Ankulegi 15-Perez Galan

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     Ankulegi 15, 2011, 103-114Fecha de recepción: 8-IV-2011 / Fecha de aceptación: 30-X-2011ISSN: 1138-347-X © Ankulegi, 2011

    “Y esto, a mí, ¿para qué me sirve,señorita?”. Implicaciones éticas y políticasde la etnografía en contextos de violencia,pobreza y desigualdad1Beatriz Pérez Galán

    Dpto. de Antropología Social y Cultural,

    Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)

    beatrizp fsof.uned.es

    Palabras clave: etnografía, ética, dilemas, violencia, Perú.

    Resumen: Recurriendo al relato etnográfico en primera persona extraído de dos investiga-

    ciones desarrolladas en comunidades quechuas de los Andes peruanos, en este artículo

    se reflexiona sobre las implicaciones éticas que plantea el trabajo de campo etnográfico

    realizado en contextos de escasez y violencia.

    Situaciones comprometidas

    Comunidad de Pampa Grande, cordillera de los Andes. Mario Velásquez, campesino de cincuentay seis años y yo conversamos sobre su participación en el recorrido de los linderos de la comunidaddurante el carnaval. Tras casi dos horas piqchando coca, seleccionando semilla de papa y contestandoa mis preguntas acerca de la dirección en la que recorre los linderos y el tipo de rituales que realizaen cada uno de ellos, comienza a interrogarme: “Y a usted, señorita, ¿le pagan por hacer esto?”.Incómoda por el inesperado cambio de tercio respondí algo que no parecía demasiado convincente:“Mi universidad, los gastos del pasaje”. No contento con mi timorata respuesta, el señor Velásquezcontinuó con su propia indagación: “¿Y cuánto cuesta un pasaje desde España hasta aquí, seño-

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     Agradezco las observaciones a la versión inicial de este texto a Francisco Sánchez, Gonzalo Ramírez, PilarMonreal, Antonio Pérez y Javier Castellano. De una forma u otra, todos han acompañado y dado significado a miexperiencia etnográfica.

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    rita?”. Consciente y avergonzada de la situa-ción de extraordinaria desigualdad no supequé responder. “Y esto, a mí, ¿para qué mesirve, señorita?” Se levantó, recogió su costalde semillas y se alejó despacio camino arriba

    dando por terminada la conversación(Diario de campo, julio de 1994)2

    A lo largo de estos años desde que llegarapor primera vez a los Andes me he enfrenta-do al menos a media docena de situacionescomprometidas en mi práctica etnográfica.El señor Velásquez fue sin embargo el pri-mero que me hizo caer en la cuenta de la másque probable inutilidad práctica del trabajoque realizamos los antropólogos, entre otroscientíficos sociales, que en las últimas seisdécadas visitamos por legión su comunidad,comemos su comida, participamos en sus ri-tuales, grabamos sus conversaciones y redac-tamos monografías, artículos e informes enun lenguaje científico inaccesible para ellosy cuyos resultados no modifican en nada lascircunstancias cotidianas miserables en lasque viven.

    En algunas situaciones la elegancia del

    señor Velásquez fue sustituida por la inter-pelación directa e ineludible al compromisopersonal por parte de alguno de mis infor-mantes, seguros de que mi situación privi-legiada como extranjera, blanca y ñawiyoq3 tendría resultados positivos. En otras, posi-blemente la mayoría, las violaciones de dere-chos humanos, la violencia y la desigualdaden los años de la guerra sucia en el Perú enlos que realicé mi primer trabajo de cam-po, conformaron el “paisaje de fondo” de

    2 Los nombres de los campesinos y de sus comunida-des que aparecen en los relatos etnográficos son fic-ticios.3 En quechua “persona con ojos”, que sabe leer y es-cribir.

    mi quehacer cotidiano como etnógrafa que,aunque ciertamente incómodo, no interrum-pía en lo sustancial la recogida de datos parami investigación.

