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Al Salir Del Infierno - John Franklin Bardin

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Annotation

Después de un largotratamiento, Ellen es dada de alta yregresa a Nueva York con sumarido. Ha pasado dos añosinternada y no ha visto un tecladodesde que sufrió la crisis nerviosa.Ahora quiere reanudar su carrera deconcertista, y lo primero que buscaal llegar a casa es su clavicordio.Sólo que está cerrado y no aparecela llave por ninguna parte...

Ese, y la fría actitud de su

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marido, son los primeros detallesextraños que Ellen percibe a sualrededor.

Nada, o muy poca cosa,comparado con la sinfonía depesadilla que está a punto dedesencadenarse en su vida...

"Los lectores de esta historiala leerán con horror... los quepuedan soportarla. Y no laolvidarán fácilmente"

Patricia Highsmith"Un clásico del suspense

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psicológico"Ross MacDonald

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John Franklin Bardin

Al salir del infierno

Título original: Devil take theBlue-Tail Fly

Traducción: Miguel Martínez-Lage

1. a edición: marzo 1998© 1948, John Franklin Bardin© Ediciones B, S.A., 1998Printed in Spain

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ISBN: 84-406-8017-1Depósito legal: B. 5.461-1998Publicado por acuerdo con

Lennart Sane Agency AB.

Nota del autorTodos los personajes que

aparecen en este libro son ficticios.En ningún momento se hacereferencia a persona alguna queexista realmente.

A John C.Madden,

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con respetoy admiración

When I was young I used to

wait On massa and give himhispíate, And pass the bottle whenhe got dry And brush away theblue-tail fly.

Chorus

Jimmy crack corn and I don't

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care, Jimmy crack corn and I don'tcare, Jimmy crack corn and I don'tcare, My massa's gone away.

And when he'd ride in theafternoon, I'd follow after him witha hickory broom, The pony beingrather shy, When bitten by a blue-tail fly.

Chorus

One day he'd ride round the

farm, The flies so numerous they

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did swarm, One chanced to bitehim on the thigh... The devil takethe blue-tail fly!

Chorus

The pony run, he jump, he

pitch He threw my massa in theditch: He died and the jurywondered why... The verdict wasthe blue-tail fly!

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Chorus

They lay him under a 'simmon

tree His epitaph is there to see...«Beneath this stone I'm forced tolie... Victim of the blue-tail fly!»

Chorus

[Auténtico espiritual negro

de, aproximadamente, 1840]

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De joven me tocaba atender

al amo y servirle la comida ypasarle la botella cada vez que leentraba la sed y apartarle elmoscardón.

Estribillo

Jimmy desgrana el maíz y me

da igual, Jimmy desgrana el maíz yme da igual, Jimmy desgrana elmaíz y me da igual. Mi amo ya no

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está.Y cuando por la tarde salía a

cabalgar, yo iba tras él con unavara de avellano, pues el caballose encabritaba al picarle elmoscardón.

Estribillo

Un buen día recorrió la

granja a caballo y eran tantos losmoscardones, que parecían unaplaga; uno se atrevió a picarle en

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el muslo... ¡el demonio se lleve almoscardón!

Estribillo

Corrió el caballo, saltó,

arrojó al amo en una zanja,se murió del golpe y el jurado

preguntó por qué... ¡para declararculpable al moscardón!

Estribillo

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Lo enterraron bajo un caqui y

allí está su epitafio... «Bajo estalápida he de yacer... ¡Víctima delmoscardón!»

Estribillo.

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Al despertar, su primerpensamiento fue: «Ha llegado eldía», y lo repitió una y otra vez,encantada por el eco de las sílabas,por el ascenso y descenso de sucadencia, hasta pronunciarlasincluso en voz alta, acentuándolascon un tono festivo: «Ha llegado eldía.» Ellen respiró hondo y estirólos brazos hacia el techo verdeclaro, hasta que le chasquearon las

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articulaciones y los tendonescedieron un punto. La clara luz dela mañana bañaba la habitación,inmaculada y aséptica, salpicándolade sol, como una batidora salpicade crema las paredes del molde.Ellen rió al pararse a pensar en esaimagen, complacida por su propiaingenuidad. Ciertamente, no habíaolvidado nada. Sólo había visto unavez batir la crema para hacermantequilla —fue durante aquelmes, su primer mes de casada, quepasaron Basil y ella en una granja

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de Vermont—; sólo había visto unavez la crema amarillenta y espesa,aquella mantequilla extraña,blanquecina, que tenía un sabormaravilloso, y la pala de batir,llena de espuma hasta el mango. Ah,ya estaba bien de nuevo, no le cupola menor duda; de otro modo, jamásse le habría ocurrido pensar enaquello. Y le pareció tan adecuado—el sol sobre las paredes colorverde claro parecía, de hecho, lacrema batida volviéndose poco apoco mantequilla— que no pudo

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por menos que sentirse feliz. Locierto es que se sintió tan feliz enese instante como lo había sido a lolargo de aquel mes, aquel mesidílico e increíble, recién casadacon Basil. Su estado de ánimo, elsol y la mantequilla, todo era una yla misma cosa, todo era de una solapieza. Ellen dejó caer los brazos y,con un suspiro exultante decontento, dejó vaciar los pulmonesde la enorme bocanada de aire quehabía contenido, que habíaguardado celosamente, como si de

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ese modo pudiera atesorar parasiempre la perfección de aquelinstante. Y botó y rebotó pese a ladureza de los muelles y el colchón,arrojando a un lado sábana, manta ycolcha, para saltar de la cama.

—¡Hoy me voy a casa!Basil iba a acudir a recogerla.

Ella se agarraría a su brazo, concierta gravedad, tal vez cohibida enexceso, y recorrerían juntos elpasillo. Permanecería a su ladomientras Martha —¿o acaso seríaMary?— les abría la puerta, sólo

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que en esa ocasión no le apretaríael brazo con más fuerza, no setensarían sus dedos sobre el ásperotweed de su traje. En esa ocasiónno tendría que detenerse ante lapuerta, no tendría que permanecerunos instantes sola, desamparada,mientras Basil la besaba en lamejilla, en la frente y, con unaprecaución para ella del tododesconocida hasta entonces, en loslabios. No tendría que sonreír, notendría que hacer un comentariointrascendente, insignificante,

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animado, dedicado unas veces aMartha —otras veces había sidoMary— mientras él se alejaba abuen paso y traspasaba el umbralpara bajar haciendo ruido lasescaleras de metal, a prueba deincendios. No tendría que dar lavuelta en redondo y recorrer elpasillo hasta su habitación, unahabitación idéntica a todas lasdemás a pesar de los gruesosvisillos, los volúmenesencuadernados con partituras deBach y Haendel, de Rameau y

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Couperin, de Haydn y Mozart,ordenados en el anaquel que habíapedido y que Basil se encargó detraerle de la ciudad. ¡Hoy no! No,ya nunca más tendría que sentarsejunto a la ventana, de espaldas, parano verle alejarse por el caminoenlosado, en compañía del doctorDanzer, con el peso muerto de suBach preferido sobre el regazo,abierto por la primera página deltexto, agitándose las negras notascomo un enjambre ante sus ojos,arqueados los dedos en una

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complicada postura al practicar elprimer acorde, con todos lossentidos puestos en el ritmo,apoyándose en la nota más alta,percibiendo con absoluta precisiónel momento en que debía finalizarlo—que no sea demasiado pronto nidemasiado tarde—, sintiendo unavez más la melodía en los oídos, lalenta dignidad de la zarabanda deAna Magdalena, delicadoornamento de su melancolía.

—¡Hoy me voy a casa!Volvió a decirlo en voz alta,

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riendo entre dientes al tiempo quese cepillaba con gestos vivaces elcabello, hasta dejárselocentelleante. Se vistió con rapidez,con seguridad, sin vacilar a la horade elegir las prendas que iba aponerse: eligió de formairrevocable el traje de chaqueta deun tono verde bosque, los zapatosmarrones de suela flexible, elsombrero con una pluma por adornoque a ella no le entusiasmaba, peroque Basil se había tomado lamolestia de escoger personalmente

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para llevárselo, muy orgulloso desu elección. En aquel momento nonecesitó decidirse, pues estabadecidida desde varios meses antes,desde que osó por vez primeraanticiparse a ese día. Estaba todoelegido, a decir verdad, con la solaexcepción del sombrero; ella habíadecidido ponerse otro, algo másmasculino tal vez, pero que lesentaba mejor y que, además, lepareció más indicado para laocasión. Después Basil le llevó elde la pluma, y ella no iba a dejar de

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ponérselo, dado que por nada delmundo deseaba herir sussentimientos. No; en adelante iba aanteponer a todo la felicidad deBasil, que para ella había de sercondición sine qua non, pues él lomerecía. ¿Dónde estaría ella de nohaber sido por Basil? ¿Quién habíacuidado de ella, quién habíahablado y razonado con ella cuandomás enferma estuvo? ¿Quiénpermaneció a su lado en todomomento? Basil. ¿Y quién habíaacudido a verla todos y cada uno de

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los días de visita, pese a saber quede nada serviría, viajando desde laciudad hasta el villorrio en tren, ydel villorrio al hospital en unatestado autobús? Basil. Y la últimavez —después que a él se locomunicaran— le llevó aquelsombrero. Un sombrerito tonto, unafruslería con una absurda pluma poradorno, de esos que compran lasmujeres cuando están enamoradas ylos hombres cuando entran en unatienda, algo avergonzados, yterminan por decir «quisiera un

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sombrero... para regalar». Y enambos casos, la confesión suscitalas mismas palabras que pronunciala dependienta: «Oh, a la señora lequedará tan chic...», y luego esebalbuceo, esa misma forma debuscar el monedero o la billeteracon cierta vergüenza, el mismosonrojo al pensar más tarde en laescena, a sabiendas, tanto si seadmite como si no, que uno hametido la pata. En fin, después detodo, ¿qué más daba? ¿Qué podíaimportar que el día requiriese un

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sombrero más serio, más sobrio?¿Acaso no lo había compradoBasil, acaso no valía ese solohecho más que todos los prejuiciosfemeninos? Oh, no había más quehablar: se pondría el sombrero yademás de mil amores, pues poralgo amaba a Basil, aparte de ser eldía en que se iba a casa con él. Esoera lo único importante, ése era elhecho maravilloso.

Tras terminar de vestirse, trashacer la rígida, alta cama delhospital por última vez, miró la

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hora y vio que eran poco más de lasseis. El desayuno no estaría listohasta las siete y el doctor no larecibiría antes de las ocho. Aun enel caso de que Basil hubiesetomado el tren de la tarde el díaanterior, tal como prometió, aunquehubiese pasado la noche en el hoteldel villorrio, no podría presentarseen el hospital antes de las nueve. Lequedaban, pues, tres horas, tal vezmás, para hacer la maleta, recogersus ropas, sus libros y partituras,despedirse de Mary y de Martha,

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agradecerle al doctor Danzer todocuanto había hecho por ella... Almenos faltaban tres horas parapartir. Se le harían muy largas,ahora le parecía que nuncaacabarían de pasar. Pero, por otrolado, ¿le bastaría con ese tiempo?¿Qué son tres horas en comparacióncon dos años, si sobre esas horasgravitan los años transcurridos, siel tiempo pasado deja sentir supeso en el presente, abrumándolocon el peso del significado que lecorresponde? De seis a nueve

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tendría conciencia plena del pasode cada instante, tal como lepareció, en aquel momento, quehabía tenido conciencia plena decada hora pasada de día o de nocheen el hospital a lo largo de los dosúltimos años que finalizaban enesos momentos. Sin embargo —ymiró por la ventana y vio el céspedverde, la curva del caminoenlosado, los olmos que crecíanjunto a la alta tapia de piedra, laverja de hierro colado y la garita deladrillo del vigilante—, llegarían

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las nueve; aunque el tiempotranscurriese con lentitud, llegaríaBasil y ella le cogería del brazo, lededicaría su mejor sonrisa yentonces, definitiva eirreversiblemente, habríanterminado los años y las horas.

Se acercó al anaquel yacarició los estrechos lomos de susvolúmenes de partituras,encuadernados en piel sobredorada,arqueando los dedos, formandoarpegios, apoyaturas y glisandos,sintiendo la firmeza del bucarán, la

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suavidad de la vitela, sintiendo porúltima vez una punzada denostálgico dolor por la dura, pulidaveracidad de las teclas, imaginandoel sonido metálico, satisfactorio ybrillante de una cuerda reciénpulsada, oyendo el corazón mismode la nota, la vibración de unacorde, la cosquilleante precisiónde un barrido a lo largo del teclado,de un trino.

Unas cuantas millasmontañosas en un autobús repletode pasajeros, Basil a su lado

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tomándole la mano, la velocidad deun tren atraído a la ciudad como porun imán, la frustración propia de losarranques y las detenciones de untaxi, Basil muy cerca de ella,encerrado con ella en un reducidoespacio, sus oídos molestos, comolos de ella, por el tictac deltaxímetro, igual que el de unmetrónomo, y subiría la escalinatade piedra de su casa,intercambiando reverencias conSuky, el mayordomo —la de élsería una ágil inclinación desde la

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cintura; la de ella, una merainclinación de la cabeza, unencogimiento de hombros—, yhabría rebasado a Suky, subiendo atodo correr las escaleras de suestudio; haría un alto ante la puertapara fijarse en las paredes rosadas,en la suave iluminación que sederramaría desde el techo, en ellargo diván en que solía tenderse alsentir cierto dolor de espalda, elventanal... Pero ese alto duraría unsolo instante antes de dirigirse conplena confianza hacia su

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instrumento, sentarse en el taburetey pasar suavemente ambas manossobre la vieja madera de la tapa,levantarla y descubrir las hileras deteclas y bajar la mano con ciertabrusquedad. Luego sentiría cómocedían las superficies marfileñas ycómo volvían a su posición,suavemente, bajo sus dedos, y alpisar el pedal con el pie derecho,oiría el acorde y su expansión tonaly percibiría la aguda pureza delcorazón de la nota, rodeada en esemomento por una nube de tonos

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entreverados, la esencia de lamúsica que sólo puede destilarse enun clavicordio. Para entonces yasería mediodía; a lo sumomediodía, aunque tal vez inclusoantes tuviese la ocasión de volver atocar. No la obedecerían los dedos.Con este hecho sencillo se habíareconciliado, por más que hubieseprocurado conservar su flexibilidaddurante sus años de alienación,mediante el ejercicio y la prácticasilenciosa. Se sabría las partituras—las sabía del derecho y del revés,

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de tantísimas veces como las habíaleído—, pero estaba segura de queal principio los dedostrastabillarían, faltos decoordinación, por culpa de suactitud tensa, de la inconsistenciadel ritmo. Pero al menos volvería ahallarse frente al teclado, volveríaa pulsar aquellas notas resonantescuando lo deseara, esbozaría unamelodía, improvisaría unaornamentación, y con los días quela esperaban, en un futuro, llegaríanlas largas mañanas, las tardes ante

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el instrumento, y sus dedostrabajarían poco a poco las teclas,recobrarían la facilidad, el don,aprenderían a traducir en músicareal aquellos sonidos ideales queella oía mentalmente. Llegaría,tendría que llegar..., todo volvería aser suyo. Y pensando en esto,comenzó a tomar los volúmenes delanaquel, de uno en uno, de dos endos, y a llevarlos a la maletaabierta sobre la cama, colocándoloscuidadosamente, yendo de acá paraallá, veloz, tranquila, feliz.

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Cuando hubo guardado todossus libros y partituras y hubocerrado la maleta grande, despuésde arrastrar el peso con dificultad yhaberla depositado en el suelo,colocó sus otras dos maletas, máspequeñas, sobre las dos sillas de lahabitación, y se dirigió al armario arecoger sus ropas. Dos viejos saltosde cama, unos cuantos vestidos,varios pares de zapatos gruesos yunos zapatos bajos, de charol, quesolamente se había puesto una vez,un día poco después de llegar al

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sanatorio. Resbaló y se cayó porculpa de aquellos zapatos. Se losretiraron y permanecieron variosmeses bajo custodia junto con sustijeras de manicura, su reloj, supluma estilográfica, su laca deuñas: todos los pequeños objetos alos que estaba acostumbrada, de losque en cierto modo dependía.«Seguramente no va a necesitarlos,¿verdad?», le dijeron. Pero,evidentemente, los había echado enfalta, los había necesitado; más aún:los había deseado, pese a saber que

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todas sus protestas hubieran sidovanas, que en el sanatorio existíauna rutina, un método. Hasta elpropio Basil dijo que allí sabían loque hacían. Aparte de estos zapatosy de los vestidos, en el armarioguardaba su abrigo, el que se pusopor vez primera durante aquelinvierno para dar largos paseos encompañía de Martha y de Mary.

También estaban los demássombreros. Lo cogió todo en tres ocuatro montones y lo arrojó enambas maletas, alisando y doblando

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la ropa con apresuradosmovimientos, con diestraspalmadas, de forma mucho másdescuidada que sus libros ypartituras, pues por algo sabía queaquella ropa no volvería aponérsela salvo para andar porcasa, pues la moda habría cambiadotanto que sin duda le harían faltamuchísimas prendas nuevas.

Vació el cajón del relucientearmario blanco, metálico, en el cualhabía guardado sus medias, su ropainterior y otras cosillas, y lo

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embutió todo en una bolsa, sinpararse a mirarlo, para cerrarla conpresteza y decisión. De pie en elcentro de su habitación, miró a sualrededor para ver qué olvidaba,qué quedaba allí de todo lo que lehabía pertenecido, y examinar sideseaba conservar algo, por másque no eran muchas suspertenencias. La radio se la habíaregalado a Mary algunos mesesantes, pues las únicas emisoras queconseguía sintonizar dabanprogramas insufribles: seriales,

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jazz, anuncios, noticias. Sinembargo, en cierto momento lehubiera ido de perlas: duranteaquellos días en que empezó amejorar, aquellos días en que se lepermitió volver a ver a Basil,cuando él le llevó el aparato con sullamativo dial y su brillante barniz;días en que oír una voz en lahabitación le había devuelto laconfianza, una voz perteneciente aun desconocido, con una falsacalidez y afabilidad sin dudaextrañas a ella, pero

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indudablemente humana, aunqueperteneciera a alguien a quien noconocía, alguien que no sentía lamenor preocupación por ella,alguien que en modo alguno podíatener un plan para ella. Lasestampas que había pedido aMartha que recortara de algunasrevistas y pegase a la pared —undibujo de Picasso, una cuatricromíade una de las muchachas decabellos dorados que pintaraRenoir, un severo diagrama deMondrian y el plano de una

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máquina voladora de Leonardo—las había arrancado y las habíahecho trizas la noche anterior, asabiendas de que ningún paciente,ninguna enfermera desearíaquedárselas... Habían tenido porúnico propósito recordarle el ordenexistente en el mundo, el orden quepor fuerza ella debía emular, y sufunción había dejado de sernecesaria, ya que pronto volvería asu casa, donde se vería rodeada porlos cuadros que Basil y ella habíanadquirido juntos, de modo que

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aquellos sustitutos estarían muchomejor en la papelera. No quedaba,pues, otra cosa que las cortinas, ydudó si quitarlas o no, ya quedejaría la habitación desnuda, conlo que resaltaría su esterilidad hastalo más obvio, y subrayaría todasaquellas restricciones. Pese a saberque no debiera, que lo queocurriese allí después de su partidano era de su incumbencia, no pudoevitar pensar en el siguienteinquilino; no pudo evitar proyectarsobre semejante persona la

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desesperación, la soledad, el temorque había sentido al entrar porprimera vez en aquella habitación,al ver aquellas paredes verdes,aquella cama alta, la ventanaenrejada, pues en aquel momentosupo que era una caja cerrada, unacelda, una tumba donde iba a serenterrada en vida. Recordó lasnoches que había yacido en cama,despierta, contemplando la luna,cuya luminosidad esparcía eninfinidad de fragmentos elentrecruzado de la reja, y cómo

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aquella luminosidad se arrastrabapor el suelo, trepaba por lasparedes, por la cama,amenazándola. Y recordó lasafiladas aristas del sol hechoañicos que le acuchillaban los ojoscomo si fueran dagas en los días deluz más intensa. Y se acercó a laotra silla, se inclinó sobre lasegunda maleta y la cerró de golpe,afianzó los cierres e hizo girar lallave en la cerradura tras haberdecidido que dejaría las cortinaspuestas, pues al fin y al cabo

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pertenecían a aquellas ventanas.Pocos minutos después, entró

Mary con el desayuno, un desayunofamiliar que había podido probar eninfinidad de ocasiones: zumo denaranja, frío pero con sabor a lata;un plato de harina de avena espesa,caliente, gelatinosa; dos tajadas depan integral de trigo y un poco demantequilla; café con una jarrita decrema y un terrón de azúcar quejamás había utilizado, pero queseguía encontrando a diario en elplatillo. El rostro de Mary le

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pareció tan relamido y tan pulcrocomo siempre (Ellen había llegadoa imaginar que después de lavarseera probable que se lo restregaracon una toalla hasta sacarle brillo).Sus cabellos, de un color grishierro, recios como alambres,bullían bajo la cofia, saliéndoseleaquí y allá, como siempre. Sinembargo, aquella mañana a Ellen lepareció que la sonrisa de laenfermera era menos automáticaque de costumbre, que los rápidosgestos de sus manos manifestaban

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cierto nerviosismo, tal vezachacable al entusiasmo; es decir,que Mary, como ella, se alegrabade que Basil fuera a recogerla, deque volviese a casa.

—El doctor Danzer seretrasará un poco esta mañana,señora Purcell —anunció Mary—.¿Dónde —añadió, sin pausa—quiere que deje la bandeja?

Ellen atravesó la habitación,asintiendo, para tomar el vaso dezumo de naranja antes que laenfermera depositara la bandeja

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sobre la mesa, y engulló de unsorbo el frío líquido, para ahorrarseaquel regusto que no le agradaba lomás mínimo.

—Hoy vuelvo a casa, Mary.Lo dijo a sabiendas de que era

superfluo, pero la movía el deseode oír el dulce son de aquellaspalabras, como si hubiese tenidoganas de tararear una melodía deMozart por el solo hecho de queoírla la contentaba.

La enfermera asintió con gestovivaz, pero se le marcaron las

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arrugas que tenía alrededor de losojos, y Ellen alcanzó a darse cuentade que estaba relajada, de que almenos en aquella ocasión Mary sepresentaba ante ella si no como unaamiga sí, al menos, como unapersona neutral.

—Vamos a echarla de menos,señora Purcell —comentó, con unasonrisa sincera—. Por algo es ustednuestra paciente favorita, ya losabe.

Ellen probó la harina de avenay bajó la mirada hacia la bandeja

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para evitar que la enfermera sepercatase de lo mucho que leagradaba lo que acababa de oír.

—¿De veras? —No es que lodudase; su pregunta era unareacción infantil para ganarse otropiropo—. Vaya, no lo sabía enabsoluto.

—Pues eso es lo que dice eldoctor Danzer.

Ellen dejó caer ruidosamentela cuchara sobre la bandeja y se diola vuelta en redondo, para ver quiénacababa de hablar. Era Martha, que

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estaba en el umbral. Tambiénsonreía; claro que Martha siempreestaba sonriendo.

Las dos enfermerasencarnaban dos tipos muy distintos:Martha era alta, joven, rubia y teníauna cara adorable, que semaquillaba con sumo cuidado,graciosos movimientos y largasextremidades que uno espera másde una modelo o una actriz que deuna enfermera. Mary, baja yrobusta, pero de carnes firmes, eramayor que Martha aunque sin llegar

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a vieja, de gestos rápidos y másbien mecánicos, reposada y siemprevigilante. Con todo, en ellas lasdiferencias no eran lo que másllamaba la atención, sinoprecisamente los parecidos. Dabanla sensación de estar siemprepresentes, siempre alerta, siemprecautas. Ellen, aun sin verlas, sabíaque acechaban por alguna parte. Alestar con alguien, fuera quien fuese,no le quitaban el ojo de encima, sinimportarles qué otra cosaestuvieran haciendo, sin aflojar en

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ningún momento su estrechavigilancia. En cierta ocasión, aEllen llegó a dolerle tan intensavigilancia, y se lamentó, aunque ensilencio. Se había sentido aisladadel resto de la humanidad, como sinduda les sucede a los prisioneros.Incluso aquella misma mañana,pese a saber que ninguna de las dostenía ya motivos para mirarla másque de forma amistosa, escrutó susrostros en busca de alguna señalque delatara su cautela, y sintiócierto alivio al comprobar que ya

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habían depuesto esa actitud, si biense mantuvo ojo avizor, como si enel fondo esperase que su particularforma de mantenerse alerta volvieraa manifestarse de un momento aotro.

Martha había entrado en lahabitación, acercándose a la mesa.«Con que sólo me diera la espalda—pensó Ellen—, sabría con todaseguridad que lo que acaba de decirlo ha dicho en serio.» Volvió amirar el plato, tomó la cuchara, yesta vez sí se llevó una cucharada

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de harina de avena a la boca,tragando sin pausa el mejunjepegajoso. Martha seguía hablandocon voz agradable, despreocupada.

—Sí, el doctor Danzer nosdecía el otro día que usted es un«triunfo». Aseguraba que jamáshabía tenido una paciente querespondiera al tratamiento tan biencomo usted..., que haya efectuadoun «reajuste» tan completo...

La segunda enfermera teníauna forma de hablar tan enfática quea Ellen a veces le resultaba

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molesta. Acentuaba las palabras nopor la posición que ocuparan en lafrase o en el conjunto de frases,como le gustaba hacer a la propiaEllen, sino con objeto de subrayarsu significado. Martha hablabacomo se habla a los niños. A pesarde que no repitiera todo lo quedecía, el efecto de sus palabras erael más parecido a una repeticiónhecha adrede. Y tras ese énfasis,Ellen entreveía la altisonancia de laautoridad, el retintín de una voz demando.

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Apartó la vista del desayunopara mirarlas a las dos, la alta y labaja, que seguían a su lado.

—Es muy amable de su parte.Pero me pregunto cómo es posibleque haya quien no mejore contantísimos cuidados.

Era algo que había pensadocon todo detenimiento, hasta llegara la conclusión de que eraprecisamente lo que debía decir:una afirmación que ponía de relieveequilibrio, ecuanimidad yconfianza, aquellas cualidades de

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las que había carecido. Sinembargo, de una manera más sutil sicabe, era también una mentira, unafalsedad que a ella se le antojabapreocupante. Mary y Martha legustaban; jamás se habían portadode modo descortés, pero no eramenos cierto que se alegraba de novolver a verlas en el futuro, de quesus personalidades y su actitudvigilante formasen parte de la vidade la que iba a escapar, comotambién formaba parte de esa vidael enrejado de la ventana.

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—Pues algunos no... —empezóMary, y calló lo que fuera a decir.

Y, tal como en un equipo unmiembro ayuda a otro a recuperarsede una torpeza, Martha aprovechóel silencio subsiguiente:

—El doctor Danzer nos hadicho que va a reanudar suactividad musical..., que va aofrecer un concierto dentro depoco. ¿Nos enviará entradas para suprimer recital?

—Desde luego que sí... Loprometo —dijo Ellen, tomando

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varias cucharadas seguidas deharina de avena—. Para el primerconcierto que dé. Pero les adviertoque es probable que no les agrade...Estoy un poco en baja forma. Metemo que he perdido el secreto dela digitación.

Y al hablar, pensaba quéhabría querido decir Mary con lode que «algunos no...». ¿Quéalgunos no se recuperan jamás?Claro que tal cosa era una verdadcomo un puño, y que ella lo sabía.¿O acaso la mayor de las dos

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enfermeras habría querido decir, yno lo habría hecho por cuestión detacto, que algunos parecenrecobrarse pero tienen recaídas,que algunos no se mantienenreajustados, que regresan los viejostemores y con ellos la viejaenfermedad?

Ellen tomó la palabraimpulsivamente, con falsa valentía,más para ponerse a prueba, paraprobar su fuerza de voluntad, quepor pura necesidad interior:

—Martha, antes de irme... —

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Hizo una pausa y rió, de modo queaquello pasara por un chiste— megustaría que me hiciese un favor.Quisiera que se diese la vuelta, quelas dos se dieran la vuelta, ¡y queme vuelvan la espalda durante másde un minuto!

Martha sonrió y no dijo nada.Mary ni siquiera sonrió. Las dos laobservaron en silencio, aunque porpoco tiempo, que a ella se le hizolarguísimo, mientras se llevaba a laboca otra cucharada. Bajó la vista,creyendo que las dos enfermeras

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querrían mirarse, calibrar la una lospensamientos de la otra paracomprobar si a las dos les parecíaacertado acceder a aquella petición.Pero tan pronto hubo bajado lamirada se obligó a levantarla. Siambas enfermeras se habíanmirado, sólo habían podido mirarsede reojo durante un brevísimoinstante. Pero Ellen sintió que lohabían conseguido, ya que Marthavolvía a sonreír abiertamente.Claro que, a decir verdad, Marthasiempre esbozaba una sonrisa.

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—Claro, si de veras le apetece—dijo Mary—. Pero no veo porqué.

Sin embargo, tras mostrarsedispuesta a darse la vuelta no lohizo, ni tampoco Martha. Las dospermanecieron observándola,esperando una explicación,sonrientes. Y Ellen se dio cuenta deque una vez más tendría que darexplicaciones.

—Ya sé que puede parecer unpoco tonto por mi parte —reconoció—, pero después de todo

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el tiempo que he estado aquí hepodido darme cuenta de que cadavez que una de las dos entra en estahabitación jamás me da la espalda.También sé a qué se debe, y no creoque deba echarles la culpa. En fin—abrió las manos, arqueó losdedos, los extendió hasta cubrir unaoctava en la escala, a sabiendas deque esos gestos traicionaban sunerviosismo, pero incapaz dedominarlos—, lo que quiero decires que, ahora que me marcho acasa, me sentiría mucho mejor si las

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dos me volvieran la espalda duranteunos instantes.

Alzó la vista al terminar dehablar, y esta vez sí las viointercambiar una mirada. Martha rióy se quedó con su perenne sonrisaen la cara.

—Bueno, a mí la verdad esque me parece una tontería, pero siinsiste...

E hizo ademán de darse lavuelta, aunque titubeó.

—Pues claro, si de veras loquiere —dijo Mary.

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Empezó a volverse, pero noterminó. Ellen se dio cuenta de quesu petición tenía algo de excesoextravagante, y que el mero hechode haberla formulado habíaquebrado su talante amistoso: enese momento, por más que las dossupieran que no estaban obligadas,volvían a pensar en Ellen tal comopensaban en los demás pacientes, yregresó a las dos su actitud alerta,no de súbito, sino poco a poco.

Por eso Ellen volvió a reír,más nerviosamente que antes.

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—No, no se den la vuelta. Nohace falta. Ha sido una tontería pormi parte. ¡Qué idea tan absurda!No, no hace falta.

—Pero sí podemos, si deveras desea que nos demos lavuelta... —dijo Martha.

—Se hace tarde —apremióMary tras dedicarle una largamirada—. Tenemos que repartir losrestantes desayunos.

Y Ellen volvió a reír,viéndolas salir de la habitación, yno probó ya la papilla de avena.

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Tras beber el café le apeteciófumar un cigarrillo, así que buscóen el paquete de su bolso, extrajouno y se lo llevó a la boca, sindarse cuenta de que no teníacerillas. A ninguno de los pacientesse le permitía disponer de ellas, nisiquiera el mismo día de su vuelta acasa. Podría llamar a la enfermeracon sólo pulsar el timbre: llegaríapuntual, le daría fuego ypermanecería a su lado hasta ver elcigarrillo perfectamente apagado, yesto era algo que en modo alguno

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podía apetecerle. Se acercó a laventana y se plantó ante ella, a unpar de pasos, para mirar por entreel enrejado, hacia el césped, haciala curva del sendero, la cancela ylos olmos. El cielo que alcanzaba aver era de un azul profundo y claro,el azul típico del verano. Las hojasde los olmos se habían tornadooscuras bajo el calor del sol, y lahierba, aunque bien cortada, laestropeaban algunas manchaspeladas, ocres: julio aún no habíaacabado, pero la estación había

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sembrado las semillas de su propiadestrucción. El calor del día yarezumaba, empapando lahabitación. Se sintió algosonrojada, y al pasarse la mano porla frente se la notó humedecida. Seacercó al lavabo y mojó una toalla,para llevársela después, bienfresca, a la cara. Se puso un pocode maquillaje en las mejillas y algode carmín en los labios, de unabarra nueva, acercándose mucho alespejo. Vio que su cabelloconservaba un aspecto aceptable,

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que sus ojos tenían el mismo azultransparente, que eran pocas lasarrugas de su rostro. Tenía loslabios bien dibujados y el mentónadelantado, el cuello no era largoen exceso, y la piel parecía suave.«Pero ¿qué puedo yo decir de miaspecto? —se preguntó—. Caso dehaber cambios, éstos acaecen de undía para otro, de modo que meacostumbro, y por más que con losmeses y con los años madure mirostro, se torne áspero, se burle desu juventud, los pequeños progresos

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que a diario hace la edad son algoque no alcanzo a ver jamás, algoque nunca alcanzo a comprender.»Pensando en esto recogió susobjetos de tocador, se los llevó auno de los maletines, volvió aabrirlo, los guardó y lo cerró degolpe. Nada más hacerlo tuvo másconstancia que nunca de que ya eranlas siete y media, de que laenfermera le había dicho que eldoctor se retrasaría, de que inclusosi Basil llegaba temprano no ledejarían pasar a recogerla hasta

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haberse entrevistado con el doctor yhaber firmado el alta; de que, en fin,pasaría más de una hora antes deque pudiera marcharse.

Había guardado los libros ytambién la música... No le quedabani siquiera un periódico que leerpara pasar el rato. Si permanecierasentada mano sobre mano, sin hacernada, comenzaría a recordar todoslos incidentes de su convalecencia,y el recuerdo se apoderaría de ellacon toda morosidad. En ello, pormás que su sensación de felicidad

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no la hubiese abandonado, sentía lainminencia del peligro. Pordescontado, podía abrir la maleta ysacar un libro; de hecho, era lo mássensato que podía hacer. Claro quela tarea de cerrar las maletas habíasupuesto un momento importantepor su significado, pues marcaba elfinal de su vida en aquellahabitación; ni siquiera le habíacomplacido tener que abrir uno delos maletines para guardar loscosméticos. No, no quería leer. Encambio, decidió qué quería hacer:

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pasaría a visitar a Ella, adespedirse.

Llegó hasta la puerta y puso lamano sobre el pomo, lo hizo girar—tal vez esperaba encontrarse conque no giraría del todo, por más quesupiera que hacía ya varios mesesque no la encerraban—, oyó unsuave clic y abrió de par en par lapesada puerta. Tras salir alcorredor, la dejó abierta y accionóel pasador que impediría cerrarlapor accidente: era una de las reglasdel sanatorio. Se adentró por el

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corredor, avanzando por entre lasverdes paredes y sin hacer ruidosobre el suelo de linóleo, hastallegar a la habitación de Ella. Lapuerta estaba también abierta, asíque entró sin molestarse en llamar.

Encontró a Ella sentada en unasilla junto a la ventana, la caravuelta hacia el sol, su cuerpograndón en una postura abandonada,como desmoronado, mientras uncelador le daba a la boca eldesayuno. Ellen hizo un alto en elumbral, esperó a que el celador le

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hiciera una seña con la cabeza,indicándole que entrase, y luegocaminó hacia la ventana, haciaaquella mujer enorme y avejentada.Ella ejercía sobre su imaginaciónuna fascinación evidente, unaatracción que no podría explicarsepor completo acudiendo a lasimilitud de sus nombres, tal comoen cierta ocasión había intentadoexplicarle al doctor Danzer, aunqueella misma reconocía que parte desu compulsión tenía origen en esasimilitud. El invierno anterior,

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cuando fue ingresada Ella en elsanatorio, había oído que lasenfermeras y los celadoresconversaban acerca de una tal«Ella», acerca de sus intervalos deviolencia incontenible, de su estadode avanzada demencia. Y lasprimeras veces que oyó pronunciaraquel nombre creyó entender quehacían referencia a ella misma,creyó que decían «Ellen», y seaterrorizó. Durante varios díasocultó sus temores al doctorDanzer, por más que éste

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descubriera los efectos del terror ensu paciente, de modo que se dedicócon ahínco a proponerleasociaciones de palabras, al tiempoque se tomaba un renovado interéspor sus sueños... Ahora, Ellen yapodía reírse de aquel pánico que laatenazó, si bien entonces llegó acreer que los síntomas de Ella, delos cuales había oído hablar, eranlos suyos propios: creyó que estabapasando por episodios de violenciapara olvidarlos después porcompleto. Por último, participó sus

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temores al doctor Danzer, el cual, afin de aquietarlos, la llevó a ver aElla, según dijo, «para que entiendausted que cuando decimos "Ella" nohacemos referencia a "Ellen"».

Al cruzar la habitaciónrecordó aquella primera vez quepudo ver a Ella: su cuerpo enorme,colapsado sobre la cama, bajo unalud de mantas, el retorcerse yrechinar de aquel cuerpo grandecomo una montaña, la respiraciónpesada y el rostrosorprendentemente plácido que

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coronaba semejante desorden, lasmejillas de un tono gris, abultadas,los labios anchos, gruesos, los ojosabiertos de par en par, grises yacuosos, como si no quisiera perderdetalle. Su primera reacción habíasido la repugnancia, seguida delalivio y, por último, la compasión.El doctor Danzer le refirió en partela historia de Ella: le contó quehabía sido una mujer dedicada a losnegocios, en los que consiguió unnotable éxito, que tuvo muchísimosamigos y que era jovial y amable; le

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contó cómo el alcohol había sido enprincipio un placer, después unapasión y por último una manía. Sesometió a diversas «curas» eninstituciones de dudosa reputación,pero la última vez que se corrió unajuerga fue mucho peor, condiferencia, que todas las anteriores,pues se presentaroncomplicaciones: una degeneracióncerebral. «Nunca se había sometidoa la terapia de Wassermann —dijoel doctor— hasta que un amigo suyonos la trajo aquí. Ahora está bajo

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tratamiento. Tal vez logremos ponerfreno al avance de la enfermedad,pero no podemos albergar la másremota esperanza de recuperar todolo que ha sido destruido.»

Visitar la habitación de Ellavarias veces por semana terminópor convertirse en una costumbre:se sentaba a su lado, en la cama oen la silla junto a la ventana, con elsolo objeto de contemplar suplácido rostro. Rara vez se poníaviolenta, y pasaba la mayor partedel día junto a la ventana. Por qué

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le gustaba tanto a Ella mirar por laventana era algo que a Ellen se leescapaba, aunque se habíapercatado de que los ojos de laanciana perseguían el sol, y sólo losdías más soleados cambiaba algo suexpresión facial, hasta el punto deque algo en cierto modo parecido auna sonrisa animaba sus rasgosdeshabitados. Aquella mujergrandona rara vez emitía un sonido,salvo alguna queja, un gemido; nisiquiera un intento de encadenar laspalabras. Su rostro encerraba para

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Ellen tantos misterios como el mar.Estaba convencida de que suplacidez de máscara no era sino lasuperficie más visible de ununiverso profundo donde, a muydiversos niveles, reinaba eldesorden. Sentarse a observaraquellos planos y curvas inmóviles,volver a su habitación y escrutar elespejo, inspeccionar su propiasensibilidad tal como afloraba ensus carnes firmes, en su semblantetornadizo, era lo mismo querecobrar la fe en su propia

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inteligencia. Por eso iba a lahabitación de Ella siempre quedudaba de sí misma, siempre quetenía miedo.

Ella estaba comiendo; mejordicho, la estaban alimentando, yEllen supo que su sola presenciaera una molestia para el celador.Claro que éste había asentido, demodo que se llegó hasta la ventanay se dedicó a observaralternativamente a la corpulentaenferma, al delgado joven vestidode blanco que le daba cucharada

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tras cucharada, o las manoscarnosas, descomunales, asidas confuerza al brazo de la silla, de prontorelajadas, de nuevo tensas,relajadas de nuevo, tal comoaprieta y afloja el puño un niño almamar del pecho de la madre. Sinembargo, ésa era la única similitudde Ella con un niño; su placidezparecía más bien la marca visiblede una madurez sobrehumana, laexpresión de una paz propia de unadiosa. De hecho, sus rasgos nodiferían demasiado de los de un

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Buda: aunque nunca se sentase conlas piernas cruzadas, su cuerpo eralo bastante voluminoso y poseía elmisterio preciso. Cuando estaba encalma, era como si estuviesepetrificada, pues su únicomovimiento consistía en unaoscilación de la cabeza, a medidaque sus ojos ausentes seguían el sol.Este movimiento, sin embargo, eramás una invasión, como el alargarsede la sombra del gnomon en unreloj de sol, como la lentaprogresión de la manecilla de un

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reloj al pasar de un número alsiguiente. «Dicen que Ella ya nopercibe la realidad —pensó—,pero, en ese caso, ¿por qué sigue elsol con los ojos? ¿No indica acasoesa compulsión una percepción delpaso del tiempo, un conocimientode la destrucción continua y gradualde la vida misma? ¿No es posibleque siga siendo inteligente, por másque haya perdido la capacidad dehablar, junto con el control de lamayoría de sus músculos, de todos,salvo los de la cabeza y los ojos?

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De ser así, mantener erguida lacabeza y buscar con la mirada elsol no es sino su forma de hacernossaber su determinación de seguirviva. Y podría darse el caso de quesus frases violentas fueran un granespasmo producido por laexasperación, por la desesperación;una afirmación desbocada de suanhelo. De resultar eso cierto, suimbecilidad es para ella unatragedia, como lo es paranosotros.»

Cuando el celador hubo

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terminado de darle el desayuno a supaciente, le limpió la boca con unaternura brusca, masculina, recogióla bandeja y ofreció su silla a Ellen.Tomó asiento de espaldas a laventana y miró más de cerca elrostro ido de la mujer, tratando deimaginarlo tal como había sidocuando era una persona de éxito,cuando tenía infinidad de amigos.Siempre debió de tener grande lacara, eso era evidente; resultabafácil deducirlo de la forma delcráneo y de la estructura de los

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huesos. Y sentía cierta inclinación apensar que siempre había tenidoalgo al menos de la máscara en quese había convertido ahora. No en lamisma medida, pues seguro quepresentaba mayor variedad: sinduda hubo una máscara alegre, unamáscara seria y, tal vez, unamáscara enfurruñada. Pero Ellentenía la práctica seguridad de quesu casi homónima jamásmanifestaba sus emociones; fue enexceso una actriz, una perfectavendedora... ¿No se había mostrado

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acaso jovial, no había tenidoinfinidad de amigos? Así pues, loque veía al mirarla en aquellasituación no era tanto ladesintegración de su persona, sinoun aumento, una intensificación. Suconflicto había estado siempre ensu interior, y a ello achacaba eldoctor Danzer el origen de sucrisis, y no al alcohol: ese conflictoestaba hoy tan oculto como siempre,y precisamente ese conflicto, segúnintuía Ellen, era el meollo de supersonalidad. ¿Cómo sería posible

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sondear aquellas plácidas hondurasy encontrarlo? ¿Dónde estaría laclave, la llave que diera entrada asu secreto, la cuña mediante la cualsería posible forzarlo? Ellen tuvo laimpresión de saberlo, de que eraalgo que saltaba a la vista; era laúnica excentricidad, el únicovestigio de su carácter: los ojos dela mujer y su hábito de seguir el solcon la mirada. «He aquí unapersona —pensó— que hadescubierto el secreto del tiempo,una persona a la cual el tiempo ya

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no le produce el menor terror, unapersona que, posiblemente, haterminado por ser una y la mismacon su genio destructor.»

Pensando en esto, miró la horay vio que pasaban ya de las ocho.Se puso en pie para marcharse,pues no quería estar fuera de suhabitación cuando el doctor pasaraa visitarla, pero volvió a mirar aElla, taciturna y misteriosa.Sabiendo a ciencia cierta que dealguna manera Ella le había dadofuerza, que Ella había construido su

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esperanza —recordaría con agradoa aquella plácida mujer que tanviolenta podía llegar a mostrarse—,salió y se dirigió a su habitación.Allí estaba el doctor Danzer,esperándola.

Estaba frente a la ventana,posada la mano sobre una de lascortinas, el cuerpo medio vueltohacia la entrada, los ojospensativos y puestos sobre ella. Eraun hombre bajo, lento, amable. Alentrar ella en la habitación yacercársele, sintió la misma

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sorpresa que había experimentadotantísimas veces al verlo: volvió asorprenderle, por inesperada, suescasa estatura y su livianacomplexión, la pequeñez de susmanos, la aparente inmadurez desus rasgos. Tras las gafas deconcha, sus ojos oscuros tenían laintensidad, la capacidad de sentirdolor que uno espera en unadolescente. Su boca denotaba lacapacidad de impresionarse, suslabios eran como una conjetura,como si todo lo que fuera a decir no

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pasara de mera tentativa, como sino tuviera respecto de sí máscertidumbre que la que leinspiraban los demás. Pero tanpronto tomaba la palabra,desaparecía toda vaguedad, todaindecisión. Sus palabras existíanpor derecho propio; laspronunciaba con toda deliberacióny exactitud, aunque con calma,dando a entender la lógica que lehabía llevado a escogerlas, laintuición que subyacía al saber.Ellen siempre se sintió segura con

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aquel hombre y le agradaba tantopor sí mismo como por esaseguridad que le infundía. En aquelmomento todavía le agradó más, y apunto estuvo de prorrumpir en unaexclamación de júbilo cuando éldijo las palabras, sus palabras, lasque tanto significado tenían paraella. Cómo supo que debía decirlasera lo de menos; lo importante eraque las dijo, con lentitud yprecisión, entregándoselas como sifuera el símbolo de su libertad:

—Bueno, Ellen: hoy es el día.

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Ella tomó asiento a su lado yle miró, sin atreverse a decir nada.Se sintió cerca de él, como uno sesiente cerca de un amigo. Habíamuchas cosas que había deseadodecir, que tenía planeado decir enaquel momento... Quiso hacerlesaber cuánto resentimiento leinspiró al principio, cuánto le odió,cómo luchó con todo su ser contraél; cómo empezó poco a poco aansiar sus visitas, cómo aprendióde él a divertirse con los trucos yembustes que una parte de ella

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imponía al resto de su persona y aldoctor; cómo se acostumbró a ponera prueba todos sus motivos, todaslas razones que la llevaban a actuarde tal o cual manera, y a cuestionarhasta los más remotos impulsos, aobservarse tal como se observa aun personaje de una obra teatral,críticamente, analíticamente. Perohabía llegado la hora de la verdad yél tomó la palabra en primer lugar,empleando milagrosamente lasmismas palabras de Ellen, y habíaexpresado sus propios sentimientos,

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de modo que a ella no le quedónada que decir.

De todos modos, no se sintiódesorientada. Él se metió la manoen el bolsillo y dio la espalda a laventana, de manera que la miródirectamente.

—¿Ha dormido bien? —preguntó.

Una vez formulada la pregunta,e iniciado así el conocido ritual,ella pudo contestarle tambiéndirectamente:

—He dormido muy bien,

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aunque tardé mucho en conciliar elsueño. Estaba demasiado excitada,demasiado ansiosa porque llegarala mañana, pero la verdad es queme dormí.

—¿Ha tenido sueños?Había sacado un cuaderno de

notas y el lápiz, del cual se habíadesprendido parte de la pinturadorada.

—No, no he tenido sueños entoda la noche.

—Oh, uno siempre sueña.Intente recordar. Estoy seguro de

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que puede acordarse.Así que hizo el esfuerzo de

recordar. Y, ciertamente, algo levino a las mientes. Se le apareciócomo de costumbre, visualmente alprincipio, algo que se escabullía,que desaparecía como si sedeslizara, algo que llegó a percibir,aunque sin reconocer; algo que leresultaba turbador por el merohecho de serle evasivo. Sinembargo, no lo dejó escapar, senegó en redondo a dejarlodesvanecerse, se aferró a ello

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interrogándose al mismo tiempo:¿Era algo oscuro? ¿Era grande?¿Era acaso alguien? ¿Hombre omujer? ¿Y qué estaba haciendo? Amedida que se interrogaba, laimagen no llegó a desaparecer,aunque tampoco logró reconocerla,si bien al tiempo fue expresándosemediante palabras, sílabas, a vecesfrases enteras, tal como se formabaen su interior una melodía, ganandopoco a poco en resonancia, y estabaya dispuesta a procuraridentificarlo, desmembrarlo en

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varios intervalos, en frasesmusicales...

—¿Qué ha soñado?—Soñé... soñé... —En ese

momento estaba ya segura de símisma, y a punto de decirlo—.Soñé que estaba tocando. No sé quétocaba... Un instrumento grande yvoluminoso. Se alejaba de mícontinuamente. Arqueaba los dedos,los clavaba, trataba de aferrarlo eimpedir que se alejara..., pero lamelodía no terminaba de cuajar.Mentalmente sí oía la melodía. Era

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extraño: la veía bailar ante mispropios ojos. No sé cómo podríaexpresarlo. Lo que veía no erannotas musicales, en absoluto, sinomás bien una especie de fluir, unaespecie de río de sonido queserpenteaba iluminado por el sol.Ya sé que esto que digo no parececoherente, pero en mi sueño mepareció lo más natural. Seguítocando, o intentando al menosinterpretar esa melodía. Y elinstrumento —era un instrumentogrande, aunque no tanto como un

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piano— seguía alejándose de mí.Por eso no podía tocar la melodía,por más que lo intentase. ¡Nopodía...!

—¿Cómo se llamaba eseinstrumento?

—Clavicordio —contestó, sinsorprenderse de haberlo sabido entodo momento, ya que eso le habíaocurrido otras veces—. Ahora lorecuerdo: era un instrumento muypeculiar, extraño, aunque a mí megustaba precisamente por eso. ¡Yésa, digo yo, debe de ser la razón

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por la cual tan difícil era tocar lamelodía! El clavicordio, ya veusted, sólo tenía un... sólo un...

Calló, le miró de frente y seechó a reír.

—¿Bloqueada? —preguntó.—Sí. Y no sé por qué. Lo tenía

en la punta de la lengua.—Probemos con un juego de

palabras. Ya sabe usted: diga loprimero que se le ocurra, por lasbuenas. ¿Preparada? Verde.

—Césped.—¿Verja?

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—Casa.—¿Basil?—¿Basil?—¿Bloqueada? —inquirió.—Sí. Y no sé por qué.—¿Teclado?—Piano.—¿Clavecín?—Sólo un Basil.El doctor la miró, sonriendo, y

apartó después la mirada. Aúnseguía sonriendo; ella se dioperfecta cuenta. Pero ¿por quéhabía apartado la mirada?

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—¿Por qué ha dicho «sólo unBasil»? —preguntó.

—Porque un clavecín tienesólo un... Oh, quise decir «teclado».Eso era lo más extraño delclavicordio de mi sueño... Eso eralo que me tenía bloqueada.«Teclado.»[1] Sólo un hombre.Basil. Estaba soñando con Basil. Ycon la música, y con lo mucho quetendré que practicar. Eso era todo,¿no? Entonces, ¿por qué me hequedado bloqueada?

—Porque no quería que yo lo

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supiera. Porque Basil es su marido.Ella le miró y volvió a reírse.

Él se rió también.—Creo que ya va siendo hora

que se vaya a casa, señora Purcell.El doctor se alejó de la

ventana, dejándola atrás, y seencaminó hacia la puerta. Al hacerél este movimiento, algo le pasó aEllen en la garganta: se sintió vacía,desolada. «Así es como debe desentirse una niña —pensó— cuandosu padre la abandona por primeravez, cuando la deja a solas, cuando

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ella se da cuenta de que debe echara andar, porque si no se caerá.»Apretó los labios, hizo una muecapor efecto de la idea que acababade tener... Era independiente deldoctor Danzer: ella lo sabía y él losabía también; no cabía ningunaduda: ya no le necesitaba. De todosmodos, dio un paso al frente, sesintió arrastrada hacia él y contra suvoluntad, deteniéndose sólo

Al ver cómo la observaba él,con los restos de una sonrisa en los

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labios, con los ojos más oscurosque nunca, poniéndola a prueba.

