes –en todo caso, se lo habría dicho al otro Carlos, al 2º-, donde se sentaron frente a frente con una larga mirada de silencio.

- ¿Qué piensas, Carlos?

- Qué eres más guapa de lo que me había imaginado.

- ¿Me habías imaginado de otra forma?

- Posiblemente te haya visto muchas veces, pero eso de imaginarte cambia la perspectiva de las cosas.

- Si no te importa, sigue hablándome sobre eso.

- ¿De qué?

- Que continúes esa reflexión sobre el verme y el imaginarme.

- Muchas veces vivimos con una persona, pero no nos detenemos a pensarla, sólo compartimos un tiempo a su lado dentro de una realidad cargada de rutina. Ahora que puedo mirarte con tranquilidad a los ojos, pienso lo guapa que eres y la suerte que he tenido de encontrarte.

- Es muy extraño lo que dices, pero también muy bonito. No sé, Carlos, pero te veo y pareces otra persona distinta, como si no llevara tres años viviendo contigo.

- Tal vez sea el momento de empezar a conocernos de verdad, Lucía.

- Tal vez, Carlos. ¿Tú eres feliz conmigo?

- Qué pregunta más absurda.

- No te vayas por las ramas y contéstame, anda.

- Pues claro que soy feliz contigo. Hace un rato se me ocurría una frase, algo que pensaba para ti.

- Dímela.

- Pensaba cogerte de la mano…

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- Toma, cógela,

- …Apretarla fuerte, mirarte directamente a tú sonrisa, reflejarme en la serenidad de tu rostro, en la dulzura de tus ojos, decirte, Lucía, ponte guapa, dame la mano, caminemos unidos hasta que no nos quede más que la eternidad para compartirla juntos.

Y a Lucía 2ª se le escapó un suspiro en silencio, se le derramaron cientos de lágrimas que nunca llegaron a brotar de sus enormes ojos cargados de sentimientos, sin dejar de soltar la mano de Carlos, acariciando con sus dedos los de él, silenciosa, como si no le salieran las palabras, emocionada como estaba después de escuchar las palabras de Carlos, unas palabras cargadas de emoción que hoy brotaban de una forma distinta a otras veces. Tal vez hayan surgido por primera vez donde antes eran otras, tal vez haya aprendido del poeta de Bergerac, tal vez haya salido de su interior el verdadero Carlos del que Lucía 2ª  se enamoró un día de hace tres años, tal vez hoy se haya dado cuenta, por fin,  de sus verdaderos sentimientos por Lucía 2ª, tal vez, el tenerla delante, tan cerca, haya despertado en él algo que, hasta ayer, llevaba escondido, algo que, hasta ayer, ni siquiera existía  por motivos más que evidentes en la vida de Carlos. Pero Carlos se había enamorado repentinamente de aquella mujer tan especial, de esa dulzura que emanaba de su mirada serena y constante, de esa belleza natural que irradiaba con sólo contemplarla o estar cerca de ella, con esa voz que golpeaba con contundencia cualquier posibilidad de defensa. No, el muro se había derrumbado por completo, los miedos se habían evaporado, los remordimientos habían desaparecido, el pasado se había transformado en otra película, mientras los títulos de crédito de una nueva relucían en la enorme pantalla de la vida anunciando el comienzo de una doble sesión, impedido por el alzhéimer para poder recordar algo de la anterior, ni siquiera el título. Todo empezaba de nuevo para Carlos, seguro que se adaptaría pronto, seguro que Lucía 2ª no notaría ninguna diferencia, seguro que todo será como Lucía 2ª espera que sea, como todos soñamos que debe ser una relación. Pero Lucía 2ª no apartaba sus ojos de los de Carlos, cómo si intentara descubrir lo que se escondía tras ellos. Claro que se sentía feliz por las palabras oídas de la boca de su presunto marido, sentimientos que nunca antes había sido capaz de transmitir con la misma rotundidad; pero también se sentía preocupada por aquel extraño comportamiento, tan distinto del de ayer, del de la semana pasada, del de hace tres años que le conoció por casualidad.

Como adivinando el pensamiento presente de Lucía 2ª, pero intentando apagar los miedos y recelos de ella, Carlos se levantó de su silla, se acercó a ella, la miró fijamente y la besó por primera vez, con si intentara trasladarle todos sus sentimientos de deseo, como diciéndole,

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No pasa nada, estoy bien cariño, y sin importarle tampoco que pudiese haber gente cerca, que estuviera en un lugar público. Fue un simple impulso, también con la intención de ocultar todas las dudas que sus palabras estaban despertando en Lucía 2ª. Pero de lo que no cabía ninguna duda, era de lo que estaba naciendo en su interior respecto de aquella nueva mujer en su vida presente, tal vez expresado de forma equivocada, pero no era más que un reflejo evidente de un flechazo instantáneo, como ocurre en las películas, sólo que la realidad supera siempre a la ficción, incluso en estas cosas del corazón. En la vida pueden ocurrir estas cosas, y es lo maravilloso de ella. Tanto es así que, ni siquiera la otra persona, la receptora de nuestras pulsaciones, llega a confiar en nosotros. No es mentira lo que nuestros sentimientos expresan, lo que dicen. Es cierto que cada persona se manifiesta de una forma, que cada persona necesita su tiempo, que hay personas que no saben decirlo, que hay otras personas que ni siquiera lo sienten. Pero de lo que no cabía duda alguna, es que Carlos sí sentía esa fuerte punzada reflejo de su enamoramiento más absoluto por aquella nueva Lucía a la que hemos denominado Lucía 2ª.

- Lucía, te quiero.

- Yo también, cariño. Hasta tus besos de esta noche me saben diferentes, más intensos, más sinceros.

- Ya te lo he dicho antes, será que hoy me siento enamorado de ti.

- Será eso, Carlos.

Y cenaron y bebieron vino y dejaron las conversaciones extrañas para otro momento y, junto al río, tomaron alguna copa en un bar nocturno, antes de regresar a casa, de desnudarse mutuamente, de contemplar aquel cuerpo por primera vez. Ni siquiera llegaron a tumbarse sobre la cama en principio, los dos cuerpos, de pie, se abrazaron con fuerza, en silencio, dejando que el sonido del deseo se expresara por sí mismo. Después, sobre la cama, Carlos no dejaba de contemplar la mirada de Lucía 2ª, como incrédulo a lo que estaba viendo, mientras acariciaba, con sus dedos, los voluminosos pechos de ella, jugueteando con sus duros pezones, rozando los perfiles de su cara, de su cuello, de sus hombros, sin llegar a pronunciar una palabra, mientras Lucía 2ª se dejaba hacer en todo momento, como si fueran dos personajes de un cuadro en movimiento de erotismo y amor.

Largo rato debió pasar entre apasionados besos y caricias inocentes entre aquellos dos adolescentes que empezaban a descubrir el cuerpo del otro, de la otra, antes de que Lucía 2ª se incorporara, tumbara el cuerpo de Carlos sobre la cama, para convertirse en la

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protagonista de la escena, metarfoseando el amor en deseo, el erotismo en pornografía, jugueteando con su boca y con su lengua a lo largo del cuerpo de Carlos, colocándose después sobre él e introducir el pene de él en lo más profundo de sus entrañas, cabalgando con un movimiento acompasado, lento, hasta sentir la explosión de Carlos en su interior, apretando con fuerza para procurar que todo aquel líquido seminal permaneciera con ella el máximo tiempo posible.

Después, sin llegar a soltarse, Lucía 2ª arrimó su cuerpo al de Carlos, para sentirse unida, abrazada a su pecho. Así se quedaron durante largo tiempo, en esa misma postura, cuerpo contra cuerpo, él dentro de ella.

Antes de que llegaran a dormirse, Lucía 2ª le dijo:

- Ha sido una noche extraña, Carlos. Me has hablado como nunca me habías hablado, me has besado como si nunca lo hubieras hecho, te he sentido dentro de mí como nunca antes te había sentido.

- Será que desde hoy soy otro.

- Será eso.

- ¿Pero, te ha gustado?

- Sí.

- Buenas noches, Lucía.

- Buenas noches, cariño.

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Y así se fueron sucediendo las jornadas, así fueron pasando las semanas. Carlos integrado en su nueva realidad sin cuestionarse, en ningún momento, las diferencias que iba observando respecto de la pasada, sin llegar, incluso, a pensar en ella, mucho menos a echarla de menos. Por las mañanas, en su nuevo trabajo gestionando pensiones, compartiendo con normalidad lo que pueden compartir unos compañeros de trabajo durante cerca de ocho horas diarias. Por las tardes, sus paseos por la ciudad, una película en aquella gran pantalla del salón, un libro seleccionado con esmero de la sección de novedades del FNAC o de la Casa del Libro. Por las noches, una cena en la intimidad del hogar, en la que Carlos ponía todo su amor en prepararle platos a Lucía 2ª, quien, sin cuestionarse nada, quedaba completamente admirada por las nuevas dotes culinarias de su marido. Un pastel de calabacín, unos canapés de rulos de cabra con cebolla caramelizada, una tabla de queso, una empanada de beicon y dátiles, una copa de serradura de postre. Platos mojados con vinos de su tierra: “Primavera” o “Dulce Eva”. Mientras que en el dormitorio, ella se engalanaba para hacer cumplir los deseos de Carlos, esos que él le había descubierto durante la primera noche juntos, Ponte guapa, dame  la mano, caminemos unidos hasta que no nos quede más que la eternidad para compartirla juntos. O bien, las noches que abandonaban el hogar para compartir una mesa en un restaurante, unos bailes en un bar de moda donde poder seguir disfrutando de lo que eran, jóvenes, antes de regresar a la intimidad de la habitación, en la que cada noche, los dos cuerpos seguían fundiéndose con la misma pasión del primer día.

O aquellos fines de semana, en los que Lucía 2ª le enseñaba con cariño los rincones que la vieron nacer. Los paseos por las calles de Jerez de los Caballeros, de Medellín, de Alburquerque, de Fregenal  de la Sierra, de Zafra, de Mérida, o una maravillosa puesta de sol sobre Olivenza, desde la otra orilla del Guadiana, justamente desde el mismo embarcadero de Villarreal.

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Así, hasta que ocurrió lo que ambos deseaban que ocurriese. De aquellos sentimientos tan intensos brotó una maravillosa niña a la que llamaron Ángela, algo que les unió aún más si cabe, sin que ello supusiera un cambio en su dedicación al otro. Había tiempo para todo, también para seguir saliendo a cenar, para seguir deseándose en la oscuridad de la habitación, para hacer de Ángela una niña feliz, rompiendo con ello aquellas viejas teorías de Carlos, en las que las parejas, al objeto de superar la monotonía de la rutina, los signos del desamor, adoptaban una decisión pensando en el futuro, equivocada muchas veces, de intentar cimentar la relación con un hijo, como si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. En la que las parejas se centraban tanto en sus atenciones y cuidados, que se olvidaban por completo de la otra persona que tenían a su lado, la que, cuando sean mayores, les cambiará los pañales, aguantará su alzhéimer, compartirá su soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su propia vida, vendrá de vez en cuando a visitarles si acaso.

Y el tiempo pasó, de la misma forma que pasa para todos.

Y no sabemos si por culpa del tiempo que pasa, de la edad de riesgo que a todos nos llega, de tratarse de algo genético –que bien pudiera ser, sabiendo lo que sabemos ya de su padre, que dejó a su mujer viuda sin haber tenido la oportunidad de cobrar la primera pensión de jubilación-, o de haber amado tan intensamente durante los últimos veinticinco años de su vida, Carlos terminó en una habitación de hospital. Parecía tratarse de algo grave, todo lo grave que puede considerarse un infarto pasados los cincuenta.

Encerrada en sí misma, rezando a todos los nombres del santoral para que no volviera a repetirse el infarto, Lucía 2ª acudía todos los días al hospital para intentar alegrar el corazón malherido de su marido. Siempre, sin dejar de cumplir la promesa de ponerse los mejores vestidos, de verla subida sobre sus altos tacones, de verla acercarse para besarle como si fuese la primera vez, también la última, sentándose a su lado sobre la cama y sin dejar de soltarle la mano. Era la forma que tenía ella de agradecerle todo lo que él había hecho por ella, todo lo que le había dado durante todos aquellos años juntos.

En sus momentos de soledad, por las noches, mientras Lucía 2ª intentaba descansar en uno de los dos incómodos sillones para acompañantes que el hospital colocaba en cada una de las habitaciones, o cuando lo hacía Ángela, con la que se turnaba algunos días a pesar de la negativa de Carlos, que no quería que pasaran un mal rato sin necesidad, diciéndole siempre, a una y a otra, No es necesario que se quedéis, me siento bien, Lo peor ya ha pasado, En caso de urgencia, no estoy solo, estoy en un hospital, aquí hay médicos, hay enfermeros, hay

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personal sanitario, a lo que ellas siempre respondían de la misma forma, Siempre hay que estar con los seres queridos cuando éstos más lo necesitan. Pues bien, en esos momentos de soledad y silencio, Carlos cerraba los ojos, viniéndosele a la mente sus primeros momentos con Lucía 2ª, aquel primer encuentro, el primer beso aquella noche mientras cenaban en el restaurante junto al río, la primera vez que hicieron el amor en la intimidad del dormitorio, aquellos interminables paseos por los arenales de Chiclana, por las playas de La Barrosa, de Sancti Petri o de la Loma del Puerco; o aquellas largas caminatas por el centro de Sevilla, donde una imagen de ella se había quedado perpetuada en su retina, cuando quedaron para tomar una cerveza antes de la cena y la vio aparecer con aquellos pantalones vaqueros ceñidos a su cuerpo, con aquella blusa suelta en tonos pasteles, subida siempre a sus tacones altos, terminando después en cualquier terraza junto al río, en la que compartían, además de todo un catálogo de sentimientos compartidos, unas cervezas bien frías, unas copas de vino o un plato de marisco del que tanto disfrutaban juntos. Esas imágenes de aquella noche, que se repitieron durante muchas otras más adelante, eran uno de esos recuerdos que nadie, por muy mal momento que esté pasando, puede borrar tan fácilmente de la memoria. Así quería recordarla siempre a ella. Pero Carlos también tuvo momentos para preguntarse por el comportamiento de Carlos 2º, sin haber llegado a entender cómo un hombre podía ser capaz de deshacerse de una mujer como Lucía 2ª. Es cierto que ella era una mujer un tanto dejada, pero siempre estaba cuando ella consideraba que debía estar, en los momentos importantes. También era cierto que Lucía 2ª era una mujer un poco pija e histérica, pero también era innegable que se trataba de una mujer cariñosa, fuerte, alegre, defensora a ultranza de lo que ella consideraba como suyo, llegando incluso a ser una persona posesiva, a lo que él llegó a acostumbrarse con el tiempo, llegándole incluso a resultarle simpático mientras no se pasara de la raya. Y a Carlos le trató siempre como tal, como algo suyo, como algo que le pertenecía, sin llegar a cuestionarse nunca si se trataba del hombre con el que se había casado o no, era su hombre, con el que convivía, con el que compartía tantos momentos, con el que había llegado a tener a la otra persona que más quería en su vida, Ángela. Y por todo ello lo consideraba como algo suyo, de nadie más, a pesar de su notable dejadez en ciertos momentos del día a día, dejadez que incluso se hacía notoria cuando se olvidaba de felicitarle el día de su cumpleaños, o de llamarle durante todo el día, sin responder siquiera a los mensajes que Carlos le dejaba en el móvil. Carlos era más dependiente que ella, necesitaba oír su voz de vez en cuando, leer sus palabras. Ella no, pero no por falta de sentimientos, sino más bien por olvido, por dejarse llevar de la rutina diaria, hasta el punto de no recordar que la noche anterior habían quedado para celebrar juntos su aniversario. Carlos era así, Lucía 2ª era así, pero los dos se complementaban y se necesitaban

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en su día a día., 

A pesar de los cabreos que Carlos llegaba a soportar, la entrega de ella en los momentos en los que estaban juntos, su feminidad, su coquetería, su belleza, su amor demostrado a su forma, hacían que él se olvidara del rencor que llegaba a sentir como consecuencia de sus prolongados silencios.

Así pasaba Carlos aquellos interminables días en aquella habitación una vez abandonó la UCI, antes de que, una tarde cualquiera, le trajeran a un nuevo compañero de habitación. Nada más verle aparecer montado en la camilla supo de quién se trataba, a pesar de que la vida les había tratado de forma tan  desigual, como si el amor verdadero hubiera vacunado a Carlos contra el deterioro progresivo de la edad, al menos, del más evidente a los ojos de los demás, del que se ve. También, la persona que le acompañaba parecía haber envejecido de forma estrepitosa si la comparamos con Lucía 2ª, dos mujeres en las que no difería tanto la edad que, al cumplir los cincuenta, podrían parecer madre e hija.

Pero la enfermedad no conoce edades, no sabe diferenciar entre una piel joven y otra madura. Se presenta de repente cuando cree que es su momento, cuando el destino le avisa, secuestrándonos cuando menos nos lo esperamos. Cuando eso ocurre, ella podrá salir de ti, o bien llevarte con ella.

