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Antología de cuentos del realismo y del naturalismo. Dpto. Lengua Española y Literatura (IES Zoco) 1 CUENTOS DEL REALISMO Y DEL NATURALISMO ESPAÑOL

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CUENTOS DEL REALISMO Y DEL NATURALISMO

ESPAÑOL

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Tabla de contenido

JUAN VALERAJUAN VALERAJUAN VALERAJUAN VALERA 3

“E“E“E“EL PESCADORCITO L PESCADORCITO L PESCADORCITO L PESCADORCITO UUUURASHIMARASHIMARASHIMARASHIMA”””” 5555 EEEEL PÁJARO VERDEL PÁJARO VERDEL PÁJARO VERDEL PÁJARO VERDE 8888

PEDRO ANTONIO DE ALAPEDRO ANTONIO DE ALAPEDRO ANTONIO DE ALAPEDRO ANTONIO DE ALARCÓNRCÓNRCÓNRCÓN 27

EEEEL CLAVOL CLAVOL CLAVOL CLAVO 29292929

---- IIII ---- 29292929

- II - 31313131

- III - 34343434

- IV - 36363636

- V - 38383838

- VI - 44444444

- VII - 45454545

LEOPOLDO ALASLEOPOLDO ALASLEOPOLDO ALASLEOPOLDO ALAS “CLARÍN”“CLARÍN”“CLARÍN”“CLARÍN” 48

AAAADIÓSDIÓSDIÓSDIÓS,,,, CCCCORDERAORDERAORDERAORDERA 50505050

LALALALA CONVERSIÓNCONVERSIÓNCONVERSIÓNCONVERSIÓN DEDEDEDE CHIRIPACHIRIPACHIRIPACHIRIPA 58585858

EMILIA PARDO BAZÁNEMILIA PARDO BAZÁNEMILIA PARDO BAZÁNEMILIA PARDO BAZÁN 66

EEEEL L L L ““““XESTEXESTEXESTEXESTE”””” 68686868

LALALALA CAPITANACAPITANACAPITANACAPITANA 74747474

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JUAN VALERAJUAN VALERAJUAN VALERAJUAN VALERA

Juan Valera y Alcalá Galiano nació en Cabra, Córdoba (España), el 18 de octubre de 1824 en el seno de una familia aristocrática. Sus padres, ambos de origen aristocrático, eran el marino José Valera Viaña y la Marquesa de la Paniega Dolores Alcalá Galiano. Los años de su niñez transcurrieron en el mundo rural andaluz, que después se reflejará en muchas de sus novelas.

Antes de iniciar sus estudios de Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada, estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada en 1841.

Ingresó en el cuerpo diplomático y desempeñó diversas funciones diplomáticas en varias embajadas (Nápoles, Lisboa, Río de Janeiro, Dresde y Rusia) y, más tarde, fue ministro plenipotenciario en diversas capitales europeas y en Washington. Fue diputado y ocupó importantes cargos en la administración. En 1861 ingresó en la Academia de la Lengua. La última etapa de su vida transcurrió alejada de toda actividad pública, a causa de su ceguera.

Valera fue un hombre de mundo, elegante, distinguido y refinado, de gran cultura y brillante ingenio, y con cierta dosis de escepticismo e ironía distanciadora.

Crítico y Ensayista

Juan Valera escribió interesantes artículos y ensayos filosóficos e histórico-políticos y numerosos

estudios de crítica literaria sobre autores y obras clásicos y contemporáneos antes de dedicarse,

tardíamente, a la novela. Es fundamental hacer mención de su numerosa correspondencia: las cartas de

Valera, con prosa impecable, en las que plasma su experiencia viajera y amorosa y sus opiniones sobre

muy diversos temas como los literarios.

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B) Novelas

Valera se declara literariamente como un esteticista y se sintió alejado tanto del Romanticismo

decadente como del Realismo y Naturalismo de su tiempo. Según él, la misión del novelista consiste en

crear obras bellas e inteligentes que sirvan de entretenimiento, de lectura amable, no tanto dar testimonio

de la realidad o defender posturas ideológicas. Debe embellecer la realidad, en caso de ser preciso, con el

fin de evitar los aspectos desagradables.

Sin embargo, y a pesar de lo anteriormente dicho, las novelas de Valera se caracterizan en cierto modo

por ser realistas al escoger ambientes precisos, personajes verosímiles y por el análisis psicológico, muy

minucioso que hace de muchos de sus personajes.

Pepita Jiménez

La novela más importante de Juan Valera y la primera fue Pepita Jiménez publicada en 1874. Tiene

forma epistolar en su mayor parte y narra el lento proceso de seducción de un seminarista, Luís Vargas,

por una joven y hermosa viuda, Pepita Jiménez. Es una novela fundamentalmente psicológica, en la que el

autor analiza la interioridad de los dos protagonistas. A través de la correspondencia entre Luis Vargas y

un tío suyo sacerdote, personaje de gran importancia en la obra, se va presentando la lucha interior entre

la vocación religiosa y la fascinación que al protagonista le produce Pepita. La evolución de Luis Vargas

está perfectamente analizada: se trata de un proceso en el que se mezcla la seguridad jactanciosa, el falso

misticismo, el desconocimiento del mundo, la soberbia espiritual, los remordimientos, angustias y dudas,

hasta llegar, por fin, a la certeza de su ilusoria vocación y a la entrega a Pepita. Sobre el carácter de ésta

también obtenemos un perfilado preciso a través de lo que de ella dicen otros personajes, sobre todo Luis.

Juanita la Larga

Aparecido en 1895, es otro acierto novelístico de Valera. Se trata de un relato amable en el que

sobresale un personaje femenino, Juanita, en una trama amorosa en la que se incluyen muchas escenas

costumbristas de la Andalucía natal del autor.

Otras novelas son El Comendador Mendoza (1877), Doña Luz (1879), Genio y figura (1897) y Morsamor

(1899).

En las novelas de Valera predominan dos valores permanentes: la perfección clásica de su lenguaje:

elegante correcto y expresivo, y el acierto y profundidad en el análisis psicológico e sus personajes, en

especial de los femeninos.

Extraído de http://www.rinconcastellano.com/sigloxix/valera.html#

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“El pescadorcito Urashima”“El pescadorcito Urashima”“El pescadorcito Urashima”“El pescadorcito Urashima”

IVÍA MUCHÍSIMO TIEMPO HACE, en la costa del mar del Japón, un pescadorcito llamado Urashima, amable muchacho, y muy listo con la caña y el anzuelo.

Cierto día salió a pescar en su barca; pero en vez de coger un pez, ¿qué piensas que cogió? Pues bien, cogió una grande tortuga con una concha muy recia y una cara vieja, arrugada y fea, y un rabillo muy raro. Bueno será que sepas una cosa, que sin duda no sabes, y es que las tortugas viven mil años; al menos las japonesas los viven.

Urashima, que no lo ignoraba, dijo para sí:

-Un pez me sabrá tan bien para la comida y quizá mejor que

la tortuga. ¿Para qué he de matar a este pobrecito animal y privarle de que viva aún novecientos noventa y nueve años? No, no quiero ser tan cruel. Seguro estoy de que mi madre aprobará lo que hago. Y en efecto, echó la tortuga de nuevo en la mar.

Poco después aconteció que Urashima se quedó dormido en su barca. Era tiempo muy caluroso de verano, cuando casi nadie se resiste al mediodía a echar una siesta. Apenas se durmió, salió del seno de las olas una hermosa dama que entró en la barca y dijo:

-Yo soy la hija del dios del mar y vivo con mi padre en el Palacio del Dragón, allende los mares. No fue tortuga la que pescaste poco ha y tan generosamente pusiste de nuevo en el agua en vez de matarla. Era yo misma, enviada por mi padre, el dios del mar, para ver si tú eras bueno o malo. Ahora, como ya sabemos que eres bueno, un excelente muchacho, que repugna toda crueldad, he venido para llevarte conmigo. Si quieres, nos casaremos y viviremos felizmente juntos, más de mil años, en el Palacio del Dragón, allende los mares azules.

Tomó entonces Urashima un remo y la princesa marina otro; y remaron, remaron, hasta arribar por último al Palacio del Dragón, donde el dios de la mar vivía o imperaba, como rey, sobre todos los dragones, tortugas y peces. ¡Oh, qué sitio tan ameno era aquel! Los muros del Palacio eran de coral; los árboles tenían esmeraldas por hojas, y rubíes por fruta las escamas de los peces eran plata, y las colas de los dragones, oro.

Piensa en todo lo más bonito, primoroso y luciente que viste en tu vida, pónlo junto, y tal vez concebirás entonces lo que el palacio parecía. Y todo ello pertenecía a Urashima. Y ¿cómo no, si era el yerno del dios de la mar y el marido de la adorable princesa?

V

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Allí vivieron dichosos más de tres años, paseando todos los días por entre aquellos árboles con hojas de esmeraldas y frutas de rubíes.

Pero una mañana dijo Urashima a su mujer:

-Muy contento y satisfecho estoy aquí. Necesito, no obstante, volver a mi casa y ver a mi padre, a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas, Déjame ir por poco tiempo y pronto volveré.

-No gusto de que te vayas -contestó ella-. Mucho temo que te suceda algo terrible; pero vete, pues así lo deseas y no se puede evitar. Toma, con todo, esta caja, y cuida mucho de no abrirla. Si la abres, no lograrás nunca volver a verme.

Prometió Urashima tener mucho cuidado con la caja y no abrirla por nada del mundo. Luego entró en su barca, navegó mucho, y al fin desembarcó en la costa de su país natal. Pero ¿qué había ocurrido durante su ausencia? ¿Dónde estaba la choza de su padre? ¿Qué había sido de la aldea en que solía vivir? Las montañas, por cierto, estaban allí como antes; pero los árboles habían sido cortados. El arroyuelo, que corría junto a la choza de su padre, seguía corriendo; pero ya no iban allí mujeres a lavar la ropa como antes. Portentoso era que todo hubiese cambiado de tal suerte en sólo tres años.

Acertó entonces a pasar un hombre por allí cerca y Urashima le preguntó: -¿Puedes decirme, te ruego, dónde está la choza de Urashima, que se hallaba aquí antes? El hombre contestó:

-¿Urashima? ¿Cómo preguntas por él, si hace cuatrocientos años que desapareció pescando? Su padre, su madre, sus hermanos, los nietos de sus hermanos, ha siglos que murieron. Esa es una historia muy antigua. Loco debes de estar cuando buscas aún la tal choza. Hace centenares de años que era escombros.

De súbito acudió a la mente de Urashima la idea de que el Palacio del Dragón, allende los mares, con sus muros de coral y su fruta de rubíes, y sus dragones con colas de oro, había de ser parte del país de

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las hadas, donde un día es más largo que un año en este mundo, y que sus tres años en compañía de la princesa, habían sido cuatrocientos. De nada le valía, pues, permanecer ya en su tierra, donde todos sus parientes y amigos habían muerto, y donde hasta su propia aldea había desaparecido. Con gran precipitación y atolondramiento pensó entonces Urashima en volverse con su mujer, allende los mares. Pero ¿cuál era el rumbo que debía seguir? ¿Quién se lo marcaría? -Tal vez -caviló él-, si abro la caja que ella me dio, descubra el secreto y el camino que busco. Así desobedeció las órdenes que le había dado la princesa, o bien no las recordó en aquel momento, por lo trastornado que estaba.

Como quiera que fuese, Urashima abrió la caja. Y ¿qué piensas que salió de allí? Salió una nube blanca que se fue flotando sobre la mar. Gritaba él en balde a la nube que se parase. Entonces recordó con tristeza lo que su mujer le había dicho de que después de haber abierto la caja, no habría ya medio de que volviese él al palacio del dios de la mar. Pronto ya no pudo Urashima ni gritar, ni correr hacia la playa en pos de la nube. De repente, sus cabellos se pusieron blancos como la nieve, su rostro se cubrió de arrugas, y sus espaldas se encorvaron como las de un hombre decrépito. Después le faltó el aliento. Y al fin cayó muerto en la playa.

¡Pobre Urashima! Murió por atolondrado y desobediente. Si hubiera hecho lo que le mandó la princesa, hubiese vivido aún más de mil años.

Dime: ¿no te agradaría ir a ver el Palacio del Dragón, allende los mares, donde el dios vive y reina como soberano sobre dragones, tortugas y peces, donde los árboles tienen esmeraldas por hojas y rubíes por fruta, y donde las escamas son plata y las colas oro?

Madrid, 1887.

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El pájEl pájEl pájEl pájaro verdearo verdearo verdearo verde Juan Valera

I

HUBO, EN ÉPOCA MUY REMOTA de esta en que vivimos, un poderoso rey, amado con extremo de sus vasallos y poseedor de un fertilísimo, dilatado y populoso reino allá en las regiones de Oriente. Tenía este rey inmensos tesoros y daba fiestas espléndidas. Asistían en su corte las más gentiles damas y los más discretos y valientes caballeros que entonces había en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido. Sus naves recorrían como en triunfo el Océano. Los parques y jardines, donde solía cazar y holgarse, eran maravillosos por su grandeza y frondosidad y por la copia de alimañas y de aves que en ellos se alimentaban y vivían.

Pero ¿qué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se encerraba, cuya magnificencia excede a toda ponderación? Allí muebles riquísimos, tronos de oro y de plata y vajillas de porcelana, que era entonces menos común que ahora; allí enanos, gigantes, bufones y otros monstruos para solaz y entretenimiento de Su Majestad; allí cocineros y reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal, y allí no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a

su espíritu, que concurrían a su consejo privado, que decidían las cuestiones más arduas de derecho, que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que cantaban las glorias de la dinastía en colosales epopeyas.

Los vasallos de este rey le llamaban con razón el Venturoso. Todo iba de bien en mejor durante su reinado. Su vida había sido un tejido de felicidades, cuya brillantez empañaba solamente con negra sombra de dolor la temprana muerte de la señora reina, persona muy cabal y hermosa, a quien Su Majestad había querido con todo su corazón. Imagínate, lector, lo que la lloraría, y más habiendo sido él, por el mismo acendrado cariño que la tenía, causa inocente de su muerte.

Cuentan las historias de aquel país que ya llevaba el rey siete años de matrimonio sin lograr sucesión, aunque vehementemente la deseaba, cuando ocurrieron unas guerras en país vecino. El rey

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partió con sus tropas; pero antes se despidió de la señora reina con mucho afecto. Esta, dándole un abrazo, le dijo al oído:

-No se lo digas a nadie para que no se rían si mis esperanzas no se logran; pero me parece que estoy encinta.

La alegría del rey con esta nueva no tuvo límites, y como todo le sale bien al que está alegre, él triunfó de sus enemigos en la guerra, mató por su propia mano a tres o cuatro reyes que le habían hecho no sabemos qué mala pasada, asoló ciudades, hizo cautivos y volvió cargado de botín y de gloria a la hermosa capital de su monarquía.

Habían pasado en esto algunos meses; así es que, al atravesar el rey con gran pompa la ciudad, entre las aclamaciones y el aplauso de la multitud y el repiqueteo de las campanas, la reina estaba pariendo, y parió con felicidad y facilidad, a pesar del ruido y agitación y aunque era primeriza.

¡Qué gusto tan pasmoso no tendría Su Majestad cuando, al entrar en la real cámara, el comadrón mayor del reino le presentó a una hermosa princesa que acababa de nacer! El rey dio un beso a su hija, y se dirigió lleno de júbilo, de amor y de satisfacción al cuarto de la señora reina, que estaba en la cama tan colorada, tan fresca y tan bonita como una rosa de mayo.

-¡Esposa mía! -exclamó el rey, y la estrechó entre sus brazos. Pero el rey era tan robusto y era tan viva la efusión de su ternura, que sin más ni menos ahogó sin querer a la reina. Entonces fueron los gritos, la desesperación y el llamarse a sí propio animal, con otras elocuentes muestras de doloroso sentimiento. Mas no por esto resucitó la reina, la cual, aunque muerta, estaba divina. Una sonrisa de inefable deleite se diría que aún vagaba sobre sus labios. Por ellos, sin duda, había volado el alma envuelta en un suspiro de amor, y orgullosa de haber sabido inspirar cariño bastante para producir aquel abrazo. ¡Qué mujer verdaderamente enamorada no envidiará la suerte de esta reina!

El rey probó el mucho cariño que le tenía, no sólo en vida de ella, sino después de su muerte. Hizo voto de viudez y de castidad perpetuas, y supo cumplirle. Mandó componer a los poetas una corona fúnebre, que aun dicen que se tiene en aquel reino como la más preciosa joya de la literatura nacional. La

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corte estuvo tres años de luto. Del mausoleo que se levantó a la reina sólo fue posteriormente el de Caria un mezquino remedo.

Pero como, según dice el refrán, no hay mal que dure cien años, el rey, al cabo de un par de años, sacudió la melancolía, y se creyó tan venturoso o más venturoso que antes. La reina se le aparecía en sueños, y le decía que estaba gozando de Dios, y la princesita crecía y se desarrollaba que era un contento.

Al cumplir la princesita los quince años era, por su hermosura, entendimiento y buen trato, la admiración de cuantos la miraban y el asombro de cuantos la oían. El rey la hizo jurar heredera del trono, y trató luego de casarla.

Más de quinientos correos de gabinete, caballeros en sendas cebras de posta, salieron a la vez de la capital del reino con despachos para otras tantas cortes, invitando a todos los príncipes a que viniesen a pretender la mano de la princesa, la cual había de escoger entre ellos al que más le gustase.

La fama de su portentosa hermosura había recorrido ya el mundo todo; de suerte que, apenas fueron llegando los correos a las diferentes cortes, no había príncipe, por ruin y parapoco que fuese, que no se decidiera a ir a la capital del rey Venturoso, a competir en justas, torneos y ejercicios de ingenio por la mano de la princesa. Cada cual pedía al rey su padre armas, caballos, su bendición y algún dinero, con lo cual, al frente de una brillante comitiva, se ponía en camino.

Era de ver cómo iban llegando a la corte de la princesita todos estos altos señores. Eran de ver los saraos que había entonces en los palacios reales. Eran de admirar, por último, los enigmas que los príncipes se proponían para mostrar la respectiva agudeza; los versos que escribían; las serenatas que daban; los combates del arco, del pugilato y de la lucha, y las carreras de carros y de caballos, en que procuraba cada cual salir vencedor de los otros y ganarse el amor de la pretendida novia.

Pero ésta, que, a pesar de su modestia y discreción, estaba dotada, sin poderlo remediar, de una índole arisca, descontentadiza y desamorada, abrumaba a los príncipes con su desdén, y de ninguno de ellos se le importaba un ardite. Sus discreciones le parecían frialdades, simplezas sus enigmas, arrogancia sus rendimientos y vanidad o codicia de sus riquezas el amor que le mostraban. Apenas se dignaba mirar sus ejercicios caballerescos, ni oír sus serenatas, ni sonreír agradecida a sus versos de amor. Los magníficos regalos que cada cual le había traído de su tierra estaban arrinconados en un zaquizamí del regio alcázar.

La indiferencia de la princesa era glacial para todos los pretendientes. Sólo uno, el hijo del Kan de Tartaria, había logrado salvarse de su

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indiferencia para incurrir en su odio. Este príncipe adolecía de una fealdad sublime. Sus ojos eran oblicuos, las mejillas y la barba salientes, crespo y enmarañado el pelo, rechoncho y pequeño el cuerpo, aunque de titánica pujanza, y el genio intranquilo, mofador y orgulloso. Ni las personas más inofensivas estaban libres de sus burlas, siendo principal blanco de ellas el ministro de Negocios Extranjeros del rey Venturoso, cuya gravedad, entono y cortas luces, así como lo detestablemente que hablaba el sanscrito, lengua diplomática de entonces, se prestaban algo al escarnio y a los chistes.

Así andaban las cosas, y las fiestas de la corte eran más brillantes cada día. Los príncipes, sin embargo, se desesperaban de no ser queridos; el rey Venturoso rabiaba al ver que su hija no acababa de decidirse, y ésta continuaba erre que erre en no hacer caso de ninguno, salvo del príncipe tártaro, de quien con sus pullas y declarado aborrecimiento vengaba con usura al famoso ministro de su padre.

II

Aconteció, pues, que la princesa, en una hermosa mañana de primavera, estaba en su tocador. La doncella favorita peinaba sus dorados, largos y suavísimos cabellos. Las puertas de un balcón, que daba al jardín, estaban abiertas para dejar entrar el vientecillo fresco y con él el aroma de las flores.

Parecía la princesa melancólica y pensativa y no dirigía ni una sola palabra a su sierva.

Esta tenía ya entre sus manos el cordón con que se disponía a enlazar la áurea crencha de su ama, cuando a deshora entró por el balcón un preciosísimo pájaro, cuyas plumas parecían de esmeralda, y cuya gracia en el vuelo dejó absortas a la señora y a su sirvienta. El pájaro, lanzándose rápidamente sobre esta última, le arrebató de las manos el cordón y volvió a salir volando de aquella estancia.

Todo fue tan instantáneo, que la princesa apenas tuvo tiempo de ver al pájaro; pero su atrevimiento y su hermosura le causaron la más extraña impresión.

