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Ali y Nino Kurban Said

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NOVELA

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Índice

ALÍ Y NINOCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18

Capítulo 19Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30

ALÍ Y NINO

A comienzos del siglo XX, laciudad de Bakú, en Azerbaiyán, viveen un frágil equilibrio entre Oriente yOccidente. Crisol de culturas en el quehan convivido durante añosgeorgianos, turcos, armenios y rusos,cristianos, judíos y musulmanes, sufreuna profunda transformación a finalesdel XIX cuando empiezan a explotarsesus ricos yacimientos petrolíferos. Elinicio de la primera guerra mundialcomplica aún más su situación, puespara muchos de los países en lucha seconvierte en una posición estratégica.Esa es la ciudad en la que Alí Khan, unjoven aristócrata musulmán, seenamora de la bella y enigmática Nino,

una joven princesa cristiana. Paraestar juntos deben vencer prejuicios yenemistades ancestrales y desafiar lascostumbres de su país. Cuandofinalmente lo logran, la guerraamenaza con llevarse por delante lasociedad en la que habían vivido hastaentonces. La novela, que estáconsiderada como el libro másimportante de la literatura azerícontemporánea, fue publicada porprimera vez en Viena en 1937; el pasodel tiempo la ha convertido en unclásico.

Título Original: Ali und NinoTraductor: Payno, IsabelAutor: Kurban Said©2012, Libros del Asteroide

Colección: Libros del Asteroide, 94ISBN: 9788492663590Generado con: QualityEbook v0.75

ALÍ Y NINO

KURBAN SAID

Traducción de Isabel Payno Jiménez-Ugarte

Primera edición, 2012Segunda edición, 2012

Título original: Ali und Nino

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorizaciónescrita de los titulares del copyright, bajo las

sanciones establecidas en las leyes, lareproducción total o parcial de esta obra por

cualquier medio o procedimiento, incluidos lareprografía y el tratamiento informático, y la

distribución de ejemplares mediante alquiler opréstamo públicos.

© 1937 by E.P. Tal & Co., Verlag. Wien

© de la traducción, Isabel Payno Jiménez-Ugarte,2000, 2012

© de esta edición, Libros del Asteroide S.L.U.

Ilustración de cubierta: Nomono

Publicado por Libros del Asteroide S.L.U.Avió Plus Ultra, 2308017 Barcelona

Españawww.librosdelasteroide.com

ISBN: 978-84-92663-59-0Depósito legal: B. 59-2012Impreso por Reinbook S.L.

Impreso en España - Printed in SpainDiseño de colección y cubierta: Enric Jardí

Este libro ha sido impreso con un papel ahuesado,neutro y satinado de ochenta gramos, procedente

de bosques correctamente gestionados y concelulosa 100 % libre de cloro, y ha sido

compaginado con la tipografía Sabon en cuerpo11.

1

«Europa está rodeada de mar por el norte, el

sur y el oeste. Las fronteras naturales delcontinente son el océano Atlántico y el marMediterráneo, y el océano Ártico al norte. Elextremo septentrional de Europa, según la ciencia,es la isla de Mageroya; el extremo meridional esCreta y el occidental, el archipiélago de DunmoreHead. La frontera oriental de Europa se extiende alo largo de los Urales por el Imperio ruso ycruzando el mar Caspio atraviesa Transcaucasia.Sobre esto la ciencia aún no se ha definido.Algunos estudiosos piensan que la región situadaal sur de la cordillera del Cáucaso pertenece aAsia, pero otros opinan que estas tierras han deconsiderarse Europa, especialmente si se tiene encuenta su desarrollo cultural. Así que, niños, elque nuestra ciudad haya de pertenecer a laavanzada Europa o a la atrasada Asia va adepender en parte de cómo os comportéis

vosotros.»El profesor sonrió, satisfecho. Los cuarenta

alumnos de tercer curso del Instituto deBachillerato de Humanidades del Imperio ruso dela ciudad de Bakú, en Transcaucasia, nosquedamos sin respiración ante este saber tanprofundo y ante el peso de nuestraresponsabilidad.Éramos treinta musulmanes, cuatro armenios, dospolacos, tres sectarios y un ruso, y estuvimos unrato callados. Entonces Mehmed Haidar levantó lamano desde la última fila y dijo:

«Perdone, profesor, pero es que preferimosquedarnos en Asia.»

Estallaron carcajadas. Era ya el segundo añoque Mehmed Haidar se sentaba en los bancos detercer curso, y con toda probabilidad seguiría allíotro año, siempre que Bakú siguiera perteneciendoa Asia. Según un decreto ministerial, los nacidosen la Rusia asiática tenían derecho a repetir cursotantas veces como quisieran.

El profesor Sanin, con su uniforme bordadoen oro de los profesores rusos de instituto, frunció

el ceño. «¿Así que tú quieres seguir siendoasiático, Mehmed Haidar? Sal a la pizarra.¿Puedes fundamentar tu opinión?»

Mehmed Haidar se acercó, se puso rojo ysiguió callado. La boca abierta y el ceño fruncido,sus ojos miraban estúpidamente hacia delante. Ymientras cuatro armenios, dos polacos, tressectarios y un ruso se reían de su estupidez, yolevanté la mano y declaré: «Señor profesor, yotambién prefiero que nos quedemos en Asia».

«¡Alí Kan Shirvanshir! ¡También tú! Muybien, acércate.»

El profesor Sanin sacó el labio inferior ymaldijo en silencio al destino que lo desterrara ala costa del mar Caspio. Después carraspeó y dijocon gravedad: «¿Puedes tú, al menos, justificaresta opinión?».

«Sí. En Asia me encuentro muy bien.»«Ya veo. ¿Y has estado en algún país asiático

verdaderamente sin civilizar, por ejemplo enTeherán?»

«Sí: el verano pasado.»«¡Ajá! ¿Y disponen allí de los grandes logros

de la cultura europea, como el automóvil?»«Claro que sí, incluso de unos muy grandes.

Cabrán treinta personas, o más. No van por laciudad, sino de pueblo en pueblo.»

«Son autobuses, y circulan porque no hayferrocarril. Eso es el atraso. ¡Vuelve a tu sitio,Shirvanshir!»

Los treinta asiáticos se quedaron encantadosy me lanzaban miradas de aprobación.

El profesor Sanin estaba de mal humor y nodecía nada. Su deber era educar a los alumnospara ser buenos europeos.

«¿Alguno de vosotros ha estado en Berlín,por ejemplo?», preguntó de pronto.

No era su día de suerte: el sectario Maikovlevantó la mano y reconoció que estuvo en Berlínsiendo muy, muy pequeño. Lo único que recordabacon claridad era un tren subterráneo húmedo ysiniestro, un ruidoso ferrocarril y un bocadillo dejamón que le preparó su madre.

Los treinta musulmanes nos escandalizamosprofundamente. Said Mustafá incluso pidiópermiso para salir, porque le dio un mareo cuando

oyó la palabra «jamón». Con esto quedó zanjada ladiscusión sobre la situación geográfica de laciudad de Bakú.

Tocaron el timbre. Aliviado, el profesorSanin abandonó el aula. Los cuarenta alumnossalimos corriendo. Era la hora del recreo largo, yhabía tres opciones: correr por el patiopeleándonos con los alumnos del vecino Institutode Ciencias, porque sus botones y escarapelaseran dorados mientras nosotros solo teníamosplateados; hablar en tártaro a gritos, para que losrusos no nos entendieran y porque además estabaprohibido; o correr por las calles hasta el LiceoFemenino de la Reina Santa Tamara. Por estoúltimo opté yo.

En el Liceo de Santa Tamara las chicaspaseaban por el jardín con sus pudorososuniformes azules y sus delantales blancos. Miprima Aixa me saludó. Me introduje por la puertadel jardín. Aixa iba de la mano de Nino Kipiani, yNino Kipiani era la chica más guapa del mundo.Cuando les conté mis batallas geográficas, la chicamás guapa del mundo torció la nariz más bonita

del mundo y dijo: «Alí Kan, mira que eres tonto.Gracias a Dios que estamos en Europa. Siestuviéramos en Asia yo hace tiempo que llevaríavelo, y tú no me podrías ver».

Me di por vencido. La ambigüedadgeográfica de Bakú me permitía seguircontemplando los ojos más bonitos del mundo.

Afligido, me salté el resto de las clases.Estuve paseando por las callejuelas de la ciudad,mirando los camellos y el mar y pensando enEuropa, en Asia y en los preciosos ojos de Nino; yme embargó la tristeza. Se me acercó un mendigode cara desfigurada. Le di unas monedas e intentóbesarme la mano. Espantado, la retiré. Pero luegoanduve dos horas por la ciudad buscando almendigo, para que me la pudiera besar. Pensé quelo había ofendido. Resultó imposible dar con él, ytuve remordimientos de conciencia.

Todo esto ocurrió hace cinco años.En estos cinco años pasaron muchas cosas.

Llegó un nuevo director, que disfrutabacogiéndonos del cuello de la camisa ysacudiéndolo: pegar a un alumno de bachillerato

estaba terminantemente prohibido. El profesor dereligión nos explicó con detalle lo misericordiosoque había sido Alá al traer al mundo a losmusulmanes. Ingresaron en nuestro curso dosarmenios y un ruso, y lo abandonaron dosmusulmanes: uno porque se casó con dieciséisaños; el otro, porque lo asesinaron durante lasvacaciones por una venganza de sangre. Yo, AlíKan Shirvanshir, viajé tres veces a Daguestán, dosa Tiflis, una a Kislovodsk y una a casa de mi tío enPersia, y a punto estuve de repetir curso porconfundir el gerundio con el gerundivo. Mi padrefue a la mezquita a consultar al mulá y este leexplicó que lo del latín eran meras manías. Envista de lo cual mi padre se colocó todas suscondecoraciones, las turcas, las persas y las rusas,se fue a ver al director, donó al instituto no sé quéinstrumento de laboratorio, y yo pasé de curso. Enel instituto colgaba un cartel nuevo según el cuallos alumnos teníamos prohibido entrar conrevólveres cargados, en la ciudad abrieron doscines e instalaron líneas de teléfono, y NinoKipiani seguía siendo la chica más guapa del

mundo.Y ahora todo se iba a acabar: faltaba solo una

semana para el examen final de bachillerato, y yoestaba en casa sentado en mi habitación, rumiandosobre lo absurdo que es estudiar latín a la orilladel mar Caspio.

Era una agradable estancia del segundo pisode la casa familiar. Las paredes estabanrecubiertas de oscuras alfombras de Bujará,Isfahán y Kazán. Las líneas de sus dibujos eran elreflejo de jardines y lagos, bosques y ríosimaginados por el tejedor: irreconocibles para ellego, fascinantemente bellos para el experto.Mujeres nómadas de lejanos desiertos recogían enel bosque de matorral silvestre las hierbas parahacer tintes. Delgados y largos dedos lasexprimían para extraer el jugo. El secreto de estosdelicados tintes tiene siglos de antigüedad, y amenudo pasa una década hasta que el tejedortermina su obra de arte. Entonces se cuelga de unapared, llena de símbolos misteriosos, debosquejos de escenas de caza y luchas a caballo,con adornos de caligrafía en el borde: un verso de

Firdusi o una profunda cita de Saadi. Con tantasalfombras, la habitación resulta oscura. Un divánbajo, dos pequeños escabeles con incrustacionesde madreperla, multitud de blandos almohadones;y, en medio de todo, molestísimos y absurdos, loslibros del saber occidental: química, latín, física,trigonometría… nimiedades inventadas por losbárbaros para ocultar su barbarie.

Cerré los libros de golpe y salí de mihabitación. Un estrecho mirador acristalado, quedaba al patio, conducía hasta la azotea. Subí.Desde allí observé mi mundo, la gruesa muralla dela ciudad vieja y las ruinas del palacio con suinscripción en árabe a la entrada. Por el laberintode calles caminaban camellos de patas tan suavesque daban ganas de acariciarlos. Frente a mí sealzaba, pesada y oronda, la Torre de la Muchacha,rodeada de leyendas y de guías turísticos. Más alláde la torre empezaba el mar: el Caspio,misterioso, plomizo y sin facciones; y a miespalda, el desierto: rocas picudas, arena ymatojos, tranquilo, mudo e insalvable: el paisajemás bello del mundo.

Me senté tranquilamente en la azotea. Qué meimportaba a mí que hubiera más ciudades, azoteaso paisajes. Yo amaba este liso mar y este desiertoliso y entre ellos esta vieja ciudad, con su palacioen ruinas y la ruidosa muchedumbre que veníahasta aquí a buscar petróleo y hacerse rica, y quese acababa marchando porque no le gustaba eldesierto.

El criado trajo té. Bebí, pensando en elexamen de reválida. No es que me preocuparademasiado. Seguramente aprobaría. Pero si teníaque repetir curso tampoco era una tragedia. Loscampesinos que labraban nuestras tierras diríanque mi sed de conocimientos era tal que no queríaalejarme de la casa del saber. Y en verdad era unalástima dejar el instituto. Con lo elegante que erael uniforme gris, con sus botones, sus hombreras ysu escarapela color plata. En ropa de calle iba asentirme muy disminuido. Pero no llevaría ropa decalle por mucho tiempo. Solo este verano, ydespués… sí, después a Moscú, al InstitutoLazarev de Lenguas Orientales. Así lo hedecidido: tendré una buena ventaja sobre los

rusos. Lo que a ellos les cuesta mucho estudiar yolo sé desde niño. Y además, no hay uniforme másbonito que el del Instituto Lazarev: chaqueta roja,cuello dorado, una fina espada de oro y guantes decabritilla hasta en días de diario. Hay que teneruniforme, porque si no los rusos no te respetan, ysi no me respetan los rusos, Nino no querrátomarme como marido. Porque yo tengo quecasarme con Nino, por muy cristiana que sea. Lasgeorgianas son las mujeres más guapas del mundo.¿Y si ella no quiere? Pues… entonces me busco aun par de hombres valientes, agarro a Nino a lasilla de montar y me la llevo por la frontera persahacia Teherán. Entonces sí querrá, ¡no tendrá másremedio!

Vista desde la azotea de nuestra casa enBakú, la vida era bella y sencilla.

Kerim, el criado, me tocó el hombro. «Ya esla hora», dijo.

Me levanté. En efecto, era la hora. En elhorizonte, detrás de la isla de Nargin se veía unbarco de vapor. De creer un papelito impreso quetrajo a casa un funcionario de telégrafos cristiano,

en este barco venía mi tío con sus tres mujeres ysus dos eunucos. Había que ir a recogerlo. Corríescaleras abajo. El coche partió. Descendimosveloces hacia el ruidoso puerto.

Mi tío era un hombre distinguido. El sahNaser al-Din le había otorgado en su gracia eltítulo de Asad ed-Davleh: «el León del Imperio».No estaba permitido llamarle de otro modo. Teníatres mujeres, muchos criados, un palacio enTeherán y numerosas tierras en Mazandarán. Veníaa Bakú por una de sus mujeres. Se trataba de lapequeña Zainab. Solo tenía dieciocho años, peroel tío la quería más que al resto de sus esposas.Estaba enferma, no tenía hijos, y el tío quería tenerhijos precisamente de ella. Con este fin ya habíaviajado a Hamadán. Allí, esculpida en roca rojizaen medio del desierto, hay una estatua de un leónde mirada enigmática. La erigieron antiguos reyesde nombres casi olvidados. Hace siglos que lasmujeres peregrinan hasta el león a besar sumiembro viril para obtener la bendición de lafertilidad y la dicha de los hijos. Con la pobreZainab el león no hizo efecto. Tampoco los

amuletos del derviche de Kerbala, los conjuros delsabio de Meshjed ni las artes secretas de aquellasviejas de Teherán duchas en cuestiones de amor.Ahora venía a Bakú para que el talento de losmédicos occidentales le diera lo que le estabanegado a la sabiduría del lugar. ¡Pobre tío! Teníaque traerse también a las otras dos mujeres, queeran viejas y a las que no amaba. Así lo exige lacostumbre: «Puedes tomar una, dos, tres o cuatromujeres, si las tratas a todas por igual». Tratarlas atodas por igual quería decir ofrecer a todas lomismo; por ejemplo, un viaje a Bakú.

A decir verdad, a mí todo ello no meimportaba en absoluto. Las mujeres pertenecen alanderun, al interior de la casa. Los hombres bieneducados ni hablan de ellas ni preguntan por ellas,tampoco las saludan. Son la sombra de susmaridos, aunque estos a menudo solo se encuentrenbien bajo estas sombras. Esto es bueno y sabio.«Una mujer no tiene más entendimiento que peloun huevo de gallina», dice un proverbio nuestro. Alas criaturas sin entendimiento hay que vigilarlas;si no, traerán desgracias sobre sí y sobre los

demás. A mí me parece una sabia norma.El vaporcito se acercó al muelle. Unos

marineros de pecho ancho y peludo colocaron laescalerilla. Descendió una masa de pasajeros:rusos, armenios y judíos, con mucha prisa, como siimportara cada minuto que llegaran antes a tierra.Mi tío no aparecía. «La velocidad es cosa deldemonio», solía decir él. Solo una vez que todoslos viajeros hubieron abandonado el barcoapareció la esbelta figura del León del Imperio.

Llevaba levita con solapas de seda, gorroredondo de piel y babuchas en los pies. Llevaba suancha barba teñida con jena, al igual que las uñasde los dedos: en recuerdo de la sangre del mártirHuseín, vertida hace un milenio por la feverdadera. Sus ojos eran pequeños y cansados, yse movía despacio. Tras él andaban, visiblementeemocionadas, tres figuras envueltas de pies acabeza en tupidos velos negros: sus mujeres.Detrás venían los dos eunucos: uno con cara delisto, como de lagartija desecada; el otro pequeño,hinchado y orgulloso: los guardianes del honor deSu Excelencia.

Mi tío cruzó despacio por la escalerilla. Leabracé y le besé con respeto en el hombroizquierdo, aunque en la calle no fuera obligado. Asus mujeres no les dirigí ni una mirada. Subimos alcoche. Las mujeres y los eunucos nos seguían encarruajes cerrados. Era una imagen tan imponente,que ordené al cochero que diera un rodeo por elpaseo marítimo, para que la ciudad pudieraadmirar a mi tío como él merecía.

En el paseo marítimo estaba Nino, que memiró con sus ojos risueños.

Mi tío, mesándose la barba con elegancia,preguntó qué novedades había en la ciudad.

«No muchas», le dije, consciente de que miobligación era empezar por lo secundario y pasardespués a lo importante. «La semana pasadaDadash Beg apuñaló a Ayund Sadé, porque AyundSadé raptó hace ocho años a la mujer de DadashBeg, y había vuelto a la ciudad. El mismo día quevolvió, Dadash Beg lo apuñaló. Ahora lo busca lapolicía, pero no lo van a encontrar, a pesar de quetodo el mundo sabe que Dadash Beg está en elpueblo de Mardakan. Las personas prudentes dicen

que Dadash Beg hizo bien.»El tío asintió con la cabeza en señal de

aprobación. ¿Alguna otra novedad?«Sí, los rusos han descubierto mucho más

petróleo en Bibi-Eibat. La Nobel ha traído hastaaquí una máquina alemana para rellenar con arenaun pedazo de mar y hacer prospecciones.»

El tío estaba muy impresionado. «Alá, Alá»,dijo, y apretó los labios con preocupación.

«… en nuestra casa todo va bien, y si Diosquiere, la semana que viene dejaré la casa delsaber.»

Así le fui contando, y el viejo escuchaba conatención. Hasta que el coche no se acercó a casa,no le dije con indiferencia, mirando hacia otrolado: «A la ciudad ha llegado un famoso médicoruso. La gente dice que es muy sabio, que ve en lacara de los hombres su pasado y su presente y quededuce el futuro».

Los ojos de mi tío estaban semicerrados congrave indiferencia. Sin demostrar interés mepreguntó el nombre de este sabio, y supe queestaba muy contento conmigo.

Pues para nosotros así son las buenasmaneras y la educación distinguida.

2

Estábamos mi padre, mi tío y yo en la azotea

de nuestra casa, protegidos del viento. Hacíamucho calor. Extendidas en el suelo habíaalfombras blandas y multicolores de Karabaj, condibujos bárbaro-grotescos, y nos habíamos sentadosobre ellas con las piernas cruzadas. Detrásestaban los criados con sus faroles. En lasalfombras ante nosotros, toda una panoplia demanjares orientales: pasteles de miel, frutaconfitada, cordero asado y arroz con pollo y pasas.

Admiré, como tantas otras veces, la eleganciade mi padre y de mi tío. Sin mover siquiera lamano izquierda partían las tortas de pan, formabanun cucurucho, lo llenaban de carne y se lo llevabana la boca. Con perfecta soltura mi tío metía tresdedos de la mano derecha en el humeante ygrasiento plato de arroz, tomaba un montoncito, loaplastaba en forma de bola, y se la comía sin dejarcaer ni un granito de arroz.

Dios mío, lo orgullosos que están los rusosde su arte de comer con cuchillo y tenedor, si hastael más tonto lo aprende en un mes. Yo manejo bienel cuchillo y el tenedor y sé cómo comportarme ala mesa de los europeos.Pero aunque tengo ya dieciocho años sigo siendoincapaz de comer con la elegancia de mi padre ymi tío, que con tres dedos de la mano derecha dancuenta de la larga ristra de platos orientales sinsiquiera mancharse la palma de la mano. Nino diceque nuestro modo de comer es de bárbaros. Encasa de los Kipiani se come siempre en la mesa ya la europea. En la nuestra, solo si hay invitadosrusos, y a Nino le horroriza pensar que yo mesiento en una alfombra y como con las manos.Olvida que su propio padre no cogió un tenedorhasta los veinte años.

La cena había acabado. Nos lavamos lasmanos y el tío rezó brevemente. Después retiraronlos platos. Trajeron unas tazas pequeñas de téfuerte y oscuro, y el tío se puso a hablar a lamanera que acostumbran las personas mayoresdespués de una buena comida: de forma prolija y

algo verbosa. Mi padre apenas decía nada, y yopermanecía en silencio, pues así lo exige lacostumbre. Solo hablaba mi tío, y como siempreque venía a Bakú, recordaba los tiempos del gransah Naser al-Din, en cuya corte desempeñó unpapel importante que yo no acababa decomprender.

«Treinta años», dijo el tío, «pasé al serviciodel rey de reyes sentado en su alfombra. Tresveces me llevó consigo su majestad en sus viajesal extranjero. Durante estos viajes conocí elmundo de los infieles mejor que nadie. Visitamospalacios reales e imperiales y a los cristianos másfamosos de la época. Es un mundo extraño, y lomás extraño es cómo tratan a las mujeres. Lasmujeres, incluso las mujeres de los reyes yemperadores, van desnudas por los palacios, ynadie se escandaliza; quizá porque los cristianosno son hombres de verdad, quizá sea otra la razón.Solo Dios lo sabe. Pero a la vez los infieles seindignan por cosas totalmente inofensivas. En unaocasión, su majestad estaba invitado a comer conel zar. A su lado estaba sentada la zarina. En el

plato de su majestad había un buen trozo de pollo.El sah tomó de su plato con los tres dedos de lamano derecha este exquisito pedazo y lo puso en elplato de la zarina, como gesto de cortesía. Lazarina se quedó pálida y se puso a toser del susto.Después supimos que muchos cortesanos ypríncipes del zar quedaron muy turbados por elgesto de amabilidad del sah. ¡Así de baja es laestima en que los europeos tienen a la mujer! Semuestra su desnudez a todo el mundo y luego nohace falta ser educado. Al embajador francésincluso le permitieron coger abrazada a la mujerdel zar después de comer, y darle vueltas por lasala a los acordes de una música horrible. Elpropio zar y muchos oficiales de su guardia lopresenciaron, pero nadie protegió el honor del zar.

»En Berlín se nos ofreció un espectáculo aúnmás extraño. Nos llevaron a la ópera. Sobre elgran escenario había una mujer muy gorda quecantaba de forma abominable. La ópera se llamabaLa africana. La voz de la cantante nos desagradóenormemente. El emperador Guillermo se diocuenta, y mandó castigar a la mujer allí mismo. En

el último acto aparecieron un montón de negros yconstruyeron una enorme hoguera en el escenario.Ataron a la mujer y ardió lentamente. Nosquedamos muy satisfechos. Más tarde alguien nosdijo que el fuego solo era simbólico. Pero no locreímos, porque los gritos de la mujer eran igualde desgarradores que los de la hereje Hurriet ul-Ain, a la que poco antes el sah envió a la hogueraen Teherán.»

El tío calló, absorto en pensamientos yrecuerdos. Luego suspiró profundamente yprosiguió: «Pero hay una cosa de los cristianosque no puedo entender: tienen las mejores armas,los mejores soldados y las mejores fábricas, yproducen todo lo necesario para matar a losenemigos. Se tiene mucho respeto por los queinventan cosas para asesinar en masa a otroshombres de forma cómoda y rápida, y recibenmucho dinero y condecoraciones. Eso es bello ybueno. Porque la guerra es necesaria. Por otrolado, los europeos construyen hospitales, y loshombres que inventan cosas contra la muerte, oque durante la guerra curan y alimentan a los

soldados enemigos, también son muy respetados yreciben condecoraciones. Al sah, mi gran señor,siempre le ha maravillado que se recompense conel mismo honor a los que hacen cosas opuestas. Enuna ocasión le habló de ello al emperador enViena, pero tampoco este se lo pudo explicar. Y,sin embargo, a nosotros los europeos nosdesprecian, porque para nosotros los enemigos sonenemigos, porque los matamos y no los curamos.Nos desprecian porque podemos tomar variasesposas, aunque ellos mismos a menudo tenganmuchas más que cuatro; y porque vivimos ygobernamos tal y como Dios nos ordenó».

El tío enmudeció. Se estaba haciendo denoche. Su sombra era como un pájaro flaco yviejo. Se incorporó, tosió con tos de anciano ydijo con fervor: «Y, sin embargo, aunque nosotroshacemos todo lo que nuestro Dios nos exige, y loseuropeos no hacen nada de lo que les exige suDios, su poder y su fuerza crecen sin cesar,mientras que los nuestros disminuyen. ¿Alguiensabe por qué será?».

Nosotros no lo sabíamos. Se levantó y bajó

tambaleando hasta su habitación: era un hombreviejo y cansado.

Mi padre lo siguió. Los criados se llevaronlas tazas de té. Me quedé solo en la azotea. Noquería irme a dormir.

La oscuridad envolvía la ciudad, que parecíaun animal al acecho, listo para saltar o para jugar.En realidad eran dos ciudades, una metida dentrode la otra como la nuez dentro de su cáscara.

La cáscara era la ciudad nueva, más allá de laantigua muralla. Las calles allí eran anchas, lascasas altas, los hombres codiciosos y ruidosos.Esta ciudad nueva había nacido del petróleo, queprocede de nuestro desierto y trae riqueza. Allíhabía teatros, escuelas, hospitales, bibliotecas,policías y bellas mujeres de hombros desnudos.Cuando en la ciudad nueva sonaban disparos,siempre era por dinero. En la ciudad nuevacomenzaba la frontera geográfica de Europa. Ninovivía en la ciudad nueva.

En el interior de la muralla las casas eranestrechas y curvas como el sonido de los sablesorientales. Los alminares de las mezquitas se

elevaban contra el suave cielo iluminado por laluna, muy distintas de las torres de perforación dela casa Nobel. Junto a la muralla este de la ciudadvieja se alzaba la Torre de la Muchacha. MehmedYusuf Kan, señor de Bakú, la construyó en honorde su hija, a la que quería desposar. El matrimoniono fue consumado. La hija se tiró desde la torremientras el padre, ávido de amor, subía con prisalas escaleras hacia sus aposentos. La piedra contrala que se estrelló su joven cabeza se llama laPiedra de la Doncella. A veces, las novias lehacen una ofrenda de flores antes de su boda.

Ha corrido mucha sangre por las callejuelasde nuestra ciudad a lo largo de los siglos: sangrede hombres. Y esta sangre derramada nos hace másfuertes y valientes. Muy cerca de nuestra casa sealza la puerta del príncipe Zizianashvili, y tambiénaquí corrió una vez la sangre, sangre de hombrenoble. Fue hace muchos años, cuando nuestratierra aún pertenecía a Persia y era tributaria delgobernador de Azerbaiyán. El príncipe era generaldel ejército del zar, y tenía sitiada nuestra ciudad,entonces gobernada por Hasán Kuli Kan. Este

abrió las puertas de la ciudad, mandó entrar alpríncipe y le contó que se entregaba al grande ysabio zar. El príncipe entró a caballo en la ciudadacompañado de unos pocos oficiales. En la plazaque hay al otro lado de la puerta se celebraba unbanquete. Ardían hogueras, se asaban bueyesenteros. El príncipe Zizianashvili estaba ebrio yapoyó su cabeza en el pecho de Hasán Kuli Kan.Entonces un antepasado mío, Ibrahim KanShirvanshir, desenvainó un enorme puñal curvo yse lo tendió a su señor. Hasán Kuli Kan tomó elpuñal y lentamente le cortó el cuello al príncipe.Sus ropas se salpicaron de sangre, pero siguiócortando hasta que tuvo la cabeza del príncipeentre las manos. Metieron la cabeza en un sacolleno de sal y mi antepasado se la llevó al rey dereyes en Teherán. Pero el zar dispuso que sevengara esta muerte. Envió muchos soldados.Hasán Kuli Kan se encerró en el palacio y estuvorezando y pensando en el día siguiente. Cuando lossoldados del zar saltaron la muralla, él huyó haciael mar por un pasadizo subterráneo que hoy en díaestá cegado, y después a Persia. Pero antes de

introducirse en el pasadizo escribió en la entradauna sola y sabia frase: «Quien piensa en el mañanano puede ser valiente».

Al volver del colegio a menudo vago por elpalacio en ruinas. La sala de justicia con susinmensas columnatas moriscas está desierta yabandonada. Para buscar justicia en nuestra ciudadhabría que dirigirse al juez ruso, al otro lado de lamuralla. Pero pocos lo hacen. Y no porque losjueces rusos sean malos o injustos. Son clementesy justos, pero de una manera que a nuestro pueblono le agrada. Los ladrones van a la cárcel. Allí lesdan una celda limpia, y té, e incluso azúcar. Nadiesaca provecho, y menos que nadie a quien robaron.El pueblo se encoge de hombros y aplica suspropias leyes. Por las tardes las víctimas acuden ala mezquita, donde los ancianos sabios se sientanen círculo y dictan según la ley de la charia, la leyde Alá: «Ojo por ojo, diente por diente». Denoche, a veces, se deslizan formas enmascaradaspor las callejuelas. Un destello de puñal, un gritoahogado, y se hizo justicia. Las luchas de sangrevan de casa en casa. Pero raro es quien acude al

juez ruso, y a quien así hace los sabios lodesprecian y por la calle los niños le sacan lalengua.

A veces, de noche, por las calles pasa alguiencon un saco del que salen gemidos ahogados. Unchapoteo en el mar, y el saco desaparece. Al díasiguiente hay un hombre sentado en el suelo de suhabitación con los vestidos desgarrados y los ojosllenos de lágrimas. Ha cumplido la ley de Alá: darmuerte a la mujer adúltera.

Nuestra ciudad encierra muchos misterios.Sus rincones están llenos de extrañas maravillas.Yo amo estas maravillas, estos rincones, laoscuridad susurrante de la noche y el mudomeditar de las tardes calurosas y quietas en elpatio de la mezquita. Dios me puso aquí, soymusulmán de doctrina chií, de la escuela del imánYafar. Y si tiene piedad de mí me dejará moriraquí, en la misma calle y en la misma casa en laque vine al mundo. A mí y a Nino, que es cristianade Georgia, come con cuchillo y tenedor, tieneojos risueños y gasta finas y delicadas medias deseda.

3

El uniforme de gala de los estudiantes de

último curso de bachillerato tenía en el cuellogalones plateados. La también plateada hebilla delcinturón y los plateados botones estabanrelucientes, y la rígida tela gris seguía caliente dela plancha. Estábamos de pie en el salón de actos,en silencio y con la cabeza descubierta. Alcomienzo del solemne acto del examen, todossuplicamos ayuda al Dios de la Iglesia ortodoxa,los cuarenta de la clase, aunque de ellos solo dospertenecieran a la iglesia oficial del Estado.

El pope, con el pesado oro de las vestiduraseclesiásticas, el largo pelo perfumado y una grancruz dorada en la mano, comenzó la oración. Lasala se llenó de incienso, y se arrodillaron losprofesores y los dos miembros de la iglesiaoficial. Con su cadencia cantarina de la Iglesiaortodoxa, las palabras del pope sonaban hueras ennuestros oídos. Tantas veces las escuchamos a lo

largo de estos ocho años, entre la indiferencia y elaburrimiento:

«Dios bendiga al más devoto, poderoso ycristiano de los señores, al emperador NicolásII… Dios bendiga a los marineros y los viajeros, alos que estudian y a los que sufren, a los guerrerosque dejaron la vida por la fe, por el zar y por lapatria en el noble campo de batalla, y a todos loscristianos ortodoxos…»

Aburrido, miré a la pared. De ahí colgaba, enun ancho marco dorado bajo una enorme águilabicéfala, un retrato de tamaño natural del señor yemperador más devoto y más poderoso: parecía unicono bizantino. El zar tenía el rostro alargado y elpelo rubio, y miraba al frente con sus fríos ojosclaros. Era impresionante la cantidad decondecoraciones que tenía en el pecho. Llevabaocho años proponiéndome hacer la cuenta, perosiempre me perdía entre tanto esplendor y tantamedalla.

Antes había un retrato de la zarina junto al delzar. Lo tuvieron que quitar. A los musulmanes delpaís les escandalizaba su vestido escotado, y

dejaron de mandar a los niños al colegio.Mientras el pope rezaba, se instaló una

actitud solemne. Al fin y al cabo era un día muyemocionante. Desde primera hora de la mañanahice todo lo posible por superarlo con dignidad.Primero me propuse tratar bien a todos en casa,pero como la mayoría de ellos aún dormía, no mefue posible cumplir esta tarea. Camino del colegiodi limosnas a todos los mendigos. Por si acaso.Estaba tan nervioso que a uno le di un rubloentero, en lugar de cinco kopeks. Cuando me diolas gracias muy entusiasmado yo le dije congravedad: «¡No me lo agradezcas a mí, sino a Alá,que usó mi mano para dártelo!».

Con tales frase piadosas era imposible queme suspendieran.

La oración tocó a su fin. Nos dirigimos en filade a uno hacia las mesas de examen. El tribunalasemejaba las fauces de un monstruoantediluviano: caras barbudas, miradas sombrías,dorados uniformes de gala. Todo era muy solemney daba mucho miedo, aunque los rusos prefieran nosuspender a los musulmanes. Tenemos muchos

amigos, y nuestros amigos son muchachos fuertescon puñales y revólveres. Los profesores lo saben,y su temor a los bandidos salvajes que tienen poralumnos es tan grande como el que los alumnossienten hacia ellos. La mayoría de los profesoresconsidera el traslado a Bakú un castigo divino. Noson poco frecuentes los casos en que un profesores asaltado y apaleado por las callejuelas oscuras.Al final nunca se descubría a los culpables y habíaque trasladar al profesor. Por eso hicieron la vistagorda hasta cuando el alumno Alí Kan Shirvanshircopió con descaro los ejercicios de matemáticasde su compañero Metalnikov. Solo una vez, enpleno proceso de copia, se me acercó el profesor yme siseó angustiado: «Un poco más de discreción,Shirvanshir: que no estamos solos».

Así que el examen escrito de matemáticas mesalió bien. Alegres, bajamos con calma por lacalle Nikolái: ya casi no éramos escolares. Para eldía siguiente estaba convocado el escrito de ruso.El tema llegó, como siempre, en un paquetelacrado desde Tiflis. El director rompió el sobre yleyó solemnemente: «Los personajes femeninos de

Turguéniev: personificación ideal del alma de lamujer rusa».

Un tema cómodo. Podía escribir lo que fuera:con que alabara a las mujeres rusas seríasuficiente. El escrito de física fue más difícil. Perosi fallaba el saber, siempre quedaba el arte decopiar. Así que el de física también me salió bien,tras lo cual el tribunal de examen concedió a losdelincuentes un día de asueto.

Después tocaban los orales. Ahí no valía laastucia: había que dar respuestas difíciles apreguntas sencillas. El primer examen era el dereligión. El mulá del instituto, que solía ocupar unhumilde segundo plano, de repente estaba ahí, enla mesa, con su larga túnica ondeante ceñida con elfajín verde de descendiente del profeta. Erabenévolo con sus alumnos. A mí solo me preguntóla fórmula de la fe, y me mandó salir tras ponermela máxima nota por saber recitar correctamente laprofesión de fe chií: «No hay más dios que Alá,Mahoma es su profeta y Alí su regente».

Esto último era particularmente importante,porque solo ello distingue a los devotos chiíes de

sus extraviados hermanos de la corriente suní, aquienes sin embargo no les está vetada toda lagracia de Alá. Al menos esto nos enseñó el mulá,que era un hombre liberal.

El profesor de historia era todo lo contrario.Saqué la papeleta con el tema, y al leerla me sentímal: «La victoria de Madatov en Ganja». Tampocoel profesor se sentía muy cómodo. En la batalla deGanja los rusos mataron a traición al famosoIbrahim Kan Shirvanshir, con cuya ayuda HasánKuli cortara la cabeza al príncipe Zizianashvili.

«Shirvanshir, ya sabe que tiene derecho acoger otra pregunta.» Las palabras del profesorsonaban amables. Miré con desconfianza hacia elrecipiente de cristal que contenía los temas:parecían papeletas de lotería. Cada estudiantetenía derecho a cambiar de tema una vez. Con ellosolo perdía la posibilidad de obtener la notamáxima. Pero yo no quería tentar al destino. Sobrela muerte de mi antepasado sabría contar algunascosas. El recipiente de cristal contenía misteriosaspreguntas sobre la ristra de Federicos, Guillermosy Federico Guillermos de Prusia o el origen de la

guerra de Independencia americana.¿Habría alguien capaz de saber de esas

cosas? Dije que no con la cabeza: «Gracias, peroacepto la pregunta».

Entonces conté, con todo el cuidado del quefui capaz, cómo el príncipe Abbas Mirza de Persiapartió de Tabriz con un ejército de cuarenta milhombres para expulsar a los rusos de Azerbaiyán;y cómo se encontró en las cercanías de Ganja conel general del zar, el armenio Madatov, con suscinco mil hombres, el cual mandó usar los cañonescontra los persas; y cómo el príncipe Abbas Mirzaperdió la montura y se arrastró hasta una zanja, elejército entero se dispersó, y capturaron yfusilaron a Ibrahim Kan Shirvanshir, que intentabacruzar el río acompañado de una tropa devalientes.

«Esta victoria se debió no tanto a la valentíade las tropas como a la superioridad técnica de loscañones de Madatov. La consecuencia de lavictoria de los rusos fue la Paz de Turkmenchay, envirtud de la cual se obligaba a los persas a pagarun tributo, cuya recaudación devastó cinco

provincias.»Esta conclusión me costó el sobresaliente. Lo

que tendría que haber dicho era: «La causa de lavictoria fue la inigualable valentía de los rusos,que obligaron a huir a un enemigo ocho veces másnumeroso. La consecuencia de esta victoria fue laPaz de Turkmenchay, que hizo posible que lospersas se incorporaran a la cultura y al mercadooccidentales».

Qué más me daba a mí, el honor de miantepasado bien valía la diferencia entre unsobresaliente y un notable.

Ya había terminado. El director pronunció undiscurso solemne. Lleno de gravedad y de rectaseriedad declaró que ya éramos hombres maduros,y después brincamos escaleras abajo como presosrecién liberados. El sol nos cegó. La arena doradadel desierto cubría el asfalto de las calles con susfinísimos granitos; el policía de la esquina, quemagnánimamente nos había estado protegiendoesos ocho años, vino a felicitarnos, y le dimoscada uno cincuenta kopeks. Caímos sobre laciudad cual horda de bandoleros, entre gritos y

alboroto.Corrí hacia casa, donde me recibieron como

si fuera Alejandro tras la victoria contra lospersas. Los criados me miraban temerosos. Mipadre me colmó de besos y me dijo que, comoregalo, me concedería tres deseos: y podía elegirlos que yo quisiera. Mi tío opinaba que un hombretan sabio debía estar en la corte de Teherán, dondecon toda seguridad tendría un gran futuro.

Cuando se hubieron calmado los nerviosiniciales me escabullí hasta el teléfono. Hacía dossemanas que no hablaba con Nino. Hay una sabianorma que ordena al hombre evitar el trato conmujeres cuando se acerca un momento vitalimportante. Ahora sí, levanté el auricular de eseaparato informe, giré la manivela y dije: «33-81».

Oí la voz de Nino: «¿Has aprobado, Alí?».«Sí, Nino.»«Enhorabuena, Alí.»«¿Dónde y cuándo, Nino?»«A las cinco, junto al estanque de los

Jardines del Gobernador, Alí.»No estaba permitido decir más. A mis

espaldas acechaban los oídos curiosos defamiliares, criados y eunucos. A las de Nino, sudistinguida señora madre. Así que se acabó. Detodos modos, una voz sin cuerpo es algo tanextraño que no genera auténtica alegría.

Subí a la sala grande de mi padre. Tomaba elté sentado en el diván. A su lado, mi tío. De piejunto a las paredes estaban los criados, mirándomefijamente. El examen de reválida aún no habíaterminado, ni mucho menos. En el umbral de lavida, un padre debe transmitirle a su hijo, enpúblico y respetando las formas, la sabiduría devivir. Era conmovedor y algo anticuado.

«Hijo mío, ahora que entras en la vida esnecesario que te recuerde una vez más lasobligaciones del musulmán. Vivimos aquí en tierrade infieles. Para no extinguirnos, hemos demantener las antiguas tradiciones y costumbres.Reza a menudo, hijo mío, no bebas, no beses amujeres extrañas, trata bien a los pobres y losdébiles y estate siempre dispuesto a desenvainar laespada y a morir por la fe. Soy un hombre viejo, yme dolería que murieras en el campo de batalla;

pero como soy un hombre viejo, me avergonzaríade ti si siguieras con vida pero sin honor. Noperdones nunca a tus enemigos, hijo mío, quenosotros no somos cristianos. No pienses en elmañana, que eso acobarda, y no olvides nunca lafe de Mahoma, la de la doctrina chií en la escueladel imán Yafar.»

El tío y los criados tenían una expresiónsolemne y sosegada. Escucharon las palabras demi padre como si fueran una revelación. Entoncesmi padre se levantó, me cogió la mano y dijo, conuna voz súbitamente temblorosa y ahogada: «Perouna cosa te suplico: ¡No te metas en política! Hazlo que tú quieras, pero nada de política».

Se lo juré con la conciencia tranquila. Elámbito de la política me resultaba lejano. No meparecía que Nino fuera un problema político. Mipadre me dio otro abrazo: por fin era adulto.

A las cuatro y media, vestido aún con eluniforme de gala de bachiller, iba bajando hacia elpaseo marítimo por las calles de la ciudadela,luego a la derecha, bordeando el Palacio delGobernador, hasta ese jardín que costara tanto

esfuerzo plantar en la yerma tierra de Bakú.Tenía una extraña sensación de libertad. Pasó

a mi lado el coche del regidor de la ciudad perono me tuve que cuadrar ni dar el saludo militar,como fue mi obligación esos ocho años. Retirésolemnemente de mi gorro la escarapela plateadacon las iniciales del instituto de Bakú. Ibapaseando como un ciudadano más, y por unmomento hasta me dieron ganas de encender uncigarrillo en público. Pero la repugnancia que meproducía el tabaco pudo más que la tentación de lalibertad. Olvidé lo de fumar y entré en el parque.

Era un jardín grande y polvoriento, con unospocos árboles de aspecto triste y caminosasfaltados. A la derecha se alzaba la vieja muralla.En medio se destacaban las blancas columnas demármol del casino municipal. Innumerables bancosrellenaban el espacio entre los árboles. Unascuantas palmeras polvorientas servían de abrigo atres flamencos, que miraban inmóviles hacia eldisco rojo del sol poniente. No lejos del casinoestaba el estanque, que más bien era una enormepila redonda y profunda recubierta de losas de

piedra. El ayuntamiento había previsto llenarlo deagua y de cisnes. Pero todo quedó en una buenaintención: el agua salía cara, y en todo el país nohabía un solo cisne. La pila, eternamente vacía,miraba al cielo como la cuenca del ojo de uncíclope muerto.

Me senté en un banco. El sol resplandecíatras el laberinto de grises casas cuadradas y susazoteas. Las sombras de los árboles se alargaban amis espaldas. Pasó una mujer con velo a rayasazules y babuchas que tableteaban a cada paso.Del velo sobresalía una nariz larga y torcida,como de pájaro de presa. La nariz me olisqueó.Aparté la mirada. Me asaltó un extraño cansancio.Qué bien que Nino no llevara velo y no tuviera unanariz larga y afilada. No, yo no obligaría a Nino allevar velo. ¿O quizá sí? Ya no estaba seguro. Vi lacara de Nino a la luz del sol poniente. NinoKipiani… bello nombre georgiano, respetablespadres europeizantes. ¿Qué importaba? Nino teníala piel clara y unos grandes, brillantes, oscuros yrisueños ojos caucasianos tras sus suaves y largaspestañas. Solo las georgianas tienen estos ojos

llenos de dulce alegría. Nadie más. Las europeasno. Las asiáticas tampoco. Unas cejas en forma demedia luna y perfil de Virgen María. Me pusetriste. El símil me afligía. Con la decomparaciones posibles para un hombre enOriente. Pero a estas mujeres solo se las puedecomparar con la Miriam cristiana, símbolo de unmundo ajeno e incomprensible.

Bajé la cabeza. Delante estaba el caminoasfaltado de los Jardines del Gobernador, cubiertode polvo del gran desierto. La arena medeslumbraba. Cerré los ojos, y entonces sonó a milado una risa libre y alegre:

«¡Por san Jorge! ¡Mira a este Romeo, que sequeda dormido esperando a su Julieta!»

Me levanté de un brinco. A mi lado estabaNino. Aún llevaba puesto el pudoroso uniformeazul del Liceo de Santa Tamara. Estaba muydelgada, demasiado delgada para el gusto oriental.Pero precisamente este defecto despertó en mí unaextraña ternura. Tenía diecisiete años, y la conocíadesde el primer día en que subió la calle Nikoláicamino del liceo.

Nino se sentó. Sus ojos brillaban tras la finared de las curvas pestañas. «¿Así que hasaprobado? Estaba un poco preocupada.»

Le pasé el brazo por los hombros. «Y yo unpoco nervioso. Pero ya ves. Dios asiste aldevoto.»

Nino sonrió.«El año que viene tendrás que hacer conmigo

el papel de Dios. Cuento con que te escondasdebajo de mi pupitre en el examen de matemáticasy me soples las respuestas.»

Esto estaba convenido desde hace muchosaños, desde el día en que Nino, deshecha enlágrimas a sus doce años, llegó corriendo a miinstituto en el recreo largo y me arrastró hasta suaula, donde pasé toda la hora de clase sentadobajo su pupitre soplándole las soluciones a losproblemas de matemáticas. Desde aquel día soy unhéroe a los ojos de Nino. «¿Qué tal están tu tío ysu harén?»

Puse cara seria. En realidad, los asuntos delharén eran secretos. Pero ante la curiosidadinocente de Nino se desvanecían todas las leyes

del pudor oriental. Mi mano se hundió entre susuave pelo negro. «El harén de mi tío está a puntode partir hacia la patria. Parece que,sorprendentemente, la medicina occidental ha sidoútil. Sin embargo, todavía no se han presentadopruebas. De momento, solo el tío está en estado debuena esperanza, en vez de la tía Zainab.»

Nino frunció su ceño infantil: «No está bientodo esto. Mis padres no son partidarios de esto enabsoluto: el harén es una vergüenza».

Hablaba como una colegiala repitiendo lalección. Mis labios se acercaron a su oreja: «Yono voy a tener harén, Nino, te lo aseguro».

«¡Pero seguro que obligarás a tu mujer allevar velo!»

«Quizá; depende. El velo es muy útil. Protegedel sol, del polvo y de las miradas ajenas.»

Nino se sonrojó.«Siempre serás asiático, Alí, ¿por qué te

molestan las miradas ajenas? Las mujeres quierengustar.»

«Pero solo a su marido. Las carasdespejadas, las espaldas desnudas, los pechos

medio descubiertos, las medias transparentes y laspiernas delgadas… todo esto son promesas que lamujer tendrá que cumplir. Cuando un hombre vetodo eso en una mujer, quiere ver más. Para esoestá el velo, para proteger al hombre de estosdeseos.»

Nino me miraba asombrada: «¿Tú crees queen Europa las chicas de diecisiete años hablan deestas cosas con los chicos de diecinueve?».

«Supongo que no.»«Entonces nosotros no hablemos más de ello

tampoco», dijo Nino secamente, apretando loslabios.

Mi mano resbaló por su pelo. Alzó la cabeza.El último rayo del sol poniente se reflejaba en susojos. Me acerqué a ella… sus labios se abrieron,suaves y dóciles. La besé mucho rato, y sin decoroalguno. Respiraba con dificultad. Sus ojos secerraron. Luego se apartó. Contemplamos ensilencio la puesta de sol. Al cabo de un rato noslevantamos, un poco avergonzados. Salimos deljardín cogidos de la mano.

«Así que sí que tendría que llevar el velo»,

dijo antes de salir.«O cumplir tus promesas.»Sonrió tímidamente. Ya estaba arreglado,

todo volvía a ser sencillo. La acompañé a casa.«¡Iré a vuestro baile, claro!», dijo al

despedirse.Le cogí la mano: «¿Qué haces en verano,

Nino?». «¿En verano? Nos vamos a Shusha, enKarabaj. Pero no te hagas ideas. Eso no quieredecir que tú también tengas que venir a Shusha.»

«Muy bien, entonces nos vemos en verano enShusha.» «Eres insoportable. No sé ni por qué megustas.»

La puerta se cerró tras ella. Me fui a casa. Eleunuco del tío, el de la cara de listo de lagartijadesecada, me miró burlón. «Las mujeresgeorgianas son muy bellas, Kan. No se las debebesar tan abiertamente, en un parque donde pasatanta gente.»

Le di un pellizco en la pálida mejilla. Loseunucos se pueden permitir todas las libertades.No son ni mujeres ni hombres: son seresasexuados.

Fui a ver a mi padre.«Me has concedido tres deseos. Ya sé cuál va

a ser el primero: quiero pasar el verano solo enKarabaj.»

Mi padre se me quedó mirando un buen rato,y al cabo asintió con una sonrisa.

4

Seinal Aga era un simple campesino del

pueblo de Binagadi, cerca de Bakú. Poseía unterreno en el desierto, de tierra seca y polvorienta,y durante mucho tiempo labró esta tierra, hasta queun pequeño terremoto cotidiano abrió una grieta ensu mísera propiedad y de la grieta salieron ríos depetróleo. Seinal Aga ya no necesitaría ser hábil nilisto. El dinero lo perseguía. Lo gastaba congenerosidad y derroche, pero se seguíaacumulando y lo aplastaba bajo su peso. A tantafortuna tendría que seguirle antes o después elcastigo, y Seinal Aga vivía en espera de esecastigo como un condenado en espera de laejecución. Construyó mezquitas, hospitales,prisiones. Peregrinó a La Meca y fundó orfanatos.Pero no consiguió sobornar al destino. Su mujer,de dieciocho años y con la que se casó a lossetenta, le deshonró. Vengó su honra comocorresponde, de forma cruel y firme, y se convirtió

en un hombre exhausto. Su familia se desmoronó:uno de sus hijos lo abandonó, otro le trajo unavergüenza inefable al cometer el delito desuicidio.

Ahora vivía en las cuarenta habitaciones desu palacio de Bakú, gris, triste y encorvado. IliasBeg, el único hijo que le quedaba, era compañeronuestro de clase, así que el baile de final debachillerato tuvo lugar en casa de Seinal Aga, enla sala más grande del palacio, cuyo enorme techoestaba todo hecho de cristal de roca opaco.

A las ocho subí las anchas escaleras delpalacio. Arriba, Ilias Beg saludaba a los invitados.Los dos llevábamos puesto el traje tradicional deCherkesia con su elegante puñal delgado al cinto.Ni él ni yo nos quitamos el gorro de piel decordero, un privilegio del que disfrutaríamos deahora en adelante.

«Salam aleikum, Ilias Beg», exclamé,rozándome el gorro con la mano derecha.

Nos dimos la mano según la antiguacostumbre de la tierra: mi mano derecha cogió sumano derecha y su izquierda mi izquierda.

«Hoy cierra la leprosería», me susurró IliasBeg.

Asentí, divertido.La leprosería era un secreto inventado por

nuestro curso. Los profesores rusos, aunquellevaran muchos años en nuestra ciudad, no sabíanabsolutamente nada de lo que tenían alrededor. Asíque les habíamos hecho creer que cerca de Bakúhabía una leprosería. Si alguno quería hacernovillos, el delegado de clase se presentaba antenuestro tutor y le informaba, haciendo castañetearlos dientes, de que algunos enfermos habían huidode la leprosería y entrado en la ciudad. Los estababuscando la policía. Se sospechaba que podríanencontrarse en el barrio en el que vivían losalumnos en cuestión. El tutor se quedaba lívido ydaba permiso a dichos alumnos para no venir aclase hasta que se hubiera capturado a losleprosos. Esto podía requerir una semana o inclusomás, según el caso. A ningún profesor se le habíaocurrido hasta ahora preguntar al departamento deSanidad si realmente había una leprosería cerca dela ciudad. Evidentemente, los profesores creían

que en nuestra tierra podía pasar cualquier cosa.Pero hoy la leprosería iba a ser clausuradasolemnemente.

Entré en la sala, que ya estaba repleta. En unrincón, rodeado de los profesores, estaba sentadocon expresión distinguida y solemne el director denuestro colegio, Su Excelencia Vasili GrigórievichJrapkó. Me acerqué a él y me incliné en señal derespeto. Yo era el portavoz de los alumnosmusulmanes ante el director, pues poseía uninstinto simiesco para las lenguas y los dialectos.Mientras que la mayoría de nosotros delataba suorigen no ruso en cuanto abría la boca, yodominaba incluso los diferentes dialectos del ruso.Nuestro director era de San Petersburgo, de modoque había que hablarle con acento petersburgués,es decir, ceceando y comiéndose las vocales. Nosuena bonito, pero resulta increíblemente elegante.El director nunca se dio cuenta de la burla y semostraba satisfecho de la «progresiva rusificaciónde esta alejada frontera».

«Buenas tardes, señor director», dije conmodestia.

«Buenas tardes, Shirvanshir, ¿ya se harecuperado del susto del examen?»

«Sí, señor director. Pero desde entonces haocurrido una cosa terrible.»

«¿El qué?»«Se trata de la leprosería. Mi primo Suleimán

tuvo que acudir. Es teniente del regimiento deSalyán. Desde entonces está muy enfermo, y meestoy ocupando de él.»

«¿Qué ha pasado con la leprosería?»«Ah, ¿el señor director no sabe nada? Se

escaparon todos los enfermos, y ayer se dirigíanhacia la ciudad. Hubo que enviar a dos brigadasdel regimiento de Salyán para detenerlos. Losleprosos habían ocupado dos aldeas. Los soldadosrodearon las aldeas y dispararon contra enfermos ysanos. Ahora están prendiendo fuego a las casas.¿No es terrible, señor director? La leprosería yano existe. Los enfermos, algunos de ellos tullidos ycon la piel putrefacta, están a las puertas de laciudad; algunos aún respiran, los rocían conpetróleo y los incineran.»

El director tenía la frente bañada en sudor.

Estaría pensando si habría llegado el momento desolicitar al ministro el traslado a una zona máscivilizada.

«Qué tierra más horrible, qué gentes máshorribles», dijo, afligido. «Pero así os dais cuenta,niños, de lo importante que es disponer de unaadministración organizada y de autoridades quereaccionan con rapidez.»

Toda la clase rodeaba al director yescuchamos con una sonrisa su discurso sobre lasventajas del orden. La leprosería estaba enterrada.Los que vinieran después tendrían que inventarsealgo ellos solitos.

«¿Sabía usted, señor director, que el hijo deMehmed Haidar asiste ya al instituto por segundoaño?»

«¿Quéeee?»Al director se le salían los ojos de las

órbitas. Mehmed Haidar era la vergüenza delinstituto. Repetía cada curso por lo menos tresveces. Se casó a los dieciséis años, pero siguióyendo a clase. Su hijo había entrado en el mismocentro con nueve años. Al principio, el feliz padre

había tratado de ocultarlo. Pero un día, en mediodel recreo largo, se le acercó un niño regordete yle dijo en tártaro, mirándole con ojos grandes einocentes: «Papá, si no me das cinco kopeks parachocolate, me chivo a mamá de que copiaste losejercicios de matemáticas».

