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1 LAS EMOCIONES EN EL NÚCLEO DE LA SOCIALIDAD. EL YO SINTIENTE Y LA INTIMIDAD DE LO SOCIAL 1 Madalena d’Oliveira-Martins [email protected] ABSTRACT Desde su nacimiento como subcampo, en la década de 1970, la sociología de las emociones ha mostrado la centralidad de la dimensión emocional de la experiencia humana en el análisis de la realidad social. Estos estudios, llevados a cabo desde diversas perspectivas por autores como Randall Collins (1975; 1981; 1990; 1993; 2005), David R. Heise (1979; 1989; 1993; 1995; 1999), Theodore D. Kemper (1978; 1981; 1990), Thomas J. Scheff (1977; 1979; 1990; 1991; 2011), Arlie R. Hochschild (1975; 1979; 1983; 2012; 2013), entre otros, avanzan hacia una comprensión de la dimensión social de las emociones y de la dimensión emocional de lo social. Es precisamente en el punto de encuentro de esta doble direccionalidad donde se puede percibir el carácter nuclear de las emociones en el ámbito social y, muy concretamente, su relevancia en la configuración de las interacciones sociales y personales. Para comprender el consiguiente carácter nuclear de las emociones, así como su importancia para el desarrollo de la teoría social y de las metodologías heurísticas sociales, el presente trabajo se sirve del aparato conceptual desarrollado por Hochschild, muy especialmente su concepción del «yo sintiente» —que es guiado por reglas del sentimiento y que realiza gestión emocional—, y de la idea de intimidad de lo social abordada por Sánchez de la Yncera. Si, por un lado, la noción del «yo sintiente» nos alerta sobre la capacidad de los sujetos de sentir y sobre la conciencia que tienen de las pautas sociales que configuran sus sentimientos, por otra, la intimidad de lo social alerta sobre el hecho de que es precisamente en los espacios de socialidad donde se potencia y actualiza el carácter social fundamental de lo íntimo. Así pues, si se considera el espacio colectivo como el lugar por antonomasia de la intimidad, se podría percibir con mayor claridad la radical relación entre lo social y lo emocional. El análisis del alcance de estos conceptos permitirá arrojar luz sobre esos espacios en los que las fronteras entre lo íntimo y lo público se desdibujan, y en los que lo social y lo emocional se fusionan de forma esencial. Además, considerando la heterogeneidad que configura tanto las experiencias emocionales como las redes 1 Este trabajo se inscribe en el proyecto «Cultura emociona e identidad» del Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra.

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LAS EMOCIONES EN EL NÚCLEO DE LA SOCIALIDAD. EL YO SINTIENTE Y LA INTIMIDAD DE LO SOCIAL1

Madalena d’Oliveira-Martins [email protected]

ABSTRACT Desde su nacimiento como subcampo, en la década de 1970, la sociología de las

emociones ha mostrado la centralidad de la dimensión emocional de la experiencia

humana en el análisis de la realidad social. Estos estudios, llevados a cabo desde

diversas perspectivas por autores como Randall Collins (1975; 1981; 1990; 1993;

2005), David R. Heise (1979; 1989; 1993; 1995; 1999), Theodore D. Kemper (1978;

1981; 1990), Thomas J. Scheff (1977; 1979; 1990; 1991; 2011), Arlie R. Hochschild

(1975; 1979; 1983; 2012; 2013), entre otros, avanzan hacia una comprensión de la

dimensión social de las emociones y de la dimensión emocional de lo social. Es

precisamente en el punto de encuentro de esta doble direccionalidad donde se puede

percibir el carácter nuclear de las emociones en el ámbito social y, muy concretamente,

su relevancia en la configuración de las interacciones sociales y personales.

Para comprender el consiguiente carácter nuclear de las emociones, así como su

importancia para el desarrollo de la teoría social y de las metodologías heurísticas

sociales, el presente trabajo se sirve del aparato conceptual desarrollado por Hochschild,

muy especialmente su concepción del «yo sintiente» —que es guiado por reglas del

sentimiento y que realiza gestión emocional—, y de la idea de intimidad de lo social

abordada por Sánchez de la Yncera. Si, por un lado, la noción del «yo sintiente» nos

alerta sobre la capacidad de los sujetos de sentir y sobre la conciencia que tienen de las

pautas sociales que configuran sus sentimientos, por otra, la intimidad de lo social alerta

sobre el hecho de que es precisamente en los espacios de socialidad donde se potencia y

actualiza el carácter social fundamental de lo íntimo. Así pues, si se considera el espacio

colectivo como el lugar por antonomasia de la intimidad, se podría percibir con mayor

claridad la radical relación entre lo social y lo emocional.

El análisis del alcance de estos conceptos permitirá arrojar luz sobre esos

espacios en los que las fronteras entre lo íntimo y lo público se desdibujan, y en los que

lo social y lo emocional se fusionan de forma esencial. Además, considerando la

heterogeneidad que configura tanto las experiencias emocionales como las redes

1 Este trabajo se inscribe en el proyecto «Cultura emociona e identidad» del Instituto Cultura y Sociedad, Universidad de Navarra.

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sociales del mundo actual, ese punto de fusión entre lo emocional y lo social

proporcionará una vía de acercamiento a la dimensión más frágil y menos palpable de

las interacciones sociales.

PALABRAS CLAVE: yo sintiente, intimidad de lo social, reglas de los

sentimientos, experiencia emocional; socialidad.

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INTRODUCCIÓN

El interés sociológico por las emociones, cristalizado en las teorías pioneras de

Arlie R. Hochschild (1975; 1979; 1983; 2012; 2013), Randall Collins (1975; 1981;

1990; 1993; 2005), David R. Heise (1979; 1989; 1993; 1995; 1999), Theodore D.

