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Alrededor de la luna Julio Verne

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Alrededor de la luna

Julio Verne

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Introducción

Al correr el año 186... sorprendió almundo entero la noticia de una tentativa cientí-fica sin ejemplo en los anales de la ciencia. Losmiembros del “Gun-Club”, círculo de artillerosfundado en Baltimore durante la guerra de Se-cesión, concibieron el propósito de ponerse encomunicación nada menos que con la Luna,enviando hasta dicho satélite una bala de ca-ñón. El presidente Barbicane, promotor delproyecto, después de consultar a los astróno-mos del observatorio de Cambridge, tomó lasmedidas necesarias para el éxito de aquellaempresa extraordinaria, que la mayor parte delas personas componentes declararon realiza-ble, y después de abrir una suscripción públicaque produjo cerca de treinta millones de fran-cos, dio principio a su tarea gigantesca.

Según la nota redactada por los indivi-duos del observatorio, el cañón destinado alanzar el proyectil debía colocarse en un país

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situado entre los 0° y 28° de latitud Norte o Sur,con objeto de apuntar a la Luna en el cenit. Labala debía recibir el impulso capaz de comuni-carle una velocidad de doce mil yardas porsegundo; de manera que, lanzada por ejemplo,el lo de diciembre, a las once menos trece minu-tos y veinte segundos de la noche, llegase a laLuna a los cuatro días de su salida, o sea el 5 dediciembre, a las once en punto de la noche, enel momento en que el satélite se hallara en superigeo, es decir, a su menor distancia de laTierra, o sean ochenta y seis mil cuatrocientasdiez leguas justas.

Los principales individuos del “Gun-Club”, el presidente Barbicane, el comandanteElphiston, el secretario J. T. Maston y otroshombres de ciencia celebraron repetidas sesio-nes en que se discutió la forma y composiciónde la bala, la disposición y naturaleza del ca-ñón, y por último, la calidad y cantidad de lapólvora que había de emplearse. De estas dis-cusiones salieron los siguientes acuerdos:

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l. Que el proyectil fuese una bala dealuminio de ciento ocho pulgadas de diámetroy sus paredes de doce pulgadas de espesor, conun peso de diecinueve mil doscientas cincuentalibras.

2. Que el cañón tenía que ser un colum-bia de hierro fundido, de novecientos pies delargo y vaciado directamente en el suelo.

3. Que la carga se haría con cuatrocien-tas mil libras de algodón pólvora, las cuales,produciendo seis millones de litros de gas bajoel proyectil, podrían lanzarlo fácilmente hastael astro de la noche.

Una vez resueltas estas cuestiones, elpresidente Barbicane, auxiliado por el ingenieroMurchison, eligió un punto situado en la Flori-da a los 27° 7' de latitud Norte y 5° 7' de longi-tud Este, en donde después de maravillosostrabajos, quedó fundido el cañón con toda feli-cidad.

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Así se hallaban las cosas, cuando ocu-rrió un incidente que vino a aumentar de unmodo extraordinario el interés de aquella gi-gantesca empresa

Un francés, un parisiense caprichoso, ar-tista de talento y audacia, manifestó el deseoresuelto de encerrarse en el proyectil a fin dellegar a la Luna y practicar un reconocimientodel satélite de la Tierra. Ese intrépido aventure-ro se llamaba Miguel Ardán; llegó a América,fue recibido con entusiasmo, celebró reunionespúblicas, se vio aclamado triunfalmente, consi-guió reconciliar al presidente Barbicane y alcapitán Nicholl, que eran enemigos mortales y,en prueba de reconciliación, los decidió a em-barcarse juntos en el proyectil.

Entonces se modificó la forma del pro-yectil, que en vez de ser esférico, fue cilindrico-cónico. Se colocaron en aquella especie de va-gón aéreo muelles de gran resistencia y tabi-ques móviles que amortiguasen el golpe de lasalida. Sé les proveyó de víveres para un año,

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de agua para unos cuantos meses y de gas paraalgunos días. Un aparato automático elaborabay producía el aire necesario para la respiraciónde los tres viajeros. Al mismo tiempo, el “Gun-Club” mandaba construir por su cuenta, en unade las más altas cumbres de las Montañas Ro-cosas, un telescopio gigantesco, por medio delcual se podría observar la marcha del proyectila través del espacio.

El día 30 de noviembre, a la hora anun-ciada, y en medio de extraordinaria concurren-cia de espectadores, se efectuó la salida, y porprimera vez tres seres humanos abandonaronel globo terrestre, lanzándose a los espaciosinterplanetarios, casi con la seguridad de llegara su destino.

Los audaces viajeros, Miguel Ardán, elpresidente Barbicane y el capitán Nicholl debí-an recorrer su camino en noventa y siete horas,trece minutos y veinte segundos. Por consi-guiente su llegada a la superficie del disco lu-nar no podía efectuarse hasta el 5 de diciembre,

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a medianoche, en el momento mismo de ocurrirel plenilunio, y no el 4, como lo habían anun-ciado algunos periódicos mal informados.

Pero ocurrió algo inesperado: la detona-ción del columbia produjo una alteración en laatmósfera terrestre acumulando en ella grancantidad de vapores. Este fenómeno llenó dedespecho a todo el mundo, porque la Luna es-tuvo cubierta unas cuantas noches a los ojos delos que la examinaban.

El digno J. T. Maston, el más valienteamigo de los viajeros, se encaminó a las Mon-tañas Rocosas, acompañado del respetable. Bel-fast, director del observatorio de Cambridge, yllegó a la estación de Long's Peak, donde sealzaba el telescopio que acercaba la Luna hastala distancia de dos leguas. El secretario del“Gun-Club” quería observar por sí mismo lamarcha del vehículo que conducía a sus ami-gos.

La acumulación de nubes en la atmósfe-ra impidió toda observación durante los días 5,

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6, 7, 8, 9 y lo de diciembre. Hasta se creyó quese habían de aplazar las observaciones hasta el3 de enero siguiente; porque como el 11 de di-ciembre entraba la Luna en cuarto menguante,lo presentaría ya más que una porción cada díamenor de su disco, insuficiente para poderexaminar la marcha del proyectil.

Mas al fin, con gran alegría de todos,una fuerte tempestad despejó la atmósfera en lanoche del 11 al 12 de diciembre, y la Luna, ilu-minada en su mitad, se dejó ver perfectamentesobre el fondo negro del cielo.

Aquella misma noche, los señores Mas-ton y Belfast enviaron un cablegrama desde laestación de Long's Peak a los individuos delobservatorio de Cambridge en el que comuni-caban que el día 11 de diciembre, a las ocho ycuarenta y siete minutos de la noche, habíandistinguido el proyectil lanzado por el colum-bia de Stone's Hill; que la bala, desviada de ladirección por una causa desconocida, no habíallegado a su término, si bien había pasado bas-

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tante cerca para ser detenida por la atracciónlunar y en su movimiento circular, empezandoa recorrer una órbita elíptica alrededor del astrode la noche, convirtiéndose en satélite suyo.

Añadía el mensaje que los elementos deeste nuevo astro no habían podido calcularsetodavía; y, en efecto, para determinarlos se ne-cesitaban tres observaciones hechas hallándoseel astro en tres posiciones diferentes. Despuésindicaban que la distancia entre el proyectil y lasuperficie lunar “podía” evaluarse en unas dosmil ochocientas treinta y tres millas, o sea unasmil cien leguas.

Finalmente, terminaba emitiendo estasdos hipótesis: o la atracción lunar vencería y losviajeros llegarían a su destino, o el proyectil,detenido en una órbita inmutable, gravitaría entorno del disco lunar hasta la consumación delos siglos.

¿Cuál podría ser la suerte de los viajerosen este último caso? Verdad es que tenían víve-res para cierto tiempo. Pero aun en el caso de

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que su empresa tuviera el mejor éxito, ¿cómovolverían? ¿Podrían acaso volver? ¿Habría no-ticias suyas? Todas estas cuestiones, debatidaspor plumas competentes, interesaban en altogrado a la opinión pública.

No estaría de más hacer aquí una obser-vación que deben de tener en cuenta los impa-cientes. Cuando un sabio anuncia al público undescubrimiento puramente especulativo ha deproceder con mucha prudencia. Nadie estáobligado a destruir un planeta, ni un cometa, niun satélite, y el que se equivoca en casos seme-jantes se expone a las burlas de la multitud. Porlo tanto, es preferible esperar y esto es lo quehubiera debido hacer el impaciente J. T. Mas-ton, antes de enviar aquel cablegrama que, se-gún él, decidía ya el resultado definitivo deaquella empresa.

En efecto, había en él errores de dos cla-ses, como se demostró después en primer lugar,errores de observaciones respecto a la distanciaentre el proyectil y la superficie lunar; porque

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en la fecha del 11 de diciembre, era imposibleverlo; y lo que J. T. Maston había creído ver nopodía en manera alguna ser la bala del colum-bia. En segundo lugar, erró la teoría acerca dela suerte que podría correr el citado proyectil;porque al suponerlo convertido en satélite de laLuna era ponerse en contradicción con las leyesde la mecánica racional.

No podía realizarse más que una solahipótesis de los observadores del Long's Peak:la que preveía el caso en que los viajeros, sivivían, combinaran sus esfuerzos con la atrac-ción lunar a fin de llegar a la superficie del as-tro.

Pues bien, aquellos hombres tan inteli-gentes como atrevidos habían sobrevivido alterrible golpe que determinó la salida, y vamosa referir su viaje dentro del proyectil vagón, contodos sus dramáticos y singulares pormenores.Esté relato destruirá muchas ilusiones y mu-chas previsiones; pero dará una idea exacta delas peripecias reservadas a semejante empresa

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y pondrá en evidencia los instintos científicosde Barbicane, los recursos del ingenioso Nicholly la audacia humorística de Miguel Ardán.

Demostrará también que su digno ami-go J. T. Maston perdía lastimosamente el tiem-po cuando, inclinado sobre su gigantesco teles-copio, observaba la marcha de la Luna por losespacios estelares a la busca del famoso proyec-til.

ITomando posiciones

Al oír que daban las diez, Miguel Ar-dán, Barbicane y Nicholl se despidieron de lamultitud de amigos que habían ido a despedir-les. Los dos perros destinados a aclimatar laraza canina en los continentes lunares estabanya encerrados en el proyectil. Los tres viajerosse acercaron a la boca del enorme tubo de hie-

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rro fundido y una grúa volante los descolgóhasta el vértice del proyectil.

Una abertura practicada en este puntoles permitió entrar en el vagón de aluminio. Nobien estuvieron fuera los aparejos de la grúa, sedesmontaron apresuradamente los andamiosque rodeaban la boca del columbia.

En cuanto Nicholl se vio con sus com-pañeros en el proyectil, se apresuró a cerrar laabertura por medio de una gran placa sujetainteriormente con fuertes tornillos a presión.Otras placas, sólidamente adaptadas, cubríanlos cristales lenticulares de los tragaluces. Losviajeros, encerrados herméticamente en su pri-sión metálica, se hallaban sumidos en la másprofunda oscuridad.

—Y ahora, queridos compañeros —dijoMiguel Ardán—, procedamos como si estuvié-ramos en nuestra casa; yo soy un hombre muycasero, y mi fuerte es el arreglo de las habita-ciones. Hay que sacar el mejor partido de nues-tra vivencia y encontrar comodidades en ella.

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¡Ante todo, tengamos luz! ¡Qué diablo! El gasno se ha hecho para los topos.

Y, al pronunciar estas palabras, el alegremozo encendió un fósforo y lo acercó a la llavede un recipiente lleno de hidrógeno carbonadoa elevada presión y en cantidad suficiente parasuministrar luz y calor por espacio de cientocuarenta y ocho horas, o sean seis días con seisnoches.

Se encendió el gas; y el proyectil, asíiluminado, presentaba el aspecto de una habi-tación bastante decente, con las paredes cubier-tas de un tapiz acolchado, divanes circularesalrededor y techo abovedado.

Las armas, las herramientas, los instru-mentos y demás objetos que contenía, iban su-jetos al tapiz acolchado y podían sufrir sin ries-go el choque de la salida. Se habían tomado, enfin, todas las precauciones humanamente posi-bles para llevar a feliz término tan temerariatentativa. Miguel Ardán lo examinó y pareciómuy satisfecho de su posición.

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—Es una cárcel —dijo—, pero una cárcelque viaja, y, con tal de poder asomar la nariz ala ventana, no tendré inconveniente en hacer elcontrato de arrendamiento por cien anos. ¿Porqué te ríes, Barbicane? ¿Qué piensas? ¿Que estaprisión puede ser nuestro sepulcro? Enhora-buena, pero yo no la cambiaría por el de Ma-homa, que flota en el aire y no se mueve.

En tanto hablaba en estos términos, Mi-guel Ardán, Barbicane y Nicholl hacían los úl-timos preparativos. Eran, en el cronómetro deNicholl, las diez y veinte minutos de la nochecuando los tres viajeros se encerraron definiti-vamente en el proyectil. Aquel cronómetro es-taba puesto a la décima de segundo con el delingeniero Murchison. Barbicane le consultó.

—Amigo —dijo—, son las diez y veinte.A las diez y cuarenta y siete Murchison lanzarála chispa eléctrica por el alambre que comunicacon la carga del columbia, y en ese momentoabandonaremos nuestro planeta; nos quedan

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veintisiete minutos de permanencia en la Tie-rra.

—Veintiséis minutos y trece segundos—respondió metódico Nicholl.

—¡Pues bien! —exclamó Miguel Ardán,en un tono alegre—, en veintiséis minutos sepueden hacer muchas cosas. Se pueden discutirlas más graves cuestiones de moral y de políticay hasta resolverlas. Veintiséis minutos bienempleados, valen mucho más que veintiséisaños sin hacer nada. Unos cuantos segundos dePascal o Newton son más preciosos que toda laexistencia de esa multitud de imbéciles...

—¿Y qué deduces de eso, charlatánsempiterno? —preguntó el prudente Barbicane.

—Deduzco que tenemos veintiséis mi-nutos —respondió Ardán.

—Veinticuatro solamente —rectificó Ni-choll.

—Veinticuatro si te empeñas, queridocapitán —dijo Ardán—; veinticuatro minutos,durante los cuales se podría profundizar...

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—Miguel —replicó Barbicane—, duran-te la travesía que hemos de hacer tendremostiempo de sobra para profundizar las cuestio-nes más arduas. Ahora ocupémonos en lo rela-tivo a nuestra partida.

—¿No estamos ya listos?—Sin duda; pero hay que tomar todavía

algunas precauciones, a fin de atenuar en loposible el efecto del primer choque.

—¿No tenemos esos almohadones deagua dispuestos entre las paredes móviles ycuya elasticidad nos protegerá lo bastantes?

—Así, lo espero, Miguel —respondióBarbicane—; pero no estoy del todo, seguro.

—¡Ah, farsante! —exclamó Miguel Ar-dán—. Aguardar el momento en que estamosencerrados para hacer esta lastimosa confesión.Yo quiero marcharme.

—¿Y cómo? —preguntó Barbicane.En efecto —dijo Miguel Ardán—, es di-

fícil. Estamos en el tren y el silbato del conduc-tor va a sonar —antes de veinticuatro minutos.

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—Veinte —dijo Nicholl.Los viajeros se miraron unos a otros por

algunos instantes. Después se pusieron a exa-minar los objetos encerrados con ellos.

—Todo está en su sitio —dijo Barbica-ne—; ahora hay que pensar cómo nos coloca-remos para sufrir mejor el primer choque. Laposición que adoptemos es cosa de gran impor-tancia, pues es necesario evitar en lo posible elque nos afluya la sangre a la cabeza.

—Es verdad —confirmó Nicholl.—Entonces —dijo. Miguel Ardán, dis-

poniéndose a hacer lo que decía pongámonoscabeza abajo, como los payasos.

—No —repuso Barbicane—, vale másque nos tendamos de lado, así es como mejorresistiremos el choque; debéis tener presenteque en el momento de partir el proyectil, elhallarnos dentro de él viene a ser poco más omenos lo mismo que si estuviéramos situadosdelante.

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—El “poco más o menos” es lo que metranquiliza.

—¿Aprobáis mi idea, Nicholl? —preguntó Barbicane.

—Enteramente —respondió el capitán—, todavía faltan trece minutos y medio.

—Nicholl no es hombre —dijo Miguel—, es un cronómetro de segundos, con escape yocho centros sobre...

Pero sus compañeros no le escuchaban,y tomaban sus últimas disposiciones con admi-rable sangre fría. Parecían dos viajeros metódi-cos, que se encuentran en un coche ordinario yprocuran acomodarse lo mejor posible. No secomprende, en efecto, de qué materia estánhechos esos corazones americanos, que no danuna pulsación más de lo corriente ante un peli-gro espantoso.

Dentro del proyectil se habían instaladotres camas blandas y sólidamente aseguradas,como todo lo que iba allí. Nicholl y Barbicanese colocaron en el centro del disco que formaba

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el piso móvil; en ellas debían acostarse los via-jeros pocos momentos antes de partir. .

Entretanto, Ardán, que no podía estarsequieto, daba vueltas a su estrecha prisión, comouna fiera enjaulada, hablando con sus amigos ocon los perros, Diana y Satélite, a los cuales,como se ve, había dado nombres significativosy en armonía con la expedición de que forma-ban parte.

—¡Hola Diana! ¡Hola, Satélite! Vamos aver si enseñáis a los perros selenitas los buenosmodales de los perros terrestres! Esto haráhonor a la raza canina. ¡Por Dios! Si alguna vezvolvemos a la Tierra quiero traer un tipo cru-zado de moon-dogs y estoy seguro de que cau-sará sensación.

—Si es que hay perros en la Luna —dijoBarbicane.

—Los hay, sin duda —aseguró MiguelArdán—, como hay caballos, vacas, asnos ygallinas. Apuesto a que encontramos gallinas.

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—Cien dólares a que no las encontra-mos —dijo Nicholl.

—Apostados, capitán —respondió Ar-dán, apretando las manos de Nicholl—. Y, apropósito, tú has perdido ya tres apuestas connuestro presidente; ya que se han reunido losfondos necesarios para la empresa que se hahecho bien la fundición y, en fin, que el colum-bia ha sido cargado sin accidente; total, seis mildólares.

—Sí —respondió Nicholl—; las diez ytreinta y siete minutos y seis segundos.

—Corriente, capitán; pues antes de uncuarto de hora tendrás que dar nueve mil dóla-res más al presidente, cuatro más porque elcolumbia no reventará, y cinco mil porque elproyectil se elevará a más de seis millas.

—Tengo el dinero —respondió Nicholl,golpeándose con la mano el bolsillo de su levi-ta—, y no deseo sino pagar.

—Vamos, Nicholl, ya veo que eres unhombre ordenado, cosa que yo nunca he podi-

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do ser. Pero en resumidas cuentas, me permiti-rás decirte que has hecho una serie de apuestaspoco ventajosas para ti.

—¿Y por qué? —preguntó Nicholl.—Porque si ganas la primera es señal de

que habrá reventado el columbia y con él labala y Barbicane no estará en condición de pa-garte.

—Mi apuesta se halla depositada en elBanco de Baltimore —respondió simplementeBarbicane—; y a falta de Nicholl serán susherederos los que la perciban.

—¡Ah, hombres prácticos! —exclamóMiguel Ardán; ¡espíritus positivos! Os admiro,aunque no os comprenda.

—¡Las diez y cuarenta y dos! —exclamóNicholl.

—¡Sólo faltan cinco minutos! —respondió Barbicane.

—¡Sí, cinco pequeños minutos! —replicóMiguel Ardán—. ¡Y estamos encerrados en unabala, y en el fondo de un cañón de 900 pies! ¡Y

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debajo de esa bala hay cuatrocientas mil librasde pólvora común! Y el amigo Murchison, conel cronómetro en la mano, la vista fija en la agu-ja y el dedo en el aparato eléctrico, cuenta lossegundos y va a lanzarnos a los espacios inter-planetarios.

—¡Basta, Miguel, basta! —dijo grave-mente Barbicane—. Preparémonos; sólo nosfaltan unos cuantos instantes para el momentosupremo; vengan esas manos, amigos míos.

—¡Sí! —exclamó Ardán, más conmovidode lo que aparentaba.

Y los tres animosos compañeros seabrazaron estrechamente.

—¡Dios nos asista! —dijo el religiosoBarbicane.

Miguel Ardán y Nicholl se tendieron enlas camas dispuestas en el centro del disco.

—¡Las diez y cuarenta y siete! —murmuró él capitán.

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¡Veinte segundos todavía! Barbicaneapagó rápidamente el gas y se, tendió junto asus compañeros.

Al momento reinó un silencio profundo,interrumpido únicamente por las pulsacionesdel cronómetro que marcaba los segundos.

De repente hubo un choque espantoso,y el proyectil, impulsado por seis mil millonesde litros de gas, producidos por la deflagraciónde la piroxilina, se elevó en el espacio.

IILa primera media hora

¿Qué había sucedido? ¿Cuál fue el efec-to de la terrible sacudida? ¿Había tenido felizresultado el ingenio de los constructores delproyectil? ¿Se había logrado amortiguar el cho-que por medio de muelles, de los obturadores,de las almohadillas de agua Y los tabiques elás-

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ticos? ¿Se había conseguido dominar el terribleimpulso de aquella velocidad inicial de 11,000metros, suficiente para llegar a París o NuevaYork en un segundo? Esto era, indudablemen-te, lo que se preguntaban los testigos de laasombrosa escena, olvidando por un momentoel objetivo del viaje, para no pensar más que enlos viajeros. Y si alguno de ellos, por ejemplo J.T. Maston hubiera podido mirar al interior delproyectil, ¿qué habría visto?

Por el pronto, nada. La oscuridad eracompleta dentro del proyectil, cuyas paredeshabían resistido perfectamente, sin producirseen ellas la más simple abertura, flexión o de-formación. El magnífico proyectil no se habíaalterado en nada, a pesar de la intensa defla-gración de la pólvora, ni fundido, como algu-nos temían, produciendo una lluvia de alumi-nio líquido.

Respecto a los objetos que encerraba, al-guno que otro había sido aplastado contra elsuelo; pero la mayoría había resistido perfec-

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tamente el choque; sus asideros se hallabanintactos.

En el disco movible, que había descen-dido hasta el fondo, por haber cedido los tabi-ques elásticos y salida del agua, yacían trescuerpos sin movimiento. ¿Respiraban todavíaBarbicane, Nicholl y Miguel Ardán, o aquelproyectil no era ya más que un sepulcro de me-tal que llevaba tres cadáveres a través del espa-cio?

Pocos minutos después de la salida, unode los tres cuerpos se movió, agitó los brazos,levantó la cabeza y, por fin, se puso de rodillas.Era Miguel Ardán, el Cual, después de palparsey lanzar un suspiro estrepitoso, dijo:

—Miguel Ardán está completo; vamos aver los demás.

Y el decidido francés quiso levantarse,pero no pudo tenerse en pie; su cabeza vacilabay sus ojos, inyectados en sangre, no veían; pa-recía, un hombre embriagado.

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—¡Demonio! —exclamó—. Esto me haceel mismo efecto que dos botellas de “Cordon”;pero me es menos agradable al paladar.

Pasándose luego la mano por la frente yfrotándose las sienes, gritó con fuerza:

—¡Nicholl! ¡Barbicane!Aguardó un rato con ansiedad y no ob-

tuvo respuesta, ni siquiera un suspiro que indi-cara que el corazón de sus amigos seguía la-tiendo, volvió a llamarlos y continuó el mismosilencio.

—¡Cáspita! —dijo—. Parece que hancaído de cabeza de un quinto piso! ¡Vaya! —añadió, con su imperturbable confianza—. Siun francés ha podido ponerse de rodillas, dosamericanos bien podrán ponerse en pie. Peroante todo veamos lo que hacemos.

Notaba Ardán que iba recobrando la vi-da por momentos, su sangre se calmaba y reco-braba su circulación acostumbrada. Haciendonuevos esfuerzos consiguió mantenerse enequilibrio; se levantó, encendió una cerilla y,

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acercándola al mechero, lo encendió. Entoncespudo cerciorarse de que el recipiente no habíasufrido desperfecto alguno, ni el gas se habíasalido; lo cual, además; ya se lo hubiese revela-do el olfato, y tampoco habría podido encenderla luz impunemente en semejante caso; porqueel gas, mezclado con el aire hubiera formadouna mezcla detonante cuya explosión habríaacabado lo que tal vez había empezado a hacerla sacudida.

Así que tuvo encendida la luz se acercóArdán a sus compañeros, cuyos cuerpos esta-ban uno sobre otro, como masas inertes; Ni-choll encima y Barbicane debajo.

Ardán cogió a Nicholl, lo incorporó, lerecostó contra un diván y empezó a darle frie-gas vigorosamente. Por este medio practicadocon inteligencia, consiguió reanimar al capitán,abrió los ojos, recobró instantáneamente susangre fría, tomó la mano de Ardán y, mirandoluego en torno suyo preguntó:

—¿Y Barbicane?

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—Ya le llegará el turno —respondiótranquilamente Miguel Ardán—; he empezadopor ti, que estabas encima, vamos ahora con éla resucitarle.

Y así diciendo, Ardán y Nicholl levanta-ron al presidente del “Gun-Club” y le colocaronen el diván. Barbicane no parecía haber sufridomás que —sus compañeros; se veía que habíavertido sangre, pero pronto Nicholl se conven-ció de que aquella enorme hemorragia proveníade una herida en el hombro. Barbicane, sin em-bargo, tardó algún tiempo en volver en sí, locual no dejó de sobresaltar a sus compañeros,que continuaban dándole friegas sin cesar.

—Sin embargo, respira —decía Nicholl,acercando el oído al pecho del presidente.

—Sí —respondió Ardán—, respira comoquien tiene costumbre de hacerlo todos los dí-as; frotemos, Nicholl, frotemos, sin parar.

Y los improvisados enfermeros lo hicie-ron tan bien, que Barbicane recobró el sentido,

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abrió lo ojos, tomó la mano a sus amigos, ypreguntó ante todo:

—¿Caminamos, Nicholl?Nicholl y Ardán se miraron, recordando

que no habían pensado en el proyectil, porquesu primer cuidado había sido los viajeros y noel vehículo.

—¡Dice bien! ¿Marchamos? —repitióMiguel Ardán.

—¿O reposamos tranquilamente sobrela tierra de la Florida? —le preguntó Nicholl.

—¿O en el fondo del golfo de Méjico? —añadió Miguel Ardán.

—¡Qué ocurrencia! —exclamó el presi-dente Barbicane.

Y aquella doble opinión de sus compa-ñeros le devolvió inmediatamente el sentido.

Como quiera que sea, no podían afirmarnada acerca de la situación del proyectil; suaparente inmovilidad, la falta de comunicacióncon el exterior, no permitían resolver la dificul-tad. Tal vez el proyectil desarrollaba su trayec-

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toria por el espacio; acaso, después de una cortaascensión, hubiera vuelto a caer en tierra o en elgolfo de México, lo cual no era imposible dadala poca anchura de la península de la Florida.

El caso era grave y el problema intere-sante; y urgía resolverlo. Barbicane, sobreexci-tado y venciendo con la energía moral la debi-lidad física, se levantó y escuchó; nada se oíapor fuera. Pero el grueso tapiz que por dentrocubría las paredes bastaba para interceptar to-dos los ruidos terrestres. No obstante, una cir-cunstancia sorprendió a Barbicane. La tempera-tura del interior del proyectil se había elevadonotablemente; el presidente sacó de su estucheun termómetro y lo consultó; el preciso instru-mento marcaba cuarenta y cinco grados centí-grados.

—¡Oh —exclamó—, entonces marcha-mos! ¡Ya lo creo! Este calor sofocante que atra-viesa las paredes del proyectil es producido porsu rozamiento con las capas atmosféricas. Peropronto disminuirá, porque ya flotamos en el

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vacío, y después de haber estado a punto deahogarnos vamos a padecer intensos fríos.

—Pues ¿qué? —preguntó Miguel Ar-dán—. ¿Supones que debemos hallarnos yafuera de los límites de la atmósfera terrestre?

—Sin duda alguna, querido Miguel, es-cucha: son las diez y cincuenta y cinco minutos;hace aproximadamente ocho minutos quehemos partido. Ahora bien, si nuestra veloci-dad inicial no hubiera disminuido por efectodel rozamiento, nos habrían bastado seis se-gundos para atravesar las dieciséis leguas deatmósfera que rodean el esferoide.

—Muy bien —respondió Nicholl—, pe-ro ¿en qué proporción calculáis que ha dismi-nuido esa velocidad por efecto del rozamiento?

—En la proporción de un tercio —respondió Barbicane—, que es una gran dismi-nución, pero exacta, según mis cálculos. Así,pues, si hemos tenido una velocidad inicial deonce mil metros al salir de la atmósfera, esavelocidad ha de haberse reducido a siete mil

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trescientos treinta y dos metros. Pero sea comoquiera, hemos atravesado ya ese espacio...

—Y en ese caso —dijo Miguel Ardán—,el amigo Nicholl ha perdido sus dos apuestas:cuatro mil dólares por no haberse reventado elcolumbia; y cinco mil porque el proyectil se haelevado a una altura superior a seis millas; con-que, paga, Nicholl.

—Demostremos primero —replicó elcapitán— y luego pagaremos; es muy posibleque sean exactos los razonamientos de Barbica-ne y que yo haya perdido mis nueve mil dóla-res; pero se me ocurre una nueva hipótesis queanulará la apuesta.

—¿Qué hipótesis? —preguntó vivamen-te Barbicane.

—La de que, por una causa cualquiera,no haya ardido la pólvora y no hayamos parti-do.

—¡Par Dios, amigo mío —exclamó Mi-guel Ardán—, vaya una hipótesis digna dehaber nacido en tu cerebro! ¡No puedes decir

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eso formalmente! ¿Pues no hemos sido casiaplastados por la sacudida? ¿No te he hecho yorecobrar el conocimiento? ¿No está ahí patentela herida del hombro del presidente por el gol-pe que ha sufrido?

—Es verdad, Miguel —replicó Nicholl—; pero se me permitirá hacer una pregunta<.

—¡Venga!—¿Has oído la detonación, que sin duda

alguna habrá sido formidable?—No —respondió Miguel Ardán, sor-

prendido—; verdad es que no he oído la deto-nación.

—¿Y vos, Barbicane?—Tampoco.—¿Y entonces? —dijo Nicholl.—Es verdad —murmuró el presidente—

, ¿por qué no hemos oído la detonación?Los tres amigos se miraron, algo des-

concertados, porque se presentaba un fenóme-no inexplicable. El proyectil había partido, lue-go la detonación debía de haber sonado.

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—Sepamos primero dónde estamos —dijo Barbicane— y abramos las escotillas.

Al punto se efectuó esa operación, su-mamente sencilla. Las tuercas que sujetaban lospasadores sobre las planchas externas de laderecha cedieron la presión de una llave ingle-sa. Los pasadores fueron empujados hacia fueray los agujeros que les daban paso fueron tapa-dos con obturadores forrados de caucho. Inme-diatamente la placa exterior giró sobre su char-nela como una ventanilla y apareció el cristallenticular que cerraba la lumbrera. En la parteopuesta del proyectil había otra lumbrera idén-tica y otras dos más en el vértice y en el fondo,con lo cual se podía observar en cuatro direc-ciones distintas el firmamento por los cristaleslaterales y más directamente la Tierra y la Lunapor las aberturas superior e inferior. .

Barbicane y sus compañeros corrieron alinstante hacia el cristal descubierto, por el cualno penetraba el más leve rayo luminoso. Unaprofunda oscuridad reinaba en torno del pro-

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yectil; la cual no impedía que el presidente Bar-bicane gritara:

—¡No, queridos amigos, no hemos caídoa la Tierra; no nos hemos sumergido en el golfode México! Continuamos remontándonos en elespacio. Mirad esas estrellas que brillan en lassombras de la noche y esa impenetrable oscuri-dad que se extiende entre la Tierra y nosotros.

—¡Hurra! ¡Hurra! —exclamaron todos.En efecto, aquellas espesas tinieblas

probaban que el proyectil había dejado la tierraporque de no ser así los viajeros hubieran vistoel suelo iluminado por la Luna. Aquella oscuri-dad mostraba igualmente que el proyectil habíapasado de la última capa atmosférica; de locontrario la luz difusa esparcida en el aire sehabría reflejado en las paredes metálicas deaquél y sería visible por el cristal de la lumbre-ra. No había dudas, pues; los viajeros habíandejado la Tierra.

—He perdido —dijo Nicholl.

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—Y te doy por ello la enhorabuena —respondió Ardán.

—Ahí están los nueve mil dólares —añadió el capitán, sacando un fajo de gruesosbilletes.

—¿Queréis recibo? —preguntó Barbica-ne, tomando el dinero.

—Si no os causa molestia —respondióNicholl—, siempre es una formalidad.

Y con el ademán más serio y flemático,ni más ni menos que si se encontrara ante sucaja, el presidente Barbicane sacó la cartera,arrancó una hoja, extendió con el lápiz un reci-bo en toda regla, lo fechó y firmó y se lo entre-gó al capitán, quien, a su vez, se lo guardó cui-dadosamente en la cartera.

Miguel Ardán se quitó la gorra y se in-clinó, sin decir una palabra, ante sus compañe-ros. Tantas formalidades en aquellas circuns-tancias le dejaban mudo de admiración; jamáshabía visto nada tan americano.

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Terminada la operación, Barbicane yNicholl volvieron a colocarse junto al cristal y amirar las constelaciones. Las estrellas descolla-ban como puntos brillantes sobre el fondo ne-gro del cielo. Pero por aquella parte no se veíael astro de la noche, que se elevaba hacia el ce-nit. Así que su ausencia provocó una reflexiónde Ardán.

—¿Y la Luna? —dijo—. ¿Se atrevería afaltar a nuestra cita?

—Pierde cuidado —respondió Barbica-ne— Nuestro futuro esferoide se halla en supuesto; pero no lo podemos ver por este lado;vamos a abrir la lumbrera opuesta.

Al ir Barbicane a separarse del cristalpara abrir la lumbrera del otro lado, le llamó laatención un objeto brillante. Era un discoenorme cuyas colosales dimensiones no podíanapreciarse bien. La parte que miraba a la Tierrase hallaba vivamente iluminada; una Luna pe-queña que reflejaba la de la Luna grande. Seadelantaba con prodigiosa velocidad y parecía

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describir alrededor de la Tierra una órbita quecortaba la trayectoria del proyectil. A su movi-miento de traslación se agregaba otro de rota-ción sobre sí mismo, pareciéndose en esto atodos los cuerpos celestes abandonados en elespacio.

—¡Oh! —exclamó Miguel Ardán—, ¿quées eso? ¿Otro proyectil?

No respondió Barbicane; pero le inquie-taba la aparición de aquel enorme cuerpo; por-que era posible un encuentro con él y los resul-tados serían funestos, ya porque el proyectilsufriera una desviación, ya porque un choque,rompiendo su impulso, le precipitase de nuevohacia la Tierra; ya, en fin, porque se viera arras-trado irresistiblemente por la potencia atractivade aquel esferoide.

El presidente Barbicane había calculadorápidamente las consecuencias de las tres hipó-tesis, que de una o de otra manera harían fraca-sar su tentativa. Sus compañeros, sin decir pa-labra, contemplaban el espacio. El objeto au-

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mentaba prodigiosamente de volumen, a me-dida que se acercaba, y, por efecto de una ilu-sión de óptica, parecía que el proyectil iba a suencuentro.

Se echaron instintivamente atrás los via-jeros, y su espanto fue grande, pero duró sólounos segundos. El esferoide pasó a unos cente-nares de metros del proyectil y desapareció, notanto por la rapidez de su carrera como porquela cara opuesta de la Luna, y que, por consi-guiente, estaba en la sombra, se confundió conla oscuridad del espacio.

—¡Buen viaje! —exclamó Miguel Ardán,exhalando un suspiro de satisfacción—. ¡Vayapor Dios! ¿Conque es decir que el infinito no esbastante grande para que una miserable bala decañón pueda pasearse por él a sus anchas? ¿Yquién es ese globo presuntuoso que ha estado apunto de darnos un empujón?

—Yo lo sé —respondió Barbicane.—¡Naturalmente! Tú lo sabes todo.

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—Es un simple bólido —dijo Barbica-ne—; pero un bólido enorme, que la atracciónde la Tierra ha mantenido en estado de satélite.

—¡Es posible! —exclamó Miguel Ar-dán—. ¿De modo que la Tierra tiene dos Lunas,como Neptuno?

—Sí, amigo mío, dos Lunas, aun cuandogeneralmente se cree que no tiene más que una.Pero esta otra Luna es tan pequeña, y su velo-cidad tan grande, que los habitantes de la Tie-rra no pueden distinguirla. Sólo teniendo encuenta ciertas perturbaciones ha podido unastrónomo francés, el señor Petit, determinar laexistencia de este segundo satélite y calcularsus elementos. Según sus observaciones, estebólido hace su revolución alrededor de la Tie-rra en tres horas y veinte minutos, lo cual su-pone una velocidad extraordinaria.

—¿Admiten todos los astrónomos laexistencia de este satélite? —pregunto Nicholl.

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—No —respondió Barbicane—; pero sise hubieran encontrado con él, cómo nosotros,no podrían dudar,

—Después de todo creo que ese bólido,que nos pudiera haber hecho un flaco servicio,nos permite fijar nuestra situación en el espa-cio.

—¿Cómo? —preguntó Ardán.—Porque su distancia es conocida y en

el punto en que lo hemos encontrado, noshallábamos exactamente a ocho mil ciento cua-renta kilómetros de la superficie del globo te-rrestre.

—¡Más de dos mil leguas! —exclamóMiguel Ardán—. ¡Qué atrás deja esto a todoslos trenes especiales de ese pobre globo que sellama Tierra!

—Ya lo creo —respondió Nicholl, con-sultando su cronómetro—; son las once, y nohace por lo tanto más que trece minutos quehemos salido del continente americano.

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—¿Trece minutos? —preguntó Barbica-ne.

—Sí —respondió Nicholl—, y si nuestravelocidad inicial de once kilómetros fuera cons-tante, andaríamos cerca de diez mil leguas porhora.

—Todo esto está muy bien, amigos míos—dijo el presidente—; pero siempre sigue enpie una cuestión: ¿por qué no hemos oído ladetonación del columbia?

No encontrando respuesta que dar, laconversación se detuvo, y mientras reflexiona-ba, Barbicane se ocupó en levantar la tapa de lasegunda lumbrera lateral. Su operación se efec-tuó felizmente, y a través del cristal descubiertopenetraron los rayos de la Luna en el interiordel proyectil.

Nicholl, como hombre económico, apa-gó el gas, que era enteramente inútil y cuyoresplandor estorbaba para observar los espaciosinterplanetarios.

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A la sazón el disco lunar brillaba en to-da su pureza. Sus rayos, no enturbiados por lavaporosa atmósfera de nuestro Globo, atrave-saban el cristal y llenaban el interior del proyec-til con sus plateados reflejos. La negra cortinadel firmamento duplicaba el brillo de la Luna,la cual, en aquel vacío de éter, impropio para ladifusión, no eclipsaba a las estrellas vecinas. Elcielo, visto de aquel modo, presentaba un as-pecto enteramente nuevo, que los ojos huma-nos no podían sospechar.

Inútil es decir el interés con que los au-daces viajeros contemplarían el astro de la no-che, término presunto de su viaje. El satélite dela Tierra, en su movimiento de traslación, seacercaba insensiblemente al cenit, punto mate-mático a donde debían llegar unas ochenta yseis horas después. Sus montañas, sus llanuras,toda su superficie se presentaba lo mismo quesi se observase desde un punto cualquiera de laTierra; pero su luz se desarrollaba en el vacíocon una gran intensidad.

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El disco resplandecía como un espejo deplatino. Los viajeros se habían olvidado ya dela Tierra, que tenían a sus pies.

El capitán Nicholl fue el primero quellamó la atención sobre el Globo abandonado.

—¡Es verdad! —respondió Miguel Ar-dán—, no seamos ingratos con él; puesto quedejamos nuestro país, que sean para él nuestraspostreras miradas. Quiero ver la Tierra antesque se eclipse enteramente a mi vista.

Barbicane, para satisfacer los deseos desu compañero, se cuidó de descubrir la ventanadel fondo del proyectil por donde se podía ob-servar directamente la Tierra; no sin trabajo selogró desmontar el disco que la fuerza de pro-yección había hundido en el fondo.

Sus fragmentos colocados cuidadosa-mente junto a las paredes, podían volver a ser-vir en caso necesario. Entonces apareció unaabertura circular de cincuenta centímetros deancho, practicada en la parte inferior del pro-yectil, y cerrada por un cristal de quince centí-

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metros de espesor reforzado con una armadurade cobre. Por una placa de aluminio sujeta conpasadores la parte exterior se abría, como en lasdemás, a tornillo, los cuales se soltaron y des-cubrieron el cristal.

Miguel Ardán se arrodilló sobre el cris-tal, que aparecía oscuro como si fuera opaco.

—¡Hombre! —exclamó—. Pues, ¿y laTierra?

—¡La Tierra! —dijo Barbicane—. Allí es-tá.

—¡Cómo! —dijo Ardán—. ¿Aquella lí-nea tan delgada en forma de media luna?

—La misma, Miguel. Dentro de cuatrodías, cuando la Luna esté llena, que será en elmomento de llegar nosotros, la Tierra estaránueva, o sea, en el primer día del primer cuar-to. Hoy ya no la vemos sino bajo la forma deese delgado segmento que no tardará en des-aparecer, y entonces quedará en sombra unoscuantos días, ni más ni menos que la Luna des-de la Tierra.

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—¡Eso es la Tierra! —repetía MiguelArdán, mirando ávidamente aquel delgadotrozo de su planeta natal.

La explicación dada por el presidenteBarbicane era exacta; la Tierra, con relación alproyectil, entraba en la última fase. Se hallabaen su octante, y no presentaba más que unadelgada media luna, que sobresalía como uninmenso arco de luz azulada sobre el fondonegro del firmamento. En él se veían algunospuntos de luz más viva que indicaban las mon-tañas, así como algunas manchas móviles pro-ducidas por los anillos de nubes que rodeabanel esferoide terrestre, manchas que nunca seven en el disco lunar.

Pero por un fenómeno natural idénticoal que se produce en la Luna cuando se halla ensus octantes, se percibía todo el contorno delglobo terrestre. Su disco entero se distinguíabastante visiblemente por un efecto de luz ceni-cienta menos perceptible que la luz cenicientade la Luna, y la razón de esta menor intensidad

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es fácil de comprender. Cuando este reflejo seproduce en la Luna es debido a los rayos sola-res que la Tierra refleja sobre su satélite; mien-tras aquí, por un efecto inverso, era debido alos rayos solares reflejados en la Luna hacia laTierra. Ahora bien, la luz terrestre es unas treceveces más intensa que la luz lunar, la cuál de-pende de la diferencia de volumen de amboscuerpos. De aquí la consecuencia de que en elfenómeno de la luz cenicienta, la parte oscuradel disco de la Tierra se dibuje con menos cla-ridad que la del disco de la Luna, puesto que laintensidad del fenómeno, es proporcional a lapotencia luminosa de los dos astros. Hay queañadir que el astro luminoso terrestre parecíaformar una curva más prolongada que la deldisco; puro efecto de la irradiación.

Mientras se esforzaban los viajeros enpenetrar las profundas tinieblas del espacio,apareció a su vista un haz de estrellas fugaces.Centenares de bólidos, inflamados al contactode la atmósfera, trazaron líneas luminosas en la

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sombra, surcando con su luz la parte cenicientadel disco terrestre. En aquel momento la Tierraestaba en su perihelio, y el mes de diciembre estan propicio a la aparición de estrellas fugacesque algunos astrónomos han contado en él has-ta veinticuatro mil por hora. Pero Miguel Ar-dán, desdeñando los razonamientos científicos,se empeñó en creer que la Tierra saludaba confuegos artificiales la partida de tres de sus hijos.

Esto era en suma cuanto veían de esteesferoide perdido en las tinieblas; astro inferiordel mundo solar, que para los demás planetassale o se pone como una insignificante estrellamatutina o vespertina. Aquel globo en que de-jaban todos sus efectos no era más que un arcode círculo fugitivo, un punto imperceptible enel espacio.

Los tres amigos siguieron largo rato mi-rando, sin despegar los labios; pero con el mis-mo pensamiento, mientras el proyectil se aleja-ba con una velocidad uniformemente decre-ciente. Poco a Poco se apoderó de sus cerebros

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una somnolencia irresistible; reacción inevitabledespués de la sobreexcitación de las últimashoras pasadas en la Tierra.