    He reflexionado muchas veces sobre estasexperiencias que han marcado mi trayecto-ria como antropóloga, como mujer y comomadre. Y aunque continúo teniendo másincertidumbres que certezas al respecto,con el tiempo, la distancia y la experienciahe logrado extraer algunas conclusiones detipo metodológico. Estos dilemas éticos hanmarcado mi visión crítica y reflexiva sobre ladisciplina y sobre la perspectiva teórica uti-lizada para escoger e interpretar mis objetos

    de estudio; además, han afirmado la idea deque la generación de los datos y de los dis-cursos de nuestros informantes en el procesoetnográfico está extremadamente ligada a lapersonalidad de cada antropólogo y al con-texto sociopolítico y económico en el que seproducen, el “conocimiento situado” al quese refiere Haraway (1995); y, por último, mehan confirmado que la interpretación acadé-mico-científica que hacemos del “otro”, de

    su diversidad y de su diferencia, en contextosde escasez y violencia está ineludiblementecondicionada por la desigualdad y por lasprofundas asimetrías que caracterizan el pro-ceso etnográfico (Dietz, 2011: 9). A pesar deque esas “cocinas” apenas queden reflejadasen nuestras etnografías o, en caso de hacerlobajo la etiqueta de la “reflexividad”, comoindica Ghasarian (2008: 17), a menudo seconviertan en superficiales ejercicios de in-trospección psicologizante y autocentradadel narrador, más personal que disciplinar.

    Reconociendo el carácter reflexivo de lainvestigación social, la importancia de las es-tructuras que marcan las relaciones intersub-jetivas en el campo y la participación del et-nógrafo en la generación de los datos, en este

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    artículo plantearé dos problemas relaciona-dos y recurrentes en la investigación antro-pológica desarrollada en contextos de violen-cia y escasez4: ¿Cómo nos enfrentamos a los

    dilemas éticos que surgen en el trabajo decampo más allá de códigos éticos y de gran-dilocuentes declaraciones de militancia polí-tica? Y, parafraseando a Campbell (2010: 2),¿por qué la ética que nos interpela frecuen-temente en estos escenarios continúa siendoconsiderada un problema en antropología ypor los antropólogos? Son muchos los temasimplicados en este debate extremadamentecomplejo cuyo tratamiento teórico excede elobjetivo de estas pocas páginas: la relación

    entre ciencia y ética, las diversas formas deposicionamiento y sus consecuencias, nues-tra responsabilidad académica como forma-dores en el silenciamiento de estas circuns-tancias “incómodas” en las que, a menudo, sedesarrollan nuestras investigaciones y las denuestros estudiantes, así como su valor me-todológico y heurístico imprescindible paracaptar, comprender e interpretar los procesosque analizamos.

    Para reflexionar sobre las implicacionespersonales, metodológicas y conceptuales deciertos dilemas éticos, utilizaré el relato et-nográfico de tres situaciones procedentes demi propio trabajo de campo en comunidadescampesinas quechuas del sur andino perua-no. Los dos primeros corresponden a una in-vestigación realizada entre 1991 y 1997 parami tesis doctoral siguiendo el canon clásicodel trabajo de campo, mientras que el tercero

    4 Me refiero al análisis antropológico de cualquier ob-jeto de estudio antropológico situado en un contextode violencia, desigualdad y escasez, y no a una “antro-pología de la violencia” o “del sufrimiento social”, enla que se investiga etnográficamente esas situaciones(Ferrándiz, 2008).

    se sitúa en el contexto de una investigaciónen curso que comienza en 2007 en la mismaregión5. El tiempo transcurrido entre ambasme ha permitido comprobar la influencia de

    mi identidad personal en la construcción delobjeto de estudio, primero como joven estu-diante de antropología dedicada por comple-to a la investigación, y después como madrey profesional compatibilizando en el mismoescenario de investigación escritura, docen-cia, trabajo de campo y maternidad; seguirde cerca la evolución de algunas de estas si-tuaciones y participar en sus interminablesepílogos; negociar y encontrar –a veces porpuro azar– nuevas fórmulas de devolución a

    la comunidad de una parte de los resultadosde mi investigación; así como enfrentarme anuevos objetos de estudio y nuevos contex-tos en los cuales los informantes plantean suscondiciones para desarrollar nuestras investi-gaciones en sus comunidades. A pesar de lasvariadas respuestas que durante estos años heido elaborando acerca de estos dilemas éti-cos tengo la sensación, probablemente por-que sigo prisionera involuntaria de una on-

    tología positivista, que ni entonces ni ahoraformaban parte del “guión” de mi trabajocomo etnógrafa. En este punto coincido conCampbell (ibíd.: 1) cuando al describir laambigua relación entre ética y antropologíaseñala que, mientras unos la perciben comoun problema, otros –aquellos que disponende más y mejores recursos– la soportan comouna imposición condicionada por las orga-nizaciones financiadoras de la investigación;

    5 La primera investigación se centró en el estudio an-tropológico del sistema de autoridades tradicionalesindígenas (wachu) a través de sus representaciones enel territorio (Pérez, 2004). La segunda versa sobre eluso y la representación de la cultura en proyectos deturismo indígena (Pérez, 2008).

