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LA VERDAD SOBRE MAUTHAUSEN José de Dios Amill 1

Amill, J. de D.- La Verdad. Sobre Mauthausen DOC

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LA VERDAD SOBRE MAUTHAUSENJosé de Dios Amill

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José de Dios AmillNació en la ciudad de Fraga (Huesca) el 10 de julio de 1910. Su infancia transcurrió entre la escuela, la barbería de su padre y la lectura. Su espíritu aventurero le llevó a abandonar la casa paterna durante un año, siendo un adolescente. En los momentos de la guerra civil española, y por iniciativa personal, quiso organizar una biblioteca en Fraga con los libros recogidos de diversos particulares ausentes en esas fechas en la localidad. Nombrado Consejero Local de Cultura organizó actividades de cine, teatro y otros ocios. Debido a su participación en actividades Republicanas pasó a Francia, donde los alemanes lo deportaron al campo de exterminio de Mauthausen, lugar en que ya concibió estas memorias si salía con vida de él. Por circunstancias políticas no pudo regresar a su ciudad natal hasta el año 1947, lugar en el que reside en la actualidad, desde el cual ha escrito estas memorias y recuerdos.

Publica: LA CASA DE FRAGA A BARCELONA

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Primera edición: 8 de mayo de 1995© Juan de Dios Amill Edita: Sírius edicions.Apartado de Correos 2482, 08080 Barcelona Publica: LA CASA DE FRAGA A BARCELONA

Composición y diseño: Alastruey A.G.. SLImpresión: Romanyá Valls. SA. c/ Verdaguer, 1 Capellades (Anoia) ISBN: 84-86685-24-9 Depósito legal: B. 26.108 - 1995Printed in Catalonia - Impreso en CatalunyaEstas memorias empezaron a geslarsea los tres meses de mi liberación. Fue entonces cuandopensé en escribir mis vivencias en los diversos campos de concentración donde estuve internado durante casi cinco años. Aunque estuve en tres campos distintos, estos dependían de Mauthausen, por eso le puse por titulo «La verdad sobre Mathausen». Tras escribir la mitad de estas memorias, abandoné el trabajo por un tiempo aunque conservé los escritos a través de los años. Casi lo había dejado en el olvido cuando Lolin Casanovas, mi sobrina, insistió para que continuase y consiguió que, a vuelo de pluma, escribiera todo lo que mefaltaba. Es a ella a quien dedico este relato, y también a Eduardo Escot, sin cuya ayuda tampoca hubiese podido escribirlo, pues él evitó, con su amistad incondicional, que pereciese en aquel antro. Por tanto, con el mayor afecto a los dos, les dedico estas memorias.

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ContenidoPRÓLOGO............................................................................5EN PODER DE LOS ALEMANES.........................................9MAUTHAUSEN, CAMPO DE MUERTE.............................31LA CANTERA.....................................................................74COMANDO BRESTEIN................................................110STEYR.............................................................................164EL REGRESO.................................................................210

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PRÓLOGOQuerido amigo:Me pones en un aprieto. Me pides que haga una cosa que no sé

hacer: escribir el prólogo de tus manuscritas memorias, tratando de lo que pasamos juntos en los campos de concentración alemanes.

Escribir es un arte que yo no poseo. Cuando se viene al mundo, pienso que cada uno está dotado de unas determinadas cualidades. En lo que a mi concierne no fui agraciado con ningún don relevante; he ido siempre por el mundo con un halo de cosas medianas. No me entristece pues recordando al poeta... «halló la respuesta viendo que otro sabio iba cogiendo las hierbas que él arrojó», me hace pensar que todo es relativo.

Cuando se escribe un prólogo a unos escritos es que se ha leído antes el contenido de los mismos, para poder opinar y situarse en el contexto. Este no es mi caso. No obstante, confio en tu providad, en el respeto que tú tienes a la verdad, en tu conciencia de querer ser justo y por tanto enemigo de querer falsificar la Historia.

Tengo que decirte que lo que tú haces, esto de escribir las memorias de tu estancia en los campos de concentración nazis, cuando ya han pasado 47 años desde que fuimos liberados, y por tanto, en un momento en que nuestras edades respectivas hacen que las facultades intelectuales y la fuerza de trabajo tiendan a disminuir seriamente, muestra tu obstinación sin límites cuando te empeñas en conseguir una cosa.

Tu decisión es una especie de coquetería «comme un coup de pied au destín» porque te maltrató, pero no te rindió.

De nuestra vida en los campos nazis, donde perdimos nuestra categoría de hombres, para ser simplemente un número, voy a recordarte algunos momentos que ignoro si tú habrás tratado en tus memorias.

Naturalmente, habría que saber escribir para darle emoción y contenido a lo que voy a narrar y que pasamos juntos. En comparación de los relatos de Oscar Wilde en Mis prisiones es una nimiedad en lo que respecta a los sufrimientos; pero como está bien escrito y era

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conocido, llegó a conmover a muchas gentes, incluso a los lectores de hoy en día.

Como digo, lo que ocurrió en Mauthausen el 21 de junio de 1941 entre nosotros dos y un grupo de jóvenes judíos holandeses que habían llegado unos días antes al campo, es digno de ser recordado. Nosotros ya llevábamos medio año allí. Ese día, como ya es conocido, fue la fecha del ataque de Alemania a la U.R.S.S. Fue casual, sin duda, que en esa misma fecha, nuestros verdugos decidieran hacer una desinfección total del campo. Aquella mañana nos concentraron a todos desnudos en medio de una plaza amurallada, que aún hoy existe, donde pasamos el día entero. Los fotógrafos de la S.S. nos hicieron un amplio reportaje para recordar el acontecimiento. Afortunadamente, fueron recuperadas y han dado la vuelta al mundo, conservándose una copia de las mismas en el Museo parisino de Historia Militar Les Invalides.

Por suerte para nosotros, aquel día no llovió y todos buscábamos el sol para calentar nuestros famélicos cuerpos. En un momento dado nos encontramos junto al grupo de jóvenes judíos holandeses. Como llevaban pocos días en el campo, estaban en un estado físico normal. A nosotros nos parecieron gigantes. La idea de que procedían de un país rico, seguramente miembros de familias adineradas, bien instruidos y de atlética prestancia, nos indujo a dirigirnos hacia ellos y entablar una conversación que aún llega a mi memoria a pesar de aquellos días lejanos.

El lado absurdo de nuestra existencia se observa en momentos como éste, en que unos y otros cambian de ideas, sintiéndonos víctimas, esclavos del mismo opresor criminal; y en aquel momento particular, viéndonos a las puertas de la muerte, aún éramos capaces de juzgar el presente y el futuro de nuestras vidas. Uno de ellos tuvo la idea de preguntarnos adonde pensábamos ir después de la guerra. Aquello nos pareció anacrónico. No éramos nadie, gente sin patria, sin futuro.

Nosotros no podíamos imaginar que terminada la guerra, con la victoria de la democracia, pudiéramos volver a España. Quizá nunca perdimos la esperanza de volver, y eso debe justificarlo el hecho de

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que podamos contarlo. Aquellos jóvenes creían que nosotros éramos los vencidos y que ellos, tras una breve estancia, volverían a sus casas... No se dieron cuenta del peligro que tenían encima hasta dos semanas después. Ninguno de ellos quedó con vida ¿Te acuerdas?

La cantera de Mauthausen donde tuvimos la desgracia de trabajar juntos, incluso en los días de lluvia, donde con los cuerpos completamente mojados continuábamos trabajando, era un lugar donde sólo teníamos un pensamiento: el toque de las doce para comer sopa. Después de haber bebido aquel caldo, nos preguntábamos cuántos pedazos de patatas nos habían tocado. Nunca pudimos contarlos porque no aparecían...

El día lo pasábamos así, en la cantera. Por la mañana ya habíamos asistido en la bajada de la escalera al alucinante y terrible espectáculo de dar muerte a tantos compañeros de manera tan salvaje. Formados militarmente por grupos de trabajo y al mando de un capo, bajábamos todos la escalera... El último grupo era el de los judíos. Cuando ellos llegaban al primer escalón los paraban y esperaban que los demás grupos terminasen de bajar. Entonces los S.S., dispuestos frente a ellos y con el fusil cogido por el cañón, los ordenaban acercarse para aplastarles la cabeza. Algunos se lanzaban al precipicio suicidándose. La vida de los judíos era muy corta, cortísima, en Mauthausen. Al llegar la noche nos íbamos a dormir con toda la ropa mojada. Entonces cubríamos nuestras pobres carnes con mantas entre las cuales colocábamos la ropa con los deseos de hallarla seca a la mañana siguiente y vestirnos de nuevo con ella.

Esto lo hemos vivido nosotros, amigo De Dios. La gente puede preguntarse si es verdad lo que se dice de aquellos campos. La verdad es que resulta un milagro que nos hallemos todavía con vida.

Luego fue nuestro traslado a Brestein. Me acuerdo que lo deseábamos, y nos sentimos contentos cuando se nos asignó al grupo que debía partir para ese lugar. Llegamos a creer que peor que aquello no podía ser y quisimos probar fortuna. Terrible... Allí fue donde estuviste en peor estado físico. Tu fortaleza moral nunca quiso renunciar a quedarse en aquel nuevo lugar sino a salir vivo de allí. Estuvimos en los Alpes austríacos construyendo una carretera que fa-

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cilitara la comunicación de campesinos y ganaderos de aquellas regiones. Maldito lugar. Cuánta hambre padecida. Casi cada día nos preguntábamos en el tajo si la carreta tirada por bueyes que traía el pan habría llegado... Y a la vuelta del trabajo nos decían que no había carreta.

Los domingos, en vez de dejarnos descansar nuestros maltrechos y hambrientos cuerpos, el capo se distraía haciéndonos dar vueltas alrededor de la barraca de la cocina y, cuando pasábamos por delante de él, largaba un bastonazo al que menos se lo esperaba. Esta carretera y aquel lugar, como tú ya sabes, lo he visitado hace pocos años. No se olvida...

Mas tarde fuimos a Steyr. En esas fechas los alemanes ya daban por perdida la guerra y, coincidiendo con ese traslado, nuestra moral volvió a recobrarse. Aunque allí continuaron los horrores, aquello era otra cosa. Nuestros cuerpos habían sufrido ya tanto y estaban tan esqueléticos que era necesario mucho descanso para sentir algo de fuerzas. Pero allí llegamos para trabajar mucho. Recuerdo que sentíamos un enorme miedo de que se nos trasladara al campo de Gusen, donde se decía que moría mucha más gente. Trabajando en el almacén de piezas, hicimos lo posible para continuar los dos juntos. Tuvimos suerte. Otros de los que fueron trasladados con nosotros no tardaron mucho en fallecer.

Hoy, cuando ya llegamos al fin de nuestras vidas, todavía me resulta aciago recordar todo aquello que pasamos juntos y que por corresponder a tu amistad estoy volviendo a revivir. Ojalá no pase nadie por cosas semejantes.

Estoy seguro de que en tus escritos habrás recordado muchos momentos semejantes a estos por mí descritos. Ellos serán el testimonio de lo que fue parte de tu vida y la de una parte del género humano que vivió el horror. Gracias a tu testimonio, seguro que serás recordado de forma honorable por tu querida ciudad de Fraga.

Eduardo Escot

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EN PODER DE LOS ALEMANES

El cerco de los alemanes se estaba realizando más pronto de lo que esperábamos, por tanto dieron orden a la 86 Compañía de Trabajadores Españoles, de la que formaba parte como barbero, de abandonar al atardecer de aquel mismo día el lugar donde estábamos trabajando. Debíamos irnos a pie y a marchas forzadas a Dijon, ciudad francesa que se hallaba a ciento cincuenta kilómetros de Pommery, el pueblo donde nos encontrábamos.

Antes de partir quise escribir una carta a mi mujer para echarla en el primer buzón de correos que encontrase. En ella le rogaba que no me escribiese hasta que volviera a tener noticias mías pues nos íbamos y, de momento, no sabíamos a donde. En la carta, la última que pude escribir a mi esposa en el transcurso de cinco años, le decía entre otras cosas, como si se tratara de una premonición, que las vicisitudes de la guerra y los tiempos tan difíciles que atravesábamos podían dificultar que siguiéramos comunicándonos con la frecuencia que lo veníamos haciendo desde que nos separamos en Barcelona. Cada semana dos largas cartas habían sido un alivio a nuestra separación, aunque esta era sólo física; aquellas misivas, llenas de amor y esperanza, nos ayudaban a sobrellevar la distancia que el destino había puesto entre nosotros. Pero a pesar de todo, estas ausencias no hacían más que fortalecer el cariño que nos unía a través del tiempo y el espacio, y nuestra hija era el eslabón que encadenaba nuestras vidas.

No podía olvidar el sufrimiento de mi hija durante el tiempo que duró la frustrada operación que le practicaron en Barcelona. Esto era una espina que tenía clavada en el corazón y, aunque el solo pensamiento de su aspecto físico me atormentaba continuamente, vivía con la esperanza de llegar a tiempo para curarla de su cojera. Todo fue por un error médico y una segunda intervención quirúrgica sólo podía llevarse a cabo, a más tardar, antes de cumplir los siete años. Desgraciadamente, cuando pude regresar ella ya tenía once años; a pesar de ello hicimos todas las gestiones posibles pero ya era tarde, de modo que ella fue una más de las víctimas de la guerra. Su

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recuerdo, a la vez que era mi tormento, me traía a la mente lo adorable y cariñosa que era, el ideal de hija que unos padres puedan desear.

Mi carta iba dirigida a las dos. Con ella invocaba la esperanza de que todo pasaría y volveríamos a reunimos de nuevo, debíamos tener fe en el porvenir y, sobre todo, creer en nuestro amor. Les decía que no me olvidaran, que les escribiría de nuevo, como así fue, pero después de cinco largos años durante los cuales no supieron si estaba vivo o muerto.

Así pues, hacía el anochecer dejamos Pommery, el pequeño pueblo donde habíamos estado unos meses. Allí había hecho amistades de todo género por ser, además del barbero de la compañía, el peluquero de los soldados clases y del capitán, todos ellos del ejército francés, que eran los que ejercían el control de la Compañía de Trabajadores. Estaban alojados entre las casas más pudientes y, como yo iba a trabajar a domicilio, al mismo tiempo afeitaba y cortaba el pelo a los dueños e hijos de la casa. Ya que también era peluquero de señoras, peinaba a las madames jóvenes y mayores y de todo ello me sacaba mi buen dinero, pues me pagaban bien. Por tanto, puedo decir que dejé y me llevé un grato recuerdo de mi estancia en Pommery, cuyo vecindario salió a las puertas de sus casas para decirnos adiós.

No paramos de andar en toda la noche. Cuando ya debíamos haber avanzado unos veinte kilómetros aquello empezaba a ser muy fatigoso por lo que tres compañeros y yo decidimos abandonar la compañía, o sea, desertar e intentar buscar un medio de locomoción que fuera más rápido. En la oscuridad de la noche y sin decir nada a nadie, cuando de nuevo se emprendió la marcha, nosotros cuatro nos quedamos rezagados y así abandonamos la compañía.

La única manera de ganar terreno era hacernos con una bicicleta cada uno y así lo hicimos. La verdad es que no recuerdo cómo las adquirimos, sólo sé que no las compramos y tampoco nos las regala-ron pero... antes de apuntar el día todos tenían su bicicleta ¡menos yo! y sólo recuerdo cómo me apropié de la mia que fue la última en conseguir.

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Serían las cuatro de la madrugada aproximadamente cuando, caminando por una carretera con las tres bicicletas en busca de la ocasión para hacernos con la cuarta, llegamos a un cruce de carreteras. En el centro había una plazoleta en la que estaba instalado un carro cargado hasta los topes que, a pesar de la oscuridad, se distinguía por su volumen. De pronto, nos dimos cuenta de que en lo alto del carro brillaba algo que no era propio de sus atalajes. Poco a poco fuimos distinguiendo la forma de una bicicleta. Teníamos que conseguirla antes de que se hiciera de día y a través de todos los medios posibles, aunque estos fueran un tanto onerosos. De hecho, aquello iba a ser un hurto pero estábamos en guerra y se dispensaban muchas cosas. Los propietarios del carro eran, con seguridad, integrantes de una familia que formaba parte del éxodo general y ahora se encontraban durmiendo debajo, fatigados por el cansancio del día anterior. Por suerte, no les acompañaba ningún perro que pudiera ponerles sobre aviso.

Nos acercamos cautelosamente, sin hacer ruido, y pudimos ver algún brillo metálico de la bicicleta que debía estar atada con cuerdas. Me subí en los hombros de mi compañero más alto y llegué hasta ella. Corté las cuerdas con una navaja que llevaba conmigo, cogí la bicicleta y la fui bajando hasta el suelo con la ayuda de todos. Todo había salido bien pero, en el mismo momento en que monté en ella, se oyeron los gritos del dueño del carro. De poco sirvieron pues al poco rato ya estábamos lejos de aquella pobre gente.

De momento ya teníamos lo que queríamos: éramos cuatro compañeros, con un vehículo cada uno, dispuestos a correr a todo pedal para intentar salir del cerco que estaban llevando a cabo los alemanes. Comentamos que nuestros camaradas de la compañía, como debían hacer los ciento cincuenta kilómetros a pie hasta Dijon, no lograrían llegar antes de que se realizase el cerco. En cambio, nosotros teníamos más posibilidades de poder hacer esa distancia gracias a nuestras bicicletas (la mía, por cierto, era una maravilla, marca «Automoto», de paseo; era nueva, con todos los detalles que debe te-ner una bicicleta de lujo, y corría más que las de mis compañeros).

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En aquellos días de éxodo todo estaba abandonado, sobre todo las casas de campo, muy abundantes en Francia. Entrábamos en ellas a nuestras anchas y siempre encontrábamos algo de comer y de beber; incluso en algún que otro pueblo, a pesar de que casi todos se habían marchado, pudimos comprar algo de tabaco.

El tiempo era espléndido y soleado. Sin preocupaciones de ningún tipo, sin pensar en lo que nos esperaba, lo pasábamos muy bien. De manera inconsciente, nos reíamos y gastábamos bromas so-bre nuestra situación. La verdad es que andábamos un poco entonados por el vino que bebíamos de vez en cuando y que, además de calmar la sed, alejaba de nuestras mentes los malos pensamientos.

Siempre procurábamos ir por carreteras secundarias porque la Nacional iba hasta los topes de gente a la que evacuaban en carros, camionetas, turismos y algún carricoche. También se veían muchas motos y bicicletas pero la gran mayoría iba a pie, cargada de ropas y comida. Todos habían abandonado su hogar, lo habían dejado todo en busca de un lugar que les pusiera a salvo de la invasión del ejército alemán. También encontramos a soldados franceses que se retiraban sin orden ni concierto, sin oponer ninguna clase de resistencia, como un ejército vencido. Esta era una guerra que para la gran mayoría del pueblo francés carecía de mística, no había ningún ideal patriótico que pudiera exaltarles para combatir y consideraban que los ingleses debían venir para detener al ejército alemán.

El primer día no vimos nada que dejara intuir la proximidad de alguna acción bélica, ni siquiera vimos aviación de ningún bando. Esta calma casi bucólica de los bellos paisajes franceses, unida al buen deseo de conseguir nuestro objetivo, permitía tener la sensación de que la guerra estaba muy lejos de nosotros. Así, aquella noche de nuestro primer día de aventura decidimos pasarla en el bosque, no sin antes hacernos con un corderito que cogimos de un rebaño abandonado en un cercado. Después de una gran comilona a base de carne a la brasa y abundante vino, dormimos profundamente bajo las estrellas. En cuanto amaneció emprendimos la marcha y a la salida del sol ya habíamos recorrido unos cuantos kilómetros. Desde un altozano contemplamos la salida del sol por encima de una colina situada en

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dirección este, de donde tenían que venir los alemanes para invadir Francia. En aquella dulce mañana del mes de junio de 1940 sólo reinaba paz y silencio en la campiña francesa y parecía imposible que la guerra pudiese venir a turbar semejante placidez.

Aún muy de mañana entramos en un pueblo pequeño. Vimos que había mucha gente reunida y nos dimos cuenta de que estaban esperando a que la panadería del lugar sacase el pan del horno para venderlo. Todos los que pasaban por allí, al saber esta noticia, permanecían a la espera de conseguir un poco de pan, algo muy difícil de encontrar en aquellos turbulentos días y menos recién salido del horno. Así pues, nosotros también nos quedamos. Posiblemente no había nadie oriundo del pueblo porque el vecindario había sido evacuado en su totalidad, ni siquiera los que cocían el pan eran del lugar; seguramente se trataba de una familia de panaderos que, de paso por allí, habían visto una panadería vacía y habían pensado aprovechar la harina que llevaban para hacer una hornada para ellos y vender el resto.

Cuando ya estaban a punto de sacar el pan del horno, se oyó un gran vocerío: la aviación alemana venía del este. Nosotros, que también estábamos haciendo cola, al darnos cuenta de la llegada de los aviones corrimos en dirección norte atravesando la plaza del pueblo y, con ayuda de las bicicletas, pronto estuvimos fuera del lugar. Al llegar a la carretera empezaron a caer bombas, seguramente sobre la plaza donde debía haber más de doscientas personas. Nunca supimos si hubo víctimas; seguro que sí. Nosotros salimos raudos en dirección a Dijon.

Pedaleamos durante todo el día con nuestras bicicletas de paseo. Es probable que en aquella jornada hiciéramos más de cien kilómetros y, como no estábamos entrenados, sentíamos entre los muslos y los genitales unos escozores terribles. Lo que en un principio nos había producido gran placer, se transformó en un auténtico suplicio; correr por las carreteras de Francia como si se tratara de un tour devino un infierno que nos obligaba a descansar de vez en cuando o a marchar a pie. Aquella segunda noche dormimos bajo las estrellas, nos despertamos al alba y de nuevo emprendimos la marcha. A media

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mañana comprobamos que todas la carreteras, incluso las secundarias, estaban atestadas de una foule a la que evacuaban sin rumbo determinado. En unas proclamas escritas en francés, lanzadas

desde el aire por la aviación alemana, se mostraba un croquis de la situación militar y se aconsejaba a la población civil y militar que no caminara más ya que la plaza de Dijon, objetivo de todos los evacuados, había sido ocupada por el ejército del Führer. Por lo tanto, para evitar males mayores, conminaban a todos a que se quedasen donde estaban y advertían que dejasen libre la carretera para facilitar el paso del ejército alemán que, como no había frente de batalla establecido, se realizaría de inmediato. A pesar de las proclamas nosotros cuatro seguimos adelante durante todo el día aunque, a decir verdad, sin objetivo alguno.

Ya habíamos visto a la aviación alemana el día anterior mientras estábamos en la cola del pan y hoy volvimos a verla. A lo lejos se oía el ruido de los disparos de cañón. Pasamos por dos o tres pueblos que habían sido bombardeados por la aviación hacía pocas horas y recuerdo que vi, tirado en mitad de una calle, un aparato de hacer la permanente del cabello, sin hilos, marca Henry, que me trajo recuer-dos de otros tiempos pues había comprado uno igual para mi peluquería. También vino a mi memoria que, para poder pagar la entrada inicial, tuve que vender mi radio.

Al caer la tarde del tercer día nos metimos por una carretera de ínfimo orden que se convirtió en la misma ruta del infierno pues, de los cuatro camara-das que éramos, sólo yo llegué al final de la aventu-ra que emprendimos juntos y que nos condujo a Mauthausen, donde quedaron sus cenizas. Después de pasar la tarde sin toparnos con nadie, al atardecer nos cruzamos con un turismo descapotable que nos pareció alemán aunque no lo supimos con certeza. Más adelante, al cruzar un pequeño pueblo, en lo alto de una calle transversal vimos a un soldado alemán montado en un caballo y haciendo guardia. No nos quedó ninguna duda de que era un soldado del III Reich. Ya estábamos en la boca del lobo... fue entonces cuando empezamos a

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pensar, cada uno por su cuenta, en la suerte que nos podía esperar ya que éramos fugitivos de la España de Franco y lo menos que harían con nosotros sería entregarnos al Caudillo, que era tanto como una sentencia de muerte.

Con todo esto, no dejamos de pedalear. La tarde casi tocaba a su fin cuando vimos que en dirección contraria venia una tanqueta del ejército francés que no llevaba armas. Les hicimos señas para que parasen y así lo hicieron. Después de saludarnos les pusimos al corriente de lo que habíamos visto y que ellos ignoraban por completo. Aunque suponían que los alemanes estaban cerca, no conocían bien su situación así que volvieron por donde venían y nosotros continuamos pedaleando sin rumbo fijo. Habíamos descen-dido de la nube en la que habíamos estado sumidos desde que abandonamos la compañía.

A los pocos kilómetros encontramos otro pueblo controlado por los soldados franceses. Nos estaban esperando ya que los de la tanqueta les habían puesto en antecedentes de nuestro encuentro. Como prueba de su categoría militar sólo les quedaba a todos el uniforme pues sus armas las habían depositado en el ayuntamiento del pueblo como signo de rendición incondicional. Al mando de esta tropa había un teniente bastante joven quien, con cierta flema y sin sentimiento aparente, dijo que cuando llegaran los «boches» allí los encontrarían. A nosotros nos aconsejó que nos quedáramos a pasar la noche en el pueblo y, viendo muy próxima la oscuridad, aceptamos su propuesta.

Nos alojó en una casa de campo abandonada situada en las cercanías del pueblo y nos dio un poco de comida para la cena. Cenamos y nos aposentamos en una habitación de la planta baja cubierta de paja que, por lo que vimos, fue utilizada por evacuados la noche anterior. Nos dispusimos a dormir sin hacer un comentario sobre nuestra situación ni sobre la angustia y la inquietud que nos embargaban. Sabíamos de sobras que había llegado la hora de enfrentarnos a los nazis cuya cruz gamada se agigantaba en mí mente de forma progresiva.

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No supe las horas que habían transcurrido desde que nos acostamos cuando, de pronto, oímos gritos y voces ininteligibles en un idioma que, supusimos, sería alemán. Comprendimos que venían a por nosotros y que, con toda seguridad, el oficial francés nos había delatado. Penetraron con violencia, abriendo la puerta de una patada aunque sólo estaba entornada. A la luz de unas linternas y de un reflector, con las metralletas en posición de disparo, nos hicieron salir a la calle con los brazos en alto. Creo que nos preguntaban qué éramos pero no entendíamos su idioma. Sólo sabíamos decir que éramos civiles y no teníamos armas; no nos atrevíamos a revelar nuestra nacionalidad aunque ya lo sabían, por eso tuvimos la certeza de que el teniente francés nos había delatado indicándoles donde pernoc-tábamos. Después de registrarnos por si llevábamos armas, nos hicieron marchar hacía delante dejando que nos lleváramos todo lo que teníamos, incluso las bicicletas.

Pronto se hizo de día. Anduvimos unos quinientos metros y nos encerraron en un pequeño cercado de alambre -seguramente, un antiguo gallinero- bajo la vigilancia de un soldado bastante simpático que incluso nos invitó a fumar. También nos dijo, con gestos y como pudo, que Francia Kaputt y el capitalismo Kaputt , dándonos a entender que los alemanes hacían la guerra contra el capitalismo. Pensamos, por tanto, que ya teníamos algo en común pues nuestra guerra también había sido contra el capitalismo.

Después de los días transcurridos de radiante sol, aquel se presagiaba un poco lluvioso. Desde el amanecer no había parado de lloviznar por lo cual, teniendo en cuenta que nuestra ropa era de verano, a medía mañana ya estábamos calados. Alrededor de mediodía, cuando ya había parado de llover, se armó un gran barullo y no era para menos. A pocos metros de nosotros aparecieron dos tanques por la carretera, seguidos de dos grandes automóviles Mer-cedes descapotables que pararon justo enfrente de nuestra peculiar prisión. Nos sacaron de ella y nos condujeron a la ventanilla de uno de los coches. Estaba ocupado nada menos que por el mariscal Rommel y su Estado Mayor, según nos dijo más tarde el soldado que nos vigilaba. Sin bajar del vehículo, el mariscal se dirigió a nosotros en un

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castellano casi perfecto y nos dijo que en aquel momento no teníamos nada que temer, que seríamos puestos en libertad en cuanto nos arreglaran la debida documentación. Cuando terminó de hablarnos, desaparecieron los dos Mercedes a gran velocidad por la misma carretera que nosotros habíamos recorrido el día anterior.

De vuelta al cercado, nuestro guardia nos trajo algo de comida. Era más de mediodía y aún estábamos en ayunas. Después de comer volvió a invitarnos a fumar porque estaba muy contento con lo bien que les iba la guerra. Más tarde nos trasladaron a otro lugar y nos hicieron montar en la caja de una camioneta descubierta, sin abandonar las bicicletas, siempre custodiados por un par de soldados, metralleta en mano, que subieron con nosotros mientras un cabo se sentó junto al chófer en la cabina. Después de lo que nos había dicho el mariscal Rommel, nuestro talante estaba más tranquilo. La camioneta, que marchaba hacía el este, al poco rato dejó la carretera y se internó en un frondoso bosque. Aquello no nos gustó nada. Tras continuar durante un kilómetro por el bosque, la camioneta se paró. El cabo bajó de la cabina y ordenó a los dos soldados que nos hicieran bajar. Al ver que nos resistíamos, uno de ellos nos hizo saltar a patadas y empujones -del esfuerzo y el pánico, hubo uno de nosotros que se hizo encima sus necesidades-. Por nuestras mentes pasaron las mismas cosas. Estábamos convencidos de que nos iban a dar «el paseo», es decir, nos iban a fusilar en medio del bosque, que era lo que se hacía en España durante la guerra civil: llevaban a las víctimas a un bosque y las liquidaban a tiros, procedimiento que se denominaba «el paseo». Los cuatro nos creímos hombres muertos en breves instantes y yo pensé en mi familia y le dije adiós.

Este terror, para bien nuestro, duró poco. Los alemanes, que ni se dieron cuenta del mal momento que pasamos, nos dijeron por señas que teníamos que empujar la camioneta y todos, a excepción del chófer que permaneció al volante, nos pusimos a empujar. El vehículo tenía dificultades para avanzar porque iba sobrecargado y no podía atravesar un montículo de barro que se había formado en el camino de tierra después de la lluvia. Entre todos salvamos el obstáculo y volvimos a subir a la camioneta para reemprender la marcha. La

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verdad es que, una vez arriba, a nosotros se nos ensanchó el corazón porque el susto que pasamos fue de ordago. Los cuatro nos mirábamos y nuestros rostros reflejaban una leve sonrisa, como insinuando: «¡De buena nos hemos librado!».

A media tarde llegamos a un pueblo donde nos entregaron a la autoridad militar quien se hizo cargo de nosotros. Nos encerraron bajo llave en los servicios de un bar donde permanecimos durante dos días con una colchoneta y una manta para cada uno y la comida a las horas convenidas. Al tercer día, domingo, salimos a la calle. Después de andar un poco nos hicieron subir a un primer piso y comparecimos ante un oficial alemán que debía ser el jefe militar de aquella plaza. Dicho oficial, de mediana edad, muy bien plantado, vestía con pulcritud y elegancia: como era día festivo, en lugar del uniforme de campaña llevaba un pantalón tirado y una guerrera abrochada hasta el cuello con varios botones cruzados y algunas condecoraciones sobre el pecho. Después de tomarnos declaración, de un modo un tanto despectivo ordenó que recogiéramos nuestras cosas y nos hizo salir.

Cogimos nuestras pertenencias, que no eran muchas -aparte de las bicicletas que procurábamos no abandonar- y nos condujeron hasta el borde de una carretera. Allí vimos un gran contingente de soldados franceses prisioneros de guerra formando una larga columna a la que nos agregaron.

En aquel momento nos pareció que nuestra situación había mejorado un tanto porque hasta entonces siempre habíamos tenido encima a un guardia de vista, como si tuviera que vigilar presos de cierta trascendencia. Al encontrarnos entre miles de prisioneros, aquello nos alivió. A los soldados franceses les llamó la atención que cuatro civiles provistos de sendas bicicletas fueran incorporados a la fila. Como hablábamos mal que bien su lengua, les explicamos nuestro caso y les pareció bien, nos dieron cigarrillos y nos dijeron que no tardaríamos en llegar a Tul.

Por donde pasábamos, las gentes que salían a la carretera para ver pasar a sus compatriotas camino del confinamiento nos miraban y seguro que encontraban algo chocante en ver a cuatro civiles con una bicicleta cada uno. Los soldados estaban muy animados pues la guerra

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había terminado con un armisticio concertado entre los alemanes y el mariscal Petain y ellos no se consideraban prisioneros de guerra. Según el parecer de unos soldados con los que mantuvimos conversación, el retorno al hogar era cuestión de pocos días. Como ya he escrito anteriormente, esta guerra motivaba muy poco a los fran-ceses y no veían a los alemanes como enemigos tras firmar el tratado de paz. En realidad, aceptaban con cierto conformismo y como mal menor la capitulación del ejército francés, muy anticuado con respecto al ejército alemán que tenía una clara superioridad armamentística.

Pasamos por algunos pueblos, pequeños patelaines como lo denominaban los franceses, y vimos varios pasquines de propaganda alemana. Uno de ellos mostraba la imagen protectora de un soldado alemán sonriendo con un niño francés en sus brazos.

Al atardecer del mismo día llegamos a una cáseme, un gran centro militar. Era un verdadero complejo de edificaciones, con varios pabellones para albergar a miles de soldados, habilitado por los alemanes como centro de internamiento para los prisioneros franceses. Mientras tanto, a nosotros cuatro nos dispensaban el mismo trato que a ellos. Nos dieron un pequeño refrigerio y, como estábamos en verano, con poco nos arreglamos para pasar la noche.

A la mañana siguiente antes de salir el sol, nos hicieron formar en grupos de quinientos y después de contarnos nos hicieron romper filas para ir al comedor. No recuerdo el desayuno que nos dieron aquel día pero la comida siempre estuvo bien durante los seis meses que permanecimos allí.

Yo llevaba conmigo las herramientas propias del oficio de barbero, conservadas como un tesoro en una caja de madera que me hizo el carpintero de la Compañía de Trabajadores. Así que, en el patío y al aire libre, monté mi peluquería y no me faltaron clientes. El mismo día hice amistad con un peluquero francés que era judío y estaba enrolado en el ejercito. Los dos optamos por trabajar en colectividad y cada día nos sacábamos buenos francos ya que todos nos pagaban bien, aunque el precio era la voluntad; además estaban convencidos de que debían arreglarse el pelo porque iban a volver a casa de un momento a otro.

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A los pocos días de estar en aquel centro militar, los cuatro españoles que siempre fuimos juntos ya teníamos para nosotros una pequeña habitación. Seguramente había sido una oficina cuando estaba el ejercito francés pero ahora era nuestro habitáculo pues nos servía de dormitorio, de cocina, de cuarto de estar... Uno de los cuatro era cocinero -lo había sido ya en la compañía- y trabajaba como tal en la cocina del centro de prisioneros. Siempre traía algo de comida extra que nos servía para hacer alguna comilona aunque a las horas convenidas íbamos a comer al comedor. Todo el dinero que yo ganaba servía para sufragar los gastos que pudieran venir, según el acuerdo que habíamos establecido de tener un fondo común. Había un economato donde podíamos comprar muchas cosas; también una enorme cantina con una mesa de billar donde hice alguna partida de carambolas, pero era costoso acceder porque se jugaba por turno y había que esperar largas horas hasta que me tocara, además tenía que atender a mis clientes.

Los sábados y los domingos había función de cine. A los dos meses de estar allí se había organizado un grupo teatral, también había un grupo de variedades, pero lo mejor de todo era el conjunto musical que se formó con unos veinte músicos, todos ellos profesionales, al estilo de las grandes bandas de Norteamérica.

Entre aquellos a quienes corté el cabello había un capitán de las tropas coloniales francesas. Como también le afeitaba cada dos días y yo hablaba un poco el francés, hicimos cierta amistad y un día me propuso ser el peluquero de un gran grupo de jefes y oficiales coloniales, entre los cuales también estaban los mandos de la Legión Francesa. Me pareció bien y acepté. Dejé la peluquería al aire libre y sólo trabajaba para la oficialidad. Entre todos ocupaban un pabellón -eran unos setenta- y por tanto no me hacía falta nada más. El precio, según establecimos de común acuerdo, también era a la voluntad y a decir verdad todos me pagaban holgadamente aunque, eso sí, yo siempre procuraba hacerles un servicio óptimo. Ellos estaban contentos y yo también además pude enchufar a uno de mis camaradas que había sido sanitario de la Compañía de Trabajadores y se hizo cargo del cuidado de todos los oficiales coloniales a las órdenes de un

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médico. El grupo de oficiales estaba integrado, en su gran mayoría, por argelinos y marroquíes; el resto eran franceses. Por su graduación tenían ciertas prerrogativas y eran considerados como una clase superior al soldado raso. Estaban exentos de ir a trabajar y no sé cómo se las arreglaron pero también al sanitario y a mí nos excluyeron de hacer las corbées que a diario se formaban para ir a trabajar fuera. Sólo fui una vez a una de ellas, antes de dicha exclusión. Recuerdo que llegamos a la estación del ferrocarril de Tul y, nada más entrar donde estaba la via férrea, tuve la suerte de toparme con el vagón de un tren que estaba parado en la estación. Como si una mano protectora lo hubiese situado allí, en el vagón había un buzón de correos. Por suerte llevaba conmigo la carta escrita pocas horas antes de partir para Dijon y ni corto ni perezoso, la eché en el buzón. Tuve la sensación de que la tiraba al viento, a ver si por casualidad los aires la llevaban a través del espacio hasta donde estuviera mi mujer. Después de algunos años supe que sí la recibió pero no a través de los aires sino mediante el cartero que se la dio en mano. Después de dos o tres meses sin saber de mí, la recibió con gran emoción y alegría porque ahora sabia que me había salvado de la debacle de Francia, pero a pesar de ello, el contenido volvió a llenarla de zozobra y tristeza porque presagiaba el advenimiento de tiempos difíciles.

Donde fuimos a trabajar, cerca de la estación, nos dieron una pala a cada uno y nos pusimos a desescombrar en un patio descubierto. Nos vigilaban unos muchachos muy jóvenes de las Juventudes Hitlerianas que llevaban un uniforme muy llamativo y un brazalete con la cruz gamada en rojo. Por lo visto yo no manejaba la pala con mucha destreza -en mi vida había cogido una- y un jovencísimo guar-dián que debía tener unos dieciséis años, empezó a gritarme como un energúmeno. Me quitó la pala de las manos y quiso hacerme una demostración de cómo debía manejarse. La verdad es que lo hizo muy bien porque donde entrenaban a estos jóvenes eran campamentos de formación nazi, y una de las cosas que les enseñaban era como trabajar con el pico y la pala. Cuando terminó su demostración me devolvió la herramienta y me dio cuatro gritos que no entendí. Además, de propina me dio una patada en el culo que me indignó.

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¡Pensar que un jovenzuelo apostrofaba y maltrataba a un semejante que, como mínimo, le doblaba la edad! Pero en el transcurso de los años que estuve preso por los nazis tuve que aguantar muchas vilezas de esta clase.

Los meses de verano fueron pasando. Llegó octubre y con él los primeros fríos. La vida allí, en términos generales, transcurría con bastante tranquilidad. Los cuatro compañeros que convivíamos en grata camaradería lo pasábamos bastante bien. En nuestra habitación no faltaba la buena comida ni el tabaco y a pesar del frió que pudiese hacer en el exterior, nosotros no lo sentíamos gracias a una buena estufa de carbón de cok que siempre estaba encendida. Teníamos medios para conseguir este combustible aunque el principal proveedor era el compañero que trabajaba en la cocina. De los cuatro, tres teníamos empleo: yo, como peluquero de los oficiales coloniales; otro, como sanitario de los mismos; y el tercero estaba en la cocina. El cuarto, que salía a trabajar fuera, estaba en un grupo que se dedicaba a poner los pisos en disposición para ser ocupados por los alemanes. Siempre traía algo de la calle que fuese novedoso aunque lo normal era traer libros. Esta era tarea fácil ya que, normalmente, adecentaban pisos que habían sido abandonados por sus dueños al evacuarlos de la ciudad. En ellos era frecuente encontrar bibliotecas, pequeñas y grandes, a las que los alemanes no daban importancia por contener libros escritos en francés, así que mi compañero siempre traía media docena de ellos con los cuales llegamos a formar una pequeña bi-blioteca particular. Los días de frío me colocaba al lado de la estufa a leer y me sentía como un rey. Después de leerlos -mis compañeros no leían- los intercambiaba, sobre todo con los oficiales a quienes también prestaba algunos. Ellos me lo tenían muy agradecido pues los libros escaseaban y la lectura en un lugar como aquel era un gran consuelo.

Los meses transcurrían con cierta lentitud y mucha tranquilidad. Pensábamos que si seguíamos así hasta el final de la guerra, no estaba del todo mal. Al poco tiempo de estar en el centro, por razones es-tratégicas cambiamos nuestras ropas de civil por uniformes del ejército francés para así pasar desapercibidos. Los oficiales coloniales

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nos proveyeron de todo lo que nos hizo falta, desde luego sin galones ni otras insignias; eran los que ellos habían usado.

Los franceses esperaban día tras día la noticia del regreso a casa pero esto no se producía. Con el transcurso de los meses, paulatinamente les embargó un estado de escepticismo que vino a sustituir a la euforia de los primeros días. Al principio todo habían sido alabanzas para el mariscal pero con el paso del tiempo se sintieron defraudados y muchos lo consideraban un traidor que había entregado Francia a los alemanes sin recibir nada a cambio. El trato que les dispensaron nunca fue como soldados de un ejército que había concertado un armisticio sino como prisioneros de guerra, por eso algunos escaparon para unirse a la Resistencia.

Llegaron las Navidades y se presentaron un poco tristes. Todos recordábamos con mayor intensidad el calor del hogar y de la familia pero procurábamos reaccionar creando un ambiente de jolgorio que nos hacía sentir un poco más animados. En las cinco Navidades que he pasado como prisionero de los nazis, en diferentes lugares y circunstancias, estos días siempre han sido diferentes; incluso en situaciones muy precarias hemos llegado a reír.

En el centro de internamiento de Tul los soldados franceses celebraron la Navidad por todo lo alto. La mayoría de ellos había recibido paquete de casa y si alguno no lo recibió por las circunstancias que fuesen, como en nuestro caso, no nos faltó de nada ya que fueron muchos quienes nos obsequiaron con parte de lo percibido. Para la cena de Nochebuena los oficiales nos invitaron a cenar en su compañía, algo que agradecimos profundamente. Y yo, el único de los cuatro que se salvó de los campos nazis, lo recordaré siempre y también debieron recordarlo mis compañeros mientras vivieron.

Durante los días navideños había función de cine a diario. El cuadro teatral puso en escena una pieza de humor que fue estrenada allí y escrita por un compañero francés que tuvo que salir al escenario para dar las gracias a tantos aplausos. También hubo una función de «varietés» y como colofón actuó la gran orquesta con clamoroso éxito. Uno de los temas que ejecutó fue Caravana, una pieza muy

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espectacular que estaba en el apogeo del éxito en ese momento, y la interpretó un cantante muy bueno. A pesar de los años transcurridos desde su premiére, aún se la oye de vez en cuando y entonces vienen a mi recuerdo aquellas Navidades del 40 pasadas en el in-ternamiento de Tul en camaraderia con los soldados franceses. El fin de año se celebró más o menos como el día de Navidad; también cenamos con los coloniales y hubo un festival artístico en el teatro del centro, incluso se hizo un poco de baile.

Llegó 1941, año crucial en nuestro destino. Todos los franceses confiaban en que el nuevo año seria, sin lugar a dudas, el de su liberación y también el fin de la guerra ¡Que equivocados estaban todos, pues fue cuando más se agudizó! En aquel momento los alemanes dominaban casi toda Europa, sólo tenían que consolidar lo que habían conquistado. Les faltaba ocupar las Islas Británicas pero esta nación digna de todo encomio fue decisiva con su resistencia a caer bajo el poder omnímodo del ejército nazi. Inglaterra fue el telón de Aquiles de Hitler pues su sueño bélico era aliar Alemania con Gran Bretaña para así poder dominar toda Europa, adueñarse de la U.R.S.S. y, con esto conseguido, imponer en el mundo su política. En el momento de la invasión fulgurante de Francia, Inglaterra tenía en el continente un ejercito de 300.000 hombres que, bien puede decirse, no entraron en liza contra las tropas alemanas, por tanto estaban intactas. Ante dicha ocupación se replegaron en la bahía de Dunkerke y sus aledaños esperando poder reembarcar hacía las islas. Hitler tuvo en sus manos la hipotética -pero casi segura- rendición de Inglaterra. En aquellos días todas las fuerzas aliadas se vieron impotentes ante la superioridad armamentística del ejército alemán en cielo y tierra, por ello no pudieron oponer resistencia. Los soldados ingleses estuvieron concentrados durante un día entero en Dunkerke y Hitler hubiera podido enviar un ultimátum a Churchill conminándole a finalizar su resistencia con la amenaza de masacrar a sus soldados desde el aire con su aviación, la dueña absoluta del espacio en aquel momento. Pero no lo hizo. ¿Por qué? Yo diría que fue un gesto de buena voluntad pues Hitler aún soñaba con hacer a Inglaterra su aliada. ¿Qué hubiera podido hacer Churchill ante un ultimátum con 300.000 hom-

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bres en litigio, la flor y nata del ejercito inglés? El premier británico no hubiera podido sacrificar a casi todo el ejercito expedicionario.

Para corroborar mi punto de vista, Hitler se lo jugó todo a una carta enviando a Inglaterra nada menos que a su delfín, Rudolf Hess, en un avión monoplaza con el propósito de concertar la paz y negociar una alianza. Hess aterrizó en un aeródromo inglés pero Churchill, en lugar de recibirle, le encerró en una prisión de la que ya no saldría con vida (desde Inglaterra fue trasladado a Espondans donde murió des-pués de largos años de cautiverio). Todo esto ayudó a levantar el espíritu del pueblo británico, a resistir con estoicismo los bombardeos de los alemanes.

Volviendo a nuestra situación particular en aquellos momentos, un día se presentaron unos individuos vestidos de paisano que nos tomaron la filiación de una forma muy exhaustiva. Nosotros supusi-mos que eran de la Gestapo aunque no quisimos darle demasiada importancia. Pero el 2 de enero de 1941 volvieron otra vez para sacarnos del centro y llevarnos con una camioneta, dejando que cogiéramos nuestras cosas. Yo tenía bastantes enseres como ropa, latas de comida, algunos libros y la caja de herramientas de barbero. Tras varias horas de viaje en la camioneta nos llevaron a una estación de ferrocarril francesa donde había un tren de carga con los vagones llenos de españoles que los alemanes habían prendido. Muchos de ellos provenían de las Compañías de Trabajo, igual que aquella a la que habíamos pertenecido nosotros. Después de saludarnos y contarnos nuestras peripecias, todos estábamos perplejos porque, en realidad, nadie sabia a donde nos conducían; algunos decían que íbamos a trabajar en unas minas.

El vagón que nos habían destinado iba repleto hasta los topes de hombres hacinados como sardinas en una lata. Nos dieron un gran pedazo de pan, un trozo de salchichón y una botella de agua, al tiempo que nos decían que aquel viaje era para dos días. Al poco rato cerraron el vagón y, sin saber cual sería nuestro destino, el tren emprendió la marcha.

Los dos días que pasamos en aquel tren fueron de continuo sufrimiento pues éramos tantos en cada vagón que íbamos de pie. Aún

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así, en un viaje de cincuenta horas, había que dormir algo para lo cual, por lo menos en mi vagón, encontramos una solución: acordamos dividirlo en dos, una parte para descansar y otra para ir de pie. Por muy constreñidos que pudiésemos ir, aún teníamos que apretarnos más cuando estábamos de píe. Hacíamos turnos de seis horas y no fue del todo mal. Como el vagón estaba a oscuras, dormíamos igual de día que de noche. Algunos estaban echados unos encima de otros pero como estábamos tan cansados después de seis horas de pie, no importaba nada. Si no lo hubiéramos hecho así, hubiera resultado un martirio, siempre con la misma postura. Como cada uno llevaba su hatillo, lo utilizábamos de cabezal. Yo, además del hatillo, llevaba una maleta muy grande que, a decir verdad, no me creó ningún problema. Cada vez que se cambiaba el turno para estar de pie o tumbado, había una hora de intervalo que servía para comer, charlar y fumar; teníamos, en fin, una gran organización.

Como en el vagón no había W.C. los alemanes nos habían dado una lata de unos diez litros y en ella hacíamos nuestras necesidades. Por turno, cada dos horas, la vaciábamos en un agujero que había para ello en un rincón del vagón.

La tercera noche, casi ya en la madrugada, llegamos al final de nuestro trayecto: la estación de Mauthausen.

Es posible que lo que estoy narrando parezca un poco pueril y el relato resulte poco dramático pero después de un largo tiempo en que, poco a poco, nos habíamos ido curtiendo y avezando a todo -casi todos los que estábamos en el vagón llevábamos varios años de lucha para poder subsistir-, nos convertimos en unos seres a los que ya nada inmutaba, sólo era nuestra animalidad la que se revelaba. Si nuestras necesidades básicas estaban medianamente satisfechas otra cosa no podía afectarnos a quienes, con tantos infortunios, aún teníamos el humor de decirnos chirigotas sobre todo lo que estábamos pasando. Y es que el ser humano se acostumbra a todo y lo que en la vida normal nos parece imposible de soportar, en una situación terrible ya no conmueve a nadie. Aunque lo ignorábamos aún, estábamos a las puertas de un lugar donde sólo sobrevivían los de temple férreo, o bien aquellos a quienes la suerte les acompañaba. Los hombres

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débiles, si no disponían de algún medio que les ayudase, tenían que perecer víctimas del horrendo modo de vida que nos aguardaba.

Todos estos razonamientos se agolparon en mi mente en el espacio de tiempo que transcurrió desde que paró el tren hasta que abrieron las puertas del vagón. Ya empezaba a clarear el día cuando nos hicieron bajar por turno para controlar, vagón por vagón, aquella avalancha de presos. Descendimos del nuestro a los gritos y golpes de los terribles S.S. que nos recibieron. Una vez estuvimos todos en el suelo de la estación de Mauthausen -un rótulo así lo indicaba- nos hicieron formar. Posiblemente pasábamos de los mil, todos españoles. Vimos las calaveras que se erguían como símbolo de la muerte en el cuello, la bocamanga y la gorra de los S.S., junto a la insignia que los definía. Proferían gritos ininteligibles que sembraban el terror entre nosotros y se confundían con los aullidos feroces de los perros amaestrados que les acompañaban. Cuando estuvimos formados y contados, cada uno con sus pertenencias, empezamos a andar. Pronto iniciamos la subida de una colina acuciados por los gritos y los palos de nuestra terrible escolta. Nos resultaba difícil caminar por un trayecto de continua pendiente, sobre todo a mí que era el que iba más cargado. Pero aunque hubiese querido dejar peso, los S.S. no permitían que nada se quedara por el camino. Nos cruzamos con pequeños grupos de cinco o seis hombres que llevaban el traje rayado propio de los presidiarios. Con extrema candor, pensamos que habría por allí algún penal sin llegar a darnos cuenta de que aquella sería nuestra vestimenta dentro de poco. Lentamente, pero siempre hostigados por los S.S., íbamos ascendiendo por la larga pendiente que separaba la estación de ferrocarril del campo de concentración. Este estaba ubicado dentro del término municipal de Mauthausen, población cuyo nombre se hizo célebre como sinónimo de horror y muerte.

Hacía ya un buen rato que andábamos por terreno llano y, cuando estábamos llegando a la puerta, vimos por los alrededores más grupos de presos con el traje rayado. Así nos dimos cuenta de que procedían del campo. Por fin apareció ante nuestras temerosas miradas la gran portalada que daba entrada al campo y que, de verdad, resultaba

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imponente; parecía la entrada de un castillo. La cruzamos y fuimos a parar a una gran plaza donde nos hicieron formar en grupos y en filas de cinco. Entre todos llenábamos el recinto; probablemente pasábamos de dos mil. Era el 5 de enero de 1941.

Un individuo con el traje de rayas -por tanto, un recluso- se subió a una mesa para hacerse oír mejor y, después de pedir silencio, se dirigió a nosotros. En un castellano casi perfecto, aunque dijo que era alemán, a grandes rasgos nos explicó cómo era la disciplina en el campo. Esta era primordial y nos aconsejó que fuésemos siempre con los ojos muy abiertos porque el menor desliz era castigado y cualquier infracción en el campo era reprimida con gran rigor. La obediencia debía ser absoluta incluso si era un preso quien nos ordenaba algo pues había muchos reclusos que tenían cargos en la administración del campo con autoridad para hacerse obedecer. Debíamos saber distinguir quien era quien Mauthausen.

Terminó su perorata y sus advertencias aquel individuo que, según nos enteramos, había estado en nuestra guerra civil como aliado de Franco. Tenía un cargo en el campo y estaba preso por delito común, posiblemente homicidio y de manera recalcitrante ya que, por lo que nos dijeron, todos los presos de delito común que había en Mauthausen se encontraban allí por ser peligrosos y reincidentes.

En grupos de quinientos nos condujeron hacía un Block -así denominaban al barracón-, una construcción de madera que servía de almacén, de dormitorios, de oficinas, etc.. donde nos hacían entrar de uno en uno con bastante ligereza, por lo cual supuse que salían por otra puerta y en otra dirección. Mientras, yo esperaba en la cola con mi hatillo y la maleta junto a mis pies. Llevaba, y lo guardaba como un tesoro, un reloj de señora que compré en Beau-coulers, una ciudad situada a diez kilómetros de Pommery, el pueblo donde estuve con la compañía. Había ido allí para divertirme con una bicicleta que me prestó una amiga. Aquella noche fui al cine a ver Margarita Gautier, protagonizada por Greta Garbo, después merendé en una pastelería y luego fui a pasear por la ciudad. Me detuve ante el escaparate de una relojería y, entre muchos relojes, vi uno que me pareció precioso. Entré y lo compré. Luego me hice con una cajita

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metálica para guardarlo como oro en paño hasta que llegase el día en que podría entregárselo a mi mujer. Pues bien, llevaba siempre conmigo ese objeto de valor inestimable, por eso supuse que en cuanto entrara en el barracón me lo arrebatarían todo. Así que se me ocurrió la idea de enterrarlo en la nieve pues había como un palmo y, como el reloj iba dentro de la cajita metálica que era hermética, sin pensarlo más y en un lugar determinado lo enterré para, en cuanto tuviera una ocasión propicia, venir a recogerlo.

Por fin me tocó el turno de entrar. Yo vestía como un oficial francés, sólo me faltaban los galones: traje de paño de muy buen corte, botas que me llegaban casi hasta las rodillas, un capote, una gorra de plato de calidad y una bufanda blanca que me daba dos o tres vueltas al cuello (esta prenda, igual que las de la Legión Extranjera, me la dio uno de sus oficiales por cortarle el pelo a su gusto). Recuerdo que, además, llevaba guantes de lana y mi ropa interior era también de lana. Iba, en fin, de riguroso invierno, equipado como para ir al Polo Norte. En el Block había una mesa muy larga en la cuatro reclusos hacían de escribientes. Había dos o tres españoles, de los que acabábamos de llegar, a quienes ya habían terminado de tomarles la filiación y estaban completamente desnudos. No tardaron en marcharse por una puerta que daba al fondo de la estancia y que debía comunicar con otro compartimento. De pie, deambulando por la estancia, había tres o cuatro S.S. que se hicieron cargo de mí en cuanto hube cruzado la puerta. Como iba tan bien trajeado aquello les llamó la atención y para que no creyesen que era un soldado francés, pues pensé que podría perjudicarme, hice gestos intentando hacerles comprender que

era un civil. Uno de los escribientes habló en alemán y seguramente les dijo que yo era español, así que me tomaron la filiación. Después me hicieron desnudar y todo lo que me iba sacando tenía que meterlo en un gran saco de papel. El capote ya me lo había quitado, después hice lo propio con el uniforme, el jersey de lana, la camisa y la camiseta hasta que me quedé con los calzoncillos largos de lana y las altas botas. Ocurrió que, como me venían tan ajustadas, resultaba difícil sacármelas sin ayuda. Un S.S. quiso ayudarme pero a

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su manera: me hizo poner de bruces en el suelo de madera mientras un capo que había por allí puso el pie encima de mi espalda; y el S.S., partiéndose de risa, me las quitó por fin. Quedé totalmente desnudo y sólo me dejaron el cinturón, lo demás lo metí en el saco. Lo mismo hice con todo lo que saqué del hatillo hasta que le llegó el turno a la maleta, donde estaba lo que más me dolía perder: los enseres de barbero, algunos traídos desde Fraga, que siempre me habían solucionado todos los problemas y que, como todo lo demás, también fueron a parar al interior del saco.

Antes de dejarme ir, un S.S. muy rubio que era el que llevaba galones, en un tono amenazador y con la pistola en la mano, con gestos me preguntaba sí llevaba escondido algo en el interior de mi cuerpo pues hubo quien logró pasar algo de gran valor escondido en el recto. Me hicieron una nueva ficha antes de irme, la ficha como integrante del campo de Mauthausen, por tanto José de Dios Amill se convertía en el recluso número 5141, Fünf, Eins, Vier, Eins, y cuando oyera esta voz tenía que responder.

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MAUTHAUSEN, CAMPO DE MUERTE

Cuando Hitler en 1938 se anexionó la región de los sudetas algunos de sus habitantes se manifestaron en contra y fueron perseguidos y confinados. No hay que olvidar que Checoslovaquia era un estado soberano donde la democracia estaba muy arraigada, por ello cerca de un millar de sudetas fueron llevados a la colina que se alzaba en el término municipal de Mauthausen en condiciones muy precarias e infrahumanas, fundando el campo que lleva el nombre de la ciudad. Los primeros tiempos fueron terribles. De los mil que llegaron sólo quedaron ocho que ahora tenían cargos en la administración del campo y a quienes no tardaré en presentar en mis páginas pues tuve la suerte de tratar a dos de ellos muy de cerca.

Antes de llegar a las estribaciones de la colina, hay una cantera de piedra que posiblemente fuese el principal motivo para decidir instalar allí el campo, haciendo que fuera explotada por los presos. Al cabo de unos pocos años lo que era una simple colina se convirtió en un gran complejo penitenciario y toda la piedra que se extraía sirvió para la construcción de varios pabellones para servicio de más de quinientos S.S. También había barracones habitados por el jefe del campo, oficiales y sus respectivas familias, además de almacenes, oficinas, cocinas, etc. En total, unos treinta Blocks cuyos cimientos hasta la altura de un metro eran de piedra y el resto de madera, y que podían cobijar en su interior unos quinientos presos. Todos estos barracones formaban una especie de poblado dividido en calles, todas ellas pavimentadas con losas de piedra; después había un muro de tres metros de altura también de piedra. Gran parte de estas múltiples edificaciones se constituían de este mismo material, de toda la piedra subida a hombros desde la cantera hasta lo alto de la colína. Desde hacía varios meses el transporte de la piedra se realizaba a través de la escalera de la muerte, una impresionante construcción de ciento seis escalones. Fueron los primeros españoles que llegaron al campo, en

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agosto de 1940, quienes empezaron a construirla, hecho relevante en la historia de Mauthausen.

Después de los sudetas, trajeron al campo gentes de diversas nacionalidades, entre ellos alemanes, austríacos y también polacos. Cuando los alemanes invadieron Francia apresaron a muchos es-pañoles entre ellos a mí, por tanto ahora recupero el hilo de mi narración después de esbozar, a grandes rasgos, el origen de Mauthausen.

Cuando salí del compartimento donde me habían tomado la filiación y me despojaron de todo lo que tenía, pasé a otra estancia contigua donde, lo primero que vi al entrar, fue a varios reclusos que hacían de barberos y estaban afeitando a los españoles. Los barberos, también españoles, afeitaban a máquina de los pies a la cabeza. Desde luego, su manera de hacerlo no era muy ortodoxa pues vi que dos o tres de los recién afeitados sangraban por más de un lugar. Cuando me llegó el turno, al darme cuenta de que todos eran compatriotas pensé que podríamos entendernos, así que cuando me puse en manos del barbero que me tocó le dije que me tratase como a un camarada pues yo era de la profesión. Me contestó que eran muchos los que le decían lo mismo y no me quiso tener consideración alguna.

Cuando estuve rasurado de los pies a la cabeza, genitales inclusive, pasé al reparto de la vestimenta. Comenzaron por darme una camisa y unos calzoncillos largos de rayitas muy estrechas. Se podría decir que eran de un color azulado, igual a los que usaba la gente del campo de Fraga en tiempos de mi infancia. Si me hubiera visto algún payés de aquellos tiempos, probablemente se hubiera reído de mí al ver a Pepe el barbero disfrazado de payés fragatino de principios de siglo. Luego me dieron una especie de pijama, pues no era otra cosa el traje de rayas y, desde luego, debía de abrigar bien poco. Como estábamos en invierno, también me dieron una prenda que pretendía ser un abrigo rayado pero no era más que algo parecido a un batín de andar por casa; y, para finalizar, me dieron un gorro que parecía un bonete, también rayado. Como calzado, desde luego sin calcetines, me dieron un par de botas sintéticas cuya suela era de

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madera con hojalata clavada procedente de los botes y latas de conserva; esto lo hacían así para que las suelas durasen más.

Cuando me estaba poniendo la ropa pensaba en la que había dejado en el saco. Una vez vestido me calcé los zapatos y, cuando me puse de pie y empecé a andar por aquel pavimento de madera, la hoja-lata de la suela hacía un ruido muy extraño que me hizo recordar la figura de Frankenstein cuando se inició en sus primeros pasos. Por fin salí a la calle y me acerqué a uno de los varios grupos de españoles que habían pasado por lo mismo que yo. A pesar de que eran más de las tres de la tarde, no nos habían dado nada de comer y eso que llevábamos nuestra escudilla y cuchara que, junto con el cinturón, fue lo único que nos dejaron. Caminé un poco por la nieve y parecía que ahora andaba mejor sobre la superficie blanda. Los del grupo hacían comentarios sobre nuestra situación pues habían hablado ya con españoles que llevaban varios meses en el campo. Les habían contado que muchos compatriotas llegados el mes de agosto habían muerto sobre todo a causa del terrible frío. A principios de noviembre había caído una gran nevada, seguida de un gran frío que no supuso en ningún momento la interrupción de los trabajos en la cantera.

Después de aquellos comentarios pensé que ese era el final de nuestra gesta. Los últimos seis meses en que había estado prisionero de los alemanes no nos habían tratado tan mal, por lo menos a mí. La realidad ahora era distinta, a pesar de estar preparados para afrontar todas las circunstancias por difíciles que fueran, no en vano éramos veteranos de la guerra de España, de los campos de concentración de Francia y de las Compañías de Trabajadores. Teníamos callos en nuestro espíritu de obrero.

Por fin, a la caida de la tarde y ateridos de frío, nos llevaron a unos doscientos a través de las calles que formaban las hileras de Blocks del campo, la mayoría adoquinadas con piedras de las canteras.

Cuando llegamos al lugar donde tenían que alojarnos, nos paramos formados frente a un barracón que debía ser el nuestro. Era el Block número 19.

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Formamos de a cinco en fondo y en filas de veinte. Los alemanes, es sabido, efectuaban las formaciones con gran meticulosidad y disciplina. Para hacerlas tenían en cuenta la estatura: en la primera fila colocaban a los más bajos y en la última a los más altos de modo que, mirando de frente a la formación, podía verse a cada uno de los formados. Quizás esta ordenación pudo favorecerme y ser parte de mi salvación porque allí cualquier detalle podía salvarte o hundirte. Yo estaba en la segunda fila bastante visible y, merced a los hados que me protegían, al poco tiempo iba a ser un preeminente. En el campo había dos clases de reclusos: los preeminentes y los parias. Los primeros eran los presos que se destacaban por su función en el campo y, en consecuencia, vivían relativamente bien aunque no eran muy numerosos. Los parias eran la gran mayoría. En este lugar el que entraba era para no salir jamás, según la ley de algunos campos de concentración, y Mauthausen estaba catalogado como de exterminio. Así que el hecho de ser preeminente permitía resistir muchos años mientras que los parías eran carne de crematorio. Allí había toda clase de delincuentes -según el régimen nazi-: ladrones, asesinos, homo-sexuales, curas, gitanos y presos políticos de diversas nacionalidades.

Después de estar todos formados, salió el jefe del Block 19 quien se hizo cargo de nosotros y nos saludó alzando la mano derecha. Era un individuo de mediana edad, apuesto y agradable a primera vista. Junto a él había un recluso que resultó ser el intérprete y por mediación de éste nos dio la bienvenida al Block. Dijo que esperaba de nosotros que colaboraríamos con él para la buena marcha de nuestro nuevo alojamiento. Tal como lo dijo, así fue pues siempre se portó muy bien. Preguntó si entre nosotros había algún barbero de profesión y si era así que levantara el brazo. Lo repitió y fueron varios los brazos que se alzaron pero fue a mí a quien hizo salir de la formación. Yo estaba en la segunda fila frente a él y levanté el brazo con decisión. Fui a donde estaba y me presenté como sí yo fuera un soldado y él un general pues, a pesar de conocer todo lo que pasaba en el campo, no estaba amedrentado. Por mediación del intérprete me preguntó sí era barbero de profesión y, con mucha soltura y sin inmu-tarme un ápice, le contesté que sí, que era barbero de profesión, que

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mi padre también lo fue y un hermano que tenía también era barbero, y una hermana era peluquera de señoras y mi madre fue peinadora. En verdad le satisfizo mi exposición, la de una familia en la que todos tenían la profesión de embellecer a sus semejantes. Una vez más mi profesión iba a ser mi tabla de salvación pero en aquel momento tenía más trascendencia, no se trataba de pasarlo bien sino que iba en ello la propia vida, el ser o no ser, sobrevivir o morir después de grandes sufrimientos.