Kemper (1978; 1981; 1990) y Thomas J. Scheff (1977; 1979; 1990; 1991; 2011), ha

crecido de modo proporcional al papel cada vez más destacado que estas adquieren en

las sociedades contemporáneas. Las transformaciones sociales de finales del siglo XX,

que respaldan el acentuado destaque de las emociones con respecto a otras épocas en las

que su papel era menos sobresaliente —aunque no menos importante—, funcionan

como impulso determinante para el nacimiento del subcampo de la sociología de las

emociones. Este fenómeno, por su parte, puede ser entendido como el fruto de un modo

«natural» de proceder de la sociología, que desde sus comienzos como ciencia se ha

visto obligada a ajustar metodologías y teorías a una realidad social en constante

proceso de transformación. De tal forma que, si por un lado la sociología, dotada de

flexibilidad conceptual y metodológica, pretende describir y entender la realidad social

versátil, por otro, las más recientes transformaciones sociales le incitan a ajustar y crear

conceptos y herramientas metodológicas para poder adentrarse en el campo de estudio

de la dimensión emocional de la experiencia humana. Este acercamiento de la

sociología a las emociones no solo permite reconsiderar el alcance de teorías clásicas en

las que las emociones se estudian de forma marginal, sino también proponer nuevas

teorías y análisis que, incluyendo y considerando la dimensión emocional, aspiren a una

comprensión más cabal de la realidad social y de la acción humana.

La «nueva» sociología de las emociones tiene como objeto de estudio las

emociones y la dimensión emocional de lo social. De este modo, estudia la acción

social, las estructuras sociales y las relaciones intersubjetivas a través de su carácter

Sólo podemos decir que un poema tiene, en cierto modo, vida propia, que sus partes conforman algo diferente a un cuerpo de dados biográficos cuidadosamente ordenados; que el sentimiento o la emoción o la visión resultante del poema es diferente del sentimiento, de la emoción o de la visión de la mente del poeta.

—T. S. Eliot, El bosque sagrado

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emocional y, a la vez, profundiza en el conocimiento —sociológico— de las propias

emociones. Precisamente porque las emociones y las experiencias emocionales están

presentes en todos los ámbitos sociales, el nacimiento de este subcampo supone un paso

fundamental en la dirección de un conocimiento más profundo y completo de los

fenómenos sociales. Como explica Hochschild (2014: 19), pionera del subcampo y

quien lo acuña,2 «[l]a emoción es el corazón de lo que es la sociología. Si hacemos

sociología política, necesitamos preguntarnos acerca de los sentimientos detrás de una

creencia política y de dónde provienen. Si hacemos sociología económica, necesitamos

preguntarnos qué sentimientos animan nuestras creencias sobre la economía, nuestras

preferencias como consumidores, las alegrías y tristezas durante el comercio de

acciones en la bolsa de valores. Todo campo de la sociología tiene emoción en su

núcleo». Por tanto, la sociología de las emociones no puede ser considerada como un

subcampo aislado de la sociología, sino que, desde una perspectiva específica, se

presenta como un área fundamental y nuclear para el desarrollo de la misma.

Ahora bien, si bien es cierto que las teorías de los clásicos de la sociología

consideran la dimensión emocional y contribuyen con aspectos notables para el estudio

sociológico de las emociones —como es el caso de las teorías de Marx, Simmel, Weber,

Durkheim, Cooley, Norbert Elias, etcétera—, también ocurre que, en ningún caso, han

desarrollado per se una teoría social de las emociones (Denzin, 1985: 223). Es solo a

mediados de la década de los 70 cuando surgen los primeros trabajos sociológicos en

los que, tanto desde una perspectiva teórica como metodológica, las emociones asumen

un papel nuclear. Las propuestas de Hochschild, Collins, Heise, Kemper y Scheff son

un buen ejemplo de ello y están en el origen del giro emocional que en esos años se

pone en marcha en la teoría social.

Como apunta y describe Kemper (1990: 3-4), la década de los setenta es muy

fecunda para sociología de las emociones. Entre los primeros trabajos que atribuyen a

las emociones un papel central está el libro de Randall Collins, Conflict Sociology.

Toward an Explanatory Science, aparecido en 1975. En la exposición que hace de su

teoría del conflicto el sociólogo articula una serie de argumentos en los que las

emociones ocupan un terreno propio. En ese mismo año, Hochschild publica un

2 En su artículo, «The Sociology of Feeling and Emotion: Selected Possibilities», publicado en la compilación de ensayos de diversos autores Another Voice: Feminist Perspectives on Social Life and Social, ed. de Marcia Millman y Rosabeth Moss Kanter (Nueva York: Anchor Books, 1975), 280-307, Hochschild habla por primera vez de la «sociología de las emociones».

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importante artículo, «The Sociology of Feeling and Emotion: Selected Possibilities», en

el que alerta por primera vez sobre la necesidad de forjar una teoría social de las

emociones. Además, en este artículo bosqueja los pilares de una perspectiva teórica que

abre paso a otras investigaciones sociológicas de las emociones. También en el año

1975, Thomas J. Scheff organiza en San Francisco la primera reunión de la ASA

(American Sociological Association) dedicada a las emociones. Con todo, es solo a

finales de los años 70, en 1978 y 1979 respectivamente, cuando se publican los dos

primeros libros dedicados al estudio sociológico de las emociones: A Social

Interactional Theory of Emotions y Catharsis in Healing, Ritual and Drama. También

durante estos dos años Kemper (1978), Shott (1979) y Hochschild (1979) publican

artículos de referencia sobre las emociones: «Toward a Sociology of Emotions: Some

Problems and Some Solutions», «Emotion and Social Life: A Symbolic Interactionist

Analysis» y «Emotion Work, Feeling Rules, and Social Structure».