—Su marido ya debe de estarabajo. Seguramente habrácumplimentado todos los impresos.Iré a ver si puedo acelerar eltrámite.

—Claro, habrá impresos querellenar.

No lo dijo porque desearasaber más, sino por mero deseo deconversar, de decir algo, depermanecer a su lado y prolongarunos minutos el interés seguramente

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ya en declive, que el doctor pudierasentir por ella.

—En la administración tienenque dar el visto bueno —admitió. Yentonces chasqueó los dedos—.¡Vaya, me olvidaba! La semana queviene vendrá a visitarme, ¿no esasí? ¿Irá a mi despacho de NuevaYork? Paso consulta los miércolespor la mañana y el viernes durantetodo el día.

—Sí, puedo ir a verle cuandousted quiera.

Volvió a sacar el lápiz y el

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cuaderno.—¿Le viene bien el miércoles

a las once? —Levantó la vista,sonriéndole—. No es más que unasimple comprobación. Podremoscharlar un rato. Creo quedeberíamos seguir viéndonosdurante una temporada.

—A las once, perfecto.Así que volvería a verle. Al

saberlo, sintió una cierta desilusión.Estaba atada a una larga cuerda, ypodía retozar cuanto quisiera, perosiempre podía hacerle volver a él,

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tirando de la cuerda. Con todo, ycomo siempre, tenía razón. Legustaría volver a verle.

Terminó de tomar nota yguardó el lápiz y el cuaderno en elbolsillo interior. De nuevo llevabala mano en el bolsillo, al dar unoscuantos pasos hacia la puerta. Perovolvió a detenerse.

—¿Me permite hacerle unapregunta?

—Por supuesto.Se preguntó por qué le habría

pedido permiso. Durante dos años

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le estuvo formulando infinidad depreguntas, a las que ella contestópuntualmente. ¿Por qué iba amolestarle una pregunta más?

—Esta mañana, cuando estuvocharlando con las dos enfermeras,les pidió que se dieran la vuelta,¿no es cierto?

—Sí, así es.—¿Y por qué les pidió tal

cosa?Tuvo miedo. Sintió que se

tensaba la cuerda, sintió que laobligaba a volver. Se humedeció

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los labios y habló con todocuidado, recordando que cuantodijera debía traslucir confianza ensí misma, equilibrio.

—Fue por puro capricho.Desperté con una clara sensaciónde júbilo... Diría incluso quedesperté feliz, aunque ustedpreferiría hablar de júbilo. Mesentía bien con todo el mundo,todavía me siento así. Pero cuandoentró Mary en la habitación, y luegovino Martha, no pude evitar elrecuerdo de otros tiempos. Recordé

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cómo me miraban antes, cómo mevigilaban, cuánto cuidado habíanpuesto siempre en no volverme laespalda...

—¿Y por eso les pidió que sedieran la vuelta? —preguntó. Lamiró de frente, con gran seriedad—.Pero usted sabía que eso no esposible. Es una de las reglas delsanatorio, una regla que nunca debepasarse por alto. No tenía nada quever con usted.

—Fue una tontería por miparte, lo reconozco.

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—Todos hacemos tonterías devez en cuando. —Apartó los ojosde los de Ellen y bajó la miradahacia el bloc de notas, que de nuevotenía en la mano—. Bueno, le deseola mejor suerte. Voy abajo, a verqué tiene tan ocupado a su marido.

Salió de costadillo, retrocedióhacia el vestíbulo, sonriéndole,sacando por un momento la manodel bolsillo y alzándola, paradejarla caer en seguida, como sihubiese querido decirle adiós yhubiera preferido no hacerlo.

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Ella lo vio marchar, pensandouna vez más qué hombre tanmaravilloso era. Pero tan prontorecuperó cierta distancia, tal comoél le había enseñado, y pensó en élobjetivamente, se dio cuenta de quesu afabilidad no era más que unaparte de su actitud profesional, unabolsa llena de efectos y trucos pararealizar una transferencia, y pensóque no conocía su verdaderapersonalidad porque él nunca lahabía exteriorizado. «Si lo hubieseconocido en una fiesta, si me lo

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hubiese presentado un amigo común—se preguntó—, ¿qué habríapensado de él?»

Se dio la vuelta, la puertahabía quedado abierta, ya que élolvidó cerrarla, y decidió dejarlacomo estaba, para volver junto a laventana. «Ahora acaba de reunirsecon Basil —pensó—; está hablandocon él, primero comentando eltiempo que hace y después lehablará de mí. ¿Se tendrán aprecioel uno al otro? Tendría quepreguntarle alguna vez a Basil qué

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le parece el doctor Danzer.» Sepropuso hacerlo alguna vez, másadelante, cuando aquel momentoperteneciera al pasado lejano,cuando la respuesta de Basil a supregunta careciese de importancia,cuando fuera posible hacerle esapregunta al desgaire, como depasada. Trató de imaginar juntos aBasil y al doctor: uno alto, rubio,robusto, y el otro bajo, moreno yreservado. Cerró los ojos con el finde concentrarse, pero no consiguióver mentalmente a ambos a la vez.

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Primero veía a Basil, y después aldoctor Danzer. Era como si losviera a los dos utilizando sentidosdistintos y tuviera que alternarcontinuamente entre uno y el otro,como si fuera incapaz de utilizartodos los sentidos al mismo tiempo.Pero era algo que carecía deimportancia, un simple juego paramatar el tiempo. Pronto vería aBasil. Llegaría por el vestíbulo,cruzaría la puerta...

De pronto, tuvo miedo. Alimaginarse a Basil en el momento

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de cruzar la puerta, algo, en efecto,había entrado en su habitación, algoviejo y de sobra conocido, algoatávico y espantoso. Se habíaencontrado antes con aquello,aunque hacía varios meses que noasomaba, hasta llegar a pensar quelo había superado por completo,que no tenía por qué temer suregreso. Todas las veces se le habíaaparecido del mismo modo,inesperadamente, mientras estabapensando en otra cosa. Había caídosobre ella por sorpresa, la había

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poseído, la había apartado de laluz.

Se debatió y tuvo ganas deecharse a llorar, pese a saber queno se atrevería. Un solo gritobastaría para que acudiese a lacarrera una de las enfermeras, quele preguntaría qué sucedía, paradecírselo en seguida al doctor. Yuna parte de ella sabía que no laamenazaba nada, que aquella negrasombra que tanto temor le inspirabaprocedía de su pasado, que algunavez había llegado incluso a verla en

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sueños, con tanta claridad que habíapodido reconocerla. Al acordarsede esto recordó también su propiafórmula para vencer aquel terror: loúnico que tenía que hacer erapensar en ese sueño, invertir ungran esfuerzo en captar de nuevoaquella experiencia, verla con todaplenitud, con precisión, eidentificarla... para reírse de ella. Yes que en realidad no era tanespantosa: era tan sólo elcorpachón de su padre dando laespalda a la luz, balanceándose

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sobre su cuna, cuando era niña,borracho como una cuba,aumentado y distorsionado por lassombras que en su rostroproyectaba la luz, y luego la voz desu madre, áspera y aguda: «¡Ni se teocurra! ¡Cómo le toques un pelo, temato!»

Pero a pesar de saber cuál erala causa de su pavor, pese arepasarla mentalmente una vez más,tal como la había visto por vezprimera en la realidad cuando teníatres años, todavía tuvo que pelear

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contra la forma que había adquiridoaquella visión en la actualidad,aquella negrura que todo loimpregnaba, un enorme y asfixiantemanto de pánico que caía sobreella, que amenazaba cubrirla deltodo. Se forzó a mirarse en elespejo, a mirar aquel rostro, susojos saltones, su boca tensa por elesfuerzo, la mano con que seoprimía la mejilla hasta detener elfluir de la sangre. Y mientras seexaminaba en el espejo, clavó lamirada en la imagen de sus ojos y

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suprimió el deseo de darse lavuelta, de mirar por encima delhombro, para sentirse como siestuviera ascendiendo de lasprofundidades, esforzándose porsubir un poco más, por rehuir lastinieblas y emerger a la luz. Retiróla mano de la mejilla —aunque enla carne sonrosada quedaron lashuellas blancas de los dedos—, serelajaron los labios y consiguiódedicarse una sonrisa. Su ritmorespiratorio se tornó másacompasado y de nuevo sintió que

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su cuerpo entero le pertenecía: denuevo volvía a ser compacto, uno,suyo.

Permaneció ante el espejo,pintándose los labios y retocándoselas mejillas, peinándose. Serecordó que Basil no tardaría enaparecer —esta vez, al pensar enello no volvió a azotarla el negroterror, y ni siquiera se sintiónerviosa—, y que tenía quepresentarse ante él lo mejor quepudiera. Para Basil sería un díabien difícil: el primer día, en el

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plazo de dos años, que iba a pasarentero en compañía de ella. ¡Doslargos años! En mucho menostiempo muchos amantes seconvierten en completosdesconocidos. Debía hacer todo loque estuviera en su mano parafacilitarle a él las cosas: debíarecibirlo de corazón, sin mediastintas, debía mantener a la vez ladistancia y juzgar sus sentimientos ylos de él, tal como le habíaenseñado el doctor Danzer, paraintentar en todo momento mantener

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la objetividad respecto a surelación. Además, se dijo, Basilhabría cambiado.

También ella había cambiado,por más que no alcanzase a sabercuánto ni de qué forma. ¿ Laencontraría él muy diferente de lamujer con la que se había casado?¿Le gustaría, ahora que habíaaprendido a ocultar sus conflictos, aafrontar la oscuridad cuando sesentía amenazada, a valerse por sísola, a luchar? ¿La amaría él comola había amado entonces? ¿O acaso

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seguiría existiendo la reserva queella había achacado al ambiente quela rodeaba, a su larga ausencia, asícomo a la dificultad de unir lostrozos de su vida anterior porespacio de una o dos horas, una odos veces por mes? Tal vez nuncapodría reunir las piezas, al margende lo que pudiera quedarles pordelante. Y al pensar en el tiempoechó un vistazo al reloj y vio que yahabían dado las nueve.

Minuto a minuto, habíanvolado una por una las horas hasta

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llegar el instante en que la porciónde su vida que había pasado enaquella habitación perteneceríapara siempre al pasado. Aguzó eloído con toda atención para captarlos ruidos procedentes delcorredor: los pesados, rítmicospasos de Basil, como los timbalesen las sinfonías que dirigía. Y almismo tiempo pensó en el mundo enel que estaba a punto de reingresar:pensó en su desguarnecido futuro,en las causas y efectos quemoldearían su vida, causas y

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efectos sobre los cuales sólodispondría de un dominio parcial;pensó en los condicionamientos...Volvió a recorrer la habitación deun vistazo, aquel escenarioclausurado, familiar, las cuatroparedes protectoras, la puerta quepodría abrir o cerrar —para dejarentrar o para dejar fuera lossonidos pertenecientes a otras vidasdistintas de la suya—, los dibujosde sombra y luz que sobre el sueloproyectaba el enrejado de laventana. «Voy a dejar atrás todo

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este orden —pensó— para entrar enel caos. Ya nunca sabré qué va asuceder de un momento a otro, pormás que finja saberlo, tal comofingí saberlo en tiempos, ni sabrétampoco cómo comportarme, ni quéme espera a la vuelta de la esquina.Ante mí, ahora, la vida y, endefinitiva, la muerte, a ninguna delas cuales puedo escapar. Sóloestán ya trazadas en el sentido másgenérico, de forma indirecta. Tanpronto oiga los pasos de Basil, tanpronto vea su rostro y me coja del

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brazo para franquear esa puerta,tendré que moverme continuamente,tendré que actuar y que creer...Tendré que creer en mí misma y enlos demás.

» ¿De veras deseo franquearesa puerta y abandonar parasiempre esta habitación, este ordenen el que sé que puedo confiar? ¿Nosería más sabio quedarse aquí,aceptar este mundo conocido y sincambios, en vez de abandonarlopara someterme a un flujo deacontecimientos desconocidos?»

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Estaba de pie, erguida, rígida, conlos ojos cerrados, las palmas de lasmanos estiradas y apretadas contralos muslos hasta hacerse daño. Porun instante se le quedó la mente enblanco. Indecisa, no pensó en nada;se mantuvo al filo de su conciencia,balanceándose en la cuerda flojaque lleva de las sensaciones a laparálisis, del pensamiento a lanulidad, de la afirmación a lanegación. Y entonces le anegó lavisión una sola escena, una escenabrillante, gloriosa, iluminada tal

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como los focos bajos iluminan undecorado: su habitación en su casa,su estudio, las paredes rosadas, eldiván bajo, la inapelable eleganciadel clavicordio. Con calma, conprecisión, oyó sonar las notas delaria de Bach, y se vio sentada anteel instrumento, respirando alcompás del suave vaivén de lamelodía, segura, a salvo dentro deotra disciplina. Y abrió los ojos, denuevo ajena a todo temor, para vera Basil callado en el umbral de lapuerta.

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Basil había sido una fanfarria,un resplandeciente estallido detrompetas, un agudo tremolar deflautas, oboes y fagotes. Estaba depie, con aspecto tranquilo, casidescuidado, relajado el rostro comosi aguardase una sonrisa, susmagníficos ojos azules posadossobre su amada. Ella lo había vistode repente, mientras se miraba en elespejo: la prominencia de los

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pómulos bajo la tensa, atezada pielde la cara; el amplio y placenterosesgo de su boca; las cejas,dramáticamente arqueadas, y lascuencas de los ojos hondas yesculpidas; su pétrea frente y elrubio vigor de su cabelloalborotado. Ella había dado un pasohacia él, se detuvo, echó a correr yse encontró en sus brazos, la cabezaapoyada sobre el hombro, la mejillay la boca sobre la áspera lana delabrigo. Él la estrechó, la tomó porel talle con fuerza, la besó en la

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cabeza, pronunciando su nombrecomo si estuviera a solas: «Ellen,Ellen.» Cuando alzó la vista haciaél, la besó en la boca —no hubovacilación ni precauciones deninguna clase— con franqueza ycon firmeza, ardientemente. A ellase le hizo difícil respirar, y tuvoque separarse, pero permaneciójunto a él, muy cerca, otro pocomás, olvidando la mano posadasobre su hombro, mirándole ysonriendo al verle sonreír.

—Son tres bultos —dijo, a

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sabiendas que no debía decir nadade mayor hondura—, dos pequeñosy uno más grande. ¿Me ayudas?

¿Acaso la habría puesto en elcajón? Por qué habría de estar unallave en el cajón de su tocador: esono podía saberlo, pero sí teníaclaro su deber de llevar a cabo unabúsqueda sistemática, y mirar entodas partes, en todos losrecovecos, incluso en los sitiosdonde menos probable le parecieraencontrarla, si de veras confiaba endar con ella. ¡Qué inhóspito y

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estéril puede llegar aparecer uncajón que hace tiempo no se utiliza,en el que las medias están tiesasdentro de sus envoltoriospolvorientos, en el que elmaquillaje derramado despidecierto olor arando! ¡Qué chillona,qué descarada esa mancha rosadade maquillaje! ¿Cuándo lo habríautilizado? En fin, ahí no estaba lallave. Claro que, ya puesta abuscarla, podría intentarlo en losdemás cajones.

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Había sentido la desigualdadde las losas bajo los pies, el asa dela maleta se le había hincado en lapalma de la mano (se habíaempeñado en transportar ella mismala maleta más pesada; los dosbultos de menor tamaño eran másque suficientes para Basil). El calordel sol, al caer de plano, le produjocierto mareo, y el resplandor de laluz arrancó a la hierba matices másverdes que nunca, además de tornarel cielo más azul. En la verjahicieron un alto, y Basil se puso a

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rebuscar en los bolsillos, hasta darcon el papel que debía mostrar alvigilante. Ella pudo, mientras tanto,dejar la maleta en tierra, descansarla mano, cobijarse a la sombra delos olmos mientras aquel hombrellamaba por teléfono a la oficina dedirección para verificar suscredenciales. En realidad, habíapasado al otro lado de la verja, yaque allí era más densa la sombra, ypor eso no tuvo constancia de habercruzado la línea, de haber salidodel claustro y haber ingresado de

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nuevo en el mundo; más adelante searrepintió de no haber dado esepaso con plena conciencia dehacerlo. Incluso había olvidadocómo llegó al otro lado hasta que selo recordó Basil:

—Sí, cruzaste la línea parabuscar la sombra, mientras yohablaba con el vigilante, ¿no teacuerdas?

Esto sucedió cuando ya ibanen el autobús, cuando recorrían lacarretera montañosa que lesllevaría al villorrio, a la estación

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de ferrocarril. Le dio pena habersequedado deslumbrada, ciega ante larealidad, por las inmediatasexigencias de la ley de causa yefecto.

El autobús le había resultadocaluroso, mal ventilado, lleno degentes de todas las edades, conaspecto cansino, hombres y mujeressolitarios, familias taciturnas, unajovencita con la mirada fija alfrente y el rostro impasible. Sehabía sentido cohibida por ir delbrazo de Basil, e infantilmente

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exuberante ante aquellamuchedumbre cariacontecida.Habían sido los primeros en subiral autobús, y tomaron asiento en laparte de atrás; desde allí vieronacomodarse a los demás pasajeros.

—¿Son todos pacientes? —había preguntado a Basil,rompiendo así un silencio queempezaba a resultarle incómodo—.Si no son pacientes, ¿por qué semarchan tan temprano?

—Los domingos, la hora devisita empieza a las seis. Es

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comprensible, porque de otramanera no podrían dar acomodo atodos los visitantes. Cada autobústrae un cupo y se lleva otroequivalente; pasan cada quinceminutos, durante todo el día. Eldomingo es el único día en quepuede venir de visita la mayoría,claro. —Había observado por laventanilla a la muchedumbre queparecía aumentar a medida que iballenándose el autobús—. Algunosson pacientes, por supuesto —prosiguió. Señaló con el dedo a la

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joven de rasgos inamovibles—.¿Ves a aquella chica? Es unapaciente. Una vez, en el tren, charlécon ella. Vive unas cuantasestaciones más allá, en un pueblo aorillas del río. Los domingos lepermiten ir a casa, pero debe estarde vuelta a la caída de la tarde.

Ella le apretó con más fuerzala mano, le sonrió, combatiendo eltemor que le había atenazado lagarganta mientras le oía hablar.Casi llegaba a sentir el ronzal, unacuerda que le apretaba la cintura, y

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lo notó tensarse, se sintió arrastradahacia atrás sin poder hacer nadapara impedirlo. Y en ese momentose dio cuenta de que el autobúshabía arrancado, pues el chóferhabía quitado el freno y habíametido la primera. Acto seguidosupo que bajaban la cuesta, sealejaban de la muchedumbre (elpasillo estaba lleno de gente,hubiese sido imposible meter amás), se alejaban del hombre quehabía quedado en tierra pese acreer, momentos antes, que le

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tocaría subir a continuación; unhombre alto, de rostro encendido,que había quedado el primero de lacola y que agitó el puño cerrado endirección al chófer, prorrumpiendoen imprecaciones inaudibles.

La había buscado en suestudio, en la caja de música, en eldormitorio, en todos los cajones desu tocador. Bajó de nuevo y entróen la biblioteca; se puso a mirar portodo el escritorio, dentro de todos ycada uno de los pequeños cajones,

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debajo del secante, incluso en elcompartimiento secreto... «¿Quéestás haciendo?» La voz de Basilresonó a sus espaldas, inquisitiva,un tanto impertinente. «Todavíasigo buscando la llave —dijo elladándose la vuelta, sorprendida alver que el rostro se le sonrojaba apesar de su tez morena—. No laencuentro por ninguna parte, y esoque estoy segura de haberla dejadoen la cerradura. ¿Dónde la viste porúltima vez?» Él se encogió dehombros y se acercó para situarse a

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su lado, la mano apoyada en elescritorio, apartándola de la mesa.«Yo me encargo de buscar aquí —dijo—. Tengo guardados algunosmanuscritos que no quiero que seme desordenen. ¿Por qué no vas ala cocina, a preguntarle a Suky si laha visto en alguna parte? Me juegocualquier cosa a que la ha guardadoél.»

El tren estaba sucio, e iba tanlleno de viajeros como el autobús.En su compartimiento viajaban

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algunas personas a las que ya habíavisto en el autobús, aparte muchasotras: campesinos que iban devisita a la ciudad en compañía desus mujeres, a ver una película o apasear por la playa; variostrabajadores ferroviarios que sebajaron en una de las primerasparadas, un cruce de caminos, yotros a los que no consiguióidentificar. Se preguntó qué opiniónles merecerían Basil y ella a todasaquellas personas, y se preguntótambién si los demás, o al menos

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algunos, estarían haciendo lo mismoque ella, o sea procurar deducirquiénes eran los demás, de dóndepodían provenir y adonde iban.Basil, ella lo sabía bien, sobresalíaen cualquier grupo de personas. Loque le distinguía era su manera deestar, fuera donde fuese, suapostura. Siempre daba laimpresión, al menos eso le parecíaa ella, de estar subido al podiodesde el que dirigía la orquesta.Una de sus manos sostenía unabatuta imaginaria. Tenía la cabeza

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erguida, el cuello algo rígido, y susojos oscilaban continuamente,daban con lo que había estadobuscando y se apartaban de ello conidéntica agilidad en pos de algunaotra cosa, escrutando continuamentela totalidad del compartimiento,como si estuviese escrutando unaorquesta: primero las cuerdas,luego las maderas, los cellos, losmetales, la percusión, loscontrabajos.

—¿Qué, tienes alguna partituranueva para esta temporada? —le

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preguntó ella de sopetón, decidida aabandonar el juego en que se habíaempeñado, es decir, descubrir quépensaban de ella los demáspasajeros, porque le resultabadifícil y no era en modo algunoprovechoso.

Cuando ella le hizo esapregunta, Basil iba mirando por laventanilla el terreno montañoso, larocosa cara del acantilado, surcadapor oscuras vetas de mineral. Sehabía vuelto hacia ella al oírlahablar, pero sin mirarla: miraba

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otra cosa, algo que estaba encimade ella.

—Hay una nueva sinfonía deD. —dijo, nombrando a uncompositor ruso contemporáneocuyas obras, pese a haber recibidolos parabienes de la crítica y haberalcanzado una gran popularidad, aella siempre se le habían antojadovulgares, pomposas y reiterativas—. He tenido la suerte de obtenerlos derechos exclusivos para dirigirla primera ejecución en EstadosUnidos. Me propongo inaugurar la

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temporada con ese material.Ella casi había olvidado del

todo qué gustos musicales tandistintos tenían los dos. A menudoles gustaban las mismas cosas —Beethoven, Mozart, Stravinsky—,pero había muchas otras que a él legustaban o que, en cualquier caso,defendía e interpretaba sólo porquegustaban al público, y que a ella leresultaban del todo insípidas oespúreas. D. era uno de estos casos.Al igual que la mayor parte de losaficionados acostumbrados a asistir

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a los conciertos, había tenidoocasión de conocer cierta cantidadde obras suyas, dado que su músicase había ejecutado ampliamentedesde que comenzó su carrera.Aparte algunas piezas de música decámara, desde luego primerizas,que habían tomado un sesgotímidamente experimental, a ellatodo lo demás le aburría. Y amenudo había llegado a sospecharque Basil compartía esa opinión.Sin embargo, había defendido acapa y espada todas las obras de D.

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desde el principio, aparte de que sufama de director la había adquiridodirigiendo interpretaciones de esecompositor (por norma general, erapropenso a un tempo más aceleradoque los demás, y él se encargaba deextraer hasta el último decibelio, elúltimo tronar de un crescendo o unclímax), y por eso se había ganadoel derecho a presentar ante elpúblico estadounidense la obra másreciente de aquel compositor.

—¿Es muy larga? —preguntóella.

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—Al contrario: essorprendentemente breve. Son seismovimientos muy cortos, dos lentosy cuatro más vivos. Uno de ellos, locreas o no, es un minuetoencantador. Tal vez un pocoirónico...: unas cuantas pinceladasde ingenio por aquí y por allá. Enconjunto, resulta muy melodiosa,muy bella.

—Me gustaría ver la partitura—dijo ella, a sabiendas que era lomás indicado, deseosa de eludir, alprecio que fuera, el antiguo e inútil

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antagonismo que a menudo loshabía enfrentado por cuestionesparecidas.

En cierto sentido, erapreferible que los dos habitasenmundos musicales distintos: así nohabía competencia posible. Él sólotocaba Bach en transcripcionesorquestales, introducía a Mozart yHaydn en sus programas pararellenar una velada de obras másrimbombantes, de modo que losutilizaba como adornos ligeramentemonótonos, perfectos para subrayar

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el talento de un prestidigitadormusical.

—De momento están copiandocada una de las partes —dijo—.Tengo entendido que no estarápublicada hasta la primavera. Dehecho, sólo tengo una copiamicrofilmada del original.

—Bueno, puedo esperar hastaque lleguen otros ejemplares.

Le alivió saber que no seríanecesario examinar la partitura ycomentarla. Si él le hubiese pedidosu opinión, ella le habría contestado

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con la verdad, verdad que, muchose temía, a él no iba a gustarle. Sinembargo, al manifestarle su interésle había complacido, y lereconfortó saber que él todavíaseguía buscando su aprobación.Había vuelto a tomarle de la mano,y se la sostenía, si cabe, con másfirmeza que antes.

«Basil —pensó—, te quiero.De todos modos, querido, jamás tehe considerado un músico. ¡Oh, pordescontado que sabes dirigir!Puedes obligar a cien hombres a

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tocar tal como tú quieres quetoquen, pero eso, en tu caso, es puronegocio, un medio de alcanzar lafama y engrosar tu fortuna; unaposibilidad de abrir el camino yhacer que los demás te sigan, peroen modo alguno se trata de un arte.Creo que hojeas la sinfonía de D.con detenimiento, tarareas tal o cualpasaje, pero no para descubrir dequé se trata, no para apreciarla yaprender algo nuevo de ella, sinopara averiguar, caso de que te seaposible, hasta qué extremo puede

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ser eficaz, hasta qué extremopuedes desvirtuarla y darle undeterminado giro con el fin deponer de relieve tu personalidad,tal como busca un político lasfrases más llamativas, lasconsignas, dentro de un discurso.Creo, querido Basil, que lo quequieres de la música (y lo quetienes que conseguir de ella) es unasensación de poder personal. Temides contra la orquesta y contra elpúblico, y también contra elcompositor. Te plantas en el podio,

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a su merced, y los esclavizas atodos con un simple movimiento detu cabeza dorada, con un sencillo einquieto reajuste de los hombros,con una mirada airada, con un toquede atención. ¿Y yo? Pues claro,querido, claro que me gusta verte:admiro tu destreza, tu dominio delos trucos, y me dejo seducir por ti.Claro, Basil, que nuestra relaciónno es de carácter musical...»

Un vendedor de bocadilloshabía entrado en el compartimientodando voces, con lo cual se detuvo

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el flujo de sus pensamientos y conlo cual Basil pasó a la acción.Había empezado a gesticularimperiosamente en dirección alvendedor, pero como éste no le hizocaso, tuvo que silbar coninsistencia.

El vendedor le oyó al fin y seacercó a ofrecerles la cesta, de lacual escogieron unos bocadillos depan blanco con queso y unas tazasde plástico cargadas de un café quetenía un gusto incierto y salobre.Sólo en ese momento se dieron

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cuenta de que ya eran más de lasdiez y que tenían verdadera hambre.

Suky se mostró cortés, le hizoun par de reverencias y musitóescuetas excusas, pero también fueinflexible. No tenía la llave, nadiese la había entregado, no la habíavisto. Se mantuvo al margen,murmurando, algo molesto por suirrupción en la cocina, mientras ellarebuscaba por los cajones de lamesa, por la despensa y lasalacenas. Salió con presteza de la

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cocina, aliviada de verse fuera delalcance de su servil animosidad.

Fue al vestíbulo y registró lospequeños cajones de la consola.Uno de ellos estaba lleno detarjetas, y en él encontró un sobreperfumado y dirigido a Basil con loque era una caligrafía concisa,pequeña y femenina, quien habíaescrito aquellas líneas gustaba desustituir los puntos de las íes por uncirculito, que desprendía el remotoaroma de un perfume que, en sumomento, por fuerza tuvo que ser

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penetrante. Tomó el sobre entre losdedos, vio que estaba abierto eincluso consideró la posibilidad deleer la carta. Sin embargo, supo alpunto de qué se trataba: una notallena de halagos, procedente de unajoven admiradora que habríaasistido a alguno de sus conciertosy que se habría enamorado de sunoble espalda. Basil recibíacontinuamente correspondencia desus admiradoras; acaso habíatopado con aquella carta entre elgrueso de su correspondencia, la

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había leído allí mismo, en elvestíbulo, antes de salir a la calle, yla había dejado caer sobre laconsola; después habría llegadoSuky —el cual jamás tiraba nada ala basura a menos que así se leindicara— y la había guardado enel cajoncito. Lo cerró con suavidad.Allí no estaba la llave, y habíallegado a un punto en el cual ya nosabía por dónde buscar.

Se encontraba en el vestíbulo,observando la calle, los numerososviandantes que iban de acá para

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allá con sus trajes de domingo, lostaxis multicolores que pasabancomo una exhalación bañados poruna luz todavía brillante, pensandodónde podía haber puesto la llave.La había buscado ya en su estudio,en la biblioteca, en el dormitorio,en la cocina... No, en la bibliotecano la había buscado. Basil se habíamostrado quisquilloso cuando quisobuscar en su escritorio, e insistió enbuscarla él personalmente. Tal vezya la hubiese encontrado.

Dio la espalda a la calle y se

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dirigió de nuevo hacia labiblioteca. Basil seguía sentadoante el escritorio, con una partiturade D. extendida ante sí. Ellenaborrecía tener que interrumpirlomientras estaba trabajando, claroque en tanto no diese con la llaveno podía ponerse ella a trabajar.«Basil —le preguntó—, ¿la hasencontrado.»

El alzó la vista hacia ella, conojos inquisitivos, el lápiz en lamano: «¿Cómo dices?»

«Te pregunto si has encontrado

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mi llave. Dijiste que te encargabastú de buscarla en el escritorio.»

De sus ojos desaparecióaquella característica mirada quetenía al estar distraído, puesentendió lo que ella le preguntaba.«No, no la he encontrado.» Yvolvió a inclinarse sobre lapartitura.

A Ellen le quedó la duda de sien realidad la había buscado.

Se habían colocado en la partedelantera del transbordador de

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Weehawken, donde el sol matinalles daba de lleno, abrazados yobservando el espectacular perfilde Manhattan, al que ibanacercándose poco a poco. Antes,hubo noches en que ella permaneciótendida en la cama, incapaz deconciliar el sueño, momentos en losque dudó incluso de la propiaexistencia de la ciudad, de todarealidad mayor que las cuatroparedes de su habitación, de lapuerta que daba al corredor, laventana enrejada desde la que se

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veían el césped y los olmos.Ahora, a medida que el

transbordador surcaba lashenchidas aguas del Hudson y losedificios color hueso parecíanaumentar de altura por momentos,arañando centímetros delresplandeciente azul del cielo, sepreguntó si no habría sido ése elpeor de sus sueños. Se estremecióde emoción al percibir la cercaníade la vida que representaba aquelpanorama; la agitación de la calleCincuenta y siete, las fachadas del

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Ayuntamiento y del Carnegie Hall,el silencio de los estudiosradiofónicos, las paredes rosadasde su estudio, en su casa, elmurmullo de las voces en un cóctel,el sonido de un clavicordio...

Basil sintió el temblor de susmanos y la estrechó con más fuerza.

—Es una ciudad maravillosa,¿no te parece? —dijo. Y después serefirió directamente, por primeravez, a las especiales circunstanciasdel día—. Debe de ser estupendovolver tras haber pasado tanto

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tiempo fuera.—No quiero volver a

marcharme nunca más —dijo ellacon calma, consciente del énfasisque ponía en su voz, aunque noavergonzada, ya que ese tonotraducía exactamente su estado deánimo.

—¿Ni siquiera para hacer unviaje?

—No, ni siquiera para hacerun viaje.

El transbordador vibró altocar la grada, rebotó

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perezosamente, siguió adelante,hacia el embarcadero. Lessobresaltó un ruido muy fuerte, yambos se pusieron en marcha,cogieron las maletas y se internaronentre el gentío. Habían atracado yya estaban bajando la plancha. Enunos pocos minutos se encontraronen las calles de Nueva York,buscando un taxi.

Al doblar el taxi por la calleCuarenta y dos ella le formuló lapregunta que llevaba horasdeseando hacerle:

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—¿Te alegras de que hayavuelto, Basil?

Se volvió hacia ella, perplejo,la boca ligeramente abierta, losojos centelleantes.

—Claro, sabes de sobra queme alegro. No creí que hiciera faltadecírtelo. Tú sabes que me hepasado todo el año esperando estedía.

¡Qué agradable fue oírlepronunciar aquellas palabras! «¡Sial menos —pensó— lo hubiesedicho sin que yo se lo preguntara...!

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Claro que, al habérselo preguntadoyo, ¿puedo creer que lo dice deveras? Oh, no me cabe duda que asílo piensa, pero ¿por qué habrétenido que sacarle esa frasemediante mi pregunta? ¿Por qué nohabrá sido capaz de comentarlo connaturalidad, como habría hechocualquier otro hombre?» En esemomento se distanció de sí misma yse pasó revista, pues supo a cienciacierta que una vez más iba ameterse en problemas, y ensuspicacias. Basil no había dicho

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que se alegraba de su vuelta hastaque ella misma se lo preguntó, peroBasil actuaba así porque era denatural reservado, distraído. Jamásestarían casados en el sentido decompartir una comunidad depensamientos, ni tampoco habríaquerido ella que su matrimonio sebasara en eso. Basil vivía en unmundo propio, y ella habitaba elsuyo; eran dos mundos contiguos,que a veces se superponían, peroque nunca llegaban a coincidir deltodo.

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—Tanto Suky como yo noshemos sentido solos —dijo,interrumpiendo así su discursointerno. Sonrió con cierto pesar—.Me temo que nuestra casa no escomo antes: le falta tu toquepersonal.

Ella se apoyó en su hombro ycerró los ojos.

—Eso se arregla en un par desemanas. Aunque a lo mejornecesito más tiempo. Tengo quepracticar por lo menos seis horasdiarias. Ya lo sabes, no he tocado

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una tecla durante dos años enteros.Me temo que se me ha olvidadotocar.

Sintió que el hombro de Basilse ponía rígido, que todo su cuerpose envaraba. Levantó la cabeza yabrió los ojos para mirarle yaveriguar qué no iba bien. Tenía lasmanos cerradas, prietas sobre elregazo, y los labios comprimidos.

—¿Te parece que es lo mejor?¿No crees que tal vez resulte algoprematuro? ¿No sería mejor que telo tomaras con calma y

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descansaras? Este año no espreciso que des un concierto, tú losabes. El público se acordará de ti,no habrá necesidad de organizar un«regreso». Tus grabaciones siguenvendiéndose bien todavía...

—Voy a dar un concierto ennoviembre, Basil... —leinterrumpió ella—. He hablado deesto con el doctor Danzer, y está deacuerdo en que debo interpretar enpúblico tan pronto como quiera. Esmi forma de vivir, al igual que latuya. Sólo sirvo para eso.

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—Hay otras formas derealizarse, otras formas menosseveras, menos exigentes. Sé cómote comportas cuando te encierras enel cuartito. Me parece que es prontopara volver a ello.

Permanecieron en silenciomientras el taxi ganaba velocidadpor Park Avenue, cada vez máscerca de su calle, de su casa. Basilaflojó las manos y pareció relajarseun tanto, se volvió a mirarla y denuevo la tomó de la mano.

—No pienso interponerme en

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tu camino, Ellen. Lo que tú quierases lo que yo quiero, no me gustaríaque pensases lo contrario.

Ella levantó la cara y él labesó. Ellen cerró los ojos para queél no viera las lágrimas de furia quele habían asomadoinvoluntariamente. Tan prontosupiera que no la estaba mirando —cuando pagase al taxista, porejemplo—, sacaría el pañuelo. Porun momento llegó a pensar queBasil no quería que volviera atocar.

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Ellen recordó haber pensadoaquello mientras estaba ante lapuerta de la biblioteca, tras haberpreguntado a Basil si habíaencontrado la llave del clavicordio.No creía que se hubiese puesto abuscarla realmente en su escritorio.¿Querría eso decir que sabía dóndeestaba la llave, pero que nodeseaba que ella la encontrase?Avanzó lentamente, adrede, por elvestíbulo. Suponiendo que, poralguna extraña razón, sus sospechasfueran ciertas y que él prefiriese

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que ella no volviera a tocar. ¿Acasole impediría tocar el mero hecho dehaber ocultado la llave de suescritorio? ¡Por descontado que no!Si al día siguiente continuaba sinaparecer la llave, llamaría alcerrajero y le encargaría una nueva.Además, ¿no había dicho él en eltaxi que si de veras quería ensayarpara dar un concierto en noviembre,no tenía ninguna intención deinterponerse en su camino? En losucesivo debería tener más cuidadocon sus resentimientos, con sus

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sospechas. Había de tener muy encuenta la conveniencia de serobjetiva, de calibrar sussentimientos en todas lascircunstancias, con el fin decomprender sus temores y, una vezconocidos, disiparlos.

Basil había previsto, pues,buscar la llave en su escritorio, deesto ya no le cabía ninguna duda.Sólo que, al sentarse, sus ojos sehabían fijado en el manuscrito y enlos problemas que presentaba; sehabía puesto a trabajar y pronto

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olvidó qué le había llevado a suescritorio en un primer momento.Más tarde, cuando hubieraterminado, podría volver apreguntárselo, y tal vez entoncesreconocería haberlo olvidado porcompleto, con lo cual volvería alescritorio a buscar la llave. Y si nofuera así, en realidad no teníaimportancia, por más frustrante quefuera no poder abrir su instrumento.

Se dispuso a subir lasescaleras, pues había recordadoque no había buscado la llave en

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sus bolsos viejos. Había visto dosal revisar los cajones, peroprobablemente los otros estaban enel armario. Los bolsos son loslugares idóneos para guardar lasllaves, de modo que la que estababuscando bien pudiera encontrarseen uno de ellos. Subió lasescaleras, y al ver el interior delestudio a través de la puerta quehabía dejado entreabierta,experimentó el impulso de entrar enla pequeña y funcional habitación.Funcional, sí, pero no en el sentido

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de moderna; agradable tal vez fuerauna palabra más adecuada. Nohabía nada que estuviese fuera delugar, nada innecesario nimeramente ornamental. Elclavicordio se hallaba en el centro,lugar desde el cual recibía de llenola luz del mirador. Al lado mismohabía una alta lámpara de pie,inclinada de forma que de nocheiluminase las partituras. Lasparedes estaban cubiertas por unpapel de color rosado intenso, porencima de las estanterías bajas en

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las que descansaban los volúmenesencuadernados de sus partituras, lacolección de Grove, los Principesdu Clavecín de St. Lambert, L'Artde toucher le clavecín de Couperin,los tomos de Dolmetsch y Einstein,de Tovey y Kirkpatrick. En unamesa baja de palo rosa descansabanun bastidor, una caja de cigarrillosy un cenicero; en un rincón estaba eldiván bajo y alargado. Por lodemás, el estudio carecía deornamentos. De pie en el umbral deeste santuario del que tanto tiempo

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se había visto excluida a la fuerza,se sintió más calmada, más a susanchas; el tenso muelle de lacoerción que la atenazaba, que lahabía impulsado de una habitacióna otra y de cajón en cajón desde elmomento mismo en que descubrióla ausencia de la llave, se aflojó ydejó de funcionar. Sin embargo,recordó el desagrado que la habíainvadido unas horas antes, en elmomento en que abrió de par en parlas puertas de abajo y subió lasescaleras, en que se plantó en aquel

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mismo umbral por vez primera endos largos años, los ojos absortosen la incuestionable realidad de unescenario que durante tantísimotiempo había existido solamente ensu memo— ría... Recordó tambiénel momento en que se abalanzósobre el clavicordio, en que pasó lamano por la vieja y pulidasuperficie e intentó levantar la tapa,para encontrársela cerrada conllave —no pudo hacerla ceder—,con una llave que no aparecía porninguna parte.

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Suky había hecho sonar elgong que anunciaba el almuerzoantes de que pudiera emprender labúsqueda de la llave. Mientras duróel almuerzo, tan sólo tuvo en menteuna idea: ¿dónde podría estar?Basil se había mostrado hablador, yle había comunicado sus planes conla orquesta para la temporada queacababa de empezar. Charló de suscolegas, los otros directores, lecontó anécdotas relativas a variossolistas famosos y a sus manías,volvió a manifestar un claro

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entusiasmo por la nueva sinfonía deD. Ellen se forzó a contestar a susobservaciones, a esbozar unasonrisa e incluso a reír cuando lepareció indicado, a prorrumpir enuna exclamación o hacerle unapregunta, pero en todo momentosiguió pensando en dónde podríahaber dejado la llave, tratando deretrotraerse al último día en quetocó el instrumento..., tarea puntomenos que imposible, ya que aquélfue un día embrollado, un día queprefería no recordar.

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Y después de almorzar fumóun cigarrillo en compañía de Basil,mientras mentalmente seguía en elpiso de arriba, en sus habitaciones,repasando los cajones, saqueandolos armarios. Él fue a sentarse a sulado y le mostró el microfilme de lapartitura. A ella se le antojó unamaraña de notas, una páginaemborronada, una página en negro.Sin embargo, Basil no se percató dela confusión, y malinterpretó suvaga efusión por una muestra deardor, para tomarla en sus brazos y

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besarla apasionadamente. Y ella seentregó casi por completo a suscaricias, regocijada al sentir lafuerza viril de sus abrazos,posponiendo de momento labúsqueda. Dieron las dos de latarde antes de que iniciara labúsqueda de la llave, momento enque le dijo a Basil que debíadeshacer las maletas, aún sinreconocerle su descuido, sufrustración. Sin embargo, ahora quesí lo había reconocido, se diocuenta de que a él no le importó lo

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más mínimo.Suspiró y dio la espalda a su

estudio, para bajar de nuevo aldormitorio. Si sus recuerdos no laengañaban, había guardado losbolsos en el cajón superior delvestidor. Abrió ese cajón y lecomplació encontrarlos allí: unbolso de muaré, una mochila depiel, una pequeña billetera y unmonedero que solía llevar en elbolsillo del abrigo, así como unbolso de noche tachonado delentejuelas doradas. Oh, había uno

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más: un bolso cuadrado, de cuero:se abría a uno y otro lado, por unacuriosa bisagra: de éste se habíaolvidado por completo. ¿Cuándo lohabía comprado? Por lo general,tenía un gusto bastante másconservador. Claro que ¿cómopodía aspirar a dar cuenta de unaserie de acciones que seremontaban a dos años atrás, y enespecial de las acaecidas en losseis meses anteriores a su ingresoen el sanatorio? Volvió a suspirar yprocedió a registrar los bolsos.

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Encontró algunas monedas, unlápiz de labios y una polvera, unpeine con incrustaciones debrillantes —este último en el bolsode cuero—, dos entradas para elCarnegie Hall con fecha del 23 deenero de 1944, varios pañuelos yunas cuantas horquillas. Pero no diocon la llave, por más que cuandosus dedos palparon una horquillallegó a creer que por fin la tenía. Laalegría le puso el corazón en lagarganta, y contuvo la respiración;un momento después, se daba

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cuenta de su error, de que la llaveseguía sin aparecer. Imaginó aquelobjeto pequeño y metálico; lo viorebrillar ante sus propios ojos, tancerca que pudo incluso contar lasmuescas, los pequeños dientes delfilo: eran cinco en total, uno deellos más marcado, más aserradoque los demás. Ver la llave con talclaridad le resultó particularmentefrustrante, pues era como si lahubiese tenido en sus manos el díaanterior, como si la hubiesedepositado en algún lugar seguro,

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como si sólo con pensarlodetenidamente, con concentrarse yrecordar lo que estaba haciendo enese instante, pudiera acordarse dedónde la había puesto. En realidad,esto no la llevaba a ninguna parte,ya que no fue el día anterior, nisiquiera la semana anterior cuandotuvo la llave en sus manos porúltima vez: de eso hacía años. Supoen cambio que cuando la encontrase—pero ¿iba a encontrarla de verasalguna vez?— no tendría el mismoaspecto con que la estaba viendo

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mentalmente; supo que su recuerdono sería en modo alguno exacto, yque la llave le parecería porcompleto diferente. Era igual quebuscar un determinado pasaje en unlibro, del cual la memoria sostieneque se encontraba sin duda en laparte inferior de una página impar,cerca ya del final del últimocapítulo, de modo que bastará conhojear todas las páginas impares deese último capítulo para encontrarlo que estamos buscando. Sinembargo, una vez hojeadas a

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conciencia todas estas páginas, asícomo las pares, hace falta repetirtodo el proceso capítulo porcapítulo —yendo de atrás adelantey de principio a fin— hasta darfinalmente con el fragmento encuestión. Y produce ciertodesagrado encontrarlo de una vezpor todas, ya que en realidad nodice lo que habíamos creídorecordar, y ni siquiera resulta tanconmovedor como lorecordábamos; de hecho, cuandonos paramos a pensarlo, ¿no es más

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bien un mero lugar común? Pero lomás turbador, por cuanto pone demanifiesto lo traicionera que es lamemoria, lo que nos nubla la vista ynos ata un nudo de cólera ciega enla garganta es la comprobación deque el pasaje que buscábamos es, nimás ni menos, el principio de uncapítulo —del segundo capítulo,por ejemplo— y que por tanto estáen la parte superior de una de lasprimeras páginas del volumen.

No era menester seguirbuscando. Ya iba avanzada la tarde.

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La cena no tardaría en estar lista;tal vez, después de todo, no debieraponerse a trabajar el primer día,recién llegada a casa. Ya tendríatiempo de buscar la llave a lamañana siguiente, y si entretantosentía verdaderos deseos de tocar,podía echar mano del piano deBasil. Si no encontraba la llave,llamaría de inmediato al cerrajero yle encargaría la fabricación de unanueva. Era así de sencillo.

Salió al vestíbulo en elmomento en que tronó por toda la

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casa un acorde reverberante comoun estampido. Sus tímpanos,acostumbrados desde hacía tiempoa la disciplinada quietud delsanatorio, retemblaron al percibirel estruendo. Un estremecimiento seapoderó de ella, la sacudió porcompleto, como un cetro en manosde un puño gigantesco. Casi antesde que cesara el eco de las cuerdascastigadas, una melodía estridente ysobre todo percusiva brotóatropelladamente, de modo quecada nota montaba sobre sus

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convecinas, sacudidas por un ritmoprimario y fuerte. Basil estabatocando el piano.

Con resolución, rígida laespalda y tensos los músculosfaciales, Ellen bajó las escaleras,dirigiéndose a la fuente de la quebrotaba el sonido. Con el fin decontrolar el colérico grito deprotesta que amenazaba reventar ensu garganta, con el fin desobreponerse al deseo de darse lavuelta en redondo, de huir escalerasarriba y refugiarse en su estudio,

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cerrar la puerta de golpe y arrojarseen el diván, de taparse los oídoscon las palmas de las manos,procuró precisar qué estabatocando, quién pudiera haberloescrito, qué tendencia representabala obra, si la había oído antes o no.

La pieza no era obra de D.:hasta ahí estaba segura. Notraslucía ninguno de susamaneramientos característicos, suamor por las frases largas, susmodulaciones extremas, susmelodías dispuestas en intervalos

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sucesivos. Tampoco la armonía eratan escueta, tan terca y recortadacomo para pertenecer a Hindemith.La intención de la pieza le parecióalgo satírica —bastaba oír esareiteración tan banal— y, enocasiones, se dejaba sentir unacadencia alegre. Parecía habersepropuesto combinar los peoresrasgos del jazz y de cierto materialfolklórico europeo. Sin embargo, laidentidad del compositor seguíaescapándosele.

Entró en la biblioteca, presa

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todavía del esfuerzo por no perderlos estribos, y vio a su marido enpleno debate con el piano. Sucuerpo brincaba y bailoteaba —ledio la sensación de que lo estuvierasacudiendo un marionetista quetuviese sus miembros dominadosmediante diversos hilos invisibles—, y atacaba el teclado conmovimientos desmedidos,machacones. Y cuando llegó a unpasaje más lento —era una lentaendecha que recordaba en ciertosentido un blues—, en vez de

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sosegarse adoptó una actitud depresteza, como un muelle que acabade vibrar y ahora permanece encalma, a pesar de lo cual no puededecirse que su estatismo seasinónimo de reposo, pues su perfil ysu aspecto contradecían cada frase.Sus manos pulsaban aquellas notaslastimeras tal como prensan laarena las pinzas de un cangrejo; derepente, sus dedos se aquietaban,listos para atacar —encogidos loshombros, ella creyó ver bullir susmúsculos bajo la chaqueta—, y al

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zambullirse en las teclas, comobombarderos de carne quedescargasen sus proyectiles sobreuna columna de soldados de marfil,volvió a marcar el ritmopresuntuoso de antes, volvió asurgir la melodía de la danza, paraterminar con una cadencia decatástrofe que revoloteó por el airede la biblioteca y la incomodó engrado sumo en el momento mismoen que él se daba la vuelta,inclinaba la cabeza y le dedicabauna sonrisa, tomando nota así de su

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presencia.—¿ Qué era, Basil? —

preguntó—. Lo he oído antes...Estoy segura de haberlo oídomuchas veces; hasta tengo elnombre en la punta de la lengua,pero no termino de caer.

Se acercó a ella y le tomó lamano con fuerza, con un toqueciertamente afable, pero con gestoautoritario.

—Es de Shostakovich.—¡Claro! ¿Cómo habré

podido olvidarlo? Es una obra

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temprana, ¿verdad? Una danzacampesina, una polka. ¿De La Edadde Oro?

Basil asintió y sonrió conmayor amplitud. «¡Cuánto adora elinterés que me tomo! —pensó Ellen—. Es algo que necesita, ¿no escierto? ¿Qué haría si no le hicierancaso y no pudiera captar la atenciónde los demás? O, lo que aún seríapeor, ¿qué haría si tuviese que vivira solas?»

—¿Te has sentido solo, Basil?—le preguntó con timidez.

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Él había sacado la pipa delbolsillo, y la introducía en esemomento en la tabaquera. Lapregunta de Ellen detuvo elmovimiento de sus manos.

—¿Por qué me lo preguntas?—Oh, no lo sé. Acaba de

ocurrírseme.Ella le miró a los ojos, para

ocultar la confusión que le habíaproducido su respuesta. La preguntacon que había contestado fue deltipo de las que solía hacerle eldoctor Danzer: directa, inesperada

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en un principio, y en aparienciaincongruente, pero después comouna cuña, como si trasluciera unextraño conocimiento que lapenetraba.

—Estamos hablando demúsica-siguió acosándola—,tratando de identificar la pieza quehabía ejecutado... Y de repente, mepreguntas si me he sentido solo.¿Por qué?

Ella se echó a reír.—En cuanto me descuide, me

propondrás asociaciones de

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palabras y me preguntarás qué hesoñado la pasada noche. De verdad,lo único que pasa es que se me haocurrido y te lo he preguntado. Talvez fuese por la forma de tocar esaparte más tranquila. La hasinterpretado como si fuese unaendecha, cuando se supone quetiene una intención cómica...

Los dedos de Basil reanudaronla labor interrumpida, y terminó decargar la pipa. Se llevó la boquillaa los labios, con parsimonia, yencendió una cerilla de cocina

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rascándola contra la gruesa tela desus pantalones. Ella tuvo laimpresión de que no la creía, y nopudo siquiera echarle la culpa. Enel pasado, habían sido muynumerosas las ocasiones en que,cuando quiso mentir, cuando toda supersona había insistido enprotegerse tras una falsedad, no fuecapaz de ponerla en pie.