Pocos días después, la princesa, para distraer sus melancolías, tejía una danza con sus doncellas, en presencia de los príncipes. Estaban todos en los jardines y la miraban embelesados. De pronto sintió la princesa que se le desataba una liga, y, suspendiendo el baile, se dirigió con disimulo a un bosquecillo cercano para atársela de nuevo. Descubierta tenía ya Su Alteza la bien torneada pierna, había estirado ya la blanca media de seda y se preparaba a sujetarla con la liga que tenía en la mano, cuando oyó un ruido de alas, y vio venir hacia ella el pájaro verde, que le arrebató la liga en el ebúrneo pico y desapareció al punto. La princesa dio un grito y cayó desmayada.

Acudieron los pretendientes y su padre. Ella volvió en sí, y lo primero que dijo fue:

-¡Que me busquen el pájaro verde..., que me le traigan vivo..., que no le maten..., yo quiero poseer vivo el pájaro verde!

Mas en balde le buscaron los príncipes. En balde, a pesar de lo mandado por la princesa de que no se pensase en matar el pájaro verde, se soltaron contra él neblíes, sacres, gerifaltes y hasta águilas caudales, domesticadas y adiestradas en la cetrería. El pájaro verde no pareció ni vivo ni muerto.

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El deseo no cumplido de poseerle atormentaba a la princesa y acrecentaba su mal humor. Aquella noche no pudo dormir. Lo mejor que pensaba de los príncipes era que no valían para nada.

Apenas vino el día, se alzó del lecho, y en ligeras ropas de levantar, sin corsé ni miriñaque, más hermosa e interesante en aquel deshabillé, pálida y ojerosa, se dirigió con su doncella favorita a lo más frondoso del bosque que estaba a la espalda de palacio, y donde se alzaba el sepulcro de su madre. Allí se puso a llorar y a lamentar su suerte.

-¿De qué me sirven -decía- todas mis riquezas, si las desprecio; todos los príncipes del mundo, si no los amo; de qué mi reino, si no te tengo a ti, madre mía, y de qué todos mis primores y joyas, si no poseo el hermoso pájaro verde?

Con esto, y como para consolarse algo, desenlazó el cordón de su vestido y sacó del pecho un rico guardapelo, donde guardaba un rizo de su madre, que se puso a besar. Mas apenas empezó a besarle, cuando acudió más rápido que nunca el pájaro verde, tocó con su ebúrneo pico los labios de la princesa y arrebató el guardapelo, que durante tantos años había reposado contra su corazón, y en tan oculto y deseado lugar había permanecido. El robador desapareció en seguida, remontando el vuelo y perdiéndose en las nubes.

Esta vez no se desmayó la princesa; antes bien, se paró muy colorada y dijo a la doncella:

-Mírame, mírame los labios; ese pájaro insolente me los ha herido, porque me arden.

La doncella los miró y no notó picadura ninguna; pero indudablemente el pájaro había puesto en ellos algo de ponzoña, porque el traidor no volvió a aparecer en adelante, y la princesa fue desmejorándose por grados, hasta caer enferma de mucho peligro. Una fiebre singular la consumía, y casi no hablaba sino para decir:

-Que no le maten... que me le traigan vivo... yo quiero poseerle.

Los médicos estaban de acuerdo en que la única medicina para curar a la princesa era traerle vivo el pájaro verde. Mas, ¿dónde hallarle? Inútil fue que le buscasen los más hábiles cazadores. Inútil que se ofreciesen sumas enormes a quien le trajera.

El rey Venturoso reunió un gran congreso de sabios a fin de qué averiguasen, so pena de incurrir en su justa indignación, quién era y dónde vivía el pájaro verde, cuyo recuerdo atormentaba a su hija.

Cuarenta días y cuarenta noches estuvieron los sabios reunidos, sin cesar de meditar y disertar sino para dormir un poco y alimentarse. Pronunciaron muy doctos y elocuentes discursos, pero nada averiguaron.

-Señor -dijeron al cabo todos ellos al rey, postrándose humildemente a sus pies e hiriendo el polvo con las respetables frentes-, somos unos mentecatos; haz que nos ahorquen; nuestra ciencia es una mentira: ignoramos quién sea el pájaro verde, y sólo nos atrevemos a sospechar si será acaso el ave fénix del Arabia.

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-Levantaos -contestó el rey con notable magnanimidad-; yo os perdono y os agradezco la indicación sobre el ave fénix. Sin tardanza saldrán siete de vosotros con ricos presentes para la reina de Sabá y con todos los recursos de que yo puedo disponer para cazar pájaros vivos. El fénix debe de tener su nido en el país sabeo, y de allí habéis de traérmele, si no queréis que mi cólera regia os castigue, aunque tratéis de evitarla escondiéndoos en las entrañas de la tierra.

En efecto, salieron para el Arabia siete sabios de los más versados en lingüística, y entre ellos el ministro de Negocios Extranjeros, sobre lo cual tuvo mucho que reír el príncipe tártaro.

Este príncipe envió también cartas a su padre, que era el más famoso encantador de aquella edad, consultándole sobre el caso del pájaro verde.

La princesa, en el ínterin, seguía muy mal de salud y lloraba tan abundantes lágrimas, que diariamente empapaba en ellas más de cincuenta pañuelos. Las lavanderas de palacio estaban con esto muy afanadas, y como entonces ni la persona más poderosa tenía tanta ropa blanca como ahora se usa, no hacían más que ir a lavar al río.

III

Una de estas lavanderas, que era, valiéndonos de cierta expresión a la moda, una pollita muy simpática, volvía un día, al anochecer, de lavar en el río los lacrimosos pañuelos de la princesa.

En medio del camino, y muy distante aún de las puertas de la ciudad, se sintió algo cansada y se sentó al pie de un árbol. Sacó del bolsillo una naranja, y ya iba a mondarla para comérsela, cuando se le escapó de las manos y empezó a rodar por aquella cuesta abajo con singular ligereza. La muchachuela corrió en pos de su naranja; pero mientras más corría más la naranja se adelantaba, sin que jamás se parase y sin que ella llegase a alcanzarla en la carrera, si bien no la perdía de vista. Cansada de correr, y sospechando, aunque poco experimentada en las cosas del mundo, que aquella naranja tan corredora no era del todo natural, la pobre se detenía a veces y pensaba en desistir de su empeño; pero la naranja al punto se detenía también, como si ya hubiese cesado en su movimiento y convidase a su dueño a que de nuevo la cogiese. Llegaba ella a tocarla con la mano, y la naranja se le deslizaba otra vez y continuaba su camino.

Embelesada estaba la lavanderilla en tan inaudita persecución, cuando notó al fin que se hallaba en un bosque intrincado, y que la noche se le venía encima, obscura como boca de lobo. Entonces tuvo miedo, y rompió en desconsoladísimo llanto. La obscuridad creció rápidamente, y ya no le permitió ni ver la naranja, ni orientarse, ni dar con el camino para volverse atrás.

Iba, pues, vagando a la ventura, afligidísima y muerta de hambre y cansancio, cuando columbró no muy lejos unas brillantes lucecitas. Imaginó ser las de la ciudad; dio gracias a Dios, y enderezó sus pasos hacia aquellas luces. Pero, ¡cuán grande no sería su sorpresa al encontrarse, a poco trecho y sin salir del intrincado bosque, a las puertas de un suntuosísimo palacio, que parecía un ascua de oro por lo que brillaba, y en cuya comparación pasaría por una pobre choza el espléndido alcázar del rey Venturoso!

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No había guardia, ni portero, ni criados que impidiesen la entrada, y la chica, que no era corta y que además sentía el estímulo de la curiosidad y el deseo de albergarse y de comer algo, traspasó los umbrales, subió por una ancha y lujosa escalera de bruñido jaspe, y empezó a discurrir por los más ricos y elegantes salones que imaginarse pueden, aunque siempre sin ver a nadie. Los salones estaban, sin embargo, profusamente iluminados por mil lámparas de oro, cuyo perfumado aceite difundía suavísima fragancia. Los primorosos objetos que en los salones había eran para espantar por su riqueza y exquisito gusto, no ya a la lavanderilla, que poco de esto había disfrutado, sino a la mismísima reina Victoria, que hubiera confesado la relativa inferioridad de la industria inglesa, y hubiera dado patentes y medallas a los inventores y fabricantes de todos aquellos artículos.

La lavandera los admiró a su sabor, y admirándolos se fue poco a poco hacia un sitio de donde salía un rico olorcillo de viandas muy suculento y delicioso. De esta suerte llegó a la cocina, pero ni jefe, ni sota-cocineros, ni pinches, ni fregatrices había en ella; todo estaba desierto, como el resto del palacio. Ardían, no obstante, el fogón, el horno y las hornillas, y en ellos estaban al fuego infinito número de peroles, cacerolas y otras vasijas. Levantó nuestra aventurera la cubierta de una cacerola y vio en ella unas anguilas; levantó otra y vio una cabeza de jabalí desosada y rellena de pechugas de faisanes y de trufas; en resolución, vio los manjares más exquisitos que se presentan en las mesas de los reyes, emperadores y papas; y hasta vio algunos platos, al lado de los cuales los imperiales, papales y regios serían tan groseros como al lado de éstos un potaje de judías o un gazpacho.

Animada la chica con lo que veía y olía, se armó de un cuchillo y de un trinchante, y se lanzó con resolución sobre la cabeza de jabalí. Mas apenas hubo llegado a ella recibió en sus manos un golpe, dado al parecer por otra poderosa e invisible, y oyó una voz que le decía, tan de cerca que sintió la agitación del aire y el aliento caliente y vivo de las palabras:

-¡Tate... que es para mi señor el príncipe!

Se dirigió entonces a unas truchas salmonadas, creyéndolas manjar menos principesco y que le dejarían comer; pero la mano invisible vino de nuevo a castigar su atrevimiento, y la voz misteriosa a repetirle:

-¡Tate... que es para mi señor el príncipe!

Tentó, por último, mejor fortuna en tercero, cuarto y quinto plato; pero siempre le aconteció lo propio: así, tuvo con harta pena que resignarse a ayunar, y se salió despechada de la cocina.

Volvió luego a recorrer los salones, donde reinaba siempre la misma misteriosa soledad y donde el más profundo silencio parecía tener su morada, y llegó a una alcoba lindísima, en la cual sólo dos o tres luces, encerradas y amortecidas en vasos de alabastro, derramaban una claridad indecisa y voluptuosa, que estaba convidando al reposo y al sueño. Había en esta alcoba una cama tan cómoda y mullida, que nuestra lavandera, que estaba cansadísima, no pudo resistir a la tentación de tenderse en ella y descansar. Iba a poner en ejecución su propósito, y ya se había sentado y se disponía a tenderse, cuando en la parte misma de su cuerpo con que acababa de tocar la cama sintió una dolorosa picadura, como si con un alfiler de a ochavo la punzasen, y oyó de nuevo una voz que decía:

-¡Tate... que es para mi señor el príncipe!

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No hay que decir que la lavanderilla se asustó y afligió con esto, resignándose a no dormir, como a no comer se había resignado, y para distraer el hambre y el sueño se puso a registrar cuantos objetos había en la alcoba, llevando su curiosidad hasta levantar las colgaduras y los tapices.

Detrás de uno de éstos descubrió nuestra heroína una primorosa puertecilla secreta de sándalo con embutidos de nácar. La empujó suavemente, y, cediendo la puerta, se encontró en una escalera de caracol, de mármol blanco. Por ella bajó sin detenerse a uno como invernáculo, donde crecían las plantas y las flores más aromáticas y extrañas, y en cuyo centro había una taza inmensa, hecha, al parecer, de un solo, limpio y diáfano topacio. Se levantaba del medio de la taza un surtidor tan gigantesco como el que hay ahora en la Puerta del Sol, pero con la diferencia de que el agua del de la Puerta del Sol es natural y ordinaria, y la de éste era agua de olor, y tenía además en sí misma todos los colores del iris y luz propia, lo cual, como ya calculará el lector, le daba un aspecto sumamente agradable. Hasta el murmullo que hacía esta agua al caer tenía algo más musical y acordado que el que producen otras, y se diría que aquel surtidor cantaba alguna de las más enamoradas canciones de Mozart o de Bellini.

Absorta estaba la lavandera mirando aquellas bellezas y gozando de aquella armonía, cuando oyó un grande estrépito y vio abrirse una ventana de cristales. La lavandera se escondió precipitadamente detrás de una masa de verdura, a fin de no ser vista y poder ver a las personas o seres que sin duda se acercaban.

Éstos eran tres pájaros rarísimos y lindísimos, uno de ellos todo verde y brillante como una esmeralda. En él creyó ver la lavandera, con notable contento, al que era causa, según todo el mundo aseguraba, de la pertinaz dolencia de la princesa Venturosa. Los otros dos pájaros no eran, ni con mucho, tan bellos; pero tampoco carecían de mérito singular. Los tres venían con muy ligero vuelo, y los tres se abatieron sobre la taza de topacio y se zambulleron en ella.

A poco rato vio la lavandera que del seno diáfano del agua salían tres mancebos tan lindos, bien formados y blancos, que parecían estatuas peregrinas hechas por mano maestra, con mármol teñido de rosas. La chica, que en honor de la verdad se debe decir que jamás había visto hombres desnudos, y que de ver a su padre, a sus hermanos y a otros amigos, vestidos y mal vestidos, no podía deducir hasta dónde era capaz de elevarse la hermosura humana masculina, se figuró que miraba a tres genios inmortales o a tres ángeles del cielo. Así es que, sin ruborizarse, los siguió mirando con bastante complacencia, como objetos santos y nada pecaminosos. Pero los tres salieron al punto del agua y pronto se vistieron de elegantes ropas.

Uno de ellos, el más hermoso de los tres, llevaba sobre la cabeza una diadema de esmeraldas, y era acatado de los otros como señor soberano. Si desnuda le pareció a la lavanderilla un ángel o un genio por la hermosura, ya vestido la deslumbró con su majestad, y le pareció el emperador del mundo y el príncipe más adorable de la tierra.

Aquellos señores se dirigieron en seguida al comedor y se sentaron en una espléndida mesa, donde había tres cubiertos preparados. Una música sumisa e invisible les hizo salva al llegar y les regaló los oídos mientras comían. Criados, invisibles también, iban trayendo los platos y sirviendo admirablemente la mesa. Todo esto lo veía y notaba la lavanderilla, que, sin ser vista ni oída, había seguido a aquellos señores y estaba escondida en el comedor detrás de un cortinaje.

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Desde allí pudo oír algo de la conversación y comprender que el más hermoso de los mancebos era el príncipe heredero del grande Imperio de la China, y los otros dos, el uno su secretario y el otro su escudero más querido; los cuales estaban encantados y transformados en pájaros durante todo el día, y sólo por la noche recobraban su ser natural, previo el baño de la fuente.

Notó asimismo la curiosa lavandera que el príncipe de las esmeraldas apenas comía, aunque sus familiares le rogaban que comiese, y que se mostraba melancólico y arrobado, exhalando a veces de lo más hondo del hermosísimo pecho un ardiente suspiro.

IV

Refieren las crónicas que vamos extractando que, terminado ya aquel opíparo y poco alegre festín, el príncipe de las esmeraldas, volviendo en sí como de algún sueño, alzó la voz y dijo:

-Secretario, tráeme la cajita de mis entretenimientos.

El secretario se levantó de la mesa y volvió de allí a poco con la cajita más preciosa que han visto ojos mortales. Aquella en que encerró Alejandro la Iliada era, en comparación de ésta, más chapucera y pobre que una caja de turrón de Jijona.

El príncipe tomó la cajita en sus manos, la abrió y estuvo largo rato contemplando con ojos amorosos lo que había en el fondo de ella. Metió luego la mano en la cajita y sacó un cordón. Le besó apasionadamente, derramó sobre él lágrimas de ternura y prorrumpió en estas palabras:

¡Ay, cordoncito de mi señora!

¡Quién la viera ahora!

Colocó de nuevo el cordón en la cajita, y sacó de ella una liga bordada y muy limpia. La besó,la acarició también y exclamó al besarla:

¡Ay, linda liga de mi señora!

¡Quién la viera ahora!

Sacó, por último, un precioso guardapelo, y si mucho había besado cordón y liga, más le besó y más le acarició aún, diciendo con acento tristísimo, que partía los corazones y hasta las peñas:

¡Ay, guardapelo de mi señora!

¡Quién la viera ahora!

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A poco el príncipe y los dos familiares se retiraron a sus alcobas, y la lavanderilla no se atrevió a seguirlos. Viéndose sola en el comedor, se acercó a la mesa, donde aún estaban casi intactos los ricos manjares, los confites, las frutas y los generosos y chispeantes vinos; pero el recuerdo de la voz misteriosa y de la mano invisible la detenían y la obligaban a contentarse con mirar y oler.

Para gozar de este incompleto deleite, se acercó tanto a los manjares, que vino a ponerse entre la mesa y la silla del príncipe. Entonces sintió, no ya una, sino dos manos invisibles que le caían sobre los hombros oprimiéndola. La voz misteriosa le dijo:

-Siéntate y come.

En efecto, se halló sentada en la misma silla del príncipe; y, ya autorizada por la voz, se puso a comer con un apetito extraordinario, que la novedad y lo exquisito de la comida hacían mayor aún, y comiendo se quedó profundamente dormida.

Cuando despertó era muy de día. Abrió los ojos, y se encontró en medio del campo, tendida al pie del árbol donde había querido comerse la naranja. Allí estaba la ropa que había traído del río, y hasta la naranja corredora estaba allí también.

-¿Si habrá sido todo un sueño? -dijo para sí la lavanderilla-. Quisiera volver al palacio del príncipe de la China para cerciorarme de que aquellas magnificencias son reales y no soñadas.

Diciendo esto, tiró al suelo la naranja para ver si le mostraba nuevamente el camino; pero la naranja rodaba un poco y luego se detenía en cualquier hoyo o tropiezo, o cuando el impulso con que se movía dejaba de ser eficaz. En suma, la naranja hacía lo que hacen de ordinario, en idénticas circunstancias, todas las naranjas naturales. Su conducta no tenía nada de extraño ni de maravilloso.

Despechada entonces la muchacha, partió la naranja y vio que por dentro era como las demás. Se la comió, y le supo a lo mismo que cuantas naranjas había comido antes.

Ya apenas dudó de que había soñado.

-Ningún objeto tengo -añadió- con que convencerme a mí propia de la realidad de lo que he visto: mas iré a ver a la princesa y se lo contaré todo, por lo que pueda importarle.

V

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Mientras acontecían, en sueño o en realidad, los poco ordinarios sucesos que quedan referidos, la princesa Venturosa, fatigada de tanto llorar, estaba durmiendo tranquilamente; y aunque eran ya las ocho de la mañana, hora en que todo el mundo solía estar levantado y aun almorzado en aquella época, la princesita, sin dar acuerdo de su persona, seguía en la cama.

Muy interesante juzgó, sin duda, su doncella favorita las nuevas que le traía, cuando se atrevió a despertarla. Entró en su alcoba, abrió la ventana y exclamó con alborozo:

-Señora, señora, despertad y alegraos, que ya hay quien os traiga nuevas del pájaro verde.

La princesa se despertó, se restregó los ojos, se incorporó y dijo:

-¿Han vuelto los siete sabios que fueron al país sabeo?

-Nada de eso -contestó la doncella-; quien trae las nuevas es una de las lavanderillas que lavan los lacrimosos pañuelos de vuestra alteza.

-Pues hazla entrar al momento.

Entró la lavanderilla, que estaba ya detrás de una puerta aguardando este permiso, y empezó a referir con gran puntualidad y despejo cuanto le había pasado.

Al oír la aparición del pájaro verde, la princesa se llenó de júbilo, y al escuchar su salida del agua convertido en hermoso príncipe, se puso encendida como la grana, una celestial y amorosa sonrisa vagó sobre sus labios y sus ojos se cerraron blandamente como para reconcentrarse ella en sí misma y ver al príncipe con los ojos del alma. Por último, al saber la mucha estima, veneración y afecto que el príncipe le tenía, y el amor y cuidado con que guardaba las tres prendas robadas en la preciosa cajita de sus entretenimientos, la princesita, a pesar de su modestia, no pudo contenerse, abrazó y besó a la lavanderilla y a la doncella e hizo otros extremos no menos disculpables, inocentes y delicados.

-Ahora sí -decía- que puedo llamarme propiamente la princesa Venturosa. Este capricho de poseer el pájaro verde no era capricho, era amor. Era y es un amor que, por oculto y no acostumbrado camino, ha penetrado en mi corazón. No he visto al príncipe, y creo que es hermoso. No le he hablado, y presumo que es discreto. No sé de los sucesos de su vida, sino que está encantado y que me tiene encantada, y doy por cierto que es valiente, generoso y leal.

-Señora -dijo la lavanderilla-, yo puedo asegurar a vuestra alteza que el príncipe, si mi visión no es un sueño vano, parece un pino de oro, y tiene una cara tan bondadosa y dulce que da gloria verla. El secretario no es mal mozo tampoco; pero al que yo, no sé por qué, le he tomado afición, es al escudero.

-Tú te casarás con el escudero -replicó la princesa-. Mi doncella, si gusta, se casará con el secretario, y ambas seréis mandarinas y damas de mi corte. Tu sueño no ha sido sueño, sino realidad. El corazón me lo dice. Lo que importa ahora es desencantar a los tres pájaros mancebos.

-¿Y cómo podremos desencantarlos? -dijo la doncella favorita.