—Vaya —dijo Miguel—, puesto que elsueño es necesario, vamos a dormir.

Y tendiéndose en sus camillas no tarda-ron los tres en quedarse profundamente dor-midos. Pero apenas habría pasado un cuarto dehora cuando Barbicane se enderezó de impro-viso y despertó a sus compañeros, gritando convoz atronadora:

—¡Ya lo sé!—¿Qué sabes? —preguntó Miguel Ar-

dán, saltando de la cama.—El motivo de que no hayamos oído la

detonación del columbia.—¿Y cuál es? —dijo Nicholl.—Que nuestro proyectil caminaba más

aprisa que el sonido.

III

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Instalación

Después de tan curiosa y exacta explica-ción, los tres amigos volvieron a dormir pro-fundamente. ¿En qué lugar podían encontrardormitorio más tranquilo y sosegado? En laTierra, en las casas de las ciudades, como en lascabañas de los campos, sienten necesariamentetodas las sacudidas que sufre la corteza delGlobo. En el mar, el buque mecido por las olasse halla en continuo choque y movimiento. Enel aire, el globo aerostático oscila sin cesar sobrecapas elásticas de diferentes densidades. Sóloaquel proyectil flotando en el vacío absoluto, enmedio de un absoluto silencio, podía ofrecerreposo a sus huéspedes.

Por lo tanto, el sueño de los viajeros sehubiera prolongado indefinidamente, a no des-pertarles un ruido inesperado a eso de las sietede la mañana del día 2.

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Aquel ruido era un ladrido perfecta-mente claro.

—¡Los perros! ¡Son los perros! —exclamó Miguel Ardán, incorporándose al pun-to.

—Tienen hambre —dijo Nicholl.—¡Naturalmente! —respondió Miguel—

. Nos habíamos olvidado de ellos.—¿Dónde están? —preguntó Barbicane.Los buscaron y encontraron al uno es-

condido bajo el diván. Espantado y anonadadopor el choque inicial, había permanecido enaquel escondrijo hasta que recobró la voz y elhambre.

Era la pobre Diana, bastante acobardadaaún y que salía de su escondite, no sin hacerserogar a pesar de que Miguel Ardán la animabacon sus caricias.

—Ven, Diana —le decía—, ven, hija mía;tú, cuyos destinos formarán época en los analescinegéticos; tú, a quien los paganos hubieranhecho compañero del dios Anubis y los cristia-

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nos de San Roque; tú, que eres digna de servaciada en bronce por el rey de los infiernos,como aquel faldero que Júpiter regaló a la bellaEuropa a cambio de un beso; tú, que has deeclipsar la ,Celebridad de los héroes de Mon-targis y del monte de San Bernardo; tú, que allanzarte por los espacios interplanetarios vastal vez a ser la Eva de los perros selenitas, tú,que justificarás ese pensamiento elevado deToussenel: “En el principio creó Dios al hom-bre, y al verle débil, le dio el perro.” ¡Ven acá,Diana, ven!

Diana, contenta o no, se acercó poco apoco, con quejidos lastimeros.

—Bueno —dijo Barbicane—, ya veo aEva, pero ¿dónde está Adán?

—¡Adán! —respondió Miguel Ardán—.No debe de estar lejos, ahí estará, en cualquierparte; le llamaremos. ¡Satélite! ¡Toma, Satélite!

Pero Satélite no aparecía, y Diana conti-nuaba quejándose. Sin embargo, vieron que no

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estaba herida y le sirvieron una torta apetitosaque puso fin sus ayes.

Satélite parecía perdido, y fue necesariobuscarlo largo rato, hasta que se le encontró enuno de los compartimentos superiores del pro-yectil, a donde había sido lanzado por el cho-que. El pobre animal se hallaba en un estadolastimoso.

—¡Diablos! —dijo Miguel—; ya estácomprometida nuestra aclimatación.

Bajaron con cuidado al infeliz perro, quese había roto la cabeza contra la bóveda, y queparecía difícil que pudiera curarse. No obstan-te, le tendieron con cuidado sobre un almoha-dón y allí exhaló un suspiro.

—Nosotros te cuidaremos —dijo Mi-guel—. Somos responsables de tu existencia;más quisiera yo perder un brazo mío que unapata de mi pobre Satélite.

Y al punto dio un trago de agua al heri-do, que la bebió con avidez.

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Después los viajeros observaron aten-tamente la Tierra y la Luna. La Tierra no apare-cía ya sino como un disco ceniciento que termi-naba en un arco luminoso más estrecho que lavíspera; pero su volumen era todavía enorme,comparado con el de la Luna, que se acercabacada vez más a un círculo perfecto.

—¡Caramba! —dijo entonces MiguelArdán—, siento no haber partido en el momen-to de haber Luna llena, es decir, cuando nuestroGlobo se hallase en posición con el Sol.

—¿Por qué? —preguntó Nicholl.—Porque hubiésemos visto bajo un as-

pecto nuevo nuestros continentes y nuestrosmares, éstos resplandecientes bajo la proyec-ción de los rayos solares; aquéllos más sombrí-os y como se ven reproducidos en algunos ma-pas. Me gustaría haber visto esos polos de laTierra a donde no ha llegado la mirada delhombre.

—Por supuesto —respondió Barbica-ne—; pero habiendo Tierra llena, habría Luna

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nueva, es decir, invisible en medio de la luz delSol. Y más necesitábamos ver el punto de lle-gada que el de partida.

—Tenéis razón, Barbicane —respondióel capitán Nicholl—, y además, cuando haya-mos llegado a la Luna tendremos tiempo, du-rante sus largas noches, de contemplar a nues-tro gusto ese Globo en que hormiguean nues-tros semejantes.

—¡Nuestros semejantes! —exclamó Mi-guel Ardán—; lo que es ahora ya no son tansemejantes nuestros como los de la Luna. Noso-tros habitamos un mundo poblado por nosotrossolos: el proyectil. Yo soy semejante a Barbica-ne, y Barbicane lo es de Nicholl. Más allá denosotros, fuera de nosotros, concluye la Huma-nidad, y nosotros somos las únicas poblacionesde este macrocosmos, hasta el momento en quenos convirtamos en simples selenitas.

—Que será dentro de ochenta y ochohoras, poco más o menos —replicó el capitán.

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—¿Lo cual quiere decir ... ? —preguntóMiguel Ardán.

—Que son las ocho y media —respondió Nicholl.

—Pues bien —replicó Miguel—, nocomprendo por qué razón no hemos de almor-zar en seguida. Es preciso conservarnos.

En efecto, los habitantes de aquel nuevoastro no podían vivir en él sin comer y su estó-mago sufría las imperiosas leyes del hambre.Miguel Ardán como francés se erigió en jefe dela cocina, cargo importante que no le suscitócompetencia. El gas produjo el calor suficientepara las operaciones culinarias, y el arca de lasprovisiones ofreció los elementos del festín.

Empezó la comida por tres tazas de ex-celente caldo, que se preparó disolviendo enagua caliente unas cuantas de las exquisitaspastillas de Liebig, preparadas con los mejorestrozos de los rumiantes de las Pampas. Al caldode vaca sucedieron algunos pedazos de bisteccomprimidos en la prensa hidráulica, tan tier-

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nos, tan suculentos como si salieran de las coci-nas del “Café Inglés”. Miguel, que era hombrede imaginación, aseguró que echaban sangre.

Diversas legumbres en conserva y “másfrescas que en su tiempo”, según afirmabatambién Miguel, siguieron al plato de carne, yterminó la comida con té y tostadas de mantecaa la americana. El té, que pareció exquisito, erade primera y regalo del emperador de Rusia,que había enviado unas cuantas cajas a los via-jeros.

Por último, Ardán descorchó una bote-lla de “Nuits”, que por casualidad había en eldepartamento de las provisiones, y los tresamigos bebieron brindando por la unión de laTierra y su satélite.

Y cual si no bastase la compañía deaquel excelente vino que había sido destiladoen las laderas de Borgoña, el Sol quiso honrartambién el festín con su presencia. El proyectilsalía, en aquel momento, del cono de sombraproyectado por el globo terrestre y los rayos del

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astro brillante fueron a dar directamente en eldisco inferior del proyectil.

—¡El Sol! —exclamó Miguel Ardán.—Sin duda —respondió Barbicane—; ya

lo esperaba.—Sin embargo —dijo Miguel—, ¿el co-

no de sombra que la Tierra proyectaba en elespacio no se extiende más allá de la Luna?

—Sí, mucho más allá, si no se tiene encuenta la refracción atmosférica —dijo Barbica-ne—; pero cuando la Luna está envuelta en estasombra es porque los centros de los tres astros:Sol, Tierra y Luna, están en línea recta. Enton-ces los nodos coinciden con las fases de la lunallena, y se verifica el eclipse. Si hubiéramos sa-lido en el momento de un eclipse la Luna, todanuestra travesía se hubiera verificado en lasombra, lo cual hubiera sido cosa desagradable.

—¿Porqué?—Porque aun cuando flotemos en el va-

cío, nuestro proyectil, bañado por los rayossolares, recogerá su luz y su calor, lo cual, entre

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otras cosas, nos proporcionará economía de gasque es de gran importancia.

En efecto, bajo la influencia de aquellosrayos, cuya temperatura y cuyo brillo no tem-plaba ninguna atmósfera, el proyectil se ilumi-naba y recibía su calor, como si huera pasadosúbitamente del invierno al verano. La Lunapor un lado, el Sol, por otro, lo inundaban consus resplandores.

—¡Qué bien se está aquí! —dijo Nicholl.—¡Ya lo creo! —exclamó Miguel Ar-

dán—. Con un poco de tierra vegetal extendidasobre nuestro planeta de aluminio, haríamosnacer guisantes en veinticuatro horas. Sólo te-mo una cosa, y es que lleguen a entrar en fusiónlas paredes del proyectil.

—No tengas cuidado, amigo mío —respondió Barbicane—. El proyectil ha sufridouna temperatura mucho más elevada, mientrasatravesaba las capas atmosféricas. Nada meextrañaría que haya parecido un bólido canden-te a los espectadores de la Florida.

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—¡Entonces J. T. Maston debe de creer-nos asados!

—Lo que me choca —respondió Barbi-cane— es que no lo hayamos sido. Es un peli-gro que no habíamos previsto.

_Yo si lo temía —respondió simplemen-te Nicholl.

—¡Y nada nos había dicho, sublime ca-pitán! —dijo Miguel Ardán, estrechando la ma-no de su compañero.

Barbicane, entretanto, se entretenía enarreglar el interior del proyectil, como si nuncadebiera salir de él. Se recordará que aquel va-gón aéreo presentaba en su base una superficiede cincuenta y cuatro pies cuadrados. Tenía dospies de altura hasta el vértice de su bóveda, sehallaba distribuido hábilmente en todo su inter-ior y los instrumentos y utensilios de viaje per-fectamente acomodados cada uno en su sitioespecial, de manera que los tres viajeros podíanmoverse allí dentro con perfecto desahogo. Elgrueso cristal fijo en una parte del fondo podía

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sostener, sin peligro, un gran peso. Así Barbi-cane y sus compañeros andaban sobre él comosobre un suelo sólido. A todo esto, el Sol, que loatacaba con sus rayos directos, iluminando porbajo el interior, producía efectos de luz muysingulares.

Comenzaron por examinar el depósitode agua y la caja de los víveres.

Estos dos recipientes se hallaban enbuen estado, sin haber sufrido desperfecto al-guno, merced a las disposiciones tomadas paraamortiguar el choque. Los víveres eran abun-dantes y podrían alimentar a los viajeros du-rante todo un año. Barbicane había queridoprecaverse para el caso de que el proyectil llegaa un punto de la Luna completamente estéril.En cuanto al y a la provisión de aguardiente,que llegaba a cincuenta galones, había sólo parados meses. Pero a juzgar por las últimas obser-vaciones de los astrónomos, la Luna conservabauna atmósfera baja, densa, pesada, a lo menosen los valles profundos, y allí no podía menos

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de haber arroyos y manantiales. Así, pues, ni enla travesía ni en el primer año de su permanen-cia en el continente lunar debían sufrir hambreni sed los atrevidos exploradores.

Quedaba la cuestión del aire en el inter-ior del proyectil; pero también estaba resuelta.El aparato de Reiset y Regnault, destinado aproducir oxígeno, era alimentado por cloratode potasa y había para dos meses. Es verdadque consumía necesariamente cierta cantidadde gas, porque debía mantener a más de cua-trocientos grados la materia productiva; perotampoco había nada que temer en este punto.Por lo demás el aparato no exigía sino un pocode vigilancia, porque funcionaba automática-mente. A aquella elevada temperatura el clora-to de potasa se transformaba en cloruro potási-co y abandonaba todo su oxígeno; y descom-poniendo dieciocho libras de clorato de potasase obtendrían las siete libras de oxígeno necesa-rias para el consumo diario de los viajeros delproyectil.

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Más no bastaba renovar el oxígeno gas-tado; era también necesario absorber el ácidocarbónico producido por la respiración. Enefecto, al cabo de doce horas la atmósfera delproyectil se había cargado de este gas deletéreo,producto de la combustión de los elementos dela sangre por el oxígeno aspirado. Nicholl co-noció aquel estado del aire al ver a Diana respi-rar fatigosa, y era, efectivamente, porque elácido carbónico, a causa de su gravedad especí-fica, se iba acumulando en el fondo del proyec-til, como en la famosa Gruta del Perro, en Ná-poles. La pobre perra, con la cabeza baja, sufríaya la influencia perniciosa de aquel gas; pero elcapitán Nicholl se ,apresuró a remediar el mal,disponiendo en el fondo del proyectil variosrecipientes que contenían potasa cáustica, sus-tancia que, por ser muy ávida de ácido carbóni-co, lo absorbió en poco tiempo y purificó elaire.

Se procedió luego al inventario de losinstrumentos. Los termómetros y barómetros

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habían resistido, salvo un termómetro de mí-nimas, que se había roto. Un excelente aneroi-de, que iba dentro de un estuche almohadilla-do, fue colgado en la pared; como es fácil decomprender, no sufría ni marcaba más que lapresión de aire contenido en el proyectil. Peroindicaba también la cantidad de vapor de aguaque encerraba. En aquel momento oscilaba suaguja entre 730 y 760 milímetros, lo cual signifi-caba “buen tiempo”.

También disponía Barbicane de variasbrújulas que seguían intactas y que no marca-ban dirección alguna, porque a la distancia enque el proyectil se encontraba de la Tierra elpolo magnético no podía ejercer acción sensibleen el aparato. Pero aquellas brújulas, transpor-tadas al disco lunar, tal vez revelarían allí fe-nómenos particulares; y como quiera que fueseera de gran interés averiguar si el satélite de laTierra se hallaba, como ésta sujeto a la influen-cia magnética.

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Se examinó igualmente el estado en quese hallaban un hipsómetro para medir la alturade las montañas lunares, un sextante destinadoa tomar la altura del Sol, un teodolito, instru-mento de geodesia que sirve para levantar pla-nos y reducir los ángulos en el horizonte, y va-rios anteojos de grandísima utilidad para cuan-do se hallasen cerca de la Luna. Todos estosinstrumentos estaban intactos a pesar de la vio-lencia de la sacudida inicial.

En cuanto a los utensilios: picos, azado-nes y útiles de que Nicholl había hecho selectaprovisión, los sacos de semillas variadas y losarbustos que Miguel Ardán pensaba trasplantara las tierras selenitas, continuaban en sus pues-tos respectivos, en la parte alta del proyectil.Allí había una especie de desván lleno de obje-tos que el pródigo francés había amontonado yque no se sabía a punto fijo cuáles fueran. Decuando en cuando se encaramaba hasta allí,asiéndose a los ganchos fijos en las paredes;volvía y revolvía, arreglaba y registraba, tara-

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reando en falsete alguna canción francesa quedivertía a la reunión.

Barbicane comprobó minuciosamenteque sus cohetes y demás artificios no habíansufrido desperfectos. Aquellas importantespiezas, fuertemente cargadas, debían servirpara retardar la caída del proyectil cuando,arrebatado por la atracción lunar, después depasar al punto de equilibrio, fuera a caer sobrela superficie del satélite. Esta caída, por lo de-más, debía ser seis veces menos rápida que lohubiera sido sobre la superficie de la Tierra,debido a la diferencia de masa en ambos astros.

La inspección se terminó, pues, a satis-facción de todos; y cada cual volvió luego aobservar el espacio por las ventanas laterales ya través del cristal inferior.,

El espectáculo seguía siendo el mismo:toda la extensión de la esfera terrestre estabacuajada de estrellas y constelaciones de un bri-llo maravilloso que hubiera vuelto loco de júbi-lo a un astrónomo. Por un lado el Sol, como la

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boca de un horno encendido, presentaba undisco deslumbrador sin aureola y resaltando enel fondo negro del cielo. Por el otro la Luna leenviaba sus rayos reflejados, y aparecía comoinmóvil en medio del mundo estelar. Después,una mancha bastante oscura que parecía unagujero hecho en el firmamento, y que se halla-ba rodeada de un semicírculo Plateado, indica-ba el emplazamiento de la Tierra. Aquí y allí seveían nebulosas amontonadas como copos denieve sideral, y del cenit al nadir se extendíacomo un inmenso anillo de la Vía Láctea, enmedio de la cual el Sol no figura sino como es-trella de cuarta magnitud.

Los observadores no podían apartar lasmiradas de aquel espectáculo tan nuevo e im-posible de describir. ¡Qué de reflexiones lessugirió! ¡Cuántas emociones desconocidas des-pertó en su alma! Barbicane quiso .comenzar larelación de su viaje bajo el efecto de aquellasimpresiones, y anotó hora por hora todos loshechos que marcaban el principio de su empre-

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sa, escribiendo tranquilamente con letra grandey estilo un poco comercial.

Mientras tanto, el calculador Nicholl re-visaba sus fórmulas de trayecto y manejaba lascifras con sin igual destreza. Miguel Ardáncharlaba, ora con Barbicane, que apenas res-pondía, ora con Nicholl, que ni siquiera le oía, ocon Diana que no entendía sus proyectos, y porfin consigo mismo, preguntándose y respon-diéndose, yendo, viniendo, ocupándose en milmenudencias, ya inclinado sobre el cristal delfondo, ya encaramado en alto del proyectil, ysiempre canturreando entre dientes. En unapalabra, representaba detrás de aquel macro-cosmos la agitación y la locuacidad francesas, ylas representaba Miquel Ardán dignamente.

El día, más propiamente dicho, el trans-curso de doce horas que constituye el día en laTierra, terminó con una cena abundante y deli-cada. No había ocurrido ningún incidente ca-paz de alterar la confianza de los viajeros, loscuales, llenos de esperanza y seguros del éxito,

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se durmieron tranquilamente, mientras el pro-yectil cruzaba los espacios celestes a una velo-cidad uniformemente decreciente.

IVUn poco de álgebra

Transcurrió la noche sin ningún inci-dente digno de mención, entendiendo siempreque la palabra noche es impropia, porque laposición del proyectil no variaba con relación alSol, y astronómicamente, era dé día en la parteinferior del proyectil y de noche en la superior.Así, pues, en el presente relato estas dos pala-bras no expresan sino el tiempo transcurridoentre el orto y el ocaso del Sol en la Tierra.

Tanto más tranquilo fue el sueño de losviajeros cuanto que el proyectil, a pesar de sugran velocidad, parecía hallarse enteramenteinmóvil. Ningún movimiento revelaba su mar-

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cha a través del espacio. La traslación, por muyrápida que sea, no puede producir efecto sensi-ble en el organismo, si se verifica en el vacío osi la masa de aire circula con el cuerpo arras-trado. ¿Qué habitante de la Tierra percibe suvelocidad, que sin embargo le hace andar arazón de noventa mil kilómetros por hora? Elmovimiento en tales condiciones no se sientemás que el reposo. Así todo cuerpo es indife-rente a ellos; si se halla en reposo permaneceráen tal estado hasta que una fuerza externa leobligue a moverse, y si está en movimiento nose detendrá hasta que un obstáculo interrumpasu marcha. Esta indiferencia por el movimientoY el reposo es la inercia.

Barbicane y sus compañeros podíancreerse en reposo absoluto, encerrados en elproyectil, y el efecto hubiera sido el mismoaunque se hallaran en lo exterior. A no ser por,la Luna, que aumentaba en volumen delante deellos, y por la Tierra, que disminuía detrás, po-

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dían jurar que flotaban en la inmovilidad máscompleta.

Por la mañana del 3 de diciembre lesdespertó un ruido alegre, pero inesperado: erael canto de un gallo que resonó dentro del va-gón. Miguel Ardán, que fue el primero en des-pertarse, trepó hasta lo alto del proyectil, y ce-rrando una caja que estaba entreabierta, dijo envoz baja:

—¿Quieres callar? ¡Este animal va ahacer fracasar mis proyectos!

Entretanto, Nicholl y Barbicane se habí-an despertado también.

—¿Qué es eso? ¿Un gallo aquí? —sepreguntó Nicholl.

—No, amigos míos —respondió Mi-guel—, soy yo que he querido despertarlos conese canto campestre.

Y lanzó un sonoro quiquiriquí digno delmás arrogante gallo.

Los dos americanos no pudieron menosde reír.

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—Vaya una habilidad —dijo Nicholl,mirando a su compañero con aire perspicaz.

—Sí —respondió Miguel—, es una bro-ma muy usual en mi país; allí se hace el gallo enlas reuniones más distinguidas.

Y variando en seguida de conversación,añadió:

—¿Sabes, Barbicane, en qué he estadopensando toda la noche?

—No —respondió el presidente.—En nuestros amigos de Cambridge; ya

puedes haber observado que soy completamen-te ignorante en las cosas matemáticas, por locual me es imposible adivinar cómo vuestrossabios del observatorio han podido calcular lavelocidad inicial que debería llevar el proyectilal salir del columbia para dirigirse a la Luna.

—Querrás decir —replicó Barbicane—para llegar a ese punto en que se equilibran lasatracciones terrestres y lunares porque desdeese punto situado aproximadamente a las nue-ve décimas del trayecto, el proyectil caerá por sí

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solo en la Luna simplemente en virtud de lagravedad.

—Enhorabuena —respondió Miguel—;pero, lo repito, ¿cómo se ha podido calcular lavelocidad inicial?

—Nada más fácil —respondió Barbica-ne.

—¿Habrías podido tú hacer el cálculo?—preguntó Miguel Ardán.

—Seguramente; Nicholl y yo lo hubié-ramos resuelto si la nota del observatorio nonos hubiera quitado ese trabajo.

—Pues bien, amigo Barbicane —respondió Miguel—, antes me hubiera cortadola cabeza, empezando por los pies, que hacer-me— resolver ese problema.

—Porque no sabes álgebra —replicótranquilamente Barbicane.

—¡Ah! Así son ustedes, devoradores de“X”, Siempre lo mismo; todo lo quieren com-poner con el álgebra.

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—Perdóname, Miguel —replicó Barbi-cane—, ¿crees que se puede forjar sin martillo olabrar sin arado?

—No es fácil.—Pues bien, el álgebra es una herra-

mienta como el arado o el martillo, y una buenaherramienta para el que sabe hacer uso de ella.

—¿De veras?—¡Y tan de veras!—¿Y podrías manejar esa herramienta

en mi presencia?—Si tienes interés en ello, no hay incon-

veniente.—¿Y demostrarme cómo se ha calculado

la velocidad inicial del vagón?—Sí, amigo mío; teniendo en cuenta to-

dos los elementos del problema, la distancia delcentro de la Tierra al centro de la Luna, el radiode la Tierra y la masa de la Luna, puedo de-mostrar exactamente cuál ha debido de ser lavelocidad inicial del proyectil, por medio deuna simple fórmula.

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—Veamos la fórmula._Ya lo verás, pero no te daré la curva

trazada realmente por la bala entre la Luna y laTierra atendiendo a su movimiento de trasla-ción alrededor del Sol, sino que consideraréestos dos astros como inmóviles, lo cual nosbasta.

—¿Y por qué?—Porque sería buscar la solución de ese

problema llamado “problema de los tres cuer-pos” y que el cálculo integral no ha podido re-solver todavía.

—¡Toma! —dijo Miguel, en su tono bur-lón—. ¿Conque es decir que las matemáticas nohan dicho todavía su última palabra?

—Ciertamente que no —respondió Bar-bicane.

—¡Bueno! Acaso los selenitas hayanadelantado más que nosotros en el cálculo, in-tegral. Y a propósito, ¿qué es el cálculo inte-gral?

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—Es lo inverso del cálculo diferencial —respondió seriamente Barbicane.

—Muchas gracias.—En otros términos, es un cálculo por

medio del cual se buscan las cantidades infini-tas cuya diferencia se conoce.

—Vamos, eso ya es más claro —respondió Miguel con aire muy satisfecho.

—Y ahora —replicó Barbicane—, vengapapel y lápiz y antes de media hora encontraréla fórmula perdida.

No había pasado media hora cuandoBarbicane alzó la cabeza y enseñó a MiguelArdán una cuartilla cubierta de signos alge-braicos, en medio de los cuales sobresalía unafórmula general.

¿Y qué significa eso? —preguntó Mi-guel.

—Significa —respondió Nicholl— queun medio de v elevado al cuadrado menos vsubcero elevado al cuadrado es igual a rg mul-tiplicado por rx menos 1, más m' partido por m

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multiplicado por r partido por d menos x me-nos r partido por dr.

—¿X sobre y montado sobre z y a caba-llo sobre p...? —exclamó Miguel Ardán soltan-do la carcajada—. ¿Y tú entiendes eso, capitán?

—No puede ser más claro.—¡Ya lo creo! Es cosa que salta a la vista

—replicó Miguel.—¡Eterno guasón! —replicó Barbicane—

. ¿No querías álgebra? ¡Pues ahora vas a tenerálgebra hasta la coronilla!

—¡Prefiero, que me ahorquen!—En efecto —respondió Nicholl, que

examinaba la fórmula como inteligente; meparece perfectamente resuelto, Barbicane. Es laintegral de las fuerzas vivas, y no dudo que nosdará el resultado apetecido.

—¡Pero yo quisiera comprender! —exclamó Miguel—. ¡Daría diez años de la vidade Nicholl por comprender!

—Escucha, pues —replicó Barbicane—.La mitad de v elevada al cuadrado menos v

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subcero elevado al cuadrado es la fórmula quenos da la semivariación de la fuerza viva.

—Bueno, y Nicholl, ¿sabe lo que esosignifica?

—Sin duda —respondió el capitán—.Todos esos signos que te parecen cabalísticosforman, sin embargo, el lenguaje más claro ymás lógico para quien sabe leerlo.

—¿Y tú pretendes, Nicholl —preguntóMiguel—, encontrar, por medio de esos jeroglí-ficos, más incomprensibles que los ibis egip-cios, la velocidad inicial que se debía imprimiral proyectil?

—Indudablemente —respondió Ni-choll—, y aun por medio de esta fórmula po-dría decirte siempre cuál es la velocidad en unpunto cualquiera de su trayecto.

—¿Palabra de honor?—Palabra de honor.—Entonces eres tan sabio como nuestro

presidente.

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—No, Miguel; lo difícil es lo que hahecho Barbicane; plantear una ecuación contodas las condiciones del problema. El resto noes más que un problema de aritmética y no exi-ge más conocimientos que los de las cuatro re-glas.

—¡Eso ya me gusta más! —respondióMiguel Ardán, que en toda su vida no habíapodido hacer una suma exacta y que definía esaregla diciendo: “Es un rompecabezas chino quepermite obtener totales indefinidamente varia-dos”.

Por su parte, Barbicane aseguraba queNicholl, fijándose en ello, habría obtenido tam-bién la fórmula.

—No lo sé —decía Nicholl—; porquecuanto más la estudio, mejor planteado me pa-rece.

—Ahora escucha —dijo Barbicane a suignorante compañero—, y te convencerás deque todas estas letras tienen una significación.,

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—Ya escucho —dijo Miguel, con aire re-signado.

—d —dijo Barbicane— es la distanciadel centro de la Tierra al centro de la Luna;porque hay que tomar los centros para calcularlas atracciones.

—Comprendo.—r es el radio de la Tierra.—r, radio, corriente.—m es la masa de la Tierra y m' la masa

de la Luna; porque, en efecto, es preciso tomaren cuenta la masa de los cuerpos atrayentessupuesto que la atracción es proporcional a lasmasas.

—Entendido.—g representa la gravedad, la velocidad

que adquiere en un segundo cualquier cuerpoque cae a la superficie de la Tierra. ¿Está claroesto?,

—¡Como el agua! —respondió Miguel,—Ahora representa por la x la distancia

variable que separa al proyectil del centro de la

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Tierra, y por la v la velocidad que lleva dichoproyectil a aquella distancia.

—Muy bien.—Finalmente, la expresión v subcero

que figura en la ecuación anterior es la veloci-dad que posee el proyectil al salir de la atmós-fera.

—En efecto —dijo Nicholl—, en esepunto es donde hay que calcular la velocidadpuesto que ya sabemos que la velocidad al par-tir vale una vez y media la velocidad al, salir dela atmósfera.

—¡Yo no comprendo! —dijo Miguel.—Pues es muy sencillo —replicó Barbi-

cane.—No tanto como parece —se defendió

Miguel.—Eso quiere decir que cuando nuestro

proyectil ha llegado al límite de la atmósferaterrestre ha perdido ya una tercera parte de suvelocidad inicial.

—¿Tanto?

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—Sí, amigo mío, nada más que por surozamiento con las capas atmosféricas. Com-prendes muy bien que cuanto más rápidamentemarche, más resistencia encontrará en el aire.

—Eso lo admito —respondió Miguel—y lo comprendo, por más que tus v subcero ytus v elevadas al cuadrado me hagan en la ca-beza el mismo efecto que los clavos en un saco.

—Primer efecto del álgebra —replicóBarbicane—. Y ahora, para concluir, vamos aplantear inmediatamente estas expresiones, esdecir, vamos a numerar su valor.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Miguel.—De estas expresiones —dijo Barbica-

ne—, unas son conocidas y otras hay que calcu-larlas.

—Yo me encargo de estas últimas —dijoNicholl.

—Veamos —continuó Barbicane—; r esel radio terrestre que en la latitud de la Florida,donde partimos, es igual a seis millones tres-cientos setenta milímetros; d, es decir, la dis-

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tancia del centro de la Tierra al centro de laLuna, vale cincuenta y seis radios terrestres, osea...

Nicholl multiplicó rápidamente.—O sea —dijo—, trescientos cincuenta y

seis millones trescientos veinte metros, en elmomento de hallarse la Luna en su perigeo, esdecir, a su menor distancia de la Tierra.

—Bien —dijo Barbicane—; ahora m' par-tido por m, es decir, la relación de la masa de laLuna a la de la Tierra es igual a un ochentaiu-navo.

—Perfectamente.—g, la gravedad es en la Florida de

nueve metros y ochenta y un centímetros. Dedonde resulta gr igual...

—A sesenta y dos millones cuatrocien-tos veintiséis mil metros cuadrados —respondió Nicholl.

—¿Y ahora? —preguntó Miguel Ardán.—Ahora que ya están en números las

expresiones —respondió Barbicane—, voy a

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buscar la velocidad v subcero, es decir, la quedebe tener el proyectil al salir de la atmósferapara llegar al punto de atracción igual con unavelocidad nula. Puesto que en este instante lavelocidad será nula, digo que igualará a cero, yque x, o sea la distancia a que se encuentra esepunto neutral, estará representada por las nue-ve décimas de d, es decir, la distancia que sepa-ra los dos centros.

—Tengo una idea vaga de que debe serasí —dijo Miguel.

—Tendremos, pues: x igual a nueve dé-cimas de d, y v igual a cero, y la fórmula será...

Y escribió rápidamente.Nicholl leyó con avidez.—¡Eso es! ¡Eso es! —exclamó.—¿Está claro? —preguntó Barbicane.—¡Escrito en letras de fuego! —

respondió Nicholl.—¡Pobres hombres! —murmuraba Mi-

guel.

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—¿Has comprendido por fin? —le pre-guntó Barbicane.

—¡Que si he comprendido! —exclamóMiguel—. Lo que pasa es que se me va la cabe-za.

—Pues significa —siguió Barbicane—que v subcero al cuadrado es igual a dos grmultiplicado por uno menos diez r partido por9d menos un ochentaiunavo multiplicado por10r partido por d menos r.

—Y ahora —dijo Nicholl—, para obte-nerla velocidad del proyectil al salir de la at-mósfera, no—hay más que calcular.

Y el capitán, como acostumbrado a todaclase de dificultades, se puso a hacer númeroscon asombrosa rapidez. Barbicane le seguía conla vista mientras Miguel Ardán se apretaba lassienes con las manos para librarse de la jaqueca.

—¿Qué resultado? —preguntó Barbica-ne, después de unos cuantos minutos de silen-cio.

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—Hecho el cálculo —respondió Ni-choll—, resulta que v subcero, es decir, la velo-cidad del proyectil al salir de la atmósfera parallegar al punto de igual atracción, ha debidoser...

—¿Cuánto?—Once mil cincuenta y un metros en el

primer segundo.—¿Cómo? —dijo Barbicane, dando un

salto—. ¿Qué habéis dicho?—Once mil cincuenta y un metros.—¡Maldición! —exclamó el presidente

haciendo un ademán desesperado.—¿Qué tienes? —preguntó Miguel Ar-

dán, sorprendido.—¿Qué tengo? Que si en este momento

la velocidad había disminuido en una terceraparte por el rozamiento, la velocidad inicialdebía de ser...

—Dieciséis mil quinientos setenta y seismetros —respondió Nicholl.

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—Y el observatorio de Cambridge hadeclarado que bastaban once mil metros en elpunto de partida, y el proyectil ha partido sólocon esta velocidad recomendada.

—¿Y qué? —preguntó Nicholl.—¡Toma! Que será insuficiente.—¡Bueno!—¡Y que no llegaremos al punto de

equilibrio!—¡Cielos!—Ni siquiera a mitad del camino.—¡Canastos! —exclamó Miguel Ardán,

saltando como si el proyectil estuviese a puntode chocar con el globo terrestre.

—¡Y caeremos otra vez a la Tierra!

VLos fríos del espacio

Esta revelación cayó como una bomba.¿Quién había de esperar semejante error de

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cálculo? Barbicane no quería creerlo. Nichollrevisó sus números y comprobó que eran exac-tos. En cuanto a la fórmula que los había de-terminado, no se podía dudar de su exactitud, yhecha la comprobación, se demostró de un mo-do indudable que para llegar al punto de equi-librio se necesitaba una velocidad inicial dedieciséis mil quinientos setenta y seis metros enel primer segundo.

Los tres amigos se miraron, silenciosos.Nadie pensaba en almorzar. Barbicane, con losdientes apretados, contraídas las cejas y lospuños crispados convulsivamente, observaba altravés del cristal. Nicholl, cruzado de brazos,repasaba sus cálculos. Miguel Ardán murmu-raba:

—¡Véase lo que son los sabios! ¡Siemprehacen lo mismo! ¡Daría veinte pesos por caersobre el observatorio de Cambridge y aplastaren él a todos esos emborronadores de papel!

De repente el capitán hizo una reflexiónque se dirigía a Barbicane.

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—¡Sin embargo! —dijo—, son las sietede la mañana; hace treinta y dos horas quehemos partido; hemos recorrido más de la mi-tad de nuestro trayecto y no caemos, que yosepa!

Barbicane no respondió; pero despuésde echar una mirada rápida al capitán, tomó uncompás que le servía para medir la distanciaangular del globo terrestre; luego, por e1 cristalinferior, hizo una observación muy exacta, enatención a la inmovilidad aparente del proyec-til. Levantándose entonces y secándose el sudorque le bañaba la frente, trazó algunas cifras enel papel. Nicholl comprendía que el presidentequería deducir de la medida del diámetro te-rrestre la distancia del proyectil a la Tierra, y lemiraba con viva ansiedad.

—No —gruñó Barbicane, al cabo de al-gunos instantes—, no caemos. Nos hallamos amás de cincuenta mil leguas de la Tierra.Hemos pasado ya del punto en que debía dete-nerse el proyectil, si su velocidad no hubiera

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sido más que de once mil metros en el momen-to de salir. Seguimos subiendo.

—Es indudable —respondió Nicholl—,y de ahí debemos deducir que nuestra veloci-dad inicial, bajo el impulso de las cuatrocientasmil libras de algodón pólvora, ha excedido delos ocho mil metros necesarios. Ahora com-prendo cómo hemos encontrado a los trece mi-nutos el segundo satélite que gravita a dos milleguas de la Tierra.

—Y esa explicación es tanto más funda-da —añadió Barbicane— cuanto que al arrojarel agua contenida entre los tabiques elásticos, elproyectil se ha encontrado repentinamente ali-gerado de un peso enorme.

—Justo! —dijo Nicholl.—¡Ah, mi buen Nicholl! —exclamó Bar-

bicane—. Nos hemos salvado.—Pues bien —respondió tranquilamen-

te Miguel Ardán—, si nos hemos salvado, al-morcemos.

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En efecto, Nicholl no se engañaba: la ve-locidad inicial había sido afortunadamente su-perior a la indicada por el observatorio deCambridge, pero lo cierto es que el observato-rio de Cambridge se había equivocado.

Los viajeros, repuestos de aquel falsomotivo de alarma, se sentaron a la mesa y al-morzaron alegremente; y si comieron mucho,no hablaron menos; la confianza era mayor aúnque antes del “incidente del álgebra”.

—¿Por qué no hemos de seguir adelan-te? —decía Miguel Ardán—. ¿Por qué nohemos de llegar? ¡Nos hemos lanzado; no te-nemos obstáculos delante; el camino está expe-dito, sin piedras en que tropezar; marchamoscon más libertad que el barco por el mar y elglobo por el aire! Pues bien, si un barco llega adonde quiere y un globo sube tanto como leparece, ¿por qué nuestro proyectil no ha dellegar al punto a donde ha sido dirigido?

—Llegará —aseguró Barbicane.

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—Aunque sólo fuera por honrar al pue-blo americano —añadió Miguel Ardán—, alúnico pueblo capaz de llevar a feliz términouna empresa semejante, al único capaz de pro-ducir un presidente Barbicane. ¡Ah! Se me ocu-rre una idea; ahora que estamos descuidados,¿qué va a ser de nosotros? ¡Vamos a aburrirnossoberanamente!

Barbicane y Nicholl hicieron un ademánnegativo.

—Pero yo he previsto el caso, amigosmíos —añadió Miguel Ardán—. No hay másque hablar; tengo a vuestra disposición ajedrez,damas, naipes y dominó; sólo me falta una me-sa de billar.

—¡Cómo! —preguntó Barbicane—. ¿Hastraído todos esos trastos?

—Como lo oyes —respondió Miguel, yno tan sólo para distraernos, sino también conla sana intención de regalarlos a los cafetinesselenitas.

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—Amigo mío —dijo Barbicane—, si laLuna está habitada, sus habitantes han apareci-do muchos miles de años antes que los de laTierra, porque no se puede dudar de que aquelÍ astro es más viejo que el nuestro. Por consi-guiente, si los selenitas existen desde hace cen-tenares de miles de años, si su cerebro se hallaorganizado como el cerebro humano, es indu-dable que han inventado ya no solamente cuan-to hemos inventado nosotros, sino lo que in-ventaremos en muchos siglos. Así que nadapodremos enseñarles, mientras que ellos po-drán enseñarnos mucho.

—¡Cómo! —respondió Miguel—. ¿Creesque habrán tenido ya artistas como Fidias, Mi-guel Ángel o Rafael?

—Sí.—¿Y poetas como Homero, Virgilio,

Milton, Lamartine y Víctor Hugo?—Estoy seguro.—Filósofos como Platón, Aristóteles,

Descartes y Kant?

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—No lo dudo.—¿Sabios como Arquímedes, Euclides,

Pascal y Newton?—Lo juraría.—¿Cómicos como Arnal y fotógrafos

como Nadar?—Me atrevo a apostarlo.—Entonces, amigo Barbicane, si están

tan adelantados como nosotros o más estosselenitas, ¿por qué no han pretendido comuni-car con la Tierra? ¿Por qué no han lanzado unproyectil lunar hasta las regiones terrestres?

—¿Y quién te dice que no lo hayanhecho? —respondió muy seriamente, Barbica-ne.

—En efecto —añadió Nicholl—, les eramás fácil que a nosotros, y por dos razones: laprimera porque la atracción es seis veces menoren la superficie de la Luna que en la de la Tie-rra, lo cual permite a un proyectil elevarse másfácilmente; y la segunda, porque bastaba enviarese proyectil a ocho mil leguas en lugar de

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ochenta mil; lo cual no exigía más que unafuerza de proyección diez veces menor que laempleada por nosotros.

—Entonces —insistió Miguel—, lo repi-to: ¿por qué no lo ha hecho?

—Y yo —replicó Barbicane— repitotambién: ¿quién dice que no lo hayan hecho?

—¿Cuándo?—Hace muchos miles de años, antes de

aparecer el hombre sobre la Tierra.—¿Y dónde está el proyectil? ¡Yo quiero

ver ese proyectil!—Amigo mío —respondió Barbicane—,

el mar cubre las cinco sextas partes de nuestroGlobo; lo cual son, por lo menos, cinco buenasrazones para suponer que si el proyectil lunarfue lanzado, puede hallarse a estas horas en elfondo del Atlántico o del Pacífico. A no ser quese sepultara en alguna hendidura en la épocaen que la corteza terrestre no se había formadodel todo.

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—Querido Barbicane —respondió Mi-guel Ardán—, para todo tienes respuestas yme, inclino ante tu sabiduría. Sin embargo, hayuna hipótesis que me halagaría más que lasotras; y es que los selenitas, a pesar de ser másviejos que nosotros, sean más prudentes, y nohayan inventado la pólvora.

En aquel momento, Diana se mezcló enla conversación, lanzando un sonoro ladrido; lapobre pedía su almuerzo.

—¡Ah! —dijo Miguel Ardán—, con lasdiscusiones nos olvidamos de Diana y de Saté-lite.

Al instante ofrecieron una excelente tor-ta a la perra, que la devoró con gran apetito.

—Ahora pienso, amigo Barbicane —decía Miguel—, que debiéramos haber hechode este proyectil una segunda arca de Noé yllevar a la Luna una pareja de cada especie deanimales domésticos.

—Sin duda —replicó Barbicane—, perohubiera faltado espacio.

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—¡Bah! —dijo el otro—. Estrechándoseun poco...

—La verdad es —respondió Nicholl—que el buey, la vaca, él toro, el caballo, todosestos animales nos hubieran sido muy útiles enel continente lunar. Por desgracia, este vagónno podía convertirse en cuadra ni establo.

—Pero, por lo menos, podíamos habertraído un asno, siquiera un asno pequeño, ani-mal valeroso y sufrido que gustaba montar alviejo Sileno. Yo tengo mucho cariño a los asnos,porque son los animales menos favorecidos dela Creación. No sólo se les apalea en vida, sinotambién después de muertos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bar-bicane.

—¡Nada! Que con su piel fabrican tam-bores.

Barbicane y Nicholl soltaron la carcaja-da al oír esta salida; pero les cortó la risa ungrito de su festivo compañero que se había in-

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clinado hacia el rincón donde estaba Satélite, yse levantó, diciendo:

—Pues, señor, Satélite ya no está enfer-mo.

—¡Ah! —exclamó Nicholl.—No —prosiguió Miguel—, está muer-

to. He ahí —añadió en tono compungido— ungran contratiempo. Ya voy temiendo que lapobre Diana no tenga prole en las regiones lu-nares.

En efecto, el pobre perro no había podi-do sobrevivir a sus heridas; estaba muerto ybien muerto. Miguel Ardán miraba, desconcer-tado, a sus amigos.

—Ahora veo un inconveniente —dijoBarbicane—. No podemos tener aquí el cadáverde ese perro durante cuarenta y ocho horas.

—Seguramente —respondió Nicholl—,pero las lumbreras tienen bisagras de maneraque se pueden abrir. Abriremos una y arroja-remos el cadáver al espacio.

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El presidente reflexionó un instante so-bre la decisión a tomar, y aclaró:

—Sí, eso habrá que hacer, aunque to-mando precauciones.

—¿Por qué? —preguntó Miguel.—Por dos razones que comprenderás —

respondió Barbicane—. La primera es el airedel proyectil, que es preciso tener cuidado deno perderlo.