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    mientras otros, acaso la mayoría, siguen pen-sando que sus investigaciones no suscitanproblemas éticos y prefieren ignorarlos. Eneste artículo, defenderé la idea de que para

    contribuir a revertir la ambigüedad del lugarque ocupa la ética en nuestras investigacio-nes es preciso avanzar en el ajuste reflexivo ycrítico sobre los modos en que la etnografíaproduce sus datos (Ghasarian, 2008; Gime-no, 2008; Dietz, 2011).

    El paisaje de fondo. Naturalizando laviolencia, la escasez y la desigualdad

    El Cairo, Conferencia Internacional sobre Po-blación y Desarrollo, año 1994. Fujimori secompromete frente al movimiento feministamundial, reunido un año después en Beijing,a democratizar los servicios de planificaciónfamiliar “para que las mujeres puedan serdueñas de su destino”. Entre 1996-2000, elPrograma Nacional de Salud Reproductivay Planificación Familiar incluyó por primeravez la Anticoncepción Quirúrgica Voluntaria

    (AQV) como método de planificación fami-liar. Para llevarlo a cabo, el gobierno estable-ció un sistema de cuotas mínimas de capta-ción que cada sanitario debía cumplir bajoamenaza de perder su empleo. En varias oca-siones me contaron los casos de alguna mujerde esta o de aquella comunidad que había idoa parir a la posta médica y a los pocos días ha-bía muerto en su casa “calladita nomás”. Lossanitarios aprovechaban el momento del partopara realizarles una ligadura de trompas sin elconsentimiento ni el instrumental necesario.Muchos eran jóvenes que apenas habían sidoentrenados para poner inyecciones y curar he-ridas. Sin duda, eran solo el último eslabónde una larga cadena de abusos y explotaciónde las mujeres indígenas que comenzaba en

    los foros internacionales sobre el derecho a lasalud reproductiva y terminaba en una su-cia mesa del puesto de salud local. En 2009Fujimori fue juzgado y procesado por varios

    crímenes y violaciones contra los derechos hu-manos, entre ellas, las esterilizaciones forzosasa mujeres, pobres, campesinas e indígenas delos Andes.

    La reflexión anterior relata una de lasmúltiples situaciones “comprometidas” su-cedidas en el transcurso del trabajo de campopara mi tesis doctoral. En aquella oportuni-dad permanecí en las comunidades duranteveinte meses repartidos en cuatro estancias.Esta discontinuidad vino marcada en gran

    medida por la situación excepcional de losaños de la guerra sucia y por la difícil adapta-ción a un “otro” culturalmente muy lejano.

    Entre 1980 y 2000 la guerra que enfrentóen el Perú al Partido Comunista-Sendero Lu-minoso, el Movimiento Revolucionario Tú-pac Amaru, el ejército y las fuerzas paramili-tares causó más de 69.000 muertos. Ejecucio-nes extrajudiciales, desapariciones, torturas,masacres, violencia sexual contra las mujeres

    y otros delitos conformaron un patrón de vio-laciones de los derechos humanos cotidiano,según relata el informe de la Comisión de laVerdad y Reconciliación (VV.AA., 2003: 3).Otro dato más resulta abrumador, especial-mente para todos aquellos antropólogos queen esos años hacíamos trabajo de campo en lasierra peruana: de cada cuatro víctimas, tresfueron campesinos o campesinas indígenascuya lengua materna era el quechua –nues-tros informantes–, un sector que constituyeaproximadamente el 40% de la poblacióncuya situación de desigualdad ha sido histó-ricamente ignorada y/o silenciada por el Es-tado, por la sociedad urbana y, en gran me-dida, por los científicos sociales. En 1988 losataques de Sendero Luminoso, especialmente

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    activo en provincias altas, se dirigieron tam-bién contra las ONG de cooperación inter-nacional, y asesinaron a tres cooperantes (dosfranceses y un peruano).

    En esa situación llegué a los Andes conuna investigación que buscaba analizar elimpacto de los proyectos de desarrollo sobrelas comunidades campesinas. Los técnicosde las ONG, mis interlocutores principales,mantenían una postura comprensiblementereticente a facilitar datos. Aquellos que nose habían retirado del campo estaban másocupados en sobrevivir a atentados y amena-zas anónimas que en estudios de viabilidadsobre su trabajo. De otro lado, la posibili-

    dad de llevar la etnografía a las comunidadesdonde se concentraban el mayor número deproyectos de cooperación se frustró rápida-mente. Bastaron apenas dos días para com-probar el riesgo que todos corrían por tenera una “gringa”6 allí. Los campesinos se orga-nizaron por turnos para pernoctar delante dela escuela en la que me alojaba con los maes-tros. Según me dijeron: “hacían guardia”.

