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Argonautas N#11 FEBRERO 2016 ISSN 2341-4091 ·RELATOS·POESÍA·ILUSTRACIÓN·CINE·OPINIÓN· ·Elsa García León· ·Copiar o inspirar· ·Conociendo a Tuti Confetti· ·¿Podemos vanagloriarnos de pertenecer a la raza humana

Argonautas #11

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N#11 Revista Argonautas. Con Elsa García León y la ilustradora Tutti Confetti. Relatos y poemas de Patricia Reimóndez Prieto, Juan F. Valdivia, M. Floser, Diana Beláustegui, Diego M. Villarroel, Iván Romero Marcos y Ninano. Ilustraciones de Chele, Eric Bic, Raúl Castro, Little Yay, Andrea Losantos y Juan I. González Fejér. Artículos de Jaume Vicent e Iván Rúmar.

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ArgonautasN#11 FEBRERO 2016 ISSN 2341-4091

·RELATOS·POESÍA·ILUSTRACIÓN·CINE·OPINIÓN·

·Elsa García León··Copiar o inspirar··Conociendo a Tuti Confetti··¿Podemos vanagloriarnos de pertenecer a la raza humana?·

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Argonautasen las redes

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Todos los textos, fotografías e ilustraciones pertenecen a sus autores,

salvo aquellos en los que se manifieste expresamente lo contrario.

Fotografías de secciones ©Mar Arguello Arbe

www.ediotorialargonautas.com

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#11

MÁSCARASFebrero 2016

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Nosotros

Página 4

Elena Álvarez Santiago Sánchez Juan I. González

Iván RúmarSandra Carbajo

Mar Argüello

Dirección Arte

Redacción FOtografía

OPINIÓN

JAUME VICENT

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Índice

Página 6

· 8 ·

· 59·

poesía

PARA LEER

EDITORIAL

· 68 · PARA PENSAR

baile de máscaras

anubis

· 44·

Y al séptimo día, aprendimos a escribir

· 37 ·

Copiar o inspirar

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· 9 ·

· 63 ·

· 72·

· 54 ·

la bala

El juego de la elección

rostros

relatos

PARA VER

Conociendo a... Tutti Confetti

Los viejos lienzos de eva

tres pobres monstruos

a medida

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EDITORIALEn el siglo XIV, los médicos de la peste negra llevaban una máscara pro-

tectora muy característica, con un largo pico a través del que se filtraba, con paja y hierbas aromáticas, el aire para evitar el contagio del médico. A lo largo del tiempo hemos podido ver ese tipo de máscaras con la uti-

lidad no de proteger nada, sino el de provocar un efecto siniestro. Así las hemos visto en películas de terror, pinturas y obras de arte de toda índole. Esa máscara significaba vida para el médico, muerte para quien la obser-vase, y miedo para quienes eso de la peste negra no es más que una his-toria siniestra más de la vieja Europa.

Para nuestra sociedad, una máscara suele implicar algún evento festivo como carnaval o hallowen, ya no las asociamos a la muerte. Pero no hable-mos solo de las máscaras que se pueden poner físicamente en la cara.Existen varias cualidades que hacen que una máscara cualquiera se

convierta en una máscara excepcional. La máscara perfecta encajará a la perfección sobre nuestro rostro, adaptándose a nuestras facciones y amoldándose a cada uno de nuestros gestos, por extraños que puedan resultar a veces. La máscara perfecta también irá a juego con nuestro dis-fraz, completando con idoneidad nuestro atuendo que, según la necesidad del momento, será más o menos llamativo. Pero sea como sea, la máscara perfecta será esa que cumpla en cada momento, y sin que apenas se note el esfuerzo, su función social: el camuflaje de supervivencia. Cada uno de nosotros tenemos decenas de esas máscaras. Nos las po-

nemos y quitamos día tras día: para ir a trabajar, para estar con la familia, para interactuar en redes sociales… Y es que estas, son siempre las más interesantes de retratar con nuestras historias y con nuestras ilustraciones. Todos los relatos presentes en este número de Revista Argonautas, así

como el arte que los acompañan, las reflejan a la perfección, así que elige la tuya y sal a bailar.

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[Edita: Editorial Argonautas, en Madrid, 2015]

ISSN 2341-4091

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RELATOS

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Anaid se sentó a la mesa, sacó el arma, la apoyó en el lado derecho de la cabeza y apretó el gatillo. Ni siquiera contuvo el aire, no lo pensó, no se acobardó pero tampoco se sintió valiente. El estallido impulsó la bala que penetró el cráneo a través del parietal derecho destrozando el hueso y llevando consigo astillas hasta el cerebro. La bala tocó la parte blanda y perdió la noción del tiempo perturbada por la oscuridad, sintió frio y tras encontrarse con los primeros monstruos, los más tímidos y sanos, intentó seguir destruyendo pero pasó al siguiente círculo donde los demonios habían evolucionado hasta ser aberraciones que se desgajaban en “la petite mort” cada vez que abrían las piernas y se veían violadas por la inmundicia humana. Los pequeños se arrastraban con las panzas abiertas, haciendo de las tripas un medio de transporte y los más grandes se movían enloquecidos, con las columnas distorsionadas y las ca-deras abiertas en várices sangrantes. La bala retrocedió en un intento de huida silenciosa cuando el cerebro, parcialmente destruido, hizo un ruido como de succión y todos los entes fija-ron sus miradas en ella, estallando en gritos que la obligaron a escapar por donde había entrado, cerrando las puertas abiertas con la ilusión de que no fueran más ligera que ella. Fue prácticamente expulsada por la parte blanda, se lavó la cara en el líquido cefalorraquídeo intentando sobreponerse a la taquicardia, de un sal-to cruzó el hueso y se introdujo nuevamente en el arma que ya caía al suelo. La cabeza no llegó a caer sobre la mesa, una mínima gota de sangre manchó el mantel. Anaid miró la pistola en el suelo, sacó la bala traumatizada, la tiró a la basura donde había cuatro más y tomó una sexta que esperaba su turno sobre la mesa.

la balapor diana beláustegui

ilustración de dani mayo

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el juego de la elecciónpor diego mercado villarroel

ilustración De raúl castro

Algo extraño ocurre en la mente de quien, tras obtener un poder casi absoluto, no se siente satisfecho. Gervasio Abreu se encontró en esa misma tesitura cuando acabó el recuento en la noche electoral. Su partido, el Progreso Unionista, había barrido en las elecciones presidenciales de la Unión Panamericana Cono Sur. La participación había sorprendido a propios y extraños: más de un noventa por ciento. De todos esos votos su candidatura había recibido un aplastante ochenta y seis por ciento. Había arrasado. Más de dos décadas de trabajo al fin daban su fruto. Había triunfado: todo cuanto había al sur del istmo de Panamá quedaba bajo su poder. La celebración todavía continuaría durante varias horas más en el Estadio Na-cional Mané Garricha, pero una sensación de malestar había obligado a Gervasio a retirarse a su suite en el Grand Bittar. Notaba una disonancia entre lo que sabía que debía sentir y lo que de verdad vibraba en su interior. Ya conocía ese tipo de inco-modidad; de hecho la había sufrido otras veces, pero no se imaginaba que ahora la volviera a sentir. –Desde ya tengo a mi cargo, en mis manos, uno de los países más jóvenes, ilusionados y prósperos del planeta –murmuró mientras contemplaba desde la terra-za de su suite el engalanado Eixo Monumental–, y sin embargo…‘Y sin embargo’. Tres simple palabras que encerraban una especie de maldición.Y sin embargo no se sentía realizado. Regresó al interior de la suite, no sin antes dejar entreabierta la puerta. El bullicio de Brasilia quizá le ayudara a digerir el éxito. Pero su subconsciente, o su maldita forma de ser, parecía no estar por la labor. Contempló el lujo de la suite y esgrimió una sonrisa forzada. –Triunfo. He logrado el triunfo –le anunció al salón vacío. Aplicó a su voz el mismo tono triunfal que había utilizado minutos atrás en el Mané Garricha.Nadie le acompañaba en la suite, pero desde hacía ya demasiado tiempo se había acostumbrado a hablar consigo mismo en voz alta. ‘Hay cosas que se meditan me-jor vocalizando’, solía decir para de seguido apostillar ‘y otras que no merecen ser oídas por nadie más que quien las pronuncia’. Sabía que los secretos se mantienen mejor en soledad; y en soledad se elaboran las mejores máscaras. Toda la suite estaba decorada en tonos marfil y dorado. El salón lo presidían dos exclusivos sofás Flap de Edra, ambos de color burdeos y colocados formando una gran L. En el espacio de esquina que los dos formaban emergía del suelo, de manera casi inopinada, un set de cuatro mesitas vintage Fiori. Con su forma de to-cón apenas desbastado, cada una de ellas tenía el aspecto de una seta de madera surgido a la sombra de los sofás. Todas las mesas estaban vacías excepto una, ante la que se sentó Gervasio. Sobre ella había tres objetos. El primero era una caja de

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madera, de un aspecto tan rústico que muy bien pudiera formar parte de la misma mesa. Uno de sus laterales contaba con una especie de ojo de buey en su centro. Ese lado se abría a modo de puerta revelando el interior vacío. Junto a la caja había una botella de aspecto más bien extraño. Desde su base surgía una especie mara-ña de gruesos hilos de plata. Los cordones abrazaban tanto un medallón con una gruesa ‘h’ grabada en el centro como el mismo cristal, que contenía un líquido de color ámbar oscuro. Todo amante del whisky reconocía en esa botella al exclusivo y mítico Highland Park 50 years old. El tercer objeto, mucho más sencillo, se trataba de un vaso ancho, bajo y vacío. –Me lo he trabajado… ¿cómo nunca antes? Bueno, debo admitir que no –in-clinó la botella sirviéndose una dosis. El licor llenó la habitación con fragancias lu-juriosas. Durante unos segundos Gervasio cerró los ojos y aspiró los aromas. Al fin chasqueó la lengua y vació el vaso de un solo trago–. Pero sí que he conseguido un éxito memorable. ‘Y sin embargo’. Reprimió un carraspeo. El sabor del whisky sólo podía calificarse como incom-parable. Notó cómo su quemazón anestésica descendía por la garganta hacia el estómago. Pero ni siquiera el más lujoso de los whiskys podía aplacar el ardor que le roía dentro del pecho, un fuego que ascendía contracorriente para clavarse en la base de su cerebro, minando toda alegría posible. ‘Y sin embargo’. No se sentía realizado. Como muchas otras veces, como demasiadas veces, notaba que algo faltaba, que no había logrado cuadrar el círculo. Y ahora el castillo de naipes se le venía abajo. Al precipitarse sus filos, similares a bisturíes, se clava-ban en su alma abriendo heridas terribles. No era cansancio físico. Aun con sus casi ochenta años sabía que todavía le quedaba mucho por delante, podía decirse que vidas enteras. No: se trataba de algo muy diferente. Volvió a llenar el vaso, esta vez a más de la mitad. –Joder, para esto muy bien me valdría una garrafa de matarratas –alzó el cris-tal colocándolo ante sus ojos–, no una botella de veintidós mil dólares.Tragó todo de un golpe. Sin aspirar, sin paladear el whisky. Se limitó a engullirlo tratando de aplacar el dolor. O de encontrar esa euforia que todos los de su equipo compartían. –Quizá así lo consiga, con la borrachera más cara de mi vida.A través de la puerta entreabierta de la terraza llegó el estruendo de unos fuegos artificiales. Se volvió hacia allí, todavía con el vaso en la mano, y divisó un juego de resplandores. –Al menos vosotros estáis contentos.Agarró la botella y rellenó el vaso. Caminó hacia la terraza, pero sin salir a ella. Sen-tía como si lo impersonal del hotel le protegiera, le sirviera del escudo. Había tenido que huir del estadio. Le enfermaba esa euforia que él no lograba compartir. –Salud –dijo alzando el licor–. Por vosotros y vuestra alegría. Pero en el mismo instante en que dijo eso se sintió peor. Ellos sí, él no. Se daba cuenta de que seguir escuchando las celebraciones no haría sino enfermarle más aún, así que cerró la puerta y corrió las cortinas. La suite quedó aislada del ex-

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terior. Pero el dolor seguía allí. Todavía quedaba mucha noche por delante. Gervasio dirigió su mirada a la mesita. El nivel de la botella no había descendido ni una cuarta parte. Mucho whisky por delante. ¿Beber para olvidar? ¿O quizá beber para conseguir empatía con sus nuevos súbditos? Se dirigió al sofá, tomó la botella y se la llevó a los labios. –Total, nadie me verá cometer esta salvajada… Bebió y bebió, hasta acabar tendido inconsciente sobre uno de los sofás.

