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Alba Lucía Aguirre Franco Diego Arias Cortés Luz Stella ... · a la cultura por medio de la movilidad; historias de la vida ... con un billete de mil pesos o un puñado de monedas

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Alba Lucía Aguirre FrancoDiego Arias Cortés

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NARRANDO NUESTRO TERRITORIO

crónicas

Libro digital Primera Edición

Universidad del Quindío

Decanatura de Ciencias Humanas y Bellas Artes

Fernando Hernández GarcíaDecano Encargado

Decanatura de Ciencias de la Educación

Jhojan Cardona PatiñoDecano Encargado

Programa Ciencia de la Información y la Documentación, Bibliotecología y Archivística.

Fernando Hernández GarcíaDirector

Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana.

Juan Manuel Acevedo CarvajalDirector

AutoresAlba Lucía Aguirre FrancoLuz Stella Giraldo Gallego

Docentes del Programa Ciencia de la Información y la Documentación, Bibliotecología y Archivística

Diego Arias CortésDocente de la Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana

Edición y Corrección de EstiloDiego Arias Cortés

Diseño y DiagramaciónOficina de Publicaciones Universidad del Quindío

ISBN: 978-958-5556-02-7

Todos los derechos reservados. El copyright es propiedad exclusiva de los autores y por lo tanto no se permite su reproducción, copiado ni distribución total o parcial ya sea con fines comerciales, personales o sin ánimos de lucro sin previa autorización de los mismos.

Armenia, Quindío. Abril de 2019

Alba Lucía Aguirre FrancoDiego Arias Cortés

Luz Stella Giraldo Gallego

narrandoNUESTRO TERRITORIO

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Tabla de contenido

De músicos montañeros ............................................... 13Por: Carlos Fernando Gutiérrez

Don Merino. El hombre que escribía con la luz .........17Por: Claudia Milena Pinilla

El milagro de la vida,en un milagro de ciudad ...............................................23

Por: David Alejandro Duque

Martica ............................................................................33Por: Diego Arias Cortés

La primera vez ................................................................43Por: Enrique Álvaro González

El Salento de antes.Salento, reserva cultural del Quindío ........................ 51

Por: Enrique Barros Vélez

Nunca más ......................................................................63Por: Johan Andrés Rodríguez Lugo

Historia de una canción: La casa del silencio ...........75Por: Luis Carlos Vélez

La vida en las montañas .............................................. 81Por: María Paulina Vásquez

Maestro de caminantes ................................................ 91Por: Natalia Esperanza Aguilera Arias

El tranvía de Ayacucho ...............................................103Por: Nathalia Baena Giraldo

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Todos tenemos algo por contar. Gabriel García Márquez decía que: “el deber de los escritores no es conservar el lenguaje sino abrirle camino en la historia”, y tal vez tenía razón. Nuestro territorio no es solo el lugar en el que habitamos. Es, también, las personas que lo caminan, las estructuras que lo adornan, los desastres que lo transformaron, los acentos, los mitos de barrio, las tiendas de la esquina, las calles que antes eran estrechas y ya no, la comida, los cantantes de esquinas y los distintos lugares que lo hacen único en el mundo. Es, es gran medida, la diversidad cultural, la gente y las costumbres que lo conforman. El libro Narrando nuestro territorio pretende mostrar, por medio de crónicas, aquellas historias que a partir de un hecho particular pueden, quizá, ayudar a entender un universo entero. Música montañera que evoca los caminos del café, las fondas y las montañas quindianas; la alquimia del fotógrafo Merino que, décadas atrás, embellecía a las celebridades de Armenia a través del retoque manual de negativos; la llegada del tranvía de Ayacucho a Medellín, la ciudad que le ha apostado a la cultura por medio de la movilidad; historias de la vida que nunca más serán; la canción envuelta en un pasillo que recorre la casa del silencio, habitada por arrugas y cabezas blancas; protestas civiles, gente que calla y otra que sabe para qué sirve el poder de la palabra serán, entre otras, las historias que se leerán en este libro y que quedarán en nuestra memoria por mucho tiempo.

PRÓLOGO

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Los programas Ciencia de la Información y la Documentación, Bibliotecología y Archivística y la Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana, de la Universidad del Quindío, quisieron hacer realidad este proyecto con el objetivo de incentivar no solo el ejercicio de la lectura y escritura sino, con mayor fuerza, el de la memoria. Esa idea de que todos tenemos algo que contar, ese ejercicio de convertir los recuerdos o los sucesos en historias que perduran con el tiempo.

Con una convocatoria abierta a nivel nacional y un juicioso trabajo de corrección de estilo, diseño y edición, fue posible reunir, a continuación, una pizca de historia regional y colombiana escrita por personas comunes y corrientes; relatos que quizá no hoy, pero sí en un par de años, sean una fuente de sonrisas y recuerdos que evoquen lo que fuimos, lo que hubo, lo que sucedió y que no importa por qué, ya no existen.

Nathalia Baena Giraldo

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Pocos sabíamos que era su tarde de inspiración. Que hacía muchos días no se lo veía por la Calle Real de Armenia, Quindío. A lo mejor estaba recuperándose de sus dolencias de viejo o rebuscando el sustento semanal, en las fincas de Quebradanegra o La Bella de Calarcá. Solo conocíamos algunos datos sueltos sobre su vida y su pasión: la música montañera.

Algunos murmuran que llegó muy joven de un pueblo

olvidado del Risaralda, otros que tuvo una mujer siendo joven y enviudó. Sólo datos sueltos que se dicen de alguien que nos detiene por un momento, mientras improvisa su presentación callejera. Su presencia es como esa canción que pronto olvidamos, como ese gesto de mujer nocturna que lanza su moneda al azar.

Así es este personaje único en la región cafetera. Quizás verlo

haciendo su papel callejero por tanto tiempo, ha formado una amistad distante y solidaria. Casi siempre acudo a su sombrero con un billete de mil pesos o un puñado de monedas de mi bolsillo. Si el azar nos hace coincidir un fin de semana o una quincena, le dejo dos mil pesos y un saludo cordial. Él agradece, junto a sus compañeros de música.

De músicos

MONTAÑEROSPor: Carlos Fernando Gutiérrez

Escritor, docente.

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Siempre trato de encontrar un gesto nuevo, de ver lo novedoso de su improvisado baile, de evocar las raíces de esta música que nació entre montañas y colonos, de remontarme a las parrandas de fondas y casetas de vereda en la región del Eje Cafetero. Sé que allí está la luz. Está la magia que recorre a estos músicos venidos a menos, castigados por la pobreza y la vejez. Un show de músicos vinculados por esa nostalgia de sus años campesinos entre las montañas del Quindío, robándole tiempo a sus labores entre surcos y cafetales. Rasgando una tonada, después de un agotador día de sol o de lluvia. Entonando una melodía simple con una guitarra o un tiple. Inspirados en las rancheras y corridos mejicanos, en los valses, tangos y zambas argentinas o los boleros antillanos.

Tras estos tres músicos y un bailarín

que sincroniza los pasos del baile montañero, se esconde una tradición que se niega a morir. Retazos de recuerdos musicales, nacidos entre cosechas de café y músicas populares de carrilera. Melodías y letras de colonos cafeteros que fueron desplazados por la violencia partidista de los años 40 al 60 en las regiones cafeteras del Gran Caldas, Antioquia y Tolima.

Tras estos hombres que sobreviven con migajas de ciudad, se hayan esos colonos recios de ruana, sombrero y machete que tumbaron selvas en el Quindío y fundaron sus pueblos cafeteros. Tras estas melodías, poco entonadas, están esas herencias

musicales de Los Relicarios, Los Trovadores de Cuyo, Los Visconti, Olimpo Cárdenas, Julio Jaramillo, entre muchos otros. Estos hombres son testimonio de una música que evolucionó hacia autores más reconocidos como Darío Gómez, Luis Alberto Posada, El Charrito Negro; hasta llegar a un fenómeno más comercial: la música de despecho; hoy día echada a menos por la cultura traqueta que la contaminó.

Pero allí están ellos, con su testarudez a cuestas. Con

sus monocordes musicales, con sus voces cansadas, con su persistencia de sobrevivir, con sus canciones tristes que nos llevan a nuestras infancias. Pero hoy, el personaje que baila está inspirado. Lo sabemos quiénes lo conocemos en este improvisado escenario callejero. Lo sabemos por la fuerza de sus pasos, por su palmoteo fuerte, por gritar fuerte el monocorde del “Ratón con pantalones”. Lo sabemos por sus saltos y vaivenes que acompañan su particular baile montañero. Allí está frente a nosotros como un artista venido a menos, pero con una dignidad única. Todos gritamos: ¡Eso, Ratón! Él agradece concentrado en su ritmo frenético y seductor. Así es la vida, repartiendo dones y gracias al observar estos músicos que nos vienen a evocar caminos de café, fondas y montañas quindianas, en rústicas melodías.

«Siempre trato de encontrar un

gesto nuevo... de remontarme a

las parrandas de fondas y casetas

de vereda en la región del Eje

Cafetero».

«Un show de músicos vinculados por esa nostalgia de sus años campesinos entre las

montañas del Quindío, robándole tiempo a sus labores entre surcos y cafetales».

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DON

MERINOel hombre que escribía con la luz.

Por: Claudia Milena PinillaEstudiante Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana, Universidad del Quindío.

Era 1978 en la ciudad de Armenia, ardía “La esquina de la carrera 14”. “Román Merino perdió, además de sus haberes, el más preciado archivo histórico fotográfico de la ciudad. Merino hace declaraciones en la madrugada del incendio”. Él mira con nostalgia aquel pedazo de papel que además guarda la imagen fotográfica de las ruinas del incendio. Aquello sería el recuerdo imborrable de una pérdida importantísima para el departamento del Quindío; su memoria fotográfica ardió y se consumió en unas cuantas horas.

-Si supiera todo lo que yo tengo en esta cabeza, si pudiera pasarle toda la información que sé -decía don Merino mientras apretaba la cabeza del joven estudiante Pablo.

Éste le pide que le hable un poco más sobre la fórmula para crear diferentes tonalidades en una fotografía a blanco y negro. Don Merino prefiere servir una café mientras lo mira de reojo; inicia el relato de su vida, de cómo llegó a ser el mejor retocador de fotos.

-La fórmula para revelar las imágenes a blanco y negro la inventé yo… Utilizo la cantidad necesaria de elón y metol, además de la hidroquinona. ¿Para qué quiere saber tanto?

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- Pero , ¿u s ted le pone más hidroquinona, cierto?

-Este muchacho sabe mucho…

-¿Cuántos gramos de hidroquinona le pone para mejorar el revelado?

-¡No, mijito! Esa información vale mucho.

Hombres que revelaran fotografías había muchos, pero como don Merino no exist ía otro que retocara los negativos. Su técnica para editar o corregir las imperfecciones de sus clientes era exclusiva. Gracias a sus fórmulas secretas, a la precisión al momento de tomar la fotografía, elegir el diafragma adecuado y medir con exactitud asombrosa la cantidad de luz necesaria, don Merino hacía magia en el cuarto oscuro al momento de revelar los negativos. Después de algunos minutos y tener los negativos impecables, el trabajo con el retoque manual empezaba en el atril , un artefacto construido por él mismo, el cual tiene una gran lupa y lápices, cuya punta puede medir hasta cuatro centímetros del largo.

Fue reconocido como uno de los mejores fotógrafos del Quindío, y durante 70 años de experiencia en el trabajo con la luz, logró documentar gran parte de las personalidades, eventos importantes e instantes que ahora están guardados en la memoria de muchos álbumes familiares y archivos históricos.

Desde Antioquia, hace más de 40 años, llegó Román Merino para hacer parte del Círculo de Periodistas del Quindío. “Esa es otra historia” –dice-, mientras vuelve a fumar su cigarrillo y toma un poco de café. Con una sonrisa y un tono irónico, le repite al estudiante:

-¡Todo lo que sé, vale mucho!

Siendo un jovencito de quince años que vivía con su familia en Medellín, decidió dejar de estudiar. Esta ocurrencia terminó por molestar a su padre, quien inventó un castigo por semejante atrevimiento. Así fue como terminó donde un amigo de la familia, el vecino fotógrafo a quien debería ayudar en sus labores diarias, de esa manera, aprendería la disciplina de un oficio.

Su vida giraría en torno a la luz y con ella l legaría a esta región quindiana. Un viaje por Brasil le permitió mejorar su técnica para crear murales fotográficos y perfeccionar el arte de retocar los negativos a mano. Editar imágenes de forma manual y utilizar químicos para el revelado y el barniz para el retoque, serían los elementos que completarían su vida para convertirla en una obra de arte.

Las nuevas técnicas que aprendería en Brasil, las desarrollaría plenamente a su llegada al departamento del Quindío en los años sesenta. Armenia se convertiría en el nuevo hogar de uno de los mejores fotógrafos de Colombia. Román Merino sería el fotógrafo favorito de aquella época, el encargado de hacer los retratos

«Su éxito con las mujeres fue tal que ellas habían creado un dicho

que hacía resaltar las características de su trabajo: Dios las hace y

Merino las compone».

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para las familias prestigiosas de la ciudad. Era el más solicitado, gracias al arte del retoque manual directo sobre el negativo, el cual utilizaba cuando era necesario mejorar la calidad de la imagen y los rostros de algunos hombres y mujeres distinguidos. Fue así como ocupó un lugar importante en la historia de nuestro departamento, sobre todo entre las mujeres. Su éxito fue tal que ellas habían creado un dicho que hacía resaltar las características de su trabajo: “Dios las hace y Merino las compone”.

La técnica de edición que él empleaba es muy antigua, se hace a mano y con tres tipos de lápices, una lupa grande y una fuente de luz que pasa a través de una lámina blanca incrustada en un cajón de madera. Este cajón de madera se le conoce como atril. Todos estos instrumentos son necesarios, pero lo más importante es la fórmula para hacer ese líquido casi mágico que se llama barniz, indispensable para el retoque sobre el negativo.

-Para entender cómo funciona esto hay que estar atento -repite don Merino y le pide a Pablo que se concentre-. Después de pasar el negativo por el mejor proceso de retoque manual, se refuerza la calidad de la imagen en el cuarto oscuro. El trabajo en la ampliadora es igualmente importante. La imagen proyectada sobre el papel fotográfico, después de unos segundos, debe pasar ahora por dos químicos diferentes, revelador y fijador, los cuales se preparan modificándolos según la necesidad del contraste y la textura que le quiere imprimir a la fotografía.

Cuando don Merino explica las razones de su éxito durante tantos años como fotógrafo y su excepcional técnica de retoque manual sobre negativos, agradece la disciplina que adquirió trabajando con su vecino en Medellín, mientras cumplía el castigo que le impuso su padre. Así nacería ese gran amor por su oficio, ese que duraría hasta el último día de la vida de un virtuoso dibujante de la luz, quien dedicó por completo su existencia al arte fotográfico.

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Siendo el primero de julio de 1966, desde la que entonces fuese la nueva capital departamental, el expresidente de la república Guillermo León Valencia pronunció lo que hasta hoy y desde entonces es la denominación más precisa para la ciudad de Armenia, su historia y tal vez su constante existencial. En aquel entonces se designa “milagro de ciudad” a la capital quindiana gracias a su desarrollo y crecimiento urbano alcanzado en poco tiempo, es la constancia la encargada de acentuarlo a partir de sus alcances como urbe y subsecuente importancia para la región. La ironía, sin embargo, es el acompañante constante de la vida, cambia palabras y significados, los ubica en los sitios menos esperados. Dicen por lo mismo, los milagros adoptan diferentes formas, aunque este tomó diferente valor.

