Aldecoa Ignacio - El Fulgor Y La Sangre

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    El fulgor y la sangre, finalista del Premio Planeta 1954, narra la tensa espera de unas mujeres, esposas de guardias civiles, que, situadasen un pueblo castellano, saben que hay entre los suyos un muerto en acto de servicio, ignorndose de momento quin pueda ser. Mediante unaprecisa alternancia del presente y el pasado, desfilan ante el lector las lentas horas de congoja, las pequeas humillaciones de la vida diaria y losrecuerdos de la guerra civil que persiguen a cada uno de los personajes, con sus temores e insatisfacciones.

    MediodaDos de la tardeTres de la tardeCuatro y media de la tardeSeis de la tardeSiete de la tardeCrepsculo

    IGNACIO ALDECOAEl fulgor y la sangre

    Ignacio Aldecoa 1954ISBN: 84-320-2125-3Digitalizacin: slstc 2012fb2: slstc 2012

  • Medioda

    DE VEZ EN CUANDO arrastraba el pie por la pista de las hormigas y produca el desastre. Luego, aburridamente, contemplaba la triste yperfecta organizacin de los insectos hasta que la normalidad y la urgencia en la normalidad volvan. Su mirada, arrastrndose por la tierra, ledescubra pequeas cosas para las que iba creando imgenes que las aislaban, las circuan y les daban nuevos valores que impedan su olvidomomentneo. Las hormigas, o los ancianos, o las carretillas temblantes, ajustando su caminar a un ritmo de golpecitos. La hierba aplastada, o lamadeja de lana usada y rizada, recuperada de una prenda, descoloridas ambas como una madrugada de estacin de ferrocarril. La avispilla enel arco de la rama de un matojo, a cinco pasos de l, que en el transparente medioda de julio era como un pez o tena movimientos de pez,escalonados, fugitivos, inseguros.

    De vez en cuando escupa. El escupitajo en el polvo acusaba un movimiento de oruga. El pie del hombre nada perdonaba: extenda aquellabreve humedad, ensombreca la tierra, amenazaba el cardo pequeo de intiles defensas. El pie recuperaba su posicin de ordenanza. Entoncesel hombre levantaba la vista y miraba el campo con los ojos entornados, acostumbrados al cansado oteo de la guardia. La bandada de grajos,negros y tormentosos, si levantaba el vuelo era como un velocsimo tic de un prpado de alcohlico. La lejana era impenetrable y vaca como unacarta para alguien que no supiera leer. Bajaba la vista luego hasta sus botas, que le doloran los pies hinchados y sudados. Instintivamenteapretaba con fuerza el fusil y discurra sobre sus manos grandes y morenas, marcadas de una raya de sangre seca en un araazo producido porun espino. Saba que donde comenzaba la guerrera comenzaba la blancura de su cuerpo, embutido en el uniforme. Una blancura, por contraste,repugnante, blanda, que cuando se tenda desnudo junto a su mujer le avergonzaba. Pens que no tena tiempo para ser del todo blanco o estardel todo moreno. Pens que le hubiera gustado estar siempre vagando por el campo en mangas de camisa y que le gustara, si no, vivir en laciudad.

    La guardia transcurra como siempre, y como siempre rellenaba aquel ocio vigilante de imaginaciones. Imaginaba la suerte de una herencia,la de un negocio, la de una colocacin cmoda. Haca proyectos, mientras su sombra se achicaba y el sol buscaba la verticalidad con su cuerpo.Apret ms el fusil, casi fue una crispacin, hasta que sinti la piel, entre el dedo pulgar y el ndice de su mano derecha, caliente, y la vioenrojecida, y emblanquecida en los poros. Se ajust las cartucheras y busc la proteccin inservible del muro. Ya una gota de sudor habahumedecido y domado el mechn de pelo que le asomaba bajo el tricornio.

    Sobre las murallas jugaban los muchachos. La muralla del sur haba perdido sus almenas. Humilde por el tiempo, solamente enca o crestaabatida, tena un camino trazado por los pies de los visitantes, por el jugar peligroso de los hijos de los guardias. Los muchachos arrojabanpiedras por el terrapln que acababa en los bordes de una acequia seca, cubierta de una vegetacin sorprendente y enferma. Acequia sobre laque creaba la imaginacin infantil espeluznos de culebras, repulsiones de sapos cuyos glogueos se oan en el acontecimiento cotidiano delcrepsculo vespertino, cuando la tarde se doraba y luego enrojeca como de sangre y acababa por perderse en un verde y submarino color.

    Sobre la muralla, sobre los muchachos, alz el hombre la mirada observando el vuelo de un azor. Alta volaba el ave y alto estaba el sol.Pesaba el medioda de la meseta. Las doce, con las dos agujas, el fusil y el hombre, unidas, sin sombra. El cielo, azul; en el horizonte, blancoespejismo de nubes. A la noche sera cielo profundo y sin luna, y los lejanos relmpagos emplomaran los movimientos de las personashacindolos torpes, agotadores. En el silencio de las habitaciones, el incesante chocar de los insectos con las bombillas encendidas. En elcampo, el tiempo alargado en miles de pequeos cantos, arrebatos y luchas de animalillos. El hombre de guardia saba todo esto porque llevabaaos de servicio en Castilla y sus sentidos, acostumbrados, le diferenciaban todo lo que hubiera de lucha, de existencia animal y vegetal a sualrededor.

    Por la carretera larga, recta como un surco, polvorienta, avanzaba procesionalmente una reata de mulas. En el cercano pueblo haba habidoferia a hora temprana. Por la tarde tendran diversin de novillos, lidiados por toreros golfos y trgicos, a los que a veces era necesario protegerde las iras de los campesinos; a los que tambin se sola golpear por sistema cuando alguien se quejaba de un hurto durante la estancia de ellosen el pueblo. Ya de noche, el baile en la plaza; la orquesta, compuesta con gentes de la capital, normalmente pertenecientes a una banda militarreforzada, si era preciso, por aficionados de la localidad. Estar de servicio en la feria era la compensacin de un ao cruzando el campo. Losguardias eran obsequiados con vino aejo, con limonada fresca, con la sangra dulzarrona de las viejas, los nios y los presbteros. A los guardiaslos das de feria el alcalde los invitaba a comer y despus de la comida, con el caf y la copa, les daba un puro para el momento y otro paraluego. Luego significaba guardar el cigarro en un cajn de la cmoda, perfectamente protegido por un cartucho de papeles para que noperdiera el aroma, hasta un cumpleaos o un da sonado.

    Una voz femenina distrajo de sus juegos a los muchachos. Abandonaron corriendo la muralla, saltando por una escalera casi senda,bordeada de ortigas. La voz femenina adverta cuidado en la veloz desbandada. Imagin a la mujer rodeada de los chicos , un poco madre detodos, aunque sus rdenes y sus consejos fueran solamente para uno. Haba reconocido la voz. La voz tena que estar acompaada de unasalpargatas enchancletadas, un vestido desteido de lunares azules, unos pechos poderosos y un rostro cndido y sooliento. Era Felisa, la mujerde Ruiprez. Felisa, que se entenda bien con las dems mujeres, que saba de cocina y de remedios curativos, que en alguna fiesta preparabaun cordero o un lechn como nadie, que en las enfermedades aplicaba ungentos y cataplasmas que sacaban el mal de los cuerpos.

    Las cinco mujeres del castillo rara vez bajaban al pueblo, en la falda de la colina. Cuando lo hacan, se vestan de domingo y se arreglabancuidadosamente. En el castillo, entre los cuatro paredones, el Gobierno haba hecho levantar un pabelln de pisos, en forma de herradura, conuna galera descubierta y corrida. El pabelln estaba dividido en seis departamentos. Uno para el cabo comandante y los otros cinco para losguardias. El cabo era soltero, los guardias vivan todos con sus familias.

    Las ventanas posteriores del pabelln daban a las murallas. El horizonte se limitaba a unos metros por las grandes piedras grises, florecidasde matillas en las junturas, por las que correteaban las lagartijas, vivaces y temerosas. En medio del patio, que limitaba el pabelln, estaba elpozo de antiguo brocal, puesto en funcionamiento tras una larga serie de aos de estar cegado.

    Los castillos de la lnea fronteriza con la morera cinco o seis siglos atrs, estaban medio en ruinas. Desde los castillos elevados sobrecolinas se dominaba el campo, ocre y negro plateado; ocre de tierra de cereales, negro plateado de los olivares lejanos.

    En el castillo, donde el fusil y el hombre hacan adusta, enemiga, la puerta de entrada, la vida eran pequeos movimientos y largas charlas.No slo las mujeres, sino tambin los muchachos y los guardias acusaban el aburrido transcurso de los das. Haba ms de voz de socorro enellos que de indignacin o rebelda, cuando en discusiones se debata el tema del traslado. Un servicio en un puesto que se sabe cuando hacomenzado y no se cree que se va a terminar alguna vez es un extrao purgatorio hecho de hasto, desesperanza y uso.

    Cercana a la puerta de entrada se abra la ventana del Cuerpo de Guardia. Un aparato de radio, una mesa con negra carpeta, un fusil en elarmero, las trinchas, las cartucheras, la sahariana verde y el tricornio suspendidos en una percha. El telfono, como un objeto mortuorio, sobreuna repisa. En el Cuerpo de Guardia, ensimismado en la lectura del periodiquito provinciano, el guardia de relevo. Si levantaba la cabeza, podaver a travs de la ventana a su compaero, a la mitad de su compaero apoyado sobre una de las jambas. En el patio, la mujer segua hablando

  • con los chicos. Dos la haban abandonado preocupados por un viejo pero recin descubierto juego. Las voces de los descubridores atrajeron alos dems chicos. Luego volvieron donde estaba la mujer.

    Casi a un mismo tiempo levant la cabeza el guardia que lea el peridico, y se volvi hacia el patio el que aguardaba en la soledad delservicio, su presencia para el relevo. Cambiaron una sea. Luego cada uno volvi a s mismo, a su encarcelamiento personal.

    El fusil es el compaero ntimo y hostil. Las manos forman parte del fusil con el tiempo. Sobre la boca del can se posa una mirada queextraa su amenazante y breve oscuridad. El pensamiento puede volar lejos. Y l piensa, relaciona cosas de su intimidad, de la intimidad detodos en el castillo:

    Mara y Baldomero; Felisa y Ruiprez; porque nunca se le llama por su nombre, con sus cuatro hijos; Ernesta y su marido, Guillermo.Francisco, que come y cena en casa de Ernesta y Guillermo. Mi mujer y yo. Mi mujer, Sonsoles, y yo, Pedro, y nuestro hijo, Pedro. Carmen yCecilio Jimnez, los dos de Madrid, que saben muchas cosas y tienen un muchachito plido y delgado.

    La Casa Cuartel est pintada de blanco y verde. La casa es alegre, pero est limitada de tristeza. Son dos mundos distintos y concntricosel pabelln y el castillo. El castillo deba albergar la nada y sus espectros y, sin embargo, cobija y angustia la vida y sus quehaceres. En la galeradescubierta, siempre hay ropa puesta a secar y carreras de muchachos y jaulas de pjaros y una plida penumbra que en las habitaciones es unaliento de frescura.

    Las murallas en el invierno, con las nubes y el fro, preservan y guardan. En el verano de cielo azul y ajeno, encarcelan y aplastan. En elexterior estn habitadas de aves de crepsculo: vencejos que rayan el cielo, murcilagos de azogado vuelo que tienen su morada en lasaspilleras profundas de las torres, donde la humedad es algo vivo que se desliza en un musguillo verde, cubriendo las paredes.

    En la puerta est el hombre, fusil y pensamiento. Ser necesario cambiar para el hijo. No hay posibilidad para su porvenir. Ser necesariocambiar para que el hijo no quede desamparado por este tiempo de Castilla.