A pesar del camino tan dispar que habían seguido uno y otro, ambos se dieron cuenta de todo, volvieron a sentirse cercanos, como si no hubieran pasado todos estos años de distanciamiento, unidos, reencontrados, aunque el parecido entre ambos había dejado de ser tan evidente, aunque la identidad se hubiese vuelto desidentidad. Sin embargo, nadie más, aparte de ellos dos, se dio cuenta de nada.

Y como las cosas ocurren porque tienen que ocurrir, aprovecharon una noche que las dos mujeres se habían ausentado momentáneamente de la habitación para ponerse al corriente de aquellos treinta años de desencuentro.

- ¡Cómo ha pasado el tiempo, Carlos!

- Ni que lo digas.

- No se me borrará aquella imagen nuestra proyectada sobre la luna de aquel escaparate. ¡Parece que fue ayer!

- Debe de hacer treinta años, Carlos.

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- ¿Tú cómo te encuentras?

- ¿Cómo quieres que me encuentre, Carlos, si acaban de sacarme de la UCI? Pues fastidiado. Aunque imagino que más o menos como tú.

- A pesar del fastidio por el momento presente, no puedo dejar de pensar que me siento un hombre feliz.

- Me alegro por ti, Carlos.

- En cambio a ti, no te veo tan bien.

- No puedo quejarme de la vida que he tenido, pero sí me siento muy cansado.

- ¿Te arrepientes de lo que hicimos?

- De nada me vale arrepentirme. Además, te lo dije entonces. Un cambio sin retornos, sin arrepentimientos, en el que tú harías mi vida, yo haría la tuya. Solamente he hecho eso, dedicarme a la vida que te hubiera correspondido a ti.

- Ya, pero cada uno afronta la realidad desde una perspectiva diferente.

- Seguramente. He hecho cuánto he podido por defender lo que me entregaste aquella tarde.

- Yo no puedo quejarme, Carlos. Me enamoré al instante de tu mujer. Después, todo se ha desarrollado como puede esperar cualquier persona que sueña con ser feliz. Bien en el trabajo, bien con Lucía, hemos tenido una hija, Ángela, que ya no es tuya, aunque sea hija de tu mujer.

- Me alegro, Carlos. Nosotros nos hemos quedado solos. La vida no nos ha dado la oportunidad de tener un hijo. Aunque tampoco me arrepiento. Recuerda la teoría que una tarde compartimos entre cervezas: aquella según la cual, las parejas, al objeto de superar la monotonía de la rutina, los signos del desamor, adoptaban una decisión pensando en el futuro, equivocada muchas veces, de intentar cimentar la relación con un hijo, como si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. En la que las parejas se centraban tanto en sus atenciones y cuidados, que se olvidaban por completo de la otra persona que tenían a su lado, la que, cuando sean mayores, les cambiará los pañales, aguantará su alzhéimer, compartirá su soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su propia vida, vendrá de vez en cuando a

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visitarles si acaso.

- Sí, la recuerdo, Carlos. Pero son sólo teorías. En la práctica esas teorías podrán cumplirse o no. En mi caso, creo que Lucía y yo nos sentimos orgullosos de haber tenido a Ángela. Pero lo que nunca he llegado a explicarme es por qué abandonaste a Lucía de esa forma.

- Son esas cosas que hacemos los humanos de vez en cuando que no siempre pueden tener una explicación razonable.

Así siguieron hablando durante todo el tiempo que pudieron hacerlo, mientras el cansancio no pudiera con ellos, mientras siguieran solos en aquella habitación de hospital.

Escasos días después, mientras todos parecían dormir, un segundo infarto se los llevó a los dos por igual, de forma simultánea, de forma coincidente, sin posibilidad de que, a ninguno de los dos, les pudieran reanimar a tiempo y devolverle al presente. Ahí estaban, cama junto a cama, Carlos junto a Carlos 2º, cada uno con una de sus manos caídas en un lateral, como, si en un momento dado, ambas manos hubieran querido despedirse para siempre, cayendo desfallecidas ante el último aliento.

 

 

 

 

 

 

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XIV

 

 

Sin ser muy consciente del día que era, una día cualquiera del mes de enero  de un año recién comenzado, Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse entre sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondería conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así que, mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones

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que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás. Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del que sería, a partir de ahora, el portal de su vivienda, aquel que le había anotado Carlos 2º en un papel aquella misma tarde y, en cuya puerta se encontraban estacionadas dos patrullas de la policía nacional. Saludó a un agente por simple cortesía, quien no le prestó demasiado interés, tan ocupado como estaba encendiendo un cigarrillo, Buenas noches; penetrando después en un vestíbulo  iluminado y algo agitado por unas voces que se arremolinaban en algún lugar no visible, escuchando su sonido, pero ajeno a la presencia de las personas en las que debían tener su origen. Sólo tuvo tiempo de reparar  en el espacio reservado a los seis buzones –dos por planta- de sus nuevos vecinos, hasta dar con el que le correspondía, con el nombre de la mujer justo debajo del suyo y, cómo no podía ser de otra forma, también se llamaba Lucía, aunque los apellidos no coincidieran con los de la otra Lucía; en subir con parsimonia los escalones hasta descubrir, que era del rellano al que presuntamente se dirigía de donde provenía todo aquel barullo de voces. Al hacerse visible Carlos, notó todo un mundo de miradas pendientes de él, de su aproximación, de su acercamiento, mientras escuchó el sonido de una voz sobresaliendo por encima de todas en un momento determinado, como si con ello intentara llamar la atención a quien tuviera que llamarla. A los agentes allí presentes, estaba claro.

- ¡Agente, es él!

¿Quién es él? Él no era otro que Carlos, un tipo con identidad duplicada, sin identidad propia, con identidad de otro que, hasta hacía unas horas, había formado parte de una realidad determinada, y que, por determinadas circunstancias, en un momento concreto, había cruzado el umbral de otra objetividad, había vuelto a nacer en un entorno diferente, el mismo rostro, el mismo cuerpo, el mismo pensamiento, la misma consciencia inscrita en otra dimensión, real pero desconocida, a la que debía ir acostumbrándose, como podría hacerlo cualquier otra persona que penetrara desde el fulgor del día hasta la penumbra de un edificio iluminado a aquellas horas de la noche que cae, alumbrado con luz artificial, abriendo sus ojos para ir acomodándose a otras imágenes y realidades, ideadas, imaginadas, pensadas, ilusionadas durante un trayecto que le había conducido desde el centro de la ciudad hasta aquel barrio popular situado al otro extremo del río, en la que un nuevo entorno pasaría a formar parte de su vida, desde ese mismo instante. Un Buenos días, un Buenas tardes, un Buenas noches, mientras se cruzaba con ellos en el nuevo portal, en las mismas escaleras; también una nueva compañera de circunstancias, de casualidades, de coyunturas, de coincidencias, a la que había

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imaginado de mil formas antes de abrir aquella puerta, de verla por primera vez delante de él, de tener que acercársele y darle un beso, un abrazo o, simplemente, de dirigirle la palabra con un frío y seco, Hola, ¿qué tal te ha ido el día?; para ir alimentando, a partir de ese momento, una nueva relación basada en la observación, en las reacciones de ella, en las preguntas disimuladas cuyas respuestas deberían ir señalándole el camino, el modo de vida que estaba obligado a interpretar para no sentirse otro, para no levantar sospechas, para ir convirtiéndose en Carlos 2º con una mente que seguiría pensando como Carlos, conviviendo con una Lucía que, ahora, sería Lucía 2ª, en una vivienda que no era más que un conjunto de objetos inanimados a los que todos nos llegamos a acostumbrar más pronto que tarde, de la misma forma que lo hacen los animales domésticos que recogemos un día en la calle, abandonados, y que adoptamos sin siquiera saber su opinión, no sólo porque nos da pena su desamparo, sino también, porque nos hacen sentirnos acompañados, queridos, aunque sea por un gato, por un perro, que nos mira con desconfianza en un primer momento, pero que, a fuerza de costumbre y de rutina, se va acostumbrando a nuestros olores, a nuestros rincones, a nuestros sofás, a nuestras manos que le dan de comer día tras día, o que le acarician el lomo o la cabeza con suavidad. Pues igual, era cuestión de días. Sin olvidarnos del recuerdo del ayer, iremos edificando, a base de costumbre, de rutina, de momentos que se suceden, un nuevo tablero de juego en el que una de las fichas es la misma, las demás han cambiado por completo, incluso el tablero es distinto, pero en el que, una vez aprendidas las reglas, puede que incluso pueda llegar a ganar la partida siguiente, o no. Con lo que no podemos contar muchas veces, es con determinados imprevistos que pueden llegar a acontecer, que pueden surgir en cualquier tablero, en cualquier juego. No importa cuáles sean los jugadores que inician la partida, lo importante es llegar al final de la misma con posibilidades de salir victorioso, al menos de conquistar la meta, pudiendo disfrutar de ella mientras se celebra, sin abandonar antes de tiempo, sin olvidar las instrucciones, sin perder la razón durante el juego, sin ser víctimas del juego sucio y, sin llegamos a caer en ello, saber defendernos, poder utilizar nuestras armas para salir airosos; pero no siempre es posible, sobre todo cuando sustituimos a otro jugador y descocemos las instrucciones, las casillas por las que el otro ha ido pasando hasta el momento del cambio, el juego sucio, el juego desconocido, casilla número 32, momento de la sustitución, con desconocimiento absoluto del resto de los participantes, incluidos aquellos vecinos que se agolpaban, por algún motivo desconocido para Carlos, en el descansillo de la escalera, que debían estar esperando a alguien, que esperaban ser testigos de algo. Allí se encontraban, mientras Carlos alcanzaba el rellano de la planta a la que debía dirigirse, hablando en voz alta, casi gritando al unísono eso de, “Agente, es él”. Unos perfectos desconocidos para Carlos pero que, sin duda, debían conocerle a él, a

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Carlos, porque de lo contrario no tendría sentido aquella afirmación: es él, es él, es él. Y Carlos, en su nueva dimensión, ha llegado a convertirse en él, ha sustituido al jugador en el momento presente de la partida que estaba jugando el otro, casilla número 32.

Y tras aquellas palabras de sus compañeros de juego, un agente de la policía que sale tras una puerta abierta, con diligencia, con su rostro serio, abriéndose paso entre aquellos otros que le han reconocido, para acercarse a Carlos y, sin mediar una sola palabra, inmovilizarle con una llave de esas que se aprenden en clases de defensa personal y colocarle unas esposas sin preguntarle siquiera su nombre, es él, estaba claro, lo acababan de confirmar aquellas voces delatándole y, una vez maniatado, escuchar la voz de aquel policía queriendo cumplir con el protocolo de las detenciones, soltando todas aquellas palabras ordenadas en una frase que todos sabemos de memoria por las películas y series americanas: Está usted detenido. Todo lo que diga puede ser utilizado en su contra…”. Así, sin más, sin menos, delante de su nuevo vecindario, sin guardar ningún tipo de intimidad, de cortesía, ni tan siquiera concluir aquella frase, la de los requisitos legales, sin informarle del motivo de la detención, del hecho delictivo del que se le acusaba, de los derechos que le asistían como detenido según la legislación vigente, a saber

♀       Derecho a guardar silencio no declarando si no quiere, a no contestar alguna o algunas de las preguntas que le formulen, o a manifestar que sólo declarará ante el juez.

♀       Derecho a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable.

♀       Derecho a designar abogado y a solicitar su presencia para que asista a las diligencias policiales de declaración, e intervenga en todo reconocimiento de identidad de que sea objeto. Si el detenido no designara abogado, se procederá a la designación de uno de oficio.

♀       Derecho a que se ponga en conocimiento del familiar o persona que desee.

Nada, sólo aquella breve e inconclusa frase, conduciendo a Carlos, que no entendía nada de nada, pero que tampoco opuso ningún tipo de resistencia, como viéndolas venir, hasta el interior de una vivienda, la misma que Carlos 2º le había anotado en un papel aquella misma tarde, aquella cuya puerta estaba abierta, aquella en la que sus nuevos vecinos se habían agolpado esperando nuevas noticias, aquellos cuyos ojos descubría por primera vez, llenos de odio y de ira contra él. Vaya recibimiento, pensaría Carlos. Y, una vez dentro, aquel salón como

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cualquier otro, sin nada que le llamara la atención especialmente, ni siquiera aquella enorme pantalla de televisión en la que Carlos 2º disfrutaría de sus películas de Louis Malle; otros dos policías que parecían estar esperándole a él, estaba claro. Todo estaba claro para todos, excepto para él mismo, para Carlos, que seguía mudo, como presente en otra realidad bien distinta, en el patio de butacas de un cine cualquiera, espectador de una película que se estaba proyectando, en la que un policía conducía a un presunto sospechoso hasta el interior de una vivienda en cuyo salón aguardaban otros dos agentes, en un silencio expectante, sólo roto por las voces de aquellos vecinos que le habían delatado minutos antes, gritándole, ya sin verles, eso de ¡Asesino, asesino, asesino!, mientras el agente que le llevaba agarrado del brazo para protegerle de la barahúnda vengativa, le conducía hacia el interior, donde, sin duda, pensaría, le mostrarían una imagen, la causa de toda aquella escena, antes de molerle a palos, a ostias, a puñetazos, buscando una confesión en caliente, sin tener tiempo para preguntarse a sí mismo qué era lo que había pasado, qué era lo que había hecho, de qué se le acusaba, cómo se llamaría aquella cinta tan bien rodada que parecía real, en la que él, Carlos, pasaría de ser un simple espectador, a convertirse en uno de los protagonistas, el malo, mientras la otra, la buena, aparecía oculta bajo una sábanas, en el mismo salón, un bulto depositado en el suelo en el que, el propio Carlos, no había reparado hasta entonces, un lienzo teñido de un color rojo intenso, sin duda alguna de sangre, ocultando, probablemente, su cuerpo, un cuerpo sin movimiento, sin vida, después de que alguien del servicio de emergencias de turno hubiera certificado su muerte instantes antes. Allí seguían también, aunque Carlos tampoco hubiese reparado en ellos, ni siquiera en una ambulancia que debía estar estacionada en la misma puerta, sólo en las patrullas aparcadas en la puerta, o abandonada en cualquier callejón cercano, si es que llegaba a existir, porque también podían haberse trasladado a pie desde el hospital más próximo. Cuestión de recortes en los tiempos difíciles en los que vivimos el resto de los humanos. No, sólo en aquellas dos patrullas aparcadas en la puerta, si bien, en aquellas circunstancias presentes, tampoco podía estar en todo. Pero que, recapitulando, ahí estaba aquel salón como cualquier otro cualquiera, iluminado artificialmente y sin nada que llamara la atención, ni siquiera aquella enorme pantalla de televisión en la que Carlos 2º disfrutaría de sus películas de Louis Malle, de no ser por aquellos policías, por aquellas otras dos personas con su uniforme anaranjado. Esta era la fotografía, la instantánea del presente, el fotograma que Carlos visualizaba como personaje, no como parte del público, inmerso en la misma escena, no contemplándola desde el patio de butaca. Y, si nos fijamos un poco en un lugar concreto de la secuencia, justo al lado de la sábana manchada de sangre que ocultaba el cuerpo de alguien, apreciamos un reguero del mismo color encarnado procedente de algún otro lugar de la

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vivienda a través de un largo pasillo que se perdía al fondo de nuestra vista, como si la víctima hubiera sido golpeada, apuñalada, disparada en otro lugar más recóndito, fuera de la escena, dirigiéndose, con las escasas fuerzas que le quedaran, sangrando, hasta el lugar exacto en el que, momentos después, se derrumbó por completo, o bien fue rematada por más golpes, por el mismo cuchillo, o por otra bala de su asesino. Delante de esa estampa fija, Carlos permanecía en silencio. Así, hasta que uno de los agentes le pidió que se acercara, siempre conducido por el otro que seguía sosteniéndole por el antebrazo, justo hasta situarse delante de la presunta víctima oculta bajo el sudario sanguinolento. Llegado a su altura, uno de los policías levantó cuidadosamente la sábana para mostrar el rostro de aquella mujer, una chica a la que podía aplicar mil y un adjetivos para definirla, pero todos se resumían en uno, Lucía 2ª era una chica guapa a pesar de tener su rostro desencajado por los golpes, a pesar de los restos del ensañamiento feroz a la que se había tenido que ver sometida entre aquellas cuatro paredes. Carlos se la quedó mirando fijamente, como intentando absorber de ella todos los rasgos que se había imaginado durante el trayecto desde el centro de la ciudad hasta su nuevo barrio al otro lado del río; su melena de color castaño, larga y con algunas ondulaciones, más propias de las postura del cuerpo que de la forma del mismo cabello; la piel tersa y clara de una mujer que, a lo sumo, acabaría de cumplir los veinticinco años, aunque pálida por la ausencia de vida, marcada por la sangre coagulada en uno de sus pómulos, en el labio inferior completamente destrozado, con los ojos cerrados y, a pesar de todo, sin perder la serenidad, el sosiego, la calma, el estoicismo, la firmeza. La mirada de Carlos seguía fija en la de ella, como si estuviera imaginándose una vida junto a aquella Lucía  2ª en diferentes circunstancias, por ejemplo, viéndola aparecer saliendo de aquel largo pasillo, en ropa interior, acercándosele, impetuosamente, con una sonrisa de oreja a oreja, para abrazarle; por ejemplo, tumbados sobre la arena con la cabeza un poco incorporada disfrutando de una interminable puesta de sol sobre la duna de Bolonia; por ejemplo, comiendo palomitas en el salón de casa, deleitándose con una escena en la televisión en la que dos chicos y una chica corren durante nueve minutos a lo largo de las salas y de los pasillos del Louvre; por ejemplo, dando un largo paseo nocturno por los entresijos del Barrio de Santa Cruz, cogidos de la mano, sin decir una sola palabra, sólo gozando de la suavidad de la noche, de los olores a azahar en las proximidades de la primavera, del bullicio de los bares y terrazas en las que se amontonaban los turistas en busca de una cerveza fría, de una jarra de sangría, de una botella del mejor vino peleón a precio de Richebourg-Grand Cru, por ejemplo y, por qué no, compartiendo una misma lectura sobre la cama, uno junto al otro, en la que podían leer al unísono aquel texto de “Te amo, Carlos”.