—¿Qué importa, si lo rehacemos?—No lo rehacemos sino en parte; reha-

cemos solamente el oxígeno, amigo Miguel; y apropósito, hay que cuidar mucho que el apara-to no produzca una cantidad excesiva, porqueesto podía ocasionar trastornos fisiológicos degravedad. Pero si rehacemos el oxígeno no re-hacemos el nitrógeno, vehículo que los pulmo-nes no absorben y que debe quedar intacto,pues este nitrógeno se escaparía con rapidezpor la abertura de las lumbreras.

—¡Oh! ¿Tanto tiempo se necesita paraarrojar a ese pobre Satélite? —preguntó Miguel.

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—No mucho, pero de todos modos espreciso hacerlo con la mayor rapidez posible.

—¿Y la otra razón? —preguntó Miguel.—La otra razón es que no conviene de-

jar penetrar en el interior del proyectil los fríosexteriores, que son excesivos, so pena de expo-nernos a quedar helados.

—Sin embargo, el Sol...—El Sol calienta nuestro proyectil, que

absorbe sus rayos, pero no calienta el vacío enque flotamos. Donde no hay aire, no hay calorni luz difusa, y así como reina oscuridad, reinafrío, allí donde no llegan directamente los rayosdel Sol. Esta temperatura no es sino la produci-da por la estelar, es decir, la que sufriría el glo-bo terrestre si el Sol se apagara un día.

—Lo cual no es de temer —respondióNicholl.

—¿Quién sabe ... ? —añadió Miguel Ar-dán—. Además, aun admitiendo que e1 Sol nose apague, ¿no puede suceder que la Tierra sealeje de él?

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—¡Vaya! —exclamó Barbicane—. Ya saleMiguel con sus ocurrencias.

—¡Eh! —replicó Miguel—. ¿Pues no sa-bemos todos que la Tierra ha atravesado la colade un cometa en 1861? Supongamos, pues, queaparece otro cometa de fuerza atractiva supe-rior a la atracción solar. La órbita de la tierra seinclinaría hacia el astro errante, con lo cualnuestro Globo, convertido en satélite de aquél,se vería arrastrado a una distancia tal que losrayos del Sol no tendrían acción alguna en susuperficie.

—Pudiera suceder, en efecto —respondió Barbicane—; pero las consecuenciasde ese cambio podrían ser mucho más temiblesde lo que tú supones.

—¿Y por qué?—Porque el frío y el calor seguirían

equilibrándose en nuestro Globo. Se a calcula-do que si la Tierra se hubiera visto arrastradapor el cometa de 1861, habría sentido, en sumayor distancia del Sol, un calor que no hubie-

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ra llegado a dieciséis veces el de la Luna, calorque, concentrado en las lentes más fuertes, noproduce efecto sensible.

—¿Y qué? —dijo Miguel.—Aguarda —respondió Barbicane—; se

ha calculado también que en su perihelio o dis-tancia más corta del Sol, la Tierra hubiera sufri-do un calor igual a veintiocho mil veces el delestío. Pero aquel vapor, capaz de vivificar lasmaterias terrestres y de vaporizar las aguas,hubiera formado un anillo de nubes que habríatemplado esa temperatura excesiva. De ahí lacompensación entre los fríos del afelio y loscalores del perihelio, cuyo resultado habría sidouna temperatura media probablemente sopor-table.

—¿Pero en cuántos grados se calcula latemperatura de los espacios planetarios? —preguntó Nicholl.

—En la Antigüedad se creía —respondió Barbicane— que esa temperatura erasumamente baja, llegándose a fijarla en millo-

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nes de grados bajo cero. Pero un compatriotade Miguel, el ilustre Fourier, de la Academia deCiencias, ha hecho cálculos incontestables, delos cuales se deduce que esa temperatura nobaja de sesenta grados bajo cero, que es, conpoca diferencia, la temperatura observada enlas regiones polares, en la isla Melville o en elfuerte Reliance; cincuenta y seis grados bajocero.

—Falta probar —notó Nicholl— queFourier no se haya equivocado en sus aprecia-ciones. Si no me engaño, otro sabio francés,Rouilet, calcula la temperatura del espacio enciento sesenta grados bajo cero; esto es lo quenosotros comprobaremos.

—Más no ahora —respondió Barbica-ne—, porque los rayos solares, que atacan di-rectamente nuestro termómetro, nos darían unatemperatura muy elevada. Pero cuando haya-mos llegado a la Luna, durante las noches dequince días que tiene cada una de sus fasesalternativamente, podremos hacer el experi-

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mento porque nuestro satélite se mueve en elvacío.

—¿Pero qué entiendes por vacío? —preguntó Miguel—. ¿El vacío absoluto?

—El vacío privado absolutamente de ai-re.

—¿Y en el que nada reemplaza al aire?—Sí, el éter —respondió Barbicane.—¡Ah! ¿Y qué es el éter?—El éter, amigo mío, es una aglomera-

ción de átomos imponderables que en relacióncon sus dimensiones, dicen las obras de físicamolecular, se hallan entre sí tan distantes comolos cuerpos celestes del espacio. Y, sin embargo,su distancia es menos de tres millonésimas par-tes del milímetro. Estos átomos, que por susmovimientos vibratorios producen la luz y elcalor, hacen cada segundo cuatrocientos treintamillones de ondulaciones, y no tienen sino decuatro a seis diezmillonésimas de milímetro deamplitud.

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—¡Millones de millones! —exclamó Mi-guel Ardán—. ¡Es decir, que se han contado ymedido esas oscilaciones! Todo eso, amigo Bar-bicane, son cifras con que los sabios asustan eloído, pero que nada dicen a la inteligencia.

—Sin embargo, es menester emplearlas.—No, por cierto; vale más comparar. Un

trillón nada significa; un objeto de comparaciónlo dice todo. Por ejemplo: cuando tú me hayasrepetido que el volumen de Urano es setenta yseis veces mayor que el de la Tierra, el volumende Saturno novecientas veces mayor, el del Solun millón trescientas mil, me encontraré tanadelantado como ahora. Por eso prefiero esasantiguas comparaciones del Double Liegeos,que nos dice simplemente: el Sol es una calaba-za de dos pies de diámetro. Júpiter una naranja.Saturno una manzana. Neptuno una guinda.Urano una cereza gorda. La Tierra un garban-zo. Venus un guisante. Marte una cabeza dealfiler gordo. Mercurio un grano de mostaza, yJuno, Ceres, Vesta y Palas simples granos de

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arena. ¡Así, a lo menos se forma una ideaaproximada!

Después de esta salida de Miguel Ardáncontra los sabios y los enormes guarismos queamontonan, se procedió al entierro de Satélite;se trataba simplemente de lanzarle al espaciode la misma manera que los marinos echan uncadáver al mar cuando se hallan en plena na-vegación.

Pero, como lo había recomendado elpresidente Barbicane, fue preciso operar conrapidez, a f in de perder la menor cantidad po-sible de aquel aire cuya elasticidad habría lan-zado en un momento al vacío. Se destornillaroncon cuidado los pasadores de la lumbrera de laderecha, cuya abertura medía unos treinta cen-tímetros de diámetro, se levantó el cristal pormedio de una palanca, para vencer la presióndel aire interior; y, apenas hubo espacio sufi-ciente para ella, y Miguel arrojó su Perro al es-pacio. La pérdida de aire fue tan escasa y laoperación se hizo tan bien, que Barbicane se

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atrevió más adelante a deshacerse del mismomodo de restos y desperdicios inútiles que es-torbaban en el vagón.

Transcurrió el día 3 sin ningún sucesodigno de ser mencionado, y Barbicane pudoconvencerse de que el proyectil continuaba convelocidad decreciente su marcha hacia el discolunar.

VIPreguntas y respuestas

El 4 de diciembre se despertaron los via-jeros después de cincuenta y cuatro horas deviaje, y cuando los relojes marcaban las cuatrode la mañana terrestre. No habían pasado másde cinco horas y cuarenta minutos de la mitadde la duración calculada a su permanencia en elproyectil; pero habían recorrido ya casi las siete

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décimas partes de la travesía. Esta particulari-dad se debía al decrecimiento de su velocidad.

Al observar la Tierra por el cristal infe-rior, les pareció una mancha oscura en mediode los rayos solares; ya no presentaba ni círculoluminoso, ni luz cenicienta; a las once de la no-che siguiente debía estar nueva, en el momentomismo en que la Luna estaría llena. Encima deellos el astro de la noche se acercaba cada vezmás a la línea seguida por el proyectil, de ma-nera que debía de encontrarse con él a la horaindicada. En torno suyo, la bóveda negra sehallaba tachonada de brillantes estrellas queparecían moverse lentamente. Pero a causa dela inmensa distancia a que estaban, su tamañoaparente no parecía haber sufrido modificación.El Sol y las estrellas aparecían lo mismo que seles ve desde la Tierra. En cuanto a la Luna,había aumentado considerablemente; pero losanteojos de los viajeros, que no eran de granpotencia, no permitían hacer observaciones

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útiles en su superficie ni reconocer su disposi-ción topográfica y geológica.

Pasaban el tiempo en conversaciones in-terminables, cuyo tema principal era, natural-mente, la Luna, y cada cual ofrecía el contin-gente de particulares conocimientos: Barbicaney Nicholl siempre serios; Miguel Ardán siem-pre con sus raras bromas. Mientras almorzabanse le ocurrió a este último una pregunta acercadel proyectil que provocó una curiosa respues-ta de Barbicane digna de referirse.

Suponiendo que el proyectil se hubieravisto detenido súbitamente cuando se hallabatodavía animado de su velocidad inicial, pre-tendía Miguel Ardán saber qué consecuenciahubiera tenido aquella repentina detención.

—Pero yo no sé —respondió Barbica-ne— cómo podría detenerse el proyectil.

—Supongámoslo —respondió Miguel.—Pero si no se puede suponer —replicó

el práctico Barbicane—, a no ser faltándole lafuerza impulsiva, y entonces su velocidad

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habría disminuido poco a poco, y no de repen-te.

—Supongamos que hubiera tropezadocon algún cuerpo en el espacio.

—¿Con cuál?—Con el enorme bólido que hemos en-

contrado, por ejemplo.—En ese caso —dijo Nicholl— el pro-

yectil se hubiera hecho mil pedazos y nosotroscon él.

—Algo más que eso —añadió Barbica-ne—: nos hubiéramos abrasado vivos.

—¡Abrasado! —exclamó Miguel—. ¡PorDios! Casi siento que no haya ocurrido el caso,para verlo.

—Ya lo hubieras visto —respondió Bar-bicane—. Hoy se sabe que el calor no es másque una modificación del movimiento. Cuandose calienta agua, es decir, cuando se le añadecalor, se da movimiento a una molécula.

—¡Hombre! —exclamó Miguel—. ¡Cu-riosa teoría!

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—Y exacta; amigo mío; porque explicatodos los fenómenos del calórico. El calor no essino un movimiento molecular, una simpleoscilación de las partículas de un cuerpo.Cuando se aprieta el freno de un tren, el tren separa. ¿Y qué es del movimiento que le anima?Se transforma en calor, y el tren se calienta.¿Por qué se untan con grasa los ejes de las rue-das? Para impedir que se caliente, porque estecalor se convertiría en un movimiento rápidopor transformación. ¿Comprendes?

—¡Sí, comprendo! —repuso Miguel—.Perfectamente. Así, por ejemplo, cuando yo hecorrido largo rato y estoy nadando en sudor,¿por qué me veo .obligado a detenerme? ¡Esmuy sencillo, porque mi movimiento se hatransformado en calor!

Barbicane no pudo menos de sonreír alescuchar aquella ocurrencia de Miguel Ardán.Continuando su teoría, siguió diciendo:

—Eso hubiera sucedido a nuestro pro-yectil en caso de un choque, como a la bala que

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cae ardiente después de haber dado en la plan-cha metálica; y es porque su movimiento se haconvertido en calor. En consecuencia, afirmoque si nuestro proyectil hubiera tropezado conel bólido, su velocidad destruida de súbito,hubiera determinado un calor capaz de volati-lizarse instantáneamente.

—Entonces —preguntó Nicholl—, ¿quésucedería a la Tierra si se viera detenida de re-pente en un movimiento de traslación?

—Que su temperatura se elevaría hastaun grado tal que el Globo entero se reduciría avapores.

—Bueno —dijo Miguel—, ved ahí elmodo de acabarse el mundo que simplificaríamuchas cosas.

—¿Y si la Tierra cayera en el Sol? —dijoNicholl.

—Según los cálculos —respondió Barbi-cane—, aquella caída desarrollaría .un calorigual al producido por un millón seiscientos

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globos de carbón iguales en volumen al globoterrestre.

—Buen aumento de temperatura para elSol —dijo Miguel Ardán—, y que vendría muybien a los habitantes de Urano y de Neptuno,que deben morirse de frío en sus planetas.

—Así, pues, amigos míos —prosiguióBarbicane—, todo movimiento repentinamentedetenido produce calor; y esta teoría ha permi-tido admitir que el calor del disco solar se hallaalimentado por una, lluvia de bólidos que caensin cesar en su superficie. Se ha calculado...

—¡Cuidado —murmuró Miguel—, quevan a empezar otra vez los números,

—Se ha calculado —siguió diciendo im-pasible Barbicane— que el choque de cada bó-lido sobre el Sol debe producir un calor igual alde cuatro mil masas de igual volumen.

—¿Y qué proporciones tiene ese calor?—preguntó Miguel.

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—Es igual al que produciría la combus-tión de una capa de carbón que rodeara al Solcon un espesor de veinticuatro kilómetros.

—Y ese calor...—Sería capaz de hervir en una hora dos

mil novecientos millones de miriámetros cúbi-cos de agua.

—¿Y cómo es que no nos tuesta? —preguntó Miguel.

—Porque la atmósfera terrestre absorbecuatro décimas partes de calor solar. Y además,la cantidad de calor interceptada por la Tierrano es más que dos mil millonésimas partes dela irradiación total.

—Ya veo que todo está perfectamentedispuesto —replicó Miguel— y que esta atmós-fera es una invención útil porque no sólo nospermite respirar, sino que nos impide ser asa-dos.

—Sí —dijo Nicholl—; pero desgracia-damente no sucederá lo mismo en la Luna.

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—¡Bah! —repuso Miguel, siempre con-fiado—. Si hay allí habitantes respirarán; si nolos hay, habrán dejado bastante oxígeno paratres personas, aunque sólo sea en el fondo delos barrancos donde su peso lo haya acumula-do. Quiero decir que lo subiremos a las monta-ñas, y así se arregla todo.

Y levantándose, se puso a contemplar laLuna, que brillaba con irresistible resplandor.

—¡Cáspita! —dijo—. ¡Y qué calor debehacer allí.

—Y ten presente —respondió Nicholl—que el día dura allí trescientas sesenta horas..

—En cambio —dijo Barbicane— las no-ches duran otro tanto, y como el calor es resti-tuido por radiación, su temperatura no serámayor, que la de los espacios planetarios.

—¡Bello país! —dijo Miguel—. Pero noimporta; quisiera estar ya en él. ¡Ah, camara-das, qué curioso sería tener la Tierra por Luna,verla alzarse en el horizonte, reconocer la con-figuración de sus continentes y decir: allí está

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Europa; allí América; y seguirla después, cuan-do va a perderse en los rayos del Sol! A propó-sito, amigo Barbicane, ¿tienen eclipses los sele-nitas?

—Sí, eclipses de Sol —respondió Barbi-cane—, cuando los centros de los tres astros seencuentran en la misma línea, hallándose laTierra en medio. Pero son eclipses anulares,durante los cuales la Tierra, proyectándose co-mo una pantalla sobre el disco solar, deja ver asu alrededor gran parte de éste.

—¿Y por qué —preguntó Nicholl— nohay eclipse total? ¿Acaso no se extiende másallá de la Luna el cono de sombra que la Tierraproyecta?

—Sí, no teniendo en cuenta la refracciónproducida por la atmósfera terrestre; no, sí secuenta con esa refracción. Así, por ejemplo,llamemos delta prima a la pareja horizontal, y pprima al semidiámetro aparente...

—¡Adiós! —exclamó Miguel—. Ya te-nemos otra vez el v subcero elevado cuadrado;

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hable un idioma que todos comprendamos ydeja esa endemoniada álgebra de una vez.

—Pues bien, en lengua vulgar —respondió Barbicane—, siendo la distancia me-dia de la Luna a la Tierra 60 radios terrestres, lalongitud del cono de sombra pura, y que el Solenvía, no sólo los rayos de su circunferencia,sino también los de su centro.

—Entonces —dijo Miguel, en tono bur-lón—, ¿cómo hay eclipse, puesto que no debehaberlo?

—Únicamente porque estos rayos sola-res quedan debilitados por la refracción, y laatmósfera que atraviesa apaga la mayor parte.

—Me satisface esa razón —respondióMiguel—, además de que ya lo veremos mejorcuando estemos allí.

—Ahora bien, Barbicane; ¿crees que laLuna pueda ser un antiguo cometa?

—¡Vaya una idea!

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—Si —replicó Miguel, con cierta pre-sunción benévola—; tengo algunas ideas por elestilo y...

—No es tuya esa idea, Miguel —respondió Nicholl.

—¡Bueno! ¿Es decir que soy un plagia-rio?

—¡Ya lo creo! —respondió Nicholl—.Según antiguas tradiciones, los de Arcadia ase-guraban que sus antepasados habían habitadola Tierra antes que hubiese Luna. Y de ahí handeducido algunos sabios que nuestro satélitefue en otros tiempos un cometa cuya órbitapasaba tan cerca de la Tierra que una vez elastro errante fue capturado por la atracciónterrestre, y mantenido en la órbita que desdeentonces recorre.

—¿Y qué hay de cierto en esa hipótesis?—preguntó Miguel.

—Absolutamente nada —respondióBarbicane— y la prueba es que la una no ha

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conservado restos de la envoltura gaseosa queacompaña siempre a los cometas.

—Pero —replicó Nicholl—, ¿no ha po-dido suceder que la Luna, antes de ser satélitede la Tierra, y en el, momento de hallarse en superihelio, pasase tan cerca del Sol que dejara enél por evaporación todas esas sustancias gaseo-sas?

—No sería imposible, amigo Nicholl,pero no es probable.

—¿Por qué?—El porqué... no te lo podré decir a

punto fijo.—¡Ah! —exclamó Miguel—. ¡Cuántos

centenares de libros se podrían escribir contodo lo que no se sabe!

—Hablando de otra cosa, ¿qué hora es?—Las tres —respondió Nicholl.—¡Qué de prisa pasa el tiempo en las

conversaciones de sabios como nosotros! —exclamó Miguel Ardán— ¡Qué instruido me

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voy volviendo! Poco a poco me convierto en unpozo de ciencia.

Y mientras así hablaba se encaramó has-ta la bóveda del proyectil “para observar mejorla Luna”, según decía. Entretanto, sus compa-ñeros examinaban el espacio por el cristal infe-rior, sin advertir nada digno de notarse. Cuan-do Miguel bajó de sus alturas se acercó a lalumbrera lateral y, dé repente, profirió una ex-clamación de sorpresa.

—¿Qué pasa? —preguntó Barbicane.El presidente se acercó al cristal y vio

una especie de saco aplanado que flotaba de-lante a pocos metros del proyectil. Parecía queestaba inmóvil .Como éste, y, por consiguiente,debía suponerse que se hallaba animado delmismo movimiento ascensional.

—¿Qué bulto será ése? —decía MiguelArdán—. ¿Será algún corpúsculo de esos quevagan por el espacio, retenido por la atracciónde nuestro proyectil y que irá a acompañarlehasta la Luna.

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—Lo que no comprendo —respondióNicholl— es cómo el peso específico de esecuerpo, que seguramente es muy inferior al delproyectil, le permite sostenerse a su mismonivel.

—Querido Nicholl —respondió Barbi-cane, después de reflexionar un instante—; nosé qué objeto es ése, pero sé perfectamente por-qué se mantiene al lado del proyectil.

—¿Por qué?—Pues simplemente, querido capitán,

porque flotamos en el vacío, donde los cuerposcaen o se mueven, que es lo mismo, con veloci-dad igual cualesquiera que sea su forma y vo-lumen. El aire es el que por su resistencia daorigen a las diferencias de peso. Cuando pormedio de la máquina neumática se hace el va-cío en un tubo, los objetos que se han puestodentro, pajas o plomos, caen todos con igualrapidez. Aquí, en el espacio, la misma causaproduce idéntico efecto.

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—Es verdad —dijo Nicholl—, todocuanto arrojemos fuera del proyectil le acom-pañará en su viaje a la Luna.

—¡Ah, qué tontos somos! —exclamóMiguel.

—¿Por qué nos aplicas ese calificativo?—preguntó Barbicane.

—Porque podíamos haber llenado elproyectil de objetos útiles, como libros, instru-mentos, herramientas, etc. ¡Lo hubiéramosechado fuera, y todo nos hubiera seguido! Peroahora se me ocurre otra cosa. ¿No podríamossalir nosotros también y lanzarnos al espaciopor una de las lumbreras? ¡Qué placer tan nue-vo debe ser encontrarse suspendido en el éter,mucho más cómodamente que un ave, que ne-cesita batir las alas para moverse!

—Es verdad —dijo Barbicane—, pero¿cómo nos arreglaríamos para respirar?

—¡Maldito aire, que falta en tan buenaocasión!

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—Y si no faltara, amigo Miguel, como tudensidad es inferior a la del proyectil, te queda-rás atrás en un momento.

—¿De modo que esto es un círculo vi-cioso?

—Todo lo vicioso que quieras.—¿Y es forzoso permanecer encerrados

en el vagón?—No hay más remedio.—¡Ah! —exclamó Miguel, con un gran

grito.—¿Qué te pasa? —preguntó Nicholl.—Ya sé lo que es ese supuesto bulto.

¡No es esferoide ni fragmento de planeta!—¿Pues qué es? —preguntó Barbicane.—¡Nuestro pobre perro, el marido de

Diana!En efecto, aquel objeto deforme imposi-

ble de conocer, reducido a la nada, era el cadá-ver de Satélite, aplastado como un odre vacío, yque subía por el espacio obedeciendo el movi-miento del proyectil.

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VIIUn momento de embriaguez

Así, pues, se verificaba en tan singularescondiciones un fenómeno curioso y extraño,pero no menos lógico y perfectamente explica-ble. Todo objeto lanzado a la parte exterior delproyectil tenía que seguir la misma trayectoriay no detenerse sino con él. Esto dio motivo auna conversación que no concluyó en toda lanoche. Por otra parte, la emoción de los viajerosiba en aumento a medida que se acercaban altérmino del viaje. Esperaban lo imprevisto, fe-nómenos enteramente nuevos y nada les hubie-ra sorprendido en la disposición de ánimo enque se hallaban. Su imaginación sobreexcitadase adelantaba al proyectil, cuya velocidad dis-minuía notablemente sin que ellos lo advirtie-

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ran. Pero la Luna crecía ante sus ojos, y creíanque les bastaba alargar la mano para cogerla.

Al día siguiente, 5 de diciembre, estabanlos tres en pie a las cinco de la mañana. Aqueldía debía ser el último de su viaje, si no fallabanlos cálculos. Aquella misma noche, a las doce, osea dieciocho horas después, en el momentomismo del plenilunio, debían llegar a tocar eldisco resplandeciente del satélite de la Tierra,tocando a su término el viaje más extraordina-rio de los tiempos modernos. Por lo tanto, des-de la mañana, y a través de las lumbreras pla-teadas con sus rayos, saludaron al astro de lanoche con una aclamación de alegría y confian-za.

La Luna marchaba majestuosamentepor el firmamento estrellado, faltándole ya muypocos grados que recorrer para llegar al puntopreciso del espacio en que debía encontrarla elproyectil. Según sus propias observaciones,Barbicane calculó que la alcanzaría por suhemisferio boreal, donde se extienden llanuras

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inmensas y escasean las montañas. Circunstan-cia favorable si, como sospechaba, la atmósferalunar se hallaba acumulada en las partes bajas.

—Además —añadió Miguel Ardán—,una llanura es un sitio de desembarco muchomás a propósito que una montaña, Un selenitaque al llegar a la Tierra encontrara la cumbredel Montblanc o del Himalaya podría decirseque no había llegado.

—Además —añadió el capitán Ni-choll— en terreno llano, el proyectil quedaráinmóvil en cuanto llegue en cambio en unapendiente, rodaría como un alud, y como noso-tros no somos ardillas, dudo que saliéramossanos y salvos. De manera que todo va a pedirde boca.

En efecto, no parecía dudoso el éxito dela audaz tentativa; sin embargo, una reflexiónpreocupaba a Barbicane, quien no obstante, lacalló, para no inquietar a sus compañeros.

La dirección del proyectil hacia elhemisferio Norte de la Luna probaba que su

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trayectoria había sufrido cierta modificación. Eltiro, matemáticamente calculado, debía llevar labala al centro mismo del disco lunar. Si no lle-gaba allí era señal de que había desviación.¿Qué causa la había producido? Barbicane nopodía adivinarlo ni determinar la importanciade esa desviación, porque le faltaban los puntosde mira. Esperaba les llevase hasta el bordesuperior de la Luna, región más favorable parala llegada.

Sin comunicar sus temores a sus ami-gos, se limitó Barbicane a observar frecuente-mente la Luna, procurando ver la dirección delproyectil si modificaba. Porque la situaciónsería desesperada si el proyectil, errando elblanco y pasando del disco lunar, se lanzaba alos espacios interplanetarios.

En aquel instante la Luna, en vez de pa-recer plana, dejaba ya ver su convexidad. Si elSol la hubiera herido oblicuamente, habríanpodido distinguirse muy bien las sombras pro-yectadas, sus elevadas montañas, así como bo-

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cas de sus cráteres y las caprichosas fallas quesurcan sus extensas llanuras. Apenas si divisa-ban esas grandes manchas que dan a la Luna elaspecto de un rostro humano.

—Rostro, pase —decía Miguel Ardán—,pero lo siento por la amable hermana de Apoloque tiene la cara llena de viruelas.

Entretanto los viajeros, tan cerca ya desu objetó, no se cansaban de observar aquelnuevo mundo. Su imaginación los conducía acomarcas descocidas; ya creían trepar a picoselevados, ya descender a extensos circos. Sefiguraban ver acá y acullá mares inmensos con-tenidos apenas por una atmósfera enrarecida yríos que les llevaban su tributo desde las mon-tañas. Inclinados sobre el abismo esperabansorprender los sonidos de aquel astro, eterna-mente mudo en las soledades del vacío.

Aquel mismo día les dio recuerdos pal-pitantes y anotaron hasta los más insignifican-tes pormenores. A medida que se acercaban altérmino se apoderaba de ellos una vaga inquie-

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tud, que hubiera sido mucho mayor, de saberellos cuán escasa era su velocidad, la cual, sinduda, les pareció suficiente para llegar al puntodeseado. Y era porque entonces casi no pesabaya el proyectil. Su peso disminuía continua-mente y debía reducirse a la nada en aquellalínea en que, neutralizándose las dos atraccio-nes, terrestres lunar, habían de producir efectossorprendentes.

Sin embargo, y a pesar de sus cuidados,Miguel Ardán no se olvidó de preparar el al-muerzo con su habitual puntualidad. Comieroncon buen apetito aquel excelente caldo prepa-rado a la llama del gas y aquellas carnes enconserva, rociadas con buenos tragos de vinode Francia. A propósito de esto dijo Miguel quelos viñedos lunares, calentados al sol ardiente,debían de producir vinos generosos, dado queexistieran, por supuesto. De todos modos elprevisor francés no se había olvidado de llevarentre sus paquetes unas cuantas de aquellas

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preciosas cepas de Medoc y de la Cote-d'Or,que pensaba aclimatar en la Luna.

El aparato de Reiset y Regnault seguíafuncionando con su exquisita precisión. El airese mantenía en estado de pureza perfecta; nin-guna molécula de ácido carbónico resistía a lapotasa; y en cuanto al oxígeno, decía el capitánNicholl, “era seguramente de primera calidad”.El poco vapor de agua encerrado en el proyectiltemplaba la sequedad del aire y, muchas habi-taciones de París, Londres y Nueva York y mu-chos teatros no se encontraban en tan buenascondiciones higiénicas.

Mas para que el aparato funcionase conregularidad, era preciso cuidar de que se man-tuviera en buen estado; por eso todas las ma-ñanas examinaba Miguel Ardán los regulado-res de salida, probaba las llaves y regulaba en elpirómetro el calor del gas. Todo marchaba bienhasta entonces y los viajeros, imitando al dignoJ. T. Maston, empezaron a adquirir cierta re-dondez, que los hubiera puesto desconocidos al

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cabo de unos cuantos meses de encierro. Enuna palabra, hacían lo que los pollos cuandoestán enjaulados: engordaban.

Mirando por las lumbreras, divisó Bar-bicane el espectro del perro y los diversos obje-tos arrojados fuera del proyectil, que les acom-pañaban obstinadamente. Diana exhalaba me-lancólicos aullidos al ver los restos de Satélite,que permanecían tan inmóviles como si des-cansara en tierra.

—¿Saben, amigos míos —decía MiguelArdán—, que si uno de nosotros hubiera su-cumbido al golpe de la salida los demás sehubieran visto apurados para enterrarle, o másbien “eterarle”, puesto que aquí el éter reem-plaza a la tierra? ¡Su cadáver acusador noshabría seguido por el espacio como un remor-dimiento!

—¡Triste cosa seria! —dijo Nicholl.—¡Ah! —respondió Miguel—. Lo que yo

siento es no poder dar un —paseo por fuera.¡Qué placer sería flotar en ese éter radiante,

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bañarse, revolcarse en esos rayos puros de sol!Si Barbicane se hubiera acordado de traer unaescafandra y una bomba de aire, me habríaaventurado a salir y hubiera tomado actitudesde quimera y de hipogrifo en lo alto del proyec-til.

—Pues bien, querido Miguel —respondió Barbicane—, no hubieras hecho mu-cho tiempo el hipogrifo, porque a pesar de tutraje de buzo, el aire contenido en tu cuerpo tehabría hecho reventar como una bomba o comoun globo que se eleva demasiado en el aire. Así,pues, no sientas nada, y ten presente que mien-tras flotemos en el vacío has de privarte de todopaseo sentimental fuera del proyectil.

Miguel Ardán se dejó convencer hastacierto punto, conviniendo que la cosa era difícil,pero no imposible, palabra que jamás pronun-ciaba.

Se varió la conversación, pero sin queésta decayera; los amigos advertían que enaquellas condiciones brotaban las ideas en los

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cerebros como las hojas en los árboles al primercalor de la primavera.

Entre las preguntas y respuestas que secruzaban, planteó Nicholl una cuestión que nopodía resolverse fácilmente.

—Hasta ahora —dijo— no hemos trata-do sino de ir a la Luna, lo cual está y bien; pero¿cómo volveremos?

Se quedaron sorprendidos sus compa-ñeros; hubieran dicho que aquella dificultad sepresentaba por primera vez,

—¿Qué quieres decir, Nicholl? —preguntó gravemente Barbicane.

—Me parece inoportuno —dijo Mi-guel— pensar volver de un país cuando. n nose ha llegado a él.

—No es que yo quiera volver atrás —replicó Nicholl—; pero repito mi pregunta.¿Cuándo volveremos?

—No lo sé —respondió Barbicane.—Y yo —dijo Miguel—, si hubiera sabi-

do cómo iba a volver, no hubiera ido.

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—Eso es responder —exclamó Nicholl.—Apruebo las palabras de Miguel y

añadiré que la cuestión no tiene interés porahora. Más adelante, cuando sea necesario, tra-taremos de eso. Si no tenemos el columbia, te-nemos el proyectil.

—¡Buen negocio es! ¡Una bala sin fusil!—¡El fusil —respondió Barbicane— se

puede hacer, así como la pólvora! Supongo queno faltarán metales, nitro ni carbón en las en-trañas de la Luna. Además, para volver, no hayque vencer más que la atracción lunar, y bastasólo andar ocho mil leguas para caer en el glo-bo terrestre, en virtud las leyes de gravedad.

—¡Basta! —dijo Miguel—. ¡No hablemosmás de volver! Demasiado hemos halado ya.En cuanto a comunicar con nuestros antiguoscolegas de la Tierra no será cosa difícil.

—¿Y cómo?—Por medio de bólidos lanzados por los

volcanes lunares.

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—Bien pensado, Miguel —respondióBarbicane, con tono de convicción—. Laplaceha calculado que bastaría una fuerza once vecessuperior a la de nuestros cañones para enviarun bólido de la Luna a la Tierra. Ahora bien,hay volcán que no tenga una potencia impulsi-va superior a ésta.

—¡Magnífico! —exclamó Miguel—.Vean ahí unos factores cómodos y que costaránnada. ¡Cómo vamos a reírnos de la Administra-ción de Correos! Pero ahora se me ocurre...

—¿Qué se te ocurre?—¡Una idea soberbia! ¿Por qué no

hemos enganchado un alambre a nuestro pro-yectil? ¡Ahora podríamos cambiar telegramascon la Tierra!

—¡Por Dios! —replicó Nicholl—. ¿Y elpeso de un alambre, hilo de ochenta seis milleguas, no lo cuentas?

—No. ¡Se hubiera triplicado la carga ¿elcolumbia! ¡Cuadruplicado, quintuplicado! —

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exclamó Miguel, cuya locuacidad tomó unaentonación cada vez más violenta.

—¡No hay que hacer más que una leveobjeción a tu proyecto! —respondió Barbica-ne—; y es que durante el movimiento de rota-ción M proyectil nuestro alambre se hubieraarrollado a él, como una cadena al cabrestante ynos habría arrastrado de nuevo a la Tierra.

.—¡Por las treinta y nueve estrellas de laUnión! —exclamó Miguel—. ¡Hoy no tengomás que ideas impracticables! ¡Ideas dignas deJ. T. Maston! Pero creo que si nosotros no vol-vemos a la Tierra, J. T. Maston es capaz de ve-nir a buscarnos.

—¡Oh, sí, vendría! —replicó Barbicane—. Es un digno y valeroso compañero. Además,no hay cosa más fácil. ¿No está el columbia ahíabierto en el suelo de la Florida? ¿Faltan algo-dón y ácido nítrico para fabricar el piróxilo?¿No ha de volver la Luna a pasar por el cenit —de la Florida? ¿En el transcurso de dieciochoaños no ocupará el mismo sitio que ocupa hoy?

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—Si —repitió Miguel—, sí; Maston ven-dría, y con él nuestros amigos Elphiston y Blo-nisberry, todos los individuos del “Gun-Club”,y serían bien recibidos. Y más adelante se esta-blecerán trenes proyectiles entre la Tierra y laLuna. ¡Viva J. T. Maston!

Probablemente si el respetable J. T. Mas-ton no oía las exclamaciones hechas en suhonor, por lo menos le zumbaban los oídos.¿Qué haría en aquellos momentos? Sin duda,apostado en las Montañas Rocosas, en la esta-ción de Long's Peak, trataba de descubrir elinvisible proyectil que gravitaba en el espacio.Si pensaba en sus compañeros, hay que conve-nir en que éstos le correspondían, y así, bajo lainfluencia de una exaltación particular, le dedi-caban sus mejores y más cariñosos pensamien-tos.

Pero, ¿de dónde procedía aquella ani-mación creciente de los viajeros del proyectil?No podía dudarse de su sobriedad. ¿Debía atri-buirse aquel extraño cretinismo del cerebro a

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las circunstancias excepcionales en que se en-contraban, a la proximidad del astro de la no-che, que sólo distaba unas cuantas horas, o aalguna influencia secreta de la Luna que obrabasobre su sistema nervioso? Se les encendían losrostros como si se hallaran a la boca de un hor-no; su respiración era agitada y ruidosa; susojos brillaban con un fuego extraordinario; susvoces resonaban con acento formidable, lan-zando palabras a borbotones; sus ademanes ymovimientos eran tan agitados que les faltabaespacio para ellos; y, sin embargo, no parecíaque ellos advirtieran todo ese cambio.

—Pues ahora —dijo Nicholl en tono im-perativo—, ahora que no sé si volveremos de laLuna, quiero saber qué vamos a hacer si nosquedamos en ella.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Miguel,dando una voz que resonó estrepitosamente enaquel estrecho recinto.

—¡No, no lo sé, ni me importa! —replicóBarbicane, gritando tanto como su compañero.

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—Dilo—pues —gritó Nicholl que tam-poco podía contenerse.

—Lo diré si se me antoja —repuso Mi-guel, asiendo con violencia el brazo su compa-ñero.

—Pues es menester que se te antoje —dijo Barbicane, echando llamas por s ojos y al-zando la mano—. ¡Tú has sido el que nos haarrastrado a este peligroso viaje y queremossaber para qué!

—¡Sí! —dijo el capitán—. ¡Ya que no séadónde voy, quiero saber a qué voy!

—¿A qué? —repitió Miguel dando unsalto de un metro—. ¿A qué? ¡A tomar posesiónde la Luna en nombre de los Estados Unidos!¡A añadir un Estado más a los treinta y nuevede la Unión! ¡A colonizar las regiones lunares, acultivarlas, a poblarlas, a transportar a ellastodas las maravillas del arte, de las ciencias yde la industria! ¡A civilizar a los selenitas, si esque no están más civilizados que nosotros, y a

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constituirlos en República si no tienen ya estaforma de gobierno!

—¿Y si no hay selenitas? —replicó Ni-choll, que bajo la influencia de aquella embria-guez inexplicable se volvía terco y pendenciero.

—¿Quién dice que no hay selenitas? —exclamó Miguel, en tono de amenaza.

—¡Yo! —gritó Nicholl.—Capitán —dijo Miguel—, no repitas

esa insolencia, o te la hago tragar con los dien-tes.

Los dos adversarios iban a lanzarse unocontra otro, y aquella discusión se iba a conver-tir en pelea, cuando Barbicane se plantó entreambos de un salto.

—¡Deténganse, desdichados! —dijo vol-viendo a sus compañeros de espaldas uno alotro—. Si no hay selenitas nos pasaremos sinellos.

—Sí —respondió Miguel, que no eramás testarudo—. ¡No nos hacen falta los seleni-tas! ¡Abajo los selenitas!

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—Para nosotros el imperio de la Luna—dijo Nicholl—. Nosotros tres constituiremosla República.

—¡Yo seré el Congreso! —gritó Miguel.—¡Y yo el Senado! —añadió Nicholl.—¡Y Barbicane el presidente! —vociferó

Miguel.—¡Nada de presidente nombrado por la

nación! —respondió Barbicane.—¡Pues bien, le nombrará el Congreso

—exclamó Miguel—, y como soy el Congreso lenombro por unanimidad!

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra por el presi-dente Barbicane! —exclamó Nicholl llevado porsu entusiasmo creciente.

—¡Hip! ¡Hip! ¡Hip! —gritó Miguel.Y al momento, el presidente y el Senado

entonaron con voz terrible el popular Yankeedoodle, mientras el Congreso hacía resonar losvaroniles os de La Marsellesa.

Comenzó un baile desordenado conademanes descompuestos, patadas y cabriolas

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propias de dementes. Diana tomó parte en lafiesta, aullando y saltando hacia la bóveda delproyectil. Se oyeron entonces fuertes aletazos,gritos penetrantes de gallos y de gallinas; cincoo seis de éstas salieron volando y tropezandopor las paredes, como murciélagos a la luz deldía...

Y luego, los tres compañeros de viaje,cuyos pulmones parecían desorganizados bajouna influencia desconocida, embriagados o másbien abrasados por el aire que les incendiaba elaparato respiratorio, cayeron sin movimiento alfondo del proyectil.

VIIIA setenta y ocho mil ciento catorce le-

guas

¿Qué había ocurrido? ¿A qué era debidaaquella singular embriaguez, cuyas consecuen-

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cias podían ser tan funestas a causa de unasimple ligereza de Miguel, que felizmente pudoNicholl remediar a tiempo?

Tras un verdadero desmayo que durópocos minutos, el capitán fue el primero enrecobrar el conocimiento.

Aunque había almorzado dos horas an-tes, sentía un hambre terrible que le atormenta-ba como si no hubiera comido en dos días. Suestómago, como su cerebro, se hallaba extraor-dinariamente excitado.

Se levantó, pues, y pidió a Miguel unacomida suplementaria, pero Miguel, que estabacomo un tronco, no respondió. Entonces Ni-choll quiso preparar alguna taza de té para to-mar tostadas, y lo primero que hizo fue encen-der un fósforo.

¿Y cuál no sería su sorpresa al ver que lallama de la cerilla producía una luz insufrible ala vista y que, aplicada al mechero de gas, lanzóunos resplandores como los del Sol mismo?

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Al punto se le ocurrió una idea que ex-plicaba juntamente la intensidad de la luz y lasperturbaciones fisiológicas que habían sufridoy la sobreexcitación de sus facultades morales ypasionales.

—¡Es el oxígeno! —exclamó.Y acercándose al aparato, vio que la lla-

ve dejaba salir en excesiva abundancia aquelgas incoloro, inodoro e insípido, eminentemen-te vital, pero que, en estado puro, produce lasmás graves perturbaciones en el organismo. Enun momento de distracción, Miguel, había de-jado enteramente abierta la llave del aparato. Seapresuró Nicholl a contener aquel escape deoxígeno que saturaba la atmósfera y que podíaocasionarles la muerte, no por asfixia, sino porcombustión.

Una hora después, el aire, menos carga-do, permitía a los pulmones respirar en su es-tado normal. Poco a poco volvieron de su em-briaguez los tres hombres; pero tuvieron que

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dormir la borrachera de oxígeno como duermela del vino el beodo.

Al enterarse Miguel de la responsabili-dad que, le cabía en aquel suceso, no manifestóarrepentimiento. Al contrario, aquella embria-guez inesperada rompía un poco de monotoníadel viaje. Muchas tonterías se dijeron bajo suinfluencia, pero todas estaban ya olvidadas.

—Y además —añadió el joven francés—,no me pesa haber saboreado un poco ese gasembriagador. ¡Sepan, amigos míos, que podríafundarse un establecimiento curioso, con gabi-nete de oxígeno, donde las personas de orga-nismo débil podrían dar mayor actividad a suvida durante algunas horas! ¡Supongan unareunión en que el aire se hallase saturado deeste fluido heroico, teatros en que la adminis-tración lo mandase preparar en gran cantidad,y figúrense qué pasión habría en el ánimo delos actores y de los espectadores, qué fuego,qué entusiasmo! Y si en lugar de una simplereunión, se pudiera saturar a todo un pueblo,

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qué actividad, qué exuberancia de vida recibi-ría! ¡De una nación degenerada se podría haceruna nación grande y poderosa, y conozco másde un Estado de nuestra vieja Europa que debe-ría someterse al régimen del oxígeno, por inte-rés de su salud!

Miguel hablaba y se animaba, en térmi-nos que parecía estar todavía abierta la llave.Pero Barbicane apagó su entusiasmo.

—Todo eso está muy bien, amigo Mi-guel —le dijo—; pero ¿no nos dirás de dóndevienen esas gallinas que se han mezclado ennuestro concierto?

—¿Esas gallinas?—Sí.Y en efecto, media docena de gallinas y

un gallo magnífico andaban de un lado paraotro, revoloteando y cacareando.

—¡Ah, torpes! —exclamó Miguel—. Eloxígeno las ha sublevado.

—Pero ¿qué vas a hacer con esas galli-nas? —preguntó Barbicane.

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—¡Aclimatarlas en la Luna, por Dios!—Entonces, ¿por qué las escondías?—¡Era una sorpresa que os reservaba,

mi digno presidente, pero que ha fracasado,como veis de un modo lastimoso! ¡Quería sol-tarlas en la Luna sin deciros nada! ¡Cuánto oshubiera sorprendido ver a esos volátiles terres-tres picoteando en los campos lunares!

—¡Ah, tunante, eterno y sempiterno! —respondió Barbicane—. ¡Tú no necesitas oxíge-no para perder la cabeza! ¡Siempre estás comoestábamos hace un rato bajo la influencia delgas! ¡Loco de remate!

—¡Bah! ¿Y quién te ha dicho que no es-tábamos en aquel momento cuerdos y muycuerdos? —replicó Miguel Ardán.

Tras esa reflexión filosófica, los tresamigos repararon el desorden del proyectil. Lasgallinas y el gallo fueron encerrados otra vez ensu jaula. Pero al efectuar esta operación, Barbi-cane y sus dos compañeros advirtieron muymarcadamente un nuevo fenómeno.

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Desde el momento en que salieron de laTierra, su propio peso, así como el de todos losobjetos que encerraba el proyectil y el de éstemismo, había sufrido una considerable dismi-nución. Si no podían apreciar esta disminuciónrespecto del proyectil, debía llegar un instanteen que sería sensible respecto de ellos y de losutensilios e instrumentos de que se valían.