A partir de entonces los estudios sociológicos sobre las emociones se

multiplican, y el subcampo empieza a consolidarse y a expandirse. Y con la

solidificación del proyecto de una teoría social sobre las emociones surgen también las

primeras ramificaciones teóricas. Estas no suponen necesariamente incompatibilidad o

contradicción de posiciones y perspectivas, sino que son un buen testigo de la

complejidad que supone tal empeño (Bericat, 2015). Y si se pudiera definir un punto

nuclear a partir del que se articulan las diferentes teorías sociológicas sobre las

emociones, reduciendo aparentemente su complejidad, cabría sostener con Thoits

(1990: 180) que para todas ellas la emoción es significativamente «social en sus

orígenes (así como también es social en sus consecuencias)». Y esto sería cierto incluso

en aquellos numerosos casos en los que se complementan perspectivas sociales con

otras que abarcan la dimensión más natural y biológica de las emociones.3 En cualquier

caso, lo que aquí conviene destacar es que la proliferación de estudios sociológicos

sobre las emociones apunta por un lado, a la importante dimensión social de las

emociones y, por otro, a la igualmente importante dimensión emocional de la realidad

social. En el punto de encuentro de ambas dimensiones se aprecia con mayor claridad el

3 Esto apunta al «nudo reconciliador» —biológico-social— en el que coinciden cada vez más autores. Como explica la filósofa Ana Marta González (2013: 12), «entender las emociones por referencia a la acción que las suscita y a la que ellas mismas tienden a suscitar es un buen modo de situar los aspectos naturales de la emoción en el contexto cognitivo-práctico en el que mejor pueden comprenderse. Pero, en todo caso, dicha comprensión reclama poner en primer término los fines de nuestras acciones y el contexto significativo que se abre en función de ellos».

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papel esencial de las emociones en los procesos sociales y para la teoría social, y

viceversa. Las emociones no solo se originan en espacios y situaciones de interacción

social —lo que apunta al carácter esencialmente social de las emociones—, sino que

son elementos determinantes en la configuración de la realidad social —lo que, a su

vez, apunta al carácter esencialmente emocional de la realidad social—.

LAS PROPUESTAS CONCEPTUALES DE HOCHSCHILD: EL «YO SINTIENTE»

Este carácter esencialmente social de las emociones4 y esencialmente emocional

de la realidad social se hace particularmente evidente en la teoría de Hochschild. Como

se ha apuntado ya, la socióloga es una de las primeras en situar la dimensión emocional

en el centro de la investigación sociológica y, al hacerlo, aspira a avanzar hacia una

sociología integradora, que deja visibles todos los elementos de la realidad social sin

esconderse por detrás de sus propias categorías y métodos. En este sentido, el estudio de

las emociones plantea un nuevo desafío y las emociones surgen como la dimensión de

la realidad social destacada para llevarlo a cabo. De hecho, en su intento de comprender

el mundo social, y a sí misma como participante activa en él, Hochschild, sirviéndose

también de las agudezas de otros sociólogos, encuentra en las emociones y en los

sentimientos los prismáticos idóneos para estudiar pormenorizadamente y en

profundidad la acción social —lo que la ordena y lo que está por detrás de sus procesos

de (re)configuración—. Sus primeros avances en la sociología de las emociones la

encauzan en una línea de investigación específica, que Bericat identificó con gran

agudeza como una «sociología “con” emociones» (Bericat, 2005: 149). Y, a la vez que

se adentra en la dimensión emocional y en la realidad social para mejor comprenderlas,

con sus trabajos Hochschild (1983; 2008; 2013) hace visibles muchos de los elementos

que permiten comprender, en su mayor complejidad, sentimientos y emociones tales

como la alienación, la ansiedad, la ira, el agotamiento, el miedo, la vergüenza o la

alegría. Al estudiar las dinámicas emocionales en los ámbitos de servicios, comercial y

familiar, la socióloga desvela las dinámicas y los significados que se retroalimentan en

la configuración de estos sentimientos y emociones. Es decir, aunque no ofrezca una

4 Véase d´Oliveira-Martins (2012: 235-247).

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definición para cada uno de ellos, muestra aspectos de son determinantes en su

configuración.

Aunque aquí no procede detenerse en la interesante problemática en torno a la

definición de emoción, y a la distinción entre emociones y sentimientos, conviene

resaltar que Hochschild ensaya algunas formulaciones que son un importante punto de

referencia para comprender el alcance de su teoría. Sin embargo, con ellas no pretende

ofrecer una definición cerrada y conclusiva, a modo de fórmula universal, ni entra en las

reconocidamente pertinentes y provechosas discusiones sobre el estatuto epistemológico

de las emociones. Entre las propuestas que se despliegan por sus trabajos, cabe destacar

tres que aúnan los principales elementos de lo que, para la socióloga, son las emociones

y los sentimientos. En una primera formulación, Hochschild (2008: 111) precisa:

«[c]abe aclarar que por “emoción” me refiero a la conciencia de la cooperación corporal

con una idea, un pensamiento o una actitud, y a la etiqueta adosada a esa conciencia.

Por “sentimiento” entiendo una emoción más suave». Aquí Hochschild muestra ya su

tendencia a combinar elementos que habitualmente se estudiaban por separado: por un

lado, la cooperación corporal y, por otro, los pensamientos, ideas, etiquetas y actitudes.

En The Managed Heart (2003: 229) ofrece otra formulación muy significativa: «[l]a

emoción, yo sugiero, es un sentido biológicamente dado, y uno de los más importantes.