Mehmed Haidar se sintió enormementeavergonzado, le dio una buena paliza a su traviesochaval y nos pidió que en cuanto se diera unaocasión propicia informáramos con cuidado aldirector de su paternidad.

«¿Está usted diciendo que hay un alumno desexto curso, Mehmed Haidar, que tiene un hijo queya está en segundo?»

«Así es. Le ruega que le perdone. Pero es quequiere que su hijo llegue a ser un hombre culto,como él. En verdad es conmovedor cómo la sedpor el saber occidental se extiende por círculoscada vez más amplios.»

El director se puso rojo. Estuvoreflexionando, sin decir nada, sobre si el hecho deque un padre y un hijo asistieran al mismo colegioinfringía alguna norma del instituto. Pero no fue

capaz de llegar a conclusión alguna. De modo quepadre e hijo obtuvieron el permiso para seguirasediando la fortaleza del saber occidental.

Se abrió una pequeña puerta lateral de la salay alguien apartó las pesadas cortinas. Un niño deunos diez años traía de la .mano a cuatro hombresciegos de piel oscura: músicos persas. Loshombres se sentaron en una alfombra en un rincónde la sala. Aparecieron unos extraños instrumentosde artesanía tradicional persa. Sonó un ruidoquejumbroso. Uno de los músicos se acercó lamano al oído: el clásico gesto del cantor oriental.

Se hizo el silencio en la sala. Luego otro deellos tocó el tamboril con emoción. El músicocantó en un agudo falsete:

Como una daga persa es tu figura,tu boca un ardiente rubí.Si yo fuera el Sultán turco te

tomaría como esposa.Te trenzaría perlas entre los

cabellos,te besaría los talones.

Te ofrecería en un cuenco de oromi propio corazón.

El cantante enmudeció. Sonó la voz del que

estaba a su izquierda. Brutalmente y lleno de odio,gritó:

Y cada nochecomo una rata te escabullespor el patio a casa del vecino.

El tamboril retumbaba ahora salvajemente. El

violín de una cuerda sollozaba. El tercer músicoentonó con voz gangosa y apasionada:

Es un chacal, un infiel…¡Qué desgracia! ¡Qué calamidad!

¡Qué deshonra!

Por un momento se hizo un silencio. Despuéssonaron tres o cuatro compases y el último músicoempezó en voz baja, emocionado, casi con ternura:

Durante tres días afilaré mi puñal,

y en su alcoba apuñalaré a mienemigo.

Lo partiré en pedacitos.A ti, amada, te sujetaré a la silla de

montar,me cubriré la cara con el pañuelo

de guerreroy galoparemos hacia las montañas.

Yo estaba delante de una de las cortinas de

damasco de la sala, al lado del director y delprofesor de geografía.

«Qué música tan espantosa», dijo el directoren voz baja, «parece el aullido del asnocaucasiano por la noche. ¿Qué querrá decir laletra?»

«Será tan incomprensible como la melodía»,respondió el profesor.

Quise escabullirme de allí, pero entonces medi cuenta de que la pesada tela de damasco semovía sin ruido. Miré hacia atrás con cuidado.Detrás de la cortina había un hombre mayor depelo cano y extraños ojos claros que lloraba al oír

la música: su excelencia Seinal Aga, el padre deIlias Beg. Le temblaban las manos, unas manossuaves de gruesas venas azuladas. Estas manos,apenas capaces de escribir el nombre de su dueño,controlaban más de setenta millones de rublos.

Aparté la mirada. Este Seinal sería un simplecampesino, pero entendía más del arte de losmúsicos que los profesores que nos habíandeclarado personas adultas.

La canción había terminado. Los músicosentonaron la melodía de un baile del Cáucaso.Atravesé la sala. Los alumnos estaban de pie engrupos y bebían vino, hasta los musulmanes. Yono.

Las chicas, amigas y hermanas de nuestroscompañeros, charlaban en las esquinas. Habíamuchas rusas, con trenzas rubias, ojos azules ogrises, y el corazón empolvado. Solo hablaban conrusos, o a lo sumo con armenios y georgianos. Siles dirigía la palabra un musulmán, ellas reían,respondían con un par de frases y luego seapartaban.

Alguien abrió el piano: un vals. El director

bailaba con la hija del gobernador.¡Por fin! Su voz llegó desde la escalera:«Buenas tardes, Ilias Beg. Llego un poco

tarde, pero no ha sido culpa mía.»Salí corriendo. No, Nino no llevaba ni

vestido de noche ni uniforme de gala del Liceo deSanta Tamara. Su finísima cintura iba tan prieta yentallada que me cabría en una sola mano. Sobrelos hombros llevaba un chaleco corto deterciopelo con botones dorados. La larga faldanegra, también de terciopelo, le llegaba hasta lospies. De las babuchas de tafilete solo se veían laspuntas doradas. Sobre la cabeza llevaba un gorritoredondo, con dos filas de pesadas monedasdoradas colgándole sobre la frente. El antiguotraje de gala de las princesas georgianas, unido alrostro de una madona bizantina. La madona sonrió.

«No, Alí Kan. No tienes derecho a enfadarte.Se tarda una hora entera en abrochar esta falda.Era de mi abuela, y me he embutido en ella solo envuestro honor.»

«¡El primer baile es para mí!», exclamó IliasBeg.

Nino me preguntó con los ojos. Asentí. Yobailo mal y no me gusta, y a Ilias Beg puedoconfiarle a Nino. Sabe comportarse.

«¡La oración de Shamil!», pidió Ilias Beg.De repente, los músicos ciegos se lanzaron

sin transición a una vertiginosa melodía…Ilias saltó al centro de la sala. Sacó el puñal.

Sus pies se movían al fogoso ritmo del baile de lasmontañas del Cáucaso. La hoja brillaba en sumano. Nino se le acercó bailando: sus piesparecían extraños juguetitos. Comenzó el misteriode Shamil. Los demás dábamos palmas al compásde la música. Nino era la novia que iba a serraptada… Ilias agarró el puñal con los dientes.Con los brazos extendidos, dio unas vueltasalrededor de la muchacha: parecía un pájaro depresa. Los pies de Nino volaron por la salahaciendo remolinos. Sus ágiles brazos fueronexpresando todos los grados del miedo, ladesesperación y la entrega. En la mano izquierdallevaba un pañuelo. Le temblaba todo el cuerpo.Únicamente las monedas del gorro permanecíantranquilamente en su sitio: así tenía que ser, y era

lo más difícil de todo el baile. Solo las georgianasson capaces de moverse con tal frenesí por la salay sin que se oiga el tintineo de una sola de lasmonedas del gorrito. Ilias la perseguía, la seguíasin parar dentro del amplio corro. Los gestos desus brazos eran cada vez más bruscos; losmovimientos defensivos de Nino cada vez másdébiles. Finalmente, se quedó quieta, como uncorzo asustado al que da alcance el cazador. Iliasestrechaba cada vez más sus vertiginosos giros.Saltaba más y más rápido. Los ojos de Nino teníanuna expresión dulce y sumisa. Le temblaban lasmanos. Tras el último y breve lamento de lamúsica abrió la mano izquierda y el pañuelo cayóal suelo. Raudo, el puñal de Ilias salió silbandohacia el pequeño trozo de seda, y lo clavó contrael suelo.

El simbólico baile del amor habíaterminado…

Por cierto, ¿he mencionado que, antes delbaile, deslicé mi puñal en lá mano de Ilias Beg yle cogí el suyo? Fue mi arma la que atravesó elpañuelo de Nino. Es mejor así, pues como dice

una sabia norma: «Antes de encomendar tucamello a la protección de Alá, átalo bien a lacerca».

5

«Cuando nuestros gloriosos antepasados, oh

Kan, llegaron a esta tierra en la que se harían unnombre grande y temido, exclamaron “¡Karábak!“¡Mira, hay nieve!”. Pero cuando se acercarona las montañas y vieron el bosque, exclamaron“¡Karabaj!”: “¡Jardín negro!”. Y desde entoncesesta tierra se llama Karabaj. Aunque antes sellamó Sunik y antes de esto Agvar. Pues has desaber, oh Kan, que somos una tierra muy antigua ymuy célebre.»

Mi casero, el viejo Mustafá, que mehospedaba en Shusha, se interrumpió congravedad, se tomó un vaso de licor de frutas deKarabaj, cortó un pedazo de un extraño queso que,entretejido de innumerables hilos, parece unatrenza de mujer, y siguió parloteando:

«En estas montañas viven los karanlik, losespíritus sombríos, que, como todo el mundo sabe,custodian fabulosos tesoros. Y en los bosques hay

rocas sagradas y fluyen sagrados arroyos. Aquítenemos todo tipo de cosas. Ve a la ciudad a ver sihay alguien trabajando: casi nadie. Busca gentetriste: ¡nadie! Gente sobria: ¡nadie! ¿No esasombroso, señor?»Me maravillaba la exquisita capacidad de estepueblo para la mentira. Eran capaces de inventarcualquier historia con tal de ensalzar a su tierra.Ayer, un armenio gordo pretendía convencerme deque la iglesia cristiana de Maras en Shusha teníacinco mil años de antigüedad.

«No digas mentiras», le dije, «si el propiocristianismo no tiene ni dos mil años deantigüedad. No puede ser que construyeran unaiglesia cristiana antes de Cristo.»

El gordo estaba muy ofendido y dijo en tonode reproche: «Tú eres, claro está, un hombre decultura. Pero haz caso a este viejo: quizá entreotros pueblos el cristianismo no tenga más de dosmil años. Pero a nosotros, el pueblo de Karabaj, elSalvador nos iluminó tres mil años antes. Así es».

Cinco minutos después, el mismo hombre mecontaba con toda tranquilidad que Murat, el

mariscal francés, era armenio y de Karabaj. Decíaque se había ido a Francia siendo niño, paratambién allí hacer célebre el nombre de Karabaj.

Ya antes de llegar a Shusha, al cruzar por unpuente de piedra, había dicho el cochero: «Estepuente lo construyó Alejandro Magno, mientras sedirigía a Persia a realizar sus inmortales hazañas».

En el pretil inferior estaba esculpida engrande la fecha «1897». Se lo mostré al cochero,pero este lo rechazó con un gesto: «Ay, señor, estolo añadieron los rusos después, para socavarnuestra gloria».

Shusha era una ciudad particular. Situada acinco mil metros de altura y habitada por armeniosy musulmanes, constituía desde hacía siglos elpuente entre el Cáucaso, Persia y Turquía. Era unabella ciudad, rodeada de montañas, bosques y ríos.En las montañas y en los valles se alzabanpequeñas cabañas de adobe, que aquí llamaban,con infantil osadía, «palacios». Allí vivían losseñores feudales de la zona: los armenios Melik yNajarar y los musulmanes Beg y Agalar. Estoshombres pasaban horas sentados a las puertas de

sus casas, fumando en pipa y relatándosemutuamente las numerosas veces en las que Rusiay el zar fueron rescatados por generales deKarabaj, y lo que sería del imperio de no ser porKarabaj.

Siete horas tardamos en subir desde elpequeño apeadero del tren hasta Shusha en carrode caballos, por un empinado camino lleno decurvas —y digo «tardamos» porque iba con mikochi. Los kochis son criados armados deprofesión, y ladrones por afición. Custodian lascasas y los hombres que albergan. Su rostro esmarcial, llevan armas colgadas a la cintura y vanenvueltos en un silencio tenebroso. Quizá estesilencio encierra el recuerdo de hazañascriminales, quizá no encierre nada en absoluto. Mipadre hizo que el kochi me acompañara en el viajepara que me protegiera de los extraños, o a losextraños de mí: no me había quedado claro. Era unhombre atento, emparentado de algún modo con lafamilia Shirvanshir, y tan leal como solo en Asiapuede serlo un pariente.

Llevaba yo ya cinco días en Shusha

esperando la llegada de Nino, mientras me dejabacontar de la mañana a la noche cómo todos loshombres ricos, valientes o en general importantesdel mundo habían nacido aquí, contemplando elparque de la ciudad y contando las cúpulas de lasiglesias y los alminares.

Shusha era claramente una ciudad muyreligiosa. Para sesenta mil habitantes, diecisieteiglesias y diez mezquitas eran más que suficientes.A ellas se añadían innumerables santuarios en lascercanías de la ciudad y sobre todo, naturalmente,el famoso sepulcro, la capilla y los dos árbolesdel santo Sari Beg, adonde estos fanfarroneskarabajos me arrastraron ya el primer día.

El sepulcro del santo está a una hora deShusha. Todos los años la ciudad entera hace unperegrinaje hasta allí y celebra un banquete en laarboleda sagrada. Los más devotos recorren todoel camino de rodillas. Es muy fatigoso, pero realzaextraordinariamente la opinión que se tiene sobreuno mismo. Los árboles que hay junto al sepulcrodel santo no se tocan. El que roe siquiera una hojadel árbol quedará tullido de inmediato. ¡Así de

grande es el poder del santo Sari Beg! Lo quenadie me pudo explicar es qué milagros habíahecho este santo. En su lugar me contaron con tododetalle cómo un día, cuando lo perseguían unosenemigos, subió a caballo la montaña en la queaún hoy está situada Shusha. Los perseguidoresestaban ya muy cerca. Entonces su caballo pegó unenorme salto por encima de la montaña, de lasrocas y de toda la ciudad de Shusha y llegó al otrolado. En el lugar donde cayó el caballo losdevotos pueden ver aún hoy, hundida en la piedra,la huella de la herradura del noble animal. Almenos eso me aseguraron. Cuando expresé algunasdudas sobre la posibilidad de tal salto me dijeronindignados:

«¡Pero, señor, es que era un caballo deKarabaj!»

Y entonces me contaron la leyenda delcaballo de Karabaj: todo lo que hay en esta tierraes bello, pero lo más bello es el caballo deKarabaj, el famoso alazán por el que AgaMohamed, sah de Persia, ofreció todo su harén.(¿Sabrían mis amigos que Aga Mohamed era

eunuco?) Era un caballo cuasi sagrado. Los sabiospasaron siglos cavilando y cruzando ejemplareshasta que nació esta maravilla de raza: la mejormontura del mundo, el famoso pura sangre deKarabaj de color alazán dorado.

Tanta alabanza había despertado micuriosidad, y pedí que me enseñaran uno de estosmagníficos corceles. Mis acompañantes memiraron con lástima.

«Es más fácil penetrar en el harén del sultánque en la cuadra del caballo de Karabaj. En todoKarabaj no hay ni una docena de alazanes dorados.Al que vea uno se le trata como a un ladrón decaballos. Solo en caso de guerra montan susdueños esta maravilla rojidorada.»

De modo que me tuve que conformar con loque me contaban sobre el mítico alazán y volví aShusha. Ahí estaba ahora, escuchando el parloteodel viejo Mustafá y esperando a Nino, ysintiéndome muy a gusto en esta tierra de cuento dehadas.

«Oh Kan», dijo Mustafá, «tus antepasadoshicieron la guerra, pero tú eres hombre de cultura

y has pasado por la casa del saber. Habrás oídohablar también de las artes. Los persas estánorgullosos de Saadi, Hafiz y Firdusi, los rusos dePushkin, y allá lejos, en Occidente, hubo un poetallamado Goethe que escribió un poema sobre eldiablo.»

«¿Venían de Karabaj todos estos poetas?», leinterrumpí.

«Eso no, noble huésped, pero nuestros poetasson los mejores, aunque se nieguen a encerrar lossonidos en letra muerta. Son tan orgullosos que noescriben sus poemas, solo los recitan.»

«¿A qué poetas te refieres? ¿A los ashucos?»«Sí, a los ashucos», dijo el viejo con

importancia, «viven en pueblos cercanos a Shushay mañana se celebra un certamen. ¿Quieres ir aadmirarlos?»

Sí que quería. Al día siguiente bajamos en elcoche por esos caminos llenos de curvas hasta elpueblo de Tas-Kenda, refugio del arte líricocaucasiano.

En casi todos los pueblos de Karabaj haycantores locales que cantan sus canciones por los

palacios y cabañas. Pero hay tres pueblos dondesolo viven poetas, y como muestra de la granconsideración que Oriente tiene por la poesía,desde hace años están exentos de todos los tributose impuestos a los señores feudales. Tas-Kenda esuno de estos pueblos.

Un primer vistazo fue suficiente paracomprobar que los habitantes de este pueblo noeran comunes campesinos. Los hombres llevabanel pelo largo y ropas de seda y se miraban condesconfianza. Las mujeres corrían detrás de susmaridos llevando los instrumentos musicales:tenían aspecto abatido. El pueblo estaba lleno dearmenios y musulmanes ricos, que acudían de todala región para admirar a los ashucos. En lapequeña plaza mayor del pueblo de los poetas secongregaba una muchedumbre de curiosos. En elcentro estaban los dos príncipes del canto, queiban a librar una intensa batalla. Se miraban condesdén. Su largo pelo ondeaba al viento. Uno delos ashucos exclamó:

«Tu ropa apesta a estiércol, tu rostro pareceuna cara de cerdo, tu talento es tan ralo como el

vello del vientre de una virgen y estás dispuesto acomponer por poco dinero un canto injuriosocontra ti mismo.»

El otro respondió con un ladrido iracundo:«Llevas ropas de efebo y tienes voz de

eunuco. Tú ni siquiera puedes vender tu talento,porque nunca lo has tenido. Vives de las migajasque caen de la digna mesa de mi arte.»

Estuvieron insultándose un buen rato con estefervor un tanto monótono. El pueblo aplaudía.Entonces apareció un anciano de pelo cano y concara de apóstol y anunció los dos temas delconcurso, uno lírico y uno épico: «La luna sobre elrío Araxes» y «La muerte del sah Aga Mohamed».

Ambos poetas miraron al cielo. Luegocomenzaron a recitar. Un canto al feroz eunucoAga Mohamed, que viajó hasta Tiflis pararecuperar su virilidad en los baños de azufre.Como los baños no sirvieron, el eunuco destruyóla ciudad e hizo ejecutar cruelmente a todos,hombres y mujeres. Pero en el camino de vuelta eldestino lo alcanzó en Karabaj. Fue apuñalado ensu tienda de campaña mientras pasaba la noche en

Shusha. El gran sah no pudo disfrutar de la vida.Pasó hambre en el campo de batalla. Conquistóinnumerables territorios y era más pobre que unmendigo del desierto. El eunuco Aga Mohamed.

Todo esto lo recitaron en estrofas clásicas, enlas que uno de ellos expuso con muchospormenores el sufrimiento del eunuco en la tierrade las mujeres más bellas y el otro describióminuciosamente la ejecución de dichas mujeres. Elpúblico quedó satisfecho. Las frentes de los poetaschorreaban sudor. Entonces, el más suave de losdos preguntó: «¿A quién se parece la luna sobre elrío Araxes?».

«Al rostro de tu amada», le interrumpió eliracundo.

«Es suave el dorado de esta luna», dijo elsuave.

«No, es como el escudo de un gran guerrerocaído», respondió el iracundo.

Así fueron agotando su reserva de metáforas.Entonces, cada uno entonó un canto a la belleza dela luna sobre el Araxes, que se enrosca por laplanicie como la trenza de una muchacha, y a los

enamorados que se acercan a la orilla de noche acontemplar la luna reflejada en las aguas delAraxes…

El iracundo fue declarado vencedor y consonrisa maligna aceptó como trofeo el laúd de suadversario. Me acerqué a él. Tenía la miradaturbia; su cuenco de latón se iba llenando demonedas.

«¿Te alegras de tu victoria?», le pregunté.Escupió con desprecio.«No es una victoria, señor; para victorias, las

que había antes. Hace cien años. Cuando elvencedor cortaba la cabeza al vencido. Entonces síse tenía gran respeto por el arte. Ahora nos hemosablandado. Nadie da su sangre por un poema.»

«Ahora eres el mejor poeta del país.»«No», respondió. Sus ojos se pusieron muy

tristes. «No», repitió, «yo solo soy un artesano. Nosoy un verdadero ashuco.»

«¿Quiénes son los verdaderos ashucos?»«En el mes del ramadán», dijo el iracundo,

«hay una noche misteriosa, la noche de kadir. Esanoche la naturaleza se queda dormida durante una

hora. Las corrientes dejan de fluir, los malosespíritus dejan de vigilar sus tesoros. Se oyecrecer la hierba y hablar a los árboles. De los ríossurgen las ninfas, y los hombres engendrados en lanoche de kadir serán sabios y poetas. En la nochede kadir los ashucos deben llamar al profeta Elias,el patrono de todos los poetas. A la hora oportunaaparece el profeta, da de beber al poeta de uncuenco y dice: “De ahora en adelante eres unverdadero ashuco y verás todas las cosas delmundo a través de mis ojos”. El que sea asíagraciado dominará los elementos: las bestias ylos hombres, los vientos y los mares obedecen a suvoz, porque en su palabra está la fuerza delTodopoderoso.»

El iracundo se sentó en el suelo y apoyó lacabeza entre las manos. Lloró brevemente, derabia. Entonces dijo: «Pero nadie sabe qué nochees la noche de kadir ni qué hora de esta noche esla hora del sueño. Por eso no hay verdaderosashucos».

Se levantó y se fue, solitario, sombrío yhosco: un lobo estepario en el verde paraíso de

Karabaj.

6

En el manantial de Pejajpur los árboles

miraban al cielo como santos cansados. Elmanantial corría por su estrecho lecho de piedras.Unas pequeñas colinas ocultaban la vista deShusha. Hacia el este, los campos de Karabaj seperdían en las estepas polvorientas de Azerbaiyán.Desde allá soplaba el viento ardiente del grandesierto, el fuego de Zaratustra. Como la tierra depastores de la Biblia, los prados de Armenia seextendían hacia el sur cual promesa. A nuestroalrededor, la arboleda estaba silenciosa e inmóvil,como si los últimos dioses de la Antigüedadacabaran de partir. El fuego que humeaba antenosotros podría estar aún dedicado a ellos. Yoestaba tumbado con un grupo de georgianosbebedores, formando un círculo alrededor delfuego sobre alegres alfombras de muchos colores.Alrededor de la lumbre había copas de vino, fruta,montañas de verduras y queso. Sobre el mangal

humeante se asaba la carne al pincho. Junto almanantial estaban sentados los sasandari, losmúsicos ambulantes. Entre las manos teníaninstrumentos cuyos meros nombres eran ya música:dairah, jianuri, zara, diplipito. Estaban cantandoun baiyat, una canción de amor en ritmo persa, queles habían pedido los georgianos de la gran ciudadpara abundar en el exótico encanto del entorno.Nuestro profesor de latín había descrito estedespreocupado intento de acomodarse a lascostumbres de la región como «ambientedionisíaco». La familia Kipiani, que al fin llegó,había invitado a todos estos alegres veraneantes auna fiesta nocturna en una arboleda cercana aShusha.

Frente a mí estaba sentado el tamada, el quedirige la fiesta según las estrictas normas de lasceremonias locales. Tenía los ojos brillantes y ungrueso bigote negro sobre su rostro rojizo. Llevabaen la mano una copa e hizo el gesto de beber a misalud. Yo tomé un sorbo de mi copa, aunque engeneral no bebo. Pero el tamada era el padre deNino, y es descortés no beber cuando el tamada lo

requiere.Unos criados trajeron agua del manantial. El

que bebiera de ella podía comer tanto comoquisiera sin saciarse nunca, pues el agua dePejajpur es otra de las innumerables maravillas deKarabaj.

Bebíamos agua y el montón de comida ibadisminuyendo. Vi el severo perfil de la madre deNino iluminado por el fuego titilante. Estabasentada junto a su marido y tenía los ojossonrientes. Estos ojos procedían de Mingrelia, dela llanura del río Rioni, donde en otro tiempo labruja Medea encontró al argonauta Jasón.

El tamada alzó su copa: «Un brindis en honorde su alteza Dadiani».

Un anciano con ojos de niño le dio lasgracias. Con ello empezó la tercera ronda y sevaciaron las copas. La legendaria agua de Pejajpurtambién servía contra la embriaguez. Nadie estababorracho, porque lo que los georgianos sienten ensus banquetes es la embriaguez del corazón. Sucabeza permanece tan clara como el agua dePejajpur.

La arboleda estaba iluminada por el brillo denumerosas fogatas. No éramos los únicos quebebíamos. Shusha entera peregrinaba cada semanaa diversos manantiales. Las fiestas duraban hastael alba. Cristianos y musulmanes se divertíanjuntos a la sombra pagana de la arboleda sagrada.

Miré a Nino, que estaba sentada junto a mí.Apartó la vista: estaba hablando con el canosoDadiani. Así debía ser. El respeto para losancianos y el amor para los jóvenes.

«Debe usted venir a visitarme alguna vez, ami castillo de Zugdidi», decía el anciano, «junto alrío Rioni, en el que en el pasado los esclavos deMedea capturaron el vellocino de oro. Venga ustedtambién, Alí Kan. Verá la jungla tropical deMingrelia y sus árboles centenarios.»

«Con mucho gusto, alteza, pero será porusted, y no por los árboles.»

«¿Qué tiene usted en contra de los árboles?Para mí son la encarnación de la vida consumada.»

«Alí Kan tiene miedo a los árboles, como losniños a los fantasmas», dijo Nino.

«No es tan grave. Pero lo que para usted son

los árboles para mí lo es el desierto.»Dadiani guiñó con sus ojos de niño. «El

desierto», dijo, «matojos descoloridos y arenacaliente.»

«El mundo de los árboles me confunde,alteza. Está lleno de sobresaltos y enigmas, llenode fantasmas y demonios. La mirada se estrecha.Está oscuro, los rayos de sol se pierden entre lassombras de los árboles. Todo es irreal en esamedia luz. No, los árboles no me gustan. Sussombras me oprimen, me entristece el crujir de susramas. Yo amo las cosas sencillas: el viento, laarena y la roca. El desierto es tan sencillo como ungolpe de espada, y el bosque tan complejo como elnudo gordiano. Yo en el bosque me siento comoperdido, alteza.»

Dadiani me miró pensativo. «Usted tienealma de hombre del desierto», dijo, «quizá hayauna única forma verdadera de clasificar a loshombres: hombres del bosque y hombres deldesierto. La seca borrachera oriental procede deldesierto, donde el viento caliente y la arenacaliente embriagan a los hombres, donde el mundo

es sencillo y sin problemas. El bosque está llenode preguntas. Solo el desierto no pregunta nada, noda nada y no promete nada. Pero el fuego del almaprocede del bosque. El hombre del desierto, mehago cargo, tiene un solo sentimiento y conoce unasola verdad, que lo absorbe. El hombre del bosquetiene muchas caras. Los fanáticos vienen deldesierto; los creadores, del bosque. Bien pudieraser esta la diferencia principal entre Oriente yOccidente.»

«Y por eso, los armenios y los georgianosamamos el bosque», intervino Melik Najararyán,un hombre grueso de la sangre más noble deArmenia. Tenía ojos saltones, cejas muy pobladasy cierta tendencia a filosofar y a beber. Él y yo nosentendíamos bien. Brindó a mi salud y exclamó:«¡Alí Kan! Los nobles vienen de las montañas ylos tigres de la jungla. ¿Qué es lo que viene deldesierto?».

«Leones y guerreros», respondí, y Ninoaplaudió contenta.

Ofrecieron carne de cordero asado. Lascopas se rellenaban una y otra vez. La georgiana

alegría de vivir se vertía por todo el bosque.Dadiani hablaba con Najararyán y Nino me dirigióuna mirada astuta, interrogante.

Asentí. Ya se había hecho de noche. A la luzdel fuego los hombres parecían fantasmas, oladrones. Nadie nos prestaba atención. Me levantéy paseé despacio hasta el manantial. Me agachésobre el agua y bebí con la palma de la mano.Sentaba bien. Observé largo rato las estrellas, quese reflejaban en la oscura superficie del agua. Ami espalda oí ruido de pasos. Crujió una ramapequeña bajo un pequeño pie… extendí la mano yNino la agarró. Nos adentramos más en el bosque.Los árboles nos miraban expresando amenaza ycensura. No estaba del todo bien que nosalejáramos del fuego, ni que Nino se sentara alborde del pequeño prado y me tirara al suelo juntoa ella. En la alegre Karabaj reinaban costumbresestrictas. El viejo Mustafá me había contado conhorror que hacía dieciocho años se había dado uncaso de adulterio en la región y que desdeentonces la cosecha de frutas era más pobre.

Nos miramos: la cara de Nino era pálida y

enigmática a la luz de la luna.«Princesa», le dije, y Nino me miró de

soslayo. Desde hacía veinticuatro horas eraprincesa: veinticuatro años había tardado su padreen conseguir que San Petersburgo le reconociesesu derecho al título. Esa misma mañana habíallegado un telegrama desde San Petersburgo. Elviejo se puso tan contento como un niño querecuperara a la madre desaparecida, y nos invitó atodos a la fiesta nocturna.

«Princesa», repetí y tomé su rostro entre mismanos.

No me lo impidió. Quizá había bebidodemasiado vino de Kajetia. Quizá fueran el bosquey la luna los que la emborrachaban. La besé. Laspalmas de sus manos estaban blandas y cálidas; sucuerpo cedió. Se oyó un crujido de ramas secas.Estábamos tumbados en el blando musgo y Ninome miraba a los ojos. Rocé las pequeñasredondeces de sus firmes pechos y absorbí elperfume de su piel y su sabor ligeramente salado.Algo extraño le estaba sucediendo a Nino, y esacosa extraña se transmitía a mí. Su ser era un único

sentido, y este sentido era la fuerza concentrada dela tierra: el aliento de la tierra. El gozo de la vidasensual la poseía. Tenía la mirada perdida, y surostro se hizo delgado y muy serio. Abrí suvestido. Su piel brillaba amarillenta a la luz de laluna, como ópalo. Escuché el latir de su corazónmientras ella decía palabras sin sentido, llenas deternura y de anhelo. Hundí mi rostro entre suspequeños pechos. Sus rodillas temblaron. Le caíanlágrimas por la cara; yo la seguí besando y lesequé las mejillas húmedas. Se levantó y se quedócallada, envuelta en sus propias sensaciones yenigmas. Solo tenía diecisiete años, mi Nino: ibaal Liceo de Santa Tamara. Entonces dijo:

«Creo que te quiero, Alí Kan, aunque ahorasea princesa.»

«Quizá no lo seas por mucho tiempo», dijeyo, y Nino puso cara de no comprender.

«¿Qué quieres decir? ¿Que el zar va a volvera quitarnos el título?»

«Lo perderás cuando te cases. Pero kantambién es un bonito título.»

Nino cruzó las manos bajo la nuca, apoyó la

cabeza y se rio: «Kan será bonito, pero ¿kanesa?Eso no existe.

Y por cierto, tienes un modo extraño de hacerpropuestas de matrimonio. Si es eso lo que era».

«Lo era.»Los dedos de Nino resbalaron por mi cara y

se perdieron entre mi cabello.«Y si digo que sí, entonces seguro que te

quedará un buen recuerdo del bosque de Shusha yharás las paces con los árboles. ¿Verdad?»

«Creo que sí.»«Pero querrás ir de viaje de novios a casa de

tu tío en Teherán, y yo tendré que visitar el harénimperial bajo protección especial y tomar el té ydar conversación a un montón de mujeres gordas.»

«¿Y qué?»«Y entonces podré contemplar el desierto,

porque allí no hay nadie que pueda contemplarmea mí.»

«No, Nino, no hace falta que contemples eldesierto. No te va a gustar.»

Nino me echó los brazos al cuello y apretó lanariz contra mi frente. «A lo mejor sí que me caso

contigo, Alí Kan. Pero ¿has pensado ya en todoslos problemas que antes hay que superar, apartedel bosque y del desierto?»

«¿Qué problemas?»«Primero, que mi padre y mi madre se

morirán de preocupación si me caso con unmusulmán. Después, que tu padre renegará de ti yexigirá que yo me convierta al islam. Y que si lohago, el padrecito zar me desterrará a Siberia porapóstata. Y a ti de paso, por inducirme a ello.»

«Y entonces iremos sentados en un bloque dehielo en medio del océano Ártico y nos comeránlos grandes osos blancos», bromeé, «no, Nino, noserá tan terrible. Tú no tienes por qué convertirteal islam, tus padres no se van a morir depreocupación; y el viaje de novios lo haremos aParís y Berlín, para que puedas ver árboles en elBois de Boulogne y en el Tiergarten. ¿Ahora cuáles tu respuesta?»

«Eres muy bueno conmigo», dijo conasombro, «y mi respuesta no es un no, pero el sítendrá que esperar. No te voy a abandonar. Cuandohaya acabado el colegio, hablaremos con nuestros

padres. Pero no me raptes, solo te pido eso. Sécómo os las gastáis vosotros: sujeta a la silla demontar en dirección a las montañas y después, unalucha de sangre lo más amplia posible con lafamilia Kipiani.»

De repente estaba llena de una fresca alegría.Era como si todo en ella se riera, también elrostro, las manos, los pies, la piel entera. Se apoyócontra el tronco de un árbol y me miró desde abajocon la cabeza hundida. Yo estaba de pie frente aella. A la sombra de la corteza del árbol parecíaun animal exótico, escondido entre el bosque pormiedo al cazador.

«Vámonos», dijo Nino, y anduvimos por elbosque hasta la gran hoguera. Por el camino se leocurrió algo. Se quedó parada guiñando hacia laluna. «Y nuestros hijos, ¿qué religión tendrán?»

«Seguro que una muy buena y muysimpática», le contesté para evitar el tema.

Me miró con desconfianza y estuvo un rato ensilencio. Después dijo, con tristeza: «¿No soydemasiado mayor para ti? Voy a cumplir losdiecisiete. Tu futura mujer debería tener doce

ahora».Intenté tranquilizarla. No, no era demasiado

mayor, en absoluto. En todo caso, demasiado lista:pues no se sabe si ser listo es siempre una ventaja.Quizá en Oriente maduramos todos demasiadopronto y nos hacemos viejos y listos. No sabía.Los árboles me confundían, Nino me confundía, elresplandor lejano de la hoguera me confundía, ysobre todo me confundía yo mismo, porque quizáyo también había bebido demasiados sorbitos devino de Kajetia y tomado el jardín del amor cualbandido del desierto.

Sin embargo, Nino no parecía la víctima deun bandido del desierto. Miraba hacia delante,tranquila, segura y abiertamente. Cuando llegamosde nuevo al manantial de Pejajpur ya habíadesaparecido en ella todo rastro de las lágrimas,de las risas y del tierno anhelo. Nadie sospechó denuestra ausencia. Me senté junto al fuego y sentí derepente que los labios me ardían. Llené mi copacon agua de Pejajpur y bebí aprisa. Al ir a dejar lacopa tropecé con la mirada de Melik Najararyán,que me observaba con simpatía, atención y algo de

arrogancia.

7

Estaba tumbado en un diván, en la terraza de

la pequeña casa, soñando con el amor. Era muydistinto de como debiera. Completamente distinto,desde el principio. No conocí a Nino yendo a poragua a la fuente, sino en la calle Nikolái, caminodel colegio. Por eso era un amor totalmentedistinto al amor de mi padre, de mi abuelo o de mitío. El amor de un oriental comienza en las fuentes,en los pequeños pozos del pueblo con su murmullososegado, o en las fuentes de las ciudades, másricas en agua. Todas las tardes, las muchachas vana la fuente con altos cántaros de barro sobre loshombros y no muy lejos se sientan los hombresjóvenes, sin prestar atención alguna a lasmuchachas que pasan. Charlan de la guerra y desaqueos. Las muchachas llenan despacio loscántaros y vuelven despacio. El cántaro pesamucho. Está lleno de agua hasta el borde. Para notropezar, las muchachas se apartan el velo y bajan

la mirada con destreza.Todas las tardes, las muchachas van a la

fuente. Todas las tardes, al fondo de la plaza, estánsentados los hombres jóvenes, y así es como naceel amor en Oriente.Por azar, por un puro azar, una muchacha alza losojos y lanza una mirada hacia los hombres. Loshombres no se dan cuenta. Pero, cuando lamuchacha vuelve a pasar, uno de ellos se da lavuelta y mira al cielo. Así, a veces su mirada secruza con la mirada de la muchacha. Pero a vecesno; entonces otro ocupará su sitio al día siguiente.Si las miradas de dos personas se han cruzadovarias veces junto a la fuente todos saben que hanacido el amor.

Lo demás surge solo. El enamorado vaga porlos alrededores de la ciudad cantando romances,sus parientes negocian el precio de la novia y loshombres sabios calculan cuántos nuevos guerrerostraerá al mundo la joven pareja. Es todo sencillo,cada paso está determinado y regulado deantemano.

Pero ¿cómo ha sido en mi caso? ¿Dónde está

mi fuente? ¿Dónde está el velo en la cara de Nino?Es extraño. Tras el velo no se puede ver a lasmujeres, pero se las conoce: sus costumbres, suspensamientos, sus deseos. El velo oculta los ojos,la nariz, la boca; no el alma. El alma de lasorientales no encierra misterios. Con las mujeressin velo es muy distinto. Se ven los ojos, la nariz,la boca, a veces incluso más cosas. Pero nunca sesabe qué se oculta detrás de estos ojos, aunque unocrea saberlo.

Amo a Nino, y a la vez me confunde. Le gustaque por la calle otros hombres se giren paramirarla, cuando a una buena oriental le ofendería.Me besa. Puedo tocar su pecho y acariciar susmuslos. Y ni siquiera estamos prometidos. Leelibros que cuentan muchas cosas del amor, y se leponen ojos soñadores y anhelantes. Si le preguntoqué es lo que anhela, niega con la cabeza, sin dudaporque ella misma lo ignora. Yo nunca anhelo nadaque no sea ella. Cuando está Nino no tengo ningúnotro anhelo. Lo de Nino quizá sea porque haestado en Rusia muchas veces. Su padre se lallevaba siempre a San Petersburgo, y es sabido

que las mujeres rusas están todas locas. En susojos hay demasiado anhelo, con frecuenciaengañan a sus maridos y, sin embargo, no suelentener más de dos hijos. ¡Así las castiga Dios! Perocon todo, yo a Nino la quiero. Sus ojos, su voz, surisa, su forma de hablar y de pensar. Me voy acasar con ella, y será una buena esposa, comotodas las georgianas, aunque sean tan alegres,desenfadadas y soñadoras. Inshallab.

Me tumbé sobre el otro lado. Tanto pensar mehabía dado sueño. Era mucho más agradable cerrarlos ojos y soñar con el futuro, es decir, con Nino,porque el futuro será nuestro matrimonio: el futuroempieza el día en que Nino se convierta en miesposa, el día de nuestra boda.

Será un día emocionante. Ese día no meestará permitido ver a Nino. Nada es máspeligroso para la noche de bodas que si los noviosse ven los ojos el día de la boda. Mis amigos irána recoger a Nino, armados y a caballo. Estarácompletamente cubierta con un velo. Tan solo esedía tendrá que llevar el vestido oriental. El muláhará preguntas, y mis amigos se colocarán en las

cuatro esquinas de la sala y murmurarán conjuroscontra la impotencia. Así manda la costumbre,pues todos los hombres tienen enemigos que el díade su boda desenvainan a medias sus puñales,giran el rostro hacia el oeste y murmuran:

«Anisani, banisani, mamaverli, kaniani, nova a ser capaz, no va a ser capaz, no va a sercapaz.»

Pero gracias a Dios también tengo buenosamigos, e Ilias Beg se sabe de memoria todos losconjuros salvadores.

Justo después de la ceremonia nossepararemos. Nino se irá con sus amigas y yo conmis amigos. Celebraremos por separado el adiós ala juventud.

¿Y entonces? Sí, ¿entonces, qué?Abro los ojos un momento, veo la terraza de

madera y los árboles del jardín y los vuelvo acerrar, para ver mejor cómo será. El día de laboda es el día más importante de la vida, casi elúnico día importante, y por si fuera poco, es un díamuy difícil.

Es difícil llegar hasta la alcoba de la novia en

la noche de bodas. En cada puerta del largopasillo hay figuras enmascaradas que solo dejanpaso si les deslizas una moneda en la mano. En laalcoba, amigos graciosos habrán escondido unagallina, un gato o alguna otra cosa inesperada.Tendré que mirar con mucho cuidado. Pues a veceshay una mujer vieja riéndose en la cama, quetambién pedirá dinero a cambio de dejar libre ellecho nupcial…

Al final me quedo solo. La puerta se abre yentra Nino. Ahora empieza la parte más difícil dela boda. Nino sonríe y me mira expectante. Sucuerpo está enfundado en un corsé de cuero detafilete. Está sujeto con unos cordones atados pordelante. Los nudos son muy complicados, para esoestán. Los tengo que deshacer yo solo. A Nino nole está permitido ayudarme; aunque quizá sí que lohará. Pues los nudos son demasiado complicados,pero es una gran vergüenza cortarlos sin másusando el puñal. El hombre ha de demostrardominio de sí mismo, porque a la mañana siguientevienen los amigos y quieren ver los nudosdeshechos. Ay de quien no los pueda exhibir: será

el hazmerreír de toda la ciudad.En la noche de bodas, la casa parece un

hormiguero. Hay amigos, parientes de amigos yamigos de los parientes de amigos por lospasillos, en la azotea e incluso por la calle. Estánesperando y se impacientan si tardas demasiado.Llaman a la puerta, maúllan y ladran hasta que seoye el tan esperado disparo de revólver. Deinmediato, los amigos comienzan a disparar al airede la emoción, salen corriendo y forman unaespecie de guardia de honor que no nos dejarásalir a Nino y a mí mientras les venga en gana.

Sí, será una bonita boda, según las viejascostumbres, como nos enseñaron los antepasados.

Debí de quedarme dormido en el diván. Puescuando abrí los ojos, mi kochi estaba agachado enel suelo limpiándose las uñas con su largo puñal.No le oí llegar.

«¿Qué hay de nuevo, hermano?», pregunté condesgana, bostezando.

«Nada especial, señorito», respondió con vozaburrida, «en casa del vecino ha habido una peleade mujeres, y se ha espantado uno de los asnos, se

fue corriendo hasta el arroyo y allí sigue.»El kochi estuvo un rato sin decir nada, guardó

el puñal y siguió hablando con indiferencia:«El zar ha tenido a bien declarar la guerra a

varios monarcas europeos.»«¿Qué? ¿Qué guerra?»Me levanté de un salto y le miré, aturdido.«Una guerra, como todas.»«¿De qué estás hablando? ¿Contra quién?»«Contra varios monarcas europeos. No me

acuerdo de los nombres, eran demasiados. PeroMustafá los ha apuntado.»

«¡Hazle venir de inmediato!»El kochi agitó la cabeza por tanta curiosidad

indigna, desapareció detrás de la puerta y volvióenseguida acompañado del casero.

Mustafá sonreía satisfecho sintiendo susuperioridad y radiante de saber. Por supuesto queel zar había declarado la guerra. Ya lo sabía todala ciudad. Todos menos yo, que me quedé dormidoen el balcón. Pero nadie sabía exactamente por quéhabía declarado la guerra el zar. Simplemente, lohabía decidido así, en su sabiduría. «Pero ¿a quién

ha declarado la guerra?», pregunté exasperado.Mustafá metió la mano en el bolsillo y sacó

un trozo de papel lleno de garabatos. Carraspeó yleyó gravemente, pero con dificultad: «Alemperador alemán y al emperador austríaco, al reyde Baviera, al rey de Prusia, al rey de Sajonia, alrey de Wurtemberg, al rey de Hungría y anumerosos príncipes».

«Como te dije, señor, es imposibleacordarse», dijo humildemente el kochi.

Mustafá estaba doblando su papel y dijo:«Por otro lado, su majestad imperial, el califa ysultán del Alto Imperio Otomano Mehmed Rashid,así como su majestad imperial y rey de reyes deIrán, el sultán Ahmed Sah, han declarado que noquieren participar en esta guerra por el momento.De modo que es una guerra entre infieles y no nosconcierne demasiado. El mulá de la mezquita deMehmed Alí opina que ganarán los alemanes…».

Mustafá no pudo seguir hablando. En laciudad comenzaron a tocar las campanas de lasdiecisiete iglesias, con un sonido que todo loahogaba. Salí corriendo. El cielo ardiente de

agosto pendía sobre la ciudad como una bóvedaamenazante e inmóvil. Desde lejos locontemplaban las montañas azules, indiferentestestigos. El sonido de las campanas se estrellabacontra sus peñascos grises. Las calles estabanllenas de gente. Sus rostros, nerviosos yacalorados, alzaban la mirada hacia las cúpulas delas casas de Dios. Remolinos de polvo llenaban elaire. La gente tenía la voz ronca. Los muros mudosy desmoronados de las iglesias miraban con ojosde eternidad. Sus torres se alzaban por encima denosotros como calladas amenazas. De repente cesóel ruido de las campanas. Un mulá gordo, contúnica ondeante de colores, subió al alminar de lamezquita vecina. Se acercó las manos a la bocaformando una bocina y gritó con orgullo ymelancolía:

«¡Levantaos y orad, levantaos y orad, mejororar que dormir!»

Corrí a la cuadra. El kochi estaba ensillandoel caballo. Me monté y corrí por las callesindiferente a las miradas espantadas de la multitud.El caballo aguzaba las orejas de alegre emoción.

Ante mí se alejaba hacia abajo la ancha cinta delcamino de montaña. Galopé junto a las casas de lanobleza karabaja y los sencillos nobles rurales mesaludaron:

«¿Ya corres a la batalla, Alí Kan?»Miré hacia el valle. Allí estaba, en medio del

jardín, la casita con su tejado plano. Al ver la casaolvidé todas las reglas de la equitación. Bajécabalgando las empinadas colinas en un locogalope. La casa se veía cada vez más grande, ytras ella desaparecieron las montañas, el cielo, laciudad, el zar y el mundo entero. Entré en el jardín.De la casa salió un criado de rostro impasible. Memiró con ojos sin vida.

«La familia del príncipe ha dejado la casahace tres horas.»

Mi mano agarró mecánicamente el mango delpuñal.

El criado se hizo a un lado.«La princesa Nino ha dejado una carta para el

ilustre Alí Kan.»Deslizó la mano en el bolsillo del pecho.

Bajé del caballo y me senté en los escalones de la

terraza. Era un sobre suave, blanco y perfumado.Lo rompí con impaciencia. Su letra era grande einfantil:

«¡Queridísimo Alí Kan! De repente hayguerra, y tenemos que partir inmediatamente paraBakú. No hay tiempo para avisarte. No te enfades,que yo estoy llorando y te quiero. El verano se haacabado enseguida. Date prisa y síguenos. Teespero y te echo de menos: por el camino pensarésolo en ti. Mi padre dice que la guerra acabarápronto y que ganaremos. Yo no entiendo nada detodo este lío. Por favor, ve al mercado de Shusha ycómprame una alfombra, que a mí no me ha dadotiempo. Una con cabezas de caballo de muchoscolores. Un beso. En Bakú todavía hará un calorterrible. Nino.»

Doblé la carta. En realidad no pasaba nada.Solo pasaba que yo, Alí Kan Shirvanshir, era tantonto que había montado precipitadamente elcaballo y cabalgado hacia el valle, en lugar depresentarme ante el regidor de la ciudad para darlela enhorabuena por la guerra o, al menos, entrar enuna de las mezquitas de Shusha para rezar una

oración por el ejército del zar, como correspondía.Miré hacia delante, sentado en las escaleras de laterraza. Estaba tonto. Qué otra cosa podía haberhecho Nino, más que volver obediente a casa consu padre y su madre y pedirme que les siguiera lomás rápido posible. Es verdad que cuando hayguerra en el país, la amada debe buscar al amado,y no escribirle cartas perfumadas. Pero en nuestropaís no había guerra, la guerra estaba en Rusia,que a mí y a Nino nos importaba bien poco. Y, sinembargo… estaba lleno de ira: ira contra el viejoKipiani, que tanta prisa tenía por volver a casa, iracontra la guerra, contra el Liceo de Santa Tamara,donde no se enseña a las muchachas lo que tienenque hacer, y sobre todo contra Nino, que se iba sinmás, mientras yo, olvidando el deber y ladignidad, no era capaz de ir a buscarla con lasuficiente prisa. Leí y releí su carta una y otra vez.De repente saqué mi puñal y alcé el brazo: undestello, y la hoja se hundió sollozando en lacorteza del árbol que había delante.

El criado me adelantó, sacó el puñal delárbol, lo examinó con aire de experto y me lo

devolvió. «Auténtico acero kubachino, y quéfuerza tiene usted en la mano», dijo con timidez.

Subí al caballo. Cabalgué despacio hacia lacasa. A lo lejos se alzaban las cúpulas de laciudad. Ya no estaba enfadado: la ira se quedóenganchada a la corteza del árbol. Nino habíaactuado bien. Era una buena hija y sería una buenaesposa. Me sentía avergonzado, cabalgaba con lacabeza gacha. El camino estaba lleno de polvo. Aloeste se ponía el sol, rojizo.

Un relinchar me sobresaltó. Al alzar lacabeza me quedé petrificado. Por un momento meolvidé de Nino y del mundo. Frente a mí había uncaballo de cabeza estrecha y pequeña, ojosaltivos, tronco delgado y piernas de bailarina deballet. Su piel rojiza con reflejos dorados brillabaa los oblicuos rayos del sol. A lomos del caballoiba un hombre mayor de bigote colgante y nariztorcida: el príncipe Mélikov, un terrateniente de lazona. Me paré y observé el caballo, incrédulo yfascinado. ¿Qué me contaron cuando llegué aShusha sobre la famosa estirpe del caballo delsanto Sari Beg?: «Son alazanes dorados, y solo

hay doce en todo Karabaj. Están tan protegidoscomo el harén del sultán». Ahora tenía ante mí estamaravilla rojidorada.

«¿Adonde te diriges, príncipe?»«A la guerra, hijo.»«¡Bonito caballo, príncipe!»«Sí, ¿no es admirable? Poca gente tiene el

verdadero alazán…»Sus ojos se llenaron de ternura.«Su corazón pesa tres kilos justos. Si riegas

con agua el cuerpo del caballo, brilla como unanillo de oro. Nunca había visto la luz del sol.Cuando lo he sacado hoy y cayeron los rayos desol sobre sus ojos, resplandecieron como unafuente que mana con fuerza. Así es como debieronde brillar los ojos del hombre que inventó elfuego. Desciende del caballo de Sari Beg. Hastaahora no se lo había enseñado a nadie. Solocuando el zar llama a la guerra monta el príncipeMélikov esta maravilla rojidorada.»

Saludó lleno de orgullo y siguió cabalgando.Su sable tintineaba flojito. Era cierto que habíaguerra en el país.

Cuando llegué a casa ya estaba oscuro. Laciudad tambaleaba de ardor guerrero. Los noblesde la región corrían borrachos por las calles,haciendo ruido y disparando al aire. «Va a correrla sangre», clamaban. «Va a correr la sangre. ¡Oh,Karabaj, tu nombre se hará grande!»

En casa me estaba esperando un telegrama:«Vuelve a casa enseguida. Tu padre».

«Recoge las cosas», le dije al kochi,«mañana nos vamos.»

Bajé a la calle y observé el ajetreo. Habíaalgo que me intranquilizaba, pero no sabía qué.Miré las estrellas y estuve meditando mucho rato.

8

«Dime, Alí Kan, ¿quiénes están de nuestra

parte?» Estábamos bajando de Shusha por elempinado camino de la montaña. Mi kochi, unsencillo muchacho de pueblo, no se cansaba debuscar las preguntas más extrañas sobre todos losaspectos de la guerra y de la política. Entrenosotros, el hombre común solo tiene tres temas deconversación: la religión, la política y losnegocios. La guerra toca los tres campos. De laguerra se puede hablar tanto tiempo como sequiera y siempre que se quiera, de viaje, en casa yen el café, sin que el tema quede agotado.

«De nuestra parte, kochi, están el emperadordel Japón, el emperador de la India, el rey deInglaterra, el rey de Serbia, el rey de los belgas yel presidente de la República Francesa.»

El kochi apretó los labios en señal dedesaprobación. «Pero el presidente de laRepública Francesa es un civil, ¿cómo puede ir al

campo de batalla y dirigir la guerra?» «No lo sé.Quizá mande a un general.»

«Se debe dirigir la guerra personalmente, yno dejárselo a otros. Si no, no puede salir bien.»

Miró preocupado la espalda de nuestrocochero y dijo, experto: «Pero el zar es pequeñode estatura y delgado. Por contra, el emperadorGuillermo es ancho y fuerte. Vencerá al zar en laprimera batalla».

El buen hombre estaba convencido de que enla guerra los monarcas enemigos salíancabalgando, los unos frente a los otros, y que altosen sus corceles abrían la batalla. No tenía sentidointentar persuadirle de lo contrario.

«Y cuando Guillermo derrote al zar, tendráque ir el zarévich al campo de batalla. Pero esjoven y está enfermo. Y Guillermo tiene seis hijosvarones, sanos y fuertes.»

Intenté disipar su pesimismo. «Guillermosolo puede luchar con la mano derecha, tiene laizquierda enferma.»

«Qué más da, la mano izquierda solo lanecesita para coger las riendas del caballo. Para

luchar se usa la derecha.»Frunció el ceño, pensativo, y de pronto

preguntó: «¿Es cierto que el emperador FranciscoJosé tiene cien años?». «No lo sé exactamente.Pero es muy mayor.» «Es terrible», opinó el kochi,«que un hombre tan mayor tenga que subirse alcaballo y sacar el sable.» «Pero no tiene por qué.»

«Claro que sí. A él y al kral serbio los separala sangre. Ahora son enemigos de sangre, y elemperador Francisco José tiene que vengar lasangre de su heredero al trono. Si fuera uncampesino de mi pueblo, quizá podría pagar elprecio de la sangre. Cien vacas y una casa, porejemplo. Pero un emperador no puede perdonar lasangre. Si no, todos harían lo mismo y seacabarían las venganzas de sangre, se hundiría elpaís.»

El kochi tenía razón. La venganza de sangrees el fundamento más importante del orden estataly de las buenas costumbres, aunque los europeosno sean partidarios. Ciertamente es encomiableque los sabios ancianos pidan e insten a que lasangre derramada se perdone, a cambio de una

buena recompensa. Pero el principio de lavenganza de sangre no se debe alterar. ¿Quépasaría entonces? Los hombres se dividen enfamilias, no en pueblos. Entre las familias reina unequilibrio, que procede de la voluntad de Dios yse basa en la capacidad de procreación de loshombres. Si este equilibrio es destruido por unaviolencia brutal, por un asesinato, entonces lafamilia que haya atentado contra el equilibrio quees voluntad de Dios debe perder a su vez a uno desus miembros. Así se restablece el equilibrio. Eracierto que la venganza se llevaba a cabominuciosamente, y que a menudo se erraba elblanco o se disparaba a más hombres de losnecesarios. Entonces la venganza seguía adelante.Pero el principio era bueno y claro. Mi kochi loentendía muy bien y asentía satisfecho: sí, elemperador centenario que se subía al caballo paravengar su sangre era un hombre listo y justo.

«Alí Kan, si el emperador Francisco José y elkral tienen que resolver por las armas un asunto desangre, ¿qué les importa a los demás monarcas?»

Era una pregunta difícil, que yo mismo no era

capaz de responder.«Mira», dije, «nuestro zar tiene el mismo

Dios que el kral serbio, y por eso le ayuda. Elemperador Guillermo y otros monarcas enemigosson parientes del emperador Francisco José, creo.El rey de Inglaterra es pariente del zar, y supongoque así una cosa ha llevado a otra.»

Esta respuesta no satisfizo al kochi enabsoluto. El emperador del Japón seguro que teníaun Dios completamente distinto al del zar, y esemisterioso civil que gobernaba Francia no podíaser pariente de ningún monarca. Además, enopinión del kochi, en Francia no tenían Diosalguno. Por eso ese país se llamaba República.

Tampoco yo lo acababa de entender. Lerespondí con vaguedades y acabé por pasar a laofensiva, preguntando a mi vez a mi valiente kochisi tenía intención de ir a la guerra.

Miró sus armas con ojos soñadores.«Sí», respondió, «claro que voy a ir a la

guerra.»«Pero ¿sabes que no hace falta? Los

musulmanes estamos exentos de leva.»

«Sí, pero yo quiero ir de todos modos.» Derepente, el sencillo muchacho se volvió muylocuaz: «La guerra es buena. Viajaré por el mundo.Oiré soplar el viento al oeste y veré las lágrimasen los ojos del enemigo. Me darán un caballo yarmas y cabalgaré con los compañeros por aldeasconquistadas. Cuando vuelva, traeré mucho dineroy todos me felicitarán por mi heroísmo. Si muero,será la muerte de un hombre de verdad. Todoshablarán bien de mí, y mi hijo o mi padre recibirángrandes honores. No, la guerra es algo muy bueno,da igual contra quién. Los hombres deben ir a laguerra una vez en la vida».

Habló mucho, emocionado. Detalló lasheridas que tenía la intención de infligir alenemigo, ya veía ante sí el botín de guerra, susojos brillaban con el despertar del espíritu delucha, y su tez oscura parecía el rostro de un viejohéroe del divino libro del sah Nameh.

Yo lo envidiaba, porque era un hombresencillo que sabía exactamente lo que debía hacer,mientras que yo meditaba mirando al infinito,indeciso. He pasado demasiado tiempo en el

instituto del Imperio: me contagiaron el gusto rusopor la reflexión.

Llegamos a la estación de tren. Mujeres,niños, ancianos y campesinos de Georgia ynómadas de Zaqatala habían tomado el edificio.No se entendía para qué querían viajar, ni haciadónde. No parecían saberlo ni ellos mismos.Estaban ahí, como informes montones de tierra enel campo, y asaltaban los trenes que iban llegandosin importarles en qué dirección partirían. Unhombre mayor vestido con una piel de oveja hechatrizas, sentado junto a la puerta de la sala deespera, sollozaba con ojos purulentos. Era deLenkorán, junto a la frontera persa. Estabaconvencido de que su casa estaría destruida y sushijos muertos. Le dije que Persia no estaba enguerra con nosotros. Me miró desconsolado:

«No, señor. La espada de Irán lleva tiempoherrumbrosa. Ahora la afilan de nuevo. Nosatacarán los nómadas y los shasavanos destruiránnuestras casas porque vivimos en el imperio de losinfieles. Nuestras hijas serán sus esclavas,nuestros hijos sus efebos.»

Siguió un buen rato lamentándose sin muchosentido. Mi kochi abrió un camino a través de lamultitud. Nos costó trabajo llegar al andén. Lalocomotora tenía el gesto inexpresivo de unmonstruo antediluviano. Negra y maligna, escindíael dorado rostro de nuestro desierto. Subimos alvagón y cerramos de un golpe la puerta delcompartimento. Una propina al revisor nosgarantizó tranquilidad. El kochi se sentó con laspiernas cruzadas sobre el diván tapizado enterciopelo rojo con tres letras bordadas en oro:«S. Z. D.», las iniciales del FerrocarrilTranscaucasiano, orgullo de la política colonialrusa. El tren se puso en marcha.

La ventana iba cerrada. Afuera, la arenadorada se extendía con calma soñadora. En el marde arena brillaban suaves y redondas las pequeñascolinas peladas. Abrí la ventana y miré haciafuera. Desde lejanos mares invisibles soplaba unviento fresco sobre las dunas calientes. Lasgastadas rocas resplandecían, rojizas. Granitos dearena rodaban chispeando entre las piedras. Lasescasas hierbas serpenteaban por las bajas cimas.

Una caravana cruzaba la arena: cien o másmonturas, camellos y dromedarios grandes ypequeños que observaban con miedo el tren. Cadauno llevaba una campanilla colgada del cuello.Los camellos acompasaban a su sonido el pasoperezoso y el balanceo de sus cabezas. Se movíantodos como un único cuerpo, al ritmo de lasinfonía nómada del alma ambulante de Asia… Untropezón o un paso en falso, y una de las campanaspierde el ritmo. El camello siente la disonancia yse intranquiliza. La voluptuosidad del desierto fuequien engendró a esta curiosa criatura, estebastardo de bestia y pájaro, gracioso, simpático, ya la vez repugnante. En su ser se refleja el desiertoentero: su vastedad, su pena, su aliento, su sueño.

La suave arena, gris y monótona, parecía elrostro de la eternidad. A través de esta eternidaddeambulaba, sumida en sueños, el alma de Asia.El tren con las tres letras doradas «S. Z. D.»viajaba en la dirección equivocada. Este era misitio, con los camellos, con los hombres que losconducían, con la arena. ¿Por qué no alzaba lamano hacia el freno de emergencia? ¡Atrás, atrás!

¡No quiero continuar! Oigo un ruido disonanteentre el monótono tintineo de campanas de laeterna caravana.

¿Qué me importaba a mí el mundo al otrolado de la cordillera? ¿Sus guerras, sus ciudades,sus zares, sus problemas, sus aliados, su limpiezay su suciedad? Nosotros nos limpiamos de otramanera y pecamos de otra manera, tenemos otroritmo y otros rostros. Que el tren corriera hacia eloeste. Yo me quedaba.

Saqué la cabeza por la ventana todo lo quepude. La caravana se había quedado atrás. Laseguí con la mirada. Me sobrevino una gran calma.En mi tierra no había enemigos, nadie amenazabalas estepas de Transcaucasia. Que mi kochi fuera ala guerra si él quería. Tiene razón. No lucha ni porel zar ni por Occidente: a sueldo de sus propiasganas de aventura, quiere derramar sangre y verllorar al enemigo. Como todos los asiáticos. Yotambién quiero ir a la guerra, todo mi ser anhela elaire libre de un combate a sangre, la humaredanocturna del gran campo de batalla. Guerra:espléndida palabra, fuerte y viril, cual golpe de

lanza. Yo, sin embargo, he nacido viejo, con mimente de siglos. Esta guerra no me concierne enabsoluto. No tengo victoria que ganar. Tengo quequedarme aquí hasta el día en que el enemigomarche hacia nuestra tierra, nuestra ciudad ynuestra parte del mundo. Que vayan a esta guerralos más temerarios; pero en el país tienen quequedar hombres suficientes para rechazar al futuroenemigo. Pues tengo la vaga sensación de que ganequien gane esta guerra, hay un peligro que avanza,un peligro mayor que todas las expediciones deconquista del zar. Algo invisible que agarra lasriendas de la caravana y quiere apartarla por lafuerza hacia nuevos pastos y nuevos caminos. Solopueden ser los caminos de Occidente, y esoscaminos yo no los quiero andar. Por eso me quedoen casa. Cuando lo invisible arremeta contra mimundo: solo entonces blandiré la espada.

Me apoyé contra el asiento. Era bueno llevarhasta el final una reflexión. Dirán, quizá, que mequedo en casa para no alejarme de los ojososcuros de Nino. Quizá. Puede también que losque digan esto no se equivoquen. Pues para mí

esos ojos oscuros son como la tierra de mi patria,como la llamada de la patria a un hijo suyo al queun extranjero intenta apartar por extraños caminos.Me quedo, para proteger contra lo invisible a losojos oscuros de la patria.

Miré hacia el kochi. Se había quedadodormido, y roncaba aguerrido y emocionado.

9

La ciudad yacía indolente y perezosa bajo el

ardor del sol transcaucasiano de agosto. Su rostroarrugado por los siglos seguía siendo el mismo.Habían desaparecido muchos rusos. Se fueron aluchar por el zar y la patria. La policía registrabalas viviendas en busca de alemanes y austríacos.El petróleo subía de precio, y los hombres dedentro y fuera de la gran muralla estaban felices ycontentos. Solo leían los partes de guerra lostertulianos profesionales de las casas de té. Laguerra estaba lejos, en otro planeta. Los nombresde las ciudades conquistadas o perdidas sonabanextraños y lejanos. Retratos de generales mirabanamables y victoriosos desde las portadas de losperiódicos. No me marché al Instituto Lazarev deMoscú. No quería alejarme de la patria en tiempode guerra. Siempre habría tiempo para estudiar.Muchos me despreciaban por esto, y porque aúnno estaba en el campo de batalla. Pero cuando

miraba la ciudad vieja desde la azotea de nuestracasa, sabía que ninguna llamada del zar mesepararía de mi tierra natal, de la muralla junto ami hogar.

Mi padre me preguntó sorprendido ypreocupado:

«¿Seguro que no quieres ir a la guerra? ¿Tú,Alí Kan Shirvanshir?».

«No, padre, no quiero ir.»«Casi todos nuestros antepasados murieron en

el campo de batalla. Es la muerte natural ennuestra familia.»

«Lo sé, padre. Yo también moriré en elcampo de batalla, pero no ahora, ni tan lejos.»

«Mejor morir con honor que vivir endeshonor.»

«No vivo en deshonra. No tengo ningunaobligación respecto de esta guerra.»

Mi padre me miraba con desconfianza. ¿Seríasu hijo un cobarde?

Por centésima vez me contó la historia denuestra familia: ya bajo el sah Nadir, cincoShirvanshir lucharon por el imperio del León de

Plata. Cuatro de ellos cayeron en las expedicionescontra la India. Solo uno de ellos volvió de Delhi,trayendo consigo un gran botín. Compró tierras,construyó palacios y sobrevivió a su iracundoseñor. Cuando el sah Ruj luchó contra Huseín Kan,este antepasado se puso del lado del salvajepríncipe de los kacharos, Aga Mohamed. Le siguiópor Send, Jorasán y Georgia junto a sus ocho hijosvarones. Solo tres sobrevivieron, y permanecieronjunto al gran eunuco aun después de hacerse sah.Sus tiendas de campaña eran vecinas de la de AgaMohamed la noche en la que fue asesinado enShusha. La familia Shirvanshir pagó con la sangrede nueve de sus miembros las tierras de Shirvan,Mazandarán, Guilán y Azerbaiyán con las que lesrecompensó Fez Alí, blando sucesor de AgaMohamed. Los tres hermanos gobernaron Shirvancomo feudatarios del rey de reyes. Entoncesllegaron los rusos.

Ibrahim Kan Shirvanshir defendió Bakú, y suheroica muerte en Ganja volvió a cubrir de gloriael nombre de los Shirvanshir. Tras la Paz deTurkmenchay se dividieron las tierras, las

banderas y los campos de batalla de losShirvanshir. Los miembros del tronco persa de lafamilia lucharon y murieron bajo el sah Mohamedy el sah Nasrudín en las campañas contraturcomanos y afganos, y los del tronco ruso dieronsu sangre por el zar en la guerra de Crimea, en lasluchas contra Turquía y en la guerra del Japón. Poreso tenemos tierras y condecoraciones y nuestroshijos aprueban el examen de reválida aunque nosepan distinguir el gerundio del gerundivo. «Elpaís vuelve a estar en guerra», concluyó mi padre,«pero tú, Alí Kan Shirvanshir, estás sentado en laalfombra de la cobardía, te escondes tras las laxasleyes del zar. De qué sirven las palabras si tú nollevas en la sangre la historia de nuestra familia.No es en las amarillas y polvorientas páginasmuertas de los libros, no, ahí no, es en tus venas yen tu corazón donde debes leer las hazañas de tusantepasados.»

Mi padre dejó de hablar, triste. Medespreciaba porque no me entendía. ¿Sería su hijoun cobarde? El país estaba en guerra, y su hijo nocorría al campo de batalla, no sentía la sed de la

sangre del enemigo, no quería ver sus ojos llenosde lágrimas. No, ¡si este hijo estaba degenerado!

Desde la alfombra, donde estaba apoyado enlos blandos almohadones, le dije en broma: «Meconcediste tres deseos. El primero fue un veranoen Karabaj. Ahora toca el segundo: tomaré laespada cuando yo quiera. Creo que nunca serátarde. Se nos acabó la paz por mucho tiempo.Nuestro país aún va a necesitar mi espada».

«Bien», dijo mi padre.Después se quedó callado y ya no volvió a

hablar de la guerra, sino que me miraba desoslayo, escudriñándome. Quizá su hijo noestuviera degenerado, en el fondo.

Hablé con el mulá de la mezquita de Taza-Pir.El mulá me comprendió enseguida. Vino a casa, latúnica al viento y despidiendo olor a ámbar gris.Se encerró con mi padre. Le dijo que, según elCorán, los musulmanes no estaban obligados a ir aesta guerra. Revistió sus palabras con muchas citasde los profetas. Desde entonces, en casa medejaron tranquilo.

Pero solo en casa. Las ganas de guerra habían

invadido a nuestra juventud, y no todos tenían lasensatez de refrenarlas. A veces visitaba a amigos.Cruzaba la puerta de Zizianashvili, giraba a laderecha por la calle de Ashum, atravesaba la callede Santa Olga e iba paseando tranquilamente hastala casa del viejo Seinal Aga.

Estaba Ilias Beg sentado a la mesa, inclinadosobre unos tratados bélicos. A su lado, con ceñofruncido y rostro atemorizado, estaba agachadoMehmed Haidar, el peor alumno de todo elcolegio. La guerra le había espabilado. Abandonóprecipitadamente la casa del saber y ahora, aligual que Ilias Beg, acariciaba un único deseo:sentir las hombreras doradas de oficial sobre laespalda. Los dos preparaban el examen deoficiales. Cuando entraba en la sala solía oír elmurmullo desesperado de Mehmed Haidar.

«La misión del ejército y de la flota esdefender al zar y la patria contra el enemigoexterior e interior.»

Le quité el libro de las manos y le puse aprueba. «¿Quién es, querido Mehmed Haidar, elenemigo externo?»

Frunció el ceño, estuvo pensando un rato congran esfuerzo y soltó: «Los alemanes y losaustríacos».

«Nada que ver, amigo mío», dije divertido, yleí triunfante:

«El enemigo exterior es toda formaciónmilitar que amenace con cruzar nuestras fronterascon intención bélica.»

Entonces me volví hacia Ilias Beg. «¿Qué seentiende por disparo?»

Ilias Beg contestó como un autómata: «Pordisparo se entiende el lanzamiento de la bala porla boca del arma por efecto de la pólvora.»

Este juego de preguntas y respuestas duró unbuen rato. Nos sorprendía enormemente lo difícilque era asesinar al enemigo siguiendo todas lasnormas de la ciencia, y de lo diletante que era elmodo en que hasta el momento se había ejercitadoeste arte en nuestro país. Después, ambos —Mehmed Haidar e Ilias Beg— relataronentusiasmados las alegrías de la próxima campañamilitar. Las protagonistas eran mujeres extranjerasrecogidas de entre los escombros de ciudades

conquistadas, totalmente ilesas. Tras una hora defantasías desenfrenadas, llegaron a la conclusiónde que en el petate de todo soldado se guarda unbastón de mariscal, y me miraron concondescendencia.

«Cuando sea oficial», dijo Mehmed Haidar,«tendrás que cederme el paso por la calle yrespetarme, porque estaré defendiendo con mivaliente sangre tu perezoso cuerpo.»

«Para cuando tú llegues a ser oficial, laguerra estará perdida desde hace años y losalemanes habrán conquistado Moscú.»

A los futuros héroes no les molestó estaprofecía en absoluto. Les daba igual quién ganarala guerra, lo mismo que a mí. Nos separaba delfrente una sexta parte del globo. Los alemanes noiban a poder conquistar tanta cosa. En lugar de unmonarca cristiano vendría a gobernarnos otromonarca cristiano. Eso era todo. No: para IliasBeg, la guerra era una aventura, y para MehmedHaidar, una ocasión propicia para interrumpir conhonor sus estudios y dedicarse a una profesiónmasculina por naturaleza. Seguro que los dos

serían buenos oficiales en combate. A nuestropueblo no le faltaba coraje. Pero ¿para qué? Esono se lo preguntaban ni Ilias Beg ni MehmedHaidar, y todas mis advertencias habrían sidoinútiles, porque en ambos se había despertado lased oriental de sangre.

Después de que me hubieran despreciado agusto dejé la casa de Seinal Aga. Atravesando ellaberíntico barrio armenio acabé en el paseomarítimo. El mar Caspio, salado y plomizo, lamíael malecón de granito. En el puerto había un barcode guerra. Me senté en un banco y observé lostradicionales barcos de vela luchandovalerosamente contra las olas. En un barco deestos se podía viajar cómodamente hasta el puertopersa de Astara, un pacífico pueblo en ruinas a laspuertas del gran país verde del sah. Allí estabanlos melancólicos suspiros de amor de los poetasclásicos, el recuerdo de las hazañas del héroeRustem y de las fragantes rosaledas de lospalacios de Teherán. Un bello país soñado.

Subí y bajé varias veces el paseo. Aún no mehabía acostumbrado a visitar a Nino en su casa.

Iba en contra de toda idea de las buenascostumbres. Pero el viejo Kipiani creía que podíahacer la vista gorda a causa de la guerra. Por fin,cogí aire y subí las escaleras de una casa de cuatropisos. En el segundo había una placa con unabreve inscripción: «Príncipe Kipiani». Me abrióla puerta una criada con delantal blanco que hizouna reverencia. Le di mi gorro, a pesar de que lasmaneras orientales exigen que los invitados se lodejen puesto. Sabía cómo se hace en Europa. Lafamilia del príncipe estaba en el salón tomando elté.

Era una habitación grande con mueblestapizados de seda roja. En los rincones habíapalmeras y macetas, y las paredes no estabanpintadas ni cubiertas de alfombras, sinoempapeladas. La familia del príncipe bebía téinglés en tazas grandes con bellos adornos. Habíabizcocho y pastas, y le besé la mano a la princesa,una mano que olía a bizcocho, pastas y agua delavanda. El príncipe me dio la mano y Nino meacercó tres dedos, mirando disimuladamente sutaza de té.

Me senté y me pusieron té.«De modo, kan, que ha decidido no ir a la

guerra de momento», preguntó el príncipe concondescendencia.

«Así es, príncipe, de momento no.»La princesa apoyó la taza. «Sin embargo, en

su lugar yo ingresaría en un comité de apoyo a laguerra. Así al menos tendrá uniforme.»

«Quizá, princesa, es buena idea.»«Yo también haré así», dijo el príncipe,

«aunque lamentablemente mi presencia en laempresa es imprescindible, al menos debosacrificar el tiempo libre por la patria.»

«Tiene razón, príncipe. Pero yo dispongo depoquísimo tiempo libre. Temo que no sería de granutilidad a la patria.»

El príncipe estaba sinceramente sorprendido:«¿Y a qué se dedica?».

«Me dedico a administrar mis dominios,príncipe.»

La frase dio en el blanco. La había leído enalguna novela inglesa. Los distinguidos y ociososlores se dedican a administrar sus dominios. El

respeto hacia mí que tenían los príncipes crecía aojos vista. Tras algunas frases elegantes más, Ninorecibió permiso para acompañarme esa tarde a laópera. Volví a besar la suave mano de la princesa,me incliné, incluso pronuncié la r con acentopetersburgués, y prometí estar de vuelta a las sietey media.

Nino me acompañó a la puerta, y mientras lacriada iba a buscar mi gorro, se pusocoloradísima, bajó la cabeza y me dijo en suencantador tártaro chapurreado:

«Me alegro muchísimo de que te quedes. Deverdad que me alegro. Pero dime, Alí, ¿tantomiedo te da la guerra? Los hombres deben amar lalucha. Yo amaría también tus heridas.»

Yo no me sonrojé. Le cogí la mano y laapreté.

«No tengo miedo. Algún día podrás curar misheridas. Pero si te entretiene, hasta entoncespuedes considerarme un cobarde.»

Nino me miró sin comprender. Me fui a casay destrocé un antiguo libro de química en miltrocitos de papel.

Después bebí té persa del de verdad yreservé un palco en la ópera.

10

Rápido, cierra los ojos, tápate los oídos con

las manos y abstráete del mundo. ¿Cómo era?¿Hace tiempo, en Teherán?

Una enorme sala de piedra azul con la noblefirma del sah Nasrudín sobre la entrada. En elcentro, un escenario cuadrado y por toda la sala,sentados, de pie, tumbados, hombres respetables,niños nerviosos, jóvenes exaltados: piadososespectadores de la pasión del santo Huseín. Lasala está poco iluminada. En el escenario ángelesbarbudos consuelan al joven Huseín. El iracundocalifa Yesid envía a uno de sus caballeros aldesierto a traer la cabeza del joven santo. Loscantos fúnebres son interrumpidos por el tintineode dagas. Alí, Fátima y Eva, la primera mujer,vagan por el escenario cantando muchas estrofasde rubaiyats. El impío califa recibe la cabeza deljoven sobre una pesada bandeja de oro. Losespectadores tiemblan y lloran. Un mulá recorre

las filas para recoger las lágrimas de losespectadores en un frasquito, usando un algodón.Estas lágrimas tienen todo tipo de propiedadesmágicas. Cuanto mayor sea la fe del espectador,mayor será el efecto de la representación. Unatabla se convierte en el desierto, una caja en eltrono de diamantes del califa, un par de palos en eljardín del Edén y un hombre con barba en la hijadel profeta.

Ahora abre los ojos, deja caer las manos ymira a tu alrededor:

La deslumbrante luz de innumerablesbombillas eléctricas. Terciopelo rojo en lospalcos, sujetos por dioses de escayola dorada. Enel patio de butacas brillan las calvas comoestrellas nocturnas en el firmamento. Las mujerestienen la nuca blanca y los brazos desnudos. Unoscuro abismo separa a los espectadores delescenario. En ese abismo hay hombres deapariencia tímida con instrumentos musicales.Sobre la platea flota el ruido confuso deconversaciones a media voz, el crujido de losprogramas, el tintineo de bolsos de mujer y de

anteojos impertinentes: la Ópera Municipal deBakú pocos minutos antes de comenzar EugenioOneguin.

Nino estaba sentada a mi lado. Había vueltohacia mí su delgado rostro. Tenía los labioshúmedos y los ojos secos. No decía casi nada.Cuando se apagaron las luces apoyé mi brazosobre su hombro. Ella torció la cabeza hacia unlado, y parecía totalmente sumergida en la músicade Chaikovski. Eugenio Oneguin se paseaba por elescenario en traje de época mientras Tatianacantaba un aria.

Prefiero la ópera al teatro porque conozco elargumento desde el principio y no me tengo queesforzar por entender lo que ocurre sobre elescenario. La música no me molesta si no esdemasiado ruidosa. La sala está oscura, y cuandocierro los ojos los vecinos de asiento piensan quemi alma está sumergida en el océano sinfónico.

Esta vez mantuve los ojos abiertos. Tras elperfil de Nino, que estaba un poco inclinada haciadelante, se veían las primeras filas del patio debutacas. En el centro de la tercera fila estaba

sentado un hombre gordo con ojos de cordero yfrente de filósofo: mi viejo amigo MelikNajararyán, el más distinguido armenio de Shusha.Su cabeza se movía al ritmo del aria entre la narizy el ojo izquierdo de Nino.

«Mira, ahí está Najararyán», le susurré.«Tú mira al escenario, bruto», susurró ella a

su vez, pero dirigió una mirada hacia el armeniogordo.

Este se giró y saludó amistosamente con lacabeza.

En el entreacto me lo encontré en el bar,adonde fui a buscar bombones para Nino. Entró ennuestro palco y se sentó: gordo, listo y algo calvo.

«¿Qué edad tiene usted, Melik Najararyán?»,le pregunté.

«Treinta años», respondió.Esto captó la atención de Nino. «¿Treinta?»,

dijo, «entonces supongo que ya no le tendremoscon nosotros en la ciudad por mucho más tiempo.»

«¿Por qué, princesa?»«Ya han llamado a filas a los de su quinta.»Soltó una carcajada; se le salían los ojos de

las órbitas, y su gorda tripa se movía.«Desgraciadamente, princesa, yo no puedo ir a laguerra. El médico me ha diagnosticado unempiema incurable del seno paranasal. Ele tenidoque quedarme.»

El nombre de la enfermedad sonaba exótico yrecordaba a un dolor de estómago. Nino abriómucho los ojos.

«¿Se trata de una enfermedad muypeligrosa?», pregunté preocupado.

«Depende de cómo se mire. Con la ayuda deun médico consciente de sus responsabilidades,cualquier enfermedad puede llegar a ser muypeligrosa.»

Nino estaba estupefacta y a la vezescandalizada.

Melik Najararyán pertenecía a la familiaarmenia más noble de Karabaj. Su padre erageneral. Él mismo era fuerte como un oso yrebosaba salud, estaba soltero. Cuandoabandonaba el palco le pedí que después de laópera viniera con nosotros a cenar. Me dio lasgracias y aceptó la invitación.

Se levantó el telón y Nino apoyó la cabezasobre mi hombro. Al comenzar el famoso vals deChaikovski, incluso me miró y susurró:«Comparado con él, tú eres casi un héroe. Por lomenos no tienes senos paranasales».

«Los armenios tienen más imaginación quelos musulmanes», intenté disculpar a Najararyán.

La cabeza de Nino se quedó descansandosobre mi hombro mientras el heroico tenor Lenskise colocaba frente a la pistola de Oneguin y este ledisparaba, como estaba previsto.

Había que celebrar esta fácil, elegante ycompleta victoria.

Najararyán nos estaba esperando a la salidade la ópera. Tenía automóvil, que al lado del tirode caballos de la familia Shirvanshir resultabaextraordinariamente elegante y europeo.Recorrimos las calles nocturnas de nuestra ciudad,por el instituto y el liceo. De noche, ambosedificios tenían un aspecto casi amable. Nosparamos ante la escalinata de mármol del casinomunicipal. Era un poco arriesgado: Nino aún ibaal liceo. Pero si uno de los caballeros lleva el

nombre de Shirvanshir y el otro se llamaNajararyán, entonces una princesa Kipiani puedeincumplir tranquilamente las normas del Liceo deSanta Tamara.

Salimos a la amplia y bien iluminada terrazadel club, que daba a los Jardines del Gobernador.Se veían las estrellas, el mar con su suavecentelleo y los faros de la isla de Nargin.

Las copas tintinearon. Nino y Najararyánbebían champán. Como a mí nada en el mundo, nisiquiera los ojos de Nino, podía obligarme a beberalcohol en público en mi ciudad natal, yo dabasorbitos a una naranjada, como de costumbre.Cuando por fin los seis miembros de la banda demúsica nos concedieron un descanso, dijoNajararyán, serio y pensativo:

«Aquí estamos, los representantes de los tresmayores pueblos del Cáucaso: una georgiana, unmusulmán, un armenio. Nacidos bajo el mismocielo, soportados por la misma tierra, distintos y ala vez uno: como las tres personas divinas. A lavez europeos y asiáticos, recibimos de Occidentey de Oriente, y a los dos damos.»

«Siempre he creído», dijo Nino, «que loscaucasianos se caracterizan por la lucha. Y aquíestoy sentada entre dos caucasianos, y ninguno deellos quiere luchar.»

Najararyán la miró con benevolencia:«Los dos queremos luchar, princesa, los dos

queremos, pero no si es el uno contra el otro. Unescarpado muro nos separa de los rusos. Este muroes la cordillera del Cáucaso. Si vencen los rusos,nuestra tierra pasará a ser completamente rusa.Perderemos nuestras iglesias, nuestra lengua,nuestra singularidad. Nos convertiremos en losbastardos de Europa y Asia, en vez de formar elpuente entre una y otra. No: el que lucha por el zar,lucha contra el Cáucaso.»

El saber escolar del Liceo de Santa Tamarahabló por Nino:

«Los persas y los turcos desgarraron nuestratierra. El sah devastó el este y el sultán el oeste.¡Cuántas esclavas georgianas acabaron en unharén! Los rusos no entraron solos: los llamamosnosotros. Jorge XII renunció libremente a lacorona en favor del zar: “No es para aumentar los

ya infinitos territorios de nuestro imperio por loque asumimos la protección del reino de Georgia”.¿No conocéis estas palabras?»

Por supuesto que las conocíamos. Duranteocho años nos habían machacado con el manifiestoque Alejandro I proclamara hace cien años. En lacalle mayor de Tiflis había una placa de broncecon esas palabras: «No es para aumentar los yainfinitos…».

Nino no se equivocaba. Los harenes deOriente habían estado llenos de prisioneras delCáucaso, las calles de las ciudades del Cáucasocubiertas de cadáveres cristianos. Hubiera podidoresponder a Nino: «Yo soy musulmán, y vosotroscristianos. Sois el botín que nuestro Dios nosofreció». Pero permanecí en silencio y esperé larespuesta de Najararyán:

«Verá usted, princesa», dijo, «el hombre quepiensa en términos políticos ha de sacar valentíapara la injusticia, y para la falta de objetividad. Loreconozco: los rusos trajeron la paz a esta tierra.Pero ahora nosotros, el pueblo del Cáucaso,podemos defender esta paz sin los rusos. Los rusos

alegan que nos tienen que proteger unos de otros.Por eso los regimientos son rusos, los funcionariosy gobernadores son rusos. Pero princesa, júzguelousted misma, ¿'necesita usted que la protejan demí?, ¿necesito yo que me protejan de Alí Kan?¿Acaso no estuvimos los tres pacíficamentesentados en corro sobre alfombras de colores, enPejajpur de Shusha? Persia ya no es un enemigo alque deban temer los pueblos del Cáucaso. Elenemigo está al norte, y este enemigo nos quiereconvencer de que somos como niños a los que hayque proteger unos de otros. Pero ya hace tiempoque no somos niños.»

«¿Y por eso no va usted a la guerra?»,preguntó Nino. Najararyán había bebidodemasiado champán. «No solo», dijo; «soy vago ycomodón. No les perdono a los rusos que seincautaran de los bienes de la Iglesia armenia, y enla terraza de este casino se está mejor que en lastrincheras. Mi familia ya ha reunido gloriasuficiente. Yo soy un vividor.»

«Yo tengo otra opinión», dije yo, «yo no soyun vividor, y sí amo la guerra. Pero no esta.»

«Es usted muy joven, amigo mío», dijoNajararyán, y siguió bebiendo. Habló largo rato,sin duda con inteligencia. A la hora de irnos Ninoestaba ya prácticamente convencida de que teníarazón. Volvimos a casa en el automóvil deNajararyán. «Esta magnífica ciudad», dijo, «lapuerta de Europa. Si Rusia no estuviera tanatrasada, ya seríamos un país europeo.»

Recordé los tiempos dichosos de mis clasesde geografía y reí alegremente.

Fue una velada muy agradable. Aldespedirme le besé a Nino los ojos y las manos,mientras Najararyán miraba al mar. Después metrajo hasta la puerta de Zizianashvili… elautomóvil no podía avanzar más. Al otro lado dela muralla comenzaba Asia.

«¿Se va usted a casar con Nino?»«Inshallah, así lo quiera Dios.»«Tendrá que superar algunas dificultades,

amigo mío. Caso de que necesite ayuda, me pongoa su disposición.

Soy partidario de que entronquen las grandesfamilias de nuestros pueblos. Hemos de estar

unidos.»Le di la mano calurosamente. De modo que

había armenios decentes. Era un descubrimientodesconcertante.

Cansado, entré en casa. El criado estaba encuclillas en el suelo, leyendo. Por las hojasserpenteaba la escritura árabe del Corán. El criadose levantó para saludar. Cogí el libro sagrado yleí:

«Vosotros que creéis, mirad: el vino, el juego,los ídolos son abominables obras de Satán.Evitadlos: quizá así tendréis éxito. Satán pretendeapartaros del recuerdo de Alá y de la oración.»

Las hojas del Corán desprendían un dulcearoma. Crujía el fino papel amarillento. La palabrade Dios, apretada entre dos tapas de cuero, sonabasevera y exhortatoria. Devolví el libro a su dueñoy subí a mi habitación. El bajo diván ancho estabablando. Cerré los ojos, como siempre que queríaver con claridad. Vi el champán, a EugenioOneguin en el baile, los claros ojos de cordero deNajararyán, los suaves labios de Nino, y la tropade enemigos que afluía a través de la muralla de

montañas para invadir nuestra ciudad.Desde la calle llegó un canto monótono. Era

Hashim, el enamorado. Era muy viejo, y nadiesabía de qué amor lloraba la pérdida. Lo llamabanpor el noble sobrenombre árabe de Maynún, «elenfermo de amor». Por las noches se deslizaba porlas callejuelas vacías, se sentaba en algunaesquina, y lloraba y cantaba su amor y su dolorhasta el alba.

El monótono eco de su canto adormilaba. Megiré hacia la pared y me hundí en la oscuridad y elsueño.

La vida aún era muy bella.

11

Todos los bastones tienen dos puntas: una

arriba y una abajo. Si se da la vuelta al bastónentonces la punta de arriba está abajo, y la deabajo, arriba. Pero el bastón es el mismo de antes.

Eso me ha pasado a mí. Sigo siendo el mismoque hace un mes y que hace un año. Allí fuera laguerra es la misma, los mismos generales cosechanvictorias o derrotas. Pero los que hace poco mellamaban cobarde, ahora bajan la mirada a mipaso: mis amigos y familiares cantan alabanzas demi sabiduría, y mi propio padre me observa conadmiración.

Pero el bastón es el mismo de antes. Un buendía, una noticia recorre la ciudad: su majestadimperial, el sultán del Alto Imperio OtomanoMehmed V Rashid ha decidido declarar la guerraal mundo de los infieles; sus victoriosas tropas setrasladan hacia este y oeste para liberar a loscreyentes del yugo de Rusia e Inglaterra; se ha

declarado la Guerra Santa, y sobre el palacio delcalifa ondea la bandera verde del profeta.

Así me convertí en héroe. Mis amigosacudían a alabar mi clarividencia: qué bien hice alnegarme a ir a la guerra. Un musulmán jamás debeluchar contra el sultán. Los turcos, nuestroshermanos, entrarán en Bakú y nuestro pueblo seunirá con el turco para formar una gran comunidadde creyentes.

Yo permanecía callado, y me inclinaba ensilencio. El hombre sabio debe permanecerindiferente ante la alabanza y la censura. Misamigos sacaron los mapas. Discutían acerbamentesobre por qué parte de la ciudad entrarían losturcos. Yo zanjé la discusión diciendo que losturcos, llegaran por donde llegaran, entraríanprimero en el barrio de Armenikend, el barrioarmenio. Los amigos me contemplaron llenos deadmiración y alabaron mi sabiduría.

De un día para otro se mudó el alma de lagente. Ningún musulmán tenía ya prisa por cogerlas armas. Seinal Aga tuvo que pagar un buendinero para que su Ilias Beg pudiera quedarse en

el regimiento de Bakú, pues de repente se lequitaron las ganas de ir a la guerra. El pobre habíaaprobado el examen de oficial poco antes de ladeclaración de guerra turca y, cosa increíble,incluso Mehmed Haidar consiguió aprobar, por lospelos. Ahora ambos eran tenientes y meenvidiaban desde su cuartel porque yo no juréfidelidad al zar. Para ellos no había vuelta atrás.Nadie les obligó a prestar juramento. Lo hicieronlibremente y si ahora lo rompieran, yo sería elprimero en retirarles el saludo.

Yo no hablaba mucho, no tenía las ideasclaras. De vez en cuando salía de casa a últimahora de la tarde y me dirigía con prisa hacia lapequeña mezquita de la muralla. Junto a lamezquita había una vieja casa. Allí vivía SaidMustafá, compañero del colegio. Yo iba a verlo alcaer la tarde.

Said Mustafá era descendiente del profeta.Tenía los ojos pequeños y rasgados y el rostropicado de viruelas. Llevaba siempre el fajín verdeque denotaba su rango. Su padre era imán en lapequeña mezquita, y su abuelo un famoso erudito

del sepulcro del imán Reza en la ciudad sagradade Meshjed. Rezaba cinco veces al día. Seescribía con tiza en las plantas de los pies elnombre del impío califa Yesid, para pisar todoslos días al enemigo de la fe. El día diez del mes demoharrán, sagrado día de luto, se desgarraba elpecho hasta que le sangraba la piel. A Nino leparecía que era demasiado beato y por ello lodespreciaba. Yo lo apreciaba por la claridad de sumirada, pues distinguía mejor que nadie lo buenode lo malo, lo verdadero de lo falso.

Me recibió con la serena sonrisa del sabio.«¿Te has enterado, Alí Kan? El rico Yusuf

Oghly ha comprado doce cajas de champán parabebérselas con el primer oficial turco que entre enla ciudad. ¡Champán! ¡Champán en honor de laguerra santa islámica!»

Me encogí de hombros.«¿De qué te asombras, Said? Los hombres

han perdido la razón.»«El que provoca la ira de Alá se verá

apartado del buen camino», dijo Said, lleno defuria: se levantó de un brinco con labios

temblorosos; «ocho hombres huyeron ayer paraservir en el ejército del sultán. ¡Ocho! Dime, kan,¿qué les habrá pasado por la cabeza a estos ochohombres?»

«Las tienen tan vacías como el estómago deun asno hambriento», respondí con precaución.

La ira encarnizada de Said no tenía límite.«Mira», dijo, «los chiíes luchan junto el califasuní. ¿No derramó Yesid la sangre del nieto delprofeta? ¿No asesinó Muawiya al glorioso Alí? ¿Aquién pertenece la herencia del profeta? ¿Es alcalifa, o es al Invisible, al Imán de la Eternidad, alque lleva en sus venas la sangre del profeta? Hacesiglos que el pueblo chií está de luto: la sangre nossepara de los apóstatas, que son peores que losinfieles. Aquí el chiismo, allá la sunna: entre losdos no hay puente posible. No hace tanto tiempoque el sultán Selim mandó degollar a veinticuatromil chiíes. ¿Y ahora? Ahora hay chiíes luchandojunto al califa, el que robó la herencia del profeta.Todo ha caído en el olvido: la sangre de loscreyentes, el misterio de los imanes. Aquí, ennuestra ciudad chií, hay hombres que esperan

impacientes a que lleguen los suníes a destruirnuestra fe. ¿Qué pretende el turco? Enver Bajá haavanzado hasta Urmía. Dividirán Irán. Destruiránla fe. ¡Oh, Alí, acude con tu espada llameante yajusticia a los apóstatas! ¡Oh, Alí, Alí!»

Las lágrimas corrían por su rostro. Apretó elpuño y se golpeó bruscamente en el pecho. Yo lomiraba impresionado. Ya no sabía qué estaba bieny qué estaba mal. Sí, los turcos eran suníes. Y, sinembargo, mi corazón anhelaba que Enver tomaranuestra vieja ciudad. ¿Qué pasaba? ¿En verdad sederramó inútilmente la sangre de nuestrosmártires?

«Said», le dije, «los turcos son de nuestramisma familia. Su lengua es nuestra lengua. Lasangre de Turán corre por sus venas y también porlas nuestras. Quizá por ello resulte más fácil morirbajo la media luna del califa.»

Said Mustafá se enjugó los ojos. «Por misvenas corre la sangre de Mahoma», dijo frío yorgulloso. «¿La sangre de Turán? Creo que hasolvidado ya lo poco que aprendiste en el colegio.Viaja a las montañas de Altái o más aún, hasta la

frontera de Siberia: ¿quiénes viven allí? Sonturcos como nosotros, tienen nuestra lengua ynuestra sangre. Dios los ha hecho extraviarse ysiguen siendo paganos, adoran a ídolos: Su Tengri,dios de las aguas; Teb Tengri, dios del cielo. Siestos yakutos o altaicos fueran poderosos ylucharan contra nosotros, ¿deberíamos acaso loschiíes celebrar la victoria de los paganos soloporque sean de nuestra misma sangre?»

«¿Qué hacer, Said?», le pregunté. «La espadade Irán está herrumbrosa. Luchar contra los turcoses apoyar al zar. ¿Debemos defender la cruz delzar contra la media luna del califa en nombre deMahoma? ¿Qué hacer, Said?»

El rostro de Mustafá estaba embargado poruna profunda tristeza. Me miraba como si toda ladesesperación del milenio moribundo hablara porsus ojos.

«¿Que qué podemos hacer? Ni yo mismo losé.»

Said Mustafá era un hombre sincero.No dije nada, estaba confuso. La lámpara de

petróleo de la habitación de Said emanaba humo.

Los colores de la alfombra de oración brillaban ensu estrecho círculo de luz. La alfombra parecía unjardín que se puede doblar y llevar de viaje. Paraél, Said Mustafá, era fácil condenar los pecadosdel pueblo. Está en la tierra como de paso. Dentrode diez o veinte años será imán junto al sepulcrode Reza en Meshjed, uno de los invisibles eimperceptibles eruditos que dirigen los destinos dePersia. Tenía ya ojos cansados, como un ancianoque entiende y acepta el significado de su edad.No abandonaría ni un centímetro de la feverdadera, aun cuando ello hiciera a Persia denuevo grande y poderosa. Antes sucumbir quealcanzar el fuego fatuo del esplendor terrenal através de los fangos del pecado. Por eso se quedacallado y no sabe qué decir. Y por eso aprecio yotanto a este guardián solitario del umbral de la feverdadera.

«Nuestro destino está en las manos de Alá,Said Mustafá», le dije, cambiando de tema,«quiera Dios llevarnos por el buen camino. Hoyvine para hablar contigo de otro asunto.»

Said Mustafá se miró las uñas teñidas de

jena. Entre los dedos le resbalaba un rosario deámbar. Abrió los ojos de pronto, y su rostropicado de viruelas se ensanchó. «Ya lo sé, AlíKan: quieres casarte.»

Me levanté desconcertado. Había venido ahablar con Said Mustafá de la posibilidad defundar un movimiento juvenil de exploradoresmusulmán y chií. Pero él se atribuía ya el papel yla sabiduría del consejero espiritual.

«¿Cómo sabes que quiero casarme, y en quéte afecta?»

«Lo veo en tus ojos, y claro que me afecta,porque soy tu amigo. Quieres casarte con Nino, yyo a Nino no le gusto, y es cristiana.»

«Así es, Mustafá. ¿Qué te parece?»Mustafá me dirigió una mirada penetrante y

sabia.«Me parece bien, Alí Kan. Un hombre debe

casarse, y mejor si es con la mujer que más leguste. No es necesario que él también le guste aella. Los hombres listos no pretenden cortejar a lasmujeres. La mujer es solo un pedazo de tierra queel hombre fecunda. ¿Debe el campo amar al

campesino? Es suficiente con que el campesinoame su campo. Cásate. Pero no olvides nunca quela mujer es solo un pedazo de tierra.»

«¿Entonces crees que las mujeres no tienenalma ni entendimiento?»

Me miró con condescendencia. «¿Quépregunta es esa, Alí Kan? Claro que las mujeres notienen ni entendimiento ni alma. ¿Para qué? Bastacon que sean virtuosas y tengan muchos hijos. Dicela ley: el testimonio de un hombre vale más que elde tres mujeres. No lo olvides, Alí Kan.»

Yo contaba con que el piadoso Said memaldijera al oír que quería casarme con unacristiana que no le apreciaba. Su respuesta meconmovió. Era realmente sincero y sabio. Le dijesuavemente: «¿Entonces no te importa que seacristiana? ¿O debe convertirse al islam?».

«¿Para qué?», preguntó, «las criaturas sinentendimiento ni alma tampoco tienen fe. A lasmujeres no les espera el paraíso ni el infierno. Almorir se deshacen en la nada. Pero los hijosvarones tendrán que ser chiíes, naturalmente.»

Asentí.

Se levantó y se acercó a la estantería. Suslargas manos simiescas cogieron un libro lleno depolvo. Miré la portada. El título en persa decía:Cheinabi: Tevarichi Al-y-Selchuk: «Historia de lacasa de los selyúcidas». Abrió el libro.

«Aquí está», dijo, «en la página 207.» Yleyó:

«En el año de la hégira de 637 murió en elcastillo de Kabadia el sultán Aledín Kaikubad. Eltrono de los selyúcidas pasó a Jayasedín Kaikosru.Este se casó con la hija de un príncipe georgiano,y su amor por la cristiana de Georgia era tangrande que mandó que en las monedas se grabarala imagen de ella junto a la suya. Entonces llegaronlos sabios y piadosos y dijeron: “El sultán nopuede incumplir las leyes de Dios. Su intención esun pecado”. El poderoso estaba lleno de rabia.Llamó a los sabios y dijo así: “No quieroincumplir las leyes sagradas que Dios me haimpuesto observar. De modo que sea así: el leónde larga melena que lleva una daga en la zarpa, esesoy yo. El sol, que nace sobre mi cabeza, es lamujer de mi amor. Que sea ley”. Desde entonces,

el león y el sol son los símbolos de Persia. Y lossabios dicen: no hay mujeres tan bellas como lasde Georgia.»

Mustafá cerró el libro y me sonrió.«Ves, ahora haces tú lo mismo que hizo

Kaikosru. No lo prohíbe ninguna ley. Las mujeresgeorgianas son parte del botín que el profetaprometió a los creyentes: “Id y tomadlo”. Así estáescrito en el libro.»

Su rostro adusto se había ablandado derepente. Los pequeños ojos coléricos le brillaban.Estaba contento de haber disipado las dudastriviales del siglo xx mediante la palabra del librosagrado. Que los infieles aprendieran dónderesidía el auténtico progreso.

Lo abracé y lo besé. Me fui, y por lascallejuelas nocturnas mis pasos sonaron seguros yfirmes. Me respaldaban el libro sagrado, el viejosultán y el sabio Mustafá.

12

El desierto es como la puerta hacia un mundo

misterioso e incomprensible. Bajo los cascos demi caballo se arremolinan el polvo y las piedras.La silla de montar está blanda, como rellena deplumas. Es una silla cosaca de Térek. Los cosacossaben ir dormidos, tumbados o de pie sobre estassillas. En las alforjas guardan todos sus bienes:una hogaza de pan, una botella de vodka y unasmonedas de oro robadas de los puebloscabardinos. Yo llevo las alforjas vacías. Oigosilbar al viento del desierto. Galopo hacia él,disuelto en la infinidad de la arena gris. El abrigode fieltro cabardino, el burka, cuelga suave yprotector sobre mis hombros. No deja pasar ni losrayos del sol ni las gotas de agua.

Fueron ladrones y jinetes quienes inventaronesta prenda de robar y cabalgar. Con un par desoportes el fieltro negro se convierte en tienda decampaña. Entre los pliegues del burka se guarda

todo el botín de un buen pillaje. Muchachasraptadas se acurrucan en el burka, protegidas cualpapagayos en su jaula.

Cabalgo hacia la Puerta del Lobo Gris. Laconstruyeron titanes del pasado en pleno desiertode Bakú. Dos rocas grises y desgastadas por elviento en el océano de arena. Se cuenta que SariKurt, el lobo gris, padre de los turcos, condujo a laestirpe de los otomanos a través del estrecho pasode piedra hacia las verdes llanuras de Anatolia.

En las noches de luna llena, los chacales y loslobos del desierto se reúnen junto a estas rocas.Aúllan a la luna como perros a un cadáver. Sientenel olor a cadáver de forma omniabarcante. La lunaes un cadáver. Cuando un hombre agoniza enalguna casa, aúllan los perros. En el moribundo yahusmean el olor a cadáver. Son de la mismafamilia que los lobos del desierto. Igual quenosotros, súbditos de Rusia, somos de la mismafamilia que aquellos lobos que dirige Enver haciael Cáucaso.

Cabalgo por la nada del gran desierto. Junto amí va mi padre. Sobre la silla parece un centauro:

así de compenetrado está con el animal.«Safar Kan.» Mi voz suena ronca: no suelo

llamar a mi padre por su nombre. «Safar Kan,tengo que hablar contigo.»

«Habla mientras cabalgas, hijo mío. Es másfácil hablar cuando el jinete y el caballo estánunidos.»

¿Se está riendo mi padre? Rozo con la fustalos esbeltos flancos de mi caballo. Mi padreenarca las cejas. Me alcanza con un ligeromovimiento del muslo.

«¿Y bien, hijo mío?» Suena casi como unaburla. «Quiero casarme, Safar Kan.»

Un largo silencio. El viento silba. Remolinosde piedras bajo los cascos del caballo.Finalmente, suena una voz:

«Te haré construir una casa en el paseomarítimo. Conozco un sitio bonito. Quizá concuadras. Puedes pasar el verano en Mardakan. Alprimer hijo varón lo llamarás Ibrahim en recuerdode nuestro antepasado. Si quieres, te regalo unautomóvil. Pero no tiene sentido, nuestrascarreteras no valen para automóviles. Mejor una

cuadra.»De nuevo silencio. La Puerta del Lobo Gris

se queda atrás. Cabalgamos hacia el mar, endirección al barrio de Bailov. La voz de mi padresuena como si viniera de muy lejos:

«¿Te busco una mujer, o ya has encontrado aalguien? Hoy en día es común entre los jóveneselegir su propia esposa.»

«Me voy a casar con Nino Kipiani.»En el rostro del padre no se mueve un

músculo. Su mano derecha acaricia con ternura lascrines del caballo.

«Nino Kipiani», dice, «tiene las caderasestrechas. Pero creo que eso les pasa a todas lasgeorgianas. Aun así dan a luz a hijos sanos.»

«¡Pero, padre!»No sé exactamente por qué me indigno, pero

estoy indignado.Mi padre me mira de soslayo y sonríe. «Eres

muy joven todavía, Alí Kan. Las caderas de unamujer son mucho más importantes que si sabeidiomas.»

Habla con marcada indiferencia.

«¿Y cuándo te quieres casar?»«En otoño, cuando Nino haya acabado el

colegio.»«Muy bien. Así el niño nacerá en mayo. El

mes de mayo da buena suerte.»«Pero, padre.»De nuevo me sobreviene una ira

incomprensible. Tengo la sensación de que mipadre se burla de mí. Yo no me caso con Nino porsus caderas o porque sepa idiomas. Me caso conella porque la amo. Mi padre sonríe. Entoncesdetiene su caballo y dice:

«El desierto es vacío y desolado. Da lomismo en qué colina desayunemos. Tengo hambre.Así que hagamos aquí un alto.»

Desmontamos de los caballos. Mi padre sacade la alforja tortas de pan y queso de oveja. Me dala mitad, pero yo no tengo hambre. Estamostumbados en la arena, él comiendo y yo mirando alinfinito. Entonces su cara se pone seria, seincorpora y se sienta con las piernas cruzadas,tieso como una vela. Me dice:

«Está muy bien que te cases. Yo me he casado

tres veces. Pero las mujeres se me han idomuriendo cual moscas en otoño. Ahora, comosabes, no estoy casado. Pero si tú te casas, a lomejor me caso yo también. Tu Nino es cristiana.No dejes que traiga a casa la fe extranjera.Mándala a misa los domingos. Pero que en casa noentre un pope. Las mujeres son vasijas frágiles. Esimportante saberlo. No le pegues cuando estéembarazada. Pero no olvides nunca: tú eres elamo, y ella vive a tu sombra. Ya sabes que todomusulmán puede tener cuatro mujeres. Pero esmejor que te conformes con una. A no ser que Ninono pueda tener hijos. No engañes a tu mujer. Tienederecho a cada gota de tu semen. Los adúlteros sepudrirán hasta la eternidad. Ten paciencia con ella.Las mujeres son como niños, solo que mucho másastutas y maliciosas: también esto es importantesaberlo. Si quieres, cólmala de regalos, dale sedasy piedras preciosas. Pero si necesitas consejo yella te lo da, haz exactamente lo contrario. Esto esquizá lo más importante.»

«Padre, pero yo la amo.»Negó con la cabeza.

«En general, no se debe amar a una mujer. Seama la tierra, la guerra. Algunas personas aman lasalfombras bonitas o las armas curiosas. Aun así…a veces se da el caso de que un hombre ame a unamujer. Ya conoces la canción de Leila y Maynún, olos gkazales de amor de Hafiz. Hafiz cantó alamor toda su vida. Aunque algunos sabios dicenque nunca durmió con una mujer. Pero Maynún erasolo un loco. Créeme: el hombre debe proteger ala mujer, pero es ella la que debe amarlo a él. Asílo quiso Dios.»

Yo no dije nada. También mi padre se quedócallado. Quizá tenía razón. El amor no es loprincipal en la vida de un hombre. Solo que yo nohabía llegado aún al alto grado de su sabiduría. Derepente, mi padre se rio y dijo alegremente:

«Muy bien, mañana mismo voy a ver alpríncipe Kipiani y hablamos del asunto. ¿O losjóvenes de hoy en día hacen ellos sus propuestasde matrimonio?»

«Hablaré yo con los Kipiani», dijerápidamente.

Montamos en los caballos y cabalgamos

hacia Bailov. Enseguida aparecieron las torres deperforación de Bibi-Eibat. Los negros armazonesparecían un bosque malvado y oscuro. Olía apetróleo. Junto a los pozos había obreros con lasmanos chorreantes de petróleo. El petróleo severtía en un ancho torrente sobre la rica tierra.Pasamos junto a la cárcel de Bailov y de prontooímos disparos.

«¿Estarán ajusticiando a alguien?»No, esta vez no era una ejecución. Los

disparos procedían del cuartel de Bakú. Allí seejercitaban con gran celo las artes de la guerra.

«¿Quieres ir a visitar a tus amigos?»,preguntó mi padre. Asentí. Entramos en el ampliopatio de maniobras del cuartel. Ilias Beg yMehmed Haidar estaban haciendo maniobras consus batallones.

«¡Derecha… izquierda! ¡Derecha…izquierda!»

El rostro de Mehmed Haidar tenía unaexpresión muy seria. Ilias Beg parecía una dulcemarioneta manejada por una voluntad ajena. Losdos se acercaron a saludarnos:

«¿Os gusta el ejército?», les pregunté.Ilias Beg no dijo nada. Mehmed Haidar

miraba hacia delante con aire adusto. «Es mejorque el colegio», gruñó.

«Va a venir un nuevo comandante alregimiento. Un tal príncipe Mélikov, de Shusha»,dijo Ilias Beg.

«¿Mélikov? Lo conozco. ¿El del alazándorado?»

«El mismo. Por todo el cuartel correnleyendas sobre ese caballo.»

Nos quedamos callados. El patio del cuartelestaba lleno de polvo. Ilias Beg miraba hacia elportón, perdido en sueños. En su mirada habíaenvidia y nostalgia. Mi padre le dio una palmaditaen el hombro:

«Envidias a Alí Kan por su libertad. Peroestá a punto de regalarla.»

Ilias Beg se rió tímidamente: «Sí, pero aNino».

Mehmed Haidar alzó la cabeza concuriosidad. «Huy», dijo, «por fin, ya iba siendohora.»

El estaba casado desde hacía tiempo, sumujer llevaba velo y ni yo ni Ilias sabíamossiquiera su nombre. Mehmed me miró con aire desuperioridad, frunció el ceño y dijo: «Ahora veráslo que es la vida realmente». De boca de MehmedHaidar sonaba muy ingenuo. Les di la mano a losdos y dejé el cuartel. ¿Qué sabían de la vidaMehmed Haidar y su mujer velada?

Volví a casa y me tumbé en el diván. Lashabitaciones asiáticas siempre están frescas. Sellenan de frescura durante la noche como lasfuentes se llenan de agua. Por el día te sumerges enla habitación como en un baño fresquito.

De pronto sonó el teléfono. La voz de Nino,quejumbrosa: «Alí Kan, me están matando elsolazo y las matemáticas. Ven a ayudarme».

A los diez minutos me recibe con sus finosbrazos abiertos. Sus suaves dedos estánmanchados de tinta. Le beso las manchas.

«Nino, ya he hablado con mi padre. Ha dadosu aprobación.» Nino tiembla y se ríe a la vez.Mira a su alrededor con timidez. Se le pone lacara colorada. Se me acerca mucho, y veo que

tiene las pupilas dilatadas. Me susurra: «Alí Kan,tengo miedo, mucho miedo».

«¿Del examen, Nino?»«No», y se aparta. Sus ojos miran hacia el

mar. Se pasa la mano por el pelo y dice: «Alí Kan,un tren viaja de la ciudad A a la ciudad B a unavelocidad de cincuenta kilómetros por hora…».

Conmovido, me inclino sobre su cuaderno.

13

La tarde estaba como envuelta en cristal

opaco. Una densa niebla penetraba desde el mar.Las farolas de las esquinas humeaban sombrías.Bajé corriendo por el paseo marítimo. Entre laniebla surgían y desaparecían rostros indiferenteso sobresaltados. Tropecé con un tablero tirado enel suelo y caí contra la figura agachada de unambal, un mozo de carga del puerto. La gruesaboca del ambal se movía, masticando sin sentido.Sus ojos miraban al infinito, como a través de unvelo. Masticaba hachís y estaba sumergido enlocas visiones. Cerré los puños, le di un puñetazoen la espalda y seguí corriendo. Los vidrios delpuerto me hacían guiños. Pisé un cristal, oí sutintineo, vi un rostro persa desfigurado de espanto.

Ante mí, en la niebla, apareció un barrigón.La visión de la gordura humana me llenó de rabiay embestí con la cabeza contra la barriga. Erablanda y fofa. Surgió una voz afable: «Buenas

tardes, Alí Kan».Alcé la cabeza y vi a Najararyán, que me

miraba sonriente.«¡Demonios!», grité y quise seguir corriendo.

Él me sujetó. «No está usted del todo bien, amigomío. Mejor será que se quede conmigo.»

Su voz sonaba compasiva. De repente mesentí muy cansado. Me quedé allí de pie, sinenergía y chorreando de sudor.

«Vayamos al Filliposjanz», dijo. Asentí.Ahora ya daba todo igual. Me llevó de la mano porla calle Baratynski hasta el gran café. Cuando noshubimos acomodado en los blandos sillones, dijocon simpatía: «Un ataque de locura, locura delCáucaso. Debe de ser por este bochorno. ¿O acasotiene usted, kan, algún motivo especial paraenfurecerse de este modo?».

En el local los muebles estaban tapizados yresultaban mullidos, y las paredes estaban forradasde tela roja. Sorbí un poco de té caliente yexpliqué que hoy había llamado por teléfono acasa de los Kipiani, y que Nino había salido aescondidas de la casa con miedo. Que había

besado la mano de la princesa y estrechado lamano del príncipe. Que había descrito el abolengoy las rentas de mi familia y que, en un ruso quehubiera sido la envidia del zar, había pedido lamano de la princesa Nino Kipiani.

«¿Y qué pasó entonces, querido amigo?»«¿Que qué pasó? Escúcheme bien.»Imité la actitud del príncipe y hablé, como él,

con un ligero acento de Georgia:«Mi querido hijo, mi admirado kan. Créame,

no podría desear un hombre mejor para mi hija. Esuna suerte para una mujer poder desposarse con unhombre de su carácter. Pero considere una cosa: laedad de Nino. ¿Qué sabe del amor una niña?Todavía va al colegio. No querríamos imitar a loshindúes, con sus bodas infantiles. Aún más: ladiferencia de religión, educación, origen. Se lodigo por su bien. Su propio padre seguro quecoincide conmigo. Y estos tiempos, esta terribleguerra, ¿quién sabe qué será de todos nosotros?También yo pienso solo en la felicidad de Nino. Séque ella cree amarle. No quiero ser un obstáculopara su felicidad. Pero le propongo una cosa:

esperemos hasta que acabe la guerra. Los dosserán más mayores. Si entonces siguen siendoigual de fuertes sus sentimientos, continuaremosesta conversación.»

«¿Y qué piensa usted hacer ahora, kan?»,preguntó Najararyán.

«Raptaré a Nino y me la llevaré a Persia. Nopuedo quedarme de brazos cruzados tras unaofensa así. ¡Decirle que no a un Shirvanshir! Mesiento deshonrado, Najararyán. La familiaShirvanshir tiene más historia que los Kipiani.Bajo el sah Aga Mohamed asolamos toda Georgia.En aquella época cualquier Kipiani hubieraentregado con gusto su hija a un Shirvanshir. ¿Quéquiere decir eso de la diferencia de religión? ¿Esel islam menos que el cristianismo? ¿Y mi honra?Se burlará de mí hasta mi padre. Negarme su hijaun cristiano. Los musulmanes somos lobosdesdentados. Hace cien años…»

La ira me ahogaba y no seguí hablando.Aunque ya había dicho demasiado. El propioNajararyán era cristiano y tendría toda la razón ensentirse ofendido. Pero no lo estaba:

«Entiendo su cólera. Pero aún no le ha dichoque no. Está claro que es absurdo esperar a queacabe la guerra. Lo que pasa es que no se ha dadocuenta de que su hija ya es adulta. Yo no tengonada en contra del rapto: es un método antiguo yeficaz, totalmente conforme a la tradición. Perosolo como último recurso. Alguien tendría queexplicar al príncipe el significado político ycultural de este matrimonio; entonces cederá.»

«Pero ¿quién?»Entonces Najararyán se golpeó el pecho con

la palma de la mano y dijo: «¡Yo lo haré, yo!Confíe en mí, kan».

Le miré estupefacto. Era la segunda vez queintercedía en mi vida. Quizá pretendía alianzas conmusulmanes ante el avance de los turcos. O quizáquería de verdad fundar una unión de los puebloscaucasianos. Qué más me daba a mí. Eraclaramente un aliado. Le tendí la mano.

El la cogió.«Le mantendré al corriente. Usted no haga

nada. Y nada de raptos. Solo si no queda másremedio.»

Me levanté. De pronto tuve la sensación deque podía confiar en ese hombre. Le di un abrazo yabandoné el local. Apenas había salido a la callecuando alguien me alcanzó. Me di la vuelta. EraSuleimán Aga, un viejo amigo de mi padre. Estabasentado antes en el café. Apoyó pesadamente lamano sobre mi hombro y dijo:

«Qué vergüenza, un Shirvanshir abrazando aun armenio.»

Me sobresalté. Pero él ya desaparecía entrela niebla nocturna.

Seguí andando. Menos mal, pensé, que no ledije a mi padre para qué iba hoy a casa de losKipiani. Le contaría simplemente que no habíahablado aún con ellos.

En casa, mientras metía la llave en lacerradura, hice un gesto de negar con la cabeza ypensé: «Qué absurdo ese odio ciego contra losarmenios».

En las semanas siguientes, la vida giróalrededor de la negra caja del teléfono. Esa cosainforme con su gran manivela adquirió de prontoun significado inesperado. Yo estaba en casa y

respondía con gruñidos incomprensibles cada vezque me preguntaba mi padre por qué tardaba tantoen hacer la propuesta de matrimonio. De vez encuando el gigante negro hacía un ruido. Cogía elauricular, y la voz de Nino daba el parte desde elteatro de guerra: «¿Eres tú, Alí? Escucha:Najararyán está sentado con mamá hablándole delos poemas de mi bisabuelo, el poeta IlikoChavchavadze».

Y al rato: «Alí, ¿me oyes? Najararyán diceque con Rustaveli y en la época de Tamara setomaron muchas influencias persas».

Y más tarde: «¡Alí Kan! Najararyán estátomando el té con papá. Acaba de decirle: “Elencanto de esta ciudad se basa en la concordiamística de sus razas y sus pueblos”».

Al cabo de media hora: «Segrega sabiduríacomo los cocodrilos segregan lágrimas. Dice: “Enel yunque de Bakú se forja la raza del Cáucasolibre”».

Me reí y colgué el teléfono. Así era un díatras otro. Najararyán comía y bebía y pasaba eltiempo en casa de los Kipiani. Se iba con ellos de

excursión y repartía consejos de carácter a vecesmístico, a veces práctico. A través del hilotelefónico yo seguía con asombro el desarrollo dela astucia armenia:

«Najararyán dice que la primera moneda fuela luna. Las monedas de oro y el poder que tienensobre los hombres son consecuencia del antiguoculto lunar de caucasianos e iraníes. No aguantomás de escuchar tonterías, Alí. Ven al parque.»

Fui al parque. Nos encontramos en la antiguamuralla. La delgada forma de Nino se apoyabacontra las piedras desgastadas. Me contóatropelladamente que su madre le había suplicadoque no confiara su joven vida a un salvajemusulmán, que su padre le había advertido medioen broma de que seguro que yo querría meterla enel harén, y que ella, la pequeña Nino, sonriente, ya la vez en forma de advertencia, respondió a suspadres: «Cuidado, que todavía me puede raptar. Yentonces, ¿qué?».

Le acaricié el pelo. Conocía a mi Nino.Siempre consigue lo que quiere; aunque nosiempre sepa exactamente qué es lo que quiere.

«La guerra puede durar diez años más»,refunfuñó, «es terrible lo que pretenden mispadres.»

«¿Tanto me quieres, Nino?»Los labios le temblaron. «Nos pertenecemos

el uno al otro. Mis padres me lo están poniendodifícil. Pero para ceder yo tendría que estar tanvieja y gastada como esta muralla. Por cierto: síque te quiero. Pero ¡ay de ti si me raptas!»

Dejó de hablar; y es que no se puede hablarmientras se besa. Luego se escabulló hacia casa yvolvió a empezar el juego del teléfono:

«Alí Kan, Najararyán dice que su primo le haescrito desde Tiflis que el gobernador está a favorde los matrimonios mixtos. Lo llama laimpregnación física de Oriente por la culturaoccidental. ¿Entiendes tú de esto?»

No, yo ya no entendía nada. Estaba en casavagueando y sin hablar. Mi prima Aixa, que estabaen la clase de Nino, vino a verme y a informar deque a Nino le habían puesto cinco suspensos entres días. Todos me atribuían a mí laresponsabilidad de estos suspensos. Debería

preocuparme más de los deberes escolares deNino que de su futuro, dijo. Yo callé avergonzadoy echamos una partida de nardi. Ganó mi prima yme prometió que ayudaría a Nino en el colegio.Volvió a sonar el teléfono:

«¿Eres tú? Una conversación larguísimasobre política y economía. Najararyán dice queenvidia a los musulmanes, porque pueden invertirsu dinero en Persia. ¿Quién sabe lo que va a ser deRusia? Dice que quizá aquí quede todo arruinado,pero que solo a los musulmanes les está permitidoadquirir tierras en Persia. Que sabe de buena tintaque la familia Shirvanshir posee ya medio Guilán.La posesión de tierras en el extranjero es el mejorseguro contra las revoluciones en Rusia, dice. Mispadres están muy impresionados. Madre ha dichoque también hay musulmanes con culturaespiritual.»

Dos días después, la partida del juegoarmenio estaba ganada. Al teléfono, la voz de Ninoreía y lloraba: «Mis padres nos han dado subendición, amén».

«Pero ahora tu padre me tiene que llamar. Me

ha ofendido.»«Me ocuparé de ello.»Y así ocurrió. La voz del príncipe era suave y

dulce: «He estudiado el corazón de mi hija. Sussentimientos son verdaderos y sagrados. Seríapecado ser un obstáculo para ellos. Venga avernos, Alí Kan».

Fui a verlos. La princesa me besó llorando.El príncipe estaba solemne. Me habló delmatrimonio, pero de manera muy distinta a mipadre. En su opinión, el matrimonio se basaba enla confianza mutua y el respeto mutuo. El marido yla mujer deben apoyarse con consejos y hechos.Deben tener siempre en cuenta que los dos sonpersonas con los mismos derechos y con el almalibre. Prometí solemnemente que no obligaría aNino a llevar el velo y que no tendría harén. EntróNino y le di un beso en la frente. Escondió lacabeza entre los hombros: parecía un pajarillonecesitado de protección.

«Pero no se puede hacer público todavía»,dijo el príncipe, «antes, Nino tiene que acabar elcolegio. Estudia mucho, hija. Si fracasas tendrás

que esperar otro año más.»Nino levantó sus finas cejas, que parecían

pintadas a plumilla: «No te preocupes, padre, queno voy a fracasar, ni en el colegio ni en elmatrimonio. Alí Kan me ayudará con los dos».

Cuando salí de la casa el coche deNajararyán estaba delante de la puerta. Me mirócon sus ojos saltones.

«Najararyán», pregunté, «¿quiere que leregale una recua de caballos o una aldea enDaguestán, quiere una condecoración persa o unnaranjal en Anzali?»

Me dio una palmada en el hombro. «Nada deeso», dijo, «me basta con la sensación de habercorregido el destino.»

Le miré agradecido. Salimos de la ciudad endirección a la bahía de Bibi-Eibat. Allí unasmáquinas oscuras estaban torturando la tierrahenchida de petróleo. La casa Nobel interfería enlas eternas formas del paisaje, de la misma maneraen que Najararyán había interferido en mi destino.Habían separado de la orilla un gran trozo del mar.El antiguo fondo marino ya no pertenecía al mar

sin ser aún tierra firme. Pero en el extremoexterior del nuevo terreno un negociante avispadoya había abierto un puesto de té. Allí nos sentamosa beber té de Kiajta, el mejor té del mundo, fuertecomo el alcohol. Borracho de esta bebidaaromática, Najararyán estuvo hablando mucho delos turcos, que quizá entrarían en Karabaj, y de lasmatanzas de armenios en Asia Menor. Yo apenas leprestaba atención. «No se preocupe», le dije,«cuando los turcos lleguen hasta Bakú, yo leesconderé en mi casa.»

«No me preocupa», dijo Najararyán.A lo lejos, por encima del mar y detrás de la

isla de Nargin, brillaban las estrellas. Sobre laorilla cayo un silencio de paz. «El mar y la costason como el hombre y la mujer, unidos en unalucha eterna.» ¿Lo había dicho yo? ¿Lo habíadicho Najararyán? Ya no sabía. Me llevó a casa. Ami padre le dije:

«Kipiani da las gracias por el honor que lafamilia Shirvanshir otorga a la suya. Nino es miprometida. Ve allí mañana a concertar todos losdetalles.»

Me sentía muy cansado y muy feliz.

14

Los días se convirtieron en semanas, en

meses. En el mundo, en el país y en casaocurrieron muchas cosas. Las noches se alargaron,y las tristes y amarillentas hojas muertas cubrieronlos caminos de los Jardines del Gobernador. Lalluvia otoñal oscurecía el horizonte. Por el marvagaban bloques de hielo que se deshacían contrala orilla rocosa. Una mañana las callesamanecieron cubiertas de una finísima capa denieve, y por un instante reinó el invierno.

Después volvieron a acortarse las noches.Desde el desierto llegaron los camellos dandopasos tristes. Traían arena entre el pelaje amarillo,y sus ojos, que han visto la eternidad, miraban sincesar al infinito. Sus jorobas arrastraban sujetos alos flancos cañones con la boca colgando hacia latierra, y cajas con munición y fusiles: el botín deguerra de grandes batallas. Por la ciudad pasaronprisioneros turcos con sus uniformes grises,

harapientos y magullados. Marchaban hacia el mar,donde unos pequeños barcos costeros los llevabana la isla de Nargin. Allí morían de disentería, dehambre o de añoranza de su tierra. O seescapaban, y morían en los desiertos salinos dePersia o las mareas del plomizo Caspio.

Muy lejos de aquí la guerra causaba estragos.Pero de repente esta lejanía estaba cerca, alalcance de la mano. Desde el norte llegaban trenesllenos de soldados. Desde el oeste, trenes llenosde heridos. El zar destituyó a su tío para dirigirpersonalmente el ejército de diez millones dehombres. Su tío reinaba ahora sobre el Cáucaso, ysu enorme y lúgubre sombra caía sobre nuestratierra. ¡El gran duque Nicolás! Hasta el corazón deAnatolia llegaba su larga mano huesuda. El rencorque guardaba contra el zar se descargó en lossalvajes asaltos de sus batallones. El rencor delgran duque rodó por las montañas nevadas y porlos desiertos de arena hacia Bagdad, haciaTrebisonda, hacia Estambul. La gente lo llamaba«el largo Nicolás» y relataban llenos de espanto laloca rabia de su alma, el oscuro delirio de este

guerrero furioso.Innumerables países entraron en liza. El

frente se extendía desde Afganistán hasta el mardel Norte, y los nombres de los monarcas, estadosy generales aliados cubrían las columnas de losperiódicos, cual moscas venenosas sobre héroesmuertos.

Y llegó otra vez el verano. Un calorabrasador cayó sobre la ciudad: el asfalto sederretía al paso de los peatones. Al este y al oestese celebraban victorias, y Nino estaba en la salade exámenes del Liceo de Santa Tamarademostrando su madurez mediante símbolosmatemáticos, citas de los clásicos, datos históricosy, en caso de desesperación, suplicando con susgrandes ojos georgianos bien abiertos.

Yo pasaba el rato en las casas de té, en loscafés, con los amigos y en casa. Mucha gente mereprochaba mi amistad con el armenio Najararyán.El regimiento de Ilias Beg seguía en la ciudadpracticando el arte de la guerra en el polvorientopatio del cuartel. Habían sucedido muchas cosas,pero nada había cambiado ni en el mundo ni en el

país ni en casa.Cuando venía a verme Nino, suspirando bajo

el peso del saber, mis manos tocaban su piel suavey fresca. Sus ojos eran profundos y estaban llenosde temor y curiosidad. íbamos al casino municipal,al teatro y al baile. Nos acompañaban Ilias Beg,Mehmed Haidar, Najararyán, incluso el devotoSaid Mustafá. Las amigas del Liceo de SantaTamara nos seguían con la mirada, y Aixa, miprima, me contó que los profesores, con calladaindulgencia, apuntaban un aprobado tras otro en elcuaderno de notas de la futura señora deShirvanshir.

Casi nunca estábamos solos. Los amigos nosrodeaban como una alta muralla de preocupadaamabilidad. No siempre se entendían bien entreellos. En una ocasión, el rico y gordo Najararyán,bebiendo champán, habló del amor entre lospueblos caucasianos; el rostro de Mehmed Haidarse ensombreció y le dijo: «Creo, señorNajararyán, que es superflua esta preocupaciónsuya. De todas formas, después de la guerraquedarán muy pocos armenios».

«Pero Najararyán será uno de ellos», dijoNino. Najararyán no dijo nada y bebió champán.Por lo que yo sabía, se preparaba para llevarse aSuecia todo su dinero.

No era asunto mío. Cuando le pedí a MehmedHaidar que fuera un poco más simpático conNajararyán, arrugó la frente y dijo: «A losarmenios no los soporto, sabe Dios por quérazón».

Tras el baile de fin de curso acompañé a casaa una radiante Nino, y el viejo Kipiani nos dijo:«Ahora ya estáis prometidos. Haz las maletas, AlíKan. Nos vamos a Tiflis: he de presentarte a lafamilia».

Y nos fuimos a Tiflis, la capital de Georgia. Tiflis era como la selva virgen: cada rama

tenía un nombre y era un tío, un primo, una prima ouna tía. No era fácil orientarse en esta selva. Losnombres vibraban en el aire y sonaban como aceroviejo. Orbeliani, Chauchavadze, Zereteli,

Amilajvari, Abashidze. Al borde de la ciudad, enel jardín de Didube, la familia Orbeliani dio unafiesta en honor del nuevo primo. La zumageorgiana entonó el mravalyaver, la canción deguerra de Kajetia, y el loco lilo jevsur. Un primode Kutaisi, de nombre Abashidze, cantó el mgalidelia, el canto de la tormenta de las montañas deImericia. Uno de los tíos bailó el davluri, y unviejo de barba blanca saltó sobre las telas quecubrían la hierba verde y se quedó inmóvil con elpathos de la bujna. La fiesta duró toda la noche.Cuando el sol empezó a salir tras los montes, losmúsicos entonaron el himno «Levanta, reinaTamara, Georgia llora por ti». Yo estaba sentado auna mesa junto a Nino, sin moverme. Ante nosotroscentellearon dagas y puñales. Representado al albapor un grupo de primos, el baile de navajasgeorgiano era como una irreal y lejana obra deteatro. Escuché las conversaciones vecinas.Sonaban como salidas de la profundidad de lossiglos:

«En tiempos de Saakadze, un Zeretelidefendió a Tiflis contra Gengis Kan.»

«Pero como usted sabe, nosotros losChauchavadze somos más antiguos que losBagration, la familia real.»

«¿El primer Orbeliani? Vino de China hacetres mil años. Era hijo del emperador. Aún hoy endía algunos Orbeliani tienen los ojos rasgados.»

Miré tímidamente alrededor. ¿Qué eran, encomparación, los pocos Shirvanshir que habíanvivido antes que yo? Nino me consoló: «No estéstriste, Alí Kan. Es verdad que mis primos son defamilia muy noble, pero piensa, ¿dónde estaban susantepasados, cuando los tuyos conquistaronTiflis?».

No dije nada, pero estaba muy orgulloso:incluso ahora, rodeada de su propia familia, Ninose sentía ya la esposa de un Shirvanshir. La miréagradecido.

El vino tinto de Kajetia era como un líquidoen llamas. Vacilé en el brindis en honor de lafamilia Orbeliani y se me acercó una mujer mayorpara decirme: «Beba tranquilo, Alí Kan. En elvino está Dios. Aunque pocos lo saben. Todas lasdemás embriagueces son del demonio».

Era ya totalmente de día cuando volvimos ala ciudad. Yo quería ir al hotel, pero me detuvouno de los primos o tíos: «Esta noche ha sidohuésped de los Orbeliani, y ahora es mi huésped.Vamos a desayunar a Purgvino. Y a mediodíarecibiremos a unos amigos».

Era prisionero de las familias de príncipesgeorgianos.

Esto duró más o menos una semana. Vino deAlsania y Kajetia, cordero asado y queso deMotali, una y otra vez. Los primos iban tomando elrelevo, como soldados en el frente de lahospitalidad georgiana. Solo nosotros estábamossiempre: Nino y yo. Admiraba la resistencia deNino. Al final de la semana estaba aún tan frescacomo el primer deshielo de la primavera. Sus ojossonreían, sus labios no estaban cansados de hablarcon primos y tías. Solo una ronquera casiimperceptible en su voz delataba que habíabailado y bebido día y noche y que casi no habíadormido.

En la mañana del octavo día entraron en mihabitación los primos Sandro, Dodiko, Vamej y

Soso. Traté de esconderme entre las sábanas, llenode miedo.

«Alí Kan», dijeron sin piedad, «hoy es ustedhuésped de la familia Chakeli. Nos vamos aKachori, a las tierras de los Chakeli.»

«Hoy no soy huésped de nadie», dije yo convoz lúgubre, «hoy se abrirán ante mí, pobre mártir,las puertas del paraíso. El arcángel san Miguel,con su espada llameante, me dejará pasar, porquehabré muerto en el camino de la virtud.»

Los primos se miraron y se rieron acarcajadas, sin compasión. Entonces dijeron unasola palabra: «Azufre».

«Azufre», repetí. «¿Azufre? Pero eso es loque hay en el infierno. Yo voy al cielo.»

«No», dijeron los primos, «lo mejor es elazufre.»

Me incorporé en la cama. Me pesaba lacabeza. Me colgaban los miembros del cuerpocomo si fueran objetos ajenos. Me miré en elespejo y vi un rostro lívido y macilento y unosojos sin brillo.

«Sí», dije, «fuego líquido.» Estaba pensando

en el vino de Kajetia. «Me está bien empleado.Los musulmanes no deberíamos beber.»

Salí de la cama a rastras, jadeando como unanciano. Los primos tenían los ojos de Nino yconstitución delgada y flexible, como ella. Losgeorgianos son como corzos nobles que sehubieran extraviado en la selva de la comunidadde los pueblos asiáticos. No hay otra raza deOriente con tal gracia, tal elegancia demovimientos, tan borracha de alegría de vivir ydel sano placer de no hacer nada.

«Avisaremos a Nino», dijo Vamej, «de quellegaremos a Kachori cuatro horas más tarde,cuando estés curado.» Salió y oí su voz alteléfono:

«Alí Kan se ha puesto enfermo de repente. Lovan a tratar con azufre. No se habrá curado hastadentro de cuatro horas. Que la princesa Nino viajecon los suyos, y nosotros iremos después. No, noes nada grave, solo está un poco enfermo.»

Me vestí con pereza. Estaba mareado. Estahospitalidad georgiana era tan distinta de lastranquilas y dignas acogidas en casa de mi tío en

Teherán. Ahí se bebía un té fuerte y se hablaba, depoesía y de eruditos. Aquí bebían vino, bailaban yreían, y eran flexibles y duros como muelles deacero. ¿Era esto la puerta de Europa? No, claroque no. Formaba parte de Asia, pero era a la veztan distinto. Puerta, sí, pero ¿hacia dónde? Quizáhacia la sabiduría última, la que se troca endespreocupado jugueteo infantil. No lo sabía. Mesentía terriblemente cansado. Bajé las escalerascasi dando tumbos. Subimos al coche.

«A la entrada de los baños», pidió Sandro. Elcochero azuzó a los caballos. Nos llevó al barriode Maidán y paramos frente a un gran edificio conel tejado en forma de cúpula. En la puerta había unhombre semidesnudo de cuerpo enjuto yesquelético. Sus ojos eran como el nirvana, y nosatravesaban con la mirada.

«Hamarchoba, mekise», dijo Sandro. Elguardián volvió en sí. Saludó con una reverencia ydijo: «Hamarchoba, tavadi. Buenos días,príncipes».

Entonces nos llevó a la sala de las grandestermas de Bebutov.

Era amplia y cálida y había muchos bancosde piedra en los que descansaban cuerposdesnudos. Nos quitamos la ropa. Por un pasillollegamos a otra sala. En el suelo había agujeroscuadrados llenos de un humeante líquido azufrado.Oí la voz de Sandro como en sueños:

«Hace tiempo, en Meteji, hubo un rey quesalió de caza y su halcón empezó a perseguir a unurogallo. El rey le esperó, pero no había rastro nidel halcón ni del urogallo. El rey empezó abuscarlos y encontró un bosquecillo. Por el bosquecorría agua color de azufre, allí estaba ahogado elurogallo. El halcón también se había ahogado. Asídescubrió este rey los baños de azufre y fundó laciudad de Tiflis. Estos son los baños del urogallo,y aquí fuera, en Maidán, estaba el bosque. En elazufre empezó Tiflis, y en el azufre terminará.»

La sala abovedada se llenó de vapor y deolor a azufre. Meterse en el agua caliente era comoentrar en un brebaje de huevos podridos. Loscuerpos de los primos brillaban con la humedad.Me froté el pecho con la mano húmeda. El azufrepenetró en mi piel. Todos los invasores y

guerreros que dominaron esta ciudad se bañaronen este manantial: el Chvaresmir Yalal ad-Din,Jagatai, hijo de Gengis Kan, y Tamerlán el Cojo,embudo del simún. Los invasores llegaban con laembriaguez del peso de la sangre. Se introducíanen las termas azufradas y toda su pesadezsangrienta se desvanecía.

«Es suficiente, Alí Kan, ya puedes salir.»La voz de los primos me arrancó de la visión

del baño de los invasores. Me arrastré fuera delazufre, pasé a la habitación contigua y me dejécaer exhausto sobre un banco de piedra.

«Mekise», llamó Sandro.Se acercó el masajista, enjuto como un

esqueleto y con ojos de nirvana. Iba desnudo ysobre el cráneo afeitado llevaba turbante. Metumbé boca abajo. El mekise saltó sobre miespalda. Se paseó por ella ágilmente, como unbailarín sobre una alfombra. Después me clavó losdedos en la carne como si fueran garfios afilados.Me retorció el brazo y oí crujir mis huesos. Losprimos rodeaban el banco y le hacíanindicaciones:

«Vuelve a retorcerle el brazo, mekise, queestá muy enfermo.»

«Salta otra vez sobre su columna vertebral,eso es, y ahora pellízcale bien el costadoizquierdo.»

Tendría que haber dolido mucho, pero yo nosentía dolor. Estaba ahí tumbado, blanco por laespuma de jabón, a merced de los golpes fuertes yelásticos del mekise, y sentía solo cómo poco apoco todos los músculos de mi cuerpo se ibandistendiendo.

«Es suficiente», dijo el mekise y volvió aadoptar actitud de profeta. Me levanté. Me dolíatodo el cuerpo. Corrí al cuarto de al lado y me tiréen la helada corriente de azufre del segundo baño.Me quedé sin respiración. Pero los miembrosvolvieron a tensarse y se llenaron de vidarenovada. Volví, envuelto en una tela blanca. Losprimos y el mekise me observaban expectantes.

«Qué hambre», dije con dignidad, y me sentéen el banco con las piernas cruzadas.

«¡Está curado!», bramaron los primos,«rápido, una sandía, queso, verdura, vino.»

La cura había terminado.Nos tumbamos en el vestíbulo de los baños y

nos dimos un banquete. En mí había desaparecidotodo cansancio y debilidad. La roja y perfumadacarne de la sandía me quitó el sabor a azufre. Losprimos bebían vino blanco de Napareuli.

«Lo ves», dijo Dodiko y no continuó la frase,porque este «lo ves» lo contenía todo: el orgullode sus baños de azufre, la compasión por elextranjero que se desmorona bajo la hospitalidadgeorgiana y la afectuosa declaración comopariente de que él, Dodiko, era indulgente con lasdebilidades de su primo musulmán.

Nuestro grupo se amplió. Llegaron unosvecinos, desnudos y armados con botellas de vino.Príncipes, acreedores de los príncipes, criados,sinvergüenzas, sabios, poetas y terratenientes delas montañas, todos sentados juntos y en paz: unaalegre imagen de la igualdad georgiana. Ya no erantermas, era un casino, un café o una asamblea degraciosos hombres desnudos con ojos risueños ydespreocupados. Pero a veces se oían palabrasseveras, llenas de lúgubres premoniciones.

«Llega el otomano», dijo un hombre gordo deojos pequeños; «el gran duque no va a tomarEstambul. He oído que un general alemán haconstruido un cañón en Estambul. Si lo disparan,alcanzará con precisión la cúpula de la catedral deSión en Tiflis.»

«Está equivocado, príncipe», dijo un hombrecon cara de calabaza, «ese cañón aún no estáconstruido. Solo está en proyecto. Pero aunque loconstruyan no podrá alcanzar Tiflis. Todos losmapas por los que se guían los alemanes están mal.Los dibujaron los rusos. ¿Entiende? Son mapasrusos. ¿A que no pueden estar bien hechos?»

Alguien suspiró desde un rincón. Miré tras demí y vi una barba blanca y una nariz larga ytorcida.

«Pobre Georgia», suspiró la barba, «entreambos brazos de unas tenazas ardientes. Si venceel otomano, será el fin de la tierra de Tamara. Sivence el ruso… ¿qué pasará entonces? El pálidozar conseguirá su objetivo, pero nosotros tenemoslos dedos del gran duque alrededor del cuello. Yaahora están matando a nuestros hijos en la guerra,

a los mejores de los mejores. ¿Y después? A losque queden los estrangulará el otomano, el granduque, o algún otro, quizá una máquina, quizá unamericano. Parece un misterio: nuestro ardorguerrero, su repentina extinción. Es el fin de latierra de Tamara. Mirad si no: los guerreros sonpequeños y delgados, las cosechas son pobres, elvino amargo.»

La barba enmudeció, jadeando un poco.Nadie dijo nada. De pronto se oyó el murmullo deuna voz temerosa y ahogada:

«Asesinaron a Bagration, al noble Bagration.Se casó con la sobrina del zar, y los rusos no se lohan perdonado. El propio zar lo mandó al frentecon el regimiento de Ereván. Bagration luchó cualleón y murió atravesado por dieciocho balas.»

Los primos bebían vino. Yo estaba sentadocon las piernas cruzadas y miraba al frente.Bagration, pensé, la familia de nobles más antiguade la cristiandad. El hombre de la barba teníarazón: Georgia se extingue entre unas tenazasardientes.

«Dejó un hijo», añadió otro, «Teimuraz

Bagration, el verdadero rey. Alguien lo protege.»Se hizo un silencio. El mekise estaba de pie

contra la pared. Dodiko se estiró y bostezóextasiado. «Es bella nuestra tierra», dijo. «Elazufre y la ciudad, la guerra y el vino de Kajetia.Mirad cómo fluye el Alazani por la llanura. Québello es ser georgiano, aunque se extinga Georgia.Por lo que decís, parece que no hay esperanza.Pero ¿acaso fue jamás de otro modo en la tierra deTamara? Y, sin embargo fluyen los ríos, crece lavid, baila el pueblo. Es bella nuestra Georgia. Yseguirá siéndolo siempre, con toda sudesesperanza.»

Se levantó, joven y esbelto, con su suave pielaterciopelada, descendiente de cantores y héroes.Desde el rincón, la barba blanca se rio con gusto:«Dios mío, mientras siga habiendo jóvenes así…».

Vamej se me acercó: «Alí Kan, no lo olvides:hoy eres huésped de la familia Chakeli enKachori».

Nos levantamos y salimos. El cochero azuzóa los caballos. Vamej empezó a hablar: «LosChakeli proceden de la antigua familia real de

los…».Me reí, alegre y feliz.

15

Estábamos sentados Nino y yo en el café

Mephisto, en la calle Golovinski. Ante nosotros sealzaba el monte de David con su gran monasterio.Los primos nos habían concedido un día dedescanso. Nino miraba el monasterio. Yo sabía enqué estaba pensando. En lo alto del monte deDavid había un sepulcro que acabábamos devisitar. Allí descansaba Aleksander Griboyédov,poeta y ministro de su majestad el zar. En elsepulcro había una inscripción:

«Tus obras son inolvidables, pero ¿por qué tesobrevivió el amor de tu Nino?»

¿Nino? Sí. Se llamaba Nino Chauchavadze ytenía dieciséis años cuando se casó con el ministropoeta. Nino Chauchavadze, tía abuela de esta otraNino sentada a mi lado. Tenía diecisiete añoscuando el pueblo de Teherán cercó la casa delministro ruso.

«Ya Alí Salavat, o alabado Alí», clamaba el

pueblo. El ministro solo tenía una daga corta y unapistola. Un herrero de la calle Sultán Sully alzó sumartillo y destrozó el pecho del ministro. Díasdespués encontraron restos de piel a las afueras deTeherán. Y una cabezamordisqueada por perros. Eso fue todo lo quequedó de Aleksander Griboyédov, poeta y ministrodel zar. El kayaro Fez Alí Sah quedó muysatisfecho, y también estaba muy contento elsucesor al trono, Abbas Mirza. El sah dio unarecompensa a Meshi Aga, sabio y fanáticoanciano, y también a un Shirvanshir, tío abuelomío, que recibió tierras en Guilán.

Todo esto pasó hace cien años. Ahoraestábamos en la terraza del café Mephisto yo,Shirvanshir, el sobrino nieto, y ella, Nino, lasobrina nieta.

«Tú y yo deberíamos ser enemigos de sangre,Nino», y señalé con la cabeza la montaña delmonasterio; «¿un día me pondrás una lápida así debonita?»

«Quizá», dijo Nino, «dependerá de cómo teportes en vida.»

Acabó de beberse el café.«Ven», dijo, «vamos a dar una vuelta por la

ciudad.»Me levanté. Nino amaba esta ciudad como un

niño a su madre. Subimos la calle Golovinskihacia las callejuelas de la ciudad vieja. Nino sedetuvo ante la catedral de Sión. Entramos en unasala oscura y húmeda. La catedral era antiquísima.Construida en forma de cruz, con una cúpulaacabada en punta, guardaba el recuerdo de toda lasangre que se derramó por esta ciudad. En el altarhabía una cruz de madera de viña. Santa Nino, lapatrona de Georgia, la trajo desde Occidente paraanunciar el nacimiento del Salvador. Nino searrodilló. Se santiguó y miró hacia arriba, hacia elretrato de su patrona. Murmuró: «Santa Nino,perdóname».

A la luz de las ventanas de la iglesia világrimas en sus ojos.

«Ven fuera», le dije. Salió obediente de laiglesia. Paseamos por las calles sin decir palabra.Después le pregunté: «¿Por qué te tiene queperdonar santa Nino?».

«Por ti, Alí Kan.»Su voz sonaba triste y cansada. No era bueno

pasear con Nino por las calles de Tiflis.«¿Por qué por mí?»Estábamos en el Maidán. Los georgianos

estaban sentados en los cafés o en medio de lacalle. Desde algún lugar se oía una zuma. Másabajo estaba la espuma del río Kurá. Nino mirabaal infinito, como si estuviera buscándose allí.

«Por ti», repitió, «por ti y por todo esto queestá pasando.» Creí entenderla. Y, sin embargo, lepregunté: «¿El qué?». Nino se quedó de pie. Alotro lado de la plaza se alzaba la catedral deKashveti. Cada piedra del templo era como unadoncella, blanca y dulce y tierna. Nino dijo: «Dateun paseo por Tiflis. ¿Ves mujeres con velo? No.¿Sientes el aire de Asia? No. Es otro mundo. Lascalles son anchas y las almas rectas. Me vuelvomuy lista cuando vengo a Tiflis, Alí Kan. Aquí nohay locos beatos como Said Mustafá, ni lúgubrescompañeros como Mehmed Haidar. Aquí la vidaes alegre y ligera».

«Esta tierra está entre los brazos de unas

tenazas ardientes, Nino.»«Precisamente por eso», sus pies volvían a

dar pasitos sobre el viejísimo empedrado,«precisamente por eso. Tamerlán el Cojo destruyóTiflis en siete ocasiones. Por el país pasaronturcos, persas, árabes, mongoles. Nosotros nosquedamos. Asolaron, deshonraron y asesinaronGeorgia, pero nunca la poseyeron realmente.Desde Occidente vino santa Nino con su cruz deviña, y a Occidente pertenecemos. No somos Asia.Somos el país más oriental de Europa. ¿Te hasdado cuenta?»

Andaba rápido. Fruncía su ceño infantil. «Yo,tu Nino, existo gracias a que nos enfrentamos aTamerlán y a Gengis, al sah Abbas, al sah Tahmaspy al sah Ismaíl. Y ahora llegas tú que aún sinespada, sin pisoteo de elefantes, sin guerreros, noeres más que un heredero del cruel sah. Mis hijasllevarán el velo, y si la espada de Irán se vuelve aafilar, mis hijos y nietos asolarán Tiflis otra vezmás. Oh, Alí Kan, deberíamos pasar al mundo deOccidente.»

Le cogí la mano: «¿Qué es lo que quieres,

Nino?». «Ay», dijo, «qué tonta soy, Alí Kan.Quiero que te gusten las calles anchas y losbosques verdes, quiero que entiendas más delamor, y que no te apegues a los muros deshechosde una ciudad asiática. Paso un miedo constante: aque dentro de diez años te vuelvas devoto y astuto,a que pases el tiempo en tus tierras de Guilán y aque un día te levantes y me digas: “Nino, tú soloeres un pedazo de tierra”. Dímelo tú, ¿por qué mequieres, Alí Kan?»

Tiflis desorientaba a Nino, estaba comoborracha del aire húmedo a la orilla del Kurá.

«¿Que por qué te quiero, Nino? Por ti, por tusojos, tu voz, tu olor, tu andar. ¿Qué más quieres?Te quiero por todo lo que eres. El amor deGeorgia y el amor de Persia son iguales. Por estelugar pasó hace un milenio vuestro Rustaveli, elgran poeta cantó su amor a la reina Tamara. Y suscanciones son como los rubaiyat persas. SinRustaveli no habría Georgia, y sin Persia no habríaRustaveli.»

«Por este lugar», dijo Nino pensativa, «sí,pero quizá también pasó Sayat Nova por este

lugar, el gran poeta del amor, a quien el sah mandódecapitar porque alababa el amor de losgeorgianos.»

No había nada que yo pudiera hacer. Ninoestaba despidiéndose de su hogar, y en estadespedida revelaba su amor. Suspiró. «Mis ojos,mi nariz, mi frente, por todo eso me quieres, AlíKan. Pero se te ha olvidado algo. ¿También mequieres por mi alma?»

«Sí, por tu alma también te quiero», le dijecon desgana.

Qué extraño: si Said Mustafá afirmaba quelas mujeres no tenían alma, yo me reía, y si Ninome exigía que descubriera su alma, me irritaba.¿Qué es el alma de una mujer? Las mujeresdeberían alegrarse de que los hombres no quieransaber nada del abismo sin fondo que son susalmas.

«¿Por qué me quieres tú a mí, Nino?»De pronto se puso a llorar, allí en plena calle.

Por sus mejillas corrían lagrimones infantiles.«Perdóname, Alí Kan. Te quiero a ti, sin más, a tital como eres, pero tengo miedo del mundo en el

que vives. Estoy como loca, Alí Kan: voy contigopor la calle, como mi prometido, y te reprochotodas las campañas de Gengis Kan. Perdona a tuNino. Es estúpido responsabilizarte a ti de todoslos georgianos que los musulmanes asesinaran. Nolo volveré a hacer. Pero mira: también yo, tu Nino,soy un trocito minúsculo de esa Europa a la queodias, y aquí en Tiflis lo noto con más fuerza. Yote quiero, y tú me quieres. Pero yo amo losbosques y los prados, y tú las montañas y las rocasy la arena, pues eres hijo del desierto. Y por eso tetemo, y a tu amor, a tu mundo.»

«¿Y bien?», pregunté, aturdido y sincomprender.

«¿Y bien?» Se enjugó los ojos, su bocarecuperó la sonrisa y torció la cabeza hacia unlado. «¿Y bien? Nos casamos dentro de tres meses,¿qué más quieres?»

Nino es capaz de pasar sin transición delllanto a la risa, del odio al amor. Me habíaperdonado todas las campañas de Gengis Kan yme volvía a querer. Me cogió de la mano y mellevó por el puente de Veri hasta el laberinto del

bazar de Tiflis. Era una disculpa simbólica. Elbazar es la única mancha oriental en los europeosropajes de Tiflis. Gordos comerciantes dealfombras, armenios y persas, despliegan allí elesplendor multicolor de los tesoros de Irán. Habíapuestos repletos de cuencos de latón amarilloresplandeciente con sabias inscripciones, y unaniña kurda de ojos claros llenos de asombro leíala mano y parecía sorprendida ella misma de suomnisciencia. A la entrada de las tabernas losholgazanes de Tiflis discutían seriamente sobreDios y el mundo. Respiramos los olorespenetrantes de la ciudad de las ochenta lenguas. ANino se le pasó la tristeza en cuanto vio ellaberinto de colores de las callejuelas del bazar.Vendedores armenios, adivinos kurdos, cocinerospersas, curas osetios, rusos, árabes, ingusos,hindúes: todos los pueblos de Asia se reúnen en elbazar de Tiflis. A la sombra de un puesto hay unalboroto. Los vendedores rodean la pelea. Unasirio riñe enfurecido con un judío. Alcanzamosapenas a oír: «Cuando mis antepasados se llevaronprisioneros a los tuyos hacia Babilonia…». Todos

estallaron en carcajadas. También Nino se ríe: deljudío, del asirio, del bazar, de las lágrimas que haderramado sobre el empedrado de Tiflis.

Seguimos andando. Unos pasos más, y hemoscerrado el círculo de nuestro paseo. Otra vez anteel café Mephisto de la calle Golovinski.

«¿Quieres que entremos otra vez?», lepregunté, indeciso. «No. Para celebrar lareconciliación vamos a ir al monasterio de sanDavid.»

Entramos por una de las calles laterales quellevaba al funicular. Subimos en el vagón rojo yempezó a arrastrarse lentamente por el monte deDavid. La ciudad se hundió en la profundidad antenuestros ojos y Nino me contó la historia de lafundación del famoso monasterio.

«Hace muchos, muchos años, san Davidhabitaba este monte. En la ciudad vivía la hija deun rey, que se unió a un príncipe en amorprohibido… El príncipe la abandonó. Ella estabaembarazada. Cuando el padre, lleno de rabia, lepreguntó quién era el culpable, la princesa no seatrevió a descubrir a su amado y acusó a san

David. Furioso, el rey hizo traer al santo a supalacio. Después llamó a su hija, que repitió suacusación. Entonces el santo cogió su bastón ytoco con él el vientre de la princesa. Y ocurrió unmilagro. La voz del niño sonó desde el vientre ydijo el nombre del verdadero culpable. Enrespuesta a un ruego del santo, la princesa dio aluz a una piedra. De esta piedra brotó la fuente desan David. Las mujeres que quieren tener hijos sebañan en esta fuente sagrada.»

Nino añadió pensativa: «Qué bien, Alí Kan,que san David esté muerto y que hayadesaparecido su bastón milagroso».

Habíamos llegado.«¿Quieres ir a la fuente, Nino?»«Mejor que esperemos un año para eso.»Estábamos junto a la muralla del monasterio,

contemplando hacia abajo la ciudad. El cerradovalle del Kurá estaba cubierto de vapor azulado.Del mar de piedra sobresalían, como islassolitarias, las torres de las iglesias. Hacia el este yel oeste se extendían los jardines: lugares derecreo para la buena sociedad de Tiflis. A lo lejos

se alzaba el sombrío palacio de Meteji, que fueraresidencia de los reyes de Georgia y que ahora erauna cárcel del Imperio ruso para caucasianos conconciencia política. Nino se dio la vuelta. Sufidelidad al zar era difícil de conciliar con lavisión del famoso castillo de las torturas.

«¿No tienes ningún primo allí en Meteji,Nino?»

«No, pero tú sí que deberías estar allí dentro.Vamos, Alí Kan.»

«¿Adonde?»«A ver a Griboyédov.»Dimos la vuelta al muro del monasterio y nos

quedamos parados junto a la vieja lápida:«Tus obras son inolvidables, pero ¿por qué te

sobrevivió el amor de tu Nino?»Nino se agachó y cogió un guijarro. Lo apretó

con fuerza contra la lápida y lo soltó. La piedracayó al suelo y rodó hasta nuestros pies. Nino sepuso muy roja. Había una antigua superstición enTiflis según la cual si una muchacha aprieta unapiedra contra la lápida húmeda y por un momentola piedra se queda pegada, es que se va a casar en

ese mismo año. La piedra de Nino se había caídoal suelo. Vi su expresión de desconcierto y me reí:«¿Lo ves? ¡A tres meses de tu boda! Nuestroprofeta tenía razón cuando dijo: “No creas a laspiedras muertas”».

«Sí», dijo Nino.Volvimos al funicular.«¿Qué haremos cuando acabe la guerra?»,

preguntó Nino.«¿Cuando acabe la guerra? Lo mismo que

ahora. Pasear por Bakú, ver a los amigos, ir deviaje a Karabaj y traer niños al mundo. Será muybonito.»

«Quiero ir a Europa algún día.»«Claro. A París, a Berlín, el invierno entero.»«Sí, el invierno entero.»«Nino, ¿ya no te gusta nuestra tierra? Si

quieres podemos vivir en Tiflis.»«Gracias, Alí, eres muy bueno conmigo. Nos

quedaremos en Bakú.»«Nino, yo creo que no hay ningún lugar mejor

que Bakú.»«¿Ah, sí? ¿‘Tantas ciudades has visto?»

«No, pero si tú quieres, haremos juntos unviaje por el mundo.»

«Echarías de menos todo el tiempo tu viejamuralla y las conversaciones profundas con SaidMustafá. Pero no importa. Yo te quiero. Siguesiendo como eres.»

«Sabes, Nino, que me siento atado a nuestratierra, a cada roca, a cada granito de arena deldesierto.»

«Ya lo sé. Es algo extraño, este amor a Bakú.Para los extranjeros nuestra ciudad es solocalurosa, polvorienta, rezumante de petróleo.»

«Claro, porque son extranjeros.»Apoyó el brazo en mi hombro. Sus labios me

rozaron la mejilla. «Pero nosotros no somosextranjeros, y no queremos serlo nunca. ¿Mequerrás siempre, Alí Kan?»

«Claro que sí, Nino.»El vagón llegó abajo, a la estación. Paseamos

muy abrazados por la calle Golovinski. A manoizquierda había un extenso parque rodeado derejas de hierro forjado. La entrada estaba cerrada.Dos soldados montaban guardia sin moverse y sin

respirar, como petrificados. Sobre la puertaenrejada flotaba, mayestática, el águila imperial deoro. El parque pertenecía al palacio del granduque Nicolás, gobernador del zar en el Cáucaso.

De repente, Nino se quedó parada. «Mira»,dijo señalando hacia el parque. Detrás de la verja,a la sombra del paseo de pinos, había un hombrealto y enjuto de pelo canoso, que caminabalentamente. Se dio la vuelta y reconocimos losgrandes ojos del gran duque, llenos de fría locura.Tenía la cara alargada, los labios cerrados confirmeza. A la sombra de los pinos parecía un grananimal noble y salvaje.

«¿En qué estará pensando, Alí Kan?»«En la corona del zar, Nino.»«Le quedaría bien sobre ese pelo cano. ¿Qué

va a hacer?»«Dicen que quiere derrocar al zar.»«Vámonos, Alí Kan, tengo miedo.»Nos alejamos de las bellas rejas forjadas.

Nino dijo: «No deberías insultar al zar, ni tampocoal gran duque. Nos protegen de los turcos».

«Es uno de los brazos de las ardientes tenazas

entre las que se encuentra tu tierra.»«¿Mi tierra? ¿Y la tuya?»«Eso es distinto. No estamos entre tenazas.

Estamos sobre el yunque, y el gran duque tiene elmartillo en la mano. Por eso lo odiamos.»

«Y os entusiasmáis por el Enver Bajá. Es unalocura: nunca verás la llegada de Enver. El granduque vencerá.»

«Allah barif, solo Dios lo sabe», dije yo,conciliador.

16

Las tropas del gran duque llegaban a

Trebisonda, conquistaban Erzurum, bajaban haciaBagdad por las montañas kurdas. Las tropas delgran duque estaban en Teherán, en Tabriz, e inclusoen la ciudad sagrada de Meshjed. La sombra delgran duque Nicolás descendía sobre mediaTurquía y media Persia. El gran duque habló deeste modo ante una reunión de nobles georgianos:

«Obedeciendo órdenes del zar, no descansaréhasta que la dorada cruz bizantina brille con luznueva sobre la cúpula de Hagia Sofía.»

A las tierras de la media luna les iban mal lascosas. Solo los kochis y los ambals de lascallejuelas hablaban aún del poder otomano y dela espada vencedora de En ver Bajá. Persia ya noexistía, y pronto tampoco existiría Turquía.

Mi padre se había vuelto muy callado y salíade casa a menudo. A veces se inclinaba sobre lospartes de guerra y los mapas murmurando los

nombres de las ciudades perdidas, y luego pasabahoras sentado sin moverse, con un rosario deámbar en la mano.

Yo iba a joyerías, floristerías y librerías.Enviaba a Nino piedras preciosas, flores y libros.Cuando la veía, por unas horas desaparecían laguerra, el gran duque y la amenaza a la media luna.

Un día me dijo mi padre: «Quédate en casaesta tarde, Alí Kan. Van a venir algunas personas yse hablará de cuestiones importantes».

Su voz sonaba un poco turbada y apartó lavista. Yo lo entendí y bromeé: «Pero, padre, ¿tú nome hiciste prometer que no me metería enpolítica?».

«Estar preocupado por tu pueblo no es lomismo que hacer política. Hay épocas, Alí Kan, enque es un deber pensar en los problemas delpueblo.»

Aquella tarde había quedado con Nino para ira la ópera. Venía de gira Shaliapin, y Nino llevabadías esperándolo con ilusión. Cogí el teléfono yllamé a Ilias Beg.

«Ilias, tengo cosas que hacer esta tarde.

¿Podrías ir tú con Nino a la ópera? Ya tengoentradas».

Me respondió una voz malhumorada: «¿Quéte has creído? Yo no soy un hombre libre. Estanoche estoy de imaginaria, y Mehmed Haidartambién».

Llamé a Said Mustafá.«De verdad que no puedo. Tengo una cita con

el gran mulá Hachi Majsud. Ha venido desdePersia y se queda pocos días.»

Llamé a Najararyán. Su voz sonaba muynerviosa: «¿Y por qué no va usted, Alí Kan?».

«Vienen invitados a casa.»«Para hablar de cómo asesinar a todos los

armenios, ¿verdad? Lo cierto es que yo no deberíair al teatro mientras mi pueblo se desangra. Peropuesto que somos amigos… además, Shaliapincanta realmente muy bien.»

Por fin. Los amigos de verdad lo demuestrancuando uno tiene problemas. Avisé a Nino y mequedé en casa.

A las siete llegaron los invitados,precisamente los que yo imaginaba. A las ocho,

nuestra sala grande con alfombras rojas y blandasotomanas contenía mil millones de rublos, o mejordicho, a hombres que disponían de más de milmillones. No eran muchos, y yo los conocía atodos desde hacía años.

Seinal Aga, el padre de Ilias Beg, fue elprimero en llegar. Andaba encorvado, con lamirada perdida en sus ojos acuosos. Se sentó en eldiván, apoyando el bastón a un lado, y comiódespacio un pedacito de miel turca. Tras élentraron en la sala dos hermanos: Alí y MirzaAsadulah. Su padre, Shamsi, les dejó al morir unadocena de millones. Los hijos heredaron lasensatez de su padre y además aprendieron a leer yescribir. Así multiplicaron esos millones pormuchos más. Mirza Asadulah amaba el dinero, lasabiduría y la calma. Su hermano era como elfuego de Zaratustra, que quema pero no destruye.No paraba quieto. Amaba la guerra, la aventura yel peligro. Por la región corrían muchas historiassangrientas de las que se contaba que él fueprotagonista. Sentado a su lado, el oscuro BuniatSadé no amaba las aventuras, sino el amor. Era el

único de los presentes que tenía cuatro mujeres,las cuales se peleaban furiosamente. A él esto leavergonzaba; pero no podía cambiar su forma deser. Cuando le preguntaban cuántos hijos tenía,respondía melancólico: «Quince o dieciocho, ¿quésé yo, pobre de mí?». Cuando le preguntabancuántos millones tenía, respondía lo mismo.

Yusuf Oghly, que estaba sentado en la otrapunta de la sala, lo miraba con desprecio yenvidia. Él solo tenía una mujer, que al parecer noera muy guapa. En su noche de bodas, ella leadvirtió: «Como despilfarres tu semen con otramujer, le corto las orejas, la nariz y los pechos. Loque te haré a ti no puedo ni decirlo».

La mujer venía de una familia de guerreros.No eran amenazas vanas. Así que el pobrecoleccionaba cuadros.

El hombre que entró en la sala a las siete ymedia era muy bajito, muy delgado y tenía lasmanos suaves y las uñas teñidas de rojo. Noslevantamos y le saludamos con una inclinación,por respeto hacia su mala suerte. Su único hijo,Ismaíl, había muerto pocos años antes. En

memoria de su hijo este hombre construyó unsuntuoso edificio en la calle Nikolái. En lafachada, el nombre de «Ismaíl» estaba escrito engrandes letras doradas. Regaló el edificio paraobras de caridad musulmanas. Se llamaba AgaMusa Nagi, y solo el peso de sus doscientosmillones le permitía entrar en nuestro grupo. Puesél ya no era musulmán. Pertenecía a la secta herejede Bab, el apóstata al que mandó ejecutar el sahNasrudín. Pocos de nosotros sabíamosexactamente qué pretendía Bab. Pero todossabíamos que Nasrudín ordenó meter agujas alrojo bajo las uñas de los bañistas, quemarlos en lahoguera y azotarlos hasta la muerte. Una secta queatraía sobre sí tales castigos tenía que enseñarcosas terribles.

A las ocho estaban reunidos todos losinvitados. Los príncipes del petróleo tomaban elté, comían dulces y hablaban de sus florecientesnegocios, de sus casas, sus caballos y sus jardinesy de lo que perdían en los tapetes verdes delcasino. Estuvieron hasta las nueve hablando deestas cosas, como manda la buena educación.

Entonces los criados retiraron el té y cerraron laspuertas, y mi padre dijo: «Mirza Asadulah, hijo deShamsi Asadulah, tiene algunas ideas sobre eldestino de nuestro pueblo. Escuchémosle».

Mirza Asadulah alzó su rostro, un rostro belloy algo soñador. Dijo: «Si gana la guerra el granduque, ya no quedará un solo país musulmán. Elzar aplicará mano dura. A nosotros no nosafectará, porque tenemos dinero. Pero cerrarámezquitas y escuelas y prohibirá nuestra lengua.Vendrán muchísimos extranjeros a esta tierra,porque ya nadie protege al pueblo del profeta.Sería mejor para nosotros que venciera Enver,aunque venciera solo por poco. Pero ¿podemoshacer algo para lograrlo? Yo opino que no.Tenemos dinero, pero el zar tiene más dinero.Tenemos hombres, pero el zar tiene más hombres.¿Qué podemos hacer? Si le diéramos al zar partede nuestro dinero y de nuestros hombres, sicreáramos y equipáramos un batallón, quizádespués de la guerra su mano sea más blanda. ¿Ohay acaso otro camino?».

Dejó de hablar. Se levantó su hermano Alí.

Dijo: «El zar tiene la mano dura. Pero quién sabe,quizá después de la guerra ya no exista la mano deun zar».

«Pero aun así, hermano mío, sigue habiendodemasiados rusos en esta tierra.»

«Su número puede disminuir, hermano mío.»«Pero no podemos matarlos a todos, Alí.»«Podemos matarlos a todos, Mirza.»Se callaron. Entonces habló Seinal Aga, en

voz muy baja, con debilidad de anciano y sinexpresión alguna: «Nadie sabe qué está escrito enel libro. Las victorias del gran duque no sonvictoria alguna, aunque conquiste Estambul. Lallave de nuestro destino no está en Estambul: estáen Occidente. Y allí están venciendo los turcos,aunque se llamen alemanes. Los rusos ocupanTrebisonda, y los turcos ocupan Varsovia. ¿Rusos?¿Acaso aún quedan rusos? He oído hablar de uncampesino, que parece ser que se llama Rasputín,que manda sobre el zar, toquetea a la hija del zar yllama “mamá” a la zarina. Hay grandes duques quequieren derrocar al zar. Hay hombres que soloesperan la paz para luego rebelarse. Después de

esta guerra todo habrá cambiado».«Sí», dijo un hombre gordo de largo bigote y

ojos chispeantes, «habrá cambiado todo despuésde esta gran guerra.»

Era Fez Alí Kan de Choja, abogado. Se sabíaque meditaba constantemente sobre los asuntos delpueblo. «Sí», repitió con fervor, «y como todo vaa ser muy distinto, no necesitamos mendigar losfavores de nadie. Gane quien gane esta guerra,saldrá débil del combate, cubierto de numerosasheridas, y entonces nosotros, que no estamosdébiles ni heridos, podremos exigir en lugar depedir. Somos un país musulmán, chií, yesperaremos lo mismo de la casa Romanov y de lacasa de Osmán: independencia en todos losasuntos que nos conciernen. Cuanto más débilessean las potencias después de la guerra, más cercaestaremos nosotros de la libertad. Esta libertadbrotará de nuestras fuerzas intactas, de nuestrodinero y de nuestro petróleo. Porque no loolvidéis: el mundo nos necesita a nosotros más quenosotros al mundo.»

Los miles de millones que llenaban la sala

estaban muy contentos. Esperar a ver qué pasa, québonita frase.

Esperar a ver si vencía el turco o el ruso.Nosotros tenemos el petróleo, el vencedor tendráque mendigar nuestros favores. ¿Y mientras tanto?Construir hospitales, orfanatos, asilos de ciegos,para los guerreros de nuestra fe. Que nadie pudieraachacarnos falta de sensibilidad.

Yo estaba en silencio en el rincón, de malhumor. Alí Asadulah cruzó la sala y se sentó a milado: «¿Qué opina usted, Alí Kan?». Sin esperaruna respuesta, se inclinó hacia mí y murmuró:«Estaría bien asesinar a todos los rusos del país. Yno solo a los rusos. A todos los extranjeros, losque hablan de modo distinto, rezan de mododistinto y piensan de modo distinto. En el fondo esesto lo que queremos todos, pero solo yo meatrevo a decirlo. ¿Y después? Por mí que gobierneFez Alí. Aunque prefiero a Enver. Pero antes, elexterminio».

Pronunció la palabra «exterminio» con dulceañoranza, como si fuera «amor». Le brillaban losojos, su rostro sonreía con picardía. Yo no dije

nada. Elablaba ahora Aga Musa Nagi, el babista.Sus pequeños ojos hundidos pestañearon. «Soy unhombre viejo», dijo, «y me entristece ver las cosasque veo y oír las cosas que oigo. Los rusosexterminan a los turcos, los turcos a los armenios,los armenios quieren exterminarnos a nosotros ynosotros a los rusos. No sé si esto es bueno.Hemos escuchado lo que piensan Seinal Aga,Mirza, Alí y Fez Alí sobre el destino de nuestropueblo. He entendido que les preocupan lasescuelas, la lengua, los hospitales y la libertad.Pero ¿qué es una escuela si allí solo se enseñandisparates, qué es un hospital si allí se cura elcuerpo y se olvida el alma? Nuestra alma quiereestar con Dios. Y cada pueblo cree que tiene unDios distinto.

Pero yo creo que por la voz de todos lossabios se ha revelado el mismo Dios. Por eso rezoa Cristo y a Confucio, a Buda y a Mahoma.Venimos de un Dios, y a través de Bab volvemostodos hacia él. Habría que anunciárselo al pueblo.No hay negro y no hay blanco, porque lo blancoestá en lo negro y lo negro está en lo blanco. Por

eso yo digo: no hagamos nada que pueda dañar aalguien en la tierra, porque nosotros estamos entodos los demás, y los demás están en nosotros.»

Estábamos impresionados y no dijimos nada.De modo que era esa la herejía de Bab.

A mi lado se oyó un fuerte sollozo. Me volvísorprendido y vi el rostro de Alí Asadulahenvuelto en lágrimas y consumido de pesar.

«Ay, mi alma», sollozó, «qué razón tiene. Quésuerte haber podido escucharle. ¡Oh, Diostodopoderoso! ¡Si todos los hombres hubieranalcanzado esta misma profundidad del saber!»

Se secó las lágrimas, sollozó un par de vecesmás, y añadió con mucha más frialdad: «No hayduda, respetado señor, de que la mano de Diosestá detrás de todas las demás manos, pero no porello es menos cierto, oh fuente de la sabiduría, queuno no siempre puede abandonarse a la inspiraciónpiadosa del altísimo. No somos más que hombres,y cuando nos falta esta inspiración tenemos queencontrar nosotros el camino para eliminar lasdificultades».

Era una frase inteligente, y utilizó las

lágrimas de modo inteligente. Advertí que Mirzamiraba a su hermano lleno de admiración.

Los invitados se levantaron. Manos delgadastocaron las frentes sombrías en señal dedespedida. Las espaldas se inclinaron y los labiosmurmuraron: «Paz con vosotros. Que la sonrisapermanezca en sus labios, amigo».

La sesión había terminado. Los miles demillones se vertieron por las calles, saludándose,dándose la mano e inclinando la cabeza. Eran lasdiez y media. La sala se quedaba angustiosamentevacía. Me asaltó una sensación de soledad. Le dijeal criado: «Voy a salir, voy al cuartel. Ilias Begestá de imaginaria». Me dirigí hacia el mar,pasando por casa de Nino, hasta el gran cuartel.Había luz en la ventana del puesto de guardia. IliasBeg y Mehmed Haidar jugaban a los dados. Entré.Me saludaron con una silenciosa inclinación decabeza. Por fin acabaron la partida. Ilias Beg tirólos dados a un rincón y se desabotonó el cuello.«¿Qué tal ha ido?», me preguntó. «¿Ha vuelto ajurar Asadulah que asesinará a todos los rusos?»

«Más o menos. ¿Qué se sabe de la guerra?»

«La guerra», dijo con aburrimiento. «Los alemaneshan ocupado Polonia entera. El gran duque sequedará atrapado en la nieve, o si no ocuparátambién Bagdad. Quizá los turcos conquistenEgipto. ¿Qué sé yo? Qué mundo tan aburrido.»

Mehmed Haidar se rascó su cabezapuntiaguda y el pelo rapado. «No es nadaaburrido», dijo, «tenemos caballos y soldados ysabemos manejar las armas. ¿Qué más necesita unhombre? A veces tengo ganas de cruzar lasmontañas, tumbarme en una trinchera y estar anteel enemigo. El enemigo tendría buenos músculos ysu piel olería a sudor.»

«Alístate en el frente», le dije yo.Los ojos de Mehmed Haidar miraban tristes y

perdidos bajo su estrecha frente. «Yo no soy capazde disparar contra musulmanes. Aunque seansuníes. Pero he prestado el juramento y no puedodesertar tampoco. Las cosas deberían ser muydistintas en esta tierra.»

Lo miré lleno de cariño. Ahí estaba, con susanchos hombros y su rostro sencillo, casi ahogadopor las ganas de luchar. «Quiero ir al frente, y no

quiero ir», dijo con una gran pena. «¿Qué deberíapasar en nuestra tierra?», le pregunté. No dijonada, y frunció el ceño. Pensar no era su fuerte.Por fin dijo: «¿En nuestra tierra? Habría queconstruir mezquitas. Regar los campos. Nuestratierra tiene sed. Tampoco es bueno que vengantodos los extranjeros a decirnos lo tontos quesomos. Si somos tontos es problema nuestro. Yademás: creo que sería bueno encender una granfogata y quemar todos los pozos de petróleo delpaís. Sería un bello espectáculo y volveríamos aser pobres. Entonces nadie nos necesitaría y losextranjeros nos dejarían en paz. Y en el lugar delas torres de perforación construiría una bonitamezquita de azulejos azules. Habría que traerbúfalos, y plantaríamos cereales en los campospetrolíferos».

Se quedó callado, perdido en su visión delfuturo. Ilias Beg se rio divertido: «Y despuésprohibiríamos leer y escribir, volveríamos aalumbrarnos con velas y elegiríamos rey al hombremás tonto del país».

Mehmed Haidar no quiso oír la burla. «No

estaría nada mal», dijo, «en los viejos tiemposhabía muchos más tontos que ahora. Los tontosconstruían acequias en vez de pozos de petróleo, yse robaba a los extranjeros en vez de que nosrobaran ellos. Antes había muchos más hombresfelices.»

Hubiera querido abrazar y besar a este simplechaval. Hablaba como si él mismo fuese unmontoncito de nuestra pobre, seca y maltratadatierra.

Unos golpes en la ventana me sobresaltaron.Me miraba fijamente un oscuro rostro picado deviruelas. Sus torcidos ojos brillaban.

«Soy yo, Said Mustafá. Dejadme entrar.»Corrí a la puerta. Said Mustafá entró

precipitadamente en la habitación. Llevaba torcidoel turbante sobre la frente sudorosa. Se le habíadesatado el fajín verde y tenía la túnica griscubierta de polvo. Se dejó caer en el sillón y dijoentre jadeos:

«Najararyán ha raptado a Nino. Hace mediahora. Van camino de Mardakan.»

17

Mehmed Haidar se levantó de un brinco.

Apretó los ojos. «Voy a ensillar los caballos», ysalió corriendo. A mí me ardía la cara. La sangrese me subió a la cabeza, oía un zumbido y mesentía como si una mano invisible me hubieraasestado un bastonazo en la frente. Escuché comoen sueños la voz de Ilias Beg:

«Mantén la calma, Alí Kan, mantén la calma.No la pierdas hasta dentro de una hora, cuando leshayamos dado alcance.»

Lo tenía de pie frente a mí. Su cara alargadaestaba muy pálida. Me ató a la cintura un puñalrecto del Cáucaso.

«Toma», dijo, y me puso un revólver en lamano, repitiendo, «tranquilo, Alí Kan. Reserva laira para el camino de Mardakan.»

Guardé mecánicamente el arma en el bolsillo.Se me acercó la cara picada de viruelas. Vimoverse unos gruesos labios y oí palabras

inconexas:«Salí de casa para visitar al sabio mulá

Hachi Majsud. El toldo de Su Sabiduría estabacerca del teatro. Estuvimos hablando del imanatozaidí. A las once me marché.Pasé junto al teatro. Acababa de terminar elpecaminoso espectáculo. Vi a Nino entrar en elautomóvil acompañada de Najararyán. El coche nose ponía en marcha. Estaban hablando. No megustó la expresión de Najararyán. Me acerquésigilosamente. Escuché con atención. “No”, estabadiciendo Nino, “yo le quiero a él.” “En esta regiónno va a quedar piedra sobre piedra”, dijoNajararyán, “yo la quiero aún más. La liberaré delas garras de Asia.” “No”, dijo Nino, “lléveme ami casa.” El motor arrancó. Yo salté detrás, sobreel portaequipajes. El coche se dirigió a casa de losKipiani. No pude oír lo que decían por el camino,pero hablaron mucho. El coche se paró junto a lapuerta. Nino lloraba. De pronto, Najararyán laabrazó y la besó en la cara. “No puede usted caeren manos de esos bárbaros”, gritó; luego murmuróalgo, y finalmente una sola frase: “Hacia mi casa

de Mardakan, en Moscú nos casaremos, y despuésa Suecia”. Vi que Nino lo apartaba. Y el motorarrancó. Ya se habían ido. Corrí todo lo que pude,para…»

No acabó la frase, o yo no le oí acabarla.Mehmed Haidar abrió de golpe la puerta. «Loscaballos están ensillados», avisó. Salimos al patiocorriendo. A la luz de la luna vi los caballos.Relinchaban flojito y piafaban y sonaban suscascos.

«Por aquí», dijo Mehmed Haidar.Me llevó hasta mi montura. Al verla me

quedé paralizado: la maravilla rojidorada deKarabaj, el alazán de Mélikov, el comandante delregimiento. En todo el mundo solo había docecomo él. Mehmed Haidar tenía la mirada lúgubre.

«El comandante se pondrá furioso. Nuncamontó su caballo otro hombre. Galopa como elviento. No lo trates con suavidad. Los alcanzarás.»

Salté sobre la silla. Mi fusta acarició losflancos de esa maravilla. De un enorme salto dejéel patio del cuartel. Galopé por la orilla del mar.Lleno de odio, azoté al caballo. Las casas pasaban

a toda prisa y de los cascos de mi montura visaltar chispas. Estaba dominado por una rabiasalvaje. Tiré de las riendas. El caballo seencabritó y siguió galopando. Por fin: ya pasaronlas últimas cabañas de adobe. Vi campos bañadosde luz de luna y el estrecho camino de Mardakan.El aire nocturno me refrescó. A izquierda yderecha se extendían los melonares. Los redondosfrutos parecían pepitas de oro. El galope delcaballo era largo, elástico, fascinantementesimétrico. Me incliné hacia delante todo lo quepude, hasta tocar las doradas crines del caballo.

¡Así que era eso! Lo veía claramente ante misojos… como oyendo cada palabra que habíandicho. De repente, los razonamientos delextranjero ahí estaban, al alcance de la mano.Enver lucha en Asia Menor. El trono del zar setambalea. En el ejército del gran duque haybatallones armenios. Si el frente se viene abajo,los ejércitos otomanos se extenderán por Armenia,Karabaj y Bakú. Najararyán intuye lasconsecuencias. Sus lingotes, su pesado oroarmenio emigra a Suecia. Se acabó la

confraternidad de los pueblos caucasianos. Losveo a los dos en el palco del teatro:

«Princesa, entre el este y el oeste no haypuentes, ni siquiera un puente de amor.»

Nino no dice nada. Escucha.«Nosotros debemos permanecer unidos, pues

nos amenaza la espada de Osmán. A nosotros,emisarios de Europa en Asia. Yo la quiero,princesa. Hemos de estar juntos. En Estocolmo lavida es fácil y sencilla. Es Europa, es Occidente.»

Y entonces, como si estas palabras sehubieran dicho en mi presencia: «En esta tierra nova a quedar piedra sobre piedra».

Y por último: «Decida usted misma sudestino, Nino. Cuando acabe la guerra nostrasladaremos a Londres. Nos recibirán en lacorte. Un europeo debe ser dueño de su destino.Yo también aprecio a Alí Kan, pero es un bárbaro,atrapado eternamente en el hechizo del desierto».

Golpeo el caballo con la fusta. Un gritosalvaje. Así aúlla el lobo del desierto al ver laluna. Un quejido largo y agudo. La noche entera setroca en grito. Me doblo totalmente hacia delante.

Me duele la garganta. ¿Por qué grito en el caminode Mardakan, bañado por la luz de la luna? He dereservar mi ira. Un viento afilado me azota la cara.Las lágrimas son por el viento, no por otra cosa.No estoy llorando, aunque haya entendido depronto que no hay puentes entre el este y el oeste,tampoco un puente de amor. ¡Ojos georgianos,brillantes y seductores! Sí, yo procedo del lobodel desierto, del lobo gris de los turcos. Qué bienque lo tiene pensado todo: «Nos casaremos enMoscú, y después a Suecia». Un hotel deEstocolmo, limpio, cálido, con sábanas blancas.Un palacete en Londres. ¿Un palacete? Mi cararoza la piel rojidorada del caballo. De pronto ledoy un mordisco en el cuello. Se me llena la bocadel salado sabor a sangre. ¿Un palacete?Najararyán tiene un palacete, en Mardakan.Rodeado por huertas de frutales del oasis. Comotodos los ricos de Bakú. De mármol blanco, juntoal mar, con sus columnas corintias. ¿Cuánto correun automóvil, y cuánto un alazán de Karabaj?Conozco ese palacete. La cama es de caoba, roja yanchísima. Con sábanas blancas, como el hotel de

Estocolmo. No va a pasarse la noche enterafilosofando. Intentará… claro que lo intentará. Veoesa cama y los ojos georgianos, velados de placery temor. Mis dientes se clavan profundos en la pieldel caballo. El animal vuela. ¡Venga, venga!Reserva la ira para cuando los alcances, Alí Kan.

El camino es estrecho. De repente me río.Qué suerte que estemos en Asia, en la salvaje,atrasada, incivilizada Asia. Sin carreteras paraautomóviles, solo caminos llenos de baches, comopensados para caballos de Karabaj. ¿Cuánto correun automóvil por estos caminos, y cuánto el alazánde Karabaj?

Los melones me contemplan a ambos ladosdel camino, como si tuvieran rostro. «Qué caminosmás malos», dicen los melones, «no están hechospara un automóvil inglés. Solo para un jinete conun alazán de Karabaj.»

¿Sobrevivirá el caballo a esta carrera?Probablemente no. Veo la cara de Mélikov. Allá enShusha, cuando tintineaba su sable mientras éldecía: solo cuando el zar llama a la guerra montoeste caballo. ¡Y qué! Que llore a su caballo ese

viejo de Karabaj. Otro golpe de fusta, y otro. Elviento me golpea la cara como si fueran puños.Una curva. A los lados del camino crecenmatorrales silvestres, y por fin oigo a lo lejos eltraqueteo de un motor. Hay luz en el camino. ¡Elautomóvil! Se arrastra despacio por el caminolleno de baches. Un coche europeo. No estápensado para los caminos de Asia. ¡Otro golpe defusta! Reconozco a Najararyán al volante. ¡Y aNino! A Nino, acurrucada en un rincón. ¿Por quéno oyen el ruido de los cascos del caballo? ¿Noprestan atención a los ruidos de la noche? Sesiente seguro en su coche europeo, camino deMardakan. Que se pare esa cajita lacada. ¡Ahoramismo! Con la mano le quito el seguro al revólver.Ahora, mi querida herramienta belga. Haz tutrabajo. Aprieto el gatillo. Por un momento, unaestrecha línea de fuego ilumina el camino. Detengoal caballo. Un buen disparo, buena puntería, miquerida herramienta belga. La rueda izquierda delcoche se hunde como un globo que se vaciara degolpe. ¡La cajita lacada se para! Cabalgo haciaella mientras la sangre me martillea en las sienes.

Arrojo el arma, ya no sé ni qué hago. Hay dosrostros que me miran. Los ojos muy abiertos por elpánico. Una temblorosa mano extraña sujeta laempuñadura de un revólver. De modo que el cocheeuropeo no era tan seguro. Veo esos gruesos dedosy un anillo de brillantes. ¡Aprisa, Alí Kan! Ahoraya puedes perder la calma. Saco el puñal. Esamano, temblorosa, no disparará. El puñal zumbapor el aire con un sonido melódico. ¿Dónde heaprendido yo a lanzar el puñal? ¿En Persia? ¿EnShusha? ¡En ninguna parte! Por mi sangre, por misvenas corre ese saber, la trayectoria del puñal.Herencia de mis antepasados. Del primerShirvanshir que fue a la India y tomó Delhi. Ungrito, inesperadamente débil y agudo. La gruesamano abre los dedos. Un reguero de sangre sevierte por su muñeca. Qué magnífica la sangre delenemigo camino de Mardakan. El revólver cae alsuelo. Y de pronto, movimientos apresurados deuna gruesa tripa que se arrastra. De un brinco, elhombre sale corriendo y cruza el camino hacia losmatorrales silvestres al borde. Salto del caballo.Guardo el puñal en su funda. Nino está sentada

muy erguida en el blando asiento del coche. Tieneel rostro duro e inmóvil, como esculpido enpiedra. Tan solo su cuerpo tiembla violentamente,capturado por el terror de la lucha nocturna. A lolejos oigo el ruido de cascos de caballo. Saltohacia los matorrales. Las ramas afiladas meagarran como manos de un enemigo invisible. Bajomis pies cruje la hojarasca. Las ramas secas mecortan las manos. Allá entre la maleza jadea lapresa: Najararyán. ¡Un hotel de Estocolmo!¡Labios gruesos y fofos, en el rostro de Nino!

Allí está. Tropieza arrancando matas con susgruesas manos. Ya corre por el melonar endirección al mar. He tirado el revólver al camino.Me sangran las manos, desgarradas por las espinasde la maleza. Allí: un primer melón. Feo rostroredondo, gordo e idiota. Lo piso, y de unchasquido se aplasta bajo el tacón. Voy corriendopor el campo. La luna mira con semblante demuerte. Frías ondas de dorada luz sobre elmelonar. No te llevarás ni un lingote a Suecia,Najararyán.

Ahora. Le agarro por los hombros. Se da la

vuelta, se queda quieto como un bloque de madera,en sus ojos el odio del que se encuentradesenmascarado. Un golpe; su puño me da en labarbilla. Y otra vez, justo debajo de las costillas.Muy bien, Najararyán, aprendiste a boxear enEuropa. Me mareo. Por unos segundos me quedosin respiración. No soy más que un asiático,Najararyán. Nunca he comprendido el arte delgolpe bajo. Solo sé correr como un lobo en eldesierto. Doy un salto. Agarro su cuerpo como sifuera el tronco de un árbol. Mis pies se aprietancontra su vientre, mis manos rodean el gruesocuello. Me sigue golpeando como un loco. Meagacho, y caemos al suelo. Rodamos por el campo.De repente estoy debajo. Las manos de Najararyánintentan estrangularme. De su cara desfiguradacuelga una boca torcida. Mis pies le golpean elvientre. Los tacones se le clavan en la grasa. Mesuelta. Por un momento le veo el pescuezo al aire.El cuello de su camisa está desgarrado y torcido.Ese pescuezo blanco. De mi garganta surge ungrito ahogado. Mis dientes se hunden en la gruesay blanca piel. Sí, Najararyán, así hacemos las

cosas en Asia. Sin golpes bajos. El ataque dellobo gris. Siento el temblor en sus venas.

Noto un ligero movimiento junto a miscaderas. La mano de Najararyán me agarra elpuñal. En el calor de la lucha lo había olvidado.El acero brilla ante mis ojos. Un dolor punzante enlas costillas. Qué caliente está mi sangre. El puñalha ido resbalando por mis costillas. Le suelto elcuello y le arranco el puñal de la manoensangrentada. Ahora es él quien está debajo. Lacara mirando a la luna. Alzo el puñal. Entoncesgrita: un grito largo y fino, con la cabeza haciaatrás. Toda su cara es boca: oscura y desgarradapuerta del miedo a la muerte. Un hotel deEstocolmo. Cerdo asado al pincho. ¡Ay, melonaresde Mardakan!

¿A qué estoy esperando? Una voz suenadetrás de mí:

«Mátalo, Alí Kan, mátalo».Es la voz de Mehmed Haidar.«Justo encima del corazón, de arriba abajo.»La voz se interrumpe. Conozco el lugar de la

muerte. Solo un momento. Quiero oír una vez más

el lamento en la voz del enemigo. Ahora sí.Alzo el puñal. Mis músculos están en tensión.

Mi puñal se reúne con el cuerpo del enemigo justoencima del corazón. Sufre una convulsión, y luegootra. Me levanto despacio. Sangre en mis vestidos.¿Mi sangre? ¿La suya? Ahora ya da lo mismo.

Mehmed Haidar aprieta los dientes.«Qué bien lo has hecho, Alí Kan. Te admiraré

eternamente.»Me duelen las costillas. Me apoyo en él. Nos

sumergimos en los matorrales y aparecemos juntoa la cajita lacada, en el camino de Mardakan.Cuatro caballos. Dos jinetes. Ilias Beg saluda conla mano. Said Mustafá se ha empujado el turbantehasta la nuca. Sujeta a Nino con fuerza a su silla demontar. Nino no dice nada.

«¿Qué hacemos con la mujer? ¿Prefieresmatarla tú, o lo hago yo?»

Said Mustafá habla despacio y en voz baja.Con los ojos medio cerrados, como en un sueño.

«Mátala, Alí Kan.» Ahora es MehmedHaidar. Su mano me alarga el puñal.

Miro a Ilias Beg. Asiente con la cabeza. Está

pálido como la cera.«Tiraremos los cadáveres al mar.»Me acerco a Nino. Sus ojos se abren muy

grandes… Vino a buscarme durante el recreo,deshecha en lágrimas, con un cuaderno en la mano.Un día me escondí bajo su pupitre y le fuisoplando: Carlomagno fue coronado en Aquisgránen el año 800.

¿Por qué no dice nada Nino? ¿Por qué nollora, como aquella vez en el recreo largo? No eraculpa suya no saber cuándo coronaron aCarlomagno. Aparto el cuello de su montura y lamiro. Nuestras miradas se cruzan. Está muy guapaen la silla de Said, bañada por la luz de la luna, lamirada fija en el puñal. Sangre georgiana, la mejordel mundo. Labios georgianos, los besóNajararyán. Lingotes de oro en Suecia… él la habesado.

«Ilias Beg, yo estoy herido. Lleva a laprincesa Nino a su casa. La noche es fría. Abrigabien a la princesa Nino. Si la princesa Nino nollegara a casa sana y salva, te mataré, Ilias Beg. Yalo oyes, Ilias Beg, es esta mi firme voluntad.

Mehmed Haidar, Said Mustafá, estoy muy débil.Llevadme a casa. Sujetadme, que me desangro.»

Agarro las crines del alazán de Karabaj.Mehmed Haidar me ayuda a montar. Ilias Beg seacerca, toma a. Nino con cuidado y la coloca en elblando almohadón de su silla de montar cosaca.Ella no intenta impedírselo… Él se quita lachaqueta y se la coloca suavemente sobre loshombros. Aún está muy pálido. Me dirige unabreve mirada y asiente. Llevará a Nino a casa sanay salva. Se marcha. Nosotros esperamos un rato.No dejo que Mehmed Haidar y Said Mustafá sealejen de mí. Me apoyo sobre ellos. MehmedHaidar salta a la silla. «Eres un héroe, Alí Kan.Luchaste magníficamente. Has cumplido con tudeber.»

Me sujeta. Said mira al suelo. Me dice: «Lavida de ella te pertenece. Puedes tomarla. Puedesperdonársela. Ambas cosas están permitidas. Es loque dice la ley».

Sonríe, soñador. Mehmed Haidar me pone lasriendas en la mano.

Cabalgamos en silencio a través de la noche.

Las luces de Bakú brillan suaves y seductoras.

18

Una estrecha terraza de piedra al borde del

abismo. Peñascos secos y amarillentos,desgastados por el viento, sin árboles. Rocasenormes y ásperas, apiladas toscamente unas sobreotras. Cuadradas y sin adornos, las cabañascuelgan muy pegaditas sobre el abismo. La azoteade cada cabaña es el patio de la de arriba. Abajocorre un arroyo de montaña, en el aire clarobrillan los peñascos. Un estrecho sendero seretuerce entre las rocas y se pierde en el abismo.Es un aul: un pueblo de montaña en Daguestán. Elinterior de la cabaña es oscuro, y está cubierto degruesas esteras. Por fuera, dos postes de maderasostienen un estrecho saliente del tejado. Un águilacon las alas extendidas cuelga de la eternidad delcielo, como petrificada.

Estoy tumbado en el pequeño patio, con elámbar de la pipa de agua entre los labios. Absorboel fresco vapor hasta los pulmones. Las sienes se

enfrían, el humo azul se desvanece arrastrado porel viento. Una mano compasiva ha mezcladogranos de hachís con las hojas de tabaco. Ojos quemiran al abismo y ven rostros. Los rostros giranflotando en la niebla. Aparecen rasgos familiares:el rostro de Rustem el guerrero de aquellaalfombra, en mi habitación de Bakú.

Por allí pasé en algún momento, tumbado yenvuelto en gruesas mantas de seda. Me dolían lascostillas. El vendaje era blando y blanco. Suavespasos en la habitación contigua. Palabrasentrecortadas. Escucho con atención. Las palabrasse vuelven más claras. Es la voz de mi padre:

«Lo siento, señor comisario. Yo mismo no sédónde se encuentra mi hijo. Sospecho que habráhuido a Persia a casa de su tío. Lo sientomuchísimo.»

La voz del comisario sonó estruendosa:«Contra su hijo hay incoada una causa porasesinato. Ya se ha decretado la orden dedetención. Lo encontraremos, aunque esté enPersia».

«Celebraría que así fuera. Cualquier juez

declararía inocente a mi hijo. Un acto pasional,más que justificado dadas las circunstancias. Porcierto…»

Oí el crujir de billetes nuevos de banco, ocreí oírlo. Después un silencio. Y de nuevo la vozdel comisario: «Sí, sí. Esta gente joven, que sacatan rápido el puñal. Yo no soy más que unfuncionario. Pero lo entiendo bien. Que el joven nose vuelva a dejar ver en esta ciudad. Pero la ordende detención la tengo que transmitir a Persia.»

Los pasos se alejaron. De nuevo un profundosilencio. La escritura ornamental de la alfombraparecía un laberinto. Seguí las líneas de las letrascon los ojos y me perdí en una n bellamentearqueada.

Unos rostros se inclinaron hacia mí. Loslabios murmuraban cosas incomprensibles. Mástarde estaba sentado en la cama, incorporado yvendado, enfrente Ilias Beg y Mehmed Haidar.Ambos sonrientes, ambos en uniforme de campaña.«Venimos a despedirnos. Nos han trasladado alfrente.»

«¿Cómo es eso?»

Ilias tira de la cartuchera. «Llevé a Nino acasa. No dijo nada en ningún momento. Despuéscabalgué hacia el cuartel. Esa tarde se supo todo.Mélikov, el comandante del regimiento, se encerróa emborracharse. No quiso volver a ver el caballo.Por la noche lo mandó sacrificar. Después pidióque lo trasladaran al frente. Mi padre haconseguido sortear lo del consejo de guerra. Peronos han trasladado al frente. En primerísimalínea.»

«Perdonadme. Os llevo sobre miconciencia.»

Los dos protestaron enérgicamente: «No, eresun héroe, actuaste como un hombre. Nos sentimosmuy orgullosos».

«¿Habéis visto a Nino?»Los dos ponen una expresión rígida.«No, a Nino no la hemos visto.»Sonaban muy fríos.Nos dimos un abrazo. «Por nosotros no te

preocupes. Ya nos las arreglaremos en el frente.»Una sonrisa, un saludo. La puerta se cerró.Me quedé tumbado entre los almohadones,

los ojos fijos en el dibujo rojo de la alfombra.Pobres amigos míos. Es por mi culpa. Me hundí enun extraño delirio. Todo lo que me rodeaba habíadesaparecido. El rostro de Nino flotaba en laniebla, a ratos sonriente, a ratos serio. Manosextrañas me tocaban. Alguien dijo en persa:

«Debería tomar hachís. Es muy bueno para laconciencia.»

Me pusieron el ámbar en la boca, y a travésde los jirones del delirio llegaban palabras a misoídos:

«Respetado kan, estoy muy afligido. Quéterrible desgracia. Soy partidario de que mi hijaviaje hasta donde se encuentre su hijo. Debencasarse inmediatamente.»

«Mi príncipe, Alí Kan no puede casarse. Eskanli, está expuesto a la venganza de sangre de losNajararyán. Lo he enviado a Persia. Su vida estáamenazada a cada momento. No es el hombreadecuado para su hija.»

«Safar Kan, se lo suplico. Protegeremos anuestros hijos. Tienen que marcharse de aquí. A laIndia, o a España. Mi hija ha sido deshonrada.

Solo el matrimonio la puede salvar.»«Eso no es culpa de Alí Kan, mi príncipe.

Además, estoy seguro de que conocerá pronto aalgún ruso, o incluso un armenio.»

«Se lo pido por favor. Una inocente excursiónnocturna. Tan comprensible con este calor. Su hijoactuó precipitadamente. Una sospechacompletamente infundada. Tiene que repararlo.»

«Será como sea, príncipe, pero Alí Kan eskanli, y no se puede casar.»

«Yo tampoco soy más que un padre, SafarKan.»

Las voces se acallaron. Reinaba un silencioabsoluto. Los granos de hachís son redondos yparecen hormigas.

Por fin me retiraron el vendaje. Toqué lacicatriz: el primer monumento en mi cuerpo.Después me levanté. A pasos tanteantes crucé laestancia. Los criados me miraban con miedo yrecelo. Se abrió la puerta y entró mi padre. Elcorazón me latía con fuerza. Los criadosdesaparecieron.

Mi padre estuvo un rato sin decir nada.

Anduvo por la habitación arriba y abajo. Despuésse quedó quieto. «La policía viene todos los días,y no son los únicos. Todos los Najararyán te andanbuscando. Cuatro de ellos ya han salido paraPersia. He tenido que poner veinte hombres avigilar la casa. También los Mélikov te handeclarado la venganza de sangre, por cierto. Por elcaballo. Tus amigos se han tenido que ir al frente.»

Yo no decía nada, miraba al suelo. Mi padreapoyó la mano en mi hombro. Su voz sonó suave:«Estoy orgulloso de ti, Alí Kan, muy orgulloso. Yohubiera hecho lo mismo».

«¿Estás satisfecho, padre?»«Casi completamente. Solo hay una cosa.»

Me dio un abrazo y me miró profundamente a losojos: «Dime, ¿por qué le perdonaste la vida a lamujer?».

«No lo sé, padre. Estaba cansado.»«Hubiera sido lo mejor, hijo mío. Ahora ya es

tarde. Pero no quiero reprocharte nada. Estamostodos muy orgullosos de ti, toda la familia.»

«¿Qué va a pasar ahora, padre?»Anduvo por la habitación y suspiró,

preocupado. «Sí, aquí no te puedes quedar.Tampoco puedes ir a Persia. Te busca la policía, ydos poderosas familias. Lo mejor es que viajes aDaguestán. En un aul nadie te encontrará. Ningúnarmenio se atreve a ir hasta allí, ni ningúnpolicía.»

«¿Por cuánto tiempo, padre?»«Mucho tiempo. Hasta que la policía haya

olvidado el incidente. Hasta que las familiasenemigas se hayan reconciliado con nosotros. Yoiré a visitarte.»

Salí de noche en dirección a Majachkalá, y deallí a las montañas. Por senderos estrechos, alomos de caballitos de largas crines. Hacia ellejano aul al borde del terrible barranco.

Allí estaba ahora, a salvo bajo la protecciónde la hospitalidad de Daguestán. «Kanli», decía lagente, y me miraban comprensivos. Manos suavesañadían hachís al tabaco. Fumaba mucho. Nohablaba, atormentado por las visiones. Me cuidabaun amigo de mi padre, Kasi Mulá, que extendiósobre mí la sombra de su hospitalidad. Hablabamucho, y las astillas de sus palabras rasgaban las

visiones febriles del camino bañado por la luz deluna.

«No sueñes, Alí Kan, no pienses, Alí Kan.Escúchame. ¿Conoces la historia de Andalal?»

«Andalal», dije sin fuerzas.«¿Sabes qué es Andalal? Hace seiscientos

años era un pueblo muy bonito. Allí gobernaba unbuen príncipe, listo y valiente. El pueblo no podíasoportar tanta virtud. Por eso fue a ver al príncipey le dijo: “Estamos hartos de ti, márchate”. Elpríncipe lloró, se subió al caballo, se despidió delos suyos y se marchó lejos, a Persia. Allí seconvirtió en un hombre importante. El sahescuchaba sus consejos. Sometió a países yciudades, pero en su alma guardaba rencor contraAndalal. Por eso dijo: “En los valles de Andalalhay gran cantidad de oro y piedras preciosas.Conquistaremos esas tierras”. El sah se dirigió alas montañas con un enorme ejército. Pero elpueblo de Andalal dijo: “Sois muchos, pero estáispor debajo. Nosotros somos menos, pero estamosmás arriba. Y arriba de todo está Alá, que aunqueestá solo es más poderoso que cualquiera de

nosotros”. Y el pueblo se puso a luchar. Loshombres, las mujeres y los niños. A la cabezaluchaban los hijos del príncipe, que se habíanquedado en el pueblo. Vencieron a los persas. Elprimero en huir fue el sah, y el último el traidorque lo llevó hasta Andalal. Pasaron diez años. Elpríncipe se hacía viejo y empezó a echar de menossu tierra. Dejó su palacio en Teherán y cabalgóhacia allí. Sus habitantes reconocieron al traidorque llevó hasta el pueblo a los ejércitosextranjeros. Le escupían y le cerraban las puertas.Todo el día estuvo el príncipe cabalgando por elpueblo, y no encontró ningún amigo. Entonces fue aver al cadí y le dijo: “He venido a mi tierra apagar mi culpa. Haz conmigo lo que mande la ley”.“Atadlo”, dijo el cadí y anunció:

»“De acuerdo con la ley, este hombre debeser enterrado vivo”, y el pueblo clamó: “Así sea”.Pero el cadí era un hombre justo. “¿Qué puedesalegar en tu defensa?”, le preguntó, y el príncipedijo: “Nada. Soy culpable. Es bueno que aquí sesigan respetando las leyes de nuestrosantepasados. Pero entonces también valen las

leyes que así rezan: Quien lucha contra su padredebe morir. Exijo mi derecho. Mis hijos lucharoncontra mí. Que los decapiten junto a mi tumba”.“Así sea”, dijo el cadí y lloró, junto con el pueblo:pues los hijos del príncipe eran queridos yestimados. Pero había que cumplir la ley. Altraidor lo enterraron vivo, y a sus hijos, losmejores guerreros de la región, los decapitaronsobre su tumba.»

«Vaya historia más sosa», refunfuñé, «¿no tesabes otra? Tu héroe es el último de estas tierraspero lleva muerto seiscientos años, y además eraun traidor.»

Kasi Mulá resopló, ofendido: «¿No conocesal imán Shamil?».

«Lo sé todo sobre el imán Shamil.»«En tiempos de Shamil el pueblo era feliz.

Hará de esto cincuenta años. El pueblo era feliz, yno había vino, no había tabaco. A los ladrones lescortaban la mano derecha, pero casi no habíaladrones. Hasta que llegaron los rusos. Entonces elprofeta se apareció ante el imán Shamil. El profetadeclaró el gasavat, la guerra santa, y Shamil la

dirigió. Todos los pueblos de las montañas eranaliados de Shamil por terribles juramentos.También el pueblo checheno. Pero los rusos eranfuertes. Amenazaron a los chechenos, quemaronsus pueblos y destruyeron sus campos. Entonceslos sabios de este pueblo fueron a Dargo, dondevivía el imán, para suplicarle que los liberara desu juramento. Al verle no se atrevieron a hablar.Fueron a ver a la hanum, la madre del imán. Lahanum tenía buen corazón. Lloró por elsufrimiento de los chechenos. “Diré al imán que oslibere de vuestro juramento.” La hanum ejercíamucha influencia. El imán era un buen hijo. Unavez dijo: “Maldito sea quien traiga preocupación asu madre”. Cuando la hanum habló con él, dijo:“El Corán prohíbe la traición. El Corán prohíbecontradecir a una madre. Mi sabiduría ya noalcanza. Rezaré y ayunaré durante tres días paraque Alá aclare mis pensamientos”. El imán estuvoayunando tres días y tres noches. Entonces sedirigió al pueblo y dijo: “Alá me anuncia estemandato: que el primero que me hable de traiciónsea condenado a cien bastonazos. La primera que

me habló de traición fue la hanum, mi madre. Lacondeno a cien bastonazos”. Trajeron a la hanum.Los guerreros le quitaron los velos, los arrojaronsobre los escalones de la mezquita y alzaron losbastones. La madre del imán recibió un únicogolpe. Entonces el imán se puso de rodillas, lloróy dijo: “Férreas son las leyes del todopoderoso.Nadie puede anularlas. Yo tampoco. Pero una cosapermite el Corán. Los hijos pueden tomar sobre síel castigo de los padres, así que yo acepto el restodel castigo”. El imán se desnudó, se tumbó sobrelos escalones de la mezquita ante todo el pueblo ydijo: “Golpeadme, y tan cierto como que soy imán,os haré decapitar si noto que no golpeáis con todasvuestras fuerzas”. Noventa y nueve golpes recibióel imán. Allí estaba, bañado en sangre. Su piel sedesgarraba en jirones, y el pueblo lo miraba llenode espanto. Nadie osó volver a hablarle detraición. Así se gobernaban las montañas, hacecincuenta años. Y el pueblo era feliz.»

Yo no dije nada. El águila había desaparecidodel cielo. Estaba anocheciendo. Surgió el mulá enel alminar de la pequeña mezquita. Kasi Mulá

extendió la alfombra de oración. Rezamos mirandohacia La Meca. Las oraciones árabes sonabancomo viejas canciones de guerra.

«Ahora vete, Kasi Mulá. Eres un buen amigo.Quiero dormir.»

Me miró con desconfianza. Con un suspiro,mezcló los granos de hachís. Después se marchó yoí que le decía al vecino: «\Kanli muy enfermo!».

Y el vecino contestó: «En Daguestán nadiesigue enfermo mucho tiempo».

Yo estaba tumbado al borde del patio,mirando hacia el abismo.

«Najararyán, ¿qué tal tus lingotes de oro enSuecia?»

Cerré los ojos.¿Por qué callaba Nino? ¿Por qué callaba?

19

Por el pueblo pasaban mujeres y niños en fila

india. Tenían rostros cansados y distendidos.Venían de muy lejos. En la mano llevaban sacospequeños. Los sacos iban llenos de tierra yestiércol. Apretaban la tierra contra el pecho comosi fuera un valioso tesoro. Habían ido a buscarla avalles lejanos y habían dado a cambio ovejas,monedas de plata y telas. Querían cubrir las durasrocas de su patria con la valiosa tierra y que delsuelo miserable crecieran cereales para alimentaral pueblo.

Los campos colgaban torcidos sobre elabismo. Las gentes bajaban resbalando hasta lospequeños terrenos asidos a una cadena. Manosconcienzudas esparcían la tierra con cuidado sobreel suelo rocoso. Construían toscos muretes sobrelos futuros campos para proteger del viento y delos aludes su fina capa de tierra fértil. De estemodo surgían campos de cultivo entre las

desgastadas rocas afiladas de Daguestán. Trespasos de ancho por cuatro de largo. La máspreciada posesión de este pueblo de las montañas.Muy de mañana los hombres salían al campo. Loscampesinos rezaban mucho rato antes de inclinarsesobre esta tierra buena. Cuando hacía muchoviento, las mujeres traían mantas y las extendíansobre la valiosa tierra. Acariciaban las semillascon sus finas manos morenas y cortaban losescasos tallos con pequeñas hoces. Abrían lassemillas y hacían panes planos y alargados. En laprimera hogaza escondían una moneda, elagradecimiento del pueblo por la maravilla de lacosecha.

Iba paseando a lo largo del múrete delpequeño campo de cultivo. Allí arriba, entre lasrocas, iban las ovejas dando traspiés. Llegaba enun carro de dos ruedas un campesino con anchosombrero de fieltro blanco. Las ruedas del carrochirriaban como los gritos de un recién nacido. Elruido estridente se oía desde muy lejos.

«Hermanito», le dije, «voy a escribir a Bakúpara que te manden aceite. Deberías engrasar los

ejes de tu carro.»El campesino sonrió: «Soy un hombre

sencillo, y no me escondo. Todos pueden oír quemi carro se acerca. Por eso nunca engraso los ejes.Eso lo hacen solo los abreks».

«¿Los abreks?»«Sí, los abreks, los proscritos.»«¿Sigue habiendo muchos abreks?»«Bastantes. Son ladrones y asesinos. Algunos

asesinan por el bien del pueblo. Otros, por propiointerés. Pero todos tienen que prestar un terriblejuramento.»

«¿Qué juramento?»El campesino detuvo el carro y se bajó. Se

apoyó en el muro de su campo. Sacó un queso deoveja salado y lo partió en pedazos con sus largosdedos. Me dio un trozo. Entre la espesa masa dequeso había pelos oscuros de oveja. Comí.

«El juramento de los abreks. ¿No lo conoces?A medianoche, el abrek se introduce en lamezquita y dice: “Juro por el lugar sagrado quevenero que a partir de hoy seré un paria.Derramaré sangre humana y no tendré lástima de

nadie. Perseguiré a los hombres. Juro que lesrobaré todo lo que aprecien en su corazón, suconciencia o su honor. Apuñalaré al recién nacidoen brazos de su madre, prenderé fuego a la últimacabaña del mendigo y traeré el pesar a todos lossitios donde hasta ahora reina la alegría. Si nocumplo este juramento, si el amor o la compasiónasaltan mi corazón, entonces que no vea nunca latumba de mi padre, que el agua nunca me calme lased ni el pan el hambre, que mi cadáver quedetirado en el camino y que un perro hambrientosacie su hambre con él”».

La voz del campesino sonaba seria ysolemne. Su rostro miraba al sol. Tenía los ojosverdes y profundos.

«Sí», dijo, «así es el juramento del abrek.»«¿Y quiénes prestan tales juramentos?»«Los hombres que han sufrido muchas

injusticias.»No dijo nada más. Me fui a casa. Las cabañas

cuadradas del aul parecían juegos de dados. El solabrasaba. ¿Era yo un abrek, un proscrito,desterrado a las montañas salvajes? ¿Debía

prestar yo también este cruel juramento, como losladrones de las montañas de Daguestán? Entré enel pueblo. Las palabras del sombrío juramentoresonaban en mis oídos como una tentación.Delante de mi cabaña vi tres caballos ensillados alos que no reconocí. Uno tenía arreos de plata. Enla terraza de casa había un joven gordo dedieciséis años con puñal dorado al cinto. Me hizoun saludo y sonrió. Era Arslán Aga, un chico delcolegio. Su padre tenía mucho petróleo, y él malasalud. Por eso iba a menudo a los baños deKislovodsk. Yo apenas lo conocía, porque eramucho más joven que yo. Aquí, en la soledad delpueblo de montaña, lo abracé como si fuera unhermano. Se sonrojó de orgullo y dijo: «Pasabapor este pueblo con mis criados y decidívisitarle».

Le di una palmadita en el hombro.«Será usted mi huésped, Arslán Aga. Hoy

haremos una celebración en honor de nuestratierra.»

Entonces di una voz hacia la cabaña: «KasiMulá, prepara una fiesta. Ha llegado un invitado

de Bakú».Media hora después tenía a Arslán Aga

sentado enfrente comiendo cordero asado y dulcesy derritiéndose de gozo.

«Estoy muy contento de verle, Alí Kan. Viveusted como un héroe, en un pueblecito perdido,ocultándose de sus enemigos de sangre. No sepreocupe: no revelaré a nadie su escondite.»

No estaba preocupado. Era evidente que todoBakú sabía dónde me encontraba.

«¿Cómo supo usted que yo estaba aquí?»«Me lo dijo Said Mustafá. Le mencioné que

su pueblo me cogía de camino y me pidió que lesaludara.»

«¿Hacia dónde se dirige, Arslán Aga?»«A Kislovodsk, a los baños. Me acompañan

dos criados.»«Claro.» Sonreí. Parecía inofensivo.«Dígame, Arslán Aga, ¿cómo es que no ha

ido directamente en tren?»«Dios mío, quería respirar un poco de aire de

las montañas. Me bajé en Majachkalá y tomé elcamino más recto hacia Kislovodsk.»

Se llenó la boca de dulces y masticósatisfecho.

«Pero si el camino más recto está a tres díasde viaje de aquí.»

Arslán Aga fingió sorpresa: «¿De veras?Entonces me informaron mal. Pero me alegro,porque así al menos he pasado por aquí de visita».

Estaba claro que este sinvergüenza habíahecho un rodeo solo para poder contar a la vueltaque me había visto. Debía de ser yo bastantefamoso en Bakú.

Le serví vino y lo bebió a grandes sorbos.Entonces se confió. «¿Ha matado a alguien másdesde entonces, Alí Kan? Se lo pido por favor,cuéntemelo, le prometo que no se lo contaré anadie.»

«Sí, a otro par de docenas de hombres.»«¡Qué me dice!»Estaba fascinado: bebió más. Le serví otra

copa.«¿Se va a casar con Nino? En la ciudad

corren las apuestas. Dice la gente que usted aún laquiere.»

Sonrió satisfecho y siguió bebiendo: «¿Sabeusted?, a todos nos sorprendió muchísimo. Durantedías no se habló de otra cosa».

«Bien, bien. ¿Qué hay de nuevo en Bakú,Arslán Aga?»

«Ah, en Bakú. Nada. Han fundado otroperiódico. Los obreros se declararon en huelga. Enla escuela dicen los profesores que siempre fueusted muy irascible. Dígame: ¿cómo lodescubrió?»

«Querido Arslán, mi buen amigo, ha hecho yademasiadas preguntas. Ahora me toca a mí. ¿Havisto a Nino? ¿O a algún Najararyán? ¿Qué tal losKipiani?»

Al pobre se le atragantó el dulce: «Ah, yo nosé, no sé nada. Yo no he visto a nadie. Salgopoquísimo».

«¿Y por qué, amigo mío? ¿Ha estado ustedenfermo?»

«Sí, eso es, he estado enfermo. Muy enfermo,incluso. He tenido difteria. Imagínese: me teníanque hacer cinco enemas al día.»

«¿Para la difteria?»

«Sí.»«Beba usted, Arslán Aga. Es muy sano.»Bebió. Entonces me acerqué a él y le

pregunté: «Querido amigo, ¿cuándo fue la últimavez que dijo usted la verdad?».

Me miró con sus ojos ingenuos y dijo confranqueza: «En el colegio, cuando aún recordabacuánto es tres por tres».

Estaba ya muy borracho, el pobre chico. Leinterrogué. El vino era muy dulce y Arslán Aga eraaún muy joven. Admitió que había venido por puracuriosidad, admitió que no había tenido difteria deninguna clase y que se sabía al dedillo todas lashabladurías de Bakú.

«Los Najararyán te van a matar», parloteó,«pero quieren esperar una ocasión favorable. Notienen prisa. He visitado algunas veces a losKipiani. Nino estuvo mucho tiempo enferma.Después se la llevaron a Tiflis. Ahora ya está devuelta. La vi en el baile de la asociaciónmunicipal. ¿Sabes qué?, se pasó la noche bebiendovino. Y solo bailó con rusos. Sus padres planeanmandarla a Moscú, pero ella no quiere. Sale todos

los días, y los rusos están todos enamorados deella. A Ilias Beg le otorgaron una condecoración ya Mehmed Haidar lo han herido. Hubo un incendioen la villa de Najararyán, y he oído decir que loprendieron tus amigos. Sí, una cosa más. Nino seha comprado un perro, y lo maltrata todo el día sinpiedad. Nadie sabe qué nombre le ha puesto alperro: unos dicen que Alí Kan, otros queNajararyán. Yo creo que se llama Said Mustafá.También he visto a tu padre. Me dijo que me daráuna paliza como siga chismorreando tanto. LosKipiani se han comprado una casa en Tiflis. A lomejor se trasladan allí para siempre.»

Lo miré conmovido: «Arslán Aga, ¿qué va aser de ti?».

Me miró, borracho, y respondió: «Seré rey.»«¿Cómo?»«Quiero ser rey de un país bonito con mucha

caballería.»«¿Y si no?»«Morir.»«¿Cuándo?»«Al conquistar mi reino.»

Me reí y él se ofendió mucho. «Los muycanallas me encerraron tres días castigado.»

«¿En el colegio?»«Sí, y adivina por qué: porque volví a

escribir para el periódico. Sobre el maltrato de losniños en las escuelas de secundaria. Dios mío,menudo escándalo.»

«Pero Arslán, los hombres decentes noescriben para los periódicos.»

«Sí que lo hacen, y cuando vuelva, escribirésobre ti. Sin mencionar tu nombre, porque soydiscreto y eres mi amigo. Algo así: “Huir deenemigos de sangre, lamentable costumbre denuestro pueblo”».

Acabó de beberse la botella, se dejó caersobre la estera y se quedó dormido de inmediato.Vino su criado y me miró con censura, comodiciendo: «Debería darle vergüenza, Alí Kan,emborrachar así al pobre niño».

Salí de la casa. Menuda rata pequeña ydegenerada que era este Arslán Aga. Seguro que lamitad eran mentiras. ¿Por qué iba Nino a pegar aun perro? ¡Sabe el cielo cómo llamará al chucho!

Bajé la calle del pueblo y me senté al bordedel campo. Las rocas estaban amontonadas comolas sombras de la luna y me miraban fijamente,furiosas. ¿Se acordarían del pasado o de lossueños? Las estrellas del oscuro cielo parecían lasluces de Bakú. Miles de haces de luz llegabandesde el infinito para encontrarse en mis pupilas.Estuve sentado así una hora o más, guiñando alcielo.

«De modo que baila con rusos», pensé, y depronto deseé volver a la ciudad para poder zanjarel horror de la tragedia nocturna. Una lagartijapasó a mi lado con un ruido seco. La cogí. Sucorazón, muerto de miedo, latía en mi mano. Leacaricié la fría piel. Miraba fijamente, con miedoo con sabiduría. La acerqué a mi rostro. Era comouna piedra viviente: antiquísima, desgastada por elviento, la piel marchita.

«Nino», le dije, y me acordé del perro;«Nino, ¿quieres que te pegue yo también? Pero¿cómo se pega a una lagartija?»

De pronto la criatura abrió la boca. Sacó unapequeña lengua puntiaguda que desapareció de

inmediato. Me reí. Era una lengua ágil yenternecedora. Abrí la mano y la lagartijadesapareció entre oscuras rocas.

Me levanté y me di la vuelta. Arslán seguíadurmiendo en el suelo. Su cabeza descansaba enlas rodillas del criado inquieto.

Subí a la azotea y estuve fumando hachíshasta la hora de la oración.

20

Yo mismo no sé cómo ocurrió. Un día me

levanté y allí estaba Nino:«Alí Kan, estás hecho un dormilón» dijo, y se

sentó al borde de mi estera; «además roncas, y esono está bien.»

Me levanté: no estaba sorprendido enabsoluto.

«Ronco por el hachís», le dije con vozsombría.

Nino asintió. «Pues deja de fumar hachís.»«¿Por qué maltratas al perro, desgraciada?»«¿Al perro? ¡Ah, sí! Lo agarro del rabo con

la mano izquierda y le doy en el lomo con laderecha hasta que aúlla.»

«¿Y qué nombre le has puesto?»«Se llama Kilimanjaro», dijo Nino con

dulzura.Me froté los ojos y de repente volví a verlo

todo claramente ante mí: Najararyán, el caballo de

Karabaj, el camino bañado por la luna y Nino enla silla de montar de Said.

«Nino», grité, levantándome de un salto, «¿dedónde sales?»

«Arslán Aga va contando por la ciudad queme quieres asesinar. He venido corriendo.»

Acercó la cara hacia mí. Tenía los ojos llenosde lágrimas.

«Te he echado tanto de menos, Alí Kan.»Mi mano se hundió en el cabello de Nino. La

besé; sus labios se abrieron. Me embriagaba elhúmedo calor de su boca. La tumbé sobre la esteray arranqué de un golpe el velo de colores que laenvolvía. Su piel era suave y perfumada. Laacaricié con ternura. Respiraba con fuerza. Memiró a los ojos, sus pequeños pechos temblandoentre mis manos. La cogí, y de pronto gimió en mifirme abrazo. Las costillas se dibujaban bajo supiel, suaves y finas. Apoyé la cara en su pecho.

«Nino», dije, y como si esa palabra encerrarauna incomprensible fuerza misteriosa, de repentedesapareció todo lo visible y lo presente. Soloquedaron dos grandes y húmedos ojos georgianos,

que lo reflejaban todo: el miedo, la alegría, lacuriosidad y un dolor súbito y cortante.

No lloró. Pero de pronto agarró la manta y seacurrucó bajo las plumas calientes. Escondió surostro en mi pecho, y cada movimiento de sudelgado cuerpo era como la llamada de la tierrasedienta del favor de la lluvia. Aparté la mantacon cuidado. El tiempo se detuvo…

Seguíamos callados: agotados y felices. Depronto dijo Nino: «Ya puedo volver a casa, puesveo que no me asesinas».

«¿Has venido sola?»«No, me ha traído Said Mustafá. Me dijo que

me traería y que me mataría si te decepcionaba.Está sentado ahí fuera y lleva revólver. Si te hedecepcionado, llámalo.»

No lo llamé. La besé. «¿Has venido solo paraeso?»

«No», dijo con franqueza.«Cuéntame, Nino.»«¿El qué?»«¿Por qué no decías nada aquel día, en la

silla de montar de Said?»

«Por orgullo.»«¿Y por qué estás aquí ahora?»«También por orgullo.»Le cogí la mano para jugar con sus dedos

rosados: «¿Y Najararyán?».«Najararyán», dijo, arrastrando la palabra,

«no creas que me raptó contra mi voluntad. Yosabía lo que hacía y creí que era lo correcto. Perome equivocaba. Era yo la culpable, yo merecía lamuerte. Por eso no dije nada, y por eso he venidohasta aquí. Así que ya lo sabes todo.»

La besé en la cálida palma de la mano. Decíala verdad, a pesar de que el otro estaba muerto yde que la verdad le suponía un riesgo.

Se levantó, miró a su alrededor y dijo convoz lúgubre: «Ahora me marcho a casa. No hacefalta que te cases conmigo. Me iré a Moscú».

Me acerqué a la puerta y abrí una rendija. Elde la cara picada de viruelas estaba sentadoafuera, con las piernas cruzadas y un revólver enla mano. Llevaba el fajín verde atado con fuerzaalrededor de la cintura.

«Said», le dije, «llama a un mulá y a otros

dos testigos. Me caso dentro de una hora.»«No voy a llamar a ningún mulá», dijo Said,

«solo buscaré dos testigos. Yo mismo celebraré elmatrimonio. Estoy facultado para ello.»

Cerré la puerta. Nino estaba sentada en lacama, le caía el cabello negro sobre los hombros.Se rio: «Alí Kan, piensa bien lo que haces.Casarte con una muchacha deshonrada».