    El pensamiento no ha varado, con el cuerpo, en la puerta. El pensamiento ahonda en la perspectiva, se fuga por el agujero que el hombre leofrece, de duda y de inquietud. La locura est adormecida de paredes adentro. La locura que un da surgir tras una crisis de alguien, como unatormenta seca del bochorno. La locura es lo que teme el hombre que est inmvil, impasible con su fusil. Ser la huida no pensada, el marcharseinopinado, ahora presentido. El hombre quiere organizarse, se pide orden, por eso deja al pensamiento que vaya y explore. Un hijo no se puedeinmovilizar como un centinela. El hijo ha de salir y prepararse y preocuparse por la vida. El hombre, en el medioda abrumador, es apenas unfantasma de s mismo.

    Cuando uno est libre, est herido y se desangra. Cuando uno est preso por su necesidad o por su falta de energa, est muerto. Hasta quese apercibe, que es cuando empieza a estar libre y a dejar palpitar sus heridas. El pensamiento entrecruza los caminos, agavilla las esperanzas.

    Cmo vine aqu? Historia de diez aos atrs. Despus de la guerra, una posibilidad y una alegra de empezar lo no comenzado. Lacostumbre del fusil no se pierde tan pronto. Sin embargo la casa, la nostalgia de la casa libre y desgajada de los dems es superior a un deseo;ms con el hijo y la mujer, callada, hasta los incontenibles estallidos de la palabra, slo algunas veces, pero las suficientes.

    Del pozo estaban sacando agua. El chirriar de la polea se oa montono desde cualquier lugar del castillo. El chocar del agua vertida de uncubo a otro, sonaba adelgazndose hasta el ltimo cloqueo. Los muchachos ayudaban a una mujer a tirar de la cuerda. Al caer de nuevo el cubode agua, el pozo reson como un estmago ahto, palmeado. El timbre del telfono corri nervioso las cuatro paredes. El hombre de guardiaasom la cabeza. En el Cuerpo de Guardia contestaban ya. El que contestaba, cambiaba seas con el centinela. La conversacin dur apenasdos minutos. En voz alta pregunt el centinela lo que ocurra. Solamente era curiosidad. No eran frecuentes las llamadas al castillo. Desde elCuerpo de Guardia, el otro le hizo seas de que esperase, y sinti que algo importante haba sucedido.

    Lentamente, como paseando, se acerc el guardia a su compaero. Casi estaba ya enterado el centinela al contemplar su rostro. La noticiano le extra demasiado: Han matado o han herido a uno de los nuestros. No se sabe ms. Ha sido en el campo. Un pastor ha llevado la noticiaal pueblo. Hubo esta maana lo en la feria.

    Las preguntas del centinela fueron breves.Hay posibilidad de avisar a la otra pareja?Estar avisada. Nosotros no podemos...Se sabe cul de los dos sufri el...?Dud antes de precisar. Pensaba haber dicho accidente o algo parecido, pero dijo baja. Baja, que era una palabra encasquillada en el

    corazn.No se sabe contest el del Cuerpo de Guardia de quin es la baja; si de la pareja del cabo y Guillermo, o de Baldomero y Cecilio.Los dos quedaron callados. Ruiprez dijo, mirando su reloj:Ya es la una menos cuarto. Voy a relevarte. Estte atento al telfono y en cuanto tengas alguna noticia precisa, comunicas con la

    Comandancia. No digas nada a las mujeres.Bien.Ruiprez se alej despacio. El centinela contemplaba el campo. Las voces de los muchachos le llegaban claras y distintas. Arrastr el pie

    distrado y cort transversalmente la pista de las hormigas. El campo, iluminado, no le daaba en su observacin. Arriba volaba alto el azor. El solhaca ya una breve sombra en la muralla. El medioda haba pasado. Quedaban las largas, vacas, horas de la tarde, que acabara en los lejanoscerros del oeste.

  • Dos de la tarde

    CUANDO LOS LTIMOS SOLDADOS se retiraron, los campesinos salieron de las ruinas de las casas con asombro y miedo. Seencontraron todos en la nica calle del pueblo. Se miraron a las caras. Luego, sin que mediara una voz entre ellos, unidos, amasados en lavenganza, echaron a andar. Una mujer les sali al paso. Se hinc de rodillas ante los que avanzaban. Los campesinos abrieron su apretadamarcha y la volvieron a cerrar. La mujer segua en la misma posicin, invariable, mineralizada, atrs, en medio de la calle.

    De unas ruinas asomaron los caones de una escopeta de caza. Los campesinos avanzaron ms. Se oy un grito terrible. Sacaron a unhombre con los pantalones chorreando sangre. Alguien se acerc con la navaja abierta y le dio un tajo en la boca. El labio inferior le quedcolgando. El hombre escupi un borbotn de sangre. Dijo algo que no se le entendi. Lo remataron a pualadas y se alejaron.

    Se alejaron serenos, justicieros, como iluminados. Nadie habl. Volvieron a sus ruinas. Al mediar la maana entraron soldados en el pueblo.Otros soldados y otras banderas. Soldados que buscaron en las ruinas. Banderas que quedaron sobre las ruinas. Nadie pregunt nada. El muertofue enterrado. La mujer del muerto caminaba ya por la carretera hacia la retaguardia.

    Todo esto lo vio Sonsoles la maana del cinco de mayo de 1937, desde el altillo del manantial, encima del pueblo, dominando la columnavertebral del pueblo, calle o carretera, en la que su madre se hinc de rodillas y en la que los vecinos, los parientes, los hermanos de su padreacababan de dar muerte a ste. Sonsoles ech a correr tras su madre. La alcanz y comenz a hablarle. Sonsoles la sigui varios kilmetros. Lamujer se sent en la acequia de la carretera y se descalz. Entonces habl por primera vez. Se limit a decir: Era malo. As tena que acabar.

    Sonsoles y Felisa estaban sentadas en unas sillitas bajas en un rincn de la galera, resguardadas del sol. Cosan, hablaban despacio; aveces, con una hebra de hilo entre los labios. Sonsoles tena el pelo blanco encima de la frente, arrugada la cara, la mirada pendiente solamentede la labor. Alz los ojos y respir.

    Con la guerra se hicieron fortunas.La ropa blanca sobre su regazo era como una nube en la que se perdan sus manos morenas.Con la guerra se hicieron fortunas repiti.Sonsoles vea jugar a su hijo en el patio. Le sigui con la mirada. Le pareci intil avisarle que no se asomara al pozo. De todas formas, lo

    hara. El muchacho se asom al pozo y grit dentro de l. Sonsoles conoca el juego: Ests ah? Ah... ah... ah... iii... La voz de Felisa le llegcomo un eco y volvi a su labor.

    ...mucho dinero, un capitalazo.Qu decas, Felisa?Felisa sigui hablando. A veces haca un alto y extenda la prenda que estaba cosiendo frente a sus ojos. Mova la cabeza a un lado y otro.Hubiera quedado mejor si la llego...He odo contar dijo Sonsoles que mucha gente guardaba el trigo hasta de tres cosechas. A muchos les sali mal, otros hicieron as el

    dinero.Dej de prestar atencin a las puntadas. Pos la mirada en el blanco revoltijo. La ropa, as, limpia y olorosa, le daba sueo. Sin embargo,

    cuando se tenda en la cama no consegua dormir. Pedro le haba dicho que tena que ir al mdico. No. No quera que la viese el mdico. Pedrotena razn. Algn da tendra que ir al mdico. Sin embargo, procurara resistir todo lo posible. Record lo que siempre deca su marido: Estsde mal humor porque no duermes; te duele la cabeza porque no duermes; te vas a volver loca como sigas sin dormir.

    En mi pueblo afirm Felisa antes de la guerra haba dos familias de antiguos ricos que no tenan donde caerse muertos. La guerra losarregl.

    Sonsoles sigui el senderillo de puntadas por la ropa. Pedro estaba tambin inquieto, desasosegado. Acabaremos todos locos si tempiezas por no cuidarte y tenernos a todos nerviosos. Clav la aguja. Felisa segua contando historias de ricos y pobres, de ocasionessalvadoras. Sonsoles se levant de la silla y estir su falda sobre las anchas nalgas.

    El dinero, aunque sea ms malo que un pecado, ayuda a vivir dijo Felisa.Sonsoles llam a su hijo.La abuela de Sonsoles era una mujer alta, de piel arrugada y morena, que tena el rostro como una bola de papel de estraza en la que se

    hubieran clavado dos alfileres de cabeza negra. La abuela tena ojos de comadreja y unas manos largas, temblorosas, que daban miedo aSonsoles porque le parecan despegadas de su persona, con vida diferente, como dos alacranes. La abuela se hizo contar la historia dos veces.Las tres mujeres quedaron en silencio. La abuela, al cabo de un rato, sac un rosario de simientes amarillas y principi a rezar. Lo ofreci, trasuna vacilacin, por el muerto.

    Sonsoles iba a cumplir catorce aos en septiembre. La abuela le haba ordenado que vistiera de luto por la muerte de su padre hasta quecumpliera los quince. Sonsoles visti de negro. Su madre no tom parte en la orden. Su madre siempre vesta de negro. Sonsoles no se laimaginaba con ropas de otro color. Era madre, y las madres y las abuelas tienen que vestir de negro. Las mujeres tienen que vestir de negrodesde que se casan.

    En septiembre cumpli catorce aos. Poco despus comenz a tirarle el pecho. Primero descubri los abultamientos de las tetillas, comodos aceitunas. Luego descubri otras muchas cosas. Dej de jugar con los muchachos en los pajares. Dej de saltar con las faldas al aire en laplaza, junto a la fuente, que no meda el tiempo en su constante dar agua de da y de noche, en invierno y en verano, con la misma intensidad. Lafuente, pens alguna vez Sonsoles, no es ni joven ni vieja, ni antigua ni moderna. Una piedra, una teja, un cao: es lo mismo. Pero la fuente novara como otras fuentes que se secan en el esto o que repentinamente desaparecen. Aquella fuente haba creado el pueblo en su torno. Aquellafuente era parte de la riqueza del pueblo. Ms antigua que los huesos ms antiguos del cementerio, ms nia que los balbuceos como de aguade palabras, de la boca ms nia de los habitantes.

    Acab la guerra. Regresaron hombres al pueblo, un poco desconocidos para todos, transformados. Alguno falt. Sonsoles conoci a unprimo suyo.

    Aquel verano Sonsoles ayud mucho en la casa. Su madre pareca haber cado en un estado hipntico, profundo y luminoso, que leentrampaba la mirada durante mucho tiempo en un objeto cualquiera, hasta que, con un esfuerzo, lograba desasir sus ojos de l, para llevarlos ysumirlos en otro. La abuela dej correr su mano, de curvado y largo dedo medio, por la cabeza de Sonsoles en una caricia mecnica eimprevista, fijos los ojos en la mujer a punto de soltar sus postreras amarras y partir hacia la oscuridad. La abuela dijo en una recin encontradavoz, voz de otros aos, tierna y amarga como un fruto madurado en exceso: Morir antes del otoo.

    Y la sentencia, hecha de adivinacin y pena, de la misma cercana a la muerte, son en la cabeza de la nieta como el golpear de dospiedras, enemigas y distantes, en su insolidario ser.

    An intent Sonsoles un esfuerzo de bsqueda. Buscar dentro, en el rincn ms fresco y oculto de su inteligencia, la esperanza de que la vida

  • de su madre persistira, de que su muerte era como un hurto controlado, y por tanto inadmisible, que se le haca a su propia existencia. Pero llegel convencimiento en la muerte y, entonces, se abraz a la abuela.