Como otros sentidos —el oído, el tacto o el olfato— es un medio a través del cual

sabemos de nuestra relación con el mundo, y es por eso crucial para la supervivencia de

los seres humanos en la vida en grupo. Sin embargo, la emoción es única entre los

sentidos porque está relacionada no solo con una orientación hacia la acción como

también con una orientación hacia la cognición». Como se comprueba en esta

formulación, Hochschild pone un énfasis en el aspecto cognitivo —aludiendo a las

emociones como fuentes de apoyo de los procesos cognitivos— y se resiste a la

dicotomía entre lo biológico y lo social. Y, en el mismo libro (2003: 17), aparece aún

otra formulación: «[d]efiniría el sentimiento como la emoción, como un sentido, como

el oído o la visión. De modo general, lo experimentamos cuando las sensaciones

corporales se unen con lo que vemos o imaginamos. Como el sentido del oído, la

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emoción comunica información. Tiene, como Freud dijo de la ansiedad, una “función de

señalar”. Del sentimiento descubrimos nuestra propia perspectiva del mundo».5

En estas formulaciones se destacan cuatro rasgos fundamentales y configuradores:

las emociones poseen un sustrato biológico; el sustrato biológico se hace patente en la

cooperación del cuerpo con ideas, pensamientos y conductas; las emociones están

dirigidas a la acción y a la cognición; y, finalmente, las emociones comunican

información acerca de la posición que uno ocupa en el mundo. Estos elementos

definitorios de las emociones y los sentimientos permiten anticipar la postura intermedia

de Hochschild,6 quien incorpora las nociones «naturales» de las emociones en una

comprensión más amplia de cómo estas son vividas por los sujetos y de cómo los

factores sociales las configuran y son por ellas configurados. Con ello la socióloga no

solo desafía la idea de que la dimensión biológica de las emociones es primordial y

definitoria, 7 sino que acentúa con fuerza el carácter esencialmente social de las

emociones.8 Las emociones, desde esta perspectiva, no tienen una realidad ontológica

esencial, inmutable, sino que son un proceso y están abiertas/sujetas a transformaciones.

Y en la medida en que en su origen están combinaciones de elementos híbridos,

biológicos y sociales, internos y externos, los factores sociales ejercen un papel

determinante en el proceso de formación de las emociones, configurando no solo lo que

siente y ve, sino también lo que se espera ver y sentir.

La dimensión consciente de las experiencias emocionales, que sale a la luz en las

formulaciones que Hochschild ofrece de emoción y sentimiento, es uno de los puntos

5 En este punto, Hochschild (2003:231) añade un matiz importante con respecto a esta función: «[el señalamiento es complejo —no es la simple transmisión de información sobre el mundo exterior. No es un decir. Es un comparar». 6 Esta postura intermedia, por otra parte, ya era evidente en las nociones biológicas helenas, de cariz marcadamente aristotélico, así como en la psicología medieval. Son un ejemplo de ello las indagaciones de Aristóteles (1978: 15-25) y Santo Tomás (1959: 285) acerca del alma, de los afectos y del conocimiento. También en David Hume (2002: 561) se perciben rasgos de una postura intermedia. 7 La teoría de Hochschild, en su postura intermedia, hace eco de lo que decía Norbert Elias (1987: 346-9) en su artículo «On Human Beings and Their Emotions: A Process-Sociological Essay» cuando alertaba sobre las capacidades biológicas imprescindibles y esenciales para aprender y estar abierto al mundo, haciendo hincapié en la relación intrínseca entre el mundo de la naturaleza y el humano, entre la biología y el despliegue de la vida humana. 8 Como explica Hochschild (2003: 230): «No es simplemente verdad que el aspecto maleable de las emociones el “social” (el foco de atención de los teóricos interaccionistas) y que el aspecto rígido de las emociones es su vínculo biológico a la acción (el foco de atención de los teóricos organicistas). Más bien, el aspecto rígido de las emociones (que es precisamente aquello que intentamos manejar) también es social».

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clave para su teoría de las emociones y da pie a una de sus grandes aportaciones a la

teoría social: la imagen del yo sintiente o sensible (sentient self). Esta imagen, que

Hochschild perfila complementando las imágenes más conocidas del yo consciente,

cognitivo o racional (ejemplificada en la teoría de Goffman, 1994: 29-87) y del yo

inconsciente (ejemplificada en el ámbito del psicoanálisis), hace referencia a un «yo que

tiene capacidad de sentir y conciencia de tal capacidad. Lejos de calcular con frialdad o

expresar ciegamente emociones incontroladas, el yo sensible es consciente de sus

sentimientos, así como de las numerosas directrices culturales que los configuran»

(2011: 114). La imagen del yo sensible/sintiente es crucial en la teoría de Hochschild y

fundamental para el desarrollo de la sociología y, muy concretamente, de la sociología

de las emociones. A partir de ella se dilata la imaginación sociológica y se abren

posibilidades para el estudio emocional de la realidad social; de la acción y de la

interacción, así como de la normatividad que condiciona las situaciones y las estructuras

sociales. Por un lado, al concebir un actor que es capaz de sentir, que tiene consciencia

de tal capacidad y quiere sentir, Hochschild destaca el papel activo y creativo de los

individuos. Por otro, alude al aspecto social (re)configurador inherente a los procesos y

a las experiencias emocionales.

El yo sintiente de Hochschild, motivado por el hecho de que quiere sentir, de que

sabe que es capaz de hacerlo y de que es consciente de las pautas culturales y sociales

que configuran tanto su querer sentir (las expectativas que pone en determinadas

circunstancias) como su sentir (lo que realmente siente), hace una gestión de sus

emociones. Es decir, las ajusta, las cambia o (re)configura, según las circunstancias, las

expectativas personales o de terceros, lo que entiende que debe sentir, etcétera. Al hacer

esto, a través de la evocación, transformación o la supresión (Hochschild, 2008: 240-1),

realiza lo que Hochschild llama «elaboración emocional» (emotion work). Si bien es

cierto que es el sujeto el que hace la gestión de sus emociones, esto no implica que el

proceso sea estrictamente privado sino todo lo contrario; no hay experiencia emocional

sin el/lo otro (imaginado, percibido, interpelado, etcétera). Su papel activo se hace

evidente precisamente en la medida en que está en relación con otros y con el mundo y,

por tanto, en la medida en que depende de y crece con ellos en un espacio social común.

