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UNIVERSIDAD RAFAEL LANDIVAR FACULTAD DE HUMANIDADES DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA “Entre la piedra y la cruz: Una aproximación fenomenológica” TESIS Gilberto Adolfo Méndez Videz Carné 4813493 Guatemala, marzo de 2012 Campus Central

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UNIVERSIDAD RAFAEL LANDIVAR FACULTAD DE HUMANIDADES

DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA

“Entre la piedra y la cruz: Una aproximación fenomenológica”

TESIS

Gilberto Adolfo Méndez Videz Carné 4813493

Guatemala, marzo de 2012 Campus Central

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UNIVERSIDAD RAFAEL LANDIVAR FACULTAD DE HUMANIDADES

DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA

“Entre la piedra y la cruz: Una aproximación fenomenológica”

TESIS

Presentada al Consejo de la Facultad de Humanidades

Por: Gilberto Adolfo Méndez Videz

Carné 4813493

Previo a optar al título de: Magister en Filosofía

En el grado académico de: Magister

Guatemala, marzo de 2012 Campus Central

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AUTORIDADES UNIVERSIDAD RAFAEL LANDÍVAR

P. Rolando Enrique Alvarado López, S.J. Rector

Dra. Lucrecia Méndez de Penedo Vicerrectora Académica

P. Carlos Cabarrús Pellecer, S.J. Vicerrector de Investigación y Proyección

P. Eduardo Valdés Barría, S.J. Vicerrector de Integración Universitaria

Lic. Ariel Rivera Irías Vicerrector Administrativo

Licda. Fabiola de la Luz Padilla Beltranena Secretaria General

AUTORIDADES FACULTAD DE HUMANIDADES M.A. Hilda Caballeros de Mazariegos Decana

M.A. Hosy Benjamer Orozco Vicedecano

M.A. Lucrecia Elizabeth Arriaga Girón Secretaria

M.A. Georgina Mariscal de Jurado Directora del Departamento de Psicología

M.A. Nancy Avendaño Directora del Departamento de Ciencias

de la Comunicación

M.A. Eduardo Blandón Director del Departamento de Letras y

Filosofía

Lic. Ignacio Laclériga Giménez Representante de Catedráticos

Licda. Melisa Lemus Representante ante Consejo de Facultad

ASESOR DE TESIS M.A. Eduardo Blandón

TERNA EXAMINADORA Dr. Amílcar Dávila Dra. Ana Acevedo M.A. Gustavo Sánchez

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Guatemala, 1l de noviembre 2011

Seflores Miembros del ConsejoFacultad de HumanidadesUniversidad Rafael LandfvarCampus Central

Estimados seflores:

Por este medio hago de su conocimiento que, en mi car6cter de Asesor de Tesis,doy por concluido el trabajo de investigaci6n cualitativa del estudiante Gilberto AdolfoMdndez lidez, carnd No. 4813493, titulado "Entre la Piedra y la Cruz: Unaaproximacid n fe no menoldgic a" .

A criterio de quien se dirige a ustedes, este estudio ofrece un valioso aporte alan6lisis de la obra del escritor guatemalteco Mario Monteforte Toledo desde la 6pticadel fil6sofo Edmund Husserl. Como se destaca en el texto, el autor aplica el mdtodofenomenol6gico husserliano a la novela de uno de los principales creadores del pais.

Huelga decir que este tipo de aventura intelectual es poco comfn entre lospensadores nacionales por lo que un esfuerzo de esta naturaleza no s6lo es meritorio,sino paradigm6tico y ejemplar para otros fil6sofos audaces que se propongan un desafiode esta dimensi6n.

Por lo anteriormente expuesto, solicito alHumanidades designar al revisor.

Agradecido por su atenci6n, me despido.

honorable Consejo de la Facultad de

;I

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[JniversidadRafael LandivarTradici6n Iesuita en Guatemala

FACULTAD DE HUMANIDADESTel6fono: (502) 24262626 ext. 24rt0

Fax:24262626 ext. 2486Campus Gentral, Vista Hermosa lll, Zona 16

Guatemala, Ciudad. 0101 6

LicenciadoGilberto Adolfo M6ndez VidezPresente.

Estimado licenciado M6ndez:

De acuerdo al dictamen favorable rendido por la Terna Examinadora de la Tesistitulada: "Entre la Piedra y la Cruz: tina aproximaci6n fenomenol6gica,,,presentada por el Licenciado Gilberto Adolfo M6ndez Videz, carn6 No..+et5+-gg,la secretaria de la Facultad de Humanidades AUToRIZA lA lMpRESloN DE LATESIS al licenciado, previo a optar altitulo Oe VtaffiSin otro particular, me suscribo de usted.

FH/ap-C!-126-12

Guatemala,28 de febrero de 2012

Atentamente,

rriversidarllt:rtlrel Lltttdiv:rltad de Humanidades

Scc.qetArtr Cd racultattr

Gir6n, M.A.LTAD

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Índice general

RESUMEN 3

I. INTRODUCCIÓN 5

II. PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA 7

1. Objetivos 9

2. Hipótesis 10

3. Alcances y límites 11

4. Aporte 12

III. MÉTODO 13

1. Sujeto/Unidad de análisis 13

2. Metodología 14

IV. PRESENTACIÓN Y ANÁLISIS DE LOS RESULTADOS 22

1. El pensamiento sobre la esencia 22

2. Generalidades sobre la vida y obra de Mario Monteforte Toledo 40

3. La novela Entre la piedra y la cruz 57

3.1 Datos sobre la obra y edición seleccionada 57

3.2 El contenido de la novela 60

3.3 Análisis de la acción 80

3.3.1 La pugna económica 80

3.3.2 La pugna cultural 82

3.3.3 Propuesta para romper con la desigualdad 84

3.3.4 Pugna entre bondad y maldad 86

V. DISCUSIÓN DE RESULTADOS 87

1. La conciencia natural 87

2. La conciencia fenomenológica 92

2. La conciencia trascendental 97

VI. CONCLUSIONES 102

VII. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS 104

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RESUMEN

La novela Entre la piedra y la cruz de Mario Monteforte Toledo participó en el debate

intelectual latinoamericano de su época en relación a las tendencias de pensamiento que oscilaban

entre progreso e identidad. La idea de progreso implicaba asumir la presencia de dos culturas

conviviendo en el mismo espacio y tiempo, unos supuestamente atrasados (los indígenas en el

campo), y otros supuestamente adelantados (ladinos en la ciudad, viviendo acorde con la

modernidad europea). La propuesta intelectual de entonces proponía convertir violentamente a

los indígenas al esquema ladino a través de la enseñanza, mientras se preservaba su simbología

cultural como fuente de identidad nacional. Tal pensamiento se basaba en la absoluta creencia de

una línea en el tiempo humano donde en el pasado reside lo inferior (barbarie), y la evolución es

encabezada por los europeos. La novela de Mario Monteforte Toledo muestra lo absurdo de tal

pensamiento e intuye el horizonte de la alteridad. El leitmotiv “aparte están los naturales y aparte

los ladinos” no segrega sino apuesta por la revalorización del Otro, para que se reconozcan sus

valores, costumbres y particulares creencias. No hay una línea determinista en el tiempo ni

estadios de avance. La novela contiene una propuesta de oposición al proyecto modernista de

progreso violentado, vivenciando el viaje fallido que transforma y destruye a los individuos que

lo emprenden. El autor se adelantó a su época, al poner en duda los planteamientos de la

modernidad y anuncia la necesidad de respetar a quienes son diferentes.

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I. INTRODUCCIÓN

La presente aproximación fenomenológica sobre la novela Entre la piedra y la cruz de Mario

Monteforte Toledo sigue el rumbo de pensar esencias que recomendaba Edmund Husserl.

La investigación parte de una clarificación de lo que significa para la fenomenología la idea de

“esencia”, término que a lo largo del tiempo ha ido cambiando, y que se expone como “unidad

eidética de sentido” o “significación” que se aprehende intuitivamente como absoluto en la

conciencia de toda experiencia posible.

El ejercicio de investigación fenomenológica se enfocó en una obra literaria nacional, no

desde la perspectiva literaria, histórica o sociológica, sino de la eidética, con la atención puesta en

el pensamiento esencial.

En la obra de ficción reflexionamos sobre un mundo fantaseado, y por lo tanto las vivencias

del yo se suceden ejemplarmente en el ámbito eidético, lo que de entrada facilita la exploración.

En la fantasía lo intuido excluye tener a la vista los modos de aparecer, porque no se exhiben

apariencias, y se presta mejor al ejercicio fenomenológico en cuanto a que no es preciso poner

entre paréntesis la existencia, espacio o tiempo reales. Al respecto planteó Husserl (1962) al

principio del siglo XX en Ideas que “Geometría y fenomenología, en cuanto ciencias de la

esencia pura, ignoran toda afirmación sobre la existencia real. Justo de eso depende el que

ficciones claras les brinden bases no sólo tan buenas, sino en gran medida mejores que los datos

de la percepción y experiencia actual.” (pág.182)

La experiencia consistió en la vivencia de la lectura y análisis de la obra Entre la piedra y la

cruz, en la edición príncipe, dirigiendo el rayo de la mirada hacia las creencias intencionales

vertidas en la ficción, que pueden aprehenderse con claridad de sentido o esencia sintética en el

encadenamiento de vivencias, identificando la posibilidad esencial que le da sentido al

pensamiento.

Para los propósitos de la investigación se hizo un recorrido por la vida y obra de Mario

Monteforte Toledo, para tener una idea general sobre la formación, pensamiento, obra y

propósitos del autor. Una sección especial se dedica a exponer datos básicos y ubicar la

importancia de la novela Entre la piedra y la cruz, en su realización como novelista, a lo que le

sigue la determinación de la edición príncipe de la novela como sujeto del análisis, y un detallado

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análisis de las vivencias encadenadas en el desarrollo en cinco partes de la obra en cuestión, y

una sección de análisis de las acciones.

Se analiza el sentido de la novela en lo escrito e incluso con el aporte de significación de las

ilustraciones, en cuyas notas se funda la discusión de resultados, divididas en tres estados de

conciencia: la actitud natural, la fenomenología eidética y la fenomenología trascendental, en

cuya clasificación se utiliza de apoyo el resumen simplificado que planteó García Bacca (1967)

en su obra Siete modelos para filosofar.

En el estado de la conciencia en actitud natural se reflexiona a partir de la intuición natural al

estar en contacto inmediato con la obra, que se determina de manera unívoca y por definición,

lejos de lo plural, indirecto e implícito. La intención natural se comprende como tener

conciencia de una obra que fabula a partir de la motivación del “progreso” de los pueblos

indígenas, subordinados al grupo hegemónico de conquistadores europeos blancos, mestizos y

ladinos que comparten el mundo real urbano, en línea con el idea totalitario de la modernidad.

En el estado de la conciencia fenomenología trascendental se reflexiona sobre la imaginación,

lo que contiene de manera implícita y general, en la alusión implícita del relato de la obra,

descubriendo que al abstraer, sin afirmar ni negar, purificados o desconectados de la realidad,

hace presencia de manera esencial el sentido de la “violencia”. Hay imposición de parte de unos

para cambiar a los otros, siendo la “ladinización” vía para anular una cultura, su lengua, su forma

de vestir y modo de vida, sus valores, para adoptar un esquema de vida diferente, lo cual conduce

a la transformación totalitaria a la cultura dominante, a la imposición violenta que sólo genera

más violencia.

Y en el tercer estado de conciencia, el de la fenomenología trascendental, se dirige la reflexión

hacia la conciencia como realidad primaria, y se sintetiza el sentido que hemos dado a las cosas

constituyéndose en el mundo material la conciencia del Otro frente a la orientación totalitaria

hacia el Mismo, dentro del horizonte intuido de la alteridad. La intencionalidad trascendental

constituye el leitmotiv de “aparte son los ladinos y aparte los naturales” en el pleno sentido de

reconocimiento del Otro.

La obra nos hace sentir que no hay estadios diferentes de civilización, sino culturas diferentes,

y que se requiere del respeto y comprensión para apreciar los esquemas de valores diferentes.

Esencia que trasciende en la medida que al comprenderlo cambia la realidad, e inspira nuevas

actitudes valorativas hacia la novela en cuestión.

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II. PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

El propósito general de esta investigación fue determinar cuál es el sentido sintético o esencial

de pensamiento o creencias que se intuye en los diversos estados de conciencia, durante la lectura

de la novela Entre la piedra y la cruz de Mario Monteforte Toledo.

Según la Fenomenología de Husserl es posible determinar la esencia, como sentido o

significación de las creencias de todo “algo” que se vivencia intencionalmente al conocer. Si todo

suceso concreto tiene una esencia factible de ser aprehendida en su pureza eidética, entonces una

obra literaria y su contenido filosófico que se vivencia en la conciencia aplica para el propósito

de la investigación eidética. Husserl consideraba la ficción como instrumento aún más adecuado

para la investigación de esencias, por cuanto la fenomenología es una ciencia que como la

geometría se dedica al análisis de esencias puras, de ideas que se originan en la experiencia pero

no en actualizaciones empíricas, siendo la literatura ámbito propicio para la investigación

fenomenológica. En Ideas, Husserl plantea que “la ficción es la fuente de donde saca su sustento

el conocimiento de las verdades eternas” (Pág.158)

El propósito del autor fue recrear el drama del conflicto de los opuestos, enfrentando como

tales a ladinos e indígenas guatemaltecos. Los ladinos (entendidos como no indígenas,

dominantemente de origen europeo, mestizos e indígenas latinizados), como grupo hegemónico

con poder, riqueza y virtualmente dedicados al ocio, dueños de cierta supuesta superioridad. Y

los indígenas, que han preservado la costumbre ancestral, condenados a la esclavitud en la

agricultura y el vasallaje, planteados como débiles y en condición de inferioridad y atraso en las

escala evolutiva. La preocupación presente es romper con la injusta diferencia social, y para ello

se plantea el camino de la educación, para actualizar a unos al nivel de avance de los otros, en un

proceso ladinización como recurso genuino para hacer progresar a los más débiles en desventaja.

La acción demuestra que el proceso se percibe muy largo y doloroso, y en un final precipitado, no

soportado por la lógica de la ficción encadenada en las vivencias de conciencia, plantea la acción

revolucionaria como la única medida factible para romper con las contradicciones y nivelar las

condiciones de vida de los dos grupos de habitantes.

Al llevar a cabo la reducción fenomenológica, desconectados del percibir en actitud natural, y

abstraer la realidad proyectada en la ficción, y desenchufado el yo, se puede advertir que en

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realidad la novela lo que evoca es el clima de violencia, porque bajo la excusa de hacer progresar

a un grupo vía el proceso de ladinización, se violenta y obliga a romper su identidad, se le anula y

desestima el caudal de valores propio, y en lugar de nivelar las condiciones se provoca más

violencia, que conduce al clima revolucionario para detener el extremos de injusticia,

sumergiéndose más y más en la violencia, a través de la venganza, el resentimiento y la

provocación de nuevas injusticias.

Y al reflexionar con la intención trascendental de conciencia, en la búsqueda del sentido

potencial último, se construye no como afirmación ni negación, lejos del esquema de grupos

opuestos, donde se construye el horizonte de la alteridad, porque en lugar de oposición lo que se

establece es la presencia del otro, que el yo tiene la posibilidad de ponerse en la posición del otro

para ver el mundo con otros ojos, porque la falta de igualdad de condiciones sociales se está

resolviendo desde el punto de vista del Mismo, que de manera totalizante considera el suyo como

la única manera de entender la realidad, pero hay un inmenso potencial en respetar al otro, en

buscar la justicia entendiendo la diversidad.

Mario Monteforte Toledo, desde la ficción, irrumpe en el debate filosófico existente en la

primera mitad del siglo XX que iba del afán modernizador europeizante a la búsqueda del sentido

identitario de los pueblos aborígenes, enunciando en la novela Entre la piedra y la cruz que

dicha visión dialéctica tenía un solo punto de vista, porque intentaba destruir la existencia del

Otro, sometiéndolo a través de la ladinización o mestizaje a la anulación. La propuesta para

romper con la desigualdad e injusticia no detienen la violencia sino la arrecian. Y se asoma al

abismo de la alteridad como horizonte, para vía el reconocimiento del otro y con respeto, crear

las condiciones del bienestar.

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1. Objetivos

• Presentar a grandes rasgos el tema de la esencia en la filosofía, ya que el concepto del

término ha mudado desde cómo se lo entendía en el Mundo Antiguo, o en los tiempos de

Descartes y los racionalistas, hasta llegar a la Fenomenología de Edmund Husserl.

• Abstraer desde la perspectiva filosófica de Husserl las esencias como sentido contenido

en la novela.

• Realizar un análisis fenomenológico de la obra Entre la piedra y la cruz de Mario

Monteforte Toledo para determinar esencias como sentido en los estados de conciencia

natural, fenomenología eidética y fenomenología trascendental.

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2. Hipótesis

La lectura determinista y simple de la novela Entre la piedra y la cruz de Mario Monteforte

Toledo plantea que para romper con la desigualdad nacional entre indígenas y ladinos, se hace

necesario un cambio radical revolucionario que termine con la injusticia.

Nuestra hipótesis consiste en que al realizar una lectura fenomenológica, se abre un espacio de

discusión diferente, que se puede descubrir un sentido implícito, general y universal mucho más

amplio, así como construir una conciencia fenomenológica trascendental que ubica al autor

adelante de la discusión historicista de su época.

El esfuerzo intelectual de la primera mitad del siglo XX en Latinoamérica se debatía

dialécticamente entre la modernidad y el sentido identitario, y la obra de Mario Monteforte

Toledo se ubica en tal discusión, pero el análisis fenomenológico conduce a descubrir un alcance

que va mucho más allá, en línea con el horizonte contemporáneo de la “alteridad”.

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3. Alcances y límites

La determinación objetiva de sentidos intuidos en la novela Entre la piedra y la cruz de Mario

Monteforte Toledo, es el resultado del proceso de reflexión fenomenológica.

Se analizó las vivencias intencionales sintéticas en los tres modos de conciencia, el Natural,

Fenomenológico y Trascendental, con intencionalidades acorde. La vivencia de la conciencia

natural se concentró en la percepción inmediata y la certeza de la acción materializada en la

narración de actos. La vivencia de la conciencia eidética implicó purificar y reducir el sentido

para encontrar el eidos implícito o alusivo dando preeminencia a la memoria y la imaginación.

Y la intencionalidad trascendental se enfocó en determinar la relación entre pensamiento,

sentimiento e imaginación hacia las acciones objetivadas.

El esfuerzo filosófico de reflexión a partir de un texto literario plantea una primera

aproximación al problema, partiendo de la posibilidad de objetivar el sentido contenido en la

ficción.

Lo logrado, que deberá ser continuado por nuevas investigaciones futuras que afinen más el

sentido descubierto, con la finalidad de dar la relevancia que corresponde a una novela

fundamental en la novelística guatemalteca, gran acierto del autor y rica fuente de pensamiento

intuitivo.

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4. Aporte

Esta investigación significa un aporte en la práctica fenomenológica de buscar esencias como

sentido en obras literarias.

No son conocidos esfuerzos previos por examinar la obra de nuestros autores desde esta

perspectiva, y nunca antes se ha efectuado tal ejercicio a partir de la obra de Mario Monteforte

Toledo, autor fundamental en la Guatemala de mitad del Siglo XX, por lo que con este trabajo de

investigación se inicia el trabajo de comprensión del pensamiento guatemalteco a partir del

análisis fenomenológico de su obra de ficción.

El resultado de esta investigación demuestra la presencia de intuiciones más allá de las percibidas

naturalmente, que ayudan a entender el pensamiento nacional y nuestra identidad como pueblo

donde coexisten culturas diferentes que no se oponen sino se diferencian.

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III. MÉTODO

1. Sujeto/Unidad de análisis

La unidad de análisis a la cual dirigiremos nuestra atención y enfocaremos la reflexión, es la

novela Entre la piedra y la cruz de Mario Monteforte Toledo, en su edición príncipe de 1948,

Editorial “El libro de Guatemala”, del Ministerio de Educación Pública, que incluye grabados de

P. Audivert.

La novela en cuestión fue ganadora del Premio Centroamericano 15 de Septiembre de 1947.

La novela está organizada en 5 partes: Sierra, Costa, Casas, Camino, Sol, cada parte precedida

por un grabado, y consta de 34 capítulos.

La actitud fenomenológica constituye la experiencia directa con el objeto, desde la cosa

misma, profundizando en las vivencias de conciencia experimentadas durante la lectura y

enfrentamiento visual de los grabados incluidos, en una sola cadena vivencial.

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2. Metodología

El método fenomenológico planteado por Husserl (1913) en su obra Ideas relativas a una

fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, conduce a tomar por real todo aquello que

es pensado con claridad, acudiendo a la experiencia del ser humano, que al ir a los objetos

mismos experimenta el fenómeno, las cosas tal y como se muestran por intuición a la conciencia.

La conciencia es siempre conciencia-de, por lo que se funda en una intención, la relación de ir

hacia algo, tender-hacia, o intencionalidad como propiedad esencial de la conciencia. Los

modos de conciencia en la captación de los objetos reales se conocen como vivencias. La actitud

fenomenológica consiste en trasladarse de la experiencia de los objetos a las vivencias de

captación de los mismos, para realizar el análisis de la estructura general ideal.

El método se desarrolló para aprehender las objetividades y consiste en un proceso de

“reducción progresiva”, que va de la actitud natural, seguido de la puesta entre paréntesis o

“Epojé”, a la identificación del residuo fenomenológico y la determinación de la conciencia pura

y conciencia trascendental, de acuerdo al significado de los términos empleados por Husserl. En

otras palabras, se trata de examinar todos los contenidos de la conciencia, ir determinando los

contenidos imaginarios, y suspender la conciencia fenomenológica, de manera tal que resulte

posible atenerse a lo dado en cuanto a tal y describirlo en toda su pureza.

Según Gallo (2002), en su obra Ver de verdad, el método sigue una serie extendida de pasos

que se origina en la descripción fenomenológica, continúa con la vivencia del objeto, se traslada a

la vivencia generalizada o reducción eidética, y va a determinar la conciencia empírica, hasta dar

con el residuo fenomenológico de la “conciencia misma”, como esencia del acto de conciencia

para generar conciencia: y luego, a través de una nueva reducción fenomenológica llegar al fondo

o raíz de toda percepción de la experiencia, para determinar la conciencia del objeto implícito en

el retorno al fenómeno.

Con el objeto de simplificar el procedimiento acudimos a la metáfora que el filósofo español

García Bacca (1967) utilizó en su conferencia Husserl: Modelo del método fenomenológico de

filosofar, contenida en el libro Siete modelos de filosofar, que resume los tres momentos de

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conciencia: la natural, eidética y trascendental, haciendo la comparación entre un cubo de hielo

que pudiera tener conciencia de su relación con el agua que la contiene:

“Si tomamos, por ejemplo, un metro cúbico de agua en estado de hielo y lo ponemos

en un volumen convenientemente mayor de agua en estado líquido, veremos que

flota; la densidad del agua en estado de hielo es menor, como ustedes saben por la

física más elemental, y, aun sin la física, por la experiencia, es menor que la del agua

líquida. Si semejante volumen tuviera conciencia, notaría que lo sostiene el agua. O

dicho al revés: notaría que la realidad del agua es más consistente, más firme que la

suya, en estado de hielo. Pero si dejamos semejante bloque de hielo largo tiempo en

el agua líquida, terminará por disolverse, y entonces, rigurosamente hablando,

estará el volumen grande de agua y el metro cúbico en equilibrio sin que nadie

sostenga a nadie. Mas si, por un fenómeno que puede evidentemente producirse por

ciertos medios, consiguiésemos que semejante volumen de un metro cúbico de agua

en estado líquido, se convirtiese en un sólido de densidad superior a la del hielo, se

hundiría automáticamente. Y lejos de notar semejante volumen así solidificado que el

agua líquida lo sostuviera a él, sería él en el fondo quien tuviese que soportar el peso

del agua líquida. Si tuviese conciencia semejante volumen de hielo, comenzaría por

notar al agua líquida como mas consistente que él, como más existente, dicho en

términos filosóficos; continuaría, notándola como igualmente consistente que él, y

terminaría por notarla menos consistente, menos existente que él.” (pág. 72)

El ejemplo facilita la comprensión de lo que sucede en cada estado de conciencia,

principiando por la actitud natural o “instalación natural en el mundo”, donde si el cubo de hielo

tuviera conciencia se vivenciaría flotando en las cosas, en el mundo, y sostenido por ellas; pero si

se realiza el esfuerzo por ver más allá de lo inmediato, se podría advertir que lo más real son las

cosas, porque ellas nos sustentan.

En el segundo estado de conciencia, el hielo se ha derretido y mezclado con el agua, dando la

impresión de que la realidad de las cosas está en equilibrio con el sujeto, ninguna sostiene a la

otra: lo que al realizar el esfuerzo fenomenológico de ver más allá en lo mismo, nos conduce a

“que uno note que las cosas no son tan firmes como parecían” (pág. 76).

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Y en el tercer estado de conciencia, el de la fenomenología trascendental, se constituye la

conciencia como más relevante que las cosas, porque si el cubo de hielo tuviera el poder de

hundirse implicaría una densidad mayor que la del agua, y al estar al fondo podría vivenciarse

que el sujeto sustenta a las cosas; y si se hace el esfuerzo de ver más allá, en el reverse de las

cosas, se podría determinar que la realidad de las cosas materiales se apoya en el sujeto. En este

caso la vivencia intencional modifica el contenido, convirtiéndose en fundamento del mundo

exterior, y es entonces cuando la conciencia trascendental se intuye en el sublime acto de la

posible experiencia mística.

A) Estado de conciencia: La actitud natural

El método parte de la instalación natural en el mundo, para lo cual el método acude a la

percepción inmediata, que domina sobre la memoria e imaginación, porque se prefiere todo lo

inmediato y unívoco frente a los implícito y alusivo. En el estado natural de la conciencia se

prefiere la certeza, lejos de toda sospecha o duda.

En el análisis de la obra de ficción elegida se tendrá contacto directo con el objeto directo, el

libro, desde su forma, signos, ilustraciones y significación de las acciones representadas en la

conciencia. Lo que se elabora es la instalación natural en el mundo, cuidando ver y no mirar, lo

que explica García Bacca al respecto de la dirección de la mirada enseñada por Husserl, o rayo de

la mirada no concentrada o focalizada en un punto.

“Por esto la manera común y corriente, que es la actitud natural, para sentirnos

seguros en la vista, no es pura y simplemente ver, sino mirar; con lo cual se fija un

centro, un punto muy delimitado, que parece sumamente seguro. En el mismo orden

del conocimiento sensible se nota, pues, la distinción entre ponerse a percibir,

ponerse a mirar frente a ponerse a ver; y entre el ponerse simplemente a oír frente a

ponerse a escuchar.” (pág. 76)

La actitud natural implica experimentar por la vía sensible, al tener ante sí los objetos, en su

campo de percepción o intuición, como realidades. Se tiene conciencia de un mundo extendido

e infinito en el espacio y tiempo del cual tengo conciencia en cuanto a que lo experimento. Y del

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campo de percepción se salta al campo de conciencia, desde donde basta cambiar el punto de

vista para intuir otras realidades, luego se percibe la indeterminación fuera del contorno central,

donde el mundo es el correlato de la aprehensiones matizadas en la percepción. La

indeterminación muestra un horizonte temporal infinito, que por un lado es conocido (pasado) y

por otro desconocido (porvenir), que plantea una realidad que nos circunda, sujeta al espacio y al

tiempo. El mundo está ahí y yo soy parte, y también existe un mundo práctico de valores y de

bienes, de objetos de uso.