Me tumbé a su lado, y nuestros cuerpos seestrecharon con fuerza el uno contra el otro.

«¿De veras quieres casarte conmigo?»«Si tú me tomas… yo soy kanli. Tengo

enemigos que me buscan.»«Lo sé. Pero hasta aquí no vendrán. Nos

quedaremos aquí.»«Nino, ¿quieres quedarte aquí? ¿En este

poblacho de montaña, sin casa, sin criados?»«Sí», contestó, «quiero quedarme aquí,

porque tú tienes que quedarte. Llevaré la casa,haré el pan y seré una buena esposa.»

«¿No te aburrirás?»«No», dijo simplemente, «pues dormiremos

bajo una misma manta.»

Llamaron a la puerta. Yo me vestí y Nino sepuso mi camisa de dormir. Entró Said Mustafá conun turbante verde recién enrollado. Venían tras éldos testigos. Se sentó en el suelo. Sacó delcinturón un recipiente de latón con plumas ytintero. «Solo para gloria de Dios», ponía en elrecipiente. Desdobló un pliego de papel y loapoyó sobre la palma de la mano izquierda. Metióen la tinta una pluma de bambú. Con esbeltacaligrafía escribió: «En el nombre de Dios, quetodo lo perdona».

Entonces se volvió hacia mí: «¿'Cómo sellama, señor?». «Alí Kan, hijo de Safar Kan, de lafamilia Shirvanshir.»

«¿Religión?»«Musulmana, de doctrina chií, de la escuela

del imán Yafar.»«¿Qué es lo que desea?»«Declarar mi voluntad de tomar a esta mujer

por esposa.»«¿Cómo se llama usted, señora?»«Princesa Nino Kipiani.»«¿Religión?»

«Ortodoxa griega.»«¿Qué es lo que desea?»«Ser la esposa de este hombre.»«¿Tiene intención de conservar su religión o

adoptar la de su marido?»Nino estuvo dudando un rato, luego alzó la

cabeza y dijo con orgullo y decisión: «Tengointención de conservar mi religión».

Said lo escribió. El pliego le resbalaba por lapalma de la mano cubriéndose de los bellos arcosde la escritura árabe. El contrato de matrimonioestaba listo.

«Tenéis que firmar», dijo Said.Escribí mi nombre.«¿Qué nombre pongo?», preguntó Nino.«El nuevo.»Escribió con mano firme: «Nino Hanum

Shirvanshir».Después venían los testigos: Said Mustafá

sacó un sello con su nombre y lo apretó contra elpapel. Allí ponía, en el más bello estilo cúfico,«Hafiz Said Mustafá Meshjedí, esclavo del Señordel universo». Me entregó el documento.

Después me abrazó y me dijo en persa: «Nosoy hombre bueno, Alí Kan. Pero Arslán Aga mecontó que sin Nino te estabas echando a perder enlas montañas, y que te dabas a la bebida. Eso especado. Nino me pidió que la trajera. Si lo que mecontó es cierto, entonces ámala. Si no fuera cierto,mañana la matamos.»

«Ya no es cierto, Said Mustafá, pero aun asíno la vamos a matar.»

Puso cara de no entender, miró cómo estabala habitación y se rio.

Una hora después, la pipa de hachís se hundiósolemnemente en el abismo.

Y esa fue toda la boda. Inesperadamente, la vida empezó a ser bella

de nuevo. Incluso muy bella. El pueblecito mesonreía cuando iba por la calle, y yo tambiénsonreía, pues era feliz. Por las mañanas miraba aNino correr descalza hacia el arroyo con uncántaro de barro vacío. Al volver ponía

cuidadosamente el talón desnudo en las angulosasrocas. Llevaba el cántaro de agua sobre el hombroizquierdo. Su delgada mano lo agarrabafirmemente. Solo tropezó una vez, muy alprincipio, y se le cayó el cántaro. Lloróamargamente por esta deshonra. Las vecinas laconsolaron. Todos los días, Nino iba a por aguacomo todas las mujeres del pueblo. Las mujeressubían la montaña en fila india, y desde lejos yoveía las piernas desnudas de Nino y su seriamirada fija hacia delante. A mí no me miraba, y yotambién apartaba la vista. Entendió enseguida laley de la montaña: jamás, en cualquiercircunstancia, mostrar el amor ante los demás.Entraba en la oscura cabaña, cerraba la puerta ydejaba el cántaro en el suelo. Me acercaba el agua.Acercaba pan, queso y miel desde el rincón.Comíamos con las manos, como todos en el aul,nos sentábamos en el suelo, y Nino prontodominaba el difícil arte de sentarse de piernascruzadas. Después de comer, Nino se chupaba losdedos mostrando sus relucientes dientes blancos.«Según la costumbre local», decía, «ahora debería

lavarte los pies. Pero como estamos solos y he idoyo al arroyo, me vas a lavar tú los pies a mí.»

Metía en el agua los graciosos juguetitos queella llamaba pies, chapoteaba y me salpicaba lacara. Después subíamos a la azotea. Yo me sentabaen un almohadón, y Nino en mis pies. A vecestarareaba una canción, a veces no decía nada y memiraba con su cara de madona. Me sentía muybien, tan bien como nunca antes. Hubiera queridopasar el resto de mi vida en este patio. Solo conNino, que tenía esos pies tan pequeños y llevababombachos rojos de Daguestán. Nada en elladelataba que estaba acostumbrada a vivir, a pensary a actuar de manera diferente a la de todas lasdemás mujeres del aul.

Nadie en el pueblo tenía criados, y ellatambién se negó a tomarlos. Preparaba la comida,charlaba con las vecinas y me contaba loschismorreos del pueblo. Yo montaba a caballo, ibade caza, le traía la presa y comía los extrañosplatos que creaba su fantasía y que su gustorechazaba inmediatamente.

Una vez viajé hasta Junzaj. Volví cargado de

inventos de la civilización: una lámpara depetróleo, un laúd, un gramófono y un pañuelo deseda… Al ver el gramófono se le iluminaron losojos. Por desgracia, en toda Junzaj solo pudeencontrar dos discos: un baile de las montañas yun aria de Aída. Los escuchábamos por turno, hastaque se acababan confundiendo. Por la noche ellase acurrucaba bajo la manta como un animalito.«¿Eres feliz, Alí Kan?»

«Mucho. ¿Y tú? ¿No quieres ir a Bakú?»«No», dijo seriamente, «quiero demostrar que

soy capaz de hacer lo mismo que hacen en Asiatodas las mujeres: servir a mi marido.»

Desde Bakú nos llegaban pocas noticias. Lospadres de Nino nos suplicaban que nos fuéramos aun país mejor o amenazaban con renegar denosotros. El padre de Nino vino una vez. Se pusofurioso cuando vio la cabaña donde vivía su hija.

«Por el amor de Dios, marchaos de aquíahora mismo. Nino se va a poner mala en esteerial.»

«No he estado nunca tan sana como ahora,padre», dijo Nino, «y no podemos marcharnos. Yo

no quiero ser viuda tan pronto.»«Pero hay países extranjeros neutrales

adonde no llega ningún Najararyán. España, porejemplo.»

«Pero, padre, ¿ahora cómo se iría a España?»«Por Suecia.»«No pienso pasar por Suecia», dijo Nino

enfurecida.El príncipe se marchó y mandaba todos los

meses ropa, pasteles y libros. Nino se quedaba conlos libros y regalaba lo demás. También vino avernos mi padre. Nino lo recibió con su tímidasonrisa. Así sonreía en el colegio ante unaecuación con demasiadas incógnitas. La ecuaciónse resolvió rápidamente:

«¿Haces tú la comida?»«Sí.»«¿Vas a por agua?»«Sí.»«Estoy cansado del viaje, ¿puedes lavarme

los pies?»Fue a buscar la olla y le lavó los pies.«Gracias», dijo él y se llevó la mano al

bolsillo. Sacó un largo collar de perlas rosadas yse lo abrochó a Nino alrededor del cuello.Después comió y declaró: «Tienes una buenaesposa, Alí Kan, pero mala cocinera. Te mandaréun cocinero de Bakú».

«No, por favor», pidió Nino, «quiero servir ami marido.» El se rio y le mandó de la ciudad unospendientes con grandes brillantes.

Nuestro pueblo era tranquilo. En una solaocasión vino corriendo Kasi Mulá con una noticia:habían capturado a un extraño al borde del pueblo.Sin duda, armenio. Iba armado. El pueblo enterosalió a la calle. Yo era un huésped del aul, y mimuerte hubiera significado una eterna vergüenzasobre el honor de cada uno de los campesinos.Salí a ver al hombre. Era armenio, pero lo quenadie sabía es si era un Najararyán. Vinieron lossabios del pueblo, deliberaron y tomaron unadecisión: apalear al hombre y echarlo del aul. Siera un Najararyán, avisaría a los otros. Si no loera, entonces Dios sabría ver las buenasintenciones de los campesinos y los perdonaría.

Por la noche, cuando apagaba la lámpara de

petróleo, Nino se tumbaba a mi lado y miraba a laoscuridad. Reflexionaba largo rato sobre si erarealmente necesario echarle tanto ajo al corderoasado, o si el poeta Rustaveli habría tenidorelaciones con la reina Tamara. ¿Qué deberíahacer si de repente le dolía una muela estando enel pueblo? ¿Y por qué la vecina habría pegado a sumarido con la escoba con tanta fuerza?

«La vida esconde tantos secretos», decía conpena, y se quedaba dormida. Una noche se levantó,se chocó con mi codo y gruñó muy orgullosa ypresumida: «Yo soy Nino», se volvió a dormir y lecubrí los estrechos hombros con la manta.

Nino, pensé, en verdad merecías algo mejorque vivir en un pueblecito de Daguestán.

En algún lugar, en otro planeta, la guerracausaba estragos. No sabíamos nada de eso. Lasmontañas estaban llenas de cuentos de los tiemposde Shamil. Los partes de guerra no llegaban. Aveces, los amigos nos mandaban periódicos. Yo noleía nunca ni una línea.

«¿Recuerdas que estamos en guerra?», mepreguntó Nino una vez.

«Es verdad, Nino, casi lo había olvidado.»No, no podía haber una vida mejor, aunque

fuera solo un juego entre el pasado y el futuro. Unregalo imprevisto de Dios para Alí KanShirvanshir.

Entonces llegó la carta. La trajo a casa unjinete sobre un caballo sudoroso de espuma. Noera de mi padre, tampoco de Said. «De Arslán Agapara Alí Kan», rezaba la carta.

«Qué querrá», se preguntó Nino, asombrada.El jinete dijo: «Tiene usted mucho correo en

camino. Arslán Aga me dio mucho dinero para quese enterara de la noticia por él».

«Se acabó la vida en el aul», pensé al abrirla carta. Leí:

En el nombre de Dios. Te saludo,Alí Kan. ¿Qué tal estás tú, tus caballos,tu vino, tus ovejas y las personas con lasque vives? También yo estoy bien, y miscaballos, mi vino y mi gente. Escucha:han pasado grandes cosas en nuestraciudad. Los reclusos han salido de la

prisión y se pasean por las calles. «Y¿qué hace la policía?», te oigo preguntar.Mira: la policía está ahora donde antesestaban los presidiarios: en la cárceljunto al mar. ¿Y los soldados? No haysoldados. Veo, amigo mío, cómo muevesla cabeza y te preguntas por qué nuestrogobernador permite todo esto. Has desaber que nuestro sabio gobernador huyóayer de aquí. Estaba cansado degobernar a gente tan mala. Se dejó unospantalones y una vieja escarapela. Ahoraríes, Alí Kan, y piensas que miento.Asómbrate, amigo mío, pues no estoymintiendo. Veo que preguntas: «¿Y cómoes que el zar no manda más policías yotro gobernador?». Has de saber que yano hay zar. Ya no hay absolutamentenada. Aún no sé cómo se llama todoesto, pero ayer apaleamos al director delcolegio y nadie nos lo impidió. Soy tuamigo, Alí Kan, y por eso quiero que losepas por mí el primero, aunque hoy te

escribe mucha gente desde esta ciudad.Has de saber, pues, que todos losNajararyán se han vuelto a su tierra, yque ya no hay policía. La paz seacontigo, Alí Kan. Tu amigo y servidor,

Arslán Aga

Alcé la mirada. Nino estaba pálida derepente.

«Alí Kan», dijo, y le temblaba la voz, «elcamino está libre, nos vamos, ¡nos vamos!»

Estaba presa de un extraño éxtasis y noparaba de repetir esas palabras. Se me tiró alcuello, sollozando. Los pies descalzos pisoteabanla arena del patio con impaciencia.

«Sí, Nino, claro que nos vamos.»Estaba contento y triste a la vez. Las

montañas brillaban con el resplandor amarillentode sus rocas peladas. Las cabañas parecíancolmenas, y el pequeño alminar convocaba conmuda exhortación.

Era el fin de nuestra vida en el aul.

21

En los rostros de la gente se mezclaba la

felicidad y el miedo. De un lado a otro de lascalles colgaban pancartas escarlata con absurdasconsignas. Las tenderas del mercado andaban porlas esquinas exigiendo libertad para los indiosamericanos y los bosquimanos de África. En elfrente se habían vuelto las tornas: el gran duquehabía desaparecido y tropas de soldadosharapientos ganduleaban por la ciudad. De nochehabía disparos y de día la muchedumbre saqueabalas tiendas.

Nino estaba inclinada sobre el atlas.«Estoy buscando un país en paz», dijo, y su

dedo resbaló por las fronteras de colores.«Quizá Moscú. O San Petersburgo», bromeé.

Ella se encogió de hombros. Sus dedosdescubrieron Noruega.

«Sin duda está en paz», le dije, «pero ¿hayforma de llegar hasta allí?»

«No hay forma», suspiró Nino.«¿América?»«Están los submarinos», le dije alegremente.«¿La India, España, China, Japón?»«O están en guerra, o no hay forma de llegar.»

«Alí Kan, estamos en una ratonera.»«Te has dado cuenta, Nino. Huir no tiene

sentido. Tenemos que pensar bien cómo conseguirque nuestra ciudad entre en razón, por lo menoshasta que lleguen los turcos.»

«¡Para qué tendré un héroe por marido!», mereprochó Nino. «Tengo aversión a las pancartas,los manifiestos y los discursos. Como sigamos asíme escapo a Persia a casa de tu tío.»

«No seguiremos así», le dije y salí de casa.En la sede de la asociación islámica de

beneficencia se celebraba una reunión. Losseñores principales, los que en otro tiempodebatían el futuro del pueblo en casa de mi padre,estaban ausentes. La sala estaba llena de gentejoven y musculosa. En la puerta me encontré conIlias Beg. Estaba de vuelta del frente, y MehmedHaidar también. La abdicación del zar les liberó

de su juramento, y aparecieron en la ciudadmorenísimos, orgullosos y radiantes de energía. Laguerra les había sentado bien. Parecían hombresque han echado un vistazo a otro mundo y queguardan la imagen de este otro mundo parasiempre en su corazón.

«Alí Kan», me dijo Ilias Beg, «hay queactuar. El enemigo está a las puertas de la ciudad.»

«Sí, tenemos que defendernos.»«No, tenemos que atacar.»Subió a la tribuna. Hablaba en voz alta y con

voz de mando:«¡Musulmanes! Quiero describiros de nuevo

la situación de nuestra ciudad. Desde que empezóla revolución el frente se desmorona. Acampadosfrente a Bakú hay desertores rusos de todas lastendencias políticas, armados y ávidos de botín.En la ciudad disponemos de una única formaciónmilitar musulmana: la nuestra, los voluntarios de la“División Salvaje”. Somos inferiores en número alos rusos y tenemos menos munición. La otraunidad de combate de nuestra ciudad es la ligamilitar del partido nacionalista armenio

Dashnaktutun. Los líderes de este partido, StepánLalai y Andronik, se han puesto en contacto connosotros. Están organizando un ejército con loshabitantes armenios de la ciudad y quierenmandarlo a Karabaj y a Armenia, para protegerestas regiones. Nosotros hemos aceptado el plande constitución de este ejército así como su salidahacia Armenia. A cambio, los armenios se sumanal ultimátum que nosotros hemos presentado a losrusos. Exigimos que no envíen a nuestra ciudadmás soldados y refugiados rusos. Si los rusosrechazan nuestra oferta nosotros estaremos encondiciones de lograr nuestras reivindicacionespor la vía militar con el apoyo de los armenios.Musulmanes, unios a la “División Salvaje”, tomadlas armas. El enemigo está al llegar.»

Yo escuchaba. Olía ya a lucha y a sangre.Llevaba muchos días practicando el manejo de laametralladora en el patio del cuartel. Ahora estenuevo saber iba a encontrar una aplicación útil. Ami lado estaba Mehmed Haidar, jugueteando con lacartuchera. Me acerqué a él.

«Ven a mi casa con Ilias después de la

asamblea. Viene también Said Mustafá. Vamos ahablar de la situación.»

Asintió. Volví a casa. Nino preparó el té cualama de casa. Enseguida llegaron los amigos. Ibanarmados, incluso del fajín verde de Said asomabaun puñal. Nos sentíamos extrañamente tranquilos.La ciudad resultaba asfixiante y ajena la vísperade la batalla. La gente aún iba por la calle, aatender sus negocios o a pasear. Su ir y venir teníaalgo de irreal, de fantasmático, como si yapresintieran el cercano sinsentido de su actividaddiaria.

«¿Tenéis armas suficientes?», preguntó IbasBeg.

«Cuatro fusiles, ocho revólveres, unaametralladora y munición. Hay además un sótanopara las mujeres y los niños.»

Nino alzó rápidamente la cabeza.«Yo no me pienso meter en el sótano», dijo

con decisión; «yo también quiero defender micasa.»

Hablaba con dureza y obstinación.«Nino», respondió Mehmed Haidar

suavemente, «nosotros dispararemos, y ustedvendará las heridas.»

Nino bajó la vista. Su voz sonó forzada:«Dios mío, si nuestras calles se van a convertir encampos de batalla. El teatro, en cuartel general.Pronto costará más trabajo cruzar la calle Nikoláique antes viajar a China. Para llegar hasta el Liceode Santa Tamara habrá que cambiar de ideología oderrotar a un ejército. Ya os estoy viendo armados,arrastrándoos por los Jardines del Gobernador, yla ametralladora que habrá junto al estanque dondeAlí y yo solíamos vernos. Vivimos en una ciudadmuy extraña».

«No llegaremos a combatir», dijo Ilias. «Losrusos aceptarán nuestro ultimátum.»

Mehmed Haidar se rio sombrío. «Casi se meolvida contároslo: cuando venía de camino meencontré con Asadulah. Me dijo que los rusos lohan rechazado. Exigen que les entreguemos todaslas armas. Yo no pienso darles mi arma.»

«Lo que significa que tendremos que luchar»,dijo Ilias, «nosotros y nuestros aliados armenios.»Nino no decía nada. Estaba mirando por la

ventana. Said Mustafá se colocó bien el turbante.«Alá, Alá», dijo. «Yo no he estado en el

frente, y no soy tan listo como Alí Kan. Peroconozco la ley. No es bueno que los musulmanesdependan de la lealtad de los infieles a la hora deluchar. En general, siempre es malo depender deotro. Así dice la ley, y así es la vida. ¿Quién dirigelas tropas armenias? ¡Stepán Lalai! ¿Sabéis quiénes? En 1905, unos musulmanes mataron a suspadres. No creo que lo haya olvidado. No creo enabsoluto que los armenios vayan a luchar a nuestrolado contra los rusos. ¿Quiénes son estos rusos?Un hatajo harapiento, anarquistas, ladrones. Sulíder se llama Stepán Shaumián y es armenio. Unarmenio anarquista y un armenio nacionalista sepondrán de acuerdo mucho más rápidamente queun nacionalista musulmán y un nacionalistaarmenio. Es el misterio de la sangre. Vendrá ladiscordia, es tan cierto como el Corán.»

«Said», dijo Nino, «además de la sangre, estála razón. Si vencen los rusos, tanto a Lalai como aAndronik les irá muy mal.»

De pronto Mehmed Haidar soltó una

carcajada. «Perdonad, hermanos», explicó, «soloestaba pensando en cómo les va a ir a los armeniossi vencemos nosotros. Si los turcos asaltanArmenia, no seremos nosotros los que defendamossu tierra.»

Ilias Beg se enfadó mucho: «Eso mejor nidecirlo ni pensarlo. La cuestión armenia sesoluciona muy fácilmente: los batallones que haformado Lalai emigrarán a Armenia. Con lossoldados se irán sus familias. En un año noquedará en Bakú ni un armenio. Entonces tendránun país para ellos solos y nosotros uno paranosotros. Seremos simplemente dos pueblosvecinos».

«Ilias Beg», le dije yo, «Said no se equivoca.Olvidas el misterio de la sangre. Si los padres deStepán Lalai fueron asesinados por musulmanes,tendría que ser un canalla para olvidar su deber desangre.»

«O un político, Alí Kan, un hombre quereprime el impulso de su sangre para proteger lasangre de su pueblo. Si es listo, se quedará denuestro lado. Por su propio interés y por el de su

pueblo.»Estuvimos discutiendo hasta que se hizo de

noche. Entonces dijo Nino: «Seáis lo que seáis,políticos u hombres, quiero que todos estéis aquíde vuelta en una semana. Sanos y salvos. Porque sien la ciudad va a haber combates…».

No dijo nada más.Esa noche, tumbada a mi lado, no se dormía.

Tenía la boca abierta ligeramente y los labioshúmedos. Miraba fijamente a la ventana y no decíanada. La abracé. Volvió la cara hacia mí y dijo envoz baja: «¿Tú también vas a luchar, Alí Kan?»

«Por supuesto, Nino.»«Sí», dijo ella, «por supuesto.»De pronto agarró mi rostro y lo apretó contra

su pecho. Me besó sin palabras, con los ojos muyabiertos. Le había asaltado una violenta pasión. Seapretó contra mí, callada e insaciable, llena deplacer, de miedo a la muerte y de entrega. Surostro estaba como sumergido en otro mundo, unmundo al que solo ella tenía acceso. De pronto seechó hacia atrás, me sujetó la cabeza muy cerca desus ojos y dijo con voz apenas perceptible: «El

niño se llamará Alí».Entonces se volvió a quedar callada,

dirigiendo hacia la ventana su mirada perdida.El viejo alminar se alzaba esbelto y grácil a

la pálida luz de la luna. Las sombras de la murallaeran oscuras y amenazantes. A lo lejos se oía eltintineo de metales. Alguien afilaba el puñal: elsonido de una promesa. Entonces sonó el teléfono.Me levanté y anduve a tientas en la oscuridad. Alauricular oí la voz de Ilias Beg:

«Los armenios se han aliado con los rusos.Exigen que todos los musulmanes entreguemos lasarmas. Nos hemos negado, por supuesto. Túmanejarás la ametralladora de la muralla, a laizquierda de la puerta de Zizianashvili. Te enviaréa otros treinta hombres. Prepáralo todo paradefender la puerta.»

Colgué el teléfono. Nino estaba sentada en lacama, mirándome fijamente. Cogí el puñal paraver si estaba afilado. «¿Qué ocurre, Alí?»

«El enemigo está ante la muralla, Nino.»Me vestí y llamé a los criados. Vinieron,

anchos, fuertes y torpes. Les di un fusil a cada uno.

Luego fui a buscar a mi padre. Estaba ante elespejo, y el criado le cepillaba el traje cherkés.

«¿Cuál es tu puesto, Alí Kan?»«Junto a la puerta de Zizianashvili.»«Eso está bien. Yo estaré en la sala de la

asociación benéfica, junto al centro de mando.» Susable tintineó mientras se mesaba el bigote. «Sévaliente, Alí. Que el enemigo no pase la muralla.Si ocupan la plaza que hay delante de la puerta,cúbrela con fuego de ametralladora. Asadulah va air a buscar a los campesinos de los pueblos paraatacar al enemigo por la espalda en la calleNikolái.» Se guardó el revólver y parpadeó decansancio. «A las ocho sale el último vapor paraPersia. Nino tiene que marcharse. Si los rusosvencen, deshonrarán a todas las mujeres.»

Volví a mi habitación. Nino estaba hablandopor teléfono.

«No, mamá», oí, «me quedo aquí. No corropeligro. Gracias, papá, no te preocupes, tenemosprovisiones suficientes. Sí, muchas gracias. Peroahora dejadme un poco en paz. Que no me piensoir, que no y que no.»

Sonaba como un grito. Colgó el teléfono.«Tienes razón, Nino», le dije, «la casa de tus

padres tampoco será un lugar seguro. A las ochosale el vapor para Persia. Haz las maletas.»

Su cara se tornó de un rojo intenso.«¿Pretendes enviarme lejos, Alí Kan?»Nunca había visto a Nino ponerse tan

colorada.«En Teherán estarás segura, Nino. Si ganan

los enemigos, deshonrarán a todas las mujeres.»Alzó la cabeza y dijo testaruda: «A mí no me

van a deshonrar, a mí no. No te preocupes, Alí».«Vete a Persia, Nino, ahora que aún hay

tiempo.»«Déjalo», dijo secamente, «Alí, tengo mucho

miedo. Del enemigo, del combate, de las terriblescosas que nos esperan. Pero aun así me voy aquedar. No puedo ayudarte, pero tengo que estar atu lado. Me tengo que quedar, y se acabó.»

En eso quedó. La besé en los ojos: me sentíamuy orgulloso de ella. Era una buena esposa,aunque me llevara la contraria. Salí de casa.

Amanecía. En el aire flotaba polvo. Subí a la

muralla. Mis criados estaban tumbados con susfusiles tras las almenas de piedra. Los treintahombres de Ibas Beg observaban atentamente ladesierta plaza de la Duma. Estaban ahí tumbados,con sus bigotes y sus rostros morenos, torpes,callados e implacables. Con su pequeño embudoen la boca, la ametralladora parecía una nariz rusa,ancha y respingona. Reinaba un gran silencioalrededor. De vez en cuando caminaban emisariospor la muralla. Traían mensajes breves. En algúnlugar, sabios y ancianos seguían negociando ytratando de conseguir la maravilla de lareconciliación hasta el último momento.

Salió el sol. El calor fluía del cielo y seacumulaba en las piedras. Miré hacia mi casa.Nino estaba sentada en la azotea. Miraba en ladirección del sol. A mediodía se acercó hasta lamuralla. Trajo comida y bebida y miró laametralladora con curiosidad. No dijo nada, y seacurrucó a la sombra hasta que la mandé a casa.

Era la una de la tarde. Said Mustafá cantó suoración desde el alminar, como un solemnelamento. Después vino a nosotros, arrastrando

torpemente un fusil. En el cinturón llevaba unCorán. Miré hacia la plaza de la Duma, al otrolado de la muralla. Vi el polvo y algunas formasencogidas por el miedo que se apresuraban acruzar la plaza. Una mujer con velo corría entreinsultos y tropiezos tras de sus hijos, que jugabanen la plaza.

Un, dos, tres. Las campanas del ayuntamientorompieron el silencio con estruendo. Y en esemismo momento, como si las campanadas hubieranabierto misteriosamente la puerta hacia otromundo, desde los confines de la ciudad se oyeronlos primeros disparos…

22

Era una noche sin luna. El velero se deslizaba

sobre las perezosas olas del mar Caspio. A vecessaltaban a la cubierta chorritos de agua de saboramargo y salado. De noche la vela negra parecíalas alas extendidas de un gran pájaro.

Estaba tumbado en el empapado suelo delbarco, envuelto en pieles de cordero. El barquero,un tekín de cara ancha y sin barba, miraba lasestrellas con indiferencia. Alcé la cabeza y mimano resbaló por la piel de oveja.

«¿Said Mustafá…?», pregunté.El rostro picado de viruelas se inclinó hacia

mí. Entre sus manos resbalaba un rosario depiedras rojas… Como si la delicada mano de Saidjugara con gotas de sangre.

«Tranquilo, Alí Kan, aquí estoy», me dijo. Világrimas en sus ojos y me levanté.

«Mehmed Haidar ha muerto», le dije, «vi sucadáver en la calle Nikolái. Le cortaron la nariz y

las orejas.»El rostro de Said se acercó al mío: «Los

rusos llegaron desde Bailov y cercaron el paseomarítimo. Tú barriste a la gente de la plaza de laDuma».

«Sí», lo recordaba, «y entonces llegóAsadulah y dio la orden de atacar. Avanzamos conbayonetas y puñales. Tú cantaste la oración del Yasin.»

«Y tú… tú bebiste la sangre enemiga. ¿Sabesquién estaba en la esquina de Ashum? La familiaNajararyán al completo. No quedó ni uno.»

«No quedó ni uno», repetí, «coloqué ochoametralladoras en el tejado de la casa de Ashum.Controlábamos toda la zona…»

Said Mustafá se frotó la frente. Su caraparecía espolvoreada de ceniza. «Todo el díaestuvieron sonando disparos allí arriba. Alguiendijo que habías muerto. Nino también lo oyó, perono dijo nada. No quiso meterse en el sótano. Sesentó en la habitación sin decir nada. Ella callaba,mientras las ametralladoras tableteaban. Derepente se cubrió la cara con las manos y gritó:

“¡No puedo más, no puedo más!”, y mientras, lasametralladoras tableteaban. Hasta las ocho de latarde. A esa hora se agotaron las municiones. Peroel enemigo no lo sabía. Pensó que era un truco.Musa Nagi también ha muerto. Lo estrangulóLalai…»

Me quedé callado. El tekín del desierto dearena roja miraba fijamente a las estrellas. Sucaftán de seda de colores flotaba en el suaveviento.

Said me dijo: «Oí decir que estuviste en lalucha cuerpo a cuerpo junto a la puerta delpríncipe Zizianashvili, pero yo no te vi. Estaba enla otra punta de la muralla».

«Estuve en el cuerpo a cuerpo. Había unjubón de cuero negro. Lo atravesé con el puñal yse volvió rojo. Aixa, mi prima, también estámuerta.»

El agua estaba muy lisa. El barco olía aalquitrán. El barco no tenía nombre, igual que lascostas del desierto de arena roja. Said hablaba envoz baja: «En la mezquita nos pusimos sudarios.Después cogimos puñales y nos abalanzamos

sobre el enemigo. Casi todos están muertos. Diosno quiso que yo muriera. También Ilias vive. Estáescondido en el campo. ¡Cómo saquearon vuestracasa! Ni una alfombra, ni un mueble, ni un platoquedó. Solo paredes desnudas».

Cerré los ojos. Todo en mí era un únicodolor. Vi carros con cadáveres y a Nino con unpaquete lleno de cosas, de noche, en la orillaempapada de petróleo de Bibi-Eibat. Allí atracó elbarco del hombre del desierto. Desde la isla deNargin llegaba el resplandor del faro. La ciudadnocturna desapareció en la oscuridad. Las negrastorres de perforación brillaban como guardianesamenazantes…

Ahora estaba envuelto en una piel de corderoy un dolor sordo me desgarraba el pecho. Melevanté. Bajo el pequeño castillo de popa estabaNino. Tenía la cara delgada y muy pálida. Le cogíla mano, fría, y sentí el ligero temblor de susdedos.

Detrás de nosotros, junto al barquero, estabami padre. Escuché frases entrecortadas:

«… ¿quiere decir que en el oasis de

Chardchui realmente se puede cambiar a voluntadel color de los ojos?»

«Sí, kan. En todo el mundo hay un solo lugardonde puede hacer esto el hombre: el oasis deChardchui. Un hombre santo hizo la profecía…»

«Nino», le dije, «mi padre está charlandosobre el maravilloso oasis de Chardchui. Así escomo hay que ser para soportar este mundo.»

«Yo no soy capaz», dijo Nino, «no soy capaz.Alí Kan, el polvo de las calles se tornó rojosangre.»

Se cubrió la cara con las manos y lloró ensilencio. Le temblaban los hombros… sentado a sulado, pensaba en la plaza de delante de la granmuralla, en el cadáver de Mehmed Haidar en lacalle Nikolái, y en el jubón de cuero negro que sevolvió rojo de repente.

Cuánto dolía estar vivo.A lo lejos se oía la voz de mi padre: «¿Es

verdad que hay serpientes en la isla de Chechen?».«Sí, kan, unas serpientes enormemente largas

y venenosas. Pero nunca las vio el ojo del hombre.Solo un santo del oasis de Merv, que contaba…»

Ya no podía soportarlo. Me acerqué al timóny dije: «Padre, Asia ha muerto, nuestros amigoshan caído en la batalla y nosotros nos dirigimos aldestierro. Dios desata su ira sobre nosotros, y túcharlas sobre las serpientes de la isla deChechen».

El rostro de mi padre permaneció tranquilo.Se apoyó contra el pequeño mástil y me estuvomirando mucho rato.

«Asia no ha muerto. Solo se han desplazadosus fronteras. Para siempre. Ahora Bakú esEuropa. Y no es casualidad: ya no quedaba ningúnasiático en Bakú.»

«Padre, me he pasado tres días defendiendo anuestra Asia con ametralladora, bayoneta y puñal.»

«Eres un hombre valiente, Alí Kan. Pero ¿quées el valor? Los europeos también son valerosos.Tú, y todos los que lucharon contigo, ninguno devosotros sois ya asiáticos. Yo no odio a Europa. Amí Europa me resulta indiferente. Tú sí la odias,porque tú llevas dentro de ti un trozo de Europa.Fuiste a un colegio ruso, estudiaste latín, tu mujeres europea. ¿Acaso sigues siendo asiático? Si

hubieras vencido tú, tú mismo hubierasintroducido a Europa en Bakú sin darte cuenta. Dalo mismo que sean los rusos o nosotros quienesconstruyan las carreteras y abran las fábricas. Nopodía ser ya de otra manera. Cuando un hombreasesina a tantos enemigos con tal sed de sangre, yahace tiempo que no es un buen asiático.»

«¿Y qué es?»«Tú eres medio europeo, Alí Kan, y por eso

me lo tienes que preguntar. No tiene sentidoexplicártelo, porque en ti solo causa impresión lovisible. Tu rostro mira hacia la tierra. Por eso teduele la derrota, y por eso muestras tu dolor.»

Mi padre dejó de hablar. Tenía la miradaperdida. Como toda la gente mayor de Bakú y dePersia, él conocía otro mundo aparte del real, unoculto mundo de sueños al que podía retraerse y enel que estaba inaccesible. Yo entreveía este mundoy esa tranquilidad casi propia del más allá quehacía posible enterrar a un amigo y a la vez charlarcon un barquero sobre las maravillas del oasis deChardchui. Llamaba a la puerta de este mundopero no me dejaban pasar. Estaba demasiado

sometido a la dolorosa realidad.Yo mismo había dejado de ser asiático. Nadie

me lo reprochaba, pero parecía que todos losabían. Me había convertido en un extranjero queansiaba recuperar mi hogar en el soñador mundode Asia.

Estaba de pie en el barco mirando al negroespejo de las aguas. Mehmed Haidar muerto, Aixamuerta, nuestra casa devastada.

Iba en un barquito de vela rumbo a la tierradel sah, a la gran calma de Persia.

De repente, Nino estaba a mi lado.«Persia», dijo bajando la vista, «¿qué vamos

a hacer allí?»«Descansar.»«Sí, descansar. Quiero dormir, Alí Kan, un

mes entero o un año. Dormir en un jardín con hojasverdes. Y que no haya disparos.»

«Estás yendo al lugar adecuado. Persia llevadormida un milenio, y allí no suele haberdisparos.»

Entramos en el castillo de popa. Nino sequedó dormida de inmediato. Estuve mucho rato

despierto mirando la silueta de Said y las gotas desangre entre sus dedos. Estaba rezando. También élconocía ese mundo oculto que comienza más alláde lo visible.

Detrás del sol naciente estaba Persia. Sualiento nos llegaba mientras comíamos pescadoseco y bebíamos agua, acurrucados en la cubiertadel barco. El hombre bárbaro del pueblo de lostekín hablaba con mi padre y a mí me miraba contanta indiferencia como si de un objeto se tratara.

Al atardecer del cuarto día apareció unafranja amarilla en el horizonte. Parecía una nube yera Persia. La franja se hizo más ancha. Vi cabañasde adobe y un modesto puerto. Enseli: el puertodel sah. Echamos el ancla junto al muelle demadera podrida. Se nos acercó un hombre conlevita y gorro alto de piel de cordero. En su frenteresplandecía el león de plata con las garraslevantadas y el sol naciente. Detrás de él veníanpaseando dos policías del puerto, descalzos yharapientos. El hombre nos miró con sus grandesojos redondos y nos dijo: «Al igual que un niñosaluda los primeros rayos del sol el día de su

nacimiento, así os saludo yo a vosotros, nobleshuéspedes. ¿Tenéis papeles?».

«Somos Shirvanshir», respondió mi padre.«¿Tiene el gran león del imperio, Asad es-

Saltaneh, para quien está abierta la Puerta de losDiamantes del emperador, la suerte de llevar enlas venas vuestra misma sangre?»

«Es mi hermano.»Desembarcamos. El hombre nos acompañó.

Junto al almacén nos dijo: «Asad es-Saltanehpresintió vuestra llegada. Más fuerte que el león,más rápida que un ciervo, más bella que un águila,más segura que un castillo de piedra es la máquinaque os ha enviado».

Doblamos la esquina: al borde de la callejadeaba un Ford viejo y gastado con parches en lasruedas. La máquina temblaba. El conductor teníaojos de capitán de transatlántico. El coche solotardó media hora en ponerse en movimiento.Fuimos cruzando Rasht hacia Teherán.

23

Enseli, Rasht, caminos y pueblos, rodeados

del aliento del desierto. De vez en cuandoaparecía en el horizonte el abi-yesid, el agua deldemonio: la fata morgana persa. El gran camino aRasht bordea el lecho de un río. El río está seco,el fondo resquebrajado. En Persia los ríos nollevan agua, solo quedan charcos y pozas aquí yallá. En las orillas resecas se alzan rocas que dansombras enormes. Parecen gigantes prehistóricos,barrigones, satisfechos y somnolientos. A lo lejossuenan las campanas de una caravana. El cocheralentiza el paso. Los camellos van caminando porla empinada ladera. Los encabeza, con su bastónen la mano, el guía de la caravana. Le siguenhombres con túnicas negras. Los camellos caminanllenos de una tensa fuerza. Las campanillasrepiquetean despacio en sus cuellos. A izquierda yderecha de los lomos grises cuelgan largos sacososcuros. ¿Telas de Isfahán? ¿Lana de Guilán? El

coche se queda parado. Lo que llevan los camelloscolgando del lomo son cadáveres. Uno, doscentenares, envueltos en telas negras. Los camellospasan junto a nosotros, y sus cabezas parecenespigas al viento. Por desiertos y montes, por elbrillo blanco de la estepa de sal, por verdes oasis,junto a grandes lagos, lleva su carga la caravana.A lo lejos, en el oeste, junto a la frontera turca, loscamellos se arrodillarán. Unos funcionarios confez rojo palparán los cadáveres y la caravanaseguirá adelante, hasta las cúpulas de la ciudadsanta de Kerbala. La caravana se detiene junto alsepulcro del mártir Huseín. Manos cuidadosasentierran a los cadáveres para que descansen en laarena de Kerbala hasta que los despierte del sueñola trompeta del arcángel.

Hacemos un saludo. Nos tapamos los ojoscon las manos.

«Rezad también por nosotros junto alsepulcro del santo», les pedimos, y el guía dice:«También nosotros estamos necesitados deoraciones».

Y la caravana sigue adelante, callada y

borrosa, como el abi-yesid, la fata morgana delgran desierto…

Pasamos por las calles de Rasht. Madera yadobe cubren el horizonte. Aquí se siente el pasode los siglos. Con una mirada se abarcan las casasde adobe y las callejuelas estrechas. La estrechezde las calles revela el miedo al espacio. Todo esdel mismo color. O ceniza, o carbón al rojo. Todoes diminuto, quizá por resignación ante el destino.Solo a veces sobresale alguna mezquita.

Hombres con gorros redondos en forma decalabaza y el cráneo afeitado. Sus rostrosrecuerdan a larvas.

Por todas partes hay polvo y suciedad. No esque los persas amen el polvo o la suciedad. Perodejan las cosas como están, porque saben que alfinal todo se convertirá en polvo. Paramos en unapequeña casa de té. La sala huele a hachís.Miradas oblicuas rozan a Nino. En una esquina hayun derviche cubierto de harapos, con el pelodespeinado, la boca abierta y los labios llenos debabas, que sujeta un cuenco de cobre cincelado…Observa a todos y no oye a nadie, como si

estuviera a la escucha de lo invisible y esperarauna señal. De él emana un silencio insoportable.De pronto salta muy alto, con la boca siempreigual de abierta, y grita: «Veo el sol saliendo porel oeste».

La multitud tiembla.En la puerta aparece un enviado del

gobernador: «Su excelencia manda vigilancia porla mujer desnuda».

Se refiere a Nino, que no lleva velo. El rostrode Nino sigue impasible: no entiende el persa.Pasamos la noche en casa del gobernador. Por lamañana los vigilantes ensillan sus caballos. Nosvan a acompañar hasta Teherán. Por la desnudezde Nino, que no oculta su rostro, y por losladrones, que recorren el país.

El automóvil se arrastra despacio por eldesierto. Kazvín: ruinas antiquísimas. Allí reunió asus tropas el sah Sapor. Los delicados safávidastenían aquí su corte: artistas, mecenas y hastaapóstoles.

Quedan ochenta, quedan setenta, quedansesenta kilómetros. El camino se enrosca como una

serpiente. La puerta de la ciudad de Teherán tieneazulejos de colores. Colores suaves y blandos. Lascuatro torres de la puerta destacan contra la nievedel lejano Damavand. El arco árabe con su sabiainscripción me observa como el ojo negro de undemonio. En el polvo bajo la gran puerta se hantumbado mendigos con úlceras espantosas,derviches, peregrinos con harapos de colores. Nostienden las manos, con nobles dedos esbeltos.Cantan al esplendor de la ciudad imperial deTeherán, y en su voz hay nostalgia y duelo.También ellos llegaron a la ciudad de las muchascúpulas llenos de esperanza. Ahora estántumbados en el polvo, son ellos polvo yescombros, y cantan nostálgicas melodías sobreesta ciudad que los repudió.

El coche se retuerce por el laberinto decallejuelas, pasa por la plaza de los Cañones,junto a la Puerta de los Diamantes del palacioimperial y, de nuevo fuera de la muralla, va por elancho camino hacia el cercano barrio de Shimrán.

Las puertas del palacio de Shimrán estánabiertas de par en par. Nos recibe de golpe el olor

a rosas. Los azulejos azules de las paredes sonfrescos y amables. Cruzamos corriendo el jardín,pasando junto a la fuente. La habitación oscura conlas persianas bajadas es como un manantial deagua fresca. Nino y yo nos dejamos caer sobre losblandos almohadones y nos hundimos enseguida enun sueño interminable.

Dormimos, nos despertamos, nos

adormilamos, soñamos y nos volvimos a dormir.Se estaba magníficamente en la habitación fresca,con las persianas bajadas. El diván bajo y el sueloestaban cubiertos de innumerables almohadas,esteras y almohadones. En sueños escuchamoscantar al ruiseñor. Qué maravillosa sensación lade dormir en la gran casa tranquila, lejos de todopeligro, lejos de la desmoronada muralla de Bakú.Pasaron las horas. De vez en cuando Ninosuspiraba, se incorporaba embriagada de sueño yapoyaba la cabeza en mi tripa. Yo hundía la caraen los blandos almohadones, que despedían el

dulce olor del harén persa. Me dominaba unapereza infinita. Estuve tumbado durante horas,sufriendo mucho porque me picaba la nariz y medaba mucha pereza sacar la mano y rascarla. Alfinal la nariz dejó de picar por sí sola y me quedédormido.

De repente Nino se despertó, se levantó ydijo: «Me muero de hambre, Alí Kan».

Salimos al jardín. El sol se estaba poniendo.Había rosales en torno a la fuente. Los cipreses sealzaban hasta el cielo. Un pavo real con la colaextendida estaba inmóvil mirando la puesta de sol.A lo lejos se elevaba la punta blanca delDamavand. Di una palmada. Un eunuco de carahinchada acudió presuroso. Tras él se tambaleabauna vieja cargada con una alfombra y con comida.Nos sentamos a la sombra de un ciprés. El eunucotrajo agua y lavamanos y cubrió la alfombraextendida con las delicias de la cocina persa.

«Prefiero comer con los dedos que escucharel sonido de las ametralladoras», dijo Nino,metiendo la mano izquierda en el arroz humeante.El eunuco puso cara de espanto y miró para otro

lado. Enseñé a Nino cómo se come el arroz enPersia: con tres dedos de la mano derecha. Se rio,por primera vez desde que dejamos Bakú, y a míme invadió una gran calma. Se estaba bien en eltranquilo país del sah, en el palacio de Shimrán, enla tierra de devotos sabios y poetas.

De repente me preguntó Nino: «¿Dónde andatu tío Asad es-Saltaneh y todo su harén?».

«Estará, supongo, en el palacio de la ciudad.Sus mujeres deben de estar con él. ¿Y el harén? Elharén es este jardín, y las habitaciones que dan aél.»

Nino se rio: «Así que al final sí que estoyencerrada en un harén. Se veía venir».

Otro eunuco, un anciano enjuto, vino apreguntar si queríamos que nos cantara… Noqueríamos. Tres muchachas se pusieron a enrollarla alfombra, la vieja de antes se llevó los restosdel almuerzo y Nino dio de comer al pavo real.

«¿Quién es toda esta gente, Alí Kan?»«Criados.»«Dios mío, ¿cuántos criados hay aquí?»Yo no lo sabía y llamé al eunuco. Estuvo

pensando un buen rato, moviendo los labios ensilencio. Resultó que había veintiocho personasguardando el harén.

«¿Cuántas mujeres viven aquí?»«Tantas como ordenes, kan. Por el momento

solo la que está sentada a tu lado. Pero hay sitio desobra. Asad es-Saltaneh está en la ciudad con susmujeres. Este es tu harén.»

Se arrodilló y continuó con gravedad: «Mellamo Jahja Kuli. Soy el guardián de tu honor, kan.Sé leer, escribir y hacer cuentas… Sé manejar laadministración y a las mujeres. Puedes confiar enmí. Por lo que veo, esta mujer es un poco salvaje,pero ya le enseñaré buenas costumbres poco apoco. Avísame cuando tenga el mes, para que tomenota. Tengo que saberlo para juzgar la medida desus cambios de humor.

«Porque tendrá cambios de humor. Yo mismola lavaré y depilaré. Veo que tiene vello hasta enlas axilas. Es lamentable que en algunos países sedesatienda tanto la instrucción de las mujeres.Mañana le pintaré las uñas de rojo y antes dedormir miraré cómo tiene la boca».

«Por Dios, ¿y eso para qué?»«A las mujeres que tienen mal los dientes les

huele mal la boca. Tengo que ver sus dientes y olersu aliento.»

«¿Qué está contando este ser?», preguntóNino.

«Nos ofrece sus servicios como dentista.Parece un tipo raro.»

Se dio cuenta de que yo no sabía qué decirle.Al eunuco le contesté: «Veo, Jahja Kuli, que ereshombre de experiencia y conoces las cosas de lacultura… Pero mi mujer está embarazada y hayque tratarla con cuidado. Así que aplazaremos lainstrucción hasta que nazca el niño».

Mientras hablaba sentí que mis mejillas seiban poniendo rojas. Era verdad que Nino estabaembarazada, pero yo estaba mintiendo.

«Eres sabio, Alí Kan», dijo el eunuco, «a lasmujeres embarazadas les cuesta mucho trabajoaprender. Por cierto, se puede hacer una cosa paraque nazca un varón. Pero», y examinó la delgadafigura de Nino, «creo que aún tenemos un par demeses.»

Afuera, en la galería, se arrastraban muchasbabuchas. Los eunucos y las mujeres hacían signosmisteriosos. Jahja Kuli se acercó hasta allí yvolvió con una expresión seria en el rostro. «Kan,el respetable y erudito hafiz Said MustafáMeshjedí quiere saludarte. Yo nunca me atrevería,kan, a molestarte en medio del placer del harén.Pero el Said es un hombre docto y un descendientedel profeta. Te está esperando en los aposentos delhombre.»

Al oír la palabra «Said», Nino alzó lacabeza.

«¿Said Mustafá?», preguntó. «Que venga,tomaremos el té todos juntos.»

La reputación de la familia Shirvanshir soloquedó intacta porque el eunuco no entendía el ruso.Sería inconcebible que la mujer de un kanrecibiera a un extraño en el harén. Le dije, turbadoy algo avergonzado: «Pero aquí Said no puedeentrar. Esto es el harén».

«Ah, sí. Qué extrañas costumbres. Bueno,entonces lo recibiremos afuera.»

«Me temo, Nino, que… cómo te lo podría yo

explicar… en Persia todo es un poco diferente.Quiero decir… al fin y al cabo Said es unhombre.»

Los ojos de Nino estaban enormes deasombro: «¿Quieres decir que no puedo mostrarmeante Said, el mismo Said que me llevó aDaguestán?».

«Me temo que no, Nino, al menos alprincipio.»

«Bien», dijo con repentina frialdad, «ahoramárchate.»

Me fui sintiéndome abatido. Me senté en lagran biblioteca y tomé el té con Said. Me contóque proyectaba irse a Meshjed con su famoso tíomientras Bakú no fuera liberada de las manos delos infieles. A mí me pareció una buena idea. Saidera un hombre educado: no preguntó por Nino, nisiquiera mencionó su nombre. De repente se abrióla puerta.

«Buenas tardes, Said.»La voz de Nino sonaba tranquila, aunque

forzada. Mustafá se levantó de un brinco. Su rostropicado de viruelas expresaba casi espanto. Nino

se sentó en las esteras.«¿Más té, Said?»Afuera se arrastraban de un lado a otro

muchas babuchas desesperadas. La reputación dela familia Shirvanshir se vino abajo para siempre,y Said tardó varios minutos en recuperarse delsusto.

Nino sonrió enfurruñada: «No tuve miedo delas ametralladoras, y no voy a tener miedo de tuseunucos».

Y así nos quedamos juntos hasta la noche,pues Said era un hombre discreto.

Antes de irnos a dormir, el eunuco se meacercó sumiso: «Señor, castígame. No tenía quehaber permitido que se apartase de mi vista. Peroquién iba a pensar que era tan salvaje, tan salvaje.Ha sido culpa mía».

Su cara redonda miraba compungida.

24

¡Qué extraño! Cuando retumbaban los últimos

disparos junto a la orilla empapada de petróleo deBibi-Eibat creí que no volvería a ser feliz. Cuatrosemanas en el fragante jardín de Shimrán mellenaron de calma. Me sentía como alguien que hareencontrado su hogar. Vivía como una planta,respirando el aire fresco de Shimrán.

A la ciudad iba poco. Visitaba a parientes yamigos y vagaba por el oscuro laberinto del bazarde Teherán acompañado de los criados.

Vías estrechas, puestecitos en forma de toldo,todo ello tapado por una enorme cubierta deadobe. Revuelvo entre rosas, frutos secos,alfombras, pañuelos, sedas y joyas. Descubrojarras con dibujos dorados, antiquísimos trabajosde filigrana, almohadones de tafilete y rarosperfumes. Pesados tomanes de plata se deslizan enlos bolsillos de los vendedores persas. Miscriados van cargados con todo el esplendor del

Oriente. Todo para Nino. Para que su carita nomire la rosaleda con tanto horror.

Los criados se inclinan bajo la carga. Sigoandando. En una esquina hay Coranesencuadernados en tafilete y miniaturas pintadas:bajo un ciprés una muchacha con un príncipe deojos en forma de almendra; un rey que sale decaza, una lanza y un corzo huyendo. De nuevotintinean los tomanes de plata. Un poco más alláhay dos mercaderes agachados junto a una mesabaja. Uno de ellos saca tomanes de plata de ungran bolsillo y se los va pasando al otro. Este losexamina con mirada atenta, los muerde, los pesa enuna pequeña balanza y los mete en un gran saco.Cien, mil, quizá diez mil veces se mete elvendedor la mano en el bolsillo hasta que hapagado la deuda. Sus gestos demuestran dignidad.Tid-sharet! ¡Comercio! El propio profeta eramercader.

El bazar se va enroscando como los tortuososcaminos de un laberinto. Junto a los dosmercaderes hojea un libro un sabio sentado en unpuesto. El rostro del anciano parece una

inscripción sobre piedra cubierta de musgo, suslargos dedos delgados revelan indulgencia ycuidado. De las hojas amarillentas y mohosas delinfolio emana el perfume de la rosa de Shiraz, eltrino del ruiseñor iraní, alegres canciones, lavisión de unos ojos de almendra de largaspestañas. Sus finas manos pasan con cuidado lashojas del viejo volumen.

Susurros, ruidos, gritos. Regateo por lossuaves colores de una alfombra antigua deKermán. Nino ama las líneas delicadas de losjardines tejidos. Alguien vende agua y aceite derosas. En cada gota de aceite de rosas hay miles derosas concentradas, igual que hay miles dehombres en el estrecho laberinto del bazar deTeherán. Veo a Nino inclinada sobre un cuenco deaceite de rosas.

Los criados están agotados.«Llevadlo de inmediato todo a Shimrán. Yo

iré más tarde.»Los criados desaparecen entre el barullo de

la gente. Unos pasos más allá me agacho paraentrar por la puerta de una casa de té persa. El

puesto está lleno de gente. En el centro hay unhombre de barba roja. Con los ojos entrecerradosrecita un poema de amor de Hafiz. El públicosuspira de dulce placer. Después el hombre lee elperiódico:

En América han inventado unamáquina que permite oír la palabrahablada en todo el mundo. Su majestadimperial, el rey de reyes, cuya luzeclipsa a la del sol, cuya mano seextiende hasta Marte, cuyo trono sedestaca sobre el mundo, el sultán AhmedSah, ha recibido en su palacio deBaguesha al representante del rey quegobierna actualmente en Inglaterra… EnEspaña ha nacido un niño con trescabezas y cuatro pies. El pueblo lo hainterpretado como un mal presagio.

El público chasquea la lengua con asombro.

El hombre de la barba roja dobla el periódico.Suena de nuevo una canción. Esta vez sobre el

caballero Rustem y su hijo Sorab. Yo no laescucho apenas. Miro el humeante té dorado. Estoypensando, pues las cosas no son del todo comodebieran.

Estoy en Persia, vivo en un palacio y soyfeliz. Nino vive en ese mismo palacio y esprofundamente infeliz. En Daguestán estabadispuesta a cargar con todas las privaciones de lavida agreste. Aquí fracasa ante las decorosasreglas del solemne protocolo persa. Pretendepasear conmigo por las calles, aunque la policía loprohíbe: un hombre y una mujer no pueden nirecibir visitas juntos ni salir juntos a la calle. Mesuplica que le enseñe la ciudad y se irrita cuandotrato de disuadirla.

«Me encantaría enseñarte la ciudad, Nino.Pero es que no te puedo enseñar la ciudad.»

Sus grandes ojos oscuros me miran confusosy llenos de reproches. Cómo podría convencerlade que realmente no es posible que la mujer de unkan camine sin velo por la ciudad. Le compro losvelos más caros: «Mira, Nino, qué bonitos son.Qué bien protegen la cara del sol y del polvo. Yo

mismo llevaría con gusto un velo».Ella sonríe con tristeza y guarda el velo.«Es indigno de una mujer ocultar su rostro,

Alí Kan. Me despreciaría a mí misma si mepusiera estas ropas.»

Le muestro la ordenanza policial. Ella larompe en pedazos, y yo encargo un coche decaballos cerrado con cristales esmerilados.

De este modo la llevé por la ciudad. En laplaza de los Cañones vio a mi padre y quisosaludarle. Fue terrible, y le he comprado mediobazar para hacer las paces…

Estoy sentado solo mirando la taza de té.Nino se muere de aburrimiento y yo no puedo

hacer nada. Quiere encontrarse con las mujeres dela colonia europea. Pero eso no puede ser. Lamujer de un kan no debe juntarse con mujeresinfieles. La compadecerían tantísimo por tener quesoportar la vida en el harén, hasta que ella ya nopodría soportarla.

Hace poco visitó a mis primas y mi tía yvolvió a casa totalmente aturdida. «Alí Kan», medijo desesperada, «querían saber cuántas veces al

día me honras con tu amor. Dicen que estássiempre conmigo. Lo saben por sus maridos. Y nopueden entender que también hagamos otras cosas.Me dieron un remedio contra los demonios y merecomendaron un amuleto. Parece que es infaliblecontra las posibles rivales. Tu tía Sultán Hanumme preguntó si no es muy cansado ser la únicamujer de un hombre tan joven, y todas queríansaber cómo consigo que no vayas nunca a losbailes de efebos. Tu prima Suata tenía curiosidadpor saber si tú habías tenido alguna vez algunaenfermedad impura. Me explicaron que he tenidosuerte. Alí Kan, me siento como si me hubieranrebozado en el barro.»