Las reglas de los sentimientos, que guían la gestión emocional, son un buen ejemplo de

esta interdependencia e interconectividad social y personal. Estas, como explica

Hochschild (2003: 18), «son normas usadas en la conversación emocional para

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determinar aquello que se debe y es debido en el discurrir de un sentimiento. A través

de ellas, podemos saber lo que es “adecuado” en la relación, en cada rol». Una vez más,

se hace patente la relación estrecha entre lo emocional y lo social. El sujeto, al gestionar

sus emociones, profundiza en la dimensión emocional del juego relacional que se pone

en marcha en cada experiencia y en cada contexto. Al considerar la imagen del yo

sintiente se abren espacios de análisis sociológico que inciden sobre el intercambio

bidireccional y constante de elementos sociales y emocionales que se configuran

mutuamente.

La teoría de las emociones de Hochschild, en la medida en que pone acento en las

ideas de que las emociones acompañan las acciones racionales y de que son fuente de

información sobre el yo y su posición en el mundo, abre un camino que permite rastrear

las complejidades que configuran el ámbito de la experiencia social. Además, desde esta

perspectiva teórica, no solo es posible estudiar las acciones más extremas y explosivas

—que suelen ser identificadas con la pura emotividad—, sino también aquellas acciones

racionales más cotidianas, en las que la dimensión emocional aparece de forma

constante y persistente —aunque es más invisible— y en las que, de cierta forma, se

materializan las complejidades subyacentes a toda situación social. Y esto es lo que aquí

se quiere destacar. Es decir, además del tipo de complejidades que se manifiestan en las

experiencias emocionales «intensas», hay otro tipo de complejidades que no tienen

tanto que ver con escenarios puntuales sino más bien con las situaciones dramáticas del

día a día en las que el sujeto se encuentra abierto a la radical novedad que suponen los

encuentros sociales, con sus reglas y su carácter móvil o cambiante. El yo sintiente, que

es consciente de sus emociones y activo con respecto a las mismas, participa en la

novedad del encuentro social en la medida en que, con su simple presencia, está sujeto a

las fuerzas configuradoras de la situación —otros sujetos, el espacio, las normas,

etcétera— y es agente configurador la misma. O sea, la dimensión emocional no solo

conecta a los individuos con lo ya sentido, con lo que se espera sentir, etcétera, sino

que, también con ese nexo experiencial, se abre a lo que la nueva situación propicia,

ejerciendo su papel configurador. En este sentido, la «simple presencia» a la que se

aludía antes no es tan simple como en un primer término se puede imaginar, sino que

requiere considerar a un individuo que se «lanza» a la situación y que «está ahí

proyectado» con sus quereres, creencias, experiencias acumuladas, expectativas y

planes futuros. Estos aspectos, aunque no sean reflexivamente pensados —

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habitualmente no lo son— ni estén presentes en la conciencia, intervienen en el

despliegue de los acontecimientos y su (re)alimentación es afectada por ellos.

El «estar en la situación» al que alude la imagen del yo sintiente hace referencia a

ese núcleo de la socialidad, donde se hace patente la dimensión esencialmente social de

las emociones y la dimensión esencialmente emocional de lo social. Es decir, hablar de

emociones y sentimientos implica, necesariamente, reconocer un afuera que es

personalmente compartido. Si bien las emociones y los sentimientos se suelen entender

desde una perspectiva «individual», en la medida en que son expresadas y sentidas por

el individuo —que tiene un sustrato biológico que lo permite— y tienen una dimensión

de incomunicabilidad o intraducibilidad —que alude a la experiencia única y original de

cada yo—, es preciso reconocer que estas nacen y se forman en el ámbito de lo

estrictamente social, en el ámbito de las alteridades que son compartidas. En este el

núcleo de la socialidad9 el yo experimenta una «emoción existencial». Es decir, algo así

como un «estado de ánimo poético del yo finito hacia la objetividad del mundo en su

conjunto» (Gomá, 2015: 24). Esta noción de una «emoción existencial» apunta

precisamente a ese aspecto nuclear de las experiencias sociales en el que el yo crece —

también emocionalmente— hacia dentro. Este «hacia dentro» no hay que entenderlo en

el sentido de un dentro limitado individual, sino como un «hacia dentro» de crecimiento

infinito, social y personal. En este espacio móvil que caracteriza los ámbitos de

interacción, todos nos lanzamos a ser-con-otros. La imagen del yo sensible encuentra en

el núcleo de la socialidad el espacio de su máxima expresión, ya que apunta

precisamente a esa apertura al mundo de la que todos somos capaces y que, de

realizarse personalmente y con el corazón accesible al otro y lo otro, es una inevitable

fuente de vida —propia y común—.

LA NOCIÓN DE INTIMIDAD DE LO SOCIAL

Para profundizar un poco en este núcleo de la socialidad y ver cómo ahí el yo

sintiente alcanza su máxima expresión, detengámonos ahora un momento en la idea de

intimidad de lo social. Con esta noción, Sánchez de la Yncera (2005: 90) quiere

«señalar el nudo, o el núcleo, de la actividad más propiamente social que se da en los 9 En este punto se siguen algunos puntos de la reflexión que desarrolla de Javier Gomá en su Aquiles en el Gineceo. Esto permite establecer un puente entre las aportaciones conceptuales de Hochschild y la noción de intimidad de lo social de Sánchez de la Yncera.

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ámbitos de convivencia».10 Se trata, por tanto, de depositar especial atención en la

estrecha relación entre lo social y lo íntimo. Esto puede causar cierta perplejidad si

pensamos —sencillamente— en lo íntimo como algo propio, no revelable o traspasable,

y, en cambio, en lo social como algo compartido, visible e intercambiable. Pero

acudamos a algunas definiciones. Veamos, por ejemplo, el comienzo de la voz

«intimidad» (Helena Béjar, 2013) del Diccionario de sociología: «“[z]ona espiritual

reservada de una persona o un grupo, especialmente una familia” (D. de la Real

Academia), “parte reservada a lo más particular de los pensamientos, afectos o asuntos

interiores” (J. Casares). G. Simmel la entiende como “esfera interior (…) en la cual no

puede penetrarse sin destrozar el valor de la personalidad que reside en todo individuo”.