De hecho, cuando hice la mili en Barcelona mi profesión hizo que el tiempo que pasé en el servicio estuviera muy bien y ganando bastante dinero. Además de ser barbero de los oficiales, vestir de paisano y poder pernoctar fuera del cuartel si me convenia, por las tardes, que las tenía libres, iba a trabajar a una peluquería de la ronda de la Universitat. Tiempo más tarde, en los campos de concentración de Francia ser barbero me sacó de todos los apuros que se pasaban allí, sobre todo el hambre, pues ganaba lo suficiente para mí y para un par de compañeros. Uno de ellos era novio de mi hermana que más tarde se casaría con ella. El trabajo me ayudó en la Compañía de Trabajadores con respecto a mis compañeros y no digamos del tiempo que estuve en Barcelona durante la Guerra Civil -año y medio- hasta que me exilié a Francia. En Barcelona, mi mujer y mi hija estaban conmigo. La unidad militar estaba establecida en Sarria y yo hacía de barbero en la Intendencia General de Aviación que estaba en Esplugues de Llobregat. De allí, además del dinero, cada día llevaba para casa el macuto lleno de comida para mi familia y, de vez en cuando, para ayudar a algún amigo. Esto de la intendencia se lo puedo agradecer a Salvadoret lo de Coqui que hacía de panadero y fue él quien me introdujo. En fin, la profesión ha sido siempre lo que me ha ayudado en todas las circunstancias de mi vida y ahora, en esta gravísima situación, volvía a ser mi tabla de salvación una vez más.

Entramos en el Block por primera vez y pudimos observar que estaba dividido en dos estancias: a mano izquierda, el dormitorio, y a mano derecha, el refectorio y sala de estar. Nos repartieron las camas, una para cada uno, agrupadas en pisos de tres. Todo estaba muy limpio y en perfecto orden. Para mí uso, el mismo jefe de Block que

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se llamaba Peby, me escogió una cama de las de abajo y me dio también un armario metálico enfrente mismo de mi cama. Aquello era todo un privilegio, o sea, que ya dejaba de ser un paría.

Esa misma tarde Peby me pidió que le afeitase pero yo le dije, siempre por mediación del intérprete, que no tenía útiles para ello porque me lo habían quitado todo a la entrada del campo. También le dije, quizá para darme un poco de tono, que mis herramientas eran de gran calidad y que durante los meses que estuve internado con los prisioneros de guerra franceses había sido el peluquero de los oficiales coloniales. Él me dijo que no me preocupara por ello pues en su armario tenía todo lo necesario para afeitar y, efectivamente, cuando me los enseñó me quedé pasmado. Había tres navajas de afeitar -de los dos Muñecos de Solingen, ciudad alemana donde se fabricaban los mejores útiles del mundo para el ramo de la peluquería-, dos pares de tijeras, máquinas de cortar el pelo, todo de Solingen, crema de afeitar, dos brochas, peines, barras de jabón, masaje líquido y en crema, en fin, todo lo necesario para hacer un buen servicio. Todos estos enseres eran para él y la plana mayor del bloque. Después me enseñó, en otro armario, los que estaban destinados para afeitar y cortar el pelo a los demás que tampoco estaban mal. Con todo lo que vi me di cuenta de lo que significaba ser jefe de Block, es decir, tener cosas en abundancia, aunque todo ello ya lo iré describiendo a medida que se desarrolle mi narración.

En el centro del refectorio había una gran estufa de carbón que estaba al rojo vivo y calentaba muy bien toda la estancia. A todo lo largo y ancho de la misma había unas grandes mesas y sus correspon-dientes bancos, taburetes y alguna que otra silla, aunque éstas eran sólo para sentarse el jefe y la plana mayor del Block.

Empecé a afeitar a Peby. Como era muy apuesto y vi que le gustaría, quise hacerle un afeitado tal como lo hacíamos en la peluquería de Barcelona y, de vez en cuando, en la que teníamos en Fraga. Hice poner en la estufa encendida un recipiente de agua para calentar y cuando estaba a punto de hervir, puse una toalla dentro que luego saqué con la punta de los dedos y escurrí bien. Extendiéndola, se la puse cerca de la cara un momento para que el vapor se

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introdujese en su cutis y después se la apliqué para que el mismo vapor entrara en los poros, facilitando la penetración del masaje facial que le puse antes de empezar a enjabonarlo con la brocha. Lo remojé a conciencia, acordándome de un refrán que mi padre me decía muchas veces: «una barba bien remojada, está medio afeitada». Desde luego, Peby tenía una barba muy dura y una epidermis un tanto delicada, pero como la navaja de afeitar estaba muy bien afilada y la puse en su punto con el suavizador, le hice un afeitado perfecto. Además, la segunda pasada se la di con una navaja especial para hacerle un buen apurado y me fue muy bien porque así no le castigué la piel. Para terminar este afeitado especial, volví a usar una toalla caliente y otra fría, acto seguido le hice un masaje con una crema que tenía para ello y, al terminar, le dije «á votre servíce». Su exclamación fue ¡Prima!, que quiere decir «perfecto» en alemán. A través del intérprete dijo que se había afeitado en muy buenas peluquerías pero nunca se lo habían hecho así. Por su forma de expresarse vi que era un señor y me enteré más adelante de que en su país era abogado, pero de esto hacía mucho tiempo. Me dijo que sólo tenía que afeitarle a él y a los miembros que componían la administración del bloque, seis en total. Por mi parte tenía que buscar tres barberos, si los había, que cuidaran de afeitar y cortar el pelo al personal, a quienes se les tendría en consideración por su trabajo. Yo debía estar al cuidado de las herramientas y de que se hiciese bien ese servicio.

Tengo que destacar que Peby, por lo que pude constatar en los días próximos, era entre todos los jefes de Block el más considerado con los reclusos que tenía a su cargo y los hacía salir a la calle lo menos posible. En cambio, en los otros bloques los lanzaban fuera a pasar frío y para no quedarse ateridos, no les quedaba otro remedio que patear el suelo y andar arriba y abajo. La temperatura en invierno, y este era muy largo, siempre era de varios grados bajo cero.

Nos enseñaron a hacer la cama que debía estar siempre perfecta. Se componía de una colchoneta, una almohada, dos mantas y una sábana azulada que hacía de colcha. Una vez hecha no debía presentar ninguna arruga y para ello nos dieron unas planchas de madera con el

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objetivo de alisarla bien de forma que los cantos quedasen tan definidos como si fuera una caja.

Por fin llegó la comida. Ya hacía bastante rato que había anochecido y no sabíamos la hora que era; entre nosotros no había nadie que llevase reloj así que la ignorábamos siempre. El control del tiempo dejó de tener importancia para nosotros durante cinco años. Desde que saltamos del tren hasta que repartieron la comida habían transcurrido más de doce horas en las que casi se podría decir que estábamos en ayunas. A mediodía, como no pertenecíamos a ningún Block, nadie se había preocupado de los que habíamos llegado por la mañana y parecía que habíamos perdido la ración pero Peby se ocupó de conseguir algo de comida y escogió cuatro hombres para ir a buscarla a la cocina. Al poco rato regresaron con unos grandes depósitos metálicos muy pesados que se cerraban herméticamente para evitar que se derramase el contenido. Tenían cabida para cincuenta litros y se llamaban termos porque guardaban durante algunas horas el calor. Aun así, como ya habían pasado varias horas desde que la comida había sido depositada en ellos, no estaba muy caliente pero tampoco demasiado fría, y con el hambre que teníamos la encontramos muy buena. Era un potaje de patatas, coles y nabos.

A todos nos habían dado una escudilla, recipiente compuesto de tres piezas -aunque una la habíamos anulado y nadie la tenía- que tenía una cabida, llena hasta los bordes, de un litro y medio. La parte más grande era para el primer plato y la otra, más pequeña, para el segundo si lo hubiese; al mismo tiempo, esta parte servía de tapadera pues cerraba herméticamente. En los campos de concentración alemanes nunca hubo dos platos, el menú siempre se compuso de plato único, pero en este primer reparto de comida en el 19 aquel día sí hubo dos platos ya que, aparte de los termos que correspondían a la ración de mediodía, se juntó la que daban por la tarde como cena que, por cierto, siempre era fría. Ese día nos dieron un pedazo de pan negro y un poco de salchichón, así que aquella noche quedamos bien. En realidad, en el campo siempre hacían dejar parte de la comida traída con los termos para repartirla a gusto del jefe del Block y yo fui el primero en ser llamado para el reenganche.

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Después de esta comida-cena que saboreamos sentados en las mesas y cerca de la estufa, hicimos una sobremesa muy agradable gracias a que Peby me había dado unos cigarrillos y pude invitar a los nuevos amigos a echar unas chupadas. Digo nuevos porque a los tres que corrieron conmigo la aventura de las bicicletas, una vez bajamos del tren no volví a verles nunca más. Seguramente fueron a parar a otro Block.

Peby dio unas palmadas indicando que había llegado la hora de ir a la cama y, en perfecto orden, nos adentramos en el dormitorio, tenuemente alumbrado por dos lámparas eléctricas que no se apagaban en toda la noche. La cama resultó bastante confortable y me dispuse a dormir pero antes de conciliar el sueño resumí todo lo que el día me había deparado en el campo. Estaba tranquilo. Pensé que mi porvenir allí, de momento, se presentaba muy aceptable; ya veríamos como se desarrollaría mi vida en los próximos días. Por fin me quedé dormido.

A los gritos de Adolf, el segundo de a bordo, también checo como Peby, nos despertamos cuando aún no clareaba el día, además estábamos en enero, mes en que no amanece antes de la ocho. Hicimos las camas y después pasamos a los servicios para lavarnos la cara. Nos dieron una toalla poco mayor que una servilleta para cada cuatro con lo cual, cuando llegaba al cuarto, ya estaba completamente mojada. Aun así, me dieron una para mí solo.

Todos pusimos la máxima atención en hacer bien las camas. La mía estaba casi en la entrada del dormitorio con lo cual era muy visible, así que tuve que esmerarme. Cuando llegaba Adolf a pasar revista, las camas que le parecían mal hechas las deshacía. Aquel día la mía pasó bien la revisión. Después nos hicieron salir a todos a la calle para pasar el Appell , es decir, la formación de las mañanas y sólo se quedaron los tres Stubelines o encargados de hacer la limpieza, escogidos para ello la noche anterior. Ellos cuidaban de que el Block estuviera en perfectas condiciones y como recompensa todos los días recibían reenganche en la comida de mediodía y sólo salían del edificio en los momentos de las formaciones. En cuanto pasamos el Appell , Peby me hizo entrar en el Block y me dijo que

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cada día hiciese lo mismo. Al resto de la gente no les dio permiso para entrar hasta que los stubelines hubiesen terminado la limpieza.

El mando militar de Mauthausen lo ejercía un capitán de la S.S., llamado Bachmayer, que más de una vez tuvo gran trascendencia para los españoles residentes en el campo. Tenía autoridad sobre la minoría de preeminentes que era la que hacía funcionar la administración interna del campo. Esta estaba regida por el jefe de campo, un recluso situado en primer lugar a manera del jefe de una plaza. Mandaba sobre los demás reclusos, incluso los que tenían cargos, y podía destituirlos y poner a otros en su lugar. Con categoría inferior, estaba el secretario y los jefes de Block; después venían los jefes de Stube, secretarios, kapos y barberos. En la cocina también había un jefe y los cocineros, además del personal de cocina, todos subalternos. Lo mismo ocurría en la intendencia, en las obras del campo, etc. Por tanto la S.S., que era el mando supremo, dejaba que los mismos presos se administraran hasta el punto en que ellos lo creyesen conveniente. A simple vista no se inmiscuía en nada referente al régimen interno, sólo cada tarde se presentaba en cada Block uno de sus oficiales que recibía las novedades.

El personal que formaba la plana mayor del 19 estaba compuesto por Peby, en lugar destacado como jefe de Block, después había dos segundos: uno tenía a su cargo el comedor y el otro se encargaba del dormitorio; los dos eran checos como Peby, por tanto sudetas, y formaban parte de los ocho supervivientes de los mil sudetas fundadores del campo de Mauthausen. Después estaba Nicolaus, que en la plantilla constaba como Friseur, o sea, barbero. Había sido coronel del ejército polaco y al entrar en el campo pesaba ciento veinte kilos que disminuyeron a cincuenta; cuando llegamos nosotros aún se estaba recuperando a pesar de que debía pesar unos ochenta kilos. También había un secretario alemán llamado Amadeus, un muchacho de unos veinticinco años, alto y verdaderamente guapo, que trataba a la gente con todo respeto. Su estancia en el campo era un poco misteriosa pues se decía que era hijo de un jefe nazi y había sido confinado allí por no estar de acuerdo con su padre. Todos estos mandos intermedios estaban controlados por un S.S. de baja

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graduación que actuaba como de enlace entre los que administraban el campo y el mando militar de las S.S., un capitán jefe absoluto del campo.

En los días siguientes los de la plana mayor, en particular los sudetes, me contaron los horrores que tuvieron que soportar para llegar a sobrevivir y como, cuando ya no quedaban muchos del millar que llegó, vinieron otros reclusos alemanes y austríacos además de una expedición de polacos. Fue entonces cuando a los ocho supervivientes les dieron cargos administrativos que les pusieron a salvo de la exterminación total. A decir verdad, no acababa de creer todo lo que me contaban, lo encontraba exagerado porque aun me resultaba difícil concebir tanta crueldad. Conversar con ellos representaba una gran dificultad para mí. Nuestro diálogo era a base de gestos, con cuatro palabras en alemán, las más corrientes, algunas en italiano e incluso alguna frase en francés y español. Pero pronto aprendí los términos que más repetíamos: Kaputt , Hunger y Arbeit que significan muerte, hambre y trabajo, respectivamente. Hicimos algo de amistad porque les afeitaba cada dos días. Todos ellos eran preeminentes, iban bien afeitados y aunque había que guardar distancias entre ellos y yo, lo cual siempre respeté, tanto Peby como el resto de la plana mayor me trataron siempre con consideración. Tengo que decir que durante el tiempo que estuve en el Block 19 todos se portaron muy bien, nunca vi pegar a nadie y hacían cumplir la disciplina pero siempre con palabras.

Aunque hacía de barbero, yo no constaba en la plantilla como tal porque Nicolaus ocupaba esta plaza a pesar de que durante el tiempo que estuve en el 19 nunca vi que afeitara a nadie. Para los alemanes yo era uno más y debía ¡r a trabajar; por suerte Peby me dijo que me quedaría en el Block cuando los demás fueran a trabajar, así que estaba tranquilo.

Estuvimos unos días en los que nadie salió a trabajar, por tanto lo pasábamos muy bien. Busqué dos barberos entre los compañeros del Block para que afeitasen a la gente y a los que yo debía controlar y cuando se repartía la comida de mediodía siempre les daban reenganche. El motivo de que sólo afeitase al jefe era una cuestión de

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principios. Daba cierta categoría que los preeminentes tuvieran barbero particular.

Todos los que llegaron con mi expedición, divididos en diferentes Blocks, no disfrutaban como nosotros de un trato tan bueno. Nosotros pasábamos todo el día dentro del barracón y por eso el 19 tenía fama de ser el mejor del campo. No en vano el jefe era un preso político pues la gran mayoría de los jefes de Block eran presos de delito común. En el campo, con ver un recluso sabíamos en el acto el motivo por el cual estaba preso ya que, además del número que cada uno llevaba en la chaqueta y en el pantalón, encima de él llevaban un emblema de tela que distinguía el tipo de delito cometido. Los ladrones y criminales llevaban un triángulo verde, los gitanos y vagos un triángulo marrón, el de los curas era morado, rosa el de los homosexuales, y los alemanes y austríacos, si eran presos políticos, lo llevaban rojo; si eran de otra nacionalidad, en el triángulo llevaban la inicial de su país de origen.

Peby llevaba el triángulo rojo y, aunque era checo, era considerado como alemán porque el país de los sudetas, después de la anexión, fue considerado territorio alemán. Era un hombre muy considerado. Por la mañana, en cuanto pasábamos el Appell y el Block ya estaba limpio, nos hacía entrar a todos y con mucha sencillez hablaba con nosotros pero era una verdadera lástima que no supiéramos hablar alemán o checo y tampoco él conocía el español. Tenía deseos de contarnos todo lo que ellos habían pasado y no lo hacía por asustarnos ya que creían que el régimen actual del campo no era tan duro como cuando ellos llegaron.

A los pocos días de estar en el Block, el polaco Nicolaus me obsequió con un pedazo de pan negro y un trozo de queso porque había recibido un paquete de su familia. Ese mismo día Peby me dio varios cigarillos después de afeitarle. Esta vez el servicio había sido más simple y, como pudo, me dijo que los sábados le haría el afeitado del primer día.

Cada vez que entrábamos en el Block teníamos que quitarnos los zapatos para que así no se ensuciara el suelo. De todos modos, ya el primer día nos dieron unas chancletas a cada uno para andar por el

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edificio. En el resto de barracones la gente casi siempre estaba en la calle pelándose de frío. La verdad es que la vida en el campo era muy dura por las bajas temperaturas que había que soportar. A este frío se juntaba el poco abrigo que teníamos ya que la ropa no tenía ni siquiera bolsillos para poder guarecer las manos; tampoco teníamos pañuelos para sonarnos la nariz y la mayoría no teníamos calcetines. Uno se las arreglaba sí podía hacerse con algún trapo o pedazo de papel que pudiera hacer de sustituto. Resulta curioso recordar el caso de un compañero que se llamaba Rosendo quien hizo que un par de calcetines le durasen todo el tiempo que estuvimos en los campos. Siempre perteneció al mismo Block que yo y su mayor distracción era remendarse los calcetines casi cada día. En cualquier momento le veíamos con la aguja y el hilo cosiendo. No sé de donde sacaba el hilo, quizá de la misma ropa que usábamos, y la aguja se la fabricó él mismo.

Todas las mañanas, hasta que se salió a trabajar, una vez pasado el Appell tomábamos el café que nos servían para desayunar. He dicho café por decir algo pues en realidad no era ni un sucedáneo ni nada que se le pareciese aunque lo recibíamos como algo caliente de sabor desagradable. Como lo repartían en la calle, muchos de los que iban a cogerlo ya ni siquiera lo entraban sino que bebían un poco y allí mismo lo tiraban. Otros ya no salían ni a buscarlo.

Las cortas mañanas del mes de enero las pasábamos sentados en los bancos alrededor de las mesas en amigable conversación. De todos los compañeros del Block no tenía ninguno que conociera con anterioridad a mi entrada en Mauthausen, así que me encontraba solo.

El segundo o tercer día me senté al azar entre un grupo que discutía sobre los catalanes y sobre el origen del catalán. Había algunos que decían que era un simple dialecto. Entré en la polémica y les dije que no estaban bien enterados, que el catalán es una lengua y tiene su propia gramática y les dije: «si es un dialecto, ¿de qué lengua?». Ninguno supo darme respuesta y argumenté que el catalán, como el vasco y el castellano, eran tres lenguas que pertenecían a España, por eso teníamos que estar muy orgullosos de que los españoles tuviéramos tres idiomas. Pero todo lo que les dije no acabó

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de convencerles. Al lado de la mesa, había un muchacho de facciones extremadamente juveniles que intercedió por mí. En un castellano con ligero acento andaluz les habló y les convenció con sus razonamientos pues estaba muy versado en el tema. A consecuencia de esta discusión, nosotros dos empezamos a conversar y enseguida me di cuenta de que no era del montón sino alguien muy preparado a pesar de su juventud. Destacaba entre todos sus compañeros y sentían por él gran admiración. Oí que le llamaban Eduardo.

Nuestra charla duró toda la mañana. Hablamos de ideologías y de política coincidiendo en la mayoría de los temas aunque, por mi parte, nunca pensé en que el hecho de tener la misma ideología fuera un lazo para fundar nuestra amistad pues mis mejores amigos fueron de ¡deas opuestas a las mías. No hay que olvidar que la mayoría de nosotros estábamos muy politizados, nuestra guerra había sido una contienda política en la que convergieron distintas ideologías. Aun así, los dos simpatizábamos con las ¡deas ácratas pero sin violencias de ninguna clase. Si tengo que decir la verdad, las dos personas a las que más he admirado durante el tiempo transcurrido en los campos procedían del anarquismo: uno fue Eduardo y del otro ya hablaré más adelante pues habrá espacio preferente para los dos.

A la hora del yantar trajeron los termos con la comida de todos los días: la remolacha con patatas y coles. Era una verdadera bazofia pero como teníamos tanta hambre, todo lo comestible era aceptable. Cuando el hambre aprieta, lo esencial es llenar el buche. Me dieron reenganche como siempre y lo compartí con Eduardo, mi nuevo amigo, que tenía dos apellidos tan peculiares como Escot Bocanegra y era andaluz.

Aquel día por la tarde salí a la calle y oí que me llamaban por mí nombre de Pepe. Era un amigo de Fraga con quien había jugado durante algunos años en el equipo de fútbol de la Unión Deportiva Fraga y que, por cierto, era un gran delantero centro y goleador. Hacía bastante tiempo que no nos habíamos visto y tuvimos gran alegría al abrazarnos. Me contó todo lo que había pasado en Francia y que había llegado a Mauthausen con la misma expedición que yo pero debió de ocupar otro vagón. Estaba en el Block 17, enfrente del 19, que tenía

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fama de ser el peor del campo. Lo primero que me dijo fue que con él estaba otro de Fraga, también amigo mío, Dámaso Ibarz, con quien éramos vecinos desde la infancia. Le di recuerdos para él cuando nos despedimos. A Ecequiel le vi varias veces más y a Ibarz también. Una de ellas Ibarz me dijo que estaba de Stubelin y además era muy popular: como era un gran narrador y tenía mucha inventiva, por las noches, antes de acostarse y con permiso del jefe del Block, agrupaba a todos los españoles y les narraba, de forma muy emotiva, alguna novela de capa y espada o las aventuras de Rocambole. Cada noche les contaba un episodio y siempre dejaba a los protagonistas en peligro para emocionar al auditorio, así los tenía en suspense todo el día pensando en la suerte que podían correr sus héroes. Era muy apre-ciado por todos y con el tiempo llegó a ser encargado de repartir el pan para todo el campo ¡vaya enchufe!, pero yo ya no estaba en Mauthausen.

Los días transcurrían lentamente y se hacían monótonos pues estábamos siempre en el Block. Lo más agradable eran la largas conversaciones que sostenía con Eduardo. Él hablaba muy bien el cas-tellano y tenía una cultura fuera de lo común, realzada por su juventud. Tenía sólo veinte años cuando entró en Mauthausen y había sido uno de los más jóvenes de su graduación en el ejército de la República donde fue oficial de transmisiones. Tenía una memoria que hoy llamaríamos de computadora pues todo lo que había leido, fechas, citas y hechos, lo recordaba con una facilidad pasmosa. Al mismo tiempo era de trato sencillo y agradable. La verdad es que pronto nos pusimos todos al corriente de como era cada uno por tanto Eduardo, aunque quería pasar desapercibido porque no tenía nada de petulante, era la admiración de todos. Estaba enterado de todo: literatura clásica y moderna, arte, filosofía, ciencias, política internacional, historia de todos los tiempos, así como materias más frivolas: deporte, cine., en fin, era como una enciclopedia parlante. Cuando estalló el movimiento, él era estudiante de Bachillerato como Belarmino, el protagonista de la novela de Pérez de Ayala, Belarmino y Apolonio, una de las más celebradas de este autor y también muy recordada y comentada por nosotros. Aquellos días pasados tan

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amigablemente constituyen para mí un recuerdo indescriptible. No dábamos descanso a nuestras lenguas y nunca nos faltaba tema de conversación. Eduardo me maravillaba cada día más por sus razonamientos, su vasto conocimiento y el talante de sus análisis, siempre impregnados de esperanza y deseo de vivir.

Pronto se unieron a nuestros diálogos algunos ca-maradas más cuyos nombres no puedo destacar porque la pátina del tiempo ha hecho que se esfumen de mi mente. Sí recuerdo que formábamos una muy agradable tertulia que me recordaba a las que proliferaron durante la República. Pero aquella placidez pronto iba a terminar.

Una tarde anunciaron que al día siguiente todos los españoles debíamos ir a trabajar. Como no estaba comprendido en la plantilla como barbero, en un principio supuse que también tendría que ir. Pensé que nunca había trabajado en nada que no fuese mi profesión y al no estaba acostumbrado me resultaría más penoso, pero no me amilané por eso. Aunque no estaba avezado a los trabajos duros como coger el pico y la pala o manejar otra herramienta, me lo tomé con tranquilidad y Eduardo y yo acordamos que procuraríamos estar juntos en el trabajo para así hacer más llevadero lo que nos mandaran. Además confiaba en Peby quien procuraría que estuviese bien alimentado, sobre todo de la comida que se repartiese en el Block.

A la mañana siguiente nos levantamos de la cama de una forma más precipitada y salimos a la calle para formar y pasar el Appell después de haber repartido el brebaje matinal. Todos se fueron pero yo me quedé. Peby me camufló mientras los demás, según me dijo, habían ido a trabajar a la cantera de la que se contaban escenas terroríficas.

La verdad es que no se fueron con muy buen ánimo. Sabían que no tenían que volver hasta el atardecer porque les habían ordenado que se llevasen la escudilla y la cuchara, lo cual significaba que comerían en el trabajo. A muchos les pareció una novedad; había gente que no había realizado nunca un trabajo de aquellas características ya que los había de distintas profesiones y alguno con carrera, pero el destino los había escogido para ser protagonistas de una guerra fratricida. Pasaron por todas las privaciones y avatares que

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nuestra guerra llevó consigo hasta llegar al exilio y los campos de Francia. Después la mayoría estuvo en las compañías de trabajo donde éste no era muy pesado y la comida estaba bien. Pero la cantera era otra cosa. Además de la dureza del trabajo, lo que más estragos hacía era el hambre; se trabajaba duro y se comía mal. El hombre alimentado se hace a todo pero si le obligan a levantarse al alba, no le dan nada para desayunar y le hacen trabajar hasta el atardecer después de haber comido solo un mal potaje vegetal, poco a poco se va uno desgastando hasta llegar al límite de las fuerzas, al trágico fin.

Los primeros españoles que llegaron en agosto del 40 fueron pronto diezmados. En los cuatro primeros meses, cuando empezaron a construir la escalera, murieron más que en los cuatro años siguientes porque pasaron por el sistema de eliminación permanente. Cuando llegó nuestra expedición el trato, pese a ser muy duro, ya no era tan inhumano: ahora se podía aguantar hasta cien días. La muerte llegaba más lenta pero menos dolorosa.

Los alemanes, con el sistema establecido en los Lagerarbeit o campos de trabajo, exterminaban a los que consideraban enemigos políticos. No los fusilaban, ni siquiera los metían en la cárcel, los mandaban a los campos y, si lo creían conveniente, a base de trabajo eliminaban a un hombre en pocas horas. Yo he visto en más de una ocasión eliminar a un ser humano en una sola mañana. Estimaban que una muerte digna era un honor que no se merecía la víctima pues además había que humillarla y escarnecerla, sobre todo si era un enemigo político o racial. Así, los crematorios de todos los campos funcionaban a tope durante las veinticuatro horas del día. La mano de obra barata la tenían de sobras con tanto preso como había en los innumerables campos de concentración esparcidos por todo el territorio que estaba bajo su feudo.

Tuvieron que pasar algunos días para darme perfecta cuenta de donde estaba. Poco a poco, todos nos fuimos percatando de la realidad de nuestra situación.

Cuando todos mis compañeros se fueron a trabajar, puede decirse que me quedé solo. Aunque en el Block estaba la plana mayor, para mí eran una sociedad aparte, pertenecían a la clase dirigente, eran

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preeminentes y yo no era nada mas que un simple paria más o menos alimentado. Entraban y salían del Block e ignoro si fuera tenían alguna función a desarrollar. Peby me aconsejó que no saliese a la calle bajo ningún concepto porque podía exponerme a que algún S.S. me encontrara y me preguntara donde trabajaba. Como no podía justificarme temía salir perjudicado y, por lo tanto, era mejor permanecer en el barracón. Allí, sin nada que hacer para matar el tedio, se me hacían las horas interminables. Ni siquiera tenía un libro y si lo hubiese tenido, como estaría escrito en alemán, habría sido lo mismo porque no sabía una palabra. Para hacerme entender tenía que expresarme como los mudos y cuando la plana mayor me preguntaba algo, con muchos gestos y alguna que otra palabra me hacía entender un poco. Al cabo de unos cuantos días llegué a captar algunos motivos muy corrientes como «trabajo», «pan», «hambre», etc. y llegó un momento en que casi nos entendíamos, por lo menos en lo más pri-mordial, con una jerga muy particular que me ayudaba a salir del paso.

En los lugares en que he estado nunca me he encontrado solo por tener siempre conmigo un libro, el mejor amigo del ser humano, pero en los campos de concentración alemanes nunca tuve ni vi ninguno, y sí lo vi, seguramente debió de pasarme desapercibido. No tenía un lápiz para escribir, ni un papel donde poder hacerlo, por eso las horas se hacían interminables y esperaba con anhelo que llegasen mis compañeros del trabajo para escapar a tanta soledad. Recuerdo que cuando crucé la frontera para exiliarme, antes de pasar a Francia estuvimos tres días en una casa abandonada de Portbou. En ella me hice con un grueso volumen de la Editorial Aguilar que contenía las obras completas de Cervantes. Durante los primeros días de exilio este libro me sirvió de grata compañía además de distraerme el hambre. Cuando a los pocos días mi situación había mejorado, empecé a leer algún periódico francés y, bien o mal, me enteraba de algo. Poco a poco me fui familiarizando con la lectura francesa y a los pocos meses leía bien el periódico, incluso alguna novela que no fuese demasiado larga. No tardé en leer todo lo que caía en mis manos. A los seis meses me atreví con una novela de Victor Hugo que ya había leído en

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castellano hacía varios años y además la había visto en el cine; se trataba de Los miserables. En el idioma original tenía mucho más interés y la leí con gran pasión, además es sabido que en las traducciones siempre se pierde algo de valor.

Hacía el atardecer llegaron los compañeros de la cantera. Sin entrar en el Block los hicieron formar para el Appell de la tarde y me uní a ellos. Una vez pasada la formación Peby dio las novedades al S.S. que controlaba el Block 19, un cabo de unos veinticinco años y aspecto agradable. Quizás no fuese tan malo como otros y, por lo que creí comprender, no le hacía ninguna objeción a Peby. Durante el tiempo que estuve en el 19 el cabo siempre hizo el mismo papel: llegaba a la hora de la formación de la tarde, nos hacía descubrir en posición de firmes y saludaba a Peby. Después, éste le daba la novedad.

Entrabamos en el bloque con los zapatos en la mano y con la otra dispuesta para recibir la ración de la tarde, es decir, lo que nos tenía que servir de cena. Esto era un pedazo de pan no muy grande con un poco de queso o salchichón. Algún día, en lugar de eso nos daban un poco de margarina con otro poco de mermelada y esto era, junto con el cazo de potaje del mediodía, lo que constituía todo nuestro alimento en veinticuatro horas. Era bien poca cosa, y más después de una jornada de diez horas de trabajo mas formaciones, desplazamientos., o sea, más de doce horas de actividad. Con esta dieta, la situación era para no tener grandes esperanzas puestas en el porvenir de uno.

En cuanto vi a Eduardo nos saludamos con un fuerte apretón de manos. Al ver lo que nos dieron de cena pensé que tendría gran satisfacción cuando viese lo que le guardaba. Tenía en mi armario dos gamelas de comida que me habían dado a mediodía los de la plana mayor aparte de mi ración. Estaban llenas del mismo potaje pero condimentadas con algo más sustancioso que lo que daban a todos los parias del campo. Nos sentamos y comimos. Para cada uno de los Stubelines uno de la plana mayor también les había cogido una escudilla de comida. No puedo recordar si teníamos algún sentimiento de vergüenza por alimentarnos mejor que los demás; creo que no porque la ley del campo era así: primero uno mismo, ya que si lo que

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yo pudiese conseguir de más lo hubiera tenido que repartir entre todos los del campo, no habría tocado nada a ninguno. Recordaba que, muchas veces, estando en los campos de Francia había alguien que tenía algún amigo o familiar residente en el país que le mandaba paquetes con comida y tabaco. Se lo comía y se lo fumaba él solo y a los demás se nos hacían los dientes largos. No había nada de solidaridad, era la ley del campo. Lo máximo que se hacía era lo que estaba haciendo con Eduardo; éramos dos grandes amigos y quería compartir con él lo que pudiese, por eso cuando vio la comida que le había guardado, como tenía una mirada muy expresiva, con ella me mostró su agradecimiento.

Como aclaración diré que cuando se repartía la comida y los reenganches para barberos, Stubelines o quien fuese, no se hacía a costa de los demás. Si en el barracón éramos doscientos, mandaban doscientas raciones y doce más para la plana mayor -tenían asignada doble ración-, y ponían además algunas raciones para repartir entre los que ejercían alguna función amén de su trabajo. La plana mayor solía coger sólo una de las dos raciones que tenía asignadas pues disponía de otros medios para conseguir alimentos más apetitosos.

El talante moral de la gente era de subsistencia. Allí todo era relativo y había muy pocos prejuicios. Aunque la consigna de todos era la de pensar en uno mismo, conocer a Eduardo hizo cambiar mí filosofía y procuré ayudarle en todo lo que me fuera posible. Durante los cinco años que permanecimos juntos en los campos siempre estuvimos muy unidos por una amistad y un afecto verdaderamente fraternales. En aquellas circunstancias tener un afecto sincero y sin impurezas tenía un valor incalculable. Estábamos completamente aislados, no teníamos contacto con nadie ni podíamos mantener nin-gún tipo de correspondencia; nuestras familias no sabían absolutamente nada de nosotros, ni siquiera donde podíamos estar. Parecía como si la tierra se nos hubiese tragado. Ante tal estado de cosas, nuestra amistad ayudó a resistir mejor lo mucho que tuvimos que pasar.

Cuando nos dispusimos a disfrutar de nuestro «banquete» me contó como había transcurrido la jornada pero no voy a explicar nada.

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No tardaría muchos días en ver con mis propios ojos lo que era la cantera.

Los días transcurrían sin nada de particular que mencionar. Cuando los compañeros salían para el trabajo las horas y los días se me hacían muy monótonos por no tener nada que hacer, salvo afeitar a los de la plana mayor, mi único trabajo. Poco a poco me iba entendiendo con ellos. Peby me contó lo que había sido Mauthausen para ellos, los primeros que empezaron a transformar la montaña en lo que fue uno de los campos de concentración de la Alemania nazi. Con lo que me explicó llegué a comprender como levantaron aquel gran complejo penitenciario, como trajeron el agua y la electricidad e hicieron los primeros bloques y el crematorio.

En realidad, tal como se desarrollaba la represión nazi, los crematorios eran una necesidad higiénica pues si no hubiera sido por la incineración de los millones de seres que morían, se hubiera creado un problema de salubridad enorme. En aquel entonces, sólo pensar en el crematorio producía terror por ser sinónimo de exterminio. Con el tiempo, sabemos que en el mundo entero se ha impuesto como una forma usual de incinerar a nuestros muertos y el que suscribe este relato tiene la voluntad de ser incinerado. Sobre el holocausto nazi hay un sinfín de libros que describen la persecución del mundo hebreo pero se ha escrito muy poco, y gran parte del mundo lo ignora, sobre los millones de personas no judías que también perecieron en los campos de concentración. Por parte de todos los estados, a excepción de Israel, ha habido un deseo por silenciar o minimizar la realidad de estos seis millones de seres que también fueron exterminados, tantos como judios. Sólo conozco un escritor que denuncia este silencio como si hubiera sido fruto de un pacto. Se trata de un periodista turco que sufrió en sus carnes los dolores de los campos y se salvó del campo de Dachaus, nombre que da título a su libro.

Pasaron algunas semanas. A pesar de la monotonía, cuando llegaba el domingo se suavizaba el sistema de cruda disciplina que imperaba en el campo en los demás días de la semana. Nos levantába-mos un poco más tarde y el tañido de la campana del campo, cuyo sonido se multiplicaba al unísono al haber una en cada Block, era la

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señal de que había que levantarse con ligereza a los gritos de los mandamases. Este día en que todos tenían fiesta a excepción de la cocina y el crematorio, todo quedaba paralizado y los barberos tenían que afeitar a la gente y cortar el pelo cada quince días. A la plana mayor les afeitaba cada dos días, además del domingo, y les rapaba cada semana la cabeza pues los preeminentes, para diferenciarse de los parias, se hacían afeitar el cráneo. Llevar lisa la testa era señal de categoría y distinción por lo que, si uno que no fuese preeminente se hubiese afeitado la cabeza, habría sido castigado por el mismo jefe de Block.

Los domingos también había formación pero se hacía de una manera rutinaria y el S.S. no aparecía para nada. Hacer la cama no nos llevaba más tiempo y a media mañana Peby les pasaba revista. La que no estaba bien hecha la deshacía para que la hiciesen de nuevo y a las diez camas mejor hechas, en el reparto de comida del mediodía, les daban doble ración. Como el hambre azuzaba, los que se habían hecho acreedores al premio montaban guardia junto a sus camas hasta que pasara Peby. Yo procuraba que la mía estuviera bien hecha por estar en un lugar tan visible. Nunca fue premiada porque Peby sabia que ya percibía más comida todos los días.

He leído algún libro sobre Mauthausen. En uno de ellos, escrito por un español, se cuenta que cada quince días podían escribir una tarjeta con un máximo de quince palabras, suficientes para que sus fa-miliares pudiesen saber de ellos. En lo que a mí respecta y también a todos los que estuvieron conmigo, nunca nos enteramos de tal cosa; supongo que el autor del libro podía escribir porque estaba en una situación de privilegio y con él algunos más. Debo decir, además, que todos los libros que he leído sobre la deportación y lo ocurrido en Mauthausen han sido escritos de una forma -valga la expresión-blandengue». Quizás no podía ser de otra manera pues para describir los horrores y dolores tales como el hambre, los palos y un largo etc. se ha tenido que pasar por ello. Uno que ha estado en una oficina o en un lugar de privilegio no puede describir los hechos con total veracidad por no ser protagonista directo de los mismos. Esto no pretende ser una crítica, tan sólo dejo constancia de algo que ignoré

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mientras estuve allí y que he conocido al cabo de muchos años, quedándome perplejo después de creer siempre que todos los españoles estuvimos incomunicados. Por suerte para aquellos a quien hace referencia ese libro, todos tuvieron funciones holgadas pero lo que yo escribo humildemente es lo que viví, lo que allí pasó, y queden estas memorias como testimonio de los que fuimos a parar a los campos y como recuerdo de los muchos que salieron convertidos en humo por las chimeneas de los crematorios.

En la guerra entre los aliados y el nazismo nosotros, como exiliados de España, no teníamos nada que ver en la contienda. ¿Por qué los alemanes nos apresaron primero y después nos deportaron? Fue un atropello de la fuerza de la razón por la razón de la fuerza y no había causa legal que autorizase la afrenta de que fuimos víctimas. Un estado, sea de izquierdas o de derechas, tiene que respetar las leyes y los derechos establecidos en el mundo civilizado. Nuestro caso era muy especial y aunque sólo fuese para cubrir las apariencias, tenían que adoptar una medida acorde con el delito o situación del individuo que estaba bajo la férula del sistema penitenciario. A nosotros no nos consideraban presos políticos, de lo contrario hubiéramos tenido que llevar el triángulo rojo. Como éramos unos simples exiliados y no unos malhechores o elementos subversivos que hubiesen desarrollado alguna acción contra Alemania, se sacaron de la manga el triángulo azul de apátrida y la S en el centro que nos distinguía como españoles.

Los domingos la comida de mediodía variaba un poco respecto a los demás días. En lugar del potaje de rigor nos daban patatas al Mütze, cocidas enteras con piel y todo. Este término culinario era muy apropiado porque al ir a recoger las patatas lo hacíamos con el gorro en la mano para que las pusieran allí y el gorro se llama Mütze. La comida de la tarde la daban de una sola vez: las patatas, el pedazo de pan y un poco de mermelada; eso para todo el día. Sí además de esto hubieran dado el potaje no habría estado tan mal pero no había nada más hasta veinticuatro horas después. El que se lo comía todo de una vez, y muchos lo hacían así, se daba un pequeño banquete. Otros, en cambio, guardaban alguna parte para repartirlo en dos comidas aunque había que hacer un gran esfuerzo para ello, además ¿dónde

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guardarlo? Por la tarde, al ser domingo, casi todo el mundo iba a dar una vuelta por el campo para ver a algún amigo que estuviese en otro barracón o por el placer de pasear, pero había algunos que permanecían dentro para vigilar la comida y guardarla como si fuera un tesoro. Lo que ocurría era que muchos fracasaban en su intento pues era tal el hambre que, al montar la guardia, no tenían otra obsesión que aquel tesoro. Aunque algunos resistían dos o tres horas, a media tarde la mayoría había claudicado y dado fin al contenido de su pequeño patrimonio comestible.

El hambre era el azote del campo y el tema de todas las conversaciones. Había un clima obsesionante por culpa del hambre y estoy seguro de que si se hubiese realizado un referéndum, la mayoría hubiera aceptado vivir en una montaña de por vida, aislados de todo lo que pueda interesar en el mundo, con tal de disponer de comida abundante. Por lo que a mí respecta no podía quejarme. En aquellos días percibía suficiente comida y, además, me llegaba por varios conductos con lo cual podía ayudar a Eduardo.

No todo es negativo en la vida y allí, en un lugar tan triste, también había gestos que en un ambiente fácil hubiesen carecido de valor y que en aquellas circunstancias resultaban muy loables. En mi relato voy a explicarlos tal como fueron, sin tremendismos, y no exageraré en lo más mínimo la descripción de lo que acaeció a mi alrededor. También quiero dejar constancia de que los españoles en Mauthausen se destacaron en todas las manifestaciones a través de los cinco años que duró el cautiverio, que fue muy ejemplar dadas las circunstancias.

El primer domingo por la tarde, cuando solo llevábamos seis días en el campo, Eduardo, otro amigo y yo fuimos a ver un partido de fútbol que se jugaba en la Appelplatz, la plaza de las formaciones. Era un rectángulo no muy grande donde formamos cuando llegamos al campo y ahora, visto para jugar al fútbol, casi nos parecía pequeño. Se jugaba con dificultad porque había cerca de medio metro de nieve y el balón, pese a ser de reglamento, estaba bastante deshinchado: nunca corría ni botaba sino que se quedaba muerto encima de la nieve. Cuando lo desplazaban, el juego que hacían los dos equipos era muy

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espectacular y estaba lleno de emoción. Todo se desarrollaba a base de pases cortos y dribling de un solo paso pues las dificultades antes enumeradas no permitían otra clase de filigranas. Desde luego, jugar en esas condiciones requería un gran esfuerzo físico. El partido era de competición en una liguilla entre varios equipos que había en el campo. Cada nacionalidad tenía uno, a excepción de España. Los que jugaban aquella tarde eran los de Polonia y Austria por tanto a nosotros, como simples espectadores, nos daba igual quien ganase.

Nuestro país no tenía representación porque la primera expedición de españoles que llegó al campo estaba muy diezmada debido a la eliminación permanente que habían sufrido. Hay que decir que todos los que jugaban al fútbol tenían un buen trabajo y percibían una cantidad y calidad de comida suflcíente para estar bien alimentados. Era necesario mucho vigor para desarrollar un deporte tan duro como el fútbol, y más en aquellas condiciones. Al llegar nuestra expedición, que fue muy numerosa, Bachmayer, el jefe de la S.S., preguntó si entre los españoles había futbolistas para formar un equipo que pudiera representarnos. Le dijeron que sí pero para jugar al fútbol había que estar fuertes y todos los españoles trabajaban, la mayoría en la cantera. El caso es que se formó una especie de comisión y lo primero que buscaron fue la persona idónea para ser entrenador. También se escogió a un delegado que resultó ser un ex jugador de un equipo madrileño de Segunda División denominado La Ferroviaria. Él y el entrenador seleccionaron a los dieciséis juga-dores para representar a los españoles. En cada Block se pidió que quien hubiese jugado al fútbol con cierta categoría se inscribiese y no tardó en formarse un equipo. En pocos días, todos los que tenían aptitudes fueron colocados en buenos puestos de trabajo con la recomendación de que estuviesen bien alimentados. Para algunos que llevaban varios meses en el campo y estaban casi en las últimas, el fútbol fue su salvación. Les dieron las tardes libres para entrenarse a fondo y así ponerse en forma hasta que llegara el día de su debut. Todo esto sucedía a mediados de enero de 1941.

La tarde que fuimos a ver el fútbol, Eduardo y yo nos encontramos a Ecequiel. Lo primero que hice después de saludarnos

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fue invitarle a un cigarrillo pues aquella mañana Peby me había dado una media docena. Él se lo guardó, quizás para fumárselo en compañía de unos amigos. Yo encendí uno de los dos que me quedaban y lo fumamos entre los tres; era el mejor gesto de amistad que podía hacerle. Fumarse un cigarrillo en comunidad hacía el mis-mo efecto que produce ahora fumarse un cigarrillo de hierba entre unos amigos. En efecto, el acto de fumar en grupo se convertía en un ritual de gran intensidad en el que se degustaba un cigarrillo o una simple colilla, y siempre era mejor que fumarlo solo. Esto era propiciado por la penuria. La carestía de tabaco era total para los españoles y sólo se podía conseguir alguna colilla de los de la plana mayor. Como se puede ver, en la vida todo es relativo y parece que dar o tomar una colilla es un acto vergonzante, sin embargo allí se hacía con la mayor naturalidad. Mientras alguien fumaba había cien ojos que miraban como se iba consumiendo el cigarrillo. Algunas veces, el fumador no apuraba demasiado para que la colilla fuese un poquito más larga al darla a quien fuese.

En aquel entonces, para mí y para la gran mayoría de mis compañeros, fumar era un vicio que nos dominaba como si de una verdadera droga se tratase. Era un perjuicio para mi salud. Lo había dejado en más de una ocasión pero al cabo de cierto tiempo volvía a fumar con más deseo. Fumarnos un cigarrillo o una simple colilla en grupo era algo que nos deleitaba y formábamos un corro, si estábamos varios, para poder contemplarnos mejor. Mientras un compañero fumaba el resto lo contemplábamos con unos ojos muy abiertos de deseo, esperando ahitos el turno que de uno en uno iba pasando. Cuando cogíamos el cigarrillo con la mano trémula, aspirábamos el humo con tal ansiedad que de verdad nos llegaba a los talones. Mientras, el silencio era absoluto. En aquellos instantes sólo estábamos pendien-

tes del aroma y del placer que nos producía la nicotina. Es posible que más de uno fuera víctima de esta droga -son pocos los que la consideran como tal- y en muchos casos mataba aunque fuese de una manera secundaria: había quien cambiaba parte de su comida, que era poca, por una colilla. El que la vendía conseguía vitaminas para

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aguantar pero el que la compraba no conseguía otra cosa que ayudarse a sí mismo en adelantar su triste final. A mí, que iba abundante de comida y escaso de cigarrillos, nunca me pasó por la mente cambiar una por los otros. La comida la repartía con Eduardo y algún que otro amigo, además ningún preso tenía un cigarrillo, todo lo más podría tener alguna colilla que en un momento oportuno había podido conseguir. A mí no me daba asco fumarlas pues si llegaba el momento lo hacía pero no me esforzaba para conseguirlas. Si hubiese puesto ojos de plañidera cuando fumaban los de la plana mayor me habrían dado más de una pero en mi situación en el Block, por ética, procuraba pasar por alto recoger alguna, además siempre caía algún cigarrillo y gran parte de éstos los fumábamos en grupo.

La vida en el campo se desarrollaba con aburrida normalidad. Yo iba viendo como mis compañeros perdían facultades y recordaba que no hacía mucho habían llegado al campo fuertes y con buen aspecto, ahora cambiado por el trabajo y la escasez de comida, con pocas vitaminas y menos proteínas.

Cuando llegamos al campo habíamos visto a gran cantidad de españoles, la mayoría de ellos decrépitos y a punto de perecer por inanición. También vimos a algunos que tenían helado algún dedo de la mano o parte de un píe por tener que trabajar a ba-

jas temperaturas. Había un límite en el cual se suspendía el trabajo pero tenía que sobrepasar los diecisiete grados bajo cero.

Desde luego, tuve mucha suerte de que Peby me eligiera como barbero pues pasé en el bloque los primeros meses del invierno que son los peores. En este momento se produce un gran impacto en el in-dividuo al darse cuenta de donde ha ido a parar. Hubo alguno muy sensible que a los ocho días de estar en el campo no pudo soportarlo. A pesar de estar curtí-dos por muchas circunstancias difíciles y tener ánimos para aguantar, el sistema y la disciplina del campo hizo que para algunos fuese imposible reaccionar, sintiendo un fuerte decaimiento moral, y morían sin más ni más.

Estos meses fueron muy buenos para mí. Tenía comida y aún podía guardar una escudilla1 para Eduardo. Aunque las horas se me

1 Escudilla, en el original figura “gamela” palabra de origen catalán que susti-

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hacían larguísima por no poder salir del Block, la verdad es que tampoco apetecía mucho salir a la calle con aquel frío. Cuando Eduardo regresaba nos sentábamos alrededor de la estufa con la plana mayor y de la forma que fuese procurábamos contarnos cosas aunque fuesen pueriles. De tanto en tanto afeitaba a uno de ellos y así pasábamos las mañanas y las tardes, esperando la hora del regreso de los compañeros con gran anhelo.

Vivíamos un ambiente donde había muy pocos prejuicios. Yo casi diría que regresábamos a la infancia, volvíamos a tener los mismos sentimientos y reacciones que un niño. En ocasiones alguien se peleaba o intercambiaba unas frases injuriosas -que fuera de las alambradas hubieran sido motivo para no volver a dirigirse la palabra durante años-, y al día siguiente o al cabo de poco tiempo volvían a hablarse e incluso a ser amigos. Obrábamos por impulso. Allí, bajo el asedio de la muerte, si se recibía alguna ofensa la rabieta no duraba mucho y de una manera natural se volvía a ser amigos.

Habrá quien piense que en los campos de concentración el individuo se va degradando porque coge una colilla del suelo delante del que la ha tirado o porque come las sobras de uno que ha dejado de comer. Todo esto no era más que una necesidad biológica y si uno quería seguir viviendo, dejaba de lado los prejuicios para que estos no fuesen obstáculo en la lucha por la supervivencia. En una situación como la nuestra se venia abajo todo lo que un hombre había considerado ético porque tenía que enfrentarse a la antítesis de su sociedad. Lo que nos rodeaba era sólo hambre, esclavitud y horror. La grandeza estaba en seguir viviendo, en saber adaptarse a ese medio habiendo sido hombres civilizados y sensibles.

La amistad con Eduardo, basada desde un principio en la similitud de ideas, se fue acentuando con el transcurso de los días. Por lo general casi todos tenían alguna amistad sin que este sentimiento tuviese, en la mayoría de los casos, ningún atisbo de pecaminosidad. Aún así, en el transcurso de esta historia citaré más de un caso en que dos amigos se unieron en una relación que en principio parecía y debía ser honesta pero cambió de rumbo, quizás sin darse cuenta,

tuyo en el texto por escudilla en todos los casos, (nota del Editor)

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deslizando el afecto por derroteros turbulentos. Seguramente todo empezó por arrimar las camas para compartir más horas de conversa-ción y estar juntos durante más tiempo.

Eduardo y yo nos unimos como dos camaradas, dos verdaderos amigos, casi se podría decir que como dos hermanos. Nuestras vidas en el bloque se desarrollaban casi en común. Aunque él iba a la can-tera, cuando regresaba por la tarde, después de lavarse y pasar el Appell nos reuníamos para comer juntos las dos gamelas que yo guardaba. Los domingos, el único día que estaba en el Block, a la hora de la comida Peby siempre le llamaba para darle reenganche porque sabia que éramos amigos. Eduardo, además de ser una persona muy cultivada, era físicamente agraciado y estas cualidades físicas podían conducir, a veces, a situaciones peligrosas. Aunque iba a trabajar a la cantera, su aspecto físico no desmerecía gracias a los extras que percibía en la alimentación y los alemanes y los pre-eminentes del campo eran grandes admiradores de los muchachos agraciados. No hay que olvidar que entonces en Mauthausen no había mujeres aunque después sí las hubo. El hombre normal admira la belleza femenina sin parar mientes en la masculina pero cuando no está presente la mujer, se fija más si ve a un semejante guapo sin que eso lesione su dignidad ni vaya en detrimento de su condición de hombre. Siendo muy joven leí un libro muy interesante de cuyo autor no recuerdo el nombre pero sí el título: La inquietud sexual. Fue de una gran enseñanza para mí. De una manera muy precisa explicaba los peligros a que está sometido el individuo que convive en un medio en que, por lo regular, solo hay personas de su mismo sexo. Decía que, sin darse cuenta, lo que en un principio era sólo una amistad entre seres que conviven y se profesan inusitado afecto, va convirtiéndose en algo más íntimo y emotivo y llegan incluso a enamorarse, prodigándose alguna que otra expansión en forma de abrazo o algo similar. Poco a poco van surgiendo sentimientos más tiernos que les llevan por el camino de la homosexualidad y no caen en ella por vicio sino por la necesidad de afecto y cariño. Así que yo, que conocía estos peligros -tenía cierta educación sexual-, me daba cuenta de los riesgos que conlleva una vida en común con personas de la misma naturaleza

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y siempre procuré que mi afecto no traspasara los límites de una buena amistad. Fueron cinco años los compartidos con Eduardo que pusieron a prueba la honestidad de nuestro gran afecto.

Los alemanes de la S.S., a pesar de lo nefastos que fueron, tuvieron la virtud de facilitar un trabajo no demasiado pesado a todos los elementos jóvenes que fueron a parar a Mauthausen. Hubo un mu-chacho de Fraga que entró en el campo con unos dieciséis años al que le dieron un trabajo en la cocina. Allí estuvo los cinco años que duró su confinamiento aunque yo no tuve nunca la oportunidad de verle y además lo ignoraba. Posiblemente me hubiese ayudado si hubiese tenido necesidad de ello. Se llamaba Joaquín Orús y fue siempre un buen ca-marada para los amigos que lo pasaban mal y Ecequiel fue ayudado por él en momentos muy difíciles. Orús aguantó todo el cautiverio sin pasar hambre gracias a ser muy joven al entrar en el campo. Pero esta consideración con los más jóvenes no la tuvieron con las personas de edad avanzada. Había muchos que pasaban de los sesenta años, incluso de los setenta, que fueron los primeros en caer debido a la dureza del trabajo y la disciplina. Estos hombres mayores siempre habían demostrado su entereza y sacrificio de lucha en las batallas en pro de la causa de la clase proletaria. Antes de la guerra ha-bían luchado, incluso sin armas, enfrentándose a la autoridad, plantando cara en las huelgas y en toda clase de luchas reívindicativas. Después, al estallar la rebelión franquista, tanto en Barcelona como en Madrid y en todo el territorio nacional donde fue posible la lucha contra los enemigos de la República, se lanzaron a la calle junto a la juventud demócrata para defender las libertades. En la guerra fueron movilizados y se vieron forzados a dejar el hogar y la familia y más tarde tuvieron que exiliarse, pasar a Francia y con ello a los campos de concentración en las playas de Barcares y de Argeles donde se pasó de todo y lo resistieron con gran estoicismo y entereza. Pero al llegara Mauthausen aquellos luchadores no pudieron soportar el infierno muchos días. Como un pajarito, sin quejarse, morían en los primeros días de confinamiento.

Transcurrieron varías semanas y llegó el día de la presentación del equipo de fútbol que representaría en el campo a la España de los

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deportados. Era domingo y aquella tarde tenían que jugar contra los polacos un partido que ya formaba parte de la competición. El equipo vencedor de la liguilla recibiría como trofeo un cínturón negro para cada jugador, sinónimo de potencia y de fuerza. El juego que se hacía allí era muy peculiar. Además de sortear todas las dificultades que he descrito más arriba, el terreno de juego era muy pequeño y sólo jugaban ocho jugadores.

Me causó mucha extrañeza que Ecequiel no se inscribiese como jugador pues era un buen delantero centro, probablemente no lo hizo por timidez o por falta de apoyo en su Block. En todas partes hacen falta padrinos para que te bauticen.

El conjunto español debutó una tarde de domingo de finales de febrero. Con bastante frío empezó el partido. El fútbol que se hizo fue un tanto primitivo porque el estado del terreno no permitía ninguna fioritura. Sólo se jugaba una hora con dos tiempos de treinta minutos y se podía cambiar varios jugadores durante el partido. No voy a relatar con detalle como se jugó y tampoco recuerdo todos los pormenores, sólo sé que se ganó con apuros y los españoles consiguieron los puntos el día de su debut. Ahora no tenían que volver a jugar hasta dentro de quince días. Entre los jugadores recordé a dos que vi en un torneo celebrado en Barcelona durante la guerra entre equipos que representaban diversas unidades del ejército republicano. Fue en el campo del Español y duró varios domingos. Como nos caía cerca paseando, todos los domingos que jugaron fui a verlos con Conchita y mi hija Chitín. La llevábamos con una sillita de mano porque hacía poco que la habían operado de una luxación congénita de cadera.

El partido había despertado cierto interés, más por tratarse de su debut, y sobre todo entre los españoles. A decir verdad los S.S. que no apreciaban a nadie, cuando fumaban procuraban tirarle la colilla a un español. Además del fútbol, los españoles también se destacaron, y mucho, con otro deporte: el boxeo. Había un boxeador de gran calidad y potencia que, por cierto, era de Teruel, a quien denominaban Paulino en recuerdo del famoso púgil vasco Paulino Uzcudun. Combate que hacía el aragonés, combate que ganaba por K.O. Los

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domingos por la tarde en un Block o en otro se organizaban veladas pugilísticas con combates de diversos pesos. En mi Block había un compañero que se apellidaba Lozano y era nada menos que campeón de España de peso ligero, por tanto profesional y todo un campeón; así estaba escrito en su palmarés. La figura estelar del boxeo en el campo era, sin lugar a dudas, Paulino. Cada velada en la que tomaba parte se llenaba el Block hasta los topes y acudían a verle pelear todos los gerifaltes del campo, incluso alguna vez asistió el jefe del campo interno. Esto significaba un gran honor para los contendientes pues aunque era un preso de delito común era todo un personaje dentro del campo y de la máxima relevancia. Lozano también era una figura pero no resultaba tan espectacular como Paulino por ser de peso inferior. Éste último sólo contaba veinte años y ya era un peso máximo. Los dos trabajaban en la cocina; con esto está dicho todo.

El domingo siguiente al partido se organizó en mi Block una gran velada pugilística cuyas estrellas serian Paulino y Lozano, y toda la semana se comentaba, además del partido de fútbol, la velada del próximo domingo.

Con la llegada de mi expedición, le dimos al campo otro ambiente más cálido y dinámico. Encontramos a gran parte de los españoles con una moral muy decaída, no en vano llevaban seis meses viendo como cada día desaparecía compañero tras compañero. Cada quince días había una especie de revista y a quienes veian más decaídos los hacían salir de la formación y los llevaban en grandes grupos a morir al campo de Gusen, a unos treinta kilómetros de Mauthausen. Era el verdadero cementerio pues entre finales de 1940 y los primeros meses de 1941, murieron más de cinco mil españoles, es decir, que los siete mil que perecieron en Mauthausen lo hicieron en el primer año de su llegada y durante el siguiente.

Al llegar nosotros, cerca de tres mil, les dimos un poco de moral, aunque hay que decir que el régimen del campo se había suavizado un tanto con respecto al trato que tuvieron que soportar en agosto del 40. Poco a poco, los españoles estaban superando la tristeza y la monotonía del campo. Aparte del fútbol y del boxeo se organizaban una serie de festivales artístíco-culturales y cada domingo, en uno o en

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otro Block, había un festival que servía para que esas tardes tuvieran cierto ambiente festivo. Los domingos eran los días más nostálgicos y si uno se quedaba a pasar la tarde en su Block, los recuerdos se hacían más latentes. Con la distracción, la tarde transcurría mejor. Deportes y festivales traían cierto aliciente a nuestra triste vida y durante la semana ya se comentaba en qué barracón habría espectáculo para ir a pasar la tarde del próximo domingo.

La velada de boxeo en el 19 fue de bastante categoría. Lozano, campeón de España de peso ligero, tenía que enfrentarse a otro púgil del mismo peso de quien se decía que también había sido una figura del boxeo en su país. Por último, el gran Paulino tenía que enfrentarse con un cinturón negro, todo un campeón. El inmueble se llenó hasta los topes y muchos no pudieron entrar por falta de espacio, además en otro Block había un festival artístico, así que en una sola tarde había dos espectáculos en el campo, todo un cambio en las tristes tardes del domingo. Empezó la velada con el combate a seis asaltos de tres minutos entre el español Lozano y su contrincante. El primer asalto fue de tanteo y se vio la superioridad técnica del español. En los de-más esta superioridad fue aplastante y se puede decir que Lozano no recibió ningún golpe. Su rival, que era un gran encajador, pudo terminar sin doblar la rodilla, así que la victoria fue por puntos. Después vino el combate estelar de la velada con el gran Paulino contra el campeón húngaro que era cinturón negro del año anterior. Paulino ya llevaba varios combates realizados y en todos había ganado por K.O. Su puño era demoledor. El que ganase se enfrentaría a otro púgil para proclamarse campeón del campo y por tanto cinturón negro. El combate, a diez asaltos, empezó con gran expectación. Los españoles éramos mayoría y el gran entusiasmo se manifestaba con gritos y bravos que animaban a nuestro compatriota en su lucha contra el húngaro. Éste, pese a tener sus treinta años, se veía en gran forma física y se notaba que era un gato viejo del ring, sobre todo en las lides del campo. Se veía técnicamente superior a Paulino pero en el transcurso del combate el español llevó la iniciativa de la pelea y demostró ser un gran encajador. La lucha fue muy igualada pero, en el último asalto, los puños de Paulino fueron como un vendaval que hizo

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saltar la guardia del húngaro. Le asestó tal puñetazo que lo lanzó encima de la mesa del jurado. Después de contar hasta diez el juez de la contienda levantó la mano de Paulino y lo proclamó vencedor por K.O. Después del boxeo, con Eduardo y otro amigo nos fuimos a otro Block a ver el final de un festival de canto y poesía. Fue una tarde festiva completa.

En cuanto al fútbol, después de la victoria sobre los polacos el equipo de España tuvo que enfrentarse con los demás equipos, un total de seis. Como la competición estaba organizada en forma de liguilla, al ganar a Polonia ya sumaba dos puntos. Al cabo de quince días jugó contra Austria a la que también ganó por la mínima consiguiendo dos puntos más. Ahora íbamos empatados con los alemanes pues estos también habían ganado sus dos partidos jugados. Quiero relatar algunos partidos aunque con ello parezca un poco frivolo; si sólo hablara de los sufrimientos que pasábamos la lectura resultaría de-masiado abrumadora. Es cierto que nuestro porvenir era muy negro, por eso nos solazábamos con el fútbol, el boxeo y los festivales. Los «artistas» pasaban los mismos sinsabores que los demás y alguna que otra vez soltábamos carcajadas con sus gracias, así que, en algún momento, nos tomábamos la vida con cierto humor.

Ahora estaba viviendo la época buena del campo. No sabía hasta qué punto iba a cambiar mi suerte ni los años que aún me faltaban para regresar a casa. Cuando salí de Fraga para incorporarme a la caja de reclutas de Barbastro e ingresar a filas, corría el año 1937. No volví a mi pueblo hasta 1947 después de diez años de vida nómada, pasando por una serie de circunstancias a las que pude plantar cara y de las que al fin, como en una larga carrera de obstáculos, salí vencedor. Tenía tan arraigado en mi corazón el recuerdo de mi pueblo natal que transcurría el tiempo y siempre me parecía como si fuese el día anterior cuando lo había dejado. Sus gentes, sus calles, sus alrededores formaban un conjunto que siempre me hacía compañía y en los largos años de soledad me sirvió de consuelo y de esperanza. Nunca pasó por mi mente rehacer la vida fuera del lugar donde nací y viví. Aunque he conocido mucho mundo, todo mi pensamiento futuro estaba ligado con Fraga, en primer lugar mi familia, mi mujer y mi hija. Ellas dos

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eran una fuerza interior que me ayudaba a sobrellevar los grandes sufrimientos de los largos años de exilio.

Cuando regresaban los compañeros del trabajo, a la hora aproximada salia a verles llegar y enseguida divisaba a Eduardo que contestaba con una sonrisa a las señas que le hacía con la mano. Verdaderamente se mantenía firme y yo me sentía regocijado por ello. Sólo había cambiado un poco su tez, algo tostada por estar tantas horas en contacto con la intemperie. Creo que, en el fondo, su buen aspecto me envanecía por la ayuda que le prestaba aunque durante los años que estuvimos juntos, algunas veces fue él quien solucionó nues-tra penuria.

El equipo español jugó los partidos previstos y los ganó todos. Lo mismo había hecho Alemania, así que la gran final sería entre estos dos países. Todos los partidos se habían jugado en el campo y sin porterias. Ese día amaneció con un sol espléndido -ya estábamos a principios de marzo- que, para alegría nuestra, continuó toda la tarde.

Desde que nos levantamos, hubo una gran expectación y mucho entusiasmo. Como era domingo, tuve que afeitar a Peby y a toda la plana mayor y todos me dieron cigarrillos de propina. Ellos recibían paquete de casa con tabaco, entre otras cosas. Aquel día también me dieron algo de comida que hacían para festejar el domingo. Comimos opíparamente y a la hora de fumar invitamos a algún amigo al que también habíamos dado algo de comida. Después, como no podíamos ir a ningún bar a tomar café, mientras esperábamos la hora del partido que era a las tres de la tarde, nos dedicamos a pasear entre los Blocks. Nos encontramos con Ecequiel a quien no veía desde hacía unos días aunque él había procurado verme porque le había dado alguna escudilla de comida. Al dársela me dijo si tenía algún cigarrillo. Esto me sentó muy mal porque vi que tenía más deseo de fumar que de comer y me hizo perder algo de interés por darle comida.

Nos fuimos al campo dentro de una gran animación. Éramos muchos los que íbamos en la misma dirección y aquello hacía que pareciera una verdadera tarde de fútbol. Alrededor del campo improvisaron unas vallas para delimitar el terreno de juego. Nos

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acodamos a ellas y estábamos cara a un sol que, en aquellas latitudes, cuando el día estaba claro, brillaba con un fulgor límpido y bellísimo. Ecequiel y yo sentimos la añoranza de tardes de fútbol como aquella en Fraga. Por lo regular, los domingos por la tarde íbamos alegremente hacía el campo incluso para ser protagonistas porque fuimos compañeros de equipo en la Unión Deportiva Fraga. Le hice recordar la cantidad de goles que marcó en su misión de delantero centro; yo fui su guardameta ya que él era el capitán del equipo. Entre otras, recordamos tardes como la del Huesca-Fraga y el Jaca-Fraga, partidos inolvidables para los dos.

En un lugar preferente del campo se situaron los S.S. para ver el partido, también presenciado por el jefe del campo y de la S.S., el capitán Bachmayer. Entre ellos había algunos de nacionalidad austríaca y rumana que deseaban la victoria del equipo español, además jugábamos en Austria. A pesar del Aus-chluss entre alemanes y austríacos había diferencias, así como entre los presos. Cada cual tenía su clan e intercambiaban apuestas. Hay que destacar que los alemanes presos y los S.S. iban a favor de los alemanes y estos constituían la mayoría. El emocionante y decisivo partido para conseguir el cinturón negro fue muy igualado y el jugador más desta-cado de los dos equipos fue el portero a quien había visto jugar en el campo del Español. Todo el partido se jugó a gran tren, ya no había nieve y el balón estaba con el aire reglamentario. Fueron los porteros de ambos equipos los que evitaron que se marcara ningún gol en la primera parte; en la segunda se jugó bajo las mismas circunstancias y se llegó casi al final sin que nadie se adelantase en el marcador. El portero español paró muy bien un penalty con que había sido castigado su equipo pero casi al final, cuando parecía que la contienda iba a quedar en tablas, hubo una jugada muy bien llevada por toda la delantera del equipo hispano que terminó con un potente disparo que entró por la misma escuadra. El portero alemán, en ágil estirada, logró tocar el balón con la punta de los dedos pero debido a la potencia del tiro cruzó su portería y esto significó el 1 a 0. Casi de inmediato se dio fin al partido y el equipo español se proclamó campeón recibiendo el

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cinturón negro del campo de Mauthausen. Los españoles lo celebramos con gran algazara.

Después del fútbol nos fuimos a nuestro Block donde estaba programado un festival a cargo del mejor conjunto del campo. El repertorio de los artistas era variado y el exhibirse les hacía felices, al tiempo que su auditorio se sentía un poco menos desgraciado al oír las jotas, el cante flamenco y el recital de poesías que ejecutaban con mucho sentimiento. Entre ellas recuerdo sobre todo las de García Lorca, nuestro poeta vilmente asesinado por el régimen franquista. Aunque el nivel artístico de estos componentes no era muy loable, lo hacían con tanto ardor y entusiasmo que nos emocionaban hasta el punto de verter alguna lágrima. Nos hacían sentir la nostalgia de la patria que habíamos perdido y sus canciones y poesías eran aires que nos llegaban al alma. Los españoles adquirimos cierta personalidad que las otras nacionalidades del campo no tenían y aunque no comprendían nuestro lenguaje, les gustaba ver y oír nuestros festivales.

Los domingos por la tarde siempre actuaban en uno u otro Block y eran muy solicitados por los jefes. Representar su espectáculo en un barracón determinado daba cierta relevancia al jefe del mismo. Cuando actuaban eran muy agasajados y al final el jefe les recompensaba, en especias, claro, porque allí no existía el dinero. Recibían un pan entero, mermelada, salchichón, margarina y algunos cigarrillos para cada uno. Todo esto halagaba a los artistas y al mismo tiempo los alimentaba. En una ocasión fueron requeridos por el jefe del campo para dar una exhibición en su casa.

Aparte del fútbol, el boxeo y los certámenes artísticos, no había nada más en el campo. No existía nada que pudiese mitigar la dura disciplina, ninguna clase de consideración con el ser humano, ninguna biblioteca o lugar de esparcimiento. En todas las cárceles del mundo hay alguno de estos medios para minimizar en algo el dolor que sufre el preso pero los campos de concentración nazis eran tan sólo campos de muerte y degradación.

Los españoles procedíamos de una guerra ideológica que habíamos perdido. A pesar de ello, nuestra mística no había sido

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vencida y aún anidaba en el fondo de nuestros corazones. No había diferencia alguna entre los españoles que estábamos allí: era igual el que mandó una unidad militar que el que tan sólo fue un soldado raso. Todos éramos deportados y, con el tiempo, llegamos a ser la nacionalidad más destacada de Mauthausen. Los que habían sido con-finados en agosto del 40, unos cinco mil, fueron hechos prisioneros en la ofensiva que llevaron a cabo los alemanes sobre Francia. Los primeros meses fueron terribles. Les aplicaron el sistema de elimina-ción rápida y la Straftcompany, la compañía de castigo, fue alimentada durante varios meses por españoles. Este grupo de trabajo tenía que subir piedras a hombros desde la cantera hasta el campo y fue entonces cuando los españoles construyeron la escalera de la muerte que tenía que dar celebridad a Mauthausen. Tenía ciento ochenta y seis escalones, todos ellos muy desiguales -algunos tenían dos palmos de altura- por lo que ascender por ella era igual que subir una pequeña montaña. A partir del mes de octubre tuvieron que luchar contra el terrible frió y la escasez de comida. De los primeros que llegaron quedaban muy pocos; estaban muy debilitados y su fin se veía próximo. Fueron víctimas propiciatorias. Habían terminado con los austríacos, los polacos y los checos, por eso les obligaron a hacer los trabajos más duros. En cinco años en Mauthausen murieron siete mil españoles, el noventa por ciento entre 1940 y y los primeros meses de 1941.

Cuando mi expedición llegó a Mauthausen en enero del 41, encontramos unos compatriotas muy desmoralizados esperando la muerte en cualquier momento. Aun así, nos dijeron que desde hacía algunos días no los trataban con tanta dureza, ya no les hacían subir piedra de la cantera a hombros hasta el campo. Vernos tan fuertes y bien conservados fue para ellos como una inyección de moral. Tan sólo estaban bien algunos de los más jóvenes entre los cuales, afortunadamente, se encontraba mi conciudadano Joaquín Orús. Ahora parecía como si el ambiente entre los españoles se hubiese vigorizado; además de destacar en fútbol, boxeo y manifestaciones artístico-culturales, dentro de un nivel de aficionados, también llega-ron elementos muy cualificados que los alemanes no tuvieron en

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cuenta en la primera expedición pero en ésta sí. Las S.S. escogieron a unos cuantos que por sus dotes pasaron a trabajar en las oficinas del campo, al igual que otros lo hicieron como carpinteros, albañiles, etc. Los apartaron para trabajar en su profesión y esto sólo fue el comienzo del poder que llegaron a tener en el campo. Todo esto ayudó a que los españoles fuesen más respetados aunque en lo que más destacaron fue en el trabajo, siempre con honorabilidad pues no se dejaron arrastrar. Hubo alguna excepción en el caso de quienes se convirtieron en Kapos o jefes de Block. Éstos adoptaron las medidas que sus cargos implicaban, muchas de las veces, infrahumanas. Por lo regular, todos ellos se habían hecho a la idea de que su estancia en el campo de concentración sería de por vida y por tanto querían pasarlo lo mejor posible. Bajo este concepto perdían toda clase de dignidad, se volvían déspotas para ser bien vistos y muchos caían en la homosexualidad.

Los campos de concentración nazis estaban organizados de tal modo por el mando alemán que los S.S. que ejercían la vigilancia eran meros espectadores de lo que ocurría en el interior. Dentro había un sistema de terror desarrollado por los Kapos y jefes de Block y nuestra vida dependía de lo que a estos les apeteciera. Era una verdadera jungla donde se tenía que estar más fuerte para no ser devorado por la fiera del campo: el hambre.

Cuando llegaron los primeros españoles cada semana se formaban expediciones de los más desvalidos para llevarlos a Gusen. Este era otro campo de concentración adscrito a Mauthausen y servía de cementerio a casi todos los que iban a parar allí. En Gusen murió un gran amigo mío, Eduardo Brandi, el capitán de la 86a Compañía de Trabajadores Españoles en la que estuve como barbero. Sí mis tres camaradas y yo no hubiésemos abandonado la compañía, habríamos ingresado en agosto del 40 en Mauthausen. Cuando llegué, de mi compañía sólo encontré a uno. Me dijo que todos los demás, entre ellos el capitán Brandi, habían sido llevados en diversas expediciones a Gusen donde murieron, así que nuestra escapatoria no fue del todo inútil para nosotros cuatro. Aquellos meses agradables que pasamos

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en Tul fueron los peores para los españoles que habían llegado a Mauthausen ¡De buena nos salvamos!

El invierno fue muy crudo y de vez en cuando nos enterábamos de que algún español pasaba por el crematorio. Éste no paraba ni de día ni de noche ni fiestas de guardar. La gran mayoría de los que pasa-ban por él procedían de Gusen, el lugar destinado como última etapa antes de morir.

De vez en cuando había una formación simultánea de todos los Blocks y pasaban revista de una forma más minuciosa y exhaustiva que los demás días. A los que aparentemente estaban más decaídos los hacían salir de la formación y los hacían formar aparte. Entonces todos sacábamos pecho; si hacían salir a uno ya sabia cual seria su pa-radero. Algunos incluso se restregaban la cara con las manos para no estar tan pálidos. A veces había cierta reticencia pues el que había sido señalado se hacía el desentendido y no quería darse por aludido. Con todos los escogidos de los diversos Blocks hacían una expedición y les levaban a Gusen en camionetas; después no tardarían en llegar a la cámara de gas. En la mayoría de los casos no esperaban a que murieran, simplemente precipitaban la llegada de la muerte. De momento, aún no se habían llevado a nadie de mi Block.

Los primeros días que pasamos en el campo no nos dábamos cuenta de la magnitud de nuestro infortunio. No sabíamos qué clase de lugar era Mauthausen pues ningún medio de comunicación había dado nunca noticia alguna sobre la verdadera realidad de los campos de concentración nazis. El mundo no sabia nada de lo que ocurría allí dentro. Empezaron a funcionar en 1933, cuando Hitler alcanzó el poder al ganar unas elecciones desarrolladas de forma democrática. Fue el pueblo alemán quien lo ascendió al poder y esto lo escribo para que no haya ningún malentendido, para que seamos conscientes de que una dictadura, aunque sea erróneamente, se puede establecer por medio del sistema democrático como lo demuestra el caso de Alemania. Por el año 1935, cuando Hitler ya llevaba dos años en el poder, la revista gráfica Crónica traía en sus páginas un reportaje con algunas fotografías. Se detallaba la liquidación del capitán Rohen, jefe de las S:A., el ala extrema del nazismo. En una de la fotos había

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un gran grupo de componentes de esta fracción o unidad paramilitar; algunos estaban de pie, otros sentados o semiacostados en el suelo en posturas un tanto libidinosas. La revista también citaba los campos de trabajo pero nunca se les consideró como lugares de exterminio. Tuvieron que pasar algunos años y una terrible guerra para que, ya casi al final de la misma, el mundo se enterase de lo que fueron en realidad los campos de trabajo. Aun así, hay muchos que no creen la verdad en toda su magnitud y crudeza. La mente humana no concibe tanto crimen y horror organizado por un estado que va a la cabeza de la intelectualidad universal. El mundo se quedó estupefacto al saber la verdad, al saber que ocurrió algo así en un país con la tradición cultural de Alemania. La cultura no es suficiente para que una nación tenga humanidad.

Lo que el nazismo desarrolló en los campos de concentración está fuera de toda concepción humana por eso yo, que llevaba varios días en Mauthausen, no acababa de creer lo que me contaban. Tanto Peby como Adolf y Nícolaus, que eran supervivientes, fueron testigos y víctimas, vivieron la odisea de salir con vida de aquel exterminio, vieron desaparecer de su vista a miles de compatriotas. Ninguno de ellos, salvo algún caso, les veían morir. Desaparecían en las múltiples expediciones a Gusen, la antesala de la muerte. Como un consuelo, a mí y a todos los que podían contaban lo ocurrido en el campo desde que se fundó, lo que aún estaba pasando y no tardaría en volver a pasar, quizás con más virulencia que nunca. Todo esto lo podían con-tar sin ningún temor porque sabían que no podíamos decírselo a nadie, y menos a un S.S. pues, además de que no teníamos ninguna clase de contacto con ellos, no hablábamos el alemán ni ellos el español. También es posible que entrara en sus planes diabólicos que supiéramos de antemano el fin que nos aguardaba. Si hubiéramos ignorado lo que sucedía, quizás habríamos vivido sin ningún temor mientras llegaba la muerte.

El crematorio tenía dos chimeneas que echaban humo permanentemente y se divisaban desde cualquier punto del campo. La palabra «chimenea» era un vocablo casi desconocido para nosotros y menos tal como allí se aplicaba. En Mauthausen era sinónimo de

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exterminio humano. Para las chimeneas no había fines de semana ni descanso alguno. El humo salía de sus bocas de una manera paulatina, suave. Era de carne humana que iba hacía lo alto para diluirse con el infinito, siempre se renovaba y hacía como dibujos en el espacio según de donde viniera el tenue viento. Al mirar el humo, imaginaba que aunque esas siluetas humeantes no tuvieran sonido, debían de emitir gemidos de amargo dolor, sólo perceptibles por esas fuerzas ignotas que la naturaleza posee. Las nubécillas eran figuras humanas que al salir se convertían en una sola forma. En su ascensión a las alturas del espacio, ya difuminadas, se confundían con el infinito donde nada desaparece sino que se transforma. Aún hoy, cuando el viento choca contra balcones y ventanas, de vez en cuando arranca quejidos que parecen humanos. En ellos se evoca el dolor de millones de seres convertidos en humo en los crematorios nazis.

El nazismo, más que un ideal sociológico y humano era un ángel devastador con las raices plantadas en el racismo. Todo ser que no fuese física y psíquicamente perfecto según la doctrina aria, estaba destinado a ser suprimido o, en el mejor de los casos, a soportar una vida de humillación. Aunque fuera un aliado o simpatizante del régimen, era mirado como un ser despreciable, como un ciudadano de segunda o tercera clase. El régimen de Hitler, autocrático y racista, consideraba que el que no fuese ario no tenía derecho ni a subsistir, para ello había creado una máquina infernal que fueron los campos de concentración. Allí, de una manera sistemática, se suprimía a todo ser humano que no fuese afecto a su sistema después de convertirlo en una especie de animalito sin ninguna personalidad. En medio del horror y el hambre se degradaba hasta convertirse en una piltrafa. El hambre continuada es lo que más envilece al hombre y le lleva a un estado en que casi deja de ser un individuo pensante. Sólo está obse-sionado por la comida, pero no con una comida más o menos refinada; en su mente sólo hay alimentos corrientes y vulgares como garbanzos, judias, etc. y no piensa en ciertos manjares que comió en su vida normal. El valenciano pensaba en una paella, el andaluz en unas gachas.

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El tiempo empezó a ser benigno y había muchos días soleados en los que daba gusto ver el maravilloso paisaje. Las cimas de las montañas estaban cubiertas de nieve y esto es lo que las hacía más bellas. Este cambio de tiempo trajo consigo alargar la jornada de trabajo y se sabía que en verano era de doce horas. Como la comida era la misma, a más trabajo, más desgaste físico. Los hombres caerían con más facilidad. Cuantas más horas se trabajaba, se iban restando las que uno tenía reservadas hasta el fin de su existencia. Casi se puede decir que convertirse en humo era una cuestión de aritmética: más trabajo, menos existencia. Pero a decir verdad, llegó un momento en que no se temía a la muerte, era como una liberación.

Todos los que entraron conmigo en el Block 19 habían cambiado mucho de aspecto físico. Sólo estaban bien los Stubelines porque, a pesar de ir a la cantera, cuando regresaban encontraban la escudilla llena hasta los bordes que Peby les guardaba. Un poco mejor que los que estaban peor eran los barberos que afeitaban al personal. De vez en cuando les podía guardar alguna escudilla de comida. Yo estaba un poco más gordo que cuando llegué y Eduardo se mantenía bien.

Los pensamientos agradables y la añoranza nos atacaban. Algunas veces pensaba si la carta que eché en Tul en el vagón de correo habría llegado a manos de mi mujer. Hacía un año que no sabíamos absolutamente nada de nuestras familias ni ellas de nosotros. No teníamos ninguna posibilidad de comunicarnos. Esta arbitrariedad sólo ocurría con los españoles porque los de otras nacionalidades, ade-más de poder escribir, recibían paquetes de sus familiares. Escribían con unas tarjetas postales especiales y en un espacio restringido. Algo es algo, por lo menos sabían que estaban vivos. Pero según decían ellos, cuando recibían los paquetes llegaban diezmados. Habían pasado por las manos de los S.S.; los abrian y se quedaban con lo que les parecía.

Pasé todo el invierno y parte de la primavera en las mejores condiciones que pudiese desear en un lugar como aquel, y más viendo como estaban mis compañeros. Algunos ya cayeron al finalizar el in-vierno, mejor dicho, se los habían llevado a Gusen. Era un hecho

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inevitable que la existencia del hombre duraba más o menos cien días si iba a trabajar a la cantera.

Escribiendo estas páginas me he enterado por la prensa y por la radio del fallo de un proceso que ha durado varios años. León Degrelle, fascista gauletier de Hitler de nacionalidad belga, hizo unas manifestaciones a través de cierto periódico negando que en los campos de concentración nazi hubiese habido cámara de gas, pero una institución israelí le planteó un juicio para demostrar la verdad. Este juicio ha durado seis años y, después de comprobarlo por medio de documentos escritos y gráficos, el fallo ha sido afirmativo. No puede negarse una evidencia como esta. En los campos las cámaras de gas fueron una necesidad perentoria para desarrollar el genocidio planificado por el régimen nazi que eliminó a doce millones de seres humanos. Aunque sea paradógico, estas cámaras evitaron muchos sufrimientos físicos y morales. Eran como instrumentos de una eutanasia injusta, ejercida de manera colectiva e inhumana. ¡Cuánto sufrimiento hubieran tenido que soportar los millones de seres que murieron si hubiesen tenido vida hasta la última hora! ¡Cuánto sufrimiento moral por asistir cada día al terrible espectáculo de las muertes lentas sucediéndose sin interrupción!

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LA CANTERA

Pero un día cayó como un rayo la noticia que iba a cambiar mi suerte. De ser casi un Prominenten pasaría a ser un paria más como el resto de mis compañeros de barracón. Se decía que traían judíos al campo y que el Block 19 iban a habilitarlo para ellos. Así que todos los que estábamos en él teníamos que marchar, a excepción de la plantilla compuesta por Peby y cinco más. Yo no figuraba como miembro de ella porque la plaza de barbero seguía estando cubierta por Nicolaus.

Hasta el día en que llegaron los judíos, mantenía la esperanza de que Peby intercediese por mí. No pudo ser; para ello tenían que sacar de la plantilla a Nicolaus. Dos días antes de la llegada nos hicieron trasladar por grupos a otros Blocks. Eduardo y yo procurábamos estar siempre juntos y en el mismo grupo. Nos trasladaron al 17 que, según decían, era el peor del campo.

Yo siempre había creído, y hasta entonces así fue, que mi profesión de barbero me permitiría estar a salvo de contarme entre los del montón pero en esta ocasión no fue así. Hice resaltar que había sido el barbero del 19 y me dijeron que ya lo tendrían en cuenta, que los sábados por la tarde ayudaría a los demás barberos para afeitar al personal. En compensación me darían reenganche de la comida de mediodía. Durante los primeros días que estuvimos allí no me fue del todo mal pues cada vez que repartían comida de mediodía me daban reenganche. No era como en el Block 19, donde tenía comida de sobra, pero era un alivio a mi situación.

El día que llegó la primera expedición de judíos, que pasarían de los trescientos, vinieron a Mauthausen con unos autocares de lujo. Todos eran holandeses, varones, jóvenes y muy bien parecidos. Venían directos desde Holanda y eran verdaderos señoritos; por su porte se veía que disfrutaban de una buena posición social. No hay que olvidar que en Amsterdam, Rotterdam y otras poblaciones im-portantes de Holanda proliferaron los joyeros y los banqueros de

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procedencia judia. Según se dijo, los cogieron a todos en un centro deportivo de Amsterdam y, sin miramiento de ninguna clase, los aprisionaron y les hicieron subir a los autocares que los condujeron a Mauthausen. Todos tenían de dieciocho a veinticinco años, estaban en la flor de la vida. Su estatus privilegiado fue truncado al llegar los alemanes. Como en todos los países invadidos por los ejércitos hitlerianos, cogían a los judíos de ambos sexos sin tener en cuenta la edad ni la condición e iban a por la eliminación de la raza israelita.

El campo de Mauthausen sólo estaba habilitado para hombres pero Dachau, Auschwitz y otros campos eran mixtos. También había confinamientos para niños de corta edad y mayorcítos. Los que trajeron allí estaban destinados a trabajar en la cantera has-

ta la exterminación mientras que sus familiares fueron llevados a otros campos de exterminio donde muchos perecieron nada más llegar. Al bajar de los vagones en Treblinka, llevaban a matrimonios con hijos pequeños a las duchas y los alemanes les decían que dejaran a sus hijos fuera. Los judíos, por temor a que se extraviasen, pedían que les permitieran ducharse con ellos. Los alemanes, para que no se pusieran histéricos y descubrieran el engaño, consentían que los pequeños entrasen con ellos ignorando que en vez de agua iba a salir gas.

Yo no estaba curtido en lides más o menos duras. Nunca fui a recoger aceitunas a las Garrigas ni a segar ni a la vendimia. No había hecho nunca un trabajo duro, como máximo había trabajado de bar-bero y casi siempre en mí casa ¿De dónde saqué la fuerza para soportarlo todo?

Era una tarde de finales de mayo en que hacía mucho calor. A pesar del intenso frío del invierno, cuando llegaba el verano el calor también apretaba. El clima de allí es del tipo continental: por las noches refrescaba y durante el día el sol calentaba lo suyo. Por la tarde fui llamado para ir con otros barberos a afeitar y cortar el pelo a una expedición de judíos que había llegado al campo aquel día. Era la segunda, la primera ya llevaba unos días subiendo piedra de la cantera. En aquella ocasión no me habían llamado para que les cortara el pelo. Esta nueva expedición se componía de unos trescientos,

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también jóvenes de las mismas características que los otros. Cuando llegaron a nosotros por la tarde ya habían pasado por donde yo pasé, donde los S.S. quitaban todo lo que podíamos llevar. Después venia el gran carna-val, el traje de rayas, los zapatos con suela de madera y hojalata para que no se gastaran.. Ellos no tendrían mucho tiempo para gastarlas.

Para cortarles el pelo a aquellos muchachos -no eran otra cosa por su edad- nos situaron en un lugar del campo junto a la alambrada. Por la parte exterior estaba la carretera que conducía a la cantera. Sólo debíamos cortarles el pelo al rape, supongo que por eso lo hicimos al aire libre. Entre los varios judíos que cayeron en mis manos, había un muchacho que no tendría más de dieciséis años que llamó mi atención por su juventud y su belleza muy varonil. Era moreno de tez, con un cabello precioso. A los que había pelado con anterioridad no les había dicho ni una palabra pero. A éste le dije algo en francés y me contestó en perfecto francés que era holandés y estaba estudiando en la Universidad de Paris. Al haberse suspendido las clases, en aquel momento se encontraba en Holanda con su familia. Por lo bello y por ser judío lo comparé con un Jesucristo pintado por Rubens. Mientras le estaba cortando el pelo y al mismo tiempo conversando, como estábamos a un metro más o menos de la alambrada y por la parte exterior de la misma pasaba la carretera procedente de la cantera, pasó por ella la Straftcompany compuesta sólo por judíos. De los trescientos que habían llegado hacía quince días en la primera expedi-ción sólo quedaba un grupo que no pasaba de cincuenta. Ya casi no podían andar, y menos con la piedra al cuello. Pero a base de gritos y golpes de porra, aunque renqueando, seguían avanzando. El muchacho me preguntó quiénes eran aquellos y yo le conté piadosamente que eran presos castigados. Yo sabía que al día siguiente él y y todos los que llegaron pasarían a formar parte de esa compañía de castigo. Después que hubo desfilado todo el grupo, venía un rezagado al que acompañaba un Kapo y un S.S. pero no precisamente para ayudarle a llevar la piedra. El Kapo con la porra y el S.S. con sus botas y el fusil le hacían andar renqueante. A unos veinte metros después de haber pasado frente a nosotros no pudo más y cayó desplomado. Con la pie-

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dra en el cogote le dieron palos y patadas pero no hubo manera de que se levantara. Se podía decir que ya estaba muerto y, en vista de la inutilidad de los golpes, en vez de rematarlo con un tiro que hubiera sido más humano, enfrente de nosotros le dio un puntapié con la bota que lo dejó seco. Al poco rato vinieron dos compañeros del muerto y se lo llevaron a rastras porque no tenían fuerza para levantarlo. Todo esto lo vio el joven sin sospechar nada. Como yo ya iba a la cantera y tenía la ocasión de ver a la Straftcompany, procuré que la imagen del muchacho a quien veía lleno de juventud y vigor, se grabara en mi retina. Intentaría verle todos los días para observar la transformación que iba a sufrir hasta su desaparición.

Cuando terminé de cortarle el pelo, lo cual me ocupó bastante tiempo, creo que nos hicimos amigos y le di la mano. Si hubiese sido posible le habría dado un abrazo.

La gran mayoría de los que llegaron fueron eliminados de la forma más cruel e ignominiosa por unas gentes que se decían cultas e inteligentes. Caían uno a uno en el horrendo trabajo que les imponían los S.S. que comandaban la Straftcompany. Cada día los diezmaban pues además del duro trabajo sólo recibían media ración de comida. Cuando pasaron por delante de nosotros, a unos cinco metros de distancia, podíamos apreciar que aquellos jóvenes tan distinguidos que llegaron hacía unos días ahora no eran más que una pavorosa piltrafa que no podía con su alma. Pasaban ante nosotros con la piedra al cuello o entre los brazos; algunos tenían los hombros sangrando, otros iban sin chaqueta porque la habían perdido o se la habían quitado y se les veian las heridas que producían las piedras en contacto directo con la carne. Tenían que hacer cuatro viajes por la mañana y otros cuatro por la tarde. Estábamos en la temporada en que el día era más largo y cuando los hacían levantar por la mañana aún era de noche. Con el alba ya estaban camino de la cantera y cuando terminaban la jornada ya había estrellas en el cielo. Para comer paraban menos de una hora, es decir, que hacían una jornada de dieciseis horas de trabajo ¡pero qué trabajo!

En cuanto llegaban a la parte baja de la cantera, en la plaza, ya tenían las piedras que les habían preparado el día anterior para no

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perder tiempo. Las que tenían que subir al campo no estaban amonto-nadas sino esparcidas por el suelo. Eran más o menos de una medida determinada, todas muy desiguales y, desde luego, de un peso que se pudiese transportar a hombros. En cuanto llegaban a donde estaban las piedras se arrojaban sobre ellas en busca de la mejor o más pequeña pues según como era la piedra era menos doloroso su transporte. Los Kapos ayudaban a los más desvalidos a cargárselas y cuando ya todos tenían la piedra al hombro, daban la orden de marcha ¡arriba la piedra! La escalera tenía ciento ochenta y seis escalones y si subirla cargado con la piedra era muy pesado, bajarla también se traía lo suyo. Los S.S., para divertirse, les hacían bajar las escaleras de bruces, o sea, a gatas. Esto lo hacían sobre todo con los que estaban más fuertes o con los recién llegados que estaban en la plenitud de sus fuerzas físicas.

Aunque me produce angustia relatar estos hechos, me he propuesto hacerlo de una forma veraz. Parecen esperpénticos pero es lo que he visto y hay que contarlos así, aunque ahora haya gente que pretenda hacer creer al mundo que no ocurrió nada en los campos de de exterminio. Seguro que el infierno de Dante no fue tan horrible. Comprendí que aquellos seres malvados estaban tan fanatizados que mataban porque tenían que hacerlo. Consideraban que matar a un judio con una bala era un honor que no se merecía. Tenían que morir trabajando. No sólo los aniquilaban sino que al mismo tiempo los degradaban.

Desde hacía unos pocos días yo iba a la cantera. Desde el día siguiente podía ver a David, el joven judío con el que hablé. Mi trabajo en la cantera me permitiría verle sin ningún inconveniente pues lo realizaba en la misma plaza y muy cerca de la escalera. Como al llegar esta expedición habían hecho dos grupos, me costó encontrarle entre los demás. Una de las veces que los judios cogían cada cual su piedra, pude distinguirle y además ya sabia en qué grupo iba. Desde una distancia de unos veinte metros observé que estaba como el día anterior, en plenitud de facultades, y me propuse verle cada día, aunque sólo fuese una vez, para poder comprobar el proceso que su persona sufriría. Toda la vida de David, al que consideré mi

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amigo, debió desarrollarse en un medio de total comodidad donde no habría sufrido ninguna limitación en sus gozos y caprichos, propios de una infancia y adolescencia donde sus deseos normales podían ser satisfechos. De pronto, cuando se estaba haciendo hombre, irrumpe en su vida de manera vandálica, sin compasión ni dignidad, un cambio radical; de tenerlo casi todo a no tener nada, convertir su vida de ser privilegiado en la antítesis y tener que soportar todo lo más abyecto y vergonzoso que un ser humano pueda sufrir. ¿Cuál debió de ser su reacción al darse cuenta del cambio brutal que se estaba produciendo en su vida? No había esperanza alguna para él ni para sus compañeros, tampoco había resistencia física, ni siquiera deseos de huir, sobre todo en los judíos. Era tal el cambio que quedaban completamente anonadados. Sí el sufrimiento viene de forma paulatina, el hombre se hace a él y parece que está preparado para soportar las desventuras que puedan acumularse. La vida se valora en lo que tiene de valor en sí misma y el estado normal del ser sufriente por espacio de años no es el mismo que el del ser mimado por la fortuna y el desahogo. Nuestra vida tenía un valor relativo y ni siquiera pensábamos si la podíamos perder. La muerte nos dejaba proseguir en nuestras andanzas y no hacía más que detenerse en derredor sin abandonarnos, esperando su oportunidad.

El cambio que sufrieron los jóvenes judios holandeses en cosa de horas hizo que no les diera tiempo ni a reaccionar. A las veinticuatro horas de haber sido secuestrados ya subían piedras de la cantera. Al día siguiente, al alba, ya empezó su martirio que no tendría fin hasta la muerte. Ésta era sólo cuestión de pocos días. Era tan duro lo que les obligaban a hacer que la resistencia de algunos no llegaba ni a diez días. El que más duraba era el que aguantaba de quince a veinte. La segunda expedición estaba ya en las últimas. Cuando llegaban a lo alto de la escalera aún les quedaba más de un kilómetro hasta el lugar donde debían dejar las piedras. Para volver a la cantera tenían que marchar formados y, hasta que llegaban a la escalera, tenían que ir en formación de cinco. Pero los S.S. no les dejaban simplemente avanzar en formación sino que les obligaban a hacer diversas variaciones en plena marcha como ir al trote, tirarse al suelo y levantarse... Lo más

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pesado era el ejercicio del salto de la rana: ponerse en cuclillas y, con los brazos extendidos hacía delante, avanzar dando saltos en esta postura. Es un ejercicio que requiere estar muy fuerte así que, cuando llegaban al borde de la escalera, ya estaban extenuados. En algunos casos aun los hacían bajar de cabeza, a gatas..., en fin, hacían todo lo imaginable para liquidar lo más pronto y rápido posible. Pero cuando terminaban la jornada aun no habían acabado sus sufrimientos. Al llegar al Block, cansados, molidos a palos, exhaustos, pero además hambrientos y sedientos -no podían beber mientras trabajaban aunque allí no se tenía mucha sed-, debían pasar el Appell . Lo hacían bien entrada la noche pues cuando terminaban el último viaje ya había estrellas en el firmamento. Estaban en el Block 19 y por parte de Peby, que seguía siendo el jefe, seguro que no tuvieron ninguna queja. Poco podía hacer, tan sólo debía limitarse a contarlos y repartirles la comida. Habían sacado las camas y dormían en el suelo con dos man-tas. Como el suelo era de madera y estábamos en verano, las dos mantas les servían de colchoneta. Dormían amontonados, sobre todo cuando unieron la segunda expedición con el resto de la primera, pero al estar tan fatigados debían dormir profundamente. Pronto tendrían más espacio pues cada día eran menos, hasta que llegase una nueva expedición.

A veces me he preguntado por qué los judios, a quienes más sufrimientos hacían pasar para aniquilarlos, los instalaron en el Block 19 que, según decía todo el campo, estaba regentado por el más humano de todos los jefes. Quizás fue, por parte de los alemanes, como un castigo a su humanidad.

Jesucristo, que fue judío como ellos, no sufrió tanto en un solo viaje al Gólgota. La subida al monte Cal-varío fue un ligero paseo comparado con la terrible escalera de la cantera de Mauthausen. Al final de la ruta Jesús tuvo que sufrir, fue clavado en la cruz y expiró el mismo día mientras que sus hermanos, aquí en Mauthausen, tenían que sufrir varios calvarios en un solo día y sus Via Crucis eran algo inigualable. ¡Cuánto debió sufrir David! Me interesé por él y todos los días procuraba verle. Se iba transformando en un ser espectral y en los últimos días el pobre estaba irreconocible. Lograba distinguirle del

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resto por la frecuencia con que le veía pero estaba tan horriblemente cambiado que ni su propia madre, si lo hubiera visto sin saber quién era, lo habría reconocido. ¡Qué cruel debió ser su final! Como debía de llamar a su madre, la cual, a buen seguro, debió ser víctima de los nazis. ¡Pobre David! Tan hermoso y tan gentil, a quien había visto en su progresiva transformación. Los últimos días se había convertido en un ser horrible, casi repelente por el sufrimiento que me hacía sentir al verlo. Un día me crucé con él en la plaza de la cantera pero no me vio. Observé que le faltaba una bota; posiblemente la perdió cuando los hacían bajar a gatas por la escalera. Llevaba un pedazo de cuerda por la cintura y el plato metálico que debía de procurar no perder para coger la comida de mediodía. Como iban muy deprisa, todo el mundo debía tener su plato ya que en el reparto no podían esperar a que se lo dejase otro que ya hubiese terminado. Así, el que no tenía plato no comía por eso todos lo llevaban atado con un cordel a la cintura. Uno no se explica que sabiendo el final que les esperaba no tomasen la decisión de suicidarse en masa. Para bajar a la cantera, antes de llegar a la escalera, pasaban bordeando un precipicio que daba al fondo de la misma; tendría como mínimo cien metros de altura y lanzándose al vacio la muerte era segura y rápida.

Cuando aun no habían pasado quince días de la llegada de David al campo, una mañana le distinguí entre los demás en la lejanía. Empezaba a subir la escalera como algo que va a desaparecer y así fue. Un día advertí que no estaba y sentí cierto alivio en ello pero su recuerdo permanece en mi mente y jamás lo olvidaré. Cuando le vi por última vez, le encontré tan decaído que quizás estaba realizando el úiltimo viaje. También pudo morir por la tarde, cerca de las tres, igual que su compatriota Jesús de Nazaret. Pero David sufrió más, si es que el sufrimiento de un ser humano es más doloroso que el de un ser divino como Jesús. Murió sin esperanza ni consuelo de ninguna clase, no tuvo a nadie que le ayudase a subir la piedra, no había por allí ningún Simón Cirineo. Posiblemente, en mitad de la escalera de Mauthausen no pudo con el peso de la piedra y, al no tener poder de reacción sus fuerzas no le respondieron y no pudo levantarse pese a los golpes de porra del Kapo. Quizás sucumbió con un golpe

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de bota del S.S. que debió de rematarle, acabando de subir ya muerto en las angarillas llevadas por sus compatriotas. Siempre las llevaban en previsión de las muertes que se producían en cada viaje, sobre todo en los últimos días. La gran mayoría moría subiendo la escalera, por algo la llamaron «la escalera de la muerte». Poco a poco habían caído la mayoría que llegaron hacía quince días. La Straftcompany se estaba agotando pero a no tardar vendría otra expedición de hermanos de raza que tomarían su relevo.

Ya digo anteriormente que el que cruzaba la puerta del campo pasaba por una serie de vejaciones que producían un shock terrible en su psique. El ser humano se convertía en un ente sin voluntad ni hombría y dejaba de ser un hombre, no podía llevar a cabo algo sublime, realizar algún acto de rebeldía como quitarse la vida para dar fin a tanto sufrimiento físico y moral. Por el contrarío, sucumbían de uno en uno en una lucha sin defensa, sin exaltar a los demás a realizar un gesto que pudiese servir de estímulo ante tanto dolor y vejación. Y es que los nazis, hijos del mismo país que el psicoanálisis, sabían cómo tratar al ser humano para hacerle perder todo lo que siente, convirtiéndolo en un animal domesticado y arrancándole cualquier vestigio de lo que hay de hermoso y bello en la raza humana como el honor, el heroísmo, el valor y la dignidad; en fin, todas las virtudes que exaltan al hombre y le llevan a lindes que a veces rayan el heroísmo. Todo esto había sido anulado en las mentes de los seres que pululaban en estos campos de concentración, sobre todo en la Straftcompany.

Llegó el 11 de mayo, la fecha de las fiestas de Lleida. Cuantos recuerdos vinieron a mí durante todo

el día: las cosas que celebré en aquellas fiestas siempre junto a mi amada Conchita, sobre todo el año que saboreamos con toda plenitud las fiestas de San Anastasio, los bailes en el Casino de los Camps Elisis, las tardes que pasamos sentados en alguna terraza del paseo de Aragón... Todo fue muy hermoso ¡Qué diferente de ahora, abandonado a la suerte de un campo nazi del que salir era más difícil

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que tocarle a uno la lotería! Este 11 de mayo fue una fecha en la cantera que no se borrará jamás de mi mente por lo macabra y horrible que fue para los judíos.

Hacía tres días que el tiempo estaba muy lluvioso pero no lo bastante como para dejar el trabajo. Estuvo lloviznando durante setenta horas. Por la mañana salimos del campo hacía la cantera soportando un agua muy menuda que nos calaba hasta los huesos. No paró en todo el día y por la tarde, cuando llegábamos al Block, estábamos completamente empapados, con el consiguiente problema para secar la ropa ya que no teníamos otra que la que llevábamos encima. Tendíamos cuerdas por todo y colgamos nuestras ropas a secar. Completamente desnudos nos juntamos en grupos de tres o cuatro, con lo cual reuníamos seis mantas, y nos pusimos bien arrimaditos para dar calor a nuestro cuerpos helados. Con el calor reaccionamos pero a la mañana siguiente, al ir a recoger nuestras ropas, ya no estaban mojadas pero sí húmedas y con ellas salimos a formar. Aun continuaba lloviendo aunque muy menudo y así siguió durante tres días. Al tercer día, a la hora de la comida dieron la orden de suspender los trabajos y todos formados marchamos al campo. Como era sábado y ya no trabajábamos en la cantera tendríamos tiempo para secar nuestras ropas.

Por un extremo de la cantera pasaba un torrente no muy grande que seguramente recogía el agua de las vecinas montañas. Estos días, al llover asiduamente, bajaba bastante hinchado y con mucha furia. Sus paredes estaban configuradas por piedras y rocas que sobresalían. Al ver que la corriente del agua era muy fuerte, a los S.S. se les ocurrió la maligna y diabólica ¡dea de llevar a unos cuantos judíos a la parte más alta del torrente a su paso por la cantera y lanzarlos al agua en grupos de cuatro o cinco. Yo me di cuenta porque trabajaba en la plaza y oí sus gritos de dolor y de espanto. Me acerqué a ver lo que pasaba y vi como los pobres judíos eran lanzados al agua y arrastrados por la vertiginosa corriente que los lanzaba como sí fueran pelotas contra los salientes de las orillas. Un poco más abajo, donde ya la corriente bajaba más mansamente, había dos S.S. que los esperaban. Cuando llegaban los cogían y después de sacarlos del agua los tiraban

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al suelo como si fueran sacos. Sufrieron muchas heridas. Como la mayoría de ellos no podían ascender por la escalera, los subieron con las angarillas y posiblemente fueron directos al crematorio.

Había entre los S.S. gente de toda calaña y el que se apuntaba a este organismo -todos ellos eran voluntarios- al alistarse ya sabían que eran fuerza de choque y represión, individuos dispuestos a todo, a ser tan crueles como fuera necesario. No había límite a sus actos vandálicos y cuanto más duro y cruel se mostraba uno, sobre todo si destacaba en una nueva brutalidad, era más apreciado por sus su-periores. Si había algún S.S. que no era bastante duro, era mal visto.

En el inicio de mi narración decía que es posible que ésta no siguiera una línea cronológica rigurosa. Han pasado más de cuarenta años de lo sucedido y mi memoria no revive con exactitud el orden de los hechos que acaecieron, que vi y hoy describo con mayor o menor acierto. Por todo ello pido al lector que me dispense.

La verdad es que mi pluma no tiene la calidad necesaria para dar veracidad al hecho del torrente que los S.S. aprovecharon para hacer sufrir a los judíos. Fue algo que supera a la imaginación más demoníaca y cruel. Aquello ocurrió en una cantera de piedra explotada por una empresa privada cuyos obreros y técnicos no eran presos ni S.S. sino civiles. Además no eran alemanes y aunque se había producido el Aunchluss, la mayoría no eran nazis. Los austríacos han sido gente de gran sensibilidad y, políticamente, después de la caída del imperio austrohúngaro siempre se mostraron liberales. Llevar a cabo el Aunchluss fue a costa de un golpe de fuerza y después de la guerra siempre ha habido gobiernos socialdemócratas. Después del trabajo, estos obreros se iban a sus casas o bien a tomar una copa en algún bar o establecimiento parecido. Cuando hablaran con sus familiares ¿cómo debían explicarles estas atrocidades?

Como el Block 19 fue habilitado para los judíos, tuvimos que trasladarnos al 17 por grupos. Mi paso a este Block fue como si entrase a formar parte de la realidad de Mauthausen. Hasta el momento mi vida en el campo no había tenido más inconveniente que la falta de libertad, de comunicación con mis familiares y de todas las sensaciones que comporta la sociedad cuando se vive en ella. En fin,

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la rígida e infamante disciplina del campo establecida por la S.S. y por los mismos presos que ejercían puestos de mando, para mí no existió mientras estuve en el Block 19. En realidad, sólo tenía contacto con los elementos de mi Block y estos me trataban con la mayor naturalidad, como un ser humano, y estoy seguro de que si hubiéramos podido conversar en el mismo lenguaje, habría habido más comunicación con la plana mayor. En las cosas más esenciales teníamos que utilizar el argot del campo que era muy limitado o bien los gestos como si fuéramos mimos, y por eso no podía haber una relación que evolucionara hacía la amistad.

Peby me había avisado de que cuando tuviese que poner en práctica algunas medidas de disciplina no me diese por aludido pues a veces, por algo que ocurría en el campo, echaban a la gente a la calle para castigarlos. En el 19 nunca se hizo nada de esto, no se pegó a nadie ni se infligió ninguna clase de castigo.

Cuando entré en el Block 17 me pareció que era un quinto cuando por primera vez llega al cuartel. Nos dieron dos camas en lo alto, una para Eduardo y otra para mí. Ya nos habíamos puesto juntos en la formación en el 19 para que, al disponer los grupos para cada Block, pudiésemos ir uno junto al otro como así fue. Cuando salía la formación del Appell de la tarde era uno de tantos. Aunque antes no me incorporaba a la formación hasta el instante en que iba a pasar la revista, allí se habían terminado los privilegios. A la mañana siguiente nos mandaron con un grupo que trabajaba en el campo pues todo el personal del bloque estaba en la cantera.

Se hizo cargo de mí y de Eduardo un español que hacía como de encargado del transporte de la piedra que se subía de la cantera. Cuando la subían la dejaban en un lugar determinado y después, con unas parihuelas de mano y de madera que se llevaban entre dos, se repartía la piedra por diversos lugares del campo. Cogimos una parihuela y trajinando piedra pasamos la mañana; como físicamente estábamos bien, el trabajo fue muy llevadero. Cuando íbamos de vacio lo aprovechábamos para charlar. Eduardo y yo siempre teníamos tema de conversación, haciendo realidad los personajes de la novela de Pérez de Ayala, Belarmino y Apolonio, que siempre estaban

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enzarzados con sentido crítico sobre todo lo que había o sucedía en el Universo. Y es que entre nosotros dos cualquier motivo era debatido como si en realidad tuviese gran trascendencia y tanto él como yo éramos grandes conversadores y amigos del diálogo. En nuestras controversias o modo de ver las cosas, nunca tuvimos el menor sín-toma de altercado y, aunque nuestro criterio fuera dispar, siempre se razonaba y todo continuaba en la mejor armonía.

Por cierto, y saliéndome de mi narración, la novela de Belarmino y Apolonio la había leido en mi juventud y Eduardo también. Hace unos meses la vi en una librería de Lérida y la compré, la volví a leer y se la mandé a Eduardo, que está casado y vive en París, dedicándosela en recuerdo de cuando nos conocimos en Mauthausen y de nuestras pláticas. Nos escribimos con cierta asiduidad y nos hemos visto varias veces. Tenemos concertado un nuevo encuentro para dentro de cuatro meses, lo cual espero con gran ilusión, además quiero que haga el prólogo a esta narración que será como testimonio de lo que hay escrito.

Voy a retomar el hilo de la historia. Estábamos ya en el Block 17 y al día siguiente de pernoctar en él por primera vez, nos mandaron a trabajar por el campo tal como ya digo anteriormente. La hora de co-mer y dar fin a la medía jornada se anunciaba con el repicar de una campana que se oía en todo el campo. El reenganche que me dieron por ser barbero lo compartí con Eduardo. Cuando fuimos por la tarde de nuevo a trabajar nos cambiaron de trabajo y en vez de la parihuela nos uncieron a un gran rulo. Con otros más nos utilizaban como bestias de tiro haciendo rodar el tubo; éste aprisionaba una vía que estaban abriendo en el campo. Tirar del rulo era un trabajo muy pesado y aburrido. Lo arrastrábamos entre dieciséis hombres, ocho por cada lado, y cuando parecía que no podíamos con él por lo pesado que era, nos azuzaban lo mismo que a las caballerías. Como los encargados eran dos Kapos con sendas vergas que hacían restallar en el suelo y sobre nosotros, teníamos que sacar fuerzas de donde fuera para que el rulo rodase.

Era un trabajo para bestias pero no para personas. Además de ser muy pesado era indigno por ser degradante y humillante para todos los

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que íbamos uncidos igual que animales. Pero los nazis no consi-deraban seres humanos a los que estábamos en los campos de concentración. Los derechos humanos no existían para su régimen. Para ellos no éramos nada más que mano de obra barata y tenían la que querían. Era igual morir uno que mil y la costumbre de vivir en este ambiente de terror y de crimen los hacía insensibles a toda reacción de simple humanidad.

Creo que tenían muy bien planeados todos los trabajos que nos obligaban a hacer pues al mismo tiempo que nos iban quitando la vida, nos iban degradando de manera paulatina. Se desarrollaba una especie de animalidad que sólo dejaba pensar en la comida hasta el punto de que cuando llegaba la muerte por inanición no se tenía sensibilidad ni llegaba el recuerdo de los seres queridos, sólo se pen-saba en un pan.

Cansados como bestias al final de la jornada llegamos al Block y tuvimos que permanecer una hora en la calle hasta que no se pasó el Appell. Éste no se hacía hasta que habían cesado todos los trabajos del campo y fuera de él, con la sola excepción de la Straftcompany que no tenía hora fija para terminar debido a que debían hacerse los ocho viajes estipulados en la jornada veraniega. Una vez terminado el Appell que servía para el recuento de todos los presos, por fin entramos en el bloque con los zapatos en una mano y la otra tendida para recibir los cien gramos de pan y un poco de salchichón. Pronto nos dimos cuenta del reducido refrigerio y tanto Eduardo como yo recordamos la escudilla que nos comíamos todas las tardes junto con lo que nos daban. Pronto nos fuimos a dormir pero antes hablamos con unos compañeros que trabajaban en la cantera y nos dijeron que aquel trabajo era más sosegado que los del campo donde los encargados eran Kapos que no te conocían de nada y no tenían ninguna consideración.

El día siguiente era el señalado para una nueva expedición de judíos. Fuimos a trabajar con la parihuela, o sea, que nos pudimos escapar del rulo, por tanto pasamos bien la mañana. Cuando llegamos al Block el secretario del mismo nos dijo que a partir del día siguiente todos los que habíamos venido del bloque 19 teníannos que ir a la

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cantera. Aquella tarde no fui a trabajar tenía que cortar el pelo a los judíos iban a llegar. Hacía las tres de la tarde fuimos varios de mi profesión a dar cuenta de ellos. No voy a relatar los pormenores del desarrollo de mi trabajo que fue rigurosamente igual que la anterior expedición. Estos eran de Rotterdam y también eran jóvenes. Estaban muy sobresaltados y como no comprendíamos su lenguaje, si hicieron alguna pregunta se quedaron sin respuesta. Además había dos o tres Kapos que tal como los íbamos pelando se los llevaban al Block 19 que era donde tenían que estar. En un par de horas los dejamos listos y aquella tarde ya no hice nada más. Cuando sonó la campana para dar fín a los trabajos que se pudiesen hacer en el campo vi venir a Eduardo que estaba en la calle y me dijo que había estado trabajando con las parihuelas. Los que teníamos que ir a la cantera al día siguiente sentíamos como una especie de comezón o de incertidumbre porque este trabajo ya entraba en los cánones de los que hacían los presidiarios tal como lo habíamos visto en las películas o leído en las novelas.

Al despuntar el día ya nos hicieron levantar pues los que iban a la cantera se levantaban antes que los otros. Había que madrugar más aunque allí no sabíamos nunca la hora que era porque ninguno de nosotros tenía reloj; el único horario que había era el de las comidas. No era sólo de reloj de lo que carecíamos; como no podíamos llevar bolsillos, no teníamos ni pañuelo para la nariz pero tampoco nos hacía demasiada falta. Nos despejábamos de los mocos con los dedos, cosa muy corriente en aquellas latitudes entre la gente del país. En Mauthausen

estaba prohibido el bolsillo en la vestimenta, sin embargo había algunos que llevaban una bolsa que no abandonaban y, a pesar de la poca comida que daban, siempre traían algo en ellas, un pedazo de pan o alguna patata. También llevaban alguna colilla que habían conseguido y la guardaban como oro en paño en una cajita metálica que ignoro como habían podido conseguir; la guardaban para fumarsela el domingo en compañía de algún amigo. Durante los días transcurridos desde que se hacían con ella hasta que se la fumaban, éste era el único motivo de conversación y esperaban con ansiedad el

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momento de poder dar unas chupadas de humo. Era como si ce-lebrasen una fiesta y en realidad para ellos lo era porque después de la comida del domingo, si a lo mejor se habían guardado algo del pan de la semana y un poco de salchichón, con lo que les daban hacían un pequeño banquete. Para ser más completa la fiesta tenían la colilla y la fumaban con una fruición casi incomprensible, tan sólo se podía con-cebir en lugares como Mauthausen.

Formamos en fila de a cinco todos los miembros del Block 17 y nos dirigimos hacía la cantera. Pronto veríamos la célebre escalera de Mauthausen. Algunos íbamos por primera vez y sentíamos cierta emoción; había algunos que iban con cierta ilusión, más que nada por la novedad. Otros, con indiferencia, y algunos, entre ellos yo, con cierto temor porque nunca había trabajado en nada que tuviese des-gaste físico. Atravesamos casi todo el campo y cruzamos por vez primera la gran puerta de entrada. En aquel momento es posible que llegara a pensar si algún día podría pasar por debajo del águila impe-rial que se destacaba en lo alto de la puerta ¡Libre!

Para que eso se produjese se tenía que derrotar al nazismo y en aquellos días se veía poco probable.

Cuando atravesábamos el campo vimos varios grupos de quinientos hombres cada uno que se dirigían como nosotros hacía la cantera. La formación para ir al trabajo, aunque pareciese igual que todos los días, no era así; tenía un aspecto muy espectacular y solemne a la vez. Tan sólo a cien metros de la puerta del campo todos los grupos iban marchando al paso. Mi grupo iba de los últimos y distinguíamos como todos los demás pasaban por la puerta del campo en dirección a la cantera que estaba más o menos a quinientos metros de distancia. La mañana estaba gris y amenazaba con llover. Todos procurábamos guardar la formación y los Kapos, al mando de un centenar de hombres cada uno, para darse aires de aptitudes de mando y para darse tono, lanzaban gritos de orden, lo cual no tenía otro obje-tivo que el de ser notorios ante los S.S. que, armados, nos custodiaban repartidos cada veinticinco metros de distancia. Con la metralleta en ristre se encargaban con su presencia de que todo funcionase de acuerdo con la disciplina adecuada. Al frente de cada grupo pero sin

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metralleta, sólo con la pistola, iba un S.S. galonado y al frente de toda la formación iba un teniente.

Al llegar a lo alto de la cantera vimos a nuestros pies aquello de lo que tanto nos habían hablado ¡la escalera de la muerte!, y al fondo, a unos cien metros, el final de la escalera y la gran plaza. Descendi-mos por ella muchos de nosotros por vez primera. Tenía ciento ochenta y seis escalones muy irregulares; había alguno que tendría cuarenta centímetros de altura y otros no llegaban a veinte, todo esto a simple vista, con lo cual se podía advertir fácilmente que el descenso no era nada descansado.

Al estar en la plaza se hizo una formación rápida de todos los grupos comandados por un Kapo cada uno. Después de ser contados se rompió filas y se distribuyeron en grupos para trabajar, sobre todo los nuevos, pues los que ya habían trabajado en días anteriores conocían su lugar de trabajo.

Aparte de tres números galonados y un teniente que era el jefe, el resto de los S.S. se limitaban a montar guardia en lugares estratégicos. Los que sabían donde tenían que ir a trabajar se incorporaban enseguida a su cometido pero los nuevos estuvimos esperando que alguien se hiciera cargo de nosotros. No tardaron en venir varios Kapos y poco a poco nos distribuyeron en diversos quehaceres, unos a limpiar la plaza, otros a amontonar piedras. No quedó nadie sin hacer algo.

Eduardo y yo siempre procurábamos estar juntos y formábamos de la misma manera. Éramos casi como dos hermanos siameses y por tanto en la cantera también procurábamos no separarnos. Cuando vinieron los Kapos en busca de los novatos, uno se llevó a diez hombres, entre los que estábamos nosotros dos, y nos dieron unas parihuelas cosa que ya conocíamos por haber trabajado una tarde con ellas en el campo.

Nos dedicamos a transportar piedra de un lado a otro de la plaza. El trabajo en sí era muy llevadero. La plaza la constituía todo el espacio que ocupaba el fondo de la cantera. Ésta, posiblemente, debía de tener más de mil años de explotación; era inmensa y se veía circular por ella carruajes de diverso orden; los capos y los presos iban

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de aquí para allá.. En fin, siempre había movimiento; de tanto en tanto se veía algún S.S. ya que cuando hacían el relevo de la guardia cada dos horas tenían que pasar por la plaza. A decir verdad, el control que se hacía sobre el trabajo no era mucho y sólo era cuestión de estar ojo avizor por si venía algún capo o S.S., cosa que ya teníamos muy controlada. En todo momento sabíamos los movimientos que hacían. Teníamos una consigna para cuando uno de ellos se desplazaba. El que se daba cuenta decía «agua», y éste vocablo era la consigna de alerta que corría por todo el frente cuando se suponía que iba a pasar el capo o el S.S. Así, cuando pasaba por delante de un preso y sobre todo si era español, siempre lo encontraba trabajando. Esta consigna no era para no hacer nada, servía para que el trabajo se hiciese con más sosiego y, si queríamos parar unos segundos para quitarnos el resuello, lo pudiésemos hacer con tranquilidad. Esto evitaba muchas broncas y algún castigo pues era muy importante el menor desgaste de energías posible. Había que guardar las fuerzas por si cambiaba la situación.

El ruido de la cantera era ensordecedor ya que había muchos presos que trabajaban con unos martinetes para perforar la piedra y, de vez en cuando, hacían explotar barrenos, entonces nos orillaban en un extremo por donde pasaba el torrente que hacía de barrera natural para no poder escaparse. Cuando los barrenos explotaban, toda la cantera retumbaba y grandes piedras caían por doquier. Gran parte de la plaza quedaba sembrada de piedras de todo tamaño que después, con las parihuelas, había que recoger para que quedase bien limpia. También había máquinas trituradoras que hacían carboncillo de todas las medidas. Otros hacían bordillos para calles y carreteras, además de otras cosas que no puedo enumerar pues cada día venían a cargar toda clase de piedra que se trabajase en la cantera.

La celebridad de la cantera de Mauthausen era legendaria. Junto a la grandiosa plaza estaba el torrente y enfrente, en el otro lado, una gran sima que era la otra parte angular. Entre el torrente y la sima estaba la célebre escalera de la muerte, y al fondo de la plaza estaba la entrada para camiones y para entrar a pie en el recinto de la cantera. Esta era muy espectacular. Tenía todos los ingredientes precisos para

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hacer una película pero no sé porqué no se ha rodado ningún film sobre el tormento que desarrollaron los nazis en ella desde la proclamación del Aunchluss con Austria hasta el final de la guerra. Es algo que no me acabo de explicar; es posible que se haya querido silenciar por alguna razón política y que no se haya querido hacer un film sobre las torturas del nazismo para que el desprecio de las multitudes no se hiciera patente contra los nazis.

En la cantera no había posibilidad de fuga pues el torrente servía de frontera y era insalvable por su profundidad, además siempre había un S.S. que desde un altozano, donde había una caseta por si llovía, dominaba todo el torrente. Por la escalera, todavía menos pues estaba muy vigilada. Por donde entraban los camiones siempre había dos S.S. y un cabo además de una verja de hierro que sólo se abría para dejar paso a los vehículos.

Se trabajó toda la mañana hasta la hora de repartir la comida y, a pesar de que entre los presos nadie tenía reloj -por lo menos entre los parias, a lo mejor los capos sí lo tenían-, el caso es que tal como se iba acercando la hora del yantar, se sabía que solo faltaba una hora y medía. Después de una hora, cada cuarto de hora se nos ¡ba comunicando la hora exacta y es que algún preso, por el medio que fuese sabía la hora, y como un reguero de pólvora se corría la voz. Al minuto, los presos sabíamos lo que faltaba para irnos y, exactamente a la hora que todos sabíamos, sonaba el silbato anunciando el cese del trabajo para comer. No hay que olvidar que nos levantábamos al amanecer y estábamos en ayunas desde la tarde anterior ¿Cómo se podía trabajar?

Cuando llegó el reparto de la comida, ésta era la habitual: nabos, coles y alguna patata. No sé si ponían algo de carne o algún hueso para que fuese más sustanciosa pero a nosotros no nos llegaba nada de esto. Lo que nos daban era sólo para entretener el hambre y luego agudizarla más. El espectro del hambre empezaba a dejarse sentir en mí, en otras dos ocasiones había llegado a pasar hambre pero fueron sólo unos días que no llegaron a treinta entre las dos veces. Como cosa natural, la profesión me solucionó esta necesidad pero ahora lo veía todo muy negro pues, en los tres últimos días, sólo había recibido

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la ración que daban a todos, por tanto ya estaba entre los que tenían los días contados.

En la tarde del primer día de la cantera me di perfecta cuenta de la encerrona que aquello significaba pues el trabajar en ella no conducía a nada más que a Gusen y, por tanto, al crematorio. La comida era insuficiente y desde que uno se levantaba al despuntar el día hasta que se ¡ba a la cama, eran muchas horas y poco a poco se tenía que ir debilitando gradualmente, se ¡ba perdiendo el peso y las fuerzas. Yo llevaba tres días habiendo percibido sólo la ración simple y ya sentía el hambre como el que más. Aunque llega un momento en que uno se acostumbra a ello, yo no estaba habituado a pasar hambre. Durante los meses de penuria que hubo en Barcelona, sobre todo en el último año de nuestra guerra, y teniendo en la ciudad condal a mi mujer y mi hija, ellas viviendo en Sarriá y sin miedo a los bombar-deos, yo estaba con mi unidad, también acuartelada en Sarria, y casi las veía a diario porque muchas noches me quedaba a dormir en casa. El tiempo que estuvieron en Barcelona no les faltó comida porque iba trabajando de mi oficio en la Intendencia de Aviación y en mi cuartel ganaba dinero y comida; incluso en más de una ocasión pudimos ayudar a alguien y después, a excepción de unos días, no me faltó de nada. En mi entrada en Mauthausen tampoco, pero ahora se había girado la tortilla y el fantasma del hambre volaba sobre mi, que no estaba acostumbrado como la gran mayoría de mis compañeros.

En páginas anteriores hacía el análisis de la vida de un hombre en el campo. Si solamente percibía la ración, era como una letra a noventa días, pero cuando hice este análisis estaba en el Block 19 y no me faltaba comida pero ahora estos cálculos estaban involucrados en mí vida. A pesar de ello mi talante de por sí no era pesimista y quizás esto ayudó a sobrellevar todo lo que pasé, pero ahora no veía salida a esta situación que era la generalizada entre todos los que éramos parias en el campo. En la cantera, las ocasiones para conseguir algo que te pudiese beneficiar casi no existían y a pesar de que mi suerte era igual que la de miles de seres que pasaban por este infortunio, yo no quería aceptarlo como una fatalidad y no quería morir sin luchar contra mi destino. Aunque me encontraba mezclado con aquella

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multitud de parias sin esperanza que pululaban por los lugares de trabajo, mi mente no dejaba de pensar en cambiar mi situación.

Preparábamos piedras para los judíos que eran los que tenían que subir al campo y hacer cuatro viajes por la mañana y otros cuatro por la tarde, cargados con una piedra en la espalda o sobre los hombros. Había algunos que se veían más fuertes y llevaban una pequeña angarilla en la espalda, por tanto les cargaban las piedras de mayor tamaño. Algunos ya llevaban la chaqueta rota, la habían perdido o se la habían quitado sus mismos compañeros o cualquiera del campo. Contra ellos todos tenían derecho a hacer las mil atrocidades pues a un judío se le podía distinguir desde lejos: en el pantalón y la chaqueta llevaban un triángulo amarillo que los distinguía como judíos y en la espalda llevaban una gran cruz de Sión que servía de diana para que no pudiesen confundirse en ningún momento con los otros presos. Algunos me daban mucha pena pero no dejaba de considerar, de una manera un tanto egoísta, que con su llegada al campo habían dado al traste con mi buena situación pero ellos no tenían culpa de mi destino ni de que éste fuera bueno o malo.

A la caída de la tarde la sirena de la cantera se dejaba oír para dar fin a la jornada de trabajo y teníamos que ir a formar frente a la escalera en la gran plaza para ser contados y emprender la subida al campo. Cada cual ya se había preparado una piedra que estuviera bien proporcionada pero de un tamaño estipulado pues en la formación de la mañana nos habían dicho que teníamos que llevar una piedra a nuestro regreso al campo. Por tanto durante el día cada uno ya se había escogido la que tenía que subir, así que, cuando sonó la sirena, cada cual fue a la formación con la consabida piedra que tenía a sus pies mientras duró la formación. Cuando estuvimos formados y cada cual con la piedra a sus pies, tras haber sido contados por los Kapos y dar las novedades al teniente jefe de la guardia, el Kapo encargado de la cantera, de nacionalidad búlgara, en un perfecto español y con voz de mando y energía, dio la voz de ¡arriba la piedra! y todos, como un solo hombre, nos agachamos y nos enderezamos poniéndonos la piedra al hombro. Este modismo en español provenía de cuando

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llegaron los españoles a Mauthausen y perduró hasta el final del campo.

La piedra que cada uno llevábamos debía pesar unos cinco kilos pero después de la larga jornada, tener que subirla por la terrible escalera era para acabar con las pocas fuerzas que uno pudiera tener. Cuando llegamos a la cima de la escalera estábamos exhaustos pero, después de subir tanto escalón, aun teníamos que ir con la piedra a cuestas a un kilómetro de distancia que era donde había que dejarla ¡Que pesado fue aquello! Y como aquel día tenían que ser los demás ¿Cuántos días podíamos durar? Los cíen que podíamos aguantar me parecieron muchos porque el desgaste de energías era muy superior a las que uno pudiese conseguir con la exigua alimentación que percibíamos, por tanto de mi mente no se alejaba aquello de la letra de noventa días. Después de dejar la piedra fuimos al Block 17 y en cuanto llegamos tuvimos que formar para pasar el Appell de la tarde. Pasada la revista, entramos en el bloque y todo transcurrió como el día anterior aunque un poco más cansados pues el trabajo en la cantera, con sus peculiaridades, resultaba más pesado que el del campo. Pronto nos acostamos y a esperar el día siguiente.

Al cabo de unos días de trabajar en la cantera, Eduardo y yo íbamos perdiendo poco a poco; íbamos camino del crematorio si no se producía un milagro.

El sábado fuimos a trabajar a la cantera como los demás días y cuando al atardecer llegamos al Block, como me había apuntado como barbero, tuve que trabajar unas tres horas afeitando a la gente. ¡Maldi-tas las ganas que tenía yo de afeitar con el cansancio que llevaba encima! Y el domingo por la mañana, mientras los demás descansaban, otros barberos que también trabajaban en la cantera y yo, tuvimos que cortar el pelo a todos, cosa que debíamos hacer cada quince días y afeitarles cada ocho. Terminamos justo cuando iban a repartir la comida y, a pesar de ser domingo, fue como en días laborables.