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Ficciones todas ellas, interrumpidas, repentinamente, por una voz que le preguntaba directamente mirándole a los ojos, como si estuviera buscando la sinceridad de su confesión en la mirada.

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- ¿Conoce a esta mujer?

- No.

- ¿Cómo que no conoce a esta mujer?

- No tengo porqué conocer a todo el mundo.

- No se haga el gracioso y dígame si conoce a esta mujer.

- Agente, no me estoy haciendo el gracioso. Le repito que no conozco a esta mujer.

- ¿Nunca la había visto antes?

- No, es la primera vez que la veo.

- ¿Y cómo se explica que sus vecinos le acusen y le llamen asesino?

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- No son mis vecinos. También es la primera vez que los veo.

- Como usted podrá comprender, hay algo que no cuadra en toda esta historia. Tenemos una mujer asesinada, a un marido que regresa a casa, y a unos vecinos que le acusan de haber sido él quien acabó con

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su vida. ¿Algo tendrá usted que decirnos, no?

- Le entiendo perfectamente, agente, pero podría haber sido otra persona quien ha acabado con la vida de esta mujer y que, al llegar a casa, se encontrase con el cuerpo ya sin vida.

- Fueron los vecinos los que nos alertaron de una discusión en esta casa esta tarde, hará un par de horas, los que escucharon gritos, después unos disparos. Los que le vieron salir de la casa, y los que le han vuelto a ver regresando al lugar de los hechos.

- Lo siento, agente, pero a mí no me han podido ver ni entrar ni salir de esta casa hasta ahora.

- Usted es el marido de esta mujer.

- No, yo no soy el marido de esta mujer. Ya le he dicho antes que es la primera vez que la veo.

- Si fuese así, ¿qué hace volviendo a esta casa, si ésta, como usted dice, no es su casa, ni ella su mujer?

- Esa es otra historia, agente. Una larga historia.

- Sea breve por favor. No tenemos para todo el día.

- Le he dicho que se trata de una larga historia. Si quieren se las cuento, si no, pues nada.

- Déjese de estupideces y díganos lo que sabe.

- Puede que sea un estúpido, sobre todo por lo que les voy a contar.

Y Carlos empezó a contar, intentando, en todo momento, ser lo más conciso posible.

- Siempre he debido de tener una cara vulgar, y lo digo, porque siempre me han confundido con muchas personas en ámbitos diferentes de mi vida. Incluso en una foto que tiene mi madre en el salón de su casa, posa mi hermano cuando tenía pocos años, creyendo siempre que aquella persona retratada era yo. No es que la vulgaridad de mi rostro me haya traído problemas, pero ha sido algo de lo que no me puedo sentir orgulloso. Pues bien, hace unos días, mientras paseaba por la Avenida de la Constitución, en la acera contraria a la que yo iba y, a mi misma altura, caminaba una persona que, a simple vista, me llamó

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poderosamente la atención. La primera impresión que me llevé fue tal que tardé unos instantes en reaccionar, los suficientes como para que, al volver a mirar hacia el otro lado, aquel rostro que me resultaba tan familiar hubiera desaparecido de mi campo de visión.

«Era la primera vez que me enfrentaba con mi fantasma y le había dejado escapar por mi propia parsimonia, también por mi propio miedo.

«Pero no me lo pensé dos veces y crucé la calle, sin reparar siquiera si venía un coche, un autobús de línea o una aeronave de la Estación Internacional Espacial. Pero alcancé la otra acera sin ningún percance. Miré a derecha e izquierda y, sin pensármelo tampoco en esta ocasión, seguí el sentido natural de la marcha que llevaba antes de atravesar al otro lado de la avenida. Era lo más probable. Aceleré entonces el ritmo de mis pasos por si acaso, mientras una única imagen se me venía a la cabeza, la de la fotografía de mi hermano, junto con un interrogante, ¿quién coño sería aquella persona?

«Unos metros más adelante adiviné su figura entre una multitud de conceptos diferentes que, a aquella hora exacta, entraban o salían del FNAC. Mi viva reproducción entraba, así que, cinco minutos más tarde, entraba yo tras él. Tras un amplio vistazo general y algunos tramos de escaleras, le descubrí junto a las estanterías repletas de DVD’s. Yo, simplemente, esperé a cierta distancia sin perderle ojo.

«Después de un rato extrayendo carátulas y leyendo sus sinopsis, se quedó con unas cuantas películas de Louis Malle: “Ascensor para el cadalso”, “Zazie en el metro”, “El unicornio”, “Milou en mayo” y “El fuego fatuo”, todas con sus portadas en colores blancos, negros y grises, como corresponde a la Colección Exclusiva FNAC. Parecía satisfecho con su adquisición, al menos eso se desprendía de su cara. Yo, mientras tanto, seguía esperando disimuladamente. Después, le seguí mientras bajaba en busca de la zona de cajas y, una vez abajo, volví a salir a la calle mientras esperaba que el otro saliera con su bolsa color marrón serigrafiada en blanco.

«Nada más salir del establecimiento me puse detrás, a menor distancia esta vez. Era increíble, como si adosado a la espalda de la otra persona hubiera un espejo que me devolviera mi misma imagen. Como dos gotas de agua, como dos botellas del mismo whisky, como dos paquetes de cigarrillos de la misma marca. Incluso, me llegué a fijar en sus andares, por si también fueran idénticos a los míos, pero no soy muy consciente de cómo deben ser mis andares, mis poses, mis gestos, mis amaneramientos. Son cuestiones, más bien, en las que se fijan los demás, pero no uno mismo.

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«En un momento dado, tuve que decidir afrontar por fin aquella realidad que tenía en mis propias narices. Así que, justo antes de llegar a la Plaza de San Francisco, aceleré ligeramente el paso y le adelanté colocándome justo unos pasos por delante de él, no demasiados tampoco, los suficientes para entablar una conversación normal, si es que puede considerarse como normal un momento como ese. Ante su cara de sorpresa, porque probablemente no entendía nada, le conduje hasta el escaparate de una boutique de la misma plaza y, una vez delante del amplio cristal, me coloqué a su lado, diciéndole que mirara, que nos mirara a los dos. Hubo un momento de silencio y, tras éste, mostró su asombro diciendo “la hostia, tío”, porque, evidentemente, era la hostia. Entonces, nos quedamos fijos delante de la luna del escaparate durante un buen rato, cómo no queriéndonos creer lo que estábamos viendo. Pero era lo que era, dos perfectos desconocidos hasta hacía unos minutos y, en ese momento, uno siendo el reflejo del otro.

«Tras aquel preámbulo de desconcierto, decidimos ir a un bar cercano, compartir algo más que nuestros rostros estupefactos reflejados en el vidrio de la tienda. Y en el bar, a los ojos de cualquiera que podría imaginarse que éramos dos hermanos gemelos idénticos, tuvimos toda la tarde para hablar de muchas cosas.

«Evidentemente, no teníamos parentesco alguno, ni apellidos, ni pasados, ni presentes semejantes. Tan sólo el aspecto físico y, por casualidad, el nombre. Los dos nos llamábamos Carlos.

«Conforme la conversación se fue prolongando, sí descubrimos muchos puntos de conexión entre nosotros. Por ejemplo, los dos estábamos casados, pero ninguno teníamos hijos. Los dos trabajábamos para una Administración Pública, pero él trabajaba para el Estado, concretamente para la Seguridad Social, y yo lo hacía para la Junta de Andalucía. Los dos teníamos la misma edad, treinta y un años, aunque no nacimos el mismo día del mismo mes, porque ya hubiera resultado un poco inverosímil. Los dos teníamos las mismas afinidades culturales, por lo que nos llevamos largo rato hablando de ello. No es muy normal poder compartir los mismos placeres con los demás. Los dos acabábamos de leer la “Generación X” de Douglas Coupland. Los dos éramos admiradores de la Nouvelle Vague, de ahí la reciente adquisición de las cinco películas de Louis Malle por su parte. Los dos teníamos como disco de cabecera el “OK Computer” de Radiohead. Los dos no sentíamos ninguna pasión por la poesía. Los dos teníamos una forma similar de valorar nuestros gustos por las cosas: o algo nos gustaba de verdad o era una mierda, no existía término medio, con lo cual, los dos carecíamos de la virtud apreciada como tal por la generalidad de los seres humanos: actividad o fuerza de las cosas para

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producir o causar sus efectos.

«Y como la conversación se demoraba más de la cuenta, los dos, tras compartir tantas palabras y tantas cervezas, intercambiamos nuestros números de teléfono al objeto de seguir hablando y seguir intercambiando; todo ello, antes de despedirnos con naturalidad y proximidad, con un par de besos en las mejillas, como si la familiaridad y la cercanía se hubieran recuperado repentinamente.

«Y un par de días después me dio por llamarle, quedando para aquella misma tarde, a las 18:00 horas, en el mismo bar. Y a la hora exacta, en el mismo lugar, Carlos y yo volvimos a encontrarnos. Seguimos hablando de los mismos temas de la vez anterior, hasta que a Carlos se le ocurrió hacerme una pregunta, si yo era feliz con mi vida. Le contesté que no podía quejarme, pero que siempre era posible mejorar. Fue entonces cuando me dijo que se le había ocurrido una idea, pero que antes debía aclararle eso de que “no podía quejarme, pero que siempre era posible mejorar”. Y se lo aclaré, claro. Le dije que tenía un trabajo fijo, cosa que no todo el mundo podía decir, que no me daba para derrochar, pero sí para sobrevivir con dignidad; también, que tenía una mujer que me quería, o al menos eso pensaba yo, porque ya sabemos cómo son las relaciones cuando pasan unos años. A lo que Carlos me preguntó sobre esto, ¿cómo eran las relaciones cuando pasan unos años? Y se lo expliqué también, claro, según yo. Le dije, que cuando conocíamos a alguien que cuadraba con lo que nosotros pensábamos que debía ser nuestra compañera de viaje, con la que podíamos compartir cuerpo, alma e inteligencia, pensábamos que, el ardor de los primeros momentos, de los primeros días o meses, se mantendría siempre vivo. Pero también sabíamos que eso no era así, por mucho que nos empeñáramos en que lo fuera. Era una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de energías e ilusiones. Por lo que tampoco podía quejarme al respecto, porque éramos lo que podría decirse una pareja normal. Esto fue lo que le dije, agente. Y como Carlos seguía insistiendo en lo mismo, reconociendo que a él también le había pasado, seguimos disertando sobre el mismo tema. Le dije que nosotros, los seres humanos, nos empeñábamos en vivir intensamente la vida, cuando sabíamos que esa intensidad se diluía día a día con la rutina, con el trabajo, con el cansancio, con las facturas, sin ser conscientes, en ese momento, que la vida era mucho más, o que podría serlo. Y cuando pensábamos en ese mucho más que podría haber sido, nos deprimíamos creyendo que nuestra ilusión por la vida había llegado a su fin, que habíamos alcanzado nuestra meta, que no podíamos aspirar a más. Y sin reconocerlo, porque nadie lo hacía, nos refugiábamos en otras cosas: en crecer laboralmente, por ejemplo; o nos cobijábamos en los mundos ficticios que nos proporciona la literatura o el cine; o adoptábamos una decisión pensando en el futuro,

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equivocada muchas veces, intentando cimentar la relación con un hijo, como si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. Nos centramos tanto en sus atenciones y cuidados, que nos olvidamos por completo de la otra persona que tenemos a nuestro lado, la que, cuando seamos mayores, nos cambiará los pañales, aguantará nuestro alzhéimer, compartirá nuestra soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su propia vida, vendrá de vez en cuando a visitarnos si acaso. Y en ese punto de la conversación, agente, Carlos pronunció una frase que podría considerarse el origen de todo este entuerto. Me dijo que, aprovechando las circunstancias que él y yo sabíamos, podríamos disfrutar la vida con otra intensidad. Al principio no entendí muy bien lo que quería decirme con esa frase, y le pedí que me explicara su sentido, dónde quería ir a parar. Fue entonces cuando Carlos me preguntó directamente si mi mujer se daría cuenta de que su marido era otro. Por lo visto era algo en lo que venía pensando desde que nos vimos el primer día, era como darle un aliciente a nuestras vidas, como si entráramos en un juego, sólo conocido por nosotros, donde podríamos canjear a nuestro antojo todo lo que teníamos. Entonces le planteé a Carlos todas mis dudas, todos los riesgos que este juego, como él le llamaba, podría tener. Pero Carlos sólo intentaba venderme una idea en forma de interrogación: ¿cuántas personas en el mundo podían disfrutar de esta posibilidad aprovechando las circunstancias? A pesar de mi resistencia inicial, con argumentos como la posibilidad de liarme con su mujer, él objetaba con el mismo razonamiento, mejorándolo incluso: la decisión de intercambiar nuestras vidas iría unida a todas sus circunstancias, como la de liarse él con la mía, entrar él en mi casa, en mi vida, en mi trabajo, en mi familia, mientras yo hacía lo propio con la suya. Yo sería él, él sería yo. Y una vez planteado el tema en toda su extensión, hablamos sobre la posibilidad del retorno, es decir, de poder volver, en algún momento, cada uno a su existencia original. Era una posibilidad, si bien, Carlos, me planteó otra en ese momento. Que una vez que hubiéramos intercambiado nuestras vidas, romperíamos cualquier comunicación entre nosotros, esto es, yo tiraría adelante con la suya, tomaría mis propias decisiones respecto a ella, como si hubiera nacido de nuevo, en otra casa, en otra familia, en otro trabajo, que sería, en adelante, la mía para siempre. Y así seguimos hablando aquella segunda tarde sin llegar a ninguna conclusión, dándole vueltas al mismo tema hasta que decidimos despedirnos porque se estaba haciendo demasiado tarde. Simplemente, cada uno se fue por su camino hacia la existencia que teníamos en el presente.

«Pero a partir del momento de la separación, la posibilidad de intercambiar nuestras existencias se convirtió en toda una obsesión para Carlos y para mí. No sé si era morbo, pero verse en la vida del otro, temporal o indefinidamente, se convirtió para nosotros en un tema recurrente al que no dejábamos de darle vueltas una y otra vez, pero

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sin poder confesárselo a nadie, como algo que llevábamos dentro que, de ningún modo, nos atreveríamos a confesar.

«Y así pasó algún tiempo sin que tuviera noticias de Carlos, ni él mías. Seguimos haciendo nuestras vidas con total normalidad, a pesar de la losa que suponía aquel pensamiento oculto sin posibilidad de olvidarlo, como si fuese un asesino que termina por confesar un delito porque los remordimientos le corroen, o un infiel que admite que tiene otra mujer porque su pecado no le deja vivir en paz.

«Fue tal la obcecación que nos persiguió a uno y a otro, que terminamos por volver a quedar, en el mismo bar, a la misma hora, esta misma tarde de viernes. Ha sido el momento en el que nos hemos confesado mutuamente que, desde aquel día que estuvimos hablando de intercambiar nuestras vidas, no habíamos podido conciliar el sueño. Los dos habíamos mantenido el silencio desde aquel día, pero, después de otra larga conversación dándole más vueltas a lo mismo, llegamos a una conclusión, bueno, más bien adoptamos una determinación. De seguir adelante con nuestro proyecto, lo mejor sería hacer un intercambio definitivo, lo mío sería suyo y lo suyo sería mío, para siempre; porque, de no hacerlo así, tantos cambios podrían producir los mismos efectos, pero de forma reiterada, convirtiéndose esto en algo enfermizo que acabara por destruirnos, no sólo a los dos, sino también a los seres queridos que nos rodeaban. Así que, llegado el momento de iniciar el camino, cada uno seguiría adelante por sí solo, sin poder recurrir al otro, sin arrepentimiento alguno. Cada uno debería ser consecuente con su nueva vida, pensando, además, que ésta sería para siempre.

«Tras no sé cuantas copas, hemos decidido que era lo mejor para los dos, que llegado el momento en el que estábamos, no podríamos vivir con aquella idea no realizada metida en la cabeza. La vida estaba llena de juegos, podíamos apostar o no, podíamos ganar o no, podíamos ganar más o menos, podíamos perder más o todo. Así, que decidimos apostarlo todo.