El “cogito” es cuando nos volvemos hacia los actos del mundo que tengo “ahí delante”, es

dejarse vivir, siendo el sujeto quien percibe y se representa, piensa, siente, referido a la realidad

mundana. Pero así como estoy para el mundo, también existen otros mundos a los que puedo

ingresar cuando estoy en actitud para tal cosa, como el de los números, que está ahí pero es de

otra índole, con su determinación e indeterminación. Y entre los dos mundos, fuera del sujeto

que los piensa, no hay conexión, puedo ir de uno al otro, según sea mi actitud, natural o

aritmética. Y en la misma medida se encuentran los mundos de la ficción, producto de la

imaginación, como el que contiene la novela Entre la piedra y la cruz, de Mario Monteforte

Toledo, en la cual podemos navegar y percibir. En el mundo natural hay además otros “yo”,

compartiendo todos el mismo mundo natural, el mismo objetivamente espacial y temporal,

aunque cada quien tenga conciencia del mismo de manera diferente. Y en el de la ficción, en la

novela, pueden ingresar infinitos yos, y cada uno aprehender la experiencia de vivencias de

manera diferente. El mundo como la obra están ahí como realidad o imaginación, y para

conocerla mejor e ir más allá de lo que permite la experiencia ingenua, están las ciencias de la

actitud natural. En este primer paso, se describe la “vivencia” al estilo natural.

B) Estado de conciencia: fenomenología eidética

La intencionalidad eidética busca generalizar, purificando y reduciendo al eidos, para alcanzar

la universalidad, a través de la forma implícita. Se trata de determinar esencias que estén

desconectadas, existentes como irreales, sin afirmar ni negar, y donde el yo no intervenga, y sea

producto de una abstracción. Se pone entre paréntesis la realidad sensible y se desconectan los

actos del yo sobre los objetos.

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En este paso se prefiere la imaginación a la percepción inmediata, y se busca lo implícito, en

actitud de duda metódica. En geometría, una realidad es la rueda, y la pura esencia producto de

la abstracción es la circunferencia. De la misma manera de busca pasar del relato de ficción

donde los actos experimentados en la imaginación llevan implícita un esencia o sentido o

significación.

Así lo explica García Bacca:

“La fenomenología eidética o estado eidético, se propone descubrir, tener presente

las esencias (Wesen), sin intervenir en ellas, ni con la afirmación ni con la negación,

haciendo preceder un procedimiento de abstracción de realidades externas a las

esencias. Es decir: para una actitud e instalación fenomenológico-eidética en las

esencias, es preciso: 1) Desconectarlas, purificarlas, de lo real-concreto, ponerlas en

estado irreal. Así, para llegar a ver el eidos de circunferencia, el eidos de dos… en

su originalidad y puridad, es preciso abstraer, poner en paréntesis (Einklammerung)

las realidades o concretos sensibles en que tal vez se nos presenten. Prescindir, por

ejemplo, del material de una rueda en que comenzó a dársenos, impurificada, la

circunferencia. Este grado de abstracción, o este componente de la reducción

eidética, de reducir las esencias o eidos a sí mismos, se parece a la abstracción

formal escolástica (no a la total), obteniendo por tales métodos, husserliano o

escolástico, la mostración de que los objetos obtenibles por abstracción formal o

paréntesis fenomenológico son, de suyo, independientes de la materia en que

ocasionalmente se hallen o les haya encontrado.”(pág. 78)

Todo lo que existe se presenta individual, contingente, y tiene una duración (tiempo) y ocupa

un lugar (espacio). Luego, la intuición empírica implica tener conciencia de un objeto

individual contingente, al que le corresponde una “esencia peculiar”, que es lo que establece la

diferencia con respecto a otras posibilidades de ser. Lo real se presenta como individual, pero

por esencia se nos hubiera podido dar de otra manera. Lo dado en la intuición empírica se

comprende como un objeto individual, mientras lo que se nos da en la intuición esencial es una

“esencia pura”. Lo que existe individualmente es un hecho, y lo que existe en esencia es un

“eidos”, tal y como se identifica la esencia pura. Las acciones que se vivencian en la lectura de

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la novela elegida para la experiencia fenomenológica tienen un sentido sintético, nuclear,

implícito, que se buscará en esencia.

En el campo de las esencias puras se investiga posibilidades ideales, por lo que nos

distanciamos de lo individual y se busca lo general, lo que tiene universalidad, lo posible o

“eidos”, que no entra en el campo de lo existente, y es por ello que Husserl suprime las variables

espacio y tiempo, para analizar la esencia fuera de tales realizaciones mundanales.

Gallo (2002) explica que en la experiencia eidética se suspende el tiempo y el espacio, así

como el contexto y las circunstancias. Se trata de pensar la esencia, para encontrar

proposiciones universales, “a priori” que sean válidas para toda conciencia. En el caso del

análisis de una obra literaria se facilita este paso, porque la obra es de por sí ideal, debido a la

imaginación del autor, y no fue necesario poner la realidad entre paréntesis.

Una novela leída simultáneamente por veinte individuos, puede provocar veinte diferentes

vivencias de conciencia (noesis) pero el correlato esencial será el mismo para todos (noema).

Luego, el propósito de la fenomenología eidética es objetivar el conocimiento.

La teoría filosófica parte de una reducción, y en fenomenología la reducción consiste en aislar

el fenómeno del mundo exterior, ponerlo entre paréntesis, prescindir o no dar consideración a

datos comunes perturbadores, para poder contemplarlo en la conciencia. Y en la literatura está de

por sí satisfecho este ejercicio, porque las acciones transcurren en la conciencia, ejercitando la

imaginación. Como en la geometría, el objeto es ideal.

La Epojé o Reducción trata de centrar la atención en las cosas, dejando a un lado

intencionalmente todo aquello que podría perturbar la comprensión pura.

Se habla de la Epojé filosófica, que pone entre paréntesis toda teoría filosófica o

presuposiciones, para enfocarse en el objeto. La Epojé fenomenológica coloca entre paréntesis

todo lo accidental, fáctico y contingente, buscando sólo lo esencial, lo “a priori”, lo necesario…

La Epojé eidética es la propuesta de Husserl para practicar la fenomenología pura y llegar por

intuición a las esencias, por medio de la abstracción. En la reducción eidética se obtiene la

generalización, que es lo que se conoce como el acceso al ser, o el conocimiento de la esencia

pura.

Husserl (1913) cambia el planteamiento metodológico de Descartes de la “duda universal”,

por el uso de la “Epojé” universal, que hace a un lado el “mundo natural entero”, que siempre

permanecerá, y cierra completamente todo juicio sobre la existencias espacial y temporal, como

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suspensión para poder pensar y llegar a la reducción eidética, para encontrar el residuo

fenomenológico, que sería eso que queda luego de desconectar el mundo entero, pero no como

“eidos” sino natural. Porque no se suprime, por ejemplo, la serie de los números, sino

ingresamos en otra región del ser, de las “vivencias puras”, “conciencia pura”, con sus “correlatos

puros”, y es lo que llama Husserl como desde el “yo puro”, desde la conciencia.

C) Estado de conciencia: fenomenología trascendental

En la tercera etapa, Husserl nos conduce hacia la constitución de la conciencia como realidad

primaria, donde el sujeto sustentara a las cosas o la realidad de las cosas se apoyara en el yo.

Implica retornar a las cosas, pero ver el reverso de las cosas, como se constituye el mundo

material. Aquí hace presencia la creación, y se constituye el mundo material. Es el volcarse

hacia lo potencial. Es, según García Bacca, que “esencia y existencia van necesariamente

unidas e identificadas en mis actos reales tal como me son dados” (Pág.81).

En este momento máximo del proceso fenomenológico, el yo participa de la construcción de la

realidad para sí de toda realidad, lo cual explica García Bacca asi:

“Si sólo tuviéramos las cosas de una sola manera, por ejemplo: pensadas,

creeríamos que son ellas las que por misteriosa manera nos moldean según ellas

son; que nosotros no hacemos sino dar conciencia a su presencia. Pero como las

tenemos en memoria –como ausentes, con lejanía de pasado–, en imaginación –como

ausentes, pero en neutralidad, sin añoranzas por ser o haber sido ya o por haber de

ser ante y para nosotros, en entendimiento, –como definibles, cual caracterizables

con notas, conexiones, con tendencias a afirmación–, cual objetos queridos –como

deseables, como fines, cual valores–, podemos sospechar que todos estos sentidos

que damos a las mismas cosas, que estos sentidos noemáticos, para decirlo con un

término husserliano técnico, son constituciones nuestras, inventos nuestros, modos de

configurar nuestra realidad consciente.” (Pág. 82)

La conciencia se clasifica en fases, principiando el método fenomenológico por determinar la

conciencia del objeto como cosa sensible contraria al sujeto que la piensa, y luego se determina la

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auto-conciencia, que aborda el asunto de la conciencia social, y en el tercer momento aparece la

razón como síntesis de la objetividad y subjetividad.

Y en el proceso de reflexión hay tres tipos de distancia del objeto, en primer lugar, en el estado

natural, hace presencia la intuición vía el contacto directo y la certeza; en el estado

fenomenológico y trascendental, hacen presencia la memoria, que es menos real, y la

imaginación, que es irreal, para recordar o crear.

Dicho proceso y punto de vista se aplicará en la lectura fenomenológica de la novela elegida

para esta investigación.

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IV PRESENTACIÓN Y ANÁLISIS DE RESULTADOS

1. El pensamiento sobre la esencia

Esta investigación fenomenológica implica una aproximación a la esencia de una obra

literaria, lo cual implica determinar previamente a qué nos referimos por “esencia”, dado que a lo

largo de la historia de la filosofía, dicho término ha ido adoptando diferente significado. Una

vez aclarado su sentido, procederemos con los resultados.

Una pregunta fundamental de la filosofía en todos los tiempos ha sido ¿qué es la esencia de

algo?, lo cual implica que de entrada tenemos ante nosotros un “algo”, ya sea una cosa física,

acto o idea, y queremos precisar o identificar en sus contenidos lo que le da unidad y diferencia

de otras cosas físicas, actos o ideas, lo cual podría ser considerado como una acción intelectiva de

desambiguamiento. En la Edad Antigua y Media la preocupación radicaba en el objeto de

conocimiento, y su fundamento se cifraba en lo real, identificado como “ser” y entendido como

“realidad”, lo que cambió después de Descartes, en la Edad Moderna, cuando es la razón quien

impera, siendo la reflexión misma en la conciencia el punto de partida y fundamento de la

reflexión; a partir de lo cual la realidad se concibe según el pensamiento, y la esencia se plantea

como la posibilidad de existir.

En una primera instancia, al cuestionar “qué es algo”, respondemos naturalmente con la

enumeración del conjunto de atributos o rasgos que hacen posible la aprehensión y descripción de

lo que se percibe con los sentidos, porque ese “algo” se describe así desde la perspectiva de un

posible sujeto que tiene el objeto ante sí, e igualmente ocurre ante otros sujetos.

En segunda instancia, que demanda una reflexión más profunda, encontramos que ese “algo”

podría sufrir cambios en sus atributos, pero permanecer siempre siendo lo mismo, manteniendo

su unidad a pesar de sufrir variaciones, como se podría ejemplificar con una mujer que un día

conocemos con ciertos rasgos fisonómicos y nariz torcida y semanas más tarde encontramos con

la nariz operada y facciones diferentes, producto de un proceso de cirugía estética. Aunque los

datos de percepción aparente y superficial han sufrido alteraciones, el sujeto es el mismo, luego

hay que restringirse en la comprensión de “qué es algo” a los atributos intrínsecos, que

sobreviven a posibles transformaciones. Ello exige a la reflexión filosófica la tarea de

diferenciar los elementos que son accesorios de los que no pueden faltar sin que la cosa, acto o

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idea deje de ser lo que es, lo que ya empieza a denominarse como detalles de su esencialidad,

siendo la esencia el resultado de la integración del conjunto de esencias constitutivas, cuya

unidad resulta primaria y necesaria para distinguir lo que es ese algo.

La esencia, que viene del latín essentia, infinitivo del verbo esse (ser igual a existir), cuyo

participio es “ente”, el ser que existe; se presta a dos sentidos, a sustancia que muestra su

existencia (como sujeto del discurso), o esencia que atribuye a la sustancia sus cualidades (como

predicado). Dichos sentidos se han ido alternando a lo largo de los siglos, confundiéndose

esencia y sustancia o separándose radicalmente.

Antes de Aristóteles no se hacía diferencia entre esencia y ser, es con él que empieza a

distinguirse entre los dos términos, aunque se mantiene un vínculo estrecho, porque la esencia es

lo que es la sustancia. Asunto que agudiza Santo Tomás siglos más tarde, determinando que el

ser es la sustancia de la cosa y la esencia lo que cada cosa es.

A partir de Descartes la esencia se afirma como idealidad del pensamiento, la posibilidad de

ser, siendo lo existente la actualidad de tal posibilidad. Ello da lugar a posiciones esencialistas,

de postura idealista, y al empirismo de los sustancialistas. Destacando Kant en el lado idealista

crítico, para quien la esencia es un concepto objetivo, que se comprende como la representación

de la cosa real, pero que no es real.

Así llegamos a Husserl, para quien la esencia es la unidad eidética de sentido, lo que significa

intencionalmente todo conocimiento, y se aprehende intuitivamente como absoluto en la

conciencia. Para Husserl la realidad es entendida como individualidad, lo que se asocia con el

hecho y su contingencia, y en tal sentido el saber de la ley natural es empírico. Mientras que una

ley esencial implica algo que no puede cambiar, que sólo puede ser de una manera, luego la

esencia no se funda en la realidad y conduce al saber absoluto. Ello implica que la esencia es

independiente de la realidad pero la realidad es dependiente de la esencia, porque toda realidad se

funda en alguna esencia, que es el saber absoluto, lo cual no es un objeto real sino un “eidos”.

Esto implica que cuando el saber no depende de las condiciones empíricas es saber absoluto, y tal

cosa es la esencia.

A continuación repasaremos algunos elementos en el proceso de distinción de la idea de

esencia, hasta recalar en su comprensión según la Fenomenología de Husserl.

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A. Cuando esencia y ser no se diferenciaban

Los filósofos presocráticos no diferenciaron entre esencia y ser, y se atribuye a Parménides, el

primer metafísico, la consideración de que el “ser” es la “esencia” de todas las cosas, lo que no

puede sufrir cambio. El filósofo griego asoció el ser con el pensar, luego sólo tiene esencia lo

inteligible, en tanto que las cosas de la realidad son pura apariencia. En su famoso poema del ser,

del cual apenas se han rescatado fragmentos, aparece su planteamiento de que el ser es y el no-ser

no es, y se determina que es factible captarse la esencia del mundo vía el pensamiento, adoptando

una actitud de orden racionalista. El fragmento 6,

Fragmento 6:

Necesario es decir e inteligir que lo ente es. Pues es ser

pero nada no es. Te intimo a que todo esto pienses.

Y primero de esta vía de indagación yo te aparto,

pero luego también de aquella por donde los mortales que nada saben

van errantes, bicefalos: pues el desconcierto en sus

pechos dirige el errabundo pensamiento. Arrastrados,

sordos a la vez que ciegos, estupefactos, masas indecisas

para quienes ser o no ser son lo mismo

y no lo mismo, y el sendero de todo vuelve sobre sí. (pág. 3)

Es Heráclito quien añade la posibilidad del cambio, donde el “ser” es esencia de las cosas pero

también da lugar al no-ser, debido a lo cual no es posible captar la esencia del mundo porque la

realidad es un constante devenir.

Para Parménides el Ser no cambia ni deviene, y entonces la esencia es captable, mientras para

Heráclito todo es cambio, y por ello no es factible determinar la esencia.

Dicha antinomia entre lo uno y lo diverso será resuelta por Platón, quien le atribuye al ser

como “esencia” la figura de “idea” o “forma eterna”, con lo que se determina inmutabilidad de

todas las cosas aprehendidas por percepción sensible, como ideas separadas o modelo de las

cosas.

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En el mundo inteligible nada cambia, las esencias son inalterables, mientras en el mundo

sensible, todo se altera.

Las ideas de las cosas tienen existencia/esencia, y se encuentran en el mundo inteligible,

entendiendo la realidad sensible como apariencia e ilusión de los sentidos. La idea esencial de

las cosas se encuentra en un mundo aparte, intelectivo, donde reside la esencia como verdad

absoluta, mientras en el mundo real todos los objetos se asemejan a esas ideas o entelequias

inmutables, sin alcanzar la perfección. Así se determinan dos realidades, una inmaterial donde

se encuentran las ideas, como mundo perfecto e inmutable, conocida por el alma y que se intuye

evocativamente, como recuerdo, al momento de presenciar los objetos, hechos o fenómenos en el

mundo de la experiencia.

Tómese como ejemplo el diálogo con Glaucón en el Libro Sexto de La República de Platón,

cuando al respecto dice:

“—Imagínate, pues, que el bien y el sol son dos reyes, el uno del mundo inteligible, el

otro del mundo visible; no digo del cielo, por temor a que quieras creer que quiero

hacer un equívoco. —He aquí, por consiguiente, dos especies de seres, visibles los

unos, los otros inteligibles. —Perfectamente. —Sea, por ejemplo, una línea cortada

en dos partes iguales. Vuelve a cortar cada parte, es decir, el mundo visible y el

mundo inteligible; tendrás por un lado la parte clara, por el otro la parte oscura de

cada uno de ellos. Una de las secciones de la especie visible te dará las imágenes:

entiendo por imágenes, primeramente, las sombras; luego, los fantasmas

representados en las aguas y en la superficie de los cuerpos opacos, bruñidos y

brillantes. ¿Comprendes mi pensamiento? —Sí. —La otra sección te dará los

objetos que esas imágenes representan; quiero decir: los animales, las plantas, y

todas las obras de la naturaleza y del arte. —Concibo lo que dices. —¿Te parece

que aplicando esta división a lo verdadero y a lo falso estableciésemos esta

proporción: la opinión es al conocimiento, lo que las apariencias son a las cosas que

representan?” (pág. 550)

El pensamiento de Platón fue adoptado más tarde por el cristianismo, pues las esencias se

entendieron como “ideas” presentes en la mente divina, y así se explicó la creación y se fundó la

posibilidad de un plan divino determinando la vida. En el Tratado sobre la Santísima Trinidad

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de San Agustín, encontramos que Dios es esencia (sustancia), y que esencia viene de ser (existir),

como lo que no cambia, mientras que todas las demás sustancias son susceptibles de accidentes y

cambios, por lo que al mudar pierden su esencia. Esencia se utilizaba para aquello que es ser e

inmutable:

“Sólo Dios es esencia inmutable

3. Dios es, sin duda, substancia, y si el nombre es más propio, esencia; en griego

ousía. Sabiduría viene del verbo saber; ciencia, del verbo scire, y esencia, de ser.

(…) Todas las demás sustancias o esencias son susceptibles de accidentes, y

cualquier mutación, grande o pequeña, se realiza con su concurso; pero en Dios no

cabe hablar de accidentes; y, por ende, sólo existe una substancia o esencia

inconmutable, que es Dios, a quien con suma verdad conviene el ser; y cuando es

susceptible de mutación, aunque no varíe, puede ser lo que antes no era; y, en

consecuencia, sólo aquel que no cambia ni puede cambiar es, sin escrúpulo,

verdaderamente el Ser”. (pág. 397)

En la Edad Media se seguía relacionando la esencia con la existencia, ignorando lo ya

planteado por Aristóteles en sus especulaciones metafísicas. Incluso Boecio, quien tradujo textos

aristotélicos, mantuvo el sentido de ser y esencia, refiriéndose a Dios como el Ser que es,

indicando que todo lo demás es fundado. Hirschberger (1974) explica en su Historia de la

Filosofía, que en Boecio: “es Dios el ser, mientras todo lo demás no es lo que es, es decir, debe

ser deducido, fundado, y sólo así recibe el ser, no es el ser” (pág. 316) El Ser es entendido

como forma sin materia, de naturaleza incorpórea, forma que constituye y natura porque se puede

comprender y definir, forma que es al mismo tiempo esencia y existencia. La esencia se

enriquece en la búsqueda de los universales, porque lo singular atrae la mente hacia lo universal,

el pensamiento abstrae lo universal identificando rasgos iguales, en la acción que Hirschberger

describe como “en la persuasión de encontrar en ese conjunto de notas comunes lo esencial”

(pág. 316), y la imagen mental obtenida es la forma, que no real sino una generalidad fundada en

la realidad. Concepto que recuerda el razonamiento de Husserl sobre la abstracción en la

segunda de sus Investigaciones lógicas, aunque luego Boecio se retraiga al platonismo cuando en

su obra Consolaciones de la Filosofía, desarrolle según el comentario de Hirschberger que “las

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formas universales no se abstraen de las cosas singulares, sino que nuestro espíritu recuerda

formas aprióricas y que el conocimiento sensible no tiene otra función que despertar aquel

recuerdo” (pág. 317). Las formas a priori existen en la mente de Dios, luego se cree en el Plan

Divino, y la materia es donde el ser se actualiza. El mundo irracional se plantea como

determinista, y en los seres racionales las formas universales se designan como ideales, con

posibilidad de elegir con libertad.

Los escolásticos siguieron analizando el tema de la esencia, sin llegar a separar esencia de

existencia, preocupados por determinar la esencia de la cosa, del concepto y de sí misma. Para

Avicena la existencia era un accidente de la esencia, para San Anselmo la esencia incluye la

existencia como una propiedad más, y para Averroes no había distinción alguna entre esencia y

existencia.

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B. Distinción entre esencia y ser

Es con Aristóteles que empieza a distinguirse entre esencia y existencia, aunque el filósofo las

vincule, conceptualizando la esencia como lo que es la sustancia.

En su Metafísica Aristóteles utilizó el término griego ούσία, para esencia, término amplio

entre cuyos usos prevalece el sentido de “sustancia”. Para hablar de “esencia” en cuanto tal, el

autor griego utiliza la expresión τό τί ἧν εἴναι que se traduce como “lo que es la ούσία”, o

explicado por los escolásticos como “quiddidad” en latín, entendiendo la respuesta a la pregunta

“qué es esto”. Dice al respecto Zubiri (1962) en Sobre la esencia, que “Para Aristóteles, la

realidad es radicalmente sustancia y la esencia es un momento de ésta. La esencia es, pues,

siempre y solo, esencia de la sustancia” (pág. 3)

Aristóteles ya entra en conciencia de la existencia de un doble sentido, donde esencia se

refiere a la existencia de la cosa, acto o idea, “que es”, lo cual nos conduce al plano metafísico de

la existencia: pero al mismo tiempo atribuye cualidades a dicha cosa, acto o idea: “lo que es” en

realidad, describe lo real como realidad, determinando la consistencia de lo objetivo,

aproximándonos más a la inquietud científica.

Aristóteles plantea en el Libro Duodécimo de su Metafísica que “la facultad de percibir lo

inteligible y la esencia constituye la inteligencia” (pág. 209), y que la posesión del conocimiento

es la actualidad de la inteligencia, lo que se refiere al paso de la potencia al acto. Admite así que

es factible aprehender las esencias, que son múltiples, y las clasifica en dos planos, en el físico y

en el inmóvil.

Las esencias o sustancias sensibles o físicas son aquellas que poseen materia y forma, se

consideran susceptibles de mudanza, que se mueven. Hay de dos tipos de sustancias sensibles,

las eternas y las perecederas, que podríamos identificar como las inorgánicas y las orgánicas.

En las perecederas están las plantas, los animales, y en las eternas se ubica a las estrellas fijas y a

los planetas en continuo movimiento. Y cada sustancia es en sí su esencia, en cuanto a que

existe, como las cosas naturales, los productos del arte o del azar.

Las esencias inmóviles son las que se refieren a las ideas, cuya esencia es eterna e inalterable,

que existen independientemente de la realidad física, como los seres matemáticos, los números, la

geometría, que no son esencias reales sino inmateriales, sin extensión ni partes. Estas esencias

requieren de una ciencia aparte para su entendimiento.

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Lo relevante en la profundización aristotélica es la aceptación del cambio, el cual así como se

aplica a la cualidad (alteración), cantidad (aumento/disminución) y de lugar (movimiento),

también se atribuye a las esencias móviles, resultado de la producción o destrucción. Es así

como se habla del ser en potencia y ser en acto, donde la esencia es el acto mismo.

Aristóteles abundó en la búsqueda de cuántas esencias existen en el mundo, entendiendo que

hay muchas pero que pueden categorizarse, así como unos pocos números pueden dar lugar a

calcular lo infinito, igualmente buscó las esencias básicas que pudieran contener toda la realidad.

Y pensó que unas esencias son constitutivas de otras, siendo más importantes las más simples, las

que forman a las demás, determinando que al escudriñar en todas, por regresión, se llega “En

cuanto a la primera esencia, no tiene materia, porque es una entelequia” (pág. 212), luego el Ser

sería la sustancia primera, la que lleva en sí misma el motor de la acción desde la inmovilidad.

Y en su estudio de la sustancia en general parte de que la esencia primera es la sustancia, luego

está la materia, luego la forma, y le siguen las causas y los principios de la potencia y el acto. La

esencia es el objeto de estudio, porque conduce a los primeros seres: “las esencias son los

primeros seres” (pág. 206), lo que tiene existencia separada, lo cual es atributo exclusivo de la

esencia.

Aristóteles acude a la idea de universales para referirse a las esencias desde el punto de vista

lógico, y las clasifica en tres niveles: primero en la materia (apariencia), donde reside el ser en

potencia porque puede devenir, y “todo lo que cambia tiene una materia” (pág. 202), donde el ser

es determinado como pura apariencia; en segundo lugar está la naturaleza (forma), que es a donde

se llega por producción o destrucción, y donde se fundan los principios de las esencias; y en

tercer lugar la esencia individual como reunión de los dos primeros, que se centraliza en el sujeto

particular, por ejemplo Sócrates, que en sí mismo contiene forma y privación (de lo que no es).

La conceptualización de la esencia aristotélica plantea que la sustancia primera permanece en

la existencia aunque esté cambiando como desarrollo de su forma, mientras su esencia o sustancia

segunda mantiene los predicados esenciales que la determinan como una clase o individualidad.