Podía decirle la verdad: esoera algo que a ella no iba alastimarla. Pero a él sí le haríadaño, y eso carecía de todo sentido;

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era un hombre inteligente, sensible,que reconocería a la primera laclaridad meridiana de suobservación, que admitiría ante símismo —aunque tal vez lo negaseen presencia de ella— su propiadebilidad.

—Todavía no has contestado ami pregunta —comentó ella a laligera—. ¿Existe tal vez algúnmotivo por el cual prefieras nocontestar?

Se acercó a la mesa y tomó uncigarrillo de la caja de plata,

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mirándole, con las pestañasentrecerradas, por encima delhombro.

—Pues claro. Claro que sí. Tehe echado de menos. Te he echadomucho de menos.

Ella apartó la mirada, seacercó al escritorio y cogió elencendedor de plata maciza,entreteniéndose en el ritual deencender el cigarrillo. Toda vezque él había dicho lo que elladeseaba oírle decir, se sintióavergonzada. Se sintió algo

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estúpida, y un tanto a la defensiva,cauta. No porque no le creyese: sehabía sentido solo; sin duda habíatenido que sentirse solo. Pero no loadmitió hasta que ella le obligó ahacerlo, y esto encerraba algo quela hizo desear salir de la bibliotecay permanecer a solas un rato.

Por el contrario, Basil se situóa su lado. Observó el escritorio yapoyó la mano sobre la lisasuperficie.

—¿Has encontrado la llave?—No, aún no. ¡Y eso que he

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buscado en todos los sitiosposibles!

—Puedes buscar tú en miescritorio, si quieres. Me temo queantes me porté de forma un tantodescortés.

—No hace falta, muchasgracias. Si estuviese aquí, seguroque la habrías encontrado.

Él sacudió la cabeza y apartóla mirada de su mujer. Por laactitud que adoptó, la inesperadacaída de sus hombros, la cabezainclinada, ella se dio cuenta de que

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estaba a punto de pedirle disculpas.Dejó de sentirse avergonzada, y lavergüenza dio paso a una cálidasensación de simpatía. «Me hamentido —pensó— y ahora lolamenta.»

—Si no querías ponerte abuscar la llave, no hacía falta queme dijeras que no estaba ahí.

Él se dio la vuelta en redondo,de golpe.

—¿Cómo sabes que no labusqué?

Ella le puso la mano sobre el

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hombro.—Por tu actitud, por tu manera

de inclinar la cabeza.—Me senté al escritorio con la

intención de buscarla —admitió—.Pero me fijé en algo que en esemomento me pareció una errata enla partitura de los contrafagotes. Mepuse a estudiarla, y se me olvidó lallave. Cuando viniste a preguntarmesi la había buscado no quise decirteque no. Ya sabes que a veces mepongo un poco tozudo.

—Lo sé.

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—Podemos buscarla ahora,juntos.

—Ahora mismo —dijo ella.Apoyó la mejilla sobre la ásperatela de su chaqueta, sobre suhombro. Le asió la solapa, sintió sucálido aliento en el cuello—. Ahoramismo la buscamos.

Pero después de registrar todoel escritorio tampoco apareció lallave. A ella no le extrañó; dehecho, lo esperaba. Después detodo, ¿qué más daba? Al otro díaencargaría una llave nueva. Basil,

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una vez despierto su interés, insistióen que seguramente estaba en manosde Suky.

—Debe estar en la casa. Sukyha tenido mucho cuidado con tuinstrumento. Le ha quitado el polvotodos los días con el mayor cariño.

Fueron a la cocina cogidos delbrazo, e interrogaron al sirviente.Suky los recibió con una reverenciay retrocedió, se mostró más cortésque nunca, pero no tenía la llave.Basil lo interrogó a fondo, y Sukycontestó a sus preguntas con todo

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detalle. Su forma de hablar,precisa, exagerando las consonantesaspiradas, le pareció a Ellen algoansiosa, demasiado solícita. «Contodo, cuando le pregunté me parecióun tanto hostil —recordó—. ¿Ofueron tan sólo imaginacionesmías?»

Sin concederle un segundopara pensarlo con detenimiento,Basil se dio la vuelta y salió por laspuertas batientes que daban alcomedor y al vestíbulo. Elcomedor, el aparador, el curioso

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cajoncito del aparador en el quesolía guardar esas cosas que seguardan sólo porque nadie parecedispuesto a tirarlas... ¿Cómo no sele había ocurrido mirar allí? ¡Bien,Basil! Ahora estaba del todosegura: iba a encontrar la llave.

Pero no fue así. Basil encontróun cortaplumas que creía haberperdido hacía meses, las piezassueltas de su oboe, un condensadorpara la radio. De una forma que nosupieron explicarse, aquellosobjetos, sin relación alguna entre sí,

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les entristecieron, les recordaronque en otro tiempo habían sidojóvenes. Aunque tampoco losobjetos eran viejos, sí quesimbolizaban la diferencia entre elentonces y el ahora. «Al menos esocreo —se dijo Ellen—. Pero ¿cómopuedo saber lo que piensa Basil,qué le entristece (caso de que deveras esté triste, pues bien puedeser una falsa impresión, causadapor la sombra que le tapa la boca altener inclinada la cabeza), a menosque se lo pregunte? Y si se lo

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pregunto, ¿cómo podré saber si medice la verdad? No es que fuera amentirme deliberadamente, pormalicia o por alguna otra razónpuramente egoísta, sino que tal vezprefiera no confesarme unadeterminada emoción y quizáprefiera guardarla para sí. Claroque ¿cómo puede saberse, dado quees imposible meterse dentro delcráneo de otra persona?»

Una vez más tuvo quesuspender sus reflexiones,abandonar ese interrogante, dejar su

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propia investigación en la estacada.Basil había salido bruscamente delcomedor, para llegar hasta elvestíbulo y quedarse mirandofijamente la consola.

—La habrás buscado aquí,¿no? —le preguntó sin siquieradarse la vuelta.

—Sí —dijo Ellen.Basil empezó a subir las

escaleras.—Estoy segura de que allí no

está —dijo Ellen, y subió lasescaleras detrás de él.

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Buscaron en el cuarto deEllen, en los cajones y en losarmarios, en un baúl y en unasmaletas viejas. Pasaron luego alcuarto de Basil e incluso buscaronen la habitación de los invitados,pero no encontraron nada. Cuandohubieron terminado, tenían lasmanos polvorientas, les dolían losmúsculos de tanto agacharse y losojos de tanto buscar y escudriñar,de tanto esperar encontrarla,tocarla, descubrirla.

Por último, Basil abandonó la

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búsqueda. Se quedaron a la puertadel estudio de Ellen. Basil soltó unacarcajada y la atrajo hacia sí.

—Bueno, Ellen. Pues teníasrazón. Habrá que esperar a mañanay encargar una llave nueva. Amenos que... —Calló y miró alinterior del estudio—. Hay un sitiodonde no hemos buscado.

Ella sonrió ante su egotismo.—Pero yo sí, bobo. Fue el

primer sitio donde la busqué. Herepasado todos los rincones. ¡Estoysegura de que ahí dentro no puede

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estar!Basil le dio una palmadita en

la cabeza.—Da lo mismo, voy a echar un

vistazo.Pasó a su lado y entró en la

habitación de paredes rosadas. Ellalo vio acercarse al clavicordio. Nisiquiera miró a su alrededor, sinoque fue directamente hacia elinstrumento, se detuvo delante de élsin llegar a tocarlo. No se agachó, yemitió un silbido bajo, pocomusical. Ella se plantó a su lado.

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La llave, exactamente tal comoella la había visualizado, estaba enla cerradura. Extendió la mano y latocó: era de verdad. La hizo girar,sintió un «clic» en el cierre y, consuavidad, fácilmente levantó latapa, doblándola sobre sí mismapara no rascar la pulida superficie.Los dos teclados, las dos hileras deescalones blancos y negros quellevaban al Parnaso, se hallabanante sus propios ojos. Se inclinó,pulsó una nota, y oyó un do como sifuera una llamada al orden. Estiró

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los dedos, suspiró, tocó un tercetomayor, una escala, un par decompases de la zarabanda de AnnaMagdalena...

Aunque estaba a su lado,cuando Basil habló le pareció quela voz llegaba desde muy lejos: —Querida, ha debido de estar ahí entodo momento...

Sus ojos azules la miraban coninsistencia; tenía la frente arrugaday la boca parcialmente abierta, a laexpectativa. «Dentro de un instantese reirá de mí», pensó Ellen.

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En ese momento le odió, y leabofeteó con fuerza en pleno rostro.

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Lo había sentido con todaclaridad antes de verlo; habíasentido el calor abrasador en lacarne bajo sus dedos extendidos,crispados, y el aguijonazo del dolorque le incendió la piel tensa de lapalma de la mano; había sentidoque sus uñas se hincaban en lamejilla de él. Pero al abrir los ojos—estaba soñando, aunque ensueños abrió los ojos-vio su mano

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extendida, vio, horrorizada, que elgolpe que le había propinado lehabía abierto una gran oquedad enpleno rostro, que había reveladouna vista, una perspectiva distante,engañosa, a la cual asistía por entrelos huecos de sus dedos. De prontofue como si su rostro hubiesedejado de existir, como si elbofetón hubiese hecho desapareceruna barrera que se interponía entreella y otra escena, y echó a andarpor entre sus dedos, buscandoaquello que estaba más allá: Basil,

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tras ella, siguiéndola...—Esa noche soñé que

abofeteaba a Basil —dijo, con losojos posados en las rayas de luz ysombra que dibujaba la persiana,sintiendo en los oídos el sibilantearañar del lápiz del doctor, queresbalaba por las páginas de sucuaderno—. Fue sumamente real.De hecho, sentí el golpe en la palmade la mano. Me dolió, sentí que lehincaba las uñas en la mejilla, yluego me observé la mano y...¿cómo podría describirlo? Fue tan

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extraño... Fue como si el bofetón lehubiese abierto la cara, aunque nohubo ni una gota de sangre, no vi lacarne, ni tejido alguno. Lo que vi,en cambio, fue una especie depanorama... ¡no, una larga yestrecha perspectiva, y algo —nopuedo estar segura de qué setrataba, pues estaba demasiadolejos y me resultaba muy vago—,algo que deseaba ver más de cerca,que había despertado micuriosidad, pero que sólo existía alo lejos. Mi mano, sin embargo, se

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interponía entre este panorama y yo.Sólo podía verlo entre los dedos,tal como miran los niños pequeñosalgo que les fascina. Recuerdo queme preocupó, recuerdo haberpensado: «Si aparto la mano, elpanorama desaparecerá, pero si nolo hago, mi mano siempre seinterpondrá.» Y mientras estabasumida en esta preocupación decidíatravesar mi mano. Recuerdo habersonreído, haberme dicho que no,que era imposible, que esas cosassólo pasan en sueños, pero a pesar

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de mi escepticismo atravesé mimano y Basil también, siguiéndome.

Hizo una pausa y miró a sualrededor, registrando toda laconsulta del doctor Danzer. Estabansentados en sendas sillas,colocadas a una cómoda distanciauna de la otra. Habría podidotratarse de dos amigosconversando. En el despacho habíaunos cuantos libros, no muchos. Lailuminación era más bien tenue,procedente de diversas bombillasocultas en las molduras. El doctor

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Danzer daba la impresión de estaragazapado en su silla, con laspiernas cruzadas y el cuadernosobre la rodilla. Durante la mayorparte del tiempo no miró a Ellen,sino que mantuvo fija la mirada enla página, mientras tomaba notas.Ella abrió el bolso y sacó unarrugado paquete de cigarrillos, losacudió hasta que salió uno y hurgócon el dedo para saber cuántos lequedaban. Sólo quedaban uno odos; así pues, debería comprar otropaquete, y pronto. El domingo por

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la noche adquirió un cartón, y no lequedaba ni la mitad. Y eso que sóloera miércoles...

—¿No recuerda nada más desu sueño?

El doctor hizo la pregunta concalma, quitándole todo énfasis, apesar de lo cual resultó unapregunta con todo su pesoespecífico. Ella se dio cuenta deque deseaba recordarle su deber decontinuar relatando el sueño, de nodejarse nada en el tintero... De queno había salida por la que pudiese

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fugarse.—Recuerdo haber caminado

cada vez más de prisa. Recuerdohaber querido alejarme de Basil,aunque si yo caminaba de prisa éltambién lo hacía. No tardamos en ircorriendo los dos, pero no fue unacarrera como las que yo puedarecordar. Era como si mis piesapenas tocasen el suelo, y a cadapaso avanzaba muchos metros, sibien no tenía ninguna sensación deestar realizando un gran esfuerzo, yno respiraba trabajosamente, ni

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sentía tampoco el viento en la cara.«Seguimos corriendo mucho

tiempo. Aunque yo habíaatravesado el agujero porquedeseaba alcanzar aquel vago objetoque había visto a lo lejos, alsentirme perseguida por Basilolvidé cuál había sido mi primeraintención. En lo único que podíapensar era en escapar de él. Seguícorriendo y corriendo, y eso que medaba la sensación de que cuantomayores eran mis zancadas, más seacercaba a mí el ruido de sus pasos.

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Entonces, de pronto, cesó todo y yano oí nada. Pero aun así continuécorriendo, pero nada más que untrecho. Me di la vuelta muydespacio, temerosa de encontrarmecara a cara con Basil. Pero noestaba allí. ¡Había desaparecido!

»Y mientras me recuperaba dela sorpresa que me produjo sudesaparición, empecé a darmecuenta de que a mi alrededor ibacambiando todo. Lo que antes meparecía lejano estaba cada vez máscerca: el cielo, el suelo, todo

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empezaba a encoger, todo disminuíarápidamente, no importa haciadónde mirase. Me llevé la mano ala boca para no chillar. Cerré losojos con fuerza, y recuerdo haberpensado: "Si voy a morir aplastada,es preferible no ver nada." Pero nomorí. Esperé mucho tiempo,convencida de que en cualquiermomento sentiría un gran peso, unagran presión por los cuatrocostados, aplastada por una fuerzainexorable. Pero no sucedió nada y,tras esperar otro largo rato, durante

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el cual recobré el ánimo, abrí losojos.

»Me encontré de vuelta en mihabitación, de pie ante la cómoda.Había abierto uno de los cajones ylo miraba fijamente; estababuscando algo. Basil seguía detrásde mí. Recuerdo haber pensadoque, después de todo, no habíaescapado de él. No habíadesaparecido; había llegado antesque yo, eso era todo. Y cuandopensaba esto noté que Basil medirigía la palabra: "Ellen, ¿por qué

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sigues buscándola, por qué confíastodavía en encontrarla? Sabes que,en el fondo, estás buscando algoque no ha estado ahí, que hacemuchísimo tiempo que no está ahí,caso de que de veras haya llegado aestar ahí alguna vez." Miré y me dicuenta de que tenía razón, pues noestaba allí.

Dejó de hablar. Tenía loslabios resecos y le dolía lagarganta. Cerró los ojos y ocultó lacara entre ambas manos. Volver apensar en su sueño fue un esfuerzo

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que la deprimió, que la hizo desearmarcharse cuanto antes de laconsulta del doctor, salir a la calle,respirar al aire libre. Recordó quebrillaba el sol y que corría unabrisa fresca.

—¿Eso es todo?—Sí. Luego desperté.—¿Está segura de que no

recuerda nada más? ¿No habráalgún detalle que ha dejado decontarme por creer que carecía deimportancia? Esa clase de detallessuelen ser primordiales, usted lo

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sabe.—No. Eso es todo lo que

recuerdo.—Mmmm... —El doctor

Danzer se adelantó en su silla, altiempo que cerraba el cuaderno y lodejaba sobre la mesa—. Veamos.Hay una cosa de la que podemosestar seguros. El arranque del sueño(la bofetada que propina a sumarido) no es sino unarepresentación de algo que habíaocurrido ese mismo día. ¿No escierto?

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Ella asintió. El doctor lesonreía con gesto inquisitivo, comosi esperase que ella dijera: «¡No,no fue así! ¿Cómo es posible quesea usted tan estúpido?» ¿Qué diríaél si ella se atreviese a espetarle talcosa en plena cara? En fin, no dijonada, y se limitó a asentir con unmovimiento de cabeza.

—¿Y cuál cree usted que es elsignificado de la herida abierta, dela carrera a través de la abertura,de la persecución? —le preguntó elmédico en tono amable.

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—Supongo que, según usted,será un símbolo del útero. Que loque deseaba expresar era un deseode huir de la realidad.

Danzer se puso en pie y seacercó a Ellen.

—Un deseo muy natural enestos momentos. Debe tenerpresente, Ellen, que ha estadoenferma. Ha vivido en un mundomuy reducido, un mundoperfectamente equipado parasolucionar sus necesidades. Ahoraha vuelto a Nueva York, lo cual es

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muy distinto. Tal vez, incluso,espeluznante. Ah, por descontado,esto es algo que nunca admitirá, nisiquiera a solas. Cuando dialogacon usted misma se muestra muyvaliente. Pero cuando sueña, denoche, todo es muy distinto. —Sedio la vuelta y escrutó la ventana enpenumbra—. Dígame, Ellen. ¿Quéobjeto era ese que veía a lo lejos?Lo que deseaba alcanzar ¿cómoera?

—Era un clavicordio —dijo,sintiendo en ese instante un

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profundo odio hacia su interlocutor,por el método que había empleadopara extraerle sus secretos, por eltiempo que se había tomado parahacerle aquella pregunta. Pero casien el acto sintió vergüenza de símisma y esbozó una sonrisa deculpabilidad.

—Así, después de abofetear asu marido trató de zafarse de él ycorrer hacia su clavicordio. Pero élla siguió, impidiéndole huir.

—Y en ningún momento pudealcanzar el clavicordio. Ni siquiera

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después que él hubo desaparecidopude localizarlo. Es más, fueentonces cuando las cosasempezaron a cercarme, cuandocerré los ojos. Al volver a abrirlosestaba en mi habitación, buscandoalgo en los cajones de la cómoda.Basil se encontraba a mi lado,diciéndome que allí no estaba loque yo deseaba encontrar por todoslos medios.

—¿ Qué cree que podría ser?—le preguntó el doctor Danzer.

Ellen se paró a pensar en esta

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pregunta antes de contestarla.Todavía no le había dicho nada dela búsqueda de la llave, que lehabía ocupado todo el domingo.Fue una tontería... Creer que habíaperdido la llave cuando en todomomento la tuvo ante sus propiosojos. ¿Por qué iba a decírselo?¿Acaso tenía que decírselo todo?

—¿No tiene ninguna idea dequé buscaba? —insistió el doctor.

—Podría estar buscando lallave de mi clavicordio —confesóen un arranque de sinceridad.

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«Sabe que con sólo hacermeunas cuantas preguntas se lo dirétodo —pensó—. ¿Por qué no puedoguardar ni un secreto?»

—¿Qué le hace pensar talcosa?

—El domingo perdí la llavedel clavicordio. La estuve buscandotoda la tarde. Miré en todos losrincones de la casa por lo menosdiez veces. Y fue Basil quien laencontró... Estaba donde debíaestar: en la cerradura delclavicordio. Me sentí

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tremendamente avergonzada. Poreso abofeteé a Basil. ¡Iba a reírsede mí!

—¿Por qué creyó haberperdido la llave?

—No lo sé.El doctor la miró mientras

extendía un dedo hasta tocar elbrazo de su silla. Se dio la vuelta,caminó hacia la ventana, y allívolvió a darse la vuelta en redondo,para mirarla. No dijo nada.

—¿Cree usted que pudeperderla por alguna razón

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determinada? ¿Piensa que, tal vez,no deseaba tocar el clavicordio?¡Eso es absurdo! ¿Por qué no iba aquerer tocar mi instrumento? ¡No hepensado en otra cosa durante losúltimos meses!

—¿Se ha dedicado a practicardesde que volvió a casa?

Ella se sintió encoger pordentro, contraerse. En alguna parte,los crueles dientes de una trampaacababan de cerrarse con unchasquido, clavándose en la carnede algún ser pequeño, cálido,

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desvalido. Tensó las mandíbulaspara contener el temblor de loslabios, habló lenta ycautelosamente, y lo confesó:

—No, no he tenido tiempo deponerme a practicar. He estadodemasiado ocupada.

—Supongo que, en efecto,tiene muchísimas cosas que hacer,sobre todo después de haber pasadotanto tiempo fuera. Sin embargo,debo decirle que me sorprende queno se haya puesto a tocar suinstrumento. Me dijo en varias

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ocasiones que estaba decidida apracticar seis horas diarias tanpronto volviese a casa. ¿No va aofrecer un concierto en otoño?

—Oh, sí, sí. Todos los días mepropongo practicar, pero siempreme encuentro con infinidad de cosaspor hacer. La casa... ¡Tendría queverla! Todo está fuera de su sitio,todo está manga por hombro.

Iba a decirle más cosas: eltiempo tan hermoso que hizo el díaanterior, cómo se había ido a dar unpaseo por Central Park a primera

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hora de la mañana, sin proponersepasar más de una hora fuera decasa, pero en realidad no regresóhasta el atardecer... O cómo ellunes se había ido de compras, detienda en tienda, adquiriendo unvestido tras otro; cómo aquelmismo día, tan pronto saliera de laconsulta, estaba citada con Nancypara almorzar juntas en Julio's.Nancy la había llamado el díaanterior. Ellen no pudo negarse aalmorzar con la hermana de sumarido, sobre todo por saber que,

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probablemente, Basil le habíasugerido que la llamase. Habríasido de lo más descortés.

En cambio, comentó:—Todo es tan extraño..., tan

distinto de lo que yo esperabaencontrar...

Al expresarse así se dio cuentade que no sabía por qué razón quisohablarle en aquellos términos, puesantes de mencionarlo ni siquierahabía caído en la cuenta de que eraverdad.

—¿Qué quiere decir? —le

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preguntó el doctor—. ¿En quésentido le resulta todo tan extraño?

—La casa —le dijo en unsusurro— está muy cambiada. Oh,los muebles están allí, claro, y loscuadros siguen en su sitio... Perocada vez que busco alguna cosa,nunca está donde yo creía queestaba. Además, encuentro...encuentro cosas continuamente.

—¿Qué cosas?—Pequeños objetos. Nada

importante. Polvo de maquillarderramado en un cajón, de un tono

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que a mí me disgustaparticularmente, que no recuerdohaberme puesto jamás. En un cajónde mi vestidor. Una agenda decuero negro, un extraño bolsocuadrado que yo no recuerdo habertenido... Cosas por el estilo.

—¿Se lo ha mencionado a sumarido?

—No.—¿Porqué no?—Porque le parecería otra de

mis rarezas, ¿no? Pensaría que heolvidado que todas esas cosas me

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pertenecieron. Podría pensar quepretendo acusarle, ¿no cree?

—¿Acaso no le está acusando?¿No le acusa en su sueño?

—¿Que le acuso? ¿De qué?Estaba indignada. ¿Por qué se

mantenía a la expectativa el doctor,por qué no le decía nunca a lasclaras lo que estaba pensando? ¿Porqué se empeñaba en decir las cosasde forma tácita, en obligarla a ella adecirlas?

—¿No debería ser usted la quecontestase a esa pregunta, Ellen?

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—No sé de qué me estáhablando.

El doctor se cubrió los ojoscon la mano, apretándose la frentecon los dedos. Vaciló antes dedecir algo, como si quisieraasegurarse a fondo de lo que iba adecir a continuación, calibrarlo almilímetro y expresarlo con todaprecisión, con absoluta claridad.

—Ellen, al final de su sueño,cuando regresa a su habitación yBasil está a su lado, cuando hafracasado en su intento de huir de él

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y de alcanzar el clavicordio, ¿quéle dice él? En fin, podría repasarmis notas y leer lo que me ha dichohace unos minutos. Pero creo queserá más útil (en este contexto enconcreto) que repita las palabras desu marido. ¿Qué le dice al final delsueño?

Ellen cerró los ojos y volvió aver su dormitorio, la cómoda.Buscaba en un cajón desordenadopor el que se habían derramadounas motas de polvo rosado, de untono que no le agradaba en

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absoluto. Y sintió a su lado lapresencia de Basil. Con sólolevantar la mirada lo veía reflejadoen el espejo. Y le decía...

—Dijo: «Ellen, ¿por quésigues buscándola, por qué confíastodavía en encontrarla? Sabes que,en el fondo, estás buscando algoque no ha estado ahí, que hacemuchísimo tiempo que no está ahí,caso de que de veras haya llegado aestar ahí alguna vez.»

Las palabras brotaron de suslabios de forma vacilante, como si

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nada tuvieran que ver con ella. Unaparte de ella gritó: «¡Nunca hasdicho eso, nunca has soñado nadaparecido a eso! ¡No es verdad!»Pero otra parte de su ser, la facultadde raciocinio, fría y tranquila, sabíaque lo que sus labios acababan dedecir era inequívocamente cierto.

El doctor asintió.—¿Y qué significado atribuye

a eso?—Yo tenía miedo de haber

perdido algo. Todo el sueño estárelacionado con la pérdida, ¿no es

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así? Había perdido algo, algo quetenía una clara relación con Basil,algo que tal vez yo no hubieratenido nunca. Sin embargo, seguíabuscándolo.

Quedó en silencio, a la esperade que el doctor volviera a tomar lapalabra. Pero no dijo nada; nuncadecía nada en los momentosdifíciles. «Todo tiene que salir desu interior —le había dichoinfinidad de veces—. Sabe de quése trata; es sólo una parte de ustedla que lo mantiene a buen recaudo.

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Pero bastará con que piense en ello,y así lo averiguará.»

—En el sueño escapaba deBasil y corría hacia el clavicordio.Pero Basil corría tras de mí, eincluso después de que éldesapareciera no encontré elclavicordio. ¿No podría ser quefuese precisamente el clavicordiolo que yo buscaba?

—¿En un cajón?—Tal vez fuese la llave del

clavicordio lo que, en realidadquería encontrar en ese cajón. En el

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sueño, el clavicordio podría haberrepresentado la llave, tal como, enla realidad, la llave representa elinstrumento.

—Y esto ¿adonde nosconduce?

A Basil. Basil la habíaperseguido, Basil le habíaimpedido alcanzar el instrumento.

—¿No podría ser que, en elsueño, Basil se interpusiera entre elinstrumento y yo, que Basil meimpidiera tocar el clavicordio?

—¿Ha intentado Basil

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impedirle tocar en alguna ocasión?—A veces tengo la impresión

de que le fastidian mis gustosmusicales. Él prefiere otras cosas.Las sinfonías modernas,grandilocuentes y cacofónicas. Lasobras de D.

—Pero ¿ha intentadoimpedirle tocar en alguna ocasión?

—Cuando estaba enferma.Antes de ingresar en el sanatorio.

El doctor sonrió y desvió lamirada. No dijo nada por espaciode varios minutos; pareció aguardar

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a que ella tomase la palabra, a queañadiera algo a lo dicho. Pero ellase negó a decir nada. ¿Por quéconcedía tanta importancia a esesueño? En otras ocasiones tuvosueños infinitamente másabigarrados, y él se limitó adespacharlos, dedicándoles unasbreves palabras a manera deexplicación. ¿Trataba acaso delocalizar algo que no iba comodebiera ir? ¿Acaso esperaba unarecaída? Debería tener muchocuidado, elegir con detenimiento

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cada palabra, dilucidar conprecisión lo que iba a decir antesde hablar.

El doctor Danzer volvió amirarla, sonriente.

—Ellen, usted sabe tan biencomo yo por qué le impidió tocar sumarido al enterarse de que estabaenferma. Usted sabe que losejercicios musicales, en aquellaocasión, la excitaban, la hacíanempeorar. Pero no ha contestado ami pregunta, Ellen. No le hepreguntado por el pasado... Todo

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eso ya lo sé, como a usted bien leconsta. Lo que deseo aclarar es siBasil trata de impedirle tocar elclavicordio... ahora.

Ella respondió conparsimonia:

—No. Dijo que, en su opinión,no debería ponerme a practicar condemasiado ahínco, que esdemasiado pronto para pensar enofrecer un concierto. Pero no me haimpedido que toque. Incluso meayudó a encontrar la llave.

El doctor se demoró en

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encender su pipa. Ellen se fijó en lallamarada, que oscilaba al ritmocon que él chupaba de la boquilla,prendiendo el tabaco. Exhaló unabocanada de humo espeso y oscuroque se deslizó lentamente haciaella, provocándole ganas de toser.

—¿Y qué me dice del sueño,Ellen? ¿Qué buscaba en el cajón?

—Alguna cosa que habíaperdido.

—Pero ¿qué había perdido?Diga lo que le venga a la cabeza.¡Rápido!

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Su voz sonósorprendentemente cortante yperentoria.

—Basil —respondió ella sinpararse a pensar, pese a haberseprometido un momento antes andarcon cuidado, examinar cada palabraque fuera a decir, sopesar susconsecuencias—. Basil —repitió,desolada por la facilidad con que lahabía traicionado su propia mente,tan parecida a un perro de circo, unperro viejo y desgreñado queejecutaba el número cada vez que

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su amo hacía chasquear el látigo.«¡Qué bien enseñada me tiene,

doctor Danzer!», pensó, burlándosede sí misma.

—¿Temía haber perdido aBasil? ¿Se refiere a su amor?

—Sí, supongo que sí.Por desgracia, estaba en lo

cierto. Siempre estaba en lo cierto;no se equivocaba jamás. De esotrataba su sueño. Había temido queBasil ya no la amara, que los dosaños transcurridos hubiesen sidotiempo suficiente para...

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—¿Tiene alguna razón que lalleve a creer que su marido ya no laquiere?

El doctor lo dijo con sumacautela, como si a él mismo le diesevergüenza el número que la habíaobligado a representar. «Si yo fueseun perro viejo, ahora me daría unterrón de azúcar y me rascaríadetrás de las orejas», pensó, altiempo que sonreía irónicamentepara sí.

—No. Se ha mostrado muyatento, muy cariñoso. Pero... —No

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fue capaz de continuar.—Pero hay algo que no

marcha, algo que ha cambiado, ¿noes eso? —preguntó el doctorDanzer—. Se muestra afable conusted. Es evidente que la quiere o,al menos, dice que la quiere,cuando, en verdad, no se comportacomo usted lo recordaba. ¿No esasí?

—Así es, en efecto.El doctor se puso en pie,

recorrió la habitación de un vistazo,movió la mano de tal forma que le

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diera la luz primero y que despuésquedase en penumbra. Cuandoestuvo seguro de que ella loobservaba, se acercó a la ventana,tiró de las cuerdas y abrió lapersiana. Brillante, cegadora, entreblanca y amarilla, la luz del sol demediodía expulsó la oscuridadreinante en la habitación. El doctorapartó los ojos de la ventana yparpadeó.

—No es igual que antes,¿verdad? —inquirió.

—No, no es igual que antes.

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Ellen se puso de pie, dispuestaa marcharse, porque durante lasentrevistas que mantuvieron en elsanatorio cuando él abría la ventanaera la señal de que la entrevistahabía terminado.

Sin embargo, la detuvo con unademán, indicándole que volviera asentarse.

—¡Qué día tan hermoso! —dijo.

Ellen asintió. En realidad, elsol brillaba con tal intensidad quecasi le produjo dolor de cabeza.

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—No me había dado cuenta delo mucho que brilla hoy el sol. Alvenir me dio la impresión de que eldía estaba ligeramente nublado. Otal vez fuese que sólo pensaba en laentrevista que íbamos a mantener, yno me fijé en el tiempo.

—Pero ahora sí se ha fijado.En primer lugar, se ha dado cuentade que ha cambiado. Acto seguido,comienza a preguntarse cómo hasido. «¿Estaba nublado antes?Desde luego no ha llovido, de esoestoy segura. ¿Brillaba tanto el sol,

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o acaso se ha tornado más intenso?Tal vez; al venir no me fijé, porqueestaba demasiado preocupada.» Deesta manera habla usted consigomisma. Y en todo momento el día esespléndido, si bien usted estádemasiado preocupada acerca decómo ha podido cambiar: está tanpreocupada, diría yo, que nodisfruta del día.

Ellen volvió a ponerse en pie.Se iba a marchar.

—¿Quiere darme a entenderque me preocupo en exceso por

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esas cosas? ¿Qué tengo unatendencia exagerada a laintrospección?

Él se adelantó y la tomó de lamano. Era la primera vez que hacíaese gesto. La miró, titubeando,como si fuera a bajar la mirada encualquier momento.

—No; lo que creo es que estádemasiado ansiosa, demasiado a ladefensiva... Que es presa de unaespecie de miedo escénico. ¿Noestá de acuerdo?

—Sí-admitió —, supongo que

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sí.Retiró las manos y se las metió

en los bolsillos, de forma que lachaqueta se le abultó un tantocómicamente. Pero su expresión erade absoluta seriedad.

—Ellen —le preguntó—, ¿y sisu marido se hubiese enamorado deotra mujer? ¿Sería tan terrible...?

—¡Oh! Creo que le he dadouna impresión errónea. No creo quetal cosa haya ocurrido. No era másque un absurdo sueño.

—No existen los sueños

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absurdos, Ellen.—Quiero decir que me he

comportado de forma neurótica.Basil me quiere mucho, no me cabeduda.

Las palabras del doctor lahabían hecho sentirse azorada, porlo que empezó a retroceder endirección a la puerta. ¡Si al menosse le ocurriese un comentariodespreocupado, algo relacionado,tal vez, con el tiempo...!

—¿Sabe una cosa? Hace unmomento le he mentido. Sí me había

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dado cuenta de que el sol brilla confuerza. No sé por qué le he dichoque me había parecido un díanublado, cuando...

—Ellen —la interrumpió eldoctor—, no me venga con evasivasotra vez. ¿Sería tan terrible queBasil no la quisiera?

—No lo sé. Honradamente, nolo sé.

Y, dicho esto, ya no sintióningún temor. Volvió a darse lavuelta, miró de frente al doctor yvio que se mostraba tan tímido

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como antes.—Debo decirle, Ellen, que

cabe la posibilidad de que sumarido haya conocido a otra mujera lo largo de estos dos años. Talvez tenga usted razón, tal vez hayacambiado. Ése es un hecho al quetendrá que enfrentarse.

—Lo sé.—Pero eso no es lo que de

veras importa, Ellen. Basil no esusted. Usted es quien es. De eso nopuede escaparse. Debe aprender aconvivir consigo misma, tomarse la

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vida tal cual se le presente.—Sí, lo sé. Pero la verdad es

que no creo... Bueno, de hecho nolo sé, pero no creo que Basil...

—Yo no estoy diciendo quehaya conocido a otra mujer, Ellen.Ni siquiera insinúo que tal cosahaya de ocurrir. Lo único quequiero decirle con absolutaclaridad es que no debe tener miedode los cambios.

—Lo entiendo, doctor.Gracias, y adiós.

—Adiós, Ellen. Al salir

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concierte con la señorita Nichols supróxima visita, haga el favor. Creoque bastará con que nos veamos elmes que viene... Claro que puedellamarme por teléfono siempre quesienta la necesidad.

Cerró la puerta mientras eldoctor seguía hablando, sin darse lavuelta, y avanzó hacia la mesa de laseñorita Nichols. Mientrasaguardaba a que la enfermeraterminase de tomar notas ylevantase la vista, se dio cuenta porprimera vez de que estaba llorando.

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Julio's todavía no estabarepleto de público —había llegadoalgo antes de la hora de máximaafluencia— y encontró una mesa enla terraza. Desde allí alcanzaba aver el zoo de Central Park, losgrupos de niños que correteabancon sus ropas de vivos colores, losponies desflecados que tiraban decarritos chillones, y los globosrojos y azules que se bamboleabanatados a sus cordeles, mecidos porel viento sobre el tenderete delvendedor. El espectáculo era tan

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hermoso, tenía tanta vida yresultaba tan atractivo, que sintiódeseos de seguir allí sentada,quieta, sin hacer otra cosa queregistrar los detalles de aquelespectáculo resplandeciente,detalles que estaba segura deencontrar con sólo tener laperseverancia necesaria: el niñoque se había perdido —pues en loszoos siempre hay un niño que sepierde, ¿no es así?—, los gritos delas focas, la jaula de los monos...

Nancy llegaba tarde, claro que

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Nancy, casi por costumbre, llegabatarde a todas partes. Nunca habíaconseguido sentir verdaderoaprecio por la hermana de sumarido, aunque en cierto momentosí fueron bastante amigas. Perotampoco le disgustaba. Para ella,Nancy era una de esas personas quese erigen en parte preponderante decualquier relación, una persona a laque no tenía por grata ni tampocopor desagradable, ni atractiva nirepelente, a la cual podía ignorar obien aceptar, según quisiera. A

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Basil sí le gustaba Nancy, e inclusosentía cierto orgullo de ella, razónpor la cual Ellen había tenido queverla a menudo y, casi conseguridad, debería seguir viéndolaen lo sucesivo. Nancy era brusca yescasamente femenina, descuidada,desenvuelta y parlanchina. A veces,su cháchara sin sentido era como uncuchillo que rasca la superficie deun plato de porcelana: le dabadentera. Confió en que aquél nofuera uno de los días en que lascosas salían así, pues la sola visión

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del zoo la había hecho sentirsedescansada, en paz. Era uno de esosdías, sí, en los que se alegraría deno tener que pensar, de separarsepor completo del ajetreo de laciudad y de los problemas queplanteaba su regreso a la vida.

Llegó el camarero y le pidióun refresco, una bebida helada yespumosa que había visto tomar amuchas personas, pero que ella,hasta ese momento, no había tenidola iniciativa de pedir. Y al volver amirar el parque, se centró de nuevo

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en el caleidoscopio de niños yanimales, de globos y edificios. Unretazo de rosa le llamó la atención,y a sus oídos llegó un débil chillidoque en seguida interrumpió unaráfaga de brisa. Vio la chaquetaazul, la espalda recia e inclinada deun policía que se agachaba paraconsolar a una niña de rizosdorados y piernas muy rectas, devestido impecable. La niña se habíaperdido —¿qué duda podía caber?—, y el policía acababa deencontrarla; tal vez sus gritos, sus

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sollozos, le hubieran llevado hastadonde estaba. En ese momento ledaba palmaditas en la cabeza, laconsolaba, le decía que no sepreocupase, que todo estaba enorden, que su mamá acudiría abuscarla.

El camarero depositó surefresco sobre la mesa, y Ellenapartó los ojos del espectáculo paratomar un sorbo, para probar labebida y decidir si iba a gustarle,pero acto seguido se sintiódesilusionada por encontrarla dulce

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en exceso. Cuando volvió a mirar,el retazo rosado y azul habíadesaparecido, había vuelto a girarel caleidoscopio y sus ojos vieronun dibujo distinto. Se sintió triste,casi desconsolada. Durante unbrevísimo instante la niña perdidahabía formado parte de su ser;habían compartido su desamparo,estuvieron unidas frente a laadversidad. Pero se había roto elencantamiento, y el parque, a susojos, apareció como cualquier otroparque en el que hubiese un zoo

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pequeño y lleno de gente, y ella sesintió tonta por perder el tiempo enespera de una amiga, bebiendo unbrebaje dulzón que no le gustaba lomás mínimo y que habría hechomejor en no pedir.

—¡Querida! ¡Qué triste se teve, con lo bonito que está el día!¿Qué te sucede? —Había llegadoNancy, hecha un remolino de gestosy hablando ya por los codos, losojos inquisitivos, agresivos, conuna larguísima boquilla de jadeentre los dientes, en el extremo de

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la cual llevaba un cigarrillo amedio consumir—. ¿Qué estásbebiendo?

Nancy se dejó caeraparatosamente en la silla que habíaal otro lado del velador de metalverde, se agachó y se puso aenredar con algo que Ellen noalcanzaba a ver.

—Bueno, bueno, haya calma.¡Quieto, te digo! ¡ Eso es, así, ah,no me digas que no es encantador!¡Quieto, maldito, quieto! Así, esoes.

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Ellen se inclinó hacia un ladode la mesa para ver de qué setrataba, y sólo en ese momento sepercató de que Nancy llevabaconsigo a su perro, un animalillo deraza indefinida y aire irritable, conunas orejas descomunales. Nancyestaba ajetreada, intentando atar lacorrea a una de las patas de lamesa, mientras el perrillotironeaba, le mordía la mano ygruñía juguetonamente.

—Éste es Peligro —dijoNancy—. ¿No te parece

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encantador?—¿Por qué le has puesto

Peligro? —preguntó Ellen—. A míme parece un simple cachorrillo.

Nancy había conseguido porfin amarrar la correa a la mesa, traslo cual adoptó una postura másadecuada.

—Claro, no es más que uncachorrillo. Sólo tiene seis meses.Pero es un Peligro, ya lo creo. Leencanta morderme los lienzos y lospinceles. Y tiene un temperamentode agárrate.

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Aquello tenía todas las trazasde ser incluso peor de lo que habíasupuesto. ¿Era posible que Nancyfuese tan exuberante? ¿O acasointentaba hacer toda unademostración, a fin de disimular suazoramiento por encontrarse conella después de tanto tiempo,después de lo sucedido? Recordóque durante todo el tiempo queestuvo en el sanatorio, Nancy nohabía ido a visitarla una sola vez.Cierto que ese detalle no le importónada: hubo días en los que no

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habría tolerado ni por asomo lapresencia de Nancy. Sin embargo,no podía dejar de preguntarse elporqué.

—¿Cómo te encuentras,querida? ¡No sabes cuantísimo mealegro de verte...! Ha pasado unaeternidad. ¿Y qué es eso que tomas?No me lo has dicho, y eso queacabo de preguntártelo. Si de verasestá bueno, creo que pediré lomismo. Qué color tan bonito...

Le dijo cómo se llamaba elrefresco, y que no se lo

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recomendaba. Nancy llamó a uncamarero y pidió un martini.

—Pero seco, ¿eh?, bien seco.Tiene que ser todo ginebra y unchorrito, sólo un chorrito, ojo, delmejor vermut que tengan. Y medianuez, sólo media, en vez de laaceituna que siempre ponen.

Nancy parecía algo mayor, ytenía una arruga en torno a la bocaque semejaba una mueca. Su rostro,ancho y de grandes rasgos,campesino, que procuraba hacerpasar por más femenino mediante

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un uso abundante de carmín ymaquillaje, hasta parecer a veces unverdadero cromo, daba más quenunca la sensación de estar labradoen granito refractario. Las manos,que llevaba siempre más o menosmanchadas de pintura al óleo,aferraron de pronto la carta y lamovieron para obtener una luz másfavorable. Sus ojos barrieron lapágina impresa como si estuviesenjuzgando la valía de una modelo,tomando buena nota de losaperitivos, los entrantes, los

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postres, la anatomía del almuerzo.Su mente, sin embargo, volvió a suimpresión inicial.

—Ellen, te encuentro algotristona. ¿Hay algo que no vayabien?

—Soy una niña perdida. Me heperdido por el parque. No sé dóndeestoy ni cómo voy a llegar a casa.

Al decirlo, esbozó una sonrisa,sintiendo un perverso placer enconfundir a Nancy, al fin y al cabouna mujer práctica, con los pies enla tierra.

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—¿ De qué estás hablando? —exclamó Nancy.

Dejó la carta sobre la mesa ycontempló a Ellen con francacuriosidad. «Espera que mecomporte de forma extraña, aunqueno tanto», pensó.

—Estaba mirando el zoo, alláenfrente, y vi a una niña que sehabía perdido, que estaba llorandohasta desgañitarse. La encontró unpolicía y se la llevó. Un momentoantes que tú llegaras llegué a creerque yo era esa niña... Me sentí un

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poco perdida, un poco triste.—¡Bueno! Me alegro que no

haya sido más que un capricho. Mepreocupaste, de tan melancólicacomo parecías estar. Pero déjameprobarlo, ¿quieres? ¡Puaj! Estotalmente insípido. ¡Me alegro deno haberlo pedido!

El perro saltó, con lo cual lasdos se distrajeron. En primer lugarquería que le dieran palmadas en lacabeza, y después se puso a lamerlas manos de Nancy, hasta que éstalo llamó al orden, le dio un golpe

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en el hocico y lo hizo sentarse.—Si no aprende ahora que es

joven, no me obedecerá jamás —sedisculpó.

—¿Y cómo va la pintura,Nancy? —preguntó Ellen,consciente de que debía manteneren marcha la conversación,proporcionar los consabidostópicos a Nancy, impedirle que sededicara a hacerle preguntas más omenos comprometedoras.

Y es que Nancy era pintora, ypor si fuera poco no era de las

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malas —había expuesto sus cuadrosen varias ocasiones—, aunque noconseguía vender gran cosa, lo cualla obligaba a vivir de lagenerosidad de su hermano. Ellen,sin embargo, sabía que a Nancy legustaba hablar de su obra, de susgrandes lienzos llenos de fuerza,que daban la impresión desostenerse en pie por sí solos y delanzar a los ojos del espectador losmás fieros matices del espectro.

—Oh, no va nada mal, nadamal —contestó con tono lúgubre—.

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Aunque todo hay que decirlo: en loque va de año no he vendido nada.Basil dice que es porque estoyexperimentando con la pintura alduco, esa que se emplea para pintarlos coches, ya sabes. Si extiendesuna gruesa capa sobre unasuperficie de mampostería, le dauna opacidad reluciente, una fuerzay un vigor que no se consiguen deninguna otra forma.

—Debe de resultar más bienchillón.

Nancy extendió la mano sobre

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la diminuta mesa y aferró a Ellenpor la muñeca. Le centelleaban losojos.

—¡Pues claro que sí, querida!Ésa es la cuestión. Con ese materialse puede pintar de forma sumamenteviolenta. Te obliga a ser vigoroso,querida. Tendrías que ver algunasde las maravillas que han hecho losmexicanos utilizando la pintura alduco.

—¿Los mexicanos? ¿Terefieres a Rivera?

Intentó concentrarse en lo que

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estaba diciendo Nancy, pero comoquien presta oído al parloteoconfuso de un loro e intentadescubrir cuál es el sonsonete querepite a graznidos. Mentalmentevolvía una y otra vez a la consultadel médico. Hasta ese momento sehabía obligado a no pensar en loque había dicho el doctor; se habíaprohibido desenmarañar elsignificado oculto de aquellaalegoría acerca del sol y de loscambios del tiempo. Pero a cadaminuto que pasaba le costaba más

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trabajo, incluso ante una compañeratan vivaz.

—¡No, a Rivera no! —exclamó Nancy—. Te hablo de losmexicanos de verdad: Orozco,Siqueiros. Ellos sí que han hechocosas de verdadera talla. Elgenuino arte del pueblo.

—¿Rivera no es un mexicanode verdad?

Se acordó de cuando Nancy sehabía puesto furiosa por ladestrucción del mural delRockefeller Center, es decir, de

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cuando Rivera, para ella, habíasido el pintor vivo más importante.¿Habría cambiado de opinión? Enrealidad, no sería de extrañar. ¿Noera eso mismo lo que le habíacomentado el doctor Danzer? Todocambia. Hasta Basil. Tal vez, hastaella misma, Ellen.

—Pero, querida, no me digasque no tienes noticias de ese asunto—le decía Nancy—. El gran Diegose ha vuelto completamentecomercial. ¡De veras, comercial depies a cabeza! Bueno, hay que tener

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en cuenta, claro está, que nunca fueun tipo de fiar... Es decir,políticamente. Pero ahora se dedicaa pintar murales en las discotecasde México D.F. para reanimar elcomercio turístico. Son cosasgrandilocuentes, obscenas, puradivagación. Y si uno se para acontemplar sus obras anteriores,bueno, la verdad es que da quepensar. ¡A veces es como si noshubiera tomado el pelo!

Había olvidado qué procliveera Nancy a dejarse influir en sus

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opiniones por los acontecimientosde actualidad; es decir, por lapolítica. Tanto Basil como Nancytendían a considerarse liberales,aunque en diversas ocasiones Ellenhabía llegado a dudar queentendieran a fondo el significadode esa palabra. Para ellos, lo quede veras contaba era lo que hacíatodo el mundo: eran adeptos de lasactitudes populares, de lastendencias de moda, y no sentían elmenor escrúpulo a la hora deseguirlas, por más que eso

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significase la destrucción de losantiguos dioses. No les daba miedoel cambio; claro que tambiéncarecían de raíces. Iban a la derivapor los mares del presente,arrojados de cuando en cuando albanco de arena de tal o cual opiniónpor los vientos del momento, porlas hipocresías y los prejuicios.

—Pues yo creí que te gustabaRivera —dijo, más que nada porver cómo se desembarazaba suamiga del pasado, cómo sedespojaba de una antigua lealtad—.

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¿No solías pintar siguiendo suestilo? ¿No formaste parte delgrupo que organizó unamanifestación de protesta cuandoRockefeller se negó a que su muralse erigiera en el centro de RadioCity?

Nancy se rió y tiró de lacorrea del perro.

—Querida, ¡de eso hacesiglos! Desde entonces han ocurridocentenares de cosas. —Abrió losojos como platos, como si quisieraexpresar su incredulidad—. Todos

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cometemos errores, y yo soy laprimera en admitirlo. Además, elgusto es algo que cambia con eltiempo. Sé que mi gusto hacambiado. Todos crecemos, todosavanzamos.

Un automóvil soltó unpetardazo, puntuando su frase yencabritando al perro, que se puso adar vueltas como un loco en torno ala pata de la mesa, enmarañándosecon la correa y con la pierna de suama, sin dejar de ladrar como unposeso. Todo ello resultó un

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perfecto símbolo de la confusión.Hasta que tomaron el café no

hizo Nancy referencia a laenfermedad de Ellen. A lo largo delalmuerzo prosiguió hablando depintura, refiriéndole anécdotas ycotilleos de sus amistades, muchasde las cuales eran todavía másexcéntricas que ella. Peligro nodejó de ladrar ni un momento,probablemente pidiendo comida. Alprincipio, Nancy se negó a darle niuna migaja; le propinó variossopapos en el hocico y le gritó:

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«¡Sentado! ¡Sentado te digo! ¡Quépeste de perro!» Más tarde, lacontinua escandalera que armaba elperro agotó sus deseos de enseñarlea comportarse, y le arrojó diversostrozos de comida: un poco deensalada, un hueso de chuleta y losrestos de una mazorca de maíz. Trasllevárselos de acá para allá, portodo el círculo que tenía a sualcance, manchándolo todo degrasa, el cachorrillo tambiéndesdeñó aquella comida, hasta queel camarero se agachó a recoger los

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desperdicios, momento en el cual sepuso a gruñir, a ladrar y a tirarbocados a diestro y siniestro,armando un alboroto todavía mayor.

Mientras tomaban café, volvióa la carga. Nancy no le hizo caso, ydedicó una sonrisa a Ellen.

—Debe de ser estupendovolver a Nueva York después detanto tiempo. De todos modos,querida, dime una cosa: ¿no teresulta todo un tanto extraño?

Se había dedicado a mirar elparque, embebida en el mecerse de

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los árboles y los arbustos a mercedde la brisa. La pregunta de Nancy lasobresaltó. Por un instante pensóque se hallaba de nuevo en laconsulta del doctor, de cara alintenso sol que inundaba la ventana,procurando distinguir su rostrosobre aquel fondo cegador. Pero aldarse la vuelta se percató de queera Nancy la que hablaba.

—¿Qué quieres decir?—Oh, no sé... Cuando paso

fuera una temporada, al regresarsiempre me desilusiona todo un

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poco, o al menos me desilusionadarme cuenta de que ya nada escomo antes. La impresión no es lamisma, sólo que las cosas nuncacambian lo suficiente como parasaber qué ha cambiado, caso de quealgo haya cambiado. ¿A ti no tepasa lo mismo?

Asintió con un movimiento decabeza.

—Es como si no encajase nada—reconoció. Y lo dijo como quienreconoce cierta culpabilidad, yaque esa era precisamente la

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sensación que tenía, una sensaciónque no deseaba revelar a nadie.Luego, al acordarse de que Nancyera hermana de Basil, añadió—:Basil no ha cambiado, todo hay quedecirlo. Está igual que siempre.