«Ninguno de los dos habíamos hablado apenas de nuestras vidas, ninguno de los dos le habíamos contado al otro lo que hacíamos en el trabajo, ninguno de los dos le había dicho al otro siquiera donde vivíamos, tan sólo anotamos en una hoja de papel la dirección de nuestras casas, la de nuestros trabajos, el número de la matrícula de nuestros coches, intercambiamos nuestros móviles, nuestros documentos de identidad, las llaves de nuestras viviendas y de nuestros vehículos y, después, sin olvidarnos de una cuestión práctica, en la que algunos no caerían en la cuenta, nos hemos a un cíber, donde cada uno ha abierto una cuenta por internet donde hemos traspasado nuestros saldos bancarios, para no tener que, además de los que habíamos

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hecho, falsificar firmas ni nada de eso, pudiendo disponer desde el minuto uno de los ahorros que habíamos atesorado hasta ese mismo momento. A partir de ese instante empezaba el juego y cada uno debía buscarse la vida.

«Carlos se ha ido a mi casa, y yo me he venido a casa de Carlos y, como es viernes, el problema del trabajo quedaba demorado durante dos días. Algo era algo. Hemos brindado por el acuerdo, nos hemos deseado suerte y nos hemos despedido con otro par de besos y sin ningún tipo de remordimientos.

«En ese momento, comprobé la dirección que Carlos me había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

«Después, he deambulado largo rato por el centro antes de decidirme a enfilar la calle que debía conducirme hasta el puente, hasta mi nuevo barrio, del que nunca pensé que un día se convertiría en mi lugar de residencia.

«A pesar de las muchas preguntas que he llegado a hacerme en todo ese intervalo de tiempo, no he dudado un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida me ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerme de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –mi mujer, mi familia, mis amigos-, me enfrentaba a otra realidad que podía depararme lo  mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

«Después he cruzado el puente que, a estas horas, es un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; he atravesado la plaza que alberga el mercado de abastos del barrio y, después, he girado a la derecha para perderme entre sus callejuelas, que aún conservan la arquitectura de los corrales de vecinos.

»Conforme me he ido aproximando al domicilio que Carlos me había anotado en el papel, he ido fijándome en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ello, por si acaso tenía la suerte de encontrarme con el coche que, a partir de ese mismo momento, me correspondía conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verme sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, dónde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así, que mejor toparse con él por casualidad, que tener que enfrentarme a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a

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los oídos de los demás. Pero no tuve suerte.

«En pocos minutos, me encontraba delante del que sería a partir de ahora el portal de mi vivienda, aquel que Carlos me había anotado en un papel esta misma tarde y, a cuyas puertas, me he encontrado estacionadas dos patrullas de la policía nacional… Todo lo demás ya lo conocen.»

- ¿Me está diciendo que hay una persona idéntica a usted que es el culpable de este asesinato?

- Yo no he dicho en ningún momento que Carlos sea el culpable de este asesinato, le he contado lo que le he contado.

- Por favor, llévense a este tipo a comisaria.

Y el mismo agente que le había tenido cogido por el antebrazo durante todo aquel rato, le condujo al exterior de la vivienda, abriéndose paso entre la multitud de vecinos que seguía agolpada delante de la puerta, muchedumbre que volvió a insultarle al verle aparecer de nuevo. ¡Asesino, asesino, asesino! Luego le llevó hasta una de las patrullas estacionada en la calle, le metieron dentro, en el asiento trasero, esposado, sin compañía. El silencio durante todo el trayecto fue absoluto, ni siquiera las conversaciones que se reproducían desde la radio del vehículo que recordaba de las películas y series policíacas que había visto; sólo algunos ruidos que le llegaban desde el exterior, noche de viernes en la ciudad dormida, que iba apagando sus luces cotidianas para convertirlas en los sonidos de los fines de semana: la música trepando en decibelios, el rugir de los vehículos conducidos por jóvenes sedientos de fiesta, también de alcohol, de droga; el taconeo de las muchachas subidas doce centímetros por encima de su altura natural. Los sonidos de una ciudad que duerme y descansa cerrando las contraventanas a las pesadillas del bullicio de otra ciudad que, apenas, si acaba de abrir los ojos

En pocos minutos, el coche policial salía de aquel barrio situado en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río, atravesando la Avenida Cristo de la Expiración, en dirección al centro de la ciudad. Conforme más se alejaba de la que Carlos pensaba que debía ser su próxima parada –comisaría de la Avenida Blas Infante-, salvo que la estación que le esperase fuese otra –comisaria centro-, una nueva paranoia comenzó a ocupar su mente. ¿Y si realmente no estuvieran conduciéndole a la comisaria, sino a un destino diferente? Lo cierto es que el vehículo, que no llevaba conectada la sirena, se iba abriendo paso con diligencia entre una multitud de coches que, a aquellas horas, poblaban la noche del viernes de la calle Torneo en busca de la

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Alameda de Hércules, adentrándose en las callejuelas de aquel barrio que, hasta esta misma tarde, había sido el de Carlos; imaginándose que algo había tenido que ocurrir, no sólo ya en aquel número 32 de la calle sin nombre, sino también entre aquellas cuatro paredes en las que Carlos 2º debería haber encontrado acomodo junto a su ya no mujer, Lucía. E imaginaba como Carlos 2º, después de intercambiar aquella tarde las direcciones de sus viviendas, de sus trabajos, los números de matrícula de sus coches, sus teléfonos móviles, sus documentos de identidad, las llaves de sus viviendas y de sus vehículos, se había encaminado urgentemente, antes de que a él le diera tiempo a llegar a su nuevo destino, a liquidar todo su pasado, acabar con él literalmente, asestando todo tipo de golpes, puñaladas o disparos a la que había sido su mujer hasta aquel mismo momento, dejándola allí tirada alrededor de un charco sanguinolento que no dejaba de crecer conforme el cuerpo de Lucía 2ª se iba desangrando poco a poco; para abandonar sigilosamente la vivienda y sin perder un segundo, antes de que a Carlos le diera por aparecer, coger un taxi y alcanzar el otro lado de la ciudad más allá del rio, junto a las calles empedradas de la Alameda de Hércules, donde se encontró con las señas que él le había anotado aquella tarde en un papel, llamando a la puerta por no atreverse siquiera a utilizar sus llaves, abrazando por primera y última vez a su nueva Lucía en el mismo umbral de la puerta, antes de conducirla al interior de la vivienda y asestarle tantos golpes, tantas puñaladas, tantos disparos, hasta acabar con ella; como si se tratara de un asesino de Lucías, condenándole, con su comportamiento, también a él, que carecía de coartada que pudiera demostrar su inocencia, con aquellos dos cuerpos que habían dejado de respirar por culpa de la identidad, por culpa de un destino que había colocado en el mismo lugar a dos Carlos, un Carlos 1º y un Carlos 2º, tan idénticos a simple vista pero tan distintos en el fondo. Pero el fondo es algo que no se aprecia a simple vista, sino que es necesario adentrarse en él para llegar a conocerle si acaso. Y como eso no suele suceder a priori, vemos como Carlos empieza a asumir la culpa de dos delitos cometidos por otra persona que, a estas horas de la noche, habrá abandonado la segunda vivienda, dejando en algún rincón de la misma el cuerpo de la otra Lucía, golpeada, apuñalada, disparada, sin vida, alrededor de un charco sanguinolento que no dejará de crecer conforme el cuerpo de Lucía se vaya desangrando poco a poco, para salir después a la oscuridad de la noche y perderse en el bullicio que, a aquellas horas, ambientaba la Alameda de Hércules, lavándose con esmero las manos para eliminar de ellas cualquier resto de golpes y de sangre, deshaciéndose también del cuchillo y de la pistola con los que habrá ejecutado a sus dos víctimas, primero  a una, Lucía 2ª, su mujer de los últimos tres años, después a la otra, Lucía, su mujer de los últimos diez minutos de presente, desapareciendo por completo de la faz de la tierra dejando a un solo sospechoso a los ojos de los demás quienes, como ya hemos dicho

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antes, sólo se fijaran en la apariencia, la de Carlos, sin más coartada que una larga historia de cambios de identidades, tan absurda, tan fantasiosa, tan poco creíble a los oídos de una mente normal, que era conducido, en aquellos momentos, por una patrulla de la policía nacional desde el lugar donde se había cometido el primero de los crímenes hasta el sitio donde se había perpetrado el segundo de ellos, en el que, con sus propias manos, se había ido deshaciendo de Lucía 2ª, primero, de Lucía, después.

Mientras Carlos seguía secuestrado por aquellos pensamientos perversos e inquietantes, el coche de policía había llegado a su destino, una calle aparentemente tranquila, sin restos de otros policías, ni de sirenas, ni de ambulancias, ni de nada que llamara especialmente la atención, ajena incluso al bullicio festivo y encendido de la Alameda cercana. El interior del coche permanecía imperturbable, ni siquiera una conversación entre los dos agentes que ocupaban los asientos delanteros, como si estuvieran esperando acontecimientos, instrucciones desde el exterior, antes de sacar de la parte trasera del vehículo al presunto asesino de Lucías que, esposado, no se atrevía a moverse, a levantar la voz, tan sólo a seguir imaginando todo cuanto podía imaginar.

No sabemos cuánto tiempo tuvo que pasar, pero sí fue bastante, antes de que los agentes descendieran del vehículo, abrieran la puerta trasera y sacaran del interior a Carlos, tirándole del brazo, sin decirle nada, sin pedirle su colaboración, arrastrándole con fuerza y dándole a aquella escena todo el realismo del mundo de las películas y series policíacas, como si se tratase de un verdadero criminal, de dos verdaderos policías que acababan de detener al verdadero y famoso asesino de Lucías. Era el trato que merecía teniendo en cuanta lo que había hecho con sus propias manos, lo que habían evitado con su detención, al salvarle la vida a un innumerable número de mujeres llamadas Lucía que, posiblemente, figuraban en un fichero manual con sus nombres, con sus direcciones, con aquellos datos personales que facilitaran su localización, incluidas sus fotos, también su encuentro, su acercamiento, para que, el día menos pensado, pudiera llegar a golpearlas, apuñalarlas, dispararlas, hasta deshacerse de ellas por completo, dejando alrededor de sus cuerpos un charco sanguinolento que no dejaría de crecer conforme se iban desangrando poco a poco.

Y el asesino de Lucías fue sacado del vehículo policial y, como ya he indicado antes, continuaba esposado. La calle continuaba desierta, la noche se encontraba ideal, las luces del coche, que habían aparcado decentemente junto a la acera y sin estorbar el presunto tráfico, estaban apagadas. Al mirar hacia arriba, Carlos sí se dio cuenta de una cosa. A través de la ventana de la que había sido hasta esta misma

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tarde su vivienda, segundo piso de un bloque reformado de cuatro plantas, salía luz del salón. Imaginándose que, tras aquel ventanal del balcón, se escondía otra tragedia, similar a la que acababa de vivir en primera persona en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río. El cuerpo de otra mujer, a la que esta vez sí conocía, yacería boca abajo en el suelo, en el mismo salón, oculta bajo unas sábanas, un lienzo teñido de un color rojo intenso ocultando el cuerpo de su verdadera mujer, la primera, de la que un día se enamoró perdidamente nada más ver su anuncio en uno de esos portales de encuentros, nada más leer su perfil, nada más ver su fotografía, sin temer en ningún momento, que aquello fuese una ficción, una fantasía, una utopía, un sueño, que no fue así, afortunadamente, aunque sí fuese diferente, cuando la presunta Lucía del portal de contactos le invitó a quedar un día a primera hora de la noche, advirtiéndole, eso sí, que ella no era la de la fotografía que figuraba en su perfil, esperando no decepcionarle cuando la viera. Y quedaron en un recóndito y romántico rincón junto a la misma catedral, al final de la Barreduela de Santa Marta que da nombre a la plaza, justo en el mismo crucero que proyectó un día Hernán Ruiz II. Allí, al caer el sol, la presunta Lucía le había citado con una condición: sin decir una sola palabra, debían acercar sus labios fundiéndolos en un beso apasionado, sin ni siquiera poder descubrir realmente sus rostros por la oscuridad que empezaba a caer en aquel lugar deshabitado a aquellas horas. Así fue como se conocieron, así fue como sus sentimientos se encontraron durante muchos minutos, saliendo después cogidos de la mano hasta la calle Mateos Gago, donde, por fin, Carlos pudo apreciar la realidad que tenía por delante, una realidad que mejoraba, con creces, la fotografía que ella había puesto en su página, la que su mente había ideado durante toda aquella tarde antes del encuentro. Unos simples pantalones vaqueros algo por encima de sus tobillos, una camiseta blanca ceñida a su cuerpo y marcando unos pechos juveniles, unos tacones altos también blanco, una sonrisa perfecta, una belleza insultantemente fresca, una voz cargada de dulzura que le relataba sin parar sus sueños de futuro que, con el tiempo, se fueron cumpliendo, siempre sin llegar a soltar la mano de Carlos, sin despegarse apenas de sus labios, sin cuestionarse, en ningún momento, sus sentimientos. Así fue como se conocieron, así fue como avanzaron durante unos años en la misma dirección hasta el punto en el que ahora se encontraba cada uno, él, imbuido en sus recuerdos, condenado por la culpa que le proporcionaba haberla traicionado aquella misma tarde dejándola en manos de un tío idéntico a él, tan idénticos que hasta compartían el mismo nombre, por el miedo al presente que se estaría viviendo en el salón de aquella vivienda de la que se proyectaba aquella luz, también al futuro inmediato que le esperaba nada más cruzar el umbral de la puerta, también de color madera oscura, reviviendo los mismos momentos que acababa de experimentar unos minutos antes, cuando uno de los agentes vuelva a pedirle que se acerque, justo hasta situarse

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delante de la presunta víctima oculta bajo el sudario sanguinolento, para levantar cuidadosamente la sábana que desvelaba el rostro de aquella mujer a la que, esta vez, no podía negar que no conociera, para mirarla fijamente, para descubrir aquella figura pálida por la ausencia de vida, marcada por la sangre coagulada en uno de sus pómulos, con el labio inferior completamente destrozado, con los ojos cerrados y, a pesar de todo, sin perder la serenidad, el sosiego, la calma, el estoicismo, la firmeza.

Todo eso pensaba sin dejar de perder la entereza, sin dejar de temer lo que se le venía encima, convencido como estaba de que, cuando descubriera el rostro sin vida de Lucía, su mujer, la verdadera, se vendría completamente abajo, confesaría todos sus pecados, culpabilizándose a sí mismo del final de aquellas vidas destrozadas por culpa de su imbecilidad. Todo esto seguía pensando Carlos mientras sentía la mano de uno de los agentes tirando de su antebrazo para conducirle a través del vestíbulo de aquel portal hasta el ascensor que les estaba esperando, sin dirigirse a él en ningún momento, sin hablarse entre ellos, sin perder su rostro serio como corresponde a una situación como aquélla, en la que, simplemente, estaban cumpliendo con su trabajo, estaban conduciendo al presupuesto asesino de Lucías hasta colocarle delante de las damnificadas, para intentar comprobar a través de su rostro espectador que observa su obra recién ejecutada, no sólo su miedo a las consecuencias, sino también la satisfacción por el trabajo bien hecho.

 

 

 

 

 

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Y el ascensor subió las dos plantas, esta vez sin advertirse el mismo alboroto de los vecinos acusándole. No, esta vez, el asesinato se había guardado en la intimidad de la víctima, en el anonimato del asesino. Mejor así, evitando de esta forma un circo, a todas luces, evitable que no conducía a nada, que no aportaba nada, salvo un poco de morbo, unos cuantos titulares en los medios al día siguiente, una especie de mercadeo público de la desgracia ajena, así en la tierra como en el cielo.

Y tras aquella puerta de color madera oscuro que Carlos conocía tan bien tampoco se apreciaba ruido alguno, percibiéndose, con total nitidez, los tres golpes secos dados por los nudillos de uno los agentes a modo de señal, de aviso, de mensaje, de Ya estamos aquí, el asesino viene con nosotros, podéis abrir la puerta.

Y la puerta se abrió, y donde antes parecía haber luz o, al menos eso había apreciado Carlos desde la calle al dirigir la mirada hasta la presunta ventana situada en el segundo piso que hasta esta misma tarde había sido su vivienda, ahora era todo oscuridad, como si no hubiera nadie en su interior, como si la casa estuviese abandonada, si bien la tensión de la respiración ajena era más que perceptible, como si en las tinieblas de una noche a la intemperie una bandada de lobos acechara a su víctima en silencio, sin luz alguna, sólo los ojos encendidos de las bestias aguardando el momento del ataque. Pues igual, salvo que, esta vez, no parecía haber bestias acechando, pero sí víctimas, aunque sólo fuese una.