Un ejemplo podría ser aplicado a determinar cuál es la esencia de Sócrates, a quien

nombramos como individuo o sustancia primera, que es por lo tanto un sujeto de predicados, pero

no el predicado de otra cosa. Sócrates es “esto”, de donde aprehendemos la suposición vivencial

de existencia. Pero y si nos preguntamos ¿qué es “esto”? Debemos predicar primero su

especie, así que es un hombre, lo cual es también esencia. A continuación, podríamos

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preguntarnos ¿qué es un hombre? A lo que responderíamos en género que un animal, que al

mismo tiempo tiene la diferencia específica de ser racional, lo cual permite definir sumando

esencialidades. A lo que podríamos agregar propiedades, como “animal que ríe”, como atributo

exclusivo de la especie. Pero en todo caso, seguimos identificado a Sócrates como cualquier

hombre, pero en su individualidad dependerá del concepto.

El proceso según Aristóteles consiste en intuir la “esencia” a partir de la abstracción lógica, y

el concepto que determina la identidad debe ser expresado lingüísticamente.

El pensamiento aristotélico perdió influencia tras la llegada del cristianismo, que adoptó el

neoplatonismo como pensamiento adecuado a la nueva corriente de creencias religiosas, y no es

sino hasta el siglo XI cuando retorna a Occidente la influencia del pensamiento de Aristóteles,

por el concurso de árabes y judíos, hasta llegar a Santo Tomás, quien plantea la distinción real

entre esencia y existencia, donde esta última no se admite como un mero accidente de la esencia.

La metafísica escolástica diferenciará entre esencia y existencia a partir de su análisis entre el ser

creado (mezcla de actualidad y potencialidad, finito y contingente) y el increado (acto puro,

Dios), las cosas “tienen” ser mientras que Dios “es” su ser. La esencia o quiddidad se explica

como el conjunto de rasgos por los que una cosa es lo que es, que la distinguen y separan de otras

cosas. Para el caso de Dios no hay diferencia entre esencia y existencia, pero si para las cosas

finitas. En su obra, El ser y la naturaleza de las cosas (De Ente et Essentia), Santo Tomás lo

explica así:

“Cualquier cosa que no entra en la noción de esencia, proviene desde afuera y entra

en composición con ella, porque ninguna esencia puede concebirse sin sus partes.

En cambio, toda esencia puede concebirse sin que a su noción se incorpore nada de

su existencia; por ejemplo, puedo entender qué es el hombre o el Ave Fénix e ignorar

si existen como cosas reales. Por lo tanto es claro que la existencia difiere de la

esencia” (cap. 5, pág 23)

Santo Tomás constituye la estructura de las cosas o sustancias como el resultado de la

combinación de una materia primera (factor metafísico) y de una forma sustancial (principio de

actividad inmanente). La materia prima es el componente potencial (posibilidad),

indeterminado y constitutivo que da continuidad a todo lo que cambia, y la forma es el

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componente actual (cuando es real) de cuerpos que cambian. En El pensamiento de Santo

Tomás, Copleston (1999) lo explica así:

“De acuerdo con Sto. Tomás, toda cosa material o sustancia está compuesta de una

forma sustancial y de una materia primera. Ninguno de los dos principios es en sí

una cosa o sustancia; los dos juntos son los principios componentes de una

sustancia. Y sólo de la sustancia podemos decir propiamente que existe”. (Pág. 96)

El ser se conceptualiza como la sustancia de la cosa, y la esencia lo que cada cosa es, aquello

dentro de cuya estructura de forma y materia, la cosa es. Quedaron así separados en el mundo de

lo real, de manera radical, esencia y existencia.

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C. La idealidad de la esencia y actualidad de lo existente

La filosofía moderna inicia con la metafísica de la sustancia de Descartes, “pienso, luego

existo”, porque se puede dudar de todo menos del pensamiento y del yo que piensa. Descartes

meditó sobre la predeterminación en las ideas innatas, y llegó a la conclusión de que son tres las

que se nos dan de manera clara y evidente, la sustancia infinita, Dios, y luego dos sustancias

finitas que formulan el dualismo cartesiano, la separación radical del cuerpo (res extensa) y el

alma (res cogitans), cuyas propiedades o actividades se clasifican en dos, por un lado se

encuentra el atributo esencial o naturaleza o esencia, y por el otro lado el modo de lo accidental.

El atributo o esencia del cuerpo es la extensión espacial, y sus modos accidentales son la

posición, figura y movimiento.

La esencia del alma es el pensamiento, el saber, lo que describe como intelección o

concepción pura, porque el pensar es la esencia del yo, así como el principio de la existencia.

En la Meditación Sexta, de sus Meditaciones Metafísicas, Descartes plantea:

“Partiendo de que conozco con certeza que existo, y, sin embargo, no observo que

ninguna otra cosa pertenezca necesariamente a mi naturaleza o esencia, concluyo

que ésta consiste en que soy una cosa que piensa, o una substancia cuya esencia o

naturaleza es el pensar. Y aún cuando tengo un cuerpo al cual estoy estrechamente

unido, como por una parte poseo una clara y distinta idea de mí mismo, en tanto que

soy solamente una cosa que piensa y carece de extensión, y por otra tengo una idea

distinta del cuerpo en tanto es solamente una cosa extensa y que no piensa —es

evidente que yo, mi alma, por la cual soy lo que soy, es completa y verdaderamente

distinta de mi cuerpo, y puede ser o existir sin él” (pág. 84)

Descartes separa radicalmente el mundo de la cosa pensada del mundo de la cosa extensa, y el

método de la intuición cartesiana, soportado sobre las matemáticas, habilita la intuición de

esencias o ideas, aprehendiendo así la cosa en su individualidad de un modo claro y evidente.

En la Meditación Quinta, Descartes se refiere al conocimiento de las cosas, lo cual no se logra

con claridad salvo cuando se las describe en general, que es cuando aparece ante sus ojos como

verdad inmutable y a priori, la idea o esencia por abstracción:

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“y concuerda tan bien con mi naturaleza, que cuando las descubro creo que no

aprendo nada de nuevo y me acuerdo de lo que sabía antes, de cosas que estaban ya

en mi espíritu, aunque mi pensamiento no las tomara como objeto de investigación.

Encuentro en mí infinidad de ideas de ciertas cosas que no pueden ser estimadas

como para nada, que no son fingidas por mi, aún cuando tenga libertad de pensarlas

o no pensarlas, y que tienen naturalezas verdaderas e inmutables. Por ejemplo:

cuando imagino un triángulo, aunque tal vez fuera de mi pensamiento no exista esta

figura ni haya existido, no deja, sin embargo, de existir cierta naturaleza, forma o

esencia determinada, que no he inventado y que no depende en modo alguno de mi

espíritu” (pág. 77)

Descartes dudará de todo lo que percibimos vía los sentidos por cuanto se trata de apariencias,

mientras las ideas nos aproximan al infinito, porque “tengo primero la noción de lo infinito que

la de lo finito” (pág. 69), y esa idea es la esencia, que contiene en sí misma más realidad que

cualquier manifestación finita, dada en la experiencia. Es así como la esencia pasa a describirse

como la cosa posible, que puede convertirse en cosa real en la medida que se le añade la

existencia a la esencia. Luego, la esencia es como la base posible de todo lo que se realiza.

A partir del pensamiento de Descartes, el Siglo de las luces se debatirá entre la propuesta de

quienes aspiran a la verdad basados en la evidencia racional y de quienes sólo admiten el

principio de la evidencia sensible. Entre los primeros destaca Godofredo Guillermo Leibniz

quien reflexionó sobre la esencia como “idea o noción completa” que “encierra ya todos los

predicados o sucesos y expresa todo el universo” (pág. 21), y espera de las ideas esenciales la

total “claridad” de conocimiento en las nociones más confusas, o bien el conocimiento “intuitivo”

en las nociones distintas, que conducen a la idea completa. Leibniz planteó que la idea de la cosa

ya está presente en nosotros, como esencias:

“Tenemos en el espíritu todas esas formas, y las tenemos siempre, porque el espíritu

expresa siempre todos sus pensamientos futuros” (…) “y no se nos puede enseñar

cosa alguna que no tengamos ya en el espíritu la idea, la cual es como la materia de

que se forma este pensamiento”(pág. 33).

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A dichas ideas las denominará nociones o “conceptus”, y negará la posibilidad de que las

mismas se originen en la experiencia de los sentidos. Es así como da preeminencia al concepto

de las cosas, como por ejemplo la esencia de río es una idea o concepto, mientras que un río real

es la realización de dicha idea. La esencia resulta anterior a la cosa, y por lo tanto es su

fundamentación o posibilidad.

La visión idealista de la esencia se amplía con Kant, quien con su idealismo crítico remite la

esencia a la pura posibilidad de ser. En la introducción a los Prolegómenos a toda Metafísica

del Porvenir de Kant, F. Larroyo (1973) explica que:

“El método crítico proclama que la tarea de la filosofía no es extender el

conocimiento del mundo sino profundizar en las esencias humanas, en las decisivas

posibilidades del hombre” (pág. X)

Y en dicha obra, al referirse desde los inicios a las fuentes de la Metafísica, Kant expresa que:

“Si se quiere uno representar un conocimiento como ciencia, debe, ante todo, poder

determinar exactamente lo diferenciado, lo que en ella no es común a alguna otra y

constituye su peculiaridad; de lo contrario, los límites de todas las ciencias se

entremezclan, y ninguna puede ser tratada fundamentalmente según su naturaleza”

(pág. 29)

Kant determinó radicalmente que dichas esencias no podían ser tomadas de la experiencia,

porque son conocimiento del orden metafísico: “más allá de la experiencia”. Y son

conocimiento a priori, del “entendimiento puro, o de la razón pura”, y propone que un objeto

pensado es objeto en la medida que ha sido pensado. Y de esta manera se aleja aún más la

esencia (concepto y expresión de predicados en juicios) de la sustancia como objeto. La esencia

es la posibilidad del concepto en la experiencia.

En el idealismo crítico de Kant, la esencia aparece planteada como un concepto objetivo,

como representación de lo que es la cosa real o lo que podría llegar a ser si se actualiza, pero que

no es real aunque nos conduce a la idea del absoluto.

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D. La esencia como unidad eidética de sentido (Husserl)

Edmund Husserl define la esencia, como unidad eidética de sentido, o significación

intencional como unidad ideal en la conciencia pura, donde conciencia es el acto de “conciencia-

de” lo aprehendido, saber absoluto, fundamento de la posibilidad de lo real, porque la esencia

como sentido se basta a sí misma. La esencia es lo que no necesita de otro ente para ser lo que

es, y está referido a la esfera de lo ideal, siendo lo que se nos da en el modo absoluto de

conciencia. Luego las esencias ya no son realidades metafísicas, ni conceptos, sino unidades

ideales de significación que se dan en la conciencia. Las esencias como enunciado a priori no

están sujetas al tiempo, y son diferentes a los hechos temporales, que se dan a posteriori, o a la

realidad. Las esencias no son realidades sino idealidades. La esencia es independiente del

hecho, pero el hecho se funda en la esencia, es inseparable de la misma, luego la esencia modifica

y es en donde se funda la posibilidad de lo real. Al respecto escribió Husserl en sus

Investigaciones Lógicas:

“La posibilidad de una teoría fenomenológica de la esencia, consiste en que al pasar

de la ejecución ingenua de los actos a la actitud de la reflexión y respectivamente a

la ejecución de los actos pertenecientes a esta reflexión, los actos primeros han de

modificarse necesariamente” (pág. 221)

Husserl propuso el planteamiento de una teoría objetiva del conocimiento, refiriéndose a las

vivencias aprehensibles y analizables en la intuición, con universalidad de esencia. No se refiere

a lo percibido empíricamente como hechos reales en el mundo aparente que nos es dado por

experiencia, sino a la expresión pura de la esencia a priori.

En la investigación primera, aborda el planteamiento de la expresión y significación, donde el

fenómeno físico constituye la expresión, cuya vivencia mienta algo y da significación, en cuanto

muestra una intención significativa, y se sucede su cumplimiento significativo, como sentido o

contenido de la expresión. Al respecto dice E. Husserl:

“Una expresión tiene, pues, en este sentido una significación cuando a su intención

corresponde un cumplimiento posible”. (pág. 255)

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La significación reside en el acto que da sentido. Las expresiones se consideran objetivas o

exactas en la medida que su significación no cambia, luego es fija, ideal, no afectada por el curso

de representar y pensar subjetivo ocasional que modifica el sentido según las circunstancias

accidentales, cambiantes y variables. Lo que se busca en el conocer es la unidad ideal de

significación con relación apriorística.

Husserl ejemplifica con el objeto rojo, donde la significación individual corresponde al objeto

real, pero también hay una significación ideal de especie en lo correspondiente a la cualidad del

color rojo, y como significar es un acto concebido por nosotros en la vivencia total de la

expresión intuimos la unidad ideal de significación relativa a la especie de rojos, o lo se podría

representar como la idea de “rojez”. Cuando aparece el objeto rojo “miramos hacia él, aunque

no es él lo que mentamos”, es el momento de la rojez como un modo de conciencia. Lo que se

nos aparece es la especie y no lo individual debido al acto de abstracción intuitiva, que desarrolla

en la Segunda investigación.

El filósofo aclara que dicha unidad ideal de significación es patrimonio de la lógica pura, y la

denomina esencia, elemento tan rechazado por los psicologistas y empiristas para quienes el ser

humano es incapaz de aprehender lo específico, los objetos universales.

El fenomenólogo plantea el ideal como condición de posibilidad del conocimiento objetivo, y

dicho “idealismo” representa “la única posibilidad de una teoría del conocimiento congruente

consigo misma”, “lo ideal como condición de la posibilidad del conocimiento objetivo” (pág.

296). Se mienta lo individual, eso mismo que se ofrece, pero de manera específica, su contenido

o idea. No se mienta la rojez en el objeto, en esta cosa, sino la “rojez” como esencia, se

constituye un modo de aprehensión para la idea de lo rojo, como un objeto universal, haciendo

posible la objetividad de la especie, ya que en cada momento se realiza la misma especie lejos del

rasgo singular, igual si mentamos un rojo o este rojo… Es una forma de determinar

objetividades de conciencia. Y así llegamos a la esencia de los objetos universales, donde la

especie resulta objetivada.

Husserl retomó el tema de los universales, que viene desde la Edad Antigua, y que motivó a

Guillermo de Ockham a plantearse la pregunta de si ¿existen universales o bien sólo cosas

singulares?, motivado para comprender si las generalidades se designan nominalmente o si

existen realmente como formas generales de las que participan las cosas singulares. El

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empirismo eliminó prácticamente toda posibilidad de existencia de los universales, pero Husserl

regresa a ellos en el campo de la lógica pura, y los considera fundamentales para poder conocer y

entendernos, porque donde hay igualdad hay identidad, y porque toda igualdad hace referencia a

una especie. La identidad se presenta como “el límite de la igualdad”, porque es lo que

determina la afirmación humana de la igualdad en las cosas. La identidad es indefinible, pero la

igualdad sí es definible, porque se convierte en el modo de relacionar a todos los objetos que

pertenecen a alguna especie común. Y la unidad ideal queda así conceptualizada como el

“atributo que constituye el respecto de la igualdad”. Lo que se mienta es entonces lo universal y

no las singularidades, y pone el ejemplo del papel blanco, que al mentarlo vemos el sentido

universal tanto de papel como de lo blanco, aunque el ser de lo ideal “no es un ser posible de lo

real”, porque en el mundo real no se encontrará jamás los números como tampoco las

posibilidades, pero igual existen en nuestra conciencia. Y Husserl afirma que “lo singular se

halla bajo predicados universales”, así como que “la unidad ideal de la intención es lo que da a

las palabras su sentido unitario”.

Edmund Husserl en su Introducción general a la Fenomenología pura, realiza una

comparación entre la forma como se sucede por intuición el conocimiento natural a través de la

experiencia, y la manera como también por intuición se “conocen las esencias puras”, tema que

motiva su investigación. En las primeras dos líneas de su obra afirma que:

“El conocimiento natural empieza con la experiencia y permanece dentro de la

experiencia” (pág. 17)

Y define “mundo” como el horizonte de toda búsqueda posible, donde las ciencias se dedican

a explicar el “ser verdadero” y “ser real” del dominio de su campo de investigación, en cuanto a

que se trata de “ser en el mundo”.

“El mundo es el conjunto total de los objetos de la experiencia y del conocimiento

empírico posible”(pág. 18)

Y expresa que la “intuición” consiste en el “darse originariamente algo real”. La experiencia

es originaria cuando las cosas reales se dan de suyo ante nosotros, como ocurre con las cosas

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materiales, los objetos físicos ante la vista, pero deja de ser originaria cuando se intuye del

recuerdo o se supone para el futuro (imaginación). Es originaria la experiencia de nosotros

mismos, internamente, mientras no lo es si lo captamos de las vivencias de los demás.

Todo lo que se aprehende por las ciencias empíricas son “hechos” naturales, y todo lo que

existe será comprendido por la lógica formal, que se dedica a entender la verdad y lo real en la

experiencia en el mundo. Y en tal caso encontramos que todo lo que existe se presenta

individual, contingente, y que en la medida que existe tiene una duración (tiempo) y ocupa un

lugar (espacio). Luego, la intuición empírica implica tener conciencia de un objeto individual

contingente, al que le corresponde una “esencia peculiar”, que es lo que establece la diferencia

con respecto a otras posibilidades de ser. Lo real se presenta como individual, pero por esencia

se nos hubiera podido dar de otra manera, lo cual hace pensar a Husserl que:

“al sentido de todo lo contingente es inherente tener precisamente una esencia y por

lo tanto un eidos que hay que aprehender en su pureza, y ese eidos se halla sujeto a

verdades esenciales de diverso grado de universalidad” (pág. 19).

Lo dado en la intuición empírica se comprende como un objeto individual, mientras lo que se

nos da en la intuición esencial es una “esencia pura”. Lo que existe individualmente es un hecho,

y lo que existe en esencia es un eidos, tal y como se identifica la esencia pura.

En el campo de las esencias puras “no se investiga realidades sino posibilidades ideales”, por

lo que nos distanciamos de lo individual y se busca lo general, lo que tiene universalidad, lo

posible o “eidos”, que no entra en el campo de lo existente, y es por ello que Husserl suprime las

variables espacio y tiempo, para analizar la esencia fuera de tales realizaciones. Se trata de

racionalizar lo empírico, de transitar por lo puramente racional, aunque a disposición de la

experiencia en sí. Al respecto, plantea Husserl en el apartado de la “epogé” fenomenológica, lo

siguiente:

“no por ello niego “este mundo”, como si yo fuera un sofista, ni dudo de su

existencia, como si yo fuera un escéptico, sino que practico la epogé fenomenológica

que me cierra completamente todo juicio sobre existencias en el espacio y en el

tiempo” (pág. 73)

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La Fenomenología se explica, entonces, como la ciencia de las esencias, o una filosofía

primera.

En su obra Sobre la esencia, X. Zubiri (1962) resume el pensamiento de Husserl sobre las

esencias de la siguiente manera:

“La ley esencial no se funda en la realidad en cuanto tal, sino en algo independiente

de toda realidad fáctica. A este objeto sobre el que se funda la ley esencial es a lo

que Husserl llama esencia. Mientras que la aprehensión de los hechos constituye el

saber empírico, la aprehensión de las esencias es el término de un saber absoluto.

Claro está, esencias y realidades no son del todo independientes: una esencia es

independiente de toda realidad, pero la recíproca no es cierta; esto es, toda realidad

está fundada en una esencia, tiene un ser tan sólo relativo a la esencia, y todo saber

empírico está fundado en un saber absoluto. La esencia, en cambio, tiene un ser

absoluto, y es término de un saber absoluto también. (pág. 24)

Si la conciencia se comprende como el acto de dar sentido, al reducir la realidad a sentido,

podemos convertir el conocimiento empírico en absoluto y el hecho mismo se explica en la

esencia en la cual está fundado.

Ello abre una inmensa cantidad de posibilidades al conocimiento, y en esta investigación

fenomenológica procederemos a buscar en una novela producto de la creación humana,

constituida por una serie de vivencias encadenadas, su sentido. No se tratará de percibir

realidades, sino de aprehender la esencia, o unidad eidética de sentido. Porque, como lo explica

Zubiri refiriéndose a las esencias husserlianas:

“todo lo individual y contingente remite por su propio sentido a una esencia de lo

que es realización fáctica” (pág. 26)

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2. Generalidades sobre la vida y obra de Mario Monteforte Toledo

Mario Monteforte Toledo nació en la ciudad de Guatemala el 15 de septiembre de 1911,

cuando la república festejaba con desfile escolar y bandas marciales los primeros 90 años de vida

independiente en la capital modernista. Eran los tiempos del tirano Estrada Cabrera. El paso

del cometa Halley había despertado asombro y miedo, avivando la superstición y los mitos. Hijo

de familia acomodada se crió muy cerca del poder provinciano en una nación marcadamente

dividida, racista y clasista. Su padre trabajaba para el tirano. El mundo acababa de despedir a

León Tolstoi, a Mark Twain, al compositor Malher. Se avecinaban grandes y dramáticos

cambios, una nueva era. En Panamá se estaba construyendo el Canal interoceánico. El

portentoso Titanic se había hundido durante el trayecto de su primer viaje. En México había

triunfado la revolución, y el espíritu de Madero era pólvora ardiendo. En Europa estallaría muy

pronto la Primera Guerra Mundial. Rusia inauguró el ideario del comunismo sobre las cenizas

de la monarquía decadente. Monteforte aprendió en la conversación de sobremesa los nombres

de Lenin, Gandhi, Freud, Proust, DH Lawrence, Rilke… El surrealismo se fraguaba con toda

intensidad del otro lado del Atlántico. El mundo se encontraba en completa ebullición. Los

acontecimientos mundiales avivaron su ansia de cosmopolitismo, de partir, y despertaron el deseo

de aventura, conocer las luces y la cabecera del mundo. El mundo ancho e infinito le abrió sus

brazos. Monteforte Toledo no se podía conformar con el destino chato que le prometía la patria,

no aceptó freno ni frontera. Aunque su verdadero escape y realización lo encontró en el sueño de

la literatura, en la ficción trascendente, en el poder de la imaginación.

La ciudad de Guatemala quedó destruida tras los terremotos de 1917. La ciudad de adobe

quedó postrada tras los movimientos de tierra, convertida en escombros. Los campos de la Feria

y canchas deportivas dieron su acogida en champas de refugiados a un pueblo herido por la

fuerza telúrica, y ahí, entre cartones, mantas y láminas, surgió el primer gran efecto

democratizador del siglo XX: cuerpos de jóvenes de diferentes clases sociales se fundieron en

amores clandestinos, dando rienda suelta a una experiencia sensible transformadora. La tertulia

del terremoto alimentó entre escombros a la nueva generación. Monteforte Toledo era todavía

un niño, pero el cataclismo de consecuencias sublimes le abrió las puertas a la experiencia del

ocio en los barrancos, tras decretarse oficialmente la suspensión de la actividad escolar. Anduvo

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caminando en compañía de niños sin fortuna, descalzos y descamisados, soñadores, que

despertaron la magia y avivaron su ilusión de vagabundo. En La cueva sin quietud dejó

constancia de su fascinación por López, el protagonista del cuento El que enseñaba sueños, ese

niño pobre que lo llevó de la mano por el mundo real, demostrándole que siempre es posible

viajar con la imaginación, sin frenos ni límites materiales.

Mario Monteforte Toledo es apenas un adolescente cuando cae el tirano. Es hijo de padre de

origen mediterráneo, morfinómano que trabajaba oscuramente a la sombra del régimen, y de

madre guatemalteca ajena a los acontecimientos y al discurrir de la política. Ante la caída del

dictador, el padre se ve expuesto a ser linchado en el atrio de la Catedral, de lo que se salvó para

escapar hacia Nueva Orleáns, enviado por la madre con una pareja de amigos para que

acompañara la padre que se reponía de su dependencia a las drogas. Una circunstancia que

Monteforte relató en sus memorias truncas, para desdecirse de todo lo que nos había contado a

sus amigos mientras tomábamos vino de madrugada, una historia no vivida pero que le hubiera

gustado más como explicación. En lugar del viaje permitido y el internado en un colegio de

curas, a él le gustaba contar que imbuido por la acción colectiva, se había enfrentado rebelde al

padre y huido del hogar para embarcarse siendo un adolescente. En sus charlas entre amigos

contaba con toda seguridad y firmeza que se había quedado a vivir en Nueva Orleáns y que

mandaba correos a través de marinos a quienes encargaba sus misivas para ser colocadas en

buzones de países lejanos, en puertos impronunciables, para dar señas de vida. No respondía a

la realidad pero sí a deseos insatisfechos, a lo que le hubiera gustado experimentar, motivado por

el ensueño de López señalándolo con el dedo índice.

Se acababa de desmoronar el reino del terror y su apellido quedó mancillado. En sus

memorias, contenidas en el libro Mario Monteforte Toledo para siempre, dice al respecto lo

siguiente:

“Después de la caída del siniestro gobernante de veintidós años, el país se hizo otro.

Mi padre, que lo había servido en no sé cuáles turbias cosas desde su llegada al país

en 1910, concitó odio y amenaza hasta las puertas de nuestra casa”(pág. 51)

Tras la caída de Estrada Cabrera se persiguió a lacayos y confidentes, a traidores y

conspiradores. Monteforte abomina de raíz su vínculo con tales páginas negras de la historia,

evita admitir cuáles fueron las turbias andanzas de su padre, quien aparentemente trabajaba en la

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policía secreta del tirano, donde se gestaba la tortura. Tan grave acusación nunca la quiso

enfrentar. Años más tarde, siendo un político importante, Monteforte Toledo fue agredido por

un periodista que le sacó a relucir el oscuro pasado de su padre; ofendido en su amor propio,

Monteforte no lo desmiente sino lo reta a duelo.

El precoz joven soñador, según él contaba tal y como hubiera querido que sucediera, regresó a

El Salvador y luego a Guatemala, de donde partió a los 14 años, cuando se embarcó de polisón y

viajó a Nueva Orleáns, donde aprendió el inglés y se empleó de cuidador de caballos en las

cuadras de lujo de un dipsómano. ¿Son dos capítulos diferentes de su vida, o el mismo

confundido y ambientado? En sus memorias cuenta que a los 13 años estuvo interno en Nueva

Orleáns y a la vera del padre, quien escapaba del juicio social, condenado como verdugo de la

represión, y luego, a los catorce viajó a la misma ciudad de polizón. Monteforte Toledo borró de

su memoria tal pasaje real, y le gustaba recordarse solo e independiente, entre caballos finos,

ayudado por un noble gringo que le abrió la puerta de sus establos por arte de magia. De ahí,

decía, provino su amor por los cuadrúpedos que fueron ancla y carga en sus futuros traslados.

Antes de morir, pidió que lo llevaran a despedirse de su caballo. Le gustaba montar, como los

caballeros andantes de otra época. Viviendo en el Ecuador, ya en su etapa de madurez y

huyendo de un matrimonio a la deriva, pidió posada al pintor Guayasamín, quien le brindó un

pequeño apartamento en su jardín. La sorpresa fue inmensa cuando el pintor ecuatoriano

sorprendió al escritor guatemalteco llegando con sus bártulos y el inmenso caballo blanco que

amenazaba el pasto y las flores.