    La abuela habl otra vez y sentenci la vida de Sonsoles para los aos futuros.Vivirs conmigo hasta que te cases. Cuando te cases, la casa ser tuya y poco tendris que soportarme, porque yo dar el quehacer de

    un pjaro.La nieta se abraz ms fuerte y se confundi en el pecho amortiguador, cansado e intil de la abuela.No me casar dijo hasta que t...La abuela sonri:Hasta que yo... No, hija ma, hasta que t tengas edad, hasta que un hombre te sea tan necesario como respirar.Sonsoles llam a su hijo.El muchacho se acerc corriendo, saltando sobre su propia sombra. Sonsoles le sacudi los pantalones, le atus el pelo con la palma de la

    mano. El muchacho, inquieto, danzando en uno y otro pie, se quejaba viendo a sus compaeros continuar el juego.Ya est bien, madre.Quieto, estte quieto, que parece que tienes electricidad.Al soltarlo del brazo, el chico ech a correr. La madre recomendaba en balde:...cuidado, cuidado, ten cuidado.Contempl su carrera, su jadeante subir a la muralla, su entrada en el grupo que lanzaba piedras fuera del castillo. De buena gana le llamara

    de nuevo, sin saber por qu, para cobijarlo, para pasarle de nuevo la mano por el pelo, para hacerle las simples reflexiones de siempre:Cochinazo!, agriando la voz y, sin embargo, llena la palabra de cario.

    Pareces un gitano. Te arrastras por todos los sitios. Contigo da lo mismo esmerarse que vestirte de saco. Eso es lo que haba que hacer:vestirte de saco.

    Lo vio sobre la muralla, recortado en el cielo azul. Pens en el tiempo de su nacimiento, en su embarazo angustioso, en la alegra dolorosadel parto. En aquel ser haba mucho ms de ella que de su marido. Ahora ya no era aquella mancha de carne que comparta su lecho y llorabacuando tena hambre y se ensuciaba y enfermaba misteriosamente; ahora iba para hombre, iba tambin paulatinamente separndose de ella.Notaba cada da cmo creca la distancia. Quiso llamarle. Si alguna vez encontraba palabras, cuando fuera mayor le explicara. Pero qu leexplicara?

    Sonsoles volvi la espalda al grupo de muchachos y entr en la casa. En la entrada, a la derecha, estaba la cmoda de la abuela, gravecomo un altar; en la pared, su retrato de bodas: Pedro de uniforme; ella vestida con un traje negro de gasa. No se miraron cuando les fueron ahacer la fotografa; miraron al objetivo, juez de aquel momento, testigo que dara constancia de aquel da. Se pas la mano por la cabeza. Yaestaba empezando a hacerse vieja. Pedro tampoco tena la mirada tan suave, tan calma. Quiso recordar pequeos detalles de aquel da. Lasprimas, que la acompaaron mientras se vesta y que le levantaban las faldas para que vieran sus enaguas las mujeres que entraban a felicitarla yaconsejarla. Los comentarios, los cargados comentarios de las mujeres, sobre aquella noche que ya no recordaba, que le era imposible recordar.Sonsoles mir fijamente el retrato.

    Mir fijamente el retrato y entr en la cocina.Muri la madre un clido atardecer en que abordaba el horizonte la luz, morada y visceral, de la tormenta. La abuela apag la luz elctrica y

    encendi velas en la alcoba de la muerta. Sonsoles, por la ventana de su habitacin, vea penetrar la claridad como de vidriera de iglesia, demanto de santo, del atardecer.

    Enterraron a la madre por la maana. Llovi a medioda. Gruesas gotas produjeron crteres como de hormigas en el polvo, ms tardeembarraron los caminos y levantaron del campo un suave y clido perfume. Sonsoles y su abuela hablaron mucho. Por la mente de la abuela yaandaba la idea de enviarla a un convento cercano para que aprendiera labores, servidumbres de mujer, para que se preparase al matrimonio.Sonsoles no se resisti. La abuela dijo: En ao y medio te prepararn las monjas. Aprenders cosas que en el pueblo nadie te puede ensear.No has vivido muy libre, pero este encierro te disciplinar ms. Luego podrs casarte.

    La abuela explic a la nieta lo que sera el matrimonio:No es un juego. No es una comodidad. No es un deseo que has de satisfacer. Todo lo que yo te digo que no es y muchas cosas ms dejan

    al matrimonio limpio, brillante. S yo te explicara lo que dicen los curas, te mentira. Es algo que est hecho de muchas cosas. Es algo muyconfuso. El odio, la ira, hasta la repulsin forman parte de l y, sin embargo, todo se va transformando en querer al otro, en estar en el otro, encreer que te debe doler la carne si al otro le duele.

    Estir las manos y cogi las de la nieta:Nia ma, ve preparndote para el dolor.Sonsoles nunca haba odo hablar as a su abuela. Le pareca, le sonaba lo que deca como un rezo y acaso fuera solamente una costumbre

    de vieja mujer de pueblo, que hablaba con la misma rara y mgica palabrera de todas las mujeres del campo. Sin embargo, aun no sabiendo porqu, la nieta haba recibido de su abuela sensaciones, siempre que deca algo fuera de lo que obliga a decir lo cotidiano, que la entenebrecan,que le causaban tanto espanto como pena.

    Sonsoles, por la noche, en su habitacin, llor. Oa a travs de la pared la respiracin profunda de su abuela y sostena los suspiros y jadeos,llorando mansamente. Al da siguiente comenzaron los preparativos de la marcha. Preparativos hechos con gran antelacin. Las manos de laabuela se posaban en la ropa de Sonsoles y se quedaban un largo rato quietas, hasta que con gran esfuerzo las levantaba y las volva a suregazo, donde quedaban en tensin, ms vigilantes que apacibles.

    Adelante.Sonsoles se volvi.Qu viento te trae, Ernesta?Vena a pedirte un favor. Ya s que son muchos los que me haces, pero te prometo que hoy no se me va sin bajar al pueblo.Bueno, mujer, qu es?Ernesta, lo haba dicho su marido, Guillermo, un da de buen humor, abulta un poco ms que un garbanzo zamorano y un poco menos...

    Nunca recordaba Sonsoles qu era lo que abultaba un poco ms que Ernesta.De modo que hoy bajas al pueblo. Ten cuidado, no te vaya a sorprender tu marido jugando con las chiquillas cuando vuelva.Ernesta y Guillermo no llevaban todava un ao casados.Lo que deba hacer era quedarme en el pueblo y no subir ms aqu.Ya te acostumbrars.Acostumbrarme? No creo que pueda llegar el da en que me acostumbre. Estoy cansada y aburrida. T, que ya ests hecha a esto, no lo

  • sientes, pero yo no puedo resistirlo. Hay veces...Ya te acostumbrars.Si supieras... Muchas veces se lo digo a l, pero no me hace caso. Dice que lo mismo se est aqu que en cualquier parte. Yo prefiero

    estar en cualquier parte antes que aqu.Ya te acostumbrars.Dicen que ahora hay ocasin de traslado.Y quin dice eso?La madrilea. Ayer mismo lo deca. T crees...?No lo s. La verdad suele ser otra casi siempre.Sonsoles sonri. Ernesta, con un paquetillo entre las manos, sali de la casa. Sus palabras en la despedida eran la promesa, casi cotidiana,

    de la devolucin del pequeo prstamo.No te preocupes.Sonsoles apart una olla del fogn. A qu tena que acostumbrarse Ernesta? Se haba acostumbrado ella? No era un lugar para que una

    mujer se acostumbrara a vivir en l. Desde el primer da odiaba el castillo y odiaba tambin el pueblo y la gente que lo habitaba. De all haba quemarcharse, o acabara odiando hasta a Pedro. Pero qu culpa tena l?

    Sonsoles atiz el fuego y pens que, cuando pasara el tiempo, tambin Ernesta se acostumbrara a decir a las mujeres ms jvenes que ella:Ya te acostumbrars, ya te acostumbrars, ya te acostumbrars.

    La colina. El casern. La maana. La colina, el casern y la maana formaban un todo agrio y gris, dulce y fulgurante. Por la colina, hacia elcasern traqueteaba la tartana rompiendo la calma de la maana. El burrillo golpeaba con sus cascos el camino polvoriento y se produca unsonido montono y apagado de tamboril de parche roto. Adormilaba la marcha y escalofriaban los bruscos despertares de los breves sueos dela marcha. Tena Sonsoles los ojos agrietados para las imgenes. No perciba el paisaje pleno, sino una mnima parte, un componente de l:piedras en tumultuoso hacinamiento, matorrales oscuros o zarzales de moras de color y de estructura de postillas en los ribazos blanqueados ysuaves como piel humana. Sueo y tedio convergan para empaar la visin y debilitar la conciencia de lo que a su alrededor viva apaciguado yse tornaba flmico y espectral.

    Por el camino de la colina lleg al convento paredes maestras de fortaleza, apariencia de cortijada donde la espadaa de la capilla seaada a su unidad extraamente; espadaa en que la mirada se posaba como un pjaro y de la que el odo crea percibir el sonido quebrante deuna campana fina y nerviosa. Lleg al convento. El hombre de la tartana le llev el equipaje hasta la puerta abierta. La esperaban. La recibiuna viejecita vestida de negro, inmvil como un poyo, pegada a la pared, destacando de la misma piedra por slo el color. Penetr.

    Pasando el zagun, entr en un patio. Alz la vista y sinti el cielo, reposado y claro. Un cuento donde la virginidad se remansaba; y la mismavirginidad penetrada la exalt. En respetuosa y alegre soledad, Sonsoles experimentaba en su carne y en su pensamiento lo que de nuevo ybuscado haba en aquel patio. La palabra de la viejecita la arrastr a un como arrabal de aquella paz donde el trato con los seres tena que llevaral desvirtuamiento de la esencia milagrosa del patio, de la primera impresin del convento. Luego la bienvenida y la consideracin en laordenada hasta el exceso y dura, fresca y blanca, como la carne de una manzana, sala de recibir, de que ella era un espectculo gracioso yenternecedor a los ojos de las cuatro monjas que la contemplaban con ingenua y picara bondad. Con las cuatro monjas y la viejecita vestida denegro pas a la capilla a dar las gracias por su feliz llegada. Los rezos melodiosos la fueron llenando y acariciando hasta hacerle consentir en laidea de que ella formaba parte desde siempre de la reducida comunidad y de que su llegada era lejana de aos hundida en el caudal de lamemoria.

    Al poco tiempo Sonsoles necesitaba quedarse de por vida en el convento. No haba habido desligamiento y adaptacin, sino encuentro yajustamiento. Transcurri un ao. Se desliz el ao por su cotidiana sencillez, casi sin poderlo limitar a hechos, sin poderlo segmentar enacciones diferentes. La carta de la abuela fue el tope donde su vida par momentneamente.

    Tras la carta surgi la promesa del regreso. La esperaran en la comunidad. Esperara el patio su habitual y largo paseo de las horas de latarde, rezando por los grandes sucesos, patrimonio de los hombres, y por las pequeas cosas a las que se encadenaban las mujeres. Esperarael voltear de la campana, ms veloz que nunca hasta agitarse como un pauelo lejano en el saludo, a que apareciera la tartana conducindola,trayndola al regazo conventual en el que la vida era slmica y suspirada, honda y leve como un vuelo de ave de montaa.

    La Superiora entreg a Sonsoles, en el momento de partir, una caja de cartn cuidadosamente envuelta en papeles. Le recomend:Escribe nada ms que llegues. Los dulces son para la abuela.

    La Superiora era una mujer mayor, casi una anciana. Haba dicho la abuela como si a ella le correspondiera tambin parte como nieta.Sonsoles se abraz a ella y llor hasta que, llevndola suavemente, la ayudaron a subir a la tartana.

    Vamos, vamos, hijita, ya volvers. Vamos, vamos; esperamos tu vuelta.El casern. La colina. La tarde. El burrillo rebuzn largamente. En el campo, sobre la amarillez sin lmites, las manchas negras de los

    campesinos. Una blanca y diminuta nube en el horizonte. Sonsoles volvi la cara hacia el convento. Le pareca ya muy lejano. Pens en el aopasado all, pens que aquel valle de un ao en su vida haba sido de alegra y serenidad. Ahora otra vez, acaso para siempre, la meseta y otrosaos. Le vino a la memoria la Salve. No hay valle de lgrimas. Hay meseta de lgrimas, porque los valles deben ser alegres y serenos. En lameseta es donde est la levadura de la tormenta, y la vida no es ms que una meseta dilatada. Sonsoles mir sin ver, porque lo que vea ya era laabuela en su inmenso lecho hablndole de la muerte como si no fuese a morir.