    Tras cinco meses tratando infructuosa-

    mente de conseguir datos, redacté un infor-me sobre el número de ONG, ámbitos deacción y el tipo de proyectos y lo presentécomo tesina en Madrid. En ella mencioné laviolencia como un handicap metodológicopara realizar mi trabajo y acceder a los datos,nada más. Carecía de poder explicativo.

    En 1994 regresé a los Andes becada porla Universidad Complutense para realizarmi tesis doctoral, donde viví de forma inter-mitente hasta 1997. La captura de Abimael

    Guzmán, el líder de Sendero Luminoso, y lafirma de los acuerdos de Paz en 1992 hicie-

    6 En quechua “señores”. Etnónimo con el que la po-blación “runa” (indígenas de estas comunidades) de-nomina a los otros.

    ron descender el número de muertos, no asíla situación de impunidad en las comunida-des que se extendió durante el fujimorato.Entre otras situaciones, una de las más crí-

    ticas fue la campaña de esterilización forzosaa la que fueron sometidas más de 215.000mujeres campesinas, pobres e indígenas, querelato mas arriba.

    La miseria, la exclusión y la vulnerabili-dad era tan grandes para los peruanos quevivían o trabajaban en las comunidades enesos años que llegué a naturalizarla comoparte de los “gajes del oficio” del antropó-logo. Consciente de las “complejidades de lacausalidad” (D’Andrade, 1995) y de la “am-

    bigüedad moral” (Gledhill, 2000) de la si-tuación en la que los sanitarios se limitabana cumplir órdenes para conservar sus escasossueldos, asumí que los verdaderos culpableseran inaccesibles (Sendero Luminoso, lasfuerzas paramilitares, el ejército, Montesinosy el propio Fujimori). Nunca hice nada poresas mujeres. Probablemente mi propia con-dición de extranjera, mujer, joven y sin hijos,contribuyó a que situara ese problema en el

    ámbito teórico y político de las violacionesde los derechos humanos, pero no compartísu dolor íntimo y personal como madres. Nisiquiera pensé que podía utilizar la escritu-ra en algún medio de comunicación local oextranjero como forma de denuncia. Estabademasiado ocupada tratando de interpretarel orden cosmogónico que las autoridades in-dígenas expresaban en sus desplazamientosrituales.  La situación de poder y desigual-dad que impregnaba la relación con mis in-

    formantes se veía acentuada por el miedo ylas sospechas hacia los mistis7, ya fuesen sa-

    7 En los años de la guerra sucia era frecuente en es-tas comunidades escuchar historias sobre personajesde aspecto occidental (rubios, altos y barbados, a ve-

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    nitarios, cooperantes, sacerdotes o antropó-logos8. Mientras tanto, en la universidad el“choque cultural” se explicaba como resulta-do de nuestra incapacidad de asumir la cul-

    tura del “otro” de la que no parecían formarparte la violencia, la miseria y la violación dederechos humanos, paisaje de fondo en Perúdurante esos años.

    Si bien es cierto que la guerra sucia enPerú cambió el locus de estudio de muchosantropólogos por razones de seguridad haciaotras regiones andinas (Bolivia, Venezuela,Chile, Ecuador o Colombia), también fueronaños prolijos en investigaciones. Refiriéndo-se a esta situación, Starn (1994: 13-14) seña-

    la que entre 1982 y 1992, los picos más altosde la guerra interna, se defendieron en uni-versidades norteamericanas más de 233 tesisdoctorales sobre los Andes y las institucionesoficiales del gobierno destinaron una mediade 500.000 dólares al año en investigacio-nes antropológicas en la región. Si compara-mos esa situación con la de las investigacio-nes financiadas por universidades españolas,aunque las cifras son mucho más modestas,

    los resultados son coincidentes. Al menosuna docena de doctorandos  procedentes delas ciencias sociales realizábamos trabajo de

    ces vestidos con hábito) conocidos como pishtacos (delquechua pishtay: cortar en tiras). Los pishtacos asaltana los runas en los caminos para degollarles, comer sucarne y extraer la grasa que utilizaban posteriormenteen hospitales para elaborar ungüentos para los ricos.8 Entre otros, varios integrantes del Grupo de Investi-gaciones de la Universitat de Barcelona dirigidos porel profesor Jesús Contreras y otros procedentes delGrupo de Estudios del Desarrollo de la UniversidadComplutense de Madrid. La celebración del V Cente-nario fue uno de los factores coyunturales que expli-can una mayor disponibilidad de fondos a comienzosde los noventa para financiar investigaciones sobrecomunidades amerindias.

    campo en el sur andino peruano en esos añossobre las más variopintas cuestiones: racio-nalidad económica campesina, sistema deautoridades tradicionales, la organización

    comunal en España y en el Perú o el impactodel turismo. En las tesis doctorales y en lasmonografías publicadas años después, inclu-yendo la mía propia, la violencia y la pobrezafueron silenciadas o eran tan solo un dato enla descripción etnográfica del escenario.