Mario fantaseaba o confundía realidad y ficción sobre su estancia en Nueva Orleáns, borrando

de la memoria la figura del padre, porque prefería imaginarse a sí mismo viajando por todo el

mundo, como aprendió de López. Más adelante simplifica el “Di Livio Monteforte”, y destaca el

apellido materno, Toledo. Se quiere arrancar las raíces, borrar un capítulo angustioso en la Italia

que durante una breve estancia de niño le supo tan ajena y dolorosa. En sus memorias frustradas

evadió el tema. Ocultaba el pasado desviando la narración a cuando estuvo perdidamente

enamorado de la princesa Yolanda de Italia, confesando su decepción cuando la tuvo enfrente, de

carne y hueso, o contando en sus memorias que cuando estuvo a punto de conocerla evitó acudir

a la fiesta a la que había sido invitado, renunciando así a toda posible decepción. Apenas dejó

resbalar la imagen resentida del padre atendiendo a un amigo catalán, enorgulleciéndose de las

grandezas de su primogénito, el rubio, mientras que a él lo presentó simplemente como “el otro”,

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el de aquí. Algunas páginas de dicho libro de memorias fueron recientemente publicadas en la

selección Mario Monteforte Toledo para siempre de José Toledo (2011), mientras el resto se

perdió con el disco duro de una computadora enferma que borró de verdad o como excusa un

pasado que le costaba mucho deglutir, porque según su visión el mundo no es el que cambia sino

nosotros.

La aventura de su viaje la remataba contando que un día fue descubierto por conocidos de su

familia materna en la ciudad puerto del río Mississippi y obligado a regresar a Guatemala. Sus

primeros tiempos de vida independiente, en la realidad o en el sueño, lo dejaron marcado para

siempre. El resto de su vida se la pasó reviviendo aquella misma acción voluntariosa.

Trascenderá la cárcel, los matrimonios, trabajos y oficios. Lo suyo son las letras y la

independencia plena, hacer lo que se le da la gana, retar al infinito.

De vuelta en Guatemala, se sumerge en los libros. Le apasionan las novelas folletinescas en

moda del colombiano Vargas Vila, así como los textos básicos de la literatura mundial, los

novelistas del siglo XIX y los novedosos EE Cummings, Musil, Joyce. Cuando le entraba la

nostalgia, contaba que en aquellos días dorados se juntaba con un grupo de amigos a leer y

desentrañar el Ulises en la edición original inglesa, antes o después de ir a perderse entre los

encajes de las mujeres en el burdel de “las francesas”.

El escritor aventurero descubre la selva, goza recorriendo con amigos el río Usumacinta hasta

su desembocadura. En su imaginación, quedó grabada la selva petenera, el murmullo del

silencio, la vida de los insectos y lagartos que nadan sigilosos entre piedras y ramas sueltas.

Anaité es su novela de los días de la selva, del retorno a lo primigenio. Una obra inicial, su

delimitación territorial, la constancia de un mundo vivo que no duraría mucho en su estado

natural, su primer ejercicio novelesco tras la lectura de moda de la obra en moda de José

Eustaquio Rivera, La vorágine.

Termina su carrera de abogado y se marcha a Francia en los años treinta, en el fecundo

período de entre guerras, a vivir intensamente, gozar de los placeres, los buenos vinos, las

fragancias, la comida y la elegancia, en una Europa limitada, empobrecida por el drama bélico

reciente. Una escasa asignación mensual le permitió vivir como pobre y millonario, y sus

estudios en el campo de la sociología complicaron su identidad. A su estadía en París debió el

descubrimiento de la dialéctica hegeliana, a manera como se manifiesta el poder en las relaciones

sociales y personales, como constante lucha de los opuestos. Ante sus ojos se descubre la

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dialéctica del amo y del esclavo, uno tiene el látigo, es el amo, quien ejerce el poder sobre los

demás, y que por lo tanto no trabaja, mientras que otro es el esclavo, quien recibe los latigazos,

los dominados y sometidos al poder, que son quienes trabajan y acumulan el deseo de revancha o

venganza. Producto de la relación de tesis y antítesis deviene la síntesis, lo que provoca un

cambio o movimiento, lo cual es entendido como el drama de la vida que debe percibirse en toda

novela. El movimiento en Hegel conducía al espíritu como meta, pero la aplicación marxista

planteaba el cambio revolucionario para alcanzar la meta de un mundo sin clases.

A partir de tal descubrimiento, Mario Monteforte Toledo se plantea la necesidad de contar

siempre en la ficción de un argumento dialécticamente estructurado, donde se perciba la

constante lucha de los opuestos, sumado al hecho de la forma literaria, de saber contar bien,

describiendo lo que está allí pero nadie nota, para conmover al lector, quien deberá descubrir en

la mirada del otro lo que siempre ha visto pero sin caer en cuenta. El escritor, por su parte, no

admite el sometimiento al poder y le gusta afirmarse sobre los demás a partir de expresar su

independencia. Está consciente de la relación dialéctica en la cual se afirma el drama de la vida,

pero no quiere admitir tales condiciones para sí mismo. No se plegará a totalitarismos de ningún

tipo, pero lo seduce el poder de ser reconocido.

Llegó el día en que tuvo que volver a casa, ya contando con un doctorado en Sociología,

irrelevante en Guatemala, decidido a encontrar y descubrir lo que consideraba propio, como si tal

cosa fuera posible, y se sumerge así en el profundo mundo tzutuhil en Sololá, desde cuyo mirador

se contempla el lago celeste de Atitlán. Del París cosmopolita pasa al mundo Maya oscuro y

enigmático, donde experimenta con gran intensidad la realidad opuesta de dos mundos que se

encuentran pero no se juntan. La llamada civilización que representaba Europa y la vida

primigenia de una población marginada, son encuentro y material dúctil para escribir la gran

novela donde pueda aplicar su pensamiento. Desde su punto de vista no se podía construir una

novela sin expresar las grandes preocupaciones sociales de la época, la descripción de la lucha y

resistencia, las murmuraciones y controversia, calumnias, hostilidad de unos pobladores hacia

otros, de los actos deshonestos que conmueven e indignan.

Mario Monteforte Toledo percibió en Sololá cómo se enfrentaban la ciudad con el campo

(civilización y barbarie), los que trabajan con los que no (independencia y dependencia),

indígenas y ladinos (estructuras étnicas y sociales de la dominación), en su obra mayor y

fundamental, la novela Entre la piedra y la cruz (1948), uno de los grandes aciertos literarios de

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su carrera. La novela plantea, desde la posición de un personaje indígena (tema que más

adelante replanteará en Donde acaban los caminos desde la posición antagónica), el gran dilema

que conlleva el mestizaje: ¿Bajo qué sombra ampararse? ¿A quién creer? ¿Qué se es y quién?

Porque el guatemalteco es el resultado de una mezcla, de sangre o social, y en nuestra historia

corren dos grandes vertientes en el mismo momento de tiempo, pero una asumida como en el

atraso, la piedra de lo que se entiende como la costumbre milenaria, y en el progreso de la

modernidad de los europeos, conquistadores de la cruz, en pugna de unos para imponer su

progreso y de resistencia de quienes se niegan a aceptar la anulación. Monteforte no responde, se

limita a plantear el drama humano y deja que el lector madure las posibilidades.

La novela retrata, además, una época determinada, la que abarca desde la caída de Estrada

Cabrera al triunfo de la Revolución de Octubre. Un último capítulo, casi un apéndice

innecesario, resalta excesivamente el júbilo por el paso de un tiempo negro al amanecer de la

oportunidad social, lo que denota cierta actitud cortesana con el nuevo poder que se labró en la

patria, o la obligación por completar el ejercicio dialéctico con una realización de la síntesis

marxista que creía a ciegas en la posibilidad del fin de las clases. Un cuarto de siglo de

transición, que coincide con la época propia del autor, los tiempo frescos y soberbios de su

juventud.

El protagonista de la novela es Lu Matzar, un indígena atribulado por las circunstancias

sociales, víctima inocente de los desmanes del mundo ladino, mundo al cual ingresa para

progresar y donde se corrompe. Es la novela de la impotencia, de la experiencia de la vida en el

campo y la ciudad, de la existencia como advenedizo nadando en contra de la corriente en medio

de una realidad extraña. Matzar pasa de maestro en la sierra a soldado, de la ebriedad a la

corrupción, acumulando resentimiento que materializa en la venganza. Lu tiene la oportunidad

de violar a la hija del patrón alemán, y ella acepta quieta y dispuesta la ignominia como quien

paga las culpas de otros, sin embargo el indio se detiene a tiempo, la rechaza y le escupe el

vientre con gran prepotencia. ¿Significa su inhibición control o miedo a la transgresión?

La experiencia del escritor como abogado en Sololá condujo también a la aventura pasional

con una mujer Tzutuhil, con quien tiene una hija a quien bautiza con nombre cristiano y luego

cambia por el de Morena. Con la joven Chavajay vive una crisis de amor ilícito y ruptura

romántica que lo marcarán para siempre. De tal experiencia surge otra novela intensa: Donde

acaban los caminos. El argumento ya estaba presente en el cuento Dos caminos salen del

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pueblo. En sus últimos días se dedicó a promover la filmación de la película homónima, que ya

no pudo ver proyectada en la pantalla grande, pero que empujó con gran voluntad, tratando de ser

contemporáneo con un tema vivencial que había agotado en la ficción medio siglo antes. La

novela es profundamente personal, nacional y humana.

Monteforte narraba con gran intensidad el momento memorable cuando en medio de su

relación amorosa ingresó al teatro en la ciudad de Guatemala llevando del brazo a su pareja

zutuhil, vestida con el traje étnico, y las personas más conservadoras y pacatas, asistentes al

evento, abandonaron el teatro ofendidos. El escritor era transgresor y escandaloso, y estas

muestras de rechazo alimentaban su ego, pero a pesar de tanto atrevimiento igual llevó a la mujer

de vuelta a su comunidad, porque no podían vivir juntos, y meses más tarde la madre del escritor

recibió de nuevo la visita de la joven esposa según la tradición zutuhil, era tarde, contaba, tocó la

puerta de la casa en el Centro con los nudillos, y entregó a su abuela a través del portón a la hija

de piel lavada, porque en la comunidad del lago la rechazaban por la piel clara. Era Morena, la

hija que acompañó a Monteforte en sus travesías, y a quien él describía como la querida hija

mestiza a quien a veces no podía comprender, porque su mente integraba la magia mediterránea

con la superstición de los alrededores del lago. La muerte de su hija conmovió profundamente al

escritor anciano, y en una despedida espectacular devolvió sus cenizas en el lago que era espejo y

descubrimiento de la patria tras su retorno de Europa. En el mismo punto, un grupo de amigos

dispersaron años más tarde una parte de las cenizas del escritor. Hasta en la muerte optó por la

experiencia de la división de su identidad.

Pasada la experiencia sentimental y redentora, Monteforte se marchó a los Estados Unidos,

donde se entrena como voluntario para participar en la Segunda Guerra Mundial, pero en el

último momento, cuando ya es experto en tiro, se arrepiente de seguir el camino de la guerra,

rechaza la ciudadanía norteamericana que en principio le interesaba y opta por regresar a su

tierra, porque recibir órdenes no es lo suyo, y se va a encontrar con el acontecimiento

extraordinario de la Revolución guatemalteca. Pronto se involucra en la acción ciudadana, juega

un papel cívico como Presidente del Congreso, Vicepresidente de la nación, y, posteriormente, es

nombrado embajador ante las Naciones Unidas. La ilusión del Nuevo Mundo duró lo que tarda

el sueño de la juventud, apenas una década de cambios y turbulencia durante la cual publica con

intensidad en El Libro de Guatemala, una colección de primera iniciada por la Municipalidad de

Guatemala y continuada por el Ministerio de Educación, donde se contó con la asistencia

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editorial de Bartolomé de Costa-Amic, con ilustraciones en la cubierta nunca después superadas,

en tirajes relativamente grandes (que quintuplican las ediciones nacionales contemporáneas). De

Monteforte Toledo fueron tres títulos los contenidos en la colección, con el número 2 apareció su

primera novela Anaité, con el número 5 la novela Entre la Piedra y la Cruz, y con el número 11

el conjunto de sus cuentos reunidos bajo el título de La cueva sin quietud.

El ocaso de la década y advenimiento de la contrarrevolución significaron para nuestro

escritor una estancia en la cárcel provinciana de entonces. Monteforte contaba con añoranza y

humor sus días de prisionero, porque cada mañana le llevaban de su casa la comida caliente en un

azafate. Nueve meses pasó dedicado a la lectura y la charla animada con otros prisioneros

políticos en tertulia obligada, hasta cuando se le abrió el camino del destierro vía Honduras y

Costa Rica, para concluir en México, país donde se estableció y dedicó a la escritura, docencia e

investigación. El autor comentaba entre copas de vino y memoria suelta, el momento insólito

cuando en los tiempos del dictador Ubico fue expulsado por primera vez del país, siendo

obligado a atravesar el río Suchiate. Del otro lado fue recibido con los brazos abiertos y

solidarios por un grupo de jóvenes intelectuales mexicanos. Eran otros tiempos, cuando los

ciudadanos de países vecinos se daban la bienvenida y ayudaban.

Monteforte Toledo parte al exilio llevando bajo el brazo la novela: Una manera de morir

(1955). Novela urbana, que se ramifica y desdobla retratando a la Guatemala del medio siglo, en

medio del planteamiento de la disidencia, de la capacidad para no someterse de los hombres

libres. La obra fue tachada de revisionista, hasta de traición, de señal de conformismo y

resignación, y al autor se le cobrará la factura en vida por tal atrevimiento. Monteforte se había

salido de lo políticamente correcto de entonces por completo, rechazando toda ortodoxia y

ganándose el aislamiento en el exilio. Al respecto escribió el autor en sus memorias inconclusas,

incluidas las primeras páginas en el volumen de homenaje en su centenario: Mario Monteforte

Toledo para siempre, editado por José Toledo, lo siguiente:

“Nunca he atacado al partido ni he arriado mi lealtad hacia la revolución cubana.

Pero los comunistas guatemaltecos —cuya sumisión a la línea oficial era ciega— y la

de sus sicarios vergonzantes nunca me perdonaron el libro. Y es aquí donde

comienza la negrura de mis peores recuerdos” (pág. 98)

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Y en tales memorias también endosa su resentimiento por el trato recibido de parte de sus

compatriotas como un séquito que lo perseguía y afectaba, en revancha y ajuste de cuentas,

aunque no llegó a enumerar esas acciones imperdonables que le provocaron tal virulencia al

referirse a su pasado:

“Enemigos gratuitos, de origen político, tuve entre los guatemaltecos, igualmente

exiliados; ellos me hicieron las peores porquerías que he tenido la desventura de

sufrir en la vida” (pág. 91)

Rompe con sus compatriotas, se enemista con Luis Cardoza y Aragón, Tito Monterroso,

Carlos Illescas, Otto Raúl González, que componían la colonia de intelectuales guatemaltecos

instalados en México, y se hace amigo de artistas plásticos como Matías Goeritz o Mistral. Bajo

cuyo abrazo continuará la vida en el país extraño, tras la nueva expulsión del reino, en un

segundo exilio.

El argumento de Una manera de morir, parte de la reconstrucción imaginaria del caso de

persecución de José Revueltas en México, asfixiado por el Partido Comunista, a quien se le

plantea la necesidad dialéctica de elegir entre la obediencia y lealtad al Partido comunista, o la

libertad de pensar y la creación vigorosa. Revueltas nació en 1914 y vivió entrando y saliendo

de la cárcel desde los 15 años. En 1928 ingresa al partido comunista, de donde es expulsado en

1943 por su oposición a Stalin. Marxista de pura cepa, Revueltas no puede vivir alejado del

Partido, se siente apestado, leproso, y retorna con la cabeza gacha a pedir el reingreso. Lo

admiten pero debe renunciar públicamente a sus ideas y acatar las directrices del Partido, lo que

lo sumerge en un clima interno de vergüenza ideológica. Monteforte presenció el rechazo y la

crítica que acosaron a su amigo tras la publicación de Los días terrenales en 1949. Lo habrá

impresionado mucho el caso, porque le pareció que entregarse y agachar la cabeza equivalía a

una manera de morir, y Monteforte estuvo siempre del lado de la vida.

La publicación de esta novela ocasionó todo tipo de enfrentamientos y lamentables reacciones

injustas. La comunidad guatemalteca lo apartó de su seno en el exilio, y la brillante novela no

recorrió más camino que el logrado tras obtener un premio internacional en Nueva York, el del

certamen organizado por la Unión de Universidades de América Latina, que compartió con

Lautaro Yankas. El manuscrito original sin copia salió clandestinamente de Guatemala gracias a

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la ayuda de Seymor Menton, profesor norteamericano que trabajaba en su ya clásico estudio

literario La novela guatemalteca, y fue publicada finalmente en México. No hubo comentarios ni

críticas en los medios, mientras el autor empezaba a experimentar en carne propia el rechazo a lo

Revueltas. La izquierda ortodoxa lo ninguneó. La Editorial Océano le propuso encargarse del

lanzamiento continental de la novela, pero le exigieron eliminar el capítulo donde se mofa de la

Iglesia, a lo cual Monteforte no se prestó. Y Mario contaba con profunda tristeza la alegría

trucada en decepción cuando se presentó al plató de filmación de la película que se anunciaba

como una gran oportunidad de reconocimiento, y se encontró con un cuadro de Stalin

precediendo la sala del sindicato donde se enjuicia a Peralta. Sintió que fuerzas reaccionarias lo

estaban utilizando, y detuvo la producción.

La novela, a pesar de la resistencia del autor, se publicó también en España y se tradujo al

Francés y otras lenguas. Los guatemaltecos en el exilio contaban la historia de la ocasión

cuando Monteforte Toledo llegó a una reunión social, tras haber sido publicada Una manera de

morir, desatando la ironía del célebre narrador Augusto Monterroso, quien le dio la bienvenida

refiriendo en voz alta que su nueva novela tenía el título equivocado, porque debió ser Una

manera de vivir. El aguijón desató su furia, llevándolo a las manadas, en un hecho que significó

su expulsión del seno nacional en el exilio. En 1997 Monteforte experimentó otro ataque de furia

cuando al llevar a la actividad de Les Belles Étrangères en París, se encontró que la editorial

Gallimard había reeditado sin pedirle autorización la obra en cuestión, provocando su crispación

y un nuevo escándalo. Y como colofón a la historia de tal novela, el autor quedó aturdido con un

ejemplar aún caliente de su última novela en las manos publicada por Alfaguara, Los adoradores

de la muerte, la cual aceptó resignado en la vejez, como inclemencias de la novela parte aguas de

su vida, donde la editorial junto a sus datos mínimos biográficos en la contratapa confundió el

título de la famosa novela por el de Una manera de vivir. Ya no se podía hacer nada, fue como

atragantarse sintiendo el puñal atravesándole el corazón.

Mario Monteforte Toledo hizo su vida adulta en México. En el Distrito Federal conformó

una familia, hizo amigos y se regularizó en un empleo como docente e investigador universitario.

Viajó por todo el mundo y presenció los grandes cambios del siglo, la juventud de Mayo, el

mundo de las drogas, Vietnam, la liberación sexual. Sufrió en carne propia las aventuras de la

drogas de alguno de sus hijos, y experimentó el dolor de un nieto muerto de Sida más adelante.

En Latinoamérica se emprendía la gran batalla fallida. Cuba y la muerte del Che eran el tema

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candente. Su obra de dicho período correspondió más a libros de investigación, mientras sus

novelas quedan como registro de las nuevas sorpresas, en Llegaron del mar, analiza los efectos

del descubrimiento de América, como un ejercicio, y Los desencontrados, que se publica en

1976, es su novela mexicana. Después de tantos años de exilio, el novelista escribe una novela

que se desarrolla en dicho país, presentando al desnudo las relaciones sentimentales imposibles

de preservar entre personas de diferente origen. Ya no tenía, como en sus novelas anteriores, el

auxilio de la experiencia fecunda de la infancia y juventud, ni la referencia del amor idealizado

con una mujer indígena, que fue su banquete de civilización y barbarie. En Los desencontrados la

relación imposible se sucede entre un mestizo mexicano educado para dominar a la esposa, con

licencia para acudir a los prostíbulos en plan de negocios, y una mujer blanca de los Estados

Unidos, independiente y puritana. Es su misma novela de siempre pero con los papeles

cambiados y el escenario distinto, donde fluye el espíritu pasivo de la vida desencantada en

medio de la rutina familiar, en los años de los hippies. En lugar de soñar, el discurso de la

novela sabe a depresión, y la estructura es enredada, quizá por cansancio o porque se tomó la

libertad de la experimentación tan en boga en dichos años.

Esta novela fue bienvenida por José Revueltas, el amigo que inspiró su novela provocadora:

Una manera de morir. Los comentarios fueron escasos. El libro debió guardarse en cajas en

alguna bodega, y décadas más tarde fueron vendidos los ejemplares en oferta, como mejor opción

que la incineración. La novela es diferente y menos impactante, pero igual se disfruta su prosa

amena y la aversión del autor a los excesos sentimentales, a la rabia de niños que dejan mocos

por todas partes, a su alma confusa de “cartero nuevo que siempre parece ir a donde no va”(pág.

150).

De la buena relación amistosa con Mathias Goeritz, autor de murales y esculturas

monumentales de estilo minimalista, surge la idea de grabar sus conversaciones, de lo que resulta

un libro que es una delicia, publicado por Siglo Veintiuno Editores: Conversaciones con Mathias

Goeritz (1992). El lector asiste al diálogo extenso y profundo sobre lo que a dos intelectuales

cosmopolitas les preocupaba e interesaba: la vida y el arte. El artista de la plástica monumental,

buscador de formas, está preocupado por la pérdida de la espiritualidad en el mundo, creyente

reconoce el gobierno de una mística sobre lo que hace, desconfía del mundo donde gobierna la

política y se ha perdido la espiritualidad, y dice Mathías: “el arte necesita más fe que libertad”

(pág. 49), aunque “no pretendo una feligresía de iglesias sino recuperar una fuerza espiritual

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perdida” (pág. 50), o más aún, “Mis diversas tentativas sólo tienden a servir como mensajes de un

esfuerzo por encontrar una moral que eventualmente pueda volverse el origen de un nuevo arte.

Yo no creo mucho en el arte desde que perdió la espiritualidad”(pág. 61). Mientras el escritor

guatemalteco, apasionado y descreído, reclama libertad y se funda en un mundo ateo, niega todo

y contradice a su amigo artista, aunque admite que no le da lucidez a su pensamiento el terror

ilimitado ante lo otro desconocido, y expresa poseer cierta amargura por su falta de fe. El autor ya

anciano, luego de un regreso arduo de Quetzaltenango, en auto duro y sin aire acondicionado,

rojo por el calor y verdaderamente agotado, llegó a su apartamento de La Hondonada, en la

ciudad de Guatemala, confesándole al amigo que lo transportaba que le hubiera gustado creer en

ese Dios que seguramente él creía. Desde perspectivas opuestas, atacándose ambos intelectuales,

interrumpiéndose, discuten su postura sobre el arte. Mathias piensa que el arte necesita mucho

más fe que libertad. Monteforte defiende la postura atea de los artistas y dice “que no debemos

soñar. Los sueños alimentan a los dormidos, pero devoran a los despiertos” (pág. 54). El lector

es de repente uno más en la conversación, donde se sirven tequilas y nadie se preocupa por la

grabadora indiscreta. Es tentador interrumpirlos, hacer una pregunta, participar en la contienda.

Cada quien narra retazos de su historia personal, porque ambos crecieron y se formaron en los

tiempos del miedo. Mathias escondiendo su ascendencia judía, por temor a los nazis, caminando

por callejones apartados. El guatemalteco en un colegio donde lo castigaban por leer “novelitas”

embrutecedoras, hasta que su propio hermano le ensarta en el cuello un tenedor al fiero maestro

que les pegaba. Los dos tan impresionados por los tiranos. Es una obra donde se discuten las

falsas modestias, la vanidad de los segregados sociales, la política, el anarquismo, la escultura y

la finalidad de la vida. Es como cuando Monteforte estaba vivo y en la sobremesa nos

deslumbraba con ese pensamiento lúcido y ameno, tan fuera de lo común en nuestra aldea.

En un nuevo arranque de independencia, Mario Monteforte Toledo sorprende abandonando el

espacio que había conquistado en México y retorna anciano a Guatemala, durante la apertura

democrática del Presidente Vinicio Cerezo, con cuyo padre había compartido celda en los malos

tiempos. Han pasado treinta y cinco años de separación con la patria. Lo respalda una vida

entera dedicado al oficio de las letras. En Guatemala asume pronto una acción constructiva.

Impulsa el arte, organiza concursos literarios, promueve el teatro, participa en la reactivación de

la cultura tan apagada durante el conflicto interno. Logra hacer él solo, lo que los gobiernos no

pudieron impulsar en décadas. Demanda el trato digno para los autores.

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El retorno estimula también su creación y escribe dos nuevos libros de cuentos: La isla de las

navajas y Los cuentos de la Biblia, y una novela de plenitud: Unas vísperas muy largas, en la que

le preocupan las grandes preguntas de todos los tiempos, las de la vida y la muerte. En la

biográfica y cosmopolita novela plantea como destino del hombre libre, la soledad y el vacío,

proponiendo como único goce posible la experimentación inmediata de los sentidos, vivir

intensamente, amar, luchar en contra de la corriente, avanzar aunque ya se sepa que el torrente

nos ganará al final la batalla. La vida es el drama que se experimenta mientras estamos vivos.

La propuesta es transgresora: para triunfar en la vida hay que romper con todas las barreras,

ejercitar la libertad hasta donde sea posible. Los protagonistas luchan por lo que creen y quieren,

aunque al final fracasen impotentes porque no les fue posible transformar la realidad, pero su

lucha fue sin embargo lo que justificó sus vidas. El amor se conquista. La pasión se goza. El

gran enemigo, aquel que no se puede vencer, es el tiempo.

En Unas vísperas muy largas el autor acomete la empresa de llevar su tradicional temática a la

última dicotomía, la del cuerpo y el alma, la del tiempo que se derrama y escapa entre los dedos,

la de la imposibilidad para seguir aprendiendo indefinidamente y de gozar sin interrupción,

porque la edad marca lo chato del destino humano.

En cada una de las narraciones de Mario Monteforte Toledo existe una relación de pareja

como metáfora de la vida irresoluble en común de seres diversos, que se unen y luego separan.

El hombre quiere algo que va en contra de la sociedad, emprende la batalla y al final pierde. La

sociedad y la naturaleza triunfan sobre los intereses particulares. Lo que se propone para el

hombre libre como destino son la soledad y el vacío, así como la promesa infalible de la muerte.

Ante todo lo cual el autor antepone la vida, la experimentación inmediata, vivir intensamente,

amar mientras se pueda, luchar rebelde en contra, avanzar crudamente aunque ya se sepa que el

torrente nos ganará la batalla. Estamos jugando al ratón y al gato con la muerte, a las

escondidas mientras la Naturaleza nos arrebata el sueño.