“En el Eje Cafetero ocurrirá un gran terremoto”, fueron las tajantes palabras del ingeniero Hugo Monsalve en octubre de 1998. “Terrorista, amarillista, agitador del pánico en la población”, a modo de respuesta hacia la advertencia por parte de los entes encargados. Otra vez, de

EL MILAGRO DE LA VIDA, EN UN

MILAGRO DE CIUDAD

Narrando NUESTRO TERRITORIO / crónica

Por: David Alejandro DuqueProfesional en Ciencia de la Información y la Documentación, Bibliotecología y Archivística, de la Universidad del Quindío.

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forma calcada y sobre iguales caminos, se repitió la historia sin fin; planificar le cuesta a Colombia, y si le cuesta no sirve.

Una llovizna ligera, un cielo encapotado, un presagio de tristeza y vacío, serían la mejor descripción de la mañana del 25 de enero de 1999 antes de la fatídica hora (1:19 pm). Cuentan, con palabras pausadas, la tierra se movió con poder y brusquedad inusual, menos de un minuto equiparable en horas, en el que el reflejo era la huida de la vida misma. Las casas parecían hacer parte de un macabro juego de dominó, ésta tumbaba la de más acá, la de más acá tumbaba la de más allá, se caía una, luego la otra y la otra; al compás de gritos desesperados de niños, adultos, viejos, padres, hijos, abuelos, angustiados por una bocanada más de existencia en un mundo que se derrumbaba rápidamente ante sus ojos. Sí, tres meses antes, ¡tan solo tres!, se dio un primer campanazo de alerta que nadie quiso escuchar.

El día en cuestión y por la indiscutible vía del nocaut, el

escombros y recuerdos en forma de objetos o personas. El transitar se convirtió en imposible en un lugar no solo consumido por restos sobre la calle sino también así por abrirse campo a un mar humano que se movía sin claudicar hacia el milagro de encontrar con vida algún ser querido entre el desastre. Algunos tuvieron suerte de ver tan solo lo material derruido mientras podían sentir esa pequeña punzada de alivio al observar su familia en pie. Otros, sin embargo, debieron soportar la visita de una muerte camuflada, casi imperceptible dentro de una nube de polvo, sangre y basura que parecía inextinguible. Si en el resto del país desde las radios y noticieros frecuentados se escuchaban datos sobre posibles muertos, así como el grado de afectación del lugar, en Armenia se oía

contrincante “ganador” venció a su frágil homólogo, pero también fue vencido y quiso en el fondo no ser el vencedor. Esta vez no hubo aplausos para la figura triunfal, pero sí altas dosis de incredulidad del público presente. La profecía se cumplió cruelmente, mostrando de primera mano, o mejor aún de la mano de la muerte, el poder destructivo de la tierra a una pequeña ciudad de poco más de 300.000 personas, acostumbrada, entre otras, a la falta de perspectiva futura y al “Eso por acá no va pasar, no seamos extremistas”.

Magnitud 6 ,4 en la escala de Richter, destrucción de cerca del 75% de la ciudad, 1.900 muertos, cerca de 3000 heridos; barrios prácticamente en el suelo: La Brasilia, Corbones, Granada, el sector del centro. Todos los lugares se unían en un solo de

«... la tierra se movió con poder y brusquedad inusual...».

«Las casas parecían

hacer parte de un

macabro juego de

dominó...».

a modo grito, eco o sollozo el: “¿Dónde están? ¿Están bien? ¡Auxilio! ¡Llamen a alguien!”.

Una muertesin espíritu deportivo

Darío Campagna, exjugador argentino, arribó en 1985 por vez primera a la ciudad de Armenia luego de su agridulce paso por Rosario Central. Descartado en tierras gauchas decide probar suerte en el cuadro cuyabro, famoso, entre otras cosas, por conformar escuadras con base en futbolistas de dicha nacionalidad. En poco tiempo su acento termina por destacar más allá de lo literal, permeando así los afectos de una hinchada exigente. Anexó el medio campo a su zona de dominio personal: regates con enorme calidad, visión de juego exquisita, pegada y olfato de gol únicos que terminaron por rendir a sus pies las tribunas del antiguo estadio San José. A lo largo de tres temporadas fue pieza vital para el sistema de

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vida, en tierras lejanas, de manera abrupta y sin posibilidad de prórroga. La tierra crujió, el hotel de tan solo siete pisos colapsó de manera simple; tic, tac: cuestión de segundos; tic, tac: como una casa de naipes; tic, tac: como un gol de penalti, al ángulo, duro y sin chances de taparlo.

“Creíamos que la comunicación se había interrumpido por un problema de línea”, comentaba aún perplejo el periodista que tan solo horas antes entrevistaba a un Bihurriet ilusionado. Al tiempo, y en contraste, el arquero Néstor Lo Tártaro (también argentino) buscaba desesperado entre los escombros del hotel a sus compatriotas desparecidos. Tenían planes de vivir cerca, presentar a sus hijos y juntos alcanzar la gloria en el club.

Debía una cita a sus compañeros y lo sabía, una especie

de obligación tácita de compatriotas en la lejanía lo obligaba acompañarlos a la firma de sus respectivos contratos, por ello salió de su casa ubicada en el sector norte de Armenia a la 1:19 pm. Hizo trasbordo a su camioneta, sintió la tierra moverse, bajó de tajo y de forma apresurada. Conocía de primera mano las sensaciones posteriores a un temblor. Había vivido uno fuerte en 1995, sin ningún tipo de daño; por ende, y con tranquilidad fingida, se paró a observar lo que frente a sus ojos manifestaba el mundo, fue largo, pero terminó sin contratiempos.

El norte opulento de la capital quindiana lucía impecable, solo un pequeño susto, era hora de observar las caras de sus amigos y tal vez, por qué no, hacer una broma acerca del sacudón de “bienvenida”. Llegar al centro de Armenia, apenas separado del norte, resultó imposible. Se bajó del auto y corrió incrédulo hacia el hotel al tiempo que observaba las caras

juego impuesto, esquivó rivales, anotó goles y dio asistencias vitales, tanto fue, que como premio a la labor titánica recobra un estatus de calidad cristalizado en un boleto de regreso al país que le vio nacer. Sin embargo, es el destino quien celosamente guardaría el “boleto” de vuelta e impondría las reglas menos esperadas para su canje.

El miércoles 27 de enero de 1999, el periódico argentino La Nación abre su sección deportiva con un lapidario titular: “Hallaron abrazados a dos de los futbolistas argentinos muertos”1 . Campagna (para ese entonces representante), Rubén Bihurriet y Diego Montenegro se encontraban alojados en el desaparecido Hotel Armenia Plaza, instalado en el centro de la ciudad, a pocas horas de firmar contrato con el Deportes Quindío. Luego de una agotadora jornada de entrenamiento, se disponían descansar en la recepción del lugar, previo a los trámites de incorporación que debían efectuarse en la sede del club también radicada en la zona. Bihurriet, el más joven de la camada de extranjeros, daba una entrevista telefónica a Caracol Radio Bogotá. Se jugaba, sin saber, el minuto 90 de su

1. “Hallaron abrazados a dos de los futbolistas argentinos muertos” (1999). Recuperado de: http://www.lanacion.com.ar/125995-hallaron-abrazados-a-dos-de-los-futbolistas-argentinos-muertos

Darío Campagna (izq) y Diego Montenegro (der), fallecieron al derrumbarse el hotel donde se hospedaban en Armenia el 25 de enero de 1999. Foto: periódico Veapues Quindío. http://www.veapuesquindio.com/noticia/campagna-montenegro-y-bihurriet-vivos-en-el-quindio-tras-el-terremoto.

«Llegar al centro de Armenia, apenas separado del norte, resultó imposible».

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de angustia y los rostros bañados en sangre que parecían mirar a la nada. Al llegar, solo una montaña de escombros. Escaló rápidamente, quería apartar desde la cima y de forma simple, cual balones fuesen, cada pequeño fragmento que lo separaba de Bihurriet, Campagna y Montenegro. Mientras gritaba desesperado el nombre de sus amigos, sintió una nueva réplica. Ahora sí era el final, pensó. Asustado, y sin querer abandonar la búsqueda, desiste por amor a su familia, hijos y esposa, de vacaciones en Buenos Aires en aquel momento. Tan solo horas más tarde, con suprema angustia y dolor, encuentra a sus compañeros, pero ya no levantando la mano dentro de una cancha sino bajo sábanas blancas instaladas a modo de morgue improvisada en un coliseo de la ciudad. La muerte celebraba el gol en su cara.

se caracterizaban por presentar suma descoordinación, caminando a ciegas y sin un derrotero definido, la naturaleza humana aprovechó el caos para manifestarse; su representación previa era el obligado rescate de objetos valiosos para la subsecuente supervivencia.

Algunos buscaban extraer algo de sus antiguas viviendas, otros intentaban sacarlo todo sin meditar el peligro de estas acciones. Los entes encargados recomendaban, insistentemente, alejarse de los sitios afectados, pero los oídos sordos no se derrumbaban ante los buenos consejos y seguían con su misión bajo parámetros irracionales. “Él fue

«Había que comer, buscar refugio, calentarse; el instinto de supervivencia lo pedía a gritos».

La primera noche

siempre será la más fría

La segunda réplica se concibe desde la mitología urbana del terremoto como causante fundamental de la mayor cantidad de víctimas fatales, incluso por encima del sismo principal. Desde otra ópt ica es tan solo varios puntos suspensivos del que sin dudas es el peor de los días para la ciudad; una apertura abrupta del infierno en una noche fría de enero se acercaba.

Cerca de las cinco de la tarde, hora en la que las labores de búsqueda

a sacar el televisor”, “Voy a buscar el dinero que deje en...”, “No dejaré perder las fotografías familiares”.

E n u n a s y o t r a s , apar tando aqu í y a l l í , una tierra burlona volvió jugar con la vida de miles de armenios; si tan solo hubiese jugado, mejor se llevó unas cuantas a manera de castigo y recordatorio. Muchos lloraban viendo el final cerca, otras cuantas voces apegadas ahora sí a lo espiritual pedían perdón al cielo y a un dios que había abandonado a su suerte la pequeña ciudad.

Lo que fuese era válido para asegurar un cupo en el lugar prometido; la vida se alejaba tan rápido como un estruendo o sonido repentino, no quedaba más que aguantar y pedir, pedir mucho así no se creyera en nada. Numerosas

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estructuras de las que lograron quedar en pie, ahora se caían presa de la fuerza devastadora.

Casas y casonas antioqueñas, de esas viejas, viejas de ventanales y puertas coloridas salían de su agonía y se llevaban consigo años de desarrollo y vivencias. Donde empezó todo ya no descansaba el alma de los fundadores, eso también partió al ver a sus hijos afligidos por el dolor del desastre.

De igual forma sucedió con edificios importantes como la Alcaldía, el Centro Administrativo, la Gobernación, la Universidad del Quindío e iglesias como el Sagrado Corazón, la Catedral de la Plaza Bolívar y los Franciscanos. Todos quedaron pendiendo de un hilo, inhabitables y con serios problemas de estructura. Pasar cerca lastimaba el corazón, los ojos y el todo de quienes aman o amaban “El milagro de ciudad”.

Sobre casas derrumbadas caía la noche con una parsimonia desentendida de lo ocurrido, mientras quienes la veían pasar no captaron en realidad su presencia. Había que comer, buscar refugio, calentarse; el instinto de supervivencia lo pedía a gritos. Como manifestación colectiva se conformaron pequeños grupos de autocuidado, la cuadra se unió. Los habitantes del barrio reconocían en el dolor del vecino el propio. Se habilitaron albergues provisionales por toda la ciudad: coliseos, canchas y polideportivos, escuelas e iglesias. Esto no fue lo único que disminuyó la confusión de la comunidad, también las almas caritativas contribuyeron al poner a disposición de quien necesitara sus pocas pertenencias y un hombro amigo, de ser el caso. Mucho de lo que se recuerda son las acciones increíbles e irónicas vividas por todos: comedores y muebles, antes valiosos para sus dueños, se usaron como leña para fogones improvisados en los que se cocinaban alimentos rendidores con efecto reconfortante; cobijas nuevas extendidas en la calle para que los heridos descansaran o para que utilizaran a modo de torniquete. Bien lo mencionó Napoleón cientos de años atrás: “Hay cuatro cosas que ponen al hombre en acción: interés, amor, miedo, fe”.

Es con seguridad la noche del 25 de enero de 1999, el momento exacto en el cual todos se unieron en solidaridad.

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Martica es quien captura todas las miradas en los próximos acontecimientos. Ella es un amasijito de ar rugas apretadas , de sonr isa enorme y ojos achinados. Cabello negro-cano y corto. La geografía de su cuerpo se equipara a la dimensión que ocupa el mapa del Quindío en e l i nmenso ter r i to r i o colombiano. Es, a todas luces , la más pequeña de la familia. Sus manos tienen unos dedos torcidos que apuntan en diferentes direcciones. Posee el don de doblar las falanges distales de sus índices mientras las otras permanecen erguidas. Calza 33. Su paso es rápido y menudo y s i empre , pero siempre que la veas andar, irá con las manos entrelazadas sobre el regazo. Tan normal es esta postura

MARTICAPor: Diego Arias CortésDocente de Lingüística de la Licenciatura en Literatura y Lengua Castellana, de la Universidad del Quindío.

Para ella, con todo el cariño del mundo

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que resulta extraño descubrirla de otra manera. Hay que decir, además, que es noble con quienes quiere; no le alcanza el cuerpito para contener esta virtud. A quienes no estima suele manifestarles un desprecio que se concreta en frases descorteses o en silencios interminables.

Con respecto a su pasado, un par de sucesos llaman la atención. Cuando la llevaban a la finca de la familia, en sus primeros años de vida, se la pasaba detrás de la tía Bernarda diciendo: “Techi capaz, yo no capaz”. La tía barría el patio, más de media hora en tal labor, y Martica: “Techi capaz, yo no capaz”. Dicen los testigos que dizque la ponía borracha con tanta repetidera. Y otra vez: “Techi capaz, yo no capaz”. ¡Ay, bendita!

Cuenta también una de sus hermanas que Martica fue a

la escuela de niñas y nunca superó primero de primaria. Lo repitió no se sabe cuántas veces, pero algo aprendió al calorcito de las compañeras que iban discurriendo año tras año. Doña Esther fue su mentora, quien con cariño y paciencia la sostuvo en su curso. Con ella aprendió a leer y a escribir.

En la actualidad supera los 60 años. Va a la iglesia y pertenece a un grupo de oración que se ocupa de ayudar a los menos favorecidos.

***Martica vive con sus hermanas, 5 en total. Habitan una

vivienda amplia. Cada una cumple un rol determinado. La tía Gorda, por ejemplo, es la santa patrona de los acontecimientos culinarios, de todo aquello que entra, vivo o muerto, en la cocina. Por su parte, Martica es la encargada de las diligencias familiares que se llevan a cabo en el pueblo: pago de facturas, razones pa’las vecinas, algún medicamento, entre otras. A las demás se les encomienda llevar las cuentas, ordenar la casa y atender a las visitas que, por cierto, nunca faltan.

