ANGUSTIA YLIBERTAD

EN TIEMPOS DE PANDEMIA

ARTEMIO LÓPEZ QUIROZ

En este momento de la historia tan crucial para todos, no hay cosa más difícil que hablar de la vida y de la suerte que nos espera.

En algún rincón de la mente de cada uno de nosotros surgen las preguntas:  

¿Qué hemos hecho mal?

¿Por qué nos está pasando esto?

¿Cuándo va a terminar?

¿Va a terminar?

¿Qué podemos hacer para termine lo más pronto posible?

Aunque, de hecho, todos sabemos qué hacer y, sobre todo, qué no hacer, persiste en algunos la sensación de que la pandemia nos es algo gratuito. Abundan quienes difunden imágenes de ríos ahora limpios, montañas verdes cuyos árboles parecen alegrarse por la ausencia del hombre (esto es, por ausencia de sus depredadores), o aves que adornan los paisajes citadinos, y hasta bestias salvajes que merodean

por las mismas calles donde, poco antes, paseaban las damiselas y los jóvenes imberbes abstraídos en su celular, sin darse cuenta de la belleza del mundo. 

¿Hay quien crea que somos culpables?Peor aún: ¿hay quien crea que no los somos?

El punto es que somos humanos, y no podemos evitar (como de hecho no hemos podido hacerlo desde que cayó el primer rayo o la primera tormenta) sentirnos indefensos y, por tanto, temerosos. Repito: somos humanos. Y los humanos estamos hechos de una enorme cantidad de emociones; por ejemplo: de miedo.

El ser humano frente a la angustia

El joven siente angustia porque no sabe cómo lo van a calificar los maestros; el maestro siente angustia porque no sabe si le van a seguir pagando su salario completo, o si su aguinaldo va a llegar a tiempo cuando acabe el año, o si el directivo lo está vigilando a través de las plataformas que utiliza en el plano profesional, angustia por no saber si los estudiantes están adquiriendo al menos el conocimiento elemental de la materia que se imparte; el hipertenso, la mujer embarazada, el diabético, el anciano, el fumador… ¿Quiénes se hallan fuera del espectro susceptible al peligro del contagio?

Seamos claros: por primera vez en la historia, toda la humanidad se encuentra en riesgo.

Ya no se trata de una posibilidad imaginaria, producto de la distopía Hollywoodense.

La incertidumbre, la angustia, nos ha llevado a improvisar las soluciones más disparatadas: gárgaras con agua de cloro, antibióticos para prevenir la infección, café hirviendo, aire caliente expulsado de una secadora… Puede ser, pero no es para reírse. Porque la angustia es un estado mental que merece toda nuestra atención.

La vida nos ha cambiado y hemos cambiado nuestro concepto de la vida en forma radical. Lo importante, en todo caso, es que sigamos hablando de la vida.

Hace algunas décadas, la maestra Fabienne Bradu, me sorprendió con una afirmación:

“Las personas gustan de la poesía y las novelas, del cuento y de toda serie de relatos imaginarios; pero la biografía es uno de los géneros literarios más importantes, sencillamente porque la vida es importante, y hay que contarla para que de algún modo salve”.

“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: es el suicidio. Juzgar que la

vida vale o no vale la pena de ser vivida es contestar a la cuestión fundamental de la filosofía. Lo demás,

si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o diez categorías, viene después. Esos son juegos; es preciso responder en primer lugar.

Si yo me pregunto por qué cosa juzgaré que tal cuestión es más urgente que tal otra, contesto que es por las acciones que arrastra. Jamás he visto a nadie morir por el argumento ontológico. Galileo, que tenía una verdad científica de importancia, la abjuró de la forma más fácil del mundo desde el momento en que ella puso su vida en peligro. En cierto sentido hizo bien. Esta verdad no valía la hoguera. Cuál de los dos, si la tierra o el cielo, gira alrededor del otro, es profundamente indiferente. En una palabra: es una cuestión fútil. En cambio, yo veo que muchas gentes mueren porque estiman que la vida no vale la pena de ser vivida. Veo a otras que se hacen matar paradójicamente por las ideas o las ilusiones que les dan una razón de vivir. Juzgo, pues, que el sentido de la vida es la cuestión más urgente….”