Carlos fue conducido al interior de la casa, todo en negro, respirándose vida en la opacidad. Un instante de pausa, de emoción, de espera, de inquietud, de expectación, antes de que pudiera adivinarse a los ojos de Carlos, y de cualquiera que pudiera tener la vista atenta en ese preciso momento, los destellos de unas velas que se aproximaban hasta el lugar donde él se encontraba, no dejando de sentir, en ningún momento, el tacto del agente en su antebrazo. Conforme veía acercarse la luz de las velas hacia él, escuchaba el sonido de unos pasos acompañándolas en su desplazamiento, descubriendo una forma, cada vez más visible, de lo que podía parecer, a los ojos de cualquiera, una tarta enorme, junto a otras formas difusas que se adivinaban al fondo del mismo salón. De cerca, el soniquete de un taconeo que se le acercaba con parsimonia, el de la respiración contenida de otras almas que se adivinaban presentes pero que aún no eran del todo visibles. Un número de velas cada vez más cercano que no le dio tiempo a contar antes de oír aquella voz que recordaba tan próxima, tan familiar, que denotaba una evidencia, la imposibilidad de que aquella persona estuviese muerta, porque los muertos no hablan, al menos de momento, salvo en los sueños, salvo en las pesadillas. Y todo aquello que tenía por

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delante parecía no serlo, y menos cuando aquella dicción se hizo más perceptible, dejándose escuchar de repente para decir lo que dijo.

- ¡Muchas felicidades, cariño!

Repentinamente había desaparecido el silencio, la oscuridad había dejado de ser para hacerse luz artificial de nuevo, descubriendo con su mirada lo que se reveló en ese momento, una realidad imposible de imaginar en aquellos instantes, inviable teniendo en cuenta la sucesión de los acontecimientos que se habían ido produciendo desde que llegó a las puertas de aquella otra vivienda situada en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río. Ahí estaba aquel Carlos atónito, aquel rostro de Lucía tan viva, tan guapa y sonriente como la recordaba, sosteniendo en sus manos una tarta con treinta y dos velas encendidas que le invitaba a soplar.

- Sopla, cariño, antes de que la tarta se llene de cera.

Y Carlos, como movido por un sueño del que no acababa de despertar, metido en una realidad que le resultaba ajena por completo, sopló con fuerza, sin saber de dónde había salido aquel vigor para apagar las treinta y dos llamas oscilantes, resonando al unísono una salva de aplausos que provenía del fondo del salón, después un estribillo tan manido por su reiteración en todos los rincones del planeta, en todos los idiomas hablados: Cumpleaños feliz, Cumpleaños feliz, Te deseamos Carlos, Cumpleaños feliz.

Lucía dejó el pastel en las manos de uno de los agentes para acercarse a su marido y abrazarle, no sin dificultad por encontrarse todavía esposado, con fuerza, diciéndole al oído, como si pretendiera que aquellas palabras sólo fuesen escuchadas por él.

- Siento haberte hecho pasar por todo lo que te he hecho pasar hasta llegar a este momento, pero tenía que hacerlo así. Te quiero, Carlos.

Y separándose de su marido, dirigirse a todos los presentes en voz alta, como intentando acercar a los oídos de Carlos la realidad de aquellos rostros tan cercanos como anónimos, que habían colaborado con Lucía en esa especie de conspiración, de juego de mal gusto, en la que no habían faltado ni engaños, ni cervezas, ni emociones, ni interrogantes, ni sueños posibles e imposibles, ni siquiera una presunta muerta que había resucitado de golpe en cuestión de minutos, ni siquiera falsos policías que habían cumplido con su papel al pie de la letra, ni siquiera presuntos vecinos que habían jaleado a los agentes mientras estos cumplían con su trabajo.

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Allí estaban todos para brindar por el resultado de aquella tragicomedia que Lucía comenzaba a relatar en voz alta para que todos pudieran sentirse igual de protagonistas, y no sólo Carlos que, sorprendido todavía, asistía a aquel montaje tan pérfido.

- Sabía que tenía que hacer algo especial para celebrar tu trigésimo segundo aniversario, cariño. Perdóname si te he hecho pasar un mal rato en algún momento. Estaba cansada de las celebraciones de siempre, y tampoco podía aceptar una propuesta que me habías hecho un día de no hace mucho tiempo. Acuérdate, eso de viajar a Ámsterdam los dos y montarnos un trío con una chica de los escaparates del Red Light. Por ahí no estaba dispuesta a pasar. Lo siento. Sé que siempre has sido una persona diferente, que te llaman la atención las experiencias un poco extravagantes. Así, que con tal de poder descartar lo de Ámsterdam, he tenido que darle mil vueltas a la cabeza para llegar a una idea que estuviese a la altura de tu imaginación. En esas estaba cuando tuve la suerte de encontrarme con una persona que, como habrás comprobado por ti mismo, es idéntica a ti. Fue una tarde, mientras estaba con unas compañeras de trabajo en un bar, en tanto aguardábamos la cola del cuarto de baño. Era tan idéntico a ti que, hasta ellas, mis compañeras, me preguntaron si eras tú, pero estaba claro que no, a él no le había visto en toda mi vida. Incluso, llegué a enseñarle una fotografía tuya que llevaba en la cartera para demostrarle el parecido. Fue tal la curiosidad que sentí, que le di mi número de móvil, diciéndole que me apetecía conocer a una persona como él, tan idéntico a mi marido hasta en el nombre. Pero no tenía ninguna intención más allá de conocerle, de pedirle un favor respecto de una idea que se había ido formando en mi cabeza. No hubo nada más entre nosotros, nada de tipo sexual, si es esto lo que estás pensando, Carlos.

«Al día siguiente él me llamó y quedamos, hablamos de mil cosas, pero sobre todo de mi idea, claro está. Era como algo caído del cielo, algo que encajaba a la perfección con lo que había ido barruntando. Tenía que organizarte algo a la altura de tus expectativas, a la altura de tu mente difusa y perversa. Puse todo mi empeño en ello, y el resultado lo has visto esta tarde. Fue al verle tan cerca, al hecho de no encontrarle ninguna diferencia respecto a ti, al menos en la apariencia que tenía delante de mí, cuando se me ocurrió poner en marcha mi idea, siempre y cuando este gran actor que tienes aquí delante, Carlos, quisiera prestarse a ello. Y lo hizo, y me ayudó a confeccionar el guión, a buscar al resto de actores, los escenarios, hasta poner en pie toda esta escenografía que hemos interpretado, entre todos, en la tarde de hoy. Pero entonces, aprovechando que los dos erais completamente iguales, lo primero que se me ocurrió fue provocar un encuentro entre vosotros dos. Para llegar hasta el final había que comenzar por el

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principio. Se trataba, de conseguirlo, de comprobar hasta dónde serías tú capaz de llevar aquel encuentro, si tendrías cojones para deshacerte de mí con tanta facilidad y, de hacerlo, encontrarte con el merecido castigo. Si me equivocaba, si realmente no eras capaz de cambiarme por otra presunta Lucía, tendría que buscar otra celebración más acorde con lo que uno espera que debe ser una fiesta de cumpleaños, te pediría perdón por mi insulsez organizando eventos, después de recurrir, como casi siempre, a una cena romántica y poco más, además de darte un enorme abrazo por lo que tu negativa supondría para mí, vamos, que estabas enamorado de mí de verdad, que por muy diferentes que  fuéramos, eso no justificaba mi miedo a que un día pudieras dejarme por otra, aunque yo fuera una mujer sosa, lejos de las emociones que deseas que una mujer te proporcione. Claro que tenía miedo, pero había que intentarlo de todas, todas. Te estaba haciendo entrar en un juego, pero la primera persona que podía quemarse era yo cuando descubriera cuál podría ser tu reacción. Ahora, en el momento presente, no sé cómo tomármelo, porque tú decisión ha sido la de cambiarme por otra, pero el resultado de la partida te ha golpeado de tal forma que, espero, nunca más se te ocurra actuar de la manera como lo has hecho. Además, imagino que te habrás dado cuenta de que sí soy capaz de imaginar, de jugar intensamente, de no soy la tonta mojigata que siempre has pensado que era.

«Pero volvamos al principio, Carlos. Por entonces, yo ya estaba al corriente de tus locuras con el tema de la identidad, incluso lo de aquella foto de tu hermano que creías que era tuya. Sabía que esas tonterías me tenían que ayudar en mi propósito, como así fue. Mi idea era que él llegara a conocerte, que entablara una relación contigo, que te hiciera ver que erais idénticos en todo, hasta el punto que él, llegado el momento, pudiera proponerte un intercambio de identidades. ¿A qué te suena de algo toda esta historia? Lo que no podías imaginarte era que yo anduviera detrás de todo esto. Imaginabas que, a estas horas, de un día como hoy, estarías delante de otra Lucía nueva, mientras yo me liaba con el otro Carlos… No podías imaginarte que tendrías un día de cumpleaños como éste, ni siquiera te has acordado del día que era hoy, tan emocionado como estabas con lo que el futuro más inmediato te iba a deparar… ¡Valiente cabrón estás hecho!

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«Construí un planning donde iba anotando todos los momentos, por supuesto comentándolo siempre con Carlos quien, desde el principio, se prestó a colaborar conmigo sin poner ninguna condición.

«Así que, lo primero que le pedí a Carlos fue que se dejara ver por ahí, diciéndole los lugares por los que tú acostumbrabas a pasear a media tarde, justo después del almuerzo. Le hice dar mil vueltas por la puerta de casa, por las proximidades de tu trabajo, así, hasta que un día te diste cuenta de que, por la acera contraria de la Avenida de la Constitución, alguien estaba caminando en paralelo tuyo, alguien que andaba despacio, mirándote de vez en cuando, como si estuviese esperando que repararas en su presencia. Por miedo a perderte aflojó el ritmo de su marcha hasta que, en un momento dado, vio cómo te atreviste a cruzar la calle en su búsqueda. Sabía que ibas unos metros detrás de él, abriéndose paso entre una multitud de conceptos diferentes que, a aquella hora exacta, entraban o salían del FNAC. Él entró y, unos minutos más tarde, lo hiciste tú. El subió unos tramos de escaleras y tú detrás, descubriéndole junto a unas estanterías repletas de DVD’s. Él miraba, extraía carátulas, leía sus sinopsis, mientras tú esperabas a cierta distancia sin perderle ojo. Al final, él se decidió por cinco películas de Louis Malle: “Ascensor para el cadalso”, “Zazie en el metro”, “El unicornio”, “Milou en mayo” y “El fuego fatuo”, todas con sus portadas en colores negros, blancos y grises, como correspondía a la Colección Exclusiva FNAC. Él parecía estaba satisfecho con la adquisición. Después, tú empezaste a seguirle mientras él bajaba a la zona de cajas, si bien, mientras pagaba, seguiste descendiendo hasta la calle, donde te vio mientras esperabas a que saliera con su bolsa marrón serigrafiada en blanco, para colocarte detrás de él, esta vez a muy corta distancia, tanto que hasta podía sentir tus pasos pisándole los talones, escuchar tu respiración humedeciéndole el cogote, ver tus pensamientos concentrados en una única obsesión: somos como dos gotas de agua, como dos botellas del mismo whisky, como dos paquetes de cigarrillos de la misma marca.

«En un momento dado, decidiste afrontar por fin aquella realidad

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que tenías delante de tus propias narices, así que, justo antes de llegar a la Plaza de San Francisco, aceleraste ligeramente el paso y le adelantaste para colocarte delante de él. Una vez allí, cara a cara, le condujiste hasta el escaparate de una boutique de la misma plaza y, una vez delante del amplio cristal, te colocaste a su lado y le pediste que miraras, que se fijara en los rostros de vosotros dos reflejados en el cristal. Era cierto, erais y sois idénticos, como yo ya sabía, como él también sabía desde que le enseñé la fotografía aquella tarde en la que hacíamos cola aguardando el turno para entrar en el baño, como todos los presentes habéis podido descubrir hoy mismo con esta puesta en escena. Entonces, ambos os quedasteis fijos delante de la luna del escaparate durante un buen rato, como si no quisierais creeros los que estabais viendo. Era el comienzo de todos los planes que había concebido en mi cabeza, Carlos.

«Tras la imagen vuestra reflejada en el cristal, decidisteis buscar un bar cercano, donde cualquiera podría imaginarse que erais dos hermanos gemelos idénticos. Allí tuvisteis toda la tarde para hablar de muchas cosas, pero poco a poco, sin forzar mucho las situaciones, como si os estuvierais descubriendo, asimilando toda aquella realidad que se os abría por delante en vuestras vidas.

«Y explorándoos mutuamente, visteis que no teníais parentesco alguno, ni apellidos, ni pasados, ni presentes semejantes, si bien ambos compartíais, además del aspecto físico, el nombre. Los dos tenéis el mismo nombre, Carlos. Pero, conforme la conversación se fue prolongando, fuisteis descubriendo otros muchos puntos de conexión entre vosotros, aunque, para el otro Carlos, que no para ti, aquello no fue una sorpresa, porque muchas de las cosas que le fuiste contando aquella tarde ya las conocía a través de mí, aunque después de aquel primer encuentro contigo, sí llegara a confesarme que había sido muy

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grato mantener aquella conversación, porque no todos los días se encuentra uno a una persona con la que poder compartir tantas afinidades. Por ejemplo, los dos trabajáis para una Administración Pública, aunque tú lo hagas para la Junta de Andalucía y él para el Estado, concretamente para la Seguridad Social. Los dos tenéis la misma edad, o teníais hasta esta misma tarde, treinta y un años, aunque no nacisteis el mismo día del mismo mes, ni siquiera el mismo mes, porque ya hubiera resultado un poco inverosímil, tú naciste en enero y él lo hizo en diciembre. Por si no lo has llegado a pensar, podríais incluso ser hermanos. Y con este tema no te estoy vacilando, has tenido la oportunidad de ver su documento de identidad y él el tuyo, así que pensarlo bien y no quedaros en la simple casualidad. Pero, aparte de esta curiosidad, los dos tenéis las mismas afinidades culturales, y os llevasteis un largo rato hablando de esto: acababais de leer la “Generación X” de Douglas Coupland; erais admiradores de la Nouvelle Vague; tenéis como disco de cabecera el “OK Computer” de Radiohead; ninguno de los dos sentís ninguna pasión por la poesía, una pena, Carlos, más en el sur, tierra de grandes poetas; los dos tenéis una forma similar de valorar vuestros gustos por las cosas, os gusta algo de verdad o la consideráis una mierda, sin que exista el término medio, careciendo, ambos, de esa virtud que apreciamos como tal el resto de los mortales, la virtud como actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos.

«Y como la conversación de aquel día se fue demorando más de la cuenta, y como Carlos estaba deseoso de contarme aquel primer encuentro, intercambiasteis vuestros números de teléfono para poder seguir hablando y seguir intercambiando, para despediros, después, con naturalidad y proximidad con un par de besos en las mejillas, como si hubierais recuperado la familiaridad y la cercanía repentinamente.

«Todo esto me contó Carlos cuando me llamó aquella noche, mientras tú llegabas a casa sin decir nada, como si nada hubiese pasado aquella tarde, imagino que urdiendo en tu cabeza tu propio plan.

 

 

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«Pero yo tenía muy claro hacia donde caminaba todo, sobre todo a partir de aquel primer encuentro. Conociéndote como te conocía, sabía que tu curiosidad te llevaría a dar el siguiente paso, como así fue. Había que seguir aleccionando a Carlos, introduciendo nuevos factores.

«Un par de días después, Carlos me llamó para decirme que le habías llamado, que habíais quedado para aquella misma tarde, a las 18:00 horas, en el mismo bar. Y tal y como yo le había pedido a él, iba siendo el momento de ir introduciendo el fondo del asunto, el mismo que yo había ido tejiendo en mi cabeza y del que Carlos, simplemente, era su artífice. Además, tampoco teníamos todo el tiempo del mundo y sí mucho trabajo por hacer. Así que, aquella tarde, él empezó a preguntarte por tú vida, diciéndole tú que no podías quejarte, pero que siempre era posible mejorar. Y cuando él te apretó un poco, ya le soltaste todo lo demás: que tenías un trabajo fijo, cosa que no todo el mundo podía decir; que aquel trabajo no te daba para derrochar, pero sí para vivir con dignidad. También le hablaste de que tenías una mujer que te quería, o que al menos eso pensabas tú, y es cierto que te quiero con toda mi alma, aunque a veces mereces que te mate yo a ti, no tú a las Lucías… Claro que las relaciones se pueden deteriorar con el transcurso de los años, que son de una forma al principio y se van transformando con el paso del tiempo, pero tío, esto me lo dices a la cara directamente, no soy un objeto que se cambia por otro mientras

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haya garantía, aunque espero que, después de la tarde que has vivido, hayas aprendido de tu comportamiento. Yo puedo llegar a comprender esa teoría tuya del deterioro de las relaciones, eso de que, cuando conocemos a alguien que cuadra con lo que nosotros pensamos que debe ser nuestra compañera de viaje, con la que podamos compartir cuerpo, alma e inteligencia, pensamos que el ardor de los primeros momentos, de los primeros días o meses, se mantendrá siempre vivo; pero también sabemos que eso no es así, por mucho en que nos empeñemos en que lo sea, siendo una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de energías e ilusiones, porque nosotros, los seres humanos, nos empecinamos en querer vivir intensamente la vida, aunque sabemos que esa identidad se diluye día a día con la rutina, con el trabajo, con el cansancio, con las facturas, sin ser conscientes, en ese momento, que la vida es mucho más, o que puede llegar a serlo. Y cuando pensamos en ese mundo que podría haber sido, nos deprimimos creyendo que nuestra ilusión por la vida ha llegado a su fin, que hemos alcanzado nuestra meta, que no podemos aspirar a más. Y sin reconocerlo, porque nadie lo hace, nos refugiamos en otras cosas: en crecer laboralmente, por ejemplo; o nos cobijamos en los mundos ficticios que nos proporciona la literatura o el cine; o adoptamos una decisión pensando en el futuro, equivocada muchas veces, intentando cimentar la relación con un hijo, como si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. Nos centramos tanto en sus atenciones y cuidados, que nos olvidamos por completo de la otra persona que tenemos a nuestro lado, la que, cuando seamos mayores, nos cambiará los pañales, aguantará nuestro alzhéimer, compartirá nuestra soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su propia vida, vendrá de vez en cuando a visitarnos si acaso.