Un día, casi treinta años atrás, Martica y la Gorda tuvieron un desacuerdo cuyas consecuencias aún perduran.

Después de un sancocho, se encontraba la Gorda dándole

la estocada final a la limpieza de la cocina. Había pasado el

mediodía y la somnolencia se apoderaba del lugar. Todos buscaban resguardo en alguna cama o mueble que se prestara para un sueñito. Ella seguía empeñada en su tarea de lavar la loza y limpiar los regueros de la estufa. Se aferraba a un tinto bien oscuro. De repente, entró Martica. El piso estaba recién trapeado. Entonces la tía Gorda, en el afán de protegerlo, apeló a darle una suave nalgada para que no pusiera los pies allí.

Tras la amable advertencia, Martica se retira al patio de ropas, contiguo a la cocina. Se queda quieta. Inmóvil. Suspendida en el espacio-tiempo. Unos cinco metros las distancian. La mira sin mediar palabras. No hay nada en sus ojos. Los minutos avanzan y ella no se inmuta. La Gorda está a punto de terminar su tarea, pero no deja de incomodarle ese silencio que castiga al sorber de sus labios en el tinto. Quiere decirle algo, pero se contiene.

-¡Me quedo callada!-¿Qué?-¡Me quedo callada! –insiste Martica con mayor intensidad.-¿Se empendejó o qué?-¡Me quedo callada! –lo dice con voz aguda, las manos en el regazo y las piernas juntas.

La Gorda, sorprendida, la mira con fastidio y se apura a abandonar la cocina. La tarea está lista. Enfila sus pasos hacia su habitación y se deja caer en la suavidad de la cama.

Nunca sospechó que esa frasecita sería el símbolo de un interminable (¿interminable?) desencuentro con su hermana. El “¡Me quedo callada!” persiste hoy día, como cuando Martica, en son de juego, emborrachaba a la tía Bernarda.

***El 27 de noviembre de 2017 fue una fecha especial para esta

familia. El babyshower de uno de sus nuevos integrantes. Ese día evidencia, sutilmente, los caminos opuestos que ambas hermanas siguieron desde aquel lejano tropiezo que acabamos de narrar.

Todo empezó con un corto viaje.

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Para llegar al sitio del agasajo, primero tuvimos que ir de Armenia a Filandia, municipio en el cual viven las tías. Debíamos recoger a la Gorda y a María. Así lo hicimos. En otros automóviles iban repartidos los demás. Martica ocupaba uno de ellos, pero no por azar.

La reunión se planeó con el debido tiempo y las invitaciones, de manera diligente, se entregaron a todos.

Entonces se acordó que quien quisiera aportar un obsequio

para la ocasión debía depositarlo en una caja. Las tías pusieron los regalos allí. Se selló y se rotuló con las siguientes palabras:

De: Flia. CortésPara: Lucas

Se emprendió la marcha. Bajo un aguacero, bordeando la carretera, se divisaban los

siete cueros de ráfagas violeta apartando los borronazos de la tormenta. Y como telón de fondo, unos yarumos se agitaban en un concierto impetuoso de tonos verdes.

Repentinamente, alguien notó que Martica abrazaba una

bolsa, atada con cintas coloridas. La agarraba con fuerza. Ninguno se atrevió a preguntarle qué llevaba ahí. Pero ante la

ausencia de su obsequio en la caja familiar, las murmuraciones no se hicieron esperar:

- Claro, pa’que no se mezcle con el de la Gorda. - ¡Ay! No diga pendejadas. ¡Tampoco pues!- ¡Yo sí creo! ¡Ufff!- ¡Ah! ¡Eso es problema de ella, que haga lo que se le dé la gana! –reponía enfadada una de las tías al tiempo que se arrancaba las cejas con los dedos índice y pulgar.

Entonces, así, aferrada a su paquetico, Martica sorteó las inclemencias del clima y los comentarios acusadores. Luego descendió de la bestia de cuatro ruedas, que una hora después abría sus puertas y reposaba sus enjalmas en el patio del lugar acordado.

*** Entraron todos. Saludaron. Felicitaciones a los novios y

abrazos. Se depositó la caja en una especie de cuna, junto con regalos de otros invitados.

En algún momento se notó que Martica ya no portaba en sus manos aquel envoltorio.

Se sentaron (nos sentamos) y conversaron (conversamos). Admiramos la enorme panza de la futura parturienta y la comparamos con la del esposo en potencia. Se concluyó que tenían diámetros semejantes.

La reunión discurrió cálidamente. Se hicieron algunos juegos, entre ellos uno que consistía en que las mujeres daban teteros de cerveza a sus parejas, quienes debían beber lo más pronto posible su contenido. Hubo algunos incidentes, pero en general, todos los participantes resultaron ser buenos bebedores. También se entregó a los asistentes una serie de letreritos sujetos a unos palillos que exhibían frases como: “Tengo hambre”, “Y la comida qué”, “La Minitía”, etc.

“La Minitía”. A cambio del paquete que había cuidado con tanto esmero, Martica portaba ahora en sus manos ese letrerito. Obviamente se le hicieron las fotos respectivas, obviamente

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Navidad 2008.Foto: Carlos Cortés

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nos causó ternura. Ese amasijito tupido de arrugas estaba ahí, quietecito, permitiendo que sus sobrinos la fotografiaran para dejar una huella imborrable en la historia de la familia.

Luego vinieron las bebidas y la comida, pero no hubo más alcohol. La conversación se fue tejiendo entre los más cercanos. El ambiente se decoró con chistes tontos.

Finalmente, los regalos. Medias de bebé, pañales, biberones, pijamas, cobijitas, cremas, pañalera, baberos; maricaitas pa’morder y chupar -como decía un tío-. Laura, con la barriga hinchada y ayudada de una niña impulsiva, los tomaba en sus manos, los elevaba en el aire y después de mirar las tarjeticas, leía en voz alta de quién para quién. Posteriormente, y con cierta lentitud que rayaba en el suspenso, los obsequios eran expuestos para que todos los admiraran. ¡Oh! ¡Una cobijita! ¡Ah! ¡Un tetero! ¡Ay! ¡Unas mediecitas! Como hubo tanta cosa, la niña se apresuró y fue destapando los regalos a diestra y siniestra, sin consideración con el suspenso instituido por la futura madre.

*** La Minitía no se desprendía de aquel letrerito. Se notaba

en su expresión la admiración por cada uno de los presentes referidos. Sin embargo, una mueca de fastidio palpitaba por momentos en ella. Martica acá, la Gorda allá. Cuando le llegó el turno a la familia Cortés, desvió la mirada hacia su hermana. El anuncio del montón de regalos continuó. Pasados unos minutos, la portavoz de las sorpresas comunicó: “De Martica para Lucas”. El semblante se le transformó. Una fiera mirada impactó a la tía Gorda. Ésta se quedó pasmada, presentía lo peor. El letrerito, que hasta entonces permanecía erguido, se fue inclinando en sus manos y desapareció de nuestra vista. Laura destapó el regalo sin apelar a la dulce tensión. Y al unísono: ¡Oooh! Los espectadores se dejaron llevar por la sensación que el overol azul y la camisa blanca bordada les causó: ¡Aaay! Dio la impresión de que todos estaban preparados para aquel momento, como si hubiesen planeado dicha reacción. A tal punto fue la coincidencia del asombro que luego rieron en simultáneo. “¡Me quedo callada!”, solía instigar a pocos metros cuando la rabia la desbordaba, como ahora. Algo en su interior bullía y estaba a punto de explotar.

El trajecito pasó por muchas manos, fue objeto de embeleso de las tías y de los demás. Una de ellas lo puso a la luz para contemplarlo mejor, otra intentó medírselo a un muñeco de trapo. Martica, con la sangre hirviendo, se levantó y avanzó contra la Gorda. Letrerito en mano. Hubo una abuelita que, recurriendo al instinto maternal, dobló perfectamente el vestidito, evitando así que se arrugara más. Y viendo a Martica en pie, se le atravesó diciendo:

- Mija, póngale usté el overol al niño.¡Ay! Va a quedar tan lindo.

- Pero… - Hágale, mamita –insistió la mujer. - Es que…

Alguien interrumpió y apartó a la abuelita, mientras le susurraba: “Mita, el niño no ha nacido”.

En fin, todos tenían que ver con el vestidito, excepto la Gorda que nunca pudo tenerlo en sus manos.

Este desajuste en la reunión calmó su ánimo. La rabieta acostumbrada que Martica solía dedicar a la Gorda, y que terminaba en un monólogo de gritos por parte de esta última,

Martica en su habitación

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no prosperó. En lugar de ello, una inexplicable alegría coloreó su rostro y el avisito ése se izó de nuevo.

El babyshower terminó en la noche. Antes de regresar a casa, los invitados se despidieron (nos despedimos) expresando su satisfacción y agradecimiento.

Uno de ellos contó que el overol y la camisa los compró Martica gracias a los ahorros cultivados durante muchísimos días, producto de los encargos o mandados que hacía a sus hermanas. Tres o cuatro veces a la semana repasaba las moneditas sobre su cama, las amontonaba según su denominación. Las contaba una y otra vez, hasta que el olor a cobre y níquel la impregnaba. Parecía abonarlas con sus manos, las regaba con bonitas palabras y las consentía con sus caricias para que crecieran rápidamente. Este milagro sucedía en las tardes. Ella, con las piernas cruzadas, concentrada en su tarea. Un sol desvaneciéndose a través de la ventana y la montaña en la lejanía arropando la mirada.

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No sabría decir con exactitud si lo que voy a contar es creíble como testigo presencial, o es solamente el vestigio de unos recuerdos que a través del tiempo han sido requeridos, según quiera extraer de ellos imágenes gratas o dolorosas. Más adelante explico.

Era el comienzo de los años setenta. Quince años de mi vida, durante los cuales, la libertad de procedimientos ante ella no eran tomados por mí, sino por la férrea voluntad de mi madre. Hoy día comprendo que esa rigidez estaba encaminada a sacar de mí alguien de provecho, por ende lo que mi vieja decía era cierto:

-A usté puede que no le guste mucho, pero mientras viva conmigo hará lo que yo diga. Es por su bien.

Pero repito: “hoy”, porque en aquellos tiempos, despertaba en mí la rebeldía como el cachorro de tigre a los intentos de caza y poco o casi nada tenía en cuenta sus reprimendas.

El país cosechaba lo que habían sembrado los recientes años sesenta. Un ejemplo, era el fruto que germinaba al árbol de la protesta civil en aquel 1971, cuando los padres de todo el país, o por lo menos los que oyeron la radio o estuvieron esa tarde en la avenida 76 de Ciudad Kennedy, en Bogotá, se santiguaron al ver por primera vez a sus hijos que apenas descollaban en la preparación bachiller, volcados a las calles con pancartas y mensajes en los que apoyaban a los universitarios, a los sindicatos y pedían a gritos libertades personales.

LAPRIMERAVEZ

Por: Enrique Álvaro González

Pensionado INPEC. Autor del libro: Relatos

cautivos

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Me atrevo a decir que entre los marchantes, no hubo aquella tarde, aparte de los agentes uniformados y los momentáneos espectadores que se echaban bendiciones, mucho mayor de edad, pues la mayoría de ésta, se adquiría entonces a los veintiuno y los que esa tarde caminamos, no llegábamos a ellos. Estábamos allí, sin el conocimiento de los respectivos padres o tutores, pues ellos vinieron a enterarse con el escándalo, lo que quiere decir, que marchábamos y protestábamos, porque eso formaba parte del empastre, la gallada, la pandilla, o como dicen hoy, el parche.

En el colegio distrital

John Fitzgeral Kennedy, del barrio homónimo, un día antes, el profesor encargado de la prefectura, a quien los estudiantes llamábamos, mezcla de cariño y protesta, El Perfecto, después de mantener al cuerpo de profesores a la espera de supuestos arreglos laborales, no pudo más y se adhirió al movimiento de quienes exigían la huelga general.

Se unió a ella contra sus principios, pero obligado por la sordera oficial, según dijo en una arenga memorable ante los a lumnos del Distrital, que aquella tarde, quedamos convertidos por sus palabras, en ciudadanos responsables de su sociedad y de su futuro. Lástima que en la primera muestra de esa responsabilidad, los mazos y el agua hubieran devuelto a un buen número a su vida cómoda de hijos.

«Quince años de mi vida, durante los

cuales, la libertad de procedimientos ante ella no eran tomados

por mí, sino por la férrea voluntad de mi

madre».

Bajo el liderazgo de los de sexto, hoy once, del Distrital, del INEM y de otros colegios oficiales y privados que ya no recuerdo, pero que quedaban en Ciudad Kennedy, se planeó a partir de esa tarde el acompañamiento a las marchas de los huelguistas mayores, que tendrían lugar en el centro de la ciudad unos días después.

La primera reacción del alumnado ante un cese de actividades es de fiesta. No tareas, no previas, no profes mamones; fútbol, desparpajo, fiesta. Nuestra especie no era distinta, pero como según Darwin, los mejores se hacen notar, algunos muchachos de sexto dieron la idea y a los demás nos pareció hasta chévere, por eso nos dedicamos a hacer pancartas y a copiar lo que veíamos en los desplazamientos de los noticieros, en la vida diaria y en toda protesta popular, que como siempre y gracias a Chuchito, no han faltado.

Llegado el momento, partimos de nuestros respectivos

planteles con el fin de encontrarnos frente al Ley de la 76 y de allí caminar por las Américas, hasta Puente Aranda, subir por la Jiménez, y en la Séptima girar hasta la plaza de Bolívar, que era el sitio de reunión de los que nosotros llamábamos, Los Cuchos.

-¿Se imaginan la reacción de Los Cuchos al vernos llegar, güevón?

Nosotros salimos desde la avenida Primero de Mayo, por la ruta de los buses hacia la zona comercial donde estaba el almacén Ley; otros, como los del INEM, partieron de la avenida Abastos. Un grupo venía desde la iglesia de La Macarena y así, mientras coreábamos las mismas arengas de la Nacional, la Distrital y de las marchas sindicales, no faltó quien aprovechara el momento para atacar a alguien o a algo.

-“Grite y grite, joda y joda, los amigos, las niñas, pocas, pero hay”. “Los viejos en la casa ni se imaginan en las que ando. Ojalá no vayan a estar en la calle, porque me pillan. Hermano, ¡cúbrame!”.

Todo, absolutamente todo pudo haber salido bien, porque a

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lado y lado de la calle habían agentes y el orden se mantuvo durante el desplazamiento desde el colegio al Ley, pero cuando llegamos a la 76 y nos dirigimos al sitio de encuentro, vimos allá abajo, al otro extremo de la avenida, digamos a unas diez cuadras, un piquete policial que impedía el paso de los muchachos del INEM y de otros colegios.

-Huy, marica, ¿qué pasó?-¡La tomba, hermano, la tomba!

En ese momento caímos en cuenta de que la policía vista en el camino desde el colegio, nos había seguido y ahora nos habían cerrado las salidas de la avenida o, para decirlo en términos de película de guerra, nos habían emboscado. Solo quedaba, para un posible escape, la entrada a los edificios donde seríamos fácil presa, el Ley o las casas, donde o nos cogían los papás o nos escondían. Pero después supimos que lo que ellos buscaban era no permitir que la marcha saliera del barrio. Y claro, lo lograron.

El desmadre fue cosa seria. A lo mejor si no corremos no pasa nada, todo se habría arreglado con detener uno que otro joven para entregárselo después a sus padres con matrícula condicional en el colegio, o algo así, pero no. En nuestro caso, los del Distrital, seguimos la marcha guiados por la voz estentórea de Arbeláez, a la postre uno de los mejores bachilleres de ese año, que nos animaba a unirnos con los que venían al otro extremo de la avenida. ¿Y saben qué? Eso no era un grito. Era una orden, hermano.

Ese man estaba imbuido en su rol de líder, y acompañado de Cortés, otro de sexto, tomaron la punta de la marcha pidiendo que los siguiéramos, y los demás, aunque estábamos cagados del susto, porque entendimos en qué nos habíamos metido, no nos sentimos capaces de dejarlos solos. A medida que la distancia entre los dos colegios y los agentes mermaba y estos ordenaban detener la marcha, los grupos fueron acelerando, acelerando hasta que terminamos en carrera.

No sé qué fue lo que pasó, pero el caso es que cuando estábamos a una media cuadra de unirnos los dos grupos de

estudiantes, con una parte de la policía en medio y otra por los lados y por detrás nuestro, la vi escabullirse bajo el escudo de uno de los agentes y correr con una decisión tan grande, que la discapacidad en una de sus piernas le hizo dar grotescas

zancadas cojas, pero no le impidió llegar a abrazarse con los primeros de nuestros marchantes . A l mismo tiempo, los estudiantes abra z ados empeza ron a rec ibi r las pr imeras reacciones policiales.

Ju s to ahora exp l i co por qué los recuerdos de aquella tarde traen a veces imágenes gratas, y otras, imágenes dolorosas. Vi unos cinco o seis muchachos enfrentar a los agentes que quisieron agarrarla, entre ellos nuestros líderes, y contra ellos se dirigió la acción oficial. Ella, con ojos espantados, a lo mejor como nosotros , descubriendo recién la trascendencia de lo que hacíamos por primera vez los estudiantes de bachillerato, esperaba estática, asombrada, sin percatarse de que el tumulto en que se había convertido el enfrentamiento la aplastaría de un momento a otro.

Llegué a ella sin saber por qué. A lo mejor por verla tan inerme pero a la vez tan resignada, como quien dice: “Ah, qué carajo. Ya que pase lo que pase”, y la saqué del remolino de gritos, patadas, empujones y palazos, a costa de recibir algunos. Luego corrí halándola y alcancé a ingresar con ella al

«El país cosechaba lo que habían sembrado los recientes años sesenta».

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Ley en el momento en que los empleados del almacén bajaban las cortinas metálicas.

No sé cuántos pudimos entrar, aunque sí alcancé a ver a otros de mis condiscípulos correr sin control con la desbandada que se formó tras ellos. Luego, en una de las esquinas de los edificios, vi aparecer el tanque de agua. Cuando vuelto en mí quise preguntarle a la niña sobre su estado, no la vi por ninguna parte, pero después supe que gracias a su historia, fui durante unos meses un héroe entre las niñas, lo que generó otros recuerdos gratos, además del rescate de Orfilia, nombre de la niña.

Ver al día siguiente a Cortés, Arbeláez y otros líderes estudiantiles incapacitados de tantos golpes recibidos, con el rostro amoratado y dificultad para hablar, es algo que daña todas las cosas buenas. Aunque eso no fue lo que más me impresionó, lo que realmente me hizo sentir miedo, sucedió en las respectivas reuniones de las directivas con las asociaciones de padres en los colegios implicados.

Por una parte, nos informaron que ninguna demanda por lesiones a los estudiantes fue aceptada, además se nos dijo, con gestos de vergüenza, que agradeciéramos el hecho de que no fuéramos expulsados por haber participado en la marcha.

Queda en la memoria el mensaje mudo que adiviné en la mirada de algunos de los agredidos y sus palabras, en cuanto pudieron decirlas:

-Lo que más nos duele, es que a ustedes también los hayan amordazado.

Hoy, más de cuarenta y cinco años después, cuando una breve mirada a la historia nos dice cuántos insurgentes nacieron por cosas como las de aquella tarde, me repito la misma pregunta que me surgió con aquellas miradas: “¿Cuántos de ellos decidieron un día tomar el camino de las armas, obligados, lo mismo que El Perfecto, por la sordera oficial?”.

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Al observar el pueblo desde la distancia, su alargada silueta recorre la cima de una escarpada ladera, empequeñecida ante la inmensidad de un apacible paisaje de sucesivas y pequeñas montañas. Minúsculas protuberancias de la inconmensurable cordillera que exhiben multiplicidad de tonos verdes: unos claros, diluidos casi; otros oscuros, como manchas, pero todos ellos matizados con el azul intenso de la lontananza. En ocasiones su presencia lejana desaparece tras la bruma que desdibuja el entorno y le confiere un inusitado ambiente onírico: tenue y ligera, su ingrávida movilidad va auspiciando el surgimiento de poéticas y transitorias imágenes, ya que al tiempo que oculta algunos tramos descubre otros: imágenes cambiantes y silenciosas.

Cuando esto no ocurre, la mirada es recompensada con fulgurantes tonalidades que recrean el bucólico ámbito. Allí, sobre una sosegada meseta -con la anuencia del entorno

El SALENTO de ANTES Salento, reserva

cultural del Quindío

Por: Enrique Barros VélezArquitecto

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pr iv i leg iado que le concedió la naturaleza- se asienta el municipio de Salento. Así, mirado a distancia, involucrado en ese escenario magno, su h i stór ica s i lueta se destaca entre la inmensidad geográfica que desproporciona su dimensión y hace inevitable compararlo con un pueblito de pesebre sobre papel encerado. Las frondosas arboledas de su entorno parecen manotadas de musgo esparcidas sobre su topografía ondulada. Difícil sospechar su importancia histórica: Salento, municipio padre del Quindío.

Su proceso de consolidación urbana ha sido lento. Aún hoy -a 151 años de su fundación2 - cuenta con numerosas manzanas que no tienen viviendas en algunos costados. La ausencia de estas construcciones, que conformarían el paramento de fachadas de esas cuadras, la suplen con cerramientos translúcidos. El más común de todos es el de alambres de púas trenzados, en ocasiones, con latas de guadua o cortezas de palma. Otros prefieren el follaje de San Joaquines, de azaleas, de rosas silvestres o de arbustos. Los sauces en los solares, con sus tallos altos y sus exiguos follajes, definen claramente los límites de la propiedad.

L a t r a n s p a ren c i a d e e s to s cerramientos permite ver lo que ocurre al interior del predio, y comprobar, con asombro, la vigencia de su ancestro campesino. La manera fácil como estas sencillas viviendas resuelven con acierto su dualidad, pues aunque integran un ambiente urbano, satisfacen

«En ocasiones su presencia lejana desaparece tras la bruma que desdibuja el entorno y le confiere un inusitado ambiente onírico».

por completo los hábitos rurales de sus moradores: poseen amplios establos, porquerizas, corrales para aves, áreas de pasto para ganado, cultivos caseros, etc. Todo esto haciendo parte de la economía familiar, involucrado en la cotidianidad de la familia.

Sus modelos arqu itectón icos poco han evolucionado, pues sus costumbres actuales no demandan cambios sustanciales en los arquetipos heredados de las primeras familias que poblaron el municipio. Estos incorporaron principios elementales en su concepción, artesanales en su ornamentación y ambientales en su implantación sobre la topografía y el paisaje. Y fueron construidos con materiales propios del entorno. Más que construidas, estas casas parecen germinar en los bordes de los solares.

Por eso al mirar el conjunto urbano desde cualquiera de sus extremos se constata esta ancestral y perdurable relación: al quedar la trama vial oculta entre el follaje se ven las numerosas casas escalonadas y dispersas, sobresaliendo entre la prominente arboleda. Viviendas sencillas, inherentes al campo. Integradas a su entorno. Los volúmenes perimetrales de las manzanas urbanas conforman conjuntos arquitectónicos homogéneos, con cubiertas en tejas de barro que refuerzan su mimetismo orgánico. En los extremos del pueblo las construcciones se distancian entre sí, alterando su característica conformación urbana y dándole mayor protagonismo a la exuberante vegetación.

«Sus modelos arquitectónicos poco han evolucionado, pues sus costumbres actuales no demandan cambios sustanciales en los arquetipos heredados».

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La unificación del lenguaje arquitectónico, y de las técnicas constructivas, permite apreciar todo un costado como si fuera una sola fachada extendida a lo largo de la cuadra. El rasgo urbanístico más significativo de estas viviendas es su sentido colectivo.

En los altibajos de su topografía urbana el extremo opuesto, de quien observa la hondonada de una vía, parece tener una continuidad mágica que le permite prolongarse hasta llegar al paisaje que tiene como fondo. Y algunas vías periféricas de la parte alta quedan truncas, obstruidas por el follaje de cierre del predio inmediato, o enfrentadas directamente al paisaje, si están ubicadas en la parte baja. Pareciera como si un principio ordenador encaminara el planteamiento urbanístico a reverenciar la belleza de su entorno.

Los espacios interiores de las manzanas urbanas evocan el campo. En ellos hay pequeños y desordenados cultivos de café, hileras de plátano, de yuca, de maíz, de mora, de arracacha; frondosos y apetecidos chirimoyos, guayabos, duraznos, naranjos y algunas plantas ornamentales como azaleas, San Joaquines, astromelias, rosas silvestres y otras. De allí

proviene el moderado olor a ganado, a boñiga, a tierra húmeda, compatible con su cultura campesina y su urbanismo ecológico.

A veces sus elementos naturales protagonizan inesperados espectáculos. Como cuando el viento se envalentona y sacude con fuerza los árboles de los solares. Entonces sus tallos, sus ramas y sus hojas se estremecen sin dejarse doblegar por el empuje avasallador de los sucesivos soplos, protagonizando una frenética danza de genuflexiones y erguimientos sucesivos y descompasados, de titilantes matices claro-oscuros con las hojas que se superponen y transparentan a un ritmo desenfrenado. Los golpeteos arrítmicos de los follajes producen sonidos de cascada, de lecho de río, arreciando o disminuyendo según la intensidad del viento. Ceremonia lúdica que siempre está acompañada por una abundante lluvia de hojas que, como mariposas, se elevan y festejan con malabarísticas piruetas su levedad libertaria.

Su sistema de vida nos reconcilia con el subconsciente colectivo de nuestro departamento. Por eso la comunidad de Salento es, en gran parte, depositaria de la identidad cultural del departamento.

Como un hecho insólito, su tradicional casco urbano se ha conservado. Ningún municipio quindiano puede contemplar tan impoluto su patrimonio arquitectónico. Pero apreciar a Salento solo por las virtudes de su planteamiento urbanístico es percibirlo a medias. Es entrever apenas su verdadero significado.

Su diario acontecer está impregnado de la realidad elemental de los pueblos tranquilos; de la brisa fría que viene de las montañas y hace estremecer la piel. En sus calles aún tiene cabida el paso mugiente y lerdo de pequeños hatos, o de cargadas recuas que, acosadas por el traquear del zurriago y la agudeza del silbido, fecundan el aire con su olor a campo.

Pueblo silente y expectante, cuya pasmosa calma pareciera anhelar actos cotidianos que conmocionen su aparente letargo. Comercio de locales pequeños, agrupados en su mayoría alrededor de la plaza y a lo largo de la calle real. Acogedoras tiendas en las que, en casi todas, es posible adquirir lo mismo:

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cedazos de crin con ribetes de corteza de árbol, arretrancos, pretales, cinchones, hisopos, rollos de cabuya, molinillos, peinillas saca piojos, mechas para fogón de petróleo, líchigos, velas de cebo, jabón de tierra, manteca en papel parafinado, entre otros artículos. Generalmente la pared que está detrás del mostrador tiene varias estanterías de madera, subdivididas en pequeños cajones, exhibiendo mercancías. Abigarrada oferta de enseres y alimentos que, con la variedad cromática y las texturas de sus empaques, conforman un vistoso mosaico. La penca de sábila, o una vieja herradura colgada en algún rincón, se utiliza como un tradicional conjuro contra la mala suerte. Las tiendas más prósperas parecen estar embrujadas, desafiando la ley de gravedad: de su techo cuelgan ollas relucientes, alpargatas, parrillas de alambre para asar arepas, chinas para airear fogones, papeles pegajosos para atrapar moscas, trampas para atrapar ratones, jaulas para pájaros y algo infaltable: la tira de salchichón.

A las tiendas pequeñas las caracteriza un olor peculiar: el olor a humedad, a tierra, pues además de vender algunas de las mismas cosas que ofrecen las demás, su plato fuerte son los granos y las papas. Sus mostradores tienen numerosos y pequeños cajones que contienen el fríjol guarzo, el bolo rojo, el huevoepinche y el nima; el maíz criollo, el amarillo o cuchuco; la arveja amarilla o verde; los blanquillos, las lentejas, la cebada perlada y algunas variedades de papa. Con

frecuencia también tienen bultos de papa arrumados contra la pared y una pequeña mesa con asientos de baqueta como único mobiliario. Por ofrecer los víveres que se necesitan para el diario generan un trato muy cercano entre los propietarios y sus clientes. Y la dinámica cotidiana las convierte en lugares apetecidos para las charlas entre vecinos.

Parientes cercanos de estas tiendas pequeñas son las revuelterías. Aquí el aire de familia no se pierde, pero se torna más penetrante por el lacrimoso olor de la cebolla larga, de la cebolla de huevo, de los manojos de ajo, de los repollos y de las coles. Además de verduras también ofrecen frutas frescas cultivadas en solares o en fincas próximas. Y bultos de carbón. Por ser alimentos de rápida descomposición propician los encargos como modalidad comercial: que las moras para el martes, que las chirimoyas para el jueves, que las curubas para el sábado, compromisos que se renuevan cada semana con nuevos pedidos. Un testigo infaltable de este comercio elemental es el ajado y mugriento cuaderno de los fiados, que registra en secreto la insolvencia de los clientes. Y el enmohecido balanzón colgante.

A los inevitables y constantes intentos de transformar su identidad, su diario acontecer les antepone los hábitos característicos de su vida pueblerina: por ello no acoge las fuentes de soda, o cafeterías, con su música radial repitiendo

«La unificación del lenguaje

arquitectónico... permite apreciar todo un costado

como si fuera una sola fachada

extendida a lo largo de la cuadra».

«A las tiendas pequeñas las caracteriza un olor peculiar: el olor a humedad, a tierra, gracias a la venta de granos y papas».

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los éx itos de moda ; n i e l c a f é r e c a l e n t a d o , preparado en greca; ni la decoración postiza de los establecimientos.