*** Cuando despertó todavía no había amanecido. Apenas le dolía la cabeza, lo que hablaba muy bien del whisky. Se levantó del Flap y anduvo hasta el ventanal. En la calle la fiesta parecía haber acabado, aunque nunca se tiene esa seguridad con los latinos. Sin embargo… sin embargo seguía notando ese desgarro en su interior. Inclu-so se había vuelto más atroz. Tanto poder y al mismo tiempo tanta insatisfacción, pensó. El lujo y el poder que resplandecían por toda esa suite, lujo y poder logrados por él y para él, no le llenaban. Gervasio deseaba esa alegría que se había derra-mado sobre la gente la pasada noche. He luchado por esto, me lo merezco, se dijo a sí mismo. Y sin embargo… En los últimos cincuenta años el mundo había cambiado, y Gervasio había sabido aprovecharse de ello. Europa se había hundido. Todo empezó con una serie de ataques terroristas. Los gobiernos respondieron a ellos con tropas, invasiones y bombarderos. Se produjo una escalada de violencia, sólo que esta vez los felices europeos vivieron el terror en sus propias calles. Por primera vez desde mediados del siglo XX el continente se convertía en terreno de combate. Una lucha sucia y sin reglas. Hubo más atentados, más intervenciones. El terror y la indefensión re-gresaron a Europa. A ello se sumó la sombra del racismo, el odio al diferente, esta vez asentándose en la mayoría de los países. Persecuciones, pogromos, cierre de fronteras. La degeneración interna, siempre enarbolando banderas, supuso un nue-vo baile de máscaras: desaparecieron los sentimientos de acomodamiento y segu-ridad, a todas luces superficiales, haciendo retroceder a todo el continente. Pero la crisis europea supuso la oportunidad (y un ejemplo a no seguir) para otros países. Un grupo de ellos, el cono sur americano, se unió para optimizar su propio mercado interno, enfocándolo a suplir las carencias de esa Europa decaden-te. Había nacido el germen de la Unión Panamericana Cono Sur. Y en ese río revuelto, optimista y de amplias miras, Gervasio supo crecer.El declive de Europa hizo que el siglo XXI luciera lleno de promesas y oportunidades para Sudamérica. Y ello en parte gracia a Gervasio. A él y a su visión política y em-presarial. Empezó fomentando cooperativas. Buenos sueldos, mejores productos y trabajadores contentos. El clima perfecto para presentarse como un nuevo salvador. Las cooperativas crecieron, propagando el bienestar basado en una economía fuer-te pero igualitaria.

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Con el tiempo la nueva Sudamérica se convirtió en una especie de vieja Euro-pa. El buen nivel de vida y las grandes comodidades se generalizaron. Caras son-rientes y espíritu festivo, lubricado por un buen colchón monetario.Todo bien planeado por Gervasio, hasta llegar a estas elecciones. Debían convertir-le en líder supremo del subcontinente. Pero ahora que ya era dirigente de un mundo demasiado semejante a ese en el que había vivido y del que había huido tiempo atrás, no se sentía realizado. –Mierda, ya lo he hecho antes –admitió con dolor. En ese mismo instante supo lo que tenía que hacer. El camino hacia el dormitorio estaba lleno de minimalismo y lujo. Pero en ese momento de desesperación no le llamaron la atención ni los cuadros –Picasso, De-gas, Van Gogh. Deberían estar en un museo para el disfrute de todos, pensó, no aquí, secuestrados para los acaudalados– ni la ropa de cama o el mobiliario, de una exclusividad que rozaba lo obsceno. –En el fondo estoy repitiendo lo mismo –las palabras le dolían más que nunca, sobre todo porque sabía que tenía razón. Necesitaba cambiar de máscara, obligar-se a vivir una catarsis absoluta. Uno de sus amuletos personales estaba sobre su mesilla: una edición de A vuestros cuerpos dispersos, de Philip José Farmer. La había leído más de un cente-nar de veces. Le gustaba ver en qué había derivado aquella conversación que man-tuvo con el autor de esas Relaciones extrañas que tanto le habían impresionado.Pero en el dormitorio no buscaba el libro sino otra pequeña joya. Apartó el Modigliani (sí, uno auténtico: ‘Desnudo sentado’) para descubrir la caja fuerte. Había exigido una que permitiera introducir una combinación formada por más números de lo nor-mal. Los introdujo en el panel táctil: 4, 8, 15, 16, 23, 42. Su seguridad depositada en ellos. Un viejo chiste. Entre los papeles (certificados de acciones, títulos de propiedad y demás mo-rralla) estaba lo que buscaba. Se lo habían entregado a modo de extraño regalo diez años atrás los miembros de la Sociedad Surratt en una visita a Washington D.C.: una Philadelphia Deringer, calibre 10,3 mm. No se trataba de una simple réplica, sino que era funcional y –lo que volvía el regalo más inquietante aún– ya estaba cargada. –Siempre pensé que esos yanquis no me querían –dijo Gervasio cogiendo el estuche de madera de nogal que contenía el arma–, considerándome una amenaza, y me lo decían así. Abrió la tapa. Sobre un terciopelo rojo había una diminuta pistola. Junto a ella una placa rezaba la historia del arma original. Gervasio tomó el arma. La había mimado y revisado como si de un fetiche se tratara. Estaba en perfecto funcionamiento. –Bueno, esto no es el Teatro Ford pero… ¡Sic semper tyrannis! Sin pensárselo dos veces se introdujo el diminuto cañón en la boca y apretó el gatillo.

***

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Nunca llegó a entender el porqué ni el cómo. Sólo sabía que esos extraños signos eran el equivalente a ese mensaje tan ochentero (del siglo XX) de ‘Inserte moneda’. Pero él no insertaba moneda alguna. Se limitaba a dejar que su alma, mente o lo que quiera que fuese, fluyera dentro de ese sistema incomprensible. Los toboganes luminiscentes, la sensación de flotar y al mismo tiempo de pe-sar como nada imaginable: todo seguía igual tras ¿cuántas muertes? A medida que el proceso maduraba la entidad conocida durante un tiempo algo más de medio siglo como Gervasio Abreu regresaba a su esencia virgen, a ese muchacho del Magdaleniense Superior. Cuando la mente del muchacho estaba del todo recuperada, aunque sin perder los recuerdos, entraba en la segunda y definiti-va etapa del proceso post mortem. La Elección. No había manera de describir el interfaz de Elección. El muchacho sólo sabía que, en función de sus expectativas, se le presentaban una seria de máscaras que asumir en la siguiente encarnación. Antes de volarse los sesos sabía que su cuerpo, su alma al completo, necesi-taban una catarsis, una purificación absoluta. Eso implicaba dejar atrás toda másca-ra de civilización y comodidad, abandonar amaneramientos y artificios. En definitiva, regresar a lo más primario, lo más salvaje. Ante él tenía ahora un abanico compuesto de nueve vidas. Asimiló una tras otra las posibilidades que el sistema le brindaba, desestimando unas y reteniendo otras. Tras tres revisiones sólo le quedaban dos opciones. –Ojalá tuviera manos y una moneda que lanzar al aire –dijo sin palabras, in-merso en ese estado indescriptible de la Elección.Volvió a leer las dos alternativas. Ambas acaecían en Europa. ¿Qué mejor lugar para el salvajismo y la catarsis? Entre las dos opciones parpadeaba un punto de luz: a lo largo de las vidas había descubierto que era el nexo entre él y las disyuntivas. Sus destellos variaban del rojo casi sanguíneo al violeta más refulgente; entre medias todo un arcoíris de matices. –Bien, haré como otras veces: numerar los siete colores del arcoíris, elegir par o impar, esperar ¿veinte segundos? y según lo que salga, adelante. Una vez más leyó las dos posibilidades. Ambas se le hacían tan tentadoras… Violencia e instintos primarios, con la muy clara posibilidad de alcanzar un poder semidivino. Un poder atávico mucho más satisfactorio que el de Gervasio Abreu. –Venga, a la de diez. ¿’Seig Heil’ o ‘Al·lahu-àkbar’? Diez, nueve, ocho… Una nueva máscara le esperaba, una que prometía las delicias de una vida excitante y llena de emociones. Lejos del acomodamiento y el sedentarismo. Lejos de la bucólica prosperidad a la que había llevado a las gentes de la Unión Paname-ricana Cono Sur. En Europa le esperaba sangre, odio y muerte. Adrenalina. Lo que deseaba, lo que necesitaba. Y lo iba a disfrutar: alcanzar el poder en ese entorno suponía todo un reto. Al fin y al cabo el juego de la Elección (con su danza de más-caras, vida y muerte, poder y desafío) le encantaba. …Dos, uno. ¡Ya!

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rostrospor M. FLOSER

ilustración De andrea losantos

—¿Cómo dices? —bramó el hombre sin girarse. Su voz era tan fría como la noche que le envolvía. La luna iluminaba el tejado en el que se posaba, con su abrigo negro abier-to, ondeando al viento como una capa con los bajos raídos por el tiempo y las constantes luchas en las que se había visto inmerso. Lucía un gorro alto, picudo y retorcido hacia atrás, de ala ancha. Tras él, un anciano se arrodillaba intimidado, sin atreverse a mirar la figura que le daba la espalda. Vestía un chaleco marrón deshilachado, sobre una camisa amarilla de rayas verticales de un color marrón desgastado. —Di-digo que-que no la he e-encontrado, mi Señor —hizo una pausa para tragar saliva y vencer la tartamudez que su amo le había provocado—. Esos pio-josos se me han adelantado. —Entiendo... así que los Iluminados también la están buscando. Interesante, hasta ahora no tenía claro si iba tras la correcta.

El hombre se giró y el anciano arrodillado vio en su mano derecha una más-cara negra. Apretó los ojos con fuerza inmediatamente para no sucumbir a la ten-tación de mirar a su amo a la cara, el último que osó hacerlo no vio salir la luz de un nuevo sol. Sintió un dolor punzante en los globos oculares por la fuerza de sus párpados, y la negrura se salpicó de extrañas manchas. —Puedes abrir los ojos, Frago. El anciano obedeció a regañadientes, abriéndolos poco a poco, ignorando los puntos de luz que flotaban en el aire delante de él. Alzó la vista y vio como su amo se terminaba de acomodar la máscara. La pieza era de piel, y los rasgos pa-recían querer caricaturizar un anciano de facciones duras y furiosas. La nariz era exageradamente larga, afilada y aguileña; a través de las diminutas aberturas de los ojos, Frago podía ver el brillo de las pupilas del hombre. Bajo aquella nariz des-proporcionada, no había boca, solo una serie de símbolos extraños y hermosos que el anciano jamás había conseguido entender. No era su trabajo, él solo era un criado. —Levántate, tenemos cosas que hacer. —¿Qué hacemos con la máscara? —Que se la queden los Iluminados un tiempo. Que disfruten de la sensación de haberse adelantado al Señor de las Sombras. Frago se levantó y al hacerlo, la ciudad que quedaba oculta al otro lado del tejado, se alzó con una belleza insuperable. No había estado jamás en aquella

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urbe. Los rascacielos desafiaban a la lógica y admiraban desde las alturas la belle-za de las pagodas que resistían con dignidad y elegancia el paso del tiempo. Las luces de los coches y su rugido lejano, compartían escenario con el relinchar de caballos. Era un lugar hermoso y, por primera vez en mucho tiempo, Frago sintió deseos de permanecer en un lugar el resto de su vida. Estaba tan embelesado con aquel cielo negro que degradaba a amarillo por la contaminación lumínica, tan hipnotizado por aquella época extraña, que no vio como su amo hacía una serie de símbolos en el aire con sus dedos enguantados en cuero negro. El viento se volvió espeso en un punto concreto y luego, cuando el Señor de las Sombras hizo el último símbolo, un agujero se abrió ante ellos, como si el aire hubiera sido rasgado, apuñalado por la magia negra. —¿Es necesario? —preguntó Frago mirando al abismo que su amo había creado. No buscaba una respuesta, solo intentaba remarcar lo poco que le gusta-ba aquello. El anciano se acercó al agujero y vio como la magia se movía en círculos, como un torbellino de luces rojas y verdes, amarillas y azules. Acercó la mano y cuando hubo traspasado el borde del abismo, notó como una corriente le ador-mecía la punta de los dedos, luego la mano entera y más tarde el cosquilleo le recorrió todo el cuerpo. Un cuerpo que se empezaba a desmoronar encima de aquel tejado. Frago se desintegró, literalmente, y el polvo en el que se convirtió fue engullido por el abismo. El Señor de las Sombras sonrió a través de la máscara, le gustaba ver sufrir a su criado. Se acercó al abismo e hizo lo mismo que el anciano, solo que a él no le produjo el más mínimo malestar. Cuando ambas figuras fueron absorbidas por el torbellino, el agujero se cerró y aquella extraña herida mágica que había turbado el aire, desapareció, como si nunca antes hubiera existido.

