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POESÌA PABLO NERUDA 1

APUNTE INGRESO

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POESÌA

PABLO NERUDA

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CUENTO

El almohadón de plumasSu luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro

de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desván ecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación.

La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía sumudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.—¡Soy yo, Alicia, soy yo!Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo

rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte.

La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

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—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...

—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que

remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados dél hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,

lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del

comedorJordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la

sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

Horacio Quiroga

LA INTRUSAJorge Luis Borges

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

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En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo: -Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

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En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo: -De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo: -Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche. Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro: -A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

* * * * * * *

TEATR O

M' hijo el dotor

Sánchez, Florencio

PERSONAJES

DOÑA MARIQUITA.

JESUSA.

SARA.

MISIA ADELAIDA.

MAMA RITA.

DON OLEGARIO.

JULIO.

DON ELOY.

Un GURÍ.

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     La acción: 1º y 3er actos en una estancia de la República Oriental del Uruguay. 2º acto en Montevideo. Época actual. - Derecha e izquierda las del actor.

Acto primero

En el patio de una estancia. Un ángulo de edificio viejo, tipo colonial, corroído por el tiempo -una puerta a la izquierda y dos al foro - al centro en segundo plano, un copioso

árbol, y rodeando su tronco, una pajarera con pájaros. Verja a la derecha con un espacio franqueable entre dos pilares.

Escena I

El GURÍ, DOÑA MARIQUITA y DON OLEGARIO

     GURÍ.- (Chillando.) ¡Señora!... ¡Madrina!... Ahí ha venido el hijo de doña Brígida la puestera en la yegua picaza y dice que si le empriesta el palote de amasar porque va a hacer pasteles hoy...

     MARIQUITA.- (Asomándose a una de las puertas del foro.) ¿Te querés callar, condenao? ¿No ves que vas a despertar a m'hijo el dotor?... (Desaparece.)

     GURÍ.- ¡Es que el muchacho viene apurao, porque tiene que dir también a la pulpería!... ¡Ah!... y dice que si le da permiso p'atar la descornada vieja, porque va a precisar más leche... ¿Qué le digo?...

     MARIQUITA.- (Sale precipitadamente y lo toma por el cuello, zamarreándolo.) ¡Acabarás de cacarear, maldito!...

     GURÍ.- ¡Ay!... ¡ay!... ¡No me pellizque! ¡Sí yo no he hecho nada!...

     MARIQUITA.- (Sin soltarlo.) ¡Te viá enseñar!... ¡Trompudo!. -. ¡mal criao!...

     OLEGARIO.- (Sale calmosamente e interviene.) ¡Dejá esa pobre criatura!... ¡Parece mentira!... ¿Qué te ha hecho?... (Al GURÍ.) ¡Camine usted a cebarme mate!...

     MARIQUITA.- ¡Es que todos los días sucede lo mismo... Este canalla sabe que Julio está durmiendo y se pone a berrear como un condenao!... ¡Y lo hace de gusto!...

     GURÍ.- (Compungido.) ¡No, señor!... ¡Es que no me acordaba!...

     OLEGARIO.- (Al GURÍ.) ¡Camine a cebarme el mate, le he dicho!... (Se va el GURÍ.) ¡Qué ha de hacerlo de gusto el pobre tape! Bien sabés vos que es gritón por naturaleza... (Afectuoso.) ¿Es que se ha levantao hoy mi vieja con el naranjo torcido?

     MARIQUITA.- (Brusca.) ¡Me he levantao como he levantao!. -. Pero vos con defender y darle confianza al chinito ése, lo estás echando a perder.

     OLEGARIO.- ¡Vamos, vieja, no se enoje!... ¡Caramba!... Vaya, traiga su sillón y su sillita baja (Mariquita vase y vuelve con los pedidos cuando se indica) y nos pondremos a tomar el mate tranquilos. ¡Qué diantres! Está muy linda la mañanita pa ponerle cara fea. Espere, comadre, le va'yudar. (MARIQUITA alcanza un sillón de hamaca y sale con una silla baja y avíos de costura, quedándose de pie. Ambos toman asiento. El GURÍ aparece con el mate que alcanza a OLEGARIO.)

     OLEGARIO.- (A MARIQUITA.) ¿Gusta servirse?.

     MARIQUITA.- (Ceremoniosa.) ¡Está en buena mano!...

     OLEGARIO.- (Jovial.) ¿Me desaira, moza?... ¡No puede ser!... ¡Vamos, aunque sea un chuponcito!... No ponga esa cara de mala que nadie le va a creer. ¡Sabemos que es

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güenaza!.. - ¡Sí, viejita, aunque más no sea!... ¿Se acuerda? Antes no era así... ¡no me hacía esos desaires! Voy a pensar que está muy vieja... ¡Vamos, un chuponcito!...