    La agona de la abuela fue lenta. Luchaba con la muerte como solamente puede luchar la ancianidad. Era un combate entre terrible ygrotesco, donde la vida se agigantaba y empequeeca con aquello que iba dejando de ser. El rostro de la abuela se mostraba como unasucesin de mscaras. Sonsoles senta que crujan los huesos de su abuela, que se abran y se combaban como la madera que va perdiendohumedad. Oa el jadeo de su pecho y el sordo golpear de su corazn no resignado. A veces recuperaba, tras un largo debatirse en lasprofundidades, slo consciente lo fsico, el pensamiento. Deca algunas palabras: Dios, campo, vida, matrimonio, hijos, muerte, dinero. Eranpalabras que vomitaba el volcn apagndose, las ltimas. Luego seran los ruidos subterrneos con significado dentro de aquella mente que seacababa, sonoridad nicamente para los que rodeaban el lecho.

    Cruz el patio. La luz le hera en los ojos. Caminaba lentamente con los prpados entornados. Tena la sensacin de que caminaba dormida.Por la abierta ventana del Cuerpo de Guardia vea a Pedro, inclinado sobre la mesa con un lapicero en la mano. Se fue acercando. Antes dellegar ya se haba percatado l de su presencia. La mir largamente. Luego habl:

    Calor, eh?Mucho. En la cocina...Pedro la dejaba hablar. Ella iba contando minuciosamente las domsticas incidencias de la maana.Arregl tu camisa. Creo que te puede durar todava...

  • De pronto call. Pedro dibujaba sobre los mrgenes del peridico figuras geomtricas; a veces firmaba y rubricaba aparatosamente. No oanada. El repentino silencio de Sonsoles le hizo volver la cabeza.

    Dices que la camisa...Sonsoles le escrutaba. Pedro volvi a sus figuras.Demasiado calor. No me extraara que se formase un tormentn...Sonsoles segua callada.En la feria, el ganado que quede andar revuelto...Sonsoles estir mecnicamente su falda.Otros aos me ha tocado a m la feria. Se suele comer...No se atreva a preguntarle. Sin embargo, deseaba preguntar, enterarse, saber qu era lo que preocupaba a Pedro. Sonsoles dijo:Oye, Pedro...Qu?Dud. Aadi al fin:Te traigo la comida aqu, o vas a venir hasta casa a comer?Trela aqu, es mejor.Como t quieras.Volvi la espalda a la ventana y principi a andar. Pensaba que a veces se nota una llamada de aviso dentro de uno, una especial llamada

    que no se sabe por qu, un como ruido oscuro que despierta todo el cuerpo. Volvi la cabeza a la voz de su marido. Anduvo de prisa.Qu, Pedro?No me traigas el primer plato. No tengo ganas. Si has hecho caf, le echas un buen chorro de coac.Bueno.Sonsoles mir sus negras alpargatas. Tras ella creca una breve sombra.Cuando se llevaron a la abuela, Sonsoles se encerr en su habitacin. Llamaban constantemente a su puerta. No responda. Los parientes

    insistan, desconfiaban, queran asegurarse; por eso preguntaban una y otra vez, montona e intilmente: Sonsoles, ests ah? Contesta. Miraque... Y amenazaban o rogaban por turno. Sonsoles estaba lejana a todo aquello: duelo, llantos, comentarios y egosmos. Se haba desprendidode todo lo que fuera perseverante condolencia de gesto o de palabra, de los consuelos aplicados con desinters casi medicinal, del ambienteagobiante y siniestro de los presuntos herederos de la abuela. No le repugnaba aquel bullicio funeral en torno a lo dejado por la abuela. No una lamesa a la mano alacrandea, ni las sbanas finas a la huella corporal. No senta que los parientes cercasen e inundasen la casa porque saba queen parte les perteneca y tenan derecho a ello, y que la realidad y el ajustarse a aquella triste realidad era tan humano como el olvido consiguientea la muerte de la abuela. La necesidad de vivir los impulsaba a ello y hacan mejor en disfrazar su necesidad de hipocresa que en encerrarsecomo ella misma, cien veces ms egosta, en una habitacin, a meditar el suceso...

    Sonsoles no encontr dolor en s misma. Encontr separacin, consciente separacin. Se examin en las ltimas horas de la abuela y hallque, como su corazn le deca que aquella cosa ya no su abuela temblante, exprimida, pereciente, oscilaba y se equilibraba entre la vida y lamuerte, nada poda hacer ella, nada; ni llorarla. Porque se puede llorar bajo la amenaza, pero no en lo ya cumplido sin remedio.

    Sonsoles sinti amargura en el trance de la separacin. Luego pens en su regreso al convento, ya sin ataduras, sola y sin deseo de perdersu soledad en lo que ella llamaba el mundo. Porque el convento no era el mundo, sino algo que entre el cielo y la tierra se sostena, como unanube o como una ave planeando, donde se encontraban y giraban unidas soledad y compaa.

    Sonsoles decidi volver al convento en el plazo de tiempo ms corto posible. Abri la puerta de su habitacin y sali a los llantos, a losbisbiseos de los rezos, a las muestras de dolor de las mujeres y los rostros adustos de los hombres en los que los ojos se suman en una pena deintereses y clculos. Sonsoles se uni a las mujeres en sus rezos. Su cara tena una impasibilidad de imagen.

    El primo, que haba estado en la guerra, rondaba a Sonsoles e inquietaba, con su cerco constante de insinuaciones, lo que dominado uolvidado habitaba en la mujer. No fue una sorpresa para ella el encontrarse paseando y hablando con su primo, en los atardeceres cargados delaliento dragontino del otoo pleno. Fue ella la que frustr el experiente juego a que el muchacho se lanz, uno de aquellos atardeceres. Dijo:Estte quieto.

    La respuesta fue una sonrisa de humedecidos labios y la torpe maniobra de un supuesto abrazo. Estte quieto, estte quieto.Advertencia y amenaza en la voz de Sonsoles; incontenible deseo en el gesto del hombre. Estte quieto, por ltima vez.El campo era un zumbido y un aroma. El hombre abraz a la mujer. El juego desembocaba en lucha. Medio ahogada, con el rostro salivado,

    se debata la hembra contra el macho. Cuando se levant el hombre, rasgado, araado, vacilante, no haba satisfaccin en su mirada; habamiedo. Sonsoles le dijo en voz baja, en una voz que se pegaba a la tierra y que desde ella ascenda como el humo de una hoguera: Te matar,te lo juro.

    El hombre corri. Corri durante mucho tiempo. Sonsoles se qued mirando al cielo con los ojos muy abiertos. Pens en el convento y en suimposibilidad de retornar a l. Pens que el convento era como una gran masa de rocas negras, macizas, que guardaban en su centro un claro ytransparente cuenco de agua intacta, en las que no se poda penetrar. Se echaba la noche. Aparecieron las primeras estrellas. El zumbido delcampo se haca rumor; el aroma era llevado por un aire fresco que resbalaba sobre la tierra. Sonsoles se levant y camin hacia el pueblo. Al dasiguiente anunci a sus parientes que no volvera al convento del valle. Al da siguiente su primo abandon el pueblo para buscar trabajo en lastierras del sur de la meseta.

    Pedro dejaba correr el lapicero por las mrgenes del peridico. La mano retornaba con la preocupacin a los balbuceos caligrficos de laniez. Luego pens en su pueblo y en la guerra, en la miseria y en los muertos. Fue avanzando en su pequea historia: ingreso en el Cuerpo,conocimiento de Sonsoles, la boda, el hijo... Interrumpi su recordar para asomarse a la ventana. Ya no estaban los chicos en la muralla. Tras lsinti las pisadas de Sonsoles. En una bandeja, cubierta por una servilleta, le traa la comida. Silenciosamente la coloc sobre la mesa. Pedro sevolvi.

    Oye dijo cuando nos conocimos en tu pueblo, te acuerdas cmo se llamaba aquel con quien bailaste durante las fiestas parafastidiarme?

    Qu cosas tienes! Cmo me iba a acordar?Es que aquel to sabes a quin se pareca? Bueno, no lo sabes... t no lo pudiste conocer... Un compaero mo que muri en la guerra

    tena su misma cara. S, tena su misma cara. Acaso el del baile un poco ms joven, pero su misma cara.Pues ni me acuerdo de qu cara tena el del baile. S que era navarro, o de por arriba; me estuvo hablando durante todo el baile de que su

    tierra era mejor que la nuestra, ms rica y ms bonita. Y por qu te preocupa ahora el del baile?No, por nada. Es que pensaba en la guerra, en el da que tumbaron al que te digo. Ibamos avanzando por la falda de un cerro sin disparar

  • un tiro, y de pronto empez una ametralladora enemiga a tirar. Le alcanzaron en el vientre, no ira a ms de diez pasos a mi derecha; le vi caerlentamente y me acerqu corriendo. Slo recuerdo que pareca querer apretarse el cinturn. Deca: Aqu, aqu. El oficial me mand seguiradelante.

    Deja de recordar cosas tristes. Lo pasado, pasado est. Sonsoles quit la servilleta que cubra la bandeja. Aadi: Come, que se teva a enfriar.

    Pedro parti cuidadosamente la carne. Sonsoles le miraba preocupada.No tienes ganas? Ests enfermo? Di...No tengo ganas, pero no estoy enfermo.Apart el plato y acerc la taza de caf. Revolvi con la cucharilla. Sonsoles le advirti:No revuelvas, ya lo he hecho yo.Cuando termin de tomar el caf, le pregunt:Estas muy preocupado; dime por qu es? Dmelo y as se te ir pasando.Pedro volvi la cabeza hacia la ventana.Sonsoles sola vagar por los alrededores del pueblo. El otoo se le fue vagando por los espejeantes, barrosos caminos de los alrededores

    del pueblo. Dijeron que pareca loca. Anudaron en su torno una invisible red de sospechas calladas, de contemplaciones hechas a hurtadillas. Elprroco habl una tarde con ella y supo la verdad. Decidieron enviarla al pueblo de su padre, donde otros parientes.

    El cura y el alcalde suban hacia el castillo. El cura relataba al alcalde, entre jadeos y frecuentes paradas, cosas relativas a los aos de laguerra. El alcalde asenta con la cabeza o afirmaba de palabra, suave, vagamente.

    ...y entonces volvieron a entrar tras una batalla librada en las montaas. Lo poco que quedaba arramblaron con ello. Aquel invierno noshubiramos muerto de hambre si no hubisemos...

    El alcalde pensaba en otra cosa, en la cercana muerte que les haban anunciado y que iban a comprobar al castillo. El cura termin:...frente a la desgracia no queda ms que resignacin. Los malos siempre tienen su castigo. Las llamas del infierno aguardan a aquellos

    que...Ruiprez salud en la puerta. El cura se son repetidamente. El alcalde se solt el botn del cuello de la camisa. El cura dijo:Uf, qu calor! Hay noticias?Pasen al Cuerpo de Guardia contest Ruiprez. Pedro Snchez les contar.Muchas gracias.Pasaron al castillo. El alcalde se adelantaba un poco al avanzar. El cura pareca querer sujetarlo a su lento andar hablndole de cosas

    terribles, muchas veces dichas y odas en las conversaciones de sobremesa tranquilas. Recuerdos que iran rodando de boca en boca, a medidaque pasase el tiempo, transformndose en leyendas como las de la guerra carlista, que todos haban escuchado de nios.

    Pedro estaba de pie; se cuadr militarmente.No hemos esperado dijo el cura. La noticia es terrible. Est confirmada?Por desgracia, s.Y quin es la vctima?Todava no lo sabemos. Esperamos la comunicacin. Nada se puede decir an.El cura y el alcalde tomaron asiento. Pedro Snchez les ofreci caf. El cura acept.S, un poco de caf y un vaso de agua. Este calor asesina.Pedro se plant en la puerta y llam:Sonsoles, un poco de caf y coac, que estn el seor cura y el seor alcalde. Trete una jarra de agua fresca.Al poco tiempo entr Sonsoles seguida de su nio, adormilado de la siesta interrumpida. El nio bes la mano del cura y murmur algo.