La música rock resonaba por todo el valle, proveniente de la pequeña casa que presidía una verde pradera repleta de animales que pastaban a sus anchas. Las paredes de la casa, así como la chimenea, eran de piedra gris; y el tejado de paja de un amarillo vivo era resaltado por la luz del sol. El cielo parecía agradecer el sonido alegre de aquel contraste de guitarras, percusión y voces agudas que se desgarraban en cada nota. Dentro de la morada, un joven de pelo rojo, alargado y encrespado bailaba sin camiseta, vestido únicamente con un pantalón ancho, negro, sujeto con una soga marrón que le rodeaba la fina cintura. Movía el brazo derecho como las as-pas de un molino, tocando una guitarra invisible. Ante él, en un sofá ancho repleto de cojines, una chica le miraba y se reía. Tenía los ojos verdes y le brillaban por las lágrimas que la risa le provocaba. Su cabeza estaba desprovista de pelo y sus orejas estaban repletas de pendientes. —¿Y cómo dices que se llama esta música? —preguntó ella. —Ellos lo llaman Hard Rock, ¿te gusta? —Es un poco ruidosa, ¿no? El chico del pelo encrespado se detuvo en seco. Miró muy seriamente a la chica, con fingida indignación y luego volvió a moverse de forma exagerada.

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—No sabes lo que dices, Pris. Esta música es fetén. —¿Fe-qué? —Fetén... lo leí en una de sus revistas. Quiere decir que es muy buena.Ella se echó a reír de nuevo. —Veo que te ha servido de mucho el viaje. Lo has aprovechado bien, ¿eh, Lyan? —Escucha esta parte, ¡vas a alucinar! —dijo Lyan apropiándose de otra pa-labra impropia de él. El cantante se calló, la batería cesó de marcar el ritmo dejando que la guitarra se apropiara de la canción. Las notas sonaban frenéticamente, creando un ritmo que encogía el corazón de ambos hermanos. Lyan se puso de rodillas, echando el cuerpo hacia atrás, dejando su espalda paralela al suelo y empezó a mover los dedos de la mano izquierda recorriendo el mástil de la guitarra imaginaria. —¿Y por qué haces tú eso? Cualquiera diría que estás tocando tú. —¡Oh, vamos, Pris! Es lo que hacen los humanos cuando escuchan esta música. ¿No hiciste nada cuando viajamos a la Tierra de los Hombres? Yo lo vi en un vídeo. —Un vídeo… Lyan no contestó, se limitó a poner los ojos en blanco ante la ignorancia de su hermana melliza. Se levantó del suelo y se acercó a un extraño artilugio metá-lico en forma de “C”, entre los dos brazos de aquel artefacto flotaba un disco com-pacto como por arte de magia, girando como si estuviera dentro de un equipo de música. Alargó la mano, cogió el CD y lo guardó en su caja de plástico. La música dejó de sonar, y la casa quedó sumida en un silencio que pesaba en comparación de la música ligera que la había invadido. —Anda, vamos a ver si Lorgon tiene algo —dijo él. Pris se levantó del sofá y siguió a su hermano. Ella vestía camisa de algo-dón larga, varias tallas más grandes que la que necesitaba realmente, se la había estrechado a la cintura con una soga como la de Lyan. En la parte de abajo lucía unos leggins negros embutidos en botas de cuero negro y caña alta. El hermano empezó a andar con las manos detrás en la nuca. Siempre andaba así. Los mellizos se subieron encima de una mesa redonda, baja y amplia. En ella aún se veían restos de las adquisiciones que habían hecho en la Tierra de los Hombres. Cajas de cereales de varios colores, artilugios electrónicos en sus cajas y un sin fin de caprichos. —Podrías intentar integrarte un poco cuando vamos de viaje a un sitio —le recriminó Lyan a su hermana.

Antes de que ella le respondiera, la mesa en la que se habían subido dio una sacudida y se empezó a hundir poco a poco. En realidad, era el suelo el que se hundía bajo la mesa. En pocos minutos, el suelo de la casa quedó a la altura de sus ojos y en seguida quedó en un plano superior. Pris y Lyan descendían por un orificio cilíndrico con paredes de hormigón. El extraño ascensor formado por un bloque redondo de suelo siguió bajando hasta que cruzó lo que era el techo

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de una enorme sala con poca iluminación. El tamaño de aquel sótano era varias veces el de la casa. Cuando el elevador quedó unido al suelo de la sala, formando un escalón circular, Pris y Lyan se bajaron y empezaron a andar hacia una figura que se encorvaba sobre una mesa iluminada por un foco proveniente de ninguna parte. —¡¿Qué pasa, hermano del metal?! —gritó Lyan con alegría. En la mesa, un hombre alto, calvo, de color, se alzó sobresaltado y miró a su espalda. Los mellizos estaban ya parados a escasos centímetros de donde él se encontraba. El individuo tenía unos ojos azules que resaltaban sobre la piel oscu-ra. Miró a Lyan de los pies a la cabeza, deteniéndose unos segundos en la larga cabellera roja. Luego miró a Pris y frunció el ceño. —¿Qué le pasa a este? —preguntó con una voz gruesa y pesada. —Ya te dije que el Mundo de los Hombres tenía demasiados encantos. Por lo visto se ha enamorado de la música jarrón —respondió ella. —¡No es jarrón! —reprendió Lyan indignado—, es Hard Rock. —¿Y ese pelo? —preguntó el hombre ignorando la aclaración. —¿No te mola, Lorgon? Yo creo que es fetén. Lorgon estuvo a punto de preguntar, pero Pris le explicó lo que significaba la palabra. Él puso los ojos en blanco y suspiró con impaciencia. —Haz el favor de quitarte eso, Lyan. —Sois unos aguafiestas. Lyan cerró los ojos y se concentró. El pelo rojo encrespado empezó a flotar en el aire y en un segundo desapareció con un extraño estallido de humo rojizo. Lyan estaba ahora completamente calvo, como su hermana y Lorgon. Se pasó la mano por la cabeza lisa y suspiró con nostalgia. —En fin —dijo por fin Lyan—, ¿tienes algo, Lorgon? —La verdad es que he encontrado algo curioso —respondió Lorgon sonrien-do afectuosamente al mellizo—. Acercaos. Sobre la mesa de madera maciza habían varios libros con tapas de piel en-vejecida. Todos ellos tenían símbolos extraños como único lenguaje. En algunas páginas se veían ilustraciones más antiguas que los propios libros. También en la mesa, iluminada por aquel foco enigmático, Pris y Lyan vieron la máscara que habían ido a buscar a la Tierra de los Hombres. Era una máscara extraña, la más extraña de todas las máscaras que habían rescatado. El color caoba del material con el que estaba hecha era lo más bonito de todo. Por lo demás: la máscara no tenía nariz, la boca mostraba unos labios finos, en una expresión seria y en la frente, sobre los orificios de los ojos, habían seis puntos verticales divididos en dos columnas. Cada punto guardaba un símbolo distinto. —¿De qué está hecha, Lorgon? —preguntó Lyan poniéndose serio. —Es piel, eso seguro, pero no sé de qué criatura. —¿Y esos símbolos? —preguntó esta vez Pris. —Eso es lo más extraño, al principio me ha sorprendido porque son símbo-los contradictorios. En esta columna —dijo Lorgon señalando los tres puntos de la columna izquierda— están el símbolo de la fuerza, el de la luz y el de la paz. En

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cambio, en esta otra están el de la guerra, el de la oscuridad y… —¿Y...? —Es que este símbolo no tiene que ver con el resto. Es el símbolo de la muerte. —¿El símbolo de la muerte? —preguntó Pris horrorizada—. Nunca había-mos visto una máscara con el símbolo de la muerte. —No sabía que se hacían. Los otros símbolos son típicos, cualquier artesa-no menor tiene el poder para conferir esos dones a una máscara. Pero el de la muerte es otra historia. Si esta máscara cayera en manos equivocadas… —Casi cae —admitió Lyan. —¿Qué quieres decir? —Nos topamos con Frago en las ruinas donde la encontramos. —¿Con Frago? No puede ser, ¿cómo sabía el Señor de las Sombras dónde encontrar esta máscara? —Se estará espabilando el viejo. Creo que su máscara está perdiendo po-der, puede que esté buscando un buen recambio. —No sé si el Señor de las Sombras sabe qué símbolo cargaron en esta más-cara, pero no podemos permitir que domine el don de la muerte. —Ya, claro. ¿No recuerdas lo que pasó la última vez que nos enfrentamos al viejo? —Claro que me acuerdo, yo también la echo de menos, pero esto es una guerra, Lyan, todos sabíamos a lo que nos enfrentábamos. No podemos permitir que el Señor de las Sombras vuelva a vencer. Llevamos mucho tiempo preparán-donos para esto. Tenemos los conocimientos y tenemos las máscaras para en-frentarnos a él. Lyan y Pris se miraron, suspiraron y el mellizo se encogió de hombros. —Vas a conseguir que nos maten, lo sabes ¿no? —hizo una pausa, embo-bado con la máscara de la mesa—. Al menos tenemos un nuevo poder. —¡Ni pensarlo! No podemos usar el don de la muerte, Lyan. No somos como él. Lucharemos para proteger esta máscara, pero jamás la usaremos. ¿Está cla-ro? —miró a los dos mellizos que bajaron la mirada—, ¿está claro? —Sí, Lorgon, lucharemos contra el viejo que puede invocar a todo el maldito infierno, armados con el poder de nuestros abrazos —dijo Lyan con sarcasmo. —Venceremos, chicos, estoy convencido.

Lorgon posó sus manos en los hombros de los mellizos. Sus ojos azules se clavaron en los de ellos y, por alguna extraña razón, el hombre irradiaba una se-guridad contagiosa. Les hacía pensar que realmente tenían algo que hacer contra el Señor de las Sombras. Pasara lo que pasase, había una cosa clara: no podían permitir que el mal volviera a vencer. No sin ni siquiera luchar.

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Tres pobres monstruospor fernando garcía maroto

ilustración De chele

Desde el comienzo, nada más oírla, aquella idea, que también puedo llamar invención o delirio de Lola, me pareció un verdadero despropósito. Por algún motivo, que en aquel momento me resultó inexplicable, apenas un pálpito, una débil corazonada, pero que ahora, toda vez que ya hemos asistido al resultado final y sufrimos sus nefastas consecuencias, puedo re-latar como si esto fuera, y en verdad es, lo único que nos queda, la idea de Lola me pareció la manera más sencilla, también la más rápida e infantil, por supuesto la más efectiva, de conducirnos al fracaso. Sin embargo, no dije nada. Callé, y con mi silencio es probable que sellara definitivamente nues-tra condena. Cuando empezamos todo esto, los dos convenimos, como buenos compañeros, como dos desahuciados que sólo se tienen el uno al otro, y además lo saben, cuáles serían las atribuciones y las responsabilidades de cada cual; aunque también es cierto que en muchas ocasiones, sobre la marcha y debido a las circunstancias y las contingencias de cada momento, éramos capaces de variar, de innovar y de hacer frente a los reveses de la forma más eficiente posible. Las veces anteriores había sido yo el encar-gado de planificar los golpes, y no podemos decir que nos hubiera ido tan mal: elegía el local, el modelo de vehículo, el tipo de armas, la hora perfecta y los pasos a seguir; mientras que Lola se las arreglaba bastante bien para conseguir el material indispensable y la información necesaria para lograr el éxito de nuestra empresa, que jamás era fácil. Así había sido hasta el mo-mento y así debería haber seguido siendo. Pero Lola, de repente y sin pre-vio aviso o puede que yo no tuviera la perspicacia suficiente para preverlo, quizá por capricho, quizá porque se lo debía a sí misma, quiso demostrar de algún otro modo su valía que sí, que era bastante, que yo lo sabía y por eso trabajaba con ella, además de otras muchas cosas que hacíamos juntos para afianzar nuestra unión, constantemente amenazada, y nuestro amargo destino; aunque también es cierto que todo esto tendría que habérselo re-petido más veces, habérselo dicho alguna que otra y entonces tuvimos que invertir los roles y cambiar los procedimientos.