A Nancy se le abrió la bocainvoluntariamente, tal vez a causade la sorpresa. Dejó la taza del cafésobre el plato haciendo un ruidoexcesivo, y cambió de postura, conevidente incomodidad.

—¿ De veras?Ellen fingió no darse cuenta de

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la sorpresa que había sentidoNancy. Tomó su propia taza y se lallevó a los labios, pero le costóverdadero esfuerzo entreabrir laboca y sorber un poco de café.

—Sí, claro que tal vez seaporque no he dejado de ver a Basilen todo este tiempo —dijo, sindejar de mirar de cerca a suacompañante—. Ha venido a vermetodos los días de visita. Ha sidomuy bueno.

Nancy inició una sonrisa, perono llegó a esbozarla del todo.

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—Claro, de eso eres la mejorjuez, querida —comentólentamente, pero no sin ciertaamabilidad—. Yo en tu caso, sinembargo, me esperaría algúncambio. Los hombres son animalesmuy raros.

Se rió, pero la cadencia de surisa le incomodó, por resultarleforzada y discordante.

—Te olvidas de que Basil estátan enfrascado en su música que noparece probable que esté al tanto delo que sucede a su alrededor, y así

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puede permanecer durante meses ymeses. A menos, claro está, quesepas algo que a mí se me escapa...—Hizo una pausa, procurandodecidirse a formular la pregunta quedeseaba y, caso de llegar adecidirse, preguntándose qué seríamejor, si preguntar directamente oal desgaire, como quien no quierela cosa. Entonces, antes de tomaruna decisión, volvió a reírse, estavez más ruidosa y ásperamente queantes. Y la pregunta surgió por sísola: ella, desde luego, no había

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deseado plantearla de formavoluntaria, no pronunció laspalabras, y la voz que de hecho laspronunció en modo alguno separecía a la suya—. No se habráenamorado de otra, ¿eh, Nancy? ¿Eseso lo que intentas decirme?

Y estiró todos los dedos demanera compulsiva. Las uñas seclavaron en el mantel y le temblótodo el cuerpo.

La cara de Nancy se tornóseria, pero sólo por un instante.Luego volvió a sonreír, mientras

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rebuscaba en su bolso hasta sacarun peine y un espejo. Con la otramano, daba palmaditas a su perrillonegro.

—Querida, ¿cómo iba yo asaberlo? Sólo soy su hermana; seríala última en enterarme.

Nancy vivía en un apartamentoque dominaba Washington Square.Basil pagaba el alquiler de aquelespacioso estudio, que contabaademás con grandes ventanales ycon una magnífica luz natural. Delmismo modo, pagaba la mayor parte

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de las facturas. Los muebles eranviejos y estaban desgastados;procedían de casa de su madre, enConnecticut, y su aspecto era tanpasado de moda que hasta podíanresultar modernos. Nancy los habíadispuesto con el talento natural quetiene un artista para los efectosdramáticos: todo se hallaba de caraa los grandes ventanales, sobreWashington Square; todo excepto sucaballete, que daba la espalda a laluz. Así, cuando uno tomaba asientoen el imponente sofá, como hizo

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Ellen, se sentía como si hubiesesido lanzado al espacio,catapultado de la tierra a las nubes,delicadamente suspenso en el reinodel empíreo.

No sabía por qué habíaacompañado a Nancy. En unprincipio, tenía la intención depasar con ella el tiempoestrictamente necesario; cuandoterminaron de tomar café en Julio'sy discutían acerca de cuál de lasdos pagaría la cuenta, estuvo apunto de fingir que tenía otra cita,

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presentarle sus excusas ydespedirse de Nancy. Claro estáque no tenía ninguna otra cita; loúnico que le apetecía era pasearpor el parque, entrar en el zoo,vagar a sus anchas durante un parde horas. Sin embargo, cuando suacompañante sugirió que tomaranun taxi para ir al Village —«Quieroque veas mis nuevos óleos, Ellen.Me gustaría conocer qué opinión temerecen»—, asintió y aceptó lainvitación, no por querer estar conNancy —si acaso, habría preferido

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huir de ella—, sino porque laimprovisada advertencia de Nancyy la parábola del doctor habíandespertado su curiosidad y aguzadosu inseguridad. Sintiendo que supensamiento no era sino unaracionalización posterior a loshechos, y que su verdaderamotivación era el miedo, Ellen sedijo para sus adentros: «Si mequedo con ella seguirá parloteandosin parar, y tal vez me revele algocon más significado, algo que mepermita saber en qué situación estoy

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con Basil.»Sin embargo, durante el

trayecto Nancy se mostró mástaciturna. Tras indicar la direcciónal taxista, se arrellanó en el asientocon su perro en el regazo y se pasóel tiempo acariciándolo y dándolepalmaditas en la cabeza. Cuandollegaron al alto edificio y entraronen uno de los ascensores, parallegar a una de las plantas máseleca, a sus pies. «¡No puedosoportarlo ni un momento más!», sedijo, mientras clavaba los dedos en

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el áspero tejido de la tapicería, conla espalda arqueada, y comocataléptica en su esfuerzo porencogerse y apartarse de la fuentede la que manaba aquel ruido. Asípues, hizo un último esfuerzo paravolverse, recordando esta vez quedebía flexionar las piernas, tratandode acordarse de la mecánicaesencial para sentarse, paracambiar de postura, si bien volvió averse frustrada por la rigidez de suspiernas. Y el horror se apoderó deella como una fría humedad en los

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tobillos y ante sus ojos flotaron másespesos los jirones de tinieblas, lanegrura. Un ruido ronco, agudocomo el estampido de un disparo,rompió el silencio. Y en esemomento volvió a ella la razón,mezclándose por unos instantes conel término de su confusión, tal comoexisten a la par el sol y la lluvia enuna tarde de verano. Se sintiódesfallecer y en ese mismo instante,a ciegas, extendió una mano haciaabajo, todavía presa del pánico,incapaz de darse la vuelta, sin

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recordar qué movimientos debíahacer para mirar abajo, pero palpóun pelaje corto e hirsuto y una fríanaricilla en el momento en queNancy hacía su irrupción en la sala,con una bandeja en las manos en laque había una botella y unos vasos.

—¡Peligro! ¿Adónde vas? ¡Oh,eres una bestia! ¿No ves que hasasustado a Ellen?

Emitió una débil risita,llevándose la mano a la boca paraocultar la mueca de terror y paratapar aquel sonido tan desatinado.

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Su cuerpo, libre por fin de latensión que le había impuesto elterror, se ablandó en exceso. Sesintió como una muñeca de trapo ala cual acaba de extraérsele elrelleno de estopa. Nancy dejó deregañar al perro, depositó labandeja sobre la mesa y pasó aocuparse, de un modo educado, delsusto de su invitada. Se sentó juntoa ella en el viejo sofá, frotándolelas manos y acariciándole la frentecon suavidad.

—La verdad, a veces es

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temible. ¿Qué ha hecho? ¿Te hasaltado encima? No hay forma dequitarle esos caprichos. Son todofanfarronadas y bravatas. Lo quetienes que hacer es regañarle; yaverás qué mohíno se pone. ¡Fíjate,míralo ahora!

Era cierto. El absurdocachorrillo, acongojado por la vozde su ama, se arrastraba hacia ellascon la panza pegada al suelo, lalengua fuera, los ojos idiotizadospor una humildad timorata. Esa solavisión la calmó, y logró detener la

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risa, aunque la evidencia de que elanimal que tanto la habíaaterrorizado era de todo puntoinofensivo la hizo cavilar de nuevo.¿Habría algo, algo que aún nohubiese descubierto y que yaciesebajo la superficie de su mente,oculto salvo cuando se producíaalguna asociación accidental que ledaba carta blanca para emerger a laconciencia, como si fuese unmonumento sumergido sobre unoscimientos desconocidos del todo,una piedra angular de su trastorno.

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¿Y qué habría podido sacarlo a laluz esta vez? ¿Las azulesprofundidades del cielo? ¿Elrecuerdo de la ventana enrejada?¿La negrura del pasado? Pero sihabía algo ahí abajo, algo ademásno tan remoto, puesto que en todomomento podía acercarse yarrasarla, ¿de qué forma podríallegar a conocerlo, ya queconociéndolo seguramente le seríaposible vencerlo? ¿Bastaría acasoel viejo truco de separar los juiciosde las emociones? ¿Podría

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mantenerse aparte, inspeccionar suinterior, allí, tendida en el sofá,fláccida, escuchando los arrumacosde Nancy, para descubrir cuál erael fallo y así erradicarlo? No, nopodía; por primera vez estuvosegura de que tal cosa eraimposible. Y, por si fuera poco, yahí estaba el quid de la cuestión,tampoco quería.

El perro, tras arrastrarselaboriosamente, había llegado otravez a sus pies, y Nancy se agachópara acariciarlo. Fue un toque

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mágico, galvanizante, puestransformó lo que era una actitudpropiciatoria en puro éxtasis: conentusiasmo demoníaco, empezó aaullar, a hacer cabriolas, y aperseguirse el rabo. Mentalmente,mientras observaba las muestras dejúbilo del cachorrillo, oyó unsurtidor de notas cromáticas;

sobre ella descendió Chopinen su pequeño vals; ilógicamente —¿o quizá lógicamente? él lo habíaescrito tras un jugueteo traviesocomo aquél. ¿No?— y por fin pudo

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reírse con sensatez de su propiomiedo.

—Me he portado como unaboba, Nancy. Por favor, perdóname.

—Pues claro, querida —contestó Nancy, al tiempo queapartaba al perro, el cual ladrabade forma explosiva, para alcanzarla botella y servir vino en uno delos vasos—. Ten, bebe un poco. Teaclarará la cabeza.

Bebió algo más que un poco;en realidad, bebió varios vasos.Paladeó aquel vino ligeramente

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amargo mientras Nancy desplegabasus lienzos, llenos todos ellos degrandes manchurrones rojos yamarillos, aunque de cuando encuando, aquí y allá, descubrió algo:a un obrero, un edificio, un árbolque más bien era pura conjetura oesbozo. Sin embargo, asintió,carraspeó y titubeó antes depronunciarse sobre cada uno de loslienzos. Varios de ellos le gustaronde modo especial, o al menos jugóincluso a elegir el que más leagradaba de todos. Lo cierto es que

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no le importó estar con Nancy másde lo que había creído, aunque talvez fuese porque había bebidodemasiado vino y se encontrabaenvuelta en una cómoda neblina, oporque acaso, lisa y llanamente, erafácil acostumbrarse a la presenciade Nancy. Y de hecho se alegrabade contar con la presencia de otrapersona; después del terror pasado,lo último que deseaba era quedarsea solas.

Un cúmulo de campanillastintineó, propagando el eco de

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forma portentosa. Nancy, que estabaguardando sus lienzos en unarmario, arrodillada, apretándolos,se puso en pie de súbito y exclamó:

—¡Ése debe de ser Jimmy!—¿Quién es Jimmy?Su amiga, sin embargo, ya

había echado a correr hacia elvestíbulo, dejando abierto elarmario, del cual sobresalían unoscuantos lienzos. A Nancy el rostrose le arreboló de pronto, quién sabesi por enderezarse de golpe o porcierta sombra de vergüenza.

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Miró hacia la puerta: trasabrirla, Nancy la sostenía con unamano, ocultando de ese modo al quehubiese accionado el timbre.Mantenían ambos una conversaciónapagada; al menos, Nancy hablabaen susurros, de prisa, pero en voztan baja que Ellen no acertó a oír niun retazo de lo dicho. Mientras lamiraba y aguzaba el oído, Nancyretrocedió unos cuantos pasos, y enel estudio entró un hombre. Ellavolvió la cabeza sin esperar a más—prefería que no supieran que los

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había estado observando—, tandeprisa que solamente atisbo unosmechones de cabellos sin domar. Seajetreó con la botella, sirviéndoseotro vaso de aquel vino tan fuerte, yafectó indiferencia cuando lossintió entrar en la sala.

—Ellen, éste es Jimmy. Jimmyes uno de mis mejores amigos.

Con terquedad, sólo en partepor la timidez que se apoderaba deella en el momento de conocer aalguien, en un primer momento senegó a levantar la vista. Tan sólo le

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vio los zapatos, unos zapatosgruesos, color ocre, desgastadospor los tacones como los de suJimmy. «¿Por qué se me habráocurrido pensar en eso? Hacíameses que no me acordaba de él —se dijo—. No es que no puedapensar en él, claro.» Podría revisartodo el pasado, recordar todos ycada uno de los incidentes, conecuanimidad, incluida esa parte.Pensando en esto, elevó la mirada ytopó con unos pantalones de franelagris algo abolsados, idénticos a los

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pantalones sin planchar que llevabasiempre el Jimmy que ella habíaconocido. Cerró los ojos, losvolvió a abrir en seguida, elevótodavía más la vista y vio unacazadora de cuero raído, unacremallera entreabierta, unosbrazos fuertes, cortos, bronceados,unas manos de gruesos y largosdedos plácidamente colocadassobre la pernera de los pantalones,como si abarcaran los muslos, entanto la cazadora se arrugaba contoda nitidez en el centro. En ese

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momento tuvo conciencia,placentera y confusamente, de queel tal Jimmy le acababa de dedicaruna breve reverencia. Volvió aparpadear y se dijo: «¡Qué extrañaforma de mirar a un hombre!»Elevó más la vista, con la confianzade encontrarse con un nuevo rostro,un rostro desconocido.

Sin embargo, el rostro quevislumbró estaba muerto, ladeado,apoyado sobre una mejilla, lososcuros cabellos enmarañados

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sobre la almohada, los labios haciafuera, de forma tortuosa, lospárpados entreabiertos, como si elhombre, al morir, hubiesedescubierto que tan sólo podíasoportar un asomo de visión.Volvió a quedarse boquiabierta yvio la sangre renegrida, la cabezadestrozada... Se dio la vuelta eintentó echar a correr, pero, al igualque la otra vez, sintió que losinvisibles cables que la sosteníanderecha se desmoronaban depronto... No era posible que

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estuviera a punto de caer, comotampoco lo era que el hombre fueseJimmy, un Jimmy que había muerto,que de hecho estaba muerto, que deninguna manera podía...

—¡Diantre! —exclamó Nancy—. ¡Se ha desmayado!

(La voz le llegó desde muylejos, temblorosa, se elevó,descendió de tono y repitió lodicho.)

—¡Anda! —exclamó a su vezJimmy con acento arrastrado—.

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¿Qué demonios habré hecho?Su voz, una suave voz de

tenor, se entremezcló con un acordearrancado a las cuerdas de unaguitarra tocada con cierto descuido—en abierto contraste, en uncontrapunto irritante y desentonado,con la acerada perfección delclavicordio, con su cadencia, tandistinta y tan distante—, y tarareó aldesgaire por unos instantes, paracantar acto seguido aquel estribilloque no era fruto de una elección,sino que se diría nacido con él:

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Jimmy crack corn, and I don'tcare!

Jimmy crack corn, and I don'tcare!

Jimmy crack corn, and I don'tcare!

My massa's gone a-waa-ay...

El olor fuerte, acre, casidesagradable, que sintió pocodespués la obligó a apartar lacabeza, le arrancó lágrimas de losojos y la obligó a decir en voz bienalta:

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—¡Basta, basta! ¡Estoy bien!Nancy, sin embargo, mantuvo elfrasco muy cerca de sus fosasnasales, forzándola a sentir el olordel amoníaco, mientras decía:

—¡Pobrecita! ¡Debe desentirse tan frágil, tan desquiciada!Fíjate: hace un momento, el perro leladró un par de veces y le dio unsusto que a poco más se me muere.

Entretanto, percibió también lavoz de él, suave y borrosa:

—Señora, las chicas muchasveces me han puesto muecas de

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asco, pero le juro por todos mismuertos que es la primera vez queuna se me desmaya sólo con verme.

Al oír esto, se sentó tanerguida como pudo —tanto paraapartarse del frasco de sales cuantopor cualquier otra razón— y mirófijamente el rostro curtido y afiladoque tenía delante, un rostro quesiempre le recordaba una silla demontar hecha en casa y desgastaday, paradójicamente, una estanciarepleta de gente, con el aire viciadoy una lucecita azul: el rostro que

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ella daba por sentado que habíadejado de existir. Sin saber quéhacer, al ver que Nancy, una vezrechazadas sus atenciones, habíasalido del salón —probablemente adejar el frasco en el botiquín delcuarto de baño—, parpadeó almirar ese rostro. Y el rostro lecorrespondió, guiñándole un ojocon aire audaz, dramático, como sile anunciara lentamente unaconspiración:

—Parece que se siente mejor,señora. Al menos, eso espero —

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dijo, aun antes de haber terminadode guiñarle el ojo.

Ellen se retrepó en el sofá,apartándose de él, pero Jimmy seacercó algo más. Vio que habíatraído su guitarra —¡qué gesto tantípico de él!— y que la habíadejado sobre la mesa, cerca de labotella.

—Sí, ya estoy mucho mejor.En realidad no ha sido nada. Locierto es que he pasado una largatemporada enferma, y a vecestodavía me siento un poco

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neblinosa.—Querrá decir mareada,

señora. Ha dicho «neblinosa».—Sí, he dicho neblinosa;

confusa, quiero decir. He estadouna temporada en un sanatoriomental.

—Ah, ¿sí? —No hizo ningunapausa, sino que prosiguió conaquella comedia, continuópresionándola maliciosamente—.Mi abuela está en el Hospital delEstado, claro que ya está vieja yachacosa. Usted no me parece

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vieja.—¿Tenemos que pasar este

mal trago, Jimmy? No tiene ningunagracia.

—¿Señora? —Se le pusieronlos ojos como platos, pero mantuvola boca tensa, decidido a conservarla mueca que, por el contrario,debiera haber desaparecido de susemblante—. ¿La he entendido bien,señora?

Antes de que tuviera tiempo decontestar había regresado Nancy.Peligro correteaba y alborotaba a

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su alrededor, mordisqueándole lafalda.

—Haz el favor de sentarte —dijo Nancy—. ¡Cuánto jaleoarmáis! En fin, ya se sabe: lossureños sois todos iguales. Por loque veo —dijo a Ellen—, os vaisconociendo.

—Sí —dijo, a sabiendas deque debería añadir algo más, queera casi imperativo que dijeraalguna otra cosa, de modo queNancy, precisamente Nancy, nosospechara nada. Pero no pudo

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decir nada más—. Sí.—Jimmy es el último grito en

el Village. Bueno, ya lo es por todala ciudad. Lo suyo son lascanciones folk, pero cantadas comose deben cantar, sin pasarse derosca ni derivar hacia el jazz. Estoysegura de que te gustaría, Ellen. —Sí.

Era como si sólo supiesepronunciar esa palabra, como si noconociera ninguna otra, perodesprovista de significado, deexpresión, de sonido; no era más

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que una acción mecánica, una puradisposición de los labios, un botónapretado, una luz que se enciende.

—¿No te apetece cantarnosalgo, Jimmy?

Nancy intentaba mostrarseagradable, si bien se dio cuenta deque había despertado la curiosidadde Ellen. «Sabe que ha ocurridoalgo, algo que yo no habíaprevisto... Y se pregunta qué podráser. Si al menos no cantase...»

Jimmy encendió un cigarrillo ysostuvo en alto la cerilla, mientras

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se rizaba por efecto de la llama, entanto buscaba un cenicero. Nancy,obsequiosa, corrió al otro extremode la sala —con el perrilloladrando sin parar, pegado a sustalones—, encontró un cenicero y selo llevó a toda prisa.Milagrosamente, Jimmy estabadiciendo:

—Señora, si hoy me hiciera elfavor de disculparme... Tengo lagarganta algo dolorida, y todavíadebo dar dos conciertos esta noche.

Agitó la cerilla y la dejó

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apagada en el cenicero. Nancy,excusándose, le quitó el cigarrillode la boca.

—¡Por descontado que nodebes cantar! ¡No lo consentiré! —exclamó—. Y tampoco piensopermitir que te eches a perder lagarganta con esto. Ah, eres comotodos los artistas... ¡No pensáisnunca en las consecuencias!

Hizo una pausa y lo observó,para comprobar si su discursohabía causado efecto.

Se levantó y habló con su voz

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cansada:—Pero todavía puedo tocar la

guitarra, señora.Y sin darle tiempo a Ellen

para comprender lo que estabaocurriendo, se echó al hombro suguitarra amarillenta, acarició lascuerdas con su manaza y pulsó conla otra dos trastes. Inició unamelodía grave, algo cohibido, perocon precisión, con una hermosaprecisión: tañó la guitarra tal comodebía tañerla, espaciosa,equilibradamente, creando una

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forma en el seno de otra forma, unalínea de pensamiento...

—¡Ahí va! —exclamó Nancy—. ¡Qué maravilla! Pero eso no esuna canción folk. ¿O sí?

—No, señora, no lo es —dijo,agachando la cabeza. A veces,pensó, se excedía un poco, pero¡qué bien le resultaba!—. No es unacanción folk. He oído por ahí que laescribió un tal Bach.

Ella se levantó. Era unmomento tan oportuno comocualquier otro para marcharse.

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—Perdóname, Nancy, perodebo irme. Es por mi cabeza, yasabes. —Y contempló largo rato alhombre, que se ponía de pie y seencorvaba, mirándola fríamente—.Me alegro de haberle conocido,señor... señor...

—Shad, señora. Jim Shad.Llámeme Jimmy.

Se vio obligada a seguirle lacorriente.

—Toca ustedmaravillosamente, señor Shad. ¿Sesabe usted todas las Variaciones

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Goldberg?—Las treinta y dos, señora.—Bueno, de veras que debo

marcharme. Tal vez vuelva en otraocasión.

—No sé en qué estoypensando —la interrumpió Nancy—. ¡Ellen, no puedes marchartesola! Fíjate, te has desmayado dosveces en lo que va de tarde. Jimmy,lo mejor será que la acompañes. Vecon ella hasta la puerta de su casa.¡No me digáis que no! Insisto.

Shad, sonriendo, con la

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guitarra en bandolera, dijo:—Esa era mi intención,

señora.No tuvo la confianza en sí

misma necesaria para hablar conJim al bajar en el ascensor ni alesperar ante la puerta del edificio,mientras el sol arrancaba destellosa la madera barnizada de la guitarraque Jim había apoyado contra unade las columnas del dosel de laentrada, en tanto buscaba un taxi. Éltampoco dijo nada, contentándosecon lanzar unos cuantos silbidos

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capaces de partirle el tímpano acualquiera, con los cuales consiguióque un taxi blanquiverde seacercara lentamente desde el otroextremo de Washington Square. Tanpronto se detuvo ante la acera, ellaechó a correr y emprendió unapelea con la portezuela, consiguióabrirla, montó de un salto y trató decerrarla antes que él pudieraimpedírselo.

—¡Vámonos de aquí, a todavelocidad! —dijo al taxista.

Shad, sin embargo, reaccionó

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deprisa. Aunque le sorprendió laágil táctica de Ellen, se las apañópara agarrar su guitarra y aferrar lapuerta en el momento en que estabaa punto de cerrarse de golpe. Laabrió y entró en el taxi, colocandola guitarra con sumo cuidado entresus piernas, para caer de sopetóncontra el asiento por efecto de lasúbita arrancada del vehículo.

El conductor, a medida quecambiaba de marcha, la miró porencima del hombro.

—¿Todo en orden, señora? —

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preguntó.Ella vaciló, miró de reojo a

Shad, vio que una de sus grandesmanos agarraba con fuerza el mástilde la guitarra, y observó que suslargos labios estaban tensos,prietos, y que sus ojos oscurosdestelleaban de mal humor. ¿Seatrevería a decirle al taxista queparase? ¿Podía acaso arriesgarse aapearse del taxi? ¿No era mássensato pararse a hablar primerocon Shad y averiguar cuáles eransus intenciones, qué sabía en

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realidad?—Siga, siga. Todo está en

orden.—Sí, pero antes tendrá que

decirme adónde vamos.«No debo permitir que se

entere de dónde vivo —pensó—.No puedo decirle al taxista que melleve a casa... Mejor será decirleque me lleve a cualquier otra parte,pero ¿adónde? ¿Adónde?»

—Hotel Plaza, por favor.Le pareció que su voz sonaba

tranquila, pero débil y lejana.

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—Muy bien, señora.El taxista se encogió de

hombros y se recostó en el asiento;volvió a cambiar de marcha y eltaxi salió por una de las curvas deWashington Square.

—¿Así que vives ahí? —preguntó Shad, y lo dijo sinarrastrar las palabras,pronunciándolas, por el contrario,con toda precisión, recortadas, sinningún deje de acento—. Veo quehas progresado mucho.

Ella no le contestó; ni se dignó

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mirarle. El mero hecho de mirarlele daba miedo. Sin embargo, le oyósilbar con suavidad, de forma vagae inconclusa, unas cuantas frases devez en vez, aquella canción que tanbien conocía; una canción que enotro momento había deseadoolvidar con todas sus fuerzas, sinconseguirlo... El moscardón. En esemomento, él dejó de silbar,carraspeó para aclararse lagarganta y comenzó a hablar:

—Creías que estaba muerto.No fue una pregunta, sino la

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simple afirmación de un hecho.Ella no contestó. Alguien

apretaba y aflojaba sucesivamenteuna cinta de terciopelo en torno a sucabeza, la apretaba y volvía aaflojarla. Los ruidos callejeros,presentes todo al tiempo, pero queno había escuchado hasta esemomento, iban ganando enintensidad —el silbato de unpolicía, el motor de un camión, elgemido, a lo lejos, de una sirena—,hasta formar un crescendotumultuoso que amenazó con

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ensordecerla. «¡Si sólo lograseenfocar la vista en algo, encualquier cosa! —pensó—, enalgún objeto detenido...» Si pudieraconcentrarme en algo e ignorarlehasta que la carrera del taxi acabe...Ah, si así fuera, todo estaría enorden.» Pero no pudo mirar haciaJim; incluso al mirar por la otraventanilla veía un débil yfantasmagórico reflejo de su rostrosaturnal, y en la superficie de vidrioaparecían sus ojos burlones. Y simiraba al frente, sólo alcanzaba a

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ver la nuca del conductor, sulicencia de conducir con unafotografía en la que figuraba unrostro de aspecto rufianesco, y eltaxímetro que hasta el momentomarcaba 00 dólares 40 centavos.

—Creíste que me habíasmatado.

En la nuca del taxista se habíaposado una mosca. Se movía sincesar por el cuello de la camisa,sobre las arrugas de la piel, pordebajo del nacimiento del cabello.¿Por qué no se la apartaba de un

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manotazo? ¡Tenía que estarsintiéndola, sin duda! Un poco másy ella misma la hubiese sentidosobre su nuca, produciéndole unosespantosos escalofríos. No; depronto lo entendió: no estabaposada sobre la nuca del taxista,sino sobre el cristal que le separabade ellos dos. ¡Eso era! La moscadeambulaba sobre el cristal deseparación, aunque en un primermomento le pareció verla posadasobre la nuca del taxista. Otroejemplo más de cómo nos engañan

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los ojos...—¿No te interesa saber qué

ocurrió en realidad?Jim Shad le hizo la pregunta

lenta y maliciosamente. Ella supoque con sólo mirarle en ese instanteadvertiría las huellas de una sonrisaen las comisuras de su boca.Siempre había disfrutadoaguijoneando a los demás; elantagonismo era, para él, la sal dela vida. Pero en esa ocasión nopodía permitirse un acceso decólera... Era mucho lo que dependía

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de que ella mantuviera la calma, eldominio de sí misma. Volvió amirar el cristal en busca de lamosca, registró el pedazo delcristal de separación que alcanzabaa ver sin mover la cabeza,justamente a tiempo de verlaflexionar las patas y levantar elvuelo.

—Tengo un cartapacio llenode recortes de prensa —decía Jim—. Entre unos y otros, hay unascuantas historias tremendamenteinteresantes. —Volvía a pronunciar

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las palabras de forma desmañada y,así, lo que decía iba tornándosemás siniestro—. Hay unos cuantostitulares bien grandes, negros, delos que te meten el miedo en elcuerpo: titulares referidos a usted,señora, que a unas cuantas personaspodrían interesarles un montón...

El taxi había hecho un alto enel trayecto, obligado por elsemáforo del cruce de la calleCuarenta y dos. A un lado del taxihabía un autobús de dos pisos, alotro un camión... No podría saber

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cuál era la densidad real del tráficosin mirar a su alrededor, sin mirarlea él. Y si le miraba a la cara, temíaque ocurriera lo mismo que habíaocurrido tantas veces en el pasado:que cedería ante él. Volvería adejarle hacer lo que quisiera. Todovolvería a empezar. No, no podíaatreverse a correr semejante riesgo.

Él seguía en lo suyo medio enbroma, con su tono trivial desiempre, chapurreado, adrede; suvoz, cálida y musical, inclusocuando hablaba de aquel modo

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tenía el matiz seductor que daba asu manera de cantar un aire desencillez, de veracidad, deauténtica calidad. Sólo que lo quedecía en ese momento no erasencillo, no era siquiera bueno, sinoterroríficamente cierto.

—No consigo entender porqué no te interesa lo que te estoydiciendo. Sé que te interesaría, ymucho, con sólo echar un vistazo alas ilustraciones que salieron en losperiódicos cuando decidieronbuscarte por todo el país. Les dejé

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algunas de tus fotografíasprofesionales... Ya sabes, aquellasfotos que te sacaron con aquelvestido tan coqueto, un tanto ligeroy atrevido, pero coqueto de todastodas; aquel vestido azul que teponías tan a menudo...

Arrancó de nuevo el taxi,lanzado a la carrera, en tanto elconductor zigzagueaba por entre eltráfico, decidido a ganar unossegundos, atravesando de ese modola calle Cuarenta y tres, la Cuarentay cuatro, la Cuarenta y cinco. Con

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la mirada fija en el taxímetro, quemarcaba 01 DÓLARES 05CENTAVOS, decidió obligarle aponer sus cartas sobre la mesa.

—¿Vas a intentarchantajearme?

Él permaneció en silenciounos instantes, durante los cualesatravesaron otras dos calles y sedetuvieron en otro semáforo, muycerca de Radio City. «El Plaza estáen el parque, es decir, en la calleCincuenta y nueve: otras diezmanzanas, dos semáforos más —

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pensó—. Si consiguiera darle elpego hasta entonces... Él cree quevivo en el Plaza, y no se esperanada... Seguramente conseguirérehuirle...»

—Me sorprendes, Ellen. Mesorprendes y me desazonas —dijo,prescindiendo de nuevo de suacento coloquial. Ella nunca sehabía dado cuenta de lo muyefectivo que podía ser utilizar dosvoces diferentes, una para lasamenazas y otra para las zalamerías—. Siempre pensé que tratarías

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mejor a tus viejos amigos. Queríaverte otra vez, eso es todo... Queríacharlar contigo, recordar los viejostiempos. Chantaje... Eso sí que esuna palabra fuerte. Una palabraterrible, Ellen. Deberías pensarlodos veces antes de pronunciarla.

El taxi estuvo esperandodurante lo que a ella se le antojó unlapso interminable, hasta quecambió el disco. La cinta deterciopelo se apretaba más y mássobre su cráneo, el taxímetrotictaqueaba cada vez más fuerte, la

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ruedecita blanquinegra que giraba ygiraba parecía mostrar que elmecanismo se había vuelto loco,pues diríase que retrocedía altiempo que avanzaba. Lo pensólentamente y decidió que no era elmomento de decir palabra, que erapreferible ganar tiempo, obligarle arepetirse, cosa que conseguiría consólo permanecer callada.

—Ya entiendo por qué tepreocupa la posibilidad de unchantaje —dijo cargando el acentosobre la última palabra,

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regocijándose en el eco creado—.Tu marido es un hombre muyimportante, el director de una de lasorquestas sinfónicas más antiguas ycon más solera de todo el mundo...Un hombre con una reputación quedefender. Y, puestos a pensarlo,también tú tienes una sólidareputación, Ellen, un buen nombreque debes conservar inmaculadoante tu público. Ha pasado muchotiempo desde que diste tu últimoconcierto... Mucho tiempo desde laúltima vez que los periódicos

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hablaron de ti. Sí, ahora que lopienso, entiendo perfectamente porqué te preocupa tanto un chantaje.—Hizo una nueva pausa, como sisopesara la palabra en cuestión—.No sería ni mucho menosagradable, ¿a que no? No, no podríaser agradable que los periódicosvolvieran a airear aquellas viejashistorias. La gente lo iba a pasarigual que en un circo romano, Ellen.Y tú no podrías hacer lo que se dicenada, nada de nada, para impedirlo.

Rugió el motor del taxi; el

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conductor, impaciente, parecíalibrar una carrera contra sí mismo.Cambiaba de marchadespiadadamente, triturando la cajade cambios, que emitía un ruidoáspero de cuando en cuando. El taxiavanzó dando tirones, perdióvelocidad, se detuvo en seco y eltaxista soltó un improperio. Elautomóvil que iba tras ellos hizosonar el claxon, y a su lado pasó unmonstruo amarillento y verdoso, unautobús igual que la tortuga en elmomento de rebasar a la liebre.

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Ellen contuvo la respiración,sintiendo en el oído el claqueteodel taxímetro, y clavó las uñas en elasiento de cuero, con la esperanzade que el taxi no se hubiesequedado averiado, con la esperanzade que volviese a arrancar. A lapostre, así fue, pero sólo despuésque otro autobús y variosautomóviles más lo rebasaranemitiendo bocinazos, como simanifestaran su desprecio. Pordesgracia, una vez que se pusieronde nuevo en marcha tuvieron que

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avanzar muy despacio, y dejaronatrás las calles Cuarenta y seis yCuarenta y siete poco a poco,detenidos de nuevo por culpa de unsemáforo.

—Sí —dijo Jimmy—.Entiendo de sobra por qué tepreocupa tanto un chantaje. Lo queen cambio no entiendo, señora mía,es por qué te pasa por la cabeza queyo podría rebajarme achantajearte...

Hizo una pausa, y dejó que laúltima palabra revoloteara por el

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aire.Ella no dijo nada. El taxi

volvía a moverse, esta vez ensilencio. El taxista descubrió unhueco entre el flujo de vehículos,giró el volante como un poseso y seintrodujo por aquella vía de escape.Las manzanas fueron quedandoatrás a buen ritmo: la calle Cuarentay ocho, la Cuarenta y nueve, laCincuenta, la Cincuenta y uno... ¡Aese ritmo, incluso lograrían llegaral Plaza!

Pero no pudo ser: tuvieron que

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detenerse ante el semáforo de lacalle Cincuenta y dos. El tráficovolvió a esperar y se detuvieron amitad de manzana.

—¿No vas a contestarme,Ellen?

¿Cómo iba a contestarle? En loúnico que acertaba a pensar era enla fuga, en huir del taxi, de aquellosmatices contrastados de que hacíagala su voz insolente, de aquellapronunciación sureña y arrastrada yde la brutal precisión propia de susegunda forma de hablar. Siete

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manzanas más y habría llegado alhotel; siete manzanas más, unsemáforo o con mala suerte dos. Eneso era en lo único que podíapensar, y de eso no podía hablarle aJimmy. Era más que posible que élhubiese adivinado cuáles eran susplanes, y probablemente habíaideado ya un medio de impedírselo.

Volvió a silbar suavemente,pero con ilación. Silbó de cabo arabo El moscardón, y acto seguidovolvió a hablar, arrastrando lassílabas con un tono musical, de

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modo que a ella le dio la sensaciónde que sus palabras brotaban de lavieja canción.

—¡Ah, cuánto me gustabas conaquel vestido, Ellen! Era de lo másatrevido.

A ella sé le arreboló la cara, ysintió un calor en la piel inclusodebajo de la ropa. Él la observabacon mirada implacable, como si letomara la talla, como si midiera aaquella Ellen que tenía delante paracompararla con la Ellen que habíaconocido años antes, a la cual

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volvía a ver con aquel vestidoescueto, diáfano. Ella deseó apartarla mirada, pero no pudo, fuera porlo que fuese. Sus ojos hicieronfrente a la mirada de él. Sustemperamentos también seencontraron de frente y chocaron eluno con el otro. Entonces él seaproximó a ella y, antes que ella sediera cuenta de lo que iba asuceder, la tomó en sus brazos.

Se sintió como en un rincónconocido. Sus brazos eran tanfuertes como ella los recordaba, su

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boca igual de franca y subyugante.Ella se desperezó por dentro —unagata, cálida y gordezuela atravesóuna habitación, estirándose conademán orgulloso, perezosamente—y recibió su beso. Y en ese mismoinstante le sobrevino la negrura, unanegrura arrasadora y henchida, quese aferraba a ella, que lareclamaba, si bien amistosa, nuncahostil. Cedió a esa negrura. Eseregreso a las tinieblas fue como unabienvenida de vuelta a casa, unabandono a la placidez del olvido.

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Allí no había amenaza posible, nosintió en ningún momento laagobiante excitación propia de lasotras veces que se había encontradosumida en aquel pozo; se dejó irbajo la superficie de aquel mar, seabrigó con la niebla de aquellanoche que volvía a engullirla. Antesle había parecido vasta,incalculable, informe,incognoscible; una auténticacatástrofe, y por ello había peleadocontra la negrura, se habíaesforzado por regresar al punto de

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partida, había luchado con denuedopor volver a flote, por alejarse deaquella fuerza que la arrastrabahacia abajo, y mantenerse de esemodo a salvo. Sin embargo, estavez el negro océano se le antojólimitado, con forma y sustanciapropias, lleno de significado... Unestado de beatitud al cual sesometió, de manera tan inequívocacomo cuando abandonaba laconsciencia para sumirse en elsueño, y se unió a él de todocorazón, igual que cuando, de niña,

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se encaramaba al regazo de supadre, regocijada ante su paulatinapérdida de identidad.

Su padre había sido un hombrede carácter fuerte, poco amablepero apasionado. Había abarcado asu familia y la había encerradodentro de los límites de su propiapersonalidad, para darle el mundotal como él lo había visto. Sumundo era más bien escaso demiras: se centraba en suestablecimiento, con sus estantesllenos de libros y sus objetos de

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papelería, sus empleados mansos yrecatados, su fachada académica,con escaparates de cristalemplomado y un cartelón que sebalanceaba, crujiendo, los días deviento; sin embargo, su mundohabía supuesto una intensaexperiencia, tanto para su hija y supaciente esposa como para élmismo. Las dos habían atendido asus clientes, su mujer había llevadolos libros de contabilidad y sehabía encargado de pagar lasfacturas con su dolorosa y aseada

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caligrafía, mientras Ellen sededicaba a quitar el polvo y fregarlos suelos, engrasar lasencuadernaciones de cuero, hacerrecados y embalar los paquetes. Ellibrero había asistido a los grandesacontecimientos de su madurez através de la lente de aumento de sucomercio, para referirse a la guerra,a pocos años del armisticio, como«aquellos años en que guardábamosen el sótano todo lo alemán». Sudécada de prosperidad se concentróen sus viajes anuales, en verano, a

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Europa, viajes que a Ellen le habíansupuesto largos y acalorados díasen el interior de la tienda, mientrasayudaba a su madre a llevar elnegocio en ausencia del padre, alcuidado de cajones enteros devolúmenes mohosos, de carpetas degrabados procedentes de Francia,de magníficas encuadernacionesque había que mimar durante loslargos atardeceres del invierno.

Hasta los propiosacontecimientos de la ciudad en quevivían les llegaban filtrados a

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través de los contactos quemantenía su protector con susclientes. El incendio de un almacén,a resultas del cual cuatro obreroshabían perdido la vida, y que losdemás habitantes de la localidad sehabían reunido a contemplar,admirados al ver cómo encendía lanoche, lo comentó al desgaire elreverendo Swayer el día que lescompró una colección de JonathanEdwards. El padre, aquella mismanoche, durante la cena, lo mencionócon igual despreocupación, al

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comentar cómo, mientras cerraba laoperación con el reverendo, habíadescubierto que una de las barbasdel papel estaba ligeramentecubierta de polvo. ¡Cuántavergüenza había pasado y cuántoprovecho le había sacado el cura alincidente! Todo lo que sabían de lapolítica, del extranjero, de losasuntos de la localidad, brotabagota a gota, de uno u otro modo, deaquel imparable flujo deinformación que constituía la ventade libros... Pues todo lo que leían

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—lo poco que leían— eran losvolúmenes estropeados, los que nose podían vender, o aquellos otrosque, por la razón que fuese, caíanen desgracia o perdían la estima desu dueño y eran devueltos,calificados de mercancíainadecuada. Su padre teníaverdadero orgullo por su habilidadpara descubrir cuándo se habíaleído un libro y cuándo no, y elmero hecho de haber sido objeto deuna hojeada le hacía perder valorautomáticamente. «Los libros son

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bienes tan perecederos como loshuevos o la mantequilla —solíadecir—, y por tanto debenmanipularse con exquisitocuidado.»

La negrura, el torbellino,otrora aterrador —pero en estaocasión sosegante—, la neblina...Todo ello se hallaba íntimamenteengarzado con esto, así como consus otros recuerdos: los díaspasados en la escuela, cuando losotros niños se burlaban de ella porsu afectación al hablar y la excluían

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de sus juegos por su extravagantemanera de vestir; el piano verticalque su madre había heredado de untío carnal, y el maravilloso espectrode sonido, los colorescontinuamente cambiantes de lasnotas y los acordes, los silenciosmomentáneos y el deslumbranteesplendor de las sonoridades cadavez mayores que le había permitidoevocar... El piano la había ayudado,y mucho, a ganarse su liberación dela tienda, aunque no bastó paradejarla remontar el vuelo y alejarse

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de su padre, pues éste, por razonestan inescrutables como las quesubyacían en sus restantes pasiones—la tienda, la familia, su personaderecha y varonil—, compartía conella su hambre de música, y se leplantaba detrás, con las manos a laespalda, para oírla ensayar, listopara dedicarle un gesto dereprensión o disgusto tan prontoequivocase una nota, o a propinarleun doloroso tirón de las trenzas encuanto diese muestras de pereza oapatía.

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En ese momento la vigilabamuy de cerca, mientras ella soñabatodo eso; descollaba encima deella, obligándola a cumplir con suvoluntad. Ella arqueaba los dedos,atacaba, aporreaba el enigma de lasteclas, las viejas y tensas cuerdaspropagaban sus largas, intensasvibraciones, las armonías y lossostenidos, los dolorosísimosritmos. La sombra de su padre seproyectaba sobre ella y la envolvía.Él era el mar, la noche, la imagenamenazadora, aunque benévola,

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contra la cual tenía que defenderse,por más que en el fondo sesometiera. Y allá al fondo, clara yalejada de la noche, sonaba otramúsica, una serie de frasesarmónicas, una serie de notasgrabadas al aguafuerte entonalidades metálicas que eran, porencima de toda consideración, algocompleto en sí mismo, algo encontacto pleno con una sencillez yperfección, con una esencia, algoque no le perteneció ni entonces niahora, pero para lo cual estaba

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delineada ella, a lo cual estabaconsagrada en cuerpo y alma. Sinembargo, el aria que había oído sehallaba en flagrante conflicto con lanegra y envolvente sombra, por locual no podía surgir de ella, yparecía existir por completo almargen, en un tiempo del tododiferente. Todos estos dulcessonidos nada tenían que ver con laacogedora presión que sentía, conla cálida e inmediata negrura, conel semblante frío y aséptico de supadre, ya muerto, apoyado sobre un

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almohadón color albaricoque yenvuelto en una fétida atmósfera derosas, con los cortinajes fúnebresque ocultaban la forma de algúnpariente arrodillado. Los sonidospersistían a despecho de lassacudidas, de la alarmante,machacona intrusión de unadisonancia más extraña si cabe; unabarahúnda ruidosa y caótica queterminó por disipar la negrura amerced de una corriente de luzsolar resplandeciente, un alborotoque tomó forma, en definitiva, sobre

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las imágenes y no sobre la música,en un mundo de cuero negro llenode estrellas, en un rostro de cueroocre, en una ruedecita blanquinegraque claque— teaba como si sehubiese vuelto loca, como unaruleta enloquecida, así como en unavoz gutural y altisonante que legritaba, por segunda o quizá terceravez:

—¡Señora, hemos llegado alPlaza! Aquí me dijo que la trajera.Oye, tío... ¿estás seguro de que seencuentra bien?

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Y otra voz —una voz suave,de tenor, que conocía tan bien queno podía atemorizarla—, decía enese momento:

—Me parece que sí; lo quepasa es que ha tenido un desmayo.Ya recupera el sentido. Verás comode aquí a nada está más contentaque unas pascuas. En fin, graciaspor todo.

Ella entreabrió los ojos.Jimmy le sonreía con dulzura.Acababa de entregarle al taxistaalgún dinero, y el hombre se había

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dado la vuelta. Ella se dispuso alevantarse, pero el brazo de Jimmyla retuvo, la obligó a permanecersentada. Este amago de dominio lerecordó su decisión, le devolvió suresolución, la llevó a intentarzafarse de él. El dejó la guitarra aun lado y la ayudó a bajar del taxicon ambas manos. Caminaron eluno junto al otro, ella del brazo deél, hacia el portero.

—Esta señora ha sufrido undesmayo —dijo cadenciosamenteJimmy al portero—. ¿Quiere

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encargarse de ella mientras voy apor mí instrumento?

El portero la ayudó a subir losescalones mientras Shad volvía altaxi.

Tan pronto terminó de subirlos escalones, se desprendió delportero y dio la vuelta en redondo.Sus movimientos se le antojaronlentos y pesados, y también lepareció que Jimmy avanzaba haciael taxi con verdadera lentitud. Esaescena, bajo el crudo resplandordel sol, se le antojó irreal, teatral.

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«Este hotel ante el que meencuentro no es un hotel conocido,un hotel al que haya venido otrasveces a cenar o a bailar, sino untelón de fondo... Este hombre, consu librea, no es en realidad unportero, sino un actor algoenvejecido, y ese hombre al queobservo, el hombre que abre laportezuela del taxi y recoge suguitarra no es en realidad Jim Shad,sino el galán de la película.» Sinembargo, en cuanto esto se le pasópor la cabeza, en cuanto procuró

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convencerse de que la conversaciónque había mantenido en el taxi nohabía tenido lugar, sino que habíaformado parte del sueño que habíatenido al desmayarse, su yo frío yescéptico se acuarteló y pasó a laacción. Se volvió al portero —era,ciertamente, un viejo, un hombrecon la cara colorada y rolliza y losojos de un azul transparente— y ledijo:

—¡Ese hombre se ha dedicadoa importunarme! ¿Será tan amablede impedirle que me siga?

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Y sin darle tiempo a contestar,pues esperó sólo lo necesario paracomprobar que sus cansados ojosse encendían de indignación, entrócorriendo en el oscuro, frescovestíbulo del hotel, para internarsepor un pasillo que conocía de sobray salir por una puerta lateral.Encontró allí mismo otro taxi.

Dio su dirección al conductory se retrepó en una esquina delasiento, para que nadie la vieradesde la calle. Sus temores enmodo alguno habían terminado, si

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bien supo que se hallabarelativamente a salvo de Jim. Pordescontado, conseguiría saltarse alportero; a saber qué mentiras lediría, y tal vez incluso le metiese unbillete en el bolsillo. Para entonces,sin embargo, ella habría ganadounas manzanas de ventaja: lo únicoque le aseguraba el éxito de la fugaera ese retraso, esa mínima dilaciónque logró imponer a su perseguidor.

¡Al menos, de momento!Suspiró y se llevó a la sien la manohelada. ¿Qué haría él a

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continuación? ¿Iría a ver a Basil, acontarle la verdad de los hechos?De momento, no. Primero intentaríapor todos los medios volver a verlasi lo que buscaba era el dinero. Yprobablemente lo era, por más quelo hubiese negado. Claro que ¿cómono iba a negarlo? ¿Acaso no erapropio de su forma de ser el hacerlas cosas de manera sesgada,forzando a los otros a inferir de susacciones lo que en realidaddeseaba?

Pero ¿y si decidía ir a ver a

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Basil? Metió la mano en el bolso y,con los dedos temblorosos, sacó uncigarrillo. Si le contaba a Basil conpelos y señales lo ocurrido... Nisiquiera se aventuró a considerar loque sucedería. Basil se habíacomportado de forma bien pacientey... ¿Cuál era la palabra que sesolía emplear para referirse a unamujer que se aprovechaba de suesposo? Una mujer insufrible, esoera. Él se había prodigado con todasuerte de amabilidades ydeferencias mientras duró su

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prolongada enfermedad. ¡Y en elpreciso instante en que estaban apunto de recomenzar su amor, teníaque aparecer, así de repente, JimShad!

Miró por la ventanilla y cayóen la cuenta de que le faltaba tansólo una manzana para llegar a sucasa. Una súbita aprensión, unimpulso repentino de velar por suseguridad, la llevó a repicar en elcristal que la separaba del taxistapara hacerlo parar. Le pagaría allímismo y recorrería a pie el trecho

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que le faltaba. De ese modo podríaasegurarse de que no la seguíanadie.

Al cruzar la avenida vio queotro taxi estaba aparcadoexactamente en el portal de su casa.

Bien podría no significar nada,pero podría ser una señal depeligro. Aminoró el paso, titubeó acada poco y esperó para comprobarquién entraba o quién salía. El sol,que había permanecido oculto porel perfil de los rascacielos, asomóde repente por el oeste y sus dedos

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encarnados prendieron fuego a lacalle, iluminándola de forma hartomisteriosa. Y alguien abrió lapuerta de su casa y bajó lasescaleras, corriendo, para subirseal taxi.

Lo vio un brevísimo instante ybajo aquella luz, pero discernióaquel perfil, un perfil marcado porla juventud, con una gracia demovimientos inolvidable. Cuandoalzó la vista para precisar de quépuerta había salido aquellamuchacha, se encontró con que

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todas estaban cerradas. Y cuandovolvió a mirar el taxi, éste ya habíaarrancado.

Al emprender de nuevo lamarcha a casa, a paso más vivo,Ellen no pudo evitar acordarse delo que le había dicho el doctor.«Puede que su marido hayaconocido a alguien durante estosdos años. Tal vez tenga ustedrazón... Puede que haya cambiado.»Cuando abrió la puerta con su llave,se dirigió de inmediato a la consoladel vestíbulo, abrió de un tirón el

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cajoncito y registrómeticulosamente las postales y lascartas que contenía.

Ya no estaba allí, por más quela hubiese encontrado en el mismolugar pocos días antes, aquellacarta con un sobre que olía alavanda, con una interesantecaligrafía femenina. No le cupoduda de que la había visto allímismo: en eso no se equivocaba,pues el penetrante perfume de lacarta todavía flotaba vagamente,provocativamente, en el interior.

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Pero la carta había desaparecido.

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Al subir la tapadera del buzónla notó fría. Observó por última vezel sobre cuadrado con su propiacaligrafía, vio cómo resbalabansobre la superficie las gotas delluvia, cómo se formaban loscírculos de humedad, cómo seextendían. De mala gana, soltó latapa y oyó el ruido que hizo alcerrarse. La carta había emprendidosu curso; ya nunca podría

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recobrarla. ¡Mañana mismo él latendría entre sus manos y la leería!Este pensamiento la complació y lallevó a mirar a su alrededor, paraver si alguien se había fijado en loque acababa de hacer.

La calle del pueblo trazabauna curva, y estaba desierta deltodo. Las ramas bajas de los roblesque flanqueaban ambas acerasestaban cargadas de lluvia. Lashojas se inclinaban vencidas por elpeso del agua, y tronco abajocorrían negros riachuelos. ¡Tenía

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que volver cuanto antes al colegio;si no, la iban a matar! Se arropócon su impermeable y se dispuso arecorrer la calle. ¡Qué tontería porsu parte prestar tantísima atención auna carta insignificante! Se rió de símisma, y una gruesa gota de lluviale corrió por la nariz y lehumedeció los labios, haciéndolareír aún más. Un hombre famosocomo Jim Shad jamás se fijaría enla nota que le enviaba unacolegiala. Sin embargo, con unpoco de suerte... Nunca se sabe... Y

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si se fijase, si quisiera concederleuna entrevista para el Noticiariodel Conservatorio, ¡qué celosa ibaa ponerse la listilla de MollyWinters!