Cuando repartieron la comida percibí el reenganche pero no fue gran cosa pues en el Block 17 el ser barbero de los parías no compensaba. Tan sólo daban un poco los domingos pues el resto de la

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semana trabajábamos en la cantera y allí, cuando repartían la comida, no tenían para nada en cuenta a los barberos, así que tenía que trabajar diez horas extras todas las semanas para percibir como compensación un cazo de comida. No valía la pena pero tenía que aceptarlo tal como estaba establecido. Los demás barberos tampoco estaban de acuerdo pero, como voluntariamente nos habíamos apuntado, no nos podíamos echar atrás pues el jefe de Block era un mal sujeto y lo habría considerado como un gesto de indisciplina. Esto afectaba a la higiene del Block y por tanto había que aceptar la situación, además compartía la comida con Eduardo pese a sus protestas. Él decía que, como yo hacía el trabajo, yo debía ser el beneficiario, cosa que no quise aceptar. Y es que durante los cuatro años y medio siempre compartimos los extras de ambos y esta fue una de las causas que me ayudaron a salir con vida del campo pues, si durante algún tiempo sólo compartimos raciones que procedieron de mi, en circunstancias muy difíciles para los dos fue él quien aportó lo necesario para que los dos pudiésemos subsistir. Aquí debo hacer un canto a la amistad y al afecto fraternal que siempre nos unió, y fueron este afecto y esta unión los que nos ayudaron en gran manera a subsistir pues tanto él como yo nunca nos encontrábamos solos. Además ¿por qué no decirlo? éramos la admiración de todos. A través de estas páginas describiré sin alabanzas y con certeza el calor y la moral que dábamos a nuestros compañeros. Él tenía más conocimientos culturales que yo pero armonizábamos formando un dúo que, con su optimismo, sabía dar fuerzas a muchos para resistir el calvario en que vivíamos.

Cuando llevaba unos quince días trabajando en la cantera, en la formación de la mañana me dijo el jefe del Block que me quedase porque se esperaba una expedición de judíos y habían dado la orden de que todos los barberos estuviesen dispuestos para pelarlos. A medía mañana llegaron pero, debido a los trámites que tuvieron que pasar, no los cogimos por nuestra cuenta hasta primeras horas de la tarde. No pudimos ir a comer pero cuando terminamos cerca de la medía tarde, fuimos al Block donde nos esperaba la comida que fue provechosa; comimos tanto como quisimos y aún pude guardar una escudilla de comida llena hasta los bordes para Eduardo. La expedición que llegó

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ese día no se diferenció de las anteriores y vinieron, como las que las precedieron, para ser carne de crematorio.

La monotonía del campo, aparte de los partidos de fútbol y algún combate de boxeo, era muy grande, y más unida al cansancio que arrastrábamos los que trabajábamos en la cantera.

Un día dieron la noticia de que el domingo se tenían que desinfectar todos los Blocks del campo. Cuando llegó ese día, de noche aún, dieron la orden de levantarse y nos hicieron dejar toda la ropa y el calzado en la cama de cada uno. Desnudos de la cabeza a los pies, nos hicieron formar. Aunque estábamos en el mes de julio, al ir descalzos y desnudos sentíamos frío. Nuestros delicados pies no estaban acostumbrados a ir sin calzado y cada paso que dábamos era un gemido de dolor. Nos hicieron formar delante del Block para contarnos pues no tenía que quedarse nadie dentro y nos hicieron marchar en formación a través del campo. Aquello fue un verdadero suplicio ya que el suelo era de las piedras de la cantera, todas desiguales, y teníamos que andar hacía delante en formación de a cinco. Era muy dificultoso, un auténtico calvario. Ibamos hacía la plaza de armas que estaba en la orilla del campo pero un poco más baja que éste. Como al mismo tiempo teníamos que guardar la formación, la marcha aún se hacía más penosa. Mientras, se iba haciendo de día y las estrellas que veíamos agrandadas en nuestra marcha fueron despareciendo.

El día se presentaba claro y sin nubes, un genuino día de verano. Pero en aquellas latitudes las noches son siempre frescas y, al estar desnudos, estábamos ateridos de frío. Todo era mover los brazos en vaivenes gimnásticos para poder entrar en calor en aquella mañana de un día que tenía que ser historia.

Por fin llegamos a la plaza de armas que yo nunca había visto. Debíamos de estar unos cuatro mil hombres y la llenamos por completo hasta el punto de que casi estábamos apretados. ¡Como debieron gozar los sodomitas! Cuando ya estuvimos situados, era de día claro y enseguida salió el sol que esperábamos con gran anhelo. Fue recibido con un clamor de bienvenida y pronto nos calentamos. Al cabo de un par de horas nos dieron comida en frío, un poco de pan

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y un poco de salchichón. En un ángulo de la plaza había un grifo de agua potable donde, después de largas colas, uno podía beber y al mismo tiempo refrescarse la cabeza. Tal como ¡ba avanzando la mañana el sol también iba calentando lo suyo y como éramos una verdadera muchedumbre no había ni un palmo de sombra. El implacable astro caía sobre nuestros cuerpos desnudos y nuestras cabezas rapadas que procurábamos cubrir con las manos aunque a menudo se cansaban y las dejábamos caer, con permiso del vecino, a lo largo de nuestro cuerpo.

En lo alto y en la orilla izquierda, a unos tres metros del suelo, había como una especie de galería de unos dos metros de anchura que recorría todo lo largo de la plaza. En ella hacía guardia la S.S. y les servía de lugar para pasear o para sentarse pues había varios sillones. A la vista de todos se divisaban unos potentes altavoces y, casi cuando el sol estaba en su cénit, aquel día 22 de junio de 1941, domingo, en alemán y a todo volumen, dieron la noticia de la declaración de guerra de Alemania a la U.R.S.S. La noticia se extendió al momento y a los pocos instantes ya lo sabíamos todos. Durante unos minutos se oyó un gran murmullo de más de cuatro mil voces que comentaban al unísono la novedad. Aquello parecía un verdadero mar de palabras inin-teligibles. La declaración de guerra de Alemania a la Unión Soviética rompía el tratado de no agresión que firmaron rusos y alemanes al estallar la guerra entre los aliados y el Reich, lo cual llenó de estupor al mundo entero pues siempre se había considerado que eran potencias antagónicas. A pesar de que las dos desarrollaban un sistema político autocrático, eran dos regímenes políticos opuestos en su contenido social y económico. A decir verdad, en lo poco que hablé y lo poco que entendí de los guardias alemanes que nos custodiaban cuando nos hicieron prisioneros en Francia y nos decían: Kaputt, Kapitalist Kaputt, algo había de común.

A los españoles que estábamos presos de los alemanes esta ampliación del conflicto bélico, aunque fuese confusa y lejana, nos pareció un rayo de esperanza pues de sobra sabíamos que nuestra libe-ración sólo se podía producir con una derrota de los alemanes, y cuanto más se extendiera el conflicto, más potencias se sumaran

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contra los nazis y más enemigos tuviera a batir, más probable sería su derrota. Desde el primer momento la noticia nos congratuló a Eduardo y a mí y aquella fecha del 22 de junio de 1941 fue como si hubiera empezado el principio del fin y, al mismo tiempo, el comienzo de nuestra liberación. Estuvimos también de acuerdo en que a Hitler le podía ocurrir como a Napoleón cuyos ejércitos victoriosos en toda Europa, al invadir Rusia y llegar a apoderarse de Moscú, habían sucumbido ante el frío de aquel inmenso pais que fue el sepulcro de los ejércitos tantas veces victoriosos. Por tanto había cierto paralelismo entre Napoleón y Hitler, a pesar de siglo y medio de distancia.

Las horas corrían lentas y calurosas para la muchedumbre que teníamos que soportar el implacable sol, sobre todo en el tiempo que transcurrió de las once de la mañana a las seis de la tarde. Fueron siete horas seguidas de calor intenso durante las cuales el sol caía de pleno sobre nosotros y no sabíamos si era peor el frío de las largas horas de la mañana, o ese sol tan bien recibido cuando salió y que a las pocas horas se convirtió en un peligro de insolación por llevar la cabeza rapada y descubierta. Por fin llegó la caída de la tarde y fue un gran alivio para todos. Con el atardecer empezamos a salir de la gran plaza. Como era muy difícil hacer una formación por medio de los altavoces, dieron la orden de que fuéramos saliendo poco a poco y cada cual se fuera a su Block y esperase delante del mismo. Cuando entramos en el campo vimos que todos los Blocks tenían las puertas y ventanas completamente precintadas para que la fumigación que llevaron a cabo en el interior no pudiese escaparse. Como nuestras ropas se habían quedado dentro, también habían sido desinfectadas. Creíamos que una vez en el Block nos darían comida caliente pero no fue así pues la cocina y los cocineros también fueron desinfectados. Nos dieron un poco de pan y un poco de salchichón y, después de pasar el Appell, nos fuimos a dormir.

Esperábamos el próximo domingo porque España jugaba un partido amistoso contra Austria, equipo reforzado por dos o tres jugadores alemanes.

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Después del partido había una velada de boxeo en la que tomaban parte Paulino y Lozano, por tanto ya teníamos algo para pasar la tarde de aquel día.

Toda la semana la pasamos sin novedad digna de mención. Llegó el domingo por la tarde y fuimos a ver el partido España-Austria que fue muy competido y terminó con empate a un gol. Hay que tener en cuenta que jugaban contra España lo mejor de los dos equipos, Austria y Alemania. Esta tarde de fútbol no fue como otras anteriores en que íbamos al campo con un cigarrillo en la boca. Ahora no teníamos ni una simple colilla. Después del partido fuimos a ver el combate de boxeo en el que una vez más Paulino demostró que no tenía rival. Los que competían en el fútbol para intentar ganar a España tenían que hacer una selección y en el boxeo, según me contaron, nadie quería enfrentarse a Paulino porque tenía una izquierda demoledora. Fue una lástima porque, si hubiese estado en libertad, quizás habría llegado a ser una figura del boxeo; tenía condiciones y juventud y si hubiese encontrado un buen manager, a lo mejor lo habría convertido en un campeón.

Los días se fueron sucediendo y así pasó más de un mes que, a pesar de ser julio, fue muy lluvioso. Los alemanes y los Kapos se pusieron de acuerdo para abatir sobre nosotros toda su furia. Desde hacía algunos días las S.S., en compañía de los capos, descargaban una lluvia de golpes con más violencia de la acostumbrada, igual que si hubiera sido una consigna, pero sobre quienes caía el peso de esta brutalidad era contra los judíos. Caía sin cesar un aluvión de palos y golpes acompañados de insultos que llegaron al punto de precipitar a un judío por un precipicio que se encontraba junto a lo alto de la escalera y cuyo fondo era la cantera. Un día tuvimos que ser testigos de ello. En la plaza, en uno de los viajes de la Straftcompany, antes de llegar a la escalera un S.S. debió de dar un empujón a un judío que lo lanzó al vacio y fue rodando por la pendiente. Unos abrojos que encontró a mitad de esta pendiente lo detuvieron en su caida y se quedó suspendido en el vacío. Pasó unas cuantas horas allí. En la formación en la que teníamos que subir la piedra cada uno, el teniente de las S.S., el jefe de la guardia, quizás temeroso de dejarlo allí y de

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que en la oscuridad de la noche pudiera escaparse, pidió un voluntario que con cierto peligro podía llegar hasta donde estaba el judío medio colgando. Salió un voluntario que, como una ardilla, llegó hasta él y como vio que éste no tenía fuerzas suficientes para hacer el camino que él había recorrido, optó por darle dos patadas en la cabeza y lo lanzó al vacio, despedazándose entre las piedras. Con una angarilla se lo llevaron al crematorio y el teniente, cuando regresó el voluntario, le dio unos cigarrillos y le dijo al Kapo que le diera reenganche de comida todos los días. ¡Qué pensaría el malaventurado ser que de manera tan vil se aprestó a ayudar a la muerte caprichosa, detenida hacía unos instantes ante el suplicio de la pobre víctima! Desde luego, el judío no podía escapar a la muerte, el pobre resistió el primer empujón que le dio aquel miserable que tan vilmente coadyuvó a un hecho tan terrible como el que describo. De una patada que le dio en plena cara, consiguió que se desprendiera de los arbustos a los que se había aferrado con las manos y lo precipitó al vacío yendo a parar no lejos de nosotros. Este hecho fue seguido por todos con gran angustia y conmiseración ante el trágico fin del desgraciado.

Los judíos, para muchos de nosotros, eran seres menospreciados. A través de novelas y narraciones presentan al judío como una persona avara y despreciable pues el decirle a uno en un momento de enfado «judío» es como un insulto. A nadie más se insulta llamándole por su nacionalidad o raza. Había algunos ignorantes entre los españoles que, a decir verdad, los despreciaban y es cierto que el holocausto de que fueron víctimas ha hecho cambiar de criterio sobre ellos a muchas personas pues yo, que he leído mucho, en mis lecturas pocos personajes judíos fueron descritos con cierta honorabilidad. De-bemos tener en cuenta que ha sido una raza perseguida como maligna y el motivo de esta persecución a través de los siglos era religioso. Además, no asentaban sus bienes en valores inmutables ya que casi cada generación se ha visto obligada a exiliarse del país donde residían y, por tanto, casi todos los bienes que tenían eran en dinero y con él comerciaban. Es lo mismo que hacen ahora los banqueros, que son los que tienen el dinero. Como el vil metal lo tenían los judíos, cuando los propietarios de bienes y de propiedades tenían necesidad

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de dinero acudían a ellos y pagando unos intereses más o menos elevados, los judíos les prestaban su dinero, algunas veces con usura. Hoy en día, a los banqueros se les considera personas muy honorables y los judíos no fueron otra cosa que los banqueros de hoy. Y no hay que olvidar que en la raza judía hay gente muy sobresaliente, honorable y de gran prestigio. Mucha gente sigue pensando que son realidad muchos tópicos sobre los judíos como el de que tienen la nariz aguileña pero hay de todo. De hecho, al autor de este relato, tener la nariz así le produjo muchos sinsabores. Cuando llegue el caso ya lo describiré en mi narración.

Por el contrario, hay una idea muy propagada, sobre todo en los Estados Unidos, con la que se quiere convencer al mundo de que, prácticamente, los judíos fueron las únicas víctimas del terror nazi y esta creencia perjudica la verdad. Cada vez que hablo de los campos de concentración tengo que aclarar puntos de vista sobre lo mismo, sobre la ignorancia casi total de la verdad. Hace unos meses fui a la consulta de un médico en Lleida y al preguntarme mi pasado médico relativo a alguna operación o dolencia, pues nada sabía sobre mí, cuando le dije que había estado cinco años en un campo de con-centración nazi y que había llegado a pesar treinta y dos kilos me espetó: «pero usted no era judío», y tuve que explicarle a este señor, todo un doctor y con sesenta años de edad, que sólo en Mauthausen habían perecido diez mil compatriotas suyos víctimas del nazismo.

La prensa americana y también otros medios de comunicación europeos, casi siempre relacionan la persecución de los nazis con el hecho de ser judío. Todas las asociaciones de deportados judíos no ci-tan para nada a los que también murieron en los campos de concentración sin ser judíos; jamás efectuaron la menor referencia a las luchas en común o a los sufrimientos con los camaradas supervivientes no judíos; nunca han sido invitados a sus reuniones ni a otras actividades desarrolladas en dichas asociaciones. Todo esto ha tendido a crear una imagen del campo de concentración nazi relacionada con el judío y por tanto, en la mayoría de países, creen que sólo fueron ellos los perseguidos y que quizás hubo una ínfima cantidad de víctimas que no fueron semitas. Y sin embargo nada es

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menos exacto ni más injusto, no fue una ínfima cantidad de víctimas no judías: hubo tantos muertos católicos como judíos. Murieron doce millones de seres humanos en esta gran tragedia, seis millones fueron judíos y los otros seis fueron, en primer lugar, los alemanes y los polacos a los que siguieron los italianos, yugoslavos, checos, rusos, españoles, franceses, holandeses, belgas, etc. y que yo sepa hasta dos americanos. Se han filmado películas que son sólo descripción de las torturas y sufrimientos que pasaron los judíos pero no se ha hecho ningún film que describa las torturas, castigo y muerte de los no judíos. No se ha querido ensalzar porque la mayoría de las victimas quizás eran comunistas, aunque no hay que olvidar que también murieron muchos sacerdotes en los campos de concentración. En Mauthausen los curas llevaban el triángulo de color morado y debieron ser bastantes cuando les pusieron un distintivo para reconocerlos. Recuerdo que tuve amistad con un cura italiano y otro francés.

Hay que tener en cuenta que mucho antes que los judíos, pasaron por Mauthausen alemanes, checos, polacos y españoles y el trato que reciberon en la Straftcompany fue casi el mismo que el que sufrieron los judíos. De los mil checos sólo quedaron ocho y de los españoles que entraron en agosto del 40 se cargaron al ochenta por ciento. De mi compañía, la 86a de Trabajadores Españoles, sólo encontré a uno de trescientos cincuenta; los demás fueron a parar en varias expediciones a Gusen para acabar en el crematorio -yo pude ver el crematorio de Gusen en el año 65 en un viaje que hice como turista y del cual tengo fotografías-. Todos ellos, antes de hacer la escalera, ya subieron a hombros la piedra para embaldosar el campo. Fueron miles de toneladas las que subieron a lo alto de la colina que con el tiempo se convirtió en planicie. La escalera no se construyó hasta el año 40 y fueron los españoles quienes la hicieron.

Uno de los últimos días de estar trabajando en la cantera se desarrolló un hecho que merece la pena ser contado pues hizo pasar un mal rato a todos los españoles que trabajábamos allí. Había un individuo muy singular entre los españoles; quizás no tenía mucha cultura pero sí una gran inteligencia. Yo le conocí en el block 19. Él

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decía que era de origen catalán, que por cierto lo hablaba muy bien, y según él era barcelonés pero nunca nos habló de donde vivía y saqué en consecuencia que conocía muy poco Barcelona. Sin jactarse mucho de ello, dijo que sabía varios idiomas como más adelante demostró: catalán, castellano sin acento de ninguna clase, italiano, francés y nada menos que alemán. Tendría como unos veintisiete años y, según decía, cuando estalló la guerra se enroló en una unidad militar confederal pero nadie de los que estábamos en el 19 lo conocía con anterioridad, parecía como si se hubiese unido a nosotros en la puerta del campo al entrar. A pesar de ser inteligente, carecía de sentido común y era un tanto atolondrado. Nunca le vi hablar con Peby y éste ignoraba que entre los españoles del 19 hubiera uno que hablara el alemán pues a buen seguro que alguna vez lo hubiera utilizado y hubiera sacado algún beneficio. Cuando bajé a la cantera, él hacía de Dolmetscher, es decir, de intérprete y fue cuando me enteré de que sabía alemán. Como hacía de intérprete en la cantera estaba bien considerado y un día, no sé por qué, entré en un pequeño recinto que había allí y me lo encontré esculpiendo una figura de piedra; me enteré de que su trabajo en la cantera, además de ser el de intérprete, era hacer pequeñas esculturas.

Sucedió que, una tarde cuando ya estábamos todos formados y con la piedra preparada a nuestros pies, el teniente de la S.S. llamó a los intérpretes de las diversas nacionalidades. Todos ellos estaban en grupo, escuchando lo que el teniente les decía para que nos lo retransmitieran. Enfrente mismo de la escalera había un montón de piedras que subía por lo menos los dos metros de altura y desde aquel promontorio los intérpretes, de uno en uno y cada cual en su respectivo idioma, decían lo que fuese. Yo, al no conocer ningún idioma, no entendí lo que dijeron y en último lugar habló el intérprete español. Pero en lugar de decir lo que el teniente debía de haberle mandado, desde encima del promontorio y en castellano nos soltó una arenga diciendo que pronto se acabaría la guerra porque los del sombrero, que eran los americanos, y los del bigote, que eran los rusos, junto con los del puro, que eran los ingleses, barrerían a los alemanes y entonces vengaríamos a nuestros muertos y así nos habló

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hasta que le pareció. Todos estábamos atónitos por escuchar lo que aquel loco nos decía pues si hubiese habido algún alemán que lo hubiese comprendido ¿qué habría pasado? Cuando se bajó del promontorio, muy flemático él, se fue hacía el teniente y se cuadró delante de él, dándole la novedad de lo que tenía que habernos

dicho. Yo casi sentí espanto pero ningún S.S. ni nadie, aparte de nosotros, lo entendió. Este hecho da a entender la falta de sentido común de este individuo tan singular y estrambótico, pues si los alemanes hubieran entendido lo que nos dijo, las represalias habrían sido terribles contra él y, en consecuencia, contra nosotros también. Desde luego, a lo largo del tiempo sus excentricidades fueron nefastas para los españoles y en el transcurso de esta historia ya explicaré con detalle los sinsabores que nos acarreó.

Al mes y medio de trabajar en la cantera mis fuerzas habían disminuido y no preveía por donde podía venir una solución para mí en aquel estado de cosas. Aunque estábamos a primeros de agosto, de los cien días que más o menos aguantaba uno en la cantera para considerarse aspirante a ser trasladado a Gusen, no faltaba más que la mitad, y eso si no tenías algún tropiezo en forma de paliza que alige-rase tu traslado y el pago de la letra a cien días vista que había que hacer irremisiblemente. Esto lo tenía en mi mente como una idea fija y, por tanto, ya había pasado el ecuador del crédito de mi vida. Pensaba en el próximo invierno que allí empezaba a finales de septiembre y con el frío sería más difícil de aguantar, por lo tanto Kaputt, a pesar de que hacía de barbero en el Block y recibía algún reenganche que no compensaba el esfuerzo. Además lo compartía con Eduardo que estaba en peor situación que yo pues en la cantera tenía un trabajo más pesado que el mío y siempre había sido más comedor.

Pero el domingo 13 de agosto se nos presentó la ocasión para abandonar el campo. Se trataba de ir a trabajar a un comando distante a más de doscientos kilómetros, o sea, en busca de nuevos horizontes pues aquí ya sabíamos lo que nos esperaba. A lo mejor en aquel comando podría sacar productividad a mis dotes. Como pedían voluntarios que estuviesen en buenas condiciones físicas, Eduardo y yo fuimos a ver si nos aceptaban. La partida para aquel lejano

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comando era el día 4 y, así, ese día nos dirigimos al comando Brestein aunque siempre fuimos controlados desde Mauthausen.

Ya no volví a ver el campo hasta el año 65, en la fecha del vigésimo aniversario de su liberación por las tropas norteamericanas, en que fui como turista. Ese día había más gente que de costumbre pero cada año, el día de Todos los Santos, miles de personas se trasladan al campo. Se encuentra en la guía turística de Austria y son muchos quienes lo visitan. Mauthausen tiene un museo que queda como testimonio de lo que fue, y están todos los elementos que describo en este relato. En la fiesta de los muertos, está todo el campo lleno de flores y de coronas y hay miles de fotografías que los familiares exhiben. En este día tan señalado, parece un cementerio. Subimos por la escalera de la muerte pero esta vez sin la piedra al hombro.

Quiero dejar constancia de que todo lo que vi se puede observar en la actualidad. Para confirmarlo basta con ir a Mauthausen. Son una realidad los crematorios, las cámaras de gas y algo más que se pasa por alto como son las cámaras frigoríficas, los tres elementos que componían la maquinaría de muerte programada por los nazis. Las cámaras frigoríficas eran para conservar los cadáveres pues los crema-torios iban consumiendo los cadáveres día y noche y no daban abasto. Hay que recordar que fueron doce los millones de seres humanos los que perecieron.

El plan de los alemanes era no dejar rastro del genocidio y como no había pruebas materiales para una acusación, aun lo hubieran negado. El estado alemán no podía convertir gran parte de su territorio y de lo que ocupó en gigantescos cementerios. En los primeros tiempos de la represión, antes del estallido de la guerra, hacían cavar zanjas a las propias víctimas y arrojaban en ellas grandes cantidades de cadáveres que habían sido fusilados en el borde de las mismas zanjas. Esto les proporcionaba mucho trabajo y además era antihigiénico, dejaba rastros y los alemanes, entre otras virtudes, eran fervientes partidarios de la higiene y la limpieza, por esto crearon el crematorio eléctrico. La electricidad es lo más limpio y devastador a un tiempo.

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Detenían a ingentes masas en diversos lugares sin ningún proceso y de manera sistemática. A píe o conducidos por camiones o ferrocarril, eran llevados a las duchas como medida higiénica pero aquellas aparentes duchas, en vez de despedir agua expedían un gas invisible y letal. A los pocos minutos eran cadáveres sacados por otra puerta. Detrás de ellos entraba otro turno y así los iban liquidando. Los crematorios, para quemar los cuerpos necesitaban su tiempo y los cadáveres se amontonaban. Es entonces cuando surge la necesidad de las cámaras frigoríficas. Cuando liberaron Mauthausen los americanos encontraron más de tres mil cadáveres apilados en ellas, igual que si hubiesen sido piezas de bacalao que estaban esperando su turno para salir convertidos en humo. Pero los cadáveres no los quemaban enteros sino que primero los descuartizaban en unas pilas de piedra igual que si se tratase de un animal. Las entrañas ya se las habían quitado en cuanto los entraban cadáveres. Acto seguido los trasladaban a las cámaras hasta el día que les tocase el turno para ser quemados, ya en trozos, en unas grandes parrillas eléctricas para con-vertirlos en cenizas. Aunque esta descripción resulte un poco macabra, sólo explica los medios que utilizaban para llevar a cabo el genocidio más grande de toda la historia.

Estos trabajos tan macabros los ejercían reclusos del campo pero para hacer ciertos menesteres se tenía que ser algo especial pues no se trataba de descuartizar cerdos o cualquier otro animal. Eran seres humanos; hombres mujeres y niños, y todo el mundo no tiene el temperamento apto para hacer una cosa tan horrible. Todos los que prestaron este tipo de servicios en los crematorios debieron sufrir mucho mientras hacían este trabajo, aunque llega un momento en que el hambre y todos los suplicios de un campo de concentración son idóneos para forjar hombres dispuestos a lo que sea con tal de sobrevi-vir. Los que trabajaban en el crematorio estaban bien alimentados y disfrutaban de todas las prebendas que la vida del campo les pudo proporcionar.

Recuerdo que a pesar de los años transcurridos llenos de sufrimientos, antes de dejar el campo dediqué mi pensamiento a los

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tres compañeros de fuga de la Compañía de Trabajadores que, por indicios posteriores, creo que perecieron.

Hacía unos días que un domingo por la tarde, regresando del fútbol Eduardo y yo, vimos a Peby quien, muy amable, nos saludó y nos dio unos cigarrillos. Me dijo que algún día fuese a verle al 19 y así lo hice pero ya no volví ¿Por qué no fui más? Me parecía que ir allí era ir a por limosna de comida y un falso orgullo me impedía ir a Peby. El no poder conversar porque no nos entendíamos, sólo un poco en nuestro lenguaje mímico, lo estropeó todo pues si hubiésemos podido entablar conversación yo le habría hecho partícipe de mi situación. A lo mejor él podía pensar que yo como barbero no lo debía pasar mal y, aunque ¡ba a la cantera, podía sacar beneficios. Pero todo esto no se lo expliqué y este fue el error. Estoy seguro de que en el 19, al tener a los judíos, él y la plana mayor no debían estar bien servidos y yo hubiese podido ir a afeitarles. Todo lo que digo es muy hipotético pero cabe en lo posible y alguna vez pensé que cometí un error. Todo lo dificultó el idioma.

Aceptamos el cambio de ambiente con cierta entereza pues seguir en la cantera en aquellos tiempos era como aceptar el fin de una vida, por tanto casi lo último que hice antes de abandonar aquel campo de horror y muerte fue despedirme de Peby. Fuimos Eduardo y yo y nos obsequió con un paquete de cigarrillos para cada uno. Este era el mejor obsequio que podía hacer a un fumador y tanto Eduardo como yo estábamos atrapados por la droga del tabaco pues en los campos esto era verdaderamente una droga. Pensamos que aquellos cigarrillos nos vendrían bien para el viaje y también le preguntamos, de la mejor manera que pudimos, cómo era el comando que habíamos elegido voluntariamente. No dio ninguna opinión pero sí nos enteramos de que aquel comando no era de nueva creación y esto me decepcionó pues creía en un principio que podría coger la plaza de barbero, pero al estar ya organizado todos los planes se fueron abajo. En fin, quizás Peby también pensó que aquel comando pudiese ser mejor que la cantera. Nos despedimos con un apretón de manos y nos deseamos suerte. Nos fuimos un poco mohínos pues empezábamos a pensar

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cosas no muy halagüeñas. Aun así la suerte estaba echada y ya estábamos inscritos en el banderín de enganche.

Antes de abandonar Mauthausen fui a despedirme de mis paisanos a los que ya no tenía que ver hasta la liberación. De quien no pude despedirme fue de Ecequiel pues estuve dos veces en su Block y no pude encontrarle. Una vez liberados tampoco pude verle y no fue hasta el año 47 cuando llegué a Fraga. Fue un superviviente aunque llegó al límite para poder sobrevivir; según me contó, estuvo en un comando y llegó a estar tan falto de fuerzas que fue reexpedido y deshauciado, pero allí algunos amigos le ayudaron y en su recuperación ayudó también Joaquín Orús, el fragatino que estaba en la cocina del campo y que se portó muy bien con él.

Todos abandonamos Mauthausen con cierta ilusión; a pesar de todo creíamos que íbamos a mejorar nuestra suerte. Tampoco nos quedaba otra solución pues si hubiésemos seguido en el campo, poco a poco nos hubiéramos ido consumiendo hasta que la muerte nos llevara. Además, por el campo se hizo circular la voz de que era un buen comando y pensé que allí podría encontrar la solución que tantas veces me había sacado de situaciones bien difíciles: mi profesión. Pero en esta ocasión me equivoqué pues el lugar que habíamos elegido fue donde pasé más penalidades.

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COMANDO BRESTEIN

Antes de dar comienzo a la continuación de esta historia quiero explicar el vocablo «comando». Se refiere a un grupo más o menos numeroso perteneciente a un centro superior, en este caso el centro era Mauthausen. Cada comando estaba destacado para desarrollar una función de cualquier envergadura, ya fuera de trabajo o lo que se le hubiera encomendado. Nosotros eramos un comando de trabajo siempre dependiente de Mauthausen y este centro era el que proveía de alimentos, personal y todos los efectos necesarios. Después de suministrarnos la comida para el viaje, que no fue mucha -un pedazo de pan no muy grande y otro pedazo de salchichón- a esto de las diez de la mañana abandonamos el campo de Mauthausen. Al hacerlo, quien más quien menos creíamos que íbamos hacía otro lugar que era mejor que el que abandonábamos. Descendimos por la carretera que conducía a la estación de ferrocarril de la ciudad de Mauthausen, abandonando el campo con la creencia de que escapaba de una muerte cierta

La expedición la formábamos un total de doscientos hombres, todos españoles con la excepción de un recluso de nacionalidad alemana que venía como jefe. Se decía que era hijo de un alto jefe militar de la Wehrmacht y él mismo había sido capitán del ejercito del Reich. Estaba confinado en el campo como delincuente y por tanto en el pantalón y en la chaqueta llevaba el triángulo verde que le distinguía como preso de delito común. Durante el tiempo que llevaba en Mauthausen gozaba de grandes privilegios y a pesar de llevar el triángulo verde, no llevaba el traje de rayas de los presidiarios sino un traje paramilitar. Calzaba unas botas altas de tubo que podían ser llevadas por el oficial más exigente. Pero hacía unos dos meses que había caído en desgracia a consecuencia de un hecho que había ocurrido en el campo, sobre la desaparición de una considerable cantidad de alcohol destinado a la enfermería que había sido robado para fabricar Schnaps, bebida alcohólica muy popular en Austria, similar al vodka ruso. El principal acusado fue este sujeto a quien,

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cuando se le citaba, era siempre con el vocablo de «capitán». Debido a su procedencia no le pasó nada pero como castigo le impusieron que fuese de jefe interior del comando de Brestein. Este «capitán», que fue muy nefasto para nosotros, no volvería nunca más a Mauthausen pues tuvo un trágico fin en Brestein.

Hacía las dos de la tarde nos hicieron montar en tres vagones de carga y abandonamos la estación. El viaje duró por espacio de más de quince horas en las que el tren atravesó lindos parajes. Siempre fui-mos en dirección ascendente, cosa que pudimos ver a través de las rendijas del vagón pues habíamos conseguido arrancar un palmo de madera que, al tiempo que nos daba un poco de luz, nos permitía ver el paisaje. En lo alto del vagón había como unas troneras que si hubiesen estado más bajas nos hubiesen permitido ver el exterior pero no podíamos llegar hasta ellas. Aunque íbamos en vagones de carga sentados en el suelo, como estábamos en verano la temperatura era muy agradable y pese a que estuvo lloviendo durante varias horas, el viaje, sin ser cómodo, no fue tampoco desagradable.

Ya bien avanzada la mañana saqué un cigarrillo que partí en dos, medio para Eduardo y para mí y la otra mitad se la dimos a unos compañeros. El medio cigarrillo que nos fumamos lo aspiramos con gran embeleso y de la otra mitad fumaron por lo menos diez. De todos los que formaban la expedición no había ninguno de nuestro Block así que de momento todos nos eran desconocidos. Si hubieran sabido que teníamos un paquete cada uno a lo mejor nos habrían asaltado y reconozco que quizás fui un poco egoísta al no darles un cigarrillo entero, pero en aquel medio cada cual procuraba para sí. Aun así, a veces cuando una colilla la compartía con otro es porque sabía que cuando él la recogiese también la compartiría conmigo.

Hacía el atardecer se paró el tren y acto seguido oímos unas voces que eran de los S.S. que abrían los vagones. Nos hicieron descender más que deprisa y una vez todos abajo nos hicieron formar para contarnos. Después subimos a unos camiones que ya nos esperaban para transportarnos a algún lugar. La distancia que recorrimos subidos en ellos fue más desagradable que el viaje con el tren pues tal como íbamos subiendo nos hacían poner en cuclillas, uno

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junto al otro. Ir de pie en camiones descubiertos tenía el peligro de que en una curva y de noche alguno de nosotros pudiera caerse. En aquella posición fetal ocupábamos poco sitio y no había peligro de accidente, además el trayecto fue muy intrincado y por una carretera bastante mala. La postura no permitía el movimiento y era realmente dolorosa y molesta. Al cabo de un rato se nos quedaron las piernas adormecidas de dolor y no hacíamos mas que quejarnos y procurar cambiar de postura sin conseguirlo pues íbamos tan apretados que no había manera de moverse ni una sola pulgada. Los S.S. que nos custodiaban y que iban de pie no hacían mas que reírse de nuestros gemidos.

Por fin llegamos al lugar donde se pararon los camiones y nos hicieron descender, cosa nada fácil pues para bajar primero había que ponerse de pie. Todos teníamos las piernas adormecidas y nos costó mucho bajar. Quien más quien menos, cuando llegaba al suelo no podía tenerse de pie y se quedaba sentado o medio tirado pero los guardias, a gritos y empujones, nos hacían descender del camión. Yo me deslicé a gatas por la caja y cuando puse los pies en el suelo me caí cuan largo era pues mis piernas no pudieron sostener el peso de mi cuerpo.

Por fin emprendimos la marcha bajo la lluvia que había estado cayendo a intervalos casi todo el día. Aunque al anochecer parecía que había parado de llover, de nuevo continuaba. El trayecto que hicimos andando desde los camiones hasta el campo, envueltos en la negrura de la noche, finalmente fue bajo una lluvia torrencial, acuciados por los gritos de los guardias que, a pesar de ir envueltos en sus im-permeables, también se sentían molestos por la lluvia y querían llegar lo más pronto posible, obligándonos a llevar una marcha superior a nuestras fuerzas. Suerte que no llevábamos ningún tipo de equipaje pues lo único que nos llevamos al salir de Mauthausen fue la escudilla y la cuchara. Como la comida que nos dieron hacía muchas horas que nos la habíamos comido, pensábamos que cuando llegáramos nos darían algo de comer y podríamos descansar y dormir en una cama más o menos confortable. Todos estos pensamientos nos dieron fuerzas para poder continuar nuestra penosa marcha y por fin

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llegamos. El camino que recorrimos fue muy penoso porque no estaba asfaltado y andábamos de dos en dos por algunos tramos estrechos que no daban para más. El agua había caído y seguía haciéndolo, y al andar nos hundíamos en el barro y en los charcos del angosto camino que transcurría por la parte baja de unas altas montañas que no distin-guíamos por la oscuridad de la noche. El camino no acababa nunca y tardamos por lo menos cuatro horas en llegar a nuestro destino. Atravesamos una verja y nos encontramos en el nuevo lugar donde pasé el más doloroso de todos los infortunios que tuve que soportar durante los cinco años que estuve en los campos nazis.

A causa de la lluvia caida en gran cantidad en los dos últimos días, la pequeña central que suministraba el fluido eléctrico al campo había sido inundada por un torrente cercano a la misma y todo el campo estaba a oscuras. Después de formar y contarnos varias veces a la escasa luz de una potente pila de mano, nos hicieron entrar en los Blocks que había en aquel comando. Había dos y estaban el uno frente al otro. Allí encontramos a otros españoles que fueron los iniciadores de este comando de Brestein y llevaban allí unos tres meses. Su trabajo lo constituía la construcción de una carretera a través del Tírol austríaco que era donde nos encontrábamos, o sea, en plena montaña. Era un lugar inhóspito a causa del frío que hacía, a juzgar por la altura a que se encontraba. El nombre lo tomaba de un pueblecito dentro de cuyo término municipal se encontraba, situado a unos pocos kilómetros, tal como nos lo contaron unos compañeros. Nos dijeron también que cuando se hiciese de día veríamos la nieve en la montañas que circundaban el comando, es decir, que habría nieves perpetuas.

Nuestras esperanzas de que comeríamos algo aquella noche se vieron frustradas porque no nos dieron nada de nada. Quizás influyó en ello la falta de luz, pero el caso es que tuvimos que ir a dormir en ayunas y lo mismo pasó con las camas. Todos esperábamos una cama más o menos confortable pero para dormir nos señalaron las tablas del suelo sin tan siquiera unas mantas o algo de abrigo. No nos quedó otra alternativa que sentarnos en las tablas y esperar el nuevo día, a ver si

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venía soleado para que se pudiesen secar nuestras ropas empapadas por la lluvia y llenas de barro.

Enseguida nos informaron los compañeros que llevaban allí tres meses de que el lugar por el que habíamos abrigado tantas esperanzas era defraudante: los informes que nos dieron no podían ser más desesperanzadores. El comando de por sí no podía ser peor pues los S.S. que nos custodiaban imponían una gran disciplina y un ritmo de trabajo muy difícil de sostener durante mucho tiempo. La comida era muy escasa, menos que en Mauthausen, y el clima era muy ingrato en invierno. Además de todo eso, la situación se había agravado a conse-cuencia de la fuga de cinco españoles que todavía no habían sido capturados. Los S.S., desde la fuga, estaban llevando a cabo una serie de represalias colectivas que si no daban pronto fin iban a terminar con todo el comando.

El que hacía de jefe interior de este comando era ni más ni menos que el intérprete español que un día en la cantera nos soltó la arenga que nos puso el alma en vilo. Cuando nos enteramos de eso no nos gustó nada pues era un irresponsable. A raiz de aquel hecho se hicieron averiguaciones sobre este individuo que no era conocido por nadie con anterioridad. Se llamaba Jover de apellido y al estallar el movimiento se alistó en una unidad confederal que abandonó en el primer año de nuestra guerra; pasó a Francia donde se alistó en la Legión Francesa y debió de ser allí donde aprendió varios idiomas, entre ellos el alemán que hablaba con facilidad. Cuando se produjo el desastre francés a causa de la invasión alemana fue a Francia desde Africa y se camufló en Bélgica de donde pasó a Francia de nuevo. En una redada de los alemanes en Paris le cogieron y le deportaron a Mauthausen. Desde el gesto que tuvo en la cantera, de incuestionable valor pero carente de sentido común, ya no le había visto más. Parece ser que él salió de Mauthausen en la primera expedición que se hizo para el comando de Brestein y le hicieron jefe interior además de intérprete. Así que allí nos lo encontramos y nos puso en antecedentes de lo que era el comando, y una de las cosas que nos dijo fue que al día siguiente él sería colgado junto con otros más por las fugas que se habían producido. Con cierta flema nos dijo también que habíamos

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venido voluntarios en mal momento pues esto era peor que Mauthausen.

Después de haber escuchado estos informes nada halagüeños, nos sentamos en el suelo para procurar descansar un poco aunque el frío que nos producía la humedad de nuestra ropa junto con el fresco de la noche no nos dejó dormir, además de las inquietudes que despertó en nosotros todo lo que nos habían contado con respecto al lugar. Ateridos de frío e inquietos por la perspectiva que se nos presentaba, esperamos el nuevo día que ya se aproximaba y quizás aclararía algo de lo que nos habían contado.

A las pocas horas y ya cuando se había hecho de día, la campana que estaba al lado de la entrada sonó para despertar a todo el comando. Era la hora de que todo empezase a funcionar y por tanto no tardamos en oír los gritos peculiares en esta hora de tener que levantarse. Nosostros nos desperezamos y enseguida nos pusimos a hablar con los del comando pues cuando habíamos llegado durante la noche anterior ellos estaban durmiendo y no pudimos verles. Entre ellos, algunos de los que habíamos llegado encontró conocidos de Mauthausen y los informes que nos dieron fueron idénticos a los que el intérprete nos había dado horas antes.

Pronto nos sirvieron el desayuno que, sí no fue de gran alimento, nos calentó un poco el estómago. Nos dieron un cuarto de litro de un líquido que recibía allí el nombre de sopa pero a duras penas llegaba a ser una especie de caldo poco sustancioso. Cuando terminamos hacía veinticuatro horas que no habíamos comido y la jornada había sido dura de verdad ¿cómo podríamos aguantarlo? Pero yo no quería perder la moral.

Poco después se dejó oír de nuevo la campana pero esta vez sonó para formar y pasar el Appell de la mañana que más o menos se parecía al de Mauthausen. Tan sólo se diferenciaba en que los Kapos y jefes de Block eran españoles pues todos los componentes del comando lo eran, por tanto los gritos de mando eran en español. Después de un buen rato de estar formados hizo su aparición un S.S. que nos contó de manera minuciosa; a los pocos instantes hizo irrupción otro S.S. con graduación similar a un suboficial del ejército

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español. Este personaje, que se daba un gran tono y era bastante exagerado en todo lo que hacía, tanto hablando como en sus ademanes, era el ayudante del jefe de la S.S. que comandaba en Brestein y que, por los informes que nos dieron los compañeros, los tenía un tanto atemorizados. Lo habían bautizado con el apodo de «el boxeador» pues a menudo soltaba algún sopapo con el puño cerrado. En cuanto él cruzó la verja del campo, el S.S. que nos había contado y que no ostentaba ninguna graduación, fue a darle la novedad que fue recibida con el grito de los nazis, «Heil, Hitler!» y con el brazo extendido, todo esto hecho con una aparatosidad exagerada.

Después de dicha formación se formó de nuevo para ir al trabajo y en diversos grupos. En cada uno de ellos había un Kapo español. Los que habíamos llegado la noche anterior no fuimos a trabajar el primer día y nos quedamos en el Block esperando órdenes. A pesar de los terrores que acumulábamos por todo lo que nos habían contado, ese día lo pasamos relativamente bien. Aquella mañana habían capturado a uno de los fugados. Fue atado a un poste donde estuvo todo el día y la noche siguiente; el próximo día fue trasladado a Mauthausen donde, a pesar de los castigos, logró salvar el pellejo.

Se presentó el día de una manera espléndida, con un sol radiante que sirvió para desentumecernos y secar nuestras ropas aunque la nieve brillaba al sol en las montañas que circundaban el comando, si-tuado en un pequeño valle. El día se aprovechó para colocarnos en los lugares donde debíamos dormir. Eran unas camas de tres pisos y, sin yo pedirlo, me dieron una de las de abajo y a Eduardo una de las de en medio, un poco alejada de la mía. Nos dieron tres mantas para cada uno. El colchón era de paja y no teníamos sábana ni almohada; allí es donde me acostumbré a dormir sin ella.

El resto del día lo pasamos recogiendo piedras por el comando o haciendo pequeños trabajos pertenecientes al mismo. También nos organizaron por grupos pues al día siguiente teníamos que salir para trabajar. Hacía el atardecer empezaron a entrar los grupos que regresaban del trabajo. Cuando todos hubieron entrado se hizo una última formación para con ello dar fin a la jornada. Acto seguido nos

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dieron la comida de la tarde, un pedazo de pan, un poco de salchichón y el consabido «café» sin azúcar ni sacarina, igual que en Mauthausen.

Parecía que se había dado fin a las represalias al ser apresados los fugados, quienes fueron llevados a Mauthausen sin pasar por Brestein. Los mandos de la S.S. habían sido cambiados por lo tanto abrigamos la esperanza de que quizás la vida en el comando se desarrollaría con más tranquilidad. En realidad no fue así y pronto se vieron defraudadas nuestras ilusiones.

Aparte del alemán llamado «capitán» que se hizo cargo de la jefatura interior del comando, a quien nosotros le pusimos de apodo «el tío», también había otro alemán que se llamaba Muller y era el jefe de la cocina, un recluso de índole muy ambigua. Desde el primer día en que el «tío» y Muller se conocieron, tomaron el comando como si fuera su feudo y los presos sus feudatarios y llegaron a esclavizarnos y a hacernos la vida imposible para satisfacer sus bajos instintos. Jover quedó relegado a la plaza de intérprete.

Después de descansar toda la noche en nuestra nueva cama que no era del todo desagradable, a la mañana siguiente, después de la formación, salimos todos hacía el trabajo: la construcción de una carretera no muy grande que atravesaba aquellas montañas del Alto Tirol austríaco. Este primer día de trabajo recuerdo que estuve muy cerca de un S.S. que, a pesar de la prohibición que tenían de conversar con nosotros, me hizo varias preguntas. Yo, de una manera discreta y con gestos más que palabras, le pregunté cuánto podía durar la guerra y él, también con gestos, me dijo que duraría dos o tres años más. Desde luego que no le creí en aquel momento pues estábamos en 1941 y yo creía que la guerra no podía durar más de un año.

Los días se iban sucediendo pero todo iba de mal en peor. Aquella comida, elemento básico para sostener nuestra situación, la daban de manera exigua. Además el «tío» y el cocinero Muller la repartían a su antojo y capricho. De lo que constituía nuestra ración diaria de la comida de la tarde -el pan y el salchichón- ellos se reservaban buena parte que repartían en las juergas que organizaban cada noche entre los dos y unos cuantos satélites que les hacían de comparsa en sus divertimentos. Aunque yo pertenecía al mismo Block

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en el que dormían los dos alemanes, dormía en el que estaba situado enfrente, a unos diez metros de distancia, y todas las noches oíamos los gritos que el «tío» profería cuando arrojaba la comida a sus colegas de juerga como si fueran perros. Los españoles que le acompañaban se disputaban en el suelo los trozos de pan y de salchichón. En realidad el «tío» tenía todas las pretensiones de un Cesar y no tardó en tener una corte cuyos miembros escogía él mismo y que, por regla general, eran los más jóvenes y mejor parecidos. Todo ello no tenía otra finalidad que rodearse de una especie de harén para así poder satisfacer sus bajos instintos sexuales. Para que fuese más completo el serrallo, no le faltaban los eunucos ni el favorito de turno. He de decir que el medio que nos rodeaba era propicio a toda clase de relajaciones y, por muy moralista que se quiera ser, era el hambre la que inducía a algunos a dejarse querer por el «tío» pues así aseguraban su supervivencia. Yo temía por Eduardo pues era muy bien parecido. Él tenía un concepto muy elevado del ser humano y no se dejaba ver para que el «tío» no se fijase en él. Si esto hubiese ocurrido él hubiera tenido que claudicar, pues de lo contrarío le habría hecho la vida imposible, pero Eduardo tuvo suerte y no ocurrió nada de eso.

El hambre y la miseria ayudaban a la degradación del individuo y la naturaleza humana, en muchos casos, es débil. De todos es sabido que el hambre es mala consejera y todos sabíamos que la única manera de sobrevivir era comiendo algo más de lo que daban. Nuestra ración de comida, designada por los altos poderes, cuando llegaba al preso despues de pasar por varios medios de distribución, entre unos y otros había sido diezmada y lo que nos llegaba era sólo para poder vivir unos meses contados. Por eso cuando el S.S. me dijo que la guerra duraría tanto tiempo, lo normal era pensar que uno era hombre muerto y que la lucha por la existencia tenía varios caminos y algunos de ellos bastante tortuosos. Hay lugares en los que el concepto de dignidad es muy relativo y hubo pocas personas, aunque sí las hubo, que pudieron o quisieron sostener este prurito por eso el que tenía ocasión de satisfacer su hambre, aunque fuese a costa de su dignidad, lo hizo. Este concepto tiene mucha validez en un medio estable pero

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esto en la mayoría de los casos se ignoraba pues el medio en que nosotros vivíamos era vil en todos los aspectos.

El día que el guardia S.S. me hizo algunas preguntas se fumó dos cigarrillos y las dos colillas me las tiró a mí. Recogerlas fue un acto indigno en un hombre digno, sin embargo las recogí y aunque se lo agradecí con la mayor naturalidad, no era comida, era tan sólo para alimentar un vicio.

Por todo lo que antecede, cuando muchos se vieron asediados por las sonrisas y carantoñas del «tío», ya sabían lo que quería de ellos y, quizás por temor o por lo que fuese, aceptaban de buen grado sus triquiñuelas y se adaptaban a este modus vivendí.

Los que pertenecían al Block en que estaban los dos alemanes, se consideraban hasta cierto punto con ciertos privilegios sobre los que pernoctábamos en el de enfrente pues cada noche había jarana. El jefe de cocina Muller repartía las migajas de comida de una forma muy original: con una mano cogía el cazo lleno de comida y con la otra un látigo, cuando pasaban por delante de él para que les echara la bazofia no sabían si iban a recoger un cazo de comida o un latigazo o las dos cosas a la vez. Cuando era así, aun valía la pena pues con el hambre que había no importaba recibir un latigazo por un cazo de comida, por eso cuando uno se acercaba al termo procuraba ensayar la mejor de sus sonrisas pero ésta, muchas veces, no era del agrado del alemán y la cortaba de un latigazo en pleno rostro.

A decir verdad, Eduardo y yo nunca fuimos testigos de estas vejaciones pues los dos estábamos en el otro Block. Lo que ocurría en el Block del «tío» todo el mundo lo sabía ya que todo se comentaba. Los dos tuvimos la suerte de no ser asediados por aquellos sodomitas. Yo temía por Eduardo pero por lo que a mi respecta consideraba que era demasiado maduro para que se pudiesen fijar en mí, más cuando tenían para escoger a sus anchas.

En mi Block el hambre era más aguda porque no entraba nada más que la ración. Desde que llegué al comando estuve de barbero en mi Block y el beneficio que obtenía por mi trabajo no era compensa-torio. Dos veces por semana, a otro barbero y a mí, nos daban un cazo de comida de reenganche y algún día hasta eso fallaba. Iba a trabajar a

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la carretera como uno más y encima, cada semana, el otro barbero y yo afeitábamos la cabeza y la barba de cien hombres, todo ello con una herramienta muy deficiente. Allí todos teníamos que llevar la cabeza afeitada como medida disciplinaria, cosa que en Mauthausen solo era privilegio de los Prominenten del campo.

En este comando, compuesto por doscientos hombres, había diez barberos de profesión pero por no estar recompensado algunos no quisieron ejercer. Yo siempre quise hacerlo, lo mismo en las buenas que en las malas situaciones y en esto no me equivoqué. Si bien en alguna ocasión mi trabajo no fue recompensado, en otras me reportó beneficios para poderme rehacer y así poder continuar la lucha por mi existencia.

El trabajo en la carretera era muy duro. Teníamos que trabajar doce horas además del tiempo de ir y volver pues había cerca de dos kilómetros. Muchos días, al terminar la jornada, teníamos que ir a una pequeña cantera donde trabajaban compañeros del comando que se hallaba a dos kilómetros. Allí nos hacían cargar una piedra que teníamos que llevar sobre el hombro hasta el comando. Desde luego era muy duro pues la jornada era de verano y a todos nos dejaba agotados ¡Y de propina la piedra! Esto lo hicimos durante tres meses y en realidad era agotador pues además de tener que llevar la piedra que pesaba lo suyo, los S.S., como querían terminar cuanto antes su guardia, nos acuciaban y nos hacían ir camino de la cantera a toda marcha. Llegábamos a ella extenuados; sin dejarnos resollar nos hacían cargar la piedra y, de regreso y ya cargados, a gritos y alguna patada nos obligaban a andar lo más deprisa posible y si alguno no podía más y se quedaba rezagado, un S.S. se hacía cargo de él -había uno que se encargaba precisamente de esto-y cuando llegaban al comando un rato después que el resto, los esperábamos ya formados para pasar el Appell de la tarde. Entonces salía el «tío» que nos hacía formar de manera impecable y cada uno ya sabía el sitio que le tocaba. La disciplina era muy rígida y el «tío» estaba muy orgulloso de su formación; se paseaba jactancioso por delante de nosotros esperando la entrada, por la verja del comando, del S.S. que tenía que pasarnos revista. Mientras, debíamos permanecer firmes e inmóviles como si

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fuéramos de piedra y, en esta posición, si tardaba en llegar el S.S., el pretencioso y dañino sodomita nos hacía cantar a coro cuando nosotros, en vez de cantar, hubiéramos querido llorar de rabia por tanto sufrimiento. La mayor parte de los días, después de pasar revista el S.S., el «tío» nos echaba una alocución en alemán que terminaba siempre con medía hora de instrucción como castigo a cualquier idiotez que a él se le ocurría.

Este esfuerzo diario llevó al comando a un estado verdaderamente lamentable pues a todo ello hay que añadir la mísera comida que nos daban. Sin exagerar, había bajado a medía ración lo que ahora percibíamos y ya de por sí era mísero lo que nos daban al principio. Durante unos meses, los primeros, por la mañana nos daban un cazo de sopa que aunque no fuera muy buena valía más que el café que nos daban en su lugar. Yo creo que era agua de algarrobas pues negro sí era, además sin nada que lo endulzase. Eso sí, estaba caliente. Para comer nos daban una hora, pues comíamos en el lugar de trabajo, y había que formar en fila de a uno para recoger la comida. En el fondo de la escudilla había algún nabo ya que, como se acercaba el invierno, no había coles ni remolacha; además, las patatas estaban medio podridas y sin pelar. Respecto a las patatas, no hacía muchos días, el «tío» tuvo un gesto democrático. Llegó a sus oidos que la ración de comida había disminuido considerablemente, sobre todo a consecuencia de que las patatas, al no estar en muy buen estado, entre pelarlas y lo que había que tirar al limpiarlas, se quedaban en la mitad. Un día, en la formación dijo que iba a pedir de nosotros una especie de referendum: los que fuesen partidarios de que no se pelaran las patatas y que no se limpiaran que levantaran la mano. Casi todos, como un solo hombre, levantamos la mano en favor de que no se pelaran las patatas. Un guasón dijo que a los cerdos se las echan sin pelar y no pasa nada cuando se las comen.

Por la tarde, una vez terminado el trabajo, después de la dura jornada asediados por los S.S., sólo faltaba el viaje a la cantera, la formación y el castigo casi a diario del «tío» que nos llevaba hasta el paroxismo de la desesperación. Y para colmo nos daban un pedazo de pan negro y un pedazo de salchichón que, más que comerlo, lo

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devorábamos; nunca llegamos a satisfacer el hambre y teníamos la misma después de comer que antes. Algunas tardes incluso faltaba la ración del pan, traído a diario con un carruaje no motorizado que dejaba en el camino las huellas de las ruedas. Siempre estábamos obsesionados por si había venido la carreta, y lo sabíamos antes de entrar en el comando pues la descargaban en la parte de atrás de la cocina y este lugar nos venía de paso al regresar del trabajo. Los que iban delante, lo primero que hacían al pasar por delante de la cocina era mirar el suelo y ver si había huellas de la carreta del pan. Lanzaban un grito y en el acto sabíamos todos que tendríamos pan lo cual nos colmaba de alegría. El día que no veían las huellas no había grito, por tanto ya sabíamos que aquel día no había. Entonces, nuestra entrada en el comando que ya era triste por el cansancio y el hambre que nos agobiaba, nos hundía todavía más al saber que no tendríamos la pequeña ración de pan.

Pero allí era tal el terror y el temor que existía que los hombres no éramos nada; no cabía un plante o una señal de protesta. Eramos la negación de todo lo que el ser humano considera como un derecho, que es el de comer si tiene que trabajar. A pesar de las huellas que dejaba la carreta, aún preguntábamos al entrar en el comando si había pan, y casi todos nos íbamos a comerlo en la cama para saborearlo mejor y cuidar que no se cayese una migaja.

No puedo dejar de relatar una escena que ha venido muchas veces a mi mente por haber sucedido entre Eduardo y yo. Como en tiempos anteriores, sosteníamos nuestra amistad aunque estábamos ahora en diferentes Blocks; él estaba en el del «tío» pero pasaba la misma hambre que yo o más. Era una tarde de domingo de finales de septiembre, llena de luz y de belleza, con un sol límpido que ilumi-naba las montañas; el marco de agreste y salvaje belleza que se divisaba a través de las alambradas acentuaba el ansia de libertad y de vivir que había en nosotros. ¡Cuantos recuerdos venían a nosotros en la tarde del domingo! La imagen del ser amado que ni siquiera tenía noticias mías... Teníamos el recuerdo y parecía volar y confundirse con el azul del cielo que nos cubría. La poesía que por doquier irradiaba la naturaleza no servía para nada más que para aumentar

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nuestra angustia y desesperación, al contrastar el infierno en que estábamos sumidos con la alegría que da la pródiga naturaleza al ser que goza de libertad. Nuestras almas estaban agonizantes de tanta tortura y dolor, tan sólo un amor excelso podía hacer vibrar las cuerdas de este cálido sentimiento como es el amor pues el hambre, el dolor y el oprobio de sentirse esclavizado mataban todo sentimiento humano si no estaba muy arraigado. Más que hombres, nos querían convertir en bestias y los sentimientos sólo anidaban en los que habían sido hombres sensibles. Daba la impresión de que muchos ni se acordaban de lo que quizás fue la más grande ilusión de su vida; allí sólo se pensaba en la comida para vivir, se tenía que hacer un esfuerzo continuado para no dejarse absorber por el ambiente de amargura y sufrimiento. Para ello me encerraba en mí mismo y, aunque pensaba muchas veces que quizás no vería más a la que era mi amor, quería a toda costa guardar puro el recuerdo hasta el último minuto de mi existencia y que fuese este el rostro de una mujer y no el de un pan.

Aquella tarde Eduardo estaba fuera de si, él, que siempre sabía resignarse y hacerse fuerte con una moral admirable ante las circunstancias más difíciles. En un momento de desesperación me dijo en términos algo exaltados los temores y la inquietud que anidaban en él; visto lo grave de la situación del campo, debido al hambre que hacía estragos y en un acceso de rabia ante la impotencia de sentirse joven y decaído por la debilidad, levantó los brazos al cielo como implorando justicia divina en la cual no creía para que pusiese término a tanto sufrimiento. Fui yo el que tuve que calmarlo y tuve que hacer un esfuerzo para no derramar lágrimas en aquel emocionante momento. A pesar de este acceso de dolor, Eduardo volvió a ser el de siempre aunque físicamente estaba muy decaído y tan sólo le quedaba la piel y los huesos.

En algunas ocasiones los dos sosteníamos conversaciones con otros compañeros sobre la marcha de la guerra y les oponíamos a su pesimismo las posibilidades que existían para terminar la guerra con la derrota de los alemanes en un plazo no muy largo. Pero tanto él como yo estábamos convencidos de que los nazis perderían la contienda y era un optimismo que nos salía del corazón, y de manera

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hipotética les describíamos cómo se sucedería la debacle del ejército alemán. Nuestra tesis de victo-ha guardaba un paralelismo entre Napoleón y Hitler. Eso, en aquel entonces, parecía música celestial pero nosotros dos en el comando Brestein ya lo vaticinamos con gran convicción, y eso que los años 40 y 41 fueron de arrolladoras victorias para los ejércitos de Hitler en toda Europa y en el frente del este. Hacíamos un parangón entre los dos grandes de la historia bélica que una vez en el cénit de su fama, pues los dos llegaron a dominar Europa y los dos fueron a Africa en pos de nuevos triunfos y también llegaron a Moscú, no pudieron doblegar al gigante del este. Los compañeros del comando escuchaban nuestros pronósticos con agrado y al final, cuando se iban, tenían un poco más de moral que antes de hablarles. En realidad parecía que vendiéramos moral pues eran muchos los que nos preguntaban ¿cómo va la guerra? y nuestra contestación siempre era la misma: ¡venceremos!. ¿Estábamos en nuestros cabales? Los rusos estaban retrocediendo, por tanto las noticias eran desfavorables pues el avance alemán proseguía y el ejército ruso se veía impotente ante la ofensiva de los ejércitos del Reich. Así nos enteramos de la caida de Minsk, Smolensko, Kiev, Charkow, Orel, en fin, todas las ciudades iban cayendo en poder de los alemanes. Además se hablaba de ingentes cantidades de prisioneros y de famosos botines de guerra. Nosotros, que tanta ilusión teníamos puesta en la entrada de la U.R.S.S. en la guerra que fue el día de la desinfección, nos sentíamos defraudados porque en pocos meses se habían visto obligados a retroceder muchos centenares de kilómetros de su territorio hasta que detuvieron el avance germano en las mismas puertas de Moscú y de Leningrado que también estaba sitiado. Pero a pesar de todo, Eduardo y yo confiábamos en que el clima ruso que venció a los ejércitos triunfantes de Napoleón, podría vencerá los ejércitos también triunfantes de Hitler.

No pudo ser pura estrategia el dejar avanzar a los ejércitos enemigos para que, llegado el invierno, tuviesen problemas de abastecimiento para sus ejércitos al tener tan lejos las bases en que abastecerse? Y la nieve a más de mil kilómetros, y el estado del terreno, lo que esto implicaba para el ejército invasor y lo difícil de

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una retirada... Todo esto lo sopesábamos Eduardo y yo y nos sentíamos un poco estrategas, procurando, con nuestros puntos de vis-ta, darnos moral a nosotros mismos y a los demás que nos quisieron escuchar.

Era también una tarde de domingo y yo estaba sentado en mi cama; a través de la ventana entraba un rayo de sol. No sé por qué, en la soledad del Block silencioso se apoderó de mi una nostalgia como hacía muchos días no había sentido y, al pensar que era domingo, rememoré otros domingos pasados en mi querida e inolvidable Fraga. Después de pensar cómo pasaba allí la tarde de los domingos, en mi mente revivieron varías estampas y paisajes de mi querido pueblo pero lo que más recordé, y quise solazarme con ello, fueron los caminos de la huerta y entre ellos el camino de la fuente. Cerré los ojos y mi pensamiento empezó a andar por el camino y recordaba al pasar que me cruzaba con fulano, sótano o mengano. Rememoré con intensidad que había estado muchas veces en mi niñez y adolescencia en el huerto del so Chello de les Barbes. Cuando salí de mi sopor, el rayo de sol que entraba por la ventana ya había desaparecido.

El buen tiempo pasó pronto pues en aquellas latitudes el otoño casi no existe. Ya estábamos a finales de octubre y se puede decir que era invierno pues la nieve había hecho acto de presencia y muchas mañanas, cuando llegábamos al tajo, teníamos que limpiar la nieve caída durante la noche. Allí la lluvia en invierno no existe y de tanto en tanto nieva con mayor o menor intensidad por lo que el frío fue un sufrimiento más que vino a sumarse a nuestro rosario de calamidades. Con la llegada del invierno la moral del comando decayó más aún de lo que estaba por los múltiples sufrimientos que teníamos que soportar desde hacía tanto tiempo. Sólo veíamos ante nosotros el fantasma de la muerte que iba desplegando sus alas para liberarnos de tantas aflicciones.

Pese a todo, no olvidábamos la situación de los frentes de guerra y seguíamos el curso de las operaciones con ansiedad indescriptible. Los aliados se encontraban en una terrible fase. Los alemanes habían avanzado con vertiginosa rapidez a través del territorio ruso, amenazaban Moscú y Leningrado. Procurábamos estar enterados por

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todos los medios posibles pero la mejor información la obteníamos a través de un mapa de operaciones que tenía la S.S. en uno de sus aposentos. Cada día era visto por dos de nuestros compañeros que iban allí a limpiar las habitaciones. Este mapa detallaba a diario la marcha de las operaciones por medio de banderitas que delimitaban las lineas del frente. Cada día, al llegar de la limpieza, Eduardo procuraba ver a uno de los ordenanzas que limpiaban donde estaba el mapa pero las noticias siempre fueron desfavorables y las banderitas seguían avanzando. Por este medio nos enteramos de la caída de las ciudades que ya he mencionado con anterioridad.

Unos cuantos amigos formamos una tertulia y pese a todos los pesares, aún teníamos humor de hablar sobre diversos temas como literatura, sociología, arte, etc. y, desde luego, la marcha de la guerra que debatíamos bajo varios puntos de vista.

En el trabajo, que por cierto no hacíamos gran cosa pues no había fuerzas para ello, procurábamos estar cerca unos de otros y cuando la situación era propicia porque el Kapo estaba ausente o bien al otro extremo del tajo, analizábamos los pros y los contras de la marcha de la guerra. Por desfavorable que se viese la situación de la misma, siempre encontrábamos en nuestra controversia un motivo de esperanza para no dejar caer nuestra moral. Después de la retirada del ejercito ruso basábamos nuestras esperanzas en la resistencia de los rusos ante Moscú y esperábamos que emprendiera el ejercito soviético su contraofensiva en pleno invierno cuando las circunstancias climatológicas le dieran una superioridad sobre el enemigo.