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Todavía desconozco, y prefiero no saberlo, de qué antro apestoso, cu-chitril o tugurio maloliente a tabaco y cerveza sacó a Tito, un nuevo y even-tual socio elegido para la ocasión (del que prescindiríamos nada más termi-nar con el asunto, sin tener que consultarlo con el tipejo, aunque dejándole, como buenos y honestos compinches, su parte correspondiente del botín), y con qué ilusiones fantásticas, promesas vagas o engaños lascivos logró en-gatusarle; aunque puedo imaginármelo todo perfectamente, y sólo con pen-sarlo me hierve la sangre y se revuelven mis entrañas. Pero para que Lola no se sintiera menospreciada, para que no pensara que yo pensaba que no valía como organizadora y que no era capaz, preferí callar y no decir nada. Hasta que no terminara la faena y viésemos en qué quedaba todo aquello, decidí guardar silencio. Únicamente respondía cuando se me preguntaba, opinaba cuando se me daba vela en el entierro y ponía mi granito de arena de experiencia si Lola recurría en busca de mi ayuda o de posibles solucio-nes. Así que Lola dijo que ella buscaría el local, que en este trabajo sería-mos tres y que seguiríamos sus instrucciones al pie de la letra. Así que Lola dijo que el objetivo sería un supermercado (nos habíamos especializado en gasolineras, estancos, farmacias y demás negocios de reducidas dimensio-nes: en ellos, con un solo vistazo podíamos tener controlado el terreno, las vías de escape estaban siempre a mano y eran claras; también dimos un par de buenos, suculentos palos en varios bares de barrio, cuando éstos estaban a punto de cerrar y era el momento de hacer la caja, y los pocos parroquianos que quedaban estaban lo suficientemente embriagados como para no presentar resistencia pero no tan borrachos como para pretender hacerse pasar por héroes de pacotilla), también aseguró que necesitábamos uno más en el equipo y que, en lugar de los negros pasamontañas habitua-les, llevaríamos máscaras: ahí fue cuando todo se vino abajo: algo dentro de mí adivinó el futuro, o una de sus terribles variantes, y temí por nuestra suerte. Además, Lola se empeñó en que las máscaras fueran de monstruos de leyenda: así que ahí teníamos, delante del espejo de la habitación del hostal que nos servía de piso franco, al Hombre-lobo, el Conde Drácula y el monstruo de Frankenstein. Lola estaba encantada con la nueva versión de nuestras identidades ocultas, y el bruto de Tito, callado y obstinado en su silencio, tenía esa mirada fija, húmeda y severa de los fanáticos, que no nos podría traer nada bueno pero que yo no conseguí descifrar hasta que ya fue demasiado tarde.

El día señalado quedamos en el piso franco, compartimos un escaso almuerzo, fumamos unos cuantos cigarrillos y bebimos un par de tragos para infundirnos valor, un valor que fundamentalmente tenía menos que ver con

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el arrojo y la pasión que con la temeridad y la astucia. También bromeamos un poco, lo justo y necesario antes de un drama, pero no con sencillez ni pre-tendida amistad, sino con ese punto de desconfianza y cinismo que preside las relaciones impuestas y recién trabadas, con el miedo lógico e inevitable a la traición, el fracaso, la humillación o la muerte. Y para subrayar el patetis-mo de aquella escena, que todavía recuerdo perfectamente porque la tengo grabada a fuego y porque fue en ese instante cuando la última posibilidad de renunciar y echarse atrás quedó descartada, aquellas tres máscaras de ojos vacíos y sonrisas maliciosas, como si sólo ellas supieran el desenlace y estuviesen divirtiéndose de antemano, burlándose de nuestra miseria, nos miraban con la superioridad del desprecio desde la cama, invitándonos al juego e incitándonos sabiamente. Repasamos por última vez el plan, que ya conocíamos al dedillo, y como colofón Lola repartió tareas, máscaras y también armas: Tito no sospechó nada, o eso pensaba yo, cuando tuvo que hacerse cargo, sin tiempo para comprobarla o para familiarizarse con su manejo, sencillo por otra parte, de una pistola semiautomática, sin señalar y sin usar previamente, ya cargada, evidentemente con balas de fogueo, no fuera a cometer una imprudencia o jugarnos una mala pasada; a fin de cuentas, Lola era la única que lo conocía, y tampoco mucho, a decir verdad.

Conduje con prudencia, respetando todos y cada uno de los semá-foros, también los ridículos límites de velocidad, hasta el supermercado; aparqué en la calle de enfrente, desde donde podíamos ver la entrada al establecimiento y hacernos una idea aproximada del número de clientes que había en aquel momento de la tarde; esperamos un buen rato, o eso me pareció. Todavía quedaban unas horas para que el furgón blindado en-cargado de recoger la recaudación del día apareciera, así que las cajeras de turno tendrían aún en su poder unos cuantos buenos billetes. Decidió entonces Lola que ya era hora de pasar a la acción: dejé el coche en mar-cha y las llaves puestas, no tardaríamos y el riesgo era necesario, casi im-prescindible; agarramos las máscaras (me pareció oír una extraña risa de plástico y de infortunio que salía de mi careta) y desenfundamos las armas. Cruzamos la calle corriendo y mientras entrábamos en el supermercado nos pusimos las respectivas caretas: aquello tuvo que ser digno de admirar: tres pobres monstruos desesperados entrando a la carga y sin contemplaciones en busca de su destino fatal, que era su propia perdición. En cuestión de segundos, a base de amenazas, gritos y empujones, nos hicimos con el do-mino del local. En un abrir y cerrar de ojos, según íbamos ordenándoselo, las asustadas cajeras vaciaron sus máquinas y llenaron nuestras bolsas. Entonces ocurrió, y tanto a Lola como a mí nos cogió desprevenidos.

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Ocurrió dentro del supermercado, cuando teníamos a toda la clientela con-trolada y al vigilante de seguridad reducido, convertido en un guiñapo temblo-roso y llorón. El bruto de Tito, olvidándose de su cometido, fue hasta donde yo me encontraba y muy serio, su voz como una maldición venida del más allá, un violento recordatorio de sus tristes incapacidades y sus miedos más profundos, me dijo que no quería ser el monstruo de Frankenstein, que él se merecía, quería y exigía ser el Hombre-lobo: que me quitase la máscara y se la entregase en ese mismo instante. Lola no podía creérselo, y por eso no pudo reaccionar cuando Tito, desbocado y poseído por una inusitada fu-ria, trató de echar mano a mi rostro de mentira y apropiarse de mi identidad. Pero yo sí pude, porque no iba a permitir que me quitaran uno de los me-jores personajes que por una maldita vez me había tocado en suerte. Hice fuego, una, dos veces; oí un grito, quizá fueron varios pero todos al mismo tiempo. Miré a Lola, pero sólo puede ver sus ojos: ahí no encontraría conse-jo ni resolución. Así que tomé una decisión definitiva y rematé a Tito; antes de salir huyendo, agarrando las bolsas con el dinero y a Lola por el brazo, le arranqué la máscara. No quería dejar las tres caretas por ahí tiradas, no fueran a encontrárselas unos niños y se enzarzaran en una estúpida pelea por ver quién se hacía con el mejor de los monstruos, con el más perfecto de todos ellos.

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a medidapor patricia reimóndez prieto

ilustración de Juan I.G.F.

Una ráfaga de aire caliente le dio en la cara nada más cruzar la puerta de la tienda y se apresuró a quitarse el gorro, la bufanda y los guantes, y a desabrocharse el abrigo. Nunca entendería por qué ponían la calefacción tan alta, como si eso fuese a hacer que la gente comprara más en vez de cogerse un buen resfriado gracias al contraste entre los cuatro bajo cero de la calle y los veintiocho de las tiendas. En fin, de nada serviría quejarse, al menos hoy no. En plena campaña navideña lo mejor era realizar tus com-pras lo más temprano posible, antes de que el resto de mortales se hubiera levantado de la cama siquiera, y lo más rápido posible, antes de que a esos mismos mortales les diese tiempo a llegar a las tiendas. Más que asarse para después congelarse, odiaba las aglomeraciones. En la tienda apenas había un par más de clientes madrugadores, así que los dependientes aún mostraban caras relajadas y pacientes, expresión que se desvanecería sin remedio en unas tres horas. Se acercó a una de las

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muchas mesas altas que se disponían paralelas en el local. Eran sencillas, solo tablones y patas, nada de cajones, de madera de pino, y sobre ellas se disponían varias pantallas táctiles de quince pulgadas separadas entre sí lo suficiente para que los clientes tuvieran cierta intimidad. La iluminación de la tienda era blanca, limpia, llenándola de luz pero sin resultar molesta, al igual que el suave hilo musical. Y, sin apenas decoración, el logo de la tienda en la pared del fondo daba la impresión de ser mucho más grande de lo que era. Todo estaba dispuesto para que los clientes ojeasen el amplio catálogo de productos tranquilamente, mientras los dependientes decidían cuándo era el mejor momento para acercarse a ellos, algo que, al no tener un mostra-dor donde parapetarse, no tardaba mucho en suceder. Se sentó en un taburete y tocó la pantalla allí donde se podía leer: «Pulse para comenzar». Después se quedó unos segundos desconcertada ante la aplicación que apareció en pantalla.

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—Buenos días, señorita, ¿en qué puedo ayudarle? —le dijo uno de los dependientes que debía rondar los sesenta y tenía aspecto de mayordomo inglés. —Buenos días, solo estaba echando un vistazo. —Muy bien, si necesita cualquier cosa estaré por aquí. —Gracias… Bueno, quizá sí pueda ayudarme. —El dependiente dio media vuelta, apenas se había alejado un par de pasos. —Usted dirá, ¿qué estaba buscando exactamente? —Pues verá, ¿cómo se lo explico? La semana que viene tengo una entrevista de trabajo y quería algo que me ayudase a disimular los nervios, a parecer más segura de mí misma, ya me entiende. Necesito una apariencia que diga: es justo lo que estamos buscando. No sé si me comprende. —Tenemos una amplia gama de productos orientados al empleo. Si me dice el puesto al que aspira y el tipo de empresa, podría reducir la búsqueda y ofrecerle uno que se ajuste mejor a sus necesidades. —Sí, claro, tiene lógica. Sería para agente de promoción y comerciali-zación de servicios financieros en el «House Water Wach Cooper Bank». —Una empresa no demasiado progresista, aunque tampoco la pode-mos llamar conservadora. He leído recientemente que buscan algo más de paridad entre sus empleados. —Sí, por eso mismo me decidí a presentarme. —Bien, necesitará algo más que trasmitir seguridad. —El dependiente comenzó a mover sus dedos a toda velocidad sobre la pantalla táctil, mien-tras ella contemplaba como se abrían menús y submenús a cada pestañeo —. Esta gama está especialmente diseñada para empresas de su perfil. Empezaremos por las más económicas, ¿le parece bien? —Sí, sí… —La primera, además de seguridad, añade competitividad, atención al público y capacidad de trabajo bajo presión. —No está mal. —No para ser de gama baja, pero si la comparamos con esta otra de gama media… —El dependiente arrastró su dedo índice de derecha a iz-quierda por la pantalla varias veces —. Seguridad, competitividad, atención al público, rápida resolución de problemas bajo presión, alta responsabili-dad, capacidad de trabajo en equipo sin detrimento de un alto liderazgo… —Vaya, no me imagino lo que puede tener una de alta gama. —Lo mismo pero con un doscientos por ciento más de eficiencia, es más resistente, garantía de dos años e incorpora de serie el factor X. —¿Factor X? —Sí, es ese no se qué que tienen todas las personas de éxito, algunos lo llaman carisma, otros don natural…

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—¿Pero si es un don natural cómo me lo va a proporcionar una…? —Porque no deja de ser una mera percepción de aquel que observa. La impresión que causamos en los demás no deja de ser, en la mayoría de las ocasiones, una imagen que se crea en el cerebro y que tiene un poco de realidad y un mucho de prejuicios y expectativas. —Ya, pero aún así, no todos tenemos las mismas ideas preconcebi-das. —No, por eso tenemos productos específicos para diferentes necesi-dades y situaciones. —Ya veo… ¿y qué precio tiene la del factor X? —Puede verlo aquí, bajo el producto. —Madre mía, se sale con mucho de mi presupuesto. —¿Y qué le parece el coste de este de gama media? —El dependiente volvió a mover sus hábiles dedos por la pantalla hasta mostrar la imagen deseada. —De precio mejor, no es que sea demasiado económico aunque sí bastante asequible… —¿Pero? —No es que haya un pero exactamente… —Dígame. —Es que eso del factor X suena muy bien y yo realmente deseo ese trabajo, no tienen algún tipo de descuento. —Ese era el precio especial de navidad. —Vaya. —Puede pagarla en cómodos plazos sin intereses. —Aún así. —Piense que podrá hacerlo con el sueldo de su nuevo trabajo. No es por echarnos flores, pero tienen casi un 95% de eficacia. No encontrará nada que le garantice tanto. —Ya, pero existe un 5% de fracaso y con la suerte que tengo…El dependiente la miró fijamente y en su mirada creyó leer: Señorita, no ne-cesita un factor X, necesita uno XXL. —Creo que puedo tener algo perfecto para usted, déjeme mirar en el almacén. No se mueva, en seguida vuelvo. Observó al dependiente alejarse y miró su reloj de pulsera. Aún era pronto, no había necesidad de preocuparse por la marabunta de personas que siempre dejaban sus compras navideñas para última hora. A su izquier-da había un hombre, más que probable cuarentón, hablando vehemente con otro dependiente, veinteañero, que tenía que concentrarse tanto en sus explicaciones como en no recibir un manotazo involuntario de sus grandilo-cuentes gestos.