Esta esperanza le dio calorcon el que protegerse de la fríalluvia de primavera. Se puso atararear el aria de Bach que habíahecho suya. Cada vez que latarareaba solía sentirse muchomejor, pues le resultaba de lo másapropiado. Le encantaba el modo enque ascendía y descendía; esa

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tranquila dignidad, la facilidad conque discurría, los gorjeos y lasnotas decorativas. Sin embargo,suspiró, nunca aprendería a tocarla—¡y para qué hablar de tararearla!— tal como la oía en su interior. Elseñor Smythe le dijo que un día sí,que un día podría tocarla tal cual;que lo único que debía hacer erapracticar, practicar y practicar; quenunca había tenido una alumna consemejante talento innato. Claro queel divertido señor Smythe, con suscabellos rizados, sin poder taparse

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nunca la calva, era en el fondo unviejecito adorable. Ella le gustaba;eso debía de ser todo.

Se le ocurrió la idea deescribir a Jim Shad dos semanasantes, cuando se escabulló conMolly y con Ann después de que lasupervisora se hubiese acostado.Las tres cogieron un taxi para llegara Middleboro. Antes ya le habíanoído por la radio, y llevaban variosmeses planeando ir una noche alGato Negro a verle tocar. El únicoproblema consistía en que el Gato

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Negro era una popular taberna enlas afueras de Middleboro, a diezmillas del conservatorio, y que alas chicas no se les permitía salirdespués de las once de la noche, nisiquiera los sábados. Por si fuerapoco, el sitio era más bien caro: laúltima vez que fueron les costócinco dólares, aparte el precio deltaxi de ida y el de vuelta, más unascuantas Coca-Cola que salían acincuenta centavos cada una. De nohaber sido porque Molly acababade recibir su paga mensual, no

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habrían podido ir ni de broma.Ellen se encargó de averiguar a quéhora se iba a la cama la supervisoray por dónde era posibleescabullirse sin despertarla.

Claro que Jim Shad valía lapena. ¡Era sencillamenteimpresionante! Alto, flaco, con lacara curtida por el sol y un cabellooscuro y rizado que le caía sobre unojo. Cantaba con voz de tenor,melodiosa, muy, muy lentamente ycon suavidad, pronunciando lasletras de forma algo arrastrada, de

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manera que daba la impresión deestar cantando exclusivamente paraun solo interlocutor. A Ellen legustaban mucho sus canciones: unaseran inglesas y tenían varios siglosde antigüedad, mientras otrasprocedían de las montañas deKentucky y de Tennessee o demucho más al Oeste. Se acordabade una en concreto mucho más quede las otras: su letra se refería a Elmoscardón. Esa canción le gustabacasi tanto como el aria de Bach.

Era lunes, lo cual quería decir

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que recibiría su carta el martes y,caso de contestar a vuelta decorreo, a ella le llegaría elmiércoles, o el jueves a lo sumo.¡Ah, qué no daría por ver la cara deMolly Winters en ese mismomomento! ¡Qué celosa iba aponerse en cuanto se enterase deque Jim Shad le había escrito a ella,a Ellen! Entonces, cuando fueran alGato Negro a ver a Jim Shad,Jimmy —a ella le gustaba llamarleJimmy, aun sin que nadie losupiese, si bien, evidentemente,

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tendría que llamarle señor Shadpara mostrarse cortés— seacercaría a su mesa y hablaría conella. Y todo lo que le dijera,excepto las partes más especiales,lo sacaría en la entrevista quepensaba publicar en el Noticierodel Conservatorio. ¡Oh, era tanmaravilloso que apenas podía creerque fuera cierto!

La lluvia empezó a caer deforma torrencial. Por la callebailoteaban grandes, ondulantes,neblinosos telones de lluvia que

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descargaban sobre ella y sumergíanlas farolas como si fuesen globosdel luz helada. Echó a correr ysintió que sus zapatillas deportivas,con suelas de goma, hacían un ruidoextraño, rítmico, una especie dechapoteo sobre las acerasresbaladizas, mientras sedesbordaban las alcantarillas,encenagadas por el chaparrón. Si lalluvia le calase el bonete, cosa queya le había ocurrido otras veces,los rizos le desaparecerían delpeinado; así pues, debería volver a

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la peluquería el mismo sábado.Como no tenía dinero suficientepara la peluquería y para ir al GatoNegro, siguió corriendo más y másaprisa, sintiendo que el corazón lelatía al galope y que la lluvia lehacía daño al azotarle la cara. Elúltimo tramo de su recorrido eracuesta arriba. Cuando llegó alporche bajo, de blancas columnas,cada inspiración le suponía unadolo— rosa punzada. Permanecióun instante quieta en el porche quebarría la lluvia, observando los

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columpios y el tobogán que relucíanbajo la lluvia, antes de restregar loszapatos contra el felpudo y abrir lapuerta.

Su padre, alto, como unespectro, le bloqueaba la entrada.Tras él vio el estrecho vestíbulo desu casa, y sintió el olor empalagosoy punzante, un olor a flores queimpregnaba el ambiente. ¡Pero nopodía ser...! ¿Acaso no habíaechado al buzón, pocos minutosantes, una carta, para volver a todocorrer al colegio, en la ciudad en

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cuyo conservatorio estudiaba?¿Cómo era posible que al abrir lapuerta del colegio se diese demanos a boca no con el ampliopasillo y las escaleras tapizadaspor una alfombra roja a las que tanacostumbrada estaba, no con elrostro ancho y complaciente de ladirectora, sino con el semblantesevero y colérico de su padre?Perpleja, sin entender lo queocurría, avanzó paso a paso,procuró colarse junto a su padre, lavista fija en los charcos que se

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formaban sobre la alfombra graciasal agua que chorreaba su bonete ysu impermeable.

Sintió que algo o alguien leaferraba del hombro, que se loapretaba con fuerza, y se sintióatraída hacia su padre; sintió eláspero, endurecido contorno de sucuerpo. El penetrante olor de lasflores, cierta insinuación depodredumbre, le punzó las fosasnasales y le produjo una náusea. Lavergüenza y el resentimiento lahicieron sentirse algo rígida, pero

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valiente. Con toda su fuerza devoluntad, se negó a levantar la vistapara mirarlo. En alguna parte, talvez allá arriba, alguien practicabauna escala y la repetía una y otra yotra vez, y siempre fallaba en lamisma nota. Mientras aguzaba eloído, percibió la voz de su padre,seca y metálica, acatarrada.

—¡Desvergonzada! ¡Eres unadesvergonzada! ¡Mira que salir porahí mientras tu pobre, tu santamadre acaba de morir en casa! ¡Quémanera de andar por esos

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andurriales, como una perdida!¡Háblame! ¡Dime algo, lo que sea!¡Di— me dónde has estado!

Ella, pese a todo, no dijo nada.Al contrario, las airadas palabrascon que quiso contestar se leatascaron en la garganta, rebotaroncontra sus tensos labios. Empujócon toda su fuerza para zafarse desu brazo, atravesó el vestíbulo a lacarrera y subió las escaleras a todaprisa. Él corrió tras ella, le silbabala respiración por entre los dientes,la cogió y la atrajo hacia sí con

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fuerza, para colocarle la mano en labarbilla y forzarla a levantar lamirada, pellizcándola bruscamente.Ella no estaba dispuesta a abrir losojos, ni a mirarle, y tampoco loestuvo cuando él se puso amaldecirla en voz baja, a decirlecosas cuyo significado elladesconocía, mientras le empujabala cabeza hacia atrás, cada vez más,hasta que todo empezó a darlevueltas y las negras profundidades,como un animal peludo, como unmanto suave, como el sueño de la

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noche, la envolvieron...Después tuvo conciencia de

estar arrodillada en una salaatiborrada de flores, las manospegadas a los costados, sintiendo elespeso y dulzón aroma de las floresa su alrededor, cercándola,encerrándola junto con aquello quehabía en un ataúd. La habíanobligado a mirar aquello, aquelpedazo de carne fría e inanimadaque había sido su madre, lospárpados pálidos y cerúleos, lasmejillas maquilladas, los labios que

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sonreían de forma insípida, de unmodo como nunca se habíancurvado en vida. Los dos, su padrey el sacerdote, con palabras suavesy aduladoras, la obligaron a besaraquellos labios, e insistieron en queprobara el tacto de aquel cuerpohelado. Luego, mientras a susespaldas murmuraban los conocidosy los amigos, un murmullo como elde una multitud de romanoscongregados en el anfiteatro a laespera del comienzo delespectáculo, se hincó de rodillas,

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temblorosa, y cerró los ojos, perose negó a juntar las manos parasimular una plegaria,manteniéndolas rígidas a uno y otrolado, mientras la tonante voz delsacerdote entonaba el panegírico:

«... Una buena mujer, que harecorrido con nosotros un buentrecho del camino, una mujer a laque todos conocíamos y queríamos,una mujer que ha cuidado de suhija, que la ha nutrido y la haprotegido y que ahora, una vezconcluido el período que le fuera

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asignado, ha entregado la sal de lavida a esta niña, se la ha ofrecido, yle ha ofrecido con ella vivir la vidade los justos que ella misma havivido; la ha invitado a conducirsecomo ella, a ser hija de su madre ya vivir en presencia de Diosdurante todos los días de su vida...»

Aquellas palabras lahorrorizaron, dieron vueltas y másvueltas en su cabeza como si fueranmonstruos horrorosos y asesinos.Con los ojos aún cerrados, lasmanos pesadas e inertes, se levantó,

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vacilante, y se dio la vuelta. La vozdel sacerdote proseguía su prédica,como el zumbido mecánico de unamáquina que fabricase un tonodeterminado, una exhalación; lacongregación de amigos y parientessuspiró al unísono, exhaló unsuspiro enorme y entreverado declara desaprobación. Abrió los ojosy se enfrentó a todos ellos, a aquelamasijo de ropas, lleno de bultos,brazos y piernas, y de globossonrosados que en el fondo eran susrostros. Les hizo frente durante un

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momento, un momento en el cualuna cápsula de terror fluyó por susvenas, inmovilizándola,convirtiéndola en un abrir y cerrarde ojos en el acompañante másidóneo de aquello que había en elataúd. Acto seguido echó a correrpor el pasillo, dejó a un lado a lahija del vecino, que remoloneabasobre el piano, para salir alvestíbulo y subir las estrechasescaleras. Al llegar al rellano, oyóque su padre la llamaba, oyó quetoda su cólera rebotaba contra las

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paredes de la casa y se propagabaen ecos desiguales, como sicomenzara así su existencia en ellimbo. Y supo entonces que ya eratarde para volver, que, tras lahuida, debía continuar corriendo,que una vez abandonado aquelescenario era imposible volverpara formar parte de todo aquello.Por eso siguió corriendo por lospasillos del segundo piso, pasillosque ni siquiera se paró ainspeccionar, tras abrir una puertade golpe, impulsada por su propio

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terror. Y se encontró no en suhabitación, en su casa, sino en suhabitación del colegio, a salvo,segura, envuelta por la penumbra deun lugar conocido que todavía noestaba impregnado de la irapaterna; un lugar alejado tanto porel espacio como por el tiempo,lejos de la casa en la que habíatranscurrido su infancia, la casa delrencor y la muerte, del dulcemiasma propio de las flores delfuneral.

Molly Winters, su compañera

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de habitación, estaba sentada antesu mesa de trabajo, con la cabezaapoyada en la mano, adormecidasobre el texto de orquestación que,por lo visto, había estadoestudiando. A causa del impulsoque llevaba, cerró de un portazo,despertando de ese modo a Mollyque sobresaltada le preguntó contono de reproche dónde habíaestado.

—Fui a echar una carta alcorreo. Llueve muchísimo.

Se acercó al armario, en el

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cual colgó su gabardina y su bonete,ambas prendas empapadas, paramirarse en el espejo y ahuecarse elcabello con ambas manos,preocupada por si habíandesaparecido las ondas. No; porsuerte todavía conservaba supeinado, pero ¡qué desastradoaspecto el suyo! Se dedicó acepillarse el pelo vigorosamente,sin hacer el menor caso de Molly,la cual, en cambio, no le quitabaojo de encima, como si no lahubiera visto nunca y como si nunca

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más la fuese a ver. «¡Qué tonta! —pensó—. ¡Qué celosa se pondría sisupiera que le he escrito a JimmyShad!»

—Ellen, me temo que no podréir contigo al Gato Negro el sábadopor la noche. —Molly lo dijo contitubeos, desilusionada—. Vienen averme mis padres este mismo fin desemana. He recibido carta de ellosesta tarde.

Siguió cepillándose el pelocomo si no la hubiese oído, aunquese le aceleró el pulso al escuchar

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las palabras de Molly. Si Molly nopodía ir, Ann tampoco iría, puesAnn no iba a ninguna parte a menosque fuera Molly con ella. Y si Annno la acompañaba, una de dos: oiba ella sola o se quedaba sin ir.Nunca había ido sola a un clubnocturno, y en ese momentotampoco le apetecía. No le pareciósensato. Pero había depositado enel correo la carta a Shad... Y si noacudía a la cita, perdería laoportunidad de conocerlo. Por otraparte, si fuera a verlo se encontraría

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a solas con él, sin que Ann ni Mollyse entremetieran en suconversación. Iba a ir,decididamente. ¡Por supuesto! Secepilló el cabello más aprisa, conredoblado vigor.

—¿Y Ann? ¿Todavía tieneintención de ir?

—preguntó cómo quien noquiere la cosa, procurando que suvoz no delatara la emoción quesentía.

Por el espejo vio en sucompañera de habitación una mueca

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de evidente desagrado.—Ann ha dicho que no piensa

ir si no voy yo. He intentadoconvencerla, pero ya sabes cómoes; no creo que en el fondo leinterese. Aun no es más que unpegote, no tiene la menor iniciativapropia. Lo siento, Ellen; sé que a tite apetecía mucho ir.

Se fijó en la sonrisa que vacilóen el rostro de Molly antes desustituirla por una cara decontrición algo más adecuada.«¡Vaya! ¡Si se alegra de

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estropearme los planes! ¡Pues se vaa enterar de quién soy yo!» Y, sindejar de cepillarse el cabello, ledijo:

—No te apures; yo pienso irde todas todas. Alguien tiene queaprovechar la reserva.

—Pero ¡Ellen! ¡No es posible!—El tono de voz de Molly sonódesesperado—. No puedes ir túsola... ¿Qué va a decir la gente si teve allí sola?

—¿Y qué iba a decir la gentesi nos viera allí a las tres? —Se dio

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la vuelta y miró de frente a sucompañera, disfrutando de suincomodidad—. Sabes tan biencomo yo que ninguno de losalumnos o alumnas delconservatorio debe ir al GatoNegro bajo ningún concepto. Es unacuestión sobre la cual el directorpuso un aviso en el tablón deanuncios. ¿Qué más da que vayasola o acompañada?

Molly se puso en pie y sedirigió a su cama, para desplomarsesobre ella. Comenzó a aporrear la

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almohada con el puño cerrado.—¡Ellen, no puedes! Las

chicas buenas y bien educadas novan solas a sitios como ése. ¡Lo quepasa es que quieres quedártelo todoenterito para ti sola!

Había dado por concluido elcepillado del cabello, pero siguiómirándose en el espejo. Mollyhabía vuelto a sentarse y la mirabacon expresión de reproche, la bocaprieta, los ojos encendidos deemoción.

—¿Y qué si lo que quiero es

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estar a solas con él? —le preguntó—. ¿Qué tiene de malo?

Molly no dijo nada. Se puso enpie bruscamente y se acercó a sucómoda, pasando junto a Ellen conmalos modales. Cogió un lápiz delabios y se embadurnó la boca, paraaplicarse luego maquillaje en lasmejillas. Después se dio la vuelta,cogió el abrigo del armario, sedirigió a la puerta y la abrió degolpe, airada.

—Si tienes intención de salir,mejor será que tengas en cuenta la

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lluvia —advirtió Ellen.La puerta, empero, se cerró de

golpe sin darle tiempo a terminar.Volvió a mirarse en el espejo ydedicó una sonrisa a su reflejo.Mientras observaba su rostro en elespejo, lo vio oscurecerse, titilar yensancharse. Y a lo lejos, muylejos, casi en el umbral de loaudible, una orquesta comenzó asonar: agreste, discordante, si bien,sincopado, sintió el ritmo regularde un timbal, el débil gemir de lossaxos, el estampido punzante de las

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trompetas. Se echó hacia adelantepara verse con más claridad, perocuanto más aprisa se acercó alespejo, que oscurecía a ojos vista,tanto más débil e indistinta percibíasu propia imagen. Mientras semiraba, el espejo pareciódisolverse o desvanecerse, igualque las olas dejan paso, alretroceder, a la arena de una playaque ilumina la luna, revelando asíuna profundidad, un vacío, uninterior tremendamente aumentado.Antes de tener conciencia plena de

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lo que sucedía, esa enormeextensión pareció avanzar, rodearlay cercarla... Y se encontró derepente sentada ante una mesa, enmedio de una sala de baile enpenumbra, fijos los ojos en un puntodel espacio no muy lejano de unfoco que proyectaba un plateadocírculo de luz en el suelo. A sualrededor, las parejas estabansentadas y charlaban. Oyó eltintineo de los vasos, las vocesseductoras y amorosas de loshombres, los amortiguados susurros

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y las risas desvalidas de lasmujeres. El aire estaba cargado dehumo, cerrado, y el vaso que teníaen la mano estaba frío y húmedo.Sin embargo, no se sintió incómoda,ni siquiera enajenada; todo sucuerpo temblaba de ansiedad, y elpersuasivo latir de la música quehabía terminado hacía un breveinstante dejó paso a unaexpectación que podría cortarse concuchillo, un urgente deseo deexperimentar aquello que estaba apunto de suceder.

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Sonó un aplauso, y otro, y otromás. Muy pronto, un creciente rugirde aplausos se sumó a su propiatensión en el momento en quetambién ella batió palmas,contribuyendo con ello al actopropiciatorio de la muchedumbre.El foco de luz plateada parpadeó yosciló, y de pronto barrió el suelohasta el extremo opuesto delescenario, de donde parecióentresacar un perfil alto y el barnizamarillento de una guitarra. Alguiensilbó en un rincón, y al otro extremo

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se oyó una voz femenina quegritaba: «¡Ese es mi Jimmy!»Aquella alta figura parecía tímida,casi a punto de pasar inadvertida.Se hallaba de pie y se mostrabatorpe, al filo mismo del haz de luzque proyectaba el foco, sonriendocon ademán vacilante a lamuchedumbre, antes de avanzarhacia el centro de la pista de baile alargas zancadas, arrastrando laguitarra tras él, desgarbado. Unmicrófono que relucía bajo el focoempezó a descender hasta quedar

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colgado de un cable, flotando a laaltura de su boca. Lo miró concierta indecisión y adelantó la manopara acariciarlo y decir «Hola atodos», con lo que los altavocespropagaron por la sala su voz detenor, lanzándola a las cuatroesquinas de aquella sala atiborradade humo. «Hola a todos», volvió adecir, al tiempo que acariciaba deforma vaga el micrófono y lededicaba una sonrisa conciliatoria,Como si de hecho le desconcertase.«He venido para cantaros un par de

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canciones. Supongo que son de lasque os gustan.»

Y sin terminar de hablar, antesde que sus sílabas suaves yarrastradas dejaran de volar por lasala en brazos del eco, la estentóreabienvenida que le había deparadoel público cesó por completo, y ensu lugar se hizo un silenciosobrenatural, como si alguna bestiade tamaño descomunal hubiesedejado de gruñir y rascar el suelo yse dispusiera a escuchar, conscientey perceptiva. Esta calma se hizo

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más densa hasta convertirse en unopresivo silencio, como si aquelhombre alto que se había plantadoante el micrófono hubiese lanzadoun sortilegio sobre la sala entera.Siguió sin moverse, sonriendo parasí, gozando con picardía de sudominio sobre el nutrido público,sobre la bestia. Los ojos lerebrillaban bajo el foco, bajo lacruda luz que lo había escogidoinmisericorde para extraerlo de laoscuridad circundante. Sabía quemuy pronto debía cantar, que se lo

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exigía el animal salvaje que teníadelante, pero sabía también que eraobligación suya mantenerlo a rayatanto tiempo como le fuese posible.El silencio pareció estirarse hastaestar a punto de romperse; parecióque si pasaba otro instante latensión aumentaría hasta extremosinsospechados, y que un horrorosorugido se desataría en el millar degargantas de la bestia... Ese fue elinstante que escogió Jim Shad paraempezar a cantar.

Cantó con calma, con la misma

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suavidad con que hablaba, y fuecomo si cantara sólo para ella.Poco importaba lo que cantó; ellano se fijó en la letra, ni siguiótampoco la melodía, ni la separódel ritmo, de la estructura o lacadencia. Su canción, empero, tuvopara ella un significado mayor queel de cualquier otra música quehubiese podido oír en su vida; tuvoel efecto de un encantamiento, deuna magia que la transformó porentero. Mientras cantaba, ellaacariciaba la carta que él le envió

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en respuesta a la suya y que habíarecibido aquella misma mañana;una invitación para reunirse con élen la barra nada más terminar laactuación, para ir después a un sitiotranquilo donde poder conversar.Se le secó la garganta al oír queterminaba la canción y empezabaotra; una canción más rápida yvivaz, y notó que le ardían lasmejillas al recordar que no habíadicho ni palabra a Molly ni a Annacerca de la carta, pues dio porsentado que ninguna de las dos

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vería con buenos ojos el que sereuniera con un hombre sincompañía de ninguna clase, y queinsistirían en que no permanecieracon él a solas. Pero, claro, ¿por quéiba a preocuparse de lo quepensaran sus amigas? Tenía edadsuficiente para saber qué se hacía,¿no? Lo único que tenía claro eraque él le había contestado porescrito, que quería conocerla yhablar con ella, que en ese momentocantaba para ella.

Al terminar la segunda

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canción, cuando el público, sumidoen la oscuridad, empezó a aplaudiry a aporrear las mesas, cuando giróun poco la luz plateada y sus dedostentaron las cuerdas de la guitarrapara arrancarles unos cuantosacordes algo extraños, Ellen selevantó y avanzó por el pasillo,lleno de sillas y de gente de pie,para llegar al fondo, a la barra.Desde allí todavía alcanzaba averlo, todavía oía su plañidera vozal relatar la historia de Elmoscardón, pero su figura había

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encogido, se había tornadoimpersonal, y el frenético latir de sucorazón había adoptado un ritmomás reposado, de modo que pudorespirar más a sus anchas. Paraquedarse en la barra tenía que pediralgo de beber, con lo cual sería latercera consumición de la noche.Sorbió muy despacio, pero a pesarde todas sus precauciones pronto sesintió algo atontada, contenta,sonriendo para sí e inclusoemitiendo alguna risita entrecortadacada vez que pensaba en Jimmy y

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en cómo le había dedicado suscanciones. Y así fue hasta que, porfin, cayó en la cuenta de que elpúblico aplaudía otra vez, que yano oía ni su voz ni su guitarra, queincluso los aplausos iban callando.Y supo que la actuación habíaterminado y que muy poco despuésél estaría a su lado. Se enderezó yse puso tan tiesa como pudo, aunquetambién se le ocurrió que habíaalgo muy gracioso, algo que, consólo poder pensar en ello duranteun momento, para averiguar qué

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era, la haría reír a carcajadas. Sinembargo, no osó tomarse el tiemponecesario para averiguarlo, puesJim estaba a punto de aparecer. Asípues, miró el espejo que había aespaldas del barman, observó supropio rostro reflejado en medio deaquella luz tamizada, esbozó unaligera sonrisa y adoptó la actitudque le pareció más indicada:inclinando la cabeza con un ánguloque había estudiado con pacienciamuchísimas veces, el ángulo delque tenía la seguridad que

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proyectaba su mejor perfil, lainclinación de cabeza que másmisteriosos tornaba sus ojos, quemás y mejor ponía de manifiesto laseductora sombra que revoloteaba aveces sobre sus labios, que la hacíaparecer digna y dueña de sí misma.Y estaba observándose en el espejocuando le vio acercarse, cuando viodescollar toda su estatura, rodeadopor la oscuridad, y vio aproximarsesu rostro atezado, con los labiosprietos.

Asustada y tímida ahora que

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tenía al alcance de la mano la citacon la que había estado soñandodurante la semana entera, apartó lavista del espejo y la bajó, paracentrarse en su copa y en la guindaque todavía flotaba en la superficie,a la espera de que él le dijera algo.Allá atrás la orquesta rompió atocar con estruendo y, entre el ruidode las sillas y el murmullo de lasvoces, el gran animal se puso en piey comenzó a evolucionar por lapista de baile. Fue consciente detenerlo a su lado; pudo incluso

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sentir el calor de su cuerpo, y casode haberlo deseado, podría habersearrimado a él. Sin embargo, siguiósin levantar la vista. Un súbitorepicar, producido por un objetometálico, duro, la hizosobresaltarse, sorprendida. Miró aun lado y vio una de sus manos, conuna moneda, golpear la barra parallamar la atención del barman.Luego oyó su voz, aquel sonidoinconfundible, antes incluso deentender las palabras. Por unmomento pensó que se dirigía a ella

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—tal como esperaba— y, enconsecuencia, lo miró y sonrió sindarse cuenta de que se habíadirigido al descuidado barman.

—¡Eh, Jack! ¿Qué pasa con lode siempre?

Él, en cambio, la vio sonreír, yesa sonrisa le agradó; ella, trasdirigirle una mirada, se dio cuentade que no podía apartar sus ojos deél. Giró levemente la cabeza, en ungesto de deferencia hacia la chica,de modo que sus brillantes ojoscastaños se clavaron en los suyos,

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interrogándola sobre el porqué desu sonrisa, aun sin abrir los labiosmás que para soltar un largo,sosegado silbido de admiración. Aella se le arrebolaron las mejillas ysintió que se le congelaba lasonrisa, irremediable, azorada. Enese momento le resultó evidente queno la había reconocido, que dehecho no podría haberlareconocido, ya que no la conocía,pues ella era una simpledesconocida que le había dedicadouna provocativa sonrisa. Pese a

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todo, no fue capaz de articular unapalabra, ni mucho menos de decirlo preciso para hacer desaparecerla aprensión que a buen seguro ibatomando forma en su mente; nisiquiera reunió la fuerza devoluntad necesaria para bajar lacabeza y apartar la mirada. Él tomósu desconcierto por arrojo, yensanchó su sonrisa.

—¡Hola, preciosa! —le dijosuavemente—. ¿Cómo es posibleque no hayas aparecido hasta hoy?

La única respuesta que pudo

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esbozar fue apretar con más fuerzasu copa, llevárselatemblorosamente a los labios ytragársela de un golpe, con laguinda incluida. Él elevóligeramente las cejas y volvió asilbar, esta vez hacia el barman.

—¡Eh, Jack! ¿Por qué noshaces esperar tanto? ¡Esta señoritay yo estamos a punto de morirnosde sed!

El barman apareció entre ellosy tomó la copa de la mano de Ellen.Sin la copa, no supo a dónde mirar,

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excepto a él. Bueno, ¿qué había demalo en eso? Había soñado con esemomento, ¿no? Había concertadouna cita con él. Suspiró y se relajóalgo su sonrisa, tornándose un pocomenos miedosa. En cuestión deunos momentos, lo supo conseguridad: podría dirigirle lapalabra, decirle quién era y por quéle había sonreído. Pero antes de quelas palabras adecuadas se hubiesenformado en su cabeza, él cubriósuavemente su mano con la suya,ejerciendo una presión amistosa,

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confidencial.—¿Qué te pasa, bonita? —dijo

con su acento arrastrado—. ¿Se teha comido la lengua el gato, o qué?

Su pregunta, aunque ella supoque la había formulado en broma,que lo había dicho sólo paramostrarse agradable, que noentrañaba la necesidad de unarespuesta, la inquietó y le puso aúnmás difícil el tomar la palabra. Porel contrario, se puso a enredarsecontinuamente el pelo, apartándosede él con la misma frialdad con que

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osó mirar el pálido reflejo de susojos azules en el espejo. Nisiquiera así consiguió escapar a sumirada interrogante. También él semovió y miró al espejo, con el codoapoyado contra la barra, la imagende su rostro exactamente encima yal lado de la suya, las hileras debotellas ambarinas a uno y otrolado, como una especie de marco,con lo cual a ella le dio lasensación de estar mi— rancio unafoto en la que aparecían los dos;una foto algo nublada, con un marco

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de ámbar, una foto tomada un díalluvioso y oscuro. Entonces, casicomo si su intención hubiera sidocompletar el efecto, la rodeó con unbrazo a la altura de los hombros,con suavidad, persuasivamente.

—¿Qué te parece —oyó que ledecía— si nos tomamos una copa yluego vamos a dar una vuelta,preciosa? Tengo el coche aparcadoahí fuera, y me han dicho por ahíque esta noche hay una luna...

Mientras miraba, mientras erapresa de una perplejidad tal que le

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impedía hacer nada con el brazoque se apoyaba de formasumamente familiar sobre sushombros, como si siempre hubieseestado allí, el espejo tembló yestalló en mil pedazos, lo invadióla noche, el remolino de negrura, yse sintió atrapada y elevada,suavemente pero con una firmezaque en cualquier caso le devolviócierta confianza... Y se sintiótransportada. Por todas partes oyóinfinidad de voces, unas agudas yexigentes, otras más calmas y

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apacibles, pero por encima de todasoyó una que dominaba a las demás,con suavidad y persistencia, ydespués sintió que toda la algarabíade voces desaparecía, que todo setornaba más sosegado y más fresco,y cerró los ojos para entregarse a loque estuviera sucediendo, aun sinsaber qué.

Poco a poco, la extrañasensación se hizo más fuerte, seapoderó de ella lentamente, pasó aformar parte de ella, una parteesencial de su ser; era una

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sensación de libertad, dedisociación, que flotaba allá arriba,por encima de todas las conexionesterrenales, glorificada en suascensión. «Esto no puede ser real—se dijo—; tiene que ser unailusión.» Para ella, en ese momento,era sin embargo la única realidadposible. Mantuvo los ojos cerrados,temerosa de abrirlos, al tiempo quese iba sintiendo más y más ligera,hasta parecerle que carecía depeso, de sustancia, que se habíatransformado en pura esencia, que

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no era sino una abstracción. Lo másmaravilloso de todo, cayó en lacuenta en seguida, era la felicidadque había alcanzado, la sensaciónde contento, de equilibrio perfecto,inmutable. Se hallaba en paz,descansada, completamente libredel señorío tiránico del tiempo y elespacio. Y entonces, sin pensar másen ello, supo qué le había ocurrido,y supo también qué era exactamentelo que siempre había deseado,aunque antes nunca hubiera tenidola agudeza de expresarlo con

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palabras: se había convertido enmúsica.

Sí, se había convertido en unsonido majestuoso, en unaestructura en continuo movimiento,evanescente, que se henchía yretozaba, que proyectaba luz sobreel tiempo y el espacio por habersurgido de ellos, por ser uncompuesto de ambos elementos, porser un resultado inevitable. Era tonoy melodía y ritmo, era armonía ycolor. En ella soplaban losinstrumentos de viento y

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reverberaban los metales, habitabaen la dulce turbulencia de lascuerdas, la inteligencia de losteclados. Aquello era lo que habíaansiado, aun sin saberlo; ésa era sugracia, su bienaventuranza...

Abrió los ojos y vio queflotaba muy alta, en el aire; que laluna era su vecina y que unas nubespequeñitas correteaban juguetonas asu lado. Abajo, como un platovolcado, la tierra seguía existiendo.Y descubrió que aunque el mundoestuviera allá lejos, allá abajo, era

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capaz de ver todo lo que sucedía enla superficie, con sólo tomarse lamolestia de mirar. Así fue comodescubrió el automóvil, el largo yesbelto cuerpo rojo con los tubosde escape cromados, que avanzabapor una carretera campestre a lasombra de las nubes, aquellas nubes«suyas» que correteaban a su ladocomo buenas compañeras. Y asífue, observando un poco más aquelcoche intrépido, siguiéndolo con lavista y con la mente, encantándolocon su melodía, así fue como

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descubrió a sus ocupantes, a losdos: el hombre flaco y de rostrocurtido, que conducía como undemonio, fijos los ojos en el negroasfalto de la carretera, el brazo entorno a la diminuta figura de lachica, la niña de ojos soñadoresque se acurrucaba contra suhombro, la estudiante deconservatorio que se habíaenamorado de un cantante decabaret. Al darse cuenta de que laque miraba era otro de sus muchosyoes, otra Ellen más tangible, un

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estremecimiento interrumpió elflujo de su sonido; unestremecimiento discordante comoun trueno o como el mugir de unagalerna, una disonancia que fuecomo la premonición del desastre.

Empezó a oír sus propiossonidos, a escuchar una procesiónde notas elegiacas sobre elmortuorio crepitar de los timbalesamortiguados, el paso solemne deuna marcha fúnebre. Y, mientras laescuchaba, apartó la vista delrápido automóvil, de la amorosa y

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acurrucada figura de la díscolamuchacha, para entrever otraescena, para dar así el siguientepaso en el camino hacia lacatástrofe. Vio, allá abajo, unahabitación mal iluminada. Fue comosi el tejado se hubiese abierto comouna tapadera, y observó el interiorcomo quien asiste a unarepresentación teatral por encimadel escenario. Había transcurridoalgún tiempo —esto lo sintió amedias, o a medias lo recordó—:habían pasado varias semanas, y

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con ellas se habían sucedidomuchas citas clandestinas, muchosviajes despreocupados por lascarreteras de la campiña. Enaquella habitación estaban elhombre y la chica, ella sentada bajoel charco de luz que arrojaba unalámpara, tendida con languidez, laspiernas largas y descubiertas, eltorso a medio desnudar, bañadatoda ella en una escuetafluorescencia. El hombre estabasentado en la cama, apoyado contrala cabecera de bronce, con el pelo

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revuelto y los ojos enrojecidos porla falta de sueño, mientras un hilillode humo se rizaba al ascenderdesde un cigarrillo que a puntoestaba de quemarle los labios, conuna guitarra amarillenta abandonadasobre el regazo. También él estabavestido sólo en parte; los brazosmorenos y los recios hombros erantodo un despliegue de músculos,mientras el tórax lo ocultaba unacamiseta gris, empapada del mismosudor que daba un lustre relucienteal resto del cuerpo. Se miraban

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fijamente el uno a la otra, la chica yel hombre, con un despliegue deanimadversión que sólo puededarse en los adversarios queademás son íntimos, y el pecho dela chica subía y bajaba, acaloradobajo las lentejuelas azules, ya casisin brillo, de su corpiño. Almirarlos desde allá arriba, al caersus ojos sobre las escorzadasfiguras, la lúgubre música queformaba parte de ella se hinchó enun crescendo, una protestapoderosa, puramente desesperada...

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para callar de pronto y cesar deforma dramática en el momento enque el hombre acarició las cuerdasdel instrumento y sonó un acordequebrado con la misma resonanciadel acero que golpea sobre lapiedra. Ante este sonido claro, lachica se levantó grácilmente,pareció flotar de puntillas sobre elsuelo rayado de la habitación. Vioque llevaba un vestido metálico, deun azul centelleante, con estrellascelestes en los pechos y los muslos.Tensas y temblorosas, prendidas en

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mitad de la espalda, dos frágilesalas de alambre y gasa se mecieron,levitando frenéticamente mientrasella ejecutaba una pirueta. Sinmoverse de la cama, el hombrevolvió a pulsar otro acordequebrado y perentorio, pero estavez lo acompañó con otro y otro yotro más, y entre cada uno y elsiguiente la diferencia erasutilísima, cada uno menosalarmante, más apaciguado, hastaque su mano derecha entró tambiénen juego y cobró forma una

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melodía. La chica empezó a bailar,todavía de puntillas, todavía conpasos melindrosos, trazando unaserie de movimientos indecisoscomo el aleteo de un pájaro, ysuavemente el hombre empezó acantar:

When I was young I used towait On massa and give himhispíate, And pass the bottle whenhe got dry And brush away theblue-tail fly.

Contra el sonido somnoliento y

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susurrante de su voz, los acordes dela guitarra, débiles aunque claros apesar del tiempo y del espacio (yaque la habitación donde tenía lugaresta escena no sólo estaba alláabajo, sino también, de algunamanera, a sus espaldas, hasta elpunto de que se sentía obligada atorcer el cuello para no perderla devista, para evitar que se instalase enalgún lugar donde tal vez ya nuncapodría volver a localizarla), contraeste sonido que surgía de lahabitación y que vino a sustituir la

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mortífera música que hasta hacíapoco había formado parte de ella,oyó una orquesta, el estampido deuna banda de metal que daba ciertoswing a la melodía que en esemomento cantaba Jim —ya que elhombre era Jim, de eso no podíacaberle ninguna duda, así como deque ella era la chica—, en unaflagrante parodia. Este ruido —lehubiera sido imposible llamarlomúsica— aumentó y aumentó devolumen, ahogando así lasplañideras insinuaciones de la

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guitarra, asfixiando la melancólicavoz de tenor de Jim, paraemprender una subida de fanfarriaestridente, un redoblar de lostambores y un rugido colectivo delos trombones. Y mientras lafanfarria se lanzaba en pos de suclimax, ella perdió pie entre lasnubes, se eclipsó la luna y aquellasmismas nubes se convirtieron ennegros espíritus presurosos que, depronto, se disponían a sofocarla.Abajo, abajo, más abajo, seprecipitó hacia las profundidades,

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oprimida de pronto al sentir denuevo el peso y la sustancia, atraídapor la fuerza de gravedad terrestrea una velocidad de vértigo. Cayóaprisa, más aprisa. La negruracomenzó a arremolinarse a sualrededor, tomó forma, se espesó yse hizo sólida y palpable. El terrorle apretó el corazón al ver una dagade luz azul e intensa que se abatíahacia abajo, que pasaba junto a ellacomo un rayo, que iba a parar a unlago, a una elipse, a una relucientemancha de fuego azul. El pánico le

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atenazó la garganta, se apoderó delaullido que acababa de iniciar,devorándolo, a medida que lareluciente mancha azul avanzabahacia ella surcando la oscuridad,acercándose más y más,buscándola, a sabiendas de dóndeiba a encontrarla exactamente,inexorable, dispuesta a engullirla.Se quedó rígida, fría como el hielolunar, tensos los tobillos. Sebalanceó, conteniendo larespiración, extendidos los brazos,la cabeza hacia atrás y los ojos

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fijos en aquel cuajaron azul.Entonces, al verlo acercarse, seabalanzó sobre ella y la empapó decolor, de una luz obscena,estigmatizándola: era un martilloacusador, y ella un yunque sumiso,dispuesto a recibir el mazazo. Selevantó, mantuvo el equilibrio unbrevísimo instante como una huríazul, y alzó la vista y miró atrás,siguiendo la masa de azul hacia lafuente de la que procedía, unaastilla de fuego color zafiro,reconociendo así su dominio sobre

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ella. Y en este punto la liberó unode los acordes de la guitarra deJim, de forma que enderezó lacabeza y pudo mirar de frente loque de sobra sabía que estaba allí,lo que oiría en un segundo, pero novería jamás: la muchedumbre. Ycon el segundo acorde, antes de queentrase la voz de Jim, se puso abailar, titubeante, delicada, presade aquel sonido lastimero que laponía en trance. Fue como unaescaramuza, luego una batalla, ydespués Armagedón: el animal de

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mil cabezas rompió a aplaudir,batiendo al unísono sus millares depalmas, dando zapatazos con susmillares de pies, silbando,chillando a manera de aprobación.Ella, sin embargo, continuóentregada a su danza, inventandopasos y más pasos mientras Jimrepetía acordes, hasta que lamuchedumbre se aquietó y pudieroncontinuar con el espectáculo.

Más tarde, sentada a solas enel camerino, se preguntó o fingiópreguntarse por qué no se había

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reunido Jim con ella, como solíahacer después de la últimaactuación. Había pasado más demedia hora desde que repitió sureverencia de costumbre ante elpúblico, desde que dejó a un ladolos asientos de la banda, corriendo,para atravesar el estrecho pasilloque llevaba al desaseado cuarto enque solían vestirse. Jim debióhaberla seguido minutos después.Siempre cantaba una canción depropina después que ella hubiesebailado El moscardón. Pero no

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había llegado, y esa semana llevabavarias noches sin ser puntual.Permaneció sentada ante el espejolleno de manchas, vistiendo unquimono sobre los hombrosdesnudos, puliéndose las uñas yesperándole. Fumó un cigarrillotras otro, echando la ceniza al suelode linóleo, hasta que se formó unanillo de cenizas grises alrededorde su silla. Jim seguía sin aparecer.A la postre suspiró, dejó que elquimono le resbalara de loshombros hasta el suelo, trazando

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una onda de seda. Se miró en elespejo el rostro maquillado,fijándose en los oscuros círculosque ni siquiera las cremas de MaxFactor habían podido ocultar, paraarañar la fría crema y aplicarse otracapa. Estaba decidida, pordescontado, a salir y encontrarlo, aligual que ya hiciera la nocheanterior. Lo encontraría en la barrao sentado a una mesa con quiénsabe quién. Eso le daba igual —encontrárselo en la barra o tomandouna copa con alguien—: lo que

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temía era dar con él en la mesa a laque estuviera sentada Vanessa. Allílo había localizado la otra noche.Casi se había echado encima de él,le había faltado un tris paraabochornarlo en público, antes decaer en la cuenta de que la mujerque lo acompañaba era la bailarinacuyo número antecedía al suyo. Alverse en medio de la multitud, apunto de ponerse a gritarle, seacordó de que la noche de suprimer compromiso lo habíaencontrado entre las sombras que

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proyectaba la orquesta, mirando aVanessa. Le vio los ojos mientras élmiraba a aquella mujer alta,pelirroja, ejecutar su ridícula danzacon un loro. Danzaba desnuda,salvo una pequeñísima braga, yhabía entrenado al loro para que seaferrase a su cuerpo mientras ellaadoptaba toda clase de posturitas,con lo cual el loro la tapabaobscenamente con sus grandes alasverdes y con su pecho amarillo ycolorado. Vanessa, sin embargo,sólo tenía un loro, al cual había

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enseñado a cubrirle esa parte de sucuerpo que ella pretendía mostrarante el público: al tiempo que elladaba vueltas y saltaba y el loro seaferraba a sus formas, cualquieraque estuviese donde la banda, oacechando por allí cerca, podríaadivinar sus secretos bajo laclaridad del foco rosáceo que tantole agradaba. Cuando recordóaquello, vio a Jim sentado frente aVanessa y adivinó en sus ojos lamisma mirada que tenía aquellanoche en que permaneció un buen

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rato recostado sobre uno de losatriles de la banda, observandocómo se exhibía con el loro. Se leencendieron las mejillas por lacerteza, y no dijo nada; optó pordarse la vuelta y salir del club,marchar a su hotel y meterse en lacama, para pasarse la noche en velahasta que regresó Jim. Pero nisiquiera entonces le dijo lo quehabía visto, lo que sospechaba.

No tenía nada que echarle encara. Esto lo sabía de sobra, aligual que aquel mismo año, meses

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antes, supo, cuando cedió a susinsinuaciones, cuando huyó delconservatorio sin decir nada anadie, cuando consintió que lecomprase el vestido azul y leenseñara a bailar, que aquello nopodía durar; que para él ella no erasino un episodio más, una colegialatontuela que demostró tener eltalento necesario para actuar en suespectáculo. A sabiendas de todoesto, huyó con él de todos modos,en parte porque al sentirlo cerca deella, al sentir que la miraba

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directamente a los ojos comoaquella primera noche en la barra,aquella noche en que ella no fuecapaz de apartar la mirada, sentíauna excitación, una sensación tal deestar viva, de ser ella misma y deconocerse hasta el más ocultorecoveco, como no había sentidonunca. Pero también, en parte, porsu padre, por la rabia de que iba aser presa en cuanto recibiese eltelegrama del colegio, porque denoche, mientras yacía junto a Jim,envuelta por el aura de su calor,

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pensaba en la cólera y laimpotencia de su padre, en su huecodidactismo, y estaba segura de quepor fin había triunfado sobre él.

Pero por más que supiera aciencia cierta que aquello había deacabarse algún día, que iba a llegarel momento en que Jim conociera aotra y ella se vería ante el dilemade abandonarle o quedarse a sulado e ignorar sus infidelidades,todavía no se había animado acalibrar las dimensiones del aprietoen que estaba metida. Ni tampoco

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lo hizo en ese instante. Al contrario,se frotó la cara llena de crema converdadero vigor, arrojó a un lado latoalla sucia, abrió el armario y seintrodujo en otro vestido sinquitarse el disfraz con que actuaba.Le importó un comino que se learrugase: «¡Que se ocupe él decomprar otro!» ¿Acaso no habíasido todo idea suya? ¿No había sidoél quien se inventó lo del baile,quien insistió en lo del trajeespecial, quien la obligó apermanecer despierta noche tras

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noche, hasta altas horas, hasta darpor bueno que ya lo hacía conprecisión y con soltura deprofesional? Bueno, pues si habíadecidido echarla, a ella no leimportaba. «¡Que le enseñe a esacerda gorda y a su asqueroso loro abailar de puntillas!» ¡Estaba harta!

Se puso el abrigo y salió porla puerta de atrás, para evitarencontrarse con Jim. Fueraarreciaba un viento frío y húmedo;terminaba agosto con tiempodesabrido. Apretó la mandíbula y

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se introdujo en la brisa racheada,rumbo a su hotel, mientras la faldase le arremolinaba alrededor de laspiernas y las finas gotas de lluvia leempapaban el rostro como si fueranlágrimas. Antes de llegar al hotel,sin embargo, los helados dedos delviento habían tentado sus piernas yhabían acariciado el tejido metálicode su traje. El cuerpo se le quedóhelado, rígido y los dientes lecastañeteaban. La luz de neón de unbar abierto toda la nocheparpadeaba allí cerca, de modo que

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abrió la puerta de par en par y entróen aquel local caldeado.

Se sentó ante el mostrador ypidió una taza de café antes dedarse cuenta de que todos losdemás clientes eran hombres de lopeorcito que una puede encontrarse.A su lado estaba sentado un tipoenorme con una nariz bulbosa, unmato— jo de pelo rojizo y unascejas prominentes; soplaba sobre sucuenco de caldo y parecía ajeno asu presencia. Ella miró hacia elotro lado y vio a un tipo pequeñajo

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y tembloroso, con rostro de hacha yojos acuosos, uno de los cuales lotenía caído, como si lo hubieseguiñado de forma excesiva. Seaferró al filo de la barra con ambasmanos, de forma convulsiva, y nomiró a izquierda ni a derecha; apesar de todo, vio en el espejoempañado que todos los hombrespresentes la miraban a ella. Ante síapareció como por ensalmo unataza de café: resbaló, se detuvo depronto como si hubiese llegado alextremo del cordel al que estaba

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atada, derramando de ese modo unlíquido con olor a achicoria,pegajoso, que se desbordó sobre elplatillo y le empapó una mano. Esasúbita aparición y ese nuevo mediode locomoción la sorprendieron; apesar de su resolución de no mirara su alrededor, sí miró al otro ladode la barra, y vio un sucio delantaly una panza silenciosa que subía ybajaba al ritmo de una pesadarespiración; la panza del hombre alque había pedido un café. Incluso sefijó en los dientes que su sonrisa

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ponía al descubierto.Tomó su taza, la separó del

platillo y colocó una servilleta depapel sobre el charco que se habíaformado, momento en el quedecidió tomarse un tiempo, sorbercon calma aquel líquido azucaradoy caliente, sin permitir que todosaquellos hombres le inspirasenmiedo. Se las había visto ya con lospeores. En otra ciudad, a comienzodel verano, un hombre la habíaseguido hasta el camerino, habíaabierto la puerta de un empellón y

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la había contemplado en silenciomientras se cambiaba. La primeraimpresión que tuvo de que habíaalguien más en el camerino seprodujo cuando notó otrarespiración. Se dio la vuelta enredondo y le miró, pero no hizoningún ademán de cubrirse con susropas, sino que se limitó a mirarlofijamente hasta que el hombre pusopies en polvorosa. Jim lo agarró alotro lado de la puerta y lo derribóde un puñetazo, pero siempre searrepintió de que hubiese sucedido

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eso. Ella lo había tratado a sumanera, y la intervención de Jimmyresultó de todo punto superflua.

Por eso se limitó a beber sucafé lenta y ostensiblemente,fingiendo no oír los comentariosque empezaban a circular por labarra. Al terminar encendió unpitillo y fumó el tiempo necesariopara resultar convincente, antes dedepositar una moneda sobre lahúmeda superficie del mostrador yabandonar el local. Sin embargo,nada más verse en la calle, cuando

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el viento helado le dio en la cara,volvió a sentir la incomodidad deldisfraz que llevaba bajo el vestido,y perdió parte de su valentía. Habíadado sólo unos cuantos pasos calleabajo, en dirección a su hotel,cuando oyó un portazo a susespaldas y sintió que alguien laseguía. Y en cuanto oyó un silbidodesafinado supo que era cierto.

Procuró avanzar a pasos máslargos, mover los pies más de prisa,pero el disfraz era rígido en exceso.Tal vez fuese preferible mantener

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un paso firme, para que superseguidor no tuviese la impresiónde que estaba asustada. ¿Cuál deellos, pensó, habría tomado ladeterminación de abordarla? Nosería el camarero: su gordura lodescalificaba, aparte de que tendríaque seguir al pie del cañón. ¿El delos ojos acuosos y cara de conejo?Confió de todo corazón que nofuera él, aunque, si había desuceder lo peor de lo peor, loprefería al tipo enorme con cejasalborotadas y nariz bulbosa. Las

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pisadas a sus espaldas empezaron asonar cada vez más cerca, casi a lacarrera.

Fue entonces cuando se lecayeron las ropas, disolviéndosecomo la espuma en la cresta de unaola. Se detuvo avergonzada y, pesea todo, orgullosa. El viento, tangélido poco antes, se le antojócálido como una caricia. Por todosu cuerpo sintió extenderse un rarocalor que le tintó las carnes con elmatiz que caracteriza tanto elazoramiento como las más altas

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cumbres del ardor. Las alas degasa, que creyó haberse quitadoantes de ponerse el otro vestido,que debería haberse quitado peroque, de pronto, aparecieronsorprendentemente en su sitio, en elpreciso instante en que toda otracobertura, toda decencia se hubodesvanecido, aquellas alasparecieron centellear como siestuvieran en éxtasis, presa delviento cálido. Le dieron unasensación de poder, deconocimiento de la libertad, y —en

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vez de echar a correr por la callecomo alma que lleva el diablo— sedio la vuelta para hacer frente aquien la estuviera siguiendo. Era supadre.

O, mejor dicho, no es quefuera su padre, sino algo quecarecía de rostro e iba ataviadoigual que su padre, con aquel trajede largas solapas, de sarga negra,con la corbata de terciopelo negro yun sombrero negro de ala curva, elparaguas plegado y prieto. Allídonde debiera estar el sombrío

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semblante de su padre encontró unespacio en blanco, un agujero en eltiempo, una fisura. Cuando aquellafigura avanzó hacia ella, se sintióarrastrada como por un imán, y elsonido que poco antes había creídoun silbido de seductor aumentó devolumen y de tono, para tornarse unlamento infernal. Al mismo tiempo,las alas que llevaba a la espaldaganaron peso y fuerza, dejaron detemblar y comenzaron a batir, peroen cuanto tuvo la certeza de que eracapaz de elevarse del suelo, de

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alzarse y escapar a su padre, se loencontró encima. Los negros, largosestandartes que tenía por brazos laatenazaron en un abrazo opresivo.Trataron de llegar a sus alas, quebatían sin cesar, para desgarrarlas,desbaratarlas. No consiguiórehuirle, pero él fracasó en suempeño de inmovilizarla contra elsuelo: abrazados en una pugnaferoz, los dos comenzaron aelevarse, y por unos instantes sedebatieron en un remolino, en elaire. Entonces, el agudo y

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penetrante ruido de condenaciónque salía del abismo de su rostro seelevó hasta tornarse un chillido, unaullido que rápidamente creció envolumen, que la abrazó en unviolento clamor y que, una vez más,dio con ella en las profundidades.