E l b a r e s e l l u ga r más apropiado para el encuentro, para el regocijo, para reafirmar la amistad. Registra las formas locales de convivencia. Allí se llega a conversar, mientras se consume café preparado en “máquina” de vapor, o para estar en una mesa sin compañía ni consumo alguno, o tan solo para ser un espectador más de ese epicentro de la actividad social. Pero en ocasiones también se va allí a beber. A tomar licor. Se caracterizan por su modesto mobiliario y l a s i empre t r i s te y conmovedora t raged ia

s on f re cuentada s por vecinos. Allí improvisan entretenidas y prolongadas partidas de dominó, o de parqués, mientras hacen confidencias sobre sus vidas cotidianas o familiares, o mencionan asuntos que se rumoran en el pueblo. Las identifica el sonido de las fichas de dominó golpeando la mesa, o de los dados cayendo pesadamente sobre el vidrio del parqués.

Todo es to me hace sospechar que el desasosiego que impera en nuestras ciudades se debe en gran parte a la ausencia de v íncu los co lec t ivos ; a que vivimos rodeados de circunstancias en las que predomina un individualismo hermético, que es la negación de la fraternidad que debe

amorosa, cantada por un Julio Jaramillo o un Caballero Gaucho, que convierte a los presentes en testigos obligados de una tragedia musical que alguna vez pudo haber sido la nuestra.

En las mesas cercanas a la calle, contiguas al mostrador, algunos grupos juegan naipe o toman café o licor, mientras las horas pasan lentas, apacibles, acompañadas por la rutinaria y afligida música y el sonido estridente de las bolas de billar al chocarse. Cada tacada está antecedida por la expectativa solidaria de los amigos, o la de los numerosos curiosos que tan solo están allí ocupados en perder su tiempo.

También son comunes otros locales de esparcimiento, pero más familiares: las pequeñas tiendas esquineras, alejadas del sector central. Éstas propician la cofradía, pues normalmente

existir entre los distintos miembros de una comunidad.

Por eso estas elementales formas de vida me conmueven y atraen. No sólo por su eficaz comunión entre el espacio construido y el medio natural, sino también porque son misteriosamente expresivas y me señalan otros caminos de convivencia y comunicación. Y en la búsqueda de formas de vida más hospitalarias suponen un desafío a la inventiva y un reclamo de humildad frente a los hechos.

Salento, escenario de sencillas formas de vida, de las que tenemos mucho que aprender…

«Las tiendas generan un trato muy cercano entre los propietarios y sus clientes y las convierte en lugares apetecidos para las charlas entre vecinos».

«El bar es el lugar más apropiado para el encuentro, para el

regocijo, para reafirmar la amistad. Registra

las formas locales de convivencia».

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Su última vez estaba por llegar. Durante cuatro meses había trabajado día y noche, sin descanso, no podía, no lo dejaban, no había reemplazos, la situación económica estaba difícil y las horas extras no eran suficientes. En la mañana, como siempre, a las cuatro estaba en la esquina de su casa esperando un taxi o un amigo que lo llevara hasta el patio de los buses. Su ruta iniciaba a las cinco y no podía hacer esperar a los pasajeros, siempre trabajó con una convicción tal que cada insulto que arrojaba era merecido porque lo importante era brindar un buen servicio.

-Eran las once y diez, llevaba tres vueltas y solo recuerdo que un pasajero se bajó y que me faltaban dos cuadras para llegar al control, no recuerdo más. A las seis de la tarde desperté en el hospital –a partir de ese día don Francisco no volvió a conducir buses.

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NUNCA

másPor: Johan Andrés Rodríguez LugoEstudiante Ciencia de la Información y la Documentación, Bibliotecología y Archivística de la Universidad del Quindío.

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La mañana que iba a entrevistar a Pacho, como le dicen sus amigos y familiares, habíamos acordado vernos en el Parque de Bolívar de Calarcá. El encuentro era a las diez de la mañana y desde las nueve y cuarenta ya me estaba esperando.

-Yo siempre he sido muy puntual -me dice mientras entramos en Billares Momos Club, su lugar predilecto para tomar café.

Escoge la mesa del fondo al lado de la chambrana que sirve de frontera para separar a las mesas de billar. Le pregunto si también juega y me dice que no, que el jugador de la familia es su hermano Alfonso; pide un tinto oscuro en taza y yo le sigo la elección. Momos tiene unas once mesas, algunas cojas, de mantel azul; encima de cada una un vidrio circular que toca regresar a su sitio a toda hora. El olor a café invade todo el lugar y la pantalla de un televisor

Alma Café. Mide 1,63 de estatura, usa jeans y zapatos mocasín azul. Luce una camiseta negra que dice Nike y un portadocumentos amarrado a su correa; sus manos son grandes y callosas, su voz gruesa y reglamentaria.

***

plasma de cuarenta pulgadas es encendida.

En ella presentan los partidos de fútbol del Atlético Nacional y de la selección Colombia, los juegos Olímpicos o las carreras de ciclismo. Momos es para muchos “la oficina” o el lugar de encuentro; siempre hay gente jugando billar, tomando tinto o viendo el televisor, desde concejales hasta los albañiles. Es uno de los sitios más concurridos de Calarcá, aunque las únicas mujeres dentro del café son las meseras.

Pacho cumplió 55 años el quince de abril, tiene un bigote

frondoso, el cabello corto y negro peinado hacia atrás, ojos verdes que, según cuenta, han sido el gusto de mujeres y la envidia de sus compañeros. Tiene una barriga que en el pasado hizo juego con el uniforme de conductor y brazos que son el recuerdo que le queda del trabajo de cotero en

el lazo que sostenía los plátanos, movió entre gritos a su tío del asiento de conductor y como pudo manejó el yip. Recordaba el movimiento de la palanca hacia la primera y en este cambio logró llegar hasta el hospital de Calarcá. Desde ese momento, y a pesar de lo sucedido, decidió que su vida giraría en torno a la conducción.

Luego en 1982, en la estación de bomberos, aprendió de

manera real a manejar los carros. En ese entonces trabajaba como voluntario a la vez que pagaba una condena.

-A uno por buena gente le pasan muchas cosas. Cuando yo estaba desayunando, los hijos del vecino pasaron y le tiraron una piedra a la ventana de la casa. Salí corriendo, los alcancé, y como se me enfrentaron, me tocó pegarles. El mayor sabía que si me dejaba llevar a la permanencia,

«Billares Momos es uno de los sitios más concurridos de Calarcá... es para muchos

“la oficina” o el lugar de encuentro».

Era 1974 cuando su amor por la conducción iniciaba. Tenía doce años y una situación de vida o muerte lo obligó a manejar.

-Yo estaba trabajando con tío Pedro. Él tenía un Willys con el que transportaba cargas de plátano y café para vender. Ese día veníamos de la vereda Potosí e íbamos para la galería, cuando una vena del pie se le reventó. Yo nunca había manejado, él me explicaba a veces pero yo no lo había practicado.

A pesar del desconocimiento, el estrés y la preocupación, decidió soltar

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se pondría en duda el prestigio de la entidad y los demás bomberos serían vistos como delincuentes. Así que logró que me dejaran pagar la condena en la estación.

Además de organizar los carros dentro del parqueadero, también debía estar presto para diferentes ayudas que necesitaran en la alcaldía o en las otras entidades gubernamentales. Había ocasiones en que le tocaba reemplazar al conductor del bus en la casa de la cultura. Y así se le fueron los días, aprendiendo a conducir.

***Pedimos otro tinto en taza. Pacho saluda a cada hombre

que entra al sitio y me cuenta alguna anécdota sobre éste. Me asegura que muchos lo conocen porque desde los seis años ha recorrido las calles de Calarcá trabajando.

-Yo no tengo recuerdos de niño, solo cuando empecé a trabajar junto a mis hermanos. Nosotros estábamos en la escuela, pero la plata no alcanzaba. Yo estudié hasta tercero de primaria, pero como en esa época no teníamos la oportunidad de comprar útiles ni nada de eso, trabajaba en la construcción de día y en las noches estudiaba.

Su papá siempre le dijo que tenía que ser verraco, el mejor, el que no se podía dejar de nadie. Por eso cuando cumplió 10, ya era lavaplatos en el café La Tertulia, de la calle 39. Luego trabajó como ayudante de don Jesús Álvarez Ospina, quien tenía un taller de bicicletas. Más tarde sería conductor de bus, querido, respetado y odiado, como muchos.

Estuvo manejando taxi en Calarcá hasta el año 1990. Cuando el apogeo de la gente permitió que la empresa Buses Urbanos, hoy Buses Armenia S.A, creara la ruta Calarcá–Armenia y viceversa, decidió mandar la hoja de vida a la empresa.

-Yo estaba nervioso. Era la primera vez que me iban a hacer un examen de conducción, así que fui estratégico y me quedé de último. Yo ya había manejado el bus de la Casa de la Cultura, pero estos eran más grandes y con más cosas.

Luego de permitir que los otros 20 concursantes manejaran y después de escuchar cómo el evaluador les daba sugerencias, al final Pacho quedó entre los siete seleccionados para manejar los buses “vitrinas” que tenía la empresa.

La felicidad no sería completa, a diferencia de lo amables

que eran muchas personas con los bomberos, los conductores de bus enfrentaban, y aún enfrentan, una situación distinta.

-La gente no entiende que uno debe cumplir un reglamento. Todos teníamos paraderos específicos para cada ruta. Pero esa gente es así. Ellos sabían y de todas formas me gritaban porque los dejaba dos cuadras antes o después de donde necesitaban bajarse.

El año 1991 iba por la mitad y Pacho se estaba acomodando a su nueva vida. La ruta la había empezado a las cinco de la mañana. En las noches siempre procuraba cambiar los billetes por monedas para tener con qué devolver a sus pasajeros; sin embargo, ese día las monedas se le habían acabado. En ese momento uno de los pasajeros se subió y le pagó con un billete de 100 pesos.

-Ya me quedaba la última monedita. Se sube entonces un señor y me toca dársela. Detrás de él se sube otro, era alto y acuerpado, con voz fuerte; me paga con el billete y le digo que me dé un momento que ya no tengo monedas.

El bus se volvió arena de lucha. Aquel hombre se enojó por

la deuda a tal punto que cada nuevo pasajero que ingresaba tenía que escuchar cómo éste les decía que pusieran cuidado porque el conductor se estaba robando las devueltas.

-Señora, vea, póngale cuidado, esa rata se está quedando con las monedas. Vea, señor, no se deje engañar, este mendigo es un hambriento y no devuelve las monedas. ¡Ole! Devuélvame la plata o es que se la va a robar para dársela a las mozas.

Pacho aguantó los insultos y los gritos mientras seguía su camino. El hombre se había subido en el paradero de

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TeleArmenia y aún quedaban varios sitios por recorrer antes de terminar la ruta. Pensaba que lo mejor era dejarlo hablar para no tener problemas con los pasajeros o para que no lo acusaran en la empresa.

Al llegar al terminal, y tras bajarse muchos pasajeros, el conductor pudo ver al hombre en cuestión a través del retrovisor. Después siguieron hacia el barrio Bosques de Pinares. Entonces pasó lo que Pacho estaba esperando.

-En el momento que ese man me timbra, yo apago el bus, le pongo el freno y abro la puerta. Me le voy despacio por detrás del bus y, cuando se iba a subir al andén, lo tomo por el hombro, le doy la vuelta y le lanzo un puño en la cara.

Me expl ica , entre r i sas , que mientras le pegaba le decía que tenía que respetar, que él no era ningún ladrón, que por eso estaba trabajando

Era un 31 de octubre, su ruta cubría la última vuelta desde el norte de la ciudad hasta el sur. A esa hora había pocos pasajeros y, al pasar por el centro de la ciudad, la bulla de la gente indicaba la euforia del día de brujas. Las pocas personas que iban en el bus observaban a otros en la calle cubiertos de maicena, también veían a cuatro muchachos que estaban persiguiendo a la gente mientras les tiraban bombas con agua. Pacho no se había percatado del suceso hasta el momento en que uno de los muchachos se subió y lanzó una de esas bombas al bus.

–Yo estaba contando las monedas cuando escuché la algarabía y veo venir esa bomba. Como pude moví el bus y ésta se estrelló contra una silla. Mojó al señor que se encontraba sentado allí.

-Vea, hijueputa, me hizo mojar –dijo el hombre.

y que cuando quisiera lo volviera a buscar para seguir “acariciándolo”.

Las caricias de Pacho no le eran ajenas a ninguno de los usuarios que fuera en contra de las reglas que la empresa le exigía. Como por ejemplo, no dejar subir vendedores de dulces, cumplir las horas en los paraderos, parar solo en los sitios autorizados, llevar cierto número de pasajeros de pie, ser consciente de que las mujeres se cansan y los hombres les deben dar el asiento.

-Yo siempre procuré respetar a los pasajeros. A veces ni les hablaba, solo estiraba la mano para recibir el dinero y devolver. Un día se me ocurrió decir: Buenos días. Y alguien respondió: Qué tienen de buenos. Entonces no volví a saludar.

«... veníamos de la vereda Potosí e íbamos para la galería, cuando una vena del pie se le

reventó. Yo nunca había manejado...».

-Qué pena, hermano, quería esquivar la bomba –dijo Pacho.

-Cual esquivar, hijueputa. Siga manejando que es lo único que sabe hacer.

En ese momento Pacho sintió un golpe en la cara. Aquel sujeto le había acertado un puñetazo. Entonces él no tuvo otra opción. Frenó. Se quitó el cinturón y pasó por encima de la registradora para cobrar venganza.

–Yo todo estresado y llega este personaje a echarme la culpa por el agua. Ahí mismo me le enfrenté y toda la gente del bus me empezó a gritar.

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Luego de la discusión, Pacho volvió a su puesto y continuó el recorrido. Detrás de él la gente gritaba y maldecía el comportamiento del conductor hasta que, al llegar a Tres Esquinas, el vehí-culo frenó en seco y todos escucharon la orden de bajarse del bus:

–¡Todos se me bajan! Yo no voy a llevar a ningún hijueputa.

Pacho los dejó y siguió el camino hasta La Fachada, donde lo esperaba el Control.

Al día siguiente, llegó puntual a las cinco de la mañana por el bus. El jefe de patios le dijo que no podía salir hasta que no llegara el gerente porque necesitaba hablar con él. Ya suponía de qué se trataba. A las siete de la mañana empezaron a llegar uno a uno los pasajeros que la noche anterior había dejado en el andén. El conductor sorprendido buscó refugio en la oficina

largo que el de Pacho y también peinado hacia atrás. Mide 1,80 de estatura, tiene ojos verdes y una figura que redunda con su actual y único empleo como constructor independiente. No son gemelos, pero la gente suele confundirlos.

–¡Jaaa, ya lo están volviendo famoso! Buenos días, mijo, mucho gusto, Alfonso, para servirle –luego del saludo, le dice a la niña que atiende que le regale un tinto bien oscuro y nos ofrece otro.

Las historias de Pacho fueron cer t i f i c ad a s p or su her m a no . Ambos hablan sobre sus vidas como constructores, acompañando a su padre y a su madre en el deber.

–Mijo, nosotros no fuimos más grandes porque no tuvimos la oportunidad de estudiar. Con decirle que nos pasaban de año porque ya sabíamos a dónde iba a

«Cuando el apogeo de la gente permitió que la empresa Buses Urbanos, creara la ruta Calarcá–

Armenia, decidió mandar la hoja de vida».

de la secretaria mientras llegaba el jefe.