«Es cierto, Carlos. Esto puede suceder, pero con los años. No nos podemos sentir unos fracasados como pareja sin haber cumplido los tres años juntos. Pero al menos sí he aprendido una cosa de todo esto, que debo tener cuidado, que tu felicidad, que la mía también, que nuestra estabilidad, depende de la intensidad con la vivamos como pareja. Vivir cada día como si fuese el último, disfrutar de nosotros los muchos años que pasemos juntos, porque más allá de esa persona que convive contigo sólo existe un vacío, una distancia, un nuevo camino que recorrer, con la incertidumbre de saber si lo nuevo que vendrá, si viene, es mejor o no que lo que has dejado en el camino. No hay más, es cierto. Las relaciones fracasan porque nunca hemos amado a esa persona, la hemos engañado y nos hemos engañado nosotros mismos; o bien, porque hemos traicionado el espíritu de la pareja, hemos dejado consumir la llama que encendimos un día sin hacer nada por evitarlo hasta quedarnos a oscuras y, en la oscuridad, buscamos un interruptor cercano, algo artificial, de plástico, de pasta, que nos guíe en busca de otras satisfacciones; o porque, simplemente, somos unos fracasados

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como personas, incapaces de ser felices solos o acompañados, destrozando la vida de las personas que se asoman a compartir un rato de soledad con nosotros. Es así, Carlos, te he entendido perfectamente, pero háblame cuando te sientas vacío, cuando sientas esa soledad, háblame en vez de huir, porque juntos podemos volver a encender la misma llama y alumbrarla día a día, porque sé que eso es lo que esperas de mí.

«Y fue a partir de tu disertación sobre los problemas de las relaciones, cuando él te propuso la posibilidad de vivir la vida con plena intensidad, de darle un nuevo aliciente a tu existencia, a la de él también, claro, entrando en el mismo juego, sólo conocido por vosotros, donde podríais canjearlo todo a vuestro antojo. Se trataba de intentar convencerte de esto, venderte la ilusión de poder contar con dos mundos diferentes de los que poder disfrutar, cosa de la que todos no pueden presumir, no pueden hacer efectivo. Se trataba de llenarte la cabeza de esa idea, Carlos, decorarla de mil formas hasta lograr obsesionarte con la posibilidad de una existencia distinta, nueva, como un volver a nacer sin necesidad de morir. Se trataba de dibujarte un paisaje dividido en dos realidades y, cuando el ensueño se hubiera apoderado de ti, plantearte la segunda cuestión: el retorno o el no retorno.

«Cuando él se dio cuenta de la luminosidad de tus ojos aquella tarde, fue cuando te planteó su posición respecto a la restitución o no de la realidad: una vez que hubierais intercambiado vuestras existencias, romperíais cualquier comunicación entre ambos, es decir, tú tirarías adelante con la vida de él, tomarías tus propias decisiones respecto de ella, como si hubieras nacido de nuevo, en otra casa, en otra familia, en otro trabajo, que sería, en adelante, la tuya para siempre. Él haría lo propio con la tuya.

«Así seguisteis hablando aquella tarde sin llegar a ninguna conclusión, si bien el objetivo estaba cumplido: Carlos había puesto sobre la mesa una fantasía que, además, sería para siempre. Después os despedisteis porque se estaba haciendo demasiado tarde, cada uno por vuestro camino hacia la existencia que aún teníais en el presente.

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«Todo aquello fue lo que me dijo Carlos aquella noche cuando nos encontramos a las 22:00 horas para cenar. De otras cosas ya le había advertido yo, que te conocía mejor que nadie y, de lo cual, me he aprovechado para hacerte entrar en este juego sin que te dieras cuenta, pero eres tú el que has jugado, el que has tomado la decisión de llegar hasta el final.

«Aquella noche me decía Carlos, que tú eras como un niño en el cuerpo de un adulto, y que como tal te comportabas y reaccionabas a los estímulos. Bastaba con llenarte la cabeza de fantasías para que te dejaras llevar, para convencerte de cualquier cosa, fueran realizables o imposibles, empecinándote con hacer de tu vida algo maravilloso y ausente de dolor, como si eso fuera posible, Carlos, como si pretendieras vivir en una burbuja aislada, como si continuaras dentro de una incubadora porque el pediatra consideraba que, a pesar de tu edad, todavía no estabas preparado para afrontar los avatares de la vida. Carlos no se explicaba cómo no te habías dedicado al cine, a la literatura, con esa capacidad tuya de abstraerte del mundo, para generar siempre tantos sueños, tantas fantasías, tantas utopías en tu cabeza, para ser tan ingenuo, tan naíf. Por eso estaba convencido de que no tardarías mucho en ceder, Carlos.

«Pero también hablamos de otras cosas una vez que lo importante estaba encauzado. Era el momento de ir introduciendo otros elementos en la partida.

«Ya era cuestión de esperar. Yo estaba convencida de que, tarde o

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temprano, la historia que habías ido construyendo en tu mente terminaría por imponerse. Que serías incapaz de negarte a este juego, a ésta tu única oportunidad. Sólo era cuestión de tiempo, el suficiente para que la obsesión se te hiciera insoportable.

«Y tal como me aventuré a predecir, llegaron a sucederse los acontecimientos. Poco tiempo después, llegó el día en el que se precipitaron las cosas. Habéis vuelto a quedar los dos hace tan sólo un rato, escasas horas, aunque prácticamente todo estaba decidido a pesar de las dudas. Yo me encontraba en casa, acababa de venir de recoger la tarta, de comprar las treinta y dos velas, algunas botellas, algunas latas de refrescos y cervezas, algunos aperitivos, pero también me sentía inquieta por las noticias. Todo estaba más que preparado. Tú habías salido a la hora habitual. En pocos minutos, mientras seguíais tomando cervezas, tomasteis la decisión. Lo mejor para los dos era hacer un cambio definitivo. Lo de Carlos sería tuyo, lo tuyo sería de Carlos, para siempre, porque, de no hacerlo así, tantos cambios podían producir los mismos efectos, las mismas obsesiones, las mismas perturbaciones, pero de forma reiterada, convirtiéndose todo esto en algo enfermizo que acabara por destruiros, no sólo a los dos, sino también a los seres queridos que os rodeaban. Así que, llegado el momento de iniciar el camino, cada uno seguiría adelante por sí solo, sin poder recurrir al otro, sin arrepentimiento alguno. Cada uno debería ser consecuente con su nueva vida, pensando, además, que ésta sería definitiva.

«Por lo tanto, tras no sé cuántas copas, habéis apostado todo,

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sabiendo cada uno que, con ello, estabais perdiendo algo que os había pertenecido, pero, a la vez, también estabais ganando algo, un futuro que ya estaba escrito, aunque fuese ficticio, aunque fuese una mentira, pero tú todavía no lo sabías. ¡Qué imbécil eres, Carlos! Querías ese algo, ansiabas una vida nueva, una mujer nueva, sin reparar en lo que, verdaderamente, estaba sucediendo ante tus ojos.

«A partir de ese momento de la conversación ya sólo quedaban ciertas cuestiones prácticas. Habéis anotado vuestras direcciones en una hoja de papel, habéis intercambiado vuestros teléfonos móviles, vuestros documentos de identidad, las llaves de las viviendas y de los vehículos y, después, en un ciber, habéis abierto una cuenta en internet en la que habéis traspasado cada uno vuestros saldos bancarios. Cuánto derroche de realismo para terminar como ha terminado, pero había que hacerlo así, Carlos. ¡No tenías ni idea por dónde iba a salir todo esto, gilipollas! A partir de ese momento habéis comenzado a jugar, habéis comenzado a buscaros la vida, despidiéndoos por última vez, imaginando que, cada uno, se iría a la casa del otro, mientras yo esperaba inquieta y expectante el desenlace de toda esta historia.

«Nada más os habéis despedido, Carlos me ha llamado, me ha contado que regresaba al lugar de antes, donde había representar la escena número 1, rezando para que tus miedos y tus dudas te hicieran pensar mil veces en lo que estabas haciendo, paralizándote del todo, arrepintiéndote en el último momento, cosa que no ha ocurrido. A pesar de ello, has tardado en llegar al otro lado del río. Afortunadamente ha sido así, era un requisito para que diera tiempo a todo este montaje, pero por suerte, tus innumerables dudas no han supuesto el fracaso de mi plan.

«En casa estaba todo preparado para el recibimiento, por supuesto estaba con un ataque de nervios al no saber cómo se estaba

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desarrollando la escena 1. El ensayo había salido espectacular, pero había elemento, un protagonista, que no había ensayado con el grupo, que debía improvisar en todo momento.

«Al rato me llamó Carlos. No dejaba de sonreír. Al parecer te lo habías tragado todo. Acababan de sacarte de aquella casa para conducirte hasta aquí, pero dándole toda la pausa posible al traslado, teníamos que estar todos aquí para recibirte y cantarte el cumpleaños feliz. Carlos se había escondido en la casa. Tú tenías tanto miedo que ni te has dado cuenta de su presencia. Al parecer hasta ha grabado la escena en video, habrá que verlo.

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«Y han llegado todos los actores mientras te tenían en el coche esposado. Allí abajo sólo esperaban la señal, que la luz del salón se apagara del todo para sacarte del vehículo y trasladarte hasta aquí, con todo el realismo posible pero sin hacer demasiado ruido para no alertar a más patrullas, sin sirenas, sin radios, algo más íntimo y personal dedicado a ti, Carlos, a tu trigésimo segundo aniversario.

«Gracias a todos por vuestra colaboración. Feliz cumpleaños, Carlos.

- ¡Qué hija de puta eres, Lucía! Hay que ver la historia que te has inventado a mi costa.

- No te quejes, que tú has estado a punto de cambiarme por otra a las primeras de cambio.

- También es verdad.

 

 

 

- Te amo, Carlos. Espero que hayamos aprendido algo de todo esto.

El telón se había bajado. Los aplausos seguían sonando de fondo.

 

(1) Extracto de “Carlos y alguien más”, Jose Acevedo. Ediciones Carena 2015.

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XV

 

 

Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia.

A pesar de las muchas preguntas que llegó a hacerse en todo ese intervalo de tiempo, no dudó un instante de que se trataba de una nueva oportunidad que la vida le ponía por delante. Aunque no pudiera deshacerse de los remordimientos por todo lo que dejaba atrás –su mujer, su familia, sus amigos-, se enfrentaba a otra realidad que podía depararle lo mismo –una mujer, una familia, unos amigos-, y quién sabe si no saldría ganando con el cambio.

Cruzó el puente que, a esas horas, era un largo peregrinar de rostros regresando de sus obligaciones cotidianas a casa; atravesó la plaza que albergaba el mercado de abastos del barrio y, después, giró a la derecha para perderse entre sus callejuelas, que aún conservaban la arquitectura de los corrales de vecinos.

Conforme se iba aproximando al domicilio que Carlos 2º le había anotado en el papel, fue fijándose en los escasos vehículos aparcados en los únicos rincones habilitados para ellos, por si acaso tenía la suerte de encontrarse con el coche que, a partir de ese mismo momento, le correspondería conducir, evitando así demasiadas preguntas estúpidas, tener que verse sometido a interpelaciones del tipo: ¿Cómo se te puede olvidar dónde has dejado el coche? ¿Dónde quieres que esté? ¡Pues, donde siempre! Si tú no coges el coche para nada, salvo el fin de semana, ¿dónde quieres que esté? Pues en el garaje. Y entonces tener que seguir pensando, indagando… Así que, mejor toparse con él por

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casualidad, que tener que enfrentarse a este tipo de conversaciones que, a todas luces, debían parecer absurdas a los oídos de los demás. Pero no tuvo suerte.

En pocos minutos, se encontraba delante del que sería, a partir de ahora, el portal de su vivienda. Con cierto nerviosismo encontró las llaves en el bolsillo de su pantalón, probó varias, como si fuese la primera vez que las usaba, hasta que consiguió abrir el portón de hierro y cristal que le separaba de su otra realidad ya extinguida. Se adentró en la oscuridad del vestíbulo buscando el interruptor que iluminara la escalera, también el espacio reservado a los seis buzones –dos por planta- de sus nuevos vecinos, hasta dar con el que le correspondía, con el nombre de la mujer justo debajo del suyo y, cómo no podía ser de otra forma, también se llamaba Lucía, aunque los apellidos no coincidieran con los de la otra Lucía. Al menos, algo había avanzado en su adaptación a su flamante existencia sin necesidad de hacer demasiadas preguntas, algunas imbéciles, otras insospechadas. A continuación, se dio un respiro antes de subir los cuatro tramos de escalera que debían conducirle hasta la puerta de la vivienda. Era evidente que se encontraba algo alterado, excitado, nervioso, pero no por ello, sintió el deseo de dar marcha atrás al reloj del tiempo y regresar a sus calles empedradas de la Alameda de Hércules. Se trataba de una decisión firme, sólo que había que asumir las consecuencias y adaptarse a ellas. Así, sin más preámbulos, se atrevió a abrir aquella puerta de color madera oscura. En el interior todo era oscuridad, como si no hubiera nadie. Se limitó a pulsar el interruptor que debía iluminar el salón, descubriendo que, sentada en un sofá al fondo de la estancia, había una persona sentada, con las piernas cruzadas, con la cabeza apoyada hacia atrás, sobre en el respaldo.

Nada más adaptar su mirada a aquella nueva realidad, Carlos se fue percatando de que aquella figura pertenecía a una mujer, además a una mujer conocida por él. Nada más sentir la perturbadora luz que la sacaba de la penumbra, ella miró en dirección a la entrada, donde Carlos permanecía de pie, como no atreviéndose a avanzar a lo largo de la superficie del salón para acercarse a ella. Estaba claro que se trataba de algo no esperado por Carlos en aquel contexto nuevo, algo inimaginable e impensable. Después de contemplar la mirada de ella volviéndose hacia él, de encontrarse con la de Carlos, ya no quedaban dudas, se trataba de ella, incorporándose del sillón y acercándose sin prisas hasta el lugar donde Carlos estaba. Cuanto más se aproximaba mejor se distinguía su rostro desconsolado, los efectos del llanto sobre el maquillaje  fundido contra su piel. Aún así, nada más situarse frente a Carlos, dedicó la poca fuerza que le quedaba para cruzarle la cara con la palma de su mano, para hablarle con una voz temblorosa, cargada de dolor y de rabia.

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- ¡Eres un verdadero hijo de puta, Carlos! ¡Nunca pensé que podrías hacerme esto!

- ¿Pero qué estás haciendo tú aquí?

- ¿Me lo estás preguntando en serio? Más bien debería hacerte yo la misma pregunta a ti.

- Lo siento. De verdad que no sé qué es lo que estoy haciendo aquí. No tendría que haber venido nunca.

- Pero lo has hecho, estás aquí, delante de mí, cuando esperabas encontrarte con otra persona distinta.

- Perdóname.

- No mereces el perdón, Carlos. Esta vez has llegado demasiado lejos.

- ¿Me puedes explicar cómo te has enterado de todo?

- No soy tan tonta como tú creías, Carlos.

- Nunca te he dicho que lo fueras.

- Siempre me has minusvalorado, a tu manera, Carlos. Nunca me he fiado de ti del todo, sobre todo desde hace un año más o menos. Empezaste a volverte más huraño, tú que siempre habías sido tan abierto y tan cariñoso conmigo. Como si tuvieses algo que no quisieras compartir conmigo, como si en tu vida hubiese pasado algo que te ha ido alejando de mí. Esas idas y venidas tuyas cada vez prolongadas. Puedo llegar a entender que te guste dar un paseo después de almorzar, pero tus salidas se fueron dilatando cada vez más en el tiempo. Las cinco, las seis, las siete, las ocho… regresando a casa sin dar ningún tipo de explicaciones nunca, aunque te preguntara mil veces si te sucedía algo, aunque te dijera que podías confiar en mí, aunque te pidiera siempre que fueras sincero conmigo. No, Carlos. Te encerrabas en la salita y te ponías a ver una película, o a leer un libro, o te sentabas a la mesa durante la cena y no abrías la boca. Un día, dos días, una semana, puede pasar. Siempre podría achacarlo a una mala racha, a un mal momento interior. Pero cuando la distancia se fue extendiendo, cuando yo misma me miraba al espejo y me decía que estabas siendo inhumano conmigo, pensé que debía buscar una explicación razonable a tu comportamiento. Indagué todo cuanto pude, te llegué a seguir en más de una ocasión, pensando siempre que te encontraría una tarde cualquiera acompañado de otra persona.

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- Pero nunca te he engañado con nadie. Tú misma lo acabas de confesar.