     MARIQUITA.- ¡Jesús, Olegario!... ¡Te has levantao con ganas de amolar la paciencia!... ¡No quiero mate!... (viendo al GURÍ que ríe solapadamente.) ¿De qué te reís vos?... (A OLEGARIO.) ¡Ahí tenés lo que has conseguido!... ¡Que hasta los mocosos se ríen de una!...

     OLEGARIO.- ¡Vos te reís de tu madrina, canalla!... ¡ya! ¡ponete serio!... (GURÍ sigue riendo.) ¡Serio! (Idem.) ¡Serio, he dicho!... ¡mirá que te pego!...

     MARIQUITA.- ¡Basta, hombre!... (Al GURÍ.) ¡Ya, fuera de acá!... (El GURÍ se aleja riendo a todo trapo.) ¡Así me ha de respetar esa chusma si los que deben dar el ejemplo lo hacen tan mal!... ¡La culpa la tengo yo de permitir esas cosas!... (mete precipitada las costuras en el costurero y se pincha la mano.) ¡Ay, demonios! (se chupa el dedo y arroja el costurero con estrépito al suelo.) ¡Jesusa!... ¡Jesusa!... ¡Jesusa!...

     OLEGARIO.- ¡Chist!... ¡Chist!... ¡Callate, mujer!... ¡no ves que vas a despertar a m'hijo el dotor!...

     MARIQUITA.- (Con rabia, dejándose caer sobre una silla) ¡ Un cuerno!...

Escena II

Dichos y JESUSA

     JESUSA.- ¡Mande, madrina!...

     MARIQUITA.- ¿Dónde te habías metido?

     JESUSA.- Estaba en el corral curando al ternero de la reyuna... ¡Pobrecito!... Esa loca de la colorada que desterneramos el otro día, no quiere salirse del corral y se ha puesto tan celosa... extraña al hijo, ¿verdad?... que cuando ve otro ternerito, lo atropella. Al de la reyuna le ha dado una cornada al lado de la paleta, ¡tremenda!... yo le pongo todos los días ese remedio con olor al alquitrán para que no se le paren las moscas; ¿hago bien, padrino?

     OLEGARIO.- ¡Sí, m'hijita!... ¡Hay que cuidar los intereses!...

     MARIQUITA.- ¡Buenos intereses!... Por jugar lo hace. Todo el día lo mismo; cuando no es un ternero es un chingolo que tiene la pata rota y se la entablilla como si fuera una persona; cuando no los guachitos, toda una majada criada en las casas con mamadera, y mientras tanto, las camas destendidas hasta medio día y los cuartos sin barrer!...

     JESUSA.- ¡Pero, madrina!...

     OLEGARIO.- ¡Ave María, mujer!. ¡ni que tenga güen corazón le querés permitir a la muchacha!...

     MARIQUITA.- No digo eso. Pero por cuidar animales, ni se ha acordao de hacerle el chocolate a Julio... ¡Ahora nomás se levanta y no tiene nada con que desayunarse!...

     OLEGARIO.- ¡Qué lástima!... ¡El príncipe no podrá pasar sin el chocolate!... ¡Jesús!...

     MARIQUITA.- ¡Claro! ¡Si está acostumbrao! ¡Vos sabés que en la ciudá!...

     OLEGARIO.- ¡Qué se ha de tomar chocolate en la ciudá!... ¡Gracias que lo prueben como nosotros en los bautizos y en los velorios!... ¡Le llamarán chocolate al café con leche!... ¡Venir a darse corte al campo, a desayunarse con chocolate aquí, es una botaratada!...

     JESUSA.- ¡Pero madrina! Si Robustiano...7

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     MARIQUITA.- (Corrigiéndola.) Julio.

     JESUSA.- Julio me ha dicho...

     OLEGARIO.- ¡Ah!... ¡No me acordaba! ¡Un mozo que sa mudao hasta el nombre para que no le tomen olor a campero, hace bien en tomar chocolate!...

     MARIQUITA.- No seas malo, Olegario; vos sabés que él llevaba los dos nombres: Robustiano y Julio... ahora se firma Julio R...

     OLEGARIO.- ¡Sí, sí, sí!...

     JESUSA.- Este... quería decir que Julio me ha prevenido que no le gusta el chocolate; que si teníamos empeño en indigestarlo con esa porquería. Él prefiere un churrasco o un mate...

     MARIQUITA.- ¿Lo oís, Olegario?...

     OLEGARIO.- ¿Lo oís, Mariquita?... Vos que estabas rezongando por el chocolate.

     MARIQUITA.- ¡Y vos que decías que nada quería saber con las cosas del campo!... ya lo ves... come churrasco...

ENSAYO?

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NOVELA

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