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-Yo misma -contestó la princesa- iré al palacio en que viven, y allí veremos. Tú me guiarás, lavanderilla.

Ésta, que no había terminado su narración, la terminó entonces, e hizo ver que no podía servir de guía.

La princesa la escuchó con mucha atención, estuvo meditando un rato, y dijo luego a la doncella:

-Ve a mi biblioteca y tráeme el libro de Los reyes contemporáneos y el Almanaque astronómico.

Venidos que fueron estos volúmenes, hojeó la princesa el de Los reyes, y leyó en alta voz los siguientes renglones:

«El mismo día en que murió el emperador chinesco, su único hijo, que debía heredarle, desapareció de la corte y de todo el Imperio. Sus súbditos, creyéndole muerto, han tenido que someterse al Kan de Tartaria.»

-¿Qué deducís de eso, señora? -dijo la doncella.

-¿Qué he de deducir -respondió la princesa Venturosa-, sino que el Kan de Tartaria es quien tiene encantado a mi príncipe para usurparle la corona? He ahí por qué aborrezco yo tanto al príncipe tártaro. Ahora me lo explico todo.

-Pero no basta explicárselo; menester es remediarlo -dijo la lavandera.

-De ello trato -añadió la princesa-, y para ello conviene que al instante se manden hombres armados, que inspiren la mayor confianza, a todos los caminos y encrucijadas por donde puedan venir los correos que envió el príncipe tártaro al rey su padre, para consultarle sobre el caso del pájaro verde. Las cartas que trajeren les serán arrebatadas y se me entregarán. Si los mensajeros se resisten, serán muertos; si ceden, serán aprisionados e incomunicados, a fin de que nadie sepa lo que acontece. Ni el rey mi padre ha de saberlo. Todo lo dispondremos entre las tres con el mayor sigilo. Aquí tenéis dinero bastante para comprar el silencio, la fidelidad y la energía de los hombres que han de ejecutar mi proyecto.

Y, efectivamente, la princesa, que ya se había levantado y estaba de bata y en babuchas, sacó de un escaparate dos grandes bolsas llenas de oro y se las dio a sus confidentas.

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20

Éstas partieron sin tardanza a poner en ejecución lo convenido, y la princesa Venturosa se quedó estudiando profundamente el Almanaque astronómico.

VI

Cinco días habían pasado desde el momento en que tuvo lugar la escena anterior. La princesa no había llorado en todo ese tiempo, causando no poco asombro y placer al rey su padre. La princesa había estado hasta jovial y bromista, dando leves esperanzas a los príncipes pretendientes de que al fin se decidiría por uno de ellos, porque los pretendientes se las prometen siempre felices.

Nadie había sospechado la causa de tan repentina mudanza y de tan inesperado alivio en la princesa.

Sólo el príncipe tártaro, que era diabólicamente sagaz, recelaba, aunque de una manera muy vaga, que la princesa había recibido alguna noticia del pájaro verde. Tenía, además, el príncipe tártaro el misterioso presentimiento de una gran desgracia, y había adivinado por el arte mágica, que su padre le enseñara, que en el pájaro verde debía mirar un enemigo. Calculando, además, como sabedor del camino y del tiempo que en él debe emplearse, que aquel día debían llegar los mensajeros que envió a su padre, y ansioso de saber lo que respondía éste a la consulta que le hizo, montó a caballo al amanecer, y con cuarenta de los suyos, todos bien armados, salió en busca de los mensajeros referidos.

Mas aunque el príncipe tártaro salió con gran secreto la princesa Venturosa, que tenía espías, y estaba, como vulgarmente se dice, con la barba sobre el hombro, supo al instante su partida y llamó a consejo a la lavanderilla y a la doncella.

Luego que las tuvo presentes, les dijo muy angustiada:

-Mi situación es terrible. Tres veces he ido inútilmente a tirar la naranja debajo del árbol desde donde la tiró la lavanderilla; pero la naranja no ha querido guiarme al alcázar de mi amante. Ni le he visto ni he podido averiguar el modo de desencantarle. Sólo he averiguado, por el Almanaque astronómico, que la noche en que la lavanderilla le vio era el equinoccio de primavera. Acaso no sea posible volver a verle hasta el próximo equinoccio de la misma estación, y ya para entonces el príncipe tártaro me le habrá muerto. El príncipe le matará en cuanto reciba la carta de su padre, y ya ha salido a buscarla con cuarenta de los suyos.

-No os aflijáis, hermosa princesa -dijo la doncella favorita-; tres partidas de cien hombres están esperando a los mensajeros en diferentes puntos para arrebatarles la carta y traérosla. Los trescientos son briosos, llevan armas de finísimo temple y no se dejarán vencer por el príncipe tártaro, a pesar de sus artes mágicas.

-Sin embargo, yo soy de opinión -añadió la lavandera- de que se envíen más hombres contra el príncipe tártaro. Aunque éste, a la verdad, sólo lleva cuarenta consigo, todos ellos, según se dice, tienen corazas y flechas encantadas, que a cada uno le hacen valer por diez.

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El prudente consejo de la lavandera fue adoptado en seguida. La princesa hizo venir secretamente a su estancia al más bizarro y entendido general de su padre. Le contó todo lo que pasaba, le confió sus penas y le pidió su apoyo. Éste se le otorgó, y reuniendo apresuradamente un numeroso escuadrón de soldados, salió de la capital decidido a morir en la demanda o traer a la princesa la carta del Kan de Tartaria y al hijo del Kan, vivo o muerto.

Después de la partida del general, la princesa juzgó conveniente informar al rey Venturoso de cuanto había acontecido. El rey se puso fuera de sí. Dijo que toda la historia del pájaro verde era un sueño ridículo de su hija y la lavandera, y se lamentó de que fundada su hija en un sueño enviase a tantos asesinos contra un príncipe ilustre, faltando a las leyes de la hospitalidad, al derecho de gentes y a todos los preceptos morales.

-¡Ay, hija! -exclamaba-, tú has echado un sangriento borrón sobre mi claro nombre, si esto no se remedia.

La princesa se acongojó también y se arrepintió de lo que había hecho. A pesar de su vehemente amor al príncipe de la China, prefería ya dejarle eternamente encantado a que por su amor se derramase una sola gota de sangre.

Así es que se enviaron despachos al general para que no empeñase una batalla; pero todo fue inútil. El general había ido tan veloz, que no hubo medio de alcanzarle. Entonces aún no había telégrafos, y los despachos no pudieron entregarse. Cuando llegaron los correos donde estaba el general, vieron venir huyendo a todos los soldados del rey, y los imitaron. Los cuarenta de la escolta tártara, que eran otros tantos genios, corrían en su persecución transformados en espantosos vestiglos, que arrojaban fuego por la boca.

Sólo el general, cuya bizarría, serenidad y destreza en las armas rayaba en lo sobrehumano, permaneció impávido en medio de aquel terror harto disculpable. El general se fue hacia el príncipe, único enemigo no fantástico con quien podía habérselas, y empezó a reñir con él la más brava y descomunal pelea. Pero las armas del príncipe tártaro estaban encantadas, y el general no podía herirle. Conociendo entonces que era imposible acabar con él si no recurría a una estratagema, se apartó un buen trecho de su contrario, se desató rápidamente una larga y fuerte faja de seda que le ceñía el talle, hizo con ella, sin ser notado, un lazo escurridizo, y revolviendo sobre el príncipe con inaudita velocidad, le echó al cuello el lazo y siguió con su caballo a todo correr, haciendo caer al príncipe y arrastrándole en la carrera.

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De esta suerte ahogó el general al príncipe tártaro. No bien murió, los genios desaparecieron, y los soldados del rey Venturoso se rehicieron y reunieron a su jefe. Éste esperó con ellos a los enviados que traían la carta del Kan de Tartaria, y que no se hicieron esperar mucho tiempo.

Al anochecer de aquel mismo día volvió a entrar el general en el palacio del rey Venturoso con la carta del Kan de Tartaria entre las manos. Haciendo un gentil y respetuoso saludo, se la entregó a la princesa.

Rompió ésta el sello y se puso a leer, pero inútilmente: no entendió una palabra. Al rey Venturoso le sucedió lo mismo. Llamaron a todos los empleados en la interpretación de lenguas, que no descifraron tampoco aquella escritura. Los individuos de las doce reales academias vinieron luego y no se mostraron más hábiles.

Los siete sabios, tan profundos en lingüística, que acababan de llegar sin el ave fénix, y que por ende estaban condenados a morir, acudieron también; mas, aunque se les prometió el perdón si leían aquella carta, no acertaron a leerla, ni pudieron decir en qué lengua estaba escrita.

El rey Venturoso se creyó entonces el más desventurado de todos los reyes; se lamentó de haber sido cómplice de un crimen inútil, y temió la venganza del poderoso Kan de Tartaria. Aquella noche no pudo pegar los ojos hasta muy tarde.

Su dolor fue, con todo, mucho más desesperado cuando al despertarse al otro día muy de mañana supo que la princesa había desaparecido, dejándole escritas las siguientes palabras:

«Padre: ni me busques, ni pretendas averiguar adónde voy, si no quieres verme muerta. Bástete saber que vivo y que estoy bien de salud, aunque no volverás a verme hasta que tenga descifrada la carta misteriosa del Kan y desencantado a mi querido príncipe. Adiós.»

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VII

La princesa Venturosa había ido con sus dos amigas, a pie y en romería, a visitar a un santo ermitaño que vivía en las soledades y asperezas de unas montañas altísimas que a corta distancia de la capital se parecían.

Aunque la princesa y sus amigas hubiesen querido ir caballeras hasta la ermita, no hubiera sido posible. El camino era más propio de cabras que de camellos, elefantes, caballos, mulos y asnos, que, con perdón sea dicho, eran los cuadrúpedos en que se solía cabalgar en aquel reino. Por esto y por devoción fue la princesa a pie y sin otra comitiva que sus dos confidentas.

El ermitaño que iban a visitar era un varón muy penitente y estaba en olor de santidad. El vulgo pretendía también que el ermitaño era inmortal, y no dejaba de tener razonables fundamentos para esta pretensión. En toda la comarca no había memoria de cuándo fue el ermitaño a establecerse en lo recóndito de aquella sierra, en la cual raras veces se dejaba ver de ojos humanos.

La princesa y sus amigas, atraídas por la fama de su virtud, y de su ciencia, anduvieron buscándole siete días por aquellos vericuetos y andurriales. Durante el día caminaban en su busca entre breñas y malezas. Por la noche se guarecían en las concavidades de los peñascos. Nadie había que las guiase, así por lo fragoso del sitio, ni de los cabrerizos frecuentado, como por el temor que inspiraba la maldición del ermitaño, pronto a echarla a quien invadía su dominio temporal o a quien le perturbaba en sus oraciones. Ya se entiende que este ermitaño, tan maldiciente, era pagano. A pesar de la natural bondad de su alma, su religión sombría y terrible le obligaba a maldecir y a lanzar anatemas. Pero las tres amigas, imaginando, como por inspiración, que sólo el ermitaño podía descifrarles la carta, se decidieron a arrostrar sus maldiciones y le buscaron, según queda dicho, por espacio de siete días.

En la noche del séptimo iban ya las tres peregrinas a guarecerse en una caverna para reposar, cuando descubrieron al ermitaño mismo orando en el fondo. Una lámpara iluminaba con luz incierta y melancólica aquel misterioso retiro.

Las tres temblaron de ser maldecidas, y casi se arrepintieron de haber ido hasta allí. Pero el ermitaño, cuya barba era más blanca que la nieve, cuya piel estaba más arrugada que una pasa y cuyo cuerpo se asemejaba a un consunto esqueleto, echó sobre ellas una mirada penetrante con unos ojos, aunque hundidos, relucientes como dos ascuas, y dijo con voz entera, alegre y suave.

-Gracias al cielo que al fin estáis aquí. Cien años ha que os espero. Deseaba la muerte, y no podía morir hasta cumplir con vosotras un deber que me ha impuesto el rey de los genios. Yo soy el único sabio que habla aún y entiende la lengua riquísima que se hablaba en Babel antes de la confusión. Cada palabra de esta lengua es un conjuro eficaz que fuerza y mueve a las potestades infernales a servir a quien la pronuncia. Las palabras de esta lengua tienen la virtud de atar y desatar todos los lazos y leyes que unen y gobiernan las cosas naturales. La cábala no es sino un remedo groserísimo de esta lengua incomunicable y fecunda. Dialectos pobrísimos e imperfectísimos de ella son los más hermosos y completos idiomas del día. La ciencia de ahora, mentira y charlatanería, en comparación de la ciencia que aquella lengua llevaba en sí misma. Cada nombre de esta lengua contiene en sus letras la esencia de la cosa nombrada y sus ocultas calidades. Las cosas todas, al oírse llamar por su verdadero nombre,

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obedecen a quien las llama. Era tal el poder del linaje humano cuando poseía esta lengua, que pretendió escalar el cielo, y lo hubiera indudablemente conseguido si el cielo no hubiese dispuesto que la lengua primitiva se olvidase.

Sólo tres sabios bienintencionados, de los cuales han muerto ya dos, guardaron en la memoria aquel idioma. Le guardaron asimismo, por especial privilegio de los diablos, Nembrot y sus descendientes. El último de éstos murió, una semana ha, por disposición tuya, ¡oh princesa Venturosa!, y ya no queda en el mundo sino una sola persona que pueda descifrarte la carta del Kan de Tartaria. Esa persona soy yo: y para hacerte ese servicio, el rey de los genios ha conservado siglos mi vida.

-Pues aquí tienes la carta, ¡oh venerable y profundo sabio! -dijo la princesa, poniendo en manos del ermitaño el misterioso escrito.

-Al punto voy a descifrártela -contestó el ermitaño, y se caló los espejuelos, y se acercó a la lámpara para leer. Más de dos horas estuvo leyendo en alta voz en la lengua en que la carta estaba escrita. A cada palabra que pronunciaba, el universo se conmovía, las estrellas se cubrían de mortal palidez, la Luna temblaba en el cielo como tiembla su imagen entre las olas del Océano, y la princesa y sus amigas tenían que cerrar los ojos y que taparse los oídos para no ver los espectros que se mostraban y para no oír las voces portentosas, terribles o dolientes, que partían de las entrañas mismas de la conturbada naturaleza.

Acabada la lectura, se quitó el ermitaño los espejuelos, y dijo con voz reposada:

-No es justo, ni conveniente, ni posible, ¡oh princesa Venturosa!, que sepas todo lo que en esta abominable carta se encierra. No es justo ni conveniente, porque hay en ella tremebundos y endemoniados misterios. No es posible, porque en cuantas lenguas humanas se hablan en el día son estos misterios inefables, inenarrables y hasta inexplicables. El linaje humano, por medio de su incompleta y enfermiza razón, llegará a conocer, cuando pasen millares de años, algunos accidentes de las cosas; pero siempre ignorará la substancia que yo conozco, que conoce el Kan de Tartaria y que han conocido los sabios primitivos que se valieron, para sus elucubraciones, de esta lengua perfectísima e intransmisible ya por nuestros pecados.

-Pues estamos frescas -dijo la lavanderilla- si después de lo que hemos pasado para encontraros y siendo vos el único que podéis traducir esa enmarañada carta, salís ahora con que no queréis traducirla.

-Ni quiero ni debo -replicó el vetusto y secular ermitaño-; pero sí os diré lo que la carta contiene de interés para vosotras, y os lo diré en brevísimas palabras, sin pararme en dibujos, porque los momentos de mi vida están contados y mi muerte se acerca. El príncipe de la China es, por sus virtudes, talento y hermosura, el favorito del rey de los genios, el cual le ha salvado mil veces de las asechanzas que el Kan de Tartaria ponía contra su vida. Viendo el Kan que le era imposible matarle, determinó valerse de un encanto para tenerle lejos de sus súbditos y reinar en lugar suyo en el Celeste Imperio. Bien hubiera querido el Kan que este encanto fuera indestructible y eterno; mas no pudo lograrlo, a pesar de sus maravillosos conocimientos en la magia. El rey de los genios se opuso a su mal deseo, y si bien no pudo hacer completamente ineficaces sus encantamientos y conjuros, supo despojarlos de gran parte de su malicia. Al príncipe, aunque convertido en pájaro, se le dio facultad para recobrar por la noche su verdadera figura. Tuvo también el príncipe un palacio donde vivir y ser tratado con todo el miramiento, honores y regalo debidos a su augusta categoría. Se acordó, por último, su desencanto si se cumplían las

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siguientes condiciones, que el Kan, así por la mala opinión que tiene de las mujeres como por lo pervertida y viciosa que está la raza humana en general, juzgó imposible de cumplir. Fue la primera condición, ya cumplida, que una mujer de veinte años, discreta, briosa y apasionada y de la más baja clase del pueblo, viese a los tres mancebos encantados, que son los más hermosos que hay en el mundo, salir desnudos del baño, y que la limpieza y castidad de su alma fuesen tales que no se turbasen ni empañasen con el más ligero estímulo de liviandad. Esta prueba había de hacerse en el equinoccio de primavera, cuando la naturaleza toda excita al amor. La mujer debía sentirle por la hermosura y admirarla vivamente; pero de un modo espiritual y santísimo. Fue la segunda condición, ya cumplida también, que el príncipe, sin poder mostrarse sino tres instantes, y esto bajo la forma de pájaro verde, inspirase un amor tan vehemente y casto como invencible a una princesa de su clase. La tercera condición, que ahora se está acabando de cumplir, fue que la princesa se apoderase de esta carta, y que yo la interpretara. La cuarta y última condición, en cuyo cumplimiento habéis de intervenir las tres doncellas que me estáis oyendo, es como sigue. Sólo me quedan dos minutos de vida; mas antes de morir os pondré en el palacio del príncipe, al lado de la taza de topacio. Allí irán los pájaros y se zambullirán, y se transformarán en hermosísimos mancebos. Vosotras tres los veréis; mas habéis de conservar, viéndolos, toda la castidad de vuestros pensamientos y toda la virginidad de vuestras almas, amando, empero, cada una a uno de los tres, con un amor santo e inocente. La princesa ama ya al príncipe de la China y la lavanderilla al escudero, y ambas han mostrado la inocencia de su amor: ahora falta que la doncella favorita de la princesa se enamore del secretario por idéntico estilo. Cuando los tres mancebos encantados vayan al comedor, los seguiréis sin ser vistas, y allí permaneceréis hasta que el príncipe pida la cajita de sus entretenimientos y diga, besando el cordoncito:

¡Ay, cordoncito de mi señora!

¡Quién la viera ahora!

La princesa entonces, y vosotras con la princesa, os mostraréis al punto, y cada una dará un tierno beso en la mejilla izquierda al objeto de su amor. El encanto quedará deshecho en el acto, el Kan de Tartaria morirá de repente y el príncipe de la China, no sólo poseerá el Celeste Imperio, sino que heredará asimismo todos los kanatos, reinos y provincias que por derecho propio posee aquel encantador endiablado.

Apenas el ermitaño acabó de decir estas palabras, hizo una mueca muy rara, entreabrió la boca, estiró las piernas y se quedó muerto.

La princesa y sus amigas se encontraron de súbito detrás de una masa de verdura, al lado de la taza de topacio.

Todo se cumplió como el ermitaño había dicho.

Las tres estaban enamoradas; las tres eran castísimas e inocentes. Ni siquiera en el punto comprometido de dar el regalado y apretado beso sintieron más que una profunda conmoción toda mística y pura.

Así es que inmediatamente quedaron desencantados los tres mancebos. La China y la Tartaria fueron dichosas bajo el cetro del príncipe. La princesa y sus amigas lo fueron más aún casadas con aquellos hombres tan lindos. El rey Venturoso abdicó y se fue a vivir a la corte de su yerno, que estaba en

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Pekín. El general que mató al príncipe tártaro obtuvo todas las condecoraciones de China, el título de primer mandarín y una pensión de miles de miles para él y sus herederos.

Se cuenta, por último, que la princesa Venturosa y el ya emperador de China vivieron largos y felices años y tuvieron media docena de chiquillos a cual más hermosos. La lavanderilla y la doncella, con sus respectivos maridos, siguieron siempre gozando del favor de sus majestades y siendo los señores más principales de toda aquella tierra.

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PEDRO ANTONIO DE PEDRO ANTONIO DE PEDRO ANTONIO DE PEDRO ANTONIO DE ALARCÓNALARCÓNALARCÓNALARCÓN

EDRO ANTONIO JOAQUÍN MELITÓN DE ALARCÓN Y ARIZA, novelista español (Guadix,

Granada, 10 de marzo de 1833 – Madrid,1 19 de julio de 1891). Perteneció al movimiento

realista. Se trata de uno de los más destacados autores de este movimiento, uno de los

artífices del fin de la prosa romántica. Pedro Antonio de Alarcón tuvo una intensa vida ideológica; como sus personajes, evolucionó de las ideas liberales y revolucionarias a posiciones más tradicionalistas. Aunque su familia provenía de hidalgos era más bien humilde, aunque no tanto como para no poder permitirse enviarlo a estudiar Derecho en la Universidad de Granada, carrera que abandonó pronto para iniciarse en la eclesiástica. Aquello tampoco le satisfizo y abandonó en 1853 para marchar a Cádiz, donde funda El Eco de Occidente, junto a Torcuato Tárrago y Mateos, iniciando su carrera periodística en la dirección de este periódico.