La novela Unas vísperas muy largas trata sobre la relación amorosa entre una mujer joven y

un hombre de edad madura. Para cautivarnos, el autor realiza un cambio de forma, y fuera de su

costumbre de narrar en tercera persona gramatical, adopta la primera, con lo que propone un

acento íntimo. Escribe de una manera que nos convence de lo que dice, porque suena como si

todo se tratara de una merienda autobiográfica: “No quise dejar cosas y me prometí nunca

volverme a hacer de otras; cada cosa es un tigre antropófago, dijo un poeta cuyo nombre no

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debiera olvidar.”(Pág.60) Para disfrutar de la libertad, invita a emprender la aventura que la

mayoría no emprenderá jamás, vivir atrevidamente, huir del presente estrecho. Hay que ser

contemporáneos, vivir el presente sin caer en las nostalgias de los viejos: “Nunca he dicho que

París no es lo mismo, como esos que desesperadamente tratan de olvidar las exequias de su

juventud y rechazan que son ellos los distintos, los que se han desmoronado con todo y sus

retratos amarillos”(pág. 129). Se trata de ser siempre jóvenes, no envejecer para enfrentar la

muerte con dignidad.

Esta novela contiene las páginas más bellas que se han escrito sobre la vejez, lo que

Monteforte señala como: “el período más desolado y asqueroso de la vida” (pág. 101). La vejez

se descubre de golpe, cuando “ya no se tiene derecho para cambiar nada y que es de los demás de

quienes nos toca recibir agradecidos la piedad y la tolerancia” (pág. 40). La muerte es asociada

con el olor de cuando las flores se pudren, por falta de movimiento, y recuerda el dicho oriental

de que los vivos olemos a muerto. Tras una larga secuencia de las significaciones de la vejez, el

protagonista llora, y luego se incorpora con energía negándose a ceder e inicia la aventura de la

vida por última vez. Decidido a morir viviendo. Esa estación que el autor rechaza, demandando

vitalidad, proponiendo enfrentar con ahínco y juventud todas las acciones de la vida.

El protagonista, un abogado e intelectual de éxito, se figura como el trasgresor ideal,

inconforme y apasionado, que decide al entrar al ocaso de su existencia volver a revivir lo que

valió la pena. Como pedirle a la medicina el marcapasos que le prolongue la existencia. Y en

un congreso conoce a la joven Jíbara, con quien inicia una estación fabulosa, llena de placer, de

abundancia, de derroche de juventud. El hombre maduro, casado, que jura que ama a su pareja e

hijos, abandona su relación segura y se divorcia para emprender una vez más la aventura de la

vida. Ama a la Jíbara con la misma intensidad con la que se ama a sí mismo. Junto a ella se

aferra a la vida, aunque después descubra en su imagen el símbolo perenne de la muerte. Viajan

por Europa, hacen el amor en cuanto lugar se los permite la circunstancia y se los dicta la

excitación, sin inhibiciones, incluso sobre la tumba de Porfirio Díaz en el cementerio de

Montparnasse. Él sabe que se está jugando su última suerte. Y por si fuera poco, se dan a la

tarea de querer procrear un hijo, para que la vida de ellos dos se extienda por encima de sus

cuerpos, reproduciéndose genéticamente. Pero el tiempo transcurre, los cuerpos se van

reconociendo diferentes, la edad aparece en la conciencia, y un día, luego de la muerte del fruto

que nacería de los dos, la Jíbara se marcha. El personaje queda solo, pensando que “a menudo

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me he esforzado en inventar una esperanza hacia atrás, una creencia en que las cosas fueron como

yo quería” (pág. 276), y con una prosa magnífica, remata el libro con un capítulo inolvidable,

donde el personaje nos recuerda a Vallejo cuando dice “me duele todo, hasta el dolor y lo que va

a doler a la hora de la consumación de los siglos”(pág. 274), o bien: “¿Para qué necesito los ojos

si todo se ha convertido en palabras?” (pág. 275).

Tras una década en su país, emprende la escritura de su última novela, Los adoradores de la

muerte, inspirada en los hechos dramáticos del suicidio colectivo en Guyana de la secta de Jim

Jones. El hombre huye del terror a que es sometido por la familia, la escuela y la Iglesia; huye de

la obediencia y del servilismo, encontrando la única esperanza en la aventura. Un libro donde al

estilo de las primeras lecturas de Vargas Vila, Monteforte plantea que si la vida es una forma de

esclavitud, la muerte voluntaria es la liberación. En lugar de tratarse de un niño viajando a

Nueva Orleáns, es un fanático religioso norteamericano buscando al mundo primigenio, tan en

línea con su primera novela Anaité. El principio y el fin entrelazados por la aventura voluntaria

de seres vivos adentrándose en la selva.

La obra novelística de Mario Monteforte Toledo se concentra en la aventura y la libertad,

testimonio de su experiencia vital. Una obra congruente, de hombre que nunca se rindió ante

ortodoxia alguna, que creía fieramente en el poder de la imaginación, que recomendaba humildad

a los autores jóvenes, porque todos venimos de otros, y que no juzgaba a los demás porque al

respecto siempre repetía: “cada quien sabe cómo mata sus pulgas y a quién le echa la culpa de sus

fracasos”.

La carne envejece y se llena de arrugas, convierte en precipicio las gradas y en bulto el cuerpo,

esconde la realidad en la penumbra e interrumpe la disposición para el amor. “No hay peor cosa

que la vejez” decía inconforme Mario Monteforte Toledo cuando una nueva debilidad se

anunciaba. No se daba por vencido, masticaba una tableta para prevenir el reflujo y bebía

sediento el jugo de naranjas frescas del desayuno, con las pepas flotando, antes de engullir el

plato de frijoles parados con apasote y el tamal rojo, servidos en plato de hojalata en la caseta de

lámina de una calle muy transitada en por ejemplo Quetzaltenango. Comida gourmet o callejera,

igual se lanzaba al remojo de las barbas blancas, como quien se sumerge en el Potosí de una cama

de agua.

Monteforte fue joven siempre, independiente, colérico, apasionado, con porte de conquistador

en tierra de dominados. Lo seducían el poder y las mujeres, por lo que tienen de misterioso y

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apasionante. Llegaba a los hospitales equipado con novedades literarias y haciendo planes a

largo plazo, lleno de proyectos, empujando inmortal a quienes de otra manera permanecerían

impasibles. A los noventa años emprendió un viaje a Cuba con la intención de buscar mujer, de

donde regresó cabizbajo, agotado por las gradas de los edificios fríos y despintados, y por el

reflejo interminable del mar azul que se estrella día y noche contra el malecón. Quiso una noche

que la novia pasajera de ébano lo dejara solo, ya servido, pero ella se opuso a la dictadura jurando

que por nada del mundo volvería a pisar tierra de La Habana antes del amanecer. Él se sentó en

una silla inestable a verla dormir transpirando. Despertó despejada y se marchó temprano, sin

desayunar, cimbreando su figura de acero líquido. Con una palmada Mario Monteforte Toledo

borró la sombra de las telarañas plegadas por el desvelo.

En una última travesía fue a recorrer la Europa de sus años de juventud, equipado con una

estufa de gas para economizarse algunas comidas cocinando en las habitaciones de hotel, y su

almohada. Era el mismísimo Quiché Achí despidiéndose de los altos montes verdes y azules.

Enmudeció nuevamente ante el esplendor de la civilización europea, y bebió vino hasta sentir el

anuncio de la embriaguez. Recorrió las calles solo, los bares, los museos. Hay testigos que lo

vieron en una terraza de París, mirando en una y otra dirección, nostálgico y pleno. A su regreso

nos contaba a los amigos que se maldijo una noche por la mala memoria, porque se había citado

con una joven francesa en una esquina, pero olvidó la misma y se perdió la experiencia sensual

que se había obsequiado.

Una tarde llegó en ferrocarril a la estación Victoria en Londres. Arrastró el equipaje por las

calles congeladas y anchas. Se registró en un hotel que le pareció cómodo, desempacó, y sin dar

pie al cansancio, salió de inmediato a recorrer la hermosa ciudad de cielo encapotado, recorrida

por transeúntes en uno y otro sentido envueltos en abrigos negros. El monumento a Nelson, los

leones de Trafalgar Square, las callecitas inolvidables de Covent Garden. Se hizo la noche

mientras conversaba con el cocinero de un puesto de comida árabe. De pronto se sintió perdido.

Le echó la culpa nuevamente a la vejez. Vagó de un lado al otro, sin recordar el sitio exacto ni el

nombre del hotel donde había dejado la totalidad de sus bienes de viajero. Los años arruinando

con su podredumbre las estaciones felices. Tuvo que pernoctar en otro hospedaje y se movilizó

por tres días en autos diplomáticos y de la policía buscando el equipaje. La ropa vencida no

importaba pero sí sus notas, una novela a medias, la libreta de direcciones. La BBC emitió un

comunicado durante el noticiero matutino. El empleado del hotel perdido llamó para reportar

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que ellos tenían guardadas las pertenencias y notas literarias del escritor. Fueron tres días

dichosos. Niño nuevamente. Nuevo material para contar a los amigos en Guatemala, celebrando

sus aventuras. “Por la vida y por el amor” brindó alzando el vaso de whisky con apenas una

pizca de hielo. Su meta era pasar directamente del amor a la muerte, sin rendirse a las

desventuras de la vejez. Regresó lleno de canas a la patria, a la tierra de los terremotos donde

vivió su infancia vagando por los barrancos, entre escombros, en compañía de niños sin fortuna,

descalzos y descamisados, soñadores, que despertaron en él la magia y avivaron el afán de

aventura. Ellos volaron con la imaginación, Mario Monteforte Toledo salió a recorrer el mundo y

volvió lleno de mundo. La cruel enfermedad lo postró. Un día soleado pidió que lo condujeran

a saludar a su caballo. Fue en silla de ruedas. El animal olía a Nueva Orleáns. Lo acarició para

despedirse. “Aquí se acabó el asunto Monteforte” dijo, ya resignado a morir. Dio el paso al

más allá como quien penetra para siempre en el reino de la literatura. Su obra permanece

dispersa en todas partes y sus cenizas como un puente entre lo real y lo imaginario, un poco en la

ciudad y otro tanto flotando en el lago de Atitlán.

La literatura apasionó a Mario Monteforte Toledo por cuanto implica la posibilidad de superar

nuestra trágica condición de mortales. Sus novelas son conquistas, en ellas vertió lo apresurado

de su propia experiencia, trascendiendo cada hecho. Le confirió continuidad y grandeza a la

estrechez de la vida. Partió el 4 de septiembre del 2003, siéndole fiel al mes de la Independencia.

Murió como don Quijote, con la barba blanca y la mente iluminada.

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3. La novela Entre la piedra y la cruz

3.1 Datos sobre la obra y edición seleccionada para el análisis reflexivo

El día 10 de marzo de 1948 se terminó de imprimir en la ciudad de

México, en los talleres de la Editorial de Bartolomé Costa-Amic para las

ediciones de “El Libro de Guatemala” del Ministerio de Educación

Pública de la República de Guatemala la novela Entre la piedra y la

cruz, de Mario Monteforte Toledo, número 5 de la susodicha colección.

La obra había sido ganadora en 1947 del Premio Centroamericano

“15 de septiembre”. En la misma colección apareció publicada meses

antes su primera novela, Anaité, que había ganado el Premio Iberoamericano Farrar y Reinehart

en 1939, según relata el autor en un auto prólogo legendario que añadió a dicha publicación. En

1949, el mismo sello editorial de la Revolución guatemalteca publicó su libro de cuentos La

cueva sin quietud, con ilustraciones de Arturo Martínez, Rodríguez Padilla, Granell, Abela,

Alzamora, Guillermo Grajeda Mena y Adalberto de León, toda una generación de artistas entre

los cuales lo más destacados hicieron historia en nuestro país. Ello indica que de los primeros 11

títulos de la famosa colección, tres obras son de Mario Monteforte Toledo, a cuyo trabajo se

suma un libro de Luis Cardoza y Aragón, La pequeña sinfonía del Nuevo Mundo, y luego dos

antologías de poesía y cuento, y los libros de la costarricense Eunice Odio, Los elementos

terrestres, y del salvadoreño Hugo Lindo, Libro de horas. Ello implica que el autor que nos

ocupa fue el narrador que más espacio obtuvo en la editorial de la Revolución guatemalteca, en

tiempos del Presidente Juan José Arévalo, con un cuarto de los títulos aparecidos en los años de

gestión, y que el sello del editor catalán, asilado en México tras la caída de la República española,

quedó profundamente ligado a la obra literaria guatemalteca, porque ya había publicado por

encargo en 1946 El señor presidente de Miguel Ángel Asturias.

La obra está dividida en cinco partes, anunciadas por sendos grabados de Pompeyo Audivert

(1900-1977), el grabador autodidacta de origen catalán, nacionalizado argentino, que vivió en

México en los años cuarenta, y se vinculó al editor de la obra por el origen y pensamiento común.

La solapa exhibe la representación de un camino de tierra, por donde avanzan los pies descalzos

de un campesino, mientras al fondo se ve la cruz cristiana sobre una estructura tipo las que se

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acostumbran en las plazuelas de los templos católicos, representando la pugna de poder entre

vencedores (cristianos) y vencidos (indígenas).

El objeto de la experiencia fenomenológica es específicamente dicha edición príncipe, porque

el autor fue cambiando la obra en ediciones posteriores, y la más conocida en la actualidad es la

versión de la Editorial Piedra Santa, que fue significativamente reducida y alterada por el autor

con diversas finalidades a lo largo de medio siglo, donde pareciera que lo dominante fue su

corrección con propósito didáctico para facilitar la comprensión de los lectores estudiantiles del

sistema de educación media nacional, por lo que se simplificó y eliminó los indigenismos, así

como términos que podrían serle atribuidos como menospreciativos, en un intento por ser

políticamente correcto. La versión original es mucho más rica, libre de alteraciones por

prejuicios o nuevas intenciones, y fue el objeto de lectura para analizar las vivencias y

profundizar en la significación original de la ficción, antes de sucumbir a variaciones radicales.

Para referir algunos ejemplos idiomáticos de cambio, en la versión original se habla de pom,

zajorín, tapexco, maxtate, cajol, acal y otros términos propios del lenguaje zutuhil o maya,

mientras que en las versiones recientes se utiliza en su lugar, respectivamente, los términos en

castellano, en una especie de traducción directa: incienso, brujo, lecho, saco, muchachos, niño.

La finalidad habrá sido hacer más comprensible el texto, o eliminar la posibilidad que preocupaba

al autor de ser relacionado con los autores costumbristas de su tiempo, de los cuales él insistía en

separarse y plantearse distante, por el paternalismo que conllevaban sus obras.

En lo referente a lo políticamente correcto, se puede observar que en la edición príncipe los

llamados “indios” o “naturales” eran tratados con cierto tono despectivo, como al decir

refiriéndose a uno de ellos “al Chavajay”, que en las ediciones recientes se corrige y cambia a un

respetuoso “a Tun Chavajay”. O bien se los describe “trepando” en la edición original, lo que se

cambió a “escalando”, para evitar quizá la posible connotación de animalidad implicada. De la

misma manera el autor eliminó párrafos completos y diálogos importantes, siendo algunos de

ellos clave y de contenido constante en la obra del autor, como cuando describe la profunda

separación existente entre los ladinos y los naturales: “los ladinos no quieren a los naturales”

(pág.19), o cuando los blancos se refieren a los indios con racismo y de manera despectiva,

afirmando, por ejemplo, que “los indios son la causa del atraso del país, mientras no se mueran

todos no va a progresar la agricultura” (pág.68), o la frase leitmotiv en más de una de las

novelas del autor: “aparte son los naturales, aparte son los ladinos”(pág.113), frase que nos será

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de mucha utilidad en la comprensión filosófica del texto en cuanto al anuncio del horizonte de la

alteridad, lo cual aclara su significación y disipa la impresión equivocada de racismo o apartheid.

En la versión de distribución masiva se ha eliminado la descripción de los ritos regionales, el

uso de expresiones como Rajau-Achí, Chirij-Quiacay, Ox Lajuj-Tzi, nahual, jugando Yocom-

mazat con los acales, y se eliminó términos como malacate, bucules, maxes, capoj, Nima-

Huinac…, lo que hace de la lectura relativamente diferente en la medida que los signos cambian,

mucho más imprecisa, aunque la esencia última del sentido se mantenga presente, pero

difuminada.

Y como un cambio más, también se puede notar que el autor tradujo la denominación del

dinero de la época, los pesos de principios de siglo a los quetzales de la actualidad, aunque no

necesariamente realizó un cálculo aritmético congruente, porque 1000 pesos equivalen a 50

quetzales, y luego 80 pesos se traducen en 10 quetzales, lo que indica que simplemente quiso

representar más o menos el efecto de lo que valían entonces las cosas al caso actual, aunque se

alejara del contexto histórico. E hizo cambios curiosos e inexplicables, como el nombre de la

finca de potros de don José Escobar en la costa, que de La Concha pasó a denominarse La

Sabana, lo que para el caso es lo mismo, un simple denominador de un lugar en un espacio

determinado, pero cuya significación inicial suprimió algún sentido privado.

En cualquier caso, la edición príncipe resulta el objeto de investigación fenomenológica, y se

percibe mucho más rica y poderosa para revelar el sentido que contiene el encadenamiento de

vivencias de conciencia, y adecuada para profundizar en la experiencia de lectura, y captación de

esencias originarias.

En el prólogo de 1948 de Anaité, Mario Monteforte Toledo revela cuál es su propósito como

narrador, al decir que: “Por fortuna, ya existe una generación que no busca refugio en la

naturaleza sino en la lucha dramática que implica descubrir al hombre y poner en vigencia la

estructura y de esencias, los valores que ha creado el genio de nuestra raza a través de la

Historia” (pág. 9) Lo que evidencia que el autor estaba muy claro al respecto de que escribir

implicaba recrear la lucha dramática o pugna, alrededor de esencias que se manifiestan de suyo y

a priori, porque “los libros salen solos, lo mismo que los pumas o los caminantes que saben a

dónde van” (pág. 11), y en esta investigación fenomenológica dirigiremos la mirada en medio del

cúmulo de esencias a las que conforman el núcleo en los tres estados de conciencia

determinables, que se revelan por intuición, memoria e imaginación.

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3.2 El contenido de la novela

A continuación se describe el contenido de la novela, la secuencia y encadenamiento de

vivencias, en las cinco partes que componen la obra.

• SIERRA

La primera parte de la novela se subtitula Sierra, y el grabado

de Pompeyo Audivert, inspirado en la lectura correspondiente,

muestra a la mujer pariendo, antes o después, desnuda y de

piernas abiertas, con un pañuelo en la mano. Su actitud de

manos alzadas la muestra indefensa, en postura de rendición total,

pasiva. Los pechos están repletos de leche, y la mirada se dirige

al cielo, con la vista de la cordillera al fondo, como quien clama

al cielo de los “rajau” (dioses o señores del mundo) por auxilio.

Lo dominante en esta primera parte, que organiza la cadena de vivencias, es la historia del

nacimiento del protagonista, Lu Matzar. El misterio de la vida se expresa: “un día se nace y

otro día se muere; en medio está la vida” (pág. 24), lo que localiza el espacio vivencial del

drama, tal y como lo entendía el vitalismo de Ortega y Gasset, aunque reducido a la condición

limitada de “sudor” indio, implicando que la vida es el espacio del trabajo y agotamiento

ineludibles para los de su condición de raza dominada.

Lu Matzar nace una noche de presagios, y el brujo le augura un destino grande, espiritual,

porque será diferente, tendrá como meta “pelear contra los fuertes y va a creer en lo que nadie

cree” (pág. 13). Su nacimiento enorgullece al padre, porque luego de dos hijas mujeres por fin

llegaba el ansiado hijo varón, alguien a quien podría lucir desde su pobreza, y aún más cuando

durante el rito supersticioso, se le refiere el atributo de “mucho espíritu”, que será su hijo quien

saldrá de la condición de vencidos, una especie de profeta o revolucionario fuerte, un Moisés

iluminado, que desde sus primeros años hará gala de poderes sobrenaturales, porque de niño ya

podía espantar las taltuzas que se comen las raíces del maíz con sólo poner sus manos en el

agujero, y proteger a los viajeros en un bote sobre el lago de Atitlán en medio de la borrasca del

Xocomil, o detener el aire que amenazaba destruir el maizal con su sola presencia. En una

ocasión, los soldados andan reuniendo hombres para el “cupo” en las reservas militares, y se van

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a llevar a su padre, Tol Matzar, con ellos, lo que hubiera significado el abandono y la desgracia

para la familia, pero el niño se aparece como jugando con un chachal elaborado con monedas de

plata, con el cual se conforma el oficial, quien ya no le exige acompañarlo. Lu está predestinado

para grandes acciones, así se lo advirtió el zajorín en medio del rito de recién nacido, mientras

quemaba pom, encendía las candelas y regaba aguardiente en el calvero donde se improvisó el

altar lejos de las miradas de autoridades ladinas o miradas indiscretas.

Lu Matzar nace a orillas del lago de Atitlán, en San Pedro la Laguna, y su vida se desarrolla en

el barrio conocido como Tzanjay, en la comunidad zutuhil. Su padre es Tol Matzar, que

sembraba la milpa en un pedazo pequeño de tierra, era timonero de canoa y tocaba marimba. En

la primera parte de la novela vemos crecer al niño fuerte, ágil y alegre, con el pelo hirsuto, la

nariz llena de mocos y los moretes en la cara por las peleas en las que se envolvía y aventuras que

vivía entre las piedras. A él se lo plantea como “la línea poderosa de la gente zutuhil, el capaz

de prolongar la fecundidad de la simiente y de defender el rancho en la puerta, igual que los

antiguos varones de la leyenda” (pág. 42).

El niño se forma en medio de una realidad de opuestos y pugna donde lo que impera es la

pobreza, como ausencia de recursos y poder frente a la riqueza, sin derecho a soñar con risas,

comiendo yerbajos que aparecen entre las piedras cuando la situación se complicaba, víctimas de

la dependencia. Para Tol, el padre, la riqueza implica un terreno grande, con árboles gordos,

fértil, donde poder caminar por más de una hora sin llegar al final de su propiedad, pero ese no es

su caso como sí el del vecino, Cutuc. El padre de Lu posee muy poca tierra, y se describe a sí

mismo como una hormiga, que no se advierte, que trabaja siempre, incansable, anónima.

El mundo de los indios zutuhiles se plantea asociado con la tenencia de la tierra, en clima frío,

en comunidad donde sus integrantes saben lo mismo e ignoran las mismas cosas, donde impera la

masculinidad relativa al trabajo, porque la fuerza física se vincula a la producción de la tierra y

los hombres son los dueños de la puerta. El trabajo es “parte de su organismo” (pág. 31), como

lo son también la sangre o el pensamiento, y porque los “naturales deben trabajar siempre”,

como una bendición o condena, porque “sólo los ladinos pueden vivir sin trabajar” (Pág. 46).

Lo opuesto es lo urbano, la ciudad, lo femenino, el fuego de la casa, el clima cálido, lo ladino, el

ocio, la riqueza sin trabajo.

La pugna más recurrente en la novela de Mario Monteforte Toledo se sucede entre indios y

ladinos, entendiendo por ladinos a los blancos, los que tienen otros hombres que trabajan para

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ellos, que pueden vivir ociosos y enriquecerse con el trabajo de los indios; pero también se

entiende por ladinos a los mestizos, que llevan parte de sangre india y viven en las ciudades, lo

que no implica que en ellos se suceda la síntesis en la evolución de las razas, porque el mestizo se

ampara bajo la sombra de los blancos y, siendo conocedores del indio en lo profundo, se presta

para su explotación y traición, como representan antagonistas del tipo de Tacho Zeledón, el

comerciante que le compraba barato el maíz a los productores y les vendía aguardiente de vuelta,

y, luego, cuando necesitaban maíz para comer, se los revendía tres veces al precio que se los

había comprado; o Lupe, quien negociaba con los abogados y prestamistas para robarles sus

tierras a los indios, así como sus ahorros. Sin embargo, no todos los mestizos serán denostados

como explotadores y aprovechados, porque también aparecen en la obra los mestizos solidarios y

buenos, como don Teófilo Castellanos, que le brindará su apoyo a Lu más allá de lo imaginable.

Con lo cual queda claro que Monteforte Toledo no cae en radicalismos, y así como pone indios

buenos y víctimas como Tol Matzar, también presenta a indios malos y aprovechados, como

Cutuc, y así como evidencia a finqueros malos como el alemán don Herman y su hijo Franz,

también presenta a finqueros nobles y correctos como don José Escobar. Lo que es relevante

para el autor es la condición humana, y la manera como se construye o pervierte el hombre,

cualesquiera sea su origen, ante las pasiones y circunstancias.

El asunto de la ladinización y mestizaje posibles son de inmenso atractivo para el autor, por

cuanto contienen un intenso fenómeno de traición hacia los vencidos y de servilismo hacia los

dominadores, y el drama de vida al enfrentar la condición del mestizaje será abordado de manera

radical en Donde acaban los caminos, obra posterior, basada en el desarrollo del cuento Dos

caminos salen del pueblo, del libro La cueva sin quietud (1949), que a su vez se funda en la

experiencia personal del autor y su relación amorosa y tormentosa con una joven mujer zutuhil de

apellido Chavajay con quien engendró a su hija Morena. Pero en esta novela, lo que domina es

el sentido de la ladinización como recurso posible para acceder a las ventajas de la civilización,

según dicta el grupo hegemónico.

En esta primera parte de la novela el lector va aprendiendo de la mano del prodigioso niño,

mientras crece, los horrores del mundo concreto, la realidad de la injusticia social, de la

necesidad, donde los rezos a los santos no incluyen el pedido para comer, donde tanto santos

como ricos son sordos a la necesidad. Para los indios está la injusticia, la trampa y todas las

iniquidades, y para los blancos poseedores de riqueza es la justicia, el poder y la razón.

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La vida se va sucediendo, y durante la niñez de Lu ocurre la Revolución unionista, se habla de

libertad y justicia, pero tal clamor no llega a los indios porque “la revolución la hicieron los

ladinos y sólo ellos la sintieron” (pág. 40).

A medida que avanza el tiempo se traza la educación sentimental del protagonista, quien es

testigo del rito del matrimonio de su hermana. Todo parece color de rosa hasta cuando Cutuc, el

vecino rico de la misma raza, quiere apropiarse ambicioso de una parte de la tierra de Tol Matzar,

lo que provoca el enfrentamiento humano, la experiencia funesta de un sistema de justicia

sesgado, y el derrumbamiento del hombre correcto que resulta objeto de robo y empobrecimiento,

de cárcel y maltrato por otra de su misma raza. Ya no es simplemente una pugna entre indios y

ladinos, sino el drama se extiende a la lucha de clases al momento del diferendo, aunque la pugna

sea motivada por la envidia debido el hijo listo y enérgico de Matzar que ha sabido humillar en

público al débil heredero Cutuc. Es la condición humana la que revela el odio, y a su alrededor

pululan como rémoras los abogados y funcionarios aprovechados que se benefician en la

contienda como zopilotes entre heces.