Inútil es decir que una balanza nohabría apreciado esta pérdida de peso, porquelas pesas la hubieran sufrido igual; pero unabalanza de resorte, por ejemplo, cuya tensión esindependiente de la fuerza de atracción, hubie-ra demostrado con exactitud la pérdida sufrida.

Ya sabemos que la atracción, llamadapor otro nombre gravedad, es proporcional alas masas y está en razón inversa del cuadradode las distancias. De aquí se deduce esta conse-cuencia: si la Tierra hubiera estado la en el es-pacio; si los demás cuerpos celestes hubierandesaparecido súbitamente, el proyectil, segúnla ley de Newton, hubiera pesado tanto menos

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cuanto más se hubiera alejado de la Tierra,aunque sin perder nunca enteramente su peso,porque la atracción terrestre se habría sentidosiempre a cualquier distancia.

Pero en aquellas circunstancias teníaque llegar un momento en que el proyectil nose hallase en modo alguno sometido a las leyesde la gravedad, haciendo abstracción de losdemás cuerpos celestes, cuyo efecto podía con-siderarse como nulo.

En efecto, la trayectoria del proyectil setrazaba entre la Tierra y la Luna. A medida quese alejaba de la Tierra la atracción terrestredisminuía en razón inversa del cuadrado de lasdistancias, pero también la atracción lunar au-mentaba en la misma proporción. Así, pues,neutralizándose ambas atracciones, el proyectilno pesaría nada. Si las masas de la Luna y de laTierra hubieran sido iguales, este punto sehabría encontrado a igual distancia de ambosastros. Pero teniendo en cuenta la diferencia demasas, era fácil calcular que aquel punto estaría

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situado a los cuarenta y siete cincuentaidosavosdel viaje, o sea a setenta y ocho mil ciento ca-torce leguas de la Tierra.

En aquel punto, cualquier cuerpo queno llevase en sí un principio de velocidad detraslación, permanecería eternamente inmóvil,siendo igualmente atraído por los dos astros yno habiendo otra fuerza que le impulsase haciacualquiera de los dos.

Ahora bien; si se había calculado exac-tamente la fuerza impulsiva, el proyectil debíallevar a aquel punto con una velocidad nula,habiendo perdido todo inicio de gravedad, co-mo igualmente los objetos que encerraba. ¿Quésucedería entonces? Tres hipótesis se presenta-ban que debían producir consecuencias muydiferentes.

O el proyectil habría conservado ciertavelocidad, y pasando del punto de la atracciónigual, caería en la Luna en virtud de la atrac-ción lunar.

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O faltándole la velocidad para llegar alpunto de atracción igual, caería a la Tierra, envirtud de la atracción terrestre.

O finalmente, animado por una veloci-dad suficiente para llegar al punto neutral, peroinsuficiente para pasar de él, permaneceríaeternamente suspendido en aquel sitio, como elsupuesto sepulcro de Mahoma, entre el cenit yel nadir.

Tal era la situación, y Barbicane explicóclaramente sus consecuencias a sus compañerosde viaje, a quienes el asunto interesaba en elmás alto grado. Ahora bien, ¿cómo podríanconocer que el proyectil había llegado al puntoneutral situado a: sesenta y ocho mil ciento ca-torce leguas de la Tierra? Precisamente cuandoni ellos ni los objetos encerrados en el proyectilse sintieran sometidos a las leyes de la grave-dad.

Hasta entonces los viajeros, si bien ad-vertían que esta acción disminuía cada vezmás, no habían reconocido que, faltase total-

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mente. Pero aquel mismo día, a eso de las oncede la mañana, un vaso que tenía en la manoNicholl, y que soltó inadvertidamente, se que-dó en el aire en vez de caer al suelo.

—¡Bola! —exclamó Miguel—. ¡Vamos atener un poco de física recreativa!

Y en efecto, en el mismo instante variosobjetos, armas, botellas, abandonados a sí mis-mos, se sostuvieron como por milagro. La perraDiana, colocada por Miguel en el espacio, re-produjo, aunque sin secreto alguno, la suspen-sión maravillosa, operada por los Caston, losRoberts-Haudin y otros. La perra, por su parte,no parecía advertir que se hallaba en el aire.

Estaban sorprendidos y estupefactos, apesar de las razones que tenían para explicarque faltaba a su cuerpo gravedad. Si extendíansus brazos, se quedaban de este modo, sin ba-jarlos; su cabeza no se inclinaba a ningún lado,y sus pies no tocaban al fondo del proyectil.Parecían hombres ebrios a quienes faltaba laestabilidad. La imaginación ha creado hombres

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invisibles o sin sombra. Pero allí la realidad,sólo por la neutralización de las fuerzas atracti-vas, hacía hombres que no pesaban.

Súbitamente, Miguel, tomando impulso,se desprendió del fondo y quedó suspendidoen el aire, como el fraile de la Cocina de losÁngeles, de Murillo. Sus dos amigos se le re-unieron al momento, y juntos los tres en el cen-tro del proyectil, figuraban una asombrosa as-censión milagrosa.

—¿Esto es creíble? ¿Es verosímil? ¿Esposible? —exclamó Miguel—. ¡No, y sin em-bargo, es cierto! ¡Ah! Si Rafael nos hubiera vistoasí, ¡qué Ascensión hubiera trazado en el lien-zo!

—La ascensión no puede durar —respondió Barbicane—. Si el proyectil pasa delpunto neutral, la atracción de la Luna nos lleva-rá hacia ella.

—Entonces nuestros pies descansaránen la bóveda del proyectil ——respondió Mi-guel.

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—No tal —dijo Barbicane—; el proyectiltiene su centro de gravedad abajo; y se volverápoco a poco.

—Entonces todo el moblaje va a verserevuelto en un momento.

—No tengas cuidado, Miguel —respondió Nicholl—. No habrá trastorno algu-no; ningún objeto se moverá, porque la evolu-ción del proyectil se hará insensiblemente.

—En efecto —añadió Barbicane—, ycuando haya pasado el punto de atracciónigual,:su fondo, relativamente más pesado loarrastrará en dirección perpendicular a la Luna.Pero para que este fenómeno se produzca, esmenester que hayamos pasado la línea neutral.

—¡Pasar la línea neutral! —exclamó Mi-guel—. Entonces hagamos como los marinoscuando pasan el Ecuador: ¡mojemos nuestropaso!

Con un ligero movimiento de lado, seacercó Miguel ala pared; tomó allí una botella yvasos, los colocó en el espacio, delante de sus

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compañeros, y bebiendo alegremente, saluda-ron a la línea con una triple inclinación.

Aquella influencia de la atracción duróuna hora escasa. Los viajeros se sintieron pocoa poco atraídos al fondo del proyectil, mientrasel extremo superior de éste, según las observa-ciones de Barbicane, se apartaba poco a poco dela dirección de la Luna, y por un movimientoinverso, se acercaba a ella la parte inferior. Laatracción lunar reemplazaba, pues, a la atrac-ción terrestre. Por consiguiente empezaba lacaída hacia la Luna, aunque casi insensible to-davía; puesto que no debía ser más que un mi-límetro y un tercio en el primer segundo, o seanquinientas noventa milésimas de línea. Poco apoco iba aumentándose la fuerza atractiva, lacaída sería más marcada, el proyectil presenta-ría su cono superior a la Tierra y caería con unavelocidad creciente hasta la superficie del con-tinente selenita. El objeto, pues, iba a conseguirse, sin que nada pudiera impedir el buen éxito

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de empresa; y así Nicholl y Miguel Ardán par-ticipaban de la alegría de Barbicane.

Hablaron luego de todos aquellos fe-nómenos que les maravillaban uno tras otro, yespecialmente aquella neutralización de lasleyes de la gravedad. Miguel Ardán, siempreentusiasta, quería deducir de ellos consecuen-cias que no eran sino puro capricho.

—¡Ah, mis dignos amigos! ¡Qué progre-so tan grande si pudiésemos librarnos tan fá-cilmente de esa gravedad, de esa cadena quenos sujeta a ella! ¡Sería la libertad del prisione-ro! ¡No más cansancio de brazos ni de piernas!Y si es verdad que para volar en la superficie dela Tierra, para sostenerse en el aire por el soloejercicio de los músculos, se necesita una fuerzaciento cincuenta veces superior a la que posee-mos, un simple acto de voluntad, un capricho,nos transportaría al espacio, si no existiera latracción.

—En efecto —dijo riendo, Nicholl—. Sise llegara a suprimir la gravedad como se su-

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prime el dolor por la anestesia, ved ahí unacosa que sembraría la paz en las sociedadesmodernas.

—Sí —respondió Miguel, fijo en suidea—: destruyamos la gravedad y se acabaronlas cargas. No más grúas, no más gatos, no máscabrestantes, ni tornos, ni máquina alguna, queya no serían necesarias.

—Muy bien dicho —contestó Barbica-ne—. Pero si se suprimiera la gravead ningúnobjeto permanecería en su sitio, ni tu sombreroen tu cabeza, ni u casa, cuyas piedras se man-tienen juntas por su peso. No podría haber ar-cos, porque si se sostienen sobre las aguas, essólo por la gravedad. No habría océano, puestoque sus olas no estarían contenidas por laatracción terrestre; en fin, tampoco habría at-mósfera, porque sus moléculas, al no ser rete-nidas por la gravedad, se dispersarían en elespacio.

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—¡Triste es eso! —replicó Miguel—. Nohay como esta gente positiva para volverle auno bruscamente a la realidad.

—Pero consuélate, Miguel —añadióBarbicane—, porque si no hay astro alguno enque no existen las leyes de la gravedad, por lomenos vas a visitar uno en que aquélla es mu-cho menos que en la Tierra.

—¿La Luna?—Sí, la Luna. Como su masa no es más

que la sexta parte de la del globo terrestre y lagravedad es proporcional a las masas, los obje-tos pesan allí seis veces menos.

—¿Y lo advertiremos nosotros? —preguntó Miguel.

—Indudablemente, supuesto que 200 ki-logramos no pesan más que 30 en la superficiede la Luna.

—¿Y no disminuirá nuestra fuerza mus-cular?

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—De ningún modo; en lugar de elevartea un metro, saltando, te elevarás a dieciochopies de altura.

—¡Entonces seremos Hércules en la Lu-na! —exclamó Miguel.

—Seguramente —respondió Nicholl—;tanto más cuanto que si la estatura de los sele-nitas es proporcionada a la masa de su globo,tendrán apenas un pie de altura.

—¡Liliputienses! —replicó Miguel—.¡Voy a hacer, pues, el papel de Gulliver! ¡Va-mos a realizar la fábula de los gigantes! Ved ahíla ventaja de abandonar el planeta propio yrecorrer el mundo solar.

—Escucha un momento, Miguel —respondió Barbicane—; si quieres hacer de Gu-lliver, no visites más que los planetas inferiores,como Mercurio, Venus o Marte, cuya masa esmenor que la de la Tierra. Pero no te arriesguesa visitar los planetas grandes, como Júpiter,Saturno, Urano o Neptuno, porque entonces setrocarían los papeles, y serías, tú el liliputiense.

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“En el Sol, si su densidad es cuatro ve-ces menor que la de la Tierra; su volumen esunas trescientas veinticinco mil veces mayor yla atracción veinticinco veces más fuerte que enla superficie de nuestro globo. De manera queguardadas todas las proporciones, los habitan-tes deberían tener, por término medio, doscien-tos pies de altura.

—¡Demonio! —exclamó Miguel—. Alláno sería yo más que un pigmeo.

—Gulliver entre los gigantes —dijo Ni-choll.

—Cabalmente —dijo Barbicane.—Y no sería inútil llevar piezas de arti-

llería para defenderse.—¡Bah! —replicó Barbicane—. Tus balas

no harían efecto alguno en el Sol y caerían alsuelo a los pocos metros.

—¡Qué cosa más rara! Se me antoja unafantasía.

—Pero cierta —respondió Barbicane—.La atracción es tan grande en aquel astro enor-

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me, que un objeto de peso de 70 kilogramos enla Tierra, pesaría 1,930 en la superficie del Sol.Un sombrero, 10 kilogramos; tu cigarro medialibra—Y en fin, si tú cayeras al suelo en el con-tinente solar, no podríamos levantarte, porquetu peso sería de 2,500 kilogramos.

—¡Diablo! —exclamó Miguel—. SeríaMenester entonces llevar consigo una cabria.Pues bien, amigos míos, contentémonos porhoy con la Luna allí a lo menos haremos unbuen papel. Más adelante veremos si nos con-viene ir al Sol, donde no puede uno beber sin elauxilio de un cabrestante para llevarse la copa alos labios.

IXConsecuencias de una desviación

Ya estaba tranquilo Barbicane, si no porel éxito del viaje, a lo menos por la fuerza im-pulsiva del proyectil. Su velocidad virtual le

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arrastraba más allá de la línea neutral; por con-siguiente, ni volvía a la Tierra, ni se quedabainmóvil en el punto de atracción. Una solahipótesis faltaba realizar: la llegada del proyec-til a su blanco, bajo la acción de la atracciónlunar.

En realidad era una caída de 8,296 le-guas sobre un astro en que seguramente la gra-vedad no es sino la sexta parte de la Tierra, sinembargo, una caída formidable, contra la cualconvenía tomar toda clase de precauciones.

Estas precauciones podían ser de dosclases: unas debían amortiguar el golpe en elmomento en que el proyectil tocase el suelolunar; y las otras habían de retardar su caída,haciéndola, por consiguiente, menos violenta.

Era una lástima que Barbicane no hubie-ra podido emplear para amortiguar el golpe losmedios que tan bien habían atenuado el choquede salida, es decir, el agua empleada comomuelle, y los tabiques movibles. Los tabiquesresistían, pero faltaba el agua, ya que no se po-

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día emplear en aquella mole la que quedaba, yaque era indispensable para el caso que les falta-se en los primeros días de estancia en el suelolunar.

Es más, aquel repuesto habría sido insu-ficiente para servir de muelle; porque la capade agua encerrada en el proyectil al tiempo desu partida y en que descansaba el disco imper-meable, no ocupaba menos de tres pies de altu-ra en una superficie de cincuenta pies cuadra-dos; medía seis metros cúbicos de volumen ypesaba cinco mil setecientos cincuenta kilogra-mos; mientras que los recipientes no conteníanni la quinta parte. Por consiguiente, había querenunciar a este medio de amortiguar el choquede llegada.

Por fortuna, Barbicane, no contento conemplear el agua, había provisto al disco movi-ble de topes de muelle destinados a debilitar elchoque contra el fondo cuando desaparecieronlos tabiques horizontales. Estos topes existíantodavía, y bastaba apretarlos y colocar en su

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sitio el disco movible. Todas aquellas piezas,fáciles de manejar, porque su peso era apenassensible, podían volver a montarse rápidamen-te.

Así se hizo; las diversas piezas se re-unieron sin dificultad por medio de pasadoresy tuercas. En un momento se halló el disco des-cansando en sus topes de acero, como una mesaen sus pies. La colocación del disco tenía uninconveniente, que era el quedar cubierto eldisco inferior, con lo cual los viajeros se veíanen la imposibilidad de observar la Luna poraquella obertura, cuando fueran precipitadosperpendicularmente hacia ella. Pero tenían queresignarse; además, por las aberturas lateralestambién se podían examinar en gran parte lasvastas regiones lunares como se ve en la Tierradesde la barquilla de un globo aerostático.

La disposición del disco exigió una horade trabajo; así que eran más de las doce del díacuando se terminaron los preparativos. Barbi-cane hizo nuevas observaciones sobre la incli-

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nación del proyectil pero con gran disgustosuyo, éste no se había vuelto lo suficiente parauna caída y más bien parecía seguir una curvaparalela al disco lunar. El astro de la noche bri-llaba espléndidamente en el espacio mientrasdel lado opuesto el astro del día lo incendiabacon sus fuegos.

No dejaba de ser alarmante la situación.—¿Llegaremos? —preguntó Nicholl.—Hagamos como si hubiéramos de lle-

gar —respondió Barbicane.—Son ustedes unos agonizantes —

replicó Miguel, Ardán—. Llegaremos, y másprisa de lo que quisiéramos.

Esta respuesta impulsó a Barbicane avolver a su trabajo preparatorio y dedicó a dis-poner los aparatos necesarios para retardar lacaída.

No se habrá olvidado el altercado delmitin celebrado en Tampa Town, en la Florida,cuando el capitán Nicholl se presentó comoenemigo de Barbicane y adversario de Miguel

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Ardán. A las afirmaciones del capitán Nicholl,que se empeñaba en sostener que el proyectil seharía pedazos, contestaba Miguel que retarda-ría su caída por medio de cohetes convenien-temente dispuestos.

Yen efecto, era fácil comprender quedisparando en la parte exterior del fondo delproyectil cohetes de gran potencia, no podíanmenos de producir un movimiento de retrocesoque disminuyera considerablemente la veloci-dad de aquél. Dichos cohetes debían arder en elvacío, pero no les faltaba oxígeno, porque habí-an de producirlo ellos mismos como volcaneslunares, cuya deflagración nunca ha dejado deverificarse por falta de atmósfera en la Luna.

Así, pues, Barbicane se había provistode cohetes de esta especie encerrados en cañon-citos de acero en forma de rosca, que podíanatornillarse en el fondo del proyectil; por laparte interior no sobresalían de este fondo; porla exterior sobresalían medio pie. Se colocaronveinte, y una abertura practicada al efecto en el

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disco permitía encender la mecha de que cadacual iba provisto, produciéndose así todo elefecto por la parte de afuera. Las mechas infla-mables se habían puesto de antemano muyforzadas en cada cañón. No faltaba, pues, sinoquitar los obturadores mecánicos ajustados enel fondo y reemplazarlos por los cañoncitos,que ajustaban también exactamente.

Esta nueva operación se concluyó a esode las tres; y tomadas estas precauciones, yasólo quedaba esperar.

Mientras tanto, el proyectil se acercabavisiblemente a la Luna, cuya influencia sentíaen cierta proporción; pero su propia velocidadle arrastraba también en línea oblicua. La resul-tante de estas dos influencias era una línea quepodía convertirse en una tangente. Pero no ca-bía duda de que el proyectil no caía normal-mente en la superficie de la Luna, porque suparte inferior, en razón de su mismo peso, de-bía hallarse vuelta hacia ella.

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Se aumentaba la inquietud de Barbicaneal ver que el proyectil resistía a las influenciasde la gravitación. El sabio, que creía haber pre-visto todas las hipótesis posibles, la vuelta a laTierra, la caída a la Luna y la detención en lalínea neutral se hallaba de improviso con unacuarta nueva hipótesis, preñada de terrores,porque era lo desconocido, lo infinito. Parapensarlo, sin acobardarse, precisaba ser un fle-mático como Nicholl o un aventurero audazcomo Miguel Ardán

Hablaron de este asunto. Otros hombrescualesquiera, hubieran considerado la cuestióndesde el punto de vista más práctico, tratandode averiguar a dónde les conducía el proyectil.Pero ellos no lo hicieron así; lo primero de quetrataron fue de la causa que habría producidoaquel efecto.

—¿Es decir que hemos descarrilado? —preguntó Miguel—. Pero ¿por qué?

—Mucho me temo —respondió Ni-choll— que a pesar de todas las precauciones

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tomadas, el columbia no haya sido bien apunta-lado. Un error por pequeño que sea, basta paralanzarnos fuera de la atracción lunar.

—¿Conque habrán apuntado mal? —preguntó Miguel.

—No lo creo —respondió Barbicane——La perpendicular del cañón era perfecta y sudirección al cenit de aquel sitio completamenteexacta. Pues bien, pasando la Luna por el cenit,debíamos llegar a ella de lleno. Hay alguna otrarazón, pero no doy con ella.

—Llegaremos quizá demasiado tarde —indicó Nicholl.

—¿Demasiado tarde? —dijo Barbicane.—Sí —respondió Nicholl—. La nota del

observatorio de Cambridge expresa que la tra-vesía debe realizarse en noventa y siete horas,trece minutos y veinte segundos. Lo cual quieredecir que la Luna, no habría llegado antes alpunto indicado, y más tarde habría pasado ya.¿No crees que es así?

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—Conforme —respondió Barbicane—;pero salimos, el primero de diciembre a las 11menos 3 minutos y 20 segundos de la noche, ydebemos llegar el 5, a las doce en punto de lanoche en el momento de estar la Luna llena.Ahora bien, son las tres y media de la tarde, yocho horas y media debían bastar para condu-cirnos al, punto de destino; ¿por qué no hemosde llegar?

—¿No será un exceso de velocidad? —respondió Nicholl—. Porque la velocidad ini-cial ha sido mayor de lo que suponía.

—¡No y cien veces no! —replicó Barbi-cane—. Un exceso de velocidad, si la direccióndel proyectil hubiera sido buena no nos habríaimpedido llegar a la Luna.

—¿Por quién y por qué? —preguntó Ni-choll.

—No puedo decirlo —respondió Barbi-cane.

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—Pues bien, Barbicane —dijo entoncesMiguel—, ¿quieres saber lo que pienso acercadel motivo de esta desviación?

—Habla.—¡No daría medio dólar por saberlo!

¡Nos hemos desviado, ésa es la cosa! ¡A dóndevamos? ¡No me importa! Ya lo veremos. ¡Quédiablo! Puesto que vamos atravesando el espa-cio, acabaremos por caer en un centro cualquie-ra de atracción.

Esa indiferencia de Miguel Ardán nopodía satisfacer a Barbicane; y no porque leinquietara lo porvenir, sino porque a toda costaquería saber por qué se había desviado el pro-yectil.

Entretanto, éste seguía marchando ensentido lateral a la Luna, y con él todos los obje-tos arrojados al exterior. Barbicane, tomandopuntos de mira en la Luna, cuya distancia erainferior a dos mil leguas, pudo cerciorarse deque su velocidad era uniforme. Nueva pruebade que no habría caída.

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Los tres amigos, no teniendo otra cosaque hacer, continuaron sus observaciones. Peroaún no podían determinar las disposicionestopográficas satélite. Todas las desigualdadesse nivelaban bajo la protección de los rayossolares.

Así estuvieron observando por los cris-tales laterales hasta las ocho de la noche. LaLuna había aumentado de tal manera, que cu-bría la mitad del firmamento. El Sol por un ladoy el astro de la noche por otro, inundaban deluz el proyectil.

En aquel momento Barbicane creyó po-der apreciar en setecientas leguas solamente ladistancia que los separaba de su objeto. La ve-locidad del proyectil parecía ser de unos dos-cientos metros por segundo, o sea poco más omenos ciento setenta leguas por hora. El fondodel proyectil se inclinaba hacia la Luna obede-ciendo a la fuerza centrípeta; pero la fuerzacentrífuga dominaba siempre, siendo por tantoprobable que la trayectoria rectilínea se trocara

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en una curva cualquiera, cuya naturaleza noera posible determinar, desde luego.

Barbicane continuaba buscando la solu-ción de su irresoluble problema: las horas pa-saban sin resultado, el proyectil se acercabavisiblemente a la Luna; pero era también visibleque no llegaría a ella. En cuanto a la distanciamás corta a que llegaría, debía ser la resultantede las dos fuerzas atractiva y repulsiva quesolicitaban el móvil..

—Yo sólo pido una cosa —decía Mi-guel—: pasar lo bastante cerca de la Luna parapenetrar sus secretos.

—Maldita sea entonces —exclamó Ni-choll— la causa que ha hecho desviar nuestroproyectil.

—Maldito sea también —respondióBarbicane, como se le ocurriera de repente—aquel bólido que nos hemos encontrado en elcamino.

—¡Eh! —dijo Miguel.

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—Quiero decir —respondió Barbicane,con acento de convicción— que nuestra desvia-ción se debe únicamente al encuentro de aquelcuerpo errante.

—Pero si no nos ha tocado —respondióMiguel.

—¿Y qué importa? Su masa, comparadacon la de nuestro proyectil, era enorme, y suatracción ha bastado para influir en nuestradirección.

—¿Tan poca cosa? —exclamó Nicholl.—Sí, amigo Nicholl; pero por poco que

fuera, en una distancia de ochenta y cuatro milleguas, no hacía falta más para apartarnos denuestro camino.

XLos observadores de la Luna

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Sin duda había comprendido Barbicanela verdadera causa de aquella desviación; porpequeña que fuera, bastante para modificar latrayectoria del proyectil. Era una lástima; latenaz tentativa abortada por una circunstanciaenteramente casual, y de no sobrevenir aconte-cimientos excepcionales no podían llegar aldisco lunar los viajeros. ¿Pasarían, sin embargo,lo bastante cerca para poder resolver ciertosproblemas de física o de geología, no resueltosaún? Esto era lo único que preocupaba ya a losatrevidos viajeros. En cuanto a la suerte que lopor venir les reservaba, ni siquiera queríanpensar en ella. No obstante, ¿qué sería de ellosen medio de aquellas soledades infinitas, ycuándo el aire iba a faltarles de un momento aotro? Al cabo de unos cuantos días era posibleque cayeran asfixiados en aquel proyectil erran-te a la ventura. Pero aquellos pocos días erandignos para hombres tan intrépidos como ellos,que consagraban todos sus instantes a observarla Luna, ya que no esperaban llegar a ella.

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La distancia que a la sazón separaba alproyectil del satélite fue calculada en doscien-tas leguas aproximadamente. En estas condi-ciones no eran, sin embargo, los detalles de laLuna tan visibles para ellos como lo son paralos habitantes de la Tierra provistos de telesco-pios potentes.

En efecto, el instrumento montado porJohn Rosse en Parsonton, y que aumentaba eltamaño de los objetos seis mil quinientas veces,acerca la Luna a la distancia de dieciséis leguas;además, con el potente aparato establecido enLongs' Park el astro de la noche, aumentadohasta cuarenta y ocho mil veces, se acercabahasta menos de dos leguas, pudiéndose distin-guir perfectamente los objetos de diez metrosde diámetro.

Por lo tanto, a la distancia que se halla-ban, los detalles topográficos dé la Luna obser-vados sin anteojos no estaban determinadossensiblemente. La vista abarcaba el extensocontorno de aquellas inmensas depresiones

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llamadas impropiamente mares, pero no sepodía reconocer su naturaleza. La prominenciade las montañas desaparecía en la espléndidairradiación producida por la reflexión de losrayos solares, y que deslumbraba la vista hastael punto de no poderla resistir.

Sin embargo, ya se distinguía la formaoblonga del astro, que parecía un huevo gigan-tesco, cuyo extremo más agudo miraba a laTierra. En efecto, la Luna, líquida o maleable enlos primeros días de su formación, tenía la for-ma de una esfera perfecta; pero al poco tiempo,solicitada por el centro de atracción de la Tie-rra, se prolongó por la influencia de la grave-dad. Al convertirse en satélite, perdió la purezanativa de sus formas, su centro de gravedad seadelantó al centro de la figura; y de esta dispo-sición dedujeron algunos sabios la consecuen-cia de que el aire y el agua podría haberse refu-giado en la cara opuesta de la Luna, que nuncaes visible desde la Tierra.

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Esta alteración de las formas primitivasdel satélite no fue sensible sino durante unoscuantos minutos. La distancia del proyectil a laLuna disminuía con gran rapidez, por efecto desu velocidad, que, si bien inferior en mucho a lainicial, era ocho o nueve veces superior a la quellevaban los trenes especiales de los ferrocarri-les. La dirección oblicua del proyectil por razónde esta misma oblicuidad, dejaba todavía a Mi-guel Ardán alguna esperanza de tropezar conun punto cualquiera del disco lunar. No podíacreer que no hubiera de llegar, y así lo repetía acada momento, pero Barbicane, mejor juez en lamateria, no cesaba de repetirle con implacablelógica.

—No, Miguel; no podemos llegar a laLuna sino por una caída, y no caemos. La fuer-za centrípeta nos mantiene bajo la influen-cia1unar, pero la centrífuga nos aleja irresisti-blemente.

Esto fue dicho a Miguel en un tono quehizo perder al mismo sus últimas esperanzas.

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La parte de la Luna a donde se acercabael proyectil era el hemisferio boreal; el que losmapas selenográficos colocan en la parte infe-rior; porque estos mapas están generalmenteformados con arreglo a las imágenes que danlos anteojos, los cuales, como es sabido, invier-ten la dirección de los objetos. Tal era el Mappaselenograpbica que consultaba Barbicane. Estehemisferio septentrional presentaba extensasllanuras sembradas de montañas aisladas.

A las doce de la noche, la Luna estaballena; en aquel momento hubieran debido po-ner el pie en ella los viajeros si el maldito bólidono les hubiera desviado en su dirección. El as-tro llegaba, pues, en las condiciones rigurosa-mente determinadas por el observatorio deCambridge; se hallaba matemáticamente en superigeo y en el cenit del 28 paralelo. Un obser-vador colocado en el fondo del enorme colum-bia asestado perpendicularmente al horizontehubiera visto la Luna en la boca del cañón; unalínea recta trazada desde el eje de la pieza

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habría atravesado el centro del astro de la no-che.

Creemos inútil decir que en toda aquellanoche del 5 al 6 de diciembre, no descansaronun instante los viajeros. ¿Habrían podido cerrarlos ojos tan cerca de aquel nuevo mundo? No.Todos sus sentimientos se concentraban en unsolo pensamiento: ¡Ver! Como representantesde la Tierra, de la Humanidad pasada y presen-te, que resumían en sí la raza humana, mirabanpor sus ojos aquellas regiones lunares cuyossecretos intentaban penetrar. Se hallaban po-seídos de una profunda emoción y no hacíanmás que ir de un cristal a otro.

Sus observaciones, reproducidas porBarbicane, fueron rigurosamente determinadas.Para hacerlas, disponían de anteojos; paracomprobarlas, tenían mapas.

El primer observador de la Luna fue Ga-lileo. Su insuficiente anteojo sólo aumentabatreinta veces el tamaño del astro. Sin embargo,en las manchas que salpicaban el disco lunar

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“como los ojos que marcan la cola de un pavoreal” fue el primero que reconoció montañas yaun midió la altura de algunas, a las cualesatribuyó exageradamente una elevación casiigual a la v1gesima parte del diámetro del dis-co, o sea ocho mil ochocientos metros. Galileono trazó ningún mapa que reprodujera sus ob-servaciones.

Años después, un astrónomo de Dant-zig, Hevelius, empleando procedimientos quesólo eran exactos dos veces al mes, en la prime-ra y segunda cuadratura, redujo las alturashalladas por Galileo a sólo una vigésima sextaparte del diámetro lunar, lo cual era tambiénuna exageración aunque en otro sentido. Pero aaquel sabio se debe el primer mapa de la Luna.Las manchas claras y redondas forman en él lasmontañas circulares, y las manchas oscuras,mares extensos, que en realidad no son sinollanuras. A aquellas montañas y a aquellas ta-blas de agua les dio denominaciones terrestres.

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Así se ve figurar en su mapa un Sinaí enmedio de una Arabia, un Etna en el centro deuna Sicilia, Alpes, Apeninos, Cárpatos, el Medi-terráneo, el Palus Meotides, el Ponto Euxino yel mar Caspio; nombres por lo demás, mal apli-cados, porque ni aquellas montañas ni aquellosmares presentan la configuración de sus homó-nimos en la Tierra. Difícilmente podría recono-cerse en una gran mancha blanca unida por elsur a extensos continentes y acabada en punta,la imagen invertida de la península india delgolfo de Bengala y de la Conchinchina. Así,estos nombres no se conservaron. Otro cartó-grafo, más conocedor del corazón humano,propuso una nueva nomenclatura, que la vani-dad de los hombres se apresuró a adoptar.

Fue este observador el padre Riccioli,contemporáneo de Hevelius, quien trazó unmapa grosero y plagado de errores; pero puso alas montañas de la Luna los nombres de dife-rentes personajes célebres de la Antigüedad y

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de sabios de su época, uso muy admitido des-pués.

En el siglo XVII, Domingo Cassini for-mó un tercer mapa de la Luna, superior al deRiccioli en la ejecución, aunque inexacto en lasmedidas. Se publicaron de él varias ediciones;pero las planchas, conservadas largo tiempo enla Imprenta Real de París, se vendieron al fincomo cobre viejo.

La Hire, célebre matemático y dibujante,trazó un mapa de la Luna de cuatro metros dealto, que nunca fue grabado.

Después de él un astrónomo alemán,Tobías Mayer, emprendió, a mediados del sigloXVIII, la publicación de un magnífico mapaselenográfico, arreglado a las medidas lunaresrigurosamente rectificadas por él; pero sumuerte, acaecida en 1762, le impidió terminartan excelente obra.

Vienen luego Schroeter de Lilienthal,que bosquejó diferentes mapas de la Luna, y untal Lohrinann, de Dresde, a quien se debe una

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lámina divina en veinticinco secciones, cuatrode las cuales se grabaron.

En 1830, Beer y Moedler compusieronsu célebre Mappa selenographica siguiendouna proyección orográfica. Este mapa reprodu-ce exactamente él disco solar, tal y como apare-ce; únicamente la configuración de las monta-ñas y de las llanuras es exacta sólo en su partecentral; en todo lo demás, en las partes centra-les y meridionales, orientales u occidentales,aquellas configuraciones presentadas en reduc-ción, no pueden compararse a las del centro.Este mapa topográfico, que tiene noventa ycinco centímetros de altura y se halla divididoen cuatro partes, es la obra maestra de la carto-grafía lunar.

A más de las obras de estos sabios, se ci-tan los relieves selenográficos del astrónomoalemán julio Schinidt, los trabajos topográficosdel padre Secchi, las magníficas pruebas delaficionado inglés Waren de la Due, y, finalmen-te, un mapa sobre proyección orográfica de los

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señores Lecouturier y Chapuis, hermoso mode-lo trazado en 1860, de dibujo exactísimo y muyclara disposición.

Tal es el catálogo de los diferentes ma-pas relativos al mundo lunar, Barbicane poseíados, el de Beer y Moedler,.y el de Chapuis yLecouturier; con el auxilio de ambos debía faci-litarse sus trabajos de observador.

En cuanto a los instrumentos de ópticade que disponían, eran excelentes anteojos ma-rinos, preparados especialmente para aquelviaje. Su fuerza llegaba a aumentar cien veces eltamaño de los objetos, lo que equivale a decirque hubiera hecho ver en la Tierra a la Luna adistancia de unas mil leguas. Pero entonceshallándose los observadores a cosa de las tresde la madrugada, a menos de ciento veinte ki-lómetros del astro, y sin el intermedio de at-mósfera alguna que les perjudicara la visión,los instrumentos debían acercar la superficielunar a unos mil quinientos metros de distan-cia.

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XIFantasía y realidad

—¿Has visto alguna vez la Luna? —preguntaba irónicamente un profesor a su dis-cípulo.

—No, señor —replicó éste, más iróni-camente aún—, pero debo confesarle que heoído hablar de ella alguna vez.

La mayor parte de los seres sublunarespodían dar formalmente esta respuesta. ¡Cuán-tas personas han oído hablar de la Luna sinhaberla visto .nunca, por lo menos a través deun telescopio! ¡Cuántos no han visto jamás unmapa de su satélite!

Si se mira un mapa selenográfico, unacosa llama la atención ante todo. Al revés de loque sucede en la Tierra o en Marte, los conti-nentes ocupan más particularmente el hemisfe-

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rio Sur del globo lunar; y no se presentan esaslíneas terminales, tan claras y tan regulares, quedibujan la América Meridional, el África y lapenínsula india. Sus costas angulosas, capri-chosas y profundamente festoneadas, abundanen golfos y penínsulas, presentando con bastan-te analogía el aspecto confuso de las islas de laSonda, donde las tierras se hallaban excesiva-mente divididas. Si alguna vez ha habido nave-gación en la superficie de la Luna debió de sermuy difícil y peligrosa, y hay que compadecera los marinos y a los hidrógrafos selenitas; a losunos cuando hubieran de acercarse a tan peli-grosos fondeadores, a los otros cuando tuvie-ron que levantar los planos de tan irregularescostas.

También se verá que en el esferoide lu-nar el Polo Sur es mucho más continental que elPolo Norte. En este último no existe más que unligero casquete de tierras, separadas de losotros continentes por mares extensos. Hacia elSur los continentes cubren casi todo el hemisfe-

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rio; es, pues posible que los selenitas hayanplantado ya su pabellón en uno de los polos,mientras que los Franklin, los Rosse, y los Ka-ne, los Dumont d'Urville, los Lambert y tantosotros se han esforzado inútilmente en encontrarese punto desconocido de nuestro globo terres-tre.

Por lo que se refiere a las islas, abundanmuchísimo en la superficie lunar. Casi todastienen figura oblonga o circular, como si estu-vieran trazadas a compás, y forman como ungran archipiélago que sólo puede compararsecon ese grupo encantador esparcido entre Gre-cia y el Asia Menor y que la mitología animó entiempos antiguos con sus interesantes leyendas.Acuden, sin querer, a la memoria los nombresde Naxos, Tenedos, Cárpatos, y los ojos buscanel navío de Ulises o el clipper de los Argonau-tas. Esto es, por lo menos, lo que pedía MiguelArdán, porque veía un archipiélago griego enel mapa. A los ojos de sus compañeros, no tanentusiastas como él, el aspecto de aquellas cos-

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tas recordaba más bien a las tierras fracciona-das de Nueva Brunswick y de la Nueva Esco-cia; y donde el francés encuentra la huella delos héroes fabulosos, los americanos marcabansitios a propósito para el establecimiento defactorías beneficiosas al comercio y a la indus-tria lunares.

Para terminar la descripción de la partecontinental de la Luna bastarán algunas pala-bras sobre su disposición orográfica. Se distin-guen con mucha claridad en ella las cordilleras,las montañas aisladas, los circos y las fallas.Todo el relieve lunar se halla comprendido enesta división, y es sumamente quebrado, pu-diéndose comparar con una Suiza dilatada ouna Noruega continua, formada totalmente porla acción plutónica. Aquella superficie, tan pro-fundamente desigual, es el resultado de lascontinuas contracciones de la corteza, en laépoca en que el astro se hallaba en vías de for-mación. El disco lunar es a propósito para elestudio de los grandes fenómenos geológicos.

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Como lo hacen notar algunos astrónomos, susuperficie, aunque más antigua que la de laTierra, se ha conservado más nueva. Allí nohay aguas que deterioren el relieve primitivo, ycuya acción creciente produzca una especie denivelación general, ni aire cuya incidencia des-componente modifique los perfiles orográficos,Allí el trabajo plutónico, no alterado por lasfuerzas neptunianas, se halla en toda su purezanativa. En la Tierra tal y como debía de ser an-tes de que las mareas y las corrientes la hubie-ran cubierto de capas sedimentarias.

Después de recorrer aquellos vastoscontinentes la mirada se fija en los mares, másextensos aún. No sólo su conformación, su si-tuación y su aspecto, recuerdan al de los océa-nos terrestres, sino que, además, como sucedeen la Tierra, dichos mares ocupan la mayorparte del globo, y sin embargo, no son espacioslíquidos sino llanuras, cuya naturaleza espera-ban los viajeros determinar muy pronto.

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Los astrónomos han adornado a esossupuestos mares con nombres de los más ex-traños, y que la ciencia, sin embargo, ha respe-tado hasta hoy. Miguel Ardán tenía razón alcomparar aquel mapa con un “mapa de la Ter-nura” como pudieran haberlo formado la Scu-dery o Cyrano de Bergerac.

—Sólo que —añadía— éste ya no es elmapa del sentimiento como en el siglo diecisie-te; es el mapa de la Vida, perfectamente dividi-do en dos partes, la una femenina, masculina laotra. A las mujeres, el hemisferio de la derecha,a los hombres, el de la izquierda.

Los compañeros de Miguel se encogíande hombros, porque consideraban el mapa lu-nar desde un punto de vista muy distinto quesu poético amigo; y sin embargo, éste no dejabade tener razón, como puede juzgarse.

En el hemisferio de la izquierda se ex-tiende el Mar de los Nublados, en que tantasveces va a ahogarse la razón humana. No lejosde allí aparece el Mar de las Lluvias, alimenta-

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do por todas las agitaciones de la vida. Más alláse abre el Mar de las Tempestades, en que elhombre lucha sin cesar contra sus pasiones, lasmás de las veces victoriosas. Después, consu-mido por los desengaños, las traiciones, lasinfidelidades, y toda la serie de penalidadesterrestres, ¿qué encuentra al fin de su carrera?,ese vasto Mar de los Humores, dulcificadosapenas por algunas gotas de agua del Golfo delRocío. Nubes, lluvias, tempestades, humores;¿contiene otra cosa la vida del hombre, y no seresume en esas cuatro palabras?

El hemisferio de la derecha dedicado alas mujeres, encierra mares más reducidos, cu-yos significativos nombres expresan todos losincidentes de una existencia femenina. El Marde la Serenidad es aquel en que se mira la jo-ven, y el Lago de los Sueños, es el que le reflejaa un porvenir sonriente. Vienen luego el Mardel Néctar con sus oleadas de ternura y susbrisas de amor. El Mar de la Fecundidad, elMar de las Crisis, el Mar de los Vapores, cuyas

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dimensiones son demasiado reducidas quizá; ypor fin, el extenso Mar de la Tranquilidad,donde son absorbidas todas las falsas pasiones,todos los sueños inútiles, todos los deseos nosatisfechos, y cuyos torrentes se derraman porúltimo en el Lago de la Muerte.

¡Qué extraña sucesión de nombres! ¡Quésingular división la de estos dos hemisferios dela Luna, unidos uno a otro como el hombre y lamujer, y formando esa esfera de vida transpor-tada al espacio! ¿No tenía el poético Miguelsobrada razón para interpretar así toda aquellafantástica poesía de los antiguos astrónomos?

Pero mientras su imaginación recorríade este modo los mares, sus graves compañerosconsideraban las cosas más geográficamente,aprendían de memoria aquel nuevo mundo, ymedían sus ángulos y sus diámetros.

Para Barbicane y Nicholl, el Mar de losNublados era una inmensa depresión del terre-no, sembrado de cierto número de montañascirculares, que cubría una gran porción de la

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parte occidental del hemisferio Sur, ocupandociento ochenta y cuatro mil ochocientas leguascuadradas, y teniendo su centro en los 15° delatitud Sur y 20° de longitud Oeste. El Océanode las Tempestades, Oceanus Procellarum, lallanura más extensa del disco lunar, ocupabauna superficie de trescientas veintiocho miltrescientas leguas cuadradas, hallándose situa-do su centro en los 10° de latitud Norte y 45° delongitud Este. De su seno se alzaban las admi-rables montañas radiantes del Mar de los Nu-blados por altas cordilleras, se extendía el Marde las Lluvias, Mare Imbrium, con su puntocéntrico a los 35° de latitud septentrional y 20°de longitud oriental; era de forma casi circular,y cubría un espacio de ciento noventa y tres milleguas cuadradas. No lejos de él el Mar de losHumores, Mare Humorum, pequeña cavidadde cuarenta y cuatro mil doscientas leguas cua-dradas, se hallaba situado a los 25° de latitudSur y 40° de longitud Este. Por último en elmismo litoral de aquel hemisferio se dibujaban

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tres golfos más, el golfo Tórrido, el golfo delRocío, el golfo de los Lirios, llanuras de pocaextensión encerradas entre elevadas cordilleras.

El hemisferio femenino, naturalmentemás caprichoso, se distinguía por sus maresmás pequeños y en mayor número. Eran éstos,hacia el Norte, el, mar del Frío, Mare Frigoyis,hacia los 50° de latitud y 0° de longitud, conuna superficie de setenta y seis mil leguas cua-dradas, que confinaba con el lago de la Muertey también con el lago de los Sueños; el mar dela Serenidad, Mare Serenitatis, a los 25° de lati-tud Norte y 20° de longitud Oeste, con una su-perficie de ochenta y seis mil leguas cuadradas;el mar de las Crisis, Mare Crisium, perfecta-mente limitado y muy redondo, que compren-día los 17° de latitud Norte y los 55° de latitudEste; una superficie de cuarenta mil leguascuadradas, verdadero Caspio sepultado en me-dio de un anfiteatro de montañas. Después, enel Ecuador, a los 5° de latitud Norte y 25° delongitud Oeste, aparecía el mar de la Tranquili-

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dad, Mare Tranquilitatis, con una superficie deciento veintiuna mil quinientas nueve leguascuadradas. Este mar comunica por el Sur con elmar del Néctar, Mare Nectaris, extensión deveintiocho mil ochocientas leguas cuadradas alos 15° de latitud y 25° de longitud Oeste; y porel Este con el mar de la Fecundidad, Mare Fe-cunditatis, el más extenso de aquel hemisferio,puesto que ocupa doscientas diecinueve miltrescientas leguas cuadradas, a los 3° de latitudSur y 50° de longitud Oeste. Finalmente, alNorte y al Sur se distinguían, además; otros dosmares, el mar de Humboldt, Mare Humbold-tianum, de superficie de seis mil leguas cua-dradas, y el mar Austral, MareAustrale, conuna superficie de veintiséis mil.