A su vez, lo íntimo es una noción superlativa y cargada de connotaciones positivas por

aludir a lo más profundo o personal de la naturaleza humana». Las palabras

«reservada», «particular», «interior» sugieren, en cierto sentido, algo que tiene su valor

precisamente porque que está guardado y no se revela. Sin embargo, la última frase de

la voz que aquí se trae alude «a lo más profundo y personal de la naturaleza humana»,

lo que no significa necesariamente referirse a lo «reservado», a lo «particular» o a lo

«interior» en contraposición con lo exterior. Pardo (1996: 12), en La intimidad y en

tono crítico hacia el uso que la sociología hace del término, ofrece una recopilación de

las definiciones más comunes de intimidad: «se trata de “lo más recóndito e intrínseco

de la persona” o “lo más interno e inexpresable del hombre”, “lo más inefable”, “lo más

interno del individuo”, “un ámbito casi inefable de la naturaleza humana”, con “un

carácter en cierto modo sagrado”, “por su propia inexpresabilidad”». También aquí

parece que prima la idea de la intimidad como algo asocial, estrictamente psicológico.

Estas deficientes y acepciones de lo que es la intimidad, al referirse a «lo

reservado», a «lo sagrado», a lo «particular», a lo «más profundo» ponen énfasis en

aquello que de singular tiene eso que es íntimo. Y, si bien no se puede reducir a ello

estas acepciones, ya que dejan espacio a interpretaciones, es necesario alertar con Pardo

que no es lo mismo hablar de intimidad que de privacidad (1996: 9-30). No obstante, el

10 La intimidad de lo social hace referencia a una dimensión de la realidad a la que también alude Gomá en su libro Aquiles en el Gineceo (2015: 159): «La experiencia de la vida es una forma de experiencia y en cierta medida reposa en las plurales vivencias que cada sujeto conoce, pues sin ellas sería un saber vacío y abstracto (…) De modo que es un saber que se despierta en el contacto la experiencia pero, una vez alcanzado, es a priori de ella y su fundamento. En este proceso cognoscitivo, lo decisivo, en consecuencia, no está tanto en acumular experiencias como en tenerlas de tal naturaleza que le permitan al yo aprehender la vida en su conexión; o mejor, está en hallar en cada experiencia su modo de participación en la totalidad de la vida».

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13

autor se sirve de esta advertencia para sugerir que, según las definiciones que se

manejan en las investigaciones sociológicas, la intimidad carece «por completo de

realidad social» (1996: 12), y es precisamente este el polo opuesto de la noción en la

que aquí se quiere profundizar. La intimidad de lo social no solo alude a la intrínseca

relación entre la intimidad y lo social en el sentido de que lo intimo gana su forma en

los espacios colectivos, sino que la misma idea de intimidad pertenece a esos espacios, a

esas realidades, y no está simplemente «en el interior del sujeto». Esta idea, sin

embargo, necesita ser aclarada. Decir que lo íntimo se refiere sencillamente a aquello

que está en el interior del sujeto es reductor, lo que, por otro lado, no implica decir que

el sujeto no tiene «un interior» en el que la intimidad «habita». Sin embargo, lo íntimo,

concebido en toda su riqueza, es esencialmente social en el sentido de que ese «interior»

tiene una configuración social y es socialmente compartido —pero nunca arrebatado o

robado—. Además, el hecho de que haya un aspecto «singular» y único de la intimidad

tampoco quiere decir que esta no sea social o socialmente vivida, sino todo lo contrario.

Precisamente porque lo es nacen personalidades, vivencias únicas y plurales.

En este sentido, como explica Sánchez de la Yncera (2005: 102), «[l]a apuesta por

esa “intimidad de lo social” va más allá de entenderla como una dimensión intrínseca de

los ámbitos de la convivencia, que es preciso tematizar con las otras para evitar las

reducciones de la realidad social. Y es que la convivencia se muestra como socialidad

íntima en su propio carácter intrínseco de actividad reflexivamente curvada por su

repercusión sobre sí misma, y por su propio sentimiento y continua (o discontinua)

representación de sí misma, es decir, por el hecho mismo de poder saber (y poder

intentar controlar) su continua re-“percusión” sobre sí; y en el consiguiente efecto de

autotensado y de autodistanciamiento reflexivo. Y su “intimidad” —lo que llamamos la

“intimidad de lo social”— comparece, entonces, como la intimidad humana por

excelencia. Así es como se entendería mejor, y de entrada, la socialidad humana, como

un juego de convivencia cuya clave, cuyo reto, está en la efectiva acogida de la

realización conjunta de la diversidad de lo humano». Es decir, la idea de la intimidad de

lo social, además de apuntar a un ámbito esencial de los contextos de interacción —en

el que se refleja la orientación de las personas —y de los grupos— «“dentro de” y “en”

unidades más amplias» (Sánchez de la Yncera, 2005: 131) de convivencia—, lo concibe

como el ámbito en el que se puede hablar de la intimidad humana en su sentido más

radical. Una especie de crecimiento en espiral hacia dentro, hacia los otros y, en última

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instancia, hacia sí mismo, hacia lo íntimo social. A esta radical intimidad humana hace

referencia Sánchez de la Yncera cuando habla de la «actividad más propiamente

social», que está en constante movimiento y transformación, y que alcanza su máxima

fuerza cuando el sujeto logra lanzarse al gran desafío de ser con otro y hacia otros.