Además de hablar de la guerra debatíamos otros temas más pacíficos que servían para que olvidásemos nuestra mala situación y procurábamos, con nuestros hipotéticos proyectos y nuestros deseos, superar la triste realidad del momento. Dentro de este grupo, mi moral, rayaba en la testarudez, se destacaba más que ninguna otra y es que yo mantenía con un fervor superior la llama sagrada del recuerdo, y era este sentimiento el que me daba la fuerza espiritual para no sucumbir en los días más crudos de mi azarosa vida. Tampoco faltaba entre nosotros el sentido del humor y nos inventamos un restaurante imaginario. A mí, por unanimidad, me dieron la plaza de maitre y

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cada mañana a las diez tenía que darles el menú del día que había confeccionado, o sea, desayuno, almuerzo, merienda y cena. Cada día tenía que ser variado durante toda la semana y no tenía que repetir ni un plato, el único que no variaba era el desayuno: francés, es decir, un par de tostadas recien hechas, la correspondiente mantequilla, mermelada variada y el café con leche o leche sola. Las comidas se componían de dos platos, postre, pan y vino y un café; un menú muy moderado. El único extra lo guardábamos para el domingo donde, por ser festivo, había entremeses variados, carne, pescado, canalones y para postre frutas o tarta y champagne Codorniu. Hacía las diez procurábamos reunimos y les había preparado el menú que tenía que decirles. Los sábados les decía por adelantado, junto al menú del día, el extraordinario del domingo o fiestas de guardar.

El trabajo que desarrollábamos en la carretera era de pico y pala o carretillo y no era demasiado pesado. A decir verdad, lo realizábamos a nuestro aire y durante la mañana siempre había una ocasión para reunimos el grupo que formábamos la tertulia. Eramos siete y al estar todos les contaba el menú del día. Entre esto y aquello se pasaba la mañana y, a partir de las once, cada cuarto de hora sabíamos la hora exacta al minuto, por tanto sabíamos lo que faltaba para la una, la hora de percibir la comida. Si hacía mucho frío, la comíamos de pie y, evidentemente, no se parecía en nada al menú del día de la tertulia.

De este modo pasamos cerca de tres meses desde nuestra llegada a Brestein. Llegó un momento en que el comando estaba tan decaído que algunos de los que vinieron conmigo habían muerto ya. Fueron enterrados en el pequeño cementerio de Brestein sin pasar por el crematorio de Mauthausen ya que éste estaba a más de trescientos kilómetros de distancia. En aquel pequeño pueblo del Tirol austríaco, dedicado a la industria láctea tal como demostraban las muchas vacas que pastaban por sus prados, descansan nuestros compatriotas, seguramente en una fosa común. Sus familiares se habrán enterado de que murieron pero seguramente creen que fueron pasados por el crematorio. Muchos padres nunca sabrán que sus hijos tienen descanso eterno en un cementerio del Tirol y que no fueron

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convertidos en cenizas en el crematorio de Mauthausen, de donde hubieran ido a parar al carro de la basura.

Algunos estaban tan endebles que para ir y venir del trabajo tenían que ser ayudados por los compañeros que estaban un poco más fuertes. Era tanta su debilidad que tenían que hacer un gran esfuerzo para andar, y más para desplazarse al lugar de trabajo pues había cerca de media hora de camino. Aun así, no se permitía que nadie se quedase por enfermo en el comando, dándose el horroroso caso de haber muerto un compañero en el mismo lugar de trabajo. Otros dos murieron el mismo día a las pocas horas de haber regresado de la carretera. Estos tres fueron los que enterraron en el cementerio de Brestein. A mí me salió un forúnculo en el brazo derecho cuya cicatriz aún se ve y el proceso de desarrollo y curación me llevó más de veinte días. Tuve que ir con el brazo en cabestrillo al trabajo hasta que la herida se cerró por sí sola. De vez en cuando, iba a un botiquín cuyo encargado era un muchacho barbero y él me lo curaba, pero eso no fue motivo para no ¡r al trabajo.

La carretera donde trabajábamos la construía una empresa privada y todo el día estaba presente el encargado de la obra. Era un hombre ya entrado en años a quien llamábamos el «civil» pues así vestía. Nosotros éramos, por tanto, mano de obra barata que el estado alemán le facilitaba a la empresa. Este viejo, vestido de una manera rudimentaria, no era mal elemento y su quehacer era pasearse arriba y abajo en el lugar donde se trabajaba, que tendría como unos trescientos metros. Cuando pasaba por delante de uno, éste procuraba moverse para que no pudiese llamarle la atención. Allí el grito de «agua», como en la cantera de Mauthausen, era el vocablo que quería decir que venía uno de los que nos vigilaban. Aquí se usaba para lo mismo. Al llegar al trabajo, el S.S. jefe de la guardia que nos custo-diaba, le daba cada día al «civil» un papel que debía de ser el que daba el numero de presos que estábamos en el trabajo pero el viejo, de manera muy discreta, empezaba por una punta y terminaba en la otra y ya sabia los hombres que había. Era por eso que el mando procuraba que fuéramos todos a trabajar, estuviésemos en condiciones o no, y en el campo restaba una pequeña minoría de enchufados que, a decir

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verdad, eran los únicos que estaban en buenas condiciones y tenían un aspecto físico inmejorable.

El comando estaba bien diferenciado por dos bandos opuestos fácilmente reconocibles. A simple vista, por el aspecto ya se sabia a que bando pertenecía uno: los más, entre los cuales estaba yo, recibíamos el remoquete de parias porque el estado famélico de nuestros cuerpos reflejaba la progresiva pérdida de toda prestancia y los estragos de la depauperación; sin embargo, los pocos enchufados, unos veinte en total, eran denominados Prominenten y sus sem-blantes mostraban dicha preeminencia sobre nosotros. Todos estaban fuertes y casi se sentían felices en medio de tanta miseria. Aquellos presos privilegiados, que también eran compañeros y cuya suerte estaba ligada a la nuestra, habían adquirido puestos de Kapos, jefes de Block, Stubelines, cocineros o bien ordenanzas del «tio». Junto a unos cuantos satélites, formaban una especie de clase superior al resto de sus compatriotas. Estos individuos no se avergonzaban de nada aunque también provinieran de la lucha que habíamos sostenido contra el régimen franquista, y ahora incluso tenían criados que les preparaban la cama a la hora de irse a dormir. Todo esto les daba cierto privilegio y, a costa de la comida del comando, podían permitirse vivir con esta holgura. A causa de esta situación, reinaba en el comando un ambiente nada favorable a la camaraderia que tenía que haber reinado entre todos por ser de una misma nacionalidad y porque la suerte nos había conducido allí por la misma causa. Pero era todo lo contrario, los de arriba eran soberbios en su superioridad y cuando algún paria se dirigía a hablarles, en alguna ocasión lo escuchaban con la conmiseración que pudiese tener un jerarca hacía los que no tienen poder alguno, y se daba el caso paradójico de que algunos se decían libertarios o comunistas. Por el mero hecho de que en el comando eran Kapos, ordenanzas, etc., su empleo les permitía dar migajas sustraídas de la comida de todos, tener un criado que se encargara de hacerles los quehaceres domésticos -hacerle la cama, lavarle la ropa, cogerle la comida a la hora del reparto, en fin, todo lo que puede hacer un criado-, dándose el caso de que ni unos ni otros se avergonzaban de tal proceder. Aún así, a los que hacían de domésticos

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hay que dispensarles dicha bajeza debido a la desesperada situación a la que el hambre de muchos meses, y en algunos quizás de años, les había conducido hasta perder el punto de dignidad; sin embargo, los llamados Prominenten no merecen el respeto de nadie. Abusaban de una posición privilegiada que, en muchos casos, hubiera podido aliviar un poco el hambre de algún compañero. Hay que recordar que juntos habíamos luchado contra el mismo enemigo, sin embargo allí se habían degenerado de tal forma que lo único que hacían, salvo alguna rara excepción, era servirse de los parias para conseguir sus fines.

Hacía mediados de noviembre mi estado de salud llegó a un extremo verdaderamente alarmante; a decir verdad, fue ésta la época más precaria desde que había caído en las garras de la S.S. El duro ré-gimen, las largas jornadas en la carretera, el trabajo que tenía que hacer como barbero y la deplorable alimentación, hicieron que poco a poco perdiese gran parte de mis energías. Mi cuerpo no era más que un esqueleto y a duras penas llegaría a pesar treinta y cinco kilos. Para colmo de mis males, contraje la enfermedad de la hidropesía lo cual me producía un malestar y un cansancio superior a mis fuerzas. Me vi obligado a engrosar las filas de los que tenían que ser llevados y traídos al trabajo por los compañeros. Por mí mismo no podía andar ni veinte pasos al tener las piernas hinchadas por la enorme cantidad de agua que se acumulaba en ellas; me pesaban enormemente. El aspecto que presentaba era horrendo pues el agua también invadía mi cara que se ¡ba hinchando a marchas forzadas. Cada vez que me veía reflejado en los cristales de las ventanas me horrorozaba de mi propio cuerpo ¡Roto, abatido y grotesco! Pensaba que si por azar hubiese llegado a enfrentarme con mi madre, mi mujer o mi hija, estos tres seres tan queridos no me hubiesen reconocido y mi triste figura sólo les habría causado espanto.

A todos estos dolores se unía la triste marcha de la guerra pues en aquellos días era del todo desfavorable para los aliados. Nuestras esperanzas iban menguando al tiempo que parecía aumentar el olvido y la desdicha que reinaba a nuestro alrededor. Nadie en absoluto, al menos en apariencia, parecía acordarse de nuestras vidas que poco a

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poco, pero de una manera continuada, se iban extinguiendo por los campos de concentración nazi, lugares de desolación y muerte. No teníamos ni siquiera el consuelo de saber de los seres que nos eran tan queridos. Éramos muchos, la mayoría, quienes hacía ya varios años que no sabíamos nada de la suerte que habían podido correr nuestras familias, ni siquiera sabíamos si nos habían olvidado.

No tengo capacidad suficiente para describir los sufrimientos morales que estos pensamientos nos producían aunque debo decir, en honor a la verdad y pese a las morbosas dudas que venían de tanto en tanto a atormentar mi mente, que siempre mantuve la creencia de que mi mujer no abandonaría nunca la esperanza de que pudiese estar con vida. Esta esperanza y algo superior a todos los sufrimientos físicos y morales, me daban una fuerza espiritual que no me dejaba dudar ni aun en los momentos más difíciles; a la duda oponíase la fe, a la desesperación la esperanza, a la amargura y el desaliento, el pensamiento de que millones de seres sufrían lo mismo que nosotros en el dolor y la muerte en los campos de concentración. Un día, aunque estuviese lejano, la bestia seria vencida y el mundo marcharía hacía adelante.

Había muchos en el comando que se encontraban en parecido estado físico al mío. A los que en poco tiempo habían muerto de inanición, víctimas del régimen del comando, veníamos a sumarnos una gran cantidad de los que ya nada cabía esperar. La dirección del comando ordenó hacer una formación para escoger a los que estaban más decaídos y mandarlos a Mauthausen, que era casi tanto como lle-varlos directos al crematorio. El regreso a Mauthausen en las condiciones en que se encontraban los componentes de la expedición, no tenía otra finalidad que llevarlos primero a ser gaseados para ser quemados después. En esta expedición estaba yo incluido pues mi estado era para el caso.

Desde luego, tuve que conformarme con mi suerte e incluso llegué a pensar que estaba acabado. A lo mejor en Mauthausen podía cambiar mi suerte y encontrar el medio de rehacerme un poco; pensé que quizás Peby podría ayudarme. En realidad todas las ilusiones eran vanas y muy frágiles y así me lo recordaron los amigos de la tertulia,

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sobre todo Eduardo. Lo que debía hacerse era mirar de que excluyeran mí número 5141 de la expedición, cosa muy difícil, pues yo figuraba entre los cincuenta escogidos, además la selección la habían hecho entre un S.S. y el «tío» como jefe interior del campo. El día de la marcha de la expedición tenían que estar todos los números presentes.

Una nueva complicación vino a sumarse a mi decaído cuerpo: una disentería que acabó con las pocas fuerzas que pudieron quedarme, seguida de una fiebre muy alta que me tuvo sumido, por espacio de tres o cuatro días, en un estado de semiin-consciencia debido a la gran debilidad que se había adueñado de mi y se temía que podía morir en cualquier momento. Además presentaba un síntoma gravísimo: había perdido el apetito, algo que generalmente ocurría poco antes de expirar. A pesar de mi grave estado me veía obligado a ir al trabajo aunque allí no hiciese nada, pero debía cumplirse la obligada consigna de no quedarse nadie en el comando por enfermo.

El crudo frío que se dejaba sentir y la enorme cantidad de nieve que nos rodeaba hacía más dolorosa mí situación. En el trabajo de la carretera no hacía nada porque no tenía fuerzas para ello pero el estar inactivo me dejaba aterido de frío y mis miembros se hallaban como entumecidos. Si no hubiese sido por la buena voluntad de mis amigos que me arropaban con sus abrigos de rayas y me hacían constantes friegas y masajes; si no hubiese sido por las atenciones y cuidados, allí hubiese muerto cualquier día como un pajarito cuando se siente abandonado porque se halla bloqueado por el frío y la nieve. Nunca olvidaré la buena amistad y cariño de estos amigos y su recuerdo perdurará en mi memoria a través de los años y de los hechos mientras mi vida dure.

Este estado de gravedad sólo duró tres o cuatro días, los cuales puede decirse que pasé sin probar nada y sin ningún medicamento. Una vez bajó la fiebre y se cortó por sí sola la disenteria, vino de nuevo el apetito. Todo lo que no había comido durante la crisis y que se podía guardar, una vez pasada ésta, mis amigos me lo entregaron. Con el mejor sentido del humor me dijeron que, aparte del afecto que sentían por mí, echaban de menos el menú que como maitre les confeccionaba cada día y que, si fisiológicamente no los alimentaba,

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sí que les servia de alimento mental ¡Qué amigos tan queridos! Sus rostros los tengo grabados en mi mente como si los hubiera visto ayer.

Además, por un raro fenómeno de la fisiología humana, una vez se me curó la colitis, me desapareció la hidropesía por lo cual ya no se me hinchaban las piernas y cambió el mal aspecto que sufría mi rostro. Lo único que me hacía falta era comer para que desapareciese el debilitamiento pero la comida era muy difícil de conseguir. Mi caso era posiblemente el de cincuenta que teníamos que ir a Mauthausen y los actos de solidaridad, cuando se pasa hambre, son casi imposibles; un hambriento no da un poco de su comida a otro hambriento y hambrientos lo estábamos todos.

Pero a no tardar tenía que producirse un cambio muy notable que tenía que favorecerme hasta hacerme salir de aquella situación. Mientras tanto, cuando salí del estado de gravedad, se dio la orden de que la expedición que había de llevar a Mauthausen a los despreciados tenía que salir en el término de dos días. Como ya me encontraba con más ánimos y en plena recuperación, no quería regresar a Mauthausen así que hice una gestión para ver si podía quedarme.

El sanitario del comando que me curó, no hacía mucho, el forúnculo que tuve en el brazo, era bastante amigo mío. Decidí ir a verlo pensando que a lo mejor él podría hacer algo para evitar mi marcha del comando y le expuse mis deseos de quedarme en Brestein. Me dijo que lo sentía en el alma pero no podía hacer nada sobre el caso; era imposible eludir a nadie de los cincuenta que estábamos en la lista, ahora en poder del S.S. Regresé al Block con cara de circunstancias y no dije nada a nadie. Me hallaba dispuesto a seguir y aceptar mi suerte pues tampoco le dábamos demasiada importancia a la vida.

Había que salir a media mañana. El día anterior ya lo había dispuesto todo para ausentarme del comando Brestein donde tan buenos amigos tenía; sobre todo lo que más sentía era separarme de Eduardo. La víspera de mi partida hablamos de nuestra separación y rogamos a la suerte de nuestros destinos que nos volviese a reunir. Cuando me fui a dormir me acosté pensando que era la última noche que dormía en el comando Brestein. Como en un caleidoscopio,

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desfilaron por mi mente todas las escenas de relevancia que había tenido que vivir en este lugar y que al día siguiente tenía que abando-nar para regresara Mauthausen ¿Qué me esperaba allí? No llevaría dos horas acostado cuando una voz me llamó. Era el sanitario que, tras encontrar mi cama, me dijo en voz baja que al día siguiente, cuando me levantase, me comportase como todos los días, que formase en el Appell de manera habitual y me fuese al trabajo. Parece ser que a última hora se habían percatado de que salía uno de más en la lista y, como la expedición tenía que ser de cincuenta hombres, éste sobraba, así que vino a decirme lo que tenía que hacer. Nadie se daria cuenta de nada. La verdad es que casi no pude dormir en toda la noche.

A la mañana siguiente se lo conté a Eduardo pero le advertí que no dijese nada a nadie. La alegría invadió su rostro y sus ojos se iluminaron como dos luceros. Todo se desarrolló como los demás días y cuando ya estábamos en el trabajo, en el más breve tiempo posible comuniqué a mis amigos la noticia. Me dijeron que al verme formar para ¡r al trabajo pensaron que quizás se había aplazado la marcha pero al mismo tiempo vieron que el grupo de los que íbamos al trabajo era menos numeroso que los días anteriores. Este día les confeccioné un menú especial.

Fue así como escapé a una muerte casi cierta pues de los cincuenta que formaron la expedición sólo uno escapó con vida. El resto murieron o fueron gaseados a los pocos días de llegar a Mauthausen; una vez allí los metieron en cuarentena en un Block hasta ver sí eran portadores de alguna enfermedad contagiosa, con la particularidad de que, como no trabajaban durante estos cuarenta días, los pusieron a media ración y debían ducharse cada día. Para resistir tan dura prueba había que estar muy fuerte y dotado de una vitalidad excepcional pero las condiciones físicas de los que habían formado la expedición eran muy limitadas. En pocos días los liquidaron a todos a excepción de uno que, a no dudar debió de tener alguna ayuda del exterior de aquel Block, al cual estaba terminantemente prohibida la entrada; pero siempre hay alguna posibilidad de poder hacer algo dentro del Block de cuarentena, si el que lo quiere ayudar busca el medio de protegerlo.

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Mi vida, que pocos días antes parecía que se iba, había sufrido un cambio muy notable por coincidir diversas circunstancias que hicieron casi el milagro de arrancarme de las garras de la muerte.

El comando, que desde hacía unos meses había estado aprovisionado con gran deficiencia, a primeros de diciembre recibió una gran cantidad de provisiones. A los pocos días iban cambiando nuestros cuerpos y nuestros rostros. Teníamos otra faz y es que, en vez de darnos cuatro pedazos de patatas podridas o unos nabos bailando en agua, nos llenaban la escudilla hasta los los bordes con comida compuesta de patatas, una especie de arroz y harina de cereales y, algún que otro día, pasta. Por las mañanas, en lugar del café nos daban una sopa de harina muy aceptable, aparte de la ración de pan que nos daban por la tarde. La cena también había aumentado bastante.

Por el comando circuló la noticia de que el viejo encargado del trabajo de la carretera, visto el poco rendimiento en nuestro trabajo debido al hambre que había menguado nuestras fuerzas, haría alguna reclamación o queja de lo poco que se adelantaba en la construcción de la carretera. El caso es que todo cambió. Todas estas mejoras no fueron ni mucho menos sufientes para saciar el hambre que se había enseñoreado de nosotros hacía tiempo pero sí fue suficiente para que nuestros cuerpos no decayeran más y poco a poco nos íbamos rehaciendo. Además yo tuve la suerte de ser cambiado de Block pues, en un acceso de furor del «tio», disolvió casi toda la corte que se había creado entre los presos que estaban en su Block y la sustituyó por elementos del mío. Yo fui uno de los elegidos cosa que, si he de ser sincero, no me supo mal porque Eduardo y yo volvíamos a estar juntos y sin perder la dignidad podía mejorar mi suerte, como así fue. Al hacerse el cambio salió un barbero de los dos que había. Yo ocupé su plaza y con el otro barbero que se quedó compartimos el trabajo de afeitar a la gente. Este amigo era Eugenio Leal, de Barcelona. El pobre salió con vida de la deportación pero no tardó en morir. Era un buen amigo.

En este Block la comida venía más abundante. A los dos barberos nos daban reenganche en la sopa de la mañana y en la

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comida de mediodía. Junto a este beneficio parecía que había salido el sol para mí ya que Eduardo entró en la cocina como pelador de patatas y otras faenas lo cual le permitía ayudarme. Él, por regla general, comía en la cocina y la comida que percibía en el Block me la daba a mí, por tanto me la comía yo, salvo algunos días en que la daba a otros amigos. Todo esto hizo que en cuestión de un mes mi aspecto físico mejorara notablemente aunque con todo lo que recibía no pudiese taparme el hambre. Había días que ingería, entre desayuno y comida de mediodía, hasta cinco litros de comida, aparte casi medio kilo de pan y un buen pedazo de salchichón, pero a decir verdad era un nuevo Pantagruel nunca saciado porque sólo pensábamos en comer. Este deseo tan exagerado no era quizás otra cosa que el deseo de vivir. Sacábamos la cuenta de lo que comíamos eran reservas que almacenábamos en nuestro cuerpo para hacer frente a cualquier otra época precaria como la que habíamos pasado.

El comando, al estar mejor alimentado, presentaba otro aspecto mucho más alentador. A pesar de lo mucho que teníamos que trabajar a lo largo de la jornada, tan larga como la luz del día lo permitía, nos consolábamos en el presente pues lo que nos daban era suficiente para soportar las penalidades del momento. Estábamos a la espera de que algún día la guerra a la que ¡ba ligada nuestra libertad y también nuestras vidas, terminara. En Brestein no perecimos de inanición gracias a dos ocasiones en que se arregló un poco la comida aunque la mejora nunca fue muy duradera.

En diciembre el frío arreció violentamente llegando a descender la temperatura a treinta grados bajo cero. Como era imposible ir a trabajar en la carretera con tanto frió, el mando de la S.S. acordó que el día que pasase de diecisiete grados bajo cero no se saldría al trabajo y fueron varios los días que los pasamos en el Block.

De tanto en tanto el «tio» tenía accesos de verdadera neurastenia, nos echaba a la calle y nos hacía hacer instrucción militar pues debía sentir la nostalgia de cuando era oficial de la Wehrmacht. Esto nos producía tantas molestias que alguna vez decíamos que casi era preferible estar en el trabajo de la carretera que tener que soportar sus caprichos. Era un verdadero psicópata y su furor le duraba media

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hora; después del desahogo nos hacía entrar en el Block y algunas veces, al ordenar que entrásemos lo hacía con un gesto sonriente. Había que tener mucha paciencia para soportarlo pero al mismo tiempo oíamos silbar el viento helado y uno pensaba que bien valia la pena soportarlo con tal de estar al abrigo de las inclemencias del tiempo.

A pesar de que algunos días no salíamos al trabajo, había muchos días en que la temperatura oscilaba entre los quince y los diecinueve grados pero como a ratos no llegaba a los diecisiete, teníamos que ir al trabajo. Estos días se hacían durísimos e interminables pues por lo regular, al llegar al tajo había medio metro de nieve que caida durante los días que no habíamos estado, o bien la noche anterior, y había que sacarlos con grandes palas hasta dejar el lugar limpio. Si estábamos en el trabajo y se ponía a nevar teníamos que aguantar la nieve a no ser que cayese con gran intensidad, entonces sí se suspendía el trabajo y volvíamos al comando. En realidad, casi no hacíamos nada ya que el terreno estaba completamente helado y por donde pisásemos había como medio metro de espesor de nieve que parecía verdadero granito. No hacíamos más que perder el tiempo. El mando alemán se justifica-ba con hacer acto de presencia con menos de veinte grados bajo cero y, por tanto, se había cumplido la norma que en realidad era lo que contaba para los alemanes.

En vísperas de las Navidades dieron diez días de descanso durante los cuales no se trabajó en absoluto. Sólo el día de Nochebuena por la mañana fuimos todos los del comando a abrir camino desde el campo, es decir, desde donde residía el jefe de la S.S. y sus subordinados hasta la casa de campo en la que vivía la querida del jefe. Como la noche anterior la nieve había caido en abundancia, había lugares del camino con medio metro de nieve. Para abrir paso no utilizamos ninguna clase de herramienta, nos hicieron formar de a cuatro y nos obligaron a pasar dos veces por todo el camino. La nieve quedó aplastada y el paso quedó expedito para que el jefe pudiese regocijarse con su querida mientras el pobre marido estaba en el frente ruso. Esto fue alrededor de mediodía, pero por la tarde, a mí y a otro nos dieron una pala quitanieves a cada uno y, acompañados de dos

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S.S., nos llevaron hasta la casa de la querida donde ya habíamos estado pisando nieve y nos mandaron que con las palas la quitáramos toda. Además, nos daban las órdenes con mala leche pues, por lo visto, tampoco les gustó que les obligaran a hacer esta guardia y nos hacían ir todo lo de-prisa que uno se puede imaginar. Lo que decían lo hacían sin gritar pero era para no llamar la atención de la gente que pudiese haber en la casa. Querían que acabáramos cuanto antes porque era el día de Nochebuena y a lo mejor tenían sus planes. No nos dejaban ni resollar y en un momento en que yo quise enderezarme para coger un poco de aire, uno de los guardias me dio una patada con el plano de su bota que me lanzó de bruces al suelo tan largo como era, pero a dos o tres metros de distancia. El se dio cuenta del daño que me había hecho y me ayudó a levantarme. Como pudimos terminamos aunque no creo que quedara muy bien pero yo ya me había llevado la gran patada en mi dolorida espalda. Cuando nos llevaron al comando, una vez allí y pensando quizás el S.S. que en un día tan señalado en todo el mundo hay que tener buenos pensamientos, el que me dio la patada sacó un paquete de cigarrillos, nos lo dio para los dos y en alemán entendimos que nos deseaban felices Navidades.

Estos días de Pascuas hubo en el comando gran revuelo. Hacía unos días la comida era un poco mejor y más abundante y las esperanzas de vivir habían renacido en la gran mayoría, así que todos pensamos en celebrar las Navidades, sobre todo la Nochebuena, en la medida de las posibilidades de cada uno. Como esta fiesta es tradicional en todo el mundo, creyentes y no creyentes la celebraron y, aunque las raices son religiosas, es una fiesta de gran arraigo familiar. De hecho, casi todos en el comando festejaron la Navidad y yo no conocía a ningún creyente, sin embargo, nos disponíamos a hacerlo con el fervor que muchos hubiesen querido para sí. Además era la fiesta de más recordatorio familiar y para nosotros, aunque sólo fuera de una manera espiritual, significaba un acercamiento a los nuestros a través del tiempo y del espacio. Todos recordábamos a la familia con gran tristeza y nostalgia pero había un atisbo de esperanza, quizás porque nos considerábamos mejor alimentados y esto era como

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conseguir la supervivencia por un tiempo no determinado. También contribuyó a este ligero optimismo el hecho de que en Rusia se había interrumpido el avance alemán y el frente se había estabilizado.

Esta evocación hogareña hacía años que no podíamos hacerla más que desde lugares bien dispares. La anterior Nochebuena la pasé en Francia, este año en el campo de Brestein... y el próximo ¿donde? Pero estuviese donde estuviese siempre ha sido un día muy especial y con más o menos medios lo hemos celebrado.

Para alegría nuestra, pues nosotros también teníamos nuestras alegrías, nos anunciaron que para el día de Navidad y el de Nochebuena nos darían comida extraordinaria. Por si esto fuera poco, desde hacía algún tiempo estábamos reservando cada día un poco de comida que se pudiera guardar como pan, salchichón, mermelada y requesón. Con estas reservas y lo que nos darían a cada uno, tendría-mos suficiente para celebrar una gran comilona en la cena de Nochebuena. Yo fui uno de los que se propuso celebrar estos días lo mejor posible. Para nosotros significó un gran sacrificio tener que dejar algunos días la mitad de la ración de salchichón o el pedazo de margarina cuando nos hubiésemos comido a Dios por los pies, pero el pensamiento de que después comeríamos con cierta abundancia nos daba la fuerza de voluntad necesaria para aguantar hasta el día de la gran fiesta. No todos podían hacer este sacrificio pues veíamos a diario a alguno que, por falta de voluntad, se comía las reservas que había estado guardando. Muchos supimos aguantarnos hasta el día señalado por cada uno del grupo. Lo componíamos cinco y teníamos para cada uno dos kilos de pan, medio kilo de salchichón y unos trescientos gramos de margarina, aparte de la mermelada y el requesón; en fin, toda una intendencia, por tanto con lo que teníamos y lo que nos darían tendríamos para comer a dos carrillos.

Además de la comida extraordinaria de aquellos días la S.S. permitió, a demanda del «tio», que la Nochebuena los presos pudieran irse a la cama a la hora que les apeteciera. Organizamos un festival ar-tístico en el que tomarían parte diversos intérpretes, para ello se habilitó una parte del fondo de un Block donde levantamos un

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pequeño tablado. En él se pondría en escena todo el programa confeccionado entre unos cuantos.

Por fin llegó el día tan esperado por todos, fue como un rayo de luz en aquella tenebrosa vida del comando. Desde primeras horas de la mañana todo parecía estar más animado que de costumbre, sólo lo vino a estropear aquella salida que tuvimos que hacer para pisar la nieve de la querida del jefe de la S.S.; y de propina, lo que tuve que hacer yo con la pala quitanieves y la gran patada que me dieron que me mandó a tres metros de distancia, menos mal que sacamos un paquete de cigarrillos para compartirlo con todos. El movimiento en la cocina, que estaba contigua a los Blocks, fue mayor que el de otros días. La sopa que nos dieron por la mañana fue mejor, más espesa, aquí estaba su mejoría. La mañana la pasamos concertando diversos aspectos que se nos ofrecían en aquellos días pero, a pesar de lo mucho que comentamos la comida que nos esperaba y la fiesta que íbamos a celebrar por la noche, quien más quien menos no dejó de evocar con nostalgia estos días pasados en condiciones más alegres. A pesar de tantos recuerdos, la esperanza parecía más cierta y las ilusiones de un futuro próximo más halagüeño venían a endulzar la amargura de nuestro presente.

Antes de mediodía ya entraron los grandes termos de cincuenta litros que hoy aparecían duplicados en número. Después de pasar la formación, la única de todo el día, entramos en el Block llenos de la mayor impaciencia por saber la comida que nos iban a dar. Este día si que fue extraordinario: siempre teníamos plato único y este mediodía hubo dos platos. El primero fue una sopa espesa con pequeños trozos de patata de muy buen sabor. Como segundo plato tuvimos unos pequeños trozos de carne sin hueso con una salsa muy aceptable y, aunque no nos dieron pan para untarlo en ella, todos teníamos en la reserva. Aquella era la primera vez en muchos meses que vi que se comiese pan con la carne y la salsa. Encima me dieron reenganche de todo así que me puse como el quico. También saboreé un buen postre con el requesón y la mermelada. Pero a pesar de la buena comida de aquel día, no se sació el hambre de la gran mayoría; ésta era mucha y de mucho tiempo. De todos modos, hacía varios días que la mejora

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alimenticia había ahuyentado aquel deseo furibundo de comer que nos convertía en seres capaces de acabar en la antropofagia más horrenda.

Por lo que a mí respecta, no pude terminar con todo lo que me dieron y pude ayudar a algún amigo. Después de hacer una larga sobremesa, dentro de un ambiente casi festivo y lleno de cierta jovialidad, cosa rara en el comando, a la caída de la tarde dieron un poco de pan, un poco de salchichón y otro poco de mermelada que guardamos para la cena de Nochebuena que, junto con lo que ya guardábamos, esperábamos que fuera un banquete extraordinario. Como no teníamos hora para ir a dormir, la gran mayoría del comando estaba en el Block de enfrente que habíamos convertido en salón de fiestas con un tablado para celebrar los festejos. También cada grupo se había agenciado una mesa y algún banco para asistir al banquete que cada grupo de amigos se había organizado.

El grupo de cinco amigos en el que estaba yo incluido, además de Eduardo, lo componían otros tres colegas dignos del mayor encomio. En medio de una alegría inusitada no exenta de cierta nostalgia de otras Navidades, empezamos a comer nuestro frugal pero abundante banquete al que nosotros le dimos el nombre de «reveil lon». Estos simples manjares -comida de mediodía recalentada, salchichón, margarina, pan, mermelada y requesón- nos parecieron los más exquisitos que el arte del buen comer pudiera concebir. Durante la cena cada uno de nosotros contó alguna anécdota propia de esta festividad. A pesar de la aparente alegría de nuestros semblantes todos teníamos el pensamiento bien lejos de allí, en nuestras casas donde nuestros familiares también estarían celebrando la Nochebuena en aquellos momentos. Ellos también debían recordarnos, pero quizás como se recuerda a los muertos, pues hacía cerca de dos años que no sabían de nosotros y casi no les quedaba otro remedio que pensar en lo peor. Ni siquiera sabían, ni por asomo, que estábamos prisioneros de los alemanes. En cada mesa y en cada corazón había un puesto ausente que la incertidumbre de los años transcurridos y la falta de noticias hacían que, poco a poco, se fuese perdiendo la esperanza de volver a ocuparlo.

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Al término de la cena y después de tomar café, esta vez con un poco de azúcar que Eduardo había traído de la cocina, el banquete no estaba completo porque faltaba algo que nos nos dieron: por lo menos un cigarrillo para los cinco. Pero yo, que a nadie le había dicho lo de los cigarrillos que nos había dado el S.S. por la mañana, pedí un poco de silencio y, como por arte de magia, saqué de mí faltriquera cinco medios cigarrillos que con anterioridad había cortado, y les di uno a cada. Fue tal la alegría que tuvieron al verlos que más de uno derramó alguna lágrima de emoción; les dije cómo los había conseguido y acordamos fumarlos en comunidad, que era lo que hacíamos cuando conseguíamos coger alguna colilla que tirara uno de los S.S. que nos custodiaban en el lugar de trabajo. Cuando terminamos de cenar y de fumarnos los cigarrillos no dejamos de pronunciar cada uno las expresiones de ritual y sellamos una vez más, en esta ocasión con más solemnidad, la amistad que nos unía, con un deseo ferviente de que la próxima Navidad, la de 1942, estuviéramos liberados y el nazismo ya hubiera sido aplastado ¡ Ilusos! Aún teníamos que pasar algunas Navidades más dentro de las alambradas.

Del mismo modo que nosotros cinco celebrábamos la cena de Nochebuena, también lo hacían otros grupos aunque hubo muchos que no tenían más comida que la que suministraron en el día. Cuando nos fumamos el medio cigarrillo entre los cinco, y después otro, y otro, alguien pensó en invitar a fumar a otros pero con mucho realismo desistimos de ello. Éramos más de cien y no había para todos; si hubiésemos dado medio cigarrillo a un grupo, los demás se hubiesen sentido ofendidos así que no dimos a nadie, sólo para nosotros.

Enfrente de nuestro Block, donde los parias celebrábamos la fiesta, celebraron también la suya los preeminentes del campo. Entre todos formaban la corte del Cesar y como también estaba Muller, el jefe de la cocina, no les faltó de nada; además de los manjares abundaron los licores e incluso hubo champagne. En algunos aspectos fue una verdadera bacanal pues la degeneración iba minando la dignidad de algunos miembros del comando.

A la hora convenida, en medio de cierta excep-tación ilusoria, empezó la función donde, en esta ocasión, el arte estuvo ausente. Se

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puso en escena un pequeño juguete cómico escrito por un profano y no se vio ningún atisbo teatral. El éxito fue muy tímido, como tímidos fueron los aplausos que se le concedieron, aunque sí se agradeció la buena voluntad del novel comediógrafo. También hubo recital de poesías que fue lo mejor de la velada. Esta parte del programa corría a cargo de un muchacho cordobés apellidado Mario. A sus dotes de rapsoda unía ciertas cualidades que, cuando recitaba una poesía, hacían emocionar de tal manera al auditorio hasta el punto de que muchos derramaron alguna lágrima. El pobre no pudo conseguir la libertad tantas veces glosada en sus poesías porque algunos meses an-tes de la liberación, murió víctima de una tuberculosis que adquirió en el comando. Por último hubo varietés, destacando una pareja de baile y canto que con sus excentricidades entusiasmaron al respetable. También se cantaron tangos y, como no, algunas jotas. Incluso yo tuve mi pequeña actuación pues, como algunos amigos me habían oído tararear en alguna ocasión el tango Adiós muchachos, a instancias de ellos y de alguna voz de «que cante de Dios», me vi obligado a subir al tablado y canté el tango. Aunque no llegó a entusiasmar a la concurrencia, al final aplaudieron cortesmente mi intervención.

Después de la función y para que la fiesta fuese completa, se hizo también un poco de baile agarrado pero sin orquesta. En el comando había un acordeón pero no había nadie que supiese tocarlo, por tanto se bailó al son de algunos que suplieron a la orquesta con sus tangos.

En el Block de enfrente también se celebraba la Nochebuena pero con más variedad y calidad de comida. Aunque el «tio» era como todos nosotros, gracias a su privilegiada posición en el campo tenía muchas cosas que para los demás estaban prohibidas. En el pequeño aposento que le servia de dormitorio, comedor y sala de estar, contiguo a nuestro domitorio, en compañía de Muller y de unos ocho o diez de sus favoritos tenía buenos manjares y Schnaps, la bebida típica de los austríacos. Bien se podía decir que celebraron la fiesta con más prodigalidad que si hubieran estado en libertad. Al filo de la media noche, con dos o tres amigos fuimos a su Block instigados por la curiosidad y por ver de cerca todo lo que pudiese suceder para sacar consecuencias. La entrada no estaba prohibida y Eduardo y yo

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dormíamos allí desde hacía varios días. El espectáculo que se ofrecía era digno de verse para hacer un parangón entre nosotros, los parias, y él, un preso de delito común que, a pesar de todos sus privilegios y de todo el aparato con que se rodeaba, tenía que llevar bien patente en todos sus trajes, tanto en el pantalón como en la chaqueta, el triángulo verde que lo calificaba como bandido y el número de matrícula como preso del campo de concentración de Mauthausen. Allí le vimos, en esta Nochebuena, sentado frente a una mesa llena de comida que se ofrecía a la vista de la famélica muchedumbre que fue a visitarlo y que él recibía con cierta jactancia, como queriendo decir: «¡aqui soy el rey!». Por supuesto, estaba rodeado de su pequeña corte cuyos miembros se distinguían entre la penumbra que reinaba en el apo-sento. Estaban casi tirados en la cama y en una especie de sofá de fabricación casera; otros estaban sentados y fumaban y bebían de todo lo que se había provisto bien el «tio» para celebrar las Navidades.

Todo esto nos parecía un verdadero derroche. A pesar de que en el comando estaba prohibida la entrada de bebidas alcoholicas, aquella Nochebuena el «tio» cogió una borrachera de padre y señor mío. Por aquellos días estaba perdidamenrte enamorado, permítaseme la frase, de un muchacho catalán llamado Luís, por cierto muy guapo pero muy serio. Hacía algún tiempo que se había fijado en él y lo estaba asediando. Luis, como las muchachas que se hacían de rogar, no estaba dispuesto a entregarse a las primeras de cambio y, aunque aceptaba su trato y sus halagos con cierta indiferencia, no dejaba que prosperasen sus propósitos con demasiada facilidad; posiblemente, el tal Luis daba largas al asunto y al mismo tiempo satisfacía de manera prolija unas necesidades perentorias como el comer, al mismo tiempo que se libraba de ir a cualquier trabajo. La indiferencia de Luís, al verse tan asediado y no claudicar ante los requerimientos del «tio», hacían que éste estallase en unos accesos de furor que desahogaba contra nosotros, obligándonos a hacer instrucción y otros ejercicios de castigo. Esto para el comando era una tragedia y la comidilla de todos los días. A pesar de la exasperación del «tio» en los duros castigos colectivos, el aspecto de Luis parecía el de una esfinge. Ser el culpable de las irritaciones del «tio» pero estar exento de los castigos,

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produjo en el muchacho, que no tenía más allá de veinte años, cierta coacción que a la larga tenía que conducirlo al abismo.

Esta noche en que el «tío» se hallaba sumido en plena borrachera, no dejó de requerir a Luis amenazándole, según dijeron algunos, con matar al comando si no aceptaba el ofrecimiento que le hacía. Mu-

chos en el comando posiblemente hubiesen querido encontrarse en el lugar de Luis porque esto aseguraba a uno la superviviencia. De hecho, en más de una ocasión se dijo que lo mejor que podía hacer era acceder a sus peticiones, así todos saldríamos ganando y él en particular. Para ello no faltaba quien desempeñara el papel de Celestina por mandato del «tio», como era el caso de su propio mayordomo. Sostenía relaciones muy profundas con un muchacho andaluz, apodado «el chaval» porque sus facciones, pese a tener veinte años, eran muy infantiles y hasta en su manera de ser mostraba cierta puerilidad. También pertenecía a la pequeña corte del «tio».

Esta noche llena de tradiciones y de buenos deseos en que el ser humano desea ser mejor, con la visión de estos cuadros en los que se confundía toda clase de pasiones y virtudes, parecía como si qui-siéramos olvidarnos un poco de nuestro origen y nuestro destino. Pero la efímera ilusión no duraba mucho; aunque pareciese que nos olvidábamos de dónde estábamos con aparente alegría, ésta no era otra cosa que un falso espejismo que irradian tradicionalmente estas fechas. Cada uno de los condenados aportaba su regocijo pero éste sólo era aparente en nuestro semblante y en nuestras voces.

La fiesta terminó hacía las dos de la madrugada, hora en que el ayudante del jefe de la S.S. dio la orden de ir a la cama.

El día de Navidad y los sucesivos transcurrieron con relativa calma. No teníamos que ir al trabajo y pasábamos los días tumbados en la cama charlando de las cosas que más nos preocupaban, sobre todo debatíamos la marcha de la guerra. Las noticias que teníamos al respecto no eran muy halagueñas pero procurábamos que nuestras moral no se quebrantara. Cuando algunos venían a preguntarnos cómo estaba la situación bélica, procurábamos levantarles la moral como si fueramos comisarios políticos.

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En las difíciles circunstancias que atravesamos durante los catorce meses que permanecimos en el comando trabajando en la construcción de la carretera, conseguir agrupar un conjunto de compañeros de diversas ideologías para dialogar fue algo realmente encomiable. Eramos un grupo de debate completamente ecléctico y en nuestras discusiones tratábamos temas diversos, aparte de lo social y lo político, que nos ayudaba en gran manera a sobrellevar aquel largo y tedioso periodo. Sólo había una visión con la que todos estábamos de acuerdo: la guerra la perderían los alemanes. Este conjunto de amigos no se resquebrajó en ningún momento ante las vicisitudes. Aunque teníamos muy buena relación con todos, sin poner trabas de forma explícita a la ampliación de la tertulia, consideramos que ésta debía quedarse con los miembros que ahora tenía. Cuando estábamos en el Block o en el lugar de trabajo cualquier hecho o tema que se suscitara era motivo de debate. Todo era utilizado para que el tedio no nos invadiese. Se debatia la literatura, las artes, la geografía, la historia e incluso la política internacional y la nacional hasta el principio de la guerra civil. Una vez llegado a este periodo, por acuerdo tácito y como si no hubiese pasado nada, pasábamos a otra materia.

Cuando volvimos a emprender el trabajo a principios de enero, la temperatura oscilaba entre los diez y quince grados bajo cero. Estábamos en un nuevo año: 1942 ¿Qué nos depararía? Desde luego se vaticinaban acontecimientos de los cuales los estrategas del comando sacaban sus conclusiones y hacían sus cábalas. Nuestra moral era muy diferente a la que teníamos hacía unos meses pues se habían terminado los avances de los ejércitos alemanes y Eduardo y yo teníamos la certeza de que los alemanes podían ser vencidos en la helada Rusia. En lo que llevábamos de invierno no habían podido doblegar la resistencia rusa por el clima, que siempre fue decisivo para ellos. La historia se repetiría tal como vaticinábamos Eduardo y yo desde hacía unos meses con cierta testarudez ¿Estábamos un poco locos por tener esta fe ciega?

Pero todo lo bueno que parecía haber llegado al comando con el aumento de la comida parecía que iba a terminarse. Hubo cambio en

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la jefatura de la S.S. El que habíamos tenido era relativamente joven y se dijo que lo habían mandado al frente ruso. El que vino a sustituirle era un poco mayor y más o menos con la graduación de brigada. A los pocos días de saber estas noticias empezó a escasear el pan y la comida fue disminuyendo paulatinamente. En poco tiempo habíamos vuelto a la precaria situación anterior y aun estábamos en pleno invierno pues en aquellas latitudes se prolonga en exceso.

El comando volvía a pasar hambre, la comida escaseaba de manera alarmante y las frias temperaturas del invierno habían perjudicado la conservación de las patatas, enterradas en zanjas abiertas en la tierra a cierta profundidad y cubiertas con paja. Pre-viendo un frío normal, las patatas se conservaban bien, pero este año el frío fue superior a las prevenciones y no había manera de resarcirse del preciado tubérculo en lo que restaba de tiempo hasta la próxima recolección. Si teníamos que aguantar hasta que hubiese patata nueva, lo íbamos a pasar muy mal porque si este alimento escaseaba y el pan fallaba algunos días, el comando pronto se encontraría en una situación límite.

En aquel momento ser barbero no me aportaba absolutamente nada pues al haber tanta escasez de comida ésta se repartía de manera equitativa. A la hora del reparto de mediodía hacían que cada uno pusiera la escudilla en el suelo, todas bien alineadas. El Kapo que repartía procuraba que en todas hubiese la misma cantidad, además él no podía saber de quién era cada recipiente en el caso de que quisiera favorecer a alguien. Los únicos que sabíamos a quien pertenecía cada escudilla éramos nosotros pues desde que la dejábamos en el suelo hasta que la recogíamos, nuestra vista no se apartaba ni una décima de segundo por la cuenta que nos tenía. Yo era simplemente uno más que tenía que ir a trabajar y además afeitar las barbas y las cabezas, pero nunca hice ninguna reclamación. Por suerte, encontré un compañero de Huesca que me ayudaba y entre los dos afeitábamos a todo el comando en espera de tiempos mejores. El amigo Leal, como era el barbero que afeitaba al «tio» y a los preeminentes, de los parias no quiso saber nada.

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La situación era cada día más angustiosa debido al hambre y el frío. Volvimos a tener la incertidumbre de si por la tarde tendríamos pan o no y estábamos pendientes de las huellas del carruaje. A los alemanes que nos custodiaban les gustaba que al ir y venir del trabajo cantáramos canciones de nuestra guerra. A excepción de la Internacional cuya música conocían, les cantábamos todos los himnos revolucionarios que sabíamos, tales como A las barricadas, Endavant y alguna otra. Este esfuerzo de cantar tampoco estaba compensado y, tanto si tenias ganas como si no, había que cantar pues los dos Kapos y los mismos S.S. nos vigilaban por si alguno no cantaba. El poco poder de rebeldía que pudiese haber en nosotros se había esfumado y, para ahorrarnos problemas, todos como un solo hombre cantábamos para darles gusto a los alemanes. La canción que más les gustaba era el himno catalán Endavant del que todos conocíamos la música pero pocos sabíamos la letra. Cuando cantábamos una minoría lo hacíamos bien pero el resto hacían «traíala» y sonaba muy mal. Hubo alguien en el comando con mucha influencia que se empeñó en que todos tenían que cantar el himno en catalán. Para ello dijo que lo mejor era aprender la letra, tanto sí a uno le gustaba como si no. Cada domingo cogia a dos o tres que sabían la letra y los juntaba con unos quince o veinte que no la sabían; tenían que estar ensayando toda la mañana y al cabo de unas tres horas de ensayo, grupo por grupo los pasaba a examen. Como llevaba un cinturón de cuero en la mano, al que le parecía que había progresado poco en aprenderse la letra, le hacía poner con el culo en pompa y le daba seis zurriagazos como castigo. Así examinó a todos los grupos con la amenaza de que el próximo domingo, al que no se supiera la letra, le haría poner con el culo en pompa y en vez de seis golpes les daría doce pero con el culo al aire. Toda la semana no hacían más que cantar, el caso es que al próximo domingo no tuvo que pegar a nadie pues cuando los examinó los aprobó a todos y cuando cantábamos el Endavant, castellanos y catalanes todos a la vez, no lo hacíamos nada mal. Todo esto lo llevó a cabo el intérprete Jover, el que nos lanzó la arenga desde lo alto del montón de piedras y que en Brestein había pasado de ser jefe interno a intérprete. Cuando hubo el cambio

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de personal de un Block a otro, por un capricho del «tio» a él también lo mandó al otro Block pero con autoridad muy limitada aunque esto que hizo con el himno le pareció muy bien. Jover, no sé por qué motivo, no tardó en ser enviado a Mauthausen.

Durante este invierno, en los días de más hambre y frío, ocurrió algo lamentable. Un muchacho de la Seo de Urgel, hijo de un carabinero, en un momento de debilidad debido al hambre que sufría, robó un pedazo de pan a un compañero que lo tenía guardado y se lo comió en el acto. El dueño del pan, al darse cuenta de que le habían robado, fue a Jover a dar cuenta del hecho. El robo de pan estaba severamente castigado y no tardaron en dar con el ladrón que enseguida confesó. El jefe de Block reunió a toda la gente y les dijo que para que sirviese de escarmiento verían cómo se castigaba al ladrón que había robado el pan a un compañero. Lo hizo poner de bruces, le bajó los pantalones y los calzoncillos y, con el culo en pompa y la cabeza y los hombros apoyados en un taburete, le pegó veinticinco zurriagazos con el cinturón de cuero. Además, tenía que contar uno por uno los golpes que recibía y en voz alta para que lo oyeran todos. El jefe, con toda la fuerza de su brazo iba descargando los golpes de una manera paulatina. Yo no lo vi porque estaba en el otro Block pero alguien que estuvo presente me lo contó. A pesar de que el castigo era por haber robado el pan a

un compañero, estaban horrorizados ante tal espectáculo pues era el máximo castigo que se infligía en Mauthausen y Jover quiso infligirlo a uno que se había apoderado de un pedazo de pan. Los primeros golpes que recibió el castigado los contó con una voz audible pero cuando llegó a diez ya no se percibía nada más que un quejido. Cuando llegó a los veinticinco golpes, posiblemente a causa del dolor contenido, se desvaneció. Todos los que presenciaron el atroz espectáculo estaban horrorizados y mentalmente contaban los latigazos mientras la cara del jefe se iluminaba a cada golpe que descargaba sobre su víctima. Cuando terminó, con la víctima en el suelo, entre dos compañeros le subieron los calzoncillos y el pantalón. El jefe ordenó que lo sacaran a la calle pues por sí mismo no le hubiese sido posible. Entre dos lo sacaron fuera y junto al block\o

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dejaron tendido. Jover, para que se espabilara, cogió un cubo lleno de agua y se lo tiró por todo el cuerpo. Al entrar cerró la puerta y dio la orden de que nadie saliera a la calle. Al cabo de un rato largo ordenó que le dijesen al castigado que ya podía entrar y amigos, que los tenía, salieron a por él para ayudarle y lo encontraron cadaver. En la calle y en aquella hora del anochecer, la temperatura por lo menos estaba a veinte grados bajo cero y el cubo de agua que le tiró encima se había congelado, esto le ayudó a morir. Este muchacho era muy amigo de un gran amigo mío, los dos descendientes de padres carabineros en la Seu d'Urgell.

Este ser extraño e insólito llamado Jover quiso hacer un acto de justicia castigando a uno que había robado un mendrugo de pan a un compañero y, lo que hubiera podido ser un ejemplo, lo convirtió en un crimen, pero lo pagó. El caso fue que al poco tiempo lo trasladaron a Mauthausen. En cuanto llegó allí, en un ajuste de cuentas lo liquidaron amigos de la víctima que había en el campo.

Quiero dedicar en estas páginas un fervoroso recuerdo al grupo de amigos que tan bien nos llevábamos en Brestein y ¿por qué negarlo?, éramos ejemplo de admiración por nuestra camaradería y todo el comando nos tenía en gran estima. Creo que todos éramos muy afables y sencillos con todos pues en el comando siempre hubo mucha camaradería y afecto, sobre todo entre los parias, y ninguno de nuestra tertulia estuvo entre los preeminentes con los cuales tampoco nos relacionábamos.

En este recordatorio no puedo dejar de mencionar a mi gran amigo Eduardo y también quiero recordar a Pedro Pey, gran camarada, que estaba siempre dispuesto a ayudar y compartir todo, no con el más amigo sino con el más necesitado. Ha sido el compañero más altruista y desinteresado que he conocido en toda mi vida. Era un verdadero apóstol de los ideales ácratas, siempre predicaba con el ejemplo pero sin ostentación y de la manera más sencilla y natural. A pesar de su ideología extrema, no era en ningún momento partidario de la violencia; se dice que en el anarquismo está lo mejor y lo peor de la sociedad, yo no me atrevo a ratificarlo, sólo doy fe de ello. El amigo Pey con su dilatada cultura tenía un don de persuasión que

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hacía que quienes hablaban con él se hicieran sus amigos. Era catalán nacido en Palafrugell, se destacó en las Juventudes Libertarias y como era muy apuesto e inteligente, a pesar de su modesto origen, tuvo amores con la hija de una familia burguesa. Haciendo honor a sus pos-tulados que no aceptan ningún compromiso religioso ni social establecido para convivir como pareja sino que basta con el amor que se profesan, no aceptó casarse por la iglesia ni por lo civil y se unieron libremente con gran disgusto de los padres de la compañera. Se puede decir que rompieron con ellos, llevando una vida más sencilla a la que ella estaba acostumbrada cuando vivía con sus padres.

Pey, durante la guerra civil fue uno de los jefes más destacados de la célebre 26 División de Formación Confederal. Como era considerado como un alto jefe militar, tenía asegurado su pasaje a México para él y su familia pero no tuvo suerte en la vida. Con la documentación arreglada para poder embarcar, la cedió a un compañero que por ciertas circunstancias tenía más premura por marchar que él y esto fue una muestra más de su altruismo. Mientras, los acontecimientos se precipitaron a consecuencia de la guerra y ya no tuvo opción de poder ir a México; se fue a luchar con la resistencia francesa donde, en una acción de guerra, fue hecho prisionero por los alemanes y deportado a Mauthausen. A su llegada a Francia, después de la liberación se reunió con su compañera y una hija fruto de su unión pero el pobre no vivió mucho tiempo a causa de una grave dolencia que adquirió en la deportación.

Otro compañero que quiero recordar era un muchacho riojano que tenía alma de niño pues su adolescencia se desarrolló en unas circunstancias un tanto dolorosas para él y su familia. Se llamaba Ra-món Calvo pero nosotros, no sé porqué, le llamábamos con el singular apodo de «Cachucho» que debieron ponerle siendo él un niño, el caso es que allí todos le conocían por su apodo, además a él le gustaba que lo llamaran así porque le resultaba más familiar. Tenía una gran facilidad para la pintura y los S.S., por mediación del «tío», le encargaron en tamaño postal una serie de pinturas pornográficas y gracias a ello conseguía ciertos beneficios. Pero un día el jefe de la S.S. se enteró de la existencia de estas pinturas y lo castigaron a estar

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colgado doce horas con una cuerda que le pasaron por los sobacos. Lo colgaron en el puente de madera que sostenía el techo del Block. Nosotros le vimos así el día que nosotros llegamos a Brestein, o sea que él pertenecía a la anterior expedición.

Cuando estalló el movimiento «Cachucho», con quince años solamente, estaba en su pueblo, Villanueva del Rio Alhama, que se distinguía porque la gran mayoría de sus habitantes se dedicaban a la confección de alpargatas lo cual le dio renombre. Estudiaba bachillerato y destacó por ser un poco revolucionario, el caso es que su pueblo, desde el primer momento, estuvo bajo el dominio de los sublevados. Parece ser que tuvo miedo y se escondió, además algunos de sus hermanos que habían emigrado a Argentina se habían destacado como anarquistas. Como desde el primer día ya hubo en el pueblo cierta represión, estuvo escondido en su casa durante toda la guerra y lo tuvieron en el hueco de la escalera. Desde luego, lo fueron a buscar más de una vez y nunca lo encontraron y su familia hizo correr la voz de que se había pasado a los rojos. Cuando la guerra terminó sus familiares creyeron que podía correr algún peligro pues, como mínimo, lo hubiesen considerado desertor porque su quinta había sido movilizada. Lo pasaron a Francia y fue a parar a un campo de concentración de exiliados españoles, y de allí a una compañía de trabajadores. Como muchos miles, cayó en poder de los alemanes y fue deportado a Mauthausen. El pobre, a pesar de ser muy cachondo, tendría que tardar algunos años para satisfacer su obsesión: follar a una mujer, por eso hacía dibujos pornográficos y ponía en ellos todo su arte e imaginación. Pintaba verdaderas escenas de porno muy subido y no exento de un gusto exquisito. Aunque no había visto jamás a una mujer desnuda, tal como él las imaginaba, las pintaba, por eso cuando los S.S. lo supieron, se lo rifaban.

También voy a citar a otro inolvidable compañero que se llamaba Mateo, la cortesía y la discreción personificadas. Era valenciano nacido y criado en la Albufera. Era bastante joven y cuando estalló la guerra civil estaba cursando servicios superiores. Era el más intelectual de todos y en sus manifestaciones, como estaba dotado de un sentido crítico muy analítico, cuando él daba su parecer, lo había

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analizado en su laboratorio cerebral. Residía en Francia y hace mucho que no sé de él pero por mediación de Eduardo averiguaré su paradero y le escribiré.

Otro del grupo era Juan Mayora. Cuando me cambiaron de Block me dieron una cama de las que estaban más cerca del suelo y a los dos o tres días, con el que estaba ocupando la cama del tercer piso, la de más arriba, cruzamos algunas palabras como vecinos que éramos y nos dimos a conocer. Casi resultamos parientes pues, al saber que yo era de Fraga, me dijo que su abuelo paterno era fragatino y me explicó que tenía primos hermanos en Fraga. Me dijo sus nombres y no sólo los conocía sino que algunos de ellos eran íntimos amigos míos. Hicimos gran amistad que aun perdura pues somos convecinos en Fraga. Era un compañero muy flemático y más conformado con su suerte. A decir verdad, salvo alguna excepción, resistió con estoicismo todo el largo cautiverio con la sola ración que percibía pues no tuvo nunca ningún enchufe y ayuda de muy pocos. Debido al frío que pasábamos, él siempre que estaba de pie se encontraba en movimiento continuo, sobre todo si era en la intemperie, además sabia dosificar muy bien sus fuerzas tanto en el trabajo como en toda clase de actividad.

La situación en el comando se fue agravando más. Aunque el trabajo que hacíamos era bien poco, sólo ir y venir del trabajo era costoso, además teníamos que hacer el trayecto siempre cantando y, para colmo de males, aquella era la época en que me salió el forúnculo en el brazo. Cuando ya estuve en condiciones de trabajar conseguí que me hiciesen trabajar en el talud que estábamos haciendo para la carretera en construcción. Había algunas hierbecitas que eran comestibles y de vez en cuando, ahondando con el azadón un poco sobre la tierra blanda, encontrábamos unas bolitas blancas un poco más grandes que un garbanzo que eran deliciosas y, como era tanta el hambre, con esto la íbamos entreteniendo. Había un chico catalán llamado Magí, el de los calcetines, que comia tal cantidad de hierbas que defecaba casi como los caballos, verdaderas boñigas.

Un domingo por la mañana en que la campana del comando sonaba un poco más tarde que los demás días, nos levantamos poco a

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poco y sin premuras. Lo más lógico era que, al estar las camas muy juntas, nos diéramos los buenos días con el que dormía al lado aunque de sobras sabíamos que el día no nos depararía nada bueno. Yo le di los buenos días a mi compañero pero no obtuve contestación. En un principio creí que aun estaba dormido pero con la mano le toqué y enseguida me di cuenta de que estaba muerto. Era un muchacho catalán de unos treinta años. Sólo pensaba en la comida y tenía muy pocas luces. Estaba muy desmejorado aunque el día anterior había hecho la vida con toda normalidad, fue al trabajo sin ayuda de nadie pero debía de estar más agotado de lo que cabia suponer. Desde luego no murió de ninguna enfermedad, murió de hambre, simplemente de inanición. Mi reacción, al darme cuenta de que estaba muerto, fue in-mediata: apoderarme de todas sus pertenencias porque si no lo hacía yo, lo haría el primero que llegara. Me quedé con su gorro -el mío estaba muy deteriorado-, con la cuchara y la escudilla. Creo que tenía más derecho que nadie por ser la persona más próxima a él.

Acto seguido llamé a los más próximos y les comuniqué la noticia de la muerte. El que hacía de jefe, un español, no le dio gran importancia al hecho de que hubiera muerto en el comando porque todo se valora según lo que vale el sujeto o el hecho y en realidad nuestra vida se valoraba muy poco. No tenía valor ni siquiera para nosotros pues la muerte nos tenía cercados, y sin embargo no nos dábamos cuenta de ello. Vivíamos indiferentes a lo que nos pudiera suceder. Algunas veces he pensado que yo, que he amado tanto la vida, en aquellas circunstancias no pensaba más que en el momento presente, no en si podía morir o no. Se llega a un punto en que el pensamiento está sumido en tal confusión que no se sabe ni valorar la existencia. También pasé por días en que mi moral se debilitaba pero había algo dentro de mí que no aceptaba la resignación. Hacíamos cábalas sobre la marcha de la guerra y en aquellas fechas, últimos de marzo, sabíamos que los alemanes siempre iban adelantando en dirección este pero hacía tres meses que se habían inmovilizado, pero como no teníamos información para seguir los acontecimientos de la guerra, estábamos desde los tres últimos meses en un impasse.

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A principios de diciembre del 41 nos enteramos del ataque japonés sobre Pearl Harbour. La guerra entre Japón y Norteamérica fue una mala noticia en aquel entonces porque ello sería obstáculo para que los E.E.U.U. entraran en liza en los frentes europeos.

Por supuesto, en el comando Brestein estaba prohibido que hubiese algún aparato de radio, incluso el jefe interior del comando, el «tio», y Muller carecían de él pero igual sabian la marcha de la guerra porque tenían cierta relación con los S.S. Las noticias que les llegaban eran los comunicados de guerra de la prensa y noticiarios alemanes. Nosotros sabíamos que había grandes combates porque al día siguiente del ataque japonés los rusos habían desatado una gran contraofensiva que obligó a retroceder a los alemanes, perdiendo 1.200.000 hombres. De 162 divisiones sólo quedaban ocho en condiciones de operar y de 16 divisiones motorizadas sólo restaban 140 tanques. Todo esto lo supimos después, en ese momento no teníamos la certeza de que a los ejércitos de Hitler les ocurría como a los de Napoleón, que fueron derrotados en franca y desordenada retirada buscando climas más cálidos. Teníamos el temor de que con la llegada del buen tiempo el ejército alemán reemprendiera una nueva ofensiva y por ello veíamos una guerra, ya no larga, sino interminable e imposible de aguantar por mucho tiempo, menos aún por las condidiones en que nos encontrábamos últimamente. Estábamos pasando la peor situación que habíamos conocido.

Desde hacía unos días, en el reparto de la comida poníamos de nuevo la escudilla en el suelo y al recogerla casi no había nada más que agua y unos trozos de patatas bailando. A menudo faltaba el pan y el día que éste no llegaba se perdía uno la ración. Llegó un día en que, al levantarme para pasar el Appell , tuve que realizar un gran esfuerzo porque no tenía fuerzas para andar. Como pude pasar la formación, tenía que ir al trabajo, casi a dos kilómetros del comando. No podía quedarme en el campo por ser un obrero pagado por una empresa privada del estado alemán y si fallaba era un jornal menos para sus arcas. Entre dos compañeros que se brindaron a ayudarme pude llegar al trabajo. Una vez allí me dieron una pala pero me era imposible moverla y me sirvió de cayado. El mismo capataz me dijo

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que trabajase lentamente pero, en realidad, lo único que podía hacer era cambiar de postura, me era del todo imposible hacer algo aunque tuviese voluntad. Tampoco los guardias S.S. se metieron conmigo, tan sólo hubo uno que, riéndose, me dijo: Spanish Kaputt .

La jornada se me hizo larguísima. La verdad es que no hacía mucho frío pero el hecho de estar inactivo y las pocas calorías que debía tener mi cuerpo, hacían que éste estuviera como entumecido. La hora de la comida la pasé recostado y con poco apetito. El regreso al comando lo hice más o menos como por la mañana, ayudado por dos compañeros. Cuando llegué al comando aun tuve que pasar el Appell de la tarde y después de recoger mi ración de pan y un poco de salchichón, fui a acostarme. Poco a poco me lo fui comiendo, pronto me quedé dormido y descansé toda la noche.

Al día siguiente, cuando me despertó el sonido de la campana y los gritos del jefe y de algún Kapo, me incorporé y constaté que me encontraba como el día anterior pero un poco más desvalido, así que «el tío» me dispensó del Appell de la tarde. Cuando llegó el S.S. a recibir la novedad del día entró en el Block para comprobar que el que faltaba estaba en el interior. Al distinguirle, hice ademán de ponerme en pie pues estaba sentado en un taburete pero él hizo un gesto para que no me levantase y acto seguido salió a la calle. Mientras pasaban el Appell me quedé sentado en el taburete. Aquel momento de soledad que viví en la hora del crepúsculo, cuando el edificio estaba aun sin iluminar, constituye un recuerdo inolvidable. Sumido en la penumbra, tuve la sensación de que aquel era el último día de mi existencia. La muerte la sentía venir plácida y acogedora. A decir verdad, a pesar de que tenía conciencia de mi pensamiento, no la recibía con miedo, mas bien todo lo contrario, me veía inmerso en un estado de conformidad que nunca más podré olvidar. Al relatarlo ahora, después de haber transcurrido más de cincuenta años, aún revivo lo que sentí en aquella soledad, cuando todos mis pensamientos se concentraron en un solo fin.

Terminó la formación y todos irrumpieron en tropel en el interior del Block. No tardó en venir algún que otro compañero. Uno de ellos recogió mi ración y me la trajo porque yo no había tenido ni fuerzas ni

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ganas de ir a por ella. Al cabo de un rato me acosté y quise comérmelo en la cama como el día anterior pero había perdido por completo las ganas de comer y no quise probar bocado. En aquel momento Eduardo no estaba por allí pero al cabo de mucho rato vino a mi cama donde casi debía estar durmiendo, me despertó y me llamó: «de Dios, te traigo algo». Llevaba una escudilla llena de caldo que aun estaba caliente porque en este día crucial alguien lo llamó para que fuera a trabajar a la cocina, o quizás fue él, ya que había ido muchas veces a pelar patatas. El caso es que trajo aquel caldo, me lo hizo tomar y noté que había recuperado un poco más de fuerzas; aquello me dio ánimos para comerme el pan y el salchichón. Todo esto me ayudó a sobrevivir en los momentos más difíciles de mi vida. Poco antes veía venir la muerte y seguro que sin el bálsamo que me trajo Eduardo aquella noche hubiese perecido igual que el vecino de mi cama que encontré muerto. Aun así, todo lo más que había hecho era retardar mi fin un poco más. De todos modos su gesto fue providencial y sin aquello de nada hubiera servido que al día siguiente el comando cambiase a una situación mejor.