    La influencia del postmodernismo duran-te los años noventa cuestionó el propósito dela antropología en el contexto de violencia yguerra sucia en el Perú (Starn, 1992 y 1994;Poole y Renique, 1992; Stern, 1998). Entre

    las razones aducidas por estos autores desta-can dos. Por un lado, la necesidad de con-solidar una comunidad científica “andinista”afanada desde los años sesenta en construir yjustificar una identidad propia y diferencia-da, del mismo modo que el “orientalismo”(Said, 1984) había construido la suya. Porotro, el énfasis en la tradición y el dominiode ciertos modelos interpretativos –entre losque destaca el estructural funcionalismo–,

    poco propicios a analizar el conflicto, lashibridaciones y las circunstancias políticascircundantes. Partiendo de esta situación,Starn (1994: 18) propuso reconsiderar el pa-pel desempeñado por los antropólogos en losAndes como “buenos foráneos”, situados almargen del cambio político que el país pre-cisaba para superar la situación de horror yguerra sucia, afirmando que “no puede haberescape frente a las disonancias y paradojasdel pasado colonial y el presente poscolonialde la antropología en los Andes, incluyendoel impacto limitado de todo ello. Al final,este esfuerzo debería servir para identificarversiones viables de políticas más emanci-patorias para la disciplina y para recalcar laurgencia en desarrollar nuestra capacidad

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    de contribuir a las luchas por la justicia y laigualdad” (ibíd.: 13-14).

    Más allá de encomiables propósitos deposicionamiento y denuncia, hay situaciones

    en el trabajo de campo en las que el com-promiso ético no es ni siquiera una opciónpolítica del antropólogo, sino un acto demera reciprocidad en la interacción socialcon nuestros informantes.

    Compromiso sin opción

    Comunidad de Songo. María prepara la cena.Aprovecho para contarle que viajaré a Lima

    y me ausentaré de la comunidad unos días.Al día siguiente, antes de partir, se acerca yme entrega un pesado hatillo con queso fres-co, papas y chuño. Consciente de lo inapro-piado de decir no, acepté el paquete. “¿Dón-de debo entregarlo?” María rompió a llorar.Hacía aproximadamente un año y medio unatía de su anterior esposo, residente en Lima,había llegado a la comunidad por las fiestaspatronales. Al marcharse le había “robado” asu hijita de diez años. La pobreza rampante

    y la aún no superada situación de violenciapolítica se traducía en secuestros de meno-res, una práctica común en las comunidadesdurante esos años. Bajo la promesa de apren-der español, vestir decentemente e ir a la es-cuela, a veces desconocidos y otras, como eneste caso, parientes lejanos, sustraían de sushogares a las niñas indígenas y las llevabana Lima. Allí su destino era imprevisible. Aveces eran obligadas a ejercer la prostitución,otras puestas al servicio doméstico para apro-piarse de las espurias ganancias. A otras las

    asesinaban para traficar con sus órganos. Trasla desaparición de su hija, María, al igual queotras muchas madres campesinas, indígenas ymonolingües, comenzó un largo periplo porel juez de paz distrital, el juzgado provincialy el departamental. Los viajes eran costosose inútiles. En los juzgados la despreciaban

    por vestir pollera y hablar quechua […] Miignorancia respecto a la grave situación quevivían las familias de la misma comunidad enla que había vivido durante casi diez meses,me resultó insoportable. Cargué el hatillo en

    mi mochila y prometí a María traerle noticiasde su hija.