    Cariosamente le dieron unos golpecitos en la cabeza.A dormir, mozo, a dormir.El nio se restregaba los ojillos semicerrados, picndole rabiosamente; se estrech contra su madre.Estaba dormido le disculp Sonsoles y se ha despertado; quera venir a saludarles.Luego tuvo una vacilacin. Saba que algo importante ocurra, pero no se atrevi a preguntarlo.Si ustedes no mandan algo ms...El cura sonri.Lleve la criatura a dormir, que se est cayendo de sueo.No se preocupe; ya no se duerme. Verdad, Pedrito, que ya no te duermes?El nio volvi a murmurar algo y se apret fuertemente a su madre. Sonsoles se retir.El alcalde tom la palabra:Diga usted, Snchez; en la feria quines estaban?Segn a qu hora. Porque la cosa ha ocurrido, al parecer, de una forma imprevista. Seguramente las dos parejas se han puesto en

    persecucin de los malhechores. Y en el campo, ya sabe usted, no se puede precisar nada.De la Comandancia han comunicado algo.S, pero hasta que se sepa... Yo creo que si ustedes aguardan... lo sabremos en seguida. No pueden tardar en comunicrnoslo. Una u otra

    pareja nos llamarn.Pues esperaremos aadi el cura.Los tres quedaron silenciosos.El cura combin en su vaso caf, coac y agua. Bebi la mezcla de un sorbo.Hace un calor endiablado.A la noche se formar una tormenta afirm el alcalde.El patio del castillo tena una media rodaja de sombra. En la sombra estaba tumbado un perro, con el vientre pegado a la tierra, resollando

    agitadamente.Ernesta entr en la casa de Sonsoles.Qu pasa? Ha ocurrido algo? Por qu han venido el cura y el alcalde, Sonsoles? Di: ha ocurrido algo?No ha ocurrido nada que yo sepa, Ernesta; han venido porque tendrn que resolver algn asunto. Ya sabes, otras veces tambin suelen

    subir.Pero a esta hora... No, Sonsoles, no; algo ha debido ocurrir. T tienes que saberlo, t tienes que saberlo...

  • No seas tan nerviosa, mujer. No ha ocurrido nada, o por lo menos yo no s nada. Si lo supiera, te lo dira. Cmo no te lo iba a decir!Sonsoles acompa hasta la puerta a Ernesta. Le empujaba suavemente de la espalda.Te prometo que en cuanto sepa algo, te llamo.Felisa estaba descolgando la ropa, puesta a secar en la galera.Qu pasa dijo, qu le pasa a esa chiquilla, Sonsoles?Nada, nada, que est nerviosa.Y porqu est nerviosa?Yo qu s. Dice... bueno ahora te lo cuento.Pedro, el hijo de Sonsoles, se acerc a la sombra donde el perro dormitaba. Le tir de una oreja. El perro hizo un movimiento extrao. Se

    levant y se fue a tender a unos pasos. Pedro se acerc de nuevo y volvi a molestarle. El perro aull y se levant, pero esta vez no se tendi alos pocos metros en el suelo; se qued plantado con la cabeza baja, esperando el movimiento del chico. El chico fue hacia l y le dio una patada.El perro trot cansinamente hacia la luz. Sonsoles grit a su hijo:

    Nio, no tengas mala entraa, deja al perro descansar.El nio se alej. El perro dio la vuelta y se volvi a tender en el mismo lugar que ocupaba la primera vez.Felisa y Sonsoles conversaban.Qu le pasaba a Ernesta?Sonsoles movi la cabeza a un lado y a otro. Preocup el gesto.Le pasaba lo que me pasa a m. Est... no s cmo decrtelo... algo ha debido de ocurrir... algo grave. El seor cura y el alcalde no

    hubieran venido.T, entonces... t crees... No, no ha debido de ocurrir nada. No, no nos debemos preocupar. Adems, t y yo tenemos a los nuestros aqu.S, es verdad, los nuestros estn aqu, pero podran estar en el campo.Felisa mir hacia la muralla.No tengo razn; podran estar, como t dices, en el campo.Las dos mujeres cambiaron palabras casi murmuradas. Sonsoles explicaba detenidamente:Quisiera cambiar. Marcharnos a algn sitio diferente. Estas piedras, no s... a cualquiera volveran loco. Estas piedras, este calor, este no

    estar sobre el mundo...Paseaban a lo largo de la galera...Cuando Sonsoles lleg al pueblo de su padre, no fue bien recibida por sus tos. Sin embargo, la casa se le pobl de sensaciones y

    recuerdos de su infancia. Vea, donde la vista no alcanzaba a columbrar, los amigables, tiernos, presentes, aunque remotos, instantes dedescubrimientos infantiles. All estaban aguardndola los irreproducibles cantos que solamente el recuerdo guarda en su arca de los aos. Cadacosa, cada objeto, cada pequea, brevsima brizna de lo que le fue familiar, se transformaba en algo que cobraba realidad y creca hastaembargarla y trasladarla a lo pasado. Fue conquistando el presente a travs del pasado y olvid lo que deba olvidar.

    Sonsoles comenz una nueva vida, unida al pasado por la infancia. Volvi sobre s y se reconquist. Recogi de sus lejanas experiencias uncomo poso de serenidad.

    Pedro Snchez estaba en el puesto del pueblo.Un da, Sonsoles habl con Pedro Snchez. Fueron palabras simples y tmidas las que cambiaron. Volvieron a conversar. Volvieron a verse a

    menudo. Llegaron a llenar la charla casi cotidiana de dudas y reticencias. Primero se les iba en un intercambio formal de preguntas y respuestas.Luego las preguntas cobraron sentido y fueron hacindose, dentro de su vaguedad y falta de importancia, maduras y como minadas de algooculto y comn que los acercaba. Al fin, aquella niebla fue tomando cuerpo adensndose, compenetrndolos dentro de su formacin. PedroSnchez y Sonsoles fueron novios poco tiempo. Un verano se casaron. Los parientes se alegraron. La boda coincidi con el traslado de Pedro aotro puesto.

    Sonsoles arreglaba la ropa de un armario. La llamaron desde la puerta. Era una voz con un dejo hombruno, que ella inmediatamente atribuya Mara. Mara entr.

    Mara Ruiz estaba casada con el guardia Baldomero Ruiz. No tenan hijos. Mara estaba disgustada en el castillo porque no poda ejercer demaestra, y sus conversaciones versaban siempre sobre el mismo tema: lo bien que ella y su marido podran vivir en caso de que les coincidieranlas obligaciones de l con una vacante de maestra. Mara Ruiz mostraba domsticamente cierto descuido en el vestir; sin embargo, cuando losdomingos bajaban al pueblo a or misa, ella era siempre la mejor vestida. En el castillo no la preocupaban las formas.

    Mara se acercaba a los cuarenta aos de edad; su marido era ms joven. Tena unos labios perfilados, delgados, como si la boca se lahubieran partido de un tajo, y cuando se rea mostraba unos dientes largos, amarillos, que producan en el que los contemplaba cierto malestar.Mara hablaba mal de todo el mundo por sistema y era la que llevaba o traa al castillo los chismes del pueblo.

    Alguna vez Carmen, la mujer de Cecilio Jimnez, haba dicho de Mara que pareca una escoba con faldas. Mara, delgada y con el pelonormalmente enmaraado, pareca una escoba, pero una escoba a medio vestir, mostrando sus descarnadas piernas bajo unas faldas muycortas; mostrando su descarnado pecho en un escote muy abierto.

    Mara Ruiz le dijo a Sonsoles:Buenas tardes, querida. T sabes qu demonios han venido a hacer aqu el cura y el berzas del alcalde?Sonsoles continu su labor. Pidi a Mara:Quieres hacerme el favor de acercarme las sbanas esas?Mara se las acerc. Aadi:T sabes a qu han venido?S lo mismo que t. Llevan media hora con Pedro y no me he enterado de nada.Poco bueno puede traer esa gente. Deberas ir a enterarte. Pregntale a Pedro.Y por qu no vas t?Mara cambi de tono.Oye, t qu crees que traern entre manos?Pues no lo s. Hace un rato me lo pregunt tambin Ernesta. S lo mismo que vosotras: nada.En el Cuerpo de Guardia son el timbre del telfono. Pedro Snchez cogi el aparato.S... Quin?... Todava no se sabe? No lo han comunicado? Herido?... Muerto?... Que no se sabe? Gracias.El cura y el alcalde prestaban atencin a la conversacin telefnica. El hijo de Pedro Snchez entr en el momento en que su padre colgaba

    el telfono.

  • Pap, pap, me puedo ir con los dems a explorar la acequia?El cura le interrumpi.Calla, nio.El chiquillo se asust. Pedro Snchez le conmin.Vete de aqu, Pedrito.Puedo ir a la acequia?S, vete.Pedro Snchez se sent de golpe en la silla.Nada claro, eh? dijo el alcalde.Pedro Snchez le mir fijamente. Sinti odio por aquel hombre. Guard las apariencias.El cura se levant. Le imit el alcalde.Nosotros nos vamos. Si tienen nuevas noticias, hacen el favor de llamarnos al Ayuntamiento.Pedro Snchez se ajust las cartucheras.Voy con ustedes hasta la puerta.Muchas gracias.El cura marchaba en medio, entre el guardia y el alcalde. Al llegar a la puerta, donde Ruiprez montaba la guardia, el cura le dijo:Ha sido una desgracia, pero el criminal las pagar. Adis, no dejen de avisar.A sus rdenes. Muy buenas tardes.Quedaron solos los guardias. Ruiprez pregunt, muy excitado :A quin fue?Por telfono me han dicho que hay confusin. Las dos parejas salieron al campo.En la acequia los nios exploraban entre su rara vegetacin. Haban descubierto un sapo. Con dos palos lo alzaron al ribazo. Pedro gritaba:No lo toquis, que os mear. Si os mea, os quedaris calvos.Uno de los hijos de Ruiprez empuj al sapo con el pie.Qu va a mear, qu va a mear! Tonteras!Que s afirm Pedro, que si os mea os quedaris calvos!T lo que tienes, es miedo afirm otro chico.A que no lo coges con la mano como yo...Los chicos se rieron. Uno de ellos atraves con un palo el cuerpo blando, edredonado del sapo y se lo acerc a la cara a Pedro.Que te mea, que te mea, chacho.Sonsoles y Pedro llegaron al pueblo un medioda de primavera. El autobs que los dej en la plaza, sigui por la carretera, larga, recta y

    estrecha, que parta hacia el verdor de los campos desde la misma puerta del Ayuntamiento. El autobs se fue empequeeciendo en la distancia,en la contemplacin de Sonsoles, que lo segua con alegra y nostalgia a un mismo tiempo. Castilla verde y la alegra en el autobs. Ruidos delmotor, conversaciones de los pasajeros, tumulto en las paradas, los de ropas, sacos, aves domsticas... El conductor, impasible, contestaba conmonoslabos a las preguntas de dos aldeanos jvenes que venan de la capital. Sonsoles ayud a su marido a transportar el equipaje. Hicieronfrecuentes paradas hasta llegar al castillo. Cuando vio el castillo, su grandeza, su solemne asentamiento sobre el cerro, pregunt a Pedro:

    Y ah vamos a vivir?Ah. Te parece mal?No, Pedro, pero asusta tener que vivir en un sitio tan grande.Pedro se ri.Acabar parecindote chiquito. Ya lo vers.Comenz a parecerle pequeo el castillo a los pocos das de vivir en l. Las mujeres de los compaeros de Pedro la trataban

    cariosamente. Le hicieron confidencias. Con el tiempo fueron cambiando, trasladndose. De alguna solamente conservaba un recuerdoborroso, un detalle insignificante, un algo esencial que le serva para su identificacin en el recuerdo. El castillo fue un almacn de hasto, underrumbamiento de horizontes, para Sonsoles. Preguntaba:

    Pedro, sabes cundo te trasladarn?He vuelto a hacer una instancia.Y no tienes noticias?No. El cabo me dijo que haba rumores en la Comandancia de posibles traslados.Sonsoles cruzaba los brazos sobre el pecho.Ojal fuera maana. Ojal fuera ahora mismo.Cuando naci el hijo, Sonsoles se seren. Deseaba marcharse, pero no tan anhelosamente. Deseaba marcharse por otras razones.Iba pasando el tiempo. La vida transcurra lenta y simple. Pedro se olvidaba de sus instancias. Sala al campo; volva.Volva unas veces mojado, otras sudoroso, siempre cansado.Sonsoles, hay agua caliente?S, la tengo preparada.Sonsoles, ha llegado el peridico?S.Pedro meta los pies en un barreo, fumaba y lea concienzudamente el peridico. No dejaba nada por leer. De pronto interrumpa el silencio.Has visto esto, Sonsoles?No, no he ledo nada.Los aliados avanzan, pero no podrn con Alemania. A ltima hora Hitler sacar alguna arma secreta. Ya lo has de ver. Y haca

    comentarios. Alemania es un pueblo muy disciplinado. Un pueblo que sabe lo que quiere. Si nosotros furamos como ellos, volveramos aconquistar el mundo.