El deseo íntimo del padre de Lu Matzar es poder vivir en paz, de acuerdo a la “costumbre”, a

la tradición de sus mayores, sin moverse jamás de su tierra, porque se debe morir en donde se ha

nacido, permanecer siempre junto a sus muertos. Los más jóvenes querían viajar, moverse, en

acto de rebeldía con lo establecido, como una forma de liberación, pero no así los Matzar, para

quienes las costumbres no de debían de perder, y “hay que respetar la ley de los muertos”(pág.

25), y “seguir el curso de las cosas que siempre han sido” (pág. 23), y por tal motivo creían en la

plata de los estandartes de la cofradía como símbolo de permanencia. Pero la injusticia los hará

ver hacia el camino de la costa, sabiendo que “no hay que salir del pueblo para echar raíces en

otro sitio. Aquí es el mero lugar de la gente de antes, y aquí tenemos que morir” (pág. 20),

porque percibían como “pecado regar sudor sobre la tierra ajena para que otros no

trabajen”(pág. 20). Pero la necesidad tiene cara de chucho, y la costa se les presentará como la

opción para sobrevivir endeudados, expuestos a leñazos, controlados por los soldados, pero lejos

de la miseria o la muerte.

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• COSTA

La segunda parte de la novela muestra de entrada en el grabado de

Audivert a un campesino agotado, descalzo, de brazos fuertes, cubierto

con el sombrero, reposando junto a la vegetación pródiga de la costa,

descansando. Es la representación del esfuerzo y desesperación sin

sentido, y la posición evoca la postura del borracho. Camisa y pantalón

blancos, prendas rotas y percudidas, en tierra ajena, fuera del Altiplano

abandonado para ir a trabajar a la costa, para pagar deudas o hacer un

poco de dinero en la temporada. La estampa nos adelanta el nivel de esfuerzo al que los

personajes se verán expuestas lejos de la sierra a la que pertenecen.

En el texto asistimos a la formación de Lu Matzar, el niño promesa, quien aparece en muy

pocas ocasiones como actor. La supuesta “promesa espiritual” observa pasivamente lo que

ocurre a su alrededor, está comprendiendo el mundo, formando su conciencia, comprendiendo en

qué tipo de mundo vive, cuál es la realidad concreta y cuál es su condición particular.

Los Matzar toman el camino de la Costa debido a las deudas contraídas con el comerciante

Tacho Zeledón en Sololá para pagar a los abogados que están defendiendo la propiedad de su

tierra, de la cual quiere ser despojado por Cutuc, y son enviados a trabajar en la finca cafetalera

Las Dalias, en los días previos a la Gran Depresión Mundial de 1929. La mujer, su hija

adolescente Andrea (Trey) y el niño Lu trabajan junto al padre, dedicados a cortar el café,

mientras él además limpia y desombra, evitando cautelosos aceptar los anticipos que les ofrecen

para no endeudarse más, quieren pagar lo necesario como quien cumple una condena, decididos

a regresar a San Pedro la Laguna apenas cumplieran con lo obligado. En la finca se encargaban

también de otros menesteres como cuidar las hortalizas, el ganado, los corrales de gallinas y

gansos. El propietario de las dalias es un alemán casado con guatemalteca, creído en su

pretensión de pertenecer a la raza privilegiada que todo lo que emprende lo hace bien, calentada

la cabeza por las ideas nazis que se propagan en su tierra de origen.

El administrador y el jefe de patios, se las ingenian para robarle al patrón, y el patrón medio

los vigila conocedor de la costumbre, mientras se queja de los indios, por “huevones”, “mañosos”

y “desgraciados”, que no trabajan después del mediodía, porque los consideran salvajes y hay que

domarlos, porque “esta gente no tiene sentimientos”, “esta gente es peor que los animales”,

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“destruyen las cosas o se las roban” (pág. 78), y los califican como gente hedionda, sucios, que

tienen que ser llevados por mal. O los consideran con menosprecio como “raza vencida”, que

“no cantan nunca”, mientras las mujeres utilizan el tono conmiserativo cuando los llaman

“inditos” y los alaban por ser “gente dulce”.

El patrón alemán es descrito como “canche”, “colorado”, que “habla en extranjero”,

propietario de varias fincas y a quien las autoridades y funcionarios públicos obedecen. Reúne a

los contingentes de cortadores de café en una inmensa galera donde duermen en el piso, sobre

petates, agrupados según fuera el origen de cada grupo, en lo que el patrón considera como

demostración que “se están integrando a la civilización” (pág. 79), y en dicha circunstancia Lu

inicia su aprendizaje de lo que es “la maldición de ser indio” (pág. 117), consistente es que “los

indios no tienen voz” (pág. 116) y “el blanco ríe, el indio trabaja para él” (pág. 117). Para que

la costa de toda su riqueza se la tiene que hacer producir, y para ello es preciso la violencia,

porque los patrones saben que tienen que mostrar soberbia y ser avasalladores: “estos imperios no

se han formado sin violencia y no se pueden mantener sin violencia” (pág. 109).

La costa se describe como tierra “mezquina y grande, ridícula y dramática, feudal y

pretenciosa” (pág. 128), donde en todo caso se encuentra el progreso, porque las fincas son

productivas, y está el ferrocarril, y por el mar llegan los barcos a recoger el grano preciado.

Miles de trabajadores bajan del Altiplano a las fincas por temporada, y algunos se quedan

atraídos por el comercio, pero están también los que desean retornar a sus tierras y a la

costumbre. A la “costumbre” le llaman los blancos el atraso, mientras piensan que el progreso

está en la ciudad, en la innovación en vivir bien: “representas la piedra atada al tobillo del

progreso de la patria. El progreso también requiere sacrificios, abandonar la costumbre es uno

de ellos”(pág. 94).

En las fincas se celebraban grandes fiestas, a las que llegaban los vecinos, y en la mesa se

bebía vino en copas grabadas con el nombre de la finca o el apellido familiar, mientras en los

alrededores se repartían chicha y aguardiente entre los peones, que junto al sonido de la marimba

festejan y derrochaban con el patrón, pero distantes, sin mezclarse.

La costa está llena de sorpresas y asombro, particularmente por lo que significa moverse

dentro de un vehículo y conocer el mar: “y se le llenaron los ojos de lágrimas, quizá porque era

el primer indio de San Pedro la Laguna, que veía el mar”(pág. 102). Lu Matzar va conociendo

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la realidad y su conciencia despierta gradualmente, atento a la esfera exterior, desde el punto de

vista del círculo reducido de su familia.

En la finca Las Dalias experimentará el horror de presenciar la violación de su hermana por

parte de Franz, el hijo caprichoso de don Herman, y será don José Escobar, el hacendado de La

Concha quien le proveerá al padre de Matzar el dinero suficiente para que tome el camino de la

capital y busque en los juzgados el castigo para el violador.

Tol Matzar está decidido a llevar a sus últimas consecuencias la persecución al violador, pero

al juzgado llega el patrón y le ofrece dinero, y aún más certero, para calmar su odio le ofrece

resolverle el problema de tierra con Cutuc, para que recupere lo suyo, y ante la posibilidad de la

tierra, el padre se tragará la vergüenza, y echará en el olvido la violencia ejercida contra su hija.

La tierra es lo que más vale para el padre de Lu, lo demás es accesorio: “todo lo que vale es

menos que la tierra” (pág. 137)

Lu observa todo lo que ocurre a su alrededor con sus incongruencias y contradicciones y

entonces desea más que nunca educarse, para enseñar a los suyos lo que tanta falta les hace: “voy

a aprender lo que saben los ladinos y en cuanto sea grande regresaré a San Pedro a enseñarle a

los patojos y a la gente” (pág. 114). Sin darse cuenta, Lu estaba perdiendo la ruta de regreso

hacia su raza, aunque tampoco podría convertirse en ladino.

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• Casas

La tercera parte de la novela aparece ilustrada con un grabado de P. Audivert que plantea la

ciudad de Guatemala o Ermita, como la llaman los personajes, en una trampa de muros altos,

aleros de teja y campana de llamada al orden escolar internado como otra prisión, pero ahora del

niño que antes había estado sin darse cuenta en la prisión de su

padre en el trabajo, en la finca Las Dalias en la costa. El grabado

muestra sobre el muro una inmensa araña, significando la

producción de la telaraña que enreda y atrapa al protagonista durante

su tiempo en la casa de los Castellanos y en el internado escolar. El

idilio de los adornos, fachada de piedra, ventanitas con reja,

salientes del techo de las construcciones urbanas desaparece bajo el

peligro del enredo y ponzoña del insecto gigantesco.

Lu Matzar está creciendo y como tiene “espíritu fuerte” el padre quiere que aprenda todo lo

que saben los ladinos y lo envía a la Ermita a formarse, y ahí se da el cambio de identidad,

porque los niños rebautizan a Lu Matzar Quiacain con nombre cristiano: Carlos Matzar, cambia

el vestido tradicional de indio sanpedrano por la ropa de los ladinos y se calza. Con la nueva

identidad, inicia también una nueva vida, lejos de la protección familiar, en un mundo muy

distinto a donde se crió, y sólo desde la perspectiva del nuevo nombre empieza a comprender lo

que significa ser indígena, y en la medida que experimenta en carne propia la discriminación, el

vivir apartado, porque “no actuaba como colegial sino como un ser refugiado dentro de sí

mismo” (pág. 168), expuesto a los abusos de los demás, la opresión, y a ser tratado de “indio

cabrón”, a quien los demás estudiantes piden “no te metás con nosotros” o “agradecé que no te

rompo las narices” (pág. 166). Comprende la experiencia del miedo “que ponía amarga la

boca y daba temblores en cada miembro” (Pág. 166), resistiendo a los castigos con estoicismo,

no doblegado ante las humillaciones, porque “le venía de casta la satisfacción de su estatura

interna frente a las humillaciones” (Pág. 160), y porque bajo presión aprende que el indio sabe

callar cuando tiene la razón para no generar más violencia en contra suya. Así comprende lo

sucedido al momento de la violación de su hermana y ante sus ojos, se explica el miedo

congénito de su raza, la desconfianza ante el mal trato e insensibilidad de los demás, y cultiva y

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va aumentando un profundo resentimiento que de traduce en odio y deseos de venganza

contenidos: “hubiera querido echarse al cuello del director y aruñarle la cara hasta sacarle los

ojos, pero tenía miedo” (pág.165). Las instituciones donde se les oprime a los indígenas es

primero en la escuela, luego en el cuartel y en las fincas.

Lo que descubre con radical rudeza es la existencia de las categorías que separan a unos y

otros, blancos e indios, como el agua y el aceite, alejándolo tanto de sus compañeros ladinos.

La categoría de los opresores se constituye por los “blancos”, quienes constituyen

medularmente la categoría de “ladinos”, término utilizado para significar también lo no indígena,

que simboliza la superioridad racial por cuatrocientos años aunque débiles de cuerpo,

descoloridos, enfermos, con la sangre fría como los peces, calzados, pero poderosos, con

propiedades y conocimiento que les permite construir ciudades, automóviles, así como escribir

libros, gente que manda y a quienes hacen caso las autoridades, que ríen y gozan de la vida, libres

para actuar y oprimir, que no trabajan porque tienen a los indígenas para trabajar para ellos. Un

tipo de gente que sobrepasa las funciones naturales, que experimentan con los placeres sin

necesidad de que el cuerpo naturalmente se los pida, de hombres que poseen a las mujeres a la

fuerza, que dominan y hacen daño para imponerse.

Y la otra categoría es la de los indios o “naturales” para referir que son propios del lugar, como

las plantas y las fieras, los dominados e inferiores como raza, fuertes de cuerpo para aguantar el

trabajo fuerte en la intemperie, que andan descalzos y cuya obligación es trabajar para los otros,

de expresión agreste, tristes y dignos, pobres y destinados a sufrir más, a admitir todas las

injusticias, dueños de un conocimiento limitado ante todo lo que ignoran, a quienes se les ha

robado la risa. Los naturales son asemejados a los pájaros que se juntan en lo sentimental y

sexual en el momento que los cuerpos maduran.

Las dos categorías se califican de “irreconciliables”, donde unos sufren más que los otros y

tienen menos de todo, y experimentan más la tristeza, hasta que la muerte los equilibra.

Ante tal pugna entre las dos categorías, se discute la posibilidad del mestizaje para romper la

pugna entre unos y otros, al integrarse, pero la experiencia lo que demuestra es que el mestizo es

fundamentalmente el producto de la mezcla de los ladinos con las mujeres indias, en lo que se

podría determinar como otra acción de dominación y conquista, a través del estupro o del simple

uso animal, inoculando en las mujeres su descendencia: “La sangre de los ladinos se había

injertado en las mujeres indias, pero atrás de la conciencia de su raza no había trazas de unión

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entre sus hombres, agrestes, más solos, más tristes y dignos, con hembras blancas” (pág. 150)

No se sucede al contrario, hombres indios con mujeres blancas, lo que impide la realización del

mestizaje fuera de los límites que establece la opresión. En la novela se muestra a ladinos

buenos y malos, pero la norma pareciera la de personas que buscan desconocer la parte india en

sus venas y la búsqueda de aceptación entre los ladinos o blancos, determinándose que las plagas

y destrucción devienen de la gente mala, de quienes desconocen a los suyos. El mestizo tiende a

ser señalado como un producto vivo de la pugna, que opta por tomar partido o someterse a los

dominadores, o al servilismo con los poderosos.

Lu Matzar se aferra a lo que está aprendiendo aunque en lo personal sufra la experiencia de la

discriminación, y sufre porque sabe que no puede alcanzar el amor de Margarita, la hija del alma

generosa que lo lleva a su casa y le encuentra en la escuela modelo de formación para maestros

rurales una oportunidad. Porque ella no podría ver dentro de él, ni mirarlo a los ojos como lo

haría con los ladinos.

Sin embargo, el autor considera que frente a dichas categorías existe la posibilidad de otra

perspectiva, donde en realidad no sea lo dominante la división entre ladinos y naturales, sino

entre buenos y malos “de todas las razas y naciones” (pág. 169), por lo cual se percibe que así

como hay naturales o ladinos buenos, los hay también malos, que son los que pareciera que

predominan: “por diez bandidos que encontrás, un hombre bueno te da y te enseña más que

todos” (pág. 191) Son menos los honrados y buenos, pero entre ellos y los malos es que se da la

fertilidad de la discordia. Tales categorías, relativas a los valores predominantes en cada pueblo,

enfrenta a los dos tipos de individuos.

El origen de los hombres conduce a la idea de lo inmóvil y la piedra, y el desarrollo en el

tiempo, al movimiento, el conocimiento y las ideas.

En la tercera parte de la novela, se contrasta las creencias de los naturales frente a las prácticas

ladinas, dentro del entorno ladino. La ciudad es ladina, y los indios viven supeditados a las

tareas de servicio, al acarreo de objetos, y el niño experimenta el terror serrano, y así como

juegan diferentes roles, también las historias y la imaginación se presentan diferentes. Los niños

ladinos cuentan historias castellanas, como la leyenda del sombrerón o la siguanaba, mientras Lu

Matzar narra y asombra a los niños con las leyendas zutuhiles de Bixo Votán, novedosas y

diferentes. Y así va introduciendo término propios de su cultura, desconocidos e

incomprensibles por los ladinos, como el caso del nahual, que cuando Matzar le explica a los

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demás niños en qué consiste, pronto confunden y se conforman con la idea cristiana del ángel de

la guarda, pero no es lo mismo, porque tal mito se refiere a un ser externo que protege al sujeto

débil, mientras que en el sentido zutuhil se refiere a una especie de ánima propia y

correspondiente al sujeto que le significa saber, poder y tener. El nahual es “como si supiera

todo lo malo que le va a pasar”; es decir, le da el conocimiento, la posibilidad de predecir el

futuro, o las desgracias por venir. El nahual es “como si pudiera más que todos”; con lo que

significa fuerza, habilidad, poder, que se explica plásticamente como la posibilidad de llegar más

lejos en su tarea, y es por ello también un tuviera, “como si uno tuviera un machete muy largo”,

implicando la posibilidad de disfrutar del auxilio de las herramientas que facilitan la realización

en sus trabajos. Pero tales posibilidades de un nahual como representación de lo que es la

persona misma, por dentro, su potencial, no es captado por los ladinos, para quienes el nahual es

exclusivamente percibido o entendido como una extensión de la divinidad que protege “como si

alguno lo cuidara a uno” (pág. 156), y no como la íntima expresión de la cualidad propia.

Tras un tiempo en los estudios en la Ermita, el protagonista empieza a dudar sobre su futuro, y

durante un período de vacaciones regresa a San Pedro la Laguna, a visitar a la familia. Su

llegada ocasiona variadas emociones entre los familiares, porque el muchacho llega vestido como

ladino, con la cabeza pelada al rape, con zapatos y hablando español. Pronto se contextualiza, se

descalza, se vuelve a poner la ropa original, y tras un breve período de adaptación a la “vida

pequeña” descubre que gran parte de la felicidad y tranquilidad en su casa es que la gente “es

feliz ignorando lo que no posee” (pág. 188), pero quien ya conoció el otro lado de la realidad ya

no se puede acomodar, porque el aprendizaje es como abono que le cae encima a las personas, y

ya esperan algo más que la ilusión de la enamorada Xar, a quien adula diciéndole que tiene

sabrosa la cara, y quedarse en su entorno implicaría conformarse, “y te tragaría el pueblecito,

como se ha tragado a muchas generaciones, como me tragó a mí” (pág. 192). El padre le refiere

que la tierra es suya, que para eso la tiene y la trabaja, pero que si él ya no quiere tal cosa que

tiene libertad para elegir su destino, aunque ruega por que no les vaya a traer consecuencias

negativas: “ojalá no se enoje el maicillo porque uno de mi casa se va de los surcos” (pág. 186)

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• Camino

La cuarta parte es la más conmovedora y poética de la novela, y será por ello que el grabador

capturó el sentido de la madre que acoge al hijo en silencio para representar la tierra, determinada

a su función de ayuda y respaldo, imposibilitada a garantizar nada más. Y Audivert representó al

protagonista con cara de niño asustado, entre lagrimoso y aterrorizado,

tapándose con la mano la boca, tal y como dictaba la costumbre

femenina zutuhil de esconder el gesto para no revelar el sentimiento

oculto en su alma. Cubrirse la boca significa callar, como cuando el

cargador de fruta se ve obligado sin aparente violencia a ofrecer sus

jocotes al soldado Matzar, sin asomo de miedo: “simplemente entrega

abúlica, mudo reconocimiento del lugar en que estaba” (pág. 254), peor

rechaza el pago de la moneda de plata, que deja tirada al lado del

camino.

El camino, siguiendo el pensamiento de pugna de opuestos que tanto preocupaba a Monteforte

Toledo, se percibe como propuesta de dos direcciones que llevan a distinto destino. El camino es

uno, pero dos caminos opuestos al mismo tiempo. Por un lado está el rumbo de la sumisión del

peón indio, y por el otro la soberbia e imposición de la impunidad ladina.

El protagonista advierte que por un lado tendría que “dejarse llevar por la succión de su raza,

por su inercia perseguida, rodando, hasta dar de peón o de trabajador de caminos sin paga ni

merced…”, para convertirse en otro indio supeditado al ladino, o bien, “…buscar la forma de

encaramarse sobre todos, para hacer daño sin justicia ni responsabilidad” (pág. 252), para gozar

de la cúspide del poder sin moral ni riesgo, tal y como hacían los ladinos. Donde venderse se

menciona como la “ruta del fuerte”, para lograr su propósito. Todo ello derivado de su

experiencia real en el camino, una vez que termina los estudios y sale a experimentar la senda

dramática de la vida.

Luego de graduarse de maestro rural, Carlos Matzar se dirige a una comunidad cakchiquel en

el altiplano, en una región fría, en cumbres cubiertas por la neblina, donde se dispone a jugar el

papel de “apóstol”. La ubicación del poblado se figura en las proximidades de Sololá, pero

quizá más hacia Tecpán, donde Matzar reconoce en los niños su propia condición, y entiende que

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los niños pelados al rape para eliminar el peligro de los piojos, que llegaban caminando de

comunidades distantes para aprender lo que él sabía, sin tener que sufrir los horrores que a él le

había correspondido padecer ante extraños. La escuela es un rancho de tablas y paja, sin auxilio

ni ayuda de materiales, sino apenas una caja de yeso para escribir en un pizarrón inexistente,

sustituido por el muro. Las autoridades imponían textos preparados para adular al mandatario

Jorge Ubico, nombre que el autor evita, así como reglamento y la prohibición expresa de hablar

en indio. La idea era enseñar servilismo como prioridad. El idioma español, en todo caso, sólo

le servía a los campesinos para “saludar a los amos” o “para decir que sí a todo lo que le

ordenaban los caporales” (pág. 199) La indigencia le hace sentir inconformidad, y pronto

empieza a acumular odio y resentimiento, provocándole el deseo de abandonar su meta mesiánica

de ser apóstol para convertirse en ángel vengador.

La escuela queda frente al camino, por donde pasan los jornaleros apelmazando el camino,

generalmente presos que habían sido agarrados por producir aguardiente clandestino, en quienes

ve el futuro de soldados y finalmente de “mozo en cualquiera de las fincas de los blancos” (pág.

199). Observando las obras de la vialidad, el joven maestro descubre que la finalidad es una de

tres, para que puedan circular libremente los vehículos de otras personas, o el séquito presidencial

de Ubico con sus huestes de periodistas dejando constar el adelanto del país, o los

contrabandistas que por allí se aparecían con multitud de productos. Los jornaleros eran indios,

y es así como el protagonista va descubriendo su identidad, la que describe como ejecutores de

oficios vasallos: “indios eran quienes olían a tortilla, a humo, a boñiga, y andaban descalzos y

oblicuos, bajo monstruosas cargas” (pág. 209), a quienes va percibiendo como desfigurados por

la fatiga, conteniendo una cólera impotente y amedrentada.

El camino es construido por los indios, para el adelanto y progreso de los ladinos, mientras los

labriegos se mantenían con dignidad, soberbios y agresivos, guardando silencio, pero pobres,

aguantando todo tipo de sumisiones y ausencias. Mientras los ladinos ven en los caminos las

rutas abiertas del progreso, y reciben con beneplácito la llegada del turismo al lago de Atitlán.

Los ladinos se quedan con las mejores tierras a orillas del lago, y empujan a los zutuhiles a las

elevaciones y tierras escarpadas.

Su conciencia sobre la desigualdad va creciendo y despierta el sentido del odio en el maestro

de escuela rural, quien pronto va perdiendo la motivación para continuar su tarea, porque

descubre que él “no había podido ser maestro porque era imposible enseñar con odio, en la

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miseria, en la impotencia, en la indigencia total” (pág 252). Llegará a negarse a la profesión del

magisterio porque de repente sentía que estaba propagando la profesión del odio: “a ello le estaba

empujando su trayectoria y un conocimiento en carne viva de las realidades del país” (pág. 200).

Sumado a la experiencia que recordaba impresa en la conciencia de su hermana víctima de

violación, que se había quedado alimentando el “odio, con ansia inconcusa de vengar y de

vengarse sin saber cómo” (pág. 265). El odio es un sentimiento que va aflorando en silencio,

pero que contamina al maestro y lo induce a trasmitir a los niños la misma enfermedad.

La frustración en la escuela lo conduce por desvíos hacia el descubrimiento del sexo, la

embriaguez y afrontar el miedo.

Su descubrimiento del sexo, lejos de las costumbres naturales de su comunidad las va a vivir

en la cantina de la aldea, en donde llegaba a conversar y quejarse ante una mujer ladina, de fea

apariencia, que escuchaba todo sin opinar, y que se convertirá en su amante. Ante ella dejará

salir toda su rabia contra el gobierno y la injusticia social, aunque nunca encontró respuesta. La

transgresión se sucede en el hecho de que la cantinera es ladina, y “nada tenía que ver con eso

tan sutilmente maternal que había visto invadir gestos y palabras de las mujeres indias” (pág.

219), donde la tradición de más de 400 años era que sólo las mujeres indias pertenecían a los

blancos, pero no a la inversa: “yacer con mujeres blancas no era parte de las memorias

biológicas de su linaje”, y de esta manera se invertía “los elementos de la cópula e inauguraba

una época” (pág. 218). La mujer aceptaba todos los insultos, las ofensas, el mal trato, y permitía

al indio Matzar que la poseyera, y se mantenía esperándolo, logrando reducirlo a una condición

de bestia “primitiva y sin grandeza” (pág. 283).

Y por el otro lado, en la misma cantina aprendió a beber, de la manos de la mujer y del

telegrafista con quien pasaba hablando, o de los transeúntes que lo miraban con sospecha, y sintió

correr por sus venas la misma furia que había visto tantas veces expresada en los de su raza.

Una y otra vez se ponía borracho, y ya los niños lo notaban en la escuela, y a pesar de que lo

admiraban y le decían que querían que él fuera su papá, nada detenía su autodestrucción. Bebía

hasta que se le nublaba la conciencia, para perderse, “hasta que no se toleraba ni él mismo”,

bebiendo “con gesto de quien se orina encima, como lloran los indios cuando están ebrios” (pág.

239).

En aquella comunidad, alejado de su familia y lejos de la ciudad de los ladinos, en la que se

había formado, llega a sentir el miedo con toda su fuerza, y lo experimenta en estado de ebriedad

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o despierto en la noche, porque “ahí están, en la noche, verídicos y amenazantes, el characotel,

los calantunes, los Tucur” (pág. 234). El asombro crece de la mano de un hombre que a medida

que enfrenta sus frustraciones ven con temor a su alrededor, presintiendo todos los males

posibles. El miedo lo conduce a navegar aterrorizado en medio de la realidad del sueño y el

cansancio, siendo el miedo parte de su composición primaria: “era indio simplemente, profunda y

vitalmente indio, reconcentrado en los pies romos y en el terror” (pág. 234).

La vida en la aldea se convierte en dolorosa, así que Carlos Matzar decide dejar de ser el

apóstol anunciado como de gran espiritualidad, porque “ya no podría ser de nuevo el premioso

maestro responsable de la realización de los grandes hechos a los que predestinaban los obrajes

de los caimanes y los presagios que circundaban su nacimiento” (pág. 220) Y abandona la

escuela y la aldea, para iniciar una nueva vida. Ya no quiere saber nada de dicho rincón en el fin

del mundo, ni de la mujer que lo deja hacer todo sin oposición.

El odio y deseo de venganza aviva el deseo íntimo de una solución revolucionaria al conflicto,

mientras escucha por la radio y comenta con el telegrafista los avances de la guerra mundial,

conflicto que de ninguna manera influencia o afecta la vida de los indios, porque para ellos era

irrelevante. El llamado para que “corra la sangre” se enuncia como la única vía posible, porque

“mientras no corra sangre nuestra en las calles, los guatemaltecos no tendrán vergüenza ni

merecerán la dignidad” (pág. 231). Pero a Matzar le asombra y horroriza ver que sus iguales se

adaptan al sometimiento con gravedad, guardando silencio, soportando los dictados de la

fatalidad.