    (Diario de campo, julio de 1997)

    Durante la última estancia de campo parami tesis doctoral sucedió este episodio cuyasrepercusiones personales y metodológicashan sido enormes. Hasta entonces no habíapensado en el compromiso político comouna cuestión de corresponsabilidad con lacomunidad frente a las violaciones de dere-chos humanos y la violencia que padecían enaquellos años sino, en todo caso, como señalaDíaz de Rada (2010), como un conjunto depequeños detalles prácticos basados en la co-participación y la reciprocidad cotidiana. Sinembargo, esta situación excedía el elementalintercambio de favores necesario para crear lainteracción social que había tratado de cons-truir torpemente durante meses y me exigíacomportarme con un supuesto de dignidad

    interpersonal y de respeto por las personasestudiadas, más allá de las “bagatelas ordi-narias de la moralidad”. Para mí, como paraotros investigadores que hicieron su traba-jo de campo en el Perú entre 1980 y 2000,construir un rol práctico en las comunida-des, una tarea con sentido local, exigió anteso después un compromiso “extracadémico”.Otra cosa es que lo llevásemos a la práctica yque, en tal caso, interpretásemos sus impli-caciones teórico-metodológicas, por ejem-plo, en la producción de nuestros datos.

    Consciente de la dudosa legitimidad demi intervención en un contexto con el queno mantenía ningún vínculo social orgánicoy en el que estaba de paso (Gledhill, 2000:376), por primera vez no tuve opción. Con

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    la ayuda de varios amigos y tras varias se-manas de pesquisas en hospitales, orfanatosy pueblos jóvenes, conseguimos encontrarla.Nilda había sido torturada y abandonada en

    la calle por su tía. Tras un largo periplo habíadesembocado en uno de los Juzgados de Me-nores de Lima donde uno de los secretariosdecidió “llevársela” a su casa para atender asus hijos y ayudar en las tareas domésticas.Mediante unos pocos trámites y sin ningúndocumento que demostrara mi versión –loque ponía de manifiesto no solo mi situa-ción privilegiada sino la implicación de lasautoridades peruanas en el tráfico infantil–,volvimos a casa juntas.

    Este suceso no solo cambió la forma de re-lacionarme con los campesinos sino mi pro-pia concepción del “campo”. Ya no se tratabade atender a mis preguntas por compromisocon los intermediarios culturales (un asisten-te o la persona que nos introduce en el cam-po) a través de los cuales a menudo exter-nalizamos nuestras obligaciones con la po-blación, sino de buscarme para integrar susredes de reciprocidad mediante el parentesco

    ritual. Mi relación de dependencia con losque hasta entonces habían ejercido ese papelse tornó innecesaria y pasé de ser “la gringa”a ser simplemente “Beatriz”. Paralelamenteel campo se transformó para mí de un lugarexclusivo de trabajo en el que recoger datos aun espacio de interacción social con sentidolocal y personal que me permitió compartirsituaciones de complicidad e “intensidad et-nográfica” con mis interlocutores.

    Los informantes ponen suscondiciones

    Comunidad de Toqra, primer día de traba-jo de campo. Busco al presidente y le expli-

    co brevemente mis intenciones de hacer unpequeño estudio comparativo sobre el desa-rrollo de la actividad turística en cinco co-munidades, entre las cuales está la suya. Meinforma que es necesario la convocatoria de

    una asamblea “de urgencia” para exponer eltema a toda la comunidad. No comprendomuy bien la reticencia pero acepto. Entradala noche comienza la asamblea. El presidenteme invita a hablar. Tras mi explicación se ha-cen unos minutos de silencio. Un comuneropide la palabra. Parece enfadado. En quechuaincrepa al presidente sobre si se trata de unmotivo lo suficientemente importante parahacerles perder el tiempo. “Otra gringa más,¿cómo podemos saber realmente que es deuna universidad y que no nos está engañan-do?”. Incómoda, muestro a la mesa la cartade presentación del centro de investigaciónen Lima donde está adscrito mi proyecto. Elsecretario la lee en alto con bastante dificul-tad. Resulta cómico escuchar en ese contextoel lenguaje científico en el que está redactada(“metodología participativa” “objetivos deinvestigación” y el propio título del proyecto:El rescate del patrimonio inmaterial en proyectosde turismo comunitario). Otro comunero pidela palabra: “Señor presidente, ¿qué ha pasado

    con la plata que nos prometió la municipali-dad para construir el desagüe?, los dos pozosestán rebalsando y el hedor cuando sopla elviento en la dirección de nuestras casas, es in-soportable… Pronto, los turistas no podránusar los servicios higiénicos…”. Se arma unpequeño revuelo, algunos le reclaman su faltade compromiso y otros piden a voces su di-misión si no es capaz de arreglar los asuntosimportantes de la comunidad. Después deun largo debate, vuelve a retomar mi asun-to. Otro comunero interviene y se despacha

    con un largo discurso acerca del colonialismoespañol, el asesinato de los incas y el robo desu oro… No tengo idea en qué acabará todoesto. Pido la palabra y explico –visiblemen-te incómoda– que llevo años viniendo a losAndes, que tengo compadres y comadres enotras comunidades, que siempre regresé con

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    el resultado de mis investigaciones y que nosoy responsable por lo que mis antepasadoshicieron.