La consolé lo mejor que pude. Se acurrucó enun rincón como una niña aturdida, mirandoalrededor con miedo, y tardó mucho entranquilizarse.

El té se está quedando frío. Estoy en la casade té para que vea la gente que no paso mi vidaentera en el harén. No es decente estar siempre conla mujer. Mis primos ya se burlan de mí. A lamujer solo le corresponden determinadas horas del

día y al hombre las demás. Pero yo soy la únicadistracción de Nino: soy su periódico, su teatro, sucafé, su grupo de amigos y a la vez su marido. Poreso no la puedo dejar sola, por eso le compro todoel bazar, porque esta noche se celebra en casa demi tío una gran fiesta en honor de mi padre, estarápresente un príncipe imperial, y Nino tiene quequedarse sola en casa, en compañía del eunucoque pretende instruirla.

Dejo el bazar y vuelvo a Shimrán. Nino estásentada en la gran sala cubierta de alfombras,pensativa ante la montaña de pendientes, pulseras,pañuelos de seda y frascos de perfume. Me besacon ternura, sin decir nada, y de pronto meembarga la desesperación. El eunuco trae unsorbete y mira los regalos con desaprobación. Nose debe malacostumbrar así a las mujeres.

La vida del persa empieza por la noche. Porla noche los hombres están más vivos, lospensamientos más fáciles, las palabras mássueltas. El calor, el polvo y la suciedad pesansobre el día. Por la noche se despierta el teshayut,la extraña elegancia persa que yo amo y admiro y

que es tan distinta del mundo de Bakú, deDaguestán o de Georgia. Eran las ocho cuandollegaron a casa los engalanados coches decaballos de mi tío: uno para mi padre y otro paramí. Es lo que exige el protocolo. Delante de cadacoche iban tres peshhedmetas, raudos mensajeroscon largos faroles en la mano cuya luzdeslumbrante iluminaba sus fervientes rostros. Lesextirpaban el bazo en su juventud y su únicafunción en la vida consistía en correr delante delos coches gritando «¡Cuidado!» con profundapasión.

No había nadie por la calle. Sin embargo, loscorredores gritaban «¡Cuidado!» constantemente,porque también esto formaba parte del protocolo.Pasamos por callejuelas estrechas, a lo largo deinterminables muros grises de adobe tras loscuales se esconden cuarteles o cabañas, palacios uoficinas. Hacia la calle dan tan solo los grisesmuros de adobe, que aíslan la vida persa de lasmiradas ajenas.

A la luz de la luna, las cúpulas abovedadasde las tiendas del bazar parecían globos

innumerables sujetos por una mano invisible. Nosparamos ante un muro ancho con una verja de latónde bellas curvas forjadas. La verja se abrió yentramos en el patio del palacio.

Cuando visité esta casa yo solo, en la verjahabía un viejo criado con un traje raído. Hoycolgaban de la fachada del palacio guirnaldas yfarolillos, y ocho hombres hicieron una reverenciacuando los coches se pararon en el umbral.

El enorme patio estaba dividido en dos porun múrete. Al otro lado estaba el harén. Allímurmuraba la fuente y cantaban los ruiseñores. Enel patio de los hombres había un sencillo estanquecuadrado con peces de colores.

Bajamos del coche. Mi tío salió al umbral.Hizo una reverencia y nos acompañó al interior dela casa. La gran sala de columnas doradas yparedes de madera tallada estaba llena de gente.Vi gorros negros de piel de cordero, turbantes yfinas túnicas anchas de tela marrón oscura. En elcentro estaba sentado un hombre mayor de enormenariz torcida, pelo gris y cejas muy arqueadas: sualteza imperial, el príncipe. Todos se levantaron

cuando entramos. Saludamos primero al príncipe ydespués a los demás. Nos sentamos en unosblandos almohadones. Los presentes siguieronnuestro ejemplo. Estuvimos sentados uno o dosminutos. Después nos levantamos todos y nosvolvimos a saludar con una reverencia.Finalmente, nos sentamos y caímos en un dignosilencio. Los criados trajeron tazas con té azulado,y las cestas de fruta fueron pasando de mano enmano hasta que su alteza imperial rompió elsilencio con estas palabras:

«Yo he viajado mucho y conozco muchospaíses. No hay en ningún lugar pepinos omelocotones tan sabrosos como los de Persia.»

Peló un pepino, lo espolvoreo con sal y se locomió despacio, con mirada triste.

«Su alteza tiene razón», dijo mi tío; «yo heestado en Europa y siempre me ha sorprendido lofea y pequeña que es la fruta de los infieles.»

«Yo respiro de nuevo cada vez que vuelvo aPersia», dijo un hombre que representaba alimperio persa en una corte europea, «nosotros lospersas no tenemos nada que envidiar al resto del

mundo. En realidad solo hay o persas o bárbaros.»«Como mucho se podría incluir a algunos

indios», dijo el príncipe; «cuando estuve en laIndia, hace años, conocí a hombres dignos derespeto y que casi alcanzaban nuestro nivel decultura. Pero es fácil errar. Un distinguido hindú alque conocí, y al que por un tiempo consideré unhombre educado, resultó ser un bárbaro. Estabasentado a la mesa con él e, imaginaos, se comiólas hojas externas de la lechuga.»

Los presentes se quedaron horrorizados. Unmulá de pesado turbante y mejillas hundidas dijoen voz baja y cansada: «La diferencia entre lospersas y los no persas es que solo nosotrossabemos valorar la belleza».

«Es cierto», dijo mi tío, «yo prefiero un bellopoema a una fábrica ruidosa. A Abu Said leperdono que fuera hereje porque fue el primeroque utilizó en literatura el rubaiyat, nuestra estrofamás bella.»

Carraspeó y recitó medio cantando:

Te medressé ve minaré viran

neshúdin kár kalendári bismán neshúdta imán kafr ve kdft imán neshúdek bendé hakikatá musulmán

neshúd. Mientras que mezquita y madraza

no estén devastados,la tarea del que busca la verdad no

se habrá cumplido.Mientras que lo fiel y lo infiel no

sean uno,el hombre no será en verdad

musulmán.

«Es terrible», dijo el mulá, «terrible. Perocómo suena», y repitió con ternura: «Ek bendéhakikatá musulmán neshúd».

Se levantó, tomó una esbelta jarra de platacon un cuello largo y estrecho, llena de agua, ysalió de la sala con paso tambaleante. Al cabo deun rato volvió y dejó la jarra en el suelo. Noslevantamos y le felicitamos con efusión porque su

cuerpo se había vaciado de lo superfluo.Entretanto, mi padre preguntó: «¿Es cierto,

alteza, que Vosuj ed-Davleh, nuestro primerministro, quiere firmar un nuevo tratado conInglaterra?».

El príncipe sonrió: «Eso tiene usted quepreguntárselo a Asad es-Saltaneh. Aunque enrealidad no es ningún secreto».

«Sí», dijo mi tío, «es un excelente tratado. Apartir de ahora los bárbaros serán nuestrosesclavos.»

«¿Cómo es eso?»«Pues bien, los ingleses aman el trabajo y

nosotros la belleza. Ellos aman el combate ynosotros la calma. De modo que nos hemos puestode acuerdo. Ya no tendremos que preocuparnos dela seguridad en nuestras fronteras. Inglaterra seencargará de proteger a Irán, construirá carreterasy edificios y hasta nos pagará dinero a cambio.Porque Inglaterra sabe cuánto tiene queagradecernos la cultura universal.»

El joven que estaba sentado junto a mi tío erami primo Bahram Kan Shirvanshir. Alzó la cabeza

y dijo: «¿Usted cree que Inglaterra nos protege pornuestra cultura, o por nuestro petróleo?».

«Las dos cosas brillan en el mundo y precisanprotección», dijo el tío con indiferencia, «¡pero nopodemos hacer nosotros de soldados!»

«¿Por qué no?» Esta vez era yo el quepreguntaba. «Yo mismo, por ejemplo, he luchadopor mi pueblo y puedo imaginarme luchando denuevo.»

Asad es-Saltaneh me miró con desprecio, y elpríncipe bajó la taza.

«No sabía», dijo con arrogancia, «que entrelos Shirvanshir hubiera soldados.»

«¡Pero alteza! En realidad fue oficial.»«Es lo mismo, Asad es-Saltaneh. Oficial»,

repitió, burlándose, sacando los labios.Yo no dije nada. Había olvidado totalmente

que a los ojos de un persa distinguido, ser soldadono es digno de su rango.

Solo mi primo Bahram Kan parecía tener otraopinión. Aún era joven. Mushir ed-Davleh, unelegante dignatario sentado junto al príncipe, leexplicó con detalle que Irán, protegido por Dios,

ya no necesitaba la espada para resplandecer en elmundo. Ya demostró en el pasado el coraje de sushijos.

«En la cámara del tesoro del rey de reyes»,concluyó, «hay un globo terráqueo de oro. En élcada país está representado con distintas piedraspreciosas. Pero solo la superficie de Irán estácubierta de los más puros diamantes. Esto es másque un símbolo. Es la verdad.»

Me acordé de los soldados extranjeros queocupaban el país y los harapientos policías delpuerto de Enseli. Aquí estaba Asia, bajando lasarmas ante Europa por el miedo a convertirse eneuropea. El príncipe despreciaba el oficio desoldado y, sin embargo, descendía de aquel sah acuyas órdenes mi antepasado entró en Tiflisvictorioso. Cuando Irán sabía tomar las armas sinrubor. Los tiempos habían cambiado. Irán estabaen decadencia, como en tiempos de los safávidas,que se dedicaron a las artes. El príncipe preferíaun poema a una ametralladora, quizá porque depoesía sabía más. El príncipe estaba viejo y mi tíotambién. Irán agonizaba; pero agonizaba con

elegancia.Recordé un poema de Omar, el fabricante de

toldos:

Hay un gran tablero de ajedrezhecho del día y la noche

donde al destino le gusta jugar conhombres.

Los coloca y anuncia jaque, y jaquemate

y vuelve a poner a cada uno dondeestaba.

No me di cuenta de que al recordarlo recité el

poema en voz alta. El rostro del príncipe seiluminó.

«¿No se haría usted soldado solo porcasualidad?», dijo con benevolencia. «Veo que esun hombre de cultura. Si pudiera elegir su destino,¿elegiría seriamente la profesión de soldado?»

Me acerqué: «¿Que qué elegiría, alteza? Solocuatro cosas: labios rojos como rubíes, el sonidode la guitarra, sabios consejos y vino tinto».

El famoso verso de Dakiki me ganó el favorde todos los presentes. Incluso el mulá de mejillashundidas sonrió con condescendencia.

Era alrededor de medianoche cuando se abrióla puerta del comedor. Entramos. Habíanextendido sobre las alfombras un mantelinterminable. En los rincones, inmóviles, loscriados sostenían faroles. Sobre el mantel habíagrandes tortas de pan. En el centro se alzaba elenorme cuenco de latón lleno de arroz pilaf. Elmantel estaba cubierto de innumerables cuencos,pequeños, medianos y grandes. Nos sentamos ycomimos distintos manjares de los distintoscuencos, cada uno en el orden que le agradara.Comimos deprisa, como manda la costumbre, puescomer es lo único que los persas hacen deprisa. Lamontaña de arroz humeaba en el centro de la sala.El mulá dijo una breve oración.

A mi lado estaba sentado mi primo BahramKan. Comía poco y me miraba con curiosidad.

«¿Te gusta Persia?»«Sí, mucho.»«¿Cuánto tiempo quieres quedarte?»

«Hasta que los turcos conquisten Bakú.»«Te envidio, Alí Kan.»Su voz mostraba gran admiración. Enrolló

una torta de pan y la llenó de arroz caliente.«Te pusiste tras la ametralladora y viste las

lágrimas en los ojos de tu enemigo. La espada deIrán está herrumbrosa. Nos entusiasmamos porpoemas que Firdusi escribió hace un milenio ydistinguimos un verso de Dakiki de uno de Rudakisin errores. Pero ninguno de nosotros sabeconstruir una carretera o comandar un regimiento.»

«Carreteras», repetí yo y pensé en el melonarde Mardakan, bañado por la luz de la luna. Erabueno que en Asia nadie supiera construircarreteras. De no ser así, el caballo de Karabajjamás alcanzaría a un automóvil europeo.

«¿Para qué necesitas las carreteras, BahramKan?»

«Para transportar camiones con soldados.Aunque los ministros afirmen que no necesitamossoldados. ¡Pero los necesitamos! Necesitamosametralladoras, escuelas, hospitales, un sistema deimpuestos que funcione, leyes nuevas y gente como

tú. Lo que menos falta nos hace son los antiguosversos a cuyo son nostálgico Irán se estáarruinando. Pero hay otras canciones. ¿Conoces elpoema del poeta Ashraf, que vive en Guilán?» Seinclinó hacia delante y recitó en voz baja: «Dolory pena asaltan la patria. Levanta, sigue al féretrode Irán. Han matado a la juventud en el cortejofúnebre de Irán. La luna, los campos, las colinas ylos valles están rojos con su sangre».

«Qué rimas más horribles, que diría elpríncipe, pues ofenderían profundamente a susentido del arte.»

«Hay otro poema aún más bello», insistióBahram Kan, «su autor lleva el nombre de MirzaAga Kan. Escucha: “Que a Irán le sea ahorrado eldestino de ser dominado por enemigos infieles. Lanovia Irán no debe compartir el lecho del novioRusia. Su belleza sobrenatural no debe servir parael placer del lord inglés”.»

«No está mal», le dije, y sonreí, porque laprimera diferencia entre la joven Persia y la viejaera la mala poesía. «Pero dime, Bahram Kan, ¿quépretendes exactamente?»

Se sentó rígido en la alfombra de color rojopálido y dijo: «¿Has estado en la plaza de MaidaniSipeh? Allí hay cien cañones viejos yherrumbrosos, y sus bocas miran a todos lospuntos cardinales. ¿Sabes que en toda Persia losúnicos cañones que hay son estos, polvorientaherencia de una raza moribunda? ¿Que no hay niuna fortaleza, ni un solo barco de guerra y casiningún soldado aparte de los cosacos rusos, lainfantería inglesa y cuatrocientos gordosbabadures de la guardia de palacio? Observa a tutío o al príncipe o a todos los dignatarios con suspomposos títulos. Ojos vidriosos y manos sinfuerza, arcaicas y herrumbrosas como los cañonesde la plaza de Maidani Sipeh. No vivirán muchotiempo. Y ya va siendo hora de que se retiren.Nuestro destino lleva demasiado tiempo en manosde príncipes y poetas. Persia es como la manoextendida de un viejo mendigo. Yo quiero que estapalma reseca se convierta en el puño cerrado deun joven. Quédate aquí, Alí Kan. Sé cosas de ti:cómo estuviste hasta el final tras la ametralladoradefendiendo la vieja muralla de Bakú, cómo en

una noche de luna le mordiste la nuca a unenemigo. Aquí hay más que una vieja muralla quedefender y tendrás más de una ametralladora. Esmejor que quedarse sentado en el harén o rebuscarentre las maravillas del bazar.»

Yo no dije nada, estaba perdido en mispensamientos. ¡Teherán! La ciudad más antigua delmundo. Roga-Rey la llamaban los babilonios.Roga-Rey, la ciudad del rey. El polvo de las viejasleyendas, el oro descolorido de palacios en ruinas.Las columnas enroscadas de la Puerta de losDiamantes, las líneas desvaídas de las viejasalfombras y los tranquilos ritmos de los sabiosrubaiyats: ¡allí estaban, ante mí, en el pasado, elpresente, el futuro!

«Bahram Kan», le dije, «cuando hayasconseguido tu objetivo, cuando hayas construidocarreteras asfaltadas y fortalezas y hayasintroducido los peores poetas en las más modernasescuelas, ¿qué pasará entonces con el alma deAsia?»

«¿El alma de Asia?» Sonrió. «Al fondo de laplaza de los Cañones construiremos un gran

edificio. Allí alojaremos el alma de Asia:banderas de mezquitas, manuscritos de poetas,dibujos al minio y efebos, que también ellospertenecen al alma de Asia. En la fachadaescribiremos en la más bella caligrafía cúfica lapalabra “Museo”. El tío Asad es-Saltaneh será elconservador, y su alteza imperial, el director. ¿Nosayudarás a construir este bello edificio?»

«Me lo pensaré, Bahram Kan.»La cena había terminado. Los invitados

estaban sentados en grupos dispersos por la sala.Me levanté y salí a la galería. El aire era fresco.Desde el jardín llegaba el perfume de las rosasiraníes. Me senté, me resbaló un rosario entre lasmanos y contemplé la noche. Allí enfrente, detrásde las cúpulas de adobe del bazar, estaba Shimrán.Allí estaba mi Nino, envuelta en almohadones yalfombras. Probablemente dormía, los labiosligeramente abiertos, los párpados henchidos delágrimas. Sentí una pena profunda. Todas lasmaravillas del bazar no bastaban para conseguirque sus ojos sonrieran de nuevo.

¡Persia! ¿Debía quedarme? ¿Entre eunucos y

príncipes, derviches y locos? ¿Construir carreterasasfaltadas, crear ejércitos, ayudar a que Europaavanzara un poco más al interior de Asia?

Y de pronto sentí que nada en el mundo, nadaera más importante para mí que la sonrisa en losojos de Nino. ¿Cuándo fue la última vez quesonrieron estos ojos? Hace mucho tiempo, enBakú, junto a la muralla desmoronada. Sentí depronto una terrible añoranza de mi ciudad. Vi antemí el muro cubierto de polvo y el sol poniéndosetras la isla de Nargin. Oí a los chacales queaullaban a la luna, más allá, junto a la Puerta delLobo Gris. La arena del desierto cubría la estepacercana a Bakú. Una tierra rica y henchida depetróleo se extendía a lo largo de la costa, losmercaderes regateaban junto a la Torre de laMuchacha, y por la calle Nikolái se llegaba alLiceo de Santa Tamara. Bajo los árboles del patiodel liceo estaba Nino, con un cuaderno en la mano,los ojos muy abiertos de asombro. De pronto habíadesaparecido el perfume de las rosas persas.Llamé a mi tierra como un niño a su madre,intuyendo vagamente que esta tierra ya no existía.

Sentí el claro aire del desierto y el ligero aroma amar, arena y petróleo de Bakú. Nunca debí dejaresa ciudad en la que Dios me trajo al mundo.Estaba atado a la vieja muralla como un perro a sucaseta. Miré al cielo. Las estrellas persas erangrandes y lejanas, como las piedras preciosas dela corona del sah. Hasta entonces nunca habíasentido de forma tan clara y consciente que yo eradiferente. Mi lugar era Bakú. Junto a la viejamuralla, a cuya sombra los ojos de Nino brillabanrisueños.

Bahram Kan me cogió el hombro: «Alí Kan,¿estás soñando? ¿Has pensado en mis palabras,quieres construir la casa del nuevo Irán?».

«Primo Bahram Kan», le dije, «te envidio:pues solo alguien que ha sido expulsado sabe loque es la propia tierra. No puedo construir el paísde Irán. Mi puñal se ha afilado en las piedras de lamuralla de Bakú.»

Me miró con tristeza.«Maynún», me dijo en árabe, que quiere

decir a la vez loco y enamorado.Era de mi sangre, y había adivinado mi

secreto. Me levanté. En la gran sala los dignatariosse inclinaban ante el príncipe, que ya se marchaba.Vi su delgada mano con los largos y finos dedos ylas uñas teñidas de rojo. No, yo no vine aquí aamortajar los versos de Firdusi, los suspiros deamor de Hafiz o las sabias sentencias de Saadi enun pomposo museo.

Entré en la sala y me incliné sobre la manodel príncipe. Sus ojos estaban tristes y ausentes,como presintiendo un destino amenazante. Despuésvolví a Shimrán, y en el coche iba pensando en laplaza de los Cañones herrumbrosos, en los ojoscansados del príncipe, en el sumiso silencio deNino y en el misterio de una decadencia de la queno había escapatoria.

25

En el mapa había una maraña de colores

chillones. Nombres de ciudades, montes y ríos semezclaban unos con otros hasta resultar ilegibles.Tenía extendido el mapa sobre el diván, y estabasentado delante con banderitas de colores en lamano. A mi lado había un periódico en cuyascolumnas los nombres de ciudades, montes y ríosestaban tan mal escritos como en el mapa decolores. Estaba inclinado sobre los dos y meesforzaba por asociar los errores del periódicocon lo ilegible del mapa. Puse una banderita verdeen un circulito. Junto al círculo ponía en letrasimpresas: «Elizavetpol (Ganja)». Las últimascinco letras cubrían ya los montes de Sanguldak.Según informaba el periódico, el letrado Fez AlíKan de Choja había proclamado en Ganja laRepública Libre de Azerbaiyán. La fila debanderitas verdes al este de Ganja representaba elejército que envió Enver para liberar a nuestro

pueblo. A su derecha, los regimientos de Nuri Bajáse acercaban a la ciudad de Agdash. A suizquierda, Mursal Bajá ocupaba los valles deElisu. En medio luchaban los batallones devoluntarios. Ahora el mapa resultaba claro ycomprensible. El cerco turco se cerraba poco apoco alrededor de la Bakú rusa. Con unos cuantosdesplazamientos más de las banderitas verdes, lasbanderas rojas del enemigo se agolparían en unmontón confuso en ese gran borrón con el nombrede Bakú.

Jahja Kuli, el eunuco, estaba de pie a miespalda haciendo un esfuerzo por seguir el extrañojuego al que yo me dedicaba. Tal vez eldesplazarse de las banderitas sobre el papel decolores le parecía el oscuro conjuro de unpoderoso hechicero. Quizá confundía la causa conel efecto y pensaba que bastaba con colocar lasbanderitas verdes sobre la mancha roja de Bakúpara, con ayuda de sobrenaturales fuerzas,arrebatar mi ciudad de las manos de los infieles.No quería molestarme en esta misteriosa labor ysolo me relataba el obligado informe con voz seria

y monótona:«Oh kan, cuando intentaba teñirle las uñas de

jena roja, tiró el cuenco y me arañó, aunque yo letraje la mejor jena que pude encontrar. Por lamañana la acerqué a la ventana, tomé con muchocuidado su cabeza entre las manos e intenté queabriera la boca. Al fin y al cabo es mi deber, ohkan, mirarle los dientes. Pero ella se zafó, alzó lamano derecha y me pegó en la mejilla izquierda.No me dolió mucho, pero resultó humillante.Perdona a tu esclavo, kan, pero no me atrevo aquitarle el vello del cuerpo. Es una mujer extraña.No lleva amuletos y no usa ningún remedio paraproteger a su hijo. Si nace niña, no te enojesconmigo, kan, enójate con Nino Hanum. Debe deestar poseída por un espíritu maligno, pues tiemblacuando la toco. Conozco a una vieja de la mezquitade Abdul Asim. Sabe expulsar a los malosespíritus. Quizá sería bueno hacerla venir. Datecuenta, kan: se lava la cara con agua helada, paraque se le estropee la piel. Se lava los dientes concepillos duros, para que le sangren las encías, enlugar de limpiárselos con el dedo índice de la

mano derecha mojado en pomada de olor, comohace todo el mundo. Solo un espíritu malignopuede haberle sugerido ideas así.»

Yo casi no lo escuchaba. Aparecía en mihabitación casi a diario para ofrecerme susmonótonos informes. Sus ojos mostrabanverdadera preocupación, porque era un hombrecon sentido del deber y se sentía responsable demi futuro hijo. Nino libraba contra él una luchajuguetona aunque tenaz. Le arrojaba almohadones,se paseaba sin velo por el muro de la casa, tirabalos amuletos por la ventana y había cubierto lasparedes de su cuarto con fotografías de todos susprimos de Georgia. Él me informaba de todo,afligido y horrorizado, y por las noches Nino sesentaba a mi lado en el diván y diseñaba el plan deataque para el día siguiente:

«Qué te parece, Alí Kan», decía, frotándosela mejilla pensativa, «¿le apunto esta noche conuna manguerita en la cara, o mejor le arrojo ungato cuando se haga de día? No, se me ocurre otracosa. Voy a ir todos los días a hacer gimnasia en lafuente, y él tendrá que hacerla conmigo, porque

está muy gordo. O mejor aún: simplemente le harécosquillas hasta que se muera. He oído que sepuede morir de cosquillas, y él tiene muchísimas.»

Meditaba sombrías venganzas hasta quedarsedormida, y al día siguiente el horrorizado eunucome informaba:

«Alí Kan, Nino Hanum está junto a la fuentehaciendo unos extrañísimos movimientos con losbrazos y las piernas. Tengo miedo, señor. Dobla elcuerpo hacia delante y hacia atrás como si notuviera huesos. Quizá esté adorando de estamanera a una deidad desconocida. Quiere que yoimite sus movimientos. Pero yo soy un buenmusulmán, kan, y solo me arrojo al polvo por Alá.Temo por sus huesos y por mi alma.»

No tendría ningún sentido despedir al eunuco.Otro vendría en su lugar, porque es inconcebibleuna casa sin eunucos. Nadie más puede vigilar alas mujeres que trabajan en la casa, nadie máspuede hacer cuentas, guardar el dinero y controlarlos gastos. Solo el eunuco, que no tiene deseos yno puede ser sobornado.

Por eso yo no decía nada y seguía mirando la

línea verde de banderitas que rodeaba Bakú… Eleunuco tosió, solícito: «¿Quiere que llame a lamujer de la mezquita de Abdul Asim?».

«¿Por qué, Jahja Kuli?»«Para ahuyentar a los espíritus malignos del

cuerpo de Nino Hanum.»Suspiré, pues era difícil que la sabia mujer de

la mezquita de Abdul Asim fuera capaz de hacerfrente al espíritu de Europa.

«No es necesario, Jahja Kuli. Yo mismo séhacer conjuros contra los espíritus. Ya lo pondrétodo en orden. Pero ahora mismo mi magia estáocupada con estas banderitas.»

Los ojos del eunuco expresaban miedo ycuriosidad. «Cuando las banderitas verdes hayanexpulsado a las rojas, entonces ¿su tierra serálibre? ¿Es así, kan?»

«Así es, Jahja Kuli.»«¿Y no puedes colocar directamente las

banderitas verdes donde tienen que estar?»«Eso no puedo, Jahja Kuli, mi poder no

alcanza.»Me miró muy preocupado: «Deberías pedir a

Dios que te diera ese poder. La semana que vieneempiezan las fiestas del mes de moharrán. Si se losuplicas a Dios en moharrán, te otorgará esepoder.»

Doblé el mapa sintiéndome cansado, confusoy triste a la vez. A la larga resultaba molestoescuchar el parloteo del eunuco. Nino no estaba encasa. Sus padres habían venido a Teherán, y Ninopasaba largas horas en la pequeña villa donde sealojaba la familia del príncipe. Allí se encontrabaen secreto con otros europeos; yo lo sabía pero nodecía nada porque me daba mucha pena. El eunucoseguía de pie esperando órdenes. Pensé en SaidMustafá. Mi amigo había venido unos días aTeherán desde Meshjed. Lo veía poco, porquepasaba sus días entre mezquitas, sepulcrossagrados y conversaciones de sabios conderviches harapientos.

«Jahja Kuli», dije finalmente, «ve a ver aSaid Mustafá. Vive junto a la mezquita deSepahsalar. Pídele que me honre con su visita.»

El eunuco se marchó. Me quedé solo. Eracierto que mi poder no alcanzaba para trasladar

las banderitas verdes hasta Bakú. En algún lugarde las estepas de mi tierra luchaban los batallonesturcos. Entre ellos estaban las tropas devoluntarios con la nueva bandera de Azerbaiyán.Conocía la bandera, sabía cuántas tropas había yqué luchas libraban. En las filas de voluntariosluchaba Ilias Beg. Yo anhelaba estar en el campode batalla, con su capa matutina de fresco rocío. Elcamino hacia el frente estaba cortado: patrullasinglesas y rusas vigilaban las fronteras. El anchopuente sobre el Araxes, que unía a Irán con elescenario de la guerra, estaba bloqueado conalambre de espino, ametralladoras y soldados.Cual un caracol que se mete en su casa, así seescondía Irán en su resguardada calma. Ni unhombre, ni un ratón, ni una mosca debían alcanzarla zona apestada en la que se luchaba, se disparabay se hacía poca poesía. Pero desde Bakú llegabanmuchos refugiados, entre ellos Arslán Aga, el niñocharlatán de gestos inquietos. Paseaba por lascasas de té y escribía artículos comparando lavictoria de los turcos con las campañas deAlejandro. Habían prohibido uno de sus artículos

porque el censor creyó notar en su ensalzamientode Alejandro un ataque secreto contra Persia, queantaño conquistara Alejandro. Desde entoncesArslán Aga se proclamaba mártir de susconvicciones. Vino a visitarme y me contó congran detalle las hazañas que supuestamente yohabía realizado durante la defensa de Bakú. En susfantasías, legiones de enemigos desfilaron junto ami ametralladora con la sola intención de que yolos disparara. El mismo había pasado esos días delucha en el sótano de una imprenta redactando unosllamamientos patrióticos que nadie proclamó. Melos leyó y me pidió que le expresara quésentimientos experimenta un héroe en la luchacuerpo a cuerpo. Le cerré la boca con dulces y leacompañé hasta la puerta. Dejó tras de sí el olor atinta de imprenta y un grueso cuaderno en blancopara que hiciera constar las sensaciones del héroeen combate. Al ver las hojas blancas pensé en lasmiradas tristes y ausentes de Nino, pensé en loenmarañada que era mi vida, y cogí la pluma. No,no para describir las sensaciones del héroe en elcombate cuerpo a cuerpo, sino para dibujar el

camino que nos había llevado a Nino y a mí hastael jardín perfumado de Shimrán y que desterró lasonrisa de sus ojos.

Me senté a escribir con la pluma persa debambú cortado. Ordené los apuntes sueltos queempecé ya en el instituto y el pasado resurgió antemí. Hasta que entró en la habitación Said Mustafáy apoyó en mi hombro su cara picada de viruelas.

«Said», le dije, «mi vida ha caído en eldesorden. El camino hacia el frente está cerrado,Nino ya no se ríe, y yo derramo tinta en lugar desangre. ¿Qué puedo hacer, Said Mustafá?»

Mi amigo me miró tranquilo y penetrante.Llevaba una túnica negra y tenía la cara másdelgada. Su cuerpo enjuto parecía encorvarse bajoel peso de un secreto. Se sentó y dijo: «Con lasmanos no puedes conseguir nada, Alí Kan. Pero elhombre posee más que meras manos. Mira mitúnica y entenderás lo que quiero decir. En elmundo de lo invisible se encuentra el poder sobrelos hombres. Si atisbas el secreto, participarás deese poder».

«No entiendo qué quieres decir, Said. Me

duele el alma, y busco un camino para salir de lastinieblas.»

«Estás mirando hacia lo terreno, Alí Kan, yolvidas lo invisible, lo que rige a lo terreno. En elaño 68o de la hégira murió Huseín, el nieto delprofeta, cerca de Kerbala. Era el redentor y elmisterioso. El todopoderoso pintó con su sangre elsol naciente y el poniente. Doce imanes hangobernado la comunidad del chiismo, a nosotros,los chiíes: el primero fue Huseín y el último es elimán del último día, de lo invisible, que sigue hoyguiando en secreto al pueblo chií. Visible en todolugar a través de su actividad y, sin embargo,inalcanzable: así es el imán oculto. Yo lo veo en lasalida del sol, en la maravilla de la cosecha, en latormenta marina. Oigo su voz en el tableteo de laametralladora, en el gemido de una mujer y en elsilbido del viento. Y el invisible ordena: ¡que seael duelo la suerte del chiismo! Duelo por la sangrede Huseín, derramada en la arena del desiertocerca de Kerbala. Hay un mes del año dedicado alduelo, el mes de moharrán. Los que tengan unapena la lloran durante el mes de duelo. En el

décimo día de moharrán se cumple la suerte delchiismo: pues es este el día en que murió elmártir… El dolor que asumió el joven Huseín, esees el dolor que ha de caer sobre los hombros delos creyentes. El que asume una parte de este dolorparticipa de una parte de la gracia. Por eso elcreyente hace penitencia en el mes de moharrán, yen el dolor de la mortificación se revela a losdesorientados el camino de la gracia y el placer dela redención. Este es el secreto del moharrán.»

«Said», le dije, cansado e irritado, «te hepreguntado cómo puedo hacer que la alegríavuelva a mi casa, porque me embarga unasofocante tristeza, y tú me cuentas saberes sacadosde la clase de religión. ¿Pretendes que me paseepor las mezquitas golpeándome en la espalda concadenas de hierro? Soy creyente y cumplo lasobligaciones de la doctrina. Creo en el secreto delo invisible, pero no creo que el camino hacia mifelicidad pase por el misterio del santo Huseín.»

«Yo creo que sí, Alí Kan. Me has preguntadopor el camino, y te lo estoy mostrando. Noconozco ningún otro. Ilias Beg vierte su sangre en

el frente, cerca de Ganja. Tú no puedes ir a Ganja.Dedica, por tanto, tu sangre a lo invisible, que telo exige en el décimo día de moharrán. No digasque el sacrificio sagrado no tiene sentido; en elmundo del dolor no hay nada sin sentido.

Lucha por tu tierra en el moharrán, comohace Ilias en Ganja.»

No le contesté. Entró en el patio el coche decaballos de ventanas de cristal esmerilado y trasellos se veía borrosa la cara de Nino. Se abrió lapuerta hacia el jardín del harén, y de pronto SaidMustafá tenía mucha prisa.

«Ven a verme mañana a la mezquita deSepahsalar. Así podremos seguir hablando.»

26

Estábamos tumbados en el diván, entre los

dos el tablero de nardi con incrustaciones demadreperla y las piezas de marfil. Le habíaenseñado a Nino este juego persa de dados, yahora nos apostábamos tomanes de plata, anillos,besos y los nombres de nuestros futuros hijos.Nino perdía, contaba sus deudas y volvía a tirarlos dados. Le brillaban los ojos de la emoción ycogía con los dedos las pequeñas fichas de marfilcomo si fueran preciosas alhajas.

«Me vas a arruinar, Alí», dijo Nino con unsuspiro, alcanzándome los ocho tomanes de plataque le acababa de ganar.

Apartó el tablero, apoyó la cabeza en mirodilla, miró al techo, pensativa, y se puso a soñar.Era un buen día, porque Nino estaba colmada porel sentimiento de una venganza satisfecha. Sucedióde este modo:

Por la mañana temprano ya retumbaban por la

casa quejas y gemidos. Su enemigo, Jahja Kuli,apareció con la mejilla hinchada y el rostrodesfigurado.

«Me duele una muela», dijo, con cara dequererse suicidan Los ojos de Nino brillaron detriunfo y placer. Lo llevó a la ventana, leinspeccionó la boca y frunció el ceño. Luegomovió la cabeza con preocupación. Cogió unacuerda fuerte y la enrolló en la muela picada deJahja Kuli. El otro extremo de la cuerda lo sujetóal picaporte de una puerta abierta.

«Así», dijo, corrió hacia la puerta y la cerróde un golpe con todas sus fuerzas. Con un gritoestremecedor el eunuco cayó al suelo espantado ymiró fijamente el elegante arco de la muela en posdel picaporte.

«Dile, Alí Kan, que eso le pasa por limpiarselos dientes con el dedo índice de la manoderecha.»

Lo traduje fielmente, mientras Jahja Kulicogía la muda del suelo. Pero la sed de venganzade Nino no había sido aún aplacada ni muchomenos:

«Dile, Alí Kan, que aún no está curado. Tieneque tumbarse en la cama unas seis horas y ponersecompresas calientes en la mejilla. Y no comernada dulce en una semana, por lo menos.»

Jahja Kuli asintió y se fue, liberado y a la vezimpresionado.

«No te da vergüenza, Nino», le dije, «robarlea un pobre hombre su última alegría.»

«Se lo tiene merecido», dijo Nino sincorazón, y trajo el tablero de nardi. Como perdióla partida, en cierto modo se restableció lajusticia.

Ahora miraba al techo y sus dedos meacariciaban la barbilla.

«¿Cuándo conquistarán Bakú, Alí?»«En dos semanas, probablemente.»«Catorce días», suspiró; «echo de menos

Bakú y ¿sabes qué?, estoy deseando que entren losturcos, al final ha resultado todo tan distinto.Aunque tú te encuentras muy bien aquí, yo todoslos días me siento humillada.»

«¿Por qué humillada?»«Todo el mundo me trata como si fuera un

objeto muy caro y muy frágil. No sé cómo seré decara, pero no soy ni frágil ni un objeto. ¿Teacuerdas de Daguestán? Allí todo era distinto. No,no me siento bien aquí. Si Bakú no es liberadapronto nos tendremos que marchar a otro sitio. Nosé nada de los poetas de los que este país está tanorgulloso pero sí sé que en la fiesta de Huseín lagente se desgarra el pecho, se asesta puñaladas enla cabeza y se azota la espalda con cadenas dehierro. Hoy se han ido de la ciudad muchoseuropeos para no estar presentes en esteespectáculo. Todo ello me repugna. Aquí me sientocomo expuesta a un arbitrio que en cualquiermomento puede caerme encima.»

Su dulce rostro me miró desde abajo. Susojos estaban más oscuros y profundos que nunca.Tenía las pupilas dilatadas y la mirada suave ydirigida hacia dentro. Solo los ojos de Ninodelataban su embarazo.

«¿Tienes miedo, Nino?»«¿De qué?» Su voz sonó sinceramente

sorprendida.«Hay mujeres que tienen miedo.»

«No», dijo seria Nino, «no tengo miedo. Medan miedo los ratones, los cocodrilos, losexámenes y los eunucos. Pero no esto. Si así fueratambién debería temer a los resfriados delinvierno.»

La besé en los frescos párpados. Se levantó yse echó el pelo para atrás.

«Me voy a ver a mis padres, Alí Kan.»Asentí, aunque bien sabía que en la pequeña

villa de los Kipiani se incumplían todas las reglasdel harén. El príncipe recibía a amigos georgianosy a diplomáticos europeos. Nino tomaba el té,comía bizcochos ingleses y charlaba con el cónsulholandés sobre Rubens y sobre el problema de lamujer en Oriente.

Se marchó, y vi salir del patio el coche de lasventanas esmeriladas. Al quedarme solo pensé enlas banderitas verdes y los pocos centímetros depapel de colores que me separaban de mi tierra.La habitación estaba medio a oscuras. Los blandosalmohadones del diván olían aún al suave perfumede Nino. Resbalé hasta el suelo y mi mano agarróel rosario. En una pared de la habitación había

colgado un león de plata con la espada en la garraizquierda. Lo miré desde abajo. La espada de platabrillaba en la pesada zarpa. Me sobrevino unasensación de debilidad e impotencia. Me dabavergüenza estar sentado a la sombra del león deplata mientras el pueblo se desangraba en lasestepas cercanas a Ganja. Yo también era unobjeto. Un objeto caro, protegido y cultivado. UnShirvanshir, destinado a recibir más pronto o mástarde un pomposo título en la corte y a expresardelicados sentimientos en delicado lenguajeclásico. Mientras tanto, el pueblo se desangraba enla llanura de Ganja. El león de plata sonreía en lapared. El puente fronterizo sobre el Araxes estababloqueado y no había ningún camino entre la tierrade Irán y el alma de Nino.

Tiré del rosario. Se rompió el hilo y lasbolitas amarillas rodaron por el suelo.

A lo lejos retumbaron los golpes sordos de untamboril. Sonaban como una llamadaamenazadora, como una exhortación de loinvisible. Me acerqué a la ventana. La calle estabaabrasadora y polvorienta. El sol caía casi vertical

sobre Shimrán. Los golpes de tambores seacercaron, su ritmo acompañado de breves gritosmil veces repetidos: «Shab-ssé… Wah-ssé: SahHuseín… dolor Huseín».

Por la esquina apareció la procesión. Manosfuertes sujetaban sobre la multitud tres enormesbanderas, bordadas de pesado oro. En una de ellasestaba escrito en letras doradas el nombre de Alí,el amigo de Alá en la tierra. Sobre la superficie deterciopelo negro de la segunda bandera sedibujaban, a la vez bendición y rechazo, las anchaslíneas de la palma de una mano izquierda: la manode Fátima, la hija del profeta. Y con letras queparecían cubrir el cielo, en la tercera banderahabía escrita una única palabra: Huseín, el nietodel profeta, mártir y redentor.

Lentamente, la multitud avanzaba por la calle.Delante, en túnicas de luto negro, con la espaldadescubierta y pesadas cadenas en la mano, iban losdevotos penitentes. Levantaban la mano al ritmo delos tambores y las cadenas recorrían sus hombrosenrojecidos y sangrientos. Detrás de ellos iban, enun ancho semicírculo —repitiendo sus dos pasos

hacia delante y un paso hacia atrás—, hombres deanchas espaldas. Su grito bronco retumbaba por lacalle: «Shah-ssé… Wah-ssé», y a cada grito lospuños cerrados golpeaban con fuerza sorda contrael pecho abierto y velludo. Les seguían losdescendientes del profeta, con la cabeza gacha,llevando el fajín verde propio de su rango. Detrásde ellos, con las blancas túnicas de la muerte, losmártires del moharrán. Con la cabeza afeitada yen la mano largos puñales. Los rostros sombríos,taciturnos, hundidos en otro mundo. «Shah-ssé…Wah-ssé.» Los puñales refulgían y zumbaban alcaer sobre los cráneos afeitados.

Las túnicas de los mártires estaban cubiertasde sangre. Uno de ellos tropezó y sus amigoscorrieron hacia él y lo sacaron de la multitud. Ensus labios jugueteaba una sonrisa de felicidad.

Yo seguía en la ventana. Me asaltó unsentimiento desconocido. Una llamada insistente ami alma, embargado de exigencia de entrega. Vigotas de sangre en el polvo de la calle y eltamboril sonó tentador y liberador. Ahí estaba: elsecreto de lo invisible, la puerta al dolor que lleva

a la gracia de la redención. Apreté los labios. Mismanos se agarraron al alféizar con más firmezaaún. A mi lado pasó la bandera de Eluseín. Almirar la mano de Fátima, todo lo visible a mialrededor desapareció. Oí de nuevo el sordoretumbar de los tambores, en mí entró la armoníade los salvajes gritos y, de pronto, yo mismo eraparte de la multitud. Caminaba entre los hombrosanchos y mis puños cerrados martilleaban contrami pecho descubierto. Más tarde sentí la frescaoscuridad de una mezquita y escuché la llamadaquejumbrosa del imán. Alguien me puso la pesadacadena entre las manos y percibí un dolor ardienteen la espalda. Pasaron horas. Ante mí había unagran plaza, y en mi garganta se agolpaba, salvaje yjubiloso, el antiguo grito: «Shah-ssé… Wah-ssé».Delante de mí había un derviche con la carafatigada. Tras la piel marchita se le veían lascostillas. Los ojos de los que rezaban estabanfijos. Mientras cantaban cruzó la plaza un caballocon la gualdrapa cubierta de sangre: el caballo deljoven Huseín. El derviche de la cara fatigada soltóun grito agudo y prolongado. Su cuenco de cobre

salió volando y él se tiró bajo los cascos delcaballo. Yo me tambaleé. Los puños cerradoshacían redobles en el pecho. «Shah-ssé… Wah-ssé.» La multitud estaba jubilosa. A mi lado sellevaron a un hombre con la túnica blancamanchada de sangre. Desde lejos llegaroninnumerables antorchas llameantes que mearrastraban consigo. Estaba sentado en el patio deuna mezquita y a mi alrededor la gente llevabasombreros altos y redondos y tenía lágrimas en losojos. Alguien cantó la canción del joven Huseín yse ahogó en un ataque de dolor. Me levanté. Lamultitud entera se daba media vuelta. Era unanoche fresca. Pasamos por los edificiosgubernamentales y vimos en los mástiles lasbanderas negras. La interminable fila de antorchasparecía un río en el que se reflejan las estrellas.Rostros encapuchados miraban por las esquinas. Alas puertas de los consulados había patrullasarmadas con bayonetas. Las azoteas de las casasestaban cubiertas de gente. En la plaza de losCañones, una caravana de camellos cruzaba juntoa las filas de gente rezando; sonaban gritos

quejumbrosos, las mujeres caían al suelo con losmiembros en convulsiones a la luz de la luna. Enlas sillas de los camellos iba la familia del jovensanto. Detrás, a lomos de un corcel negro, con lacara tapada con visera de sarraceno, cabalgaba elfuribundo califa Yesid, el asesino del santo. Por laplaza volaban piedras que rozaron la visera delcalifa. Cabalgó más rápido y se escondió en elpatio del pabellón del sah Nasrudín. Larepresentación de la pasión del joven empezaría aldía siguiente. También en la Puerta de losDiamantes del palacio imperial había banderasnegras a media asta. Los babadures de guardiallevaban crespones negros y la cabeza gacha. Elemperador no estaba. Se encontraba en su palaciode verano de Baguesha. La multitud se vertía porla calle de Ala ed-Davleh, y de pronto me quedésolo en una desierta plaza de los Cañones, sumidaen la oscuridad. Las bocas de las herrumbrosaspiezas de artillería me contemplaban conindiferencia. Me dolía el cuerpo, como siestuviera desgarrado por mil azotes. Me toqué elhombro y sentí una gruesa costra de sangre. Me

estaba mareando. Crucé la plaza y me acerqué a uncoche de punto que iba vacío. El cochero me mirólleno de comprensión y lástima. «Cogeexcrementos de paloma y mézclalos con aceite.Úntate con esto las heridas. Es muy bueno», dijocon aire experto. Cansado, me dejé caer sobre elasiento. «A Shimrán», pedí, «a la residenciaShirvanshir.» El cochero hizo restañar la fusta. Mellevó por las calles llenas de baches dándose lavuelta de vez en cuando. Me dijo, con la voz llenade admiración: «Debes de ser un hombre muydevoto. Reza también por mí alguna vez. Yo tengoque trabajar y no tengo tiempo. Me llamo SorhabYusuf».

Las lágrimas resbalaban por el rostro de

Nino. Estaba sentada en el diván con las manosentrelazadas, desvalida, y lloraba sin cubrirse lacara. Tenía las comisuras de los labios caídashacia abajo, la boca abierta, y surcos profundos dela mejilla a la nariz. Rompió en sollozos y le

tembló todo el cuerpo. No decía palabra. Lágrimasclaras le goteaban de las pestañas, caían a lasmejillas y resbalaban por el rostro indefenso. Yoestaba ante ella, conmovido por el torrente de sudolor. No se movía, no se enjugaba las lágrimas,los labios le temblaban como las hojas de otoño alviento. Le cogí las manos. Estaban frías, sin vida,extrañas. Le besé los ojos húmedos y ella me mirósin comprender, ausente.

«Nino», la llamé, «Nino, ¿qué te ocurre?»Se acercó la mano a la boca, como para

cerrarla. Cuando la dejó caer de nuevo, en eldorso de la mano se dibujaban con claridad lashuellas de sus dientes.

«Te odio, Alí Kan.» Su voz sonabaprofundamente asustada.

«¡Nino, estás enferma!»«No: te odio.»Se mordía el labio inferior; sus ojos eran

como los de un niño enfermo y herido. Miró conhorror mi túnica desgarrada y mis hombrosdesnudos y amoratados.

«¿Qué te pasa, Nino?»

«Te odio.»Se acurrucó en un rincón del diván, subió las

piernas y apoyó la barbilla en la punta de larodilla. El río de lágrimas se había secado derepente. Me contemplaba con ojos tristes,tranquilos y ajenos.

«¿Qué es lo que he hecho, Nino?»«Me has mostrado tu alma, Alí Kan.»

Hablaba en voz baja y monótona, como en unsueño. «Estaba en casa de mis padres. Tomamos elté y el cónsul holandés nos invitó a su casa. Viveen la plaza de los Cañones. Quería enseñarnos lafiesta más salvaje del Oriente. Estábamos en laventana, mientras la corriente de fanáticos pasabajunto a nosotros. Al oír el tamboril y ver losrostros salvajes me sentí mal. “Orgía deflagelantes”, dijo el cónsul cerrando la ventana,porque desde la calle entraba olor a sudor ysuciedad. De pronto oímos unos gritos salvajes.Miramos por la ventana y vimos a un dervicheharapiento que se tiraba bajo los cascos delcaballo. Y entonces, entonces, el cónsul señaló conla mano y dijo asombrado: “¿No es ese…?”. No

terminó la frase. Miré en la dirección de su dedo yvi en medio de esos locos a un persa con la túnicadesgarrada que se golpeaba el pecho y se fustigabala espalda con una cadena. ¡Y ese hombre eras tú,Alí Kan! Sentí vergüenza de ser tu esposa, laesposa de un fanático salvaje. Seguí todos tusmovimientos, sintiendo la mirada compasiva delcónsul. Creo que después tomamos el té ocomimos algo, ya no me acuerdo. Me costabatrabajo mantenerme en pie, pues vi de repente elabismo que nos separa. Alí Kan, el joven Huseínha destruido nuestra felicidad. Te veo como unsalvaje entre salvajes supersticiosos y nunca máste podré ver de otra manera.»

Se quedó callada. Allí estaba ella, rota dedolor porque yo había intentado encontrar mi tierray mi paz en lo invisible.

«¿Qué va a pasar ahora, Nino?»«No lo sé. Ya no podremos ser felices.

Quiero irme de aquí, irme a algún sitio dondepueda mirarte a los ojos sin ver al loco de la plazade los Cañones. Deja que me vaya, Alí Kan.»

«¿Adonde, Nino?»

«Ay, no lo sé.» Sus dedos tocaron mi espaldaherida; «pero ¿por qué lo has hecho?»

«Por ti, Nino, pero tú no quieres entenderlo.»«No», dijo, desconsolada. «Quiero irme de

aquí. Estoy cansada, Alí Kan. Asia es horrible.»«¿Me quieres?»«Sí», dijo desesperada, y dejó caer las manos

en el regazo.La cogí en brazos y la llevé al dormitorio. La

desnudé mientras pronunciaba palabras confusasllenas de un miedo febril.

«Nino», le dije, «solo un par de semanas, ynos iremos a casa, a Bakú.»

Asintió soñolienta y cerró los ojos. Mediodormida, me cogió la mano y la apretó con fuerzacontra sus costillas. Así estuve un buen rato,sintiendo los latidos de su corazón bajo la palmade mi mano. Después me desnudé yo y me tumbé asu lado. Su cuerpo estaba caliente; dormía comolos niños, sobre el costado izquierdo, con larodilla hacia arriba y escondiendo la cabeza bajola manta.

Se levantó temprano, saltó por encima de mí

y corrió a la habitación de al lado. Tardó mucho enlavarse, chapoteó en el agua y no me dejó entrar…Después salió sin mirarme a los ojos. En la manollevaba un cuenquito con ungüento. Me lo frotó enla espalda, con conciencia de culpa.

«Tendrías que haberme pegado, Alí Kan»,dijo, con voz de niña buena.

«No podía, me había pasado el díapegándome a mí mismo, y no me quedaban yafuerzas.»

Guardó el ungüento y el eunuco le trajo té. Selo bebió deprisa mirando tímidamente el jardín.De pronto me miró fijamente a los ojos y me dijo:«No hay nada que hacer, Alí Kan. Te odio, ymientras nos quedemos en Persia te seguiréodiando. No lo puedo evitar».

Nos levantamos, salimos al jardín y nossentamos en silencio junto a la fuente. Pasó porallí el pavo real y el coche de caballos de mipadre entró haciendo ruido en el patio de la casade los hombres. De pronto, Nino torció la cabeza aun lado y dijo: «Con un hombre al que odiotambién puedo jugar a los dados».

Fui a buscar el tablero de nardi y jugamostristes y confusos… Después nos tumbamos en elsuelo y nos inclinamos sobre el estanque paramirar nuestro reflejo. Nino metió la mano en elagua clara y nuestros rostros quedarondesfigurados en las ondas.

«No estés triste, Alí Kan. No es a ti a quienodio. Odio este país extraño y sus extrañas gentes.Se me pasará en cuanto estemos en casa y encuanto…»

Apoyó la cara en la superficie del agua ypermaneció así un rato; luego alzó la cabeza ygotas de agua le resbalaron de las mejillas y labarbilla. «Sí que va a ser un varón, pero para esoaún quedan siete meses.»

Le sequé la cara y le besé las frías mejillas.Y ella sonrió.

Ahora nuestro destino dependía de losregimientos que marchaban por la llanura deAzerbaiyán, quemada por el sol, hacia la viejaciudad de Bakú, sitiada por torres de perforación yocupada por el enemigo.

A lo lejos sonaron de nuevo los tambores del

santo Huseín. Agarré a Nino de la mano, la llevécorriendo dentro de la casa y cerré las ventanas.Fui a buscar el gramófono y las agujas más fuertes.Después puse un disco, y una profunda voz de bajorugió estruendosa el aria de oro del Fausto deGounod. Era el disco más ruidoso que se podíaencontrar, y mientras Nino se abrazaba a mí conmiedo, el poderoso bajo ahogó los sordos golpesde los tambores y ese antiquísimo grito: «Shah-ssé… Wah-ssé».

27

En los primeros días del otoño persa el

ejército de Enver ocupó Bakú. La noticia recorriólos bazares, las casas de té y los ministerios. Losúltimos defensores de la ciudad, hambrientos yseparados del resto de sus ejércitos, arribaron alos puertos de Persia y Turquestán. Contaban quela bandera roja con la media luna blanca ondeabavictoriosa sobre la vieja ciudadela. Arslán Agapublicó descripciones fantásticas sobre la entradade los turcos en periódicos de Teherán y mi tíoAsad es-Saltaneh prohibió los periódicos, porqueodiaba a los turcos y porque creía que así leshacía un favor a los ingleses. Mi padre fue ahablar con el primer ministro y este, después dedudarlo un poco, autorizó la reanudación de laconexión marítima entre Bakú y Persia. Viajamoshasta Enseli, donde el vapor Nasrudín recogió unbatallón de refugiados que volvían a su tierralibertada.

En el muelle de Bakú había fornidos soldadoscon altos gorros de piel. Ilias Beg saludó con ladaga al modo militar, y el coronel turco pronuncióun discurso haciendo un esfuerzo por amoldar susuave turco de Estambul al tosco sonido de nuestrodialecto. Entramos en nuestra casa, que había sidodevastada y desvalijada, y durante días y semanasNino se convirtió en ama de casa. Negociaba conlos carpinteros, rebuscaba por las tiendas demuebles y medía con cara de preocupación ellargo y el ancho de nuestras habitaciones. Mantuvomisteriosas conversaciones con arquitectos y unbuen día la casa se llenó del ruido de los obreros ydel olor a pintura, a madera y a argamasa.

En medio de este caos doméstico estabaNino, radiante y consciente de su responsabilidad,porque había recibido carta blanca para laelección de los muebles, los estilos y losempapelados.

Por las noches me informaba avergonzada yfeliz: «Enfádate con tu Nino, Alí Kan. Heencargado camas, camas de verdad en lugar dedivanes. Las paredes van a ser de color claro y las

alfombras estarán en el suelo. La habitación delniño la pintaremos de blanco. Va a ser totalmentedistinto al harén persa».

Me abrazó por el cuello y frotó su cara contrami mejilla, porque tenía mala conciencia. Despuéstorció la cabeza a un lado, su fina lengua leresbaló por los labios e intentó, con esfuerzo,alcanzar la punta de la nariz. Es lo que hacíasiempre ante los momentos difíciles de la vida:exámenes, visitas al médico o funerales. Yorecordaba la fiesta del joven Huseín y le dejabahacer, aunque me dolía pensar que tendría quepisar las alfombras y sentarme a mesas europeas.Solo me quedaría la azotea con vistas al desierto.Nino no había sugerido reformar la azotea.

La casa estaba llena de cal, polvo y ruido.Me senté en la azotea con mi padre, torciendo lacabeza hacia un lado, y me pasé la lengua por loslabios, como hacía Nino, con conciencia de culpaen los ojos. Las miradas de mi padre eranburlonas:

«No hay nada que hacer, Alí Kan. La casa esel ámbito de la mujer. Nino soportó bien Persia,

aunque no era nada fácil para ella. Y ahora te tocaa ti. No olvides lo que te decía: Bakú se haconvertido en Europa. ¡Para siempre! La frescaoscuridad de las habitaciones cerradas y lasalfombras rojas en la pared son cosas persas.»

«¿Y tú, padre?»«Yo también soy persa, y allí me iré en cuanto

haya conocido a tu hijo. Viviré en nuestra casa deShimrán mientras llegan también hasta allí lascamas y las paredes blancas.»