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—Intenta imaginártelo: suegros metomentodos, cuñados que todo lo saben, sobrinos sobre excitados corriendo por todas partes, con suerte, solo hasta las dos de la mañana. Y tú intentando, no solo mantener la compostu-ra, sino una expresión permanente de «qué bien me lo estoy pasando aquí todos en familia» bajo la inquisitiva mirada de tu mujer. Ni una mueca, ponte en situación, no me puedo permitir ni una mueca. —Como ya le he dicho, señor, esta es especial para citas familiares extremas… —No, no, no… Necesito algo más, esta es igual a la que compré el año pasado —El hombre golpeó la pantalla con todos los dedos de la mano y por poco la arranca de su soporte—, y apenas resistió hasta las uvas. La entrada en el año fue una catástrofe… —Ya le he explicado que no es el mismo modelo que el del año pasa-do… —Es exactamente igual. —No, señor, le aseguro que no. —¿Ah no? ¿Y qué tiene de diferente? El joven dependiente quiso replicar pero tan solo consiguió un amago de abrir la boca. —No importa, chaval, podrías buscar al encargado o a alguien con más experiencia. El veinteañero, probable empleado temporal para la época navideña, se fue resignado, y en parte aliviado, en busca de un compañero con con-trato fijo desde hace al menos dos años. El hombre se pasó una mano por su cabello entrecano y con incipientes entradas a ambos lados de la frente. Resopló mientras miraba la hora en su móvil. Seguramente hoy se habría levantado más pronto de lo habitual y habría salido de casa con cualquier excusa para evitar que su mujer lo acompañase. «Aprovecha, cariño, des-cansa un poco más, cuando estés lista me llamas y te digo donde estoy.» Otra vez mirando el móvil, estaba claro que no le quedaba mucho tiempo. Ahora se tocaba el interior de su abrigo, comprobando que la cartera seguía en su sitio. Por supuesto, pagaría en efectivo. El hombre miró a su alrededor esperando que alguien se acercase pronto y su mirada se cruzó con la de ella. Le sonrió y él le devolvió una sonrisa cómplice de cejas levantadas.

—Ya estoy aquí, señorita, disculpe la tardanza —le dijo su dependiente particular mientras se interponía entre ella y el hombre de familia —. He te-nido que resolver un asunto antes… Veamos. El dependiente conectó un USB a la pantalla, una vez comprobó que el dispositivo había sido detectado, reanudó su baile de dedos. Ventanas que se abrían, menús que se desplegaban, barras de carga que se completaban…

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—Bien, estos productos son de la anterior campaña navideña, aunque créame, no tienen nada que envidiar a los de esta y, como es lógico, al estar fuera de temporada conllevan un mayor descuento. Normalmente no podría mostrarlos hasta las rebajas de enero, pero con usted haré una excepción. —Pues muchas gracias. —No hace falta dármelas, mi principal objetivo es que usted salga de esta tienda satisfecha. Y soltando un buen par de cientos de paso, pensó, aunque su pensa-miento quedó rápidamente eclipsado por la imagen que mostraba ahora la pantalla. —Tiene todo el equipamiento de una gama alta al precio de una gama media. —¿Y factor X? —Por supuesto. Y no solo eso, si adquiere otra, especial primeras ci-tas, la misma le saldría con un 70% de descuento. —Pero yo no necesito una para una primera cita. —Todavía no, pero sí una vez consiga ese trabajo. El éxito siempre atrae. —Le veo muy seguro. —No es seguridad, señorita, es experiencia. Llevo más de una década vendiendo estos productos y las quejas puedo contarlas con los dedos de una mano. Dentro de una semana me lo cuenta. —No sé… Ahora mismo no estoy muy interesada en relaciones. —Puedo ofrecerle una con extra de atractivo intelectual y regulador automático. —¿Regulador automático? —En una primera cita siempre hay altibajos, a medida que avanza lo normal es que nos vayamos relajando. Cuando su autoconfianza sube, se desactiva, y si vuelve a bajar… —Se activa. —Exacto. De pronto recordó cómo había ido su última cita, allá por el pleistoce-no, y la decisión apareció tan cristalina como el tragicómico desenlace de la misma. —Vale, me ha convencido, me quedo con las dos. —Excelente elección, señorita —dijo el dependiente mientras sacaba del bolsillo del pantalón un pequeño aparato bastante parecido al mando a distancia de un garaje —. Apártese el pelo y no se mueva, por favor. Obedeció y se puso tan tiesa como una vela. El dependiente apuntó a su cara con aquella especie de mando y un rayo escarlata comenzó a esca-near su rostro de arriba abajo, primero, y de izquierda a derecha, después.

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—Perfecto —dijo el dependiente después de comprobar que se encen-día una luz verde en el aparato —. En media hora las tendrá listas. —¡Qué rapidez! —Rapidez y precisión. Ese es nuestro lema. Media hora después aquel dependiente, que sin duda era descendien-te directo del mayordomo de «Arriba y abajo», le entregó una bolsa con dos paquetes envueltos con destreza y muy buen gusto. —Gracias —le dijo. —No, gracias a usted. Imagino que sabe cómo se ponen. —Pues… —No se preocupe, es muy sencillo, tienen un punto negro que se colo-ca sobre la punta de la nariz —dijo el dependiente llevándose el dedo índice a la suya —. Asegúrese de hacer coincidir los agujeros con los ojos, fosas nasales y boca. En cuanto entra en contacto con la piel ella sola se ajusta a la cara. Sabrá que ha terminado dicho ajuste cuando ese punto negro des-aparezca. —¿Y si tengo algún problema? —Tranquila, no lo tendrá, está compuesta por sensores muy sensibles de alta tecnología. Y es como una segunda piel, nadie notará que la lleva. —¿Nadie, nadie? ¿Ni siquiera…? —Ni su propia madre. —¿Y cómo…? —Años de experiencia. Por cierto, me he tomado la molestia de ad-juntar en uno de los paquetes una tarjeta con el 50% descuento en nuestra gama orientada a altos cargos y directivos. —Vaya, gracias —dijo mirando el interior de la bolsa para comprar que había una tarjeta colgando del lazo de uno de los paquetes —, sí que tiene confianza. —No es confianza, señorita, si no muchos años de experiencia. —Cierto… Y, por curiosidad, ¿qué tienen de especial? —Un plus en apariencia de respetabilidad y honestidad. —Claro, tiene su lógica…

Se puso los guantes, la bufanda y el gorro, y abrochó su abrigo has-ta arriba. Comprobó su reloj antes de salir por la puerta y enfrentarse, de nuevo, al frío. Sí, aún tenía tiempo de sobra para buscar un traje nuevo que completase su fachada de perfecta futura empleada. Después, se tomaría un chocolate bien caliente.

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POESÍA

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baile de máscaraspor iván romero marcosilustración de little yay

No paraba de reírse,yo envidiaba la cervezaque alcanzaba su boca,cálida, celeste.

Subía las escaleras de La Centralacariciando lento el pasamanos,ya la seguía, observaba su suave arquitectura media docena de escalonesmás abajo.Cuando se detuvoy se volvió hacia mí, la vi.Entendí entonces que mis ojoshabían estado huecostoda la vida.

Nos desconocimos,bailamos con la máscarade quien teme ser descubierto.Como dos niños hambrientoscubiertos de heridas.

Me confesó que quería ser piratay desaparecimos.

No hemos vuelto a vernos, pero seguro que lo ha conseguido.Tenía todo el mar del mundoen sus manos vacías.

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anubispor Ninano

ilustración de eric bic

Cuando resuene el gong y todo haya acabado,cuando mueran las luces a vuestro alrededor,

cuando os quitéis los guantes, cascos y protección,y os contempléis, desnudos, en espejos velados,

cuando se aquiete el ring y se instale el silencio,desvanecido el eco de la lucha librada,

cuando caiga el telón y concluya la farsa,cuando no quede nada y se agote vuestro tiempo,

habréis de hacer balance de aquello que habéis hecho.

No servirá el consuelo de aplausos en las gradas,ni discursos fingidos detrás de vuestras máscaras,

no bastarán ropajes, disfraces ni coartadasni aduladores necios, ni risas impostadas.

Cerrada la función, plegada la carpa,se alejarán las horas de chanzas y payasos

y el circo de la vida os dejará de lado,

haciendo vuestras cuentas, pesando vuestras almas,

sabiendo lo que disteis, revisando el legadoque pretendéis dejar:

huellas de vuestro paso.

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Buscamos talento

te buscamos a ti

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ABRIL N#11¡PARTICIPA!

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Desde ya, y hasta el 20 de FEBRERO, puedes enviarnos tus propuestas para el siguiente número, de temática: MÁSCARAS.

Si eres escritor o poeta:Mándanos tu creación entre los días 1 y 20 del mes.

En formato word, PDF, .odt o pages.

Si eres ilustrador:1. Mandanos una muestra de tu trabajo entre los dias 1 y 20 de FEBRERO.2. Una vez hayamos seleccionado los textos que se publicarán en la revista, te enviaremos, entre los días 21 y 30, el texto que, a nuestro parecer, mejor

se adapte a tu estilo.3. Entre los días 1 y 15 de MARZO, nos enviarás tu ilustración y,

¡listo! Aparecerá publicada en el próximo número.

*Procura mandarnos tu ilustración el la mejor calidad posible, independien-temente del formato que elijas.

[email protected]

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fotografías de Mar Argüello Arbe

por Sandra Carbajo

Y el séptimo día,

aprendimos a escribir

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“Del mismo modo que los niños usan

el dibujo, escribir es una

manera muy natural para los adultos

de adentrarse en una determinada problemática.”

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Gran Vía, metro Plaza de España, Teatro Coliseum. El tráfico constante que inunda la emblemática avenida madrile-ña, las luces azules y blancas que anuncian y guían a los cen-tenares de viandantes, la Navidad que hace acto de presencia en cada rincón de la calle, de la ciudad. Y es que Madrid, en invierno, tiene una belleza singular.

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Observo e inevitablemente creo historias en mi cabeza, des-cribo sus posibles rutinas, conflic-tos internos y todo ello con la Gran Vía como escenario. Absorta en mis pensamientos, llega Mar, co-rriendo como casi siempre con su cámara a cuestas. Su fiel compa-ñera, mis aliadas. Nos damos un abrazo y juntas nos encaminamos hacia el lugar donde transcurrirá nuestra próxima aventura: el des-pacho de la psicóloga Elsa García León. No, bucaneros, lamentándo-lo mucho seguimos sin creer que nuestra locura precise tratamiento.

Mar no puede evitar su emo-ción y no debe, ya que el hecho de que hoy estemos aquí; es gracias a ella. Llama al telefonillo y la puerta se abre, subimos al tercer piso bus-cando la letra indicada. Allí, Elsa nos espera con la puerta abierta y una sonrisa que grita: ¡Vacaciones! Nos quitamos las capas propias de la época invernal y nos sentamos cómodamente en los sillones que decoran la sala. “Dispara”, comen-ta Elsa entre risas. Comienza la entrevista.