    (Diario de campo, noviembre de 2009)

    Este relato corresponde a una segunda in-vestigación en curso realizada entre 2007 y2010, en un grupo de comunidades ubicadasen el mismo valle cuzqueño. En esta ocasión,la intensidad etnográfica de la versión clásicafue sustituida por visitas cortas a las comu-nidades, en las que previamente fijaba las en-trevistas con mis informantes a través de susteléfonos móviles.

    Al igual que en otros países de la región,

    en el Perú la consolidación en el ámbito ma-croeconómico de un modelo de crecimientobasado en la extracción de recursos naturales(gas, madera, petróleo, cobre) por empresasextractivas transnacionales y el abandono de-finitivo del Estado como garante de políticasagrarias han supuesto para las comunidadesandinas la reconversión de un modelo pro-ductivo basado en la agricultura y la ganade-ría hacia otro donde la explotación de nuevos

    recursos se presenta para muchas familiasindígenas como la única posibilidad de ge-nerar ingresos. En menos de una década laviolencia de Sendero Luminoso ha sido susti-tuida en las comunidades andinas por la de laortodoxia neoliberal encarnada, entre otros,en empresas mineras de capital transnacionaly agentes del gobierno que no dudan en ex-propiar sus tierras dotadas ahora de un nuevovalor económico.

    El elevado conflicto social generado enlas comunidades que luchan frente al esta-do y a las empresas extractivas que realizanprospecciones en la zona y el proceso de des-centralización política iniciado en la últimadécada (Pajuelo, 2006), están permitiendouna mayor presencia y participación política

    de las comunidades en los ámbitos local yregional. Si bien en el Perú ello no ha des-embocado en la formación de una concienciaexpresada a través de un discurso etnopolíti-

    co con reclamos concretos de autonomía po-lítica y organizativa, como viene sucediendodesde hace años en pueblos y comunidadesamerindias de otros países de la región9, sítiene un impacto directo en algunos gruposque están reivindicando en los últimos añossus derechos sociales y económicos frente a lasociedad dominante10.

    Concretamente en Toqra, la situación deenfrentamiento con el Instituto Nacional deCultura por el monopolio de la explotación

    económica del parque arqueológico que exis-te en la comunidad se ha visto agravado enlos últimos años luego de la aparición en losmedios de comunicación de la asociación deturismo vivencial de la comunidad, presenta-da como “ejemplo de valorización cultural einclusión social”. Desde entonces, una legiónde periodistas, expediciones de escolares,técnicos en desarrollo y de científicos socialesperuanos y extranjeros no hemos cesado de

    llegar. Los comuneros de Toqra han sabidoutilizar esta situación de conflicto para, porun lado, plantar cara al INC exigiendo unaparte de los beneficios y, por otro, ejercer uncreciente control sobre los investigadores y

    9 En el Perú, a diferencia de otros países vecinos (Boli-via, Colombia, Ecuador, México y Brasil), el llamado“movimiento indígena” ha tenido un desarrollo muydébil y circunscrito a la selva. Véase Pajuelo, (2006).10 Esta situación de autoconsciencia creciente, simi-lar a la descrita por Turner entre los indios Kayapode Brasil (1991), se ha visto amplificada por el usode medios tecnológicos (Internet, cámaras de foto yvideo y teléfonos celulares) por parte de la poblaciónindígena. A menudo, los utilizan en la invención yescenificación de sus diferencias, por ejemplo, comooportunidad de negocio turístico (Pérez, 2008).

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    Pérez Galán, B., “«Y esto, a mí, ¿para qué me sirve, señorita?»…”. Ankulegi 15, 2011, 103-114

    sus investigaciones cuya viabilidad, frecuen-temente, supeditan a la devolución inmedia-ta de resultados11.