Huye de su propia condición y en lugar de dar muestras de una actitud revolucionaria

transformadora, se pervierte y decide buscar para sí el camino contrario, hacia el poder del fuerte,

hacia el lado del ladino, e ingresa al ejército, pensando en vejar a cualquiera saliendo siempre

impune, como practican los ladinos. En el ejército se encuentra rodeado de gente igual a él, y

con tal de ascender se convierte en delator del régimen y en contra de sus adversarios, aprende la

compostura para asumir la tortura como sistema para obtener información, y se mantiene

sometido sin reclamos ni maldiciones, pensando que humillar a otros no es crueldad sino listura,

“cumplimiento simple del deber”, porque “había que azotar y gritar al inferior y sonreír al

superior siempre” (pág. 246) impulsados por el dominio de la fuerza y la impunidad del mundo

de los blancos.

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Una misiva del padre impulsa a Matzar a regresar de visita al hogar en San Pedro la Laguna

antes de partir hacia la costa a ocupar el cargo de comandante del cuartel ubicado en la misma

zona donde de niño vivió la experiencia de la realidad del mundo del progreso y desarrollo de los

ladinos. Y arranca, así, un viaje de retorno por su pasado, revolviéndose dentro de sí, como una

conciencia agitada de renegado que claudicó a la misión mesiánica que los rituales zutuhiles le

habían dictaminado al momento de nacer: de gran espíritu, destinado a ser apóstol de su gente.

El camino de regreso a casa lo hace vestido de militar, con el revólver en la cartuchera, las

barras de oficial, el traje de la opresión. Desde la cima de Sololá aprecia el paisaje del lago de

Atitlán, el cielo despejado, y va viendo a la gente que trabaja o se ocupa y evitan verlo a los ojos

cuando pasa. No lleva la ropa de los suyos, habla español, rebelde ante la sumisión histórica de

sus antepasados, sabiéndose “desafecto al maizal, ajeno al campo” (Pág.260), pero dispuesto a

enfrentar a su padre y descubrir en su mirada la decepción.

Mientras aprecia el paisaje piensa que el Altiplano es “tierra arisca, de contornos inesperados,

de peligros repentinos” (…) “Tierra igual que la gente india de por allá, con el pensamiento

agitado e irredento detrás de los ojos espesos, sin violencia; pero capaz de engañar de repente y

de herir a mansalva” (pág. 252), que es lo que él mismo es, parte de una raza pacífica dispuesta

a resistir toda violencia y menosprecio, pero capaz de la traición. Lo que lo enerva y no

entiende es por qué su gente no se ha revelado, por qué se oponen a enfrentar a quienes se

aprovechan de ellos. Aunque va consciente de que “seguía salvándose al amparo de la lejanía,

mientras sus propias esencias causaban la decadencia que hacía la misión de la gente cada vez

más ardua” (pág. 259). Luego, el protagonista percibe la presencia en sí de una esencia que

impedía salir adelante al librarse de la injusticia. Era la traición a los suyos al darles la espalda,

porque el antiguo Lu Matzar, un indio, convertido en Carlos Matzar, un ladino, “era uno más que

se iba del pueblo, para siempre” (pág. 263).

La experiencia de la bajada por el camino hacia el hogar, y el encuentro con el comerciante

llevando fruta en la espalda para vender en el mercado, a quien obliga a venderle una mano de

jocotes por lo que no acepta pago alguno, es el momento de más intensidad y mejor logrado en

toda la novela, y representa el clímax emotivo de la conciencia revuelta de Matzar. Él llega a su

pueblo, es recibido con cariño por los amigos que lo acompañan hasta el rancho, aunque no esté

vestido como ellos, y el recibimiento del padre que le hace nuevamente el llamado para que

regrese, que trabaje la tierra o tome la escuela, porque el maestro ha muerto, y le ofrece

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construirle una casa independiente, y la hermana le recuerda que la novia de la infancia está

casada, pero si él se lo pide seguro estaría dispuesta a seguirlo de inmediato, pero a pesar de todo

él no acepta y Tol se marcha temprano el día de su partida, para no tener que despedirse. Con el

alma dividida, el esperado apóstol abandona San Pedro la Laguna vía el camino del agua, de pie

en la canoa, con el uniforme de militar ajustado. Atrás deja a los suyos, para siempre.

La novela podría haber terminado en dicho paraje, cuando el protagonista va en la lancha sobre

el lago de Atitlán despidiéndose de los suyos, convertido en todo lo opuesto para lo que se le

había destinado al momento de nacer, dándole la espalda a su comunidad. Pero ello habría

significado morir como cuando se descubre que ya no se sirve para nada en este mundo, que es

cuando “se muere antes del entierro y comienza a decir cosas sabias, tremendas, que dan sed y

dejan huella de ceniza en la frente del prójimo” (pág. 261), pero Lu o Carlos Matzar está aún

sediento de venganza y buscará el desquite.

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• Sol

La quinta parte es una sección raquítica, donde ocurren cosas vertiginosas y se da final a la

historia de manera precipitada y rocambolesca, relativamente diferente del modo reposado y

fluido con el que se ha venido desarrollando la historia.

La sección es encabezada por un grabado de Audivert donde se capta dos rostros deformes de

mujeres de cabello largo, labios protuberantes, supuestamente

embadurnados de carmín, y ojos grandes. Las facciones mestizas se

perciben cargadas y abominables, como de prostitutas enturbiadas sobre

el fondo de la noche, en terreno árido con nopales espinudos y con la

vista al fondo de las montañas y volcanes del Altiplano. El grabado es

la representación de la desfiguración de rostro indígena ladinizado,

absorbidos por la ciudad y el progreso. El sentimiento rudo de la

perversión urbana.

En cuatro breves capítulos, como a la carrera, se resolverá la historia de Lu Matzar, quien

continúa el viaje del retorno vengativo. Se entiende que tomó el mando del cuartel en la costa,

en la zona donde está la finca Las Dalias, donde de niño presenció la violación de su hermana, la

joven mujer que perdió la sonrisa. Ahí se presenta como el indio de “hígados negros”, a quien

todos temen porque es agresivo y por cualquier motivo saca la pistola o patea a quien le

desagrada. No paga sus cuentas, sino según se le da la gana, y se mantenía ebrio, a soca. Aún

así, los ladinos serviles lo recibían e invitaban, pero a sus espaldas hablaban mal de él y acusaban

de pretencioso y malvado: “al comandante Pedro Matzar, que a pesar de ser puro indio, tenía

más pretensiones que un alemán rico y era malo como un lobo” (Pág.273).

Un cambio se sucede en el país tras la caída del tirano Ubico (a quien el autor no menciona

nunca), debido a lo cual la gente se enciende y se organiza, motivados a pelear y oponerse para

enfrentar al sustituto designado, aún novato en las claves de la intriga. Si ya cayó el peor, la

gente puede oponerse al chico. Tales acontecimientos mueven la estructura del poder, y

durante el período de transición de Ponce Vaidez, entre julio y el 20 de octubre de 1944, se

suceden dos vivencias relevantes en la vida de Matzar, por un lado un capitán revolucionario le

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hace recuperar la conciencia de una manera poco verosímil, y en un pasaje vital se contiene el

proceso de venganza contra la familia del finquero alemán propietario de Las Dalias.

Al cuartel llega un capitán revolucionario que con palabras convence a Matzar de transgredir

la regla e impedir el asesinato de dos muchachos revolucionarios a quienes se condena a la

desaparición porque andan hablando en contra de Ponce Vaidez. Su obligación es llevarlos a las

afueras del poblado y liquidarlos, pero en un acto compartido con el oficial superior los libera.

El pasaje es muy flojo y lo más débil de la novela, porque no se explica ni sostiene, porque no

son las pasiones ni los valores lo que mueven al comandante maleado a cambiar, sino un simple

acto de razonamiento no entrañado ni fundamentado en acciones creíbles, dándose un cambio

radical aunque impreciso.

Ya cambiado, porque se ha puesto en contra del Gobierno y deberá enfrentar al Consejo de

Guerra, recibe una orden demasiado casual, para confiscar armas en la finca Las Dalias, y así

puede el protagonista realizar una última visita vengativa a la finca donde de niño presenció la

violación de su hermana. Él ya ha cambiado, pero el deseo de venganza lo mueve a “ejercer por

última vez su mando y su autocracia” (pág. 284). De manera casual, mientras realizan la requisa

de armas, luego de visitar el almacén recordando sus tiempos de niño, descubre que en un paraje

verde, junto al casco, está descansando sobre el césped una niña blanca, virginal, hija del alemán

y hermana del agresor de su hermana dos décadas atrás. Al verla le surge todo el resentimiento

acumulado, que brota como odio, y el indio herido se dispone a someter a la joven mujer blanca,

que “era rubia, de un rubio muerto y chocante, con los ojos sin color, transparentes y vacíos”

(pág. 284), acostumbrada a llevar vida de canario, y de inmediato la agrede, le arranca la ropa y

se dispone a someterla. Ella se fija en los labios de ídolo cruel del militar indio y no ofrece

resistencia, es más, se dispone a acatar el ultraje, y cuando él cambia de opinión a ella le surge la

urgencia de ser víctima, pero él escupe en su vientre, y se marcha ya seguro de sí mismo.

La liberación de los jóvenes que hablaban de más lo lleva a la cárcel, donde en las mazmorras

subterráneas espera la notificación de la orden de fusilamiento, la cual le es pronunciada por el

mismo capitán que lo acompañó en la poco creíble acción de su liberación. Está en capilla

ardiente, pensando en lo que fue su vida, cuando estalla la revuelta de octubre, y se lo ve

peleando junto a los ladinos en el proyecto de transformación de la sociedad. Enfermo en el

hospital se reencuentra con los fantasmas de su infancia urbana, con los hijos del comerciante que

lo tuvo en su casa, y donde la niña ladina de quien estuvo enamorado entonces, Margarita, le

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cuida y acompaña como enfermera, mientras se repone el supuesto héroe de las heridas en

batalla. De repente ya no hay diferencias, y la revolución pareciera resolver la pugna entre

calzados y descalzos, entre indios y ladinos, al estimar que al final de cuentas “por qué

comprender entonces que los hombres sólo se dividen en buenos y malos, de todos los climas, de

todas las razas?” (pág. 293). La pugna que a lo largo de todo el libro parecía irreconciliable e

imposible, se resuelve con una receta que parecía acorde a los requerimientos de la época y al

período revolucionario nacionales durante el cual fue escrita y publicada la novela, como en una

fantasía cortesana que no reside de manera posible sino en la imaginación de Lu Matzar

atravesando el lago de Atitlán, o en una de las borracheras que se pegaba cuando le amanecía la

conciencia revuelta. Dado que en línea con el conjunto de la novela, pasado el entusiasmo de la

revuelta repentina, regresaría la sociedad al orden natural, y las diferencias se volverían a alzar y

confrontar entre los pequeños individuos. La Revolución de octubre fue una batalla emprendida

por los ladinos, y como la de los unionistas o la información que les llegaba a las aldeas de la

Segunda Guerra Mundial, no les afectaría sino colateralmente. La pugna más terrible de todas,

la del hombre dividido, viviendo entre dos mundos, entre la piedra aborigen y la cruz del blanco,

no podría quedar resuelta.

Un final acelerado y falto de la verosimilitud que se perdona como una ligereza final o que

podría suprimirse, un deseo de forzar la salida revolucionaria en actitud cortesana con las

autoridades, o un intento racional de transmitir un mensaje en línea con la propuesta ideal de la

dialéctica marxista, donde la revolución conduce a terminar con las diferencias en pugna, pero

que no empaña el viaje intenso de las cuatro partes formales que preceden y componen el grueso

de la novela.

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3.3 Análisis de la acción

3.2.1 La pugna económica

La acción en la que se funda la novela es la vida y peripecias de Lu Matzar, desde su

nacimiento entre presagios de un destino grande, con poderes mágicos y espiritualidad, hasta que

se convierte al final en el revolucionario participando en la lucha armada triunfadora, que se

supone transformará la realidad social del país.

El niño nace como indio pobre y dominado, hijo de un padre campesino, timonero de canoa y

marimbista, aunque postulado para salir del destino impuesto a los suyos, de trabajador de la

tierra, como hormiga que no se divierte, desde el punto de vista ladino del narrador.

El eje de los caminos opuestos lleva en una dirección hacia el límite desafortunado del indio

pobre, y en el sentido contrario del ladino rico. Donde indio pobre implica esfuerzo y sumisión

de los vencidos, y ladino rico significa ocio, diversión y comodidad en libertad y tranquilidad.

El ladino es representado por los blancos, aunque incluye a los mestizos, a quienes se describe

como serviles ante los blancos, más fácilmente dados a que se ubiquen del lado conveniente por

percepción.

La pugna entre los dos extremos se desarrolla en el texto, pero a medida que las vivencias de

conciencia se suceden, se va notando que la verdadera fuente de la pugna es la riqueza versus

pobreza, no así la condición racial.

El padre de Lu Matzar es bueno, noble, pero ante la posibilidad de recuperar la tierra que le

han robado, no dudará en traicionar la promesa de venganza por la violación de su hija, y se

corrompe.

Hay indios malos que se aprovechan de Tol Matzar, como Cutuc, el vecino con grandes

posesiones de tierra quien lo despoja de su propiedad sólo para humillarlo, porque Lu le pegó a

su hijo en una bronca infantil.

Así mismo aparecen mestizos malos, como Tacho Zeledón, el comerciante que compra barato

el maíz a los indios, les vende licor y cuando tienen necesidad les revende el maíz a precio más

alto, y los esclaviza para pagar sus deudas. También está Lupe, el intermediario de abogados y

prestamistas que traiciona a los indios para quitarles sus tierras.

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De la misma manera que hay ladinos blancos, malos como el finquero alemán Herman y su

hijo Franz, violador de la hermana del protagonista. Pero los hay buenos, como el finquero José

Escobar, que lo apoya y ayuda para que cobre justicia la familia.

Y también aparecerán mestizos buenos, como don Teófilo Castellanos, quien ayuda

generosamente a Lu.

Luego lo que hay por un laso es vencidos pobres, que pueden ser indios o ladinos, pero son los

indios los más atormentados en la novela, para quienes van las injusticias, la explotación y la

necesidad, mientras en el lado opuesto están los blancos ricos, para quienes es la justicia y la

razón. Pero donde el atributo que domina como motivador de la pugna es la riqueza o pobreza,

por encima de la raza.

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3.2.2 La pugna cultural

Pero existe también entre los dos grupos, indios y ladinos, una clara pugna cultural, porque los

dos grupos sustentan conjuntos de valores diferentes.

El punto de vista del autor da preeminencia a la mirada desde el mundo ladino, donde se

valoriza el movimiento, el cultivo de los conocimientos científicos y de las ideas progresistas, la

libertad, los placeres por lo que encierran de suyo de placer, el sueño de grandezas y la

disposición al consumo. Esquema de vida urbano, donde priva la soberbia y la impunidad del

ladino, que es la “ruta del fuerte”, a lo que se pliegan los mestizos.

Y se establece la diferencia irreconciliable con el grupo indígena, por cuanto aprecia la vida

pequeña, el encuentro de la felicidad sin consumismo, pacíficos y dispuestos a resistir sometidos

hasta sobrevivir, a pesar de la capacidad de la traición manifestada de unos hacia su mismo

grupo. Los valores íntimos se perciben ocultos detrás de una cortina de niebla, que el autor

vincula con el amor a la tierra, al lugar donde nacieron, a la estabilidad y fidelidad.

El enunciado de “aparte son los naturales, aparte son los ladinos” (pág. 113), admite la

existencia de una diferencia, que se agudiza en la medida que en el ámbito social se marca el

rechazo y marginación de los ladinos vencedores sobre los indios vencidos.

El protagonista vivencia originariamente durante la estadía en la costa con sus padres pagando

deudas, la “maldición de ser indio”, en el entendido de que estamos hablando de “indio pobre”,

porque los Cutuc no pasan por tales problemas, sino es el motor principal de la desgracia de los

Matzar, por orgullo y deseo de humillara su vecino. La impunidad del poder y la riqueza, dentro

del mismo grupo cultural.

Ser indio es comprendido por el protagonista como estar sometidos a los ladinos, trabajando en

tareas menores, de desgaste físico fuerte, y expuestos a tener que soportar vejámenes como la

violación de la hermana, el mal trato, la cárcel y todas las desgracias que conlleva el

sometimiento de unos a otros por dependencia económica.

Y el protagonista también descubre que el mundo es algo más que San Pedro la Laguna, que

hay otros destinos, que los rodea el mar y que hay barcos que van de un lado al otro.

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Y se decepciona al descubrir que su padre ha peleado y aguantado todo tipo de humillaciones

para exigir justicia para quien dañó a su hija, pero a cambio de tierra suspende la persecución.

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3.2.3 Propuesta para romper con la desigualdad

La novela plantea como solución para terminar con la diferencia y desigualdad, un proceso de

ladinización, que consistirá en la negación cultural indígena, romper con “la costumbre”, para

asumir el modelo de los ladinos como meta de progreso. Lu Matzar es enviado por su padre a la

ciudad para aprender lo que saben los ladinos para regresar luego a su comunidad a compartirlo

con los suyos.

El proceso se inicia en la escuela urbana, donde Lu Matzar cambia identidad, de idioma, de

ropa, se calza, e incluso adopta otro nombre, el de Carlos Matzar. Pero a pesar del cambio sufre

discriminación de parte de los hermanos adoptivos mestizos, y de los niños y maestros en la

escuela, para quienes siempre será el indio. Se expone a soportar abusos, opresión, y de niño

feliz pasa a ser desconfiado y silencioso. Bajo tales términos va adquiriendo conciencia de la

diferencia irreconciliable entre las dos culturas.

Pasados los años regresa de visita a su pueblo, vestido de ladino, rapado, con zapatos y

hablando español, y descubre el profundo extrañamiento que significa ya no poder ver ni ser visto

como antes.

Sigue así el camino de la absorción en la escuela rural como maestro que va incrementando su

conciencia social, porque experimenta el horror de la pobreza de los suyos, la impotencia para

ayudar a los niños y educarlos, la prohibición para hablar en indio de la época, la injusticia de la

ley ubiquista de la vialidad (que obligaba a los indígenas sin empleo ni riqueza a trabajar gratis en

los caminos), y va acumulando resentimiento, odio y deseo de venganza, que lo convierten de

apóstol en ángel vengador, que deja salir la bestia primitiva experimentando la borrachera, el

vicio, el sexo como acto de posesión, para ofender, maltratar e insultar a la mujer poseída. En

dicha localidad se junta con ladinos y mestizos, como el telegrafista del pueblo, para beber y

hablar mal de todo.

En la medida que incrementa su conciencia de desigualdad, huye de su propia condición, y así

opta por abandonar la educación y se integra al cuartel como soldado, ámbito donde se corrompe

y transforma en torturador agresivo, asesino, ladrón, pretencioso y malvado.

Con la misma impunidad aplica su rabia contra ladinos e indios, se somete a los finqueros al

mismo tiempo que se beneficia con su relación con ellos.

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Y desde el cuartel retorna a las fincas, donde le toca enfrentar la venganza última, castigar al

alemán dueño de Las Dalias violando a su nieta, acción que no concreta aunque la mujer está

dispuesta a convertirse en víctima y pagar por el daño que ocasionaron los suyos a otros, antes.

Puede hacer daño a los propios, pero la subordinación ante los vencedores de siempre lo retiene,

porque no quiere ser como ellos, aunque ya lo es.

Tal situación prepara el cambio para convertirse en un revolucionario convertido, optando por

el movimiento armado para terminar con el sistema que él mismo ha constituido y del cual forma

parte.

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3.2.4 La pugna entre bondad y maldad

La pugna que se va descubriendo en el desarrollo de la novela resulta más allá de la riqueza y

pobreza, o indios y ladinos, y se constituye entre la bondad y maldad propios de la condición

humana.

Y se intuye que el proceso de ladinización como proyecto progresista de la modernidad,

transforma en malos a los individuos, en traidores de sí mismos, y que los individuos se

carcomen y destruyen por dentro al negarse para convertirse en remedo de otros. Al dar la

espalda a su comunidad, se traiciona a la raza y se someten a los vencedores, agitando los deseos

de revancha y venganza, alimentando el resentimiento.

La transformación de unos en otros produce frustración y violencia, porque excluye la visión

de los otros, de los vencidos. La realidad está contemplada desde el punto de vista ladino, pero

habría que ponerse en la posición de los Matzar para ver la realidad desde una óptica diferente.

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V. DISCUSIÓN DE RESULTADOS

1. La conciencia natural

El análisis fenomenológico del contenido de Entre la piedra y la cruz implica seguir el curso

de las tres conciencias o estados de conciencia según Husserl, primero en actitud natural o de

instalación natural en el mundo, segundo la fenomenología eidética y en tercer lugar la

fenomenología trascendental, en un curso progresivo de esencialidades.

Para el caso de aproximarnos a la conciencia natural flotamos dentro del contenido de la

novela de Mario Monteforte Toledo observando el devenir como síntesis de la contradicción de

los opuestos en pugna permanente, y lo que se percibe como una constante es la idea de

“progreso” en términos de modernidad, de avance, como propósito para eliminar la diferencia

social e injusticia. Desde la perspectiva ladina, si los indígenas se educaran y adelantaran en el

tiempo, se rompería el desequilibrio.

El autor, fascinado por la dialéctica de Hegel no concebía la posibilidad de una novela en

donde no se manifestara la pugna entre los opuestos, porque a su entender toda obra de ficción

expone el drama humano como “movimiento”, porque el devenir es resultado de la lucha, y es tal

cosa lo que él concebía como realidad. Monteforte se formó dentro de un pensamiento que

asumía el desarrollo evolutivo en una dirección, la que marcaba el avance humano de Europa,

conceptualizado como el estadio más elevado de civilización.

A lo largo de la novela hay un constante fluir de la acción que surge y que al mismo tiempo

perece. El motor esencial de la obra es el surgir y perecer de Lu Matzar, quien nace en una

comunidad zutuhil en San Pedro la Laguna en condiciones casi primitivas, en un rancho, bajo la

sombra de grandes acontecimientos y asombro del chamán, como futuro apóstol de dicha

comunidad, y a quien se depara una misión en la vida, la de ser el vínculo o enclave para lograr

llevar el “progreso” de su grupo, de su comunidad o raza, y romper con la sumisión de siglos, la

pobreza, la explotación a la que están condenados quienes viven en dicho rincón del planeta, al

lado de un bello lago al que los ladinos admiran, no así los habitantes del lugar, para quienes lo

bello es normal.

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La preocupación filosófica presente en la obra es la misma que orienta la modernidad de la

totalidad, a la que se llega vía la superación o, lo que en la primera mitad del Siglo XX se

identificaba como el “progreso”.

La preocupación del escritor, como de los protagonistas en la ficción, es cómo va el pueblo

zutuhil a salir de la dependencia y la pobreza, dándose por sentado el ideal de la modernidad, que

determina el progreso en una línea histórica, que va evolucionando permanentemente del mundo

de la piedra a la civilización, en este caso representado por el símbolo de la cruz, implicando el

avance la cultura europea dominante.

“él debía tener el alma entre la piedra aborigen y la cruz del blanco” (pág 292)

En el fondo del texto literario existe la impresión de que los indios empobrecidos y dominados

viven en una especie de atraso en el tiempo, y que en ello influye la “costumbre”, la negación al

cambio, a adoptar las costumbres del poder hegemónico, de los conquistadores que a lo largo de

los siglos mantuvieron la distancia con los pobladores nativos, reduciéndolos a una condición de

esclavitud.

El autor, desde su posición determinada por la modernidad, participa de tal estado de

conciencia, y cree con sus personajes que el único medio viable para que se salve la raza indígena

es avanzar en el tiempo, adoptando el modo de vida de quienes se asume más civilizados y en una

etapa superior de desarrollo: adelantarse en el tiempo, porque en un mismo momento de la

historia se encuentran en estadios diferentes.

En la novela, los indígenas aparecen reducidos a la posición de gente sometida, mantenida en

el atraso, ajenos a la ciencia y comodidad del mundo civilizado, atados por la “costumbre”,

mientras que los ladinos poseen el progreso de las fincas, el ferrocarril, los barcos, las

comodidades, el dominio del mar y aire. Es así como los personajes con el poder perciben a los

indígenas como culpables del atraso, por sus costumbres, y los califican de vagos, “huevones”,

que no trabajan después del mediodía, mañosos, desgraciados, perezosos, sucios y llevados por

mal:

“los indios son la causa del atraso del país”, “mientras no se mueran todos no va a

progresar la agricultura” (pág. 68)

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“esta gente es peor que los animales”, “destruyen las cosas o se las roban” (pág.

78)

El pensamiento de fondo coincide con el ideario de la época, en línea con la discusión de ideas

latinoamericana sobre la dialéctica existente entre el deseo de modernización, entendiéndose

como el afán por hacer prevalecer el progreso europeísta, y el impulso identitario del

americanismo, en la búsqueda de la “esencia perdida” en lo cultural, posteriormente en lo social o

indigenismo.

Mario Monteforte Toledo está impregnado de tal preocupación y aborda a través de la novela

el planteamiento sobre la posibilidad de que los indígenas logren alcanzar el mismo nivel de

supuesto “desarrollo” de los occidentales, según lo que entonces se admitía como tal.

La misma preocupación intelectual se suscitó en la obra de Miguel Ángel Asturias, autor que

en su novela El señor Presidente abordó el espíritu antiutilitarista que emanaba del Ariel de José

Enrique Rodó, planteando la posibilidad de que Guatemala alcanzara el progreso y lograra

aproximarse al perfil europeo. A finales del Siglo XIX el Presidente José Reyna Barrios se había

propuesto hacer de la pequeña ciudad capital de Guatemala un remedo de París, y de allí su Paseo

de la Reforma, y algunos intentos por poblar de palacetes la ciudad, y el envío a Europa de

intelectuales prometedores, como el cronista Enrique Gómez Carrillo, para que se cultivaran. El

dictador Manuel Estrada Cabrera continuó con tal propósito y llenó el país de monumentos a la

diosa Minerva, evidenciando sus aspiraciones y la dirección de su adoración, en donde se

realizaban los famosos festejos de cumpleaños conocidos como Minervalias, donde niños

descalzos cantaban himnos modernistas y guerreros al benemérito padre de la patria, sin batallas

de fondo que justificaran el apetito. Su influencia totalizante fue fundamental en el quehacer de

los intelectuales de la época. Y aún después, hasta el ocaso de la dictadura del General Jorge

Ubico, se construyó una copia de la Torre Eiffel, o Torre del Reformador, para glorificar al

caudillo de los liberales, que llevó el país por la ruta del llamado “progreso”. Este período,

entre Reyna Barrios y Ubico, es el territorio de formación de Mario Monteforte Toledo, y la

novela Entre la Piedra y la cruz da cuenta de la caída de Estrada Cabrera por la revolución de los

unionistas y concluye con la caída de Ubico, en los días de la Revolución de Octubre.

