4

Alquimia Minicuento de Terror

Embed Size (px)

Citation preview

AlquimiaDescendió tranquilamente a la gran sala. Allí los tenía a todos, tumbados, inertes y en fila. Cuarenta y seis en total, flotando en bañeras con cloroformo, incienso y hierbas de varios tipos. Hacía tiempo que los estaba coleccionando y precisamente hacía pocos días que ya había completado su colección. Los cuerpos de los allí presentes representaban a las peores personas que podían haber habitado la tierra. Los había de todo tipo, rufianes, estafadores, especuladores, asesinos, maltratadores, ladrones, violadores, traficantes… la peor calaña que había escupido las entrañas del infierno en las últimas cuatro décadas de la historia de la tierra. Algunos de ellos tenían su renombre, otros estaba en pleno apogeo de su maldad, había también algunos que habían comenzado su andadura hacía bien poco pero ya tenían un enorme y poderoso potencial de malignidad. Los había cazado él. A todos. Por todo el mundo. Siguiendo el ritual establecido en el “Gran Libro Escarlata”.

Ya tenía el caldero preparado, uno gigantesco de cobre, semejante a que se utilizaba para preparar grandes caldos industriales.Hacía horas que estaba hirviendo agua a la que había añadido algunos ingredientes adicionales. En su mayoría especias exóticas, toxicas tanto para el olfato, el tacto o para el gusto. También había hongos y varios tipos de algas y líquenes milenarios. Antes de comenzar el ritual sumergió la piedra “Lipippium” en el interior del caldero. El agua se agitó, soltó borbotones de burbujas y de repente se torno de un oscuro intenso, tenebroso. Esperó un par de horas más como era debido.Había limpiado cada uno de los cuerpos, con esmero. También les había colocado los emplastes de aceite de “Crusaquia” templada debajo de las axilas, cuello y parpados. Por último les habia introducido debajo de la lengua dos pedazos de sándalo negro con los glifos escritos con su propia sangre.

Fue apilando los cuerpos en orden de antigüedad sobre el torno que los ascendería a la boca del caldero. Subió unas escaleras de metal situándose sobre una plataforma en la base del mismo. Allí los fue arrojando. Uno por uno. Lentamente. Comenzaba por los pies y esperaba siete minutos entre cada inmersión. Los hacía descender con cuidado, ayudado siempre por un gancho y respaldado por unas firmes cadenas. Al tomar contacto con el agua los cuerpos automáticamente se reblandecían y se tornaban fofos, de un aspecto repulsivo. Algunos de ellos cobraron vida. Tan sólo por unos segundos. Pataleaban y gritaban con voz chirriante como si fuesen langostas a las que se les sumerge en agua hirviendo. Parecían estar aterrorizados. Era como si durante un instante supiesen lo que les iba a suceder. Aquel suceso le sucedió con los más jóvenes, aunque también con alguno de los ancianos como “El Asesino de las Rosas Negras” un tipo bastante desagradable que mientras se retorcía violenta en el agua le maldijo (o al menos eso le pareció a él) para toda la eternidad. Lo hizo mirándole directamente a los ojos. Aquello le heló la sangre.

Cuando acabó de arrojar el ultimo cuerpo cerró el caldero. Bajó y le dio mucha más presión. No debía escapar ni una solo gota de vapor. Era imprescindible. Pasaron 23 horas y 23 minutos. El tiempo exacto para la cocción. Aun de estar cerrada la sustancia que se encontraba en su interior desprendía un olor indefinido, pero tremendamente nauseabundo. No tuvo tiempo para atender las arcadas. Había muchísimo trabajo que hacer.

Abrió el grifo. Sus oídos escucharon cómo el infecto liquido recorría las tuberías de cobre hasta llegar a la habitación de los ritos y de esta forma llenar la enorme bañera de acero hasta casi rebosar. Se acercó hacia el lugar. Varias veces se sintió desmayar por aquel olor pero utilizó todas sus fuerzas para poder sobrellevarlo.

Se desnudó y se quitó también las vendas que cubrían cada uno de los puntos cardinales de su cuerpo dejando al descubierto otros enrevesados glifos grabados a fuego sobre su piel. Primero introdujo el pie izquierdo en la bañera, como así debía ser. Luego el derecho y acto seguido se arrodilló. Junto las manos, las acercó a su frente y musitó una oración en un idioma ininteligible. Cuando terminó se sentó sobre sus tobillos y luego se fue estirando hacia atrás hasta sumergir todo su

cuerpo en el pestilente caldo. Al final tan solo eran visibles unas cuantas burbujas que dejaron de aparecer al cabo de unos cuantos segundos.