    En otras dos comunidades de la muestra,

    el conflicto era provocado por la sombra deempresarios de turismo responsable que sedisputaban el monopolio en la explotaciónde rutas alternativas para las que algunosindígenas eran contratados como arrieros,tejedoras o porteadores. La retórica de lasostenibilidad y de la puesta en valor de lacultura contrastaba con la reproducción es-tructural de la desigualdad y de la violenciasimbólica, ahora ejercida por otros actores.En esas comunidades, la mayoría me esqui-

    vaba, otros rehusaban hablar conmigo, yotros lo hacían solo si apagaba mi grabadora.Su empleadora, una reconocida empresariade comercio justo de ascendencia indígena,les ha prohibido conceder entrevistas o de-jarse fotografiar. Pronto me di cuenta de quenunca podría hacer públicos esos datos. Nisiquiera manteniendo el anonimato y la con-fidencialidad de mis informantes, en su ma-yoría campesinas pobres que se arriesgaban a

    perder sus trabajos precarios.La complicada situación y el escaso tiem-po disponible me obligaron a replantear miestrategia de investigación y decidí renun-ciar al trabajo de campo en las comunida-des en esas circunstancias. Paralelamenteabrí un frente de trabajo en la ciudad, en losdespachos de los empresarios de turismo, los

    11 Desde hace varias décadas las comunidades nati-vas de Estados Unidos y Australia, entre otros países,vienen desarrollando una normativa específica que lespermite ejercer un control de facto sobre las investi-gaciones que se realizan en sus territorios. Véase, porejemplo, D. A. Mihesuah, “Suggested Guidelines forInstitutions with Scholars Who Conduct Research onAmerican Indians”,  American Indian Culture and Re- search Journal , 17 (1993): 131-40.

    técnicos de las ONG y los representantes delas instituciones públicas encargadas de lagestión del turismo, donde se explicaba unaparte sustancial de lo que sucedía en las co-

    munidades.

    Reflexión final

    A pesar de los cambios teóricos producidos enla disciplina, liberada en gran medida de susobjetos y límites tradicionales y donde nues-tros informantes exigen y se posicionan frentea nuestras investigaciones, la reflexión sobresus fundamentos y sus objetivos tiene todavíaun largo camino por delante. Lejos de ser unproblema colateral al interés antropológico,como presupone el modelo positivista, la éticaes un eje que atraviesa y fundamenta nuestrapráctica de principio a fin. Ello es aún másevidente, si cabe, en contextos de violencia ypobreza como los referidos en este artículo, enlos que la interpretación de la diversidad cul-tural, en cualquiera de sus aspectos, está pro-fundamente mediatizada por la situación de

    desigualdad que experimentan los actores ycondiciona todo el proceso metodológico deltrabajo de campo. Desde esa perspectiva, espreciso lograr una antropología que reflexionesobre los dilemas éticos que limitan, redefi-nen y dan forma a nuestros objetos de estudioy a la versátil relación intersubjetiva que man-tenemos con nuestros informantes. Como nosrecuerda Ghasarian, la reflexión en etnografíaes parte del proceso conceptual y metodoló-

    gico en el que se legitima el saber que produ-cimos, para el que no hay recetas ni consensometodológico:

    Las malas pistas, los atolladeros, los rodeosabundan, y los fines del investigador no sonsiempre los que había considerado al comenzar.

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    Pérez Galán, B., “«Y esto, a mí, ¿para qué me sirve, señorita?»…”. Ankulegi 15, 2011, 103-114

    La experiencia del campo perfecto no existe, ylos etnólogos están de acuerdo, sobre todo, enla retahíla de equivocaciones a evitar en el cam-po. Fundada en lo imprevisto, en los cambiosy en las perspectivas, la investigación no puede

    ser dominada; a lo sumo puede ser mejoradacon un único principio fundamental: el respetopor las personas estudiadas (2008: 12).

    El respeto por el “otro” en su diferenciano implica el rechazo a tomar posición y,

    menos aún, nos exime de la necesidad deanalizar sus implicaciones teórico-metodo-lógicas en la producción de nuestros datos.Cada vez son más los autores que preconi-

    zan el desarrollo de una etnografía críticaque ponga el acento en sus contextos colo-niales o poscoloniales que, emergiendo dela reflexibilidad, se pregunte no solo cómoson las cosas en el mundo contemporáneosino cómo podrían ser.

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    Gako-hitzak: etnografia, etika, zalantzak, indarkeria, Peru.Laburpena: Peruko Andeetako bi komunitate kitxutan egindako hainbat ikerketatatik le-

    henengo pertsonan sortutako kontakizun etnografikoa da testu honen abiapuntua. Bertan,

    indarkeria eta eskasia ezaugarri dituzten testuinguruetan lekuan lekuko lan etnografikoak

    dituen inplikazio etikoen inguruan hausnartuko da.

    Keywords: ethnography, ethics, dilemma, violence, Peru.

    Abstract: Using the ethnographic narration in first person taken from two different studies

    carried out in Quechua communities in the Peruvian Andes, this article debates some of the

    old and new ethical implications facing ethnographic fieldwork in contexts of deprivation

    and violence.