Alarcón escribía desde su adolescencia, citándose a don Isidro Cepero como el instigador principal de su inquietud literaria. Su primera obra narrativa, El final de Norma, fue compuesta a los 18 años y publicada en 1855. Sus inquietudes le llevaron a integrarse en el grupo que se llamó la Cuerda granadina.

Se trasladó en 1854 a Madrid, molesto con el entorno reaccionario de Granada. Allí crea un periódico satírico, El látigo, que también dirige, de cierto éxito, con ideología antimonárquica, republicana y revolucionaria. Era un claro heredero de su experiencia en El eco de Occidente.

P

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En 1857, escribe El hijo pródigo, drama de gran éxito. También en 1857 empieza a publicar relatos y artículos de viajes en la publicación madrileña El Museo Universal. Más tarde interviene como soldado y periodista en la guerra de África, recogiendo todo lo que acontecía en la campaña y en su vida allí y que luego mandaba a su editor en una serie de artículos, que se recogieron bajo el título de Diario de un testigo de la guerra de África, en 1859; este libro es especialmente apreciado por su gran y prolija descripción de la vida militar.

Más adelante cultivó la literatura de viajes, contando en diversos artículos sus viajes por Italia (recogidos en De Madrid a Nápoles, 1861) y su Granada natal (La Alpujarra, 1873), en los que el realismo de las descripciones contrasta con la ilusión de una prosa que narra lo cercano y desconocido. Estos artículos rebasan el interés meramente periodístico, constituyendo un ejemplo para toda la literatura de viajes posterior.

En 1865 se casó con Paulina Contreras Rodríguez en Granada, de cuyo matrimonio nacieron cinco hijos, dos varones y tres mujeres. Los varones fallecieron en Madrid en los años de la contienda civil, al igual que dos de las hijas, casándose la única que sobrevivió, Carmen de Alarcón Contreras, con Miguel Valentín Gamazo, de cuyo matrimonio tuvieron tres hijos: María del Carmen, María del Pilar y Miguel Valentín de Alarcón, que falleció en Madrid el 4 de mayo de 2000, siendo el último descendiente directo de Pedro Antonio de Alarcón, pues murió soltero y sin que se sepa que tuviera descendencia.

Como integrante de la Unión Liberal ostentó diversos cargos, siendo el más importante el de consejero de estado con Alfonso XII, en 1875, siendo también diputado, senador y embajador en Noruega y Suecia. Además fue académico de la Real Academia de la Lengua desde 1877.

Hacia 1887, convencido de que en el camino del realismo lo había dado todo, se condenó al silencio. Tal vez influyeron las críticas de sus antiguos correligionarios liberales. Por ejemplo, Manuel del Palacio escribió sobre él lo siguiente:

Literato, vale mucho;

folletinista, algo menos;

político, casi nada;

y autor dramático, cero.

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El clavoEl clavoEl clavoEl clavo Pedro Antonio de Alarcón

[Nota preliminar: edición digital a partir

de la edición de las OO. CC., Madrid, Fax, 1943

y cotejada con la edición crítica de Laura de los

Ríos (Madrid, Cátedra, 1984, 4ª ed.).]

- I -

El número 1

O QUE MÁS ARDIENTEMENTE DESEA todo el que pone el pie en el estribo de una diligencia para emprender un

largo viaje, es que los compañeros de departamento que le toquen en suerte sean de amena conversación y, tengan sus mismos gustos, sus mismos vicios, pocas impertinencias, buena educación y una franqueza que no raye en familiaridad.

Porque, como ya han dicho y demostrado Larra, Kock, Soulié y otros escritores de costumbres, es asunto muy serio esa improvisada e íntima reunión de dos o más personas que nunca se han visto, ni quizá han

de volver a verse sobre la tierra, y destinadas, sin embargo, por un capricho del azar, a codearse dos o tres días, a almorzar, comer y cenar juntas, a dormir una encima de otra, a manifestarse, en fin, recíprocamente con ese abandono y confianza que no concedemos ni aun a nuestros mayores amigos; esto es, con los hábitos y flaquezas de casa y de familia.

Al abrir la portezuela acuden tumultuosos temores a la imaginación. Una vieja con asma, un fumador de mal tabaco, una fea que no tolere el humo del bueno, una nodriza que se maree de ir en carruaje, angelitos que lloren y demás, un hombre grave que ronque, una venerable matrona que ocupe asiento y medio, un inglés que no hable el español (supongo que vosotros no habláis el inglés), tales son, entre otros, los tipos que teméis encontrar.

Alguna vez acariciáis la dulce esperanza de hallaros con una hermosa compañera de viaje; por ejemplo, con una viudita de veinte a treinta años (y aun de treinta y seis) con quien sobrellevar a medias las molestias del camino; pero no bien os ha sonreído esta idea, cuando os apresuráis a

L

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desecharla melancólicamente, considerando que tal ventura sería demasiada para un simple mortal en este valle de lágrimas y despropósitos.

Con tan amargos recelos ponía yo el pie en el estribo de la berlina de la diligencia de Granada a Málaga, a las once menos cinco minutos de una noche del otoño de 1844; noche oscura y tempestuosa, por más señas.

Al penetrar en el coche, con el billete número 2 en el bolsillo, mi primer pensamiento fue saludar a aquel incógnito número 1 que me traía inquieto antes de serme conocido.

Es de advertir que el tercer asiento de la berlina no estaba tomado, según confesión del mayoral en jefe.

-¡Buenas noches! -dije, no bien me senté, enfilando la voz hacia el rincón en que suponía a mi compañero de jaula.

Un silencio tan profundo como la oscuridad reinante siguió a mis buenas noches.

«¡Diantre! -pensé-. ¿Si será sordo..., o sorda, mi epiceno cofrade?»

Y alzando más la voz, repetí:

-¡Buenas noches!

Igual silencio sucedió a mi segunda salutación.

«¿Si será mudo?» -me dije entonces.

A todo esto, la diligencia había echado a andar, digo, a correr, arrastrada por diez briosos caballos.

Mi perplejidad subía de punto.

-¿Con quién iba? ¿Con un varón? ¿Con una hembra? ¿Con una vieja? ¿Con una joven? ¿Quién, quién era aquel silencioso número 1?

Y, fuera quien fuese, ¿por qué callaba? ¿Por qué no respondía a mi saludo? ¿Estaría ebrio? ¿Se habría dormido? ¿Se habría muerto? ¿Sería un ladrón?...

Era cosa de encender luz. Pero yo no fumaba entonces, y no tenía fósforos.

¿Qué hacer?

Por aquí iba en mis reflexiones, cuando se me ocurrió apelar al sentido del tacto, pues que tan ineficaces eran el de la vista y el del oído...

Con más tiento, pues, que emplea un pobre diablo para robarnos el pañuelo en la Puerta del Sol, extendí la mano derecha hacia aquel ángulo del coche.

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Mi dorado deseo era tropezar con una falda de seda, o de lana, y aun de percal...

Avancé, pues...

-¡Nada!

Avancé más; extendí todo el brazo... ¡Nada!

Avancé de nuevo; palpé con entera resolución en un lado, en otro, en los cuatro rincones, debajo de los asientos, en las correas del techo...

¡Nada..., nada!

En este momento brilló un relámpago (ya he dicho que había tempestad), y a su luz sulfúrea vi... ¡que iba completamente solo!

Solté una carcajada, burlándome de mí mismo, y precisamente en aquel instante se detuvo la diligencia.

Estábamos en el primer relevo.

Ya me disponía a preguntarle al mayoral por el viajero que faltaba, cuando se abrió la portezuela, y, a la luz de un farol que llevaba el zagal, vi... ¡Me pareció un sueño lo que vi!

Vi poner el pie en el estribo de la berlina (¡de mi departamento!) a una hermosísima mujer, joven, elegante, pálida, sola, vestida de luto...

Era el número 1; era mi antes epiceno compañero de viaje; era la viuda de mis esperanzas; era la realización del sueño que apenas había osado concebir; era el non plus ultra de mis ilusiones de viajero... ¡Era ella!

Quiero decir: había de ser ella con el tiempo.

- II - Escaramuzas

Luego que hube dado la mano a la desconocida para ayudarla a subir, y que ella tomó asiento a mi lado, murmurando un «Gracias... Buenas noches...» que me llegó al corazón, ocurrióseme esta idea tristísima y desgarradora:

-¡De aquí a Málaga sólo hay dieciocho leguas! ¡Que no fuéramos a la península de Kamtchatka!

Entre tanto, se cerró la portezuela y quedamos a oscuras.

Esto significaba ¡no verla!

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Yo pedía relámpagos al cielo, como el Alfonso Munio de la señora Avellaneda, cuando dice:

¡Horrible tempestad, mándame un rayo!

Pero, ¡oh, dolor!, la tormenta se retiraba ya hacia el Mediodía.

Y no era lo peor no verla, sino que el aire severo y triste de la gentil señora me había impuesto de tal modo, que no me atrevía a cosa ninguna...

Sin embargo, pasados algunos minutos, le hice aquellas primeras preguntas y observaciones de cajón, que establecen poco a poco cierta intimidad entre los viajeros:

-¿Va usted bien?

-¿Se dirige usted a Málaga?

-¿Le ha gustado a usted la Alhambra?

-¿Viene usted de Granada?

-¡Está la noche húmeda!

A lo que respondió ella:

-Gracias.

-Sí.

-No, señor.

-¡Oh!

-¡Pchis!

Seguramente, mi compañera de viaje tenía poca gana de conversación.

Dediqueme, pues, a coordinar mejores preguntas, y, viendo que no se me ocurrían, me puse a reflexionar.

¿Por qué había subido aquella mujer en el primer relevo de tiro, y no desde Granada?

¿Por qué iba sola?

¿Era casada?

¿Era viuda?

¿Era...?

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¿Y su tristeza? Qua de causa?

Sin ser indiscreto no podía hallar la solución de estas cuestiones, y la viajera me gustaba demasiado para que yo corriese el riesgo de parecerle un hombre vulgar dirigiéndole necias preguntas.

¡Cómo deseaba que amaneciera!

De día se habla con justificada libertad..., mientras que la conversación a oscuras tiene algo de tacto, va derecha al bulto, es un abuso de confianza...

La desconocida no durmió en toda la noche, según deduje de su respiración y de los suspiros que lanzaba de cuando en cuando...

Creo inútil decir que yo tampoco pude coger el sueño.

-¿Está usted indispuesta? -le pregunté una de las veces que se quejó.

-No, señor; gracias. Ruego a usted que se duerma descuidado... -respondió con seria afabilidad.

-¡Dormirme! -exclamé.

Luego añadí:

-Creí que padecía usted...

-¡Oh!, no..., no padezco -murmuró blandamente, pero con un acento en que llegué a percibir cierta amargura.

El resto de la noche no dio de sí más que breves diálogos como el anterior.

Amaneció, al fin...

¡Qué hermosa era!

Pero, ¡qué sello de dolor sobre su frente! ¡Qué lúgubre oscuridad en sus bellos ojos! ¡Qué trágica expresión en todo su semblante! Algo muy triste había en el fondo de su alma.

Y, sin embargo, no era una de aquellas mujeres excepcionales, extravagantes, de corte romántico, que viven fuera del mundo devorando algún pesar o representando alguna tragedia...

Era una mujer a la moda, una elegante mujer, de porte distinguido, cuya menor palabra dejaba traslucir una de esas reinas de la conversación y del buen gusto, que tienen por trono una butaca de su gabinete, una carretela en el Prado o un palco en la Ópera; pero que callan fuera de su elemento, o sea fuera del círculo de sus iguales.

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Con la llegada del día se alegró algo la encantadora viajera, y ya consistiese en que mi circunspección de toda la noche y la gravedad de mi fisonomía le inspirasen buena idea de mi persona, ya en que quisiera recompensar al hombre a quien no había dejado dormir, fue el caso que inició a su vez las cuestiones de ordenanza:

-¿Dónde va usted?

-¡Va a hacer un buen día!

-¡Qué hermoso paisaje!

A lo que yo contesté más extensamente que ella me había contestado a mí.

Almorzamos en Colmenar.

Los viajeros del interior y de la rotonda eran personas poco tratables.

Mi compañera se redujo a hablar conmigo.

Excusado, es decir, que yo estuve enteramente consagrado a ella y que la atendí en la mesa como a una persona real.

De vuelta en el coche, nos tratábamos ya con alguna confianza.

En la mesa habíamos hablado de Madrid, y hablar bien de Madrid a una madrileña que se halla lejos de la corte, es la mejor de las recomendaciones.

¡Porque nada es tan seductor como Madrid perdido!

«¡Ahora o nunca, Felipe! -me dije entonces-. Quedan ocho leguas... Abordemos la cuestión amorosa...»

- III - Catástrofe

¡Desventurado! No bien dije una palabra galante a la beldad, conocí que había puesto el dedo sobre una herida...

En el momento perdí todo lo que había ganado en su opinión.

Así me lo dijo una mirada indefinible que cortó la voz de mis labios.

-Gracias, señor, gracias -me dijo luego, al ver que cambiaba de conversación.

-¿He enojado a usted, señora?

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-Sí; el amor me horroriza. ¡Qué triste es inspirar lo que no se siente! ¿Qué haría yo para no agradar a nadie?

-¡Algo es menester que usted haga, si no se complace en el daño ajeno!... -repuse muy seriamente-. La prueba es que aquí me tiene pesaroso de haberla conocido... ¡Ya que no feliz, por lo menos yo vivía ayer en paz..., y ya soy desgraciado, puesto que la amo a usted sin esperanza!

-Le queda a usted una satisfacción, amigo mío... -replicó ella sonriendo.

-¿Cuál?

-Que si no acojo su amor, no es por ser suyo, sino porque es amor. Puede usted, pues, estar seguro de que ni hoy, ni mañana, ni nunca... obtendrá otro hombre la correspondencia que le niego. ¡Yo no amaré jamás a nadie!

-Pero, ¿por qué, señora?

-¡Porque el corazón no quiere, porque no puede, porque no debe luchar más! ¡Porque he amado hasta el delirio..., y he sido engañada! En fin, ¡porque aborrezco el amor!

¡Magnífico discurso! Yo no estaba enamorado de aquella mujer. Inspirábame curiosidad y deseo, por lo distinguida y por lo bella; pero de esto a una pasión había todavía mucha distancia.

Así, pues, al escuchar aquellas dolorosas y terminantes palabras, dejó la contienda mi corazón de hombre y entró en ejercicio mi imaginación de artista. Quiere esto decir que comencé a hablar a la desconocida un lenguaje filosófico y moral del mejor gusto, con el que logré reconquistar su confianza, o sea, que me dijese algunas otras generalidades melancólicas del género Balzac.

Así llegamos a Málaga.

Era el instante más oportuno para saber el nombre de aquella singularísima señora.

Al despedirme de ella en la Administración, le dije cómo me llamaba, la casa donde iba a parar y mis señas en Madrid.

Ella me contestó con un tono que nunca olvidaré:

-Doy a usted mil gracias por las amables atenciones que le he merecido durante el viaje, y le suplico que me dispense si le oculto mi nombre, en vez de darle uno fingido, que es con el que aparezco en la hoja.

-¡Ah! -respondí-. ¡Luego nunca volveremos a vernos!

-¡Nunca!..., lo cual no debe pesarle.

Dicho esto, la joven sonrió sin alegría, tendióme una mano con exquisita gracia, y murmuró:

-Pida usted a Dios por mí.

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Yo estreché su mano linda y delicada, y terminé con un saludo aquella escena, que empezaba a hacerme mucho daño.

En esto llegó un elegante coche al parador.

Un lacayo con librea negra avisó a la desconocida.

Subió ella al carruaje; saludóme de nuevo, y desapareció por la Puerta del Mar.

Dos meses después volví a encontrarla.

Sepamos dónde.

- IV - Otro viaje

A las dos de la tarde del 1.º de noviembre de aquel mismo año caminaba yo sobre un mal rocín de alquiler por el arrecife que conduce a ***, villa importante y cabeza de partido de la provincia de Córdoba.

Mi criado y el equipaje iban en otro rocín mucho peor.

Dirigíame a *** con objeto de arrendar unas tierras y permanecer tres o cuatro semanas en casa del Juez de Primera instancia, íntimo amigo mío, a quien conocí en la Universidad de Granada cuando ambos estudiábamos Jurisprudencia, y donde simpatizamos, contrajimos estrecha amistad y fuimos inseparables. Después no nos habíamos visto en siete años.

Según iba aproximándome a la población término de mi viaje, llegaba más distintamente a mis oídos el melancólico clamoreo de muchas campanas que tocaban a muerto.

Maldita la gracia que me hizo tan lúgubre coincidencia...

Sin embargo, aquel doble no tenía nada de casual y yo debí contar con él, en atención a ser víspera del día de Difuntos.

Llegué, con todo, muy de mal humor a los brazos de mi amigo, que me aguardaba en las afueras del pueblo.

Él advirtió al momento mi preocupación, y después de los primeros saludos:

-¿Qué tienes? -me dijo, dándome el brazo, en tanto que sus criados y el mío se alejaban con las cabalgaduras.

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-Hombre, seré franco... -le contesté-. Nunca he merecido, ni pienso merecer, que me eleven arcos de triunfo; nunca he experimentado ese inmenso júbilo que llenará el corazón de un grande hombre en el momento que un pueblo alborozado sale a recibirlo, mientras que las campanas repican a vuelo; pero...

-¿Adónde vas a parar?

-A la segunda parte de mi discurso. Y es: que si en este pueblo no he experimentado los honores de la entrada triunfal, acabo de ser objeto de otros muy parecidos, aunque enteramente opuestos. ¡Confiesa, oh juez de palo, que esos clamores funerales que solemnizan mi entrada en *** hubieran contristado al hombre más jovial del universo!

-¡Bravo, Felipe! -replicó el juez, a quien llamaremos Joaquín Zarco-. ¡Vienes muy a mi gusto! Esa melancolía cuadra perfectamente a mi tristeza...

-¡Tú triste!... ¿De cuándo acá?

Joaquín se encogió de hombros, y no sin trabajo retuvo un gemido...

Cuando dos amigos que se quieren de verdad vuelven a verse después de larga separación, parece como que resucitan todas las penas que no han llorado juntos.

Yo me hice el desentendido por el momento, y hablé a Zarco de cosas indiferentes.

En esto penetramos en su elegante casa.

-¡Diantre, amigo mío! -no pude menos de exclamar-. ¡Vives muy bien alojado!... ¡Qué orden, qué gusto en todo! ¡Necio de mí!... Ya caigo... Te habrás casado...

-No me he casado... -respondió el juez con la voz un poco turbada-. ¡No me he casado, ni me casaré nunca!...

-Que no te has casado, lo creo, supuesto que no me lo has escrito... ¡Y la cosa valía la pena de ser contada! Pero eso de que no te casarás nunca, no me parece tan fácil ni tan creíble.

-¡Pues te lo juro! -replicó Zarco solemnemente.

-¡Qué rara metamorfosis! -repuse yo-. Tú, tan partidario siempre del séptimo sacramento; tú, que hace dos años me escribías aconsejándome que me casara, ¡salir ahora con esa novedad!... Amigo mío, ¡a ti te ha sucedido algo, y algo muy penoso!

-¿A mí? -dijo Zarco estremeciéndose.

-¡A ti! -proseguí yo-. ¡Y vas a contármelo! Tú vives aquí solo, encerrado en la grave circunspección que exige tu destino, sin un amigo a quien referir tus debilidades de mortal... Pues bien; cuéntamelo todo, y veamos si puedo servirte de algo.

El juez me estrechó las manos diciendo:

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-Sí..., sí... ¡Lo sabrás todo, amigo mío! ¡Soy muy desventurado!

Luego se serenó un poco, y añadió secamente:

-Vístete. Hoy va todo el pueblo a visitar el cementerio y parecería mal que yo faltase. Vendrás conmigo. La tarde está buena y te conviene andar a pie para descansar del trote del rocín. El cementerio se halla situado en medio de un hermoso campo, y no te disgustará el paseo. Por el camino te contaré la historia que ha acibarado mi existencia, y verás si tengo o no tengo motivos para renegar de las mujeres.

Una hora después caminábamos Zarco y yo en dirección al cementerio.

Mi pobre amigo me habló de esta manera:

- V - Memorias de un juez de primera instancia

I

Hace dos años que, estando de Promotor fiscal en ***, obtuve licencia para pasar un mes en Sevilla.

En la fonda en que me hospedé vivía hacía algunas semanas cierta elegante y hermosísima joven, que pasaba por viuda, cuya procedencia, así como el objeto que la retenía en Sevilla, eran un misterio para los demás huéspedes.

Su soledad, su lujo, su falta de relaciones y el aire de tristeza que la envolvía, daban pie a mil conjeturas; todo lo cual, unido a su incomparable belleza y a la inspiración y gusto con que tocaba el piano y cantaba, no tardó en despertar en mi alma una invencible inclinación hacia aquella mujer.

Sus habitaciones estaban exactamente encima de las mías; de modo que la oía cantar y tocar, ir y venir, y hasta conocía cuándo se acostaba, cuándo se levantaba y cuándo pasaba la noche en vela -cosa muy frecuente-. Aunque en lugar de comer en la mesa redonda se hacía servir en su cuarto, y no iba nunca al teatro, tuve ocasión de saludarla varias veces, ora en la escalera, ora en alguna tienda, ora de balcón a balcón, y al poco tiempo los dos estábamos seguros del placer con que nos veíamos.

Tú lo sabes. Yo era grave, aunque no triste, y esta circunspección mía cuadraba perfectamente a la retraída existencia de aquella mujer; pues ni nunca la dirigí la palabra, ni procuré visitarla en su cuarto, ni la perseguí con enojosa curiosidad como otros habitantes de la fonda.

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Este respeto a su melancolía debió de halagar su orgullo de paciente; dígolo, porque no tardó en mirarme con cierta deferencia, cual si ya nos hubiésemos revelado el uno al otro.

Quince días habían transcurrido de esta manera, cuando la fatalidad..., nada más que la fatalidad..., me introdujo una noche en el cuarto de la desconocida.

Como nuestras habitaciones ocupaban idéntica situación en el edificio, salvo el estar en pisos diferentes, eran sus entradas iguales. Dicha noche, pues, al volver del teatro, subí distraído más escaleras de las que debía, y abrí la puerta de su cuarto creyendo que era la del mío.

La hermosa estaba leyendo, y se sobresaltó al verme. Yo me aturdí de tal modo, que apenas pude disculparme, pero mi misma turbación y la prisa con que intenté irme, la convencieron de que aquella equivocación no era una farsa. Retúvome, pues, con exquisita amabilidad «para demostrarme -dijo- que creía en mi buena fe y que no estaba incomodada conmigo», acabando por suplicarme que me equivocara otra vez deliberadamente, pues no podía tolerar que una persona de mis condiciones de carácter pasase las noches en el balcón, oyéndola cantar -como ella me había visto-, cuando su pobre habilidad se honraría con que yo le prestase atención más de cerca.

A pesar de todo creí de mi deber no tomar asiento en aquella noche, y salí.

Pasaron tres días, durante los cuales tampoco me atreví a aprovechar el amable ofrecimiento de la bella cantora, aun a riesgo de pasar por descortés a sus ojos. ¡Y era que estaba perdidamente enamorado de ella; era que conocía que en unos amores con aquella mujer no podía haber término medio, sino delirio de dolor o delirio de ventura; era que le temía, en fin, a la atmósfera de tristeza que la rodeaba!

Sin embargo, después de aquellos tres días, subí al piso segundo.

Permanecí allí toda la velada: la joven me dijo llamarse Blanca y ser madrileña y viuda: tocó el piano, cantó, hízome mil preguntas acerca de mi persona, profesión, estado, familia, etc., y todas sus palabras y observaciones me complacieron y enajenaron... Mi alma fue desde aquella noche esclava de la suya.

A la noche siguiente volví, y a la otra noche también, y después todas las noches y todos los días.

Nos amábamos, y ni una palabra de amor nos habíamos dicho.

Pero, hablando del amor habíale yo encarecido varias veces la importancia que daba a este sentimiento, la vehemencia de mis ideas y pasiones, y todo lo que necesitaba mi corazón para ser feliz.

Ella, por su parte, me había manifestado que pensaba del mismo modo.

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-Yo -dijo una noche- me casé sin amor a mi marido. Poco tiempo después... lo odiaba. Hoy ha muerto. ¡Sólo Dios sabe cuánto he sufrido! Yo comprendo el amor de esta suerte: es la gloria o es el infierno. Y para mí, hasta ahora, ¡siempre ha sido el infierno!

Aquella noche no dormí.

La pasé analizando las últimas palabras de Blanca.

¡Qué superstición la mía! Aquella mujer me daba miedo. ¿Llegaríamos a ser, yo su gloria y ella mi infierno?

Entre tanto, expiraba el mes de licencia.

Podía pedir otro pretextando una enfermedad... Pero, ¿debía hacerlo?

Consulté con Blanca.

-¿Por qué me lo pregunta usted a mí? -repuso ella, cogiéndome una mano.

-Más claro, Blanca... -respondí-. Yo la amo a usted... ¿Hago mal en amarla?

-¡No! -respondió Blanca palideciendo.

Y sus ojos negros dejaron escapar dos torrentes de luz y de voluptuosidad...

II

Pedí, pues, dos meses de licencia, me los concedieron... gracias a ti. ¡Nunca me hubieras hecho aquel favor!

Mis relaciones con Blanca no fueron amor: fueron delirio, locura, fanatismo.

Lejos de atemperarse mi frenesí con la posesión de aquella mujer extraordinaria, se exacerbó más y más: cada día que pasaba, descubría nuevas afinidades entre nosotros, nuevos tesoros de ventura, nuevos manantiales de felicidad...

Pero en mi alma como en la suya, brotaban al propio tiempo misteriosos temores.

¡Temíamos perdernos!... Ésta era la fórmula de nuestra inquietud.

Los amores vulgares necesitan el miedo para alimentarse, para no decaer. Por eso se ha dicho que toda relación ilegítima es más vehemente que el matrimonio. Pero un amor como el nuestro hallaba recónditos pesares en su precario porvenir, en su inestabilidad, en su carencia de lazos indisolubles...

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Blanca me decía:

-Nunca esperé ser amada por un hombre como tú; y, después de ti, no veo amor ni dicha posibles para mi corazón. Joaquín, un amor como el tuyo era la necesidad de mi vida: moría ya sin él; sin él moriría mañana... Dime que nunca me olvidarás.

-¡Casémonos, Blanca! -respondía yo.

Y Blanca inclinaba la cabeza con angustia.

-¡Sí, casémonos! -volvía yo a decir, sin comprender aquella muda desesperación.

-¡Cuánto me amas! -replicaba ella-. Otro hombre en tu lugar rechazaría esa idea, si yo se la propusiese. Tú, por el contrario...

-Yo, Blanca, estoy orgulloso de ti; quiero ostentarte a los ojos del mundo; quiero perder toda zozobra acerca del tiempo que vendrá; quiero saber que eres mía para siempre. Además, tú conoces mi carácter, sabes que nunca transijo en materias de honra... Pues bien; la sociedad en que vivimos llama crimen a nuestra dicha... ¿Por qué no hemos de rendirnos al pie del altar? ¡Te quiero pura, te quiero noble, te quiero santa! ¡Te amaré entonces más que hoy!... ¡Acepta mi mano!

-¡No puedo! -respondía aquella mujer incomprensible.

Y este debate se reprodujo mil veces.

Un día que yo peroré largo rato contra el adulterio y contra toda inmoralidad, Blanca se conmovió extraordinariamente; lloró, me dio las gracias y repitió lo de costumbre:

-¡Cuánto me amas! ¡Qué bueno, qué grande, qué noble eres!

A todo esto expiraba la prórroga de mi licencia.

Érame necesario volver a mi destino, y así se lo anuncié a Blanca.

-¡Separarnos! -gritó con infinita angustia.

-¡Tú lo has querido! -contesté.

-¡Eso es imposible!... Yo te idolatro, Joaquín.

-Blanca, yo te adoro.

-Abandona tu carrera... Yo soy rica... ¡Viviremos juntos! -exclamó, tapándome la boca para que no replicara.

La besé la mano, y respondí:

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-De mi esposa aceptaría esa oferta, haciendo todavía un sacrificio... Pero de ti...

-¡De mí! -respondió llorando. ¡De la madre de tu hijo!

-¿Quién? ¡Tú! ¡Blanca!...

-Sí..., Dios acaba de decirme que soy madre... ¡Madre por primera vez! ¡Tú has completado mi vida, Joaquín; y no bien gusto la fruición de esta bienaventuranza absoluta, quieres desgajar el árbol de mi dicha! ¡Me das un hijo y me abandonas tú...!

-¡Sé mi esposa, Blanca! -fue mi única contestación-. Labremos la felicidad de ese ángel que llama a las puertas de la vida.

Blanca permaneció mucho tiempo silenciosa.

Luego levantó la cabeza con una tranquilidad indefinible, y murmuró:

-Seré tu esposa.

-¡Gracias! ¡Gracias, Blanca mía!

-Escucha -dijo al poco rato-: no quiero que abandones tu carrera...

-¡Ah! ¡Mujer sublime!

-Vete a tu Juzgado... ¿Cuánto tiempo tardarás en arreglar allí tus asuntos, solicitar del Gobierno más licencia y volver a Sevilla?

-Un mes.

-Un mes... -repuso Blanca-. ¡Bien! Aquí te espero. Vuelve dentro de un mes y seré tu esposa. Hoy somos 15 de abril... ¡El 15 de mayo, sin falta!

-¡Sin falta!

-¿Me lo juras?

-Te lo juro.

-¡Aún otra vez! -replicó Blanca.

-Te lo juro.

-¿Me amas?

-Con toda mi vida.

-Pues vete, y ¡vuelve! Adiós...

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Dijo, y me suplicó que la dejara y que partiera sin perder momento.

Despedíme de ella y partí a *** aquel mismo día.

III

Llegué a ***.

Preparé mi casa para recibir a mi esposa; solicité y obtuve, como sabes, otro mes de licencia, y arreglé todos mis asuntos con tal eficacia, que, al cabo de quince días, me vi en libertad de volver a Sevilla.

Debo advertirte que durante aquel medio mes no recibí ni una sola carta de Blanca, a pesar de haberle yo escrito seis. Esta circunstancia me tenía vivamente contrariado. Así fue que, aunque sólo había transcurrido la mitad del plazo que mi amada me concediera, salí para Sevilla, adonde llegué el día 30 de abril.

Inmediatamente me dirigí a la fonda que había sido nido de nuestros amores.

Blanca había desaparecido dos días después de mi partida, sin dejar razón del punto a que se encaminaba.

¡Imagínate el dolor de mi desengaño! ¡No escribirme que se marchaba! ¡Marcharse sin dejar dicho adónde se dirigía! ¡Hacerme perder completamente su rastro! ¡Evadirse, en fin, como una criminal cuyo delito se ha descubierto!

Ni por un instante se me ocurrió permanecer en Sevilla hasta el 15 de mayo aguardando a ver si regresaba Blanca... La violencia de mi dolor y de mi indignación, y el bochorno que sentía por haber aspirado a la mano de semejante aventurera, no dejaban lugar a ninguna esperanza, a ninguna ilusión, a ningún consuelo. Lo contrario hubiera sido ofender mi propia conciencia, que ya veía en Blanca el ser odioso y repugnante que el amor o el deseo habían disfrazado hasta entonces... ¡Indudablemente era una mujer liviana e hipócrita, que me amó sensualmente, pero que, previendo la habitual mudanza de su caprichoso corazón, no pensó nunca en que nos casáramos! Hostigada al fin por mi amor y mi honradez, había ejecutado una torpe comedia, a fin de escaparse impunemente. ¡Y en cuanto a aquel hijo anunciado con tanto júbilo, tampoco me cabía ya duda de que era otra ficción, otro engaño, otra sangrienta burla!... ¡Apenas se comprendía semejante perversidad en una criatura tan bella y tan inteligente!

Tres días nada más estuve en Sevilla, y el 4 de mayo me marché a la Corte, renunciando a mi destino, para ver si mi familia y el bullicio del mundo me hacían olvidar a aquella mujer, que sucesivamente había sido para mí la gloria y el infierno.

Por último, hace cosa de quince meses que tuve que aceptar el Juzgado de este otro pueblo, donde, como has visto, no vivo muy contento que digamos; siendo lo peor de todo que, en medio

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de mi aborrecimiento a Blanca, detesto mucho más a las demás mujeres... por la sencilla razón de que no son ella...

¿Te convences ahora de que nunca llegaré a casarme?

- VI - El cuerpo del delito

Pocos segundos después de terminar mi amigo Zarco la relación de sus amores, llegamos al cementerio.

El cementerio de *** no es otra cosa que un campo yermo y solitario, sembrado de cruces de madera y rodeado por una tapia. Ni lápida ni sepulcros turban la monotonía de aquella mansión. Allí descansan, en la fría tierra, pobres y ricos, grandes y plebeyos, nivelados por la muerte.

En estos pobres cementerios, que tanto abundan en España y que son acaso los más poéticos y los más propios de sus moradores, sucede con frecuencia que, para sepultar un cuerpo, es menester exhumar otro, o, mejor dicho, que cada dos años se echa una nueva capa de muertos sobre la tierra. Consiste esto en la pequeñez del recinto, y da por resultado que, alrededor de cada nueva zanja, hay mil blancos despojos que de tiempo en tiempo son conducidos al osario común.

Yo he visto más de una vez estos osarios... ¡Y en verdad que merecen ser vistos! Figuraos, en un rincón del campo santo, una especie de pirámide de huesos, una colina de multiforme marfil, un cerro de cráneos, fémures, canillas, húmeros, clavículas rotas, columnas espinales desgranadas, dientes sembrados acá y allá, costillas que fueron armadura de corazones, dedos diseminados..., y todo ello seco, frío, muerto, árido... ¡Figuraos, figuraos aquel horror!

Y ¡qué contactos! Los enemigos, los rivales, los esposos, los padres y sus hijos, están allí, no sólo juntos, sino revueltos, mezclados por pedazos, como trillada mies, como rota paja... Y ¡qué desapacible ruido cuando un cráneo choca con otro, o cuando baja rodando desde la cumbre por aquellas huecas astillas de antiguos hombres! Y ¡qué risa tan insultante tienen las calaveras!

Pero volvamos a nuestra historia.

Andábamos Joaquín y yo dando sacrílegamente con el pie a tantos restos inanimados, ora pensando en el día que otros pies hollarían nuestros despojos, ora atribuyendo a cada hueso una historia; procurando hallar el secreto de la vida en aquellos cráneos donde acaso moró el genio o bramó la pasión, y ya vacíos como celda de difunto fraile, o adivinando otras veces (por la configuración, por la dureza y por la dentadura) si tal calavera perteneció a una mujer, a un niño o a un anciano; cuando las miradas del juez quedaron fijas en uno de aquellos globos de marfil...

-¿Qué es esto? -exclamó retrocediendo un poco-. ¿Qué es esto, amigo mío? ¿No es un clavo?

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Y así hablando daba vueltas con el bastón a un cráneo, bastante fresco todavía, que conservaba algunos espesos mechones de pelo negro.

Miré y quede tan asombrado como mi amigo... ¡Aquella calavera estaba atravesada por un clavo de hierro!

La chata cabeza de este clavo asomaba por la parte superior del hueso coronal, mientras que la punta salía por el que fue cielo de la boca.

¿Qué podía significar aquello?

De la extrañeza pasamos a las conjeturas, ¡y de las conjeturas al horror!...

-¡Reconozco la Providencia! exclamó finalmente Zarco-. ¡He aquí un espantoso crimen que iba a quedar impune y que se delata por sí mismo a la justicia! ¡Cumpliré con mi deber, tanto más, cuanto que parece que el mismo Dios me lo ordena directamente al poner ante mis ojos la taladrada cabeza de la víctima! ¡Ah! Sí... ¡Juro no descansar hasta que el autor de este horrible delito expíe su maldad en el cadalso!

- VII -

Primeras diligencias

Mi amigo Zarco era un modelo de jueces.

Recto, infatigable, aficionado, tanto como obligado, a la administración de justicia, vio en aquel asunto un campo vastísimo en que emplear toda su inteligencia, todo su celo, todo su fanatismo (perdonad la palabra) por el cumplimiento de la ley.

Inmediatamente hizo buscar a un escribano, y dio principio al proceso.

Después de extendido testimonio de aquel hallazgo, llamó al enterrador.

El lúgubre personaje se presentó ante la ley pálido y tembloroso. ¡A la verdad, entre aquellos dos hombres, cualquier escena tenía que ser horrible! Recuerdo literalmente su diálogo:

El juez.- ¿De quién puede ser esta calavera?

El sepulturero.- ¿Dónde la ha encontrado vuestra señoría?

El juez.- En este mismo sitio.

El sepulturero.- Pues entonces pertenece a un cadáver que, por estar ya algo pasado, desenterré ayer para sepultar a una vieja que murió anteanoche.

El juez.- ¿Y por qué exhumó usted ese cadáver y no otro más antiguo?

El sepulturero.- Ya lo he dicho a vuestra señoría: para poner a la vieja en su lugar. ¡El

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Ayuntamiento no quiere convencerse de que este cementerio es muy chico para tanta gente como se muere ahora! ¡Así es que no se deja a los muertos secarse en la tierra, y tengo que trasladarlos medio vivos al osario común!

El juez.- ¿Y podrá saberse de quién es el cadáver a que corresponde esta cabeza?

El sepulturero.- No es muy fácil, señor.

El juez.- Sin embargo, ¡ello ha de ser! Conque piénselo usted despacio.

El sepulturero.- Encuentro un medio de saberlo...

El juez.- Dígalo usted.

El sepulturero.- La caja de aquel muerto se hallaba en regular estado cuando la saqué de la tierra, y me la llevé a mi habitación para aprovechar las tablas de la tapa. Acaso conserven alguna señal, como iniciales, galones o cualquiera otra de esas cosas que se estilan ahora para adornar los ataúdes...

El juez.- Veamos esas tablas.

En tanto que el sepulturero traía los fragmentos del ataúd, Zarco mandó a un alguacil que envolviese el misterioso cráneo en un pañuelo, a fin de llevárselo a su casa.

El enterrador llegó con las tablas.

Como esperábamos, encontráronse en una de ellas algunos jirones de galón dorado, que, sujetos a la madera con tachuelas de metal, habrían formado letras y números...

Pero el galón estaba roto, y era imposible restablecer aquellos caracteres.

No desmayó, con todo, mi amigo, sino que hizo arrancar completamente el galón, y por las tachuelas, o por las punturas de otras que había habido en la tabla, recompuso las siguientes cifras:

A. G. R. 1843

R. I. P.

Zarco radió en entusiasmo al hacer este descubrimiento.

-¡Es bastante! ¡Es demasiado! exclamó gozosamente-. ¡Asido de esta hebra, recorreré el laberinto y lo descubriré todo!

Cargó el alguacil con la tabla, como había cargado con la calavera, y regresamos a la población.

Sin descansar un momento, nos dirigimos a la parroquia más próxima.

Zarco pidió al cura el libro de sepelios de 1843.

Recorriólo el escribano hoja por hoja, partida por partida...

Aquellas iniciales A. G. R. no correspondían a ningún difunto.

Pasamos a otra parroquia.

Cinco tiene la villa: a la cuarta que visitamos, halló el escribano esta partida de sepelio:

«En la iglesia parroquial de San..., de la villa de ***, a 4 de mayo de 1843, se hicieron los oficios de funeral, conforme a entierro mayor, y se dio sepultura en el cementerio común a D. ALFONSO GUTIÉRREZ DEL ROMERAL, natural y vecino que fue de esta población, el cual no recibió los Santos Sacramentos ni testó, por haber muerto de apoplejía fulminante, en la noche anterior, a la edad de treinta y un años. Estuvo casado con doña Gabriela Zahara del Valle, natural de Madrid, y no deja hijos. Y para que conste, etc...»

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Tomó Zarco un certificado de esta partida, autorizado por el cura, y regresamos a nuestra casa.

Por el camino me dijo el Juez:

-Todo lo veo claro. Antes de ocho días habrá terminado este proceso que tan oscuro se presentaba hace dos horas. Ahí llevamos una apoplejía fulminante de hierro, que tiene cabeza y punta, y que dio muerte repentina a un don Alfonso Gutiérrez del Romeral. Es decir: tenemos el clavo... Ahora sólo me falta encontrar el martillo

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Leopoldo AlasLeopoldo AlasLeopoldo AlasLeopoldo Alas

“Clarín”“Clarín”“Clarín”“Clarín” Biografía

EOPOLDO ALAS, conocido por el

seudónimo de "Clarín", forma con

Pérez Galdós la pareja de grandes

novelistas españoles del siglo XIX. De familia

asturiana, nace en 1852, en Zamora, donde su

padre era gobernador civil. En 1863 la familia

se afincó en Oviedo, ciudad a la que le uniría

una estrecha relación y que se convertiría, de

alguna manera, en la protagonista de su obra

maestra, La Regenta. En 1868 participó con

entusiasmo en las jornadas revolucionarias de

septiembre, experiencia que fue la base de

sus convicciones progresistas y republicanas.

Estudió en Oviedo, con brillantes

calificaciones, tanto en el colegio como en la

universidad, donde cursó la carrera de

Derecho y entró en contacto con los

krausistas (Giner de los Ríos, Salmerón). Al

mismo tiempo colaboraba en El Solfeo, de orientación republicana, donde comenzó a utilizar el

seudónimo "Clarín" para firmar sus artículos. Aunque ganó las oposiciones a una cátedra de la Universidad

de Salamanca, no pudo tomar posesión de ella debido a la injusta intervención del ministro de Fomento,

que se vengó así de las sátiras que el escritor le había dirigido desde la prensa. Más tarde, en 1882,

consiguió la cátedra de Economía Política de la Universidad de Zaragoza y el año siguiente se trasladó a la

cátedra de Derecho Romano de la Universidad de Oviedo, actividad que alternó con las de articulista y

escritor. Sus artículos literarios y satíricos, publicados mayoritariamente en la revista Madrid Cómico,

alcanzaron gran popularidad, pero su mordacidad le valió numerosas enemistades e incluso algún duelo.

En 1891 fue elegido concejal republicano del ayuntamiento de la capital asturiana. Murió en 1901.

L

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La Regenta

1. Resumen del Argumento

La Regenta es, sin duda, la obra maestra de

Clarín y una de las novelas más importantes de la

literatura española. En ella se retrata en toda su

complejidad una ciudad de provincias, Vetusta

(nombre tras el que e esconde Oviedo), en la que

está representada la sociedad española de la

Restauración. Clarín somete a una irónica crítica a

todos los estamentos de la ciudad: la aristocracia

decadente, el clero corrupto, las damas hipócritas,

los partidos políticos. Todo ello conforma una

atmósfera social asfixiante, opresiva, con la que

choca la protagonista, Ana Ozores. Su

temperamento sensible y soñador la lleva a

refugiarse en el misticismo, pero su confesor, el

canónigo Fermín de Pas, la decepciona cuando

intenta aprovecharse de ella. Cae entonces en

brazos de Álvaro Mesía, un mediocre don Juan, con

el que vivirá una relación amorosa que no resultará ser más que un sucedáneo de sus ideales románticos.

En el enfrentamiento entre Ana y Vetusta, la primera acabará siendo vencida, y, en consecuencia,

marginada. La importancia de la presión ambiental, social, sobre la protagonista acerca la novela a las

teorías del Naturalismo.

2. Estructura

La obra se divide en dos partes. Cada una consta de quince extensos capítulos, pero la distribución

temporal entre ambas es irregular: mientras la primera abarca los acontecimientos que ocurren en tres

días, la segunda comprende tres años. Cada capítulo goza de unidad y de autonomía dentro de un

conjunto perfectamente ensamblado. Sin embargo, esta perfecta organización interna no es fruto de una

lenta elaboración, sino de un agitado y rapidísimo proceso de escritura, en el que el escritor se olvidaba a

veces "hasta de los nombres de algunos personajes", según confesó él mismo.

3. El autor

Clarín combina el punto de vista objetivo, distante, con el del autor omnisciente, es decir, interviene de

vez en cuando en la obra, dando sus opiniones sobre las acciones de los personajes o anticipando los

acontecimientos. y, sobre todo, aportando una aguda visión irónica que pone al servicio de una

demoledora crítica de la sociedad de la Restauración, hipócrita y mediocre.

4. Éxito de la Regenta

La Regenta causó escándalo en su momento, en especial por las críticas anticlericales que contenía.

Este hecho contribuyó a que la novela no tuviera mucho éxito de público y de crítica en su época. Hubo

que esperar a las últimas décadas del siglo XX para que la crítica reconociera que se trataba de una

auténtica obra maestra.

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Adiós, CorderaAdiós, CorderaAdiós, CorderaAdiós, Cordera Leopoldo Alas “Clarín”

¡ERAN TRES, SIEMPRE LOS TRES!: Rosa, Pinín y la Cordera.

El prao1 Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo despuntaba el camino de hierro2 de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo, plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras3 blancas y sus alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín, después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él, llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse tan cerca del misterio sagrado le acometía un pánico de respeto, y se dejaba resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.

Rosa, menos audaz, pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como las del diapasón4, que aplicado al oído parece que quema con su vertiginoso latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.

La Cordera, mucho más formal que sus compañeros, verdad es que relativamente, de edad también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo civilizado, y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para ella efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues, experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como quien alimenta el alma, que también tienen los brutos5; y si no

1 Prado

2 Ferrocarril

3 Aislante de los cables en los postes del tendido eléctrico.

4 Regulador de voces e instrumentos.

5 Animal

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fuera profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y doctrinales odas de Horacio6.

Asistía a los juegos de los pastorcitos encargados de Ilindarla7, como una abuela. Si pudiera, se sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se había de meter!

Pastar de cuando en cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en levantar la

cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores bocados, y después sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar la vida, a gozar el deleite del no padecer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no recordaba cuándo le había picado la mosca.

"El xatu 8(el toro), los saltos locos por las praderas adelante . . , ¡todo eso estaba tan lejos!"

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren se volvió loca. Saltó la sebe9 de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró muchos días, renovándose; más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por 'a trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera. En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.Pero telégrafo, ferrocarril, todo eso era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol, a veces entre el zumbar de los insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para volver a casa. Y

6 Quinto Horacio Flaco (65-8 a.C.), poeta latino, autor de Odas, Sátiras, Epístolas y otros poemas

7 Llindar: Lindar, hacer que el ganado permanezca dentro de los lindes de una finca (asturianismo)

8 Toro semental (asturianismo)

9 Cercado de estacas altas entretejidas con ramas largas. Matas de monte bajo.

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luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles y de las peñas en la loma y en la cañada10, se acostaban los pájaros, empezaban a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa, los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce serenidad soñadora de la solemne y seria naturaleza, callaban horas y horas, después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera, que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blanco son de perezosa esquila11.

En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz12 parecía una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zavala del Ramayana13, la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de sus pausados y nobles movimientos, aire y contornos de ídolo destronado, caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.

Era poco expresiva; pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal pacífico y pensativo.

En tiempos difíciles Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás la Cordera tenía que salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos14, a los parajes más tranquilos y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un camino.

En los días de hambre, en el establo, cuando el heno15 escaseaba y el narvaso16 para estrar17 el lecho caliente de la vaca faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias18 que le hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de la nación19 y el interés de los Chintos, que consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto había ocasión, a escondidas, soltaban el recental20 que, ciego y como loco, a testaradas contra todo,

10

Camino para el ganado. 11

Cencerro pequeño en forma de campana. 12

Frente. 13

Célebre poema sánscrito épico y religioso atribuido a Valmiki. Tiene 24.000 estrofas, en las que se cantan las hazañas de Rama,

séptima encarnación de Vishnú 14

Cerro o monte de poca altura en terreno llano. 15

Hierba seca 16

Caña de maíz con su follaje. 17

Echar paja u otra materia en las cuadras para la cama del ganado. 18

Invenciones. 19

Cría de los animales (asturianismos) 20

Ternero que no ha pastado todavía

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corría a buscar el amparo de la madre, que le albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita, diciendo, a su manera:

-Dejad a los niños y a los recentales que vengan a mí.

Estos recuerdos, estos lazos son de los que no se olvidan. Añádase a todo que la Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella21, sabía meter su voluntad a la ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida, en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.

Antón de Chinta comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos yuntas22 por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera. y no pasó de ahí: antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo, el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de ramas de castaño y de cañas de maíz. Ya Chinta, musa de la economía en aquel hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.

"Cuidadla; es vuestro sustento", parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada de hambre y de trabajo. El amor de los gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la vaca, en el establo. y allá en el Somonte. Todo esto lo comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había que decir palabra a los neños23. Un sábado de julio, al ser de día, de mal humor, Antón echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por delante sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al levantarse se encontraron sin la Cordera. "Sin duda, mío pá la había llevado al xatu." No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana; creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos pronto, sin saber cómo ni cuándo.

AI oscurecer, Antón y la Cordera entraban por la corrada24 mohínos, cansados y cubiertos de polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.

No había vendido porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la cabeza. Era excesivo: un sofisma25 del cariño. Pedía mucho por la vaca para que nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio fijo en que él se abroquelaba26. Hasta el último momento del mercado estuvo Antón de Chìnta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. "No se dirá -pensaba- que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera en lo que vale." Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto consuelo, volvió a emprender

21

Arco que se forma en cada extremo del yugo. 22

Par de bueyes para las labores del campo. 23

Niños (asturianismo). 24

Camino estrecho, propio de las aldeas. 25

Argumentación que presenta como verdadero lo falso. 26

Obstinarse, empecinarse en algo.

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el camino por la carretera de Candás, adelante, entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.

En el Natahoyo, en el cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera: un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho..

El de Carrió subía, subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la carretera, interrumpiendo el paso . . . Por fin la codicia pudo más; el pico de los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual tiró por su lado; Antón, por una calleja que, entre madreselvas27 que aún no florecían y zarzamoras28 en flor, le condujo hasta su casa.

Desde aquel día en que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron, A media semana se personó el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros29 atrasados. Antón, que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.

El amo no esperaba más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar o quedarse en la calle.

El sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carne, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante30 de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.

"¡Se iba la vieja!", pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.

"¡Ella será una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela!"

Aquellos días, en el pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera, que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal porrazo 1a derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos de ellos por un lado y por otro, el que les llevaba su Cordera.

El viernes, al oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana31 la Cordera. Antón había

27

Arbusto silvestre. 28

Planta silvestre cuyo fruto es la mora. 29

Inquilinos 30

Persona a la que se adjudica algo en una subasta. 31

Finca colindante a la casa.

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apurado la botella; estaba exaltado; el peso del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tanto y tantos xarros32 de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos? Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz . . . Pinín y Rosa, sentados sobre el montón de cucho33, recuerdo para ellos sentimental de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban al enemigo con ojos de espanto. En el supremo instante se arrojaron sobre su amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón, agotada de pronto la excitación del vino, cayó como en un marasmo34; cruzó los brazos, y entró en el corral oscuro.

Los hijos siguieron un buen trecho por la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera, que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que separarse. Antón, malhumorado, clamaba desde casa:

-¡Bah, bah, neños, acá vos digo; basta de pamemes35! -así gritaba de lejos el padre, con voz de lágrimas.

Caía la noche; por la calleja oscura, que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda, se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después no quedó de ella más que el tíntán pausado de la esquila, desvanecido con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.

-¡Adiós, Cordera! -gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!

-¡Adiós, Cordera! -repetía Pinín, no más sereno.

-Adiós -contestó por último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado, entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea-.

Al día siguiente, muy temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos triste; aquel día, el Somonte sin la Cordera parecía el desierto.

32

Jarros 33

Abono de estiércol. 34

Inmovilización, paralización. 35

Hecho o dicho de poca entidad al que se ha querido dar importancia.

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De repente silbó la máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.

-¡Adiós, Cordera! -gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.

-¡Adiós, Cordera! -vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba camino de Castilla.

Y, llorando, repetía el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:

-La llevan al Matadero . . . Carne de vaca. para comer los señores, los indianos.

-¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Cordera!

_ -Y Rosa y Pinín miraban con rencor la vía., el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares de ricos glotones . . . -¡Adiós, Cordera! . .

-¡Adiós, Cordera! . .

Pasaron muchos años. Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia para declarar inútil a Pinín que, por ser, era como un roble.

Y una tarde triste de octubre, Rosa en el prao Somonte, sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago. Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera, multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña, que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al servicio de un rey y de unas ideas que no conocían.

Pinín, con medio cuerpo afuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba exclamando, como inspirado por un recuerdo de dolor lejano:

-Adiós, Rosa! . . . ¡Adiós, Cordera! -¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mío alma! . . .

"Allá iba, como la otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los glotones, para los indianos: carne de su alma, carne de cañón para las locuras del mundo, para las ambiciones ajenas."

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Entre confusiones de dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo lejos, silbando triste, con silbidos que repercutían los castaños, las vegas y los peñascos . . .

¡Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí, que era un desierto el prao Somonte.

-¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!

Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!. bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.

En las vibraciones rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:

-¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera!

(De El señor y lo demás son cuentos, 1893)

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LA CONVERSIÓN DE CHIRIPALA CONVERSIÓN DE CHIRIPALA CONVERSIÓN DE CHIRIPALA CONVERSIÓN DE CHIRIPA Leopoldo Alas “Clarín”

LOVÍA A CÁNTAROS, y un viento furioso, que Chiripa no sabía que se llamaba el Austro36, barría el mundo, implacable; despojaba de transeúntes las calles como una carga de

caballería, y torciendo los chorros que caían de las nubes, los convertía en látigos que azotaban oblicuos. Ni en los porches ni en los portales valía guarecerse37, porque el viento y el agua los invadían; cada mochuelo se iba a su olivo; se cerraban puertas con estrépito; poco a poco se apagaban los ruidos de la ciudad industriosa, y los elementos desencadenados campaban por sus respetos, como ejército que hubiera tomado la plaza por asalto. Chiripa, a quien había sorprendido la tormenta en el Gran Parque, tendido en un banco de madera, se había refugiado primero bajo la copa de un castaño de Indias, y en efecto, se había mojado ya las dos veces de que habla el refrán; después había subido a la plataforma del kiosko de la música, pero bien pronto le arrojó de allí a latigazo limpio el agua pérfida que se agachaba para azotarle de lado, con las frías punzadas de sus culebras cristalinas. Parecía besarle con lascivia38 la carne pálida que asomaba aquí y allí entre los remiendos del traje, que se caía a pedazos. El sombrero, duro y viejo, de forma de queso, de un color que hacía dudar si los sombreros podrían tener bilis39, porque de negro había venido a dar en amarillento, como si padeciese ictericia40, semejaba la fuente de la alcachofa, rodeado de surtidores; y en cuanto a los pies, calzados con alpargatas que parecían terracuota41, al levantarse del suelo tenían apariencias de raíces de árbol, semovientes42. Sí, parecía Chiripa un mísero arbolillo o arbusto, de cuyas cañas mustias y secas pendían43 míseros harapos puestos a... mojarse, o para convertir la planta muerta en espanta-pájaros. Un espanta-pájaros que andaba y corría, huyendo de la intemperie.

36

Austro: Viento procedente del sur. 37

Guarecerse: Refugiarse 38

Lascivia: Inclinación a los deseos carnales. 39

Bilis: Líquido verdoso y amargo que segrega el hígado. 40

Ictericia: Enfermedad que produce amarillez en la piel. 41

Terracuota: Terracota, barro cocido 42

Que se mueve por sí mismo. 43

Colgaban

L

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Tenía Chiripa cuarenta años, y tan poco había adelantado en su carrera de mozo de cordel44, que la tenía casi abandonada, sin ningún género de derechos pasivos45. Por eso andaba tan mal de fondos, y por eso aquella misma y trágica mañana le habían echado del infame zaquizamí46 en que dormía; porque se habían cansado de sus escándalos de trasnochador intemperante 47que no paga la posada en años y más años.

-Bueno, pero para ellos -se había dicho Chiripa sin saber lo que decía, y tendiéndose en el banco del paseo público, donde creyó hacer los huesos duros; hasta que vino a desengañarle la furia del cielo.

Así como los economistas dicen que la ley del trabajo es la satisfacción de las necesidades con el mínimo esfuerzo, Chiripa, vagamente pensaba que lo del mínimo esfuerzo era lo principal, y que a él habían de amoldarse también las necesidades, siendo mínimas. Era muy distraído y bastante borracho; dormía mucho, y como tenía el estómago estropeado le dejaba vivir de ilusiones, de flatos48 y malos sabores, comida ruin y fría y mucho líquido tinto, y blanco si era aguardiente. Vestía de lo que le dejaban otros miserables por inservible, y con el orgullo de esta parsimonia en los gastos, se creía con derecho a no echar mano a un baúl sino de Pascuas a Ramos 49y cuando una peseta era absolutamente necesaria.

Un día, viendo pasar una manifestación de obreros, a cuyo frente marchaba un estandarte que decía: ¡Ocho horas de trabajo!, Chiripa, estremeciéndose, pensó:

-¡Rediós, ocho horas de trabajo; y para eso tiran bombas! Con ocho horas tengo yo para toda la temporada de verano, que es la de más apuro, por los bañistas.

En llevando dos reales50 en el bolsillo, Chiripa no podía con una maleta, ni apenas tenerse derecho.

Pero tenía un valor pasivo, para el hambre y para el frío, que llegaba a heroico.

Generalmente andaba taciturno, tristón, y creía, con cierta vanidad, en su mala estrella, que él no llamaba así, tan poéticamente, sino la aporreada... en fin, una barbaridad.

Su apodo, Chiripa (el apellido no lo recordaba; el nombre debía de ser Bernardo, aunque no lo juraría) lo tenía desde la remota infancia, sin que él supiera por qué, como no saben los perros por qué los llaman Nelson, Ney o Muley; si él supiera lo que era sarcasmo por tal tendría su mote, porque sería el hombre menos chiripero51 del mundo. Ello era que hacía unos treinta años (todos de hambre y de frío) eran tres notabilidades callejeras, especie de mosqueteros del hampa, Pipá,

44

Se llamaba mozo de cordel al que se ponía en los parajes públicos con un cordel al hombro, ofreciéndose para llevar cosas de carga o para hacer algún mandado. 45

Pensión por derechos prestados. 46

Cuartucho pequeño y desordenado. 47

Exagerado. 48

Flato: Gases, ventosidades. 49

De Pascuas a Ramos: Locución adverbial y familiar, sinónima de “de tarde en tarde” 50

Real: Moneda que valía 25 céntimos de peseta. 51

Chiripero es una expresión coloquial para designar a alguien con suerte, alguien afortunado. De ahí el sarcasmo, o grado máximo de ironía, que conlleva el nombre del protagonista: Chiripa (suerte)

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Chiripa y Pijueta. La historia trágica de Pipá ya sabía Chiripa que había salido en papeles52, pero la suya no saldría, porque él había sobrevivido a su gloria. Sus gracias de pillete53 infantil ya nadie las recordaba; su fama, que era casi disculpa para sus picardías, había muerto, se había desvanecido, como si los vecinos del pueblo, envejeciendo, se hubieran vuelto malhumorados y no estuvieran para bromas. Ya él mismo se guardaba de disculpar sus malas obras y su holgazanería como gatadas54 de pillo célebre, como cosas de Chiripa.

«¡Bah! el mundo era malo; y si te vi, no me acuerdo». Veía pasar, ya lleno de canas, a los señoritos que antaño reían sus travesuras y le pagaban sus vicios precoces; pero no se acercaba a pedirles ni un perro chico55, porque no querrían ni reconocerle.

Que estaba solo en la tierra, bien lo sabía él. A veces se le antojaba que un periódico, o un libro viejo y sobado que oía deletrear a un obrero, hubiera sido para él un buen amigo; pero no sabía leer. No sabía nada. Se arrimaba a la esquina de la plaza, donde otros perdían el tiempo fingiendo esperar trabajo, y oía, silencioso, conversaciones más o menos incoherentes acerca de política o de la cuestión social. Nunca daba su opinión, pero la tenía. La principal era considerar un gran desatino56 el pedir ocho horas de trabajo. Prefería, a oír disparates, que le leyeran los papeles. Entonces atendía más. Aquello solía estar hilvanado. Pero ni siquiera los de las letras de molde daban en el quid57. Todos se quejaban de que se ganaba poco; todos decían que el jornal no bastaba para las necesidades... había exageración; ¡si fueran como él, que vivía casi de nada! Oh, si él trabajara aquellas ocho horas que los demás pedían como mínimum (él no pensaba mínimum, por supuesto58), se tendría por millonario con lo que entonces ganaría. «Todo se volvía pedir instrumentos de trabajo, tierra, máquinas, capital... para trabajar. ¡Rediós con la manía!». Otra cosa les faltaba a los pobres que nadie echaba de menos: consideración, respeto, lo que Chiripa, con una palabra que había inventado él para sus meditaciones de filósofo de cordel59, llamaba alternancia. ¿Qué era la alternancia? Pues nada; lo que había predicado Cristo, según había oído algunas veces; aquel Cristo a quien él sólo conocía, no para servirle, sino para llenarle de injurias, sin mala intención, por supuesto, sin pensar en Él; por hablar como hablaban los demás, y blasfemar como todos. La alternancia era el trato fino, la entrada libre en todas partes, el vivir mano a mano con los señores y entender de letra, y entrar en el teatro, aunque no se tuviera dinero, lo cual no tenía nada que ver con la gana de ilustrarse y divertirse. La alternancia era no excluir de todos los sitios amenos y calientes y agradables al hombre cubierto de andrajos, sólo por los andrajos60. Ya que por lo visto iba para largo lo de que todos fuéramos iguales tocante al cunquibus61, o sean los cuartos, la moneda, y pudiera cada quisque 62vestir con decencia y con ropa estrenada en su cuerpo; ya que no había bastante dinero para que a todos les tocase algo...

52

Alude “Clarín” a uno de sus más famosos cuentos, Pipá, cuyo protagonista es un niño pobre y marginado, que muere calcinado en un incendio. Su historia trágica…había salido en papeles, porque ya había sido publicada. 53

Gamberro, gracioso. 54

Travesura, correría. 55

Perro chico: Moneda de ínfimo valor (5 céntimos de plata) 56

Desatino: Error, desacierto. 57

Dar en el quid: Dar en el clavo, acertar. 58

El narrador hace referencia a que Chiripa no utilizaría el cultismo “mínimum”, porque no conocía la palabra, no estaba dentro de su léxico. 59

Nótese la ironía. 60

Andrajo: Ropa sucia y vieja. 61

Dinero (latinismo) 62

Cada quisque: Cada cual.

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¿por qué no se establecía la igualdad y la fraternidad en todo lo demás, en lo que podía hacerse sin gastos, como era el llamarse ricos y pobres de tú, y convidarse a una copa, y enseñar cada cual lo que supiera a los pobres, y saludarlos con el sombrero, y dejarles sentarse junto al fuego, y pisar alfombras, y ser diputados y obispos, y en fin, darse la gran vida sin ofender, y hasta lavándose la cara a veces, si los otros tienen ciertos escrúpulos? Eso era la alternancia; eso había creído él que era el cristianismo y la democracia, y eso debía ser el socialismo... como ello mismo lo decía... cosa de sociedad, de trato, de juntarse... alternancia.

Salió del kiosko de la música a escape, hecho una sopa, echando chispas contra el Fundador de la alternancia y contra su Padre63, y se metió en la población en busca de mejor albergue. Pero todo estaba cerrado. A lo menos cerrado para él. Pasó junto a un café: no osó entrar. Aquello era público, pero a Chiripa le echarían los mozos en cuanto advirtiesen que iba tan sucio, tan harapiento que daba lástima, y que no iba a hacer el menor gasto. A un mozo de cordel en activo le dejarían entrar, pero a él, que estaba reducido a la categoría de pordiosero... honorario, porque no pedía limosna, aunque el uniforme era de eso, a él le echarían poco menos que a palos. Lo sabía por experiencia... Pasó junto al Gobierno de provincia, donde estaba la prevención64. Aquí me admitirían si estuviera borracho, pero en mi sano juicio y sin alguna fechoría, de ningún modo. No sabía Chiripa qué era todo lo demás que había en aquel caserón tan grande; para él todo era prevención; cosas para prender, o echar multas, o tallar65 a los chicos y llevarlos a la guerra. Pasó junto a la Universidad, en cuyo claustro se paseaban, mientras duraba la tormenta, algunos magistrados66 que no tenían qué hacer en la Audiencia. No se le ocurrió entrar allí. Él no sabía leer siquiera, y allí dentro todos eran sabios. También le echarían los porteros. Pasó junto a la Audiencia67... pero no era hora de oír a los testigos falsos, única misión decorosa que Chiripa podría llevar allí, pues la de acusado no lo era. Como testigo falso, sin darse cuenta de su delito, había jurado allí varias veces decir la verdad; y en efecto, siempre había dicho la verdad... de lo que le habían mandado decir. Vagamente se daba cuenta de que aquello estaba mal hecho, pero ¡era por unos motivos tan complicados! Además, cuando señoritos como el abogado, y el escribano, y el procurador68, y el ricacho le venían a pedir su testimonio, no sería la cosa tan mala; pues en todo el pueblo pasaban por caballeros los que le mandaban declarar lo que, después de todo, sería cierto cuando ellos lo decían.

Pasó junto a la Biblioteca. También era pública, pero no para los pobres de solemnidad, como él lo parecía. El instinto le decía que de aquel salón tan caliente, gracias a dos chimeneas que se veían desde la calle, le echarían también. Temerían que fuese a robar libros.

63

Con el Fundador de la “alternancia” alude a Jesucristo (hijo de Dios), que para Chiripa es el creador de la filosofía o modo de conducta ideal que él llama alternancia, una especie de código de los Derechos Humanos y principios sociales. 64

Prevención: Cuartelillo de la policía. 65

Tallar: Medir. 66

Jueces 67

Tribunal de justicia en un territorio. 68

El que representa a una parte en un juicio.

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Pasó por el Banco, por el cuartel, por el teatro, por el hospital... todo lo mismo, para él cerrado. En todas partes había hombres con gorra de galones69, para eso, para no dejar entrar a los Chiripas.

En las tiendas podía entrar... a condición de salir inmediatamente; en cuanto se averiguaba que no tenía que comprar cosa alguna, y eso que todas le faltaban. En las tabernas, algo por el estilo. ¡Ni en las tabernas había para él alternancia!

Y, a todo esto, el cielo desplomándose en chubascos, y él temblando de frío... calado hasta los huesos... Sólo Chiripa corría por las calles, como perseguido por el agua y el viento.

Llegó junto a una iglesia. Estaba abierta. Entró, anduvo hasta el altar mayor sin que nadie le diera nada. Un sacristán o cosa así cruzó a su lado la nave y le miró sin extrañar su presencia, sin recelo, como a uno de tantos fieles. Allí cerca, junto al púlpito de la Epístola70, vio Chiripa otro pordiosero, de rodillas, abismado en la oración; era un viejo de barba blanca que suspiraba y tosía mucho. El templo resonaba con los chasquidos de la tos; cosa triste, molesta, que debía de importunar a los demás devotos esparcidos por naves y capillas; pero nadie protestaba, nadie paraba mientes 71en aquello.

Comparada con la calle, la iglesia estaba templada. Chiripa empezó a sentirse menos mal. Entró en una capilla y se sentó en un banco. Olía bien. «Era incienso, o cera, o todo junto y más; olía a recuerdos de chico». El chisporroteo de las velas tenía algo de hogar; los santos quietos, tranquilos, que le miraban con dulzura, le eran simpáticos. Un obispo con un sombrero de pastor en la mano, parecía saludarle, diciendo: -¡Bien venido, Chiripa!- Él, en justo pago, intentó santiguarse, pero no supo.

No sabía nada. Cuando la oscuridad de la capilla se fue aclarando a sus ojos, ya acostumbrados a la penumbra, distinguió el grupo de mujeres que en un rincón arrodilladas formaban corro junto a un confesionario. De vez en cuando un bulto negro se separaba del grupo y se acercaba al armatoste, del cual se apartaba otro bulto semejante.

-Ahí dentro habrá un carca72 -pensó Chiripa, sin ánimo de ofender al clero, creyendo sinceramente que un carca valía tanto como un sacerdote.

Le iba gustando aquello. «Pero ¡qué paciencia necesitaba aquel señor, para aguantar tanto tiempo dentro del armario! ¿Cuánto cobraría por aquello? Por de pronto nada. Las beatas se iban sin pagar».

«Y nada. A él no le echaban de allí». Cuando la capilla fue quedando más despejada, pues las beatas que despachaban, a poco salían, Chiripa notó que las que aún quedaban, se fijaban en su presencia. «¿Si estaré faltando?» pensó; y por si acaso, se puso de rodillas. El ruido que hizo sobre la tarima llamó la atención del confesor, que asomó la cabeza por la portezuela que tenía delante y miró con atención a Chiripa.

69

Galón: Distintivo de rango de un cuerpo militar. 70

Epístola: Parte de la misa que se suele tomar de las cartas apostólicas. 71

Parar mientes en: Darse cuenta, reflexionar. 72

Inicialmente, el término despectivo carca era utilizado para referirse a los carlistas, aplicándose, por extensión, a todas aquellas personas retrógradas y al clero en general.

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«¿Iría a echarle?». Nada de eso. En cuanto el cura despachó a la penitente que tenía al otro lado del ventanillo con celosías73, se asomó otra vez a la portezuela y con la mano hizo seña a Chiripa.

-¿Es a mí? -pensó el ex-mozo de cordel.

A él era. Se puso colorado, cosa extraordinaria.

-¡Tiene gracia! -se dijo, pero con gran satisfacción, esponjándose-. Le llamaban a él creyendo que iba a confesarse, y le hacían pasar delante de las señoritas aquellas que estaban formando cola. ¡Cuánto honor para un Chiripa! En la vida le habían tratado así.

El cura insistió en su gesto, creyendo que Chiripa no lo notaba.

-¿Por qué no? -se dijo el perdis74-. Por probar de todo. Aquí no es como en el Ayuntamiento, donde yo quería que me diesen voto, pa ver lo que era eso del sufragio75, y resultó que aunque era para todos, para mí no era, no sé por qué tiquis-miquis 76del padrón77 o su madre.

Y se levantó, y se fue a arrodillar en el sitio que dejaba libre la penitente.

-Por ahí, no; por aquí -dijo el sacerdote haciendo arrodillarse a Chiripa delante de sus rodillas.

El miserable sintió una cosa extraña en el pecho y calor en las mejillas, entre vergüenza y desconocida ternura.

-Hijo mío, rece usted el acto de contricción.78

-No lo sé -contestó Chiripa humilde, comprendiendo que allí había que decir la verdad... verdadera, no como en la Audiencia. Además, aquello del hijo mío le había llegado al alma, y había que tomar la cosa en serio.

El cura le fue ayudando a recitar el Señor mío Jesucristo.

-¿Cuánto tiempo hace que no se ha confesado?

-Pues... toa la vida.

-¡Cómo!

-Que nunca.

73

Celosía: Listones de madera cruzados que preservan la intimidad del penitente. 74

Perdis: (Perdido), vagabundo, mendigo. 75

Voto 76

Tiquis-miquis: Pequeñez. 77

Lista con el nombre y número de habitantes 78

El acto de contrición era una oración que comenzaba: “Señor mío Jesucristo…” y que se rezaba en el momento de recibir el sacramento de la penitencia, como signo de arrepentimiento de los pecados, y condición necesaria para obtener el perdón.

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Era un monte virgen de impiedad inconsciente. No tenía más que el bautismo; a la confirmación no había llegado. Nadie se había cuidado79 de su salvación, y él sólo había atendido, y mal, a no morirse de hambre.

El cura, varón prudente y piadoso, le fue guiando y enseñando lo que podía en tan breve término. Chiripa no resultaba un gran pecador más que desde el punto de vista de los pecados de omisión80; fuera de eso, lo peor que tenía eran unas cuantas borracheras empalmadas, y la pícara blasfemia, tan brutal como falta de intención impía. Pero si jamás había confesado sus culpas, penitencia no le había faltado. Había ayunado bastante, y el frío y el agua y la dureza del santo suelo habían mortificado sus carnes no poco. En esta parte era recluta disponible para la vida del yermo81; tenía cuerpo de anacoreta82.

Poco a poco el corazón de Chiripa fue tomando parte en aquella conversión que el clérigo tan en serio y con toda buena fe procuraba. El corazón se convertía mucho mejor que la cabeza, que era muy dura y no entendía.

El clérigo le hacía repetir protestas de fe83, de adhesión a la iglesia, y Chiripa lo hacía todo de buen grado. Pero quiso el cura algo más, que él espontáneamente expresara a su modo lo que sentía, su amor y fidelidad a la religión en cuyo seno se le albergaba. Entonces Chiripa, después de pensarlo, exclamó como inspirado:

-¡Viva Carlos Sétimo84!

-¡No, hombre; no es eso!... No tanto -dijo el confesor sonriendo.

-Como a los carcas los llaman clerófobos85...

-¡Tampoco, hombre!...

-Bueno, a los curas...

En fin, aplazando las cuestiones de pura forma y lenguaje, se convino en que Chiripa seguiría las lecciones del nuevo amigo, en aquel templo que había estado abierto para él cuando se le cerraban todas las puertas; allí donde se había librado de los latigazos del aire y del agua.

-¿Conque te has hecho monago86, Chiripa? -le decían otros hambrientos, burlándose de la seriedad con que, días y días, seguía tomando su conversión el pobre diablo.

79

Preocupado. 80

Los pecados de omisión son los cometidos por no haber hecho algo obligado por la Iglesia (no por infringir lo establecido) 81

Vida del yermo: Vida de ermitaño. 82

El anacoreta es la persona que vive retirada, dedicando su existencia a la meditación y a la penitencia. 83

Manifestaciones de fe. 84

Carlos VII habría sido el título que le hubiese correspondido al infante Don Carlos (1848-1909), de haber accedido al trono tal y como pretendían sus partidarios, los carlistas. 85

A los carcas los llaman clerófobos es una frase intencionadamente mal utilizada por “Clarín”, porque Chiripa no quiere decir lo que ella expresa: que los carcas odian al clero. Otra vez está presente la ironía y su intención crítico-busrlesca.

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Y Chiripa contestaba:

-Sí, no me avergüenzo; me he pasao a la Iglesia, porque allí a lo menos hay... alternancia.

(De Cuentos morales, 1896)

86

Monago: Monagillo. En este caso, persona asidua a la iglesia.

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EMILIA PARDO BAZÁN Biografía:

MILIA PARDO BAZÁN nació en La Coruña el año

1852, hija de una familia aristocrática. Ya desde

muy niña demostró una gran afición por la lectura y

empezó a escribir con gran precocidad. En 1868 se casó y se

fue a vivir a Madrid.

Viajó mucho por Europa y dio conferencias en París.

Siempre se mantuvo atenta a las novedades literarias

europeas, y en 1881 fue la primera que divulgó y defendió el

Naturalismo francés en España en una serie de artículos

recogidos después en libro con el título de La cuestión

palpitante. Unos años después fue también una de las

primeras en señalar el declive del Naturalismo y su

sustitución por nuevas corrientes espiritualistas. Sostuvo

una relación con Galdós, de la que se ha conservado la

correspondencia amorosa. Fue una mujer independiente,

excepcional en la España de su época y precursora de las

ideas feministas actuales.

La escritora siempre encontró serios obstáculos para

lograr el reconocimiento de los ambientes intelectuales,

reacios a admitir mujeres. Tuvo que esperar hasta 1916 para ser nombrada catedrática de Literatura,

venciendo la oposición de los profesores de la Universidad Central de Madrid. No logró, sin embargo, ser

admitida en la Real Academia Española.

Murió en 1921.

Obra: Etapa naturalista

En 1881, año en que empieza en España la polémica en torno al Naturalismo, Pardo Bazán publica Un

viaje de novio, en la que aparecen ya las descripciones minuciosas y las observaciones fisiológicas típicas

del Naturalismo.

La tribuna

También está escrita siguiendo la técnica naturalista La tribuna (1882), obra de tema político-social

en la que se narra la trayectoria de Amparo, trabajadora de la fábrica de tabaco de Marinada (La

Coruña), que se convierte en dirigente de sus compañeras en la lucha por sus derechos. La trama

argumental de La tribuna, situada en el período revolucionario 1868-1873, está enfocada desde un

punto de vista crítico, ya que la autora manifiesta en el prólogo de la obra su desacuerdo con los ideales

republicanos que defiende el protagonista.

E

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Los pazos de Ulloa

Es igualmente de corte naturalista Los pazos de Ulloa (1886), la novela más importante de Emilia

Pardo Bazán. Esta obra está ambientada en una de las zonas rurales más atrasadas de Galicia y se centra

en el choque de unos personajes sensibles, educados en la ciudad, con otros personajes, representativos

del ambiente degradado y brutal que reina en una aldea.

Los personajes de Los pazos de Ulloa aparecen, de acuerdo con las tesis de Zola, determinados por el

medio ambiente. De un lado, Pedro Moscoso, señor del pazo de Ulloa, aristócrata decadente y

embrutecido, dominado por sus criados. Del otro, Nucha, la joven esposa traída de la ciudad, y Julián, el

capellán recién salido del seminario. Ambos sucumbirán ante la terrible hostilidad de la aldea, un

"paisaje de lobos". El relato se convierte así en una dura visión del campesinado y del mundo rural,

totalmente opuesta a la visión idílica que ofrecía Pereda.

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El “xeste87” Emilia Pardo BazánEmilia Pardo BazánEmilia Pardo BazánEmilia Pardo Bazán

LBOROZADOS SOLTARON LOS PICOS y las llanas88, se estiraron, levantaron los brazos el cielo nubloso, del cual se escurría una llovizna menudísima y caladora, que poco a poco había encharcado el piso. Antes de descender, deslizándose rápidamente de espaldas por

la luenga89 escala, cambiando comentarios y exclamaciones de gozo pueril, bromas de compañerismos -las mismas bromas con que desde tiempo inmemorial se festeja semejante suceso-, uno, no diré el más ágil -todos eran ágiles-, sino el de mayor iniciativa, Matías, desdeñando las escaleras, se descolgó por los palos de los mechinales90, corrió al añoso91 laurel, fondo del primer término del paisaje, cortó con su navaja una rama enorme, se la echó al hombro, y trepando, por la escalera esta vez, a causa del estorbo que la rama hacía, la izó hasta el último andamio, y allí la soltó triunfalmente. Los demás la hincaron en pie en la argamasa fresca aún y el penacho del xeste quedó gallardeándose92 en el remate de la obra. Entonces, en trope, empujándose, haciéndose cosquillas, bajaron todos.

Eran obreros -no condenados, como los de la ciudad, a la eterna rueda de Ixión93 de un trabajo siempre el mismo-. Mestizo de cantero y labriego, en verano sentaban94 piedra, en invierno atendían a sus heredades. Organizados en cuadrilla, iban a donde los llamasen, prefiriendo la labor en el campo, porque en las aldeas, ¡retoño!, 95se vive más barato que en el pueblo, se ahorra casi todo el jornal, para llevarlo, bien guardado en una media de lana, a la mujer, y mercar96 el ternero, y el cerdo, y las gallinas, y la ropa, y la simiente del trigo, y algún pedacillo de terruño. No sentían la punzada del ansia de gozar como los ricos, que asalta al obrero en los grandes centros; el contacto de la tierra les conservaba la sencillez, las aspiraciones limitadas del niño; disfrutaban de un inagotable buen humor, y

87

Xeste es una variante de la palabra gallega xesta=retama, rama. Es costumbre entre el gremio de la construcción colocar una rama de árbol o arbusto en la parte más alta de la obra para indicar la finalización de ésta; con tal motivo se ofrecía un banquete a los obreros. 88

Herramienta de albañil para extender y allanar el yeso o la argamasa. 89

Larga 90

Agujero en las paredes donde se meten los palos horizontales de los andamios. 91

Viejo, con muchos años. 92

Moverse con ostentación. 93

Alude a la rueda de fuego a la que fue atado Ixión para toda su eternidad, por su desagradecimiento con Zeus, según la leyenda. Ixión fue un rey de origen tesalio, que se casó con Día (diosa lunar de la encina) y dio muerte a su suegro. Purificado por Zeus, agravió a éste intentando seducir a Hera, esposa de Zeus. Por este hecho, fue castigado, atado como Osiris, a girar eternamente en una rueda de fuego. 94

Colocaban, asentaban 95

¡Retoño! Expresión sustitutiva de un taco o palabra malsonante (eufemismo) 96

Mercar: Comprar.

A

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la menor satisfacción material los transportaba de júbilo. Sus almas eran todavía las transparentes y venturosas almas de los villanos medievales.

Se atropellaban por la escala, sonando en los travesaños húmedos la madera de los zuecos, y ya abajo hacían cabriolas, despreciando la frialdad insinuante de la llovizna triste y terca. ¿Qué importaba un poco de friaje97? Ya se calentarían bien por dentro, con el mejor abrigo, el abrigo de Dios que es la comida y la bebida. Allá lejos divisaban el humo, corona de la chimenea de la casa señorial, y el montón de leña ardiendo que producía aquel humo les guisaba su cena, la cena solemne del xeste, el banquete extraordinario ofrecido desde la primavera para el día en que terminasen las paredes del nuevo edificio. ¡Daba gusto tratar con señores, no con contratistas miserables! El xeste del contratista..., sabido: un cuarterón98 de aguardiente, una libra de pan reseso99. ¡En el obsequio del señor se vería lo que es rumbo! El agua se les venía a la boca. Se miraron, se hicieron guiños, saboreando la proximidad del placer, en el cual pensaban a menudo ya desde el instante en que los peones abrieron la zanja de los cimientos.

Era temprano aún para que la cena estuviese lista, pero convinieron en dirigirse cara allá100, y Matías se ofreció a enjaretarse101 con cualquier pretexto en la cocina y adelantarles noticias del festín. Vistiéndose las chaquetas sobre las camisas mojadas y la cuadrilla se puso en camino, zanqueando102, aplastando la hierba sembrada de pálido aljófar103. A pocos pasos de la casa, ante la tapia del huerto, se pararon, irresolutos; pero aquel enredante de Matías, como más despabilado, se fue muy serio hacia el abierto portón, lo cruzó, y al cabo de diez

minutos volvió agitando las manos, bailando los pies. ¡Qué cena, recacho104, qué convite! Aquello era lo nunca visto ni pensado. ¡Unas cazuelas así... y que echaban un olido105! ¡El vino en ollas, para sacarlo con el cacillo de la herrada106; y hasta postres, arroz con leche, manzanas asadas con azúcar! ¡Y orden del señor de que podían entrar y calentarse a la lumbre mientras se acababa de alistar la comilona! Entrasen todos, canteros y peones, y el chiquillo carretón de los picos, también... Matías, volviéndose algo contrariado, añadió:

97

Castellanización de la palabra gallega friaxe, empleada cuando el clima comienza a refrescar. 98

Medida para líquidos (1/4 de libra= unos 150 cl) 99

Reseco. 100

Hacia allá 101

Enjaretarse: Entrar, colarse 102

Zanquear: Caminar a grandes pasos o zancadas 103

Literalmente, el aljófar es una perla pequeña de tamaño irregular, pero en este caso es utilizada metafóricamente para aludir al rocío o llovizna que cubre el césped. 104

Caramba (interjección) 105

Olor (gallegismo) 106

Cubo de madera con grandes aros de hierro o de latón.

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-Tú no, Carrancha107... Tú quédate...

Nadie protestó. Era un parásito desmirriado, un mendigo, que no formaba parte de la cuadrilla.

Sin fuerzas para trabajar, medio tísico, se pegaba a los canteros, y como no hay pobre que no pueda socorrer a otro, le daban corruscos108 de pan de maíz, restos de su frugal comida. Carracha padecía hambre crónica; para pedir limosna alegaba males del corazón, mil alifafes109; pero su verdadera enfermedad, el origen de su consunción110, era el no comer, el haber carecido de sustento desde la lactancia, pues estaba seca111 su madre... La cocinera de los señores no quería a Carracha de puertas adentro, en razón de que una vez faltó una cuchara de plata, coincidiendo con haber dado al mendigo sopas en escudilla112 de barro y con cuchara de palo. Carracha quedó excluido; ni en ocasión tan señalada había indulgencia para él. Se le oscureció el semblante demacrado, lo mismo que si lo envolviesen en negro tul. ¡No ver el comidón! Sólo con verlo, sin catarlo, imaginaba que se le calentaría la panza floja y huera113. La cuadrilla, con alegre egoísmo, reía de la decepción del infeliz, y, a empellones, se precipitaba adentro, a aquel paraíso de la cocina... ¡Pues lo que es él, Carracha, no se movía de allí! Y se quedó fuera, hecho un can114 humilde...

A las siete en punto sacaban, humeantes, las grandes tazas de caldo de pote115, y el señor se aparecía un momento, risueño, longánimo116.

-A comer, muchachos; a rebañarme bien esas tarteras; que no quede piltrafa; denles cuanto necesiten... ¡Que nada les falte!

107

Carracha, garrapata, arácnido parásito del ganado y de perros, que se alimenta de la sangre del animal sobre el que parasita. Adviértase la animalización degradante del personaje. 108

Trozo de la corteza. 109

Achaque, generalmente leve. 110

Enflaquecimiento. 111

Sin la leche materna necesaria para criar al bebé. 112

Cuenco, plato hondo 113

Vana, vacía y sin sustancia. 114

Perro 115

Tartera grande de hierro. 116

Magnánimo, generoso.

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Desapareció, para que comiesen con más libertad, y empezó el cuchareo117, alrededor de la larga mesa de nogal bruñido por el uso. ¡Vaya un caldo, amigos, vaya un caldo de chupeta! Caldo lo comían diariamente los canteros: constituía su alimentación; pero era un aguachirle, unas patatas y unas berzas cocidas sin chiste ni gracia. Por real118 y medio diario de hospedaje, ¿qué manutención se le da a un cristiano, vamos a ver?

A este caldo no le faltaba requisito: su grasa, sus chorizos, su rabo, sus tajadas de carne... Y al elevar la cuchara a la boca, los canteros se estremecían de beatitud. Sólo en Nadal119, y allá por Antruejo120, y el día de la fiesta de la parroquia, les tocaba un caldo algo sabroso, ¿pero como este? ¡Los guisantes de los señores tienen un sainete 121particular! Cada cual despachó su tazón; muchos pidieron el segundo. Que viniese después gloria. No sería mejor que aquel caldo. Y Matías, chistoso como siempre -¡condenado de Matías!-, anunció a voz en cuello, jactándose:

-Yo, de cuanto venga, he de arrear tres raciones. Lo que coman tres, ¿oís? cómolo yo.

-No eres hombre para eso -observó flemáticamente122 Eiroa, el viejo asentador de piedra, siempre esquinado con Matías.

Y éste, que acababa de echarse al coleto dos cacillos de vino seguidos, respondió con chunga y sorna:

-¿Que no soy hombre? Pues aventura algo tú... Aventúrame siquiera un peso de los que llevas en la faja.

Hubo una explosión de carcajadas, porque la avaricia de Eiroa era proverbial. ¡Jamás pagaba aquel roña123 un vaso! Pero el asentador, echando a Matías una mirada de través, replicó, con igual tono sardónico124:

-Bueno, pues se aventura, ¡retoño! Un peso te ganas o un peso me gano. ¡Recacho, Dios!

¡Cerrada la apuesta! Los canteros patearon de satisfacción. ¡Cómo iban a divertirse! Eiroa, sin perder bocado, con la ojeada que tenía para notar si las piedras iban bien de nivel, se dedicó a vigilar a Matías. ¡No valen trampas! Sí; en trampas estaba pensando Matías. A manera de corcel que siente el acicate, su estómago respondía al reto abriéndose de par en par, acogiendo con fruición el delicioso lastre. 125Después de las tres tazas de caldo con tajada y otros apéndices, cayeron tres platos de bacalao a la vizcaína, de lamerse los dedos, según estaba blando, sin raspas, nadando en aceite, con el gustillo picón de los pimientos. Luego, despojos de cerdo con habas de manteca, y en pos 126la paella, o lo que fuese; un arroz en punto, lleno de tropezones de tocino,

117

Ruido producido por la acción de comer con cuchara. 118

Antigua moneda de 25 céntimos de peseta 119

Navidad 120

Carnaval 121

Se refiere con ironía a que la calidad de los guisados de las casas pudientes tienen una gracia (calidad) especial. 122

Tranquilamente 123

Avaro 124

Afectado, irónico y fingido. 125

Carga, peso. 126

Después, luego, detrás.

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que alternaban con otros de ternera frita; y los estipulados tres platos llenísimos a cogulo127, fueron pasando -ya lentamente- por el tragadero de Matías. Sordos continuos del rico tinto del Borde128 le ayudaban en la faena. Empezaba a sentir un profundo deseo de que el lance de la apuesta parase allí, de que no sirviese la cocinera más platos. La algazara de los compañeros le avisó: aparecía un nuevo manjar, tremendo; unas orondas, rubias, majestuosas empanadas de sardina. A Matías le pareció que eran piedras sillares129, y que sentía su peso en mitad del pecho, oprimiéndole, deshaciéndole las costillas. Una ojeada burlona del asentador le devolvió ánimos. ¡Aunque reventara! Y, fanfarroneando, pidió media empanada para sí. Mejor que andar ración por ración. ¡Venga media empanada! Un murmullo de asombro halagador para su vanidad corrió por la mesa. La cocinera reía, mirando con babosa ternura a aquel guapo muchacho de tan buen diente. Y le partió la empanada, dejándole el trozo mayor.

Principió a engullir despacio, auxiliándose con el tinto. Masticaba poderosamente, y la indigesta pasta descendía, revuelta con el craso130 y plateado cuerpo de las sardinas, con el encebollado y el tomate del pebre131. Le dolían las mandíbulas, y hubo un momento en que lanzó un suspiro hondo, afanoso, y paseó por la cocina una mirada suplicante, de extravío. Eiroa soltó una pulla.

-¡No es hombre quien más lo parece!

-¡Recacho! ¡Eso quisieras! ¡Se gana el peso!

Y el cantero, con esfuerzo heroico, supremo, pasó el último bocado de empanada y tendió el plato para que se lo llenasen de lo que a la empanada seguía: el arroz con leche y canela, al cual acompañaban unas tortas de huevo y miel, tan infladas, que metían susto... A la vez que los postres sirvióse el aguardiente, una caña132 de Cuba, especial. ¡Qué regodeo, qué fiesta, qué multiplicidad de sensaciones voluptuosas, refinadas! La cuadrilla estaba en el quinto cielo; perdido ya del todo el respeto a la cocina de los señores, hablaban a gritos, reían, comentaban la colosal apuesta. El desfallecimiento de Matías era visible. ¿A que no colaban los tres platazos de arroz? ¡Bah! ¡A fuerza de caña! El cantero, moviendo la cabeza abotagada133, hacía señas de que sí, de que colarían, y pasaba cucharadas, dolorosamente, como quien pasa un vomitivo.

Allá fuera, Carracha, el excluido, se pegaba a la pared, a fin de percibir olores, escuchar ruidos, participar con la exaltada imaginación del hartazgo. Sus narices se dilataban, sus fauces se colmaban de saliva. ¡Qué no diera él por verse a la vera del fogón! ¡Y cuánto duraba la comilona! Matías le había prometido traerle algo, la prueba, en un puchero... ¿Se acordaría?... A todo esto, el agua menuda de antes, el frío orvallo134, iba convirtiéndose en lluvia seria, y el hambrón135 sentía sus miembros entumecidos, y bajo sus pies unas suelas de plomo helado. Temblaba, pero no se iba, ¡quiá! 136El mastín de guarda le labró dos o tres veces, enseñándole los dientes agudos, pero le

127

Expresión gallega que significa “lleno hasta los topes” 128

Alude al sabroso vino tinto de esta zona vinícola gallega. 129

Piedras de gran tamaño sobre las que se asientan los edificios. 130

Grueso, espeso. 131

Salsa de pimienta, ajo, perejil y vinagre, 132

Aguardiente 133

Hinchada, inflada. 134

Llovizna (gallegismo) 135

Muy hambriento. 136

Expresión enfática que realza lo dicho antes

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conocía desde antes de aquello de la cuchara, y el ladrido fue sólo una especie de fórmula, cumplimiento de un deber.

¡Atención! ¿Qué clamor se alzaba de la cocina? ¿Reñían acaso? ¿Una desgracia? El hambriento vio que la puerta se abría con ímpetu, y salían disparados de la cuadrilla hechos unos locos.

-¡El médico! ¡El médico!... -dijeron al pasar...

Carracha notó que la puerta no se cerraba, y con su timidez canina, haciéndose el chiquito, se coló dentro, mascando el aire espeso, saturado de emanaciones de guisos sustanciosos y bebidas fuertes. Nadie le hizo caso. Rodeaban a Matías; le habían arrancado la chaqueta, desabrochado la camisa; le echaban agua por la cara, y su pelo negro, empapado, se pegaba al rostro violáceo por la fulminante congestión. Y el cantero no volvía en sí..., ni volvió nunca. Según el médico, que llegó dos horas después -vivía a legua y media de allí-, de la congestión podría salvársele, pero había sido lo peor que al hincharse los alimentos, el estómago de Matías se abrió y se rajó, como un saco más lleno que su cabida máxima...

-El Señor nos dé una muerte tan dichosa -repetía Carracha, sinceramente, pasándose la lengua por los labios y recordando el hartazgo que gozó en un rincón, mientras todo el mundo se ocupaba de Matías.

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LA CAPITANA Emilia Pardo BazánEmilia Pardo BazánEmilia Pardo BazánEmilia Pardo Bazán

QUELLOS QUE CONSIDERAN A LA MUJER un ser débil y vinculan en el sexo masculino el valor y las dotes de mando, debieran haber conocido a la célebre Pepona, y saber de ella, no lo que consta en los polvorientos legajos137 de la escribanía de actuaciones, sino la

realidad palpitante y viva.

Manceba138, encubridora y espía de ladrones; esperándolos al acecho para avisarlos, o a domicilio para esconderlos; ayudándolos y hasta acompañándolos, se ha visto a la mujer; pero la Pepona no ejercía ninguno de estos oficios subalternos; era, reconocidamente, capitana de numerosa y bien organizada gavilla139.

Jamás conseguí averiguar cuáles fueron los primeros pasos de Pepona: cómo debutó en la carrera hacia la cual sentía genial vocación. Cuando la conocí, ya eran teatro de sus proezas las ferias y los caminos de dos provincias. No quisiera que os representaseis a Pepona de una manera falsa y romántica, con el terciado140 calañés141 y el trabuco de Carmen142, ni siquiera con una navaja escondida entre la camisa y el ajustador de caña 143que usaban por entonces las aldeanas de mi tierra. Consta, al contrario, que aquella varona no gastó en su vida más arma que la vara de aguijón144 que le servía para picar a los bueyes y al peludo rocín145 en que cabalgaba. Éranle antipáticos a Pepona los medios violentos, y al derramamiento de sangre le tenía verdadera repugnancia. ¿De qué se trataba? ¿De robar? Pues a hacerlo en grande, pero sin escándalo ni daño. No provenía este sistema de blandura de corazón, sino de cálculo habilísimo para evitar un mal negocio que parase en la horca.

La táctica de Pepona era como sigue: Montada en su cuartago146, iba a la feria, provista de banasta147 para las adquisiciones, como una honrada casera del conde de Borrajeiros o del marqués de Ulloa. En la feria aguardábanla ya los de su gavilla, bajo igual disfraz de labriegos pacíficos. Mientras feriaba una rueca148, un candil149 o una libra de cerro150, Pepona observaba

137

Legajos: Papeles y documentos, viejos y deteriorados. 138

Amante, concubina 139

Grupo de personas de baja calidad 140

Espada corta de hoja ancha. 141

Natural de Calañas, pueblo de la provincia de Huelva. 142

Se refiere al arma de fuego que maneja la protagonista de la novela Carmen, obra del escritor francés Prosper Merimée 143

Especie de faja. 144

Vara de aguijón: Vara con punta metálica para espolear al ganado 145

Caballo de mala traza 146

Caballo de mediano cuerpo. 147

Cesto grande de mimbres. 148

Instrumento para hilar. 149

Lamparilla de aceite

A

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atentamente a los tratantes; y sus espías, en la taberna, avizoraban los tratos cerrados por un vaso de lo añejo151. Sabedores de adónde se dirigía el que acababa de vender la pareja de bueyes y regresaba con las onzas de oro ocultas en el cinto, se adelantaban a esperarle en sitio favorable y solitario. Los ladrones solían tiznarse o enmascararse con un paño negro. Pepona no intervenía; asistía emboscada tras un grupo de árboles. Si aparecía era para impedir que maltratasen o matasen al robado y para dejarle el consuelo, pequeña cantidad que algunos salteadores conceden a los despojados para que beban en el camino.

La justicia era favorable a Pepona, que llevaba cordiales relaciones con oidores, fiscales y procuradores152, y con la aristocracia rural. Jamás intentó aquella sagaz diplomática un golpe contra los castillos y pazos153; al revés de los bandidos andaluces -¡profunda diferencia de las razas!-, Pepona sólo robaba a los pobres trajinantes, arrieros o labriegos que llevaban al señor su canon de renta.

¡Ah! Era mejor tener a Pepona amiga que enemiga, y bien lo sabía la única clase social algo elevada, a la cual profesaba la capitana odio jurado. Verdad que esta clase siempre ha sufrido persecución de ladrones, al menos en Galicia. Me refiero a los curas. Se les creía, y se les cree aún, partidarios de esconder en el jergón los ahorros, y se pierde la cuenta de las tostaduras de pies y rociones154 de aceite hirviendo que les han aplicado los bandidos. Sin embargo, en Pepona se advertía algo especial: una saña de explicación difícil, y acerca de cuyo origen se fantaseaban mil historias.

Lo cierto es que Pepona, tan clemente, era con los curas encarnizadamente cruel, y acaso ellos fueron los que añadieron a su nombre el alias155 de la Loba156.

Reinaba, pues, el terror entre la gente tonsurada157, que sólo bien provista de armas y con escolta se atrevía a asomar en romerías y ferias, cuando acertó a tomar posesión del curato de Treselle158 un jovencillo boquirrubio159, amable y sociable, eficazmente recomendado por el arzobispo a los señores de diez leguas en contorno. Al enterarse, por conversaciones de sacristía, del peligro que los de su profesión corrían con Pepona, el curita sonrió y dijo suavemente, con cierta ironía delicada:

-¿A qué ponderan? ¿A qué tienen miedo a una mujer? ¡Miedo a una mujer los hombres!

150

Manojo de lino o cáñamo 151

Que tiene uno o más años. Puede referirse al aguardiente de la tierra o al coñac. 152

Enumeración con tecnicismos jurídicos. Oidor, antiguo ministro togado de justicia que en las audiencias del reino oía y sentenciaba los pleitos. Fiscal: el que representa y ejerce el ministerio público en los tribunales. Procurador: el que representa al interesado en un juicio civil o criminal. 153

Casa nobiliar de los hidalgos gallegos (palacio) 154

Rociaduras violentas con algún líquido. 155

Mote 156

En efecto, Pepa la Loba fue un personaje legendario femenino gallego, de discutida existencia histórica y capitana de una cuadrilla de bandoleros. 157

Que ha recibido la tonsura o sacerdocio. 158

Se da el nombre de curato a la parroquia atendida por un sacerdote. El topónimo puede ser inventado. 159

Novato, inexperto

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¡Oídos que oyeron tal! Sus compañeros se le echaron encima como jauría furiosa. ¿A ver si se atrevía él con la Loba, ya que era tan guapo y tan sereno? ¿A ver si le mandaban a soltar andaluzadas a otra parte? ¡Que se enzarzase con la gavilla y su capitana, y ya le freirían el cuerpo! ¿Pensaba que los demás eran algunas madamitas160, o qué?

-Con la gavilla no me atrevo -dijo el muchacho cuando se calmó el alboroto-, por aquello de que dos moros pueden más que un cristiano; pero lo que es con la señora Loba..., caramba, de hombre a hombre...

Desde aquel día, el joven abad de Treselle pasó por jactancioso161 y botarate, y se le dieron bromas pesadas, que en la feria del 15 de agosto tomaron ya carácter agresivo. Era a los postres de una comida en la posada de la Micaela, en Cebre162, donde se sirve excelente vino viejo y un cocido monumental de chorizo, jamón y oreja; los curas habían resuelto dormir allí, y no volver a sus casas hasta el día siguiente, escoltados, porque en la feria rondaba Pepona. Y el abad de Treselle, sofocado, exclamó al ensopar el último bizcocho en la última copa de Tostado dulce:

-Pues para que ustedes vean... No soy ningún valentón, pero soy capaz ahora mismo de largarme solito a la rectoral. 163¡Eh! ¡Micaela! ¡Que arreen164 mi caballería!

Minutos después, la yegüecita castaña del abad, viva y redonda de ancas, 165esperaba a la puerta del mesón. Despidiéndose de los asustados comensales, el cura montó y desapareció al trote. ¡Madre del Corpiño! ¡En la que se metía! ¡Cosas de muchachos! Ya vería, ya...

Algunos párrocos, avergonzados, repitieron:

-Convenía acompañarle...

Pero nadie se decidió a realizarlo. ¡Allá él, ya que era tan fanfarrón!

Caía el sol, y el cura, al transponer las últimas casas de Cebre, sintió que el corazón se le apretaba, y refrenó la yegua, mirando receloso alrededor. Sus mejillas, antes encendidas por la disputa, estaban ahora pálidas. El alma se le achicaba. «Hice mal, pero no es cosa de volverse. Tengo miedo -pensó-. A serenarse». Tocó con el arzón166 las pistoleras; llevaba dos pistolas inglesas magníficas, regalo del marqués de Ulloa. En el pecho sintió el bulto de un cuchillo de picar tabaco. Entonces se rehizo e inspeccionó el terreno. La carretera se hallaba desierta; en los altos pinos el viento gemía fúnebres estrofas.

160

Madamita es una palabra despectiva para llamar a uno cobarde. Proviene de la voz francesa Madame (señora), a la que se la ha añadido el diminutivo que la convierte en “señorita”. 161

Presumido 162

Topónimo inventado sobre la abundancia de nombres de lugares gallegos terminados en “cebre”, por ejemplo Cecebre (La Coruña). 163

Vivienda de cura de aldea. 164

Aparejar, poner los arreos a las caballerías. 165

Patas traseras. 166

Parte de la silla de montar.

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El abad aguijó167 a su montura. Al recodo del camino, donde tuerce y lo dominan calvos peñascos, surgió una figura membruda168 y alta. La yegua se detuvo, empinando las orejas. Era una mujerona, apoyada en una vara de aguijón... Parecía pedir limosna, pues tendía la mano izquierda; pero el curita, que había sido estudiante, vio que lo que hacía la supuesta mendiga era una seña indecorosa. Adquirió energía, prestada por la indignación.

Rápidamente sacó del arzón una pistola y la amartilló169. La mujer pegó un salto, y en su atezado170 rostro, que alumbraban los últimos reflejos del Poniente, se pintó una especie de terror animal, el espanto del lobo cogido en la trampa. No podía el curita adivinar la causa de este fenómeno, en la capitana extraño. Convencida de que no existía cura ni trajinero171 que se atreviese a salir solo de Cebre a tales horas, había licenciado hasta la mañana siguiente a su gavilla y se retiraba; al ver un barbilindo172 de curita que se aventuraba en el camino, había querido jugarle una pasada; pero el ruido del gatillo la hacía temblar y le aconsejaba como único recurso la fuga. Dio un salto de costado hacia el pinar, y el joven abad, picando a su viva yegua, se le fue encima, la alcanzó y la atropelló. Saltó él de su montura, empuñada la pistola; pero la Loba, sin darle tiempo a nada, desde el mismo suelo en que yacía, se le abrazó a las piernas y logró tumbarle. Arrancole la pistola, que arrojó al seto173, y después le echó al cuello las recias y toscas manos, y apretó, apretó, apretó...

El pinar, el cielo, el aire, cambiaron de color para el pobre abad. Primero lo vio todo rojo, luego, grandes círculos cárdenos174 y violáceos175 vibraron ante sus ojos, que se salían de las órbitas. No fue él, no fue su razón; fue el puro instinto el que guió su mano derecha en busca del cuchillo oculto en el pecho. Y mientras la Loba reía con torpes carcajadas del espectáculo del cura sacando la lengua, a tientas la mano impulsó el arma. La terrible argolla176 de las manos de la capitana se abrió y ella cayó hacia atrás con el pecho atravesado...

Carne de perro tienen los bandidos. La Loba curó... Pero su ánimo quedó quebrantado, su prestigio enflaquecido, deshecha su leyenda. ¡Vencida Pepona por una madamita de cura mozo! Y el nuevo capitán general que vino a Montañosa -veterano que gastaba malas pulgas-, tanto persiguió a la gavilla, que los señores abades pudieron volver en paz, ya anochecido, a sus rectorales

167

Aguijar: Picar con el aguijón. 168

Robusta, fornida. 169

Amartillar: Montar un arma para disparar. 170

Curtido, tostado por el sol. 171

Feriante. 172

Inocente, inofensivo. 173

Cercado de arbustos. 174

Morado. 175

De color violeta. 176

Aro grueso de hierro (aquí en sentido metafórico)