En el centro del disco lunar y cabalgan-do sobre el Ecuador y el meridiano cero, seabría el golfo del Centro, Sinus Medú, especiede lazo de unión entre ambos hemisferios.

De este modo se descomponía a los ojosde Barbicane y de Nicholl la superficie siempre

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visible del satélite de la Tierra. Cuando reunie-ron aquellas medidas, calcularon que la super-ficie de aquel hemisferio era de cuatro millonessetecientas treinta y ocho mil ciento sesentaleguas cuadradas, de las cuales tres millonestrescientas diecisiete mil seiscientas las compo-nían los volcanes, las cordilleras, los circos, lasislas, en una palabra cuanto parecía formar laparte sólida de la Luna; y un millón cuatrocien-tas diez mil cuatrocientas leguas los mares, la-gos, pantanos, lo que parecía constituir la partelíquida. Todo lo cual era completamente indife-rente al bueno de Miguel.

Vemos, pues, que ese hemisferio es tresveces y media más pequeño que el hemisferioterrestre; y sin embargo, los selenógrafos hancontado ya en él más de cincuenta mil cráteres.Es, por tanto, una superficie aburbujada, res-quebrajada, una criba o espumadera en toda laextensión de la palabra, y digna de la califica-ción poco poética que le han dado los ingleses,

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de green cheese, que quiere decir “queso ver-de”.

—¡Véase —dijo Ardán— cómo tratanlos anglosajones del siglo XIX a la rubia Febe, ala amable Isis, a la hechicera Astarté, a la reinade la noche, a la hija de Latona y de Júpiter, a lahermana menor del radiante Apolo!

XIIDetalles orográficos

Como ya hemos hecho observar, la tra-yectoria que seguía el proyectil los arrastrabahacia el hemisferio septentrional de la Luna.Los viajeros se hallaban lejos de aquel puntocentral en que hubieran tenido que caer, si sutrayectoria no hubiese sufrido una desviaciónirremediable.

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Eran las doce y media de la noche. Bar-bicane calculé entonces su distancia en cuatro-cientos kilómetros, distancia algo mayor que laextensión del radio lunar y que debía disminuira medida que avanzaran hacia el Polo Norte. Ala sazón el proyectil no se encontraba a la alturadel Ecuador, sino a la del décimo paralelo, ydesde aquella latitud, cuidadosamente tomadaen el mapa, hasta el polo, Barbicane y sus doscompañeros pudieron observar la Luna en lasmejores condiciones.

En efecto, con el auxilio de los anteojos,aquella distancia de mil cuatrocientos kilóme-tros quedaba reducida a catorce, o sea a cuatroleguas y media. El telescopio de las MontañasRocosas acercaba más la Luna; pero la atmósfe-ra terrestre disminuía considerablemente supotencia óptica. Así Barbicane, desde su pro-yectil, con el anteojo en la mano, veía ya ciertosdetalles casi imposibles de apreciar por los ob-servadores de la Tierra.

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—Amigos míos —dijo entonces congravé acento el presidente—, no sé dónde va-mos ni si volveremos jamás a ver el globo te-rrestre. Sin embargo, procedamos como si nues-tros estudios debieran servir algún día a nues-tros semejantes. Procuremos tener el ánimolibre de todo cuidado. Somos astrónomos. Esteproyectil es un gabinete del observatorio deCambridge transportado al espacio; observe-mos.

Dicho esto empezaron a trabajar conuna atención y precisión extremadas, y repro-dujeron fielmente los diversos aspectos de laLuna a las distintas variables que el proyectilocupaba respecto al astro.

Al mismo tiempo que el proyectil sehallaba a la altura del décimo paralelo Norte,parecía seguir rigurosamente la dirección delvigésimo grado de longitud Este.

Conviene hacer aquí una observaciónimportante respecto del mapa que servía paralas observaciones. En los mapas selenográficos,

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que a causa de la inversión de los objetos pro-ducidos por los anteojos presentan el Sur arribay el Norte abajo, parecía natural que a conse-cuencia de esa inversión el Este se hallase si-tuado a la izquierda y el Oeste a la derecha. Sinembargo, no es así. Si se volviera el mapa ypresentase a la Luna tal como aparece a simplevista, el Este se hallaría a la izquierda y el Oestea la derecha, contrario de los mapas terrestres.La causa de esta anomalía es la siguiente: losobservadores colocados en el hemisferio boreal,en Europa por ejemplo, ven la Luna en el Surcon relación a ellos. Cuando la observan vuel-ven la espalda al Norte, posición inversa decuando examinan un mapa terrestre; y si dan laespalda al Norte, el Este se encuentra a su iz-quierda y el Oeste a su derecha. En cambio, elobservador situado en el hemisferio austral, porejemplo, en la Patagonia, tendrá a su izquierdael Oeste de la Luna y a su derecha el Este, pues-to que se hallaban de espaldas al Sur.

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He ahí la causa de esa aparente inver-sión de los dos puntos cardinales, y debe tener-se en cuenta para seguir las observaciones delpresidente Barbicane.

Con ayuda del Mappa selenographicade Beer y Moedler los viajeros procedían a re-conocer en detalle la porción del disco queabarcaba su anteojo.

—¿Qué vemos en este instante? —preguntó Miguel.

—La parte septentrional del mar de losNublados —respondió Barbicane—. Estamosdemasiado lejos para poder reconocer su natu-raleza. Esas llanuras se componen sólo de are-nas áridas, como lo han supuesto los primerosastrónomos, o son bosques inmensos, según laopinión de Waren de la Rue que atribuye a laLuna una atmósfera muy baja, pero muy densa.Esto lo sabremos más adelante; no afirmemosmientras no tengamos en qué fundar la afirma-ción.

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El mar de los Nublados no está limitadocon precisión exacta en los mapas. Se suponeque esa inmensa llanura se halla sembrada debloques de lava arrojados por volcanes inme-diatos a su derecha como Tolomeo, Purbach yArzachel. Pero el proyectil avanzaba y se acer-caba sensiblemente, y pronto se distinguieronlas cumbres que cierran aquel mar por su límiteseptentrional. Delante se alzaba una montañamagnífica cuya cima parecía perdida entre unaerupción de rayos solares.

—¿Qué monte es ése? —preguntó Mi-guel.

—Copérnico —respondió Barbicane.—Veamos a Copérnico.Este monte, situado a los 9° de latitud

Norte y 20° de longitud Este, se eleva a unaaltura de 3,438 metros sobre el nivel de la su-perficie de la Luna. Es muy visible desde laTierra y los astrónomos lo pueden estudiar per-fectamente, sobre todo durante la f ase com-prendida entre el último cuarto y el novilunio;

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porque entonces las sombras se proyectan ex-tensamente del Este al Oeste y permiten medirlas alturas.

Copérnico forma el sistema radiado másimportante del disco, después de Tycho, situa-do en el hemisferio meridional; y se alza aisla-damente, como un faro gigantesco, en aquellaporción del mar de los Nublados que confinaen el mar de las Tempestades, e ilumina con subrillante irradiación dos océanos a la vez. Es unespectáculo sin igual al de aquellas largas ráfa-gas luminosas, tan deslumbradoras en el pleni-lunio, y que, pasando por el Norte, más allá delas cordilleras limítrofes, van a extinguirse en elmar de las Lluvias. A la una de la mañana te-rrestre el proyectil, como un globo arrastradoen el espacio, dominaba aquella soberbia mon-taña.

Barbicane pudo reconocer exactamentesus disposiciones principales. Copérnico sehalla comprendido en la serie de montañasanulares de primer orden en la división de los

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grandes circos. Al igual que Kepler y Aristarco.,que domina el océano de las Tempestades, sepresenta a veces como un punto brillante a tra-vés de una luz cenicienta y en algún tiempo secreyó que era un volcán en erupción, Pero no esmás que un volcán apagado, como todos los deaquella faz de la Luna. Su circunferencia pre-sentaba un diámetro como de veintidós leguas.El anteojo descubría en él indicios de estratifi-caciones producidas por las erupciones sucesi-vas, y sus cercanías aparecían sembradas defragmentos volcánicos, algunos de los cuales semostraban todavía en el interior del cráter.

—En la superficie de la Luna —dijoBarbicane— hay varias clases de circos, y esfácil ver que Copérnico pertenece al géneroradiado. Si estuviéramos más cerca distingui-ríamos los conos que la erizan por el interior yque en tiempos antiguos fueron otras tantasbocas ignívoras. Una circunstancia curiosa yconstante del disco lunar es que la superficieinterior de estos circos es notablemente más

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baja que la llanura exterior, al revés de la formaque presentan los cráteres terrestres. De lo quese deduce que la curvatura general del fondode estos circos da una esfera de un diámetroinferior al de la Luna.

—¿Y a qué se atribuye esa disposiciónespecial? —preguntó Nicholl.

—No se sabe —respondió Barbicane.—¡Qué irradiación tan brillante! —

repetía Miguel—. ¡Dudo que pueda verse unespectáculo más bello!

—¿Qué dirás, pues —respondió Barbi-cane—, si los azares de nuestro viaje nos arras-tran al hemisferio meridional?

—¡Toma! ¡Diré que es más bello todavía!—contestó Miguel Ardán.

En aquel momento el proyectil domina-ba el circo perpendicularmente. El contorno deCopérnico formaba un círculo casi perfecto, ysus picos escarpados se destacaban con la ma-yor claridad, distinguiéndose un doble recintoangular. Alrededor se extendía una llanura

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gris, de aspecto salvaje, cuyas prominenciassobresalían en forma de puntos amarillos. En elfondo del circo, y como encerrados en un estu-che, centellearon un momento dos o tres conoseruptivos, como grandes joyas deslumbradoras.Hacia el Norte las rocas presentaban una de-presión, que sin duda en otro tiempo más queremoto, daba paso al interior del cráter.

Al pasar por encima de la llanura inme-diata pudo notar Barbicane un gran número demontañas poco importantes, y entre otras unaforma anular denominada Gay-Lussac, quemide veintitrés kilómetros de ancho. Hacia elSur, la llanura se mostraba muy plana, sinprominencias ni desigualdades. En cambio, porel Norte, y hasta el sitio en que confinaba con elOcéano de las Tempestades, tenía el aspecto deuna superficie líquida agitada por un huracán ycuyas olas se hubieran solidificado súbitamen-te. Sobre todo el conjunto y en todas direccio-nes se extendían las ráfagas luminosas que par-tían de la cumbre de Copérnico. Algunas pre-

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sentaban una anchura de treinta kilómetros yuna longitud incalculable.

Los viajeros discutían el origen de aque-llos extraños rayos, y cómo los observadoresterrestres, no podían determinar su naturaleza.

—Pero ¿por qué —decía Nicholl— nohan de ser esos rayos simplemente los estribosde las montañas, que reflejan con más viveza laluz del Sol?

—No —respondió Barbicane—; porquesi así fuese, en ciertas condiciones de la Luna,esos picos proyectarían sombras, y no las pro-yectan.

En efecto, semejantes rayos no aparecensino en la época en que el astro del día se hallaen oposición con la Luna, y desaparecen encuanto sus rayos se hacen oblicuos.

—Pero ¿cómo explicarnos esas ráfagasde luz? —preguntó Miguel—. Porque no creoque los sabios dejen nunca de dar explicacio-nes.

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—Sí —respondió Barbicane—, Herschelha formulado una opinión, pero no me atrevo aafirmarla.

—No importa. ¿Qué opinión es ésa?—Creía que esos rayos debían ser co-

rrientes de lava solidificada, que brillabancuando el Sol las atacaba directamente; esto esposible, pero no seguro. Por lo demás, si pasa-mos cerca de Tycho, nos encontraremos en po-sición más conveniente para reconocer la causade esa irradiación.

—¿Sabéis, amigos míos, a qué se pareceesa llanura, vista desde la elevación en que es-tamos? —dijo Miguel.

—No —respondió Nicholl.—Pues bien, con todos esos montones

de lava largos como husos, parece un gran jue-go de palillos tirados unos sobre otros; no faltamás que un gancho para ir cogiéndolos uno auno.

—¡Nunca tendrás formalidad! —dijoBarbicane.

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—Pues hablemos formalmente —repitióMiguel—, y en lugar de juncos, supongamosque son osamentas. En ese caso, la planicie nosería sino un osario inmenso en que reposaríanlos despojos mortales de mil generaciones ex-tinguidas; ¿prefieres esta comparación de granefecto?

—Tanto vale una como otra —respondió Barbicane.

—¡Diablo, qué delicado eres! —respondió Miguel.

—Amigo mío —siguió diciendo el posi-tivo Barbicane—, poco importa saber a qué separece eso, mientras no sepamos lo que es deveras.

—¡Muy bien dicho! —exclamó Miguel—. Eso me enseñará a discutir con los sabios.

Mientras tanto, el proyectil marchabacon una velocidad casi uniforme, a lo largo deldisco lunar. Los viajeros, como fácilmente secomprende, no pensaban en descansar ni unmomento. A cada instante se les presentaba un

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paisaje nuevo, que desaparecía luego de suvista. A eso de la una y media de la mañana,divisaron las cumbres de otra montaña; Barbi-cane, consultando el mapa, reconoció a Eratós-tenes.

Era una montaña anular de cuatro milquinientos metros de altura, y formaba uno delos circos más abundantes del satélite. A propó-sito de esto, Barbicane refirió a sus amigos lasingular opinión de Képler sobre la formaciónde dichos circos. Según el célebre matemático,aquellas cavidades

crateriformes debieron de ser abiertaspor la mano del hombre.

—¿Y con qué objeto? —preguntó Ni-choll.

—¡Con uno muy natural! —respondióBarbicane—. Los selenitas abrirían esos grandesagujeros con el objeto de refugiarse en ellos yguarecerse de los rayos solares, que les hierendurante quince días consecutivos.

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—¡No son tontos los selenitas! —dijoMiguel.

—¡Vaya una idea! —respondió Ni-choll—. Pero es probable que Képler no cono-ciera las verdaderas dimensiones de esos circos;porque el abrirlos habría sido una obra de gi-gantes, impracticable para los selenitas.

—¿Por qué, si la gravedad en la superfi-cie de la Luna es seis veces menos que en laTierra? —dijo Miguel.

—¿Pero y sí los selenitas son seis vecesmás pequeños? —replicó Nicholl.

—¿Y si no hay selenitas? —añadió Bar-bicane.

Estas palabras terminaron el debate.No tardó en desaparecer Eratóstenes ba-

jo el horizonte, sin que el proyectil se hubieracerrado lo suficiente para permitir una obser-vación rigurosa. Aquella montaña separaba porcompleto los Apeninos de los Cárpatos.

En la orografía lunar se han distinguidovarias cordilleras que se hallaban distribuidas

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principalmente en el hemisferio septentrional.Algunas, sin embargo, ocupan ciertas porcionesdel hemisferio sur.

Véase la tabla de estas diferentes cordi-lleras, indicadas al Sur y al Norte, con sus lati-tudes y sus alturas tomadas de las cimas demayor elevación:

Monte Doerfel 84°7,603 metrosMonte Leibniz 65°7,600Monte Rok 20° a 30°1,600Monte Altai1 17° a 28°4,047Monte Cordilleras 10° a 20°3,398Monte Pirineos 8° a 10°3,632Monte Ural 5° a 14° 838

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Monte Alembert 4° a 10°5,847Monte Hoemus 8° a 21°2,021Monte Cárpatos 15° a 19°1,939Monte Apeninos 14° a 27°5,501Monte Tauro 21° a 28°2,746Monte Rifeos 25° a 33°4,171Monte Hercinios 17° a 29°1,170Monte Cáucaso 32° a 41°5,567Monte Alpes 42° a 49°3,617

De esas cordilleras, la más importante esla de los Apeninos, cuyo desarrollo es de cientocincuenta leguas, desarrollo inferior, sin em-

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bargo, al de los grandes movimientos orográfi-cos de la Tierra. Los Apeninos guarnecen laorilla oriental del mar de las Lluvias, y se con-tinúan al Norte por los Cárpatos, cuyo perfilmide unas cien leguas.

Los viajeros no pudieron hacer más quevislumbrar la cumbre de los Apeninos, que sedibuja desde los 16° de longitud Oeste a los 16°de longitud Este; pero la cordillera de los Cár-patos se extendió bajo sus miradas desde los18° a los 39° de longitud oriental, y pudierondeterminar su distribución. Hicieron una hipó-tesis muy Justificada. Al ver que aquella cordi-llera de los Cárpatos tomaba aquí y allí formascirculares y era dominada .por picos, dedujeronque en otro tiempo formaba circos importantes.Aquellos anillos montañosos debieron de habersido rotos en parte por la vasta expansión a quese debe el mar de las Lluvias. Los Cárpatos pre-sentaban entonces el aspecto que habían pre-sentado los circos de Purbach, Arzachel y To-lomeo, si un cataclismo derribase sus escarpa-

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das de la izquierda, y los transformara en cordi-llera continua. Su altura media es de 3,200 me-tros, altura comparable a la de doscientos pun-tos de los Pirineos; sus pendientes meridionalesse deprimen de repente hacia el inmenso marde las Lluvias.

Hacia las dos de la mañana se encontra-ba Barbicane a la altura del vigésimo paralelolunar, no lejos de la montaña llamada Pytheas,de 1,559 metros de altura. La distancia del pro-yectil a la Luna no era ya más que de 1,200 ki-lómetros, reducida a dos leguas y media con losanteojos.

El Mare Imbrium se extendía a la vistade los viajeros como una inmensa depresióncuyos detalles eran todavía poco perceptibles.Cerca de ellos a la izquierda, se alzaba el monteLambert, cuya altura está calculada en 1,813metros, y más allá, en el límite del océano de lasTempestades, a los 23° de latitud Norte y 29° delongitud Este, resplandecía la montaña radiadade Euler.

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—Esta montaña, que sólo se eleva 1,815metros sobre la superficie lunar, había sido ob-jeto de un interesante estudio del sabio astró-nomo Schroeter, quien, tratando de reconocerel origen de las montañas de la Luna, dudabade si el volumen del cráter se mostraba siempreaparentemente igual al volumen de las escarpasque lo formaban. En general, esta relación exis-tía efectivamente y de ella deducía Schroeterque una sola erupción de materias volcánicashabía bastado para romper aquellas escarpas;porque, de verificarse varias erupciones sucesi-vas, se hubiera alterado la relación. Sólo elmonte Euler desmentía esta ley general, y habíanecesitado para su formación varias erupcionessucesivas, puesto que el volumen de su cavidadera el doble de su recinto.

Semejantes hipótesis estaban justifica-das por observadores terrestres a quienes susinstrumentos no servían sino de un modo im-perfecto. Pero Barbicane no quería contentarsecon esto, y al ver que su proyectil se acercaba

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con regularidad al disco lunar, no desesperaba,si no de llegar a él, de sorprender cuando me-nos los secretos de su formación y darlos a co-nocer con el tiempo.

XIIIPaisajes lunares

A las dos y media de la mañana, el pro-yectil se encontraba a la altura del trigésimoparalelo lunar y a una distancia efectiva de1,000 kilómetros, reducida a 10 por los instru-mentos de óptica. Seguía pareciendo imposibleque llegase a tocar en ningún punto del disco; ysu velocidad de traslación relativamente me-diana, era explicable para el presidente Barbi-

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cane; por que a la distancia en que se hallaba dela Luna debía haber sido considerable paraneutralizar la fuerza de la atracción. Había,pues, un fenómeno que no acertaba a explicarsey, además faltaba tiempo para indagar la causa.La superficie lunar pasaba rápidamente a lavista de los viajeros, que no querían perder ni elmenor detalle.

El disco se presentaba, pues, en los an-teojos, a la distancia de dos leguas y media. Unaeronauta, transportado a esta distancia de laTierra, ¿qué distinguía en su superficie? Nadiepuede decirlo, ya que las mayores ascensioneshan pasado de ocho mil metros.

Veamos, sin embargo, una descripciónexacta de lo que Barbicane y sus compañerosveían desde aquella altura.

En primer lugar veían en el disco man-chas extensas de colores variados. Los selenó-grafos no están acordes, acerca de la naturalezade estas coloraciones que son perfectamentedistintas unas de otras. Julio Schmidt supone

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que si los océanos terrestres quedasen secos, unobservador selenita no distinguiría sobre elglobo, entre los océanos y las llanuras continen-tales, matices tan diversos como los que se ma-nifiestan en la Luna a un observador terrestre.Según él, el color común de las extensas llanu-ras conocidas con el nombre de “mares”, es elgris oscuro mezclado con verde o pardo. Algu-nos grandes cráteres tienen también esta colo-ración tan especial.

Barbicane conocía esta opinión del sele-nógrafo alemán, opinión de que participabanBeer y Moedler; y pudo convencerse de que laobservación les daba la razón contra ciertosastrónomos que no admiten sino el color gris enla superficie de la Luna. En ciertos espaciosresaltaba con viveza el color verde, tal comoresulta, según julio Schmidt, en los mares de laSerenidad y de los Humores. Barbicane observóasimismo ambos cráteres, desprovistos de co-nos exteriores, que despedían un color azulado,análogo a los reflejos de una plancha de acero

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recién pulimentada. Estas coloraciones pertene-cían efectivamente, al disco lunar, y no proce-dían, como han supuesto algunos astrónomos,de la interposición de la atmósfera terrestre.Para Barbicane, no había duda en este punto.Observaba a través del vacío y no podía come-ter error alguno de óptica; así, consideró elhecho de las diversas coloraciones como con-quista definitiva de la ciencia. Ahora bien,¿eran debidos aquellos matices verdes a unavegetación tropical, sostenida por una atmósfe-ra densa y baja? Esto es lo que no se atrevía aasegurar.

Más allá vio un matiz rojizo, tambiénmuy marcado, semejante a otro observado an-teriormente en el fondo de un recinto aislado,que se llama circo de Lichtenberg, al borde dela Luna. Más no pudo reconocer su naturaleza.

No estuvo más afortunado con otra par-ticularidad del disco, porque no pudo determi-nar exactamente la causa. Véase lo que era estaparticularidad.

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Estaba Miguel Ardán en observacióncerca del presidente, cuando divisó largas lí-neas blancas, vivamente iluminadas por losrayos directos del Sol. Era una serie de surcosluminosos muy diferentes de la irradiación quepresentaba Copérnico y que se prolongabanparalelos unos a otros.

Con su habitual ligereza, exclamó in-mediatamente Miguel:

—¡Hombre, campos cultivados!—¿Campos cultivados? —dijo Nicholl,

encogiéndose de hombros.—Por lo menos labrados —añadió Mi-

guel Ardán—. Pero qué buenos labradores de-ben de ser esos selenitas y qué bueyes tan gi-gantescos engancharán a sus arados para abrirtales surcos!

—No son surcos —dijo Barbicane—, sonfallas.

—Vaya por las fallas —respondió condocilidad, Miguel—; falta ahora saber qué seentiende por fallasen el mundo científico.

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Barbicane explicó a su compañero loque sabía de las fallas lunares. Sabia que eransurcos observados en todas las partes no mon-tañosas del disco; que estos surcos, por lo gene-ral aislados, miden de cuatro a cincuenta leguasde extensión; que su anchura varía de mil a milquinientos metros, y que sus bordes son riguro-samente paralelos. Pero no sabía más sobre suformación ni su naturaleza.

Armado del anteojo observó Barbicaneaquellas fallas con la mayor atención y advirtióque sus bordes estaban formados por pendien-tes sumamente escarpadas y constituían unaespecie de parapetos paralelos, que la imagina-ción se figuraba como líneas de fortificaciónelevadas por los ingenieros selenitas.

De estas diferentes fallas, unas eran en-teramente rectas, como tiradas a cordel; otraspresentaban una ligera curva, aunque conser-vando en sus bordes el paralelismo; aquéllas seentrecruzaban; éstas cortaban los cráteres; aquísurcaban cavidades tales como Posidonio o

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Petavio; allí serpenteaban los mares, tales comoel mar de la Serenidad.

Estos accidentes naturales debieron deexcitar necesariamente la imaginación de losastrónomos terrestres. Las primeras observa-ciones no habían descubierto las fallas..NiHevelius ni Cassini ni La Hire ni Herschel pa-recían haberlas conocido. El primero que lasseñaló a la atención de los sabios fue Schroeteren 1789. Después las estudiaron otros, entreellos Pastoff, Gruithuysen, Beer y Moedler. Hoysu número se eleva a setenta; pero si han sidocontadas, en cambio no se ha determinado sunaturaleza. Está demostrado, sin embargo, queno son fortificaciones, ni lechos de antiguos ríoshoy secos; porque por una parte, las aguas, tanligeras en la superficie de la Luna, no hubieranpodido abrir tales cauces, y por otra, aquellossurcos atraviesan muchas veces cráteres situa-dos a gran elevación.

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No obstante hay que reconocer que Mi-guel Ardán tuvo una idea algo fundada, y que,sin saberlo él, era la misma de Julio Schmidt.

—¿Por qué razón —decía— esas inex-plicables apariencias no han de ser fenómenosde vegetación?

—¿Y en qué te fundas para sospecharlo?—preguntó Barbicane.

—No te alteres, dignísimo presidente —respondió Miguel—. ¿No podría suceder queesas líneas oscuras, que parecen formar espal-dones, fuesen hileras de árboles dispuestos conregularidad?

—¿Te has empeñado en ver vegetación?—dijo Barbicane.

—No tal —replicó Miguel Ardán—; nopretendo sino explicar lo que no explicáis lossabios. Mi hipótesis, cuando menos, tiene laventaja de indicar por qué desaparecen o pare-cen desaparecer esas fallas en épocas determi-nadas y periódicas.

—¿Por qué lo dices?

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—Porque esos árboles se hacen invisi-bles cuando se quedan sin hojas, y vuelven aser visibles cuándo las echan de nuevo.

—Ingeniosa es tu explicación, queridocompañero, pero inadmisible.

—¿Por qué?—Porque en la superficie de la Luna

puede decirse que no hay estaciones y, por con-siguiente, no pueden verificarse los fenómenosde vegetación de que hablas.

En efecto, la escasa oblicuidad del ejelunar mantiene allí al sol a una altura casi igualen cada latitud. En las regiones ecuatoriales, elastro radiante ocupa casi invariablemente elcenit, y apenas pasa del horizonte en las regio-nes polares. De manera que según se halla si-tuada cada región, así vive en invierno, prima-vera, estío u otoño perpetuo, lo mismo que enel planeta Júpiter, cuyo eje se halla igualmentepoco inclinado sobre su órbita.

—¿Qué origen tienen, pues, estas fallas?He ahí una cuestión difícil de resolver. Segu-

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ramente serían posteriores a la formación de loscráteres y los circos, porque algunas han corta-do el recinto de éstos Es posible que habiéndo-se formado en las últimas épocas geológicas,sean debidas simplemente a la expansión de lasfuerzas naturales.

A todo esto, el proyectil había llegado ala altura del grado 40 de latitud lunar, a unadistancia de la superficie del astro no superior,sin duda, a ochocientos kilómetros. Los objetosse dibujaban en los anteojos como si sólo dista-ran dos leguas. En aquel punto, a los pies de losobservadores, se hallaba el Helicón, de quinien-tos cinco metros de alto, y a la izquierda se per-filaban en redondo esas medianas alturas queencierran una, corta porción del mar de lasLluvias, con el nombre de golfo de los Lirios.

La atmósfera terrestre habría de serciento setenta veces más transparente de lo quees para que los astrónomos pudieran hacer, através de ella, observaciones completas en lasuperficie lunar. Pero en el vacío en que flotaba

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el proyectil no se interponía fluido alguno entreel ojo del observador y el objeto observado.Además Barbicane se hallaba a una distanciaque no habían alcanzado nunca los más poten-tes telescopios, ni el de John Rosse, ni el de lasMontañas Rocosas. Estaba, pues, en condicio-nes sumamente favorables para resolver la im-portante cuestión de la habitabilidad de la Lu-na. Así y todo, esta solución se le escapaba to-davía; no distinguía más el lecho desierto de lasgrandes llanuras, y hacia el Norte montañasáridas; pero ninguna obra que revelase la manodel hombre, ni la ruina que revelara su paso.Tampoco se veía aglomeración de animales queindicase allí el desarrollo de la vida, ni aun enescala inferior. En ninguna parte se percibíanmovimientos, ni aparecía vegetación. De lostres reinos que formaban el globo terrestre, unosolo estaba en el globo lunar: el mineral.

—¡Ah! —exclamó un tanto consternadoMiguel—. ¿Conque no hay nadie?

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—No —respondió Nicholl—, a lo menoshasta ahora. Ni un hombre ni un animal, ni unárbol. Después de todo, si la atmósfera se harefugiado en el fondo de las cavidades, dentrode los circos o en la superficie opuesta de laLuna, nada podemos prejuzgar.

—Esto aparte —añadió Barbicane—, unhombre no es visible ni aun para la vista másperspicaz a la distancia de siete kilómetros. Sihay, pues, selenitas, ellos pueden ver nuestroproyectil, pero nosotros no podemos verlos aellos.

Hacia las cuatro de la mañana, y a la al-tura del cincuenta paralelo, la distancia se habíareducido a seiscientos kilómetros. A la izquier-da se extendía una línea de montañas de capri-chosos contornos y dibujadas en plena luz.Hacia la derecha, por el contrario, se abría unagujero negro, como un gran pozo insondable yoscuro perforado en el suelo lunar.

Aquel agujero era el lago Negro, eraPlatón, circo profundo, que se puede estudiar

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cómodamente desde la Tierra, entre el últimocuarto y la Luna nueva, cuando las sombras seproyectan del oeste al este.

Esta coloración negra se encuentra raravez en la superficie del satélite. Hasta ahora nose ha reconocido sino en las profundidades delcirco de Endimion, al este del mar del Frío, enel hemisferio norte y en el fondo del circo deGrimaldi, en el Ecuador, hacia el borde orientaldel astro.

Platón era una montaña circular situadaa los 51° de latitud norte y 9° de longitud este.Su circo tiene 92 kilómetros de largo y 61 deancho. Barbicane sintió mucho no pasar per-pendicularmente por encima de su extensaabertura, en la que había un abismo que son-dear y quizás algún fenómeno misterioso quesorprender. Pero no podía modificarse la mar-cha del proyectil, y era forzoso aceptarlo talcomo era. Si no se saben dirigir los globos, me-nos aún los proyectiles, cuando uno va ence-rrado dentro de las paredes.

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A cosa de las cinco de la mañana sehabía pasado el límite septentrional del mar delas Lluvias. Los montes La Condamine y Fon-tenelle quedaban uno a la izquierda y otro a laderecha. Aquella parte del disco, desde los 60°,se volvía enteramente montañosa. Los anteojoslo acercaban a una legua, distancia inferior a laque separaba la cumbre del Monte Blanco delnivel del mar. Toda aquella región estaba eri-zada de pozos y circos. Hacia los 60° dominabaFilofao, de tres mil setecientos metros de altura,con un cráter elíptico de dieciséis leguas delargo y cuatro de ancho.

Entonces el disco, visto desde aquelladistancia, ofrecía un aspecto sumamente raro.Los paisajes presentaban condiciones muy dife-rentes de los de la Tierra, pero también inferio-res.

Como la Luna no tiene atmósfera, estaausencia de envoltura gaseosa produce conse-cuencias ya demostradas. No hay crepúsculo enla superficie, sino que la noche sucede al día y

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el día a la noche de repente, como una luz quese enciende o se apaga en medio de una oscuri-dad profunda. Tampoco hay transición desde elfrío al calor, sino que la temperatura pasa en unmomento desde el grado de la ebullición delagua a los más absolutamente fríos del espacio.

Otra consecuencia de la falta de aire esel que reinan tinieblas completas allí donde nollegan los rayos del Sol. Lo que en la Tierra sellama luz difusa, materia luminosa que el airemantiene en suspensión, que crea los crepúscu-los y las auroras, que produce las sombras, laspenumbras y toda esa magia de claroscuros, noexiste en la Luna. De ahí resulta una dureza decontraste que no admite sino dos colores: elblanco y el negro. Si un selenita se preserva lavista de los rayos solares, el cielo le parece ente-ramente negro y las estrellas brillan a sus ojoscomo en la más oscura noche.

Júzguese la impresión que tan extrañoaspecto produciría en Barbicane y en sus ami-gos. Sus ojos se desorientaban y no podían

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apreciar las distancias de los diferentes térmi-nos entre sí. Un paisaje lunar, que no se hallasuavizado por el fenómeno del claroscuro, nopodría ser reproducido por un paisajista de laTierra; todo se reduciría a manchas negras so-bre un fondo blanco.

Este aspecto no se modificó ni auncuando el proyectil, a la altura de los 80° sehalló separado de la Luna sólo por una distan-cia de cien kilómetros; ni tampoco cuando, a lascinco de la mañana, pasó a menos de cincuentakilómetros de la montaña de Gioja, distanciaque los anteojos reducían a medio cuarto delegua. Creían tocar la Luna con la mano; y lesparecía imposible que el proyectil no la trope-zase de un momento a otro, aunque no fueramás que por el Polo Norte, cuya cumbre bri-llante se dibujaba violentamente sobre el fondonegro del cielo. Miguel Ardán quería abrir unalumbrera y precipitarse a la superficie lunar, sinespantarse a la idea de una caída de doce le-guas. La tentativa hubiera sido inútil, porque si

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el proyectil no debía llegar a ningún punto delsatélite, Miguel, arrastrado por un movimiento,no llegaría tampoco.

En aquel momento eran las seis; apare-cía el polo lunar. El disco no presentaba a lasmiradas de los viajeros más que una mitadfuertemente iluminada, mientras la otra des-aparecía en las tinieblas.

De repente, el proyectil pasó la línea quedividía la luz intensa de la sombra absoluta yquedó súbitamente sumido en una profundaoscuridad.

XIVLa noche de trescientas cincuenta y

cuatro horas

Al producirse tan súbitamente aquel fe-nómeno, el proyectil pasaba a menos de 50 ki-lómetros del Polo Norte de la Luna. Le habían

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bastado unos cuantos segundos para sepultarseen las tinieblas absolutas del espacio. La transi-ción se había operado tan rápidamente, tan sindegradación de luz, que no parecía sino que elastro de la noche se hubiera apagado a impul-sos de un gigantesco soplo.

—¡Se ha fundido, ha desaparecido laLuna! —exclamó Miguel Ardán, estupefacto.

En efecto, no se veía un reflejo, ni unasombra, ni nada de aquel disco tan deslumbra-dor momentos antes. La oscuridad era comple-ta y aún la hacía mayor el brillo de las estrellas;tenía ese color negro propio de las noches luna-res, que duran trescientas cincuenta y cuatrohoras y media en cada lugar del disco, nocheinmensa que proviene de la igualdad entre losmovimientos de traslación y rotación de la Lu-na sobre sí misma y alrededor de la Tierra. Elproyectil, sumergido en el cono de sombra delsatélite, no sufría ya la acción de los rayos sola-res, lo mismo que los puntos de la parte invisi-ble de éste.

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Reinaba completa oscuridad en lo inter-ior; no se veía nada; así que, por más deseosoque estuviera Barbicane de economizar el gasencerrado en el depósito, no hubo más remedioque hacer este gasto para disipar las tinieblasen que les había sumido la desaparición del Sol.

—¡Vaya al diablo el astro radiante! —exclamó Miguel Ardán—; va a obligarnos aconsumir gas, cuando podía suministrarnosgratis sus rayos.

—No acusemos al Sol —replicó Ni-choll—; no tiene él la culpa, sino la Luna, que sepone en medio como una pantalla.

—¡Es el Sol! —insistía Miguel.—¡Es la Luna! —repetía Nicholl,Disputa excusada que Barbicane termi-

nó, exclamando:—Amigos míos, no tienen la culpa el Sol

ni la Luna, sino el proyectil, que en vez de se-guir vigorosamente su trayectoria ha cometidola torpeza de separarse de ella. Y para hablarcon justicia, la culpa es del malhadado bólido

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que lamentablemente ha desviado nuestra di-rección primitiva.

—¡Bien! —respondió Miguel Ardán—.Pues entonces, ya que está arreglado, vamos aalmorzar. Después de una noche entera de ob-servaciones conviene reponerse un poco.

Esta proposición no encontró oposiciónalguna.

En pocos minutos preparó Miguel elalmuerzo; pero comieron por comer y bebieronsin echar brindis ni proferir exclamaciones. Alverse arrastrados a aquellos espacios, sin sucomportamiento habitual de resplandores, sen-tían que una vaga inquietud se apoderaba desus corazones.

Hablaron, sin embargo, de aquel inter-minable noche de trescientas cincuenta y cuatrohoras, o sea cerca de quince días, que las leyesfísicas han impuesto a los habitantes de la Lu-na. Barbicane dio a sus amigos algunas explica-ciones de tan curioso fenómeno.

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—Curioso, sin duda alguna —dijo—,porque si cada hemisferio de la Luna está pri-vado de luz solar durante quince días, ésta,sobre la que pasamos ahora, no goza siquieradurante su larga noche el espectáculo de la Tie-rra espléndidamente iluminada. En una pala-bra, no hay Luna, tomando por tal a nuestroesferoide, sino a un lado del disco. Ahora bien,si sucediese así en la Tierra; si, por ejemplo,Europa no viera nunca la Luna, y ésta no fueravisible para los antípodas, figuraos cuán asom-brado se quedaría un europeo la primera vezque visitara Australia.

—¡Se haría el viaje sólo para ver la Lu-na! —respondió Miguel.

—Pues bien, esa admiración puede ex-perimentarla el que habite la parte de la Lunaopuesta a la Tierra, parte invisible para noso-tros, compatriotas del globo terrestre.

—Y que nosotros habríamos visto, —añadió Nicholl— si hubiéramos llegado en la

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época de la luna nueva, es decir, quince díasdespués.

—En cambio diré —prosiguió Barbica-ne— que el habitante de la parte visible estámuy favorecido por la Naturaleza en perjuiciode sus hermanos de la parte invisible. Esta úl-tima, como veis, tiene noches profundas detrescientas cincuenta y cuatro horas, sin queningún rayo de luz interrumpa su completaoscuridad. La otra, por el contrario, cuando vedesaparecer bajo el horizonte al Sol que la hailuminado durante quince días, ve alzarse porel horizonte opuesto otro brillante astro, que esla Tierra, de tamaño tres veces mayor que el deesa Luna que nosotros conocemos; la Tierra,que ocupa un diámetro de dos grados, que leenvía una luz trece vez más intensa y en nadadisminuida, puesto que no hay por medio capaatmosférica alguna, y que no desaparece delhorizonte hasta que el Sol vuelve a salir.

—¡Bello discurso! —dijo Miguel Ar-dán—. Quizás un poco académico.

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—De lo que se deduce —siguió diciendoBarbicane, sin pestañear— que esta cara visibledel disco debe ser muy agradable de habitar,puesto que tiene delante al Sol en los plenilu-nios y a la Tierra en los novilunios.

—Pero esta ventaja —dijo Nicholl— sehallará desgraciadamente compensada por elinsoportable calor que la luz lleva consigo.

—Este inconveniente existe en ambascaras, porque la luz reflejada por la Tierra in-dudablemente se halla desprovista de calor. Sinembargo, esta cara está más expuesta al calorque la visible. Y esto lo digo para vos, Nicholl,porque Miguel probablemente no lo compren-derá.

—Gracias —dijo Miguel.—En efecto —prosiguió Barbicane—,

cuando esta cara invisible recibe a un mismotiempo la luz y el calor solares, es porque hayluna nueva, o se halla en conjunción, es decir,entre el Sol y la Tierra. Se encuentra pocas ve-ces con relación al sitio que ocupa en posición

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cuando está llena más cerca del Sol en un doblede su distancia a la Tierra. Ahora bien, esta dis-tancia puede apreciarse en dos centésimas par-tes de la que separa al Sol de la Tierra, o sea, ennúmeros, 200,000 leguas más cerca del Solcuando recibe sus rayos.

—Justamente —respondió Nicholl.—Por el contrario... —prosiguió Barbi-

cane.—Un momento —dijo Miguel inte-

rrumpiendo a su compañero.—¿Qué quieres?—Continuar la explicación.—¿Para qué?—Para probar que he comprendido,—Habla —dijo Barbicane, sonriendo.—Por el contrario —dijo Miguel, imi-

tando el tono y los ademanes del presidenteBarbicane— cuando la cara visible de la Lunase halla iluminada por el Sol, o lo que es lomismo, hay Luna llena, ésta se halla situadaenfrente del Sol, con la Tierra por medio. En-

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tonces la distancia que la separa del astro ra-diante se ha aumentado en 200 leguas y, porconsiguiente, el calor que recibe habrá sufridoalguna disminución.

—¡Muy bien dicho! —exclamó Barbica-ne—. ¿Sabes, Miguel, que para ser artista tienesmucho talento?

—Sí —dijo Miguel con indiferencia—;así somos todos en el bulevar de los italianos.

Barbicane estrechó con gravedad la ma-no a su amable compañero, y continuó enume-rando varias ventajas de que gozaban los habi-tantes de la cara visible de la Luna. Cité, entreotras, la observación de los eclipses de Sol, queno pueden hacerse sino en este lado del discolunar; puesto que para producirse tales eclipseses preciso que la Luna esté en oposición. Estoseclipses, provocados por la interposición de laTierra entre la Luna y el Sol, pueden durar doshoras, durante las cuales el globo terrestre, acausa de la refracción de los rayos solares en su

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atmósfera, debe parecer desde la Luna un pun-to negro marcado en el Sol.

—De modo —dijo Nicholl— que esepobre hemisferio no ha sido muy favorecidopor la naturaleza.

—Así es —respondió Barbicane—, aun-que no todo el hemisferio; porque en virtud decierto movimiento de libración, de cierto balan-ceó sobre su centro, la Luna presenta a la Tierraalgo más de la mitad de su disco. Es como unpéndulo cuyo centro de gravedad se halla vuel-to hacia el globo terrestre y que oscila con regu-laridad. ¿De dónde procede esta oscilación? Deque su movimiento de rotación sobre su eje sehalla animado de una velocidad uniforme,mientras el de traslación, que sigue una órbitaelíptica alrededor de la Tierra, no lo está. En elperigeo predomina la velocidad de traslación, yla Luna presenta cierta porción de su bordeoccidental. En el apogeo, la velocidad de rota-ción es la que domina, y aparece un trozo de suorilla oriental. Es un segmento de unos ocho

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grados que se presenta ya por Oriente, ya porOccidente. De lo cual resulta que si considera-mos a la Luna como dividida en mil partes,vemos de ellas quinientas setenta y nueve.

—Entendido —respondió Miguel—; pe-ro si alguna vez llegamos a ser selenitas, yoquiero habitar en la cara visible; no hay nadaque me guste tanto como la luz.

—A no ser —añadió Nicholl— que laatmósfera se halle condensada en la otra, comolo aseguran varios astrónomos.

—No deja de ser una opinión —respondió simplemente Miguel Ardán.

Entretanto había terminado el desayu-no, y los observadores habían vuelto a ocuparsus puestos. Intentaban ver algo a través de lasoscuras lumbreras apagando la luz interior;pero no distinguían ni un átomo luminoso enmedio de aquella oscuridad.

Un hecho inexplicable ocupaba el pen-samiento de Barbicane. ¿Cómo se concebía quehabiendo pasado el proyectil a la corta distan-

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cia de 50 kilómetros de la Luna, no hubieracaído en ella? Si su velocidad hubiera sido muygrande se comprendería que no hubiera caído;pero con una velocidad relativamente mediana,era incomprensible aquella resistencia a laatracción lunar. ¿Se hallaba sometido el proyec-til a alguna otra influencia? ¿Había algún cuer-po que lo mantuviera en el éter? Era ya indu-dable que no tocaría en ningún punto de la Lu-na. Pero ¿dónde iba? ¡Se alejaba del disco o seacercaba a él? ¡Iba arrastrado en profundas ti-nieblas a través del infinito? ¿Cómo saberlo?¿Cómo calcularlo en medio de la oscuridad?Todas estas cuestiones inquietaban a Barbicane,pero no podía resolverlas.

En efecto, el astro invisible estaba allí apocas leguas, quizás a pocas millas, pero ni suscompañeros ni él lo distinguían ya. Si se produ-cía algún ruido en su superficie no podían oír-lo; el aire, el vehículo del sonido, faltaba allípara transmitir los gemidos de aquella Luna aquien las leyes árabes designan como un hom-

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bre ya medio convertido en granito, pero quetodavía siente.