A las ocho en punto arribó el gerente y todos los pasajeros invadieron la oficina exigiendo justicia por lo sucedido. Pacho fue requerido. Al entrar al lugar, empezaron a insultarlo y a maldecirlo. El jefe pidió que explicara su comportamiento y él, señalando al hombre que tenía un ojo morado, dijo que éste había empezado la discusión. El sujeto aseveró que eso era mentira, que el conductor había tenido toda la culpa. Tal afirmación ocasionó que éste y otros pasajeros fueran “acariciados”. Entonces, para calmar los ánimos, suspendieron al conductor y le cambiaron la ruta.

***Justo cuando estamos terminando el café, llega su hermano

Alfonso. Tiene un bigote prominente, el pelo un poco más

llegar el profesor. Si hubiéramos seguido seríamos hasta presidentes. Uno se aterra, hermano, cómo la gente tan estudiada hace tantas barbaridades. Eso que lo digan de uno que es un analfabeta, pero esa gente llena de plata y queriendo más, no es posible. ¿Ya le contó cuando le disparó al ladrón?

***Era una mañana de marzo de 1998. Hacía dos años que

trabajaba para la empresa Transportes Urbanos Ciudad Milagro (TUCM). Allí eran más exigentes con sus conductores, pues la estabilidad era mayor. Tanto TUCM como BASA hoy pertenecen a TINTO U.T.

-Esa empresa es una unión temporal y llegó para acabar

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con la guerra del centavo. Imagínese que nosotros no nos ganábamos ni el mínimo, nos pagaban por comisión de pasajeros y por horas extras. Entonces, claro, todos nosotros compensábamos con los días festivos, las madrugadas y las trasnochadas. Pero habían unos hambrientos que se peleaban por los pasajeros, paraban donde querían y no les importaba los daños a terceros; yo me preocupaba por los usuarios y procuraba respetar las señales de tránsito, por eso nunca me han hecho un comparendo. En cambio, esos otros todos los días tenían problemas y más en ese tiempo que los buses ya eran viejos.

Ese día cubría la ruta sur–norte. Empezaba en el barrio La Fachada y subía hasta Regivit. No había construcciones, eran fincas y cafetales. Cuando iba bajando paró en la plaza de mercado. En ese momento los gritos de la gente alertaron al conductor. Todos los pasajeros miraron por las ventanas y vieron pasar corriendo a un hombre por el lado del bus. Detrás de él iba un policía.

-Yo ahí mismo arranqué al lado del policía y le gritaba por la ventana: ¡Dispárele!¡Dispárele! El policía ya todo cansado seguía corriendo, pero no hacía nada -yo no entiendo para qué le dan un arma a un policía si no la puede usar-. Entonces el ladrón escuchó y me dijo: ¡Cállese, sapo, entonces dispare usted! Y como yo siempre he seguido las reglas y hago caso a lo que me dicen, adelanté el bus hasta cerrarle el camino al ladrón y me bajé.

El tipo se detuvo y se enfrentó a Pacho. Éste le quitó la pistola al policía y disparó dos veces; ninguna de las balas le pegó al ladrón, pero sí logró que se rindiera. Pacho se subió al bus y siguió su camino; los pasajeros lo felicitaron por la labor.

***Han pasado 10 años desde que Pacho tuvo el desmayo por

agotamiento físico en un bus de la empresa TUCM. Asegura que no extraña esa vida, que ahora como conductor de volqueta doble troque le va mejor. Hay menos estrés, menos insultos de pasajeros, trabaja más tranquilo y el sueldo es mayor. Su hoja de vida no tiene rastros de su vida pasada.

La experiencia laboral ahora está en Constructora Túnel del Oriente, ICM Ingenieros, GAICO, PROCOPAL, Unión Temporal Construcción Vial, Consorcio Conlínea, entre muchas otras empresas de construcción que requieren de volqueteros doble troque, responsables y eficientes. Don Francisco y don Alfonso se despiden, a ambos los esperan sus esposas con el almuerzo servido.

Mientras espero el bus que me llevará a la Universidad,

recuerdo las recomendaciones de don Pacho para no alterar al conductor. Él mientras tanto está almorzando. Luego utilizará el computador de su hija, abrirá Google, escribirá “C” y en Computrabajo buscará los nuevos empleos de volquetero. Solo esos. Ya no peleará con pasajeros, ni con plata; ahora únicamente las piedras serán las receptoras de su estrés, porque jamás será “busetero” de nuevo. Nunca más.

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Una tarde acudí a la casa don Luis, quien días antes me invitó a visitar el asilo de ancianos El Carmen. Su intención era presentarme al señor Alfonso Osorio Carvajal, director de esa institución. Compramos en las tiendas del camino algo para los ancianos. No encontramos al señor Osorio Carvajal y pensamos que no debíamos salir sin entregar lo que llevábamos. Recorrimos las instalaciones repartiendo cigarrillos y dulces a los ancianos que se acercaban.

La visita fue deprimente. El ambiente de tristeza y soledad rondaba por los corredores, los patios, las alcobas. La situación de abandono y soledad hizo que los ancianos me parecieran reos deambulando por los pasillos de los condenados a muerte. Sabía que en cada uno existían historias desconocidas. Las arrugas, el temblor de las manos y la conciencia callada de la realidad que vivían, gritaban con su lenguaje silencioso, amargas verdades a mi alma.

A mi paso miraban lo que llevaba. El maestro Moreno fue a las oficinas, yo rondé por los pasillos de sombras humanas. En una banca de

Historia de unacanción:

LacasadelsilencioPor: Luis Carlos VélezAutor y compositor.

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corredor encontré a una mujer que en mi niñez, paseando por las calles de Armenia, atraía y hacía volver la vista a muchos hombres, también la mía, tras su hermosura juvenil y el contoneo de sus caderas. La vi allí sola, abandonada, el cabello enmarañado, sonriendo desdentada, con su mirada nublada y amistosa. Mi estado de ánimo decaía, y lo comenté después al maestro Luis Moreno. Recorrí varios corredores hasta escuchar el canto triste de un anciano. Guiado por el sonar de su guitarra lo hallé sentado a la sombra de un árbol, rodeado de ancianos de cabezas blancas, calvas, con sombreros o cachuchas, que hacían, más mal que bien, segundas y terceras voces. Su guitarra, por la pequeñez y fragilidad de su caja, las clavijas de distinta madera, las cuerdas metálicas (dos primas, dos bajos) que tallaban zanjas en sus dedos, y el adorno de la boquilla desecho por mil rasgueos, me llevaron a compararla con un cuatro llanero fabricado en cartulina. Otro anciano de sombrero ajado se acercó y, con la esperanza de obtener un cigarrillo, contó para mí, en lenguaje confuso, la historia triste de una vida que no supe si era suya o ficticia. Paciente escuché, entregué una cajetilla y al rechazo de los dulces, otros los tomaron apurados y alegres como niños.

El coro de voces discordantes saludó al maestro Luis Moreno, que venía en mi búsqueda. Estuvimos atentos a la canción, repartimos lo que faltaba y terminamos la visita. Desde la puerta de salida escuchamos los acordes apagados de aquella guitarra, y otra canción en

la voz quebrada del anciano entonando Aquel pasado, canción que conocíamos. Camino de regreso comenté a don Luis la tristeza que sentía. Apoyó su mano en mi hombro, y dijo:

-Pienso que el viejito fue buen cantante. Ojalá, mijo, no tengamos que morir en un ancianato. Y usted, hágame el favor de controlar sus emociones o se muere antes de tiempo.

Al despedirnos le hice saber mi intención de escribir unas líneas sobre la experiencia vivida.

Él me dijo:

-Escríbala y me la lleva mañana a la oficina.

Su nuevo pedido me brindó la oportunidad de convencerme y poner en práctica por enésima vez, lo que pienso del origen de mis canciones. Los procesos mentales los dejaba a mi subconsciente. Sabía que en algún lugar de aquella inmensa laguna estaban guardados sucesos, recuerdos que creía olvidados, pero listos para ayudarme en el momento oportuno. Trasladar mis ideas, los temas propuestos por otras personas, lo visto y oído, los acontecimientos de mi pasado, ayudaban siempre a dar una dirección, una especie de orden a mi subconsciente para que encontrara la solución adecuada a mi intención. Nunca olvidé que no debía forzarlo, tenía que dejarle mis ideas primarias, olvidar el asunto, esperar

«La visita fue deprimente. El ambiente de tristeza y soledad rondaba por los corredores, los

patios, las alcobas».

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que las elaborara hasta que nuevas imágenes aparecieran para describirlas según lo que pensaba escribir. Este sistema era infalible para mí; las pocas veces que esperé se debió a que las ideas sugeridas eran incompletas, estaban mal planteadas o el tema no tenía la fuerza necesaria para impresionar mi subconsciente.

Una palabra, un letrero, un paisaje, una frase, un suceso tienen significado diferente para cada persona. Una frase puede ser escuchada por muchos, pero basta que encierre un significado especial para desencadenar en oyentes infinidad de imágenes sugestivas, y posibilidades para desarrollar un tema interesante. Podemos ver igual, pero percibir es diferente. Ver es posar la mirada sin interés ni atención, y mirar es observar con atención e interés los detalles precisos, casi imperceptibles, que conforman otro ángulo para la mirada.

Después de un sueño intranquilo, antes de salir para mi trabajo, sentado al borde de la cama, escribí varias líneas a lápiz.

A mediodía, el maestro pasó por el lugar donde laboro para leer en voz alta:

La casa del silencio(Asilo de ancianos)

Visité la casa del silencioy su augusta soledad así me dijo:

Dejad afuera los afanes y el cansancioque aquí conviven soledad y olvido;

recorred mis pasillos visitante,y si algo te enseña mi silencio,

regresad tranquilo hasta tu mundoque al final de los años yo te espero.

Encontré aquel día en esa casaa una mujer que ayer fue flor lozana.

La vi solitaria, envejecida,tratando de brindarme una sonrisa.Un anciano de mirada entristecida,por favor, un cigarrillo me pedía.

Y entre nubes de humo me contaba

la triste historia de un sueño que moría.Conocí en la casa del silencio

esa verdad que el alma me pedía.Hoy que mi vida cansada y ya vacía

a solas llora mi juventud perdida,los acordes de una vieja guitarra,

pulsados por las manos de un anciano,trajeron a mi mente los recuerdosde una vieja canción que mi alma

conocía.

En silencio marcó compases con la mano y pidió:

-Pásela a máquina, me la lleva esta noche a la casa. Ya tengo la melodía: es un pasillo.

Me bastaron pocos días para descubrir la riqueza musical, espontánea en mi amigo y maestro de composición, don Luis Ángel Moreno Cardona.

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LA VIDA EN LAS MONTAÑAS

-Quiquiriquí -escucho entre dormida.-Quiquiriquí -una vez más.

Luego, exclama mi abuela:

-¡Mijo, las 5, ya cantó el gallo! Le va a coger la tarde para irse a ordeñar.

Mi abuelo, como buen hombre que le obedece a su esposa, se levanta rapidito, se pone las botas y busca entre el cajón las llaves del candado de la puerta. Después de unos minutos logra abrirla por fin, y entra directamente el rayo de luz en mi rostro. ¡El día ha comenzado! Aún con un poco de sueño me descobijo y sigo el camino de mi abuela, quien se dirige hacia la cocina a preparar lo que no puede faltar en una fría mañana en las montañas del Quindío: el café.

Mientras hierve la aguapanela, va alistando el café y las tazas, y yo agarro el maíz y salgo corriendo con tanta emoción hacia el patio que mi abuela se ve obligada a gritarme:

-Mija, con cuidado, que del afán sólo queda el cansancio.

Pero sin prestarle mucha atención sigo mi rumbo hasta llegar a donde están las gallinas, que según yo, están pidiendo a gritos

Por: María Paulina VásquezEstudiante Ciencia de la Información y la Documentación, Bibliotecología y Archivística de la Universidad del Quindío.

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comida. Les hablo como si ellas me escucharan y entendieran: “Bueno, señoritas, aquí les llegó lo suyo”. Y con esta frase les arrojo el maíz, tratando de que ninguna se quede sin un grano.

Después de unos minutos de intimidad con las gallinas escucho el sonido que se produce cuando se pone una taza sobre una mesa de madera y junto con este el grito de mi abuela:

-Ya está listo el café.

ni un espacio, y en un abrir y cerrar de ojos se sentía ese olorcito a arepa recién hecha.

Mis primas, mi abuelo, que recién llega de ordeñar, y yo, no vemos la hora de probarlas.

-Mija, tráigame la canasta de las arepas que esto ya estuvo -me dice mi abuela, y antes de que termine la frase yo ya estoy trayéndola.

Las pone allí y se dirige a la cocina para servirnos a cada uno el desayuno: un huevo frito, que le acababa de sacar a las gallinas, una arepa y una taza de café. Y sin tener que llamarnos a la mesa ya todos estábamos allí. No se sabía quién comía con más emoción. Después de unos minutos, cada uno iba terminando y era inevitable el querer repetir. Y aunque mi abuela nos permitía hacerlo al menos una vez, no nos dejaba pasar de allí, sosteniendo que si nos comíamos todo, al otro día no habría qué desayunar. Todos le hacíamos caso. Luego de reposar un

«... y sigo el camino de mi abuela, quien

se dirige hacia la cocina a preparar lo que no puede faltar en una fría mañana

en las montañas del Quindío: el café».

«Rápidamente acomodaba las arepas en el asador de tal forma que no se desperdiciara ni un espacio, y en un abrir y cerrar de ojos se sentía ese olorcito a arepa recién hecha».

De inmediato corro hacia allí y me encuentro con mis primas haciendo lo mismo. Entonces empieza la carrera por quién agarra el café primero; ellas me llevan un poco de ventaja al estar en las habitaciones junto a la cocina; sin embargo, estar en desventaja no fue un impedimento para tener la victoria, fui tan veloz que logré ganarle a todas.

Después de darle el maíz a las gallinas y tomar café, mi parte favorita de la mañana era ayudar a mi abuela a asar las arepas. Primero había que amasar la mezcla de maíz, queso, sal, mantequilla y leche, luego darles forma circular y finalmente apilarlas para llevarlas al asador. Mi abuela era la única que podía encenderlo, le bastaba con un pedacito de vela y una candela para hacer que todo el carbón ardiera en llamas. Una vez se calentaba, mi abuela me daba la señal para que le llevara la bandeja con las arepas armadas, con cuidado de no dejarlas caer. Rápidamente las tomaba y las acomodaba en el asador de tal forma que no se desperdiciara

rato, mis primas y yo ya sabíamos qué debíamos hacer: arreglar las camas antes de que entrara mi abuela a los cuartos y se enojara por el desorden. Aunque siempre había una pelea por quién hacía qué. Yo les alegaba que por ser la más pequeña de todas debía solamente doblar las cobijas, mientras que ellas arreglaban sábanas y ponían tendidos, pero nunca estaban de acuerdo y al final juntas terminábamos haciendo todo.

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Una vez acabábamos, empezaba la nueva odisea: quién iba a bañarse primero. Esto dependía de quién llegara más rápido donde mi abuela para pedirle que calentara el agua para bañarnos, pues los únicos valientes que se atrevían a hacerlo con esa agua tan helada, de la vereda Río Gris Alto, eran mis abuelos. Nosotras aún no alcanzábamos ese nivel de valentía. Después de un baño rápido, salíamos temblando de frío y corríamos a toda prisa hasta los cuartos para poder vestirnos.