Decía el escritor argentino Isi-doro Blastein que tal vez el acto de escribir sea una forma de organizar la locura. Lo cierto es que de for-ma natural muchos encontramos en este acto una especie de bál-

samo ya no sólo contra nosotros mismos y la realidad, sino a favor de ella. No hay un único entrevis-tado que no afirme que la escritura es una necesidad natural. Por ello, no es de extrañar que más allá de una herramienta, exista un método donde la escritura sea la protago-nista: la escritura terapéutica.

“Es una manera de escribir regida por una serie de principios con unos objetivos muy concretos y unos resultados específicos que no son compartidos con la escritu-ra creativa. Tiene beneficios sobre la salud física. Está comprobado que produce efectos sobre la ten-sión arterial, el colesterol, el sis-tema inmunológico, el sueño y la calidad del mismo o la reducción del consumo de fármacos, alcohol o cualquier sustancia en el caso de personas con drogodependencia”, explica Elsa.

Elsa es terapeuta humanista (terapia Gestalt, Focusing, Psico-dinámica) y psicoanalista especia-lizada en psicoterapia psicoanalí-tica desde hace más de 10 años. “Como son ya unos cuantos años, he ido haciendo colección de es-pecialidades”, me confiesa entre risas ya que ha tocado práctica-mente todas las distintas áreas de la Psicología.

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Aunque introdujo la escritura como herramienta psicoterapéuti-ca prácticamente desde el princi-pio, no le puso nombre propio hasta que descubrió por casualidad, que aquella herramienta tan natural y efectiva, era un método específi-co. “Descubrí la escritura terapéu-tica buscando talleres de escritura creativa”, afirma. Después fue pro-fundizando en su estudio y aplica-ción, incluso impartiendo talleres grupales, siendo hoy en día una pionera en Madrid.

Elsa es una persona inteligen-te y con garra. No tienes más que observar cómo se mueve, cómo te mira o incluso la forma de fumarse un cigarro, para darte cuenta de la personalidad de la psicoterapeu-ta. Ella se define como compleja y bastante contradictoria. Y posible-mente esos dos aspectos sean los que hagan de Elsa un persona fas-cinante y atrayente. Su dicción, su voz pausada, tranquila y sosegada, provocan un efecto confortador; el cual endulza la figura de Elsa.

“Del mismo modo que los niños usan el dibujo, escribir es una manera muy natural para los adultos de adentrarse en una de-terminada problemática o resolver un determinado conflicto”, aclara la psicoterapeuta. “Estamos muy acostumbrados a este tipo de re-

cursos. Por ejemplo, hacer una lis-ta de pros y contras a la hora de tomar una decisión. Eso es escritu-ra terapéutica en su vertiente más sencilla”, explica Elsa y añade, “es una herramienta tan bien recibida porque se usa de forma espontá-nea e intuitiva”. Generalmente, Elsa usa la escritura terapéutica para elabo-rar traumas, despedidas o duelos. El papel en blanco, el cual es una consigna, se convierte en esa si-lla vacía de F.S Perls, que permi-te al paciente colocar delante de sí aquello que le produce conflic-to para llevarlo al consciente y ser capaz de enfrentarse. En escritura terapéutica, el objetivo no es la be-lleza del texto y por ello, la gramá-tica, signos de puntuación u orto-grafía pierden importancia. En los talleres grupales que imparte Elsa desde hace 2 años, existe una úl-tima fase de embellecimiento del texto pero este sólo ocurre cuando el efecto terapéutico se ha produ-cido, nunca antes. “Es increíble lo bello que puede escribir uno sobre una situación tan triste y desgrada-ble”, comenta.

El ambiente ahora es más dis-tendido. Mar incluso ha dejado su cámara encima de la mesa y está allí al fondo, sentada, escuchándo-nos como si de una clase se tratara.

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Así pues, me permito profundizar en el mundo interno de mi entrevistada.

Elsa es una mujer de vistas que sueña con desayunar frente al mar algún día. Una mujer que con-fiesa que hace mucho que no sue-ña dormida y sin embargo, lo hace de forma constante despierta. Fol-clórica y absolutamente pasional, asocia la felicidad con la tranquili-dad. Le hace infeliz las preocupa-ciones que no los problemas, y por ello, escribe tanto sobre el miedo.

“Cuando algo me da mie-do, cuando estoy preocupada por algo, hago una caricatura literaria. Entonces empiezo a imaginarme y a escribir qué ocurriría si realmen-te pasara eso que me aterra y qué

sería lo peor que podría ocurrir, hasta que lo transformo en algo tan caricaturesco que pierde la fuerza”. Es incapaz de escribir tris-te y encuentra las inspiración tan-to en las frases ingeniosas de sus amigos como en lo que le rodea y su estado de ánimo. Esa hermana que ha venido desde Logroño para pasar las Navidades con ella, es la misma que descubrió sus poemas y le dio la confianza y seguridad para afirmar que lo que sus letras no eran “cualquier guarrería”.

Elsa adora su terraza y las primeras horas de la mañana gra-cias al sosiego que le transmiten y detesta a la gente que me exige cosas que no hace. “La paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”, le saca de quicio y enfurece. Cada día leyendo El País, descubre a una persona nueva a la que ad-mirar, está convencida de que su profesor Hugo Bleichmar será muy pronto estudiado y le sorprende y maravillan aquellas persona que empatizan con el sufrimiento ajeno así como las que luchan a pesar de las grandes adversidades.

Elsa descubrió a Gloria Fuer-tes con 6 años, y aún hoy recita de memoria el poema del Hada acara-melada. Define su forma de escri-bir al igual que de expresare, como subordinada y complexa.

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“Pobre el hombre

cuyo placer depende del permiso de

otros.”

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A través de la poesía y el relato cor-to, Elsa escribe sobre sí misma de forma fantaseada y sin una estruc-tura determinada ya que el propio ritmo es el que marca la pauta.

Elsa encuentra en la escritura una forma de aclarar su ideas y recrea-se en sus pensamientos. Esa tera-pia que analizada y estudiada ha llevado a usar como herramienta de trabajo la cual ha provocado y continúa provocando unos resulta-dos extraordinarios en sus pacien-tes. Por ello, este 2016 será el año en el que Elsa comience el proyec-to que le ronda la cabeza: un ma-nual de escritura terapéutica donde a través de ejemplos prácticos de casos reales pueda ir desgranan-do dicho método. “Tengo material suficiente y experiencia terapéuti-ca suficiente para plantearme dar ese paso”, afirma orgullosa.

Miro de reojo el reloj, una hora, y seguidamente por la venta-na. Noche cerrada, invernal y casi navideña. Qué bueno es volver a casa. Regreso al instante y le hago la última pregunta: ¿Cuál es tu dogma?, entre risas y citando a la Super Pop, me responde: “Pobre el hombre cuyo placer depende del permiso de otros”. Genuina Elsa.

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Los viejos

© Fotografía de Mar Argüello ArbePágina 54

lienzos deEva

de Luis Cano

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Capítulo 9

L l e g u é a l b ar y e n c ont ré a m i s d o s c h i c a s . Ev a , t an g u ap a y

t r i s t e c om o s i e mpre , s o s t e n í a u n vo d k a y m i r ab a h a c i a l a c a l l e , d on d e u n g r up o

d e j óve n e s re í a d e s e n f a d a d am e nt e . Supu s e qu e e nv i d i ab a , au n qu e nu n c a l o d i j e -

s e , a qu e l l a s i n f an c i a p e rd i d a qu e nu n c a re c up e r ar í a . L o s t i e mp o s e n qu e n o t e n í a

a qu e l l a s c i c at r i c e s n i l o s m i l e s d e f ant a s m a s qu e l a ron d ab an .

Mar, p or s u p ar t e , n o lu c í a a qu e l l a s on r i s a qu e m e abr i g ab a e n l a s n o c h e s y e qu i -

l i br ab a m i s ab i s m o s , i mpi d i é n d om e c a e r. E s t ab a ab s or t a e n s u Fant a d e n ar anj a ,

s i e mpre c on t re s h i e l o s . E l l a e r a l a ú n i c a qu e n o b e bí a a l c oh o l , y a s u ve z , e l l a

n o s re c r i m i n ab a qu e n o s ot ro s b e bi é s e m o s a t o d a s h or a s . Y s i n e mb argo, e s a m e z -

c l a n o s h a c í a e s p e c i a l e s , c a d a u n o a s u m an e r a . Me f i j e e n s u s o j o s a z u l e s , e n s u s

i ns e g u r i d a d e s a f l or d e p i e l , y s up e qu e a qu e l l a muj e r, l a m á s f u e r t e d e l o s t re s ,

e s t ab a e mp e z an d o a p e rd e r l a e s p e r an z a . Y e s o, e n nu e s t ro p e qu e ñ o d e s a s t re ,

s o l o s i g n i f i c ab a qu e e l t i e mp o t o d a s l a s b at a l l a s ve n c e , y qu e n o s ot ro s , s i e mpre

a c ab am o s p e rd i e n d o.

— No s é s i t o d o e s t o t i e n e s e nt i d o — d i j o Mar, u n a ve z hu b e re g re s a d o c on

m i ron y l a hu b e abr a z a d o, i nt e nt an d o romp e r s u s p e ns am i e nt o s y m i e d o s — . Me

re f i e ro a l o qu e h a go. No s é , a ve c e s p i e ns o qu e e n re a l i d a d n o e s t oy h a c i e n d o

n a d a , o qu e l o qu e h a go e s i r re l e v ant e , i ns i g n i f i c ant e . . .

L a m i ré bu s c an d o s u s o j o s y s u s m an o s , o qu i z á bu s c an d o e n e l l a m i s re s -

pu e s t a s . E l h a s t í o e r a a l go c on l o qu e s i e mpre m e h abí a c o s t a d o l i d i ar. L a s p a l a -

br a s n o e r an nu n c a c ons u e l o, y l a lu z , c u an d o s e ve í a , s i e mpre re s u l t b a a m á s g r i s ,

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y mu c h o m e n o s lu m i n o s a . Tr at é d e h ab l ar, p e ro f u e Ev a , s a l i e n d o d e s u propi a

d e r rot a , l a qu e h ab l ó pr i m e ro.

— ¿ E n c omp ar a c i ón c on qu i é n ?

— No l o s é — re pu s o — , s up ongo qu e m e c omp aro c on ot r a s p e r s on a s , o c on

t o d a s .

— E n re a l i d a d — apu nt i l l é yo — , c re o qu e s u e l e s c omp ar ar t e c ont r a t o d a s l a s

p e r s on a s . Y a s í , s i e mpre e s m á s f á c i l s a l i r p e rd i e n d o.

— ¿ Por qu é e n c omp ar a c i ón y n o e n s í m i s m o ? — Pre g nt ó Ev a , i n c or p or án -

d o s e e n s u a s i e nt o y ap ar t an d o e l vo d k a qu e y a t e mbl ab a e n s u s ú l t i m a s got a s . —

Sup ong am o s p or u n m om e nt o qu e n o t e n e m o s c on qu é c omp ar ar l o. E s d e c i r,

m i r am o s l o qu e h a c e m o s y t r at am o s d e ave r i g u ar s i l o qu e h a c e m o s n o s l l e n a . A l

f i n a l , s e t r at a d e p o d e r d e c i r qu e f u i m o s fe l i c e s .

Mi ré a Ev a c om o nu n c a l o h abí a h e c h o. Q u i z á h abí a h ab l a d o m á s qu e e n t o -

d o s e s o s añ o s e n l o s qu e nu n c a h abí an s a l i d o d e e l l a m á s d e d i e z p a l abr a s s e g u i -

d a s y e ns e g u i d a c ompre n d í l o qu e mu c h a s ve c e s m e h abí a d i c h o : « Mar n o e s u n

t e s oro a l qu e s e pu e d a d e j ar e s c ap ar, L a d rón . E s a nu n c a s e r í a u n a op c i ón » . A h or a

t e n í an nu e vo s i g n i f i c a d o e s a s p a l abr a s , y s up e qu e Mar e r a p ar a Ev a t ant o c om o

p ar a m í , l a e s p e r an z a y l a i n o c e n c i a qu e nu n c a d e bí a p e rd e r s e . Sup e e nt on c e s qu e

e n e s t a c onve r s a c i ón , t o d o s n o s ju g áb am o s e l f u tu ro c ont r a n o s ot ro s m i s m o s .

— Pare c e qu e nu e s t ro r i t m o d e v i d a au m e nt a s i n c ont ro l . Viv i m o s m á s p ar a

l o s i g u i e nt e y n o p ar a e l a h or a . ¿ E s e s o l o c or re c t o ? ¿ Ac tu am o s c om o u n e s c ap a -

r at e p ar a l o s d e m á s ?