Después de tantos años es posible que Eduardo no lo recuerde pero cuando vaya leyendo este texto acudirá a su memoria aquello a lo que quizás no dimos verdadero valor en el momento. A través de los años y de mis escritos he ido analizando cada hecho y he llegado a la conclusión de que la comida de Eduardo fue trascendental para salvar mí vida.

Cuando hago comentarios sobre mi estancia en Mauthausen, siempre digo que llegué a pesar treinta y dos kilos. No sé sí estoy en lo cierto porque nunca me pesé pero lo deduzco por el aspecto: los muslos eran más delgados que las pantorrillas, los antebrazos más delgados que los brazos; no quedaba en mi cuerpo nada más que la piel y los huesos; no podía perder nada más sino la vida. Cuando he visto a esos seres escuálidos en imágenes de revistas o noticiarios que han dado la vuelta al mundo haciendo patentes los horrores del hambre en los campos nazis, he recordado mi propio aspecto.

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Pero de momento mi vida no iba a terminar porque se produjo el milagro de mi salvación y la de casi todos los integrantes del comando.

El mismo día en que llegué a estar tan apurado, vino a Brestein un comandante médico de la S.S. para efectuar una visita de inspección. Siempre pensé que su presencia obedecía a un requerimiento que debió formular la empresa constructora de la ca-rretera. Con toda seguridad, el civil encargado del trabajo había informado a la empresa del bajo rendimiento de los trabajadores debido a la exigua alimentación que nos daban.

A la mañana siguiente, a la hora de repartir lo que no era ni sucedáneo de café, nos dieron una sopa muy espesa que nos sentó muy bien a todos, sobre todo a mí. Había un revuelo de buenas noticias a consecuencia de la visita de inspección. En la formación de la mañana se notaba otro ambiente y «el tio» no estaba tan agresivo como de costumbre. Cuando íbamos de camino al trabajo aun me apoyé en un compañero pero iba un poco mejor que el día anterior; al llegar, cogí la pala, no hice gran cosa pero por lo menos mi moral se había fortalecido. Además los guardias que nos custodiaban no nos hicieron cantar. Algo estaba cambiando en el comando y un hálito de esperanza renació en todos nosotros. A media mañana se presentó al trabajo el comandante médico acompañado de un S.S. con graduación. Paseó por el tajo para ver como trabajábamos y habló largamente con el civil mientras que el S.S. que lo acompañaba estaba muy distanciado. Durante el tiempo que estuvo allí sacamos fuerzas de nuestra flaqueza y se hizo todo lo que se pudo para demostrar buena voluntad.

De momento, los españoles ya habíamos bautizado al comandante. Le apodamos «el cubano» porque parecía realmente un caribeño más que un alemán. Era alto y sin ser gordo era recio y bien plantado, de mediana edad, y siempre llevaba un puro en la boca. Su tez era morena y el apodo le venia muy bien además, a pesar de ser un S.S. nos cayó simpático y antes de marcharse alzó el brazo en señal de adiós pero no a la romana. A la hora de la comida trajeron un termo más que los otros días y ya no tuvimos que dejar la escudilla en el

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suelo para el reparto. El potaje fue el mismo de siempre pero más espeso. Nos llenaron la escudilla a todos y aunque no saciamos el hambre, fue otra cosa.

Al terminar la jornada y de regreso al campo ya pude ir sin necesidad de la ayuda de ningún compañero. Para la formación de la tarde vino «el cubano» con el S.S. de costumbre y antes de romper filas pidió diez voluntarios para hacer un trabajo. Fueron casi todos los que levantaron el brazo, por supuesto yo no lo hice porque aunque hubiese querido no tenía fuerzas para ello. El comandante eligió a diez que tenían que ser diferentes cada día; el que había ¡do voluntario en una ocasión, ya no tenía opción de ir otro día. El trabajo sólo duraba una hora y era un poco pesado pero repercutía en beneficio del comando.

Después de romper filas entramos en el Block y empezó el reparto en frió de la comida de la tarde. La ración de pan se había triplicado y casi también la de mermelada y requesón. También hubo café calentito y un poco endulzado que, junto a lo demás, nos hizo tener la sensación de que celebrábamos la hora del té. Cuando ya terminábamos llegaron los voluntarios con el «cubano» quien, como recompensa a su buen tabajo, les dio para cada tres un pan y un cigarrillo -¡esto era gloria!-. Nos dijeron que el trabajo había consistido en hacer una zanja para colocar las patatas y guarecerlas del frío. En cosa de veinticuatro horas el comando había sufrido una transformación indescriptible. Tras la desazón de días anteriores ahora se nos veía casi radiantes y creo que todos los españoles del comando Brestein guardamos un grato recuerdo del «cubano» a pesar de ser comandante de la S.S.

A los dos días de su llegada nos mandó a unos cuarenta al pueblo de Brestein a buscar patatas tempranas procedentes de Italia. Cada dos llevábamos una caja con la consigna de que procurásemos que llegaran todas al comando, cosa harto difícil. Yo las pasé canutas ya que no tenía mucha fuerza en los brazos. Pude camuflar un par de ellas y como tenía que comérmelas a escondidas las guardé para ha-cerlo en la cama. No puedo recordar si las mondé, creo que no, el caso es que las comía en rodajas y me parecieron tan exquisitas como si

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fueran turrones. Por su forma y tamaño las comparé a las coquetas de coco que me compraba los domingos por la tarde cuando era niño. La verdad es que, cuando se tiene hambre, todos los alimentos saben bien.

Tan pronto me recuperé un poco, continué haciendo de barbero y nos daban reenganche en todos los repartos, incluso en los de la tarde, algo que no se había hecho nunca. Quisieron que nos resarciéramos del tiempo en que afeitábamos gratis al comando un compañero y yo, un oscense peluquero de señoras.

«El cubano» estuvo unos ocho días en el comando. El jefe anterior de la S.S., un brigada bastante entrado en años, no estuvo ni dos días después de llegar él. Sólo tengo que decir que fue un mal sujeto y no perecimos todos de hambre por milagro. Si en vez del «cubano» hubiese venido otro con menos humanidad, lo primero que habría hecho al vernos tan decaídos, hubiera sido formar una expedición a Mauthausen con el crematorio como final de trayecto. El otro jefe que se hizo cargo del comando fue un teniente S.S. herido de guerra que se ayudaba de un cayado para andar.

Durante los ocho días que estuvo «el cubano» con nosotros nos sobrealimentaron. Por la mañana nos daban una sopa sabrosa a base de harinas y muchos podían repetir. A mediodía nos llenaban la escudilla de un potaje de patata mezclado con una especie de arroz y algún trozo de carne. Por la tarde nos daban un buen pedazo y el acompañamiento era más variado y abundante; algunas tardes repar-tían un poco de la comida de mediodía. Cada día seguía pidiendo diez voluntarios a los que hacía trabajar una hora y les daba el mismo premio que a los primeros.

Empecé a recuperarme a ojos vista, incluso llegué a engordar y eché barriga. De la misma forma que por mi estatura deduje que llegué a pesar treinta y dos kilos, ahora creo que pesaba unos setenta pues mi barriga sobresalía como la de un plácido y glotón burgués; este peso lo gané en unos tres meses. Como se ve, relato por igual lo bueno y lo malo que nos pasaba en los campos de concentración nazis.

Los meses iban transcurriendo plácidamente entre el buen tiempo que había llegado y la comida que llegaba con regularidad y el aspecto

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de los que componíamos el comando de Brestein era muy aceptable. Eduardo también ofrecía un buen aspecto pues aparte de su ración percibía por mas de un conducto algo de comida. Su estado físico era muy estable aunque el que más engordó fui yo porque comía como dos. Los amigos de la tertulia también tenían muy buen aspecto.

Los días de verano, cuando regresábamos de trabajar, antes de entrar en el comando nos hacían desnudar y bañarnos en el torrente. Esto era al atardecer, momento en que el calor sofocante ya había pasado, y entrar en el agua no nos resultaba en absoluto agradable pues venia de las montañas circundantes donde había nieves perpetuas y estaba helada. En el comando Brestein no había duchas y suplían esta falta con el baño en el torrente que, la verdad, resultaba muy higiénico. El baño duraba pocos minutos y salíamos del agua temblando de frío y sin nada con que secarnos. Después nos hacían ir desnudos con nuestras ropas hasta el Block y una vez allí nos vestíamos sin secarnos. Al vernos desnudos nos comparábamos y yo veía lo gordito que estaba; el resto de mis compañeros estaban bien pero yo les sobrepasaba.

Pero al cabo de unos meses de relativa tranquilidad, ocurrió algo que conmocionó al comando. Entre los S.S. había un cabo que era del mismo pueblo que «el tio», por tanto se conocían con anterioridad. A menudo frecuentaba el pequeño compartimento de que disponía en el Block y muchas noches se reunía a puerta cerrada con él y con Muller, el jefe de la cocina que también cocinaba para los S.S. y su jefe. También aparecía algún otro miembro de la guardia. Esta convivencia estaba en contra de la disciplina del cuerpo ya que los S.S. tenían completamente prohibido establecer cualquier contacto personal con un recluso. Jugaban a las cartas hasta altas horas de la madrugada y también se bebía más de la cuenta. En alguna ocasión «el tio», en momentos en que había bebido con exceso y estaba bas-tante borracho, se había ¡do de la lengua diciendo que cuando regresase a Mauthausen contaría ciertas cosas ocurridas en el comando Brestein, tales como que el jefe de la S.S. había vendido el racionamiento de un trimestre que correspondía al comando, motivo por el que se pasó tanta hambre durante varios meses. La verdad es

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que esto ocurrió con la complacencia de todos pues ellos se beneficiaban con permisos y una libertad fuera de las reglas de la S.S., un cuerpo muy rígido en lo tocante a la disciplina.

Todo lo relatado no interesaba que llegase a saberse entre los altos mandos de Mauthausen. Pero llegó a saberse porque el compartimento del «tio» estaba hecho de tablas y sin techo y se oía todo lo que hablaban. Había más de uno entre los españoles que comprendía el alemán y se hacían toda clase de comentarios al respecto. Pero «el tio» y dos más, Luis, el joven catalán que ya era su querido, y Muller, el cocinero, cayeron en una trampa urdida por el cabo de la S.S. Se simuló que éste facilitaba la fuga a los tres y, con la ropa apropiada que también les entregó, una noche huyeron del comando. Pasaron por el puesto de guardia en el que estaba el cabo y salieron del comando sin el menor inconveniente pero a tres kilómetros les estaba esperando una patrulla que, sin darles el alto, les liquidó a balazos con sus metralletas.

De todo lo ocurrido durante la noche no nos enteramos hasta la mañana siguiente. Como de costumbre, nos levantamos al sonido de la campana. El primero que salió a la calle no tardó en entrar gritando que fuera había dos hombres tendidos en el suelo que parecían muertos. Salimos todos en tropel y, efectivamente, eran dos cadáveres ensangrentados sin ningún S.S. que los vigilase. Los dejaron allí ten-didos, a lo mejor desde hacía horas, para que todos los que componíamos el comando los viéramos y sacáramos consecuencias. Enseguida reconocimos a los dos muertos: «el tio» y el cocinero Muller.

No tardamos en enterarnos de que en la fuga también estaba Luis que desde hacía varios días hacía muy buenas migas con el «tío» pero también supimos que a él no lo habían matado. Lo mandaron a trabajos forzados y nunca tuvimos más noticias. Lo sentimos por él pues a pesar de todo siempre fue un buen muchacho, muy callado y reservado, pero al mismo tiempo simpático y agradable. Mientras duró la conquista del «tio», siempre se le veía triste como si todos los agasajos del homosexual fuesen una pesada carga, pero también tenía su peligro rechazar los halagos de un preeminente tan destacado. El

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asedio de estos criminales empezaba por obsequios como cigarrillos, buena comida y no salir al trabajo pues el «tio» le había buscado un enchufe donde se lo pasaba muy bien. Ostentaban, en fin, una situación de privilegio y más comparada con la de los parias. Si no se avenia a todo lo que le podía ofrecer, llegaban las amenazas e incluso la posibilidad de que su vida peligrase.

El que hacía de jefe de Block de momento, un español, se hizo cargo del comando.

El hecho de dejar los cadáveres a la vista de todos fue para que viésemos como terminaban los que intentaban fugarse. Lo raro fue que no mataran a Luis pues en otros casos de fuga que vi, a todos los que capturaron los trajeron al lugar de donde se habían escapado. Si estaban vivos, morían ahorcados, por eso nos extrañó que Luis se salvara de la matanza. Se dijo que en el momento de los disparos se pudo salvar tirándose al suelo y una vez pasado el tiroteo se entregó voluntariamente a la S.S. y adujo que, a punta de cuchillo, el «tio» y Muller le habían forzado a fugarse. Nadie lo lamentó y es posible que hubiese podido ocurrir como decían pero los del comando no supimos más de Luis.

Como si nada de particular hubiese ocurrido, pasamos el Appell y fuimos al trabajo como todos los días. Lo soportábamos bastante bien y yo conservaba mi barriguita ¡Quien me lo iba a decir! A mí que siempre me había gustado guardar la línea me iba a volver barrigudo en un campo de concentración ¡Paradojas del destino! Supongo que cuando llegó la hora de poder resarcirme la aproveché, quizás con un poco de egoísmo, e intenté hacer acopio de fuerzas por si volvían otra vez tiempos difíciles, al tiempo que pude ayudar a Eduardo y a Mayora. Quería salir vivo de los campos de concentración fuese como fuese.

Sólo me quedaba decir adiós a Brestein. Nunca he vuelto allí pero Eduardo sí estuvo y escribió un bello texto sobre él. Brestein, el lugar donde casi perecí y mis restos se hubiesen convertido en polvo en el sencillo cementerio del pueblecito. Allí pasé los momentos más críticos de mi vida; en quince meses me encontré en dos ocasiones en el límite de mis fuerzas pero el último soplo no llegó. Es que no era

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mi hora puesto que tenía que salvarme. Pero también fue allí donde gocé de la amistad y compañerismo de unos amigos que jamás olvidaré, sobre todo los que componíamos la tertulia, y pese a lo difícil de nuestra situación no perdimos en ningún momento el aliciente de la discusión, el deseo de debatir las cuestiones propias del momento. Eduardo siempre fue el más allegado y nuestra amistad estaba siempre bien potente. Quiso el destino que desde el día en que nos conocimos siempre estuviésemos juntos hasta que nos liberaron y por ello estará presente hasta el fin de mi narración.

En la primera decena del mes de septiembre de 1942 partimos de Brestein donde reposan algunos compañeros que murieron en el comando. Era de día cuando pasamos por delante del cementerio donde aún se encuentran varios deportados españoles.

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STEYR

El viaje fue un poco accidentado y tuvimos que hacer mucho trecho a pie. Ya muy entrada la noche llegamos al campo de Steyr que, sin ser tan grande como Mauthausen, era mucho mayor que el comando Brestein. Si este último sólo tenía dos Blocks, Steyr tenía alrededor de quince. Suministraba mano de obra a una fábrica de motores de locomoción y de aviación y también fabricaban la célebre marca de cojinetes S.K.F. de fama internacional. A una de estas grandes fábricas teníamos que ir a trabajar. Esto era en septiembre de 1942 y en Steyr estuve hasta el final de la guerra.

En cuanto llegamos, muchos de los que estaban allí sabían que venia un gran grupo de españoles procedentes de un comando y vinieron a ver si entre los recién llegados encontraban a algún conocido. Por mi parte así fue pues encontré a un viejo conocido que no era de Fraga pero residía allí y trabajaba como maestro nacional. El estallido del movimiento, que fue en época de vacaciones, lo cogió en Huesca de donde era natural y los avatares de la guerra lo llevaron a Mauthausen; desde allí fue llevado al comando Steyr donde llevaba algunos meses. Se apellidaba Monreal. Después de reconocernos y abrazarnos, entre las preguntas que intercambiamos surgió la de qué tal se pasaba en Steyr y me dijo que regular, lo único que resaltó fue la jornada de trabajo que era de doce horas tanto en invierno como en verano.

A los doscientos aproximadamente que llegamos procedentes de Brestein nos repartieron por diversos Blocks y Eduardo y yo no coincidimos en el mismo. En el que fui a parar, tan pronto supieron que era barbero, me nombraron como tal para dicho Block y una vez más la profesión vino en mi ayuda.

Todo sucedió a la mañana de nuestra llegada porque ese mismo día no fuimos al trabajo, en cambio yo tuve que trabajar y al primero que afeité fue al jefe de Block. Era de raza gitana y llevaba el triangulo negro, distintivo de los gitanos y los vagos. Me pareció muy buena persona y quedó muy contento del servicio que le hice, sin ser

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tan sofisticado como los afeitados que le hacía a Peby. Mientras le afeitaba me dijo que le conocía y dijo de él que era Gut Camarade. En fin, cai bien y me puso en una cama de abajo, cosa que agradecí porque los de abajo eran los preferidos.

Ya era sabido que tenía que ir a trabajar a la fábrica y además tenía que afeitar al personal del Block así que tendría doble ración en la comida del mediodía. Eso también implicaba que, además de doce horas de trabajo más el desplazamiento de ida y vuelta, tenía que afeitar cada día a Max y después a todo el personal. Todo junto suponía mucha tarea pero afortunadamente el trabajo siempre me ha gustado. Vi el porvenir con cierto optimismo, sobre todo al tener que trabajar en una fábrica donde no tendríamos que sufrir las inclemencias del tiempo: frio, lluvia o nieve.

Aquella tarde ya nos organizaron de manera que al día siguiente teníamos que salir para la fábrica en el turno de día pues éste se alternaba: una semana de día y otra de noche. Para empezar, lo hicimos con el turno de día.

Al mediodía, en el reparto de comida había el mismo potaje que comimos en Mauthausen y en Brestein: patatas, coles y zanahorias o remolachas. Esta comida era muy buena para los que padecían del estómago y hubo más de uno a quien se le curó una úlcera.

Ese mismo día topé nada menos que con un personaje que conocí en Barcelona durante la guerra, cuando estaba en la Unidad de Recuperación que tenía el cuartel en Sarria, formada por individuos procedentes de Servicios Auxiliares con defectos de salud o incapacidad en el frente de batalla. Una mañana, afeitando a un compañero llamado Oliver, comentábamos el parte de guerra del día referente a la retirada de Aragón. Decía el comunicado que se había hecho un pequeño repliegue de las fuerzas y citaba dos pueblos de la provincia de Lleida entre los que había una distancia de unos veinte kilómetros. El comentario que hice al compañero fue que aquello era algo más que un pequeño repliegue. Al cabo de pocos minutos fui llamado para que me presentase inmediatamente en la oficina del co-misario político del batallón, un catalán de Terrassa procedente de la C.N.T. Hacía muy pocos días que se había incorporado a la unidad y

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no sé si lo había visto alguna vez. Ignorando el motivo de mi compa-recencia, me presenté ante él quien, con cara muy seria, me preguntó qué clase de propaganda derrotista estaba desarrollando. Viendo que yo me quedaba atónito ante tales acusaciones, aludió al comentario que acababa de hacer sobre el comunicado del repliegue sobre tierras leridanas. Me excusé como pude pero dijo que, además de las mani-festaciones que había escuchado del camarada Oliver, había otros motivos que me acusaban, por ejemplo, el pequeño altercado que tuve con el cabo Bellber en el centro de reclutamiento cuando salí en defensa de un hombre detenido por fascista. También le había llamado la atención el hecho de que no presentase ningún aval político que garantizase mi antifascismo cuando, procedente de Valencia, me incorporé a este Batallón de Recuperación. Pronto me di cuenta de que el comisario era muy receptivo y le pedí que me dejase explicar lo que sucedió en realidad en el Centro de Reclutamiento con el cabo Bellber. Resulta que nuestra unidad prestaba un servicio en aquel centro y cada tres días íbamos un pelotón de veinte hombres para montar la guardia. Como estábamos en plena retirada de Aragón, ha-bía un detenido de unos veinticinco años procedente de Teruel acusado de fascista. Desde luego, no se le había podido identificar pero parecía que no estaba en sus cabales pues ya llevaba algunos días allí y todos conocíamos las salidas extrañas que tenía. A la hora de la comida le llevábamos parte de la nuestra y un día se la llevamos el cabo Bellver y yo. Él llevaba el perol con el sustento y yo lo custodiaba con el fusil en bandolera. Cuando llegamos al lugar donde estaba encerrado el supuesto fascista, el cabo abrió la puerta y a mí, a simple vista, me pareció un campesino. Nada más entrar nos recibió con el saludo fascista y enseguida me di cuenta de que no estaba bien de la cabeza. La reacción del cabo, quien habitualmente tenía muy mala leche, fue la de coger mi fusil y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, le arreó un culatazo en plena cabeza que le hizo caer al suelo como fulminado por un rayo. Lo que el preso hizo ese día lo había hecho todos los anteriores pero nadie le hacía caso, consideraban que estaba loco. Como no pude contenerme ante el atropello que se le hizo a un desgraciado que no estaba en sus cabales, reproché al cabo su

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contundente acción. Así se lo conté al comisario. Por lo que respecta a mis avales, le dije que no los consideraba necesarios y cuanto más desafecto pudiese ser alguien a la causa de la República, más avales tenía, y yo que era afecto a ella no quise ningún aval cuando me llamaron a filas, además en la Caja de Reclutas tampoco me lo pidieron. Para terminar, le dije que como independíente -nunca había pertenecido a ningún partido político-, cuando se formó el Consejo antifascista de Fraga que ejercía como un consejo municipal, fui nombrado consejero de cultura del mismo. También le dije que era gran amigo de José Alberola y si quería un aval, aquella misma tarde se lo traería firmado por el presidente del Consejo de Aragón con sede en Barcelona. Después de todo lo expuesto que escuchó con gran atención e interés, me alargó la mano amigablemente y yo la estreché. Después me habló de Oliver y dijo que no lo tomase en consideración pues había pertenecido a las Juventudes Libertarias de la F.A.I. A pesar de pedirme que no le guardase ningún rencor porque había he-cho la denuncia llevado de su fervor antifascista, yo no le dirigí la palabra en todo el tiempo que estuvimos en Barcelona.

Tiempo más tarde, al ingresar en una Compañía de Trabajadores nos mandaron a los Alpes franceses para la construcción de una carretera pero, mientras todos trabajaban, yo estaba ocioso por ser el barbero de la compañía. Una tarde soleada salí a dar un largo paseo en dirección ascendente, hacía la sede de otra compañía similar que también trabajaba en la construcción de la carretera, situada a unos pocos kilómetros. Como no había ningún camino trazado iba por una vaguada y cuando llevaba cerca de media hora en mi paseo, a lo lejos distinguí una silueta que avanzaba en dirección contraria a la mia. Cuando fuimos acercándonos el uno al otro y nos encontrábamos a unos diez pasos de distancia nos reconocimos: era nada menos que Oliver, el que había dado el chivatazo en el Batallón de Barcelona ¡Que casualidad! Al verle y reconocerle no hice ningún gesto de indignación o menosprecio pues al fin y al cabo nos unía el mismo destino: el del exilio. Pero sí que solté una exclamación y, sin saludarnos aun, dije: «¡En el exilio se encuentran los fascistas!» ya que para él había sido eso o algo parecido. Me pidió mil perdones por

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su error y, dado que mi talante no es rencoroso, acepté sus excusas y nos estrechamos la mano. Me dijo que estaba de secretario en la compañía de trabajadores que estaba más arriba. Me llevó hasta su campamento y me obsequió con una buena merienda pues llevaba el control de la compañía. Pasé la tarde junto a él y nos despedimos con gran efusión. Ya no tuvimos ocasión de volver a vernos ya que al cabo de pocos días hicieron que mi compañía dejara los Alpes y no supe nada más de la suya, pero al llegar a Steyr le encontré de nuevo. El mundo es un pañuelo.

Le saludé con gran efusividad. Pensé que el destino nos había vuelto a reunir y que tener un amigo veterano en el campo podía servirme de alguna ayuda. Aquel mismo día me enteré de su situación en el campo: era nada menos que jefe de Block; también supe que se había plegado a los alemanes, él, que siempre se las había dado de libertario. El caso es que llegó a ser jefe, lo máximo a que se podía llegar, a excepción de jefe interior del campo. Hablando de él con el amigo maestro que había estado en Fraga, me contó que se portaba muy mal, que era muy duro con los compatriotas de su Block y estos lo maldecían. Era un mal sujeto dispuesto a todo con tal de congraciarse con los alemanes.

Cuando me despedí de Oliver ya me había dicho que era jefe pero no le di importancia, no sé por qué; pero cuando me enteré de su actuación no hice nada por volver a verle. «Cachucho», el pintor con quien hice gran amistad en Brestein, fue a parar a su Block y así se enteró de lo amigos que éramos. Más de una vez me dijo que fuera a visitarle pero no le hice caso y, por cierto, al cabo de poco tiempo los mismos alemanes le liquidaron porque parece ser que intervino en algo sucio y le envenenaron para que no pudiese ser testigo. Así acabó Oliver.

A los dos días de estar en el campo fuimos a trabajar a la fábrica Steyr que toma su nombre del pueblo donde está ubicada. Eduardo y yo, aunque no estábamos en el mismo Block, en el lugar de trabajo estábamos juntos y durante algunos meses hicimos una labor en la que estábamos solos, muy independiente y sin vigilancia.

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El primer día del turno diario, después de pasar el Appell nos fuimos en formación hasta un pequeño apeadero del ferrocarril situado a unos trescientos metros del campo y montamos en unos vagones de ínfima clase pero con asiento. El tren nos dejó al pie de la fábrica que estaba compuesta por varias naves propias de una gran industria. Nosotros dos estábamos en una de las muchas entradas que tenía la fábrica. Enfrente y a unos cincuenta metros había una gran fundición que tenía dos altísimas chimeneas. De ella salían los bloques de los motores que entraban por la puerta donde estábamos Eduardo y yo. Después de un trabajo en cadena, lo que al entrar no era más que un tosco bloque, en muy pocas horas salía por otra puerta exterior convertido en un motor de locomoción o de aviación. Nuestro trabajo consistía en recibir los bloques que salían de la fundición y que traían en un carromato de mano dos obreros de paisano, siempre acompañados de un S.S. Todos los bloques pasaban por las manos de Eduardo y las mías. Los traían de cuatro en cuatro, Eduardo y yo los cogíamos de uno en uno y en un carrito de mano los llevábamos a unos cincuenta metros; ya en el interior de la fábrica, entre dos los colocaban debajo de una máquina y aquí empezaba el montaje en cadena de los motores que tenían que hacer la guerra contra la Sagrada Alianza. Una vez dentro, los colgaban de una sirga y los pasaban de una máquina a otra hasta que quedaban listos para su revisión. Esto lo hacían en una nave cercana donde los ponían en marcha para comprobar su buen funcionamiento.

El trabajo en la fábrica era descansado para nosotros y estábamos guarecidos de las inclemencias del tiempo. Cuando el bloque pasaba por delante de Eduardo, le colocaba un par de piezas, le daba un empujoncito y lo cogia otra máquina que estaba a dos metros. Mientras esperaba la llegada de otro, tenía un trapo y limpiaba un poco para entretenerse. La jornada era de doce horas y parábamos durante una para comer. Si tocaba el turno de noche, se hacían dos paradas de media hora. Como se ve, la diferencia con Brestein era muy grande y además la fábrica era muy moderna, estaba provista de aire acondicionado a todas las temperaturas y en el turno de día algunas veces ponían música ambiental a través de grandes altavoces

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que había en todas las naves. Hay que tener en cuenta que allí había muchos trabajadores que no eran reclusos. Entre el director de la fábrica, toda la parte técnica y los especialistas, trabajaba mucha gente.

Estábamos ya en el último trimestre del año 42 y nos daba la sensación de que la guerra estaba paralizada. A pesar de los grandes combates que se sucedían en los diversos frentes, la situación no era la misma que la de los fulgurantes avances del ejercito alemán y en muchos frentes ya no llevaban la iniciativa, sobre todo en el de Moscú donde, después de haber paralizado su avance, los hicieron retroceder y perder posiciones. No se produjo la desbandada porque Hitler, aun con grandes pérdidas, contuvo la feroz contraofensiva de los ejércitos de Stalin y llegamos a 1943, tercer año de guerra marcado por las victorias resonantes que el Mariscal Rommel obtenía en el continente africano al frente del Africa Corps. Nuestra moral era mucho más ele-vada que en el comando Brestein cuando la marcha de la guerra era totalmente victoriosa para los alemanes. Ahora, aunque veíamos que la guerra seria larga, no dudábamos de la victoria final por intuir que los nazis ya habían puesto todos sus medios para doblegar al adversario sin conseguirlo, mientras que los aliados aun tenían muchas bazas que jugar. Pero para ello era preciso el factor tiempo y tal como estábamos en Steyr podíamos aguantar el tiempo que fuera necesario. El trabajo que desarrollábamos parecía ser estable y muchos compañeros que nunca se las habían visto tan gordas, ahora estaban al frente de una máquina que servia para montar motores de aviación que sabían destinados al frente ruso porque funcionaban sin agua. Eso les hacía sentir importantes. Todo ayuda a vivir.

Cuando llevábamos cosa de un mes trabajando en el transporte de bloques, Eduardo, que entendía y hablaba un poco el alemán, trabó conocimiento con unos civiles de la fábrica que le proporcionaron una cuchilla de zapatero y los enseres necesarios. Él les arregló tres o cuatro pares de zapatos en el mismo lugar de trabajo, camuflado en un rincón, y en unos días les cambió las suelas. Ya dije anteriormente que la profesión de Eduardo era zapatero y como no estábamos ocupados continuamente, había muchos momentos en que teníamos que estar

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parados esperando los bloques. Los civiles no pagaron con dinero pero varios días seguidos trajeron una escudilla que Eduardo les había prestado para el caso llena hasta los bordes de comida sustanciosa, regularmente estofado de carne con patatas que estaba estupendo. Esta comida casera la compartíamos. Todas estas operaciones se hicieron con el mayor sigilo sin que nadie viese nada, ni propios ni extraños.

En Steyr íbamos bien alimentados pues yo cada día percibía reenganche por afeitar a Max, el jefe de Block, quien me daba a diario un pedazo de pan y un cigarrillo aunque desde hacía algún tiempo Eduardo y yo habíamos dejado de fumar. Esto ocurrió en Brestein y fue a raiz de la época en que pasamos tanta hambre. No sé qué santo se había colgado, el caso es que con tanta penuria nos dieron tres cigarrillos a cada uno de los integrantes del comando y como medio para conseguir un poco más de comida, acordamos guardarlos y cambiarlos al cabo de unos días por comida. Se los cambiamos a un conocido de la cocina y desde entonces ya no he fumado más; no sé si Eduardo sigue fumando pero mientras estuvimos juntos nunca le vi hacerlo.

Desde que estábamos en Steyr lo pasábamos muy bien por vivir con relativa abundancia. En mi Block, por debajo del jefe, que debía ser alemán por lo bien que hablaba su lengua, había un segundo que hacía de Kapo en el grupo de los que íbamos a la fábrica y repartía la comida. Nosotros le llamábamos el «cigüeño» porque era muy alto y robusto pero tenía una cabeza muy pequeña. Veía como yo afeitaba a todo el personal del Block excepto a él; conmigo siempre se hacía el remolón y eso me tenía mosqueado; quizás se afeitaba en otro Block. Además ocurría otra cosa: era costumbre que el repartidor de comida llamara a los que tenían que recibir reenganche, así que para ir a buscarlo yo tenía que oír primero la palabra Friseur, paraba la escudilla y me lo daban, pero si no me llamaban no iba; lo malo es que cuando hacíamos el turno de día y comíamos en la fábrica, la mayor parte de los días el «cigüeño» no me llamaba para el reenganche. El gitano me preguntó más de una vez si me lo daban pero nunca le dije la verdad por temor a lo que me pudiese ocurrir; le decía que sí en espera de que las cosas cambiasen. La semana que

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íbamos de noche a trabajar y por ello repartía la comida de mediodía en el Block, por lo regular el jefe veía como lo hacía y entonces el muy puta sí me llamaba.

El «cigüeño» era un preso de delito común, o sea, un bandido, un ladrón o un asesino. En realidad era un mal elemento pues todos los presos de delito común que había en los campos estaban por ser muy recalcitrantes y eran considerados malhechores y un peligro para la sociedad; como máximo castigo los internaban allí de por vida. Todos los jefes de Block, a excepción del gitano, y los que tenían cargos de responsabilidad, eran unos verdaderos bandidos y como tales se comportaban. Así que toda la plana mayor del campo era lo peor de la hez de la sociedad y el más bandido de todos era el jefe del campo interno.

La persecución del «cigüeño» no se limitó a no darme mi reenganche bien ganado. Como venia de Kapo de mi turno siempre estaba pendiente de mí, tanto en las formaciones como en el trabajo y por eso debía estar ojo avizor en todo momento para que no me cogiera en falta por el más mínimo detalle. Al cabo de unos días de esta persecución cuya causa ignoraba por completo, un día delante de todos me llamó Jude, que quiere decir judio. Ese era el motivo de que se ensañara conmigo: tengo una nariz aguileña propia de muchos hombres de raza judía y creyó o quiso creer que lo era. Llegó un mo-mento en que para dirigirse a mí no tenía otro epíteto que ese y me mostraba a mis compañeros señalándome con el dedo como si fuera un ser despreciable. El «cigüeño», además de estar allí por ladrón o asesino -llevaba el triángulo verde- era también un furibundo nazi y, por supuesto, un racista. Yo vivía obsesionado por su tiranía, me perseguía como si fuera mi sombra y de tanto en tanto me soltaba una bofetada o una patada. No me dio ninguna paliza durante el tiempo que duró su persecución pero un bofetón o una patada, todos los días, y esto duró muchos meses.

Cuando llegué a Steyr tenía un aspecto magnífico e incluso estaba un poco gordo pero poco a poco fui perdiendo peso porque la ofensiva que desató el «cigüeño» sobre mí pronto se notó en mi aspecto. Sólo percibía la ración que era para ir tirando y como estuve

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bastante tiempo así, iba perdiendo peso a ojos vista. Cada día afeitaba al gitano pero como me veía tan a menudo y era bastante despistado, no se daba cuenta de mí transformación. Un día parece ser que se dio cuenta de que había cambiado mucho y ya no era aquel Friseur más o menos orondo que un día llegó a su Block. Me preguntó si Estein, que así se llamaba el «cigüeño», me daba reenganche. Yo le dije que sí porque temía que la verdad fuera muy peligrosa para mí, además Estein era alemán y ambicionaba ser jefe de Block. En el campo el gitano tenía menos influencia que Estein, que era un nazi destacado, por lo tanto me callé. Cuando el gitano estaba por allí a la hora del reparto, me llamaba y me daba un buen cazo que casi llenaba la escudilla.

Una tarde de verano, después de haber salido del turno de día, el «cigüeño» llamó a unos cuantos, entre ellos a mí, y nos hizo formar en grupo. Fuimos a realizar un trabajo que consistía en trasladar de un lugar a otro un montón de ladrillos. Cogíamos unos cuatro en brazos o sobre el hombro y los íbamos trasladando pero para reducir distancia pasábamos por encima de una cisterna bastante grande en cuyo fondo había agua. La atravesábamos por un tablón muy ancho que la cruzaba. Yo llevaba hechos unos cuantos viajes y en uno de ellos, al poner el pie en el tablón y cargado de ladrillos, vino el «cigüeño» por detrás y me puso la zancadilla con lo cual fui abajo de la cisterna con todos los ladrillos que llevaba. Había como un metro de agua y esto fue mi salvación porque era la cantidad suficiente para amortiguar el golpe de la caida y para no cubrirme, de lo contrario me hubiera ahogado al no saber nadar. Con la ayuda de unas cuerdas que trajeron al cabo de un rato me sacaron de la cisterna. Cuando estuve arriba, chorreando agua por los cuatro costados, vino el «cigüeño» al que todos habían visto ponerme la zancadilla y delante de todos me apostrofó como si hubiera sido torpeza mia el haber caído, me llamó Jude y me dio una patada. Más tarde mis compañeros me preguntaron por qué no se lo decía al jefe de Block, sobre todo después de lo ocurrido en la cisterna, pero no me atreví a formular ninguna queja; me tenía atemorizado y era una verdadera pesadilla tanto de día como de noche.

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También Eduardo lo estaba pasando mal y aunque íbamos juntos al trabajo, estábamos en diferentes Blocks y el jefe del suyo, que se llamaba Peter y era un degenerado y un homosexual empedernido, se fijó en Eduardo y se encaprichó de él. Le asediaba con la misma táctica que todos, dándole de vez en cuando comida que no se podía rehusar pues hubiese sido como una afrenta, además él ya sabia el porqué de tales predilecciones y a no tardar le haría proposiciones deshonestas. El pobre Eduardo estaba aterrado pues a un muchacho tan honesto como él, de unos principios tan elevados y de una formación íntegra esto tenía que hacerle estar en un estado de ánimo altamente preocupante.

Los dos estábamos pasando por días muy desagradables por el capricho de dos bandidos catalogados como reclusos de delito común, pero en el campo de concentración donde todo lo deshonroso tenía cabida, imponían su ley, la del terror, y daban rienda suelta a los vicios más execrables. «El cigüeño», por un fanatismo racista que tenía sus raices en el nazismo, y Peter por el placer de gozar de la juventud de un joven honesto. Había que ir con mucho tacto ya que esta clase de sátrapas, en un momento de soberbia, podían lanzarte contra la alambrada eléctrica donde los guardias S.S. cosían a tiros al que se aproximaba a ella sin darle siquiera el alto. Al fin y al cabo era uno menos de los muchos que había por liquidar. Yo no se hasta qué punto hubiese resistido Eduardo el asedio de Peter pero si sé que lo tenía que pasar muy mal pues era un bandido y un jefe de Block con omnipotencia en el medio en que vivíamos, pero algo tenía que ocurrir para que Eduardo se pudiera salvar.

Los jefes de Block tenían completa potestad dentro del régimen interno de cada uno y los que pertenecían a él no tenían medio alguno para poder alegar el atropello de que pudiera ser objeto. Por ejemplo, uno de estos mandamases, por lo que fuese podía matar de hambre a uno. Si a la hora del reparto de la comida va uno a por ella y en vez de esto le dan un par de bofetadas, a ver quien es el valiente que al día siguiente se atreve a ir a por su ración porque si va, en vez de dos bofetadas te dan veinte y a los dos o tres días, liquidado.

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Había una moral en el campo que no tenía nada que ver con la moral de una sociedad libre. Los reclusos de delito común recluidos en campos de exterminio no tenían posibilidad de salir jamás de allí, por ello su único mundo era el campo. Como lo sabían, lo mejor era plegarse a los alemanes pues los S.S. sólo vigilaban el campo desde detrás de las alambradas y desde lo alto de unos puestos que dominaban todos los ángulos. Por tanto, la administración y distribución de todo lo que pudiese llegar al campo era cosa del jefe interno, un preso de delito común que tenía su secretario general. Este jefe interno vivía mejor que el jefe de la S.S.; los jefes de Block, que eran como su estado mayor, también vivían con opulencia y no carecían de nada: cigarrillos, licores, comida a su gusto... sólo les faltaba la libertad. Por lo regular, cada jefe tenía su valet de chambre que desde primera hora de la mañana ya estaba a disposición del jefe, a no ser que los dos hubiesen dormido en la misma cama, y antes de que se levantara ya le tenía preparadas las zapatillas, le ayudaba a vestirse, le preparaba el desayuno y así todo el día. Cuando el jefe tenía que irse a la cama que, por cierto, era como la de cualquier recluso, ya le había abierto las sábanas procurando que la colcha y las mantas, sí era invierno, estuviesen bien dispuestas y lo mismo pasaba con la almohada. Además tenía su sastre, su cocinero y también su barbero, o sea, igual que un personaje. En aquellos tiem-pos no había mujeres en el campo, después sí las hubo, por lo menos en Mauthausen, pero se arreglaban con los muchachos y ellos se habían depravado de tal manera que para poder gozar de estos privilegios, estaban dispuestos a todo. Los había que eran sádicos y el que llevaba la fama de ser el más cruel ostentaba su prestigio como un galardón.

Eduardo tenía que salvarse de los caprichos del pederasta. Una tarde después del Appell se armó un gran alboroto: Peter estaba agonizando. Parece ser que aquel día esperaba a alguien que debía ve-nir de la fábrica para traerle una botella de Schnaps, producto de algún cambalache efectuado entre un civil de la fábrica y el que le trajo la botella. Sabiendo Peter que la botella estaba debajo de la almohada y con el afán de un bebedor empedernido, sin percatarse de

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nada se bebió un buen trago. Pero el contenido de la botella, en lugar de ser Schnaps era aguarrás y al pasarle el corrosivo por la boca y la garganta, como era un elemento cáustico, se quemó interiormente. El problema fue que hasta la mañana siguiente no se le podía hacer ninguna intervención ni podía ser hospitalizado en ningún centro ya que sólo había una simple enfermería sin médico de guardia. Además estaba completamente prohibido en el campo molestar al mando militar bajo ningún concepto, aunque se tratase de la vida de un recluso y Peter no era otra cosa que un recluso.

Tuvo que pasar la noche sin asistencia y a la mañana siguiente fue llevado al hospital pero, según alguien que le vio, estaba destrozado pues el aguarrás le había quemado la lengua, la boca y la garganta. El caso es que ya no supimos más de él, sólo se dijo que la S.S. hizo averiguaciones y al descubrirse que lo ocurrido fue causa de un cambio de algo comestible por licor, fue liquidado. Y así fue como Eduardo se salvó del calvario que se le venia encima.

Estos gerifaltes vivían como reyes. Todo el personal del Block dependía de ellos así como la comida que repartían a su antojo. También se quedaban con gran parte de la comida en frió. Los Kapos que iban a la fábrica hablaban con los civiles que estaban al cargo de la parte técnica, unos veinte, y en el interior de la fábrica los Kapos tenían mucha relación con dichos civiles, pues la S.S. se limitaba a montar la guardia en el exterior. En contadas ocasiones vi al jefe de la guardia dentro de la fábrica y era allí donde intercambiaban lo que fuese.

Todos estos reyezuelos estaban bajo la autoridad absoluta del jefe interno del campo que daba y quitaba cargos y era más respetado que un general. Este sujeto, de quien por allí se decía que había sido el jefe de una banda de gangsters en Viena, también tenía su estado mayor formado principalmente por los más destacados jefes de Block. No todos tenían la misma preponderancia; algunos ocupaban cargos pero tenían poca influencia, es decir, que dentro del mismo cometido había categorías y el jefe era, como si dijéramos, el emperador. En efecto, se daba aires de Cesar.

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En el campo de Steyr a los parias les hacían llevar el pelo cortado al rape. Rapábamos el cabello cuando tenía tres o cuatro centímetros de largo, ya que los alemanes lo aprovechaban para algo y había que recogerlo. Mientras crecía, una vez por semana y con la máquina del cero les cortábamos el pelo con todo lo ancho de la máquina haciendo una raya desde la frente al cogote así que íbamos marcados como si fuéramos simples terneros. Con esta marca, si se escapaba un recluso podían identificarlo con más facilidad. Los preeminentes se hacían afeitar la cabeza como señal de distinción y llevaban la testuz igual que una bola de billar.

En una ocasión, el gitano me dijo que tenía que afeitar al jefe del campo porque su barbero estaba indispuesto. Fui a su Block y cuando llegué ante él, se encontraba tomando un baño en una rústica bañera, pero bañera al fin y al cabo. ¡Estábamos en un campo de concentración y el que estaba dentro de la bañera tomando un baño de agua caliente no era otra cosa que un recluso de delito común! Hizo que le afeitase la cabeza y la cara mientras tomaba su baño -mayor epicureismo no cabe- y cuando terminé me dijo Gut y me dio un pan de dos kilos como premio a mi trabajo.

Después de algunos meses de trabajar en el transporte de los bloques para hacer los motores nos cambiaron de trabajo. A Eduardo y a mí nos dieron un trabajo en el interior de la fábrica que era relativamente descansado porque trabajábamos sentados en la sección de rodillos para cojinetes que usaban los motores de locomoción y los aviones.

Me pusieron sentado en un taburete giratorio enfrente de una pequeña máquina que debía mover hacía una muela de esmeril que daba vueltas a gran velocidad y le daba dos o tres pasadas con ella al cojinete. Junto a la máquina teníamos un «pie de rey» para medir los cojinetes. Era una función de fácil aprendizaje, y el trabajo en sí era muy monótono. Siempre hacíamos el mismo movimiento y como no era nada fatigoso pero eran once horas cada día, uno dejaba correr las fantasías de su imaginación y así parecía que las horas corrían más deprisa.

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En este trabajo también hacíamos turnos de día y de noche. Era para una empresa privada y en ella trabajaban algunos civiles austríacos. El director de la fábrica tenía una gran oficina y solo le veíamos en el turno de día. A diferencia del resto de los civiles que eran muy agradables, simpáticos y nos tenían en consideración, éste era un tipo un poco repelente. Al poco tiempo le bautizamos «Drácula» porque se parecía algo a este personaje.

En la grandiosa fábrica había algunas naves en las que sólo trabajaban obreros de la Europa dominada por los nazis y estos dormían y comían allí mismo. Aunque estaban bajo control, no eran reclusos por tanto tenían libertad para ir a la ciudad que estaba a dos o tres kilómetros. Nosotros no los vimos ni una sola vez. En toda la fábrica posiblemente habría más de veinte civiles pero la industria estaba dividida en varias secciones. En la nuestra había tres y uno que se llamaba Joseph se hizo muy amigo de Eduardo quien, sin hablar muy bien el alemán se hacía entender bastante. Este austríaco de unos treinta años siempre estaba dispuesto a cualquier ayuda pero, eso sí, con la mayor prudencia pues tenían prohibido por el «Drácula» hablar con los reclusos. Joseph ayudó a gente en más de una ocasión, sobre todo a mí pues carecía de un medicamento que en el comando no había podido conseguir. Eduardo consiguió que Joseph me lo trajera a pesar de que para conseguirlo hacía falta receta. Como no tenía con qué pagárselo y él lo sabia, cuando le demostraba mi agradecimiento por su altruismo me decía sonriendo que ya se lo pagaría cuando terminase la guerra.

Todo lo que acabo de relatar fue en el transcurso de algún tiempo por tanto se habían producido acontecimientos de gran importancia en la marcha de la guerra. Nosotros llegamos a Steyr en septiembre del 42 y estábamos a finales del 43. Había pasado un año o más y los americanos se iban acercando. Desembarcaron en Africa del Norte y en Italia. A veces veíamos, aunque a gran altura, los aviones norte-americanos procedentes de Italia que en pleno día y con sus alas brillando al sol pasaban por encima de nuestras cabezas atravesando Austria para ira bombardear Alemania. Para llegar a sus objetivos tenían que sobrevolar terreno enemigo pero entonces ya eran los

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dueños del espacio. También se había producido la gran ofensiva rusa sobre Stalingrado con la capitulación del ejercito alemán mandado por el mariscal Von Paulus.

A finales de 1943 nuestra moral era muy elevada, nos sentíamos vencedores y nuestra situación parecía estable, sólo había una nube en el firmamento de mis ilusiones, el «cigüeño», que seguía persi-guiéndome. En una hora u otra tenía que amargarme la existencia y me despreciaba con la palabra Jude que, de ser cierta, hubiera sido como mi sentencia de muerte. Siempre procuraba maltratarme cuando no hubiese nadie que pudiera llamarle la atención por tachar de judio a un español.

Un día a la medianoche, la hora de los fantasmas, estábamos trabajando casi sin luz por la defensa antiaérea, sólo teníamos la luz de unas lámparas portátiles que había en cada máquina. Estaba trabajando con los rodillos y, de pronto, vi que por encima de mi cabeza y sin un ruido que la precediera, se puso enfrente de mi rostro otro rostro que no era más que el del «cigüeño». En el silencio de la noche y calzando zapatillas se había acercado a mí sigilosamente y como era tan largo y tenía la cabeza tan pequeña, había podido elevarse por detrás hasta el punto de poner su cabeza frente a la mía pero invertida. Con voz cavernosa me dijo ¡Jude!. Fue una escena digna de llevarse al cine en un film de terror pues eso es lo que sentí en aquel momento y en muchos otros. En verdad me tenía aterrorizado y sólo yo sabía en qué infierno me tenía sumido con su cotidiana persecución. Estaba totalmente acomplejado y ni siquiera podía tener sueños agradables, pensando en los míos o en la libertad que veíamos acercarse, porque toda mi imaginación estaba embargada por su infernal figura, por los apóstrofes que profería y por los golpes que continuamente dejaba caer sobre mí.

En el campo de Steyr había diversas nacionalidades pero la más numerosa era la española y la polaca, también había franceses, e italianos. Entre estos últimos había un cura de unos veinticinco años con el cual departíamos en muchas conversaciones y muchas veces se unía con nuestro grupo en el que estaba Mateo el filósofo, el idealista Pey, Eduardo y algún otro.

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Cerca había otro campo en el que sólo había mujeres rusas, por lo regular jóvenes, que debían trabajar en alguna fábrica o manufactura y al terminar su trabajo quedaban recluidas, por tanto no gozaban de libertad. Nosotros las veíamos de pasada y de lejos.

En los turnos de noche, cuando trabajaba con mi máquina siempre estaba pendiente de la aparición del «cigüeño» y no tenía tranquilidad porque de tanto en tanto hacía la ronda para ver cómo iba el trabajo. Alguna vez venía por detrás y repetía la aparición, otras veces venía de frente, o por los lados, como surgiendo de las sombras con su aire fantasmal. Por eso las semanas que hacíamos el turno de noche sentía, a mi pesar, cierto temor por este neurótico personaje que me tenía obsesionado.

Estábamos ya en octubre del 43 y llevábamos más de un año en Steyr. Había estado lloviendo tres o cuatro días seguidos de manera intermitente por lo que el campo de tierra estaba hecho un barrizal; no era como el de Mauthausen cuyas calles estaban adoquinadas. Para ir y volver del trabajo lo hacíamos en el tren pero había que hacer grandes trechos a pie y, por tanto, pisar mucho barro, pero en los tres campos en que estuve nunca nos dieron calcetines. En Steyr, como había algún trapo para limpiar las máquinas, poco a poco cada cual se hizo con un par de trapos que nos hacían de calcetines.

Una madrugada, al filo de las seis, repartieron un poco de sopa que de vez en cuando traían de la cocina de la fábrica, que era la de los obreros de países ocupados por los nazis pero que no eran reclusos. Venía muy bien ingerir algo caliente y sustancioso a esas horas. La repartía un Kapo alemán que era muy jactancioso y bastante chulo, preso de delito común. No supe en el momento el motivo de la reyerta pero parece ser que el Kapo, cuando repartía a los de su Block, les llenaba más el cazo y ninguno de ellos era español. Alguien le llamó la atención para que hiciera un reparto más equitativo, el caso es que entablaron una discusión y llegaron a las manos dándose algún que otro golpe. La trifulca que se armó llegó a oidos del jefe de la S.S., un teniente que en cuanto llegó lo calmó todo y cada cual fue a su trabajo. Cuando terminamos la jornada a las ocho de la mañana y formamos para ir al campo el ambiente entre los

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españoles estaba algo enrarecido y me enteré de que el español que le había plantado cara al Kapo, había sido durante cierto tiempo Kapo al servicio de los alemanes pero hacía unos meses que le habían desposeído del cargo y pasó a ser un paría. Como cuando era Kapo se reunía con los otros colegas y algún mandamás del campo, aquella noche se creyó importante y parece ser que aun le quedaban resabios de poder y con ciertas ínfulas y gran irresponsabilidad, quiso hacer de justiciero. Sabía que un Kapo ante la S.S. era un representante de ellos mismos y que estaba castigado con la mayor dureza cualquier acto de protesta y menos atrever a pegarse con un Kapo. De momento, ya no sirvieron más sopa ninguna otra madrugada.

Al llegar al campo y entrar en el Block, Max me llamó y me dijo que tenía que afeitarle enseguida. Cuando empecé a remojarle me dijo que no fuera muy deprisa y aun estaba dándole jabón cuando entró el «cigüeño». Con grandes gritos, ordenó que todo el mundo saliera a la calle pero el jefe me dijo que estuviera tranquilo y el «cigüeño», al ver que me quedaba dentro, me lanzó una mirada que creo que me atravesó, cerrando la puerta de un portazo. Cuando terminé de afeitar a Max me ordenó que no saliese para nada a la calle y que me fuese a la cama. Él ya estaba enterado de lo que había pasado en la fábrica y también por experiencia sabía lo que podría pasar, por eso hizo que le afeitase enseguida al llegar para que en la formación de todos los que habían estado en la fábrica, no me viese involucrado en la represalia que iba a tomar la S.S. contra los españoles.

Hicieron formar sólo a los españoles del turno de la noche y la formación fue de uno en fondo. Pude verlo todo porque atisbé desde lo alto de una ventana que daba enfrente de donde estaba la formación, a unos veinticinco metros de mí. Había unos doscientos formados pues había de otros Blocks, entre ellos Eduardo. Estaban presentes todos los Kapos y jefes de Block, armados de unas varas de goma del tamaño de la muñeca. Comenzó la fiesta en presen-cía del jefe de la S.S. y varios más pertenecientes a la guardia del campo. Comenzaron la marcha en formación de a cinco, pasaron a paso ligero y enseguida a correr a toda marcha y procurando guardar la línea. El

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que no la guardaba recibía un golpe pues los Kapos que iban con las varas de goma también corrían. Debían ser unos veinte entre Kapos y jefes de Block, todos con la vara en la mano. Para ellos aquello era una fiesta y como los castigados eran todos españoles y entre los castigadores no había ningún español, al grito de Spanish!, ¡garrotazo! ¡Cómo gozaban! Entre gritos y golpes continuaba la marcha. Este castigo tenía que durar dos horas y cada media hora había cinco minutos de descanso para volver a empezar. La primera media hora sólo les hicieron andar y correr a toda marcha. Cuando habían recorrido unos cincuenta metros les hacían dar media vuelta. A consecuencia de la lluvia de los últimos días, el suelo que pateaban pronto se convirtió en un barrizal. Después del primer descanso de cinco minutos reemprendieron la marcha y el segundo espacio se desarrolló más o menos como el primero. En los campos nazis era un deshonor rendirse ante un castigo y, aunque las vergas eran para hacer guardar la formación más que para pegar con ellas, el castigo en sí era bastante duro y en el tercer período ya estaban de barro hasta las rodillas. Mientras tanto, al español que fue el origen de este castigo colectivo, la verga sí que le golpeaba de verdad y le castigaban duramente para doblegarlo y rendirle, pero a pesar de los golpes y todos los ejercicios que le hacían hacer, aguantaba con todo lo que se le venía encima.

En el tercer periodo todo fue igual que los anteriores aunque algunos daban muestras de gran cansancio. Cuando parecía que uno no podía continuar, el Kapo o jefe de Block, en lugar de hacerle reaccionar a golpe de verga, era todo lo contrario: le ayudaba a proseguir cogiéndole del brazo y con palabras de aliento le instaba a que no dejara la formación. En esto se distinguía el «cigüeño», sobre todo con los que eran de su grupo. Yo, en esos momentos pensé si a mí me habría ayudado pero por suerte me había librado de aquel suplicio gracias al gitano que, por cierto, no se sumó con los demás gerifaltes porque esto a él no le iba.

El último periodo fue de espanto. Después del descanso había algunos capos que querían poner a prueba la resistencia de los españoles pero con gran sacrificio casi llegaron al final. En el último

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minuto el jefe de la S.S. ordenó una marcha ligera y en vista de que esto no era posible, para terminar mandó: ¡todos al suelo! y como un solo hombre todos se lanzaron al suelo y sus cuerpos fueron cubiertos por el barrizal. En un segundo desparecieron los trajes de rayas y aparecieron todos de un color parduzco, hasta los rostros estaban llenos de barro. Ayudados por los Kapos y muchos por su mismo pie, se sentaban en el suelo en un lugar sin barro. El español culpable de todo aquel desaguisado recibió un duro castigo aparte del grupo pero, haciendo gala de un gran amor propio, estuvo hasta el final sin derrumbarse y el jefe de la S.S. le hizo pasar al grupo.

Acto seguido mandaron formar y cuando ya estuvieron formados pero llenos de barro de la cabeza a los pies, el jefe de la S.S., por mediación de un intérprete, les dijo que un Kapo era el representante de la S.S. cuando ésta no estaba y por tanto le debíamos absoluta obediencia. El castigo que había infligido era para que les sirviese de ejemplo, por tanto esperaba que no volviese a suceder pues si sucedía no lo podrían contar.

Una vez terminó se marchó y dejó el mando a un jefe de Block que ordenó que fuesen a ducharse y a lavarse la ropa. Como era fin de semana tenían muchas horas para poder recuperarse. Se lavaron las ropas en las mismas duchas y los jefes les dieron permiso para meterse desnudos en la cama y no levantarse mientras se les secaban ya que no teníamos otra muda ni otro traje que el que llevábamos encima.

En cuanto pasó todo fui en busca de Eduardo al que encontré en la ducha donde todos se estaban recuperando bastante bien pues el gran cansancio ya se les iba pasando. Le ayudé en lo que pude y le expliqué cómo me había salvado del castigo y él me dijo que creía que yo también había estado sufriendo el castigo y temía que dado mi estado de salud quizás hubiese podido pasarme algo muy desagradable.

Los nazis utilizaban la táctica del castigo colectivo en lugar de infligirlo solamente a quien hubiera cometido la falta, con esto lograban que no exaltásemos a nadie o lo ensalzáramos como líder y que en un momento dado se rebelara contra la ley del campo

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promovida por los jefes y los Kapos. Esta era la de administrar como a ellos les viniese en gana y repartir la comida y aplicar los castigos que creyesen convenientes, desde luego con la aquiescencia del mando de la S.S. Por tanto ya era sabido que el menor gesto de protesta o de reivindicación de algo que nos pudiese afectar sería castigado de manera colectiva, creando un freno a todo deseo de rebelión.

En todo el tiempo que estuve en los campos nazis éste fue el único caso que vi de enfrentamiento entre un recluso y un Kapo. El espíritu de lucha estaba completamente descartado pues todo lo más que se podía conseguir era que por un simple gesto de disconformidad, luego tuviéramos que lamentarlo, por tanto la única consigna viable era la de aguantar, no había otra alternativa. El terror y el hambre nos tenían apresados y sin estímulo alguno para so-liviantarnos contra la terrible disciplina; al contrarío, éramos seres sumisos y nos adaptábamos al medio de la mejor manera posible. Si en algunos aspectos no claudicábamos era porque, quien más quien menos, tenía una formación política y unos principios que nos hacían sentir y ver las cosas de muy distinto modo a como las veían individuos de otras nacionalidades.

En general, los españoles nos podíamos sentir orgullosos de nuestra manera de comportarnos pues nuestra nacionalidad fue la que se comportó con mayor dignidad en los campos. Los alemanes, justo es decirlo, a pesar de los pesares miraban a los españoles con cierta simpatía pues, en muchos casos, cuando un guardia de la S.S. estaba fumando y había cien ojos que miraban qué hacía con la colilla, casi siempre se la tiraba a un español.

Los meses iban transcurriendo y estábamos casi a finales de 1943. Llevábamos quince meses en Steyr y el próximo año 1944 podía ser el de la victoria de los aliados y, por tanto, el de nuestra liberación.

Llegaron las Navidades pero no fueron como las que pasamos en Brestein, celebradas con cierta ilusión a nuestra manera y con los pocos medios con que contábamos. Nuestra situación en el comando había sido muy irregular, teníamos el peso de la contienda con los

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alemanes avanzando por todos los frentes excepto ante Moscú, donde los habían parado los rusos, pero ahora, en vísperas de 1944, los ejércitos alemanes habían sido ampliamente vencidos en Stalingrado. Allí fue la gran victoria del ejercito ruso que había hecho retirar a los nazis del cerco que tenían puesto en Leníngrado, por tanto las tropas alemanas, aunque hacían alardes de esporádicas ofensivas, habían perdido la iniciativa que tuvieron en el 40 y en el 41, por esto esperábamos el año 44 que podría ser el final de esta guerra tan larga y cruel.

Es posible que en algún otro campo la actitud de los españoles no fuese tan pasiva, por tanto valoro en lo que se merece lo que llegaron a conseguir en cuanto a organización o espíritu de lucha pero esto no es óbice para dejar bien sentado que en el poco tiempo que estuve en Mauthausen, desde enero de 1941 hasta septiembre del mismo año, no supe nada de lo que pudiese haber de organización en aquel entonces y desde que salí para Brestein y después en Steyr, no hubo nunca coordinación ni posibilidades para actuar de otro modo a como se actuó, y creo que fue con dignidad.

En el campo había un grupo musical al frente del cual estaba un muchacho que hacía de carpintero y él había sido quien había formado el conjunto. Este compañero era de Lleida por tanto casi éramos con-ciudadanos, además mí mujer era de allí. No puedo citar su nombre pues no lo recuerdo. Algunos domingos hacían algún festival en algún Block por turno. Había un cantador de jotas, uno de cante flamenco y un rapsoda. También contribuía al espectáculo un compañero austríaco de unos cuarenta años, muy popular y querido por todos, apodado el «Miky», en memoria del célebre personaje de Walt Disney Mickey Mouse, que cantaba canciones vienesas. Había una canción que él había popularizado en el comando titulada «Mamuchi», que en castellano quiere decir «mamita», de carácter sentimental, muy pegadiza, y nos llenaba de nostalgia pues aunque la cantaba en alemán comprendíamos su contenido: era un canto a la madre. Yo, aunque no la haya citado ninguna vez, la tenía siempre en mi pensamiento, a ella y a mis hermanos.

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No hay que olvidar que estuvimos cinco años en los campos de la muerte donde muchos, al entrar, se acogían a la moral del campo y los prejuicios de la sociedad los dejaban para otros. Sólo cruzar la puerta del campo y saber lo que allí se guisaba se plegaban a todo, dispuestos a llevar a cabo lo que fuese menester con tal de subsistir y que redundase en algún provecho. Empezaban por hacerse una nueva moral que era la que reinaba entre los preeminentes.

Durante los primeros años, en Mauthausen no había manera de tener contacto con mujeres pero en el 43 trajeron unas cuantas de origen judío y polaco. Se dijo que eran prostitutas y los preeminentes del campo podían cohabitar con ellas. Si lo eran o no, no lo sé, el caso es que los reclusos destacados podían hacerlo también pero esto no llegó nunca a los comandos así que se dedicaban a los muchachos. También se decía de las orgias que tenían lugar a altas horas de la noche entre los homosexuales, que la gran parte de los jefes de Block eran unos degenerados y así daban rienda suelta a sus instintos. De vez en cuando llegaban al campo de Steyr, procedentes de la Europa ocupada por los nazis y en particular de Polonia, mezclados con otros muchos deportados, verdaderos muchachos que era lo que apetecía a los jefes.

Un día tuve una discusión con un jefe de Block que era, de Barcelona, conocido en el campo con el sobrenombre de «capitán», quizás debió serlo en los ejércitos de la República. Más de una vez se mezcló en las conversaciones que sosteníamos pues, a excepción de Eduardo, todos hablábamos el catalán. Un día él y yo sacamos el tema de la homosexualidad en el campo y él lo consideraba algo muy normal, no como una degeneración del individuo pues, según él, un hombre que se siente macho, al no haber mujeres, lo más lógico es que penetrase a otro aunque fuese de su propio sexo. Este tema lo debatíamos él y yo pues los demás estaban hablando de otras cosas, por lo tanto no se generalizó una cuestión tan escabrosa. Entre varios conceptos que esgrimí contra el sodomismo, le dije una cosa que recuerdo a través de los años: fue que si algún día volviese a vivir libremente en una sociedad normal, expusiese su punto de vista ante

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sus amigos si estos eran sexualmente normales, pues lo primero que le dirían seria que es tan maricón el que da como el que toma.

Recuerdo a un muchacho polaco de unos dieciocho años, muy guapo y de aspecto distinguido, que por sus maneras parecía pertenecer a la clase pudiente. Por el orden del abecedario fue enviado a mi

Block pero el gitano, entre otras virtudes, tampoco era homosexual por tanto no le tenía ninguna consideración y le trataba como a cualquier otro. Pero después del trabajo venían los jefes de otros Blocks con un pretexto u otro para ver al gitano y él sabia que venían por el muchacho. Todos hubiesen querido llevárselo a su Block, cosa que él no consintió, pero a los pocos días vino el jefe de campo, al que yo afeité aquella vez mientras tomaba un baño, y se lo llevó haciéndole su ordenanza y, por tanto, su concubino.

Cuando uno de estos muchachos tomaba posesión de su cargo sufría una transformación. El que llegaba a ser el protegido de turno, gozaba de todas la prebendas que el campo le podía ofrecer: tenía la cama en lugar privilegiado y estratégico; la ropa que usaba, aunque era de presidiario, era muy escogida, ajustada a su medida por el sastre del jefe, con el pantalón bien planchado y con la raya bien marcada. También llevaban hombreras supletorias, en fin, como un maniquí vestido de presidiario, además, como estaban bien alimentados tenían muy buen aspecto.

Los meses pasaban y, aunque pasaba algo de hambre, mi naturaleza se había adaptado a la cantidad de comida para no morirme. Llegó un momento en que tenía la misma apariencia que cualquiera de los parias y, según mis cálculos, debía pesar cerca de los cincuenta kilos. De vez en cuando, el gitano me daba una escudilla hasta arriba de comida y algún día que por cualquier circunstancia repartía él la comida, también percibía doble ración. El «cigüeño» seguía haciéndome la vida imposible y mi pensamiento, mientras no dormía, lo tenía siempre sojuzgado por él y alguna noche también tuve alguna pesadilla por culpa de este grotesco y neurótico elemento.