- ¡Déjame hablar a mí, coño! Tú has tenido mucho tiempo para hacerlo y te has escondido como un cobarde. Aunque no te haya visto con nadie, tú comportamiento conmigo no era para nada normal. Empezaste a crearme una obsesión que me acompañaba las veinticuatro horas del día. Te veía por todas partes alejada de mí, acompañado de otra, sin tener la valentía para decírmelo. No es que te encerraras en ti mismo, simplemente yo había dejado de existir para ti. Todo ese silencio, todo ese mundo martilleante me lo fui guardando, me lo fui comiendo yo sola, hasta el punto de empezar a creerme que me estaba volviendo completamente loca, que el problema era yo, que tú no hacías nada, que todo era producto de mi imaginación. Fue entonces cuando intenté poner remedio, cuando comencé a hacer cosas que, hasta entonces, no había hecho, pero sin que, hasta la fecha, pueda arrepentirme de nada. Sólo crucé un día las rejas de mi prisión e intenté que me golpeara un poco la brisa del exterior, antes de que el aire que estaba respirando terminara por ahogarme. Empecé a buscar en mis compañeras de trabajo el cariño que tú me habías arrebatado de repente, sólo salía con ellas con la necesidad de recuperar la respiración, de encontrar una terapia en su compañía, de intentar dejar de castigarme mentalmente pensando que, más allá de ti, también podría existir vida. Y fíjate por donde, una tarde, estando con ellas en un bar y, en tanto aguardaba la cola del cuarto de baño, me encontré con un hombre que era idéntico a ti, tanto, que hasta mis compañeras me preguntaron si aquella persona eras tú, pero al que no había visto antes hasta aquella misma tarde. Incluso llegué a enseñarle una fotografía tuya que llevaba en la cartera para demostrarle el parecido. Fue tal la curiosidad que sentí que le di mi número de móvil, diciéndole que me apetecía conocer a una persona como él, tan idéntico a mi marido hasta en el nombre. Pero no tenía ninguna intención otra intención, más allá de conocerle, de pedirle un favor respecto de una idea que se había ido formando en mi cabeza. No hubo nada más entre nosotros, nada de tipo sexual, si es lo que estás pensando, Carlos.

«Al día siguiente él me llamó y quedamos, hablamos de mil cosas, pero sobre todo de ti, de mi ofuscación por tu comportamiento. Fue al verle tan cerca, al no encontrar ninguna diferencia contigo, al menos en la apariencia que tenía delante de mí, cuando se me ocurrió poner en marcha mi idea. Aprovechando que los dos erais completamente iguales, lo primero que se me ocurrió provocar un encuentro entre vosotros dos. Para llegar hasta el final había que comenzar por el principio. Se trataba, de conseguirlo, de comprobar hasta dónde serías tú capaz de llevar aquel encuentro, si tendrías cojones para deshacerte de mí con tanta facilidad y, de hacerlo, encontrarte con el merecido

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castigo. Si me estaba equivocando contigo, si realmente estabas enamorado de mí, si todos mis pensamientos no eran más que una paranoia mía, si estabas atravesando un mal momento personal y necesitabas mi ayuda… Si hubiera resultado así te hubiera dado un gran abrazo, te hubiera pedido perdón por pensar como lo había hecho… Pero yo ya estaba al corriente de tus locuras con el tema de la identidad, incluso lo de aquella foto de tu hermano que creías que era tuya. Sabía que esas tonterías me tenían que ayudar en mi propósito, como así fue. Mi idea era que él llegara a conocerte, que entablara una relación contigo, que te hiciera ver que erais idénticos en todo, hasta el punto que él, llegado el momento, pudiera proponerte un intercambio de identidades ¿A qué te suena de algo toda esta historia? Sí, mejor cállate, Carlos. Lo que no podías imaginarte era que yo anduviera detrás de todo esto. Imaginabas que, a estas horas, de un día como hoy, estarías delante de otra Lucía nueva, mientras yo me liaba con el otro Carlos… ¡Valiente cabrón estás hecho!

«Así que, lo primero que le pedí a Carlos fue que se dejara ver por ahí, diciéndole los lugares por los que tú acostumbrabas a pasear a media tarde, justo después del almuerzo. Recuerda que yo lo había hecho antes que él, que tus caminatas tenían siempre un mismo trayecto. Los lunes a un sitio, los martes a otro, los miércoles a otro… ¡Qué cuadriculado has sido siempre para todo, Carlos! Le hice dar mil vueltas por la puerta de casa, por las proximidades de tu trabajo, así, hasta que un día te diste cuenta de que, por la acera contraria de la Avenida de la Constitución, alguien estaba caminando en paralelo tuyo, alguien que andaba despacio, mirándote de vez en cuando, como si estuviese esperando que repararas en su presencia. Por miedo a perderte aflojó el ritmo de su marcha hasta que, en un momento dado, vio cómo te atreviste a cruzar la calle en su búsqueda. Sabía que ibas unos metros detrás de él, abriéndose paso entre una multitud de conceptos diferentes que, a aquella hora exacta, entraban o salían del FNAC. Él entró y, unos minutos más tarde, lo hiciste tú. Él subió unos tramos de escalera y tú detrás, descubriéndole junto a unas estanterías repletas de DVD´s. Él miraba, extraía carátulas, leía sus sinopsis, mientras tú esperabas a cierta distancia sin perderle ojo. Al final, él se decidió por cinco películas de Louis Malle: “Ascensor para el cadalso”, “Zazie en el metro”, “El unicornio”, “Milou en mayo” y “El fuego fatuo”, todas con sus portadas en colores negros, blancos y grises, como correspondía a la Colección Exclusiva FNAC. Él parecía satisfecho con la adquisición. Después, tú empezaste a seguirle mientras él bajaba a la zona de cajas, si bien, mientras pagaba, seguiste descendiendo hasta la calle, donde te vio mientras esperaba a que saliera con su bolsa marrón serigrafiada en blanco, para colocarte detrás de él, esta vez a muy corta distancia, tanto que hasta podía sentir tus pasos pisándole los talones, escuchar tu respiración humedeciéndole el cogote, ver tus

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pensamientos concentrados en una única obsesión: somos como dos gotas de agua, como dos botellas del mismo whisky, como dos paquetes de cigarrillos de la misma marca.

«En un momento dado, decidiste afrontar por fin aquella realidad que tenías delante de tus propias narices, así que, justo antes de llegar a la Plaza de San Francisco, aceleraste ligeramente el paso y le adelantaste para colocarte delante de él. Una vez allí, cara a cara, le condujiste hasta el escaparate de una boutique de la misma plaza y, una vez delante del amplio cristal, te colocaste a su lado y le pediste que mirara, que se fijara en los rostros de vosotros dos reflejados en el cristal. Era cierto, erais y sois idénticos, como yo ya sabía, como él también sabía desde que le enseñé la fotografía aquella tarde en la que hacíamos cola aguardando el turno para entrar en el baño. Entonces, ambos os quedasteis fijos delante de la luna del escaparate durante un buen rato, como si no quisierais creeros lo que estabais viendo. Era el comienzo de todos los planes que había concebido en mi cabeza, Carlos, el requisito para saber si tú serías capaz de deshacerte de mí tan fácilmente como yo creía.

«Tras la imagen vuestra reflejada en el cristal, decidisteis buscar un bar cercano, donde cualquiera podría imaginarse que erais dos hermanos gemelos idénticos. Allí tuvisteis toda la tarde para hablar de muchas cosas, pero poco a poco, sin forzar mucho las situaciones, como si os estuvierais descubriendo, asimilando toda aquella realidad que se os abría por delante en vuestras vidas.

«Y explorándoos mutuamente, visteis que no teníais parentesco alguno, ni apellidos, ni pasados, ni presentes semejantes, si bien ambos compartíais, además del aspecto físico, el nombre. Los dos tenéis el mismo nombre, Carlos. Pero, conforme la conversación se fue prolongando, fuisteis descubriendo otros muchos puntos de conexión entre vosotros, aunque, para el otro Carlos, que no para ti, aquello no fuese una sorpresa, porque muchas de las cosas que le fuiste contando aquella tarde ya las conocía a través de mí, aunque después de aquel primer encuentro contigo, sí llegara a confesarme que había sido muy grato mantener aquellas conversaciones, porque no todos los días se encuentra uno a una persona con la que poder compartir tantas afinidades. Por ejemplo, los dos trabajáis para una Administración Pública, aunque tú lo hagas para la Junta de Andalucía y él para el Estado, concretamente para la Seguridad Social. Los dos tenéis la misma edad, treinta y un años, aunque no nacisteis el mismo día del mismo mes, ni siquiera el mismo mes, porque ya hubiera resultado un poco inverosímil, tú naciste en enero y él lo hizo en diciembre. Por si no lo has llegado a pensar, podríais incluso ser hermanos. Pero, aparte de esta curiosidad, los dos tenéis las mismas afinidades culturales, y os

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llevasteis un largo rato hablando de esto: acababais de leer la “Generación X” de Douglas Coupland; erais admiradores de la Nouvelle Vague; tenéis como disco de cabecera el “OK Computer” de Radiohead; ninguno de los dos sentís ninguna pasión por la poesía, una pena, Carlos, más en el Sur, tierra de tan grandes poetas; los dos tenéis una forma similar de valorar vuestros gustos por las cosas, os gusta algo de verdad o la consideráis una mierda, sin que exista el término medio, careciendo, ambos, de esa virtud que apreciamos como tal el resto de los mortales, la virtud como actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos.

«Y como la conversación de aquel día se fue demorando más de la cuenta, y como Carlos estaba deseoso de contarme aquel primer encuentro, intercambiasteis vuestros números de teléfono para poder seguir hablando y seguir intercambiado, para despediros, después, con naturalidad y proximidad con un par de besos en las mejillas, como si hubierais recuperado la familiaridad y la cercanía repentinamente.

«Todo esto me contó Carlos cuando me llamó por teléfono aquella noche. Todo tal y como yo me había imaginado, mientras tú, como hacías casi siempre cuando llegabas a casa, llegaste sin decir nada y te encerraste en la salita. A partir del día siguiente te seguiste comportando como si nada hubiese pasado, actuando como lo venías haciendo, haciendo tu vida, obviándome como si yo no estuviera. Pero yo tenía muy claro hacia dónde caminaba todo, sobre todo a partir de aquel primer encuentro. Conociéndote como te conocía, sabía que tu curiosidad te llevaría a dar el siguiente paso, como así fue.

«Un par de días después, Carlos me llamó para decirme que le habías llamado, que habíais quedado aquella misma tarde, a las 18:00 horas, en el mismo bar. Y tal y como  yo le había pedido a él, iba siendo el momento de ir introduciendo el fondo del asunto, el mismo que yo había ido tejiendo en mi cabeza y del que Carlos, simplemente, era su artífice. Así que, aquella tarde, él empezó a preguntarte por tu vida, diciéndole tú que no podías quejarte, pero que siempre era posible mejorar. Y cuando él te apretó un poco, ya le soltaste todo lo demás: que tenías un trabajo fijo, cosa que no todo el mundo podía decir; que aquel trabajo no te daba para derrochar, pero sí para vivir con dignidad. También le hablaste de que tenías una mujer que te quería, o que al menos eso pensabas tú, y es cierto que te he querido y te quiero con toda mi alma, hasta que he desnudado tu silencio, he descubierto tus verdaderas intenciones, he visto lo que eres capaz de hacer conmigo, arrojándome a los brazos de cualquier desconocido y confiando que no me daría cuenta de la diferencia, mientras tú empezabas con otra, sin importante como fuera con tal de que fuera otra. Claro que las relaciones se pueden deteriorar con el transcurso de

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los años, que son de una forma al principio y se van transformando con el paso del tiempo, pero tío, esto me lo dices a la cara directamente, no soy un objeto que se cambia por otro mientras haya garantía. No lo soy, y esto es lo que me duele, aunque pueda llegar a comprender esa teoría tuya del deterioro de las relaciones, eso de que, cuando conocemos a alguien que cuadra con lo que nosotros pensamos que debe ser nuestra compañera de viaje, con la que podemos compartir cuerpo, alma e inteligencia, pensamos que el ardor de los primeros momentos, de los primeros días o meses, se mantendrá siempre vivo; pero también sabemos que eso no es así, por mucho que nos empeñemos en que lo sea, siendo una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de energías e ilusiones, porque nosotros, los seres humanos, nos empecinamos en querer vivir intensamente la vida, aunque sabemos que esa intensidad se diluye día a día con la rutina, con el trabajo, con el cansancio, con las facturas, sin ser conscientes, en ese momento, que la vida es mucho más, o que puede serlo. Y cuando pensamos en ese mundo que podría haber sido, nos deprimimos creyendo que nuestra ilusión por la vida ha llegado a su fin, que hemos alcanzado nuestra meta, que no podemos aspirar a más. Y sin reconocerlo, porque nadie lo hace, nos refugiamos en otras cosas: en crecer laboralmente, por ejemplo; o nos cobijamos en los mundos ficticios que nos proporciona la literatura o el cine; o adoptamos una decisión pensando en el futuro, equivocada muchas veces, intentando cimentar la relación con un hijo, como si los hijos unieran, siendo, más bien, al contrario. Nos centramos tanto en sus atenciones y cuidados, que nos olvidamos por completo de la otra persona que tenemos a nuestro lado, la que, cuando seamos mayores, nos cambiará los pañales, aguantará nuestro alzhéimer, compartirá nuestra soledad. El otro, el hijo, habrá crecido, se habrá ido, tendrá su propia vida, vendrá de vez en cuando a visitarnos si acaso.

«Es cierto, Carlos. Esto puede suceder, pero con los años. Pero nosotros hemos fracasado como pareja sin haber cumplido los tres años juntos. Renuncié a la maternidad por ti, renunciaste a mí por ti mismo, sin llegar a preguntarte siquiera si yo era feliz a tu lado, si necesitaba algo. Simplemente, me metiste en tu mundo y me abandonaste a las puertas, cerrándolas, después, sin darme la oportunidad de compartirlo contigo. Quédate en él, ahora tendrás todo el tiempo del mundo, ningún niño podrá molestarte, el problema lo tendrás cuando te hagas mayor y tengas que cuidar de tu alzhéimer tú mismo, que cambiarte los pañales tú mismo, que compartir tu soledad contigo mismo. Lo siento, pero tú solo te lo has buscado, Carlos. Tu rendición no es la mía, no puedo darme por vencida, no puedo claudicar ante la vida, tengo derecho a ser feliz, aunque tú no lo hayas querido ser conmigo. Es tu vida, es mi vida, y al igual que tú has tomado tus decisiones, yo tengo derecho a tomar las mías.

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«Y fue a partir de tu disertación sobre los problemas de las relaciones, cuando él te propuso la posibilidad de vivir la vida con plena intensidad, de darle un nuevo aliciente a tu existencia, a la de él también, claro, entrando en el mismo juego, sólo conocido por vosotros, donde podríais canjearlo todo a vuestro antojo. Se trataba de intentar convencerte de esto, venderte la ilusión de poder contar con dos mundos diferentes de los que poder disfrutar, cosa de la que todos no pueden presumir, no pueden hacer efectivo. Se trataba de llenarte la cabeza de esa idea, Carlos, decorarla de mil formas hasta lograr obsesionarte con la posibilidad de una existencia distinta, nueva, como un volver a nacer sin necesidad de morir. Se trataba de dibujarte un paisaje dividido en dos realidades y, cuando el ensueño se hubiera apoderado de ti, plantearte la segunda cuestión: el retorno o el no retorno.

«Cuando él se dio cuenta de la luminosidad de tus ojos aquella tarde, fue cuando te planteó su posición respecto a la restitución o no de la realidad: una vez que hubierais intercambiado vuestras existencias, romperíais cualquier comunicación entre ambos, es decir, tú tirarías adelante con la vida de él, tomarías tus propias decisiones respecto a ella, como si hubieras nacido de nuevo, en otra casa, en otra familia, en otro trabajo, que sería, en adelante, la tuya para siempre. Él haría lo propio con la tuya.

«Así seguisteis hablando aquella tarde sin llegar a ninguna conclusión, si bien el objetivo estaba cumplido: Carlos había puesto sobre la mesa una fantasía que, además, sería para siempre. Después os despedisteis, porque se estaba haciendo demasiado tarde, cada uno por vuestro camino hacia la existencia que aún teníais en el presente.

«Todo aquello fue lo que me dijo Carlos aquella noche cuando nos encontramos a las 22:00 horas para cenar. De otras cosas ya le había advertido yo, que te conocía mejor que nadie y, de lo cual, me he aprovechado para hacerte entrar en este juego sin que te dieras cuenta, pero eres tú el que has jugado, el que has tomado la decisión de llegar hasta el final.

«Aquella noche me decía Carlos, que tú eras como un niño en el cuerpo de un adulto, y que como tal te comportabas y reaccionabas a los estímulos. Bastaba con llenarte la cabeza de fantasías para que te dejaras llevar, para convencerte de cualquier cosa, fueran realizables o imposibles, empecinándote con hacer de tu vida algo maravilloso y ausente de dolor, como si eso fuese posible, Carlos, como si pretendieras vivir en una burbuja aislada, como si continuaras dentro de una incubadora porque el pediatra considera que, a pesar de tu edad, todavía no estabas preparado para afrontar los avatares de la

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vida. Carlos no se explicaba cómo no te habías dedicado al cine, a la literatura, con esa capacidad tuya para abstraerte del mundo, para generar siempre tantos sueños, tantas fantasías, tantas utopías en tu cabeza, para ser tan ingenuo, tan naíf. Por eso estaba convencido de que no tardarías mucho en ceder, Carlos.