— ¿ A qu e t e re f i e re s ? - i n qu i r í

— E s d i f í c i l d e e x p l i c ar. Ti e n e s g an a s d e h a c e r u n a fo t o, y a l f i n a l s ó l o e s -

p e r a s qu e l a ge nt e l a ve a , t e a du l e , t e c om e nt e . No s e t r at a d e l a fo t o e n s í .

— To d o v a re l a c i on a d o — s a l t é — . L a s fo t o s s on l a e s e n c i a , y e l o b s e r v a d or

p on e l a mú s i c a . D a s e nt i d o a l a fo t o, y v i c e ve r s a . E l h e c h o d e o b s e r v ar l a d a s e n -

t i d o a qu i e n l o h a c e .

— E s a e s nu e s t r a v i d a — d i j o Ev a apu r an d o s u vo d k a — . A l f i n a l , t o c am o s

mú s i c a p ar a qu i e n e s n o s e s c u c h an . . . — S e i nt e r r u mpi ó bu s c an d o l a s p a l abr a s

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e x a c t a s , m i e nt r a s amb o s l a m i r áb am o s c on re n ov a d o i nt e ré s — . L a ge nt e s e c re a

u n a i m a ge n d e l o qu e d e b e d e s e r e l d í a a d í a , s u v i d a . . . y bu s c a qu e l o s d e m á s

ve an qu e l a s uy a e s u n a v i d a p l e n a , a t are a d a .

— ¿ Y n o e s a s í ? — Int e r r u mpi ó Mar— . Po d e r d e c i r “ h oy e s t oy muy l i a d o”,

s i g n i f i c a qu e e re s a l go e n tu v i d a .

— L a s c o s a s n o s on a s í , Mar — d i j e yo a d e l ant án d om e a s u s t r i s t e s p a l a -

br a s — . E n l a v i d a , tú e re s mu c h o m a s qu e a l go. L o e re s t o d o. Pe ro t e e mp e ñ a s e n

c omp ar ar t e c ont r a u n b o s qu e , s i e n d o tú u n s i mpl e ár b o l . Pe ro t e d i ré u n a c o s a ;

t o d o b o s qu e c om i e n z a e n u n put o ár b o l .

L o s t re s n o s qu e d am o s c a l l a d o s y aprove c h é p ar a re l l e n ar nu e s t r a s c op a s .

Pare c í a e l t i e mp o d e d e s c ans o, y t o d o s n o s re t i r áb am o s h a s t a nu e s t ro s r i n c on e s

d e l c u a d r i l át e ro ant e s d e i n i c i ar e l ú l t i m o a s a l t o, l a ú l t i m a p e l e a , c ont r a nu e s t r a s

propi a s b ar re r a s . D e s d e l a b ar r a , s e ve í a a d o s f i g u r a s c ompl e t am e nt e u n i d a s . Ev a

m i r ab a d e re o j o a Mar. Q u i z á l a prot e g í a d e c u a l qu i e r h e r i d a , p e n d i e nt e d e qu e

n o c aye s e nu e s t r a ú l t i m a d e fe ns a . E l ú l t i m o r ayo d e s o l qu e aú n c a l e nt ab a . Cu an -

d o re g re s é , p e r m an e c i m o s e n s i l e n c i o u n o s s e g u n d o s , c om o t re s s o l d a d o s a l a s

pu e r t a s d e l a mu e r t e . E nt on c e s , Mar s e r i ó c on a qu e l l a r i s a qu e i nu n d ab a t o d o s

l o s r i n c on e s d e nu e s t r a o s c u r i d a d y qu e n o s d ab a e l a i re qu e n o s f a l t ab a e n c a d a

u n o d e nu e s t ro s a s c e ns o s a a qu e l l a s c i m a s nu b l a d a s e i mp o s i b l e s .

— Cu an d o p i e ns o e n qu e a h or a Int e r n e t l o t i e n e s e n e l m óv i l , n o pu e d o e v i -

t ar pre g u nt ar m e s i e s o s i r ve p ar a qu e pu e d a s h a c e r m á s c o s a s m i e nt r a s t ant o.

— ¿ Par a n o p e rd e r e l t i e mp o ?

— O p ar a n o aprove c h ar l o - s e nt e n c i ó e l l a .

Y l o s t re s s on re í m o s ant e a qu e l l a o b s e r v a c i ón , pu e s a l f i n a l c ompre n d i m o s

qu e , nu e v am e nt e , h abí am o s p e l e a d o c ont r a u n e j é rc i t o d e m i e d o s , f ant a s m a s e

i ns e g u r i d a d e s y qu e , a l f i n a l , p ar a b i e n o p ar a m a l , n o h abí am o s p e rd i d o d e l t o d o.

ContinuaráPágina 57

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PARALEER

por Elena A.G.

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NOVEDADES

Blackwood: Piel y huesos, de Jaume Vicent. Editorial Pulpture

Bernard Clarke es un escritor en horas bajas, lleva un tiempo retirado en el pequeño pueblo de Blac-kwood. Atrapado en una espiral descendente, está atravesando una crisis creativa, por lo que hacer una excursión con un experto senderista y su hijo le parece la mejor de las ideas… hasta que una es-pectacular nevada les sorprende y desaparecen.Blackwood, que siempre ha sido un pueblo tranqui-lo en apariencia, se ve alterado por la llegada de Loraine, la exmujer del escritor, al que busca fer-vientemente. Además, el sheriff Cavanaugh tendrá que lidiar con otro visitante indeseado, un yonki al que se busca en todo el estado por cargos de robo y asesinato: Steward Allan Granjer, que ha llegado hasta el tranquilo pueblo buscando escapar de la policía que le está dando caza.

Aire sucio, de Sofía Krysiak. Ed. Argonautas [Goodreads]

Sofía Krysiak propone al lector un viaje ex-trasensorial e intimista por los recónditos pa-rajes de lo conocido y lo desconocido, atra-vesando rincones y estancias, en ocasiones habitados y otras veces misteriosos y solita-rios, en los que encontrar y reencontrarse –si el aire, sucio, se lo permite a uno, claro está–. Un poemario corto en extensión, pero intenso y cargado de sentimientos, donde Sofía nos llevará a recorrer las presencias y ausencias de su vida.¡YA A LA VENTA!

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SELECCIÓN ARGONAUTAS

1. Cuando Dios no mira, de Araceli Pedrero. PezSapo.2. Las personas del verbo, de Jaime Gil de Biedma. Ed. Lu-men. 3. La luna al revés, de Blutch. Norma Editorial. 4. El alcornoque de los muer-tos, de Fernando Roye. Ed. Sinerrata Ed. 5. Martín Zarza, Tomo I, de Miguel García. El último Dodo Ed.

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www.editorialargonautas.com

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PARAVER

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por Iván Rúmar

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En muy contadas ocasiones uno puede decir lo siguiente: “pues la película es mejor”. De hecho, es una de esas frases que nunca oirás decir a nadie. Es un tabú, un hecho inenarrable que se escapa del entendimiento humano. Es casi tan extraño como encontrar a alguien que diga que Ben Affleck es un actor correcto o que la violencia de género también incluye a las mujeres que maltratan hombres. Este es el caso de “La invasión de los ultracuerpos” de Phillip Kaufman (1978), película que adaptaba la por entonces popular novela “Invasión: Los ladrones de cuerpos” de Jack Finney y que ya había sido adaptada con anterioridad por Don Siegel en 1956. Pero quedémonos con la de Kaufman. Lleno de aire mis pulmones y grito a los cuatro vientos: ¡pues la película de Kaufman es mejor!

Pues sí, esta película es superior al relato de Finney. Si tenemos en cuenta que todo transcurre en una ciudad en lugar de un pueblo de pocos habitan-tes, que los personajes se dedican a cosas diferentes a las que se dedican en la novela y, he aquí el quid de la cuestión, el final, se podría decir que es bastante fiel. El final de Finney es decepcionantemente feliz, inverosímil, para nada acorde a lo que se esperaría de una invasión como la que se plan-tea. La versión de Kaufman no quiere que el espectador se vaya de rositas a casa, sabedor de que en la realidad no hay siempre finales felices. Esta es una historia agria, porque los humanos no pueden hacer nada ante unos invasores “pacíficos” capaces de suplantar a las personas. Solo pueden ser testigos de la progresiva ¿evolución? de la humanidad. Porque, si alguna vez ocurriese algo así, ¿cómo lo combatiríamos? ¿Qué podríamos hacer para enfrentarnos a una amenaza tan silenciosa y subrepticia como esta?Sin embargo, y es aquí donde quería llegar, lo que sí comparten todas las versiones (incluso la mediocre y pasada por el filtro del Hollywood más co-mercial “Invasión” de Oliver Hirschbiegel) es la siguiente máxima: el ser hu-

¿Podemosvanagloriarnos de pertenecer a

la raza humana?

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mano estaría mejor sin él mismo. Los males que nos asolan, desde las guerras, la pobreza, los conflictos matrimoniales y, qué se yo, las peleas de patio de colegio, son culpa de nuestra naturaleza autodestructiva. Creen que no hay nada bueno en nosotros que compense el efecto negativo que nos causamos a nosotros y a los que nos rodean y, ya puestos, al planeta entero. Para los invasores, que quieren conservar el planeta a toda costa, no les compensan nuestros actos de bondad y amor. Creen que si pusiéramos en un platillo de una balanza nuestros puntos fuertes y en el otro los débiles, el lado oscuro ganaría. Y ya puestos me parece lícito hacerme la siguiente pregunta: ¿Es así? Si echamos la mirada atrás, ¿podemos vanagloriarnos de pertenecer a la raza humana? Seguro que encontraríamos motivos para pensar que no. Sin embargo… ¿qué gracia tiene una vida sin errores, sin fracasos, sin la posibilidad de equivocarte? ¿Qué sería de nosotros sin nuestras pasiones desmedidas o nuestros arranques sentimentales? Es muy posible que no hubiésemos llegado a ninguna parte y que los ladrones de cuerpos, cuando hubiesen llegado a la tierra, la encontraran vacía, porque los humanos se habrían consumido hace tiempo en la languidez más absoluta.Digresiones aparte, “La invasión de los ultracuerpos” también es una pelí-cula que por sí sola funciona muy bien. La tensión está muy bien medida; uno puede palpar en el ambiente la atmósfera cada vez más agobiante que constriñe a nuestros personajes, envueltos en una maraña que no van a ser capaces de desentrañar fácilmente, y las actuaciones son notables. Un clá-sico de la ciencia-ficción que merece ser reivindicado.

©Walter Wanger Productions, ‘La invasión de los ultracuerpos’

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5 Mejores películas1. “La mirada del silencio”, Joshua OppenheimerSuele ocurrir en muchas ocasiones en el género documental que se nos intenta vender la moto de algo tendiendo, por ello, a la subjetividad, a las verdades a medias e, inclu-so, a omisiones y mentiras directas en el peor de los casos. “La mirada del silencio” es el documental más imparcial que podría haber surgido de un tema dado a explotar la vena lacrimógena, el del genocidio que ocurrió en Indonesia posteriormente al golpe de estado de 1965, y que podría haberse convertido en el documental fácil de turno. Oppenheimer parece que pasaba por ahí y se quedó rodando, y deja, a través de entre-vistas entre el protagonista y los genocidas, que estos últimos se explayen y se retraten a sí mismos y consiguiendo despertar en el espectador emociones sinceras fruto de lo que uno ve y no por efectos artificiosos.

2. “Selma”, Ava DuVernayPor emotiva. Porque merece recordar lo costoso que fue para Martin Luther King y otros activistas y defensores de los derechos humanos acercarse a la igualdad entre negros y blancos. De lo decepcionante que resulta ver cómo hoy en día se está retrocediendo en este sentido y se va perdiendo ese aliento que Luther King imprimió en su momento. Porque hay hombres justos que luchan por lo que es correcto y no se doblegan ni se lo hacen encima ni salen huyendo cuando las cosas van en su contra. Porque anima a luchar por lo que uno cree y a echarle pelotas a cualquier cosa por difícil que sea.

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Mejores películas3. “Mad Max: Furia en la carretera”, George MillerEl desenfreno de George Miller es puro entretenimiento y es la máxima expresión de dar-lo todo en algo. Porque no siempre la experiencia de ir al cine va de exprimir los sesos y sacarle una moraleja a todo, ni de aprender lecciones vitales. A Miller todo esto le importa un comino. Así pues, en Mad Max “solo” encontraréis diversión pura y dura, secreción de adrenalina a cascoporro, una ambientación post-apocalíptica brutal y una retahíla de locuras como hacía tiempo no disfrutaba en la gran pantalla.