Existe una creencia nacional un tanto disparatada que se enuncia en estos términos:

“los mexicanos no le tienen miedo a la muerte”, y hasta se dice que la festejamos disfrazándonos de esqueletos y comiéndonosla en calaveritas de dulce. A lo que se añade el inmenso caudal de expresiones extraídas de canciones populares:

Y hago la distinción entre la vida en sí, y nuestra vida en el mismo sentido en que Sabines lo escribió en aquellos versos dedicados al mismísimo Dios:

… Y por eso inventó la muerte: para que la vida ―no tú ni yo― la vida sea para siempre.

Lo cierto es que, aunque bien sabemos que la vida es para siempre, a los mexicanos ―como a cualquier humano en el mundo― también nos aterra la idea de que nuestra vida se acabe.

No vale nada la vida; la vida no vale nada…

Al fin que pa’ morir nacimos…

A mí la muerte me pela los dientes…

Si me han de matar mañana, que me maten, y al cabo y qué…

Soy basurita que va volando, que va volando…

El miedo y la angustia

Sobre el miedo que todos hemos tenido, o tenemos, en estos días: el miedo a enfermar, miedo que se ha implantado en el escenario mundial como el principal generador de angustias. El miedo a enfermar ha provocado una paranoia generalizada. Es probable que hayan sentido esa angustia ante un simple estornudo, o ante el menor escurrimiento nasal, o ante la más mínima molestia en la garganta. Porque a la fragilidad del cuerpo se ha añadido la fragilidad del espíritu.

De Covid-19 se han enfermado muchos millones de habitantes en el mundo; de angustia ya nos hemos enfermado todos.

Pero lo que más llama la atención es que ante la pandemia, ante esta posibilidad de enfermar, se asoma otro sentimiento, tan implacable y paralizante que provoca los mismos estragos que la angustia: el sentimiento de culpa.

El aumento de contagios nos hace pensar que algo hemos hecho mal, que no nos hemos cuidado, o que no hemos seguido las medidas sanitarias como indican las autoridades. La pandemia ha renovado una división maniquea y el mundo ha vuelto a caer en la antigua dicotomía del bien contra el mal. Los que se cuidan son los buenos; lo que no se cuidan, los malos..

La lucha contra un virus se ha traducido en una lucha del bien contra el mal, de los buenos contra los malos, o de los que se portan bien contra los que se portan mal, casi de la misma forma en que se concebían las antiguas enfermedades: la peste negra, la lepra, etc.

La dicotomía bien-malTal idea penetra en la sociedad como el agua entre las arenas, y el ciudadano común la traduce en términos muy variados: “no seas burro, usa el cubre bocas”, “mientras los muertos no sean tus muertos, no vas a entender la gravedad de lo que estamos viviendo”, “tú decides: un cubre bocas o un ataúd”, etc. En todo caso, la instrucción o recomendación se articula como amenaza, o como una sentencia que conlleva múltiples implicaciones morales.

¿Cómo luchar contra eso? Porque si la vida y, por extensión, nuestra vida es algo que está allí como algo que se debe disfrutar, lo menos que podemos hacer para lograrlo es luchar contra aquello que nos impide su disfrute y experimentar el goce de estar vivos. A diferencia de lo que dice la frase popular (“para morir nacimos”), yo creo que para vivir nacimos...

El primer paso es darse cuenta del fenómeno. Y entenderlo así: en términos propiamente fenoménicos, desprovisto de toda valoración, tal como Heidegger sugería en las primeras páginas de El ser y el tiempo, es decir, verlo como una “realidad en el sentido más estricto; en el ‘ser ante los ojos’; en el ‘constar que…’; […] en el ‘ser ahí’; en el ‘hay’”.

Con esto no debemos suprimir toda sensibilidad al momento de considerar lo que está ocurriendo en el mundo, pero sí procurar una mirada desprovista de valoraciones, sobre todo cuando aún no tenemos elementos para emitirlas.