    Doblaba el peridico cuando el llanto del nio en la cuna llegaba a sus odos.Qu le pasa a la criatura?Qu quieres que le pase!Llora; tendr hambre, o se habr ensuciado.Reclinaba la cabeza y contemplaba sus pies en el agua con sal del barreo.

  • Algo debe de funcionarle mal a Alemania; los dems no podran con ella. Es un pueblo muy disciplinado, un pueblo de autnticossoldados...

    Deja ya a Alemania, hombre. Anda, saca los pies del cacharro y dime qu quieres cenar.Y otro ao.Llegaba aterido. El campo estaba blanco de escarcha. Por encima de la neblina brillaba alta la luna.Est la cena?Esperndote.Como siga este tiempo, se va a helar hasta el mar.Entraba la mujer de un compaero.Hola, Pedro! Fro, eh?S, mucho contestaba de mala gana.Buen oficio habis escogido. En el invierno os helis en el campo y en el verano os achicharris.Peores los hay.Y otro ao, cuando ya el nio corra de una a otra habitacin.Estte quieto, Pedrito, y no molestes ms a tu padre.Djalo, mujer, que no me molesta.En la cabeza de Sonsoles aparecieron las primeras canas. El trabajo cotidiano, montono, igual, la desgastaba suave, paulatinamente...Pedro, el hijo, corra por el patio del castillo. Buscaba grillos con los compaeros, haca cruces de paja, guardaba hojas secas, apretaba la

    nieve hasta hacer bolas.Los domingos bajaban a or misa al pueblo. Solan quedarse un rato si el tiempo era bueno, charlando en los soportales de la plaza o delante

    de la iglesia. Los guardias con los hombres, que les hablaban con gran respeto. Las mujeres con las vecinas, en conversaciones domsticas osobre futuras fiestas, que, conceban en la imaginacin grandiosas y luego eran, en realidad, diminutas y aburridas.

    Sonsoles se acompaaba de su hijo y de Ernesta. Sonsoles escuchaba las confidencias de Ernesta, hechas en voz baja, veladas de unpudor grave a veces, otras impdicamente dichas.

    Sonsoles, con lo que a m me gustara tener un hijo... Se conoce que ni yo ni Guillermo servimos...Ten calma, ya lo tendrs y te faltar tiempo para arrepentirte.Cmo puedes decir eso?Ten calma.Lo que creo es que no lo hacemos como hay que hacerlo. Guillermo...Calla, chica, calla. Eso lo sabe hacer todo el mundo. No me cuentes esas cosas. Ernesta se azoraba y gurdaba silencio. Sonsoles,

    entonces, la tranquilizaba. En todos los matrimonios ocurre lo mismo, pero eso no se cuenta.Pedrito jugaba alrededor de ellas.No te despegues de aqu, muchacho, que nos vamos para casa.Los grupos se iban disgregando. Marchaban hacia el castillo. Los acompaaban los gritos y juegos de los chiquillos.En cuanto llegaban, cambiaban la ropa de los domingos por las ropas de faena cotidiana. Mara Ruiz se quedaba todo el domingo vestida

    de fiesta.Por la tarde, jugaban a las cartas o a la lotera. Contaban con alubias perezosamente, alargando los pagos o los cobros. Al anochecer

    terminaban.Me debes cincuenta cntimos...Y t a m veinte...Yo he perdido una peseta.Mara Ruiz no jugaba. Sola sentarse cercana a la mesa camilla del juego, a leer. De vez en cuando intervena.Ernesta, echa la sota, echa la sota, no seas boba.Alguna de las jugadoras precisaba:Las mironas se callan, y si no, ponte a jugar.No me gusta perder el tiempo. Qu sacis con pasaros la tarde dndole a las cartas? Si jugarais dinero de verdad, pero as... frunca

    los labios en un gesto de desprecio, como nadie tiene aqu un cntimo...Ni que fueras mllonaria...Mara Ruiz se rea.No, s yo estoy como las dems, viviendo casi de la caridad.Volva a su lectura.Mara Ruiz murmuraba. Decan: Cosas de Mara. Tiene una lengua de vbora. No debera decir eso.Mara Ruiz calumniaba.Y se puede saber por qu el cabo Santos ha elegido la casa de Ernesta para estar de pupilo? Yo no es que quiera decir nada, pero a m

    que me da la sensacin de que est algo enamorado.Qu tonteras! Por qu no te callas?La risa de Mara Ruiz se haca estruendosa.A que vosotras tambin lo habis pensado?Dios mo! Qu mujer!Los nios bajaban a la escuela. La escuela estaba situada a la salida del pueblo. El maestro era un gallego alto y flaco que entenda de todo.

    Haca versos, tocaba el violn, podaba los frutales, recoga minerales, excavaba en las ruinas de la muralla vieja del pueblo, junto a una torre quese sostena todava a pesar de los aos, las tormentas y las devastaciones de los campesinos, que le arrancaban las piedras para levantar tapiaso para arreglar desperfectos en las eras.

    Bajaban los seis en grupo y tenan formada una banda contra los del pueblo. Los nios aldeanos respetaban a los del puesto, los teman. Unode los hijos de Felisa y Ruiprez se erigi en cabecilla. El conduca las expediciones a la torre, l fue el que por su cuenta, imitando al maestro,dirigi unas excavaciones a la busca de monedas perdidas en la tierra. Cuando los nios estaban en la escuela, por las tardes, las madres sereunan a coser juntas. Alguna vez surga un altercado entre ellas y entonces se deshaca el grupo hasta que la paz, con el tiempo, se restableca.Mara Ruiz contaba muchas cosas y Carmen, la mujer de Cecilio Jimnez, hablaba de Madrid y de su barrio; de la alegra de Madrid y de subarrio. Cuando hablaba Carmen, a todas las invada una dulce aoranza. Les relataba cosas de las verbenas, truculencias pasionales de la calle,

  • historias de las huelgas, hambres de la Guerra Civil. La escuchaban silenciosamente, hacindole preguntas rara vez. Y Carmen hablaba casipara s, como si el recuerdo de pronto le surgiese en palabras que se poda decir a s misma en la soledad de su habitacin. Ya anochecido,terminaba la tertulia y cada una volva a su casa a preparar la cena.

    En la quietud de los distantes olivos se levantaba una polvareda anaranjada. Por el caminillo de los olivares la mirada de Ruiprez queracentrar la causa de la polvareda. Como en un movimiento de ballesta, estir el cuello y fij la mirada. Pens que podan ser los compaeros con elcuerpo de la vctima. Acaso nada ms que una conduccin de ganado. Estuvo mucho tiempo observando. Despus se sent y volvi la mirada.

    El patio del castillo estaba vaco. Un pjaro picoteaba en el vertedero. Las gallinas andaban por la parte de afuera, en la umbra donde latierra conservaba algn resto de humedad. Apart de su imaginacin la defensa domstica de las aves contra las comadrejas que rondaban elgallinero. Un da haban aparecido muertos varios pollos. Algunos con las entraas a medio devorar. Tena que pensar en cosas ms serias.

    Escuch el timbre del telfono. Vio asomar el rostro de Mara Ruiz. Se inquiet. Aguz el odo instintivamente, como si fuera capaz depercibir las palabras dichas en el Cuerpo de Guardia. Esper.

    Pedro Snchez se acerc de prisa a la puerta de entrada. Traa la cara entenebrecida. Ruiprez no hizo ningn gesto. Dej que se acercarasin moverse.

    Otra vez de la Comandancia. El teniente les ha dicho que todava nada. Han pedido seguridad de la baja. Que dnde ha sido call unmomento. Y yo qu s! Cmo querrn que lo sepamos?

    Estamos buenos. Como aqu nunca ocurre nada y parece que nos tienen olvidados...S, pero cuando ocurre, ocurre, como ahora, y pretenden que lo sepamos todos.Los dos miraron hacia el campo. La nube de polvo se iba disipando. Pedro pregunt:Quin andar por el camino del olivar?Alguien que viene del trabajo, supongo. No he logrado verlo.Pedro dud antes de decir algo. Dio las espaldas a su compaero y dijo:En cuanto den las dos, vengo a relevarte.Bien.Mara Ruiz comentaba con la mujer de Ruiprez, mientras sta ayudaba a subirse los calzones al menor de sus hijos:Qu maana! Es para tener los nervios de punta. Llamadas de telfono. Conversaciones entre tu marido y Pedro. La visita del cura y el

    alcalde. Estoy con el corazn en un hilo.Ser por enterarte. Ya lo ves: a m ni me va ni me viene. No me preocupo haca una pausa. Nio gorrino, a ver cuando aprendes a

    ponerte los calzones t solo, que ya vas siendo mayor.No creas que solamente es curiosidad.Pues qu es entonces?Mara Ruiz alzaba la vista hasta el techo, donde colgaba una telaraa empolvada.Es que estoy inquieta.Felisa segua el curso de la mirada de Mara.No tengo tiempo de limpiar. Con tanto chico...Y qu ms da limpiar que no limpiar! Yo he perdido ya el gusto por las cosas. Te juro que estoy deseando marcharme. Si Baldomero se

    decidiera de una vez, dejbamos el servicio y todo. En cualquier sitio...Dichosa t. Nosotros, con tanto chico...Terminaba de arreglar al hijo. Le dio un azote carioso.Vete a jugar, pero sin mancharte, que destrozis ms ropa que los diablos, que costis un dineral. Deberais ir desnudos a ver si la piel os

    duraba ms...El chico corri hacia la puerta. Felisa y Mara se quedaron en silencio.En la frescura del pozo, donde el musgo se oscureca con la profundidad, brillaba la mancha pupilar del agua. El alto brocal impeda a los

    chicos ver cmodamente la mancha luminosa. Gritaban dentro del pozo a la misma entraa de la oscuridad y no se percataban del ojo de laoscuridad, ojo camalenico movible, que giraba sobre s. Ver aquella mancha era, al recoger el agua, gozar de una grata sensacin de frescor.Las mujeres en el verano, cuando no funcionaba el motor porque el nivel del agua bajaba mucho en el pozo, se vean obligadas a sacar el aguatirando de la cuerda de la polea. Si se asomaban, a medida que iban alzando el cubo, pareca que se traan, que se acercaban tambin, al ojoblancuzco imposible de extraer de la profundidad.

    Ernesta sacaba agua del pozo y miraba distrada el reflejo del agua. Cuando Sonsoles se le acerc por detrs, al hablarle casi la asust:En qu pensabas, criatura?Estaba mirando el agua.Te entretienes con cualquier cosa.Sonsoles se ri. Repiti:Mirando el agua...Chirri la polea. El cubo qued sobre el brocal.Al atardecer, Ernesta, vente por casa.Ernesta, asinti. Con el cubo balanceante, derramndose el agua, camin hacia su casa.Al verla alejarse, Sonsoles pensaba en ella. De sirvienta en una casa rica de un pueblo hasta casarse con Guillermo. La madre de Ernesta,

    entusiasmada con la boda. Nada mejor para Ernesta. La duea de la casa le hizo un regalo importante. Siempre se hace un regalo importante enestos casos, un poco por afecto, un mucho por vanidad. Supuso la boda alegre en apariencia, pero con la no clara alegra, con la seriedad deordenanza de los compaeros de Guillermo. S, todas las bodas haban sido iguales, poco ms o menos.

    Se llen el cubo y empez a tirar de la cuerda. Uno de los nios de Felisa se acerc a ver la operacin.Me dejas que lo saque yo?S, hombre, pero despacio, no se te vaya a derramar el agua y tengamos que volverlo a hacer.S, despacio. Muy despacio. Mira.Subi el cubo. El nio aadi:Mam nunca me deja subir el cubo.Mira, si eres siempre bueno, cuando yo venga a sacar agua me puedes ayudar.Sonsoles caminaba con el cubo hacia su casa. La llam Pedro.Ven en cuanto puedas.

  • Le contest gritando:Nada ms dejar el agua voy para all.Pedro estaba apoyado en la ventana, los codos en el alfizar, mirando las espaldas de su mujer, sus amplias caderas, sus grandes nalgas,

    sus gordas y toscas piernas, en otro tiempo, recordaba, giles y bien formadas: Cunto poda el tiempo! Aquella mujer lejana, con ademanes denia, con los ojos vivos y alegres, negros como el pecado, que deca una antigua cancin. Aquella mujer era la misma que hoy con ms tiempo,con un hijo, con algunos recuerdos, con bastante tristeza en toda su persona, como para no desearla. Sin embargo, la quera. Era su vida de casidiez aos. Tan pocos aos y tan llenos de pequeas cosas comunes.

    Sala Sonsoles secndose las manos en el delantal. Se acercaba calmosamente. Pedro se pas la mano por la frente. Estaba ya pensandoen cmo se lo dira. Era mejor decrselo para que ella paulatinamente fuera preparando a las dems mujeres, cuando lo trajeran. Sin sorpresa nohabra aquellos ataques de nervios que una vez, estando en Asturias, le haba tocado aguantar en un pueblo en que ocurri una cosa parecida. Unmuerto. Las mujeres no lo diferencian, lo lloran. Un muerto de muerte violenta levanta del corazn de las mujeres una pirmide de dolor. Lo sientencomo arrrancado de ellas mismas, como algo hecho de su carne que poda palpitar y existir hasta lograr prcticamente su misma desaparicin.

    Sonsoles estaba bajo la ventana.Entra, mujer.En el reloj del Ayuntamiento del pueblo dieron las dos. Eran las dos de la tarde. La campana pequea extendi la noticia por los campos. Las

    dos: uno y dos. El alcalde dormitaba, sentado en una butaca de mimbre. El cura lea el peridico.Entr Sonsoles.Qu quieres?Pedro agach la cabeza, se pas el dorso de una mano por los labios.Tengo que darte una mala noticia.Sonsoles se le qued mirando con fijeza, como si mirase un objeto sin esperanza, que Pedro sinti aquella mirada en la frente y no alz la

    cabeza.Han matado a un compaero.Pedro esperaba la pregunta, pero Sonsoles no la hizo. Sigui:Es necesario que vayas advirtiendo a las mujeres de lo sucedido. No lo traern hasta tarde. No se sabe a quin le ha tocado. T me

    entiendes, verdad?Te entiendo.El reloj del Ayuntamiento repiti la hora. Las dos de la tarde y un minuto. Exactamente un minuto.Sonsoles sali a la calle. Pedro la vio alejarse. Pedro soaba con diez aos atrs. Luego fue a hacer el relevo.

  • Tres de la tarde

    LA CASA SLO TENA PLANTA BAJA . Pegada a la fachada delantera, de un diminuto alcorque creca una parra como una vena pardaretorcida, horrorosa en un hermoso rostro. La parra se agarraba a los hierros del canaln del tejado, se sostena con alambres roosos y tensossobre la puerta de entrada y pareca, en aquel diciembre de 1934, el mismo espectro del invierno. De la parra sobre el cemento de la entradacaan las gotas de lluvia, que la madre de Felisa vea deslizarse una tras otra, contndole los minutos, las horas, los das de enfermedad.

    En el verano, el verdor de la parra daba una luz refrescante a las habitaciones delanteras de la casa; los chiquillos jugaban bajo ella, laregaban transportando el agua en botes de conservas. Las moscas del verano se refugiaban en la parra y nunca maduraron las uvas porque lospjaros y los nios se adelantaban al otoo.

    En el verano, bajo la parra, al atardecer, beba lentamente su porrn de vino blanco Juan Martn, padre de Felisa; beba y saludaba a losamigos, que pasaban a los turnos de la estacin del ferrocarril. Juan Martn, en mangas de camisa, se senta entonces feliz; a veces, hastacharlaba con su mujer, sentada en una silla de mimbre, con la mirada perdida entre las piedrecillas de la grava extendida a ambos lados delpasillo de cemento. La mujer asenta con la cabeza.

    Tenemos que hacer un Estado alegre, donde cada obrero tenga su compensacin. Explicaba a continuacin su teora poltica y aadaal final: Verdad que Espaa sera un ejemplo para las dems naciones?

    Si algn amigo o conocido paraba un momento, l le ofreca vino y le hablaba de caza.Este ao la perdiz se dar muy mal, ha sido un invierno muy duro.No s, ya se ver, ya se ver...No lo dudes, hombre. Anda, toma otro trago, y a ver si matas ms que el rey antiguamente.Se rea a grandes carcajadas. Luego, cuando el amigo haba continuado ya su camino, llamaba a la hija mayor. Felisa apareca.Qu quieres, padre?Treme un trozo de pan. Del sobado. Es para ayudar a este vino.Y no quieres otra cosa?No; slo pan.El pan y el vino de los atardeceres del verano eran para Juan Martn partes integrantes del todo del descanso. Felisa le tena preparado el

    porrn, refrescndose en el fregadero; a veces, por indicacin de la madre, le quitaba vino y aada agua, por un sentido pequeo del ahorro,pero el padre lo notaba en seguida y se enfureca. Cuando era ms nia le haba costado aquella maniobra ms de una bofetada; ahora el padregritaba y rabiaba hasta parecer ridculo. La madre le sola calmar.

    Tanto escndalo para nada. Si el vino tiene agua, la chica no es la culpable. El de las culpas es el tabernero. Todos deban desaparecer ycon ellos vosotros, que los hacis ricos, que sois unos tontos.

    La madre defenda a Felisa pocas veces, porque pocas veces tena ocasiones. Se limitaba normalmente a contemplarla, a verla ir y venir,trajinando, gritando detrs de sus hermanos, dando un cachete a alguno, limpiando a otro.

    Las gotas de agua se deslizaban de la parra. Felisa acababa de cumplir diecisiete aos. La madre, con su ltimo parto, haba perdido todaslas energas. Estaba sentada tras la ventana, charlando con Felisa, que tena en los brazos bien arropado al hermano pequeo, de no ms de tresmeses de edad. Esperaban la llegada de Juan Martn.

    Juan estaba sin trabajo desde los sucesos de octubre. El invierno se presentaba malo. Todava les quedaban algunos ahorros, muy pocos,que iban gastando segn ellas decan con cuentagotas. Las primeras semanas del despido de Juan conservaba ste todava el gesto alegre,no haba perdido su buen humor habitual. A medida que fue pasando el tiempo, la preocupacin de encontrar trabajo, ya que el ser admitido en elantiguo lo reconoca como imposible, se fue apoderando de l. Pareca estar invadido por el miedo. Miedo a lo que posiblemente ocurrira encaso de que no se pusiera pronto remedio a la situacin.

    El hermano que segua en edad a Felisa, trabajaba ya de pinche en un almacn. Ganaba poco y aquel poco dinero serva para comprarleropa. Una ropa de hombre, que hasta entonces nunca haba llevado. Pantaln largo y chaqueta, zapatos, unas corbatas compradas en unaliquidacin. Al principio se encontr incmodo; luego se acostumbr y dese que todo su poco y primer dinero de hombre fuera empleado en suropa.

    Los hermanos pequeos iban a la escuela como siempre y esperaban en los comienzos de aquel diciembre el da de las vacaciones, paralas que hacan proyectos y planes, que cambiaban todos los das. Los dos pequeos, el que tena en brazos Felisa y el que correteaba por lacasa, o jugaba con el perro del padre, no vivan an para la tristeza de los mayores.

    Juan tuvo oficios de ocasin. Trabaj de calderero en una empresa durante algunos das; entr en un garaje a limpiar coches; gan algndinero haciendo de fontanero por el vecindario. El sindicato funcionaba mal. Su sueldo de obrero parado le era abonado rara vez. Ya no hablabade poltica. Su mirada tena en algunos momentos un brillo anormal. Cuando un compaero le pregunt un da qu haca ahora que no trabajabaen el ferrocarril, le contest tras un largo silencio:

    Almaceno odio. Creo que tengo derecho a almacenar odio. Qu te parece?El compaero lo cont en la taberna.Una noche fueron a buscarlo, despus de cenar, algunos obreros del ferrocarril. Lo encontraron sentado, contemplando como jugaban los

    hijos con su perro. Le dijeron, con esa voz colectiva de las multitudes, de los grupos:Vamos, Juan, que tenemos que hablar contigo!Y Juan les contest que no tena nada de que hablar con ellos. Insistieron. Juan se ech sobre los hombros el viejo impermeable oscuro de

    los das de trabajo. Fueron a una taberna.Y bebieron, bebieron mucho. Juan contestaba a las proposiciones que se le hacan.No, yo quiero ser quien soy. No quiero ser el carnet nmero tantos de ningn partido. Quiero ser quien soy. Si estoy sindicado, si hice

    cuando haba que hacer lo que tena que hacer, es porque era mi obligacin; tena derecho a ello y deber de hacerlo. Se ha entendido mal. Puesbueno, pues me aguanto, pero quiero ser quien soy. No me vengis con monsergas.

    Una voz, la voz de las claudicaciones, que nace silenciosamente de los grupos de las multitudes, se levant frente a l como una serpiente,como la serpiente bblica que acaso no fue otra cosa que la encarnacin de una voz.

    Lo del sindicato cada vez ir a peor. Ya lo vers. T tienes muchos chicos y lo que te decimos es por bien de ellos. Con nuestra ayuda lascosas marcharn mejor. El partido nunca abandona a sus hombres. Pinsalo.

    Luego se hizo una falsa alegra. Se cambiaron las conversaciones y pidieron ms vino. Juan estaba preocupado. Agarr con sus manos deobrero un vaso, lo bebi de un sorbo y afirm:

  • Lo pensar. Es verdad, tengo que pensarlo. Quin soy yo? Quin soy yo para creer que las cosas se me van a arreglar solas? Lopensar. Naturalmente que lo pensar.

    Felisa estuvo esperando a su padre hasta muy avanzada la noche. Nunca se retrasaba tanto. Se sent pegada al fogn de la cocina, porquehaca fro. Mientras esperaba, limpiaba lentejas, las lentejas de todos los das, que eran para ella una especie de rosario familiar y obligatorio delos aos de su niez y adolescencia.

    Oy ruido en la puerta. Hizo ademn de levantarse, pero ya senta los pasos de su padre por el estrecho pasillo. El padre entr en la cocina.Felisa lo vio acercarse vacilante. Le pregunt si le pasaba algo. Juan contest que no, y su negacin fue bronca, alargada. Luego se fue aacostar. Felisa sigui limpiando lentejas, pensando que era la primera vez que haba visto a su padre borracho.