Cuando me disponía a dormir deseaba soñar con un mundo diferente al que me rodeaba; alguna vez tenía sueños muy agradables

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que siempre se desarrollaban en Fraga y alguna vez en Lleida. Por lo regular en ellos siempre era joven y a veces no estaba ni casado. Alguno de estos sueños todavía está en mi mente y posiblemente eran derivados de lo que mi imaginación desarrollaba durante mi estado de vigilia.

Un día, al regreso del trabajo del turno de la noche nos dieron la noticia de que dos reclusos se habían fugado del campo y los fugados eran nada menos que el jefe interno del campo, llamado con el remoquete de Grosbandit , y el otro era el popular Miky que, como ya he dicho, era un preso político. Él no tenía ningún cargo que lo distanciase de los parias pero fuese por lo que fuese, estaba muy protegido por los mandamases con los cuales alternaba. A pesar de ello estaba muy bien visto por todos y desde luego entre los que le protegían estaba el jefe interno. Los dos eran austríacos y debieron fraguar la fuga con toda clase de detalles y de medios, así que debían tener ropa de civil y dinero en abundancia. Todos pensamos que a estos fugados, conocedores del terreno y del idioma del país, habría muchos que los encubrirían pues ellos eran austríacos.

A consecuencia de esta fuga hubo una gran represalia contra los jefes de Block. Algunos fueron desposeídos de sus cargos y en lugar de mandarlos al Block que fuese los dejaron en la calle. Los nuevos jefes que entraron eran alemanes y los restantes todos austríacos pues acto seguido de cesarlos ya habían nombrado a los nuevos para que castigasen a sus predecesores de manera ejemplar. En total eran seis y el trabajo que les mandaron hacer fue terrible. Entre dos Blocks había un espacio preparado para infligir castigo a los condenados cuyo suelo estaba cubierto con medio metro de espesor de arena reblandecida. Les dieron un carretón para cada uno cargado de piedras que tenía que ser trasladado de un lado a otro de la calle y sin pararse ni un segundo. Cada nuevo jefe llevaba una vara de goma como las que usaron para castigar a los españoles. Aquello había sido dantesco pero aún lo superó este nuevo castigo. Al empezar a tirar del carretón cargado de piedras, como todos los castigados estaban en plenitud de facultades físicas y muy bien cebados, aun lo hacían rodar. Nosotros no trabajábamos porque habíamos hecho el turno de la noche, y hasta

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las siete de la tarde estábamos libres así que el jefe de la S.S. permitió que el que quisiera ver el castigo podía hacerlo. Muchos lo vieron de principio a fin, yo solo lo vi un rato, después me fui a dormir.

Durante todo el día estuvieron soportando el duro castigo con un S.S. siempre presente y a pesar de lo fuertes que estaban, a las dos o tres horas, cuando volví a salir porque no podía dormirme, vi que ya no podían con su alma. Los seis eran austríacos y los seis nuevos jefes eran alemanes, por tanto, allí en el campo eran antagónicos, dos nacionalidades que se disputaban el poder del campo y que se odiaban. Los alemanes esperaban que les llegase su oportunidad y esta les había llegado con la fuga del Grosbandit , el austríaco. Le llamaban así por haber llevado a cabo grandes fechorías. El castigo duró hasta la noche y el final fue a golpe de varas de goma. El caso es que a la mañana siguiente nos enteramos de que se los habían llevado cadáveres ya que como salimos hacía las siete de la tarde para hacer el turno de noche, aun estaban con el castigo. Alguno se caía pero a golpes lo hacían levantar, por eso en el turno de noche nos enteramos de que habían ¡do camino del crematorio de Mauthausen.

La represalia se amplió a otros individuos que tenían ciertos cargos subalternos de los cuales fueron expoliados. Todos los que habían sido protegidos por los que habían ostentado el poder en el campo, al ejercer otros los cargos, fueron rápidamente sustituidos y pasaron a engrosar las filas de los parías. La ley del campo era inexorable y se aplicaba con el máximo rigor. La S.S., que tan sólo se cuidaba de la guardia exterior del campo pero sin perder el control del mismo, dejaba que el régimen interno fuera ejercido por los propios reclusos y cuanto más feroz fuera el ejercicio de este mando, tanto mejor para sus planes pues aquellos campos que los alemanes lla-maban Lagerarbeit , campos de trabajo, no eran otra cosa que campos de exterminio. Cuanto más criminales fuesen los jefes de Block y los otros que tenían cargos, más feroz era el régimen interno del campo y así, una cosa circunstancial como la fuga del Grosbandit , era motivo para que la S.S. nombrase a otro igual que él como jefe interno pero esta vez alemán. Estas dos nacionalidades se odiaban y se liquidaban entre ellos mientras el mando de la S.S. se

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lavaba las manos, lo cual no significa que al cabo de un tiempo se volviese a repetir la razia pero a la recíproca.

A los dos días cogieron a los fugados en Viena y los trajeron al campo conducidos por la S.S. de esta ciudad. Ese día había hecho el turno de noche y me encontraba en el campo. Pronto corrió la voz de que estaban allí, salimos a la calle y les vimos atados cada uno a una silla y a la vista de todos. Llevaban ropas de civil y tenían las caras ensangrentadas y entumecidas a causa de los muchos golpes que ha-bían recibido. Observándoles, nuestros sentimientos eran muy diferentes respecto a cada uno. El Grosbandit , a quien hacía dos días habíamos visto con la arrogancia de ser el mandamás, con todas las comodidades que uno pudiese desear y que a nosotros nos estaban vedadas, a quien posiblemente habíamos mirado antes con cierta envidia por tener todo de lo que nosotros carecíamos, principalmente la comida, en la situación en que se encontraba ahora es probable que fuera él quien nos envidiase pese a nuestra penuria. En cambio, respecto a Miky sentíamos gran compasión y simpatía y él veía en nuestra mirada esos sentimientos que debía de agradecer.

Serian las once de la mañana cuando hicieron salir a la calle a todos los que estábamos en el campo y nos ordenaron formar. A los dos presos, sin separarlos de sus sillas, los montaron en un pequeño carruaje que servia para trasladar las basuras al exterior. Les costó grandes trabajos subirles allí, sobre todo al jefe pues era alto y muy gordo, pesaría sus ciento veinte kilos. Finalmente lo consiguieron y Miky pronto estuvo arriba. Al poco tiempo vino el conjunto musical del campo y, colocado frente al carro de la basura, empezó el desfile del cortejo por todo el campo. Los pasearon tres veces por la plaza que estaba rodeada de algunos jefes de Block y de S.S. que no estaban de servicio, todos formados en posición de descanso. A la tercera vez que pasó la comitiva, Miky le pidió al jefe de la S.S. que estaba viendo el espectáculo que parara el carro a lo cual accedió. Miky le pidió si por última vez, pues sabia que iba a morir, se le dejaría cantar la canción de Mamuchi que tantas veces había cantado y le dio el permiso, mandando a un S.S. que lo desatara. Al jefe le dio un acceso de risa, se carcajeó varias veces pues este gesto le producía

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gran hilaridad. La orquesta, que había interpretado con Miky muchas veces esta canción, se la sabia de memoria y él, desde lo alto del carro y de pie, dirigió la orquesta y entonó por última vez la sentimental melodía. Siempre que la cantaba ponia mucho sentimiento en ella pero en esta ocasión era como un adiós a la vida y puso mayor emoción si cabe. Todos los reclusos estábamos muy emocionados pero el jefe de la S.S. no paraba de reírse y es que a él no le cabia en su caletre este gesto lleno de sentimiento. Cuando terminó la canción, el preso fue atado otra vez y el cortejo reemprendió la marcha a los aires de una música marcial como si de una fiesta militar se tratase.

Fue algo digno de recordar. Miky iba a morir por un delito que sólo había sido fruto del ansia de libertad. Él estaba internado por causas políticas pues aunque no quisieron los alemanes, el triángulo rojo no era un baldón sino una insignia que ensalzaba al que tenía el honor de llevarla. Antes de abandonar la vida, tuvo el valor y la entereza de querer cantar una canción de despedida a los compañeros que tantas veces la habían escuchado y aplaudido. La canción de Mamuchi era una apología a la madre que tiene un hijo de corta edad y la llama con este diminutivo. En esta ocasión Miky llamaba a su ma-dre que, a buen seguro, nada debía de saber sobre lo que le esperaba dentro de muy pocos minutos. Cantó con un sentimiento y una seguridad en su voz digna de todo encomio; nosotros que estábamos en formación escuchando con una emoción inenarrable, al término de la misma no hubo un aplauso ni un repicar de manos pues su gesto no era para recibir un aplauso como en otras ocasiones. Todos los reclusos que presenciamos aquel acto sin igual desde el fondo de nuestros corazones le dimos el adiós con total unanimidad y sentimiento a la vida que él había cantado.

Al término de la canción la música enmudeció. Los músicos, con el rostro empañado en lágrimas, pues mientras tocaban con sus instrumentos no podían secárselas, cuando terminaron se pasaron la manga de la chaqueta por el rostro para limpiarse. En un extremo del campo estaba el patíbulo y hacía allí los llevaron. Iban esposados y con las manos detrás de sus cuerpos. Les vendaron los ojos, los subieron, se puede decir, en volandas y los pusieron encima de unos

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taburetes. Había una mesa de madera a la cual se subía el nuevo jefe interno del campo que también era un Grosbandit , en este caso alemán, y les puso la soga al cuello. Estaban pendientes de un catafalco improvisado mientras dos Kapos, colocados detrás de cada reo, los sujetaban levemente para impedir que cayesen en algún movimiento que les pudiese hacer perder la estabilidad. El nuevo jefe interno del campo, al estar encima de la mesa situada en medio de los dos, le habló algo al oído al ex jefe del campo; nadie supo lo que le dijo pero habían sido enemigos en la lucha sorda que hacía algún tiempo se había entablado por el poder del campo. No supimos si le dijo algo que pudiese consolarle o fue alguna frase vengativa.

Cuando ya tuvieron la soga al cuello, el Grosbandit se bajó de la mesa y se llevó con él a los dos Kapos que habían estado detrás de los dos reos y en su lugar llamó a dos jefes de Block de los que habían entrado a ocupar el cargo hacía pocos días, alemanes con el triangulo verde que los distinguía como presos comunes, y les hizo colocarse donde habían estado antes los dos Kapos. Todos estos trámites eran como una especie de ceremonial y se iban desarrollando dentro de una gran tensión y de un silencio absoluto, tan sólo se oian las palabras precisas e indispensables emitidas por el jefe de la S.S. y el Grosbandit . Iban a ajusticiarlos con gran solemnidad para que sirviese de ejemplo y el jefe de la S.S. dijo que la fuga de un campo de concentración era un intento inútil y todos los que lo habían intentado eran cogidos y, por supuesto, castigados. El pueblo alemán no ayudaba a los traidores del Reich y todos los que estábamos recluidos en los Lagerarbeit estábamos porque de una forma u otra habíamos delinquido contra el régimen nacionalsocialista y el pueblo alemán no toleraba que nadie escapase al castigo del que se había hecho merecedor.

Sólo había visto dos intentos de fuga y a las pocas horas ya los habían aprehendido. Los dos habían estado protagonizados por dos Grosbandit , dos jefes del campo con toda clase de medios para no poder fracasar en su intento como ropa, dinero, conocer el país y hablar la misma lengua, sin embargo no consiguieron su propósito.

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Cuando los reos estuvieron encima de los taburetes y cada jefe de Block detrás de cada uno de ellos, transcurrieron unos cuantos largos segundos verdaderamente dramáticos y de gran ansiedad pues si bien estábamos familiarizados con la muerte, esta vez se acercaba a nuestra vida de una forma descarnada. Dentro de muy pocos segundos dos seres que aun estaban vivos dejarían de existir pero, sin duda, dejarían un recuerdo indeleble en nuestra memoria. Las otras muertes que acontecieron a lo largo de nuestro cautiverio eran muertes que, a fuerza de verlas a menudo, las íbamos olvidando tal como se sucedían pero estas de hoy eran muy diferentes: ver por nuestros propios ojos y de una manera verdadera cómo un ser vivo pasa a ser un muerto en un instante. Todos nos manteníamos en posición de firmes sin que nadie lo hubiese ordenado.

Allí aun había dos seres vivos que iban a morir. El momento había llegado y dentro del más profundo silencio se oyó la voz del jefe de la S.S. que dijo «¡Ya!» y todos al unísono le dieron una patada a la parte inferior de una de las patas del taburete que fueron a parar a algunos metros de distancia. Al mismo tiempo los dos cuerpos ya sin vida se balanceaban en el vacío con la lengua fuera. Todo había terminado y a la voz del nuevo Grosbandit rompimos filas y nos fuimos a nuestros respectivos Blocks pensando en aquello de lo que acabábamos de ser testigos.

Los cambios de jefes no los notamos demasiado ya que tanto el gitano como el «cigüeño» eran alemanes y no se destacaban en el campo, por eso cuando el poder interno lo detentaron los austríacos, como se limitaban a hacer lo que se les mandaba, al pasar desapercibidos eran tolerados porque consideraban que no eran un peligro para la hegemonía de cualquiera de los dos bandos; era como si los considerasen neutrales. Además de ellos dos, había otros que también ejercían cargos pero sin inmiscuirse en las luchas por el poder del campo que había entre austríacos y alemanes.

Desde que estábamos en poder de los alemanes, desde junio del 41 y estábamos en el 44, no habíamos podido mandar ninguna noticia sobre nuestra existencia por tanto nuestras familias no sabían si resistíamos o no. Nadie se preocupó por nuestro destino y las

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autoridades españolas tampoco se habían preocupado de nuestro paradero aunque quién sabe si fue lo mejor para nosotros. Pero llegó un día de gran júbilo para los españoles. Después de largos años de ostracismo y de incomunicación con el exterior, nos dieron una tarjeta postal a cada uno con la titularidad de Lagerarbeit Deshuland y por mediación de la Cruz Roja Suiza seria enviada a nuestras familias. En el texto sólo podíamos decir que estábamos bien de salud y nuestros familiares podrían contestarnos a la dirección postal que indicaba la tarjeta. Por fin iban a saber de nosotros ¡Qué emoción! Al cabo de cuatro años mi esposa y mi hija iban a saber de mí. Poca cosa era lo que había podido escribir pero lo esencial es que sabrían que aun estaba con vida y que no las había olvidado ¿me habría olvidado ella a mí? Después de tanto tiempo sin saber nada de uno y con las batallas y bombardeos que hubo, todo podría haber sucedido pensando que yo podría haber muerto. La mente que siempre trabaja lo piensa todo, incluso que se hubiera casado con otro hombre.

Pensé en la carta que eché en un buzón de correos francés en la estación de Tul en julio de 1940. La fecha de la carta era anterior a la debacle del ejercito francés pero la del matasellos era posterior a la invasión de Francia por los alemanes por tanto había sobrevivido a todos los peligros de que uno pudiera ser víctima o a cualquier contratiempo que uno hubiera podido sufrir. Pero uno de ellos era que pudiese estar prisionero de los alemanes por tanto se podían barajar ciertas hipótesis. Aunque aquella misiva no era gran cosa, peor hubiera sido no haber recibido ninguna noticia pues llegó a su destino dos meses después de la invasión de Francia, por tanto se podía pensar en varias deducciones. En el preámbulo a la contestación no quiero dejar de relatar algo que ocurrió en el campo.

De Mauthausen trajeron un recluso que vestia de civil y llevaba una barba algo canosa. Tanto por la vestimenta como por su aspecto se veía que era una víctima de reciente detención. En vez de incorporarlo a la Straftcompany a subir piedras por la terrible escalera, optaron por eliminarlo por la via rápida y para ello lo mandaron a Steyr para que lo liquidaran en la pista de arena que había servido para eliminar a los jefes austríacos no hacía mucho. Se dijo

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que era un profesor judio de la Sorbona de París y al pobre hombre le hicieron coger el carretón de piedras. Le acompañaban dos Kapos que sin miramientos de ninguna clase le soltaban de tanto en tanto un golpe en las costillas con una gruesa verga de goma. En cosa de una hora lo liquidaron.

Los días que transcurrieron desde que escribimos a nuestras familias no hablábamos de otra cosa y tal como ¡ba pasando el tiempo crecía la emoción y la impaciencia por la tardanza en saber sí nos con-testarían. Al cabo de unos quince días recibimos contestación. Fue un sábado en que había trabajado en el turno de la noche. Max nos fue llamando por el nombre y el apellido y yo fui el primero pues él ya las tenía por la mañana y al ver mi nombre me puso el primero para que tuviese lo más pronto posible la alegría de saber de los míos. Cuando cogí la carta las manos me temblaron de emoción y enseguida reconocí la letra de Conchita. El remite era de Lleida y de la casa paterna. Estos preliminares me animaron un poco y vi que el sobre era un poco voluminoso. En cuanto la abrí además de la misiva venia una fotografía en la que estaban muy juntas mi hija y mi mujer ¡qué preciosas estaban las dos! Mi esposa llevaba un pequeño sombrero que le sentaba muy bien y la embellecía más aún y mi hijita, a la que dejé con tres años de edad en 1939, ahora que estábamos en 1944 tenía ocho años y estaba monísima. Después de besar la foto varias veces pasé a leer la carta y en verdad no me había olvidado. Esperaba con ansiedad mí regreso que, por cierto, aun tardó tres años en producirse porque no fue hasta 1947.

Con aquel acontecimiento nuestras vidas parecía que se habían revalorizado y tenían otro contenido pues antes de saber de nuestras familias éramos seres desarraigados de todo vínculo. Hubo más de uno que no había recibido contestación ni la recibió en días siguientes sin saber por qué motivo ¿les habían olvidado o se habían muerto? Esta era una gran incógnita que tenían que sobrellevar encima del sufrimiento que ya en sí llevaba la vida de un recluso ¡y además olvidado!

Estaba que no cabia en mí de gozo por las albricias que recibí. Ya no pudimos volver a escribir a los nuestros hasta la liberación a pesar

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de que creíamos que aquello tendría continuidad pero no fue así y se truncó esta esperanza.

En el silencio de la noche, trabajando en la fábrica montado en el taburete y haciendo funcionar mi máquina, de tanto en tanto con el «pie de rey» media los rodillos. Las noches que me tocaba trabajar, de máquina a máquina había unos veinte metros y en aquella hora de silencio y de penumbra parecía que uno estuviese más aislado que durante el día. Siempre llevaba conmigo, junto a mi corazón, la carta y la fotografía de mi mujer y mi hija. Cuando la sacaba del bolsillo de la comida lo hacía con el máximo cuidado para que no me viese nadie pues, con mucho embeleso, la besaba y con el mismo cuidado me la volvía a poner en el bolsillo. Pero una noche que tenía la foto en la mano me di cuenta de que alguien estaba detrás de mí y efectivamente era el «cigüeño» que sin hacer el más leve ruido, pues calzaba unas zapatillas silenciosas y se deslizaba como un fantasma, llegó a ponerse detrás sin enterarme. Es posible que viese cómo besaba la foto, el caso es que me la cogió de la mano pues no me dio tiempo a metérmela en el bolsillo y temí por un momento que la iba a rasgar, pero no sucedió nada de esto. La miró unos instantes y me preguntó si eran mi mujer y mi hija. Le dije que sí y me la devolvió marchándose a seguir la ronda que estaba efectuando.

A la mañana siguiente, estando acostado en mi cama, a media mañana más o menos me levanté para ir a la letrina procurando no hacer ruido para no despertar a los que dormían y de regreso a mí cama, que estaba al fondo del pasillo, había visto al «cigüeño» sentado solo junto a una mesa. Cuando estaba en la mitad del pasillo oí su voz que me llamaba por mi apellido, cosa que no había hecho nunca pues para llamarme regularmente lo hacía por señas y muchas veces era para atizarme, darme alguna patada o simplemente, en plan ofensivo, me llamaba Jude. Al oír su voz me sobresalté un poco y lo primero que pensé fue que me habría dejado la puerta del Block abierta y que tenía que estar cerrada pues eran las horas de dormir los del turno de la noche. Temeroso, acudí a su llamada y me acerqué a donde estaba sentado. Con gran sorpresa por mi parte me pidió que lo afeitara, algo que nunca había hecho. Le dije que sí y le afeité. Al terminar me dio

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las gracias. Parecía que aquel día la fiera estaba amansada pero como era un neurótico no le di importancia al hecho por el momento. Pero a la hora de la comida nos levantamos de la cama para recoger nuestra ración que como casi siempre repartió el «cigüeño» pero, cosa inaudita, cuando repartió el reenganche me llamó por el apellido el primero y me dio un cazo lleno de comida. A todos los que lo vieron les llamó la atención pues sabían como me trataba y en este reparto no estaba presente Max o sea que me lo dio porque quiso.

Desde este día ya siempre me dio el reenganche, también en el reparto que se efectuase en la fábrica, después de dos años de persecución. Por qué y como sucedió este cambio de actitud del «cigüeño» hacía mí, después de pensarlo muchas veces y haciendo un análisis de tal cambio, lo ignoro pero deduje que había intervenido en ello el hecho de que hubiera visto la foto el día anterior. Es posible que a la vista de aquellos dos seres que estaban separados de su padre y marido, hubiese despertado en su corazón una fibra sensible que le hizo reaccionar y que cambió el sentimiento de desprecio por una gran deferencia con respecto a los demás, actuando como si fuese su protegido. A partir de ese momento me consideró más que bien y fui su barbero hasta la liberación.

Una tarde, al regreso del turno de día vimos a los S.S. que nos custodiaban que daban muestras de gran contento y repetían la palabra Kaputt . Al llegar al campo vimos como los preeminentes, la mayoría alemanes, y algún austríaco, con gran algazara comentaban lo que fuese y también repetían con gestos y palabras lo de Kaputt y lo celebraban con gran alborozo y alegría. Nosotros, con gran tristeza pensamos que los alemanes habían tirado sobre Inglaterra la bomba atómica pues desde hacía unos meses había cierta psicosis sobre el átomo en todo el mundo y es que los alemanes, a pesar de que estaban en franca retirada en Stalingrado, Moscú y Leníngrado, además del fin del Africa Corps y de otras contiendas, la caida de Mussolini, etc., confiaban en la victoria final. Estaban convencidos de que las armas secretas serían las que darían la victoria a Hitler. En efecto, aquella algazara era porque habían lanzado la V1 sobre Inglaterra y en el campo, y seguramente en toda Alemania, creyeron que los efectos de

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esta arma secreta causaban muchos más destrozos de los que en realidad produjeron. Pasaron unos días e Inglaterra no sucumbió, por tanto la V1 no debía de ser tan mortífera como en un principio parecía, además no fue esto sólo sino que en el transcurso de unos pocos días corrió la noticia del desembarco en Normandia, otro frente de ataque por parte de los aliados. Nosotros, en realidad, no estábamos tan enterados como en Brestein.

En el mes de junio de 1944 la aviación aliada, que muchas veces veíamos volar por encima de nuestras cabezas para ir a bombardear los objetivos alemanes a través de Austria, un día no pasó de largo y bombardeó la zona de pruebas de los motores que estaba cerca del campo. Nos pusimos a salvo en unos refugios improvisados porque el objetivo del bombardeo estaba a poca distancia de donde nosotros nos refugiamos. Por los comentarios que se hacían era un bombardeo cuyo objetivo era militar y la fábrica donde ultimaban la buena marcha de los motores la habíamos visto más de una vez, así que con cada explosión que percibíamos se nos ensanchaba el corazón y no teníamos pánico porque estábamos contentos de saber que se iban acercando quienes nos tenían que liberar.

Desde que el «cigüeño» cambió de actitud para conmigo mi vida se iba desarrollando dentro de la mayor esperanza y poco a poco fui recobrando parte de los kilos que había perdido, además el trabajo que desarrollaba era de poco desgaste pues mi labor la hacía sentado en un taburete y si me apetecía también podía trabajar de pie.

La guerra seguía su curso y en el primer mes de 1945 todas las fuerzas alemanas se valían como podían. Todos sus frentes de batalla eran cuatro en los cuales las tropas de la Santa Alianza les ponían cerco incluso en su propio país. En avances progresivos, esperaban llegar a Berlin donde estaba el Fuhrer en su bunker resistiendo los combates de los ejércitos que avanzaban por terreno del Reich.

Alemania llegó a tener un poder jamas igualado, dueño se puede decir de toda Europa, pues tuvo bajo su bota media Rusia y gran parte de África conquistada con sus armas, más que el imperio romano pero en los principios de 1945 no había un soldado alemán en activo fuera de sus fronteras. A pesar de todos sus reveses aun les quedaba moral

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de lucha y no se daban por vencidos pues confiaban en las armas secretas con las que harían retroceder a los rusos. En realidad la V1 y la V2 para bien de los aliados llegaron un poco tarde, pues según Eisenhower, si estas armas las hubieran podido lanzar tres meses antes, no se hubiese podido efectuar el desembarco en Normandia.

Desde hacía unos cuantos días mi situación había mejorado y también la de Eduardo pues tanto él como yo percibíamos más comida y aun podíamos ayudar a algún compañero. Pero como no todo puede ser estable y menos en nuestras circunstancias, un domingo por la tarde del mes de febrero de 1945 vinieron unas escuadrillas de aviones americanos que provenían de Italia y bombardearon la gran industria de Steyr. Nos protegimos en unos refugios improvisados y desde allí oíamos el estruendo del bombardeo, lo mismo que los disparos de la artillería antiaérea. Cuando pasó el bombardeo sonaron las sirenas, salimos del refugio y pudimos ver que cerca del campo no habían bombardeado pero la defensa antiaérea había derribado un avión americano. Los dos pilotos que se habían lanzado en paracaidas enseguida fueron hechos prisioneros. Como cayeron cerca del campo, los trajeron allí y pude verlos antes de que fueran trasladados a Mauthausen y fusilados sin respetar ninguna ley pues eran prisioneros de guerra, es decir, sagrados.

No tardamos en tener noticias de los daños que el bombardeo había causado. Fue realizado en domingo por la tarde, por tanto no había nadie y no hubo ninguna víctima pero el daño que habían cau-sado a la industria Steyr era de gran consideración, por tanto todos los que Íbamos a trabajar nos habíamos quedado sin puesto. Pero pronto nos organizaron y nos mandaron a trabajar en la construcción de un refugio en la misma ciudad de Steyr. El primer día que fuimos a este lugar de trabajo ya no éramos custodiados por guardias de la S.S. pues se vio que a la gran mayoría los habían llevado al frente. La nueva guardia que nos custodiaba estaba compuesta por reservistas de la marina austríaca. Eran soldados austríacos de unos cincuenta años de edad que, pese al Aunchluss, nos custodiaban con el mejor tacto posible. En toda formación que hiciésemos al mando de un oficial

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austríaco de más de cincuenta años de edad, éste lo hacía de manera que no hubiese motivo de indisciplina.

Cuando llegamos a la ciudad de Steyr, que era muy bonita, para llegar al lugar de trabajo tuvimos que atravesarla casi de punta a punta. La cruzamos a través de un puente que la dividía atravesando un rio bastante caudaloso. Cuando nos cruzábamos con gente que iba por las aceras, al pasar a nuestra altura con el pañuelo se tapaban la nariz quizá para no sentir el hedor que desprendíamos a nuestro paso por aquellas calles tan limpias y pulcras ¡Que miserables éramos! Aunque es posible que tuviesen motivos, a nosotros nos pareció un gesto de muy mal efecto, despreciativo y carente de humanidad hacía unos pobres reclusos.

Pero la guerra parecía que tocaba a su fin aunque los alemanes aun confiaban en Hitler. Estaban convencidos de que tenían muchas cartas a su favor como la bomba atómica pues ya había puesto en marcha algunas armas como la V1 y la V2, el prólogo de lo que ellos esperaban ¡La bomba atómica! En un solo día la guerra daria un giro de 90 grados y a pesar de que teníamos el convencimiento de que no podía durar, temíamos que en un momento dado apareciese el arma terrible en las manos de Hitler.

Después de cruzar media ciudad y atravesar el puente, la mitad de la formación se quedó a trabajar no muy lejos del mismo y el resto continuamos hasta la parte más extrema Steur. No dejamos de andar hasta llegar a un pequeño montículo que ya formaba parte de las afueras de la población. El trabajo que teníamos que realizar era de gran envergadura: nada menos que construir un refugio de oeste a este. Una entrada, la del oeste, teníamos que empezarla nosotros y la entrada este estaba frente al rio en unos terrenos sin edificar muy cerca del puente donde hacía ya muchos meses que se habían hecho grandes trabajos.

Nos pusimos a trabajar y a la hora de la comida nos la trajeron al mismo lugar de trabajo. En el reparto, como el que repartía no era de mi Block, si repartió algún reenganche lo dio con buen acierto a los que habían hecho el trabajo más pesado pero para mí no hubo nada, volvía a venir la temporada de las vacas flacas. Como siempre que era

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posible, Eduardo y yo trabajábamos en el mismo grupo y a la hora de la comida nos veíamos.

Yo, que había visto al ejército de la República derrotado y vencido y después el exilio, la retirada y derrota del ejército francés y también había presenciado el avance victorioso e imparable de los alemanes, estaba deseoso de ver la debacle de sus ejércitos. Valía la pena haber sufrido tanto con tal de ser testigo del fin de la célebre y jamás vencía Wehrmacht, el ejército de Hitler. Parecían los dioses de la guerra pues para ellos sólo existia esto ¡la guerra! No en vano hacía doce años que sus armas se imponían donde llegaban y para ellos sólo había una consigna: la total sumisión a sus armas. El pueblo alemán estaba encandilado con su Fuhrer y habían transcurrido doce años muy felices para los alemanes de Hitler. Sólo había visto vencidos a los ejércitos que amaba y ahora, por un azar del destino, veria vencido y humillado a un ejercito que odiaba ¿qué aspecto tendría el soldado alemán derrotado? Quizás aun tendría altanería y no se daba por vencido mientras tuviese un arma entre sus manos para morir combatiendo. Pronto lo veria y a fuer que sería un gran espectáculo.

Las noticias que circulaban por el campo no podían ser más alentadoras por hacernos intuir que era muy probable nuestra salvación de la debacle que habían sufrido otros campos de concentración. Muchos de ellos fueron evacuados ante el inminente avance de los aliados y en su retirada los alemanes se llevaban consigo a los reclusos; al que no tenía fuerzas para seguir la forzada marcha lo tiraban a la cuneta y lo remataban con un tiro en la cabeza y, en el mejor de los casos, lo dejaban abandonado a su suerte. De momento parecía que nosotros, tal como estaban los frentes, no pasaríamos por tan duro trance y podríamos asistir al final de la guerra en Steyr. Hacía dos días que había desaparecido la S.S. como si la tierra se la hubiese tragado. Desaparecieron sin que nos diésemos cuenta, sólo quedó el jefe del campo junto con los soldados reservistas del imperio austro-húngaro que montaban la guardia y hacían las funciones que anteriormente ejercían los S.S.

Todos los días íbamos al trabajo, el cual era muy llevadero. Un español hacía la función de Kapo y fue nombrado con la

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aquiescencia de todos, por tanto no ejercía en ningún momento ningún gesto de autoridad. Respecto a los soldados austríacos, tampoco se metían en nada, más bien su trato era de colaboración. Acordamos que los que se encontrasen con fuerzas cumpliesen con su trabajo pero sin esforzarse y si había alguno que estuviese muy agotado que se encargase de las herramientas. En algunos momentos y en la lejanía oíamos el retumbar de los cañones, por tanto el frente se iba acercando y teníamos algún temor de que nos pudiésemos encontrar entre dos fuegos.

Llegamos por fin al último día de nuestro cautiverio. Por una coincidencia predominó el número cinco en esta fecha feliz y tan esperada: el 5 del 5o mes de 1945, recordatorio para toda una vida, para que pudiésemos gritar: ¡al fin libres! ¡Pero cuántos habían caído en el transcurso de estos larguísimos años de campo de concentración y que después de tantos sufrimientos habían perecido en el camino! Se decía que salir vivo de un campo de concentración nazi era como tocarle a uno la lotería y sobre todo si durante estos cinco años sólo había sido un simple paria; si era así, en verdad sí que era una lotería. Yo no quiero decir que los que murieron fueron los mejores pero fuera de alguna excepción, fueron los menos malos o los que tuvieron peor suerte. Una gran parte de los que sobrevivimos y llegamos al final fue porque la suerte nos protegió. Por mi parte puedo decir que verdaderamente me tocó el gordo de la lotería pues en dos ocasiones llegué hasta el límite de lo que podía aguantar y cuando parecía que la

luz de mi vida se iba extinguiendo, me recobraba por un azar para que pudiese seguir con vida.

En el transcurso de estos cinco años tuve muchos altibajos que pusieron a prueba mis deseos de vivir, por tanto siempre tuve que luchar contra las adversidades que se opusieron en mi camino y supe sacar partido de los momentos de ayuda que se me aparecieron, además jamás me sentí solo pues lo terrible es que en momentos difíciles como ante el peligro de perder la vida, yo diría que sentirse solo ayuda a morir.

Este día 5 de mayo de 1945 fue un día grande para nosotros. Era sábado por la mañana cuando salimos para el lugar de trabajo y

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cruzamos como todos los días la ciudad de Steyr. No se veía ni un alma por sus calles y como ya era habitual, la mitad del grupo se quedó en el centro de la ciudad junto al puente. Desde luego daba la sensación de que, tal como se iban desarrollando los acontecimientos, era casi seguro que aquel seria el último día de trabajo. En el intervalo de dos días podría ser que sucediese lo que se estaba mascando en el ambiente ¡El final de la guerra!

Cuando llegamos al lugar de trabajo cada cual cogió la herramienta que había dejado el día anterior para hacer lo que teníamos encomendado pero poca cosa hicimos. Lo que menos contaba era el trabajo que podíamos hacer cada uno ya que teníamos mil pensamientos en la mente, incluso los guardias, por el mero hecho de no ser alemanes, también tenían grandes deseos de que la guerra acabase y poder volver al hogar junto a la familia, en muchos casos con nietos pues todos pasaban de los cincuenta años.

Pero los acontecimientos se precipitaban. A esto de las diez de la mañana el oficial austríaco que mandaba la guardia dio la orden de parar el trabajo y nos mandó formar. Dejamos la construcción del túnel y marchamos a reunimos con el otro grupo. Cuando llegamos a la altura del puente, en vez de cruzarlo para ir al campo, nos condujeron al lugar de trabajo del otro grupo. En aquella parte ya habían construido bastante y era tan grande como un túnel para pasar un tren y estaba completamente abovedado. Para introducirnos donde se llevaban a cabo las obras entramos por una pequeña puerta bastante desvencijada. Desde la calle nadie podía presumir que tras aquella entrada tan insignificante pudiese haber una construcción de tanta envergadura. Cuando llegamos allí no vimos a ninguno de nuestros compañeros que tenían que estar trabajando porque estaban en el interior del refugio. A lo mejor estaban a doscientos metros en el interior por lo tanto a ellos no les habían ordenado que dejasen de trabajar y nos quedamos allí esperando.

Eduardo y yo, que trabajábamos en el mismo grupo, como en aquel recinto parecía que se sentía un poco de fresco, vimos un lugar con una especie de tragaluz por el que entraba un poco de sol, donde sólo cabíamos los dos. Mientras, se habían formado pequeños grupos

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que hablaban entre sí y los guardias, que serian unos ocho, también se agruparon. El caso fue y siempre lo recordaré, que le dije a mi amigo: «Eduardo, esto se está acabando ¿cómo será el final?» Nada más decirle esto, se abrió la puerta de la calle y por ella entró el jefe de la guardia que avanzó con gran precipitación hacía el grupo de soldados.

Al verle pasar por delante de nosotros me llamó la atención su irrupción un tanto inusitada y me di cuenta de que no llevaba la pistola en el costado de su cintura. Le dije a Eduardo que iba desarmado, cosa que él también había observado. Inmediatamente, el oficial hizo formar a sus hombres y mandó a buscar al jefe de la obra, un recluso valenciano que no actuaba como capo sino como técnico pues era arquitecto. Cuando llegó ante el jefe de la guardia quien ya tenía a sus hombres formados, mantuvo con él un conciliábulo; cuando terminaron de hablar el valenciano nos llamó a todos e hizo que nos agrupáramos. En pocas palabras nos dijo cómo estaba la situación: el puente había sido ocupado por los americanos a quienes, en señal de rendición, les había hecho entrega de su arma. El jefe de la guardia le preguntó qué pensaban hacer con sus hombres y con nosotros, por lo cual nos agrupó para que diésemos una opinión sobre los soldados. Por unanimidad acordamos que éstos se marchasen por su cuenta. Así, el valenciano le dijo al oficial de la guardia que se podían marchar, que nosotros ya nos arreglaríamos. Por tanto y en formación se fueron para entregarse a los americanos.

Después de cambiar impresiones decidimos salir a la calle. Entre el grupo había unos cuantos polacos, unos quince, que se marcharon por su cuenta y riesgo. Nosotros decidimos de común acuerdo salir a la calle en formación, no a la desbandada. Cuando salimos fuera pensamos que la calle estaba poblada por gran cantidad de soldados y algún tanque, lo propio de cuando un ejercito ocupa la ciudad, y más una ciudad de importancia estratégica como Steyr, cruzada por un caudaloso rio y con un gran puente, además la guerra en aquel 5 de mayo aun continuaba... pero estaba ocurriendo todo lo contrario. La calle estaba completamente desierta y sólo en la punta del puente, es decir, en la parte oeste, distinguimos a unos cincuenta metros las figuras de dos soldados y un pequeño vehículo que resultó ser una

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tanqueta. En formación -debíamos ser más de doscientos- nos fuimos hacía el puente al que pronto llegamos. Como en las películas, un americano era blanco y el otro negro, y ellos dos solitos tomaron la ciudad. No nos hicieron ni caso a pesar de nuestro número y nosotros, de momento, nos quedamos un poco decepcionados ante la frialdad de que fuimos objeto. Luego reaccionamos y dedujimos que la vestimenta del traje rayado de presidiario ya les era casi familiar por la cantidad de campos de concentración que debieron encontrar en su avance.

Todos los soldados alemanes que iban a la desbandada y venían en dirección opuesta a la nuestra, cuando llegaban al puente, en señal de rendición dejaban sus armas a los pies del americano blanco y el americano negro cogía los fusiles de uno en uno y los rompía en la barandilla de hierro del puente, lanzándolos al fondo del rio. A pesar de la presteza que se daba, no podía dar abasto con tantas armas como había en el suelo.

¡Por fin vi al soldado alemán vencido y humillado! Tan sólo dos soldados tomaron Steyr, ciudad importante con un puente de un gran valor estratégico. El soldado alemán, el dios de la guerra, al cual sólo había visto vencedor, por fin vi que era un ser humano como el soldado español, el francés o el ruso que, cuando eran vencidos, adquirían el aspecto de un ser inferior. Los soldados alemanes, cuyas armas estaba viendo como eran arrojadas a los pies de los vencidos, también eran seres inferiores, no morían matando antes de ser vencidos sino que se entregaban sumisos a los vencedores.

Nos quedamos solos pero libres, sin los torturadores S.S., sin los maricones jefes de Block, ni capos cabrones, que entre todos nos hicieron sufrir cerca de cinco años de hambre, amarguras y humillaciones. Fueron la causa de la muerte de miles de compañeros españoles. ¿Qué debíamos hacer ahora? La parte en que estábamos de momento estaba liberada pero el campo estaba a unos pocos kilóme-tros de la otra orilla del rio, por tanto aún no estaba liberado. En plena calle improvisamos una asamblea para discutir cuál tenía que ser la opción que debíamos tomar: quedarnos en la ciudad o regresar al campo donde había una gran parte de compañeros españoles que

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estaban todavía presos. Debíamos discutirlo con cierta presteza pues se acercaba la hora de comer y, además, había cierta desorientación.

El aspecto de la ciudad era un poco sobrecoge-dor. No se veía persona alguna en las calles. Todo el comercio estaba cerrado, igual que las puertas de las casas, pero nosotros éramos doscientos hombres y si nos lo hubiésemos propuesto, habríamos podido apoderarnos de gran parte de la ciudad. Si hubiésemos llegado a algún lugar en actitud amenazante para que nos diesen de comer, aunque fuese con temor tenían que satisfacer nuestra necesidad y podía desembocar en cualquier desafuero inimaginable. Todo era empezar. Más de uno lo pensó pero se habrían cometido actos de pillaje o cosas peores. Como estábamos en guerra éramos unos ex reclusos libres en aquel momento. Era una ciudad en la que la autoridad estaba ausente y por lo tanto podíamos hacer lo que nos viniese en gana. Estábamos en territorio de los nazis, que fueron los que nos habían hecho sufrir, y ahora podíamos desquitarnos y dar paso a nuestra sed de rabia y de impotencia por los años de reclusión sufrida.

Pero aparte de la alternativa de quedarnos en Steyr, teníamos la opción de regresar al campo donde estaban nuestros compañeros. Cuando estábamos discutiendo lo que teníamos que hacer, ir o no ir al campo, como nos encontrábamos cerca del puente, vimos venir una camioneta conducida por un paisano de Eduardo y cuando se paró nos dijo que el campo estaba liberado. Nos contaron que se dieron cuenta de que los soldados que guardaban el campo, los reservistas austríacos, a la chita callando habían abandonado el campo y así fue como llegó la liberación.

Todos nos marchamos hacía el campo formados sin rigidez y así pasamos por delante de los dos americanos que aun estaban allí. Tenían un montón de fusiles ametralladores y, al pasar, les hicimos un saludo con la mano al que ellos respondieron: «O.K.».

Cuando llegamos al campo donde había varias nacionalidades nos miraban con un poco de recelo. Durante los últimos meses los españoles habían mejorado algo pues tanto en la cocina como en otros lugares se habían colocado algunos. Además, desde que el «cigüeño» dejó de martirizarme lo pasaba bastante bien pues cuando íbamos a

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trabajar al refugio, como yo no estaba en el reparto que se hacía a mediodía y no podía darme reenganche, casi todos los días me guardaba una escudilla. Eduardo también recibía comida de un paisano y gran amigo suyo que estaba en la cocina, por tanto nos cogió la liberación en bastante buen estado.

En el campo todos los más amigos nos reunimos pero en el momento en que escribo, aparte de Eduardo tan sólo recuerdo a Pey. Dentro de la dieta del campo hicimos una buena comida pero sin pasarnos. La intendencia del campo fue asaltada, eran muchas las hogueras encendidas y estaban condimentando sabrosos menús que fueron ingeridos por estómagos que hacía años que pasaban hambre y ahora se desquitaban, dándose una gran comilona sin tener en cuenta las consecuencias que podían acarrear estos estragos. Por suerte para los españoles, ninguno de nosotros cometimos semejante barbaridad con la comida sino que fuimos muy comedidos pues muchos de los que saboreaban alimentos a los que sus estómagos no estaban acos-tumbrados, no pudieron digerirlos bien y, por tanto, algunos gozaron bien poco la libertad adquirida.

Todos los preeminentes del campo, en su mayoría alemanes y austríacos, casi todos con cuentas pendientes con la justicia por ser la mayoría presos de delito común y altamente peligrosos, se esfumaron sin excepción, pero en Steyr no se tomó represalias contra nadie. Nos hicimos con un traje nuevo y, aunque fuese de rayas, todos nos guarnecimos de arriba a abajo: gorro, chaqueta, pantalón y zapatos. Recuerdo que lo estrené todo igual que el día de la primera comunión.

Todos los españoles decidimos pasar la noche en el mismo Block y decidimos, por unanimidad, que a la mañana siguiente nos iríamos todos a Steyr a ver al mando americano para que nos ayudase en nuestra situación. Permanecer en el campo no era de nuestro agrado ya que había una gran mayoría de polacos y entre nosotros y ellos hubo muy poca relación ni nada que se le pareciese.

Aquella noche, cuando nos fuimos a dormir a la hora que nos vino en gana, era muy difícil conciliar el sueño por la gran cantidad de emociones que nos embargaba. En cuanto se hizo de día nos fuimos

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levantando y no digo que empezamos a arreglar el equipaje pues nada teníamos que llevar, ni siquiera un libro.

La liberación del campo de Steyr fue de lo más pacífica ya que en algunos campos tuvieron problemas. En Mauthausen, que no estaba lejos de Steyr, antes de ser liberado tuvieron que combatir poco o mucho con elementos de la S.S. fortificados a unos kilómetros del campo. Después, para la evacuación a Francia también hubo problemas aunque yo, a decir verdad, fui evacuado individualmente y todo fue sobre ruedas en este aspecto. Ya lo explicaré con detalle en mi narración pues merece la pena ser contado.

A la mañana siguiente, todos los españoles sin excepción, más o menos formados, salimos para Steyr donde había autoridades que tenían que solucionar nuestra situación. Antes de llegar a la ciudad que ya conocíamos nos reorganizamos y en perfecta formación con Eduardo, Pey y algún otro en cabeza, entramos en Steyr cantando como nunca lo habíamos hecho, la marcha militar del ejército repu-blicano de España, el Endavanten catalán, pues era la única letra que existia de esta marcha. Seguro que si el autor de esta marcha militar llegara a enterarse de que su música y letra fueron entonadas por las calles de una ciudad que el día anterior estaba bajo el dominio nazi, se sentiría orgulloso de saber que el primer cántico en una ciudad dominada por los americanos fue el canto a la libertad y a sus libertadores.

Este desfile por una gran ciudad como Steyr era algo inusitado. Eramos doscientos ex reclusos de un campo de concentración nazi, desfilando por el centro de la ciudad con el traje de rayas nuevo, can-tando llenos de gozo y de entusiasmo. Sus trajes de rayas, que horas antes eran un baldón, se habían transformado en un uniforme que no hubiésemos cambiado en aquellos momentos por ningún otro, aunque fuese el del más glorioso de los ejércitos pues nosotros no regresábamos triunfantes de ninguna conquista, sólo éramos doscientos hombres que veníamos del infierno. A la gente que ya empezaba a circular, aunque les pareciese algo extraño aquel desfile, a nuestro paso nos aplaudieron y ya no se llevaban el pañuelo a la nariz.

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Eduardo y Pey, en representación de todos, hablaron con el mando americano y no hubo ningún problema. Nos llevaron a una gran industria donde había espacios habilitados para que durmieran los obreros que habían trabajado. Aunque con la ocupación americana los trabajos se habían interrumpido y muchos abandonaron la industria, aun quedaron bastantes obreros de ambos sexos y de varias nacionalidades que habían venido, forzados y voluntarios, a trabajar para los alemanes. Con ellos compartimos el comedor y nos aposentaron para dormir en una parte determinada de la fábrica.

Aquella misma tarde se suscitó un problema que había que resolver pues entre los españoles había un compatriota que durante muchos meses fue jefe de Block, conocido en el campo con el sobrenombre de «el capitán» a quien cito en el transcurso de esta historia por haber mentenido con él una conversación sobre la homosexualidad. Para la mayoría de los españoles, y más en días de libertad, su presencia no era nada bien vista y a pesar de que se le hacía el vacio, pues algunos recordaban hechos en los que él había sido protagonista y que no decían nada en favor de su persona, quede bien sentado que debieron ser minucias comparadas con lo que hicieron quienes tenían su mismo cargo. Creo que si hubiesen sido de gran trascendencia, por la cuenta que le tenía hubiera puesto los pies en polvorosa.

El caso es que nos reuníamos unos cuantos para dar solución a este asunto un tanto desagradable. Pey, Eduardo y yo y algunos más cuyos nombres no recuerdo, optamos por unanimidad que de una ma-nera amistosa debíamos aconsejarle que lo mejor para todos era que abandonase Steyr. Y así lo hizo, aunque no recuerdo quién se encargó de comunicárselo. ¿Hicimos bien con esta decisión?

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EL REGRESO

Como ya estábamos en mayo lucia un sol espléndido y yo, de una manera inconsciente, tomé grandes cantidades de sol, de tres a cuatro horas seguidas y en el momento de más intensidad. Al tercer día, estando tumbado al sol que apretaba de firme, me sentí mal, incluso pensé que sufría una insolación y tuve que meterme en cama. Durante todo el día estuve en estado febril, pasé muy mala noche entre vómitos y mareos pero no le di demasiada importancia. Cuando tenía necesidad de vomitar lo hacía en un cubo y cuando, a la mañana siguiente, un amigo que no recuerdo quien fue vio el cubo, observó que había coágulos de sangre.

Estuve tres días postrado en cama y recuerdo que junto a mi almohada tenía un aparato de radio por el que cada hora escuchaba las nouvelles de la radio francesa. Esperaba de hora en hora la noticia de la caida de Franco pues pensábamos que después del fin de Mussolini y de Hitler, el sistema fascista de Franco no podía subsistir de ningún modo. Pero ya vimos lo que tardó ¡hasta que se murió!

Como no había ningún sanitario que pudiese venir a atenderme, a los tres días de haber sufrido la congestión pulmonar, pues esto era lo que tenía a consecuencia del mucho sol que había tomado, decidí ir por mi propio pie a la enfermería que estaba un poco alejada. Recuerdo que mientras iba de camino tuve necesidad de escupir y cuando lo hice, vi que era pura sangre. Me asusté un poco y no tardé en llegar a la enfermería donde me atendió un médico francés bastante joven. Como nos podíamos entender le expliqué cómo me encontraba y cuando le dije la cantidad de sol que había tomado me dijo que había hecho una gran barbaridad. Me reconoció con el estetoscopio y después de un largo reconocimiento me dijo que tenía que ponerme en tratamiento pero lo mejor seria que me trasladasen a Francia en avión. Él se encargó de todo, y el caso fue que a las dos horas ya me encontraba a bordo de un trimotor de las fuerzas aéreas americanas en el aeropuerto de Linz a donde habíamos llegado en ambulancia. Sa-ludé a los dos pilotos del avión que me habían tendido unas mantas en

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el suelo para que fuese más cómodo y que, al mismo tiempo, me servían de cama. El médico francés no me dejó un momento hasta que emprendimos el vuelo y al despedirme de él le hice patente mi total agradecimiento por el gran interés que se había tomado conmigo. Por lo que se ve, para él salvar la vida de un deportado debía ser cosa sagrada.

Era la primera vez que subía a un avión pero ¡en que circunstancias! Lo importante es que ya iba camino de Francia que era, desde hacía algunos años, mi segunda patria. Estando en pleno vuelo no dejaba de pensar en lo delicado de mi situación pues lo que yo tenía podía degenerar en una tuberculosis y todos los sueños y sufrimientos pasados, ahora que había conseguido la libertad, podían no haber servido para nada. Yo mismo, de manera inconsciente, era el causante de todo lo que me pudiese sobrevenir pero no quise desfallecer y procuré reactivar mi moral.

En el trayecto tuvimos que hacer un aterrizaje de emergencia en el aeródromo de Nancy pues se desencadenó una tormenta. Como teníamos que estar algún tiempo allí, los pilotos me invitaron a bajarme del avión y se comunicaron con los de la torre de control del aeródromo a quienes seguramente les dijeron que llevaban un deportado enfermo.

En todas las ciudades francesas, grandes y pequeñas, habían constituido un comité pro-ayuda a los presos de guerra y en especial a los deportados. Cuando el comité de Nancy se enteró de que había aterrizado un avión americano por circunstancias climatológicas, y que era portador de un deportado enfermo, acudieron a toda prisa al aeródromo. Efectivamente, vieron un deportado de Mauthausen al pie del avión con el traje rayado, signo de la deportación para más veracidad. Cuando me divisaron vino corriendo hacía mí un grupo de encantadoras muchachas -digo encantadoras pues para mí fueron como las hadas de los cuentos que siempre son bellas-, me abrazaron, me besaron; no sabían como atenderme y manifestarme su afecto, y yo en francés les daba las gracias. Para ellos fue una gran novedad encontrarse con un deportado, con Mütze y todo, el gorro, pues ellos lo habían visto en fotos de la prensa y en algún noticiario. Desde

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luego habían regresado muchos prisioneros de guerra franceses pero los deportados aun estaban en Alemania y por cuestiones de transporte aun tardaron algunos días en llegar. Pero yo, por el azar del destino, fui quizás de los primeros, por no decir el primero, que pisó suelo francés.

La emoción me embargó al ver tantas manifestaciones de afecto y una bienvenida tan efusiva, superior quizás a la del retorno de un héroe, pues a los que habíamos sobrevivido de los campos de con-centración nazi nos consideraban como si fuéramos supervivientes del más atroz de los infiernos.

Mi emoción fue tanta que no pude contenerme de que se me escapase algún sollozo y algunas lágrimas y vino a mi mente el propósito que hice cinco años antes. Cuando estaba en la compañía en Francia, como tenía relación amistosa con muchas familias del pueblo, pude concertar que para el día de mi santo, el 19 de marzo, por mediación de un programa de dedicatorias que Radio Andorra emitía a una hora determinada, mi madre y mis hermanos me transmitirían como recuerdo la bella melodía La leyenda del beso. A la hora prevista, las nueve de la noche, fui a la casa con la que concerté poder oír la emisión. Toda la familia estaba reunida conmigo, como si casi fuese algo suyo. A la hora convenida la locutora de radio Andorra emitió la dedicatoria: «A José de Dios, de parte de su madre y sus hermanos Antonio y Carmen que no lo olvidan». Al escuchar la dedicatoria y oír la bella melodía, no me pude contener y frente a aquella familia francesa prorrumpí en sollozos incontenibles, pero las lágrimas también brotaron de los ojos de aquella familia, sobre todo de las mujeres pues también tenían a sus hijos y hermanos movilizados.

Cuando bajé a la calle casi me avergoncé de mi debilidad y dando una fuerte patada en el suelo, hice el juramento de no llorar hasta que volviese al hogar y a fe mía que lo cumplí. A pesar de los calvarios que pasé, todo lo sentía con rabia y ante la desolación, el hambre, el frío y ser tratado algunas veces como un ser abyecto, posiblemente mi corazón lloró en más de una ocasión pero mis ojos no derramaron en los cinco años una sola lágrima. Tenía las espuertas de mis ojos

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cerradas a cal y canto y no se abrieron hasta la gran emoción que sentí en el aeródromo de Nancy, cuando aquellas muchachas con salutacio-nes que les salían del corazón, hicieron que mis ojos volvieran a derramar lágrimas. Pero en vez de llorar de dolor, como lloré en casa de aquella familia francesa, lloré de gozo y de emoción.

Antes de abandonar Nancy, aquellas simpáticas muchachas me obsequiaron con diversos regalos y en el pie del avión y antes de subir volvieron a despedirse con besos y deseos de mucha suerte para mí. Me dijeron que bien lo merecía después de haber soportado los sufrimientos de la deportación y haber sobrevivido a ella.

Cuando reemprendimos el vuelo y me tendí encima de las mantas que cubrían parte del suelo que yo ocupaba, ya estaba en Francia y de cara a un porvenir que a mí me parecía radiante si mi estado de salud no me complicaba el futuro.

Pensé en la intensa emoción que sentí cuando me abrazaban y me besaban las muchachas de Nancy y en el culminante momento en que no pude contener las lágrimas. A aquellas muchachas no les podía explicar el motivo de mi emoción y es que vino a mi mente, sin yo llamarlo, el recuerdo de la última vez que lloré, hacía cinco años, cuando por Radio Andorra llegó a través del espacio la dedicatoria de mi madre a su hijo más querido, Pepe, que se hallaba en el exilio.

La verdad es que, a través de los años, nunca he conseguido averiguar dónde aterrizamos, sólo recuerdo que me instalaron con muchos prisioneros de guerra que habían sido repatriados. Tampoco recuerdo con qué medios llegué a un lugar tan adorable y precioso como uno pueda imaginarse. Nos instalaron nada menos que en unos preciosos jardines de un enorme y bello castillo a orillas del Loira. Allí, en el límpido césped y entre los árboles y los rosales, habían instalado unas amplias tiendas de campaña con unas comodísimas camas. Aquello era una delicia, además el tiempo era espléndido y radiante pues ya estábamos muy adelantados en el mes de mayo. Cuando nos apetecía íbamos al castillo donde había una soberbia biblioteca y por fin pude leer, después de casi cinco años sin tener un libro en mis manos. Las comidas también las hacíamos en el castillo en un grandioso y espléndido comedor. La comida que nos daban era

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muy buena y abundante y a mí se me abrió un apetito voraz que era lo que más me convenia para mi dolencia pulmonar.

Mi estado de salud parecía ser excelente pues mi aspecto lo demostraba, además aparentemente no me quedó ningún vestigio de la afección pulmonar que había sufrido. La vida al aire libre que llevába-mos y el descanso hicieron el milagro. Los quince días que estuve en el castillo al lado del Loira fueron para mi como un sanatorio.

Cuando llegué allí todos los que estaban eran prisioneros de guerra y cuando me vieron llegar con el traje de deportado lanzaron un hurra ya que nos consideraban casi como seres míticos que había-mos salido como por milagro de los campos nazis.

Todos tuvieron las mayores atenciones conmigo pues les expliqué los motivos porque había venido a Francia desde Austria. Un teniente francés hizo todo lo posible para que, dado mi estado de salud, me alojase en una habitación del castillo, cosa que no quise aceptar pues tenía que estar solo. Como me encontraba muy bien y las camas de las tiendas de campaña eran muy confortables, le dije al teniente que mientras reinase el buen tiempo prefería estar en compañía de aquellos camaradas que tan bien me recibieron, con la salvedad de que si lloviese o hiciese mal tiempo, entonces sí le agradecería dormir en el castillo. El teniente me dijo que todo lo que pudiese afectar a mi persona corria por su cuenta. Así pues, los quince días que pasé en el castillo fueron maravillosos.

No puedo recordar con qué medios llegué a París, sólo recuerdo que me encontré en el hotel Lutecia, uno de los mejores de la capital francesa. Cuando los alemanes ocuparon Paris lo requisaron para ins-talar en él su cuartel general y fue ocupado por los nazis todo el tiempo en que estuvo la gran ciudad bajo su dominio. El gobierno francés, al adueñarse de nuevo de la capital de Francia, lo habilitó para las funciones que creyó oportunas el mando militar y cuando se produjo la liberación, fue centro de asistencia para los deportados aunque no puedo precisar si también se utilizó para prisioneros de guerra.

Paris era una ciudad muy admirada por mí a través de las innumerables novelas que había leido y que describían calles, plazas y

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boulevards; por tanto la conocía un poco. Tenía gran ilusión por conocer Paris en todos sus aspectos y desde luego lo conseguí pues estuve como unos veinte días deambulando por sus calles y hasta me familiaricé con el metro pues éste en Paris es muy fácil de aprender para desplazarse a donde sea. Visité lugares que estaban en mi mente como Versalles, Fontainebleau, la Tour Eiffel, Nótre-Dame, los Inválidos y también el Sacre Coeur... No dejé nada por visitar. También estuve en el Mont Saint-Michel que dio su vida por la liberación de Francia, y si en mis escritos destaco que esta guerra no la sintieron los franceses por motivos obvios, en la Resistencia el pueblo francés estuvo a la altura de las circunstancias con su heroísmo y sacrificio.

Durante algunos días íbamos por las calles de Paris vestidos con el traje de deportados y esto nos abria todas las puertas hasta que a los seis o siete días nos dieron ropas de civil. Además todo lo teníamos gratis: teatros, cines, musicales, metro, autobuses, en fin, todo. No teníamos dinero ni falta que nos hacía, incluso si entrábamos en algún bar a tomar un refresco, pues hacía mucho calor y ya estábamos en junio, el dueño del bar nos invitaba y los clientes también nos querían invitar.

He perdido un poco el orden cronológico de los hechos pues todo lo que he relatado anteriormente no lo hice sólo en mis andanzas por Paris ya que me acompañaban mis más queridos amigos, así que retrocedo un poco y cojo el hilo de mi narración.

Cuando llegué al hotel Lutecia no tardé en encontrarme con Eduardo, Pey, Mayora y demás amigos a los que puse al corriente de todo lo que me había ocurrido desde mi marcha de Steyr. Ellos me contaron las incidencias del viaje de regreso a Francia y me dijeron que todos los deportados españoles tenían que concentrarse en dicho hotel, así como los deportados franceses si tenía su residencia en

Paris. Conseguimos en el Lutecia una habitación conjunta pues era una pequeña suite que ocupamos Eduardo, Mayora y yo. Para comer íbamos a unos restaurantes donde comíamos opíparamente.

Poco a poco se fueron regularizando nuestras vidas. Pasamos por una inspección médica muy rigurosa. Cuando pasé por rayos X el

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diagnóstico fue lesión en el pulmón izquerdo en vias de cicatrización. Me recetaron una serie de inyecciones y algo más, o sea que tenía que seguir un tratamiento médico y cada mes debía que pasar una revisión pero el doctor que me asistió me dio muchos ánimos al decirme que no me preocupase, que mi vida no estaba en peligro.

También nos dieron ropa adecuada: dos mudas completas, un traje de moda de aquel entonces y un par de zapatos, o sea, que nos vistieron y nos calzaron. Pero yo no sé como ocurrió que, en vez de un traje, dos mudas y un par de zapatos, me encontré con cuatro mudas, dos trajes, uno marrón y el otro gris, y dos pares de zapatos. Como propina, y eso que estábamos en verano, me hice con un soberbio abrigo de color beige de lo más elegante, pero ya digo que no sé cómo ocurrió.

Fuimos a ver las fastuosas revistas del Casino de Paris y del Folies Bergére. En este último, la revista que estaba en cartel desde hacía varios meses se componía de veinte cuadros a cual más maravillosos, un verdadero derroche de fastuosidad, arte y fantasía, con un cuerpo de baile de primera fila y las vedettes más destacadas por su belleza y su arte. La mise en escéne era insuperable. Nosotros, que hacía poco éramos carne de crematorio, ahora veíamos este ambiente y nos parecía un sueño. Cada cuadro era una obra de arte que, si entusiasmaba al público y este insistía en sus aplausos largamente, los repetían aunque eran poquísimos los cuadros que tenían el honor de ser bisados. Pero más o menos en la mitad de la representación salió un cuadro que no tenía nada de espectacular, tan sólo había en el fondo del escenario un decorado que era nada menos que la basílica del Pilar de Zaragoza y a sus pies el rio Ebro; en medio del escenario había una pareja de baile vestidos con el traje típico aragonés y otro baturro en una silla con una guitarra y una baturra cantadora de jotas. Cantaron y bailaron la jota de manera maravillosa. Al término de su actuación el teatro se venia abajo y el local, lleno hasta los topes, aplaudió de tal modo que tuvieron que repetirlo. Pero a la segunda vez que cantaron y bailaron aquellos maños los aplausos fueron más ruidosos e insistentes y no pararon de aplaudir hasta que lo bisaron por segunda vez, por tanto el canto y el baile aragonés

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estuvieron en escena en tres ocasiones, algo inusitado pues eran pocas las veces que esto podía suceder. El éxito de mis paisanos fue cla-moroso. Yo, expatriado, exiliado, deportado, español y, además, aragonés, que hacía seis años que había tenido que abandonar mi patria camino del exilio... ¡qué debió sentir mi corazón al ver cantar y bailar la jota y con el Pilar de Zaragoza como fondo!. No tengo frases que puedan describir la emoción que sentí en aquella actuación y ante la reacción de aquel público parisino que rindió pleitesía y entusiasmo a un cuadro musical de mi tierra que para ellos era floklore extranjero. Si bien hubo bastantes cuadros de la revista que tenían un valor artístico envidiable y que habían sido muy aplaudidos, ninguno tuvo el honor de ser bisado dos veces pero la jota cantada y bailada los arrastró hasta el delirio.

Durante unos días fuimos por todo Paris con el traje de rayas. Ello nos daba acceso a todo pero cuando nos dieron la vestimenta de civil nos dieron una especie de carnet que, con sólo enseñarlo, nos abria todas las puertas tanto de espectáculos públicos como de transportes, y todos los días por la mañana visitábamos museos y monumentos y por las tardes íbamos a ver espectáculos teatrales o ci-nematográficos.

Estando una mañana en el hotel Lutecia hablando con unos amigos en el vestíbulo, oí que por los altavoces pronunciaban mi nombre y pedían que me personase en recepción. Allí fue donde me dieron una carta, dirigida a mi nombre, de una familia de Fraga que había visto mi nombre en las listas de deportados españoles que debía de publicarse en algún periódico. Me invitaban a su casa en Sens a pasar los días que creyese conveniente, lo cual acepté de buen grado. Pero aquella misma mañana, la Presidenta de la Cruz Roja de la República, la señora del general Riquelme, militar muy conocido por el gran público por haberse destacado en la campaña del Rif y ser un general leal a la República, a Mayora y a mí nos dio una gran noticia: podíamos ir los dos a pasar un mes de vacaciones a Budjeot, un lugar de turismo de la Corréze donde el comité pro-deportados y prisioneros de guerra nos atendería y nos daria el tratamiento médico que fuese necesario y con todos los gastos pagados. Era un lugar en la montaña

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muy concurrido en verano por la afluencia de veraneantes, cosa que aceptamos con gran agrado. Aplacé por tanto la invitación que recibí de la familia de Fraga a quienes escribí asegurándoles que, a mi regreso de Budjeot, muy gustoso iria a pasar unos días en su amable compañía.

Partimos Mayora y yo para Budjeot donde llegamos después de un largo viaje en tren. Nos personamos en la dirección que llevábamos, que era de una farmacia, y la farmacéutica era la presidenta del comité. Nos alojaron en un lugar muy sui generis en el cual ya había cuatro ex prisioneros de guerra; congeniamos enseguida y la amistad que hicimos se prolongó con algunos a través de los años. Mi estancia allí fue muy grata y saludable pues aparte del tratamiento que seguía a base de inyecciones y algunos fármacos, el clima me fue muy bien. Desde luego no voy a describir mi estancia en Budjeot pues no ocurrió ningún hecho de trascendencia digno de contar.