A la mañana siguiente el sargento Richard A. Archer, de Scotland Yard llegó a la mansión, con un grupo de policías. Hacía ya varios meses que sospechaba de Lord Hornchurch tras varios meses hilando sospechas y juntando pesquisas. Encontró la casa vacía. No había nadie, ni Lady Hornchurch, ni los niños, ni los criados. Ni siquiera hallaron los animales de compañía de la familia.

Bajó al sótano. El olor era todavía intenso y muchos de los que le acompañaban vomitaron de forma irremediable. Se deslizaron por las escaleras de metal hacia la gran sala donde encontraron el caldero ya completamente vacío. Las bañeras permanecían amontonadas cerca de una pared con restos de cloroformo aun en su interior. Sobre el caldero reposaban las cadenas para alzar los cuerpos y el gancho. Había una atmósfera malsana en aquel lugar. Era algo indefinido, espeso, maligno.

El sargento avanzó por el lugar buscando algún indicio sobre el paradero de Lord Hornchurch. Siguiendo la tuberías encontró la habitación donde reposaba la gran bañera de metal. Estaba rota. Partida en dos. Como si algo o alguien la hubiera hecho estallar desde su interior. Había restos de una piedra gris por todos lados. Al sargento Archer le vino a la mente la imagen de una especie de huevo gigantesco. Sin duda algo o alguien había surgido de aquellos restos. Aquello ya no se trataba de un caso de asesino múltiple. Ahí había algo más. Algo arcano que se escapaba de cualquier explicación humana.

De súbito uno de sus hombres le llamó. Habían encontrado algo. El sargento salió de la sala con la extraña sensación de sentirse acompañando. Pero lo extraño era que en aquella sala no había nadie más que él.

Le llevaron a una puerta de metal. Había estado sutilmente escondida tras un armario. Archer vio restos de vomito al pie de la puerta. Fuese lo que fuese lo que había allí dentro no era apto para mentes susceptibles y no se equivocaba. Nada más asomarse su estómago le dio un vuelco. Allí, apilados los unos sobre los otros, se encontraban unos quince o dieciséis cadáveres, todos ellos despellejados. La mayoría se encontraban abrazados y todos conservaban sus ojos. Estos expresaban junto con su boca un horrible rictus de terror. En una esquina pudo ver los cuerpos de tres niños y otra figura mucho más corpulenta, de mujer, que aparecía asirlos con desespero. En un primer vistazo podría tratarse de Lady Churchhorn y sus tres vástagos. Los cuatro se encontraban muy apretados como tratando de arrimarse o desaparecer de forma desesperada a través de la pared. El resto de individuos, animales incluidos, presentaban los mismos rasgos: carecían de piel en sus cuerpos, ensangrentados y desnudos. A simple vista parecía como si la piel se la hubiesen arrancado mientras aun vivían y trataban de huir de forma desesperada de su agresor. Pero ¿por qué algunos no habían tratado de huir por el hueco de la puerta si el agresor había entrado a por ella? Miró al suelo y vio pequeños restos de arena gris por todos lados. Se agachó y los acarició y volvió a observar la puerta. Miró el picaporte, la cerradura. No estaban forzadas. Sus hombres habían encontrado la llave que abría dicha puerta sobre una mesa, justo en frente donde se encontraba el armario que ocultaba la habitación. Se detuvo un instante. De nuevo se sintió observado. Esta vez desde cierta distancia. Era como un frío acompañado de un leve viento. Como un golpe de brisa que te despeina los cabellos.

Se levantó y avanzó un par de pasos hacia la sala principal. Dirigió su mirada hacia el lugar donde creía que lo miraban. Sus hombres no entendían lo que estaba haciendo. Enfocó su mirada hacia una puerta que conducía a una especie de pasillo en penumbra. Lo contempló en silencio. Mientras lo hacía escuchó el sonido de las ambulancias. Era curioso a simple vista no había nada extraño en ese punto. No había absolutamente nada. Pero podría jurar ante la biblia que allí, contemplándoles entre las tinieblas había alguien. Alguien que no tenía cuerpo pero si una especie de esencia. Una esencia llena de pura maldad.