A lo que terminábamos, mi abuelo nos decía:

-Alístense pues que nos vamos a caminar.

De inmediato se nos escapaba una sonrisa y nos apurábamos para ponernos las botas y salir al paso de mi abuelo. La ruta era distinta cada salida, a veces nos llevaba montaña arriba, otras, alrededor de la finca, incluso hasta la cascada. Pero el camino de hoy sería un poco más largo. Bajaríamos por toda la carretera hasta llegar a la segunda escuela Río Gris Alto. El trayecto era más o menos dos horas y media a paso suave, pero con la rapidez de mi abuelo para caminar estaríamos volviendo en menos de dos horas.

-Bueno, me fui -gritaba mi abuelo desde la carretera.

Nosotras respondíamos: “Abuelo, espérenos, ¡no sea tan afanado!” –mientras corríamos cuidando de no caernos por la pendiente. Una vez lo alcanzábamos, él notaba la ausencia de mi abuela, y nosotras, advirtiendo sus gestos, antes de que preguntara por ella ya le estábamos diciendo: “La abuela se quedó en la cocina haciendo el almuerzo para tenerlo listo cuando regresemos”. Sin mucho ánimo éste aceptaba y empezábamos la caminata.

El camino estaba empantanado y lleno de lodo debido a las fuertes lluvias de la noche anterior. No era fácil andar por ahí. Por eso él nos daba un palo largo y firme a cada una, para que nos sostuviéramos al pasar por los lugares más críticos; además, iba siempre detrás cuidando de que ninguna se fuera a resbalar. Lo bueno de estar en la penúltima finca de la vereda era que debido a la larga distancia, la mayoría

de los yips no subían hasta allí, entonces podíamos caminar tranquilamente por la carretera.

El camino era largo, pero mi abuelo con sus anécdotas

lo hacía más corto y ameno. Recuerdo una que siempre nos contaba. La noche en que en medio de la lluvia, el temor y la incertidumbre, tuvo que dormir junto a sus hermanas debajo de unos árboles de las mismas montañas por las que caminábamos, todo porque su padre, en el afán de protegerlos de esos hombres de verde, armados, que gritaban que salieran de las habitaciones, no quiso arriesgarse a perderlos y así se los indicó. Cada que escuchaba esa historia me llegaba una horrible imagen a la cabeza, solo imaginaba el miedo que pudo haber sentido y me parecía aterrador. “Abuelo, ¿y si esos hombres también llegan a la finca?” -preguntaba con angustia. Él, con una sonrisa en su rostro que transmitía tranquilidad, nos decía:

-No, mamitas, eso ya no pasa, eso era antes cuando esos grupos armados ilegales podían andar por donde quisieran. Ahora el gobierno ya tiene protegida esta zona.

Escuchar eso me tranquilizaba un poco, aunque no entendiera lo que pasaba ni por qué hombres armados iban a las fincas a amenazar y a matar personas.

Mi abuelo, como aficionado a la política y defensor de su territorio, siempre trataba de enseñarnos lo mismo. Nos contaba los atroces sucesos que en la época de la Violencia habían ocurrido en el país y también qué pasaba en el momento. Siempre mostraba su indignación e inconformidad con los gobernantes que, según él, nos habían jodido. De ahí que después de unos 10 años, mis primas y yo nos interesemos tanto en el tema. Y que después de tanto por fin entendamos esa anécdota de mi abuelo. Que lo que tuvo que vivir aquella noche fue una de las consecuencias del conflicto armado que por tantos años ha persistido en Colombia. Sin embargo, a pesar de los recuerdos que aquellos sitios le traían, él seguía amando a su tierra, y en cada oportunidad lo manifestaba.

Una vez llegábamos a la escuela, nos deteníamos por unos cuantos minutos en un filo de la montaña. La sensación de

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estar allí de pie, en medio de tanta inmensidad, con ese viento sereno y respirando un aire tan puro, era hermosa. No tiene descripción. Es algo que solo se entiende cuando se vive. Y era en ese momento en que mi abuelo nos decía:

-Ya ven por qué me gusta tanto el campo.

Con esa simple frase nosotras lo entendíamos todo. Era tan reconfortante que deseábamos quedarnos allí para siempre, pero cuando mirábamos el reloj nos dábamos cuenta de que había pasado más tiempo de lo esperado y que seguramente mi abuela ya debía estar preocupada. Entonces retornábamos. De regreso pareciese que fuéramos por otro camino. Detallábamos cosas que antes no habíamos visto. Como si de repente la tierra hubiese girado.

Antes de que entráramos de nuevo a la finca, mi abuela ya tenía el almuerzo servido, e incluso antes de la puerta ya se sentía ese olor a sancocho; se nos hacía agua la boca. Comíamos con tanto gusto que no queríamos dejar ni una gota en el plato; es que la comida que hacía mi abuela era la mejor, no tiene comparación alguna. Y después del rico almuerzo venía la mejor parte de la tarde: jugar dominó. ¡Sí que disfrutábamos esos juegos! Aunque mis abuelos eran los que siempre ganaban, obviamente por su experiencia, igual

nos gozábamos cada partida. Ver como ellos se metían tanto en el papel de jugadores y se peleaban por haberse puesto trampas, no tenía precio.

Así se nos pasaba el día sin darnos cuenta. Sólo notábamos que éste se estaba acabando cuando poco a poco nos íbamos quedando sin luz y se nos dificultaba ver las fichas. En ese momento mi abuela se paraba de la mesa y decía:

-Bueno, voy a hacer el café para que nos vayamos a dormir, así que corran a empiyamarse, a cepillarse y a entrar al baño.

Y dicho y hecho. Cada una se ponía rápidamente su piyama, y luego los sacos más gruesos, pues ya empezaba a sentirse esa fría brisa de la noche. Después, en el lavadero, hacíamos filita para cepillarnos y entrar al baño, así no tuviéramos ganas de hacerlo. Era mejor prevenir que de pronto a media noche nos dieran ganas de orinar y que no hubiese nadie que se levantara a acompañarnos en medio de tanta oscuridad. Una vez en los cuartos, nos acomodábamos lo más cerquita posible, para sentir menos frío, y nos acobijábamos como con tres cobijas cada una. Después de unos minutos se sentía un silencio tan profundo que resultaba cómodo. Solo se oían los grillitos nocturnos. Aunque mi abuelo solía romper ese silencio, pues comenzaba de nuevo

«Así se nos pasaba el día sin darnos cuenta. Sólo notábamos que éste se estaba acabando cuando poco a poco nos íbamos quedando sin luz...».

«Antes de que

entráramos a la finca, mi abuela ya tenía el almuerzo servido, e

incluso antes de la puerta ya se sentía

ese olor a sancocho...».

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a contar sus anécdotas; tenía tantas que parecía que nunca fueran a acabarse. Y así, poco a poco nos íbamos durmiendo hasta que volvía el silencio absoluto.

¡El día ha terminado! Y antes de cerrar los ojos pienso en lo bello que es estar ahí, con mis abuelos, con mis pr imas , en la montaña. No sé si amaría de la misma manera el Quindío si no hubiese estado entre sus montañas, si no hubiese escuchado tantas anécdotas de mi abuelo, si no hubiese pasado tantas vacaciones allí, y si no hubiese tenido ese día a día con ellos . Porque para mí, la verdadera riqueza está en el campo, en la gente, en los paisajes, en esas arepitas recién hechas, en esa tacita de café, en la emoción de mi abuela cuando ve que regresamos de nuevo… no en la ciudad, como dicen algunos.

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Aquel pésimo estudiante que perdió tres años, que repitió uno y que de paso lo volvió a perder debido, según él mismo, a una auténtica pereza y a un desinterés descomunal, se convirtió en maestro de senderos, de esperanzas, de descubrimientos; un maestro de vida.

No esperaba encontrarlo en un centro comercial de Bogotá, ni tampoco esperaba poder mantenerlo inmóvil durante el tiempo en que logré conversar con él para hablar de lo que significa vivir la geografía con la pasión de un fiel enamorado. Sin embargo y sin mucho esfuerzo, se quedó conmigo algunas horas, justo un día antes de un nuevo recorrido a un lugar que no mencionó, pero que imagino, lo hizo nuevamente feliz.

Si acaso la fel ic idad existe, él la vivió y la vive siempre en movimiento.

maestro deCAMINANTES

«Nadie nos dijo nunca que también se puede ser profesor de caminantes

para enseñarle a los demás a recorrer la vida».

Dedicado a Plinio Piñeros Rubio

Plinio Piñeros y Natalia Aguilera en el Páramo de Ocetá (Boyacá).

Por: Natalia Esperanza Aguilera AriasEstudiante Ciencia de la Información y la Documentación, Bibliotecología y Archivística de la Universidad del Quindío.

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Maratón de San Cayetano (Cundinamarca).Septiembre de 2009.

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¿De dónde surge ese sentido sobrehumano de recordar con exactitud caminos escarpados, reales o pavimentados y rutas por toda Colombia como si se tratase de un GPS? ¿Cómo explicar ese deseo de recorrerlos? ¿Cómo intentar contar sus pasos?

Su nombre ya alude a un recorrido: se llama Plinio, justo como el escritor y naturalista latino que inspiró a los grandes exploradores occidentales como Marco Polo, Cristóbal Colón y Magallanes, todos ellos embelesados por las descripciones geográficas del romano.

Como si su destino estuviese regido por el sabio Plinio el

Viejo, nuestro Plinio en Colombia recuerda como si fuera ayer sus primeros recorridos: apenas come mientras habla conmigo y rememora cómo se echó a andar. Se sienta pausadamente a verme devorar mi sándwich del almuerzo, porque cuando él comienza a hablar de recorridos, o cuando está en marcha haciendo alguno, parece ser que hasta pierde el apetito.

tío, recorriendo los ingenios y cañaduzales y escribiendo en detalle las bitácoras de viaje que ya empezaba a acumular, y que guardaba en su mochila junto con un mapa de Colombia.

Fueron tantos los viajes que hasta el carácter inseguro del joven se fue transformando en el temple propio de un viajero. Ya no sentía el temor que sienten todos los niños cuando se separan de sus madres; ni al quedarse solos, ni al visitar lugares extraños. Poco a poco se le fue forjando el alma para la marcha, para la travesía, para el periplo. Paso a paso se le fueron agudizando los sentidos y se fue acostumbrando a la soledad que le permitió, sin llanto y sin mosqueos, quedarse completamente sólo en Buenaventura siendo un niño aún, mientras su tío se desplazaba a otras regiones. Se quedó felizmente sólo y aprovechó para hacer su primera exploración por el puerto.

Cuenta que fueron muchas las rutas recorridas, pero poca la orientación que tenía para su propia vida cuando llegó el momento de decidir “qué hacer”.

Cuenta que cuando apenas era un niño, su tío Luis lo llevaba durante las vacaciones a acompañarlo en su s re cor r i do s de transportador. Ahí escuchaba todos esos nombres de lugares lejanos que se grabaron por siempre en su memoria y veía todo ese mundo exótico que se extendía frente a él: La Línea, Medellín, Cartago, Cali , Buenaventura; una travesía por la Cordillera Occidental y un descenso que recuerda como de otro mundo y que lo llevaba del pavimento a la selva húmeda.

Cinco años duraron los viajes del joven Plinio con su

Sencillamente no sabía a qué dedicarse.

Su valentía de viajero no lo acompañó cuando pretendió ser cura. Le explicaron que tendría que abandonar la casa materna y recluirse en un seminario; eso sí que lo hizo llorar. Así pues, sus aspiraciones eclesiales se esfumaron rápidamente.

Siguiendo el ejemplo de su hermano mayor, intentó ingresar a la escuela militar, pero fue rechazado por un defecto en la vista.

Luego ingresó a la Escuela de Arte de la Universidad

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Jorge Tadeo Lozano como estudiante delineante en arquitectura. Nunca ejerció, pero su talento lo acompaña s i empre , au n c u a ndo esboza hasta el viento que representa en sus bitácoras.

Tiempo después, ingresó a la carrera de Diplomacia y Relaciones Internacionales en la misma Universidad, pero en cuatro semestres se desvanecieron sus ánimos y desertó.

Como s iempre tuvo apt itudes deport ivas y grandes capacidades físicas, que había ejercitado aún más en sus recorridos a pie por las regiones, un día

dibujos perfectos que hacía con tiza en las pizarras. Pintaba catedrales, castillos med ieva les , mapas de Colombia y del mundo; dibujó los barcos y las rutas de Colón, y hasta el rostro del temido Atila y los Hunos.

Pero claro, yo lo recuerdo como profesor de geografía e historia, no como profesor de deportes.

-¿Cómo llegaste a la historia, Plinio? -le pregunto con asombro.

D i c e qu e s i n t i ó l a necesidad de obtener un título en pedagogía. Entonces ingresó a la Facultad de

Media Maratón de Bogotá.Julio de 2016.

“En Guadalupe, con el mejor”Plinio Piñeros y Natalia Aguilera en el

Cerro de Guadalupe – Bogotá.Marzo 12 de 2017.

cualquiera alguien le ofreció dictar deportes en el colegio María Inmaculada de Bogotá. Allí se convirtió en profesor de educación física desde el año 1981 hasta 1983 y se esmeró en capacitarse a fondo en el área.

Realizó diferentes cursos en Coldeportes, participó en un curso internacional en educación física que en esa época ofrecía la Universidad Pedagógica Nacional, y se inscribía en cuanto curso hubiera y en todos los deportes que fuera posible aprender.

Hasta el día de hoy, Plinio sigue siendo uno de los mejores deportistas que conozco.

Hace una pausa, que tampoco es para comer, y me pregunta si recuerdo, en mi época de estudiante en el María Inmaculada, haberlo visto en algún partido o torneo.

¡Por supuesto! Lo vi en todo. También recuerdo los

Ciencias Sociales y Económicas (que si mal no recuerda así se llamaba en esa época) de la Universidad Libre de Bogotá.

No obstante, las huelgas y los largos periodos de inactividad que por aquel tiempo azotaban a esa universidad, enfriaron una vez más la resolución del joven, así que en tan sólo seis meses, nuevamente desertó, no sin antes ser consciente de haber reencontrado cara a cara a su verdadera vocación:

Su vida estaba en los caminos, en las salidas, en las rutas, en las exploraciones, en el vértigo del ascenso a las montañas, en el cansancio del viaje a pie, en el placer indescriptible y a veces inefable del peregrino, que sale de su propia tierra (per-agragre) y que lleva en su esencia el inexplicable deseo de deambular por los caminos y de vivir la felicidad en otra parte, sin abandonar nada porque siempre se regresará, pero dejándolo todo por un momento de ventura errante.

Así lo comprendió en la primera salida de campo

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que organizó la Universidad Libre a Santandercito (Cundinamarca), durante el semestre que cursó allí. Mientras sus profesores medían el viento, la pluviosidad y la altitud, Plinio revivía esa sensación que sólo había experimentado en los viajes con el tío Luis.

Aunque abandonó la Universidad, su credo errante y viajero había regresado para quedarse por siempre en su ser.

Fue así como logró sin dudas inscribirse y terminar sus estudios en 1987 en la Facultad de Ciencias de la Educación, con especialidad en estudios sociales en la Universidad Externado de Colombia. Integró la última cohorte, compuesta por tan sólo una docena de alumnos.