El caso de Miguel Ángel Asturias abunda en la misma preocupación, y ya desde su tesis de

juventud, para graduarse de abogado, proponía el mestizaje como medio para terminar con el

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atraso y la sumisión de los mayas, conjugándose la necesidad del progreso y el espíritu identitario

naciente. La mezcla con la raza blanca europea, según él, aportaría nuevas cualidades y

destrezas a los pueblos conquistados. Su identificación estaba plenamente referida al mundo

blanco dominante, mientras el mundo indígena le resultaba primitivo e inferior. Su propuesta

implicaba la desaparición paulatina de la raza dominada, modernizándola según el estadio del

avance europeo, en línea con el espíritu totalizador de la modernidad hegeliana. No era el

exterminio directo la solución sino el mestizaje, como exterminio solapado. Creía sin duda que

así como en el poder económico unos dominaban a los otros, en lo genético se sucedería un

desvanecimiento de cara lavada, con la finalidad última del “progreso”.

Posteriormente, en París, Asturias descubre la magia del pueblo Maya que en su tesis de

abogado proponía transformar vía la mezcla con gente de origen europeo. Lee y traduce del

francés los libros sagrados. La distancia borra las asperezas y el escritor escarba en la memoria

con otra actitud, y así escribe su otra novela fundamental, Hombres de maíz, cuya búsqueda

transita por el impulso identitario de la otra Guatemala, la americana originaria. Aunque su

visión será siempre de ladino, de acuerdo con la modernización europea, apropiándose de los

elementos americanos como símbolo identitario que se posee y de lo que se apropian quienes

tienen el poder.

Mario Monteforte Toledo participa de la discusión a su manera, comprometido con los

desvalidos, porque reclama justicia para quienes considera en desventaja. Cree en la línea del

tiempo y el progreso, y la realidad que encarna en la conciencia natural es la pugna entre el atraso

y la modernidad. Le parece injusto que exista una realidad de atraso para un sector de la

población, mientras al mismo tiempo el país avanza hacia el ideario del progreso europeo. El

planteamiento dialéctico de estar sujeto a la fuerza de la modernidad, por un lado, y la búsqueda

de la identidad por el otro, lo lleva a escribir una novela donde coexisten ambas opciones. Por

un lado asume el movimiento del devenir progresista, para igualar el nivel de avance de toda la

sociedad, sin diferenciar entre conquistadores y conquistados. Pero por el otro lado se debate en

la relevancia que tienen los valores propios del pueblo zutuhil, lo que implica que buscaba

asignar relevancia a un pueblo oprimido, con toda admiración.

La conciencia natural es el interés de superación, el “progreso” de los sometidos, el lograr

llevar adelante a quienes están en desventaja, pero entra en duda en la media que se arriesga la

preservación de los valores intrínsecos.

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Por un lado se plantea a los indígenas como viviendo en la edad de piedra, donde la cruz es la

idealización de actualización y progreso, pero por el otro lado se estima que es una cultura

diferente, con sus propios valores.

La novela redundará en variedad de ejemplos que confirman tal pugna en el tiempo de niveles

de avance, entre el atraso de unos y el avance de los otros. Visto, por supuesto, desde la posición

de quienes se estiman en la ventajosa posición de los avanzados, de quienes gozan de la verdad,

en cuanto a una posición superior. Es la idea modernizadora totalizante de superioridad e

inferioridad determinada por el nivel de progreso único en un solo sentido, dudando por lo que

significa la la identidad.

La misión de Lu Matzar es convertirse en el apóstol que conduzca a su raza al progreso,

porque nace con espíritu fuerte, porque va a “pelear contra los fuertes”, y su padre Tol desea y

pide pisto, al principio de la novela, a sus dioses para poder educar a Lu como ladino.

La esencia que está presente en el estado natural, es la creencia en el progreso, el sentido de

avance y confianza en la evolución entendida como en una sola dirección posible.

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2. La conciencia fenomenológica

A la conciencia natural del progreso le sigue la otra mirada, la fenomenológica que implica dar

preferencia a la memoria e imaginación, vía la purificación y reducción al eidos. Se busca lo que

está implícito detrás de la idea de progreso, de avance y evolución en el camino de la justicia y

equidad, y lo que aparece por intuición es la pugna humana en general que produce violencia.

La relación de poder entre fuertes y débiles, ladinos e indios, ricos y pobres, hombres y

mujeres, malos y buenos se explica en un estado generalizado de violencia, ya que hay unos

imponiéndose sobre otros, y buscando dominarlos y esclavizarlos.

Quienes tienen el poder someten a otros de manera violenta, ubicándose en las posiciones

extremas los ladinos ricos versus los indios pobres, siendo estos últimos también víctimas de la

opresión de los indios ricos, así como de los mestizos que se someten voluntariamente al poder.

La propuesta de un proceso de “ladinización” para erradicar la injusticia social y la ausencia

de equidad, es un acto violento, porque al evolucionar a los zutuhiles al estadio de los ladinos, se

los anula y niega. Es en tal dirección por donde transita el devenir o drama de la novela. El

acto violento de la incorporación de los indígenas al sistema de vida de los ladinos, es el núcleo

esencial que se intuye implícito y universal.

Es necesario repetir que por “ladinización” se expresa la conversión del mundo indio al otro,

al urbano, que no es exclusivo de los blancos, sino implica a quienes han adoptado el mundo o

vida que llegó con los europeos. Está más allá de la raza, y se refiere al modo de vida, a las

costumbres, a los valores asumidos.

El mundo ladino se funda en el pensamiento “blanco”, europeo, que llegó con los

conquistadores; así como la idea de que existe una dirección única en el mundo, la totalización de

la modernidad en la línea del progreso, el aprecio por las comodidades y riquezas occidentales, en

tanto así se puede vivir lejos del miedo. Según tal perspectiva, los llamados indios en la obra

significan el atraso por culpa de aferrarse a la “costumbre”, lo que deriva en sumisión

esclavizante y en la conservación de la pobreza, injusticia, miedo, y la condena a vivir reducidos

al cultivo de la tierra y la vida en familia en condiciones paupérrimas. Tal visión no da lugar a

la existencia aparente de otro código de valores, ni de otro tipo posible de progreso, determinado

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por la idea totalizante de la modernidad imperante en la sociedad de la que surge la novela en

cuestión.

Los ladinos poseen por tanto la fortuna del “progreso”, y los indios viven en el atraso,

aferrados a la “costumbre”.

El planteamiento admitido por el drama de ficción es que para romper con el atraso los

indígenas se deberían de ladinizar, de tal manera que adelantarían en sus conocimientos y pronto

podría ingresar al mundo ladino, donde se afirma el poder económico y la política. Tol Matzar

manda a su hijo Lu a estudiar a la ciudad, para que aprenda el conocimiento de los ladinos y así

lo regrese a cultivar en los suyos. Se desea que Lu Matzar sea el apóstol del cambio.

Se asume que mientras tal cosa no ocurra, los indígenas vencidos seguirán sujetos a vivir en la

pobreza, sin acceso al ansiado progreso. El destino de quien mantiene la costumbre sería vivir

sometidos, pobres y limitados:

“jornalero, apelmazador de caminos, soldado y por último mozo en cualquiera de las

fincas de los blancos”(Pág.199), “siempre indios, desfigurados por la fatiga”,

“cólera impotente y amedrentada” (pág. 201)

“indios eran quienes olían a tortilla, a humo, a boñiga, y andaban descalzos y

oblicuos, bajo monstruosas cargas” (pág. 209)

“oficios más vasallos” (pág. 216)

La novela trata sobre el devenir en el proceso de ladinización de un niño zutuhil, orientado a

aprender lo que saben los blancos y ladinos, para retornar con la semilla del progreso para los

suyos, convirtiéndose en maestro que se dedique a enseñar a los demás lo aprendido.

Pero en tal proceso de ladinización del niño-joven-hombre zutuhil, en lugar de cumplirse lo

planificado, el protagonista se pervierte y confunde, y en lugar de convertirse en apóstol de su

raza, termina realizando la acción resentida de ángel de la venganza, cuya rabia dirige por igual a

blancos e indios, sometido a las autoridades, traicionando a los suyos con odio por y resentido en

la medida que se fragmenta tanto interna como externamente.

“venderse era escoger la ruta del fuerte” (Pág.262)

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La síntesis totalizadora de la modernidad no se logra en la unificación, porque el protagonista

sale del campo, como un niño atrasado, y al pasar por la institución educativa de la ciudad y el

progreso, lo que hace es descubrir su ser “otro”, su condición de discriminado en un mundo

ajeno, y no progresa sino destruye su identidad, al punto que ya no se reconoce ni se siente bien

en su interior, no se gusta a sí mismo, le han robado la risa.

La pugna de los opuestos se descubre independiente del tiempo, porque el llamado progreso

no implica adelanto de unos al aprender lo que saben los otros, porque en realidad existe un

choque civilizatorio, con valorización diferente de la vida y cosas.

El proceso de ladinización no construye la posibilidad de sintetizar dos mundos, llevando la

piedra al nivel de progreso de la cruz. Y se revela la falla en la propuesta del pensamiento

occidental, que no respeta la diferencia del otro mundo, y quiere vía la “violencia” de la

imposición convertir a los otros en lo que son quienes dominan, subyugar.

El protagonista niño entra a la escuela de los ladinos, donde tiene que aprender a hablar en otra

lengua, en español, y al sólo llegar le cambian el nombre, de Lu Matzar a Carlos Matzar, lo

discriminan y despojan de sus ropas “de indio” y lo visten según el hábito común entre ladinos, le

enseñan a utilizar zapatos y abandonar así la costumbre de andar descalzo, y le enseñan los

valores de los occidentales, que le meten en la mente fuera de los valores que él lleva de su hogar.

Los zutuhiles valorizan la tierra, la vida pequeña, de “gente que es feliz ignorando lo que no

posee” (pág. 188), que son limitados por los blancos a sufrir humillaciones permanentes, porque

los blancos se aparecen como “símbolo de lo superior desde hacía cuatrocientos años” (pág.

168)

Ladinizar significa desde esta perspectiva cambiar costumbres, de ropa, de nombre, de lengua,

dejar de ser una cosa para convertirse en otra, lo que discrepa del planteamiento básico de la

dialéctica hegeliana que entre la lucha opuesta del ser y la nada origina el devenir como síntesis,

aunque lo que se da es una imposición para que una fuerza domine sobre la otra y la anule. No

es la pugna entre electricidad positiva y negativa que en su acción produce energía, sino se trata

del dominio de una fuerza sobre la otra por la condición hegemónica del poder. La ladinización

no funciona para resolver la pugna en el tiempo, porque no considera los valores de unos, ni la

realidad de su mundo, sino está simplemente aplicando una dirección de la mirada.

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La ladinización o indigenización, como fuerzas opuestas, no están interactuando, sino el

pensamiento totalizador de la modernidad sólo está admitiendo una dirección, y ello implica la

negación de unos para emular a los otros, de lo cual no puede resultar una síntesis válida.

El protagonista, Lu Matzar, se dispone a cambiar imagen y apariencia, pero aún así seguirá

siendo víctima de discriminación en la escuela y en la ciudad, y las duras experiencias de

alejamiento y mal trato le permiten descubrir que en realidad proviene de otro mundo, y para

defenderse se mantiene callado, evita expresarse, se adapta, siempre consciente de la diferencia.

Dentro del mundo ladino resulta actuando igual que los zutuhiles dentro de un estado europeo,

guardando silencio, callando, tragándose sus pensamientos.

“No actuaba como colegial sino como un ser refugiado dentro de sí mismo (pág.

168).

“Indio cabrón, no te metás con nosotros…agradecé que no te rompo las narices”

(pág. 166)

“miedo congénito, el miedo que ponía amarga la boca y daba temblores en cada

miembro” (pág. 166)

El padre lo envía a la escuela para convertirlo en “apóstol” y luego del recorrido de la vida se

transforma en “ángel vengador”, pasando por el cuartel, donde aprende a torturar a los suyos,

aplicando la violencia del poder, tal y como aprendió de los ladinos. Con el tiempo se convierte

en ladino, adopta sus costumbres, su forma de vestir, su idioma, sus valores, y sufre por su torpe

condición de individuo con una identidad viviendo dentro de otra adoptada.

A lo largo de la obra se rompe genialmente con la fácil relación de querer acreditar a los

indígenas la posición de débiles buenos frente a ladinos malos, particularizando que la pugna

entre buenos y malos no es propiedad de un grupo ni raza, porque entre los indígenas hay malos y

resentidos, como Cutuc, así como entre los blancos hay malos como el finquero alemán, pero

también buenos como el finquero Escobar. Así mismo ocurre con los mestizos, que los hay

aprovechados y malos como los revendedores de maíz o los abogados que engañan a sus clientes,

y aparecen otros nobles y generosos. La condición humana aplica por igual entre unos y otros.

El planteamiento dialéctico entre el atraso de los indígenas y el progreso de los ladinos, se escapa

a consideraciones raciales. La novela de Mario Monteforte Toledo no es parcial.

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En la última parte del libro se trata de justificar o resolver idealmente el problema

proponiendo la revolución social como el medio que hermana e integra las diferencias de

condición de los habitantes, logrando la implantación de la igualdad. Como si la revolución

fuera el paradigma de la igualdad de clases e integración en la totalidad que inspira la

modernidad, aunque las vivencias que se intuyen a lo largo de la experiencia dramática del

protagonista no den lugar verosímil a tal posibilidad, porque en el acontecer de la novela no es

creíble el enunciado. Eliminar la última parte del libro, finalizar cuando Lu Matzar toma el

camino del agua, vestido de militar, dándole la espalda a su pueblo, hubiera sido mucho más

dramático y poderoso. Quizá esa última sección fue el producto de la emoción tras el triunfo de

la Revolución de Octubre, aunque en términos reales despojó a la novela de la clarividencia

desarrollada en el conjunto.

La ladinización como proyecto para sacar a los indígenas de las condiciones de opresión en la

cual viven, explota generando más violencia. Las revoluciones guatemaltecas contenidas en la

novela, al abrir y cerrar, tanto la de los unionistas como la Revolución de Octubre, son expresión

viva del acontecer ladino, un asunto de ellos, tan lejano para los indios como lo fue la noticia por

la radio del acontecimiento de la Segunda Guerra Mundial. El indígena siempre queda sometido

o dejado aparte de la acción. Y la posibilidad de una lucha entre indígenas y ladinos para

resolver la diferencia de estado de civilización en el tiempo, de acuerdo al pensamiento de la

modernidad totalizadora, sería de tenor sangriento y no resolvería la pugna sino confirmaría en

todo caso la figura hegemónica de unos u otros.

La esencia implícita en la fenomenología eidética, es que lo presente en forma implícita,

general o universal, es la violencia como clima humano en un país tan fraccionado. La

ladinización produce violencia, la revolución es también violenta, y todo lo violento se regenera

como más violencia que multiplica el estado de injusticia y pugna entre unos y otros.

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3. La conciencia trascendental

A nivel natural la lectura de la novela de Mario Monteforte Toledo nos plantea el problema de

la injusticia y diferencia social que afecta a los indígenas, dominados por los ladinos, y se plantea

de manera inmediata y unívoca la posibilidad de emprender el proceso de la ladinización vía la

educación para equilibrar a la sociedad, lo cual no concurre, alimentando más la violencia

implícita en la conciencia fenomenológica, luego, tras dicha generalización, hay que voltear al

objeto y a través de la fenomenología trascendental constituir o crear un “sentido” que trascienda

como realidad superior. Son sentidos que parten del yo constituyen el mundo material, como el

revés de la actitud natural.

La conciencia trascendental retoma el objeto y se intuye el advenimiento de la alteridad,

porque ante la idea de lo Otro evoca respeto, porque se trata de romper el desequilibrio social

aprendiendo a mirar con el punto de vista del Otro. La modernidad es totalitaria, y el horizonte

de la alteridad nos hace sentir que es necesario ver con la mirada del que sufre la injusticia y la

afrenta, para lograr la igualdad de una manera pacífica.

La dialéctica eleática ya planteaba la unidad de los contrarios, donde al analizar cualquier

proposición hace entrar en juego las categorías de la identidad y la diferencia, y vemos que en el

análisis de la posibilidad de la ladinización violenta para lograr el progreso se incurre en el

predominio de la identidad occidental del lado de la cruz. Evolucionar implica ser como los

occidentales, y por lo tanto se debe negar al otro, lo que resulta violento e impositivo.

El protagonista entiende que permanecer viviendo en su pueblo y según las costumbres de su

comunidad implicaría el atraso, de acuerdo con los valores occidentales. Luego, o se deja llevar

“por la succión de su raza, por su inercia perseguida, rodando, hasta dar de peón o de

trabajador de caminos sin paga ni merced”, u optaba por “buscar la forma de encaramarse sobre

todos, para hacer daño sin justicia ni responsabilidad” (pág. 252) Y se pervierte, y encuentra

que si para estar mejor es necesario humillar a los demás, “no sería crueldad sino listura” (pág.

246), aprende de los ladinos y se convierte en delator, torturador, dispuesto a azotar y gritar a

quienes quedan reducidos a inferiores, encaramándose sobre todos, y sonriendo a los percibidos

como superiores en la línea del poder, dispuesto a “vejar a cualquiera impunemente” (pág. 252)

La transformación implica la pérdida de la identidad y agudiza el desequilibrio.

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A lo largo de la novela, los lectores vamos advirtiendo que lo que se marca entre los opuestos

o dos fuerzas puestas en contraste, los indígenas aferrados a la costumbre y los ladinos

progresistas, es la intención de eliminar a los primeros para que predominen los segundos,

cuando en realidad los indígenas que resisten y conservan sus hábitos tradicionales representan

otro mundo. La diferencia entre indios y ladinos es irreconciliable porque no están en pugna

por cultura, porque no es posible resolver la situación a través de la ladinización violenta e

impositiva, porque así no se produce o accede a otra sociedad, sino se está anulando a unos para

convertirles en remedo de los otros, lo cual se plantea como discriminación radical e intolerancia

de parte de quienes mantienen el poder.

El pensamiento ladino de la primera mitad del siglo XX buscaba resolver el drama de la

injusticia y supuesto atraso de los indígenas, anulándolos y haciendo prevalecer el mundo

occidental, con sus valores y manifestaciones. Y ante la búsqueda de tal posibilidad, se

evidenció lo irreconciliable de la propuesta.

Entre indígenas y ladinos hay más que una relación en la línea del tiempo según el entender

totalizador de la modernidad, donde convertir a unos en remedo de los otros, no conduce a

síntesis dialéctica alguna, porque quienes se ladinizan se transforman en ladinos pero siguen

confundidos y despojados de su esencia vital.

La conciencia trascendente tras las vivencias encadenadas en La novela Entre la piedra y la

cruz, de Mario Monteforte Toledo, expone el horizonte de la alteridad. La lucha de los opuestos

queda rota, al mostrar que los indígenas y ladinos no son mundos opuestos en la línea del tiempo

sino mundos diferentes.

No se representa dos estados de civilización, uno superior y otro inferior, determinada la

cualidad por el grado de avance o progreso según quienes están en el poder, sino que nos

aproxima a dos maneras muy distintas de valorar, con diferentes propósitos y sus propios

senderos de sabiduría.

El proceso de ladinización busca anular al otro con violencia, obligándolo a acceder a su

mundo, sin respeto. Como en los usos de la dialéctica eleática, al referirse a los indígenas se

emplea atributos externos, se describe al sujeto por los accidentes, por determinaciones

predicativas que provienen del pensamiento occidental hegemónico, pero si se ve al pueblo

zutuhil representado en la novela con el sentido hegeliano de inmanencia, que surja del predicado

el sujeto, se descubre la existencia de una cultura diferente. Las intuiciones, entendimiento y

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autoconciencia del protagonista en la novela nos enfrenta a una cultura que no se encuentra ligada

necesariamente a la línea del progreso planteado por la modernidad. Los zutuhiles no tienen por

qué convertirse en ladinos para progresar asumiendo su modelo, porque ellos tienen

intrínsecamente sus propias determinaciones, y no cabe la violencia para estandarizar el mundo,

convirtiendo lo demás a la imagen y semejanza del Mismo.

Ese pensamiento reductor condujo a una generación de alemanes a creerse superiores e iniciar

una guerra contra el mundo para imponer y destruir todo lo considera inferior o ajeno al avance

civilizador nazi. En Guatemala, la cruz se impuso sobre la piedra, se cristianizó a la fuerza y

luego, en la primera mitad del siglo XX se trató de ladinizar para imponer los niveles de progreso

occidental, anulando al otro. El pensamiento hegeliano de un movimiento en una sola dirección

altruista y espiritual en el tiempo, y el desarrollo materialista de una transformación violenta que

estandarice e iguale, quedan fragmentados ante la trascendencia del reconocimiento de lo

diferente.

La conciencia trascendente en la novela Entre la piedra y la cruz, se asume como el respeto

que se deduce del horizonte de la alteridad, porque no hay un solo destino para la humanidad,

porque no existe un solo universo, sino a LO MISMO se le plantea LO OTRO.

LO MISMO es el mundo de los blancos o ladinos, de los dominadores de estas tierras, de los

conquistadores, así como de los ladinizados y mestizos (producto de la agresión del poder y

estupro, inicialmente del hombre blanco sobre la mujer indígena), trataban de borrar la existencia

de LO OTRO, pero en la novela de Mario Monteforte Toledo se hace destacar la relevancia de la

otra cultura, con sus propios valores y pugnas comunes de la condición humana.

Lo que fascina en esta novela es el aparecimiento de la cultura zutuhil ante los ojos con su

diferencia.

En las ciudades se encuentran los ladinos que representan LO MISMO, con sus costumbres

occidentales, lujos, placeres, conocimiento, ciencia, deseo de poseer bienes, la ausencia del

miedo, creencias cristianas, la posibilidad de no trabajar sino tener a otros que lo hagan por ellos,

la búsqueda de la comodidad y lo fino, pero también arrastran la violencia, la perversión y la

maldad.

Y el mundo indígena es LO OTRO, donde desde la perspectiva de los blancos acumula la

apariencia de pobreza, sumisión, falta de educación, placeres limitados, relegados a beber

aguardiente o chicha en lugar de vino o whisky, escuchando música de marimba, dependientes,

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esclavos, destinados a trabajar para los poderosos y sufrir en silencio. La condición social de

privación y sumisión no es un atributo de su ser Otro, sino una resultante propia de la condición

humana en general, resultantes de la pugna entre la bondad y la maldad entre los hombres. A lo

largo de la obra se insiste en la diferencia, connotando la importancia de ponerse en la conciencia

de los otros para ver diferente.

“aparte son los naturales, aparte son los ladinos” (Pág.113)

Lo relevante en el descubrimiento de Monteforte Toledo es la apertura desde la mirada de Lu

Matzar, de un esquema de valores diferente, que no por ser distinto al mundo de LO MISMO

implica ser inferior o da señales de atraso. Hay una otredad que demanda respeto y

conocimiento.

La integración es irreconciliable, en cuanto no se respete la diferencia y deje de insistirse en

imponer una dirección aprobada por LO MISMO como meta evolutiva.

Monteforte Toledo trata en la ficción de forzar la conclusión revolucionaria, pero a su pesar se

descubre la imposibilidad de convertir dos mundos en pugna en uno solo, cuando la acción

occidental pretende anular LO OTRO, sin detenerse a comprenderlo. El autor duda de la

integración y comprende la existencia de lo diferente, formándose la conciencia trascendental de

la admisión de LO OTRO.

Ya no se puede seguir pensando que sólo hay una dirección posible en la vía del progreso

humano, que nada se resuelve destruyendo al otro, sino abriéndose a la experiencia de la

dualidad, respetando la diferencia, permitiéndole su desarrollo propio.

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Cuadro resumen

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VI. CONCLUSIONES

La simple lectura, desde la actitud natural, de la ficción en la novela Entre la piedra y la cruz

de Mario Monteforte Toledo conduce a entender de manera inmediata que para romper con la

desigualdad nacional entre indígenas y ladinos, donde los primeros son asociados con el atraso

(la piedra de la edad primitiva) y los ladinos con la cima de la civilización moderna (la cruz de

los europeos conquistadores), no se puede recurrir al proceso gradual de “ladinización”, convertir

a unos al estilo de los otros, adelantándolos en el tiempo, porque tal medida agudiza el

sufrimiento individual y la injusticia, sino hace falta un cambio radical revolucionario que

termine de manera radical con el problema.

La esencia que se hace presente como sentido es la idea de “progreso”, como medio para

romper con la desigualdad e injusticia.

Sin embargo, una lectura fenomenológica conduce a entender eidéticamente un sentido

generalizador implícito que va más allá de lo determinado unívocamente, porque generaliza y

universaliza la presencia de la “violencia” en el escenario nacional. La condición humana se

intuye provocadora, donde unos (los ladinos) imponen violentamente sobre los otros (indígenas)

su visión unívoca, asumiéndola como verdad, y porque la violencia produce más violencia, que se

regenera y multiplica. El proceso de ladinización produce violencia y el proceso revolucionario

aún más.

La esencia que se sintetiza en la conciencia eidética es la “violencia” como caldo de cultivo de

las relaciones humanas. La “violencia” está presente en el ámbito real.

Y en el sentido trascendental se construye el sentido potencial de reconocer al OTRO, de

aprender a ver desde el punto de vista de la diferencia la realidad, para no encerrarse en una sola

visión, porque cada uno de los grupos que convive en el espacio físico particular cuenta con su

propio protagonismo, tienen sus valores y creencias, y el MISMO debe aprender a ver

poniéndose en la posición del OTRO, para respetar a los demás y acceder así, positivamente, al

posible bienestar colectivo.

Una lectura fenomenológica de la novela aclara y amplía su sentido, porque va más allá de la

interpretación simplista que brinda la actitud natural.

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La hipótesis se cumple, al encontrar que el “sentido” en una novela se enriquece al leerla y

reflexionar según el método fenomenológico, porque se puede intuir muchísimo más

profundamente en la realidad. Así se puede decir que la novela Entre la piedra y la cruz de

Mario Monteforte Toledo no es una invitación a la revolución sino al reconocimiento del otro.

La novela es un viaje por el proceso de ladinización que vive un niño zutuhil que es mandado

a la escuela de los ladinos en la ciudad para que aprenda los conocimientos que llevan al

progreso, y regrese más tarde a su comunidad a enseñarle a los niños de su raza todo lo

concerniente. Se pretende que sea un apóstol, pero en el proceso se pervierte, muda de

identidad, se hace daño, gana en odio y resentimiento, y ya no puede volver a su pueblo y ser lo

que se esperaba, pero tampoco se convierte en ladino, porque seguirá siendo víctima de la

discriminación, empujado a la violencia, el odio y la venganza. Cambia de apariencia, de

nombre, de idioma, mientras descubre es allende el suyo existe otro mundo, que no le gusta.

La violencia no es el medio para lograr resolver la necesidad de progreso. La diferencia entre

indígenas que preservan la costumbre y ladinos no es un asunto de avance en la línea unilateral

del tiempo, ni se equilibra a la fuerza. La novela está pidiendo reconocimiento del OTRO.

Porque los pueblos deben convivir y desarrollarse desde su diferencia. El pueblo maya no

requiere convertirse en el MISMO para progresar, porque puede hacerlo desde su condición de lo

OTRO, y lo que demanda es respeto.

El pensar fenomenológico aplicado a la ficción nos aproxima a la objetivación de un sentido

constituyente del mundo material, que no hubiera sido percibido de manera inmediata y unívoca

tras una lectura en actitud natural y determinista.

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