«Era cuestión de esperar. Yo estaba convencida de que, tarde o temprano, la historia que habías ido construyendo en tu mente terminaría por imponerse. Serías incapaz de negarte a este juego, a esta tu única oportunidad. Sólo era cuestión de tiempo, el suficiente para que la obsesión se te hiciera insoportable.

«Y tal como me aventuré a predecir, llegaron a suceder los acontecimientos. Poco tiempo después, llegó el día en el que se precipitaron las cosas. Habéis vuelto a quedar los dos hace tan sólo un rato, escasas horas, aunque prácticamente todo estaba decidido a pesar de las dudas. Yo me encontraba en casa, tú habías salido a la hora habitual, yo aguardaba con impaciencia la llamada de Carlos para dirigirme a este piso para esperarte. En pocos minutos, mientras seguíais tomando cervezas, tomasteis la decisión. Lo mejor para los dos era hacer un intercambio definitivo. Lo de Carlos sería tuyo, lo tuyo sería de Carlos, para siempre, porque, de no hacerlo así, tantos cambios podían producir los mismos efectos, las mismas obsesiones, las mismas perturbaciones, pero de forma reiterada, convirtiéndose todo esto en algo enfermizo que acabara por destruiros, no sólo a los dos, sino también a los seres queridos que os rodeaban. Así que, llegado el momento de iniciar el camino, cada uno seguiría adelante por sí solo, sin poder recurrir al otro, sin arrepentimiento alguno. Cada uno debería ser consecuente con su nueva vida, pensando, además, que ésta sería definitiva.

«Por lo tanto, tras no sé cuantas copas, lo habéis apostado todo, sabiendo cada uno que, con ello, estabais perdiendo algo que os había pertenecido, pero, a la vez, también estabais ganando algo, un futuro que ya estaba escrito, antes incluso de ese mismo momento presente que estabas viviendo en primera persona. ¡Qué imbécil eres, Carlos! Querías ese algo, ansiabas una vida nueva, una mujer nueva, sin reparar en lo que, verdaderamente, estaba sucediendo ante tus ojos: que lo estabas perdiendo todo.

«A partir de ese momento de la conversación ya sólo quedaban ciertas cuestiones prácticas. Habéis anotado vuestras direcciones en una hoja de papel, la de vuestros trabajos, el número de matrícula de vuestros coches, habéis intercambiado vuestros teléfonos móviles, vuestros documentos de identidad, las llaves de las viviendas y de los vehículos y, después, en un ciber, habéis abierto una cuenta por

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internet en la que habéis traspasado cada uno vuestros saldos bancarios. A partir de ese momento habéis comenzado a jugar, habéis comenzado a buscaros la vida, despidiéndoos por última vez, imaginando que, cada uno, se iría a la casa del otro, mientras yo esperaba inquieta y en silencio el desenlace de toda esta historia.

«Nada más os habéis despedido, Carlos me ha llamado, hemos quedado, nos hemos visto sólo unos minutos, el tiempo justo para confirmarme lo que yo ya me podía imaginar, para devolverme tu móvil, el suyo te lo puedes quedar, es uno de prepago que no vale para mucho; también las llaves de tu coche, esas sí me las tienes que devolver, no son de él, sino de una amiga que me las ha prestado a modo de atrezo; también el documento de identidad de él, que de poco te puede servir a ti. Después de eso me he venido hasta aquí para esperarte. Todo lo demás ya lo sabes.

- ¿Y esta casa?

- De la misma amiga del coche. Algo más de atrezo.

- ¿Y lo de su mujer?

- Carlos no tiene mujer, es soltero, además es un poco homosexual, por si no te habías dado cuenta. En eso no sé si llegáis a pareceros mucho. Ahora, eso sí, es un actor de cojones.

- ¿Y lo del nombre en el buzón?

- No sé si te habrás fijado o no, pero el nombre está añadido con bolígrafo. Tan listo como eres para algunas cosas y tan tonto para otras…

- Pero sí figura un Carlos.

- Al parecer un ex de mi amiga con el que vivió una temporada en este piso. Sí, así es, porque seguro que estás pensando que hay demasiados Carlos en esta historia. Simple casualidad.

- ¿Y lo de su trabajo en la Seguridad Social?

- Un invento más. Tampoco pensaba quitarte el tuyo. El lunes a las 08:00 horas puedes volver a tu despacho sin problemas.

- ¡Qué hija de puta, Lucía!

- Puede que haya sido retorcida, pero aquí el único que ha

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planteado abandonar a alguien has sido tú. Y esto no es lo peor. Lo peor es que me dejas en manos de otra persona sin ni siquiera preguntarme, como si fuera de tu propiedad. Te has pasado mil pueblos en vez de tres, mil domingos en vez de cien.

- Pero yo te quiero, Lucía.

- No me vengas con cuentos, por favor. Ya es demasiado doloroso todo esto para tener que seguir soportando tus mentiras.

Carlos intentó abrazar en ese momento a Lucía, como buscando un resquicio de debilidad en ella, de ablandamiento, de compasión. Evidentemente, Lucía no cayó en la trampa, en sentimentalismos. Tenía la sartén por el mango, se sentía con toda la fuerza del mundo para afrontar cinco minutos más después de todo aquel monólogo. Tras ellos, tendría tiempo suficiente para derrumbarse del todo, en el mismo momento que Carlos cruzase la puerta y no volviera a verle más. Al menos es lo que esperaba de su presente.

- Carlos, tengamos la fiesta en paz. Dame todas las cosas que no son tuyas, sobre la mesita tienes lo que le diste a Carlos esta tarde. Toma también las llaves de casa, tienes de aquí hasta mañana para sacar lo que necesites. Mañana, a mediodía, no quiero verte por allí. No me lo pongas más difícil. Si he sido capaz de hacer todo lo que he hecho, seré capaz de hacer otras cosas con tal de perderte de vista.

- Pero, Lucía, por favor.

- No, Carlos. Quiero que te vayas, que desaparezcas.

Las lágrimas brotaban de los ojos de Carlos, pero de nada le sirvió. Lo mismo daba que fueran sinceras o interpretadas.

- Vete, por favor, Carlos.

Y Carlos cogió sus cosas y salió de la casa. Lucía volvió a apagar la luz y regresó al sofá, esperando el plazo que le había dado a Carlos, que llegara el nuevo día de su vida sin él. Posiblemente, no tardaría mucho en derrumbarse después del papelón que acababa de interpretar delante de Carlos. Claro que le quería, que estaba enamorada de él, pero su comportamiento no merecía el perdón ni mucho menos. Mañana debía comenzar una nueva vida para ella, estaba segura de que saldría adelante. Con todo aquello se había demostrado a sí misma que era una mujer fuerte.

Carlos, por su parte, se había quedado en la escalera sin atreverse

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a salir a la calle otra vez, tenía miedo de afrontar su nuevo destino en soledad. Allí, en la oscuridad, no conseguía controlar sus lágrimas, dándole vueltas y más vueltas a las consecuencias que aquel juego le habían deparado. Esta vez a Carlos le había tocado perder, perderlo todo.

Pero además de toda esta historia, podían haber sucedido otras distintas, cuando al abrir, sin más preámbulos, aquella puerta de color madera oscura… Cientos de relatos diferentes, porque la realidad siempre supera la ficción, porque la mente humana es capaz de concebir y poner en práctica tantas historias por inverosímiles que nos puedan parecer… Tú sabrás imaginar qué es lo que podría encontrarse Carlos de nuevo cuando consiga atravesar aquella puerta de color madera oscura…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  

EPÍLOGO

Carlos comprobó la dirección que Carlos 2º le había anotado en el papel, unas señas situadas en el extremo oeste de la ciudad, al otro lado

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del río.

Deambuló un largo rato por el centro antes de decidirse a enfilar la calle que debía conducirle hasta el puente, hasta su nuevo barrio, del que nunca pensó que, un día, se convertiría en su lugar de residencia. En todo ese intervalo de tiempo no dejó de hacerse innumerables preguntas, de plantearse otras tantas dudas, de aventurarse a nuevas realidades que, sin duda, podían constituir un problema a partir de ese mismo momento:

¿Cómo sería la mujer con la que, a partir de ahora, compartiría su vida? ¿Se atrevería a besarla? ¿A abrazarla? ¿A hacer el amor con ella? ¿Incluso a dirigirle la palabra sin temblarle la voz? ¿Se daría cuenta de que algo extraño le había sucedido a su marido?

¿Cómo sería la vivienda que le cobijaría a partir del instante en que introdujera las llaves en la cerradura, empujara la puerta y se adentrara en aquel espacio desconocido que, de la noche a la mañana, se había convertido en el suyo? ¿Cómo reaccionaría en ese momento? ¿Se habituaría sin levantar demasiadas sospechas? Sin duda, tendría que acostumbrarse a nuevos hábitos para evitar todo tipo conjeturas. ¿Qué champú utilizaría Carlos 2º? ¿Usaría perfume? ¿Cuál? ¿Y su régimen de comidas? ¿Dormiría en pijama? ¿Desnudo? ¿Roncaría?

¿Y respecto a la familia? ¿Estarían aún vivos sus padres? ¿Dónde vivirían? ¿En la misma ciudad? ¿En el mismo barrio? ¿Y hermanos, cuántos tendría?

Sobre todos estos temas no habían hablado nada.

¿Y sus nuevos amigos? ¿Cómo serían? ¿A qué se dedicarían? ¿Qué relación tendría con ellos?

¿Y qué haría en su tiempo libre además de su afición a la lectura, al cine o a la música? ¿Saldría habitualmente? ¿Mejor de noche que de día? ¿Qué lugares frecuentaría? ¿Iría al fútbol? ¿De qué equipo sería? ¿Pertenecería a alguna hermandad de Semana Santa? ¿Haría deporte en algún gimnasio? ¿En algún club?

¿Y en el trabajo, cuáles serían sus funciones? ¿Sería un jefe de servicio, de departamento, de negociado, un técnico, un administrativo, o un simple ordenanza? ¿Cómo se relacionaría con sus compañeros? ¿Y con sus jefes?

Demasiadas incógnitas por resolver en tan poco tiempo, por no hablar de los remordimientos que  le golpeaban con insistencia su

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conciencia. Pensaba en Lucía, su mujer, compartiendo la cama con aquel tipo que acababa de conocer, completamente ajena a este juego tan peligroso, víctima del mismo y sin posibilidad de manifestar su opinión, su deseo de seguir jugando o abandonar. Si ella se diera cuenta no se lo perdonaría en la vida. Si a ella le pasara algo, él tampoco podría perdonárselo. Abandonarla de esa forma en manos de otra personal, al igual que a sus amigos, a sus padres, a su único hermano, tan idéntico a él cuando era pequeño y tan distinto ahora.

Demasiadas dudas y demasiadas inquietudes corroyéndole. Tantas que, en un momento dado, cogió el móvil que hasta ahora había pertenecido a Carlos 2º y le llamó. Le resultaba extraño llamar al número que, durante tanto tiempo, había sido el suyo. Una, dos, tres veces.

- Perdona, Carlos.

- Dime.

- Desde que nos hemos despedido, mientras iba camino de tu casa, me han entrado miles de dudas. Me ha invadido el pánico.

- ¿Quieres que nos veamos antes de seguir adelante?

- Sí, por favor.

- ¿Nos vemos en el bar?

- Vale. Voy para allá.

Y Carlos deshizo el camino andado, que no era tanto. Se había limitado a dar vueltas por el mismo centro de la ciudad, pero sin avanzar demasiado, algo más o menos así

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En unos minutos volvieron a encontrarse en el mismo sitio en el que habían estado desde las 18:00 horas de aquella misma tarde, además de las tardes anteriores, volviendo a compartir unas cervezas más y las mismas palabras llenas de dudas, de indecisiones, de titubeos.

- Lo siento, Carlos, pero no puedo hacerlo.

- ¿Por qué?

- Como te he dicho antes, mientras iba camino de tu casa me he dedicado a darle vueltas y más vueltas a todo esto, me he planteados mil preguntas… ¿Cómo sería la mujer con la que, a partir de ahora, compartiría mi vida? ¿Me atrevería a besarla? ¿A abrazarla? ¿A hacer el amor con ella? ¿Incluso a dirigirle la palabra sin temblarme la voz? ¿Se daría cuenta de que algo extraño le había sucedido a su marido? ¿Cómo sería la vivienda que me cobijaría a partir del instante en que introdujera las llaves en la cerradura, empujara la puerta y me adentrara en aquel espacio desconocido que, de la noche a la mañana, se había convertido en el mío? ¿Cómo reaccionaría en ese momento? ¿Me habituaría sin levantar demasiadas sospechas? Sin duda, tendría que acostumbrarme a nuevos hábitos para evitar todo tipo conjeturas. ¿Qué champú utilizarías tú? ¿Usarías perfume? ¿Cuál? ¿Y tu régimen de comidas? ¿Dormirías en pijama? ¿Desnudo? ¿Roncarías? ¿Y respecto a la familia? ¿Estarían aún vivos tus padres? ¿Dónde vivirían? ¿En la misma ciudad? ¿En el mismo barrio? ¿Y hermanos, cuántos tendrías? Sobre todos estos temas no habíamos hablado nada. ¿Y mis nuevos amigos? ¿Cómo serían? ¿A qué se dedicarían? ¿Qué relación tendrías

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con ellos? ¿Y qué harías en tu tiempo libre además de su afición a la lectura, al cine o a la música? ¿Saldrías habitualmente? ¿Mejor de noche que de día? ¿Qué lugares frecuentarías? ¿Irías al fútbol? ¿De qué equipo serías? ¿Pertenecerías a alguna hermandad de Semana Santa? ¿Harías deporte en algún gimnasio? ¿En algún club? ¿Y en el trabajo, cuáles serían tus funciones? ¿Serías un jefe de servicio, de departamento, de negociado, un técnico, un administrativo, o un simple ordenanza? ¿Cómo te relacionarías con tus compañeros? ¿Y con tus jefes?... Y me he convencido de que no puedo seguir adelante con esta locura.

- No sé qué decirte, Carlos. Algunas dudas son… muy sevillanas. Me hace incluso gracia. Pero recuerda que hemos hecho un pacto de no retorno.

- Lo sé. Por eso te pido perdón.

- No te preocupes, Carlos. Si te soy sincero, a mí me ha pasado lo mismo. También he pensado en mi familia, en mis amigos, pero, sobre todo, en mi mujer que, por cierto, también se llama Lucía. Toda esta historia, además de por miedos, está plagada de casualidades.

- ¿Y tú como sabes el nombre de mi mujer?

- Porque yo sí he llegado hasta tú casa. Porque, como me gusta curiosear, he averiguado en los buzones su nombre junto al tuyo y, en ese momento, antes de seguir adelante, me ha entrado el pánico, he regresado a la calle, me he parado a pensar en todo lo que estaba haciendo con mi vida. En ese momento, me has llamado tú. Al escucharte he sentido una especie de alivio por no tener que seguir adelante, la excusa perfecta para regresar al punto de partida, para no tener que seguir arriesgando. Entonces me he puesto a pensar en algo. Me he puesto a pensar que cada uno tenemos la vida que tenemos, la que nos hemos ido fraguando individualmente, la que el azar y las circunstancias nos ha ido poniendo por delante, por eso, no creo que debamos forzar el destino de esta forma, porque en esta vida, como decía A. M. Homes en su “Música para corazones incendiados”, cada uno es su propio comienzo. Cada día, cada hora, cada minuto empezamos de nuevo. No tiene sentido desear ser otra persona, cada uno es quien es…

- Llevas toda la razón, Carlos.

- ¿No lo has leído?

- No.

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- Pues te lo recomiendo.

- ¿Y ahora qué?

- Cada uno seguirá su camino, el que tenía hasta esta misma tarde a las 18:00 horas, el que hemos vivido individualmente. Todo lo demás no ha sido más que una ficción, una fantasía que sólo ha existido en nuestras mentes; pero una ficción a fin de cuentas, pertenece a una novela, es literatura y, por lo tanto, no puede forma parte de la vida real.

- ¿Te ha dado cuenta, Carlos, que hemos tenido el mismo sentimiento en el momento decisivo de nuestras vidas?

- Sí. A lo mejor no sólo somos idénticos físicamente, o en el nombre que nos pusieron al nacer, sino que somos como dos mundos paralelos que, en un momento determinado, fueron separados por algún motivo que desconocemos y que, después de tantos años, vuelven a reencontrarse sin saber el porqué, el para qué.

- Puede ser, Carlos.

- Nos hemos encontrado, eso es lo importante. A partir de ahora debemos decidir si tenemos que permanecer unidos, o debemos separarnos de nuevo hasta que llegue otro momento en el debamos volver a encontrarnos, si es que llega.

- Me alegro de haberte encontrado. Es como si una parte de mi identidad hubiera regresado donde debía estar desde el principio.

- ¿Por qué no puede ser así?

- ¿Quieres otra cerveza?

- Las que tú quieras, hoy no tengo prisa.