Lo anterior se vuelve fundamental en momentos en que diversos grupos difunden por el mundo la idea de que “esto no es más que un invento del gobierno para meternos miedo y dominarnos con mayor facilidad”, o bien “parte de una estrategia para implantarnos un microchip que vendrá dentro de las vacunas”. Concebir el fenómeno con una intencionalidad ya desvirtúa nuestra percepción de la realidad y, en consecuencia, nos impulsa a descalificar incluso los mensajes emitidos por la comunidad científica.

En segundo, quizá convendría tener consciencia de nuestros propios miedos, pero también de nuestras posibilidades en el ámbito de la autodeterminación.

Es necesario reconocer que el desarrollo de este fenómeno, que ahora forma parte de lo que se ha bautizado como “nueva normalidad”, depende en buena medida de nuestras decisiones personales… : “no implementaremos medidas coercitivas ― se nos dice casi cotidianamente―, porque se debe respetar la libertad de cada ciudadano, y más bien debemos procurar una consciencia cívica que nos permita mitigar los efectos de la pandemia”.

En general, dice Sartre ,“lo que verdaderamente asusta a las personas es la “posibilidad de elección de hombre”. En estas palabras el filósofo subraya que todo ser humano es libre de elegir, sin que exista un ser supremo que lo limite o lo determine. Aunque él se refería a Dios, creo que el concepto de “ser supremo” bien puede admitir en este caso al gobierno, a la policía o a la guardia nacional…

Decidir convierte al hombre en “responsable de lo que es”.

Dicho en otros términos: si ya no existe nada ni nadie que nos determine, no nos queda más remedio que tomar libremente nuestras decisiones asumiendo las consecuencias.

Aunque Sartre circunscribió esta reflexión en el ámbito del existencialismo ateo, parece que sus alcances implican actos tan sencillos como decidir quedarse o salir de casa…

Nunca como ahora habíamos dudado tanto en visitar a nuestros padres, como si el ángel exterminador de Buñuel atara los hilos más profundos de nuestra voluntad.

Sartre afirma que, al elegir, el hombre “elige a todos los hombres”, en razón de que siempre desea elegir lo mejor; elige al hombre que quiere ser y, por tanto, elige lo que piensa que cualquier hombre debe ser. Lo anterior implica una enorme responsabilidad, porque al elegir “a la humanidad entera” se genera un sentimiento de angustia que estará presente aun cuando se la quiera disimular o enmascarar.

Pero los términos de Sartre quizá resulten un tanto extremos. Lo que nos importa aquí es destacar el hecho de que asumir la libertad propia y darnos cuenta de que fenómenos como la enfermedad no necesariamente implican un castigo. Debemos decir a los estudiantes que, si bien es “malo” enfermarse, por otra parte la enfermedad no necesariamente es el resultado de “haberse portado mal”.

Recientemente dijeron: “una de las peores cosas que ha traído la pandemia, es que nos ha quitado las ilusiones”. En efecto, muchos han tenido que abandonar proyectos o renunciar a expectativas de crecimiento. Lo peor es que con ello se ha derrumbado el concepto mismo de la vida. En el adulto la frustración cala de tal suerte que el mayor de los logros es la mera supervivencia.

Seguimos saludándonos con la pregunta “¿cómo estás?”, pero la respuesta se ha recortado a un simple “todavía estoy”.

La libertad implica a veces tomar malas decisiones…

Seguramente muchos hemos reflexionado con nuestros estudiantes respecto a ciertas decisiones, y les hemos aclarado por ejemplo que, si a mitad de la carrera llegan a darse cuenta de que esa licenciatura o esa ingeniería no era lo que reamente querían, la vida siempre da nuevas oportunidades, que no pasa nada, que no deben sentirse “culpables” o tener miedo a decidir nuevamente.

En medio de esta vorágine aparentemente interminable se asoma también ―como la hoja verdecida en el olmo seco de Antonio Machado― una generación sembrada en la resiliencia, dispuesta a postergar la satisfacción frente a este afán juvenil de tenerlo todo a la mano, a la brevedad y sin el menor esfuerzo. El siguiente fragmento, que tomo para terminar esta plática de un trabajo presentado por una estudiante en la materia de Temas Selectos de Filosofía 1, da muestra esperanzadora de esta verdad: