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ANTONIO LANDAURO MARÍN

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ANTONIO LANDAURO MARÍN

T O M O I I IS U R

L E Y E N D A S Y C R E E N C I A S

M Á G I C A S D E L A T R A D I C I Ó N O R A L

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© Antonio Landauro Marín, 2020Registro de Propiedad Intelectual N0 2020-A-3367ISBN Obra Completa: 978-956-17-0875-4ISBN Tomo I : 978-956-17-0876-1ISBN Tomo I I : 978-956-17-0877-8ISBN Tomo I I I : 978-956-17-0878-5

Derechos ReservadosTirada: 500 ejemplares

Ediciones Universitarias de ValparaísoPontif ic ia Universidad Catól ica de ValparaísoCalle Doce de Febrero 21 , ValparaísoTeléfono 32 227 3902Correo electrónico: [email protected]

Diseño: Alejandra Larraín R.Corrección de pruebas: Ana Figueroa C.

Impreso por Salesianos S.A .

HECHO EN CHILE

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R E G I Ó N D E L A A R A U C A N Í A

El Árbol Parlante Temuco 11El Origen del Sapo y la RanaTemuco 15Leyenda del CopihueTemuco 19Cómo Llegaron las Cotorras a La Araucanía Icalma-Nahuelbuta 23Las Piedras de la luz. Un regalo de los DiosesVillarrica 27La Campana MilagrosaTraiguén 31

R E G I Ó N D E L O S R Í O S

Los Evadidos de TasmaniaValdivia 37La Piedra que lloraValdivia 41La Conquista de la Frontera a la Sombra de una MujerValdivia 43La Hija del Cacique y el Collar que Todo lo Puede Riñihue 47

Í n d i c e

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Kanillu y HuenteaoFutrono 53LicarayénOsorno 57Pichi Juan Puerto Varas-Ensenada 61El Balseo de las AlmasPuerto Montt 63La Campana Sumergida de AncudAncud 65La Leyenda del CooChiloé 69La Leyenda de los EntierrosChiloé 73El Cañón AbandonadoChiloé 77La PincoyaChiloé 81El TraucoChiloé 83El Caleuche o Buque FantasmaChiloé 87La Ciudad de los CésaresChiloé 91Caicaivilu y TentenviluChiloé 95

R E G I Ó N D E A Y S É N D E L G E N E R A L C A R L O S I B Á Ñ E Z D E L C A M P O

El Poblamiento de AysénAysén 101El CueroAysén 105Las Tres PrendasAysén 107Kóoch y la Creación del UniversoCoyhaique 111Los PichúnFutaleufú 113

R E G I Ó N D E M A G A L L A N E S Y D E L A A N T Á R T I C A C H I L E N A

El Motín y el Botín del Teniente CambiasoPunta Arenas 119La Leyenda de CalafatePunta Arenas 121Historia de un Cautiverio FelizTierra del Fuego 123Cásquels y CuányipTierra del Fuego 125Aquehuauhuen: el León MarinoTierra del Fuego 129La Virgen de los HielosAntártica 133

Fuentes de consulta y referencias bibliográficas 137

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E l Á r b o l P a r l a n t e

uando los españoles iniciaron la conquista de Chile se encontraron con una tenaz resistencia de parte de las tribus mapuches que poblaban el territorio, desde el Mapocho al sur, principalmente más allá del gran río

Biu-Biu (Biobío).

El conquistador don Pedro de Valdivia, después de haber fundado Santiago, el 12 de febrero de 1541, se aseguró de un punto de embarque fundando Valparaíso, que en el futuro se constituiría en el primer puerto de Chile y también creó las ciudades de La Serena y Copiapó.

Con posterioridad, el adelantado español se fue al Perú en busca de recursos para continuar la conquista, principalmente de la parte sur del país, donde no solo encontró una fiera resistencia, sino también la muerte. De igual modo, sus sucesores sufrieron serias derrotas, hasta que un hecho increíble puso fin a esta situación favorable a los mapuches, al mando de Lautaro, lo que permitió a los españoles completar la conquista del sur de Chile.

En efecto, un famoso machi o brujo llamado Mañilelco predecía con gran acierto los acontecimientos que iban a suceder a los indios, tanto los favorables como los adversos. Este vivía al sur del Biobío; tenía su ruca de maderos y paja oculta en medio de un bosque cerca de un enorme canelo, árbol sagrado, adornado con hermosas guirnaldas de copihues rojos y blancos. Mañilelco tenía la costumbre de hacer sus ritos y conjuros bajo el “Árbol Parlante”. Era conocido por todas las tribus de la región y constantemente los jefes lo consultaban. Un día tocó el cuerno para llamar a los caciques y anunciarles una gran noticia. Muy pronto se reunieron los más importantes guerreros de la zona, entre ellos el fornido Cau-policán, Michimalongo, Colo Colo, Curileo, Llanantur y otros más.

Todos estaban sentados en círculo frente a la ruca del machi y este les dijo, en tono solemne, que el Árbol Parlante se había pronunciado y anunciaba una gran guerra entre las tribus mapuches y los huincas o invasores blancos, pero que un joven jefe enviado por el dios Pillán haría milagros y salvaría a su pueblo. Muy

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pensativos quedaron los caciques y pronto se retiraron para prepararse para la lucha.

Transcurrido algún tiempo, una luminosa mañana de verano, en 1550, apareció por el valle del Biobío una columna de jinetes españoles con un numeroso sé-quito de indios. Era Pedro de Valdivia con sus huestes, quienes se detuvieron cerca de la desembocadura del río Andalién.

Los mapuches estaban preparados y bien organizados, pues tenían un nuevo jefe que había sido prisionero de los españoles y había logrado escapar. Este co-nocía perfectamente sus costumbres y su poder militar, además sabía que eran hombres comunes y corrientes y no pequeños dioses, como entonces creían los indios. Este joven era Lautaro, cuyo nombre pronto pasaría a la historia.

El 22 de febrero de 1550 los españoles estaban acampados al pie del pequeño cerro Caracol en Concepción, dispuestos a descansar, pues no habían visto ene-migos en los alrededores y todo presagiaba la calma completa. Súbitamente, a medianoche, los indios se acercaron sigilosos y los atacaron; después de una violenta lucha –la batalla nocturna de Andalién–, los conquistadores tuvieron que abandonar el lugar y retirarse muy maltrechos hacia el norte.

Este primer éxito envalentonó a los indios y permitió a Lautaro organizarse y esperar el regreso de los españoles. En efecto, los cálculos de Lautaro eran co-rrectos. Pedro de Valdivia y sus huestes regresaron al valle del Biobío y el con-quistador fundó entonces la primitiva ciudad de Concepción, lo que alarmó a los caciques de la región, pues veían a sus enemigos instalarse definitivamente en la comarca.

Consultado nuevamente el machi Mañilelco, este interrogó al Árbol Parlante, y dijo a los caciques que grandes victorias tendrían contra el invasor. Una vez más, el árbol sagrado y su machi decían la verdad.

Efectivamente, Pedro de Valdivia salió en persecución de los indios y llegó hasta Tucapel pero ahí los indios lo atacaron ferozmente, hasta que agotaron a las huestes españolas que, casi aniquiladas, tuvieron que huir hacia Concepción mientras que el propio Pedro de Valdivia caía en manos de los mapuches y era ajusticiado.

Muerto Valdivia, le sucedió en el mando el capitán don Francisco de Villagra, quien quiso vengar la muerte de su jefe y pronto se dirigió al sur con el objeto de castigar a los indios donde los encontrase.

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Pero el hábil Lautaro, enterado por sus espías de los movimientos de los espa-ñoles se preparó y los esperó en Marigueño infligiéndoles una sangrienta derro-ta. En la cual Villagra apenas pudo salvarse junto con un puñado de jinetes este volvió a Concepción haciendo evacuar la ciudad, pues estaba en grave peligro. Poco después Lautaro se apoderó de la naciente población la saqueó e incendió por primera vez.

Consultado nuevamente Mañilelco, este interrogó al Árbol Parlante y, por el su-surro de sus hojas, el machi comprendió que la buena suerte seguiría pero pron-to iba a terminar. Así lo comunicó a los caciques y Lautaro tomó las medidas necesarias para avanzar hacia el norte con el objeto de expulsar a los invasores, pero a orillas del Mataquitos sufrió un serio revés, por lo que volvió al sur para reorganizarse y continuar la lucha. Una vez repuesto, volvió a orillas del men-cionado río para atacar a los españoles, pero Villagra lo sorprendió con una estratagema y Lautaro cayó gravemente herido y perdió la vida. Aunque los in-dios se batieron con su habitual valentía, la pérdida de su jefe los desmoralizó y volvieron a retirarse hacia el sur derrotados. Así empezaba a cumplirse el último oráculo de Mañilelco.

Consultado nuevamente el famoso adivino, este les anunció que por la “gran agua” (el mar) llegarían pronto muchos soldados enemigos y que la guerra sería sangrienta. Más aún, posiblemente él mismo sería llamado por el dios Pillán y entonces el Árbol Parlante ya no hablaría más.

Esta profecía llenó de alarma a los caciques, que sin embargo, continuaron sus preparativos para la nueva etapa de la guerra eligiendo como jefe a Caupolicán, quien se desempeñó hábil y valientemente.

El oráculo del Árbol Parlante se realizó sin tardanza, confirmándose el extraor-dinario poder adivinatorio del viejo machi y del Árbol Sagrado, pues pronto una fuerte expedición española al mando del capitán don García Hurtado de Mendo-za desembarcó cerca de la destruida Concepción, la que fue reedificada en 1553.

Los mapuches, al mando de Caupolicán, lo atacaron tenazmente, pero fueron rechazados con grandes pérdidas y perseguidos por los españoles, que los de-rrotaron en varios encuentros. García Hurtado de Mendoza avanzó hacia el sur y fundó la ciudad de Cañete, donde los fieros indios lo atacaron nuevamente y después de una cruenta batalla fueron completamente derrotados. Caupolicán cayó en poder de los conquistadores, quienes lo ajusticiaron.

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Inexorablemente se cumplió el oráculo del gran machi y, pocos días después, una partida de soldados españoles sorprendió el escondite del famoso adivino, quien, ya muy viejo, no pudo huir y fue hecho prisionero.

Conscientes los conquistadores del prestigio e influencia del adivino, lo ataron al Árbol Sagrado y le prendieron fuego hasta que ambos quedaron reducidos a cenizas.

Desde entonces, los indios desmoralizados ya no pudieron organizarse para re-chazar al invasor y poco a poco fueron cayendo bajo el dominio de los huincas. Los que afianzaron sus conquistas definitivamente en la zona sur de América.

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E l O r i g e n d e l S a p o y l a R a n a

Una tribu mapuche que vivía en la Región de la Araucanía tenía por jefe a un valiente guerrero cuyo nombre era Paicabí, a quien todos querían y respetaban tanto por su valentía como por sus grandes cualidades hu-

manas. No solo en su tribu sentían por él gran respeto, sino que también en los pueblos vecinos.

En uno de aquellos pueblos gobernaba un cacique que tenía una hermosa hija llamada Ollagua de la que estaba enamorado Paicabí que pretendía casarse con ella con el beneplácito de todos los que lo conocían. Y habiendo llegado am-bos a una edad apropiada para comprometerse, envió el joven guerrero a sus emisarios ante el padre de su amada, obsequiándole un sinfín de presentes y anunciándole su visita para unos días después.

Llegó por fin la fecha señalada, el pueblo vestía sus mejores galas. Ante el caci-que se postró Paicabí y tras presentarle sus respetos y adhesión, pidió la mano de Ollagua. Con agrado, y tras hacer el elogio de su hija, el cacique llamó a la muchacha y le preguntó su voluntad y ante su consentimiento, se fijó la fecha de la boda para la próxima Luna llena.

Pero entre los mapuches, como en todos los pueblos de la Tierra, existen de-terminados signos que son considerados como malos augurios, en esta ocasión hubo diversas manifestaciones que inquietaron el espíritu de aquellas gentes.

Dos fundamentalmente inquietaron a todos: la primera ocurrió cuando los emi-sarios de Paicabí visitaron al anciano cacique y lo encontraron dormido, lo que consideraron síntoma evidente de mala suerte. Posteriormente, en la presenta-ción de los jóvenes, cuando la machi de la tribu quemaba yerbas para consagrar el momento, el humo ascendió en espirales en vez de elevarse en línea recta, por lo que la gente, inquieta, se apresuró a pedir que apagaran el fuego, creyendo que tal signo presagiaba la futura infelicidad de la pareja.

Ante tales síntomas de fatalidad, Ollagua obsequió a su prometido una hermosa piedra verde, símbolo de felicidad entre los mapuches y Paicabí, a su vez, rom-

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pió su cuchillo golpeándolo fuertemente contra una piedra ritual, todo ello para contrarrestar los fatales presagios e infortunios que se anunciaban.

El día de la boda todos habían olvidado ya los hechos pasados. El pueblo canta-ba, bailaba y reía, demostrando así su felicidad. La novia, ricamente engalanada, presidía con su hermosura, a la diestra de su padre, aquellas festividades en su honor; en tanto que el gallardo Paicabí, nervioso, trataba de ocultar su inquietud bromeando con sus hermanos de tribu.

Se efectuó la ceremonia; después de cumplir los ritos y demás solemnidades, el toqui de la tribu unió a la pareja en matrimonio. Grandes demostraciones de júbilo hubo de inmediato, continuándose la fiesta hasta que se hizo de noche y asomó la Luna, a lo lejos en el cielo. La gente despidió a la pareja y estos se retiraron a sus aposentos.

Coincidiendo con la aparición de la Luna, y por el sendero de la laguna cercana al pueblo, se oyó de repente una misteriosa voz que con gran poder de atracción repetía el nombre del joven guerrero llamándolo. La gente quedó paralizada, como clavada en el suelo, escuchando aquella voz que decía:

–¡Paicabí! ¡Ven acá!

Ante el asombro del cacique, de Ollagua y de todos los presentes, el joven gue-rrero empezó a caminar en dirección de la laguna sin poder evitarlo, era tan poderoso aquel llamado que no podía resistirse. La gente caminó tras él, en vano trataron de detenerlo, de forcejear con él para detener su marcha. Un impulso sobrenatural poderosísimo lo llevaba hacia la laguna.

En su desesperación, ante lo inútil de sus esfuerzos e imploraciones a los dio-ses. Los indígenas se dieron cuenta de que la Luna, diosa de las aguas, no había aprobado la boda de Paicabí y Ollagua, por lo que había descendido a la laguna y llamaba al guerrero para así separarlo de ella. Entonces, ante el capricho de la diosa, que se oponía a la felicidad de la pareja, todos, de una vez, invocaron al dios supremo del bien para que intercediera. Y el dios del bien los escuchó.Paicabí se detuvo cuando llegaba ya a la orilla de la laguna, y la gente pudo dar-se cuenta como dos fuerzas estaban en pugna: una, tirándolo hacia las aguas, la otra retirándolo de ellas. Por fin, como liberándose de algo, Paicabí giró sobre las plantas de sus pies y empezó a correr como desesperado hacia donde se encontraba Ollagua.

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El dios del bien había triunfado para regocijo de todos, quienes iniciaron una danza triunfal alrededor de la pareja festejando el suceso.

Poco había de durarles la felicidad, pues el triunfo del dios del bien había sido muy breve. Cuando aquellas gentes, cansadas de tanto gritar, cantar y bailar se entregaron al sueño, cuando todo parecía calmo y tranquilo, las aguas de la la-guna subieron de nivel y poco a poco fueron saliéndose de su lecho hasta llegar a los mismísimos linderos del poblado. Desde allí un pequeñísimo arroyuelo, como si fuera apenas un hilo de agua, se dirigió hacia la choza donde, profun-damente dormidos, reposaban los novios de los agasajos y sinsabores del día anterior, hasta mojar levemente los pies del joven guerrero. Después de dejar un surco en su camino, aquel hilo de agua regresó a la laguna, la que poco a poco volvió a quedar tranquila como si nada hubiese sucedido.

A la mañana siguiente, la joven doncella despertó sobresaltada al no encontrar a su lado a Paicabí, corrió dando voces, llamándolo y buscándolo, preguntando a todos por él, pero nadie lo había visto. Oyó entonces una voz lejana que le decía:

–”Adiós, Ollagua, me voy para no volver”. “Adiós, amada, me voy para siempre y nunca más te veré” –y esa voz, como eco, se repetía lastimosamente.

Desesperada, Ollagua buscó el lugar de donde venía aquella voz; instintivamen-te, sin darse cuenta, empezó a seguir el surco que la noche anterior había dejado aquel hilillo de agua y, ante su desconcierto, se fue dando cuenta de que a me-dida que más se acercaba la laguna más cerca podía escuchar el triste lamen-to. Apresuró el paso más y más hasta que por fin alcanzó las orillas húmedas. Permaneció unos instantes impávida, escudriñando el lugar con la mirada sin moverse, sin pestañear siquiera. De repente, saltó del agua un desconocido ani-malito era pequeño y feo, tenía un color verdoso y los ojos saltones, y a brincos se acercó hasta ella. Entonces le clavó su triste mirada, asombrada lo miró y se dio cuenta que de aquel extraño animal salía la voz de Paicabí, que le dijo ahora: –”Adiós, Ollagua, ahora que me has visto, sé que me abandonarás y me olvidarás, y no te culpo. Adiós, amada, adiós”. Y a brincos nuevamente se alejó de ella y se perdió en las profundas aguas de la laguna. Triste y desconsolada quedó la muchacha al darse cuenta de que la diosa Luna, enojada porque no la habían participado ni consultado para el enlace, le había enviado el terrible castigo de convertir a Paicabí en sapo. Ollagua, llorando, se arrodilló entonces y elevó una plegaria a la diosa de las aguas pidiéndole perdón arrepentida y le solicitó que la reuniera con su prometido. La diosa Luna, conmovida del amor sincero de Olla-

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gua, accedió a sus deseos. Y como por encanto, otro animalito como el anterior, pero un poco más refinado, se transformó en las orillas de la laguna y de un gran brinco se sumergió también en la líquida y pantanosa superficie.

Cuenta la leyenda que así nacieron el sapo y la rana. De allí que ambos, todas las noches, salen de su elemento a croar. Ellos demuestran su agradecimiento a la luna, cuando la ven reflejada en las aguas, por haberlos perdonado y por haberlos unido para siempre.

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L e y e n d a d e l C o p i h u e

Antes de la llegada de los conquistadores españoles a las australes tierra chilenas, vivía en medio de la selva araucana, entre Maule y Llanquihue, una hermosa doncella que pasaba largas horas en aquel vergel, siempre

triste y solitaria. Nada la distraía, ni nadie era capaz de arrancarle una sonrisa de los labios. Su padre, que era un cacique muy poderoso, la colmaba de regalos: collares preciosos, ricos manjares y hermosas mantas multicolores, pero nada lograba hacerla feliz.

De todas partes de La Araucanía acudían continuamente valerosos guerreros a solicitar su mano; pero la muchacha, después de mirar a los pretendientes con sus maravillosos ojos negros, meneaba la cabeza y suspirando, regresaba sola al espléndido boscajal.

En una hermosísima noche de Luna llena la joven, que no podía dormir, salió a caminar y admirar una vez más aquel paisaje familiar, suspirando más lánguida-mente de lo acostumbrado. De pronto oyó que una voz, muy dulce, murmuraba:

–¡Qué hermosa eres, mujer!

La joven se acercó e inclinó su cuerpo para ver quién hablaba y descubrió entre matorrales a un joven indio que la espiaba.

–¿Quién eres? –preguntó.

–Soy uno de tu tribu.

–¿De mi tribu? –exclamó extrañada la joven.

–¿Y cómo te atreves a declararte a escondidas de mi padre? Calla de inmediato, si no quieres que le cuente esto al cacique.

Y diciendo esto la muchacha, en el colmo de la indignación, sacudió la cabeza con tanta fuerza que sus pendientes, dos piedras bellísimas, se desprendieron de sus orejas y cayeron sobre la hierba, cerca de una quebrada. El indio lo vio

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todo, pues a los insultos de la joven princesa, había inclinado la cabeza respe-tuoso. Recogió luego los pendientes y los ocultó, enterrándolos bajo un frondoso canelo. Pasaron muchas lunas, y un buen día el mocetón vio despuntar sobre la tierra, donde escondiera los pendientes, unas hojitas verdes con forma de cora-zón. Las que se fueron convirtiendo en una planta que llevaba unidas a su tallo dos florcitas gemelas de un tenue color carmesí. Era la flor del copihue. Y mien-tras las contemplaba asombrado, escuchó junto a sí un ruido y una voz dulcísima murmuró a sus oídos:

–¿Quieres perdonarme? Fui muy cruel contigo la noche de plenilunio. Desde en-tonces no he tenido un instante de reposo y he llorado y sufrido mucho pensan-do en ti, mi querido amigo. Perdóname, te lo ruego.

El indio se inclinó frente a la bella princesa, pues era ella y la besó. Entonces la joven, tomándole de la mano, le condujo ante su padre que se hallaba en una asamblea. Una vez allí, en presencia de todos, dijo:

–Finalmente soy feliz, padre mío. He encontrado al esposo digno de mí. Bendice a tus hijos padre mío: te lo ruego.

Las bodas se celebraron inmediatamente con gran pompa. Los invitados se con-taban por centenares pues todas las tribus y los más nobles representantes de Arauco llegaron para asistir a ellas, los más nobles representantes. La novia llevaba un espléndido vestido de lana pura, collares y brazaletes de plata, pen-dientes de piedras preciosas y, en torno de su cabeza, una corona de copihues.

La Araucanía estaba feliz con la unión de esta pareja pero un inesperado día, la felicidad se trocó en preocupación. El destino llevó hasta esas indómitas tierras a los conquistadores. Tembló la selva con los corceles de ferradas pezuñas. El rugido del puma se hizo más fiero, las bravatas del viento insultantes y las aguas de los ríos más torrentosas. Desde aquella vez, el copihue fue testigo de los ex-traños machitunes que los brujos hacían para espantar a los hombres blancos y también de las invocaciones que hacían los indios pidiendo la protección del dios Pillán, al temido Caicavilu y al bienhechor Tentenvilu. En las noches espiaba a los mocetones en las concurridas asambleas, bajo la luz de la Luna o serpen-teando por entre la hojarasca del canelo sagrado, quienes se preparaban para la guerra. En el día se mecía sereno cuando veía a los indios esgrimir con maestría las macanas, las boleadoras y las lanzas.

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Y sucedió lo inevitable. El suelo del pehuén y del canelo se convirtió en un es-pantoso campo de batalla. Españoles e indios se tornaron en implacables ene-migos. La sangre del valeroso mapuche y del intrépido soldado español corrió a borbotones por la selva. El copihue la bebió y se tornó muy rojo y, desde en-tonces, ha quedado como símbolo de la pasión y del dolor de esa raza altiva y potente que luchó por su libertad, y que constituye parte de los ancestros del pueblo chileno, para quienes el copihue es la flor nacional.

Cuentan que en invierno, cuando el cielo está melancólico y Eolo, dios del vien-to, recorre presuroso la tierra, el copihue de la leyenda consuela al paisaje, lo mismo que las diucas y los zorzales cuando entonan sus cantares paradisíacos en los huertos arrabaleros o en las entrañas de los quilantares de las selvas de La Araucanía. También hay quienes afirman que el copihue se inclina respetuoso ante las frentes altivas de las Fresias, Guacoldas, Gualdas, Rayenes y Tegualdas, y sus corolas brillantes se abren para dar un beso a esas indias de hermosura salvaje y abnegación sin límites.

Existen versiones de L. Iriarte;de Romeo Salinas y Pedro Alvarado Bórquez.