Este es uno de los aspectos más notables de los espacios de interacción: la

determinación de individualidades —con perspectivas parciales y ricas sobre los nudos

de convivencia— que se logra propiamente en lo compartido y vivido con otros. De

hecho, la individualidad alude precisamente al aspecto único e irrepetible de la

organización de los elementos que nos son dados por otros y por el mundo, y en los que

se identifica lo propiamente común. Los hacemos «nuestros» porque no son, de suyo,

creación individual. Es decir, al dar un sentido propio a los diferentes aspectos de la

realidad social, a través de la experiencia de —y en— los espacios comunes, nos

hacemos caminantes que tratan de llegar a ser lo que son y que se descubren «siendo

con». En efecto, la intimidad de lo social hace referencia a todo lo que está dentro de lo

social que nos permite ser lo que somos; es lo nuclear de la experiencia colectiva y de la

intimidad personal. Aunque dicha intimidad de lo social es inabarcable —resulta casi

impensable—, sabemos y sentimos que está siendo. Estas ideas resuenan en las palabras

de Mead (2008: 375) cuando decía, al matizar su concepto del «otro generalizado» y

discutir el modo cómo los individuos asumen las actitudes de los otros involucrados en

su comportamiento social, que «[l]o importante es si esas variadas formas de las

actividades pertenecen con tal naturalidad a cada miembro de una sociedad humana

como para que cuando toma el rol de otro se encuentra con que las actividades de ese

otro pertenecen a su propia naturaleza».11

El «descubrimiento» de las actividades de otros como pertenecientes a la

naturaleza de uno mismo es el punto de inflexión que permite situar a lo individual, en

lo que tiene de original y novedoso, en lo íntimo de la realidad social y, en otro sentido,

lo íntimo de la realidad social como el espacio en el que se despliega y desarrolla lo

individual. Siguiendo a Mead, Sánchez de la Yncera (2005: 134) describe el

«reconocimiento del estatuto social de lo individual en dos pasos. Mead consideraba,

que el primero lo encontramos en el sitio que en su exploración de la experiencia

humana Hegel concedió al individuo, pues esto supuso un hito en el desarrollo de la

doctrina —significativamente Mead la calificaba de “psicológica”— que venía a

11 Cursivas añadidas.

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reconocer la “presencia” del mundo objetivo en la experiencia individual». El segundo

paso, «Mead lo trata como un “final”, y consiste en haber llegado a concebir las propias

experiencias individuales (incluso las más innovadoras y contrafácticas) como parte de

la realidad objetiva de la naturaleza, y específicamente a tomarlas como experiencias de

individuos que son parte de una sociedad altamente organizada y que entran en

conflicto, siempre en algún aspecto acotado, con las interpretaciones establecidas de

ellas». En este segundo paso cabe resaltar el reconocimiento de la «propia naturaleza»

como social, compartida en su individualidad. Es decir, en la intimidad de lo social —

con su carácter móvil, cambiante y dilatable— se «materializa» la más alta intimidad

personal —también con su carácter móvil, cambiante y dilatable—; el reconocimiento

del modo en que uno se sabe sí-mismo implica identificar en los otros aquello que uno

es —o no es—. Cobra importancia, no solo el posible rasgo diferenciador o

identificador sino, sobre todo, aquél elemento —íntimo— que permite la analogía, la

comparación, la identificación: ese ser lo mismo con y en las infinitas diferencias.

La idea de la intimidad de lo social está articulada por la continua, móvil y

recíproca correspondencia entre —y configuración de— lo social y lo individual. Una

articulación que se concreta en la postura activa del sujeto que se encuentra

necesariamente con la fuerza propulsora de la intersubjetividad y viceversa. Dicha

articulación se hace visible en la autoconfiguración de los espacios colectivos a través

de la propia acción colectiva —intersubjetiva y personal—. Aquello hacia lo cual uno se

orienta solo está ahí en cuanto punto de referencia y, al entrar en el ámbito de la

intersubjetividad, gana nuevos límites —provisorios—. Es decir, al entrar en los

escenarios de convivencia llevamos en la mochila experiencias acumuladas,

expectativas, etcétera, que serán reordenadas —cuando no literalmente sustituidas—

según los elementos del escenarios con los que nos identificamos o de los que nos

distanciamos. El aspecto emocional —puro, es decir, aquel que en el momento preciso

determina la apertura personal— de esta «entrada en escena» es determinante a la hora

de considerar la dimensión nuclear de la socialidad, esa intimidad social.

ENTRE EL SENTIR Y EL SER: LAS EMOCIONES EN EL NÚCLEO DE LA

SOCIALIDAD

Ni la imagen del yo sintiente que describe Hochschild ni la idea de la intimidad de

lo social que ofrece Sánchez de la Yncera inciden sobre aspectos «novedosos» de —o

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«no presentes en»— la realidad social, sin embargo, ambos autores dan nombre a

aspectos y dimensiones que necesitan reconsideración sociológica. Si, por un lado, la

imagen del yo sintiente abre un espacio para la indagación sociológica de las emociones

y de los sentimientos y su vinculación con lo social y lo personal, por otro, la intimidad

de lo social dilata el espacio conceptual que permite reflexionar sobre las inherentes

complejidades de los espacios de interacción social. Ambas nociones ganan

protagonismo en el contexto de la cuestión básica de la «entrada personal en situación».

En efecto, al considerarla en los escenarios de convivencia podrían identificarse las

diferentes dimensiones de la realidad social que se viven en cada situación, así como los

diferentes vínculos personales con ellas, concretamente, los movimientos

configuradores de la emotividad. El acercamiento a dichas dimensiones permitiría

averiguar y describir cómo las emociones influyen en la configuración de la puesta en

escena personal; es decir, cómo ejercen su papel de fuentes de información del yo y de

ecos vivenciales de las acciones. De hecho, es preciso advertir que adentrarse en una

situación «compartida» requiere una apertura a la «potencial alteridad», a lo otro que en

la situación se presenta de forma estrictamente novedosa e inesperada.12 Desde la

sociología, es preciso considerar esta apertura desde el punto de vista general de todos

los actores que entran en situación, es decir, conviene advertir el flujo retroalimentador

entre la apertura individual y el contexto de interacción, y entre todos los individuos o

los diferentes grupos en conjunto. Los diferentes aspectos de la realidad social en cada

situación, las miradas, los tonos de voz,13 las expectativas, la memoria de eventos

pasados y de proyecciones futuras, etcétera, son piezas fundamentales no solo desde la