«Yo tengo que quedarme aquí, padre.»Asintió con gravedad. «Lo sé. Amas esta

ciudad, y Nino ama Europa. Pero a mí me resultanmolestos la nueva bandera, el ruido del nuevoEstado y el olor a impiedad que cuelga sobrenuestra ciudad.»

Miraba tranquilamente hacia delante y derepente se parecía a su hermano Asad es-Saltaneh.

«Soy un hombre viejo, Alí Kan. Detesto lasnovedades. Tú tienes que quedarte aquí. Eresjoven y valiente, y el país de Azerbaiyán te va anecesitar.»

Al crepúsculo estuve paseando por las calles

de mi ciudad. Por las esquinas había patrullasturcas, rudas y robustas, de mirada distraída.Saludé a los oficiales y me hablaron de lasmezquitas de Estambul y las noches de verano enTatlisu. En la antigua sede del gobernador ondeabala bandera del nuevo Estado, y el Parlamento sealojaba en el colegio. La vieja ciudad parecíasumergida en una vida de baile de máscaras. Elabogado Fez Alí Kan era primer ministro y dictabaleyes, decretos y órdenes. Mirza Asadulah,hermano de aquel Asadulah que quería matar atodos los rusos de la ciudad, era ministro deExteriores y estaba negociando pactos con lospaíses vecinos. La desconocida sensación de serun Estado independiente me emocionó y de prontoamé el nuevo escudo, los uniformes, cargos yleyes. Por primera vez me sentía verdaderamenteen casa en mi propia tierra. Los rusos pasaban ami lado deslizándose tímidamente y mis antiguosprofesores me saludaban con respeto.

Por las noches se jugaba en el casino a lamanera del país, podíamos dejarnos puesto elsombrero, e Ilias Beg y yo agasajábamos a los

oficiales turcos que iban y venían del frente. Noscontaban historias del sitio de Bagdad y de lacampaña del desierto del Sinaí. Conocían lasdunas de arena de Tripolitania, los caminosenfangados de Galitzia y las tormentas de nieve delas montañas de Armenia. Bebían champán, apesar de los mandamientos del profeta, y hablabande Enver y del futuro imperio de Turán, quereuniría a todos los hombres de sangre turca. Yobebía de sus palabras lleno de admiración yentrega, porque todo esto era tan irreal e imprecisocomo un bello sueño inolvidable. Un día sonómúsica militar por las calles de la ciudad. El bajá,montado alto en su corcel, con el pecho cubiertode medallas, pasaba revista y saludaba a la nuevabandera. Estábamos muy orgullosos y agradecidos,habíamos olvidado todas las diferencias entresuníes y chiíes y estaríamos dispuestos a besar lahuesuda mano del bajá y a morir por el califaotomano. Solo Said Mustafá se mantenía almargen, y en su rostro había odio y desprecio.Descubrió una cruz militar búlgara entre lasestrellas y las medias lunas que cubrían el pecho

del bajá, y reprobaba que en el pecho de unmusulmán se llevara el símbolo de la fe extranjera.

Después del desfile, Illas, Said y yo nossentamos en el paseo marítimo; de los árbolescaían hojas otoñales mientras mis amigos discutíanobstinadamente sobre los fundamentos del nuevoEstado. Las campañas militares y la batalla deGanja, las conversaciones con jóvenes oficialesturcos y la experiencia de la guerra habíanconvencido firmemente a Ilias Beg de que nuestropaís solo podría protegerse de una nueva invasiónrusa con rápidas reformas a la europea.

«Se pueden construir fortalezas, introducirreformas y trazar carreteras y aun así seguir siendoun buen musulmán», exclamó con dramatismo.

Said tenía el ceño fruncido y los ojoscansados. «Sigue por ese camino, Ilias Beg», dijotranquilamente, «y dime que se puede beber vino,comer carne de cerdo y seguir siendo un buenmusulmán. Pues los europeos descubrieron hacemucho tiempo que el vino es muy sano y el cerdomuy nutritivo. Por supuesto que se puede seguirsiendo un buen musulmán, solo que en la puerta del

paraíso el arcángel no querrá creerlo.»Ilias se rio: «Entre hacer ejercicios militares

y comer carne de cerdo sigue habiendo una enormediferencia».

«Pero no entre comer cerdo y beber vino. Losoficiales turcos beben champán en público yllevan cruces en el pecho.»

Yo escuchaba a mis amigos. «Said», lepregunté, «¿se puede ser un buen musulmándurmiendo en una cama y comiendo con cuchillo ytenedor?»

Said sonrió casi con ternura. «Tú serássiempre un buen musulmán. Te vi el día demoharrán.»

Yo no dije nada. Ilias Beg se colocó bien lagorra militar. «¿Es cierto que vas a tener una casaeuropea con muebles modernos y paredes claras?»

«Sí, es cierto, Ilias Beg.»«Eso es bueno», dijo con decisión, «ahora

somos la capital. Al país vendrán enviadosextranjeros. Necesitamos casas donde poderrecibirlos, y necesitamos mujeres que sepan hablarcon las mujeres de los diplomáticos. Tú tienes la

mujer adecuada, Alí Kan, y vas a tener la casaadecuada. Deberías trabajar en el Ministerio deExteriores.»

Me reí. «Ilias Beg, estás juzgando a mi mujer,a mi casa y a mí como si fuéramos caballos quetuvieran que participar en la carrera delacercamiento internacional. No creerás quepermito que reformen mi casa solo en función denuestros intereses internacionales.»

«Pues deberías», dijo Ilias con dureza, y depronto me di cuenta de que tenía razón, de quetodo en nosotros tenía que servir a este nuevoEstado que iba a surgir de la árida tierra deAzerbaiyán, abrasada por el sol.

Volví a casa, y cuando Nino se enteró de queyo no tenía nada en contra de los suelos de parquéy los cuadros al óleo en las paredes se rioencantada, y le brillaban los ojos como en elbosque aquella vez, junto al manantial de Pejajpur.

En esta época yo cabalgaba a menudo hasta el

desierto. Veía el sol bañado en sangre poniéndoseal oeste y me enterraba durante horas en la blandaarena. Las tropas turcas pasaban cerca. Pero depronto los oficiales tenían los rostros consternadosy tensos. El ruido de nuestra ciudad había ahogadoel lejano tronar de los cañones de la guerramundial. En algún lugar, muy, muy lejano, losregimientos búlgaros se retiraban ante el asalto delenemigo.

«Una irrupción. Ya no es posible restablecerel frente», decían los turcos, y ya no bebíanchampán.

Llegaban escasas noticias, que tenían elefecto de un rayo. En el lejano puerto de Mudros,un hombre encorvado se subía al acorazadobritánico Agamenón. Este hombre encorvado eraHuseín Rauf Bey, ministro de Marina del AltoImperio Otomano, plenipotenciario del califa paranegociar un armisticio. Se inclinó sobre una mesa,firmó con su nombre en la parte de abajo de unpapel y se llenaron de lágrimas los ojos del bajáque gobernaba nuestra ciudad.

Una vez más, resonó por las calles de Bakú la

canción del imperio de Turán, pero esta vezsonaba como un canto fúnebre. El bajá pasabarevista con guantes de cabritilla, sentado muyderecho en su caballo. Los rostros de los turcosestaban rígidos. Arriaron la bandera de la santacasa de Osmán, redoblaron los tambores y el bajáse llevó la mano, con su guante de cabritilla, a lafrente. Salieron de la ciudad los convoyes ydejaron tras de sí la imagen onírica de lasmezquitas de Estambul, de los aireados palaciosdel Bosforo y de un hombre enjuto que era califa yllevaba el manto del profeta sobre los hombros.

Estaba yo en el paseo marítimo cuando,pocos días después, surgieron tras la isla deNargin los primeros barcos con las tropas inglesasde ocupación. El general tenía los ojos azules,bigote pequeño y unas manos anchas y fuertes.Neozelandeses, canadienses y australianosinundaron la ciudad. La bandera británica ondeabaahora junto a la bandera de nuestro país, y Fez AlíKan me llamó por teléfono para pedirme queacudiera a su ministerio.

Fui a visitarle. Estaba sentado en una cómoda

butaca, sus ojos de fuego fijos en mí. «Alí Kan,¿por qué no ha entrado usted todavía al serviciodel Estado?»

Yo mismo no sabía la razón. Miré las gruesascarpetas que había sobre la mesa y sentí cargo deconciencia. «Pertenezco totalmente a nuestro país,Fez Alí Kan. Estoy a su disposición.»

«Según he oído, tiene usted un talentoincreíble para las lenguas. ¿Cuánto podría tardaren aprender inglés?»

Sonreí confuso. «Fez Alí, no es necesario queestudie inglés. Ya hace tiempo que lo hablo.»

No dijo nada, apoyada su gran cabeza en elrespaldo de la butaca.

«¿Qué tal está Nino?», preguntó deimproviso, y yo me quedé asombrado de quenuestro primer ministro, descuidando todas lasnormas de las buenas costumbres, se interesara pormi mujer.

«Gracias, excelencia, mi mujer está bien.»«¿Ella también habla inglés?»«Sí.»Él no decía nada, estaba mesándose el ancho

bigote.«Fez Alí Kan», dije tranquilamente,

«entiendo lo que usted pretende. Mi casa estarálista en una semana. Nino tiene el armario lleno devestidos de noche. Hablamos inglés, y el champáncorre de mi cuenta.»

Bajo su bigote surgió una sonrisa fugaz. «Lepido disculpas, Alí Kan.» Sus ojos se ablandaron.«No pretendía ofenderle. Necesitamos a hombrescomo usted.

Nuestro país anda escaso de personas conmujer europea, un apellido antiguo, casa propia yconocimientos de inglés. Yo, por ejemplo, nuncahe tenido dinero para aprender inglés, ni muchomenos para tener una casa o una mujer europea.»

Parecía cansado. Cogió la pluma: «A partirde hoy será usted el agregado del Departamento deEuropa Occidental. Vaya usted a ver al ministro deExteriores, Asadulah. El le explicará en quéconsiste su trabajo. Y… y… pero no se enfadeusted… ¿no podría tener su casa lista dentro decinco días? Yo mismo me avergüenzo de tener quepreguntárselo».

«Por supuesto, excelencia», dije con firmeza,y sentí crecer en mí la sensación de que acababade abandonar y de traicionar con alevosía a unviejo, fiel y querido amigo.

Volví a casa. Nino tenía las manos llenas depintura y de adobe. Estaba subida a una escaleradando martillazos a un clavo del que iba a colgarun cuadro al óleo. Le hubiera sorprendido muchoque le dijera que con esto prestaba un servicio alpaís. No se lo dije, sino que le besé los dedossucios y accedí a la compra de una nevera,perfecta para conservar vinos extranjeros.

28

«¿Tiene usted tías?» «No, no tengo tías, pero

mi criado se ha roto la pierna derecha.»«¿Le gusta viajar?» «Sí, me gusta viajar, pero

suelo cenar solo fruta.»Los ejercicios de gramática eran de una

estupidez maligna. Nino cerró el libro de golpe.«Yo creo que sabemos suficiente inglés como paradefendernos en esta lucha, pero ¿alguna vez hasprobado el whisky?»

«Nino», exclamé, horrorizado, «estáshablando como el que escribió esa gramática.»

«Un comprensible embrutecimiento, Alí Kan,provocado por un servicio al país mal entendido.¿Quién viene esta noche?»

Lo dijo con calculada indiferencia.Enumeré los nombres de los funcionarios y

oficiales ingleses que nos honrarían con supresencia. Nino miraba a su alrededor con orgullo.Sabía perfectamente que ningún ministro de

Azerbaiyán y ninguno de sus generales tenía lo quesu marido: una mujer cultivada, con modaleseuropeos, conocimientos de inglés y cuyos padreseran príncipes. Estiró su vestido de noche y seobservó en el espejo.«Yo sí que he probado el whisky», dijo con voztenebrosa, «su sabor es amargo y absolutamenterepugnante. Será por eso que lo mezclan consifón.»

Apoyé la mano sobre su hombro y sus ojosme miraron agradecidos. «Qué vida más rara quellevamos, Alí Kan. Primero me encierras en elharén y después sirvo de testimonio del desarrollocultural de nuestro país.»

Bajamos al recibidor. Los criados, conexpresión muy ensayada, se apoyaban en lasparedes, paredes de las que colgaban paisajes ycuadros de animales. Había butacones en lasesquinas y flores en las mesas. Nino hundió la caraentre pétalos de rosa blanca.

«¿Recuerdas, Alí Kan? En otra ocasión te diservicio trayendo agua desde el valle hasta elaul.»

«¿Qué servicio te gusta más?»Nino puso ojos soñadores y no me respondió.

Sonó el timbre de la puerta y sus labios palpitaroncon los nervios. Pero solo eran los príncipes, suspadres. Y también Ilias Beg con uniforme de gala.Estuvo examinando las salas y asintióemocionado: «Yo también debería casarme, AlíKan», dijo gravemente; «¿no tendrá Nino algunaprima?»

Estábamos Nino y yo de pie junto a la puerta,

dando apretones a fuertes manos inglesas. Losoficiales eran de gran estatura y tenían la cara decolor rojizo. Las señoras llevaban guantes, teníanlos ojos azules y se reían con benevolencia ycuriosidad. Quizá esperaban que las sirvieraneunucos y las entretuvieran bailarinas de danza delvientre. En su lugar aparecieron criados bieneducados, los platos se servían por la izquierda, yen las paredes colgaban prados verdes y caballosde carreras. Nino se quedó sin respiración cuando

un joven teniente se hizo llenar una copa de whiskyhasta el borde y se la bebió antes de darse cuentade que le ofrecían soda. Por la sala flotabanjirones de conversaciones que eran igual demalignamente estúpidas que las frases de lagramática:

«¿Lleva usted casada mucho tiempo, señorade Shirvanshir?» «Casi dos años.»

«Sí, el viaje de novios lo hicimos a Persia.»«A mi marido le gusta montar a caballo.» «No, alpolo no juega.»

«¿Le gusta nuestra ciudad?» «Me alegromuchísimo.» «¡Pero por Dios! ¡Nosotros no somossalvajes! En Azerbaiyán hace mucho tiempo queno hay poligamia. Los únicos eunucos que conozcoson los que salen en las novelas.»

Nino me echó una mirada: de tanto aguantarla risa le temblaba la nariz. La esposa de uncomandante hasta le había preguntado si algunavez había ido a la ópera. «Sí», le respondiósuavemente, «y también sé leer y escribir.»

La esposa del comandante quedó derrotada yNino le acercó una fuente de canapés.

Jóvenes ingleses, funcionarios y oficiales, seinclinaban ante Nino, sus manos rozaban lossuaves dedos de Nino, sus ojos recorrían laespalda desnuda de Nino.

Aparté la mirada. En un rincón estabaAsadulah fumando un puro tranquilamente. Élmismo jamás expondría a su mujer a la vista detantos extraños. Pero Nino era georgiana, cristiana,y parecía destinada a entregar sus manos, sus ojosy su espalda a las miradas ajenas.

Me asaltaron la ira y la vergüenza. Retazosde conversaciones me rozaban los oídos, sonabanindecentes y vulgares. Bajé la vista. Nino estabaen el rincón opuesto de la sala, rodeada deextraños.

«Gracias», decía, repentinamente ronca,«gracias, son ustedes muy amables.»

Alcé la cabeza y vi su cara, completamentesonrojada y horrorizada. Cruzó la sala y se paródelante de mí. Su mano me cogió la manga comobuscando refugio.

«Alí Kan», dijo en voz baja, «tú estáspasando ahora por lo que pasé yo cuando visité a

tu tía y tus primas en Teherán. ¿Qué me importan amí todos estos hombres? No quiero que me mirenasí.»

Entonces se dio la vuelta y le cogió el brazo ala esposa del comandante. Le oí decir: «No dejeusted de asistir alguna vez a nuestro teatro. Enestos momentos se está traduciendo Shakespeare alazerí. La semana que viene estrenan Hamlet».

Me limpié el sudor de la frente, pensando enlas estrictas normas de la hospitalidad. Hay unviejo refrán que dice: «Si en tu casa entra unhuésped llevando la cabeza cortada de tu únicohijo, también tienes que recibirlo, agasajarlo yhonrarlo como tal huésped».

Era una sabia norma. Pero a veces era muydifícil de cumplir.

Serví whisky y coñac en numerosas copas.Los oficiales fumaban cigarrillos, pero nadieapoyó los pies sobre la mesa, cosa que no mehubiera sorprendido.

«Tiene usted una mujer encantadora y unacasa encantadora, Alí Kan.» Un oficial prolongabami suplicio. Probablemente le hubiera extrañado

mucho saber que solo le libraron de una bofetadalas consideraciones políticas. ¡Un perro infiel quese atrevía a elogiar en público la belleza de mimujer! Me temblaba la mano mientras le servía elcoñac y derramé algunas gotas. En un rincónestaba sentado un viejo funcionario con bigoteblanco y camisa blanca de esmoquin. Le ofrecípasteles. Tenía los dientes alargados yamarillentos, y los dedos cortos. «Tiene usted unacasa muy europea, Alí Kan», me dijo en unperfecto persa.

«Vivo a la manera habitual en este país».Me miró escrutador: «Da la impresión de que

hay una enorme brecha cultural entre Persia yAzerbaiyán.»

«Así es. Nosotros llevamos siglos deadelanto. No debe olvidar que aquí tenemos unaindustria fuerte y una red de ferrocarriles. Pordesgracia, el gobierno ruso reprimió nuestrodesarrollo cultural. Nos faltan médicos y maestros.Por lo que sé, el gobierno tiene la intención deenviar a Europa a un grupo de jóvenes con talentopara que recuperen allí lo que se perdió bajo el

yugo ruso.»Estuve hablando un rato de estas cosas y

luego le ofrecí una copa de whisky, pero él nobebía. «He sido cónsul en Persia durante veinteaños», me dijo; «y es triste observar la decadenciade las viejas formas puras de la cultura oriental,ver cómo hoy en día los orientales corren detrásde nuestra civilización y desprecian lascostumbres de sus antepasados. Pero quizá esténen lo cierto. Al fin y al cabo, su estilo de vida esasunto suyo. En todo caso, admito que su país estátan preparado para ser independiente como, porejemplo, las repúblicas centroamericanas. Creoque nuestro gobierno reconocerá pronto laindependencia del Estado de Azerbaiyán.»

Yo sería un burro, pero se había alcanzado elobjetivo de esta velada. Al otro extremo de lasala, oculto tras los principescos padres de Nino ypor Ilias, se encontraba el ministro de Exteriores,Asadulah. Crucé la sala.

«¿Qué te ha dicho el viejo?», me preguntóAsadulah rápidamente.

«Me ha dicho que soy un burro, pero que es

inminente el reconocimiento de nuestraindependencia por parte de Inglaterra.»

Mirza Asadulah suspiró aliviado. «No esusted ningún burro, Alí Kan.»

«Gracias, señor ministro, pero yo creo que sílo soy.»

Me dio la mano y se despidió de losinvitados. A la salida, cuando fue a besar la manode Nino, oí que ella le murmuraba algo con unasonrisa misteriosa. Él asintió comprensivo.

Los invitados se fueron a medianoche; la salaolía a tabaco y a alcohol. Agotados y aliviados,subimos las escaleras hasta nuestra habitación y depronto nos invadió una extraña alegría. Nino lanzóa un rincón sus zapatos de fiesta, saltó sobre lacama y siguió allí de pie mientras los muelles lahacían subir y bajar y subir. Arrugó la nariz y sacóel labio inferior: parecía un monito travieso. Sellenó de aire los carrillos, y al apretar con dosdedos la piel tensa salió el aire por la boca: sonócomo un disparo.

«¿Qué tal estoy de salvadora de la patria?»,exclamó. Después saltó de la cama, corrió hacia el

espejo y se contempló llena de admiración. «NinoHanum Shirvanshir, la Juana de Arco deAzerbaiyán. Fascina a las esposas de loscomandantes y finge jamás haber visto un eunuco.»

Se rio y palmoteo con sus manitas. Llevabaun vestido de noche de color claro muy escotadopor la espalda. De los suaves lóbulos de susorejas colgaban unos largos pendientes. Las filasde perlas de su cuello brillaban pálidamente a laluz de las lámparas. Tenía unos delgados brazos deniña y el pelo oscuro le caía por la nuca. Estabaante el espejo, fascinante con su nueva belleza.

Me acerqué a ella y vi a una princesa europeade ojos alegres y llenos de confianza. La abracé ytuve la sensación de que era la primera vez en mivida que lo hacía. Su piel era blanda y olía aperfume, y sus dientes relucían tras los labioscomo piedrecitas blancas. Nos sentamos al bordede una cama por primera vez. Tenía entre losbrazos a una mujer europea. Sus largas y finaspestañas curvas me rozaban la mejilla, pestañeabasuavemente, y era más bello que nunca. Le tomé lamejilla y alcé su cabeza. Vi el suave óvalo, unos

labios húmedos y firmes y unos ojos nostálgicostras esas pestañas georgianas semicerradas. Leacaricié la nuca, y su cabecita cayó sin fuerza entremis manos. Me olvidé de su traje de noche y de lacama europea hecha con mantas y sábanas frescas.La vi en el aul de Daguestán, a medio vestir, en laestrecha estera del suelo de adobe. Mis manosabrazaron sus hombros, y de pronto estábamostumbados con nuestros trajes en la pálida alfombrade Kermán, a los pies de la altiva y pomposa camaeuropea. Vi el rostro de Nino sobre la alfombrasuave y cómo sus cejas se arrugaban de dolorosoplacer. La oí respirar, sentí las duras curvas de susestrechos muslos y me olvidé del viejo inglés, delos oficiales jóvenes y del futuro de nuestrarepública.

Al rato estábamos tumbados uno junto al otro,sin movernos, mirando al gran espejo sobrenuestras cabezas.

«Se ha roto el vestido», constató Nino, ysonaba como si confesara una gran alegría.Después nos sentamos en la alfombra, con lacabeza de Nino apoyada en mi regazo, que

reflexionaba: «¿Qué diría la esposa delcomandante? Diría: “¿Acaso Alí Kan no sabe paraqué sirve una cama?”». Finalmente, se levantó yme dio con su piececito en la rodilla: «¿Leimportaría al Señor Agregado desnudarse de unavez y, siguiendo las costumbres habituales delmundo diplomático, ocupar su lugar en el lechoconyugal? ¿Dónde se ha visto a un agregado tiradoen la alfombra?».

Me levanté adormilado, rezongando, arrojé laropa y me tumbé entre dos sábanas al lado deNino. Así nos quedamos dormidos.

Pasaron los días y las semanas, y losinvitados llegaban, bebían whisky y alababannuestro hogar. La hospitalidad georgiana de Ninose desplegó en toda su alegre sociabilidad.Bailaba con los jóvenes tenientes y charlaba conlos viejos capitanes sobre sus problemas de gota.Contaba a las señoras inglesas historias del tiempode la reina Tamara y les hizo creer que la granreina también había regido sobre Azerbaiyán. Yoestaba en el ministerio, solo en una gran sala,escribiendo bocetos de notas diplomáticas,

leyendo los informes de nuestros representantes enel extranjero y mirando el mar por la ventana.Nino venía a recogerme, estaba alegre y femenina,llena de distraído encanto. Trabó una sorprendenteamistad con el ministro de Exteriores, Asadulah.Cuando venía a casa ella lo agasajaba, le dabasabios consejos de tipo social y a veces me losencontraba a los dos cuchicheando a escondidas enlos rincones alejados de nuestra casa. «¿Quéquieres de Mirza?», le pregunté, y ella sonrió y meexplicó que tenía el afán de convertirse en laprimera mujer jefa de protocolo.

Sobre mi escritorio se acumulaban cartas,informes y memorandos. La construcción delnuevo Estado iba a plena marcha, y era bonitodesdoblar el papel de carta y los documentos conel membrete de nuestro escudo nuevo. Poco antesde mediodía el mensajero me trajo el periódico.Abrí la hoja del gobierno y en la tercera página vimi nombre resaltado en letras de molde. Debajoponía: «Alí Kan Shirvanshir, agregado delMinisterio de Exteriores, ha sido destinado anuestra delegación de París con idéntica función».

Le seguía un largo párrafo elogiando misexcelentes capacidades y que delataba lainconfundible pluma de Arslán Aga.

Me levanté de un brinco y corrí por el pasillohasta el gabinete del ministro. Abrí la puerta degolpe. «Mirza Asadulah», exclamé, «¿qué significaesto?»

«Ah», sonrió, «es una sorpresa para usted. Selo prometí a su mujer. París es el lugar perfectopara Nino y para usted.»

Arrojé el periódico a un rincón, presa de unaira salvaje: «Mirza», exclamé, «ninguna ley puedeobligarme a abandonar mi tierra durante años».

Me miró con sorpresa. «¿Qué es lo quequiere, Alí Kan? Estos puestos en el extranjero sonlos más codiciados del ministerio. Usted reúnetodas las condiciones.»

«Pero yo no quiero ir a París, y si usted tratade obligarme, abandonaré el cargo. Odio esemundo extraño, y esas calles, hombres ycostumbres extrañas. ¡Pero usted no lo puedeentender, Mirza!»

«No», dijo cortésmente, «pero si insiste,

puede usted quedarse.»Volví rápidamente a casa. Corrí escaleras

arriba y me quedé sin aliento. «Nino», le dije, «nopuede ser, sencillamente no puede ser.»

Se quedó muy pálida, y le temblaron lasmanos. «¿Por qué, Alí Kan?»

«Nino, intenta comprenderme. Amo la azoteasobre mi cabeza, el desierto y el mar. Amo estaciudad, la vieja muralla y las mezquitas en suscallejuelas, y lejos de Oriente me ahogaría comoun pez fuera del agua.»

Cerró los ojos por un instante. «Qué lástima»,dijo débilmente, y al oír esta palabra me dolió elcorazón. Me senté y le cogí la mano.

«En París yo sería tan desgraciado como túen Persia. Allí me sentiría a merced de un arbitrioajeno. Acuérdate del harén de Shimrán. Yosoportaría Europa tan mal como tú soportasteAsia. Quedémonos en Bakú, donde Asia y Europase entremezclan imperceptiblemente. No puedo ira París: allí no hay mezquitas ni murallas ni estáSaid Mustafá. De vez en cuando necesitorecrearme en el alma de Asia, para poder soportar

a todos estos extranjeros que vienen aquí. En Paríste acabaría odiando, igual que tú me odiabas trasla fiesta de moharrán. No sería enseguida, peroantes o después, en un carnaval o un baile,empezaría de pronto a odiarte por el mundo ajenoen el que pretendes que entre. Por eso voy aquedarme aquí pase lo que pase. Nací en estatierra y aquí también quiero morir.»

Ella estuvo callada todo el tiempo y cuandohube acabado, se me acercó y me acarició el pelocon la mano. «Perdona a tu Nino, Alí Kan. He sidomuy tonta. No sé por qué supuse que te resultaríamás fácil cambiar a ti que a mí. Nos quedaremosaquí, y de París no se vuelve a hablar. Tú tequedas con tu ciudad asiática y yo con mi casaeuropea.»

Me besó con ternura y le brillaron los ojos.«Nino, ¿es muy difícil ser mi mujer?»

«No, Alí Kan, no es nada difícil si se es lista.Pero hay que ser lista.»

Sus dedos me resbalaron por el rostro. Erauna mujer muy fuerte, esta Nino mía. Yo sabía queacababa de destruir el sueño más bello de su vida.

La puse sobre mis rodillas. «Nino, cuandohaya nacido nuestro hijo haremos un viaje a París,a Londres, a Berlín o a Roma. Aún tenemospendiente el viaje de novios. Nos quedaremostodo un verano donde tú quieras. Y todos los añosviajaremos a Europa, pues yo no quiero ser untirano. Pero quiero vivir en la tierra a la quepertenezco, porque yo soy hijo de nuestro desierto,de nuestra arena y nuestro sol.»

«Sí», dijo, «y eres incluso muy buen hijo, asíque olvidémonos de Europa. Pero este hijo tuyoque llevo dentro no será ni hijo del desierto ni hijode la arena, sino simplemente el hijo de Alí yNino. ¿De acuerdo?»

«De acuerdo», contesté, sabiendo que conello accedía a convertirme en padre de uneuropeo.

29

«El tuyo fue un parto muy difícil, Alí Kan, y

en aquella época aún no llamábamos al médicoeuropeo para atender a nuestras mujeres.»

Tenía a mi padre sentado enfrente, en laazotea de nuestra casa, y me hablaba en voz baja ymelancólica. «Cuando los dolores del parto eranya demasiado intensos, le dimos a tu madre polvode turquesas y de diamantes. Pero no sirvió demucho. Colocamos el cordón umbilical en la paredoriental de la habitación, junto a la espada y alCorán, para que fueras valiente y devoto. Despuéste lo colgamos del cuello como amuleto, y siempreestabas sano. A los tres años te quitaste el cordónumbilical y enseguida caíste enfermo. Primerointentamos ahuyentar la enfermedad y pusimosvino y dulces en tu habitación. Soltamos en tucuarto un gallo teñido, pero tampoco eso te alivióla enfermedad. Entonces llegó un hombre sabio delas montañas: traía una vaca. La sacrificamos, y el

sabio le abrió el vientre y le sacó las entrañas. Temetió a ti en el vientre de la vaca. Cuando a lastres horas te sacó, tenías la piel completamenteroja. Y nunca más caíste enfermo.»

De la casa llegó un grito largo y sordo. Yoestaba sentado erguido e inmóvil, escuchando contodo mi cuerpo. El grito se repitió, prolongado yquejumbroso.

«Ahora te estará maldiciendo», dijo mi padrecon calma, «todas las mujeres maldicen a sumarido en el momento del parto. Antiguamente, lasmujeres sacrificaban un cordero para salpicar susangre sobre los lechos del marido y del hijo yapartar así las desgracias que atrajeron sobreambos en el parto.»

«¿Cuánto durará esto, padre?»«Cinco horas, seis horas, quizá diez. Tiene

las caderas estrechas.»Dejó de hablar. Quizá pensaba en su propia

mujer, mi madre, que murió durante el puerperio.De repente se levantó. «Ven», me dijo, y me llevóhasta las dos alfombras rojas de oración del centrode la azotea. El borde superior de las alfombras

miraba hacia La Meca, en dirección de la sagradaKaaba. Nos quitamos los zapatos. Nos colocamossobre las alfombras y unimos las manos, cubriendoel dorso de la mano izquierda con la palma de laderecha: «Es lo único que podemos hacer, pero yaes más que todo el saber de los médicos».

Se inclinó hacia delante y recitó las palabrasárabes de oración: «Bismi labi rrahmani rahint.En el nombre de Dios, que es todo piedad ymisericordia…».

Yo le imité. Me arrodillé sobre la alfombrade oración y apoyé la frente en el suelo:

«Alhamdu lillahi rabi-l-alamin, arrahmanirahim, maliki jaumi din: Alabado sea Dios, señordel mundo, todo piedad y misericordia, el señordel juicio final…»

Sentado en la alfombra me tapé la cara conlas manos. Los gritos de Nino rozaban mis oídos,pero yo ya no los oía. Mis labios formaban por sísolos las frases del Corán: «Ijjaka na buduwaijjaka nastain: A ti te adoramos y te suplicamosla gracia…».

Ahora tenía las manos sobre mis rodillas. El

silencio era total, y oí a mi padre murmurar:«Ihdina sirata-Imustaqim sirata lladina anammtaalaihim: Llévanos por el buen camino, por elcamino de los que tienen tu gracia…».

Las líneas rojas de la alfombra de oración sedesdibujaban ante mis ojos. Mi rostro tocó laalfombra. «Gaira Imagdumi alaihim wala ddalin:Sobre los que no desatas tu ira y a los que noenvías por el mal camino…»

Así estábamos, postrados en el polvo ante elrostro del Señor. Una y otra vez repetíamos laspalabras de la oración que Dios diera al profeta enLa Meca en la ajena lengua de los nómadas árabes.Los gritos de Nino cesaron. Yo estaba sentado enla alfombra con las piernas cruzadas, el rosario meiba resbalando entre las manos y mis labiossusurraban los treinta y tres nombres del Señor.

Alguien me tocó el hombro. Alcé la cabeza,vi una cara sonriente y oí frases incomprensibles.Sentí la mirada de mi padre fija en mí y bajédespacio las escaleras.

En la habitación de Nino las persianasestaban bajadas. Me acerqué a la cama. Los ojos

de Nino estaban llenos de lágrimas. Tenía lasmejillas hundidas. Sonrió en silencio y de prontodijo en tártaro, en la sencilla lengua de nuestropueblo, que ella apenas chapurreaba: «Kis dir, AltKan, choj guzel bir kis. O kadar bahtiarim: Esuna niña, Alí Kan, una niña preciosa, qué felizsoy».

Le cogí las manos frías y cerró los ojos.«No dejes que se duerma, Alí Kan, tiene que

seguir un rato despierta», dijo alguien a misespaldas.

Le acaricié los labios resecos y me mirótranquila y exhausta. Se acercó a la cama unamujer con delantal blanco. Me tendió una cosaenvuelta en una toquilla y vi un juguetito arrugadocon dedos diminutos y ojos grandes y sinexpresión. El juguete hizo una mueca y se puso allorar.

«Qué bonita que es», dijo Nino embelesada, ycon los dedos abiertos de una mano imitó losmovimientos del juguete. Alcé la mano y toqué latoquilla con miedo, pero el juguete ya dormía, consu cara seria y arrugada.

«La llamaremos Tamara, en recuerdo delliceo», murmuró Nino, y yo asentí, porque Tamaraera un bonito nombre, habitual tanto entrecristianos como musulmanes.

Alguien me sacó de la habitación. Mealcanzaron miradas de curiosidad, y mi padre mecogió la mano. Salimos al patio.

«Vámonos a cabalgar por el desierto», medijo, «Enseguida dejarán dormir a Nino.»

Montamos los caballos y corrimos en un locogalope por las dunas de arena amarilla. Mi padredijo algo, y me costó entender que intentabaconsolarme. No entendía por qué: yo estaba muyorgulloso de tener una hija arrugadita y dormida,de cara soñadora y ojos sin expresión.

Los días pasaban como las cuentas en el hilo

del rosario. Nino llevaba el juguete en brazos. Porlas noches le cantaba en voz baja melodíasgeorgianas, y al ver su vivo retrato pero en máspequeño y arrugado movía la cabeza, pensativa.

Conmigo se portaba de forma más cruel yarrogante que nunca, pues yo no era más que unhombre, incapaz de dar a luz, de amamantar y delidiar con los pañales. Yo iba al ministerio arevolver papeles, y ella me llamaba compasiva yme informaba de tremendos acontecimientos yrevolucionarias hazañas:

«Alí Kan, el juguete se ha reído extendiendolas manos al sol.»

«Es un juguete listísimo, Alí Kan, le heenseñado una bola de cristal y la ha seguido con lamirada.»

«Escucha, Alí Kan, el juguete dibuja con losdedos líneas en su barriguita. Parece un juguetecon talento.»

Pero mientras el juguete se dibujaba líneas enla barriga y seguía una bola de cristal con ojosemocionados, en la lejana Europa unos hombresadultos jugaban con fronteras, ejércitos y estados.Leí los informes que tenía en el escritorio y miréel mapa que mostraba las dudosas fronteras delmundo del futuro. Había unos misteriosos hombresde nombres impronunciables sentados en

Versalles, determinando el destino de Oriente.Solo quedaba un hombre, un rubio general turco deAnkara, que aún se atrevía a resistirdesesperadamente contra los vencedores. Laspotencias europeas reconocieron la independenciade nuestro país, Azerbaiyán, y me costó bastantetrabajo desengañar a un emocionado Ilias Beg antela noticia de que los regimientos ingleses semarchaban para siempre de nuestra repúblicasoberana.

«Ahora somos definitivamente libres», decíaentusiasmado, «no hay un solo extranjero ennuestra tierra.»

«Mira esto, Ilias Beg», le dije llevándolehasta el mapa, «nuestros apoyos naturales eranTurquía y Persia, pero ahora los dos estándebilitados. Flotamos en el vacío, y desde el nortenos empujan ciento sesenta millones de rusos,sedientos de nuestro petróleo. Mientras estén aquílos ingleses, ningún ruso, sea rojo o blanco, seatreverá a cruzar la frontera. Si los ingleses semarchan, para defender Azerbaiyán soloquedaremos tú y yo y los pocos regimientos que

nuestro pequeño país sea capaz de organizar.»«Y qué», Ilias Beg sacudía la cabeza sin

preocuparse, «para eso están los diplomáticos,para firmar tratados de amistad con Rusia. Elejército tiene cosas mejores que hacer. Mira», yseñaló la frontera meridional del país, «tenemosque ir a la frontera con Armenia. Allí hayrebeliones. Ya ha dado la orden el generalMehmandar, ministro de la Guerra.»

Era inútil tratar de convencerlo de que ladiplomacia solo tiene sentido si está bienrespaldada por un ejército.

Los regimientos ingleses se marcharon, lascalles se llenaron de banderas para celebrarlo,nuestras tropas marcharon hacia la frontera conArmenia, y en Jalama, un puesto fronterizo entreRusia y Azerbaiyán, quedó una sola patrulla defronteras con algunos funcionarios. En elministerio empezamos a redactar tratados tanto conlos rusos blancos como con los rojos, y mi padrevolvió a Persia. Nino y yo lo acompañamos almuelle. Nos miró con tristeza, y nos preguntó sinos reuniríamos con él.

«¿Y qué vas a hacer en Persia, padre?»«Quizá me case», respondió tranquilo. Nos

besó solemnemente y dijo, pensativo: «Vendré avisitaros de vez en cuando, y si esta ciudad searruinara… yo tengo algunas tierras enMazandarán».

Subió por la escalerilla, se quedó de pie encubierta y pasó mucho rato diciendo adiós con lamano: a nosotros, a la vieja muralla, a la anchaTorre de la Muchacha, a la ciudad y al desierto,que iban desapareciendo de su vista.

En la ciudad hacía calor, y las persianas delministerio estaban medio bajadas. Llegaron losdelegados rusos con sus aburridas caras astutas.Firmaron con indiferencia el interminable tratadoestructurado en parágrafos, artículos y notas al pie.

El polvo y la arena cubrían nuestras calles, unviento cálido arrastraba por el aire remolinos depapelitos, mis suegros los príncipes se fueron aGeorgia a pasar el verano, y en Jalama seguíahabiendo una patrulla con unos cuantosfuncionarios.

«Asadulah», dije, dirigiéndome al ministro,

«al otro lado de Jalama hay treinta mil rusos.»«Lo sé», dijo sombrío, «el comandante de

nuestra ciudad opina que se trata solo demaniobras.»

«¿Y si no fuera así?»Me miró con irritación. «Nuestra tarea es

pactar tratados. Todo lo demás está en manos deDios.»

Anduve por las calles y vi unos cuantosapuestos soldados de la guardia vigilando eledificio del Parlamento armados con bayonetas.En el Parlamento los partidos discutían, y en losbarrios extramuros los trabajadores rusosamenazaban con la huelga si el gobierno noautorizaba el envío de petróleo a Rusia.

Los cafés estaban llenos de hombres queleían el periódico y jugaban al nardi. Los niños sepeleaban entre el polvo abrasador. La ciudadestaba bañada en ardor del sol, y desde el alminarresonó la llamada: «¡Levantaos y orad! ¡Levantaosy orad! ¡Mejor orar que dormir!».

Yo no dormía, me tumbaba en la alfombra ycon los ojos cerrados veía la estación fronteriza de

Jalama amenazada por treinta mil soldados rusos.«Nino», le dije, «hace calor, el juguete no

está acostumbrado al sol, y tú amas los árboles, lasombra y el agua. ¿No quieres irte a pasar elverano en Georgia, con tus padres?»

«No», dijo secamente, «no quiero.»No dije nada, y Nino frunció el ceño,

pensando. «Pero deberíamos irnos todos a algúnsitio, Alí, hace calor en la ciudad. Tú tienes tierrasen Ganja, ¿verdad?, entre huertos y viñas.Vayámonos allá, tú estarás como en casa y eljuguete tendrá sombra.»

Me pareció bien. Nos marchamos: losvagones de nuestro tren resplandecían engalanadoscon los nuevos emblemas nacionales deAzerbaiyán.

Un camino ancho, largo y polvoriento llevabaa la ciudad de Ganja desde la estación. Lasiglesias y mezquitas estaban rodeadas de casitasbajas. El barrio musulmán estaba separado delbarrio armenio por el lecho seco de un río, ymostré a Nino la roca en la que cien años antesunas balas rusas mataron a mi antepasado Ibrahim.

A las afueras, en nuestras tierras, unos búfalosperezosos se metían hasta el pecho en el agua fría,vagos e inmóviles. Olía a leche, y las uvas eran tangrandes como ojos de vaca. Los campesinosllevaban el centro del cráneo afeitado y dos largosmechones de pelo peinados hacia delante a suizquierda y derecha. La casita, con su galería demadera, estaba rodeada de árboles, y el juguete sereía al ver caballos, perros y gallinas.

Nos instalamos en la casa, y por unassemanas olvidé el ministerio, los tratados y elpaso fronterizo de Jalama. Nos tumbábamos en lahierba y Nino mordisqueaba los tallos amargos. Surostro, moreno por el sol, era tan despejado ypacífico como el cielo sobre Ganja. Tenía veinteaños, y seguía siendo demasiado delgada para elgusto oriental.

«Alí Kan, este juguete es todo para mí. Lapróxima vez será un varón y te tocará a ti.» Ybosquejaba planes detallados para el futuro deljuguete, en los que figuraban el tenis, Oxford yestudios de las lenguas francesa e inglesa, siempresegún el modelo europeo.

Yo no decía nada, porque el juguete era aúnmuy pequeño, y había treinta mil rusos junto aJalama. Jugábamos en la hierba y comíamos a lasombra de los árboles sobre grandes alfombras.Nino se bañaba en el riachuelo, un poco másarriba de donde estaban los búfalos. Pasabancampesinos con gorritos redondos que seinclinaban ante el Kan y nos traían cestas demelocotones, manzanas y uvas. No leíamos elperiódico ni recibíamos cartas: para nosotros, elmundo se acababa en el límite de nuestras tierras,y era casi tan bello como el aul en Daguestán.

Al caer de una tarde de verano estábamossentados en la habitación cuando oímos a lo lejosel trote sordo de un caballo. Cuando salí a lagalería una delgada forma vestida con trajecherkés desmontaba del caballo.

«Ilias Beg», exclamé, tendiéndole la mano.No respondió a mi saludo. A la luz de la lámparade petróleo tenía la cara gris y hundida. «Los rusoshan entrado en Bakú», dijo rápidamente. Asentí,como si ya lo supiera desde hace tiempo. Ninoestaba a mi espalda: de sus labios se escapó un

grito quedo.«¿Cómo ha sucedido, Ilias Beg?»«Por la noche llegaron desde Jalama trenes

repletos de soldados rusos. Pusieron cerco a Bakúy el Parlamento se rindió. Detuvieron a todos losministros que no lograron huir y disolvieron elParlamento. Los trabajadores rusos se pusieron departe de sus compatriotas. En Bakú no había ni unsoldado, el ejército estaba en posiciones alejadasde la frontera con Armenia. Voy a reunir brigadasde voluntarios.»

Me di la vuelta. Mientras los criadosenganchaban los caballos al coche, Ninodesapareció por la casa. Recogía las cosas y lehablaba en voz baja al juguete en la lengua de susantepasados. Después fuimos atravesando campos,con Ilias cabalgando a nuestro lado. A lo lejosbrillaban las luces de Ganja, y por un momentosentí que en mí se fundían el presente y el pasado.Vi a Ilias Beg con el puñal a la cintura, pálido yserio, y a Nino, serena y orgullosa, como esa vezen el melonar de Mardakan.

Llegamos a Ganja de noche. Las calles

estaban llenas de gente, sus rostros presos deagitación y tensión. En el puente que separaba alos armenios de los musulmanes había soldadoscon el fusil preparado para disparar, y en el balcónde la sede del gobierno unas antorchas iluminabanla bandera de Azerbaiyán.

30

Estoy sentado en el muro de la gran mezquita

de Ganja. Delante tengo un plato de sopa y en elpatio hay soldados con los miembros cansados.Junto al río aúllan las ametralladoras. Su ladridomalvado penetra hasta el patio de la mezquita, y ala República de Azerbaiyán le quedan tan solounos días de vida.

Estoy a un extremo del gran patio. Tengodelante el cuaderno y lo voy llenando de frasesapresuradas que pretenden de nuevo fijar elpasado.

¿Cómo fue, hace ocho días, en la pequeñahabitación de hotel de Ganja?

«Estás loco», decía Ilias Beg.Eran las tres de la madrugada y Nino dormía

en el cuarto de al lado.«Estás loco», repitió, yendo y viniendo por la

habitación.Yo estaba sentado junto a la mesa, y la

opinión de Ilias Beg era para mí lo menosimportante del mundo. «Me quedo aquí. Lleganvoluntarios. Lucharemos. No voy a abandonar a mipaís.»

Hablaba en voz baja y como en sueños. IliasBeg se quedó quieto y me miró con tristeza yobstinación: «Alí Kan, fuimos juntos al colegio yen el recreo nos peleábamos con los rusos.Cabalgué tras de ti cuando perseguías el coche deNajararyán. Llevé a Nino a casa sujeta a la silla demontar, y luchamos juntos en la puerta del príncipeZizianashvili. Pero ahora tienes que marcharte. PorNino, por ti, y por el país, que quizá te vuelva anecesitar».

«Tú te quedas, Ilias Beg, y yo también.»«Yo me quedo porque estoy solo en el mundo,

porque sé dirigir soldados y aporto al país laexperiencia de dos campañas. Tú vete a Persia,Alí Kan.»

«No puedo irme a Persia. Tampoco puedoirme a Europa.»

Me acerqué a la ventana. Abajo ardíanantorchas y entrechocaban metales.

«Alí Kan, a nuestra república no le quedan niocho días de vida.»

Asentí con indiferencia. Pasaron unoshombres por la ventana y vi que portaban armas.

Oí pasos en el cuarto de al lado y me di lavuelta. En la puerta estaba Nino, con ojossomnolientos.

«Nino», le dije, «el último tren para Tiflissale dentro de dos horas.»

«Sí, nos tenemos que marchar, Alí Kan.»«No: te vas tú, con la niña. Yo iré más

adelante. Tengo que quedarme aquí. Pero tú tienesque irte. No es como aquella otra vez, en Bakú.Todo ha cambiado y ya no te puedes quedar, Nino.Ahora tienes una hija.»

Mientras yo hablaba, afuera ardían lasantorchas, e Ilias Beg estaba mirando al suelo enun rincón.

De los ojos de Nino desapareció el sueño. Seacercó despacio hacia la ventana y observó elexterior. Miró a Ilias; él evitó su mirada. Volvióhasta el centro de la habitación y torció la cabeza aun lado.

«Está el juguete», dijo, «¿y tú no vienes?»«No puedo, Nino.»«Un antepasado tuyo murió en el puente de

Ganja. Lo sé por el examen de historia.»Nino se sentó en el suelo y de pronto soltó un

grito, como un animal herido al borde de lamuerte. Sus ojos estaban secos y le temblaba todoel cuerpo. Empezó a gritar, e Ilias salió corriendode la habitación.

«Yo iré pronto, Nino. Claro que iré, dentro deunos días.»

Nino gritaba, y abajo la gente cantaba elsalvaje himno de una república moribunda.

De pronto dejó de gritar y miró fijamente a sualrededor. Después se levantó. Cogió la maleta;llevaba en brazos al juguete envuelto en sutoquilla. Bajamos en silencio las escaleras delhotel. Ilias Beg nos estaba esperando en el coche.Nos dirigimos hacia la estación entre las callesabarrotadas.

«Tres o cuatro días, Nino», dijo Ilias, «solotres o cuatro días, y Alí Kan se reunirá con usted.»

«Lo sé», asintió Nino con calma. «Al

principio nos quedaremos en Tiflis, y más adelanteviajaremos a París. Tendremos una casa con jardíny nuestro próximo hijo será un varón.»

«Así es como será, Nino, así, exactamente.»Mi voz sonaba clara y confiada. Ella me

apretó la mano y miró al infinito.Las vías parecían largas serpientes y el tren

salió de la oscuridad como un monstruo malvado.Me dio un beso fugaz.

«Cuídate, Alí Kan. Nos vemos dentro de tresdías.»

«Claro que sí, Nino, y luego a París.»Me sonrió: sus ojos parecían de suave

terciopelo. Me quedé de pie en la estación,incapaz de moverme, como si estuviera clavado enel duro asfalto. Ilias Beg la acompañó alcompartimento. Miró por la ventana: silenciosa yperdida, como un pajarito asustado. Me dijo adióscon la mano mientras el tren partía e Ilias Begsaltaba del vagón.

Volvimos a la ciudad, y la ciudad parecía unpolvorín. Llegaban campesinos desde los pueblostrayendo los fusiles y municiones que tenían

escondidos. Al otro lado de la ribera del río, en elbarrio armenio, sonaban esporádicos disparos. Lode enfrente ya era Rusia. La caballería del EjércitoRojo se extendía por el país y en la ciudadapareció un hombre de cejas muy pobladas, nariztorcida y ojos hundidos: el príncipe Mansur MirzaKayar. Nadie sabía quién era ni de dónde venía.Era de la estirpe imperial de los kayaros y en sugorro brillaba el león plateado de Irán. Asumió elmando con la naturalidad propia de un herederodel gran Aga Mohamed. Se dirigían a Ganjabatallones rusos, y la ciudad se llenaba derefugiados de Bakú. Hablaban de ministrosasesinados, parlamentarios detenidos, y decadáveres que se hundían atados a una piedra enlas profundidades del mar Caspio.

«En la mezquita de Taza-Pir han abierto uncasino, y los rusos apalearon a Said Mustafá porpretender rezar junto a su muro. Lo maniataron y lemetieron en la boca carne de cerdo. Después huyóa Persia, a casa de su tío en Meshjed. A su padrelo han matado los rusos.»

Arslán Aga nos traía esta noticia: aquí lo

tenía, mirando las armas que me disponía arepartir. «Yo también quiero luchar, Alí Kan.»

«¿Quién, tú? ¿El cerdito con manchas detinta?»

«No soy un cerdito, Alí Kan. Amo a mi paíscomo el que más. Mi padre ha huido a Tiflis.Dame un arma.»

Su expresión era grave, le temblaban losojos.

Le di un arma y marchó hacia la columna queyo dirigía para el asalto al puente. Los soldadosrusos controlaban las calles que estaban más alládel puente. Nos lanzamos a un combate cuerpo acuerpo, entre el polvo y el sol del mediodía. Vicaras desfiguradas y bayonetas triangulares yrelucientes. Me sentí poseído por una furiasalvaje.

«¡lrali: Adelante!», gritó alguien, y bajamoslas bayonetas. La sangre se mezclaba con el polvo.Levanté la culata del fusil; un disparo me rozó elhombro. Un cráneo ruso quedó aplastado bajo elgolpe de mi culata. La gris masa cerebral se vertiópor la calle polvorienta. Con el puñal

desenvainado, choqué contra un enemigo ymientras caía vi cómo Arslán Aga le clavaba a unsoldado ruso el puñal en el ojo.

A lo lejos se oía un sonido metálico detrompetas. Desde la esquina de una calledisparábamos a ciegas contra las casas armenias.Por la noche nos arrastramos de vuelta por elpuente, e Ilias Beg, con la cartuchera al cinto, sesentó en el puente a colocar las ametralladoras.Volvimos al patio de la mezquita y a la luz de lasestrellas Ilias Beg me contó cómo una vez, depequeño, se bañó en el mar y casi se ahoga en unremolino. Después tomamos sopa y melocotones,con Arslán Aga agachado enfrente: entre losdientes tenía huecos llenos de sangre. Por la nochese arrastró hasta mí; le temblaba todo el cuerpo.

«Tengo miedo, Alí Kan, soy muy cobarde.»«Pues deja el arma y escapa por el campo

hasta el río Pula y desde allí a Georgia.»«No puedo hacer eso, quiero luchar, porque

amo a mi país como el que más, aunque tenga almade cobarde.»

Yo no dije nada; amanecía de nuevo. A lo

lejos tronaban los cañones. Ilias Beg estaba en elalminar con el príncipe de la casa imperial de loskayaros, mirando con los prismáticos. Tocaban latrompeta, quejumbrosa y seductora, la banderaondeaba en el alminar y alguien tarareó la cancióndel imperio de Turán.

«He oído cosas», dijo un hombre de ojossoñadores y el rostro señalado por la muerte. «EnPersia ha surgido un hombre, se llama Reza, dirigelos soldados y persigue a los enemigos. Kemalestá en Ankara. A su alrededor se está formando unejército. No luchamos en vano, veinticinco milhombres marchan en nuestra ayuda.»

«No», le contesté, «no son veinticinco mil,son doscientos cincuenta millones los quemarchan: los musulmanes de todo el mundo. Perosolo Dios sabe si llegarán a tiempo.»

Fui al puente. Me senté detrás de laametralladora y las cartucheras me ibanresbalando entre los dedos como un rosario. A milado estaba Arslán Aga, que le alcanzaba lascartucheras a mi compañero. Tenía la cara pálida ysonreía. Hubo un movimiento en las líneas rusas y

mi ametralladora empezó a tabletear furiosamente.Enfrente, las trompetas tocaban al ataque. En algúnlugar detrás de las casas armenias sonaron loscompases de la marcha Budionni. Miré haciaabajo y vi el lecho del río, seco y cuarteado. Losrusos corrían por la plaza, se arrodillaban,apuntaban y disparaban, y sus balas rozaban elpuente. Yo respondí con fuego a discreción. Losrusos se desplomaban sobre el suelo comomarionetas, y detrás aparecían filas y más filas,que corrían hacia el puente y caían sobre el polvoa la orilla del río. Eran varios miles, y el débilaullido de la ametralladora solitaria resonabaimpotente en el puente de Ganja.

Arslán Aga lanzó un grito, agudo yquejumbroso, como un niño pequeño. Le miré.Estaba tirado en el puente, por la boca abierta legoteaba sangre. Apreté el mecanismo de miametralladora. Una lluvia de fuego cayó sobre losrusos y su trompeta tocó al ataque.

Mi gorro cayó al río, quizá de un disparo,quizá barrido por el viento que me golpeaba en lacara.

Me arranqué el cuello de la camisa paradescubrirme también el pecho; el cadáver deArslán Aga me separaba del enemigo. De modoque era posible morir por la patria como un héroe,aun siendo un cobarde.

Allá enfrente la trompeta tocó a retirada, laametralladora enmudeció y yo me quedé sentadoen el puente, hambriento y cubierto de sudor,esperando el relevo.

Llegó; unos hombres pesados y torpesarrastraron con cuidado el cuerpo de Arslán Agapor delante de la ametralladora. Volví a la ciudad.

Ahora estoy aquí sentado, a la sombra de los

muros de la mezquita, tomándome la sopa. Tengoenfrente al príncipe Mansur, a la entrada de lamezquita, e Ilias Beg se inclina sobre el mapa. Meinvade un enorme cansancio. Dentro de unas horasvolveré al puente; a la República de Azerbaiyánsolo le quedan unos días de vida.

Ya es suficiente. Ahora quiero dormir hasta

que el toque de la trompeta me llame para ir al río,a la ribera donde mi antepasado, Ibrahim KanShirvanshir, dejó su vida por la libertad delpueblo.

Alí Kan Shirvanshir murió a las cinco y

cuarto en el puente de Ganja, en su puesto detrásde su ametralladora. Su cadáver cayó al secolecho del río. Por la noche bajé a recuperarlo.Estaba atravesado por ocho balas. En el bolsilloencontré este cuaderno. Si Dios lo quiere, se loentregaré a su mujer. Le dimos sepultura demadrugada en el patio de la mezquita, poco antesde que los rusos pasaran al último ataque. Lavida de Alí Kan Shirvanshir se agotó al agotarsela vida de nuestra república.

Ilias Beg, Capitán de Caballería, hijo de Seinal

Agadel pueblo de Binigadi, junto a Bakú.

«Mientras del breve viaje el fin no se resuelva,puedes la amada forma ceñir entre tus brazos,antes que la alma tierra a recobrarte vuelva,y en la última caricia en polvo te disuelva.»

«RUBAIYAT» DE OMAR KHAYYAM

Desde LIBROS DEL ASTEROIDE queremosagradecerle el tiempo que ha dedicado a la lectura

de Alí y Nino.Esperamos que el libro le haya gustado y le

animamos a que, si así ha sido, lo recomiende aotro lector.

Al final de este volumen nos permitimos

proponerle otros títulos de nuestra colección.

Queremos animarle también a que nos visite enwww.librosdelasteroide.com y en Facebook,

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Le esperamos.