Alrededor, arriba, por loscuatro costados, sólo existía lanegrura. Se sintió existir en unvasto, gélido remolino que era enrealidad la nada. Girando a unavelocidad cada vez mayor,pasmosa, sintió que se

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desintegraba, que el vértigo, enaquel momento su única conciencia,era preludio del olvido, ladestrucción. Ya no alcanzaba a ver,dado que todo a su alrededor eranoche oscura; ya no oía nada,porque el aullido de la banshee[2] letaponó los oídos. Su únicasensación fue una oscilaciónhorrenda, a cada momento en un trisde irse a pique. El fluir del tiempose había detenido en seco, se habíatornado glacial; el espacio y losobjetos que antes lo definían los

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había engullido el vórtice. Contodo, al rendirse, al someterse alfrenesí, vio la luz.

Al principio no fue más que unpunto, un átomo desde el queirradiaba una levísima luminosidad,una astilla radiante. Y pese a todo,fue creciendo mientras ella laobservaba esperanzada y con unjúbilo salvaje, histérico, alcanzabael tamaño de una polilla, y luego unhaz, y luego un rayo. Tenía el brillode la luz del sol, la amarillentacalidez de la luz matinal. Al

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expandirse, al atravesar la nochearremolinada primero con un sutilresplandor y por fin con unestallido cegador, sintió que volvíaa respirar, que le latía de nuevo elpulso y que el hielo que habíaenvuelto el tiempo, deteniéndolo, sederretía, goteaba y permitía otra vezel flujo. A su alrededor descubriócuatro paredes y un techo, unasuperficie cuajada de grietas, unmapa enigmático de un continentetodavía no descubierto. Allí mismo,en algún sitio, oyó el llanto de un

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niño. Sonaron los pasos cerca yluego más lejos: en el descansillo,pues estaba tendida en la cama deun hotel. Sin embargo —pasó depronto a otro nivel de conciencia—,algo había ocurrido, una negruraarremolinada, un torbellino, unasensación de vergüenza, su padre.Al intentar acordarse, de pronto sele apareció en la mente una imagen,una imagen de su propia desnudez,de una negra figura plantada anteella, cerca, a punto de atenazarla,un torbellino negro que se

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alimentaba de su propio miedo conla voracidad de un monstruo. Seincorporó en la cama, los ojos bienabiertos, despierta peroaterrorizada aún por su pesadilla. Ymientras miraba la puerta, unapuerta de metal pero barnizada demarrón, con aspecto de madera,mientras miraba el ojo de lacerradura y de cuya llave colgabaun tarjetón rojo y oscilante, supoque se hallaba en un sitio en el cualnunca había estado, y supo que algoterrible estaba aconteciendo de

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nuevo.No puede ser. No podía

despertar dos veces de ese modo,no podía morir dos veces en elmismo abismo y sobrevivir, y queademás, al sobrevivir, al darse lavuelta, se encontrase dos veces ¡conaquello! Esta vez no se daría lavuelta, no se dignaría mirar. Sehabía engañado, había soñado conaquella época remota (poco a pocotodo volvió a ella), con aquellanoche, cuando no era más que unamuchacha, en que se peleó con Jim;

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una noche en la que ocurrieroncosas de las cuales ni siquiera en laactualidad estaba segura, cosas queincluso hoy, en ese mismo instante,sentada en una cama extraña ytemerosa de darse la vuelta, demirar, no sabía si eran fruto de sussueños de entonces o si las habíasoñado hacía un momento.

Y mientras miraba la puertabarnizada, que estaba segura de nohaber visto nunca antes, incluso alasegurarse mentalmente de que almenos eso era real, se acordó de lo

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que le dijera el doctor Danzercuando, tras el primero de sus«tratamientos», se acordó deaquella noche confusa, se acordó depunta a cabo de aquel terribledespertar. «Quiero que piensedetenidamente en lo que me hadicho. Quiero que se fije en lanaturaleza equívoca de todo ello.Quiero que decida si lo querecuerda es un sueño, unareconstrucción imaginaria de unconflicto que tuvo lugar durante suinfancia o si se trata de algo que

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ocurrió realmente. Pero tambiénquiero que sepa, toda vez que me loha contado, que he hecho lascomprobaciones pertinentes con laautoridad de la ciudad que ustedmenciona, y que según estas fuentesno existe ningún registro según elcual durante aquel mes, aquelverano, aquel año se produjera talmuerte violenta.» Y le pareció queel doctor Danzer se estabadirigiendo a ella, de tan fuerte comole resonaron sus palabras en eloído. «La culpa que siente es una

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culpa puramente imaginaria. Elcrimen que cometió es imaginario.Pero no por eso es menos real. Parausted, es incluso más merecedor delcastigo, ya que usted lo deseaba contodas sus fuerzas. Mentalmente, ensu imaginación, ha cometido estecrimen contra ese hombre, y através de él ha asesinado a supadre. Para usted ha muerto, pero laculpa que siente no se debe a sumuerte imaginaria, sino a la muertereal que se produjo aquel verano,mientras usted se encontraba lejos

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de su casa y en compañía de esehombre: la muerte de su padre,acaecida por causas naturales. Meha dicho que murió de un ataquecardíaco, sin que nadie leatendiera... Por lo visto, intentaronlocalizarla a usted en elconservatorio, pero en elconservatorio nadie sabía suparadero, y todo lo que el directoralcanzó a decir fue que hacía variosmeses que usted no asistía a clase,que creía haber entendido que ustedse había marchado a su casa. He ahí

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la culpa que usted siente: usteddeseaba la muerte de su padre y supadre murió por un descuidototalmente imputable a usted. A estehecho debe enfrentarse. Cuando sehaya enfrentado a él, creo quepodrá descubrir que el otrorecuerdo no es más que unadistorsión de éste, un castigo que hainventado para infligírselo a símisma.»

Volvió a acomodarse en lacama y cerró los ojos, pues eldoctor Danzer le había devuelto la

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confianza. Le había dicho una y milveces que siempre que se sintieraconfusa, siempre que le diese laimpresión de que existía una grieta,cuando olvidase algo que habíaocurrido y quisiera recobrar unrecuerdo determinado, lo único quedebía hacer era remontarse al iniciode la cadena de losacontecimientos, recordar cadaeslabón, repasarlos uno a uno, hastadar con el que faltaba. Por eso cayóen la cuenta de que debía intentarlode ese modo. En primer lugar,

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debía desenmarañar la verdad de loacontecido aquella noche de agostode todos los sueños que larodeaban, en la medida en que talcosa fuera posible. Y es que, pese asaber que el doctor Danzer teníarazón, que todo aquello sólo poseíasentido si consideraba que lo queen su opinión había ocurridoaquella noche sólo había ocurrido,en realidad, en su imaginación,nunca fue capaz de disipar del todola sombra de la duda. Además,debía tener en cuenta lo que

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acababa de soñar, que en muchossentidos correspondía exactamentea la realidad de aquel verano, aaquel clímax, pero quedistorsionaba otros fragmentos sinpiedad ninguna. Era cierto quehabía ido ella sola al Gato Negro,que allí conoció a Jim Shad, perono le dio a entender quién era hastahaber conseguido que él flirteasecon ella e incluso pasase amayores. Y también era cierto quehabía seguido viéndolo sin permitirque Molly o Ann se enterasen de

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sus andanzas, que se había fugadodel conservatorio con él porque lequería y porque deseaba ser libre.Sabía que era cierto que él leenseñó a bailar y que la utilizó ensu actuación, y que le encargó untraje especial, un traje que seadecuase al título de aquellacanción que tanto le gustaba cantar.Evidentemente, en el sueño habíadado por sentados todos estoshechos, que habían acontecido a lolargo de varios meses, y los habíaembutido en una sola noche,

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metiendo unos dentro de otros comosi fueran cajas chinas. Con todo, eracierto que Jim había ligado conVanessa, que ella se puso celosa,que una noche en que Jim no volvióa su camerino después de laactuación, a ella le entró una rabietay decidió volver caminando sola alhotel. También recordaba habertenido mucho frío en aquellas callesque barría el viento, habersedetenido en una cafetería a tomar uncafé, y que cuando reemprendió sucamino, alguien la siguió. Pero en

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ese punto el sueño se tornaba purafantasía, se extraviaba en unlaberinto de símbolos y en un terrorde pesadilla. Y fue precisamente enese punto cuando perdió también lapista de la realidad. Supo que habíaechado a correr, que fuera quienfuese —o lo que fuese— el que laseguía, se acercó a ella cada vezmás y más...

Se estremeció y se puso rígida,todavía en la cama. A pesar delbuen consejo del doctor Danzer, noconsiguió que funcionara la

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memoria. Había dado con eleslabón, pero todo cuanto lograbarecordar era la fantasía sustitutoria,aquello que en el fondo sabía queno había sucedido jamás, aquelloque de ningún modo pudo haberocurrido... ¿No se había tomado eldoctor Danzer la molestia deconsultar los archivos? Aquello nopodía ser más que una invenciónque brotó de su neurosis. Sinembargo, para ella constituía laúnica realidad. Pero, y esto eratodavía peor, ¿qué explicaba su

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incapacidad para darse la vuelta ymirar? ¿Qué era lo que tanto miedole daba encontrar? ¿Por qué leinspiraba pavor que lo que nuncahabía ocurrido, lo que el doctorDanzer le había garantizado que nopudo haber ocurrido de ningunamanera, excepto en su imaginación,pudiera, sin embargo, haber vueltoa ocurrir?

Se sentiría mejor si supiera dequé forma había ido a parar aaquella extraña habitación de hotelque en el fondo le resultaba tan

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incómoda como aquella otra, enotra ciudad, muchos años atrás.Pero por más que lo intentaba, noconseguía recordar los sucesos dela noche anterior, ni tampoco deldía anterior. El único modo dedescubrirlo todo, de eso se habíadado cuenta por experiencia propia,sería utilizar el método del doctor:recorrer los eslabones de la cadenaque formaba la memoria —sialguno le resultaba vago y dudoso,siempre podría saltárselo— paraseguirlos uno a uno hasta llegar al

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presente.Pasada aquella noche tuvo

celos de Jim y huyó del clubnocturno. Después de aquello queprobablemente no había ocurridojamás, a la mañana siguiente sesintió aterrorizada y abandonó laciudad, tomó un tren con rumbo a sucasa, que estaba casi al otro ladodel país, y llegó en el momento enque acababan de colocar la coronafuneraria de su padre en la puerta.Su padre había muerto de noche acausa de un fallo cardíaco, pocos

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días antes, según le comentó unvecino. Intentaron localizarla, peroen el conservatorio creían quehabía vuelto a casa. Tras estaconmoción, se quedó en casa elresto de aquel verano menguante,hasta que todos los asuntos de supadre quedaron resueltos. Vendió lalibrería, vendió la casa y todo elmobiliario, incluido su piano, ydescubrió entonces que tenía dineroy podía viajar. Aquel otoño noregresó al conservatorio, sino quese trasladó a Nueva York, donde se

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puso a estudiar bajo la tutela deMadame Tedescu, una señora viejay frágil, con cabellos cenicientos,cuya fama era conocida en doscontinentes. Tocó algunas piezaspara ella y Madame la aceptó poralumna. Durante los diez añossiguientes su vida estuvo volcadaen la música: tres años conMadame en Nueva York, de nueve adoce de la mañana y de una a seisde la tarde, todos los días del año,sin vacaciones, con la solaexcepción de los domingos; dos

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años en Roma, después de ganaruna beca, con un animado maestroitaliano, experto en instrumentosantiguos; siguieron otros cinco añosmás, con Madame, durante loscuales dio conciertos por todaEuropa, desde París a Moscú,pasando por Bruselas, Viena,Berlín, Nápoles y Londres. Y porúltimo, no hacía tanto tiempo, suprimer concierto en el Town Hall,en Nueva York. Recibió ramos derosas y un ramillete de orquídeasprocedente de un hombre alto y

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rubio que aquella temporada causósensación como director deorquesta: Basil.

Después se sucedieron losaños felices: su matrimonio yaquellas idílicas semanas en unagranja de Nueva Inglaterra, díascomo la mantequilla, con su blancaespuma, en el cuenco en que sebate, y su nueva casa en NuevaYork, sus amistades, MadameTedescu, las opiniones favorablesde los críticos. Y luego llegó otroverano y con él las dificultades, la

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negrura que surgía de suclavicordio; incluso cuandoejecutaba a su muy amado Bach, lanegrura que se adueñó de ella.Aquel recuerdo la obsesionaba. Lascosas fueron a peor, los trocitos enque se deshicieron los días sefueron mezclando unos con otros ose perdieron para siempre, entre susdelirios. Y la enfermedad, los díasy las semanas en que sólo hubotinieblas, el sanatorio, la ventanaenrejada y la vista de los olmos...

Hasta ahí todo estaba bastante

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claro, todo lo que alcanzaba apensar, y colocaba cada eslabón ensu sitio. Aparte aquellas primerassemanas negras y perdidas,recordaba todos y cada uno de losincidentes que se sucedierondurante su estancia en el sanatorio,recordaba todas las noches en quehabía combatido contra el pasado yhabía salido victoriosa. Todos losdías de la semana pasada, el día enque salió del sanatorio, los días quepasó de compras, la entrevista conel doctor Danzer, el almuerzo con

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Nancy y la tarde que pasó en suestudio, incluido aquel pavorosoepisodio... Sí, todo encajaba a laperfección, incluido su encuentrocon Jim Shad, la carrera en el taxi,su fuga, la mujer que salía delportal de su casa a contraluz, lapuesta de sol, aquella carta queinexplicablemente ya no estaba enla consola... Y entonces recordó loque había ocurrido a continuación.Subió a la biblioteca y se encontróa Basil ante el piano; se paró aobservarle, temerosa de hablar, por

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si sus palabras traicionaban suspensamientos. Le vio tocar un buenrato, y después se dio la vuelta ysalió de casa. Mientras callejeaba,con dirección al centro de la ciudady en concreto a un pequeñorestaurante francés en el que creíapoder cenar con tranquilidad, pensóen aquel extraño bolso cuadradoque había encontrado en uno de suscajones, y pensó en la vulgaridadde aquel maquillaje derramado enla cómoda. Sentada a solas en elrestaurante, bebiendo un vaso de

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clarete, pensó en la advertencia deldoctor, relativa a que tal vez sumarido hubiese cambiado, y seacordó de que Nancy habíainsinuado algo en el mismo sentido,durante aquel almuerzo. Y se sintióasustada y triste, y bebió tal vezdemasiados vasos de clarete.

Después, impulsivamente,compró un periódico y miró yremiró la sección de espectáculos,en busca del club en el que actuabaaquella noche Jim Shad. Sabía que,a la vista de lo ocurrido aquella

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tarde, lo último que debía hacer erair a donde trabajaba él, perodeseaba ardientemente volver aoírle cantar, deseaba formar partede aquella muchedumbre anónima,estar cerca de él pero sin relaciónninguna con él. Hizo un alto en otrobar y tomó otra copa, esta vez unmartini, para armarse de valor, yluego paró un taxi para que lallevara al club, un antro del Village.

Una vez en aquella salapequeña, de techo bajo y paredesextrañamente decoradas, paredes

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que parecían converger en elminúsculo escenario y en una pistade baile más diminuta aún, ya nopudo escapar. No había caído en lacuenta de que el sitio le pareceríamuy íntimo —imaginó todavía a JimShad cantando en uno de aquellosenormes graneros del Medio Oesteen los que solía actuar—, nitampoco le pasó por la cabeza quea las diez y media el local estaríacasi desierto. El maître laacompañó a una mesa cercana a lapista de baile, y sólo tras mucho

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insistir le permitió buscar un rincónmás oscuro, un sitio en el queconfió que nadie la descubriera.Pero tan pronto se hubo sentado sedio cuenta de que entre la docenade personas que estaban en la barrao a las mesas figurabanprecisamente aquellas dos que noquería que la vieran bajo ningúnconcepto: Jim Shad y Vanessa.Todavía fue peor que Shad, sentadode cara, la hubiese visto, hubiesecontemplado al parecer sudiscusión con el maître y le

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dedicase una sonrisa por encimadel hombro o de Vanessa,guiñándole incluso un ojo parahacerle saber que se habíapercatado de su presencia, quedeseaba verla y que se acercaría tanpronto pudiera desembarazarse deVanessa.

Le entraron ganas de irse, perosupo que hubiese sido inútil. Dehaberse marchado, él la habríaseguido. De hecho, estabaperfectamente a salvo dentro dellocal. Cuando empezase su

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actuación, llamaría a Basil y lepediría que acudiese a recogerla.Antes o después tendría quehablarle a Basil de todo aquello,pero temía que, al hacerlo, le daríala oportunidad que probablementeestaba buscando, el pretexto parasolicitar el divorcio. En fin, aquellanoche sería un momento tanapropiado como el que más. Peroentretanto tuvo muy claro quedebería aguantar a Shad.

Pidió una copa y mantuvo lavista apartada. Esta estratagema no

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surtió efecto: aunque no le mirase,sentía sus ojos clavados coninsistencia en ella, y no pudoimpedir que ante sus ojos seformase la imagen de su rostro, susonrisa despreocupada. No pudoapartar de él sus pensamientos. Elcamarero le llevó su copa y uncuenco de palomitas y galletassaladas; sorbió despacio el martini,saboreando cada trago, y tomó unagalleta tras otra, desmigándolas unapor una hasta encontrarse con unmontículo como un hormiguero

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encima de la mesa. El sótano fuellenándose poco a poco de público.Oyó hablar al maître con cadapareja, a medida que bajaban lasescaleras, y escuchando conatención el ruido de sus pasosdedujo dónde se había sentado cadacual. El pianista acercó su pianominiatura a su mesa, colocándolode tal forma que le tapó la visión deShad y de Vanessa o, mejor dicho,la visión que habría tenido con sólolevantarse. Tocó unas cuantaspiezas más bien de mala manera,

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pero le alivió poder levantar lamirada durante unos momentos, y alterminar le dio algún dinero. Entróla orquesta —una formación queconstaba de piano, contrabajo,trompeta y batería— y empezó atocar los clásicos de siempre, conun estilo Dixieland algo cambiado.Tocaban con limpieza, y de nohaber tenido la mente fija en Jimmyprobablemente habría disfrutado dela música. De pronto se dio cuentade que el local estaba lleno. Fuecomo si todos hubiesen llegado a la

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vez. Echó un vistazo al reloj y vioque casi era medianoche. Laorquesta siguió tocando, cada vezde forma más libre: se alargaron lossolos, las improvisaciones setornaron más ingeniosas. Se puso amirar al trompetista, un tipo enjutocomo una caña que daba lasensación de tener temblores, peroque llevaba el ritmo de maravilla ysabía cómo desarrollar una melodíaen todo momento. Minutos despuésobservaba al batería, y luego alnegro grandullón que zarandeaba el

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contrabajo. Al desgaire, como sifuera puramente accidental, pasó lamirada sobre la mesa en la quehabía visto a Jim y a Vanessa. Lapelirroja se había ido, pero Shadvio cómo le miraba y se puso de pieen el acto. Acarició con los dedosel tallo de la copa, dándole vueltasen uno y otro sentido, y letemblaron los labios al verloavanzar hacia su mesa. Se loencontró de pie ante ella, unasombra oscura sobre el mantelblanco y circular de su mesa,

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diciéndole:—¿Puedo?«Claro», asintió ella con la

cabeza.Jim tomó asiento frente a ella

sin decir palabra. Se dio la vuelta ehizo una señal al camarero, que lesirvió de inmediato un bourbon. Selo bebió de un trago, entrecerrandolos ojos al hacerlo, como antaño,pero sin hacer comentario ninguno.Ella no dijo nada. Jim tomó unpuñado de palomitas y se puso atriturarlas una por una sobre el

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montoncillo de migas que ella habíaformado antes. Cuando terminó detriturar las palomitas ya habíademolido el montículo.

—He hablado con el jefe —dijo sin arrastrar el acento.

Ella no le miró, ni manifestóde ningún modo que le hubieraoído.

—No tengo que cantar estanoche.

Ella sorbió su copa y apartó lamirada para fijarse en la orquesta.

—He pensado que podíamos ir

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a otro sitio. Ha pasado muchotiempo, Ellen.

Su voz y su presencia laconmovieron; le resultaronalternativamente reconfortantes yestimulantes. No confió en sí losuficiente para mirarle, pero cadavez se le hacía más difícil evitarsus ojos.

—Si te preocupa ella,olvídate. Ya me he ocupado de eso.

Se sorprendió al darse cuentade que le creía.

—Eres la única que de veras

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me ha importado, la única que paramí ha tenido verdadera importancia.Habría acudido a ti mucho antes,pero no supe cómo acercarme. Tehas convertido en toda una mujer,Ellen... Eres grandiosa. No sé porqué me he comportado así estatarde. Creo que ha sido por tu formade mirarme... Me mirabas como site diera miedo.

Hablaba con calma,titubeando. Ella nunca le había oídotartamudear. Le pareció sincero.

—Déjame que vaya a por tu

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abrigo —le decía—. Te quiero, yquiero estar contigo.

Y ella asintió.Volvió a abrir los ojos. Estaba

sentada en la cama, pero manteníala vista fija en el barniz de lapuerta. Así había sido. Se había idocon él. Pasearon por WashingtonSquare, se sentaron en un banco yse hicieron toda clase dearrumacos, como una joven pareja.Ella ardió en deseos de preguntarlequé había sucedido aquella noche,hacía tantísimo tiempo; deseaba

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averiguar de una vez por todas si loque recordaba era verdad... o si erael doctor quien estaba en lo cierto,y tan sólo habían sidoimaginaciones suyas. Pero no lepareció el momento oportuno.

El la llevó a un hotelitocercano, un sitio en el que conocíaal portero de noche. La únicahabitación disponible era pequeña yno tenía cuarto de baño. Ella miróal techo. Recordó haberse fijado enuna grieta en el yeso cuando elbotones los llevó a la habitación,

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sólo que tenía mucho peor aspectoiluminada por las bombillas queahora, con la tenue luz de lamañana. Jimmy compró una botellay los dos tomaron un par de copas.Luego, ella apagó las luces y esperóa que volviera, pues había ido alotro extremo del pasillo.

Eso era todo lo que alcanzabaa recordar.

Sin dejar de mirar la puerta, sequitó de encima la manta y lacolcha y salió de la cama. Nollevaba nada encima, y en sus

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manos, sus pechos y sus musloshabía manchas oscuras. Contuvo larespiración y esta vez decidióconservar la calma como fuera,razonarlo todo antes de tomar unainiciativa, de forma que luegopudiera recordarlo.

Se encontró el cuerpo de Jimentre la puerta y la cama. Tenía lacara llena de arañazos y la gargantamoteada. De la boca le habíabrotado un oscuro hilo de sangreque le había teñido el mentón. Altocarlo, se tornó de un rojo intenso.

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La cabeza, sobre todo la coronilla,había sido aplastada, y tenía el peloapelmazado por la sangre seca. Alvolver a mirar la cama descubrióque la sangre teñía uno de lospostes del cabezal, y que lassábanas y el colchón estaban llenosde manchas oscuras. No cabía dudade que estaba muerto —si bien letomó el pulso—, ni de que llevabamuerto un buen rato.

Se vistió a toda prisa, abrió lapuerta nada más que una rendija ymiró por si había alguien en el

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pasillo, antes de correr al otroextremo a lavarse las manos.Restregó a fondo el lavabo paracerciorarse de que no dejabaninguna mancha, volvió a otear elpasillo y regresó a su habitación.Una vez dentro, lenta ycautelosamente la registró de puntaa cabo para asegurarse de que nodejaba ninguna prueba de supresencia. Encontró una horquilla,tres cabellos rizados, uno de elloscon la punta abierta, y su barra delabios. Se plantó junto al cuerpo de

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Jim y lo miró, tratando de recordar.No sirvió de nada. Abrió la ventanay comenzó a bajar velozmente porla escalera de incendios.

Cuando bajaba la ventanadesde fuera, dejando resbalar elpolvoriento cristal entre sus manos,alguien golpeó con fuerza la puertade la habitación. Ese sonido laaterrorizó más que la visión delcuerpo de Jim. Apartó las manosdel cristal, dejándolo golpearruidosamente contra el marco. Seapartó en el acto de la ventana,

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tropezó con la barandilla de laescalera, perdió por un momento elequilibrio y vio en un abrir y cerrarde ojos la calle, muchos pisos másabajo. Por un momento se mareó.Eso fue todo lo que pudo hacer parano precipitarse por encima de labarandilla de hierro, y cuandorecobró el equilibrio se sintió tandébil que se hincó de rodillas yapoyó las manos en la plancha dehierro.

En esta postura se atrevió amirar una vez más por la ventana, a

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tiempo de ver cómo se abría lapuerta de par en par, cómoreventaba el cierre endeble ysaltaba la llave del cerrojo. Unamujer alta y pelirroja, con la caraentre pálida y gris por la ansiedad,se abalanzó al entrar en lahabitación. Abrió los brazos al verel cadáver, echó a correr y sedesmoronó al lado de Jim. Ellencomprobó que era Vanessa.

Lentamente, Ellen comenzó abajar por las sucias escaleras de lasalida de incendios. Hasta que no

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estuvo a menos de un salto delcallejón en que desembocaban nose irguió del todo. Entonces se dejócaer y aterrizó en el suelo. Al llegara la calle principal se detuvo en laesquina y paró un taxiinmediatamente.

Vanessa debía de haberlosseguido cuando salieron del local;debía de haber esperado en lapuerta del hotel, donde seguramentese pasó toda la noche esperando aque aparecieran. Cuando, devoradapor los celos, se vio forzada a

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aporrear la puerta, probablementeesperaba encontrarse con Ellen encompañía de Jimmy. No podíaadivinar, de ninguna manera, lo queen realidad iba a hallar.

Ellen iba sentada muy rígidaen el taxi cuando éste dobló paraenfilar la Quinta Avenida, yentonces miró atrás, hacia el hotel.No creyó que nadie la hubiesevisto.

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No creía que nadie la hubiesevisto. Se había quedado quietamirándose el tallo del brazo, lablanca flor de la mano y elresplandeciente cristal del vaso devino que sostenía, viendo verterseel vino color sangre sobre lachimenea. Un sonido, un roce detejidos, le hizo levantar la miradahacia el espejo, donde se encontrócon los ojos de Basil, que miraban

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gravemente los suyos, y la cabezade Basil, que lenta, ligeramente —de manera que nadie le viese—negaba con ademán condenatorio,reprochándole algo.

—Ellen, el vino es para beber.Ella se dio la vuelta en

redondo y le hizo frente, llevándosecon expresión de malicia el vaso alos labios, apretándolos contra elfrío borde del vaso.

—Lo sé. No entiendo por quéhe tenido que hacerlo. De veras, nolo sé.

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—No tuviste por qué, Ellen.No te ha obligado nadie.

Pensó en eso durante unmomento, considerando todas ycada una de las palabras queacababa de decir, escuchando conatención la cadencia de cada sílaba.

—Lo sé. Sé que no teníaningún motivo. Lo que pasa es queme apeteció. De pronto me entraronganas.

Le sonrió y le tendió el vaso.—Llénamelo otra vez, Basil.

Esta vez te prometo bebérmelo.

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Él tomó el vaso de sus manos,pero no sonrió. Titubeó un momentoy pareció a punto de hablar: ellavio que movía los labios. Noobstante, echó a andar hacia elmayordomo.

En él había algo patético,decidió Ellen al verle caminar porentre las parejas que seguíanconversando. Tal vez fuese suforma de sostener el vaso, con elbrazo rígido, extendido al frente,como si fuera una señal o unaadvertencia. O tal vez se debiera a

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que ella lo veía en el espejo, con loque su reflejo lo empequeñecía, ledaba casi el aire de un niño. Fueracual fuese la causa de la compasiónque sintió por él —caso de quefuera compasión, y no una simpatíaenaltecida—, no le importó; lo quede veras le importaba era que asídebían ser las cosas, así se sentíaella y así tenía que ser. Al darse lavuelta en redondo, con agilidad,cerró los ojos un momento, y sintióel remolino y el susurro de su largafalda de terciopelo negro. Se palpó

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la gargantilla de diamantes, lagargantilla que aquella mismavelada le había regalado Basilmientras esperaba temblorosa a quellegara el momento de salir a labrillantez de la escena, de erguirsejunto a la gélida madera de caobade su clavicordio, cerrar los ojos ydedicar una reverencia a aquellabestia enorme de múltiples rostros.Basil, durante la tensa espera, se lehabía aproximado por detrás; lehabía oído llamar a la puerta yluego había visto su rostro

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apareciendo en el espejo y pasandoa primer plano. Ella le habíahablado con los ojos cerrados, portemor a leer en su rostro el mismotemor que la asediaba, y solamentelos volvió a abrir al sentir aquelladureza, aquel peso en el cuello,como si una mano metálica lahubiese acariciado para devolverlela confianza. Pero lo que habíaencontrado al abrirlos era lagrandeza, la gloria y el fuego, lasonrisa de Basil. Ahora, al abrir losojos, solamente vio el salón

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atiborrado de humo, la confusión delos brazos y las espaldas desnudas,los trajes oscuros y las camisasblancas, los vestidos multicolores ylas arrugas esmaltadas de rosa quese marcaban en la cara de suanfitriona, de la pobre y chochaseñora Smythe.

Un espectro gris y vacilante,coronado por una máscara pequeñay fruncida, reluciente, en vez derostro: la señora Smythe la habíatomado de la mano y se la aferrabacon su ramillete de dedos resecos.

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Se disponía a halagarla.—¡Querida, ha estado usted

maravillosa! ¡Qué tono, quécolorido! ¡Ah, ése es el verdaderovirtuosismo!

Sonrió a la señora Smythe,percibió el estiramiento en la pielde su boca, y sintió que se leentreabrían los labios en ese gestopuramente social. Con la mano sehabía anclado a las duras piedrasque custodiaban su cuello, allíasida como se aferra un gorrión a sunido en medio de la tormenta.

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Sostener la sonrisa, ostentar unrostro impávido ante la señoraSmythe y ante la sala entera, lecostó emplear todas sus fuerzas: sele abatieron los hombros, sintió quealgo se vaciaba en su interior, quealgo se le escapaba cruelmentecomo el agua por el desagüe, comoel vino al verterse un vaso. Peroprecisamente cuando tuvo laseguridad de que sus rodillas iban aceder, convencida de que iba adesplomarse de un momento a otro,ahogada, sintió encenderse en su

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cerebro una centella de cólera,parpadear y prender fuego a layesca. «¡Maldita sea, maldita sea!—pensó mientras prolongaba lasonrisa ante la anfitriona—. ¿Quéderecho tendrá usted a dar fiestas, aconocer a todas las personas quecuentan y que pueden y deben, portanto, otorgarle sus favores? Notiene usted ni la menor idea de loque es la música, no sabe nada demi mundo de sonidos, de lo quesignifica disponer los tonos en eltiempo y en el espacio de forma que

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se relacionen, de forma que sobreellos sea posible la construcción deotras gamas tonales, deensamblarlos con el ritmo, dedarles peso y significación, deconstruir toda una realidad a partirdel sonido. Usted sólo conoce a lagente, gente a la que puedepresionar y retorcer y obligar a quecumpla sus órdenes: lo único que leimporta es el poder. Y por esoestoy yo aquí, y por eso ha venidoBasil, y usted lo sabe de sobra. Sí,lo sé yo y lo sabe usted también:

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usted tendría que ser la que diera larecepción en mi honor, la quecelebrase mi concierto de"regreso", pues en caso contrariohabría perdido un ápice de eseprestigio que tan encarecidamenteatesora. Y las dos sabemos desobra que no me quedaba otroremedio que aceptar su invitación,al igual que Basil, pues por algoviene siempre a sus fiestas el viejoJeffrey Upmam, por algo es usted laque le indica cómo debe opinar. ¡Laopinión de Jeffrey! ¡La fama de

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crítico que tiene Jeffrey! ¡Suopinión, su poder! ¿De dónde,señora Smythe, de dónde demoniossale su opinión, eh? ¿De la música,de las escasas migajas de mimúsica que ha podido entender estanoche mientras no parloteaba conuno u otro de sus amigos? ¡Ah no!De la música no: usted no sabecómo escuchar la música. Usted seforma sus opiniones de maneramucho más sutil, caso de que deveras tenga opiniones. A usted leagradan esos músicos y

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compositores que hacen lo queusted les sugiere, esos que de hechosubrayarán su fama, que se apiñarána su alrededor y que comerán de sumano sin decir ni pío. Y eso escomo una bola de nieve, ¿o no,señora Smythe? Según baja por laladera va haciéndose más grande, ycon ella se agranda usted, al igualque todos los copos de nieve. Perosi uno esquiva la bola de nieve quese le echa encima, si uno se resistea ella, será arrojado a una esquina,donde se le ignorará y se le hará el

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vacío. ¡Maldita sea usted, señoraSmythe!»

Lo cierto es que la señoraSmythe no recordaba en modoalguno a una bola de nieve, sino aun fantasma. Aparte el rostro yaquella juventud de palimpsesto,era alarmantemente insustancial.Parecía una mera sombra de lazosgrises, una sombra trenzada en sólodos dimensiones. Sus manos eranhuesos rosados, sus pies, unoszapatos con movimiento propio. Sinembargo, no era una persona que

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moviese a compasión, ya que nadatenía de desamparada, sino quesemejaba más bien una reliquiaentregada de lleno al vituperio, untótem que inspiraba verdaderotemor, tal vez interpuesto en elcamino de cualquiera por unenemigo decidido a hechizarlo. Ymientras esa mujer repartía halagos,mientras sonreía con sus arrugas,era de las que miden a suinterlocutor, tomándole el pulso desu lealtad, calculando la famapotencial y la parte de su futuro que

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merecía la pena tenerse en cuenta.—¡Qué hermoso vestido,

señora Smythe! ¡Y qué agradablefiesta! Por si fuera poco, tiene ustedla amabilidad de piropearme.Bueno, debo decir que estoyabrumada.

Mientras decía todo esto,acomodando su respuesta a lasituación, se percató, presa decierto helado asombro, que todassus frases aparecían en orden,cobraban sentido e incluso parecíancontar con la aprobación de la

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señora Smythe. Claro que nunca sepodía saber con seguridad quépensaba la señora Smythe. Sus ojos,como gemas engastadas en uncristal agrietado, no revelabanjamás clave alguna; sus gestos nadatenían que ver con sus intenciones.Quienes la conocían bien afirmabanque la principal fuente de su poder,aparte su riqueza, claro, era supersonalidad inescrutable.

—Me gustaría presentarle a unjoven delicioso —le decía, en tantosu mano prensil aferraba con

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verdadera avidez la doloridamuñeca de Ellen.

Cabeceando con solemnidad,se dispuso a conducirla por entre lamuchedumbre, dejando a un lado aun pintor que departía con suamante, a una bandada dequerubínicos compositores quereían entre dientes por algún chisteinfantil, a una escultora desemblante severo que parecíarecién desbastada por su propiamano de uno de sus bloques dealabastro, hasta llegar ante un

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hombre alto y larguirucho, un tipocon el mentón huidizo y una manofurtiva que se llevó en secreto a laboca, boca que le cubría un vagobigote. Pero se dio cuenta de queera tarde, de que ya estaban encimade él, con lo cual dejó caer la manoy, avergonzado, se la llevó albolsillo, pero, al no dar con laabertura, le cayó al costado,desvalida. Vio el matojo de vellosin afeitar, como sucio, que teníapor bigote, demasiado descuidadopara ser producto de uno o dos días

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sin afeitar, y sin la densidadnecesaria para servir de adorno. Elpersonaje, por lo demás, estaba tancolorado que sólo podía pasar porfatuo.

—Ferdinand —ordenaba laseñora Smythe—, sé que llevastiempo deseando conocer a nuestrainvitada de honor, es decir, a miquerida Ellen. Ellen, éste esFerdinand Jaspers. Estoy segura deque los dos os llevaréis demaravilla.

Tras lo cual, la señora Smythe

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se dirigió hacia otra víctimasolitaria, que estaba boquiabiertaen el extremo opuesto de la saladonde se encontraban Ellen yFerdinand. La señora Smythe habíahecho un brevísimo alto en surecorrido para presentarlos.Ferdinand no estaba ni muchomenos acostumbrado a la señoraSmythe, de esto se dio cuenta Ellen.Por encima del cuello de la camisahabía empezado a ponersecolorado, y a ese paso no tardaríaen ponérsele la cara como un

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tomate. Volvió a llevarse la mano ala boca, la mano revoloteó allí porun instante, titubeó y volvió a caer,inerte.

—He... he disfrutado mucho desu recital, señora Purcell. Hedisfrutado mucho.

—Gracias —le dijo, asabiendas de que debería añadiralgo más, a sabiendas de que por suparte sería una descortesía noayudarle sosteniendo su parte deldiálogo, por innecesario que fueraéste, aunque disfrutaba de la

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incomodidad de que era presa suinterlocutor.

Él se humedeció los labios,como si esa acción la controlase unmecanismo automático, y sus manosle pasaron rozando la cabeza, paraaplastarse el cabello color arcilla.A ella le fascinó ver cómo se leformaba una gota de sudor en lafrente, cerca del nacimiento delcabello, y mientras aguardaba a queél volviese a tomar la palabraprefirió especular, apostar contra símisma sobre cuál de los dos lados

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de su nariz iba a recibir la caída dela gota. En ese momento, el silencioque había sostenido sólo lavergüenza del joven, lo rompió unavoz que sonó en alguna otra partede la sala; una voz perteneciente aotra de las personas allícongregadas; una voz que a puntoestuvo de reconocer, aunque nosupo de quién procedía; una vozque, sin embargo —lo supo en elacto—, mencionaba algo que deninguna manera hubiese querido oír,algo que confiaba se hubiese

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olvidado del todo.—... cómo es posible que no

hayas tenido noticia? ¡Si salió todoen los periódicos! Los mássensacionalistas llegaron a publicarfotos de los dos, los dos muertos.Sobre su cuerpo habían arrojadouna toalla, claro, y ella estabavestida de pies a cabeza. Pero, aunasí, yo no creo que debieranpublicarse tales cosas. Dijeron queella lo había matado, no sé si losabías. Oh, la suposición se basabaen la autopsia, en la hora de la

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muerte de los dos: de acuerdo conlos médicos, él murió varias horasantes que ella. Así fue la cosa, o almenos eso se ha dicho. Así, ella lemató, por celos o por la razón quefuera, y luego se arrepintió delcrimen. El portero de noche dijoque había alquilado la habitación aun hombre y una mujer. Claro que¿quién iba a esperarse que le dieransus nombres reales? Sí, ella sinduda tuvo que sentir elremordimiento... y luego se diomuerte. Querido, cuánto me extraña

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que no hayas oído hablar del tema...Ha sido un notición, todo unnotición. Es tremendo, fíjate; lohabía visto cantar uno o dos díasantes, lo fui a ver en un club delVillage...

Ferdinand carraspeó y ellahizo un esfuerzo por recobrarse. Sedio cuenta de que en todo momentohabía prestado atención a la otraconversación, pero, temerosa dedarse la vuelta y ver quiénesestaban hablando, debía haberestado mirando fijamente al joven,

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transfigurada e inexpresiva; tal vezél había tomado su actitud por unamuestra de curiosidad, porindicación de cierto interés. Encuanto se dio cuenta, bajó lamirada.

Él tosió.—Soy... soy poeta.¿Por qué, por qué —se

preguntó— le había dicho eso?¿Qué sentido tenía para ella queaquel hombre fuese poeta o dejasede serlo? Siguió mirándolofijamente, convencido de que si él

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había querido ver un deje decoquetería en su mirada, ahora yano podía seguir haciéndolo. Al vercómo se tensaba su rostro, cómo letemblaba su ridículo amago debigote, ante la hostilidad que ahorale demostraba, comprendió que sumirada era una arma.

—Qu... quiero decir que hepublicado un libro. Un librito deversos, en realidad.

Y su mano, como un sabuesodeseoso de atrapar un pájaroabatido, subió hacia el labio

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superior y cayó de nuevo. Aunqueno esquivó su mirada, no le estabaprestando ninguna atención. Volvióa oír la otra voz, una voz que lesonaba conocida, una voz que, consólo pararse a pensarlo, podríacolocar en su sitio. Había vuelto aelevarse por encima del continuomurmullo de la multitud, se habíaliberado del ruido monótono de lamasa, y al escapar fue como sihubiese creado una zona de calma yde silencio en el centro del bulliciogeneralizado, en la cual sólo ella

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existía y se hacía oír.—Lo cierto —decía en ese

momento la voz— es que recuerdohaberle visto incluso antes. Sí,ahora que lo pienso, no sólo lo viactuar pocas noches antes delsuceso, sino que estuvo en miestudio aquella misma tarde... Oh,sí, claro que le conocía, y muybien... Fíjate, solía venir a vermecon cierta frecuencia... ¿Que quiénera ella? Nadie que tú pudierasconocer, querido. Una personahorrible... Creo que una bailarina;

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sí, en algún sitio he leído que erauna bailarina... ¿Cómo habránpodido...? Lo quería, digo yo. ¿Nosuele ser ése el motivo más común?¿Que cómo se llamaba? No meacuerdo, lo leí sólo una vez...Bueno, aparecía en los periódicos,claro está... Pero ahora mismo nocaigo, no me acuerdo...

Reconoció la voz, y de prontosupo sin asomo de duda que nopodía pertenecer a nadie más que aNancy. Y al tener esta repentinaseguridad se sintió arrastrada a la

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otra parte de la sala, impulsada alocalizar a la autora de aquellaspalabras, a hacer frente a Nancypara demostrarse que no tenía nadaque temer. La voz sonaba a susespaldas, a cierta distancia; debíade estar cerca de la chimenea.Pensando en esto, se dio la vuelta, aciegas, y empezó a abrirse pasoentre la muchedumbre. El joven sequedó pasmado, blanco como elpapel, esto lo vio por el rabillo delojo, al pasar junto a la pareja máscercana. Sintió lástima por él. Pero

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ya no podía tomarse la molestia devolver a donde lo había dejado ypedirle disculpas. Encontrar aNancy pasó a revestir unaimportancia de primerísimo orden:tenía que entrometerse en suconversación, oír con toda claridadlo que estuviera diciendo.

Sintió que su impulsivo avancepor la sala atestada de gente habíadado pie a ciertos comentarios,sintió que los ojos de la mayoría sehabían clavado en ella, pero no leimportó. Sin embargo, se propuso

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caminar más despacio, desviarseincluso y dar un rodeo, en vez depasar por entre un hombre deconsiderable estatura y una mujerrobusta que en ese momento leimpedían el paso; buscar a Nancyen vez de guiarse solamente por suvoz. De hecho, incluso se quedómomentáneamente quieta, mirando asu alrededor, y obtuvo porrecompensa la localización de lapersona que estaba buscando. Enefecto, Nancy estaba apoyada en larepisa de la chimenea,

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contorsionado su rostro graníticopor el énfasis que ponía al hablar,acompañado por los amplios gestosde sus manos de campesina, con losdedos gruesos. Sintió alivio alverla, pero ya no vaciló unmomento más. Al contrario, avanzócon resolución, tal vez de formamás impulsiva que antes,tropezando contra un sofá, y a puntoestuvo de derribar al camarero,bandeja incluida.

Nancy la vio acercarse. Seapartó de su acompañante, un

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hombre de tez muy pálida, con elcabello lustroso y una expresiónintensa, para dirigirle un saludo.

—¡Ellen! —le gritó—.Querida, has estado incomparable.¡Ha sido todo un acontecimiento!Ah, Ellen, ahora que apareces(cuánto me alegra que te hayasacercado), creo que podrásayudarnos. Ellen, dime una cosa:¿recuerdas haber conocido a unhombre, un músico o, mejor dicho,un cantante de baladas, por ciertomuy famoso, al que te presenté el

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verano pasado en mi estudio?Asintió en dirección al

hombre, al cual no había sidopresentada. Luego miró de lleno elimponente rostro de Nancy.

—¿Te refieres a Jim Shad?Aminoró el ritmo de su

respiración mientras esperaba a queNancy reaccionase, a que lemostrase alguna señal de lo quesabía. El rostro de Nancy no setransformó.

—Eso es. Bueno, también yorecuerdo ese nombre. En cambio,

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Ellen, soy incapaz de acordarmecómo se llamaba la mujer (unabailarina, una persona horrible) quelo asesinó. Porque sabrás que fueasesinado, ¿no? Pensé que lo sabríatodo el mundo, que todo el mundolo habría leído en los periódicos.¡Fue todo un notición! Le golpeó enla cabeza... Jack, en cambio, me hadicho que él no tenía ni idea. Tú síque lo sabías, ¿no, Ellen?

Sonrió, divertida por elparloteo de Nancy.

—Fue terrible. Sí, lo leí en la

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prensa. ¿Averiguaron alguna vezquién lo hizo?

Se sintió orgullosa de sucalma, de su inventiva. A Nancy sele pusieron los ojos como platos, ymanifestó a las claras suincredulidad.

—Pero ¡querida, eso es lo queintento deciros! Esa mujer, como sellame, fue la asesina. Le destrozó lacabeza de un golpe y luego se pegóun tiro. Aunque nunca he logradoentender por qué no le pegó un tirotambién a él. En fin, no consigo

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acordarme del nombre. Creí que túlo sabrías. Era una bailarina...

Nancy pareció haber agotadosus recursos. Ellen la miró más afondo, la vio apoyada sobre larepisa, se fijó en su posedistendida, se aseguró de que en sucara dominaba la curiosidad (¿oacaso era malicia?). «Aunque nuncahe logrado entender por qué no lepegó un tiro también a él», habíacomentado. ¿Lo habría dicho conintención irónica? ¿Habría queridoutilizar esa vía para hacerle saber

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que sospechaba de ella? Estepensamiento la torturó y le inspiródeseos de hurtarse a la mirada deNancy. Sin embargo, supo que noera conveniente, que si Nancysospechaba de ella, su huidaconfirmaría sus suposiciones. Teníaque aguantar con buena cara.

—Ahora me acuerdo. Sí, creoque leí algo acerca de unabailarina. Ella le asesinó, ¿no escierto? ¿Tú la conocías? —preguntó con cierta violencia, deforma espasmódica.

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Jack, que se había dedicado aacariciar el mármol de la repisacon las yemas de los dedos, la mirócon cara de asombro. Nancy, casode haberse percatado, no se dio porenterada.

—Eso es, Ellen. El portero denoche del hotel declaró que seinscribieron los dos con nombrefalso. Y a la mañana siguiente losencontraron muertos a los dos: ellalo mató y luego se pegó un tiro.¿Cómo no te acuerdas tú tampocodel nombre de ella?

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Se llevó la mano a la gargantay palpó la gargantilla de diamantes,cuya presencia inflexible ledevolvió la confianza.

—Lo siento, pero me temo queno seguí el caso muy de cerca.Debió de ocurrir antes que nosmarchásemos Basil y yo. Fuimos ala cabaña que tiene en Catskills,¿no te acuerdas? Yo tenía quealejarme de todo para poderensayar a fondo, y Basil se metió delleno con sus partituras. No vimosni un periódico durante todo el

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verano. Me temo que me perdí losdetalles más espantosos.

—Claro, es imposible que teacuerdes —sonrió Nancy—. Habíaolvidado que Basil y tú no estabaisen la ciudad. Fíjate, seguramente osmarchasteis aquella misma semana.Bueno, en el fondo no tieneimportancia. Lo que pasa es quepreferiría que la memoria no mejugase estas malas pasadas.

En este momento se dio cuentade que se había equivocado. Nancyno había querido darle a entender

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nada, sino que se había comportadode acuerdo con su carácter; eracharlatana y curiosa. Pero toda vezque su mente se había internado poraquel camino, toda vez que habíaregresado a ella aquel miedo tanespecial, un miedo que le secaba laboca, una especie de pánico encalma, se vio obligada a recordartodos los detalles de aquellamañana, aquella mañana de la queparecían separarle años enteros,aun cuando sólo había tenido lugarunos meses antes, la mañana en que

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volvió a casa y se encontró a Basilsentado en su sillón de cuero, en labiblioteca, muy rígido pero con lacabeza doblada a un lado, dormido.Se dio cuenta en el acto de que sehabía quedado dormido mientras laesperaba, que seguramente se habíapreocupado por su ausencia. Searrodilló a su lado y lo despertócon un beso.

Se le abrieron los ojos conpesadez, lentamente; se llevó lamano a la frente y se la frotó antesde verla, antes de comprender con

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claridad que por fin habíaregresado. Se inclinó hacia delante,sintiendo los huesos doloridos y loscalambres propios de laincomodidad pasada. La tomó de lamano y se la apretó fuerte. ¿«Estásbien»?, le preguntó.

Ella se sentía de todas lasmaneras posibles, excepto bien. Sehabía asustado, se había mareado,había estado a punto de matarse. Alvolver a la parte alta de la ciudad,en el taxi, el rostro de Shad se leapareció continuamente, e incluso

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en aquel momento sintió la sangreque le manchaba el cuerpo como unpeso muerto, como un hierro alrojo. No supo cómo hablarle de loocurrido. Se dio cuenta de que algono iba bien en su interior, de que,de alguna forma, se sentía a untiempo confusa y maltratada. Sinembargo, la presión de las manosde su esposo sobre la suya le dieronla fuerza necesaria para mentir. «Sí,estoy bastante bien», le dijo.

Más tarde, mucho más tarde,decidió no decirle nada del asunto.

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Había tomado esa decisión conabsoluta claridad. Razonó que él notardaría en estar enterado del caso,gracias a otros; quizá de forma másbrusca, pero con menoresimplicaciones emocionales que siella intentaba explicárselo. Semarchó a su estudio, cerró la puertacon llave y, por primera vez desdeque saliera del sanatorio, se dirigióa su instrumento. Pasó el día enterocomo si sus dedos, su cuerpo —sí,su mente también— no lepertenecieran, como si —o al

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menos ése era su recuerdo— lavacilante música que consiguióconstruir no la hubiese oído ella,como si ni siquiera su respiraciónfuera suya. Se sintió como si fueraun instrumento, el acero afilado ycruel de un instrumento quirúrgicosobre un paño esterilizado,preparado para su uso. Y la música,los sonidos a los que sus dedosdieron el ser, fueron comobrillantes y agudas astillas tonalesque laceraron el silencio.

Al atardecer, Basil llamó a su

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puerta y la convenció con dulcespalabras para que bajase a cenar.Más tarde, sólo porque a él leapeteció y a ella no le desagradó laidea, salieron a dar un paseo. Élcompró un periódico a la entradadel parque, tras lo cual seinternaron por entre los árboles, enbusca de un banco aislado dondesentarse a leerlo. Incluso al cerrarlos ojos (aunque de ninguna manerase hubiese atrevido a cerrar losojos en presencia de Nancy) eracapaz de ver de nuevo aquel titular,

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vagamente negro a la luz indirectaque proyectaba la farola, en el cualse explicaba el asesinato de JimShad y el suicidio de Vanessa. Echómano al periódico, arrancándoseloprácticamente a Basil, y leyó depunta a cabo todo el reportaje. Alprincipio no alcanzó a entender porqué se había dado muerte Vanessa,y entonces comprendió que lapolicía tampoco lo entendía. Lepareció cómico que, según laversión oficial, Vanessa fuera laautora del homicidio; le entraron

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ganas de echarse a reír, de sollozar,de levantarse y ponerse a bailarcomo si fuera una niña deseosa deagitar las trenzas, pero cayó en lacuenta a tiempo de que jamáshubiera sabido explicarle sus actosa Basil. De hecho, él quiso saberpor qué le interesaba tanto aquelasesinato. «En este periódico saleun asesinato todas las noches enprimera página», dijo. Pero no lecostó trabajo dar con unaexplicación. Le dijo que habíaconocido a Jim Shad precisamente

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el día anterior, y además en elestudio de su hermana, de Nancy.Comentó que era la primera vez queasesinaban a un conocido suyo; deahí su lógico interés.