12 En este punto, los estudios sobre las dinámicas de grupo ofrecen muchas pistas para mejor entender la «puesta en escena» y sus fuerzas configuradoras. Véanse Bion, W. E. (1994). Experiencias en grupos. México D. F.: Paidós y Pichon-Riviére, Enrique (1999). El proceso grupal. Buenos aires: Nueva Visión. 13 Ya Mead (1968: 89) alertaba sobre la importancia del gesto en las interacciones sociales: «[e]l gesto en general, y el gesto vocal en especial, indica uno u otro objeto dentro del campo de la conducta, un objeto de interés común a todos los individuos involucrados en el acto social así dirigido hacia o sobre ese objeto. La función del gesto es posibilitar la adaptación entre los individuos involucrados en cualquier acto social dado, con referencia al objeto o [sic] objetos con que dicho acto está relacionado; y el gesto significante o símbolo significante proporciona facilidades mucho mayores, para tal adaptación y readaptación, que el gesto no significante, porque provoca en el individuo que lo hace la misma actitud hacia él (o hacia su significación) que la que provoca en otros individuos que participan con el primero en el acto social dado, y así le torna consciente de la actitud de ellos hacia el gesto (como componente de la conducta de él) y le permite adaptar su conducta subsiguiente a la de ellos a la luz de la mencionada actitud». Sin embargo, Mead alude a un ámbito de análisis en el que no se hacen patentes las múltiples y variadas interpretaciones que pueden hacerse del gesto significante.

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perspectiva particular del sujeto que se lanza «con todo» y, por tanto, para entenderla en

su complejidad, sino también desde la perspectiva de los participantes en interacción.14

Las emociones están en el núcleo de la socialidad precisamente porque funcionan

como impulso vital que alerta para y posibilita el «caer en la cuenta» —del otro, de lo

otro, y de sí— en cuanto vida «lanzada» a la situación. Son, al fin y al cabo, uno de los

elementos fundamentales de ese núcleo de la actividad propiamente social, al que se

refiere Sánchez de la Yncera (2005: 90), y su flujo constante acompaña la transitoriedad

de esos momentos en los que —conscientemente o inconscientemente— uno se presenta

«entero» en su ser y en su sentir. Y no hace falta que haya un «encuentro verdadero»

para que así ocurra, sino que en los mismos «desencuentros» o en la misma crudeza que

a veces supone la vida con otros uno está ahí abierto al otro y sujeto a las

transformaciones que pueden devenir de la interacción. En efecto, referirse a un

momento nuclear de la actividad social implica considerar una confluencia de aspectos

en la que se atisba el carácter estrictamente provisorio y propulsor de vida que

caracteriza el encuentro social y la vida humana. Y, aunque esto no significa ausencia

de normatividad, sí implica estar con los ojos puestos en lo que hay de novedoso, único,

maleable, móvil, estrictamente abierto en cada situación generada por la actividad

social. En este sentido, la imagen del yo sintiente es una aportación importante para la

teoría social, aunque solo sea porque alude precisamente a esos momentos de la acción

social que tienen difícil descripción, en los que se producen pequeñas —y muy

significativas— transformaciones del mundo social y personal. Alude a la experiencia

abierta de ser con otros y llegar a ser lo que se es; y a esos espacios, vividos con otros

pero no necesariamente percibidos o pensados reflexivamente, en los que coliden el

orden social con su normatividad vigente y la posible fuerza desestabilizadora que

alimenta la pura creatividad de la acción.

Al hacer hincapié en la dimensión consciente de la experiencia emocional —a

través de la imagen del yo sintiente— y en el aspecto regulador que configura dicha

experiencia —a través de las reglas de los sentimientos—, Hochschild apunta a ese

espacio conceptual en el que lo personal y lo social se autoconfiguran y se

retroalimentan. Apunta a ese «espacio» que es nombrado por Sánchez de la Yncera 14 Estas ideas están desarrolladas en un trabajo que está en curso, que se titula «El peso (in)soportable del “tener que ser”. Una mirada hacia las encrucijadas de la socialización desde los avances de la teoría de roles», realizado en colaboración con Edurne Jabat, Rubén Lasheras, Ignacio Sánchez de la Yncera y Marta Rodríguez Fouz.

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como la intimidad de lo social. Las emociones, en su movimiento de configuración, se

nutren y son resultado del movimiento de influencia recíproca de los ámbitos social y

personal. Los sentimientos y las emociones, así como las reglas de los sentimientos, se

amoldan a cada acontecimiento y a cada situación. Son flexibles en la medida en que

resultan de la combinación compleja de varios elementos de distintas dimensiones de la

realidad. Así entendidas, las emociones son una dimensión esencialmente social; es

decir, se consideran las emociones como aspectos de la experiencia en cuyas formación

y configuración lo social interviene. Asimismo, si hablamos de un núcleo de la acción

social como el «espacio» en el que lo personal y lo social confluyen significativamente,

es imprescindible considerar ese «espacio» como aquel en el que de forma más evidente

se percibe la dimensión esencialmente emocional de la realidad social. Dicho de forma

más sencilla, las emociones tienen un aspecto social determinante ,y lo social, un

aspecto emocional igualmente determinante. Considerar la intimidad de lo social y el yo

sintiente permite echar una mirada —sociológica— a la confluencia de aspectos y

elementos transversales a las distintas dimensiones de la realidad que determinan la

complejidad de los ámbitos de interacción y de los encuentros sociales. Estas nociones

permiten, así, abordar el carácter estrictamente provisorio y novedoso de cada situación

en la medida en que hacen referencia a la vida en conjunto que está en constante

transformación, algo a lo que la teoría social debería atender.

Como diría T. S. Eliot (2004: 121), «el sentimiento o la emoción o la visión

resultante del poema es diferente del sentimiento, de la emoción o de la visión de la

mente del poeta», pero no existe la emoción resultante del poema sin el poeta que

siente, y seguramente el poeta que siente —aunque de forma diferente al lector, pero

con él— se vea transformado —también en sus emociones y sentimientos— por la

emoción resultante del poema, por la emoción que brota en la intimidad de lo social.

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