Aquello era para aburrir a los observa-dores más pacientes. Aquel hemisferio desco-nocido, era precisamente el que se ocultaba asus ojos. Aquella cara, que quince días antes oquince días después había estado y estaría es-pléndidamente iluminada por los rayos solares,se perdía entonces en una completa oscuridad.¿Dónde estaría el proyectil quince días des-pués? ¿Quién podría decir a donde los habríanconducido las atracciones?

Es opinión generalmente admitida, conarreglo a las observaciones selenográficas, queel hemisferio invisible de la Luna tiene la mis-ma constitución que el hemisferio visible. Enlos movimientos de libración de que habíahablado Barbicane se descubría, en efecto, co-mo una séptima parte de aquel hemisferio, y enaquellas montañas y llanuras, circos y cráteresanálogos a los indicados ya en los mapas. Así,pues, podía suponerse la misma naturaleza, el

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mismo mundo, árido y muerto. Y sin embargo,podía suceder que la atmósfera le hubiera dadovida a aquellos continentes produciendo nosólo la vida vegetal, sino hasta la animal y ladel hombre. ¡Cuántos problemas de interéshabía que resolver! ¡Cuántas soluciones podíanobtenerse contemplando aquel hemisferio!¡Qué encanto hubiera, sido echar una miradasobre aquel mundo nunca visto por ojos huma-nos!

Se comprenderá, por consiguiente, lacontrariedad de los viajeros al encontrarse en-vueltos en aquella negra oscuridad. Imposibleles era verificar la menor observación del discolunar. En cambio, las constelaciones parecíansolicitar sus miradas, y hay que convenir enque jamás astrónomo alguno, ni los Faye, ni losChacornac, ni los Secchi, se habían visto encondiciones tan favorables para observarlas contodos sus detalles.

En efecto, nada hay que iguale al es-plendor de aquel sideral bañado en el límpido

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éter. Aquellos diamantes incrustados en la bó-veda celeste despedían soberbios destellos. Lavista abarcaba el firmamento desde la cruz delSur hasta la estrella del Norte, constelacionesque dentro de doce mil años, y por efecto de lasucesión de los equinoccios, cederán su papelde estrellas polares, la una a Canopus delhemisferio austral, y la otra a Vega del boreal.La imaginación se perdía en aquel infinito su-blime, en medio del cual gravitaba el proyectilcomo un nuevo astro creado por la mano delhombre. Por un efecto natural, aquellas conste-laciones brillaban con suavidad y no centellea-ban, porque faltaba la atmósfera, que es la queproduce el centelleo, por la interposición de suscapas de diferente densidad y humedad. Pare-cían otros tantos ojos que miraban dulcementeen aquella noche profunda y en medio del si-lencio absoluto del espacio.

Los viajeros contemplaron mudos largorato el firmamento estrellado en el cual forma-ba la Luna una especie de cavidad negra muy

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extensa. Pero una sensación muy penosa lessacó pronto de su contemplación; y era un fríosumamente vivo que en un instante cubrió loscristales de las lumbreras de una espesa capade hielo. En efecto, éste perdía poco a poco elcalor acumulado en sus paredes, sintiéndosepor lo tanto un gran descenso de temperaturaque convirtió en hielo la humedad interior encontacto con los cristales, impidiendo toda ob-servación.

Miró Nicholl el termómetro y vio quehabía bajado a 17° centígrados bajo cero. Así,pues, a pesar de todos los propósitos económi-cos de Barbicane, no sólo tuvo que emplear elgas para tener luz, sino también para calentar-se. La temperatura del proyectil no era sopor-table y, sus pasajeros se hubieran helado vivos.

—No nos quejaremos, ciertamente —observó Miguel Ardán—, de la monotonía delviaje. ¡Qué variedad, a lo menos en la tempera-tura! Tan pronto nos vemos abrumados de luzy de calor como los indios de las Pampas, como

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sumidas en las más profundas tinieblas y enmedio de un frío boreal como los esquimalesdel Polo. No, no podemos quejarnos, la Natura-leza nos hace perfectamente los honores.

—Pero —preguntó Nicholl—, ¿quétemperatura es la del exterior?

—Precisamente la de los espacios plane-tarios —respondió Barbicane.

—Entonces —dijo Miguel Ardán—, ¿nosería el momento a propósito para hacer el ex-perimento que no hemos podido intentarcuando estábamos inundados de rayos solares?

—Sí, ahora o nunca —respondió Barbi-cane—, porque estamos muy bien situados pa-ra comprobar la temperatura del espacio y versi son exactos los cálculos de Fourier o Pouillet.

—El caso es que hace frío —respondióMiguel.

—La humedad interior se condensa enlos cristales; y si continúa el descenso prontovamos a ver que nuestro aliento cae al sueloconvertido en nieve.

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—Preparemos un termómetro —dijoBarbicane.

—Claro es que un termómetro ordina-rio, no hubiera dado resultado alguno en lascircunstancias en que iba a usarse. El mercuriose hubiese solidificado en la probeta puesto quepara ello sólo necesita 42° bajo cero. Pero Barbi-cane se había provisto de un termómetro delsistema Walferdin, que da fracciones de tempe-ratura sumamente baja.

Antes de empezar el experimento, secomparó aquel termómetro con otro de lascondiciones ordinarias, y Barbicane se dispusoa hacer uso de él.

—¿Cómo nos arreglaremos? —preguntóNicholl.

—Nada más fácil —respondió MiguelArdán, que nunca se apuraba—. Se abre rápi-damente la lumbrera, se lanza el instrumento,que seguirá dócilmente al proyectil, y al cabode un cuarto de hora se le retira...

—¿Con la mano? —preguntó Barbicane.

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—Con la mano —respondió Miguel.—Pues bien, amigo mío; no te expongas

a tal cosa —respondió Barbicane—; porque lamano que saques para hacerlo se quedaríahecha un muñón helado y deforme por esosfríos espantosos.

—¿De veras?—Tendrías la sensación de una quema-

dura terrible, como si te acercara un hierro can-dente; porque, lo mismo que el calor, el fríoentra en gran cantidad en nuestra carne o salede ella. Además tampoco estoy seguro de queahora nos sigan los objetos que hemos arrojadofuera.

—¿Por qué? —preguntó Nicholl.—Porque si atravesamos una atmósfera,

aunque sea muy poco densa, esos objetos semoverán ya con más dificultad y se quedaránatrás. La oscuridad nos impide ver si todavíanos siguen; así, pues, para no exponernos aperder el termómetro, le sujetaremos de modo

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que podamos retirarlo fácilmente cuando nosconvenga.

Se siguieron los consejos de Barbicane;se abrió rápidamente la lumbrera y Nichollarrojó al espacio el termómetro, al cual se habíaatado una cuerda corta con el fin de poderloretirar rápidamente. La lumbrera estuvo abiertaa lo sumo un segundo, y, sin embargo, bastópara que penetrara en el proyectil un frío vio-lento.—¡Demonio! —exclamó Miguel Ardán—. Haceun f río capaz de helar a los osos blancos.

Barbicane aguardó a que posara unamedia hora, tiempo más que suficiente paraque el instrumento pudiera descender hasta latemperatura del espacio. Luego retiraron eltermómetro tan rápidamente como lo habíansacado.

Barbicane calculó la cantidad de mercu-rio pasada a la ampollita soldada a la parte in-ferior del instrumento.

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—Ciento cuarenta grados centígradosbajo cero —exclamó.

Pouillet tenía razón contra Fourier. Éstaera la horrible temperatura de los espacios si-derales. Ésta quizá la de los continentes lunarescuando el astro de la noche ha perdido porirradiación el calor recibido en los quince díasdel Sol.

XVHipérbola y parábola

Acaso sorprenda al lector ver a Barbica-ne y a sus compañeros tan poco preocupadosdel porvenir que les aguardaba en aquella pri-sión de metal arrastrados por los espacios infi-nitos del éter. En lugar de pensar a dónde iban,

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pasaban el tiempo haciendo experimentos, co-mo si se encontraran en su gabinete de estudio.

A esto podríamos responder que hom-bres de un temple tan superior no se tomabantales cuidados ni se apuraban por tan poca co-sa, sino que pensaban en otras de más impor-tancia para ellos que su suerte futura.

Verdad es que no eran dueños de suproyectil ni podían variar la marcha ni su di-rección. *Un marino varía a su antojo el rumbode su barco; y un aeronauta puede imprimir asu globo movimientos verticales. En cambio,ellos no tenían acción alguna sobre su vehículo;toda maniobra les resultaba imposible y por lotanto lo dejaban correr.

¿Dónde se encontraban en aquel mo-mento que equivalía en la Tierra a las ocho dela mañana del 6 de diciembre? Seguramentemuy cerca de la Luna, lo bastante para que lespareciera una inmensa pantalla negra extendi-da en el firmamento. En cuanto a la distanciaque de ella los separaba era imposible calcular-

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la. El proyectil, sostenido por fuerzas inexplica-bles, había pasado rasando el Polo Norte delsatélite a menos de 50 kilómetros. Pero en lasdos horas que llevaba en el cono de sombra, ¿sehabía aumentado o se había disminuido estadistancia? No había punto de mira para apre-ciar la dirección y velocidad del proyectil. Qui-zá se alejase rápidamente del disco, en términosde salir muy pronto de la sombra pura; tal vez,al contrario, se acercaba a él sensiblemente,hasta el punto de tropezar con algún pico ele-vado del hemisferio invisible; lo cual hubieraterminado el viaje probablemente con perjuiciode los viajeros.

Se discutió este punto, y Miguel Ardán,siempre rico en explicaciones, fue de la opiniónque el proyectil, retenido por la atracción lunar,caería al fin como, cae un aerolito en la superfi-cie del globo terrestre.

—En primer lugar, querido compañero—le respondió Barbicane—, no todos los aeroli-tos caen a la Tierra; al contrario, son los menos.

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Así, pues, aunque pasásemos al estado de aero-lito, no se deduce de esto que cayéramos a lasuperficie de la Luna.

—Sin embargo —replicó Miguel—, sinos acercáramos bastante...

—No importa —replicó Barbicane—.¿No han visto en ciertas épocas atravesar elcielo a millares las estrellas fugaces?

—Sí.—Pues bien, esas estrellas, o mejor di-

cho, esos cuerpecillos, no brillan sino porque seponen candentes al rozar las capas atmosféri-cas; es señal de que pasan a menos de 15 leguasdel Globo, a pesar de lo cual rara vez caen. Lomismo le debe ocurrir a nuestro proyectil; pue-de acercarse mucho a la Luna y, sin embargo,no caer finalmente en ella.

—Pues entonces —dijo Miguel—, qui-siera yo saber qué hará en el espacio nuestrovehículo errante.

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—Sólo veo dos hipótesis —respondióBarbicane, al cabo de unos instantes de re-flexión.

—¿Cuáles?—El proyectil tiene que elegir entre dos

curvas matemáticas y seguirá una u otra, segúnla velocidad de que esté animado, y que nopuedo apreciar en este momento.

—Sí —dijo Nicholl—, seguirá una pará-bola o una hipérbola.

—En efecto —respondió Barbicane—;con cierta velocidad seguirá la parábola, y conuna velocidad mayor la hipérbola.

—Mucho me gustan las palabras retum-bantes —respondió Miguel Ardán—; en segui-da se sabe lo que quieren decir. ¿Tenéis la bon-dad de explicarme qué es vuestra parábola?

—Amigo mío —respondió el capitán—,la parábola es una línea curva de segundo or-den que resulta de la sección de un cono corta-do por un plano, paralelamente a uno de suslados.

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—¡Ah, ah! —dijo Miguel, satisfecho.—Es poco más o menos la trayectoria

que describe una bomba lanzada por un morte-ro.

—Perfectamente. ¿Y la hipérbola? —preguntó Miguel.

—La hipérbola es una curva de segundoorden producida por la intersección de unasuperficie cónica y de un plano paralelo a susdos generatrices y que constituye dos ramasseparadas una de otra y se extiende indefini-damente.

—¿Es posible? —exclamó Miguel Ardáncon la mayor seriedad, y como si le contaranalgún suceso grave—. Entonces, fíjate bien enesto, querido capitán; tu definición de la hipér-bola es para mí todavía más incomprensibleque la palabra misma.

Poco caso hacían Nicholl y Barbicane delas cuchufletas de Miguel Ardán, empeñadoscomo estaban en un debate científico. Lo queles inquietaba era saber qué curva seguiría el

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proyectil; uno decía que la hipérbola, otro sos-tenía que la parábola; se daban mutuamenterazones plagadas de x. Sus argumentos se for-mulaban en un lenguaje que atacaba los nerviosa Miguel. La discusión era viva y ninguno delos dos adversarios quería sacrificar su curvapredilecta. Aquella discusión científica se pro-longó tanto que acabó por impacientar a Mi-guel.

—¡Vaya, señores de los cosenos! —dijo—. ¿Cuándo acabaran de arrojarse parábo-las e hipérbolas a la cabeza? Yo quiero saber loúnico interesante de este asunto; convenimosen que seguiremos una u otra de vuestras cur-vas; pero ¿a dónde nos conducirán?

—A ninguna parte —respondió Nicholl.—¿Cómo que a ninguna parte?—Sin duda —respondió Barbicane—;

son curvas abiertas que se prolongan hasta loinfinito.

_¡Ah, sabios, sabios! —exclamó Mi-guel—. Os tengo clavados en el corazón. ¿Qué

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nos importa vuestra parábola o vuestra hipér-bola, si una y otra nos elevan al infinito en elespacio?

Barbicane y Nicholl no pudieron menosde sonreír. Acababan de hacer el arte por placerdel arte misr6o. Nunca se había presentadocuestión más intempestiva en momento másinoportuno. La terrible verdad era que, arras-trado el proyectil hiperbólica o parabólicamen-te, no habría de encontrar jamás a la Tierra ni ala Luna.

¿Qué sucedería, pues, a aquellos atrevi-dos viajeros en un plazo no muy lejano? Si nomorían de hambre, si no morían de sed, morirí-an a los pocos días por falta de aire, cuando seles concluyera el gas, si el frío no había con-cluido antes con ellos.

Más por importante que les fuera aho-rrar gas, el excesivo descenso de la temperaturaatmosférica les obligó a consumir cierta canti-dad de éste. En rigor podían pasarse sin luz,pero no sin calor. Por fortuna, el calórico des-

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arrollado por el aparato Reiset y Regnault, ele-vaba algo la temperatura interior del proyectily podía sostenérsele sin gran gasto en un gradosoportable.

Mientras tanto, las observaciones a tra-vés de las lentes se habían hecho muy difíciles.La humedad interior del proyectil se condensa-ba en los cristales y se congelaba inmediata-mente. Había que quitar la opacidad del cristalpor medio de continuos frotamientos. A pesarde estos obstáculos se pudieron observar fenó-menos del más alto interés.

Efectivamente; si aquel disco invisiblehubiera tenido su atmósfera, ¿no debieranhaber visto las estrellas errantes cruzando consus trayectorias? Si el proyectil mismo atrave-saba estas capas fluidas, ¿río podría percibirsealgún ruido repercutido por los ecos lunares,los rugidos de una tempestad, por ejemplo, losestallidos de un alud, las detonaciones de unvolcán en actividad? Y si alguna montaña enignición se coronaba de un penacho de res-

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plandores, ¿no se hubieran podido distinguirsus intensas fulguraciones? Hechos semejantes,minuciosamente comprobados, les hubiesenaclarado mucho el oscuro problema de la cons-titución lunar. Por este motivo Barbicane y Ni-choll, colocados en sus lentes, como astróno-mos, observaban con escrupulosa paciencia,pero hasta entonces el disco permanecía mudoy sombrío, y no contestaba a nada de las múlti-ples preguntas que le dirigían aquellos hom-bres. Este silencio provocó la siguiente reflexiónde Ardán, bastante justa al parecer.

—Si otra vez hacemos este viaje, hare-mos bien en escoger la época de la Luna nueva.

—En efecto —respondió Nicholl—, esacircunstancia sería más favorable. Convengo enque la Luna sumergida en los rayos solares nosería visible durante el trayecto; pero, en cam-bio, se distinguiría la Tierra, que estaría en ple-no. Además, si fuéramos atraídos alrededor dela Luna como ahora sucede, tendríamos al me-

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nos la ventaja de ver su disco, actualmente in-visible, magníficamente iluminado.

—Bien dicho, Nicholl —contestó MiguelArdán— ¿Qué piensas tú de todo ello, Barbica-ne?

—Pienso —respondió el grave presiden-te— que si volvemos a emprender este viaje,partiremos en la misma época y en las mismascondiciones. Supongamos que hubiésemos lo-grado nuestro objetivo; ¿no hubiera valido másencontrar continentes llenos de luz que unaregión sumergida en una noche oscura? ¿No sehabría efectuado en las mejores circunstanciasnuestra primera instalación? Evidentemente sí.En cuanto a este lado invisible, lo hubiéramosvisitado en nuestros viajes de investigaciónsobre el globo lunar. Por lo tanto, la época delplenilunio estaba perfectamente escogida. Eranecesario llegar al fin de nuestro camino, y paraesto, no desviarse en él.

—Nada se puede objetar a eso —dijoMiguel Ardán—. ¡He aquí, sin embargo, una

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buena ocasión perdida de observar el otro ladode la Luna! ¡Quién sabe si los habitantes de losotros planetas están a la misma altura que lossabios de la Tierra en cuanto al conocimientode sus satélites!

A esta observación de Miguel Ardán sehubiera podido contestar fácilmente de estemodo: si otros satélites han podido ser estudia-dos con más exactitud el por su mayor proxi-midad. Los habitantes de Saturno, de Júpiter yde Urano, si existen, han podido establecer co-municaciones más fáciles con sus Lunas. Loscuatro satélites de Júpiter gravitan a una dis-tancia de ciento ocho mil doscientas sesentaleguas; ciento setenta y dos mil doscientas le-guas; doscientas setenta y cuatro mil doscientasleguas, y cuatrocientas ochenta mil ciento trein-ta leguas, respectivamente. Pero estas distan-cias están contadas desde el centro del planetay deduciendo la longitud del radio que es dediecisiete a dieciocho mil leguas, se ve que elprimer satélite no se halla tan lejos de la super-

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ficie de Júpiter como la Luna de la superficie dela Tierra. De las ocho Lunas de Saturno, cuatroestán igualmente más próximas; Diana a ochen-ta y cuatro mil seiscientas leguas; Thetys a se-senta y dos mil novecientas sesenta leguas; en-cerrado a cuarenta y ocho mil noventa y unaleguas y, finalmente, Mimas a una distanciamedia de treinta y cuatro mil quinientas úni-camente. De los ocho satélites de Urano, elprimero, Ariel, no está más que a cincuenta yuna mil ciento veinte leguas del planeta.

Un experimento análogo del presidenteBarbicane en la superficie de estos tres astroshubiera presentado, por lo tanto, menores difi-cultades. Si sus habitantes han intentado hacer-lo, tal vez hayan examinado la constitución dela mitad de este disco, que su satélite ocultaeternamente a sus ojos. Pero si no han abando-nado nunca su planeta no estarán más adelan-tados que los astrónomos de la Tierra.

Entretanto, el proyectil describía en lasombra aquella incalculable trayectoria que

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ningún punto de partida podía determinar. ¿Sehabía modificado su dirección, ya por la in-fluencia de la atracción lunar, ya por la influen-cia de un astro desconocido? Barbicane no po-día decirlo; pero se había operado un cambioen la posición relativa del vehículo, y Barbicanelo demostró a eso de las cuatro de la mañanaaproximadamente.

Este cambio consistía en que la base delproyectil se había inclinado hacia la superficiede la Luna y se mantenía en la dirección de unaperpendicular que pasaba por su eje. La atrac-ción, es decir, la gravedad, había producidoesta modificación. La parte más pesada delproyectil se inclinaba hacia el disco invisible,exactamente como si hubiera caído hacia él.

¿Caería, en efecto? ¿Irían a alcanzar porfin los viajeros su tan deseado objeto? No. Y laobservación de un punto de mira bastante ex-plicable por otra parte vino a demostrar a Bar-bicane que su proyectil no se aproximaba a la

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Luna, y que se separaba siguiendo una curvacasi concéntrica.

Dicho punto de mira fue un rayo de luzque Nicholl señaló de repente sobre el límitedel horizonte, formado por el disco negro, yque no podía confundirse con una estrella. Erauna incandescencia rojiza que aumentaba devolumen poco a poco, prueba incontestable deque el proyectil se aproximaba a él y no caíanormalmente en la superficie del astro.

—¡Un volcán! Es un volcán en actividad—exclamó Nicholl—; un derrame de los fuegosinteriores de la Luna. Este mundo no está aúncompletamente muerto.

—¡Sí, una erupción! —dijo Barbicane,que observaba cuidadosamente el fenómenocon el anteojo de la noche.

¿Qué podría ser, si no fuera un volcán?—En este caso —dijo Miguel Ardán— es

necesario aire para mantener esta combustión.Por lo tanto hay una atmósfera que rodea estaparte de la Luna.

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—Es posible —notó Barbicane—, perono absolutamente necesario. El volcán puedesuministrarse el oxígeno por la descomposiciónde ciertas materias y lanzar así sus llamas en elvacío. Hasta me parece que esta deflagracióntiene la intensidad y el resplandor de los obje-tos cuya combustión se produce el oxígeno pu-ro. No nos apresuremos, pues, afirmando laexistencia de una atmósfera lunar.

La montaña en ignición debía estar si-tuada aproximadamente hacia el grado cuaren-ta y cinco de latitud Sur de la parte invisible deldisco. Pero, con gran disgusto de Barbicane, lacurva que describía el proyectil le arrastrabalejos del punto señalado por la erupción, nosiendo posible por lo tanto determinar su natu-raleza. Media hora después de haberlo visto,desaparecía este punto luminoso detrás delsombrío horizonte. Sin embargo, la comproba-ción del fenómeno era un hecho de suma im-portancia en los estudios selenográficos. Proba-ba que no había desaparecido aún todo el calor

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de las entrañas de ese globo, y allí donde existeel calor, ¿quién podría afirmar que no habíansentido hasta entonces los reinos vegetal yanimal las influencias destructoras? La existen-cia de aquel volcán en erupción indiscutible-mente comprobada por los sabios de la Tierra,hubiera originado sin duda muchas teorías fa-vorables ala grave cuestión de la habitabilidadde la Luna.

Se dejaba arrastrar Barbicane por sus re-flexiones y se olvidaba de sí mismo en una mu-da contemplación en que se agitaban los miste-riosos destinos del mundo lunar. Buscaba ellazo que había de unir los hechos observadoshasta entonces, cuando un nuevo incidente levolvió bruscamente a la realidad.Este incidente, más que un fenómeno cósmico,era un peligro amenazador, cuyas consecuen-cias podían ser desastrosas.

En medio del éter y entre sus tinieblasprofundas había aparecido de repente una ma-sa enorme. Era como una luna, pero incandes-

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cente, y de un brillo tanto más insoportablecuanto que rompía fuertemente la profundaoscuridad del espacio. Aquélla masa, de formacircular, despedía una luz tal que inundabacompletamente el proyectil. Las caras de Barbi-cane, de Nicholl, de Miguel Ardán, violenta-mente iluminadas con sus blancas ráfagas, to-maban esta apariencia especial lívida, cadavéri-ca, que los físicos producen con la luz artificialdel alcohol impregnado de sal.

—¡Diablo! —gritó Miguel Ardán—. ¡Es-toy horrorizado! ¿Qué inesperada Luna es ésta?

—Un bólido —contestó Barbicane.—¿Un bólido inflamado en el vacío?—Sí.Aquel globo de fuego era efectivamente

un bólido. Barbicane no se engañaba. Si estosmeteoros cósmicos no presentan generalmente,cuando se observan desde la Tierra, más queuna luz algo menor que la de la Luna, allí, enaquel sombrío éter, brillan extraordinariamen-te. Estos cuerpos errantes llevan en sí mismos el

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principio de su incandescencia. El aire ambien-te no les es necesario para su deflagración. Enefecto, si algunos de ellos atraviesan las capasatmosféricas a dos o tres leguas de la Tierra,otros, por el contrario, describen una trayecto-ria a una distancia que no llega a la atmósfera.Ejemplo: los bólidos como el de 27 de octubrede 1884, qué apareció a una altura de 128 le-guas, y el de 18 de agosto de 1741, que desapa-reció a una distancia de 182 leguas. Algunos deestos meteoros tienen tres o cuatro kilómetrosde anchura y poseen una velocidad que puedellegar hasta 75 kilómetros por segundo, si-guiendo una dirección inversa a la del movi-miento de la Tierra. Este globo errante, repenti-namente aparecido en la sombra a una distan-cia de 100 leguas por lo menos, debía medir,según cálculo de Barbicane, un diámetro de2,000 metros. Avanzaba con una velocidad dedos kilómetros por segundo aproximadamente,o sea, de 30 leguas por minuto. Cortaba el ca-mino del proyectil y debía alcanzarle a los po-

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cos minutos. Al acercarse, aumentaba su volu-men en una proporción enorme.

Imagínense, si pueden, la situación delos viajeros. Era imposible describirla. A pesarde su valor, sangre fría e indiferencia ante elpeligro, estaban mudos, petrificados, con losmiembros crispados y sobrecogidos por unasombro terrible. Su proyectil, cuya marcha nopodían desviar, corría derecho hacia la masaígnea, más intensa que la boca encendida de unhorno de reverbero. Parecía que se precipitabahacia un abismo de fuego. Barbicane había co-gido las manos de sus compañeros, y todosmiraban al revés de sus párpados medio cerra-dos al esferoide caldeado al rojo blanco. Si elpensamiento no estaba extinguido en ellos, sisu cerebro funcionaba aún en medio de, su es-panto, debían creerse perdidos.

A los dos minutos de la súbita aparicióndel bólido, ¡dos siglos de angustia!, con el pro-yectil próximo a chocar con él, estalló como unabomba el globo de fuego, pero sin producir

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ningún ruido en medio de aquel vacío, en don-de el sonido, que no es más que la agitación delas capas de aire, no podía, por tanto, producir-se.

Nicholl profirió un grito: sus compañe-ros y él se precipitaron al cristal de las lumbre-ras.

¡Qué espectáculo! ¿Qué pluma podríadescribirlo, qué paleta podría ser tan rica decolores para reproducirlo?

Era algo así cómo la boca de un cráter,como el esparcimiento de un incendio inmenso.Millares de fragmentos luminosos alumbrabany cortaban el espacio con sus resplandores. To-dos los tamaños, todos los matices, todos loscolores estaban mezclados, formando irradia-ciones amarillas, amarillentas, rojas, verdes,grises, una corona, en fin, multicolor de fuegosartificiales. Del terrible y enorme globo no que-daban más que pedazos lanzados en todas lasdirecciones, convertidos a su vez en asteroides,unos flameantes como espadas, otros rodeados

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de una nube blanquecina y otros que dejabanen pos de sí señales brillantes de polvo cósmi-co.

Aquellos fragmentos incandescentes secruzaban y chocaban, fraccionándose en peda-zos más pequeños, algunos de los cuales choca-ron con el proyectil. El cristal de la izquierdallegó a quebrarse por el golpe violento de unode ellos. Parecía que flotaba el proyectil entreuna granizada de bombas, de las cuales la me-nor podría aniquilarle en un momento.

La luz que satura el éter se desarrollabaen incomparable intensidad, porque los aste-roides la difundían en todas sus direcciones.Hubo un momento en que fue tan viva, queMiguel Ardán llevó hacia su lente a Barbicane yNicholl, gritando: “¡Por fin vemos la Luna, has-ta ahora invisible!”

Y al través de un efluvio luminoso dealgunos segundos, divisaron todos aquel discomisterioso que la vista del hombre contemplabapor primera vez.

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¿Qué distinguieron a aquella distanciaque no podían calcular? Algunas zonas prolon-gadas sobre el disco, verdaderas nubes forma-das en un medio atmosférico muy reducido, enel que aparecían no solamente todas las monta-ñas, sino también los relieves de menor impor-tancia, los circos, los cráteres abiertos y capri-chosamente dispuestos, tal como existen en lasuperficie visible. Después, espacios inmensos,no ya áridas llanuras, sino verdaderos océanosabundantemente distribuidos, que reflejabansobre su .líquido espejo toda la magia deslum-bradora de los fuegos del espacio. Finalmenteen la superficie de los continentes, extensasmasas sombrías, que semejaban selvas inmen-sas al rápido fulgor del relámpago.

¿Era una ilusión, un error de la vista, unespejismo por decirlo así? Podían dar una afir-mación científica a una observación tan super-ficialmente obtenida. ¿Se atrevían a decidir so-bre el problema de su habitabilidad, con la lige-ra ojeada del disco invisible? Nuestros tres

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atrevidos viajeros se hallaban sumidos en unmar de confusiones.

Entretanto, las fulguraciones del espaciose apagaron poco a poco; su resplandor acci-dental se disminuyó, los asteroides se alejaroncon diversas trayectorias y se apagaron a lolejos. El éter volvió a habituales tinieblas; lasestrellas, un momento eclipsadas, brillaron enel firmamento, y el disco apenas entrevisto, seocultó de nuevo en la impenetrable noche.

XVIEl hemisferio meridional

Acababa de librarse el proyectil de unpeligro tan terrible como imprevisto; porque,¿quién podía figurarse el encuentro de bólidos?Estos cuerpos errantes podían suscitar a losviajeros nuevos y graves peligros. Eran paraellos otros tantos escollos sembrados en aquelmar de éter y que, menos afortunados que los

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navegantes, no podían evitar. Pero, ¿se queja-ban por ello los aventureros de¡ espacio? Todolo contrario; puesto que la Naturaleza les habíadado el espléndido espectáculo de un meteorocósmico, estallando con una expansión formi-dable y, además, tan incomparable fuego artifi-cial, inimitable para cualquier Duggieri, habíailuminado por espacio de algunos segundos elmundo invisible de la Luna, Durante esta rápi-da iluminación, se les habían mostrado los con-tinentes, los mares y las selvas. ¿Llevaba, pues,la atmósfera sus moléculas vivificadoras a esacosa desconocida? ¡Problemas insolubles plan-teados a la curiosidad humana!

Eran entonces las tres y media de la tar-de. El proyectil seguía su dirección curvilíneaalrededor de la Luna. ¿Había sido modificadaotra vez su trayectoria por el meteoro? Era detemer. No obstante, el proyectil debía describiruna curva imperturbablemente determinadapor las leyes de la mecánica racional. Barbicanese inclinaba a creer que esta curva sería más

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bien una parábola que una hipérbola. Sin em-bargo, admitida la parábola, debería salir elproyectil con bastante rapidez del cono desombra proyectado en el espacio al lado opues-to del Sol. Éste era, efectivamente, muy estre-cho; tan pequeño es el diámetro angular de laLuna, si se le compara con el diámetro del astrodel día. Pero hasta entonces flotaba el proyectilen esta profunda sombra. Cualquiera quehubiese sido su velocidad, que no había podidoser sino muy mediana, continuaba su períodode ocultación. Esto era evidente y no hubieradebido ser así en el caso propuesto de una tra-yectoria parabólica. Nuevo problema queatormentaba el cerebro de Barbicane, verdade-ramente aprisionado en el círculo de incógnitasque no podía descifrar.

Ninguno de los viajeros pensaba en des-cansar un momento. Todos acechaban algúnhecho inesperado que no arrojase nueva luzsobre tus estudios uranográficos. A cosa de lascinco distribuyó Miguel Ardán, con el nombre

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de comida, algunos pedazos de pan y de carnefiambre, que fueron rápidamente devorados,sin que nadie abandonase su lumbrera, cuyoscristales se llenaban continuamente de costraspor la condensación de los vapores.

A eso de las cinco y cuarenta y cincominutos de la tarde, Nicholl, provisto de suanteojo, señaló hacia el borde meridional de laLuna y en la dirección que seguía el proyectil,algunos puntos brillantes que resaltaban en elfondo sombrío del cielo. Hubieran podidocompararse a una serie de agudos picos, que seperfilaban como una línea recortada. Estos pun-tos se iluminaban con bastante intensidad. Asíaparecía el último término lineal de la Luna,cuando se presentaba en una de sus fases.

No cabía equivocación. No se trataba deun simple meteoro cuya arista luminosa notenía color ni movilidad y menos aún, de unvolcán en erupción, por lo cual Barbicane notardó en decidirse.

—¡El Sol! —exclamó.

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—¿Cómo, el Sol? —dijeron Nicholl yMiguel Ardán.

—Sí, amigos míos, es el astro radianteque ilumina la cima de estas montañas, situa-das en el borde meridional de la Luna. ¡Nosacercamos al Polo Sur!

—Después de haber pasado por el PoloNorte —contestó Miguel—. ¡Luego hemos dadola vuelta a nuestro satélite!

—Sí, querido Miguel.—Entonces, nada de hipérbola, ni cur-

vas abiertas que temer.—No, sino una curva cerrada.—Que se llama...—Una elipse. En vez de marchar a

abismarse en los espacios interplanetarios, esprobable que el proyectil vaya a describir unaórbita elíptica alrededor de la Luna.

—Es cierto.—Y se hará su satélite.—Luna de la Luna —exclamó Miguel

Ardán.

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—Únicamente te haré observar, mi dig-no amigo —repuso Barbicane—, que no por esoestaremos menos perdidos.

—Sí, pero de otra manera y mucho másdivertida —respondió él imperturbable con suamable sonrisa.

Tenía razón el presidente Barbicane. Aldescribir el proyectil esta órbita elíptica iba agravitar eternamente alrededor de la Luna co-mo un subsatélite.

Era un nuevo astro añadido al mundosolar, un macrocosmos poblado por tres habi-tantes, que morirían por falta de aire dentro depoco tiempo. Barbicane no podía alegrarse,pues, de esta situación definitiva, impuesta alproyectil por la doble influencia de las fuerzascentrípeta y centrífuga. Él y sus compañerosiban a ver de nuevo la cara iluminada del discolunar., Acaso se prolongaría su existencia lobastante para que pudiesen ver por última veztoda la Tierra, soberbiamente iluminada por losrayos del Sol. Acaso podría dirigir una última

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despedida a este globo que ya no volverían aver. Después, el proyectil no sería más que unamasa sin vida, semejante a esos asteroides iner-tes que circulan por el éter. Sólo tenían un con-suelo: el de abandonar por fin aquellas inson-dables tinieblas y volver a la luz, entrando enlas zonas bañadas por la irradiación solar.

Mientras tanto, las montañas descubier-tas por Barbicane se separaban cada vez más dela masa sombría. Eran los montes Doerfel yLeibnitz, que erizaban al Sur la región circum-polar de la Luna.

Todas las montañas del hemisferio visi-ble han sido medidas con una completa exacti-tud. Quizás extrañe esta perfección, y sin em-bargo, son en extremo exactos estos métodoshipsométricos. Puede afirmarse que la eleva-ción de las montañas de la Luna está determi-nada con. la misma exactitud que la de lasmontañas de la Tierra.

El procedimiento más generalmenteempleado es el que mide la sombra proyectada

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por las montañas, teniendo en cuenta la alturadel Sol en el momento de la observación. Estamedida se obtiene fácilmente con un anteojoprovisto de un retículo con dos hilos paralelos,y admitiendo corno base, que es exactamenteconocida, el diámetro real del disco lunar. Estemétodo permite igualmente calcular la profun-didad de los cráteres y de las cavidades de laLuna. Galileo se sirvió de dicho aparato, y des-pués lo han empleado Beer y Moedler, con elmejor resultado.

El segundo método, llamado de los ra-yos tangentes, puede también aplicarse paramedir los relieves lunares. Se emplea en elmomento en que las montañas se presentancomo puntos luminosos apartados de la líneade división de la sombra y de la luz, que brillansobre la parte oscura del disco.

Esto puntos luminosos son producidospor los rayos solares superiores a los que de-terminan él límite de la f ase. Por tanto la me-dida del intervalo oscuro, que deja entre si el

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punto luminoso y la parte luminosa máspróxima indica exactamente la elevación deeste punto. Pero se comprende que este proce-dimiento no puede aplicarse más que a lasmontañas que están cercanas a la línea de sepa-ración de la sombra y la luz.

Hay un tercer método que consiste enmedir con el micrómetro el perfil de las monta-ñas lunares que se dibujan en el fondo; pero noes aplicable más que a las elevaciones próximasal borde del astro.

Como quiera que sea, hay que tenerpresente que esta medida de los intervalos,sombras o perfiles, no puede realizarse sinocuando los rayos solares tocan oblicuamente ala Luna, con relación al observador. Cuando latocan directamente; en una palabra, cuando esLuna llena, toda sombra es fuertemente difu-minada en su disco, y la observación se haceimposible.

Galileo fue el primero que, después dehaber determinado la existencia de las monta-

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ñas lunares, empleó el método de las sombrasproyectadas, para calcular sus elevaciones. Lescalculó, como ya queda dicho, una elevaciónmedia de 4,500 toesas. Hevelius rebajó nota-blemente estas cifras, que, en cambio, duplicóRiccioli. Estas medidas eran exageradas porambas partes. Provisto Herschel de instrumen-tos perfeccionados, se aproximó más a la ver-dad hipsométrica; pero es necesario, finalmen-te, buscarla en las relaciones de los observado-res modernos.

Beer y Moedler, los mejores selenógra-fos del mundo, han medido mil noventa y cincomontañas lunares. De sus cálculos resulta queseis de estas montañas se elevan a más de 5,800metros, y veintidós a más de 4,800. La cima másalta de la Luna mide 7,603 metros; es, pues,inferior a las de la Tierra, algunas de las cuálesla sobrepujan en 500 o 600 toesas; pero hay quehacer una advertencia: si se comparan las mon-tañas con los volúmenes respectivos de los dosastros, son relativamente más elevados las de la

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Luna que las de la Tierra. Las primeras forman1/4 70 del diámetro de la Luna y las segundas,1/440 del diámetro de la Tierra. Para que unamontaña alcance las proporciones relativas deuna montaña lunar sería necesario que su ele-vación perpendicular —fuese de seis leguas ymedia, y resulta que la más elevada no tienenueve kilómetros.

Por consiguiente, y procediendo porcomparación, la cordillera del Himalaya tienetres cimas superiores a las cimas lunares; elmonte Everest, de 8,137 metros de elevación; elKunchinjuga, de 8,100 metros, y el Dwalagiri,de 8,007 metros. Los montes Doerfel y Leibnizde la Luna tienen una altura igual a la de Je-wahir de la misma cordillera, o sea 7,603 me-tros. Blancanus, Endytnion las cimas principa-les del Cáucaso y de los Apeninos son superio-res al monte Blanco, que mide 4,810 metros.Son iguales al Monte Blanco, Moret, Teófilo,Catharina; al Monte Rosa, o sea 4,636, Piccolo-mini, Werner, Harpalus; al monte Cervino, de

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4,522 metros de elevación, Macribio, Eratóste-nes, Albateque, Delambre; al Pico de Tenerif de3,7 10 metros, Bacon, Cysatus, Philolaus y lospicos de los Alpes; al Mont Perdu, de los Piri-neos, de 3,351 metros, Roemer y Bogulawski; alEtna, de 3,227 metros, Hércules, Atlas, Fume-rius.

Esos son los puntos de comparación quepermiten apreciar la elevación de las montañaslunares. Precisamente la trayectoria seguidapor el proyectil era hacia esta región montañosadel hemisferio Sur, en donde se alzan los mayo-res ejemplares de la orografía lunar.

XVIITycho

A las seis de la tarde pasaba el proyectilpor el Polo Sur, a menos de 60 kilómetros, igualdistancia a que se había aproximado del Polo

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Norte. La curva elíptica se dibujaba, pues, contoda visibilidad.

Se hallaban a la sazón los viajeros en esebienhechor efluvio de los rayos solares, volvíana ver esas estrellas que se movían con lentitudde Oriente a Occidente. El astro radiante fuesaludado con un triple hurra. Con su luz envia-ba su calor, que transpiró bien pronto a travésde las paredes de metal. Los cristales volvierona tomar su primitiva transparencia. La capa dehielo que los cubría se derritió como por encan-to. Inmediatamente después se disminuyó elgas por medida de economía, dejando el apara-to de aire con su consumo habitual.

—¡Ah! —exclamó Nicholl—, ¡qué bue-nos son estos rayos caloríficos! ¡Con cuántaimpaciencia deben esperar los selenitas la re-aparición del astro del día, después de una no-che tan larga!

—Sí —contestó Miguel, aspirando, pordecirlo así, aquel éter brillante—; luz y calorconstituyen toda la vida.

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En el mismo instante, se advirtió la ten-dencia de la base del proyectil a separarse lige-ramente de la superficie lunar, siguiendo unaórbita elíptica bastante alargada. Si desde esemomento hubiera sido visible toda la Tierra,hubiesen podido volver a ver a Barbicane y suscompañeros. Pero sumergida en la irradiacióndel Sol, permanecía absolutamente invisible.Otro espectáculo les llamaba la atención, y erael que presentaba la región austral de la Luna,aproximada por sus anteojos a medio cuarto delegua. No abandonaban todos los detalles delextraño continente.

Los montes Doerfel y Leibniz formandos grupos separados que se desenvuelvenpróximamente en el Polo Sur. El primer cuartose extiende desde el Polo Sur hasta el paraleloochenta y cuatro en la parte oriental del astro;el segundo, que se presenta hacia el bordeoriental, ya del grado setenta y cinco de latitudal polo.

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Aparecen sobre su arista, caprichosa-mente contorneada, resplandecientes planicies,tales como las ha señalado el padre Secchi, Bar-bicane pudo estudiar su naturaleza con máscertidumbre que el ilustre astrónomo romano.

—Eso son nieves —exclamó Miguel.—¿Nieves? —repitió Nicholl.—¡Sí, Nicholl! Nieves cuya superficie es-

tá profundamente helada. Ved cómo reflejanlos rayos luminosos. Lavas petrificadas no pro-ducirían una refracción tan intensa. Hay, pues,agua y aire en la Luna; será en poca cantidad sise quiere, pero el hecho es innegable.

Así era, en efecto. Y si Barbicane volvíaa la Tierra confirmarían sus notas, este hechode tanta importancia en las observaciones sele-nográficas.

Los montes Doerf el y Leibniz se elevanen medio de llanuras de mediana extensiónlimitadas por una serie indefinida de circos yde murallas anulares. Estas dos cordilleras sonlas únicas que hoy se encuentran en la región

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de los circos. Pero quebradas relativamente,proyectan en varias direcciones algunos picosagudos, cuya cumbre más elevada mide 7,603metros.

Pero el proyectil dominaba todo esteconjunto y el relieve desaparecía en el intensoresplandor del disco. Volvía a presentarse a losojos de los viajeros el aspecto arcaico de lospaisajes lunares faltos de tono, sin gradación enel colorido, sin matices de sombras, rudamenteblancos y negros, por la falta de luz difusa; eraindiscutible.

No obstante, la vista de ese mundo de-solado no dejaba de ser curiosa por lo extrañaque era. Se paseaban por encima de aquellacaótica región, como arrastrados por el soplodel huracán, viendo desfilar las cimas bajo suspies, observando las fallas con ojos atentos,analizando los pliegues, ojeando las cavidades,subiendo a las murallas, sondeando aquellassimas misteriosas nivelando todas las des-igualdades, pero sin encontrar vestigios de ve-

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getación ni de población, y sí únicamente estra-tificaciones, arroyos de lava, derrames puli-mentados como inmensos espejos que refleja-ban los rayos solares con un brillo irresistible;todo estaba muerto y allí los aludes rodabandesde la cima de las montañas para caer sinruido en el fondo de los abismos. Tenían el mo-vimiento, pero les faltaba aún el ruido.

Con repetidas observaciones, demostróBarbicane que los relieves de los bordes delgran disco, aunque sometidos a fuerzas dife-rentes de la región central, presentaban unaconformación uniforme. La misma agregacióncircular y las mismas desigualdades del terre-no. Podía presumirse, sin embargo, que susdisposiciones no debían de ser análogas. Enefecto, la corteza, aun maleable, de la Luna haestado sometida a la doble atracción de la Lunay de la Tierra obrando en sentido inverso y si-guiendo un radio prolongado de una a otra.Por él contrario, sobre los bordes del disco, laatracción lunar ha sido perpendicular, por de-

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cirlo así, a la atracción terrestre. Parece, pues,que los relieves del suelo producidos en estascondiciones hubieran debido tomar una formadiferente, pero no sucedía así. La Luna habíaencontrado en sí misma el principio de su for-mación y constitución.