Pero pocos días después,cuando Basil sugirió laconveniencia de ir a pasar unatemporada en la cabaña deCatskills, sintió verdadero alivioante la perspectiva de marcharse dela ciudad, de estar a solas, desentirse desgajada de todo y detodos, para poder repensar todo lo

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sucedido. Basil, claro está, iba apasar con ella la mayor parte deltiempo (aparte dos semanas, enagosto, durante las cuales tenía quedirigir la orquesta en variosconciertos de verano). La estanciacon Basil, sin embargo, había sidomuy especial, pues cada uno seorganizó su propia vida. En efecto,mandaron transportar el clavicordioy el piano a la cabaña, y serepartieron las horas de ensayocomo buenos amigos: por lasmañanas, ella tocaba y él hacía lo

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que le venía en gana, y por la tardeBasil se dedicaba a leer susmanuscritos o a interpretar lospasajes más críticos, mientras ellasubía por la falda de la montaña, abuscar laurel, o encontraba unremanso en el que podía chapoteary mojarse los pies. Por las nochesestaban juntos, salían a pasear encoche por las tortuosas carreterasde la montaña o se tumbaban sobrela hierba recién cubierta de rocío, amirar las estrellas y a abrazarse.

Nunca volvió a pensar en todo

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aquello. Sí intentó hacerlo en variasocasiones, pero no llegó al final delasunto. Una vez decidió ir a ver aldoctor Danzer, al cual ya deberíahaber llamado para concertar unacita, y contárselo todo. En otraocasión concluyó que todo aquellono tenía ningún sentido, y que eldoctor Danzer le repetiría lo que yale había dicho otras veces. Insistiríaen que aquello no había ocurrido,que era pura alucinación, unaficción que brotaba de su neurosisal igual que tantas otras, generadas

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por una antigua culpabilidad. Peroesto sólo lo creyó durante una brevetemporada. Luego, el otro aspectode su personalidad, su yo másescéptico, se burló de talsuposición. Sabía que fuera lo quefuese lo ocurrido durante aquellaúltima noche que pasó con Shad,sucedió de veras: fue algo real. Desueño no tenía nada. Shad habíaperecido, y su muerte hasta salió enlos periódicos. E incluso era másque probable que ella lo hubieseasesinado, aunque, cosa extraña,

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ella misma se mostraba capaz deformular ese pensamiento y lo dabapor sentado con absoluta frialdad,sin el menor rastro de alarma.

—Siempre he comentado queen ese caso hay algo que jamás haterminado de salir a la luz. —Elcomentario de Nancy le sonó comoun trompetazo. Bruscamente se hizopedazos su ensoñación, y tuvoconciencia, con una sacudidaeléctrica, de la cercanía de Nancy yde la peligrosidad de su lenguaparlanchína—. La policía dijo que

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la mujer en cuestión estaba celosade él. Encontraron testigos que losvieron discutir y pelearse, queincluso la habían oído a ellaacusarle de infidelidad la nocheanterior a su muerte. Pero nuncamencionaron de quién podía estarcelosa esa mujer, jamás se hafiltrado un atisbo relativo a la mujercon la que él pudiera estar liado...¡Esa parte sí que la convirtieron enun misterio!

Nancy sacudió la cabeza parasubrayar su comentario. Jack, su

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pálido acompañante, asintió a laligera... Se estaba aburriendo conaquella conversación, sin duda.Ellen fue incapaz de precisar siNancy sospechaba de ella o si no.Lo cierto es que a cada pocoparecía estar más y más cerca de laverdad... Si de veras fueseinteligente, aquello podía suponertoda una prueba.

—¡Oh, yo en cambio creo quela policía lo sabía! —exclamó,procurando que su voz sonaseexasperada, como si estuviese harta

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de hablar de un antiguo, sórdidocrimen—. No cabe duda de queinterrogaron a la persona encuestión, probaron su inocencia ydecidieron no dar a conocer sunombre. ¿Quién querría verarruinada la reputación de unamujer inocente?

Nancy la miró atentamente yesbozó una sonrisa.

—¡Ellen, querida! Debes depensar que soy un auténtico espanto.Por supuesto, yo no soy de las quedesearían ver impreso en los

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periódicos el nombre de esapersona. Pero sí me gustaría saberde quién se trataba. Entiéndeme:Jim Shad era amigo mío. No puedoevitar sentir curiosidad, y yo creoque a ti debería pasarte lo mismo.¿O no lo conociste en mi casa, elmismo día en que fue asesinado?

Abrió la boca con intención dedecir algo, lo que fuese, con tal deconjurar el silencio y darse unosmomentos para pensar. Sinembargo, antes que pudiera deciresta boca es mía, se materializó a

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su lado la señora Smythe, como unespectro. Sus dedos resecos seaferraron a su brazo y su rostroarrugado dibujó una sonrisaaduladora.

—Queridísima Ellen,aborrezco tener que separarle deestas personas tan encantadoras,pero mi querido Jeffrey aguardapara verla. Ha asistido al concierto,no sé si lo sabe, y en el periódicode mañana piensa publicar un brevecomentario. De todos modos,querida, desea saludarle antes:

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quiere sostener una pequeñaconversación con usted, y tiene quellegar antes de la hora de cierre. Enfin; estoy segura de que sus amigossabrán disculparla...

La presión de aquella garra depájaro que sentía en el brazo eraexcesiva. Descubrió que la señoraSmythe la había hecho rotar sobresu eje y que la arrastraba escorada,por entre la muchedumbre, haciaotra zona de la sala en la cualestaba sentado Jeffrey Upman, asolas, cauteloso, en una silla

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sobredorada, marcando un ritmoinexistente sobre los cuadros másoscuros del parquet, con la conterade su paraguas. Era un hombreenjuto, viejo, poco menos queparalítico, cuyo liviano perfiladoptaba la forma de un signo deinterrogación. Que esta postura suyatuviera algo que ver con supredilección estética por laspreguntas retóricas había sido unacuestión largamente debatida, desdeantaño, entre los guasones de lacalle Cincuenta y siete. Aun así, sus

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reseñas aparecían salpicadas designos de interrogación como laspasas que proliferan en un buenpastel. «Ayer noche, en los augustoslocales del Carnegie —era capazde escribir—, entre la pompa decostumbre y aprovechando elsilencio de respeto, el señor Tal yCual se descubrió como uno de losartistas más consumados de nuestrotiempo. Había algo en su tonalidadque se fundía en la vaguedad, sibien en ningún momento careció delritmo vertebrado, propio de la

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autoridad, ni de algo que despertóen definitiva nuestras más sutilesemociones, y que exigió al asistenteponerse al altísimo nivel de suejecución. ¿Hubo alguien, entre lanutrida concurrencia, que se fijara,de cuando en cuando, en unaligerísima divagación respecto deltono primordial? ¿Acaso se fijaronotros en que, aquí y allá, incurría enuna serie de inflexiones que sesalían por completo de la tradición,que hubiesen sido de todo puntocuestionables? Tal vez más de un

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asistente se percató de cierta yreiterada inconsistencia en eltempo, de un trémolo infortunado,de algunos ritardandos francamentemal escogidos. De ser así, estosexpertos fueron la excepción queconfirma la regla, ya que el aplausoque, como un cataclismo, saludó alartista tras su segundo número,atestiguó de manera espontánea queaquel reconocimiento inequívoco,aquella aprobación entusiasta,estaban a la altura de losmerecimientos del señor Tal y

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Cual. Más adelante, el programanos prometía que este artista sinparangón volvería a ejecutarconciertos de Mendelssohn,Chaikovski y Sibelius, así comopiezas menores de Lalo, Debussy yThomson; ahora bien, pordesgracia, lo avanzado de la hora yla atroz, larguísima extensión de losmodernos programas, nosimpidieron asistir hasta el final.»

Jeffrey había sido críticomusical en la ciudad de NuevaYork desde los tiempos de Gustav

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Mahler. A aquellas alturas no sóloestaba pasado de rosca, sino quepadecía además una agudasomnolencia, hecho que más de unode los asistentes a los conciertos decostumbre habían podidocomprobar con sólo mirarle dereojo y verle cabecear en su asientoprecisamente durante los pasajesmás atronadores de las sinfonías.Por norma general, se las apañabapara permanecer despierto durantelos dos o tres primeros números delprograma, pero en seguida lo

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arrasaba el sueño. Para muchosmúsicos, un crítico adormilado nose distingue en nada de un perro enel momento de la siesta, y puedeque la somnolencia de Jeffrey nohubiera sido objeto de burla de nohaber tenido aquella exageradapropensión a roncar. Más de unviolinista, mientras ejecutaba sinacompañamiento un pasaje de unasuite de Bach o uno de losmovimientos más tranquilos de lassonatas de Debussy, habíapercibido con incomodidad el

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involuntario pero habitualmentedesastroso obbligato de Jeffrey.Por curioso que fuera, su reputaciónno se había resentido por ese hábitode sestear en medio de unconcierto. Algunos decían que esose debía a la influencia de la señoraSmythe, que sin lugar a dudasdesempeñaba un papel relevante,pero era más probable que fuerasencillamente una manifestaciónmás del respeto que se tiene ennuestra sociedad por todo lo quesea viejo y producto de la

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costumbre. La gente estabahabituada a ver la firma de JeffreyUpman en los periódicos, y hacíamás o menos una década habíaescrito varios libros sobre«apreciación musical», libros quela señora Smythe se las habíaapañado para que los distribuyeraun club del libro, de modo que parael público en general Jeffrey era unfenómeno inmutable, una piezarespetada del mobiliario cultural,una especie de hombre de Estadocada vez más viejo; además, casi

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nadie se dedica a leer las seccionesde crítica musical.

Ellen sabía muy bien todoesto, y además se había dado cuentade la futilidad que hubiera sidosentir amargura ante la senilidad.Aun así, al situarse frente a él yverle la cabeza temblorosa, los ojosmarchitos, los párpados cargados,la piel pálida y surcada de venasazules, propia de un viejo, sintióganas de reírsele en la cara, deponerlo de pie de un tirón, de darlela vuelta y mostrarlo a la

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concurrencia y gritar: «¡Aquí lotenéis! Miradlo. He aquí el queaprueba o condena la música quevais a oír, he aquí la persona cuyareseña leeréis mañana paradescubrir si lo que habéis oído erabueno o no.» Claro que,evidentemente, no lo hizo.

Su presencia era puraformalidad, al igual que la delanciano. Los dos lo sabían, y se locomunicaron mutuamente al vacilaren la elección de las palabras másindicadas. La señora Smythe

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rompió el silencio.—Estaba segura, Jeffrey, de

que deseabas hablar con mi queridaEllen. Todos, absolutamente todoslos presentes se han asombrado antela brillantez de que ha hecho galaesta noche.

Tales fueron las instruccionesque dio a Jeffrey, instrucciones queél había esperado con atención,estaba segura. Y también se diocuenta de que la señora Smythehabía forzado el encuentro, de queJeffrey no estaba en modo alguno

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«deseoso de charlar con ella», sinoúnicamente a la espera de descubrircuál iba a ser el veredicto de suamiga.

De qué modo había llegado laseñora Smythe a su veredicto, esoera algo imposible de saber (y,menos que nadie, podría adivinarloJeffrey). En cualquier caso, no eraun veredicto irrevocable, y por esotendría que jugar y defender sujuego, mostrarse cortés ante aquelviejo enteco que daba conterazoscon su paraguas mientras la

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observaba con aire inquisitivo,aunque con los ojos casi cerrados,pues lo único que deseaba era salircuanto antes de aquella sala ruidosay acalorada, alejarse de aquelenjambre de personas, volver adormir en cuanto le fuera posible.

—Ha sido muy amable de suparte, señor Upman —dijo (¿quéotra cosa iba a decir?)—. Estoydeseosa de leer su reseña.

Jeffrey se alborotó en su silla,y el paraguas golpeó con más fuerzacontra el parquet. Tosió con

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sequedad una, dos veces. Ellarecordó que ése era el prefaciohabitual de todos sus comentarios.Cuando tomó la palabra, su vozsonó como una tiza al rascar sobreuna pizarra, como una melodíadesafinada.

—¡Espléndido! ¡Espléndido!¡Espléndido! —graznó. En esemomento se miró la mano, que viajóhacia su chaleco para sacar delbolsillo un reloj de oro, cuya tapaabrió con un chasquido. Lasmanecillas, como patas de araña,

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convergían sobre una esfera demarfil—. ¡Espléndido! —estornudóal levantarse poco a poco, con laspiernas rígidas y el torso inclinado,sus pies como el punto de un signode interrogación—. En fin, es tarde.Debo marcharme ya.

—¡Jeffrey! ¡No es posible! —dijo con firmeza la señora Smythey, en tanto él proseguía su lentamaniobra para ponerse en pie,subrayó sus palabras empujándolehasta sentarlo de nuevo—. Ellen haprometido tocar una pieza para

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nosotros, y sé de sobra que teapetecerá escucharla.

Al viejo se le hundió elmentón contra el pecho, y los labiosle temblaron, quejumbrosos.

—¡Espléndido! ¡Espléndido!—fue todo lo que acertó a decir—.En ese caso... Sí, cómo no.¡Espléndido!

La conversación, si así podíallamarse, terminó tanperentoriamente como habíacomenzado, es decir, con lainexorable presión de la señora

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Smythe sobre su codo. Dócilmente,Ellen se dio la vuelta y se alejó deJeffrey, consintiendo que su ansiosaanfitriona la condujera por entre losdistintos invitados que le salieronal paso. Esta vez avanzó hacia elextremo de la gran sala, hacia unestrado decorado con cortinajes deterciopelo y dos altos jarronesllenos de rosas, sobre el que sehallaba el clavicordio que la señoraSmythe, con su buen ojocaracterístico, había conseguidopara aquella velada. A lo largo de

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la noche las cortinas habían estadoechadas, ocultando el instrumento, eincluso ahora el mayordomo estabaocupado en recoger los pliegues yajustar un poco la simetría de losdos jarrones. ¿Qué señal habríadado la señora Smythe para invocarese milagro, ese súbito, inesperadoaquietarse de las conversaciones,esa curiosidad de prontoconcentrada? Tal vez ninguna, o talvez el mayordomo hubiese recibidocon antelación la orden de retirarlos cortinajes cuando las viera a las

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dos departir con el viejo Jeffrey o—y esto era todavía más probable— toda la velada se ibadesarrollando de acuerdo con unprograma estrictamente ideado.Cualquiera que fuese el método,resaltaba el hecho de que lasrecepciones de la señora Smythesiempre se ajustaban a aquelloscambios de escena tan ágiles yapropiados, y siempre delataban lapresencia, entre bambalinas, de unexperto director escénico, sin dudaalguna la propia señora Smythe... en

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persona.Al pensar en esto, vio de

refilón a una persona diminuta, unafigura ligeramente encorvada, conun vestido de seda a aguas:Madame Tedescu. Se hallabaligeramente a la izquierda de ungrupo compuesto por dos hombres yuna mujer muy vivaz que la señoraSmythe y ella estaban a punto dedejar a un lado. Olvidó de pronto ala señora Smythe y se dirigió haciaella, sonriendo abiertamente a laanciana dama cuya sola presencia

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tanto significaba para ella. MadameTedescu era una señora bienentrada en la sesentena, con elrostro encogido a causa de los añosy con una debilidad que le obligabaa utilizar un bastón de ébano con laempuñadura de oro. Tenía uncabello blanco que le caíasuavemente sobre los hombros,pero sus ojos conservaban labrillantez y su sonrisa el ingenio deaquel primer día en que Ellenapareció en su estudio.

Madame la vio acercarse.

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Ensanchó su sonrisa, leresplandecieron los ojos. Recordóque Madame le había dichorepetidas veces, y con el corazón enla mano, que era su alumnapredilecta, «la única a la quequisiera confiar la continuación demi tradición musical». Sabía muybien que Madame no le mentiríajamás, que ella le diría con absolutasinceridad si había tocado bienaquella noche.

La señora Smythe, sorprendidapor su fuga, la alcanzó en el

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momento en que llegaba junto a suantigua amiga y maestra. Como side hecho hubiese pensando queEllen tenía serios motivos parahuir, se las arregló para situarseentre una y otra y ser la primera enromper el fuego:

—Esta noche debería estarmuy orgullosa de nuestra Ellen,Madame. Mi querido Jeffrey medecía hace tan sólo un instante queeste recital ha sido uno de losacontecimientos más memorables alos que ha asistido en su vida.

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Bueno, es evidente que mañanapodrá leer su reseña y averiguar susopiniones, pero puedo adelantarleque serán elogiosísimas.

Creía estar sobradamenteacostumbrada a la falta de modalesde la señora Smythe, a susafirmaciones arbitrarias, perotambién había consideradoimposible que la señora Smythe seportara de forma tan grosera. Si sepuso colorada, si sintió que se lesecaba la garganta, no fue sólo porel lógico azoramiento, sino porque

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de pronto cayó en la cuenta de que,por alguna extraña razón, la señoraSmythe habría deseado impedir quese reuniera con su vieja amiga, yque por eso mismo intentaba influiren su opinión, tal como habíainfluido en la de Jeffrey; tal vez,pensó, todo ello se debía a queincluso la señora Smythe, cuyogusto musical era asombroso por laausencia de todo tino, se había dadocuenta de que esa noche había algoque no funcionaba.

—No es menester que me diga

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nada de Ellen. —Madame Tedescuhablaba con lentitud, con un rastrode acento vienés, a pesar deltiempo transcurrido—. He estadoen el concierto. He escuchado conatención. —Asintió consolemnidad, pero en ese momentola observó y sonrió. En sus ojoshabía un brillo grave, y su sonrisaera toda amabilidad, pero medianteun sencillo cambio de expresión,mediante una especie dereconocimiento de la melancolíaque la embargaba, a ella le

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transmitió con meridiana claridadque estaba preocupada—. Haceaños que no te veo, Ellen —dijo,aunque en su voz no había ni rastrode reproche—. ¿Serías tan amablede pasarte mañana por mi estudio?El mejor momento sería a mediamañana... Allí podremos hablar contoda tranquilidad. —Y, sin dejar desonreír extendió la mano y leacarició el hombro.

El mayordomo habíaterminado de trajinar con loscortinajes y los jarrones. La señora

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Smythe estaba ansiosa por llevar asu estrella invitada al estrado.

—Ellen ha accedido a tocarpara nosotros, Madame. Es cuestiónde unos minutos...

Cambió el peso de un pie aotro, inquieta, permitiendo que losgrises faldones de su vestidooscilaran misteriosamente, comodando a entender una prisa que ellaera demasiado educada paramencionar.

Madame Tedescu dejó desonreír, y su expresión adoptó una

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seriedad súbita y cabal.—Pero Ellen, ¡estás cansada!

¿O no es así, Ellen? Esta noche hastocado ya más que suficiente...

Su tono resultó un pocosevero. La señora Smythe puso demanifiesto su especial presencia deánimo. Se dio la vuelta en redondo,con simpatía, sin duda, pero convoz firme.

—Ellen, querida, si de verasestá cansada, lo último que quisieraes que tocase para nosotros —dijo—. ¡Tengo plena conciencia de lo

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cansados que deben de ser losconciertos! Sólo que, querida, si notoca, Jeffrey se sentirá muydescorazonado...

Aunque en modo algunodeseaba tocar, aunque su únicodeseo era abandonar aquellaabsurda recepción, aquella salallena a rebosar de gente tediosa ymolesta, de salir por la puerta ysentir el viento de la noche en elrostro, de mirar a lo alto y ver elcielo oscurecido, de estar a solas,comprendió la amenaza implícita en

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las palabras de su anfitriona, yentendió que si no se plegaba a susdeseos y tocaba unas piezas para laconcurrencia, la señora Smythe erasobradamente capaz de hablar denuevo con Jeffrey y cambiar suveredicto, o sea el dictamen delcrítico. Y mucho se temía, no tantopor lo que Madame había dichocuanto por su actitud, que al díasiguiente necesitaría los elogios deJeffrey.

—Por supuesto que tocaré —dijo a la señora Smythe. Y se

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dirigió acto seguido a su viejaamiga, apretándole la mano—. Yaverás cómo en el fondo no estoy tancansada. Ah, prometo pasar avisitarte mañana por la mañana.

A Madame Tedescu no ledesagradó su decisión, por más quesu forma de asentir fuera breve y susonrisa, algo torcida. Pero laseñora Smythe ya le tiraba de lamanga, de modo que supo con todaclaridad que si la hacía esperar unmomento más, sus reticencias seríandemasiado obvias. Por eso se dejó

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arrastrar al estrado.Mientras su anfitriona elevaba

la voz para anunciar a laconcurrencia que habíacondescendido a tocar para ellos,tomó asiento ante aquel instrumentoextraño y cerró los ojos. Encuestión de segundos tendría quecolocar las manos sobre el teclado,arquear los dedos y pulsar lasnotas, dejar de pensar en su mundopropio y concentrarse en su mundosonoro. Al menos, así debiera ser.Sin embargo, durante mucho

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tiempo, y con sólo alguna que otraexcepción ocasional, no había sidoasí. Desde comienzos de aquelverano, desde la semana en quesalió del sanatorio, todos los díashabía tocado un poco. Mejor dicho,sus dedos habían tocado, habíansonado las notas a medida que susojos registraban la página de lapartitura o su memoria la llevabapor aquellos vericuetos. Habíarescatado todos los viejos trucos;su virtuosismo era, incluso, mayorque antes. Pero en muy pocas

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ocasiones le había salido bien.Invariablemente, o poco menos,aparecían todos los sonidos en loslugares indicados, el tono era elexacto, y el fraseo, tal como ella lohabía querido interpretar. Con eso ycon todo, le daba la sensación deque sus ejecuciones no pasaban demeras procesiones de sonido, unaalternancia tonal, un cajón de sastrelleno de frases. No había unconjunto homogéneo. Funcionaba, sies que funcionaba, a trompicones,sin ningún sentido. Sin embargo, su

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técnica seguía siendo impecable,sus dedos respondían a lasexigencias de su mente, y todas lasnotas estaban en su sitio. Si ése yano era su mundo, si había dejado detener sentido para ella —y, dehecho, así era—, ¿dónde se habíaequivocado?, ¿qué era lo que habíasalido mal?

La señora Smythe dio porconcluida la presentación, y unaoleada de aplausos la informó enese momento de que losconcurrentes estaban a la espera del

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comienzo. Abrió los ojos y miró alpúblico, vio sus repulidos rostrosde color rosa, los brazos y lasespaldas desnudas, lasresplandecientes pecheras de lascamisas y las ondas de los vestidos,pensando cuánto se parecían a unaprosaica colección de figuritas deporcelana sobre un estante, en unavitrina. En su cabeza se formó unaestructura sonora, se perfiló contoda nitidez y la hizo sentirsecontenta de estar viva: los primeroscompases del aria de Anna

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Magdalena. ¡Si al menos pudieseejecutarla tal como la estabaoyendo...! Y es que Madame seencontraba entre el público, y laescucharía con toda su atentainteligencia, de modo que si todo lesaliera bien, tal como solía salirleantes, ella se lo diría sin dudarlo.Entre el amontonamiento de rostrossonrosados buscó la cara deMadame, moviendo los ojos de acápara allá, departiendo aún con elhombre de pálida tez. Se fijó, muycerca, en una asombrosa muchacha

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de cabellos rojizos y encendidos,una muchacha muy hermosa, con unvestido negrísimo, una muchachaque en ese momento le resultóconocida. Hablaba con un hombrerubio; hablaba con seriedad,tranquila, como si le amase. ¿Quiénera el hombre? También él leresultaba conocido, claro que sóloalcanzaba a verlo en parte: veía laparte de atrás de la cabeza, elhombro y el brazo alzado en ungesto que estaba segura de conocer,de haber visto muchísimas veces.

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La muchacha se hallabaparcialmente delante de él, deperfil, dándole la cara, tapándoselo.¡Oh, se movían! Él la había rodeadocon el brazo por el talle; sedesplazaron hacia un hueco en lapared, una esquina más oscura,donde nadie les vería. Estaban sinduda enamorados. Ellen se alegróde haberlos visto, de haber posadosus ojos en aquella parejainmediatamente antes de pulsar elprimer acorde: era una buena señal.Ahora bien; ¿quiénes eran? ¿Por

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qué tenía la sensación deconocerlos? Los observódesplazarse, cogidos del brazo,hacia aquel rincón, los viodesaparecer, y en ese momento viopor vez primera el rostro delhombre, cuando apartaba elcortinaje de terciopelo. Era Basil.

Su mano cayó pesadamentesobre el teclado, y la otra la siguiómecánicamente. Acomodó la vistasobre el laberinto de franjasblanquinegras, miró con fijeza lasdos ratas que corrían de acá para

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allá, a ciegas, alocadas, tratando deescapar. Oyó una risa, tras unosminutos, y una conversaciónexcitada..., pero fue incapaz deapartar la vista de aquellas dosratas y de su intrincado juego, en ellaberinto blanquinegro. Hubotambién un ruido, el ruido de unacopa al caer, el ruido de la sangrefrágil al fluir, un tintineo, como sifueran mil las copas que se habíanroto. Pero este ruido se entreverócon otros, con las risas y losmurmullos; no tenía ninguna

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relación con aquellas dos pobresratas como atrapadas en unlaberinto aterrador...

De pronto, sin ninguna razónaparente, el laberinto volvió aconcordar, cobró sentido. Alguien,en alguna parte, aplaudía: un ruidosolitario. Se miró el regazo y vioque las dos ratas habían anidadoallí, se habían quedado dormidascomo los niños, después de unalarga y ardua carrera. El tintineo, elruido del cristal al quebrarse, delfluir de la sangre, persistían en su

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cabeza, pero de pronto reconocióen todo ello una melodía, unacantinela muy conocida, que habíaconfiado no volver a oír jamás, unacanción que, por cierto, acababa deinterpretar:

Jimmy crack corn, and I don'tcare!

My massa's gone away...

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Las palabras «¡Jimmydesgrana el maíz! ¡Jimmy desgranael maíz!» la devolvieron a laconciencia, colocadas como uncartelón en el escaparate de unatienda, extraídas de su ensoñacióncomo un dedo acusador queseñalara su pecado... Y aúnrevolotearon unos instantes, comoun eco, al igual que persistía el ecodel grito que había oído en sueños,

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para ceder luego al silencio, comouna piedra arrojada a las aguas deun estanque. Permaneció en cama,muy quieta, callada, tensa. ¡Con talde que consiguiera dejar deacordarse...! ¡Con tal de queaquella noche, por lo menos unasola noche, no tuviese queexperimentarlo todo de nuevo...!Mediante un voluntarioso esfuerzoabrió los ojos, para dejar que suconciencia avanzase por el mundoen sombras de su habitación, y seesforzó con denuedo por ver, por

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distinguir formas, en vez deltorbellino de tinieblas que laaprisionaba por todos lados.

Esa oscuridad, esa terriblenegrura formaba parte de su sueño,y ella lo sabía. La oscuridadreinante en la habitación eradistinta, cosa que bien podría vercon sólo mantener los ojos abiertosun momento más, lo suficiente paraacostumbrarlos a la escasísima luzque filtraba la ventana. Esaoscuridad pertenecía a una noche,una noche muchísimo tiempo atrás,

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y a otra noche anterior... que en eseinstante sólo soñaba. «¡Di— lo!¡Dilo en voz alta! Si consigues oírtedecirlo, sabrás que es verdad, y porfin podrás dejar de vivir de nuevoesa noche, esas noches. ¡Dilo!¡Pronuncia esas palabras! ¡Másalto! ¡Más alto! No me da miedo laoscuridad. La oscuridad sóloexiste en mi sueño. Ahora no estáaquí, sólo aparece cuando sueño.¡No me da miedo la oscuridad!»

Su voz resonó desnuda, sola,enloquecida. No fue su voz, sino la

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voz de una niña, aguda, a punto degemir. Y tenía miedo, tenía unmiedo atroz de la oscuridad. Estabaallí con ella, tal como estuvo antes,en su sueño. La oscuridad larodeaba como un manto enorme,ruidoso, maligno, que la cubría porcompleto. No había luz en ningúnsitio, nada le servía de alivio; todoeran sombras devoradas por lassombras, penumbras y tinieblas. Eraincluso peor, porque sí existían ladistancia y el tiempo, un hoyoenorme al cual debía caer, en cuyos

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bordes titubeaba, temblorosa, enese instante. Muchas veces habíacaído al abismo, muchas veces sehabía arrojado de forma espantosa,para descender, para descender conla cabeza dándole vueltas, duranteun larguísimo trecho, en un vueloincesante hacia las honduras delpasado, a otro lugar, a otra época.Y siempre había empezado así, conuna súbita sensación de vigilia, conesas palabras en los oídos, con eleco de un chillido. Luego, condulzura, los bordes del abismo

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comenzaban a desmoronarse. Sedescubrió aferradadesesperadamente, en busca dealgún asidero en medio de aquellatierra que se movía, que sedesmigaba, que iba desintegrándosea toda velocidad. El chillido quedurante tanto tiempo había sidoamordazado volvía a oírse,convertido ya en un simple hilillosonoro. Sólo existía dentro delagujero, y ella resbalabainexorablemente hacia él. Combatiócon valentía, trató de reptar y

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agarrarse a algo, como si fuera unperro empantanado en una ciénagade arenas movedizas. Luchó contraaquel suelo carente de sustancia,contra las sombras que ibancerniéndose sobre ella, contra lacruel atracción del abismo...

Esta vez terminó tanrepentinamente, tanasombrosamente como siempre. Seprodujo un estallido luminoso, unaexplosión —si así podía decirse—de oscuridad absoluta, unarepentina violencia de negrura que

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era, de hecho, la nada misma. Asícesaba su existencia, perdía todasensación de su propio yo, todoatisbo de conocimiento, de ser, y sefundía completamente con aquelespejo de la nada... Sin embargo,también este momento transcurría yterminaba, y volvía a sentir. Volvióa ver una luz, y se encontró sentadaen el parque, con el sol sobre laespalda, ante una extensión dehierba muy verde y de cielo azul,con algunos niños.

Estaba sentada en un banco,

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viendo cómo una ardilla devorabauna nuez que ella misma acababa dedarle. Era un animalillo muyinteligente: sostenía la nuez entrelas pequeñas garras y lamordisqueaba industriosamente consus agudos dientes de roedor. Entanto parecía ocupada con estatarea, sus ojillos opacos, comorelucientes dianas de visión, semantenían muy fijos en ella,calculadores, tratando de decidir siechar a correr y esconder la nuez ocomérsela entera allí mismo,

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tratando de entender si a esa nuezseguirían otras o si aquello habíasido todo. La sola visión de laardilla le devolvió la confianza: eraun animal vivaz, inteligente, amoral;era su semejante. La ardilla tenía sunuez y ella tenía su vida o, almenos, el momento presente. Una yotra se aferraban a lo que tenían, sindejar de mirar en derredor por siaparecía alguna posibilidadsusceptible de transformarse enrealidad. Rió y la ardilla se asustó,se echó la nuez al carrillo y echó a

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correr hacia el árbol más cercano,para trepar por el tronco. Perocuando había recorrido un metro sedetuvo, se asió a la corteza, como sideseara fundirse con ella, la cabezaescondida y los ojos relucientes,mirándola. Ellen volvió a reír, amanera de experimento, pero estavez el animal no se movió.Permaneció en calma, y tras unosminutos de precaución emprendió elregreso, dando un rodeo, paraexigirle el pago de su deuda: otranuez.

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Era la última que le quedabaen la bolsa de papel, pero se la dioa la ardilla, arrugando la bolsadespués y dejándola caer a sus pies,a fin de que el viento latransportase erráticamente laderaabajo, para dejarla abandonada,como si fuera un gato borracho quejuguetease con un ratón cojitranco.La ardilla observó despectivamentela bolsa de papel, pero ni siquierase movió. «Sabe que ya no quedannueces —pensó—; sabe que sitodavía quedasen nueces yo no la

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habría tirado. Y me dejará dentrode poco, para ir en pos de otrasnueces, de otras personas, cada cualcon su bolsa. Pero ¿y yo? ¿Adondeiré? ¿Qué voy a hacer ahora?»

Se puso en pie y echó a andarpor el sendero, en dirección al zoo.Era ridículo compararse con unaardilla: ridículo y melodramático.Dio una palmada en el periódicoque llevaba doblado bajo el brazo.Era una persona notable, unaintérprete musical que la nocheanterior, sin ir más lejos, había

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dado un concierto que fue todo unéxito. La prueba estaba allí mismo—volvió a dar una palmada sobreel periódico—, en las palabras deJeffrey: «... Una experienciagenuina... Nos ha revelado unmundo resplandeciente, un mundohecho de prístinos sonidos.» Levino a la cabeza la imagen del viejoJeffrey, aleteó ante sus ojos,oscureciendo momentáneamente laluz del sol, los árboles y los niños.Vio al anciano tal como lo habíavisto la noche anterior, sentado

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precariamente en su sillasobredorada, golpeando nervioso elsuelo de parquet con la contera delparaguas. Le oyó exclamardébilmente aquel «¡Espléndido!¡Espléndido!», pero sufrió unacceso de cólera, parpadeó e hizoañicos la visión del avejentadocrítico. Para completar ladestrucción, se arrebató elperiódico de un tirón y lo arrojó alsendero, ante sí, deleitándose alpasar por encima, al pisotearlo yrechazar así de plano las mentiras

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de Jeffrey. Y es que lo que decíaJeffrey, todos sus endulzadoseufemismos, su retórica y susalusiones veladas, no guardaban lamenor relación con la verdad. Ellasabía a la perfección cuál era laverdad acerca de la noche anterior:había ofrecido una actuación másque mediocre, no había tocado —nimucho menos— como ella hubiesedeseado, como era capaz de tocaren otro tiempo. Había dejado de seruna artista.

Madame Tedescu se lo había

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dicho con toda franqueza, aunque escierto que aguardó a que ella mismale preguntara su opinión. Estuvo ensu estudio aquella misma mañana,tal como le prometió. Hacía pocomenos de una hora que se habíadespedido de ella. El timbre de lacasa enorme, suntuosa, que teníaMadame Tedescu cerca del ríoHudson, había resonado conentusiasmo cuando lo apretó; sindarle tiempo a apretarlo otra vez,sin darle tiempo a oír cómo seesparcía aquel clamor tintineante, le

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abrió la puerta Madame en persona.En su cavernoso estudio, la ancianase le antojó más reducida, másparecida a una frágil marioneta quea una persona de carne y hueso. Encierto modo, sus cuadros la hacíandisminuir a ojos vista —tenía unLéger enorme, un Dufy larguísimo,muy estrecho, y un Rouaultimponente—, al igual que susinstrumentos: los dos grandespianos concertantes, el clavicordio,el raro y virginal clavecín deébano, intrincadamente decorado,

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que, al parecer, había pertenecido aMozart. Tomaron asiento en undiván estilo Imperio, en la sala másalejada, un estudio de altísimostechos, con aire de catedral, cuyosbalcones daban a las dársenas enlas que se alineaban, amarrados, losremolcadores. Allí embarcaban losviajeros con destino a todos lospuertos del mundo.

Al principio, Madame le hizolas preguntas al uso, sobre su saludy demás. Departieron como dosbuenas amigas, acerca de las

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amistades comunes y lasexperiencias respectivas, ycharlaron acerca del mundillomusical de Nueva York y de lavieja Europa, de los extrañosefectos que en la vida de algunosmúsicos apacibles habíadesencadenado la guerra, de cómohabía afectado a los másconcienciados, políticamentehablando, y a las víctimas;comentaron los éxitos de los otros yhablaron de aquellos para quienesla música era el arte, era la vida

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misma, a los cuales el público engeneral solía ignorar. Pero una vezpasado un rato, una pausa hastacierto punto natural en unaconversación así se convirtió en unsilencio más prolongado.

Madame la observó con losmismos ojos que cuando era sualumna. Sus ojos, grises y calmos,se mostraron inquisidores, y su caraadoptó una expresión reservada yamable, pero firme en su propósito.

—Háblame de ti, Ellen.Ella apartó la mirada hacia la

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ventana, observó la luz que serefractaba en olas hasta sentirsealgo aturdida, y cuando volvió amirar a su anciana amiga vio unrostro desvaído, una sonrisaindistinta.

—Me he dedicado a trabajar afondo —dijo, y se miró las manos,nerviosa—. He mejorado en latécnica. Mis dedos me obedecen ala perfección. Cuando miro lapartitura, la oigo tal como debierasonar, ni más ni menos... Es decir,como siempre. Estoy muy bien.

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Madame asintió con unmovimiento de cabeza, pero en susojos mantuvo la misma tenacidad deantes, como si en el fondo nocompartiera ese gesto dereconocimiento.

—Te oí tocar ayer noche. Séde sobra que has recuperado todo tudominio técnico. Pero no es eso loque quiero saber. —Vaciló, comoquien se para a pensar con cuidadolo que va a decir. Se humedeció loslabios y prosiguió—: Ellen, en tuvida hay muchas más cosas: la

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música no lo es todo. Está Basil,están las otras cosas que te gustan.Háblame de todo eso.

—Basil está muy bien. Le vade maravilla con su nueva serie deconciertos. Seguro que has tenidoocasión de leer las reseñas en laprensa. Basil se ha asegurado eléxito.

Esta vez, la anciana negóbreve pero vigorosamente con lacabeza.

—No te pregunto por lacarrera de Basil... Ni por la tuya.

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De vuestras trayectoriasprofesionales ya sé todo lo quenecesito saber. Ahora quiero queme hables de ti... De ti y de Basil.

¿Cómo iba a contarle algo queni siquiera ella misma sabía aciencia cierta? Podía decirle que,como marido, Basil era amable,considerado, atento, de cuando encuando distraído y, por lo general,no tan interesado por las cosas deella como ella por las de él. Lacarta descubierta en la consola, elmaquillaje derramado en un cajón

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de la cómoda, aquella muchacha ala que había entrevisto cuando salíade su casa, dorada por el solponiente... Podría hacer mención detodos estos hechos. Pero ¿quésignificaban? No pasaban de merasimpresiones, de sospechas sinconfirmar. Podía hablarle delverano que habían pasado enCatskills, de aquellos días lentos yapacibles, de aquellas nocheslargas, de aquellas noches deéxtasis. Y también podía hablarlede las dos ocasiones en que,

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durante el verano, cuando Basiltuvo que ausentarse para ir a laciudad por razones de negocios, alpreguntarle si le permitíaacompañarle, él se mostró tandesconcertado que prefirió noinsistir y lo dejó marchar. Podíacomentarle aquellas noches quehabía pasado sola, sin hablar de lasdos semanas que teníacomprometidas en su gira de otoño.¿Y la noche anterior? ¿Deberíareferirle a Madame la verdaderarazón por la cual se olvidó de todo

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e interpretó una canción popular envez del aria de Bach que teníaprevisto interpretar en larecepción? ¿Qué diría Madame sile describiera la belleza de aquellamuchacha de cabello encendido y ledijera que la había visto con Basil,que los había visto besarse? En fin;no tenía ningún sentido pensar enello, pues no podría contarleninguna de aquellas cosas. Alcontrario, en lo que dijo tal vezpuso excesivo énfasis.

—Basil ha sido muy amable.

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Madame volvió a negar con lacabeza.

—Todos los maridos puedenser amables, Ellen. Y pueden sertambién poco o nada atentos con susmujeres. No creo que importe. Loque de veras importa es si te hacefeliz. Eso es lo que quiero saber.

Por fin pudo decir unaspalabras cargadas de significado:

—No. No soy feliz con él.—¿Qué es lo que no marcha?Madame se mostró inexorable.

La miraba, con las manos

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entrelazadas, dirigiéndole unasonrisa paciente, justa y firme.

—No parece el mismo deantes desde... desde que volví. Oh,por descontado, cumple con todossus deberes. Y se preocupa muchopor mí. El verano pasado, duranteuna breve temporada, fuimosfelices, ya lo creo. Fuimos parte eluno del otro; algo maravilloso...Pero ha ocurrido algo...

—¿Puedes contármelo?Ella negó con la cabeza.—No, no hay nada que pueda

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contarte. Basil me da la sensaciónde encerrarse en sí mismo, dealejarse de mí siempre que puede.Es como si se limitase a tolerarme,decidido a no permitir que meacerque más de lo debido.

—¿Le has hablado a él de todoesto?

—No, no le he dicho nada. Talvez todo sean imaginaciones mías;no sé si me explico. Hace algúntiempo pensaba muy a menudo quela gente me estaba haciendodeterminadas cosas, lo cual luego

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resultó ser completamente falso. Heaprendido a no hablar de mistemores, a guardármelos.

Madame se acercó a ella y letomó la mano, para apretárselaentre las suyas.

—Debes hablarle de ello,Ellen. Estoy segura de que es lomejor. Si no le dices nada, todoesto crecerá dentro de ti, y estemiedo destruirá vuestra vida encomún. Si algo no va bien, no puedehaceros ningún mal que lo habléisabiertamente, que lo discutáis los

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dos juntos. En realidad, eso sólopuede ser para bien. Y si luegoresulta que todo ha sido falsaalarma, si resulta que sólo se tratade imaginaciones tuyas y que él tequiere, podrías saber que teequivocas. Cuando él tenga noticiade tus temores, podrá ayudarte aafrontarlos. Pero si nunca llega asaberlo...

Madame se levantó y seacercó despacio al clavecín deébano. Abrió la tapadera delasiento y sacó un volumen de Bach,

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lo abrió por la primera página yextendió la partitura sobre el atril.Acarició con una mano la superficiede ébano, la apoyó livianamente yluego accionó el cierre para abrir latapa y poner al descubierto el dobleteclado.

—Recuerdo que siempre teentusiasmó esta aria, Ellen. —Suspiró—. Que a Bach también leentusiasmaba, que la quería contodas sus fuerzas, es algo que senota hasta en las menoresvariaciones. Y un rey llegó a

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obligar al músico de su corte atocársela todas las noches antes deacostarse. —Hizo una pausa,sonriendo, como si quisiera sopesarlos caprichos de los reyes. Luego lepreguntó, con cierto titubeo—:¿Quieres tocarla para mí, Ellen?

Si de veras iba a poder tocardebidamente, había llegado elmomento. Y nada más sentarse anteel antiquísimo instrumento, lepareció evidente que, en efecto, asísería, quizá por hallarse en lafamosa y vieja sala en la que había

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tocado tantísimas veces antaño, y enmomentos tan diversos de su vida.En ese instante se sintió libre detoda compulsión, relajada, segura,dueña de sí misma, en paz. No lehizo ninguna falta mirar la partitura;se sabía todas las notas dememoria. No tuvo que aguardar aque el público callase, ni tampocohubo de esperar a que otra personaanunciase su presencia en elescenario, ni ponerse por máscarael rostro que lucía en público. Siquisiera, podría quedarse allí

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sentada para siempre; era sumomento y su lugar indicados. Y aldarse cuenta de hasta qué punto eraesto verdad, el aria de AnnaMagdalena empezó a cobrar formadentro de su cabeza. Allí estabantodas las notas cristalinas, y elespacio que las rodeaba existía talcual, los trinos eran limpios yclaros como un volante de encaje,como los arpegios; el ritmo,vigoroso; la cadencia, precisa.Separó las manos, se inclinó sobreel teclado. Arqueó los dedos e

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inició el ataque: las teclas,flexibles, cedieron bajo sus dedos.Acababa de empezar e iba bien.

El movimiento sonoro, el pasoque llevaba al fluir, se mezcló conel movimiento de sus manos. Lassubidas y bajadas de la melodía seacompasaron a sus inspiraciones yespiraciones, la música empezó avivir dentro de ella, y ella vivió eltema que ejecutaba. Su ser estuvofirmemente arraigado en losacordes que tocaba, en lacontramelodía del bajo, al igual que

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sus pies sobre los pedales. No hubodivisiones, no hubo desunión; aquelmundo que acababa de construir noera posible desmembrarlo en dospartes: era un todo poderoso. Ellapasó a ser la propia esencia deltiempo, el movimiento quetransportaba el fluir del tono. Seencontró, de pronto, en el centroexacto de cada nota, de sus filossuaves y reverberantes, en los queel sonido casaba con otro sonido ynacía así una nueva armonía.

El pasado concluyó antes de

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que todo esto empezara, y el futurono comenzó hasta que esto formóparte del pasado. Aquél era elahora, el aquí, algo innegable, uninstante eterno. Irrevocable,irrefutable, tenía una fuerza y unarealidad que desafiaban el olvido.Con esto ella era única, al igual queaquello era único: si no lo tuvieradejaría de existir, pasaría a formarparte de la nada. Esa capacidad deevocar la música dependía de sulectura de los negros símbolosesparcidos sobre la página rayada,

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de la destreza de sus dedos y de suconocimiento de cómo tenía queser, de la calidad del sonido. Sinembargo, también ella dependía detodo aquello, pues, desprovista deese conocimiento, no sería capaz dereconocerse. Fuera de aquellaórbita no era más que un manojo desensaciones, un temor andante, unapetito, un ser ajeno a toda ley.Ahora bien, cuando se imponía laexistencia de aquel sonido eracapaz de entender, y su vidacobraba significado, orden, moral.

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Aquella era su finalidad: ella era unsimple medio.

Ejecutó de mala gana lacadencia final, elevando las manosde las teclas y liberando losmecanismos, pero manteniéndolascasi rozando el teclado, dejándolasallí suspendidas, por si era sudeseo continuar. Sería capaz devolver de inmediato a la primeravariación, pasar a la segunda y a latercera, tocar y tocar hasta haberrecorrido de nuevo las treinta y dosvariaciones, y volver al principio.

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Podría hacerlo con sólo desearlo.Pero no fue ese su deseo. Sus

manos descansaron sobre su regazoy ella bajó la mirada, sonriéndosepor los temores que la acosaron lanoche anterior, confiando de nuevoen ella misma. No se daría la vueltapara mirar a Madame Tedescu ypreguntarle si había tocado bien,no, pero sintió la necesidad demostrarse cortés.

El rostro de Madame eraimpasible. Se diría que no deseabahablar. En cambio, habló, y habló

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de prisa, tal como habla un cirujanoen uno de los momentos críticos dela operación que lleva a cabo.

—Has tocado de forma muycompetente, Ellen. Tal como dices,estás en plena posesión de todos tusrecursos técnicos. Tus dedosobedecen tus deseos. Y mientras teescuchaba he sentido quecomprendes la música tal comocomprende un crítico un cuadrodeterminado. Sin embargo, uncrítico no es capaz de pintar; uncrítico nunca será un músico. Lo

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que has tocado no era Bach, Ellen...Calló, pero su mirada siguió

hablando con elocuencia. «Las dossabemos que en otro tiempo sí lofue», decían sus ojos.

Se sintió con ánimo dediscutir. La noche anterior... Sí, lanoche anterior había sido pésima.Eso estaba dispuesta a admitirlo sinque nadie le insistiese. Hoy, encambio... No, hoy había tocadobien. Había oído a Bachmentalmente, y había ejecutado aBach tal como lo había sentido. De

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eso no le cabía ninguna duda. Asíera, así tenía que ser.

Pero incluso al pensar en esto,incluso al insistir para sí en queMadame se equivocaba, tuvo muyclaro que Madame no seequivocaba en absoluto. Habíafracasado, al igual que en tantísimasotras ocasiones, pero aquel fracasoera definitivo. Esta vez no se habíadado cuenta de su fracaso: a ella lehabía sonado bien. Solamentegracias a la honestidad de Madame,contra la cual había querido

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encastillarse, pudo tenerconocimiento de su fracaso.

Madame se acercó a dondeestaba ella, sentada ante elclavecín. Cerró cuidadosamente latapa del teclado y giró la llave en lacerradura.

—Hay muchos que jamás loharán así de bien —dijo—. Y, sinembargo, tienen fama y tienendinero... Han obtenido elreconocimiento del público.

Eso era verdad. Ni siquierapodría decirse que su carrera

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hubiese concluido. Jeffrey acababade redactar una reseña muyelogiosa. La señora Smythe habíaaprobado su concierto, teníaasegurada cierta popularidad. Podíaseguir tocando de forma sumamentehábil y en salas de conciertos llenashasta la bandera, podía alcanzar ungran éxito, y muy pocos se daríancuenta de la diferencia. Sinembargo, no estaba dispuesta a ello.

—Madame, no entiendo. A míme ha sonado bien.

Miró esperanzada a su anciana

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amiga, esperó que dijera algo más,algo que le abriera una puerta porla cual continuar. «Dime que ensayelas veinticuatro horas del día y loharé sin dudarlo —pensó—. Dimeque me aprenda de memoria la obracompleta de Couperin, que vuelvaatrás y estudie digitación, que toquea Czerny... Haré cualquier cosa, loque sea, con tal de recobrar lo quehe perdido.»

Pero Madame se limitó asonreír y a sacudir la cabeza, sindecir nada más. Hablaron de otras

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cuestiones, más o menosintrascendentes, durante otro cuartode hora. Y luego se marchó. Semarchó y se fue directamente alparque, compró unas nueces y sesentó en un banco, dio de comer ala ardilla hasta que se largó, hastaque se le acabaron las nueces, ydespués volvió a caminar... acaminar... a caminar.

Ya no estaba sola. Caminabapor entre una nutrida multitud, en sumayoría compuesta por gritos einterrogaciones infantiles, por

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globos que ascendían y cajas degalletas y caramelos que caían a suspies. Se detuvo y miró a sualrededor, viendo a toda aquellagente por primera vez. Estaba en elzoo, se hallaba delante de la cuadrade los ponies, y obstruía a una filade niños ansiosos que empujaban,que esperaban su turno para montaren el carro de los ponies. Unamadre gruesa y sudorosa, con elrostro enrojecido —un dirigible decarne amarrado a dos mocososdiminutos— le gritó:

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—¿Qué hace ahí parada,señora? ¿Por qué no se mueve? ¡Esusted demasiado mayor para subirahí, y además estorba lacirculación!

Avergonzada, siguiómoviéndose, dejando a un lado alhombre con la bomba de helio, elvendedor de globos, y dejando atrásla piscina de las focas, que bufabanen las orillas, para subir la cuestaque llevaba al foso de los osos. Nosabía adónde encaminaba sus pasosy le daba igual, con tal de llegar a

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un lugar en el que la multitud nofuera tan densa. Cuando por fin seencontró en un promontorio rocosodesde el que dominaba el recinto delos osos, decidió hacer un alto,permanecer allí un rato y observarel comportamiento de aquellosanimales, al igual que se habíafijado detenidamente en el de laardilla.

Tomando el cálido sol deoctubre, había dos osos pardosgrandes y torpones, balanceándoseal andar como dos juguetes

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estropeados. Se fijó en que cadavez que llegaban pesadamente a lamuralla desnuda que conformabauna de las paredes, sobre la cual seencontraba ella, alzaban la cabeza,a veces se ponían en pie sobre loscuartos traseros y la olisqueaban.Luego, cada vez, desandaban elcamino, trazaban el circuitocompleto del recinto y volvían arepresentar aquel ritual al pie de lamuralla.

El poder bruto de sus cuerposenormes como montañas le

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interesaba tanto como sus accionescompulsivas. Cada \ ez queasestaban un par de zarpazos alaire, en dirección a ella, el peso desus pisadas, los martillazos de suspatas al golpear el suelo hacíanretemblar la roca artificial sobre laque se hallaba Ellen, e inclusotransmitían cierto temblor a sucuerpo. Iban de acá para allá,dando vueltas y más vueltas por elrecinto, alrededor de la gruta,siempre juntos: el más corpulento,más oscuro también, delante, y el

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más pequeño y más enérgico detrás.Los movimientos de los dos estabansincronizados a la perfección,excepto al llegar a un rincóndeterminado, en el que el oso quemarchaba en cabeza tomaba unatajo, a pasos más cortos ypivotantes, mientras que sucompañero se retrasabaligeramente. No le dieron lasensación de cansarse, ni demodificar en ningún momento eltrayecto ni una sola de sus acciones.Y cada vez que hacían un alto a sus

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pies, cada vez que alzaban la vistay husmeaban el aire para sentarse,sentía un raro placer.

