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EL REENCUENTRO DE ARIADNA CON LA LIBERTAD
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ARIADNA
PURA MARÍA GARCÍA
—No me mires de esa forma, Ariadna. Siéntate.
La voz de Don Ernesto sonaba tan grave como los relámpagos que
cruzaban la mañana, aunque en aquella ocasión los imperativos parecían
haber perdido parte de su intensidad.
Ariadna miró con desinterés los ojos de su padre. No pudo mantener la
mirada más que unos instantes. Contempló la mesa de madera oscura
que dividía la habitación y decidió ocupar la silla que estaba situada
frente a él.
En la calle, el agua de la lluvia se mezclaba extrañamente con las
partículas de barro que henchían las nubes. Aborrecía las tardes de
verano que transcurrían interrumpidas por aquella agua inesperada,
densa, más espesa que el tiempo encerrado en las horas que parecían no
terminar.
Aquella mañana, las palabras que su padre había empezado a pronunciar
también eran inesperadas. El día anterior, cuando contestó a la llamada
telefónica, se extrañó al saber que, tras varios meses hundidos en el
blanco de la indiferencia, su padre deseaba verla de nuevo.
Don Ernesto sostenía entre sus manos una caja de cartón envejecido.
Ariadna fijó la vista en ella para tratar de imaginar qué contenía. Los
toscos dedos de su padre, rozando la superficie de la caja, se
transformaron en un insólito gesto de ternura.
Ariadna rebuscó en su memoria algún instante de afecto entre los dos
para aferrarse a él, pero los recuerdos del pasado se empeñaban en
esquivarle. Ella intentó una vez más escrutar el gesto vacío de su padre.
—Sé que no esperabas que volviéramos a vernos. Habría preferido no
llamarte. Sin embargo, la vida y el destino nos imponen momentos
especiales de los que no podemos huir. Hace mucho tiempo que dejé de
luchar contra el destino, demasiado tiempo. Tú, por el contrario, sigues
creyendo que puedes rebelarte y pretender cambiar los acontecimientos
de la vida, contando únicamente con tu ánimo. Te equivocas, Ariadna.
Siempre has estado equivocada.
Las palabras de aquel hombre incidían con precisión sobre su conciencia,
intentando quebrar su silencio. Ella apretó los labios para encerrar las
palabras y las respuestas, como cuando era una niña y su padre la
sentaba frente a él para interrogarle. A veces, su memoria jugaba a
acercarle el recuerdo de instantes en los que el miedo atenazaba su
cuerpo al sentir los pasos graves de su padre. A veces, demasiadas, la
memoria transformaba el ayer en un presente perenne, como el de esa
mañana.
La caja continuaba impasible entre las manos de su padre.
—Cuando tu madre, que en paz descanse, y yo, nos casamos, tu abuela
Carmen nos lo entregó. Lo hizo el mismo día de nuestra boda. Nunca me
había permitido entrar en la parte interior de su casa, así que, cuando
aquel día me hizo pasar a su dormitorio, presentí que era un momento
especial. Tu madre se quedó rezagada. Temblaba.
La voz del hombre pareció apagarse. El leve recuerdo que las fotografías
de su madre habían dejado en ella comenzó a transformar aquella pausa
en un abismo que tragaba el cuerpo de Ariadna.
—A tu madre y a mí nos atemorizaban las reacciones de tu abuela pero
cuando el día de nuestra boda se acercó para dármelo pareció que la
frialdad con la que trataba a todo el mundo desaparecía. La abuela
señaló la pared sobre la que se apoyaba el cabezal de níquel de la cama
de matrimonio. Dio unos pasos y lo descolgó lentamente. Desde
entonces, ÉL nos ha acompañado en todos los momentos importantes
de nuestra vida, Ariadna. Antes de que tu madre perdiera a tu hermano,
que dios guarda en su gloria, pidió que lo situaran cerca de ella, mientras
los espasmos del nacimiento azotaban su vientre. Cuando tú llegaste,
también permaneció a su lado. Tu pobre madre decía que, aunque las
desgracias se empeñarán en visitarnos, ÉL desharía el mal y el llanto.
Su presencia borraría el dolor, el mismo dolor que se la llevó cuando tú
naciste.
Ariadna respiraba al compás de aquella lluvia empeñada en interrumpir
la normalidad de las calles. Sus labios sucumbían al silencio, una vez
más. Ningún gesto transcendía de sus manos, apretadas con firmeza una
contra. Se preguntó porqué el tiempo parecía adquirir la consistencia del
acero cuando dos miradas pretendían esquivarse.
La voz de su padre hizo que su mente regresara a la habitación, a su
madre, a los recuerdos, al ayer hecho un hoy latente:
—El día que la tía Ana y yo la amortajamos, con su traje de guipur
blanco, tú llorabas en la habitación contigua, pero ÉL te protegía. La
última mirada de tu madre, dios la acoja por siempre en su seno, fue
para ÉL. Antes de exhalar, lo señaló con su mano casi inerte. La vida le
abandonaba mientras tú llorabas sin consuelo. Le juré que ÉL estaría
junto a mí, a nuestro lado, siempre. Pero hoy no puedo esquivar al
destino.