A nuestro regreso a Paris después de la vacaciones nos personamos en el hotel Lutecia donde estaban todos los organismos que nos pudieron atender y nos enteramos de que Eduardo estaba en Rosny de encargado en un taller mecanizado de zapatos, que era lo suyo pues era zapatero de profesión. Antes de marcharme de Paris fui a verlo ya que Rosny estaba en la banlieue, es decir, cercano a Paris. Después de pasar unas horas con Eduardo regresé a Paris y al día siguiente partí para Sens, población que estaba en la línea férrea que va de París a Lyon y en la estación ya me esperaba Manolo «el Roig». Al descender del tren enseguida nos vimos, simultáneamente nos reconocimos y nos abrazamos y acto seguido nos fuimos para su casa que estaba en un pequeño patelaine a cinco o seis kilómetros de Sens. En su casa encontré a su familia compuesta por su mujer Carmen y su hermano José a quien recordaba de Fraga. La única que me era desconocida era su hija Monique que tenía siete años, pero al que más conocía era a Manolo. Me agasajaron como si fuera uno más de la familia y desde el primer día me encontré con ellos como si perteneciera a ella.

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Pasamos el resto de la tarde y la velada hablando de Fraga y en realidad todos sentíamos la misma añoranza por nuestra querida ciudad. Por lo que vi, ellos ya no pensaban volver más pues en Francia se encontraban muy bien, sobre todo la pequeña Monique que nació en Fraga pero ya se sentía toda una francesita; llevaba ya varios años en Sens y de su pueblo natal no tenía ni el recuerdo ya que tendría un año cuando lo abandonó.

Al día siguiente los dos hermanos se fueron a trabajar al bosque a hacer leña para combustible pues en aquellos primeros tiempos de posguerra todo escaseaba en Francia. Los únicos que lo pasaban me-dio bien eran los que vivían en el campo y eran agricultores o similar. En la casa donde tan cariñosamente me invitaron no faltaba de nada de lo más necesario. Tenían un pequeño huerto en propiedad y también eran propietarios de la humilde casa donde vivían, compuesta de bajos y de un primer piso. Además tenían un pequeño corral donde criaban conejos y unas cuantas gallinas y pollos. El pan lo amasaban en casa y lo cocían en el horno de la cocina. Por lo que vi a los pocos días de estar con ellos, los campesinos se ayudaban mutuamente pues el queso y la mantequilla siempre estaba a disposición de todas las comidas y sé que la compraban para su consumo a precios muy asequibles.

Como eran tiempos difíciles, sobre todo para los que vivían en las ciudades donde todo estaba racíonado y escaseaba, sobre todo los productos alimenticios, los que trabajaban en el campo eran gente privilegiada en aquellos tiempos de carestía pues yo lo veía en casa de Manolo. De comer, no faltaba de nada: leche, pan, huevos, carne de conejo y de pollo y de tanto en tanto carne de cordero o de ternera, y además tenían su racionamiento.

El primer día lo pasé con Carmen hablando de Fraga y de nuestros conocidos. Manolo y José no regresaron hasta casi la hora de cenar y para ir y volver al bosque lo hacían en bicicleta. Al día siguiente me fui con ellos con la bicicleta de Monique y cuando llegamos al bosque donde hacían el trabajo, conocí a un paisano de Barbastro que trabajaba con ellos. Al cabo de un rato de estar deambulando por allí viendo como trabajaban los tres, no tardé en

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ayudarles. Había uno que con una sierra de mano serraba leña de una medida apropiada para las estufas y cocinas y como era una faena muy fácil de aprender y a mí me parecía distraída y que estaba al alcance de mis fuerzas, pedí hacerlo y así fue como me hice leñador.

Todos los días iba al bosque y el estar en contacto con la naturaleza me fue muy bien para la lesión pulmonar que había sufrido. Un día fui al hospital de la capital del departamento donde pasé una revisión médica y también me miraron por rayos X. Me encontraron bien del todo; la lesión pulmonar estaba completamente cicatrizada y me dieron el alta. Esto me dio muchos ánimos.

Los días iban transcurriendo plácidamente durante mi estancia en la casa de Manolo. Cada día les acompañaba y realizaba el trabajo como ellos.

La situación en Francia después de la guerra, y no me refiero al mes siguiente del fin de la contienda sino varios meses después, seguía siendo penosa. Un ejemplo: Sens era una ciudad de veinte mil habitantes que estaba muy cerca del villorrio donde nosotros habitábamos; en la peluquería de caballeros el cliente tenía que llevar consigo una toalla o peinador para que le efectuaran el servicio, o sea que las peluquerías carecían de estos elementos y no había manera de hacerse con algo tan vital para la buena marcha del negocio.

Los alemanes cuando invadieron Francia arramblaron con toda clase de maquinaria de las innumerables fábricas que había. La nación francesa quedó paralizada y durante los cinco años que duró la guerra se agotó todo por completo. No existia ninguna clase de industria ni de comercio. Si hubo alguna actividad que funcionó, tuvo que ser algo que estuviese en relación con la guerra. Francia carecía de todo y al final de la contienda estaba exprimida como si fuera un limón que hay que tirar después. Se tardó mucho tiempo para que el país empezase a recuperarse; no hay que olvidar que toda la industria había sido desmantelada y tuvieron que reconstruirla como si hubiera que comenzar de nuevo, desde lo más insignificante hasta lo más importante.

En el mes de octubre de 1945, seis meses después de haber ganado la guerra, en un comercio de tejidos de Sens pusieron a la

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venta varias piezas de un único tejido fabricado en Francia que parecía tela de saco. Quería ser blanca pero tenía el color del garbanzo. Yo compré unos metros para hacerme una bata para trabajar de mi profesión si se presentaba la oportunidad. Hice que me la confeccionaran pero nunca la usé pues además de que no tuve ocasión, me habría dado vergüenza lucir semejante bodrio.

Como parecía que no había muchas posibilidades de encontrar trabajo de mi profesión, Manolo me propuso que me quedase con ellos en el trabajo del bosque, además me hizo unas condiciones ópti-mas: al trabajar cuatro en el corte de la leña, cuando se vendiera se dividiría el total en cuatro partes iguales. Creo que no podía pedir más. En el trabajo que hacíamos cada cual tenía una función determinada: José abatía los grandes árboles con el hacha; Castro, mi paisano de Barbastro, y Manolo, una vez el árbol había sido abatido, con el hacha o con un serrucho que hacían funcionar entre los dos, cortaban las ramas del árbol y quedaba el tronco pelado que era vendido a una industria maderera. Yo me encargaba de recoger todo lo que se consideraba leña y la serraba para venderla como combustible. Desde luego, el trabajo menos pesado era el que hacía yo pero debido a su afecto por mí les parecía bien; además es posible que a ellos no les gustase mucho mi trabajo por su monotonía. Yo lo hacía muy a gusto porque mientras serraba la leña con mi sierra de mano podía dejar volar la imaginación en mil cosas diferentes.

En el aspecto doméstico también hicimos un arreglo propuesto por Manolo y su esposa Carmen. Yo seria un miembro de la familia, es decir, que ésta la componíamos cinco: el matrimonio, la hija, el her-mano y yo; y corríamos con los gastos a cinco partes iguales. Yo contribuía con una quinta parte y en ello iba comprendido el cuidado de mi persona en todos los aspectos. Me trataban como si fuese un hermano, siempre pensé y he dicho que la familia de Manolo se comportó conmigo como mi misma familia lo hubiese hecho. En estas páginas testifico mi sincero agradecimiento y afecto.

También me proporcionaron una bicicleta. Tuvimos que ir a Paris al mercado de les Puces los dos hermanos y yo con el tren porque en Sens no pudimos encontrar una rueda y un sillón para completar la

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bicicleta. Esto es una estampa más de como había quedado Francia después de la guerra.

Pasó el verano y el otoño de 1945 y vino el invierno. De tanto en tanto caía la nieve y yo seguía fuerte que fuerte. No le tuve miedo al invierno y cada mañana al clarear el día, si no llovia o nevaba, íbamos al trabajo montados en nuestras bicicletas. Como iba bien abrigado el frio no hacía mella en mí y además había pasado por situaciones mucho peores que hacían que aquella me pareciera pasable. Me sentía reconfortado con el calor y afecto de la familia de Manolo. En cuanto llegábamos al bosque encendíamos una gran fogata y antes de empezar el trabajo desayunábamos con gran apetito alrededor del fue-go, sobre todo en invierno. Una vez terminado empezábamos a trabajar.

Tengo que decir que desde el primer momento de mi liberación sostuve correspondencia con mi mujer y mi hermana Carmeta para toda la familia. Mi mujer vivía en Lleida bajo el amparo de su madre y como yo no tenía residencia fija, les dije que en cuanto me fuese posible les daba mi dirección para que pudiesen contestar. Nada más llegar a Budjeot escribí a mi mujer y a mi hermana y pronto tuve contestación, además de la tarjeta postal que recibí en Steyr por mediación de la Cruz Roja Suiza. Aquellas habían sido las primeras noticias de mis familiares diciéndo-me que todos estaban bien y que la carta que eché en Tul les había llegado con mucho retraso. Mi esposa siempre pensó que debía estar prisionero de los alemanes pero su corazón le decía que volveríamos a encontrarnos. Efectivamente, nos volvimos a encontrar pero aun tardamos dos años. Dos veces por semana escribía a mi mujer hasta que nos encontramos y ella me contestaba de igual manera, todo un epistolario, lo cual me servia de gran consuelo. A mi hermana le escribía cada quince o veinte días.

Todo el invierno lo pasamos trabajando en el bosque pero en la tercera decena de mayo se dejó el corte de leña. Ellos tres tenían que ir a hacer un trabajo que era más lucrativo; se trataba de una faena que hacían a destajo, de muchas horas y muy pesada. Por este motivo sólo podían realizarla los que fuesen trabajadores del campo, avezados a

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toda clase de trabajos por duros que fueran. Así que me quedé sin trabajo.

El día que tuvieron que empezar se presentó nublado y lloviznando pero a la hora de salir no llovía, por tanto me fui con ellos al lugar del trabajo que estaba a dos kilómetros de distancia. Era una gran extensión de varias hectáreas de terreno plantado de remolacha que había sido sembrada a máquina; ahora había que aclarar y cortar la hierba. Se pusieron a trabajar los tres cogiendo cada uno una hilera donde estaba la remolacha plantada y con unas pequeñas hazadas empezaron la tarea. La cabeza casi les tocaba al suelo pues el mango del binet -así denominaban a la azadita- no llegaba a tener más de cuarenta centímetros. Adelantaban con gran rapidez y en pocos minutos estaban por lo menos a cincuenta metros del lugar donde habían empezado.

La mañana estaba muy gris y al poco rato empezó a lloviznar. Yo estaba sentado mirando como trabajaban, se esforzaban lo máximo pues lo hacían a tanto por hectárea y la comida era a cargo del patrón de la finca. Al cabo de un rato de estar trabajando vino alguien a traer el desayuno, por cierto muy suculento, que comimos en el mismo lugar de trabajo. Yo también tomé parte pues éste era muy abundante y no venia de un comensal. Había queso, jamón, tomates y buen vino. Mientras, se habló y se pidió mi parecer sobre aquel trabajo; yo pedí que me dejasen probar y, medio en broma, me dieron un binet de dos que llevaban como repuesto y me puse a la altura de ellos en la cuarta fila.

Cuando había llegado a casa de Manolo, traía conmigo dos pares de zapatos de vestir, los que me dieron en el hotel Lutecia. Todo el tiempo que trabajé en el bosque llevaba uno de los dos pares que te-nía. Ellos iban calzados con unas buenas botas pero en aquellos tiempos de posguerra adquirir unas botas o unos zapatos costaba un ojo de la cara y por eso muchas veces me ponia unos zuecos de made-ra que tenían en casa medio dejados. Este día que fuimos a la remolacha me los calcé y como el tiempo estaba lluvioso y la tierra estaba algo mojada, se había hecho un poco de barrillo. Al andar, como los zuecos eran de madera, en la parte que tocaba el suelo se me

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pegaba el barro. Cuando empezamos al unísono y cada cual en su fila, ellos llevaban el mismo ritmo y avanzaban por un igual. Pronto se despegaron de mí y cuando llegaron al final vinieron hacía donde yo estaba. Posiblemente, debí de hacer unos seis metros pese a mis esfuerzos y cuando llegaron, sin decirme nada, entre los tres en pocos minutos hicieron mi hilera.

La labor que había que hacer era la siguiente: la remolacha había sido sembrada a máquina, por tanto en un metro había cinco o seis matas de las cuales sólo tenían que quedar tres; al mismo tiempo de arrancar las matas sobrantes no había que dejar una brizna de hierba. Yo hice lo posible para hacer bien el trabajo, por eso iba con mucha lentitud pero el barrillo que se me pegaba a los zuecos iba aumentando de grosor hasta el extremo de tener cuatro o cinco centímetros. A esto se unía la corta longitud del mango del binet que me hacía inclinar la cabeza hasta casi tocar el suelo, con el peligro de dar hasta una vuelta de campana. De rabia ante mi propia impotencia y, al mismo tiempo, por mi figura un tanto ridicula pues al enderezarme había crecido casi medio palmo debido al barro pegado a mis pies, lo cual causó risa y lástima a mis compañeros al ver mi furia, lancé el binet a veinte metros por lo menos y dije: «esto no es para mí». El resto de la mañana no paró de lloviznar pero eso no fue motivo suficiente para dejar de trabajar. Si nuestra casa hubiese estado más cerca me habría marchado pero como teníamos que comer en la misma finca, a la una nos fuimos hacía la ferme, una gran casa de campo que estaba cerca del lugar de trabajo.

Entramos en la masía y pasamos al comedor donde nos juntamos una docena, todos trabajadores de la finca. En vez de una simple comida de mediodía, aquello fue un banquete. Sólo paramos hora y media y empezamos la jornada de la tarde. A media tarde merendamos también a base de queso, jamón y algún embutido. Sin exagerar, hacíamos una jornada de catorce horas de trabajo, aparte los desplazamientos. Aquella tarde, medio en broma, medio en serio, hice algunos escarceos con el binet, lo cogia, lo dejaba y lo volvia a coger pero lo que hice me sirvió para darme cuenta de que aquel trabajo podía hacerlo.

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Por la noche durante la cena ya en casa, comentamos lo acontecido durante la jornada y Manolo me contó que había habido algunos que no eran trabajadores del campo, que trabajaban en el bosque haciendo leña, y al llegar el tiempo de la remolacha quisieron probarlo y lo tuvieron que dejar; tan sólo hubo una valenciana que hizo toda la temporada y la citaban como ejemplo. Aquella noche en la cama pensé mucho en ello y me tracé un plan para el día siguiente. Al amanecer nos levantamos y salimos para el trabajo, cada cual con su bicicleta, y en vez de calzarme los zuecos me puse los zapatos de vestir. En el camino nos encontramos con Castro, mi paisano de Barbastro que siempre se portó muy bien conmigo, y cuando llegamos al lugar de trabajo donde suponían que yo seria un mero espectador, les hice una proposición que aceptaron con una sonrisa: yo cogería un pedazo para mí sólo para que pudiese trabajar a mi aire pues creia que podía hacerlo, sólo era cuestión de tener las piernas y los ríñones fuertes y como había sido un deportista, me creia fuerte. Nos dimos la mano en señal de ayuda mutua.

Me puse a trabajar. El trabajo que tenía que hacer era muy simple y, a decir verdad, todo lo que había pasado en Mauthausen, Brestein y Steyr, y después de haber trabajado varios meses en el bosque, me habían ayudado psíquica y físicamente a que me encontrase en disposición de hacer algo que estuviese al alcance de mis fuerzas. Si hubo una mujer valenciana que lo hizo, quería probar a ver si un peluquero aragonés también lo conseguiría. Así que empecé a trabajar con un pedazo de tierra bastante alejado de donde laboraban mis compañeros. Desde el primer momento no quise adelantar mucho sino hacerlo bien pues ya me hacía cargo de que el ritmo que desarrollaban ellos no lo podía seguir. Yo iba a mi paso y cuando me parecía descansaba un poco. A la hora de desayunar me reuní con ellos y comentamos lo que estaba haciendo, desde luego no había hecho gran cosa pero lo que vieron les pareció bien y como aquello tenía que durar un mes largo, yo sabia que poco a poco cada día adelantaría más. El caso es que aguanté la larga jornada y les pareció bien tal como lo iba haciendo; ellos me daban ánimos y sobre todo me advertían que no me fatigase más de la cuenta.

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Los primeros días transcurrieron en una continua llovizna que en algunas ocasiones nos obligaba a dejar el trabajo pero a poco que se pudiese, lo reanudábamos una y otra vez. Era algo que había que hacer cuanto antes mejor pues la hierba iba creciendo y cuanto más alta fuese, más esfuerzo costaba eliminarla. Como era a un tanto por hectárea había que espabilarse pues el trabajo, que resultaba muy productivo si todo marchaba normalmente, podía no serlo si las inclemencias del tiempo eran adversas. El caso es que los días de lluvia fueron una semana pero a pesar de ello no perdimos muchas horas; en realidad, éramos muy tenaces. Yo aguanté como ellos y de día en día adelantaba más; después de unos ocho días de trabajar a mi aire me incorporé al trabajo con ellos y ya hacíamos cuatro lineas.

A decir verdad, me sentía orgulloso de mí mismo por trabajar en línea con ellos, codo a codo con tres obreros del campo de los más eficientes. Empezábamos un campo que tenía cien metros o más y yo tenía que seguir el mismo ritmo que ellos durante catorce horas de trabajo a destajo. No trabajábamos de sol a sol sino que nuestra labor empezaba al despuntar el día y terminábamos por la tarde cuando aparecía la primera estrella que brillaba en el firmamento. Después teníamos que regresar al hogar con la bicicleta y tanto de ida como de vuelta, llevábamos el farol encendido. Cuando llegábamos a casa, después de lavarnos un poco la cara y las manos, acto seguido nos poníamos a la mesa que ya estaba puesta a nuestra llegada; una vez terminada la cena, a dormir y recuperar fuerzas para el día siguiente.

Esto que estaba realizando con la ayuda de todos los que me rodeaban, fue para mí muy aleccionador, además me estaba forjando a mí mismo y me sirvió de mucho para ulteriores tiempos.

Se pasaron los días lluviosos, vino un tiempo espléndido y el calor empezó a apretar. Mi indumentaria durante el trabajo en los días de sol era bien simple: un pantalón corto caqui y un sombrero de lo mismo, o sea que iba con el torso desnudo y con los zapatos bajos de calle pues no tenía otros. A los pocos días me había tostado con el sol y me sentía vigorosamente bien; desde luego íbamos muy bien alimentados y yo comía con gran apetito.

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Cuando pasé la última revisión me dijeron que estaba completamente bien y me dieron el alta, desde entonces mi vida se desarrolló en continuo ajetreo. El primer día que me fui con ellos, mientras los estaba viendo trabajar, en mi mente se forjó una idea que era la de ganar algún dinero para ir a Andorra y desde allí procurar ver a mi mujer. A lo mejor se podría desplazar hasta este pequeño país y al vernos decidiríamos nuestro futuro. Pero eso costaba dinero para el viaje y mi estancia allí de unos pocos días, además quería sufragar los gastos de estancia y viaje a mi mujer pues, aunque no carecía de lo más esencial en lo que a alimentación se refiere gracias a su madre, carecía de medios para emprender un viaje fuera de España. Como sabia lo que pensaba ganar cada uno de ellos, pensé casi como una quimera que la solución para mí era estar en la remolacha.

De todos estos pensamientos no hice ninguna confidencia pues en ningún momento lo creí oportuno. Pasito a pasito logré mi propósito inicial y tengo que dar las gracias a mis tres compañeros que en todo momento me apoyaron; primero aceptaron que trabajase aparte para entrenarme y al cabo de unos días ya trabajé en línea con ellos. Tengo que decir que durante algunos días en que trabajábamos los cuatro en línea, yo era siempre el último en llegar al final y cualquiera de ellos, con muy buena voluntad, me echaba una mano y en poco tiempo terminábamos mi línea pues la distancia que podían llevarme era de pocos metros.

En verdad fue una prueba muy dura para probar mi estado de salud ya que estaba haciendo un trabajo muy pesado pero no había otro. Era como una prueba de fuego para mi naturaleza y me lo tomé como un gesto deportivo. Si aguanté durante más de un mes jornadas de duro trabajo catorce horas, además de los desplazamientos con bicicleta, es porque mi cuerpo estaba preparado físicamente gracias al deporte que había hecho desde muy joven; eran las piernas y los muslos los que tenían que soportar el peso de dicho trabajo, así como los ríñones, y yo había hecho durante los años de mi juventud mucha gimnasia sueca. Por todo ello salí vencedor de esta prueba de fuego y recuerdo el último día en que dimos fin a este trabajo a destajo y que paso a relatar pues bien merece la pena.

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Era un sábado de finales de junio, un día radiante de sol y de calor. Desde primeras horas de la mañana nos hicimos a la idea de que aquel día teníamos que terminar pues al día siguiente era domingo, el lunes era día de mercado en Sens y teníamos que ir a hacer algunas compras. Empezamos bastante antes de salir el sol y a un ritmo trepidante por mi parte. Desde hacía algunos días el desarrollo del tra-bajo lo realizaba al unísono con mis compañeros. Desayunamos en el mismo tajo y hacía mediodía empezamos un pedazo de terreno que era como una pequeña vaguada y corria poco el aire por tanto el calor era más agobiante.

Fuimos a comer pero no estuvimos más allá de una hora y a las dos de la tarde, con un sol abrasador, empezamos lo que tenía que ser el remate de un trabajo a destajo que sólo son capaces de llevarlo a cabo gentes avezadas al trabajo del campo, o algún aventurero como yo que quiso poner a prueba su tenacidad, saliendo victorioso como si de una gesta deportiva se tratase.

Como el calor apretaba de firme en las primeras horas de la tarde, yo que estaba hecho un jabato estaba extremadamente sudoroso y no era cuestión de secarse el sudor con el pañuelo sino que había que dejarlo correr. Por la punta del ala del sombrero que me cubría la cabeza me caía continuamente gota a gota el sudor que expelía mi cabeza y mi frente. Mis compañeros de vez en cuando me decían en un tono un poco jocoso: «Pepe, esto no es el sillón del medio», y es que en una ocasión les dije que en la peluquería de mi casa había un lugar donde en verano se trabajaba más plácidamente porque el ven-tilador refrescaba mejor el sillón del centro ya que tocaba mejor el aire que en los otros sillones. Esta observación divertida se hizo repetidas veces cuando trabajábamos. Cerca de las cuatro de la tarde dimos fin a la faena. Tarde propicia para una tarde de toros, los tres compañeros me dieron la alternativa que consistió en un apretón de manos.

Una vez terminamos cogimos las bicicletas y nos fuimos para casa. Carmen me preguntó si estaba contento y le contesté que mucho pues en realidad estaba muy satisfecho de mí mismo y me creia que podía ser capaz de grandes cosas por lo que respecta al espíritu de sacrificio en el trabajo. A decir verdad, en los años venideros tuve la

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ocasión de poner a prueba mi tenacidad en el trabajo pues durante muchos años se puede decir que trabajé a destajo; igual trabajaba catorce que dieciséis horas diarias. Si alguna vez flaqueaba, me acordaba de cuando trabajé en la remolacha y aquello me daba ánimos porque fue mucho más pesado y lo aguanté. Si ahora trabajaba mucho, era en un ambiente muy superior pues tenía casi la perfección en mis establecimientos: ambiente climatizado y música a escoger, además tenía que recuperar el tiempo perdido en los años que estuve ausente de mi profesión.

Hicimos tres días de fiesta; fuimos al mercado de Sens donde compramos algunas cosas pero como era todo un trabajador del campo, cogimos otra tarea que nos llevó cerca de un mes que fue la recolección de los cereales. Junto a mis tres compañeros trabajé como jornalero en varias casas de campo de la comarca mientras duró la recolección. Todo aquello era nuevo para mí y yo me adaptaba a todo y tenía el apoyo de mis compañeros. Eran ellos quienes elegían el trabajo que yo tenía que desarrollar: igual daba gabillas que conducía el carro con un caballo rancés, un trotón con unas patas tan grandes como mi cabeza. El primer día que cogí el carro con el caballo, por poco no me aplasta el pie. Yo llevaba el caballo cogido de las riendas e iba casi junto a su cabeza, al querer girar el carro para un lado le fue a un centímetro que la pata del caballo no me aplastase el pie. Aquello me sirvió de lección y cuando tenía que girar hacía un lado o hacía otro, procuraba poner el pie lejos de su pata.

En una de las varias casas en las que estuvimos haciendo la recolección, había un prisionero de guerra alemán, un muchacho de unos veintidós años muy bien parecido, al que habían traído de un campo de prisioneros de guerra y que trabajaba como criado de labranza. Llevaba el uniforme pues no tenía otra ropa y vestía el traje negro que llevaban los tanquistas del ejercito alemán, desde luego no llevaba ninguna clase de insignia militar.

Yo hablé con él algún día con lo poco que sabia de alemán. A este muchacho, por ser alemán y haber sido soldado del Tercer Reich, le hacían el vacio y la mayor parte de los que allí estaban lo menos-preciaban porque había sido un enemigo de Francia. Para ellos, en

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aquellos recientes tiempos de la posguerra, con todas las barbaridades -que eran ciertas- que se contaban de los alemanes, aunque fuese un ser anónimo, lo despreciaban y no tenía ni siquiera un cigarrillo para fumar. Yo le hubiese invitado pero no fumaba, aun así conseguí un paquete de Gauloisesy se lo di. Este gesto extrañó a los franceses que lo supieron porque no concebían que un deportado de un campo de concentración tuviese esta consideración con un prisionero alemán. Yo odio y he odiado siempre el régimen nazi y, a pesar de todos los sufrimientos, ni antes ni ahora he odiado al pueblo alemán a pesar de sus grandes errores. En la vida todo tiene su porqué pero este no es el momento de analizarlo pues forma parte del tinglado político.

Cuando se terminó la recolección de los cereales había que volver a trabajar en el bosque pero yo no fui pues al hacer la repartición del dinero ganado en la remolacha y en la recolección, me dieron la cuarta parte del total. Creo que fue un gesto de agradecer por su desprendimiento y generosidad. No recuerdo la cantidad pero era el dinero suficiente para mis planes.

Les conté a Manolo y Carmen mis intenciones, en un principio descabelladas, pero quise hacerlo. Escribí a mi mujer diciéndole que yo partía para Andorra dentro de tres o cuatro días y desde allí ya me pondría en contacto con ella. Me despedí de mis amigos pero con la posibilidad de que si no conseguía mis propósitos, dentro de pocos días regresaría. Les pareció bien todo lo que les dije y me ofrecieron de nuevo su casa para volver a ella si las cosas no salían como esperaba.

Emprendí el viaje y no recuerdo por qué motivos tuve que pernoctar en Perpinyá y aquella noche fui al cine donde echaban una película española en la que cantaba Manolo Caracol. La película en sí no era gran cosa pero había mucho cante y cada vez que cantaba, el final de la canción era una ovación.

Creo que en España esta película debió tener menos éxito que en Francia y es que la música española es muy apreciada en este país.

Al día siguiente llegué a Andorra y fui a parar a Les Escaldes por parecerme el lugar más idóneo para pasar unos días y hacer los medios para entrevistarme con mi mujer. Me alojé en un modesto

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hotel pues sólo contaba con los recursos que tenía en mi bolsillo, los cuales no eran muy cuantiosos y pensaba estar en Andorra el tiempo suficiente para verme con mi esposa. Desplazarse de Lleida y venir a Andorra me parecía que no seria de gran dificultad para ella.

A los dos días de estar en Andorra me encontré con un conocido de Fraga. Cuando me vio tuvo una gran alegría y al explicarle los motivos por los cuales me encontraba allí, lo primero que me dijo fue que a mi mujer le pondrían muchas trabas para viajar a Andorra, más siendo la esposa de un exiliado político. Desde el primer momento estuvo dispuesto a ayudarme en todo lo posible. Antonio, pues así se llamaba este amigo, habló con el dueño de una peluquería en Les Escaldes y aquel mismo día me presentó a mi futuro patrono. Nos pusimos de acuerdo y al día siguiente empecé a trabajar en la peluquería Canut, la más destacada de Les Escaldes.

El patrón se llamaba Antonio Canut y aunque él no era andorrano su mujer si lo era y por tanto ya gozaba de ciertos derechos por lo que podía tener un establecimiento a su nombre. Además, él había sido capitán del ejercito de la República y conocía a algunos de Fraga que habían estado con él durante nuestra guerra civil. Todo ello ayudó para que me acogiese con cierta simpatía. Este empleo me fue de maravilla porque de esta manera dispondría del tiempo que fuese necesario para poder ver a mi mujer, lo cual no era tan fácil como yo creía en un principio.

Mi estancia en Andorra fue de siete meses, muy provechosos tanto en el aspecto profesional como social. No hay que olvidar que estuve apartado de la sociedad durante siete años, amén de los tres que duró nuestra guerra y si me hubiese puesto a ejercer mi profesión, posiblemente hubiese estado mermado de mis facultades profesionales, de otros matices como el comportamiento, y de nuevas ideas de cara a hacer funcionar un establecimiento que quisiese tener cierta categoría. Así, esos siete meses en aquel país libre abierto a todas las ideas, sobre todo las comerciales, fueron para mi un aprendizaje de alta escuela. Me valieron más las experiencias que pude asimilar allí que las que hubiese asimilado en la misma Barcelona; en Andorra había otro ambiente, otra sociedad, y en cuanto

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me estabecí en Fraga ya di a mis establecimientos un aire de mo-dernidad que me llevó, económicamente, a una ascensión progresiva.

Guardando las distancias, el señor Canut y yo nos hicimos amigos. En la peluquería había otro oficial llamado Andreu, un gran profesional, superior a mí. Tenía mucho que aprender de él dentro de la profesión y a pesar de que nunca me dio ninguna lección -se las guardaba para sí-, aprendí con tan sólo ver como desarrollaba su trabajo. En Andorra siempre trabajé un poquito acomplejado pero cuando me establecí en Fraga saqué a relucir mis experiencias y remonté tanto el vuelo en mi profesión, que hasta yo me hacía mientes de aquella superioridad. Algunas veces, cuando trabajaba en mi establecimiento, pensaba que si me vieran Andreu y el señor Canut, hubieran dicho: «este no es el mismo que vimos en Les Escaldes», y yo les hubiera contestado que todo lo que había progresado se lo podía agradecer a mi estancia en Andorra. Allí estaba almacenando en mi mente todo lo que veía y vivía y cuando llegó el momento lo llevé a la práctica.

El sueldo que ganaba en aquel entonces, finales de 1946, quizás hubiese sido un buen salario en España pero en Andorra la vida estaba muy cara. Ganaba doscientas pesetas semanales, justo lo que pagaba en una pensión modesta en la que el trato, se puede decir, era familiar. Los otros gastos debía sufragarlos con las propinas que pudiesen darme, menos mal que no era fumador ni cafetero, y mi único dispendio era ir un par de veces por semana al cine. Las veladas las pasábamos jugando a las cartas en la pensión donde también estaba Andreu.

Los lunes la peluquería estaba cerrada porque trabajábamos el domingo hasta las dos de la tarde. Se daba el caso de que a lo mejor ese día comparecía alguna cuadrilla de ocho o diez hombres que hacían el contrabando y Les Escaldes parecía el centro donde más contrabandistas se concentraban. Como habían estado dos o tres días para llevar a cabo su cometido, tenían necesidad de asearse, pero encontraban cerradas las barberías y aquello era un contratiempo para ellos. Le dije a Andreu que le propusiera a Canut la posibilidad de trabajar para los contrabandistas los domingos, de lo contrario eran

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servicios que se perdían. Andreu y yo trabajaríamos y partiríamos a partes iguales con el patrón. Le pareció bien la idea y casi cada lunes servíamos a alguna cuadrilla. Sacábamos, entre propinas, unas cien pesetas para cada uno y doscientas para el patrón, lo cual fue un respiro para los dos.

En Andorra ser contrabandista era una ocupación tan honorable como cualquier otra. Yo conocía a unos cuantos señores -algunos no eran ni andorranos-que teniendo un capital más o menos cuantioso lo hacían producir comprando a los contrabandistas el género que fuese y después ellos se arreglaban con los conductos que tenían para hacerlo llegar hasta Barcelona donde lo vendían. Los que vinieron a Les Escaldes eran casi todos clientes de la peluquería y algunos eran señores de gran prestancia y clase, considerados como si fueran comerciantes y, de hecho, algunos pusieron comercios al público. Antes de conocer este ambiente, yo creia que un contrabandista era medio bandolero.

Por las fiestas de Navidad vino una orquesta de Lleida a tocar en un salón de baile. Uno de los componentes era vecino de la casa en que vivía mí mujer en Lleída. Ella se enteró de que el conjunto tenía que ir a amenizar las fiestas navideñas y como cada semana nos intercambiábamos cartas, en una de ellas me comunicaba que vendría a Les Escaldes un íntimo amigo y vecino y me traería el reloj que ella me guardaba. Al saber estas noticias me alegré mucho, además podría hablar con una persona que la conocía y podría darme detalles de la vida de mi mujer y de mi hija.

No tardaron en llegar las Navidades y la tarde del primer día fui al local donde actuaba la orquesta. Sabia que el vecino de mi mujer tocaba la batería y pronto le distinguí. En cuanto vio que me dirigía hacía él, enseguida supo que era yo y después de saludarnos efusivamente, me habló de Conchita y de

Chitín, me dio el reloj y pronto se creó entre los dos una corriente de afectuosidad. Entre otras cosas, me dijo que tenía su taller de carpintería frente a la casa de Conchita y no había día que no hablase con ellas, por tanto había gran familiaridad y estima. Era una persona

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un poco mayor, tendría unos cincuenta años, y el afecto que se tenían era el de dos buenos vecinos.

No voy a detallar todo lo que me contó que fue mucho y muy agradable para mí. Me enteré de que durante los años de carestía a ella y a mi hija no les faltó una buena alimentación ya que la madre de Conchita bajaba todas las mañanas a primera hora a la plaza de sant Jaume, donde tenía un puesto de venta de plantío desde hacía muchos años; alrededor de mediodía volvía de la plaza donde se había ganado unos buenos dineros con la venta y junto a las pesetas traía pan, carne, verduras y alguna cosa más que servía para los cuatro que componían la familia: ellas tres y Enriquet, un sobrino de mi mujer, nieto de mi madre política y huérfano desde hacía algunos años, a quien la abuela cuidó hasta que se casó. Todo esto me lo contó el músico durante los tres días que actuó la orquesta porque no me separé de él, incluso me dieron unos hierros que hacía sonar al compás de la música como si hubiera uno más en el conjunto. Una de las muchas cosas que contó sobre mi hija me llenó de satisfacción: Chitín iba a un buen colegio y le gustaba mucho la lectura, así que preparé una caja de cartón bastante grande y compré los mejores cuentos bellamente encuader-nados para que se la diera a mi hija. Además de la caja que pesaba siete kilos, le di algo de dinero para que Conchita, que iba a coser a casa de una modista, se comprase un corte con el que hacerse un vestido bien elegante para el día de nuestro encuentro.

Las cartas entre Conchita y yo eran muy frecuentes y en la primera que recibí después del regreso del músico, me relataba la gran alegría que tuvo Chitín cuando vio la cantidad de preciosos cuentos que le habían traído regalo de su papá. En realidad fue un magnífico obsequio y debió pensar, al ver tanta prodigalidad, que su padre era un Creso; nada más lejos de esto: gasté todo mi dinero entre los cuentos y lo que le di a Conchita.

Los meses se iban sucediendo y mientras tanto seguía trabajando a la espera de ver un día a mi mujer, pero por los motivos que fuese en Lleida no podía conseguir un pase para subir a Andorra debido a que tenía a su marido en el exilio.

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Durante los varios meses que llevaba en la peluquería de Les Escaldes, venían a servirse gentes llegadas a Andorra como turistas y hablábamos de la situación en la España de Franco. Todo esto era en 1947 y ya hacía varios años que la guerra había terminado pero a mí, estando en Francia, me parecía imposible convivir con el régimen franquista y no se me ocurrió jamás de los jamases regresar a España. Había que tener en cuenta los peligros que pudiese correr debido a la beligerancia que mantuve desde que estalló el movimiento subversivo hasta que me fui de Fraga, al ser llamada mi quinta para incorporarme al ejército en la caja de reclutamiento de Barbastro a principios de 1938. Desde luego, durante el tiempo transcurrido desde entonces has-ta que me exilié, mí actividad política y militar fue completamente nula. Pero tal como iba pasando el tiempo, viviendo en un país neutral como era Andorra y al tener la ocasión de mantener contacto con gentes que vivían en España, sin darme cuenta, iba anulándose en mí aquella psicosis tensa hacía la España franquista, no tan disconforme como cuando estaba en Francia, sobre todo después de ver las dificultades que Conchita y mi hija tenían para reunirse conmigo.

Desde Andorra, veía a mi nación como si fuera un estratega que debe llevar a término una operación militar y estudia los pros y los contras para desarrollar su plan. En todas las cartas que había escrito a mi mujer y a mi hermana, la que mejor podía orientarme por saber como estaba el paño, nunca planteé la posibilidad de regresar a España. Nunca había dejado traslucir el deseo de mi regreso y como no decía nada, mi hermana debía de pensar que mis motivos tendría. Ellos sabían de mi participación en el consejo Municipal después del levantamiento militar y el solo hecho de haber sido miembro del mis-mo, sobre todo en un principio, era motivo para eliminarme. Aparte de esto, mi hermana ignoraba cuál podía haber sido mi actuación política o militar desde que abandoné Fraga hasta el fin de la contienda, así que era a mí a quien correspondía despejar la incógnita de mi regreso al hogar.

En realidad, durante mi actuación en el consejo Municipal más bien hice de apaciguador que de perseguidor. Formé parte de él en calidad de independiente pues nunca he estado afiliado a ningún parti-

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do político definido y si en mi vida ha habido una acción intachable, ésta ha sido en el momento en que tuve un cargo de responsabilidad. Quise ser honesto y ecuánime y lo fui en todas mis funciones por ello mi conciencia estuvo siempre muy tranquila, quizás este fue el motivo que influyó más en mi deseo de volver a casa. Había un hecho muy humano que me empujaba al regreso: el recuerdo de mi hija coja ya que si algo se podía hacer para corregir ese defecto era a mí a quien correspondía solucionarlo. El tiempo pasaba; sí no regresaba pronto es posible que no llegase a tiempo y ya nada podría hacerse para curarla. Finalmente, me decidí a preguntar por mi regreso.

Escribí una larga carta a mi hermana exponiéndole mi situación y actuación durante el tiempo que fui miembro del consejo Municipal de Fraga. Lo que hice en el mismo no había sido perniciosa para nadie y nunca me aproveché de nada en beneficio propio. No podía haber nadie que pudiese decir que por mí había sido perjudicado, al contrario, siempre me opuse a la violencia y a otros desmanes y en cuanto tuve ocasión, abandoné el consejo. Fue entonces cuando llamaron a mi quinta y en el ejército sólo había sido un simple soldado sin relevancia, así que, si ella creia que mi regreso se podía realizar sin traumas, volvería al hogar después de nueve años de ausencia.

No tardé en tener contestación diciéndome que podía regresar con toda clase de garantías y para ello me adjuntaba avales de todos los organismos oficiales -Ayuntamiento, Guardia Civil, Falange yAu-toridades eclesiásticas-, que respondían de mi persona y me decía que todos tenían deseos de que regresara. Debía de referirse a amigos y conocidos. Esto me llenó de satisfacción al ver que no había encono en el sentir del pueblo contra mi persona.

Franco decretó una ley por la cual, si un exiliado quería regresar a la patria, tenía que hacer una petición de entrada a través de un organismo que representase al estado español; al cabo de ciertos días tenía que volver para saber el resultado. Si el interesado no estaba bien avalado o tenía algo que ver con la justicia imperante, le negaban la entrada, es decir, que querían evitar aquello de «ven que ya te arreglaremos». Como yo estaba en Andorra y allí no había ninguna delegación que representase al estado español, tuve que ir a la Seu

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d'Urgell en coche de línea y me personé en la comisaría de policía. Para entrar en España en la misma comisaría me hicieron un pase para que pudiese estar doce horas en el país. Cuando iba por las calles de la ciudad y veía algún cura o guardia civil me producía extrañeza. En la comisaría me presenté como portador de unos avales que refrendaban mi petición de regresar a España. Cuando el comisario los leyó me dijo que, a la vista de ello, dentro de pocos días estaría en casa. Les dejé mi dirección por si la necesitaban y a las pocas horas regresé a Les Escaldes.

Pasaron varios días, por lo menos quince, y no recibía ningún aviso. Un día que el señor Canut tuvo que ir a la Seu d'Urgell, le pedí que pasase por la comisaría y preguntase si sabían algo de mi petición de entrada a España. El mismo día regresó y me dijo que mi petición había sido denegada. Esta noticia me trastornó un poco e inmediatamente escribí a mí hermana explicándole lo ocurrido. A los pocos días recibí una carta certificada que no era de nadie de mi familia sino de un señor muy amigo de mis familiares, miembro destacado de la política de Fraga a quien no tenía el gusto de conocer. En su carta se brindaba a ayudarme en todo lo que fuese posible para que pudiese regresar a España y me ofreció nada menos que mandarme documentación a mi nombre como si residiese en Fraga. Me decía que no tuviese temor alguno, que todo marcharía bien, dándome toda clase de garantías. Ya he dicho que era toda una personalidad política en aquel entonces, gran amigo de la familia, incluso llegó a ofrecerme su amistad. Decía que le diese la dirección de un hotel o de un amigo que pudiese tener en la Seu d' Urgell y que le avisase de que llegaría correspondencia certificada a mi nombre. Con la dirección del hotel y una vez en mi poder la documentación que él mandaría, sin ningún inconveniente podría regresar a Fraga donde ya nos conoceríamos.

Esta carta la agradecí en toda su valia pero después de meditarlo mucho no acepté su amable oferta. Le contesté dándole mil gracias y poniendo reparos a su proposición; con gran dolor de mi alma no podía aceptar su plan. Mientras tanto, mi mujer estaba siguendo los trámites para poder subir a Andorra desde hacía unos meses, y un

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señor con cierta influencia le prometió que conseguiría un permiso para desplazarse al principado por dos o tres días. Pero mi hermana y el señor que envió la carta no cejaron en su empeño de conseguir mi regreso y este último se fue a ver al gobernador de Huesca en persona quien le hizo un aval con todas las de la ley. Todo esto me lo comunicaron como si se tratase de una varita mágica que me abriría todas las puertas. Yo también lo creí así pues con un aval personal del Gobernador Civil parecía que no podía haber impedimento para mi regreso. De acuerdo con mi mujer, ella misma subiría a la Seu d'Urgell portadora del aval y acordamos el día para el encuentro, la fecha histórica del sábado 14 de abril, el día de la República.

Me despedí de la familia de la pensión donde había estado siete meses con trato familiar, del Sr. Canut y de Andreu. Cogí mis bártulos y subí al coche de línea que me tenía que llevar a la Seo de Urgel donde creia que no habría inconvenientes con el aval del Gobernador. Mi mujer ya estaba en el hotel de la Seo esperando que la llamara por teléfono para personarse en la comisaria.

Al emprender la marcha, dije adiós con mi mente a Andorra, donde había estado siete meses y del que guardo un grato recuerdo. El coche de línea, cuando llegaba delante de la comisaria situada en la carretera a media hora de la Seo, se paraba, había que apearse y pasar ante los inspectores de policía para el control de la documentación. En cuanto llegamos nos apeamos y entré en la comisaria. Dentro sólo había un funcionario, el que me había atendido la primera vez. Yo estaba más que convencido de que el documento del gobernador de Huesca que traía mi mujer allanaría todas las dificultades y ella, llena de ilusión, se había desplazado desde Lleida y estaba en un hotel esperándome a mí o a mi llamada.

Al verme, el funcionario puso cara de pocos amigos. Me espetó si no estaba enterado de que mi petición había sido denegada y entonces me dijo que tal denegación provenia del Ministerio del Interior. Yo le objeté que mi esposa estaba en un hotel de la Seo esperando que la llamase y traía consigo documentos cursados por el Gobernador de Huesca en persona que me avalaba contra cualquier equívoco. Entonces el funcionario me dijo escuetamente las siguientes palabras:

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«todos los avales que pueda traer su mujer no sirven para nada más que para el water». ¡Así mismo! Yo me quedé petrificado. Hacía poco ya me veía en mi casa y ahora era el Minsterio del Interior quien se oponía a mi entrada en España.

El comisario me dijo que el primer coche que pasase en dirección a Andorra lo pararía y me haría subir en él para que me llevase allí. Se me cayó el alma a los pies. Tenía a mi mujer a corta distancia esperando verme o que la llamase por teléfono y me sentí impotente ante las circunstancias. En un acto de jugármelo todo a una carta y ante la imposibilidad de poder reunirme con mi familia, le dije al comisario que quería entrar en España fuese como fuese y quería saber qué tenía que hacer para ello. Me contestó que era posible si firmaba un escrito voluntariamente por el cual me entregaba a la policía española, desde aquel momento pasaría a ser un preso que tendría que ser puesto a disposición del poder judicial.

Después de meditarlo un poco pensé en lo que me esperaba si regresaba a Andorra, volver otra vez al exilio, a ser otra vez un solitario y quizás para siempre. Hice vertiginosamente examen de conciencia de mi actuación mientras fui consejero de Cultura en el Consejo Municipal de Fraga. Sólo procuré hacer cultura y distracción para todos, algo con que atenuar el rigor casi espartano impuesto por las autoridades que hicieron cerrar bares, cafes, el cine y otros lugares de esparcimiento. Creé una biblioteca que siempre fue muy concurrida por gentes de toda edad y condición en la que había toda clase de prensa, en tres o cuatro emisiones diferentes, y toda clase de lectura, empezando por las publicaciones infantiles, hasta infinidad de novelas de todos los géneros y extensos libros de cultura general. Esta biblioteca se inició con donativos de gentes de Fraga y la gran mayoria de los volúmenes procedían de tres bibliotecas particulares cuyos propietarios, al estallar el movimiento, estaban ausentes de la ciudad pero no huidos. Sus casas fueron asaltadas en el primer mo-mento por la turba y justo llegué a tiempo de salvar los libros casi en su totalidad. Cuando llegué había algunos por el suelo y ordené cerrar bien aquellas viviendas. El mismo día hice trasladar todos los libros de las tres bibliotecas a un lugar determinado. La biblioteca se instaló

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en un bar bastante amplio que a los pocos días se vio repleto de grandes estanterías llenas de libros de todas clases. Las mesas y las sillas del bar que habían servido para tomar café o para jugar a los naipes y al dominó se convirtieron en asientos y mesas para leer y crear cultura. Todos los libros que no tenían dueño estaban en la biblioteca en calidad de depósito. Yo los conocía uno por uno pues se había hecho un inventario para que sus dueños pudiesen hacer en su día la debida reclamación, pero no pudo ser así porque los nacionales, en un rasgo de gran generosidad, se la regalaron en su totalidad al coronel Yagüe ¿a santo de qué?

También organizamos un grupo artístico que obtuvo mucho éxito y se hacía cine tres o cuatro días a la semana, en fin, era una gran distracción, además no había otra y los precios eran populares. Como la moneda que circulaba en Fraga era local, es decir, cartones, y la gente no le tenía mucho aprecio, procuraba gastarla sobre todo con el cine o teatro de aficionados y los llenos se sucedían. Además, había unos doscientos hombres que hacían trincheras y la mayor parte, por no decir todos, eran forasteros y pagaban en el cine con dinero nacional. Estos ingresos en moneda nacional venían muy bien porque servían para pagar las películas. También teníamos un kiosco de periódicos y revistas que ingresaba algo de dinero nacional que era invertido en libros para ampliar la biblioteca.

Y esta fue mi labor durante los meses que formé parte del Consejo Municipal, por tanto, después del vertiginoso examen de conciencia, ésta no me acusaba de nada y me dejé guiar por ella. Acepté la oferta del comisario: entregarme a la policía y ponerme enteramente a su disposición. Le pedí que extendiera el escrito pertinente y pronto estuvo dispuesto para firmar. Entonces le pregunté al comisario si podía llamar a mi esposa y él mismo me marcó el número del hotel. Hablé con una persona del establecimiento y le pregunté si había una señora que se llamaba Conchita Masip y me dijo que sí, que estaba esperando que la llamaran. Conchita se puso al teléfono y después de ocho años oí su voz emocionada que me llamaba «¡Pepe! ¡Pepe!». «¡Conchita!» le contesté yo, y le dije que llamara un taxi y que la trajeran a la comisaria de Policía de la Seo de

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Urgel. A los pocos minutos llegó, radiante, nos abrazamos y nos besamos con gran emoción. El comisario, muy caballero, nos ofreció un despacho para que, con más intimidad, nos contáramos nuestras cosas. Antes de entrar en el despacho le pedí que ultimara el escrito y cuando lo tuviese listo lo firmaría.

No puedo describir lo guapa y elegante que estaba Conchita. Estaba radiante y juvenil, más bella que nunca; los años no habían hecho mella en ella. A mí también me encontró bien, quizás con un poco menos de cabello pero, en fin, tenía buen aspecto.

Cuando llegó a la comisaria creía que con el aval del gobernador la policía me dejaría en libertad, tal como le dijeron a ella cuando se lo entregaron, pero le expliqué cómo estaba el asunto y que la única ma-nera de entrar en España era entregándome a la policía, cosa que había hecho ya, y que estaban redactando un escrito que iba a firmar. Me pidió que no hiciese tal cosa pues podía salir muy perjudicado y tenía el temor de que podía pudrirme en la cárcel o algo peor. Estando en esta discusión llamaron a la puerta y apareció el comisario que venia a decirme que en la calle había un turismo que podía llevarme a Les Escaldes; le agradecí el detalle pero no lo acepté y le pregunté por el escrito que tenía que firmar. Dijo que dentro de dos minutos estaría listo y lo pasaría para que lo firmase. Mi mujer, con lágrimas en los ojos, me pidió de nuevo que no lo firmase pero con gran firmeza y serenidad le dije que quería volver a su lado y al de nuestra hijita. El comisario volvió a llamar y entró con el pliego en la mano. Lo firmé y creo que ni lo leí.

Pero era mi dulce Conchita quien, cual hada milagrosa, tenía que rescatarme de las garras de la cárcel de la que se sabe cuando se entra, pero la salida se hace muy difícil. Todo ocurrió de una manera sencilla y emocionante, como si hubiese sido preconcebido en todos sus detalles. Estando presente el comisario con el escrito en la mano que yo acababa de firmar, Conchita dijo que el día anterior había estado en Fraga para traerse el aval del señor gobernador y que también traía la dirección de don Enrique Lucas. Este nombre produjo gran impacto en el comisario y yo, al darme cuenta de ello, repetí el nombre y pronuncié los dos apellidos: Don Enrique Lucas Mercada. Al oirlo, el

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comisario se quedó un poco cariacontecido y me preguntó si conocía a este señor. En vista del efecto que le había producido dije llanamante que después de mi padre venia D. Enrique, que era como un miembro de mi familia. A decir verdad, el comisario se alegró y nos dijo que salia un instante pero enseguida volvía, como así fue, pero vino con un pliego que estaba escrito a máquina y me lo dio para que lo leyera ¡Asombroso! D. Enrique Lucas Mercadé era nada menos que el juez militar de la plaza de Barcelona y por tanto mi persona tenía que ser puesta a su disposición para que me juzgase. Tanto a mí como a Conchita se nos llenó de gozo el corazón ante tan fausta nueva. Yo sabia más que nadie lo que Don Enrique quería a la familia de Lorenzo de Dios, mi padre. Ambos se apreciaban de corazón desde hacía muchos años y con alguna frecuencia él y su familia venian a mi casa de Fraga y sí nosotros íbamos a Barcelona, su casa era nuestro punto de parada.

El comisario nos dejó solos. Conchita y yo volvimos a abrazarnos pero ya llenos de esperanza pues la alegría nos había invadido desde que supimos que mi destino estaba en manos de Don Enrique. Todo fue muy casual porque entre nosotros, cuando citábamos a Don Enrique, nunca mentábamos el apellido pero en aquella ocasión, quizás por intuición, Conchita lo citó y esta fue la salvación. No tardó el comisario en entrar de nuevo y, con un talante un tanto optimista, dijo que nos traía una buena noticia. Empezó por decirnos que el cargo de comisario lo ejercía interinamente pues el titular estaba de vacaciones y que al ser sábado toda la tarde había estado solo, de lo cual ya nos habíamos dado cuenta.

Pero desde hacía unos minutos habían llegado los agentes pertenecientes a la comisaria, les había expuesto mi caso y después de haber cambiado impresiones habían dispuesto que aquella noche, en vez de ir a dormir a la cárcel, nos fuéramos a dormir al hotel con toda tranquilidad ¡Cómo había cambiado mi situación! Con esto salimos del despacho y saludamos a los agentes dándoles las gracias. Char-lamos un ratito con ellos y daba la sensación de que mi mujer y yo éramos los buenos de la película. El comisario en funciones nos había dicho que al día siguiente, por ser domingo, no había coche de línea a

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Lleida, por lo cual teníamos que pasarlo en la ciudad. De once a doce de la mañana debíamos pasar por la comisaria, más que nada por puro trámite, y el lunes por la mañana, acompañados de un agente, cogeríamos el coche de línea hacía Lleida donde me pondría a disposición del gobernador civil. Dijo que estuviésemos tranquilos, que todo saldría bien. Puestos al corriente de todo, nos despedimos de nuevo del comisario y de los agentes y salimos a la calle. Cuando nos habíamos alejado un poco de la comisaria, en plena calle nos dimos un abrazo y un largo beso ante la estupefacción de los transeúntes ¡Pero que guapa estaba Conchita!

Cogidos del brazo nos fuimos hasta el hotel donde reservamos una habitación con cama de matrimonio, nos fuimos a dar un paseo por la ciudad y no tardamos en ir a cenar al mismo hotel. Antes de ce -nar llamé por teléfono a Fraga y hablé largamente con mi hermana poniéndola al corriente de todo. Le conté lo de Don Enrique y me dijo que no sabían nada de él desde antes de la guerra. Como al principio de la misma murió mi padre, a consecuencia de los acontecimientos ni siquiera le comunicamos su muerte. Le dije que el lunes por la mañana llegaría a Lleida y ella me anunció que mi querida madre vendría a esperarme con el resto de la familia.

Cenamos opíparamente y pronto nos retiramos a nuestra habitación con la impaciencia de unos recien casados en su noche de bodas. Desde luego hicimos el amor como nosotros sabíamos hacerlo y no se nos había olvidado. Eran las cuatro de la madrugada y aun no habíamos intentado dormir, pero si eran tantas las cosas que teníamos que contarnos y nos queríamos tanto ¿para qué íbamos a dormir?

El que lea esta narración se preguntará ¿Quien era Don Enrique? Creo que merece una página de mi historia porque gracias a él mi gran aventura tuvo un final feliz. Don Enrique era gran amigo de la familia y cada año para Navidad nos mandaba una caja de turrones de la mejor calidad y mi padre le mandaba una de los célebres higos de Fraga. En los viajes que hacía mi padre a Barcelona se hospedaba en su casa. Estaba casado pero no había tenido ningún hijo. Había sido comandante del Estado Mayor con treinta y cinco años de edad y estaba en la Capitanía General de la 1a Región Militar con sede en

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Burgos. En 1924 fue a San Sebastián a pasar unos días de veraneo y allí se encontró con el teniente Millán Astray, jefe de la Legión, y concertaron la formación de la 6a Bandera bajo la jefatura de Don Enrique quien dejó la Capitanía de Burgos, se fue a Marruecos y se formó la 6a Bandera. Ésta estaba de guarnición en Xauen mientras Millán Astray fue herido de gravedad. Tuvo que dejar el servicio activo haciéndose cargo de la jefatura de la Legión el teniente coronel Valenzuela y en aquel entonces, por

conveniencias estratégicas, tuvo lugar una operación bélica de mucha resonancia que fue la retirada de Xauen. Fue una operación militar que duró varios días y en el curso de la misma perdió la vida el teniente coronel Valenzuela, tomando el mando de la misma el comandante Enrique Lucas, jefe de la 6a Bandera que tomaba parte activa en dicha operación. Ésta se llevó a efecto con gran éxito militar según las artes de guerra. Durante mucho tiempo y de manera circunstancial, el comandante Lucas ejerció la jefatura de la legión pero al cabo de unos días nombraron como jefe de la misma a Franco, en aquel entonces comandante jefe de la 1a Bandera, lo cual sentó muy mal al comandante Lucas quien aducía que dicha jefatura a Franco se la habían otorgado por influencias reales. El caso es que se las tuvieron y llegaron a decirse cosas muy duras puesto que los dos se creían con derecho a ella ¿Quién tenía la razón? No soy quien para opinar sobre el caso, sólo sé que a pesar de darle como premio a la famosa retirada de Xauen el ascenso por méritos de guerra a teniente coronel y la medalla militar, pidió la excedencia del ejército con la brillante carrera que llevaba. Por todo lo que he relatado, yo creía que Franco se la podía tener guardada pero había un decreto por el que todos los militares que estuviesen tenían que reincorporarse de nuevo al ejército. Don Enrique se encontraba en Barcelona cuando la ocupa-ron los nacionales y automáticamente pasó de nuevo al ejercito. Después de ostentar algunos cargos, fue nombrado juez militar de Barcelona.

Volviendo a retomar el hilo de mi narración, creo que pasamos toda la noche y parte de la madrugada charlando y resarciéndonos de los largos años en que nuestros cuerpos no habían contactado. Quizás

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dormimos un poco pero ya bien entrada la mañana. Hacía las diez nos levantamos y después de ducharnos y asearnos desayunamos en el mismo hotel. Conchita y yo acordamos ir a un estanco para comprar una caja de cigarros y dársela al comisario en prueba de nuestro agradecimiento. Compramos la mejor caja de habanos que encontramos y al filo de las doce nos personamos en la comisaría. Conchita estaba radiante ante tanta felicidad y después de los respectivos saludos con el comisario, le quiso entregar el obsequio pero él, muy digno y muy cortés, agradeció nuestra buena voluntad pero lo rehusó pese a nuestros ruegos. Tuvimos que desistir y después de reiterarnos en nuestro agradecimiento, nos despedimos del comisario quien nos recordó que al día siguiente el inspector Sr. Gómez, alojado en el mismo hotel que nosotros, nos tendría que acompañar hasta Lleida para que yo me pusiese bajo la jurisdicción del gobernador de aquella provincia.

Pasamos el domingo en la Seu, por la tarde fuimos a ver un programa de cine y después nos fuimos a pasear y a tomar un aperitivo ¡Cuantas cosas nos dijimos y que apretujones nos dábamos a la menor ocasión! Esperábamos la noche porque nuestros cuerpos volverían a encontrarse. En esta segunda noche gozamos con más tranquilidad y fruición las mieles del amor. La tarde del domingo fue maravillosa. Recordé, como en la lejanía, aquella vez en Brestein cuando rememoré las tardes de los domingos y pensé que no podría haber otra tarde tan feliz como la que había pasado con Conchita. Los dos días en la Seu d'Urgell nunca los olvidaré y son muchas las noches que, cuando me dispongo a dormir solo, pues ya perdí a Conchita, rememoro la felicidad de que gozamos.

A las cinco de la mañana nos llamaron desde la recepción y a la hora señalada por el comisario estábamos en el lugar del que salia el coche de línea. El inspector que nos tenía que acompañar no se veía por ninguna parte, menos mal que sabia su nombre y donde se alojaba, así que, como estaba a poca distancia, yo mismo fui en su busca, pronto lo localicé y nos vino justo para no perder el coche.

Por fin llegamos a Lleida y casi podía decir que ya estaba en casa. Allí estaban esperándonos mis familiares, mi querida madre, mi

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hermana Carmeta y mi hermano Ton, a los cuales no había vuelto a ver desde hacía diez años. Después de abrazarnos y besarnos mi hermana me presentó a un señor de agradable aspecto que me era completamente desconocido y era quien tanto interés se tomó por mí. Al saber que venia a Lleida acompañado por un agente, supuso que a lo mejor podría ayudarme pues fue él quien personalmente fue a ver al gobernador de Huesca. Ni que decir tiene que le di las gracias por todo lo que había hecho por mi. Entre todas las personas queridas que vinieron a esperarme eché de menos a mi querida hija Chitín. Antes de hacer cualquier gestión quería verla pero mi protector de Fraga me aconsejó que antes de nada teníamos que ir a ver al gobernador de Lleida que era gran amigo suyo. Fuimos a verle y en cuanto le anunciaron el nombre de mi protector, nos hicieron pasar ante su presencia. Consideró que lo más conveniente era que aquel mismo día, acompañado del agente, saliéramos para Barcelona donde Don Enrique Lucas obraría según fuera conveniente. El gobernador nos despidió con afabilidad y me deseó suerte en mi regreso al hogar.

Estaba impaciente por ver a mi hija y por fin llegamos a la casa de la madre de Conchita. Me emocione ¡por fin volvería a ver a mi querida Chitín! Cuando llegamos empujé la puerta de la calle y entramos en el patio. Allí, sentadita en la escalera, estaba Chitín quien en cuanto me vio se lanzó a mis brazos. Yo era aquel padre que la había dejado en Barcelona hacía ocho años, aquel que durante algunos meses, desde tierras lejanas, les escribía largas cartas, que un día dejó de escribir y pasaron años sin recibir carta alguna ¿estaría vivo? ¿estaría muerto? Esta era la duda pero un día, después de algunos años volvió a escribir e incluso mandó una caja de bellísimos cuentos, los mismos que ella deseaba leer. También abracé y besé a la madre de Conchita y desde el fondo de mi corazón le agradezco todo lo que hizo para que Chitín y Conchita no sufrieran los rigores del hambre.

Mi hermano Ton, mi protector y yo, acompañados por el agente Sr. Gómez, fuimos a comer al restaurante Cantábrico y a las tres de la tarde cogí el tren que salía para Barcelona con el agente y mi herma-no. Antes de emprender el viaje me despedí de mi protector dándole las gracias por sus desvelos.

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Llegamos a Barcelona a las ocho de la tarde. Cogimos el metro en la plaza de Catalunya para ir a reservar habitaciones en el hotel. Como era hora punta, había una gran multitud de gente y mi hermano y yo logramos entrar en el vagón pero el agente Sr. Gómez se quedó fuera en el andén un tanto perplejo. Desde dentro vi que se quedaba con la cara un tanto compungida y le hice señas pero creo que no me vio y si lo vio podía interpretarlo como una señal de adiós, pues se le había escapado el reo. Pero en la próxima estación, Urquinaona, nos apeamos a la espera del próximo tren que seguramente traería al agente, como así fue. Los tres juntos fuimos hasta el hotel Cataluña a reservar habitaciones para pasar la noche.

Nos fuimos a cenar al restaurante Cantábrico, el de Barcelona, en la misma calle que el hotel y para pasar la velada más agradable fuimos a ver la revista que hacían los Vieneses y que tenía mucho éxito. A mí, a decir verdad, me pareció muy modesta pues recordaba que no hacía mucho había visto las célebres revistas musicales de Paris, las más fastuosas del mundo y que llevan tan sólida fama. Cuando salimos del teatro cogimos un taxi y nos fuimos a dormir al hotel. Quedamos en que mi hermano Ton iría al domicilio de Don Enrique en Horta aunque quizás había cambiado la dirección porque ésta era de antes de la guerra. El agente y yo esperaríamos sus noticias en el café Ramblas.

Me costó bastante poder dormirme pues eran muchas las emociones que había vivido en pocos días. A la hora indicada me llamaron desde la recepción y pronto estuve con el agente Sr. Gómez. Nos fuimos andando al café Ramblas, desayunamos y no tardó en llegar mi hermano sonriente. No venia solo pues le acompañaba Don Enrique. Al verle salí a su encuentro. Él hacía varios años que no me había visto, la última vez fue en 1935 en mi viaje de bodas, cuando fuimos a verle y él su esposa nos invitaron a comer. Al reconocerme y a mi grito de ¡Don Enrique!, constestó ¡Pepe! y abriendo los brazos nos fundimos en un gran abrazo con la alegría de un encuentro de dos seres que se tienen en gran estima. Enseguida le presenté al agente Sr. Gómez, le saludó con su buen talante y pronto se pusieron de acuerdo. Don Enrique le dio una tarjeta donde escribió unas lineas por tanto yo

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ya estaba a su disposición. El agente, cuando vio como me recibió el juez militar de la plaza de Barcelona, se quedó un poco cariacontecido y al despedirme le reiteré las gracias para el Sr. Comisario por sus atenciones.

Creo que el Sr. Gómez debió de contarle al comisario la personalidad de mi protector de Fraga que vino a recibirme a Lleida, la visita al Gobernador y el trato que nos dio y como broche el abrazo de Don Enrique. Es que, como un conjuro, todas las puertas se abrían a mi paso para que pudiese llegar a mi hogar. Faltaba ver como Don Enrique se las ultimaría para que esto fuese una realidad.

Mi hermano Ton aquel mismo día se fue para Fraga. Me fui a comer con Don Enrique y saludé a doña Juana que se alegró mucho de verme. Tuve que contarles algo de lo que fue mi vida y no podían creer como había resistido tantos años de sufrimientos. Por la tarde Don Enrique y yo fuimos a la Via Laietana a la Jefatura de Policía. Él estuvo cerca de media hora y ató bien todos los cabos para que no tuviese ningún problema. Cuando ya estábamos en la calle me dijo que cuando llegase a Fraga me personase en el cuartel de la Guardia Civil y averiguase el nombre del juez militar de la plaza de Huesca. Debía mandárselo por escrito a su domicilio porque harían un juicio sobre mi persona en el cual no tenía que comparecer; era para que de nuevo tuviese todos los derechos y garantías de un ciudadano español. Y así fue pues al mes de estar en Fraga recibí un comunicado por escrito que garantizaba todos mis derechos civiles.

Me despedí de don Enrique con un abrazo. Nos hemos visto varias veces y ha estado en Fraga en dos ocasiones si mal no recuerdo.

A la mañana siguiente llegué a Fraga y tuve el placer de que, nada más saber mi llegada, vinieron a darme la bienvenida mis dos amigos más apreciados desde hacía muchos años: Joaquín Novíals y Ambrosio Berenguer.

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