Y regresó al Colegio María Inmaculada, esta vez como profesor de Geografía e Historia, en donde permaneció durante un poco más de dos décadas. En todo ese tiempo inundó las pizarras de sus dibujos perfectos y consiguió hacer vivir en carne propia, a cada una de sus alumnas, el sentido real de la geografía y de la historia.

Plinio nunca enseñó geografía, la vivió y la traía en la piel, en sus fotos y en sus dibujos a las clases.

Para ser un viajero real no se necesita ir demasiado lejos.

leyes para los colombianos, no para sí mismos. Las entró a todas al Salón Elíptico del Capitolio Nacional y les tomó unas fotos que aún conserva en sus archivos.

A muchas nos llevó a recorrer los pasos de Jorge Eliécer Gaitán antes de ser asesinado en 1948, en esa esquina de la calle 14 con carrera séptima en Bogotá. Hasta nos hizo sentir de nuevo el sabor del día nefasto en que Bogotá ardió en odio y llamas y en que Colombia se declaró en violencia perpetua. En otra oportunidad llevó a centenares de estudiantes a recorrer (para muchas por primera vez) diversas lagunas de Colombia, entre estas, la famosa laguna de Pedro Palo.

-Por cierto -me dice-, ¿sabes que esta laguna ya no se llama así? Según la tradición Muisca, todas las lagunas deben tener nombres femeninos.

-No, no lo sabía -respondo, mientras pienso que él siempre tiene algo que decir.

Plinio también me enseñó que una persona que camina o viaja mucho, siempre tiene muchas cosas para contar. Él mismo es un reflejo de esto.

Para muchas de nosotras, sus estudiantes, los recorridos organizados por Plinio eran la única oportunidad de saber y

Logró que clases enteras de estudiantes recorrieran con sus propios pies la sede del Congreso de la República, en una época en que ningún otro docente lo había siquiera imaginado. Sentó a cada una de sus estudiantes en una curul (hasta en la de la polémica congresista Regina 11) y les hizo sentir lo que era el día a día de los que se dedican (o se dedicaban en aquel tiempo) a hacer las

entender qué es una piedra de cal y canto (Foto 7), de comprender el concepto de la presión atmosférica, de discernir las implicaciones del asesinato de Gaitán en la historia de nuestra nación, de comprender la leyenda de El Dorado; de ver a través de sus dibujos la ferocidad de los hunos y el éxito de su expansión, e incluso, la primera y única oportunidad de conocer la Plaza de Bolívar.

Profesores COMAIN” Laguna de Pedro Palo.

Febrero 16 de 2002.

Estudiantes del Colegio María Inmaculada de Bogotá (COMAIN) en

el Congreso de la República. 1995.

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Los hermosos frailejones del Páramo de Ocetá.Diciembre de 2012.

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Y es que aunque parezca increíble, hay mucha gente en Bogotá que nunca ha visitado la Plaza de Bolívar. Han pasado por allí, pero no la conocen realmente.

- ¿Tú crees que una estudiante olvida eso? -me pregunta mientras toma un poco de limonada y hace una pausa, interrumpido por los gritos estridentes de los aficionados al fútbol.

- C l a ro que no -p ien so s i n responderle-, yo nunca he olvidado ni las salidas del colegio, ni las que hicimos después cuando nos volvimos a encontrar. Nunca he olvidado que gracias a Plinio he recorrido lugares a los que jamás hubiera podido llegar sin su inspiración y sin su orientación y pericia geográfica.

En el año 2012 recorrimos juntos el que ha sido declarado El páramo más hermoso del mundo, el páramo de Ocetá, en Boyacá.

Cuando Plinio y yo fuimos en aquel año, él ya había hecho el recorrido del páramo alrededor de unas siete veces. De hecho, desde que supo de la existencia del páramo a su llegada a Monguí, cuando aún era estudiante de El Externado, se propuso emprender la marcha solo hasta Ocetá.

Afortunadamente, conoció a un anciano campesino llamado Florencio, gran conocedor del páramo, quien lo llevó hasta la Laguna Negra y le mostró

el camino que nunca olvidó y que registró en su increíble memoria geográfica.

Doce años antes, en una clase de geografía, cuando yo cursaba undécimo grado, Plinio ya nos había hablado de un pueblito muy famoso en Boyacá, utilizando estas frases:

-No es famoso ni por las ruanas, ni por las artesanías (aunque también las tiene, por supuesto), ni por las arepas, ni por la música. Es famoso por su producción de balones de exportación.

-¿Cómo? -dijimos todas en coro-. ¡Eso es increíble!

Doce años más tarde, recorrí el lugar y aprecié sus coloridos balones en sus comercios, tal y como él nos lo había dicho, y me hospedé en sus pintorescos hoteles para preparar mi cuerpo, alma y espíritu para una travesía única en Ocetá.

Como si eso fuera poco y no le bastara sembrar en sus alumnas su espíritu aventurero, comenzó a organizar viajes en grupo con sus compañeros de trabajo, quienes le insistían frecuentemente para que los llevara en sus viajes.

Para el año 1995, cuando organizó una gran salida con algunos de sus colegas profesores a Ciudad Perdida, Plinio ya había hecho el recorrido dos veces a Teyuna, o a Buritaca 200, como es conocida esta maravilla.

Niñas de 10º del Colegio María Inmaculada (COMAIN) en el Puente de Calicanto, Monguí, Boyacá, 1994.

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“Los valientes expedicionarios” y Beto. El tricolor colombiano en Ciudad Perdida. Total 42 Km desde Machetepelao. Gran

total 87 Km.

Plinio Piñeros en la Sierra Nevada del Cocuy (Boyacá) a unos 5000 m.s.n.m.

Año 2000.

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Las dos veces anteriores se había ido sólo y por cosas del azar logró contactarse con el baquiano que, hacia los años ochenta, había llevado a la primera comisión de arqueólogos y antropólogos colombianos a la Sierra Nevada de Santa Marta.

Y así siguió guiando los viajes y recorridos de muchos por la Sierra Nevada del Cocuy, Tierradentro, Iguaque, páramo de Chingaza, páramo de Sumapaz, Isla Gorgona, entre muchos otros.

Son incontables los lugares que ha recorrido, pero más asombroso aun es mencionar el número de personas a quienes ha inspirado a hacer del viaje a pie, del recorrido y del movimiento, un estilo de vida.

¿Cuáles son los motivos para hacerlo?

Decía Fernando González Ochoa en su magnífica obra titulada: Viaje a pie, que cuando decidió emprender un viaje (con morrales y bordones) por Medellín, el Retiro, la Ceja, Abejorral, Aguadas, Pácora, Salamina, Aranzazu, Neira, Manizales, Cali, Buenaventura, Armenia y Los Nevados:

Ninguno de nuestros conciudadanos (…) podía

comprender nuestros motivos. Para ellos, se camina cuando se va

para la oficina, cuando se viene del mercado. No está

aún en las posibilidades mentales de nuestro pueblo

el comprender los fines interiores (…) En las

posadas nos decían: “Pero, ¿vienen ustedes a pie?”. (…) Todos nos repetían:

“Yo, teniendo los veinticinco pesos que cuesta la mula, no me metería por aquí, a pie”.

(González, 1929)

Tal vez de eso se trata: de fines interiores e inefables que indudablemente moldean el alma y el espíritu y que tal vez por encantamiento u obra divina nos convierten en mejores seres humanos, seres pausados, reflexivos, amantes de la naturaleza, sensibles, atentos a los pequeños detalles de la vida y capaces de hacerle frente al sentimiento de estrés y vacío que amenaza nuestra paz en las sociedades contemporáneas.

Pl in io ha creado una escuela de vida para todos los que le conocemos, una escuelita en la que el único fin ha sido graduarse de caminantes.

Laguna Negra, Páramo de Ocetá (Boyacá).

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Es evidente que el tiempo ha pasado. Ya no es la Medellín de 1921. Ya los hombres no usan sombreros negros ni corbatines, ni las mujeres vestidos largos con plumas en sus cabellos ni mucho menos guantes. Ya no hay carruajes modelo 1870 ni las personas se despiden en la Estación Medellín, asomados por las ventanas, tirando besos con las manos cuando pasaba el tranvía municipal modelo Birney Safety Car, de dos ejes.

Las cosas han cambiado. Ahora, detrás de la línea amarilla que separa a la gente del corredor –la misma por la que pasó el último tranvía de la ciudad-, se percibe un colosal alivio. Los hombres y las mujeres ya visten distinto, los carros de colores varían en tamaño y las despedidas dejaron de ser imperecederas. Después de más de 64 años sin tranvía, con el tilín tilín suenan de nuevo las campanas que advierten el paso del “gusanito blanco”, más moderno, con más espacio, fresco e iluminado, en una línea que dibuja, por las calles de Ayacucho, movilidad, desarrollo, serenidad y vida.

***La construcción del Tranvía tardó dos años y costó

alrededor de 300 millones de dólares. Esta obra, que pasó por muchas incredulidades por parte de los antioqueños, logró ser terminada por 1000 operarios que cumplieron con los plazos determinados. Su velocidad máxima es, en promedio, de 30 kilómetros por hora, su peso es de 32 toneladas, tiene

ELTRANVÍADEAYACUCHO Una crónica sobre la transformación social y vial en Medellín, Colombia.

Por: Nathalia Baena Giraldo Comunicadora social y periodista de la Universidad del Quindío.

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una capacidad para 300 personas y, según Allen Morrison, estadounidense e historiadora de tranvías, “es el primero del tipo Translohr (con neumáticos de caucho y un riel) en entrar en funcionamiento en América Latina”.

El tranvía pasa de largo y mientras dos niños con uniformes de cuadros azules, maletines rojos y muecas ansiosas caminan bajo el sol del mediodía hacia su casa, por la Estación Miraflores del Tranvía de Ayacucho, Juan René Gallego, habitante del sector, transita por la misma vía en su bicicleta, sereno y sin afán, como quien respira libertad en cada pedaleo.

Pero él no es el único.

- Las calles de Ayacucho son más tranquilas, mamita; los vecinos, la Cultura Metro, los turistas extranjeros y nosotros nos sentimos así - cuenta Sara López, una paisa que vive en el barrio Buenos Aires, madre de dos hijos y propietaria hace siete años de un almacén de ropa, quien mientras teje entre sus manos varios hilos de colores, asegura que lo único problemático ha sido la baja en el comercio.

La Cultura Metro, como lo menciona Sara, no ha sido un tema fácil ni para los ciudadanos ni para el Metro de Medellín.

Con la llegada del Tranvía a Ayacucho hay un contagio entre los habitantes del sector de esta Cultura Metro que surgió y que, seguramente, se quedará en la ciudad para convertirse en transformación social y cultural.

- Ayacucho fue la calle más larga, llamada la calle de La Amargura por sus procesiones de cortejos fúnebres. A su alrededor están los primeros equipamientos públicos colectivos, la primera universidad, el primer colegio, el primer acueducto; es una calle histórica por esencia y queremos valorarla y resignificarla, que, al usar un sistema de transporte moderno como el tranvía, reconozcamos de dónde venimos -dice Juan Carlos Posada, gerente de la Comercializadora Punto Industrial y Agropecuario (PIA).

Los almacenes de ropa, las peluquerías, las tiendas y las droguerías son, entre otros, los lugares de comercio que más esperanza mantienen con el Tranvía.

- Vea, tuvimos tiempos secos, la construcción y los cambios viales, el polvo y la ansiedad por la movilización, pero aquí la mayoría esperamos que así como la contaminación del sector ha mermado, por el contrario las ventas y los turistas aumenten -cuenta Daniel Betancur, de 19 años, quien atiende junto con su padre “la tienda de la esquina”.

«La construcción del Tranvía tardó dos años y costó alrededor de 300 millones de dólares».

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Todo toma su tiempo y su precio. La construcción de este sistema de transporte, conformado por 12 vehículos, que ofrece la posibilidad de integrarse a las distintas líneas operadas por el Metro de Medellín, como el metro, el metrocable y las rutas integradas, produjo cierres de negocios comerciales; sin embargo, hubo otros locales que nacieron en su nombre: heladerías, hoteles, almacenes de ropa masculina y restaurantes.

- Es que el aire de Ayacucho cambió. Las personas mientras caminan se sienten seguras cuando ven a los policías por el corredor, se sienten orgullosas, se les ve en la cara - cuenta Mercedes Rivillas, quien además resalta contenta que: “mi hijo compra el tiquete y con ese va directico a estudiar. Antes tenía que montarse en dos o tres colectivos, era mucha gastadera de plata y de tiempo”.

Tiempo y dinero que a familias como la de Claudia Elena Arias, de diez integrantes, no le alcanzaba antes de la llegada del Tranvía. Su casa, que tiene un balcón con vista hacia la Estación Buenos Aires, es testigo del constante cambio. Alejandra Velásquez, su hija de 20 años, por ejemplo, viaja todos los días en el tranvía hacia la universidad. Dice que ella como su familia está estrenando vida.

Y no es para menos. 1.400 árboles fueron sembrados a lo largo del sistema tranviario que no sólo embellecen el sector sino que además ayudan a la protección del medio ambiente; 110.000 metros cuadrados de espacios públicos y zonas verdes para la mejora en la calidad de vida de las familias y los comerciantes fueron construidos; 7.356 toneladas anuales de CO2 y otras partículas contaminantes que se dejarán de emitir con el tiempo y, entre los beneficios sociales más trascendentes, habrán 360.000 habitantes favorecidos del centro oriente de Medellín.

- Ya no hay ruido, el humo negro desapareció, no hay carros ni motos que piten y las calles están despejadas, como nuevas, como si hubieran vuelto a nacer -expresa uno de los transeúntes, habitante del sector que se dirige hacia el centro y que, entre sonrisas y pasos lentos, dice que tanto él como su familia se sienten en una nave espacial, como en las películas, cada que montan en el tranvía.

El tranvía, ese “gusanito” articulado y dotado con doce patas neumáticas, campana y antenas eléctricas, para muchos habitantes del sector ha sido perjudicial; sin embargo, para otros es uno de los mejores cambios realizados en la ciudad.

- No puedo negar que me ha dado susto con los niños, pues no hay una barrera entre la calle y el corredor, pero aun así es maravilloso porque llego a casa rápido y tengo tiempo para estar con mi familia -argumenta Juliana Montoya, habitante del sector y madre de una niña de dos años.

- Ya son 35 años los que llevo viviendo y trabajando en este sector -cuenta Elver José Chacón, de piel canela y sonrisa amable. “Este sistema de transporte –dice-, ha logrado que la delincuencia merme, pero así como ha hecho cositas buenas también hizo que tuviera que trasladar mi sastrería, pues el negocio en ese tiempo se fue al piso”.

No es un secreto que después de dos años de haber vuelto el tranvía a la ciudad, Medellín sigue siendo líder nacional en sistemas de transporte urbano. A eso hay que sumarle que el tranvía ya hace parte de la ciudad, de las calles de Ayacucho, del asombro de los niños, de los hombres y mujeres que saben y que son conscientes de que la transformación social va de la mano de los sistemas de transportes integrados.

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UNIVERSIDAD DEL QUINDÍO

Facultad de Ciencias Humanas y Bellas ArtesPrograma Ciencia de la Información y la Documentación,

Bibliotecología y Archivística.

Facultad de Ciencias de la EducaciónLicenciatura en Literatura y Lengua Castellana.