    A principios del ao 1936, muri la madre. Juan Martn tuvo una discusin con su hija porque no quera que fuese enterrada catlicamente.Djate de curas, Felisa dijo; los entierros tienen que ser sencillos. La mujer de un obrero no tiene por qu llevar un cura delante

    cantando. La mujer de un obrero tiene que ser enterrada sencillamente, como ha vivido toda su vida.El argumento no era vlido. Felisa le replic:El entierro va a costar lo mismo si viene el seor cura que si no viene. Ella iba mucho a la iglesia y quera que la enterrasen as. Y as la

    enterraremos. Y si t no tuvieras todos esos los que tienes en la cabeza, tambin te gustara que la enterrasen as.Pero t qu sabes, chiquilla?, t qu sabes? A tu madre la enterraremos como digo yo.A mi madre la enterraremos como ella dijo. No la vamos a enterrar como un puerco podrido. Se har lo que ella pidi.Juan Martn vocifer durante largo rato. Felisa andaba por la casa, ayudada por una vecina en los arreglos del entierro. Juan se march a la

    calle. Quera explicar a los amigos por qu la iban a llevar a enterrar con un cura delante.Son cosas de mi hija dijo a uno, cosas de mujeres. Hay que respetar la libertad; si ella quera que se hiciese as, pues que se haga

    as. Yo no me opongo. A las mujeres les consuelan todas esas cosas. He preferido no disgustar a nadie.Claro, claro.Es que t no hubieras hecho lo mismo? pregunt rabioso, sintindose ridculo. Di: es que t no hubieras hecho lo mismo? Hay que

    respetar.S, s, hombre, hay que respetar.Felisa no se dio cuenta de la falta de su madre hasta que pasaron varios das. La madre no la ayudaba ms que con la palabra, pero con la

    palabra bastaba para sentir que no estaba sola luchando contra la casa, contra su casa, en una batalla continuada y agotadora. La madre, consus palabras, haca tanto como ella. Se encontr un poco desvalida, pero luego el mismo trabajo la apart del recuerdo y del desconsuelo.

    De los seis hermanos de Felisa, cinco eran varones. La nia tena nueve aos. El mayor ganaba ya un buen jornal. El segundo de los varoneshaba dejado la escuela y estaba trabajando en un taller de aprendiz de mecnico.

    En febrero hubo una gran huelga. Felisa intent por todos los medios que su padre no saliera a la calle. Pero Juan Martn y su hijo mayorsalieron a la calle y regresaban tarde la mayora de los das. Felisa coga a los pequeos en brazos y les contaba historias cndidas y serenas,mientras su corazn, agitado, tema por el padre y el hermano. Llegaban tristes, huraos. Juan se sentaba y conversaba con su hijo en voz baja.Felisa atenda, muda, a los gestos de ambos. Su inquietud no se trasluca. Los pequeos estaban acostados, dormidos ya desde haca tiempo, yJuan y el hijo mayor cenaban. Felisa serva los platos sin hablar. Alguna vez Juan la miraba y pareca querer decirle algo, pero luego sus ojos sefijaban en su hijo y segua conversando.

    Felisa conoci a un guardia joven llamado Regino Ruiprez. Un da la acompa hasta su casa. Juan lo vio. Juan no estaba conforme conaquello, pero no hubiera dicho nada si su hijo mayor no le hubiese azuzado.

    Padre, Felisa tiene relaciones con uno de esos...Ya lo s.Y no le vas a decir nada?Ya ver. Ahora, djala.Se va a hacer una zorra, sos no van a nada bueno.Cllate, muchacho.Juan Martn, al da siguiente, antes de partir para el trabajo, anunci a su hija:Tengo que hablar contigo, a la hora de comer, sobre ese acompaante tuyo.Quin, Ruiprez el guardia?S, se debe de ser.Felisa ri con ganas. Se seren.Y por qu?Porque no quiero que te acompae.Juan Martn sali para el trabajo. Senta cierta vergenza por haberle dicho aquello a Felisa. Se reprochaba el haber seguido las

    indicaciones del hijo. Pens que aquel muchacho estaba envenenado. Se lo repiti varias veces: s, el chico est envenenado.Cuando lleg de trabajar, encontr a Felisa discutiendo con su hermano. El muchacho la haba amenazado. Juan quiso imponer la calma,

    dejando sentir una incierta serenidad paternal.Estara bueno que precisamente ahora rierais por tan poca cosa.Es que yo me dejo acompaar y salgo dijo Felisa con quien me da la gana.Bueno, con quien te da la gana no, porque para algo estoy yo aqu y soy tu padre.Felisa call. El hermano se ensa con ella.Te debera dar vengenza salir con un enemigo de los obreros.Felisa principi a trabajar en algo que necesitaba urgencia aparente. El hermano insisti.Lo que haces t es renegar de tu clase. Ya veremos hasta dnde llegas en tus cosas. Seras capaz hasta de liarte con l, o de casarte.Felisa levant la cabeza un momento y le mir tranquilamente.Naturalmente que sera capaz de casarme dijo.El hermano alborot iracundo; luego, Felisa se ri.Me hacis mucha gracia; si madre viviera, se reira de vosotros. No sabis que para lo que est en el mundo una mujer es para casarse y

    tener hijos, y no para cuidar de los que tienen los dems. Por vuestro gusto me tendrais aqu toda la vida, considerando, adems, que sa era miobligacin. Pues me casar con ese que tanto os molesta, o con cualquier otro, pero me casar y all os la compongis.

    Juan Martn qued un momento estupefacto.Basta, basta fue levantando el tono de voz y alargando las palabras. Basta he dicho. Aqu slo se har lo que yo mande.

  • Los dos hermanos guardaron un silencio hostil.Aquel sbado Felisa regres a casa sola. Haba paseado por la acera de la calle central a partir de la hora en que haba quedado con

    Ruiprez. Haba paseado cogida del brazo de su amiga durante mucho tiempo. Haca calor y en un aguaducho tomaron un Orange a medias. Lainquietud de Felisa se transparentaba en el modo de mirar a todos los sitios con movimientos nerviosos de cabeza. Estaba tan desasosegada,que la conversacin de su amiga apenas la entenda.

    No dio importancia a que su padre y su hermano no hubieran regresado, a pesar de que la hora era ya bastante avanzada. Esper comosiempre. Sobre las doce de la noche comenzaron a orse disparos sueltos de fusil; despus del ruido carraspeado de una ametralladora. Pastiempo. Circularon coches a gran velocidad. Llamaron a la puerta.

    Era una vecina. Entr con cara asustada.A tu padre lo han detenido, me he enterado por una amiga. No se les puede ir a ver. Ella ha intentado llevarle a su marido mantas y le han

    dicho que hasta maana, despus del medioda, no hay nada que hacer.La vecina hablaba casi a gritos. Felisa le hizo seas de que bajara la voz.Por favor, los pequeos estn dormidos y como se despierten...Segua la vecina:Hay tiros por todos los lados. Es la revolucin. Creo que en el Ayuntamiento mataron a uno.No se preocupe, mujer, esto pasar.La vecina lloraba y se abrazaba a Felisa.Ay, Dios mo, qu les habr pasado a los de casa!Clmese, mujer. Tome asiento. Clmese.La mujer march un poco antes de las dos de la maana. Felisa miraba constantemente el reloj despertador, colocado sobre uno de los

    vasares de la cocina. Luego, al quedarse sola, pens en su padre y en el hermano. El que le preocupaba era el hermano. Le embargaba unsentimiento a medias de pena y de ira por el hermano. Si le pasa algo, se lo tiene bien merecido pensaba, pero que no sea mucho lo que lepase. Un susto, un buen susto, es lo que merece por meterse donde no le llaman.

    Con la amanecida los disparos se iban espaciando, pasaban menos coches por la calle. Felisa sinti fro y encendi la lumbre de la cocina,que haba dejado apagar en el duermevela de la alta madrugada.

    El sol tea de violeta unas nubes lejanas. El azul del cielo era todava plido. Comenzaban los pjaros a piar. Entr un momento en lahabitacin de los pequeos; uno de ellos s despert y le pregunt si era hora de levantarse. Felisa le chist. No, no era hora de levantarse. Elnio se durmi automticamente. Ella ajust las contraventanas, todava se colaba un rayito de sol que daba sobre la colcha cada de una de lascamas. Cubri al durmiente, que enseaba toda la pierna y la nalga, destapado y con la camisa subida por encima de la cintura.

    Felisa esperaba. Los nios se levantaron. Les tena preparado el desayuno. Le preguntaron por el padre. Ella les dijo simplemente queestaba detenido y que no se preocupasen. Luego fue preparando algunos alimentos en una bolsa y dobl una manta sobre una almohada defunda muy limpia. A las diez de la maana no esper ms y sali hacia la crcel. Recomend a la hermana que se hiciera cargo de los pequeos,que regresara en seguida, y al hermano aprendiz de mecnico que no se ausentase de la casa.

    En la plaza Mayor, frente al Ayuntamiento, haba bastante gente. Hablaban con tranquilidad. Los soldados estaban parados en grupos, con elmosquetn en posicin de descanso. Felisa dio la vuelta hasta la fachada trasera del Ayuntamiento. Por una calle estrecha se llegaba hasta lacrcel.

    La crcel era un edificio viejo, antiguo convento, al que se entraba por una puerta muy pequea. Los guardias hacan centinela en la puerta.Le prohibieron el paso. Felisa pregunt por Ruiprez.

    Ruiprez sali. Andaba pesadamente. Se acerc con lentitud a Felisa. Agach la cabeza. Las miradas de los dos convergieron sobre unapiedrecilla.

    Esto es muy serio dijo Ruiprez. Se ha declarado el estado de guerra. Toda Espaa est en armas.Cmo se encuentra mi padre?Bien. Ahora le dir al cabo que le traes comida y una manta. Espera.Felisa vio como se acercaba Ruiprez al cabo que estaba junto a la puerta. Luego le hizo seas con la mano. Felisa se acerc.Y puedo verle?Ahora no, Felisa; es una orden.Cundo entonces?No s, tal vez esta tarde. Ven hacia las cinco.No le pasar nada, verdad?Creo que no, pero estar unos das encarcelado.Felisa qued en silencio. Al fin, como si fuera una queja, suave, mansamente, dijo:Mi hermano...Tu hermano se ha escapado con un grupo hacia Asturias. Los mineros se han adueado de toda la cuenca. Puede que nosotros

    marchemos hoy hacia el frente.Entonces...No s, Felisa, sta es gorda. Vete a casa y vuelve a la hora que te he dicho.Gracias, Regino. Haz el favor de cuidar a mi padre. T ya sabes cmo es. Abusan de su buena fe y lo meten en estos los.Har lo que pueda.Al pasar por la Plaza Mayor, Felisa se par un instante a escuchar. Desde el balcn del Ayuntamiento, un hombre hablaba del Ejrcito y de

    Espaa. Las gentes que le escuchaban, gritaron, cuando termin, vivas y mueras. Felisa cruz entre ellos. De una iglesia cercana salan de misa.Uniformes y trajes civiles se mezclaban. Pareca un domingo alegre. Todo el mundo sonrea. El sol brillaba alto. Felisa cogi el camino de sucasa. Al llegar, los nios estaban jugando. El pequeo lloraba porque le haban quitado una caja de cartn atada con una cuerda. Era domingo ytodo pareca alegre. Felisa entr en su casa.

    Felisa sudaba. A veces se senta impotente. Se le escapaban las fuerzas en un suspiro. No, no poda mover aquella cmoda de maderareda. Era preferible dejarlo hasta que l llegara. Le dola la cintura. Haca un nuevo esfuerzo. Tena que rescatar algo tan pequeo, tan pocoimportante como un pauelo. Adems, un pauelo barato, de los que venden los buhoneros que van por los pueblos, liquidaciones de las tiendasde las ciudades. En fin, algo que no era nada. Pero Felisa trabajaba con ahnco. Un pauelo, calculaba, es una peseta y setenta y cinco cntimos.Y, adems, es parte de un sueldo o de un jornal. Esa peseta con setenta y cinco cntimos son el tiempo de un hombre que trabaja.

    Uno de sus hijos se le acerc.

  • Mam, tengo hambre.Felisa alz la cabeza.Que tienes hambre? Pues haber comido. A la hora de comer le hacis dengues a todo, y despus