No debía nada a fuerzas extrañas. Estojustificaba la notable proposición de Arago:“Ninguna acción exterior de la Luna ha contri-buido a la formación de su aspecto”. Comoquiera que sea, en su estado actual era una mu-da imagen de la muerte, sin que fuese posibledecir que alguna vez le hubiese animado lavida.

Con todo, Miguel Ardán creyó distin-guir una aglomeración de ruinas que señaló a laatención de Barbicane, situada hacia el paralelo93 de longitud. Aquella aglomeración de pie-dras colocadas con bastante regularidad, seme-jaba una vasta fortaleza, que dominaba una delas vastas fallas que había servido de lecho a losríos de los tiempos prehistóricos. No muy lejos

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se elevaba, a una altura de 5,616 metros, lamontaña anular de Short, igual al Cáucaso asiá-tico. Miguel Ardán, con su pasión acostumbra-da, sostenía “la evidencia de una fortaleza”. Pordebajo se distinguían las murallas desmantela-das de una ciudad; más allá la bóveda aún in-tacta de un pórtico; aquí dos o tres columnasinclinadas sobre su basamento; allí una suce-sión de cintras que debieron sostener los cana-les de un acueducto; más allá los pilares hundi-dos de un frente gigantesco construido sobre elespesor de una hendidura. Miguel Ardán veíatodo eso con tanta alucinación en la mirada, através de su fantástico anteojo, que no podíamenos que desconfiarse de sus observaciones.Y, sin embargo, ¿quién podría asegurar, quiénosaría decir que el simpático joven no habíavisto realmente lo que sus dos compañeros noquerían ver?

Los momentos eran demasiado precio-sos para sacrificarlos a una discusión ociosa. Laciudad selenita, real o supuesta, había desapa-

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recido ya a lo lejos. La distancia del proyectil aldisco lunar empezaba a aumentarse, y los deta-lles del suelo le perdían, confundiéndose. Úni-camente los relieves, los circos, los cráteres, lasllanuras, seguían viéndose con claridad.

En aquel momento se dibujaba hacia laizquierda uno de los más bellos circos de laorografía lunar, que era sin duda lo más curio-so de aquel continente. Era el Newton, queBarbicane reconoció sin dificultad, consultandosu Mappa Selenograffica.

Newton se halla situado exactamente alos 77° de latitud sur y 16° de longitud este, yforma un cráter anular, cuyas paredes, de 7,264metros de altura, parecían imposibles de pasar.

Barbicane hizo observar a sus compañe-ros que la altura de aquella montaña sobre lallanura vecina distaba mucho de igualar a laprofundidad de su cráter. Este enorme orificioera imposible de medir, y formaba un abismosombrío, cuyo fondo no llegaban a iluminarjamás los rayos solares. Allí, según Humboldt,

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reina tan absoluta oscuridad, que ni la luz delSol ni la de la Tierra pueden interrumpir. Losmitólogos hubieran tenido razón en poner allíla boca d el infierno.

—Newton —dijo Barbicane— es el tipomás perfecto de esas montañas anulares, que enla Tierra no se ve. Su existencia en la Lunaprueba que la formación de aquel planeta porenfriamiento se debió a causas violentas; por-que, mientras al impulso de los fuegos interio-res, los relieves adquirían grandes alturas, elfondo se retiraba mucho más abajo del nivellunar.

—No digo lo contrario —respondió Mi-guel Ardán.

A los pocos minutos de pasar sobreNewton, el proyectil se hallaba directamenteencima de la montaña anular de Moret. Siguióde bastante lejos las cumbres de Blancanus, y aeso de las siete y media de la noche llegaba alcirco de Clavio.

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Este circo, uno de los más notables deldisco, se halla situado a los 58°de latitud Sur y15° de longitud Este. Su altura se calcula enunos 7,091 metros. Los viajeros, distantes 400kilómetros, que se reducían a 4 en los anteojos,pudieron admirar el conjunto de aquel extensocráter.

—Los volcanes terrestres —dijo Barbi-cane—, no son más que ratoneras comparadoscon los de la Luna. Midiendo los antiguos crá-teres formados por las primeras erupciones delVesubio y del Etna, apenas cuentan seis milmetros de anchura, en Francia, el circo de Can-tal mide 10 kilómetros; en Ceilán, el circo de laisla 70 kilómetros, y se le considera como elmás ancho del Globo. ¿Qué valen estos diáme-tros comparados con el Clavio, que dominamosen este momento?

—¿Qué anchura tiene, pues? —preguntó Nicholl.

—Doscientos veintiséis kilómetros —respondió Barbicane—. Verdad es que ese circo

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es el más importante de la Luna, pero otrosmuchos miden 200, 150 o 100 kilómetros.

—¡Ah, amigos míos! —exclamó Mi-guel—. Me imagino lo que sería ese apacibleastro de la noche, cuando esos cráteres, henchi-dos de truenos, vomitaban torrentes de lava,granizadas de piedra, nubes de humo y masasde llamas, ¡y qué decadencia ahora! Esa Lunano es ya más que la seca armazón de un fuegoartificial, cuyos cohetes, petardos, serpentinas ysoles, después de brillar resplandecientes, nohan dejado más que cortaduras de carbón.¿Quién podrá decir la causa, la razón y la justi-ficación de los abismos?

Barbicane no escuchaba a Miguel Ar-dán; contemplaba el recinto de Clavio formadopor anchas montañas, una de algunas leguas.En el fondo de su inmensa cavidad se veían uncentenar de cráteres pequeños, apagados, y queagujereaban el suelo convirtiéndose en unaverdadera espumadera, sobre un pozo de unos5,000 metros.

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La llanura circundante presentaba unaspecto de desolación completa. Nada tan áridocomo aquellos relieves, ni tan triste como aque-llas montañas; y si vale expresarse as!, comoaquellos restos de picos y montes que cubríanel suelo. No parecía sino que el satélite habíalevantado por aquel sitio.

El proyectil seguía avanzando y aquelcaos no se modificaba. Los circos y las monta-ñas desplomadas se sucedían sin interrupción;nada de llanuras, ni de mares; aquello era unaSuiza o una Noruega interminable. En el centrode tan sinuosa región, en su punto culminante,aparecía la montaña más espléndida del discolunar, la deslumbradora Tycho, a la que la pos-teridad conservará siempre el nombre del ilus-tre astrónomo dinamarqués.

Al contemplar la Luna llena en un cielodespejado, no hay quien haya dejado de ver esepunto brillante del hemisferio Sur. Miguel Ar-dán, para calificarle, empleó todas las metáfo-ras que le sugirió su imaginación. Para él, Ty-

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cho era un ardiente foco de luz, un centro deirradiación, un cráter que vomitaba rayos lu-minosos. ¡Era el eje de una rueda brillante, unaarteria que abarcaba el disco entre sus tentácu-los, un eje inmenso lleno de llamas, un nimbotallado para la cabeza de Plutón! Era, en fin,como una estrella lanzada por la mano delCreador, y aplastada contra la faz de la Luna.

Tycho forma una concentración lumino-sa tan intensa, que los habitantes de la Tierrapueden verla sin anteojos por más que se hallena 100,000 leguas de distancia. Imagínese cuálsería su intensidad a los ojos de los observado-res situados a 150 leguas solamente. A travésde aquel puro éter era tan deslumbrante subrillo, que Barbicane y sus amigos tuvieron queahumar los cristales de sus anteojos con humode gas, para poder sufrirlo. Después siguieronmirando, contemplando, mudos, absortos, ylanzando de cuando en cuando exclamacionesde admiración. Todos sus asentimientos, susimpresiones todas, se concentraron en la mira-

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da, como la vida, bajo la impresión de unaemoción violenta, se concentra entera en el co-razón.

Tycho pertenece al sistema de las mon-tañas radiadas, como Aristarco y Copérnico.Pero entre todas ellas es la más completa, lamás acentuada, y prueba de un modo irrecusa-ble esa tremenda acción volcánica a que !e debela formación de la Luna.

Tycho está situada a los 43° de latitudmeridional y 12° de longitud Este. Su centro loocupaba un cráter de ochenta y siete kilómetrosde anchura. Afecta una forma casi elíptica y larodea una cintura de colinas anulares que aleste y al oeste dominan la llanura exterior a unaaltura de 5,000 metros. Es una agregación deMontes Blancos, dispuestos en derredor de uncentro común y coronados de una cabelleraradiada.

Ni siquiera la fotografía ha podido nun-ca representar esta montaña incomparable, talcomo es, con el conjunto de relieves que con-

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vergen hacia ella y las prominencias interioresde su cráter. En efecto, Tycho se manifiesta entodo su esplendor solamente durante el pleni-lunio; pero entonces faltan las sombras, los es-bozos de la perspectiva desaparecen y laspruebas resultan blancas; circunstancia lamen-table, porque sería interesante reproducir aque-lla extraña región con la exactitud fotográfica.Lo que se ve es una aglomeración de agujeros,cráteres, de circos, un cruzamiento vertiginosode alturas, y en todo lo que la vista puede abar-car, una red volcánica tendida sobre un suelopustuloso. Entonces se comprende que los cho-rros de la erupción central hayan conservadosu forma primera. Cristalizados por el enfria-miento, han estereotipado ese aspecto que pre-sentó en otro tiempo la Luna por la influenciade las fuerzas plutónicas.

La distancia que separaba a los viajerosde las cimas anulares de Tycho no era tangrande que no pudieran aquéllos apreciar losprincipales detalles. Sobre el terraplén que

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constituía el circuito de Tycho, se apoyaban lasmontañas formando taludes interiores y exte-riores a manera dé gigantescos terrados y pare-cían elevarse 300 o 400 pies más al este que aloeste. Ningún sistema de fortificaciones terres-tres podía compararse a aquella fortaleza. Unaciudad edificada en el fondo de aquella cavidadcircular hubiera sido absolutamente inaccesible.

—Pero la Naturaleza no había dejadollano y vacío el fondo de aquel cráter que, porel contrario, poseía su orografía especial y unsistema montañoso que hacía de él una especiede mundo aparte. Los viajeros distinguieronperfectamente conos, colinas centrales, movi-mientos notables de terreno dispuestos natu-ralmente para recibir las obras maestras de laarquitectura selenita. Allí se dibujaba el sitioocupado por un templo, aquí el de un foro, enalgún lugar los cimientos de un palacio, en otrola explanada de una ciudadela. ¡Y todo ello sehallaba dominado por una montaña central de

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1,500 pies, vasto circuito en que la antigua Ro-ma hubiera cabido entera diez veces!

—¡Ah! —exclamó Miguel Ardán entu-siasmado ante aquella perspectiva—. ¡Quégrandiosa ciudad podría construirse en eseanillo de montañas! ¡Ciudad tranquila, refugioapacible, puesto fuera del alcance de todas lasmiserias humanas! ¡Cómo vivirían ahí tranqui-los y aislados, todos esos misántropos, todosesos que detestan a la Humanidad y repugnanen absoluto la vida social!

XVIIICuestiones graves

A todo esto el proyectil había pasado elrecinto de Tycho. Barbicane y sus amigos ob-servaron entonces con la más minuciosa aten-ción aquellas rayas brillantes que la célebremontaña dirige tan curiosamente hacia todoslos horizontes.

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¿Qué venía a ser aquella aureola radia-da? ¿Qué fenómeno geológico había dibujadoaquella cabellera ardiente? Esta cuestión pre-ocupaba con razón a Barbicane.

Y es que, al verla, se prolongaban en to-das direcciones surcos luminosos de bordesprominentes y centros cóncavos, unos como de20 kilómetros de anchura, otros de 50. Aquellasbrillantes ráfagas llegaban por algunas parteshasta 300 leguas de distancia de Tycho, y pare-cían cubrir, especialmente hacia el este, el nor-deste y el norte, la mitad del hemisferio meri-dional. Una de ellas se extendía hasta el circoNeandoro, situado en el meridiano 40. Otra ibaredondeándose a surcar el mar del Néctar, y aquebrarse contra la cordillera de los Pirineos,después de recorrer una extensión de 400 le-guas. Otra hacia el oeste, cubría con una redluminosa el mar de los Nublados y el mar delos Humores.

¿Cuál era el origen de aquellos rayosbrillantes que corrían sobre las llanuras como

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sobre las alturas, cualquiera que fuese su eleva-ción? Todos partían de un centro común al crá-ter de Tycho, y emanaban de él. Herschel atri-buía su brillante aspecto a corrientes de lavasolidificada de repente por el frío, opinión queno ha sido aceptada. Otros astrónomos hantomado aquellos inexplicables surcos por unaespecie de hileras de peñascos erráticos, forma-dos en la época misma de la formación de Ty-cho.

—¿Y por qué no? —preguntó Nicholl aBarbicane, que enumeraba estas diferentes opi-niones refutándolas todas.

—Porque no pueden avenirse a la segu-ridad de esas líneas luminosas y la violencianecesaria para lanzar materias volcánicas a se-mejante distancia.

—¡Por Dios! —respondió Miguel Ar-dán—; pues a mí me parece muy fácil de expli-car el origen de esos rayos.

—¿De veras? —dijo Barbicane.

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—Indudablemente —Continuó Mi-guel—. Es un hecho idéntico al que produce elgolpe de una bala o piedra sobre un cristal.

—¡Muy bien! —replicó Barbicane son-riendo—; ¿y dónde había una mano con fuerzabastante para arrojar la piedra que dio ese gol-pe?

—No hace falta mano —repuso Miguel,que no se daba fácilmente por vencido—; y encuanto a la piedra, supongamos que sea uncometa.

—¡Ah, sí, los cometas! —exclamó Barbi-cane—. ¡Cómo se abusa de ellos! Querido Mi-guel, tu explicación no es mala, pero tu cometaes inútil. El golpe que ha producido esa roturapuede haber venido del interior del astro. Unacontracción violenta de la corteza lunar, produ-cida por el frío, ha podido producir esos rayosgigantescos.

—Pase la contracción, que es como si di-jéramos un cólico lunar —respondió MiguelArdán.

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—Por lo demás —añadió Barbicane—,esa opinión es la de un sabio inglés, Nasmyth, yme parece que explica perfectamente la dispo-sición, radiada de esas montañas.

—¡No es tonto ese Nasmyth! —respondió Miguel.

Los viajeros, a quienes el espectáculo nopodía apenas cansar, admiraron por largo ratolos esplendores de Tycho. Su proyectil, im-pregnado de efluvios luminosos, en aquelladoble irradiación del Sol y de la Luna, debíaparecer un globo incandescente. Había pasado,pues, casi súbitamente de un frío rigurosísimoa un calor intenso; como si la Naturaleza qui-siera prepararlos así a convertirse en selenitas.

¡Convertirse en selenitas! Esta idea vol-vió a suscitar la cuestión de la habitabilidad dela Luna. ¿Podrían afirmar algo en pro o en co-ntra? Miguel Ardán instó a sus dos amigos aformular opinión, y les preguntó terminante-mente si creían que la animalidad y la humani-

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dad se hallasen re presentadas en el mundolunar.

—Creo que— podemos responder —dijo Barbicane—; pero, a mi parecer, no se debeplantear la cuestión de esa manera; pido pre-sentarla yo de otra.

—Como gustes —respondió Miguel.—Véanlo aquí —prosiguió Barbicane—

El problema es doble, y exige una doble solu-ción. Primera: ¿es habitable la Luna? Segunda:¿ha estado habitada?

—Muy bien —respondió Nicholl—.Averigüemos ante todo si la Luna es habitable.

—Por mi parte no puedo decir nada —replicó Miguel.

—Y yo respondo, ahora, desde luego,negativamente —continuó Barbicane—. En suestado actual, con esa envoltura atmosférica,seguramente muy reducida, con sus mares lamayor parte secos, sus vegetales insignifican-tes, sus bruscas alternativas de frío y calor, susnoches y sus días de trescientas cincuenta y

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cuatro horas, la Luna no me parece habitable, nisiquiera propia para el desenvolvimiento de lavida animal, ni suficiente para las necesidadesde la existencia, tal como nosotros la compren-demos.

—Convenido —respondió Nicholl—;pero ¿no puede ser habitable para seres de dis-tinta organización que la nuestra?

—A eso —dijo Barbicane—, ya es másdifícil responder. Sin embargo, procuraréhacerlo, aunque antes he de preguntar a Ni-choll si el movimiento no le parece el resultadonecesario de una existencia cualquiera que seasu organización.

—Sin duda alguna —respondió Nicholl.—Pues bien, mi digno compañero; les

responderé que hemos observado los continen-tes lunares a una distancia de 500 metros a losumo, y no hemos advertido indicios de movi-miento en la superficie de la Luna. La presenciade una humanidad cualquiera se hubiera reve-lado por alguna obra de sus manos, por culti-

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vos, por construcciones, por ruinas, aunque nofuera más. ¿Y qué es lo que hemos visto? Portodas partes el trabajo de la Naturaleza; en nin-guna el del hombre. Si en la Luna existen seresrepresentantes del reino animal, se hallan se-pultados en esas insondables cavidades dondeno llega a penetrar la mirada; cosa que yo nopuedo admitir, porque habrían dejado huellasde su paso en esas llanuras que debe cubrir lacapa atmosférica, por más reducida que sea, yesas huellas no se ven por ningún sitio. Queda,pues, únicamente la hipótesis de una raza deseres vivos enteramente ajenos al movimientoque es la vida.

—Es decir, criaturas vivas que no viven—dijo Miguel.

—Precisamente —respondió Barbica-ne—, lo cual no tiene sentido alguno para noso-tros.

—Entonces, ¿podremos formular nues-tra opinión? —dijo Miguel.

—Sí —respondió Nicholl.

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—Pues bien —continuó Miguel Ar-dán—, la comisión científica reunida en el pro-yectil del “Gun-Club”, después de apoyar susargumentos en los hechos nuevamente obser-vados, decide por unanimidad de votos, res-pecto de la habitabilidad de la Luna, que dichoplaneta no es habitable.

Este acuerdo fue anotado por el presi-dente Barbicane en su libro, donde figura elacta de la sesión de diciembre.

—Ahora —dijo Nicholl— pasemos a lasegunda cuestión, completamente indepen-diente de la primera. Pregunto, pues, a tan res-petable comisión: ¿Si la Luna no es habitable,ha estado habitada?

—El ciudadano Barbicane tiene la pala-bra —dijo Miguel Ardán.

—Amigos míos —respondió Barbica-ne—, no he aguardado yo este viaje para for-marme opinión sobre esa habitabilidad pasadade nuestro satélite. Y añadiré que nuestras ob-servaciones personales no hacen sino confir-

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marme en dicha opinión. Creo, afirmo, que laLuna ha estado habitada por una raza humanaorganizada como la nuestra; que ha producidoanimales conformados anatómicamente comolos animales terrestres, pero añado que esasrazas humanas o animales han pasado ya ex-tinguiéndose para siempre.

—Entonces —preguntó Miguel—, ¿su-pones que la Luna es un mundo más viejo quela Tierra?

—No —respondió Barbicane con acentode convicción—, es un mundo que ha vividomás aprisa, y cuya formación y descomposi-ción, han sido, por consiguiente, más rápidas.Relativamente las fuerzas organizadoras de lamateria han sido mucho más violentas en elinterior de la Luna que en el interior del globoterrestre, como lo prueba de sobra el estadoactual de ese disco resquebrajado, trastornadoy abollado por todas partes. La Luna y la Tierrahan sido masas, gaseosas en su origen; estosgases han pasado al estado líquido bajo diver-

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sas influencias, y más tarde se ha formado lamasa sólida. Pero no cabe duda de que nuestroglobo se hallaba todavía en el estado gaseoso olíquido, cuando la Luna, solidificada ya por elenfriamiento, era habitable.

—Eso opino yo también —dijo Nicholl.—Entonces —continuó Barbicane— la

rodeaba una atmósfera. Las aguas, contenidaspor la envoltura gaseosa, no podían evaporar-se. Por la influencia del aire, del agua, de la luz,del calor solar y del calor central, la vegetaciónse apoderaba de los continentes preparadospara recibirla, y seguramente la vida se mani-festó hacia aquella época, porque la Naturalezano se entretiene en cosas inútiles y un mundotan perfectamente habitable ha tenido que estarnecesariamente habitado.

—Sin embargo —objetó Nicholl—, mu-chos fenómenos inherentes a los movimientosde nuestros satélites deberán dificultar la ex-pansión de los reinos vegetal y animal; por

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ejemplo, esos días y esas noches de trescientascincuenta y cuatro horas.

—En los polos terrestres —dijo Mi-guel— duran seis meses.

—Argumento de poco valor, puesto quelos polos no están habitados.

—Amigos míos —añadió Barbicane—,tenemos que, si en el estado actual de la Luna,esas noches y esos días tan largos crean dife-rencias de temperatura insoportables para elorganismo, no sucedía así en aquella época delos tiempos históricos. La atmósfera envolvía aldisco en una capa fluida, los vapores tomabanen, ella la forma de nubes, y esta pantalla natu-ral templaba el ardor de los rayos solares y con-tenía la irradiación nocturna. La luz, como elcalor, podían fundirse en el aire. Y de aquí pro-venía un equilibrio entre estas influencias queno existe hoy, por haber desaparecido esa at-mósfera casi del todo. Además, voy a sorpren-deros...

—Sorpréndenos —dijo Miguel Ardán.

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—Me inclino a creer que en la época enque la Luna se hallaba habitada, las noches ylos días no duraban trescientas cincuenta y cua-tro horas.

—¿Y por qué?—Porque según toda probabilidad, el

movimiento de la Luna sobre su eje no era en-tonces igual a su movimiento de revolución, locual es hoy causa de que cada punto del discolunar se halle expuesto a los rayos solares du-rante quince días consecutivos.

—De acuerdo —respondió Nicholl—,pero, ¿qué razón hay para sospechar que esosdos movimientos iguales hoy, no lo fueron enotro tiempo.

—La de que esa igualdad ha sido de-terminada por la atracción terrestre. Y en talcaso, ¿quién nos dice que esa atracción fuerabastante fuerte para modificar los movimientosde la Luna en la época en que la Tierra se halla-ba todavía en estado fluido?

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—Y después de todo —replicó Ni-choll—, ¿quién nos asegura que la Luna hayasido siempre satélite de la Tierra?

—¿Y quién nos dice —exclamó MiguelArdán— que la Luna no existiera desde muchoantes que la Tierra?

Las imaginaciones se desbordaban porel cuerpo ilimitado de las hipótesis. Barbicanequiso refrenarlas.

—Ésas son opiniones demasiado aven-turadas —dijo—, y encierran problemas verda-deramente irresolubles. No vayamos tan lejos;admitamos únicamente la insuficiencia de laatracción primordial, y entonces, por desigual-dad de los dos movimientos de atracción y derevolución, comprenderemos que los días y lasnoches hayan podido ser en la Luna tan fre-cuentes como en la Tierra. Por lo demás, aunsin estas condiciones, era posible la vida.

—¿Es decir —preguntó Miguel—, quesegún todos estos antecedentes, la Humanidadha desaparecido de la Luna?

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—Sí —respondió Barbicane—, despuésde haber existido, sin duda, millares de siglos.Luego, poco a poco, por haber empezado a en-rarecerse la atmósfera el disco se hacía inhabi-table, como le sucederá un día a la Tierra, por elenfriamiento.

—¿Por el enfriamiento?—Naturalmente —respondió Barbica-

ne—. A medida que se fueron apagando losfuegos interiores, a medida que se fue concen-trando la materia incandescente, la esfera lunarse enfrió. Poco a poco se produjeron las conse-cuencias naturales de este fenómeno; desapari-ción de los seres organizados, desaparición dela vegetación. Poco después se enrareció la at-mósfera, arrastrada probablemente por laatracción terrestre; desapareciendo el aire res-pirable, debía desaparecer también el agua porevaporación. En aquella época, la Luna, que yaera inhabitable, no estaba habitada; era unmundo muerto tal y como lo vemos hoy.

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—¿Y dices que a la Tierra le está reser-vada la misma suerte?

—Es muy probable.—¿Para cuándo?—Para cuando el enfriamiento de su

corteza sólida la haya hecho inhabitable.—¿Y se ha calculado el tiempo que

nuestro desgraciado esferoide tardaría en en-friarse?

—Sin duda.—¿Y conoces tú esos cálculos?—¡Pues habla de una vez, sabio cacha-

zudo! —exclamó —Miguel Ardán—. Que mematas de impaciencia.

—Pues bien, amigo Miguel —respondiótranquilamente Barbicane—; se sabe la dismi-nución de temperatura que la Tierra sufre en elespacio de un siglo. Y según los cálculos másfundados, la temperatura media se habrá redu-cido a cero dentro de cuatrocientos mil años.

—¡Cuatrocientos mil años! —exclamóMiguel—. ¡Ah! ¡Respiro! ¡En verdad te digo que

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estaba asustado! ¡Al escucharte imaginaba queno teníamos ni cincuenta mil años de vida!

Barbicane y Nicholl no pudieron menosde reírse de los temores de su compañero. Des-pués, Nicholl, que deseaba acabar, planteó denuevo la cuestión que estaba debatiendo.

—¿Luego la Luna ha estado habitada?La respuesta fue afirmativa, por unani-

midad.Pero durante aquella discusión, fecunda

en teorías un poco aventuradas, aun cuandoreuniese las ideas generales de la ciencia sobreeste punto, el proyectil había corrido rápida-mente hacia el Ecuador lunar, alejándose regu-larmente del disco. Habían pasado el circo deWilliam y el paralelo cuarenta a la distancia de800 kilómetros. Dejaron luego a la derecha aPitatus a los 30° seguía al Sur de este mar de losNublados, a cuyo Norte se habían aproximadoya. Diferentes circos fueron apareciendo confu-samente en la deslumbradora blancura de laLuna llena, Bouillaud, Purbach, de forma casi

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cuadrada con su cráter central, y después Arza-chel, cuya montaña interior brilla con resplan-dor extraordinario.Al fin, como el proyecto se alejaba, continua-mente, los perfiles se fueron borrando a la vistade los viajeros, las montañas se confundieron alo lejos y todo aquel conjunto maravilloso yextraño del satélite de la tierra quedó prontoreducido a su imperecedero recuerdo.

XIXLucha contra lo imposible

Barbicane y sus amigos permanecieronlargo rato mudos y pensativos, mirando aquelmundo que habían visto de lejos, como Moisésla tierra de Canaán, y del que se alejaban parano volver. La posición del proyectil, respecto ala Luna, se había modificado, y a la sazón sufondo se hallaba vuelto hacia la Tierra.

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Esta variación, observada por Barbicane,no dejó de sorprenderle. ¿Si el proyectil debíagravitar en torno del satélite siguiendo unaórbita elíptica, por qué no le presentaba unamisma parte, como hace la Luna respecto de laTierra? Era éste un punto oscuro.

Observando la marcha del proyectil, sepodía conocer que al separarse de la Luna se-guía una curva análoga a la que había trazadoal acercarse; describía, pues, una elipse muyalargada, que se extendería probablemente has-ta el punto de atracción igual, donde se neutra-lizaban las influencias de la Tierra y de su saté-lite.

Tal fue la consecuencia que Barbicanededujo atinadamente de los hechos observados;convencimiento de que participaron sus dosamigos.

Al instante empezaron a menudear laspreguntas.

—¿Y cuándo volvemos a ese puntomuerto? —preguntó Miguel Ardán.

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—¡Eso es lo desconocido! —respondióBarbicane.

—Pero supongo que podrías formularalguna hipótesis...

—Dos —respondió Barbicane—. O lavelocidad del proyectil será insuficiente enton-ces, y permanecerá eternamente inmóvil enaquella línea de doble atracción...

—Prefiero la otra hipótesis, sea la quefuese —interrumpió Miguel Ardán.

—0 su velocidad será insuficiente —continué Barbicane—, y seguirá su derroteroelíptico para gravitar eternamente en derredordel astro de la noche.

—¡Revelación poco consoladora! —dijoMiguel—. Pasar al estado de humildes siervosde la Luna que estamos acostumbrados a con-siderar Como una esclava nuestra. ¡Vaya unporvenir que nos espera!

Ni Barbicane ni Nicholl replicaron.—¿Callan? —prosiguió Miguel, impa-

ciente.

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—No hay nada que responder —dijoNicholl.

—¿Ni nada que intentar?—No —respondió Barbicane7— ¿Pre-

tenderían luchar contra lo imposible?—¿Por qué no? ¿Han de retroceder un

francés y dos americanos ante semejante pala-bra?

—¿Pero qué quieres hacer?—Dominar ese movimiento que nos

arrastra.—¿Dominarlo?—Sí —respondió Miguel animándose—,

contenerlo o modificarlo, utilizarlo, en fin, parael logro de nuestros proyectos.

—¿Y cómo?—¡Eso es lo que os toca resolver! Si los

artilleros no son dueños de sus proyectiles, noson tales artilleros. ¡Si el proyectil manda alartillero, es preciso meter a éste en el cañón enlugar de meter a aquél! ¡Vaya unos sabios, a fe

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mía! Ahora no saben qué hacer después dehaberme inducido...

—¡Inducido! —exclamaron a un tiempoNicholl y Barbicane—. ¿Qué quieres decir coneso?

—¡No andemos con recriminaciones! —dijo Miguel—. ¡No me quejo! El paseo es de migusto y el proyectil también. Pero me pareceque debemos hacer todo lo humanamente po-sible para caer en alguna parte, aunque no cai-gamos de seguro en la Luna.

—No deseamos otra cosa, amigo Miguel—respondió Barbicane—, pero carecemos demedios para ello.

—¿No podemos modificar el movimien-to del proyectil?

—No.—¿Ni disminuir su velocidad?—No.—¿Ni aun aligerándole como se aligera

un barco demasiado cargado?

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—¿Qué quieres arrojar? —respondióNicholl—. No tenemos lastre a bordo y, ade-más, me parece que el proyectil, aligerado,marcharía más aprisa.

—Más despacio —dijo Miguel.—Más aprisa —replicó Nicholl.—Ni más aprisa ni más despacio —dijo

Barbicane, para poner paz a sus amigos—, por-que flotamos en el vacío, donde no se puedetener en cuenta el peso específico.

—Pues bien —dijo Miguel, en tono deci-sivo—, entonces sólo nos queda una cosa quehacer.

—¿Cuál? —preguntó Nicholl.—¡Almorzar! —respondió imperturba-

blemente el audaz francés, que siempre acaba-ba de este modo en los momentos de apuro.

En efecto, si esta determinación no in-fluía de modo alguno en la dirección del pro-yectil, por, lo menos se podría tomar sin incon-veniente y aun con buen éxito desde el punto

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de vista del estómago. Indudablemente Migueltenía ocurrencias felices.

Cenaron, pues, a las dos de la mañana;pero la hora era lo de menos. Miguel sirvió sucomida habitual, terminada por una excelentebotella sacada de la bodega secreta. Si no bro-taban ideas en sus cerebros había que descon-fiar del exquisito Chambertin de 1863.

Terminada la comida, empezaron denuevo las observaciones.

En derredor del proyectil se manteníana variable distancia los objetos arrojados fuera.Era, pues, indudable que el proyectil, en sumovimiento de traslación alrededor de la Luna,no había atravesado atmósfera, porque a no serasí, el peso específico de aquellos objetos habríamodificado su marcha relativa.

Nada había que ver por la parte del es-feroide terrestre. La Tierra no llevaba más queun día de su primer cuarto, había sido nueva lavíspera a medianoche, y hasta que pasasen dosdías no se dibujaría su primer segmento lumi-

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noso, viniendo a servir de reloj a los selenitas,puesto que, en su movimiento de rotación, cadauno de sus puntos pasaba veinticuatro horasdespués por el mismo meridiano lunar.

Por el lado de la Luna el espectáculo eradiferente; el astro brillaba en todo su esplendor,en medio de innumerables constelaciones, cuyaluz no empañaban sus rayos. En su disco, lasllanuras empezaban a formar ya esa tinta oscu-ra que se ve desde la Tierra. El resto del nimbopermanecía brillante, y en medio de su brillan-tez general, descollaba Tycho como un sol.

Barbicane no podía apreciar de ningúnmodo la velocidad del proyectil, pero el razo-namiento le demostraba que aquella velocidaddebla disminuir uniformemente, de conformi-dad con las leyes de la mecánica racional.

En efecto, admitiendo que el proyectildescribiera una órbita alrededor de la Luna,esta órbita sería necesariamente elíptica. Laciencia prueba que debe ser así. Ningún móvilque circula alrededor de un cuerpo atrayente

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falla a esta ley. Todas las órbitas descritas en elespacio son elípticas, la de los satélites alrede-dor de los planetas, la de los planetas alrededordel Sol, la del Sol alrededor del astro descono-cido que le sirve de centro. ¿Qué razón habíapara que el proyectil del “Gun-Club” dejara deseguir esta disposición natural?

Ahora bien, en las órbitas elípticas, elcuerpo atrayente ocupa siempre uno de losfocos de la elipse. El satélite se encuentra, pues,un momento más cerca, y otro momento máslejos del astro en cuyo torno gravita.

Cuando la Tierra está más próxima alSol, se halla en su perihelio, y cuando más leja-na, en su afelio. Si se habla de la Luna, está máscerca de la Tierra en su perigeo, y más lejos ensu apogeo.

Empleando, pues, términos análogosque puedan enriquecer la lengua de los astró-nomos, si el proyectil permanecía en estado desatélite de la Luna, se debería decir que sehallaba en su aposelenio, cuando estuviera más

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lejos, y en su periselenio, cuando estuviera máscerca del astro de la noche.

En este último caso el proyectil debíallegar a su máximum de velocidad; y en el pri-mer caso, quedarse en el mínimum. Ahora bien,indudablemente marchaba hacia su punto apo-selenítico, y Barbicane pensaba con razón quesu velocidad decrecería hasta este punto, paraaumentar de nuevo a medida que volviera aacercarse a la Luna. Y la velocidad sería nula, siaquel punto se confundía con el de atracciónigual.

Barbicane estudiaba las consecuenciasde aquellas diferentes situaciones y trataba deaveriguar el partido que podría sacar de cadauna de ellas, cuando fue interrumpido en susmeditaciones por un grito de Miguel Ardán.

—¡Vive Dios! —exclamó Miguel—. Hayque confesar que somos tontos de capirote.

—No digo que no —respondió Barbica-ne— Pero, ¿por qué?

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—Porque tenemos un medio bien senci-llo de retardar esa velocidad que nos aleja de laLuna y no lo empleamos.

—¿Qué medio es ése?—Utilizar la fuerza de retroceso de

nuestros cohetes.—Verdad es que no hemos aprovechado

esa fuerza —respondió Barbicane—, pero laaprovecharemos.

—¿Cuándo? —preguntó Miguel.—Cuando llegue el momento oportuno.

Notad, amigos, que en la posición actual delproyectil, posición oblicua todavía respecto deldisco lunar, nuestros cohetes, modificando sudirección podrían apartarlo en vez de aproxi-marlo. a la Luna. Ahora bien, ¿quieren llegar ala Luna?

—¡Qué duda cabe! —replicó Miguel.—Pues esperen. Por efecto de una in-

fluencia inexplicable, el proyectil se inclina avolver su fondo hacia la Tierra. Es probable queen el punto de atracción igual su vértice cónico

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se dirija enteramente hacia la Luna. En aquelmomento se puede esperar que su velocidadsea nula. Aquél será el instante de obrar, y bajoel impulso de nuestros cohetes, quizá podre-mos provocar una caída directa a la superficiedel disco lunar.

—¡Bravo! —exclamó Miguel.—Eso no lo hemos hecho ni podíamos

hacerlo al pasar por primera vez por el puntomuerto a causa de que el proyectil se hallabaanimado todavía de una velocidad demasiadogrande.

—Muy bien razonado —dijo Nicholl.,—Esperemos, pues, con paciencia —

prosiguió Barbicane—, Pongamos de partenuestra todas las probabilidades, y después dehaber desesperado tanto, empiezo a creer quelograremos nuestro objeto.

Esta conclusión mereció los aplausos deMiguel Ardán. Ninguno, de aquellos tres locosaudaces se acordaba ya de que habían conveni-do en que la Luna no estaba habitada ni proba-

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blemente era habitable; lejos de esto, iban ahacer todos los esfuerzos posibles por llegar aella.

Sólo faltaba resolver una cuestión. ¿Enqué momento llegaría el proyectil al punto deatracción igual en que los viajeros se jugarían eltodo por el todo?

Para calcular este momento con unaaproximación de segundos, Barbicane sólo ne-cesitaba consultar sus notas de viaje y las dife-rentes alturas tomadas sobre los paralelos luna-res. Así, el tiempo empleado en recorrer la dis-tancia que mediaba entre el punto muerto y elPolo Sur debía ser igual a la que separaba elPolo Norte del punto muerto. Las horas querepresentaban los tiempos recorridos estabancuidadosamente anotadas, y el cálculo se sim-plificaba.

Barbicane dedujo que el proyectil llega-ría a dicho punto a la una de la madrugada del7 al 8 de diciembre. En el momento en quehacía el cálculo eran las tres de la madrugada

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del 6 al 7; faltaban, pues, veintidós horas, si lamarcha del proyectil no sufría alteración, parallegar al punto apetecido.

Los cohetes habían sido dispuestos yaanteriormente para amortiguar la caída delproyectil sobre la Luna y a la sazón los audacesviajeros iban a emplearlos para producir unefecto completamente contrario. Como quieraque fuese, se hallaban dispuestos y no teníanque hacer más que esperar el momento deprenderles fuego.

—Ya que no, hay nada que hacer —dijoNicholl—, voy a proponer una cosa.

—¿Qué? —preguntó Barbicane.—Propongo que durmamos.—¡Vaya una idea! —exclamó Miguel

Ardán.—Llevamos cuarenta horas sin pegar los

ojos —dijo Nicholl—, unas cuantas horas desueño nos devolverán nuestras fuerzas.

—Me opongo —replicó Miguel.

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—Bueno —prosiguió Nicholl—, que ca-da cual haga lo que guste; yo, por mi parte, voya dormir.

Y tendiéndose en un diván, no tardó enroncar profundamente.

—Este Nicholl es un hombre de buensentido —dijo, al poco rato, Barbicane—. Voy aseguir su ejemplo.

Y a los pocos instantes le hacía dúo.—No se puede negar —dijo Miguel,

cuando se vio solo— que estos hombres prácti-cos suelen tener buenas ocurrencias.

Y alargando sus piernas y cruzando losbrazos sobre la cabeza se durmió también.

Pero aquel sueño no podía ser duraderoni tranquilo. Agitaban el ánimo de aquellos treshombres demasiado cuidadosos, y así fue que alas siete de la mañana ya estaban otra vez enpie.

El proyectil seguía alejándose de la Lu-na e inclinando más y más hacia ella su partecónica; fenómeno inexplicable hasta entonces,

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Pero que servía perfectamente a los designiosde Barbicane.

Faltaban diecisiete horas para que llega-ra el momento de obrar.

El día se hizo largo. Por más animososque fueran los viajeros, se sentían vivamenteagitados al acercarse el instante que debía de-cirlo todo, su caída hacia la Luna o su eternoencadenamiento en una órbita inmutable. Con-taron, pues, las horas, demasiado lentas paraellos. Barbicane y Nicholl entregados obstina-damente a sus cálculos, y Miguel yendo y vi-niendo entre aquellas paredes estrechas, mien-tras contemplaba con ojos codiciosos aquellaLuna impasible.

A veces cruzaban rápidamente por suimaginación los recuerdos de la Tierra, y sefiguraban ver a sus amigos del “Gun-Club”,especialmente al más querido de todos, J. T.Maston. En aquel momento el respetable, secre-tario estaría ocupando su puesto en las Monta-ñas Rocosas. ¿Qué pensarla si veía el proyectil

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en el espejo de su gigantesco telescopio. Des-pués de verle desaparecer detrás del Polo Surde la Luna, le vería reaparecer por el Polo Nor-te. ¡Era, pues, satélite de un satélite! ¿Habríalanzado J. T. Maston por el mundo esta inespe-rada nueva? ¿Sería éste el desenlace de tan granempresa?

Pasó aquel día sin incidente alguno, yllegó la medianoche terrestre. Iba a comenzar eldía 8 de diciembre: una hora después llegabanal punto de atracción igual. ¿Qué velocidadanimaba entonces al proyectil? No se podíaapreciar. Pero ningún error podría inutilizar loscálculos de Barbicane. A la una de la mañana lavelocidad debía ser y sería nula.

Otro nuevo fenómeno había de señalarel punto de parada del proyectil en la línea neu-tral. En aquel punto, en que se anulaban las dosatracciones terrestres y lunar, los objetos “nopesarían”, reproduciéndose aquel singular fe-nómeno que tanto había sorprendido ya una

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vez a Barbicane y sus compañeros. En aquelmomento preciso sería menester obrar.

Ya el vértice cónico del proyectil sehallaba sensiblemente vuelto hacia el disco lu-nar; y la posición permitía utilizar perfectamen-te todo el retroceso producido por el empuje delos cohetes. Las probabilidades se volveríanfavorables a los viajeros. Si la velocidad delproyectil quedaba enteramente anulada enaquel punto muerto, bastaría un movimientodeterminado hacia la Luna, por ligero que fue-ra, para determinar su caída.

—La una menos cinco minutos —dijoNicholl.

—Todo está listo —dijo Miguel Ardán,acercando una mecha preparada la llama delgas.

—¡Espera! —dijo Barbicane, que teníaen la mano su cronómetro.

En aquel momento no se dejaba sentir lagravedad, y los viajeros notaban en sí mismos

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aquella completa desaparición. Estaban inme-diatos al punto neutral, si no en él mismo.

—¡La una! —dijo Barbicane.Miguel aplicó la mecha inflamada a un

aparato que ponía en comunicación instantáneaa los cohetes. No se oyó detonación alguna enla parte exterior, donde faltaba el aire. Pero porlas lumbreras, vio Barbicane un fogonazo pro-longado que se apagó al punto.

El proyectil sufrió una sacudida que sepercibió muy distante en lo interior.

Los tres amigos miraban, escuchabansin hablar, respirando apenas; podían oírse loslatidos de sus corazones en medio de aquelabsoluto silencio.

—¿Caemos? —preguntó por último Mi-guel Ardán.

—No —respondió Nicholl—; puestoque el fondo del proyectil no se vuelve hacia eldisco lunar.

En aquel momento, Barbicane, apartán-dose del cristal de la lumbrera, se volvió hacia

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sus compañeros, los cuales le vieron horrible-mente pálido, con la frente arrugada y los la-bios contraídos.

—¡Caemos! —dijo.—¡Ah! —exclamó Miguel Ardán—.

¿Hacia la Luna?—Hacia la Tierra —respondió Barbica-

ne.—¡Diablo! —exclamó. Ardán. Añadió

luego, filosóficamente—: ¡Bueno! ¡Al entrar enel proyectil pensábamos que no sería fácil salirde él!

Comenzaba, en efecto, aquella espanto-sa caída. La velocidad que conservaba el pro-yectil le había llevado más allá del punto muer-to, sin que pudiera impedirlo la explosión delos cohetes. Aquella velocidad que, a la ida,había arrastrado al proyectil fuera de la líneaneutral, lo arrastraba también a la vuelta. Lafísica exigía que, en su órbita elíptica, “volvieraa recorrer todos los puntos por donde habíapasado antes”.

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Era una caída terrible; desde una alturade 78,000 leguas y que ningún muelle ni resortepodía debilitar. Con arreglo a las leyes de labalística, el proyectil debía dar en la Tierra conuna velocidad igual a la que lo animaba al salirdel columbia, o sea, a una velocidad de 16,000metros en el último segundo.

Y para dar una idea de comparación, di-remos que se ha calculado que un objeto arro-jado desde la parte más alta de las torres deNuestra Señora de París, cuya altura no pasa delos 200 pies, llega al suelo con una velocidad de120 leguas por hora. En el caso a que nos refe-rimos, el proyectil debía caer en la Tierra conuna velocidad de “cincuenta y siete mil seis-cientas leguas por hora”.

—¡Estamos perdidos! —dijo fríamente,Nicholl.

—Pues bien, si morimos —respondióBarbicane, con una especie de fervor religioso—, el resultado de nuestro viaje será mucho ma-yor de lo que pensábamos. ¡Dios mismo nos

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dirá su secreto! ¡En la otra vida, el alma no ne-cesita máquinas ni aparatos para saberlo todo!¡Se identificará con la sabiduría eterna!

—En todo caso —replicó Miguel Ar-dán—, el otro mundo todo entero bien puedeconsolarnos de la pérdida de este astro íntimoque se llama Luna.

Barbicane se cruzó de brazos, en ade-mán de sublime resignación.

—¡Hágase la voluntad de Dios! —dijo,con voz profundamente emocionada.