4. “The imitation game (Descifrando el enigma)”, Morten TyldumPorque este sí es un biopic interesante, que se moja, al menos más de lo que se suelen mo-jar algunos biopics. Porque no aburre, otro de los handicaps que marcan el género. Porque es trepidante, porque las actuaciones son brillantes (en especial un Benedict Cumberbatch que debería haberse llevado el Oscar), porque hay humor y drama, y porque siempre viene bien que se nos recuerde que lo realmente valioso de alguien no es su condición sexual ni su género, sino la persona que es. Y porque Alan Turing merecía darse a conocer al público.

5. “Birdman (o La inesperada virtud de la ignorancia)”, de Alejandro González IñarrituCrítica mordaz y descarnada al espectador medio, que ya solo ve producciones en función del número de explosiones, tetas y celebridades-teen que salen en ellas, pero también a los sibaritas que se las dan de intelectuales por el solo hecho de ir al teatro cada semana. Arre-mete contra críticos, actores y el mundillo de la actuación sin dejar a títere con cabeza. Pero no solo eso: intenta explorar con éxito ese momento vital en el que nos preguntamos, ¿qué estoy haciendo con mi vida? ¿En qué he invertido todo este tiempo?

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estrenadas en cines españoles

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PARAPENSAR

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Los primeros pasos nunca son fáciles, más bien al contrario, dar los primeros pasos en lo que sea es un trabajo muy difícil, realmente jodi-do; caes, tropiezas, te empiezas a le-vantar, trastabillas de nuevo y besas el suelo, tratas de agarrarte a lo que sea, pero alguien te pone la zandilla y ¡bum!, de morros otra vez. Ser bueno en algo cuesta mucho trabajo, mucho esfuerzo, necesitamos dedicar horas para ser mínimamente decentes en lo que sea.

Hace unos días en mi blog hablé sobre imitar o copiar, para crecer como escritores. Supongo que así, a boca-jarro, parece que estoy haciendo apo-logía del plagio, pero no, los tiros no van por ahí. En el artículo pongo como ejemplo una anécdota que Stephen King cuenta en su libro Mientras Escri-bo y que me resultó curiosa, porque, sin saberlo, yo mismo había estado ha-ciendo algo así toda mi vida. King nos dice que a los nueve años, como cada sábado, fue al cine a ver una película, aquel día vio El pozo

y el péndulo, una producción británica (de la vieja Hammer) protagonizada por el enorme Vincent Prize. El futuro rey del terror, salió del cine con la cer-teza de que podía mejorar lo que había visto en la pantalla, nada más llegar a casa se puso manos a la obra y escri-bió su propia versión. Al lunes siguien-te se la llevó al colegio, hizo un par de fotocopias y se decidió a venderla en el comedor. Él asegura que no pensaba vender más que tres o cuatro, sin em-bargo, acabó por vender treinta ejem-plares. Su primer bestseller.

Bueno, leyendo aquello recordé cómo escribí mis primeros relatos. Ti-rando del hilo recordé mi burda imita-ción de una leyenda de Bécquer (Los ojos verdes) y cómo escribí mi propia versión del relato, pensando en mi no-via de la época que tenía unos precio-sos ojos verdes. Entonces yo tenía 15 años y mis mejores creaciones fueron esa y otra copia, sobre una sombra vi-viente que habitaba una casona aban-donada y que había sacado de un rela-to de Lovecraft.

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Copiar o inspiraraprendiendo a comunicar

Jaume Vicent.www.excentrya.com

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¿Esto me convierte en plagia-dor? Más quisiera. Más quisiera yo haber copiado punto por punto, acen-to por acento a Bécquer o Lovecraft, de esa forma hubiese aprendido mu-cho sobre escritura, por desgracia solo hice «mi versión» de aquellos relatos, sin fijarme en las estructuras o las pa-labras que usaban.

Después de aquello abandoné du-rante un tiempo la prosa y me dediqué a la poesía. Aunque parezca mentira, durante un tiempo quise ser como Tom Waits o Bob Dylan —de hecho hay una parte de mí que sigue queriendo eso mismo. Bueno, por aquella época mi mundo musical giraba en torno a Offs-pring, Green Day (cuando Green Day molaban), Nirvana y Pearl Jam, así que mis primeros poemas eran “versiones” de algunas de esas canciones que me gustaban, mezcladas con poemas de Alberti o Miguel Hernández. ¿Significa eso que fui un plagia-dor? De nuevo opino lo mismo: ojalá hubiese yo plagiado a esas bestias, porque seguro que habría aprendido muchísimo de sus versos, de sus ri-mas… pero no lo hice, me limite a “par-chear” mis propias versiones de sus poemas. Si llegados a este punto hay algún escritor en la sala que no se haya sentido identificado, por favor, le ruego que la abandone; esto no es para él. En mi artículo me hice la siguiente pregunta: ¿Cómo aprende un escri-tor? De la misma forma que aprender cualquier persona, por imitación. Y es que, llegados a estas alturas, toda-vía no conoczco un mejor método de

aprendizaje que ese. Mi pareja, que es profesora de piano, siempre dice que la mejor forma de enseñar una pieza a un alumno es tocarla primero ella. ¿Cómo aprendemos a hablar? Imitan-do sonidos. Lo mires como lo mires, no hay mejor forma de aprender a hacer algo que imitando. Para los escrito-res esto funciona igual de bien, en el mismo nivel. No hay mejor forma de aprender a escribir que imitando a los que lo hacen bien, ya sea Poe, King, Bécquer o Waits. Es imposible apren-der a escribir sin imitar algo, sin tratar de emular a los que lo hacen bien. Hoy en día esto es más cierto que nunca. El escritor siempre debe buscar la diferencia, eso que lo hace único, pero, ¿es eso posible? En mi opinión, no, no lo es, al menos de entrada. Hoy en día está prácticamente todo escri-to, para los escritores noveles existe muy poco espacio de creación, apenas queda sitio para la innovación; todo está inventado. Entonces, ¿qué debe-ríamos hacer? La solución está en la anécdota de King, mejorar lo que exis-te… Más o menos lo que dice Homer Simpson: coge algo inventado y pon-le un reloj. Con esto no quiero decir que no existe posibilidad alguna de innovar, seguro que la hay, solo que es muy di-fícil encontrarla y el escritor no debería extenuarse en esa búsqueda, el escri-tor debe escribir y mejorar su escritu-ra libro a libro, relato a relato. Cuando esté asentado en su oficio, entonces será el momento de rizar el rizo. ¿Te parece que todo esto es un sin sentido? ¿Crees que estoy animan-do a los escritores a que se acomoden?

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Por supuesto que no, al menos no es eso lo que pretendo. Sin embargo no creo que debamos empujar a los auto-res noveles —esos que ya tienen bas-tante con no pisarse los cordones de los zapatos— a ser únicos y diferentes. Eso ya lo conseguirán con el tiempo, con la práctica, con la repetición de esas estructuras narrativas que imita-rán de los maestros. Con el tiempo, serán únicos y diferentes, con el tiempo y la practica desarrollarán su propia voz, pero pri-mero necesitan aprender a andar con soltura. Antes de quitarte los ruedines tienes que estar muy seguro de que no te vas a ir de morros a la primera… Lo que más me asustó de mi artí-culo fue no recibir uno de esos comen-tarios flamígeros, en los que me insul-taban y pedían mi cabeza por animar al plagio y la piratería. ¡Qué le voy a hacer! Soy así, desconfío cuando no oigo ruido. En ese momento me puse a pen-sar: ¿habré dicho una gilipollez tan grande que ni se molestan en enmen-darme? ¿O es que tengo tanta razón que todos están de acuerdo? Ninguna de las dos opciones me agradaron de-masiado, así que me puse a buscar in-formación, quería saber si soy el único idiota que piensa que la imitación es la mejor forma de aprendizaje para un escritor.

Buceando por ahí me encontré con un vídeo de Bigthink en el que John Cleese, uno de los Monty Python, hablaba de este mismo tema. Aunque en el vídeo se centra en los escritores humoristas, creo que se puede extra-polar a cualquier juntaletras.

En palabras de Cleese, los co-mienzos de cualquier escritor son du-ros (hasta aquí nada nuevo). Su reco-mendación para todos esos escritores que dan sus primeros pasos es robar o “tomar prestado” de los grandes, lo que los escritores llamamos «nuestras influencias», todo eso que nos gusta y que es bueno. De esta forma al plas-marlo, al repetirlo en nuestros escritos le daremos nuestra propia impronta, aprendiendo sus mecanismos, sus es-tructuras y haciéndolos nuestros, in-teriorizando de esta forma cómo los grandes construyen sus escritos. Cleese asegura que es imposi-ble para un escritor novel sentarse y escribir algo completamente nue-vo y divertido. En esto no podría es-tar más de acuerdo con él. Es imposi-ble, en sus palabras es como pilotar un avión sin haber recibido una sola clase de vuelo. Tienes que empezar por algo y la mejor forma de empezar es imitan-do a los demás.No creo que Cleese esté animando a nadie a robar o a piratear el traba-jo de los demás, más bien lo contrario, lo que pretendo (y lo que él pretende) es enseñar, dar unas pautas para que aprendas a despegar, una vez en el aire, encuentra tu voz: habla por ti mis-mo y trata de ser lo más diferente po-sible, ahora ya tienes unas herramien-tas que te lo permiten. Úsalas para ser mejor, para ser único.

Te gustará:

· John Cleese, sobre el robo de ideas

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CONOCIENDOa

Tutti Confetti

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Nombre: MartaEdad: Mucha más de la que me gus-taríaOrigen: TerrícolaVivo en: Valencia

Se me puede ver en: Mi casa, nor-malmente, y en mi estudio prin-cipalmente. Soy bastante curranta aunque luego no me cunda.

Soy un apasionado de: Los cachivaches un poco frikis.

Para relajarme, suelo: Hacer una escapada, aunque sea para dar la vuelta a la manzana.

Mi primer dibujo: Dos boxeadores enamorados.

Mi último dibujo: Una serie de ilustraciones para una marca de té alemana.

Mis referentes son: gente como Galeano, Jimmy Liao, el Roto...

Mi técnica preferida, a la hora de ilustrar, es: Ilustro directamente con mi table-ta gráfica, probar técnicas nuevas es mi asignatura pendiente.

Mientras dibujo, escucho: noticias, documentales de cosas raras y Radio 3.

Y cuando no, escucho: noticias, documentales de cosas raras y Radio3.

El libro que me inició en la lectura: ‘El 35 de mayo’ de Erich Kästner

El que descansa ahora mismo sobre la mesilla: ‘Benditas viudas’ de Ingrid Nöll

La película que marcó mi adolescencia fue: ‘Senderos de gloria’, me volví a re-plantear todas mis ideas sobre la naturaleza humana.

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La serie que más me ha enganchado nunca, es/fue: ‘Mad Men’, ¡¡¡Viva Peggy!!!

Supe que quería dedicarme a esto desde: Desde que mi anterior trabajo se con-virtió en un oficio rutinario, sin pizca de creatividad ni ilusión. Aclaro que me dedicaba al trabajo de diseño gráfico en un estudio.

Mis expectativas son: Poder elegir los encargos que me apasionan y rechazar todo aquello que no me estimule. Disponer de más tiempo para experimentar otras vías de creación artística.

Actualmente, en el mundo de la ilustración...: Las mujeres hemos alcanzado estos últimos años unas cotas de madurez, creatividad y eclecticismo inimagi-nables. Por suerte, el talento y el esfuerzo de muchas se ha visto recompensado con una gran visibilidad en medios, redes sociales y un amplio reconocimiento en general.

Para mí, el arte es: Un misterio, de veras. En el mundillo de la ilustración, que conozco un poco, me he encontrado con artistas increíbles, de un talento brutal que por razones incomprensibles para mi, no despegan, no llegan al público. Imagino que es lo bueno y lo malo del arte, es arbitrario y en gran parte el éxito o el fracaso dependen de pequeños detalles.

Dentro de cinco años, sin lugar a dudas, seguiré...: Pues instalada en Valencia, disfrutando de la vida de barrio, organizando mi propio horario, saliendo a ce-nar a un japonés cuando me apetezca, o instalada cómodamente en casa revisi-tando Mad Men, aprendiendo nuevas técnicas artísticas, disfrutando de ese par de viajes irrenunciables al año…¡Ah! Y también con el tiempo suficiente para colaborar gustosamente con revistas como Argonautas.

www.tutticonfetti.com

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Argonautas,Febreroe 2016