Es él quien marca qué momentos de la vida son los importantes. El
destino nos tiene en sus manos, no lo olvides.
La silueta de su padre parecía difuminarse a medida que se encendía el
silencio y arreciaban las frases que pronunciaba. Sobre la mesa oscura,
sobre los labios de Ariadna, sobre el mismo pasado que les unía, aquel
silencio creciente marcaba una distancia que ella conocía a la perfección.
Don Ernesto deslizaba las manos sobre la parte superior de la caja. Sus
gestos, inusualmente lentos e imprecisos, rozaban los vértices de cartón
una y otra vez. Sobre la mesa, la caja permanecía como la muestra más
evidente de que el pasado, para él, era un hoy que recordaba cada día.
Sus manos desgastadas la recorrían demorando el instante que el
destino había elegido por él.
Era la primera vez que Ariadna veía a su padre simular una caricia. Sintió
un leve deseo de alzar su mirada y buscar los ojos de aquella silueta
pero, una vez más, las palabras ausentes quemaban en sus labios y en
sus gestos.
Don Ernesto retiró las manos de la tapa de la caja, le buscó con la mirada
y requirió su proximidad con un gesto de su mano. En realidad, hacía
muchos años que la voluntad de su padre pretendía que ella se
aproximase, que le fuera cercana pero nunca lo había logrado.
—Este es el día que ha elegido el destino. Toma Ariadna. Tu madre, que
duerme en la gloria divina, sabe que he de romper la promesa que le
hice antes de morir. Mañana te casarás y ha llegado la hora de que sea
ÉL quien te acompañe y te proteja, quien te libere de la tentación y la
pereza, de la desidia y el pecado, del abandono, la envidia… Tómalo.
Sitúalo siempre cerca de tu cuerpo y tu espíritu. Siéntelo en tu carne y en
tu alma. No desoigas sus palabras. No desatiendas sus advertencias.
Deja que sea ÉL quien te guíe y te procure momentos de paz y sosiego,
hija mía.
Sin mirarle a los ojos, ella cogió la caja.
Al sujetarla, sus manos rozaron las de su padre. De nuevo, cada piel
sintió la distancia que les mantenía ajenos y alejados, desde siempre.
Por un instante, Ariadna percibió una sensación de incertidumbre que
hizo que también su alma temblara al cogerla. Intentó pronunciar alguna
palabra pero la saliva y el temor anegaban su garganta. Con lentitud,
avanzó hacia la puerta. Su padre se levantó de la silla y la siguió, absorto
en su propia ausencia, hasta la calle.
Con un gesto leve y absurdo, Ariadna dejó caer un adiós que resonó
como un eco de la distancia, mientras aquel hombre respondía una vez
más con su indiferencia.
La casa y él quedaban atrás, cercanos a un pasado que pesaba sobre el
cuerpo y los recuerdos de Ariadna.
Sus brazos temblaban al sujetar la caja. Recordó por un instante las
palabras de su padre, las que acababa de decir y aquellas que todavía
permanecerían sin ser pronunciadas. Caminó a lo largo de la calle,
mezclada con la extraña voluntad de la lluvia y la agitación con la que las
penumbras del pasado pretendían invadirle. Cruzó la calle y se detuvo
para respirar: ya no sentía la presencia innegable de su padre, no
percibía las sílabas suspendidas de sus últimas palabras, del penúltimo
vacío transformado en mirada.
La avenida, oscurecida por el gris de la lluvia, parecía aguardar su
presencia incluso antes de que ella la alcanzara. Recordó las frases de su
padre sobre la determinación con la que el destino elegía los
acontecimientos y marcaba consecuencias inevitables. El destino, y solo
él, había puesto en el camino que Ariadna había emprendido la
evidencia del propio destino: un contenedor rompía la igualdad de la
acera y le retaba con sus labios de plástico.
Destapó la caja que sujetaba entre sus manos y sintió que abría su vida a
la propia vida. ÉL estaba dentro.
Extrajo el crucifijo de metal y madera. No fue necesario mirarlo: su padre
y el pasado, el ayer y el silencio, las preguntas y el vacío, quedaron
enlazados y sucumbieron al exterior de la caja, a la realidad. ÉL estaba
allí, ocupando su interior. Abrió el contenedor con determinación, tomó
el crucifijo y lo lanzó dentro de él.
—No quiero que me guíen. No deseo que nadie me procure momentos
de paz y sosiego. Solo quiero tener momentos, padre ¡Y vivirlos!
Una ráfaga de silencio rozó su espalda. Ariadna sintió que la vida, en
aquel momento, era un abrazo.
Imagen: SUNSHINE by DIE MAIKE
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