XXLos sondeos de la Susquehanna

—¡Eh, teniente! ¿Cómo va ese sondeo?—Creo, caballero, que la operación toca

a su fin —contestó el teniente, Bronsfield—;pero ¿quién iba a figurarse semejante profun-didad tan cerca de tierra, a un centenar de le-guas únicamente de la costa americana?

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—Efectivamente, Bronsfield, es unagran depresión —dijo el capitán Blomsberry—.Existe en estos lugares un valle submarino,ahondado por la corriente de Humboldt, quesigue las costas de América hasta el estrecho deMagallanes.

—Estas grandes profundidades —siguiódiciendo el teniente— son poco favorables parala colocación del cable telegráfico. Es mejor unfondo plano, como el que tiene el cable ameri-cano entre Valentín y Terranova.

—Convengo en ello, Bronsfield. Y convuestro permiso, teniente, ¿qué profundidadtenemos ahora?

—Caballero —contestó Bronsfield—, te-nemos ahora veintiún mil quinientos pies desonda empleada y aún no ha tocado fondo elproyectil que la sumerge, porque de lo contra-rio se hubiera elevado la sonda por si sola.

Es un aparato ingenioso el de Brock —dijo el capitán Blomsberry—. Permite observarlos sondeos con gran exactitud.

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—¡Toca! —gritó en aquel momento unode los timoneles de proa, que vigilaba la opera-ción.

El capitán y el teniente se llegaron in-mediatamente al castillo de proa.

—¿Qué profundidad tenemos? —preguntó el capitán.

—Veintiún mil setecientos sesenta y dospies —contestó el teniente apuntando esta cifraen su cuaderno de observaciones.

—Bien, Bronsfield —dijo el capitán—,voy a trasladar este resultado a mi mapa. Aho-ra mandad que suban a bordo la sonda. Mien-tras se lleva a cabo esta operación, que encien-dan las hornillas, y así estaremos dispuestos apartir cuando vos concluyáis. Son las diez de lanoche, y, con vuestro permiso, teniente, voy aacostarme.

—¡Háganlo, caballero, háganlo! —respondió el teniente Bronsfield.

El capitán de la Susquehanna, un valien-te entre los valientes, tomó su ponche, que valió

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interminables muestras de satisfacción al re-postero; se acostó, río sin antes felicitar a sucriado por lo bien acondicionado del lecho, y sedurmió con apacible sueño.

Eran las diez de la noche. El día 11 dediciembre concluía con una noche magnífica.

La Susquehanna, corbeta de 500 caballosde la marina nacional de los Estados Unidos, seocupaba en hacer sondeos en el Pacífico, a 100leguas aproximadamente de la costa americana,hacia la altura de esta península prolongadaque se dibuja en la costa de Nuevo México.

Poco a poco había cesado el viento, ynada agitaba las capas del aire. El gallardete dela corbeta colgaba inerte, inmóvil, sobre el mas-telero del juanete.

El capitán Johnathan Blomsberry, unode los más ardientes socios del “Gun-Club”,casado con una Horschbidan, tía del capitán ehija de un honrado negociante de Kentucky; elcapitán Blomsberry, decimos, no hubiera podi-do desear mejor tiempo para conducir con un

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buen resultado sus delicadas operaciones desondeo. Su corbeta no había sufrido ninguno delos efectos de la enorme tempestad que ba-rriendo las nubes amontonadas sobre las Mon-tañas Rocosas permitió observar la marcha delfamoso proyectil. Todo marchaba a su gusto, yno olvidaba dar gracias al cielo con todo el fer-vor de un clérigo.

La serie de sondeos verificados por elSusquehanna tenía por objeto reconocer losfondos más favorables para atender un cablesubmarino que pusiera en comunicación la islaHawai con la costa americana.

Tan vasto proyecto era debido a la ini-ciativa de una compañía poderosa. Su director,el inteligente Ciro Field, tenía el pensamientode cubrir todas las islas de Oceanía con unaextensa red eléctrica; empresa grandiosa y dig-na del genio americano.

Se habían encomendado las primerasoperaciones de sondeo a la corbeta Susquehan-na. Durante aquella noche se encontraba ésta

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exactamente a los 27° 7' de latitud Norte y 41°37' de longitud Oeste del meridiano de Was-hington.

La Luna, a la sazón en su último cuarto,empezaba a surgir en el horizonte.

Después de retirarse el capitán Bloms-berry se reunieron a popa el teniente Bronsfieldy otros oficiales. Cuando asomó la Luna todoslos pensamientos se dirigieron hacia este astro,contemplado entonces por las mira das de todoun hemisferio. Los mejores anteojos marinos nohubieran podido descubrir el proyectil errantealrededor de su semiglobo, y, sin embargo,todos se dirigieron hacia el brillante disco quemillones de miradas interrogaban en aquelmismo instante.

—Partieron hace diez días —dijo enton-ces el teniente Bronsfield—. ¿Qué será de ellos?

—Habrán llegado,—mi teniente —contestó un joven guardia marina—, harán eneste, momento lo que todo viajero cuando llegaa un país nuevo: pasearse.

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—Lo creo, porque vos lo decís —respondió, sonriendo, el teniente Bronsfield

—Claro es que no puede dudarse de sullegada —dijo otro de los oficiales—. El proyec-til habrá llegado a la Luna en el momento delplenilunio, el 5, a medianoche. Estamos a 11 dediciembre, lo que hace seis días. En seis vecesveinticuatro horas, sin oscuridad, hay tiempopara instalarse, cómodamente. Me parece estarviendo a nuestros valientes compatriotasacampando en el fondo de un valle, a la orillade un arroyo selenita, cerca del proyectil, me-dió enterrado por la caída, entre residuos vol-cánicos, y al capitán Nicholl empezando susoperaciones, mientras que Barbicane pone enlimpio sus apuntes. Miguel Ardán embalsamalas soledades lunares con el perfume de sus“abonos”.

—¡Así debe ser! —exclamó el jovenguardamarina, entusiasmado por la descripciónideal de su superior.

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—Es de creer —respondió el teniente,que no se entusiasmaba tanto—. Desgraciada-mente nos faltarán siempre noticias directas delmundo lunar.

—Perdone, mi teniente —dijo el guar-dia—; yo opino que el presidente Barbicanepuede escribirnos.

Una explosión de risa acogió esta res-puesta.

—Nada de cartas —respondió vivamen-te el joven—. La administración de Correos notiene nada que ver en este asunto.

—¿Acaso será por telégrafo eléctrico? —preguntó irónicamente un oficial.

—Tampoco —respondió el guardia—;pero es muy fácil establecer comunicación grá-fica con la Tierra.

—¿Y cómo?—Con el telescopio de Long's Peak. Ya

sabéis que aproxima la Luna a dos leguas úni-camente de las Montañas Rocosas, y que permi-te ver en su superficie los objetos de nueve pies

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de diámetro. Construyendo nuestros ingenio-sos amigos un alfabeto gigantesco y escribiendopalabras de cien toesas y frases de una legua delongitud, podrán enviarnos noticias suyas.

Se aplaudió ruidosamente al jovenguardia que, en realidad, no carecía de imagi-nación. El teniente Bronsfield convino tambiénen que la idea era factible. Añadió que, envian-do rayos luminosos agrupados en haz por me-dio de espejos parabólicos, se podían establecertambién comunicaciones directas; en efecto,estos rayos serían tan visibles en la superficiede Venus o de Marte como el planeta Neptunolo es de la Tierra. Acabó diciendo que los pun-tos brillantes observados ya sobre los planetaspróximos, muy bien podrían ser señales hechasa la Tierra. Hizo observar, sin embargo, que sise pudiesen tener noticias del mundo lunar porestos medios, no podría hacerse lo mismo des-de el mundo terrestre, a no ser que los selenitastuvieran a su disposición instrumentos apro-

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piados para hacer todas sus observaciones a tangrandes distancias.

—Evidentemente —respondió uno delos oficiales—; pero lo que sobre todo debe in-teresarnos es saber qué ha sido de los viajeros yqué han visto. Además, si el experimento hatenido buen éxito, lo que no dudo, volverá ahacerse otro. El columbia sigue empotrado enel suelo de la Florida. Con un proyectil, y pól-vora, y siempre que la Luna pase por el cenit, sele podrá mandar un cargamento de viajeros.

—Es indudable —contestó el tenienteBronsfield— que J. T. Maston irá un día de és-tos a reunirse con sus amigos.

—Pues si quiere —exclamó el jovenguardia— estoy dispuesto a acompañarle.

—¡Oh, no faltarán aficionados! —replicóBronsfield—. Y como se abra la mano, bienpronto habrá emigrado a la Luna la mitad delos habitantes de la Tierra.

Esta conversación de los oficiales de laSusquehanna se prolongó poco más o menos

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hasta la una de la mañana. Imposible sería des-cribir todos los sistemas, todas las teorías emi-tidas por aquellas atrevidas inteligencias. Pare-cía que nada era imposible para los americanos,desde la tentativa de Barbicane. Hasta tenían elpropósito de enviar a las playas selenitas, no yauna comisión de sabios solamente, sino todauna colonia y un ejército con infantería, caballe-ría y artillería, para conquistar el mundo lunar.

A la una de la mañana aún no habíanconcluido la extracción de la sonda. Todavíafaltaban 10,000 pies, y había trabajo para unascuantas horas. Los fuegos se hallaban encendi-dos, según la orden del comandante, y la calde-ra estaba en presión, pudiendo partir la Sus-quehanna en aquel mismo momento.

En aquel instante (era la una y diecisieteminutos de la mañana) y cuando el tenienteBronsfield se disponía a entrar en su camarote,le llamó la atención un silbido lejano y repenti-no.

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Al principio creyeron sus compañerosque el silbido era causado por un escape devapor; pero al levantar la cabeza, observaronque el ruido se oía en las capas más lejanas delaire.

Aún no habían tenido tiempo de dirigir-se una pregunta, cuando el silbido adquirió unaintensidad espantosa, y de repente aparecióante sus ojos deslumbrados un bólido enorme,inflamado por la rapidez de la carrera y por elfrotamiento con las capas atmosféricas.

¡Aquella masa ígnea fue agrandándose asus ojos, cayó con el ruido del trueno sobre elbauprés de la corbeta, que quebró al nivel de laproa y se hundió en las olas con un estampidoatronador!

De haber caído unos pies más cerca, laSusquehanna hubiese zozobrado con tripula-ción y equipaje.

En aquel instante se presentó a mediovestir el capitán Blomsberry, y corriendo cómolos demás hacia el castillo de proa, preguntó:

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—Con vuestro permiso, señores, ¿quéha sucedido?

Y el joven guardiamarina, haciéndoseintérprete de todos, exclamó:

—¡Comandante, son “ellos”, que vuel-ven!

XXILlamamiento de J. T. Maston

Enorme emoción reinaba a bordo delSusquehanna. Oficiales y marineros olvidabanel terrible peligro que acababan de correr, laposibilidad de ser aplastados y hundidos, y nopensaban más que en la catástrofe con que ter-minaba aquel viaje: la empresa más atrevida delos tiempos antiguos y modernos, y que costabala vida a los atrevidos aventureros que la habí-an intentado.

“Son ellos que vuelven”, había dicho eljoven guardia, y todos le habían comprendido.

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Nadie ponía en duda que el bólido era el pro-yectil del “Gun-Club”. En cuanto a la suerte delos viajeros que encerraba, estaban divididaslas opiniones.

—Han muerto —decía uno.—Viven —respondía otro—. La capa de

agua es profunda y la caída ha sido amortigua-da por el agua.

—Pero les habrá faltado el aire —decíaotro—, y habrán muerto asfixiados.

—¡Quemados! —replica otro—. El pro-yectil no era más que una masa incandescenteal atravesar la atmósfera.

—¡No importa! —exclamó el capitán—.Vivos o muertos, hay que sacarlos del fondo delmar.

Mientras tanto, sus oficiales, y con supermiso, celebraban consejo. Se trataba de to-mar inmediatamente una resolución. La apre-miante era la de sacar el proyectil, operacióndifícil aunque no imposible. Sin embargo, lacorbeta no tenía máquinas a propósito, que

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habrían de ser de gran potencia y exactitudmatemática. Así, pues, resolvieron ir al puertomás cercano y avisar al “Gun-Club” de la caídadel proyectil,

Esta determinación fue tomada porunanimidad y sólo se discutió la elección delpuerto. La costa próxima no presentaba ningúnfondeadero hacia el grado veintisiete de latitud.Más arriba, por encima de la península deMonterrey, se encontraba la importante ciudadque le ha dado su nombre; pero situado en losconfines de un verdadero desierto, no comuni-caba con el interior por ninguna red telegráfica;y solamente la electricidad podía transmitirrápidamente la importante noticia de aquelsupuesto regreso.

A algunos grados más arriba se abría labahía de San Francisco. Por la capital del paísdel oro serían fáciles las comunicaciones con elcentro de la Unión. Forzando la máquina podíala Susquehanna llegar en menos de dos días al

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puerto de San Francisco. Debía partir, pues, sinretraso alguno.

Estaban encendidos los fuegos y se po-día aparejar inmediatamente. Como faltabanpor sacar 2,000 metros de sonda, el capitánBlomsberry, para no perder un tiempo preciosodecidió cortarla por la línea de flotación.

—Ataremos el cabo a una boya —dijo—y ésta nos indicará el punto en que ha caído elproyectil.

—Además —respondió el tenienteBronsfield—, sabemos exactamente nuestrasituación: 27° 7' de latitud Norte y 41° 37 delongitud Oeste.

—Bien, señor Bronsfield —respondió elcapitán—, con vuestro permiso, mandad cortarla cuerda.

Se lanzó al océano una fuerte boya re-forzada con berlingas. Se sujetó a ella el cabo dela sonda; expuesta únicamente al vaivén deloleaje, no podía derivar mucho.

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En aquel momento, el maquinista co-municó al capitán que había presión suficientepara marchar. El capitán dio gracias por el avi-so, y mandó hacer rumbo Noroeste. La corbetanavegó a todo vapor hacia la bahía de SanFrancisco. Eran las tres de la mañana.

Poco eran doscientas veinte leguas paraun buque de tan buena marcha como la Sus-quehanna. En treinta y seis horas devoró elespacio; y el 14 de diciembre, a la una y veinti-siete minutos de la noche, fondeaba en la bahíade San Francisco.

Al ver aquel barco de la marina nacio-nal, que llegaba a toda máquina, con el bauprésroto y el palo de mesana apuntalado, excitó lacuriosidad pública, y una compacta multitudinvadió los muelles, esperando el desembarco.

Así que hubieron fondeado, el capitánBlomsberry y el teniente Bronsfield pasaron aun bote provisto de ocho remeros, que los llevóprecipitadamente a tierra; saltaron al muelle.

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—¿Dónde está el telégrafo? —preguntaron sin responder a las mil interpela-ciones que todo el mundo les dirigía.

El oficial del puerto los condujo en per-sona a la oficina del telégrafo, en medio de unagran multitud de curiosos.

Blomsberry y Bronsfield entraron en laoficina, mientras la multitud se apretujaba a lapuerta.

Momentos después un despacho salíaen cuatro direcciones distintas: “1a , al secreta-rio de la Marina, en Washington; 2a, al vicepre-sidente del “Gun-Club”, en Baltimore; 3a, alseñor J. T. Maston, Long's Peak, en las Monta-ñas Rocosas; y 4a., al director del observatoriode Cambridge, en Massachusetts.

El despacho decía:

Caído proyectil del columbia en el Pací-fico, el 12 de diciembre, a la una y diecisieteminutos de la mañana, a los 20° 7 de longitudNorte y 41° 27' de longitud Oeste. Enviad ins-

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trucciones, Blomsberry, comandante de la Sus-quehanna.

Cinco minutos después sabía la noticiatoda la ciudad de San Francisco. Antes de lasseis de la tarde, los diferentes Estados de laUnión conocían la catástrofe, y a las doce de lanoche toda Europa se había enterado por elcable del resultado de la gran tentativa ameri-cana.

El imposible describir el efecto produci-do en el mundo por aquel inesperado desenla-ce.

Al recibir el despacho, el secretario de laMarina envió por telégrafo a la Susquehannaorden de esperar en la bahía de San Francisco,sin apagar calderas; debía de permanecer día ynoche dispuesta a hacerse a la mar.

El observatorio de Cambridge se reunióen sesión extraordinaria, y, con la calma propiade las corporaciones científicas, discutió tran-quilamente el punto científico de la cuestión.

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En el “Gun-Club” hubo una verdaderaexplosión. Se hallaban reunidos todos los arti-lleros, y el respetable Wilcome, vicepresidentede la sociedad, estaba leyendo aquel despachoprecipitado, en que J. T. Maston y Belfast parti-cipaban haber visto el proyectil por medio delgigantesco reflector de Long's Peak. Esta co-municación añadía que el proyectil, retenidopor la atracción lunar, hacia el papel de subsa-télite en el mundo solar.

Ya sabemos la verdad sobre este punto.Al llegar el despacho de Blomsberry,

que contradecía terminantemente el telegramade J. T. Maston, se formaron dos partidos en elseno del “Gun-Club”: uno, el de los viajeros;otro, el de los que, dando más crédito a las ob-servaciones de Long's Peak, suponían que seequivocaba el comandante de la Susquehanna.En opinión de éstos, el supuesto proyectil noera más que uno de tantos bólidos que cruzanla atmósfera y que, al caer en la Tierra, habíaroto el botalón de la corbeta. No era fácil negar

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esta afirmación, ya que la velocidad del cuerpocaído había hecho imposible observarlo. El co-mandante de la Susquehanna y sus oficialespodían haberse equivocado con la mejor inten-ción. Había, no obstante, un argumento en sufavor, y era que si el proyectil había caído en laTierra, su encuentro con el esferoide terrestreno podía verificarse sino a los 27° de latitudNorte, y teniendo en cuenta el tiempo de rota-ción de la Tierra, entre el 41° y 42° de longitudOeste.

Como quiera que fuese, el “Gun-Club”acordó por unanimidad que el hermano deBlomsberry, Bilsby y el comandante Elphistonse trasladasen inmediatamente a San Franciscoy se determinaran los medios de sacar el pro-yectil de las profundidades del océano.

Tan excelentes hombres partieron al ins-tante, y el ferrocarril que debía muy prontoatravesar toda la América Central los condujo aSan Luis, donde los esperaban sillas de posta.

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Casi al mismo tiempo que el secretariode Marina, el vicepresidente del “Gun-Club” yel subdirector del observatorio recibían el des-pacho de San Francisco; el respetable J. T. Mas-ton sufría la emoción más violenta de toda suvida, emoción que se le había producido desdeel estallido de su célebre cañón, y que de nuevoestuvo a punto de costarle la existencia.

Se recordará que el secretario del “Gun-Club” había partido pocos instantes despuésdel proyectil, y casi tan de prisa como él, haciasu puesto de Long's Peark, en las MontañasRocosas. Le acompañaba el sabio Belfast, direc-tor del observatorio de Cambridge; apenas lle-garon al observatorio, ambos se instalaron ensus puntos y no se separaron un momento de laboca de su enorme telescopio.

Sabemos también que el gigantesco ins-trumento se había armado con las mismas con-diciones de los reflectores front view por losingleses.

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Esta disposición no hacía sufrir más queuna reflexión a los objetos, y por consiguienteera más clara la visión. De ahí resulta quecuando observaban J. T. Maston y J. Belfast, sehallaban en la parte superior del instrumento yno en la inferior; y llegaban a ella por una esca-lera de caracol, obra maestra de ligereza,abriéndose debajo de ellos aquel pozo de metal,terminado en un espejo metálico, y que medía280 pies de profundidad.

Pues bien, los sabios se pasaban la vidaen la estrecha plataforma dispuesta encima deltelescopio, y maldecían el día, que ocultaba laLuna a su vista; y las nubes, que la cubrían obs-tinadamente durante toda la noche.

Considérese cuál sería su alegría al po-der contemplar, en la noche del 5 de diciembre,el vehículo que conducía a sus amigos a travésdel espacio. Pero a aquel júbilo siguió un amar-go desengaño cuando, fiándose de observacio-nes incompletas, enviaron su primer telegramacon la afirmación equivocada de que el proyec-

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til se había convertido en satélite de la Luna, yque gravitaba en una órbita inmutable.

A partir de entonces, el proyectil nohabía vuelto a presentarse a su vista, lo cual seexplicaba tanto más fácilmente cuanto que pa-saba detrás del disco invisible a la Luna. Perocuando debió aparecer de nuevo sobre el discovisible, puede juzgarse la impaciencia de J. T.Maston y de su compañero, no menos impa-ciente que él. A cada minuto de la noche creíanver de nuevo el proyectil y no lo veían. De ahínacían entre ellos discusiones constantes y dis-putas violentas, Belfast afirmando que el pro-yectil no estaba visible, y J. T. Maston soste-niendo que saltaba a los ojos.

—¡Es el proyectil! —repetía J. T. Maston.—¡No tal! —respondía Belfast—. Es un

alud que se desprende de una montaña lunar.—¡Pues bien, mañana lo veremos!—No, ya no se le verá más! Va a ser

arrastrado al espacio.—¡No!

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—¡Sí!Y en aquellos momentos en que llovían

interjecciones, la irritabilidad bien conocida delsecretario del “Glun-Club” constituía un peli-gro permanente para el respetable Belfast.

Pronto se les hubiera hecho imposibleaquella vida en común; pero un suceso inespe-rado cortó de repente las eternas discusiones.

En la noche del 14 al 15 de diciembre,los dos irreconciliables enemigos se hallabanocupados en observar el disco lunar. J. T. Mas-ton injuriaba, según su costumbre, al sabio Bel-fast, que se enfurecía a su vez. El secretario del“Gun-Club” sostenía por enésima vez que aca-baba de divisar el proyectil, añadiendo quehabía visto la cara de Miguel Ardán a través delcristal de una de las lumbreras.

Y apoyaba sus argumentos con adema-nes que su garfio hacía temibles. En aquel ins-tante (eran las diez de la noche) llegó a la plata-forma el criado de Belfast y entregó a su amo

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un pliego que contenía el telegrama del co-mandante de la Susquehanna.

Belfast rompió el sobre, leyó el conteni-do y profirió un grito.

—¿Qué es? —dijo J. T. Maston.—¡El proyectil!—¿Qué ha pasado?—¡Ha caído en la Tierra!Un nuevo grito, más bien un alarido, les

respondió.Se volvió a J. T. Maston, y no le vio. El

desdichado, que se había inclinado impruden-temente sobre el tubo de metal, había despare-cido en el inmenso telescopio. ¡Una caída de280 pies! Belfast, fuera de sí, se precipitó al ori-ficio del reflector, y suspiró. J. T. Maston, dete-nido por su garfio de metal se había quedadoenganchado en uno de los puntales que mante-nían abierto el telescopio, y profería gritos te-mibles.

Llamó a sus ayudantes, se echaroncuerdas y, no sin trabajo, sacaron al imprudente

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secretario del “Gun-Club”, que salió sano ysalvo por el orificio superior.

—¡Ah! —dijo—. ¡Si llego a romper el es-pejo!

—Lo habrías pagado —respondió seve-ramente Belfast.

—¿Dónde ha caído ese maldito proyec-til? —preguntó J. T. Maston.

—¡En el Pacífico!—¡Partamos!Un cuarto de hora después, los dos sa-

bios bajaban la cuesta de las Montañas Rocosas,y a los dos días llegaban a San Francisco almismo tiempo que sus amigos del “Gun-Club”,después de reventar cinco caballos en el caminosalieron al encuentro.

—¿Qué vamos a hacer? —dijeron.—Pescar el proyectil —respondió J. T.

Maston.—Y cuanto antes.

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XXIIEl salvamento

Sabían con toda exactitud el sitio en queel proyectil se había sepultado en las aguas;pero faltaban instrumentos para cogerlo y sa-carlo a la superficie; era preciso inventarlos yfabricarlos luego. Mas los ingenieros america-nos no se apuraban por tan poca cosa.

Una vez colocados los garfios, y ayuda-dos por el vapor, estaban seguros de levantar elproyectil, a pesar de su peso, que, por lo demás,debía de ser menor, por la densidad del líquidoen que se hallaba sumergido.

Pero no bastaba pescar el proyectil, sinoque había que hacerlo pronto, en interés de losviajeros. Nadie dudaba de que todavía estabanvivos.

—Sí —repetía sin cesar J. T. Maston, cu-ya confianza animaba a todo el mundo—, nues-tros amigos son hombres de talento, y no pue-den haber caído como tontos. Están vivos y

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muy vivos; y, por lo tanto, hay que darse prisa,para encontrarlos en este estado. ¡No se pre-ocupen por los víveres ni por el agua; porquede ambas cosas llevan para mucho tiempo! ¡Pe-ro el aire, el aire! ¡Eso es lo que va a faltarles, ypor lo tanto hay que apresurarse!

Y se apresuraron, en efecto. La Susque-hanna se aprestaba para su nuevo destino. Sedispusieron sus máquinas para maniobrar conlas cadenas del tiro. El proyectil de aluminio nopesaba más de 19,230 libras, peso mucho menosque el del cable trasatlántico, que fue levantadodel mismo modo. La única dificultad era laforma cilindro-cónica del proyectil, que le hacíadifícil de sujetar.

Para obviar este inconveniente, el inge-niero Murchison corrió a San Francisco, mandóconstruir garfios enormes de un sistema auto-mático, que, una vez sujeto al proyectil entresus enormes tenazas, no le soltaría más. Mandópreparar asimismo escafandras, que bajo lacubierta impermeable y resistente, permitían a

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los buzos reconocer el fondo del mar, y embar-có también a bordo de la Susquehanna aparatosde aire comprimido, muy ingeniosamente dis-puestos. Eran camarotes con lumbreras, y queel agua, introducida en ciertos compartimien-tos, podía arrastrar a grandes profundidades.Estos aparatos existían en San Francisco, dondehabían ido para la, construcción de un diquesubmarino; y era una fortuna, porque no,hubiera habido tiempo para construirlos,

No obstante, a pesar de la perfección deaquellos aparatos y del talento de los sabiosque habían de usarlos, el éxito de la operaciónno era muy seguro, ni con mucho. ¡Cuántaseventualidades, desconocidas, puesto que setrataba de buscar el proyectil a veinte mil piesbajo el agua! Además, aun en el caso de quepudiera sacársele a la superficie, ¿cómo habíanpodido los viajeros soportar el golpe que, sinduda, los veinte mil pies de agua no habríanpodido amortiguar?

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Finalmente, había que darse mucha pri-sa y J. T. Maston apremiaba día y noche a susobreros. Él, por su parte, se hallaba dispuesto aponerse la escafandra y a ensayar los aparatosde aire, para reconocer la situación de sus vale-rosos amigos.

No obstante, a pesar de la diligenciaempleada para la fabricación de los diferentesaparatos, a pesar de las considerables sumasqué puso a disposición del “Gun-Club” el Go-bierno de los Estados Unidos, pasaron cincodías mortales, ¡cinco siglos! antes de que estu-vieran terminados los preparativos. Duranteeste tiempo, la opinión pública se hallaba so-breexcitada en el más alto grado. Por todo elmundo se cruzaban telegramas pues el salva-mento de Barbicane, Nicholl y Miguel Ardánhabía llegado a ser un asunto internacional.Todos los pueblos que habían tomado parte enel empréstito al “Gun-Club” se interesaban enla salvación de los viajeros.

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Se embarcaron, por fin, a bordo de laSusquehanna las cadenas de tiro, las cámarasde aire, los garfios automáticos y todo lo de-más. J. T. Maston el ingeniero Murchison y losdelegados del “Gun-Club” ocupaban ya suscamarotes.

No había más que partir.A las ocho de la noche del 21 de diciem-

bre zarpó la corbeta con un mar hermoso, unabrisa del noroeste y un frío bastante vivo. Todala población de San Francisco se apiñaba en losmuelles, conmovida, pero muda, guardandolos vítores para la vuelta.

Se dio la máxima tensión al vapor, y lahélice de la Susquehanna la empujó con rapi-dez fuera de la bahía.

Inútil es referir las conversaciones de abordo entre los oficiales, marineros y pasajeros.Todos aquellos hombres tenían un solo pensa-miento. Todos aquellos corazones palpitabanbajo la misma emoción. ¿Qué hacían Barbicaney sus compañeros, mientras los otros corrían a

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socorrerlos? ¿Se hallarían en estado de intentaralguna atrevida maniobra para conquistar sulibertad? Nadie podía decirlo. ¡La verdad esque cualquier medio es insuficiente! Aquellaprisión de metal sumergida en el océano a dosleguas de profundidad, desafiaba los esfuerzosde los prisioneros.

El 23 de diciembre, a las ocho de la ma-ñana, después de una rápida travesía, la Sus-quehanna debía hallarse en el sitio del siniestro;pero fue preciso esperar hasta el mediodía paraobtener la altura con exactitud; la boya quesujetaba la sonda no se había visto.

A las doce, el capitán Blomsberry, ayu-dado de sus oficiales, que verificaban la obser-vación, tomó la altura en presencia de los dele-gados del “Gun-Club”. Hubo entonces un mo-mento de ansiedad. Determinada la situaciónde la Susquehanna, resultó hallarse unos cuatrominutos al Oeste del sitio en que el proyectilhabía desaparecido en el agua tras la estrepito-sa caída.

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Se dio, pues, a la corbeta, el rumbo ne-cesario para llegar a aquel punto.

A las doce y cuarenta y siete minutos, seencontró la boya, que se hallaba en buen estadoy debía haber derivado un poco.

—¡Por fin! —exclamó J. T. Maston.—¿Empezamos? —preguntó el capitán

Blomsberry.—Sin perder un instante —respondió J.

T. Maston.Se adoptaron las precauciones necesa-

rias para que la corbeta permaneciese casi in-móvil.

Antes de, pensar en coger el proyectil,quiso el ingeniero Murchison reconocer la posi-ción del fondo oceánico. Los aparatos submari-nos destinados a ese reconocimiento recibieronsu provisión de aire. El manejo de tales apara-tos no deja de ser peligroso, porque a 20,000pies bajo de la superficie de las aguas y su-friendo tan grandes presiones, se hallaban ex-

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puestos a roturas cuyas consecuencias seríanrealmente terribles.

J. T. Maston, el hermano de Blomsberryy el ingeniero Murchison, sin cuidarse de talespeligros, ocuparon un puesto en las cámaras deaire. El comandante presenciaba la operacióndesde el puente, dispuesto a detener o soltarlascadenas, según fuera necesario. Se había des-embarazado la hélice y dirigido la fuerza de lasmáquinas al cabrestante, que en un momentopodía izar los aparatos a bordo.

Comenzó el descenso a la una y veinti-cinco minutos de la tarde; y la cámara, arras-trada por sus recipientes llenos de agua, des-apareció bajo la superficie del océano.

Los oficiales y marineros de a bordo di-vidían ya su interés entre los prisioneros delproyectil y los del aparato submarino. En cuan-to a éstos, se olvidaban de sí mismos, y pega-dos a los cristales de las lumbreras, observabanatentamente las masas líquidas que atravesa-ban.

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La bajada fue muy rápida; a las dos ydiecisiete minutos, J. T. Maston y sus compañe-ros habían llegado al fondo del Pacífico, Peronada vieron a no ser un desierto árido, que ni lafauna ni la flora marítima animaban ya. A laluz de sus lámparas provistas de fuertes reflec-tores, podían observar las oscuras capas deagua en un radio muy extenso, pero el proyectilpermanecía invisible para ellos.

Es imposible describir la impaciencia deaquellos atrevidos buzos. Como su aparato sehallaba en comunicación con la corbeta, hicie-ron una señal convenida de antemano, y laSusquehanna paseó por espacio de una milla lacámara, suspendida a unos cuantos metros delsuelo.

En esa forma exploraron toda la llanurasubmarina engañados a cada instante por ilu-siones de óptica que les traspasaban el corazón.Aquí una roca, allí una desigualdad del suelo;les parecía el proyectil deseado; pero luego re-conocían su error y se desesperaban.

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—Pero ¿dónde están? ¿Dónde están? —exclamaba J. T. Maston.

Y el infeliz llamaba a gritos a Nicholl,Barbicane y. Miguel Ardán; ¡como si sus pobresamigos pudieran oírle, y menos responderle, através de aquel medio impenetrable!

Así continuaron las investigaciones,hasta el momento en que el aire viciado obligóa los buzos a subir. Esta operación duró desdelas seis hasta las doce de la noche.

—Hasta mañana —dijo J. T. Maston, alponer el pie en la cubierta de la corbeta.

—Sí —respondió el capitán Blomsberry.—Yen otro sitio.—Sí.Aún no desconfiaba del éxito J. T. Mas-

ton, pero sus compañeros, menos animados yaen las primeras horas, comprendían toda ladificultad de la empresa. Lo que parecía facilí-simo en San Francisco, en medio del océano sepresentaba ya como irrealizable. Las probabili-dades de éxito disminuían en gran proporción,

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y había que confiar a la casualidad el hallazgodel proyectil.

El día siguiente, 24 de diciembre, a pe-sar de las fatigas de la víspera, se emprendió denuevo la operación. La corbeta se corrió a unoscuantos minutos al Oeste, y el aparato, provistode aire condujo otra vez a los exploradores a lasprofundidades del océano.

Todo el día se pasó en pesquisas infruc-tuosas; el lecho del mar estaba desierto; el 25transcurrió sin resultado y lo mismo el 26.

Esto era desesperante. Todos pensabanen aquellos desventurados que llevaban veinti-séis días encerrados en el proyectil. Quizá sin-tieran en aquel momento los primeros ataquesde asfixia, si es que habían salido salvos de lacaída. El aire se agotaba, y con el aire, el valor,el ánimo.

—El aire puede ser —respondía siempreJ. T. Maston—; pero el valor, no.

El 28, después de otros dos días de re-conocimiento, se perdió toda esperanza. Aquel

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proyectil era un átomo en la inmensidad delmar; había que renunciar a encontrarlo.

Pero J. T. Maston no quería oír hablar demarcharse; no, quería abandonar el sitio sinencontrar por lo menos la sepultura de susamigos. Sin embargo, el comandante Blomsbe-rry no podía obstinarse más, y a pesar de lasreclamaciones del digno secretario, dio ordende zarpar.

El 30 de diciembre, a las nueve de lamañana, la Susquehanna puso la proa al Nor-deste, con rumbo hacia la bahía de San Francis-co.

Eran las diez, la corbeta se alejaba dellugar de la catástrofe, a media máquina y comopesarosa, cuando el marinero que estaba devigía en el mastelero de gavia gritó de repente:

¡Una boya a sotavento!Los oficiales miraron el sitio indicado, y

por medio de sus anteojos reconocieron el obje-to señalado, que efectivamente, parecía, una deesas boyas que sirven para balizar los pasos de

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las bahías o de los ríos. Pero lo particular eraque en su vértice, que Sobresalía del agua cincoo seis pies, flotaba un pabellón. Aquella hojabrillaba al sol, como si sus paredes fueran deplata bruñida.

El comandante Blomsberry, J. T. Mas-ton, los delegados del “Gun-Club”, todos habí-an subido al puente y examinaban aquel objetoque flotaba a la ventura sobre las olas.

Todos miraban con febril ansiedad, peroen silencio, sin atreverse a formular el pensa-miento que se les ocurría.

La corbeta se acercó a menos de dos ca-bles; toda la tripulación se estremeció al reco-nocer el pabellón americano.

En aquel instante se oyó como un rugi-do. Era el bueno de J. T. Maston que acababa decaer sin sentido; porque, olvidándose de que subrazo derecho se hallaba reemplazado por ungarfio de hierro, quiso darse una palmada en lacabeza, y recibió un golpe terrible que le privódel conocimiento por completo.

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Lo levantaron y le prodigaron auxilioshasta que volvió en sí; y sus primeras palabrasfueron:

—¡Ah! ¡Tres veces brutos! ¡Cuatro vecesmentecatos! ¡Cinco veces estúpidos!

—Pero ¿qué pasa? —dijeron todos.—¿Que qué pasa?—¡Sí hable!—Pues, so tontos, pasa que el proyectil

no pesa más que diecinueve mil doscientas cin-cuenta libras.

—¿Y qué?—Y que desaloja veintiocho toneladas, o

sea cincuenta y seis mil libras; y, por consi-guiente, ¡flota!

Y con qué expresión acentuó la palabra¡flota! ¡Y era verdad! Todos aquellos sabioshabían olvidado esta ley fundamental; que porefecto de la ligereza específica, el proyectil,después de ser arrastrado en su caída hasta lasmayores profundidades del océano, tenía que

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volver naturalmente a la superficie. Y en aquelmomento flotaba a merced de las olas...

Inmediatamente se echaron al mar losbotes, precipitándose a ellos J. T. Maston y susamigos. La emoción había llegado al colmo;todos los corazones palpitaban mientras las¡anchas se acercaban al proyectil. ¿Qué conten-dría? ¿Vivos o muertos? ¡Vivos, sí! Vivos a noser que la muerte hubiera venido a Barbicane ya sus dos amigos después de haber enarboladoaquel pabellón.

En los botes reinaba un profundo silen-cio; todos los corazones latían agitados; los ojosno veían ya. Una de las lumbreras estaba abier-ta. Algunos pedazos de cristal que habían que-dado en el marco, probaban que se había roto.Esa lumbrera se hallaba entonces a la altura decinco pies sobre las aguas.

Se acercó una lancha, la de J. T. Maston,y éste corrió hacia el cristal roto...

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En aquel momento se oyó la voz alegrey clara de Miguel Ardán, que gritaba con acen-to de triunfo:

—¡Blancas, Barbicane, cerrado a blancas!Barbicane, Miguel Ardán y Nicholl ju-

gaban al dominó.

XXIIIConclusión

No se habrá olvidado la inmensa simpa-tía que acompañó a los tres viajeros en el mo-mento de su partida. Dada la emoción que, tan-to en el antiguo mundo como en el nuevo,habían levantado al acometer su empresa, ¿cuálno sería el entusiasmo que había de acogerlos ala vuelta? Los millones de espectadores quehabían invadido la península de la Florida, ¿nocorrerían al encuentro de aquellos aventureros?¿Aquellas legiones de extranjeros que habíanacudido de todos los puntos del Globo a las

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riberas americanas, abandonarían el territoriode la Unión sin volver a ver a Barbicane, Ni-choll y Miguel Ardán? No, la ardiente pasióndel público debía responder dignamente a lagrandeza de la empresa. Unos seres humanosque habían dejado el esferoide terrestre y vol-vían a él después de aquel extraño viaje a losespacios celestes, no podían menos de ser reci-bidos como lo será el profeta Elías cuandovuelva a la Tierra. Verlos primero, oírlos des-pués, he ahí el deseo general, deseo que se iba arealizar muy pronto, para todos los habitantesde la Unión americana.

Barbicane, Miguel Ardán, Nicholl y losdelegados del “Gun-Club” llegaron sin demoraa Baltimore, donde fueron recibidos con indes-criptible entusiasmo. Estaban próximas a publi-carse las notas del presidente Barbicane. ElNew York Herald compró el original a un pre-cio que aún se ignora, pero que debió de serelevadísimo. En efecto, durante la publicacióndel Viaje a la Luna, la tirada de aquel periódico

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llegó a cinco millones de ejemplares. A los tresdías de la vuelta de los viajeros a la Tierra, sesabían ya los menores detalles de su expedi-ción: no quedaba más que ver a los héroes deaquella empresa sobrehumana.

La exploración de Barbicane y sus ami-gos alrededor de la Luna había permitido eldominio del satélite de la Tierra. Aquellos sa-bios lo habían observado de visu, y en condi-ciones particulares, Se sabían ya los sistemasque debían desecharse y los que debían acep-tarse, sobre la formación del astro, sobre suorigen y sobre su habitabilidad. Se conocían lossecretos de su pasado, su presente y su porve-nir. ¿Qué objeciones podían oponerse a unosobservadores concienzudos que habían medidoa menos de 40 kilómetros aquellas curiosasmontañas de Tycho, la más extraña del sistemaorográfico lunar? ¿Qué podía responderse a lossabios cuyas miradas habían penetrado en losabismos del circo de Platón! ¿Cómo contradecira aquellos hombres osados, a quienes los azares

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de su tentativa habían conducido hasta la parteinvisible del disco lunar? Había ya derecho aponer límites a esa ciencia selenográfica quehabía formado el mundo lunar, como Cuvier elesqueleto de un fósil, y decir: ¡la Luna fue unmundo habitable y habitado antes qué la Tie-rra! ¡La Luna es hoy un mundo inhabitable einhabitado!

Deseoso el “Gun-Club” de celebrar lavuelta del más ilustre de sus miembros y de susdos compañeros, organizó un banquete, peroun banquete digno de los triunfadores y delpueblo americano, en tales condiciones, quepudieran tomar parte en él todos los habitantesde la Unión.

Todas las cabezas de línea de los ferro-carriles del Estado se pusieron en comunicaciónpor medio de carriles volantes. En todas lasestaciones, empavesadas con las mismas ban-deras y adornadas del mismo modo, se dispu-sieron mesas servidas uniformemente. A unahora determinada con exactitud por medio de

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relojes eléctricos que iban al segundo, se invitóa las poblaciones a sentarse a las mesas delbanquete.

Durante cuatro días, desde el 5 al 9 deenero, estuvieron suspendidos los trenes, comolo están el domingo todos los ferrocarriles de laUnión, y todas las vías quedaron libres.

Sólo una locomotora de gran velocidad,y que arrastraba un coche de honor, tuvo per-miso para circular aquellos cuatro días por losferrocarriles de los Estados Unidos.

La locomotora, ocupada por un maqui-nista y un fogonero, conducía por favor espe-cial, al respetable J. T. Maston, secretario del“Gun-Club”.

El coche conducía al presidente Barbi-cane, al capitán Nicholl y a Miguel Ardán.

Al silbido del maquinista y entre todaclase de aclamaciones, partió el tren de la esta-ción de Baltimore marchando con una veloci-dad de 80 kilómetros por hora. Pero ¿qué eraesa velocidad comparada con la que impulsaba

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a los tres compañeros al salir del columbia dis-parados a la Luna?

En esa forma, fueron pasando de ciudaden ciudad, encontrando a su paso a las pobla-ciones sentadas a la mesa, y que les saludabancon las mismas aclamaciones y los mismosaplausos. Así recorrieron el Este de la Uniónatravesando Pensilvanla, Connecticut, Massa-chusetts, Vermont, Maine y Nueva Brunswick;cruzando el Norte y el Oeste por Nueva York,Ohio, Michigan y Wisconsin; bajaron de nuevoal Sur por Illinois, Missouri, Arkansas, Tejas yla Luisiana; corrieron al Sudeste por Alabama yla Florida; subieron de nuevo por la Georgia ylas Carolinas; visitaron el centro de Tennesse,Kentucky, Virginia e Indiana y luego, desde laestación de Washington, volvieron a Baltimore;pudiendo asegurarse en aquellos cuatro días,que todo el pueblo de los Estados Unidos deAmérica sentado en un inmenso banquete, loshabía saludado con indescriptible entusiasmo.a un mismo tiempo.

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¡Digna apoteosis de aquellos tres héroes,a quienes la fábula hubiera elevado seguramen-te a la categoría de semidioses!

Y ahora preguntamos: ¿Produciría al-gún resultado práctico esta tentativa sin prece-dentes en los anales de los viajes? ¿Se establece-rán alguna vez comunicaciones directas con laLuna? ¿Se fundará un servicio de navegación através del espacio, para recorrer el mundo so-lar? ¿Se podrá ir de uno a otro planeta, de Júpi-ter a Mercurio, y más adelante de una a otraestrella, de la Polar a Sirio? ¿Habrá, en fin, unsistema de locomoción que permita visitar esossoles que pululan en el firmamento?

No es fácil responder a esas preguntas;pero, dado el audaz ingenio de la raza anglosa-jona, a nadie extrañará que los americanoshayan procurado sacar partido de la tentativadel presidente Barbicane.

As!, al poco tiempo de la vuelta de losviajeros, el público recibió con marcado favor elanuncio de una Sociedad en Comandita (Limi-

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tada) con un capital de cien millones de dóla-res, dividido en cien mil acciones de a mil dóla-res, con el nombre de “Sociedad Nacional deComunicaciones Interestelares”. Su presidenteera Barbicane; su vicepresidente, el capitán Ni-choll; secretario de la administración, J. T. Mas-ton; y director de los movimientos, Miguel Ar-dán.

Y como es propio del carácter americanopreverlo todo en los negocios, hasta las quie-bras, se nombró de antemano juez comisario alrespetable Harry Treloppe, y síndico a Francis-co Dayton.