La ardilla se había portado deforma inteligente, astuta, conscientede una curiosa ley de causalidad, y«sabía» a la manera en que «saben»los hombres. Los osos, en cambio,obraban impelidos por un rígidocondicionamiento, poderosos perocarentes de la inteligencia máselemental, como dos autómatas. Sinembargo, habían pulsado en ellacierta fibra, cosa que la ardilla

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jamás hubiera logrado. Aunque nose sentía capaz de poner nombre asu reacción, ni tampoco deexpresarla, la sintió con laintensidad suficiente como para darla espalda al recinto y a sus dosinquietos habitantes, y mirar haciala ciudad y hacia los edificios que,cual centinelas, vigilabanatentamente toda la periferia delparque zoológico.

Le pareció hallarse enajenadade su propia vida; que desde suconversación con Madame Tedescu

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existía al margen de todos susdeseos previos, de todas susactividades de costumbre, a solas,sin rumbo. Hasta los propios osos,que seguían recorriendo su fosoaunque ella ya les había dado laespalda, contaban con un albergue,con un hogar; de hecho, aquelrecinto determinaba sus vidas, loscondenaba a patrullarincesantemente en torno a lasparedes de su guarida, paredes quejamás podrían escalar, y loscondenaba asimismo a alzar la

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mirada, a recorrer con los ojos laescarpada cara de la muralla y lasbarras curvas que los empalarían sise atreviesen a saltar. Ella noestaba enjaulada: era libre.

Al menos, tenía esa impresión.Basil ya no la amaba. Le estabasiendo infiel con aquella hermosamuchacha a la que besó en públicola noche anterior, o tal vez no leestuviera siendo infiel. En cualquiercaso, aquello parecía importarlepoco.

Se iba formando una gran masa

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de nubes oscuras tras las torres másaltas, con lo cual resaltaba el perfilde los edificios como en un relieve,recortados contra la plúmbeaopacidad de la tormenta que seavecinaba. Pocos minutos despuésse arracimarían las nubes sobre elparque y empezaría a llover. Supoque debería encaminarse hacia lasalida, al menos si no quería quedarempapada. El ambiente, hasta esemomento cálido y húmedo, habíarefrescado mientras observaba lasnubes. La brisa soplaba con más

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fuerza, racheada, y a su alrededorrevoloteaban por doquier las hojasrojas y amarillas.

Ni siquiera se movió. Se habíaapoderado de ella una extrañatranquilidad, sobre todo después dedarse cuenta de que todo le dabaigual. En su interior se habíaaflojado cierta tensión, dejando defuncionar un enigmático mecanismoque ya no emitía su típico tictac, yde pronto flotaba en la charca delas circunstancias que habíanahogado sus deseos. Se hallaba

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presa en esa charca, como laespuma en la superficie de unestanque. Lenta, lánguidamente sedio la vuelta para volver a observarel recinto de los osos. Los dosmonstruos pardos avanzaban haciaella con pesadez y rítmicamente,como si estuvieran convencidos dealcanzarla esta vez. El mayor seguíaun paso por delante de sucompañero, dirigiéndole, y mientrasEllen los miraba fascinada,comprendió dónde se hallabaexactamente la semejanza entre los

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osos y ella. Pero antes de poderpararse a pensar en ello, antes deque llegaran los osos al pie de lamuralla, sonó a sus espaldas lamúsica de la que hacía variosmeses no tenía noticia. Un murmulloextraño y quebrado, un sonido sinresonancia, que ella jamás podríaimitar; una secuencia de acordesque parecía a punto de resolverse,aunque eso jamás ocurría... Esamúsica era el peor de los males quehabía podido conocer en toda suvida. Tan pronto la oía ya no

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lograba escapar a ella —no teníaningún dominio sobre aquellamelodía—, aunque sí podíaresistirla, hasta sentirla ceder yfundirse en el silencio. Sinembargo, el mal no radicabasolamente en el sonido, ni en elterror, el terror elemental quetransmitía; lo más vil era quiénacompañaba la música. «Aún mequeda tiempo —pensó— de saltarla valla y arrojarme a la guarida delos osos.» Mientras concebía estaidea, aquel murmullo discordante

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creció en volumen, y sintió unapresión en el hombro. No tuvo quemirar siquiera para ver quién laagarraba, pues lo había vistomuchísimas otras veces; sinembargo, se volvió a mirar y vio lamano, los dedos largos, blancos,terminados en forma de espátula, elanillo con una piedra de color muyoscuro, una piedra que al mirarlarevelaba las honduras de la noche,el remolino de negrura, el vacío delabismo.

—Son casi como nosotras, ¿no

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te parece, Ellen? —le preguntóaquella dulce voz—. Los osos,claro. ¡Fíjate en el más viejo! ¿Noes tremendo, poderoso? Es el quesiempre va delante. ¿Ves? Ahora sedispone a sentarse, y su compañerole imitará dentro de un instante. ¿Loves? ¿Qué te decía yo? El segundohace exactamente lo mismo que elprimero. Igual que tú y yo, Ellen...

Era Nelle. No quiso mirarla ala cara. Había confiado no volver averla nunca más. Aquella mañanaen que fue al despacho del doctor

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Danzer, en el sanatorio, paraconcluir su «tratamiento», se habíadespedido para siempre de Nelle,le había dicho a las claras que sivolvía a verla, no la reconocería. Yestaba convencida de que Nelle loentendió perfectamente. Hubo uninstante en que estuvo tendida en lacamilla, mientras el doctor Danzerle tomaba de la mano y le decía queno había ningún motivo para estarasustada, que no iba a tardar másque un abrir y cerrar de ojos, queno sería más que una breve

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conmoción, un electrochoque que leatravesaría los lóbulos frontales yque de alguna forma reajustaría suequilibrio, de manera que todas lascosas, las cosas grandes y las depoca monta, volverían a encontrarsu sitio correspondiente. En aquelinstante, en el momento en quesintió los fríos electrodos en lassienes, absolutamente aterrorizada apesar de la presión que ejercía eldoctor sobre su mano, cuando, aunde forma muy débil y vaga, oyóaquel murmullo, vio a duras penas

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los dedos largos y curvos, aquelanillo oscuro, horrible, y supo queallí estaba también Nelle,agazapada, igual que siempre queEllen estaba metida en un lío.Incluso después de concluido el«tratamiento», tuvo muy claro queNelle no se había ido del todo. Peroesa impresión duró sólo unossegundos. El infierno ocupó sulugar, un infierno blanco,centelleante, henchido; un cegador,abrasador universo compuesto sólode dolor. Horas después, cuando

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recobró el sentido, Nelle habíadesaparecido. Y no había vueltohasta aquel momento.

Razonó que lo mejor seríahacerle frente, darse la vuelta ymirarla a los ojos para hacerleentender que ya no estaba a susórdenes, que se negaba a acatarcualquier sugerencia. Con agilidad,se dio la vuelta en redondo y miró ala cara a Nelle. No había cambiado.Seguía siendo su gemela, como sise reflejara en un espejo. No es quefueran iguales; por el contrario,

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eran dos seres enteramentedistintos. Nelle era el mal, todo elmal. Oh, por descontado que sabíaser agradable, halagadora; porejemplo, en su modo de sonreír enaquel instante, con los ojosdanzarines y sus largos dedosapoyados ligeramente, casi converdadera alegría, sobre los suyospropios. Pero no duraría mucho esaactitud. Tan pronto se hubieseasegurado de que Ellen iba a irsecon ella, de que iba a hacer lo quele indicase, su rostro cambiaría del

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todo. Aquellos labios sonrientes sealargarían para adoptar una muecade bruja, aquellos ojoscentelleantes empezarían a rebrillarcon una luminosidad maliciosa,aquellos largos dedos se tornaríangarras descarnadas, y aquel cabellocastaño y suave se volvería áspero,apelmazado, y perdería todo lustre.Ellen tendría que observarla sinquitarle ojo; no podría perderla devista un solo instante, y tendría quecombatir contra ella a toda costa.

Era imposible que Nelle se

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quedara. No podía permitírselo.Por más que tuviese ganas de saberdónde se había metido duranteaquellos meses de ausencia o a quése había dedicado, no osó perder niun minuto conversando con ella. Enel acto, y sin pararse a pensar enella ni un minuto más, tenía quehacer dos cosas que el doctorDanzer le aconsejó en caso de queNelle volviera a presentarse anteella. Tenía que decirle lo que eldoctor le había sugerido, y después,inmediatamente, debía ir a ver al

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doctor. Daba lo mismo qué hora deldía o de la noche fuese; daba igualque tuviera concertada una cita oque no: debía acudir a visitar aldoctor de inmediato. Y si no loencontraba en su despacho, debíaindicarle a la enfermera que sepusiera en contacto con él, u obligara la enfermera —o a quien lecontestase— a llevarla al hospitalmás cercano. Debía decir que eracuestión de vida o muerte. Peroantes, antes de ir a ver al doctor,debía hacer otra cosa: decirle a

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Nelle lo que él le había indicado.Nelle seguía sonriendo.

Cuando sonreía, era hermosaprecisamente de la forma que Ellensiempre quiso serlo. La primera vezque Nelle apareció ante ella —laprimera vez que conseguíarecordar, pero el doctor Danzer lehabía dicho que casi con todaseguridad tuvo que haber otrasveces, mucho antes, aunque ella nolas recordase— estabacontemplándose en el ajado espejoque había encima del chifonier del

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cuarto de su padre. Aquella tarde sehabía escapado de la librería, conotras chicas, para asistir a unespectáculo, y al llegar a casa supadre la castigó sin cenar, y laobligó a subir a su cuarto y aencerrarse. Ello quería decir quetenía previsto subir a verla despuésde la cena, obligarla a quitarse lasenaguas y azotarla con la correa delcinturón hasta que no pudierasentarse ni tampoco tumbarse sinque le doliera: la azotaría una y otray otra vez con aquella correa larga

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como una culebra, apretados losdientes y los ojos encendidos defuria. Ella le odió en ese momento,deseó matarlo, pero supo que loúnico que podía hacer era acatarsus órdenes. Por eso subió arriba yse encerró, sola y hambrienta, en laenorme habitación de su padre, conel cabezal de la cama de caoba, elcuadro de Blake titulado Yavécombate contra Satán y Adán, y elalto chifonier con su espejoagrietado. Le fue imposibleconciliar el sueño, y pronto se

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cansó de mirar por la ventana, demodo que se acercó al espejo y semiró largo rato, tratando deimaginar cómo sería su rostro sifuese una muchacha hermosa. Fue laprimera vez que oyó aquellamúsica, aquel extraño murmullo,aunque entonces no le dio miedoporque ignoraba su significado.Oyó los acordes quebrados, sintióuna mano sobre el hombro, y vio lacara de Nelle en el espejo, al ladode la suya. Había creído que era supropia cara, que era ella la que

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murmuraba, pero al continuarmirando con atención, al oír elruido de la llave de su padre en lacerradura, se dio cuenta, presa delpánico, de que no era su cara.Aquella cara era distinta porcompleto, hermosa. En sus oídosresonó la voz de Nelle, con calma ydulzura, dispuesta a convencerla.«Soy tu amiga, Ellen. Si quieres,puedes llamarme Nelle. Estoy a tulado para ayudarte. Sé cómo puedesimpedir que tu padre te azote, perotienes que actuar muy de prisa.

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Coge el lápiz de labios... ¡Sí, tulápiz de labios! Sí, ya sé que eso aél no le parece bien, que por eso telimpias los labios antes de verle...Pero date prisa, haz lo que te digoantes de que entre. Ya te loexplicaré después. Eso es. Píntatebien toda la boca, que te quede bienroja, tan roja y tan hermosa como lamía. Eso es, fantástico. Ahora,sonríe. Acaba de abrir la puerta, yaestá a tus espaldas. Sonríe, sonríede manera ensoñadora, entrecierralos ojos y ponle los brazos

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alrededor del cuello. ¡Eso es!Atráelo hacia ti, más fuerte, másfuerte. Ahora, bésalo. ¡No, ahí no!¡En la boca..., en la boca! Ah, esoestá mucho mejor.»

Su padre le apartó los brazosde un empellón, se la quedómirando boquiabierto y le dio unabofetada en plena cara, con el dorsode la mano. «¡Eres una zorra!»,susurró. La cogió en volandas, laarrojó sobre la cama y luego laazotó más fuerte que nunca. Y Nellesiguió un rato allí al lado, riéndose.

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Bien; esta vez no iba a salirsecon la suya. Esta vez no estabadispuesta a escucharla. Haríaexactamente lo que le aconsejó eldoctor Danzer. Ahora bien, ¡quédifícil era mirarla con tranquilidad!Tenía un rostro tan hermoso, tanparecido y, a la vez, tan distinto delsuyo... Lo único que pudo hacer fuepronunciar las palabras que teníaprevisto pronunciar.

—Nelle, tú no existes. No eresmás que una figuración mía. Notienes vida propia. No puedes

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obligarme a hacer algo que yo noquiera hacer.

Todo esto lo dijo en voz bienalta, con claridad. Nelle no habíadesaparecido, al contrario de lo quepredijo el doctor Danzer, y siguiósonriendo de forma más burlona.

—Pero Ellen, ¿no has queridohacer siempre lo que yo te decíaque hicieras? Además, ¿cómopuedes dudar de mi existencia si meestás viendo con tus propios ojos?No sería lo mismo si el doctorDanzer me hubiese visto. ¡Es lógico

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que él crea que no existo! Porqueyo no soy tan boba como paramostrarme ante él...

—¡No te creo!En ese momento, una gota de

lluvia le cayó a Ellen en la mejilla.Había oscurecido tanto que fue

como si hubiese anochecido. Enpocos instantes rompería a llovercon fuerza. Si echaba a correr atoda prisa, podría escapar de latormenta y de Nelle. Pero eraprimordial que no se enterase de loque iba a hacer; debía contar al

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menos con cierta ventaja.Sin pararse a mirar adónde

iba, se dio la vuelta y echó a correr.Por el sendero, desde la piscina delas focas, subían un hombre y unchiquillo, con los cuales tropezó. Elhombre la aferró, trató de detenerlay le gritó colérico. Ella, a aquellasalturas, iba corriendo a toda lavelocidad que le era posible,aunque las piernas se le trababancon el cerco del vestido. Habíaempezado a llover: mientrasdoblaba para dejar a un lado las

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focas, vio el camino cubierto degotas, y siguió corriendo hacia elvendedor de globos y la pista de losponies. ¿ Acaso la seguía Nelle? Sise daba la vuelta, ¿la vería corrertras ella, la alcanzaría tal vez? Nomerecía la pena... Tenía que corrermás aprisa. Ya casi había perdidoel resuello, y todavía le quedaba unlargo trecho antes de llegar a laentrada del parque. Llovíaintensamente, y sintió extenderse lahumedad sobre su espalda y lalluvia golpearle la cara. Las piernas

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habían empezado a dolerle, y cadainspiración le aguijoneaba comouna punzada, pero tenía que seguircorriendo si deseaba verse libre deNelle. En cuestión de segundos opoco más llegaría a la salida delparque. Vio de refilón una manchaamarilla: un taxi. Se detenía ante unsemáforo en rojo. Si consiguieraalcanzarlo antes que cambiara eldisco, montar y cerrar laportezuela..., podría indicarle altaxista que partiera sin dar tiempo aNelle. Pero por más que lo intentó,

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no consiguió mover más de prisalas piernas. Era como intentarcorrer con dos pesados péndulospor extremidades. A cada paso quedaba tenía la sensación de levantaruna enorme carga con los dedos delos pies. Pero ya casi había llegado.Un paso más...

Abrió de par en par laportezuela del taxi, saltó al interiory cerró bruscamente. Al mirar altaxista, se fijó que el semáforohabía cambiado.

—¡Vámonos de aquí, cuanto

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antes! —exclamó. El conductor lamiró de reojo, asintió y arrancó. Eltaxi salió catapultado hacia delante,y llegó a la mitad de la manzanaantes de que el coche que tenía allado en el semáforo se hubiesepuesto en marcha—. ¡Siga, siga! Enseguida le digo adónde vamos.

Lo había conseguido. Perotodavía no había recobrado elaliento. Lo único que pudo hacerfue recostarse en el asiento,agarrarse al asa de la ventanilla ymirar la calle. Iban dejando atrás

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las calles: la Cincuenta y nueve, laCincuenta y ocho, la Cincuenta ysiete, la Cincuenta y seis. El taxituvo que hacer un alto ante otrosemáforo, pero en ese momento yase sentía a salvo. Abrió el bolso yse dispuso a buscar la dirección deldoctor Danzer.

—¿Qué estás buscando?¿Puedo ayudarte?

El dulce retintín de la voz deNelle la dejó abatida. Se le cayó elbolso, cuyo contenido sedesparramó por el suelo del taxi.

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Fue como si le hubiesen asestado unfortísimo golpe en la boca delestómago.

Nelle iba sentada en el otrorincón. Todavía sonreía, pero enmodo alguno parecía respirar condificultad, ni tenía la caraarrebolada, ni un solo pelo fuera desu sitio.

—¿No habrías pensado quepodías dejarme atrás corriendo, eh,Ellen? Sabes de sobra que siemprehe corrido más que tú. En fin, dime¿adónde vamos? ¿A ver a Basil?

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No dijo nada, pero se inclinó arecoger su bolso del suelo. Alalcanzarlo, el taxista hizo unabrusca maniobra para cambiar decarril, y la sacudida, porinesperada, le hizo perder elequilibrio. Aferrada al asa, seinclinó de nuevo a por su bolso,pero ya no estaba donde antes.Nelle lo había enviado a la otraesquina de un puntapié.

—¿Por qué no me contestas,Ellen? —Nelle tenía el pie sobre elbolso abierto—. No te daré esto

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hasta que me lo digas. ¿Adóndevamos?

No tenía ningún sentidoocultarle la verdad. Además, cabíala posibilidad de que si Nelledescubría su intención de visitar aldoctor Danzer, tal vez la dejase enpaz. En el sanatorio, mientras durósu tratamiento a base deelectrochoques, Nelle no laacompañó nunca a ver al doctor. Amenudo la estaba esperando cuandopor fin despertaba, pero no la habíaacompañado durante todo ese

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tiempo.Decidió decírselo.—Voy a ver al doctor Danzer.

Él me dijo que fuera a verleinmediatamente en el supuesto deque tú volvieras a aparecer.

La cara de Nelle experimentóuna transformación espantosa. Susonrisa dejó paso a una muecaburlona, los ojos se le saltaron delas cuencas, a causa de la cólera, ysu pálida piel se encendió con lasangre caliente de la ira. Lanzó unaabrasadora mirada a Ellen, como si

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la odiara, y luego se inclinó arecoger el bolso. Acto seguido sedispuso a registrar su contenido.

Ellen no podía permitirle quelo hiciera. Se arrojó al otro extremodel asiento —contra su enemiga—,golpeó a ciegas su rostro, susmanos, en un desesperado intentopor arrancarle el bolso. Aunqueconsiguió agarrarlo, Nelle resultómucho más fuerte que ella, y leplantó cara como si fuese unamuralla de acero, haciéndole dañoen la cabeza y produciéndole varias

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magulladuras en las manos. Enplena riña, el bolso se volcó sobreel asiento y cayó la tarjeta deldoctor Danzer. Las dos la agarrarono, al menos, consiguieron tocarla.Pero antes que ninguna de las doslograra hacerse con ella, una súbitaráfaga de viento entró por laventanilla, la levantó del asiento, lahizo revolotear a ciegas, como unapolilla que, fascinada por la luz, davueltas y más vueltas —en tanto lasdos procuraban agarrarla—, paraterminar saliendo y caer a la calle.

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En cuanto se produjo este desenlacede la pelea, Nelle se relajó, eincluso dejó de esforzarse, pese aestar debajo de Ellen. A su rostroregresó la sonrisa, una expresión denuevo benigna.

—En realidad no tenías ganasde ver al doctor. ¿A qué no, Ellen?—la arrulló.

Lágrimas de frustración y derabia le anegaron los ojos, y seretiró a su rincón del asiento, débily exasperada. El taxi se habíadetenido en otro semáforo, y en ese

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momento vio por el espejoretrovisor el rostro del taxista, quela miraba perplejo.

—Señora, ¿ está usted bien?—le preguntó. Y, como Ellen nocontestó en un principio, volvió ainsistir—: ¿Seguro que se sienteusted bien? No estará enferma,¿verdad?

—Estoy bien, gracias. Tansólo algo cansada...

—Es que he oído cierto jaleoahí atrás —dijo el taxista, dándosela vuelta y mirando el rincón que

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ocupaba Nelle—. Le he oído hablara voz en cuello, como si estuvieracon alguien más, y... En fin, ¿hadecidido adonde quiere quevayamos?

—Creo que nos iremos a casa—contestó Nelle con dulzura, sindarle tiempo a Ellen a decir nada,ni a decidir siquiera lo que iba adecir—. Estamos un poco cansadas,y además nos hemos empapado. —Y dio al taxista la dirección deEllen—. No entiendo por quéquerías ir a ver a ese doctor

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imbécil —se quejó a Ellen—. Noes amigo tuyo, y yo sí lo soy. Loúnico que haría es llevarte de nuevoal sanatorio y aplicarte otro de sus«tratamientos». Prefiero ir a ver aBasil. Basil siempre me ha gustadomucho... Me parece un hombre muyatractivo, ya me entiendes. ¡Y hacemuchísimo tiempo que no le veo!

Ellen no contestó. Permaneciómuy quieta, sentada en su rincón, apesar del dolor de cabeza, con losojos cerrados. Si se callase, si nodijera ni una palabra, tal vez Nelle

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se aburriese y terminara pormarcharse. Pero si optaba porseguir a su lado, Ellen sabía porexperiencia propia que ya no habíaforma humana de librarse de ella.Se sintió mareada y débil, asustada,sola...

Nelle siguió hablando, suave ytranquilamente, pero con verdaderavehemencia.

—El doctor Danzer nunca nosha entendido a ti ni a mí, a pesar desus palabras grandilocuentes y susabsurdas ideas. A ti tampoco te ha

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ayudado nada. Eres exactamente lamisma de siempre, Ellen... Unatontuela desgraciada, que se asustahasta de su propia sombra cuandoyo no estoy a su lado. Pero siempreestoy contigo, Ellen, siempre queme necesitas, tanto si lo reconocescomo si no, tanto si despuésdecides acordarte de mí como si no.Yo estaba a tu lado cuando no erasmás que una niña y tu padre teazotó, y de no haber sido por mínunca hubieses sido capaz deplantarle cara y desafiarle, y nunca

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te habría dado permiso para salir,sola o con tus amigas, ni habríaconsentido tampoco dejarte marcharal conservatorio. Y también estabacontigo aquella noche en querecorriste sola las calles y loshombres te tomaron el pelo, aquellanoche en que volviste a tuhabitación del hotel a esperar a quellegase Jim, humilde y mansamente,dispuesta a perdonarle con tal queregresara. De no haber sido por mí,le habrías perdonado, ¿eh? ¿Ycuándo me has dado las gracias? ¡Si

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ni siquiera te acuerdas de todo loque he hecho por ti...! Inclusodejaste que ese doctor del tres alcuarto, con sus supercherías depsiquiatra, te convenciera de quenunca había ocurrido, de que yonunca intenté matar a Jim aquellanoche, de que lo poco querecuerdas de aquello era una meraexpresión dé la culpa que, en teoría,sentías por la muerte de tu padre.

Ellen se apartó de ella y de susdiabólicas palabras. Mirando por laventanilla las fachadas de los

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edificios, los apartamentos, lascolumnas del «El» de la TerceraAvenida, casi consiguió dejar deoír aquellas afirmaciones quepronunciaba con tanta suavidad, lasterribles mentiras —¿o verdades?— con que Nelle la atormentaba. Suindiferencia, sin embargo, no bastópara arredrarla. Siguió escupiendoacusaciones y palabrasjactanciosas, urdiendo añagazas...

—¿Qué pasó cuando lehablaste de mí al doctor Danzer?Dime, ¿qué pasó?

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Su tono era adulador. ComoEllen se negó a responder, ellamisma se encargó de hacerlo:

—Te dijo que yo no era másque una invención tuya, un productode tu imaginación... ¿A que sí? Yluego comentó que te habías alejadode la realidad... ¡Vaya tontería! Sí;dijo que al encontrar tu propia vidademasiado incómoda y frustranteme habías inventado para que fuesetu compañera. ¿Y tú te lo crees,Ellen? ¿De veras crees que me hasinventado tú? ¿No será más bien

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que te he inventado yo, que por algosoy la mejor parte de ti? No podríasvivir sin mí, Ellen, y tú lo sabes. Aver, ¿qué más dijo acerca de mí esedoctor tuyo? ¡Ah, se me olvidaba lomás divertido! ¿Te acuerdas cuántonos reímos aquella vez, Ellen? Sí,cuando te dijo que la mejor pruebaque podrías tener de mi inexistencia(¡como si te fuera posible probarque yo no existía! ¡Yo, que soy másreal que tú misma!), que la mejorprueba era que mi nombre fueraidéntico al tuyo, pero al revés. ¿Te

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acuerdas cuánto nos reímos cuandote dijo aquello, te acuerdas de quecasi rodamos por el suelo de risa?¿Y te acuerdas de aquel últimoconcierto que diste antes de ir alsanatorio, aquel concierto en el queestabas tan asustada que los dedosno te obedecían, tan atemorizada,que tuve que ser yo quien tocase entu lugar? Cambiamos de papeles ytú te quedaste a mi lado mientras yointerpretaba el programa. ¿Quéhabrías hecho si no te hubieseayudado yo, Ellen? ¿Te habrías

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quedado allí sentada delante delinstrumento, en una sala llena hastalos topes de gente que había ido aoírte tocar, y te habrías quedadomirando fijamente el teclado,incapaz de mover un dedo,aterrorizada porque ni siquiera oíasla música en tu interior? Pues sí,eso es lo que hubiese ocurrido (ah,¡qué bien te conozco!) de no serporque yo ocupé tu lugar, de no serporque toqué yo delante de todasaquellas personas.

Ellen la dejó delirar. Algo de

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lo que decía era verdad, pero lamayor parte estaba sutilmentedistorsionado. En su últimoconcierto antes de que enfermase yBasil la llevara a ver al doctorDanzer había olvidado, ciertamente,lo que tenía que tocar, y fue incapazde oír las notas en su interior. Sinembargo, ejecutó el programa: tocóella y nadie más. De eso estabaconvencida. A eso tenía queagarrarse como si fuera un clavoardiendo. Le había salidofrancamente mal, lo mezcló todo

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desde el principio al final, susmanos vagaron sobre las teclascomo dos seres salvajes ydistraídos... Pero había tocado ella,no Nelle. Fue de hecho Nelle la quepermaneció a su lado, la que semofó y se rió de ella. Y fue Nelle laque echó a correr por el escenariocuando descubrió que no podíaseguir tocando, cuando el esfuerzopor dominar sus manos espantadasterminó por hacérsele demasiadocuesta arriba; fue ella la que cruzóel escenario en dirección a aquella

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bestia enorme, a todos sus infinitosrostros, a la que tanto odiaba; fueella la que se arrojó chillandosobre la audiencia, maldiciendo alos presentes, insultándolos. FueNelle, no Ellen.

El taxi aparcó ante su casa, yEllen, que había recuperado elbolso después de perder la tarjetadel doctor, pagó al taxista. Al abrirla portezuela, Nelle pasó junto aella bruscamente, y subió a todocorrer las escaleras rumbo a lapuerta de su casa. Mientras

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introducía la llave en la cerradura,Nelle permaneció a su lado,respirando con violencia, los labiosentreabiertos, en una actitudpasional, con las manos cálidas,febriles, sobre sus hombros.

—Háblame de Basil, Ellen —decía sin cesar—. Háblame de él.¿Sigue siendo tan alto, tan enjuto,tan rubio como antes? ¡Me muerode ganas de verle!

Había previsto luchar a muertecontra ella tan pronto abriese lapuerta, porque había tomado la

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determinación de que, fuera comofuese, no debía permitir que Nelleviera a Basil antes que ella. Peronada más abrirse la puerta las dosquedaron inmóviles, sorprendidas.El vestíbulo se colmaba con losacordes dulces, plenos de un violín.Y, mientras escuchaban, cesó elsonido, se quebró en medio de unpasaje, tal como habría ocurrido sialguien tirase de la mano con que elinstrumentista empuñaba el arco.

Nelle condujo a Ellen por elvestíbulo de su propia casa y la

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llevó de puntillas a la biblioteca.Juntas, permanecieron tras la puertamientras Nelle entreabría unarendija, lo justo para ver la granhabitación atestada de libros.

Basil se hallaba ante el piano,y rodeaba con ambos brazos a unamujer. El violín había quedadosobre la banqueta del piano,olvidado. La abrazabaapasionadamente, y a ella se lehabía soltado su largo peloencendido, cayéndole profusamentesobre los hombros, como a veces

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cae un cobrizo y suave crepúsculosobre las colinas y el mar.

Nelle cerró la puerta y sevolvió a Ellen, sonriente.

—Ya lo ves —le dijo—: soytu única amiga.

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Nelle estaba presente en laoscuridad, en medio de aquellanegrura que se revolvía de formaespantosa: «Soy tu única amiga.»Nelle estaba cerca de ella,inclinada sobre ella, que seguíatendida, rígida y tensa bajo lasropas de cama. El dulce susurro deNelle se propagaba en el silenciode su habitación. Había terminadopor esperar la aparición de Nelle

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en aquel momento de su compulsivoviaje al pasado; había terminadopor aceptarla, decidida a no hacernada por luchar contra ella, aunquesupo así que el mayor terrorimaginable se acercaba lentamente,que estaría encima de ella antes quela noche hubiese terminado. En esemomento sintió que la tocaba lamano de Nelle. Sus largos dedoscrecieron a ojos vista, comoestrechas franjas de sombraligerísimamente más claras que laoscuridad amenazadora que la

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circundaba. Contra estas franjas viounas barras verticales: los dedosparecían descansar sobre aquellaespecie de barrotes, sólo que delotro lado. Entonces, como las otrasnoches, tomó forma el anillo en eldedo más largo, y las horrorosaspiedras engastadas en el centroparpadearon y cobraron vida,convirtiéndose en una hondura, enun vacío que le succionaba el almay la arrastraba. Sobre ese vacío seconcentraba toda su conciencia, y aese vacío, irremediablemente,

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tendría que dirigirse. Sintió que secontraía, que se hacía más y máspequeña, y que al mismo tiempoavanzaba hacia los barrotes, haciala oscura abertura de la piedra,arrastrada hacia ella como seintroduce un hilo por el ojo de unaaguja.

Resistió el magnetismo asabiendas de que no podríaaguantar durante más tiempo.Comprimiéndose hasta sentir que ledolían todos los huesos, hastatensar toda la piel por el esfuerzo

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de los músculos, se las arregló paraalcanzar cierto equilibrio, unapostura precaria en el oscuroumbral de entrada al anillo. Y fueen ese instante cuando creyó quedejaba de existir. Mientrasvacilaba, mediante un supremoesfuerzo de su voluntad, al filomismo de la nada, el presente sedetuvo. La dulce, halagadora voz deNelle se congeló en mitad de unasílaba, y su futuro se precipitó haciaella, arrastrando consigo untremendo impacto de experiencias,

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como si todos los acontecimientostodavía por producirse se hubieranvertido en un embudo y ella sehallara bajo el chorro... Su pasadose apoderó de ella, la engulló y larodeó, esparciéndose por todaspartes.

Un nido de barrotes, unentramado de líneas verticales yhorizontales, jaula tras jaula trasjaula, y ella en el centro de todas.Daba igual adonde dirigiese lamirada; por todas partesvislumbraba barrotes, algunos

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redondeados y blancos como elmarfil, otros cuadrados y pintadosde oscuro, curvándose hacia abajopara terminar en punta, otros,incluso, sombras en el rostro de unhombre dormido. De éstos habíados clases: una se veía a la luzplateada de la luna, y la otraaparecía rojiza bajo el parpadeo deun letrero de neón. Pero aún habíaotra clase, la más cercana, la másamenazante de todas, que parecíaapretarse contra sus sienes, como sise esforzara por mirar a través de

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los barrotes, al otro lado de loscuales alcanzaba a ver a duraspenas las vagas, oscuras formas delos olmos.

De nuevo se dejó oír la voz deNelle, de nuevo comenzó a fluir eltiempo, pero la visión de aquelmundo enjaulado tras los barrotesno desapareció. «Esto es lo queeres —le decía Nelle—. Intentacreerlo, si puedes, ya que eso es loque dice el doctor Danzer: que túeres esa maraña de barrotes. He ahílos barrotes de tu cuna cuando eras

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niña, los barrotes que viste en elparque y que tenían por objetoprotegerte de los osos, las barras desombra que proyectaban dospersianas distintas en dos hotelesdistintos y dos noches muy distintas,pero las dos sobre la cara de JimShad, aparte de los barrotes de laventana de esta habitación, elenrejado que proyecta un dibujo arombos en el suelo. Estas barras, almenos eso dice el doctor, son tudestino: no puedes huir de ellas,aunque sí puedes aprender a

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prevalecer sobre ellas sacándolestodo el partido posible, tal comohace un animal enjaulado alrascarse contra los barrotes que loencierran. Míralas, Ellen: miracómo te encierran, cómo deformany retuercen todos tus actos, cómoinfluyen en tus pensamientos, cómo,en el fondo, son las que te hanhecho tal cual eres.»

Sintió que la invadía un fríosobrecogedor —el frío de loirrevocable—, y el temor al quehacía un tiempo que iba

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acostumbrándose creció con talintensidad que recuperó toda sufuerza originaria: era el terror deuna niña. Se dio cuenta de quehabía sido arrojada al pasado, a unperíodo desconocido de su propiainfancia, que era muy pequeña yestaba asombrada, despierta enmedio de la oscuridad y sin otracosa que mirar salvo las tinieblas;sin otra cosa que oír aparte losruidos inexplorados que había oídocerca de su cuna. De pronto notó denuevo el ruido: un crujido en los

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peldaños, una risa, la voz de sumadre al esbozar una protesta.«Pero tengo que ir a mirar a la niña;puede que no esté dormida.» Luego,un ruido muy alto y un relámpagoluminoso, del cual surgieron dosformas monstruosas, dos genioscomo los de los cuentos de hadas,brotados de la nada y a punto dellegar hasta su cuna. Se inclinaronsobre ella, obturando toda la luz,riéndose y peleando, a punto dealcanzarla. «¡Ni se te ocurra! ¡Tedigo que es muy pequeña para tocar

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eso!» Más luchas encima de ella.Más sombras amenazantes, sombrasque crecían y aleteaban y caían conviolencia sobre ella. Una risahistérica, un chillido muy agudo.«¡No! ¡No! ¡Oh, eres terrible!» Denuevo, la sombra más grande seinclinaba encima de ella, seacercaba más y más, y exhalaba unextraño hedor. De pronto, las lucesse volvieron más brillantes,cegándola; la mano —la mano de sumadre, con aquella rara y oscurapiedra— se posaba sobre los

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barrotes de la cuna, y allá encimadescollaba un gran temor y un odioenorme: la descomunal, insensiblefuerza del odio, que antes no habíasentido jamás brotar de ella,dirigiéndose hacia la sombra en elpreciso momento en que su madrevolvía a gritar: «¡Si le tocas unpelo dé la ropa, te mato!»

Las sombras volaban sobreella, cubriéndola del todo, pero elterror había cesado; sintió quevolvía a crecer, que avanzaba en eltiempo, que salía del diminuto

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mundo de la niña para ingresar enotro mundo más vasto y máscomplejo, el mundo de los adultos.Todavía la rodeaba la oscuridad,aunque ahora se trataba de lanegrura natural de la noche. Sentíael aire fresco en la frente, y estabatendida, descansando tranquilasobre el brazo de Basil, apoyada lacabeza en su hombro, mientras elcarruaje en el que paseabanrecorría con lentitud el parque.Sobre ellos, el aroma de lavegetación recién mojada

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impregnaba la atmósfera toda.Había concluido la tormenta, y labóveda del firmamento, en lo alto,estaba encendida gracias al titilarde millares de estrellas. Nelle ibasentada enfrente, cariacontecida. Yes que hacía varias horas que Ellenni siquiera la miraba, casi segura deque se hartaría de su juego y losdejaría a solas.

Basil la había tomado de lamano, su ágil figura se recostaba asu lado. Ella se sentía segura, sanay salva. Había pasado la larga tarde

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encerrada en su habitación,escuchando los intermitentessonidos de un violín que pertenecíaal pasado. A lo largo de la tarde,Nelle había intentado por todos losmedios, una y otra vez, obligar aEllen a bajar a la biblioteca ysorprender a los amantes. Si habíarehusado hacer esto con verdaderatenacidad, no fue porque confiaseque su impresión fuera errónea, nipor temor de verificar sus peoressospechas. Al contrario, se sentó ensu habitación a contemplar un

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grabado de Picasso que le gustabasobremanera, y centró todos suspensamientos en aquellas formas,estudiándolas como si fuese laprimera vez que las veía. Nelle nodejó de pasear de acá para allá, deun extremo a otro de la habitación,con una sonrisa de reproche,fingiendo incluso a veces que podíaver la habitación del piso de abajo,que podía ver a sus ocupantes y eracapaz de describirle a Ellen susarrumacos y carantoñas con todolujo de detalles. Ella se negó a

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escuchar, y por fin redujo a Nelle aun silencio malhumorado, a pasearpresa del frenesí.

Al final de la tarde cesótambién el sonido del violín. Oyóque se abría la puerta de labiblioteca y que una voz de mujer,una voz aguda y musical, ascendíahasta su habitación. Nelle,rechinando los dientes, se arrojósobre Ellen, tiró de ella con toda sufuerza y la maldijo, en undesesperado intento por obligarla aponerse en pie y bajar a interrumpir

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aquel encuentro. Ellen, pese a todo,cerró los ojos y resistió a suapremio. Antes, al mirar por larendija de la puerta y ver a lamuchacha de cabellos encendidosen brazos de Basil, descendió sobreella la calma propia de lacertidumbre. Supo en ese instanteque la infidelidad de su esposo eraun hecho incuestionable. Desde esemomento y en lo sucesivo, todo loque hubiese podido entrever habríasido mero detalle. No es que a lolargo de la tarde hubiese sido capaz

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de suprimir aquellas ideas, ni deacallar su imaginación: de cuandoen cuando, oía el inequívoco rumorde la risa, de la conversación y —una sola vez— el ruido de un objetoque caía al suelo. Pero si hubiesehecho caso de las argucias de Nelley los hubiese interrumpido, sólohabría conseguido aumentar suspropios celos.

Poco más tarde, segura ya deque la visita de Basil se habíamarchado, bajó a la biblioteca.Nelle la siguió de cerca, bajó tras

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ella las escaleras, entró con ella enla biblioteca y tomó asiento en unode los sillones de orejas que habíajunto a la chimenea; es decir, secolocó allí donde mejor podríacontemplar lo que fuera a suceder.Basil estaba sentado ante su mesa,pero elevó la vista al sentir queEllen se acercaba. Se levantó, sedirigió hacia ella, la tomó en susbrazos y la besó en la frente. Ella lepermitió hacerlo, por ser algo queen el fondo tampoco le importabaen exceso. Era su marido y ella su

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mujer, aunque él le fuera infiel.Estos tres hechos, a pesar de suaparente y contrastada relevancia,para ella eran cuestionesperfectamente separadas einconexas. Lo que estabaocurriendo y su propia forma deactuar le parecían cuestionescarentes de toda importancia, talvez curiosas e incluso susceptiblesde un debate, pero no realmente unaparte de su vida. Nelle, sentada alotro extremo, burlándose de ellos,sí que era real. El odio que sentía

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hacia Ba— sil —tanto más intensopor causa de su reciente pasión—era incontestable, y Ellen tuvo lasensación de sentir el calor de unaenorme hoguera, incluso desde tanlejos. Claro que Nelle no era, a lavez, parte de ella.

Salieron después a cenarjuntos, y pasaron un buen ratocharlando mientras tomaban café.Nelle los acompañaba ypermanecía cerca de ellos,observándolos. Durante la mayorparte del tiempo Ellen se las apañó

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para ignorar su mirada fija einsolente, pero no olvidó que seguíaallí. La presencia de Nelle encallóen algún lugar de su mente, y nocesó de mortificarla, como unaseria preocupación. Con laesperanza de que un paseo por elparque sirviera para derrotar aNelle, sugirió a Basil que montasenen un carruaje después de la cena.Nelle no los dejó a sol ni a sombracuando entraron en el parque, perosu presencia pareció hacerse menosopresiva, y Ellen tuvo la impresión

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de que pronto cedería y la dejaríaen paz, a la vista de su clarafelicidad. Nelle dependía de laviolencia, de la frustración, delodio.

El carruaje rodó con suavidadpor el ancho paseo. Los cascos delcaballo trotaban con placidez, y lagorra del cochero, en el pescante,se bamboleaba mientras fumaba supipa. Nelle los observaba coninsistencia desde que subieron alcarruaje, pero de pronto apartó lamirada. Ellen suspiró y se serenó.

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Nada encajaba en su sitio, se dijo,pero la vida seguía, dejaba atrás,poco a poco, cada nueva jornada,de forma muy similar al avance delcarruaje, que iba dejando a uno yotro lado las pequeñas arboledas.El truco radicaba en aprender amostrarse indiferente.

Basil, entonces, carraspeó y seenderezó en su asiento. A la luz delas farolas se le antojó flaco einquieto, y vagamente infeliz.

—Ellen, hay un asunto del quequisiera hablarte.

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Ella le dedicó una mirada yasintió, a la espera de queprosiguiese. El, sin embargo,vaciló, buscó un cigarro en losbolsillos y se tomó un tiempoinnecesariamente largo paraencenderlo, antes de volver ahablar.

—Se trata de tu concierto,Ellen. Es decir, del concierto deayer noche. No estoy muy seguro deque debas dar otro.

Aquello no se lo podíaesperar. El rostro se le tensó y,

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pese a saber qué era lo último quedebiera hacer en aquel momento,miró a Nelle. No volvió a mirar aBasil. Nelle había levantado lamano, de forma que el anillo con supiedra negra atrajo la escueta luz delas farolas. La hondura de lastinieblas le provocó el viejo efectode siempre: se sintióirresistiblemente atraída haciaaquel horrible vacío. Nelle esbozóuna sonrisa, cobrando así mayorconsistencia, apareciéndosele conmayor claridad. Ellen se sintió

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flotar hacia ella, pese a saber queno se había movido. Procuróapartar la mirada del anillo, pero suesfuerzo fue en vano.

—¿Por qué te sientas ahí? —preguntó Basil—. No era miintención insultarte. Lo he dicho portu propio bien.

Ellen se quedó de una pieza alver que Basil no la miraba a ella,sino a Nelle, y que Nelle ya no lamiraba a ella, sino directamente aBasil.

—No estoy ahí. Estoy aquí, a

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tu lado —le dijo.Pero incluso antes de terminar

la frase, miró hacia abajo, a dondedebiera estar su cuerpo, y se diocuenta de que no podía verse a símisma. Nelle, en cambio, eraaterradoramente visible. Basil nohizo caso de lo que había dicho.Siguió mirando a Nelle, cuyos ojosbrillaban de forma salvaje, y cuyoscabellos se le habían despeinadodel todo.

—He ido a ver al doctorDanzer —prosiguió Basil—. Le

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dije que ayer por la noche pasasteserias dificultades. Le pregunté quépuede ser lo que no funciona.

Nelle soltó una risa burlona.—¡Pobre imbécil! Supongo

que te habrás creído a pies juntiñaslo que te dijera, ¿no?

Basil sacudió la cabeza conademán de preocupación, apagó elcigarrillo y lo arrojó.

—No la escuches a ella, Basil.¡Por favor, no la escuches a ella! —exclamó Ellen.

Pero fue como si Basil no la

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oyera. Se pasó al otro lado delcarruaje y tomó asiento junto aNelle. Cuando intentó rodearle loshombros con el brazo, ella seencogió y le arañó en la cara.

—¡Querida, estás enferma!Has trabajado con demasiadoahínco cuando aún era pronto, yahora mismo estás a punto de sufrirotra crisis. ¡Tienes que escucharme!—Nelle volvía a reírse,enseñándole los dientes—. Eldoctor Danzer está muypreocupado. Quiere verte, quiere

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hablar contigo cuanto antes. Diceque en un músico es relativamentefrecuente, después de una serie detratamientos de choque,experimentar cierta dificultad a lahora de recobrar toda la destrezaque tenía antes. Cree posible quesufras una recaída, que tal veznecesites más tratamientos.

Nelle le dio un bofetón enpleno rostro, con la palma abierta,hincándole las uñas en la mejilla,arañándole con fuerza, dejándoleunas marcas largas y profundas de

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las que la sangre fluyó sin trabas.—¿Y no te dijo el doctor que

eso era muy probable que sucedieratan pronto diste tu consentimientopara someterme a esos«tratamientos»? ¿No te dijo que ladestreza de un artista se echairreparablemente a perder cuandoesa corriente le atraviesa elcerebro..., y que si se realiza eseajuste perderá buena parte de suhabilidad?

Se puso de pie en medio delcarruaje, que se balanceaba con

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suavidad, y le señaló, acusadora,con el dedo índice. Su rostro erauna máscara de odio. Ellen seencogió, apartándose de aquellavisión. Basil se frotó la mejilla,manchándose la mano de sangre.

—Sí, el doctor me habló deeso. También me dijo que tusposibilidades de recuperación eranmuy escasas sin el tratamiento dechoque. Tuve que tomar unadecisión.

Nelle le escupió, y actoseguido saltó del carruaje. Con los

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cabellos sueltos y desordenados, alviento, echó a correr con rapidezpor el paseo, rumbo al sendero quellevaba al zoo. Basil saltó tras ellay empezó a gritarle:

—¡Ellen! ¡Ellen! ¡Espera,escucha lo que tengo que decirte!

El cochero tiró de las riendasy detuvo el carruaje. Ellen saltótambién del coche y echó a correrdetrás de los dos, por aquel senderotortuoso. Basil le sacaba una buenaventaja, y a Nelle casi la habíaperdido de vista. En su desesperado

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intento por alcanzarlos, por impedirlo que creía que iba a suceder, sesalió del sendero y echó a correrpor la colina, por entre las zarzas ylas ramas bajas que no podía ver enla oscuridad. Nelle, lo sabía, estabacorriendo hacia el recinto de lososos.

Ellen llegó a tiempo de ver aNelle, caída cuan larga era, con lasropas desgarradas y hechasandrajos. En ese momento selevantaba y comenzaba a trepar porlas barras que dominaban el foso.

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Cuando llegó a lo más alto de laverja, su perfil se recortóblanquecino sobre la negrura de losbarrotes. Basil había empezado aescalar tras ella.

—¡No, Basil! —gritó Ellen—.¡No lo hagas! ¡Déjala en paz!¡Déjala hacer lo que quiera! ¡Yo nosoy ella! ¡Estoy aquí!

Si Basil llegó a oírla, no dioseñales de haberse enterado. Siguióescalando los barrotes, sujetándosea uno con una mano y con laspiernas entrelazadas, mientras con

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la otra mano trataba de alcanzar aNelle. Ella estaba en el límitemismo de aquella barrera,colgando, con descuido, de lasarqueadas puntas de los barrotes.Allá abajo, los osos enormes, o sussombras al acecho, se movían conpesadez, husmeando el aire,gruñendo. Nelle había empezado abalancearse, a columpiarse de unlado a otro, como si estuviera apunto de perder el equilibrio, yBasil redobló sus esfuerzos poralcanzarla a tiempo.

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Ellen observaba, sumida en elmás absoluto desamparo. No podíahacer nada. Cada vez que llamaba asu marido, éste la ignoraba; se diríaque sólo tenía oídos para losblasfemos e insultos que le arrojabaNelle a la cara. Pero mientras Ellenobservaba en tensión aquellapeligrosa escalada, recordó unaexperiencia similar —horrorosa—acaecida no hacía mucho. Recordóhaberse despertado en la habitaciónde un hotel, junto a Jim Shad. Fuera,junto a la ventana parpadeaba un

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rótulo de neón, que proyectaba unasombra de barras negras y rojassobre su rostro dormido. Se levantóde la cama para acercarse a laventana y cerrar la persiana, deforma que aquellas rayas no lediesen en la cara, y en ese instantesintió una presión en el hombro quele resultó conocida. Se dio la vueltay se encontró con Nelle. En aquellaocasión soltó un chillido, y suchillido despertó a Jim, que saltóde la cama y corrió, pero no haciaella, sino hacia Nelle. Ella le

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golpeó repetidas veces con elpesado pie de una lámpara, legolpeó hasta verlo caer boca arriba,sin respiración, sobre la cama.Luego siguió golpeándole la cabezacontra uno de los postes delcabezal, mientras Ellen asistía a laescena y chillaba aterrorizada.

Esta vez supo que era inútilgritar. Ni siquiera habría podidogritar, por más que quisiera, ya queBasil había alcanzado la partesuperior y más saliente de losbarrotes y avanzaba con dificultad

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hacia las puntas, hacia Nelle.Chillar sólo habría servido parasobresaltarle, para causarle tal vezuna pérdida de equilibrio que lohubiese arrojado al fondo del foso.Ellen sólo pudo quedarse dondeestaba y esperar.

Nelle, en cambio, sí soltó unchillido. En el momento en queBasil la alcanzaba, se puso a aullar,a soltar unos tremendos alaridos.Basil extendió los brazos en unintento por salvarse, pero ya habíaperdido pie. Según caía, se prendió

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la mano en una de las puntiagudasbarras. Ellen vio desgarrarse lacarne por efecto de aquella púacruel. El cuerpo de Basil cayóluego al foso, produciendo un ruidosordo. Las voluminosas sombrasdel fondo se le acercaron, y gritódesesperadamente. Nada más caer,Nelle se bajó de los barrotes ycorrió hacia Ellen, le tapó la bocacon la mano y la sostuvo con fuerza,para impedirle huir en busca desocorro, hasta que ya fue demasiadotarde y los únicos sonidos que

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salían del recinto eran unos ruidosasquerosamente inhumanos.

La habitación estaba a oscuras.La oscuridad se había aposentado asu alrededor, revolviéndose,retorciéndose, reclamándole lo quele pertenecía. Hasta la ventanaestaba a oscuras, ya que la luna sehabía ocultado tras una nube. Habíasobrevivido a las tinieblas unanoche más, y de nuevo había vueltoa ser testigo de todo lo ocurrido,impotente, incapaz de intervenir. Encualquier momento que cerrase los

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ojos, de día o de noche, lo másprobable era que todo volviese aempezar, aunque para oír aquellosalaridos no le hacía falta cerrar losojos. Aquel punzante ulular leatravesaba los tímpanos tanto sipaseaba como si dormía,desterrando para siempre todamúsica, generando su propiasinfonía de dolor. Y a veces sesumaba a ella otro sonido: unsusurro dulce y engañador, unsusurro que le aconsejaba, lahalagaba, la extraviaba. Rara vez se

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apartaba Nelle de ella, hasta llegara parecerle una parte de sí misma:hablaba por ella, actuaba por ella, aveces incluso la obligaba a pensarlo que ella deseaba pensar. A vecesle daba la impresión de no serEllen, de ser Nelle.

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FIN

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26/10/2010

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notes

[1] «Teclado», en inglés, esmanual. La asociación viene de quela primera sílaba, man, significa«hombre». (N. del T.)

[2] Espíritu maligno yfemenino que anuncia la muerte. (N.del T.)

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ÍndiceJohn Franklin Bardin Alsalir del infierno 5

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